Ancho y lento, el río Columbia se deslizaba como jade pulido entre muros de basalto negro.
Mitch salió de la carretera estatal 14, condujo durante unos ochocientos metros por un camino de tierra y grava entre matorrales y arbustos y giró junto a un viejo indicador metálico, abollado y oxidado, en el que se leía: Cueva del Hierro.
Dos viejas caravanas Airstream brillaban bajo el sol a unos cuantos metros del borde de la garganta. Alrededor de las caravanas había bancos de madera y mesas llenas de sacos de arpillera y herramientas para las excavaciones. Aparcó el coche a un lado del camino.
Una brisa fría le arrancó el sombrero de fieltro. Lo sujetó con una mano mientras caminaba desde el coche hasta el borde y se asomaba para observar el campamento de Eileen Ripper, unos quince metros más abajo.
Una joven rubia y baja, con vaqueros raídos y descoloridos y una chaqueta de piel marrón salía por la puerta de la caravana más cercana. Percibió de inmediato el perfume de la mujer en el aire húmedo procedente del río: Opium o Trouble o algún perfume similar. Se parecía mucho a Tilde.
La mujer se detuvo un momento bajo el toldo extendido y luego salió y se protegió los ojos del sol con la mano.
—¿Mitch Rafelson? —preguntó.
—El mismo —dijo—. ¿Está Eileen ahí abajo?
—Sí. Las cosas se están desmoronando.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres días. Eileen realizó grandes esfuerzos para defender su posición. Aunque, a la larga, no ha servido de mucho.
Mitch hizo un gesto comprensivo.
—Sé lo que se siente —dijo.
—La mujer de las Cinco Tribus se fue hace dos días. Por ese motivo Eileen pensó que sería oportuno que viniese usted en este momento. Ahora nadie se enfadará por su presencia.
—Es agradable ser popular —comentó Mitch, y saludó tocándose el sombrero.
La mujer sonrió.
—Eileen no se siente muy bien. Anímela un poco. Personalmente, yo opino que es usted un héroe. Excepto tal vez por lo de esas momias.
—¿Dónde está?
—Justo bajo la Cueva.
Oliver Merton estaba sentado en una silla plegable a la sombra del toldo más amplio. De unos treinta años, con el pelo rojo fuego, rostro ancho y pálido, y nariz respingona, tenía aspecto de estar profunda y casi ferozmente concentrado, con los labios retraídos mientras pulsaba el teclado de un ordenador portátil con sus dedos índices.
«A dos dedos —pensó Mitch—. Un mecanógrafo autodidacta.» Examinó la ropa del hombre, claramente fuera de lugar en una excavación arqueológica: pantalones de tweed, tirantes rojos, una camisa blanca de vestir con el cuello duro.
Merton no alzó la vista hasta que Mitch llegó junto al toldo.
—¡Mitch Rafelson! ¡Encantado! —Merton dejó el ordenador en la mesa, se puso en pie de un salto y le ofreció la mano—. Esto está muy triste. Eileen está en lo alto de la pendiente, junto a la excavación. Seguro que está deseando verte. ¿Vamos hasta allí?
Los otros seis trabajadores del enclave, todos jóvenes en prácticas o estudiantes recién licenciados, les miraron con curiosidad al pasar. Merton caminaba delante de Mitch y subió por unos peldaños naturales esculpidos por la erosión del río durante siglos. Se detuvieron a unos seis metros por debajo del acantilado, donde una cueva vieja y con marcas de óxido se adentraba en una veta de basalto. Por encima y al este de la veta, se había derrumbado parte de un saliente de piedra erosionada, esparciendo grandes bloques por la pendiente, que descendía hasta la orilla.
Eileen Ripper estaba de pie junto a una valla que rodeaba una serie de hoyos cuadrados cuidadosamente excavados y marcados con rejillas topométricas, alambre y cuerda, en la parte oeste de la pendiente. Cerca de los cincuenta años, menuda y morena, con ojos oscuros hundidos y nariz fina, su rasgo más destacado eran unos labios generosos, que contrastaban de forma atractiva con un casquete de pelo oscuro, corto e ingobernable.
Se volvió al oír el saludo de Merton. No sonrió ni gritó. En su lugar, hizo un gesto de determinación, bajó con cuidado del talud y le ofreció la mano a Mitch. Se saludaron con un apretón firme.
—Ayer por la mañana recibimos los resultados de los análisis de radiocarbono —dijo—. Tienen más de trece mil años, quinientos arriba o abajo… y si comían mucho salmón, entonces tienen doce mil quinientos años. Pero los tipos de las Cinco Tribus dicen que la ciencia occidental intenta despojarles de la dignidad que les queda. Pensaba que podría razonar con ellos.
—Al menos lo intentaste —dijo Mitch.
—Siento haberte juzgado con tanta dureza, Mitch. Mantuve la calma durante mucho tiempo, a pesar de los indicios de problemas, y entonces esa mujer, Sue Champion… Pensaba que éramos amigas. Se encarga de asesorar a las tribus. Volvió ayer, con dos hombres. Los hombres fueron… tan chulos, Mitch. Como chiquillos demostrando que pueden mear por encima de la puerta del establo. Me acusaron de estar fabricando pruebas para apoyar mis mentiras. Dijeron que tenían al gobierno y la ley de su parte. La misma Némesis de siempre, la ARPTNA. —Se refería al Acta de Repatriación y Protección de las Tumbas de los Nativos Americanos. Mitch conocía perfectamente los detalles de esa norma.
Merton estaba de pie sobre la parte menos firme de la pendiente, intentando no resbalar, y pasaba la mirada con rapidez de uno a otro.
—¿Cuáles fueron las pruebas que fabricaste? —preguntó Mitch, quitándole importancia.
—No bromees de esa forma. —Pero la expresión de Ripper se suavizó y sujetó la mano de Mitch entre las suyas—. Tomamos muestras de colágeno de los huesos y lo enviamos a Portland. Hicieron análisis de ADN. Nuestros huesos son de una población diferente, que no está relacionada en absoluto con los indios modernos, y sólo remotamente emparentada con la momia de Spirit Cave. Caucásicos, si podemos utilizar un término tan impreciso. Pero probablemente no del tipo nórdico. Más bien ainu, creo.
—Es un descubrimiento histórico, Eileen —dijo Mitch—. Es excelente. Enhorabuena.
Una vez que había empezado, Ripper parecía incapaz de parar. Descendieron hasta las tiendas.
—Ni siquiera podemos empezar a hacer comparaciones raciales modernas. ¡Eso es lo que más me enfurece! Dejamos que nuestras estrafalarias nociones de raza e identidad empañen la verdad. Las poblaciones eran muy diferentes entonces. Pero los indios modernos no proceden de la gente a la que pertenecían nuestros esqueletos. Probablemente eran competidores de los ancestros de los indios actuales, y perdieron.
—¿Y ganaron los indios? Debería gustarles oír tal cosa.
—Piensan que intento dividir su unidad política. No les importa lo que sucedió realmente. ¡Quieren su mundo de fantasía y a la mierda la verdad!
—¿Me lo cuentas a mí? —preguntó Mitch.
Ripper sonrió a través de las lágrimas de desánimo y agotamiento.
—Las Cinco Tribus han interpuesto una demanda ante el Tribunal Federal de Seattle para llevarse los esqueletos.
—¿Dónde están los huesos ahora?
—En Portland. Los embalamos in situ y los enviamos ayer.
—¿Cruzando la frontera estatal? —preguntó Mitch—. Eso es secuestro.
—Es mejor que quedarse esperando a un puñado de abogados. —Sacudió la cabeza y Mitch le pasó un brazo por los hombros—. Intenté hacerlo bien, Mitch. —Se secó las mejillas con una mano llena de polvo, dejándose manchas de tierra, y se obligó a reír—. Ahora incluso he conseguido que los Vikingos estén molestos con nosotros.
Los Vikingos, un pequeño grupo compuesto en su mayoría por hombres de mediana edad que se apodaban a ellos mismos los adoradores nórdicos de Odín en el nuevo mundo, también se habían presentado ante Mitch, años antes, con sus ceremonias. Esperaban que Mitch pudiese demostrar sus reivindicaciones de que los exploradores nórdicos habían poblado gran parte de Norteamérica miles de años atrás. Mitch, siempre filosófico, les había dejado llevar a cabo un ritual sobre los huesos del Hombre de Pasco, todavía enterrado, pero finalmente había tenido que decepcionarles. El Hombre de Pasco era de hecho completamente indio, emparentado con los Na-Dene del sur.
Después de los análisis realizados por Ripper a sus esqueletos, los adoradores de Odín habían vuelto a marcharse decepcionados. En un mundo de frágiles autojustificaciones, la verdad no hacía feliz a nadie.
Mientras la luz del día se iba apagando, Merton sacó una botella de champaña, envases de salmón ahumado, pan fresco y queso. Algunos de los estudiantes de Ripper encendieron una gran hoguera, que crepitaba y chisporroteaba en la orilla del río, mientras Eileen y Mitch brindaban por su mutua locura.
—¿Dónde has conseguido todo esto? —le preguntó Ripper a Merton, que estaba colocando los abollados platos del campamento sobre la desnuda mesa de pino que se encontraba bajo el toldo más amplio.
—En el aeropuerto —dijo Merton—. El único lugar en el que me dio tiempo a parar. Pan, queso, pescado, vino… ¿qué más se puede pedir? Aunque no me vendría mal una cerveza.
—Tengo unas latas en el coche —dijo un chico robusto y medio calvo, de los de prácticas.
—El desayuno de los excavadores —dijo Mitch, aprobador.
—A mí no me incluyas —dijo Merton—. Y perdonad si os pido a todos que escarbéis a fondo. Todo el mundo tiene una historia que contar. —Aceptó el vaso de plástico lleno de champaña que le ofrecía Ripper—. Sobre razas, tiempo, emigración y lo que significa ser un ser humano. ¿Quién quiere empezar?
Mitch sabía que sólo tenía que quedarse callado un par de segundos y Ripper empezaría a hablar. Merton tomaba notas mientras ella hablaba de los tres esqueletos y de la política local. Hora y media después, empezaba a hacer mucho frío y se acercaron más al fuego.
—A las tribus altái les molestó que los del grupo étnico ruso desenterrasen a sus muertos —dijo Merton—. Hay revueltas indígenas por todas partes. Un tirón de orejas a los opresores coloniales. ¿Creéis que los neandertales tendrán portavoces manifestándose en Innsbruck en este momento?
—Nadie quiere ser un neandertal —contestó Mitch con sequedad—. Excepto yo. —Se volvió hacia Eileen—. He estado soñando con ellos. Mi pequeña familia nuclear.
—¿De verdad? —Eileen se inclinó hacia él, intrigada.
—Soñé que su gente vivía sobre grandes balsas en un lago.
—¿Hace quince mil años? —preguntó Merton, alzando una ceja.
Mitch percibió algo extraño en el tono del periodista y le miró con sospecha.
—¿Es una suposición, o han dado una fecha?
—Nada que hayan comentado públicamente —dijo Merton con desdén—. Sin embargo, tengo un contacto en la universidad… y me ha dicho que han determinado la antigüedad en quince mil años, sin lugar a dudas. A no ser —sonrió a Ripper— que comiesen mucho pescado.
—¿Qué más te ha dicho?
Merton dio puñetazos al aire dramáticamente.
—Pugilismo —dijo—. Violentas peleas en los cuartos de atrás. Tus momias violan todos lo principios conocidos de antropología y arqueología. No son estrictamente neandertales, es lo que alegan algunos miembros del equipo principal de investigación; son una nueva subespecie, Homo sapiens alpinensis, según uno de los científicos. Otro afirma que son neandertales esbeltos de la última etapa, que vivían en grandes comunidades y se volvieron menos fuertes y robustos, más parecidos a ti y a mí. Esperan poder justificar lo del niño.
Mitch bajó la cabeza. «No lo perciben de la misma forma que yo. No saben lo que yo sé.» Después volvió a alzarla y ocultó esas emociones. Tenía que mantener una cierta objetividad.
Merton se volvió hacia Mitch.
—¿Viste al bebé?
Eso hizo que Mitch diese un respingo en la silla. Merton le observó fijamente.
—No con claridad —dijo Mitch—. Sólo supuse, cuando dijeron que se trataba de un niño moderno…
—¿Podrían los rasgos infantiles enmarcar las características neandertales?
—No —dijo Mitch, y añadió, apartando la mirada—: Creo que no.
—Yo tampoco lo creo —coincidió Ripper. Los estudiantes se habían acercado para oír la conversación. El fuego crepitaba, silbaba y lanzaba a lo alto largos brazos anaranjados que abrazaban el frío y el silencio de la noche. El río mojaba la grava de la orilla con un sonido como el de un perro mecánico lamiendo una mano. Mitch sentía cómo el champaña le relajaba después de un largo y agotador día de viaje.
—Bueno, por poco probable que pueda ser, es más fácil que defender la ausencia de vínculo genético —dijo Merton—. La gente de Innsbruck tiene que admitir que la hembra y el bebé están relacionados. Pero hay importantes anomalías que nadie puede explicar. Esperaba que Mitchell pudiese aclararme algunas cosas.
Mitch se salvó de tener que fingir ignorancia gracias a una fuerte voz de mujer que llamaba desde lo alto del acantilado.
—¿Eileen? ¿Estás ahí? Soy Sue Champion.
—Demonios —dijo Ripper—. Pensé que a estas alturas ya estaría de vuelta en Kumash. —Colocó las manos formando un embudo y gritó hacia lo alto—. Estamos aquí abajo, Sue. Emborrachándonos. ¿Quieres acompañarnos?
Uno de los estudiantes subió por el camino que llevaba hasta lo alto del acantilado con una linterna. Sue Champion bajó tras él hasta la tienda.
—Un fuego agradable —comentó.
Medía aproximadamente un metro ochenta, era esbelta, incluso delgada, con el pelo largo y oscuro recogido en una trenza que le colgaba sobre el hombro en la parte delantera de la chaqueta de pana marrón. Champion parecía lista, elegante y algo tensa. Sonreía, pero su rostro mostraba las marcas del cansancio. Mitch miró a Ripper y vio determinación en su mirada.
—He venido para deciros que lo siento —dijo Champion.
—Todos lo sentimos —contestó Ripper.
—¿Habéis estado aquí fuera todo el tiempo? Hace frío.
—Somos muy abnegados.
Champion rodeó el toldo para acercarse al fuego.
—Mi despacho recibió vuestra llamada sobre los análisis. El presidente del consejo de las tribus cree que no es cierto.
—Contra eso no puedo hacer nada —dijo Ripper—. ¿Por qué os fuisteis sin más y me lanzasteis a vuestro abogado? Pensé que teníamos un acuerdo, y que si resultaban ser indios, llevaríamos a cabo las investigaciones básicas, con la mínima invasión, y se los entregaríamos a las Cinco Tribus.
—Bajamos la guardia. Estábamos cansados después de todo el follón que hubo con el Hombre de Pasco. Nos equivocamos. —Volvió a mirar a Mitch—. Yo le conozco.
—Soy Mitch Rafelson —dijo Mitch y le ofreció la mano.
Champion no la aceptó.
—Nos hizo correr mucho, Mitch Rafelson.
—Yo me siento igual —dijo Mitch.
Champion se encogió de hombros.
—Nuestra gente cedió en contra de sus más profundos sentimientos. Nos vimos forzados. Necesitamos el apoyo de los tipos de Olympia y la última vez les molestamos. Los representantes del consejo me enviaron porque estudié antropología. No hice un buen trabajo. Ahora todos están enfadados.
—¿Hay algo más que podamos hacer, fuera de los tribunales? —preguntó Ripper.
—El presidente me dijo que el conocimiento no es lo bastante importante como para molestar a los muertos. Deberías haber visto el dolor de los miembros del consejo cuando describí las pruebas.
—Pensé que los procedimientos habían quedado claros —dijo Ripper.
—Ya molestáis a los muertos en todas partes. Sólo os pedimos que dejéis en paz a los nuestros.
Las mujeres se contemplaron mutuamente con tristeza.
—No son vuestros muertos, Sue —dijo Ripper—. No se trata de vuestra gente.
—El consejo piensa que la ARPTNA sigue siendo aplicable.
Ripper alzó la mano. No serviría de nada volver a discutir sobre lo mismo.
—Entonces no nos queda nada que hacer excepto gastar más dinero en abogados.
—No. Esta vez vais a ganar —dijo Champion—. Tenemos otros problemas en estos momentos. Muchas de nuestras madres jóvenes están sufriendo la Herodes. —Champion frotó el borde del toldo de lona con una mano—. Algunos pensamos que no saldría de las ciudades, que sólo afectaría a los blancos, pero nos equivocamos.
Los ojos de Merton brillaron como pequeñas lentes ansiosas al resplandor del fuego.
—Lamento oírlo, Sue —dijo Ripper—. Mi hermana también tiene la Herodes. —Se puso en pie y apoyó la mano en el hombro de Champion—. Quédate un rato, tenemos café y cacao.
—Gracias, no. Me queda un largo trayecto de vuelta. Durante un tiempo no nos preocuparemos por los muertos. Debemos cuidar de los vivos. —Las facciones de Champion se relajaron ligeramente—. Algunos de los que están dispuestos a escuchar, como mi padre y mi abuela, dicen que lo que habéis descubierto es interesante.
—Benditos sean, Sue —dijo Ripper.
Champion miró hacia Mitch.
—La gente va y viene, todos vamos y venimos. Los antropólogos lo saben.
—Cierto —dijo Mitch.
—Será difícil explicárselo a los otros —añadió Champion—. Os mantendré informados de lo que nuestra gente decida hacer respecto a la enfermedad, si conocemos alguna medicina. Puede que podamos ayudar a tu hermana.
—Gracias —dijo Ripper.
Champion pasó la vista por el pequeño grupo reunido bajo el toldo de lona, saludó con la cabeza lentamente y luego hizo unos cuantos saludos breves adicionales, mostrando que había terminado lo que quería decir y estaba lista para irse. Trepó hasta el borde del acantilado acompañada por el joven robusto para iluminarle el camino.
—Extraordinario —dijo Merton, todavía con los ojos brillantes—. Intuición privilegiada. Puede que sabiduría nativa.
—No dejes que te afecte —dijo Ripper—. Sue es una buena persona, pero sabe tanto de lo que está sucediendo como pueda saber mi hermana. —Ripper se volvió hacia Mitch—. Dios, pareces enfermo —dijo.
Mitch se sintió algo mareado.
—He visto esa mirada en ministros del gobierno —comentó Merton suavemente—. Cuando soportan el peso de demasiados secretos.
Kaye recogió el bolso de viaje del asiento trasero del taxi y deslizó su tarjeta de crédito por el lector situado en el lado del conductor. Estiró la cabeza para contemplar el edificio de la más moderna torre de apartamentos de Baltimore, la Uptown Helix, treinta pisos situados sobre dos amplios cuadrángulos de tiendas y salas de cine, a la sombra de la torre Bromo-Seltzer.
Los restos de la nevada de la mañana formaban manchas de aguanieve sobre la acera. Para Kaye era como si aquel invierno no fuese a terminar nunca.
Cross le había dicho que el apartamento del piso veinte estaría completamente amueblado, que trasladarían y colocarían sus pertenencias, que habría comida en la nevera y la despensa, y que tendría cuenta en varios restaurantes de la planta baja: todo lo que deseara y necesitara, un hogar a sólo tres manzanas de las oficinas centrales de Americol.
Kaye se presentó al portero de la entrada para residentes, que le sonrió del modo en que los sirvientes sonríen a los ricos y le dio un sobre con las llaves de su apartamento.
—En realidad, yo no soy la propietaria —le dijo Kaye.
—Eso a mí me da igual —le contestó con la misma amabilidad deferente.
Subió en el lustroso ascensor de acero y cristal, atravesando el atrio de galerías comerciales hasta llegar a los pisos residenciales, tamborileando con los dedos en el pasamanos. Estaba sola en el ascensor. «Me protegen, me cuidan, me mantienen ocupada yendo de reunión en reunión, sin tiempo para pensar. Me pregunto en quién me he convertido.»
Dudaba de que ningún otro científico se hubiese sentido tan apremiado como se sentía ella ahora. Su conversación con Christopher Dicken en el INS la había empujado hacia un desvío que tenía poco que ver con el desarrollo de terapias para el SHEVA. Un centenar de elementos diferentes de su labor de investigación desde sus días de posgraduada habían aflorado repentinamente a la superficie de su mente, desplazándose como bailarines de un ballet acuático y ordenándose en atractivas configuraciones. Esas configuraciones no guardaban ninguna relación con la enfermedad o la muerte, sino con los ciclos de la vida humana… de toda clase de vida, en realidad.
Tenía menos de dos semanas antes de que los científicos de Cross presentasen su primera propuesta de vacuna, de entre unas doce, según el último recuento, que se estaban desarrollando por todo el país, en Americol y otros lugares. Kaye había infravalorado la velocidad con la que podía trabajar Americol, y había sobrestimado hasta qué punto la mantendrían informada. «Sigo siendo tan sólo una figura decorativa», pensó.
En ese tiempo tenía que conseguir entender qué estaba sucediendo en realidad, qué era lo que el SHEVA significaba realmente. Qué les sucedería al final a la señora Hamilton y a las otras mujeres de la clínica del INS.
Salió del ascensor en el piso veinte, encontró su número, el 2011, encajó la llave electrónica en la cerradura y abrió la pesada puerta. Una ráfaga de aire limpio y fresco, con olor a muebles, alfombras nuevas y a algo más, como a rosas y dulces, la saludó. Sonaba una música suave: Debussy, no podía recordar el nombre de la pieza, pero le gustaba mucho.
Un ramo de varias docenas de rosas amarillas se derramaba sobre un vaso de cristal en lo alto de una repisa baja situada en la entrada.
El apartamento era luminoso y alegre, con elegantes detalles de madera, bellamente amueblado con dos sofás y un sillón tapizados en ante. Y además Debussy. Dejó la bolsa sobre un sofá y entró en la cocina. Un frigorífico de acero inoxidable, cocina, fregadero, encimera de granito gris bordeado de mármol color rosa, caras lámparas móviles que lanzaban destellos de diamante por el cuarto…
—Maldita sea, Marge —musitó Kaye para sí.
Llevó la bolsa al dormitorio, la abrió sobre la cama, sacó sus faldas, blusas y un vestido para colgarlos en el armario, lo abrió y contempló el vestuario que contenía. Si no hubiese conocido ya a un par de los jóvenes acompañantes masculinos de Cross, no hubiese dudado, llegado ese punto, que las intenciones de Marge Cross respecto a ella eran algo más que profesionales. Revisó rápidamente los vestidos, los trajes chaqueta y las blusas de seda y lino, miró los estantes para zapatos, que contenían al menos ocho pares para todo tipo de ocasiones… incluso botas de montaña… y no pudo seguir.
Se sentó en el borde de la cama y dejó escapar un profundo y tembloroso suspiro. Se sentía fuera de lugar tanto social como científicamente. Se volvió para contemplar las reproducciones de Whistler situadas sobre el vestidor de madera, y el pergamino oriental, bellamente enmarcado en ébano con topes de bronce, que colgaba sobre la pared situada detrás de la cama.
—La florecilla de invernadero en la gran ciudad. —Sintió como se le contraía el rostro por la ira.
El teléfono que estaba en su bolso empezó a sonar. Se levantó de un salto, fue hasta el salón, abrió el bolso y contestó.
—Kaye, soy Judith.
—Tenías razón —le dijo Kaye bruscamente.
—¿Perdona?
—Tenías razón.
—Siempre tengo razón, cariño. Ya lo sabes. —Judith hizo una pausa antes de seguir, y Kaye supo que tenía algo importante que decirle—. Preguntaste sobre la actividad de los transposones en mis cultivos de hepatocitos infectados con SHEVA.
Kaye sintió que su columna se ponía rígida. Aquélla era la suposición no tan a ciegas que había hecho dos días después de la conversación con Dicken. Había indagado en los textos y se había puesto al día con una docena de artículos de seis diferentes revistas. Había repasado sus apuntes, en los que había plasmado las locuras de los breves momentos de extrema especulación.
Ella y Saul formaban parte de los biólogos que sospechaban que los transposones, fragmentos móviles de ADN dentro del genoma, eran mucho más que simples genes egoístas.
Kaye había escrito doce convincentes páginas en un cuaderno sobre la posibilidad de que fuesen reguladores cruciales del fenotipo, no egoístas, sino desinteresados; bajo ciertas circunstancias, podían guiar la forma en que las proteínas se convertían en tejido vivo. Cambiar la forma en que las proteínas creaban una planta o un animal vivo. Los retrotransposones eran muy similares a los retrovirus… de ahí el vínculo genético con el SHEVA.
En conjunto, podían ser los peones de la evolución.
—¿Kaye?
—Un segundo —dijo Kaye—. Déjame recuperar el aliento.
—Sí que deberías, cariño, mi querida ex alumna Kaye Lang. La actividad de los transposones en nuestros cultivos de hepatocitos infectados por SHEVA está ligeramente aumentada. Dan vueltas por ahí sin ningún efecto aparente. Resulta interesante. Pero hemos ido más allá. Hemos estado realizando pruebas con células madres embrionarias para el Equipo Especial de Investigación.
Las células madres embrionarias podían convertirse en cualquier tipo de tejidos, de forma similar a las primeras células de los fetos.
—Hemos conseguido estimularlas para que se comporten como óvulos humanos fertilizados —dijo Kushner—. No pueden crecer hasta convertirse en fetos, pero por favor que no se entere la FDA. En estas células madre, la actividad de los transposones es extraordinaria. Después del SHEVA, los transposones bullen como bichos sobre una parrilla caliente. Están activos en al menos veinte cromosomas. Si se tratase de una agitación aleatoria, la célula debería morir. La célula sobrevive, tan saludable como siempre.
—¿Se trata de una actividad regulada?
—Se activa por algo del SHEVA. Mi suposición es que se trata de algo en el gran complejo proteínico. La célula reacciona como si estuviese siendo sometida a un estrés extraordinario.
—¿Qué crees que significa, Judith?
—El SHEVA tiene planes para nosotros. Quiere cambiar nuestro genoma, puede que radicalmente.
—¿Por qué? —Kaye sonrió expectante. Estaba segura de que Judith vería la inevitable conexión.
—Este tipo de actividad no puede ser benigna, Kaye.
La sonrisa de Kaye se quebró.
—Pero la célula sobrevive.
—Sí —dijo Kushner—. Pero por lo que sabemos, los bebés no sobreviven. Es demasiado cambio de una sola vez. Durante años he estado esperando que la naturaleza reaccionase ante nuestro estúpido comportamiento medioambiental, que nos ordenase detener la superpoblación y dejar de agotar los recursos, que nos callásemos y dejásemos de enredarlo todo y que simplemente nos muriésemos. Una apoptosis a escala de la especie. Creo que ésta podría ser la advertencia final… un verdadero asesino de la especie.
—¿Vas a pasarle esa información a Augustine?
—No directamente, pero la verá.
Kaye contempló el teléfono durante un momento, aturdida; después le dio las gracias a Judith y le dijo que la llamaría más tarde. Le temblaban las manos.
Entonces no se trataba de evolución. Tal vez la madre naturaleza había considerado que los humanos eran un crecimiento maligno, un cáncer.
Durante un momento horrible, esa idea le pareció tener más sentido que lo que ella y Dicken habían estado discutiendo. Pero ¿y qué pasaba con los nuevos niños, los nacidos del óvulo liberado por las hijas intermedias? ¿Iban a resultar dañados genéticamente, a nacer aparentemente normales pero a morir poco después? ¿O simplemente serían rechazados durante el primer trimestre, como las hijas provisionales?
Kaye contempló la ciudad de Baltimore a través del grueso cristal de los ventanales. El sol de última hora de la mañana hacía relucir los tejados húmedos y las calles asfaltadas. Imaginó cada uno de los embarazos desembocando en otro igualmente inútil, úteros bloqueados por una cadena interminable de fetos horriblemente deformados.
Impidiendo la reproducción humana.
Si Judith Kushner tenía razón, había llegado la hora para toda la especie humana.
Marge Cross se situó a la izquierda de la tarima del auditorio mientras Kaye formaba una fila con otros seis científicos, preparados para afrontar las preguntas sobre la presentación.
Cuatrocientos cincuenta periodistas ocupaban por completo el auditorio. La directora de relaciones públicas de Americol para la zona este de Estados Unidos, Laura Nilson, joven, negra y muy concentrada, se estiró los bordes del elegante traje chaqueta color verde oliva y dio paso a las preguntas.
El periodista de asuntos científicos y sanitarios de la CNN fue el primero en tomar la palabra:
—Me gustaría dirigir mi pregunta al doctor Jackson.
Robert Jackson, director del proyecto de vacunas para el SHEVA de Americol, alzó la mano.
—Doctor Jackson, si este virus ha tenido tantos millones de años para evolucionar, ¿cómo es posible que Americol pueda anunciar una vacuna experimental después de menos de tres meses de investigación? ¿Son ustedes más inteligentes que la madre naturaleza?
La sala se llenó de un zumbido momentáneo, con una mezcla de risas y susurros. El nerviosismo era evidente. La mayoría de las mujeres jóvenes que se encontraban en el cuarto llevaban máscaras de gasa, aunque se había comprobado que esa precaución era inútil. Otras mascaban unas pastillas especiales de menta y ajo que se decía que prevenían el contagio del SHEVA. Kaye podía, incluso desde la tarima, percibir el peculiar olor que desprendían.
Jackson se acercó al micrófono. A los cincuenta años tenía el aspecto de un músico de rock bien conservado, vagamente atractivo, vestido con un traje que le quedaba sólo ligeramente ceñido y el pelo castaño liso encaneciendo en las sienes.
—Comenzamos nuestro trabajo varios años antes de que surgiese la gripe de Herodes —dijo Jackson—. Siempre hemos estado interesados en las secuencias de los HERV, debido a que, como usted ha indicado, hay mucha información oculta en ellas. —Hizo una pausa para intensificar el efecto de sus palabras, dirigiendo una breve sonrisa a la audiencia, mostrando su fuerza al permitirse expresar admiración por el enemigo—. Pero la verdad es que durante los últimos veinte años hemos aprendido cómo funcionan la mayor parte de las enfermedades, cómo están formados los agentes, qué les hace vulnerables. Mediante la creación de partículas vacías de SHEVA, incrementando el porcentaje de fallo del retrovirus hasta el cien por cien, conseguimos un antígeno inocuo. Pero las partículas no están estrictamente vacías. Las llenamos con una ribozima, un ácido ribonucleico con actividad enzimática. Esa ribozima también bloquea y divide varios fragmentos del ARN del SHEVA que todavía no se han ensamblado en la célula infectada. El SHEVA se convierte en un medio de transporte para una molécula que bloquea el propio mecanismo causante de la enfermedad.
—Señor… —intentó interrumpir el periodista de la CNN.
—No he terminado de responder a su pregunta —dijo Jackson—. ¡Ha sido una gran pregunta! —La audiencia rió—. Nuestro problema hasta ahora ha sido que los humanos no reaccionan con intensidad al antígeno del SHEVA. Así que nuestros progresos comenzaron cuando aprendimos a intensificar la respuesta inmune, añadiendo glicoproteínas asociadas a otros patógenos ante los cuales el organismo reacciona automáticamente con una defensa fuerte.
El periodista de la CNN intentó hacer otra pregunta, pero Nilson ya había pasado al siguiente de la lista: el joven corresponsal on-line para SciTrax.
—De nuevo para el doctor Jackson. ¿Saben ustedes por qué somos tan vulnerables al SHEVA?
—No todos somos vulnerables. Los hombres demuestran una fuerte respuesta inmune ante el SHEVA, que ellos no desarrollan. Esto explica el proceso de la gripe de Herodes en los hombres, un episodio rápido, de unas cuarenta y ocho horas, en el peor de los casos. Las mujeres, sin embargo, están casi universalmente expuestas a la infección.
—Sí, pero ¿por qué son las mujeres tan vulnerables?
—Creemos que la estrategia del SHEVA es a muy largo plazo, del orden de miles de años. Puede tratarse del primer virus que hayamos visto que se apoya en el crecimiento de las poblaciones en vez de en el de los individuos para su propagación. Provocar una fuerte respuesta inmune sería contraproducente, así que el SHEVA aparece sólo cuando las poblaciones se encuentran bajo estrés, o debido a algún otro acontecimiento activador que todavía no comprendemos.
El periodista científico del New York Times era el siguiente.
—Doctores Pong y Subramanian, ustedes se han especializado en el estudio de la gripe de Herodes en el sudeste asiático, donde se han contabilizado hasta el momento más de cien mil casos. Incluso ha habido disturbios en Indonesia. La semana pasada se extendió el rumor de que se trataba de un provirus diferente…
—Es totalmente erróneo —dijo Subramanian, sonriendo de forma educada—. El SHEVA es extraordinariamente uniforme. Si me permite una pequeña corrección, «provirus» se refiere al ADN vírico insertado en el material genético humano. Una vez que se ha manifestado, se trata de un simple virus o de un retrovirus, aunque en este caso sea uno muy interesante.
Kaye se preguntó cómo podía Subramanian centrarse exclusivamente en la ciencia mientras sus oídos captaban la singular y temible palabra «disturbios».
—Sí, pero mi próxima pregunta es ¿por qué los machos humanos reaccionan con una fuerte respuesta inmune ante los virus de otros machos pero no ante los suyos propios, si las glicoproteínas de la cubierta, los antígenos, de acuerdo con su nota de prensa, son tan simples e invariables?
—Muy buena pregunta. ¿Tenemos tiempo para un seminario de un día completo?
Hubo risas débiles. Pong continuó.
—Creemos que la respuesta masculina comienza después de la invasión celular, y que al menos un gen del SHEVA contiene sutiles variaciones o mutaciones, que causan la producción de antígenos en la superficie de ciertas células antes de que se produzca una respuesta inmune completa, por lo que el organismo se va adaptando a…
Kaye escuchaba sólo a medias. Seguía pensando en la señora Hamilton y las otras mujeres de la clínica del INS. La reproducción humana bloqueada. Habría reacciones extremas ante cualquier fallo; la carga sobre los científicos iba a ser enorme.
—Oliver Merton, de The Economist. Pregunta para la doctora Lang.
Kaye alzó la mirada y vio a un joven pelirrojo con un abrigo de tweed que sostenía el micrófono.
—Ahora que los genes que codifican el SHEVA, en los diferentes cromosomas, han sido patentados en su totalidad por el señor Richard Bragg… —Merton consultó sus notas— de Berkeley, California… Patente número 8.564.094 autorizada por la oficina de patentes de Estados Unidos y por la oficina de marcas registradas el 27 de febrero, ayer mismo, ¿cómo podrá cualquier compañía iniciar el desarrollo de una vacuna sin conseguir la licencia y pagar por los derechos?
Nilson se acercó al micrófono.
—No existe esa patente, señor Merton.
—Sí existe, en efecto —dijo Merton, frunciendo la nariz con irritación—. Y esperaba que la doctora Lang pudiese explicar la relación de su fallecido marido con Richard Bragg, y cómo encaja eso con su actual colaboración con Americol y el CCE.
Kaye se quedó sin habla.
Merton sonrió con orgullo ante la confusión.
Kaye entró en la habitación verde detrás de Jackson, seguida por Pong, Subramanian y el resto de los científicos. Cross se sentó en medio de un gran sofá de color azul, con expresión seria. Cuatro de sus abogados principales formaban un semicírculo alrededor del sofá.
—¿De qué demonios iba todo eso? —preguntó Jackson, extendiendo el brazo para señalar en la dirección en que se encontraba la tarima.
—El gallito ese tiene razón —dijo Cross—. Richard Bragg convenció a alguien de la Oficina de Patentes de que él había aislado y secuenciado los genes del SHEVA antes que nadie. Comenzó el proceso de patente el año pasado.
Kaye tomó una copia de un fax de la patente que le entregó Cross. Listado entre los inventores estaba el nombre de Saul Madsen; EcoBacter se encontraba en la lista de concesionarios, junto a industrias AKS, la compañía que había comprado y liquidado EcoBacter.
—Kaye, ahora dime, claramente —dijo Cross—. ¿Sabías algo de todo esto?
—Nada —contestó Kaye—. No sé de qué va, Marge. Yo especifiqué posiciones, pero no secuencié los genes. Saul nunca mencionó a Richard Bragg.
—¿Qué implica esto para nuestro trabajo? —preguntó furioso Jackson—. Lang, ¿cómo podías no saberlo?
—No hemos terminado con esto —dijo Cross—. ¿Harold? —Miró hacia el hombre de pelo gris e inmaculado traje de rayas que se encontraba más cercano a ella.
—Contraatacaremos con Genetron contra Amgen, «Concesión aleatoria de derechos de patente sobre retrogenes del genoma del ratón» —dijo el abogado—. Dennos un día y tendremos otra docena de motivos para impugnarla. —Señaló a Kaye y le preguntó—: ¿Recibe AKS o alguna de sus filiales fondos federales?
—EcoBacter solicitó una pequeña subvención federal —dijo Kaye—. Se aprobó, pero no llegó a recibirse.
—Podríamos conseguir que el INS invocase la ley Bayh-Dole —susurró con satisfacción el abogado.
—¿Qué pasa si es sólida? —interrumpió Cross, con voz baja y peligrosa.
—Es posible que pudiésemos conseguirle a la señora Lang una participación en la patente. Exclusión ilegítima de un inventor principal.
Cross golpeó con el puño los cojines del sofá.
—Entonces seremos optimistas —comentó—. Kaye, cielo, pareces un animal asustado.
Kaye levantó las manos en gesto defensivo.
—Marge, te lo juro, yo no…
—Lo que me gustaría saber es por qué mi equipo no se enteró de esto. Quiero hablar con Shawbeck y Augustine de inmediato. —Se volvió hacia sus abogados—. Averiguad en qué más está metido Bragg. Donde hay mierda puedes acabar pisándola.
—Fue un viaje muy corto —dijo Dicken, al tiempo que dejaba un informe en papel y un disquete sobre la mesa de Augustine—. Los chicos de la OMS en África me comentaron que estaban manejando la situación a su modo, gracias. Dijeron que la cooperación de investigaciones pasadas no podía asumirse en ésta. Sólo tienen ciento cincuenta casos confirmados en toda África, o eso dicen, y no ven ninguna razón para alarmarse. Al menos, fueron lo bastante amables como para darme algunas muestras de tejidos. Las envié por barco desde Ciudad de El Cabo.
—Las tenemos —dijo Augustine—. Es extraño. Si creemos sus cifras, África está resultando mucho menos afectada que Asia o Europa o América del Norte. —Parecía preocupado, no enfadado, sino triste. Dicken nunca había visto a Augustine tan desanimado—. ¿Adónde nos llevará esto, Christopher?
—¿Te refieres a la vacuna? —preguntó Christopher.
—Me refiero a ti, a mí, al Equipo Especial. Tendremos más de un millón de mujeres infectadas a finales de mayo, sólo en Norteamérica. El consejero de Seguridad Nacional ha convocado a sociólogos para que predigan cómo va a reaccionar el público. La presión se incrementa semana a semana. Acabo de volver de una reunión con la directora de Salud Pública y el vicepresidente. Sólo estaba el vicepresidente, Christopher. El presidente considera que el Equipo Especial es un riesgo. El pequeño escándalo de Kaye Lang resultó completamente inesperado. Lo único bueno de todo eso fue ver a Marge Cross resoplando por la habitación como un tren de carga descarrilado. Nos están poniendo verdes en la prensa. «Chapuzas incompetentes en una era de milagros.» Ése es el tono general.
—No es sorprendente —dijo Dicken, y se sentó en la silla que estaba al otro lado de la mesa.
—Conoces a Lang mejor que yo, Christopher. ¿Cómo ha podido dejar que suceda esto?
—Pensaba que el Instituto Nacional de Salud iba a revocar la patente. Algún tipo de tecnicismo, prohibición de explotar un recurso natural.
—Sí, pero mientras tanto, ese hijo de puta de Bragg nos está haciendo quedar como imbéciles. ¿Era Lang tan estúpida como para firmar cualquier papel que su marido le ponía delante?
—¿Lo firmó?
—Lo firmó —dijo Augustine—. Sin ningún tipo de duda. Cediendo el control de cualquier descubrimiento basado en retrovirus endógenos humanos primordiales a Saul Madsen y todos sus socios.
—¿Socios sin especificar?
—Sin especificar.
—Entonces no es realmente culpable, ¿no? —preguntó Dicken.
—No me gusta trabajar con idiotas. Primero me molestó con lo de Americol y ahora está dejando al Equipo Especial en ridículo. ¿Por qué crees que el presidente no quiere reunirse conmigo?
—Es algo pasajero. —Dicken se mordió una uña, pero se detuvo cuando Augustine le miró.
—Cross dice que continuemos con las pruebas y dejemos que Bragg nos demande. Estoy de acuerdo. Pero por el momento, cortamos nuestra relación con Lang.
—Todavía podría sernos útil.
—Pues deja que sea útil de forma anónima.
—¿Me estás diciendo que debo mantenerme alejado de ella?
—No —dijo Augustine—. Que todo siga de perlas entre vosotros. Haz que se sienta acogida e informada. No quiero que vaya contando cosas a la prensa, a menos que sea para quejarse de cómo la trata Cross. Y ahora… pasemos a la siguiente noticia desagradable.
Augustine buscó en un cajón de su mesa y sacó una fotografía en blanco y negro.
—Odio esto, Christopher, pero entiendo por qué lo hacen.
—¿El qué? —Dicken se sentía como un chiquillo al que estaban a punto de regañar.
—Shawbeck le pidió al FBI que no perdiese de vista a algunas de nuestras personas clave.
Dicken se inclinó hacia delante. Hacía tiempo que había desarrollado un instinto de funcionario para mantener sus reacciones bajo control.
—¿Por qué, Mark?
—Porque se habla de declarar una situación de emergencia nacional e invocar la ley marcial. Todavía no se ha tomado ninguna decisión… puede tardar meses… Pero bajo estas circunstancias, todos debemos mantenernos puros como la nieve recién caída. Somos ángeles de curación, Christopher. La población depende de nosotros. No se permiten las faltas.
Augustine le tendió la foto. Lo mostraba a él de pie frente al Puma de Jessie, en Washington, D.C.
—Habría resultado muy embarazoso si te hubiesen reconocido.
El rostro de Dicken se sonrojó de vergüenza y rabia.
—Fui allí una vez, hace meses —dijo—. Me quedé quince minutos y me marché.
—Fuiste a una habitación posterior con una de las chicas —dijo Augustine.
—¡Llevaba puesta una mascarilla quirúrgica y me trató como a un leproso! —contestó Dicken, mostrándose más acalorado de lo que pretendía. El instinto le estaba fallando—. ¡Ni siquiera quería tocarla!
—Odio esta mierda tanto como cualquiera, Christopher —dijo Augustine, hierático—, pero no es más que el principio. Todos nos enfrentamos a un intenso escrutinio público.
—¿Entonces estoy sometido a vigilancia y examen, Mark? ¿El FBI va a pedirme mi agenda negra?
Augustine no sintió la necesidad de responder a esa pregunta.
Dicken se levantó y tiró la fotografía sobre la mesa.
—¿Qué será lo siguiente? ¿Tendré que decirte el nombre de cualquier persona con la que salga y qué es lo que hacemos juntos?
—Sí —dijo Augustine suavemente.
Dicken se detuvo en medio de la diatriba y sintió que la rabia lo abandonaba al igual que un gas. Las implicaciones eran tan amplias y amenazadoras que de repente no sentía nada más que una ansiedad helada.
—La vacuna no pasará las pruebas clínicas al menos hasta dentro de cuatro meses, incluso con el procedimiento de emergencia. Shawbeck y el vicepresidente propondrán nuevas medidas a la Casa Blanca esta tarde. Vamos a recomendar cuarentena. Apuesto a que vamos a tener que invocar algún tipo de ley marcial para conseguir que se cumpla.
Dicken se sentó de nuevo.
—Es increíble —dijo.
—No me digas que no habías pensado en esto —dijo Augustine. Tenía el rostro gris por la tensión.
—No tengo tanta imaginación —contestó Dicken en tono agrio.
Augustine se volvió para mirar por la ventana.
—Pronto llegará la primavera. La excitación de los jóvenes y todo eso. Un gran momento para anunciar la segregación de los sexos. Todas las mujeres en edad de procrear, todos los hombres. La Oficina de Presupuesto tendrá trabajo intentando descifrar cuánto afectará esa situación al Producto Interior Bruto.
Siguieron sentados en silencio durante unos minutos.
—¿Por qué empezaste con lo de Kaye Lang? —preguntó Dicken.
—Porque eso sé cómo manejarlo —dijo Augustine—. Este otro asunto… No me cites, Christopher. Entiendo la necesidad, pero no sé cómo demonios podremos sobrevivir a algo así, políticamente. —Sacó otra foto de una carpeta y la sostuvo para que Dicken lo viese. Mostraba a un hombre y una mujer en un porche frente a un vieja casa de piedra, iluminados por una única luz superior. Se estaban besando. Dicken no podía ver el rostro del hombre, pero vestía como Augustine y tenía la misma constitución.
—Sólo para que no te sientas mal. Está casada con un congresista —dijo Augustine—. Hemos terminado. Es tiempo de que todos maduremos.
Dicken se detuvo junto al exterior de las oficinas del Equipo Especial, en el Edificio 51, sintiéndose algo mareado. Ley marcial. Segregación de los sexos. Con los hombros caídos, caminó hasta el aparcamiento evitando las grietas de la acera.
Ya en el coche, vio que tenía un mensaje en el teléfono móvil. Marcó y lo recuperó.
Una voz desconocida intentó superar un auténtico odio hacia los buzones de voz, y después de unos cuantos intentos fallidos, sugirió que tenían amigos comunes, amigos de amigos, más bien, y posiblemente tenían intereses comunes.
—Me llamó Mitch Rafelson. Ahora mismo estoy en Seattle, pero espero hacer un viaje al Este pronto para ver a algunas personas. Si está interesado… en incidentes históricos relacionados con el SHEVA, casos antiguos, por favor, póngase en contacto conmigo.
Dicken cerró los ojos y sacudió la cabeza. Increíble. Parecía que todo el mundo estaba enterado de su loca hipótesis. Anotó el número de teléfono en un pequeño cuaderno de notas y se quedó contemplándolo con curiosidad. El nombre le sonaba familiar. Lo subrayó con el bolígrafo.
Bajó la ventanilla e inspiró profundamente. El día estaba mejorando y las nubes sobre Bethesda comenzaban a aclararse. El invierno terminaría pronto.
Contra lo que le indicaba su sentido común, cualquier sentido común que mereciese ese nombre, pulsó el número de Kaye Lang. No estaba en casa.
—Espero que se te dé bien bailar con las chicas grandes —murmuró Dicken para sí, y encendió el coche—. Cross es realmente una chica muy grande.
El nombre del abogado era Charles Wothering. Hablaba con un genuino acento de Boston, vestía con estilo informal, llevaba un gorro de lana de punto grueso y una larga bufanda color púrpura. Kaye le ofreció un café y él lo aceptó.
—Muy bonito —comentó, recorriendo con la mirada el apartamento—. Tiene buen gusto.
—Marge se encargó de decorarlo para mí —dijo Kaye.
Wothering sonrió.
—Marge no tiene nada de gusto para la decoración. Pero el dinero consigue maravillosos resultados, ¿verdad?
Kaye sonrió.
—No hay queja —dijo—. ¿Por qué le ha enviado? ¿Para… deshacer nuestro acuerdo?
—En absoluto —contestó Wothering—. Su padre y su madre han muerto, ¿no es así?
—Sí —dijo Kaye.
—Soy un abogado corriente, señora Lang, ¿puedo llamarte Kaye?
Kaye asintió.
—Corriente en lo que se refiere a asuntos legales, pero Marge me valora cuando se trata de juzgar el carácter de las personas. Lo creas o no, Marge no es muy buena en esas cosas. Muchas baladronadas, pero es un lío de pésimos matrimonios, que yo le ayudé a deshacer y a enviar al pasado para no volver a saber de ellos. Cree que necesitas mi ayuda.
—¿Cómo? —preguntó Kaye.
Wothering se sentó en el sofá y se sirvió tres cucharadas de azúcar del azucarero de la bandeja. Removió el café despacio para disolverlas.
—¿Amabas a Saul Madsen?
—Sí —contestó Kaye.
—¿Y cómo te sientes ahora?
Kaye lo pensó un momento, pero no apartó la mirada de los firmes ojos de Wothering.
—Me doy cuenta de cuántas cosas me estaba ocultando Saul, sólo para mantener nuestro sueño a flote.
—¿Cuánto contribuyó Saul a tu trabajo, intelectualmente?
—Depende de a qué trabajo te refieras.
—Tu trabajo sobre los virus endógenos.
—Sólo un poco. No era su especialidad.
—¿Cuál era su especialidad?
—Se consideraba a sí mismo como levadura.
—¿Perdona?
—Él contribuía a la fermentación. Yo aportaba el azúcar.
Wothering se rió.
—¿Te estimulaba? Intelectualmente, quiero decir.
—Me desafiaba.
—¿Cómo un profesor, o un padre, o… un socio?
—Socio —dijo Kaye—. No entiendo adónde conduce esto, Wothering.
—Te uniste a Marge porque no te sentías preparada para tratar con Augustine y su equipo tú sola. ¿Tengo razón?
Kaye le miró.
Wothering alzó una de sus pobladas cejas.
—No exactamente —dijo Kaye. Le ardían los ojos por el esfuerzo en no parpadear. Wothering parpadeó ostensiblemente y posó su taza.
—En pocas palabras, Marge me envió aquí para separarte de Saul Madsen todo lo que pueda. Necesito tu permiso para llevar a cabo una investigación exhaustiva sobre EcoBacter, AKS y tus contratos con el Equipo Especial.
—¿Es necesario? Estoy segura de que no hay más esqueletos en mi armario, Wothering.
—Nunca se es demasiado prudente, Kaye. Ya sabes que las cosas se están poniendo muy serias. Los errores de cualquier tipo pueden tener un impacto muy real en las decisiones políticas.
—Lo sé —dijo Kaye—. He dicho que lo lamento.
Wothering extendió la mano e hizo un gesto tranquilizador a la vez que golpeaba el aire con los dedos. En otra época, podría haberle dado golpecitos consoladores en la rodilla de modo paternal.
—Aclararemos este lío. —La mirada de Wothering se volvió dura—. No quiero reemplazar tu sentimiento de responsabilidad personal con la gestión y vigilancia personal automática de un buen abogado —añadió—. Eres una mujer adulta, Kaye. Pero lo que haré será desenredar los hilos, y luego… cortarlos. No le deberás nada a nadie.
Kaye se mordió los labios.
—Me gustaría dejar clara una cosa, señor Wothering. Mi marido estaba enfermo. Mentalmente enfermo. Lo que Saul hiciese o no hiciese no es un reflejo de mí… ni de él. Intentaba mantener su equilibrio y seguir con su trabajo y su vida.
—Lo entiendo, señora Lang.
—Saul me ayudó mucho, a su manera, pero no acepto ninguna insinuación de que no soy dueña de mí misma.
—No pretendía insinuar tal cosa.
—Bien —dijo Kaye, sintiendo que su estado de ligera irritación amenazaba con volverse ira—. Lo que necesito saber es: ¿todavía me considera útil Marge Cross?
Wothering sonrió e hizo un gesto con la cabeza indicando que comprendía su irritación y la necesidad de continuar con su tarea.
—Marge nunca da más de lo que toma, como seguramente descubrirás pronto. ¿Puedes explicarme esta vacuna, Kaye?
—Es una cubierta de varios antígenos que llevan una ribozima específica. Ácido ribonucleico con propiedades similares a las enzimas. Se adhiere a un fragmento del código del SHEVA y lo divide. Rompe su apoyo. El virus no puede replicarse.
Wothering sacudió la cabeza con asombro.
—Técnicamente genial —dijo—. Para la mayoría de nosotros resulta incomprensible. Dime, ¿cómo cree que Marge va a conseguir que mujeres de todo el mundo se planteen usarla?
—Publicidad y promoción, supongo. Dijo que prácticamente ya la había distribuido.
—¿En quién confiarán las pacientes, Kaye? Eres una mujer brillante a la que su marido engañó, ocultándole cosas. Las mujeres pueden sentir esa injusticia en sus vientres. Créeme, Marge hará lo que sea necesario para mantenerte en su equipo. Tu situación mejora día a día.
Mitch se incorporó sobresaltado en la cama, empapado en sudor y gritando. Las palabras se le escapaban en un farfulleo gutural incluso después de despertar. Se sentó en un lado de la cama, con una pierna todavía enredada entre las mantas, y tembló.
—Chiflado —dijo—. Estoy chiflado. Chiflado hasta este punto.
Había vuelto a soñar con los neandertales. Esta vez había entrado y salido de la perspectiva del macho. Una especie de libertad fluida que le sumergía de inmediato en un estado emocional muy marcado y desagradable, y luego le apartaba a una posición de observador del confuso flujo de acontecimientos. Se había formado una multitud en un extremo del asentamiento, que en esta ocasión no estaba situado en un lago sino en un claro rodeado de un bosque espeso y antiguo. Habían agitado lanzas afiladas, endurecidas al fuego, frente a la mujer, cuyo nombre casi podía recordar… Na-lee o Ma-lee.
—Jean Auel, ve haciéndome sitio —murmuró mientras liberaba el pie de las mantas—. Mowgli, de la Tribu de Piedra, salva a su mujer. Dios.
Fue a la cocina a por un vaso de agua. Estaba pasando algún tipo de infección vírica… un resfriado, seguro, y no el SHEVA, considerando el estado actual de sus relaciones con mujeres. Tenía sequedad y mal sabor de boca, y le goteaba la nariz. Debía de haber pillado el resfriado durante su viaje a la Cueva de Hierro la semana anterior. Tal vez se lo había pasado Merton. Había llevado al periodista británico hasta el aeropuerto para tomar el vuelo a Maryland.
El agua sabía fatal, pero le limpió la boca. Contempló por la ventana la calle Broadway y la oficina de correos, prácticamente desiertas a aquella hora. Una nevada de marzo dejaba caer pequeños copos helados sobre las calles. La luz naranja de las lámparas de vapor de sodio transformaba la nieve acumulada en pilas de oro esparcidas por la calle.
—Nos estaban expulsando del lago, del pueblo —murmuró—. Íbamos a tener que vivir por nuestra cuenta. Algunos exaltados se estaban preparando para seguirnos, tal vez para intentar asesinarnos. Tendríamos…
Estaba temblando. Las emociones habían sido tan crudas y tan realistas que no podía desprenderse de ellas con facilidad. Miedo, ira, algo más… una especie de amor impotente. Sentía su rostro. Habían estado arrancándose una especie de piel de la cara, una especie de máscara. La marca de su crimen.
—Querida Shirley McLaine —dijo, presionando su frente contra el frío cristal de la ventana—. Estoy sintonizando con hombres de las cavernas que no viven en cavernas. ¿Qué me aconsejas?
Miró el reloj del vídeo, situado precariamente sobre la pequeña televisión. Eran las cinco de la mañana. Serían las ocho en Atlanta. Intentaría llamar de nuevo a ese número, y después intentaría conectarse con su portátil recién reparado y enviaría un mensaje de correo electrónico.
En el baño, contempló su imagen en el espejo. El pelo revuelto, el rostro sudado y grasiento, barba de dos días, vestido con una camiseta rota y calzoncillos.
—Un Jeremías bastante aceptable —dijo.
Luego comenzó otra limpieza general, sonándose la nariz y cepillándose los dientes.
Christopher Dicken había regresado a su casa en las afueras de Atlanta a las tres de la madrugada. Había estado trabajando en su despacho del CCE hasta las dos, preparando unos informes para Augustine sobre la propagación del SHEVA en África. Había permanecido despierto en la cama durante una hora, preguntándose cómo iba a ser el mundo durante los próximos seis meses. Cuando finalmente se quedó dormido, el timbre del teléfono móvil le despertó con la sensación de que tan sólo habían pasado unos minutos. Se sentó en la cama de matrimonio que había pertenecido a sus padres, y durante unos segundos no supo dónde se encontraba. De inmediato comprendió que no estaba en el hotel Hilton de Ciudad de El Cabo y encendió la lámpara. La luz de la mañana empezaba a filtrarse a través de las contraventanas. Después de que sonase por cuarta vez, consiguió sacar el teléfono del bolsillo de su abrigo, que se encontraba en el armario, y contestó.
—¿El doctor Chris Dicken?
—Christopher, sí. —Miró su reloj. Eran las ocho y cuarto. Había conseguido dormir sólo un par de horas y estaba seguro de que se sentía peor que si no hubiese dormido nada en absoluto.
—Me llamo Mitch Rafelson.
Esta vez Dicken recordó el nombre y su asociación.
—¿De verdad? —dijo—. ¿Dónde se encuentra usted, señor Rafelson?
—En Seattle.
—Entonces todavía es más temprano ahí. Tengo que volver a dormirme.
—Espere, por favor —dijo Mitch—. Lamento haberle despertado. ¿Recibió mi mensaje?
—Recibí un mensaje —contestó Dicken.
—Tenemos que hablar.
—Escuche, si es usted Mitch Rafelson, ese Mitch Rafelson, tengo que hablar con usted… tanto como… —Intentó encontrar una comparación ingeniosa, pero su mente no funcionaba correctamente—. No tengo ninguna necesidad de hablar con usted.
—Entendido… pero por favor escúcheme de todas formas. Ha estado usted siguiendo las huellas del SHEVA por todo el mundo, ¿no es así?
—Sí —dijo Dicken. Bostezó—. He dormido muy poco pensando en ello.
—Igual que yo —dijo Mitch—. Sus cadáveres del Cáucaso dieron positivo en las pruebas del SHEVA. Mis momias… las de los Alpes… las momias que se encuentran en Innsbruck han dado positivo en los análisis de SHEVA.
Dicken acercó más el teléfono a su oído.
—¿Cómo sabe eso?
—Tengo los informes de laboratorio de la Universidad de Washington. Necesito explicarle lo que sé a usted y a cualquiera que mantenga una mente abierta respecto a este asunto.
—Nadie mantiene la mente abierta respeto a esto —dijo Dicken—. ¿Quién le dio mi número?
—El doctor Wendell Packer.
—¿Le conozco?
—Trabaja usted con una amiga suya. Renée Sondak.
Dicken se frotó un diente con una uña. Pensó seriamente en colgar el teléfono. Su teléfono móvil estaba encriptado digitalmente, pero alguien podría decodificar la conversación si realmente tenía interés. La idea le enfureció. Las cosas estaban fuera de control. Todo el mundo había perdido la perspectiva y la situación no iba a mejorar si se limitaba a seguir la corriente.
—Estoy muy solo —dijo Mitch en medio del silencio—. Necesito que alguien me diga que no estoy completamente loco.
—Sí —dijo Dicken—. Sé lo que es eso.
Y a continuación, haciendo un gesto de decisión y plantando los pies en el suelo, consciente de que eso le iba a crear más problemas que ningún otro molino de viento con el que se hubiese enfrentado antes, dijo:
—Cuénteme más, Mitch.
El título del congreso internacional, montado en letras de plástico negras sobre el cartel anunciador del centro de convenciones, provocó en Dicken un estremecimiento de emoción, breve y muy necesario. Nada había conseguido emocionarlo mucho, en el sentido positivo de satisfacción causada por el trabajo, desde hacía un par de meses, pero el nombre del congreso fue más que suficiente.
CONTROLANDO EL ENTORNO VÍRICO:
NUEVAS TÉCNICAS DIRIGIDAS A LA CONQUISTA DE LAS ENFERMEDADES VÍRICAS
El cartel no era excesivamente optimista o sin fundamento. En unos cuantos años más, el mundo no necesitaría que Christopher Dicken se dedicase a perseguir virus.
El problema con el que se enfrentaban era que, cuando se trataba de enfermedades, unos cuantos años podía ser realmente mucho tiempo.
Dicken caminó hasta salir de la zona de sombra que producía el saliente de cemento del edificio, cerca de la entrada principal, y se quedó disfrutando del sol sobre la acera. No había vuelto a sentir el calor del sol desde el viaje a Ciudad de El Cabo, y le proporcionó una oleada de energía. Atlanta empezaba a caldearse por fin, pero la ola fría que atenazaba la Costa Este mantenía la nieve en las calles de Baltimore y Bethesda.
Mark Augustine se encontraba ya en la ciudad, alojado en el U.S. Grant, apartado de la mayoría de los cinco mil asistentes previstos, la mayor parte de los cuales llenaba los hoteles situados frente al mar. Dicken había recogido la documentación del congreso esa mañana: un grueso folleto encuadernado en espiral que contenía el programa, acompañado por un disco DVD-ROM, para echarle un vistazo con antelación al horario.
Marge Cross haría la presentación principal al día siguiente por la mañana. Dicken participaría en cinco mesas, dos de ellas relativas al SHEVA. Kaye Lang estaría en una de las mesas con Dicken, además de en otras siete, y daría una charla antes de la sesión plenaria del Grupo de Investigación Mundial para la Erradicación de Retrovirus, que se llevaría a cabo durante el congreso.
La prensa ya estaba anunciando la vacuna de ribozima de Americol como un avance fundamental. Tenía buen aspecto sobre una placa petri, realmente muy bueno, pero las pruebas en humanos todavía no habían comenzado. Augustine se encontraba sometido a una presión considerable por parte de Shawbeck, y Shawbeck se encontraba sometido a una presión considerable por parte de la administración, y todos estaban usando guantes de seda para relacionarse con Cross.
Dicken podía percibir en el aire cinco posibles desastres diferentes.
No había tenido noticias de Mitch Rafelson desde hacía unos días, pero sospechaba que el antropólogo ya se encontraba en la ciudad. Todavía no se habían conocido, pero la conspiración estaba en marcha.
Kaye había aceptado reunirse con ellos para mantener una conversación esa tarde o al día siguiente, dependiendo de cuando la liberase la gente de Cross de la ronda de entrevistas de relaciones públicas.
Tendrían que encontrar un lugar apartado de miradas curiosas. Dicken sospechaba que el mejor lugar sería justo en medio de todo el jaleo, y con ese fin llevaba una segunda bolsa con un distintivo del congreso, «invitado del CCE» en blanco, y un programa.
Kaye atravesó la abarrotada suite, pasando nerviosa la mirada de rostro en rostro. Se sentía como la espía de una película mala, intentando ocultar sus verdaderas emociones y desde luego sus opiniones, aunque ella misma apenas sabía qué pensar en estos momentos. Había pasado gran parte de la tarde en la suite de Marge Cross, o más bien en su planta privada, en el piso superior, reunida con hombres y mujeres que representaban a empresas filiales de Americol, con profesores de la UCSD, y con el alcalde de San Diego.
Marge la había apartado y le había prometido que habría personalidades todavía más impresionantes hacia el final del congreso.
—Mantente brillante y animada —le había dicho Cross—. No dejes que el congreso te agote.
Kaye se sentía como una muñeca en un escaparate. No le gustaba la sensación. Tomó el ascensor hasta la planta baja a las cinco y media, y se subió a un autobús que se dirigía a la inauguración. Tendría lugar en el zoo de San Diego, patrocinada por Americol.
Al bajar del autobús frente al zoológico, aspiró el olor a jazmín y a tierra mojada por los aspersores. La cola frente al mostrador de entrada era muy larga. Se dirigió a una puerta lateral y le mostró la invitación al guardia.
Cuatro mujeres vestidas de negro llevaban pancartas y desfilaban solemnes frente a la entrada del zoo. Kaye las vio justo antes de que le permitiesen entrar. Una de las pancartas decía: NUESTRO CUERPO, NUESTRO DESTINO: SALVAD A NUESTROS NIÑOS.
En el interior, el cálido crepúsculo pareció envolverla en magia. Hacía más de un año que no tenía vacaciones, las últimas con Saul. Desde entonces todo había sido trabajo y dolor, en ocasiones ambas cosas simultáneamente.
Uno de los guías del zoológico se hizo cargo del grupo de invitados de Americol y les ofreció una rápida visita. Kaye pasó unos segundos observando los flamencos rosa en su estanque, admiró cuatro cacatúas centenarias de cresta amarilla, incluida la actual mascota del zoológico, Ramsés, que observaba cómo pasaban los grupos de visitantes con somnolienta indiferencia. A continuación, el guía les mostró un pabellón lateral con un patio rodeado de palmeras.
Un grupo musical mediocre tocaba temas famosos de los años cuarenta bajo el pabellón mientras hombres y mujeres buscaban mesas a las que sentarse, portando platos del papel con comida.
Kaye se detuvo junto a una mesa de bufé llena de fruta y verduras, se sirvió una generosa ración de queso, tomates enanos, coliflor y champiñones en vinagre, y luego pidió una copa de vino blanco en el bar de pago.
Mientras sacaba dinero del monedero para pagar el vino, vio a Christopher Dicken por el rabillo del ojo. Iba acompañado de un hombre alto, de aspecto descuidado, vestido con una cazadora vaquera y tejanos desteñidos, que llevaba un maletín de piel desgastado bajo el brazo. Kaye inspiró profundamente, metió el dinero sobrante en el monedero y se volvió justo a tiempo de enfrentarse a la firme mirada de Mitch. A cambio, le saludó con una disimulada inclinación de cabeza.
Kaye no pudo evitar una risita al tiempo que Dicken apartaba la lona y se escabullían casualmente del recinto cerrado. El zoo estaba casi vacío.
—Me siento como una delincuente —dijo. Todavía llevaba la copa de vino, pero se las había arreglado para deshacerse del plato de verduras—. Pero ¿qué pensamos que estamos haciendo?
Había poca convicción en la sonrisa de Mitch. Su mirada le resultó desconcertante, triste e infantil a la vez. Dicken, más bajo y más grueso, parecía más inmediato y accesible, así que Kaye se centró en él. Llevaba una bolsa de una tienda de regalos y con un gesto elegante, sacó de ella un plano desplegable del mayor zoológico del mundo.
—Puede que estemos aquí para salvar a la especie humana —dijo Dicken—. Los subterfugios están justificados.
—Maldita sea —contestó Kaye—. Esperaba que se tratase de algo más razonable. ¿Crees que nos estarán escuchando?
Dicken hizo un gesto con la mano en dirección a los arcos bajos del recinto de los reptiles, de estilo español, como si agitase una varita mágica. Sólo quedaban unos cuantos turistas rezagados por el zoo.
—Todo despejado —dijo.
—Hablo en serio, Christopher —dijo Kaye.
—Si el FBI ha puesto micrófonos en los dragones de Komodo o en tipos con camisas hawaianas, estamos perdidos. Esto es todo lo que puedo hacer.
Los monos aulladores despedían el día con sonoros chillidos. Mitch les guió por un camino de cemento a través de una selva tropical. Lámparas de suelo iluminaban el camino y los humidificadores rociaban el aire sobre sus cabezas. El decorado se apoderó de ellos por unos momentos y nadie quería romper el hechizo.
A Kaye, Mitch le parecía todo brazos y piernas, el tipo de hombre que no encajaba en los salones. Su silencio la ponía nerviosa. Él se volvió y la observó con sus fijos ojos verdes. Kaye se fijó en su calzado: botas de montaña, con las gruesas suelas muy gastadas.
Sonrió incómoda y Mitch le devolvió la sonrisa.
—No estoy en mi terreno —dijo—. Si alguien va a empezar la conversación, debería ser usted, señora Lang.
—Pero tú eres el de la revelación —dijo Dicken.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Mitch.
—Tengo el resto de la tarde libre —dijo Kaye—. Marge nos quiere a su lado mañana por la mañana, a las ocho. Para un desayuno de Americol.
Bajaron por una escalera mecánica hasta un cañón y se detuvieron junto a una jaula ocupada por dos gatos monteses de Escocia. Los dos felinos, con manchas y aspecto doméstico, caminaban de un lado a otro, rugiendo suavemente en la penumbra.
—Yo soy el que está fuera de lugar aquí —dijo Mitch—. Sé muy poco de microbiología, lo justo para defenderme. Tropecé con algo magnífico y casi arruina mi vida. Tengo mala reputación, fama de excéntrico, y he perdido en dos ocasiones en el juego de la ciencia. Si fuesen inteligentes, ni siquiera se dejarían ver conmigo.
—Extraordinariamente franco —dijo Dicken. Alzó la mano—. Me toca a mí. He perseguido enfermedades por medio mundo. Tengo instinto en lo que se refiere a cómo se propagan, qué hacen y cómo actúan. Casi desde el principio sospeché que estaba tras la pista de algo diferente. Hasta hace muy poco he intentado llevar una doble vida, he intentado creer dos cosas contradictorias a la vez, y ya no puedo seguir haciéndolo.
Kaye terminó su copa de vino de un trago.
—Suena como si estuviésemos en un programa de autoayuda —comentó—. Muy bien. Mi turno. Soy una investigadora científica insegura que quiere mantenerse al margen de todos los detalles sucios, así que me aferro a cualquiera que me proporcione un lugar para trabajar y me proteja… y ahora ha llegado el momento de ser independiente y tomar mis propias decisiones. Tiempo de madurar.
—Aleluya —dijo Mitch.
—Adelante, hermana —dijo Dicken.
Alzó la mirada, dispuesta a enfadarse, pero ambos sonreían como a ella le gustaba, y por primera vez en muchos meses, desde los últimos buenos momentos con Saul, sintió que estaba entre amigos.
Dicken alzó la bolsa de plástico y sacó una botella de merlot.
—Los guardas de seguridad del zoo nos detendrán si nos pillan. Pero sería el menor de nuestros pecados. Algunas de las cosas que tenemos que decir sólo pueden comentarse si se está lo bastante borracho.
—Supongo que vosotros ya habréis intercambiado ideas —le dijo Mitch a Kaye mientras Dicken servía el vino—. He intentado leer todo lo que he podido para prepararme, pero sigo sin estar a la altura.
—No sé por dónde empezar —comentó Kaye. Ahora que se encontraban más relajados, la forma en que Mitch Rafelson la miraba, directa, honesta, examinándola de forma inconsciente, despertaba en ella algo que creía muerto.
—Empieza por dónde os conocisteis —dijo Mitch.
—En Georgia —contestó Kaye.
—La tierra natal del vino —añadió Dicken.
—Visitamos una fosa común —dijo Kaye—. Aunque no lo hicimos a la vez. Mujeres embarazadas con sus maridos.
—Mataron a los niños —dijo Mitch, con la mirada repentinamente perdida—. ¿Por qué?
Se sentaron ante una mesa de plástico junto a un puesto de refrescos cerrado, en la penumbra del cañón. Gallos marrones y rojizos asomaban entre los arbustos junto al camino de asfalto y las aceras de cemento beige. Un gato grande carraspeó y gruñó en su jaula, y el sonido retumbó de forma siniestra.
Mitch sacó una carpeta de su cartera de piel y extendió los papeles de forma ordenada sobre la mesa.
—Esto es lo que hace que todo encaje. —Puso la mano sobre dos de las hojas situadas a la derecha—. Son los resultados de los análisis efectuados en la Universidad de Washington. Wendell Packer me ha dado permiso para que os los enseñe. Pero si alguien lo comenta, podríamos meternos en un buen lío.
—¿Análisis de qué? —preguntó Kaye.
—Los genes de las momias de Innsbruck. Resultados de dos muestras de tejido, de dos laboratorios diferentes de la universidad. Yo le di muestras de los tejidos de los dos adultos a Wendell Packer. Innsbruck, a su vez, envió muestras de las tres momias a Maria Konig, del mismo departamento. Wendell pudo compararlos.
—¿Qué encontraron? —preguntó Kaye.
—Que los tres cuerpos eran realmente una familia. Madre, padre e hija. Yo ya lo sabía… los vi juntos en la cueva, en los Alpes.
Kaye frunció el ceño desconcertada.
—Recuerdo la historia. ¿Fuiste a la cueva a petición de dos amigos… alterasteis el lugar… y la mujer que te acompañaba se llevó al bebé en la mochila?
Mitch apartó la vista, con la mandíbula tensa.
—Puedo contarte lo que realmente sucedió —dijo.
—No importa —dijo Kaye, repentinamente cautelosa.
—Sólo para aclarar las cosas —insistió Mitch—. Debemos confiar unos en los otros si vamos a seguir juntos.
—Entonces cuéntamelo —dijo Kaye.
Mitch hizo un resumen de todo lo sucedido.
—Fue un completo lío —concluyó.
Dicken les miró a ambos fijamente, con los brazos cruzados.
Kaye aprovechó la pausa para revisar los análisis extendidos sobre la mesa, asegurándose de que los papeles no se mancharan de restos de salsa de tomate. Estudió los resultados de las pruebas de carbono 14, las comparaciones de marcadores genéticos y, finalmente, las pruebas positivas de SHEVA realizadas por Packer.
—Packer dice que el SHEVA no ha cambiado mucho en quince mil años —dijo Mitch—. Piensa que eso es asombroso, si se trata de ADN basura.
—No pueden ser basura —dijo Kaye—. Los genes se han conservado durante al menos treinta millones de años. Constantemente se renuevan, se prueban, se guardan… encerrados bien apretados, en cromatina protegidos por aislantes… Tienen que servir para algo.
—Si me lo permitís, me gustaría contaros mi opinión —dijo Mitch, con una mezcla de audacia y timidez que a Kaye le resultó desconcertante y atractiva al mismo tiempo.
—Adelante —le contestó.
—Se trataba de un caso de subespeciación —dijo—. No extrema. Un paso hacia una nueva variedad. Un bebé moderno nacido de neandertales de la última época.
—Parecido a nosotros —dijo Kaye.
—Exacto. Hace unas semanas estuve en el estado de Washington con un periodista llamado Oliver Merton. Está investigando las momias. Me contó que estaban surgiendo disputas en la Universidad de Innsbruck… —Mitch levantó la mirada y vio el gesto de sorpresa en el rostro de Kaye.
—¿Oliver Merton? —preguntó Kaye, frunciendo el ceño—. ¿Trabaja para Nature?
—Para The Economist, al menos en ese momento —contestó Mitch.
Kaye se volvió hacia Dicken.
—¿Se trata del mismo?
—Sí —dijo Dicken—. Se dedica al periodismo científico y a algún reportaje político. Ha publicado uno o dos libros —le explicó la situación a Mitch—. Merton levantó un gran revuelo en una conferencia de prensa en Baltimore. Ha ahondado mucho en las relaciones de Americol con el CCE y el asunto del SHEVA.
—Puede que se trate de una coincidencia —dijo Mitch.
—Tiene que serlo, ¿no? —preguntó Kaye, pasando la mirada de uno a otro—. Somos los únicos que han detectado una conexión, ¿verdad?
—Yo no estaría tan seguro —contestó Dicken—. Sigue Mitch. Pongámonos de acuerdo sobre si realmente existe una conexión antes de indignarnos por los entrometidos. ¿Por qué discutían en Innsbruck?
—Merton dice que han establecido la conexión del bebé con las momias adultas, lo que Packer confirma.
—Resulta irónico —comentó Dicken—. Naciones Unidas envió alguna de las muestras de Gordi al laboratorio de Konig.
—Los antropólogos de Innsbruck son muy conservadores —dijo Mitch—. Lo de enfrentarse de cara con la primera evidencia directa de especiación humana… —Meneó la cabeza con simpatía—. Yo estaría asustado si estuviese en su lugar. El paradigma no sólo cambia, sino que se parte en dos. Nada de gradualismo, ni de síntesis darwiniana moderna.
—No hay por qué ser tan radical —dijo Dicken—. En primer lugar, se ha hablado mucho de puntuaciones en el registro fósil, millones de años de estabilidad y luego cambios repentinos.
—Cambios que se producen a lo largo de un millón o cien mil años, en ocasiones en un período tan breve como unos diez mil años —dijo Mitch—. Pero no de la noche a la mañana. Las implicaciones son aterradoras para cualquier científico. Pero los marcadores no mienten. Y los padres del bebé tenían SHEVA en sus tejidos.
—Hum —dijo Kaye.
Los monos aulladores volvían a emitir continuos gritos musicales, llenando el aire nocturno.
—La mujer había sido herida por algo afilado, puede que por una lanza —comentó Dicken.
—Exacto —dijo Mitch—. Lo que provocó que el bebé naciese muerto o casi muerto. La madre murió poco después, y el padre… —Le falló la voz—. Lo siento, no me resulta fácil hablar de ello.
—Sientes lástima por ellos —dijo Kaye.
Mitch asintió.
—He estado teniendo sueños extraños sobre ellos.
—¿Percepción extrasensorial? —preguntó Kaye.
—Lo dudo —dijo Mitch—. Es sólo la forma en que trabaja mi mente, encajando las piezas.
—¿Crees que les expulsaron de la tribu? —preguntó Dicken—. ¿Que les perseguían?
—Alguien trató de matar a la mujer —dijo Mitch—. El hombre permaneció junto a ella, intentó salvarla. Eran diferentes. Tenían algo extraño en la cara. Trozos de piel alrededor de los ojos y la nariz, como máscaras.
—¿Estaban mudando la piel? Cuando estaban vivos, quiero decir —preguntó Kaye, temblándole los hombros.
—Alrededor de los ojos, la piel del rostro.
—Los cadáveres de Gordi —dijo Kaye.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Dicken.
—Algunos tenían pequeñas máscaras de piel. Pensé que podía tratarse de algo… algo extraño causado por la descomposición. Pero nunca había visto nada semejante.
—Estamos adelantándonos —dijo Dicken—. Centrémonos en las pruebas de Mitch.
—Eso es todo lo que tengo —dijo Mitch—. Cambios fisiológicos lo bastante importantes como para catalogar al bebé en una subespecie diferente, de inmediato. En una generación.
—Eso tuvo que estar ocurriendo desde unos cien mil años antes de tus momias —dijo Dicken—. De forma que poblaciones de neandertales estuviesen viviendo con, o cerca de, poblaciones de humanos modernos.
—Eso creo —dijo Mitch.
—¿Crees que el nacimiento fue una aberración? —preguntó Kaye.
Mitch la contempló durante unos segundos antes de contestar.
—No.
—¿Es razonable suponer que lo que encontraste fue algo representativo, y no singular?
—Probablemente.
Kaye levantó las manos en gesto de exasperación.
—Mira —dijo Mitch—. Tengo instintos conservadores. Entiendo a los tipos de Innsbruck, ¡realmente los entiendo! Esto es algo muy extraño y totalmente inesperado.
—¿Tenemos un registro fósil continuo y gradual desde los neandertales a los cromagnones? —preguntó Dicken.
—No, pero tenemos etapas diferentes. El registro fósil normalmente no tiene nada de continuo.
—Y… eso se atribuye al hecho de que no conseguimos encontrar todos los especímenes necesarios, ¿no es así?
—Sí —dijo Mitch—. Pero algunos paleontólogos llevan mucho tiempo enfrentados a los gradualistas.
—Porque siguen encontrando saltos, en lugar de una progresión gradual —dijo Kaye—. Incluso cuando el registro fósil es mejor que el de los humanos u otros animales de gran tamaño.
Bebieron meditativos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mitch—. Las momias tenían el SHEVA. Nosotros tenemos el SHEVA.
—Es muy complicado —dijo Kaye—. ¿Quién empieza?
—Escribamos lo que pensamos que está sucediendo realmente. —Mitch buscó en su cartera y sacó tres cuadernos de notas y tres bolígrafos. Los puso sobre la mesa.
—¿Cómo en el colegio? —preguntó Dicken.
—Mitch tiene razón. Hagámoslo —dijo Kaye.
Dicken sacó otra botella de vino de la bolsa de plástico y la descorchó.
Kaye tenía la tapa del bolígrafo entre los labios. Habían estado escribiendo durante diez o quince minutos, intercambiando los cuadernos y haciéndose preguntas. Empezaba a hacer mucho frío.
—La fiesta se acabará pronto —dijo.
—No te preocupes —contestó Mitch—. Te protegeremos.
Sonrió con tristeza.
—¿Dos hombres medio borrachos con la cabeza llena de teorías?
—Exacto —dijo Mitch.
Kaye había estado intentando no mirarle. Lo que sentía era muy poco científico o profesional. Poner por escrito sus ideas no resultaba fácil. Nunca había trabajado así con anterioridad, ni siquiera con Saul; habían compartido cuadernos, pero nunca habían mirado las notas del otro mientras las desarrollaban, mientras las escribían.
El vino la relajaba, eliminando parte de la tensión, pero no aclaraba su mente. Estaba atascada. Había escrito:
Poblaciones como redes gigantescas de unidades que compiten y cooperan a la vez, en ocasiones al mismo tiempo. Todo indica la comunicación entre individuos dentro de una población. Los árboles se comunican a través de sustancias químicas. Los humanos utilizan feromonas. Las bacterias intercambian plásmidos y fagos lisogénicos.
Kaye observó a Dicken, escribiendo incansablemente, tachando párrafos enteros. Rollizo, sí, pero obviamente fuerte y motivado, competente; rasgos atractivos.
Siguió escribiendo:
Los ecosistemas son redes de especies cooperando y compitiendo. Las feromonas y otras sustancias químicas pueden transmitirse entre especies. Las redes pueden tener las mismas características que los cerebros; los cerebros humanos son redes de neuronas. El pensamiento creativo es posible en cualquier red neuronal práctica lo suficientemente compleja.
—Echemos un vistazo a lo que hemos escrito —sugirió Mitch. Intercambiaron los cuadernos. Kaye leyó la página de Mitch:
Moléculas y virus transmisores llevan información de un individuo a otro. El individuo humano obtiene información de las experiencias de su vida; pero ¿se puede considerar esto evolución lamarckiana?
—Creo que este asunto de las redes induce a confusión —dijo Mitch.
Kaye estaba leyendo lo que había escrito Dicken.
—Es así como funciona todo en la naturaleza —contestó. Dicken había tachado la mayor parte de sus notas. Lo que quedaba era:
He estudiado las enfermedades durante toda mi vida; el SHEVA provoca cambios biológicos complejos, que no se parecen en absoluto a ninguna enfermedad que haya visto nunca. ¿Por qué? ¿Qué gana con ello? ¿Qué intenta hacer? ¿Cuál es el resultado final? Si surge cada diez mil o cien mil años, ¿cómo podemos defender la postura de que se trata de un problema orgánico separado, de una partícula puramente patógena?
—¿Quién va aceptar que todo en la naturaleza funciona como las neuronas en el cerebro? —preguntó Mitch.
—Eso responde a tu pregunta —dijo Kaye—. ¿Se trata de evolución lamarckiana, de la herencia de rasgos adquiridos por un individuo? No. Es el resultado de las interacciones complejas de una red, con propiedades emergentes similares al pensamiento.
Mitch sacudió la cabeza.
—Todo eso de las propiedades emergentes me confunde.
Kaye le miró durante unos segundos, provocada y exasperada al mismo tiempo.
—No es necesario postular la autoconciencia, el pensamiento consciente, para tener una red organizada que responde a su entorno y establece juicios sobre cómo deberían ser sus nodos individuales —dijo Kaye.
—Me sigue sonando a lo del fantasma en la máquina —contestó Mitch, haciendo un gesto de desagrado.
—A ver, los árboles desprenden señales químicas cuando son atacados. Las señales atraen a insectos que se alimentan de los bichos que les están atacando. Es hora de avisar al control de plagas. El concepto funciona a todos los niveles, en el ecosistema, en una especie, incluso en una sociedad. Todas las criaturas individuales son redes de células. Todas las especies son redes de individuos. Todos los ecosistemas son redes de especies. Todos interactúan y se comunican unos con otros en uno u otro grado, mediante la competición, la depredación y la cooperación. Todas estas interacciones son similares a los neurotransmisores atravesando sinapsis en el cerebro, o a las hormigas comunicándose en una colonia. La colonia cambia su comportamiento global basándose en las interacciones de las hormigas. Nosotros hacemos lo mismo, basándonos en cómo se comunican nuestras neuronas entre sí. Y la naturaleza actúa igual, de arriba a abajo. Todo está conectado.
Pero podía percibir que Mitch seguía sin creérselo.
—Tenemos que describir un método —dijo Dicken. Contempló a Kaye con una sonrisa de complicidad—. Hazlo simple. Tú eres el cerebro aquí.
—¿Qué dirige el equilibrio puntuado? —preguntó Kaye, todavía irritada por la falta de flexibilidad de Mitch.
—De acuerdo. Si existe algún tipo de mente, ¿dónde está la memoria? —preguntó Mitch—. Algo que almacena la información sobre el próximo modelo de ser humano, antes de que se libere en el sistema reproductivo.
—¿Basándose en qué estímulo? —preguntó Dicken—. ¿Por qué adquiere información? ¿Qué lo hace empezar? ¿Qué mecanismo lo activa?
—Nos estamos adelantando —dijo Kaye, suspirando—. En primer lugar, no me gusta la palabra mecanismo.
—De acuerdo, entonces… órgano, entidad, arquitecto mágico —dijo Mitch—. Sabemos a qué nos referimos. Algún tipo de almacenamiento de memoria en el genoma. En el que deban guardarse todos los mensajes hasta que se activen.
—¿Será en las células germinales? ¿En las células sexuales, esperma y óvulos? —preguntó Dicken.
—Dímelo tú —respondió Mitch.
—No lo creo —dijo Kaye—. Algo modifica un único óvulo en cada madre para producir una hija intermedia, pero será lo que contenga el ovario de la hija lo que dará lugar a un nuevo fenotipo. Los otros óvulos de la madre están al margen. A salvo, no modificados.
—Por si el nuevo diseño, el nuevo fenotipo, resulta un fracaso —añadió Dicken, asintiendo—. Está bien. Una memoria de reserva, actualizada durante miles de años por medio de… modificaciones hipotéticas, diseñadas de algún modo mediante… —Sacudió la cabeza—. Estoy echo un lío.
—Cada organismo individual es consciente de su entorno y reacciona ante él —dijo Kaye—. Las sustancias químicas y otras señales intercambiadas por los individuos provocan fluctuaciones en la química interna que afecta al genoma, específicamente a los elementos móviles de una memoria genética que almacena y actualiza combinaciones de hipotéticos cambios. —Sus manos se movían adelante y atrás como si pudiesen clarificar o persuadir—. Yo lo veo tan claro, chicos. ¿Qué es lo que no entendéis? El bucle de retroalimentación completo funciona así: el entorno cambia, provocando estrés en los organismos, en este caso en los humanos. Los diferentes tipos de estrés alteran el equilibrio de sustancias químicas relacionadas con el estrés en nuestros cuerpos. La memoria de reserva reacciona, y los elementos móviles cambian basándose en un algoritmo evolutivo establecido a lo largo de millones, o incluso miles de millones de años. Un computador genético decide cuál podría ser el mejor fenotipo para las nuevas condiciones que han causado el estrés. Vemos pequeños cambios en los individuos como resultado de esto, prototipos, y si los niveles de estrés se reducen, si los descendientes están sanos y son numerosos, los cambios se conservan. Pero de vez en cuando, cuando un problema del entorno es intratable… el estrés social continuado en los humanos, por ejemplo… se produce un cambio importante. Los retrovirus endógenos se expresan, transportando una señal, coordinando la activación de elementos específicos en el almacén de memoria genética. Y voilà. Equilibrio puntuado.
Mitch se presionó el puente de la nariz.
—Señor —dijo.
Dicken fruncía el ceño.
—Me resulta demasiado radical para digerirlo de golpe.
—Tenemos pruebas de cada paso del camino —dijo Kaye, con voz ronca. Bebió otro trago del merlot.
—Pero ¿cómo se transmite? Tiene que ser por las células sexuales. Algo tiene que pasar de padres a hijos durante cientos, miles de generaciones, antes de que se active.
—Puede que esté comprimido, compactado, en un código taquigráfico —dijo Mitch.
Ese comentario sobresaltó a Kaye. Miró a Mitch con una punzada de emoción.
—Es una locura, pero es genial. Como los genes coincidentes, sólo que más enrevesado. Enterrado en las repeticiones.
—No tiene que contener todo el conjunto de instrucciones para un nuevo fenotipo… —dijo Dicken.
—Sólo las partes que van a cambiarse —añadió Kaye—. O sea, sabemos que entre los chimpancés y los humanos puede que haya un dos por ciento de diferencia en el genoma.
—Y diferente número de cromosomas —añadió Mitch—. Eso constituye una diferencia importante.
Dicken frunció el ceño y se sujetó la cabeza entre las manos.
—Dios, esto se está volviendo muy profundo.
—Son las diez —dijo Mitch. Señaló hacia un guarda de seguridad que bajaba por el camino a través del cañón, claramente en su dirección.
Dicken tiró las botellas vacías a una papelera y volvió a la mesa.
—No podemos detenernos ahora. Quién sabe cuándo podremos volver a reunirnos.
Mitch estudió las notas de Kaye.
—Entiendo tu teoría de que el cambio en el entorno provoca estrés en los individuos. Volvamos a la pregunta de Christopher. ¿Qué es lo que activa la señal, el cambio? ¿Una enfermedad? ¿Depredadores?
—En nuestro caso, la superpoblación —contestó Kaye.
—Condiciones sociales complejas. Competición por los puestos de trabajo —añadió Dicken.
—Ustedes —llamó el guarda acercándose. Su voz retumbó en el cañón—. ¿Son de la fiesta de Americol?
—¿Cómo lo ha adivinado? —preguntó Dicken.
—No pueden estar aquí.
Mientras volvían, Mitch sacudía la cabeza dubitativo. No iba a darles ningún respiro: un caso realmente difícil.
—Los cambios suelen darse en los límites de una población, donde los recursos son escasos y la competencia es dura. No en el medio, donde todo es fácil.
—Ya no hay «límites», no hay fronteras para los humanos —dijo Kaye—. Ocupamos todo el planeta. Pero estamos constantemente estresados sólo para conseguir mantenernos al mismo nivel.
—La guerra es constante —añadió Dicken, repentinamente pensativo.
—Las primeras apariciones de la Herodes podrían haber ocurrido justo después de la Segunda Guerra Mundial. El estrés de un cataclismo social, de la sociedad desmoronándose de forma terrible. Los humanos deben cambiar o atenerse a las consecuencias.
—¿Quién lo dice? ¿Qué lo dice? —preguntó Mitch, palmeándose la cadera con una mano.
—Nuestro ordenador biológico en el ámbito de la especie —dijo Kaye.
—Ya estamos otra vez en el mismo punto… una red informática —dijo Mitch dubitativo.
—EL PODEROSO GENIO QUE SE ESCONDE EN NUESTROS GENES —entonó Kaye, imitando la voz de un presentador. Y luego añadió, recalcando con un movimiento del índice—: El Amo del Genoma.
Mitch sonrió, apuntándola a su vez con el dedo.
—Eso es lo que dirán, y nos expulsarán de la ciudad a carcajadas.
—Nos expulsarán del zoo —dijo Dicken.
—Eso nos provocará estrés —añadió Kaye digna.
—A centrarse, a centrarse —insistió Dicken.
—Deja eso —dijo Kaye—. Regresemos al hotel y abramos otra botella. —Extendió los brazos e hizo una pirueta. «Maldita sea —pensó—. Estoy exhibiéndome. Eh, chicos, estoy disponible, miradme.»
—Sólo como premio —dijo Dicken—. Tendremos que coger un taxi si ya se ha ido el autobús. Kaye… ¿qué pasa con el centro? ¿Cuál es el problema de estar en medio de la población humana?
Kaye dejó caer los brazos.
—Cada año más y más gente… —Se detuvo y su expresión se endureció—. La competencia es tan intensa. —El rostro de Saul. El Saul negativo, perdiendo e incapaz de aceptarlo, y el Saul positivo, entusiasta como un niño, pero aún así marcado por esa señal imborrable que decía: «Vas a perder. Hay lobos más duros e inteligentes que tú.»
Los dos hombres esperaban a que terminase de hablar.
Se dirigieron a la puerta. Kaye se secó los ojos con rapidez y dijo, con la voz más firme que pudo conseguir:
—Antes podían surgir una o dos o tres personas con una idea, o un invento brillante, que causaba conmoción. —Su voz se hizo más fuerte; sentía resentimiento e incluso ira, por Saul—. Darwin y Wallace. Einstein. Ahora hay cien genios por cada desafío, mil personas compitiendo para derribar los muros del castillo. Si eso sucede en el campo científico, que se encuentra en la estratosfera, ¿cómo será abajo en las trincheras? Una desagradable e interminable competición. Demasiadas cosas por aprender. Demasiado ancho de banda abarrotando los canales de comunicación. No podemos escuchar lo suficientemente rápido. Tenemos que andar de puntillas continuamente.
—¿Hasta que punto es eso diferente a enfrentarte a un oso o a un mamut? —preguntó Mitch—. ¿O a ver morir a tus hijos por una epidemia?
—Puede que se trate de sucesos que producen un tipo diferente de estrés, y afecten a otros compuestos químicos. Hace mucho tiempo que hemos dejado de desarrollar garras o colmillos. Somos individuos sociales. Todos nuestros cambios principales apuntan en dirección a la comunicación y la adaptación social.
—Demasiados cambios —dijo Mitch pensativo—. Todo el mundo lo odia, pero debemos competir o terminamos en la calle.
Se pararon frente a la puerta y escucharon a los grillos.
A su espalda, en el zoo, chilló un guacamayo. El sonido atravesó todo el parque Balboa.
—Diversidad —murmuró Kaye—. Demasiado estrés puede ser una señal de una catástrofe inminente. Todo el siglo veinte ha sido una enorme, frenética y extensa catástrofe. Desatemos un cambio importante, algo almacenado en el genoma, antes de que la raza humana fracase.
—No se trata de una enfermedad, sino de una actualización —dijo Mitch.
Kaye volvió a mirarle, sintiendo otro escalofrío de emoción.
—Exactamente —dijo—. Todo el mundo viaja a cualquier lugar en cuestión de horas o días. Lo que se inicia en un vecindario se extiende de inmediato por todo el planeta. El Genio está saturado de señales. —Volvió a extender los brazos, reprimiéndose más esta vez, pero apenas sobria. Sabía que Mitch la estaba observando, y que Dicken les observaba a ambos.
Dicken ojeó la carretera que estaba junto al amplio aparcamiento del zoo, intentando encontrar un taxi. Vio uno girando en redondo varias decenas de metros más allá y extendió la mano. El taxi se acercó a la zona de recogida.
Se subieron en él. Dicken iba delante. Mientras se alejaban del zoo, se volvió para decir:
—De acuerdo, así que alguna porción del ADN de nuestro genoma está construyendo pacientemente un modelo del nuevo tipo de humano. ¿De dónde obtiene las ideas, las sugerencias? ¿Quién le está susurrando «piernas más largas, cráneo más grande, los ojos marrones son mejores esta temporada»? ¿Quién nos dice lo que es atractivo y lo que no?
Kaye contestó rápidamente.
—Los cromosomas emplean una gramática biológica, integrada en el ADN, algo así como una plantilla sofisticada de las especies. El Genio sabe qué cosas puede decir que tengan sentido para el fenotipo de un organismo. El Genio incluye un editor genético, un corrector gramatical. Filtra la mayor parte de las mutaciones sin sentido antes de que lleguen a incluirse.
—Con esto nos metemos en terreno salvaje —dijo Mitch—, y no tardarán ni un minuto en derribarnos de un disparo. —Agitó las manos por el aire como si fuesen dos aeroplanos, poniendo nervioso al taxista, y luego precipitó con dramatismo la mano izquierda hasta golpear la rodilla, doblándose los dedos—. Aplastados —dijo.
El taxista los miraba con curiosidad.
—¿Son ustedes biólogos? —preguntó.
—Licenciados en la universidad de la vida —dijo Dicken.
—Ya lo pillo —comentó el taxista solemne.
—Hoy hemos ganado esto. —Dicken sacó la tercera botella de vino de la bolsa y su navaja suiza.
—Eh, en el taxi no —dijo el taxista serio—. No a menos que termine el turno y la compartamos.
Se rieron.
—Entonces en el hotel —dijo Dicken.
—Me emborracharé —dijo Kaye, y agitó el pelo ante los ojos.
—Montaremos una orgía —dijo Dicken, y se ruborizó intensamente—. Una orgía intelectual —añadió avergonzado.
—Estoy agotado —dijo Mitch—. Y Kaye tiene laringitis.
Kaye dio un gritito y sonrió.
El taxi paró delante del Hotel Serrano, justo al sur del centro de la convención, y les dejó salir.
—Yo me encargo —dijo Dicken. Pagó el trayecto—. Igual que del vino.
—Está bien —dijo Mitch—. Gracias.
—Necesitamos algún tipo de conclusión —dijo Kaye—. Una predicción.
Mitch bostezó y se estiró.
—Lo siento. No puedo seguir pensando.
Kaye le miró a través del pelo: las esbeltas caderas, los vaqueros ceñidos alrededor de los muslos, el rostro fuerte y cuadrado con las cejas formando una línea continua. No era realmente guapo, pero ella escuchaba a su propia química, un escalofrío que le recorría la espalda y que no prestaba atención a esos detalles. El primer signo del final del invierno.
—Hablo en serio —dijo—. ¿Christopher?
—Es obvio, ¿no? —dijo Dicken—. Lo que decimos es que las hijas intermedias no están enfermas, son una etapa de un proceso que nunca habíamos visto.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Kaye.
—Significa que los bebés de la segunda fase estarán sanos, serán viables. Y diferentes, puede que sólo un poco —dijo Dicken.
—Eso sería fantástico —dijo Kaye—. ¿Qué más?
—Eso es suficiente, por favor. ¿No podemos dar por terminada la velada? —dijo Mitch.
—Es una pena —dijo Kaye.
Mitch le sonrió. Kaye le ofreció la mano y se las estrecharon. La palma de Mitch estaba seca como el cuero y endurecida por los años de excavaciones. Los orificios de su nariz se ensancharon al acercarse a ella, y podría haber jurado que también había visto como sus pupilas se dilataban.
El rostro de Dicken seguía ruborizado. Habló arrastrando un poco las palabras.
—No tenemos un plan de acción —dijo—. Si vamos a hacer un informe, tenemos que reunir todas las pruebas, y quiero decir todas.
—Cuenta con ello —dijo Mitch—. Tienes mi número de teléfono.
—Yo no lo tengo —dijo Kaye.
—Christopher te lo dará —dijo Mitch—. Me quedaré por aquí unos días más. Avisadme cuando estéis libres.
—Lo haremos —dijo Dicken.
—Llamaremos —dijo Kaye, mientras ella y Dicken se dirigían hacia las puertas de cristal.
—Un tipo interesante —comentó Dicken en el ascensor.
Kaye asintió con una breve inclinación de cabeza. Dicken la estaba observando con cierta preocupación.
—Parece brillante —añadió Dicken—. ¿Cómo demonios se habrá metido en tantos líos?
En su habitación, Kaye se dio una ducha caliente y se metió en la cama, agotada y algo más que ligeramente borracha. Su cuerpo se sentía bien. Se cubrió hasta la cabeza con las sábanas y la manta, se volvió hacia un lado y se quedó dormida de inmediato.
Kaye estaba lavándose la cara, justo surgiendo de entre los chorros de agua, cuando sonó el teléfono.
Se secó el rostro y respondió.
—¿Kaye? Soy Mitch.
—Te recuerdo —dijo contenta, esperando no sonar demasiado alegre.
—Mañana regreso al norte. Pensé que podrías tener un rato esta mañana para vernos.
Había estado tan ocupada dando conferencias y asistiendo a mesas redondas en el congreso que no había tenido tiempo ni para pensar en la tarde del zoo. Se había metido en la cama cada noche completamente exhausta. Judith Kushner tenía razón: Marge Cross absorbía cada segundo de su vida.
—Me encantaría —dijo cautelosa. Él no había mencionado a Christopher—. ¿Dónde?
—Estoy en el Holiday Inn. El Serrano tiene una cafetería agradable. Podría acercarme y verte allí.
—Tengo una hora libre antes de tener que estar en ningún sitio —dijo Kaye—. ¿Quedamos abajo en diez minutos?
—Iré corriendo —dijo Mitch—. Te veo en el vestíbulo.
Sacó la ropa que iba a ponerse ese día, un traje de rayas de lino azul, de la siempre elegante colección de Marge Cross, y estaba decidiendo si cortar un ligero dolor de cabeza con un par de aspirinas cuando oyó gritos fuera, amortiguados por el doble cristal de la ventana. Los ignoró durante unos segundos y se acercó a la cama para volver la página del programa del congreso. Mientras ponía el programa en la mesa y rebuscaba la identificación en su bolso, se cansó de silbar sin melodía. Dio otra vuelta a la cama para agarrar el mando a distancia del televisor y presionó el botón de encendido.
El pequeño televisor del hotel produjo el indispensable ruido de fondo. Anuncios de tampones, suavizantes para el cabello. Su mente estaba ocupada en otras cosas; la ceremonia de clausura, su presencia en el pódium junto a Marge Cross y Mark Augustine.
Mitch.
Mientras buscaba unas medias en buen estado oyó como la mujer decía:
—… el primer bebé llegado a término. Recordamos a nuestros oyentes que esta mañana, una mujer no identificada de Ciudad de México, dio a luz al primer bebé científicamente reconocido de la segunda fase de la Herodes. Informando en directo desde…
Kaye se sobresaltó ante los sonidos del metal aplastándose y los cristales rompiéndose. Apartó los visillos de la ventana y miró en dirección al norte. West Harbor Drive, en el exterior del Serrano y del Centro de Convenciones, estaba ocupado por una densa multitud, una masa compacta y fluida que cubría los arcenes, el césped y los estacionamientos, absorbiendo los coches, las furgonetas del hotel y los autobuses. El ruido que producían era extraordinario, incluso a través del doble cristal: un rugido ronco y fuerte, como un terremoto. Sobre la masa flotaban recuadros blancos, y se agitaban y ondeaban bandas de color verde: pancartas y estandartes. Desde ese ángulo, diez pisos más arriba, Kaye no podía leer los mensajes.
—… aparentemente ha nacido muerto —continuaba la locutora de televisión—. Intentamos conseguir información de última hora de…
El teléfono volvió a sonar. Levantó el receptor y estiró el cordón para acercarse a la ventana. No podía dejar de mirar el río viviente que discurría bajo su ventana. Veía cómo balanceaban los coches y los volcaban a medida que avanzaba la multitud, los ruidos de cristales rotos aumentaban.
—Señora Lang, soy Stan Thorne, el jefe de seguridad de Marge Cross. Queremos que suba al piso veinte, al ático.
La masa que se retorcía abajo gritó con un sonido animal.
—Tome el ascensor rápido —dijo Thorne—. Si está bloqueado, suba por las escaleras. Pero suba ya.
—Ahora mismo voy —contestó Kaye.
Se puso los zapatos.
—Esta mañana, en Ciudad de México…
El estómago le dio un vuelco incluso antes de entrar en el ascensor.
Mitch se encontraba al otro lado de la calle frente al Centro de Convenciones, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos, fingiendo el aspecto más ajeno y anónimo que podía.
La multitud buscaba científicos, representantes oficiales, cualquiera que tuviese algo que ver con el congreso, y se dirigía hacia ellos, agitando carteles y gritándoles.
Se había quitado la identificación que Dicken le había proporcionado, y con sus vaqueros desteñidos, el rostro bronceado y el pelo color arena despeinado, no se parecía en absoluto a los desventurados científicos y representantes farmacéuticos de piel pálida.
Los manifestantes eran en su mayoría mujeres, de todos los colores y todos los tamaños, pero casi todas jóvenes, de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta. Parecían haber perdido todo sentido de disciplina. La ira se estaba apoderando de ellas con rapidez.
Mitch estaba aterrorizado, pero por ahora la multitud se dirigía hacia el sur, y él se encontraba libre. Se alejó con pasos rápidos y rígidos de Harbor Drive, bajó corriendo por la rampa de un aparcamiento, saltó un muro y se encontró en una zona ajardinada entre hoteles de muchos pisos.
Sin aliento, más por la ansiedad que por el ejercicio —siempre había odiado las multitudes—, cruzó la zona con dificultad, trepó por otro muro y descendió sobre el suelo de cemento de un aparcamiento. Unas cuantas mujeres con aspecto aturdido corrían torpemente hacia sus coches. Una de ellas llevaba una pancarta rota y abollada. Mitch leyó las palabras al pasar frente a ellas: NUESTROS CUERPOS, NUESTRO DESTINO.
El agudo sonido de las sirenas resonó a través del aparcamiento. Mitch empujó la puerta que conducía al ascensor justo cuando tres guardas de seguridad aparecieron por las escaleras. Dieron la vuelta a la esquina, con las pistolas levantadas, y le miraron.
Mitch levantó las manos y confió en que tuviese aspecto de ser inocente. Maldijeron y cerraron las puertas de cristal.
—¡Suba! —le gritó uno de ellos.
Subió las escaleras con los guardas a su espalda.
Desde el vestíbulo, mirando hacia West Harbor Drive, vio vehículos antidisturbios rodeando a la multitud, forzando lenta y firmemente a las mujeres a retirarse. Las mujeres coreaban consignas, voces enfadadas y compactas, como una onda de choque. Sobre uno de los camiones, las mangueras de agua se retorcían como las antenas de un insecto.
Las puertas de cristal del vestíbulo se abrían y cerraban a medida que los huéspedes mostraban las llaves al personal y se les permitía entrar. Mitch se dirigió al centro del vestíbulo y se detuvo en un patio interior, sintiendo la corriente del aire que entraba. Percibió un olor penetrante: miedo, ira y algo más, acre, como la orina de perro sobre una acera caliente.
Hizo que se le erizase el pelo. El olor de la violencia.
Dicken se encontró con Kaye en la planta superior. Un hombre con traje azul oscuro sostenía abierta la puerta de acceso al ático y examinaba sus identificaciones. Podían oírse débiles voces a través del auricular que llevaba en la oreja.
—Ya están abajo en el vestíbulo —le dijo Dicken—. Están enloqueciendo ahí fuera.
—¿Por qué? —preguntó Kaye, confusa.
—Ciudad de México —contestó Dicken.
—Pero ¿por qué disturbios?
—¿Dónde está Kaye Lang? —preguntó a gritos un hombre.
—¡Aquí! —Kaye levantó la mano.
Atravesaron una cola de hombres y mujeres aturdidos y locuaces. Kaye vio a una mujer en traje de baño riéndose, agitando la cabeza, sujetando una gran toalla de felpa blanca. Un hombre vestido con un albornoz del hotel estaba sentado sobre una silla con las piernas encogidas y ojos enloquecidos. Tras ellos el guarda gritó:
—¿Es la última?
—Compruébalo —respondió otro. Kaye nunca había supuesto que Marge tuviese tanto personal de seguridad en el hotel… unos veinte, pensó. Algunos iban armados.
En ese momento oyó el bramido agudo de Cross.
—¡Por el amor de Dios! ¡Si sólo se trata de un puñado de mujeres! ¡Son sólo un puñado de mujeres asustadas!
Dicken sujetó a Kaye por el brazo. Bob Cavanaugh, el secretario personal de Cross, un hombre esbelto de treinta y cinco o cuarenta años con pelo rubio y calvicie incipiente, les agarró a ambos y los pasó por el último control hasta el dormitorio de Cross. Se encontraba tumbada sobre la cama gigante, todavía vestida con el pijama de seda, observando el circuito cerrado de televisión. Cavanaugh le puso una bata de algodón ribeteada sobre los hombros. La imagen de la pantalla se movía hacia delante y hacia atrás. Kaye supuso que la cámara estaba en la tercera o cuarta planta.
Los vehículos antidisturbios lanzaron varios chorros de agua con las mangueras y obligaron a la masa de mujeres a retirarse, alejándolas de la entrada del centro de convenciones.
—¡Las están haciendo caer! —gritó Cross enfadada.
—Han destrozado el espacio de convenciones —dijo el secretario.
—Nadie esperaba una reacción semejante —añadió Stan Thorne, con los gruesos brazos cruzados sobre un vientre abundante.
—No —replicó Cross, con voz aflautada—. ¿Y por qué demonios no? Siempre he dicho que se trata de un tema visceral. Pues bien, ¡ahí está la respuesta visceral! ¡Es un maldito desastre!
—Ni siquiera plantearon sus peticiones —dijo una mujer delgada vestida con un traje verde.
—¿Qué demonios esperaban conseguir? —preguntó otra persona, que Kaye no podía ver.
—Dejarnos el mensaje bien claro —gruñó Cross—. Le han dado una patada en los huevos a los políticos. Quieren un remedio rápido, rápido, y que se acelere el procedimiento.
—Esto podría ser lo que necesitábamos —dijo un hombre menudo y delgado a quien Kaye reconoció: Lewis Jansen, el director de marketing de la división farmacéutica de Americol.
—Y que lo digas —exclamó Cross—. ¡Kaye Lang, acércate!
—Aquí —dijo Kaye, adelantándose.
—¡Bien! Frank, Sandra, quiero a Kaye en la tele en cuanto limpien las calles. ¿Quién es el más famoso aquí?
Una mujer mayor vestida con albornoz y que llevaba un maletín de aluminio, recitó de memoria los comentaristas de la televisión local y los colaboradores de otras cadenas.
—Lewis, ¿ha preparado tu gente alguna declaración?
—Mi gente se encuentra en otro hotel.
—¡Pues llámales! Hay que decirle a la gente que estamos trabajando todo lo rápido que podemos, no queremos apresurarnos demasiado con la vacuna para no causar daño a nadie… Mierda, contadles todo lo que hemos estado hablando en las conferencias. ¿Cuándo demonios aprenderá la gente a quedarse sentada y escuchar? ¿No funcionan los teléfonos?
Kaye se preguntó si Mitch se habría quedado atrapado en medio de los disturbios, si estaría bien.
Mark Augustine entró en el dormitorio, que empezaba a estar abarrotado de gente. El aire estaba cargado y caliente. Augustine saludó a Dicken con un gesto y sonrió cordialmente a Kaye. Parecía tranquilo y sereno, pero algo en su mirada traicionaba su camuflaje.
—¡Bien! —rugió Cross—. Ya estamos todos. Mark ¿qué ha pasado?
—Richard Bragg ha sido asesinado de un disparo, en Berkeley, hace un par de horas —dijo Augustine—. Había salido a pasear al perro. —Ladeó un poco la cabeza y frunció los labios con gesto amargo, dirigiéndose a Kaye.
—¿Bragg? —preguntó alguien.
—El imbécil de la patente —le contestó otra persona.
Cross se levantó de la cama.
—¿Está relacionado con las noticias sobre el bebé? —le preguntó a Augustine.
—Podría ser —dijo Augustine—. Alguien del hospital de Ciudad de México filtró la noticia. La prensa sacó un artículo diciendo que el bebé tenía graves malformaciones. A las seis de la mañana ya estaba en todas las cadenas.
Kaye se volvió hacia Dicken.
—Nació muerto —le dijo él.
Augustine indicó con el dedo hacia la ventana.
—Eso podría explicar la violencia. Se suponía que iba a tratarse de una manifestación pacífica.
—Pongámonos a ello, entonces —dijo Cross, en un tono más suave—. Tenemos trabajo que hacer.
Dicken parecía abatido mientras se dirigían hacia el ascensor. Habló a Kaye en voz baja.
—Olvidémonos de lo del zoo.
—¿De la discusión?
—Fue prematura. Éste no es el momento de arriesgar el cuello.
Mitch caminó por la calle llena de los restos de la manifestación, pisando trozos de cristal con las botas. Las barricadas de la policía, marcadas con cinta amarilla, bloqueaban el centro de convenciones y las entradas delanteras de los tres hoteles. Había coches volcados envueltos en cinta amarilla, como si se tratase de regalos. Los carteles y las pancartas cubrían el asfalto y las aceras. El aire todavía olía a gas lacrimógeno y a humo. Había policías vestidos con pantalones ceñidos de color verde oscuro y camisas caqui, y soldados de la Guardia Nacional con ropa de camuflaje, con las armas enfundadas, por toda la calle, y llegaban furgonetas con funcionarios públicos para inspeccionar los daños. La policía observaba a los escasos viandantes civiles a través de gafas de cristales oscuros, silenciosamente desafiantes.
Mitch había intentado regresar a su habitación en el Holiday Inn y varios funcionarios descontentos que colaboraban con la policía se lo habían impedido. Su equipaje, una maleta, seguía en la habitación, pero tenía la cartera consigo, y eso era lo único que realmente le importaba. Había dejado mensajes para Kaye y para Dicken, pero no había ningún lugar fijo al que pudiesen devolverle las llamadas.
El congreso parecía haber terminado. Los coches salían de los aparcamientos de los hoteles a docenas, y había largas colas de taxis esperando varias manzanas al sur a pasajeros que arrastraban maletas con ruedas.
Mitch no podía definir con exactitud la sensación que le producía todo aquello. Ira, ráfagas de adrenalina, una oleada amarga de exaltación animal ante los daños, los residuos típicos de haber estado tan cerca de una multitud violenta. Vergüenza, la fina capa de barniz social; después de escuchar lo de la muerte del bebé había sentido culpa por la posibilidad de haberse equivocado. En medio de todas esas emociones, lo que percibía con mayor intensidad era una desagradable sensación de encontrarse fuera de lugar. Soledad.
Después de esa mañana y ese mediodía, lo que más lamentaba era haberse perdido el desayuno con Kaye Lang.
Le había parecido que olía tan bien aquella noche. Sin perfume, con el pelo recién lavado, la fragancia de su piel, el olor a vino de su aliento, sutil y floral. Sus ojos algo adormilados, su aspecto al despedirse, cálida y cansada.
Podía imaginarse a sí mismo tendido junto a ella en la cama de la habitación del hotel con una claridad más propia de un recuerdo que de una fantasía. Memoria del futuro.
Buscó los billetes de avión en el bolsillo de la chaqueta, los llevaba siempre encima.
Dicken y Kaye constituían un cordón umbilical, un nuevo objetivo para su vida. Por algún motivo, dudaba que Dicken alentase el que esa conexión se mantuviese. No se trataba de que no le gustase Dicken; el cazador de virus parecía directo y muy agudo. A Mitch le gustaría trabajar con él y llegar a conocerle mejor. Sin embargo, no podía imaginar semejante situación. Puede que se tratase de instinto, más memoria del futuro.
Rivalidad.
Se sentó sobre un muro bajo de cemento frente al Serrano, sujetando la cartera con las dos manos. Trató de invocar la paciencia que había utilizado para permanecer tranquilo durante las largas y laboriosas excavaciones con posdoctorados conflictivos.
Con un sobresalto, vio a una mujer con traje azul salir del vestíbulo del Serrano.
La mujer se detuvo un momento en la zona sombreada, hablando con dos porteros y un policía. Era Kaye. Mitch cruzó la calle lentamente, pasando junto a un Toyota con todos los cristales rotos. Kaye le vio y le saludó con la mano.
Se reunieron en la plazoleta que estaba frente al hotel, Kaye tenía ojeras.
—Ha sido horrible —dijo.
—Lo he visto, estaba aquí fuera —dijo Mitch.
—Vamos a acelerar todo el proceso. Voy a grabar unas entrevistas para televisión y luego volveremos al Este, a Washington. Debe llevarse a cabo una investigación.
—¿Todo ha sido por lo del primer bebé?
Kaye asintió.
—Conseguimos información detallada hace una hora. El INS controlaba a una mujer que tuvo la gripe de Herodes el año pasado. Abortó una hija intermedia y se quedó embarazada un mes más tarde. Dio a luz con un mes de antelación y el bebé murió. Defectos graves. Ciclopía, aparentemente.
—Dios —dijo Mitch.
—Augustine y Cross… Bueno, no puedo hablar de ello. Pero parece que vamos a tener que rehacer todos los planes, tal vez incluso se lleven a cabo pruebas con humanos antes de lo previsto. El Congreso está pidiendo sangre a gritos, buscando culpables en todas partes. Es un gran lío, Mitch.
—Entiendo. ¿Qué podemos hacer?
—¿Nosotros? —Kaye sacudió la cabeza—. Lo que hablamos en el zoo ya no tiene sentido.
—¿Por qué no? —preguntó Mitch, tragando saliva.
—Dicken ha cambiado de opinión —dijo Kaye.
—¿Cambiado en qué sentido?
—Se siente fatal. Cree que nos hemos equivocado completamente.
Mitch ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.
—Yo no lo veo así.
—Puede que se trate más de política que de ciencia —comentó Kaye.
—¿Y qué pasa con la ciencia? ¿Vamos a dejar que un nacimiento prematuro, que un bebé malformado…?
—¿Nos aplaste? —finalizó Kaye en su lugar—. Probablemente. No lo sé. —Miró a un lado y a otro de la calle.
—¿Se espera que nazcan otros bebés? —preguntó Mitch.
—No en varios meses —dijo Kaye—. La mayoría de los padres han optado por el aborto.
—No lo sabía.
—No se ha comentado mucho. Las agencias implicadas no revelan los nombres. Habría mucha oposición, ya puedes imaginarlo.
—¿Cómo te sientes tú?
Kaye se tocó el corazón y luego el estómago.
—Como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Necesito tiempo para volver a pensar las cosas, para trabajar algo más. Se lo pedí, pero Dicken no me dio tu número de teléfono.
Mitch sonrió con complicidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Kaye, ligeramente irritada.
—Nada.
—Éste es el número de mi casa en Baltimore —le dijo, ofreciéndole una tarjeta—. Llámame dentro de un par de días.
Le puso la mano sobre el hombro y le dio un apretón suave, luego se volvió y regresó al hotel. Por encima del hombro, le grito:
—¡Lo digo de verdad! Llámame.
Kaye partió precipitadamente del aeropuerto de Baltimore en un Pontiac marrón anodino, sin matrícula oficial. Acababa de pasar tres horas en los estudios de televisión y seis en el avión, y sentía la piel como si le hubiesen aplicado barniz.
Dos agentes del Servicio Secreto la acompañaban en educado silencio, uno en la parte delantera y otro en el asiento de atrás. Kaye iba sentada detrás. Entre ella y el agente se sentaba Farrah Tighe, su recién asignada asistente. Tighe era unos cuantos años más joven que Kaye, con el cabello rubio retirado hacia atrás, un rostro amplio y agradable, brillantes ojos azules y anchas caderas, que tropezaban con sus compañeros en ese espacio reducido.
—Tenemos cuatro horas hasta tu reunión con Mark Augustine —dijo Tighe.
Kaye asintió, con la mente en otra parte.
—Solicitaste una entrevista con dos de las madres residentes del INS. No estoy segura de si podremos fijarlo para hoy.
—Hazlo —contestó Kaye enérgicamente, y añadió—, por favor.
Tighe la contempló con seriedad.
—Llévame a la clínica antes de nada.
—Tenemos dos entrevistas de televisión…
—Sáltatelas —dijo Kaye—. Quiero hablar con la señora Hamilton.
Kaye atravesó el largo pasillo que iba desde el aparcamiento hasta los ascensores del Edificio 10.
En el trayecto desde el aeropuerto hasta el campus del INS, Tighe le había resumido los acontecimientos del día anterior. A Richard Bragg le habían disparado siete veces en el torso y la cabeza cuando salía de su casa de Berkeley y había muerto en el acto. Habían arrestado a dos sospechosos, los dos hombres, los dos casados con mujeres embarazadas de bebés de la primera etapa de la Herodes. Los hombres habían sido arrestados a unas cuantas manzanas de distancia, borrachos, con el coche lleno de latas de cerveza vacías.
Al Servicio Secreto, siguiendo órdenes del presidente, se le había encargado proteger a miembros clave del Equipo Especial.
La madre del primer bebé de la segunda etapa que había llegado a término, nacido en Norteamérica, a la que se aludía como señora C, seguía en un hospital de Ciudad de México.
Había emigrado a México desde Lituania en 1996; había trabajado para una organización benéfica en Azerbaiyán entre 1990 y 1993. Actualmente estaba en tratamiento por la conmoción y por lo que los primeros informes médicos describían como un caso agudo de seborrea en el rostro.
El bebé muerto iba a ser enviado a Atlanta desde Ciudad de México, y llegaría al día siguiente por la mañana.
Luella Hamilton acababa de terminar un ligero almuerzo y estaba sentada en una silla junto a la ventana, contemplando un pequeño jardín y la esquina sin ventanas de otro edificio. Compartía habitación con otra madre que estaba en la planta baja, en una revisión. En esos momentos eran ocho las madres que formaban parte del estudio del Equipo Especial.
—Perdí el bebé —le dijo la señora Hamilton a Kaye en cuanto entró. Kaye rodeó la cama para abrazarla. Le devolvió el abrazo con manos y brazos fuertes, y emitió un débil gemido.
Tighe estaba junto a la puerta con los brazos cruzados.
—Una noche simplemente se deslizó fuera. —La señora Hamilton mantenía la mirada fija en la de Kaye—. Apenas lo sentí. Noté las piernas húmedas. Sólo sangré un poco. Me pusieron un monitor sobre el estómago y la alarma empezó a sonar. Me desperté y las enfermeras estaban allí y pusieron una pantalla de tela para que no pudiese ver lo que ocurría. No me la enseñaron. Vino un sacerdote, la reverenda Ackerley, de mi iglesia, estuvo acompañándome, ¿verdad que fue amable?
—Lo siento mucho —dijo Kaye.
—La reverenda me habló de esa otra mujer, en México, lo de su segundo bebé…
Kaye hizo un gesto de simpatía con la cabeza.
—Estoy tan asustada, Kaye.
—Lamento no haber estado aquí. Estaba en San Diego y no me enteré de que había abortado.
—Bueno, no es como si fuese mi médico, ¿verdad?
—He estado pensando mucho en usted. Y en las demás. —Kaye sonrió—. Pero sobre todo en usted.
—Ya, bueno, soy una mujer negra y grande, siempre destacamos. —La señora Hamilton no sonrió al decir aquello. Tenía expresión de cansancio y la piel con una tonalidad olivácea—. Hablé con mi marido por teléfono. Viene hoy y nos veremos, pero estaremos separados por un cristal. Me dijeron que podría irme después de que naciese el niño. Pero ahora dicen que quieren que me quede aquí. Dicen que voy a estar embarazada otra vez. Saben qué va a pasar. Mi niñito Jesús particular. ¿Cómo se las arreglará el mundo con millones de niños Jesús? —Empezó a llorar—. ¡No he estado con mi marido ni con ningún otro! ¡Lo juro!
Kaye le apretó la mano con fuerza.
—Es tan difícil —dijo.
—Quiero ayudar, pero mi familia lo está pasando muy mal. Mi marido se está volviendo loco, Kaye. Podrían llevar todo este asunto mucho mejor. —Miró por la ventana, sujetando la mano de Kaye con fuerza, y comenzó a balancearla con suavidad adelante y atrás, como si escuchase una melodía interna—. Ha tenido tiempo para pensar. Dígame, ¿qué está sucediendo?
Kaye fijó su mirada en la de la señora Hamilton e intentó pensar en algo qué contestar.
—Todavía estamos intentando averiguarlo —dijo finalmente—. Es una prueba.
—¿De Dios? —preguntó la señora Hamilton.
—De nuestro interior —contestó Kaye.
—Si lo envía Dios, entonces todos los pequeños Jesusitos van a morir excepto uno —dijo la señora Hamilton—. No tengo muchas probabilidades.
—Me odio a mí misma —dijo Kaye mientras Tighe la acompañaba al despacho de la doctora Lipton.
—¿Por qué? —preguntó Tighe.
—No estaba aquí.
—No puedes estar en todas partes.
Lipton se encontraba en una reunión, pero la interrumpió el tiempo necesario para hablar con Kaye. Se dirigieron a un despacho auxiliar, lleno de archivadores y con un ordenador.
—Le hicimos una exploración la noche pasada y comprobamos sus niveles hormonales. Estaba casi histérica. El aborto no fue muy doloroso, o nada en absoluto. Creo que quería que le doliese más. Tuvo el clásico feto de la Herodes.
Lipton sostuvo en alto una serie de fotografías.
—Si se trata de una enfermedad, es una enfermedad increíblemente organizada —comentó—. La seudoplacenta no es muy diferente de una placenta normal, excepto que es mucho más pequeña. Sin embargo, el saco amniótico es diferente—. Lipton señaló un proceso doblado a un lado del arrugado y encogido saco amniótico que había sido expulsado con la placenta—. No sé cómo lo llamaríais vosotros, pero parece una diminuta trompa de Falopio.
—¿Y las otras mujeres del estudio?
—Dos de ellas deberían abortar en unos días y las demás en las próximas dos semanas. He llamado a sacerdotes, un rabino, psiquiatras, incluso a sus amigos, siempre que se trate de mujeres. Las madres se sienten profundamente infelices. Eso no es ninguna sorpresa. Pero han accedido a continuar con el programa.
—¿Nada de contactos masculinos?
—Ningún hombre que haya pasado la pubertad —dijo Lipton—. Por orden de Mark Augustine, firmada conjuntamente por Frank Shawbeck. Algunas de las familias están hartas de este tratamiento. No las culpo.
—¿Hay alguna mujer rica entre ellas? —preguntó Kaye inexpresiva.
—No —dijo Lipton. Y sonrió sin ganas—. ¿Acaso lo dudaba?
—¿Está usted casada, doctora Lipton? —preguntó Kaye.
—Me divorcié hace seis meses. ¿Y usted?
—Soy viuda —contestó Kaye.
—Somos de las que tienen suerte, entonces —dijo Lipton.
Tighe señaló su reloj. Lipton miró de una a otra.
—Lamento estar entreteniéndolas —dijo la doctora, algo irritada—. Mi gente también está esperando.
Kaye alzó las fotografías de la seudoplacenta y del saco amniótico.
—¿Qué quiso decir cuando comentó que es una enfermedad terriblemente organizada?
Lipton se apoyó sobre un archivador.
—He tratado tumores, lesiones, bubas, verrugas y todos los pequeños horrores que las enfermedades pueden desarrollar en nuestros cuerpos. Hay una organización, eso seguro. Reajustes del flujo sanguíneo, alteraciones en las células. Puta avaricia. Pero este saco amniótico es un órgano altamente especializado, diferente a cualquier cosa que yo haya estudiado.
—¿No es producto de una enfermedad, en su opinión?
—No he dicho eso. Los resultados son alteraciones, dolor, sufrimiento y aborto. El bebé de México… —Lipton sacudió la cabeza—. No perderé el tiempo caracterizando esto como otra cosa. Se trata de una enfermedad nueva, una horriblemente inventiva, eso es todo.
Dicken subió la ligera pendiente desde el aparcamiento de Clifton Way, guiñando los ojos al mirar hacia el cielo despejado, con tan sólo unas cuantas nubes bajas. Esperaba que el aire fresco le despejase la cabeza.
Había regresado a Atlanta la noche anterior, había comprado una botella de Jack Daniels y se había encerrado en casa, bebiendo hasta las cuatro de la mañana. Caminando del salón al baño había tropezado con un montón de libros de texto, se había golpeado el hombro contra una pared y se había caído al suelo. Se había lastimado el hombro y la pierna, y sentía la espalda como si le hubieran pateado, pero podía caminar y estaba bastante seguro de que no era necesario que fuese al hospital.
Aún así, el brazo le colgaba medio doblado y tenía la cara color ceniza. Le dolía la cabeza debido al whisky. Le dolía el estómago por no haber desayunado. E internamente se sentía como una mierda, confuso y enfadado con todo, pero sobre todo, enfadado consigo mismo.
El recuerdo de la jam session intelectual en el zoo de San Diego le quemaba como un hierro al rojo. La presencia de Mitch Rafelson, un bala perdida que apenas hablaba, pero aún así parecía guiar la conversación, enfrentándose a sus alocadas teorías y a la vez espoleándoles; Kaye Lang, más encantadora de lo que la había visto nunca, casi radiante, con esa mirada de intrigada concentración y ningún maldito interés en Dicken más allá de lo profesional.
Rafelson le había aventajado claramente. Una vez más, después de haberse pasado toda su vida de adulto haciendo frente a lo peor que la Tierra podía arrojarle a un hombre, no era suficiente a los ojos de una mujer a la que pensaba que podría querer.
¿Y qué demonios importaba? ¿Qué importaba su ego masculino, su vida sexual, frente a la Herodes?
Dicken dio la vuelta a la esquina de Clifton Road y se detuvo, confuso durante unos segundos. El encargado del aparcamiento le había mencionado algo sobre piquetes, pero no le había insinuado las proporciones.
Los manifestantes ocupaban toda la calle desde la pequeña plazoleta y los árboles plantados frente a la entrada de ladrillo del Edificio 1 hasta las oficinas centrales de la Sociedad Americana contra el Cáncer y el Hotel Emory, al otro lado de Clifton Road. Algunos estaban de pie sobre los parterres de azaleas color púrpura; habían dejado un camino abierto para llegar hasta la entrada principal, pero bloqueaban el centro de visitantes y la cafetería. Había docenas de ellos sentados en torno a la columna que sostenía el busto de Higieia, con los ojos cerrados, meciéndose suavemente hacia los lados como si estuviesen rezando en silencio.
Dicken calculó que habría unos dos mil hombres, mujeres y niños, en vigilia, esperando que sucediese algo; la salvación o al menos la promesa de que el mundo no estaba a punto de acabar. Gran parte de las mujeres y bastantes hombres seguían llevando las máscaras, de color naranja o púrpura, que eliminaban todos los tipos de virus, incluido el SHEVA, según garantizaban al menos media docena de fabricantes oportunistas. Los organizadores de la vigilia —no se la denominaba manifestación— caminaban entre la gente con agua fresca y vasos de papel, folletos, consejos e instrucciones, pero los que celebraban la vigilia nunca hablaban.
Dicken caminó hasta la entrada del Edificio 1, a través de la multitud, sintiéndose atraído por ellos, a pesar de su sentido del peligro de la situación. Quería ver qué era lo que estaban pensando y sintiendo los soldados… la gente que se encontraba en el frente.
Había cámaras moviéndose despacio en torno o en medio de la multitud, o de forma más prudente por medio de los caminos libres, sostenían las cámaras a la altura de la cintura para captar primeros planos y luego las subían a los hombros para filmar el panorama, la escala.
—Dios. ¿Qué te ha sucedido? —le preguntó Jane Salter al cruzarse en el pasillo que conducía a su despacho. Llevaba una cartera y un montón de expedientes en carpetas verdes.
—Sólo un accidente —contestó Dicken—. Me caí. ¿Has visto lo que está pasando fuera?
—Lo he visto —dijo Salter—. Me da escalofríos. —Le siguió y se quedó en el marco de la puerta. Dicken la miró por encima del hombro, acercó el viejo sillón con ruedas y se sentó, con cara de niño decepcionado.
—¿Deprimido por lo de la señora C? —le preguntó Salter. Apartó un mechón de pelo oscuro con la esquina de una de las carpetas. El mechón volvió a caer hacia delante y esta vez no lo tuvo en cuenta.
—Supongo —dijo Dicken.
Salter se inclinó para posar la cartera, luego avanzó y dejó los expedientes sobre la mesa.
—Tom Scarry tiene el bebé —dijo—. Le hicieron la autopsia en Ciudad de México. Supongo que hicieron un trabajo minucioso. Volverá a hacerlo todo de nuevo, sólo para asegurarse.
—¿Lo has visto? —preguntó Dicken.
—Sólo un vídeo filmado mientras lo sacaban de la caja de hielo en el Edificio 15.
—¿Un monstruo?
—Básicamente —contestó Salter—. Un verdadero desastre.
—Por quién doblan las campanas —comentó Dicken.
—Nunca he entendido del todo tu postura en todo esto, Christopher —dijo Salter, apoyándose contra el marco de la puerta—. Pareces sorprendido de que se trate de una enfermedad verdaderamente desagradable. Sabíamos que iba a suceder algo así, ¿no?
Dicken sacudió la cabeza.
—He perseguido enfermedades durante tanto tiempo… Esta parecía diferente.
—¿En qué?, ¿más amable?
—Jane, anoche me emborraché. Me caí en mi casa y me lastimé el hombro. Me encuentro fatal.
—¿Una borrachera? Eso suena más típico de problemas amorosos que de un error de diagnóstico.
Dicken hizo un gesto amargo.
—¿Adónde vas con todo eso? —preguntó, señalando con el índice izquierdo hacia el montón de expedientes.
—Estoy llevando algunas cosas al nuevo laboratorio de admisión. Tienen cuatro mesas más. Estamos reuniendo personal y procedimientos para establecer un funcionamiento de autopsias ininterrumpidas, condiciones L3. El doctor Sharp está al mando. Yo ayudo al grupo que se encarga del análisis epitelial y neuronal. Me ocuparé de mantener sus notas en orden.
—¿Me mantendrás informado? ¿Si encuentras algo?
—Ni siquiera sé por qué estás aquí, Christopher. Nos dejaste colgados cuando te fuiste con Augustine.
—Echo de menos el frente. Las noticias siempre se reciben primero aquí —suspiró—. Sigo siendo un cazador de virus, Jane. Volví para revisar algunos papeles. Para ver si había olvidado algo crucial.
Jane sonrió.
—Bueno, esta mañana me enteré de que la señora C tenía herpes genital. De alguna forma pasó al bebé en una fase temprana de su desarrollo. Estaba cubierto de lesiones.
Dicken alzó la vista, sorprendido.
—¿Herpes? No nos lo habían comentado.
—Te dije que era un desastre —le dijo Jane.
El herpes podía cambiar toda la interpretación de lo sucedido. ¿Cómo había contraído el bebé herpes genital mientras estaba en el útero? Normalmente el herpes pasaba de madre a hijo en el canal del parto.
Dicken estaba trastornado.
El doctor Denby pasó junto al despacho y sonrió ligeramente, luego volvió atrás y se asomó a la puerta abierta. Denby era un especialista en crecimiento bacteriano, menudo y calvo, con cara de querubín y una elegante camisa color ciruela acompañada de una corbata roja.
—¿Jane? ¿Sabías que han bloqueado la cafetería desde el exterior? Hola, Christopher.
—Ya me he enterado. Es impresionante —contestó Jane.
—Ahora están preparando otra cosa. ¿Queréis venir a echar un vistazo?
—No si se trata de algo violento —dijo Salter con un estremecimiento.
—Eso es lo más asombroso. ¡Es pacífico y absolutamente silencioso! Como un ensayo sin la banda.
Dicken les acompañó. Subieron por el ascensor y las escaleras hasta la parte delantera del edificio. Siguieron a otros empleados y doctores hasta la sala que estaba junto a la exposición pública de la historia del CCE. Fuera, la multitud estaba moviéndose de forma ordenada. Los cabecillas utilizaban megáfonos para gritar las órdenes.
Un guarda de seguridad estaba apostado con las manos en las caderas, observando a la multitud a través del cristal.
—Miren eso —dijo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jane.
—Están separándose, chicos y chicas. Segregándose —contestó, con mirada de perplejidad.
Las pancartas estaban estiradas para que se pudiesen ver perfectamente desde el vestíbulo y desde las docenas de cámaras situadas fuera. Una ráfaga de viento hizo ondear uno de ellas. Dicken leyó lo que ponía: HAZTE VOLUNTARIO. SEPÁRATE. SALVA A UN NIÑO.
En cuestión de minutos, la multitud se había separado ante sus líderes como el mar Rojo ante Moisés, las mujeres y los niños a un lado, los hombres al otro. Las mujeres parecían ferozmente decididas. Los hombres tenían aspecto sombrío y avergonzado.
—Dios —murmuró el guarda—. ¿Me están diciendo que deje a mi mujer?
Dicken se sintió como si le estuviesen partiendo en dos. Volvió a su despacho y llamó a Bethesda. Augustine todavía no había llegado. Kaye Lang estaba visitando la Clínica Magnuson.
La secretaria de Augustine le informó de que también había manifestantes en el campus del INS, varios miles.
—Pon la televisión —le dijo—. Están llevando a cabo manifestaciones por todo el país.
Augustine condujo rodeando el campus por Old Georgetown Road hasta Lincoln Street y entró en un aparcamiento provisional para empleados cerca del Centro del Equipo Especial. Al Equipo Especial le habían asignado un edificio nuevo, a petición de la directora de Salud Pública, hacía tan sólo dos semanas. Aparentemente, los manifestantes no conocían este cambio y se concentraban ante las antiguas oficinas centrales y ante el Edificio 10.
Augustine caminó con rapidez bajo el calorcillo del sol hasta la entrada de la planta baja del edificio. La policía del campus del INS y los guardas de seguridad privados recién contratados hacían guardia en el exterior del edificio, hablando en voz baja. Estaban vigilando a algunos grupos de manifestantes que se encontraban a unos centenares de metros de distancia.
—No se preocupe señor Augustine —le dijo el jefe de Seguridad del edificio mientras mostraba la identificación para atravesar la entrada principal—. La Guardia Nacional estará aquí esta tarde.
—Oh, genial. —Augustine bajó la barbilla y presionó el botón del ascensor. En la nueva oficina, tres ayudantes y su secretaria personal, la señora Florence Leighton, maternal y muy eficiente, estaban intentando reestablecer la conexión de red con el resto del campus.
—¿Cuál es el problema? ¿Sabotaje? —preguntó Augustine, ligeramente agresivo.
—No —respondió la señora Leighton, tendiéndole un fajo de papeles—. Estupidez. El servidor ha decidido no reconocernos.
Augustine cerró de un portazo la puerta que conducía a su despacho, acercó el sillón y tiró los papeles sobre la mesa. Sonó el teléfono. Se estiró para apretar la tecla del intercomunicador.
—Florence, ¿puedes darme cinco minutos sin interrupciones, por favor, para ordenar mis ideas? —rogó.
—Es Kennealy, de parte del vicepresidente, Mark —contestó la señora Leighton.
—Genial otra vez. Pásamelo.
Tom Kennealy, responsable de comunicaciones técnicas del vicepresidente, otro cargo nuevo, creado la semana anterior, se puso al teléfono en persona y le preguntó a Augustine si estaba enterado de la magnitud de las protestas.
—Puedo verlo ahora mismo desde mi ventana —contestó.
—Según los últimos datos están manifestándose delante de cuatrocientos setenta hospitales —dijo Kennealy.
—Dios bendiga a Internet —comentó Augustine.
—Cuatro de las manifestaciones se han descontrolado, sin contar los disturbios de San Diego. El vicepresidente está muy preocupado, Mark.
—Dile que yo estoy más que preocupado. Son las peores noticias que podía imaginar, un bebé de la Herodes muerto al nacer.
—¿Y qué hay de lo del herpes?
—Olvídate de eso. El herpes no infecta a un bebé hasta que nace. No deben de haber tomado ninguna precaución en Ciudad de México.
—Eso no es lo que nos han contado. ¿Podríamos basarnos en esto para tranquilizar un poco los ánimos? ¿Si se tratase de un bebé enfermo?
—Está claro que se trataba de un bebé enfermo, Tom. Deberíamos centrarnos en la Herodes.
—Vale, está bien. Le he hecho un resumen de la situación al vicepresidente. Está aquí ahora mismo, Mark.
El vicepresidente se puso al teléfono. Augustine controló su tono de voz y le saludó con serenidad. El vicepresidente le dijo que el INS iba a recibir protección militar, nivel de protección de alta seguridad, al igual que el CCE y cinco centros de investigación del Equipo Especial a lo largo del país. Augustine podía visualizar el resultado, alambradas, perros policía, granadas de humo y gas lacrimógeno. Una atmósfera agradable para llevar a cabo una investigación delicada.
—Señor vicepresidente, no los eche del campus —dijo Augustine—. Por favor. Déjeles quedarse y protestar.
—El presidente dio la orden hace una hora. ¿Por qué cambiarla?
—Porque da la sensación de que están simplemente desahogándose. No es como lo de San Diego. Quiero tener una reunión con los organizadores, aquí, en el campus.
—Mark, no eres un experto en negociación —argumentó el vicepresidente.
—No, pero seré mucho mejor que un maldito escuadrón de soldados con ropa de camuflaje.
—Eso es jurisdicción del director del INS.
—¿Quién está negociando, señor?
—El director y el jefe de personal se han reunido con los dirigentes de la manifestación. No deberíamos dividir nuestros esfuerzos o nuestras declaraciones, Mark, así que ni siquiera te plantees el salir ahí fuera a hablar.
—¿Qué pasará si tenemos otro bebé muerto, señor? Éste nos llegó de ninguna parte, sólo supimos que estaba en camino hace seis días. Intentamos enviar un equipo para ayudar, pero el hospital se negó.
—Te han enviado el cuerpo. Eso parece demostrar espíritu de cooperación. Por lo que Tom me ha contado, nadie podría haberlo salvado.
—No, pero podríamos haberlo sabido con antelación y haber coordinado la difusión de la noticia.
—No quiero ningún tipo de división sobre este asunto, Mark.
—Señor, con el debido respeto, la burocracia internacional nos está matando. Ése es el motivo por el que las protestas son tan peligrosas. Nos culparán, tanto si somos responsables como si no lo somos… y francamente, me siento bastante mal en este momento. ¡No puedo ser responsable de algo en lo que no participo!
—Ahora te estamos pidiendo que participes, Mark. —La voz del vicepresidente sonaba controlada.
—Lo siento. Lo sé, señor. Nuestra relación con Americol está provocando todo tipo de problemas. El anuncio de la vacuna… de forma prematura, en mi opinión…
—Tom comparte esa opinión, y yo también.
«¿Y qué hay del presidente?», pensó.
—Lo agradezco. Pero el gato se nos ha escapado del saco. Mi gente me dice que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que las pruebas preclínicas fracasen. La ribozima es por desgracia demasiado versátil. Parece demostrar afinidad por al menos catorce tipos diferentes de ARN mensajero. Así que podemos detener el SHEVA para acabar con degradación de la mielina… esclerosis múltiple… ¡Por el amor de Dios!
—La señora Cross nos ha informado de que la han refinado y ahora es más específica. Me ha asegurado personalmente que nunca ha habido ningún riesgo de que pudiese provocar esclerosis múltiple. Eso no era más que un rumor.
—¿Qué versión va a dejarles probar la FDA, señor? Habrá que rehacer el papeleo…
—La FDA se está centrando en esta versión.
—Me gustaría establecer un equipo de evaluación independiente. El INS tiene a la gente necesaria, nosotros tenemos las infraestructuras.
—No hay tiempo, Mark.
Augustine cerró los ojos y se frotó la frente. Podía sentir cómo se le enrojecía el rostro.
—Espero que nos haya tocado una buena mano. —El corazón le latía con fuerza.
—El presidente va a anunciar esta noche que las pruebas se acelerarán —dijo el vicepresidente—. Si las pruebas preclínicas tienen éxito, pasaremos a las pruebas humanas en el plazo de un mes.
—Yo no aprobaría tal cosa.
—Robert Jackson dice que pueden hacerlo. La decisión está tomada. Es firme.
—¿Ha hablado el presidente con Frank sobre esto? ¿O con la directora de Salud Pública?
—Están en contacto continuo.
—Por favor, pídale al presidente que me llame, señor. —Augustine odiaba tener que pedirlo, pero un presidente más inteligente no hubiese necesitado que se lo recordasen.
—Lo haré, Mark. En cuanto a tu reacción… Sigue la postura oficial del INS, nada de divisiones ni de separación, ¿queda claro?
—No actúo por mi cuenta, señor vicepresidente —contestó Augustine.
—Hablaremos pronto, Mark —dijo el vicepresidente.
Kennealy volvió a ponerse al teléfono. Parecía molesto.
—Los soldados están subiendo a los vehículos en este momento, Mark. Espera un segundo. —Tapó el micrófono con la mano—. El vicepresidente acaba de salir de la habitación. Dios, Mark, ¿qué has hecho, escupirle?
—Le pedí que hiciese que el presidente me llamase —contestó Augustine.
—Eso sí que es diplomacia —dijo Kennealy con frialdad.
—¿Hará alguien el favor de avisarme si tenemos noticias de otro bebé fuera del país? —dijo Augustine—. ¿O dentro? Podría el Departamento de Estado coordinarse por favor con mi oficina día a día? ¡Espero no estar metiendo la pata también en esto, Tom!
—Por favor, no vuelvas a hablarle así al vicepresidente, Mark —dijo Kennealy y colgó.
Augustine apretó la tecla de llamada.
—Florence, necesito escribir una carta de presentación y un memorando. ¿Está Dicken en la ciudad? ¿Dónde está Lang?
—El doctor Dicken está en Atlanta y Kaye Lang está en el campus. En la clínica, creo. Tienes una reunión con ella dentro de diez minutos.
Augustine abrió el cajón de su mesa y sacó un cuaderno de notas. Había representado en él el esquema de los treinta y un niveles de mando que tenía por encima, treinta entre él y el presidente… una pequeña obsesión.
Tachó enérgicamente cinco de los niveles, luego seis, y a continuación subió hasta los últimos diez niveles y cargos, rompiendo el papel por ese punto. En la peor de las circunstancias, pensó que, planificándolo con cuidado, probablemente podría eliminar diez de esos niveles, incluso veinte.
Pero primero tenía que arriesgar el cuello y enviarles su informe y un memorando de presentación, y asegurarse de que estaba sobre todas las mesas antes de que la mierda empezase a salpicar.
No es que se estuviese arriesgando mucho. Antes de que alguno de los lacayos de la Casa Blanca, posiblemente Kennealy, preparando el camino para su promoción, susurrase al oído del presidente que Augustine no era un jugador de equipo, tenía el presentimiento de que habría otro incidente.
Un incidente desastroso.
Enterrarse a sí misma en trabajo era la única vía de acción que se le ocurría a Kaye en esos momentos. La confusión bloqueaba cualquier otra opción. Mientras abandonaba la clínica, caminando rápidamente ante los puestos situados fuera, llenos de vietnamitas y coreanos que vendían artículos de perfumería y baratijas, miró la lista de tareas del día anotadas en su agenda y marcó las reuniones y llamadas, primero Augustine, después diez minutos en el Edificio 15 con Robert Jackson para preguntarle por los sitios de interacción de la ribozima, una puesta al día con dos investigadores del INS de los Edificios 5 y 6 que la estaban ayudando en la búsqueda de retrovirus endógenos humanos similares al SHEVA; luego tenía que ver a otra media docena de investigadores para preguntarles su opinión…
Estaba a medio camino entre la clínica y el Centro del Equipo Especial cuando sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolso.
—Kaye, soy Christopher.
—No tengo tiempo y me siento fatal, Christopher —le espetó—. Dime algo que me anime.
—Si te sirve de consuelo, yo también me siento fatal. Ayer por la noche me emborraché y tenemos manifestantes en la entrada.
—También están aquí.
—Pero escucha, Kaye. Tenemos al bebé C en patología en estos momentos. Nació prematuro de al menos un mes.
—¿Prematuro? ¿Entonces era un niño?
—Niño, sí. Está plagado interna y externamente de lesiones de herpes. No tenía protección contra al herpes dentro del útero… el SHEVA induce algún tipo de acceso oportunista para el virus del herpes a través de la barrera placentaria.
—O sea que están confabulados… Todos unidos para provocar muerte y destrucción. Eso me anima mucho.
—No —dijo Dicken—. No quiero hablar de esto por teléfono. Mañana estaré en el INS.
—Dame algo en qué apoyarme, Christopher. No quiero pasar otra noche como las dos últimas.
—Puede que el bebé C no hubiese muerto si su madre no hubiese contraído el herpes. Puede que se trate de líneas independientes, Kaye.
Kaye cerró los ojos, todavía parada en medio de la acera. Miró alrededor buscando a Farrah Tighe; aparentemente había continuado caminando sin ella, por distracción, en contra de las instrucciones. Sin duda Tighe estaría buscándola frenética en ese mismo instante.
—Incluso si es así, ¿quién va a escucharnos ahora?
—Ninguna de las ocho mujeres de la clínica tienen ni herpes ni VIH. Llamé a Lipton y lo comprobé. Se trata de casos de análisis excelentes.
—No estarán fuera de cuentas hasta dentro de diez meses, si siguen la regla de un mes de intervalo.
—Lo sé. Pero estoy seguro de que encontraremos otros. Tenemos que hablar de nuevo… en serio.
—Estaré reunida todo el día y mañana debo estar en los laboratorios de Americol en Baltimore.
—Entonces esta noche. ¿O es que la verdad ya no significa mucho?
—No me des lecciones sobre la verdad, maldita sea —respondió Kaye. Vio los transportes de la Guardia Nacional entrando por Center Drive. Hasta ahora, los manifestantes se habían mantenido en el extremo norte; podía ver sus pancartas y estandartes desde donde se encontraba, junto a un colina baja cubierta de hierba. No oyó la siguiente frase de Dicken. Estaba fascinada por el movimiento de la distante multitud.
—… quiero darle a tu teoría una oportunidad justa —dijo Dicken—. El gran complejo proteínico no supone ningún posible beneficio para un único virus… Entonces ¿por qué utilizarlo?
—Porque el SHEVA es un mensajero —dijo Kaye en voz baja, como ensimismada y distraída—. Es la radio de Darwin.
—¿Cómo?
—Ya has visto los fetos de la primera fase de la Herodes, Christopher. Sacos amnióticos especializados… Algo muy sofisticado. No enfermos.
—Como dije, quiero seguir trabajando esta idea. Convénceme, Kaye. ¡Dios, si ese bebé C hubiese sido tan solo una casualidad!
Se oyeron tres estallidos sordos procedentes del extremo norte del campus, ligeros, como de juguete. Pudo oír cómo la multitud emitía un quejido de sobresalto y luego un grito agudo, distante.
—No puedo hablar, Christopher. —Colgó el teléfono con un chasquido y echó a correr. La multitud estaba a unos cuatrocientos metros, dispersándose, la gente retrocediendo y desparramándose por las calles, los aparcamientos y los edificios de ladrillo. No hubo más estallidos. Redujo la velocidad durante unos pasos, evaluando el peligro, y luego volvió a correr. Tenía que saber. Había demasiadas incertidumbres en su vida. Demasiadas vacilaciones e inacción, con respecto a Saul, con respecto a todo y con respecto a todos.
A quince metros de donde se encontraba, vio a un hombre robusto con traje marrón salir precipitadamente por la puerta trasera de uno de los edificios, moviendo los brazos y piernas como aspas. Su abrigo revoloteaba sobre la inflada camisa blanca y le daba un aspecto ridículo, pero era tan rápido como un murciélago salido del infierno y se dirigía directamente hacia ella.
Por un instante se asustó y cambió de dirección para evitarlo.
—¡Maldita sea, doctora Lang! —le gritó—. ¡Deténgase! ¡Pare!
Redujo la velocidad hasta un paso desganado, sin aliento. El hombre del traje marrón la alcanzó y le mostró durante un instante una identificación. Era del Servicio Secreto y se llamaba Benson, fue todo lo que alcanzó a ver antes de que cerrase la placa y volviese a guardársela en el bolsillo.
—¿Qué diablos está haciendo? ¿Dónde está Tighe? —le preguntó, con el rostro enrojecido y el sudor corriéndole por las mejillas marcadas de viruela.
—Necesitan ayuda —contestó—. Tighe está allá en…
—Eso han sido disparos. No se moverá de aquí aunque tenga que sujetarla personalmente. Maldita sea, ¡se suponía que Tighe no debía dejarla sola!
En ese momento, Tighe llegó corriendo hasta donde se encontraban. Tenía el rostro enrojecido de ira. Ella y Benson intercambiaron rápidos y bruscos susurros, y a continuación Tighe se situó junto a Kaye. Benson echó a correr hacia los grupos dispersos de manifestantes. Kaye continuó caminando, pero más despacio.
—Deténgase ahora mismo, señora Lang —dijo Tighe.
—¡Le han disparado a alguien!
—¡Benson se ocupará de eso! —insistió Tighe, interponiéndose entre ella y la multitud.
Kaye miró por encima de los hombros de Tighe. Había hombres y mujeres tapándose la cara con las manos, llorando. Vio carteles y pancartas tirados por el suelo. La muchedumbre se arremolinaba en completa confusión.
Los soldados de la Guardia Nacional, con ropas de camuflaje y los rifles automáticos preparados, se posicionaron entre los edificios de ladrillo a lo largo de la calle más cercana.
Un coche de la policía del campus pasó sobre el césped y entre dos altos robles. Vio otros hombres trajeados, algunos hablando por medio de teléfonos móviles y walkie talkies.
En ese momento se fijó en el hombre solo que estaba en medio, con los brazos extendidos como si intentase volar. Junto a él, una mujer yacía inmóvil sobre la hierba. Benson le dio una patada a un objeto oscuro que estaba tirado en la hierba: una pistola. El guarda de seguridad sacó su propia pistola y apartó con agresividad al hombre volador.
Benson se arrodilló junto a la mujer, comprobó el pulso en su cuello y alzó la vista, mirando alrededor, con rostro que lo decía todo. Luego miró hacia Kaye y vocalizó silenciosa y enfáticamente: «Vuelva atrás.»
—No era mi bebé —gritó el hombre volador. Delgado, blanco, con el pelo rubio corto y rizado, de veintimuchos, llevaba una camiseta negra y vaqueros negros colgándole de las caderas. Balanceaba la cabeza adelante y atrás, como si estuviese rodeado de moscas—. Ella me obligó a venir aquí. Ella me obligó. ¡No era mi bebé!
El hombre volador se apartó del guarda, agitándose como una marioneta.
—¡No puedo aguantar más esta mierda! ¡NO MÁS MIERDA!
Kaye contempló a la mujer herida. Incluso a veinte metros podía ver la sangre manchando su blusa alrededor del estómago, los ojos ciegos mirando al cielo con una especie de vacía esperanza.
Kaye olvidó a Tighe, a Benson, al hombre volador, a los soldados, a los guardas de seguridad y a la multitud.
Lo único que veía era la mujer.
Cross entró en el comedor para ejecutivos de Americol apoyándose sobre un par de muletas. Su joven enfermero apartó una silla y Cross se sentó con un suspiro de alivio.
En la habitación sólo estaban Cross, Kaye, Laura Nilson y Robert Jackson.
—¿Cómo ocurrió, Marge? —preguntó Jackson.
—Nadie me disparó —comentó con ligereza—. Me caí en la bañera. Siempre he sido mi peor enemiga. Soy muy torpe. ¿Qué tenemos, Laura?
Nilson, a quien Kaye no había visto desde la desastrosa conferencia de prensa sobre la vacuna, vestía un elegante y severo traje de tres piezas.
—La sorpresa de la semana es la RU-486 —dijo—. Las mujeres la están utilizando… a montones. Los franceses se han adelantado con una solución. Hemos hablado con ellos, pero dicen que presentarán la oferta directamente a la OMS y al Equipo Especial, que su esfuerzo es de tipo humanitario y que no están interesados en ninguna relación de negocios.
Marge le pidió vino a la camarera y se secó la frente con la servilleta antes de extendérsela sobre las rodillas.
—Qué generoso por su parte —murmuró—. Proporcionarán suministro para todas las necesidades mundiales y sin costes adicionales de I+D. ¿Funciona, Robert?
Jackson abrió una agenda electrónica y buscó entre sus notas utilizando un punzón.
—El Equipo Especial tiene informes no confirmados de que la RU-486 aborta el óvulo implantado de la segunda fase. Todavía no han dicho una palabra sobre el de la primera fase. Es algo anecdótico. Investigación callejera.
—Las drogas abortivas nunca han sido de mi agrado —dijo Cross, dirigiéndose a la camarera—. Tomaré la ensalada de maíz, con la vinagreta aparte, y café.
Kaye pidió un sándwich, aunque no tenía nada de hambre. Podía sentir cómo se avecinaba la tormenta… una desagradable conciencia personal de que estaba de un humor muy peligroso. Todavía se encontraba conmocionada por haber contemplado, dos días antes, el incidente del INS.
—Laura, pareces disgustada —dijo Cross, dirigiéndole una mirada a Kaye. Iba a dejar las quejas de Kaye para el final.
—Un terremoto tras otro —dijo Nilson—. Al menos yo no he tenido que experimentar lo mismo que Kaye.
—Horrible —asintió Cross—. Es un barril lleno de gusanos. ¿Y de qué tipo de gusanos se trata?
—Hemos pedido nuestras propias encuestas. Perfiles psicológicos, culturales, en todos los niveles sociales. Me estoy gastando hasta el último penique que me concediste, Marge.
—Es un seguro —dijo Cross.
—Da miedo —dijo Jackson simultáneamente.
—Sí, bien, podría comprarte a ti otra máquina Perkin-Elmer, eso es todo —dijo Nilson a la defensiva—. El sesenta por ciento de los hombres casados o con pareja que han sido encuestados no se creen lo que dicen los informes. Creen que es necesario que las mujeres tengan relaciones sexuales para que se queden embarazadas por segunda vez. Chocamos contra un muro de resistencia en ese punto, no lo admiten, incluso entre las mujeres. El cuarenta por ciento de las mujeres casadas o con pareja de algún tipo afirman que abortarían cualquier feto de la Herodes.
—Eso es lo que le dicen a un encuestador —murmuró Cross.
—Sin duda serían muchas las que tomarían una salida fácil. La RU-486 se ha probado y comprobado. Podría convertirse en el remedio casero de las desesperadas.
—Eso no es prevención —dijo Jackson, incómodo.
—De las que no utilizarían una píldora abortiva, más de la mitad cree que el gobierno intenta imponer abortos en masa a la nación, y puede que al mundo —continuó Nilson—. El que escogió el nombre de Herodes realmente sentenció el asunto.
—Augustine lo eligió —dijo Cross.
—Marge, nos dirigimos hacia un desastre social de primer orden: la ignorancia mezclada con el sexo y con la muerte de bebés. Si montones de mujeres con el SHEVA se abstienen de mantener relaciones sexuales con sus parejas y se quedan embarazadas de todas formas… Nuestros psicólogos y sociólogos afirman que veremos más violencia doméstica, así como una enorme escalada de abortos, incluso de embarazos normales.
—Hay otras posibilidades —dijo Kaye—. He visto los resultados.
—Sigue —la animó Cross.
—Los casos de principios de los noventa en el Cáucaso. Masacres.
—También he estudiado esa posibilidad —dijo Nilson eficientemente, revisando las notas de su cuaderno—. Realmente no sabemos demasiado, ni siquiera ahora. Hubo SHEVA en la población local…
Kaye la interrumpió.
—Se trata de algo mucho más complicado de lo que suponemos —dijo, fallándole la voz—. No nos enfrentamos a un perfil de enfermedad. Lo que vemos es una transmisión lateral de instrucciones genómicas orientadas a una fase de transición.
—¿Puedes repetirlo? No lo entiendo —dijo Nilson.
—El SHEVA no es un agente de enfermedad.
—Estupideces —dijo Jackson, estupefacto. Marge le hizo un gesto de advertencia con la mano.
—Seguimos levantando muros en torno a este tema. No puedo seguir apoyándolo, Marge. El Equipo Especial ha negado esta posibilidad desde el principio.
—No sé qué es lo que ha sido negado —dijo Cross—. Resume, Kaye.
—Vemos un virus, aún siendo uno que procede de nuestro propio genoma, y asumimos que se trata de una enfermedad. Lo observamos todo en términos de enfermedad.
—Nunca he conocido un virus que no causara problemas, Kaye —dijo Jackson, con la mirada entornada. Si estaba intentando avisarla de que estaba caminando sobre hielo frágil, no iba a funcionar.
—Tenemos la verdad delante de los ojos, pero no encaja en nuestras primitivas percepciones acerca de cómo funciona la naturaleza.
—¿Primitivas? —dijo Jackson—. Díselo a la viruela.
—Si esto hubiese aparecido dentro de treinta años —insistió Kaye—, puede que estuviésemos preparados… pero todavía actuamos como niños ignorantes. Niños a los que nunca les han explicado los hechos de la vida.
—¿Qué nos estamos perdiendo? —preguntó Cross con paciencia.
Jackson tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Ya se ha discutido.
—¿El qué? —preguntó Cross.
—No en ningún foro serio —replicó Kaye.
—¿El qué, por favor?
—Kaye está a punto de decirnos que el SHEVA es parte de una reordenación biológica. Los transposones saltando de un lado a otro y afectando al fenotipo. Es el rumor que circula entre los internos que han leído los artículos de Kaye.
—¿Y eso significa?
Jackson hizo una mueca.
—Déjame anticiparme. Si dejamos que los nuevos bebés nazcan, todos van a ser superhumanos de enormes cabezas. Prodigios de cabello rubio, mirada fija y habilidades telepáticas. Nos asesinarán y se apoderarán del planeta.
Kaye contempló a Jackson aturdida y casi a punto de llorar. Él le sonrió en parte para disculparse y en parte por la satisfacción de haber evitado cualquier posible debate.
—Es una pérdida de tiempo —dijo—. Y no tenemos tiempo que perder.
Nilson le dirigió a Kaye una mirada de prudente simpatía. Marge alzó la cabeza y miró al techo.
—¿Hará alguien el favor de contarme de qué va esto?
—De una auténtica estupidez —murmuró Jackson para sí mismo, colocándose la servilleta.
El camarero les trajo la comida.
Nilson colocó su mano sobre la de Kaye.
—Perdónanos, Kaye. Robert puede ser muy contundente.
—Es mi propia confusión lo que me afecta, no las groserías defensivas de Robert —contestó Kaye—. Marge, me han educado en los preceptos de la biología moderna. Me he encontrado con rigidez en la interpretación de datos, pero he crecido en medio del más increíble fermento que se pueda imaginar. A un lado los sólidos cimientos de la biología moderna, construidos cuidadosamente, bloque a bloque… —Gesticuló, imitando la construcción—. Y aquí el oleaje denominado genética. Estamos trazando los planos industriales de las células vivas. Descubrimos que la naturaleza no es sólo sorprendente, sino también increíblemente poco ortodoxa. A la naturaleza le tiene sin cuidado lo que nosotros pensemos o cuáles sean nuestros paradigmas.
—Todo eso está muy bien —dijo Jackson—, pero la ciencia es la forma en que organizamos nuestro trabajo y evitamos perder el tiempo.
—Robert, estamos hablando —dijo Cross.
—No puedo disculparme por algo que mi instinto me dice que es cierto —insistió Kaye—. Prefiero perderlo todo antes que mentir.
—Admirable —observó Jackson—. «Y sin embargo, se mueve», ¿no es así, querida Kaye?
—Robert, no seas gilipollas —dijo Nilson.
—Estoy en minoría, señoras —contestó Jackson, apartando la silla, molesto.
Dejó la servilleta sobre el plato, pero no se marchó. En vez de eso, cruzó los brazos y ladeó la cabeza, animando, o retando, a Kaye a continuar.
—Nos estamos comportando como niños que ni siquiera supiesen cómo se hacen los bebés —dijo Kaye—. Estamos siendo testigos de un tipo diferente de embarazo. No es nada nuevo… ha sucedido en muchas ocasiones con anterioridad. Se trata de evolución, pero dirigida, a corto plazo, inmediata, no gradual, y no tengo ni idea de qué tipo de niños producirá —añadió Kaye—. Pero no serán monstruos y no se comerán a sus padres.
Jackson levantó la mano en alto, como un niño en clase.
—Si estamos en manos de algún tipo de maestro artesano que trabaja con celeridad, si es Dios quien se encarga de dirigir nuestra evolución en estos momentos, diría que tendríamos que contratar a algún tipo de abogado cósmico. Se trata de negligencia del peor tipo. El bebé C fue una completa chapuza.
—Eso fue el herpes —dijo Kaye.
—El herpes no actúa así —contestó Jackson—. Lo sabes tan bien como yo.
—El SHEVA hace que los fetos sean particularmente susceptibles a las invasiones víricas. Se trata de un error, un error natural.
—No tenemos ninguna prueba de eso. ¡Pruebas, señora Lang!
—El CCE… —empezó Kaye.
—El bebé C fue una monstruosidad de la segunda etapa de la Herodes, con herpes añadido, como complemento —dijo Jackson—. De verdad, señoras, es suficiente para mí. Todos estamos cansados. Yo, personalmente, estoy agotado. —Se levantó, saludó con una ligera inclinación y salió del comedor.
Marge picoteó su ensalada con el tenedor.
—Esto parece ser un problema conceptual. Convocaré una reunión. Escucharemos tus pruebas, con detalle —dijo—. Y le pediré a Robert que traiga a sus propios expertos.
—No creo que haya muchos expertos que estén dispuestos a apoyarme abiertamente —dijo Kaye—. Desde luego no en estos momentos. La atmósfera está muy cargada.
—Se trata de algo fundamental en lo que respecta a la percepción del público —dijo Nilson pensativa.
—¿Cómo? —preguntó Cross.
—Si algún grupo, credo o corporación decide que Kaye tiene razón, tendremos que afrontarlo.
Kaye se sintió repentinamente muy expuesta y vulnerable.
Cross pinchó un trocito de queso con el tenedor y lo examinó.
—Si la Herodes no es una enfermedad, no sé cómo vamos a manejar la situación. Estaremos en medio de un suceso natural y un público ignorante y aterrorizado. El resultado sería un horror político y una pesadilla comercial.
A Kaye se le secó la boca. No tenía respuesta para aquel punto de vista. Era la verdad.
—Si no hay expertos que te apoyen —comentó Cross pensativa, mordisqueando el queso—, ¿cómo defenderás tu posición?
—Presentaré los datos, la teoría —contestó Kaye.
—¿Tú sola? —preguntó Cross.
—Probablemente podría encontrar a algunos más.
—¿Cuántos?
—Cuatro o cinco.
Cross comió en silencio durante unos segundos.
—Jackson es un gilipollas, pero es brillante, es un experto reconocido, y son cientos los que compartirían su punto de vista.
—Miles —dijo Kaye, esforzándose por mantener la voz firme—. Frente a mí y a unos cuantos chiflados, simplemente.
Cross la regañó con el dedo.
—No eres una chiflada, cariño. Laura, una de nuestras filiales desarrolló una píldora del día siguiente hace unos años.
—Eso fue en los noventa.
—¿Por qué la abandonamos?
—Cuestiones políticas y problemas de responsabilidades.
—Le habíamos puesto un nombre… ¿cómo la llamábamos?
—Algún bromista la apodó RU-Pentium —dijo Nilson.
—Recuerdo que obtuvo buenos resultados en las pruebas —dijo Marge—. Imagino que aún tenemos la fórmula y algunas muestras.
—Lo preguntaré esta tarde —dijo Nilson—. En un par de meses podríamos recuperarla y tener la producción en marcha.
Kaye aferraba con fuerza la parte del mantel que caía sobre su regazo.
En su momento había defendido apasionadamente el derecho de la mujer a elegir. Ahora no conseguía aclarar sus emociones.
—Que no se considere un comentario sobre el trabajo de Robert —dijo Cross—, pero hay una probabilidad superior al cincuenta por ciento de que las pruebas de la vacuna fracasen. Y esta información no debe salir de aquí, señoras.
—Los modelos de ordenador todavía predicen la esclerosis múltiple como efecto secundario a la ribozima —dijo Kaye—. ¿Recomendará Americol el aborto como alternativa?
—No por iniciativa propia —dijo Cross—. La esencia de la evolución es la supervivencia. En estos momentos nos encontramos en medio de un campo minado, y no pienso pasar por alto nada que pueda despejar una vía de salida.
Dicken respondió a la llamada en el cuarto de servicio que estaba junto al laboratorio principal de recepción y autopsia. Se quitó los guantes de látex mientras un joven técnico de ordenadores le sostenía el teléfono. El técnico estaba allí para ajustar una vieja estación de trabajo que se empleaba para grabar los resultados de las autopsias y hacer el seguimiento de las muestras por los diferentes laboratorios. Contempló a Dicken, vestido con la bata verde y la mascarilla quirúrgica, con cierta preocupación.
—No vas a pillar nada —le dijo Dicken al tiempo que agarraba el auricular del teléfono—. Al habla Dicken. Estoy en plena faena.
—Christopher, soy Kaye.
—Hola-a-a, Kaye. —No quería desembarazarse de ella; sonaba triste, pero sonase como sonase, escuchar su voz suponía un inquietante placer para Dicken.
—He fastidiado las cosas del todo —dijo Kaye.
—¿Cómo es eso? —Dicken le hizo un gesto con la mano a Scarry, que seguía en el laboratorio de patología. Scarry agitó los brazos impaciente.
—Tuve una discusión con Robert Jackson… una conversación con Marge y Jackson. No pude contenerme. Les dije lo que pensaba.
—Oh —respondió Dicken, haciendo una mueca—. ¿Cómo reaccionaron?
—Jackson se burló. En realidad me trató con desdén.
—Es un bastardo arrogante —dijo Dicken—. Siempre me lo ha parecido.
—Dijo que necesitamos pruebas sobre lo del herpes.
—Eso es lo que estamos buscando Scarry y yo ahora mismo. Tenemos una víctima de accidente en el laboratorio de patología. Una prostituta de Washington D.C., embarazada. Da positivo en Herpes labialis y en hepatitis A y VIH, además del SHEVA. Una vida dura.
El joven técnico guardó sus herramientas con el ceño fruncido y salió de la habitación.
—Marge va a copiar a los franceses con lo de la píldora del día siguiente.
—Mierda —dijo Dicken.
—Tenemos que hacer algo rápido.
—No sé con cuanta rapidez podemos actuar. Las jóvenes muertas con la mezcla adecuada de problemas no suelen aparecer rodando desde la calle a diario.
—No creo que ninguna acumulación de pruebas vaya a convencer a Jackson. Estoy al límite de mi ingenio, Christopher.
—Espero que Jackson no le vaya con el asunto a Augustine. Todavía no estamos preparados, y Mark ya está susceptible, por mi culpa —dijo Dicken—. Kaye, Scarry está dando vueltas por el laboratorio, tengo que dejarte. Anímate. Llámame.
—¿Ha hablado Mitch contigo?
—No —contestó Dicken, una verdad engañosa—. Llámame después a mi oficina. Kaye, estoy contigo. Te apoyaré en todo lo que pueda. Lo digo en serio.
—Gracias, Christopher.
Dicken colgó el auricular y se quedó quieto unos segundos, sintiéndose estúpido. Nunca se había sentido cómodo con este tipo de emociones. El trabajo se había convertido en todo su mundo porque cualquier otra cosa importante resultaba demasiado dolorosa.
—No se nos da muy bien esto, ¿verdad? —se preguntó a sí mismo en voz baja.
Scarry golpeó enfadado el cristal que separaba el despacho y el laboratorio.
Dicken se subió la mascarilla y se puso un nuevo par de guantes.
Mitch se encontraba de pie en medio del vestíbulo del edificio de apartamentos, con las manos en los bolsillos. Esa mañana se había afeitado cuidadosamente, contemplándose en el gran espejo del cuarto de baño comunitario de la Asociación de Jóvenes Cristianos, y la semana anterior había ido a la peluquería para que le arreglasen el pelo, para que se lo controlasen, más bien.
Llevaba vaqueros nuevos. Había revuelto la maleta hasta encontrar una americana negra. Hacía más de un año que no se arreglaba para impresionar a nadie, pero aquí estaba, pensando únicamente en Kaye Lang.
El portero no parecía impresionado. Estaba inclinado sobre el mostrador y observaba con atención a Mitch por el rabillo del ojo. Sonó el teléfono que se encontraba en el mostrador y contestó.
—Suba —dijo, señalando el ascensor con la mano—. Piso veinte. 2011. Tendrá que pasar el control del guarda que está arriba. Se lo toma en serio.
Mitch le dio las gracias y entró en el ascensor. Mientras la puerta se cerraba tuvo un instante de pánico y se preguntó qué demonios estaba haciendo. Lo último que necesitaba en medio de ese lío era una implicación emocional. En lo referente a las mujeres, sin embargo, lo manejaban amos secretos reticentes a divulgar tanto sus fines como sus planes inmediatos. Esos amos secretos ya le habían causado muchos problemas. Cerró los ojos, inspiró profundamente y se resignó a las próximas horas; que pasase lo que tuviera que pasar.
Cuando llegó al piso veinte, salió del ascensor y vio a Kaye hablando con un hombre de traje gris. Tenía el pelo oscuro y corto, un rostro grueso y fuerte, y nariz ganchuda. El hombre había detectado a Mitch antes de que éste les viese.
Kaye le sonrió.
—Pasa. La costa está despejada. Éste es Karl Benson.
—Encantado —dijo Mitch.
El hombre asintió, cruzó los brazos y se apartó, dejándole paso a Mitch, pero no sin una inhalación, como un perro que comprobase un determinado olor.
—Marge Cross recibe unas treinta amenazas de muerte cada semana —dijo Kaye mientras guiaba a Mitch al interior del apartamento—. Yo he recibido tres desde el incidente en el INS.
—Esto se está convirtiendo en un juego duro —comentó Mitch.
—He estado muy ocupada desde el lío de la RU-486 —dijo Kaye.
Mitch alzó las gruesas cejas.
—¿La píldora abortiva?
—¿No te lo comentó Christopher?
—Chris no me ha devuelto ninguna de mis llamadas —dijo Mitch.
—¿No? —Dicken no le había contado precisamente la verdad. A Kaye le resultó interesante—. Tal vez sea porque le llamas Chris.
—No en su presencia —dijo Mitch, sonrió y volvió a ponerse serio—. Como he dicho, no estoy enterado de nada.
—La RU-486 elimina el segundo embarazo del SHEVA si se utiliza en una fase inicial. —Observó su reacción—. ¿No lo apruebas?
—Dadas las circunstancias, parece equivocado. —Mitch echó un vistazo al mobiliario simple y elegante, y las reproducciones de arte.
Kaye cerró la puerta.
—¿El aborto en general… o esto?
—Esto. —Mitch percibió su tensión y se sintió durante un momento como si ella le estuviese sometiendo a un rápido examen.
—Americol va a facilitar su propia píldora abortiva. Si se trata de una enfermedad, estamos cerca de detenerla —dijo Kaye.
Mitch se acercó hasta el amplio ventanal, se metió las manos en los bolsillos y miró a Kaye por encima del hombro.
—¿Les estás ayudando a hacerlo?
—No —dijo Kaye—. Espero convencer a algunas personas clave, reajustar nuestras prioridades. No creo que vaya a tener éxito, pero hay que intentarlo. Aunque me alegro de que hayas venido. Puede que sea una señal de que mi suerte está mejorando. ¿Qué te trae a Baltimore?
Mitch se sacó las manos de los bolsillos.
—No soy una señal muy prometedora. Apenas puedo permitirme viajar. Mi padre me dejó algo de dinero. Dependo del subsidio paterno.
—¿Vas a algún otro sitio? —preguntó Kaye.
—No, sólo a Baltimore —contestó Mitch.
—Oh. —Kaye estaba de pie a su espalda, a un metro de distancia. Mitch podía ver su reflejo sobre el cristal, su traje beige brillante, pero no su rostro.
—Bueno, no es estrictamente cierto. Voy a Nueva York, a la SUNY. Un amigo de Oregón me consiguió una entrevista. Me gustaría dar clases, hacer investigación de campo durante el verano. Puede que empezar de nuevo en un lugar diferente.
—Yo fui a la SUNY. Me temo que ahora no conozco a nadie allí. A nadie con influencia. Siéntate, por favor. —Kaye le indicó el sofá, el sillón—. ¿Agua? ¿Zumo?
—Agua, por favor.
Mientras ella estaba en la cocina, Mitch aspiró el olor de las flores que se encontraban sobre la repisa, rosas, azucenas y clavellinas, luego rodeó el sofá y se sentó en un extremo. Sus largas piernas parecían no saber dónde ponerse. Cruzó las manos sobre las rodillas.
—No puedo limitarme a chillar, gritar y dimitir —dijo Kaye—. Se lo debo a la gente que trabaja conmigo.
—Entiendo. ¿Cómo está resultando la vacuna?
—Estamos muy avanzados en las pruebas preclínicas. Ya se están haciendo algunas pruebas clínicas aceleradas en Inglaterra y Japón, pero no me satisfacen. Jackson, él es quien está a cargo del proyecto de la vacuna, quiere que salga de su equipo.
—¿Por qué?
—Porque hablé demasiado en el comedor hace tres días. Marge Cross no pudo aceptar nuestra teoría. No encaja en el paradigma. No es defendible.
—La percepción de quórum —dijo Mitch.
Kaye le ofreció un vaso de agua.
—¿Qué es eso?
—Un hallazgo casual de mis lecturas. Cuando hay suficientes bacterias, cambian su comportamiento, se coordinan. Puede que nosotros actuemos igual. Simplemente no tenemos suficientes científicos de nuestra parte para conseguir un quórum.
—Puede —dijo Kaye. De nuevo se encontraba a un paso de distancia de él—. He estado trabajando la mayor parte del tiempo en los laboratorios del HERV y de genética de Americol. Descubriendo dónde se podrían expresar otros virus endógenos similares al SHEVA, y bajo qué condiciones. Estoy algo sorprendida de que Christopher…
Mitch la miró directamente y la interrumpió.
—Vine a Baltimore para verte —dijo.
—Oh —contestó Kaye en voz baja.
—No puedo dejar de pensar en la tarde que pasamos en el zoo.
—Ahora no parece real —comentó Kaye.
—A mí sí me lo parece —dijo Mitch.
—Creo que Marge me está apartando del calendario de conferencias de prensa —dijo Kaye, intentando perversamente cambiar de conversación, o ver si él permitiría el cambio—. Alejándome de la tarea de portavoz. Me llevará algún tiempo ganarme su confianza de nuevo. Sinceramente, me alegra distanciarme del escrutinio público. Va a haber un…
—En San Diego —la interrumpió—, reaccioné de forma muy intensa a tu presencia.
—Es halagador —contestó Kaye, y se volvió a medias, como para escapar. No se escapó, sino que rodeó la mesa y se detuvo al otro lado, de nuevo tan sólo a un paso de distancia.
—Feromonas —dijo Mitch, y se puso en pie, a su lado—. La forma en que huelen las personas es importante para mí. No usas perfume.
—Nunca lo hago —dijo Kaye.
—No lo necesitas.
—Espera —dijo Kaye, y se apartó otro paso. Levantó las manos y lo miró fijamente, con los labios apretados—. Puedo confundirme con facilidad en estos momentos. Necesito mantenerme centrada.
—Necesitas relajarte —dijo Mitch.
—Estar cerca de ti no resulta relajante.
—No te sientes segura sobre demasiadas cosas.
—Ciertamente, en lo que se refiere a ti no me siento segura.
Él extendió la mano.
—¿Quieres oler mi mano primero?
Kaye se rió.
Mitch se olió la palma de la mano.
—Jabón dial. Puertas de taxis. Hace años que no excavo. Mis callos se están suavizando. Estoy sin trabajo, endeudado y tengo reputación de ser un hijo de puta chiflado y sin ética.
—Deja de ser tan duro contigo mismo. Leí tus artículos, y las viejas historias de la prensa. No ocultas las cosas y no mientes. Te interesa la verdad.
—Me siento halagado —dijo Mitch.
—Y me confundes. No sé qué pensar de ti. No te pareces mucho a mi marido.
—¿Eso es bueno? —preguntó Mitch.
Kaye le contempló con mirada crítica.
—Hasta ahora.
—Lo habitual sería dejar que las cosas se desarrollasen despacio. Te invitaría a cenar.
—¿Pagando a medias?
—Con cargo a mi cuenta de gastos —dijo Mitch con ironía.
—Karl tendría que venir con nosotros. Tendría que aprobar el restaurante. Normalmente como aquí arriba, o en la cafetería de Americol.
—¿Karl espía tus conversaciones?
—No —dijo Kaye.
—El portero dijo que se lo tomaba en serio —dijo Mitch.
—Sigo siendo una mujer protegida —dijo Kaye—. No me gusta, pero es así. Quedémonos aquí y comamos. Después podemos pasear por el jardín del tejado, si ha dejado de llover. Tengo algunos entrantes congelados realmente buenos. Los conseguí en un mercado del centro comercial de abajo. Y una bolsa de ensalada. Soy una buena cocinera cuando tengo tiempo, pero no he tenido demasiado tiempo. —Volvió a dirigirse a la cocina.
Mitch la siguió, contemplando el resto de los cuadros que había en las paredes, los pequeños con marcos baratos que eran probablemente su propia contribución a la decoración. Pequeñas reproducciones de Maxfield Parrish, Edmund Dulac y Arthur Rackham; fotos de grupos familiares.
No vio ninguna foto de su marido muerto. Puede que las guardase en el dormitorio.
—Me gustaría cocinar para ti alguna vez —dijo Mitch—. Soy muy hábil con un hornillo de cámping.
—¿Vino? ¿Con la cena?
—Necesito un poco ahora —dijo Mitch—. Estoy muy nervioso.
—Igual que yo —dijo Kaye, y extendió las manos para mostrárselo. Temblaban—. ¿Produces este efecto en todas las mujeres?
—Nunca —dijo Mitch.
—Tonterías. Hueles bien —dijo Kaye.
Estaban separados por menos de un paso. Mitch cruzó la distancia, le tocó la barbilla, la alzó. La besó suavemente. Ella se apartó algunos centímetros, luego le sujetó su propia barbilla entre el pulgar y el índice, lo atrajo hacia abajo y le besó con más contundencia.
—Creo que puedo ser juguetona contigo —dijo. Con Saul nunca estaba segura de cómo reaccionaría él. Había aprendido a limitar su repertorio de comportamientos.
—Por favor —le contestó.
—Eres sólido —dijo. Tocó las arrugas que el sol había dejado en su cara, las patas de gallo prematuras. Mitch tenía un rostro juvenil y ojos brillantes, pero su piel era sabia y experimentada.
—Soy un loco, pero un loco sólido.
—El mundo sigue, nuestros instintos no cambian —dijo Kaye, nublándosele la mirada—. No estamos al mando. —A una parte de ella, de la que no había tenido noticias desde hacía mucho tiempo, le gustaba mucho ese rostro.
Mitch se golpeó la frente.
—¿Lo oyes? ¿Desde el interior?
—Creo que sí —dijo Kaye. Decidió arriesgarse—. ¿A qué huelo?
Mitch se inclinó sobre su cabello. Kaye jadeó ligeramente cuando le rozó la oreja con la nariz.
—A algo limpio y vivo, como una playa cuando llueve —le contestó.
—Tú hueles como un león —dijo Kaye. Él le acarició los labios y apoyó su oído junto a la sien de Kaye, como si escuchase.
—¿Qué oyes? —le preguntó.
—Tienes hambre —dijo Mitch, y sonrió, una sonrisa abierta y luminosa, de chiquillo.
El gesto resultó tan obviamente espontáneo que Kaye le tocó los labios con los dedos, encantada, antes de que su rostro volviese a adoptar la sonrisa casual protectora y agradable, pero controlada. Se apartó.
—Cierto. Comida. Pero antes vino, por favor —dijo, y abrió la nevera. Le tendió una botella de semillion blanco.
Mitch sacó una navaja suiza del bolsillo de sus pantalones, extendió el sacacorchos y extrajo el corcho con destreza.
—Durante las excavaciones bebemos cerveza, y vino cuando terminamos —dijo, sirviéndole un vaso.
—¿Qué tipo de cerveza?
—Coors. Budweiser. Cualquiera que no sea demasiado fuerte.
—Todos los hombres que conozco la prefieren fuerte o de producción limitada.
—No bajo el sol —dijo Mitch.
—¿Dónde estás alojado? —le preguntó.
—En la AJC —contestó.
—Nunca había conocido a un hombre que se alojase en la Asociación de Jóvenes Cristianos.
—No está tan mal.
Kaye bebió algo de vino, se humedeció los labios, se alzó acercándose más, de puntillas, y le besó. Él saboreó el vino en su lengua, todavía ligeramente fría.
—Quédate aquí —dijo Kaye.
—¿Y qué pensará el forzudo?
Ella sacudió la cabeza, le besó de nuevo y él la rodeó con los brazos, sosteniendo todavía la botella y el vaso. Derramó un poco de vino sobre su vestido. La hizo volverse, posó el vaso sobre el mostrador y a continuación la botella.
—No sé dónde parar —dijo ella.
—Yo tampoco —contestó Mitch—. Pero sé cómo tener cuidado.
—Vivimos en ese tipo de época, ¿verdad? —comentó Kaye con tristeza, y le sacó la camisa de los pantalones.
Entre las experiencias de Mitch, Kaye no era la mujer más bella que había visto desnuda, ni la más dinámica en la cama. Ese puesto le habría correspondido a Tilde, que, a pesar de su distanciamiento, había sido muy excitante. Lo que más le impresionaba en lo referente a Kaye era su completa aprobación de cada uno de sus rasgos. Desde los pechos pequeños y ligeramente caídos, la estrecha caja torácica, las amplias caderas, el pubis sedoso y tupido, las largas piernas, mejores que las de Tilde, pensó, hasta la mirada firme y examinadora mientras le hacía el amor.
Su aroma llenaba su nariz, su cerebro, hasta que se sintió como si flotase en un cálido y protector océano de placer. Con el preservativo puesto sentía muy poco, pero todos los demás sentidos lo compensaban, y era el roce de sus pechos, sus pezones duros como cerezas, sobre su torso lo que le hacía sentir oleadas de placer. Seguía moviéndose en el interior de Kaye, suministrándole instintivamente su flujo, cuando Kaye se mostró sobresaltada, se agitó, cerró los ojos con fuerza y gritó:
—¡Oh, Dios, Dios, Dios!
Hasta ese momento había permanecido casi en total silencio, y él la miró sorprendido. Kaye apartó la cara y lo abrazó reteniéndolo con fuerza, atrayéndolo, envolviéndolo con sus piernas, frotándose con fuerza. Mitch quería retirarse antes de que se desbordase el preservativo, pero ella seguía moviéndose, y él se encontró otra vez firme, y la satisfizo hasta oír un grito débil, en esta ocasión con los ojos abiertos, y el rostro distorsionado como si sintiese un gran deseo o dolor. A continuación, la expresión de Kaye se relajó, junto con el cuerpo, y cerró los ojos.
Mitch se retiró e hizo las comprobaciones: el preservativo seguía en su sitio. Se lo quitó y lo ató con destreza; lo dejó caer al lado de la cama para deshacerse de él más tarde.
—No puedo ni hablar —susurró Kaye.
Mitch se acostó a su lado, saboreando la mezcla de olores. No deseaba nada más. Por primera vez en años, se sentía feliz.
—¿Qué se siente al ser uno de los neandertales? —preguntó Kaye.
En el exterior iba cayendo la noche. El apartamento estaba en silencio excepto por el lejano y amortiguado sonido del tráfico en la calle.
Mitch se incorporó, apoyándose sobre un codo.
—Ya lo hemos comentado.
Kaye estaba tendida sobre la espalda, desnuda de la cintura para arriba, con una sábana cubriéndola hasta el ombligo, intentando oír algo mucho más lejano que el tráfico.
—En San Diego —asintió—. Lo recuerdo. Hablamos de que tenían máscaras. De que el hombre se quedó junto a ella. Pensabas que debía de haberla amado mucho.
—Así es —dijo Mitch.
—Debía de ser raro. Especial. La mujer del campus del INS. Su novio no se creía que se tratase de su bebé. —Las palabras empezaron a fluir por su boca—. Laura Nilson, la directora de relaciones públicas de Americol, nos dijo que la mayor parte de los hombres no se creerán que se trate de sus bebés. Probablemente la mayoría de las mujeres preferirá abortar a asumir el riesgo. Por ese motivo van a recomendar la píldora del día siguiente. Incluso si hay problemas con la vacuna, todavía podrán detenerlo.
Mitch parecía incómodo.
—¿No podemos olvidar durante un rato?
—No —contestó Kaye—. No puedo soportarlo más. Vamos a sacrificar a todos los primogénitos, exactamente como el faraón de Egipto. Si esto sigue adelante, nunca sabremos cómo habría sido la siguiente generación. Habrán muerto todos. ¿Quieres que sea eso lo que suceda?
—No —dijo Mitch—. Pero eso no significa que no esté tan asustado como cualquiera. —Sacudió la cabeza—. Me pregunto qué habría hecho yo si hubiese sido ese hombre, en el pasado, hace quince mil años. Debieron de expulsarlos de la tribu. O puede que huyesen. Tal vez sólo estaban paseando y se tropezaron con una partida de ataque y ella resultó herida.
—¿Es lo que crees?
—No —dijo Mitch—. La verdad es que no lo sé. No tengo poderes psíquicos.
—Estoy estropeando el momento, ¿verdad?
—Hum, hum.
—Nuestras vidas no nos pertenecen —dijo Kaye. Le acarició los pezones con los dedos, rozándole el vello del pecho—. Pero podemos levantar un muro durante un rato. ¿Te quedarás esta noche?
Mitch le besó la frente, y luego la nariz y las mejillas.
—Esta habitación es mucho más agradable que el cuarto de la AJC.
—Ven aquí —dijo Kaye.
—No puedo acercarme mucho más.
—Prueba.
Kaye Lang yacía temblando en la oscuridad. Le parecía que Mitch estaba dormido, pero, para asegurarse, le pellizcó ligeramente en la espalda. Se movió, pero no respondió. Estaba a gusto. A gusto junto a ella.
Nunca se había arriesgado tanto; desde la época de sus primeras citas siempre había buscado la seguridad y, esperaba, la protección, planificando un refugio en el que poder llevar a cabo su trabajo, desarrollar sus ideas con la mínima interferencia del mundo exterior.
Casarse con Saul había sido el paso definitivo. Edad, experiencia, dinero, habilidad para los negocios… Al menos eso había pensado. Ahora, el giro radical en la dirección opuesta era obviamente una reacción a lo anterior. Se preguntó cómo lo afrontaría.
Simplemente decirle a Mitch que todo había sido una equivocación, cuando se despertase por la mañana…
La idea la aterrorizó. No porque temiese que él pudiese hacerle daño; era el más amable de los hombres, y no mostraba ningún signo del conflicto interno que había afectado a Saul.
Mitch no era tan guapo como Saul.
Por otra parte, Mitch se mostraba completamente abierto y honesto.
Mitch la había buscado, pero estaba casi segura de que había sido ella quien lo había seducido a él. Desde luego no sentía que la hubiese forzado a nada.
—¿Qué demonios estás haciendo? —murmuró en la oscuridad. Estaba hablándole a ese otro yo, la obstinada Kaye, que raramente le decía lo que sucedía realmente. Salió de la cama, se puso la bata, fue hasta el escritorio del salón y abrió el cajón del medio, donde guardaba los papeles de sus cuentas.
Tenía seiscientos mil dólares, sumando los ingresos por la venta de la casa y su fondo de pensiones personal. Si dimitía de Americol y del Equipo Especial, podría vivir durante años con cierta comodidad.
Pasó unos minutos analizando gastos, presupuestos para emergencias, coste de alimentos y recibos mensuales en una pequeña hoja de papel, luego se estiró en la silla.
—Esto es una estupidez —dijo—. ¿Qué estoy planeando? —Y añadió, dirigiéndose a ese obstinado y secretista yo—: ¿Qué demonios pretendes?
No le diría a Mitch que se fuese por la mañana. Le hacía sentirse bien. Junto a él, su mente se calmaba, sus miedos y preocupaciones eran menos apremiantes. Tenía aspecto de saber qué estaba haciendo, y quizá lo supiese. Tal vez fuese el mundo el retorcido, el que ponía trampas y emboscadas, y obligaba a las personas a hacer malas elecciones.
Golpeó el papel con el bolígrafo, arrancó otra hoja de la libreta. Sus dedos empujaron el bolígrafo sobre el papel casi de forma inconsciente, dibujando una serie de marcos de lectura en los cromosomas 18 y 20 que podrían guardar relación con los genes del SHEVA. Habían sido identificados previamente como posibles HERV, pero habían resultado no tener las características definitorias de los fragmentos de retrovirus. Necesitaba analizar esos loci, esos fragmentos dispersos, para comprobar si podrían encajar unos con otros y expresarse; había estado posponiéndolo durante algún tiempo. Mañana sería el momento adecuado.
Antes de seguir adelante, necesitaba munición. Necesitaba armas.
Volvió al dormitorio. Mitch parecía estar soñando. Fascinada, se tendió en silencio junto a él.
Desde lo alto de una cumbre cubierta de nieve, el hombre vio a los chamanes y a sus ayudantes siguiéndolos a él y a su mujer. No podían evitar dejar huellas en la nieve, pero incluso en los prados bajos y a través del bosque habían sido rastreados por expertos.
El hombre había traído a su mujer, pesada y lenta a causa del niño, hasta esa altitud, con la esperanza de cruzar hasta otro valle al que había ido una vez de niño.
Volvió a mirar a las figuras que se encontraban a unos doscientos metros detrás. Luego miró los riscos y cumbres que se encontraban delante, como otras tantas hachas de piedra tiradas. Estaba perdido. Había olvidado el camino que conducía al valle.
La mujer apenas hablaba. El rostro que había contemplado en su día con tanta devoción estaba cubierto por la máscara.
El hombre se sentía lleno de amargura. A esa altura, la nieve húmeda se filtraba a través de los finos zapatos con su relleno de hierba. El frío le subía por las piernas hasta las rodillas y hacía que le doliesen. El viento atravesaba las pieles, incluso colocadas del revés, minaba sus fuerzas y le cortaba el aliento.
La mujer avanzaba con dificultad. Sabía que podría escapar si la abandonaba. La idea hizo que su rabia aumentase. Odiaba la nieve, a los chamanes, a las montañas; se odiaba a sí mismo. No conseguía odiar a la mujer. Ella había sufrido la sangre sobre sus muslos, la pérdida, y se lo había ocultado para no atraer la vergüenza; se había manchado el rostro con barro para ocultar las marcas. Y luego, cuando no pudo ocultarlas más, había intentado salvarle ofreciéndose ella misma a la Gran Madre, tallada en la ladera del valle. Pero la Gran Madre la había rechazado, y ella había vuelto a él, sollozando y gimiendo. No podía matarse a sí misma.
Su propio rostro mostraba las marcas. Eso le desconcertaba y le enfurecía.
Los chamanes y las hermanas de la Gran Madre; de la Madre Cabra y de la Madre Hierba; la Mujer Nieve; Leopardo, el Asesino Voceante; Chancro, el Asesino Silencioso; Lluvia, el Padre Sollozante; todos se habían reunido y habían tomado la decisión durante la época en que comenzaba el frío, pensando durante dolorosas semanas mientras los otros, los que tenían las marcas, permanecían en las cuevas.
El hombre había decidido huir. No conseguía confiar en los chamanes y las hermanas.
Mientras escapaban, habían oído los gritos. Los chamanes y las hermanas habían comenzado a matar a las madres y a los padres que mostraban las marcas.
Todos sabían cómo nacían los caraplanas. Las mujeres podrían ocultarlo, los hombres podrían ocultarlo, pero todos lo sabían. Los que criasen caraplanas sólo empeorarían las cosas.
Sólo las hermanas de los dioses y diosas engendraban de forma correcta, nunca engendraban caraplanas, porque iniciaban a los jóvenes de la tribu. Tenían muchos hombres.
Debía haber permitido que los chamanes aceptasen a su mujer como hermana, haberle permitido que adiestrase a los jóvenes también, pero ella sólo le quería a él.
El hombre odiaba las montañas, la nieve, la huida. Caminaba con dificultad, sujetando con fuerza el brazo de la mujer, empujándola en torno a una roca para que pudiesen encontrar un lugar donde esconderse. No estaba observando con atención. Estaba demasiado absorto en la nueva verdad, que las madres y padres del cielo y el mundo fantasmal que les rodeaba estaban todos ciegos o eran sólo mentiras.
Estaba solo, su mujer estaba sola, sin tribu, sin pueblo, sin ayuda. Ni siquiera Cabellos Largos ni Ojos Húmedos, los más amenazadores de los visitantes muertos, los más dañinos, se preocupaban por ellos. Empezaba a pensar que ninguno de los visitantes muertos era real.
Los tres hombres le sorprendieron. No los vio hasta que salieron de una hendidura en la montaña y le arrojaron las lanzas a la mujer. Les conocía, pero ya no eran sus compañeros. Uno había sido un hermano, otro un Padre Lobo. Ahora no eran nada de eso, y se preguntó cómo podía siquiera reconocerlos.
Antes de que pudiesen huir, uno de ellos les arrojó una lanza endurecida por el fuego y afilada, y la clavó en el vientre de la mujer. Ella volvió, introdujo las manos en las pieles y gritó. Él tenía piedras en las manos y estaba lanzándolas, agarró la lanza de uno de los hombres, la agitó ciegamente y se la clavó a uno de ellos en un ojo. Les hizo alejarse lloriqueando y gimiendo como cachorros.
Gritó al cielo, sostuvo a su mujer mientras ella intentaba recuperar el aliento, la llevó y la arrastró más arriba. La mujer le dijo con las manos y la mirada que, además de la sangre y del dolor, era el momento. El nuevo ser quería salir.
Buscó más arriba un lugar donde esconderse y vigilar la llegada del nuevo ser. Había tanta sangre, más de la que había visto nunca, excepto surgida de un animal. Mientras caminaba y portaba a la mujer, miraba sobre su hombro. Los chamanes y los otros aún no les seguían.
Mitch gritó, peleándose con las mantas. Sacó las piernas de la cama, las manos aferrando las sábanas, confundido por las cortinas y los muebles. Durante un momento no supo quién era ni dónde estaba.
Kaye se sentó junto a él y le abrazó.
—¿Un sueño? —preguntó, frotándole los hombros.
—Sí —dijo—. Dios mío. Nada de poderes psíquicos. Nada de viajes en el tiempo. El hombre no llevaba leña. Pero había una hoguera en la cueva. Las máscaras tampoco parecían las mismas. Pero era todo tan real.
Kaye le hizo tenderse de nuevo, y le acarició el pelo húmedo y las mejillas. Mitch se disculpó por despertarla.
—Ya estaba despierta.
—Vaya una forma de impresionarte —murmuró Mitch.
—No necesitas impresionarme —dijo Kaye—. ¿Quieres hablar del sueño?
—No —contestó—. Sólo era un sueño.
Dicken abrió la puerta del coche y salió del Dodge. La doctora Denise Lipton le entregó una identificación. Se protegió los ojos del brillo del sol y contempló el pequeño cartel situado sobre la desnuda pared de cemento de la clínica: Centro de Salud Femenina y Planificación Familiar Virginia Chatham. Un rostro les observó brevemente a través del pequeño ventanuco de cristal protegido con rejilla situado en medio de la robusta puerta metálica pintada de color azul. El intercomunicador se activó y Lipton les facilitó su nombre y su referencia. La puerta se abrió.
La doctora Henrietta Paskow se hallaba frente a ellos, firmemente plantada sobre sus gruesas piernas; la falda gris por debajo de la rodilla y la blusa blanca enfatizaban una recia sobriedad que la hacía parecer mayor de lo que era realmente.
—Gracias por venir, Denise. Hemos estado muy ocupados.
La siguieron a lo largo del pasillo amarillo y blanco, pasando frente a las puertas de las ocho salas de espera, hasta un pequeño despacho en la parte posterior. En la pared que se encontraba detrás de la mesa de madera colgaban fotografías con marcos de latón de una gran familia de niños.
Lipton se sentó en una silla metálica plegable. Dicken permaneció en pie. Paskow les acercó dos cajas llenas de carpetas.
—Hemos realizado treinta desde lo del bebé C —dijo—. Trece D y C y diecisiete de los de la mañana siguiente. Las píldoras actúan durante cinco semanas después del rechazo del feto de la primera fase.
Dicken revisó los informes. Eran directos y concisos, con notas del médico y la enfermera encargados del caso.
—No ha habido complicaciones importantes —dijo Paskow—. El tejido laminal supone una protección contra el lavado salino. Pero hacia el final de la quinta semana se ha disuelto y el embarazo resulta vulnerable.
—¿Cuántas peticiones ha habido hasta ahora? —preguntó Lipton.
—Hemos tenido seiscientas consultas. Casi todas tienen entre veinte y cuarenta años, y conviven con un hombre, casadas o no. Hemos remitido a la mitad de ellas a otras clínicas. Es un incremento significativo.
Dicken dejó las carpetas sobre la mesa.
Paskow le observó con atención.
—¿No lo aprueba, señor Dicken?
—No estoy aquí para aprobar o desaprobar —contestó—. La doctora Lipton y yo estamos haciendo entrevistas de campo para ver si nuestras cifras coinciden con la realidad.
—La Herodes va a diezmar a una generación completa —dijo Paskow—. Una tercera parte de las mujeres que acuden a nosotros ni siquiera dan positivo en los análisis de SHEVA. No han tenido ningún aborto. Simplemente quieren deshacerse del bebé, esperar unos años y ver qué sucede. El control de natalidad está convirtiéndose en un negocio boyante. Las clínicas de este tipo están llenas. Hemos montado dos nuevas salas en el piso de arriba. Muchos más hombres vienen con sus mujeres y sus novias. Puede que sea lo único bueno de todo esto. Los hombres se sienten culpables.
—No hay motivo para poner fin a todos los embarazos —dijo Lipton—. Las pruebas del SHEVA son muy exactas.
—Eso les decimos. No les importa —dijo Paskow—. Están asustadas y no confían en que nosotros sepamos qué puede ocurrir. Mientras tanto, cada martes y jueves, soportamos diez o quince piquetes de la Operación Rescate ahí fuera, clamando que la Herodes es un mito laico humanista, que no se trata de una enfermedad. Son sólo hermosos bebés innecesariamente asesinados. Dicen que se trata de una conspiración mundial. Están muy asustados y hacen mucho ruido. El milenio es joven.
Paskow había hecho copias de los informes estadísticos más importantes. Le tendió los documentos a Lipton.
—Gracias por su tiempo —dijo Dicken.
—Señor Dicken —les gritó Paskow mientras se iban—, una vacuna nos ahorraría muchos problemas a todos.
Lipton acompañó a Dicken hasta su coche. Una mujer negra de unos treinta años pasó junto a ellos y se detuvo ante la puerta azul. Se había envuelto en un abrigo de lana, a pesar de que el día era cálido. Estaba embarazada de más de seis meses.
—He tenido suficiente por hoy —dijo Lipton, pálida—. Regreso al campus.
—Tengo que recoger algunas muestras —dijo Dicken.
Lipton puso la mano sobre la puerta y añadió:
—Debemos informar a las mujeres que están en nuestra clínica. Ninguna de ellas tiene ninguna enfermedad venérea, pero todas han tenido la varicela y una de ellas tuvo hepatitis B.
—No tenemos constancia de que la varicela provoque problemas —dijo Dicken.
—Es un herpesvirus. Tus informes de laboratorio son aterradores, Christopher.
—Están incompletos. Maldita sea, casi todo el mundo ha tenido varicela, o mononucleosis, o herpes labial. Hasta ahora, sólo tenemos certeza respecto al herpes genital, la hepatitis y posiblemente el sida.
—Aún así tengo que decírselo —contestó Lipton y cerró la puerta con fuerza—. Se trata de ética, Christopher.
—Ya —dijo Dicken.
Liberó el freno de mano y encendió el motor. Lipton se dirigió a su propio coche. Al cabo de unos segundos, hizo un gesto de disgusto, apagó de nuevo el motor y se quedó sentado con el brazo asomando por la ventanilla, intentando decidir en qué debería invertir su tiempo las próximas semanas.
Las cosas no iban en absoluto bien en los laboratorios. Los análisis del tejido fetal y placentario de las muestras enviadas desde Francia y Japón mostraban vulnerabilidad a todo tipo de infecciones por herpesvirus. Ni un solo embarazo de la segunda fase había sobrevivido al nacimiento, de los 110 casos estudiados hasta el momento.
Era hora de aceptar la situación. La política de salud pública se hallaba en un momento crítico. Tendrían que tomarse decisiones y efectuar recomendaciones, y los políticos tendrían que reaccionar a esas recomendaciones con medidas que pudiesen ser explicadas ante un electorado claramente dividido.
Puede que no fuese capaz de salvar la verdad. Y en ese momento la verdad parecía algo muy lejano. ¿Cómo era posible que algo tan importante como un suceso evolutivo fundamental fuese desviado y pasado por alto con tanta efectividad?
En el asiento de al lado había amontonado una pila de correo de su oficina de Atlanta. No había tenido tiempo para leerlo en el avión. Alzó uno de los sobres y lanzó un juramento en voz baja. ¿Cómo no lo había visto inmediatamente? El remite y la letra eran lo bastante claros: el doctor Leonid Sugashvili le escribía desde Tbilisi, República de Georgia.
Abrió el sobre. Una fotografía en blanco y negro le cayó sobre el regazo. La recogió y examinó la imagen: figuras de pie ante una vieja y desvencijada casa de madera, dos mujeres con vestidos y un hombre con un mono. Parecían esbeltos, tal vez incluso delgados, pero no había forma de estar seguro. Las caras no se apreciaban.
Dicken desplegó la carta doblada que acompañaba a la foto.
Estimado doctor Christopher Dicken:
Me han enviado esta fotografía desde Atzharis AR, probablemente usted lo conoce como Adzaria. Fue tomada cerca de Batumi hace diez años. Se trata de supuestos supervivientes de las purgas por la que usted se interesaba. No se ve demasiado. Algunos dicen que todavía están vivos. Otros dicen que se trata de verdaderos extraterrestres, pero a ésos no les creo.
Los buscaré y le mantendré informado. El dinero es muy escaso. Agradecería el que su organización, el Centro para Enfermedades Infecciosas, pudiese prestarme apoyo financiero. Gracias por su interés. Creo que es posible que no se trate en absoluto de «abominables hombres de las nieves», ¡sino de personas reales! No he informado a la oficina de CCE en Tbilisi. Me han dicho que confíe únicamente en usted.
Atentamente,
Dicken volvió a examinar la fotografía. Era como no tener nada. Una quimera.
«La Muerte cabalga sobre un caballo blanco, segando bebés a diestro y siniestro —pensó—. Y yo me he aliado con un grupo de chiflados y excéntricos en busca de dinero.»
Mientras Kaye se duchaba, Mitch marcó el número de su apartamento de Seattle. Tecleó su código y escuchó los mensajes. Había dos llamadas de su padre, una llamada de un hombre que no se identificaba y a continuación una llamada de Oliver Merton desde Londres. Anotó el número al tiempo que Kaye salía del baño envuelta en una toalla.
—Disfrutas provocándome —le dijo. Ella se secó el pelo con otra toalla, contemplándole con una mirada fija y apreciativa que resultaba desconcertante.
—¿Quién era?
—Recogía mis mensajes.
—¿Antiguas novias?
—Mi padre, alguien que no conozco, un hombre, y Oliver Merton.
Kaye alzó una ceja.
—Puede que prefiriese a una antigua novia.
—Hum, hum. Me pregunta si me desplazaría hasta Beresford, Nueva York. Quiere que conozca a alguien interesante.
—¿Un neandertal?
—Dice que se encargará de mis gastos y del alojamiento.
—Suena genial —dijo Kaye.
—No he dicho que iría. No tengo ni la más ligera idea de qué es lo que se propone.
—Sabe bastante sobre mi especialidad —dijo Kaye.
—Podrías venir conmigo —dijo Mitch con una mirada que indicaba que sabía que eso era esperar demasiado.
—No he acabado aquí, aún me falta bastante —contestó—. Te echaré de menos si vas.
—¿Por qué no le llamo y le pregunto qué es lo que se guarda en la manga?
—De acuerdo —dijo Kaye—. Hazlo mientras preparo dos tazas de cereales.
La conexión con Londres tardó unos segundos.
El tono bajo del teléfono inglés fue interrumpido con rapidez por un entrecortado:
—Es tarde y estoy ocupado. ¿Quién demonios es?
—Mitch Rafelson.
—Vaya. Perdona un momento mientras me pongo algo encima. Odio hablar medio desnudo.
—¡Medio! —exclamó una mujer alterada en la misma habitación—. Diles que pronto seré tu esposa y que estás completamente desnudo.
—Shhh. —Luego en tono más alto y con el teléfono medio tapado Merton habló con la mujer.
«Está recogiendo sus cosas y saliendo de la habitación», pensó Mitch. Merton apartó la mano y acercó la boca al teléfono.
—Es necesario que hablemos en privado, Mitchell.
—Llamo desde Baltimore.
—¿A qué distancia está eso de Bethesda?
—Lejos.
—¿Colaboras con el INS?
—No —dijo Mitch.
—¿Con Marge Cross? Oh… ¿Kaye Lang?
Mitch hizo una mueca. El instinto de Merton era asombroso.
—Sólo soy un simple antropólogo, Oliver.
—De acuerdo. La habitación está despejada. Puedo hablar con libertad. La situación en Innsbruck se ha calentado mucho. Ha ido más allá de simples peleas. Ahora ni siquiera se soportan unos a otros. Ha habido una ruptura y uno de los directores quiere hablar contigo.
—¿Quién?
—En realidad, dice que ha estado de tu parte desde el principio. Dice que te llamó para avisarte de que habían encontrado la cueva.
Mitch recordó la llamada.
—No dejó ningún nombre.
—Tampoco lo hará ahora. Pero está al tanto de todo, es alguien importante y quiere hablar. Me gustaría estar presente.
—Suena a maniobra política —dijo Mitch.
—No dudo que le gustaría extender algunos rumores y ver cuáles son las repercusiones. Quiere verte en Nueva York, no en Innsbruck ni en Viena. En casa de un conocido, en Beresford. ¿Conoces a alguien allí?
—La verdad es que no —contestó Mitch.
—Todavía no me ha dicho qué pretende, pero… no es difícil unir unos cuantos eslabones y obtener una bonita cadena.
—Lo pensaré y te llamaré dentro de un rato.
A Merton no pareció hacerle mucha gracia tener que esperar aunque sólo fuese un rato.
—Serán sólo unos minutos —le aseguró Mitch. Colgó.
Kaye salió de la cocina con dos tazas de cereales y una jarra de leche en una bandeja. Se había puesto una bata negra que le llegaba justo por debajo de la rodilla, atada con un cordón rojo. La bata dejaba ver sus piernas, y cuando se inclinó hacia delante se le descubrió uno de los pechos.
—¿Rice Chex o Raisin Bran?
—Chex, por favor.
—¿Qué tal?
Mitch sonrió.
—Desearía poder desayunar contigo durante mil años.
Kaye se mostró a la vez confusa y halagada. Colocó la bandeja sobre la mesita de café y se estiró la bata, colocándosela con una torpeza avergonzada que Mitch encontró adorable.
—Sabes a qué me refería —le dijo ella.
Mitch la acercó con suavidad al sofá, haciendo que se sentase junto a él.
—Merton dice que hay una crisis en Innsbruck, un cisma. Un miembro importante del equipo quiere hablar conmigo. Merton va a escribir una historia sobre las momias.
—Le interesa lo mismo que a nosotros —dijo Kaye, pensativa—. Piensa que sucede algo importante. Y está rastreando todos los ángulos, desde mí hasta Innsbruck.
—No lo dudo —dijo Mitch.
—¿Es inteligente?
—Razonablemente. Puede que muy inteligente. No lo sé; sólo he pasado unas horas con él.
—Entonces deberías ir. Deberías descubrir qué es lo que sabe. Además, está más cerca de Albany.
—Cierto. En circunstancias normales haría la maleta y me subiría al próximo tren.
Kaye se sirvió la leche.
—¿Pero?
—No me gusta lo de hacer el amor y salir corriendo. Quiero pasar las próximas semanas contigo, continuamente. No apartarme de tu lado. —Mitch estiró el cuello y se lo frotó. Kaye alargó la mano para ayudarle con el masaje—. Suena demasiado posesivo —añadió Mitch.
—Quiero que seas posesivo —dijo Kaye—. Yo también me siento muy posesiva y muy protectora.
—Llamaré a Merton y le diré que no.
—No, no lo harás. —Le besó con intensidad y le mordió el labio—. Estoy segura de que tendrás cosas asombrosas que contarme. Yo estuve reflexionando mucho anoche y ahora debo llevar a cabo un trabajo que requiere concentración. Cuando lo haya terminado, puede que sea yo la que tenga algo asombroso que contarte, Mitch.
Augustine hacía jogging por el paseo del Capitolio siguiendo el descuidado sendero que discurría bajo los cerezos, que en esos momentos se desprendían de sus últimas flores. Un agente con uniforme azul marino le seguía con zancadas firmes, volviéndose y corriendo en dirección contraria por un momento, para escrutar el camino que dejaban atrás.
Dicken estaba parado con las manos en los bolsillos de la chaqueta, esperando a que Augustine se aproximase. Había llegado en coche desde Bethesda hacía una hora, enfrentándose al tráfico de hora punta, odiando esa tontería de la clandestinidad con una sensación muy similar a la furia. Augustine se detuvo junto a él y corrió sin moverse del sitio, estirando los brazos.
—Buenos días, Christopher —dijo—. Deberías correr más a menudo.
—Me gusta estar gordo —respondió Dicken, enrojeciendo.
—A nadie le gusta estar gordo.
—Bien, en ese caso, no estoy gordo —dijo Dicken—. ¿A qué jugamos hoy, Mark? ¿A ser agentes secretos? ¿Informadores? —Se preguntaba cómo era que todavía no le habían asignado un agente. Supuso que todavía no lo consideraban una figura pública.
—Malditos expertos en control de daños —contestó Augustine—. Un hombre llamado Mitch Rafelson pasó la noche con nuestra querida señora Lang en su encantador apartamento de Baltimore.
El corazón de Dicken le dio un vuelco.
—Te paseaste por el zoo de San Diego en compañía de ambos. Le conseguiste una identificación para entrar en una fiesta privada de Americol. Todo muy jovial. ¿Les presentaste tú, Christopher?
—Podría decirse así —respondió Dicken, sorprendido al comprobar lo mal que se sentía.
—No fue algo muy prudente. ¿Conoces su historial? —preguntó Augustine incisivo—. ¿El ladrón de cadáveres de los Alpes? Está chiflado, Christopher.
—Pensé que podría tener algo que aportar.
—¿Para apoyar qué punto de vista en medio de este lío?
—Un punto de vista defendible —dijo Dicken evasivo, apartando la mirada. La mañana era fresca y agradable, y había bastante gente corriendo por el paseo, permitiéndose un poco de actividad al aire libre antes de encerrarse en sus oficinas gubernamentales.
—Todo el asunto apesta. Parece algún tipo de táctica evasiva para reorientar todo el proyecto, y eso me preocupa.
—Comentamos un punto de vista, Mark. Un punto de vista defendible.
—Marge Cross me dice que se está hablando de evolución —dijo Augustine.
—Kaye ha estado estudiando una explicación que implica evolución —dijo Dicken—. Sus artículos contienen todas las predicciones, Mark, y Mitch Rafelson ha estado llevando a cabo algunas investigaciones en esa misma línea.
—Marge opina que habrá graves repercusiones si esta teoría se hace pública —dijo Augustine.
Dejó de mover los brazos y empezó con los ejercicios de estiramiento del cuello, agarrando cada brazo con la mano opuesta y aplicando tensión, mirando a lo largo del brazo extendido mientras lo echaba hacia atrás todo lo que podía.
—No hay motivo para llegar a ese punto. Lo pararé aquí mismo y ahora. Esta mañana hemos recibido una copia del informe que va a hacer público el Instituto Paul Ehrlich, de Alemania; han encontrado formas mutadas del SHEVA. Varias. La enfermedad muta, Christopher. Tendremos que descartar las pruebas de la vacuna y empezar de nuevo. Eso deja nuestras esperanzas en muy mala situación. Puede que mi puesto no sobreviva a este desastre.
Dicken observó cómo Augustine daba saltos sin moverse del sitio, golpeando el suelo con los pies. Augustine se detuvo y recuperó el aliento.
—Podría haber veinte o treinta mil personas manifestándose en el paseo mañana. Alguien ha filtrado un informe del Equipo Especial sobre los resultados de la RU-486.
Dicken sintió que algo se rompía en su interior, un pequeño pop, la decepción combinada por lo de Kaye y por todo el trabajo que había realizado. Todo el tiempo perdido. No veía ninguna forma de evitar el problema de un mensajero que mutase, cambiando su mensaje. Ningún sistema biológico le daría nunca a un mensajero ese tipo de control.
Se había equivocado. Y también Kaye Lang se había equivocado.
El agente señaló su reloj, pero Augustine hizo un gesto de fastidio y sacudió la cabeza irritado.
—Cuéntamelo, Christopher —dijo Augustine—, y luego decidiré si te permito conservar tu maldito empleo.
Kaye caminó con paso firme desde su edificio hasta Americol, contemplando la altura de la torre Bromo-Seltzer, llamada así porque en algún momento mostró en lo alto un enorme frasco de antiácidos de color azul. Ahora sólo tenía el nombre, el frasco había sido eliminado hacía décadas.
Kaye no podía dejar de pensar en Mitch, pero curiosamente, eso no la distraía. Su mente estaba centrada; tenía una idea mucho más clara de qué era lo que debía buscar. El juego de sol y sombra le resultaba agradable mientras recorría los callejones que conectaban los edificios. Hacía un día tan hermoso que casi podía olvidar la presencia de Benson. Como siempre, la acompañó hasta la planta del laboratorio, luego se apostó junto a los ascensores y las escaleras, donde todo el que pasase tendría que someterse a su inspección.
Kaye entró en el laboratorio, y colgó el bolso y el abrigo sobre una barra donde se ponían a secar los frascos de vidrio. Cinco o seis de sus ayudantes se encontraban en la habitación contigua, comprobando los resultados de los análisis de electroforesis de la noche anterior. Se alegraba de tener algo de intimidad.
Se sentó ante el escritorio y accedió a la Intranet de Americol en el ordenador. Sólo le llevó unos segundos cambiar desde la página principal hasta el sitio privado de Americol sobre el Proyecto del Genoma Humano. La base de datos estaba magníficamente diseñada y era fácil de usar, identificando los genes principales, resaltando y explicando en detalle sus funciones.
Kaye introdujo su contraseña. En su trabajo inicial, había estudiado siete candidatos potenciales para la expresión y reensamblaje de partículas de HERV completas e infecciosas. Los genes candidatos que había considerado con mayores probabilidades de resultar viables habían resultado estar asociados al SHEVA, por fortuna, podría pensarse. Durante los meses de trabajo en Americol, había empezado a estudiar en detalle los otros seis candidatos y había planeado continuar con una lista de miles de genes posiblemente relacionados.
Kaye era considerada una experta, pero aquello en lo que era experta, comparado con la enormidad del mundo del ADN humano, consistía en un conjunto de chozas derruidas y aparentemente abandonadas en algunas ciudades pequeñas y casi olvidadas. Los genes HERV eran supuestamente fósiles, fragmentos dispersos en zonas de ADN de longitud menor al millón de pares de bases. Sin embargo, en distancias tan pequeñas, los genes podían recombinarse, saltar de posición en posición, con cierta facilidad. El ADN estaba en constante actividad, con genes cambiando de situación, formando pequeños nudos o fístulas de ADN, y replicándose; una serie de cadenas agitándose y retorciéndose, reordenándose constantemente, por motivos que de momento nadie comprendía totalmente. Y sin embargo, el SHEVA había permanecido notablemente estable a lo largo de millones de años. Los cambios que estaba buscando serían a la vez pequeños y muy significativos.
Si tenía razón, estaba a punto de derribar un paradigma científico fundamental, de dañar muchas reputaciones y provocar la batalla científica del siglo veintiuno, una guerra más bien, y no quería convertirse en una de las primeras víctimas por entrar en el campo de batalla sólo con media armadura. Las especulaciones sobre la causa no eran suficientes. Las declaraciones extraordinarias exigían pruebas extraordinarias.
Pacientemente, confiando en que pasaría al menos una hora antes de que alguien más entrase en el laboratorio, volvió a comparar las secuencias halladas en el SHEVA con las de los otros seis candidatos. Esta vez observó con atención los factores de transcripción que activaban la expresión de los grandes complejos proteínicos. Comprobó las secuencias varias veces antes de fijarse en lo que desde el día anterior sabía que debía estar allí. Cuatro de los candidatos contenían varios factores semejantes, todos sutilmente diferentes.
Contuvo la respiración. Por un momento se sintió como si estuviese al borde de un precipicio. Los factores de transcripción tendrían que resultar específicos para diferentes variedades de LPC. Eso implicaría que habría más de un gen codificando el gran complejo proteínico.
Más de una estación para la radio de Darwin.
La semana anterior, Kaye había solicitado las secuencias más exactas disponibles de algo más de cien genes de varios cromosomas. El director del grupo del genoma le había dicho que estarían disponibles esa mañana. Y había hecho bien su trabajo. Incluso a simple vista, podía percibir similitudes interesantes. Ante tanta información, sin embargo, la vista no era suficiente. Utilizando un software propio de Americol denominado METABLAST, buscó secuencias homólogas en líneas generales con el gen LPC conocido del cromosoma 21. Solicitó y se le autorizó utilizar la mayor parte de la potencia informática del ordenador central del edificio durante unos tres minutos.
Cuando se completó la búsqueda, Kaye tenía las correspondencias que había esperado y cientos de ellas más, todas enterradas en medio del denominado ADN basura, todas sutilmente distintas, ofreciendo un diferente conjunto de instrucciones, diferentes estrategias.
Los genes LPC eran comunes en los veintidós autosomas humanos, los cromosomas que no estaban relacionados con la diferenciación sexual.
—Copias de seguridad —susurró Kaye, como si pudiesen oírla—. Variaciones. —Y sintió un escalofrío. Se apartó de la mesa y caminó por el laboratorio—. ¡Dios mío! ¿Qué demonios estoy pensando?
El SHEVA en su forma actual no estaba funcionando correctamente. Los nuevos bebés estaban muriendo. El experimento, la creación de una nueva subespecie, estaba siendo frustrado por enemigos externos, otros virus, no domesticados, no asimilados en el pasado y no incorporados al equipo de herramientas humano.
Había hallado otro eslabón de la cadena de pruebas. Si quisieras que un mensaje fuese entregado, enviarías a muchos mensajeros. Y los mensajeros podrían llevar mensajes diferentes. Seguramente, un mecanismo complejo que gobernase la forma de una especie no se basaría en un único mensajero y un mensaje fijo. Alternaría automáticamente diseños ligeramente diferentes, con la esperanza de esquivar cualquier amenaza que pudiese surgir, cualquier problema que no pudiese percibir o anticipar directamente.
Lo que estaba viendo podría explicar las enormes cantidades de HERV y de otros elementos móviles, todos ellos diseñados para garantizar la eficacia y el éxito en la transición a un nuevo fenotipo, a una nueva variedad de humano. «Simplemente no sabemos cómo funciona. Es tan complicado… ¡entenderlo podría llevar toda una vida!»
Lo que la aterrorizaba era que en la situación actual, estos resultados podrían malinterpretarse completamente.
Apartó la silla del ordenador. Toda la energía que sentía por la mañana, todo el optimismo, la alegría por la noche pasada junto a Mitch, parecía hueco.
Podía oír voces al fondo del pasillo. La hora había pasado con rapidez. Se levantó y guardó los papeles con las situaciones de los genes candidatos. Tendría que entregárselos a Jackson; era su primera obligación. Luego tendría que hablar con Dicken. Tenían que planificar una respuesta.
Recogió su abrigo de la percha y se lo puso. Estaba a punto de salir cuando entró Jackson. Kaye lo miró sorprendida; nunca antes había bajado a su laboratorio. Parecía cansado y profundamente preocupado. Él también sostenía una hoja de papel.
—Pensé que debía ser el primero en informarte —dijo, agitando el papel bajo su nariz.
—¿Informarme de qué? —preguntó Kaye.
—De lo equivocada que puedes estar. El SHEVA está mutando.
Kaye terminó la jornada con una ronda de reuniones de tres horas con directivos y ayudantes, una letanía de fechas, plazos límite, las minucias del día a día de la investigación en un equipo pequeño de una gran corporación, mareante en las mejores circunstancias, pero en estos momentos casi intolerable.
La engreída condescendencia de Jackson al informarle de las noticias llegadas de Alemania casi había conseguido provocarla para replicarle de forma contundente, pero simplemente había sonreído, le había dicho que ya estaba trabajando en ese problema y se había marchado… Para encerrarse durante cinco minutos en el cuarto de baño de mujeres, mirando su reflejo en el espejo.
Caminó desde Americol hasta la torre de apartamentos, acompañada por el siempre alerta Benson, y se preguntó si la noche anterior había sido tan sólo un sueño. El portero abrió la amplia puerta de cristal, les sonrió educadamente a ambos e hizo un gesto amistoso en dirección al agente. Benson se unió a ella en el ascensor. Kaye nunca se había sentido cómoda con él, pero hasta ahora se las había arreglado para mantener una conversación educada. En ese momento, ante su pregunta de cómo le había ido el día, sólo fue capaz de contestar con un gruñido.
Cuando abrió la puerta del 2011 pensó por un momento que Mitch ya no estaba allí, y dejó escapar el aliento con un pequeño silbido. Había conseguido lo que quería y ahora volvía a estar sola para enfrentarse a sus fracasos, sus fracasos más brillantes y más devastadores.
Pero Mitch salió del pequeño despacho contiguo con una sonrisa de placer y se quedó frente a ella durante unos segundos, observando su expresión, valorando la situación, antes de abrazarla, con suavidad.
—Apriétame hasta que grite —le dijo Kaye—, he tenido un día realmente horrible.
Eso no le impedía desearlo. De nuevo el amor fue a la vez intenso y húmedo, y lleno de una gracia maravillosa que nunca había sentido con anterioridad. Se aferró a esos momentos y cuando ya no podían más, con Mitch tendido a su lado cubierto de sudor y las sábanas bajo ella incómodamente húmedas, sintió ganas de llorar.
—Se está volviendo muy duro —susurró, temblándole la barbilla.
—Cuéntamelo —le dijo Mitch.
—Creo que estoy equivocada, que estamos equivocados. Sé que no lo estoy, pero todo me indica que sí.
—Eso no tiene sentido —comentó Mitch.
—¡No! —exclamó—. Yo lo predije, deduje que sucedería, pero no fui lo bastante rápida, y me han vencido. Jackson me ha vencido. No he hablado con Marge Cross, pero…
A Mitch le llevó varios minutos conseguir que le diese todos los detalles de lo sucedido, e incluso así, sólo pudo entender a medias lo que decía. En resumen se trataba de que creía que las nuevas expresiones del SHEVA estaban estimulando diferentes variedades de LPC, grandes complejos proteínicos, por si la primera señal de la radio de Darwin no hubiese resultado efectiva o se hubiese encontrado con problemas. Jackson y casi todos los demás creían que se hallaban frente a mutaciones del SHEVA, quizá incluso más virulentas.
—La radio de Darwin —repitió Mitch, reflexionando sobre el término.
—El mecanismo de comunicación. El SHEVA.
—Hum, hum —asintió Mitch—. Creo que tu explicación tiene más sentido.
—¿Por qué tiene más sentido? Por favor, dime que no estoy simplemente siendo obstinada y que no me estoy equivocando.
—Piensa en los datos que tenemos —respondió Mitch—. Y vuelve a analizarlos desde un punto de vista científico. Sabemos que la especiación ocurre en ocasiones en pequeños saltos. Gracias a las momias de los Alpes, sabemos que el SHEVA estuvo activo en los humanos que estaban produciendo una nueva clase de bebés. La especiación es algo poco corriente, incluso en una escala de tiempo histórico, y el SHEVA era algo desconocido para la ciencia médica hasta hace muy poco. Sería una coincidencia excesiva que el SHEVA y la evolución a pequeños saltos no estuviesen conectados.
Kaye se volvió para mirarle de frente, y le acarició la mejilla y los ojos, haciéndole estremecerse.
—Lo siento —dijo—. Es tan maravilloso que estés aquí. Haces que me recupere. Esta tarde… Nunca me había sentido tan perdida… no desde la muerte de Saul.
—No creo que Saul llegase a saber nunca lo que tenía contigo —respondió Mitch.
Kaye dejó la frase entre ellos, durante unos segundos, intentando descubrir si ella misma entendía lo que significaba.
—No —respondió finalmente—. No era capaz de saberlo.
—Yo sé quién y qué eres —dijo Mitch.
—¿Lo sabes?
—Aún no —le confesó, sonriendo—. Pero me gustaría mucho intentarlo.
—Escúchanos… Cuéntame qué has hecho hoy.
—Fui hasta la AJC y recogí mis cosas. Tomé un taxi de vuelta y holgazaneé por aquí como un gigoló.
—Lo digo en serio —insistió Kaye, apretando su mano con más fuerza.
—Hice unas cuantas llamadas. Tomaré un tren a Nueva York mañana para reunirme con Merton y nuestro misterioso desconocido de Austria. Nos encontraremos en un lugar que Merton describe como «una vieja mansión maravillosa y totalmente obscena». Luego tomaré el tren a Albany para mi entrevista en la SUNY.
—¿Por qué en una mansión?
—No tengo ni idea —contestó Mitch.
—¿Volverás?
—Si quieres que lo haga.
—Quiero que vuelvas. No tienes que preocuparte por eso —dijo Kaye—. No vamos a tener mucho tiempo para pensar, mucho menos para preocuparnos.
—El amor de los tiempos de guerra es el más dulce —recitó Mitch.
—Mañana será mucho peor —añadió Kaye—. Jackson va a armar un escándalo.
—Déjale —contestó Mitch—. A largo plazo, no creo que nadie pueda detener lo que sucede. Puede que consigan hacer que vaya más despacio, pero no lo detendrán.
Dicken estaba de pie en los escalones de entrada al Capitolio. Era una tarde cálida, pero eso no evitaba que sintiese frío. Oía un sonido similar al del mar, roto por olas de voces resonantes. Nunca se había sentido tan aislado como en esos momentos, tan distante, contemplando lo que debían de ser unos cincuenta mil seres humanos, que abarcaban desde el Capitolio hasta el monumento a Washington y aún más allá. La fluida masa presionaba contra las barricadas que se levantaban en la base de la escalinata, arremolinándose en torno a las carpas y plataformas de los portavoces, escuchando atentamente la docena de discursos que se estaban emitiendo, mezclándose lentamente como la sopa en un enorme caldero. Captó frases y fragmentos de discursos, entrecortados por el viento, incompletos pero sugestivos: frases en un lenguaje duro, que incrementaban la tensión de la multitud.
Dicken se había pasado la vida persiguiendo y tratando de entender las enfermedades que afectaban a esas personas, actuando como si, en cierto modo, él fuese invulnerable. Gracias a su habilidad y a algo de suerte nunca había pillado nada más que un brote de dengue, bastante desagradable, pero no fatal. Siempre había pensado en sí mismo como en alguien aparte, puede que algo superior, pero infinitamente compasivo. La fantasía de un loco instruido e intelectualmente aislado.
Ahora lo comprendía mejor. La multitud tenía el control. Si las masas no podían comprenderlo, entonces nada de lo que él hiciese, o Augustine, o el Equipo Especial, importaría demasiado. Y estaba bastante claro que la multitud no entendía nada. Las voces que llegaban hasta él hablaban de indignación ante un gobierno que asesinaba niños, denunciaban con rabia el «genocidio de la mañana siguiente».
Había pensado en llamar a Kaye Lang, para recuperar su compostura, su sentido del equilibrio, pero no lo había hecho. Eso había acabado, había terminado en todos los sentidos.
Dicken descendió los escalones, pasó junto a los periodistas, cámaras, grupos de funcionarios, hombres vestidos con trajes azules y marrones que llevaban gafas oscuras y micrófonos en la oreja. La policía y los soldados de la Guardia Nacional estaban decididos a mantener a la gente alejada del Capitolio, pero no impedían que nadie se uniese a la multitud.
Ya había visto a unos cuantos senadores bajar la escalera en un grupo compacto y unirse a la muchedumbre. Debían de haber percibido que no podían mantenerse apartados, superiores, no en estos momentos. Debían estar junto a su gente. Le habían parecido oportunistas y valientes al mismo tiempo.
Dicken pasó por encima de las barricadas y se mezcló con la gente. Había llegado el momento de contagiarse de esa fiebre y entender sus síntomas. Había mirado en su interior y no le había gustado lo que había visto. Era mejor ser uno de los soldados del frente, ser parte de la multitud, absorber sus palabras y olores y regresar infectado para poder ser así él mismo analizado y comprendido, y resultar útil de nuevo.
Sería una especie de conversión. Un final para el dolor de la separación. Y si la multitud le mataba, puede que eso fuese lo que merecía por sus fracasos y su distancia anterior.
Las mujeres más jóvenes llevaban máscaras coloreadas. Todos los hombres llevaban máscaras blancas o negras. Muchos de ellos iban enguantados. Bastantes hombres vestían monos negros ajustados con máscaras antigás industriales, conocidos como trajes-filtro, que varias compañías vendían garantizando que impedían el contagio del «virus maligno».
Las personas que se encontraban en ese extremo del paseo se estaban riendo, escuchando a medias al orador que estaba bajo la carpa más cercana, un defensor de derechos civiles de Filadelfia que tenía una voz rica y profunda, acaramelada. El orador hablaba de liderazgo y responsabilidad, de lo que el gobierno debería hacer para controlar esta plaga, y de dónde era posible, sólo posible, que hubiese comenzado la plaga, en las secretas entrañas del propio gobierno.
—Algunos gritan que comenzó en África, pero somos nosotros los enfermos, no los africanos. Otros gritan que se trata de una enfermedad maldita, que estaba profetizada, para castigar…
Dicken avanzó hasta llegar junto a la voz del más fanático de los predicadores televisivos. El predicador estaba fuertemente iluminado, un hombre grande y sudoroso con mandíbula cuadrada, vestido con un traje oscuro. Señalaba y caminaba por el escenario, exhortando a la multitud a que rezase pidiendo consejo, a que meditase y buscase en su interior.
Dicken pensó en su abuela, a la que le gustaban este tipo de cosas. Continuó avanzando.
Estaba oscureciendo y podía percibir que la tensión de la multitud aumentaba. En algún punto, fuera del alcance de su oído, había sucedido algo, se había anunciado algo. La oscuridad desencadenó un cambio de ambiente. Se encendieron las luces que rodeaban el paseo, coloreando a la multitud de un naranja espectral. Alzó la vista y pudo ver helicópteros a bastante altura, zumbando como insectos. Por un momento se preguntó si irían a lanzarles gases lacrimógenos o a dispararles, pero el trastorno no procedía de los soldados, la policía o los helicópteros.
El impulso llegó en una oleada.
Experimentó un ansia expectante, sintió que avanzaba y confió en que lo que estuviese alterando a la multitud le revelase algo nuevo. Pero no se trataba de ninguna noticia. Era simplemente una propulsión, primero en una dirección, luego en otra, y se dejó arrastrar por la masa compacta, tres metros hacia el norte, tres hacia el sur, como si estuviese atrapado en medio de un extravagante paso de baile.
El instinto de supervivencia de Dicken le indicó que era hora de olvidarse de la angustia existencial, de cortar el rollo psicológico y salir de aquel torrente. Oyó un aviso de prudencia procedente de un orador cercano. Escuchó al hombre que estaba junto a él, vestido con traje-filtro, murmurar a través de la máscara:
—Ya no hay sólo una enfermedad. Lo han dicho en las noticias. Hay una epidemia nueva.
Una mujer de mediana edad con un vestido floreado llevaba en las manos un pequeño Walkman TV. Lo levantó para que pudiesen verlo los que estaban alrededor, mostrando una cabeza enmarcada hablando en tono agudo. Dicken no pudo entender las palabras.
Caminó hacia el borde, despacio y educadamente, como si estuviese vadeando nitroglicerina. Tenía la camisa y la chaqueta empapadas de sudor. Algunas personas más, espectadores como él, percibieron el cambio y sus miradas se encendieron. La muchedumbre se sofocaba en su propia confusión. La noche era profunda y húmeda, no se podían ver las estrellas, y las luces naranjas a lo largo del paseo y alrededor de las carpas y las plataformas hacían que todo tuviese un aspecto peligroso.
Dicken se detuvo de nuevo junto a la escalinata del Capitolio, a veinte o treinta personas de las barricadas, donde había estado una hora antes. Policía montada, hombres y mujeres, sobre hermosos caballos marrones que ahora se veían de color ámbar bajo la luz artificial, se movían de un lado a otro del perímetro, docenas de ellos, más de los que había visto nunca. Los soldados de la Guardia Nacional se habían retirado, formando una línea, pero no una línea muy densa. No estaban preparados. No esperaban problemas; no tenían cascos ni escudos.
Las voces que le rodeaban susurraban, en voz baja…
—No puedo…
—Los niños tienen…
—Mis nietos…
—La última generación…
—Libro…
—Detenerlo…
Luego, una calma fantasmal. Dicken se encontraba a cinco personas del borde. No le dejarían moverse más allá. Rostros confusos y resentidos, como ovejas, con la mirada vacía y las manos empujando. Ignorantes. Asustados.
Sintió odio hacia ellos, deseó aplastarles la nariz. Era un idiota; no quería estar entre las ovejas.
—Perdóneme. —Ninguna respuesta. La muchedumbre había tomado una determinación; podía sentir sus latidos deliberados. La multitud esperaba, atenta, vacía.
Una luz destelló en el lado este y Dicken vio que el Monumento a Washington se volvía blanco, más brillante que los focos. Se oyó un trueno procedente del cielo. Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre la muchedumbre. Los rostros se alzaron.
Podía sentir el ansia de la multitud. Algo tenía que cambiar. Una única preocupación les apremiaba: algo tenía que cambiar.
Empezó a llover con fuerza. La gente levantó las manos por encima de sus cabezas. Surgieron las sonrisas. Los rostros aceptaron la lluvia y la gente viró lo mejor que pudo. Otros rechazaron a los que giraban y se detuvieron, consternados.
La multitud se contrajo, y de repente se expandió y lo lanzó hasta las barricadas. Se vio frente a un policía.
—Dios —exclamó el policía, retrocediendo tres pasos mientras la multitud empujaba las barricadas. El hombre a caballo intentó empujarles hacia atrás, adelantándose. Se oyó gritar a una mujer. La muchedumbre se adelantó y se tragó a los policías a caballo y a los de a pie, antes de que pudiesen alzar sus porras o desenfundar sus pistolas. Uno de los caballos fue empujado hasta los escalones y derribado, cayendo sobre la gente. El jinete rodó y una bota saltó por los aires.
—¡Soy del Equipo! —gritó Dicken y subió corriendo las escaleras pasando entre los guardas, que no le prestaron atención. Sacudió la cabeza y rió, feliz por haberse liberado, y esperó a que empezase el jaleo de verdad. Pero la multitud estaba justo detrás de él, y apenas tuvo tiempo para empezar a correr de nuevo, por delante de la gente, de los disparos perdidos, de la masa húmeda y maloliente que se extendía.
Mitch vio los titulares de la mañana en una pila del Daily News en la estación Penn:
DISTURBIOS FRENTE AL CAPITOLIO
Asalto al Senado.
Cuatro senadores fallecidos; docenas de muertos.
Miles de personas heridas
Él y Kaye habían pasado la noche anterior cenando a la luz de las velas y haciendo el amor. Muy romántico, algo que ya no se estilaba en las presentes circunstancias.
Se habían separado hacía tan solo una hora; Kaye se estaba vistiendo, eligiendo los colores cuidadosamente, con la perspectiva de un día difícil por delante.
Compró un periódico y subió al tren. Mientras se sentaba y lo abría, el tren comenzó a moverse, acelerando, y se preguntó si Kaye estaría a salvo, si los disturbios habrían sido espontáneos u organizados, si eso importaba.
El pueblo había hablado, o más bien, había gruñido. Estaban hartos de los fracasos e inacción de Washington. El presidente estaba reunido con sus asesores de seguridad, los jefes de estado mayor, los dirigentes de selectos comités y el presidente de la corte suprema. A Mitch eso le sonaba a que se estaban acercando a una declaración de ley marcial.
No quería estar en el tren. No veía qué podría hacer Merton por él, ni por Kaye; y no podía imaginarse dando clases de simple huesología, a estudiantes universitarios, y no volver a poner los pies en una excavación.
Dejó el periódico sobre el asiento y cruzó el pasillo hasta la cabina telefónica que estaba al final del vagón. Llamó al número de Kaye, pero ya había salido y no le pareció correcto llamarla a Americol.
Inspiró profundamente, intentando tranquilizarse, y volvió a su asiento.
Dicken se reunió con Kaye en la cafetería de Americol a las diez. La conferencia estaba fijada para las seis en punto, y se habían inscrito varios visitantes, entre ellos el vicepresidente y el asesor científico del presidente.
Dicken tenía un aspecto horrible. No había dormido en toda la noche.
—Ahora soy yo el que está hecho polvo —comenzó—. Creo que el debate ha terminado. Hemos perdido, se acabó. Podemos seguir gritando, pero no creo que nadie vaya a escucharnos.
—¿Y qué hay de la ciencia? —protestó Kaye—. Te esforzaste mucho para que siguiésemos peleando después del desastre de lo del herpes.
—El SHEVA muta —respondió Dicken. Golpeó la mesa con la mano de forma rítmica.
—Ya te he explicado de qué se trata.
—Sólo has demostrado que el SHEVA mutó hace mucho tiempo. Se trata tan sólo de un retrovirus humano, uno muy antiguo, con una forma lenta pero muy inteligente de reproducirse.
—Christopher…
—Vas a tener la oportunidad de que te escuchen —continuó Dicken. Terminó la taza de café y se levantó de la mesa—. No me lo expliques a mí. Explícaselo a ellos.
Kaye le miró, enfadada y sorprendida.
—¿Por qué has cambiado de idea después de tanto tiempo?
—Empecé buscando un virus. Tus artículos, tu trabajo, me sugirieron que podría tratarse de otra cosa. Podemos estar confundidos. Nuestro trabajo es buscar pruebas, y cuando es necesario tenemos que abandonar nuestras ideas más preciadas.
Kaye se puso en pie a su lado y le golpeó con un dedo.
—Dime que se trata sólo de ciencia.
—Por supuesto que no. Estuve en la escalinata del Capitolio, Kaye. Pude haber sido uno de esos pobres bastardos que murieron por los disparos o los golpes.
—No estoy hablando de eso. Dime que respondiste a las llamadas de Mitch después de nuestra reunión en San Diego.
—No lo hice.
—¿Por qué no?
Dicken la miró.
—Después de lo de anoche, cualquier asunto personal es algo trivial, Kaye.
—¿Lo es?
Dicken cruzó los brazos.
—Nunca podría presentarle a alguien como Mitch a alguien como Augustine y confiar en convencerle de nuestra idea. Mitch tenía información interesante, pero sólo demuestra que el SHEVA lleva mucho tiempo con nosotros.
—Él confió en nosotros.
—Confía más en ti, creo —comentó Dicken, apartando la mirada.
—¿Ha afectado eso a tus opiniones?
Dicken se enfureció.
—¿Ha afectado a las tuyas? No puedo ir a mear sin que alguien le cuente a otra persona cuánto tiempo he pasado en el baño. Pero tú… tú subes a Mitch a tu apartamento.
Kaye se encaró con Dicken.
—¿Augustine te dijo que me acosté con Mitch?
Dicken no se iba a dejar avasallar. Apartó con suavidad a Kaye y se echó a un lado.
—¡Odio esto tanto como cualquiera, pero es lo que hay que hacer!
—¿Según la opinión de quién? ¿Augustine?
—A Augustine también lo controlan. Estamos en medio de una crisis. Maldita sea, Kaye, a estas alturas debería ser evidente para todos.
—¡Nunca dije que fuese una santa, Christopher! Confié en que no me abandonarías cuando me metiste en todo esto.
Dicken bajó la cabeza y miró hacia un lado, y luego hacia el otro, desgarrado por la rabia y la tristeza.
—Pensé que podrías ser una buena compañera.
—¿Qué tipo de compañera, Christopher?
—Un… apoyo. Un igual intelectualmente.
—¿Una novia?
Durante un momento, el rostro de Dicken mostró la expresión de un chiquillo abrumado. Miró a Kaye con tristeza y anhelo a la vez. Apenas podía tenerse en pie de lo cansado que se encontraba.
Kaye se echó atrás y reflexionó. No había hecho nada para incitarle; nunca se había considerado a sí misma una belleza turbadora con un atractivo irresistible para los hombres. No podía haber imaginado la profundidad de los sentimientos de ese hombre.
—Nunca me dijiste que sintieses nada más que curiosidad —le dijo.
—Nunca soy lo bastante rápido y nunca digo lo que pienso —respondió Dicken—. No te culpo por no haberlo sospechado.
—Pero te duele que escogiese a Mitch.
—No puedo negar que me hace daño. Pero no afecta a mis opiniones científicas.
Kaye rodeó la mesa, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué podemos salvar de todo esto?
—Puedes presentar tus pruebas. Simplemente no creo que vayan a resultar convincentes. —Se volvió y salió de la cafetería.
Kaye llevó la bandeja con los platos hasta la cinta transportadora que conducía a la cocina. Miró el reloj. Necesitaba una dosis fuerte de relación personal, de cara a cara; deseaba hablar con Luella Hamilton. Podía salir del INS y estar de vuelta antes de la reunión.
Llamó a un coche de la compañía desde el mostrador de seguridad de la planta baja.
Mitch salió del enorme pabellón blanco que cubría la antigua estación de tren del pequeño pueblo de Beresford. Se protegió los ojos del sol de la mañana y contempló un llamativo macetero con narcisos amarillos situado junto a un contenedor de basura de color rojo. Había sido el único viajero que había descendido del tren.
El aire olía a grasa caliente, alquitrán y hierba recién cortada. Buscó con la mirada a alguien que hubiese ido a recogerle, esperando ver a Merton. El pueblo, visible al otro lado de las vías, accesible a través de un paso peatonal elevado, era poco más que una hilera de tiendas y el aparcamiento de Amtrack.
Un Lexus de color negro entró en el aparcamiento y Mitch vio a un hombre pelirrojo que salió del coche, miró a través de la reja que rodeaba la estación y le saludó.
—Se llama William Daney. Es el dueño de la mayor parte de Beresford, bueno, más bien, su familia lo es. Tienen una propiedad a diez minutos de aquí que podría competir con Buckingham Palace. Fui lo bastante ingenuo como para olvidarme de cuál es el tipo de realeza que América adora: dinero antiguo gastado de forma extravagante.
Mitch escuchó a Merton mientras el periodista conducía por una carretera sinuosa de dos carriles, rodeada de árboles espléndidos, robles y arces, con las hojas recientes de un verde tan intenso que le parecía formar parte de una película. El sol lanzaba destellos dorados sobre la carretera. Hacía cinco minutos que no se veía otro coche.
—Daney era aficionado a la navegación. Gastó millones perfeccionando un barco precioso y perdió unas cuantas carreras. Eso fue hace más de veinte años. Luego descubrió la antropología. El único problema es que odia la tierra. Le encanta el agua y odia la tierra, odia las excavaciones. A mí me encanta conducir en América. Pero esto es casi como conducir en Inglaterra. Incluso podría… —Merton se desvió brevemente atravesando la línea central e introduciéndose en el carril izquierdo— dejarme llevar por el instinto. —Corrigió la maniobra rápidamente y le sonrió a Mitch—. Lamento lo de los disturbios. Inglaterra todavía está relativamente tranquila, pero espero un cambio de gobierno en cualquier momento. Nuestro querido PM todavía no lo ha captado. Sigue pensando que el cambio al euro es su mayor problema. Odia el aspecto ginecológico de todo este lío. ¿Qué tal le va al señor Dicken? ¿Y a la señora Lang?
—Están bien —contestó Mitch, reacio a hablar mucho hasta ver en dónde se estaba metiendo. Le gustaba bastante Merton, lo encontraba interesante, pero no confiaba en él en lo más mínimo. Le molestaba que pareciese saber tanto de su vida privada.
La mansión de Daney formaba una curva de piedra grisácea de tres pisos de altura al final de un camino de ladrillo flanqueado por zonas de césped cuidadosamente recortado, perfecto como un campo de golf. Había unos cuantos jardineros podando setos, y una mujer mayor, vestida con pantalones de montar y un sombrero de paja grande y viejo, les saludó al pasar junto a ella.
—La señora Daney. La madre de nuestro anfitrión —comentó Merton, saludando por la ventana—. Vive en la casita de los caseros. Es una anciana agradable. No entra a menudo en las habitaciones de su hijo.
Merton aparcó frente a los escalones de piedra que conducían a la enorme puerta de entrada de doble hoja.
—Estamos todos —dijo—. Tú, yo, Daney y Herr Professor Friedrich Brock, anteriormente de la Universidad de Innsbruck.
—¿Brock?
—Sí. —Merton sonrió—. Dice que estuvo contigo en una ocasión.
—Así es —contestó Mitch—. Una vez.
La entrada a la mansión de Daney estaba en penumbra, un vestíbulo enorme recubierto de paneles de madera oscura. Tres rayos de sol paralelos caían desde un tragaluz sobre el suelo de piedra caliza oscurecido por los años, incidiendo sobre una gran alfombra de seda china, en medio de la cual se alzaba una mesa redonda cubierta con un centro de flores. A un lado de la mesa, en la sombra, había un hombre.
—William, éste es Mitch Rafelson —dijo Merton, cogiendo a Mitch por el codo y conduciéndole adelante.
El hombre que estaba en la sombra extendió una mano, que quedó iluminada por el sol, y tres anillos de oro brillaron en sus gruesos y fuertes dedos. Mitch le dio un apretón firme. Daney tenía cincuenta y pocos años, bronceado, con el cabello blanquecino retrocediendo ante una frente wagneriana. Tenía una boca pequeña y perfecta, predispuesta a la sonrisa, ojos marrón oscuro y mejillas suaves como las de un niño. Llevaba una chaqueta gris con hombreras que le ensanchaba los hombros, pero sus brazos tenían aspecto musculoso.
—Es un honor conocerle, señor —dijo Daney—. Yo se las hubiese comprado a sus amigos si las hubiesen puesto en venta, sabe. Y luego las hubiese devuelto a Innsbruck. Se lo he contado a Herr Professor Brock y me ha dado la absolución.
Mitch sonrió educadamente. Él había venido aquí por Brock.
—En realidad, William no posee restos mortales humanos de ningún tipo —aclaró Merton.
—Me contento con duplicados, moldes y esculturas —dijo Daney—. No soy un científico, tan sólo un aficionado, pero espero honrar al pasado intentando comprenderlo.
—Bienvenido a la Sala de la Humanidad —dijo Merton, haciendo un gesto elegante con la mano. Daney asintió con orgullo y les guió.
La exposición ocupaba un antiguo salón de baile en el ala este de la mansión. Mitch no había visto nada igual fuera de un museo: docenas de urnas de cristal dispuestas en hileras, con pasillos alfombrados en medio, conteniendo muestras y replicas de cada uno de los principales especímenes antropológicos. Australopithecus afarensis y robustus; Homo habilis y Homo erectus. Mitch contó dieciséis esqueletos neandertales diferentes, todos montados de forma profesional, y cinco de ellos con reproducciones en cera del aspecto que podrían haber tenido los individuos en vida. No había ninguna pretensión de evitar ofensas al pudor: todos los modelos estaban desnudos y sin cabello, eludiendo cualquier especulación sobre las ropas o los peinados.
Fila tras fila de simios sin pelo, iluminados por focos elegantes y respetuosamente suaves, contemplaban a Mitch con la mirada vacía cuando pasaba ante ellos.
—Increíble —exclamó Mitch a su pesar—. ¿Por qué nunca he oído hablar de usted, señor Daney?
—Me relaciono con pocas personas. La familia Leakey, Björn Kurtén, y pocos más. Mis amigos cercanos. Soy un excéntrico, lo sé, pero no me gusta hacer alarde de ello.
—Ahora formas parte de los elegidos —le comentó Merton a Mitch.
—El profesor Brock está en la biblioteca —añadió Daney, indicándoles el camino. A Mitch le hubiese gustado quedarse más tiempo en la sala. Las estatuas de cera eran extraordinarias y las reproducciones de los especímenes de primera clase, casi indistinguibles de los originales.
—No, en realidad estoy aquí. No podía esperar. —Brock salió de detrás de una de las urnas y se acercó—. Me siento como si le conociera, doctor Rafelson. Y tenemos conocidos comunes, ¿no es así?
Mitch le estrechó la mano a Brock, bajo la mirada radiante y aprobadora de Daney. Caminaron varios metros hasta la biblioteca adyacente, amueblada con el epítome de la elegancia eduardiana, tres niveles de pasillos con barandilla conectados por dos puentes de hierro forjado. Enormes pinturas de Yosemite y los Alpes, de atmósferas dramáticas, flanqueaban el único gran ventanal, orientado al norte.
Se sentaron en torno a una mesa redonda, grande y baja, situada en el medio de la habitación.
—Mi primera pregunta —comenzó Brock— es si sueña usted con ellos, doctor Rafelson. Porque yo sí, a menudo.
Daney sirvió el café él mismo, después de que lo trajese una joven robusta y sombría vestida con un traje negro. Les tendió a cada uno de ellos una taza de porcelana estilo Flora Dánica, diseños botánicos que mostraban las plantas microscópicas nativas de Dinamarca, basados en ilustraciones científicas del siglo diecinueve. Mitch examinó su platillo, adornado con tres dinoflagelados bellamente plasmados, y se preguntó qué haría si tuviese más dinero del que pudiese gastar en toda su vida.
—Ni yo mismo me creo los sueños —continuó Brock—. Pero esos individuos me obsesionan.
Mitch recorrió el grupo con la mirada, totalmente inseguro de qué se esperaba de él. Parecía muy posible que la asociación con Daney, Brock, e incluso Merton, se pudiese volver en su contra de alguna forma. Tal vez estuviese siendo excesivamente receloso, pero ya había tenido suficientes malas experiencias.
Merton percibió su incomodidad.
—Este encuentro es completamente privado y se mantendrá en secreto —le dijo—. No pienso escribir nada de lo que se diga aquí.
—A petición mía —añadió Daney, alzando las cejas enfáticamente.
—Quería decirle que puede que sus teorías sean correctas. Las teorías que se desprenden del hecho de que haya buscado a ciertas personas y de que haya analizado determinados aspectos de nuestras propias investigaciones —le dijo Brock—. Pero acabo de ser relegado de mis responsabilidades en lo que respecta a las momias de los Alpes. Las discusiones se han vuelto personales y bastante peligrosas para nuestras carreras profesionales.
—El doctor Brock opina que las momias representan la primera evidencia clara de un caso de especiación humana —continuó Merton, intentando desbloquear la situación.
—Subespeciación, en realidad —precisó Brock—. Pero la idea de especie se ha vuelto muy fluida en las últimas décadas, ¿verdad? La presencia de SHEVA en sus tejidos resulta muy sugerente, ¿no creen?
Daney se inclinó hacia delante, con las mejillas y la frente sonrojadas por la intensidad de su interés.
Mitch decidió que no podía mantener su reticencia ante esta compañía.
—Hemos encontrado otras pruebas —señaló.
—Sí, eso me han comentado Oliver y Maria Konig de la Universidad de Washington.
—No he sido yo, en realidad, sino gente con la que he hablado. Yo no he sido de mucha utilidad, me temo. Comprometido por mis propias acciones.
Brock descartó esto último.
—Cuando le llamé a su apartamento de Innsbruck, ya había disculpado su error. Podía comprender lo sucedido, y su historia sonaba auténtica.
—Gracias —respondió Mitch, sinceramente conmovido.
—Me disculpo por no haberme identificado en ese momento, pero espero que lo comprenda.
—Por supuesto.
—Dígame qué es lo que va a suceder —intervino Daney—. ¿Van a hacer público lo que han descubierto sobre las momias?
—Sí —dijo Brock—. Van a declarar que se ha producido una contaminación. Que las momias en realidad no están emparentadas. Los neandertales se etiquetarán como Homo sapiens alpinensis, y el bebé se enviará a Italia para que sea analizado por otro especialista.
—Eso es ridículo —exclamó Mitch.
—Sí, y no podrán mantener esa farsa eternamente, pero los próximos años el poder estará en manos de los conservadores, de la línea dura. Filtrarán la información que les convenga, a aquellos en quienes confíen, nadie que vaya a zarandear las cosas, a los que estén de acuerdo con ellos, como eruditos fanáticos defendiendo los manuscritos del mar Muerto. Confían superar esto con su reputación y su futuro profesional intactos, sin tener que enfrentarse a una revolución que les haría tambalearse, a ellos y a sus teorías.
—Increíble —murmuró Daney.
—No, humano, y todos nos dedicamos al estudio de lo humano, ¿no? ¿Acaso la hembra que analizamos no fue herida por alguien que no deseaba que su bebé naciese?
—Eso no lo sabemos —puntualizó Mitch.
—Yo lo sé —replicó Brock—. Tengo mi propia parcela de creencias irracionales, aunque sólo sea para defenderme de los fanáticos. ¿O no es eso lo que sueña, de una forma u otra, como si esos sucesos se encontrasen enterrados en nuestra propia sangre?
Mitch asintió.
—Puede que ése fuese el pecado original de nuestra especie, que nuestros ancestros neandertales deseasen detener el progreso, mantener su posición… asesinando a los nuevos niños. A aquellos que se convertirían en nosotros. ¿Es posible que ahora nosotros estemos haciendo lo mismo?
Daney sacudió la cabeza, refunfuñando por lo bajo. Mitch lo observó con interés y luego se volvió hacia Brock.
—Ha debido examinar los resultados de las pruebas de ADN —le dijo—. Deben ponerse a disposición de otros para su examen.
Brock se inclinó hacia un lado de la silla y levantó una carpeta. Tamborileó sobre ella de forma significativa.
—Tengo todo el material aquí, en DVD-ROM, gráficos, tablas, los resultados de diferentes laboratorios de todo el mundo. Oliver y yo pensamos ponerlos a disposición del público en la web, denunciar el encubrimiento y esperar que salten las chispas.
—Lo que realmente nos gustaría sería conseguir que quedase clara su importancia —añadió Merton—. Nos gustaría presentar pruebas concluyentes de que la evolución vuelve a llamar a nuestra puerta.
Mitch se mordió los labios, reflexionando.
—¿Han hablado con Christopher Dicken?
—Me dijo que no podía ayudarme —contestó Merton.
Mitch se sorprendió.
—La última vez que hablé con él parecía bastante entusiasta, incluso demasiado —comentó.
—Ha cambiado de opinión —dijo Merton—. Necesitamos contar con la doctora Lang. Creo que puedo convencer a algunos de los de la Universidad de Washington, desde luego a la doctora Konig y al doctor Packer, puede que incluso a uno o dos biólogos evolucionistas.
Daney asintió con entusiasmo.
Merton se volvió hacia Mitch. Tensó los labios y se aclaró la garganta.
—¿Esa mirada quiere decir que no lo apruebas?
—No podemos meternos en esto como si fuésemos universitarios en un club de debate.
—Pensaba que te gustaba meterte en líos —dijo Merton con tono ácido.
—Te equivocas —respondió Mitch—. Me gusta hacer las cosas con suavidad y siguiendo las reglas. Es a la vida a la que le gusta meterme en líos.
Daney sonrió.
—Bien dicho. Por mi parte, me encantaría involucrarme a fondo.
—¿Qué quieres decir?
—Es una oportunidad maravillosa —dijo Daney—. Me encantaría encontrar una mujer que estuviese dispuesta a arriesgarse y aumentar mi familia con uno de esos nuevos niños.
Durante varios segundos ni Merton, ni Brock, ni Mitch encontraron palabras para responderle.
—Una idea interesante —comentó Merton en voz baja, y le lanzó una mirada a Mitch, arqueando una ceja.
—Si intentamos provocar una tormenta fuera del castillo, puede que acabemos con más puertas cerradas que abiertas —admitió Brock.
—Mitch —dijo Merton, conciliador—, dinos, ¿qué deberíamos hacer a continuación… ajustándonos más a las reglas?
—Reunir un grupo de auténticos expertos —contestó Mitch, pensando intensamente durante unos segundos—. Packer y Maria Konig son un buen comienzo. Podemos reclutarlos entre sus colegas y contactos, los especialistas en genética y biología molecular de la Universidad de Washington, del INS, y de otra media docena de universidades y centros de investigación. Oliver, probablemente tú sepas a quiénes me refiero… posiblemente mejor que yo.
—Los más progresistas entre los biólogos evolucionistas —asintió Merton y frunció el ceño, como si esa frase constituyese un oxímoron—. Ahora mismo, eso se limita a biólogos moleculares y unos cuantos paleontólogos escogidos, como Jay Niles.
—Yo sólo conozco a conservadores —se quejó Brock—. En Innsbruck he estado tomando cafés con el grupo equivocado.
—Necesitamos una base científica —prosiguió Mitch—. Un quórum aplastante de científicos respetados.
—Eso llevará semanas, incluso meses —comentó Merton—. Todos tienen carreras que proteger.
—¿Y si financiamos más proyectos de investigación en el sector privado? —preguntó Daney.
—Ahí es donde el señor Daney podría resultar de ayuda —dijo Merton, observando a su anfitrión por debajo de sus hirsutas cejas pelirrojas—. Tiene los recursos para convocar un congreso de especialistas, y eso es lo que necesitamos. Rebatir las declaraciones públicas del Equipo Especial.
La expresión de Daney se nubló.
—¿Cuánto costaría? ¿Cientos de miles, millones?
—Más bien lo primero que lo segundo, supongo —respondió Merton, riéndose.
Daney les miró con preocupación.
—Es mucho dinero, y tendré que pedirle permiso a mi madre —dijo.
—La dejé marcharse —le dijo la doctora Lipton, sentada tras la mesa del despacho—. Dejé que se fueran todas. El director del departamento de investigación clínica dijo que teníamos información suficiente para aconsejar a nuestras pacientes e interrumpir los experimentos.
Kaye la contempló, sorprendida.
—Así, sin más… ¿Les permitió salir de la clínica e irse a casa?
Lipton asintió, marcándosele ligeramente el hoyuelo de la barbilla.
—No fue cosa mía, Kaye. Pero tuve que acceder. Estábamos más allá de los límites éticos.
—¿Y qué pasa si necesitan ayuda en sus casas?
Lipton bajó la mirada hacia la mesa.
—Les advertimos que era probable que sus hijos naciesen con defectos graves y que no sobreviviesen. Las remitimos a sus hospitales más cercanos para tratamiento externo. Estamos costeando todos sus gastos, incluso si se presentan complicaciones. Específicamente si se presentan complicaciones. Todas están dentro del período de eficacia.
—¿Están tomando la RU-486?
—Es su elección.
—Ésa no es la política establecida, Denise.
—Lo sé. Seis de las mujeres solicitaron que se les diese la oportunidad. Querían abortar. Llegados a ese punto, no podíamos continuar.
—Les dijiste…
—Kaye, nuestras directrices son claras como el cristal. Si existe la posibilidad de que los bebés puedan poner en peligro la salud de la madre, les proporcionamos los medios para terminar el embarazo. Yo apoyo su libertad de elección.
—Por supuesto, Denise, pero… —Kaye se volvió, examinando el despacho que ya conocía, los gráficos, los retratos de fetos en diferentes estados de desarrollo—. No puedo creerlo.
—Augustine nos pidió que retrasásemos la administración de la RU-486 hasta que se pudiese establecer una política clara al respecto. Pero el director del departamento de investigación es quien decide.
—Está bien —respondió Kaye—. ¿Quién no pidió la droga?
—Luella Hamilton —contestó Lipton—. Se la llevó y prometió presentarse a revisiones con su médico regularmente, pero no la tomó bajo nuestra supervisión.
—Entonces, ¿se acabó?
—Hemos sacado los dedos del pastel —le contestó Lipton con suavidad—. No tenemos elección. Éticamente, políticamente, nos culparán hagamos lo que hagamos. Optamos por la ética, y el apoyo a nuestras pacientes. Si fuese hoy, sin embargo… Tenemos nuevas órdenes de la Secretaría de Salud y Servicios Sociales. No recomendar el aborto y no proporcionar la RU-486. Abandonamos el asunto de los bebés justo a tiempo.
—No tengo la dirección personal de la señora Hamilton ni su número de teléfono —dijo Kaye.
—Yo tampoco voy a dártela. Tiene derecho a que se respete su intimidad. —Lipton la contempló—. No te salgas del sistema, Kaye.
—Creo que es el sistema el que va a expulsarme en cualquier momento —le contestó Kaye—. Gracias, Denise.
En el trayecto en tren hasta Albany, rodeado del olor a pasajeros, tejidos recalentados por el sol, plástico y desinfectante, Mitch se hundió en el asiento. Se sentía como si acabase de huir del País de las Maravillas. El entusiasmo de Daney por incorporar una «nueva persona» a la familia le fascinaba y le asustaba al mismo tiempo. La especie humana se había vuelto tan cerebral y había asumido tanto control de su biología, que esta antigua e inesperada forma de reproducción, de crear variedad en la especie, podía cortarse en seco o ser fomentada como si se tratase de algún tipo de juego.
Contempló por la ventana los pequeños pueblos, los bosques de árboles jóvenes, ciudades de mayor tamaño con grises suburbios de almacenes y fábricas, monótonos, sucios y productivos.
Kaye recogió los documentos que había solicitado a Medline por medio de la biblioteca: veinte copias de cada uno de los ocho artículos, todos pulcramente ordenados. Sacudió la cabeza y hojeó por encima los folios mientras subía al ascensor.
Le llevó otros cinco minutos adicionales atravesar los controles de seguridad de la décima planta. Los agentes le dieron el alto, escanearon su foto de identificación y luego le pasaron los detectores por las manos y el bolso. Finalmente, el responsable del servicio de seguridad del vicepresidente pidió que alguien que estuviese en la sala de ejecutivos respondiese por ella. Dicken salió, dijo que la conocía y pudo entrar en la sala con quince minutos de retraso.
—Llegas tarde —le susurró Dicken.
—Un atasco. ¿Sabías que habían interrumpido el estudio especial?
Dicken asintió.
—Están todos dando vueltas intentando no comprometerse. Nadie quiere acabar cargando con la culpa de lo que sea.
Kaye vio al vicepresidente sentado en la parte delantera, con el asesor científico a su lado. Había al menos cuatro agentes del servicio secreto en la habitación, lo que la hizo alegrarse de que Benson se hubiese quedado fuera.
En una mesa de la parte posterior se habían dispuesto refrescos, fruta, galletas, queso y verduras, pero nadie comía. El vicepresidente abrió una lata de Pepsi.
Mientras Dicken conducía a Kaye hasta una silla plegable en el lado izquierdo de la sala, Frank Shawbeck terminó de exponer el resumen de los descubrimientos de las investigaciones del INS.
—Le ha llevado cinco minutos —le dijo Dicken.
Shawbeck ordenó los documentos sobre el atril, se apartó de él y Mark Augustine se adelantó. Se inclinó sobre el atril.
—La doctora Lang ya está aquí —comentó con tono neutral—. Sigamos con temas sociales. Hemos sufrido doce disturbios importantes en diferentes puntos del país. La mayoría parecen haberse disparado por los anuncios de que vamos a proporcionar gratuitamente la RU-486. Ese plan no llegó a completarse, pero estaba siendo sometido a discusión.
—Ninguno de esos medicamentos es ilegal —intervino Cross irritada. Estaba sentada a la derecha del vicepresidente—. Señor vicepresidente, invité al representante de la mayoría del Senado a asistir a esta reunión y declinó la invitación. No asumiré la responsabilidad por…
—Por favor, Marge —la interrumpió Augustine—. Expondremos nuestras quejas en unos minutos.
—Lo siento —dijo Cross y cruzó los brazos.
El vicepresidente echó un vistazo por encima del hombro y examinó a la audiencia. Su mirada recayó sobre Kaye, y durante un momento pareció preocupado, luego volvió a mirar al frente.
—Estados Unidos es el único país que tiene que enfrentarse a la agitación civil —continuó Augustine—. Nos dirigimos hacia un desastre social de importantes proporciones. Hablando claramente, el público en general no comprende qué es lo que está sucediendo. Reaccionan de acuerdo a sus instintos básicos o de acuerdo a los dictados de demagogos. Pat Robertson, Dios le bendiga, ya ha recomendado que Dios fulmine a Washington con el fuego del infierno si se le permite al Equipo Especial continuar las pruebas con la RU-486. No es el único. Es bastante probable que el público le dé vueltas hasta encontrar algo, cualquier cosa, que les guste más que la verdad, y entonces se agrupará tras ese estandarte, y es probable que le dé un sentido religioso y que expulse a la ciencia por la ventana.
—Amén —dijo Cross. Las risas nerviosas se extendieron entre la reducida audiencia. El vicepresidente no sonrió.
—Esta reunión se fijó hace tres días. Los acontecimientos de ayer y hoy hacen todavía más urgente que mantengamos la unidad y la coordinación.
Kaye comprendió adónde quería llegar. Buscó a Robert Jackson y le localizó sentado junto a Cross. En ese momento, él torció la cabeza y desvió la vista hacia la izquierda durante un instante, mirándola directamente. Kaye sintió que se ruborizaba.
—Esto es por mí —le susurró a Dicken.
—No seas arrogante —le advirtió Dicken—. Hoy nos tocará a todos tragarnos algún sapo.
—Ya estamos paralizando los estudios sobre la RU-486 y sobre la que popularmente, y con bastante mal gusto, se conoce como RU-Pentium —añadió Augustine—. Doctor Jackson.
Jackson se puso en pie.
—Las pruebas preclínicas de todas nuestras vacunas e inhibidores de ribozimas no han demostrado eficacia contra las nuevas variedades halladas de SHEVA, lo que se conoce como SHEVA-X. Tenemos razones para creer que todos los nuevos casos de la Herodes de los tres últimos meses pueden atribuirse a infecciones laterales por SHEVA-X, que puede manifestarse en al menos nueve variedades distintas, todas con diferentes cubiertas de glicoproteínas. No podemos atacar al ARN mensajero del LPC en el citoplasma, porque nuestras ribozimas actuales no reconocen las formas mutadas. Resumiendo, estamos en un punto muerto en el tema de la vacuna. Probablemente no tendremos alternativas hasta dentro de unos seis meses.
Volvió a sentarse.
Augustine juntó los dedos simétricamente, formando un polígono flexible. La sala quedó en silencio durante un largo intervalo, absorbiendo las noticias y sus implicaciones.
—Doctor Phillips.
Gary Phillips, asesor científico del presidente, se levantó y se acercó al atril.
—El presidente desea que les manifieste su agradecimiento. Esperábamos haber podido conseguir mucho más, pero ningún esfuerzo investigador en ningún otro país ha obtenido mejores resultados que el INS y el Equipo Especial del CCE. Tenemos que comprender que nos enfrentamos a un oponente extremadamente hábil y versátil, y debemos hablar con una única voz, con determinación, para evitar llevar a nuestra nación a la anarquía. Por ese motivo he escuchado al doctor Jackson y a Mark Augustine. En estos momentos nuestra situación es muy delicada, públicamente delicada, y me han dicho que hay un desacuerdo potencialmente divisorio entre algunos miembros del Equipo Especial, especialmente dentro del equipo de Americol.
—No se trata de una división —dijo Jackson en tono ácido—. Sino de un cisma.
—Doctora Lang, me han informado de que no comparte algunas de las opiniones expresadas por el doctor Jackson y Mark Augustine. ¿Podría por favor exponerlas y clarificar su punto de vista, para que pudiésemos evaluarlo?
Kaye permaneció sentada por la sorpresa durante unos segundos, luego se levantó y consiguió decir:
—No creo que se me pueda escuchar con justicia en este momento, señor. Aparentemente soy la única persona en esta sala cuya opinión difiere de las declaraciones oficiales que obviamente están preparando.
—Necesitamos solidaridad, pero también necesitamos ser justos —contestó el asesor científico—. He leído sus artículos sobre los HERV, señora Lang. Su trabajo fue brillante e innovador. Es muy posible que la nominen para un premio Nobel. Se debe prestar atención a sus diferencias de opinión, y estamos dispuestos a escuchar. Lamento que nadie pueda permitirse el lujo de disponer del tiempo suficiente. Ojalá pudiésemos.
Le hizo un gesto indicándole que se adelantase. Kaye caminó hasta el atril. Phillips se apartó.
—He expresado mis opiniones en numerosas conversaciones con el doctor Dicken, y durante una conversación con la señora Cross y el doctor Jackson —dijo Kaye—. Esta mañana, he reunido un expediente de artículos de apoyo a mis teorías, algunos de ellos escritos por mí, y de pruebas obtenidas de trabajos de investigación del Proyecto Genoma Humano, de biología evolutiva e incluso de paleontología. —Abrió el maletín y le entregó el montón de carpetas a Nilson, que empezó a repartirlos.
—Todavía no tengo la prueba concluyente, que sostenga mis teorías —continuó Kaye, y bebió un sorbo del vaso de agua que le ofreció Augustine—. Las evidencias científicas obtenidas de las momias de Innsbruck aún no se han hecho públicas.
Jackson puso los ojos en blanco.
—Tengo informes preliminares de las pruebas reunidas por el doctor Dicken en Turquía y en la República de Georgia.
Habló durante veinte minutos, centrándose en los pormenores y en su trabajo sobre los elementos transposables y el HERV-DL3. Terminó vacilante describiendo el éxito de su búsqueda de las diferentes versiones del LPC el mismo día que se enteró por Jackson de que se habían encontrado mutaciones del SHEVA.
—Creo que los SHEVA-X son copias de seguridad, o respuestas alternativas al fracaso de la transmisión lateral inicial para producir niños viables. Los embarazos de la segunda fase inducidos por los SHEVA-X no estarán expuestos a la interferencia de virus herpes. Producirán niños viables y sanos. No tengo pruebas directas de esto último; no ha nacido todavía ningún niño de éstos, del que yo tenga conocimiento. Pero dudo que tengamos que esperar mucho. Deberíamos estar preparados.
Kaye estaba sorprendida de haber conseguido expresarse de forma tan coherente, aunque lamentablemente era consciente de que no podría conseguir que cambiasen de opinión.
Augustine la observaba con atención, con cierta admiración, y le sonrió brevemente.
—Gracias, doctora Lang —dijo Phillips—. ¿Alguna pregunta?
Frank Shawbeck levantó la mano.
—¿El doctor Dicken apoya sus conclusiones?
Dicken se adelantó.
—Las apoyé durante algún tiempo. Evidencias recientes me convencieron de que estaba equivocado.
—¿Qué evidencias? —gritó Jackson. Augustine meneó el índice en señal de advertencia, pero permitió la pregunta.
—Creo que el SHEVA está mutando de la forma en que lo hace un organismo causante de enfermedades —respondió Dicken—. No hay nada que me convenza de que no está actuando como un patógeno humano.
—¿No es verdad, doctora Lang, que formas previas de HERV, supuestamente no infecciosas, se han vinculado a determinados tipos de tumores? —preguntó Shawbeck.
—Sí, señor. Pero también están presentes de forma no infecciosa en otros muchos tejidos, incluyendo la placenta. Sólo ahora tenemos la oportunidad de comprender los diferentes papeles que pueden jugar estos retrovirus endógenos.
—No sabemos por qué están en nuestro genoma y en nuestros tejidos, ¿no es así, doctora Lang? —preguntó Augustine.
—Hasta ahora, no teníamos ninguna teoría que pudiese explicar su presencia.
—¿Aparte de su actividad como organismos causantes de enfermedades?
—Muchas sustancias de nuestros cuerpos son positivas y necesarias y aún así, en determinadas ocasiones, están implicadas en enfermedades —respondió Kaye—. Los oncogenes son genes necesarios que también pueden activarse y causar cáncer.
Jackson alzó la mano.
—Me gustaría zanjar esta discusión con un enfoque desde una perspectiva evolutiva —dijo—. Aunque no soy un biólogo evolucionista, y ni siquiera he interpretado nunca a ninguno en la televisión… —Se oyeron risitas entre la audiencia, pero tanto Shawbeck como el vicepresidente permanecieron serios— creo que absorbí lo suficiente del paradigma durante los años de instituto y de universidad. El paradigma consiste en que la evolución actúa por mutaciones aleatorias en el genoma. Esas mutaciones alteran la naturaleza de las proteínas o de otros componentes expresados por nuestro ADN, y normalmente son perjudiciales, provocando que el organismo enferme o muera. Sin embargo, a lo largo del tiempo, y bajo condiciones cambiantes, las mutaciones también pueden crear formas nuevas que confieran ventajas positivas. ¿Voy bien por ahora, doctora Lang?
—Ése es el paradigma —reconoció Kaye.
—Lo que usted parece estar implicando, sin embargo, es un mecanismo desconocido hasta ahora, a través del cual el genoma toma el control de su propia evolución, percibiendo de alguna forma cuándo ha llegado el momento de cambiar. ¿Es correcto?
—Tal como son las cosas —respondió Kaye— creo que nuestro genoma es mucho más listo que nosotros. Nos ha llevado decenas de miles de años llegar a un punto en que tenemos la esperanza de comprender cómo funciona la vida. Las especies del planeta han estado evolucionando, compitiendo y cooperando a la vez, durante miles de millones de años. Han aprendido a sobrevivir bajo condiciones que apenas podemos imaginar. Incluso los biólogos más conservadores saben que diferentes tipos de bacterias pueden cooperar y aprender unas de otras… pero ahora son muchos los que entienden que las diferentes especies de metazoos, plantas y animales como nosotros, hacen exactamente lo mismo cuando interpretan sus papeles en cualquier ecosistema. Las especies del planeta han aprendido a prever los cambios climáticos y a responder de forma anticipada, a partir con una cabeza de ventaja, y creo que en nuestro caso, nuestro genoma está respondiendo en este momento al cambio social y al estrés que provoca.
Jackson fingió reflexionar sobre esto antes de preguntar:
—Si usted fuese un director de tesis y uno de sus estudiantes le plantease la idea de basar su tesis en esta posibilidad, ¿le animaría a hacerlo?
—No —replicó Kaye de forma abrupta.
—¿Por qué no? —insistió Jackson.
—No se trata de un punto de vista muy extendido. La evolución ha sido un campo muy cerrado a nuevas ideas dentro de la biología, y sólo los muy valientes se atreven a desafiar el paradigma de la síntesis moderna del darwinismo. Ningún estudiante recién licenciado debería intentarlo por su cuenta.
—¿Charles Darwin estaba equivocado y usted tiene razón?
Kaye se volvió hacia Augustine.
—¿Está el doctor Jackson a cargo de este interrogatorio?
Augustine se acercó.
—Es una oportunidad para responder a sus oponentes, doctora Lang.
Kaye volvió a mirar a Jackson y a la audiencia, desafiante.
—No pretendo cuestionar a Darwin, siento un inmenso respeto por él. Darwin nos hubiese recomendado que no fijásemos nuestras ideas en piedra antes de asegurarnos de comprender todos los principios. Ni siquiera estoy rechazando la mayoría de los principios de la síntesis moderna; está bastante claro, todo lo que el genoma construya tiene que pasar la prueba de la supervivencia. Las mutaciones son una fuente de novedades inesperadas y en ocasiones útiles. Pero tiene que haber algo más para poder explicar lo que nos encontramos en la naturaleza. La síntesis moderna se desarrolló durante un período en el que tan sólo estábamos empezando a aprender la naturaleza del ADN y a sentar las bases de la genética moderna. Darwin se hubiese sentido fascinado al conocer lo que sabemos hoy en día, sobre los plásmidos y el libre intercambio de ADN, sobre la corrección de errores dentro del propio genoma, sobre copias y transposiciones y virus ocultos, sobre los marcadores y la estructura genética, sobre todos los tipos de fenómenos genéticos, muchos de los cuales no encajan del todo bien en las interpretaciones más rígidas de la síntesis moderna.
—¿Algún científico respetado apoya la teoría de que el genoma es una «mente» consciente, capaz de juzgar el entorno y determinar el curso de su propia evolución?
Kaye inspiró profundamente.
—Me llevaría varias horas corregir y desarrollar esa teoría tal como la ha expuesto usted. Pero, a grandes rasgos, la respuesta es que sí. Desafortunadamente, ninguno de ellos se encuentra aquí.
—¿No son polémicas sus opiniones?
—Por supuesto que lo son —dijo Kaye—. Todo es polémico en este campo. E intente evitar la palabra «mente», porque tiene connotaciones personales y religiosas que no conducen a nada. Yo utilizo el término red; una red perceptiva y adaptativa de individuos cooperando y compitiendo.
—¿Cree usted que esa mente o red podría ser en cierta forma el equivalente a Dios? —le planteó Jackson sin tono de suficiencia ni desdén, sorprendiéndola.
—No —dijo Kaye—. Nuestros propios cerebros funcionan como redes perceptivas y adaptativas, pero no creo que seamos dioses.
—Pero nuestros cerebros producen «mentes», ¿verdad?
—Creo que la palabra es de aplicación, sí.
Jackson levantó las manos con gesto de desconcierto.
—Con esto volvemos al principio. ¿Algún tipo de Mente, puede que con M mayúscula, determina la evolución?
—Vuelvo a repetir, el énfasis y la semántica tienen su importancia en este caso —respondió Kaye con calma, y se dio cuenta de que debería haber desestimado la pregunta sin más y no responderla.
—¿Ha conseguido alguna vez que se evaluase y publicase todo el alcance de sus teorías en alguna de las revistas más importantes?
—No —dijo Kaye—. He expresado algunos aspectos en mis artículos publicados sobre el HERV-DL3, que fueron evaluados.
—Muchos de sus artículos fueron rechazados por otras revistas, ¿no es cierto?
—Sí —contestó Kaye.
—Por ejemplo por Cell.
—Sí.
—¿Es Virology la revista más respetada dentro de su campo?
—Es una revista importante —dijo Kaye—. Ha publicado artículos muy importantes.
Jackson dejó pasar ese comentario.
—No he tenido tiempo para leer todo el material que nos ha entregado. Lo lamento —continuó, poniéndose de pie—. Hasta donde usted sabe, ¿alguno de los autores cuyos artículos ha incluido en el expediente coincidiría totalmente con usted en la teoría de cómo funciona la evolución?
—Por supuesto que no —dijo Kaye—. Se trata de un campo que está comenzando a desarrollarse.
—No sólo está comenzando a desarrollarse. Es infantil, ¿no es verdad, doctora Lang?
—Está en su infancia, sí —le replicó Kaye—. Infantil se adecuaría a aquellos que se empeñan en negar evidencias claras. —No pudo evitar mirar a Dicken. Él le devolvió la mirada con firmeza, aunque triste.
Augustine se adelantó de nuevo y levantó la mano.
—Podríamos seguir así durante días. Estoy seguro de que sería un debate interesante. Lo que debemos hacer, sin embargo, es juzgar si opiniones similares a las defendidas por la doctora Lang podrían resultar perjudiciales para las metas del Equipo Especial. Nuestra misión es proteger la salud pública, no discutir temas científicos controvertidos.
—Eso no es exactamente justo, Mark —intervino Marge Cross, levantándose—. Kaye, ¿no te parece que éste es un tribunal demasiado parcial?
Kaye soltó el aliento, a medias riendo y suspirando, bajó la vista y asintió.
—Ojalá hubiese tiempo —añadió Marge—. Realmente lo desearía. Esos puntos de vista resultan fascinantes, y comparto parte de ellos, querida, pero estamos irremediablemente envueltos en política y negocios, y debemos atenernos a algo que todos podamos apoyar y que el público pueda entender. Yo no veo apoyo en esta sala, y sé que no tenemos ni el tiempo ni la disposición para enzarzarnos en un debate público. Desgraciadamente, tenemos que conformarnos con ciencia de comité, doctor Augustine.
Augustine parecía obviamente molesto por esa caracterización.
Kaye miró al vicepresidente. Contemplaba la carpeta que tenía sobre las rodillas, que no había abierto, claramente incómodo por estar en medio de una pelea que no consideraba que tuviese nada que ver con él. Estaba esperando a que acabase la discusión.
—Lo entiendo, Marge —dijo Kaye. No pudo evitar que le temblase la voz—. Gracias por poner las cosas tan claras. No veo otra alternativa que la de dimitir del Equipo Especial. Eso hace que el valor que tenía para Americol se reduzca, así que te ofrezco mi dimisión también a ti.
En el pasillo, después de la reunión, Augustine llevó a Dicken aparte. Dicken había intentado alcanzar a Kaye, pero ésta ya se había alejado por el pasillo en dirección al ascensor.
—Esto no ha salido como me hubiese gustado —le dijo Augustine—. No quiero que se vaya del Equipo Especial. Simplemente no quiero que haga públicas esas ideas. Dios, puede que Jackson nos haya causado un perjuicio mayor…
—Conozco a Kaye Lang lo bastante bien —le interrumpió Dicken—. Se ha marchado definitivamente, y sí, está enfadada, y soy tan responsable como Jackson.
—¿Y qué demonios puedes hacer para arreglar las cosas? —le preguntó Augustine.
Dicken se encogió de hombros e hizo que le soltase el brazo.
—Nada, Mark. Callarme. Y no me pidas que lo intente.
Shawbeck se les acercó, haciendo una mueca.
—Hay otra manifestación prevista para esta tarde en Washington. Asociaciones de mujeres, cristianos, negros, hispanos… Están evacuando el Capitolio y la Casa Blanca.
—Dios Santo —exclamó Augustine—. ¿Qué intentan hacer? ¿Hundir el país?
—El presidente ha accedido a establecer protección total. El ejército regular y la Guardia Nacional. Creo que el alcalde va a declarar el estado de emergencia en la ciudad. El vicepresidente se trasladará a Los Ángeles esta tarde. Caballeros, nosotros también deberíamos salir de aquí.
Dicken oyó a Kaye discutiendo con su guardaespaldas. Se apresuró por el pasillo para ver qué sucedía, pero cuando llegó ya estaban en el interior del ascensor y la puerta se había cerrado.
Kaye se detuvo en el vestíbulo de la planta baja, con las manos en las caderas, hablando a gritos.
—¡No quiero que me proteja! ¡No quiero nada de esto! Le dije…
—No tengo elección, señora —respondió Benson, manteniéndose firme como un toro—. Estamos en alerta total. No puede volver a su apartamento hasta que lleguen más agentes, y eso llevará al menos una hora.
Los guardas de seguridad del edificio estaban cerrando las puertas delanteras y colocando barricadas. Kaye se volvió, vio las barricadas y a gente curioseando tras las puertas de cristal. Las compuertas de acero descendían lentamente sobre la entrada exterior.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—Ahora no, señora Lang —le dijo Benson—. Me disculparía sinceramente si esto fuese culpa mía, ya lo sabe.
—¡Sí, como cuando le contó a Augustine quién estaba en mi apartamento!
—Se lo preguntaron al portero, señora Lang, no a mí.
—Entonces, de qué se trata ahora, ¿nosotros contra ellos? Yo quiero estar ahí fuera, con la gente real, no aquí…
—No deseará estar ahí fuera si la reconocen —dijo Benson.
—Karl, por el amor de Dios, ¡he dimitido!
El agente alzó las manos y negó con la cabeza firmemente: no importaba.
—Entonces ¿dónde voy a quedarme?
—La instalaremos junto a los otros investigadores, en la sala de ejecutivos.
—¿Con Jackson? —Kaye miró al techo y se mordió los labios, riéndose de desesperación.
Mitch contempló a través de la ventanilla del taxi la manifestación de estudiantes a lo largo de la avenida bordeada de árboles. La gente salía a montones de las casas y los edificios de oficinas que se encontraban en el recorrido de la manifestación.
Esta vez no llevaban pancartas ni estandartes, pero todos mantenían la mano izquierda en alto, con los dedos estirados y las palmas hacia delante.
El conductor, un inmigrante somalí, bajó la cabeza y echó un vistazo por la ventanilla de la derecha.
—¿Qué significa lo de llevar la mano en alto?
—No lo sé —respondió Mitch.
La manifestación les había cortado el paso en un cruce. El campus de la universidad estaba tan sólo a unas cuantas manzanas, pero Mitch dudaba de que consiguiesen llegar hasta allí.
—Da mucho miedo —comentó el taxista, volviéndose para mirar a Mitch—. Quieren que se haga algo, ¿no?
—Supongo —asintió Mitch.
El conductor sacudió la cabeza.
—No cruzaré esa línea. Es muy larga, señor. Le llevaré de vuelta a la estación, donde estará a salvo.
—No —dijo Mitch—. Déjeme aquí mismo.
Le pagó al taxista y se dirigió hacia la acera. El taxi dio la vuelta y se alejó antes de que otros coches le bloquearan el paso.
Mitch tensó la mandíbula. Podía sentir y oler la tensión, la electricidad social, que emanaba de la larga fila de hombres y mujeres, la mayoría jóvenes en la parte de delante, pero luego más y más viejos, que salían de los edificios, todos desfilando con la mano izquierda en alto.
No el puño, la mano. A Mitch le pareció un detalle significativo.
Un coche de la policía aparcó a pocos metros de donde se encontraba. Los dos policías se quedaron junto a las puertas abiertas, observando.
Kaye había bromeado sobre ponerse una máscara, el día que habían hecho el amor por primera vez. Habían hecho el amor tan pocas veces. A Mitch se le hizo un nudo en la garganta. Se preguntó cuántas de las mujeres de la manifestación estarían embarazadas, cuántas habían dado positivo en los análisis de exposición al SHEVA, y cómo habría afectado eso a sus relaciones.
—¿Sabe qué es lo que sucede? —le preguntó uno de los policías.
—No —contestó Mitch.
—¿Cree que se pondrá feo?
—Espero que no —respondió.
—No sabíamos nada de esto —gruñó el policía, y volvió a meterse en el coche patrulla.
El coche retrocedió, pero otros coches le cerraban el paso y no pudo continuar. Mitch pensó que habían hecho bien al no encender las sirenas.
Esta manifestación era diferente a la de San Diego. La gente aquí parecía cansada, traumatizada, casi más allá de la esperanza. Mitch deseó poder decirles que todo su miedo era innecesario, que lo que sucedía no era un desastre ni una plaga, pero ya no estaba seguro de qué creer.
Todas sus creencias y opiniones se desvanecían en presencia de esta inmensa marea de emoción y miedo.
No quería el trabajo de la SUNY. Quería estar con Kaye y protegerla; quería ayudarla a pasar por esto, profesionalmente y personalmente, y quería que ella le ayudase también.
No era buen momento para estar solo. El mundo entero estaba sufriendo.
Kaye abrió la puerta del apartamento y entró despacio. Cerró la gruesa puerta de un par de golpes con el pie, y luego se apoyó sobre ella para que quedase bien cerrada. Dejó el bolso y la cartera sobre una silla y se paró un momento, como si estuviese desorientada. No había dormido nada desde hacía veintiocho horas.
Fuera era casi mediodía.
El aviso luminoso del contestador parpadeó ante sus ojos. Recuperó los tres mensajes. El primero era de Judith Kushner, pidiéndole que le devolviese la llamada. El segundo era de Mitch, y dejaba un número de teléfono de Albany. El tercero era también de Mitch.
—He conseguido volver a Baltimore, pero no ha sido fácil. No podré entrar en el edificio y utilizar la llave que me diste. He intentado llamar a Americol, pero la centralita dice que no están atendiendo llamadas externas, o que no estás disponible, o algo así. Estoy muy preocupado. Aquí fuera, esto es un infierno, Kaye. Llamaré dentro de unas horas para ver si estás en casa.
Kaye se secó las lágrimas y maldijo en voz baja. Apenas podía ver con claridad. Se sentía como si estuviese atrapada en melaza y nadie le dejase limpiarse los zapatos.
La sede de Americol había estado sitiada por cuatro mil manifestantes durante nueve horas, cortando el tráfico alrededor del edificio. La policía había intervenido y había conseguido fragmentar a la multitud en grupos más pequeños y menos controlados, y habían estallado los disturbios. Se habían prendido fuegos y volcado coches.
—¿Adónde puedo llamarte, Mitch? —murmuró, levantando el teléfono del soporte de recarga. Estaba hojeando la guía telefónica, buscando el número de la AJC, cuando sonó el teléfono que tenía en la mano.
Se lo acercó al oído.
—¿Hola?
—Otra vez el oscuro intruso. ¿Cómo estás?
—Mitch, oh Dios, estoy bien, sólo muy cansada.
—He estado recorriendo todo el centro de la ciudad. Han quemado parte del centro de convenciones.
—Lo sé. ¿Dónde estás?
—A una manzana de ahí. Puedo ver tu edificio y la torre Pepto-Bismol.
Kaye se rió.
—Es la torre Bromo-Seltzer. Es azul, no rosa. —Inspiró profundamente—. No quiero que sigas aquí. Quiero decir, no quiero estar aquí contigo más tiempo. Mitch, no me estoy explicando bien. Te necesito desesperadamente. Ven, por favor. Quiero hacer las maletas y marcharme. El guardaespaldas todavía está aquí, pero en el vestíbulo, abajo. Le diré que te deje entrar.
—Ni siquiera intenté conseguir ese trabajo en la SUNY —dijo Mitch.
—Yo he dejado Americol y el Equipo Especial. Ahora estamos igual.
—¿Los dos somos unos vagabundos?
—Sin ocupación, sin raíces y sin ningún medio aparente de vida. Aparte de una generosa cuenta corriente.
—¿Adónde iremos? —preguntó Mitch.
Kaye buscó en su bolso y sacó las dos cajitas con las pruebas de SHEVA. Las había conseguido en el dispensario general de la séptima planta de Americol.
—¿Qué tal Seattle? Tienes un apartamento en Seattle, ¿verdad?
—Sí.
—Perfecto. Quiero estar contigo Mitch. Vayámonos a vivir para siempre jamás en tu apartamento de soltero de Seattle.
—Estás chiflada. Voy ahora mismo.
Kaye colgó y se rió aliviada, y a continuación rompió a llorar. Apretó el teléfono contra su mejilla hasta que se dio cuenta de que era una tontería y lo dejó en la mesa.
—Estoy realmente agotada —musitó para sí, dirigiéndose a la cocina. Se quitó los zapatos, descolgó una lámina de Parrish que había pertenecido a su madre, la dejó sobre la mesa de la cocina y luego descolgó el resto de láminas de su propiedad, su familia, su pasado.
En la cocina, se sirvió un vaso de agua fría de la nevera.
—A la mierda el lujo, a la mierda la Seguridad. A la mierda la propiedad. —Repasó una lista de otros diez artículos a los que repudiar, dejando en último puesto—: A la mierda mi maldita estupidez.
Entonces recordó que sería mejor que avisase a Benson de que iba llegar Mitch.
Dicken se dirigió a su antiguo despacho en el sótano del Edificio número 1, en el 1600 de Clifton Road. Mientras caminaba, abrió un paquete de vinilo con material nuevo: un pase especial de seguridad de ámbito federal, instrucciones recién impresas sobre nuevos procedimientos de seguridad y una relación de lugares de encuentro para las entrevistas programadas esa semana.
No podía creer que las cosas hubiesen llegado a ese punto. Las tropas de la Guardia Nacional patrullando el perímetro y el área, y aunque todavía no se había producido ningún incidente violento en el CCE, la centralita principal recibía cada día unas diez amenazas telefónicas.
Abrió la puerta de su despacho y se detuvo durante un momento en medio del cuarto, saboreando la tranquilidad y el silencio. Deseó poder estar en Lagos o en Tegucigalpa. Se sentía mucho más en casa cuando estaba trabajando en condiciones difíciles en países lejanos; incluso la República de Georgia había sido ligeramente más civilizada, y por lo tanto ligeramente más peligrosa, de lo que a él le gustaba.
Prefería con mucho los virus a los humanos descontrolados.
Dicken dejó el paquete sobre su mesa. Durante unos segundos no fue capaz de recordar por qué estaba allí. Había venido a recoger algo, para Augustine. Entonces lo recordó: los informes de las autopsias de los embarazos de la primera fase realizadas en el Northside Hospital. Augustine estaba trabajando en un plan tan secreto que ni siquiera Dicken sabía nada del asunto, pero se le estaban enviando copias de todos los expedientes relacionados con el HERV y el SHEVA que hubiese en el edificio.
Encontró los informes y se quedó pensativo, recordando la conversación de meses atrás con Jane Salter, sobre los gritos de los monos en esas viejas habitaciones del sótano.
Golpeó el suelo con el pie siguiendo el ritmo de una antigua y morbosa canción infantil y murmuró:
—Los bichos entran, los bichos salen, los monos gritarán y los simios chillarán…
Ya no había duda. Christopher Dicken era un jugador de equipo, y sólo esperaba sobrevivir con sus entrañas y sus emociones en orden.
Recogió el paquete y las carpetas y salió del despacho.
Kaye se colgó una bolsa del hombro. Mitch agarró las dos maletas y se detuvo junto a la puerta, que estaba abierta y sujeta por una cuña de goma. Ya habían cargado tres cajas en el coche, que estaba en el garaje del edificio.
—Me han dicho que me mantenga en contacto —dijo Kaye y le mostró a Mitch un teléfono móvil de color negro—. Marge corre con los gastos del teléfono. Y Augustine me ha pedido que no conceda entrevistas. Puedo vivir con esas limitaciones. ¿Y tú?
—Mis labios están sellados.
—¿Con besos? —bromeó Kaye, golpeándole con la cadera.
Benson les siguió hasta el garaje. Les observó mientras cargaban el coche de Mitch con una expresión de clara desaprobación.
—¿No le agrada mi idea de libertad? —le preguntó Kaye con expresión maliciosa al tiempo que cerraba la puerta del maletero con fuerza. La suspensión trasera del coche chirrió.
—Se lo lleva todo, señora —respondió Benson inexpresivo.
—Lo que no aprueba es la compañía con la que andas —le dijo Mitch.
—Bueno —bromeó Kaye deteniéndose junto a Benson y echándose el pelo hacia atrás—. Eso es porque tiene buen gusto.
Benson sonrió.
—Está usted haciendo una tontería al marcharse sin protección.
—Es posible —contestó Kaye—. Gracias por su vigilancia. Transmita mi gratitud.
—Sí, señora —dijo Benson—. Buena suerte.
Kaye le abrazó. Benson se ruborizó.
—Vamos —exclamó Kaye.
Pasó los dedos por el marco de la puerta del Buick, con el acabado azul gastado y sin brillo por el uso. Le preguntó a Mitch cuántos años tenía el coche.
—No lo sé —respondió Mitch—. Diez, quince años.
—Busca un concesionario —dijo Kaye—. Voy a comprarte un Land Rover recién salido de fábrica.
—Así me gusta, llevemos una vida de austeridad —le dijo Mitch, arqueando una ceja—. Creo que preferiría que no lo hiciésemos tan evidente.
—Me encanta cómo haces eso —comentó Kaye alzando dramáticamente sus mucho menos impresionantes cejas. Mitch se rió.
—Olvídalo entonces —añadió Kaye—. Conduce el Buick, acamparemos bajo las estrellas.
El Falcon de pasajeros de la fuerza aérea se inclinó con suavidad hacia el este. Augustine bebía una Coca-Cola y miraba frecuentemente por la ventanilla, claramente nervioso por encontrarse en el aire. Dicken no conocía ese detalle sobre Augustine, nunca antes habían volado juntos.
—Podemos defender de forma convincente el que incluso aunque los fetos de la segunda fase del SHEVA sobreviviesen al nacimiento, serían portadores de una amplia variedad de HERV infecciosos —dijo Augustine.
—¿Basándose en qué pruebas? —preguntó Jane Salter. Tenía el rostro ligeramente sonrojado debido al calor que habían pasado en el avión antes del despegue; no parecía impresionarla mucho toda esa parafernalia militar.
—Basándome en una corazonada, he tenido a los investigadores del Equipo Especial cotejando resultados de biopsias durante las dos últimas semanas. Sabemos que los HERV se expresan bajo todo tipo de condiciones, pero hasta ahora las partículas nunca habían sido infecciosas.
—Todavía no sabemos para qué demonios sirven las partículas no infecciosas, si es que sirven para algo —dijo Salter. Los otros miembros del equipo, más jóvenes y con menos experiencia, se mantenían sentados en silencio, contentándose con escuchar.
—Para nada bueno —comentó Augustine, tamborileando sobre el brazo del asiento. Tragó saliva y volvió a mirar por la ventanilla—. Los HERV siguen produciendo partículas virales que no son infecciosas… hasta que el SHEVA codifica un equipo de herramientas completo, todo lo necesario para que un virus pueda ensamblarse y salir de la célula. Tengo la opinión de seis expertos, incluida la de Jackson, que afirman que el SHEVA podría «enseñar» a otros HERV cómo volver a ser infecciosos. Serían más activos en individuos cuyas células se estuviesen dividiendo con rapidez, o sea, fetos con SHEVA. Podríamos tener que enfrentarnos a enfermedades que no hemos visto en millones de años.
—Enfermedades que podrían no ser ya patógenas para los humanos —especuló Dicken.
—¿Podemos asumir ese riesgo? —preguntó Augustine. Dicken se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué vas a recomendar? —preguntó Salter.
—Washington ya está bajo toque de queda, e impondrán la ley marcial en cuanto a alguien se le ocurra romper una luna de cristal o volcar un coche. Nada de manifestaciones ni de discursos agitadores… Los políticos odian que se les linche. No tardará mucho. La gente corriente se comporta como el ganado, y ya ha habido relámpagos suficientes como para poner nerviosos incluso a los vaqueros.
—No es una comparación muy afortunada, doctor Augustine —dijo Salter con sequedad.
—Bueno, ya la mejoraré —contestó Augustine—. No funciono bien cuando estoy a siete mil metros.
—¿Crees que van a imponer la ley marcial —dijo Dicken—, y que podemos secuestrar a todas las mujeres embarazadas y arrebatarles sus bebés… como precaución?
—Es horrible —admitió Augustine—. La mayoría de los fetos, si no todos, probablemente morirán. Pero si sobreviven, creo que podremos defender el que habrá que secuestrarlos.
—Eso será como echar gas al fuego —dijo Dicken.
Augustine asintió pensativo.
—Me he estado devanando el cerebro intentando encontrar una solución diferente. Me encantaría escuchar alternativas.
—Puede que no debamos enturbiar más el agua en este momento —dijo Salter.
—No tengo intención de decir ni hacer nada ahora mismo. El trabajo continúa.
—Será mejor que andemos sobre seguro —añadió Dicken.
—Absolutamente —asintió Augustine con una mueca—. «Terra firma», y cuanto antes, mejor.
—Todo el mundo tiene motivos para protestar —comentó Mitch mientras salían de la ciudad por la carretera estatal 26, manteniéndose alejados de las grandes autopistas. Demasiadas manifestaciones, de camioneros, motoristas, incluso ciclistas, todos reclamando su oportunidad para ejercer la desobediencia civil, habían provocado el corte de las rutas principales. Tal como estaban las cosas, habían tenido que esperar veinte minutos en pleno centro mientras la policía limpiaba toneladas de basura arrojadas durante las protestas de los trabajadores de los servicios de limpieza.
—Les hemos fallado —dijo Kaye.
—Tú no les has fallado —replicó Mitch, mientras intentaba encontrar un camino lateral por el que poder girar.
—Lo estropeé todo y no fui capaz de convencerles —murmuró Kaye nerviosa, para sí misma.
—¿Algo va mal? —preguntó Mitch.
—Nada —contestó arisca—. Sólo todo el maldito planeta.
En West Virginia, entraron en un camping KOA y pagaron treinta dólares por una noche. Mitch montó la ligera tienda, que había comprado en Austria antes de conocer a Tilde, y un hornillo bajo un roble joven con vistas a un valle en el que dos tractores descansaban ociosos sobre un campo cuidadosamente labrado.
El sol se había puesto hacía veinte minutos y el cielo estaba moteado de pequeñas nubes. El aire comenzaba a enfriarse. Kaye sentía el pelo sucio y el elástico de las medias le hacía daño.
Otra familia había montado dos tiendas a unos cien metros de ellos, aparte de eso, el cámping estaba vacío.
Kaye entró en la tienda.
—Ven aquí —le dijo a Mitch. Se sacó el vestido y se tumbó sobre el saco de dormir que Mitch había desenrollado. Mitch dejó el hornillo en el suelo y metió la cabeza en la tienda.
—Dios, mujer —dijo con admiración.
—¿Puedes olerme? —le preguntó Kaye.
—Desde luego, señora —le respondió imitando el acento de Carolina del Norte del agente Benson. Se deslizó en el interior junto a ella—. Todavía hace algo de calor.
—Yo te huelo a ti —le dijo Kaye. Tenía una mirada ansiosa y seria. Le ayudó a quitarse la camisa, y él se deshizo de los pantalones antes de buscar el neceser con los útiles de afeitado, donde guardaba los condones. Mientras abría uno de los envoltorios, ella se inclinó sobre él y le besó en el pene erecto.
—Esta vez no —le dijo. Le pasó la lengua con suavidad y alzó la mirada—. Quiero sentirte, sin nada entre nosotros.
Mitch le sujeto la cabeza y le apartó la boca de su cuerpo.
—No —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Kaye.
—Eres fértil —le contestó Mitch.
—¿Cómo demonios lo sabes?
—Puedo verlo en tu piel. Puedo olerlo.
—Apuesto que sí —le respondió Kaye con admiración—. ¿Puedes oler algo más? —Se acercó más a él, colocándose sobre su cabeza y pasando la rodilla al otro lado.
—La primavera —contestó Mitch, devolviéndole el favor.
Kaye arqueó la espalda, medio se volvió y le acarició con habilidad, mientras él metía la cara entre sus piernas.
—Bailarina de ballet —dijo Mitch con la voz ahogada.
—Tú también eres fértil —dijo ella—. No me has dicho lo contrario.
—Hum.
Kaye volvió a elevar el torso, se apartó de él y se encaró con Mitch.
—Estás emitiendo.
Mitch mostró cara de asombro.
—¿Qué?
—Estás emitiendo SHEVA. Yo doy positivo.
—Buen Dios, Kaye. La verdad es que sabes cómo estropear el momento. —Mitch se apartó para sentarse en un extremo de la tienda—. No pensaba que pudiese pasar tan rápido.
—Algo opina que soy tu mujer —dijo Kaye—. La naturaleza dice que vamos a estar juntos durante mucho tiempo. Quiero que sea cierto.
Mitch se sentía completamente perdido.
—Yo también, pero no hay necesidad de comportarse como idiotas.
—Todo hombre quiere hacer el amor con una mujer fértil. Lo lleváis en los genes.
—Eso es una completa gilipollez —replicó Mitch, y se apartó de ella—. ¿Qué coño estás tramando?
Kaye se agachó y se apoyó sobre las rodillas. Aquella mujer le hacía palpitar la cabeza. Toda la tienda olía a ellos dos y no podía pensar con tranquilidad.
—Podemos demostrar que se equivocan, Mitch.
—¿Sobre qué?
—Antes me preocupaba que el trabajo y la familia no encajasen. Ahora no hay conflicto. Soy mi propio laboratorio.
Mitch negó con vehemencia.
—No.
Kaye se recostó a su lado, apoyando la cabeza en sus brazos.
—Muy directo, ¿no?
—No tenemos ni la más remota idea de qué va a suceder —dijo Mitch.
Los ojos se le llenaban de lágrimas calientes, medio por el temor, medio por otra emoción que no podía precisar… algo muy cercano al puro goce físico. Su cuerpo la deseaba con tal intensidad, la deseaba ahora mismo. Si cedía, sabía que sería el acto sexual supremo de toda su vida. Y si cedía ahora, temía no poder perdonárselo nunca.
—Sé que crees que estamos bien juntos, y sé que serás un buen padre —dijo Kaye entrecerrando los ojos. Levantó una pierna muy lentamente—. Si no hacemos algo ahora, quizá no suceda nunca, y nunca lo sabremos. Sé mi hombre. Por favor.
Mitch no pudo contener las lágrimas y escondió el rostro. Ella se enderezó a su lado y le abrazó, disculpándose, sintiendo sus estremecimientos. Él murmuró una serie confusa e incoherente de palabras sobre como las mujeres simplemente no lo comprendían, nunca lo comprenderían.
Kaye lo tranquilizó y se recostó a su lado. Durante un rato, la brisa agitó la lona de la tienda.
—No tiene nada de malo —dijo ella. Le limpió la cara y se inclinó, asustada de lo que había provocado—. Quizá sea lo único que está bien.
—Lo lamento —dijo Kaye con frialdad mientras cargaban el coche.
Una corriente fría de aire matutino llegaba desde la granja más allá del cámping. Las hojas del roble susurraban. Los tractores permanecían inmóviles frente a los perfectos y vacíos surcos.
—No hay nada que lamentar —dijo Mitch, agitando la tienda. La plegó y la metió en una larga bolsa de tela, luego, con ayuda de Kaye, retiró los palos de la tienda y los plegó.
No había hecho el amor durante esa noche, y Mitch había dormido muy poco.
—¿Sueños? —preguntó Kaye mientras bebían café caliente preparado en el hornillo de campamento.
Mitch negó con la cabeza.
—¿Y tú?
—No dormí más que un par de horas —dijo—. Soñé con el trabajo en EcoBacter. Un montón de gente entraba y salía. Tú estabas allí.
Kaye no quiso contarle que en el sueño no le había reconocido.
—No parece muy emocionante —respondió Mitch.
Mientras viajaban, no vieron apenas nada fuera de lo corriente, fuera de lugar. Se dirigieron hacia el oeste por la carretera de doble carril, pasando por pequeños pueblos, pueblos mineros, pueblos viejos, cansados, repintados y reparados, remendados, con sus viejas casonas de antiguos vecindarios ricos transformadas en bed-and-breakfasts para jóvenes acomodados de Filadelfia, Washington e incluso Nueva York.
Mitch encendió la radio y escucharon las noticias sobre vigilias con velas ante el Capitolio, ceremonias para honrar a los senadores muertos y funerales por el resto de los asesinados durante los disturbios. Se hablaba de los esfuerzos para conseguir una vacuna, de cómo los científicos pensaban que ahora la antorcha había pasado a manos de James Mondavi o tal vez a un equipo de Princeton. Jackson parecía estar en declive, y a pesar de todo lo que había sucedido, Kaye sintió pena por él.
Comieron en el High Street Grill de Morgantown, un restaurante nuevo decorado para parecer antiguo y consagrado, con artículos coloniales y gruesas mesas de madera recubiertas de plástico transparente. El cartel de la entrada delantera declaraba que el restaurante era «tan sólo algo más viejo que el milenio y mucho menos importante».
Kaye observaba atentamente a Mitch, mientras picoteaba el sándwich que había pedido.
Mitch rehuía su mirada y contemplaba a los clientes que les rodeaban, todos dedicados con decisión a llenar sus depósitos corporales. Las parejas de más edad permanecían en silencio; un hombre solitario dejó su gorro de lana sobre la mesa, junto a una taza de café espumoso; tres chicas adolescentes se sentaban en la barra tomándose un helado con ayuda de largas cucharillas de acero. El personal era joven y amable, y ninguna de las camareras llevaba máscara.
—Hace que crea que sólo soy un tipo normal —dijo Mitch en voz baja, contemplando el plato de chili que tenía delante—. Nunca he pensado que pudiese ser un buen padre.
—¿Por qué? —preguntó Kaye, también en voz baja, como si estuviesen compartiendo un secreto.
—Siempre he estado centrado en mi trabajo, en andar de un lado a otro e ir a donde hubiese algo interesante. Soy muy egoísta. Nunca pensé que ninguna mujer inteligente quisiese convertirme en padre, o en marido, ya que estamos. Alguna incluso dejó perfectamente claro que ése no era el motivo por el que estaba conmigo.
—Ya —respondió Kaye, prestándole toda su atención, como si cada palabra pudiese contener una respuesta esencial para resolver un enigma que la desconcertaba.
La camarera les preguntó si querían más té o si deseaban tomar algún postre. Respondieron que no.
—Esto resulta tan corriente —prosiguió Mitch, levantando la cuchara y trazando en el aire un arco que abarcaba el restaurante—. Me siento como un enorme insecto en medio de una sala de estar de Norman Rockwell.
Kaye se rió.
—Ya lo has hecho otra vez —comentó.
—¿Qué he hecho?
—La forma en que lo has dicho, ese comentario. Haces que me estremezca.
—Es la comida.
—No, eres tú.
—Necesito ser un marido antes de convertirme en padre.
—Te aseguro que no es la comida. Estoy temblando, Mitch —extendió la mano y él dejó la cuchara para sujetarla. Tenía los dedos fríos y le castañeteaban los dientes a pesar de que hacía calor dentro del restaurante.
—Creo que deberíamos casarnos —dijo Mitch.
—Eso suena bien.
Mitch extendió la mano.
—¿Te casarás conmigo?
Kaye contuvo el aliento durante unos segundos.
—Oh, Dios, sí —contestó con un débil suspiro de resolución.
—Estamos locos y no sabemos en lo que nos estamos metiendo.
—Cierto —asintió Kaye.
—Estamos a punto de intentar hacer algo nuevo, algo diferente a lo que somos nosotros —añadió Mitch—. ¿No te resulta aterrador?
—Absolutamente —respondió Kaye.
—Y si nos equivocamos, todo va a ser un desastre tras otro. Dolor. Tristeza.
—No nos equivocamos. Sé mi hombre.
—Lo soy.
—¿Me amas?
—Te amo de una forma que nunca había sentido antes.
—Tan rápido. Resulta increíble.
Mitch asintió con énfasis.
—Pero te amo demasiado para no ser algo crítico.
—Te escucho.
—Me preocupa eso que has dicho de convertirte tú misma en un laboratorio. Suena frío y puede que algo desproporcionado, Kaye.
—Espero que puedas entender más allá de las palabras. Entender lo que pretendo decir y hacer.
—Puede que sí —dijo Mitch—. Vagamente. El aire parece muy ligero en el lugar en que nos encontramos ahora mismo.
—Como si estuviésemos en lo alto de una montaña —dijo Kaye.
—No me gustan demasiado las montañas.
—Oh, a mí sí me gustan —dijo Kaye, pensando en las laderas y los picos nevados del monte Kazbeg—. Te dan libertad.
—Ya, te lanzas desde ellos y consigues tres mil metros de completa libertad.
Mientras Mitch pagaba la cuenta, Kaye se dirigió hacia los lavabos. Siguiendo un impulso, sacó la tarjeta telefónica y un trozo de papel de su cartera y levantó el auricular para hacer una llamada.
Llamaba a la señora Luella Hamilton a su casa de Richmond, Virginia.
Había conseguido sacarle el número a la centralita de la clínica.
Respondió una voz masculina suave y profunda.
—Perdóneme, ¿está la señora Hamilton?
—Estamos comiendo algo —dijo el hombre—. ¿Quién la llama?
—Kaye Lang. La doctora Lang.
El hombre murmuró algo y luego gritó:
—¡Luella!
Pasaron unos segundos. Más voces. Luella Hamilton se puso al teléfono, su aliento resonaba suavemente en el auricular, se oyó su voz, familiar y serena:
—Albert dice que es Kaye Lang, ¿es usted?
—Soy yo, señora Hamilton.
—Bueno, ahora estoy en casa, Kaye, y no necesito ningún control.
—Quería que supiese que ya no estoy con el Equipo Especial, señora Hamilton.
—Llámame Lu, por favor. ¿Por qué no, Kaye?
—Seguimos caminos distintos. Me voy al Oeste y estaba preocupada por ti.
—No hay motivo para preocuparse. Albert y los niños están bien y yo estoy perfectamente.
—Simplemente me interesaba. He estado pensando mucho en ti.
—Bueno, la doctora Lipton me dio esas pastillas que matan a los bebés antes de que se vuelvan muy grandes, dentro. Ya las conoce.
—Sí.
—No se lo dije a nadie, y lo estuvimos pensando, pero Albert y yo vamos a continuar. Dice que se cree parte de lo que dicen los científicos, pero no todo, y además, dice que soy demasiado fea para haber estado engañándole con otros a sus espaldas. —Dejó escapar una risa de incredulidad—. No sabe nada de las mujeres y las oportunidades que tenemos, ¿verdad, Kaye? —En voz baja y dirigiéndose a alguien que estaba junto a ella —añadió—: Deja eso. Estoy hablando.
—No —asintió Kaye.
—Vamos a tener este bebé —dijo la señora Hamilton, remarcando el tener—. Dígaselo a la doctora Lipton y a los de la clínica. Sea lo que sea, es nuestro, y vamos a darle una oportunidad de luchar.
—Me alegra oír eso, Lu.
—¿Sí, eh? ¿Tú también sientes curiosidad, Kaye?
Kaye se rió y sintió que la risa se le quebraba, amenazando con transformarse en lágrimas.
—Sí, la siento.
—Quieres ver a este bebé cuando nazca, ¿verdad?
—Me encantaría haceros a los dos un regalo —dijo Kaye.
—Eso es muy amable. ¿Por qué no encuentras un hombre y pillas esta gripe? Podríamos visitarnos y comparar, las dos, a los pequeños, ¿qué te parece? Y yo te haría un regalo a ti. —La sugerencia no contenía ni un atisbo de rabia, burla o resentimiento.
—Puede que lo haga, Lu.
—Nos llevamos bien, Kaye. Gracias por preocuparte por mí y ya sabes, por tratarme como si fuese una persona y no un ratón de laboratorio.
—¿Puedo volver a llamarte?
—Nos mudamos pronto, pero ya nos encontraremos, Kaye. Seguro que sí. Cuídate.
Kaye recorrió el pasillo desde los lavabos. Se tocó la frente. Estaba caliente. Tenía el estómago revuelto, también. «Pilla esta gripe, y nos visitaremos y compararemos.»
Mitch esperaba en el exterior del restaurante con las manos en los bolsillos, observando los coches que pasaban. Se volvió y le sonrió cuando oyó el ruido de la gruesa puerta de madera al abrirse.
—Llamé a la señora Hamilton. Va a tener el bebé.
—Muy valiente por su parte.
—La gente ha estado teniendo bebés durante millones de años —comentó Kaye.
—Sí. Es fácil. ¿Dónde quieres que nos casemos? —preguntó Mitch.
—¿Qué tal en Columbus?
—¿Qué tal en Morgantown?
—Perfecto —contestó Kaye.
—Si sigo pensando en esto mucho tiempo, no serviré para nada.
—Lo dudo —le dijo Kaye. El aire fresco hacía que se sintiese mejor.
Fueron en el coche hasta la calle Spruce, y allí, en la floristería Monongahela, Mitch le compró a Kaye una docena de rosas. Bordeando el edificio de la Magistratura del Condado y un centro de la tercera edad, cruzaron High Street, y se dirigieron hacia la alta torre del reloj y el mástil de la bandera del juzgado. Se detuvieron a la sombra de unos arces para examinar las lápidas inscritas dispuestas alrededor de la plaza del juzgado.
—«Dedicado a la memoria de James Crutchfield, de 11 años» —leyó Kaye. El viento hacía crujir las ramas, moviendo las hojas con un sonido que hacía pensar en voces susurrando o en antiguos recuerdos.
—«A mi amor durante cincuenta años, Mary Ellen Baker» —leyó Mitch.
—¿Crees que nosotros estaremos juntos tanto tiempo? —preguntó Kaye.
Mitch sonrió y la asió por el hombro.
—Nunca he estado casado —dijo—. Soy ingenuo. Yo diría que sí, que lo estaremos. —Pasaron bajo el arco de piedra que estaba a la derecha de la torre y atravesaron las puertas de entrada.
Dentro, en la Oficina del Funcionario de Registro, una habitación espaciosa cubierta de estanterías y de mesas que soportaban el peso de los enormes y gastados volúmenes de color negro y verde que contenían los registros de transacciones inmobiliarias, les entregaron los impresos que debían rellenar y les indicaron dónde podían hacerse los análisis de sangre.
—Es una ley estatal —les comentó la vieja funcionaria desde el otro lado de la gran mesa de madera. Sonrió con amabilidad—. Hacen pruebas de sífilis, gonorrea, VIH, herpes y esa nueva, SHEVA. Hace unos años intentaron que se eliminase el análisis sanguíneo como requisito, pero ahora todo ha cambiado. Esperas tres días y luego puedes casarte en una iglesia o en un juez de paz, en cualquier condado del estado. Unas rosas muy bonitas, por cierto. —Se colocó las gafas, que colgaban de una cadena dorada alrededor de su cuello y les observó con atención—. La prueba de mayoría de edad no será necesaria. ¿Por qué han tardado tanto?
Les entregó la solicitud y los impresos para los análisis.
—Aquí no conseguiremos la licencia —le dijo Kaye a Mitch al salir del edificio—. No pasaremos los análisis. —Se sentaron sobre un banco de madera junto a los arces. Eran las cuatro de la tarde y el cielo se estaba nublando con rapidez. Kaye apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch.
Mitch le acarició la frente.
—Tienes fiebre. ¿Te encuentras mal?
—Es sólo una prueba de nuestra pasión.
Kaye aspiró el aroma de las flores, levantó la mano al sentir las primeras gotas de lluvia y dijo:
—Yo, Kaye Lang, te tomó a ti, Mitch Rafelson, como mi legítimo esposo, en esta era de confusión y trastorno.
Mitch la contempló.
—Levanta tu mano —le dijo Kaye—, si me quieres.
Mitch comprendió lo que le pedía, le apretó la mano, preparándose para estar a la altura de la ocasión.
—Deseo que seas mi esposa, en la adversidad o en la catástrofe, para tenerte y conservarte, para amarte y respetarte, tengan o no alguna habitación libre en la posada, amén.
—Te quiero, Mitch.
—Te quiero, Kaye.
—Bien —concluyó Kaye—. Ahora soy tu esposa.
Cuando salían de Morgantown en dirección al suroeste, Mitch señaló:
—¿Sabes? Me lo creo. Creo que estamos casados.
—Eso es lo que importa —dijo Kaye. Se acercó más a él, acomodándose en el amplio asiento.
Esa noche, en las afueras de Clarksburg, hicieron el amor en una cama estrecha en una oscura habitación de hotel con paredes de hormigón. La lluvia de primavera caía sobre el tejado y goteaba desde los aleros con un sonido constante y tranquilizador. No llegaron a apartar la colcha, en vez de eso se tendieron juntos, desnudos, brazos y piernas en lugar de mantas, perdidos uno en el otro, sin necesidad de nada más.
El universo se convirtió en un lugar pequeño, brillante y cálido.
La lluvia y la niebla les siguieron desde Clarksburg. Los neumáticos del viejo Buick azul producían un zumbido regular sobre la carretera mojada, avanzando y serpenteando entre cortes de piedra caliza y bajas colinas verdes. Los limpiaparabrisas apartaban regueros oscuros, que hacían que Kaye recordase el Fiat quejumbroso de Lado en la carretera militar de Georgia.
—¿Todavía sueñas con ellos? —le preguntó Kaye a Mitch, mientras él conducía.
—Estoy demasiado cansado para soñar —respondió Mitch. Le sonrió y volvió a centrarse en la carretera.
—Siento curiosidad por saber qué les sucedió —dijo Kaye en voz baja.
Mitch hizo una mueca.
—Perdieron a su bebé y murieron.
Kaye comprendió que había tocado un punto sensible y se disculpó.
—Lo siento.
—Te lo dije, estoy algo chiflado —dijo Mitch—. Pienso con la nariz y me preocupo por lo que les sucedió a tres momias hace quince mil años.
—No estás chiflado en absoluto —replicó Kaye. Sacudió la cabeza y luego dejó escapar un grito.
—¡Uau! —se asustó Mitch.
—¡Vamos a atravesar América! —gritó Kaye—. Viajaremos por el corazón del país y haremos el amor cada vez que paremos y descubriremos de dónde saca esta gran nación su energía.
Mitch golpeó el volante y se rió.
—Pero no lo estamos haciendo bien —añadió Kaye, con afectación—. No tenemos un enorme caniche.
—¿Cómo?
—Viajes con Charlie —aclaró Kaye—. John Steinbeck tenía una camioneta a la que llamaba Rocinante, y dormía en la parte trasera. Escribió sobre sus viajes con un enorme caniche. Es un libro genial.
—¿Charlie tenía personalidad?
—Desde luego que sí.
—Entonces yo seré el caniche.
Kaye fingió que le recortaba el pelo con los dedos.
—Apuesto que Steinbeck tardó más de una semana —dijo Mitch.
—No tenemos que darnos prisa —dijo Kaye—. No quiero que esto termine nunca. Me estás devolviendo la vida, Mitch.
Al Oeste de Athens, en Ohio, se detuvieron para comer en un vagón de tren de color rojo brillante convertido en restaurante de carretera. El vagón estaba situado sobre una plataforma de cemento y dos raíles al final de un camino lateral junto a la autopista estatal, en una zona de bajas colinas cubiertas de arces y cornáceas. La comida que servían en el interior, débilmente iluminado por las pequeñas bombillas de linternas de ferrocarril, era adecuada y nada más que eso: un batido de chocolate y una hamburguesa de queso para Mitch y empanada y té helado instantáneo amargo para Kaye. En la radio de la cocina, en la parte de atrás del vagón, sonaba Garth Brooks y Selay Sammy. Todo lo que veían de la desordenada cocina era un sombrero blanco de cocina moviéndose al ritmo de la música.
Cuando salieron del restaurante, Kaye se fijó en tres adolescentes desaliñados que caminaban por el sendero: dos chicas con faldas de color negro y mallas grises rotas, y un chico con vaqueros y un chubasquero gastado. El chico caminaba varios pasos por detrás de las chicas, como un cachorro rezagado y alicaído. Kaye se sentó en el interior del Buick.
—¿Qué estarán haciendo aquí?
—Puede que vivan aquí —contestó Mitch.
—Sólo está esa casa en lo alto de la colina, detrás del restaurante —comentó Kaye, suspirando.
—Empiezas a parecer una madre preocupada.
Mitch salió marcha atrás de la zona de gravilla que servía de aparcamiento y estaba a punto de girar para salir al camino cuando el chico les hizo una señal. Mitch paró y bajó la ventanilla. La ligera llovizna impregnó el aire de una humedad plateada con el aroma de los árboles y los gases del Buick.
—Perdón, señor. ¿Se dirige al oeste? —preguntó el chico. Sus fantasmales ojos azules flotaban en un rostro estrecho y pálido. Parecía preocupado y agotado, y bajo sus ropas su constitución semejaba un haz de ramillas, y un haz no demasiado grande.
Las dos chicas se mantenían atrás. La chica más baja y más morena se cubría la cara con las manos, atisbando entre los dedos como un chiquillo tímido.
Las manos del chico estaban sucias y tenía las uñas negras. Se dio cuenta de que Mitch las miraba y se las frotó incómodo contra los pantalones.
—Sí —dijo Mitch.
—Siento muchísimo molestarle. No se lo pediríamos, señor, pero es difícil encontrar transporte y está empezando a llover. Si se dirigen hacia el oeste, tal vez podrían llevarnos parte del trayecto, ¿sí?
La desesperación del chico y su torpe galantería poco acorde con su edad conmovieron a Mitch. Examinó al chico atentamente, indeciso entre la simpatía y la sospecha.
—Diles que entren —dijo Kaye.
El chico los miró sorprendido.
—¿Ahora?
—Vamos hacia el oeste. —Mitch señaló la autopista que estaba más allá de la larga verja metálica.
El chico abrió la puerta trasera y las chicas se acercaron corriendo. Kaye se volvió y apoyó el brazo en la parte posterior del asiento mientras subían y se sentaban.
—¿Adónde vais? —les preguntó.
—A Cincinnati —dijo el chico—. O tan cerca de allí como podamos —añadió esperanzado—. Un millón de gracias.
—Poneos los cinturones de seguridad —les dijo Mitch—. Hay tres ahí detrás.
La chica que ocultaba su rostro parecía no tener más de diecisiete años, con el pelo oscuro y fuerte, la piel color café, dedos largos y nudosos con las uñas cortas y astilladas pintadas de violeta. Su compañera, con el pelo rubio casi blanco, parecía mayor, poseía un rostro amplio y amable, pero mostraba una expresión vacía producto del agotamiento.
El chico no tenía más de diecinueve años. Mitch frunció la nariz involuntariamente; llevaban días sin bañarse.
—¿De dónde sois? —preguntó Kaye.
—De Richmond —dijo el chico—. Hemos estado haciendo autostop y durmiendo en el bosque o sobre la hierba. Ha sido duro para Delia y Jayce. Ésta es Delia. —Señaló a la chica que se tapaba la cara.
—Yo soy Jayce —dijo la rubia de forma ausente.
—Yo me llamo Morgan —añadió el chico.
—No parecéis lo bastante mayores como para andar por ahí por vuestra cuenta —dijo Mitch. Aumentó la velocidad del coche al entrar en la autopista.
—Delia no podía soportar quedarse donde estaba —dijo Morgan—. Quería irse a Los Ángeles o a Seattle. Decidimos ir con ella.
Jayce asintió.
—No es un plan muy elaborado —dijo Mitch.
—¿Tenéis algún pariente en el oeste? —les preguntó Kaye.
—Tengo un tío en Cincinnati —dijo Jayce—. Puede que nos acoja durante un tiempo.
Delia se recostó en el asiento, manteniendo el rostro oculto. Morgan se humedeció los labios y estiró el cuello para mirar la parte delantera del coche, como si quisiese leer algo escrito allí.
—Delia estuvo embarazada, pero su bebé nació muerto —dijo—. Eso le produjo algunos problemas en la piel.
—Lo lamento —dijo Kaye. Extendió la mano—. Me llamo Kaye, no tienes que esconderte, Delia.
Delia sacudió la cabeza, sin apartar las manos.
—Es feo —dijo.
—A mí no me molesta —dijo Morgan. Se mantenía en el extremo izquierdo del coche, arrimándose todo lo que podía, para dejar unos treinta centímetros de distancia entre él y Jayce—. Las chicas son más comprensivas. Su novio le dijo que se fuese. Un auténtico estúpido. ¡Vaya una pérdida!
—Es demasiado feo —dijo Delia en voz baja.
—Venga, cariño —dijo Kaye—. ¿Es algo que pueda solucionar un médico?
—Apareció antes de que naciese el bebé —dijo Delia.
—Está bien —dijo Kaye, tranquilizándola, y se estiró para apretarle el brazo.
Mitch miraba lo que sucedía por el espejo retrovisor, fascinado por esta faceta de Kaye. Gradualmente, Delia bajó las manos, relajando los dedos. El rostro de la chica estaba manchado y moteado, como si estuviese salpicado de pintura color marrón rojizo.
—¿Te hizo eso tu novio? —preguntó Kaye.
—No —dijo Delia—. Simplemente apareció y todo el mundo lo odiaba.
—Primero le salió una máscara —dijo Jayce—. Le cubrió la cara durante unas semanas, luego se le cayó y dejó esas marcas.
Mitch sintió un escalofrío. Kaye miró hacia delante y bajo la cabeza durante un momento, tranquilizándose.
—Delia y Jayce no quieren que las toque —dijo Morgan—. Ni aunque seamos amigos, es por la plaga. Ya sabéis. La Herodes.
—No quiero quedarme embarazada —dijo Jayce—. Tenemos mucha hambre.
—Pararemos y comeremos algo —dijo Kaye—. ¿Os gustaría daros una ducha y asearos?
—¡Oh, sí! —dijo Delia—. Sería genial.
—Parecéis personas decentes; sois de verdad muy amables —dijo Morgan, contemplando de nuevo la parte delantera del coche, esta vez para reunir valor—, pero tengo que deciros que estas chicas son mis amigas. No quiero que hagáis esto si es para que él pueda verlas desnudas. No lo admitiré.
—No te preocupes —le dijo Kaye—. Si fuese tu madre, estaría orgullosa de ti, Morgan.
—Gracias —contestó Morgan y bajó la vista hasta la ventanilla. Los músculos de su estrecha mandíbula se tensaron—. Es sólo lo que siento. Ya hemos soportado bastante mierda. A su novio le salió una máscara, también, y se volvió completamente loco. Jayce dice que le echaba la culpa a Delia.
—Lo hacía —dijo Jayce.
—Era un chico blanco —continuó Morgan—, y Delia es negra en parte.
—Soy negra —dijo Delia.
—Vivieron en una granja durante una temporada, hasta que él la obligó a marcharse —dijo Jayce—. La golpeaba, después del aborto. Luego volvió a quedarse embarazada. Él decía que lo ponía enfermo porque le había salido una máscara y el niño ni siquiera era suyo —esto último lo dijo mascullando entre dientes.
—Mi segundo bebé nació muerto —dijo Delia, con voz distante—. Sólo tenía la mitad de la cara. Jayce y Morgan no me lo enseñaron.
—Lo enterramos —dijo Morgan.
—Dios mío —dijo Kaye—. Lo siento muchísimo.
—Fue duro —dijo Morgan—. Pero bueno, todavía estamos aquí —apretó los dientes y su mandíbula volvió a tensarse rítmicamente.
—Jayce no debió decirme cuál era su aspecto —dijo Delia.
—Si era una criatura de Dios —dijo Jayce con voz apagada—, debió haber cuidado mejor de él.
Mitch se secó los ojos con la mano y parpadeó para ver con claridad la carretera.
—¿Te ha visto un médico? —preguntó Kaye.
—Estoy bien —dijo Delia—. Sólo quiero que las manchas desaparezcan.
—Déjame verlas de cerca, cariño.
—¿Es usted médico?
—Soy bióloga, pero no médico.
—¿Científica? —preguntó Morgan interesado.
—Sí —respondió Kaye.
Delia lo pensó durante unos segundos y luego se acercó hacia delante, apartando la mirada. Kaye le agarró la barbilla para observarla. Había salido el sol, pero un camión de gran tamaño pasó junto a ellos por la izquierda salpicando el parabrisas con los neumáticos. La luz húmeda proyectaba una débil sombra gris sobre las facciones de la chica.
Su rostro estaba cubierto por manchas sin melanina con forma de lágrima, principalmente en las mejillas, con varias marcas simétricas en el borde de los ojos y labios. Al alejarse de Kaye, las marcas cambiaron y se oscurecieron.
—Son como pecas —dijo Delia con optimismo—. A veces me salen pecas. Supongo que es mi sangre blanca.
Mitch y Morgan esperaban en el amplio porche blanco en el exterior de la consulta del doctor James Jacobs.
Morgan estaba inquieto.
Encendió el último cigarrillo que le quedaba y aspiró con intensidad, con los ojos semicerrados; luego se acercó a un viejo arce de corteza rugosa y se apoyó contra él.
Después de una parada para comer algo, Kaye había insistido en que buscasen a un médico en las páginas amarillas y en llevar a Delia para que le hiciese un reconocimiento. Delia había accedido a regañadientes.
—No hicimos nada malo —dijo Morgan—. No teníamos dinero, ella tuvo el bebé y allí estábamos. —Hizo un gesto con la mano en dirección a la carretera.
—¿Dónde fue eso? —le preguntó Mitch.
—En West Virginia. En los bosques, cerca de una granja. Era bonito. Un lugar agradable para que te entierren. ¿Sabes?, estoy muy cansado. Estoy harto de que me traten como a un perro con pulgas.
—¿Las chicas te tratan así?
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Morgan—. Los hombres somos contagiosos. Dependen de mí, siempre estoy para lo que necesitan, y luego me dicen que tengo muchos piojos, y ya está. Ni siquiera me dan las gracias, nunca.
—Son los tiempos —dijo Mitch.
—Es una mierda. ¿Por qué nos ha tocado vivir ahora y no en otra época no tan mierdosa?
En la sala de reconocimiento, Delia estaba sentada al borde de la camilla, con las piernas colgando. Llevaba puesta una bata blanca con flores, abierta por la espalda. Jayce estaba en una silla frente a ella, leyendo un folleto sobre enfermedades relacionadas con el tabaco. El doctor Jacobs tenía unos sesenta años, era delgado, con una mata de pelo gris muy corto y rizado sobre una frente alta y noble. Tenía los ojos grandes, a la vez sabios y tristes. Le dijo a las chicas que volvería en seguida e hizo pasar a su asistente, una mujer de mediana edad con un moño de hermoso pelo rojizo, que sostenía una libreta de notas y un lápiz. El doctor cerró la puerta y se volvió hacia Kaye.
—¿No es usted pariente? —le preguntó.
—Las recogimos unos kilómetros al este de aquí. Pensé que debía verla un médico.
—Dice que tiene diecinueve años. No lleva ningún tipo de identificación, pero no creo que llegue a los diecinueve, ¿y usted?
—No sé mucho de ella —dijo Kaye—. Intento ayudarlas, no crearles problemas.
Jacobs ladeó la cabeza con simpatía.
—Dio a luz hace menos de una semana o diez días. Ningún trauma de importancia, pero sufrió algún desgarro y todavía tiene sangre en las mallas. No me gusta ver a chiquillos viviendo como animales, señora Lang.
—Tampoco a mí.
—Delia dice que se trataba de un bebé de la Herodes y que nació muerto. De la segunda etapa, por la descripción. No veo motivos para no creerla, pero hay que informar de estos asuntos. Al bebé debería habérsele realizado una autopsia. En este mismo momento se están estableciendo leyes, de ámbito federal, y Ohio va a seguirlas… La chica dice que estaba en West Virginia cuando se puso de parto. Creo que West Virginia está mostrando alguna resistencia.
—Sólo en determinados aspectos —dijo Kaye, y le habló sobre la exigencia de los análisis de sangre.
Jacobs la escuchó, luego sacó un bolígrafo de su bolsillo y comenzó a jugar con él, nervioso.
—Señora Lang, no estaba seguro de quién era usted cuando entró aquí. Le pedí a Georgina que mirase en la Web y buscase algunas fotos recientes. No sé qué está haciendo en Athens, pero creo que usted sabe más que yo de este tipo de asuntos.
—No necesariamente —dijo Kaye—. Las marcas de su cara…
—Algunas mujeres desarrollan manchas oscuras durante el embarazo. Luego desaparecen.
—No como éstas —dijo Kaye—. Nos dijeron que había tenido otros problemas de piel.
—Lo sé. —Jacobs suspiró y se apoyó en el borde de la mesa—. Tengo tres paciente que están embarazadas, probablemente con fetos de la segunda etapa de la Herodes. No me dejan que les haga la amniocentesis ni ningún tipo de ecografía. Son todas mujeres muy religiosas y creo que no quieren saber la verdad. Están asustadas y bajo mucha presión. Sus amigos las evitan. No son bien recibidas en la iglesia. Sus maridos no las acompañan a la consulta. —Señaló su cara—. Todas tienen la piel endurecida y suelta alrededor de los ojos, la nariz, las mejillas y los bordes de la boca. No se cae… todavía no. Están desprendiendo varias capas de dermis y epidermis facial. —Hizo una mueca y juntó los dedos, sujetando un trozo de piel imaginario—. Tiene una consistencia ligeramente correosa. Más feo que el pecado y muy intimidante. Por eso están nerviosas y por eso las evitan. Las está apartando de la comunidad, señora Lang. Les hace daño. Envío mis informes a las autoridades estatales y a los federales, y no recibo ninguna respuesta. Es como lanzar mensajes a una caverna oscura.
—¿Cree que las máscaras son algo común?
—Me atengo a los principios científicos básicos, señora Lang. Si lo veo más de una vez, y ahora aparece esta chica y lo veo de nuevo, procedente de otro estado… Dudo que se trate de algo aislado. —La observó con mirada crítica—. ¿Sabe usted algo más?
Kaye se sorprendió a sí misma mordiéndose los labios como si fuese una chiquilla.
—Sí y no —contestó—. He dimitido de mi puesto en el Equipo Especial de la Herodes.
—¿Por qué?
—Es demasiado complicado para explicarlo.
—Es porque lo han entendido todo mal, ¿verdad?
Kaye apartó la vista y sonrió.
—No diría eso.
—¿Ha visto esto con anterioridad? ¿En otras mujeres?
—Creo que vamos a verlo más a menudo.
—¿Y los bebés serán todos monstruos y morirán?
Kaye sacudió la cabeza.
—Creo que eso va a cambiar.
Jacobs volvió a guardarse el bolígrafo en el bolsillo, apoyó la mano sobre el cartapacio de la mesa, levantó una de las esquinas de piel y la dejó caer con suavidad.
—No enviaré ningún informe sobre Delia. No estoy seguro de qué podría decir o a quién. Creo que desaparecerá antes de que ninguna autoridad pueda hacer nada por ayudarla. Dudo que lleguemos a encontrar el lugar donde enterraron al bebé. Está agotada y debe alimentarse bien. Necesita un lugar donde poder quedarse y descansar. Le pondré una inyección de vitaminas, y le recetaré antibióticos y un suplemento de hierro.
—¿Y las marcas?
—¿Sabe lo que son los cromatóforos?
—Células que cambian de color. En las sepias.
—Estas marcas pueden cambiar de color —dijo Jacobs—. No se trata simplemente de una melanosis provocada por las hormonas.
—Melanóforos —dijo Kaye.
Jacobs asintió.
—Exacto. ¿Ha visto alguna vez melanóforos en un ser humano?
—No —dijo Kaye.
—Yo tampoco. ¿Adónde se dirige, doctora Lang?
—Hacia el oeste —le contestó. Sacó el monedero—. Me gustaría pagarle ahora.
Jacobs la miró con ojos tristes.
—No dirijo una maldita aseguradora, señora Lang. No hay coste. Le prescribiré las pastillas y usted se las comprará en una buena farmacia. Cómprele comida y busque un sitio limpio donde pueda descansar durante al menos una noche.
Se abrió la puerta y salieron Delia y Jayce. Delia estaba totalmente vestida.
—Necesita ropa limpia y un buen remojón en un baño caliente —dijo Georgina con firmeza.
Por primera vez desde que se habían encontrado, Delia sonrió.
—Me miré en el espejo —dijo—. Jayce dice que las marcas son bonitas. Y el doctor dice que no estoy enferma y que podré tener niños de nuevo si quiero.
Kaye se despidió de Jacobs con un apretón de manos.
—Muchas gracias.
Cuando salían por la puerta delantera, reuniéndose con Mitch y con Morgan en el porche, Jacobs le gritó:
—¡Vivimos y aprendemos, señora Lang! Y cuanto antes aprendamos, mejor.
El pequeño motel mostraba un enorme cartel rojo en el que se leía SUITES DIMINUTAS, $50, que resultaba claramente visible desde la autovía. Tenía siete habitaciones, tres de ellas libres. Kaye alquiló las tres y le dio a Morgan su propia llave. Morgan la aceptó, frunció el ceño y se la guardó en el bolsillo.
—No me gusta estar solo —dijo.
—No se me ocurría otra combinación —dijo Kaye.
Mitch pasó el brazo en torno al hombro del chico.
—Yo me quedaré contigo —dijo. Mirando con seriedad a Kaye—. Vamos a asearnos y a mirar la tele.
—Nos gustaría que te quedases en nuestra habitación —le dijo Jayce a Kaye—. Nos sentiríamos mucho más seguras.
Las habitaciones estaban en el límite de lo que podía considerarse limpio. Los cobertores acolchados sobre las camas mostraban zonas huecas, desgarrones y quemaduras de cigarrillo. Las mesitas de café tenían numerosos cercos y más quemaduras de cigarrillo. Jayce y Delia exploraron el lugar y se acomodaron como si se tratase de estancias principescas. Delia se apropió de la butaca naranja que estaba junto a la mesa con una lámpara integrada, de focos metálicos negros en forma de cono. Jayce se tendió sobre la cama y encendió la televisión.
—Tienen televisión por cable —dijo en voz baja y encantada—. ¡Podemos ver una película!
Mitch esperó a oír el ruido de la ducha para abrir la puerta de la habitación. Kaye estaba allí con la mano en alto, a punto de llamar.
—Estamos malgastando una habitación —dijo—. Hemos asumido ciertas responsabilidades, ¿verdad?
Mitch la abrazó.
—Tus instintos —le dijo.
—¿Y qué te dicen tus instintos? —le preguntó Kaye, enterrando la nariz en su hombro.
—Son chiquillos. Llevan semanas o meses en la carretera. Alguien debería avisar a sus padres.
—Puede que nunca hayan tenido auténticos padres. Están desesperados, Mitch. —Kaye se apartó para mirarle de frente.
—También son lo bastante independientes como para enterrar a un bebé muerto y seguir su camino. El médico debería haber llamado a la policía, Kaye.
—Lo sé. Y también sé por qué no lo hizo. Las reglas han cambiado. Piensa que la mayoría de los bebés van a nacer muertos. ¿Somos los únicos que tenemos esperanza?
El ruido de la ducha se detuvo y se oyó abrirse la puerta corredera. El pequeño cuarto de baño estaba lleno de vapor.
—Las chicas —dijo Kaye, y se dirigió hacia la puerta de al lado. Le hizo una señal a Mitch con la palma de la mano abierta que él reconoció inmediatamente como la de los manifestantes de Albany, y entendió por primera vez lo que había intentado expresar la multitud: una fe firme y una sumisión prudente a los designios de la Vida, fe en la sabiduría del genoma humano. No a la presunción de estar en una situación desesperada. No a los intentos ignorantes de utilizar poderes recién adquiridos para bloquear los ríos de ADN que llevaban generaciones fluyendo.
Fe en la Vida.
Morgan se vistió rápidamente.
—Jayce y Delia no me necesitan —dijo, de pie en medio de la habitación. Los agujeros en las mangas de su jersey negro eran incluso más evidentes ahora que tenía la piel limpia. Tenía el sucio chubasquero colgado del brazo—. No quiero ser una carga. Me iré ahora. Os lo agradezco, pero…
—Calla y siéntate, por favor —le dijo Mitch—. Se hace lo que quiere la señora. Y quiere que te quedes.
Morgan parpadeó sorprendido y luego se sentó en el borde de la cama. Los muelles rechinaron y el marco crujió.
—Creo que es el fin del mundo —dijo—. Realmente hemos hecho enfadar a Dios.
—No saques conclusiones precipitadas —le contestó Mitch—. Lo creas o no, todo esto ya ha sucedido antes.
Jayce encendió la televisión y se puso a mirarla desde la cama mientras Delia se daba un largo baño en la estrecha y gastada bañera. La chica canturreaba para sí misma, melodías de dibujos animados, Scooby Doo, Animanías, Inspector Gadget. Kaye estaba sentada en la butaca. Jayce había encontrado algo antiguo y tranquilizador en la televisión: Pollyanna, con Hayley Mills. Karl Malden estaba arrodillado sobre la hierba, reprochándose su obstinada ceguera. Era una interpretación apasionada. Kaye no recordaba que la película fuese tan conmovedora. La estuvo viendo con Jayce hasta que se dio cuenta de que la chica se había dormido. Entonces bajó el volumen y cambió a Fox News.
Dieron unas cuantas noticias breves sobre historias del mundo del espectáculo, un reportaje político de corta duración sobre las elecciones al Congreso y luego una entrevista con Bill Cosby sobre sus anuncios publicitarios para el CCE y el Equipo Especial. Kaye subió el volumen.
—Fui compañero de David Satcher, el antiguo director de Salud Pública, y deben de tener alguna especie de red de «viejos amigos» —le dijo Cosby a la entrevistadora, una rubia con gran sonrisa e intensa mirada azul—, porque hace años me convencieron, ese viejo amigo, para hablar sobre la importancia de su trabajo, sobre lo que estaban haciendo. Pensaron que tal vez podría volver a ser de ayuda.
—Se ha unido a un equipo selecto —dijo la entrevistadora—. Dustin Hoffman y Michael Crichton. Veamos su anuncio.
Kaye se inclinó hacia delante. Cosby volvió a aparecer contra un fondo negro, con una marcada expresión de preocupación en el rostro.
—Mis amigos del Centro de Control de Enfermedades y muchos otros investigadores por todo el mundo trabajan duro cada día para solucionar este problema al que todos nos enfrentamos. La gripe de Herodes. El SHEVA. Cada día. Nadie descansará hasta que se haya comprendido y podamos curarlo. Se lo aseguro, estas personas se preocupan, y cuando ustedes sufren, ellos sufren también. Nadie les pide que tengan paciencia. Pero para sobrevivir a esto, todos debemos actuar con inteligencia.
La entrevistadora apartó la mirada de la gran pantalla de televisión que estaba en el plató.
—Veamos un fragmento del mensaje de Dustin Hoffman…
Hoffman estaba de pie en medio de un plató cinematográfico vacío, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones beige hechos a medida. Saludó con una sonrisa amable, pero solemne.
—Me llamo Dustin Hoffman. Puede que recuerden que interpreté a un científico que se enfrentaba a una enfermedad mortífera en una película llamada Estallido. He estado hablando con los científicos del Instituto Nacional de la Salud y el Centro de Control y Prevención de Enfermedades, están trabajando con todas sus fuerzas, cada día, para combatir el SHEVA y conseguir que nuestros niños dejen de morir.
La entrevistadora interrumpió el clip.
—¿Qué están haciendo los científicos que no estuviesen haciendo el año pasado? ¿Qué hay de nuevo?
Cosby puso un gesto duro.
—Sólo soy un hombre que intenta ayudar a que superemos esta situación. Los médicos y los científicos son la única esperanza que tenemos, tomar las calles y ponernos a quemar cosas no hará que los problemas desaparezcan. Tenemos que estudiar la situación y trabajar juntos, y no enzarzarnos en peleas y dejarnos llevar por el pánico.
Delia estaba de pie en la puerta del baño, con las rollizas piernas desnudas bajo la pequeña toalla del motel, y el pelo envuelto en otra toalla. Contemplaba fijamente la televisión.
—No va a cambiar nada —dijo—. Mis bebés están muertos.
Mitch volvió de la máquina expendedora de Coca-Cola que estaba situada al final de la hilera de habitaciones y se encontró a Morgan caminando de un lado a otro en un trayecto en U alrededor de la cama. Mantenía los puños cerrados por la frustración.
—No puedo dejar de pensar —dijo Morgan. Mitch le tendió una Coca-Cola y Morgan la contempló, la agarró, y abrió la lata con furia—. ¿Sabes lo que hicieron, lo que hizo Jayce? ¿Cuándo nos hizo falta dinero?
—No quiero saberlo, Morgan —contestó Mitch.
—Es cómo me tratan. Jayce se fue y buscó un hombre dispuesto a pagar, y, ya sabes, ella y Delia se la chuparon y consiguieron el dinero. Dios, yo compartí la comida que compraron. Y la noche siguiente. Estábamos haciendo autostop y Delia empezó a tener el bebé. ¡No me dejaron tocarlas, ni siquiera abrazarlas, no están dispuestas a poner sus manos sobre mí, pero se la chupan a esos tíos por dinero, y les tiene sin cuidado si yo las veo! —Se golpeó la sien con el pulgar—. Son tan estúpidas, como animales de granja.
—Debéis de haberlo pasado muy mal por ahí fuera —dijo Mitch—. Estabais hambrientos.
—Me fui con ellas porque mi padre no es ninguna maravilla, ya sabes, pero no me pega. Trabaja todo el día. Ellas me necesitaban más que él. Pero quiero volver. No puedo hacer nada más por ellas.
—Lo entiendo —dijo Mitch—. Pero no te precipites. Buscaremos una solución.
—¡Estoy tan harto de esta mierda! —gritó Morgan.
En la habitación de al lado oyeron el grito. Jayce se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—Ya está otra vez —murmuró.
Delia se estaba secando el pelo.
—A veces no es muy estable —comentó.
—¿Podéis dejarnos en Cincinnati? —preguntó Jayce—. Tengo un tío allí. Tal vez podáis enviar a Morgan de vuelta a casa.
—A veces Morgan parece un chiquillo —dijo Delia.
Kaye las observó desde la butaca, sintiendo que se le ruborizaba el rostro por una emoción que no acababa de comprender: solidaridad mezclada con profundo desagrado.
Minutos después se reunió con Mitch fuera, bajo el largo pasillo del motel. Se tomaron de la mano.
Mitch señaló con el pulgar sobre su hombro, hacia la puerta abierta de la habitación. Volvía a oírse la ducha.
—Es la segunda. Dice que se siente sucio todo el tiempo. Esas chicas no han tratado demasiado bien al pobre Morgan.
—¿Qué esperaba?
—Ni idea.
—¿Acostarse con ellas?
—No lo sé —dijo Mitch con calma—. Puede que tan sólo quiera que le traten con respeto.
—No creo que sepan cómo hacerlo —dijo Kaye. Le presionó el pecho con la mano, masajeándolo, con la mirada centrada en un punto lejano e invisible—. Las chicas quieren que las dejemos en Cincinnati.
—Morgan quiere ir a la estación de autobuses. Ya ha aguantado suficiente.
—La madre naturaleza no está siendo muy amable ni considerada, ¿verdad?
—La madre naturaleza siempre ha sido un poco hija de puta.
—Ahí se queda la idea de montar en Rocinante y recorrer América —dijo Kaye con tristeza.
—Quieres hacer algunas llamadas y volver a implicarte, ¿no es así?
Kaye levantó las manos.
—¡No lo sé! —gimió—. Es sólo que marcharnos y vivir nuestra vida parece tan irresponsable. Quiero aprender más. Pero ¿cuánto nos dirán… Christopher, o cualquiera del Equipo Especial? Ahora soy una intrusa.
—Hay una forma de poder seguir jugando, con reglas diferentes —dijo Mitch.
—¿El tipo rico de Nueva York?
—Daney. Y Oliver Merton.
—¿No vamos a Seattle?
—Sí —contestó Mitch—. Pero llamaré a Merton y le diré que estoy interesado.
—Sigo queriendo tener nuestro bebé —dijo Kaye, con los ojos muy abiertos y la voz frágil como una flor seca.
La ducha se detuvo. Oyeron a Morgan secándose y saliendo, canturreando y maldiciendo alternativamente.
—Es gracioso —dijo Mitch, en voz tan baja que apenas podía oírsele—. La idea me hacía sentir muy incómodo. Pero ahora… todo parece tan claro, los sueños, el conocerte. Yo también quiero que tengamos un bebé. Pero no podemos comportarnos como un par de ingenuos. —Inspiró profundamente, miró a Kaye a los ojos y añadió—. Adentrémonos en ese bosque con un mapa mejor.
Morgan salió al pasillo y les contempló con mirada seria.
—Estoy listo. Quiero irme a casa.
Kaye lo miró y se estremeció ante su intensidad. La mirada del chico parecía tener mil años.
—Te llevaré a la estación de autobuses —le dijo Mitch.
Dicken se reunió con la directora del Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano, la doctora Tania Bao, en el exterior del Edificio Natcher, y caminó junto a ella desde allí. Menuda, vestida con precisión, con un rostro sereno y de edad indeterminada, facciones poco marcadas, nariz menuda, sonrisa fácil y hombros ligeramente encorvados, Bao podría haber pasado por una mujer de cuarenta años, cuando en realidad tenía sesenta y tres. Vestía un traje pantalón azul pálido y mocasines con borlas. Caminaba con pasos cortos y rápidos, pisando con fuerza el suelo desigual. Las obras interminables del campus del INS se habían paralizado por motivos de seguridad, pero ya habían levantado la mayoría de los caminos que iban del Edificio Natcher hasta el Centro Clínico Magnuson.
—El INS solía ser un campus abierto —comentó Bao—. Ahora vivimos con la Guardia Nacional observando cada uno de nuestros movimientos. Ni siquiera puedo comprarle juguetes a mi nieta en los puestos de vendedores. Me encantaba verles por las aceras y los pasillos. Ahora les han expulsado, como a los obreros.
Dicken se encogió de hombros, indicando que esas decisiones se encontraban más allá de su control. Su área de influencia ya ni siquiera le incluía a él mismo.
—He venido a escuchar —dijo—. Puedo transmitirle sus opiniones al doctor Augustine, pero no puedo garantizarle que vaya a aceptarlas.
—¿Qué ha sucedido, Christopher? —preguntó Bao, pensativa—. ¿Por qué no responden a lo que resulta tan obvio? ¿Por qué se muestra Augustine tan obstinado?
—Tiene usted mucha más experiencia que yo en asuntos de gestión —dijo Dicken—. Sólo sé lo que veo y lo que oigo en las noticias. Y lo que veo es una presión insoportable por todas partes. Los equipos de investigación de la vacuna no han conseguido nada. Sin embargo, Mark hará todo lo que pueda para proteger la salud pública. Quiere que centremos nuestros esfuerzos en luchar contra lo que él considera una enfermedad virulenta. Ahora mismo, la única opción disponible es el aborto.
—Lo que él considera… —dijo Bao con incredulidad—. ¿Y qué es lo que opina usted, doctor Dicken?
El tiempo se estaba volviendo veraniego, un clima cálido y húmedo que a Dicken le resultaba familiar e incluso consolador; hacía que una parte oculta y triste de sí mismo creyese estar en África, algo que hubiese preferido con mucho al curso actual de su existencia. Atravesaron una rampa provisional de asfalto para llegar al siguiente nivel de acera, pasaron por encima de una cinta amarilla de aviso de obras y entraron en el Edificio 10 por la entrada principal.
Dos meses antes, la vida de Christopher Dicken había empezado a hacerse pedazos. La comprensión de que una parte oculta de su personalidad podía afectar a sus opiniones científicas, que una combinación de frustración sentimental y presión laboral podía provocar que asumiese una postura que sabía falsa, había caído sobre él como un enjambre de abejas enfurecidas. De algún modo se las había arreglado para mantener una apariencia externa de calma, de seguir el juego, seguir al grupo, al Equipo Especial. Pero sabía que no podría continuar así por siempre.
—Creo en el trabajo —contestó Dicken, incómodo por haber tardado tanto en responder.
El haberse desmarcado sin más de Kaye Lang y no haberla apoyado en la emboscada que le tendió Jackson había sido un error incomprensible e imperdonable. Cada día que pasaba lo lamentaba más, pero era demasiado tarde para volver a unir los lazos rotos. Aunque todavía podía levantar un muro conceptual y trabajar diligentemente en los proyectos que le asignasen.
Tomaron el ascensor hasta la séptima planta, giraron a la izquierda y encontraron la pequeña sala de reuniones en medio de un largo pasillo de color beige y rosa.
Bao se sentó.
—Christopher, ya conoces a Anita y a Preston.
Saludaron a Dicken sin demasiada alegría.
—Me temo que no tengo buenas noticias —les informó Dicken, sentándose frente a Preston Meeker. Éste, al igual que el resto de sus colegas presentes en la habitación, representaba la quintaesencia de alguna especialidad en salud infantil, en su caso, crecimiento y desarrollo neonatal.
—¿Augustine sigue con ese plan? —preguntó Meeker, belicoso desde el principio—. ¿Sigue promoviendo la RU-486?
—En su defensa —dijo Dicken, deteniéndose un momento para organizar sus ideas, para representar su farsa de siempre de forma convincente—. No tiene alternativas. Los chicos del CCE que estudian retrovirus están de acuerdo en que la teoría de la expresión y complementación tiene sentido.
—¿Lo de los niños como portadores de plagas desconocidas? —Meeker frunció los labios y emitió un sonido despectivo.
—Es una postura muy defendible. Si le añades la probabilidad de que la mayoría de los nuevos bebés nacerán con deformidades…
—Eso no se sabe —dijo House.
Era la actual subdirectora del Instituto de Salud Infantil y Desarrollo Humano; el antiguo subdirector había dimitido hacía dos semanas. Mucha gente del INS con trabajos relacionados con el Equipo Especial de SHEVA estaba dimitiendo.
Con una punzada de dolor, Dicken pensó que de nuevo Kaye Lang demostraba ser una pionera al haber sido la primera en marcharse.
—Resulta indiscutible —dijo Dicken, y no le causó ningún problema el decirlo, porque era la verdad: todavía no había nacido ningún niño normal de una madre infectada por SHEVA—. De doscientos casos, la mayoría han informado de graves malformaciones. Y todos han nacido muertos. —Pero no todos tenían malformaciones, se recordó a sí mismo.
—Si el presidente accede a comenzar una campaña nacional promoviendo el uso de la RU-486 —dijo Bao—, dudo que al CCE se le permita seguir funcionando en Atlanta. En lo que se refiere a Bethesda, se trata de una comunidad inteligente, pero seguimos estando en el Cinturón de la Biblia. Ya he tenido piquetes en mi casa, Christopher. Vivo rodeada de guardias.
—Lo entiendo.
—Puede que sí, pero ¿lo entiende Mark? No responde a mis llamadas ni a mis mensajes de correo electrónico.
—Un aislamiento inaceptable —dijo Meeker.
—¿Cuántos actos de desobediencia civil serán necesarios? —añadió House, juntando las manos sobre la mesa y frotándoselas, recorriendo al grupo con la mirada.
Bao se levantó y tomó un rotulador para escribir sobre la pizarra. Rápida y casi ferozmente trazó las palabras en rojo brillante, señalando:
—Dos millones de abortos de la primera fase de la Herodes, el mes pasado. Los hospitales están desbordados.
—Visito esos hospitales —dijo Dicken—. Es parte de mi trabajo.
—También visitamos a los pacientes, aquí y en el resto del país —dijo Bao, tensando los labios por la irritación—. Tenemos a trescientas madres infectadas con SHEVA en este mismo edificio. A algunas de ellas las visito cada día. Nosotros no estamos aislados, Christopher.
—Lo siento.
Bao asintió.
—Se han recibido informes de setecientos mil embarazos de la segunda fase de la Herodes. Bueno, aquí es donde fallan las estadísticas, no sabemos qué es lo que está sucediendo —dijo Bao y contempló a Dicken—. ¿Qué ha pasado con todos los demás? No están informando. ¿Lo sabe Mark?
—Lo sé —contestó Dicken—. Mark lo sabe. Es una información delicada. No queremos reconocer cuánto sabemos hasta que el presidente decida la política a seguir respecto a la propuesta del Equipo Especial.
—Creo que puedo imaginarlo —dijo House, sarcástica—. Las mujeres con cultura y medios están comprando la RU-486 de forma ilegal, o abortando por otros medios, en diferentes fases del embarazo. Hay una auténtica revolución en la comunidad médica, en las clínicas para mujeres. Han dejado de enviar informes al Equipo Especial debido a las nuevas leyes que regulan los procedimientos para los abortos. Supongo que Mark intenta convertir en oficial lo que ya está sucediendo por todo el país.
Dicken hizo una pausa para ordenar sus ideas y apuntalar su tambaleante fachada.
—Mark no tiene control sobre la Cámara de Representantes ni sobre el Senado. Él habla y ellos no le hacen caso. Todos sabemos que los índices de violencia doméstica están subiendo. A las mujeres se las está obligando a abandonar sus hogares. Divorcios. Asesinatos. —Dicken dejó que el mensaje calase, al igual que lo había hecho en su propia mente durante los últimos meses—. La violencia contra las mujeres embarazadas está en su máximo histórico. Algunas incluso están utilizando quinacrina, cuando pueden conseguirla, para esterilizarse a sí mismas.
Bao sacudió la cabeza con tristeza.
Dicken continuó.
—Muchas mujeres saben que la salida más fácil es detener los embarazos de la segunda fase antes de que lleguen a término y aparezcan otros efectos secundarios.
—Mark Augustine y el Equipo Especial se resisten a describir esos efectos secundarios —dijo Bao—. Suponemos que te refieres a las membranas faciales y a los melanismos en ambos padres.
—También me refiero al paladar silbante y las deformaciones vomeronasales —contestó Dicken.
—¿Por qué aparecen también en los padres? —preguntó Bao.
—No tengo ni idea —respondió Dicken—. Si el INS no se hubiese quedado sin los casos de estudio clínico por un exceso de celo del personal, todos podríamos saber mucho más, y en condiciones medianamente controladas.
Bao le recordó a Dicken que nadie de la sala tenía nada que ver con el fin de los estudios clínicos del Equipo Especial en ese mismo edificio.
—Lo entiendo —dijo Dicken, y se odió a sí mismo con una ferocidad que apenas logró ocultar—. No estoy en desacuerdo. Se está poniendo fin a todos los embarazos de la segunda fase, excepto los de los pobres, los que no pueden acceder a una clínica o comprar las pastillas… o…
—¿O qué? —preguntó Meeker.
—Los devotos.
—¿Devotos de qué?
—De la naturaleza. De la opinión de que esos niños deben tener una oportunidad, a pesar de las probabilidades de que nazcan muertos o malformados.
—Augustine no parece creer que deba darse una oportunidad a ninguno de los niños —dijo Bao—. ¿Por qué?
—La Herodes es una enfermedad. Así es como se combaten las enfermedades.
«Esto no puede continuar mucho más. O bien dimitirás o te matarás intentando explicar cosas que no entiendes y en las que no crees.»
—Vuelvo a repetirlo, no estamos aislados, Christopher —dijo Bao, meneando la cabeza—. Pasamos por las salas de maternidad y por los quirófanos de esta clínica, y visitamos otras clínicas y hospitales. Vemos sufrir a las mujeres y a los hombres. Necesitamos una aproximación racional que tenga en cuenta todos los puntos de vista, todas las presiones.
Dicken frunció el ceño, concentrándose.
—Mark sólo está prestando atención a la realidad médica. Y no hay consenso político —añadió en voz baja—. Es un momento peligroso.
—Eso por decirlo suavemente —dijo Meeker—. Christopher, mi opinión es que la Casa Blanca está paralizada. Te culpan si haces algo y desde luego te culpan si no lo haces, y las cosas siguen así.
—El propio gobernador de Maryland está implicado en esa llamada «Revuelta Sanitaria Nacional» —dijo House—. Nunca había visto tanto fervor religioso por aquí.
—Está muy extendido. No son sólo los cristianos —dijo Bao—. La comunidad china se ha vuelto hacia sus tradiciones, y con buenos motivos. El fanatismo está en alza. Nos estamos dividiendo en tribus infelices y asustadas, Christopher.
Dicken dirigió la mirada hacia la mesa y luego hacia las cifras de la pizarra, con uno de los párpados palpitándole debido a la fatiga.
—Nos duele a todos —dijo—. Le duele a Mark y también a mí.
—Dudo que a Mark le duela tanto como a las madres —respondió Bao en voz baja.
—Soy un hombre ignorante y hay montones de cosas que no comprendo —dijo Sam. Se inclinó sobre la cerca que rodeaba los cuatro acres, la granja de dos plantas, el viejo granero y el cobertizo de ladrillo. Mitch metió la mano libre en el bolsillo y apoyó la lata de cerveza sobre el poste mohoso de la cerca. Una vaca blanca y negra, que pastaba en una porción de los doce acres del vecino, les miraba con una falta de curiosidad casi total—. Sólo conoces a esa mujer desde hace cuánto, ¿dos semanas?
—Algo más de un mes.
—¡Vaya velocidad!
Mitch asintió algo avergonzado.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué demonios querría alguien quedarse embarazada precisamente ahora? Tu madre hace diez años que pasó la etapa de los sofocos, pero desde lo de la Herodes, se muestra reticente a dejar que la toque.
—Kaye es diferente —dijo Mitch, como reconociéndolo. Habían llegado a este tema de conversación después de haber tratado esa tarde otros muchos temas difíciles. Lo más duro había sido la admisión por parte de Mitch de que había renunciado temporalmente a la idea de buscar trabajo, y que vivirían durante un tiempo del dinero de Kaye. A Sam eso le parecía incomprensible.
—¿Y dónde queda el respeto por uno mismo? —había dicho, y poco después habían abandonado ese tema y habían vuelto a lo que había sucedido en Austria.
Mitch le había hablado de su reunión con Brock en la mansión Daney, y eso le había resultado divertido a Sam.
—Desconcierta a la ciencia —había comentado con sequedad.
Cuando habían empezado a hablar de Kaye, que seguía conversando con la madre de Mitch, Abby, en la gran cocina de la granja, el desconcierto de Sam se había convertido en irritación y luego en ira.
—Admito que puede que yo sea increíblemente estúpido —dijo Sam—. Pero ¿no es absurdamente peligroso hacer algo así, deliberadamente, en estos momentos?
—Podría serlo —admitió Mitch.
—Entonces ¿por qué demonios has aceptado?
—No es fácil responder a esa pregunta —dijo Mitch—. En primer lugar, creo que ella podría tener razón. Quiero decir, creo que tiene razón. Llegados a este punto, tendremos un bebé sano.
—Pero diste positivo en los análisis, y ella dio positivo —dijo Sam, mirándole, con las manos aferrando con fuerza la cerca.
—Cierto.
—Y corrígeme si me equivoco, pero no ha nacido ningún bebé sano de una mujer que diese positivo.
—Todavía no.
—No suena a una gran probabilidad.
—Ella es una de los que descubrieron el virus —dijo Mitch—. Sabe más sobre el tema que nadie en el mundo, y está convencida…
—¿De que todos los demás se equivocan?
—De que en los próximos años pensaremos de otra forma.
—¿Está loca o es sólo una fanática?
Mitch frunció el ceño.
—Cuidado, papá.
Sam levantó las manos.
—Mitch, por el amor de Dios, volé hasta Austria, la primera vez que iba a Europa y tuvo que ser sin tu madre, maldita sea, para recoger a mi hijo en un hospital después de que él… Bueno, pasamos por todo eso. Pero ¿por qué enfrentarse a este tipo de dolor, por qué afrontar este riesgo?
—Desde que murió su primer marido ha estado algo obsesionada con mirar hacia delante, con ver las cosas desde un punto de vista positivo —dijo Mitch—. No puedo decir que la entienda, papá, pero la quiero. Confío en ella. Algo me dice que tiene razón, o no hubiese estado de acuerdo.
—Quieres decir, cooperado. —Sam contempló la vaca y se limpió las manos de moho frotándoselas en los pantalones—. ¿Qué pasa si os equivocáis?
—Conocemos las consecuencias. Viviremos con ellas —dijo Mitch—. Pero no nos equivocamos, esta vez no, papá.
—He estado leyendo todo lo que he podido —dijo Abby Rafelson—. Es asombroso. Todos esos virus. —El sol de la tarde entraba por la ventana de la cocina y formaba trapezoides amarillos sobre el suelo de roble sin barnizar. La cocina olía a café, demasiado café, pensó Kaye, con los nervios de punta, y a tamales, lo que habían comido antes de que los hombres saliesen a dar un paseo.
La madre de Mitch, con más de sesenta años, seguía conservando su atractivo, una especie de belleza autoritaria que surgía de sus pómulos y de sus profundos ojos azules, combinado con una elegancia inmaculada.
—Estos virus en concreto llevan mucho tiempo con nosotros —dijo Kaye. Sostenía una fotografía de Mitch cuando tenía cinco años, montado en un triciclo junto al río Willamette, en Portland. Tenía aspecto de concentración, ajeno a la cámara; en ocasiones había observado en él la misma expresión mientras conducía o leía el periódico.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Abby.
—Puede que decenas de millones de años. —Kaye alzó otra foto del montón que estaba sobre la mesita de café. Era un retrato de Sam y Mitch cargando madera en la parte trasera de una camioneta. Por su altura y la delgadez de sus brazos y piernas, Mitch parecía tener unos diez u once años.
—¿Y qué hacían en nuestro interior? Eso no lo entiendo.
—Es posible que entrasen por nuestros gametos, óvulos o esperma. Y se quedaron. Mutaron, o algo los desactivó, o… conseguimos que trabajasen para nosotros. Encontramos una forma de utilizarlos. —Kaye levantó la vista de la fotografía.
Abby la contemplaba, imperturbable.
—¿Esperma o óvulos?
—Ovarios, testículos —dijo Kaye, volviendo a bajar la mirada.
—¿Qué les hizo decidirse a salir de nuevo?
—Algo de nuestra vida diaria —dijo Kaye—. Puede que el estrés.
Abby pensó en eso durante unos segundos.
—Tengo un título universitario. Educación física. ¿Mitch te lo había comentado?
Kaye asintió.
—Me dijo que tu segunda especialidad era la bioquímica, que hiciste varios cursos preparatorios para medicina.
—Sí, bueno, no lo bastante para estar a tu nivel. Más que suficiente para que me surgiesen dudas sobre mi educación religiosa, sin embargo. No sé qué hubiese pensado mi madre si se hubiese enterado de lo de estos virus en nuestras células sexuales. —Abby le sonrió a Kaye y sacudió la cabeza—. Puede que los hubiese considerado nuestro pecado original.
Kaye la miró e intentó encontrar una respuesta.
—Interesante —consiguió decir. No sabía por qué la alteraba esa conversación, pero eso sólo la ponía más nerviosa. La idea le resultaba amenazadora.
—Las tumbas de Rusia —dijo Abby en voz baja—. Tal vez las madres tenían vecinos que pensaron que era un brote de pecado original.
—No creo que lo sea —dijo Kaye.
—Oh, yo tampoco lo creo —dijo Abby. Fijó sus inquisitivos ojos azules en Kaye, incómoda, y continuó—. Nunca me he sentido cómoda con todo lo relativo al sexo. Sam es un hombre muy considerado, el único por el que he sentido pasión, aunque no el único al que he invitado a mi cama. Mi educación no fue la mejor… en ese sentido. No fue la más inteligente. Nunca he hablado del sexo con Mitch. Ni del amor. Pensé que se las arreglaría bien por su cuenta, con lo atractivo e inteligente que es. —Abby puso su mano sobre la de Kaye—. ¿Te contó que su madre era una vieja puritana? —Parecía tan triste y perdida que Kaye le apretó la mano con fuerza y le sonrió intentando animarla.
—Me dijo que eras una madre maravillosa y preocupada —le dijo Kaye—, que él era tu único hijo y que me someterías a un tercer grado. —Le apretó la mano con más fuerza.
Abby se rió y algo de la tensión se desvaneció.
—A mí me dijo que eras la mujer más lista y testaruda que había conocido, y que te preocupabas mucho por todo. Dijo que sería mejor que me gustases o me las vería con él.
Kaye la contempló, asombrada.
—¡No pudo decirte eso!
—Lo dijo —contestó Abby, solemne—. Los hombres de esta familia no tienen pelos en la lengua. Le dije que haría lo posible por llevarme bien contigo.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Kaye, riendo con incredulidad.
—Exacto —dijo Abby—. Estaba poniéndose a la defensiva. Pero me conoce. Sabe que yo tampoco tengo pelos en la lengua. Con todo esto del pecado original surgiendo por todas partes, creo que nos dirigimos hacia un mundo diferente. Muchos comportamientos y costumbres van a cambiar. ¿No crees?
—Estoy segura.
—Quiero que hagas todo lo que puedas, por favor, cariño, mi nueva hija, por favor, para construir un lugar en el que haya amor, y un centro de cariño y protección para Mitch. Puede que parezca duro y firme, pero los hombres en realidad son muy frágiles. No permitas que todo esto os separe, o que le haga daño. Deseo conservar todo lo que pueda del Mitch que conozco y quiero, durante todo el tiempo posible. Todavía puedo ver a mi niño en él. Mi chico todavía está ahí. —Había lágrimas en los ojos de Abby, y Kaye se dio cuenta, sujetando la mano de la mujer, de cuánto había echado de menos a su propia madre, durante todos esos años, y cómo había intentado sin éxito enterrar esas emociones.
—Fue duro, cuando nació Mitch —continuó Abby—. El parto se prolongó durante cuatro días. Mi primer hijo. Había pensado que sería difícil, pero no tanto. Lamento que no hayamos tenido más… pero sólo en parte. En estos momentos, estaría muerta de miedo. Estoy muerta de miedo, incluso aunque no hay nada de que preocuparse entre Sam y yo.
—Cuidaré de Mitch —dijo Kaye.
—Son malos tiempos —dijo Abby—. Alguien escribirá un libro, un libro grande y grueso. Espero que tenga un final luminoso y feliz.
Aquella tarde, durante la cena, reunidos hombres y mujeres, la conversación fue agradable, ligera e intrascendente. El ambiente parecía despejado, después de haber aireado todos los temas. Kaye durmió con Mitch en su antiguo dormitorio, una señal de la aprobación de Abby o de exigencia por parte de Mitch, o de ambas cosas.
Era la primera familia auténtica que había conocido desde hacía años. Pensando en eso, acostada junto a Mitch en la estrecha cama, tuvo su propio momento de lágrimas de felicidad.
Había comprado una prueba de embarazo en Eugene, cuando se detuvieron a poner gasolina cerca de una farmacia. Luego, para sentirse como si estuviese tomando una decisión normal, a pesar de que el mundo estuviese tan alterado, había entrado en una pequeña librería del mismo centro comercial y había comprado una edición de bolsillo del libro del doctor Spock. Le enseñó el libro a Mitch y él había sonreído, pero no le mostró la prueba de embarazo.
—Es algo completamente normal —murmuró mientras Mitch roncaba suavemente—. Lo que hacemos es natural y normal, por favor, Dios.
Kaye condujo hasta Portland mientras Mitch dormía. Cruzaron el puente que señalaba la entrada del estado de Washington, atravesaron una pequeña tormenta y volvieron a salir al sol. Kaye eligió un área de descanso y comieron algo en un restaurante mexicano lejos de cualquier lugar conocido. Las carreteras estaban tranquilas; era domingo.
Hicieron una pausa para descansar unos minutos en el aparcamiento, y Kaye apoyó la cabeza sobre el hombro de Mitch. Había una ligera brisa, y el sol le calentaba la cara y el pelo. Se oían algunos pájaros. Las nubes se movían en ordenadas hileras desde el sur y en poco tiempo cubrieron el cielo, pero el aire seguía siendo cálido.
Después de la siesta, Kaye llevó el coche hasta Tacoma y, a continuación, Mitch se puso al volante y siguieron hasta Seattle. Una vez en el centro, cuando pasaban bajo el centro de congresos construido sobre la autopista, Mitch empezó a ponerse nervioso por la idea de llevarla directamente a su apartamento.
—Tal vez te gustaría conocer un poco la ciudad antes de deshacer las maletas —le dijo.
Kaye sonrió.
—¿Qué pasa? ¿Tu apartamento está hecho un desastre?
—Está limpio —dijo Mitch—. Es sólo que puede que no sea… —Sacudió la cabeza.
—No te preocupes. No estoy de humor para ponerme a criticar. Pero me encantaría dar una vuelta.
—Hay un lugar que solía visitar con frecuencia cuando no tenía ninguna excavación…
El parque Gasworks se extendía junto a un promontorio cubierto de hierba con vistas al lago Union. Los restos de una antigua planta de gas y otras fábricas se habían limpiado, pintado de colores brillantes y transformado en un parque público. Los tanques verticales y las viejas pasarelas y tuberías no se habían pintado, sino que las vallaron y dejaron que se oxidasen.
Mitch la tomó de la mano y la guió desde el aparcamiento. Kaye pensó que el parque era algo feo y que la hierba no estaba muy cuidada, pero no dijo nada para no molestar a Mitch.
Se sentaron sobre el césped junto a la verja y contemplaron los hidroaviones de pasajeros que amerizaban sobre el lago Union. Unos cuantos hombres y mujeres solos, o mujeres con niños, paseaban por la zona de juegos que estaba junto a los edificios de las fábricas. Mitch comentó que había poca gente para ser un domingo soleado.
—La gente no quiere amontonarse —dijo Kaye, pero mientras hablaba, entraron varios autobuses en el aparcamiento, estacionando en zonas delimitadas con cuerdas.
—Sucede algo —dijo Mitch, estirando el cuello.
—¿No es nada que hayas planeado para mí?
—No —contestó Mitch con una sonrisa—. Pero puede que no lo recuerde, después de lo de ayer por la noche.
—Dices eso cada noche —le dijo Kaye. Bostezó, poniendo la mano sobre la boca, y siguió con la vista a un velero que cruzaba el lago y luego a un windsurfista con traje de goma.
—Ocho autobuses —dijo Mitch—. Es curioso.
Kaye tenía un retraso de tres días, y había sido regular desde que había dejado la píldora, después de morir Saul. Eso hacía que sintiese una punzada de preocupación. Cuando pensaba en lo que podían haber iniciado, se le tensaba la mandíbula. Tan rápido. Romance a la antigua. Rodando por la pendiente, aumentando de velocidad.
Todavía no se lo había dicho a Mitch, por si era una falsa alarma.
Kaye se sentía separada de su cuerpo cuando pensaba demasiado en el embarazo. Si apartaba la preocupación y exploraba sus sensaciones, el estado natural de sus tejidos, células y emociones, se sentía perfectamente; era el contexto, las implicaciones, el conocimiento lo que interfería con el sentirse simplemente bien y enamorada.
Saber demasiado y nunca lo suficiente era el problema.
Normal.
—Diez autobuses, no, once —dijo Mitch—. Se está juntando mucha gente. —Se frotó un lado del cuello—. No estoy seguro de que esto me guste.
—Es tu parque. Quiero quedarme un rato —dijo Kaye—. Es agradable. —El sol dibujaba manchas de luz sobre el parque. Los tanques oxidados brillaban en naranja.
Docenas de hombres y mujeres vestidos con ropa de colores terrosos caminaban en pequeños grupos desde los autobuses hacia la colina. No parecían tener prisa. Cuatro mujeres llevaban un anillo de madera de un metro de ancho, y varios hombres ayudaban a transportar un gran poste en una carretilla.
Kaye frunció el ceño y luego se rió.
—Están haciendo algo con un yoni y un lingam —dijo.
Mitch miró fijamente a la procesión.
—Puede que sea algún tipo de juego con un aro gigante —dijo—. La herradura, o algo así.
—¿Tu crees? —comentó Kaye con ese tono familiar que Mitch reconoció instantáneamente como completo desacuerdo.
—No —contestó, dándose una palmada en la frente—. ¿Cómo pude no darme cuenta inmediatamente? Se trata de un yoni y un lingam.
—Y tú eres el antropólogo —dijo Kaye, alargando ligeramente las sílabas. Se levantó y se cubrió los ojos con la mano para ver mejor—. Vayamos a ver qué pasa.
—¿Y si no estamos invitados?
—Dudo que se trate de una fiesta privada.
Dicken pasó el control de seguridad, cacheo, detección de metales, rastreo químico, y entró en la Casa Blanca por la denominada entrada diplomática. Un joven escolta de los marines lo llevó de inmediato al piso inferior, hasta una gran sala de reuniones situada en el sótano. El aire acondicionado funcionaba a toda potencia y la habitación parecía una nevera comparada con los treinta grados de temperatura y la humedad del exterior.
Dicken era el primero en llegar. Aparte del marine y de un auxiliar que estaba preparando la gran mesa de conferencias, colocando botellas de agua Evian, cuadernos de notas y bolígrafos, se encontraba solo en la habitación. Se sentó en una de las sillas reservadas para los subalternos en la parte de atrás. El auxiliar le preguntó si le gustaría beber algo, una Coca-Cola o un vaso de zumo.
—En unos minutos traerán el café.
—Una Coca-Cola sería fantástico —contestó Dicken.
—¿Acaba de aterrizar?
—He venido en coche desde Bethesda —dijo Dicken.
—Va a hacer un tiempo horrible esta tarde —dijo el auxiliar—. Alrededor de las cinco empezará la tormenta, o eso dicen los chicos del tiempo de Andrews. Nuestra información meteorológica es la mejor. —Le sonrió, salió de la habitación y volvió tras un par de minutos con una Coca-Cola y un vaso con hielo.
Diez minutos después empezó a llegar más gente. Dicken reconoció a los gobernadores de Nuevo México, Alabama y Maryland; les acompañaba un pequeño grupo de ayudantes. En poco rato la sala contendría al núcleo de la llamada «Revuelta de los Gobernadores», que estaban armando un buen follón con el Equipo Especial por todo el país.
Augustine iba a tener su gran momento, aquí mismo, en los sótanos de la Casa Blanca. Iba a tratar de convencer a diez gobernadores, siete de ellos de los estados más conservadores, de que permitir el acceso a las mujeres a todo el abanico de medidas abortivas era la única vía de acción.
Dicken dudaba que la moción fuese a ser acogida con agrado, ni siquiera con un desacuerdo educado o correcto.
Augustine entró unos minutos después, acompañado por el enlace entre la Casa Blanca y el Equipo Especial y el jefe de Personal. Puso su maletín sobre la mesa y se acercó a Dicken, haciendo ruido con los zapatos sobre el suelo de baldosas.
—¿Alguna munición? —le preguntó.
—Una derrota absoluta. Ninguna de las agencias sanitarias piensa que tengamos ninguna oportunidad de retomar el control. Opinan que el presidente ha perdido también el mando de la situación.
La mirada de Augustine pareció cansada. Sus arrugas se habían vuelto claramente más profundas en el último año, y su cabello había encanecido.
—Supongo que piensan continuar con sus soluciones tradicionales.
—Eso es todo lo que ven. La Asociación Médica Americana y la mayoría de las divisiones del INS nos han retirado su apoyo, tácitamente, al menos.
—Bien —dijo Augustine en voz baja—. Desde luego no tenemos nada que ofrecerles para recuperarlo… al menos de momento. —Aceptó la taza de café que le ofrecía un auxiliar—. Tal vez debiéramos irnos a casa y dejar que otros se hiciesen cargo.
Augustine se volvió para mirar la entrada de más gobernadores. Los seguía Shawbeck y el secretario de Salud y Servicios Sociales.
—Aquí vienen los leones, seguidos de los cristianos —comentó—. Así es como debe ser. —Antes de alejarse para sentarse en el otro extremo de la mesa, en uno de los tres asientos que no tenían bandera, le dijo en voz baja—: El presidente ha estado hablando con los gobernadores de Alabama y Maryland durante las dos últimas horas, Christopher. Han estado discutiendo con él para que retrase la decisión. No creo que quiera hacerlo. Quince mil mujeres embarazadas han sido asesinadas durante las últimas seis semanas. Quince mil, Christopher.
Dicken había repasado la cifra varias veces.
—Todos deberíamos inclinarnos para que nos diesen una patada en el culo —gruñó Augustine.
Mitch calculó que habría al menos seiscientas personas en la multitud que se dirigía hacia la colina. Unas docenas de observadores seguían al decidido grupo que llevaba el anillo de madera y la carretilla.
Kaye le tomó de la mano.
—¿Es una tradición de Seattle? —le preguntó, tirando de él. La idea de un ritual de fertilidad la intrigaba.
—Ninguna que yo conozca —dijo Mitch. Desde lo de San Diego, el olor a multitud le ponía nervioso.
Al llegar a lo alto del promontorio, Kaye y Mitch se detuvieron junto al borde de un gran reloj solar, de unos diez metros de ancho. Estaba formado por figuras astrológicas de bronce en bajorrelieve, números, manos humanas extendidas y letras caligráficas que indicaban los cuatro puntos cardinales. Cerámica, cristal y cemento coloreado completaban el círculo.
Mitch le mostró a Kaye cómo el observador se convertía en el gnomón del dial, poniéndose en medio de líneas paralelas con las estaciones y fechas proyectadas entre ellas. Eran las dos en punto, según su estimación.
—Es hermoso —comentó Kaye—. Tiene un aire pagano, ¿no crees? —Mitch asintió, sin apartar la vista de la multitud que avanzaba.
Varios hombres y niños con cometas se apartaron del camino, recogiendo los hilos, a medida que el grupo ascendía por la colina. Tres mujeres llevaban el anillo, sudando bajo su peso. Lo colocaron con cuidado en medio del reloj de sol. Dos de los hombres que llevaban el poste se hicieron a un lado, esperando a que lo bajasen.
Cinco mujeres mayores vestidas con ligeras túnicas amarillas penetraron en el círculo tomadas de la mano, sonriendo con dignidad, y rodearon el anillo en el centro de la superficie. El grupo no pronunció ni una palabra.
Kaye y Mitch descendieron hasta el lado sur de la colina, que daba al lago. Mitch sintió la brisa que venía del sur y vio unos cuantos bancos de nubes bajas acercándose al centro de Seattle. El aire parecía vino, limpio y dulce, la temperatura era de unos veinte grados, la sombra de las nubes cubrió la colina con efecto dramático.
—Demasiada gente —le dijo Mitch a Kaye.
—Quedémonos y veamos qué pretenden —contestó Kaye.
La multitud se compactó, formando círculos concéntricos, todos asidos de la mano. Educadamente, le pidieron a Kaye, Mitch y algunas otras personas que se apartasen un poco más mientras completaban la ceremonia.
—Les invitamos a mirar, desde allí —le dijo a Kaye una mujer rolliza en un mono verde. De forma explícita hizo como si Mitch no existiese. Su mirada pareció dirigirse a un punto situado a su espalda, pasando a través de él.
El único sonido que hacía la gente reunida era el susurro de su ropa y el movimiento de sus pies calzados con sandalias sobre la hierba y las figuras en bajorrelieve del dial.
Mitch metió las manos en los bolsillos y encorvó los hombros.
Los gobernadores estaban sentados en torno a la mesa, inclinándose hacia la derecha o la izquierda para hablar en murmullos con sus ayudantes o con colegas adyacentes. Shawbeck permanecía en pie, con las manos sujetas frente a sí. Augustine había rodeado un cuarto de la mesa para hablar con el gobernador de California. Dicken intentaba desentrañar la disposición de asientos y comprendió que seguían un hábil protocolo. Los gobernadores no habían sido colocados por antigüedad, ni por influencia, sino por la distribución geográfica de sus estados. California estaba en el lado oeste de la mesa y el gobernador de Alabama se sentaba junto a la parte de atrás de la habitación, en el cuadrante sudeste. Augustine, Shawbeck y el secretario se sentaban cerca del lugar que ocuparía el presidente.
Eso implicaba algo, conjeturó Dicken. Puede que fuesen a aceptar lo inevitable y a recomendar que las propuestas de Augustine se ejecutasen.
Dicken no estaba completamente seguro de su propia opinión en ese tema. Había escuchado los datos de los costes médicos de asumir el cuidado de los bebés de la segunda etapa, si es que alguno sobrevivía mucho tiempo; también había oído las cifras que mostraban lo que le costaría a Estados Unidos perder una generación completa de niños.
El enlace para asuntos de Salud se situó junto a la puerta.
—Señoras y señores, el presidente de Estados Unidos.
Todos se pusieron en pie. El gobernador de Alabama se levantó más despacio que el resto. Dicken vio que su rostro estaba cubierto de sudor, presumiblemente debido al calor que hacía fuera. Pero Augustine le había dicho que el gobernador había estado reunido con el presidente las dos últimas horas.
Un agente del Servicio Secreto vestido con una blázer y una camisa de golf, pasó junto a Dicken y le miró con esa precisión glacial a la que Dicken hacía tiempo que se había acostumbrado. El presidente entró el primero en la habitación, alto, con su famosa mata de cabello blanco. Tenía buen aspecto, aunque se le veía cansado; aún así, Dicken percibió el poder del cargo. Le agradó que el presidente mirase en su dirección, le reconociese y le saludase solemnemente con una inclinación de cabeza al pasar junto a él.
El gobernador de Alabama echó hacia atrás la silla. Las patas de madera chirriaron sobre el suelo de baldosa.
—Señor presidente —dijo el gobernador, en voz demasiado elevada. El presidente se detuvo para hablar con él y el gobernador dio dos pasos hacia delante.
Dos agentes intercambiaron una mirada y se movieron para intervenir de forma educada.
—Amo al gobierno y a nuestro gran país, señor —dijo el gobernador, y envolvió al presidente en sus brazos, como para darle un abrazo protector.
El gobernador de Florida, que se encontraba junto a ellos, sonrió y sacudió la cabeza, algo avergonzado.
Los agentes estaban sólo a unos centímetros.
«Oh», pensó Dicken, nada más; sólo una conciencia presciente de estar suspendido en el tiempo, el silbido de un tren antes de oírse, los frenos antes de ser pisados, el brazo deseando moverse, pero colgando todavía en su lugar.
Pensó que tal vez debería apartarse de allí.
El joven rubio vestido de negro llevaba una mascarilla de cirujano de color verde y mantenía la mirada baja mientras ascendía por la colina hasta el reloj. Lo escoltaban tres mujeres con ropas marrones y verdes, y llevaba una pequeña bolsa de tela marrón atada con un cordón dorado. Su cabello se agitaba por la brisa que soplaba en la colina.
Los círculos de hombres y mujeres se abrieron para dejarles paso.
Mitch observaba con expresión de desconcierto. Kaye estaba junto a él con los brazos cruzados.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Mitch.
—Algún tipo de ceremonia —respondió Kaye.
—¿De fertilidad?
—¿Por qué no?
Mitch reflexionó.
—Expiación —dijo—. Hay más mujeres que hombres.
—Más o menos tres por cada hombre.
—La mayoría de los hombres son mayores.
—«Algodoncillos» —dijo Kaye.
—¿Cómo?
—Así es como llaman las jovencitas a los hombres lo bastante mayores para ser sus padres —contestó Kaye—. Como el presidente.
—Es ofensivo.
—Eso es lo que dicen. No me culpes a mí.
Habían perdido de vista al joven al volver a cerrarse la multitud.
Una gran mano ardiente levantó a Christopher Dicken y le lanzó contra la pared. Le destrozó los tímpanos y le oprimió el pecho. Luego la mano se apartó y él cayó al suelo. Parpadeó. Vio llamas desplazándose por el techo en ondas concéntricas. Estaba cubierto de sangre y restos de carne.
El humo y el calor le hacían llorar los ojos, así que los cerró. No podía respirar, ni oír, ni moverse.
Empezaron a entonar un cántico, en tono bajo y zumbante.
—Vayámonos —dijo Mitch.
Kaye volvió a mirar a la multitud. Ahora también ella tenía la sensación de que algo iba mal. Se le erizó el vello de la nuca.
—De acuerdo —contestó.
Rodearon uno de los caminos y giraron para bajar por el lado norte de la colina. Pasaron junto a un hombre y su hijo, de cinco o seis años; el niño llevaba una cometa en las manos. Le sonrió a Kaye y a Mitch. Kaye contempló los hermosos ojos almendrados del niño, la cabeza de pelo muy corto que parecía egipcia, como una hermosa y antigua estatua de ébano revivida, y pensó: «Qué niño tan guapo y normal. Qué chiquillo tan hermoso.»
Recordó a la pequeña que había visto a un lado de la calle, en Gordi, mientras la caravana de Naciones Unidas abandonaba la ciudad; con un aspecto tan diferente, y sin embargo le provocaba una sensación tan similar.
Le dio la mano a Mitch en el mismo momento en que empezaron a oírse las sirenas. Miraron hacia el aparcamiento y vieron cinco coches de policía que se detenían con brusquedad. Se abrieron las puertas, salieron los agentes y corrieron entre los coches aparcados y a través de la hierba, subiendo la colina.
—Mira —le dijo Mitch, y señaló a un hombre solo, de mediana edad, vestido con pantalones cortos y un jersey, hablando por un teléfono móvil. El hombre parecía asustado.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Kaye.
El susurro de la oración se había intensificado. Tres agentes pasaron corriendo junto a Mitch y Kaye, con las pistolas todavía enfundadas, pero uno de ellos había sacado la porra. Se abrieron paso a través de los círculos exteriores de la multitud que se concentraba en lo alto de la colina.
Las mujeres les insultaban. Luchaban con los agentes, empujando, dando patadas, arañando, intentando hacerlos retroceder.
Kaye no podía creer lo que estaba viendo y oyendo. Dos mujeres saltaron sobre uno de los hombres, gritando obscenidades.
El agente con la porra empezó a usarla para proteger a sus compañeros. Kaye oyó el sonido ahogado de los dolorosos golpes del pesado instrumento al chocar con la carne.
Kaye comenzó a subir la colina, pero Mitch la sujetó.
Más agentes se introdujeron entre la multitud, golpeando con las porras. El cántico se detuvo. La multitud pareció perder cohesión. Mujeres con túnicas se alejaron corriendo, tapándose la cara con las manos, de ira y miedo, gritando y llorando con voz frenética. Algunas cayeron al suelo y golpearon la hierba con los puños. Les salía saliva por la boca.
Un furgón de la policía se subió a la acera y atravesó la hierba, forzando el motor. Dos agentes femeninas se subieron en marcha.
Mitch ayudó a Kaye a bajar del montículo y llegaron hasta la base, mirando hacia arriba para no perder de vista a la multitud que todavía se amontonaba alrededor del reloj de sol. Dos agentes salían en ese momento de entre la gente, sujetando al joven de negro. Tenía sangre en el cuello y las manos. Una agente llamó una ambulancia con su walkie talkie. Pasó a unos metros de Mitch y Kaye, con el rostro pálido y los labios rojos de ira.
—¡Maldita sea! —le gritó a la gente que miraba—. ¿Por qué no intentaron detenerlos?
Ni Kaye ni Mitch supieron responder.
El joven de negro se tambaleó y cayó entre los policías que le sujetaban. Su rostro, marcado por el dolor y la conmoción, destacaba blanco como las nubes contra la tierra y la hierba amarillenta.
Mitch se dirigió al sur por la autovía de Capitol Hill, luego se desvió hacia el este en Denny. El Buick resopló al subir la pendiente.
—Ojalá no lo hubiésemos visto —dijo Kaye.
Mitch maldijo en voz baja.
—Ojalá ni siquiera hubiésemos parado allí.
—¿Se ha vuelto loco todo el mundo? Es demasiado, no consigo imaginar en qué acabará todo esto.
—Retrocedemos, volvemos a comportarnos como en tiempos pasados.
—Como en Georgia. —Kaye se puso el puño en la boca, mordiéndose los nudillos.
—Odio que las mujeres culpen a los hombres —comentó Mitch—. Me da ganas de vomitar.
—Yo no culpo a nadie —dijo Kaye—. Pero tienes que admitir que se trata de una reacción natural.
Mitch la miró con el ceño fruncido, con lo que casi era una mirada asesina, la primera que le dirigía. Kaye se quedó sin aliento en su interior, sintiéndose a la vez triste y culpable, y se volvió para mirar por la ventanilla, observando el largo tramo de Broadway: edificios de ladrillo, peatones, hombres jóvenes con mascarillas verdes, caminando junto a otros hombres, y mujeres caminando con mujeres.
—Olvidémoslo —dijo Mitch—. Vamos a descansar un poco.
El apartamento del segundo piso, ordenado, frío y algo polvoriento tras la larga ausencia de Mitch, estaba sobre Broadway y daba a la fachada de ladrillo del edificio de la oficina de correos, a una pequeña librería y a un restaurante tailandés. Mientras metía las maletas, Mitch se disculpó por un desorden inexistente, desde el punto de vista de Kaye.
—Un piso de soltero —dijo Mitch—. No sé por qué seguí pagando el alquiler.
—Es agradable —comentó Kaye, pasando los dedos sobre el borde de madera oscura del alféizar de la ventana y el esmalte blanco de la pared. El salón estaba caldeado por el sol y el ambiente estaba ligeramente cargado, no con un olor desagradable, sólo a cerrado. Kaye abrió la ventana con cierta dificultad. Mitch se le acercó y la cerró despacio.
—Entrará el humo de la calle —dijo—. Hay una ventana en el dormitorio que da a la parte trasera del edificio. Por allí se ventila bien.
Kaye había pensado que ver el apartamento de Mitch sería algo romántico, agradable, que aprendería cosas sobre él, pero resultaba tan pulcro y estaba tan poco amueblado que se sintió abatida. Examinó los libros de la estantería que estaba junto a la cocina: libros de texto sobre antropología y arqueología, algunos libros viejos de biología, una caja llena de revistas científicas y fotocopias. No había novelas.
—El restaurante tailandés es bueno —dijo Mitch, rodeándola con los brazos.
—No tengo hambre. ¿Es aquí dónde llevaste a cabo tu investigación?
—Aquí mismo recibí la iluminación. Tú fuiste mi inspiración.
—Gracias.
—¿Quieres dormir un rato? Hay cervezas en la nevera…
—¿Budweiser?
Mitch sonrió.
—Tomaré una —dijo Kaye. Mitch la soltó y rebuscó en la nevera.
—Maldita sea. Debe de haber habido un corte de luz. Todo lo que estaba en el congelador se ha estropeado… —Un olor frío y agrio inundó la cocina—. Pero las cervezas siguen en buen estado. —Le trajo una botella y la abrió con destreza. Kaye la agarró y bebió un trago. Apenas tenía sabor. No estaba fría.
—Tengo que ir al baño —dijo Kaye. Se sentía atontada, alejada de cualquier cosa importante. Llevó el bolso al baño y sacó la prueba de embarazo. Era simple y fácil: dos gotas de orina en una de las tiras: azul era positivo, rosa negativo. Los resultados en diez minutos.
De repente, Kaye necesitaba desesperadamente saberlo.
El baño estaba inmaculadamente limpio.
—¿Qué puedo hacer por él? —se preguntó a sí misma—. Vive su propia vida aquí. —Pero apartó esa idea y bajó la tapa del inodoro para sentarse.
En el salón, Mitch encendió el televisor. A través de la puerta de madera de pino, Kaye oía voces amortiguadas, captó unas cuantas palabras sueltas.
—… también resultó herido en la explosión el secretario…
—¡Kaye! —la llamó Mitch.
Kaye cubrió la tira con un kleenex y abrió la puerta.
—El presidente —dijo Mitch, con las facciones alteradas. Golpeó el aire con los puños—. ¡Ojalá no hubiese encendido la maldita tele!
Kaye se quedó de pie en medio del salón ante la pequeña televisión, contemplando la cabeza y los hombros de la periodista, el movimiento de sus labios, como se le había corrido el rímel en uno de los ojos.
—Los datos hasta ahora son de siete muertos, que incluyen a los gobernadores de Florida, Mississippi y Alabama, el presidente, un agente de los Servicios Secretos y dos muertos que aún no han sido identificados. Entre los supervivientes se encuentran los gobernadores de Nuevo México y Arizona, el director del Equipo Especial de la Herodes, Mark Augustine, y Frank Shawbeck del Instituto Nacional de Salud. El vicepresidente no se encontraba en la Casa Blanca en esos momentos…
Mitch se acercó a ella, con los hombros hundidos.
—¿Dónde estaba Christopher? —preguntó Kaye con voz débil.
—Todavía no han dado ninguna explicación de cómo pudo haberse introducido una bomba en la Casa Blanca, con todas las medidas de seguridad. Frank Sesno se encuentra en estos momentos en el exterior de la Casa Blanca.
Kaye se soltó del brazo de Mitch.
—Perdona —dijo, dándole golpecitos en el hombro con nerviosismo—. El baño.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien. —Cerró la puerta y pasó la llave, inspiró profundamente y levantó el pañuelo de papel. Habían pasado los diez minutos.
—¿Estás segura de que estás bien? —le gritó Mitch desde fuera.
Kaye levantó la tira hacia la luz y observó las dos manchas de la prueba. La primera era azul. La segunda era azul. Volvió a leer las instrucciones, las comparaciones de color, y se apoyó contra la puerta, sintiéndose mareada.
—Ya está hecho —dijo en voz baja.
Se incorporó y pensó: «Es un momento horrible. Espera. Espera si es que puedes.»
—¡Kaye! —La voz de Mitch sonaba próxima al pánico. La necesitaba, necesitaba que le tranquilizasen. Se inclinó sobre el lavabo, apenas podía tenerse erguida, sentía tal mezcla de horror, alivio y temor por lo que habían hecho, por lo que el mundo estaba haciendo.
Abrió la puerta y vio lágrimas en los ojos de Mitch.
—Ni siquiera le voté —dijo, temblándole los labios.
Kaye le abrazó con fuerza. Que el presidente hubiese muerto era significativo, importante, algo que debía afectarla, pero todavía no podía sentirlo. Sus emociones estaban en otro lugar, con Mitch, con su madre y su padre, con sus propios y ausentes padres; incluso sentía una débil preocupación por sí misma, pero curiosamente, ninguna conexión real con la vida que estaba en su interior.
Todavía no.
Aquél no era el auténtico bebé.
Todavía no.
«No lo quieras. No quieras a éste. Ama lo que está haciendo, lo que conlleva.»
En contra de su voluntad, mientras abrazaba a Mitch y le palmeaba la espalda, Kaye se desmayó. Mitch la llevó al dormitorio y le trajo un paño frío.
Flotó durante un rato en la oscuridad y luego se volvió consciente de la sequedad de su boca. Se aclaró la garganta y abrió los ojos.
Miró a su marido e intentó besarle la mano mientras le pasaba el paño por las mejillas y la barbilla.
—Qué idiota —dijo.
—¿Yo?
—Yo. Pensé que sería fuerte.
—Eres fuerte —dijo Mitch.
—Te quiero —dijo Kaye, fue todo lo que consiguió articular.
Mitch vio que estaba profundamente dormida y la tapó con la manta, apagó la luz y volvió al salón. El apartamento parecía tan distinto ahora. El crepúsculo veraniego brillaba tras las ventanas, proyectando una palidez de cuento de hadas sobre la pared contraria. Se sentó en el viejo sillón ante la televisión, con el volumen bajo oyéndose todavía con claridad en medio del silencio de la habitación.
—El gobernador Harris ha declarado el estado de emergencia y ha convocado a la Guardia Nacional. Se ha declarado un toque de queda a las siete de la tarde durante los días laborables y a las cinco los sábados y domingos, y si se proclama la ley marcial en el ámbito federal, lo que presumiblemente hará el vicepresidente, entonces a ningún grupo se le permitirá reunirse en lugares públicos en todo el estado, sin un permiso especial de la Oficina de Situación de Emergencia de cada comunidad. Esta situación especial de emergencia es de duración indefinida, y es en parte, según han dicho fuentes oficiales, una respuesta a la situación en la capital del país, y en parte un intento de controlar los extraordinarios y continuos disturbios en el estado de Washington…
Mitch se dio golpecitos en la barbilla con la tira de plástico de la prueba. Cambió de canal para tener sensación de control.
—… está muerto. El presidente y cinco de los diez gobernadores fueron asesinados esta mañana en la sala de reuniones de la Casa Blanca…
Cambió otra vez, presionando el botón del mando a distancia.
—… el gobernador de Alabama, Abraham C. Darzelle, líder del denominado Movimiento de Revuelta de los Estados, abrazó al presidente de Estados Unidos justo antes de la explosión. Los gobernadores de Alabama y Florida y el presidente resultaron destrozados por la explosión…
Mitch apagó la televisión. Volvió a poner la tira de plástico en el cuarto de baño y se acostó junto a Kaye. No apartó la colcha ni se desvistió, para no molestarla. Se quitó los zapatos con los pies y se enroscó, colocó con cuidado una pierna sobre los muslos de Kaye, cubiertos por la manta, y acercó la nariz a su corto cabello castaño. El olor de su pelo y su piel era más relajante que ninguna droga.
Durante un rato demasiado breve, el universo volvió a ser pequeño, cálido y totalmente suficiente.