Kaye colocó los artículos sobre la mesa de Mitch y tomó el manuscrito para la Queen's Library. Tres semanas antes se había decidido a escribir un libro sobre el SHEVA, biología moderna, todo lo que creía que la especie humana debía saber de cara a los años venideros. El título hacía referencia a su metáfora del genoma, con toda su efervescencia, elementos y móviles y jugadores en provecho propio ofreciendo sus servicios a la reina del genoma con una parte de su naturaleza, y esperando con egoísmo acabar instalados en la Queen's Library, el ADN; y en ocasiones mostrando otra cara, ejecutando otra función, más egoísta que útil, parasitaria o depredadora, causando problemas o incluso desastres… Una metáfora política que le parecía muy apropiada.
Durante las dos semanas anteriores había escrito más de ciento sesenta páginas en el ordenador portátil, y las había impreso en una impresora también portátil, en parte para ordenar sus ideas antes de la convención.
«Y para matar el tiempo. A veces las horas se hacen eternas cuando Mitch está lejos.»
Alineó los papeles golpeándolos sobre la madera, satisfecha con el sonido que producían, luego los colocó junto a la fotografía de Christopher Dicken que se encontraba dentro de su pequeño marco plateado cerca de un retrato de Sam y Abby. La última fotografía en su caja de pertenencias era de Saul, en blanco y negro, tomada por un fotógrafo profesional en Long Island. Saul parecía capaz, sonriente, lleno de confianza y sabio. Habían enviado copias de esa fotografía junto con el plan de negocios de EcoBacter a los posibles inversores cinco años atrás. Una eternidad.
Kaye había pasado muy poco tiempo reflexionando sobre el pasado, o reuniendo recuerdos. Ahora lo lamentaba. Quería que el bebé supiese lo que había sucedido. Cuando se miraba al espejo, veía el perfecto retrato de la salud y la vitalidad. El embarazo le estaba sentando muy bien.
Como si ya no escribiese lo suficiente, tres días antes había empezado a llevar un diario, el primero de toda su vida.
10 de junio
Invertimos la semana pasada en preparar la conferencia y buscar casa. Las hipotecas se han puesto por las nubes, el interés está al veintiuno por ciento, pero nos podemos permitir algo mayor que el apartamento, y Mitch no es demasiado exigente. Yo sí. Mitch escribe más despacio que yo, sobre las momias y la cueva, enviándoselo página a página a Oliver Merton en Nueva York, quien se encarga de las correcciones, en ocasiones con demasiada crueldad. Mitch se lo toma con calma, intentando mejorar. Nos hemos vuelto tan literarios, observándolo todo, quizás incluso algo engreídos, ya que no hay mucho más para mantenernos ocupados.
Mitch ha salido esta tarde para hablar con el nuevo director del Hayer, con la esperanza de ser readmitido. (Nunca se aleja más de veinte minutos del apartamento, y anteayer compramos otro teléfono móvil. Le digo que puedo cuidar de mí misma, pero se preocupa igual.)
Recibimos una carta del profesor Brock describiéndonos la controversia actual. Brock ha aparecido en algunos programas de entrevistas. Algunos periódicos han informado de la noticia, y el artículo de Merton en Nature ha llamado mucho la atención, y también ha recibido muchas críticas.
Innsbruck todavía retiene todos las muestras de tejidos y no quiere hacer comentarios ni permitir su análisis, pero Mitch está colaborando con sus amigos de la UW para que hagan una anuncio público con lo que saben, para frustrar el secretismo de Innsbruck. Merton cree que los gradualistas a cargo de las momias tienen como mucho dos o tres meses para preparar sus informes y hacerlos públicos, o serán apartados de la investigación y reemplazados, espera Brock, por un equipo más objetivo. Está claro que espera estar al mando.
Mitch también podría formar parte de ese equipo, aunque quizás eso sea esperar demasiado.
Merton y Daney no pudieron convencer a la Oficina de Emergencia de Nueva York para celebrar la conferencia en Albany. Algo sobre 1845, el gobernador Silas Wright y disturbios por los alquileres; no quieren que eso se repita bajo la Situación de Emergencia «temporal» y «experimental».
Presentamos una petición ante la Oficina de Emergencia de Washington por medio de Maria Konig de la UW, y nos permitieron una conferencia de dos días en el Kane Hall, con un máximo de cien participantes, todos previa aprobación de la Oficina. Las libertades civiles no han quedado totalmente olvidadas, pero casi. Nadie quiere llamarlo ley marcial, y de hecho las cortes civiles siguen en funcionamiento, pero actúan bajo la aprobación de la Oficina de cada estado.
Mitch dice que no ha habido nada igual desde 1942.
Me siento extraña: saludable, vital, llena de energía y no tengo aspecto de embarazada. Las hormonas son iguales, los efectos los mismos.
Mañana tengo que hacerme los escáneres y sonogramas en Marine Pacific, y haremos una amnio y una biopsia de vellosidades coriónicas a pesar de los riesgos, porque queremos saber cómo son los tejidos.
El siguiente paso no será fácil.
Señora Hamilton, ahora yo también soy un cobaya de laboratorio.
Dicken se impulsó con una mano a lo largo del extenso pasillo del piso diez del Centro Clínico Magnuson, dio un giro con lo que esperaba fuese genuina agilidad sobre una silla de ruedas —de nuevo con una sola mano— y vio de refilón a dos hombres que venían por su camino de regreso. El traje gris, el paso largo y lento, y la altura le indicaron que uno de los hombres era Augustine. No sabía quién podía ser el otro.
Con un gemido, bajó la mano derecha y se dirigió hacia la pareja. Al acercarse, pudo apreciar que el rostro de Augustine se estaba recuperando bastante bien, aunque siempre conservaría un aspecto ligeramente maltratado. Lo que no estaba cubierto por los vendajes, que le atravesaban lateralmente la cabeza y cubrían partes de las mejillas y las sienes, de las continuas operaciones de cirugía plástica todavía mostraba señales de metralla. Los dos ojos se habían salvado. Dicken había perdido un ojo, y el otro había quedado afectado por el calor de la explosión.
—Sigues siendo todo un espectáculo, Mark —dijo Dicken frenando con una mano y arrastrando un poco uno de los pies.
—Lo mismo digo, Christopher. Me gustaría presentarte al doctor Kelly Newcomb.
Se dieron la mano con cautela. Dicken examinó a Newcomb durante un momento y luego dijo:
—Eres el nuevo viajante de Mark.
—Sí —replicó Newcomb.
—Felicidades por el puesto —le dijo Dicken a Augustine.
—No te molestes —le dijo Augustine—. Va a ser una verdadera pesadilla.
—Reunir a todos los niños bajo un mismo paraguas —comentó Dicken—. ¿Cómo le va a Frank?
—La próxima semana deja Walter Reed.
Otro momento de silencio. A Dicken no se le ocurría nada más que decir. Newcomb cruzó las manos con incomodidad, se ajustó las gafas y al final las empujó nariz arriba. Dicken odiaba aquel silencio, y justo cuando Augustine estaba a punto de hablar, él lo rompió diciendo:
—Van a retenerme durante un par de semanas más. Van a volver a operarme la mano. Me gustaría salir del campus durante un tiempo, ver cómo van las cosas en el mundo.
—Vayamos a tu habitación para hablar —le propuso Augustine.
—Sois mis invitados —le respondió Dicken.
Una vez dentro, Augustine le pidió a Newcomb que cerrase la puerta.
—Me gustaría que Kelly pasase unos días hablando contigo. Para ponerse al día. Vamos a pasar a una nueva fase. El presidente nos ha puesto bajo su presupuesto personal.
—Genial —dijo Dicken con voz poco clara. Tragó e intentó producir algo de saliva para humedecerse la lengua. La medicación para el dolor y los antibióticos estaban fastidiando su química corporal.
—No vamos a hacer nada demasiado radical —dijo Augustine—. Todo el mundo está de acuerdo en que la situación es extremadamente delicada.
—Situación con S mayúscula —dijo Dicken.
—Así es, sin duda, por el momento —dijo Augustine lentamente—. Yo no lo he pedido, Christopher.
—Lo sé —respondió Dicken.
—Pero si un niño SHEVA naciese con vida tendríamos que actuar con rapidez. Dispongo de informes de siete laboratorios que demuestran que el SHEVA puede movilizar antiguos retrovirus del genoma.
—Activa todo tipo de HERV y retrotransposones —comentó Dicken. Había intentado seguir los estudios con un lector especial que tenía en la habitación—. No estoy seguro de que sean realmente virus. Podrían ser…
—No importa cómo los llames, tienen los genes virales exigidos —le interrumpió Augustine—. No nos hemos enfrentado a ellos desde hace millones de años, así que es probable que sean patógenos. Lo que ahora me preocupa es cualquier iniciativa que podría animar a las mujeres a llevar a término los embarazos de esos niños. No hay problemas en la Europa oriental y Asia. Japón ya ha iniciado un programa preventivo. Pero aquí somos más tercos.
Por decirlo con suavidad.
—No vuelvas a cruzar esa línea, Mark —le aconsejó Dicken.
Augustine no estaba de humor para recibir consejos sabios.
—Christopher, podríamos perder algo más que una generación de niños. Kelly está de acuerdo.
—Los informes parecen de fiar —confirmó Newcomb.
Dicken tosió, controló el espasmo, pero sintió como el rostro se le enrojecía de frustración.
—¿Qué propones? ¿Campos de internamiento? ¿Paritorios de concentración?
—Estimamos que nacerán entre un millar y dos millares de niños SHEVA en Norteamérica para finales de año, como mucho. Puede que no haya ninguno, cero, Christopher. El presidente ya ha firmado una orden de emergencia cediéndonos la custodia si alguno nace vivo. Ahora estamos perfilando los detalles civiles. Sólo Dios sabe qué va a hacer la Unión Europea. Asia sigue un procedimiento muy práctico. Aborto y cuarentena. Me gustaría que pudiésemos atrevernos a tanto.
—A mí no me suena como una crisis sanitaria tan importante, Mark —dijo Dicken. Volvió a toser. Con la visión dañada, no podía apreciar la expresión de Augustine tras los vendajes.
—Son contenedores, Christopher —dijo Augustine—. Si los bebés se mueven por entre la población, serán vectores. Para el sida bastaron unos pocos.
—Admitimos que es desagradable —dijo Newcomb, mirando de reojo a Augustine—. Así es como lo siento por dentro. Pero hemos realizado análisis por ordenador de algunos de los HERV activados. Si se produce la expresión de genes env y pol viables, podríamos tener entre las manos algo mucho peor que el VIH. El ordenador apunta a una enfermedad como ninguna que hayamos conocido nunca. Podría destruir a la especie humana, doctor Dicken. Podríamos quedar reducidos a polvo.
Dicken se alzó de la silla y se sentó en el borde de la cama.
—¿Quién tiene otra opinión? —preguntó.
—El doctor Mahy y el CCE —dijo Augustine—. Bishop y Thorne. Y, claro, James Mondavi. Pero la gente de Princeton está de acuerdo, y cuentan con la confianza del presidente. Quieren trabajar junto con nosotros en este asunto.
—¿Qué dice la oposición? —le preguntó Dicken a Newcomb.
—Mahy cree que cualquier partícula liberada será un retrovirus totalmente adaptado, pero no patógeno, y que como mucho veremos algunos casos de cánceres raros —dijo Augustine—. Mondavi tampoco ve la patogénesis. Pero no estamos aquí por eso, Christopher.
—¿Por qué, entonces?
—Necesitamos tu colaboración personal. Kaye Lang se ha quedado embarazada. Conoces al padre. Es un SHEVA de primera fase. Tendrá un aborto cualquier día de estos.
Dicken apartó la cara.
—Está preparando una conferencia en el estado de Washington. Intentamos que la Oficina de Emergencia la impidiese…
—¿Una conferencia científica?
—Más tonterías sobre la evolución. Y, sin duda, animaría a más madres. Podría ser un desastre desde el punto de vista de las relaciones públicas, algo fatal para la moral. No controlamos la prensa, Christopher. ¿Crees que tendrá opiniones extremas sobre el tema?
—No —dijo Dicken—. Creo que será muy razonable.
—Eso podría ser incluso peor —dijo Augustine—. Pero podría ser un elemento a usar en su contra si dice contar con el apoyo de la Ciencia con mayúsculas. La reputación de Mitch Rafelson es puro barro.
—Es un tipo decente —dijo Dicken.
—Es un desastre, Christopher —replicó Augustine—. Por suerte, es un desastre para ella, no para nosotros.
Kaye llevó el bloc de notas desde el dormitorio a la cocina. Mitch llevaba en la Universidad de Washington desde las nueve de la mañana. La primera reacción ante su visita al Museo Hayer había sido negativa; no les interesaban las controversias, sin que importase el apoyo que tuviese de Brock o de cualquier otro científico. El mismo Brock, le habían comentado, era un hombre controvertido, y según sus fuentes anónimas se «había distanciado» e incluso le «habían echado» de los estudios neandertales en la Universidad de Innsbruck.
A Kaye siempre la había disgustado el politiqueo académico. Dejó el bloc y el vaso de zumo de naranja sobre una mesita situada junto a la gastada silla de Mitch, y se sentó con un ligero gemido. Sin nada específico que hacer esa mañana y sin saber qué dirección dar a partir de ese punto al libro, había empezado un pequeño ensayo general que podría usar en la conferencia dentro de dos semanas…
Pero el ensayo también se había quedado paralizado de pronto. La inspiración no podía competir con las peculiares sensaciones en el interior de su abdomen, así de simple.
Habían pasado casi noventa días. La noche anterior, en el diario, había escrito: «Ya casi tiene el tamaño de un ratón.» Y nada más.
Usó el control remoto para encender el viejo televisor. El gobernador Harris daba una conferencia de prensa más. Salía en antena cada día para informar sobre la Ley de Emergencia, para explicar cómo el estado de Washington cooperaba con Washington, D.C., a qué medidas se resistía —daba mucha importancia a la resistencia, jugando a ser el duro individualista de más allá de las Cascadas— y explicar con mucho cuidado dónde consideraba que la cooperación era beneficiosa y esencial. Una vez más les ofreció una triste letanía de estadísticas.
«En el noroeste, desde Oregón hasta Idaho, los agentes de la ley me dicen que se han producido al menos treinta sacrificios humanos. Una vez sumados a los veintidós mil casos estimados de violencia contra las mujeres en todo el país, la Ley de Emergencia parece una necesidad evidente. Somos una comunidad, un estado, una región, una nación, descontrolada, triste, asustada ante un incomprensible acto de Dios.»
Kaye se acarició el estómago con suavidad. El trabajo de Harris era imposible de realizar. Los orgullosos ciudadanos de Estados Unidos, pensó, estaban adoptando una actitud muy china. Una vez que se hizo evidente que el favor del Cielo había desaparecido, el apoyo a un gobierno o a todos los gobiernos había descendido de forma dramática.
A la conferencia del gobernador siguió una mesa redonda con dos científicos y un representante del estado. La charla acabó refiriéndose a los niños SHEVA como portadores de enfermedad; se trataba de una completa tontería y era algo que no quería ni necesitaba oír. Apagó el televisor.
Sonó el teléfono móvil. Kaye lo abrió.
—¿Hola?
—Oh, hermosura… Tengo a Wendell Packer, Maria Konig, Oliver Merton, y al profesor Brock, todos sentados en la misma habitación.
Kaye sintió calor en las mejillas y también relajación al oír la voz de Mitch.
—Les gustaría reunirse contigo.
—Sólo si quieren hacer de comadronas —le respondió Kaye.
—Dios mío… ¿sientes algo?
—El estómago revuelto —le comentó Kaye—. Me siento infeliz y se me ha secado la inspiración. Pero no, no creo que vaya a ser hoy.
—Bien, inspírate con esto —dijo Mitch—. Van a hacer público el análisis de las muestras de tejido de Innsbruck. Y van a presentar artículos en el congreso. Packer y Konig dicen que nos apoyarán.
Kaye cerró los ojos durante un momento. Quería saborear aquella sensación.
—¿Y sus departamentos?
—De ninguna forma. La situación política es demasiado complicada para que se impliquen los responsables de los departamentos. Pero Maria y Wendell van a trabajarse a sus colegas. Vamos a cenar juntos. ¿Te sientes con fuerzas?
El estómago se le había calmado. Kaye tuvo la impresión de que en una hora o dos tendría hambre de verdad. Había seguido los trabajos de Maria Konig durante años y la admiraba profundamente. Pero en aquel grupo masculino, quizá la mayor aportación de Konig era ser una mujer.
—¿Dónde vamos a comer?
—A cinco minutos del hospital Marine Pacific —le dijo Mitch—. Aparte de eso, no sé más.
—Quizá yo pueda tomar un plato de copos de avena —dijo Kaye—. ¿Tendré que tomar el autobús?
—Tonterías. Estaré ahí en cinco minutos. —Mitch le lanzó un beso a través de la línea y luego Oliver Merton le pidió el teléfono.
—Todavía no nos hemos visto para darnos la mano —dijo Merton sin aliento, como si hubiese estado discutiendo en voz alta o hubiese subido corriendo un tramo de escaleras—. Dios, señora Lang, me siento nervioso por hablar con usted.
—Me dio una buena zurra en Baltimore —le dijo Kaye.
—Sí, pero eso fue entonces —le respondió Merton sin el menor atisbo de lamentarlo—. No puedo decirle lo mucho que admiro lo que Mitch y usted están planeando. Soy todo asombro.
—Hacemos lo que nos parece lógico —dijo Kaye.
—Olvidemos el pasado —dijo Merton—. Señora Lang, soy un amigo.
—Ya veremos —fue la respuesta de Kaye.
Merton rió y le pasó el teléfono a Mitch.
—Maria Konig ha sugerido un buen restaurante vietnamita. Ése era su antojo cuando estaba embarazada. ¿Te parece bien?
—Después de tomarme mi avena —dijo Kaye—. ¿Tiene que ir Merton también?
—No si tú no quieres.
—Dile que voy a lanzarle miradas asesinas. Hazle sufrir.
—Lo haré —le dijo Mitch—. Pero se crece ante las críticas.
—Llevo diez años analizando tejidos de muertos —comentó Maria Konig—. Wendell ya sabe cómo es.
—Así es —corroboró Packer.
Konig, sentada frente a ella, era algo más que hermosa… era el modelo perfecto del aspecto que Kaye deseaba tener cuando llegase a los cincuenta. Wendell Packer era muy guapo, en un estilo delgado y compacto… el opuesto a Mitch. Brock vestía un abrigo gris y una camiseta negra, pulcra y simple; parecía perdido en profundas reflexiones.
—Cada día te llega una caja por FedEx, o dos o tres —siguió diciendo Maria—, y al abrirla encuentras en su interior pequeños tubos o botellas de Bosnia, Timor oriental o el Congo, y dentro hay un pequeño pedacito de piel o hueso de una u otra víctima, normalmente inocente, y un sobre con copias de los informes, más tubos, muestras de sangre o células de familiares de las víctimas. Días tras día tras día. No para nunca. Si estos bebes son el siguiente paso, si son mejores que nosotros para vivir en este planeta, no puedo esperar. Necesitamos un cambio rápido.
La pequeña camarera dejó de apuntar el pedido en la libreta y dijo:
—¿Identifica a gente muerta para las Naciones Unidas? —le preguntó a Maria.
Maria levantó la vista, avergonzada.
—A veces.
—Yo vengo de Kampuchea, Camboya, llegué hace quince años —dijo la camarera—. ¿Trabaja con gente de Kampuchea?
—Eso fue antes de que entrase yo, cariño —le respondió Maria.
—Yo sigo muy enfadada —dijo la mujer—. Madre, padre, hermano, tío. Y luego dejaron que los asesinos se librasen sin castigo. Hombres y mujeres muy malos.
Toda la mesa quedó en silencio a medida que los ojos de la mujer se llenaban de recuerdos. Brock se inclinó, agarrándose las manos y tocándose la nariz con el nudillo del pulgar.
—Ahora también malo. Voy a tener el bebé de todas formas —dijo la mujer. Se tocó el estómago y miró a Kaye—. ¿Usted?
—Sí —respondió Kaye.
—Creo en el futuro —dijo la mujer—. Tiene que ser mejor.
Terminó de apuntar los pedidos y se alejó de la mesa. Merton agarró los palillos y los agitó durante unos segundos.
—Me acordaré de esto —dijo—, la próxima vez que me sienta oprimido.
—Guárdatelo para tu libro —le dijo Brock.
—Estoy escribiéndolo —dijo Merton levantando las cejas—. No es ninguna sorpresa. Se trata de la noticia científica más importante de nuestro tiempo.
—Espero que estés teniendo más suerte que yo —le dijo Kaye.
—Estoy bloqueado, completamente paralizado —le respondió Merton, y empujó su vaso con el extremo más grueso del palillo—. Pero no durará demasiado. Nunca lo ha hecho.
La camarera les trajo rollitos de primavera: gambas, brotes y albahaca envueltos en una tortita traslúcida. A Kaye se le habían pasado las ganas de tomar la pastosa y reconfortante avena. Se sentía más aventurera, así que agarró uno de los rollitos con los palillos y lo hundió en el cuenco de salsa dulce. El sabor era extraordinario… Podría haber retrasado el proceso durante minutos para poder absorber cada molécula de sabor. La albahaca y la menta del rollito eran casi demasiado intensas, y la gamba se resistía crujiente, con un sabor rico y oceánico.
Sintió que se le agudizaban los sentidos. El inmenso comedor, aunque a oscuras y frío, le pareció lleno de color y detalles.
—¿Qué ponen en estas cosas? —preguntó, mientras masticaba el último trozo.
—Son buenos —dijo Merton.
—No debí haber dicho nada —dijo Maria a modo de disculpa, sintiendo todavía la emoción del relato de la camarera.
—Todos creemos en el futuro —dijo Mitch—. No estaríamos aquí si nos hubiésemos quedado encerrados en nuestras chozas.
—Tenemos que decidir qué podemos decir, cuáles son nuestras limitaciones —dijo Wendell—. Tengo muy poco trecho antes de salirme de mis conocimientos de experto y de lo que el departamento tolerará, incluso si afirmo hablar desde una posición estrictamente personal.
—Valor, Wendell —dijo Merton—. ¿Un frente sólido, Freddie?
Brock bebió del espumoso vaso de cerveza. Lo miró con expresión perruna.
—No puedo creer que estemos todos aquí, que hayamos llegado tan lejos —dijo—. Los cambios se encuentran tan cercanos que siento miedo. ¿Sabéis qué va a suceder cuando presentemos nuestros descubrimientos?
—Vamos a ser crucificados en casi todas las revistas científicas del mundo —dijo Packer y se echó a reír.
—No en Nature —dijo Merton—. He estado haciendo algo de trabajo de zapa. Un golpe de estado periodístico y científico. —Sonrió.
—No, por favor, amigos —dijo Brock—. Dad un paso atrás por un momento y pensad. Acabamos de superar el cambio de milenio y ahora estamos a punto de descubrir cómo llegamos a ser humanos. —Se quitó las gruesas gafas y se las limpió con la servilleta. Tenía unos ojos distantes y muy redondos—. En Innsbruck tenemos nuestras momias, atrapadas en el último periodo de cambio, que se produjo hace decenas de miles de años. La mujer debió de haber sido más valiente y dura de lo que podemos imaginar, pero sabía muy poco. Doctora Lang, usted sabe muchas cosas pero aún así sigue adelante. Su valor es quizás aún más maravilloso. —Levantó el vaso de cerveza—. Lo menos que puedo hacer es ofrecerle un brindis de todo corazón.
Todos levantaron las copas. Kaye sintió que el estómago le daba la vuelta otra vez, pero no se trataba de una sensación desagradable.
—A Kaye —dijo Friedrich Brock—, La nueva Eva.
Kaye se quedó sentada en el viejo Buick para protegerse de la lluvia. Mitch paseaba por entre las filas de coches buscando uno del tipo que ella le había especificado: pequeño, de finales de los noventa, japonés o Volvo, quizás azul o verde, y miraba hacia donde ella estaba esperándole, con la ventanilla bajada para tomar aire.
Se quitó el sombrero mojado y sonrió.
—¿Qué tal esta belleza? —señaló a un Caprice negro.
—No —dijo Kaye con seriedad. A Mitch le encantaban los viejos coches grandes americanos. Se sentía como en casa en sus espaciosos interiores. Podía llevar herramientas y trozos de roca en el portaequipaje. Le hubiese encantado comprar un camión, y lo habían discutido durante días. Kaye no se oponía a la tracción en las cuatro ruedas, pero no habían visto nada que se pudiesen permitir. Quería tener una buena reserva en el banco en caso de emergencia. Había fijado un límite de doce mil dólares.
—Soy un hombre mantenido —dijo, sosteniendo con tristeza el sombrero e inclinando la cabeza frente al Caprice.
Kaye hizo ver que no le oía. Por alguna razón, llevaba toda la mañana de mal humor… Durante el desayuno le había respondido con brusquedad al pobre, castigo que Mitch aceptaba con enfurecedora conmiseración. Lo que ella buscaba era una pelea de verdad, para poner en marcha la sangre y las ideas… para poner en marcha el cuerpo. Estaba harta de la sensación insistente que tenía en el vientre desde hacía tres días. Estaba harta de esperar, de intentar aceptar lo que llevaba.
Lo que Kaye deseaba más que nada era castigar a Mitch por estar de acuerdo en que ella se quedase embarazada, y haber iniciado así todo aquel lento y terrible proceso.
Mitch se acercó a la segunda fila y miró las pegatinas. Una mujer bajó los escalones de madera del trailer que servía de oficina y habló con él.
Kaye los observó con suspicacia. Se odiaba, odiaba sus malditas y caóticas emociones. Nada de lo que pensaba tenía sentido.
Mitch señaló un Lexus usado.
—Demasiado caro —murmuró Kaye para sí mientras se mordía las cutículas—. Mierda y mierda. —Le pareció que se había mojado los panties. El flujo continuaba, pero no venía de la vejiga. Lo sentía entre las piernas.
—¡Mitch! —gritó.
Él volvió corriendo, abrió de un golpe la puerta del conductor, se metió dentro de un salto y arrancó cuando el primer puñetazo de dolor se hundió en el cuerpo de Kaye, obligándola a doblarse. Estuvo a punto de golpearse contra el salpicadero. Él la ayudó a enderezarse con una mano.
—¡Oh, Dios! —rugió Kaye.
—Nos vamos —dijo Mitch. Se dirigió por Roosevelt y torció al oeste en la 45, esquivando a los coches en el paso elevado y metiéndose en la autopista de un volantazo a la izquierda.
El dolor ya no era intenso. Parecía que tenía el estómago lleno de agua helada y se le estremecían las caderas.
—¿Cómo va? —preguntó Mitch.
—Da miedo —respondió ella—. Es tan extraño.
Mitch llegó a los ciento treinta.
Kaye sintió como un pequeño movimiento interno. Tan súbito, tan natural, tan inexpresable. Intentó apretar las piernas. No estaba segura de saber qué sentía, qué había sucedido exactamente. El dolor casi había desaparecido.
Para cuando llegaron a la entrada de emergencia del Marine Pacific, Kaye estaba razonablemente segura de que todo había pasado.
Maria Konig les había recomendado a la doctora Felicity Galbreath después de que Kaye se enfrentase a la resistencia de varios obstetras renuentes a ocuparse de un embarazo SHEVA. Su propia compañía le había cancelado el seguro médico; SHEVA venía cubierto como enfermedad y no como un embarazo natural.
La doctora Galbreath trabajaba en varios hospitales, pero tenía la oficina en el Marine Pacific, el enorme hospital marrón y Art Déco construido durante la depresión, que miraba a la autopista, el lago Union y a gran parte del oeste de Seattle. También daba clases dos días por semana en la Universidad Western Washington, y Kaye se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para tener otra vida.
Galbreath, alta y rolliza, de hombros redondeados, un rostro agradable y corriente, y una cabeza pequeña cubierta de pelo rubio pardusco, llegó a la habitación de Kaye veinte minutos después de que la ingresasen. La enfermera residente y un médico general la habían limpiado y reconocido. Una comadrona que Kaye no conocía también la examinó; había sabido del caso de Kaye por un breve artículo en el Seattle Weekly.
Kaye estaba sentada en la cama con la espalda arqueada, pero por lo demás se sentía cómoda y bebía un vaso de zumo de naranja.
—Bien, ya ha sucedido —dijo Galbreath.
—Sucedió —fue el débil eco de Kaye.
—Me han contado que te va bien.
—Ahora me siento mejor.
—Lamento mucho no haber llegado antes. Me encontraba en el Centro Médico de la UW.
—Creo que todo pasó antes de que me ingresasen —dijo Kaye.
—¿Cómo te sientes?
—Fatal. Con buena salud, pero fatal.
—¿Dónde está Mitch?
—Le dije que me trajese el bebé. El feto.
Galbreath la miró con una mezcla de irritación y asombro.
—¿No estás llevando el aspecto científico demasiado lejos?
—Tonterías —respondió Kaye con furia.
—Podrías sufrir un trauma emocional.
—Más tonterías. Se lo llevaron sin decirme nada. Necesito verlo. Necesito saber qué ha sucedido.
—Una rechazo de primera fase. Ya sabes el aspecto que tienen —dijo Galbreath con voz tranquila, comprobando el pulso de Kaye y observando el monitor. Por precaución, le habían puesto un gotero de solución salina.
Mitch regresó con una pequeña bandeja metálica cubierta con un trapo.
—Iban a enviarlo a… —Levantó la vista, tenía el rostro pálido como una sábana—. No sé dónde. Tuve que lanzar algunos gritos.
Galbreath los miró con expresión de total autocontrol.
—Son sólo tejidos, Kaye. El hospital debe enviarlo al centro de autopsia del Equipo Especial. Es la ley.
—Es mi hija —dijo Kaye mientras se le derramaban las lágrimas por las mejillas—. Quiero verla antes de que se la lleven. —Empezó a sollozar sin control. La enfermera metió la cabeza, vio a Galbreath y se quedó plantada en el quicio con expresión de impotencia y de preocupación.
Galbreath le quitó la bandeja a Mitch, quien se alegró de cedérsela. Esperó hasta que Kaye se calmase.
—Por favor —dijo Kaye. Galbreath le colocó la bandeja suavemente en el regazo.
La enfermera se fue cerrando la puerta.
Mitch se volvió cuando Kaye retiró la tela.
Descansando sobre una superficie de hielo picado, metido dentro de una bolsa de plástico con cierre, no mayor que un ratoncillo de laboratorio, se encontraba la hija intermedia. Su hija. Kaye la había estado alimentando, llevando y protegiendo durante más de noventa días.
Durante un momento, se sintió extrañamente incómoda. Alargó un dedo para dibujar el contorno de la bolsa, la corta y doblaba espina más allá del límite del roto y diminuto amnios. Acarició la cabeza, comparativamente grande, sin rostro, descubriendo pequeñas rendijas para los ojos, una boca arrugada como la de un conejo y bien cerrada, y pequeños salientes donde podrían ir brazos y piernas. La pequeña placenta púrpura se encontraba bajo el amnios.
—Gracias —le dijo al feto.
Cubrió la bandeja. Galbreath intentó retirarla, pero Kaye le agarró la mano.
—Déjamela unos minutos —dijo—. Quiero asegurarme de que no está sola. Allá donde vaya.
Galbreath se reunió con Mitch en la sala de espera. Él estaba sentado, con la cabeza entre las manos, en una pálida silla de roble blanqueado ante un fondo marino pastel enmarcado en fresno.
—Tienes aspecto de necesitar una copa —le dijo.
—¿Sigue dormida Kaye? —preguntó Mitch—. Quiero estar con ella.
Galbreath asintió.
—Puedes entrar cuando quieras. La he examinado. ¿Quieres conocer los detalles?
—Por favor —le dijo Mitch mientras se frotaba la cara—. No sabía que iba a reaccionar de esa forma. Lo siento.
—No es necesario. Es una mujer valiente que cree saber lo que quiere. Bien, todavía está embarazada. El tapón mucoso secundario parece estar en posición. No se produjo ningún trauma, ni hemorragia; una separación de libro de texto, si alguien se hubiese tomado la molestia de escribir un libro sobre estas cosas. El hospital realizó una biopsia rápida. Se trata definitivamente de un rechazo SHEVA de primera fase. Se ha confirmado el número de cromosomas.
—¿Cincuenta y dos? —preguntó Mitch.
Galbreath asintió.
—Como en todos los demás casos. Deberían ser cuarenta y seis. Una gran anormalidad cromosómica.
—Se trata de un tipo diferente de normalidad —dijo Mitch.
Galbreath se sentó a su lado y cruzó las piernas.
—Esperemos que así sea. Haremos más pruebas en unos meses.
—No sé qué siente una mujer tras algo así —dijo él lentamente, cruzando y descruzando los brazos—. ¿Qué le puedo decir?
—Déjala dormir. Cuando se despierte, dile que la quieres y que es valiente y maravillosa. Esta parte probablemente le acabará pareciendo un mal sueño.
Mitch la miró fijamente.
—¿Qué le digo si el siguiente tampoco llega a buen término?
Galbreath inclinó la cabeza hacia un lado y se pasó un dedo por la mejilla.
—No lo sé, señor Rafelson.
Mitch rellenó los formularios de alta y repasó el informe médico adjunto, firmado por Galbreath. Kaye dobló el camisón y lo metió en una pequeña maleta, luego se dirigió con rigidez hacia el baño y guardó el cepillo de dientes.
—Me duele todo —dijo con una voz que resonaba a través de la puerta abierta.
—Puedo conseguirte una silla de ruedas —comentó Mitch. Ya casi había salido por la puerta cuando Kaye salió del baño y lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Puedo caminar. Ya hemos terminado con esta parte, y la idea me hace sentir mucho mejor. Pero… cincuenta y dos cromosomas, Mitch. Desearía saber qué significa.
—Todavía hay tiempo —dijo Mitch.
El primer impulso de Kaye fue dirigirle una mirada de reprimenda, pero la expresión de Mitch le indicó que no sería justo, que él se sentía tan vulnerable como ella.
—No —dijo, con calma.
Galbreath llamó en el marco de la puerta.
—Pasa —dijo Kaye. Cerró la maleta. La doctora entró acompañada de un joven, con aspecto de sentirse incómodo, vestido con un traje gris.
—Kaye, éste es Ed Gianelli. Es el representante legal de la Situación de Emergencia para Marina Pacific.
—Señora Lang, señor Rafelson. Lamento las molestias. Debo obtener algunos datos personales y una firma, según el acuerdo del estado de Washington para cumplir la Ley de Emergencia federal, según acuerdo de la legislatura del estado el 22 de julio de este año, y firmado por el gobernado el 26 de julio. Pido disculpa por los inconvenientes en una hora tan dolorosa…
—¿Qué es? —preguntó Mitch—. ¿Qué tenemos que hacer?
—Todas las mujeres que porten fetos SHEVA de segunda fase deben registrarse con la Oficina de Situación de Emergencia y aceptar someterse a un seguimiento médico. Puede aceptar tener esas visitas con la doctora Galbreath, siendo la obstetra que figura en el informe, y ella realizará las pruebas estándar.
—No vamos a registrarnos —dijo Mitch—. ¿Estás lista para irte? —le preguntó a Kaye pasándole el brazo por encima.
Gianelli se agitó incómodo.
—No voy a repasar las razones, señor Rafelson, pero el registro y el seguimiento han sido ordenados por el Comité de Sanidad del Condado de King, en acuerdo con las leyes federales y estatales.
—No reconozco esa ley —dijo Mitch con firmeza.
—La multa es de quinientos dólares por cada semana de negativa —dijo Gianelli.
—Es mejor no darle demasiada importancia —dijo Galbreath—. Es una especie de suplemento al certificado de nacimiento.
—El niño no ha nacido todavía.
—Entonces considérenlo un suplemento al informe médico postrechazo —dijo Gianelli levantando los hombros.
—No hubo rechazo —dijo Kaye—. Lo que hacemos es natural.
Gianelli levantó las manos exasperado.
—Todo lo que necesito es su dirección actual y un permiso para acceder a sus informes médicos, con la doctora Galbreath y su abogado, si lo desean, controlando lo que vemos.
—Dios mío —dijo Mitch. Hizo que Kaye saliese dejando atrás a Galbreath y Gianelli, luego se detuvo y le dijo a la doctora—: Sabe lo que esto significa, ¿no? La gente se alejará de los hospitales, de los médicos.
—Tengo las manos atadas —dijo Galbreath—. El hospital se resistió hasta ayer mismo. Seguimos teniendo la intención de apelar ante la Comisión de Sanidad. Pero por ahora…
Mitch y Kaye se fueron. Galbreath se quedó en la puerta, con el rostro descompuesto.
Gianelli los siguió por le pasillo, muy agitado.
—Tengo que recordarle —les decía—, que las multas se acumulan…
—¡Déjalo ya, Ed! —le gritó Galbreath, golpeando la pared con la mano—. ¡Déjalo ya y que se vayan en paz, por el amor de Dios!
Gianelli se quedó de pie en medio del pasillo, moviendo la cabeza.
—¡Odio esta mierda!
—¿Tú la odias? —le gritó Galbreath—. ¡Limítate a dejar a mis pacientes en paz!
—Tu cara tiene muy buen aspecto —dijo Shawbeck. Entró en la oficina de Augustine sostenido por un par de muletas. El asistente le ayudó a sentarse. Augustine se estaba terminando un sándwich de carne. Se limpió los labios y cerró la caja de cartón.
—Vale —dijo Shawbeck en cuanto estuvo sentado—. Reuniones semanales de los supervivientes del 20 de julio, bajo la presidencia de der Führer.
Augustine levantó la vista.
—No tiene ninguna gracia.
—¿Cuándo se unirá Christopher? Deberíamos guardar una botella de brandy y el último superviviente brinda por todos los demás.
—Christopher está cada vez más insatisfecho —dijo Augustine.
—¿Y tú no? —le preguntó Shawbeck—. ¿Cuánto hace que no te reúnes con el presidente?
—Tres días —respondió Augustine.
—¿Discusiones sobre presupuestos ocultos?
—Finanzas de reserva para la Situación de Emergencia —le dijo Augustine.
—A mí ni siquiera me lo ha mencionado —le respondió Shawbeck.
—Ahora éste es mi baile. Van a acabar colgándome un inodoro alrededor del cuello.
—Porque tú les diste las razones —le dijo Shawbeck—. Por tanto… esos bebés no sólo van a nacer muertos, sino que si nacen vivos se los arrancamos a sus padres y los colocaremos en hospitales con financiación especial. En esta ocasión, hemos ido demasiado lejos.
—Parece que el público está con nosotros —le replicó Augustine—. El presidente lo está describiendo como un importante riesgo para la salud pública.
—No me gustaría ser tú por nada del mundo, Mark. Va a ser un suicidio político. El presidente debe de estar sufriendo un trauma para atreverse a tanto.
—Para serte sincero, Frank, después de tantos años a la sombra de la Casa Blanca, está empezando a sentirse importante. Nos va a arrastrar a todos por el camino de la rectitud, corrigiendo errores del pasado y poniendo en marcha la política de un mártir.
—¿Y tú vas a espolearle?
Augustine echó atrás la cabeza. Asintió.
—¿Encarcelando bebés enfermos?
—Ya conoces la ciencia.
Shawbeck sonrió con satisfacción.
—Has conseguido que cinco virólogos admitan que es posible que esos bebés, y sus madres, pudiesen ser el caldo de cultivo de antiguos virus. Bien, treinta y siete virólogos han declarado que todo eso es una tontería.
—Ninguno tan destacado ni influyente.
—Thorne y Mahy y Mondavi y Bishop, Mark.
—Tengo mi instinto, Frank. Recuerda que éste también es mi terreno.
Shawbeck empujó la silla hacia delante.
—¿Ahora qué somos, pequeños tiranos?
El rostro de Augustine se puso lívido.
—Gracias, Frank —dijo.
—El público comienza a volverse contra las madres y los niños que todavía no han nacido. ¿Y si los bebés son encantadores? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que cambien de opinión, Mark? ¿Qué harás entonces?
Augustine no respondió.
—Sé por qué el presidente se ha negado a verme —dijo Shawbeck—. Tú le dices lo que quiere oír. Tiene miedo y el país está descontrolado, así que elige una solución y tú lo apoyas. No es ciencia, es política.
—El presidente está de acuerdo conmigo.
—Lo llamemos como lo llamemos, el 20 de julio, el incendio del Reichstag, la bomba no te concede carta blanca —le dijo Shawbeck.
—Vamos a sobrevivir —le replicó Augustine—. Yo no repartí las cartas.
—No —admitió Shawbeck—. Pero sí que impediste que el mazo se repartiese con justicia.
Augustine miró al frente.
—Lo están llamando «pecado original», ¿lo sabías?
—No lo he oído —dijo Augustine.
—Sintoniza la Red de Emisión Cristiana. Están dividiendo al electorado a lo largo y ancho del país. Pat Robertson le dice a su audiencia que esos monstruos son la última prueba de Dios antes de la llegada del Reino de los Cielos. Dice que nuestro ADN está intentado purgarse de nuestros pecados acumulados, para… ¿cómo era la frase, Ted?
El asistente dijo:
—Limpiar nuestro pasado antes de que Dios convoque el Día del Juicio.
—Así era.
—Todavía no controlamos la radio, Frank —dijo Augustine—. No se me puede considerar responsable…
—Otra media docena de teleevangelistas dice que esos niños por nacer son criaturas del demonio —siguió diciendo Shawbeck, enfureciéndose—. Nacidos con la marca de Satán, un ojo y labios leporinos. Algunos incluso dicen que tienen pezuñas.
Augustine agitó la cabeza con tristeza.
—Ése es ahora el grupo que te apoya —le dijo Shawbeck, y le indicó al asistente que se adelantase. Luchó por ponerse en pie y se metió las muletas bajo los brazos—. Mañana por la mañana voy a presentar mi dimisión. Del Equipo Especial y el INS. Estoy quemado. No puedo soportar tanta ignorancia… la mía propia o la de los demás. Pensé que debías ser el primero en saberlo. Quizás así puedas reunir todo el poder.
Una vez que Shawbeck se hubo ido, Augustine se quedó detrás de la mesa sin apenas respirar. Tenía los nudillos blancos y le temblaban las manos.
Lentamente recuperó el control de las emociones, obligándose a respirar profunda y lentamente.
—El secreto está en el swing —le dijo a la habitación vacía.
Dejaron la última caja sacada del viejo apartamento de Mitch sobre la nieve. Kaye insistió en llevar alguna de las pequeñas, pero Mitch y Wendell cargaron con todas las pesadas durante las primeras horas de la mañana, y las metieron en un enorme camión alquilado pintado de naranja y blanco.
Kaye subió al camión junto a Mitch. Wendell conducía.
—Adiós a los días de soltero —dijo Kaye.
Mitch sonrió.
—Hay un vivero de árboles junto a la casa —dijo Wendell—. Podemos comprar un árbol de Navidad en el camino. Así será terriblemente acogedor.
Su nuevo hogar se encontraba en una zona de arbustos bajos y bosques cerca de Ebey Slough y la ciudad de Snohomish. De un verde y blanco rústico, con una única ventana al frente y un enorme porche cerrado, la casa de dos habitaciones se encontraba al final de una larga carretera de campo rodeada de pinos. Se la habían alquilado a los padres de Wendell, que eran sus dueños desde hacía treinta y cuatro años.
El cambio de dirección era un secreto.
Mientras los hombres descargaban el camión, Kaye preparó sándwiches y metió las cervezas y algunas bebidas de frutas en la nevera recién limpiada. En el vacío y limpio salón, en calcetines sobre el suelo de roble, Kaye se sintió en paz.
Wendell llevó una lámpara al salón y la dejó sobre la mesa de la cocina. Kaye le pasó una cerveza. Agradecido, dio un buen trago.
—¿Te lo han dicho? —preguntó.
—¿Quién? ¿Decirme qué?
—Mis padres. Nací aquí. Ésta fue su primera casa. —Indicó todo el salón con la mano—. Solía llevarme un microscopio al jardín.
—Es maravilloso —dijo Kaye.
—Aquí me convertí en un científico —dijo Wendell—. Un lugar sagrado. ¡Que os bendiga a los dos!
Mitch entró con una silla y un revistero. Aceptó una cerveza y brindó, chocando el vaso contra el zumo de Kaye.
—Por convertirnos en topos —dijo—. Hundirnos bajo tierra.
Maria Konig y otra media docena de amigos llegaron cuatro horas más tarde para ayudar a colocar los muebles. Casi habían terminado cuando Eileen Ripper llamó a la puerta. Traía una enorme bolsa de lona. Mitch la presentó, y luego vio a otras dos personas que esperaban en el porche.
—Traje a algunos amigos —dijo Eileen—. Pensé que podríamos celebrarlo con noticias propias.
Sue Champion y un hombre mayor que ella, alto, de largo pelo negro y una barriga bien disciplinada, se adelantaron algo incómodos. Los ojos del hombre relucían como los de un lobo.
Eileen la dio la mano a Maria y Wendell.
—Mitch, ya conoces a Sue. Éste es su marido, Jack. Y esto es para la estufa de leña —le dijo a Kaye, dejando la bolsa—. Arce y cerezo. Un olor maravilloso. ¡Qué casa tan bonita!
Sue saludó a Mitch con la cabeza y le sonrió a Kaye.
—No nos conocemos —le dijo Sue.
Kaye abrió y cerró la boca como un pez, sin poder articular palabra, hasta que las dos rieron.
Habían traído jamón ahumado y trucha asalmonada para cenar. Jack y Mitch se miraron como muchachos asustados, midiéndose uno al otro. A Sue no parecía preocuparle, pero Mitch no sabía qué decir. Algo achispado, se disculpó por no tener velas y decidió que la ocasión exigía un farolillo de gas.
Wendell apagó todas las luces. El salón se convirtió en una tienda de campamento con largas sombras, y comieron en el brillante centro entre cajas apiladas. Sue y Jack conferenciaron en una esquina durante un momento.
—Sue me ha dicho que le caéis bien —dijo Jack cuando regresaron—. Pero yo soy un hombre suspicaz y opino que estáis todos locos.
—No voy a decir que no esté de acuerdo —dijo Mitch levantando la cerveza.
—Sue me contó lo que hiciste en Columbia.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Mitch.
—Venga, sé bueno —le advirtió Sue a su marido.
—Sólo quiero saber por qué lo hiciste —dijo Jack—. Podría haber sido uno de mis antepasados.
—Yo quería saber si era uno de tus antepasados —replicó Mitch.
—¿Lo era?
—Eso creo, sí.
Jack entrecerró los ojos frente al brillo siseante del farolillo.
—Los que encontraste en la cueva de las montañas: ¿eran antepasados de todos nosotros?
—Podría decirse así.
Jack movió la cabeza con curiosidad.
—Sue me dice que los antepasados pueden regresar con su gente, sea quien sea su gente, si descubrimos sus verdaderos nombres. Los fantasmas pueden ser peligrosos. No estoy seguro que ésta sea forma de mantenerlos felices.
—Sue y yo hemos llegado a otro acuerdo —dijo Eileen—. Con el tiempo lo lograremos. Voy a convertirme en consejera especial para las tribus. Cuando alguien encuentre viejos huesos, me llamarán para que los examine. Haremos medidas rápidas y tomaremos pequeñas muestras, y luego los devolveremos a las tribus. Jack y sus amigos han creado lo que llaman un Rito de Sabiduría.
—Sus nombres están en sus huesos —dijo Jack—. Les diremos que pondremos sus nombres a nuestros hijos.
—Es genial —dijo Mitch—. Estoy encantado. Pasmado, pero encantado.
—Todos piensan que los indios son ignorantes —dijo Jack—. Simplemente nos preocupan otras cosas.
Mitch se inclinó sobre la lámpara y le ofreció la mano a Jack. Éste miró al techo, moviendo los dientes de forma audible.
—Esto es demasiado nuevo —dijo. Pero aceptó la mano de Mitch y la agarró con tanta fuerza que casi derribó el farol. Durante un momento, Kaye pensó que podría acabar en un combate de lucha libre.
—Pero te digo una cosa —dijo Jack cuando hubieron terminado—. Deberías comportarte, Mitch Rafelson.
—He dejado por completo el negocio de los huesos —dijo Mitch.
—Mitch sueña con la gente que encuentra —dijo Eileen.
—¿En serio? —Jack estaba impresionado—. ¿Te hablan?
—Me convierto en ellos —dijo Mitch.
—Oh —dijo Jack.
Kaye se sentía fascinada por ellos, pero en particular por Sue. Los rasgos de la mujer eran más que fuertes, casi masculinos, pero Kaye no creía haber conocido jamás a nadie más hermoso. La relación de Eileen con Mitch era tan fácil e intuitiva que Kaye se preguntó si en alguna ocasión habrían sido amantes.
—Todo el mundo está asustado —dijo Sue—. Tenemos tantos embarazos SHEVA en Kumash. Es una de las razones por las que colaboramos con Eileen. El consejo ha decidido que nuestros antepasados pueden revelarnos cómo sobrevivir a estos tiempos. ¿Llevas el niño de Mitch? —le preguntó a Kaye.
—Así es —respondió Kaye.
—¿Los pequeños ayudantes ya han llegado y se han ido?
Kaye asintió.
—Yo también —dijo Sue—. La enterramos con un nombre especial y nuestra gratitud y amor.
—Era Tiny Swift —dijo Jack en voz baja.
—Felicidades —dijo Mitch en voz baja.
—Sí, así es —dijo Jack, contento—. Nada de tristeza. Su trabajo está hecho.
—El gobierno no puede venir a preguntar nombres en las tierras del consejo —dijo Sue—. No se lo permitiremos. Si el gobierno os persigue demasiado, podéis venir y quedaros con nosotros. Ya los hemos repelido antes.
—Es maravilloso —dijo Eileen, sonriendo.
Pero Jack miró por encima del hombro hacia las sombras. Cerró los ojos, tragó saliva y su rostro se llenó de arrugas.
—Es tan difícil saber qué hacer o qué creer —dijo—. Me gustaría que los fantasmas hablasen con mayor claridad.
—¿Nos ayudarás con tus conocimientos, Kaye? —preguntó Sue.
—Lo intentaré —respondió Kaye.
Luego, dirigiéndose vacilante hacia Mitch, Sue dijo:
—Yo también tengo sueños. Sueño con los nuevos niños.
—Cuéntanos más sobre los sueños —dijo Kaye.
—Quizá sean personales, cariño —le advirtió Mitch.
Sue puso la mano sobre el brazo de Mitch.
—Me alegra que lo comprendas. Son personales, y en ocasiones también son aterradores.
Wendell bajó del ático sosteniendo una caja de cartón.
—Mis padres me dijeron que seguía aquí, y así es. Adornos… Dios, ¡cuántos recuerdos! ¿Quién quiere decorar el árbol?
—Aquí tienes las reuniones para los próximos días. —Florence Leighton le pasó a Augustine una pequeña hoja de papel, que encajaba en el bolsillo de la camisa y podía así consultarse de inmediato, como a él le gustaba. La lista crecía y crecía; esa misma tarde iba a reunirse con el gobernador de Nebraska, y si le quedaba tiempo, se reuniría con un grupo de columnistas financieros.
Y luego cenaría a las siete con una encantadora dama a la que le importaba un carajo su importancia en las noticias y su fama de incansable adicto al trabajo. Mark Augustine cuadró los hombros y pasó el dedo por la lista antes de doblarla, gesto que era su forma de indicarle a la señora Leighton que daba su aprobación.
—Y aquí tienes algo extraño —añadió—. No tiene cita, pero dice que está seguro de que usted le recibirá. —Dejó caer una tarjeta de visita sobre la mesa y lo miró con ojos arqueados—. Un diablillo.
Augustine miró el nombre y sintió un ligero pinchazo de curiosidad.
—¿Le conoces? —preguntó la mujer.
—Es periodista —dijo Augustine—. Un reportero científico que ha metido los dedos en más de un pastel caliente.
—¿Pasteles de carne o fruta? —preguntó la señora Leighton.
Augustine sonrió.
—Vale. Responderé a su farol. Dile que tiene cinco minutos.
—¿Traigo café?
—Él tomará té.
Augustine ordenó la mesa y metió dos libros en un cajón. No quería que nadie supiese qué leía en esos momentos. Uno de los libros era una delgada monografía: Elementos móviles como fuente de novedad genómica en las hierbas. El otro era una novela popular de Robin Cook que acababa de publicarse, sobre el estallido de una importante e inexplicable enfermedad producida por un organismo nuevo, posiblemente venido del espacio. Normalmente, a Augustine le gustaban las novelas sobre epidemias, aunque durante el año pasado deliberadamente no había leído ninguna. Que ahora estuviese leyendo aquélla en concreto mostraba que estaba recuperando la confianza.
Se puso en pie y sonrió cuando entró Oliver Merton.
—Es agradable volver a verle, señor Merton.
—Gracias por recibirme, doctor Augustine —dijo Merton—. Me han puesto muchos problemas ahí fuera. Incluso se quedaron con mi libreta de notas.
Augustine puso cara de disculpa.
—Hay muy poco tiempo. Estoy seguro de que ha venido a contarme algo interesante.
—Así es. —Merton levantó la vista cuando entró la señora Leighton trayendo una bandeja con dos tazas.
—¿Té, señor Merton? —le preguntó la mujer.
Merton sonrió con vergüenza.
—Me gustaría tomar café. Llevo las últimas semanas en Seattle y he dejado de tomar té.
La señora Leighton sacó la lengua en dirección a Augustine y fue en busca de una taza de café.
—Es muy atrevida —comentó Merton.
—Hemos trabajado juntos durante momentos muy difíciles —le explicó Augustine—. Momentos muy intensos.
—Claro —respondió Merton—. En primer lugar, felicidades por conseguir que se retrasase la conferencia sobre el SHEVA en la Universidad de Washington.
Augustine parecía sorprendido.
—Algo relativo a retirar las becas del Instituto Nacional de Salud si se realizaba la conferencia, es todo lo que he conseguido sacar de mis fuentes en la universidad.
—No lo sabía —dijo Augustine.
—En lugar de eso, la vamos a celebrar en un pequeño motel en las afueras del campus. Y quizá la comida sea cortesía de un restaurante francés con un cocinero comprensivo. Para endulzar el chorro de limón. Si vamos a convertirnos definitivamente en bribones sin afiliación, al menos lo pasaremos bien.
—No suena muy objetivo, pero les deseo suerte —dijo Augustine.
La expresión de Merton se convirtió en una sonrisa de desafío.
—Me he enterado esta mañana por Friedrich Brock de que se han producidos muchos cambios en el personal que estudia las momias neandertales en la Universidad de Innsbruck. Una comisión científica interna llegó a la conclusión de que se estaban pasando por alto los hechos y que se había cometido un importante error científico. Herr Professor Brock ha sido llamado a Innsbruck. Ahora mismo está de camino.
—No sé por qué eso debería interesarme —dijo Augustine—. Nos quedan dos minutos.
La señora Leighton volvió con una taza de café. Merton dio un buen sorbo.
—Gracias. Van a tratar las tres momias como un grupo familiar, emparentado genéticamente. Y eso significa que van a reconocer la primera prueba sólida de especiación humana. Se ha detectado SHEVA en esos especímenes.
—Muy bien —comentó Augustine.
Merton unió las palmas. Florence lo observó con desinteresada curiosidad.
—Hemos llegado al punto más alto de un largo y rápido descenso a la verdad, doctor Augustine —dijo Merton—. Sentía curiosidad por saber cómo se tomaría la noticia.
Augustine tomo aire por la nariz.
—Lo que sucediese hace decenas de miles de años no afecta a nuestra evaluación sobre lo que sucede hoy. Ni un solo feto Herodes ha nacido vivo. Es más, ayer mismo, los científicos del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas nos han comunicado que esos fetos de segunda fase no sólo son proclives a un rechazo en el primer trimestre sino que son especialmente vulnerables a virtualmente todos los herpesvirus conocidos, incluyendo el Epstein-Barr. Mononucleosis. El noventa y cinco por ciento de todas las personas en la Tierra tiene el Epstein-Barr, señor Merton.
—¿Nada va a hacerle cambiar de opinión, doctor? —preguntó Merton.
—Todavía oigo un zumbido en el oído bueno después de la explosión de la bomba que mató a nuestro presidente. He lidiado con todos los ataques. Nada me hará cambiar de opinión excepto los hechos, actuales e importantes. —Augustine dio la vuelta a la mesa y se sentó en una esquina—. Les deseo lo mejor a la gente de Innsbruck, no importa quién lleve las investigaciones —dijo—. Hay misterios suficientes en biología para durarnos hasta el fin de los tiempos. Cuando venga por Washington de nuevo, pásese por aquí, señor Merton. Estoy seguro de que Florence lo recordará: té no, café.
Con la bandeja en equilibrio sobre el regazo, Dicken empujaba la silla de ruedas por la cafetería del Edificio Natcher, vio a Merton y se dirigió al extremo de la mesa.
Dejó la bandeja con una mano.
—¿Cómo fue el viaje en tren? —preguntó Dicken.
—Genial —dijo Merton—. Creo que deberías saber que Kaye Lang tiene una foto tuya sobre su mesa.
—Es un mensaje muy raro, Oliver —dijo Dicken—. ¿Por qué debería importarme?
—Porque creo que sentías por ella algo más que camaradería científica —dijo Merton—. Ella te escribió después de la bomba. No le contestaste.
—Si has venido a darme el coñazo, comeré en otro sitio —dijo Dicken y volvió a tomar la bandeja.
Merton levantó las manos.
—Lo siento. Es el instinto periodístico.
Dicken empujó la bandeja y colocó en posición la silla de ruedas.
—Paso la mitad del día esperando a sanar, temiendo que nunca volveré a recuperar el uso de las piernas y la mano… Intento tener fe en mi cuerpo. La otra mitad del día la paso en rehabilitación, empujando hasta que me duele. No tengo tiempo para lamentar las oportunidades perdidas. ¿Y tú?
—Mi novia de Leeds me dejó hace una semana. Nunca estoy en casa. Además, di positivo. Eso la asustó.
—Lo lamento —dijo Dicken.
—Acabo de pasar por el cubil de Augustine. Parece que se lo tiene muy creído.
—Las encuestas lo apoyan. La crisis sanitaria se ha convertido en política internacional. Los fanáticos nos hacen adoptar leyes represivas. Se trata de la ley marcial en todos sus detalles menos el nombre, y el Equipo Especial de Situación de Emergencia emite decretos médicos… Lo que significa que lo controlan casi todo. Ahora que Shawbeck lo ha dejado, Augustine es el número dos del país.
—Da miedo —dijo Merton.
—Muéstrame algo que no dé miedo —dijo Dicken.
Merton aceptó la respuesta.
—Estoy convencido de que Augustine está tirando de varios hilos para conseguir que se prohíba la conferencia del noroeste sobre el SHEVA.
—Es un burócrata consumado… Lo que significa que protegerá su posición usando todas las herramientas de que disponga.
—¿Qué hay de la verdad? —dijo Merton, arrugando la frente—. Simplemente no estoy acostumbrado a ver al gobierno decidiendo los debates científicos.
—Eres tan ingenuo, Oliver. Los británicos llevan años haciéndolo.
—Sí, sí, he tratado con suficientes ministros de gabinete para saberme la rutina. Pero ¿cuál es tu posición? Ayudaste a formar la coalición de Kaye… ¿Por qué Augustine no se limita a despedirte y sigue con sus cosas?
—Porque vi la luz —dijo Dicken desanimado—. O más bien, las tinieblas. Bebés muertos. Perdí la esperanza. Incluso antes, Augustine me manejó muy bien… Me mantuvo en un equilibrio aparente, dejándome implicarme en reuniones de política. Pero nunca me dio libertad suficiente para hacer ruido. Ahora… no puedo viajar, no puedo realizar las investigaciones que precisamos. Estoy incapacitado.
—¿Esterilizado? —se aventuró a decir Merton.
—Castrado —dijo Dicken.
—Al menos ¿no le susurras al oído, «Se trata de ciencia, gran César, podrías equivocarte»?
Dicken negó con la cabeza.
—El número de cromosomas es bastante claro. Cincuenta y dos cromosomas, en lugar de cuarenta y seis. Trisomal, tetrasomal… Podrían acabar teniendo síndrome de Down o algo peor. Si el Epstein-Barr no acaba con ellos.
Merton se había guardado lo mejor para el final. Le contó a Dicken los cambios en Innsbruck. Dicken lo escuchó con atención, entrecerrando el ojo ciego, luego apartó el ojo bueno para mirar a los ventanales y a la brillante luz del sol de primavera que se veía al otro lado.
Recordaba la conversación con Kaye antes de que ésta conociese a Rafelson.
—¿Así que Rafelson va a ir a Austria? —Dicken atacó con tenedor la suela guisada y el arroz de su plato.
—Si le invitan. Puede que siga siendo demasiado problemático.
—Esperaré el informe —dijo Dicken—. Pero no aguantaré la respiración.
—Crees que Kaye está arriesgando demasiado —le sugirió Merton.
—No sé por qué he pedido esta comida —dijo Dicken dejando el tenedor—. No tengo hambre.
—Parece que el bebé está bien —dijo la doctora Galbreath—. El desarrollo del tercer trimestre es normal. Hemos realizado los análisis y es lo que cabe esperar de un feto SHEVA de segunda fase.
A Kaye el comentario le pareció un poco frío.
—¿Niño o niña? —preguntó Kaye.
—Cincuenta y dos XX —dijo Galbreath. Abrió una carpeta marrón y le pasó a Kaye una copia del informe—. Una mujer cromosómicamente anormal.
Kaye miró el papel sintiendo los latidos del corazón. No se lo había contado a Mitch, pero había deseado una niña, para al menos eliminar algo de la distancia, de las diferencias con las que tendría que tratar.
—¿Hay duplicaciones o son cromosomas nuevos? —preguntó Kaye.
—Si supiésemos cómo decidir tal cosa, seríamos famosos —dijo Galbreath. Luego, con menos seriedad—. No lo sabemos. Un examen simple parece indicar que no hay duplicados.
—¿No hay un cromosoma 21 extra? —preguntó Kaye con calma, mirando la hoja de papel con sus filas de números y las pocas palabras explicativas.
—No creo que el feto padezca síndrome de Down —aventuró Galbreath—. Pero ya sabes lo que opino.
—Por los cromosomas extra.
Galbreath asintió.
—No tenemos forma de saber cuántos cromosomas tenían los neandertales —dijo Kaye.
—Si eran como nosotros, cuarenta y seis —dijo Galbreath.
—Pero no eran como nosotros. Sigue siendo un misterio. —Incluso esas palabras le sonaban frágiles a sí misma. Se puso en pie, con una mano en el vientre—. Por lo que puede ves, está sano.
Galbreath asintió.
—Pero la pregunta está ahí, ¿qué sé yo? Casi nada. Das positivos en herpes simples tipo uno, pero negativo en mono… es decir, Epstein-Barr. Nunca tuviste la varicela. Por amor de Dios, Kaye, mantente alejada de cualquiera que tenga varicela.
—Tendré cuidado —dijo Kaye.
—No sé qué más decirte.
—Deséame suerte.
—Te deseo toda la suerte del mundo, y del cielo. No hace que me sienta mejor como médico.
—Sigue siendo nuestra decisión, Felicity.
—Claro. —Galbreath hojeó más papeles hasta llegar al final de la carpeta—. Si fuese decisión mía, nunca verías lo que tengo que mostrarte. Hemos perdido nuestra apelación. Tenemos que registrar a todos nuestros pacientes SHEVA. Si no aceptas hacerlo, tendremos que registrarte nosotros.
—Entonces, hazlo —dijo Kaye con calma. Jugueteaba con uno de los pliegues del pantalón.
—Sé que os habéis mudado —dijo Galbreath—. Si entrego un registro incorrecto, Marine Pacific podría tener problemas, y a mí podrían convocarme ante una comisión de evaluación y encontrarme al final sin licencia. —Le ofreció a Kaye una mirada triste pero decidida—. Necesito vuestra dirección actual.
Kaye miró el formulario y luego negó con la cabeza.
—Te lo ruego, Kaye. Quiero seguir siendo tu médico hasta que esto termine.
—¿Termine?
—Hasta el parto.
Kaye volvió a negarse, con una mirada de fiera tozudez, como un conejo perseguido.
Galbreath bajó la vista a un extremo de la camilla de reconocimiento, con los ojos llenos de lágrimas.
—No tengo elección. Ninguno de nosotros la tiene.
—No quiero que nadie venga a llevarse a mi bebé —dijo Kaye fallándole el aliento y sintiendo las manos frías.
—Si no cooperas, no podré ser tu médico —dijo Galbreath. Se dio la vuelta bruscamente y salió de la sala. La enfermera vino a mirar segundos más tarde, vio a Kaye de pie, aturdida, y preguntó si necesitaba algo.
—No tengo médico —dijo Kaye.
La enfermera se hizo a un lado cuando Galbreath entró de nuevo.
—Por favor, dame tu nueva dirección. Sé que el Marine Pacific está resistiéndose a todos los intentos locales del Equipo Especial por ponerse en contacto con los pacientes. Pondré advertencias extras en tu historial. Estamos de tu parte, Kaye, créeme.
Kaye deseaba desesperadamente hablar con Mitch, pero él se encontraba en el distrito universitario, intentando completar las reservas de hotel para la conferencia. No deseaba interrumpirle.
Galbreath le entregó un bolígrafo a Kaye, quien rellenó el formulario lentamente. Galbreath lo recogió.
—Lo hubiesen descubierto de una forma u otra —dijo.
Kaye se llevó el informe y fue hasta el Toyota Camry marrón que habían comprado dos meses antes. Se quedó sentada en el coche durante diez minutos, consternada, con los dedos blancos de aferrar el volante, y luego le dio a la llave para ponerlo en marcha.
Bajaba la ventanilla para tomar aire cuando oyó como Galbreath la llamaba. Pensó por un segundo limitarse a salir del aparcamiento y alejarse, pero volvió a poner el freno de mano y miró a su izquierda. Galbreath venía corriendo por el aparcamiento. Apoyó la mano en la portezuela y miró a Kaye.
—Escribiste la dirección incorrecta, ¿no es así? —preguntó, resoplando y con la cara enrojecida.
Kaye se limitó a conservar la misma expresión.
Galbreath cerró los ojos y recuperó el aliento.
—A tu bebé no le pasa nada malo —dijo—. No veo que tenga nada malo. No comprendo nada. ¡Por qué no la rechazas como un tejido extraño… es completamente diferente a ti! Igualmente podrías estar embarazada de un gorila. Pero la toleras y la alimentas. Todas las madres lo hacen. ¿Por qué no estudia tal cosa el Equipo Especial?
—Es un misterio —admitió Kaye.
—Por favor, perdóname, Kaye.
—Estás perdonada —dijo Kaye sin convicción.
—No, lo digo en serio. No me importa si me quitan la licencia… ¡podrían estar completamente equivocados! Quiero ser tu médico.
Kaye escondió el rostro entre las manos, agotada por la tensión. Su cuello era como un resorte de acero. Levantó la cabeza y tomó la mano de Galbreath.
—Me gustaría, si es posible —dijo.
—Vayas a donde vayas, hagas lo que hagas, prométemelo… déjame asistir el parto —le rogó Galbreath—. Quiero aprender todo lo que pueda sobre los embarazos SHEVA, para estar preparada, y quiero ayudar a nacer a tu hija.
Kaye aparcó al otro lado de la calle, frente al viejo y mazacote hotel University Plaza, al otro lado de la autopista hacia la Universidad de Washington. Encontró a su esposo en el primer piso, esperando una oferta formal del director del hotel, quien se había retirado a su oficina.
Kaye le contó lo sucedido en el Marine Pacific. Mitch golpeó furioso la puerta de la sala de reuniones.
—Nunca debí dejarte sola… ¡ni por un minuto!
—Sabes que no es práctico —dijo Kaye. Le puso una mano sobre el hombro—. Creo que lo manejé muy bien.
—No puedo creer que Galbreath te hiciese semejante jugada.
—Sé que no quería hacerlo.
Mitch andaba en círculos. Le dio una patada a una silla plegable de metal y agitó las manos en un gesto de indefensión.
—Quiere ayudarnos —dijo Kaye.
—¿Cómo podemos confiar ahora en ella?
—No hay necesidad de ponerse paranoico.
Mitch se detuvo.
—Por las vías se acerca un enorme tren. Y estamos justo enfrente. Lo sé, Kaye. No se trata sólo del gobierno. Todas las mujeres embarazadas de la Tierra son sospechosas. ¡Augustine, ese cabrón integral, se ha asegurado de convertiros en parias! ¡Podría matarle!
Kaye le agarró el brazo y tiró con suavidad, a continuación le dio un abrazo.
Él estaba tan furioso que intentó apartarla para seguir moviéndose por la estancia. Ella lo agarró con mayor fuerza.
—Por favor, ya basta, Mitch.
—¡Y ahora tú estás ahí fuera, expuesta al primero que pase! —dijo Mitch, agitando los brazos.
—Me niego a convertirme en flor de invernadero —dijo Kaye a la defensiva.
Mitch se rindió y dejó caer los hombros.
—¿Qué podemos hacer? ¿Cuándo van a enviar furgones de la policía llenos de matones para detenernos?
—No lo sé —dijo Kaye—. Algo pasará. Creo en este país, Mitch. La gente no lo consentirá.
Mitch se sentó en una silla plegable al final de un pasillo. La estancia estaba muy bien iluminada, con cincuenta sillas vacías dispuestas en cinco filas, una mesa cubierta revestida y un servicio de café al fondo.
—Wendell y Maria dicen que la presión es simplemente increíble. Han presentado protestas, pero nadie en el departamento lo admitirá. Se recortan los fondos, dimiten responsables, los inspectores hostigan a los laboratorios. Estoy perdiendo la fe, Kaye. Ya vi cómo me sucedía antes…
—Lo sé —respondió Kaye.
—Y ahora el Departamento de Estado no permite el regreso de Brock de Innsbruck.
—¿Dónde te has enterado?
—Merton ha llamado desde Bethesda esta tarde. Augustine intenta impedir la conferencia por todos los medios. Sólo estaremos tú y yo… ¡y tú tendrás que ocultarte!
Kaye se sentó a su lado. No había tenido noticias de sus antiguos colegas del Este. Nada de Judith. Perversamente, deseaba hablar con Marge Cross. Quería obtener todo el apoyo que le quedase en el mundo.
Añoraba terriblemente a su padre y su madre.
Kaye se ladeó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch. Él la acarició suavemente con sus grandes manos.
Todavía ni siquiera habían discutido las verdaderas noticias de aquella mañana. Las cosas importantes se perdían con rapidez en la batalla.
—Sé algo que tú no sabes —dijo Kaye.
—¿De qué se trata?
—Vamos a tener una hija.
Mitch dejó de respirar durante un momento mientras arrugaba el rostro.
—Dios mío —dijo.
—Tenía que ser una cosa o la otra —dijo Kaye sonriendo ante su reacción.
—Es lo que querías.
—¿Dije tal cosa?
—En Nochebuena. Dijiste que querías comprarle muñecas.
—¿Te importa?
—Claro que no. Simplemente me pongo nervioso cada vez que damos otro paso, eso es todo.
—La doctora Galbreath dice que está sana. No le pasa nada malo. Tiene los cromosomas extras… pero eso ya lo sabíamos.
Mitch le tocó el vientre con la mano.
—Puedo sentir cómo se mueve —dijo, y se puso de rodillas en el suelo para poder pegar la oreja—. Va a ser una niña preciosa.
El director del hotel entró en la sala de reuniones con unos papeles y los miró, sorprendido. Se trataba de un cincuentón con la cabeza cubierta de un pelo corto y marrón, y un rostro común y regordete, podría tratarse de un vulgar tío de familia. Mitch se puso en pie y se limpió los pantalones.
—Mi esposa —dijo Mitch avergonzado.
—Claro —respondió el director. Entrecerró los ojos azules y se llevó a Mitch a un lado—. Está embarazada, ¿no? Eso no me lo había contado. Aquí no dice nada… —Repasó los papeles y miró a Mitch acusador—. Nada en absoluto. Ahora tenemos que ser muy cuidadosos con respecto a las reuniones y exposiciones públicas.
Mitch se apoyó sobre el Buick, frotándose la barbilla con la mano. Produjo un ruido áspero con los dedos a pesar de haberse afeitado esa mañana. Retiró la mano. Kaye se encontraba a su lado.
—Voy a llevarte a casa —dijo.
—¿Qué hacemos con el Buick?
Mitch movió la cabeza.
—Ya lo recogeré más tarde. Wendell me traerá.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Kaye—. Podríamos probar en otro hotel. O alquilar un salón.
Mitch puso cara de disgusto.
—El hijo de puta quería una excusa. Reconoció tu nombre. Llamó a alguien. Lo comprobó como un buen nazi. —Alzó los brazos en alto—. ¡Larga vida a la América libre!
—Si Brock no puede entrar de nuevo en el país…
—Haremos la conferencia en Internet —dijo Mitch—. Ya se nos ocurrirá algo. Pero eres tú la que me preocupas. Acabará pasando algo.
—¿Qué?
—¿No lo sientes? —Se frotó la frente—. La mirada del director, cabrón cobarde. Como si fuese una cabra asustada. No sabe una mierda de biología. Vive la vida como una serie de pequeños movimientos seguros que no agitan el sistema. Casi todo el mundo es como él. Los empujan y se mueven en la dirección en que los empujan.
—Suena muy cínico —dijo Kaye.
—Es la realidad política. Hasta ahora he sido un estúpido al permitirte que viajases sola. Podrían reconocerte…
—No quiero vivir en una cueva, Mitch.
Mitch dio un respingo.
Kaye le puso la mano en el hombro.
—Lo lamento. Sabes a qué me refiero.
—Todas las piezas están en su lugar, Kaye. Tú lo viste en Georgia. Yo lo vi en los Alpes. Nos hemos convertido en extraños. La gente nos odia.
—Me odian a mí —dijo Kaye, empalideciendo—. Porque estoy embarazada.
—También me odian a mí.
—Pero a ti no te exigen que te registres como si fueses un judío en Alemania.
—Todavía no —dijo Mitch—. Vamos. —Le pasó el brazo por encima y la escoltó hasta el Toyota. A Kaye le resultaba incómodo adaptarse a su zancada—. Creo que nos quedan un día o dos, quizá tres. Luego… alguien hará algo. Somos espinas que les molestan. Por partida doble.
—¿Por qué doble?
—Los famosos tienen poder —dijo Mitch—. La gente te conoce, y tú conoces la verdad.
Kaye subió al asiento del pasajero y bajó la ventanilla. Hacía calor en el interior del coche. Mitch le cerró la puerta.
—¿Tengo poder?
—Vaya si lo tienes. Sue te hizo una oferta. Echémosle un vistazo. Le diré a Wendell adónde vamos. A nadie más.
—Me gusta la casa —dijo Kaye.
—Encontraremos otra —dijo Mitch.
Mark se sentía casi febril por su triunfo. Dispuso las imágenes para Dicken y metió la cinta de vídeo en el reproductor de la oficina. Dicken tomó la primera foto, la acercó y entrecerró los ojos. Era una fotografía médica en color, una extraña carne naranja y oliva y brillantes lesiones rosa, rasgos faciales desenfocados. Un hombre, alrededor de los cuarenta, vivo pero no muy feliz. Dicken alzó la segunda foto, un primer plano del brazo derecho del hombre, marcado con manchas rosadas, con una regla de plástico amarilla puesta al lado para indicar los tamaños. La mayor de las manchas superaba los siete centímetros de diámetro, acompañado de una terrible llaga en su centro cubierta de un espeso fluido amarillo. Dicken contó siete manchas sólo en el brazo derecho.
—Se las mostré esta mañana al personal —dijo Augustine, agarrando el control remoto y poniendo en marcha la cinta. Dicken pasó a la siguiente foto. El cuerpo del hombre estaba cubierto con enormes lesiones rosadas, algunas formando grandes ampollas, firmes, claras y sin duda extremadamente dolorosas—. Ahora tenemos muestras para el análisis, pero el equipo de campo realizó una serología rápida para detectar el SHEVA, sólo para confirmarlo. La mujer de ese hombre está en el segundo trimestre de un feto SHEVA de segunda fase y todavía muestra SHEVA tipo 3-s. El hombre ahora está libre de SHEVA, así que podemos descartar que las lesiones sean producto del SHEVA, cosa que tampoco esperábamos.
—¿Dónde se encuentran? —preguntó Dicken.
—En San Diego, California. Una pareja de inmigrantes ilegales. La gente de nuestro Cuerpo Comisionado realizó la investigación y nos pasaron este material. Es de hace tres días. Por el momento, la prensa local está fuera del asunto.
La sonrisa de Augustine iba y venía como si fuese un intermitente. Se volvió frente a su mesa, haciendo avanzar la cinta por escenas de hospital, la sala, las instalaciones de confinamiento temporal de la habitación; cortinas de plástico pegadas a las paredes y una puerta, aire separado. Levantó el dedo del control remoto y dejó que avanzase a velocidad normal.
El doctor Ed Sanger, miembro del Cuerpo Comisionado del Equipo Especial en el Mercy Hospital, cincuentón, de pelo rubio, se identificó y repasó incómodo el diagnóstico. Dicken lo escuchó con sensación creciente de pavor. «He estado completamente equivocado. Augustine tenía razón. Todas sus suposiciones eran acertadas.»
Augustine detuvo la cinta.
—Es un virus compuesto de un único filamento de ARN, enorme y primitivo, de probablemente unos 160.000 nucleótidos. No se parece a nada que hayamos visto antes. Estamos investigando para encajar su genoma con las regiones conocidas que codifican HERV. Es increíblemente rápido, no está muy bien adaptado y es mortal.
—El tipo no parece estar en buena forma —dijo Dicken.
—El hombre murió la pasada noche. La mujer parece no tener síntomas, pero experimenta los problemas habituales de su embarazo —Augustine se cruzó de brazos y se sentó en el borde de la mesa—. Transmisión lateral de un retrovirus desconocido, con toda probabilidad activado y equipado por el SHEVA. La mujer infectó al hombre. Esto es, Christopher. Es lo que necesitamos. ¿Estás dispuesto a ayudarnos a hacerlo público?
—¿Hacerlo público? ¿Ahora?
—Vamos a aislar y/o poner en cuarentena a las mujeres con embarazos de segunda fase. Para violar de tal forma las libertades civiles tendremos que apoyarnos bien. El presidente está dispuesto a dar el paso, pero su equipo dice que necesitamos algunas personalidades para transmitir el mensaje.
—Yo no soy una personalidad. Busca a Bill Cosby.
—Cosby no está interesado en este caso. Pero tú… Prácticamente eres el modelo del valiente funcionario sanitario que se recupera de las heridas infligidas por los fanáticos desesperados por detenernos. —Augustine volvió a sonreír.
Dicken miró a su regazo.
—¿Estás seguro de todo esto?
—Tan seguro como se puede estar hasta que tengamos todos los resultados científicos. Eso podría llevarnos tres o cuatro meses. Teniendo en cuenta las posibles consecuencias, no podemos permitirnos esperar.
Dicken miró a Augustine, luego levantó la mirada hacia las nubes y los árboles que se veían a través de la ventana de la oficina. Augustine había colgado un pequeño trozo de vidrio de colores, una flor de lis roja y verde.
—Todas las madres tendrán que poner pegatinas en sus casas —dijo Dicken—. Quizá una C de Cuarentena. Toda mujer embarazada tendrá que demostrar que no lleva un bebé SHEVA. Eso podría costar miles de millones.
—A nadie le preocupa el dinero —replicó Augustine—. Nos enfrentamos a la mayor amenaza sanitaria de todos los tiempos. Se trata del equivalente biológico de la caja de Pandora, Christopher. Cada una de las enfermedades retrovíricas que hemos conquistado, pero que no hemos podido eliminar. Cientos, quizá miles de enfermedades para las que no tenemos defensas modernas. No tendremos que preocuparnos por no tener suficientes fondos.
—El único problema es que no me lo creo —dijo Dicken en voz baja.
Augustine lo miró fijamente mientras se le formaban gruesas líneas alrededor de los labios y la frente.
—He cazado virus durante casi toda mi vida adulta —dijo Dicken—. He visto lo que pueden hacer. Sé de retrovirus, sé sobre los HERV. También sé sobre el SHEVA. Los HERV probablemente nunca fueron eliminados del genoma porque ofrecían protección contra otros retrovirus nuevos. Son nuestra pequeña biblioteca de protección. Y… nuestro genoma los emplea para generar novedad genética.
—Eso no lo sabemos —dijo Augustine, con una voz que se cargaba de tensión.
—Me gustaría esperar a los resultados científicos antes de encerrar a todas las madres de América —dijo Dicken.
Mientras la piel de Augustine se oscurecía de irritación y luego de furia, las cicatrices producidas por la metralla se hicieron más evidentes.
—El peligro es excesivamente grande —dijo—. Pensé que te gustaría tener la oportunidad de volver a aparecer en la foto.
—No —dijo Dicken—. No puedo.
—¿Sigues aferrándote a las fantasías de una nueva especie? —preguntó Augustine con gravedad.
—Ya no me interesa —dijo Dicken. El tono cansado de su voz le sorprendió. Sonaba como un viejo.
Augustine dio una vuelta a la mesa y abrió un archivador del que sacó un sobre. Los detalles de su postura, lo pequeño y cohibido de su paso, el aspecto hierático de su expresión, produjo cierto temor en Dicken. Se trataba de un Mark Augustine que no había visto nunca: un hombre a punto de administrar el golpe de gracia.
—Esto te llegó mientras te encontrabas en el hospital. Estaba en tu casillero de correo. Dirigido a ti por tu cargo oficial, así que me tomé la libertad de hacer que lo abriesen.
Le pasó las delgadas hojas a Dicken.
—Son de Georgia. Leonid Sugashvili iba a enviarte fotografías de lo que él llamaba el posible Homo superior, ¿no?
—No había comprobado sus credenciales —dijo Dicken—, así que no te lo mencioné.
—Muy sabio. Le han arrestado por fraude en Tbilisi. Por estafar a las familias de los desaparecidos. Prometió a los llorosos familiares que podría mostrarles dónde estaban enterrados sus seres queridos. Parece que también iba tras el CCE.
—Eso no me sorprende, ni tampoco me hace cambiar de idea, Mark. Simplemente estoy quemado. Ya es muy duro sanar mi propio cuerpo. No soy el hombre adecuado para el trabajo.
—Muy bien —dijo Augustine—. Te pondré en baja indefinida por invalidez. Necesitamos tu despacho en el CCE. Vamos a traer a sesenta epidemiólogos especiales la próxima semana para iniciar la fase dos. Dadas nuestras limitaciones de espacio, probablemente meteremos a tres en tu despacho.
Se miraron en silencio.
—Gracias por aguantarme tanto tiempo —dijo Dicken sin el más mínimo rastro de ironía.
—No hay problema —dijo Augustine con voz igualmente plana.
Mitch colocó la última de las cajas frente a la puerta. Wendell Packer vendría por la mañana con un camión.
Dio un vistazo por la casa y convirtió los labios en una línea sardónica y rota. Habían permanecido allí algo más de dos meses. Una Navidad.
Kaye sacó el teléfono del dormitorio con el cable colgando.
—Desconectado —dijo—. Se dan prisa cuando desmantelas un hogar. ¿Cuánto tiempo hemos estado aquí?
Mitch se sentó en el gastado sillón que tenía desde sus días de estudiante.
—Saldremos adelante —dijo. Tenía una sensación extraña en las manos. De alguna forma, le parecían más grandes—. Dios, estoy cansado.
Kaye se sentó en uno de los brazos del sillón y le dio un masaje en los hombros. Él apoyó la cabeza contra el brazo de Kaye, y ésta le rozó la mejilla de barba algo crecida con la rebeca color melocotón.
—Maldición —dijo ella—. Me olvidé de cargar la batería del teléfono móvil. —Le besó la coronilla y volvió al dormitorio. Mitch apreció que aún andaba bastante derecha a pesar de estar de siete meses. Tenía una barriga prominente, pero no enorme. Le gustaría tener más experiencia con embarazos. Que ésa fuese su primera vez…
—Las dos baterías están agotadas —gritó Kaye desde el dormitorio—. Recargarlas llevará más o menos una hora.
Mitch miró parpadeando a varios objetos de la habitación. Luego alargó las manos. Parecían hinchadas, pegadas a los extremos de unos antebrazos como los de Popeye. Sentía los pies enormes, aunque no se los había mirado. Era extremadamente incómodo. Quería dormir, pero sólo eran las cuatro de la tarde. Acababan de tomar una cena de sopa de lata. En el exterior todavía había luz.
Esperaba hacer el amor con Kaye por última vez en aquella casa. Kaye volvió y acercó un taburete.
—Siéntate aquí —le dijo Mitch, intentando levantarse—. Es más cómodo.
—Así está bien. Me quiero sentar recta.
Mitch se detuvo a medio camino, mareado.
—¿Te pasa algo?
Vio el primer destello de luz. Cerró los ojos y se dejó caer sobre el sillón.
—Ahí viene —dijo.
—¿Qué?
Mitch se señaló las sienes y dijo en voz baja:
—Bang.
En ocasiones, cuando era un muchacho, había tenido distorsiones corporales antes y durante sus dolores de cabeza. Recordaba cómo las odiaba, y ahora estaba casi fuera de sí por el resentimiento y por lo que le esperaba.
—Tengo algo de fiorinal en el bolso —dijo Kaye. Mitch oyó que recorría el salón. Con los ojos cerrados veía destellos y sentía los pies tan grandes como los de un elefante. El dolor era como una serie de cañonazos que avanzasen por un amplio valle.
Kaye le puso dos pastillas en la palma de la mano y un vaso lleno de agua. Mitch se tragó las pastillas, bebió el agua, sin sentir la más mínima confianza en que surtiesen efecto. Quizá si hubiese estado sobre aviso, si las hubiese tomado antes…
—Vamos a la cama —dijo Kaye.
—¿Cómo dices? —preguntó Mitch.
—Cama.
—Quiero relajarme —dijo él.
—Eso. A dormir.
Era la única forma en que podría tener una esperanza de escapar. Aún así, podría sufrir sueños horribles y dolorosos. También los recordaba; sueños sobre quedar aplastado bajo montañas.
Permaneció tendido en la quietud del dormitorio desnudo, sobre las sábanas que habían dejado para su última noche, bajo la colcha. Se cubrió la cabeza con la colcha, dejando un pequeño espacio para respirar.
Apenas oyó cómo Kaye le decía que le quería.
Kaye retiró la colcha. La frente de Mitch estaba pegajosa, tan fría como el hielo. Estaba preocupaba, y se sentía culpable por no poder compartir el dolor; a continuación no pudo evitar racionalizar que Mitch no podría compartir el dolor de traer su hija al mundo.
Estaba sentada en la cama a su lado. Respiraba de forma entrecortada. Reflexivamente, sintió la barriga bajo la rebeca, la levantó y acarició la piel, tan suave que parecía relucir. El bebé se había quedado tranquilo durante varias horas después de pasar toda la tarde dándole patadas.
Kaye nunca había sentido que le aporreaban desde dentro; la experiencia no le gustó demasiado. Tampoco le gustaba ir al baño cada hora, o los continuos ataques de ardor de estómago. Por la noche, tendida en la cama, podía incluso sentir el movimiento rítmico de sus intestinos.
Todo aquello la volvía aprensiva; también la hacía sentir viva y consciente con total intensidad.
Pero estaba dejando de pensar en Mitch, en su dolor. Se recostó a su lado y él de pronto se volvió, agarrando la colcha y alejándose.
—¿Mitch?
No contestó. Kaye se quedó tendida durante un momento, pero se sentía incómoda, así que se puso de costado, mirando al lado opuesto de Mitch, y reculó hacia él, lentamente, con suavidad, para buscar su calor. Mitch ni se movió ni protestó. Kaye miró fijamente a las paredes grises y vacías. Pensó en levantarse y trabajar durante un rato en el libro, pero habían guardado el ordenador y las notas. El impulso pasó.
El silencio de la casa le molestaba. Prestó atención a cualquier sonido, pero sólo pudo oír su respiración y la de Mitch. En el exterior el aire estaba completamente quieto. Ni siquiera podía oír el tráfico de la autopista 2, a menos de una milla de distancia. Ni los pájaros. Ni las vigas o los crujidos del suelo.
Después de media hora, se aseguró de que Mitch estaba dormido, se sentó, fue hasta el borde de la cama, se puso en pie y se dirigió a la cocina para hervir agua. Contempló el crepúsculo por la ventana. El agua de la tetera hirvió lentamente y la echó sobre una bolsa de manzanilla en una de las tazas que habían dejado sobre la encimera de azulejo blanco. A medida que se hacía la infusión, recorrió los azulejos con el dedo, preguntándose cómo sería su siguiente hogar, probablemente muy cerca del enorme casino Wild Eagle de las Cinco Tribus. Aquella misma mañana, Sue seguía con los preparativos y sólo les había prometido que con el tiempo tendrían una casa, bonita. «Quizás al principio sea una caravana», les había dicho por teléfono.
Kaye sintió un pequeño ataque de rabia impotente. Quería quedarse allí. Allí se sentía cómoda.
—Todo esto es tan extraño —le dijo a la ventana. Como si quisiese responderle, el bebé dio una patada.
Agarró la taza y tiró la bolsita al fregadero. Mientras tomaba el primer sorbo oyó el sonido de un motor y ruedas sobre la gravilla.
Fue al salón y permaneció de pie, viendo cómo los faros se movían en el exterior. No esperaban a nadie; Wendell estaba en Seattle, el camión no estaría disponible en la agencia de alquiler hasta el día siguiente por la mañana. Merton estaba en Beresford, Nueva York; había oído que Sue y Jack se encontraban en el este de Washington.
Pensó en despertar a Mitch y se preguntó si podría despertarlo dado su estado.
—Quizá sea Maria u otra persona.
Pero no se acercó a la puerta. Las luces del salón estaban apagadas, las del porche también y la de la cocina estaba encendida. Un rayo de luz entró por la ventana y chocó contra la pared sur. Había dejado las cortinas abiertas; no tenían vecinos cercanos, nadie que les espiase.
La puerta se agitó con fuerza. Kaye miró el reloj, pulsó el botoncito que encendía la lucecilla verdeazulada. Eran las siete en punto.
La puerta volvió a agitarse, a lo que siguió una voz que no conocía:
—¿Kaye Lang? ¿Mitchell Rafelson? Departamento del Sheriff del Condado, Servicios Judiciales.
Kaye contuvo el aliento. ¿Qué podía ser? ¡Seguro que nada relacionado con ella! Se dirigió a la puerta principal, agarró el cerrojo y la abrió. En el porche había cuatro hombres, dos de uniforme, dos vestidos de civil, pantalones y chaquetas de verano. Los rayos de luz de las linternas le cruzaron la cara mientras encendía la luz del porche. Parpadeó.
—Soy Kaye Lang.
Uno de los civiles, un hombre alto y corpulento, de pelo castaño muy corto sobre un rostro ovalado.
—Señorita Lang, tenemos…
—Señora Lang —dijo Kaye.
—Vale. Mi nombre es Wallace Jurgenson. Éste es el doctor Kevin Clark del Distrito Sanitario de Snohomish. Soy un representante del servicio público sanitario del Cuerpo Comisionado del Equipo Especial de Situación de Emergencia en el estado de Washington. Señora Lang, tenemos una orden federal del Equipo Especial de Situación de Emergencia verificada por la oficina del Equipo Especial en Olympia, estado de Washington. Hemos estado contactando a las mujeres que se sabe podrían ser infecciosas, portadoras de un feto…
—Chorradas —dijo Kaye.
El hombre se detuvo ligeramente irritado y luego siguió hablando.
—Un feto SHEVA de segunda fase. ¿Sabe lo que eso significa, señora?
—Sí —dijo Kaye—, pero es una gilipollez.
—Estoy aquí para informarle de que, a juicio de la Oficina de Situación de Emergencia del Equipo Especial y el Centro para Prevención y Control de Enfermedades…
—Antes trabajaba para ellos —dijo Kaye.
—Lo sé —dijo Jurgenson. Clark sonrió y asintió, como si estuviese encantado de conocerla. Los ayudantes del sheriff se encontraban fuera del porche con los brazos cruzados—. Señora Lang, se ha determinado que podría usted representar un riesgo para la salud pública. Se ha contactado con usted y otras mujeres de la zona para informarles de sus opciones.
—Yo he decidido quedarme donde estoy —dijo Kaye con la voz temblorosa. Miró de cara a cara. Hombres de aspecto agradable, bien afeitados, sinceros, casi tan nerviosos como ella, y nada felices.
—Tenemos órdenes de llevarla a usted y su marido a un refugio de Situación de Emergencia del condado en Lynnwood, donde se le aislará y se le ofrecerán servicios médicos hasta que pueda determinarse si presenta o no un riesgo para la salud pública…
—No —dijo Kaye, sintiendo que le ardía la cara—. Son todo chorradas. Mi marido está enfermo. No puede viajar.
El rostro de Jurgenson estaba serio, preparándose para hacer algo que no le gustaba. Miró a Clark. Los ayudantes avanzaron y uno de ellos casi tropezó con una piedra. Después de tragar saliva, Jurgenson añadió:
—El doctor Clark realizará un examen rápido de su marido antes de que los traslademos. —Su aliento formaba nubecillas en el aire de la noche.
—Tiene una jaqueca —dijo Kaye—. Una migraña. Le pasa a veces. —Sobre el camino de gravilla esperaba un vehículo del Departamento del Sheriff y una pequeña ambulancia. Más allá de los vehículos, el prado mal cuidado de la casa se extendía hasta la valla. Podía oler la hierba y la tierra húmeda en el frío aire nocturno.
—No tenemos elección, señorita Lang.
No tenía muchas opciones. Si se resistía, se limitarían a volver con más hombres.
—Iré. Pero no pueden mover a mi marido.
—Puede que los dos sean portadores, señora. Tenemos que llevarnos a los dos.
—Puedo examinar a su marido y comprobar si en su estado podría responder a tratamiento —dijo Clark.
Kaye odió la sensación de las lágrimas a punto de salir. Frustración, indefensión, soledad. Vio a Clark y Jurgenson mirar por encima de su hombro, oyó moverse algo, y se volvió como si fuesen a sorprenderla en una emboscada.
Se trataba de Mitch. Caminaba a trompicones, con los ojos medio cerrados y las manos extendidas, como si se tratara del monstruo de Frankenstein.
—Kaye, ¿qué pasa? —preguntó con voz poco clara. El simple hecho de hablar le contraía el rostro de dolor.
Clark y Jurgenson se retiraron, y el ayudante más cercano abrió la cartuchera. Kaye los miró con furia.
—¡Es la migraña! ¡Tiene una migraña!
—¿Quiénes son? —preguntó Mitch. Estuvo a punto de caerse. Kaye se acercó a él y le ayudó a permanecer en pie—. No veo muy bien —murmuró.
Clark y Jurgenson se consultaron en susurros.
—Por favor, sáquelo al porche, señora Lang —dijo Jurgenson con voz tensa. Kaye vio una pistola en la mano del ayudante.
—¿Qué es esto?
—Son del Equipo Especial —dijo Kaye—. Quieren que vayamos con ellos.
—¿Por qué?
—Algo relativo a ser infecciosos.
—No —dijo Mitch, resistiéndose entre sus brazos.
—Eso les he dicho. Pero, Mitch, no podemos hacer nada.
—¡No! —gritó Mitch agitando un brazo—. ¡Vuelvan cuando pueda verles, cuando podamos hablar! Dejen a mi mujer en paz, por amor de Dios.
—Por favor, salga al porche, señora —dijo el ayudante. Kaye sabía que la situación se estaba poniendo peligrosa. Mitch no estaba en condiciones de comportarse racionalmente. No sabía lo que podría hacer por protegerla. Los hombres del exterior tenían miedo. Eran tiempos terribles y podían pasar cosas terribles, y nadie sería castigado; podrían dispararles y quemar la casa hasta los cimientos, como si tuviesen la plaga.
—Mi mujer está embarazada —dijo Mitch—. Por favor, déjenla en paz. —Intentó acercase a la puerta. Kaye permaneció a su lado, guiándole.
El ayudante siguió apuntando con la pistola, pero la sostenía con ambas manos, con los brazos extendidos. Jurgenson le dijo que guardase el arma. Movió la cabeza.
—No quiero que hagan nada estúpido —dijo en voz baja.
—Vamos a salir —dijo Kaye—. No sean estúpidos. No estamos enfermos y no somos infecciosos.
Jurgenson les indicó que atravesasen la puerta y bajasen del porche.
—Tenemos una ambulancia. Les llevaremos a donde puedan cuidar de su marido.
Kaye ayudó a Mitch a salir y bajar. Mitch sudaba mucho y tenía las manos húmedas y frías.
—Sigo sin ver muy bien —le dijo a Kaye al oído—. Dime qué hacen.
—Quieren llevarnos.
Ahora estaban en el césped. Jurgenson le indicó a Clark que abriese la puerta trasera de la ambulancia. Kaye vio que había una joven tras el volante. La conductora miraba fijamente a través de la ventanilla subida.
—No hagas ninguna tontería —le dijo Kaye a Mitch—. Camina recto. ¿Te hicieron efecto las pastillas?
Mitch negó con la cabeza.
—Es fuerte. Me siento tan estúpido… dejándote sola. Vulnerable. —Le costaba hablar y tenía los ojos casi completamente cerrados. No podía soportar el resplandor de los faros. Los ayudantes encendieron las linternas y las dirigieron hacia Kaye y Mitch. Éste se tapó los ojos con una mano e intentó apartarse.
—¡No se muevan! —ordenó el ayudante de la pistola—. ¡Mantengan las manos donde las veamos!
Kaye oyó más motores. El segundo ayudante se volvió.
—Se acercan —dijo—. Camiones. Muchos.
Kaye contó cuatro pares de faros que venían por la carretera hacia la casa. Tres camionetas y un coche llegaron al jardín, salpicando gravilla y con los frenos chillando. Las camionetas llevaban personas detrás… hombres de pelo negro vestidos con camisas a cuadros, chaquetas de piel, cazadoras, hombres con coletas y luego vio a Jack, el marido de Sue.
Jack abrió la portezuela del conductor de su camioneta y bajó, frunciendo el ceño. Levantó la mano y los hombres permanecieron en la parte de atrás.
—Buenas noches —dijo Jack, relajando la frente y con un rostro que era de pronto neutral—. Hola, Kaye, Mitch. El teléfono no os funciona.
Los ayudantes miraron a Jurgenson y Clark en busca de guía. La pistola seguía apuntada a la grava. Wendell Packer y Maria Konig bajaron del coche y se acercaron a Mitch y Kaye.
—Todo va bien —les dijo Packer a los cuatro hombres que ahora formaban un cuadrado defensivo. Levantó las manos para mostrar que estaban vacías—. Hemos traído unos amigos para ayudarles a trasladarse. ¿Vale?
—Mitch tiene una migraña —gritó Kaye. Mitch intentó apartarla, para sostenerse por sí mismo, pero las piernas no le respondieron.
—Pobrecito —dijo Maria, dando media vuelta a los ayudantes—. No hay problema —les dijo—. Somos de la Universidad de Washington.
—Somos de las Cinco Tribus —dijo Jack—. Son amigos nuestros. Les vamos a ayudar a trasladarse. —Los hombres en las camionetas mantenían las manos bien visibles, pero sonreían como lobos, como bandidos.
Clark tocó a Jurgenson en el hombro.
—Que no haya titulares —dijo. Jurgenson asintió para estar de acuerdo. Clark subió a la ambulancia y Jurgenson se unió a los ayudantes en el Caprice. Sin más palabras, los dos vehículos retrocedieron y se perdieron en la noche recorriendo el camino de gravilla.
Jack se adelantó con las manos en los bolsillos del vaquero y una enorme sonrisa llena de energía.
—Ha sido divertido —dijo.
Wendell y Kaye ayudaron a Mitch a sentarse en el suelo.
—Estaré bien —dijo Mitch con la cabeza entre las manos—. No pude hacer nada. Dios, no pude hacer nada.
—Todo va bien —dijo Maria.
Kaye se arrodilló a su lado, tocándole la frente con la mejilla.
—Vamos adentro. —Ella y Maria le ayudaron a ponerse en pie y le llevaron hasta la casa.
—Tuvimos noticias de Oliver desde Nueva York —dijo Wendell—. Christopher Dicken lo llamó y dijo que pronto iba a pasar algo desagradable. Comentó que no contestabais al teléfono.
—Eso fue esta tarde —dijo Maria.
—Maria llamó a Sue —dijo Wendell—. Sue llamó a Jack. Jack estaba de visita en Seattle. Nadie tenía noticias vuestras.
—Estaba en una reunión en el casino Lummi —dijo Jack. Hizo un gesto en dirección a los hombres de las camionetas—. Hablábamos sobre nuevos juegos y máquinas. Se ofrecieron voluntarios para venir. Supongo que fue para bien. Creo que ahora deberíamos ir a Kumash.
—Estoy listo —dijo Mitch. Subió los escalones por sí mismo, se volvió y levantó los brazos mirándoles—. Puedo hacerlo. Estaré bien.
—Allí no podrán llegar hasta vosotros —dijo Jack. Miró a la carretera con los ojos relucientes—. Van a convertir a todo el mundo en indios. Malditos cabrones.
Mitch se encontraba en la cresta de un promontorio calcáreo que miraba al Wild Eagle Casino and Resort. Se echó el sombrero atrás y miró al sol brillante. A las nueve de la mañana, el aire estaba quieto y muy caliente. En circunstancias normales, el casino, un llamativo botón rojo, oro y blanco en los tonos apagados del sudeste de Washington, daba empleo a cuatrocientas personas, trescientas de ellas de las Cinco Tribus.
La reserva estaba sometida a cuarentena por no cooperar con Mark Augustine. Tres camiones de la patrulla del sheriff del condado de Kumash habían sido aparcados en la carretera principal que venía de la autopista. Ofrecían refuerzos a los agentes federales que hacían cumplir una orden de restricción del Equipo Especial, que se aplicaba a toda la reserva de las Cinco Tribus.
El casino no hacía negocios desde hacía más de tres semanas. El aparcamiento estaba casi vacío y habían apagado las señales luminosas.
Mitch arañó la tierra con la bota. Había dejado la caravana con aire acondicionado y había subido a la colina para estar solo y pensar durante un rato, y por tanto, cuando vio como Jack recorría el mismo sendero, sintió un poco de resentimiento. Pero no se fue…
Ni Mitch ni Jack sabían si estaban destinados a gustarse. Siempre que se encontraban, Jack hacía ciertas preguntas, como un desafío, y Mitch ofrecía respuestas que nunca eran del todo satisfactorias.
Mitch se agachó y agarró una piedrecilla redonda cubierta de barro seco. Jack recorrió los últimos metros hasta la cima de la colina.
—Hola —dijo.
Mitch asintió.
—Veo que también lo tienes. —Jack se acarició la mejilla con un dedo. La piel de su cara estaba formando una máscara como la del Llanero Solitario, pelándose en los bordes, pero haciéndose más gruesa cerca de los ojos. Los dos hombres tenían aspecto de mirar a través de delgadas capas de barro—. No desaparecerá sin sangre.
—No deberías tocártelo —le dijo Mitch.
—¿Cuándo te empezó?
—Hace tres noches.
Jack se agachó al lado de Mitch.
—En ocasiones me siento furioso. Creo que quizá Sue podría haberlo planificado mejor.
Mitch sonrió.
—¿El qué? ¿Quedarse embarazada?
—Sí —dijo Jack—. El casino está vacío. Nos estamos quedando sin dinero. He dejado salir a la mayoría de nuestra gente, y los otros no pueden entrar a trabajar desde el exterior. Tampoco me siento muy feliz conmigo mismo. —Volvió a tocar la máscara y luego miró el dedo—. Uno de los jóvenes padres intentó arrancársela. Ahora está en la clínica. Le dije que era un estúpido.
—No es fácil, sí —dijo Mitch.
—Deberías venir alguna vez a una reunión del consejo.
—Agradezco el simple hecho de estar aquí, Jack. No quiero enfurecer a nadie.
—Sue opina que quizá no se enfurezcan si te reúnes con ellos. Eres un tío bastante agradable.
—Eso me dijo hace como un año.
—Ella opina que si yo no estoy furioso, los demás tampoco lo estarán. Quizá tenga razón. Aunque hay una vieja mujer cayuse, Becky. La echaron de Colville y vino aquí. Es una abuela agradable, pero cree que su labor consiste en estar en desacuerdo con cualquier cosa que quieran las tribus. Puede que, ya sabes, te mire y se meta un poco contigo. —Jack puso cara de cascarrabias y asestó golpes al aire con un dedo rígido.
Jack no era habitualmente tan locuaz y nunca hablaba de lo que se decía en las reuniones.
Mitch se rió.
—¿Crees que va a haber problemas?
Jack se encogió de hombros.
—Quieren celebrar pronto una reunión de padres. Sólo los padres. No como las clases de parto en la clínica con las mujeres. Avergüenzan a los hombres. ¿Vas a ir esta noche?
Mitch asintió.
—Será la primera vez para mí con esta piel. Va a ser difícil. Algunos de los nuevos padres ven la tele y se preguntan cuándo recuperarán sus trabajos. Culpan a las mujeres.
Mitch sabía que había tres parejas que todavía esperaban bebés SHEVA en la reserva, además de él y Kaye. Entre las tres mil setenta y dos personas que integraban la reserva, que formaban las Cinco Tribus, se habían producido seis nacimientos SHEVA. Todos habían nacido muertos.
Kaye colaboraba con el obstetra de la clínica, un joven doctor blanco llamado Chambers, y ayudaba a llevar las clases de parto. Los hombres eran un poco lentos y quizás estaban mucho menos dispuestos a aceptar la situación.
—Sue lo espera más o menos para la misma fecha que Kaye —dijo Jack. Cruzó las piernas y se sentó directamente en el suelo, algo que a Mitch no le salía muy bien—. He intentado aprender sobre genes y ADN, y qué es un virus. No es mi lenguaje.
—Puede ser difícil —dijo Mitch. No sabía si alargar la mano y ponerla sobre el hombro de Jack. Sabía tan poco de la gente moderna cuyos antepasados había estudiado—. Podríamos ser los primeros en tener bebés sanos —dijo—. Los primeros en saber qué aspecto tendrán.
—Creo que es cierto. Puede ser muy… —Jack se detuvo. Dobló los labios al pensar—. Iba a decir que un honor. Pero no es nuestro honor.
—Quizá no —dijo Mitch.
—Para mí, todo permanece vivo por siempre. Toda la Tierra está llena de cosas vivas, algunas vestidas de carne, otras no. Estamos aquí debido a los muchos que vinieron antes. No perdemos nuestra conexión con la carne al renunciar a ella. Nos dispersamos después de morir, pero nos gusta regresar a nuestros huesos y dar un vistazo. Para comprobar cómo les va a los jóvenes.
Mitch sentía cómo se iniciaba de nuevo el viejo debate.
—Tú no lo entiendes así —dijo Jack.
—Ya no estoy seguro de saber cómo entiendo las cosas —dijo Mitch—. Que la naturaleza juegue con tu cuerpo te da que pensar. Las mujeres lo experimentan de forma más directa, pero ésta debe de ser la primera vez para los hombres.
—Ese ADN debe de ser un espíritu en nuestro interior, las palabras que transmitieron nuestros antepasados, palabras del Creador. Puedo verlo.
—Una descripción tan buena como cualquiera —dijo Mitch—. Sólo que no sé quién podría ser el Creador, o siquiera si existe.
Jack lanzó un suspiro.
—Estudias cosas muertas.
Mitch se ruborizó ligeramente, como le pasaba siempre que discutía de esas cosas con Jack.
—Intento comprender cómo eran cuando estaban vivas.
—Los fantasmas podrían decírtelo —dijo Jack.
—¿Te lo cuentan a ti?
—En ocasiones —respondió Jack—. Una o dos.
—¿Qué te dicen?
—Que quieren cosas. No están felices. Un hombre mayor, ya ha muerto, escuchó al espíritu del Hombre de Pasco cuando lo sacaste del lecho fluvial. El hombre dijo que el fantasma se sentía muy infeliz. —Jack agarró una china y la echó rodando colina abajo—. Luego dijo que no hablaba como nuestros fantasmas. Quizá fuese un fantasma diferente. El anciano sólo me lo contó a mí, a nadie más. Opinaba que quizás el fantasma no fuese de nuestra tribu.
—Guau —dijo Mitch.
Jack se rascó la nariz y tiró de una ceja.
—La piel me pica continuamente. ¿A ti también?
—A veces. —Mitch siempre se sentía como si caminase por el borde de un precipicio cuando hablaba sobre los huesos con Jack. Quizá se sintiese culpable—. Nadie es especial. Todos somos humanos. El joven aprende del viejo, vivo o muerto. Te respeto a ti y respeto lo que dices, Jack, pero es posible que nunca estemos de acuerdo.
—Sue me hace pensar las cosas —dijo Jack con algo de mal genio, y miró a Mitch con sus profundos ojos negros—. Me dice que debo hablar contigo, porque escuchas, y luego dices lo que piensas y eres sincero. Los otros padres necesitan un poco de eso.
—Hablaré con ellos, si va a servir de ayuda —dijo Mitch—. Te debemos mucho, Jack.
—No, no es así —dijo Jack—. Probablemente tendríamos problemas de todas formas. Si no fuesen los nuevos, serían las máquinas tragaperras. Nos gusta clavar nuestras lanzas en la burocracia y el gobierno.
—Os está costando mucho dinero —dijo Mitch.
—Vamos a traer de tapadillo los nuevos juegos —comentó Jack—. Los muchachos los traen en las camionetas por las zonas de las colinas que los patrulleros no vigilan. Puede que podamos usarlos durante seis meses e incluso más antes de que el estado los confisque.
—¿Son tragaperras?
Jack movió la cabeza.
—Creemos que no. Ganaremos algo de dinero antes de que no las quiten.
—¿Venganza contra el hombre blanco?
—Los dejamos sin blanca —dijo Jack con seriedad—. Les encanta.
—Si los bebés son sanos, quizás interrumpan la cuarentena —dijo Mitch—. Podréis reabrir el casino en un par de meses.
—No cuento con ello —dijo Jack—. Además, no quiero presentarme por allí y hacer de jefe si todavía tengo este aspecto. —Puso una mano sobre el hombro de Mitch—. Ven a hablarles —le dijo poniéndose de pie—. Los hombres quieren oírte.
—Probaré a hacerlo —respondió Mitch.
—Les diré que te perdonen por aquella otra cosa. Y, además, el fantasma no pertenecía a nuestras tribus. —Jack agitó los pies y bajó la colina.
Mitch estaba trabajando en el viejo Buick azul, que se hallaba aparcado sobre la hierba seca frente a la caravana. La tarde se iba llenando de nubes de tormenta que venían del sur.
El aire olía a tensión y energía. Kaye apenas podía soportar el permanecer sentada. Se apartó de la mesa frente a la ventana y dejó de fingir que trabajaba en el libro, mientras en realidad pasaba la mayor parte del tiempo observando cómo Mitch repasaba el cableado.
Se llevó las manos a las caderas para estirarse. El día no había sido demasiado caluroso y se habían quedado en la caravana en lugar de ir al centro comunitario, que tenía aire acondicionado. A Kaye le gustaba mirar a Mitch mientras jugaba al baloncesto; a veces ella se daba un baño en la pequeña piscina. No era una mala vida, pero se sentía culpable.
Las noticias del exterior no solían ser buenas. Llevaban tres semanas en la reserva y Kaye temía que en cualquier momento los federales viniesen a llevarse a las madres SHEVA. Ya lo habían hecho en Montgomery, Alabama, entrando en una maternidad privada y provocando un medio tumulto en el proceso.
—Cada vez son más atrevidos —había comentado Mitch mientras veían las noticias en la tele.
Más tarde, el presidente había pedido disculpas y había asegurado a la nación que se respetarían las libertades civiles, en la medida de lo posible y teniendo en cuenta los riesgos a los que se enfrentaba la población. La clínica de Montgomery había cerrado dos días más tarde debido a la presión de los piquetes ciudadanos, y las madres y padres se habían visto obligados a trasladarse a otros lugares. Debido a las máscaras, los nuevos padres tenían un aspecto extraño; a juzgar por lo que habían oído en las noticias, no eran muy populares.
Tampoco habían sido populares en la República de Georgia.
Kaye no había sabido nada más sobre nuevas infecciones retrovíricas en las madres SHEVA. Sus contactos mantenían el mismo silencio. Era evidente que se trataba de un tema peligroso; nadie se sentía cómodo expresando su opinión.
Así que había fingido trabajar en el libro, consiguiendo escribir uno o dos buenos párrafos al día, redactando en ocasiones en el ordenador y en ocasiones en un cuaderno. Mitch leía lo que escribía y apuntaba ideas al margen, pero parecía preocupado, como aturdido por la idea de ser padre… Aunque Kaye sabía que eso no era lo que le preocupaba.
«No ser padre. Eso es lo que le preocupa. Yo. Mi bienestar.»
No sabía qué podía hacer para tranquilizarle. Se sentía bien, incluso maravillosa, a pesar de las incomodidades. Se miraba en el espejo del baño y le parecía que la cara se le había llenado muy bien; no con aspecto siniestro, como había creído que sería, sino saludable, con buena piel… sin contar la máscara, claro.
Cada día la máscara se hacía más oscura y más gruesa, una señal peculiar que marcaba ese tipo de paternidad.
Kaye realizó los ejercicios sobre la delgada alfombra del pequeño salón. Al final, hacía demasiado calor para seguir trabajando. Mitch entró para beber agua y se la encontró en el suelo. Kaye levantó la vista.
—¿Te hace una partida de cartas en el salón recreativo? —le preguntó él.
—Quiero estar a solas —entonó ella, imitando a Garbo—. Es decir, a solas contigo.
—¿Qué tal la espalda?
—Una masaje esta noche, cuando refresque —le dijo ella.
—Hay mucha calma aquí, ¿no? —preguntó Mitch, de pie en la puerta mientras agitaba la camiseta para darse aire.
—He estado pensando en nombres.
—¿Oh? —Mitch parecía sorprendido.
—¿Qué? —preguntó Kaye.
—Es sólo una sensación. Me gustaría verla antes de decidirnos por un nombre.
—¿Por qué? —preguntó Kaye resentida—. Le hablas y le cantas todas las noches. Dices que incluso puedes olerla en mi aliento.
—Sí —respondió Mitch, pero no relajó el rostro—. Simplemente quiero saber qué aspecto tiene.
De pronto, Kaye fingió comprender.
—No me refiero al nombre científico —añadió—. El nombre, el nombre de nuestra hija.
Mitch la miró irritado.
—No me pidas que te lo explique. —Tenía aspecto pensativo—. Brock y yo nos decidimos ayer por un nombre científico, por teléfono. Aunque él opina que es prematuro porque ninguno de…
Mitch se detuvo, tosió, cerró la puerta y entró en la cocina.
Kaye sintió que la embargaba el abatimiento.
Mitch volvió con varios cubitos de hielo envueltos en una toalla húmeda, se inclinó a su lado y le limpió el sudor de la frente. Kaye no lo miró a los ojos.
—Estúpido —murmuró.
—Los dos somos adultos —dijo Kaye—. Quiero pensar en nombres. Quiero tejer patucos y comprar cochecitos de paseo, juguetitos para la cuna y comportarme como si fuésemos padres normales y dejar de pensar en toda esa mierda.
—Lo sé —dijo Mitch, y tenía aspecto triste, casi destrozado.
Kaye se puso de rodillas y le tocó los hombros con las manos, moviéndolas como si estuviese quitando el polvo.
—Escúchame. Estoy bien. Ella está bien. Si no me crees…
—Te creo —dijo Mitch.
Kaye le tocó la frente con la suya.
—Vale, Kemosabe.
Mitch tocó la piel dura y oscura de las mejillas de Kaye.
—Tienes un aspecto muy misterioso. Como si fueses una forajida.
—Quizá también nos hagan falta nombres científicos para nosotros. ¿No sientes en tu interior… algo más profundo, bajo la piel?
—Me escuecen los huesos —dijo él—. Y siento la garganta… la lengua diferente. ¿Por qué me está saliendo una máscara y también a todos los demás?
—Tú fabricas el virus. ¿Por qué no iba a cambiarte? Y en cuanto a la máscara… quizá nos estemos preparando para que nos reconozca. Somos animales sociales. Los papás son tan importantes para los bebés como las mamás.
—¿Tendremos el mismo aspecto que ella?
—Quizás un poco. —Kaye volvió a la mesa y se sentó—. ¿Qué propuso Brock como nombre científico?
—No prevé un cambio radical —dijo Mitch—. Como mucho, una subespecie, quizás una variedad peculiar. Por tanto… Homo sapiens novus.
Kaye repitió el nombre en voz baja y sonrió.
—Suena a taller de reparación de parabrisas.
—Es perfecto latín —dijo Mitch.
—Deja que lo piense.
—Pagaron la clínica con el dinero del casino —dijo Kaye mientras doblaba las toallas. Mitch había traído los dos cestos de ropa de la lavandería a la caravana antes de la puesta de sol. Se sentó en la cama de matrimonio del diminuto dormitorio porque apenas había sitio para permanecer de pie. Sus enormes pies apenas cabían entre las paredes y la estructura de la cama.
Kaye tomó cuatro bragas de algodón y dos sujetadores de lactancia y los dobló, luego los puso a un lado para colocar la maleta. La había tenido a mano durante una semana y parecía un buen momento para prepararla.
—¿Tienes un neceser? —preguntó—. No puedo encontrar el mío.
Mitch se movió y miró debajo de la cama para sacar su maleta. Volvió con una gastada bolsa de cuero con cremallera.
—¿Juego de afeitado de las Fuerzas Aéreas? —preguntó ella mientras la levantaba por la correa.
—Totalmente auténtico —dijo Mitch.
Mitch la vigilaba como un halcón, lo que hacía que Kaye se sintiese confiada y algo maliciosa. Siguió doblando la ropa.
—El doctor dice que las futuras madres están en muy buen estado de salud. Asistió tres de los partos anteriores. Dice que ya sabía que algo no iba bien meses antes. Marine Pacific le envió mi historial la semana pasada. Está rellenando algunos de los formularios del Equipo Especial, pero no todos. Se le plantean muchas dudas.
Terminó con la ropa y se sentó al borde de la cama.
—Cuando se mueve de esta forma, tengo la impresión de que me voy a poner de parto.
Mitch se inclinó ante ella y colocó la mano sobre el abultado vientre. Le brillaban los ojos.
—Vaya si se mueve esta noche.
—Está feliz —dijo Kaye—. Sabe que estás aquí. Cántale.
Mitch la miró y luego cantó su versión del abecedario.
—A, be, ce, de, e, efe, ge, hache, i, jota, ka, ele, eme, ene, o, pe…
Kaye se rió.
—Es muy serio —dijo Mitch.
—A ella le encanta.
—Mi padre solía cantármela. Así me preparaba para reconocerlas. Ya sabes que empecé a leer a los cuatro años.
—Está dando patadas —dijo Kaye encantada.
—No.
—¡Lo juro, toca!
A Kaye le gustaba realmente la pequeña caravana con los gastados armarios de contrachapado color roble claro y el viejo mobiliario. Había colgado los grabados de su madre en el salón. Tenían comida suficiente y por las noches hacía el calor justo. Pero era demasiada calurosa durante el día, por lo que Kaye iba a trabajar con Sue al Edificio de Administración y Mitch paseaba por las colinas con un teléfono móvil en el bolsillo, en ocasiones acompañado de Jack, o hablaba con los otros futuros padres en el salón de la clínica. A los hombres les gustaba reunirse allí, y a las mujeres les parecía perfecto. Kaye echaba de menos a Mitch durante las horas en que estaba lejos, pero había muchas cosas en las que pensar y preparar. Por las noches siempre la acompañaba, y nunca se había sentido tan feliz.
Sabía que el bebé estaba sano. Podía sentirlo. Mientras Mitch terminaba la canción, le tocó la máscara alrededor de los ojos. Él no se apartó, aunque solía hacerlo durante la primera semana. Las máscaras eran ya muy gruesas y escamosas en los bordes.
—Sabes qué me gustaría hacer —dijo Kaye.
—¿El qué?
—Me gustaría meterme en un agujero oscuro cuando llegue el momento.
—¿Como una gata?
—Exacto.
—Ya me lo imagino —dijo Mitch conforme—. Nada de medicina moderna; suelo de tierra y simplicidad salvaje.
—Una correa de cuero entre los dientes —añadió Kaye—. Así es como dio a luz la madre de Sue. Antes de que tuviesen la clínica.
—Mi padre asistió mi parto —dijo Mitch—. La camioneta se había quedado atrapada en una zanja. Mamá se subió a la parte de atrás. Nunca le deja olvidarlo.
—¡No me lo contó! —dijo Kaye riéndose.
—Ella lo llama «parto difícil» —dijo Mitch.
—No estamos tan lejos de los tiempos antiguos —dijo Kaye. Se tocó el estómago—. Creo que la has dormido con la canción.
A la mañana siguiente, al despertarse, Kaye sintió la lengua hinchada. Salió de la cama, despertando a Mitch en el proceso, y fue a la cocina para beber la insípida agua de la reserva. Apenas podía hablar.
—Mitz —dijo.
—¿Ké? —preguntó él.
—¿Noz paza argo?
—¿Ké?
Kaye se sentó a su lado y sacó la lengua.
—Tene una koztra.
—Io, tambén —dijo Mitch.
—Ez komo en la kara —dijo ella.
Esa tarde, en la sala de la clínica, sólo uno de los cuatro padres podía hablar. Jack usó la pizarra portátil para marcar los días que faltaban a cada una de las esposas y luego se sentó para intentar hablar de deportes con los demás, pero la reunión terminó muy pronto. El médico jefe de la clínica —había cuatro médicos trabajando en la clínica, aparte del obstetra— los examinó a todos, pero no pudo dar un diagnóstico. No parecía haber ninguna infección.
Las futuras madres también lo tenían.
Kaye y Sue fueron a comprar juntas en el Little Silver Market. La gente en el mercado las miraba, pero no hicieron ningún comentario. Se refunfuñaba mucho entre los empleados del casino, pero sólo la vieja mujer cayuse, Becky, expresaba su opinión en las reuniones del consejo.
Kaye y Sue estaban de acuerdo en que Sue daría a luz primero.
—No pueo esperá —dijo Sue—. Ni Jack tampoxo.
Mitch volvía a estar allí. Empezó siendo una sensación vaga, y luego se convirtió en cruel realidad. Todos sus recuerdos de ser Mitch estaban almacenados de esa forma propia de los sueños. Lo último que hizo como Mitch fue tocarse la cara, tirar de la gruesa máscara, la máscara situada sobre piel nueva e hinchada.
Luego se encontró en el hielo y las rocas de nuevo. Su mujer gritaba y gemía, casi doblada por el dolor. Él echó a correr, luego volvió atrás y la ayudó a ponerse en pie, ululando continuamente, con la garganta dolorida, los brazos y piernas magullados por la paliza y las burlas, junto al lago, en el poblado, y los odiaba a todos ellos, que se reían y gritaban mientras agitaban los palos con terrible estrépito.
El joven cazador que había golpeado a la mujer en el vientre estaba muerto. A ése lo había golpeado hasta que se retorció y gimió, y luego le partió el cuello a patadas; pero era demasiado tarde, había sangre y su mujer estaba herida. Los chamanes se adentraron en la multitud e intentaron alejar a los otros con palabras guturales, entrecortadas palabras de ritual, nada igual a los líquidos y ligeros sonidos de pajarillo que él podía producir ahora.
Llevó a su mujer a la choza e intentó confortarla, pero el dolor era demasiado intenso.
Empezó a nevar. Oyó los gritos, los alaridos de duelo, y supo que se les había acabado el tiempo. La familia del cazador muerto iría tras ellos. En ese momento estarían pidiendo permiso al viejo Hombre Toro. Al viejo Hombre Toro nunca le habían gustado los padres con máscara y sus niños caraplanas.
Era el final, había murmurado en muchas ocasiones el Hombre Toro; los caraplanas lo ganaban, forzando al pueblo cada vez más hacia las montañas a medida que pasaban los años, y ahora sus propias mujeres les traicionaban y producían más niños caraplanas.
Sacó a su mujer de la choza, atravesó el puente de troncos hasta la orilla mientras oía los gritos de venganza. Oyó al Hombre Toro dirigir la cacería. La persecución había comenzado.
Anteriormente había usado la cueva para almacenar comida. Era difícil encontrar caza y la cueva estaba fría, por lo que cuando salía de caza guardaba en ella conejos y marmotas, bellotas y ratones para su mujer. En caso contrarío, ella no hubiese tenido lo suficiente para comer con las raciones de la tribu. Las otras mujeres con sus hambrientos niños se habían negado a cuidarla, en cuanto su barriga comenzó a abultarse.
Traía los pequeños animales desde la cueva por la noche y la alimentaba. Amaba tanto a aquella mujer que quería gritar, o rodar por el suelo y gemir, y no podía creer que estuviese malherida, a pesar de la sangre que empapaba sus pieles.
Cargó de nuevo con su mujer y ella le miró, suplicándole con voz aguda y cantarina, como un río que fluía en lugar de rocas que entrechocaban, la nueva voz que él también tenía. Ahora los dos sonaban como niños, no como adultos.
En una ocasión se había aproximado a un campamento de caza de caraplanas y les oyó cantar y bailar en la noche alrededor de un inmenso fuego. Sus voces sonaban agudas y líquidas, como niños. Quizás él y su mujer se estuviesen transformando en caraplanas y se irían a vivir con ellos cuando naciese el niño.
Cargó con ella atravesando la nieve blanda, con los pies tan insensibles como troncos. Durante un rato, ella guardó silencio, dormida. Cuando despertó, gritó e intentó refugiarse en sus brazos. Durante el crepúsculo, cuando el resplandor dorado teñía las alturas nevadas, la miró y vio que las zonas vellosas cuidadosamente afeitadas de sus sienes y mejillas, que la máscara no cubría, y el resto de su pelo, parecían sin brillo y enmarañado, como sin vida. Olía como un animal a punto de perecer.
Subió terrazas rocosas resbaladizas por el hielo. Recorrió una cresta cubierta por la nieve, y luego descendió, se deslizó, cayó rodando, llevando todavía a la mujer en brazos. Se puso en pie en el fondo, se volvió para orientarse con respecto a las paredes planas de las montañas, y de pronto se preguntó por qué todo le parecía tan familiar, como si fuese algo que hubiese practicado una y otra vez con los entrenadores de caza en la temporada de las cabras de las montañas.
Aquéllos habían sido buenos tiempos. Pensó en aquella época mientras llevaba a la mujer lo que quedaba de camino.
Usaba el atlatl de conejo, el palo para lanzar más pequeño, desde la infancia, pero nunca se le había permitido llevar el atlatl de alces y bisontes hasta que los entrenadores de caza itinerantes pasaron por el poblado el año en que le habían dolido los testículos y había derramado su semilla mientras dormía.
Entonces había salido con su padre, quien ahora se encontraba con la gente de los sueños, para reunirse con los entrenadores de caza. Eran hombres solitarios y feos, sucios, llenos de cicatrices, con grandes mechones de pelo. No tenían poblado, ni ley de acicalamiento, sino que iban de lugar en lugar y organizaban al pueblo cuando las cabras montesas, el ciervo, el alce o el bisonte estaban listos para compartir su carne. Algunos murmuraban que iban a los poblados de los caraplanas y les enseñaban a cazar en una temporada, y en realidad, algunos de los entrenadores podrían ser caraplanas que ocultaban sus rasgos con mechones de pelo y barbas. ¿Quién iba a cuestionarles? Ni siquiera el Hombre Toro. Cuando llegaban, todos comían bien, y las mujeres rascaban las pieles, reían, comían hierbas irritantes y bebían agua, y meaban juntas en contenedores de piel y masticaban y mojaban las pieles. Estaba prohibido cazar los grandes animales sin los entrenadores de caza.
Llegó a la entrada de la cueva. Su mujer se quejó suave y rítmicamente, mientras la arrastraba al interior. Miró afuera. La nieve empezaba a cubrir las gotas de sangre que habían dejado en el exterior.
Supo entonces que todo había terminado. Se agachó, apenas le cabían los anchos hombros, y colocó a la mujer con suavidad sobre una piel que empleaba para cubrir la carne mientras se congelaba en la cueva. Fue en busca de musgo y ramas en un saliente en el que sabía que estarían secos. Esperaba que ella no muriese antes de su regreso.
«Oh, Dios, permíteme que me despierte. No quiero ver más.»
Encontró ramas suficientes para encender un pequeño fuego y las llevó a la cueva. Allí las colocó en línea y frotó el palo, asegurándose primero de que la mujer no podía verlo. Encender el fuego era cosa de hombres. Seguía dormida. Cuando se encontró demasiado cansado para seguir frotando el palo, y aún no se veían volutas de humo, sacó pedernal comenzó a golpearlo. Durante mucho tiempo, hasta que los dedos se le quedaron magullados e insensibles, golpeó los pedernales en el musgo, sopló, y de pronto, el Pájaro Solar abrió los ojos y extendió sus diminutas alas naranja. Añadió más ramas.
La mujer gimió otra vez. Se acurrucó de espaldas y le dijo a él, con aquella voz líquida y chillona, que se fuese. Era cosa de mujeres. Él no le hizo caso, como se permitía en ocasiones, y la ayudó a tener el bebé.
Para ella fue muy doloroso y gritó mucho, y él se preguntó cómo era posible que le quedase tanta vida, habiendo perdido tanta sangre, pero el bebé salió con rapidez.
«No. Por favor, déjame despertar.»
Sostuvo al bebé, y se lo mostró a la mujer, pero los ojos de la niña estaban vacíos y el pelo seco y rígido. El bebé no lloró ni se movió por mucho que lo intentó.
Dejó al bebé en el suelo y golpeó con el puño las paredes de roca. Rugió y se acurrucó junto a su mujer, quien ahora guardaba silencio, e intentó mantenerla caliente mientras el humo llenaba la parte alta de la cueva y las brasas se volvían grises. Finalmente, el Pájaro Solar plegó las alas y durmió.
Hubiese sido su hija, el regalo supremo de la Madre Sueño. No se la veía tan diferente de otros niños del poblado, a pesar de tener una nariz pequeña y una barbilla prominente. Suponía que al crecer se hubiese convertido en una caraplana. Intentó meter hierba seca en el agujero en la parte posterior de la cabeza de la niña. Pensó que quizás el palo la había golpeado en ese punto. Se sacó la piel que llevaba al cuello, la mejor y más suave, y envolvió con ella el cuerpo y luego lo empujó hacia el fondo de la cueva.
Recordó los gritos de aquel idiota mientras le pateaba el cuello, pero no le sirvió de mucha ayuda.
Todo había terminado. Las cuevas habían sido lugares apropiados para los enterramientos desde los tiempos de las historias, antes de que se hubiesen trasladado a poblados de madera para vivir como los caraplanas, aunque todos decían que el Pueblo había inventado los poblados de madera. Ésa era una forma muy antigua de morir y ser enterrado, en el fondo de una cueva, así que no había problema. La gente del sueño encontraría a la niña y la llevaría a casa, de la que sólo habría estado ausente un momentito, por lo que quizá naciese de nuevo con rapidez.
Su mujer se estaba poniendo tan fría como la roca. Le movió brazos y piernas, arregló pieles y pellejos, retiró la máscara todavía pegada a su frente, miró aquellos ojos apagados y ciegos. No le quedaban energías para llorarla.
Después de un rato, volvió a sentir calor suficiente como para no necesitar las pieles, así que las retiró. Quizás ella también sintiese calor. Le quitó las pieles a la mujer, por lo que quedó casi desnuda. Así sería más fácil que la gente del sueño la reconociese.
Esperaba que la gente del sueño de la familia de ella se aliara con la gente del sueño de su propia familia. Le gustaría estar con ella en el lugar del sueño. Quizás él y ella volverían a encontrar a la niña. Creía que la gente del sueño podía hacer muchas cosas buenas.
Quizás esto, quizás aquello, quizá tantas cosas, cosas mejores. Sintió más calor.
Durante un momento, no odió a nadie. Miraba a la oscuridad donde se encontraba el rostro de su mujer y susurró palabras de pedernal, palabras contra la oscuridad, como si pudiese convocar a otro Pájaro Solar. Era tan agradable no moverse. Tan cálido.
A continuación, su padre entró en la cueva y le llamó por su nombre verdadero.
Mitch estaba de pie en calzoncillos frente a la caravana y miraba la luna y las estrellas sobre Kumash. Se sonó sin hacer ruido. Las primeras horas de la mañana eran frías y tranquilas. El sudor que tenía en la cara y sobre la piel se secaba lentamente y le producía escalofríos. Tenía la piel de gallina. Algunas codornices se movían entre los arbustos cercanos a la caravana.
Kaye abrió la puerta de alambre con un chirrido y silbido del cilindro y salió, en camisón, para situarse a su lado.
—Vas a pillar frío —dijo él, y le pasó el brazo por encima. Durante los últimos días se había reducido la hinchazón de la lengua. Ahora sentía una cresta extraña en el lado izquierdo de la lengua, pero hablar era más sencillo.
—Has empapado la cama de sudor —dijo Kaye. Estaba tan regordeta, tan diferente de la pequeña y esbelta Kaye que todavía imaginaba en su mente. Su calor corporal y su olor llenaban el aire como los aromas de una rica sopa—. ¿Un sueño? —preguntó Kaye.
—El peor —respondió él—. Creo que se trataba del último.
—¿Son todos iguales?
—Son todos diferentes —respondió Mitch.
—A Jack le gustará conocer los detalles más sangrientos.
—¿Y a ti no?
—Ajá —dijo Kaye—. Está inquieta, Mitch. Háblale.
Las contracciones de Kaye se estaban volviendo regulares. Mitch llamó para asegurarse de que la clínica estaba lista y el doctor Chambers, el obstetra, venía de camino desde su casa de ladrillos al otro extremo de la reserva. Mientras Kaye metía el último artículo de aseo en el neceser y buscaba algunas prendas de ropa que pensó que podría estar bien ponerse justo después, Mitch volvió a llamar a la doctora Galbreath, pero le respondió el contestador.
—Debe de estar de camino —dijo Mitch mientras cerraba el teléfono.
En caso de que los agentes no dejasen pasar a Galbreath por el control de la carretera principal —lo que era una posibilidad muy real que enfurecía a Mitch—, Jack había arreglado que dos hombres se reuniesen con ella cinco millas al sur y la entrasen de tapadillo por el camino que atravesaba las colinas.
Mitch sacó una caja y buscó una pequeña cámara digital que en su momento había usado para registrar los detalles de las excavaciones. Se aseguró de que la batería estuviera cargada.
Kaye se encontraba en el salón, sosteniéndose el vientre y respirando con resoplidos cortos. Le sonrió cuando Mitch entró.
—Estoy tan asustada —dijo ella.
—¿Por qué?
—Dios, ¿y preguntas por qué?
—Va a salir bien —dijo Mitch, pero estaba blanco como una sábana.
—Por eso tienes las manos como el hielo —dijo Kaye—. Es pronto todavía. Quizá se trate de una falsa alarma. —Luego gruñó y se metió la mano entre las piernas—. Creo que acabo de romper aguas. Voy a buscar unas toallas.
—¡Olvídate de las malditas toallas! —gritó Mitch.
La ayudó a llegar al Toyota. Kaye se puso el cinturón de seguridad por debajo del vientre. «No se parece en nada al sueño», pensó Mitch. La idea se convirtió en una especie de oración, y la repitió una y otra vez.
—Nadie tiene noticias de Augustine —le dijo Kaye a Mitch mientras éste tomaba la carretera pavimentada e iniciaba el camino de dos millas hacia la clínica.
—¿Por qué deberíamos tener noticias?
—Quizás intente detenernos —dijo Kaye.
Mitch la miró de forma extraña.
—Una locura tan grande como mi sueño.
—Augustine es el hombre del saco, Mitch. Me da miedo.
—Tampoco me cae bien a mí, pero no es un monstruo.
—Cree que somos una enfermedad —le dijo ella con lágrimas en los ojos. Hizo una mueca.
—¿Otra? —preguntó Mitch.
Ella asintió.
—No hay problema —dijo ella—. Cada veinte minutos.
Se encontraron con la camioneta de Jack que venía por la carretera de East Ridge y se detuvieron lo justo para hablar por las ventanas. Sue estaba con Jack. Éste les siguió.
—Quiero que Sue te ayude con el parto —dijo Kaye—. Quiero que nos vea. Si yo estoy bien, será mucho más fácil para ella.
—Por mí no hay problema —dijo Mitch—. Yo no soy un experto.
Kaye sonrió y volvió a hacer una mueca.
La habitación número uno de la Clínica de Bienestar Kumash había sido transformada con rapidez en una sala de parto. Habían traído una cama de hospital y colocado un brillante foco quirúrgico sostenido por un alto pie de metal.
La comadrona, una mujer de mediana edad, rolliza y de altos pómulos, que respondía al nombre de Mary Hand, dispuso la bandeja médica y ayudó a Kaye a ponerse la bata de hospital. El anestesista, el doctor Pound, un hombre joven de aspecto macilento, con fuerte pelo oscuro y nariz chata, llegó media hora después de que se preparase la habitación y habló con Chambers mientras Mitch picaba hielo dentro de una bolsa de plástico en el fregadero. Mitch puso los trocitos de hielo en una taza.
—¿Ya? —le preguntó Kaye a Chambers mientras éste la examinaba.
—No por el momento —dijo—. Está dilatada cuatro centímetros.
Sue acercó una silla. Dada su altura, su embarazo era mucho menos evidente. Jack la llamó desde la puerta y ella se volvió. Él le lanzó una pequeña bolsa, se metió las manos en los bolsillos, hizo un gesto con la cabeza en dirección a Mitch y se retiró. Sue colocó la bolsa en la mesilla que estaba junto a la cama.
—Le avergüenza entrar —le explicó a Kaye—. Cree que son cosas de mujeres.
Kaye levantó la cabeza para mirar la bolsa. Estaba hecha de cuero y cerrada con una cuerda con cuentas a los extremos.
—¿Qué hay en la bolsa?
—Todo tipo de cosas. Algunas huelen muy bien. Otras no tanto.
—¿Jack es un brujo?
—Dios, no —dijo Sue—. ¿Crees que me casaría con un brujo? Pero conoce a algunos muy buenos.
—Mitch y yo pensamos que nos gustaría que la niña naciese de forma natural —le dijo Kaye al doctor Pound mientras éste empujaba la mesilla rodante con los depósitos, tubos y jeringuillas.
—Claro —dijo el anestesista y sonrió—. Sólo he venido por si acaso.
Chambers les contó a Kaye y Mitch que una mujer que vivía a unas cinco millas estaba poniéndose de parto. No era un nacimiento SHEVA.
—Insiste en tenerlo en casa. Tienen una bañera caliente y todo. Quizá tenga que ir durante un rato esta noche. Dijo que la doctora Galbreath estaría aquí.
—Debe de estar de camino —dijo Mitch.
—Bien, esperemos que todo salga bien. El bebé viene cabeza abajo. En unos minutos le pondremos un monitor fetal. Todas las comodidades de un gran hospital, señora Lang.
Chambers se llevó a Mitch a un lado. Observó el rostro de Mitch, siguiendo con la mirada el borde de la máscara de piel.
—Atractivo, ¿eh? —dijo Mitch nervioso.
—He asistido cuatro partos SHEVA de segunda fase —dijo Chambers—. Estoy seguro de que conocen los riesgos, pero tengo que aclarar algunas de las complicaciones que podrían producirse, para que todos estemos preparados.
Mitch asintió y se agarró las manos temblorosas.
—Ninguno nació vivo. Dos parecían perfectos, sin defectos visibles, pero… estaban muertos. —Chambers miró a Mitch con mirada crítica—. No me gustan esos porcentajes.
Mitch enrojeció.
—Nosotros somos diferentes —dijo él.
—Las madres también podrían sufrir una grave conmoción de producirse complicaciones en el parto. Algo relacionado con las señales hormonales de un feto SHEVA en tensión. Nadie entiende el porqué, pero los tejidos de los niños son muy diferentes. Algunas mujeres no reaccionan bien. Si sucede tal cosa, haré una cesárea y sacaré al bebé lo más rápidamente posible. —Puso una mano sobre el hombro de Mitch. Sonó el busca de Chambers—. Sólo como precaución, voy a ser muy cuidadoso con los fluidos y tejidos. Todos llevarán mascarillas víricas, incluso usted. Aquí nos encontramos en terreno desconocido, señor Rafelson. Perdóneme.
Sue le daba hielo a Kaye y hablaban con las cabezas juntas. Parecía ser un momento privado, así que Mitch se retiró, y además quería clarificar algunas emociones difíciles.
Fue al vestíbulo. Jack estaba sentado en una silla cerca de la vieja mesa de juego, mirando un montón de ejemplares de National Geographic. Las luces fluorescentes hacían que todo pareciese azul y frío.
—Pareces enfadado —dijo Jack.
—Casi tenemos firmado el certificado de defunción —dijo Mitch con un estremecimiento en la voz.
—Ya —dijo Jack—. Sue y yo estamos considerando tener el parto en casa. Sin doctores.
—El doctor dice que es peligroso.
—Quizá lo sea, pero ya lo hicimos antes —dijo Jack.
—¿Cuándo? —preguntó Mitch.
—En tus sueños —dijo Jack—. Las momias. Hace miles de años.
Mitch se sentó en la otra silla y apoyó la cabeza sobre la mesa.
—No es un momento feliz.
—Cuéntame —dijo Jack.
Mitch le contó el último sueño. Jack escuchó con seriedad.
—Muy desagradable —dijo—. No se lo contaré a Sue.
—Di algo que me conforte —sugirió Mitch con ironía.
—He intentado tener sueños para que me ayuden a comprender qué hacer —dijo Jack—. Sólo sueño con grandes hospitales y grandes doctores fisgando en Sue. El mundo del hombre blanco se mete de por medio. Así que no puedo ayudarte. —Jack se rascó la frente—. Nadie es lo suficientemente viejo para saber qué hacer. Mi gente lleva en esta tierra desde siempre. Pero mi abuelo dice que los espíritus no tienen nada que decir. Ellos tampoco se acuerdan.
Mitch pasó la mano por las revistas. Una de ellas se movió y calló al suelo con un golpe.
—Eso no tiene sentido, Jack.
Kaye estaba tendida observando cómo Chambers le ponía el monitor fetal. El bip continuo y el pulso de la cinta en la máquina junto a la cama le servían de confirmación, una garantía más.
Mitch regresó con un helado de palo y se lo abrió. Kaye ya se había terminado la taza y agradeció el frío y dulce sabor a frambuesa.
—No hay ni rastro de Galbreath —dijo Mitch.
—Nos arreglaremos —respondió Kaye—. Cinco centímetros y se mantiene. Todo esto por una sola madre.
—Pero vaya una madre —dijo Mitch. Empezó a masajearle los brazos, para liberar la tensión, y luego pasó a los hombros.
—La madre de todas las madres —murmuró Kaye al sentir otra contracción. La soportó estoicamente y alzó el palo del helado—. Otra más, por favor —gruñó.
Kaye ya se sabía hasta el último centímetro del techo. Salió de la cama con cuidado y paseó por la habitación, agarrándose al soporte que sostenía el material médico. Del camisón le salían un montón de cables. Sentía el pelo sucio, la piel grasa y le picaban los ojos. Mitch apartó la vista del ejemplar de National Geographic que leía mientras ella iba al baño con andares de pato. Se lavó la cara y vio que él estaba en la puerta.
—Estoy bien —le dijo.
—Si no te ayudo, me volveré loco —dijo Mitch.
—Eso no estaría bien —respondió Kaye.
Se sentó en el borde de la cama y respiró profundamente varias veces. Chambers le había dicho que estaría de vuelta en una hora. Mary Hand entró con la mascarilla puesta, que le daba el aspecto de un soldado de alta tecnología preparado para un ataque con gases venenosos, y le dijo a Kaye que se tendiese. La comadrona la reconoció. Le sonreía beatíficamente y Kaye pensó: «Bien, estoy lista», pero la mujer movió la cabeza.
—Sigue en cinco centímetros. Está bien. Es tu primer bebé. —La voz quedaba apagada por la mascarilla.
Kaye volvió a mirar al techo y aguantó una contracción. Mitch la animó a resoplar hasta que pasase. La espalda le dolía terriblemente. Durante un desagradable momento al final de la contracción se sintió atrapada y furiosa, y se preguntó qué pasaría si todo salía mal, si moría durante el parto, si el bebé nacía con vida pero sin madre, si Augustine tenía razón y tanto ella como la niña eran la fuente de terribles enfermedades. «¿Por qué no hay confirmación? —se preguntó—. ¿Por qué la ciencia no puede dar una respuesta clara?» Se calmó a base de respirar lentamente e intentó descansar.
Cuando abrió los ojos de nuevo, Mitch estaba adormilado sobre la silla que había junto a la cama. Según el reloj, era medianoche. «Me voy a quedar en esta habitación para siempre.»
Tenía que ir otra vez al baño.
—Mitch —dijo.
No se despertó. Buscó a Mary Hand o Sue, pero él era el único en la habitación. El monitor hacía bip y escupía la cinta.
—¡Mitch!
Él despertó de golpe y la ayudó, medio dormido, a llegar al baño. Querría haber evacuado antes de ir a la clínica, pero el cuerpo se había negado a cooperar, cosa que le preocupaba. Sentía una combinación de furia y asombro ante su estado actual. El cuerpo estaba tomando el mando, aunque no estaba muy segura de que supiese lo que había que hacer. «Yo soy mi cuerpo. La mente es una ilusión. La carne está confundida.»
Mitch se paseaba por la habitación bebiendo de una taza de mal café del salón de la clínica. En la memoria se le habían grabado ya las frías luces fluorescentes de color azul. Le parecía que nunca había visto el brillo del sol. Las cejas le escocían de una forma horrible. «Entremos en la cueva. Hibernemos y ella dará a luz mientras dormimos. Así es como lo hacen los osos. Los osos evolucionan mientras duermen. Así es mejor.»
Sue había venido para quedarse con Kaye mientras él se tomaba un descanso. Salió al exterior y disfrutó del limpio cielo estrellado. Incluso allí fuera, con tan poca gente, había una farola para cegarle y apartarle de la inmensidad del universo.
«Dios. He llegado tan lejos, pero nada ha cambiado. Estoy casado, voy a convertirme en padre, y sigo en paro, viviendo de…»
Dejó de pensar esas cosas y agitó las manos para eliminar la tensión causada por el café. Su mente vagó sola, desde la primera vez que practicó el sexo —y se preocupó por si la chica se quedaba embarazada— hasta la conversación con el director del Museo Hayer antes de ser despedido, y hasta Jack, que intentaba ver todo aquello desde el punto de vista indio.
Para Mitch no había más punto de vista que el científico. Había intentado ser objetivo durante toda su vida, intentando eliminar su presencia de la ecuación, para ver con claridad lo que sus excavaciones revelaban. Había cambiado trocitos de su vida por lo que probablemente eran visiones inadecuadas de la vida de gente muerta. Jack creía en un ciclo vital donde nadie estaba realmente aislado. Mitch no podía creer tal cosa. Pero esperaba que Jack tuviese razón.
Había un olor agradable en el aire. Le hubiese gustado sacar a Kaye al aire fresco, pero en ese momento pasó una camioneta y sólo pudo oler a humo y aceite quemado.
Kaye se adormilaba entre contracciones, pero sólo durante unos minutos. Eran las dos de la mañana y seguía en cinco centímetros. Chambers había aparecido antes de su sueñecito, la reconoció, miró la cinta del monitor y sonrió.
—Pronto podremos probar con pitocina. Acelerará las cosas. Los llamamos Bardahl para bebé —dijo. Pero Kaye no sabía qué era Bardahl y no comprendió el comentario.
Mary Hand le tomó el brazo, lo frotó con alcohol, encontró una vena, introdujo la aguja, la abrió, le conectó un tubo de plástico y colgó una botella de solución salina de otro soporte. Dispuso un conjunto de pequeños viales de medicinas sobre una hoja de papel azul colocada en la bandeja de acero que había al lado de la cama.
Normalmente, Kaye aborrecía los pinchazos y las agujas, pero en aquella ocasión no eran nada comparado con el resto de sus incomodidades. Mitch parecía estar cada vez más distante, aunque lo tenía justo al lado, dándole un masaje en el cuello, trayéndole más hielo. Lo miró y no vio a su esposo, ni a su amante, sino sólo a un hombre, otra de las figuras que entraban y salían de su interminable, pequeña y limitada vida. Frunció el ceño, observándole la espalda mientras Mitch hablaba con la comadrona. Intentó centrarse y encontrar el componente necesario para situarle dentro del conjunto, pero había desaparecido. Se había liberado de todo tipo de sensibilidad social.
Otra contracción:
—¡Oh, mierda! —gritó.
Mary Hand fue a ver cómo estaba y mostró un gesto de preocupación.
—¿Le dijo el doctor Chambers cuándo debíamos administrar la pitocina?
Kaye negó con la cabeza, incapaz de responder. Mary Hand fue en busca de Chambers. Mitch se quedó con ella. Sue entró y se sentó en una silla. Kaye cerró los ojos y descubrió que el universo de esa oscuridad personal era tan pequeño que estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico. Quería que todo aquello terminase. Ningún retortijón menstrual había tenido la fuerza de aquellas contracciones. En medio de los espasmos, temía que se le rompiese la espalda.
Sabía que sólo existía la carne y que el espíritu no era nada.
—Todos nacemos de la misma forma —le dijo Sue a Mitch—. Está bien que estés aquí, Mitch. Jack dice que me acompañará en mi parto, pero no es lo tradicional.
—Cosa de mujeres —dijo Mitch. La máscara de Sue le fascinaba. Estaba de pie, esbelta. Alta, con un vientre prominente pero equilibrado, parecía la esencia de la feminidad robusta. Confiada, en calma filosófica.
Kaye gimió. Mitch se inclinó y le acarició la mejilla. Estaba tendida de lado, buscando desesperadamente alguna posición cómoda.
—Dios, dame drogas —dijo con una sonrisa débil.
—Aquí tenemos tu sentido del humor —dijo Mitch.
—Lo digo en serio. No, no es cierto. No sé ni lo que digo. ¿Dónde está Felicity?
—Jack estuvo aquí hace unos minutos. Envió algunos camiones, pero todavía no tiene noticias.
—Necesito a Felicity. No sé cuáles son las ideas de Chambers. Dadme algo para que suceda.
Mitch se sentía inútil, deprimido. Se encontraba en manos del estamento médico occidental… o su versión en la Confederación de las Cinco Tribus. Francamente, no confiaba demasiado en Chambers.
—Oh, puta MIERDA —gritó Kaye, y se tendió de espaldas, con el rostro tan deformado que Mitch no pudo reconocerla.
Las siete en punto. Kaye miró al reloj de la pared con ojos entrecerrados. Más de doce horas. No recordaba cuándo habían llegado. ¿Había sido por la tarde? Sí. Más de doce horas. No era un récord. Su madre le había contado, cuando no era más que una niña, que el parto de Kaye había durado más de treinta horas. «Te lo dedico a ti, madre. Dios, me gustaría que pudieses estar aquí.»
Sue no estaba en la habitación. Estaba Mitch, masajeándole el brazo, reduciendo la tensión, pasándose al otro brazo. Sentía un afecto distante por Mitch, pero dudaba seriamente que volviese a hacer el amor con él. Por qué pensarlo siquiera. Kaye se sentía como un enorme globo a punto de estallar. Tenía que ir a orinar y la idea se convirtió en el acto y no le importó. Mary Hand vino, quitó el papel mojado y lo cambió por otro.
El doctor Chambers vino y le dijo a Mary que empezase con la pitocina. Mary insertó el vial en el receptáculo apropiado y ajustó la máquina que controlaba el goteo. Kaye se interesó profundamente por el procedimiento. Bardahl para bebés. Podía recordar vagamente la lista de péptidos y glicoproteínas que Judith había encontrado en el gran complejo proteínico. Malas noticias para las mujeres. Quizá.
Quizá.
Lo único que existía en todo el universo era el dolor. Kaye estaba sentada sobre el dolor como una pequeña mosca aturdida sobre una enorme pelota de goma. Vagamente oía que el anestesista se movía a su alrededor. Oía a Mitch hablar con el doctor. Mary Hand también estaba allí.
Chambers dijo algo totalmente irrelevante, algo sobre almacenar sangre del cordón en caso de que el bebé necesitase una transfusión posteriormente, o para legársela a la ciencia: sangre del cordón umbilical, llena de células madre.
—Hágalo —dijo Kaye.
—¿Qué? —preguntó Mitch.
Chambers le preguntó si quería la epidural.
—Dios, sí —dijo Kaye, sin sentir la más mínima culpa por no haber podido cumplir su propósito.
La pusieron de lado.
—Quieta un momento —dijo el anestesista. ¿Cómo se llamaba? No podía recordar su nombre. La cara de Sue apareció frente a ella.
—Jack dice que van a traerla.
—¿A quién? —preguntó Kaye.
—A la doctora Galbreath.
—Bien. —Kaye pensó que debería importarle.
—No le permitían romper la cuarentena.
—Cabrones —dijo Mitch.
—Cabrones —repitió Kaye.
Sintió un pinchazo en la espalda. Otra contracción. Empezó a estremecerse. El anestesiólogo lanzó un juramento y se disculpó.
—Fallé. Tendrá que estarse quieta.
Le dolía la espalda. No era nada nuevo. Mitch le puso un trapo frío en la frente. Medicina moderna. Le había fallado a la medicina moderna.
—Oh, mierda.
En algún lugar exterior a su esfera de conciencia, oyó voces como las de ángeles lejanos.
—Felicity está aquí —dijo Mitch, y su rostro, flotando justo frente a ella, mostraba alivio. Pero la doctora Galbreath y el doctor Chambers discutían, y el anestesista también estaba de por medio.
—Nada de epidural —dijo Galbreath—. Quítenle la pitocina ahora mismo. ¿Cuánto hace? ¿Qué cantidad?
Mientras Chambers miraba la máquina y leía cifras, Mary Hand hizo algo con los tubos. La máquina lanzó un pitido. Kaye miró el reloj. Siete y media. ¿Qué significaba ese número? Tiempo. Claro.
—Tendrá que hacerlo sin ayuda —dijo Galbreath. Chambers respondió con irritación, palabras duras bajo la horrible mascarilla, pero Kaye no le prestó atención.
No le darían calmantes.
Felicity se inclinó sobre Kaye y entró en su campo visual. No llevaba mascarilla. El enorme foco quirúrgico estaba conectado y Felicity no llevaba mascarilla, bendita mujer.
—Gracias —dijo Kaye.
—Puede que no me lo agradezcas más tarde, querida —dijo Felicity—. Si quieres este bebé, no podemos hacer nada más con drogas. Nada de pitocina, nada de anestésicos. Me alegra haber llegado a tiempo. Los mata, Kaye. ¿Lo comprendes?
Kaye hizo una mueca.
—Un maldito insulto tras otro, ¿no, querida? Son tan delicados estos nuevos bebés.
Chambers se quejó por la interferencia, pero Kaye oyó las voces de Jack y Mitch, voces que se alejaban mientras le sacaban de la habitación.
—El CCE vale para algo, cariño —le contó Felicity—. Enviaron un boletín especial sobre nacimientos vivos. Nada de drogas, especialmente anestésicos. Ni siquiera aspirina. Estos bebés no pueden soportarlas. —Hizo algo durante un momento entre las piernas de Kaye—. Episiotomía —le dijo a Mary—. Sin anestesia local. Aguanta, cariño. Esto va a doler, es como volver a perder de nuevo la virginidad. Mitch, ya sabes lo que debes hacer.
Empujar hasta diez. Expulsar aire. Aguantar, soplar, empujar hasta diez. El cuerpo de Kaye era como un caballo que supiese cómo correr pero aún así apreciase la presencia de un guía. Mitch frotando vigorosamente, de pie junto a ella. Apretó su mano y luego su brazo hasta que Mitch hizo una mueca de dolor. Aguantó, empujar hasta diez. Expirar.
—Vale. Veo la cabeza. Aquí está. Dios, ha llevado tanto tiempo, ha sido un camino tan largo y extraño, ¿eh? Mary, aquí está el cordón. Ése es el problema. Un poco oscuro. Uno más, Kaye. Hazlo, cariño, ahora.
Así lo hizo y algo salió, un movimiento impetuoso, como semillas de calabaza entre los dedos apretados, un estallido de dolor, alivio, más dolor, daño. Las piernas le temblaban. Un calambre en la pantorrilla, pero apenas se dio cuenta. Sintió un ataque súbito de felicidad, de delicioso vacío, luego una puñalada en el cóccix.
—Aquí está, Kaye. Está viva.
Kaye oyó un gemido débil y algo similar a un silbido musical.
Felicity le enseñó a la niña, rosada y ensangrentada, con el cordón colgando entre las piernas de Kaye. Miró a su hija y no sintió nada durante un momento, y luego algo enorme y suave, inmenso, le rozó el alma.
Mary Hand depositó a la niña en una manta azul sobre el abdomen de Kaye y la limpió con gestos rápidos.
Mitch miró la sangre, a la niña.
Chambers regresó, todavía con la mascarilla, pero Mitch no hizo caso de su presencia. Estaba centrado en Kaye y en la niña, tan pequeña, agitándose. Lágrimas de cansancio y alivio recorrieron las mejillas de Mitch. Le dolía la garganta por lo que sentía. El corazón le resonaba. Abrazó a Kaye, y ésta le devolvió el abrazo con asombrosa fuerza.
—No le pongas nada en los ojos —fueron las instrucciones de Felicity para Mary—. Es algo completamente diferente.
Mary asintió feliz tras la mascarilla.
—Placenta —dijo Felicity. Mary le ofreció una bandeja de acero.
Kaye nunca había estado segura de si sería una buena madre. Ahora, nada de eso importaba. Miró cómo ponían a la niña en la báscula y pensó: «No pude verle bien la cara. Estaba toda arrugada.»
Felicity usó una gasa con alcohol y una enorme aguja quirúrgica entre las piernas de Kaye. A Kaye no le gustó, pero se limitó a cerrar los ojos.
Mary Hand realizó todo el conjunto de pruebas y terminó de limpiar a la niña mientras Chambers extraía sangre del cordón. Felicity le mostró a Mitch dónde cortar el cordón y luego le llevó la niña a Kaye. Mary le ayudó a levantarse la bata y le colocó a la niña.
—¿Se le puede dar el pecho? —preguntó Kaye con una voz que era poco más que un susurro ronco.
—Si no fuese así, nos podríamos olvidar de todo el experimento —dijo Felicity con una sonrisa—. Adelante, cariño. Tienes lo que necesita.
Le mostró a Kaye cómo acariciar la mejilla del bebé. Los pequeños labios rosa se abrieron y se cerraron sobre el enorme pezón moreno. Mitch estaba boquiabierto. Kaye quería reírse de su expresión, pero volvió a centrarse en el pequeño rostro, deseosa por saber cómo era su hija. Sue permaneció a su lado e hizo soniditos de felicidad para madre e hija.
Mitch miró a la niña y la vio chupar del pecho de Kaye. Sentía una calma casi religiosa. Ya estaba; era sólo el comienzo. En cualquier caso, aquello era algo a lo que aferrarse, un centro, un punto de referencia.
El rostro de la niña estaba rojo y arrugado, pero el pelo era abundante, fino y sedoso, de un pálido castaño rojizo. Tenía los ojos cerrados, los párpados apretados, preocupada y concentrada.
—Cuatro kilos —dijo Mary—. Ocho en el apgar. Un buen apgar. —Se quitó la mascarilla.
—Oh, Dios, ya está aquí —dijo Sue llevándose la mano a la boca, como si de pronto hubiese comprendido lo que sucedía. Mitch le sonrió como un tonto, luego se sentó junto a Kaye y la niña y apoyó la barbilla sobre el brazo de Kaye, con el rostro a pocos centímetros de su hija.
Felicity terminó de limpiar. Chambers le dijo a Mary que pusiese todos los trapos y desechables en una bolsa especial de residuos para quemarlos. Mary lo hizo en silencio.
—Es un milagro —dijo Mitch.
La niña intentó volver la cabeza en dirección a su voz, abrió lo ojos e intentó localizarle.
—Tu papaíto —dijo Kaye. De su pezón fluía un espeso y amarillo calostro. La niña agachó la cabeza y volvió a chupar con un ligero empujón del dedo de Kaye—. Ha levantado la cabeza —dijo Kaye maravillada.
—Es hermosa —dijo Sue—. Felicidades.
Felicity le habló a Sue durante un momento mientras Kaye, Mitch y la niña ocupaban el punto de brillo solar bajo la lámpara quirúrgica.
—Ya está aquí —dijo Kaye.
—Ya está aquí —afirmó Mitch.
—Lo hemos hecho.
—Vaya si lo hemos hecho —dijo Mitch.
Una vez más, su hija levantó la cabeza, abrió los ojos, en esta ocasión por completo.
—Mirad eso —dijo Chambers. Felicity se inclinó, golpeando casi la cabeza de Sue.
Mitch miró fascinado a su hija. Tenía pupilas leonadas salpicadas de oro. Se inclinó.
—Aquí estoy —le dijo a la niña.
Kaye volvió a indicarle el pezón, pero la niña se resistió, desplazando la cabeza con sorprendente fuerza.
—Hola, Mitch —dijo su hija, con una voz como el maullido de un gatito, no mucho más que un gritito, pero muy clara.
Mitch sintió que se le erizaba el vello del cuello. Felicity Galbreath se quedó boquiabierta y retrocedió como si le hubiesen pegado.
Mitch se apoyó en el borde de la cama y se quedó quieto. Se estremecía. La niña que descansaba sobre el pecho de Kaye le pareció por un momento más de lo que podía soportar; no sólo inesperada, sino incorrecta. Quería salir corriendo. Aún así, no podía apartar la vista de la pequeña. Sintió calor en el pecho. La forma de su pequeño rostro se convirtió en una especie de centro. Parecía que intentaba hablar de nuevo, sus labios moviéndose y desplazándose a un lado, pequeños y rosáceos. En la comisura de su boca apareció una pequeña burbuja láctea. Pequeñas motas pardas, leonadas, se destacaron por sus mejillas y frente.
Movió la cabeza y miró al rostro de Kaye. Unas arrugas de perplejidad ocuparon el espacio entre sus ojos.
Mitch alargó la enorme mano huesuda y sus dedos callosos para tocar a la niña. Se inclinó para besar a Kaye, luego a la niña y le acarició la sien con toda suavidad. Tocándola con un pulgar, guió sus labios de color rosa de vuelta al pezón. Con un suspiro, un sonido silbante, y con una contorsión, agarró la tetilla de su madre y chupó con fuerza. Sus pequeñas manitas flexionaron deditos perfectos de un color moreno dorado.
Mitch llamó a Sam y Abby en Oregón y les comunicó la noticia. Apenas pudo prestar atención a lo que le decían; la voz temblorosa de su padre, el grito de alegría y alivio de su madre. Hablaron un rato y luego les dijo que apenas podía tenerse en pie.
—Necesitamos dormir —dijo él.
Kaye y la niña ya estaban dormidas. Chambers les dijo que deberían quedarse allí dos días más. Mitch pidió que le pusiesen un camastro en la habitación, pero Felicity y Sue le persuadieron de que todo iría bien.
—Ve a casa y descansa —le dijo Sue—. Estarán bien.
Mitch se movió con incomodidad.
—¿Me llamarán si hay problemas?
—Te llamaremos —dijo Mary Hand al pasar con una bolsa de ropa de cama.
—Haré que dos amigos se queden en el exterior de la clínica —dijo Jack.
—Necesito un sitio para dormir esta noche —dijo Felicity—. Quiero ver cómo están mañana.
—Quédate en nuestra casa —le propuso Jack.
A Mitch apenas le sostenían las piernas mientras caminaba de la clínica al Toyota.
En la caravana, durmió toda la noche y toda el día. Cuando despertó, anochecía. Se arrodilló en el sofá y miró por la inmensa ventana a la maleza, la grava y las lejanas colinas.
Se duchó, se afeitó y vistió. Buscó más cosas que Kaye y la niña pudiesen necesitar y que hubiesen olvidado.
Se miró en el espejo del baño.
Lloró.
Regresó a la clínica caminando a solas, disfrutando del crepúsculo. El aire estaba limpio y claro y traía olores a salvia, hierba, polvo y agua del riachuelo. Pasó junto a una casa en la que cuatro hombres retiraban el motor de un viejo Ford, empleando un roble y una grúa de cadena. Los hombres le saludaron y apartaron la vista con rapidez. Sabían quién era; sabían lo que había sucedido. No se sentían cómodos ni con él ni con el acontecimiento. Apresuró el paso. Le dolían las cejas, y ahora las mejillas. La máscara estaba muy suelta. Pronto se caería. Podía sentir la lengua contra los lados de la boca; tenía un tacto diferente. Sentía la cabeza diferente.
Más que nada, quería ver a Kaye de nuevo, y a la niña, su hija, para asegurarse de que era real.
El banquete de bodas ocupaba la mayor parte del medio acre del patio trasero. El día se presentaba cálido y neblinoso, alternando momentos de sol con nubes ligeras. Mark Augustine permaneció en la línea de recepción con su prometida durante cuarenta minutos, sonriendo, dando la mano, abrazando con amabilidad. Senadores y congresistas recorriendo la línea, charlando amigablemente. Hombres y mujeres vistiendo libreas unisex negras y blancas llevaban bandejas de champaña y canapés desplazándose sobre el césped de un verde campo de golf. Augustine miró a su prometida con una sonrisa forzada; sabía lo que sentía en su interior, amor, alivio y triunfo, todo ligeramente frío. El rostro que mostraba a sus invitados, a los pocos periodistas que habían ganado en la lotería de prensa, era de calma, calidez, dedicación.
Sin embargo, algo había ocupado su mente durante todo el día, incluso durante la ceremonia. Se había equivocado durante la sencilla declaración, provocando risitas en las primeras filas de la capilla.
Los bebés nacían con vida. En los hospitales de cuarentena, en clínicas comunitarias designadas por el Equipo Especial, e incluso en hogares privados. Los nuevos bebés llegaban.
Se le había ocurrido momentáneamente la posibilidad de que estuviese equivocado, de pasada, como un picor, hasta que oyó que la hija de Kaye Lang había nacido con vida, asistida por un médico que trabajaba a partir de los boletines de emergencia emitidos por el Centro para el Control de Enfermedades, el mismo equipo de estudio epidemiológico que se había establecido siguiendo sus órdenes. Procedimientos especiales, precauciones especiales; los bebés eran diferentes.
Hasta ahora, veinticuatro niños SHEVA habían sido depositados en clínicas comunitarias por madres solteras o padres que el Equipo Especial no seguía.
Niños abandonados, vivos y anónimos, ahora bajo su cuidado.
La recepción llegó a su fin. Con los pies doloridos en los ajustados zapatos negros de vestir, abrazó a su novia, le susurró al oído y le indicó a Florence Leighton que se uniese a él en la casa principal.
—¿Qué nos ha enviado Alergias y Enfermedades Infecciosas? —le preguntó.
La señora Leighton abrió la cartera que había llevado durante todo el día y le pasó un fax.
—He estado esperando una oportunidad —le dijo—. El presidente llamó antes, envía sus mejores deseos, y le quiere en la Casa Blanca esta noche, lo más pronto posible.
Augustine leyó el fax.
—Kaye Lang tuvo su niña —dijo, mirándola y arqueando las cejas.
—Eso he oído —dijo la señora Leighton. Mantenía una expresión profesional, atenta, sin revelar nada.
—Deberíamos enviar nuestras felicitaciones —dijo Augustine.
—Lo haré —respondió la señora Leighton.
Augustine agitó la cabeza.
—No, no lo harás —dijo—. Todavía tenemos un procedimiento a seguir.
—Sí, señor —dijo ella.
—Dile al presidente que estaré allí a las ocho.
—¿Qué pasa con Alyson? —preguntó la señora Leighton.
—Se ha casado conmigo, ¿no? —preguntó Augustine—. Sabe en qué se ha metido.
Mitch sostenía a Kaye por un brazo mientras caminaba de un lado a otro de la habitación.
—¿Cómo vais a llamarla? —preguntó Felicity. Estaba sentada en la única silla, de vinilo azul, de la habitación, acunando a la niña dormida entre sus brazos.
Kaye miró a Mitch expectante. Algo relacionado con darle nombre a la niña hacía que se sintiese una mujer vulnerable y pretenciosa, como si se tratase de un derecho que ni siquiera una madre se mereciese.
—Tú hiciste la mayor parte del trabajo —dijo Mitch con una sonrisa—. El privilegio es tuyo.
—Debemos estar de acuerdo —dijo Kaye.
—Ponme a prueba.
—Es una estrella nueva —dijo Kaye. Le seguían fallando las piernas. Sentía el vientre flojo y dolorido, y en ocasiones el dolor entre las piernas le hacía sentirse mal, pero mejoraba con rapidez. Se sentó a un lado de la cama—. Mi abuela se llamaba Stella. Significa estrella. Pensaba en llamarla Stella Nova.
Mitch tomó a la niña de entre los brazos de Felicity.
—Stella Nova —repitió.
—Suena atrevido —dijo Felicity—. Me gusta.
—Ése es su nombre —dijo Mitch, acercando a la niña a su cara. Le olió la cabeza, el calor húmedo de su pelo. Olía a su madre y a mucho más. Podía sentir cascadas de emociones, como bloques que se situasen en su lugar en su interior, estableciendo unos cimientos fuertes.
—Controla tu atención incluso cuando duerme —dijo Kaye. Medio consciente, se llevó la mano a la cara y retiró un trozo de máscara, mostrando la nueva piel que había debajo, rosácea y sensible, con un resplandor de pequeños melanóforos.
Felicity se acercó y examinó a Kaye más de cerca.
—No puedo creer que esté viéndolo —dijo—. Yo soy la que debería sentirse privilegiada.
Stella abrió los ojos y se estremeció como si estuviese inquieta. Dedicó a su padre una mirada larga y perpleja, y luego empezó a llorar. Era un llanto agudo y alarmante. Mitch se la pasó con rapidez a Kaye, quien se apartó la bata.
La niña se acomodó y dejó de llorar. Kaye volvió a saborear el placer de su leche fluyendo, el encanto sensual de la niña en su pecho. Los ojos de la niña examinaron a su madre, y luego apartó la cabeza, llevándose el pecho con ella, y miró hacia Felicity y Mitch. Los ojos pardos salpicados de oro derritieron a Mitch por dentro.
—Tan avanzada —dijo Felicity—. Es un encanto.
—¿Qué esperabas? —preguntó Kaye con dulzura, adoptando un ligero gorjeo en la voz. Con sorpresa, Mitch reconoció en la madre algunos de los tonos de la niña.
Stella Nova gorjeaba al chupar, como un dulce pajarillo. Cantaba mientras comía, mostrando su alegría, su felicidad.
La lengua de Mitch se movía tras los labios en inquieta simpatía.
—¿Cómo lo hace? —preguntó.
—No lo sé —dijo Kaye. Y era evidente que por el momento no le importaba la respuesta.
—En algunos aspectos, es como un bebé de seis meses —le dijo Felicity a Mitch mientras llevaba las bolsas desde el Toyota a la caravana—. Ya parece capaz de enfocar, reconocer rostros… voces… —susurró para sí misma, como si quisiese evitar lo que realmente separaba a Stella de otros recién nacidos.
—No ha vuelto a hablar —dijo Mitch.
Felicity le abrió la puerta.
—Quizá fue una ilusión auditiva —dijo.
Kaye tendió a la niña dormida en una pequeña cuna en la esquina del salón. Puso una manta ligera sobre Stella y se enderezó con un breve gruñido.
—Oíamos perfectamente —dijo.
Se acercó a Mitch y le arrancó un trozo de máscara de la cara.
—Ahh —dijo—. No está lista.
—Mira —dijo Kaye, de pronto científica—. Tenemos melanóforos. Ella tiene melanóforos. La mayoría, si no todos, de los nuevos padres van a tenerlos. Y nuestras lenguas… conectadas a algo nuevo en nuestras cabezas. —Se golpeó la sien—. Estamos equipados para tratar con ella, casi como iguales.
Felicity pareció confundida por ese cambió de nueva madre a una Kaye Lang objetiva y observadora. Kaye le devolvió la mirada sonriendo.
—No pasé el embarazo como una vaca —dijo—. A juzgar por estas nuevas herramientas, nuestra hija va a ser una niña difícil.
—¿Y eso? —preguntó Felicity.
—Porque en algunos aspectos nos va a dar mil vueltas —dijo Kaye.
—Quizás en todos los aspectos —añadió Mitch.
—No lo dices literalmente —dijo Felicity—. Al menos, no sabía moverse al nacer. El color de la piel, los melanóforos, como los llamas, puede ser… —Agitó la mano, incapaz de completar la idea.
—No son sólo color —dijo Mitch—. Puedo sentir los míos.
—Yo también —dijo Kaye—. Cambian. Imagínate a esa pobre chica.
Miró a Mitch. Éste asintió y le explicaron a Felicity su encuentro con los adolescentes de West Virginia.
—Si perteneciese al Equipo Especial, establecería oficinas psiquiátricas para los nuevos padres cuyos hijos hayan muerto —dijo Kaye—. Puede que se enfrenten a una nueva especie de pena.
—Preparados y sin nadie con quien hablar —dijo Mitch.
Felicity inspiró profundamente y se llevó la mano a la frente.
—He sido obstetra durante veintidós años —dijo—. Ahora me siento como si debiese dimitir y correr a ocultarme en un bosque.
—Trae a la pobre dama un vaso de agua —dijo Kaye—. ¿O prefieres vino? Yo necesito un vaso de vino, Mitch. Hace más de un año que no tomo un trago. —Se volvió hacia Felicity—. ¿Mencionaba el alcohol el boletín?
—No hay problema. Para mí, vino también, por favor —dijo Felicity.
En la cocina, Kaye acercó el rostro al de Mitch. Lo miró con intensidad, y casi perdió el foco durante un momento. Sus mejillas palpitaban en beige y oro.
—Dios —dijo Mitch.
—Quítate esa máscara —dijo Kaye—, y realmente tendremos algo que mostrarnos el uno al otro.
—Vamos a llamarla la fiesta de la Nueva Especie —dijo Wendell Packer al pasar por la puerta y entregarle a Kaye un ramo de rosas. Oliver Merton vino a continuación con una caja de chocolates Godiva y una gran sonrisa, e inmediatamente movió los ojos por todo el interior de la caravana.
—¿Dónde está la pequeña maravilla?
—Dormida —dijo Kaye, aceptando su abrazo—. ¿Quién más ha venido? —gritó encantada.
—Hemos conseguido meter a Wendell, Oliver y Maria —dijo Eileen Ripper—. Y, maravilla de las maravillas…
Movió los brazos en dirección hacia la furgoneta aparcada en el camino de gravilla bajo el roble solitario. Christopher Dicken bajaba con algo de dificultad del lado del pasajero, con las piernas rígidas. Aceptó un par de muletas de Maria Konig y se volvió hacia la caravana. Miró a Kaye con el ojo bueno, y ésta pensó por un momento que iba a llorar. Pero él levantó una muleta, la agitó en su dirección y Kaye sonrió.
—Hay muchos baches —gritó.
Kaye dejó a Mitch atrás para correr a abrazar a Christopher con cautela. Eileen y Mitch permanecieron juntos mientras Kaye y Christopher hablaban.
—¿Viejos amigos? —preguntó Eileen.
—Probablemente almas gemelas —dijo Mitch. Le alegraba ver a Christopher, pero no podía evitar sentir una punzada de preocupación masculina.
La sala de estar era demasiado pequeña para todos ellos, así que Wendell apretaba el brazo contra el armario del salón y miraba desde arriba al resto. Maria y Oliver estaban sentados juntos bajo la ventana. Christopher estaba sentado en la silla de vinilo azul, con Eileen colgada de un brazo. Mitch trajo de la cocina montones de copas de vino en cada mano y una botella de champaña bajo cada brazo. Oliver le ayudó a disponerlas sobre la mesa circular al lado del sofá y abrió las botellas con cuidado.
—¿Del aeropuerto? —preguntó Mitch.
—Del aeropuerto de Portland. No tienen una gran selección —dijo Oliver.
Kaye trajo a Stella Nova en un capazo rosa y la colocó sobre la pequeña y rayada mesa de café. Estaba despierta. Movió somnolienta los ojos por toda la habitación mientras emitía una burbuja de saliva. Ladeó un poco la cabeza. Kaye le ajustó el pijama.
Christopher la miraba como si fuese un fantasma.
—Kaye…
—No es necesario —le respondió Kaye, y le tocó la mano llena de cicatrices.
—Sí que es necesario. Me siento como si no mereciese estar aquí contigo y con Mitch, con ella.
—Calla —le dijo Kaye—. Allí estabas cuando empezó todo.
Christopher sonrió.
—Gracias —respondió.
—¿Cuánto tiempo tiene? —susurró Eileen.
—Tres semanas —dijo Kaye.
Maria alargó la mano y puso el dedo en el puño de Stella.
La niña cerró los dedos con fuerza, y Maria tiró con suavidad. Stella sonrió.
—Ese reflejo sigue en su sitio —dijo Oliver.
—Oh, calla —dijo Eileen—. Sigue siendo un bebé, Oliver.
—Sí, pero tiene un aspecto tan…
—¡Hermoso! —insistió Eileen.
—Diferente —persistió Oliver.
—Ya no lo noto tanto —dijo Kaye, sabiendo lo que Oliver quería decir, pero sintiéndose un poco a la defensiva.
—Nosotros también somos diferentes —comentó Mitch.
—Tenéis buen aspecto, con estilo —dijo Maria—. Va a ponerse de moda en cuanto las revistas del ramo os echen el ojo encima. Petite y hermosa Kaye…
—Duro y guapo Mitch —dijo Eileen.
—Con mejillas de calamar —completó Kaye la descripción.
Todos rieron y Stella se agitó en el capazo. Luego gorjeó y una vez más se hizo el silencio en la sala. Honró a cada uno de los invitados por turnos con una segunda y larga mirada, moviendo la cabeza a medida que los buscaba por la habitación, terminando de nuevo en Kaye y agitándose al ver a Mitch; le sonrió. Mitch sintió que se le enrojecían las mejillas, como si fluyese agua caliente por debajo de su piel. Lo que quedaba de la máscara se le había caído ocho días antes, y mirar a su hija era toda una experiencia.
Oliver dijo.
—¡Oh, Dios mío!
Maria miró a los tres, con la boca abierta.
Las mejillas de Stella Nova se cubrieron de oleadas beige y doradas, y sus pupilas se dilataron ligeramente, con los músculos alrededor de sus ojos y párpados tirando de la piel para formar curvas delicadas y complejas.
—Va a enseñarnos a hablar —dijo Kaye con orgullo.
—Es absolutamente asombrosa —dijo Eileen—. Nunca he visto un bebé tan hermoso.
Oliver pidió permiso para examinarle más de cerca y se inclinó.
—Sus ojos no son realmente tan grandes, simplemente lo parecen —dijo.
—Oliver opina que los nuevos humanos deberían tener el aspecto de alienígenas salidos de un ovni —dijo Eileen.
—¿Alienígenas? —preguntó Oliver indignado—. Niego tal afirmación, Eileen.
—Es totalmente humana, totalmente del presente —dijo Kaye—. No es una separación, no es lejana, no es diferente. Es nuestra hija.
—Claro —dijo Eileen, enrojeciendo.
—Lo lamento —dijo Kaye—. Llevamos demasiado tiempo aquí, y hemos tenido demasiado tiempo para pensar.
—Eso lo comprendo bien —dijo Christopher.
—Tiene una naricilla realmente espectacular —dijo Oliver—. Tan delicada, pero tan amplia en la base. Y la forma… creo que va a convertirse en una belleza espectacular.
Stella lo observaba seria, con las mejillas incoloras, luego apartó la vista aburrida. Buscó a Kaye, quien se situó en el campo de visión de la niña.
—Mamá —gorjeó Stella.
—¡Oh, Dios mío! —volvió a decir Oliver.
Wendell y Oliver fueron en coche a la tienda Little Silver y compraron sándwiches. Comieron todos juntos en una pequeña mesa de picnic tras la caravana aprovechando que la tarde refrescaba un poco. Christopher apenas había hablado, limitándose a sonreír fríamente cuando lo hacían los demás.
Se comió su sándwich en una zona de hierba seca, sentado en una silla de camping.
Mitch se le acercó y se sentó en la hierba a su lado.
—Stella duerme —dijo—. Kaye está con ella.
Christopher sonrió y tomó un sorbo de la lata de 7Up.
—Quieres saber por qué he venido hasta tan lejos —le dijo.
—Exacto —respondió Mitch—. Es un comienzo.
—Me sorprende que Kaye me perdone con tanta facilidad.
—Hemos sufrido muchas transformaciones —dijo Mitch—. Debo confesar que me parece que nos abandonaste.
—Yo también he sufrido muchos cambios —dijo Christopher—. Estoy intentando recomponer las cosas. Me voy a México pasado mañana. Ensenada, al sur de San Diego. Por mi cuenta.
—¿No son vacaciones?
—Voy a investigar la transmisión lateral de antiguos retrovirus.
—Es una bobada —dijo Mitch—. Se lo han inventado para mantener el Equipo Especial en activo.
—Oh, hay algo muy real —dijo Christopher—. Cincuenta casos hasta el momento. Mark no es un monstruo.
—Yo no estoy tan seguro. —Mitch miró sombrío al desierto y a la caravana.
—Pero estoy pensado que podría no estar causado por los virus que han encontrado. He estado repasando viejos archivos de México. He encontrado casos similares de hace treinta años.
—Espero que lo demuestres pronto. Aquí lo hemos pasado bien, pero podíamos haber estado mucho mejor… en otras circunstancias.
Kaye salió de la caravana trayendo un monitor infantil portátil. Maria le pasó un sándwich en un plato de cartón. Se unió a Mitch y Christopher.
—¿Qué opinas de nuestro césped? —preguntó.
—Investiga las enfermedades mexicanas —dijo Mitch.
—Pensaba que habías dejado el Equipo Especial.
—Así es. Los casos son reales, Kaye, pero no creo que estén relacionados directamente con el SHEVA. Hemos tenido tantos giros y vueltas en este asunto… herpes, Epstein-Barr. Supongo que recibiste el boletín del CCE sobre la anestesia.
—Nuestra doctora lo recibió —dijo Mitch.
—Sin él, podríamos haber perdido a Stella —dijo Kaye.
—Ahora nacen más niños SHEVA con vida. Augustine tiene que manejar esa situación. Simplemente quiero allanar un poco el terreno descubriendo qué está pasando en México. Todos los casos se han producido allí.
—¿Crees que se debe a otra fuente? —preguntó Kaye.
—Voy a descubrirlo. Ya puedo caminar un poco. Voy a contratar un ayudante.
—¿Cómo? No eres rico.
—He recibido una beca de un excéntrico millonario de Nueva York.
Mitch abrió los ojos.
—¡No será William Daney!
—El mismo. Oliver y Brock están intentando organizar un golpe periodístico. Pensaron que yo podría reunir pruebas. Es un trabajo, y mierda, creo en él. Ver a Stella… a Stella Nova… hace que lo crea de verdad. Simplemente no tuve fe suficiente.
Wendell y Maria se acercaron, y Wendell sacó una revista de una bolsa de papel.
—Pensé que querrías ver esto —le dijo Maria pasándoselo a Kaye.
Miró la portada y rió en voz alta. Era un ejemplar de WIRED, y sobre una brillante portada naranja estaba impresa la silueta de un feto con un signo de interrogación verde en medio. El titular decía «Humano 3.0. ¿No un virus sino una actualización?»
Oliver se unió a ellos.
—Ya lo he visto —dijo—. WIRED no tiene hoy en día demasiada influencia en Washington. Las noticias son casi todas malas, Kaye.
—Lo sabemos —respondió Kaye, poniendo en su lugar un mechón de pelo que la brisa había movido.
—Pero hay algunas buenas noticias. Brock dice que National Geographic y Nature han terminado de cotejar su artículo sobre los neandertales de Innsbruck. Lo publicarán conjuntamente dentro de seis meses. Va a llamarlo un acontecimiento evolutivo confirmado, y va a mencionar el SHEVA aunque no de forma destacada. ¿Os ha contado Christopher lo de Daney?
Kaye asintió.
—Vamos a marcar un gol —dijo Oliver con ojos feroces—. Christopher debe simplemente localizar ese virus en México y ponerse por delante de varios laboratorios nacionales.
—Puedes hacerlo —le dijo Mitch a Christopher—. Estuviste allí el primero, incluso antes que Kaye.
Los visitantes se preparaban para el largo viaje por las zonas yermas para salir de la reserva. Mitch ayudó a Christopher a colocarse en el asiento del pasajero y se dieron la mano. Mientras Kaye sostenía a una Stella medio dormida y abrazaba a los otros, Mitch vio que la camioneta de Jack se acercaba por el sendero de tierra.
Sue no venía con él. Los frenos de la camioneta gimieron al detenerse en la entrada, justo a un lado de la furgoneta. Mitch fue a hablar mientras Jack abría la portezuela. No salió.
—¿Cómo está Sue?
—Todavía aguanta —dijo Jack—. Chambers no puede hacer uso de ningún analgésico para ayudarla. La doctora Galbreath lo supervisa todo. Nos limitamos a esperar.
—Nos gustaría verla —dijo Mitch.
—No está muy feliz. Me responde de malos modos. Quizá mañana. Ahora mismo voy a sacar de tapadillo a vuestros amigos.
—Te lo agradecemos, Jack —dijo Mitch.
Jack parpadeó y dobló los labios. Era su forma de encogerse de hombros.
—Hubo una reunión especial esta tarde —dijo—. La mujer cayuse sigue con lo suyo. Algunos de los empleados del casino formaron un pequeño grupo. Están enfadados. Dicen que la cuarentena va a arruinarnos. Se negaron a hacerme caso. Dicen que no soy objetivo.
—¿Qué podemos hacer?
—Sue los llama exaltados, pero son unos exaltados con una queja real. Sólo quería que lo supieses. Tendremos que estar preparados.
Mitch y Kaye se despidieron con la mano y vieron cómo sus amigos se alejaban. La noche cayó sobre el campo. Kaye se sentó en la silla plegable bajo el roble para disfrutar de los restos de calor, acunando a Stella hasta que llegó la hora de cambiarle los pañales.
Cambiar los pañales siempre conseguía que Mitch se centrase en lo importante. Mientras limpiaba a su hija, ésta cantaba con dulzura con una voz que era como pinzones entre ramas agitadas por la brisa. Sus mejillas y frente enrojecieron casi por completo por su alegría, y le agarró los dedos con fuerza.
Agarró a Stella, agitando las caderas con cuidado, y siguió a Kaye mientras ésta metía los pañales sucios en una bolsa de plástico para llevarlos a lavar. Kaye miró por encima del hombro para verlos seguirla mientras se dirigía al cobertizo donde estaban las máquinas.
—¿Qué te contó Jack? —preguntó.
Mitch se lo dijo.
—Viviremos con las maletas a cuestas —dijo con realismo. Había esperado algo peor—. Las haremos esta noche.
Mitch se despertó de un profundo sueño y se sentó en la cama prestando atención.
—¿Qué? —murmuró.
Kaye estaba acostada junto a él, sin moverse, roncando bajito. Miró a lo largo de la cama hasta el pequeño estante atornillado a la pared de Stella, y al reloj que se encontraba allí, de manecillas que relucían verdes en la oscuridad. Eran las dos y cuarto de la madrugada.
Sin pensarlo, se fue al final de la cama y se puso en pie, en calzoncillos, frotándose los ojos. Podría haber jurado que alguien había dicho algo, pero la casa estaba en silencio. Inmediatamente se le aceleró el corazón y sintió que la alarma le recorría brazos y piernas. Miró a Kaye por encima del hombro, pensó en despertarla y se decidió en contra.
Mitch sabía que iba a comprobar toda la casa, asegurarse de que todo iba bien, demostrarse que no había nadie caminando por el exterior preparando una emboscada. Lo sabía sin pensarlo demasiado, y se preparó agarrando una barra de acero que guardaba bajo la cama para semejante ocasión. Nunca había tenido pistola, ni sabía cómo usarla, y se preguntó al ir al salón si no sería una estupidez.
Temblaba por el frío. El tiempo se estaba poniendo nublado; no podía ver estrellas por la ventana sobre el sofá. En el baño chocó con el cubo de los pañales. Luego, de pronto, supo que había sido convocado desde el interior de la casa.
Volvió al dormitorio. Medio dentro y medio fuera del estrecho armario al extremo de la cama, por el lado de Kaye, el capazo de la niña parecía recortarse en la oscuridad.
Sus ojos se acostumbraban progresivamente a la oscuridad, pero no percibía el capazo con los ojos. Olisqueó; se guiaba por el olfato. Volvió a olisquear y se inclinó sobre el capazo, luego se echó atrás y estornudó con fuerza.
—¿Qué pasa? —Kaye se sentó en la cama—. ¿Mitch?
—No lo sé —respondió Mitch.
—¿Me llamaste?
—No.
—¿Stella?
—Está en silencio. Creo que duerme.
—Enciende la luz.
Parecía una opción razonable. Conectó la luz de arriba. Stella le miraba desde el capazo, con los ojos bien abiertos y las manitas formando puñitos. Tenía los labios separados, lo que le daba un aspecto infantil a lo Marilyn Monroe, pero guardaba silencio.
Kaye gateó hasta el extremo de la cama y miró a su hija.
Stella lanzó un ruidito. Le seguía atentamente con los ojos, enfocando, desenfocando y a veces atravesando la mirada, como tenía por costumbre. Aún así, era evidente que les veía, y que no estaba contenta.
—Se siente sola —dijo Kaye—. Le di de comer hace una hora.
—¿Qué pasa, tiene poderes psíquicos? —preguntó Mitch mientras se estiraba—. ¿Nos ha llamado con la mente? —Volvió a olisquear y estornudó de nuevo. La ventana del dormitorio estaba cerrada—. ¿Qué hay aquí dentro?
Kaye se agachó junto al capazo y alzó a Stella. La acarició con la nariz y miró a Mitch, con los labios retraídos en una mueca casi animal. También estornudó.
Stella volvió a hacer un ruido.
—Creo que tiene un cólico —dijo Kaye—. Huélela.
Mitch tomó a Stella. La niña se retorció y lo miró con la frente contraída.
Mitch podría haber jurado que la niña se había vuelto más brillante y que alguien gritaba su nombre, en la habitación o fuera. Ahora estaba realmente asustado.
—Quizá realmente haya salido de un episodio de Star Trek —dijo. Volvió a olerla y torció los labios.
—Seguro —dijo Kaye escéptica—. No tiene poderes psíquicos.
Kaye tomó a la niña, que agitaba los brazos muy feliz por el escándalo que había montado, y la llevó a la cocina.
—Se suponía que los humanos no los tenían, pero hace unos años descubrieron que efectivamente sí los tenemos.
—¿El qué? —preguntó Mitch.
—Órganos vomeronasales activos. En la base de la cavidad nasal. Procesan ciertas moléculas… vomeroferinas. Como las feromonas. Supongo que los nuestros han mejorado mucho. —Sostenía a la niña contra las caderas—. Tus labios se echaron hacia atrás…
—Los tuyos también —dijo Mitch a la defensiva.
—Se trata de una respuesta vomeronasal. El gato de la familia solía hacerlo cuando olía algo realmente interesante… un ratón muerto o el sobaco de mi madre. —Kaye levantó a la niña, que lanzó un chillidito, y le olisqueó la cabeza, el cuello y la barriguita. Volvió a olisquearla tras las orejas—. Huele aquí —dijo.
Mitch lo hizo, se apartó y contuvo un estornudo. Tocó con delicadeza detrás de las orejas de Stella. Ésta se puso rígida y cambió de humor, iniciando sus protestas previas al llanto.
—No —dijo con claridad—. No.
Kaye se quitó el sujetador y le dio de mamar antes de que se incomodara de veras.
Mitch retiró el dedo. Tenía la yema ligeramente aceitosa, como si hubiese tocado a un adolescente y no a un bebé. Pero no era grasa de la piel. Al tacto era como la cera y algo resistente, y olía a almizcle.
—Feromonas —dijo—. ¿O qué has dicho?
—Vomeroferinas. La forma que tienen estos bebés de reclamar atención. Nos queda mucho por aprender —dijo Kaye adormecida mientras llevaba a Stella al dormitorio y se acostaba con ella—. Tú te despertaste primero —murmuró Kaye—. Siempre has tenido muy buena nariz. Buenas noches.
Mitch se tocó tras las orejas y se olisqueó el dedo. De pronto, volvió a estornudar, y se quedó a los pies de la cama, completamente despierto, sintiendo un hormigueo en la nariz y el paladar.
Menos de una hora después de haber conseguido dormirse, Mitch volvió a despertarse, saltó de la cama y empezó a ponerse los pantalones. Todavía era de noche. Tocó el pie de Kaye con la mano.
—Camiones —dijo.
Justo había terminado de abotonarse la camisa cuando alguien llamó a la puerta principal. Kaye pasó a Stella al centro de la cama y rápidamente se puso una camisa y pantalones.
Mitch abrió la puerta principal sin haberse abrochado todavía los puños. Jack se encontraba en el porche, con la boca dibujando una dura U invertida, con el sombrero muy abajo, casi ocultándole los ojos.
—Sue está de parto —dijo—. Debo regresar a la clínica.
—Iremos ahora mismo —dijo Mitch—. ¿Está Galbreath con ella?
—No vendrá. Deberíais salir de aquí. Los representantes votaron anoche mientras yo hacía compañía a Sue.
—¿Qué…? —empezó a decir Mitch, y luego vio los tres camiones y los siete hombres sobre el camino de gravilla.
—Decidieron que los bebés están enfermos —dijo Jack con tristeza—. Quieren que el gobierno se ocupe de ellos.
—Quieren recuperar sus putos trabajos —dijo Mitch.
—No me hablan. —Jack se tocó la máscara con un dedo fuerte y grueso—. He convencido a los representantes para que os dejen ir. No puedo ir con vosotros, pero estos hombres os llevarán por un sendero hasta la autopista. —Jack levantó la mano impotente—. Sue quería que Kaye estuviese con ella. Me gustaría que pudieseis estar allí. Pero debo irme.
—Gracias —dijo Mitch.
Kaye se acercó, llevando a la niña en el asiento para coches.
—Estoy lista —dijo—. Quiero ver a Sue.
—No —dijo Jack—. Se trata de esa vieja cayuse. Deberíamos haberla enviado a la costa.
—Es más que ella —dijo Mitch.
—¡Sue me necesita! —gritó Kaye.
—No os permitirán ir a esa parte de la ciudad —dijo Jack con tristeza—. Hay demasiada gente. Lo han oído en las noticias… mexicanos muertos cerca de San Diego. De ninguna forma. Lo que ahora piensan es duro como una piedra. Probablemente a continuación vengan a por nosotros.
Kaye se limpió los ojos, frustrada y furiosa.
—Dile que la queremos —dijo—. Gracias por todo, Jack. Díselo.
—Lo haré. Debo irme.
Los siete hombres se apartaron cuando Jack se dirigió a su coche. Arrancó y dio la vuelta, haciendo saltar penachos de polvo y grava.
—El Toyota está en mejor forma —dijo Mitch.
Metió las dos maletas en el coche bajo la atenta mirada de los siete. Murmuraban entre sí y se mantuvieron bien alejados mientras Kaye llevaba a Stella hasta el coche y fijaba la silla en la parte de atrás. Algunos de los hombres evitaron mirarla a los ojos e hicieron gestos con las manos. Se subió junto a la niña.
Dos de las camionetas mostraban rifles, escopetas y otras armas. Sintió un nudo en la garganta al acomodarse en el Toyota junto a Stella. Subió la ventanilla, se ajustó el cinturón de seguridad y se quedó sentada entre el olor de su propio miedo.
Mitch sacó el ordenador portátil y la caja de papeles, lo puso todo en el maletero y lo cerró de un golpe. Kaye marcaba en el teléfono móvil.
—No lo hagas —dijo Mitch con brusquedad, y se puso al volante—. Sabrán dónde estamos. Llamaremos desde un teléfono público cuando estemos en la autopista.
Durante un instante, las motas de Kaye ardieron rojas.
Mitch la observó con cara de aflicción y asombro.
—Somos alienígenas —murmuró.
Arrancó el motor. Los siete hombres se subieron a las tres camionetas y les guiaron.
—¿Tienes efectivo para la gasolina? —preguntó Mitch.
—En el bolso —dijo Kaye—. ¿No quieres usar las tarjetas de crédito?
Mitch no contestó.
—Tenemos el tanque casi lleno.
Stella berreó un segundo y luego se calmó a medida que el amanecer rosáceo iniciaba su ascenso sobre las colinas y los robles dispersos. La cubierta de nubes se había abierto y roto, sobre el horizonte vieron cortinas de lluvia. La luz del amanecer era brillante e irreal con el fondo de las nubes negras.
El camino de tierra hacia el norte era difícil, pero no imposible. Las camionetas les acompañaron hasta el mismo final, donde una señal indicaba el límite de la reserva y también, coincidencia, anunciaba el Wild Eagle Casino. Maleza y arbustos yacían tristes y castigados frente a una alambrada de espino doblaba y retorcida.
Los gruesos vientres de las nubes arrojaron una lluvia ligera sobre el parabrisas, convirtiendo el polvo en barro mientras salían del camino de tierra, subían el terraplén y entraban en la autopista estatal en dirección al este. Un brillante rayo de luz matinal, el último que verían ese día, los iluminó como si fuese un foco mientras Mitch aceleraba el Toyota sobre los dos carriles de asfalto.
—Me gustaba ese lugar —dijo Kaye, con voz contenida—. Fui más feliz en esa caravana de lo que recuerdo haberlo sido nunca, en ningún otro sitio, en toda mi vida.
—Te creces en la adversidad —dijo Mitch, y pasó la mano por encima del hombro para agarrar la de ella.
—Crezco contigo —dijo Kaye—. Con Stella.
Kaye volvió del teléfono público. Habían aparcado en un pequeño aparcamiento en Bend para comprar comida en un mercado. Kaye había hecho la compra y luego había llamado a Maria Konig. Mitch se había quedado en el coche cuidando de Stella.
—Arizona todavía no ha creado una Oficina de Situación de Emergencia —le dijo Kaye.
—¿Qué hay de Idaho?
—La tenían hace dos días. También Canadá.
Stella arrullaba y silbaba en su asiento de seguridad. Mitch la había cambiado unos minutos antes y normalmente hacía su representación durante un rato. Casi estaba acostumbrándose a sus sonidos musicales. Ya era capaz de emitir dos notas diferentes simultáneamente, dividiendo una de ellas, elevándola y bajándola; el efecto era asombrosamente similar a oír a dos mirlos discutir. Kaye miró por la ventana. La niña parecía estar en otro mundo, perdida en el placer de descubrir qué sonidos podía producir.
—En el super me miraban —dijo Kaye—. Me sentí como una leprosa. Peor, como una negra —dijo la palabra con los dientes apretados. Metió las bolsas en el asiento del pasajero y rebuscó en ella con una mano tensa—. Saqué dinero del cajero, compré comida y esto —dijo, y sacó botes de maquillaje, coloretes y polvos—. Para nuestras motas. No sé qué hacer con sus cantos.
Mitch se puso al volante.
—Vámonos —dijo Kaye—, antes de que alguien llame a la policía.
—La situación no es tan mala —dijo Mitch mientras arrancaba el coche.
—¿No? —gritó Kaye—. ¡Estamos marcados! Si nos encuentran, internarán a Stella, ¡por el amor de Dios! Nadie sabe lo que Augustine habrá planeado para nosotros, para todos los padres. ¡Piensa, Mitch!
Mitch guardó silencio y sacó el coche del aparcamiento.
—Lo lamento —dijo Kaye, perdiendo la voz—. Lo lamento, Mitch, pero tengo tanto miedo. Debemos pensar, debemos planear.
Las nubes les seguían, cielos grises y lluvia ligera sin interrupción. Por la noche atravesaron la frontera con California, entraron en un solitario camino de tierra y durmieron en el coche oyendo el tamborileo de la lluvia.
Por la mañana, Kaye le puso maquillaje a Mitch. Él le pintó con torpeza la cara y ella misma se retocó en el espejo.
—Hoy dormiremos en una habitación en un motel —dijo Mitch.
—¿Por qué arriesgarnos?
—Creo que tenemos muy buen aspecto —dijo él, sonriendo animado—. Ella necesita un baño y nosotros también. No somos animales y me niego a actuar como ellos.
Kaye lo meditó mientras acunaba a Stella.
—Vale —dijo.
—Iremos a Arizona y luego, si es necesario, iremos a México o más al sur. Encontraremos algún sitio donde podamos vivir mientras las cosas se calman.
—¿Cuándo será eso? —preguntó Kaye en voz baja.
Mitch no lo sabía, así que no respondió. Recorrió el camino de vuelta a la autopista. Las nubes empezaban a romperse y la brillante luz de la mañana cayó sobre los bosques y campos de hierba a ambos lados de la utopista.
—¡Sol! —dijo Stella y agitó el puño con placer.