El título oficial de Iolanthe era el de Hechicera del Emperador. Extraoficialmente se la conocía como «la bruja de Ariakas» u otros nombres menos agradables, pero éstos sólo se utilizaban a sus espaldas. Nadie se atrevía a llamárselo directamente, porque la «bruja» era muy poderosa.
Los guardias de la Puerta Roja la saludaron cuando se acercó a ellos. El Templo de Takhisis tenía seis puertas. La principal estaba en la fachada delantera. Ésa era la Puerta de la Reina y estaba vigilada por ocho peregrinos oscuros, cuyo deber consistía en escoltar a los visitantes al templo. En el edificio se abrían otras cinco puertas. Cada una de ellas daba al campamento de uno de los cinco ejércitos de los Dragones, que combatían en las filas de la Reina Oscura en su guerra por la conquista del mundo.
Iolanthe evitaba la puerta principal. Aunque era la amante del emperador y gozaba de su protección, seguía siendo una practicante de la magia, devota de los dioses de la magia y, a pesar de que uno de esos dioses era hijo de la Reina Oscura, los peregrinos oscuros trataban a todos los hechiceros con profunda desconfianza y recelo.
Los peregrinos oscuros le habrían permitido entrar en el templo (ni siquiera el Señor de la Noche, portavoz de la Orden Sagrada de Takhisis, osaba despertar la ira del emperador), pero los clérigos la habrían entorpecido tanto como estuviera en sus manos, agraviándola, exigiendo saber qué quería y, finalmente, obligándola a aceptar a uno de esos peregrinos repugnantes como escolta.
Por el contrario, los draconianos del Ejército Rojo de los Dragones, encargados de vigilar la Puerta Roja, se desvivían por agradar a la hermosa hechicera. Una sola mirada lánguida de sus ojos color lavanda, que brillaban como amatistas bajo sus largas y sedosas pestañas negras; el delicado roce de sus finos dedos sobre el brazo cubierto de escamas del sivak; una sonrisa cautivadora dibujada en esos labios de color carmesí; y el comandante sivak estaba más que dispuesto a permitir que Iolanthe entrara en el templo.
—Venís tarde, señora Iolanthe —comentó el sivak—. Ya ha pasado hace tiempo la Vigilia Oscura. No es el mejor momento para recorrer sola los salones del templo. ¿Querríais que os acompañase?
—Gracias, comandante. Estaría muy agradecida por la compañía —contestó Iolanthe, dispuesta a seguirlo. Era un draconiano nuevo y estaba intentando recordar su nombre—. Comandante Slith, ¿no es así?
—Sí, señora —contestó el sivak, con una sonrisa y un aleteo galante.
Para Iolanthe, el Templo de Takhisis resultaba desazonador incluso a plena luz del día. No era que la luz del día lograra penetrar en el interior del edificio, pero al menos el pensamiento de que el sol lucía en algún sitio la ayudaba a sentirse mejor. Alguna vez Iolanthe se había visto obligada a recorrer los salones del templo después del anochecer y la experiencia no le había sido grata. Los peregrinos oscuros, esos clérigos dedicados a la adoración de la Reina Oscura, llevaban a cabo sus ritos impíos en las horas de oscuridad. Iolanthe no podía decir, ni mucho menos, que ella misma no tuviera las manos manchadas de sangre, pero al menos le bastaba con lavárselas después. No se bebía la sangre.
Ésa no era la única razón por la que Iolanthe se alegraba de tener un escolta armado. El Señor de la Noche la detestaba y habría disfrutado mucho viéndola enterrada en la arena, mientras las águilas le sacaban los ojos y las hormigas devoraban su cuerpo. Estaba a salvo, al menos por el momento. Ariakas la cubría con su enorme mano.
Al menos por el momento.
Iolanthe era consciente de que el emperador acabaría cansándose de ella. Entonces, esa misma mano la aplastaría o, lo que era mucho peor, la despediría con un gesto indiferente. Pero no creía que el momento en que quisiera librarse de ella hubiera llegado todavía. Aunque así fuera, Ariakas no la dejaría a merced de los clérigos oscuros. La desconfianza y el desprecio que sentía por el Señor de la Noche eran mutuos. Más bien, Ariakas era del tipo de los que simplemente la estrangularían.
—¿Qué os trae al templo a estas horas, señora? —preguntó Slith—. No habréis venido al servicio de la Vigilia Oscura, ¿verdad?
—¡Por todos los dioses, no! —exclamó Iolanthe con un escalofrío—. El Señor de la Noche me ha mandado llamar.
Un peregrino oscuro la había despertado en plena noche, gritando bajo la ventana de su casa, que se encontraba encima de una tienda de hechicería. El clérigo no estaba dispuesto a rebajarse llamando a la puerta de un hechicero, así que decidió ponerse a gritar en medio de la calle. Despertó a todos los vecinos, que abrieron las ventanas, listos para vaciar el contenido de sus bacinillas sobre quien estuviera armando tal escándalo. Al distinguir la túnica negra de un clérigo de Takhisis y oírle invocar el nombre del Señor de la Noche, los vecinos habían vuelto a cerrar las ventanas, seguramente para esconderse acto seguido debajo de la cama.
El peregrino oscuro no esperó para acompañarla. Tras cumplir su misión, se marchó apresuradamente antes de que Iolanthe tuviera tiempo de vestirse y averiguar qué estaba pasando. Era la primera vez que el Señor de la Noche la convocaba en el Templo de Takhisis, y la novedad no le gustaba nada. No le había quedado más remedio que recorrer las peligrosas calles de Neraka, sola y de noche. Había conjurado una bola de intensa luz y la había llevado chisporroteando en la palma de la mano. No era un hechizo complicado, pero sí muy llamativo, y dejaba bien claro que se trataba de una practicante de magia. Los criminales que vagaran por la calle se darían cuenta rápidamente de que no era una víctima fácil y se apartarían de su camino.
Apenas se veía a nadie en las calles, pues la mayor parte de las tropas estaba combatiendo en la guerra de la Reina Oscura. Por desgracia, los soldados que permanecían en Neraka estaban de un humor más bien hosco. Se había extendido el rumor de que la guerra de Takhisis, que ya se había dado por ganada, no iba tan bien como se creía.
Un grupo de cinco soldados con la insignia del Ejército Rojo se había quedado observándola cuando cruzó el callejón en el que los hombres compartían una jarra de aguardiente enano. La habían llamado para que se uniera a ellos. Cuando Iolanthe los ignoró con aire arrogante, dos de ellos se mostraron decididos a abordarla. Otro soldado, que no estaba tan borracho, se dio cuenta de que era la bruja de Ariakas y, después de una acalorada discusión, habían decidido dejarla en paz.
El simple hecho de que hubieran insultado a la amante de Ariakas ya era un mal presagio. En los primeros y victoriosos días de guerra, aquellos mismos soldados no se habrían atrevido siquiera a pronunciar el nombre de Ariakas, mucho menos a hacer comentarios groseros sobre su valor o a ofrecerle a Iolanthe la oportunidad de descubrir lo que era «un hombre de verdad» en la cama. Para Iolanthe no suponían ningún peligro. Si la hubiesen atacado, los cinco soldados se habrían convertido en cinco montoncitos de cenizas grasientas en medio de la calle. Pero le pareció muy revelador conocer el ánimo mudable de las tropas. La Señora de los Dragones Kitiara estaría muy interesada en saberlo. Iolanthe se preguntó si Kit ya habría vuelto de Flotsam.
Mientras Iolanthe y su escolta draconiano se internaban en el templo, la hechicera le dijo al comandante Slith que no tenía la menor idea de dónde encontrar al Señor de la Noche. El sivak le contestó que él preguntaría. A Iolanthe le gustaban los sivaks. Por muy extraño que pudiera parecer, a ella le gustaban los soldados draconianos, a los que la mayoría de los humanos llamaba despectivamente «lagartos», porque habían sido creados a partir de los huevos de los dragones bondadosos. Los draconianos eran mucho más disciplinados que sus iguales humanos. Eran mucho más inteligentes que los goblins, los ogros y los hobgoblins. Además, eran unos guerreros notables. Algunos practicaban la magia con destreza y eran magníficos oficiales, pero de todos modos la mayoría de los humanos los miraban por encima del hombro y se negaban a servir a sus órdenes.
Slith era un draconiano sivak. Había nacido del cachorro asesinado de un Dragón Plateado y tenía las correspondientes escamas plateadas, con las puntas negras. Sus alas también eran de un tono gris plateado y gracias a ellas podía volar distancias cortas. Slith también practicaba la magia con cierto talento. Se ofreció a quitar las trampas mágicas que la misma Iolanthe había repartido por el salón. Las trampas imitaban las armas del aliento de cada uno de los cinco dragones a los que estaban dedicadas las puertas. La trampa que había colocado en la Puerta Roja cubría el salón con un fuego abrasador que calcinaría de inmediato a cualquiera que tratara de cruzarlo.
Iolanthe aceptó. Ella misma podría haberse encargado de retirar los conjuros, pero eliminar la magia requería esfuerzo y prefería reservar todas sus fuerzas para enfrentarse a lo que fuera que la esperaba.
Acompañada por el draconiano, Iolanthe recorrió los salones del Templo de la Reina Oscura, con la estela majestuosa de su capa negra ribeteada con piel de oso cerrando sus pasos. Vestía una espléndida túnica de terciopelo negro —un regalo por superar la Prueba de la Torre que le había hecho Ladonna, su mentora y maestra—. El tejido parecía liso, pero si se miraba desde más cerca y bajo cierta luz (y se sabía qué se buscaba), se distinguían unas runas bordadas en la urdimbre. Las runas se superponían como una malla metálica y tenían el mismo efecto; la protegían de cualquier ataque, ya fuera un hechizo o la daga de un asesino. Los clérigos de Takhisis tenían prohibido utilizar armas blancas, pero esa prohibición no implicaba no contratar a quienes sí podían utilizarlas.
Un peregrino oscuro dijo al sivak que encontrarían al Señor de la Noche en la Corte del Inquisidor, en el piso de las mazmorras. Iolanthe ya había estado en las mazmorras y éstas no se contaban precisamente entre sus lugares favoritos. El templo por sí solo ya era más que espantoso.
Construido en parte en el plano físico y en parte en el Abismo, el reino de la Reina Oscura, el templo estaba en este mundo pero no en el otro, en el otro pero no en éste. Lo irreal era real. Lo existente no existía. Cualquiera dudaba al sentarse en una silla, por miedo a que en realidad no fuese una silla y se moviese al otro extremo de la habitación o sencillamente desapareciera. Los cubículos no terminaban nunca. Los eternos corredores morían al tercer paso. Las habitaciones parecían moverse. Nada estaba donde había estado.
Ariakas tenía allí unos aposentos, al igual que todos los Señores de los Dragones. Pero a ninguno de ellos le gustaba vivir en el templo y pocas veces visitaban sus habitaciones. Ariakas había dicho una vez que siempre oía la voz de Takhisis, susurrándole al oído: «No te pongas demasiado cómodo. Tal vez seas poderoso, pero no olvides nunca que yo soy tu reina.»
No resultaba sorprendente que los Señores de los Dragones prefiriesen dormir en las rudimentarias tiendas de los campamentos militares o en un sencillo dormitorio de una de las posadas de la ciudad, antes que en los ostentosos aposentos del Templo de la Reina Oscura. Ariakas había comprado su propia mansión, conocida como el Palacio Rojo, para librarse de la obligación de entretener a los importantes huéspedes del templo.
A Iolanthe le asaltó una vez más la duda de cómo podrían vivir allí los clérigos de Takhisis sin sucumbir a la locura. Tal vez fuera porque ya eran todos unos lunáticos antes de llegar.
Se alegró de haber aceptado la compañía del comandante Slith, porque no tardó mucho en estar perdida. El templo bullía de actividad por la noche. Iolanthe trató de no oír los aterradores sonidos. El comandante, que era nuevo en el templo, tuvo que pedir a una peregrina oscura que los acompañara hasta las mazmorras. La peregrina agachó la cabeza. No pronunció palabra, silenciosa y espectral como una aparición.
—El Señor de la Noche me ha mandado llamar —explicó Iolanthe.
La peregrina oscura miró a la hechicera de arriba abajo. Hizo una mueca desdeñosa con los labios, pero al fin se dignó a acompañarla.
—He oído que había problemas —repuso la mujer secamente.
Era alta y descarnada. Parecía que todos los peregrinos oscuros sin excepción eran altos y descarnados o bajos y descarnados. Quizá el hecho de servir en el templo les quitara el apetito. Iolanthe estaba segura de que a ella le pasaría.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Iolanthe, sorprendida. Si había algún problema en el templo, ¿por qué el Señor de la Noche la llamaba a ella? A juzgar por los gritos desgarradores de los torturados, no tenía ningún reparo en ocuparse de los problemas él solo—. ¿Qué pueden tener que ver conmigo?
Por lo visto, la peregrina pensó que ya había hablado más de la cuenta. Cerró la boca para no volver a abrirla.
—Menudos cabrones asquerosos, estos peregrinos. Me ponen las escamas de punta —dijo Slith.
—Deberías bajar la voz, comandante —le advirtió Iolanthe en un susurro—. Las paredes tienen oídos.
—Y pies también. ¿Os habéis dado cuenta de cómo saltan de un lado a otro? —repuso Slith—. Me encantaría estar en cualquier otro lugar que no fuera éste.
Iolanthe estaba completamente de acuerdo.
La peregrina los condujo a la Corte del Inquisidor. No permitió que Slith entrara, ni siquiera que esperara fuera a Iolanthe, como se ofreció a hacer. La peregrina sacudió la cabeza y al sivak no le quedó más remedio que marcharse.
Iolanthe detestaba aquel lugar. Odiaba los sonidos espeluznantes, las imágenes aterradoras y los olores insoportables, que siempre le inspiraban un terror indescriptible. La peregrina oscura la observaba con aire de suficiencia, con la esperanza de que el miedo la traicionase. Iolanthe se cogió la falda de la túnica y pasó junto a la mujer para entrar en la Corte del Inquisidor.
Se trataba de una estancia amplia y oscura, excepto por un haz de agresiva luz que caía desde un origen desconocido y formaba un círculo iluminado en el centro. En un extremo, el Señor de la Noche se hallaba sentado en un banco elevado, que le otorgaba un aire de magistrado. El verdugo, al que se conocía como Ejecutor, estaba de pie a su lado. El Ejecutor era el encargado de llevar a cabo las torturas y cumplir las ejecuciones, y era un hombre bajo y de constitución recia. Nada podía decirse de su cuello, pues no tenía, pero sí de los marcados músculos de sus brazos, de los que estaba increíblemente orgulloso y que lucía siempre que podía. Por eso vestía la misma túnica negra y larga que los demás clérigos, pero sin mangas; ése era el método más eficaz para presumir de bíceps. Alrededor de la habitación se repartían varios peregrinos oscuros, que hacían las veces de guardias y siempre se mantenían en las sombras.
Iolanthe entró con cautela, sin ver muy bien dónde ponía los pies, pues el círculo de intensa luz sumía la oscuridad en sombras aún más impenetrables.
Si hubiese querido, el Señor de la Noche podría haber rezado a su reina para poder bañar la habitación con su luz profana. Sin embargo, prefería mantener su tribunal entre sombras. Al situar a la víctima bajo la luz cegadora, y dejar el resto de la estancia sin iluminar, la pobre desdichada se sentía aislada, sola y vulnerable.
Iolanthe se quedó cerca de la puerta, más por instinto que porque realmente tuviera la esperanza de escapar si algo salía mal. Hizo una reverencia al Señor de la Noche. Este era un humano de edad avanzada, alrededor de los setenta años, de altura media y enjuto. El cabello largo y gris, que siempre llevaba cuidadosamente peinado, y su expresión amable y benévola le daban la apariencia de un viejo caballero lleno de bondad.
Hasta que se descubrían sus ojos.
El Señor de la Noche veía las simas más oscuras a las que podía caer el alma de los hombres, y se deleitaba con ello. Lo complacían el dolor y el sufrimiento de los demás. El Ejecutor infligía las torturas bajo la atenta mirada del Señor de la Noche, quien reaccionaba ante los gritos y el martirio de formas tan perversas que incluso aquellos a su servicio lo miraban con miedo y aversión. Los ojos del Señor de la Noche estaban tan carentes de vida como los de un tiburón, tan vacíos como los de una serpiente. El único momento en que se adivinaba en ellos un destello coincidía con el culmen de sus pavorosos placeres.
El Señor de la Noche hacía que Iolanthe se estremeciera, y la hechicera no era muy dada a sentir miedo. Al fin y al cabo, ella era la amante de Ariakas, el segundo hombre más peligroso de Ansalon. Incluso el emperador tenía que reconocer a regañadientes que el Señor de la Noche era el primero.
Con aquellos ojos sobrecogedores clavados en ella, Iolanthe no estaba dispuesta a darle la satisfacción de descubrir su falta de valor. Le dedicó una ligera reverencia y después, como si ya estuviera cansada de su imagen, dirigió su mirada hacia el prisionero. Descubrió, para su gran sorpresa, que la víctima era un mago, que era joven y que vestía la túnica negra. Se le cayó el alma a los pies. Ya no cabía duda de por qué el Señor de la Noche la había llamado.
—Estáis metida en un buen problema, señora Iolanthe —anunció el Señor de la Noche con su suave voz—. Como veis, hemos capturado a vuestro espía.
El Ejecutor sonrió y tensó sus bíceps.
—¿Mi espía? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¡No había visto a ese hombre en mi vida!
El Señor de la Noche la estudió atentamente. Su diosa le había concedido el don de saber cuándo le mentían, aunque no solía utilizarlo. Normalmente no le importaba si la gente decía la verdad o no, pues los torturaba de todos modos.
—Y, sin embargo, ambos tenéis en común vuestro plumaje de pajarracos.
—Ambos vestimos la túnica negra, si es eso a lo que os referís —repuso Iolanthe con desdén—. No somos los únicos. Supongo que vuestro señor no conoce a todos y cada uno de los siervos de Takhisis de este mundo.
—Os sorprendería —contestó el Señor de la Noche con aspereza—. Pero si realmente no os conocéis, permitidme que yo haga las presentaciones. Iolanthe, os presento a Raistlin Majere.
«Raistlin Majere —repitió Iolanthe para sí—. No es la primera vez que oigo ese nombre...»
Entonces lo recordó.
«¡Por Nuitari!» Iolanthe miró fijamente al joven. «¡Raistlin Majere era el hermano de Kitiara!»
La luz cegadora caía sobre Raistlin, sobre él sólo, y hacía que pareciera que era la única persona en la habitación. Iolanthe se acercó para observarlo mejor.
El joven se apoyaba en un bastón de madera rematado en una garra de dragón que sostenía un globo de cristal. Iolanthe se percató al instante de que era un artilugio mágico e imaginó que, además, extremadamente poderoso.
La otra mano del mago jugueteaba nerviosamente con una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Era una bolsa que no tenía nada de especial, como las que los hechiceros utilizaban para guardar los ingredientes necesarios para sus conjuros. Iolanthe se fijó en que el mago llevaba varias, sin duda, todas contendrían diferentes componentes. La mano del mago no se separaba de una en concreto.
A pesar de que inmediatamente se preguntó qué contendría aquella bolsa que merecía tanta atención, no le dio demasiadas vueltas. Estaba mucho más interesada en la mano en sí que en la bolsa. La piel relucía con un brillo dorado, como si el mago la hubiese sumergido en ese metal precioso. Aquel extraño color era resultado de algún hechizo mágico, no cabía duda, pero ¿de cuál y por qué?
Levantó los ojos desde la mano del mago hasta su rostro. Raistlin se había quitado la capucha y se había quedado con la cara al descubierto. Iolanthe buscó en sus rasgos algún parecido con su hermana. No encontró ninguno. Era guapo, o podría haberlo sido si no estuviera tan delgado, tan pálido y consumido. La piel de su rostro tenía el mismo brillo dorado que sus manos.
Sus ojos eran fascinantes; grandes y de mirada intensa, con las pupilas negras en forma de reloj de arena. Se volvió para mirarla con aquellos ojos desconcertantes e Iolanthe no vio en ellos admiración ni deseo, como veía en los ojos de prácticamente cualquier hombre que la miraba. Entonces descubrió la razón.
Aquellos ojos estaban malditos. Los llamaba «la maldición de Realanna», por la legendaria hechicera que había creado el hechizo. Todos los seres vivos sobre los que Raistlin posaba su mirada aparecían ante él envejecidos, marchitos y moribundos. La veía como sería en el futuro, tal vez una arpía vieja, fea y desdentada.
Iolanthe se estremeció.
El parecido con su hermana parecía ser algo más espiritual que físico. Iolanthe reconoció la ambición implacable de Kitiara en la mandíbula recta de su hermano; su severa determinación en la expresión seria del joven; su orgullo y confianza en sí misma en los hombros echados para atrás. No obstante, se percibían cualidades de las que Kitiara carecía. Iolanthe notó cierta sensibilidad en los dedos largos y finos de Raistlin, y una mirada velada en sus ojos. Había sufrido a lo largo de su vida. Había experimentado el dolor, tanto físico como espiritual, y lo había superado con la fuerza pura de su indómita voluntad.
También se dio cuenta, y ése era un dato muy interesante, de que no tenía marcas. No le habían pegado. No le habían arrancando la piel a tiras ni lo habían dejado a merced de los perros. No lo habían descoyuntado en el potro ni el Ejecutor le había arrancado los ojos. De algún modo, Raistlin había logrado evitar al Señor de la Noche. Y para Iolanthe, ese mero hecho era ya fascinante.
Volvió a mirar al Señor de la Noche y comprobó que realmente estaba molesto y frustrado.
—Nunca antes había visto a esta persona —insistió Iolanthe—. No sé quién es ni de dónde viene.
Eso era mentira. Kitiara le había contado todo lo relacionado con su «hermanito» y su infancia en Solace. Recordó que Raistlin tenía un gemelo, un chico fuerte y simplón que se llamaba Carignman o algún nombre raro que sonaba parecido. En teoría siempre estaban juntos. Iolanthe se preguntó qué habría sido del gemelo de Raistlin.
El Señor de la Noche la miraba con gravedad.
—No consigo creeros, señora.
—Yo tampoco consigo entender nada de esto, vuestra señoría —contestó Iolanthe exasperada—. Si tanto os preocupa que este joven mago sea un espía, ¿por qué le habéis permitido entrar en el templo?
—No se lo permitimos —fue la respuesta glacial del Señor de la Noche.
—Entonces los guardias draconianos de alguna de las puertas deben de haberle echado...
—No lo hicieron —contestó el Señor de la Noche. Iolanthe parpadeó, confusa.
—¿Y cómo...?
El Señor de la Noche saltó al oír aquella palabra.
—¡Cómo! ¡Esa es la pregunta que quiero que alguien me responda! ¿Cómo ha aparecido aquí este mago? No entró por la puerta principal. Los peregrinos oscuros no lo habrían permitido.
Iolanthe sabía que eso era cierto. A ella misma nunca la dejaban pasar sin molestarla, y eso que llevaba la autorización del emperador.
»No entró por ninguna de las cinco puertas de los ejércitos de los Dragones. He interrogado a los oficiales draconianos y todos me juran por las cinco cabezas de Takhisis que no le han permitido pasar. Es más —el Señor de la Noche hizo un gesto hacia el joven—, él mismo admite que no entró por ninguna de esas puertas. Apareció de la nada. Y se niega a decir cómo consiguió evitar todos nuestros hechizos protectores.
Iolanthe se encogió de hombros.
—No es mi intención daros consejos, pero he oído que vuestra señoría conoce formas de persuadir a las personas para que os digan todo lo que queréis saber.
El Señor de la Noche entrecerró los ojos.
—Lo he intentado. Algún tipo de fuerza lo protege. Cuando el Ejecutor trató de «interrogarlo», Majere quiso lanzar el hechizo del círculo de protección. No fue más que el esfuerzo de un aprendiz y pude frustrarlo, por supuesto. Entonces el Ejecutor intentó sujetarlo. Pero no pudo.
Iolanthe estaba atónita.
—Ruego que me perdonéis, señor, pero ¿qué queréis decir con que «no pudo»? ¿Qué hizo este joven para detenerlo?
—¡Nada! —contestó el Señor de la Noche—. No hizo nada. Intenté que desapareciera la magia que estuviera utilizando, pero no había nada que hacer desaparecer. No obstante, cada vez que el Ejecutor se le acercaba, sus manos temblaban. Entonces, uno de los guardias trató de echarle un lazo de cuerda, pero la soga cayó al suelo. Intentamos hacernos con su bastón, pero el clérigo que quiso cogerlo casi se quema la mano.
En ese momento intervino Raistlin. Tenía una voz bien modulada, aterciopelada.
—Expliqué a vuestra señoría que no estoy bajo la protección de ningún hechizo mágico. Es la Reina Takhisis quien me ampara.
Iolanthe miró a Raistlin con admiración. Ya había decidido que haría lo que pudiera para rescatar al hermano de Kitiara de las garras del Señor de la Noche. La Dama Azul le estaría agradecida, pues siempre se había mostrado orgullosa de sus medio hermanos, e Iolanthe estaba esforzándose por ganarse la confianza y la consideración de la poderosa Señora del Dragón. No obstante, la hechicera estaba empezando a apreciar al joven por sí mismo.
De todos modos, tenía que ser cuidadosa, medir bien sus pasos.
—Y entonces, señor, ¿por qué me habéis mandado llamar en plena noche? Todavía no me lo habéis dicho.
—Os he traído aquí para que podáis demostrar vuestra lealtad a su Oscura Majestad quitándole el bastón —contestó el Señor de la Noche—. Estoy seguro de que ese bastón lo protege. Cuando ya no lo guarde ninguna fuerza mágica, el Ejecutor podrá encargarse de él. Pagará por negarse a responder a nuestras preguntas, de eso podéis estar segura.
Nunca antes le habían pedido que «demostrara su lealtad» y la hechicera se preguntó con nerviosismo qué podría hacer. No quería entregar a Raistlin al Ejecutor, experto en el arte de la tortura. Arrancaba extremidades. Desollaba vivas a sus víctimas. Les ponía anillos de hierro ajustables, llenos de pinchos, alrededor de la cabeza y, lentamente, apretaba los tornillos. Introducía puntas al rojo vivo por diferentes orificios del cuerpo. Siempre paraba justo antes de que el prisionero muriera y lo reanimaba con hechizos para que siguiera soportando su martirio.
Iolanthe decidió que tenía que ganar tiempo.
—¿Le habéis preguntado por qué ha venido, señor?
—Esa respuesta ya la conocemos, señora —repuso el Señor de la Noche, fulminándola con la mirada—. Igual que vos.
El peligro trepaba por el ruedo de la falda de Iolanthe y le acariciaba la nuca con sus dedos fríos. Ariakas no se encontraba en Neraka. Había viajado a su cuartel general en Sanction, muy lejos de allí. Y con todos esos rumores que sugerían que el emperador estaba dejando escapar la victoria, el Señor de la Noche podía ir haciéndose cada vez más osado. Hacía tiempo que pensaba que debería ser él quien llevara la Corona del Poder. Quizá Takhisis empezara a pensar lo mismo.
Iolanthe necesitaba saber qué tipo de monstruo se escondía entre las sombras, esperando para abalanzarse sobre ella.
—No sé lo que queréis decir —repuso con frialdad antes de volverse hacia el joven hechicero—. ¿Por qué has venido al Templo de Takhisis?
—Se lo he dicho a su señoría una y otra vez. He venido a presentar mis tributos a su Oscura Majestad —contestó Raistlin.
«¡Está diciendo la verdad!», comprendió Iolanthe con asombro. Distinguía el respeto en su voz cuando nombraba a la Reina Oscura, un respeto que no era superficial, ni fingido ni servil. Era un respeto nacido del corazón, no de la amenaza de recibir una paliza. ¡Qué fantástica ironía! Probablemente Raistlin Majere era la única persona que quedaba en Neraka que sentía un respeto así por la reina Takhisis. Y ésa era la razón por la que sus leales siervos iban a condenarlo a muerte.
Como si fuera el contrapeso de sus pensamientos, el Señor de la Noche resopló.
—Está mintiendo. Es un espía.
—¿Un espía? —repitió Iolanthe, atónita—. ¿De quién?
—Del Cónclave de Hechiceros —el Señor de la Noche arrastró la última palabra con desprecio.
Iolanthe irguió el cuerpo.
—Os aseguro, señor, que la Orden de los Túnicas Negras está dedicada al servicio de la reina Takhisis.
El Señor de la Noche sonrió. Lo hacía en muy raras ocasiones, y siempre era un mal presagio para alguien. El Ejecutor también sonrió.
—Por lo visto no habéis sido informada. Parece que la líder de vuestra orden, una hechicera llamada Ladonna, nos ha traicionado y está ayudando a los enemigos de nuestra gloriosa reina. Y no lo ha hecho sola, sino con el apoyo de vuestro dios, Nuitari. Ladonna ya ha sido atrapada y ejecutada, por supuesto. Nuitari ha suplicado el perdón por su error de juicio y ha regresado al lado de su diosa madre. Todo está en orden, pero ha sido una inconveniencia.
Iolanthe sintió que el peligro le agarraba el cuello con manos férreas. Tenía información de primera mano que contradecía al Señor de la Noche, pero debía fingir ignorancia.
—No sabía nada de todo esto —dijo, esforzándose por parecer tranquila—. Puedo garantizaros mi lealtad, Señor de la Noche. Si el Cónclave se ha separado de la Reina Oscura, yo me separaré del Cónclave.
El Señor de la Noche resopló. Era evidente que no la creía. Entonces, ¿por qué la había hecho llamar? Estaba intentando recopilar información, lo que significaba que no sabía tanto como aseguraba.
Iolanthe se embarcó en una profusa perorata sobre su devoción a Takhisis. Mientras hablaba, no dejaba de pensar.
«Me habría enterado si Ladonna hubiese caído presa y la hubiesen ejecutado. El Cónclave al completo se habría alzado. El credo de los hechiceros, producto de interminables años de persecución, reza: "Tocan a uno y tocan a todos".
»Así que ¿qué significa todo esto en mi situación? ¿El Señor de la Noche sospecha que tuve algo que ver en la huida de Ladonna? Sin duda lo cree, aunque sólo sea porque ve fantasmas y conspiradores en cada esquina. Si pudiera, arrestaría a su propia sombra por estar siguiéndolo.»
Seguía dándole vueltas a todo e intentaba decidir cómo salir de aquel lío, cuando el joven hechicero tomó las riendas.
—Como prueba de mi lealtad a Takhisis, entregaré mi bastón —dijo Raistlin en voz baja—. Valoro este bastón tanto como mi propia vida, pero os lo entregaré voluntariamente. Y contaré a vuestra señoría cómo he llegado aquí. Entré a través de los corredores de la magia. En mi defensa puedo decir que no sabía que entrar en el templo fuera un crimen. Acabo de llegar a Neraka. He venido a servir a la reina Takhisis, a trabajar y a combatir a sus enemigos. Que su Oscura Majestad me mate aquí mismo si estoy mintiendo.
Los clérigos oscuros, como el Señor de la Noche, solían asegurar a sus seguidores, con mucho convencimiento, que su reina tenía el poder de matar al instante a los traidores. Raistlin había proclamado su lealtad a la reina y lo había hecho invocando su nombre. El cielo no descargó ningún rayo mortal sobre él. Raistlin no estalló envuelto en llamas. La carne humeante no se le desprendió de los huesos. El joven hechicero seguía de pie en medio de la sala, vivo, tranquilo y a salvo. Esbozando apenas una sonrisa, Iolanthe esperó la reacción del Señor de la Noche.
Éste, impotente, trataba de fulminar a Raistlin con la mirada. El Señor de la Noche podía tener sus razones para sospechar que Raistlin estaba burlándose de sus procedimientos, pero no podía poner en tela de juicio la decisión de su reina, y mucho menos delante de testigos. Takhisis había considerado que Raistlin debía vivir. Por consiguiente, el Señor de la Noche no podía ejecutarlo. Pero sí podía hacerle la vida imposible.
—Tienes que agradecer a nuestra reina que te haya salvado —dijo el Señor de la Noche con acritud—. Puedes quedarte en la ciudad de Neraka, pero a partir de este momento te queda prohibida la entrada en el templo.
Raistlin asintió con una reverencia.
»Tu bastón quedará confiscado —continuó el Señor de la Noche— y se guardará en un almacén hasta que abandones la ciudad. Además, mostrarás el contenido de tus bolsas aquí y ahora.
El Señor de la Noche podía ser un pervertido, un sádico y un loco, pero no era estúpido. Se había percatado, al igual que Iolanthe, de que la mano del joven mago no se separaba de una de las bolsas que llevaba colgadas del cinturón.
Raistlin parecía dudar. Iolanthe se acercó a él.
—No seas tonto. Haz lo que te dice —le susurró en voz baja.
Raistlin le lanzó una mirada y dejó el bastón en el suelo. Iolanthe se sorprendió al ver que no parecía demasiado apenado por su pérdida, porque sin duda tenía que saber que cualquier objeto de valor que el Señor de la Noche «guardara» desaparecía para siempre.
—Os quedaréis como testigo, señora —dijo el Señor de la Noche, mirándola con expresión ceñuda.
La hechicera suspiró y se unió a Raistlin, que estaba abriendo las bolsitas una a una, vaciando su contenido sobre la mesa. Fueron apareciendo los típicos ingredientes para hechizos: telarañas, guano de murciélago, pétalos de rosa, la piel de una serpiente negra, aceite negro, clavos de un ataúd, caracolas y cosas por el estilo. El Señor de la Noche estudiaba todos los objetos con repugnancia y se cuidaba mucho de tocarlos.
Todas las bolsas menos una descansaban en la mesa del Señor de la Noche. Iolanthe se fijó en que una todavía colgaba del cinturón de Raistlin, aunque éste la había deslizado hábilmente hacia un costado y la tapaba con la amplia manga de su túnica negra.
—Éstos son todos mis ingredientes para hechizos, señor —dijo Raistlin, y añadió humildemente—: Estaría muy agradecido si me los devolvierais, señor. No soy un hombre rico y me han costado mucho.
—Estos objetos son de contrabando —declaró el Señor de la Noche— y serán destruidos.
Llamó a uno de los peregrinos oscuros, que recogió los diferentes componentes con cautela y repugnancia, los metió en un saco y se los llevó. Otro peregrino oscuro cubrió el bastón con una manta, lo cogió y lo sacó de la habitación.
Raistlin no protestó. A juzgar por la ligera sonrisa sarcástica que esbozaba, sabía que el Señor de la Noche lo estaba castigando de forma arbitraria. Unos pétalos de rosa no iban a precipitar la caída de su Oscura Majestad. Todos los objetos que llevaba podían comprarse en cualquier tienda de hechicería de la ciudad.
—Acato vuestra decisión, señor —dijo Raistlin, haciendo una reverencia—. ¿Puedo irme?
—Si vuestra señoría lo desea, lo guiaré hasta la salida —se ofreció Iolanthe.
Apoyó los dedos en el brazo del joven y se sobresaltó al sentir el inusual calor que desprendía a través de los pliegues de la túnica. Era como si lo consumiera la fiebre, pero no mostraba síntomas de estar enfermo, aparte de un lógico cansancio. La intriga que Iolanthe sentía por el hermano de Kitiara crecía por momentos. Los dos estaban ya alejándose poco a poco cuando los detuvo la voz del Señor de la Noche:
—Muéstrame el contenido de la bolsa que queda.
Un rubor tiñó la piel dorada de Raistlin.
—Prometo a vuestra señoría que no tiene nada que ver con la magia. —Más que asustado, parecía avergonzado.
—Yo juzgaré eso —repuso el Señor de la Noche con un tono malhumorado. Dio un golpe sobre la mesa—. Ponlo aquí.
Raistlin desató el cierre de la bolsa con lentitud, pero no la abrió.
—No tienes elección —susurró Iolanthe—. Sea lo que sea lo que escondes, ¿merece la pena que te despellejen vivo por ello?
Raistlin se encogió de hombros y dejó caer la bolsa en la mesa, delante del Señor de la Noche. Dentro, se adivinaban varios bultos, y aterrizó con un golpe sordo.
El Señor de la Noche la observó con recelo. No estaba dispuesto a tocarla.
—Bruja, abridla —ordenó a Iolanthe.
Lo que a Iolanthe le habría gustado abrir era a aquel hombre odioso, en canal, pero contuvo su furia. Sentía tanta curiosidad como el Señor de la Noche por ver qué guardaba el joven mago con tanto celo.
Estudió la bolsa antes de levantarla y se fijó en que era de una piel muy gastada y que estaba atada con un cordel de cuero. No tenía escrita ninguna runa. No estaba protegida por ningún hechizo. Podría haber utilizado un truco sencillo para cerciorarse de que ningún otro escudo mágico la envolvía, pero no quería que el Señor de la Noche tuviese la impresión de que desconfiaba de un colega. Miró a Raistlin por debajo de sus largas pestañas, con la esperanza de que le hiciera alguna señal para decirle que no había ningún peligro. El hechicero parpadeó por debajo de la capucha y sonrió débilmente.
Iolanthe inspiró profundamente y tiró del cordel. Miró el interior de la bolsa y primero pareció sorprendida, justo antes de que le sobreviniera una carcajada. Dio la vuelta a la bolsa y el contenido se derramó, rodando en todas las direcciones.
—¿Qué es eso? —quiso saber el Señor de la Noche, furioso.
El Ejecutor se agachó para observarlo desde más cerca. A diferencia del Señor de la Noche, el Ejecutor sí era perverso y estúpido.
—Yo diría que son canicas, mi señor —contestó el Ejecutor solemnemente.
Iolanthe tenía que hacer esfuerzos por controlar sus labios, empeñados en curvarse en una sonrisa. En la oscuridad, alguien rió. El Señor de la Noche miró en derredor con expresión airada y la carcajada murió al instante.
—Canicas. —El Señor de la Noche fulminó a Raistlin con la mirada. Raistlin se sonrojó aún más. Parecía que la vergüenza lo hubiese paralizado.
—Sé que es un juego de niños, mi señor, pero soy muy aficionado. Jugar a las canicas me relaja. Si me permitís recomendároslo, si algún día os sentís alterado...
—Ya me has hecho perder demasiado tiempo. ¡Fuera! —ordenó el Señor de la Noche—. Y no vuelvas. La reina Takhisis se las arregla perfectamente sin los «tributos» de gentuza como tú.
—Sí, mi señor —contestó Raistlin y empezó a recoger rápidamente las canicas.
Iolanthe se agachó para coger una canica que había caído al suelo y que se había detenido cerca de la túnica del joven mago. Era una canica verde que brillaba con un resplandor inquietante. Recordaba, de cuando era niña, que esas canicas se llamaban «ojo de gato».
—Por favor, señora, no os molestéis —dijo Raistlin con su suave voz.
Con un gesto hábil, le arrebató la canica de entre los dedos. Cuando sus manos se rozaron, Iolanthe volvió a sentir aquel extraño calor que emitía su piel.
Ya arrastraban a otro prisionero a la sala. Estaba cargado con cadenas. Completamente cubierto de sangre, parecía más muerto que vivo. Raistlin lo miró cuando él e Iolanthe pasaron apresurados a su lado.
—Ese podrías ser tú —dijo la hechicera en voz baja.
—Sí —repuso, y añadió—: Estoy muy agradecido por vuestra ayuda, señora.
—No hace falta que seas tan formal. Me llamo Iolanthe —contestó ella, sacándolo rápidamente de la Corte.
La hechicera no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo salir de aquel laberinto de túneles, pero no dejaba de caminar. Su principal objetivo era poner toda la distancia posible entre el Señor de la Noche y ella.
—Tú eres Raistlin Majere. Ese es tu nombre, ¿verdad?
—Así es, señora. Quiero decir... Iolanthe.
Tuvo la tentación de decirle que conocía a su hermana Kitiara, pero decidió que eso sería revelar demasiada información demasiado pronto. El saber es poder y ella todavía no sabía cómo utilizar ese poder, o ni siquiera si merecía la pena que se preocupara. Un hechicero que jugaba a las canicas...
Encontró a un peregrino oscuro que se mostró encantado de escoltarlos fuera del templo. Mientras recorrían los salones llenos de recodos, Iolanthe se percató de que Raistlin se fijaba en todo. Sus extraños ojos jamás estaban quietos y mentalmente tomaba nota de cada giro, de cada escalera que pasaban, de los grupos de celdas y los pozos de ácido, de los puestos de guardia. Iolanthe podría haberle advertido que, si su intención era hacer un mapa del lugar, estaba perdiendo el tiempo. Las mazmorras se habían diseñado pensando en que fueran lo más confusas posible. En la circunstancia poco probable de que un prisionero lograra escapar, no tardaría en perderse en aquel laberinto y en volver a caer en las manos de los guardias o en precipitarse en un pozo de ácido.
Iolanthe estaba ansiosa por interrogar al joven mago, pero no podía dejar de pensar en el clérigo oscuro que caminaba cerca de ellos y que, sin duda, estaba ojo avizor debajo de su capucha. Por fin llegaron a una escalera muy estrecha y tortuosa por la que no podían subir juntos. A su guía no le quedó más remedio que adelantarse.
Ascendían lentamente, porque Raistlin se había quedado sin aliento casi nada más empezar y tenía que apoyarse en la barandilla de hierro.
—¿Estás bien? —preguntó Iolanthe.
—Durante muchos años sufrí una enfermedad. Ahora estoy curado, pero me ha dejado débil.
Mientras seguían subiendo, Iolanthe dijo algo educado. El joven mago no respondió. Iolanthe se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Estaba muy lejos de allí, absorto en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, no había rastro del peregrino oscuro, pues éste había creído que aquellos molestos extraños lo seguían de cerca y ya había dado la vuelta a una esquina.
—Parece que nuestro guía nos ha perdido —comentó Iolanthe—. Deberíamos esperarlo aquí. En este sitio horrendo, nunca sé dónde estoy.
Raistlin miraba en derredor.
—En la escalera ibas muy concentrado en algo. Te he dicho una cosa y ni siquiera me has oído.
—Lo siento —contestó Raistlin—. Estaba contando.
—¿Contando? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¿Contando el qué?
—Los escalones.
—¿Para qué?
—Tengo la costumbre de observarlo todo. Veinte escalones bajan al puesto de guardia desde la abadía en la que me materialicé. Mi repentina aparición de la nada causó bastante revuelo —añadió con un destello de humor en sus desconcertantes ojos.
—Ya me imagino.
—Al salir de la sala, subimos cuarenta y cinco escalones en la última escalera.
—Todo eso es muy interesante, supongo, pero no le encuentro una utilidad práctica. Sobre todo en un sitio tan inquietante como éste.
—Evidentemente, te refieres al movimiento entre planos, entre el mundo físico y el Abismo —respondió Raistlin.
—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber Iolanthe, sorprendida una vez más.
—Leí sobre el fenómeno antes de venir a Neraka. Sentía curiosidad por ver cómo era, una de las razones por las que decidí visitar el templo. En realidad, los pasillos no se mueven. Parece que lo hacen por un efecto óptico, producido por la distorsión entre un plano y otro. Es muy parecido a cuando se mira por un prisma —le explicó—. En realidad el edificio no está dando saltos ni cambiando constantemente de forma. Sin embargo, me di cuenta de que el efecto de la distorsión visual se mitigaba al llegar a las escaleras. Es bastante lógico porque, si no, los clérigos oscuros estarían todo el tiempo cayéndose y rompiéndose la crisma. Pero no estoy más que diciendo lo evidente. Tú vienes con frecuencia. Seguro que ya te habías dado cuenta.
Iolanthe se dio cuenta entonces de que nunca había tenido ningún problema para subir y bajar las escaleras. No había considerado que esa información fuera relevante.
»La distorsión hace que sea muy fácil desorientarse al recorrer el templo, que es precisamente el efecto que se busca —prosiguió Raistlin—. Quien lo visita ocasionalmente se pierde de inmediato, lo que hace que se sienta asustado y vulnerable, y así su mente queda abierta al poder y la influencia de la Reina Oscura. ¿Nunca te habías preguntado cómo encuentran el camino los clérigos oscuros?
Como si estuviera esperando ese preciso momento, su guía apareció en el otro extremo de la sala, con expresión molesta. Sin dejar de observarles, echó a andar hacia ellos con decisión.
—La verdad es que no —contestó Iolanthe—. Evito este sitio siempre que puedo. ¿Qué tiene que ver el número de escalones con todo esto?
—El hecho de que las escaleras no estén sujetas a las distorsiones las convierte en una buena herramienta para controlar dónde se está —explicó Raistlin—. Me fijé en que el clérigo oscuro que me escoltó a las mazmorras iba contando los escalones. Lo vi contando con los dedos. Supongo, aunque no estoy seguro, que cada escalera tiene un número diferente de escalones y que es así como se orientan.
—Ya empiezo a entenderlo —se alegró Iolanthe—. Si quiero llegar a la Corte del Señor de la Noche, tengo que buscar la escalera con cuarenta y cinco escalones.
Raistlin asintió e Iolanthe lo miró admirada. Tenía a Kitiara por una mujer notable y ahora pensaba lo mismo de su hermano. Debía de ser una familia de cerebritos.
El hechicero oscuro regresó por ellos, con la severa advertencia de que no se quedaran atrás. Volvió sobre sus pasos por el pasillo y los guió aprisa hasta la salida más cercana. Era obvio que estaba deseoso de librarse de su compañía.
Iolanthe suspiró aliviada cuando cruzaron el umbral de la puerta principal. Siempre se alegraba de salir del templo. Pasó el brazo por el de Raistlin, en un gesto amistoso.
Se quedó sorprendida al notar que el joven se estremecía y tensaba los músculos. Se apartó de ella.
—Ruego que me perdones —dijo Iolanthe con frialdad, dejando caer la mano.
—No, por favor —repuso Raistlin, confundido—. Yo soy quien debería pedirte perdón. Es sólo que... No me gusta que me toquen.
—¿Ni siquiera si se trata de una mujer hermosa? —preguntó ella con una sonrisa picara.
—Eso no es algo a lo que esté acostumbrado —respondió con ironía.
—Pues ha llegado el momento —repuso Iolanthe, enlazando su brazo con el de él. Y añadió con humor más sombrío—: Las calles no son seguras. Será mejor que nos mantengamos muy juntos.
Las calles estaban prácticamente desiertas. Pasaron junto a un hombre tirado sobre una alcantarilla. Tenía una borrachera de muerte, o realmente estaba muerto. Iolanthe no se acercó lo suficiente para averiguarlo. Guió a Raistlin al otro lado de la calle.
—¿Tienes dónde quedarte en Neraka?
Raistlin negó con la cabeza.
—Acabo de llegar a la ciudad. Lo primero que hice fue ir al templo. Tenía la esperanza de encontrar una habitación en la torre. ¿Crees que habrá alguna libre? Una celda pequeña, como la que darían a un aprendiz, me sería suficiente. No tengo más pertenencias que las que llevo conmigo. Mejor dicho, que las que llevaba conmigo.
—Siento que perdieras tu bastón —comentó Iolanthe—. Me temo que no volverás a verlo. El Señor de la Noche sabe magia y no tardó en reconocer su valor...
—No había alternativa —repuso Raistlin, encogiéndose de hombros.
—No pareces muy preocupado por su pérdida —dijo Iolanthe, mirándolo con curiosidad.
—Puedo comprar otro bastón en cualquier tienda de magia —se consoló Raistlin con una sonrisa compungida—. Pero no puedo comprar otra vida.
—Supongo que en eso tienes razón —concedió Iolanthe—. De todos modos, debe de ser una pérdida demoledora.
Raistlin volvió a encogerse de hombros.
«Está aceptándolo demasiado bien —pensó Iolanthe—. Aquí pasa algo más. ¡Este joven está resultando todo un misterio!» Iolanthe cada vez se sentía más fascinada por el mago.
—Esta noche puedes quedarte conmigo, aunque tendrás que dormir en el suelo. Mañana te encontraremos una habitación.
—Soy un antiguo soldado. Puedo dormir en cualquier sitio —dijo Raistlin. Parecía desilusionado—. Por lo que dices, no queda sitio para mí en la torre.
—Y dale con esa torre. ¿De qué torre estás hablando? —preguntó Iolanthe.
—De la Torre de la Alta Hechicería, por supuesto.
Iolanthe lo miró con expresión divertida.
—Ah, esa torre. Te llevaré mañana. Ya es muy tarde, o temprano, depende de cómo se mire.
Raistlin miró a uno y otro lado de la calle. No había nadie alrededor, pero de todos modos bajó la voz.
—Eso que dijo el Señor de la Noche sobre Ladonna y Nuitari, ¿es verdad?
—Tenía la esperanza de que tú lo supieras —contestó Iolanthe.
Raistlin estaba a punto de responderle, pero ella sacudió la cabeza.
—Asuntos tan peligrosos es mejor discutirlos a puerta cerrada.
Raistlin asintió, entendía lo que quería decir.
—Lo hablaremos cuando lleguemos a mi casa —dijo Iolanthe, y añadió en tono burlón—: mientras jugamos a las canicas.
La Vigilia Oscura ya había quedado muy atrás. Raistlin esperaba que no tuvieran que ir muy lejos, porque apenas le quedaban fuerzas. Se desviaron por una calle fuera de los muros del templo, conocida como la Ringlera de los Hechiceros, y Raistlin sintió un gran alivio cuando Iolanthe anunció que aquélla era la calle donde vivía. No era más que una calleja apartada. Debía su nombre a una hilera de tiendas que vendían productos relacionados con la magia. Raistlin se fijó en que la mayor parte de las tiendas parecían estar vacías. En las ventanas rotas de más de una había carteles donde se leía: se alquila.
El pequeño apartamento de Iolanthe estaba situado sobre una de las pocas tiendas de hechicería que seguía abierta. Subieron por una escalera estrecha y empinada, y Raistlin esperó a que ella quitara el cierre mágico de su puerta. Cuando entraron, Iolanthe dio a su invitado una almohada y una manta, y redistribuyó los muebles de la pequeña habitación que llamaba su «biblioteca», para que pudiera hacerse una cama en el suelo. Le deseó buenas noches y se fue a su dormitorio, advirtiéndole antes de que no era demasiado madrugadora y que no le gustaba que la despertasen antes del mediodía.
Agotado tras su experiencia en las mazmorras, Raistlin se tumbó en el suelo, se echó la manta por encima y se quedó dormido al instante. Soñó con los calabozos, con que estaba desnudo y colgando de unas cadenas, mientras un hombre sostenía una barra de hierro al rojo vivo y se acercaba a él...
Raistlin se despertó sobresaltado. La luz del sol bañaba la habitación. Al principio no recordaba dónde se encontraba y miró alrededor confundido, hasta que poco a poco fue acordándose de lo sucedido la noche anterior.
Suspiró y cerró los ojos. Alargó la mano, como tenía la costumbre de hacer todas las mañanas, y palpó el bastón que estaba junto a él. La suave madera era cálida y le infundía seguridad.
Raistlin sonrió al pensar en el desconcierto que sentiría el Señor de la Noche cuando fuera a deleitarse con el valioso objeto que le había requisado y descubriera que había desaparecido durante la noche. Uno de los poderes mágicos del bastón consistía en que siempre volvía al lado de su dueño. En el momento en que lo entregaba, Raistlin sabía que volvería a él.
Se sentó, agarrotado tras una noche durmiendo sobre el duro suelo, y se frotó la espalda y el cuello para aliviar los pinchazos que sentía. El pequeño apartamento estaba en silencio. Su anfitriona todavía no se había despertado. Raistlin se alegraba de tener la oportunidad de estar solo para aclarar sus pensamientos.
Se aseó y después hirvió agua para preparar la infusión que aliviaba sus ataques de tos. El Señor de la Noche le había quitado las hierbas que necesitaba, pero eran muy comunes y, después de fisgonear un poco por la cocina de Iolanthe, ya tenía todo lo que necesitaba. Estaba vertiendo el agua en la tetera cuando, de pronto, recordó que ya no tenía que tomar su té, pues la tos había desaparecido. Volvía a estar bien. Fistandantilus ya no le consumía las fuerzas.
De todos modos, Raistlin estaba acostumbrado a tomarse la infusión y siguió preparándola. Por desgracia, eso le recordó a su hermano. Caramon siempre le preparaba el té, era un ritual que se repetía todas las mañanas. Sus amigos, Tanis y los demás, no veían con buenos ojos que Caramon se ocupara de todos los pequeños quehaceres en beneficio de su hermano.
—No tienes las dos piernas rotas —le había dicho Flint a Raistlin en una ocasión—. ¡Hazte tú el dichoso té!
Raistlin podría habérselo preparado él mismo, por supuesto, pero no habría sido lo mismo. Dejaba que su hermano se lo hiciese, pero no porque quisiera demostrar su dominio sobre él o menospreciarlo, como pensaban sus amigos. Aquel acto tan familiar les traía bonitos recuerdos a los dos, recuerdos de los años en que recorrían calzadas repletas de peligros, cuidándose el uno al otro, necesitados cada uno de la compañía y la protección de su hermano.
Raistlin se sentó delante del hogar de la cocina, escuchando el borboteo del agua en la tetera, y pensó en aquellos días solos en las calzadas, con su pequeña hoguera ardiendo humildemente o bajo el fuego intenso y sublime del sol. Caramon se sentaba en un tronco, en una roca o en lo que estuviera más a mano, sosteniendo la taza de barro con esa manaza que tenía y que hacía que el recipiente parecía perderse en ella, mientras espolvoreaba en el agua las hojas que llevaban en una bolsa. Calculaba la cantidad de hojas con sumo cuidado, con una concentración intensa.
Raistlin, sentado cerca, lo observaba con impaciencia y siempre le decía a Caramon que no necesitaba ser tan cuidadoso, que bastaba con que tirara las hojas en la taza.
Caramon respondía que no, que era muy importante conseguir las proporciones adecuadas. ¿Quién era el experto en hacer el mejor té? Raistlin siempre admitía que su hermano hacía un té excelente, eso era verdad. Daba igual cuánto se esforzara Raistlin, nunca conseguía igualar el té de Caramon. Daba igual cuánto lo intentara, el té de Raistlin nunca sabía igual. Su mentalidad de científico se resistía a aceptar que el amor y el cuidado pudieran suponer alguna diferencia en una taza de té, pero debía admitir que no encontraba otra explicación.
Vertió el agua hirviendo en la taza y revolvió las hojas, que flotaron en la superficie antes de hundirse en el fondo. El olor siempre era un poco desagradable, pero el sabor no era tan malo. Había llegado a gustarle. Sorbió el té, un extraño en una ciudad extraña, en el corazón de las fuerzas de la oscuridad, y pensó en sí mismo y en Caramon. Los dos sentados juntos bajo el sol, riéndose por cualquier broma tonta, recordando anécdotas de su infancia, rememorando alguna de sus aventuras y las maravillas que habían visto.
Raistlin sintió que le escocían los ojos y se le cerraba la garganta, unos síntomas que no los provocaba su antigua enfermedad. La sensación de ahogo provenía de su corazón, un corazón cargado de emociones, rebosante de pena y soledad, de culpa, de dolor y remordimientos. Raistlin tomó un trago de té más largo de lo normal y se quemó el paladar. Maldijo para sí, enfadado, y tiró al fuego lo que quedaba del té.
—Me está bien merecido por sensiblero —murmuró.
Desterró de su mente todos los recuerdos de Caramon y se preparó una tostada con un poco de pan que encontró en la despensa. Masticando, reflexionó sobre su situación.
Su llegada a Neraka no había resultado como había planeado. Había decidido aparecer en el templo, recorriendo los corredores de la magia. Su idea era materializarse en el templo, para admiración y asombro de todos los que lo presenciaran. Los clérigos se quedarían tan impresionados por la demostración de su poder mágico, que lo acompañarían directamente a ver al emperador Ariakas, quien le rogaría que se uniese a él en su campaña por conquistar el mundo.
Las cosas no habían salido como las había planeado. Raistlin había conseguido uno de sus objetivos, eso sí. No cabía duda de que los peregrinos oscuros se habían quedado perplejos cuando le vieron aparecer en la abadía, salido de la nada, justo cuando empezaban sus ritos. Un peregrino de edad avanzada estuvo a punto de sufrir una apoplejía y otro se desmayó en el acto.
Pero en vez de quedarse impresionados, los peregrinos oscuros se habían enfurecido. Habían intentado atraparlo, pero él los mantuvo a distancia con el Bastón de Mago, que daba una buena sacudida a quien lo tocaba. Mientras todos se agolpaban alrededor, gritando y amenazándolo, Raistlin les había pedido que conservaran la calma. Explicó que no estaba allí para crear problemas. Que iría con ellos por su propia voluntad. Que lo único que quería era presentar sus respetos a la reina. En vez de eso, había acabado presentando sus respetos al abominable Señor de la Noche.
Raistlin había reconocido qué tipo de hombre era en cuanto lo había visto: un demente que sentía placer con el sufrimiento de los demás. Raistlin comprendió al instante que corría un grave peligro, aunque no entendía la razón.
—Todos estamos del mismo lado —le dijo el mago al Señor de la Noche—. Todos queremos ver victoriosa a la reina Takhisis. Entonces, ¿por qué me veis como un enemigo? ¿Por qué me amenazáis con torturas inimaginables a no ser que me descubra como espía del Cónclave? ¿Por qué iba a querer el Cónclave espiar a los clérigos de la Reina Oscura? No tiene sentido.
Más bien no tenía sentido hasta que había oído decir al Señor de la Noche que Nuitari se había rebelado contra su madre.
El interrogatorio se había alargado una agotadora hora tras otra. Durante todo ese tiempo, Raistlin oía los gritos, los aullidos y los chillidos de otros prisioneros que sufrían el desgarro del potro y los mordiscos del látigo. Le llegaba el olor a carne quemada.
El Señor de la Noche cada vez se sentía más frustrado por las negativas de Raistlin.
—Me dirás todo lo que sepas y más aún —le dijo el Señor de la Noche—. Que venga el Ejecutor.
Raistlin había intentado utilizar el Bastón de Mago, pero los magos se habían abalanzado sobre él y, tras unos cuantos calambres, le habían tirado el bastón al suelo. Había conjurado un Círculo de Protección alrededor de sí mismo. Pero el Señor de la Noche era un experto en tratar con hechiceros poco colaboradores. Había pronunciados unas pocas palabras y había señalado a Raistlin con sus uñas manchadas de sangre. El hechizo de protección se hizo añicos como un globo de cristal que cae a un suelo de mármol.
Raistlin había sentido un miedo como nunca antes lo había asaltado, peor que aquella vez que yacía indefenso debajo de las garras de un Dragón Negro en Xak Tsaroth. Los guardias empezaron a acercarse a él y no tenía ninguna forma de defenderse de ellos. Entonces ocurrió algo extraño. Todavía no había encontrado una explicación. Los guardias no pudieron ponerle las manos encima.
Él no había hecho nada por defenderse. No le quedaban fuerzas para recurrir a la magia. El viaje a través de los corredores de la magia, la pelea posterior, el conjuro del hechizo del Círculo de Protección, todo lo había debilitado. Pero la sencilla realidad era que cada vez que los guardias intentaban cogerlo, empezaban a temblar con tanta fuerza que ni siquiera podían controlar sus manos.
Raistlin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Abrió la bolsa en la que llevaba las canicas y rebuscó. El Orbe de los Dragones rodó entre las demás, sin diferenciarse en nada excepto por los ojos. Una de las cosas que había aprendido del Orbe de los Dragones era que tenía un instinto de supervivencia tan acusado o incluso más desarrollado que el suyo.
Cogió el Orbe de los Dragones, lo sostuvo en la palma de la mano y lo miró con atención, sopesándolo y reflexionando. Había corrido un gran riesgo al llevar el orbe a Neraka, al corazón del Imperio de la Reina Oscura. El orbe estaba hecho con la esencia de dragones malignos y podía crecerse entre los de su propia especie, tan cerca de su reina maligna. Podía volverse contra él y encontrar un amo más importante y poderoso.
Sin embargo, parecía que el orbe había decidido protegerlo. Y no se debía al amor que sentía por él, de eso estaba seguro. Raistlin sacudió la cabeza, perplejo. Al orbe sólo le interesaba protegerse a sí mismo. Aquel pensamiento no era muy tranquilizador. El orbe sentía el peligro. Creía que estaba en peligro y eso significaba que él también lo estaba.
Pero ¿de dónde provenía ese peligro?, ¿de quién? Aquella ciudad, de todos los lugares posibles, debería ser un remanso de paz para aquellos que recorrían los caminos de la oscuridad.
—Por Nuitari, es verdad que juegas con canicas —exclamó Iolanthe. Arrugó la nariz y tosió—, ¿Qué es ese olor pestilente?
Raistlin estaba tan inmerso en sus pensamientos que no la había oído levantarse. Rápidamente, recogió las canicas junto con el Orbe de los Dragones y las dejó caer en la bolsa.
—Me he preparado una taza de té —respondió como toda explicación—. He estado enfermo y me viene bien.
Iolanthe abrió una ventana para que entrara aire, aunque el olor de la calle era casi tan desagradable como el del interior. El aire estaba gris por el humo de los fuegos de las fraguas y apestaba a la basura que se acumulaba en los callejones y al agua nauseabunda que corría por las alcantarillas, a la altura de los tobillos.
—Esa enfermedad... —dijo Iolanthe, mientras agitaba la mano para expulsar el olor—, ¿fue consecuencia de la Prueba?
—Una secuela —contestó Raistlin, sorprendido de que hubiera llegado a esa conclusión tan rápido.
—¿Y la misma explicación sirve para tu piel dorada y tus pupilas en forma de reloj de arena?
Raistlin asintió.
—Los sacrificios que hacemos por la magia... —comentó Iolanthe con un suspiro. Cerró la ventana—. Yo tampoco salí indemne. Nadie sale indemne. Llevo mis cicatrices por dentro.
Iolanthe se apartó el negro cabello y volvió a suspirar. Vestía un camisón de seda que en las tierras orientales de Khur se conocía como caftán. La seda era pesada y de vivos colores, con un estampado de aves rojas y azules entre flores de color morado y naranja, hojas verdes y los tallos sinuosos de las vides.
Aquella mujer desconcertaba a Raistlin. Su forma tan franca de hablar, su encanto, su inteligencia, el humor y la vivacidad que demostraba y su belleza —especialmente su belleza— hacían que se sintiese incómodo.
Porque, a pesar de la maldición que velaba sus ojos, podía ver que Iolanthe era hermosa. Su cabello era tan negro que parecía azul, los ojos violetas y el tono aceitunado de su piel la distinguían de todas las mujeres que había conocido en su vida. Mujeres como Laurana, la doncella semielfo, que era rubia, transparente y etérea; o Tika, con sus rizos de un intenso rojo y su sonrisa generosa, su voluptuosidad, su risa, su aspecto sano y su ternura.
Por el contrario, Iolanthe era el misterio, el peligro y la intriga. Hacía que Raistlin se pusiera nervioso. Incluso su ropa, con su sinfín de colores, lograba que se sintiera incómodo. Lo desaprobaba. Aquellos que tomaban la túnica negra y recorrían los caminos de las sombras no debían llevar consigo la belleza y el color.
Iolanthe le sonreía y Raistlin se dio cuenta de que se había quedado mirándola. Sintió un ardor en la piel, que se sumó a su irritación. Había dominado un Orbe de los Dragones, había aprisionado a Fistandantilus en su interior y había burlado al Señor de la Noche, pero se sonrojaba como un adolescente lleno de espinillas sólo porque una mujer hermosa le sonreía.
—Veo que el Señor de la Noche te ha devuelto el bastón —dijo Iolanthe—. Qué amable por su parte. Normalmente no se muestra tan considerado.
Raistlin se quedó sorprendido por su comentario, hasta que descubrió el brillo risueño en sus ojos de color violeta. Se dio cuenta de que tendría que haber inventado alguna explicación para la reaparición del bastón, pero se había quedado absorto preguntándose sobre el proceder del Orbe de los Dragones. Intentó pensar en algo creíble que pudiera decir, pero por lo visto había enmudecido. La mujer lo confundía, no le dejaba pensar. Cuanto antes se alejara de ella, mejor.
Iolanthe se arrodilló en el suelo, con el caftán de seda flotando alrededor, y el aire se impregnó de su perfume de gardenias. Observó el bastón, sin tocarlo, estudiando con interés la madera lisa y la garra del dragón que sujetaba la bola de cristal en la parte superior.
—Así que éste es el famoso Bastón de Mago.
Una vez más, pilló a Raistlin desprevenido. Se quedó mirándola, estupefacto.
—Aproveché la oportunidad de hacer mis humildes investigaciones anoche, mientras dormías —explicó ella—. No hay muchos bastones legendarios por el mundo. Encontré la descripción en un antiguo libro. ¿Cómo ha llegado a ti, si puedo preguntarlo?
Raistlin iba a responderle que no era asunto suyo.
—Par-Salian me lo dio cuando aprobé la Prueba —respondió, sorprendiéndose a sí mismo.
—¿Par-Salian? —Iolanthe se recostó lánguidamente en el suelo, apoyándose sobre un codo—. ¿El Portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas, y digo «blancas»? ¿Él te regaló algo tan valioso?
—Yo mismo era un Túnica Blanca cuando me presenté a la Prueba —contestó Raistlin—. Debido al amable interés que Lunitari demostró por mí, después vestí la túnica roja. Hace poco que tomé la negra.
—Las tres —murmuró Iolanthe. Sus ojos de color violeta se posaron en él. Sus pupilas negras se dilataron, como si quisieran crecer hasta absorberlo—. Qué cosa más poco común.
Se levantó elegantemente, con el caftán danzando alrededor de sus pies desnudos.
»Se dice que el Señor del Pasado y el Presente habrá vestido las tres túnicas.
Raistlin la miró atentamente.
»Ahora, si me disculpas —continuó ella alegremente—, voy a cambiarme. Me pondré mi túnica negra para nuestra excursión a la Torre de la Alta Hechicería. Llevaría mi caftán, porque a mí me gustan los colores vivos, pero a los vejestorios que viven allí les daría un síncope.
Salió graciosamente de la habitación, dejando una estela de perfume tras de sí. A Raistlin le cosquilleó la nariz y estornudó. Iolanthe volvió ataviada con una túnica negra de seda parecida al caftán por su corte, que le dejaba los antebrazos desnudos. Raistlin oyó el leve tintineo de unas campanas cuando caminaba y vio que la hechicera llevaba una pulsera de campanillas doradas alrededor del tobillo. Era un sonido discordante que hacía que le rechinaran los dientes.
—Normalmente también llevo pulseras de oro a juego —explicó Iolanthe, como si le hubiera leído el pensamiento. Mordisqueó un poco de la tostada que Raistlin había dejado y cogió la taza. Olisqueó los restos del té e hizo una mueca—. Pero ya no me atrevo a llevar mis joyas por Neraka. Los soldados no han recibido su paga, entiéndelo. El emperador contaba con que las piezas de acero entraran sin parar en sus arcas, procedentes del botín que conseguiría en Palanthas. Por desgracia para él, nos ha llegado la noticia de que los Dragones Plateados han acudido a proteger esa hermosa ciudad.
—Es cierto —confirmó Raistlin—. Los vi antes de marcharme.
—Así que vienes de Palanthas. Qué interesante.
Raistlin se maldijo a sí mismo por haber descubierto esa información. ¡No se equivocaban quienes llamaban «bruja» a esa mujer!
—Da igual la razón —prosiguió Iolanthe—, Ariakas ha perdido su fuente de ingresos. Lo que es peor, como confiaba en ganar esas piezas de acero, ya se las había gastado. Ahora tiene unas deudas inmensas, aunque poca gente lo sabe.
—¿Y por qué yo soy uno de ellos? —quiso saber Raistlin, molesto—. ¿Por qué me cuentas todo esto? No quiero saberlo. Propagar esos rumores es... es...
—¿Una traición? —Iolanthe se encogió de hombros—. Sí, supongo que sí. Pero no son rumores, Raistlin Majere. Son hechos. Yo lo sé. Soy la amante de Ariakas.
Raistlin sintió que se le erizaba el vello de los brazos y de la nuca. Su vida pendía de un hilo.
—También soy amiga de tu medio hermana, la Señora del Dragón Kitiara uth Matar —añadió con voz suave.
Raistlin se quedó boquiabierto.
—¿Conoces a mi... hermana?
—Pues sí —repuso Iolanthe. Se quedó callada un momento y después, de repente, se lanzó a un discurso—: Sus tropas, los soldados del Ejército Azul de los Dragones, sí que reciben su paga..., y es muy buena. Aunque no consiguió tomar Palanthas, controla gran parte de Solamnia. Exige y recibe tributo de las ciudades más ricas, que tuvo el buen sentido de no quemar hasta los cimientos. Y ella se encarga de que las pagas lleguen a sus soldados. Los Dragones Azules de Kit son leales y muy disciplinados, a diferencia de los Rojos, que son unos descerebrados y unos engreídos, y pasan todo el tiempo peleándose entre ellos. Ariakas cometió la estupidez de permitir que sus Dragones Rojos y los soldados saquearan, desvalijaran y prendieran fuego a las ciudades que conquistaron y ahora se queja porque no tiene dinero.
Raistlin recordó Solace y la posada de El Último Hogar, donde había pasado tantas horas felices, arrasada hasta los cimientos. Recordó el terrible asedio a Tarsis. No dijo nada, pero en su fuero interno se permitió una sonrisa de triste satisfacción por el daño que Ariakas se había hecho a sí mismo.
La sonrisa se desvaneció en cuanto Iolanthe le tomó la mano, en un gesto espontáneo.
—Qué bueno es tener alguien con quien hablar. Alguien que comprenda. ¡Un amigo!
Raistlin apartó la mano.
—Yo no soy un amigo —dijo. Después pensó que quizá había estado grosero, así que añadió apresuradamente—: Acabamos de conocernos. Apenas sabes quién soy.
—Siento como si te conociera desde hace mucho tiempo —contestó Iolanthe, sin mostrarse nada ofendida—. Kitiara habla mucho de ti. Está muy orgullosa de ti y de tu hermano. Por cierto, ¿dónde está tu hermano?
Raistlin decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.
—Lo que dijo anoche el Señor de la Noche sobre Nuitari...
—Era verdad. Todo era verdad, menos lo de que habían ejecutado a Ladonna. Me habría enterado. Pero Nuitari ha abandonado a su madre, Takhisis, y ahora el Cónclave de Hechiceros va a unirse en contra de la Reina Oscura.
Raistlin se quedó callado, sin decir nada que lo comprometiera. Él no formaba parte del Cónclave. No les había pedido permiso para tomar la túnica negra. De hecho, lo había hecho sin consultarles siquiera y eso lo convertía en un renegado. El Cónclave consideraba proscritos a los renegados.
Iolanthe se acercó más a él. El perfume se le metió por la nariz y le despertó como un leve dolor de cabeza.
—Ya sé lo que estás pensando —le dijo en un susurro—, porque yo estoy pensando lo mismo: ¿qué significa todo esto para mí? —Le dio una palmada juguetona en el hombro—. Deberíamos ir a la torre esa de la que tanto hablas y descubrirlo.
Volvió la cabeza y le lanzó una mirada.
»En mi tierra hay un dicho: "Cada uno tiene que calentarse su propia taza de té". Es un buen consejo en cualquier parte de Neraka, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestros colegas hechiceros.
—Entiendo —repuso Raistlin.
Sintió que lo invadía el nerviosismo. Por fin iba a ver la magnífica Torre de la Alta Hechicería, a conocer a los hechiceros que le ayudarían a dar forma a su futuro.
—¿Nos vamos? ¿Estás listo? —Iolanthe vio que Raistlin miraba hacia el bastón y sacudió la cabeza—. Sería mejor que no lo llevases en público. El Señor de la Noche estará buscándolo. Aquí estará seguro. Siempre protejo la puerta con hechizos.
—El bastón se protege a sí mismo —dijo Raistlin. No le gustaba tener que dejarlo, había llegado a depender de él. Pero comprendió que su consejo era muy sensato.
Iolanthe cerró la puerta con llave y trazó una runa con la yema del dedo, después pronunció unas palabras mágicas. La runa se encendió con un suave tono azulado.
Iolanthe descubrió la mirada de Raistlin y se avergonzó.
—Un truco de principiante, ya lo sé. Es un hechizo de los que se hacen en la escuela de magos. Pero las mentes menos espabiladas se quedan muy impresionadas ante una runa brillante. Y, confía en mí —añadió—, en Neraka nos enfrentamos a muchas mentes poco espabiladas.
Iolanthe tomó a Raistlin del brazo y le dijo que actuara como si fuera su escolta, le gustase o no.
—Últimamente las calles son muy peligrosas —explicó—. Es muy comprensible tener a alguien que te guarde las espaldas.
A Raistlin no le gustaba la idea, pero no podía rechazar a Iolanthe sin más. Ya le había dejado muy claro que podía ayudarle o perjudicarle, la decisión era suya. La escalera era estrecha, y la hechicera se apretó contra él, insistiendo en caminar pegada a su lado.
—¿Cuántos peldaños tiene? —le preguntó burlonamente.
—Treinta y uno hasta el rellano.
Iolanthe sacudió la cabeza y se rió de él.
Raistlin no entendía qué tenía de gracioso.
Iolanthe decidió que primero presentaría a Raistlin a su vecino y casero, el dueño de la tienda de hechicería. Se trataba de un individuo entrado en años que respondía al extraño nombre de Snaggle. Era mestizo, pero estaba tan encorvado y arrugado que era imposible decir si era medio enano o medio goblin, o medio perro. Saludó a Raistlin con una sonrisa desdentada y le ofreció un descuento en su primera compra.
—Es muy importante conocer a Snaggle —explicó Iolanthe, mientras bajaban por la calle ancha y bien pavimentada que recorría la fachada del templo—. Jamás hace preguntas. Le da el valor justo al dinero. Y gracias a que disfruta del favor del emperador, que compra en su tienda con asiduidad, suele tener mercancía muy difícil de encontrar en otros sitios. No creas que esas cosas se las vende a cualquiera, pero ahora ya sabe que eres mi amigo, así que se mostrará complaciente contigo.
Raistlin no era su amigo, pero esta vez no lo dijo en voz alta. Nunca había tenido amigos. Tanis, Flint y los demás se llamaban a sí mismos sus amigos, pero él sabía que por detrás de sus sonrisas realmente no lo querían, no confiaban en él. Él no era como su hermano, el alegre Caramon de buen corazón, el compañero perfecto para todos.
Raistlin observaba las calles con la atención que siempre ponía, mientras proseguían su camino.
—¿Adónde estamos yendo? —preguntó.
—Al Barrio Blanco —contestó Iolanthe—. En cierto modo, la ciudad de Neraka es como la reina Takhisis: un dragón con un solo corazón y cinco cabezas. El corazón sería el templo, en el centro; las cabezas son los ejércitos que lo defienden. Como te materializaste en el interior del templo, supongo que no te hiciste una buena idea del exterior.
El templo estaba rodeado de altas murallas de piedra y era difícil verlo desde donde ellos estaban. Iolanthe condujo a Raistlin a la puerta principal, que estaba abierta de par en par, para que pudiera verlo mejor. El mago contempló el templo y pensó que nunca antes había visto algo tan estremecedor. Por lo visto Takhisis tenía cierto sentido del humor, aunque fuera algo retorcido. Mucho tiempo atrás, en la ciudad de Istar había habido un hermoso templo, deslumbrante y bendito, dedicado a Paladine, Dios de la Luz. El Templo de Takhisis era una réplica de aquel vetusto templo, que descansaba en las profundidades del Mar Sangriento, pero una réplica distorsionada y envilecida. El Templo de Takhisis era un edificio de la oscuridad y proyectaba sobre toda la ciudad una nube de sombras, como la penumbra artificial de un eclipse cuando la luna cubre el sol, con la diferencia de que los eclipses llegan a su fin. La oscuridad del templo era constante.
—Feo como el peor de los pecados, ¿verdad? —comentó Iolanthe, observando el templo con una mueca de desagrado—. La maldad debería ser hermosa. Así haría mucho más daño. ¿No crees? —Sus ojos de color violeta brillaron y le dedicó una sonrisa maliciosa.
Siguieron avanzando por la calle principal, que recorría el perímetro del templo, conocida como la Ronda de la Reina.
—Ahora estamos en lo que llaman la ciudad interior —explicó Iolanthe—. El templo está rodeado por una muralla y Neraka está rodeada por su propia muralla. En el exterior de esa muralla, los cinco ejércitos de los Dragones tienen sus campamentos. En el interior de la muralla, cada ejército de los Dragones cuenta con un barrio.
Raistlin ya sabía todo eso gracias a lo que había estudiado sobre Neraka en la Gran Biblioteca. Debido a la continua desconfianza, a las intrigas y a sus peleas por imponerse sobre los demás que regían las relaciones entre los cinco Señores de los Dragones —algo que el mismo Ariakas fomentaba—, cada uno de los barrios era autosuficiente. Cada uno de ellos contaba con sus herrerías, sus comercios, sus posadas, sus barracones y todo lo necesario. Ninguno de los Grandes Señores quería depender de los demás para nada. Evidentemente, también se alentaba la rivalidad entre los soldados.
—Vamos a salir de la muralla. ¡Maldita sea! —Iolanthe se detuvo. Parecía enfadada—. Lo había olvidado. No tienes un salvoconducto negro.
—¿Un salvoconducto negro? ¿Qué es eso? —preguntó Raistlin.
Iolanthe metió la mano en una de las bolsitas de seda que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de papel. La tinta se había borrado un poco, pero todavía podía leerse. En la parte inferior se veía el sello de la Iglesia: un dragón de cinco cabezas en cera negra.
—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.
Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.
—Aja, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.
Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.
—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.
—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.
Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.
—¿Energía nerviosa? —sugirió.
Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.
—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?
—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.
—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.
Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquellos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.
—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.
Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.
Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.
—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.
Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.
Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellarla una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas surcos que dejaban los carros.
Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Estos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.
No era raro que estallaran rencillas entre las tropas, que se traducían en acalorados insultos y espadas desenvainadas. En cuanto se oían los primeros gritos, aparecían de la nada los draconianos que formaban la guardia de élite del templo. Los implicados los miraban de arriba abajo, gruñían y se retiraban, como perros que hubieran visto el látigo del amo.
El ruido y el caos provocados por carros y carretas que saltaban de bache en bache, los hombres que maldecían, los perros que ladraban y las rameras que chillaban no tardaron en provocarle a Raistlin un terrible dolor de cabeza. El ambiente estaba cargado por culpa del humo que se alzaba de las herrerías y de las hogueras de los diferentes campamentos, cuyas tiendas se veían a lo lejos. De una curtiduría cercana salía un hedor a duras penas soportable, para mezclarse con el olor del ganado encerrado en un corral y la peste a sangre del patio del carnicero.
Iolanthe se tapó la boca con un pañuelo perfumado.
—Menos mal que ya casi hemos llegado —dijo la hechicera, señalando una serie de edificios achaparrados al otro lado de la calle—. La posada de El Broquel Partido... Deberías buscar alojamiento allí.
Raistlin negó con la cabeza.
—He leído sobre ella. No me lo puedo permitir.
—Claro que puedes —le contradijo Iolanthe y le guiñó un ojo—. Tengo una idea.
Miró a ambos lados y después se lanzó a la calle. Raistlin la siguió. Los dos corrían y tropezaban con las rodadas, los caballos y los soldados.
Raistlin había leído una descripción de la posada cuando había estado en Neraka. Un Esteta que respondía al curioso nombre de Cameroon Bunks había puesto su vida en peligro aventurándose en la ciudad de la reina Oscura, con el fin de explorarla y regresar para informar de lo que había visto.
Había escrito:
[[
«La posada de El Broquel Partido abrió sus puertas cuando su propietario, Talent Orren, un antiguo mercenario de Lemish, invirtió sus ganancias del juego en la compra de un pequeño local en el Barrio Blanco de Neraka. Según se cuenta, Orren no tenía ni una pieza de acero para el cartel, así que clavó su propio broquel roto sobre la puerta y bautizó al local como "El Broquel Partido". Orren servía comidas sencillas, pero sabrosas. No aguaba la cerveza ni engañaba a sus clientes. Con la afluencia de soldados y peregrinos oscuros a Neraka, no tardó en tener más trabajo del que podía hacerse cargo. Con el tiempo, Orren añadió un espacio al local y lo llamó "La Taberna del Broquel Partido". Pasó más tiempo y añadió varios bloques de habitaciones, con lo que la taberna adquirió la categoría de posada.»
]]
Se veían tantos edificios, todos ellos con varias entradas, que Raistlin no tenía la menor idea de cuál era la puerta principal. Iolanthe eligió una entrada al azar, al menos así le pareció a Raistlin, hasta que levantó la vista y vio un broquel —partido por la mitad— que colgaba sobre la puerta.
Clavado sobre la puerta también había un letrero, maltratado por las inclemencias del tiempo, donde se leía garabateado en común: «¡Sólo humanos!» Los ogros, los goblins, los draconianos y los minotauros podían ir a beber a Pelo de Trol, popularmente conocido como El Trol Peludo.
Iolanthe se disponía a empujar las hojas dobles para entrar, cuando de repente se abrieron solas. Apareció un hombre con una camisa blanca y pantalones de piel que llevaba a una kender agarrada por el pescuezo y la culera del pantalón. El hombre la balanceó y la lanzó en medio de la calle, donde aterrizó de morros en el barro.
—¡Y no vuelvas! —gritó el hombre, sacudiendo el puño.
—¡Vas a echarme de menos, Talent! —contestó la kender, levantándose alegremente. Bajó por la calle dando traspiés, limpiándose el barro de los ojos y escurriendo más barro de sus trenzas despeinadas.
—¡Chusma! —murmuró el hombre, mientras se daba media vuelta para sonreír a Iolanthe. Le dedicó una graciosa reverencia—. Bienvenida, señora Iolanthe. Es un placer verte, como siempre. ¿Quién es tu amigo?
Iolanthe se encargó de las presentaciones.
—Raistlin Majere, te presento a Talent Orren, propietario de la posada de El Broquel Partido.
Orren hizo otra reverencia. Raistlin inclinó la cabeza cubierta con la capucha y ambos se observaron detenidamente. Orren era de altura media y complexión delgada, incluso podía decirse que delicada. Era apuesto, con unos ojos de color castaño que tenían una mirada intensa y penetrante. La oscura melena le caía hasta los hombros, cuidadosamente peinada, y un bigote fino enmarcaba sus labios. Vestía una camisa blanca de mangas largas y anchas, con el cuello abierto, y unos pantalones de piel ajustados. De un costado le colgaba una larga espada. Sujetó la puerta e hizo un gesto amable invitando a Iolanthe a entrar en la posada. Raistlin se dispuso a seguirla, pero se encontró con el musculoso brazo de Orren cerrándole el paso.
—Sólo humanos —dijo Orren—, como dice el cartel.
Raistlin sintió que enrojecía de rabia y vergüenza.
—Por todos los dioses, Orren, ¡es humano! —exclamó Iolanthe.
—Pues es la primera vez que veo un humano con ese color de piel tan curioso —repuso Orren, poco convencido. Hablaba como una persona educada y a Raistlin le pareció distinguir un leve acento solámnico.
Iolanthe sujetó a Raistlin por la muñeca.
—Hay humanos de todos los colores, Orren. Resulta que mi amigo es un poco peculiar, eso es todo.
Susurró algo al oído a Orren y éste lo observó con más interés.
—¿Es eso verdad? ¿Eres el hermano de Kitiara?
Raistlin abrió la boca para responder, pero Iolanthe se le adelantó:
—Claro que sí —repuso enérgicamente—. Puedes comprobar el parecido. —Bajó la voz—. Y no deberías andar gritando el nombre de Kitiara por la calle. No es buen momento.
Talent sonrió.
—Tienes razón, Iolanthe, querida. Te pareces a tu hermana, señor, y eso es un halago, pues es una mujer encantadora.
Raistlin no dijo nada. Él no creía que se pareciera a Kitiara. Al fin y al cabo, no eran más que medio hermanos. Kitiara tenía el cabello negro y rizado, y los ojos de color castaño. Lo había heredado de su padre, que tenía un oscuro atractivo. El pelo de Raistlin era como el de Caramon, de un tono rojizo, antes de que la Prueba se lo hubiera vuelto prematuramente blanco.
De lo que Raistlin no se daba cuenta era de que tanto él como Kit compartían el mismo brillo en la mirada, la misma determinación para conseguir lo que querían sin importar lo que costara, ni siquiera a ellos mismos.
Orren permitió entrar a Raistlin, sujetándole la puerta con elegancia. La posada estaba a rebosar de gente y el ruido era casi ensordecedor. En ese momento, estaban sirviendo el almuerzo. Iolanthe le dijo a Talent que quería hablar de negocios. Éste les explicó que en ese momento no tenía tiempo, pero que la atendería cuando no tuviera tanto trabajo.
Iolanthe y Raistlin pasaron junto a varias mesas ocupadas por peregrinos oscuros, que los observaron ceñudos y con gesto de desaprobación. Raistlin oyó la palabra «bruja» entre susurros y miró a su acompañante. Iolanthe también lo había oído, a juzgar por el tono que coloreaba sus mejillas. Sin embargo, fingió que no se había dado cuenta y siguió de largo.
Muchos soldados la miraron con mejores ojos y se dirigían a ella con un respetuoso «señora Iolanthe», preguntándole si quería unirse a ellos. Iolanthe siempre declinaba la invitación, pero con algún comentario ingenioso que dejaba a los soldados riendo. Condujo a Raistlin a una mesa pequeña que había en una esquina oscura, bajo la ancha escalera que llevaba a las habitaciones del piso superior.
Ya estaba ocupada por un soldado, pero éste se levantó en cuanto la vio acercarse. Tras recoger su plato de comida y el vaso, le cedió el lugar con una sonrisa.
Raistlin se sentó en su silla, aliviado. Su salud iba mejorando, pero todavía se cansaba fácilmente. La camarera acudió presurosa para tomarles nota, aunque tuvo que detenerse más de una vez por el camino para apartar alguna que otra mano atrevida, dar un par de bofetadas o clavar el codo en alguna costilla con un movimiento experto. No parecía enfadada, ni siquiera molesta.
—Me las arreglo bien sola —dijo, como si pudiera leer el pensamiento de Raistlin—. Y los chicos me cuidan.
Hizo un gesto hacia un grupo de hombres corpulentos que permanecían de pie, apoyados en la pared, vigilando atentamente a la clientela. En ese mismo instante, uno ellos abandonó su puesto y se lanzó sobre el gentío para atajar una pelea. Los dos combatientes fueron expulsados al momento.
—Es raro que reine la paz en una taberna donde comen los soldados —comentó Raistlin.
—Talent aprendió pronto que las peleas de borrachos no son buenas para el negocio, sobre todo cuando hay religiosos —dijo Iolanthe—. Esos peregrinos oscuros son capaces de presenciar sin inmutarse el más sangriento de los sacrificios en honor a su reina, pero si un tipo le revienta a otro la nariz durante la cena, se desmayan del susto.
La camarera les llevó la comida, que era, como había escrito el Esteta, sencilla pero sabrosa. Iolanthe dio cuenta con apetito de su pastel de carne con guarnición de patatas y verduras. Raistlin picoteó un poco de pollo guisado. Iolanthe se encargó de terminar lo que dejó en el plato.
—Deberías comer más —le recomendó—. Acumula fuerzas. Esta tarde vas a necesitarlas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Raistlin, alarmado por su tono, que no presagiaba nada bueno.
—La Torre de la Alta Hechicería de Neraka es toda una sorpresa —repuso ella tranquilamente.
Raistlin estaba dispuesto a sonsacarle más información, pero justo en ese momento Talent Orren se unió a ellos. Arrastró una silla de otra mesa, la giró y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo.
—¿Qué puedo hacer por ti, mi encantadora bruja? —dijo, dedicando una sonrisa picara a Iolanthe—. Ya sabes que daría mi vida por servirte.
—Sé que darías tu vida por cautivar a todas las damas —contestó Iolanthe, sonriente.
Raistlin hizo el gesto de sacar su monedero, pero Iolanthe lo detuvo sacudiendo la cabeza.
—Mi señor Ariakas tendrá el placer de pagar esta comida. Apunta lo que debemos en la cuenta del emperador, ¿quieres, Talent? Y añade algo para la muchacha y para ti.
—Tus deseos son órdenes —dijo Talent—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Quiero una habitación en la posada para mi amigo —continuó Iolanthe—. Una habitación pequeña, nada especial. No necesita gran cosa.
—Normalmente estamos completos, pero da la casualidad de que tengo una habitación disponible —respondió Orren—. Quedó libre esta mañana. —Y añadió, sin darle importancia—: El anterior ocupante murió mientras dormía.
Mencionó un precio. Raistlin calculó rápidamente y negó con la cabeza.
—Me temo que no puedo permitírmelo...
Iolanthe lo interrumpió, poniendo su mano sobre la de él.
—Kitiara lo pagará por él. Al fin y al cabo, es su hermano.
Talent dio una palmada en el respaldo de la silla.
—En ese caso, todo está arreglado. Puedes mudarte cuando quieras, Majere. Me temo que notarás un olor muy fuerte a pintura, ya que tuvimos que dar varias capas para tapar las salpicaduras de sangre. Recoge la llave al salir. Número treinta y nueve. En el tercer piso, giras a la derecha y, al llegar al final del pasillo, giras a la izquierda. ¿Algo más?
Iolanthe dijo algo en voz baja. Talent la escuchó atentamente, lanzó una mirada a Raistlin, enarcó una ceja y por fin sonrió.
—Por supuesto. Esperad aquí.
—Eso también puedes ponerlo en la cuenta de Ariakas —le dijo Iolanthe, alzando la voz.
Talent rió mientras volvía hacia la barra.
—No te preocupes —dijo Iolanthe, atajando las protestas de Raistlin—. Yo hablaré con Kit. Se pondrá contentísima cuando sepa que estás en Neraka. Y lo de tu habitación se lo puede permitir sin ningún problema.
—No importa —repuso Raistlin con firmeza—. No voy a deber nada a nadie, ni siquiera a mi hermana. Se lo devolveré en cuanto pueda.
—Qué noble por tu parte —dijo Iolanthe, divertida por sus escrúpulos—. Y ahora, si ya te sientes mejor, podemos visitar la torre y te presentaré a tus estimados colegas.
Iolanthe se disponía a coger su bolsa cuando se acercó la camarera. Iolanthe se levantó y las dos chocaron. A Iolanthe se le cayó la bolsa y todo lo que llevaba se esparció por el suelo. La hechicera regañó a la muchacha de mal humor, mientras la camarera se disculpaba una y otra vez, y recogía las monedas y las fruslerías que se habían caído. Raistlin reconoció algún ingrediente para hechizos.
Cuando Raistlin se levantó, Iolanthe lo tomó de la mano y deslizó en su palma un papel enrollado. Él lo escondió en la amplia manga de su túnica y, disimuladamente, lo metió en una de sus bolsitas. La cera negra del «sello oficial» todavía estaba caliente.
Raistlin le pidió la llave de la habitación treinta y nueve a uno de los camareros, el cual le explicó que, una vez que se hubiera mudado, tenía que devolverla cada vez que salía y recogerla cuando volviera. Iolanthe hizo un gesto de despedida a Talent Orren, que estaba sentado a una mesa con dos peregrinos oscuros, un hombre y una mujer. Talent le besó la mano, para el evidente disgusto de los peregrinos, y después volvió a concentrarse en la conversación.
—Puedo conseguir lo que queréis —estaba diciendo Talent—, pero no será barato.
Los peregrinos oscuros se miraron y la mujer sonrió y asintió. El hombre sacó un pesado monedero.
—¿De qué iba todo eso? —quiso saber Raistlin cuando ya habían salido de la posada.
—No sé, seguramente Talent estaba vendiéndoles algo del mercado negro —dijo Iolanthe, encogiéndose de hombros—. Esos dos son Espirituales, un puesto alto en la jerarquía sacerdotal. Como muchos de los seguidores de su Majestad Oscura, han desarrollado el gusto por las cosas más delicadas de la vida, como los purasangres de Khur, el vino y la seda de Qualinesti y la joyería de los artesanos enanos de Thorbardin. Antes todas esas cosas se vendían en las tiendas, pero con las rutas comerciales cortadas y las deudas acumulándose, esos lujos son cada vez más escasos.
—Es interesante que Talent pueda conseguirlos —apuntó Raistlin.
—Tiene buena mano con la gente —dijo Iolanthe, sonriendo.
Volvió a tomar a Raistlin del brazo, lo que seguía resultándole incómodo. Se había imaginado que volverían hacia el corazón de la ciudad. La Torre de la Alta Hechicería no sería tan grandiosa e imponente como el Templo de la reina Oscura, eso estaba claro. Políticamente era imposible. Pero lo lógico sería que se encontrara cerca del Templo de Takhisis.
Le había sorprendido no encontrar ninguna descripción de la Torre de la Alta Hechicería en los escritos sobre Neraka del Esteta. No obstante, podía deberse a un sinfín de razones. Todas las Torres de la Alta Hechicería estaban protegidas por un bosque. La Torre de Palanthas estaba rodeada por el temido Robledal de Shoikan. La Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un bosque encantado. Quizá los árboles que guardaban la Torre de Neraka la volvieran invisible.
Sin embargo, Iolanthe no se dirigía hacia el Templo de la reina Oscura. Había echado a caminar en dirección contraria, por una calle que llevaba a lo que parecía una zona de almacenes. Allí las calles no estaban tan abarrotadas, pues no era una zona que los soldados frecuentaran. Se veían trabajadores de los almacenes, empujando barriles, levantando cajas y descargando sacos de cereales de los omnipresentes carros.
—Creí que íbamos a la torre —dijo Raistlin.
—Así es.
Iolanthe dio la vuelta a una esquina, tirando de él, y luego se detuvo delante de un edificio de ladrillo de tres plantas. Parecía aprisionado entre el negocio de un tonelero y una herrería. La casa era negra, no porque se hubiera pintado de ese color, sino por toda la suciedad y hollín que la cubrían. En la fachada se abrían pocas ventanas y la mayoría de las que había estaban rotas o desvencijadas.
—¿Dónde está la torre? —preguntó Raistlin.
—La tienes delante —repuso Iolanthe.
—Esto tiene que ser... Tiene que ser un error —dijo Raistlin, con expresión consternada.
—No hay ningún error —aseguró Iolanthe—. Estás frente al emporio de la magia en el reino de la Reina Oscura. —Se volvió para mirarlo.
»¿Ahora ya lo entiendes? ¿Ahora ya comprendes por qué Nuitari se separó de su madre? Esto —hizo un ademán desdeñoso, señalando el edificio sucio, y decrépito— es la consideración que se merece la magia para la Reina Oscura.
Raistlin nunca había sufrido un desengaño tan amargo. Pensó en todo el dolor que había soportado, en los sacrificios que había hecho para llegar hasta ese lugar, y lágrimas de angustia y rabia anegaron sus ojos, enturbiando su mirada.
Iolanthe le dio una palmadita en el brazo.
—Lamento tener que decir que, a partir de aquí, las cosas no hacen más que empeorar. Todavía tienes que conocer a tus colegas Túnicas Negras.
Los ojos de color violeta de la hechicera lo miraban tan intensamente que parecía que lo traspasaran.
»Tienes que tomar una decisión, Raistlin Majere —le dijo en voz baja—. ¿Qué bando eliges? ¿La madre o el hijo?
—¿Y tú? —respondió Raistlin para ganar tiempo.
Iolanthe se echó a reír.
—Oh, eso es fácil. Yo siempre estoy de mi propio lado.
«Y ese lado parece incluir a mi hermana Kitiara —pensó Raistlin—. Eso también podría venirme bien a mí. O no. Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar.»
Suspirando, Raistlin recogió los despojos de su ambición y guardó los trozos. El camino que había recorrido no lo había conducido a la gloria, sino a una pocilga. Tendría que medir bien cada paso, mirar atentamente dónde ponía los pies.
La puerta de la Torre de la Alta Chifladuría, como a Iolanthe le gustaba llamarla en tono burlón, estaba protegida por una runa marcada a fuego. El hechizo mágico era muy rudimentario. Incluso un niño podría haberlo quitado.
—¿No os da miedo que la gente pueda forzar la entrada? —se sorprendió Raistlin.
Iolanthe dejó escapar un suave resoplido.
—Puedes hacerte una idea de lo poco que les preocupamos a los habitantes de Neraka si te digo que nadie ha intentado nunca forzar la entrada de la torre. Hacen bien en no perder el tiempo. Dentro no hay nada de valor.
—Pero tiene que haber una biblioteca —insistió Raistlin, sintiendo que su desesperanza crecía por momentos—. Libros de hechizos, pergaminos, objetos mágicos...
—Todo lo que tenía algún valor se vendió hace mucho para pagar el alquiler del edificio —repuso Iolanthe.
¡Pagar el alquiler! Raistlin se sonrojó de vergüenza ajena. Le vinieron a la cabeza las historias gloriosas y trágicas unidas a las Torres de la Alta Hechicería a lo largo de los siglos. Eran estructuras imponentes diseñadas para inspirar temor y asombro a aquel que las mirase. Vio que una rata de la calle se metía por un agujero de la pared de ladrillo, y se le revolvió el estómago.
Iolanthe hizo desaparecer la runa y empujó la puerta, que daba a una entrada angosta y sucia. A su derecha, un pasillo se internaba en una oscuridad polvorienta. Una escalera tambaleante llevaba al segundo piso.
—Aquí hay habitaciones, pero comprenderás por qué te sugerí que buscases otro sitio donde vivir —dijo Iolanthe.
Después alzó la voz para que se le oyera en el segundo piso.
»¡Soy yo! ¡Iolanthe! Voy a subir. No me tiréis una bola de fuego. —Y añadió en voz más baja, con tono desdeñoso—: Esos viejos no podrían hacerlo ni aunque quisieran. Cualquier hechizo que supieran, hace ya mucho que lo olvidaron.
—¿Qué hay al final de ese pasillo? —preguntó Raistlin, mientras subían por la escalera, que recibía cada pisada con un crujido poco tranquilizador.
—Aulas —contestó Iolanthe—. Al menos ésa era la idea inicial. Nunca llegó a haber ningún estudiante.
El silencio les había dado la bienvenida, pero en cuanto Iolanthe anunció su llegada, estallaron unas voces agudas y quejumbrosas, que cloqueaban y se lamentaban.
En el segundo piso estaban los espacios comunes y la sala de trabajo. Los dormitorios se encontraban en la tercera planta. Iolanthe señaló el laboratorio, que consistía en una mesa larga, sobre la que se veía una vajilla descascarillada y sucia. Una olla borboteaba al fuego. El tufo que salía de ella era de repollo cocido.
Junto al laboratorio estaba la biblioteca. Raistlin miró por la puerta entornada. El suelo estaba cubierto de montañas de libros, pergaminos y rollos de papel. Por lo visto alguien había empezado a colocarlos, porque unos pocos libros estaban cuidadosamente dispuestos en un estante. Pero eso había sido todo, y parecía que los esfuerzos posteriores no habían hecho más que empeorar el desorden.
La sala más grande de ese piso estaba enfrente de la escalera y se dedicaba a zona común. Iolanthe entró seguida de Raistlin, quien no se había quitado la capucha y aún ocultaba su rostro. La habitación estaba amueblada con un par de sillones desvencijados, varias sillas cojas y unas cuantas mesitas y unos arcones. Tres Túnicas Negras —tres hombres de edad más que madura— rodearon a Iolanthe, hablando todos a la vez.
—Caballeros —dijo la hechicera, levantando las manos para pedir silencio—, me ocuparé de los asuntos que os preocupan en un momento. Primero, quiero presentaros a Raistlin Majere, un nuevo miembro de nuestras filas.
Los tres Túnicas Negras sólo se diferenciaban en que uno tenía el pelo gris y largo, el otro tenía el pelo gris y escaso, y el tercero no tenía pelo. Compartían el desprecio y la desconfianza por sus compañeros, y el convencimiento de que la magia no era más que una herramienta para satisfacer sus propias necesidades. El vestigio de alma que alguna vez hubieran podido tener había sucumbido hacía tiempo a la ignorancia y la avaricia. Estaban en Neraka porque no tenían otro sitio donde ir.
Iolanthe dijo sus nombres rápidamente, Raistlin los oyó y los olvidó. No le pareció que mereciera la pena aprenderlos y, como resultó ser el caso, no necesitaba saberlos. Los Túnicas Negras no sentían la menor curiosidad por él. Su único interés estaba centrado en ellos mismos y bombardearon a Iolanthe con preguntas, exigiendo respuestas para, acto seguido, negarse a escucharla cuando intentaba dárselas.
La rodeaban en un círculo asfixiante. Raistlin se quedó fuera, escuchando y observando.
—Que uno de vosotros, sólo uno —repitió Iolanthe muy seria cuando parecía que todos iban a ponerse a hablar—, me explique la razón para todo este jaleo.
Se encargó de las explicaciones el mago de más edad, un espécimen desaseado de nariz torcida. Según Raistlin supo más adelante, se ganaba la vida vendiendo amuletos repugnantes y pociones dudosas a los campesinos, hasta que tuvo que huir para salvar la vida después de envenenar a varios clientes. De acuerdo con las explicaciones de Nariz Torcida, como Raistlin lo apodó, a todos les habían llegado rumores de que Nuitari se había separado de la reina Takhisis, que habían matado a Ladonna y que todos estaban sentenciados.
—¡Los guardias del Señor de la Noche tirarán la puerta abajo de un momento a otro! —profetizó Nariz Torcida con voz histérica—. Sospechan que trabajamos para la luz Oculta. ¡Vamos a terminar todos en las mazmorras del Señor de la Noche!
Iolanthe lo escuchó pacientemente y luego lanzó una carcajada.
—Podéis quedaros tranquilos, caballeros —les dijo—. A mí también me han llegado esos rumores. Yo misma me inquieté e investigué la verdad. Todos sabéis que la eminente hechicera Ladonna fue mi mentora y mecenas.
Por lo visto los viejos ya lo sabían y no los impresionaba en absoluto, porque dejaron bien claro que cualquier cosa relacionada con Ladonna no haría más que agravar sus problemas. Raistlin, para el que todo aquello era nuevo, se preguntaba qué querían decir. ¿Iolanthe era leal a Ladonna?
—Hablé con ella anoche mismo. Ese rumor es completamente falso. Ladonna se mantiene fiel a Takhisis, igual que el hijo de la diosa, Nuitari. No tenéis que preocuparos por nada. Podemos seguir con nuestros asuntos habituales.
A juzgar por la expresión ceñuda de los viejos, Raistlin supuso que los «asuntos habituales» no eran gran cosa. La confirmación llegó cuando Iolanthe sacó su monedero de seda y cogió varias piezas de acero grabadas con las cinco cabezas de la Reina Oscura. Dejó las monedas encima de una mesa.
—Aquí tenéis. El pago por los servicios prestados por los Túnicas Negras de Neraka.
Recitó de un tirón una lista, en la que se incluían tareas como la eliminación de roedores en la tienda de un sastre y la mezcla de pociones encargadas por Snaggle. Raistlin pensó que preferiría utilizar una poción hecha por enanos gully que cualquier cosa perpetrada por aquellos pajarracos. Más tarde, Iolanthe le confesaría que todas las pociones iban a parar al sistema de alcantarillado de Neraka. Era ella quien financiaba la torre.
—Si no, estos buitres andarían buscando trabajo, y sólo Nuitari sabe en qué líos podrían meterme —dijo a Raistlin en privado.
Los viejos sintieron más confianza al ver las monedas que al escuchar las palabras de Iolanthe. Nariz Torcida se cernió sobre el dinero, mientras los otros dos lo observaban con envidia, y todos se enfrascaron en una acalorada discusión sobre cómo había que repartirlo. Cada uno de ellos afirmaba que se merecían más que los demás.
—Siento tener que interrumpir —dijo Iolanthe en voz alta—, pero tengo otro tema que tratar. Os he presentado a Raistlin Majere. Él es un...
—... Un humilde estudiante de magia, señores —terminó la frase Raistlin con su voz suave. Con la cabeza agachada humildemente y las manos metidas en las mangas, se mantenía en la penumbra—. Todavía estoy aprendiendo y me vuelvo hacia vosotros, mis estimados mayores, en busca de enseñanzas y consejos.
Nariz Torcida gruñó.
—No tendrá pensado alojarse aquí, ¿verdad? Porque no hay sitio.
—He buscado otro alojamiento —lo tranquilizó Raistlin—. Sin embargo, me encantaría trabajar aquí...
—¿Sabes cocinar? —preguntó otro de los viejos. La doble papada y la imponente barriga dejaban bien claro cuál era su principal preocupación. Raistlin lo bautizó como Barrigón.
—Estaba pensando que podría ser de más utilidad si catalogara los libros y los pergaminos de la biblioteca —sugirió Raistlin.
—Necesitamos un cocinero —insistió Barrigón de mal humor—. Estoy más que harto del repollo cocido.
—El joven maestro Majere ha tenido una idea excelente —intervino Iolanthe para apoyar a Raistlin—. Dado que todos vosotros estáis ocupados en tareas mucho más importantes, podemos encargar la biblioteca a nuestro aprendiz. ¿Quién sabe? Quizá descubra algo de valor.
Los ojos de Nariz Torcida se iluminaron ante la idea y se mostró de acuerdo, aunque Barrigón siguió protestando porque lo que necesitaban era un cocinero y no un bibliotecario. Raistlin no era mal cocinero, pues se encargaba de preparar las comidas para él y su hermano cuando se quedaron huérfanos en la adolescencia, y prometió que también ayudaría en eso. Con todo el mundo satisfecho, Iolanthe y él se marcharon.
—¡Mi túnica apesta a repollo! —se quejó Iolanthe después de dejar a los tres viejos discutiendo sobre cómo repartir el acero—. Ese olor asqueroso lo impregna todo. Tendré que ir a casa a cambiarme. ¿Vienes a cenar conmigo? ¡Nada de repollo, lo prometo!
—Tengo que llevar mis cosas a la posada... —empezó a decir Raistlin.
Iolanthe no le dejó continuar.
—Está haciéndose tarde. No es seguro caminar por las calles de Neraka después de que anochezca, sobre todo por la ciudad exterior. Deberías pasar esta noche en mi casa y mudarte a la posada mañana. Además —añadió con ese tono burlón suyo—, todavía tenemos pendiente una partida a las canicas.
—Gracias, pero ya he abusado demasiado de tu hospitalidad —repuso Raistlin, pasando por alto el comentario sobre las canicas—. Será mejor que lleve mis cosas a la posada, ¿no te parece? Sobre todo el bastón. Y no me da miedo recorrer las calles después del anochecer.
Iolanthe lo observó.
—Supongo que tienes razón. No me cabe ninguna duda de que puedes cuidar de ti mismo. Lo que me lleva a preguntarme qué tramabas antes. ¡Un humilde estudiante de magia, tú! Podrías atrapar a esos viejos en anillos de fuego. Me parece que sólo uno se presentó a la Prueba. Los otros no tienen el nivel, a lo más que llegan es a hervir agua.
—Si hubiera revelado mis habilidades, me verían como una amenaza y estarían todo el rato vigilándome, a la defensiva —explicó Raistlin—. De esta forma, no se preocuparán. Y esto me lleva a mí a otra pregunta: ¿por qué les mentiste, diciéndoles que los rumores no eran ciertos?
—El Señor de la Noche los aterroriza. Sé sin lugar a dudas que uno, o todos ellos, informa de mis movimientos —contestó Iolanthe tranquilamente—. Si les hubiera confirmado que los rumores eran ciertos, habrían pasado por encima de mí para ser los primeros en ir a contarle la noticia.
—Y por ese motivo les pagas —comprendió Raistlin.
—Y por eso les digo lo que quiero que llegue a oídos del Señor de la Noche. Tienes que entenderlo —añadió con tristeza—. Cuando Ladonna y los demás Túnicas Negras llegaron a Neraka, teníamos grandes ambiciones y multitud de planes. Viajamos hasta aquí para labrarnos nuestra suerte. Íbamos a construir una Torre de la Alta Hechicería imponente, la torre de tus sueños —dijo, mirando a Raistlin con una sonrisa atribulada y un suspiro.
»Ladonna y los demás no tardaron en darse cuenta de que los hechiceros no eran bienvenidos en Neraka, aquí no se les quería. Al principio hubo encontronazos con la Iglesia, después empezaron las persecuciones. En medio de la noche asesinaron a tres hechiceros, que habían destacado en la defensa de nuestra causa. La Iglesia negó cualquier relación, por supuesto.
Raistlin frunció el entrecejo.
—¿Cómo es posible? Si eran hechiceros con gran talento, no tendría que haberles costado defenderse...
Iolanthe sacudió la cabeza.
—El Señor de la Noche tienes fuerzas muy poderosas a sus órdenes. Todos los asesinatos siguieron el mismo patrón. Los cuerpos estaban disecados. Les habían absorbido toda la sangre, completamente secos. Parecían momias, como las de los reyes antiguos de Ergoth. La piel estaba pegada a los huesos, como un pergamino espeluznante. Era un espectáculo pavoroso. Todavía tengo pesadillas.
Raistlin sintió que la hechicera temblaba y se apretó más fuerte contra él, aliviada por encontrar la calidez de un cuerpo vivo.
»No había indicios de que los hechiceros hubieran opuesto resistencia —siguió contando—. Todos habían muerto mientras dormían, o eso parecía. Y eran mujeres y hombres con poderes mágicos notables, que habían conjurado hechizos de protección en sus puertas y sobre su persona. Ladonna llamó al asesino el "Espectro Negro". No teníamos ninguna duda de que el Señor de la Noche había invocado a algún ser maligno de ultratumba y le había ordenado que asesinara a nuestros colegas.
»Ladonna se quejó ante el emperador de que la Iglesia asesinaba a sus hechiceros. Ariakas la despachó rápidamente diciéndole que estaba demasiado ocupado en dirigir una guerra como para involucrarse en riñas entre "Faldas", el término despectivo que él utiliza para referirse a todos aquellos que visten túnica. Temerosos por su vida, algunos de los hechiceros de más nivel regresaron sigilosamente a sus casas o, como Dracart y Ladonna, aceptaron trabajar en "proyectos secretos" para la Reina Oscura. Aunque, por lo visto, Ladonna no pudo soportarlo mucho tiempo.
—¿Y tú? —preguntó Raistlin—. ¿No temes al Espectro Negro?
Iolanthe se encogió de hombros.
—Soy la amante de Ariakas y estoy bajo su protección. El Señor de la Noche no aprecia al emperador, pero la reina Takhisis sí. La cuestión es cuánto va a durar esta situación, ahora que las fuerzas de la luz están empezando a dar la vuelta a la tortilla. No obstante, por el momento el Señor de la Noche no se atreve a retar al emperador.
—También eres amiga de mi hermana Kitiara.
—Últimamente, cuantos más amigos, mejor —repuso Iolanthe sin darle más importancia, y con el mismo desenfado cambió de tema—. Ahora que me paro a pensarlo, me alegra que vayas a trabajar en la torre. Me temo que los viejos tengan razón. Seguro que la Iglesia vuelve a interesarse por nosotros. Qué se le va a hacer. Si catalogas los libros y ordenas la biblioteca, puedes descubrir con qué libros cuentan. Y puedes estar alerta, atento a lo que digan.
Iolanthe lo miró con el rabillo del ojo y sonrió con picardía.
»Si estás pensando que vas a encontrar algo de valor en ese cuchitril, siento tener que decepcionarte. Tengo una idea bastante exacta de lo que hay.
«Iolanthe debe de haber buscado todo lo que hubiera de valor y ya se lo habrá llevado. Sea como sea, no pasa nada por echar un vistazo», pensó Raistlin.
—No tengo nada mejor que hacer por el momento —murmuró Raistlin.
Hablando, llegaron hasta la Puerta Blanca. El sol ya se estaba poniendo y el cielo se teñía de rojo. Se oían risotadas y ruidos provenientes de El Broquel Partido, que estaba al otro lado de la calle. La taberna estaba abarrotada de soldados que habían acabado su turno y de trabajadores que habían dado fin a su jornada, todos en busca de comida y un buen trago. Los guardias de la puerta estaban atareados vigilando quién abandonaba la ciudad interna y comprobando quién quería entrar en Neraka. Había algunos clérigos ataviados con la túnica negra, pero Raistlin se fijó en que la mayoría eran mercenarios que acudían en busca de trabajo en los ejércitos de los Dragones.
Se puso a la cola junto a Iolanthe, detrás de dos humanos, un hombre y una mujer, que charlaban entre ellos.
—He oído que va a haber una ofensiva en primavera —decía la mujer—. El emperador paga bien. Por eso estoy aquí.
—Digamos que el emperador promete que paga bien —puntualizó el hombre—. Yo todavía no he visto las piezas de acero que me debe y llevo aquí dos meses. Si dejas que te dé un consejo, es mejor que vayas al norte. Trabaja para la Dama Azul. Ella sí que paga bien y puntualmente. Allí es donde me dirijo yo ahora. No vuelvo a la ciudad más que a recoger mis cosas.
—Estoy abierta a sugerencias. ¿Quizá te gustaría tener una compañera de viaje? —dijo la mujer.
—Quizá sí.
Raistlin recordó esa conversación y sólo con el paso del tiempo se dio cuenta de lo que presagiaba. Mientras esperaba en la cola, en lo único que podía pensar era en el documento falsificado, y su nerviosismo crecía con cada minuto que pasaba. Se preguntaba si los guardias de la puerta lo aceptarían. Empezaba a dudar que así fuera. Se imaginó que lo detenían, que lo sacaban de allí a rastras e incluso podían devolverlo a las mazmorras del Señor de la Noche.
Miró a Iolanthe, que estaba junto a él, cogiéndolo por el brazo. Estaba tranquila, comentando algo a lo que Raistlin no prestaba atención. Le había repetido una y otra vez que no tenía de qué preocuparse, los guardias no mirarían el documento falso más que de pasada. Raistlin había comparado su salvoconducto con el auténtico de la hechicera y tenía que admitir que no encontraba ninguna diferencia.
Tenía fe en ella, al menos más fe que la que había puesto nunca en nadie. Sin embargo, tenía sus dudas sobre Talent Orren. Era un hombre difícil de clasificar. Parecía el típico tunante superficial y simpático cuyo principal interés era ganar piezas de acero como fuera, con medios más o menos limpios. Pero Raistlin tenía el presentimiento de que había algo más. Volvió a pensar en la mirada penetrante de Orren, en la inteligencia y la astucia que brillaban en sus ojos de color castaño. Recordó el leve acento de Solamnia que teñía su voz. Quizá se repitiera la historia de Sturm, y Orren fuera el hijo de una familia noble que lo había perdido todo y había tenido que vender su espada al mejor postor. La diferencia con Sturm residía en que Orren había elegido la oscuridad en vez de la luz.
«Por los menos —continuó Raistlin con su hilo de pensamiento—, Talent Orren ha demostrado tener mejor olfato para los negocios.»
El guardia de la puerta les hizo un gesto para que avanzaran. El corazón de Raistlin latía a un ritmo trepidante y las orejas se le enrojecieron cuando tendió el salvoconducto falsificado al guardia. Iolanthe saludó al soldado por su nombre y le preguntó si lo vería más tarde en El Broquel Partido. Entre risas, le dijo que podía invitarla a algo. El guardia sólo tenía ojos para la hechicera. Apenas prestó atención al permiso de Raistlin y a él ni lo miró. Les dejó cruzar la puerta y se volvió hacia el siguiente de la cola.
—¿Ves qué fácil? —dijo Iolanthe.
—La próxima vez no te tendré conmigo —repuso Raistlin con sarcasmo.
—Bah, no tiene ninguna importancia. Estos hombres no están con el ejército del Señor de los Dragones, aunque aparentemente los Señores de los Dragones están a cargo de las puertas. Estos soldados pertenecen a la guardia de la ciudad de Neraka. Su función principal consiste en asegurarse de que no pase nadie que pueda ofender a la Iglesia. No les pagan lo suficiente para que se metan en problemas o se arriesguen más de la cuenta. Una vez vi cómo apuñalaban a un soldado en la calle, delante de otros dos. Los guardias de Neraka pasaron por encima del cuerpo y siguieron hablando sin inmutarse. Pero si hubiera sido a un peregrino oscuro a quien atacaban o robaban, eso habría sido una historia completamente diferente. Todos los soldados se habrían lanzado a la persecución del culpable.
Después de intercambiar estas pocas palabras, los dos caminaron en silencio. Raistlin estaba demasiado cansado y desanimado para mantener una conversación y parecía que la habladora de Iolanthe por fin había agotado todas sus palabras. Por su expresión, sus pensamientos eran tan sombríos como la oscuridad que paulatinamente los envolvía. Raistlin no tenía la menor idea de en qué estaría pensando la mujer, pues él estaba dándole vueltas a su futuro, y no tenía más remedio que admitir que pintaba muy crudo.
Volvieron a la Ringlera de los Hechiceros y Raistlin comprendió por qué la mayoría de las tiendas estaban tapiadas y abandonadas. Se admiró de que Snaggle consiguiera sobrevivir. Aunque, por otra parte, ser la única tienda de hechicería de Neraka debía de tener sus ventajas.
Raistlin se mostró firme ante los ruegos de Iolanthe para que se quedara a cenar. Estaba exhausto, lo invadía un agotamiento que provenía tanto de la desilusión y la tristeza como del cansancio físico. Quería estar solo para poder pensar en todo lo que había pasado y decidir qué hacer. Y ésa no era la única razón por la que no quería quedarse cerca de ella. No le gustaban las continuas referencias burlonas que Iolanthe hacía sobre las canicas. No le parecía probable que hubiera descubierto la verdad sobre el Orbe de los Dragones, pero prefería no arriesgarse.
Raistlin se mostró educado, pero firme en sus negativas a quedarse. Por desgracia, cuando Iolanthe comprendió que estaba decidido, anunció que ella no tenía nada mejor que hacer. Lo acompañaría a El Broquel Partido. Podían cenar juntos en la posada.
Raistlin trató de encontrar una forma de desalentar a Iolanthe sin herir sus sentimientos. Su amistad ya le había sido de provecho y preveía que podía volver a serle útil en el futuro. También podía ser un terrible enemigo.
Se preguntó por qué insistiría tanto en acompañarlo a todas partes. Acunado por su parloteo mientras iba de un lado a otro del apartamento, recogiendo sus cosas, cayó en la cuenta, sorprendido. Se sentía sola. Estaba ávida de hablar con otro hechicero, con alguien como ella, que comprendiera sus metas y sus aspiraciones. Sus pensamientos quedaron confirmados en ese mismo momento.
—Tengo la sensación de que tú y yo somos muy parecidos —le dijo Iolanthe, volviéndose hacia él.
Raistlin sonrió. Casi se echa a reír. ¿Qué podía tener en común él, un hombre joven y de salud delicada, con la piel de una extraña tonalidad y los ojos aún más raros, con una mujer hermosa, exótica, inteligente, poderosa y dueña de sí misma? No se sentía atraído por ella. No confiaba en ella y ni siquiera le gustaba mucho. Cada vez que sacaba a relucir las canicas con ese tonito burlón, sentía que se le erizaba el vello. Sin embargo, Iolanthe estaba en lo cierto. Él también sentía esa afinidad.
—Lo que nos une es el amor a la magia —prosiguió ella, respondiendo a sus pensamientos con tanta claridad como si los hubiera oído—. Y el amor al poder que la magia puede proporcionarnos. Ambos hemos sacrificado la comodidad, la seguridad y el bienestar por la magia. Y ambos estamos preparados para sacrificarnos todavía más. ¿Me equivoco?
Raistlin no respondió. Ella aceptó su silencio como una respuesta y entró en su dormitorio para cambiarse de ropa. El ya estaba resignándose a tener que pasar la velada con ella, lo que significaba tener que esforzarse en controlar todo lo que decía y hacía, cuando oyó unas pisadas en la escalera que conducía al apartamento.
Eran unos pasos pesados que terminaban en un sonido chirriante, como el que hacen unas garras al arañar la madera. Cuando Iolanthe salió de la habitación, puso mala cara, como si supiera lo que significaban esos sonidos.
—Maldita sea —murmuró, y abrió la puerta.
En el rellano estaba un corpulento draconiano bozak, cuyas alas rozaban el techo.
—¿Es ésta la casa de la señora Iolanthe? —preguntó el bozak.
—Sí —contestó Iolanthe con un suspiro—. Y yo soy Iolanthe. ¿Qué quieres?
—El emperador Ariakas ha regresado y bendice a Neraka con su augusta presencia. Solicita vuestra presencia, señora —anunció el bozak—. Yo debo escoltaros.
El draconiano paseó la mirada de la mujer a Raistlin y de nuevo a Iolanthe. Raistlin percibió el peligroso parpadeo de aquellos ojos serpentinos y se levantó prontamente, con las palabras de un hechizo mortal listas en su mente.
—Veo que tenéis compañía, señora —siguió diciendo el bozak en un tono muy grave—. ¿He interrumpido algo?
—Únicamente mis planes para la cena —repuso Iolanthe sin darle importancia—. Iba a cenar en El Broquel Partido en compañía de este joven, un aprendiz de hechicero que acaba de llegar a Neraka. Creo que al emperador le parecerá interesante conocerlo. Es Raistlin Majere, hermano de la Señora de los Dragones Kitiara.
La actitud recelosa del bozak se desvaneció. Estudió a Raistlin con interés y respeto.
—Tengo a vuestra hermana en gran estima, señor. Al igual que el emperador.
—Lo único que pasó fue que intentó ejecutarla —susurró Iolanthe a Raistlin, aprovechando que le daba sábanas y una manta, pues le había dicho que las necesitaría en su nuevo alojamiento.
Raistlin la miró, perplejo. ¿Qué quería decir? ¿Qué había pasado? ¿Ariakas y Kit eran enemigos? Y lo más preocupante: ¿cómo le afectaría eso a él?
Raistlin estaba ansioso por conocer todos los detalles, pero Iolanthe se limitó a sonreírle y guiñarle un ojo, muy consciente de que acababa de asegurarse de que Raistlin buscaría su compañía.
—¿Recuerda el camino a El Broquel Partido, maestro Majere?
—Sí, señora. Gracias —respondió Raistlin humildemente, representando su papel.
Iolanthe le hizo un gesto con la mano.
—Tal vez pase un tiempo hasta que volvamos a vernos. Adiós. Le deseo buena suerte.
Bajo la atenta mirada del bozak, Raistlin metió la ropa de cama en un saco y recogió sus pertenencias. No cogió el Bastón de Mago. Ni siquiera echó una ojeada a la esquina donde lo dejaba. Iolanthe lo miró a los ojos y le hizo un leve gesto tranquilizador.
Raistlin hizo una profunda reverencia a Iolanthe y otra al bozak. Se colgó al hombro el saco con las sábanas, la manta, los libros de hechizos y todo lo demás. Sintiéndose como un proscrito, bajó la escalera apresuradamente. Iolanthe sostenía un farol en el rellano para alumbrarlo.
—Mañana pasaré por la torre para ver cómo va su trabajo —le dijo en voz alta, cuando ya había llegado al final de la escalera.
Cerró la puerta antes de que pudiera responderle. El bozak seguía esperándola en el rellano.
Raistlin salió a la calle, que a esa hora de la noche estaba desierta. Echaba de menos su bastón, la luz que salía de él y el apoyo que prestaba a sus pasos fatigados. El saco pesaba mucho y le dolían los brazos.
—Toma, Caramon, lleva esto...
Raistlin se detuvo. No podía creer que hubiera dicho eso. Ni siquiera que lo hubiera pensado. Caramon estaba muerto. Furioso consigo mismo, Raistlin recorrió la calle a paso ligero, iluminado por los rayos rojos de Lunitari y los rayos plateados de Solinari.
Ante él apareció el Templo de la Reina Oscura. La tenue luz de las lunas parecía incapaz de alcanzar el templo. Las torres tortuosas y las abultadas atalayas obligaban a las lunas a encogerse, a las estrellas a apagarse. Sus sombras caían sobre Raistlin y lo aplastaban.
Si la reina salía victoria de la guerra, su sombra caería sobre todos los seres del mundo.
«Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar.»
Raistlin se echó a reír. Rió hasta que la risa se le atravesó en la garganta y se atragantó.
Tratado sobre la conveniencia de la incorporación de los loros como animales de compañía, con especial énfasis en la enseñanza de las palabras de hechizos mágicos a dichas aves, así como anotaciones sobre las funestas consecuencias derivadas de tal actividad.
Raistlin lanzó un resoplido. Tiró el manuscrito a un cajón que había etiquetado como «Bodrios inclasificables» y contempló con desesperación los montones de manuscritos, libros, pergaminos y documentos diversos que lo rodeaban. Había trabajado durante horas, todo el día anterior y gran parte de ése, sentado en un taburete y revolviendo entre todas aquellas porquerías. El cajón estaba casi lleno. El polvo a duras penas le dejaba respirar y ni siquiera podía jactarse de haber hecho algún progreso.
Iolanthe tenía razón. No había nada de valor en lo que sólo con mucha generosidad podía llamarse «biblioteca». Los Túnicas Negras de más nivel debían de haberse llevado sus libros de hechizos y sus pergaminos cuando se habían ido. O eso o, como Iolanthe había dicho, se habían vendido todos los libros que podían tener interés.
Volvió al trabajo y creyó encontrar su recompensa cuando rescató un libro de hechizos elegantemente encuadernado en piel roja. Estaba seguro de haber dado con un tesoro, hasta que lo abrió y descubrió que se trataba de un manual, un libro para que los jóvenes aspirantes a hechiceros aprendieran el arte de los conjuros. Estaba hojeándolo, recordando sus días de estudiante —los tormentos que había tenido que soportar, la ineptitud de su profesor—, cuando lo sobresaltó un gran alboroto en la puerta principal de la torre. Alguien la estaba aporreando.
—¡Abrid en nombre de Su Majestad la reina!
En el salón, los tres viejos empezaron a chillar. Raistlin se levantó.
—¡Son los guardias del Templo! —gritó Nariz Torcida, espiando por una ventana mugrienta—. ¡Los guardias de élite del Templo! ¿Qué hacemos?
—Déjalos entrar —dijo Barrigón.
—No, no —se negó el tercero, al que Raistlin había apodado Flaco.
Raistlin se abrió camino entre los montones de legajos hasta la puerta, que estaba abierta de par en par. Lenta y sigilosamente, casi cerró la puerta, dejando una rendija por la que poder espiar.
Los golpes y los gritos no habían cesado, mientras discutían los Túnicas Negras. Al final, Nariz Torcida decidió que debían abrir. Su razonamiento consistía en que si no lo hacían, los guardias tirarían abajo la puerta y los Túnicas Negras tendrían que pagar los desperfectos al casero.
Raistlin seguía observando por la rendija de la puerta. Entró un destacamento de draconianos. Sus garras dejaban surcos en la madera de los escalones.
—Soy el comandante Slith —ladró uno de ellos—. Tengo órdenes de registrar este establecimiento.
—¿Registrar? ¿Para qué? Esto es un escándalo —protestó Nariz Torcida con voz temblorosa.
—Ha llegado al conocimiento de la reina Takhisis que un objeto mágico muy poderoso y potencialmente peligroso ha entrado en Neraka —anunció con voz retumbante el comandante Slith—. Como ya sabéis, la ley obliga a que todos los objetos mágicos sean llevados al templo para su evaluación y registro. Aquellos objetos que se consideren una amenaza para las gentes de bien de Neraka serán confiscados en nombre de la seguridad pública.
Raistlin pensó inmediatamente en el Bastón de Mago y se alegró de que estuviera bien escondido en su habitación de El Broquel Partido, metido debajo del colchón. Parecía que el concepto de seguridad era un poco laxo por la zona de El Broquel Partido, y le preocupaban los ladrones. Sin embargo, estaba sorprendido. El Bastón de Mago tenía gran poder y podía ser peligroso, pero Raistlin no creía que lo fuera tanto como para llamar la atención de la Reina Oscura.
—Conocemos la ley —estaba diciendo Nariz Torcida en ese momento, enfadado—. Y siempre la hemos respetado. Aquí no tenemos ninguno de esos objetos.
—¿Habéis ido a ver la señora Iolanthe? —se apresuró a sugerir Barrigón—. Ella tiene objetos peligrosos. Pero nunca los guarda aquí.
—Debería ser a ella a quien registrarais —soltó Flaco.
—Hemos hablado con la señora Iolanthe —repuso el comandante Slith—. Nos reunimos con ella en los aposentos privados del emperador Ariakas. La señora Iolanthe asegura que ella no tiene constancia de ningún objeto de esa índole. Nos dio permiso para que registrásemos su apartamento. No encontramos nada.
—¿Por qué pensáis que íbamos a tenerlo nosotros? —quiso saber Nariz Torcida.
—Creemos que alguno de vosotros pertenece a La Luz Oculta —dijo el comandante sin disimulos.
Raistlin vio que el sivak guiñaba el ojo a los demás soldados.
—¡La Luz Oculta! ¡No, no, no! —A Nariz Torcida el terror le hacía tartamudear—. Todos nosotros somos leales vasallos de nuestra gloriosa reina, ¡os lo prometo!
—Perfecto. Entonces no os importará que registremos el edificio —respondió el comandante con frialdad.
—Por favor, adelante. No tenemos nada que esconder. ¿De qué tipo de objeto se trata? —preguntó Nariz Torcida con un servilismo repugnante—. Estaremos encantados de entregároslo si lo encontramos.
—Un Orbe de los Dragones —dijo el comandante Slith y ordenó a sus soldados que se separasen. Envió a algunos al primer piso, a otros al segundo y a los demás a la planta principal.
—¿Un Orbe de los Dragones? —Nariz Torcida miró a sus colegas.
—La primera vez que oigo ese nombre —contestó Barrigón, mientras Flaco negaba con la cabeza.
El comandante Slith recitó de memoria la descripción.
—Una bola de cristal del tamaño de la cabeza de un humano. Puede tener una apariencia anodina o ser de un color cambiante. —Se dirigió a sus hombres a gritos:— Si encontráis algo que encaje con la descripción, no lo toquéis. Llamadme al momento.
Raistlin se alejó de la puerta y, tropezando con los libros, volvió a su taburete. Apenas veía lo que tenía delante. Se bajó la capucha, cogió un fajo de pergaminos y fingió que los estudiaba con sumo interés. Las palabras bailaban ante sus ojos. Su mano se deslizó hasta la bolsita de piel que llevaba prendida del cinturón, la bolsa llena de canicas. Ninguna era del tamaño de la cabeza de un humano, pero en una de ellas se arremolinaban los colores.
Raistlin oyó el característico ruido de la madera al astillarse, los draconianos de la planta baja estaban dando patadas a las puertas. Su primer impulso, aterrorizado, fue esconder la bolsa debajo de un montón de libros o meterla detrás de un estante. Pero pronto recuperó el dominio y se paró a reflexionar más tranquilamente sobre la situación. Esconder la bolsa era lo peor que podía hacer. Si los draconianos la descubrían, adivinarían al instante que contenía algo valioso. No tardarían en deducir que un globo mágico de cristal con propiedades mágicas podía reducir su tamaño.
Sería mucho mejor conservar la bolsa consigo, escondida a plena vista. Oía a los draconianos conjurar hechizos. No entendía las palabras, pero tenía muy claro el tipo de hechizo que él recitaría si estuviera buscando un objeto mágico escondido. Utilizaría un hechizo que detectara la magia con el que el artefacto se descubriría a sí mismo, quizá iluminándose o emitiendo un zumbido.
Raistlin metió la mano en la bolsa. Sus finos dedos podían distinguir el Orbe de los Dragones por el tacto. Las canicas estaban frías. El orbe desprendía calor y su superficie era mucho más suave, su redondez más perfecta.
Otro grupo de draconianos estaba registrando la cocina. Tiraban las ollas y las sartenes al suelo, sacaban de sus goznes la puerta de la despensa y rompían la vajilla. A continuación llegarían a la biblioteca.
Raistlin cogió el orbe y lo apretó en su mano, encerrándolo en el puño. ¿Y si el orbe se descubría a sí mismo? ¿Y si el orbe quería que la reina Takhisis lo encontrara? ¿Y si el orbe le había dicho a Takhisis dónde encontrarlo?
El orbe subió de temperatura. La voz de Viper le habló en un susurro: «Takhisis teme los orbes. Quiere destruirlos. Conoce el peligro que suponemos. Mantenme a salvo y yo te mantendré a salvo.»
La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y entraron dos draconianos bozak. Se quedaron paralizados en el umbral.
Raistlin dejó caer el orbe en la bolsa y se levantó en señal de respeto. Se alisó la túnica con las manos y mantuvo la cabeza gacha, como si estuviera demasiado asustado para levantar la mirada.
—Comandante, será mejor que venga a ver esto —llamó uno de los bozak.
El comandante Slith entró en la habitación a grandes zancadas. Miró alrededor, a los montones, y las pilas de legajos, y resopló con malhumor.
—Parece que viviera aquí una familia de enanos gully —dijo. El sivak se fijó en Raistlin—, En nombre del Abismo, ¿quién eres tú?
Nariz Torcida apareció de inmediato, dándose importancia.
—No es nadie, comandante. Un aprendiz. Nos hace algún trabajillo. ¡Mira cómo lo has puesto todo, Majere! ¡Limpia todo esto ahora mismo!
—Sí, maestro —contestó Raistlin—. Lo siento, maestro.
—¿Tenemos que buscar entre toda esta basura, señor? —preguntó el bozak, mientras Nariz Torcida se quejaba a voz en grito de que los draconianos habían tirado harina por toda la cocina—. ¡Tardaríamos semanas!
—Conjura el hechizo y acabemos de una vez —decidió el comandante Slith—. La señora Iolanthe nos había advertido de que venir aquí no sería más que una pérdida de tiempo y tenía razón.
—¿Confiáis en la bruja, señor? —preguntó el bozak—. ¿Qué os hace creer que no es ella misma quien tiene el orbe?
El comandante Slith se echó a reír.
—La bruja tiene un instinto de supervivencia muy desarrollado. Sabe que su vida no tendría ningún valor si Takhisis la pilla con un Orbe de los Dragones.
—Por cierto, ¿qué es un Orbe de los Dragones? —El bozak dio una patada a un montón de libros, que se derrumbó entre una nube de polvo—. ¿Qué hace?
—Que me aspen si lo sé. Lo único que sé es que el orbe fue el responsable de que la Dama Azul perdiera la batalla en la Torre del Sumo Sacerdote, o eso he oído. —El comandante Slith se frotó las garras—. Me encantaría hacerme con él. Mucha gente que conozco estaría dispuesta a pagar un buen precio.
—¿Pagar un buen precio? —El bozak estaba perplejo—. Si lo encontramos, tenemos órdenes de entregárselo al Señor de la Noche de inmediato.
El comandante Slith sacudió la cabeza con tristeza y pasó un brazo alrededor de los hombros del bozak.
—Glug, hijo mío, estoy intentando enseñarte. Uno nunca tiene que «entregar» nada a nadie.
—Pero nuestras órdenes...
—¡Las órdenes, las órdenes! —repitió Slith con desprecio—. ¿Quién nos da órdenes a nosotros? Los humanos. ¿Y quién está perdiendo la guerra? Los humanos. Nosotros, los dracos, tenemos que empezar a pensar en nosotros mismos.
El bozak miró hacia la otra habitación con nerviosismo.
—Creo que no deberíais hablar así, señor.
Raistlin sudaba bajo la túnica. Lo único que podía hacer era estar plantado en medio de la biblioteca, sin levantar la cabeza. Le daba miedo moverse y llamar la atención.
—Ese Orbe de los Dragones debe de ser muy poderoso —especuló Slith— y valer un buen fajo. Nunca antes habíamos recibido órdenes de registrar varias casas de la ciudad para encontrar un objeto mágico.
—Sólo con ese Hombre de la Joya Verde, el tal Berem —dijo Glug.
—Me gustaría dar con él y ganar la recompensa. —Slith se relamió los labios—. ¡Con el pago que promete la reina, compraría una ciudad pequeña!
—¿Una ciudad, señor? —Glug parecía interesado—. ¿Qué haríais con una ciudad?
Raistlin pensó que iba a volverse loco si se quedaban allí mucho más tiempo. Debajo de la túnica, apretaba las manos.
—Construiría una muralla alrededor —estaba explicando el comandante Slith—. Haría una ciudad sólo para dracos. Dentro no estarían permitidos ni los humanos, ni los enanos, ni los elfos, ni ninguna de esa escoria. Bueno, a lo mejor dejaba entrar a unos cuantos enanos —concedió—. Para que a mis amigos y a mí no nos faltase el aguardiente enano. La llamaría...
Un grito interrumpió sus palabras.
—¡Ya hemos acabado en el piso de abajo, comandante! Ni rastro de nada.
—¡Listos en el piso de arriba, señor! —gritó otra voz—. Nada interesante.
—Conjura tu hechizo, Glug, y vámonos de aquí —ordenó el comandante Slith—. Ese olor asqueroso que sale de la cocina está revolviéndome el estómago.
El bozak pronunció unas palabras y agitó la garra. En otras circunstancias, Raistlin se habría interesado en estudiar las técnicas de conjuros del bozak. Sin embargo, en ese momento estaba demasiado nervioso para prestar atención.
Contuvo la respiración, mantuvo la cabeza gacha, las manos dentro de las mangas y las mangas tapando la bolsa. Horrorizado, vio que de su brazo izquierdo emanaba un resplandor.
Raistlin sentía el corazón en la garganta. Se le secó la boca. Todo su cuerpo se estremeció. Rogó a todos los dioses de la magia, rezó a todos los dioses de los que logró recordar, para que los draconianos no se dieran cuenta. Por un momento, creyó que sus oraciones habían sido escuchadas, pues el bozak se dio media vuelta. El sivak estaba a punto de seguirlo cuando giró la cabeza. Se detuvo.
—Baja, Glug —ordenó el comandante Slith—. Reúne a la tropa. Yo bajaré en un momento.
Glug se fue. El comandante avanzó entre las columnas y los montones de libros, empujándolos, y se plantó delante de Raistlin.
—¿Me vas a entregar ese objeto mágico que llevas, muchacho, o tengo que quitártelo yo? —preguntó el comandante.
Antes de que Raistlin tuviera tiempo de contestar, el sivak lo agarró del brazo izquierdo y levantó la manga de la túnica negra. Una daga, sujeta a la muñeca con un cordel de piel, brillaba con una intensa luz plateada.
—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó el comandante Slith con admiración—. ¿Cómo funciona?
Raistlin tenía que esforzarse para controlar el temblor de su brazo. Giró la muñeca y la daga se soltó del cordel y se deslizó en su mano.
El comandante Slith observó a Raistlin astutamente.
—Mi hipótesis es que eres algo más que un aprendiz. Los tienes a todos engañados, ¿verdad?
—Prometo, señor... —empezó a decir Raistlin.
El comandante Slith sonrió. Una lengua zigzagueante asomó entre sus dientes.
—No te preocupes. No es asunto mío. Pero creo que será mejor que confisque esta arma mágica. Podrías meterte en problemas por su culpa.
El comandante Slith le quitó la daga con un movimiento ágil.
—Por favor, no me la quites —pidió Raistlin, pensando que parecería sospechoso que no protestara—. Como puedes ver, no es más que una daga. No tiene gran valor, pero para mí significa mucho...
—Valor sentimental, ¿verdad? —El comandante Slith estudió la daga con ojo experto—. Puedo conseguir dos piezas de acero por ella, seguro. Te diré lo que voy a hacer, muchacho, y sólo lo hago porque me parece que eres el tipo de humano que podría llegar a apreciar. ¿Conoces al viejo Snaggle de la Ringlera de los Hechiceros? Se la venderé a él y después tú puedes pasarte por allí y comprarla de nuevo.
El comandante Slith se guardó la daga, que ya había perdido su resplandor mágico. Se aseguró de que quedara bien escondida, después guiñó un ojo serpentino a Raistlin y salió tranquilamente, pisando los libros que cubrían el suelo.
Exhausto y aliviado, Raistlin se dejó caer en el taburete. Lamentaba haberse quedado sin la daga, que de verdad significaba mucho para él, pero el sacrificio merecía la pena. El brillo más intenso que desprendía la daga había evitado que el sivak se fijara en el tenue resplandor verdoso que salía de la bolsa.
Fuera de la biblioteca, los tres viejos se lamentaban por los destrozos y amenazaban con quejarse ante el Señor de la Noche. Pero ninguno se presentaba voluntario para presentar la queja, y acabaron decidiendo que delegarían en Iolanthe para que se encargara de sus protestas. Una vez tomada la decisión, todos se pusieron de acuerdo en que lo mejor era beber algo que les calmara los nervios. Nariz Torcida pasó por delante de la puerta de la biblioteca de camino al tonel donde guardaban la cerveza y reprendió a Raistlin por estar allí sentado. Ya debería haber empezado a limpiar el desastre de la cocina.
Raistlin no le hizo caso. Se quedó sentado en su taburete, rodeado de libros de hechizos para niños y pergaminos con la mitad de las palabras mal escritas y de tratados banales sobre loros. La certeza de que la Reina Oscura, la diosa más peligrosa y poderosa entre todos los dioses, lo buscaba a él y al Orbe de los Dragones lo había dejado paralizado. Sólo era cuestión de tiempo que diera con los dos.
Podía huir de la ciudad, pero casi no tenía piezas de acero. Su marcha, tan poco tiempo después de haber llegado, sería muy sospechosa. Quizá los miembros del Cónclave ya lo habían declarado un renegado. Todos los Túnicas Blancas habrían prometido que intentarían redimirlo. Todos los Túnicas Negras habrían prometido matarlo en cuanto lo vieran. Sería un paria de la sociedad y sólo podría ganarse la vida recurriendo a las tareas más humillantes y desagradables. Se imaginaba el futuro que lo esperaba. Sería igual que esos viejos hechiceros, consumidos por la avaricia y alimentándose a base de repollo cocido.
—A no ser que Takhisis me encuentre primero, en cuyo caso no tengo que preocuparme por mi futuro, porque no tendré ninguno —murmuró Raistlin—. Podría estar en el fondo del Mar Sangriento con el idiota de mi hermano y no habría ninguna diferencia.
Se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza entre las manos y dejó que lo inundara la desesperación.
En la sala de estar, los Túnicas Negras se habían apresurado a ahogar sus temores en cerveza y empezaban a mostrarse agresivos.
—Yo os voy a decir quién tiene el Odre de los Dragones ese —dijo Nariz Torcida.
—Orbe, idiota —lo corrigió Barrigón con tono desabrido—. Orbe de los Dragones.
—¿Qué más da? —gruñó Nariz Torcida—. Luz Oculta. ¡Ya oísteis al draco!
Raistlin levantó la cabeza. Era la tercera vez que oía mencionar el nombre de La Luz Oculta. Nariz Torcida lo había sacado a colación el día anterior, con Iolanthe, y había dicho que tenía miedo de que fueran sospechosos de formar parte de La Luz Oculta. El sivak también había hablado de La Luz Oculta.
Raistlin tenía la intención de preguntarle a Iolanthe de qué se trataba pero, con todas las preocupaciones que lo rondaban, se le había olvidado. Salió de la biblioteca y cruzó la sala en la que estaban reunidos los Túnicas Negras, bebiendo cerveza caliente y pensando en quién más podía cargar con sus problemas.
—¿Qué haces aquí, Majere? —preguntó Nariz Torcida, furioso, al ver a Raistlin—. Se supone que deberías estar limpiando la cocina.
—Me pondré con ello ahora mismo, señor —contestó Raistlin—. Pero no puedo dejar de preguntarme qué es eso de «La Luz Oculta» de lo que habláis.
—Una banda de traidores, asesinos y ladrones —repuso Nariz Torcida—, que pretenden la destrucción de nuestra gloriosa reina.
Raistlin se dio cuenta, asombrado, de que había un movimiento de resistencia trabajando en Neraka, en las mismísimas narices de Takhisis.
Quiso saber más detalles, pero ninguno de los viejos parecía dispuesto a hablar de la resistencia, más allá de denunciarla con grandes aspavientos. Raistlin supuso que, como los tres se miraban con recelo, cada uno de ellos tenía miedo de que los demás fueran informantes y lo entregaran al Señor de la Noche en cuanto tuviesen la más mínima oportunidad.
«Poco les costaría hacerme lo mismo a mí», pensó Raistlin mientras se dirigía a la cocina para empezar a limpiar. Se alegraba de tener un trabajo físico que hacer para poder descansar la mente. Las ideas y los planes se arremolinaban en su cabeza tan rápido que le costaba seguirlos. Un pensamiento se imponía sobre todos los demás.
«Si Takhisis gana la guerra, me convertiré en su esclavo y tendré que suplicar por las migajas de poder que tenga a bien dejarme. Mientras que si Takhisis pierde...»
Barriendo la harina y los platos rotos, Raistlin se preguntó cómo podría alguien entregado a la causa de la oscuridad comprometerse a luchar con las fuerzas de la luz.
Raistlin pasó todo el día trabajando en la torre. Primero limpió la cocina y después fue habitación por habitación, colocando los muebles tirados y barriendo las astillas de las puertas que los draconianos habían abierto a patadas. Los Túnicas Negras bebieron cerveza y discutieron, comieron lo que él les preparó y discutieron un poco más antes de irse a dormir.
Ya se había hecho de noche cuando Raistlin cerró aquella puerta con la runa que incluso un loro mágico que supiera hablar podría abrir. Estaba físicamente agotado, pues había sido un día largo y extenuante, pero sabía que no iba a poder dormir. Su cabeza seguía dando vueltas sin parar. No había nada que odiara más que estar tumbado sin poder dormir, con la mirada clavada en la oscuridad.
Se le ocurrió que podía hacer una visita a Snaggle para intentar recuperar su daga. El comandante sivak no parecía ser de los que pierden el tiempo, sobre todo si había dinero de por medio.
Raistlin pensó en pasar a saludar a Iolanthe cuando estuviera en el barrio. Le interesaba mucho la organización conocida como La Luz Oculta y parecía que la hechicera conocía a todo el mundo en la ciudad de Neraka. Le había tomado el pulso al corazón oscuro de la ciudad. Pero desechó la idea. Hablar con ella sería demasiado arriesgado. Iolanthe tenía la extraña habilidad de saber lo que estaba pensando, y él tenía miedo de que adivinara cuáles eran sus pensamientos. Esa mujer era un misterio. No tenía la menor idea de cuáles eran sus lealtades. ¿Trabajaba por el bien de los objetivos de Takhisis? ¿De Ariakas? ¿De Kitiara, quizá? Iolanthe no había hablado mucho sobre Kit, pero Raistlin había percibido en su voz la calidez de la admiración siempre que mencionaba a su hermana.
«Puesto que Iolanthe es muy parecida a mí —se recordó Raistlin—, no cabe duda de que sólo es leal a ella misma, lo que significa que no es alguien en quien confiar.»
Entró en Neraka por la Puerta Blanca. A esas horas no había demasiada cola, aunque Raistlin tuvo que esperar a que los guardias acabaran de coquetear con una camarera de El Broquel Partido que les había llevado una jarra de cerveza fría, un detalle de parte de Talent Orren. Raistlin pensó que era muy inteligente por su parte tener contentos a los guardias de Neraka. La cerveza no le costaba mucho a Orren, pero le ganaba muchos favores.
Raistlin había entrado y salido por la Puerta Blanca en numerosas ocasiones y ningún guardia se había tomado más molestias que echar un vistazo a su documento falsificado. Ya había dejado de preocuparse. Tal como Iolanthe le había asegurado, la vigilancia de los guardias era bastante laxa. Los únicos a los que Raistlin había visto que se les obligaba a dar la vuelta eran kenders, y eso sólo cuando los guardias estaban lo suficientemente sobrios para atrapar a esos pequeños incordios.
Por fin cruzó la puerta y Raistlin se dirigió a buen paso a su destino, con los ojos bien abiertos y alerta. En la mano llevaba unos pétalos de rosa y no paraba de repetir para sí las palabras de un hechizo de sueño. No obstante, nadie se le acercó y llegó sin problemas a la Ringlera de los Hechiceros.
La única luz que iluminaba la calle provenía de la ventana de la tienda de Snaggle. La ventana de Iolanthe estaba a oscuras. Raistlin entró en la tienda, que estaba pulcramente ordenada y bien iluminada con varios faroles estratégicamente colocados. Snaggle estaba en un taburete detrás del mostrador, bebiendo un té de vainas.
Raistlin ya lo había conocido, y había observado cómo trataba Iolanthe con él.
—No verás ningún objeto apoyado en las paredes ni cubos llenos de pociones. Nada está a la vista, ya sabes cómo es esta ciudad —le había advertido la hechicera—. Snaggle guarda toda su mercancía en frascos y cajas etiquetados, y ordenados en estanterías que van del suelo al techo, detrás del largo mostrador. Ningún cliente puede pasar al otro lado del mostrador. Al último que lo intentó tuvieron que recogerlo con una esponja. Pídele a Snaggle lo que necesites y él te lo dará.
Snaggle le dedicó una sonrisa desdentada.
—Maestro Majere. ¿En busca de un poco de telaraña? Tengo una telaraña buenísima, señor. Me acaba de llegar. Tejida por arañas criadas por los enanos oscuros de Thorbardin. Llevan una buena vida, esas arañas. No hay nada como una araña con una buena vida para que teja telarañas de la mejor calidad.
—No, gracias, señor —contestó Raistlin—. He venido por una daga. Seguramente se la haya vendido hoy un guardia draconiano. Un comandante sivak de la guardia del templo...
—El comandante Slith —asintió Snaggle con seguridad—. Lo conozco bien, señor. Uno de mis mejores clientes. Es nuevo en la ciudad, pero ya se ha hecho un hueco. Hoy pasó por aquí, así es. Trajo una daga. Excelente calidad. Había pertenecido a Magius. Viene con un cordel de piel para que la puedas atar a la muñeca...
—Ya lo sé —lo interrumpió Raistlin secamente—. La daga era mía.
—¡Vaya con Slith! —rió Snaggle—. Llegará lejos. Supongo que le gustaría recuperar lo que es suyo, señor. Sólo para estar seguros, ¿podría describírmela? ¿Algún rasgo característico?
Raistlin describió la daga con paciencia, indicando que tenía una pequeña mella en la hoja.
—¿Recuerdo de alguna aventura arriesgada, señor? —preguntó Snaggle con interés—. ¿Un combate contra un trol? ¿Contra unos goblins?
—No —contestó Raistlin con una sonrisa al acordarse del incidente—. Mi hermano y yo estábamos jugando a ver quién tenía mejor puntería...
Se detuvo. No quería hablar de Caramon, ni siquiera pensar en él. Raistlin continuó describiendo el cordel, que él mismo había ideado.
Snaggle se levantó del taburete y fue hasta una de las cajas, la cogió y la llevó al mostrador. Abrió la tapa y aparecieron varias dagas. Raistlin vio la suya. Estaba a punto de cogerla, cuando Snaggle lo apartó con un gesto hábil.
—Ésa es su daga, ¿verdad? Cinco piezas de acero y se la devolveré encantado.
—¡Cinco piezas de acero! —exclamó Raistlin con voz entrecortada.
—Perteneció a Magius, eso me dijeron, señor —declaró Snaggle muy serio.
—Igual que otras cinco mil dagas que andan por Ansalon —repuso Raistlin.
Snaggle se limitó a sonreírle, devolvió la daga a la caja y cerró la tapa.
—Le voy a hacer una oferta —propuso Raistlin—. No tengo dinero, pero me consta que vende pociones. Llevo mucho tiempo preparando pociones y no se me da nada mal.
—Traiga un ejemplo de su trabajo, señor. Si la poción es tan buena como dice, haremos un trato.
Raistlin asintió y se dispuso a irse, con la idea de regresar a El Broquel Partido. El ejercicio le había sentado bien. Estaba cansado y seguro que podría dormir.
Mientras caminaba por la Ronda de la Reina, en dirección a la Puerta Blanca, vio que se dirigían hacia él tres hombres vestidos con las largas túnicas negras de los hechiceros oscuros. Los tres caminaban cogidos del brazo y estaban absortos en una animada conversación. Tal vez regresaran de El Broquel Partido, porque arrastraban las palabras y se chillaban unos a otros. Sus voces demasiado altas resonaban en la calma de la noche.
Dos de los hombres llevaban faroles y, a la luz que proyectaban, Raistlin reconoció el rostro tosco y los brazos musculosos del Ejecutor. El verdugo era quien más hablaba y, con voz de borracho, contaba los detalles más escabrosos de la agonía de una de sus víctimas. Los otros dos lo escuchaban ávidamente, adulándolo y riendo alegremente con cada vuelta del tornillo o cada latigazo. Los tres hombres caminaban directamente hacia Raistlin y acabarían chocando con él.
Raistlin sabía perfectamente que lo más sensato era evitar el encuentro. El Ejecutor era un hombre peligroso incluso estando borracho. Raistlin debería desviarse por algún callejón o cruzar precavidamente al otro lado de la calle. Sin embargo, mirando al Ejecutor recordó los gritos de los pobres infelices de las salas de tortura y sintió que el calor de la ira ardía en su pecho. Siempre había odiado a los matones, seguramente porque en más de una ocasión había sido su víctima, y el término «matón» describía perfectamente al Ejecutor.
Raistlin se detuvo en medio de la acera. El Ejecutor y sus amigos, cogidos del brazo, caminaban directamente hacia él. Estaban demasiado borrachos para darse cuenta, o sencillamente daban por hecho que él se apartaría.
Raistlin se quedó donde estaba. Los tres hombres tendrían que detenerse o pasar por encima de él.
Por fin, el Ejecutor lo vio. Él y sus acompañantes se pararon, tambaleantes.
—Apártate, escoria, y deja pasar a los que están por encima de ti —ordenó el Ejecutor con un ladrido.
Raistlin agachó su cabeza encapuchada.
—Si vosotros tres fueseis tan amables de apartaros a un lado, estimados señores, podría pasar...
—¡Cómo te atreves a pedirnos a nosotros que nos apartemos! —gritó uno de los clérigos—. ¿Acaso no sabes quién es?
—Ni lo sé ni me importa —contestó Raistlin sin inmutarse.
—Conozco esa voz. Ya he visto antes a este comemierda —dijo el Ejecutor—. Levanta la luz para que pueda verlo...
De repente, el Ejecutor se puso tenso. Arqueó la espalda y parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Lanzó un grito que murió en un balbuceo agónico. Emitió una especie de gorgoteo y cayó hacia delante, con los brazos estirados. Se desplomó de morros en la acera. De la boca del Ejecutor salía un hilo de sangre. La luz de los dos faroles iluminaba el mango del cuchillo de carnicero que sobresalía de la espalda del Ejecutor. Raistlin adivinó con el rabillo del ojo una silueta negra que desaparecía a la vuelta de la esquina.
Los dos peregrinos contemplaban al muerto con un asombro ebrio. Raistlin estaba tan atónito como los peregrinos oscuros. Fue el primero en recobrarse y se arrodilló junto al cuerpo para buscar un latido de vida en el cuello de toro del Ejecutor. Pero era evidente que el hombre estaba muerto. De repente, uno de los peregrinos oscuros lanzó un chillido.
—¡Tú! —gritó, señalando a Raistlin—. ¡Está muerto por tu culpa!
Balanceó el farol con la intención de derribar a Raistlin de un golpe en la cabeza, pero no se acercó siquiera a su objetivo.
El otro peregrino oscuro empezó a llamar a los guardias a voces.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Raistlin comprendió que corría un grave peligro. Los peregrinos oscuros creían que había hecho detenerse al Ejecutor de forma deliberada y que lo había entretenido para que el asesino tuviera tiempo de matarlo. Raistlin podía defender su inocencia todo lo que quisiera, pero todo apuntaba en su contra. Nadie lo creería.
Raistlin se levantó torpemente. Había estado acariciando los pétalos de rosa entre los dedos. Tenía en la cabeza las palabras del hechizo de sueño y, en menos de un segundo, acudieron a su boca.
—¡Ast tasarak sinuralan krynawi!
Lanzó los pétalos al rostro de los dos peregrinos oscuros y los hombres se desplomaron. Uno rodó a un lado y el otro cayó a los pies de Raistlin. Uno de los faroles también cayó y se rompió. La luz se apagó. Por desgracia, el otro farol seguía iluminando. A Raistlin le habría gustado tener tiempo para apagar la llama, pero no se molestó en hacerlo. Se oían silbidos y gritos, y recordó lo que Iolanthe le había dicho sobre la seriedad con la que los guardias de Neraka se tomaban el asesinato de un peregrino oscuro. Tratándose del asesinato del Ejecutor, toda la guarnición se pondría en marcha.
Raistlin vaciló un momento, pensando qué podía hacer. Podía retirarse rápidamente a los corredores de la magia y volver sano y salvo a su habitación. Alzó la vista al cielo y le pareció ver que Lunitari le guiñaba uno de sus ojos rojos. La diosa siempre había sentido cierto aprecio por él. Ésa podía ser la oportunidad que estaba esperando. Aunque se pudiera en peligro, no podía desperdiciarla.
Raistlin recordó la figura vestida de negro que había desaparecido tras la esquina y siguió el mismo camino. El brillo plateado de Solinari se mezclaba con el resplandor rojo de Lunitari y, bajo su luz, Raistlin vio de inmediato que el asesino había cometido un error. En su apresurada carrera, se había metido en un callejón sin salida. Al final del callejón se alzaba una alta pared de piedra. El asesino tenía que seguir allí. A no ser que tuviera alas, no habría podido escapar.
Raistlin aminoró el paso y avanzó con cuidado, escudriñando las sombras y atento al menor sonido. Quizá el asesino llevara más de un cuchillo y Raistlin no quería sentir su filo entre las costillas. Oyó una especie de arañazo y lo vio. Iba todo vestido de negro y estaba intentando trepar por la pared de piedra. El muro era demasiado alto y las piedras eran tan lisas que sus pies y sus manos no encontraban apoyo. El asesino se deslizó hasta caer en el suelo con un golpe seco y se quedó allí agazapado, maldiciendo en voz baja.
Bañado por la luz de la luna y medio oculto entre las sombras, el asesino parecía bajo y delgado. Al principio Raistlin pensó que era un niño. Se acercó más y, con la ayuda del resplandor de Lunitari, descubrió con asombro que se trataba de la kender que Talent Orren había echado de El Broquel Partido. No llevaba la ropa de colores brillantes que tanto gustan a los kenders, sino que iba completamente vestida de negro, con un blusón y unos pantalones. Escondían sus rubias trenzas bajo un gorro también negro.
El acero destelló en su mano. Sus ojos brillaban. La expresión de su rostro era lo menos kender que pudiera imaginarse: seria, decidida, fría y resuelta.
—Si llamas a los guardias, te corto el cuello —le amenazó la kender—. Puedo hacerlo. Soy rápida con el cuchillo. Ya lo has visto.
—No voy a llamarlos. Puedo ayudarte a saltar la pared.
—¿Un alfeñique como tú? —La kender resopló—. No podrías levantar ni a un gato.
Detrás de ellos, los guardias gritaban y tocaban los silbatos. La kender no parecía nerviosa ni asustada. En eso, actuaba como un kender normal y corriente.
—Puedo utilizar mi magia —dijo Raistlin—. Pero te costará algo.
—¿Cuánto? —preguntó la kender, frunciendo el entrecejo.
—No estás en situación de regatear —repuso Raistlin fríamente, y le tendió la mano—. Lo coges o lo dejas.
La kender vacilaba, mirándolo con recelo. El sonido de más silbatos y de fuertes pasos sobre el empedrado le ayudó a tomar una decisión. Le dio la mano. Raistlin pronunció las palabras del hechizo y los dos se separaron del suelo y flotaron por encima del muro. Llegaron a la calle que había al otro lado y se posaron en ella con la delicadeza de una pluma.
Tasslehoff habría exclamado y hecho muchos aspavientos, habría querido que le explicase el truco y habría insistido en que Raistlin le hiciera flotar otra vez. Pero esa kender mantuvo la boca cerrada. En cuanto tocaron el suelo, salió disparada como la flecha de un arco.
Mejor dicho, intentó salir disparada. Raistlin la tenía bien cogida de la mano y, acostumbrado a los trucos de los kenders, no la soltó, ni siquiera cuando ella retorció el brazo y estuvo a punto de romperse la muñeca y dislocarse el hombro.
A juzgar por los sonidos que se oían al otro lado del muro, habían llegado más guardias a la escena del crimen y estaban empezando a organizar la búsqueda del asesino.
—Tienes que pagarme —dijo Raistlin, sin soltar a la kender.
—No tengo dinero.
—No quiero dinero. Quiero información.
—Tampoco tengo —contestó la kender y trató de zafarse de nuevo.
—¿Cómo te llamas?
—A ti qué te importa.
—Mi nombre es Raistlin Majere —le dijo él—. Ahora ya lo sabes. Dime el tuyo. Eso no puede ser tan malo, ¿no?
La kender se lo pensó un momento.
—Supongo que no. Me llamo Marigold Featherwinkle.
Raistlin pensó que, a lo largo de toda la historia de Krynn, seguramente aquél era el nombre más extraño para un asesino a sangre fría.
—Me llaman Mari —añadió la kender—. ¿A ti te llaman Raist?
—No —contestó Raistlin. Únicamente una persona lo llamaba así—. Eres miembro de La Luz Oculta, ¿verdad, Mari? —añadió, dándolo por cierto más que preguntándoselo.
—¿La Luz Oculta? Nunca he oído hablar de eso.
—No te creo. Conozco a los kenders y sé que no ideaste tú sola todo este arriesgado plan.
—¡Claro que lo hice! —exclamó Mari indignada.
Raistlin se encogió de hombros.
—Siempre puedo devolverte al otro lado del muro con mi magia.
Los dos oían a los guardias agolpándose en el callejón. Mari hizo un mohín y se sumió en un terco silencio.
—Puedo ser de ayuda —insistió Raistlin—. Acabas de verlo.
—Llevas la túnica negra —repuso ella.
—Y tú eres una alegre kender con sangre en la cara —dijo Raistlin.
—¿De verdad? —Mari se llevó un pañuelo al rostro y se frotó las mejillas.
—Me parece que ese pañuelo es mío —dijo Raistlin al verlo.
—Supongo que se te habrá caído. —Mari lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te lo devuelva?
Raistlin sonrió. Al menos siempre habría algunas cosas en el mundo que nunca cambiarían. Se sintió extrañamente reconfortado.
—Dime cómo contactar con La Luz Oculta, Mari, y dejaré que te vayas.
Mari lo observó, como si intentara llegar a alguna conclusión sobre él. Al otro lado del muro se oía a los guardias revolviendo entre los montones de basura y aporreando las puertas traseras de los edificios.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Raistlin—. A alguien se le acabará ocurriendo registrar esta calle. Y no voy a dejar que te vayas hasta que me digas lo que quiero saber.
—Está bien, puede ser que haya oído algo de esa banda de La Luz Oculta —concedió Mari de mala gana—. Por lo que he oído, tienes que ir a una taberna llamada Pelo de Trol, pedir algo de beber y decir: «Yo escapé de El Remolino» y esperar.
—«¡Yo escapé de El Remolino!» —repitió Raistlin, atónito y alarmado. La apretó con más fuerza—. ¿Cómo sabes eso?
—¿El qué? ¡Para! Estás haciéndome daño —dijo Mari.
Raistlin dejó de apretar tanto. Estaba comportándose como un idiota. Era imposible que supiera nada de lo de El Remolino, del hundimiento del barco y del Mar Sangriento. El Remolino era una contraseña, nada más. Soltó a la kender. Estaba a punto de darle las gracias, pero Mari ya había echado a correr calle adelante. Desapareció en la noche.
Raistlin se dejó caer contra la pared. Pasados el nerviosismo y el peligro, se sentía agotado. Y todavía le quedaba un buen trecho hasta El Broquel Partido. En los edificios que lo rodeaban cada vez se encendían más luces, a medida que los gritos de los guardias despertaban a la gente y los curiosos se asomaban a las ventanas, queriendo saber qué sucedía. La confusión era cada vez mayor y los guardias daban órdenes de que se cerraran las puertas de la ciudad y que no se dejara entrar ni salir a nadie.
A Raistlin todavía le quedaban las fuerzas necesarias para un último hechizo. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones, pronunció las palabras y se internó en los corredores de la magia. Apareció en su habitación de El Broquel Partido. Se quitó las bolsas y las colocó debajo de la almohada, después se desnudó y se derrumbó en la cama. Un segundo después, estaba dormido.
Soñó con Caramon, como ya era costumbre. La diferencia esta vez fue que Caramon estaba con una kender que no dejaba de pinchar a Raistlin en las costillas con un cuchillo de carnicero.
A Raistlin lo despertaron unos golpes en la puerta. Se incorporó de un salto, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Miró por la ventana. La ciudad todavía estaba envuelta en las sombras de la noche. No había dormido más que un rato.
—¡Abre la maldita puerta! —susurró Iolanthe por la cerradura. Uno de sus vecinos chilló que dejaran de hacer ruido. Raistlin se tomó un momento más para considerar su situación. Después, cogiendo el Bastón de Mago, pronunció la palabra «Shirak», y el cristal que coronaba el bastón empezó a brillar con una luz tenue.
—Deja que me vista —gritó.
—Estoy segura de que no tienes nada que no haya visto ya en un hombre —contestó Iolanthe con impaciencia—. Con la diferencia de que será dorado.
A Raistlin eso no le hizo ninguna gracia. Se vistió rápidamente y después abrió la puerta.
Iolanthe, envuelta en una amplia capa azul como la noche, entró apresuradamente en la habitación.
—Cierra la puerta —le dijo—. Con llave.
Raistlin obedeció y se quedó allí parado, mirándola con cara de sueño.
»Te he traído una taza de té de vainas. —Iolanthe le alargó una taza humeante—. Necesito que estés bien despierto.
—¿Qué hora es?
—Cerca del amanecer.
Raistlin cogió la taza sin prestar atención y se quemó la mano. La dejó en el suelo. Iolanthe ocupó la única silla de la habitación. Raistlin no tuvo más remedio que sentarse en el borde de la cama. Se frotó los ojos velados por el sueño.
Iolanthe cruzó las manos sobre su regazo y se inclinó hacia delante.
—¿Ya han estado aquí? —quiso saber, nerviosa.
—Que si ha estado aquí... ¿quién?
—Los guardias del templo. Así que no han estado. No saben dónde vives. Eso es bueno. Nos da más tiempo. —Lo observó atentamente—. ¿Dónde has estado esta noche?
Raistlin parpadeó con aire aturdido.
—¿En la cama? ¿Por qué?
—No has estado en la cama toda la noche. Responde a mis preguntas —ordenó Iolanthe con voz áspera.
Raistlin se pasó la mano por el pelo.
—Estuve en la torre hasta tarde, limpiando después de la visita de los draconianos, que vinieron a buscar no sé qué...
—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió Iolanthe—. ¿Dónde fuiste cuando te marchaste de la torre?
Raistlin se levantó.
—Estoy cansado. Creo que deberías irte.
—¡Y yo creo que tú deberías responderme! —exclamó Iolanthe con los ojos encendidos como brasas—. A no ser que quieras que el Espectro Negro venga a por ti.
Raistlin la miró fijamente y volvió a sentarse.
—Hice una visita a tu amigo Snaggle. Uno de los lagartos confiscó mi daga...
—El comandante Slith. Eso también lo sé. ¿Viste a Snaggle?
—Sí, hicimos un trato. Voy a venderle pociones...
—¡Al Abismo tus pociones! ¿Qué pasó después?
—Estaba cansado. Vine a casa y me acosté —contestó Raistlin.
—¿No oíste el jaleo ni viste la conmoción en las calles?
—No estuve en la calle —recalcó Raistlin—. Cuando salí de la tienda de hechicería, estaba tan cansado que no me apetecía caminar. Recorrí los corredores de la magia.
Iolanthe lo miraba fijamente. Le sostuvo la mirada.
—Bien, bien —dijo la hechicera, relajándose y dedicándole una leve sonrisa—. Me alegro de oír eso. Tenía miedo de que estuvieras implicado.
—¿Implicado en qué? —preguntó Raistlin, perdiendo la paciencia—. ¿A qué se debe tanto misterio?
Iolanthe se levantó de la silla y fue a sentarse en la cama, junto a él.
—Esta noche han asesinado al Ejecutor —le dijo bajando la voz, hablando apenas en un susurro—. Iba caminando por la calle cerca del templo, no muy lejos de la Ringlera de los Hechiceros, cuando lo abordó un Túnica Negra. Mientras éste lo distraía hablando, el asesino se acercó sigilosamente y lo apuñaló por la espalda. Tanto el asesino como el hechicero huyeron.
—El Ejecutor... —dijo Raistlin con el ceño fruncido, como si hiciera esfuerzos por recordar.
—Ese montón de músculos que hacía el trabajo sucio del Señor de la Noche —explicó Iolanthe—. El Señor de la Noche estaba furioso. Ha puesto toda la ciudad patas arriba.
Iolanthe se levantó y empezó a recorrer la habitación, golpeando el puño de una de sus manos en la palma de la otra sin descanso.
—¡Esto no podía haber pasado en peor momento! ¡Los hechiceros ya estaban en el punto de mira y ahora esto! Primero los guardias vinieron a buscarme a mí. Por suerte, tenía una coartada. Estaba en la cama de Ariakas.
—Así que crees que vendrán a por mí —dijo Raistlin, intentando adoptar un tono indiferente, mientras no dejaba de pensar que estaba metido en un buen lío. Había olvidado que en la ciudad había muy pocos Túnicas Negras.
Iolanthe se detuvo y se volvió para mirarlo.
—Yo les dije a quién estaban buscando.
—¿Se lo dijiste? —preguntó Raistlin, cada vez más alarmado.
—Sí. Todos los culpables están muertos —repuso Iolanthe sin alterarse—. Acabo de volver de la torre. Yo misma vi los cadáveres.
—¿Muertos? —repitió Raistlin, desconcertado—. ¿Cadáveres? ¿Quién...?
—Los Túnicas Negras de la Torre —contestó Iolanthe. Y suspiró antes de añadir:— ¿Quién habría adivinado que esos viejos eran tan peligrosos? Ahí los tienes, trabajando para La Luz Oculta ante nuestras propias narices. Debo de haber estado ciega para no haberme dado cuenta.
Raistlin la miraba fijamente.
—¿Cómo murieron? —preguntó al fin, lentamente.
—El Señor de la Noche envió al Espectro Negro. —Iolanthe se estremeció—. Una imagen espeluznante. Los tres viejos en la cama, los cuerpos acartonados...
Raistlin sacudió la cabeza.
—Me parece muy raro. ¿Por qué el Señor de la Noche no los arrestó? ¿Por qué no los torturó? ¿Por qué no les preguntó quiénes fueron sus cómplices?
—¿Acaso te parezco el Señor de la Noche? —repuso Iolanthe bruscamente. Volvió a dar vueltas por la habitación—. Es sólo cuestión de tiempo que acaben descubriendo dónde vives. Los guardias del Señor de la Noche vendrán a interrogarte, quizá incluso te arresten. Tengo que llevarte a algún lugar seguro, fuera de su alcance.
Siguió caminando y dándose golpes en la palma de la mano con el puño. De repente, se volvió hacia él.
—Has dicho que viniste aquí a través de los corredores de la magia. Tu puerta estaba cerrada. No has recogido la llave, ¿verdad?
—No, vine directamente a mi habitación.
—¡Perfecto! Ahora vendrás conmigo.
—¿Adonde?
—Al Palacio Rojo. Esta noche no has utilizado tu llave. Talent Orren puede corroborarlo. Nadie te vio entrar en la posada. Puedes decir que estuviste trabajando hasta tarde. Yo responderé por ti, y Ariakas también.
—¿Por qué haría eso? —preguntó Raistlin, frunciendo el entrecejo.
—Aunque sólo sea por tocar las narices al Señor de la Noche. El emperador no está de buen humor y siempre que algo va mal, echa la culpa a los clérigos. Por suerte para ti, tu hermana Kitiara vuelve a gozar de su favor. Tuvo una reunión con ella y por lo visto ha ido bien. Estará encantado de poder ayudar a su hermanito. Será mejor que traigas el Bastón de Mago, porque registrarán tu habitación, por supuesto.
Mientras hablaba, hacía la cama para que pareciera que no había dormido allí.
—¿Dónde está ese palacio? —preguntó Raistlin.
—Cerca del campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Fuera de las murallas de la ciudad, lo que es otra ventaja. La Guardia de Neraka cerró las puertas a cal y canto después del asesinato. Nadie puede entrar ni salir. Por tanto, si estabas fuera, no podías estar dentro. Y si estabas dentro, no podrías haber salido.
Raistlin pensó en su plan y llegó a la conclusión de que era bueno. Además, hacía tiempo que quería tener la oportunidad de conocer a Ariakas. Tal vez el emperador le hiciera una oferta. Raistlin seguía abierto a todo tipo de posibilidades. Se ató al cinturón las bolsas que contenían sus ingredientes para hechizos.
—¿Tienes todas tus «canicas»? —preguntó Iolanthe con una sonrisa pícara—. Los draconianos no te confiscaron ninguna, ¿verdad? Me han contado que conjuraron hechizos para detectar objetos mágicos.
—No, no me las quitaron —contestó Raistlin—. Al fin y al cabo, no son más que canicas.
Iolanthe le sonrió.
—Si tú lo dices.
Metió la mano en una de sus bolsitas y sacó una especie de bola de arcilla negra. Le dio vueltas entre las manos para ablandarla, mientras murmuraba unas palabras mágicas. Raistlin hizo esfuerzos para oírla, pero ella tuvo cuidado de no alzar la voz. Cuando terminó el conjuro, tiró la arcilla contra la pared. La sustancia se pegó a la superficie y empezó a crecer, como si fuera la masa de un pan que se esponjaba rápidamente. La arcilla negra se extendió, alargándose sobre la pared, hasta que cubrió una superficie tan larga como alta era Iolanthe.
La hechicera pronunció una palabra y la arcilla se disolvió, y lo mismo sucedió con la pared. Delante de ellos se abrió un pasillo a través del tiempo y el espacio.
—Esa pasta me costó una fortuna —dijo Iolanthe. Agarró a Raistlin por la muñeca. Instintivamente él intentó apartarse, pero ella lo sujetaba con fuerza.
—No te gusta nada que te toquen, ¿verdad? —dijo la hechicera en voz baja—. No te gusta que la gente se acerque demasiado a ti.
—Acabo de oír lo que sucede a aquellos que se acercan demasiado a ti, señora —repuso Raistlin con frialdad—. Sabes tan bien como yo que esos viejos no estaban implicados en el asesinato.
—Escúchame —contestó Iolanthe, acercándose tanto que Raistlin podía sentir su aliento en la mejilla—. Esta noche había cinco Túnicas Negras en la ciudad. Sólo cinco. Ni uno más. Sé dónde estaba yo. Sé dónde estaban esos tres idiotas de la torre. Eso sólo deja uno. Tú, amigo mío. Lo que hice, lo hice por salvarte ese pellejo dorado que tienes.
—Podría haber sido alguien disfrazado de Túnica Negra —dijo Raistlin—. O un Túnica Negra que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado y que es totalmente inocente.
—Podría haber sido. —Iolanthe le apretó la mano—. Pero los dos sabemos que no fue así. No te preocupes. Para mí, has ganado puntos. Si alguna vez hubo un hombre que se merecía un cuchillo entre las costillas, ése era el Ejecutor. Sólo pido una cosa a cambio de mi silencio.
—¿De qué se trata? —preguntó Raistlin.
—Cuéntale a Kitiara lo que estoy haciendo por ti.
Se metió en el pasillo mágico, arrastrando a Raistlin detrás. Cuando ya estaban dentro, lo soltó y alargó el brazo para coger la arcilla y despegarla de la pared, que en realidad no había desaparecido, sino que se había vuelto invisible. La entrada al corredor se cerró detrás de ellos. Delante se abrió una puerta. Raistlin se encontró en un dormitorio repleto de lujos y comodidades, en el que flotaba un intenso olor a gardenias.
—Ésta es mi habitación —dijo Iolanthe—. No puedes quedarte aquí. Nuestras vidas no valdrían nada si me pilla con otro hombre.
Condujo a Raistlin a la puerta. La abrió una rendija y espió el vestíbulo que había al otro lado.
—Bien. No anda nadie cerca. ¡Date prisa y apaga esa luz de tu bastón! Hay una habitación libre, la tercera puerta a la izquierda.
Lo empujó al oscuro vestíbulo y cerró la puerta con llave a sus espaldas.
Raistlin llevaba más de una semana en el Palacio Rojo, preocupado e incapaz de quedarse quieto por culpa de la impaciencia, aburrido hasta el borde de la locura, solo y aparentemente olvidado por todos. El Palacio Rojo, a pesar de su nombre, era negro tanto por su color como por su espíritu. Se llamaba Palacio Rojo porque se encontraba en un acantilado desde el que se dominaba el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Si miraba desde lo alto del pórtico que recorría la fachada posterior del palacio, Raistlin podía ver una hilera tras otra de las tiendas en las que vivían los soldados. A lo lejos se alzaba la muralla de la ciudad y la Puerta Roja. Detrás, las horrendas agujas retorcidas del templo.
La mansión había sido la gran obra de un clérigo de Takhisis de alto rango. El Espiritual se había visto implicado en una conspiración para derrocar al Señor de la Noche. Había quien decía que Ariakas también formaba parte del complot y que éste había fracasado porque había cambiado de bando en el último momento, traicionando a sus cómplices.
Nadie sabía si el rumor era cierto. Lo que sí sabía todo el mundo era que una noche el Espiritual había desaparecido de su suntuosa mansión y que al día siguiente Ariakas se había instalado en ella. El palacio estaba construido con mármol negro y era muy grande, muy oscuro y muy frío. Raistlin pasaba el tiempo en la biblioteca, leyendo, o vagando por los salones, a la espera de una audiencia con el emperador.
Iolanthe le aseguraba que había hablado a Ariakas en su nombre. Decía que Ariakas estaba impaciente por conocer al hermano de su querida amiga Kitiara y que seguro que encontraba un puesto para él.
Sin embargo, parecía que Ariakas controlaba perfectamente su impaciencia. Pasaba muy poco tiempo en el palacio, pues prefería trabajar en el puesto de mando situado en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Raistlin se lo había cruzado alguna vez y el emperador ni siquiera lo había mirado.
Después de verlo y de oír lo que la gente decía de él, Raistlin ya no estaba tan seguro de querer que se lo presentaran, y mucho menos de servirle. Ariakas era un hombretón orgulloso de su fuerza bruta y acostumbrado a utilizar su tamaño como herramienta intimidatoria. Era igual de hábil con la espada y la lanza, y tenía la habilidad de inspirar y liderar a los soldados. Era un militar muy eficaz y, como tal, había demostrado ser de gran utilidad para su reina.
Ariakas debería haberse contentado con dirigir las batallas, pero su ambición le había empujado a abandonar la relativa seguridad del campo de batalla y adentrarse en el ruedo político, mucho más peligroso. Había exigido la Corona del Poder y Takhisis se la había concedido. Había sido un error.
En cuanto Ariakas se puso la Corona del Poder, se convirtió en un objetivo a derribar. Sus compañeros, los Señores de los Dragones, empezaron a conspirar contra él. Él estaba convencido de ello, y no se equivocaba. Él mismo había hecho todo lo que se le había ocurrido para alimentar la rivalidad y los celos entre ellos, por lo que él era el único culpable de que al final se hubieran vuelto en su contra.
En muchos aspectos, a Raistlin Ariakas le recordaba a su hermano Caramon, en una versión arrogante y de alma oscura. En realidad, Ariakas no era más que un simple soldado luchando por sobrevivir en el lodazal de las intrigas y la política. El peso de su propia armadura empezaba a hundirle hacia el fondo y acabaría arrastrando consigo a todos los que colgaban de él.
Después de tres días, Raistlin le dijo a Iolanthe que se marchaba. Ella lo animó a que fuese paciente.
—Ariakas está concentrado en su guerra —dijo Iolanthe—. No le interesa nada más, y eso incluye a los jóvenes hechiceros llenos de ambición. Tienes que destacar. Llama su atención.
—¿Y cómo lo consigo? —preguntó Raistlin en tono agresivo—. ¿Choco con él cuando pase por el pasillo?
—Reza a la reina Takhisis. Pídele que interceda por ti.
—¿Por qué iba a hacerme caso? —Raistlin se encogió de hombros—. Tú misma dijiste que había dado la espalda a todos los hechiceros desde que Nuitari la abandonó.
—Sí, pero parece que la Reina Oscura te tiene en cierta estima. Te salvó del Señor de la Noche, ¿ya no te acuerdas? —repuso Iolanthe con una sonrisa maliciosa—. Porque fue la Reina Oscura quien te salvó, ¿verdad?
Raistlin murmuró algo y se fue.
Las preguntas y las insinuaciones de Iolanthe lo sacaban de sus casillas. Nunca sabía qué pensar de aquella mujer. Cierto, ella había evitado que los arrestaran. Los guardias del templo habían ido a interrogar a Raistlin poco después de que los dos huyeran de El Broquel Partido. Pero Raistlin tenía la sensación de que Iolanthe lo había salvado por la misma razón por la que un dragón perdona a sus víctimas: lo mantenía con vida para devorarlo más tarde.
Raistlin no tenía la menor intención de hablar con Takhisis. La Reina Oscura seguía buscando el Orbe de los Dragones. Aunque esperaba tener la suficiente entereza para ocultárselo, no querría correr riesgos. Ésa era otra de las razones por las que se marchaba. Takhisis tenía un altar en el Palacio Rojo y podía percibir su presencia en el edificio. Hasta ese momento, había conseguido no acercarse al altar.
El día que había decidido partir pasó la mañana en la biblioteca del palacio. Dado que Ariakas practicaba la magia, Raistlin había albergado la esperanza de encontrar sus libros de hechizos. Pero, por lo visto, la magia no era algo por lo que Ariakas se preocupara mucho, pues no tenía libros de hechizos y, en general, no era muy dado a la lectura. Los únicos volúmenes de la biblioteca eran los que había dejado el Espiritual y estaban dedicados a las glorias de Takhisis. Raistlin se aburrió de leer unos cuantos de esos libros al cabo de los días y abandonó la búsqueda.
Únicamente dio con un tomo de cierto interés, un libro delgado que Ariakas sí había leído, pues Raistlin encontró sus burdas anotaciones garabateadas en los márgenes. Se titulaba La Corona del Poder: una crónica. Lo había redactado algún escribano al servicio de Beldinas, el último Príncipe de los Sacerdotes, y relataba la creación de la corona, que, según el Príncipe de los Sacerdotes, databa de la Era de los Sueños.
La corona era obra de un dirigente de los ogros y supuestamente se había perdido y encontrado en varias ocasiones a lo largo de los tiempos. Según la crónica del libro, la corona había estado en posesión de Beldinas antes de la caída de Istar. Una nota añadida por Ariakas al final indicaba que la corona había vuelto a descubrirse poco después de que Takhisis desenterrara la Piedra Angular. También había anotada una lista de algunos de los poderes mágicos de la corona, aunque, para desilusión de Raistlin, Ariakas no daba muchos detalles. El emperador no parecía interesado en los poderes de la corona, a excepción de aquel que protegía de los ataques físicos a quien la llevara. Ariakas había subrayado esa parte.
Raistlin devolvió el libro a su estante y salió de la biblioteca. Recorrió los salones del palacio, mirando al suelo e inmerso en sus pensamientos. Cuando llegó a lo que creía que era su habitación, abrió la puerta. Lo recibió un intenso olor a incienso que le hizo toser. Miró alrededor, sorprendido, y descubrió que no estaba en su dormitorio. Estaba en el último lugar de Krynn en el que desearía estar. No sabía cómo, había llegado al santuario de Takhisis. Era una estancia extraña, pues su forma recordaba a la de un huevo. Tenía el techo abovedado y decorado con las cinco cabezas del dragón, todas con la mirada fija en Raistlin. Los ojos de la bestia estaban pintados de tal manera que parecía que lo seguían, así que daba igual hacia dónde caminara, pues no podía escapar de su escrutinio. En el centro de la habitación se encontraba el altar a Takhisis. El incienso ardía de forma perpetua y el humo se alzaba desde un origen desconocido. El olor resultaba empalagoso, se metía por la nariz y atascaba los pulmones. Raistlin empezó a sentirse mareado y, temiendo que fuera venenoso, se tapó la nariz y la boca con la manga, y trató de respirar lo menos posible.
Raistlin se volvió para salir, pero la puerta se había cerrado a su espalda. Su nerviosismo se acrecentó. Buscó otra salida. Al final de la estancia había otra puerta abierta. Para llegar a ella, Raistlin tendría que pasar junto al altar, que estaba envuelto en el humo que, sin lugar a dudas, estaba produciéndole aquellas molestias. La estancia se encogía y se alargaba, el suelo se ondulaba bajo sus pies. Aferrándose al Bastón de Mago para que sostuviera sus pasos vacilantes, avanzó tambaleante entre los bancos, en los que los devotos debían sentarse para reflexionar sobre su insignificancia.
Una voz de mujer lo detuvo.
Te arrodillarás ante mí.
Raistlin se quedó paralizado, la sangre se le congeló en las venas. Se apoyó en el Bastón de Mago para recuperar el equilibrio. La voz no volvió a hablar y, después de un largo silencio, dudó de si realmente la habría oído o sólo la habría imaginado.
Dio otro paso.
¡Arrodíllate ante mí! Entrégate a mí —oyó la voz, y añadió con voz cautivadora—: Ofrezco generosas recompensas a aquellos que se subyugan.
Raistlin no podía seguir dudando. Levantó la vista hacia el techo. Una luz turbia, como la luz de la luna oscura, ardía en los ojos de las cinco cabezas de dragón. Cayó de hinojos y humilló la cabeza.
—Su Majestad —dijo Raistlin—, ¿cómo puedo serviros?
Deja el Orbe de los Dragones en el altar.
A Raistlin le temblaron las manos. Se le encogió el corazón. Los humos ponzoñosos le embotaban la mente y le costaba pensar. Metió la mano en la bolsa y apretó el Orbe de los Dragones, sin querer soltarlo. Le pareció estar oyendo la voz de Fistandantilus, que pronunciaba las palabras mágicas con furia y desesperación, con la vana esperanza de destruir al dragón y liberarse de su prisión.
—Os serviré en todo menos en eso, mi reina —dijo Raistlin.
Un peso aplastante cayó sobre él. Era el peso del mundo, y Raistlin se hundía bajo él. Takhisis iba a desintegrarlo, a pulverizarlo. Raistlin apretó los dientes, se aferró al Orbe de los Dragones y no se movió.
Entonces, el peso, de repente, se aligeró.
Haré que cumplas tu promesa.
Raistlin se encogió en el suelo, tembloroso. La voz no volvió a hablar. Lentamente, se levantó con movimientos vacilantes. La luz oscura brillaba en los ojos de las cabezas. Todavía podía sentir la maldad de la reina, un aliento frío que silbaba a través de unos afilados colmillos.
Raistlin se sentía aliviado, pero le confundía haber salido entero del encuentro. Takhisis podía haberlo aplastado como a una hormiga. Se preguntaba por qué no lo había hecho.
De golpe comprendió la razón y lo recorrió un escalofrío. Había sentido el peso del mundo, pero no el peso de Takhisis.
—No puede tocarme —se dijo, conteniendo el aliento.
Al regresar los Dragones del Mal, los sabios habían dado por hecho que Takhisis también había vuelto. Pero Raistlin ya no estaba tan seguro. Takhisis podía alcanzar a los mortales con su mano espiritual, pero no con la física. No podía ejercer el poder con toda su fuerza e ímpetu, lo que significaba que todavía no había entrado completamente en el mundo. Algo la detenía, le bloqueaba el paso.
Cavilando sobre esa cuestión, Raistlin casi echó a correr hacia la salida. Sentía la crueldad de los ojos y su oscuro odio clavados en su espalda. Parecía que la puerta de doble hoja estaba tan lejos como el final de los tiempos, pero por fin logró llegar a ella. Empujó y se abrió en cuanto la tocó. Salió del santuario y oyó el suspiro de las hojas cerrándose a su espalda. Llenó sus pulmones de aire fresco, aliviado. La sensación de mareo desapareció.
Se encontró en un vasto salón cuyo ornamentado techo se sostenía sobre unas imponentes columnas de mármol negro. Nunca había estado en esa parte del palacio, y estaba preguntándose cómo salir de allí cuando oyó que alguien se acercaba. Al levantar la vista, vio a Ariakas. Por primera vez, Ariakas también lo vio a él.
«Esto no es ninguna coincidencia», pensó Raistlin, y se puso tenso.
Ariakas le preguntó por su habitación, si la encontraba de su gusto. Raistlin contestó que así era, sin mencionar que tenía la intención de abandonarla en cuanto tuviera ocasión. Ariakas mencionó que Raistlin tenía que estar agradecido a Kit por su «puesto», lo que significaba, dado que Raistlin todavía no tenía ningún puesto, que no tenía nada que agradecerle. Raistlin se limitó a decir que era mucho lo que debía a su hermana.
A Ariakas no debió de gustarle el tono que empleó, pues frunció el entrecejo y dijo algo sobre que la mayoría de los hombres se humillaban y acobardaban delante de él. Después de haberse negado a humillarse y acobardarse ante la reina, Raistlin no estaba dispuesto a arrastrarse ante el lacayo de ésta. No obstante, no pudo evitar mostrarse un poco adulador y, más o menos, le contestó que sentirse impresionado no le hacía sentirse temeroso, y añadió que sabía que a Ariakas no le servían para nada los hombres temerosos.
—Preferiría que me admirarais —replicó Raistlin.
Ariakas se echó a reír y dijo que todavía no lo admiraba, pero que quizá lo hiciera algún día, cuando demostrara que lo merecía. Después, Ariakas siguió su camino.
Ese mismo día Raistlin se fue del Palacio Rojo. Recorrió los corredores de la magia para no tener que cruzar una de las puertas de la ciudad. No obstante, no tuvo más remedio que caminar por las calles de la ciudad, y se le aceleró el pulso cuando vio a dos draconianos con la insignia de la guardia del templo.
Por suerte para él, el alboroto provocado por la muerte del Ejecutor había ido apaciguándose. El Señor de la Noche creía que los Túnicas Negras de la Torre habían tenido algo que ver con el asesinato y, como los tres estaban muertos, había dejado de dar caza a los hechiceros. Había arrestado a numerosos «cómplices», había torturado a las víctimas hasta que habían confesado, les había dado muerte y después había anunciado que el caso estaba cerrado.
Raistlin temió que un pececillo tan pequeño como Mari hubiera quedado atrapado en las amplias redes del Señor de la Noche. Preguntó por la calle y descubrió que todos los sospechosos habían sido humanos, cosa que lo dejó más tranquilo. Se dijo a sí mismo que su preocupación por la kender sólo se debía a que había sido tan estúpido como para decirle su verdadero nombre.
Con la certeza de que no sabría nada de un puesto ofrecido por Ariakas, Raistlin tenía que ganarse la vida, recuperar su daga y pagar la habitación y su manutención. La forma más rápida de ganarse unas cuantas piezas de acero era vender sus pociones a Snaggle, concluyó Raistlin.
Regresó a El Broquel Partido. Recogió la llave y abrió la puerta de su habitación. Se encontró con el colchón destripado, los muebles despedazados y un agujero en la pared.
Raistlin también encontró una nota de Talent Orren sujeta a una pata de la cama, en la que le exigía dos piezas de acero en concepto de daños. Raistlin lanzó un profundo suspiro y se puso manos a la obra.
Raistlin pasó los dos días siguientes trabajando con sus pociones en la soledad de la torre. Había llegado la mañana del día decimotercero y se había encontrado con los draconianos, que, por fin, se llevaban los cadáveres de los Túnicas Negros asesinados. Raistlin pidió que le dejasen ver el último cuerpo antes de que lo sacaran arrastrándolo. No habría podido decir quién era por los despojos secos que quedaban de él. Quizá fuera Barrigón, al fin al cabo aquel montón de huesos cubiertos por una piel seca como el pergamino se encontraba en su cama.
En el cuerpo no había quedado ningún líquido. Debía de haber sido una muerte lenta, dolorosa y cruel. El cadáver tenía la boca abierta, las mandíbulas se le habían desencajado en un último grito. Los dedos descarnados se aferraban a las sábanas. Las piernas habían quedado retorcidas. Los ojos semejaban dos uvas pasas.
Los draconianos se movían nerviosamente por la habitación mientras Raistlin estudiaba el cadáver. Los soldados miraban constantemente repiqueteando los dedos sobre sus armas. Cuando Raistlin anunció que había acabado, envolvieron apresuradamente el cuerpo con la sábana, lo sacaron y lo lanzaron al carro en el que ya estaban los otros dos.
Raistlin se puso a recoger la cocina. Mientras frotaba una olla, repasó las pruebas mentalmente y llegó a la conclusión de que había descubierto la identidad del Espectro Negro.
—Pero no tiene sentido...
Tuvo una idea. Raistlin se detuvo cuando estaba a punto de tirar un repollo podrido, volvió a pensarlo y se dijo a sí mismo, encogiéndose de hombros: «Kitiara. No hay duda.»
Raistlin no había olvidado su interés en La Luz Oculta. A lo largo de dos días, apenas pensó en otra cosa mientras trabajaba. La decisión sobre la que tanto reflexionaba le cambiaría la vida, quizá incluso terminara con ella, y no quería precipitarse. Al final decidió que al menos llevaría a cabo algunas investigaciones a ver qué podía sacar en claro. Cuando acabó el trabajo de ese día, se encaminó a El Pelo de Trol.
La taberna estaba en las afueras del Barrio Verde. A Raistlin no le costó mucho dar con ella, pues era el único edificio, de cualquier tipo, que se levantaba en esa parte de la ciudad. A diferencia del Barrio Blanco, donde se encontraban almacenes, curtidurías y todo tipo de artesanos necesarios para abastecer a un ejército, en el Barrio Verde sólo se daban cita las peores alimañas, ya fueran de dos o de cuatro patas.
La Reina Oscura no habría podido declarar la guerra sin la lealtad y el sacrificio de las razas que la veneraban: goblins, hobgoblins, ogros, minotauros y la recientemente creada raza de los draconianos. Pero eran los humanos quienes, excepto en contadas ocasiones, lideraban las tropas de Takhisis, y los oficiales humanos no disimulaban el desprecio que sentían por la «escoria» que combatía y moría en las filas.
Los goblins y los hobgoblins, los ogros y los minotauros estaban acostumbrados a ese trato, pero eso no significaba que les gustase. Y los draconianos ni siquiera estaban acostumbrados a ese desprecio. Se consideraban a sí mismos muy superiores a los humanos en cuanto a fuerza, inteligencia y destreza. En cuanto rompían el huevo, los draconianos eran adoctrinados para convertirse en guerreros, por lo que estaban empezando a rebelarse contra sus oficiales humanos y a provocar tensiones entre los goblins y los hobgoblins, que ya estaban más que hartos de derramar su sangre y no obtener a cambio nada más que latigazos y mala comida.
Como consecuencia, la moral en las filas de los ejércitos de los Dragones estaba peligrosamente baja. En el campo de batalla cada vez se encontraban más cadáveres de oficiales humanos con flechas clavadas en la espalda, lo que significaba que sus propios soldados les habían disparado por detrás. Numerosas divisiones de hobgoblins habían abandonado las armas y se negaban a luchar hasta no recibir la paga. Como las fuerzas se segregaban por razas, los «hobs y gobs, dracos y vacas», como se les llamaba de forma despectiva, se concentraban en el Barrio Verde, el único en el que eran bienvenidos.
Abarrotaban las calles, la mayoría en diferentes estados de embriaguez. La cerveza era una forma barata de levantar los ánimos. Los soldados siempre andaban en busca de pelea, ansiosos por vengar todos sus males, y los humanos eran sus objetivos favoritos. Los humanos que se veían obligados a cruzar la Puerta Verde y a adentrarse en el Barrio Verde habían aprendido que era mejor llevar unos cuantos amigos que les cubrieran la espalda.
Raistlin había dado por hecho que tendría que pasar alguna prueba para demostrar su valía, pero no se le había pasado por la cabeza que la primera dificultad fuera llegar sano y salvo a El Pelo de Trol. En cuanto puso los pies en el Barrio, quedó rodeado por una muchedumbre que lo abucheaba. El hecho de que vistiera la túnica negra de hechicero no significaba nada para los draconianos. Raistlin se quitó la capucha para que los últimos rayos del sol realzaran el dorado de su tez y el blanco de su larga melena. Su aspecto inquietante hizo que la multitud se apartase y le dejase pasar, aunque no dejaron de gritarle y amenazarle.
Se obligó a caminar con paso tranquilo. Clavó la mirada en su destino y no mostró reacción alguna cuando una bola de barro lo golpeó en medio de la espalda. No tenía la menor intención de que lo arrastraran a una pelea. Todavía tenía que recorrer otra manzana, pero empezaba a albergar serias dudas sobre si lo lograría.
Lo alcanzó otro proyectil de barro, esta vez en la cabeza. No fue un golpe muy duro ni especialmente doloroso, pero se daba perfecta cuenta de que la situación empeoraba por momentos.
Un grupo de goblins babeantes, armados con puñales, no bolas de barro, se acercaba a él. Raistlin estaba empezando a admitir que no le quedaba más remedio que luchar. Cogió un trozo de piel de una bolsa y se preparó para pronunciar las palabras de un hechizo que dispararía un rayo de su mano, hasta acabar uno a uno con todos los goblins. Pero entonces sintió que le tiraban de la manga. Bajó la vista y allí estaba Mari.
—Hola, hola, Raist —le saludó la kender alegremente.
Ya no vestía de negro, sino con los colores brillantes que preferían los kenders. Parecía que había cogido «prestadas» la mayoría de las prendas, porque ninguna era de su talla. La blusa era demasiado grande y las mangas se le escurrían sobre las manos cada dos por tres. Los calzones eran demasiado cortos y dejaban al aire los calcetines, desparejados y andrajosos. Se había atado las trenzas rubias en lo alto de la cabeza, de forma que los dos extremos parecían las orejas de un conejo.
Dijo algo más que Raistlin no pudo oír por culpa del ruido. Mari meneó la cabeza.
—¡Callaos, cabrones! —chilló, volviéndose hacia los goblins. Los goblins se contentaron con emitir un bramido—. ¿Qué te trae a esta parte de la ciudad? —Mari le hizo la pregunta a gritos. Raistlin se asombró de que la kender le preguntara eso a pleno pulmón, en nombre del Abismo, pero entonces recordó la respuesta correcta.
—Acabo de escapar de El Remolino —respondió, con un ojo en los goblins. Después, añadió fríamente—: Y no me llamo Raist.
Mari le sonrió.
—Ahora mismo diría que te llamas Hombre Muerto. Tiene toda la pinta de que no te iría mal que te echaran una mano. —Antes de que pudiera responder, Mari anunció a voces—: ¡Cerveza gratis en El Trol Peludo! ¡Nuestro amigo Raist paga la ronda!
Los abucheos se convirtieron en ovación. Los goblins salieron disparados, empujándose y poniéndose la zancadilla para ser los primeros en llegar a la taberna.
Raistlin contempló su loca carrera. Volvió a meter el trozo de piel en la bolsa.
—¿Por cuánto me va a salir? —preguntó con una sonrisa compungida.
—Lo apuntaremos en tu cuenta —contestó Mari.
Lo cogió de la mano y tiró de él en dirección a la taberna. Raistlin no estaba muy seguro de que entrar en aquella estructura de maderas tambaleantes fuese buena idea, pues bastaría un buen estornudo para echarla a tierra. El local tenía dos pisos, pero Mari lo informó de la suerte que había corrido un goblin que se había aventurado a subir al segundo: había caído a través de las tablas podridas del suelo y se había quedado encajado en el agujero, lo que hizo las delicias de la clientela que abarrotaba el piso inferior. Los parroquianos todavía señalaban alegremente el agujero del techo y contaban cómo se agitaban las piernas del desafortunado goblin, hasta que alguien tiró de él y cayó estrepitosamente sobre las mesas.
Tiempo atrás había habido una chimenea, pero se había derrumbado y nadie se había tomado la molestia de rehacerla. Los muros de la taberna estaban decorados con dibujos obscenos y palabrotas. En algún tiempo remoto, en la fachada delantera colgaba un cartel grande con el dibujo de un trol muy peludo. Pero ahora el cartel estaba apoyado en el edificio, o quizá el edificio se apoyaba en el cartel. Raistlin no estaba muy seguro. Los asiduos del lugar aseguraban que si no fuera por el letrero, el edificio ya se habría caído.
Por lo visto, también había habido una puerta que cerraba la entrada, pero lo único que quedaba de ella eran las bisagras, oxidadas. Según Mari, de todos modos no se necesitaba una puerta para nada, porque El Trol Peludo nunca cerraba. Siempre estaba atestado, fuera de día o de noche.
El tufo a cerveza rancia, a vómito y a sudor de goblin recibió a Raistlin como una bofetada en cuanto cruzó el umbral. El hedor era malo, pero el estruendo resultaba ensordecedor. El bar estaba lleno de soldados. Los barriles vacíos de cerveza servían como mesas. Los clientes se agolpaban alrededor, de pie, o se sentaban en unos bancos vacilantes. No se veía la barra por ningún sitio. El propietario de la taberna, un medio ogro llamado Slouch, estaba sentado junto a un barril de cerveza, llenando las jarras y cogiendo las piezas de acero, que dejaba caer en una caja de hierro que tenía al lado. Slouch nunca hablaba y era raro verlo lejos de su caja de hierro. No prestaba ninguna atención a nada de lo que sucediera en el bar. A su lado podía estallar la más sangrienta de las peleas, que él ni siquiera levantaba la vista. Toda su atención se concentraba en la cerveza que vertía en las jarras y en las monedas de acero que pasaban a su cofre.
La norma era que el cliente pagaba su bebida por adelantado (Slouch no confiaba en sus clientes, y con razón) y después buscaba un sitio. También servían cerveza unos enanos gully, que se abrían camino entre las piernas de los parroquianos, esquivando patadas y sorteando puñetazos. Mari escoltó a Raistlin hasta un banco y le dijo que se sentara. Raistlin hizo como que no había visto la mugre y obedeció.
—¿Qué te gustaría beber? —preguntó la kender.
Raistlin miró los vasos sucios que pasaban de las manos inmundas de los gully a las manos mugrientas de los clientes y respondió que no tenía sed.
—¡Oye, Maelstrom! —voceo Mari. Su voz chillona se alzaba sobre los aullidos, los gruñidos y las carcajadas—. ¡Dile a Slouch que mi amigo Raist, aquí presente, quiere un especial!
Su grito iba dirigido a uno de los hombres más corpulentos y más feos que Raistlin había visto jamás. Maelstrom era alto y ancho de espaldas como un minotauro. Era muy moreno. Sus ojos negros apenas se veían bajo sus cejas espesas y oscuras, y sujetaba su melena larga y grasienta en una cola. Vestía completamente de piel: chaleco, pantalones y botas. Nadie lo había visto nunca vestir otra cosa: ni camisa, ni capa, e incluso en los días más gélidos del invierno iba a cuerpo gentil.
Maelstrom había clavado sus ojos negros en Raistlin en el mismo momento en que éste había entrado y, tras el grito de Mari, asintió con un gesto impreciso y dijo algo a Slouch. El medio ogro desplazó su gran mole y llenó dos jarras bajo la espita de una barrica. Maelstrom se dignó a acercarles las jarras en persona, avanzando sin problemas entre la muchedumbre. A su paso, daba codazos a los draconianos, empujones a los goblins y tales puntapiés a los enanos gully que los dejaba patas arriba. No apartó los ojos de Raistlin ni un solo segundo.
Maelstrom se sentó en un extremo del largo banco, que gimió bajo su peso descomunal. El otro extremo se levantó. Los pies de Raistlin se despegaron del suelo. El hombre plantó una jarra delante del hechicero y se quedó con la otra.
—Éste es mi amigo Raist —dijo Mari—. Aquel del que te hablé. Raist, te presento a Maelstrom.
—Raist —lo saludó Maelstrom, haciendo un gesto impreciso con la cabeza.
—Me llamo Raistlin.
—Raist —repitió Maelstrom, frunciendo el entrecejo—, bebe.
Raistlin reconoció el olor acre y áspero del aguardiente enano, y no pudo evitar acordarse de su hermano, al que tanto le gustaba aquel licor tan fuerte. Raistlin apartó la jarra de sí.
—Gracias, pero no.
Maelstrom se bebió su jarra de aguardiente de un solo trago, echando la cabeza hacia atrás. Pero no por eso dejó de mirar fijamente a Raistlin. Dejó la jarra en la mesa con un golpe sordo.
—He dicho «bebe, Raist». —Las dos espesas cejas del hombre se juntaron en una sola. Con una mirada maliciosa, se inclinó hacia Raistlin—. O a lo mejor como eres uno de esos hechiceros melindrosos que están por encima de todo, te crees demasiado bueno para beber con gentuza como yo y mi amiga.
—Qué va, Raist no piensa eso —intervino Mari—. ¿A que no, Raist? —Volvió a empujar la jarra de aguardiente enano hacia él.
Raistlin la cogió, la olió y echó un trago. El líquido abrasador le quemó la garganta, le cortó la respiración, le llenó los ojos de lágrimas y le provocó un ataque de tos. Mari, muy considerada, le ofreció su propio pañuelo, que de alguna forma había ido a parar al calcetín de la kender. Raistlin tosió más, consciente de que los ojos de Maelstrom no se despegaban de él, mientras Mari le daba golpecitos en la espalda.
Maelstrom propinó una patada a un gully que pasaba por allí y pidió otras dos jarras.
—Bebe, Raist. Viene otra de camino.
Raistlin levantó la jarra, pero parecía que los dedos no le respondían. La taza se le resbaló y cayó estrepitosamente al suelo. Dos gully se encargaron de limpiar el estropicio. Se pusieron de rodillas sin esperar un segundo y empezaron a lamer el aguardiente derramado.
Raistlin se derrumbó allí mismo. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo inerte.
Maelstrom gruñó.
—Largo y flaco —fue su comentario—. Yo digo que lo tiremos en medio de la calle.
—No pasa nada, Raist está perfectamente. Es que no está acostumbrado a lo bueno —lo defendió Mari.
Maelstrom levantó la cabeza de Raistlin cogiéndolo por el pelo y lo enderezó. Miró atentamente los ojos del hechicero.
—¿Está haciéndose el muerto?
—No creo —contestó Mari. Le dio un buen pellizco en el brazo. Raistlin no se movió. Ni siquiera le temblaron los párpados—. Está fuera de combate.
Maelstrom agarró a Raistlin y se lo echó a la espalda sin esfuerzo aparente, como si fuera un gully.
—Ten cuidado con él, Mal —le advirtió Mari—. Lo encontré yo. Es mío.
—Vosotros, los kenders, siempre estáis «encontrando» cosas —masculló Maelstrom—. Y la mayoría estaría mejor en las cloacas.
El gigantón le hundió bien la capucha a Raistlin, lo cogió por las piernas y lo arrastró fuera de El Pelo de Trol, entre risotadas y comentarios groseros sobre lo poco que aguantaban los humanos un buen licor.
La noche era agradable, al menos todo lo agradable que podía ser una noche en Neraka, que siempre parecía envuelta en una nube eterna hecha de bruma, humo y polvo. Talent Orren estaba de buen humor y cruzó despacio la Puerta Roja, silbando una cancioncilla alegre. Los guardias que estaban de servicio lo saludaron con entusiasmo, lanzando miradas sedientas al odre que llevaba consigo, el cual se apresuraron a «confiscar». Talent les entregó el vino con una sonrisa y les dijo que esperaba que fuese de su agrado.
Como aquella noche ninguna luna iluminaba el cielo, Talent llevaba un farol para que alumbrara su camino. Giró a la izquierda en la primera calle y después se dirigió a un edificio en forma de «T» que se encontraba al final. No estaba solo. Soldados humanos y draconianos patrullaban las calles del Barrio Rojo con aire eficiente. El contraste con el Barrio Verde era evidente. Aquella calma relativa también podía tener algo que ver con el hecho de que el comandante en jefe del Ejército Rojo de los Dragones, Ariakas, estuviera en la ciudad.
Los draconianos ignoraban a Talent, pues tendían a menospreciar a todos los humanos. En cambio, la mayoría de los soldados humanos lo conocían y lo apreciaban, por eso le dedicaban sus mejores insultos. Orren les correspondía como buenamente podía. Más tarde los vería a todos en su taberna, donde, en un acto de generosidad, los libraría de la carga de su paga.
El destino de Talent era una casa de empeño conocida como El Botín de Lute. Al llegar abrió la puerta y entró. Se detuvo un momento para acostumbrarse a la intensa luz, señal de la buena marcha del negocio. De las vigas del techo colgaban siete lámparas de cristal de una belleza deslumbrante. Lute contaba que se las había comprado a un señor elfo desesperado por huir de Qualinesti antes de que el ejército de los Dragones atacara. Lute había pagado a la bruja del emperador, Iolanthe, una cantidad irrisoria para que conjurara las lámparas con un hechizo de luz mágica. La luz tenía una tonalidad muy blanca, y algunos clientes la encontraban demasiado intensa y protestaban porque les hacía llorar los ojos, pero a Talent le parecía tranquilizadora, incluso reconfortante.
Cuando sus ojos se adaptaron a la luz y vio cómo podía pasar entre el batiburrillo de objetos sin romperse la crisma, dio las buenas noches a los guardianes de Lute, dos mastines enormes. Los animales respondían a los nombres de Shinare y Hiddukel, y devolvieron el saludo a Talent con unos cuantos latigazos de sus colas y una inundación de babas. Uno de ellos, sentado sobre los cuartos traseros, apoyó las patas delanteras en el pecho del hombre y le lamió las mejillas. El perro era varios centímetros más alto que Talent.
Talent jugó con los perros mientras esperaba a poder hablar con Lute, quien, sentado en un taburete alto detrás del mostrador, cerraba un trato con un soldado del Ejército Rojo de los Dragones. Al ver a Talent, Lute olvidó un momento el regateo para refunfuñar algo a su amigo.
—Oye, Talent, ¿qué era esa comida para cerdos que me mandaste para cenar?
Lute era un tipo rechoncho con una cabezota considerable. Con expresión hosca, siempre presumía de que era la persona más vaga de Ansalon. Todas las mañanas se desplazaba desde la cama, que estaba en una habitación situada justo detrás del mostrador, hasta el taburete, donde se pasaba sentado el día entero, excepto en los momentos en que visitaba la bacinilla. Cuando llegaba la hora de cerrar la tienda, bien entrada la noche, Lute se deslizaba del taburete y, balanceándose, recorría los pocos pasos que lo separaban de la cama. Sobre los ojos le caía una mata de pelo rizado y negro que se unía con la tupida barba, negra y rizada, en algún punto cerca de la nariz, así que no era fácil definir dónde empezaba la barba y terminaba la melena. Unos ojos pequeños y penetrantes brillaban a través de la espesura.
—Estofado de conejo —contestó Talent.
—¡Menuda porquería! ¡Más bien parecía un enano gully al vapor! —exclamó Lute.
—Haberlo devuelto —sugirió Talent.
—Aquí el amigo tiene que alimentarse de algo. —Lute gruñó y volvió a concentrarse en el regateo.
Talent sonrió. Su estofado de conejo era bueno, no había otro mejor en esa parte del mundo. Lute siempre estaba quejándose de algo.
Si Lute tenía apellido, nadie lo sabía. Afirmaba que era humano, pero a Talent no lo engañaba. Una noche, cuando no hacía mucho que se conocían, Lute se había adentrado algo más de la cuenta en los caminos traicioneros del aguardiente enano y le había contado a Talent que su padre era un enano del reino de Thorbardin. Cuando Talent lo mencionó a la mañana siguiente, Lute se puso hecho una furia y negó que él hubiera dicho tal cosa. Se pasó una semana sin hablar con él. Talent nunca había vuelto a sacar el tema.
Talent paseó entre los montones de trastos que abarrotaban el almacén. En el Botín de Lute había objetos provenientes de todo Ansalon. Talent solía decir que podía seguir los avances de la guerra por los artículos expuestos en la tienda. En la misma habitación había pinturas y tapices de Qualinesti; un juego de sillas que se decía que venía de la famosa posada de El Ultimo Hogar de Solace; alguna que otra cosa del reino de los enanos, pero no demasiadas, porque Thorbardin había rechazado a los ejércitos de los Dragones. No había nada procedente del reino elfo de Silvanesti, pues se decía que esa tierra estaba maldita y nadie se acercaba. En cambio, se acumulaba un sinfín de objetos de la zona oriental de Solamnia, que había caído bajo el yugo de la Dama Azul, aunque hasta donde sabía Talent, Palanthas todavía resistía.
Esperó pacientemente a que el soldado cerrara su negocio. Al final el hombre aceptó el precio, aunque afirmaba que estaba muy por debajo del valor de lo que fuera que estaba intentando vender. El soldado se fue de muy mal humor, apretando las monedas en la mano. Talent lo reconoció, porque era un habitual de su taberna, y supuso que aquellas monedas no tardarían en acabar en su caja fuerte.
Después de que el soldado saliera dando un portazo, Lute levantó su bastón negro y lo agitó en el aire. Era la señal para que Talent cerrara la puerta y la atrancara. Si Talent no hubiera estado allí para atrancarla, lo habría hecho Shinare, pues Lute lo había adiestrado para tal menester. Después, su compañero Hiddukel empujaría una barra de hierro con el morro, hasta que la puerta quedara bien atrancada y no pudiera abrirse desde fuera. De esa manera, Lute se ahorraba la fatigosa tarea de caminar desde el mostrador hasta la puerta y vuelta al mostrador.
La principal misión de los mastines consistía en disuadir a los ladrones. Saludaban a los clientes a la entrada y los escoltaban por toda la tienda, gruñendo cada vez que osaban tocar algo sin tener el permiso de Lute. En caso de que alguien se arriesgara a robar algo y saliera corriendo, Lute no tenía más que recurrir a la pequeña ballesta que tenía en el mostrador, junto a la taza de té de vainas, que le gustaba muy fuerte y con un buen chorro de miel. Si alguien dudaba de la destreza de Lute con la ballesta, él señalaba la calavera de un goblin sujeta a la pared con una flecha que le atravesaba un ojo.
Talent estaba a punto de colocar la barra de la puerta, cuando oyó que alguien llamaba. Escudriñó las sombras pero al principio no vio nada.
—Aquí abajo, cegato —dijo Mari.
Talent bajó la vista a la altura de la kender.
—Ya se ha hecho la entrega —anunció ella.
—Muy bien, gracias —respondió Talent.
Mari le hizo un gesto de despedida con la mano y echó a correr en la noche. Talent volvió a cerrar la puerta.
—¿Era la kender? —preguntó Lute, ceñudo—. No ibas a dejar entrar a esa ladronzuela, ¿verdad?
Talent sonrió.
—No, estás a salvo. Ha venido a informar de que la mercancía se ha entregado.
—Bien. Tú te ocupas de eso.
Lute inició las complicadas maniobras de descenso del taburete. Talent, acompañado por los dos mastines, se abrió camino a través del laberinto de cosas y por fin llegó junto al mostrador.
—¿Alguna noticia del tal Berem? —preguntó.
—Por el momento, ninguna —contestó Lute—. Dos hombres, ambos llamados Berem, han entrado en la ciudad a lo largo de la semana. Nuestros chicos estaban esperando en las puertas y lograron hacerse con ellos antes que los guardias de Neraka. Maelstrom los llevó a El Trol Peludo y los interrogó.
—Entiendo que ninguno de los dos tenía una gema verde incrustada en el pecho o un «rostro de anciano con ojos de joven».
—Uno tenía cara de viejo con mirada esquiva y el otro, rostro joven con ojos de joven. Aunque eso no les habría librado de que el Señor de la Noche los torturara. ¿Te acuerdas del Berem al que cogieron el otoño pasado? El Señor de la Noche le abrió el pecho y le rompió el esternón para asegurarse de que no escondía allí una esmeralda.
—¿Qué pasó con los dos últimos Berem?
—Uno era un ratero. Maelstrom le advirtió que si pensaba quedarse en Neraka, sería mejor que no se acercara por El Trol Peludo y que seguramente le iría bien cambiarse de nombre. El otro Berem era un muchacho de catorce años, el hijo de un granjero que se había escapado de casa y había venido a la ciudad a probar fortuna. Al mocoso no hubo necesidad de advertirle de nada. Después de ver nuestra hermosa ciudad, el pobre estaba muerto de miedo. Maelstrom le dio una pieza de acero y lo mandó de vuelta con su mamá.
—Me pregunto qué tendrá tan especial ese Berem —dijo Talent con aire meditabundo, como tantas otras veces.
Lute gruñó.
—¿Aparte del hecho de que le asoma una esmeralda entre los pelos del pecho?
—Hay que ser tan ingenuo como un goblin para creer esa historia. Lo más probable es que lleve un colgante con una esmeralda o algo así. Una piedra preciosa incrustada en el pecho, ¡por favor!
—No sé —repuso Lute en voz baja—. Cosas más raras se han visto, amigo mío. ¿Qué vas a hacer con la mercancía que acaba de llegar?
—Tener una charla con él. Tal vez le ofrezca un trabajo si me gustan sus pintas.
Lute frunció el entrecejo y, con ese gesto, lo poco que se le veía de la cara desapareció entre el pelo y la barba.
—¿Para qué demonios quieres ofrecerle un trabajo? Para empezar, es un hechicero, y son todos unos...
—Excepto la encantadora Iolanthe —dijo Talent con astucia.
Quizá Lute se sonrojó. Era difícil saberlo, debajo de tanto pelo. Fuera como fuese, dejó pasar la insinuación de Talent.
—Para seguir con nuestro tema, es un agente del Señor de la Noche.
—Entonces, ¿por qué le salvó la vida a Mari?
—¿Se te ocurre una forma mejor para que lo aceptásemos en nuestras filas? ¿Para descubrir nuestros secretos?
Talent sacudió la cabeza.
—Los agentes del Señor de la Noche no suelen ser tan listos. Pero si de verdad lo es, no tardaré en descubrirlo. Rechazará el trabajo que le voy a ofrecer porque implicará que se vaya de Neraka, y no estará dispuesto si el Señor de la Noche lo ha enviado espiarnos. Si acepta, puede ser un buen trato.
—¿De qué trabajo se trata?
—De lo que estuvimos hablando la otra noche, ya sabes. Precisamente él es su hermano.
—¿Y confías en él? —Lute fruncía el entrecejo—. Estás mal de la cabeza, Orren. Siempre lo he dicho.
—Confío en él tanto como en una noche sin luna en compañía de varios Túnicas Negras —repuso Talent—. Pero a Mari le gusta y los kenders suelen tener buen olfato con las personas. Incluso le gustas tú, ¿qué más quieres?
Lute resopló con tanta fuerza que estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y, apoyándose en el bastón, cogió el té y la ballesta, y echó a caminar hacia la cama. A medio camino, se volvió.
—¿Qué pasa si tu hechicero rechaza el trabajo?
Talent se pasó un dedo por el bigote.
—¿Ya has dado de comer a los mastines esta noche?
—No.
—Pues no lo hagas.
Lute asintió, entró en su dormitorio y cerró la puerta.
Talent silbó a los dos perros, que lo siguieron trotando obedientemente. Se dirigió al fondo de la tienda, apartando cajas e incluso a veces trepando por encima de ellas, escalando cajones y barriles, montones de ropa, herramientas de todo tipo y ruedas de carro de todos los tamaños.
Lute había construido una especie de caseta para los perros en una esquina del local. Los perros, pensando que había llegado la hora de acostarse, se tumbaron dócilmente en dos cajones enormes y se acomodaron sobre unas mantas. Empezaron a roer unos huesos.
—No tan rápido, amigos míos —dijo Talent—. Esta noche tenemos trabajo.
Silbó y los perros salieron de sus cajones. Talent se agachó sobre el cajón de Hiddukel. El perro observó sus movimientos con cierto recelo.
—Tranquilo, amigo. Yo ya he cenado —dijo Talent, acariciándole la cabeza.
Por lo visto Hiddukel no lo creyó. Agarrando su hueso entre los dientes, Hiddukel profirió un gruñido de advertencia.
Talent empujó el cajón a un lado. Debajo había una trampilla. Talent tiró de ella para abrirla, sonriendo al pensar en qué haría el mastín si un desconocido se atrevía a invadir su «guarida». Una escalera toscamente construida bajaba hacia las tinieblas. En algún lugar alejado, un farol daba una tenue luz amarilla.
Talent cerró la trampilla y bajó por la escalera. Los mastines lo acompañaban, olfateando el aire, con el hocico arrugado y las orejas tiesas. Hiddukel dejó caer el hueso y los dos perros empezaron a ladrar, meneando la cola. Habían visto a un amigo.
Maelstrom estaba montando guardia delante de «la mercancía», un hombre desplomado sobre una silla. Talent no podía verlo bien, porque el sujeto tenía la cabeza agachada. Le habían atado los brazos a la espalda y amarrado los pies a la silla. Vestía una túnica negra y llevaba varias bolsas colgando del cinturón.
—Hola, Maelstrom —lo saludó Talent.
La manaza del gigantón atrapó la de Talent y se la apretó afectuosamente. Talent no pudo evitar un gesto de dolor.
—Oye, con cuidado. Quién sabe cuándo necesitaré mis dedos —se quejó Talent. Bajó la vista hacia el hombre de la silla, con expresión ceñuda y de interés—. Así que éste es el hechicero de Mari. Es huésped mío, sabes. Me sorprendió cuando me dijo que se trataba de él.
—Es un enclenque. —Maelstrom se sorbió la nariz—. Casi se desmaya sólo con oler un buen aguardiente enano. Sin embargo, parece que tiene talento para hacer lo que hace. El viejo Snaggle dice que sus pociones son las mejores que ha utilizado jamás.
—¿Y dónde estaba metido? Lleva muchas noches sin dormir en su habitación.
—En el Palacio Rojo.
Talent frunció aún más el entrecejo.
—¿Con Ariakas?
—Más probablemente con la bruja. Parece que Iolanthe ha adoptado al tipo. Quería que Ariakas lo contratara. Pero estos días el emperador anda pensando en otras cosas y Raist no consiguió el trabajo. Se marchó enfurruñado. Desde entonces ha estado trabajando en la torre, preparando mejunjes y vendiéndoselos al viejo Snaggle.
—O sea, que intentó venderse a Ariakas y, cuando eso no funcionó, pensó que nosotros podríamos ofrecerle algo.
—Eso, o se vendió a Ariakas —gruñó Maelstrom— y está aquí para espiarnos.
Talent observó a Raistlin, cavilando en silencio. Los perros se habían echado a los pies del hechicero. Maelstrom estaba con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Despiértalo —dijo Talent.
Maelstrom lo agarró por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás de un tirón y le pegó un par de bofetadas.
Raistlin se estremeció. Sus párpados temblaron. Hizo una mueca de dolor y parpadeó bajo la luz vacilante. Después, sus ojos se centraron en Talent, y en su rostro se adivinó el asombro. Enarcó una ceja y asintió levemente, como si pensara que todo encajaba.
—Todavía me debes los gastos de los daños de tu habitación, Majere —dijo Talent.
El posadero arrastró una silla, la giró y se sentó apoyando los brazos en el respaldo.
—Lo siento —contestó Raistlin—. Si se trata de eso, tengo el dinero...
—Olvídalo —repuso Talent—. Salvaste la vida a Mari. Podemos decir que estamos en paz. He oído que podrías estar interesado en trabajar para La Luz Oculta.
—¿La Luz Oculta? —Raistlin sacudió la cabeza—. La primera vez que oigo ese nombre.
—Entonces, ¿por qué fuiste esta noche a El Pelo de Trol?
—A tomar algo...
Talent se echó a reír.
—Nadie va a El Pelo de Trol a tomar algo, a no ser que seas uno de los pocos entusiastas del meado de caballo. —Frunció el entrecejo—. Déjate de tonterías, Majere. Mari te dio la contraseña. Por alguna razón, le has gustado.
—Allá cada uno con sus gustos —comentó Maelstrom, con un coscorrón le giró la cara a Raistlin—. Responde a las preguntas del jefe. No le gusta andarse con rodeos.
Talent esperó a que a Raistlin dejaran de pitarle los oídos por el golpe y después volvió a insistir.
—¿Lo intentamos otra vez? ¿Por qué fuiste a El Pelo de Trol?
—Admito que estoy interesado en trabajar para La Luz Oculta —dijo Raistlin, lamiéndose la sangre que le manaba de un corte en el labio.
—Un hechicero que viste la túnica negra quiere ayudar a combatir a Takhisis... ¿Por qué tendríamos que confiar en ti?
—Porque visto la túnica negra —contestó Raistlin.
Talent lo miró pensativamente.
—Tendrás que explicarte mejor.
—Si Takhisis gana la guerra y se libera de su prisión en el Abismo, ella será la señora y yo seré su esclavo. No quiero convertirme en un esclavo. Prefiero ser el señor.
—Por lo menos eres sincero —dijo Talent.
—No veo ningún motivo para mentir —repuso Raistlin, encogiéndose de hombros en la medida en que las ataduras se lo permitían—. No me avergüenzo de vestir la túnica negra. Tampoco me avergüenzo de mi ambición. Tú y yo luchamos contra Takhisis por diferentes razones, o al menos eso es lo que supongo. Tú combates por el bien de la humanidad. Yo combato por mi propio bien. Lo importante es que los dos combatimos.
Talent sacudió la cabeza, asombrado.
—He conocido todo tipo de hombres y mujeres, Majere, pero ninguno como tú. No estoy seguro de si tendría que abrazarte o cortarte la cabeza.
—Yo sí sé lo que haría —murmuró Maelstrom, tocando un gran cuchillo que llevaba colgado del cinto.
—Seguro que entenderás que te pidamos que demuestres tus buenas intenciones —dijo Talent, volviendo a los negocios—. Tengo un trabajo para ti, uno para el que tienes unas cualidades únicas. He oído que Kitiara Uth Matar, conocida como la Dama Azul, es tu hermana.
—Sólo somos medio hermanos —contestó Raistlin—. ¿Por qué?
—Porque la Dama Azul está tramando algo y necesito saber qué es.
—No veo a Kitiara desde hace años pero, por lo que he oído, es comandante en jefe del Ejército Azul de los Dragones, el ejército que está arrasando Solamnia y poniendo a los caballeros solámnicos en un aprieto. Seguro que lo que trama es acabar definitivamente con la caballería.
—Deberías hablar de los Caballeros de Solamnia con más respeto —dijo Talent.
Raistlin esbozó una media sonrisa.
—Me parecía haberte notado un ligero acento solámnico. No me lo digas. Puedo imaginar tu historia. Eras un caballero pobre al que no le quedó más remedio que vender su espada. Se la vendiste a la gente equivocada y, durante un breve período de tiempo, te sumaste a la oscuridad. Pero cambiaste de idea y ahora estás en el bando de la luz. ¿Me equivoco?
—No cambié de opinión —contestó Talent en voz baja—. Tenía un buen amigo que hizo que cambiase. Me salvó de mí mismo. Pero no estamos hablando de mí. En realidad, Kitiara no está tan preocupada por dirigir la guerra en Solamnia. Eso lo ha dejado en manos de sus oficiales. Hace semanas que no se la ve en el campo de batalla.
—Quizá esté herida —sugirió Raistlin—. Quizá esté muerta.
—Nos habríamos enterado. De lo que sí nos hemos enterado es de que está trabajando en un proyecto secreto. Queremos saber de qué proyecto se trata y, si fuera posible, evitar que se lleve a cabo.
—Y como yo soy su hermano, esperáis que a mí me lo cuente todo. Por desgracia, no sé dónde está Kit.
—Por suerte, nosotros sí —repuso Talent—. ¿Has oído hablar del Caballero de la Muerte, lord Soth?
—Sí —respondió Raistlin con cautela.
—Soth está vivo, por decirlo de alguna manera. El Caballero de la Muerte vive en un castillo maldito conocido como el Alcázar de Dargaard. Y tu hermana, Kitiara, está con él.
Raistlin lo miraba fijamente, sin poder creerlo.
—No hablas en serio.
—Nunca he hablado tan en serio. La entrada de los dragones de la luz en la guerra cogió a Takhisis desprevenida. Ahora tiene miedo de perder. Kitiara está en el Alcázar de Dargaard con lord Soth y creemos que están planeando algo para apagar esa chispa de esperanza. Quiero que averigües lo que traman. Quiero que lo descubras y vuelvas para decírmelo.
—¿Y si me niego?
—No recuerdo haberte dado esa opción —contestó Talent, acariciándose el bigote—. Tú viniste a mí, Majere. Y ahora sabes demasiado sobre nosotros. O aceptas viajar al Alcázar de Dargaard o tus huesos serán la cena de Hiddukel de esta noche. Hiddukel, el perro —añadió Talent a modo de aclaración, acariciando la cabeza del mastín—, no el dios.
Raistlin miró al mastín. Después volvió la cabeza para mirar a Maelstrom. Se encogió de hombros.
—Necesitaré un día o dos para poner mis asuntos en orden e inventar alguna excusa para mi ausencia. Habrá quien piense que una desaparición repentina es muy sospechosa.
—Estoy seguro de que se te ocurrirá algo —dijo Talent. Se levantó de la silla. Los perros, que habían estado tumbados a su lado, se pusieron de pie de un salto—. Maelstrom se encargará de que llegues a casa sano y salvo. Espero que no te importe que te vendemos los ojos.
—Prefiero eso a que me droguéis —contestó Raistlin con ironía.
Maelstrom desenfundó su cuchillo y cortó las cuerdas que ataban a Raistlin de pies y brazos.
—Hay una cosa que quería preguntarte —dijo Talent—. Los guardias de las puertas han recibido la orden de buscar a un hombre llamado Berem que tiene una gema verde incrustada en el pecho. Suena al tipo de hombre que un hechicero podría conocer. No dará la casualidad de que lo conoces, ¿verdad? ¿Sabes algo acerca de él?
—Me temo que no —repuso Raistlin con el rostro inexpresivo.
Se levantó con movimientos rígidos, frotándose las muñecas. Estaba empezando a hinchársele el labio y un cardenal le teñía la piel dorada del rostro de una tonalidad verdosa no demasiado bonita. Maelstrom sacó una cinta de tela negra. Talent levantó una mano, para indicarle que esperara.
—¿Y puedes decirme algo sobre un objeto mágico que están buscando los guardias? Una Bola de los Dragones o algo así...
—Orbe de los Dragones —lo corrigió Raistlin.
—¿Has oído hablar de él? —Talent fingió sorpresa.
—No llegaría ni a estudiante de magia si no fuera así.
—No sabes dónde está, ¿verdad?
Los inquietantes ojos del joven hechicero centellearon.
—Créeme, si te digo que no querrías que lo encontrase. —Se chupó la sangre del labio.
Talent lo observó y después se encogió de hombros.
—Avisa a Mari cuando partas hacia el Alcázar de Dargaard —dijo. Silbó a los perros y se dio media vuelta.
—Un momento —lo detuvo Raistlin—. Yo también tengo una pregunta para ti. ¿Cómo corrompiste a la kender?
—¿Corromper? —repitió Talent enfadado—. ¿Qué quieres decir? Yo no corrompí a Mari.
—La convertiste en una asesina a sangre fría. ¿Cómo llamarías a eso?
—Yo no la corrompí —insistió Talent—. No conozco la historia de Mari. Nunca habla sobre eso. Y sólo para que quede claro, jamás le ordené que asesinara al Ejecutor. Ella decidió matarlo. No supe nada sobre ese asesinato hasta que ya lo había cometido, y entonces me quedé perplejo.
Raistlin frunció el entrecejo, dudando.
»Lo juro por Kiri-Jolith —añadió Talent con total sinceridad—. Si hubiera sabido lo que Mari tenía pensado hacer, la habría encadenado en el sótano. Nos ha puesto a todos en peligro. —Se quedó en silencio y después agregó:— Por cierto, gracias por ayudarla, Majere. Mari significa mucho para nosotros. La maldad del mundo ha destruido muchas cosas hermosas e inocentes. Mírate a ti, por ejemplo. Supongo que antes de que te entregaras al mal, fuiste un niño feliz y despreocupado...
—Supones mal —lo interrumpió Raistlin—. ¿Puedo irme ya?
Talent asintió. Maelstrom cubrió los ojos del hechicero con la venda, le puso la capucha y lo condujo fuera de la cámara subterránea.
Cuando salieron, uno de los perros se estremeció y se le erizó todo el pelo. El mastín se sacudió entero.
—Lo sé, pequeña —dijo Talent, poniéndole la mano en la cabeza para tranquilizarla—. A mí también me da escalofríos.
La mañana después de su encuentro con Talent, Raistlin estaba trabajando en el laboratorio de la torre, mezclando las últimas pociones para Snaggle. Ya había comprado su daga. Lo único que necesitaba era las piezas de acero suficientes para pagar la habitación de la posada. No iba a ir a visitar a Kitiara debiéndole dinero. Ni lo que era mucho peor: no iba a espiarla y al mismo tiempo aceptar su caridad.
—Estarías orgulloso de mí, Sturm —comentó Raistlin mientras revolvía un brebaje para el dolor de garganta—. Parece que algo de honor me queda.
En el piso de abajo se oyó el sonido de la puerta principal abriéndose y cerrándose. Luego, unos pasos ligeros subieron la escalera a la carrera. Raistlin no interrumpió su trabajo. Aunque no hubiese percibido el leve aroma a gardenia, habría sabido que su visitante era Iolanthe. Nadie más se acercaba a la torre, porque se había extendido el rumor por toda la ciudad de que por ella vagaban los fantasmas de los Túnicas Negras muertos.
—¿Raistlin? —gritó Iolanthe.
—Aquí —respondió él, alzando la voz.
Iolanthe entró en la habitación. Respiraba trabajosamente por el esfuerzo. Tenía el pelo revuelto y la mirada encendida.
—Deja lo que estés haciendo. Ariakas quiere reunirse contigo.
—¿Reunirse conmigo? —preguntó Raistlin, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo.
—¡Sí, contigo! ¡Quiere hablar contigo ahora mismo! Deja eso —dijo Iolanthe, quitándole la cuchara de las manos—. No le gusta que le hagan esperar.
Lo primero que se le pasó por la cabeza a Raistlin fue que Ariakas había descubierto su relación con La Luz Oculta. Pero si ése fuera el caso, razonó, enviaría a los draconianos a buscarlo, no a su amante.
—¿Qué quiere de mí?
—Pregúntaselo tú mismo —repuso Iolanthe.
Raistlin tapó el tarro.
—Iré, pero ahora no puedo dejar esto. —Se inclinó sobre una olla pequeña que había puesto al fuego—. Tengo que esperar a que hierva.
Iolanthe olfateó la olla y arrugó la nariz.
—¡Puaj! ¿Qué es eso? —Un experimento.
Raistlin se acordó del dicho que afirmaba que si se mira la olla, ésta nunca hierve, y se volvió a hacer otra cosa. Con cuidado, metió el tarro de medicina para el dolor de garganta en un cajón, junto con otras muchas pociones y ungüentos que ya estaban listos. Iolanthe lo observaba, dando golpecitos con el pie y repiqueteando los dedos en el brazo. Apenas podía contener la impaciencia.
—Eso ya está hirviendo —anunció.
Raistlin cogió la olla por las asas con un trapo y la apartó del fuego. La dejó sobre la mesa y se quitó el delantal con el que se protegía la túnica.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Iolanthe, mirando el mejunje con una mueca.
—Tiene que fermentar —repuso Raistlin, doblando cuidadosamente el delantal—. En la Noche del Ojo, haré...
—¡La Noche del Ojo! ¡Es verdad! —exclamó Iolanthe, dándose una palmada en la frente—. Qué tonta soy. Ya no falta mucho, ¿verdad? ¿Vas a ir a la celebración de la Torre de Wayreth?
—No, pienso quedarme aquí y trabajar en mis experimentos —contestó Raistlin—. ¿Y tú?
—Te lo contaré mientras vamos a ver al emperador.
Lo agarró de la mano y tiró de él presurosa, para que bajara la escalera y saliera de la torre.
—¿Por qué no vas a Wayreth? —preguntó Iolanthe.
Raistlin la miró fijamente.
—¿Por qué no vas tú?
Iolanthe se echó a reír.
—Porque me lo voy a pasar mejor en Neraka. Ya sé que cuesta creerlo. En la Noche del Ojo, Talent siempre organiza una fiesta impresionante en El Broquel Partido y hay otra fiesta en El Trol Peludo. La cerveza es gratis. Todo el mundo se emborracha... o más bien se emborrachan más de lo acostumbrado. La gente enciende hogueras en la calle y todo el mundo se disfraza de hechicero y finge que lanza conjuros. Es la única diversión de esta ciudad.
—Nunca habría creído que el Señor de la Noche lo permitiera —dijo Raistlin.
—Claro que no lo aprueba. Y eso forma parte de la diversión. Todos los años el Señor de la Noche hace público un edicto prohibiendo la celebración y amenaza con mandar los soldados a cerrar las tabernas. Pero como todos los soldados están en la fiesta, sus amenazas siempre se quedan en nada.
Le sonrió con aire coqueto.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué no vas tú a la torre?
—No sería bienvenido. No pedí permiso al Cónclave para cambiar mi lealtad de los Túnicas Rojas a las Negras.
—Eso fue una estupidez —repuso Iolanthe con franqueza—. Parece que te esforzaras por crearte enemigos. Lo único que tendrías que haber hecho es presentarte ante el Cónclave, explicar tus razones y pedir su bendición. No es más que una formalidad. ¿Por qué saltársela?
—Porque no me gusta pedirle nada a nadie —fue la respuesta de Raistlin.
—Y de esa forma desprecias todas las ventajas de las que podrías disfrutar si mantuvieras una buena relación con tus colegas hechiceros, sin mencionar que pones tu propia vida en peligro. ¿Para qué? ¿Qué ganas con eso?
—Mi libertad.
Iolanthe puso los ojos en blanco.
—Libertad para acabar muerto. Juro por las tres lunas que no te entiendo, Raistlin Majere.
Raistlin no estaba seguro de ni siquiera entenderse él mismo. Incluso en el mismo momento en que, encogiéndose de hombros, desechaba la idea de acudir a la Torre de Wayreth para celebrar la Noche del Ojo, sintió una punzada de remordimientos por no estar allí. Nunca había estado en una de aquellas celebraciones.
Después de pasar la Prueba, no tenía medios para viajar hasta la torre. Pero sabía lo que sucedía allí y en más de una ocasión había suspirado por participar.
En La Noche del Ojo las tres lunas de la magia se alineaban y formaban un «ojo» en el cielo. La luna plateada conformaba la parte blanca del ojo, la roja era el iris y la negra, la pupila. Aquella noche, los poderes de los hechiceros estaban en su cénit. Los magos de todos los rincones de Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para utilizar sus poderes mágicos, que cruzaba la noche como rayos de luna. Se dedicaban a crear objetos mágicos o a imbuirlos de magia, escribir hechizos, preparar pociones o invocar demonios de planos inferiores. Esa noche se practicaba la magia más asombrosa y él se la perdería.
Le quitó importancia. Había tomado una decisión y no lo lamentaba. Se quedaría allí y se concentraría en su propia magia.
Es decir, si Ariakas no tenía otros planes para él.
Iolanthe no llevó a Raistlin al Palacio Rojo, como él esperaba. Ariakas se encontraba en su cuartel general en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones, un edificio sencillo y bajo en el que podía colgar los mapas en la pared, perfeccionar su manejo de la espada con los soldados si le apetecía y decir lo que pensaba, sin miedo a que sus palabras fueran repetidas de inmediato ante el Señor de la Noche.
Ante la puerta del despacho de Ariakas montaban guardia dos ogros enormes con armadura, los más corpulentos que Raistlin hubiera visto jamás. Raistlin no era de los que se impresionaban fácilmente, pero se le pasó por la cabeza que sólo su armadura debía de pesar el doble que él. Los ogros conocían a Iolanthe y era evidente que la admiraban porque, en cuanto la vieron, en sus rostros peludos se dibujó una sonrisa. No obstante, la trataron de forma muy formal y le pidieron que se quitara todas las bolsas que llevara.
Iolanthe afirmó que no llevaba ninguna, como ellos bien sabían. Después levantó los brazos, invitándoles a que la registraran en busca de armas.
—¿A quién dio suerte hoy la pieza de acero? —les preguntó con tono burlón.
Uno de los ogros sonrió y después la recorrió con las manos. Ni que decir tiene que el ogro estaba disfrutando con su obligación, pero Raistlin se fijó en que, de todos modos, actuaba de forma profesional y concienzuda. El guardia era muy consciente del terrible destino que le esperaba si alguien le clavaba un puñal a su superior.
El ogro terminó con Iolanthe y se volvió hacia Raistlin. Iolanthe ya le había advertido que no se permitía entrar a ningún hechicero con ingredientes mágicos, así que había dejado todas sus bolsas y el bastón en la torre. La bolsita con las canicas y el Orbe de los Dragones estaba escondida desde hacía mucho tiempo en un saco de harina infestada de gorgojos.
Los ogros lo registraron y, al no encontrar nada, le dijeron que podía pasar.
Iolanthe lo apremió para que cruzara el umbral, pero ella se quedó fuera.
—No te preocupes —le dijo—. Estaré en la habitación de al lado, escuchando a escondidas.
Raistlin tuvo la sensación de que no estaba bromeando.
Entró en una habitación pequeña y con pocos muebles. Varios mapas decoraban las paredes. Una ventana se abría sobre un patio, en el que las tropas de draconianos practicaban sus maniobras.
Ariakas iba vestido mucho más informalmente que la vez que Raistlin se había encontrado con él en el palacio. Era un día cálido, con el anuncio de la primavera en el aire. Ariakas se había quitado la capa y la había dejado en una silla. Vestía un jubón de cuero de la mejor calidad. Olía a sudor y a piel curtida. El recuerdo de Caramon volvió a acosar a Raistlin.
El emperador estaba ocupado leyendo despachos y no pareció percatarse de la presencia de Raistlin en la habitación. No le ofreció asiento. Raistlin se quedó de pie, esperando con las manos metidas en las mangas de la túnica a que el gran hombre se dignara a fijarse en él.
Por fin, Ariakas terminó de leer.
—Siéntate.
Señaló una silla junto a su mesa.
Raistlin obedeció. No dijo nada, sino que esperó en silencio a oír la razón por la que le había hecho llamar. Estaba seguro de que se trataría de algún encargo trivial y aburrido, y ya estaba preparado para rechazarlo.
Ariakas lo miró fijamente un momento, con actitud grosera, antes de dirigirse a él.
—Maldita sea, sí que eres feo. Iolanthe me ha contado que tu enfermedad de la piel es consecuencia de la Prueba.
Raistlin se puso tenso, y furioso. Su única respuesta visible fue un gesto frío de asentimiento, o al menos eso pretendía. Al parecer, no lo consiguió, pues Ariakas esbozó una sonrisa.
—Ahora ya veo a tu hermana en ti. Ese brillo en tus ojos lo he visto en los suyos y sé lo que significa: de un momento a otro podrías clavarme un puñal en el corazón o algo así. En tu caso, creo que me asarías en una bola de fuego.
Raistlin siguió en silencio.
»Hablando de tu hermana y de puñales —dijo Ariakas en tono afable—, quiero que te encargues de un trabajo para mí. Kitiara tiene algo entre manos, junto con ese Caballero de la Muerte suyo, y quiero saber de qué se trata.
Raistlin se quedó perplejo. Talent Orren había utilizado prácticamente las mismas palabras al referirse a Kit. No había hecho mucho caso de lo que había dicho Orren sobre el presunto complot de Kit. Después de que Ariakas también lo mencionara, empezó a pensar que quizá hubiera algo de cierto en todo aquello y se preguntó qué estaría tramando su hermana.
A Raistlin no le gustaba la forma en que Ariakas estaba mirándolo. Aquello podía no ser más de lo que parecía: el encargo de que espiara a su hermana. O podía tratarse de un intento de descubrir si Raistlin estaba involucrado. Vadeaba aguas peligrosas y tenía que remar con cuidado.
—Como ya dije a Su Majestad Imperial —habló Raistlin por fin—, llevo bastante tiempo sin ver a mi medio hermana, Kitiara, y no he tenido contacto con ella...
—Eso cuéntaselo a quien le importe —lo interrumpió Ariakas, perdiendo la paciencia—. Vas a tener contacto con ella. Vas a hacerle una visita como buen hermano. Vas a descubrir lo que están haciendo ella y ese Caballero de la Muerte maldito, y vas a volver para informarme. ¿Entendido?
—Sí, mi señor —repuso Raistlin sin alterarse.
—Eso es todo —dijo Ariakas, haciendo un gesto para que se retirara—. Iolanthe te llevará al Alcázar de Dargaard. Tiene una especie de hechizo mágico con el que se desplaza. Ella te ayudará.
Raistlin se sintió menospreciado.
—No necesito su ayuda, mi señor. Soy perfectamente capaz de viajar utilizando mi propia magia.
Ariakas cogió un despacho y fingió que lo leía.
—No dará la casualidad de que utilizas un Orbe de los Dragones para lograrlo, ¿verdad? —preguntó el emperador como si tal cosa.
Había tendido la trampa con tanta sutileza, había planteado la pregunta tan despreocupadamente, que Raistlin estuvo a punto de caer. Se contuvo en el último momento y logró responder sin alterarse y, al menos eso esperaba, con convicción.
—Lo siento, señor, pero no tengo la menor idea de lo que habláis.
Ariakas enarcó una ceja y le clavó su mirada penetrante. Después volvió a concentrarse en el despacho y llamó a los guardias.
Los ogros abrieron la puerta y esperaron a que Raistlin saliera. El hechicero estaba sudando, tembloroso por el encuentro. Con todo, no estaba dispuesto a que Ariakas lo despachara como a un adulador más.
—Ruego que me disculpéis, vuestra señoría —dijo Raistlin con el corazón a punto de salírsele del pecho y la sangre agolpándosele en las orejas—, pero todavía debemos decidir cuánto me pagaréis por mis servicios.
—¿Qué te parece como pago que no te corte esa lengua insolente que tienes? —contestó Ariakas.
Raistlin sonrió sin ganas.
—Es un trabajo peligroso, señor. Los dos conocemos a Kitiara. Los dos sabemos lo que me haría si descubriese que me han enviado a espiarla. Mi recompensa debería guardar relación con el riesgo que asumo.
—¡Hijo de puta! —Ariakas fulminó a Raistlin con la mirada—. Te doy la oportunidad de servir a tu reina y me regateas como un mercader cualquiera. ¡Debería matarte aquí mismo!
Raistlin se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y se maldijo por haber sido tan increíblemente idiota. No tenía ingredientes para ningún hechizo, pero uno de sus oficiales, en la época en que había sido mercenario, le había enseñado a conjurar hechizos sin necesidad de componentes. Un hechicero tenía que estar muy desesperado para intentarlo. Raistlin pensó que «desesperado» era el adjetivo que mejor definía su situación. Recordó las palabras...
—Cien piezas de acero —le ofreció Ariakas.
Raistlin parpadeó y abrió la boca para hablar.
»Si te atreves a pedir más —añadió Ariakas con un brillo peligroso en sus ojos oscuros—, fundiré esa piel dorada que tienes en un montón de monedas, y será con eso con lo que te pague. ¡Fuera de aquí!
Raistlin se marchó sin esperar un segundo más. Buscó a Iolanthe con la mirada y, al no verla, decidió que no era muy prudente quedarse allí. Ya había recorrido la mitad de la calle cuando Iolanthe lo alcanzó. Al sentir que alguien lo tocaba, Raistlin estuvo a punto de pegar un brinco.
—¡Debes de tener ganas de morir! —Iolanthe se le colgó del brazo una vez más, para su profundo disgusto—. ¿En qué estabas pensando? Casi logras que nos maten a los dos. Ahora está furioso conmigo, me echa la culpa de tu «descaro». Podría haberte matado. Ha asesinado a más de uno por mucho menos. Espero que esas cien piezas de acero realmente sean tan importantes.
—No lo he hecho por dinero —contestó Raistlin—. Ariakas podría enterrar sus piezas de acero en el fondo del Mar Sangriento si por mí fuera.
—Entonces, ¿por qué te arriesgaste así?
«Realmente, ¿por qué?», Raistlin consideró la pregunta.
—Yo te voy a decir por qué —respondió Iolanthe—. Siempre tienes que ponerte a prueba. Nadie puede ser más alto que tú. Si lo es, le cortas las piernas. Algún día te encontrarás con alguien que te las corte a ti.
Iolanthe meneó la cabeza.
—La gente tiende a pensar que, como Ariakas es fuerte, también es bobo. Cuando se dan cuenta de su equivocación, ya es demasiado tarde.
Raistlin tuvo que admitir que había infravalorado a Ariakas y que a punto había estado de pagarlo muy caro. Sin embargo, no le gustaba que se lo recordaran y deseó, molesto, que Iolanthe se fuera y le dejara pensar. Intentó deslizar el brazo para librarse del de la hechicera, pero ella lo apretó con más fuerza.
—¿Vas a ir al Alcázar de Dargaard?
—Me pagan cien piezas de acero para que vaya.
—Necesitarás mi ayuda para llegar, con o sin ese Orbe de los Dragones.
Raistlin la miró con recelo, preguntándose si sólo estaría burlándose de él. Nunca estaba seguro con ella.
—Gracias —respondió—, pero soy perfectamente capaz de hacerlo solo.
—¿En serio? Lord Soth es un Caballero de la Muerte. ¿Sabes lo que es eso?
—Por supuesto —contestó Raistlin, que prefería no hablar sobre eso, ni siquiera pensarlo.
De todos modos, Iolanthe se hizo escuchar.
—Un Caballero de la Muerte es un muerto viviente tan aterrador y poderoso que puede paralizarte con sólo rozarte o matarte pronunciando una única palabra. No le gustan las visitas. ¿Conoces su historia?
Raistlin le dijo que había leído sobre la desgracia de Soth e intentó cambiar de tema, pero Iolanthe parecía tener un macabro empeño en recordar aquel suceso pavoroso. Sin más remedio que escucharla, Raistlin intentó pensar en cómo viviría Kitiara en un castillo horrendo con la compañía de un demonio sangriento. Un demonio con el que seguramente él tendría que verse las caras en no mucho tiempo. Pensó con amargura que Ariakas podía haber encontrado mil maneras más sencillas de acabar con su vida.
—Antes del Cataclismo, Soth era un caballero solámnico, respetado y admirado. Era un hombre de carácter apasionado y violento, y tuvo la desgracia de enamorarse de una elfa. Hay quien dice que los elfos tuvieron algo que ver, pues ellos eran leales al Príncipe de los Sacerdotes de Istar y Soth se oponía a su gobierno dictatorial.
»Soth estaba casado, pero violó sus votos y sedujo a la doncella elfa, que quedó embarazada. Su esposa desapareció muy oportunamente por aquella misma época y eso permitió a Soth casarse con su amante. Cuando se trasladó al Alcázar de Dargaard, la joven elfa descubrió el terrible secreto: el caballero había asesinado a su primera esposa. Consternada, le echó en cara su crimen. En un primer momento, él demostró sus mejores sentimientos y le rogó a su esposa que lo perdonara y a los dioses que le concedieran la oportunidad de redimirse. Los dioses atendieron sus plegarias y le dieron el poder de detener el Cataclismo, aunque sería a cambio de su propia vida.
»Soth se dirigía a Istar cuando lo abordó un grupo de elfas. Le contaron que su esposa le había sido infiel y que el niño al que había dado luz no era hijo suyo. Sus pasiones lo dominaron. La cólera lo invadió. Cabalgó de nuevo hacia su alcázar. Acusó a su esposa en el mismo momento en que se desató el Cataclismo. El techo se derrumbó, o quizá fuera una lámpara de araña que se cayó, no me acuerdo bien. Soth podría haber salvado a su esposa y al niño, pero la ira y el orgullo ganaron la batalla. Contempló la muerte de ambos, envueltos en las mismas llamas que arrasaron el castillo.
»Las últimas palabras que pronunció su esposa fueron para maldecirlo. Viviría eternamente con la conciencia de su culpa. Sus caballeros se transformaron en guerreros espectrales. Las elfas que habían provocado su desgracia también fueron maldecidas y se convirtieron en banshees, que una noche tras otra le recitan sus crímenes.
Raistlin vio que Iolanthe se estremecía.
»Yo he estado delante de lord Soth. Lo miré a los ojos. Por todos los dioses, ojalá no lo hubiera hecho.
Un escalofrío recorrió a Raistlin ahora.
—¿Cómo puede Kitiara vivir en el mismo castillo que él?
—Tu hermana es una mujer única. No teme a nada, ni a este lado de la tumba ni al otro.
—Tú has estado en el Alcázar de Dargaard. Has visitado a mi hermana allí. ¿Sabes qué está haciendo? ¿A qué se debe la desconfianza de Ariakas? Hace pocos días me dijiste que se habían reunido y que todo iba bien entre ellos.
Iolanthe sacudió la cabeza.
—Creía que así era.
—Ariakas sabe que has ido a ver a Kit. Me dijo que tú me llevarías. ¿Por qué no te ha encargado a ti esta misión?
—No confía en mí —contestó Iolanthe—. Sospecha que siento demasiada simpatía por Kit. Él la ve como una rival.
—Sin embargo, me envía a mí y Kitiara y yo somos familia. ¿Por qué cree que yo traicionaría a mi hermana?
—Quizá porque sabe que has traicionado a tu hermano —repuso Iolanthe.
Raistlin se detuvo para mirarla atentamente. Sabía que debería negarlo, pero no le salían las palabras. No lograba pronunciarlas.
—Te lo digo como una advertencia, Raistlin. No subestimes a lord Ariakas. Conoce todos tus secretos. A veces no puedo evitar pensar que el mismo viento es su espía. He recibido la orden de acompañarte al Alcázar de Dargaard. ¿Cuándo quieres partir?
—Tengo que entregar mis pociones y hacer algunos preparativos —dijo Raistlin, y añadió con acritud—: Pero no sé para qué te lo digo. Sin duda, tú y Ariakas sabéis lo que voy a hacer antes de que lo haga.
—Puedes enfadarte tanto como quieras, amigo mío, pero ¿qué esperabas cuando elegiste servir a la Reina Oscura? ¿Que ella te daría una generosa recompensa y no pediría nada a cambio? Nada más lejos de la verdad, querido —dijo Iolanthe con voz melosa como un ronroneo—. Takhisis exige que se le sirva en cuerpo y alma.
«Iolanthe sabe que tengo el Orbe de los Dragones —pensó Raistlin—. Ariakas también lo sabe y, por supuesto, Takhisis.»
—La reina se toma su tiempo —prosiguió Iolanthe, como si respondiera a los pensamientos de Raistlin, como si pudiera verlos reflejados en sus ojos—. Espera su oportunidad para poder golpear. Un tropiezo, un solo error...
Iolanthe le soltó el brazo.
—Mañana a primera hora iré a buscarte a la torre. Trae el Bastón de Mago, porque en el Alcázar de Dargaard vas a necesitar su luz. —Se quedó callada un momento.
»Aunque no existe luz, mágica o de cualquier otra naturaleza, que pueda desvanecer esa eterna noche abominable.
«Un tropiezo... Un error... Me envían al Alcázar de Dargaard para que me enfrente a un Caballero de la Muerte. Soy un idiota —pensó Raistlin—. Un perfecto idiota...»
Esa tarde, cuando el sol ya se ponía, Raistlin envolvió cuidadosamente los tarros de las pociones con una tela de algodón, para que no se rompieran, y los metió en un cajón. Así ya podría llevarlos a la tienda de Snaggle. Agradecía la oportunidad de andar, de pensar mientras caminaba, tratando de decidir qué hacer. Ahora la vida en Palanthas le parecía muy sencilla. El camino que llevaba a la realización de sus ambiciones se le había presentado llano y recto. Pero en algún lugar de su andadura se había desviado, había tomado la bifurcación equivocada y había terminado en un pantano mortal de mentiras e intrigas. Un solo paso en falso lo precipitaría hacia su propia muerte. Se hundiría bajo esas aguas putrefactas como...
Como yo me hundí en el Mar Sangriento —dijo una voz.
—¿Caramon? —Raistlin se detuvo, atónito. Miró en derredor. Era la voz de Caramon. Estaba seguro.
—Sé que estás aquí, Caramon —dijo Raistlin—. Sal de tu escondite. No estoy de humor para tus jueguecitos.
Se había parado en la Ringlera de los Hechiceros y el lugar estaba desierto, como siempre. El viento barría la calle, arrancaba un susurro de las hojas muertas del otoño y levantaba la basura, haciéndola girar en el aire y volver a caer. No había nadie. Raistlin sintió que lo bañaba un sudor helado. Las manos le temblaban tanto que estuvo a punto de dejar caer el cajón. Lo dejó en el suelo.
—Caramon está muerto —dijo, pues necesitaba oírse a sí mismo pronunciando esas palabras.
—¿Quién es Caramon?
Raistlin se volvió, con un hechizo en la punta de la lengua, y vio a Mari sentada en el escalón de un portal. Raistlin olvidó el hechizo con un suspiro. Al menos la voz había sido real y no había resonado sólo en su cabeza..., o en su corazón.
—Olvídalo. ¿Qué quieres? —preguntó a la kender.
—¿Qué hay en ese cajón? —preguntó Mari, al tiempo que alargaba una mano para tocar uno de los frascos.
Raistlin levantó el cajón, justo a tiempo para alejarlo de la kender. Prosiguió su camino hacia la tienda de Snaggle.
—¿Quiere que te ayude a llevar eso? —se ofreció Mari, trotando a su lado.
—No, gracias.
Mari hundió las manos en los bolsillos.
—Supongo que ya sabrás por qué estoy aquí.
—Talent quiere una respuesta.
—Bueno, por eso también. Primero quiere saber por qué fuiste a ver a Ariakas.
Raistlin sacudió la cabeza.
—¿Hay alguien en esta ciudad que no sea un espía?
—No creo —contestó Mari, encogiéndose de hombros—. Cuando un ratón come una miga en Neraka, Talent se entera de inmediato.
Raistlin vio que la kender estaba a punto de abrir la tapa de uno de sus tarros para meter el dedo en la impoluta poción. Raistlin dejó el cajón en el suelo, le quitó el tarro y lo cerró de nuevo.
—¿Se supone que tiene que oler así? —preguntó Mari.
—Sí —contestó Raistlin, mientras se preguntaba qué hacer.
Podía traicionar a La Luz Oculta y entregarlos a Ariakas. Se había dado cuenta de que el aguardiente que le habían dado tenía una droga, había olido el opiáceo en cuanto se había acercado la jarra a los labios. Había fingido que bebía y después había simulado que caía inconsciente. Podría guiar a los guardias del emperador hasta El Botín de Lute y, luego, por los túneles que se abrían debajo. Recibiría una recompensa más que digna.
O podía traicionar a Ariakas y unir sus fuerzas a la batalla de La Luz Oculta para derrotar al emperador y a la Reina Oscura. Por lo que Raistlin había oído y visto de los enemigos a los que se enfrentaría, aquélla sería la opción más peligrosa y con menos probabilidades de éxito.
Ambos bandos querían que espiara a su hermana. De repente, le asaltó la duda de lado de quién estaría Kit.
«Ella es como yo —dedujo—. Kit estará de su lado.»
—Ariakas me hizo llamar para preguntarme si sabía algo de ese hombre al que todos quieren dar caza —contestó Raistlin—. Ése de la gema verde.
—¿Te refieres a Berem? Dime, ¿tú sabes por qué todo el mundo lo busca? —preguntó Mari con gran interés—. Quiero decir, ya sé que no te cruzas todos los días con un tipo con una esmeralda clavada en el pecho, pero ¿qué lo hace tan especial? Aparte de la esmeralda, quiero decir. Me preguntó cómo acabaría ahí clavada. ¿Tú lo sabes? ¿Y qué pasaría si alguien intentara arrancársela? ¿Se desangraría hasta morir? ¿Sabes lo que creo yo? A mí me parece...
—No sé nada sobre Berem —logró decir Raistlin en medio del torrente de palabras de la kender—. Lo único que sé es que ésa era la razón por la que Ariakas quería verme.
—¿Eso es todo? —dijo Mari, y silbó aliviada—. Menos mal. Así ya no tengo que matarte.
—Eso no tiene gracia.
—No pretendía ser graciosa. ¿Así que vas a aceptar el encargo de Talent? ¿Puedo ir contigo? Hacemos un equipo increíble, tú y yo.
—Talent no te ha contado adonde me envía, ¿verdad? —preguntó Raistlin alarmado. Si lo sabía un kender, lo sabría media Neraka.
—Qué va, Talent nunca me cuenta nada, lo que seguramente sea una actitud muy inteligente. No se me da demasiado bien guardar un secreto. Pero, oye, sea donde sea, te vendrá bien mi ayuda.
Ya había oído eso antes, otro kender le había dicho lo mismo. Raistlin recordó a Tasslehoff hurgando entre sus componentes de hechizos, estropeando la mitad y robando la otra; probando las pociones a escondidas (a veces con consecuencias catastróficas); escapando con diferentes utensilios de la casa, desde una cuchara hasta una cazuela; y, en definitiva, siempre metiéndose a sí mismo y a sus amigos en problemas.
El otoño anterior, sin ir más lejos, Tasslehoff había cogido un bastón normal y corriente en apariencia, pero que se había transformado en un báculo de cristal azul con la capacidad de hacer milagros...
«¿De verdad fue el otoño pasado? —se preguntó Raistlin—. Parece que hubiera sido en otra vida.»
—Oye, Raistlin, vuelve de donde te hayas ido —dijo Mari, tirándole de la manga y agitando una mano delante de él—. ¿Ibas a ver al viejo Snaggle? Porque si la respuesta es sí, ya hemos llegado.
Raistlin se detuvo. Dejó el cajón en el escalón y se sentó junto a él.
—No puedes venir conmigo, Mari. De hecho, deberías irte de Neraka —le dijo a la kender—. Deja de trabajar para Talent. Es demasiado peligroso.
—Ya, Talent no se cansa de decírmelo. Y ya ves, ¡todavía no me ha pasado nada!
—Sí que te ha pasado algo —le contradijo Raistlin con dulzura—. Los kenders pertenecen a la luz y no a la oscuridad, Mari. Si te quedas aquí, la oscuridad acabará destruyéndote. Ya ha empezado a cambiarte.
—¿De verdad? —Mari tenía los ojos abiertos como platos.
—Asesinaste a un hombre. Tienes las manos manchadas de sangre.
—Tengo las manos manchadas de restos de la comida de hoy y una gotita de esa poción asquerosa, y un poco de babas de goblin de la taberna, pero nada de sangre. Mira, puedes comprobarlo tú mismo. —Mari levantó las manos, con las palmas hacia arriba listas para la inspección.
Raistlin sacudió la cabeza y suspiró. Mari le dio una palmadita en el hombro.
—Ya sé lo que quieres decir. Sólo estaba bromeando. Te referías a que tengo las manos manchadas de la sangre del Ejecutor. Pero no es verdad. Me las lavé.
Raistlin se puso de pie. Cogió el cajón.
—Será mejor que te vayas ya, Mari. Tengo que tratar un asunto serio aquí.
—Aquí todos tenemos asuntos serios —replicó Mari.
—Dudo que ni siquiera sepas el significado de esa palabra.
—Claro que lo sé. Lo que pasa es que nosotros, los kenders, no queremos ser serios, pero podemos serlo si nos lo proponemos. Mi pueblo está luchando contra la Reina Oscura en todo el mundo. En Kendermore y en Kenderhome y en Flotsam y Solace, y en Palanthas y en otros muchos sitios de los que nunca he oído hablar, los kenders están luchando y, en algunas ocasiones, muriendo. Y eso es muy triste, pero debemos seguir luchando porque tenemos que ganar pues, si no ganamos, pasarán cosas horribles. Takhisis odia a los kenders. Nos pone al mismo nivel que los elfos, una auténtica ofensa para nosotros, los kenders, aunque tal vez no lo sea para los elfos. Así que ya ves, Raist, la oscuridad no nos está cambiando. Nosotros estamos cambiando a la oscuridad.
Mari tenía los ojos brillantes y una alegre sonrisa.
—¿Qué le digo a Talent?
—Dile que acepto el trabajo —contestó Raistlin. Sonriendo, extendió el brazo y le quitó otro frasco de la mano, justo cuando la kender iba a metérselo en un bolsillo—. No querría que tuvieras que matarme.