El pesado cielo de la tarde se extendía sobre las grises y negras montañas como un telón de fondo, del color pálido de los ojos de un perro Husky.
Con los tobillos doloridos y la espalda irritada por un lazo de la cuerda de nailon mal situado, Mitch Rafelson siguió tras la rápida figura femenina de Tilde por el borde entre el blanco glaciar y la nieve virgen recién caída. Entremezclados con las rocas heladas de la vertiente, columnas y picos de hielo viejo habían sido esculpidos por el calor de verano hasta formar afiladas cuchillas de color lechoso.
A la izquierda de Mitch, las montañas se elevaban sobre el desorden de peñascos negros que flanqueaban la quebrada rampa de la vertiente de hielo. A la derecha, bajo el resplandor del sol, el hielo se alzaba con brillo cegador hasta la perfecta catenaria del anfiteatro glacial.
Franco se encontraba a unos veinte metros en dirección sur, oculto por el borde de las gafas protectoras de Mitch. Mitch podía oírle pero no verle. Algunos kilómetros detrás, también fuera de la vista, se hallaba el vivac de fibra de vidrio y aluminio, naranja brillante, donde habían realizado su última parada de descanso. No sabía a cuantos kilómetros estaban del último refugio, cuyo nombre había olvidado; pero el recuerdo del sol brillante y del té caliente en la sala, el Gaststube, le devolvió algunas fuerzas. Cuando esta prueba terminase, se sentaría en el Gaststube con otra taza de té fuerte, y daría gracias a Dios por sentirse caliente y estar vivo.
Se estaban aproximando a la pared de roca y a un puente de nieve sobre una fosa excavada por el agua del deshielo. Esos torrentes, ahora congelados, se formaban durante la primavera y el verano, y erosionaban los márgenes del glaciar. Más allá del puente, pendiendo de una hendidura en la pared con forma de U, se alzaba algo similar a un castillo de gnomos vuelto del revés, o a un órgano esculpido en el hielo: una cascada congelada que se desparramaba en numerosas y gruesas columnas. Trozos de hielo desprendido y restos de nieve se amontonaban en torno al blanco sucio de la base; el sol hacía brillar la parte superior, blanca como la nata.
Franco se hizo visible, como surgiendo de entre la niebla, y se unió a Tilde. Hasta ese momento se habían mantenido a la altura del glaciar. Ahora, al parecer, Tilde y Franco se disponían a escalar el órgano.
Mitch se detuvo un momento y extendió el brazo para sacar su piolet. Se alzó las gafas protectoras, se agachó y se dejó caer sentado sobre el suelo, con un gruñido, para comprobar sus crampones. Los trozos de hielo de entre los ganchos cedieron a la presión de su navaja.
Tilde retrocedió unos metros para hablarle. Mitch alzó la cabeza para mirarla, las cejas, oscuras y gruesas, se le juntaron sobre la nariz respingona; los ojos, verdes y redondos, le parpadeaban por el frío.
—Esto nos ahorra una hora —dijo Tilde, señalando el órgano—. Es tarde. Nos has retrasado. —El inglés fluía preciso de sus finos labios, con un seductor acento austriaco. Su cuerpo era delgado y bien proporcionado; cabello rubio pálido oculto por un gorro Polartec de color azul; cara de elfo, con ojos claros de color gris. Era atractiva, pero no el tipo de Mitch; aún así, habían sido amantes ocasionales antes de la llegada de Franco.
—Te dije que llevaba ocho años sin escalar —repuso Mitch.
Franco estaba demostrando tener mucha práctica. El italiano se apoyaba en su piqueta, cerca del órgano.
Tilde lo pesaba y medía todo, elegía sólo lo mejor y descartaba la segunda opción. No obstante, nunca cortaba los lazos, por si llegaba el caso de que antiguas relaciones pudiesen resultar útiles. Franco tenía la mandíbula firme, dientes blancos, cabeza rectangular, el pelo oscuro y grueso rapado por los lados, nariz aguileña, piel olivácea, hombros anchos, brazos musculosos y buenas manos, muy fuertes. No era lo bastante listo como para manejar a Tilde, pero tampoco era tonto. Mitch podía imaginarse a Tilde saliendo de su espeso bosque austriaco atraída por la posibilidad de acostarse con Franco, claro sobre oscuro, como las capas de una tarta. Curiosamente, esta imagen no le producía ninguna sensación. Tilde hacía el amor con un rigor mecánico que había engañado a Mitch durante un tiempo, hasta que comprendió que ella simplemente repetía los movimientos, uno tras otro, como una especie de ejercicio intelectual. Comía del mismo modo. Nada la emocionaba profundamente; no obstante, en ocasiones podía ser muy ocurrente y tenía una sonrisa encantadora, que fruncía los extremos de esos labios finos y precisos.
—Debemos descender antes de la puesta de sol —dijo Tilde—. No sé lo que hará el tiempo. Son dos horas hasta la cueva. No está muy lejos, pero es una ascensión difícil. Si tenemos suerte, tendrás una hora para inspeccionar lo que hemos encontrado.
—Haré todo lo que pueda —dijo Mitch—. ¿A qué distancia estamos de las rutas turísticas? Hace horas que no veo ninguna señal roja.
Tilde se quitó las gafas para limpiarlas y le sonrió brevemente, sin calidez.
—No hay turistas aquí arriba. Incluso la mayoría de los buenos escaladores se mantienen lejos. Pero sé lo que hago.
—Diosa de la nieve —dijo Mitch.
—¿Qué esperabas? —contestó, tomándolo como un cumplido—. He escalado aquí desde que era niña.
—Todavía eres una niña —dijo Mitch—. ¿Veinticinco, veintiséis?
Tilde nunca le había confesado su edad a Mitch. Ella le observó como si fuese una joya que quizá reconsideraría comprar.
—Tengo treinta y dos. Franco tiene cuarenta, pero es más rápido que tú.
—Franco se puede ir al infierno —respondió Mitch sin ira.
Tilde sonrió de medio lado, divertida.
—Hoy estamos todos un poco raros —dijo, alejándose—. Incluso Franco lo siente. Pero otro Hombre de los Hielos… ¿Cuánto podría valer?
La sola idea dejó a Mitch sin respiración, y eso era lo que menos necesitaba en ese momento. La emoción se desvaneció mezclándose con el agotamiento.
—No lo sé —repuso.
Le habían abierto sus corazoncitos mercenarios en Salzburgo. Eran ambiciosos, pero no estúpidos; Tilde estaba absolutamente segura de que su hallazgo no era simplemente otro cadáver de alpinista. Ella debería saberlo. A los catorce años había ayudado a transportar dos cuerpos que habían sido escupidos de la lengua del glaciar. Uno de ellos tenía más de cien años.
Mitch se preguntó qué sucedería si realmente habían encontrado un auténtico Hombre de los Hielos. Tilde, estaba seguro, no sabría a la larga cómo manejar la fama y el éxito. Franco era lo bastante impasible para arreglárselas, pero Tilde, a su modo, era frágil. Como un diamante: podía cortar el acero, pero si se le golpeaba desde el ángulo equivocado se podía hacer pedazos.
Franco podría sobrevivir a la fama, pero ¿sobreviviría a Tilde? A pesar de todo, a Mitch le caía bien Franco.
—Quedan otros tres kilómetros —le dijo Tilde—. Vamos.
Tilde y Franco le enseñaron cómo escalar la cascada helada.
—Sólo fluye en pleno verano —dijo Franco—. Ahora lleva un mes helada. Observa la forma en que se congela. Es resistente aquí abajo. —Golpeó el hielo gris pálido de la masiva base del órgano con su piolet. El hielo resonó y saltaron unas cuantas esquirlas—. Pero es verglas, montones de burbujas, más arriba… blando. Se desprenden trozos grandes si lo golpeas mal. Alguien puede resultar herido. Tilde podría cortar algunos peldaños, tú no. Sube entre Tilde y yo.
Tilde iría delante; Franco reconocía honradamente que ella era la mejor escaladora. Franco mostró las cuerdas y Mitch les mostró que aún recordaba los lazos y nudos de cuando escalaba las Cascadas del Norte, en el estado de Washington. Tilde hizo un gesto y volvió a anudar el lazo al estilo alpino alrededor de su cintura y hombros.
—Puedes subir de frente la mayor parte del camino. Recuerda, tallaré peldaños si los necesitas —añadió Tilde—. No quiero que tires hielo sobre Franco.
Ella se puso en cabeza.
A mitad del ascenso, clavado a la pared con las puntas delanteras de sus crampones, Mitch llegó a un límite y el agotamiento pareció salirle a chorros por los pies, haciéndole sentir náuseas durante un momento. Luego se sintió renovado, como si se hubiese lavado en agua fresca, y respiró con más facilidad. Siguió a Tilde, clavando sus crampones en el hielo y acercándose mucho, agarrándose a cualquier saliente disponible. Apenas utilizaba el piolet. El aire era más cálido cerca del hielo.
Les llevó quince minutos ascender más allá de la mitad, hasta el hielo color nata. El sol llegaba a través de bajas nubes grises e iluminaba la helada cascada en un ángulo agudo, situando a Mitch en una pared de oro traslúcido.
Esperó a que Tilde les anunciase que estaba en lo alto y segura. Franco respondió, lacónico. Mitch se abrió camino entre dos columnas. Allí el hielo era realmente impredecible. Clavó las puntas laterales de los crampones y lanzó una nube de esquirlas sobre Franco. Franco maldijo, pero Mitch no se soltó o no se quedó colgando ni una vez, y eso era una bendición.
Ascendió de frente y se arrastró por el borde rugoso y redondeado de la cascada. Sus guantes resbalaban peligrosamente sobre riachuelos de hielo. Pateó con las botas, su pie derecho encontró un saliente de roca, se clavó en él, encontró más apoyo, esperó un momento para recuperar el aliento y subió como una morsa hasta donde estaba Tilde.
Peñascos grises a ambos lados marcaban el lecho del arroyo helado. Alzó la mirada hasta el estrecho valle rocoso, medio en sombras, donde un pequeño glaciar había descendido tiempo atrás desde el este, dejando su característica hendidura en forma de U. Los últimos años no había nevado mucho y el glaciar había avanzado, alejándose de la fisura, que ahora se encontraba a varias docenas de metros por encima del cuerpo principal del glaciar.
Mitch rodó sobre su estómago y ayudó a Franco a llegar arriba. Tilde permanecía a un lado, encaramada en el borde como si no supiese lo que era el miedo, perfectamente equilibrada, esbelta, espléndida.
Frunció el ceño ante Mitch.
—Nos estamos retrasando —dijo—. ¿Qué puedes averiguar en media hora?
Mitch se encogió de hombros.
—Debemos iniciar el regreso antes de que se ponga el sol —le dijo Franco a Tilde, y luego, sonriéndole, a Mitch—: No es un hijo de puta tan duro este hielo, ¿eh?
—No ha estado mal —respondió Mitch.
—Aprende rápido —le dijo Franco a Tilde, que miró al cielo—. ¿Habías escalado hielo alguna vez?
—No como ése —respondió Mitch.
Caminaron unas cuantas docenas de metros sobre el arroyo helado.
—Dos subidas más —dijo Tilde—. Franco, tú delante.
Mitch miró hacia arriba a través del aire cristalino, por encima del borde de la hendidura, hasta los picos aserrados de las montañas más altas. Todavía no sabía dónde estaba. Franco y Tilde preferían mantenerle en la ignorancia. Habían caminado al menos veinte kilómetros desde el Gaststube de piedra, con el té.
Volviéndose, avistó el vivac naranja, a unos cuatro kilómetros de distancia y cientos de metros por debajo. Se encontraba junto a un collado, en sombra.
La capa de nieve parecía muy fina. Las montañas acababan de pasar por el verano más caluroso de la historia moderna alpina, con creciente fusión glaciar, breves inundaciones en los valles, causadas por las fuertes lluvias y tan sólo ligeros restos de nieve de temporadas pasadas. El calentamiento global se había convertido últimamente en un cliché de los medios de comunicación; desde donde se encontraba y bajo su mirada inexperta, parecía muy real. Los Alpes podrían quedar desnudos en unas décadas.
El relativo calor y la sequedad habían abierto una ruta a la vieja cueva, y habían permitido a Franco y Tilde descubrir una tragedia secreta.
Franco indicó que estaba seguro y Mitch escaló centímetro a centímetro la superficie de la última roca, sintiendo como la gneis se rompía y astillaba bajo sus botas. Allí, la piedra era escamosa y en algunas zonas se deshacía con facilidad; la nieve había cubierto esa área durante mucho tiempo, posiblemente miles de años.
Franco le tendió una mano y ambos sujetaron la cuerda mientras Tilde trepaba. Se quedó en el borde, protegiéndose los ojos del sol directo, que estaba sólo a un palmo sobre el recortado horizonte.
—¿Sabes dónde te encuentras? —le preguntó a Mitch.
Mitch negó con la cabeza.
—Nunca he estado tan arriba.
—Un chico de los valles —dijo Franco con una sonrisa.
Mitch entrecerró los ojos.
Se encontraban sobre una superficie de hielo redondeada y resbaladiza, el dedo de un glaciar que antiguamente había descendido unos diez kilómetros formando varias cascadas espectaculares. Ahora, en esta sección, el flujo casi se había detenido. Poca nieve reciente alimentaba la cabecera del glaciar, en lo alto. Sobre el desgarrón helado de la rimaya, el muro de roca iluminado por el sol se elevaba varios cientos de metros, la cumbre más alta de lo que Mitch quería ver.
—Ahí —dijo Tilde, señalando las rocas situadas al otro lado, bajo un saliente. Con cierto esfuerzo, Mitch distinguió un pequeño punto rojo entre las sombras negras y grises: un banderín de tela que Franco había colocado en su última subida. Comenzaron a caminar sobre el hielo.
La cueva, una hendidura natural, tenía una pequeña abertura de un metro de diámetro, oculta artificialmente tras un muro bajo de piedras del tamaño de una cabeza. Tilde sacó su cámara digital y fotografió la abertura desde diversos ángulos, retrocediendo y caminando alrededor mientras Franco apartaba las piedras y Mitch observaba la entrada.
—¿A qué profundidad? —preguntó Mitch, cuando Tilde se reunió con ellos.
—Diez metros —dijo Franco—. Hace mucho frío ahí dentro, más que en un congelador.
—Pero no por mucho tiempo —dijo Tilde—. Creo que es el primer año que esta zona ha estado tan abierta. El próximo verano podría quedar por encima de la temperatura de congelación. El aire cálido podría penetrar aquí. —Hizo una mueca y se pellizcó la nariz.
Mitch se descolgó la mochila y buscó las linternas, la caja de pequeños cuchillos, los guantes de vinilo, todo lo que había podido encontrar en las tiendas del pueblo. Lo metió todo en una pequeña bolsa de plástico, la cerró, la guardó en el bolsillo de su chaquetón y miró a Franco y a Tilde.
—¿Bien? —dijo.
—Vamos —dijo Tilde, haciendo un gesto de avance con las manos. Sonreía ampliamente.
Mitch se agachó, se puso a cuatro patas y entró en la cueva el primero. Franco le siguió unos segundos después y Tilde justo detrás.
Mitch sujetaba la correa de la pequeña linterna con los dientes, avanzando con dificultad, veinte o treinta centímetros cada vez. Hielo y nieve pulverizada formaban un fino manto sobre el suelo de la cueva. Las paredes eran lisas y subían hasta una brecha estrecha cerca del techo. Allí ni siquiera podría ponerse en cuclillas.
—Se hace más ancho —le informó Franco.
—Una madriguera muy acogedora —dijo Tilde, con voz hueca.
El aire no olía a nada, vacío. Hacía frío, bastantes grados bajo cero. La roca le absorbía el calor incluso a través de la chaqueta aislante y los pantalones para la nieve. Pasó sobre una veta de hielo, lechosa sobre la roca negra, y lo rascó con los dedos. Sólido. La nieve y el hielo debían haber llegado al menos hasta esa profundidad cuando la cueva estaba cubierta. Justo al pasar la veta de hielo, la cueva comenzaba a empinarse. Sintió un débil soplo de aire procedente de otra grieta en la roca libre de hielo.
Mitch se sentía algo inquieto, no ante la idea de lo que estaba a punto de ver sino por el carácter poco ortodoxo e incluso delictivo de su investigación. El más pequeño error, cualquier filtración, cualquier comentario de que no habían seguido los canales adecuados y de que no se había asegurado que todo era legítimo y…
Mitch ya había tenido problemas con instituciones oficiales. Había perdido su trabajo en el Museo Hayer de Seattle hacía menos de seis meses, pero eso había sido un asunto político, ridículo e injusto.
Hasta ahora nunca había ofendido a la Ciencia… con mayúsculas.
Había discutido durante horas con Franco y Tilde en el hotel de Salzburgo, pero se habían negado a cambiar de idea. Si no hubiese decidido ir con ellos, habrían llevado a otra persona. Tilde había sugerido a un estudiante de medicina sin empleo con el que solía salir. Tenía una amplia selección de ex novios, todos ellos, al parecer, bastante menos cualificados y mucho menos escrupulosos que Mitch.
Fuesen cuales fuesen los motivos de Tilde o su moral, Mitch no era el tipo de persona capaz de rechazar su oferta y luego delatarlos; todo el mundo tiene sus límites, sus fronteras dentro de la jungla social. Los de Mitch comenzaban ante la idea de meter en líos a sus ex novias con la policía austriaca.
Franco puso unos de sus crampones sobre la suela de la bota de Mitch.
—¿Algún problema? —preguntó.
—No, nada —contestó Mitch y se arrastró otros veinte centímetros.
Una mancha de luz se formó inesperadamente en unos de sus ojos, como una gran luna desenfocada. Su cuerpo pareció aumentar de tamaño. Tragó con dificultad.
—Mierda —susurró, deseando que no significase lo que pensaba. La mancha se desvaneció y su cuerpo volvió a la normalidad.
La cueva se comprimía hasta convertirse en una estrecha garganta de unos treinta centímetros de altura y un par de palmos de ancho. Torciendo la cabeza, se agarró a una hendidura situada justo al otro lado del hueco y se arrastró. Su chaquetón se enganchó y pudo oír cómo se rasgaba al entrar para liberarse.
—Ésta es la peor parte —dijo Franco—. Yo apenas puedo pasar.
—¿Por qué os adentrasteis tanto? —preguntó Mitch, reuniendo valor en la cavidad, más amplia aunque todavía agobiante y oscura, a la que había accedido.
—Porque estaba aquí, ¿no? —dijo Tilde. Su voz sonaba como el canto de un pájaro lejano—. Yo reté a Franco y él me retó a mí. —Rió y el sonido despertó ecos en la penumbra.
El nuevo Hombre de los Hielos se reía con ellos, tal vez de ellos. Él ya estaba muerto. No tenía nada de lo que preocuparse, y mucho de lo que reírse, con tanta gente pasándolo fatal para ver sus restos mortales.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis aquí? —preguntó Mitch. Se planteó por qué no lo había preguntado antes. Tal vez no les había creído realmente hasta ese momento. Habían llegado tan lejos, sin mostrar ningún indicio de que estuviesen gastándole una broma, algo que, en cualquier caso, dudaba que Tilde fuese constitucionalmente capaz de hacer.
—Una semana, ocho días —respondió Franco. El paso era lo bastante amplio como para que Franco pudiese apretarse junto a las piernas de Mitch y éste le pudiese iluminar el rostro con la linterna. Franco le dirigió una amplia sonrisa mediterránea.
Mitch miró hacia delante. Vislumbraba algo más allá, oscuro, como un pequeño montón de cenizas.
—¿Estamos cerca? —preguntó Tilde—. Mitch, lo primero es sólo un pie.
Mitch intentó analizar gramaticalmente la frase. Tilde hablaba en pura métrica. Un «pie», comprendió, no se refería a la distancia, era un apéndice.
—Todavía no lo veo.
—Antes hay cenizas —dijo Franco—. Debe de ser eso. —Señaló el pequeño montón negro.
Mitch podía sentir el aire descendiendo lentamente frente a él, fluyendo a ambos lados, sin tocar la parte posterior de la cueva.
Avanzó con lentitud reverente, inspeccionándolo todo. La más mínima prueba que pudiese haber sobrevivido a una entrada anterior: esquirlas de piedra, ramitas, astillas, marcas sobre las paredes…
Nada. Se apoyó sobre las manos, aliviado, y gateó. Franco se impacientaba.
—Está justo delante —dijo Franco, tocándole con el crampón de nuevo.
—Maldita sea, me lo tomo con calma para no pasar nada por alto, ¿entiendes? —dijo Mitch. Contuvo el impulso de cocearlo como una mula.
—Vale —respondió Franco amistosamente.
Mitch podía ver el contorno de la cueva. El suelo se alisaba ligeramente. Olió algo vegetal, salado, como pescado fresco. El vello de la nuca se le erizó y se le nubló la vista. Viejas reacciones.
—Lo veo —dijo. Un pie sobresalía tras un reborde, doblado sobre sí mismo: muy pequeño, como el de un niño, arrugado y oscurecido, casi negro. La cueva se abría en ese punto, y había restos fibrosos secos y ennegrecidos esparcidos por el suelo: hierba, tal vez. Caña. Ötzi, el Hombre de los Hielos original, llevaba una capa de caña sobre la cabeza.
—Dios mío —murmuró Mitch. Otra mancha de luz sobre su ojo, desvaneciéndose lentamente, y un vago dolor en su sien.
—Es más grande hacia ese lado —señaló Tilde—. Cabremos todos y no los dañaremos.
—¿Los? —preguntó Mitch, enfocando hacia atrás con la linterna entre sus piernas.
Franco sonrió, su cara enmarcada por las rodillas de Mitch.
—La verdadera sorpresa —dijo—. Son dos.
Kaye se acurrucó en el asiento del pasajero del pequeño Fiat quejumbroso, mientras Lado conducía por las inquietantes curvas y giros de la Carretera Militar de Georgia. A pesar de estar agotada y quemada por el sol, no conseguía dormir. Las largas piernas se le contraían a cada curva. Ante un chirrido de los gastados neumáticos se pasó las manos por el corto cabello castaño y bostezó deliberadamente.
Lado sintió que el silencio había durado demasiado. Miró a Kaye con los tiernos ojos marrones enmarcados por un rostro bronceado por el sol, con pequeñas arrugas; encendió un cigarrillo por encima del volante y levantó la barbilla.
—En la mierda está nuestra salvación, ¿no? —preguntó.
Kaye no pudo evitar sonreír.
—Por favor, no trates de animarme —dijo.
Lado no hizo caso del comentario.
—Dios nos bendice. Georgia tiene algo que ofrecer al mundo. Fantásticas cloacas. —Arrastraba las letras con acento elegante.
—Cloacas —murmuró ella—, clo-a-cas.
—¿Lo pronuncio bien? —preguntó Lado.
—Perfectamente —dijo Kaye.
Lado Jakeli era el director científico del Instituto Eliava, en Tbilisi, donde extraían bacteriófagos —virus que atacan sólo a las bacterias— del alcantarillado de la ciudad y el hospital cercano, de desechos agrícolas y de muestras obtenidas en todo el mundo. Ahora, Occidente, incluida Kaye, se presentaba humildemente para aprender de los georgianos algo más sobre las propiedades curativas de los fagos.
Había hecho buenas migas con el equipo del Eliava. Después de una semana de conferencias y visitas a laboratorios, algunos de los científicos más jóvenes la habían invitado a acompañarles a las ondulantes colinas y verdes pastos situados en la base del Monte Kazbeg.
Las cosas habían cambiado rápidamente. Esta misma mañana, Lado había conducido todo el trayecto desde Tbilisi hasta su campamento base, cerca de la antigua y solitaria iglesia ortodoxa de Gergeti. En un sobre llevaba un fax de las oficinas de los Cuerpos de Paz de las Naciones Unidas en Tbilisi, la capital.
Lado había vaciado toda una cafetera en el campamento y a continuación, siempre caballeroso, además de su principal aliado, se había ofrecido a llevarla hasta Gordi, una pequeña ciudad a unos ciento veinte kilómetros al suroeste de Kazbeg.
Kaye no había tenido elección. Inesperadamente y en el peor momento posible, su pasado la había alcanzado.
El equipo de las Naciones Unidas había revisado los registros de entrada y los historiales para encontrar especialistas médicos no georgianos con cierta experiencia. El suyo había sido el único nombre que había aparecido: Kaye Lang, treinta y cuatro años, propietaria, junto con su marido, Saul Madsen, de EcoBacter Research. A principios de los noventa había estudiado medicina forense en la Universidad del Estado de Nueva York, con la intención de dedicarse a la investigación criminal. Había cambiado de opinión al cabo de un año, se había pasado a microbiología y especializado en ingeniería genética; pero ella era la única extranjera en Georgia con algo remotamente parecido a la experiencia que necesitaba la ONU.
Lado conducía por uno de los paisajes más hermosos que ella había visto nunca. A la sombra del Cáucaso central, habían atravesado bancales, pequeñas granjas de piedra, silos de piedra e iglesias, pueblos con edificios de piedra y madera, casas con porches acogedores, bellamente tallados que se abrían a estrechos caminos de ladrillo, tierra o adoquín, pueblos salpicados de rebaños de ovejas y cabras pastando y espesos bosques.
Allí, incluso las extensiones aparentemente vacías habían sido invadidas y disputadas durante siglos, como todos los lugares que había visto de Europa, occidental u oriental. A veces se sentía agobiada por la proximidad de tanta compañía humana, por las sonrisas desdentadas de los viejos, por las mujeres paradas junto a las carreteras observando el tráfico que iba y venía desde mundos nuevos y extraños. Rostros amables surcados de arrugas; manos nudosas saludando al coche.
Todos los jóvenes estaban en las ciudades, dejando a los viejos al cuidado del campo, excepto en los centros turísticos de montaña. Georgia planeaba convertirse en una nación turística. Su economía se duplicaba cada año; su moneda, el lari, también se fortalecía y hacía tiempo que había reemplazado a los rublos; pronto reemplazaría a los dólares occidentales. Estaban tendiendo oleoductos desde el Caspio hasta el mar Negro, y en la tierra donde adquirió su nombre el vino se estaba convirtiendo en un importante producto de exportación.
En los próximos años, Georgia exportaría un vino nuevo y muy diferente: soluciones de fagos para sanar a un mundo que estaba perdiendo la guerra contra las infecciones bacterianas.
El Fiat invadió el otro carril mientras tomaba una curva sin visibilidad. Kaye tragó saliva, pero no dijo nada. Lado había sido muy atento con ella en el instituto. En ocasiones, durante la semana anterior, le había descubierto observándola con una expresión de antigua especulación, los ojos entrecerrados hasta formar dos ranuras, como un sátiro tallado en madera de olivo y teñido de marrón. Entre las mujeres que trabajaban en el Eliava, tenía fama de no ser de fiar, especialmente con las jóvenes. Pero a Kaye siempre la había tratado con toda corrección e incluso, como ahora, se preocupaba por ella. No deseaba verla triste, aunque no se le ocurriera ningún motivo por el que tuviese que sentirse alegre.
A pesar de su belleza, Georgia tenía demasiadas manchas en su haber: guerra civil, asesinatos, y ahora, fosas comunes.
Se adentraron en un muro de lluvia. Los limpiaparabrisas apartaban regueros negros, limpiando aproximadamente un tercio del campo de visión de Lado.
—Bien por Ioseb Stalin, que nos dejó las cloacas —comentó pensativo—. Un buen hijo de Georgia. Nuestra exportación más famosa, más aún que el vino. —Lado le dirigió una sonrisa forzada. Parecía a la vez avergonzado y a la defensiva. Kaye no pudo evitar sonsacarle.
—Mató a millones —murmuró—. Mató al doctor Eliava.
Lado forzaba la mirada entre las ráfagas intentando ver qué había más allá del capó. Redujo la marcha, frenó y rodeó una zanja lo bastante grande para esconder una vaca. Kaye lanzó un débil grito y se agarró al borde del asiento. No había barreras de protección en ese tramo y por debajo de la autopista se abría un precipicio de al menos trescientos metros que acababa en un río de aguas glaciares.
—Fue Beria quien declaró al doctor Eliava un enemigo del pueblo —explicó Lado con naturalidad, como si estuviese relatando una vieja historia familiar—. Beria era el jefe del KGB de Georgia en aquel momento, un hijo de puta local violador de niñas, no el lobo loco de todas las Rusias.
—Era un hombre de Stalin —replicó Kaye, tratando de no pensar en la carretera. No podía entender el orgullo que los georgianos sentían por Stalin.
—Todos eran hombres de Stalin o morían —dijo Lado. Se encogió de hombros—. Hubo un gran escándalo aquí cuando Kruschev dijo que Stalin era malo. ¿Qué sabemos nosotros? Nos había jodido de tantas formas durante tantos años que lo considerábamos como a un marido.
Eso le hizo gracia a Kaye. Lado se animó ante su sonrisa.
—Algunos todavía quieren volver a la prosperidad bajo el comunismo. O tenemos la prosperidad de la mierda. —Se frotó la nariz—. Yo elijo la mierda.
Durante la siguiente hora descendieron hasta colinas y mesetas menos aterradoras. Los letreros de la carretera, en la curvada escritura georgiana, mostraban las marcas oxidadas de docenas de agujeros de bala.
—Media hora, no más —dijo Lado.
La densa lluvia hacía difícil apreciar la frontera entre el día y la noche. Lado encendió los débiles faros delanteros del Fiat mientras se acercaban a un cruce y al desvío hacia la pequeña ciudad de Gordi.
Dos transportes de tropas armadas flanqueaban la autopista justo antes del cruce. Cinco guardias de paz rusos vestidos con impermeables y cascos en forma de orinal les hicieron señales para que parasen.
Lado detuvo el Fiat. Kaye podía ver otro foso unos metros más allá, justo en medio el cruce. Tendrían que subirse al arcén para rodearlo.
Lado bajó la ventanilla. Un soldado ruso de diecinueve o veinte años, con mejillas rosadas de querubín, se asomó al interior. Su casco goteó sobre la manga de Lado, quien le habló en ruso.
—¿Americana? —le preguntó a Kaye el joven ruso.
Ella le mostró su pasaporte, sus autorizaciones comerciales de la Unión Europea y la Comunidad de Estados Independientes, y el fax solicitando, prácticamente ordenando, su presencia en Gordi. El soldado frunció el ceño al intentar leerlo, consiguiendo que se empapase. Retrocedió para consultar con un oficial que se protegía en la parte trasera del transporte más cercano.
—No quieren estar aquí —le susurró Lado a Kaye—. Y nosotros no les queremos. Pero pedimos ayuda… ¿A quién culpar?
La lluvia cesó. Kaye fijó la mirada en la penumbra neblinosa que se encontraba delante. Oyó grillos y pájaros por encima del ruido de los motores.
—Abajo, a la izquierda —le dijo el soldado a Lado, orgulloso de su inglés. Le sonrió a Kaye y les señaló con la mano a otro soldado, parado como un poste en la penumbra gris junto al foso. Lado pisó el embrague y el coche rodeó el gran socavón, pasó junto al tercer guarda de paz y enfiló la carretera lateral.
Lado mantuvo la ventanilla abierta durante todo el trayecto. El aire de la tarde, frío y húmedo, se arremolinaba en el coche y a Kaye se le erizaba el vello de la nuca. Los laterales de la carretera estaban cubiertos de abedules. Por un momento, el aire olió fétido. Había gente cerca. Entonces se le ocurrió a Kaye que tal vez no eran las alcantarillas de la ciudad las que despedían ese olor. Frunció la nariz y sintió un nudo en el estómago. Pero no era probable. Su destino estaba a un par de kilómetros pasada la ciudad, y Gordi estaba todavía a tres o cuatro kilómetros de distancia.
Lado llegó a un riachuelo y vadeó lentamente las rápidas aguas poco profundas. Las ruedas se hundieron hasta los tapacubos, pero el coche emergió sin problemas y continuó avanzando durante otros cientos de metros. Las estrellas se entreveían a través de las nubes pasajeras y las montañas se perfilaban como manchas oscuras sobre el cielo. El bosque surgió y pasó y a continuación vieron Gordi: edificios de piedra; algunas casas de madera de dos pisos, nuevas, con ventanas pequeñas; un aislado edificio cúbico de cemento, sin decoración; carreteras de asfalto deteriorado y viejos adoquines. Sin luces. Ventanas negras. Volvía a fallar la electricidad.
—No conozco esta ciudad —murmuró Lado.
Frenó bruscamente, sacando a Kaye de su ensueño. El coche giró ruidosamente en la plaza, rodeada por edificios de dos pisos. Kaye pudo distinguir un borroso cartel de Intourist en un hostal llamado El Tigre de Rustaveli.
Lado encendió la luz interior y sacó el fax con el mapa. Lo apartó disgustado y abrió de un empujón la puerta del Fiat. Las bisagras crujieron con un sonido metálico. Se asomó y gritó en georgiano:
—¿Dónde está la tumba?
Sólo le respondió la oscuridad.
—Genial —dijo Lado.
Cerró con fuerza un par de veces hasta que la puerta encajó. Kaye apretó los labios mientras el coche arrancaba con una sacudida. Descendieron, haciendo chirriar los cambios, por una callejuela de tiendas, oscura y con postigos cerrados de acero acanalado, y salieron por la parte posterior del pueblo, pasando dos chozas abandonadas, montones de gravilla y balas de paja esparcidas.
Al cabo de unos minutos avistaron luces, el brillo de linternas y una pequeña hoguera. A continuación oyeron el ruidoso zumbido de un generador portátil y voces altas en la oscuridad de la noche.
La tumba estaba más cerca de lo que indicaba el mapa, a menos de dos kilómetros de la ciudad. Se preguntó si los vecinos habrían oído los gritos, o si realmente habría habido gritos.
La diversión había terminado.
El equipo de Naciones Unidas llevaba máscaras de gas provistas de filtros industriales de aerosol. Los nerviosos soldados de la Seguridad de la República de Georgia tenían que conformarse con pañuelos anudados sobre el rostro. Tenían un aspecto siniestro, lo que en otras circunstancias habría resultado cómico. Los oficiales llevaban mascarillas quirúrgicas de tela.
El jefe del sakrebulo, el consejo local, un hombre bajo con grandes manos, una mata de pelo oscuro y tieso, y una nariz prominente, estaba junto a los oficiales de seguridad con cara de perro apaleado.
El jefe del equipo de Naciones Unidas, un coronel del ejército de Estados Unidos, de Carolina de Sur, llamado Nicholas Beck, los presentó con rapidez y le pasó a Kaye una de las máscaras de Naciones Unidas. Se sintió incómoda, pero se la puso. La ayudante de Beck, una cabo negra llamada Hunter, le pasó un par de guantes quirúrgicos de látex blanco. Al ponérselos, restallaron contra sus muñecas con el familiar sonido elástico.
Beck y Hunter condujeron a Kaye y a Lado lejos de la hoguera y los jeeps blancos, por un pequeño camino que descendía a través del bosque y los matorrales hasta las tumbas.
—El jefe del consejo tiene sus enemigos. Algunos vecinos de la oposición excavaron las zanjas y luego avisaron a las oficinas centrales de Naciones Unidas en Tbilisi —le informó Beck—. No creo que los chicos de la Seguridad de la República nos quieran por aquí. No logramos obtener ninguna cooperación en Tbilisi. Con tan poco tiempo, usted fue la única que pudimos encontrar con alguna experiencia.
Tres zanjas paralelas habían sido abiertas de nuevo y señaladas con luces eléctricas alimentadas por un generador portátil y colocadas sobre altos postes clavados en el suelo arenoso. Entre los postes, extensiones de cinta plástica roja y amarilla colgaban inmóviles en la quietud del aire.
Kaye rodeó la primera zanja y levantó su máscara. Frunciendo la nariz con anticipación, olfateó. No había ningún olor especial, aparte del de la tierra y el barro.
—Tienen más de dos años —dijo.
Le dio la máscara a Beck. Lado se paró unos diez pasos detrás de ellos, reacio a acercarse a las tumbas.
—Necesitamos estar seguros de eso —dijo Beck.
Kaye se acercó a la segunda zanja, se paró y enfocó el haz de su linterna sobre los bultos de tejido, huesos oscurecidos y tierra seca.
El suelo era arenoso y seco, posiblemente parte del lecho de un antiguo arroyo del deshielo de las montañas. Los cuerpos eran casi irreconocibles, huesos marrón claro mezclados con tierra, carne arrugada y ennegrecida. El color de la ropa se había desvanecido hasta confundirse con el terreno, pero esos retales y jirones no eran uniformes del ejército: eran vestidos, pantalones, abrigos. Los tejidos de lana y algodón no se habían descompuesto totalmente. Kaye buscó restos de fibras sintéticas; podían servir para fijar un máximo de antigüedad para las tumbas. A simple vista no pudo distinguir ninguno.
Enfocó la luz hacia las paredes de la zanja. Las raíces visibles más gruesas, segadas por las palas, tenían un centímetro de diámetro. Los árboles más cercanos se erguían como fantasmas altos y delgados, a unos diez metros.
Un oficial de mediana edad de la Seguridad de la República, con el impresionante nombre de Vakhtang Chikurishvili, de tipo robusto pero atractivo, con hombros anchos y nariz gruesa de boxeador, se acercó a ellos. No llevaba máscara. Sostenía algo oscuro. Kaye tardó un par de segundos en reconocer el objeto: una bota. Chikurishvili se dirigió a Lado en un georgiano cargado de consonantes.
—Dice que el calzado es antiguo —tradujo Lado—. Que esta gente murió hace cincuenta años, tal vez más.
Chikurishvili movió los brazos en torno con enfado y soltó un rápido chorro de palabras, en una mezcla de georgiano y ruso, dirigidas a Lado y a Beck.
Lado tradujo.
—Dice que los georgianos que los desenterraron son estúpidos. Que esto no es asunto de Naciones Unidas. Que esto sucedió mucho antes de la guerra civil. Que no son osetios.
—¿Quién ha dicho algo de osetios? —preguntó secamente Beck.
Kaye examinó la bota. La gruesa suela y los bordes superiores eran de cuero, los cordones colgaban medio podridos y con restos de tejido. El cuero estaba duro como una roca. Examinó el interior. Tierra, pero sin restos de tela o calcetines, la bota no se había retirado de un pie en descomposición. Chikurishvili le devolvió una mirada desafiante, a continuación sacó una cerilla y encendió un cigarrillo.
«Amañada», pensó Kaye. Recordó las clases a las que había asistido en el Bronx, clases que finalmente la habían alejado de la medicina forense. Las visitas de campo a escenarios de homicidios reales. Las máscaras para protegerse de la putrefacción.
Beck le habló al oficial en tono apaciguador, en torpe georgiano y mejor ruso. Lado repitió sus frases de forma correcta con amabilidad. A continuación, Beck tomó a Kaye del brazo y la acompañó hasta un amplio toldo de lona que habían levantado a pocos metros de las zanjas.
Bajo el toldo, dos desvencijadas mesas desplegables sostenían restos de cadáveres. «Trabajo de aficionados», pensó Kaye. Tal vez los enemigos del jefe del sakrebulo habían levantado los cuerpos y tomado fotos para probar sus denuncias.
Rodeó la mesa: dos torsos y un cráneo. Había bastantes restos de carne momificada sobre los torsos y unos ligamentos extraños como cuerdas secas y oscuras en el cráneo, rodeando la frente, ojos y mejillas. Buscó señales de insectos y encontró algunas larvas muertas de moscas azules en uno de los cuellos, pero no demasiadas. Los cuerpos se habían enterrado transcurridas pocas horas desde su muerte. Supuso que no habían sido enterrados en pleno invierno, cuando no se veían moscas azules. Claro que en Georgia los inviernos a esa altitud eran suaves.
Agarró una pequeña navaja de bolsillo que se encontraba junto al torso más cercano y despegó un jirón de tejido, algo que había sido algodón blanco, y después levantó el borde de un corte cóncavo, de piel endurecida, que había sobre el abdomen. Encontró agujeros de entrada de balas en la ropa y la piel que cubría la pelvis.
—Dios —exclamó.
En el interior de la pelvis, entre tierra y restos rígidos de piel seca, se veía un cuerpo más pequeño, enroscado, poco más que un montoncillo de huesos, el cráneo destrozado.
—Coronel —se lo mostró a Beck, cuyo rostro se endureció.
No era inconcebible que los cuerpos llevasen allí cincuenta años, pero de ser así se encontraban en sorprendente buen estado. Todavía había restos de lana y algodón. Todo estaba muy seco. Toda esa zona se había desecado. Las zanjas eran profundas. Pero las raíces…
Chikurishvili habló de nuevo. Su tono parecía más cooperador, incluso culpable. Muchas culpas amontonándose con el paso de los siglos.
—Dice que ambas son mujeres —le susurró Lado a Kaye.
—Ya lo veo —comentó ella.
Rodeó la mesa para examinar el segundo torso. Éste no tenía piel sobre el abdomen. Rascó la tierra para apartarla haciendo que el torso se balancease con un ruido de calabaza seca. Otro pequeño cráneo ocupaba la pelvis, un feto de unos seis meses, igual que el anterior. Faltaban las extremidades del torso; Kaye no podía saber si las piernas se habían quedado en la tumba. Ninguno de los fetos había sido expulsado por la presión de los gases abdominales.
—Ambas embarazadas —dijo. Lado lo tradujo al georgiano.
—Contamos unos sesenta individuos. A las mujeres parecen haberles disparado. Da la sensación de que a los hombres les dispararon o les golpearon hasta matarles —señaló Beck en voz baja.
Chikurishvili señaló a Beck y luego de nuevo al campamento y gritó, su rostro enrojecido bajo el brillo de las linternas.
—Jugashvili, Stalin.
El oficial dijo que las tumbas habían sido excavadas pocos años antes de la gran Guerra del Pueblo, durante las purgas. A finales de los años treinta. Eso les daría casi setenta años de antigüedad, agua pasada nada que incumbiese a Naciones Unidas.
—Quiere a Naciones Unidas y a los rusos fuera de aquí —dijo Lado—. Dice que es un asunto interno, no de los Cuerpos de Paz.
Beck se dirigió de nuevo al oficial georgiano, menos conciliador. Lado decidió que no quería estar en medio de ese intercambio y se apartó hasta donde se encontraba Kaye, inclinada sobre el segundo torso.
—Es un asunto desagradable —dijo.
—Demasiado tiempo —dijo Kaye suavemente.
—¿Qué? —preguntó Lado.
—Setenta años es demasiado. Dime sobre qué discuten. —Pinchó las extrañas tiras de tejido que rodeaban las cuencas de los ojos con la navaja. Parecían formar una especie de máscara. ¿Les habrían cubierto la cabeza antes de ejecutarles? No lo creía. Las uniones eran oscuras, fibrosas y resistentes.
—El hombre de Naciones Unidas está diciendo que los crímenes de guerra lo son siempre —le explicó Lado—. No hay periodo… ¿cómo se dice? Periodo de prescripción.
—Tiene razón —dijo Kaye. Le dio la vuelta al cráneo con delicadeza. El occipital había sido fracturado lateralmente y se había hundido un centímetro.
Volvió a centrar su atención en el pequeño esqueleto acurrucado en la pelvis del segundo torso. Había estudiado algo de embriología durante su segundo año en la facultad de medicina. La estructura ósea del feto parecía algo extraña, pero no quería dañar el cráneo intentando liberarlo de los restos de tierra y tejido reseco. Ya había manipulado demasiado.
Kaye se sintió mareada, enferma, no por los restos consumidos y resecos sino por lo que su imaginación reconstruía. Se enderezó e hizo un gesto para atraer la atención de Beck.
—A estas mujeres les dispararon en el estómago —dijo. «Muerte a todos los primogénitos. Monstruos furiosos»—. Asesinadas. —Apretó los dientes.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Puede que él tenga razón en cuanto a la edad de la bota, si es que proviene de aquí, pero esta tumba no es tan antigua. Las raíces del borde de las zanjas son demasiado pequeñas. Mi opinión es que las víctimas murieron hace tan sólo dos o tres años. La tierra parece seca, pero aquí el terreno probablemente sea ácido y eso disolvería cualquier hueso de mayor antigüedad. Además están los tejidos, parecen lana y algodón y eso implica que la tumba sólo tiene unos años. Si se tratase de tejidos sintéticos, podría ser más antigua, pero en todo caso nos daría una fecha posterior a Stalin.
Beck se acercó a ella y levantó su máscara.
—¿Puede ayudarnos hasta que lleguen los otros? —preguntó en un susurro.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Kaye.
—Cuatro, cinco días —dijo Beck.
Unos pasos más allá, Chikurishvili miraba de unos a otros, con la mandíbula apretada, molesto, como si la policía se hubiese interpuesto en una pelea doméstica.
Kaye se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Se volvió y retrocedió, aspiró algo de aire y preguntó:
—¿Van a abrir una investigación sobre crímenes de guerra?
—Los rusos opinan que deberíamos hacerlo —dijo Beck—. Están deseando desacreditar a los nuevos comunistas de su país. Unas cuantas atrocidades del pasado podrían proporcionarles munición fresca. Si pudiese darnos una estimación más ajustada… ¿dos, cinco, treinta años, los que sean?
—Menos de diez. Probablemente menos de cinco. Estoy muy desentrenada —dijo—. Sólo puedo hacer unas cuantas cosas. Tomar algunas muestras de tejido. No una autopsia completa, por supuesto.
—Usted es mil veces mejor que dejar que los locales enreden por aquí —dijo Beck—. No me fío de ninguno. Tampoco estoy seguro de que los rusos sean de fiar. Todos tienen cuentas pendientes, de una forma u otra.
Lado mantuvo el rostro impasible y no comentó nada, tampoco le tradujo a Chikurishvili. Kaye notó lo que había sabido que sucedería, lo que había temido: aquella terrible sensación apoderándose de ella.
Había pensado que viajando y alejándose de Saul podría olvidar los malos momentos, los sentimientos negativos. Se había sentido liberada observando a los médicos y a los técnicos trabajar en el Instituto Eliava, haciendo tanto bien con tan pocos recursos, literalmente sacando salud de las cloacas. El triunfante y hermoso rostro de la República de Georgia. Ahora… la otra cara de la moneda. Papá Ioseb Stalin o las limpiezas étnicas, los georgianos tratando de eliminar a los armenios o a los osetios; los abjasianos tratando de eliminar a los georgianos. Los rusos enviando tropas, los chechenos involucrándose. Pequeñas guerras sucias entre antiguos vecinos con viejos rencores.
Esta guerra no la beneficiaría, pero no podía rehusar.
Lado frunció el ceño y miró de frente a Beck.
—¿Iban a ser madres?
—La mayoría de ellas —dijo Beck—. Y tal vez algunos de ellos iban a ser padres.
El fondo de la cueva estaba abarrotado.
Tilde se encontraba bajo un saliente de roca, con las piernas encogidas, y observaba a Mitch mientras éste se arrodillaba ante aquellos a quienes habían venido a ver. Franco estaba agachado detrás de Mitch.
Mitch tenía la boca entreabierta, como un niño sorprendido. No fue capaz de hablar durante un rato. El fondo de la cueva estaba completamente tranquilo y silencioso. Tan sólo el haz de luz se movía mientras recorría las dos figuras con la linterna.
—No hemos tocado nada —dijo Franco.
Las cenizas oscuras, antiguos fragmentos de madera, hierba y cañas, tenían el aspecto de que un sólo soplo de aliento podría dispersarlas, pero todavía formaban los restos de una hoguera. La piel de los cuerpos se había mantenido mucho mejor. Mitch nunca había visto ejemplos más asombrosos de momificación por congelación. Los tejidos estaban duros y secos, el aire frío y seco había absorbido toda la humedad. Cerca de las cabezas, que se miraban una a otra, la piel y los músculos apenas se habían encogido antes de quedar rígidos en su posición. Los rasgos eran casi naturales, aunque los párpados se habían levantado y los ojos en su interior estaban arrugados, oscuros, indescriptiblemente dormidos. Los cuerpos también estaban completos; sólo cerca de las piernas parecía que la carne se había retorcido y oscurecido, tal vez debido a la brisa intermitente de lo alto del hueco. Los pies estaban apergaminados, como pequeños champiñones secos.
Mitch no podía creer lo que estaba viendo. Tal vez no había nada tan extraordinario en su postura… tendidos de lado, un hombre y una mujer mirándose uno al otro en el momento de su muerte, congelándose finalmente, al enfriarse las cenizas de su última hoguera. Nada inesperado en las manos del hombre, extendidas hacia el rostro de la mujer, los brazos de la mujer bajos frente al cuerpo, como si hubiese estado sujetándose el estómago. Nada extraordinario en la piel de animal entre ellos, o la otra piel amontonada a un lado del hombre, como si la hubiese apartado.
Al final, con el fuego apagado, muriendo de congelación, el hombre había sentido demasiado calor y se había quitado su manto.
Mitch bajó la mirada hasta los dedos curvados de la mujer y tragó saliva, intentando reprimir un nudo de emoción que no podía definir o explicar fácilmente.
—¿De cuándo son? —preguntó Tilde, interrumpiendo su concentración. Su voz sonaba crispada, clara, racional, como el sonido de un golpe de cuchillo.
Mitch se sobresaltó.
—Mucho tiempo —dijo suavemente.
—Sí, pero ¿como el Hombre de los Hielos?
—No como el Hombre de los Hielos —dijo Mitch. Le falló la voz. La mujer había sido herida, tenía un orificio a un lado, a la altura de las caderas. Manchas de sangre rodeaban la abertura y le pareció que podía distinguir sangre en las rocas que estaban bajo ella. Tal vez había sido la causa de su muerte.
No había armas en la cueva.
Se frotó los ojos para apartar la pequeña luna blanca que amenazaba con distraerle, miró de nuevo los rostros: narices cortas y anchas apuntando hacia arriba. La mandíbula de la mujer colgaba floja, la del hombre estaba cerrada. La mujer había muerto intentando aspirar aire. Eso no podía saberlo con certeza, pero no se cuestionó la observación, encajaba.
Finalmente, maniobró con cuidado en torno a las figuras, se inclinó, moviéndose muy despacio, manteniendo las dobladas rodillas un par de centímetros por encima de las caderas del hombre.
—Parecen antiguos —dijo Franco, sólo por provocar algún sonido en la cueva. Sus ojos brillaron. Mitch le miró y luego se centró de nuevo en el perfil del hombre.
Arco superciliar grueso, nariz ancha y aplastada, sin barbilla. Hombros anchos, estrechándose hasta una cintura comparativamente esbelta. Brazos gruesos. Las caras eran lisas, casi sin pelo. Toda la piel bajo el cuello, sin embargo, estaba cubierta de un fino vello oscuro, visible sólo al examinarlo de cerca. Alrededor de las sienes, el pelo parecía haber sido afeitado dándole forma, recortado con pericia.
«Vaya con las desaliñadas reconstrucciones de los museos.»
Mitch se inclinó, acercándose más. Sentía la densidad del aire frío en sus orificios nasales. Se apoyó con la mano contra el techo de la cueva. Había una especie de máscara entre los cuerpos, dos máscaras en realidad, una junto al hombre y la otra bajo la mujer. Los bordes de las máscaras estaban desgarrados. Ambas tenían agujeros para los ojos, orificios para respirar, la forma de un labio superior, cubierta por completo por un vello fino, y una pieza inferior todavía más peluda que debía haber rodeado el cuello y la mandíbula inferior. Debían de haberlas arrancado del rostro, aunque no faltaba piel en ninguna de las cabezas.
La máscara que se encontraba más próxima a la mujer parecía unida a su frente y sienes por delgados filamentos, como la barba de un mejillón.
Mitch era consciente de que se estaba centrando en pequeños misterios para evitar pensar en lo realmente imposible.
—¿De cuándo son? —preguntó de nuevo Tilde—, ¿puedes estimarlo ya?
—No creo que haya existido gente como ésta desde hace decenas de miles de años —dijo Mitch.
Tilde no pareció captar el significado de esta declaración de antigüedad.
—¿Son europeos, cómo el Hombre de los Hielos?
—No lo sé —respondió Mitch.
Sacudió la cabeza y levantó la mano. No quería hablar; quería pensar. Ese lugar era extremadamente peligroso, profesionalmente, mentalmente, desde cualquier punto de vista. Peligroso, irreal e imposible.
—Dime Mitch —le rogó Tilde con sorprendente amabilidad—, dime lo que ves. —Se estiró para apretarle la rodilla. Franco observó con madurez esa caricia.
—Son macho y hembra, ambos de aproximadamente ciento sesenta centímetros de altura —comenzó Mitch.
—Gente baja —dijo Franco, pero Mitch siguió hablando.
—Parecen pertenecer al género Homo, especie sapiens. Aunque no como nosotros. Podrían haber sufrido de algún tipo de enanismo, distorsión de los rasgos…
Se interrumpió y miró de nuevo a las cabezas, no vio ninguna señal de enanismo, aunque las máscaras le preocupaban.
Los rasgos característicos.
—No son enanos —dijo—, son neandertales.
Tilde tosió. El aire seco les irritaba la garganta.
—¿Cómo?
—¿Hombres de las Cavernas? —dijo Franco.
—Neandertales —repitió Mitch, tanto para convencerse a sí mismo como para corregir a Franco.
—Eso es una estupidez —dijo Tilde con voz furiosa—, no somos niños.
—No es una estupidez. Habéis encontrado a dos Neandertales bien conservados, un hombre y una mujer. Las primeras momias neandertales… de cualquier lugar. Jamás.
Tilde y Franco pensaron en ello durante unos segundos. Fuera, el viento silbaba más allá de la entrada de la cueva.
—¿Qué antigüedad? —preguntó Franco.
—Todos piensan que los neandertales desaparecieron entre cien mil y cuarenta mil años atrás —dijo Mitch—. Tal vez todos se equivocan. Pero yo dudo que hayan podido permanecer en esta cueva, en este estado de preservación, durante cuarenta mil años.
—Tal vez fueron los últimos —dijo Franco, santiguándose con reverencia.
—Es increíble —dijo Tilde sonrojándose—, ¿cuánto pueden valer?
Mitch sintió un calambre en la pierna y se apartó, agachándose junto a Franco. Se frotó los ojos con los nudillos enguantados. Hacía tanto frío. Estaba temblando. La luna de luz se hizo borrosa y cambió de lugar.
—No valen nada —dijo.
—No bromees —dijo Tilde—. Son excepcionales… no hay nada como ellos, ¿verdad?
—Incluso si pudiésemos… si pudieseis, quiero decir, sacarlos de esta cueva sin daños, intactos, y descender la montaña, ¿dónde los venderíais?
—Hay gente que colecciona esas cosas —dijo Franco—. Gente con mucho dinero. Ya hemos hablado con alguno sobre un Hombre de los Hielos. Seguramente un Hombre y una Mujer de los Hielos…
—Tal vez debería ser más claro —dijo Mitch—, si estos dos no se manejan de forma científicamente correcta, acudiré a las autoridades suizas, italianas, o donde demonios estemos. Lo contaré todo.
Otro silencio. Mitch casi podía oír pensar a Tilde, como un relojillo austriaco.
Franco golpeó el suelo de la cueva con su mano enguantada y miró a Mitch.
—¿Por qué quieres jodernos?
—Porque esta gente no os pertenece —dijo Mitch—. No pertenecen a nadie.
—¡Están muertos! —gritó Franco—. Ya no se pertenecen a sí mismos, ¿verdad?
Los labios de Tilde formaron una severa línea recta.
—Mitch tiene razón. No vamos a venderlos.
Algo asustado, Mitch habló precipitadamente.
—No sé qué más podrías planear hacer con ellos, pero no creo que vayáis a controlarlos, o a vender sus derechos, hacer muñecas Barbie de las Cavernas o lo que sea. —Inspiró profundamente.
—No, tampoco. Digo que Mitch tiene razón —remarcó Tilde lentamente.
Franco le dirigió una mirada inquisitiva.
—Esto es muy grande. Seremos buenos ciudadanos. Son los antepasados de todos. El Papá y la Mamá del mundo.
Mitch podía sentir el dolor de cabeza aproximándose. La mancha de luz había sido una señal familiar: un tren destrozacráneos acercándose. El descenso sería difícil o incluso imposible si iba a caer en una migraña, una verdaderamente atroz. No había traído ningún medicamento.
—¿Planeas matarme aquí? —le preguntó a Tilde.
Franco le miró y luego se volvió para mirar a Tilde, esperando una respuesta.
Tilde sonrió y se frotó la barbilla:
—Estoy pensando —dijo—. Vaya unos delincuentes seríamos. Famosos. Piratas de la prehistoria. Jo, jo, jo, y una botella de Schnapps.
—Lo que tenemos que hacer —dijo Mitch, suponiendo que eso había sido una respuesta negativa— es tomar una muestra de tejido de cada cuerpo, con la mínima intrusión. Luego…
Agarró la linterna y enfocó la luz más allá de las cabezas del hombre y la mujer que descansaban juntas, hasta el fondo de la cueva, unos tres metros más allá. Había algo pequeño allí, envuelto en piel.
—¿Qué es eso? —preguntaron él y Franco simultáneamente.
Mitch reflexionó. Podía agacharse y rodear con cuidado a la mujer sin alterar nada excepto el polvo. Por otra parte, sería mejor no tocar nada, salir de la cueva ahora y volver con verdaderos expertos. Las muestras de tejido serían evidencia suficiente, pensó. Se sabía bastante del ADN de los neandertales por los estudios efectuados en restos de huesos. Se podría confirmar y la cueva se mantendría sellada hasta…
Se apretó las sienes y cerró los ojos.
Tilde le palmeó el hombro y lo apartó con delicadeza.
—Yo soy más pequeña —dijo.
Reptó junto a la mujer hasta el fondo de la cueva.
Mitch la observó sin decir nada. Eso era lo más parecido a un verdadero pecado, el pecado de la curiosidad incontrolable. Nunca se perdonaría a sí mismo, pero, razonaba, ¿cómo podría detenerla sin dañar los cuerpos? Además, estaba siendo cuidadosa.
Tilde se agachaba tanto que su cara estaba sobre el suelo junto al bulto. Sujetó un extremo de la piel con dos dedos y lo desenvolvió lentamente. La garganta de Mitch se agarrotó de angustia.
—Ilumínalo —pidió Tilde.
Mitch lo hizo.
Franco enfocó su linterna también.
—Es una muñeca —dijo Tilde.
Desde la parte superior del bulto asomaba una carita, como una manzana oscura y arrugada, con dos pequeños ojos hundidos.
—No —afirmó Mitch—. Es un bebé.
Tilde se apartó unos centímetros y emitió un pequeño ¡hum! de sorpresa.
El dolor de cabeza de Mitch se abalanzó sobre él como un trueno.
Franco sostenía a Mitch por el brazo cerca de la entrada de la cueva. Tilde estaba todavía en el interior. La migraña de Mitch se había convertido en una auténtica Fuerza 9, con fosfenos y todo, y conseguir no enroscarse sobre sí mismo y ponerse a gritar suponía un gran esfuerzo. Ya había sufrido náuseas e intentado vomitar, a un lado de la cueva, y ahora estaba temblando violentamente.
Sabía con absoluta certeza que iba a morir aquí arriba, junto al umbral del descubrimiento arqueológico más extraordinario de todos los tiempos, dejándolo en manos de Tilde y Franco, que eran poco menos que ladrones.
—¿Qué está haciendo allí? —gimió Mitch, con la cabeza inclinada. Incluso el crepúsculo parecía demasiado brillante. Aunque estaba oscureciendo con rapidez.
—Nada que deba preocuparte —dijo Franco, sujetándole con más fuerza.
Mitch se soltó y buscó a ciegas en su bolsillo los viales que contenían las muestras. Se las había arreglado para tomar dos pequeños trozos de la parte superior de los muslos del hombre y la mujer antes de que el dolor alcanzase la intensidad máxima. Ahora apenas podía ver.
Obligándose a mantener los ojos abiertos miró al exterior, el celestial azul zafiro que cubría la montaña, el hielo, la nieve, acompañados por fogonazos en los bordes de sus ojos, como diminutos relámpagos.
Tilde salió de la cueva. Llevaba la cámara en una mano y un bulto en la otra.
—Tenemos bastante para probarlo todo —dijo.
Le habló en italiano a Franco, con rapidez y en voz baja. Mitch no entendió lo que decía, ni le importaba.
Sólo quería bajar la montaña, meterse en una cama caliente y dormir, esperar a que el extraordinario dolor, demasiado familiar pero siempre nuevo, se calmase.
La muerte era otra opción, no carente de atractivo.
Franco le anudó la cuerda con destreza.
—Vamos, amigo —dijo el italiano con un tirón suave a la cuerda.
Mitch avanzó tambaleándose, apretando los puños a los lados para evitar golpearse la cabeza con ellos.
—El piolet —dijo Tilde, y Franco soltó la piqueta de Mitch de su cinturón, donde se le enredaba con las piernas, y lo metió en la mochila.
—Estás en baja forma —dijo Franco.
Mitch cerró los ojos con fuerza; el crepúsculo estaba lleno de relámpagos y el estruendo era doloroso, su cabeza estallaba silenciosamente a cada paso. Tilde se puso delante y Franco la seguía de cerca.
—Seguiremos un camino diferente —dijo Tilde—. El hielo está deshaciéndose y el puente no es seguro.
Mitch abrió los ojos. La cresta era un filo herrumbroso de oscuridad contra el cielo ultramarino, que iba volviéndose negro estrellado. Cada inspiración estaba más fría y resultaba más difícil. Sudaba profusamente.
Avanzaba automáticamente. Intentó descender por una pendiente de roca punteada con zonas de nieve crujiente, resbaló, tirando de la cuerda y arrastrando a Franco un par de metros por la pendiente. El italiano no protestó, en vez de eso volvió a colocarle bien la cuerda y le tranquilizó como a un niño.
—Está bien, amigo. Mejor así. Mejor así. Ten cuidado.
—No puedo aguantar mucho más, Franco —susurró Mitch—. No he tenido una migraña en dos años, ni siquiera he traído pastillas.
—No importa. Sólo mira dónde pones los pies y haz lo que yo te diga.
Franco le gritó algo a Tilde. Mitch la sintió cerca y la miró con los ojos entrecerrados. Su rostro estaba enmarcado por las nubes y sus propias luces y chispas.
—Va a nevar —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.
Hablaron en italiano y alemán y Mitch pensó que hablaban de dejarle allí sobre el hielo.
—Puedo seguir —dijo—, puedo caminar.
Comenzaron a caminar de nuevo por la pendiente del glaciar, acompañados por el sonido del hielo descendiendo a medida que el antiguo y lento río avanzaba, agrietándose y retumbando, crujiendo y rompiéndose en su bajada. En algún lugar, manos gigantes parecían aplaudir. El viento aumentó y Mitch se volvió para evitarlo. Franco le hizo volverse de nuevo y le empujó amablemente.
—No hay tiempo para tonterías, amigo. Camina.
—Lo intento.
—Sólo camina.
El viento se convirtió en un puño contra su cara. Se inclinó hacia él. Cristales de hielo aguijoneaban sus mejillas. Trató de taparse con la capucha y sintió los dedos como salchichas dentro de los guantes.
—No puede hacerlo —dijo Tilde, y Mitch la vio caminar en torno a él envuelta en remolinos de nieve.
La nieve se enderezó de repente y todos se tambalearon cuando el viento les golpeó. La linterna de Franco iluminó millones de copos, que caían en ráfagas horizontales. Discutieron si construir una cueva en la nieve, pero el hielo estaba demasiado duro, llevaría demasiado tiempo excavarla.
—¡Vamos! ¡Sigamos bajando! —le gritó Franco a Tilde, y ella asintió en silencio.
Mitch no sabía adónde iban, ni le importaba demasiado. Franco maldecía en italiano, pero el viento ahogaba sus palabras, y Mitch, mientras se arrastraba hacia delante, subiendo y bajando sus botas, clavando sus crampones, tratando de mantenerse erguido, sabía que Franco estaba allí sólo por la presión en las cuerdas.
—¡Los dioses están enfadados! —gritó Tilde. Un grito medio de triunfo medio de broma, excitada e incluso exaltada. Franco debía haberse caído porque Mitch sintió un fuerte tirón desde atrás. Sin saber cómo, sostenía la piqueta en la mano y al inclinarse y caer sobre el estómago tuvo la claridad mental suficiente como para clavarla en el hielo frenando la caída. Le pareció ver a Franco balancearse durante un momento, unos metros más abajo. Mitch miró en esa dirección. Las luces habían desaparecido de su vista. Se estaba congelando, realmente congelándose y eso aliviaba el dolor de su migraña. Franco no era visible entre las rectas bandas paralelas de nieve. El viento silbó y chilló, y Mitch acercó la cara al hielo. La piqueta se deslizó de su agujero y resbaló dos o tres metros. Con el dolor desvaneciéndose se preguntó cómo podría salir vivo de aquella situación. Clavó los crampones en el hielo y se empujó hacia arriba por pura fuerza, remolcando a Franco. Tilde ayudó a Franco a ponerse en pie. Le sangraba la nariz y parecía conmocionado. Debía de haberse golpeado la cabeza contra el hielo. Tilde miró a Mitch. Sonrió y le palmeó el hombro. Tan amable. Nadie dijo nada. Compartir el dolor y el perverso calor que se deslizaba sobre ellos hacía que se sintiesen unidos. Franco sollozó, se lamió la sangre del labio y se acercó más. Estaban tan expuestos… La vertiente restalló por encima del chillido del viento, retumbó, crujió, hizo un sonido como el de un tractor sobre un camino de grava. Mitch sintió temblar el hielo bajo los pies. Estaban demasiado cerca de la vertiente y ésta estaba realmente activa, haciendo un montón de ruido. Dio un tirón a la cuerda de Tilde y la encontró suelta, cortada. Tiró de la cuerda tras él. Franco apareció entre el viento y la nieve, su rostro cubierto de sangre, los ojos brillantes tras las gafas. Franco se arrodilló junto a Mitch y luego se inclinó sobre sus manos enguantadas, rodó hacia un lado. Mitch lo sujetó por el hombro, pero Franco no se movió. Mitch se incorporó e intentó descender de cara. El viento soplaba desde arriba y lo tumbó hacia delante. Lo intentó de nuevo, inclinándose hacia atrás torpemente, y cayó. Arrastrarse era la única opción. Remolcó a Franco tras él, pero le resultó imposible seguir después de unos metros. Retrocedió hasta Franco y comenzó a empujarlo. El hielo era rugoso, no resbaladizo, y no le ayudaba. Mitch no sabía qué hacer. Tenían que apartarse del viento, pero no podía ver con la suficiente claridad dónde se encontraban como para elegir una dirección en concreto. Se alegraba de que Tilde los hubiese abandonado. Podría escapar y tal vez alguien tendría bebés con ella, por supuesto ninguno de ellos dos; ahora se encontraban fuera del ciclo evolutivo. Libres de toda responsabilidad. Lamentaba que Franco estuviese tan maltrecho.
—Eh, viejo amigo —le gritó al oído—, despierta y ayúdame un poco o moriremos.
Franco no respondió. Era posible que ya estuviese muerto, pero Mitch no creía que una simple caída pudiese matar a alguien. Mitch encontró la linterna sujeta a la muñeca de Franco, la desató, la encendió y enfocó los ojos de Franco mientras intentaba abrírselos con los dedos enguantados, lo que no resultaba fácil, pero las pupilas se veían pequeñas y extrañas. Sí. Se había golpeado con fuerza contra el hielo, lo que había causado la conmoción cerebral y la rotura de la nariz. De ahí salía toda esa sangre. La sangre y la nieve formaban una masa sobre el rostro de Franco. Mitch dejó de intentar hablarle. Pensó en cortar la cuerda y liberarse, pero no fue capaz de hacerlo. Franco se había portado bien con él. Rivales unidos sobre el hielo por la muerte. No creía que ninguna mujer encontrase la idea muy romántica. Según su experiencia, las mujeres no prestaban mucha atención a ese tipo de cosas. A la muerte sí, pero no a la camaradería entre hombres. Se sentía muy confuso y estaba entrando en calor con rapidez. El abrigo le daba mucho calor, y también los pantalones para la nieve. Por desgracia, sentía ganas de orinar. Aparentemente, el morir con dignidad estaba descartado. Franco gemía. No, no era Franco. El hielo vibró y a continuación saltó y ellos rodaron y resbalaron hacia un lado. Mitch vislumbró fugazmente el haz de la linterna iluminando un gran bloque de hielo que se elevaba, ¿o eran ellos los que caían? Sí, efectivamente, y cerró los ojos a la espera de lo que fuera a ocurrir. Pero no se golpeó la cabeza, aunque se quedó sin respiración. Aterrizaron sobre la nieve y el viento paró. Nieve espesa caía sobre ellos y dos pesados trozos de hielo aprisionaban una pierna de Mitch. Todo quedó en silencio y quietud. Mitch intentó levantarse pero un calor suave se lo impidió y la otra pierna estaba rígida. Estaba decidido.
Sin que mediara tiempo, abrió los ojos para contemplar el resplandor de un enorme y cegador sol azul.
Lado, meneando la cabeza con preocupación, dejó a Kaye al cuidado de Beck para volver a Tbilisi. No podía ausentarse demasiado tiempo del Instituto Eliava.
El equipo de Naciones Unidas ocupó el pequeño Tigre de Rustaveli en Gordi, alquilando todas las habitaciones. Los rusos levantaron más tiendas y durmieron a medio camino entre el pueblo y las tumbas.
Atendidos por la afligida aunque sonriente encargada del hostal, una mujer corpulenta de pelo oscuro llamada Lika, los guardas de paz de Naciones Unidas tomaron una cena tardía consistente en pan y callos, acompañados de grandes vasos de vodka. Todos se retiraron a los dormitorios nada más terminar, excepto Kaye y Beck.
Beck acercó una silla a la mesa de madera y le ofreció un vaso de vino blanco. Ella no había probado el vodka.
—Es Manavi. Lo mejor que tienen por aquí; para nosotros, al menos. —Beck se sentó y eructó, cubriéndose la boca con la mano.
—Perdón. ¿Qué sabe de la historia de Georgia?
—No mucho —dijo Kaye—. Política reciente. Ciencia.
Beck asintió y cruzó los brazos.
—Nuestras madres muertas —dijo— podrían haber sido asesinadas durante las revueltas… la guerra civil. Pero no me suena ningún combate en Gordi o alrededores. —Hizo un gesto de duda—. Podrían ser víctimas de la década de los treinta, los cuarenta o los cincuenta. Pero usted dijo que no. Un buen detalle lo de las raíces. —Se frotó la nariz y a continuación se frotó la barbilla—. Para ser un país tan hermoso, tiene una historia bastante desagradable.
Beck le recordaba a Saul. La mayoría de los hombres de su edad le recordaban a Saul de alguna forma, doce años mayor que ella, allá en Long Island, lejos en más sentidos que la mera distancia física. Saul el brillante, Saul el débil, Saul cuya mente fallaba más a medida que pasaban los meses. Se enderezó y estiró los brazos, haciendo chirriar las patas de su silla sobre el suelo de baldosas.
—Me interesa más su futuro —dijo Kaye—. La mitad de las empresas médicas y farmacéuticas de Estados Unidos están peregrinando hasta aquí. La experiencia de Georgia podría salvar a millones de personas.
—Virus beneficiosos.
—Exacto —dijo Kaye—, fagos.
—Atacan sólo a bacterias.
Kaye asintió.
—Leí que los soldados georgianos llevaban consigo pequeños frascos llenos de fagos durante los disturbios —dijo Beck—. Los bebían si iban a entrar en combate, o los rociaban sobre las heridas o quemaduras mientras esperaban poder llegar a un hospital.
Kaye asintió.
—Han estado utilizando la terapia de fagos desde los años veinte, cuando Felix d'Herelle llegó aquí para trabajar con George Eliava. D'Herelle era descuidado. Los resultados parecían confusos entonces y enseguida aparecieron las sulfamidas y luego la penicilina. Hemos ignorado prácticamente a los fagos hasta ahora. Así que hemos acabado teniendo bacterias mortales resistentes a todos los antibióticos conocidos. Pero no a los fagos.
A través de las ventanas de la pequeña estancia, sobre los tejados de las casas bajas del otro lado de la calle, podía ver las montañas brillando a la luz de la luna. Quería irse a dormir, pero sabía que se quedaría despierta en la cama, dura y estrecha, durante horas.
—Por un futuro más agradable —dijo Beck. Alzó su vaso y lo vació de un trago. Kaye tomó un sorbo. La dulzura y la acidez del vino formaban una combinación deliciosa, como tarta de albaricoques.
—El doctor Jakeli me comentó que usted estaba escalando el Kazbeg —dijo Beck—. Es más alto que el Mont Blanc. Yo soy de Kansas. Allí no tenemos ni una montaña. Apenas algún peñasco. —Sonrió mirando hacia la mesa, como si le resultase incómodo afrontar su mirada—. Me encantan las montañas. Lamento apartarla de sus asuntos… y de su diversión.
—No estaba escalando. Sólo hacíamos senderismo.
—Intentaré librarla de esto en unos días —dijo Beck—. En Ginebra hay registros de personas desaparecidas y posibles masacres. Si encajan y podemos fecharlo en la década de los treinta, pasaremos el asunto a los georgianos y a los rusos. —Beck deseaba que las tumbas fuesen antiguas y ella no podía censurarle por ello.
—¿Y qué ocurrirá si son recientes? —preguntó Kaye.
—Traeremos un equipo de investigación de Viena.
Kaye lo miró fijamente, con seriedad.
—Son recientes —afirmó.
Beck apuró su vaso, se levantó y sujetó el respaldo de la silla con ambas manos.
—Yo opino lo mismo —dijo con un suspiro—. ¿Por qué abandonó la criminología? Si no es indiscreción…
—Aprendí demasiado sobre las personas —dijo Kaye. «Crueles, corruptas, sucias, desesperadamente estúpidas.»
Le habló a Beck del teniente de homicidios de Brooklyn que había sido su profesor. Era un cristiano devoto. Mientras les mostraba las fotografías de un crimen particularmente horrendo, con dos hombres, tres mujeres y un niño muertos, había dicho a los estudiantes: «Las almas de estas víctimas ya no están en sus cuerpos. No sintáis compasión por ellos. Compadeced a aquellos que quedan atrás. Sobreponeos. Seguid trabajando. Y recordad: trabajáis para Dios.»
—Sus creencias le mantenían cuerdo —dijo Kaye.
—¿Y usted? ¿Por qué cambió de especialidad?
—Yo no creía —dijo Kaye.
Beck asintió, flexionó sus manos sobre el respaldo de la silla.
—No tenía coraza. Bien, haga lo que pueda. Usted es todo lo que tenemos por el momento. —Le deseó buenas noches y se dirigió a las estrechas escaleras, subiendo con paso rápido y ligero.
Kaye permaneció sentada a la mesa durante varios minutos, luego caminó hasta la puerta de entrada al hostal, salió, se paró en los escalones de granito junto a la estrecha calle adoquinada y aspiró el aire nocturno, con su débil olor a alcantarillado. Sobre el tejado de la casa que estaba frente al hostal, podía ver la cumbre nevada de una montaña, con tanta claridad que casi parecía que pudiese extender el brazo y tocarla.
Por la mañana se despertó envuelta en cálidas sábanas y una manta que hacía tiempo que no se lavaba. Contempló algunos pelos sueltos, que no eran suyos, enredados en la gruesa lana gris junto a su cara. La pequeña cama de madera, con postes tallados y pintados de rojo ocupaba una habitación de paredes blancas de unos tres metros de ancho por tres y medio de largo, con una única ventana junto a la cama, una silla de madera y una mesa de roble natural con un lavamanos. Tbilisi tenía hoteles modernos, pero Gordi estaba apartada de las nuevas rutas turísticas, demasiado lejos de la Carretera Militar.
Salió de la cama, se lavó la cara con agua y se puso los vaqueros, la blusa y el abrigo. Estaba a punto de tocar el picaporte de hierro cuando oyó que golpeaban la puerta. Beck pronunció su nombre. Kaye abrió la puerta y lo miró fijamente.
—Nos echan de la ciudad —le dijo él, con gesto adusto—. Quieren que estemos de vuelta en Tbilisi mañana.
—¿Por qué?
—No nos quieren aquí. Han llegado soldados del ejército regular para escoltarnos. Les he dicho que usted es una asesora civil y no un miembro del equipo, pero les da igual.
—Vaya —dijo Kaye—. ¿Por qué este cambio?
Beck hizo un gesto de disgusto.
—El sakrebulo, el ayuntamiento, supongo. Preocupados por su pequeña y agradable comunidad. O tal vez venga de más arriba.
—Esto no suena a la nueva Georgia —dijo Kaye. Estaba preocupada por cómo podría afectar eso a su trabajo con el instituto.
—A mí también me sorprende —dijo Beck—. Hemos tropezado con algo delicado. Por favor, haga su maleta y reúnase con nosotros abajo.
Se volvió para irse, pero Kaye le sujetó el brazo.
—¿Funcionan los teléfonos?
—No lo sé —dijo—. Puede utilizar unos de nuestros teléfonos vía satélite.
—Gracias. Y… el doctor Jakeli debe de estar ya de vuelta en Tbilisi. Me molestaría hacerle venir de nuevo.
—Nosotros la llevaremos a Tbilisi —dijo Beck—, si es ahí donde quiere ir.
—Eso será perfecto —dijo Kaye.
Los cherokees blancos de Naciones Unidas brillaban al sol a la puerta del hostal. Kaye los miró a través de los cristales de la ventana del vestíbulo y esperó mientras la encargada sacaba un anticuado teléfono negro y lo enchufaba en la clavija junto al mostrador delantero. Levantó el auricular, escuchó y se lo tendió a Kaye: muerto. En pocos años más, Georgia saldría del atraso y alcanzaría al siglo veintiuno. Por ahora había menos de un centenar de líneas conectadas con el mundo exterior, y con todas las llamadas desviadas a través de Tbilisi, el servicio era esporádico.
La encargada sonrió con nerviosismo. Se había mostrado nerviosa desde que habían llegado.
Kaye llevó la bolsa al exterior. El equipo de Naciones Unidas constaba de seis hombres y tres mujeres. Kaye esperó junto a una mujer canadiense llamada Doyle, mientras Hunter sacaba el teléfono por satélite.
Primero hizo una llamada a Tbilisi para hablar con Tamara Mirianishvili, su contacto principal en el instituto. Después de varios intentos consiguió conectar. Tamara lo lamentó por ella y se preguntó a qué venía tanto jaleo, a continuación le dijo a Kaye que estarían encantados de que volviese y se quedase unos días más.
—Es una vergüenza que te mezclen en eso. Lo pasaremos bien y volveremos a animarte —dijo Tamara.
—¿Ha habido alguna llamada de Saul? —preguntó Kaye.
—Ha llamado dos veces —dijo Tamara—. Dice que preguntes algo más sobre biofilms, cómo funcionan los fagos en biofilms, cuando las bacterias están interrelacionadas.
—¿Nos lo contaréis? —preguntó Kaye en tono burlón.
Tamara le respondió con una risa cálida y tintineante.
—¿Quieres que te contemos todos nuestros secretos? ¡Kaye, cariño, todavía no hemos firmado ningún contrato!
—Saul tiene razón. Podría ser algo importante —dijo Kaye. Incluso en los peores momentos Saul miraba por su ciencia y sus negocios.
—Vuelve y te mostraré alguno de nuestros experimentos con biofilms, como excepción, sólo porque eres simpática —dijo Tamara.
—Genial.
Kaye le dio las gracias a Tamara y devolvió el teléfono al cabo.
Un coche oficial georgiano, un viejo Volga negro, llegó con varios oficiales del ejército, que salieron por el lado izquierdo. El mayor Chikurishvili de las Fuerzas de Seguridad salió por la derecha, con la cara más iracunda que nunca. Parecía como si fuese a explotar en una nube de sangre y saliva.
Un joven oficial del ejército —Kaye no tenía idea de qué rango tendría— se acercó a Beck y le habló en un ruso chapurreado. Cuando terminaron, Beck hizo una seña con la mano y el equipo de Naciones Unidas se subió a los Jeeps. Kaye acompañó a Beck.
Mientras se dirigían al oeste saliendo de Gordi, algunos habitantes se reunieron para verles marchar. Una niña pequeña junto a una pared blanca les saludó con la mano: pelo castaño, morena, ojos grises, fuerte y bonita. Una niña perfectamente normal y encantadora.
No hablaron mucho mientras Hunter les conducía hacia el sur por la autopista, dirigiendo la pequeña caravana. Beck miraba hacia delante, pensativo. La rígida amortiguación del Jeep rebotaba en las irregularidades del terreno y se hundía en los baches mientras giraba intentando esquivarlos.
Sentada en el asiento posterior derecho, Kaye pensó que acabaría mareándose.
En la radio sonaban melodías populares de Alania y un blues bastante bueno de Azerbaiyán y después un incomprensible programa hablado que Beck encontraba divertido a ratos. Se volvió para mirar a Kaye y ella intentó sonreír animosa.
Al cabo de unas cuantas horas se adormiló y soñó con colonias de bacterias creciendo en el interior de los cuerpos de las zanjas. Biofilms. Lo que la mayoría de la gente consideraba cieno. Pequeñas y laboriosas colonias bacterianas descomponiendo los cadáveres, que un día fueron descendientes evolutivos enormes y vivos, de vuelta a sus materiales de origen.
Hermosas construcciones de polisacáridos siendo derruidas desde el interior, intestinos y pulmones, corazón y arterias, ojos y cerebro. Las bacterias renunciando a su vida salvaje y urbanizándose, reciclándolo todo. Grandes ciudades basureros formadas por bacterias, alegremente ignorantes de la filosofía, la historia y el carácter de las masas muertas que reclamaban.
«Las bacterias nos hicieron. A ellas retornamos al final. Bienvenidos a casa.»
Despertó sudando. El aire se volvía cálido a medida que descendían por un valle largo y profundo. Qué agradable sería no saber nada del funcionamiento interno. Inocencia animal; la vida no analizada es la más dulce. Pero las cosas salieron mal, y surgieron la introspección y el análisis. La raíz de toda conciencia.
—¿Soñaba? —preguntó Beck, mientras paraban junto a una pequeña gasolinera y garaje, unidos por láminas de metal acanalado.
—Pesadillas —dijo Kaye—. Me implico demasiado en el trabajo, supongo.
Mitch vio el sol azul danzar en torno a él y oscurecerse, y supuso que era de noche, pero el aire era ligeramente verdoso y en absoluto frío. Sintió un pinchazo de dolor en la parte superior del muslo y una sensación de malestar general en el estómago.
No estaba en la montaña. Parpadeó para aclarar la vista e intentó incorporarse para frotarse la cara. Una mano le detuvo y una suave voz femenina le dijo en alemán que fuese un buen chico. Mientras le ponía un paño frío y húmedo sobre la frente, la mujer le dijo, en inglés, que estaba algo magullado, sus dedos y su nariz se habían congelado y tenía una pierna rota. Unos minutos después volvía a dormir.
Inmediatamente después, despertó y consiguió incorporarse hasta quedar sentado sobre una crujiente y dura cama de hospital. Se encontraba en una habitación con otros cuatro pacientes, dos junto a él y otros dos enfrente, todos hombres, todos de menos de cuarenta años. Dos tenían piernas rotas sobre cabestrillos como los de las películas cómicas. Los otros dos tenían brazos rotos. Su propia pierna estaba escayolada, pero no en cabestrillo.
Todos los hombres tenían los ojos azules, eran fuertes y enjutos, atractivos, con rasgos aquilinos, cuellos delgados y mandíbulas alargadas. Lo observaban con atención.
Por fin veía la habitación con claridad: paredes de cemento pintadas, camas con cabezales lacados en blanco, una lámpara portátil sobre un soporte cromado que había confundido con un sol azul, suelo de baldosas jaspeadas de marrón, el aire cargado de vapor y antiséptico, un olor general a alcanfor.
A la derecha de Mitch, un hombre joven muy tostado por el sol, con las rosadas mejillas pelándosele, se inclinó hacia él y le habló.
—Eres el americano con suerte, ¿verdad? —La polea y las pesas que mantenían su pierna elevada chirriaron.
—Soy americano —dijo Mitch con voz ronca—, y debo de tener suerte, porque no estoy muerto.
Los hombres intercambiaron miradas solemnes. Mitch comprendió que su experiencia debía haber sido tema de conversación durante un tiempo.
—Todos estamos de acuerdo en que es mejor que sean otros alpinistas los que te informen.
Antes de que Mitch pudiese objetar que él no era realmente un alpinista, el joven tostado le dijo que sus compañeros habían muerto.
—El italiano con el que te encontraron, en el serac, se rompió el cuello. Y a la mujer la encontraron mucho más abajo, enterrada en el hielo.
Y luego, con ojos inquisitivos, ojos del mismo color que el cielo que Mitch había visto sobre la cresta de la montaña, el joven preguntó:
—Los periódicos y la televisión lo han dicho. ¿De dónde sacó el cadáver del bebé?
Mitch tosió. Vio una jarra de agua en una bandeja junto a su cama y bebió un vaso. Los alpinistas le observaban como duendes atléticos arropados en sus camas.
Mitch les devolvió la mirada. Trató de ocultar su consternación. No le serviría de nada el juzgar a Tilde ahora; de nada en absoluto.
El inspector de Innsbruck llegó al mediodía y se sentó junto a su cama, acompañado por un agente de la policía local, para interrogarle. El agente hablaba mejor inglés e hizo de traductor. Las preguntas eran rutinarias, dijo el inspector, formaban parte de la investigación del accidente. Mitch les dijo que no sabía quién era la mujer, y el inspector respondió, después de una pausa formal, que les habían visto juntos en Salzburgo.
—Usted, Franco Maricelli y Mathilda Berger.
—Ésa era la novia de Franco —dijo, sintiéndose enfermo y tratando de ocultarlo.
El inspector suspiró y frunció los labios con desaprobación, como si todo eso fuese trivial y sólo ligeramente irritante.
—Llevaba la momia de un niño pequeño. Es posible que sea una momia muy antigua. ¿Tiene alguna idea de dónde pudo conseguirla?
Deseó que la policía no hubiese examinado sus ropas, encontrado los viales y reconocido su contenido. Tal vez había perdido el paquete en el glaciar.
—Es demasiado increíble para explicarlo —dijo.
El inspector se encogió de hombros.
—No soy un experto en cuerpos enterrados en el hielo. Mitchell, le daré un consejo paternal. ¿Soy lo bastante viejo?
Mitch admitió que el inspector podría ser lo bastante viejo. Los alpinistas ni siquiera intentaban ocultar su interés por lo que sucedía.
—Hemos hablado con sus antiguos jefes, el Museo Hayer, en Seattle.
Mitch cerró los ojos por un momento, despacio.
—Nos han dicho que estuvo usted implicado en el robo de antigüedades del gobierno federal. El esqueleto de un hombre indio, el hombre de Pasco, muy antiguo. De hace diez mil años, hallado en los márgenes del río Columbia. Se negó a entregar estos restos al Cuervo de Ingenieros del Ejército.
—Cuerpo —le corrigió Mitch en voz baja.
—Así que le arrestaron y el museo le despidió porque hubo mucha publicidad.
—Los indios alegaban que los huesos pertenecían a un antepasado suyo —dijo Mitch, ruborizándose de ira ante el recuerdo—. Querían enterrarlos de nuevo.
El inspector leyó sus notas.
—Le fue denegado el acceso a sus colecciones en el museo y confiscaron los huesos de su domicilio. Con muchas fotos y más publicidad.
—¡Fue una estupidez legal! El Cuerpo de Ingenieros del Ejército no tenía derechos sobre esos huesos. Su valor era incalculable científicamente…
—¿Tal vez como el del este bebé momificado sacado del hielo? —preguntó el inspector.
Mitch cerró los ojos y apartó la mirada. Podía verlo todo con claridad. «Estupidez no es la palabra. Esto es el destino, pura y simplemente.»
—¿Va a vomitar? —preguntó el inspector, apartándose.
Mitch meneó la cabeza.
—Ya sabemos… Le vieron con la mujer en el Braunschweiger Hütte, a menos de diez kilómetros de donde le encontraron. Una mujer llamativa, hermosa y rubia, dicen los testigos.
Los alpinistas asintieron ante la descripción, como si ellos hubiesen estado allí.
—Lo mejor es que nos lo cuente todo y que nosotros lo oigamos primero. Se lo transmitiré a la policía italiana y la policía austriaca le interrogará y tal vez todo quede en nada.
—Eran conocidos míos —dijo—. Ella era… había sido… mi novia. Quiero decir, fuimos amantes.
—Sí. ¿Por qué volvió a contactar con usted?
—Habían encontrado algo. Pensó que yo podría decirles qué era lo que habían encontrado.
—¿Y?
Mitch comprendió que no tenía opción.
Bebió otro vaso de agua y a continuación le contó al inspector a grandes rasgos lo que había sucedido, con tanta precisión y claridad como fue capaz.
En vista de que no había mencionado los viales, él tampoco los mencionó. El oficial tomó notas y grabó su confesión en una pequeña grabadora.
Cuando terminó, el inspector dijo:
—Seguramente desearán saber dónde está esa cueva.
—Tilde… Mathilda tenía una cámara —dijo Mitch fatigado—. Tomó fotos.
—No encontramos ninguna cámara. Sería mucho más sencillo si supiese dónde está la cueva. Un descubrimiento así… muy emocionante.
—Ya tienen el bebé —dijo Mitch—. Eso debería ser lo bastante emocionante. Un bebé neandertal.
El inspector puso un gesto dubitativo.
—Nadie ha dicho nada de neandertales. ¿Puede ser eso una confusión? ¿O una broma?
Mitch ya había perdido todo lo que le importaba, su carrera, su posición como paleontólogo. Una vez más lo había fastidiado todo.
—Tal vez fuese la migraña. Estoy muy confuso. Por supuesto, les ayudaré a encontrar la cueva —dijo.
—Entonces no hay ningún crimen, simplemente una tragedia. —El inspector se levantó para marcharse y el agente se tocó la gorra en gesto de saludo.
Después de que se hubiese ido, el alpinista con las mejillas peladas le dijo:
—No te irás pronto a casa.
—Las montañas quieren que vuelvas —dijo el menos tostado de los cuatro, al otro lado de la habitación frente a Mitch, y asintió solemnemente como si eso lo explicase todo.
—Que os jodan —murmuró Mitch. Se volvió en la dura cama blanca, dándoles la espalda.
Lado, Tamara, Zamphyra y otros siete científicos y estudiantes se agrupaban en torno a las mesas de madera en el extremo sur del edificio del laboratorio principal. Todos alzaron sus copas de brandy en honor a Kaye. Las velas centelleaban por toda la habitación, reflejando los destellos dorados en las copas llenas de líquido color ámbar. Estaban todavía en medio de la cena y ésta era la octava ronda que Lado dirigía esa noche, como tamada, maestro de ceremonias, para la ocasión.
—Por la querida Kaye —dijo Lado—, que valora nuestro trabajo… ¡y promete hacernos ricos!
Conejos, ratones y pollos observaban con ojos soñolientos desde sus jaulas, detrás de la mesa. Largos bancos negros cubiertos de frascos, bandejas, incubadoras y ordenadores conectados a secuenciadores y analizadores, se hallaban en la penumbra del fondo del laboratorio.
—Por Kaye —añadió Tamara—, que ha visto más de lo que Sakartvelo, de Georgia, tiene que ofrecer… de lo que desearíamos. Una mujer valiente y comprensiva.
—¿Eres tú la encargada de dirigir el brindis? —preguntó Lado, molesto—. ¿Por qué nos recuerdas cosas desagradables?
—¿Y tú?, ¿hablando de hacernos ricos, de dinero, en un momento como éste? —le replicó Tamara, devolviéndole la reprimenda.
—¡Soy el tamada! —rugió Lado, en pie junto a la mesa plegable de roble, agitando el vaso y derramando el brandy ante estudiantes y científicos. Aparte de algunas sonrisas, ninguno de ellos dijo una palabra en desacuerdo.
—Está bien —reconoció Tamara—. Tus deseos son órdenes.
—¡No tienen ningún respeto! —se quejó Lado a Kaye—. ¿Destruirá la prosperidad nuestras tradiciones?
Los bancos formaban uves abarrotadas desde la perspectiva cada vez más limitada de Kaye. El equipo estaba conectado a un generador que traqueteaba suavemente en la explanada que había junto al edificio. Saul había proporcionado dos secuenciadores y un ordenador; el generador lo habían obtenido de Aventis, una gran multinacional.
La energía eléctrica urbana procedente de Tbilisi estaba cortada desde media tarde. Habían preparado la cena de despedida utilizando quemadores Bunsen y un horno de gas.
—Adelante, maestro de ceremonias —dijo Zamphyra con cariñosa resignación, haciéndole señas a Lado.
—Ya va. —Lado posó el vaso y se estiró el traje. Su rostro oscuro y arrugado, rojizo como una remolacha por el bronceado de las montañas, resplandecía a la luz de las velas como madera exótica. A Kaye le recordaba un troll de juguete que le encantaba cuando era niña. De una caja escondida bajo la mesa, Lado sacó un pequeño vaso de cristal intrincadamente tallado y biselado. Agarró un hermoso cuerno de íbice tallado en plata y se acercó a una gran ánfora apoyada en una caja de madera que se encontraba en una esquina detrás de la mesa. El ánfora, que hacía poco que había sido desenterrada en su pequeño viñedo en las afueras de Tbilisi, estaba llena de una inmensa cantidad de vino. Sacó un cazo de servir de la boca del ánfora y lo vació en el cuerno, una y otra vez, hasta siete, hasta que el cuerno estuvo repleto. Agitó el vino con delicadeza para dejarlo respirar. Parte del rojo líquido se derramó sobre su muñeca.
Finalmente, llenó el vaso hasta el borde con el cuerno y se lo entregó a Kaye.
—Si fueses un hombre —dijo—, te pediría que brindases y bebieses el cuerno completo.
—¡Lado! —exclamó Tamara, golpeándole el brazo, con lo que casi hizo caer el cuerno. Él se volvió fingiendo un gesto de sorpresa.
—¿Qué? —preguntó—: ¿No es un vaso precioso?
Zamphyra se puso en pie junto a la mesa para amonestarle con el dedo. Lado sonrió más ampliamente, pasando de troll a sátiro carmesí. Se volvió despacio hacia Kaye.
—¿Qué puedo hacer, Kaye, querida? —dijo con una reverencia, derramando más vino del cuerno—. Dicen que debes bebértelo todo.
Kaye ya había cubierto su cuota de alcohol y no confiaba en sí misma lo bastante para ponerse en pie. Se sentía deliciosamente abrigada y segura, entre amigos, rodeada por una antigua oscuridad repleta de ámbar y estrellas doradas.
Casi había olvidado las tumbas, a Saul y las dificultades que la esperaban en Nueva York.
Extendió las manos y Lado se inclinó con sorprendente gracia, contradiciendo su torpeza de un momento antes. Sin derramar ni una gota, depositó el cuerno de íbice en sus manos.
—Ahora tú —dijo.
Kaye sabía lo que se esperaba de ella. Se levantó solemnemente. Lado había dirigido muchos brindis esa noche, divagando poéticamente y extendiéndose durante muchos minutos con inventiva sin fin. Dudaba que pudiese igualar su elocuencia, pero lo haría lo mejor posible, y tenía muchas cosas que decir, cosas que zumbaban en su cabeza desde hacía dos días, desde que había vuelto de Kazbeg.
—No hay lugar en la Tierra como el hogar del vino —comenzó, elevando el cuerno. Todos sonrieron y alzaron sus copas—. Ningún lugar que ofrezca más belleza y más promesas para la enfermedad del corazón o del cuerpo. Habéis destilado el néctar de nuevos vinos para borrar la putrefacción y la enfermedad a la que está condenada la carne. Habéis preservado la tradición y el conocimiento de setenta años, salvándolo para el siglo veintiuno. Sois los magos y los alquimistas de la era microscópica, y ahora os unís a los exploradores del Oeste, con un tesoro inmenso que compartir.
Tamara tradujo, en un susurro audible, para los estudiantes y científicos que se agrupaban alrededor de la mesa.
—Me siento honrada de que me consideréis una amiga, una compañera. Habéis compartido conmigo este tesoro, y el tesoro de Sakartvelo… las montañas, la hospitalidad, la historia, y, ni último ni menos importante, el vino.
Levantó el cuerno con una mano.
—Gaumarjos phage! —pronunció al modo georgiano, phah-gay—. Gaumarjos Sakartvelos!
A continuación comenzó a beber. No pudo saborear el vino oculto en la tierra y avejentado en el terreno de Lado como se merecía, y se le humedecieron los ojos, pero no quería parar, tanto para no mostrar debilidad como para prolongar el momento. Lo vació trago a trago. El fuego se extendió desde su estómago a sus brazos y piernas, y el adormecimiento amenazaba con vencerla, pero mantuvo los ojos abiertos y continuó hasta el final del cuerno, luego le dio la vuelta, lo mostró y lo levantó.
—¡Por el reino de lo diminuto, y el trabajo que hacen por nosotros! ¡Las glorias, las necesidades, por las que debemos perdonar el… el dolor… —Se le entumeció la lengua y comenzó a balbucear. Se apoyó en la mesa plegable con una mano, y Tamara, en silencio y sin llamar la atención apoyó la suya para evitar que la mesa se inclinase—. Todas las cosas que… todo lo que hemos heredado. ¡Por las bacterias, nuestros valiosos contrincantes, las diminutas madres del mundo!
Lado y Tamara encabezaron los brindis. Zamphyra ayudó a Kaye a bajar, parecía una gran altura, hasta su silla de madera.
—Maravilloso, Kaye —le murmuró Zamphyra al oído—. Puedes volver a Tbilisi cuando quieras. Tienes tu casa aquí, lejos de la tuya propia.
Kaye sonrió y se secó los ojos, las emociones liberadas por el alcohol y el alivio de la tensión de los días pasados la habían hecho llorar.
A la mañana siguiente, Kaye se sentía deprimida y mareada, pero no experimentaba otras secuelas de la fiesta de despedida. Durante las dos horas que faltaban para que Lado la llevase al aeropuerto, caminó por los pasillos de dos de los tres edificios de laboratorios, casi vacíos a esa hora. El personal y la mayoría de los estudiantes licenciados que trabajaban de auxiliares estaban en una reunión especial en el Salón Eliava, discutiendo las diferentes ofertas hechas por compañías americanas, británicas y francesas. Era un momento importante y decisivo para el instituto; en los próximos dos meses probablemente tomarían las decisiones sobre cuándo y con quién formar alianzas. Pero por el momento no podían decirle nada. Lo anunciarían más adelante.
El instituto todavía mostraba los efectos de décadas de descuido. En la mayoría de los laboratorios, el grueso y reluciente esmalte blanco o verde pálido se había desconchado dejando ver el yeso agrietado de debajo. Las tuberías eran de los años sesenta como mucho; la mayoría eran de los años veinte o treinta. El brillo del plástico blanco y el acero inoxidable del material nuevo sólo servían para destacar más la baquelita y el esmalte negro o el latón y la madera de los antiguos microscopios y otros instrumentos. Había dos microscopios electrónicos guardados en uno de los edificios, bestias enormes sobre gruesas plataformas con aislamiento antivibración.
Saul les había prometido tres nuevos microscopios de efecto túnel de última generación para finales de año si EcoBacter resultaba elegida como uno de sus socios. Aventis o Bristol-Myers Squibb podrían sin duda mejorar la oferta.
Kaye caminó entre las mesas, mirando a través de los cristales de las incubadoras a los montones de placas petri que estaban dentro, con el fondo cubierto por películas de agar inundadas de colonias de bacterias, en ocasiones marcadas con claras zonas circulares, llamadas placas, donde los fagos habían eliminado a todas las bacterias. Día tras día, año tras año, los investigadores del instituto analizaban y catalogaban bacterias que se encontraban de forma natural y sus fagos. Por cada linaje de bacterias había al menos uno y a menudo cientos de fagos específicos, y a medida que las bacterias mutaban para eliminar a esos molestos intrusos, los fagos mutaban también para igualarlas, en una persecución sin fin. El Instituto Eliava poseía una de las mayores bibliotecas de fagos del mundo, y podían dar respuesta a muestras de bacterias produciendo fagos en cuestión de días.
En la pared, sobre el nuevo material de laboratorio, había carteles que mostraban las extrañas estructuras geométricas en forma de nave espacial de la cabeza y cola de los omnipresentes fagos en forma de T —T2, T4 y T6, como les habían llamado en los años veinte— cerniéndose sobre las comparativamente enormes superficies de bacterias Escherichia coli. Viejas fotografías, viejos conceptos… que los fagos simplemente atacaban a las bacterias, pirateando su ADN para producir nuevos fagos. Muchos fagos hacían sólo eso, efectivamente, mantener controladas a las poblaciones de bacterias. Otros, conocidos como fagos lisogénicos, se convertían en polizones genéticos, ocultándose en el interior de las bacterias e insertando sus mensajes genéticos en el ADN del anfitrión. Los retrovirus hacían algo muy similar en las plantas y animales.
Los fagos lisogénicos suprimían su propia expresión y desarrollo, y se perpetuaban en el interior del ADN bacteriano, transportados durante generaciones. Abandonarían el barco cuando su anfitrión mostrase claros signos de estrés, creando cientos o incluso miles de fagos por célula, saliendo de la bacteria anfitrión para escapar.
Los fagos lisogénicos eran poco útiles en la terapia con fagos. Eran poco más que depredadores. A menudo estos invasores víricos proporcionaban a sus anfitriones resistencia a otros fagos. A veces transportaban genes de una célula a la siguiente, genes que podían transformar la célula. Se sabía que fagos lisogénicos habían invadido bacterias relativamente inocuas, cepas benignas de Vibrio por ejemplo, y las habían convertido en virulentas Vibrio cholerae. Brotes de cepas mortales de E. Coli en vacas habían sido atribuidos a intercambios de genes productores de toxinas efectuados por fagos. El instituto dedicaba mucho esfuerzo a identificar y eliminar esos fagos de sus preparados.
Kaye, sin embargo, se sentía fascinada por ellos. Había dedicado gran parte de su carrera a estudiar los fagos lisogénicos en las bacterias y los retrovirus en simios y humanos. El uso de retrovirus ahuecados, como vehículos para genes correctores, era habitual en terapia génica e investigación genética, pero el interés de Kaye era menos práctico.
Muchos metazoos, formas de vida no bacterianas, portaban en sus genes los restos dormidos de antiguos retrovirus. Aproximadamente un tercio del genoma humano, nuestro historial genético completo, estaba compuesto de estos denominados retrovirus endógenos.
Había escrito tres artículos sobre retrovirus endógenos humanos, o HERV (Human Endogenos Retrovirus), sugiriendo que podrían contribuir a innovaciones en el genoma… y a mucho más. Saul estaba de acuerdo con ella.
—Se sabe que encierran pequeños secretos —le había dicho una vez, cuando empezaban a salir juntos.
Su noviazgo había sido extraño y encantador. El propio Saul era extraño y podía ser bastante encantador y amable a veces; sólo que nunca sabías cuándo iban a producirse esos momentos.
Kaye se paró un momento junto a un taburete metálico y apoyó su mano en el asiento. A Saul siempre le había interesado la visión global; ella, por el contrario, se había sentido satisfecha con resultados menores, incrementos metódicos de conocimiento. Tanta ambición había conducido a numerosos desacuerdos. Él había observado en silencio cómo su joven esposa conseguía mucho más. Sabía que eso le había dolido. No tener un gran éxito, no ser un genio, era un fracaso importante para Saul.
Levantó la cabeza y aspiró el aire: amoníaco, vapor, una ráfaga de olor a pintura fresca y madera procedente de la biblioteca contigua. Le gustaba ese viejo laboratorio, con sus antiguallas, su humildad y sus muchas décadas de esfuerzos y éxito. Los días que había pasado aquí, y en las montañas, estaban entre los más agradables de su vida reciente. Tamara, Zamphyra y Lado no sólo la habían hecho sentirse acogida, parecían haberse abierto a ella, instantánea y generosamente para convertirse en la familia de la extranjera errante.
Allí Saul podría conseguir un gran éxito. Un doble éxito quizá. Lo que necesitaba para sentirse importante y útil.
Se volvió y a través de la puerta abierta vio a Tengiz, el encorvado y viejo conserje del laboratorio, hablando con un joven bajo y grueso con pantalones grises y camiseta. Estaban en el pasillo, entre el laboratorio y la biblioteca. El joven la miró y sonrió. Tengiz sonrió también, asintió con la cabeza vigorosamente y señaló a Kaye con la mano. El hombre se adentró en el laboratorio como si le perteneciera.
—¿Es usted Kaye Lang? —le preguntó en inglés americano, con fuerte acento sureño.
Era varios centímetros más bajo que ella, aproximadamente de su edad, o algo mayor, con una fina barba negra y pelo oscuro y rizado. Sus ojos, también oscuros, eran pequeños e inteligentes.
—Sí —respondió.
—Encantado de conocerla. Me llamo Christopher Dicken. Soy del Servicio de Inteligencia Epidémica del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas de Atlanta… otra Georgia, muy lejos de aquí.
Kaye sonrió y le dio la mano.
—No sabía que iba a estar aquí —dijo—. ¿Qué es el CNEI, el CCE…?
—Estuvo usted en un lugar cerca de Gordi, hace un par de días —la interrumpió Dicken.
—Nos echaron de allí —dijo Kaye.
—Lo sé. Hablé con el coronel Beck ayer.
—¿Por qué le interesa?
—Puede que por nada importante. —Frunció los labios y alzó las cejas, luego sonrió de nuevo, encogiéndose de hombros y dejando el tema.
—Beck dice que las Naciones Unidas y todos los guardias de paz rusos han salido del área y vuelto a Tbilisi, ante la rotunda petición del Parlamento y del presidente Shevardnadze. Es extraño, ¿no le parece?
—Molesto para los negocios —murmuró Kaye. Tengiz escuchaba desde el pasillo. Lo miró frunciendo el ceño, más por desconcierto que como advertencia. Él se alejó.
—Sí —dijo Dicken—. Viejos conflictos. ¿De hace cuánto tiempo, en su opinión?
—¿El qué… la tumba?
Dicken asintió.
—Cinco años. Tal vez menos.
—Las mujeres estaban embarazadas.
—Sííí… —Alargó la respuesta, intentando adivinar por qué le interesaría esto a alguien del Centro de Control de Enfermedades—. Las dos que yo vi.
—¿No pudo ser una confusión? ¿Recién nacidos arrojados en la fosa?
—No —contestó—, estaban de seis o siete meses.
—Gracias. —Dicken extendió la mano de nuevo y se despidió educadamente. Se volvió para marcharse. Tengiz estaba paseando por el pasillo junto a la puerta y se apartó rápidamente al pasar Dicken. El investigador del Servicio de Inteligencia Epidémica se volvió hacia Kaye y le dirigió un breve gesto de saludo.
Tengiz ladeó la cabeza y exhibió una sonrisa desdentada, parecía tan culpable como el demonio.
Kaye corrió hasta la puerta y alcanzó a Dicken en el patio. Estaba subiendo a un pequeño Nissan de alquiler.
—¡Un momento, por favor! —llamó.
—Lo siento. Tengo que irme. —Dicken cerró con fuerza la puerta y puso en marcha el motor.
—¡Dios, sí que sabe cómo despertar sospechas! —dijo Kaye, alzando la voz lo suficiente como para que él la oyese a través de la ventanilla cerrada.
Dicken bajó el cristal y le sonrió con amabilidad.
—¿Sospechas sobre qué?
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Rumores —dijo, mirando sobre su hombro para ver si había alguien cerca—. Eso es todo lo que puedo decirle.
Dio la vuelta sobre la grava con el coche y se fue, pasando entre el edificio principal y el segundo laboratorio. Kaye cruzó los brazos y frunció el ceño.
Lado la llamó desde el edificio principal, asomando por una ventana.
—¡Kaye! Ya hemos terminado. ¿Estás lista?
—¡Sí! —contestó Kaye, caminando hacia el edificio—. ¿Le has visto?
—¿A quién? —preguntó Lado, con rostro inexpresivo.
—Un hombre del Centro de Control de Enfermedades. Dijo que se llamaba Dicken.
—No he visto a nadie. Tienen una oficina en la calle Abasheli. Podrías llamar allí.
Meneó la cabeza. No había tiempo y en cualquier caso no era asunto suyo.
—No importa —respondió.
Lado se mostró extrañamente taciturno mientras llevaba a Kaye al aeropuerto.
—¿Son buenas o malas noticias? —preguntó ella.
—No estoy autorizado a revelarlo —respondió él—. Debemos mantener nuestras opciones abiertas, como dices. Somos como niños en el bosque.
Kaye asintió y miró hacia delante mientras entraban en el área de aparcamiento. Lado le ayudó a llevar sus maletas a la nueva terminal internacional, pasando filas de taxis con conductores de mirada penetrante aguardando impacientes. Había poca gente esperando ante el mostrador de facturación de la British Mediterranean Airlines. Kaye se sentía como si ya estuviese en una zona intermedia entre mundos, más cerca de Nueva York que de la Georgia de Lado, de la iglesia de Gergeti o del Monte Kazbeg.
Mientras esperaba su turno y sacaba su pasaporte y billetes, Lado esperó con los brazos cruzados, mirando los débiles rayos de sol a través de los ventanales de la terminal.
La azafata, una joven rubia con piel pálida como un fantasma, se entretuvo con los billetes y papeles. Finalmente la miró y le dijo:
—No despegar. No subir.
—¿Cómo dice?
La mujer miró al techo como si eso pudiese darle fuerzas o inteligencia y lo intentó de nuevo.
—No Bakú. No Heathrow. No JFK. No Viena.
—¿Qué ocurre, han desaparecido? —preguntó Kaye exasperada. Miró indecisa hacia Lado, que pasó sobre las cuerdas cubiertas de vinilo y se dirigió a la mujer en tono severo y reprobatorio, luego señaló a Kaye y arqueó las espesas cejas como diciendo, «¡una persona muy importante!».
Las pálidas mejillas de la joven adquirieron algo de color. Con infinita paciencia, miró a Kaye y empezó a hablar con rapidez en georgiano, algo sobre el tiempo, una tormenta de granizo acercándose, algo poco corriente. Lado tradujo con palabras aisladas: granizo, raro, pronto.
—¿Cuándo podré salir? —le preguntó Kaye a la mujer.
Lado escuchó la explicación de la azafata con expresión seria, después se enderezó y se volvió hacia Kaye.
—La próxima semana, el próximo vuelo. O volar a Viena, el martes. Pasado mañana.
Kaye decidió cambiar su reserva por Viena. Ya había cuatro personas en la cola detrás de ella, y mostraban a la vez signos de diversión e impaciencia. Por su indumentaria y su idioma probablemente no se dirigían ni a Nueva York ni a Londres.
Lado la acompañó por las escaleras y se sentó frente a ella en la resonante sala de espera. Necesitaba pensar y decidir qué hacer. Unas cuantas ancianas vendían cigarrillos occidentales, perfumes y relojes japoneses en pequeños puestos alrededor del perímetro. Cerca, dos hombres jóvenes dormían en bancos situados uno frente a otro, roncando a dúo. Las paredes estaban cubiertas con carteles en ruso, en la hermosa escritura curvada georgiana, y en alemán y francés. Castillos, plantaciones de té, botellas de vino, las repentinamente pequeñas y distantes montañas, cuyos puros colores sobrevivían incluso bajo las luces fluorescentes.
—Tienes que llamar a tu marido. Te echará de menos —dijo Lado—. Podemos volver al instituto… Serás bien recibida, ¡siempre!
—No, gracias —dijo Kaye, sintiéndose mal repentinamente.
No era una premonición, podía leer en Lado como en un libro. ¿Qué habían hecho mal? ¿Una compañía más grande había hecho una oferta más atractiva?
¿Qué diría Saul cuando se enterase? Todos sus planes se habían basado en su optimismo sobre ser capaces de transformar amistad y caridad en una sólida relación de negocios.
Estaban tan cerca.
—Está el Metechi Palace —dijo Lado—. El mejor hotel de Tbilisi… el mejor de Georgia. ¡Te llevaré al Metechi! Puedes ser una auténtica turista, ¡como en las guías! Tal vez te dé tiempo de tomar un baño termal… de relajarte antes de irte a casa.
Kaye asintió y sonrió, pero era evidente que no lo sentía.
De repente, impulsivamente, Lado se inclinó hacia ella y le apretó la mano entre sus dedos resecos y agrietados, endurecidos por tantos lavados e inmersiones. Le palmeó suavemente la rodilla con su mano y la de ella.
—¡No es el fin! ¡Es un principio! ¡Debemos ser fuertes e ingeniosos!
Eso hizo que los ojos de Kaye se llenasen de lágrimas. Miró de nuevo los carteles, el Elbrus y el Kazbeg envueltos en nubes, la iglesia de Gergeti, viñedos y campos de cultivo.
Lado levantó las manos, maldijo elocuentemente en georgiano y se puso en pie de un salto.
—¡Les diré que no es lo mejor! —insistió—. ¡Les diré a esos burócratas del gobierno que hemos trabajado contigo, con Saul, durante tres años y eso no va a cambiar en una noche! ¿Quién necesita un contrato en exclusiva? Te llevaré al Metechi.
Kaye sonrió agradecida y Lado se sentó de nuevo, inclinándose, sacudiendo la cabeza con desánimo y juntando las manos.
—Es una vergüenza —dijo—, las cosas que hay que hacer en el mundo actual.
Los dos jóvenes seguían roncando.
Casualmente, Christopher Dicken llegó al aeropuerto JFK la misma tarde que Kaye Lang, y la vio esperando para pasar la aduana. Ella estaba colocando su equipaje en un carrito y no reparó en él.
Parecía exhausta, pálida. El propio Dicken llevaba treinta y seis horas de viaje; regresaba de Turquía con dos maletas metálicas con cierre de seguridad y una bolsa de lona. Desde luego no quería tropezarse con Kaye en esas circunstancias.
Dicken no estaba seguro de por qué había ido a ver a Lang al Eliava. Tal vez porque ambos habían experimentado por separado el mismo horror en las afueras de Gordi. Tal vez para descubrir si ella sabía lo que estaba sucediendo en Estados Unidos, la razón por la que le habían hecho volver; tal vez sólo para conocer a la atractiva e inteligente mujer cuya foto había visto en la página web de EcoBacter.
Mostró su identificación de Centro de Control de Enfermedades y el permiso de importación del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas a un agente de aduanas, rellenó los cinco impresos exigidos, y atravesó con paso cansado una puerta lateral que conducía a una sala vacía.
El efecto de la cafeína teñía todo de hostilidad. No había dormido ni un minuto durante el vuelo y había vaciado cinco tazas de café en la hora anterior al aterrizaje. Necesitaba tiempo para investigar, pensar y prepararse para la reunión con Mark Augustine, el director del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades.
Augustine estaba en Manhattan en estos momentos, dando una conferencia en un congreso sobre nuevos tratamientos contra el sida.
Dicken llevó las maletas hasta el aparcamiento. Había perdido la noción del tiempo en el avión y el aeropuerto; le sorprendió un poco descubrir que estaba anocheciendo en Nueva York.
Atravesó un laberinto de escaleras, ascensores y sacó su Dodge oficial del aparcamiento y encaró el desapacible cielo gris que cubría Jamaica Bay. El tráfico en la autopista Van Wyck era denso. Aseguró con cuidado las maletas precintadas en el asiento delantero. La primera contenía unos viales con sangre y orina de una paciente turca, protegidos por hielo seco, y muestras de tejido del feto que había abortado. La segunda contenía dos bolsas de plástico selladas con tejido epidérmico y muscular momificado, cortesía del oficial a cargo de la misión de los Cuerpos de Paz de Naciones Unidas en la República de Georgia, el coronel Nicholas Beck.
El tejido de las tumbas de las afueras de Gordi era una posibilidad remota, pero una idea empezaba a tomar forma en la mente de Dicken, una idea sorprendente e inquietante. Había pasado tres años persiguiendo al equivalente vírico de un boojum: una enfermedad de transmisión sexual que afectaba sólo a mujeres embarazadas e invariablemente provocaba abortos. Era una bomba de relojería potencial, justo lo que Augustine le había encargado encontrar: algo tan horrible, tan provocador que garantizase el aumento de la financiación del CDC.
Durante esos años, Dicken había ido una y otra vez a Ucrania, Georgia y Turquía, con la esperanza de reunir muestras y trazar un mapa epidemiológico. Una y otra vez, los funcionarios de salud pública de cada una de las tres naciones le habían puesto dificultades. Tenían sus razones. Dicken había recibido noticias de al menos tres, y posiblemente siete, fosas comunes con cuerpos de hombres y mujeres presuntamente asesinados para impedir que la enfermedad se extendiese. Conseguir muestras en los hospitales locales había resultado ser algo extremadamente difícil, incluso cuando los países tenían acuerdos formales con el CCE y la Organización Mundial de la Salud. Sólo se le había permitido visitar las tumbas de Gordi, y eso porque estaba bajo investigación de Naciones Unidas. Había obtenido las muestras de las víctimas una hora después de la partida de Kaye.
Dicken no se había enfrentado nunca antes a una conspiración para ocultar la existencia de una enfermedad.
Todo su trabajo podría haber sido importante, justo lo que Augustine necesitaba, pero estaba a punto de verse ensombrecido, si no completamente olvidado. Mientras Dicken estaba en Europa, su presa había aparecido ante el propio CCE. Un joven investigador del Centro Médico de UCLA, buscando un elemento común en siete fetos rechazados, había encontrado un virus desconocido. Había enviado las muestras a un equipo epidemiológico de San Francisco, financiado por el CCE. Los investigadores habían copiado y secuenciado el material genético del virus. Habían informado de inmediato a Mark Augustine de lo averiguado.
Mark Augustine le había pedido a Dicken que volviese.
Ya estaban empezando a extenderse los rumores sobre el descubrimiento del primer retrovirus endógeno humano infeccioso, o HERV. También había algunas noticias dispersas sobre un virus que causaba abortos. Hasta el momento nadie externo al CCE había relacionado ambas cosas. En el vuelo desde Londres, Dicken había pasado media hora muy cara conectado a Internet, visitando las principales páginas profesionales y grupos de noticias, sin encontrar en ningún lugar una descripción detallada del descubrimiento, pero sí una previsible expectación. No era de extrañar. Alguien podría acabar consiguiendo un Nobel por todo este asunto, y Dicken estaba dispuesto a apostar que ese alguien sería Kaye Lang.
Como cazador de virus profesional, Dicken llevaba tiempo fascinado por los HERV, los fósiles genéticos de antiguas enfermedades. Se había fijado en Lang por primera vez hacía dos años, cuando publicó tres artículos describiendo emplazamientos en el genoma humano, en los cromosomas 14 y 17, donde podían encontrarse partes de HERV potencialmente completos e infecciosos. Su artículo más detallado había aparecido en Virology: «Un modelo de la expresión, formación y transmisión lateral de los genes env, pol y gag cromosómicamente dispersos: Antiguos elementos retrovíricos viables en humanos y simios.»
La naturaleza del brote y su posible extensión eran secretos celosamente guardados por el momento, pero una minoría bien informada del CCE sabía esto: los retrovirus encontrados en los fetos eran genéticamente idénticos a los HERV que habían formado parte del genoma humano desde la bifurcación evolutiva entre los monos del Viejo y del Nuevo Mundo. Todos los seres humanos sobre la Tierra los portaban, pero ya no eran simplemente basura genética o fragmentos abandonados. Algo había estimulado a los segmentos dispersos de HERV para que se expresasen y a continuación combinasen las proteínas y el ARN codificado en su interior, formando una partícula capaz de abandonar el cuerpo e infectar a otro individuo.
Todos los fetos abortados sufrían severas malformaciones.
Estas partículas estaban provocando una enfermedad, probablemente la misma enfermedad que Dicken había estado siguiendo durante los últimos tres años. La enfermedad ya había recibido un apodo doméstico en el CCE: la gripe de Herodes.
Con la combinación de genio y suerte que caracterizaba la mayoría de las grandes carreras científicas, Lang había identificado precisamente la localización de los genes que aparentemente estaban causando la gripe de Herodes. Pero por ahora ella no tenía idea de lo que había sucedido; lo había visto en su mirada en Tbilisi.
Algo más había atraído a Dicken hacia el trabajo de Kaye Lang. Junto a su marido, había escrito artículos sobre la importancia evolutiva de los elementos genéticos móviles, también llamados genes saltadores: transposones, retrotransposones e incluso los HERV. Los elementos móviles podían cambiar en cualquier momento y situación y con la frecuencia con que se expresaban los genes, provocando mutaciones, y en definitiva alterando la naturaleza morfológica de un organismo.
Probablemente, los elementos móviles, retrogenes, habían sido en su momento los precursores de los virus; algunos habían mutado y aprendido cómo salir de la célula, envueltos en cápsides y cubiertas protectoras, el equivalente genético de los trajes espaciales. Unos cuantos habían regresado posteriormente como retrovirus, al igual que hijos pródigos; algunos de ellos, a lo largo de los milenios, habían infectado células germinales, óvulos o esperma o sus precursores, y de algún modo habían perdido su potencia. Éstos se habían convertido en HERV.
En sus viajes, Dicken había escuchado, de fuentes fiables en Ucrania, historias sobre mujeres con niños sutilmente y no tan sutilmente diferentes, sobre niños concebidos inmaculadamente, sobre pueblos enteros arrasados y esterilizados… a raíz de una plaga de abortos.
Eran sólo rumores, pero para Dicken resultaban sugerentes, e incluso convincentes. Cuando perseguía algo, confiaba en su agudo instinto. Las historias guardaban relación con algo en lo que había estado pensando durante casi un año.
Tal vez había habido una conspiración de mutágenos. Tal vez Chernobyl o algún otro desastre radiactivo de la era soviética había disparado la activación de los retrovirus endógenos causantes de la gripe de Herodes. Sin embargo, hasta ahora no había comentado con nadie semejante teoría.
En el Midtown Tunnel, un gran camión publicitario, decorado con felices vacas danzantes, hizo un mal viraje y casi le golpeó. Pisó a fondo el freno del Dodge. El chirrido de las llantas y el librarse por centímetros de la colisión le hizo sudar, y liberó toda su ira y frustración.
—¡Cabrón! —le gritó al invisible conductor—. ¡La próxima vez llevaré el Ébola!
No se sentía demasiado caritativo. El CCE tendría que hacerlo público, tal vez en unas semanas. Para entonces, si las previsiones eran exactas, habría más de cinco mil casos de gripe de Herodes sólo en Estados Unidos.
Y a Christopher Dicken no se le reconocería más mérito que a la labor de un buen soldado raso.
La casa verde y blanca se erguía en lo alto de una pequeña colina, de tamaño medio pero majestuosa, de estilo colonial de los años cuarenta, rodeada por viejos robles, álamos y los rododendros que había plantado tres años antes.
Kaye había llamado desde el aeropuerto y había escuchado un mensaje de Saul. Estaba visitando un laboratorio cliente en Filadelfia y regresaría a última hora de la tarde. Ya eran las siete y la puesta de sol sobre Long Island era espectacular. Nubes esponjosas se liberaban de una masa de un gris ominoso que se desvanecía. Los estorninos convertían a los robles en ruidosas guarderías.
Abrió la puerta, metió su equipaje y tecleó el código para desactivar la alarma. La casa olía a rancio. Dejó las bolsas en el suelo al tiempo que uno de sus dos gatos, un naranja atigrado llamado Crickson, entraba en el vestíbulo desde el salón, las uñas resonando débilmente sobre el cálido suelo de teca. Kaye lo levantó en brazos y le rascó el cuello, y él ronroneó y maulló como un becerrillo enfermo. Al otro gato, Temin, no se le veía por ninguna parte. Kaye supuso que estaba fuera, cazando.
El salón hizo que su corazón diese un vuelco. Ropa sucia esparcida por todas partes. Envases de microondas vacíos desparramados por la mesa auxiliar y la alfombra oriental situadas delante del sofá. Libros, periódicos y páginas amarillas arrancadas de una vieja guía telefónica cubrían la mesa del comedor. El olor rancio procedía de la cocina: verduras estropeadas, restos de café, envoltorios de comida.
Saul había tenido una mala temporada. Como de costumbre, ella había vuelto justo a tiempo de recogerlo todo.
Abrió la puerta delantera y todas las ventanas.
Se frío un bistec y se preparó una ensalada verde con aliño envasado. Mientras abría una botella de pinot noir, Kaye se fijó en un sobre que estaba sobre la encimera de azulejos blancos, cerca de la cafetera. Dejó el vino descorchado para que respirase y abrió el sobre. Dentro había una postal de felicitación con un dibujo floral y una nota escrita por Saul.
Kaye,
Mi dulce Kaye, cariño cariño cariño lo siento mucho. Te he echado mucho de menos y en esta ocasión puede verse, por toda la casa. No limpies. Le pediré a Caddy que lo haga mañana y le pagaré un extra. Sólo descansa. El dormitorio está impecable. Me aseguré de ello.
Kaye dobló la nota con un suspiro de exasperación y contempló la encimera y los armarios. Se fijó en un ordenado montón de revistas y periódicos viejos, fuera de lugar sobre la tabla de cortar. Alzó las revistas. Debajo, encontró aproximadamente una docena de folios impresos y otra nota. Apagó el fuego y puso una tapa sobre la sartén para mantener el bistec caliente, a continuación tomó el montón de hojas y empezó a leer.
Kaye…
¡Has mirado! Te he dejado esto para hacerme perdonar. Es muy emocionante. Lo recibí de Virion y les pregunté a Ferris y a Farrakhan Mkebe de la UCI qué sabían del tema. No me lo contaron todo, pero creo que aquí está, exactamente como predijimos. Le llaman SHERVA, Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos. No hay mucho que valga la pena en las webs, pero aquí está la discusión.
Kaye no sabía muy bien por qué, pero eso le hizo llorar. A través de las lágrimas, ojeó los papeles, y luego los puso en la bandeja, junto al bistec y la ensalada. Se sentía cansada y desecha. Llevó la bandeja a la salita para comer y ver la televisión.
Saul había ganado una pequeña fortuna hacía seis años patentando una variedad especial de ratón transgénico; había conocido a Kaye y se había casado con ella un año después, e inmediatamente había invertido la mayor parte de su dinero en EcoBacter. Los padres de Kaye habían contribuido también con una cantidad importante, justo antes de morir en un accidente de tráfico. Treinta trabajadores y cinco directivos ocupaban el edificio rectangular azul y gris situado en un polígono industrial de Long Island, rodeado de otra media docena de empresas de biotecnología. El polígono estaba a seis kilómetros de su casa.
No tenía que ir a EcoBacter hasta mañana al mediodía. Deseó que algo retrasase a Saul y así tener más tiempo para sí misma, para pensar y prepararse, pero esa idea le hizo llorar de nuevo. Agitó la cabeza, molesta por sus incontrolables emociones y se bebió el vino con los labios húmedos y salados por las lágrimas.
Todo lo que ella deseaba realmente era que Saul se curase, que mejorase. Quería recuperar a su marido, el hombre que había cambiado su perspectiva vital, su inspiración, su compañero y su centro estable en un mundo que giraba vertiginosamente.
Esparció salsa A-1 sobre lo que quedaba de la carne e inspiró profundamente.
Aquello podía ser algo importante. Saul tenía razón al estar emocionado. Daban muy pocos detalles, sin embargo, y ni una pista sobre dónde habían realizado el trabajo o dónde iba a publicarse o quién había filtrado la noticia.
Mientras se dirigía a la cocina, para dejar la bandeja, sonó el teléfono. Hizo una pirueta, deslizándose sobre los calcetines, mantuvo la bandeja en equilibrio sobre una mano y respondió.
—¡Bienvenida a casa! —dijo Saul. Su voz grave todavía la hacía estremecerse—. ¡Mi querida viajera! —Se mostró arrepentido—. Quería disculparme por cómo está todo. Caddy no pudo venir ayer. —Caddy era su asistenta.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo ella—. ¿Estás trabajando?
—Estoy liado aquí. No puedo irme.
—Te he echado de menos.
—No recojas la casa.
—No lo he hecho. No mucho.
—¿Has leído los folios?
—Sí. Estaban escondidos sobre la encimera.
—Quería que los leyeses por la mañana con el café, es cuando estás más ágil. Para entonces debería tener noticias más sólidas. Estaré de regreso mañana sobre las once. No vayas al laboratorio enseguida.
—Te esperaré —dijo ella.
—Suenas agotada. ¿Un vuelo cansado?
—El aire acondicionado. Me sangra la nariz.
—Pobrecita Mädchen —dijo—. No te preocupes. Yo estoy bien ahora que estás aquí. ¿Te dijo Lado…? —Dejó la frase inacabada.
—Ni una pista —mintió Kaye—. Hice lo que pude.
—Lo sé. Ahora duerme bien, te lo compensaré. Se van a producir noticias increíbles.
—Sabes algo más. Cuéntame —dijo Kaye.
—Todavía no. Disfruta de la espera.
Kaye odiaba los juegos.
—Saul…
—Soy inflexible. Además, no lo he confirmado del todo. Te quiero. Te echo de menos. —Le envió un beso de buenas noches y después de múltiples adioses colgaron simultáneamente, una vieja costumbre. A Saul le entristecía ser el último en colgar.
Kaye examinó la cocina, agarró un estropajo y empezó a limpiar. No quería esperar a Caddy. Después de recogerlo todo hasta encontrarlo aceptable, se duchó, se lavó el pelo y lo envolvió en una toalla, se puso su pijama favorito, y encendió el fuego en la chimenea del dormitorio. Luego se sentó sobre unos cojines a los pies de la cama, dejando que el brillo de las llamas y la suavidad del tejido de rayón del pijama la reconfortasen. Fuera, el viento soplaba con fuerza y vio un relámpago aislado a través de las cortinas bordadas. El tiempo estaba empeorando.
Kaye se metió en la cama y se tapó hasta el cuello con el edredón.
—Al menos ya no me compadezco de mí misma —dijo con voz decidida. Crickson se colocó junto a ella, moviendo su esponjosa cola naranja sobre la cama. Temin se subió también de un salto, con mayor dignidad, aunque algo mojado. Condescendió a dejarse secar con la toalla.
Por primera vez desde que estuvo en el Monte Kazbeg, se sentía segura y equilibrada. «Pobrecita niña —se burló—, esperando a que vuelva su esposo. Esperando a que vuelva su verdadero esposo.»
Mark Augustine estaba de pie ante la ventana de la minúscula habitación del hotel, sosteniendo un tardío bourbon con hielo y escuchando el informe de Dicken.
Augustine era un hombre conciso y eficiente, con risueños ojos castaños, una cabeza firme con abundante pelo gris, una nariz pequeña y puntiaguda y labios expresivos. Su piel estaba permanentemente bronceada por los años pasados en África ecuatorial y en Atlanta, tenía una voz suave y melodiosa. Era un hombre duro y con recursos, aficionado al politiqueo, como correspondía a un director, y corría el rumor por el CCE de que tenía posibilidades de convertirse en el próximo Director de Servicios de Salud.
Cuando Dicken terminó, Augustine posó el vaso.
—Muy interesante —dijo, imitando la voz de Artie Johnson—. Un trabajo asombroso, Christopher.
Christopher sonrió, pero esperó la evaluación completa.
—Encaja con la mayor parte de lo que sabemos. He hablado con la Directora de Servicios de Salud —continuó Augustine—. Opina que tendremos que hacerlo público poco a poco, y pronto. Yo estoy de acuerdo. Primero dejaremos que los científicos se diviertan un poquito, dándole un aire romántico. Ya sabes, minúsculos invasores del interior de nuestros propios cuerpos… ¡Caray!, ¿no es fascinante? No sabemos qué pueden hacer. Ese tipo de historias. Doel y Davidson, de California, pueden exponer brevemente sus descubrimientos y realizar esa labor por nosotros. Han trabajado mucho. Se merecen algo de gloria. —Augustine volvió a levantar el vaso de whisky y agitó el hielo y el agua con un suave tintineo—. ¿Te dijo el doctor Mahy cuándo tendrán los resultados de tus muestras?
—No —dijo Dicken.
Augustine sonrió comprensivo.
—Preferirías haberlas seguido hasta Atlanta.
—Preferiría haberlas llevado yo y haber terminado el trabajo —dijo Dicken.
—Voy a Washington el jueves —comentó Augustine—, a respaldar a la directora de Servicios de Salud ante el Congreso. El representante del Instituto Nacional de la Salud podría estar allí. Todavía no hemos llamado al secretario de los SSA. Quiero que vengas conmigo. Les diré a Francis y a Jon que publiquen su nota de prensa mañana por la mañana. Hace una semana que está lista.
Dicken mostró su admiración con una sonrisa privada, ligeramente irónica. Los SSA, Servicios de Salud y Ayuda, eran la enorme sección del Gobierno que supervisaba al INS, Instituto Nacional de la Salud, y al CCE, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, Georgia.
—Una máquina bien engrasada —dijo.
Augustine se lo tomó como un cumplido.
—Todavía estamos en el punto de mira. Hemos irritado al Congreso con nuestras posturas sobre el tabaco y las armas de fuego. Los bastardos de Washington han decidido que somos un buen blanco. Han recortado nuestro presupuesto un tercio para compensar otro descenso de impuestos. Ahora se acerca algo importante y no viene de África ni de la selva tropical; no tiene nada que ver con nuestros saqueos a la madre Naturaleza. Es una casualidad y viene del interior de nuestros benditos cuerpos. —Augustine sonrió como un lobo—. Se me eriza el pelo, Christopher. Esto es una señal de Dios. Tenemos que anunciarlo en el momento adecuado y con cierto sentido dramático. Si no lo hacemos bien, corremos el peligro real de que nadie en Washington le preste atención hasta que hayamos perdido toda una generación de bebés.
Dicken se preguntó qué podría aportar a ese tren imparable. Tenía que haber alguna forma en que pudiese promocionar su trabajo de campo, todos esos años persiguiendo boojums.
—He estado pensando en la posibilidad de mutaciones —dijo, con la boca seca. Expuso las historias sobre bebés mutantes que había escuchado en Ucrania y resumió alguna de sus teorías de activación de HERV inducida por radiación.
Augustine entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Sabemos lo de los defectos de nacimiento provocados por Chernobyl. No es nada nuevo —murmuró—. Pero aquí no hay radiación. No encaja, Christopher.
Abrió las ventanas de la habitación y el ruido del tráfico, diez pisos más abajo, aumentó. La brisa hacía ondular los visillos blancos.
Dicken insistió, tratando de defender su argumento, consciente al mismo tiempo de que su declaración era deplorablemente inadecuada.
—Hay una importante posibilidad de que Herodes haga algo más que provocar abortos. Parece surgir en poblaciones relativamente aisladas. Ha estado activo al menos desde la década de los sesenta. La respuesta política ha sido en ocasiones extrema. Nadie arrasaría todo un pueblo o mataría a docenas de madres y padres y a sus hijos aún no nacidos sólo por un aumento local de abortos.
Augustine se encogió de hombros.
—Demasiado vago —dijo, contemplando la calle abajo.
—Suficiente para una investigación —sugirió Dicken.
Augustine frunció el ceño.
—Estamos hablando de vientres vacíos, Christopher —dijo con calma—. Tenemos que jugar con una idea aterradora, no con rumores y ciencia ficción.
Kaye oyó pasos subiendo las escaleras, se sentó en la cama y se apartó el pelo de los ojos a tiempo de ver a Saul. Se adentró de puntillas en el dormitorio, caminando sobre la alfombra, llevando un pequeño paquete envuelto en papel de regalo rojo y atado con un lazo, y un ramo de rosas y clavellinas.
—Maldición —dijo, al ver que estaba despierta. Dejó las rosas a un lado con un movimiento elegante y se inclinó para besarla. Entreabrió los labios, ligeramente húmedos sin resultar agresivos. Ésa era su señal para indicar que anteponía los deseos de ella, pero que él estaba interesado, mucho.
—Bienvenida a casa. Te he echado de menos, Mädchen.
—Gracias. Me alegro de estar aquí.
Saul se sentó en el borde de la cama, contemplando las rosas.
—Estoy de buen humor. Mi dama está en casa. —Sonrió ampliamente y se tendió junto a ella, alzando las piernas y colocando los pies con calcetines sobre la cama. Kaye podía oler las rosas, el aroma intenso y dulce, casi demasiado para esa hora de la mañana. Él le ofreció el regalo.
—Para mi brillante amiga.
Kaye se sentó mientras Saul le ahuecaba la almohada para que se apoyase. Ver a Saul en buena forma le provocaba el mismo efecto de siempre: esperanza y alegría de estar en casa, y la sensación de encontrarse un poco más centrada. Le pasó los brazos sobre los hombros, abrazándole con torpeza y escondiendo la cabeza en su cuello.
—Ah —dijo—, abre la caja.
Ella alzó las cejas, frunció los labios y deshizo el lazo.
—¿Qué he hecho para merecer esto? —preguntó.
—Nunca has comprendido realmente lo valiosa y maravillosa que eres —dijo Saul—. Tal vez es sólo porque te quiero. Tal vez es para celebrar que has vuelto. O… tal vez estamos celebrando otra cosa.
—¿Qué?
—Ábrelo.
Fue dándose cuenta, con creciente intensidad, de que llevaba semanas fuera. Apartó el papel rojo y le besó la mano despacio, con los ojos fijos en su rostro. Bajó la mirada hacia la caja. Dentro había un gran medallón con el conocido perfil de un famoso fabricante de municiones. Era un premio Nobel, hecho con chocolate.
Kaye se rió en alto.
—¿De dónde… lo has sacado?
—Stan me prestó el suyo e hice un molde —dijo Saul.
—¿Y no vas a decirme qué es lo que sucede? —preguntó Kaye, acariciándole la cadera.
—No durante un rato —dijo Saul. Bajó las rosas, se quitó el jersey y ella empezó a desabrocharle la camisa.
Las cortinas estaban cerradas todavía y la habitación no había recibido su ración de sol matinal. Estaban en la cama, con las sábanas, mantas y edredón revueltos a su alrededor. Kaye veía montañas en los pliegues, y avanzó con cuidado con los dedos sobre un pico floreado. Saul arqueó la espalda, haciendo sonar los cartílagos y aspiró una bocanada de aire.
—Estoy en baja forma —dijo—. Me estoy convirtiendo en un jockey de despacho. Tengo que hacer unas cuantas flexiones más.
Kaye separó el índice y el pulgar un par de centímetros, y luego los abrió y cerró rítmicamente.
—Ejercicios con tubos de ensayo —dijo.
—Cerebro izquierdo, cerebro derecho —se le unió Saul, sujetando sus sienes y moviendo la cabeza de un lado a otro—. Tienes que ponerte al día de tres semanas de chistes sacados de Internet.
—¡Pobre de mí! —dijo Kaye.
—¡El desayuno! —gritó Saul y saltó de la cama—. Abajo, recién hecho, esperando que lo recalentemos.
Kaye le siguió en bata. «Saul ha regresado —trataba de convencerse—. Mi verdadero Saul ha regresado.»
Se había detenido en el supermercado local para comprar unos cruasanes rellenos de jamón y queso. Colocó los platos entre tazas de café y zumo de naranja sobre la mesita de la galería posterior. Brillaba el sol, el aire estaba limpio después de la tormenta y hacía un calorcillo agradable. Iba a ser un día encantador.
Para Kaye, con cada hora del verdadero Saul, la atracción de las montañas se desvanecía como un sueño infantil. No necesitaba alejarse. Saul charló sobre lo que había sucedido en EcoBacter, sobre su viaje a California y Utah y luego a Filadelfia para hablar con sus clientes y laboratorios asociados.
—La FDA nos ha pedido otros cuatro ensayos preclínicos —dijo sarcástico—, pero al menos les hemos demostrado que podemos juntar bacterias antagonistas, en lucha por recursos limitados, y forzarlas a fabricar armas químicas. Hemos demostrado que podemos aislar las bacteriocinas, purificarlas, producirlas en masa en forma neutralizada y a continuación activarlas. Inocuas para las ratas, para los hámsteres y para los monos, efectivas contra cepas resistentes de tres patógenos peligrosos. Estamos tan por delante de Merck y Aventis que ni siquiera pueden escupirnos al culo.
Las bacteriocinas eran sustancias químicas producidas por bacterias, capaces de eliminar a otros tipos de bacterias. Eran armas nuevas y prometedoras en un arsenal de antibióticos que se debilitaba con rapidez.
Kaye escuchaba feliz. Todavía no le había contado las noticias que le había prometido; estaba acercándose a ese momento a su manera, tomándose su tiempo. Kaye lo conocía y no le dio la satisfacción de mostrarse ansiosa.
—Por si eso no fuese suficiente —continuó, con los ojos brillándole—, Mkebe dice que estamos a punto de encontrar una forma de bloquear toda la red de comunicaciones, control y órdenes del Staphylococcus aureus. Atacaremos a los pequeños cabrones desde tres direcciones diferentes a la vez. ¡Bum! —Apartó sus expresivas manos y cruzó los brazos como un niño satisfecho. Luego le cambió el humor—. Bien —dijo, con el rostro repentinamente inexpresivo—, ahora cuéntame claramente lo que ha pasado con Lado y el Eliava.
Kaye le miró durante un momento, con tanta intensidad que casi se le nubla la vista. Después bajó la mirada.
—Creo que se han decidido por otros.
—El señor Bristol-Myers Squibb —dijo Saul, alzando una mano con gesto de rechazo—, estructura corporativa fósil contra sangre nueva y joven. Se equivocan. —Miró al otro lado del jardín, hacia el mar, observando unos veleros que esquivaban las olas en la suave brisa de la mañana. Luego se terminó el zumo de naranja y se lamió los labios teatralmente. Casi se retorció sobre la silla, se inclinó hacia delante, la miró fijamente con sus ojos grises y le agarró las manos.
«Ahora», pensó Kaye.
—Lo lamentarán. En los próximos meses vamos a estar muy ocupados. El CCE ha dado la noticia esta mañana. Han confirmado la existencia del primer retrovirus endógeno humano viable. Han demostrado que puede transmitirse lateralmente entre individuos. Le llaman Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos, SHERVA (Scattered Human Endogenous Retro Virus Activation). Borran la R para darle un efecto dramático. Eso lo deja en SHEVA. Un buen nombre para un virus, ¿no crees?
Kaye le miró interrogante.
—¿No es una broma? —preguntó, con voz débil—. ¿Lo han confirmado?
Saul sonrió y alzó los brazos como Moisés.
—Completamente. La Ciencia se dirige a la Tierra Prometida.
—¿Qué es? ¿Qué tamaño tiene?
—Un retrovirus, un auténtico monstruo de ochenta y dos kilobases, treinta genes. Sus componentes gag y pol están en el cromosoma 14, y su env está en el cromosoma 17. El CCE dice que debe ser un patógeno moderado, y los humanos muestran poca o ninguna resistencia ante él, así que debe de llevar mucho tiempo oculto.
Puso su mano sobre la de ella y la apretó suavemente.
—Tú lo predijiste, Kaye. Describiste los genes. Apuntan a tu candidato principal, un HERV-DL3 roto, y están usando tu nombre. Han citado tus artículos.
—¡Vaya! —dijo Kaye, palideciendo. Se inclinó sobre el plato, con la cabeza latiéndole.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —dijo, mareada.
—Disfrutemos de la intimidad mientras podamos —dijo Saul, triunfalmente—. Van a empezar a llamar todos los periodistas científicos. Les doy dos minutos hasta que revisen sus agendas y busquen en MedLine. Saldrás por el televisor, CNN, Good Morning America.
Kaye todavía no podía asumir el giro de los acontecimientos.
—¿Qué tipo de enfermedad causa? —consiguió preguntar.
—Nadie parece tenerlo claro.
La mente de Kaye zumbaba con posibilidades. Si llamaba a Lado al instituto y se lo contaba a Tamara y Zamphyra… podrían cambiar de opinión, elegir a EcoBacter. Saul seguiría siendo el verdadero Saul, feliz y productivo.
—Dios, somos sensacionales —dijo Kaye, sintiéndose todavía algo mareada. Estiró los dedos con afectación.
—Tú eres la sensacional, cariño. Es tu trabajo, y es genial.
Sonó el teléfono en la cocina.
—Debe de ser la Academia sueca —dijo Saul, asintiendo con solemnidad. Levantó el medallón y Kaye le dio un mordisco.
—¡Tonterías! —dijo feliz, y se levantó para contestar.
El hospital trasladó a Mitch a una habitación individual como muestra de respeto a su reciente notoriedad. Se alegró de perder de vista a los alpinistas, aunque apenas importaba lo que sintiese o pensase.
Un entumecimiento emocional, casi completo, se había apoderado de él durante los últimos dos días. Ver su foto en los telediarios, en la BBC y en Sky World, y en los periódicos locales, le había demostrado lo que ya sabía: todo había terminado. Estaba acabado.
Según la prensa de Zürich, era el «único superviviente de una expedición de ladrones de cuerpos». En Munich era el «secuestrador de un antiguo Bebé de los Hielos». En Innsbruck le llamaban simplemente «científico/ladrón». Todos comentaban su ridícula historia sobre momias neandertales, amablemente divulgada por la policía de Innsbruck. Todos hablaban de su robo de «huesos de indios americanos», en el «noroeste de Estados Unidos».
Lo describían extensamente como un americano estrafalario, pasando una mala racha y desesperado por conseguir publicidad.
El Bebé de los Hielos había sido trasladado a la Universidad de Innsbruck, donde iba a ser estudiado por un equipo dirigido por Herr Doktor Professor Emiliano Luria. El propio Luria iría esa tarde para hablar con Mitch sobre el hallazgo.
Mientras necesitasen la información que tenía Mitch lo mantendrían al tanto, todavía lo considerarían en cierto modo un científico, investigador o antropólogo. Sería algo más que un ladrón. Cuando dejase de serles de utilidad, entonces llegaría el vacío más profundo y oscuro.
Contempló la pared con mirada vacía, mientras una voluntaria de edad avanzada introducía un carrito con ruedas en la habitación, repartiendo la comida. Era una sonriente mujer enana, de un metro y medio de altura, setenta y tantos años y la cara como una manzana arrugada, que hablaba apresuradamente en alemán con suave acento vienés. Mitch no entendía mucho de lo que decía.
La anciana voluntaria extendió la servilleta y se la colocó. Frunció los labios y se apartó para examinarle.
—Coma —aconsejó.
Frunció el ceño y añadió:
—Un maldito joven americano, ¿nein? No me importa quién es usted. Coma o se pondrá enfermo.
Mitch alzó el tenedor de plástico, la saludó con él y empezó a picotear el pollo y el puré de patatas del plato. Al salir, la vieja encendió el televisor que se encontraba en la pared frente a la cama.
—Demasiado silencio —dijo, agitando la mano adelante y atrás en su dirección, reprendiéndole con una bofetada a distancia. A continuación salió por la puerta, empujando el carrito.
El televisor sintonizaba Sky News. Primero vino un reportaje sobre la destrucción final, pospuesta durante años, de un gran satélite militar. Un vídeo espectacular, desde la isla Sajalín, siguió los llameantes últimos momentos del objeto. Mitch contempló las imágenes ampliadas de la oscilante y centelleante bola de fuego. Obsoleto, inútil, derribado envuelto en llamas.
Agarró el mando a distancia y estaba a punto de apagar el televisor de nuevo cuando el recuadro de una atractiva joven, con el pelo corto y oscuro cayéndole en ondas sobre la cara y ojos grandes, ilustró una historia sobre un importante descubrimiento biológico en Estados Unidos.
—Un provirus humano, oculto clandestinamente en nuestro ADN durante millones de años, ha sido asociado a un nuevo tipo de gripe que ataca sólo a las mujeres —comenzó el presentador—. A la doctora Kaye Lang de Long Island, Nueva York, bióloga molecular, se le atribuye el haber predicho este increíble invasor que procede del pasado de la humanidad. Michael Hertz está en Long Island en estos momentos.
Hertz se mostró solemnemente sincero y respetuoso durante la conversación con la joven, en el exterior de una casa grande y elegante, verde y blanca.
Lang mostraba cierta desconfianza hacia la cámara.
—Nos hemos enterado por el Centro para el Control de Enfermedades, y ahora por el Instituto Nacional de la Salud, de que esta nueva variedad de gripe ha sido identificada positivamente en San Francisco y en Chicago, y hay una identificación pendiente en Los Ángeles. ¿Piensa usted que ésta podría ser la epidemia de gripe que el mundo ha temido desde 1918?
Lang miró nerviosa a la cámara.
—En primer lugar, no es realmente una gripe. No se parece a ningún virus de la gripe, en realidad no se asemeja a ningún virus relacionado con resfriados o gripe… no es como ninguno de ellos. Y por el momento parece que sólo provoca síntomas en las mujeres.
—¿Podría describirnos usted este nuevo, o más bien muy antiguo, virus? —preguntó Hertz.
—Es grande, de unas ochenta kilobases, o sea…
—Más concretamente, ¿qué tipo de síntomas causa?
—Es un retrovirus, un virus que se reproduce transcribiendo su material genético ARN en ADN e insertándolo en el ADN de la célula anfitrión. Como el VIH. Parece bastante específico de los humanos…
Las cejas del periodista se alzaron con alarma.
—¿Es tan peligroso como el virus del sida?
—No he oído nada que me haga pensar que es peligroso. Lo hemos transportado en nuestro propio ADN durante millones de años; en ese sentido, al menos, no es como el retrovirus VIH.
—¿Cómo pueden saber nuestras espectadoras si tienen esta gripe?
—El CCE ha descrito los síntomas, y yo no sé nada más que lo que ellos han anunciado. Fiebre moderada, dolor de garganta, tos.
—Eso podría describir cientos de virus diferentes.
—Exacto —dijo Lang, y sonrió. Mitch estudió su rostro, su sonrisa, sintiendo una profunda punzada—. Mi consejo es que se mantengan atentas a las noticias.
—Entonces, ¿qué convierte a este virus en algo tan importante, si no mata y sus síntomas son tan suaves?
—Es el primer HERV, retrovirus endógeno humano, que se vuelve activo, el primero que escapa de los cromosomas humanos y se transmite lateralmente.
—¿Qué significa se transmite lateralmente?
—Significa que es infeccioso. Puede pasar de un humano a otro. Durante millones de años se ha transmitido verticalmente, pasando de padres a hijos a través de sus genes.
—¿Existen en nuestras células otros virus antiguos?
—Las estimaciones más recientes son que al menos un tercio de nuestro genoma podría consistir en retrovirus endógenos. En ocasiones forman partículas en el interior de las células, como si estuviesen tratando de salir de nuevo, pero ninguna de esas partículas había sido eficaz… hasta ahora.
—¿Es razonable decir que esos virus remanentes fueron domesticados o neutralizados hace mucho tiempo?
—Es algo complejo, pero podría decirse así.
—¿Cómo se introdujeron en nuestros genes?
—En algún momento de nuestro pasado, un retrovirus infectó células germinales, células sexuales como los óvulos o espermatozoides. No sabemos qué síntomas podría haber causado la enfermedad en aquel momento. De algún modo, a lo largo del tiempo, el provirus, la representación vírica enterrada en nuestro ADN, se fragmentó o mutó o simplemente se desactivó. Supuestamente, en la actualidad esas secuencias de ADN retrovírico son tan sólo chatarra. Pero hace tres años planteé que los fragmentos de provirus situados en diferentes cromosomas humanos podían representar en su conjunto un retrovirus activo. Todas las proteínas y el ARN necesarios que se encuentran flotando en el interior de la célula podrían combinarse para formar una partícula completa e infecciosa.
—Y así ha resultado ser. La ciencia especulativa marchando valientemente por delante de la ciencia real…
Mitch apenas oía lo que decía el periodista, en lugar de eso se fijaba en los ojos de Lang: grandes, todavía preocupados, pero sin perder detalle. Mirada intensa. Los ojos de una superviviente.
Apagó el televisor y se recostó para descansar, para olvidar. Le dolía la pierna dentro de la escayola.
Kaye Lang estaba a punto de conseguir una medalla de bronce, ganando una partida importante en el juego de la ciencia. Mitch, en cambio, había tenido en las manos la medalla de oro… y la había dejado caer, arrojándola al hielo, perdiéndola para siempre.
Una hora después le despertó un golpe autoritario en la puerta.
—Adelante —dijo, y se aclaró la garganta.
Un enfermero vestido de verde almidonado acompañaba a tres hombres y a una mujer, todos de mediana edad, todos con indumentaria conservadora. Entraron y ojearon la habitación como si estuviesen buscando posibles vías de huida. El más bajo de los tres hombres avanzó y se presentó. Le tendió la mano.
—Soy Emiliano Luria, del Instituto para Estudios Humanos. Estos son mis colegas de la Universidad de Innsbruck, Herr Professor Friedrich Brock…
Nombres que Mitch olvidó casi de inmediato. El enfermero trajo dos sillas más del pasillo y luego se quedó junto a la puerta en posición de descanso, con los brazos cruzados y elevando la nariz como un guarda de palacio.
Luria le dio la vuelta a la silla, el respaldo hacia delante, y se sentó. Los gruesos cristales redondos de sus gafas lanzaron destellos bajo la luz grisácea que se filtraba por las cortinas de la ventana.
Se fijó en Mitch con atención, emitió un débil hum y miró al enfermero.
—Estaremos bien solos —dijo—. Déjenos, por favor. ¡Nada de historias para los periódicos ni de malditas cacerías de cuerpos por los glaciares!
El enfermero asintió amablemente y salió de la habitación.
Luria le pidió a la mujer, delgada, de mediana edad, seria, con facciones fuertes y abundante pelo gris recogido en un moño, que se asegurase que el enfermero no estaba escuchando. Ella se acercó a la puerta y miró fuera.
—El inspector Haas de Viena me ha asegurado que no tienen mayor interés en este asunto —le dijo Luria a Mitch, después de haber cumplido esas formalidades—. Esto es entre usted y nosotros, y trabajaré con los italianos y suizos, si es preciso cruzar alguna frontera. —Sacó un gran mapa desplegable del bolsillo, y el doctor Block o Brock o como se llamase alargó una caja que contenía varias fotografías tomadas en los Alpes.
—Bien, joven —dijo Luria, con los ojos borrosos tras las gruesas lentes—, ayúdenos a reparar el daño que ha causado a la ciencia. Esas montañas, donde le encontraron, no nos resultan desconocidas. El verdadero Hombre de los Hielos fue hallado en una cordillera cercana. Han sido montañas muy transitadas durante miles de años, tal vez una ruta comercial, o sendas seguidas por los cazadores.
—No creo que siguiesen ninguna ruta comercial —dijo Mitch—. Creo que estaban huyendo.
Luria ojeó sus notas. La mujer se acercó más a la cama.
—Dos adultos, en muy buenas condiciones físicas, excepto por la herida que tenía la mujer en el abdomen.
—Una herida de lanza —dijo Mitch. La habitación quedó en silencio por un momento.
—He hecho algunas llamadas y he hablado con gente que le conoce. Me han dicho que su padre viene a sacarle del hospital y he hablado con su madre…
—Por favor, Professor, vaya al grano —dijo Mitch.
Luria arqueó las cejas y reordenó los papeles.
—Me han dicho que era usted un científico muy bueno, concienzudo, un experto en organizar y realizar excavaciones meticulosas. Usted encontró el esqueleto conocido como Hombre de Pasco. Cuando los nativos americanos protestaron y reclamaron al Hombre de Pasco como uno de sus antepasados, usted se llevó los huesos de allí.
—Para protegerlos. Habían aparecido en una ribera y estaban en la orilla del río. Los indios querían enterrarlos de nuevo. Los huesos eran demasiado importantes para la ciencia. No podía dejar que sucediese eso.
Luria se inclinó.
—Creo que el Hombre de Pasco murió de una herida de lanza infectada en el muslo, ¿no es así?
—Es posible.
—Parece tener olfato para antiguas tragedias —dijo Luria, rascándose la oreja con un dedo.
—La vida era muy dura entonces.
Luria asintió.
—En Europa, cuando encontramos un esqueleto, no tenemos esos problemas. —Sonrió a sus colegas—. No sentimos respeto por nuestros muertos… los desenterramos, los exponemos, les cobramos a los turistas por verlos. Así que para nosotros, esto no es necesariamente una mancha importante en su carrera, aunque parece haber provocado el fin de la relación con su institución.
—Corrección política —dijo Mitch, intentando no sonar demasiado cáustico.
—Es posible. Estoy encantado de escuchar a alguien con su experiencia… pero, doctor Rafelson, lamentablemente, lo que usted ha descrito es muy improbable. —Luria apuntó a Mitch con el bolígrafo—. ¿Qué parte de su historia es verdadera, y cuál es falsa?
—¿Por qué iba a mentir? —preguntó Mitch—. Mi vida ya se ha ido al infierno.
—¿Tal vez para mantener el contacto con la ciencia? ¿Para no verse apartado repentinamente de la antropología?
Mitch sonrío con tristeza.
—Puede que lo hiciese —dijo—, pero no me inventaría una locura como ésta. El hombre y la mujer de la cueva tenían claras características neandertales.
—¿En qué criterios basa la identificación? —preguntó Brock, interviniendo en la conversación por primera vez.
—El doctor Brock es un experto en neandertales —dijo Luria, respetuosamente.
Mitch describió los cuerpos lenta y cuidadosamente. Podía cerrar los ojos y verlos como si estuviesen flotando sobre la cama.
—Es consciente de que diferentes investigadores utilizan criterios diferentes para describir a los supuestos neandertales —dijo Brock—. Tempranos, tardíos, intermedios, de diferentes regiones, esbeltos o robustos, tal vez diferentes grupos raciales dentro de la subespecie. A veces las distinciones son tantas que un observador podría confundirse.
—No eran Homo sapiens sapiens. —Mitch se sirvió un vaso de agua y se ofreció a servir más vasos. Luria y la mujer aceptaron. Brock negó con la cabeza.
—Bien, si los encontramos, podremos resolver este problema fácilmente. Siento curiosidad por su opinión sobre la cronología en la evolución humana…
—No soy dogmático —dijo Mitch.
Luria meneó la cabeza, comme ci, comme ça, y revisó algunas páginas de notas.
—Clara, por favor, páseme ese libro grande de ahí. He marcado algunas fotos y planos, de dónde podría haber estado antes de que le encontrasen. ¿Le resulta familiar alguna de éstas?
Mitch agarró el libro y lo sostuvo abierto con torpeza sobre su regazo. Las imágenes eran luminosas, claras, hermosas. La mayoría habían sido tomadas a plena luz del día con el cielo azul. Miró las páginas marcadas y sacudió la cabeza.
—No veo ninguna cascada helada.
—Ningún guía conoce una cascada helada por las cercanías del serac, ni tampoco a lo largo de la masa principal del glaciar. Tal vez pueda darnos alguna otra pista…
Mitch meneó la cabeza.
—Lo haría si pudiese, Professor.
Luria guardó los papeles con decisión.
—Creo que es usted un joven sincero, tal vez incluso un buen científico. Le diré algo, si no va contándoselo a los periódicos o a la televisión, ¿de acuerdo?
—No tengo ningún motivo para dirigirme a ellos.
—La niña nació muerta o gravemente herida. La parte posterior de su cabeza está destrozada, tal vez por el impacto de un palo afilado endurecido al fuego.
Niña. El bebé había sido una niña. Por algún motivo, eso le conmovió profundamente. Bebió otro sorbo de agua. Toda la emoción de su situación actual, la muerte de Tilde y Franco… la tristeza de esa antigua historia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a punto de desbordarse.
—Lo siento —dijo, y se secó la humedad con la manga del pijama.
Luria le observó comprensivo.
—Eso le confiere a su historia cierta credibilidad, ¿no? Pero… —El profesor levantó la mano y apuntó al techo, concluyendo—: Aún así es difícil de creer.
—La niña no es, definitivamente, un Homo sapiens neandertalensis —dijo Brock—. Tiene rasgos interesantes, pero es moderna en todos sus detalles. Sin embargo, no es específicamente europea, más bien anatolia o incluso turca, pero eso es sólo una suposición por ahora. Y no conozco ningún espécimen tan reciente de esa clase. Sería increíble.
—Debo de haberlo soñado —dijo Mitch, apartando la mirada.
Luria se encogió de hombros.
—Cuando se encuentre bien, ¿le gustaría acompañarnos al glaciar y buscar de nuevo la cueva?
Mitch no lo dudó.
—Por supuesto —dijo.
—Intentaré arreglarlo. Pero por ahora… —Luria miró la pierna de Mitch.
—Al menos cuatro meses —dijo Mitch.
—No será un buen momento para escalar, dentro de cuatro meses. A finales de la primavera, entonces, el año que viene. —Luria se puso en pie y la mujer, Clara, recogió los vasos y los colocó sobre la bandeja de Mitch.
—Gracias —dijo Brock—. Espero que tenga usted razón doctor Rafelson. Sería un hallazgo maravilloso.
Al salir, se inclinaron ligeramente, con formalidad.
—Las vírgenes no pillan nuestra gripe —dijo Dicken, levantando la vista de los papeles y gráficas que estaban sobre la mesa—. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —Arqueó las oscuras cejas hasta que su frente se llenó de arrugas.
Jane Salter se acercó y recogió los documentos de nuevo, nerviosa, extendiéndolos con solícita determinación sobre el escritorio. Las paredes de cemento de su despacho del sótano acentuaron el sonido crujiente. Muchas de las oficinas de los pisos inferiores de Edificio 1 del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades habían sido anteriormente laboratorios de experimentación, con animales y jaulas. Terraplenes de cemento sobresalían cerca de las paredes.
En ocasiones, a Dicken le parecía que todavía podía oler el desinfectante y la mierda de mono.
—Es lo más sorprendente que puedo extraer de los datos —confirmó Salter.
Era una de las mejores especialistas en estadística que tenían, un genio con los diversos ordenadores que hacían la mayor parte del seguimiento, desarrollo de modelos y registro de datos.
—Los hombres se contagian a veces, o dan positivo en las pruebas, pero son asintomáticos. Se convierten en vectores para las mujeres, pero probablemente no para otros hombres. Y… —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. No podemos hacer que nadie se infecte a sí mismo.
—Así que el SHEVA es un especialista —dijo Dicken, agitando la cabeza—. ¿Cómo demonios lo sabemos?
—Mira la nota al pie de página, Christopher, y el texto. «Mujeres con relación de pareja estable o aquellas que han mantenido numerosas relaciones sexuales.»
—¿Cuántos casos hasta ahora? ¿Cinco mil?
—Seis mil doscientas mujeres y sólo unos sesenta o setenta hombres, todos ellos parejas de mujeres infectadas. El retrovirus se transmite sólo cuando existe exposición reiterada.
—Eso no es tan raro —dijo Dicken—. En ese caso, es similar al VIH.
—Exacto —dijo Salter; le palpitaba la boca—. Dios les tiene manía a las mujeres. La infección comienza en la mucosa de los conductos nasales y los bronquios, a continuación se desarrolla una inflamación leve de los alvéolos, entra en la corriente sanguínea, ligera inflamación de los ovarios… y desaparece. Molestias, algo de tos, dolor de barriga. Y si la mujer se queda embarazada, hay muchas posibilidades de que sufra un aborto.
—Esa información debería ser suficiente para Mark —dijo Dicken—. Pero vamos a reforzarlo más. Necesita asustar a un grupo de votantes más significativo que el de las mujeres jóvenes. ¿Qué hay de los viejos? —La miró esperanzado.
—Las mujeres de edad avanzada no se contagian —dijo—. Nadie menor de catorce años o mayor de sesenta. Mira la distribución. —Se inclinó y señaló un gráfico circular—. La edad media es treinta y uno.
—Es una locura. Mark pretende que le encuentre algún sentido a todo esto y que refuerce la presentación de la directora de los Servicios de Salud antes de las cuatro de la tarde.
—¿Otra reunión informativa? —preguntó Salter.
—Con el jefe del gabinete y el consejero científico. Esto es válido, y preocupante, pero conozco a Mark. Vamos a echar otro vistazo a los informes… Tal vez encontremos unos cuantos miles de ancianos muertos en el Zaire.
—¿Me estás pidiendo que falsifique los datos?
Dicken sonrió con malicia.
—Pues jódase, señor —dijo Salter suavemente, ladeando la cabeza—. No tenemos más estadísticas de Georgia. Tal vez podrías llamar a Tbilisi —sugirió—. O a Estambul.
—Parece que lleven candados en la boca —dijo Dicken—. No fui capaz de sacarles mucho, y se niegan a admitir que tengan algún caso en este momento. —Miró a Salter directamente.
Ella frunció la nariz.
—Por favor, me basta con un pasajero anciano saliendo de Tbilisi y derritiéndose en el avión —sugirió Dicken.
Salter dejó escapar una explosión de risa. Se quitó las gafas, las limpió y volvió a colocárselas.
—No tiene gracia. Las gráficas parecen graves.
—Mark quiere acentuar el dramatismo. Está llevando este asunto como si tuviese un pez en el anzuelo.
—No tengo mucha idea de política.
—Yo no pretendo tenerla —dijo Dicken—, pero cuanto más tiempo paso aquí, más aprendo.
Salter echó un vistazo en torno a la habitación como si fuera a derrumbarse sobre ella.
—¿Hemos terminado ya, Christopher?
Dicken sonrió.
—¿Empiezas a sentir claustrofobia?
—Es esta habitación —dijo Salter—. ¿No los oyes? —Se inclinó sobre la mesa con expresión tétrica. Dicken no siempre era capaz de saber si Jane Salter bromeaba o hablaba en serio—. Los chillidos de los monos.
—Sí —dijo Dicken con cara seria—. Trato de pasar fuera todo el tiempo que puedo.
En el despacho del director, en el Edificio 4, Augustine revisó rápidamente las estadísticas, ojeando las veinte páginas de números y gráficos generados por ordenador y dejándolas sobre la mesa.
—Muy tranquilizador —dijo—. A este paso habremos cerrado para finales de año. Ni siquiera sabemos si el SHEVA provoca abortos en todas las embarazadas, o si sólo es un teratógeno moderado. Dios. Pensé que esta vez lo teníamos, Christopher.
—Es válido, es preocupante y es público.
—Infravaloras el odio que sienten los republicanos hacia el CCE —dijo Augustine—. La Asociación Nacional del Rifle nos odia. Las compañías tabacaleras nos odian porque les pisamos los talones. ¿Has visto esos malditos carteles al final de la autopista? ¿Junto al aeropuerto? «Por fin un pito que vale la pena chupar.» ¿Qué era… Camel? ¿Marlboro?
Dicken se rió y agitó la cabeza.
—La directora de los Servicios de Salud se dirige a la boca del lobo. No está muy contenta conmigo, Christopher.
—Siempre están los resultados que traje de Turquía —dijo Dicken.
Augustine levantó las manos y se reclinó hacia atrás en el sillón, sujetándose con los dedos al borde de la mesa.
—Un hospital. Cinco abortos.
—Cinco, de cinco embarazos, señor.
Augustine se inclinó hacia delante.
—Fuiste a Turquía porque tu contacto te dijo que tenían un virus que provocaba abortos. Pero ¿por qué a Georgia?
—Hubo una escalada de abortos en Tbilisi hace cinco años. No pude conseguir ningún tipo de información en Tbilisi, nada oficial. Estuve tomando algo con el encargado de una funeraria… extraoficialmente. Me dijo que habían tenido un fuerte incremento de abortos en Gordi por la misma época.
Augustine no conocía esta parte. Dicken no lo había puesto en su informe.
—Sigue —dijo, sólo ligeramente interesado.
—Se produjo algún tipo de problema, no quiso decirme exactamente qué. Así que… fui hasta Gordi y encontré a la policía acordonando la zona. Hice algunas preguntas en bares locales y oí algo de una investigación de Naciones Unidas, con los rusos implicados. Llamé a Naciones Unidas. Me dijeron que le habían pedido a una americana que les ayudase.
—Y era…
—Kaye Lang.
—Vaya por Dios —dijo Augustine, frunciendo los labios en una breve sonrisa—. La mujer del momento. ¿Conocías su trabajo sobre los HERV?
—Claro.
—Así que… crees que alguien de Naciones Unidas se tropezó con algo y necesitó su asesoramiento.
—La idea pasó por mi mente, señor. Pero la llamaron porque conocía algo de patología forense.
—Ya, ¿en qué estabas pensando?
—Mutaciones. Defectos congénitos inducidos. Virus teratogénicos, tal vez. Y me preguntaba por qué los gobiernos querrían matar a los padres.
—Así que volvemos a estar igual —dijo Augustine—. Otra vez elucubrando.
Dicken hizo un gesto.
—Me conoces lo suficiente como para no pensar tal cosa, Mark.
—A veces no tengo ni la más mínima idea de cómo consigues tan buenos resultados.
—No había terminado el trabajo. Me hiciste volver y dijiste que teníamos algo consistente.
—Dios sabe que me he equivocado antes —dijo Augustine.
—No creo que estés equivocado. Probablemente esto es sólo el principio. Pronto tendremos más datos.
—¿Es lo que te dice tu instinto?
Dicken asintió.
Mark frunció el ceño y juntó las manos sobre la mesa.
—¿Recuerdas lo que sucedió en 1963?
—Sólo era un bebé entonces, señor. Pero he oído hablar de ello. Malaria.
—Yo tenía siete años. El Congreso cerró el grifo a toda la financiación para la eliminación de enfermedades causadas por insectos, incluida la malaria. La decisión más estúpida en toda la historia de la epidemiología. Millones de muertos por todo el mundo, nuevas cepas más resistentes… un desastre.
—De todas formas, el DDT no hubiese funcionado mucho tiempo más, señor.
—¿Quién sabe? —Augustine levantó dos dedos—. Los humanos se comportan como niños, saltando de una pasión a otra. De repente, la salud mundial ya no está de moda. Tal vez hemos exagerado el problema. Empezamos a no hacer caso de la muerte de los bosques tropicales, el calentamiento global todavía está más templado que hirviente. No ha habido ninguna plaga devastadora a escala mundial, y el norteamericano medio nunca se sintió realmente culpable por todo el asunto del Tercer Mundo. La gente se está cansando del Apocalipsis. Christopher, si en nuestro campo no surge pronto una crisis que se pueda justificar políticamente, nos aplastarán en el Congreso, y podría volver a suceder lo de 1963.
—Lo entiendo, señor.
Augustine expiró ruidosamente por la nariz y alzó los ojos para mirar las hileras de luces fluorescentes del techo.
—La DSS opina que nuestra manzana está todavía demasiado verde para ponerla sobre la mesa del presidente. Así que sufre una oportuna migraña. Ha aplazado la reunión de esta tarde para la semana próxima.
Dicken reprimió una sonrisa. La imagen de la directora de Salud fingiendo una jaqueca era impagable.
Augustine fijó la mirada en Dicken.
—Está bien, hueles algo, ve a por ello. Comprueba los registros de abortos en los hospitales de Estados Unidos durante el último año. Amenaza a Turquía y a Georgia con denunciarles ante la Organización Mundial de la Salud. Diles que les acusaremos de romper los tratados de cooperación. Te apoyaré. Descubre quién ha ido a Oriente próximo y Europa y ha vuelto con SHEVA y tal vez sufrido uno o dos abortos. Tenemos una semana, y si no es en ti y en un SHEVA más mortífero, tendré que apoyarme en una espiroqueta desconocida que afecta a unos cuantos pastores de Afganistán… que mantienen relaciones con ovejas. —Augustine fingió temor—. Sálvame, Christopher.
Kaye estaba exhausta. Se sentía como una reina, durante la última semana la habían tratado con el respeto y la adoración amistosa con que los científicos saludan a aquel a quien, después de ciertas adversidades, se le ha reconocido el haber sabido ver más lejos. No había sufrido el tipo de críticas e injusticias que otros en el campo de la biología habían experimentado durante los últimos ciento cincuenta años, desde luego nada como lo que su héroe, Charles Darwin, había tenido que afrontar. Ni siquiera como lo que Lynn Margulis había tenido que aguantar con la teoría de las células eucariotas. Pero sí había tenido sus problemillas…
Cartas escépticas e irritadas en las revistas, de los genetistas más conservadores, convencidos de que estaba persiguiendo una quimera; comentarios durante los congresos, de hombres sonrientes y paternalistas y mujeres convencidas de que estaban más cerca de un descubrimiento importante… Más arriba en la escalera del éxito, más cerca del pódium del Conocimiento y del Reconocimiento.
A Kaye no le importaba. Eso era la ciencia, demasiado humana y era mejor que fuese así. Pero entonces había surgido la pelea personal de Saul con el editor de Cell, torpedeando cualquier posibilidad que pudiese haber tenido de publicar allí. En vez de eso, había acudido a Virology, una buena revista, pero un peldaño más abajo. Nunca había conseguido llegar hasta Science o Nature. Había ascendido un buen tramo, y luego se había atascado.
Ahora, al parecer, docenas de laboratorios y centros de investigación estaban deseosos de mostrarle los resultados del trabajo que habían realizado para confirmar sus especulaciones. Para su tranquilidad mental decidió aceptar invitaciones de aquellas facultades, centros y laboratorios que la habían alentado de alguna forma en los últimos años, y en particular, el Carl Rose Center for Domain Research, de Cambridge, Massachussets.
El Rose Center estaba en medio de cuarenta hectáreas de pinos plantados en los años cincuenta: un espeso bosque rodeando un edificio de laboratorios de forma cúbica; el cubo no se asentaba plano sobre el terreno sino que se elevaba por uno de los lados. Dos plantas de laboratorios quedaban bajo tierra, directamente por debajo y hacia el este de la parte elevada. Financiado en su mayor parte por las aportaciones de la inmensamente rica familia Van Buskirk de Boston, el Rose Center llevaba treinta años investigando en biología molecular.
A tres científicos del Rose les habían concedido becas del Proyecto Genoma Humano, el ambicioso y fuertemente subvencionado esfuerzo multilateral para secuenciar y entender la genética humana en su totalidad; para analizar arcaicos fragmentos genéticos, hallados en las denominadas regiones basura de los genes humanos, llamados intrones. La científica al frente de esta investigación era Judith Kushner, que había sido la directora de la tesis de Kaye en Stanford.
Judith Kushner medía aproximadamente un metro y sesenta y cinco centímetros, tenía el pelo negro rizado, una cara redonda y soñadora, que parecía estar siempre al borde de una sonrisa, y unos ojos oscuros pequeños y ligeramente saltones. Se la consideraba internacionalmente una verdadera experta, alguien capaz de diseñar cualquier experimento y conseguir que cualquier aparato hiciese lo que se suponía que debía hacer, en otras palabras, de realizar los experimentos reiterados necesarios para conseguir que la ciencia fuese realmente efectiva.
El que actualmente se pasase la mayor parte del tiempo rellenando papeles y aconsejando a estudiantes licenciados y posdoctorados era simplemente un indicativo de cómo funcionaba la ciencia moderna.
La asistente y secretaria de Kushner, una joven pelirroja dolorosamente delgada llamada Fiona Bierce, guió a Kaye a través del laberinto de laboratorios hasta el ascensor principal que las conduciría abajo.
El despacho de Kushner estaba en la planta cero, bajo tierra pero por encima del sótano: paredes sin ventanas, de cemento, pintadas de un agradable beige pálido. Las paredes estaban cubiertas de libros bien ordenados y revistas especializadas. Se oía el murmullo de fondo de los cuatro ordenadores situados en una esquina, incluido un superordenador de simulación donado por Mind Design, de Seattle.
—¡Kaye Lang, me siento tan orgullosa! —Al entrar Kaye, Kushner se levantó de la silla, radiante, y extendió los brazos para abrazarla. Canturreó y llevó a su antigua estudiante bailando por la habitación, sonriendo con júbilo profesoral—. Dime, ¿quién te dio la noticia?, ¿Lynn?, ¿el viejo en persona?
—Lynn me llamó ayer —dijo Kaye, ruborizándose.
Kushner le agarró las manos y se las levantó hacia el techo como un contendiente celebrando una victoria.
—¡Es fantástico!
—Realmente es demasiado —dijo Kaye y, ante la indicación de Kushner, se sentó junto a la gran pantalla plana del ordenador de simulación.
—Carpe diem! ¡Disfrútalo! —le aconsejó Kushner con vehemencia—. Te lo has ganado, cariño. Te he visto tres veces en el televisor. Jackie Oniama en la Triple C Network intentando hablar de ciencia, ¡muy divertido! ¿En persona se parece tanto a una muñeca?
—La verdad es que todos fueron muy amables. Pero estoy agotada de intentar explicar cosas.
—Hay mucho que explicar. ¿Cómo está Saul? —preguntó Kushner, ocultando cierta aprensión.
—Se encuentra bien. Todavía estamos intentando precisar si nos asociaremos con los georgianos.
—Si no se asocian con vosotros después de esto, es que todavía les queda mucho camino por recorrer para convertirse en capitalistas —dijo Kushner, y se sentó junto a Kaye.
Fiona Bierce parecía contenta limitándose a escuchar. Sonreía ampliamente.
—Bien… —dijo Kushner, mirando fijamente a Kaye—. No ha sido un camino muy largo, ¿verdad?
Kaye se rió.
—¡Me siento tan joven!
—Yo me siento muy envidiosa. Ninguna de mis estrafalarias teorías ha recibido ni de lejos tanta atención.
—Sólo chorros de dinero —dijo Kaye.
—Chorros y chorros. ¿Necesitas un poco?
Kaye sonrió.
—No querría comprometer nuestra posición profesional.
—Ah, el nuevo mundo de la biología rentable, tan importante, secreto y pagado de sí mismo. Recuerda, cariño, se supone que las mujeres hacen ciencia de forma diferente. Escuchamos y nos esforzamos y escuchamos y nos esforzamos, exactamente como la pobre Rosalind Franklin. Nada que ver con esos chicos alocados. Y todo ello por motivos de la más alta pureza ética. En fin… ¿cuándo pensáis salir a bolsa tú y Saul? Mi hijo intenta rentabilizar mi fondo de pensiones.
—Probablemente nunca —dijo Kaye—. Saul odiaría tener que dar cuentas a los accionistas. Además, antes debemos tener éxito, ganar algo de dinero, y todavía falta mucho para eso.
—Basta de trivialidades —dijo Kushner con firmeza—. Tengo algo interesante que enseñarte. Fiona, ¿podrías ejecutar nuestra pequeña simulación?
Kaye apartó la silla hacia un lado. Bierce se sentó junto al teclado del ordenador de simulación y flexionó los dedos como una pianista.
—Judith lleva tres meses trabajando como una esclava en este proyecto —dijo—. Se ha basado en gran parte en tus artículos, y el resto en datos de tres proyectos diferentes del genoma, y cuando se dio la alarma estábamos preparados.
—Fuimos directos a tus marcadores y encontramos las rutinas de ensamblaje —dijo Kushner—. La cubierta del SHEVA y su sistema universal de reparto humano. Esto es la simulación de una infección, basada en resultados del laboratorio de la quinta planta, el grupo de John Dawson. Infectaron hepatocitos en un cultivo de tejidos densos. Esto es lo que sucedió.
Kaye observó mientras Bierce volvía a iniciar la secuencia de ensamblaje simulada. Las partículas del SHEVA entraban en los hepatocitos, células de hígado en una placa de cultivo de laboratorio, y cortaban ciertas funciones celulares, colaboraban con otras, transcribían su ARN en ADN y lo integraban en el ADN de la célula; luego comenzaban a replicarse.
En brillantes colores simulados, nuevas partículas del virus se formaban a partir del citosol, el fluido interno de la célula. Los virus migraban a la membrana exterior de la célula y la atravesaban saliendo al mundo exterior, cada una de las partículas envuelta cuidadosamente en un pedacito de la propia piel de la célula.
—Consumen parte de la membrana, pero es todo bastante suave y controlado. Los virus provocan tensiones en las células, pero no las matan. Y al parecer, aproximadamente una de cada veinte partículas del virus es viable, cinco veces más que en el caso del VIH.
Repentinamente, la simulación cambió, ampliando la imagen y centrándose en las moléculas creadas junto con los virus, envueltas en embalajes de transporte celular llamados vesículas y liberadas junto a las nuevas partículas infecciosas. Llevaban comentarios en naranja brillante: «¿PGA?» y «¿PGE?».
—Páralo ahí, Fiona. —Kushner señaló y golpeó con el dedo las letras naranjas—. El SHEVA no carga con todo lo que necesita para provocar la gripe de Herodes. Seguimos encontrando grandes aglomeraciones de proteínas en las células infectadas por SHEVA, para las que no existe código en el SHEVA y que no se parecen a nada que yo haya visto antes. Y después… la aglomeración se rompe y quedan todas esas proteínas más pequeñas que no deberían haber estado ahí.
—Buscamos proteínas que pudiesen estar cambiando nuestros cultivos celulares —dijo Bierce—. Lo hicimos muy en serio. Nos tuvo desconcertados durante dos semanas, y entonces enviamos algunas células infectadas a una biblioteca comercial de tejidos para compararlos. Separaron las nuevas proteínas y descubrieron…
—Es mi historia, Fiona —dijo Kushner, agitando el dedo.
—Lo siento —dijo Fiona, sonriendo tímidamente—. ¡Es tan genial que pudiésemos hacerlo tan rápido!
—Finalmente decidimos que el SHEVA activa un gen en otro cromosoma. Pero ¿cómo? Seguimos buscando… y encontramos un gen activado por SHEVA en el cromosoma 21. Codifica nuestra poliproteína, lo que llamamos LPC (Large Protein Complex), el gran complejo proteínico. Un único factor de transcripción controla específicamente la expresión de este gen. Buscamos el factor y lo encontramos en el genoma del SHEVA. Un cofre del tesoro cerrado en el cromosoma 21, y las llaves necesarias en el virus. Están emparejados.
—Asombroso —dijo Kaye.
Bierce ejecutó la simulación de nuevo, esta vez centrándose en lo que sucedía en el cromosoma 21, la creación de la poliproteína.
—Pero Kaye, querida Kaye, eso no es ni mucho menos todo. Tenemos un misterio. La proteasa del SHEVA se divide en tres nuevas ciclooxigenasas y lipooxigenasas del LPC, que a continuación sintetizan tres diferentes y únicas prostaglandinas. Dos de ellas son nuevas para nosotros, la verdad es que resulta asombroso. Todas parecen muy potentes. —Kushner utilizó un bolígrafo para señalar las prostaglandinas saliendo de una célula—. Esto podría explicar los comentarios sobre abortos.
Kaye frunció el ceño, reflexionando.
—Calculamos que una infección total de SHEVA podría producir suficientes prostaglandinas de este tipo como para abortar cualquier embarazo en el plazo de una semana.
—Por si eso no fuese lo suficientemente extraño —dijo Bierce, y señaló las series de glicoproteínas—, las células infectadas fabrican éstas como subproducto. No las hemos analizado completamente, pero se parecen mucho a la FSH y a la LH, la hormona que estimula los folículos y la hormona luteinizante. Y estos péptidos parecen estar liberando hormonas.
—Los viejos amos ya conocidos del destino femenino. Maduración y liberación ovular.
—¿Por qué? —preguntó Kaye—. Si acaban de provocar un aborto… ¿por qué forzar una ovulación?
—No sabemos cuál se activa primero. Podría ser ovulación y a continuación aborto —dijo Kushner—. Recuerda que esto es una célula de hígado. Ni siquiera hemos empezado a investigar la infección en tejidos reproductores.
—¡No tiene sentido!
—Ahí está el reto —dijo Kushner—. Sea lo que sea tu pequeño retrovirus endógeno, está lejos de ser inofensivo, al menos para las mujeres. Parece algo diseñado para invadirnos, controlarnos y dejarnos bien jodidas.
—¿Sois los únicos que habéis trabajado en esto? —preguntó Kaye.
—Probablemente.
—Hoy mismo vamos a enviar los resultados al INS y al Proyecto Genoma —dijo Bierce.
—Y te informamos con antelación —añadió Kushner, apoyando la mano sobre el hombro de Kaye—. Quiero que tengas cuidado.
Kaye frunció el ceño.
—No entiendo.
—Cariño, no seas ingenua —dijo Kushner, con ojos preocupados—. Lo que estamos viendo podría ser una catástrofe de proporciones bíblicas. Un virus que mata bebés. Muchísimos bebés. Alguien podría considerarte una mensajera. Y ya sabes lo que les hacen a los mensajeros que traen malas noticias.
El doctor Michael Voight caminaba con paso rápido, con sus largas piernas de araña, por delante de Dicken, recorriendo el pasillo que conducía a la sala de residentes.
—Es curioso que lo pregunte —dijo el doctor Voight—. Nos estamos encontrando con muchas anomalías obstétricas. Ya hemos tenido unas cuantas reuniones por ese asunto. Pero no hemos estudiado el efecto de la gripe de Herodes. Vemos todo tipo de infecciones, gripe, por supuesto, pero todavía no tenemos las pruebas para detectar el SHEVA. —Se volvió a medias para preguntar—: ¿Una taza de café?
El Hospital de la Ciudad Olímpica de Atlanta tenía seis años de antigüedad, se había construido con presupuesto municipal y federal para aliviar la presión de los otros hospitales del casco urbano. Aportaciones privadas y una partida especial del presupuesto de las olimpiadas lo habían convertido en uno de los hospitales mejor equipados del estado, atrayendo a algunos de los mejores y más brillantes médicos jóvenes y también a unos cuantos veteranos descontentos. El mundillo de las aseguradoras médicas estaba afectando a los buenos especialistas, que habían visto desplomarse sus ingresos en la última década y cómo los métodos de atención a sus pacientes eran controlados por contables. Al menos, el Hospital de la Ciudad Olímpica les proporcionaba prestigio.
Voight condujo a Dicken al interior de la sala y le sirvió una taza de café de una cafetera de acero inoxidable. Voight le explicó que tanto los internos como los residentes podían utilizar la habitación.
—Suele estar vacía a esta hora de la tarde. Es la hora de más actividad ahí fuera, cuando la vida se agita y arroja a sus víctimas.
—¿Qué tipo de anomalías? —preguntó Dicken, impaciente.
Voight se encogió de hombros, apartó una silla de la mesa de formica y extendió sus largas piernas como Fred Astaire. El mono verde que llevaba crujió; estaba hecho de papel resistente, completamente desechable. Dicken se sentó y sostuvo la taza con ambas manos. Sabía que probablemente no le dejaría dormir, pero necesitaba la concentración y la energía.
—Me ocupo de los casos más graves, y la mayoría de los más extraños no me han sido asignados. Pero en las dos últimas semanas… ¿puede creer que hay siete mujeres que no pueden explicar sus embarazos?
—Soy todo oídos —dijo Dicken.
Voight extendió las manos y enumeró los casos.
—Dos de ellas tomaban píldoras anticonceptivas religiosamente, por así decirlo, y no les funcionaron… Lo que puede que no sea tan raro. Además, hay otra que no tomaba la píldora, pero dice que no tuvo relaciones sexuales. ¿Y adivina qué?
—¿Qué?
—Era virgo intacta. Tuvo hemorragia vaginal abundante durante un mes, luego eso pasó y empezó con nauseas matutinas, le desapareció el periodo, fue al médico y le dijeron que estaba embarazada. Vino aquí cuando todo iba mal. Una jovencita tímida que vive con un hombre anciano, una relación realmente peculiar. Insistía en que no había sexo de por medio.
—¿El segundo advenimiento? —preguntó Dicken.
—No blasfeme. Yo soy cristiano renacido —dijo Voight, con gesto de disgusto.
—Lo lamento —dijo Dicken.
Voight sonrió como disculpándose a medias.
—Luego viene su «viejo» y nos cuenta la verdadera historia. Al parecer está muy preocupado por ella, quiere que sepamos la verdad para que podamos tratarla. Ella ha estado dejándole acostarse en la misma cama y frotarse contra ella… Por cariño, ya sabes. Así es cómo se quedó embarazada la primera vez.
Dicken asintió. Eso no era demasiado sorprendente, la versatilidad de la vida y del amor.
Voight continuó.
—Tiene un aborto. Pero tres meses después vuelve, está embarazada de nuevo. De dos meses. Su anciano amigo viene con ella, dice que esta vez no ha estado frotándose contra ella ni nada, y que sabe que ella no ha estado saliendo con otros hombres. ¿Le creemos?
Dicken ladeó la cabeza y arqueó las cejas.
—Están sucediendo todo tipo de cosas extrañas —dijo Voight suavemente—. En mi opinión, más de lo habitual.
—¿Se quejan de enfermedades?
—Lo habitual. Resfriados, fiebre, malestar general. Creo que todavía debemos de tener un par de muestras en el laboratorio, si quiere echarles un vistazo. ¿Ha estado en el Northside?
—Todavía no —respondió Dicken.
—¿Por qué no va al hospital del centro? Allí tendrán muchos más cultivos que enseñarle.
Dicken sacudió la cabeza.
—¿Cuántas mujeres jóvenes con fiebre sin motivo o infecciones no bacterianas?
—Docenas. Eso tampoco es raro. No guardamos los análisis más de una semana; si dan negativo en infección bacteriana los tiramos.
—Bien. Veamos los cultivos.
Dicken se llevó el café y siguió a Voight hasta el ascensor. El laboratorio de biopsia y análisis estaba en el sótano, dos puertas más allá del depósito de cadáveres.
—Los técnicos del laboratorio se van a casa a las nueve. —Voight encendió las luces y buscó brevemente en un pequeño archivador de acero.
Dicken recorrió el laboratorio con la mirada: tres largas mesas blancas, equipadas con piletas, dos cabinas de aspiración de gases, incubadoras, armarios con botellas bien alineadas de cristal oscuro y claro, llenas de reactivos, montones ordenados de pruebas habituales dentro de cajas de cartón ligeras de color naranja y verde, dos neveras de acero inoxidable y un viejo congelador blanco, un ordenador conectado a una impresora de chorro de tinta con una nota pegada que decía NO FUNCIONA, y amontonadas en un cuarto trasero tras una puerta dividida horizontalmente, armarios de almacenamiento correderos, de acero, del habitual color gris.
—Todavía no los han metido en el ordenador; nos lleva unas tres semanas. Parece que falta una… Es el procedimiento actual del hospital, les damos la opción a las madres, pueden hacer que una funeraria se lleve los restos y organizar un funeral. Es mejor zanjarlo así. Pero teníamos un caso de indigencia por aquí, sin dinero ni familia… Aquí está. —Sacó una carpeta, entró en el cuarto de atrás, giró una rueda y encontró el estante con el número que figuraba en la carpeta.
Dicken esperó junto a la puerta. Voight salió con un frasco pequeño, lo sostuvo en alto, a la luz del laboratorio.
—No es el número, pero es del mismo tipo. Éste es de hace seis meses. Creo que el que estoy buscando todavía debe de estar en suero frío. —Le tendió el frasco a Dicken y se acercó a la primera nevera.
Dicken observó el feto: de doce semanas, aproximadamente del tamaño de su pulgar, enroscado sobre sí mismo, un diminuto extraterrestre pálido que había fracasado en su intento de adaptarse a la vida en la Tierra. Detectó las anomalías de inmediato. Las extremidades eran meros muñones, y había unas protuberancias en torno al hinchado abdomen que nunca había visto antes, ni siquiera en fetos con graves malformaciones.
El diminuto rostro parecía extrañamente vacío.
—Hay algo mal en su estructura ósea —dijo Dicken, mientras Voight cerraba la nevera. El médico sostenía otro feto en un frasco de cristal lleno de vaho, cubierto por un plástico sujeto con una goma elástica y marcado con una etiqueta adhesiva.
—Muchos problemas, sin duda —dijo Voight, intercambiando los frascos y observando el espécimen más antiguo—. Dios pone pequeños puntos de control en cada embarazo. Estos dos no superaron el examen. —Le miró expresivamente—. De vuelta a la guardería celestial.
Dicken no sabía si Voight estaba expresando lo que realmente pensaba o era el típico cinismo médico. Comparó el recipiente helado con el frasco que estaba a temperatura ambiente. Ambos fetos tenían doce semanas, eran muy similares.
—¿Puedo llevarme éste? —preguntó, tomando el recipiente frío.
—¿Y robárselo a nuestros estudiantes de medicina? —Voight se encogió de hombros—. Claro, digamos que es un préstamo al CCE, no debería ser un problema. —Miró el frasco de nuevo—. ¿Algo importante?
—Es posible —dijo Dicken. Sentía una punzada de tristeza y emoción. Voight le dio un recipiente más seguro y una pequeña caja de cartón, algodón y unos trozos de hielo en una bolsa de plástico sellada, para mantener el espécimen frío. Lo transfirieron con rapidez, utilizando dos depresores linguales de madera, y Dicken cerró la caja con cinta de embalar.
—Si aparecen más de éstos, comuníquenmelo de inmediato, ¿vale? —solicitó Dicken.
—Claro.
En el ascensor, Voight le preguntó:
—Parece preocupado. ¿Hay algo que sería preferible que supiese cuanto antes? ¿Algún dato que pueda ayudarme a atender mejor a mis pacientes?
Dicken sabía que había mantenido el rostro inexpresivo, así que sonrió a Voight y negó con la cabeza.
—Haga un seguimiento de todos los abortos —le dijo—. Especialmente los de este tipo. Cualquier correlación con la gripe de Herodes sería sólo una presunción.
Voight torció la boca, decepcionado.
—¿Todavía no hay nada oficial?
—Aún no —dijo Dicken—. Estoy basándome en una suposición muy arriesgada.
La cena de espagueti y pizza con los colegas de Saul del MIT estaba yendo muy bien. Saul había volado a Boston esa tarde y habían quedado en el Pagliaci. La conversación al comienzo de la noche en el oscuro restaurante italiano abarcaba desde el análisis matemático del genoma humano hasta un indicador caótico para el flujo de datos sistólico y diastólico en Internet.
Kaye se atiborró de palitos de pan y pimientos verdes antes de que llegase su lasaña. Saul picoteó algún trozo de pan con mantequilla.
Una de las celebridades del MIT, el doctor Drew Miller, apareció a las nueve en punto, imprevisible como siempre, para escuchar e interponer algún comentario sobre el candente tema de la actividad colectiva de las bacterias. Saul escuchaba con atención al legendario investigador, un experto en inteligencia artificial y sistemas autoorganizados. Miller se cambió de asiento varias veces y finalmente dio un golpecito en el hombro del antiguo compañero de cuarto de Saul, Derry Jacobs. Jacobs sonrió, se levantó para sentarse en otro sitio y Miller se acomodó junto a Kaye. Tomó un palito de pan del plato de Jacobs y contempló a Kaye con ojos grandes e infantiles. Frunció los labios y dijo:
—Ha conseguido molestar de verdad a los viejos gradualistas.
—¿Yo? —preguntó Kaye, riendo—. ¿Por qué?
—Los chicos de Ernst Mayr estarán sudando cubitos de hielo, si es que son lo bastante inteligentes. Dawkins está nervioso. He estado diciéndoles durante meses que todo lo que hacía falta era otro eslabón en la cadena y tendríamos un bucle de retroalimentación.
El gradualismo era la creencia de que la evolución actuaba mediante pequeños cambios, las mutaciones se acumulaban durante decenas de miles o incluso millones de años, normalmente perjudiciales para el individuo. Las mutaciones beneficiosas resultaban seleccionadas al conferir alguna ventaja y aumentar las posibilidades de obtener recursos y de reproducirse con éxito. Ernst Mayr había sido un brillante defensor de esta teoría. Richard Dawkins la había defendido elocuentemente para la síntesis moderna del darwinismo, a la vez que había descrito el llamado gen egoísta.
Saul lo oyó y se levantó para situarse junto a Kaye, inclinándose sobre la mesa para escuchar lo que Miller tenía que decir.
—¿Piensa usted que el SHEVA es un bucle? —preguntó.
—Sí. Un círculo cerrado de comunicación entre los individuos de una población, aparte del sexo. Nuestro equivalente de los plásmidos en las bacterias, pero, por supuesto, más parecido a los fagos.
—Drew, el SHEVA sólo tiene ochenta kb y treinta genes —dijo Saul—. No puede transportar mucha información.
Ella y Saul ya habían repasado todos los detalles antes de publicar el artículo en Virology. No habían hablado con nadie de sus teorías personales. A Kaye le sorprendió ligeramente que Miller sacase el tema. No se le conocía por ser un progresista.
—No es necesario que lleven toda la información —dijo Miller—. Sólo tienen que llevar un código de autorización. Una llave. Todavía no sabemos todo lo que hace el SHEVA.
Kaye miró a Saul y luego dijo:
—Díganos qué ha estado pensando, doctor Miller.
—Por favor, llámame Drew. En realidad no es mi área de trabajo, Kaye.
—No es propio de ti ser reservado, Drew —dijo Saul—. Y ya sabemos que no eres humilde.
Miller sonrió de oreja a oreja.
—Bien, creo que ya sospecháis algo. Estoy seguro de que tu mujer sospecha. He leído tus artículos sobre los transposones.
Kaye bebió el último sorbo de agua que le quedaba en el vaso.
—Nunca estamos seguros de qué decir y a quién —murmuró—, podríamos escandalizar o bien revelar demasiado.
—No deberías preocuparte por las teorías originales —dijo Miller—. Siempre hay alguien ahí fuera que va por delante de ti, pero normalmente no han hecho el trabajo. Es el que trabaja continuamente el que acaba haciendo el descubrimiento. Haces un buen trabajo y escribes buenos artículos, y esto es una gran oportunidad.
—Pero no estamos seguros de que sea la gran oportunidad —dijo Kaye—, podría tratarse simplemente de una anomalía.
—No pretendo obligar a nadie a ganar un premio Nobel —dijo Miller—, pero el SHEVA no es realmente un organismo que produzca una enfermedad. No tendría sentido desde una perspectiva evolutiva que algo se ocultase durante tanto tiempo en el genoma humano y luego acabase expresándose para provocar simplemente una gripe suave. El SHEVA es en realidad algún tipo de elemento genético móvil, ¿verdad? ¿Un promotor?
Kaye recordó la conversación con Judith sobre los síntomas que podría provocar el SHEVA.
Miller no tenía ningún problema en seguir hablando durante sus silencios.
—Todos piensan que los virus, y en particular los retrovirus, podrían ser mensajeros o disparadores evolutivos, o simplemente estímulos aleatorios —dijo Miller—. Desde que se descubrió que algunos virus transportaban fragmentos de material genético de un anfitrión a otro. Creo que hay un par de preguntas que deberíais formularos, si no lo habéis hecho ya. ¿Qué es lo que activa el SHEVA? Digamos que el gradualismo ha muerto. Tenemos estallidos de especiación adaptativa cada vez que se abre un nuevo nicho, nuevos continentes, un meteoro eliminando las especies antiguas… Sucede con rapidez, en menos de diez mil años; el habitual equilibrio puntuado. Pero hay un verdadero problema. ¿Dónde se almacenan todas estas propuestas de cambios evolutivos?
—Una pregunta excelente —dijo Kaye.
Miller la miró con ojos chispeantes.
—¿Ha pensado en eso?
—¿Y quién no? —dijo Kaye—. He estado dándole vueltas a lo de los virus y retrovirus como contribuyentes a la innovación genética. Pero siempre vuelvo a lo mismo. Puede que exista un ordenador biológico principal en cada especie, un procesador de algún tipo que acumula posibles mutaciones beneficiosas. Toma decisiones sobre qué, dónde y cuándo cambiará algo… Hace conjeturas, si lo prefiere así, basadas en índices de éxito de la experiencia evolutiva anterior.
—¿Qué activa un cambio?
—Sabemos que las hormonas vinculadas al nivel de estrés pueden afectar a la expresión de algunos genes. Esta biblioteca evolutiva de posibles nuevas formas…
Miller sonrió ampliamente.
—Sigue —la animó.
—Responde ante hormonas liberadas por el estrés —continuó Kaye—. Si un número suficiente de organismos se encuentran bajo condiciones de estrés, intercambian señales, alcanzan algún tipo de quórum y eso activa un algoritmo genético que compara las fuentes de estrés con una lista de adaptaciones, respuestas evolutivas.
—La evolución evolucionando —dijo Saul—. Las especies con un ordenador adaptativo pueden cambiar con mayor rapidez y eficacia que las viejas especies trilladas que no controlan ni seleccionan sus mutaciones, que dependen de la aleatoriedad.
Miller asintió.
—Eso está bien. Mucho más eficaz que el permitir simplemente que cualquier mutación antigua se exprese y probablemente destruya a un individuo o dañe una población. Digamos que el ordenador genético adaptativo, este procesador evolutivo, sólo permite que se utilicen cierta clase de mutaciones. Los individuos almacenan los resultados del trabajo del procesador, que serían, asumo… —Miró a Kaye en busca de ayuda, moviendo la mano.
—Las mutaciones que son gramaticalmente correctas —dijo ella—. Enunciados fisiológicos que no violan ninguna regla estructural importante en un organismo.
Miller sonrió beatíficamente, se agarró la rodilla y comenzó a balancearse suavemente adelante y atrás. Su gran cráneo cuadrado brillaba reflejando el rayo rojizo de una luz indirecta.
Estaba divirtiéndose.
—¿Dónde se almacenaría la información evolutiva? ¿Por todo el genoma, holográficamente, en sitios diferentes en diferentes individuos, sólo en las células germinales, o… en otro lugar?
—Identificadores almacenados en una sección de reserva del genoma en cada uno de los individuos —dijo Kaye, mordiéndose la lengua de inmediato. Miller, y Saul también, consideraban una idea como una especie de alimento que había que compartir y masticar bien para obtener algo útil de ella. Kaye prefería asegurarse antes de hablar. Buscó un ejemplo cercano—. Como la respuesta al calor en las bacterias, o la adaptación climática en una sola generación en las moscas de la fruta.
—Pero una reserva humana tiene que ser enorme. Somos mucho más complejos que las moscas de la fruta —dijo Miller—. ¿Puede que lo hayamos encontrado ya y no sepamos qué es?
Kaye le dio un toque en el brazo a Saul, exigiéndole prudencia. En ese momento disfrutaban de cierto reconocimiento, e incluso con un científico de la vieja guardia como Miller, con suficientes logros en su haber como para una docena de carreras, la ponía nerviosa hablar demasiado sobre sus últimas teorías. Podría difundirse: Kaye Lang dice esto y lo otro…
—Nadie lo ha encontrado todavía —dijo.
—¿No? —dijo Miller, examinándola con mirada crítica. Se sintió como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche.
Miller se encogió de hombros.
—Puede que no. Mi suposición es que se expresa sólo en las células germinales. En las células sexuales. Haploide a haploide. No se manifiesta, no empieza a funcionar a menos que exista confirmación por otros individuos. Feromonas. Contacto visual tal vez.
—Nosotros tenemos otra opinión —dijo Kaye—. Creemos que la reserva sólo transporta instrucciones para las pequeñas alteraciones que conducen a una nueva especie. El resto de los detalles siguen codificados en el genoma, instrucciones estándar para todo lo que está por debajo de ese nivel… Probablemente, funcionando igual de bien para los chimpancés que para nosotros.
Miller frunció el ceño y dejó de balancearse.
—Tengo que darle vueltas a eso un minuto. —Miró al techo—. Tiene sentido. Protege el diseño que se sabe que funciona, como mínimo. Así que pensáis que los cambios sutiles almacenados en la reserva se expresarán como unidades —dijo Miller—, ¿un cambio cada vez?
—No lo sabemos —dijo Saul. Dobló la servilleta junto al plato y le dio golpecitos con la mano—. Y esto es todo lo que vamos a contarte, Drew.
Miller sonrió ampliamente.
—He estado hablando con Jay Niles. Opina que el equilibrio puntuado se tambalea, y cree que se trata de un problema de sistemas, un problema de red. Inteligencia selectiva de red neuronal en acción. Nunca he confiado mucho en la cháchara sobre redes neuronales. Es sólo una forma de empañar el asunto, de no describir lo que tienes que describir —y añadió, con toda ingenuidad—: Creo que puedo ser de ayuda, si queréis.
—Gracias, Drew. Puede que te llamemos —dijo Kaye—. Pero por ahora nos gustaría probar hacerlo nosotros mismos.
Miller se encogió de hombros expresivamente, se golpeó la frente con los dedos y volvió al otro extremo de la mesa, donde tomó un palito de pan e inició otra conversación.
Durante el vuelo a La Guardia, Saul se desplomó en su asiento.
—Drew no tiene ni idea, ni idea.
Kaye levantó la vista de la copia de Threads que había tomado del compartimento del asiento.
—¿Sobre qué? A mí me pareció que iba muy bien encaminado.
—Si tú o yo o cualquiera en biología se atreviese a hablar de algún tipo de inteligencia detrás de la evolución…
—Ah —dijo Kaye, estremeciéndose un poco—, el misterioso vitalismo.
—Por supuesto, cuando Drew habla de inteligencia, o de mente, no se refiere a pensamiento consciente.
—¿No? —dijo Kaye, sintiéndose agradablemente cansada y llena de pasta. Volvió a meter la revista en el compartimento situado bajo la bandeja y reclinó el asiento hacia atrás—. ¿Qué quiere decir?
—Ya has trabajado sobre redes ecológicas.
—No fue el más original de mis trabajos —dijo Kaye—. ¿Y qué predicciones podemos hacer con las redes ecológicas?
—Puede que nada —dijo Saul—. Pero me ayuda a organizar mis ideas de forma útil. Nodos o neuronas formando una red y siguiendo los patrones de las redes neuronales, retroalimentando los nodos con los resultados de toda la actividad de la red, consiguiendo aumentar la eficacia de cada nodo y de la red en su conjunto.
—Desde luego queda muy claro —dijo Kaye, con expresión de desagrado.
Saul meneó la cabeza, admitiendo su crítica.
—Kaye Lang, eres más lista de lo que yo seré nunca —dijo. Ella lo observó con atención y sólo vio lo que más admiraba en él. Las ideas se habían apoderado del hombre; no le preocupaba el reparto de méritos, sólo el descubrimiento de una nueva verdad. Se le humedecieron los ojos, y recordó, casi con dolorosa intensidad, las emociones que Saul había despertado en ella durante su primer año juntos. Pinchándola, animándola, volviéndola loca hasta que ella conseguía explicarse con claridad y captaba la totalidad de una idea, de una hipótesis—. Acláralo tú, Kaye. Eso es lo que se te da bien.
—Bien… —Kaye frunció el ceño—. Así es como funciona el cerebro humano, o una especie, o, ya que estamos, un ecosistema. Y también es la definición más básica de pensamiento. Las neuronas intercambian montones de señales. Las señales pueden sumarse o restarse unas a otras, neutralizarse o cooperar para alcanzar una decisión. Siguen las reglas básicas de toda naturaleza: cooperación y competición; simbiosis, parasitismo, depredación. Las células nerviosas son nodos en el cerebro, y los genes son nodos en el genoma, compitiendo y cooperando para reproducirse en la siguiente generación. Los individuos son nodos en una especie y las especies son nodos en un ecosistema.
Saul se rascó la mejilla y la miró con orgullo.
Kaye agitó un dedo en señal de advertencia.
—Aparecerán creacionistas por todos los rincones, cacareando que finalmente hablamos de Dios.
—Todos tenemos nuestra cruz —suspiró Saul.
—Miller comentaba que el SHEVA cerraba el bucle de retroalimentación de los organismos individuales, es decir, de los seres humanos individuales. Eso convertiría al SHEVA en una especie de neurotransmisor —dijo Kaye, reflexionando.
Saul se acercó más a ella, gesticulando con las manos para describir volúmenes de ideas.
—Centrémonos. Los humanos cooperan para obtener ventajas, formando una sociedad. Se comunican sexualmente, químicamente, pero también socialmente, por medio del lenguaje, la escritura, la cultura. Moléculas y memes. Sabemos que hay moléculas olorosas, feromonas, que afectan al comportamiento; las hembras de un mismo grupo entran en estro simultáneamente. Los hombres evitan las sillas donde se han sentado otros hombres; las mujeres se sienten atraídas por esas mismas sillas. Sólo estamos depurando el tipo de señales que pueden enviarse, qué tipo de mensajes y qué pueden contener los mensajes. Ahora sospechamos que nuestros cuerpos intercambian virus endógenos, al igual que lo hacen las bacterias. ¿Es realmente tan sorprendente?
Kaye no le había hablado a Saul de su conversación con Judith. No quería estropearle la diversión tan pronto, especialmente contando con tan pocos datos, pero tendría que hacerlo. Se incorporó en el asiento.
—¿Y si el SHEVA tiene múltiples propósitos? —sugirió—. ¿Podría tener también efectos secundarios negativos?
—En la naturaleza todo puede ir mal —dijo Saul.
—¿Y si ya ha ido mal? ¿Y si se ha expresado de forma errónea, ha perdido por completo su propósito original y sólo nos pone enfermos?
—No es imposible —dijo Saul, de un modo que sugería educada ausencia de interés. Su mente seguía centrada en la evolución—. Realmente creo que deberíamos trabajar sobre esa idea la próxima semana y elaborar otro artículo. Tenemos el material casi listo, podríamos cubrir todos los puntos especulativos, incluir a algunos de los chicos de Cold Spring Harbor y de Santa Barbara… Incluso a Miller. No se rechaza una oferta de alguien como Drew. También deberíamos hablar con Jay Niles. Conseguir una base firme. ¿Deberíamos continuar, apostar nuestro dinero y atacar la evolución?
Siendo sincera, esa posibilidad asustaba a Kaye. Parecía muy peligroso y quería darle más tiempo a Judith para descubrir qué podía hacer el SHEVA. Además, no tenía ninguna relación con su negocio principal de búsqueda de nuevos antibióticos.
—Estoy demasiado cansada para pensar —dijo Kaye—. Pregúntamelo mañana.
Saul suspiró feliz.
—Tantos acertijos y tan poco tiempo.
Hacía años que Kaye no veía a Saul tan vital y contento. Tamborileaba con los dedos un ritmo rápido sobre el brazo del asiento y tarareaba suavemente para sí.
Sam, el padre de Mitch, lo encontró en el vestíbulo del hospital, la bolsa, que era todo su equipaje, preparada y la pierna cubierta por una incómoda escayola. La operación había ido bien, le habían quitado los puntos hacía un par de días y la pierna se recuperaba según lo previsto. Le daban de alta.
Sam ayudó a Mitch a llegar hasta el aparcamiento, llevándole la bolsa. Empujaron hacia atrás todo lo posible el asiento delantero del lado derecho del Opel de alquiler. Mitch colocó la pierna con torpeza, algo incómodo, y Sam condujo entre el tráfico ligero de media mañana. Los ojos de su padre miraban a todos los lados, nervioso.
—Esto no es nada comparado con Viena —dijo Mitch.
—Ya, bueno, no sé cómo tratan aquí a los extranjeros. Supongo que no tan mal como en México —dijo Sam. El padre de Mitch tenía el pelo castaño y estropajoso y un ancho rostro irlandés, lleno de pecas, que parecía estar siempre a punto de sonreír. Pero Sam apenas sonreía, y tenía un brillo acerado en los ojos grises que Mitch nunca había aprendido a descifrar.
Mitch había alquilado un apartamento de un dormitorio en las afueras de Innsbruck, pero no había estado allí desde el accidente. Sam encendió un cigarrillo y lo fumó con rapidez mientras subían por la escalera de cemento hasta el segundo piso.
—Te manejas muy bien con la pierna —dijo Sam.
—No tengo mucha elección —respondió Mitch.
Sam le ayudó a doblar una esquina y estabilizarse con las muletas. Mitch buscó las llaves y abrió la puerta. El apartamento era pequeño, con techo bajo y desnudas paredes de cemento. Hacía semanas que no se encendía la calefacción. Mitch entró con dificultad en el baño y se dio cuenta de que tendría que cagar desde lo alto y con cierto ángulo; la escayola no cabía entre el inodoro y la pared.
—Tendré que aprender a apuntar —le dijo a su padre al salir, haciéndole reír.
—La próxima vez busca un baño más grande. Un poco desarreglado, pero limpio —comentó Sam. Se metió las manos en los bolsillos para calentarlas—. Tu madre y yo damos por supuesto que vienes a casa. Nos gustaría que lo hicieses.
—Probablemente sea lo que haga, por un tiempo —dijo Mitch—. Me siento algo desamparado, papá.
—Tonterías —murmuró Sam—. Nunca te has dado por vencido fácilmente.
Mitch miró a su padre con expresión cansada, luego se volvió sobre las muletas y contempló el pez de colores que Tilde le había regalado meses antes. Le había dado una pequeña pecera y una lata de comida y lo había colocado sobre la encimera de la cocina. Él lo había cuidado incluso después de que la relación terminase.
El pez había muerto y ahora era una pequeña balsa de detritus flotando en la superficie de la pecera medio llena. Marcas de suciedad en los bordes señalaban los diferentes niveles alcanzados a medida que el agua se había ido evaporando. Resultaba muy desagradable.
—Mierda —exclamó Mitch. Se había olvidado completamente del pez.
—¿Qué era? —preguntó Sam, observando la pecera.
—Lo que quedaba de una relación que casi acaba conmigo —dijo Mitch.
—Resulta bastante dramático —comentó Sam.
—Más bien bastante decepcionante —corrigió Mitch—. Tal vez debería de haber sido un tiburón. —Le ofreció una Calsberg a su padre, de la pequeña nevera que estaba junto al fregadero de la cocina. Sam tomó la cerveza y bebió aproximadamente un tercio de la botella, mientras recorría la sala.
—¿Tienes algún asunto pendiente aquí? —preguntó.
—No lo sé —dijo Mitch, llevando la maleta al ridículamente pequeño dormitorio de paredes desnudas y con una bombilla en el techo como única iluminación. La tiró sobre el jergón, dio la vuelta torpemente con las muletas y volvió a la sala.
—Quieren que les ayude a encontrar las momias.
—Entonces que te paguen el vuelo de vuelta —dijo Sam—. Nos vamos a casa.
A Mitch se le ocurrió comprobar el contestador automático. El contador de mensajes estaba en el máximo, treinta.
—Es hora de que vuelvas a casa y recuperes fuerzas —dijo Sam.
Eso sonaba muy bien, la verdad. Volver a casa a los treinta y siete años y quedarse allí sin hacer nada, dejar que mamá le preparase la comida y papá le enseñase como cebar anzuelos o lo que fuera que Sam hiciese ahora, visitar a sus amigos, volver a ser un niño, sin ninguna responsabilidad importante.
Mitch sentía el estómago revuelto. Presionó el botón de rebobinar del contestador automático. Mientras zumbaba enrollándose hacia atrás, sonó el teléfono y Mitch contestó.
—Perdone —dijo en inglés una voz masculina de tenor—, ¿es usted Mitch Rafelson?
—El mismo —contestó Mitch.
—Sólo voy a decirle esto y luego colgaré. Tal vez reconozca usted mi voz, pero… no importa. Han encontrado los cuerpos en la cueva. La gente de la Universidad de Innsbruck. Sin su ayuda, presumo. Todavía no se lo han dicho a nadie, no sé por qué. Estoy hablando en serio, no se trata de ninguna broma, Herr Rafelson.
Se oyó el clic característico y la línea quedó muerta.
—¿Quién era? —preguntó Sam.
Mitch aspiró e intentó relajar la mandíbula.
—Cabrones —dijo—. Sólo se meten conmigo. Soy famoso, papá. Un idiota chiflado y famoso.
—Tonterías —dijo de nuevo Sam, con la cara tensa de disgusto y rabia. Mitch contempló a su padre con una mezcla de amor y vergüenza. Éste era Sam en su faceta más preocupada y protectora.
—Salgamos de este agujero de ratas —dijo Sam, disgustado.
Kaye le preparó el desayuno a Saul nada más amanecer. Parecía desanimado, sentado ante la nudosa mesa de pino, sorbiendo despacio una taza de café negro. Ya se había bebido tres tazas, una mala señal. Cuando estaba de buen humor, el verdadero Saul nunca tomaba más de una taza al día. «Si empieza a fumar otra vez…»
Kaye le sirvió huevos revueltos con tostadas y se sentó junto a él. Saul se inclinó hacia delante, sin hacer caso de ella, y comió despacio, deliberadamente, bebiendo sorbos de café entre bocado y bocado. Cuando terminó, hizo un gesto de disgusto y apartó el plato.
—¿Estaban mal los huevos? —preguntó Kaye en voz baja.
Saul la miró fijamente y negó con la cabeza. Se movía más despacio, tampoco una buena señal.
—Ayer llamé a Bristol-Myers Squibb —dijo—. No han cerrado ningún trato con Lado y el Eliava y, aparentemente, no esperan hacerlo. Hay algún lío político en Georgia.
—¿Pueden ser buenas noticias?
Saul sacudió la cabeza y volvió la silla hacia las cristaleras y el gris matinal del exterior.
—También llamé a un amigo que trabaja en Merck. Dice que se está cociendo algo con el Eliava, pero no sabe qué es. Lado Jakeli ha tomado un avión a Estados Unidos para reunirse con ellos.
Kaye se contuvo en medio de un suspiro y dejó salir el aire suavemente, de forma inaudible. Otra vez caminando sobre cáscaras de huevos… El cuerpo lo sabía, su cuerpo lo sabía. Saul sufría de nuevo, incluso más de lo que aparentaba. Había pasado por eso al menos cinco veces. En cualquier momento buscaría un paquete de cigarrillos, inhalaría la amarga nicotina para ajustar un poco la química de su cerebro, aunque odiaba fumar, odiaba el tabaco.
—Así que… estamos fuera —dijo Kaye.
—Aún no lo sé —contestó Saul. Entrecerró los ojos ante un breve rayo de sol—. No me comentaste lo de las tumbas.
Kaye se sonrojó como una niña.
—No —dijo, rígidamente—. No te lo comenté.
—Y no salió en los periódicos.
—No.
Saul echó hacia atrás la silla y se agarró al borde de la mesa, se incorporó a medias y efectuó una serie de flexiones inclinadas, con la vista fija en la superficie de la mesa. Cuando terminó, después de hacer treinta, se sentó de nuevo y se secó la cara con la toalla de papel doblada que estaba utilizando como servilleta.
—Dios, lo siento tanto, Kaye —dijo, con la voz ronca—. ¿Sabes cómo me hace sentir?
—¿El qué?
—Que mi mujer haya tenido que pasar por algo así.
—Sabes que estudié medicina forense en SUNY.
—Aún así, hace que me sienta mal —dijo Saul.
—Deseas protegerme —dijo Kaye, y puso la mano sobre la de él, acariciándole los dedos. Él apartó la mano despacio.
—De todo —dijo Saul, haciendo un gesto amplio con las manos, sobre la mesa, como abarcando el mundo—. De la crueldad y del fracaso. De la estupidez —comenzó a hablar más deprisa—. Es algo político. Somos sospechosos. Asociados a Naciones Unidas. Lado no puede unirse a nosotros.
—No daba la impresión de ser así. La política, en Georgia —dijo Kaye.
—¿No? ¿Fuiste con el equipo de Naciones Unidas y no te preocupó que eso pudiese perjudicarnos?
—¡Claro que me preocupó!
—Exacto. —Saul asintió y luego estiró la cabeza hacia atrás y hacia delante como para aliviar la tensión del cuello—. Haré alguna llamada más. Intentaré averiguar dónde se reúne Lado. Aparentemente, no tiene intención de visitarnos.
—Entonces continuaremos con la gente de Evergreen —dijo Kaye—. Tienen mucha experiencia y parte de su trabajo de laboratorio es…
—No es suficiente. Competiremos con el Eliava y con quienquiera que elijan como socio. Serán los primeros en conseguir las patentes y lanzarlas al mercado, se quedarán los beneficios. —Saul se frotó la mejilla—. Tenemos dos bancos y un par de socios y… mucha gente que esperaba que esto saliese bien, Kaye.
Kaye se puso en pie; le temblaban las manos.
—Lo siento —dijo—. Pero esas tumbas… Eran personas, Saul. Se necesitaba ayuda para descubrir cómo habían muerto. —Sabía que parecía que se estaba justificando y eso la confundía—. Estaba allí e intenté ser útil.
—¿Hubieses ido si no te lo hubiesen ordenado? —preguntó Saul.
—No me lo ordenaron —dijo Kaye—. No de forma explícita.
—¿Hubieses ido si no se hubiese tratado de algo oficial?
—Claro que no —contestó Kaye.
Saul extendió la mano y ella la agarró. Le apretó los dedos con fuerza casi dolorosa, luego su mirada se volvió cansada. La soltó, se levantó y se sirvió otra taza de café.
—El café no sirve de nada, Saul —dijo Kaye—. Dime cómo estás. Cómo te sientes.
—Me siento bien —contestó a la defensiva—. El éxito es la medicina que más necesito ahora mismo.
—Esto no tiene nada que ver con los negocios. Es como las mareas. Tienes que enfrentarte a tus propias mareas. Tú mismo me lo dijiste, Saul.
Saul asintió con la cabeza, pero no la miró.
—¿Irás al laboratorio hoy?
—Sí.
—Te llamaré desde aquí cuando investigue un poco. Fijemos una reunión con los jefes de equipo esta tarde, en el laboratorio. Pediremos pizza y unas cervezas. —Hizo un valiente esfuerzo por sonreír—. Tenemos que cambiar de estrategia, y pronto.
—Veré cómo van los nuevos proyectos —dijo Kaye. Ambos sabían que para que los proyectos actuales diesen algún fruto, incluyendo el trabajo sobre las bacteriocinas, se necesitaba al menos un año más—. ¿Cuánto falta para…?
—Deja que yo me preocupe de eso —dijo Saul. Se movió de lado sigilosamente como un cangrejo, agitando los hombros, burlándose de sí mismo de esa forma tan característica suya, y la abrazó con un brazo, escondiendo la cara en su hombro. Ella le apretó la cabeza.
—Odio esto, de verdad, de verdad, odio comportarme así.
—Eres muy fuerte, Saul —le susurró Kaye al oído.
—Tú eres mi fuerza —le dijo, y se apartó, frotándose la mejilla como un chiquillo al que han dado un beso—. Te quiero más que a la vida misma, Kaye. Lo sabes. No te preocupes por mí.
Por un momento, una locura salvaje y extraviada se reflejó en su mirada, acorralada, sin ningún lugar donde esconderse. Luego pasó, le venció el abatimiento y se encogió de hombros.
—Estaré bien. Lo superaremos, Kaye. Sólo tengo que hacer algunas llamadas.
Debra Kim era una mujer delgada, de rostro ancho y un suave casco de espeso cabello oscuro. Euroasiática, tendía a ser autoritaria a su estilo tranquilo. Kaye y ella se llevaban muy bien, aunque era quisquillosa con Saul y con la mayoría de los hombres.
Kim dirigía el laboratorio de aislamiento del cólera en EcoBacter con guante de acero envuelto en terciopelo. El laboratorio de aislamiento, el segundo laboratorio más grande de EcoBacter, funcionaba al nivel 3, más para proteger a los ratones supersensibles de Kim que a los trabajadores, aunque el cólera no era ninguna broma. En su investigación utilizaba ratones con severas inmunodeficiencias combinadas, SIC, privados genéticamente de sistema inmunológico.
Kim llevó a Kaye a la oficina exterior del laboratorio y le ofreció una taza de té. Charlaron de trivialidades unos minutos, mirando por un panel acrílico transparente los contenedores especiales de plástico estéril y acero situados a lo largo de la pared y a los activos ratones que se encontraban en su interior.
Kim trabajaba para encontrar una terapia efectiva contra el cólera basada en fagos. A los ratones SIC se les había dotado de tejido intestinal humano que no podían rechazar; de esta forma se convertían en pequeños modelos humanos ante la infección por cólera. El proyecto había costado cientos de miles de dólares y no había dado muchos resultados, pero Saul lo mantenía en marcha, todavía.
—Nicki, de nóminas, dice que nos quedan tres meses —dijo Kim de improviso, dejando la taza sobre la mesa y sonriendo forzadamente a Kaye—. ¿Es cierto?
—Probablemente —dijo Kaye—. Tres o cuatro. A menos que cerremos un acuerdo de sociedad con el Eliava. Eso resultaría lo bastante seductor como para atraer más capital.
—Mierda —dijo Kim—. La semana pasada rechacé una oferta de Procter and Gamble.
—Espero que hayas dejado alguna puerta abierta —dijo Kaye.
Kim sacudió la cabeza.
—Me gusta esto, Kaye. Preferiría trabajar contigo y con Saul antes que con casi cualquier otro. Pero a cada día que pasa no me voy haciendo más joven, y tengo en mente proyectos bastante ambiciosos.
—Como todos —dijo Kaye.
—Casi he conseguido desarrollar un tratamiento de dos frentes —comentó Kim, acercándose al panel acrílico—. He encontrado la conexión genética entre las endotoxinas y las adhesinas. El cholerae ataca las células de nuestra mucosa intestinal y las satura. El cuerpo se defiende desprendiendo las membranas mucosas. Diarreas de «agua de arroz». Puedo desarrollar un fago que lleve un gen que corte la producción de pili en el cólera. Si pueden producir toxinas, no pueden producir pili y no pueden adherirse a las células de la mucosa intestinal. Liberamos cápsulas del fago en las zonas afectadas y voilà. Incluso podemos utilizarlos en programas de tratamiento de aguas. Seis meses, Kaye. Sólo seis meses más y podremos entregárselo a la Organización Mundial de la Salud a setenta y cinco centavos la dosis. Tan sólo cuatrocientos dólares para tratar toda una planta de purificación de agua. Obtener un buen beneficio y salvar varios miles de vidas cada mes.
—Te escucho —dijo Kaye.
—¿Por qué es tan importante el tiempo? —preguntó Kim en voz baja y se sirvió otra taza de té.
—Tu trabajo no se detendrá aquí. Si tenemos que cerrar, puedes llevártelo contigo. Vete a otra compañía. Y llévate los ratones. Por favor.
Kim se rió y luego frunció el ceño.
—Eso es increíblemente generoso por tu parte. ¿Y que hay de vosotros? ¿Vais a resignaros a la situación hasta que os aplasten las deudas o a declararos en quiebra y aceptar trabajar para los de Squibb? Tú podrías conseguir trabajo con mucha facilidad, Kaye, sobre todo si te decides antes de que se apague la publicidad. Pero ¿qué hará Saul? Esta empresa es su vida.
—Tenemos alternativas —dijo Kaye.
Kim curvó las comisuras de los labios con gesto de preocupación. Puso la mano sobre el brazo de Kaye.
—Todos sabemos lo de sus ciclos —dijo—. ¿Le está afectando todo esto?
Esto provocó en Kaye un estremecimiento, como si intentase deshacerse de algo desagradable.
—No puedo hablar de Saul, Kim. Ya lo sabes.
Kim levantó las manos en el aire.
—Dios, Kaye, tal vez podríais aprovechar la publicidad para salir a bolsa, conseguir financiación. Algo que nos sacase del apuro durante otro año…
Kim no tenía mucha idea de cómo funcionaban los negocios. Era atípica en esto; la mayoría de los investigadores en biotecnología que trabajaban en empresas privadas sabían mucho de negocios. «Sin francos no hay monstruo de Frankenstein», había oído decir a uno de sus colegas.
—No podríamos convencer a nadie de que nos respaldase en una oferta pública —dijo Kaye—. El SHEVA no tiene nada que ver con EcoBacter, por ahora nada en absoluto. Y el cólera es cosa del Tercer Mundo. No resulta atractivo, Kim.
—¿No lo es? —dijo Kim, agitando las manos disgustada—. Bien, ¿y qué demonios resulta atractivo hoy día en la gran subasta mundial?
—Alianzas, beneficios altos y valor de mercado —dijo Kaye. Se puso en pie y dio unos golpecitos sobre el panel de plástico cerca de una de las jaulas para ratones. Los animales de su interior se levantaron y arrugaron la nariz.
Kaye entró en el laboratorio 6, donde había llevado a cabo la mayor parte de su trabajo de investigación. Un mes antes había pasado sus estudios sobre bacteriocinas a unos posdoctorados del laboratorio 5. En estos momentos, el laboratorio 6 lo estaban utilizando los ayudantes de Kim, pero se encontraban en un congreso en Houston, y el lugar estaba cerrado y las luces apagadas.
Cuando no estaba trabajando en antibióticos, su ocupación preferida habían sido los cultivos de Henle 407 obtenidos a partir de células intestinales; los había utilizado para estudiar meticulosamente algunos aspectos del genoma de los mamíferos y para localizar HERV potencialmente activos. Saul la había animado, puede que imprudentemente; podría haberse centrado por completo en la investigación de las bacteriocinas, pero Saul le había asegurado que era una chica de oro. Cualquier cosa que tocase beneficiaría a la compañía.
Ahora tenían gloria de sobra, pero no dinero.
La industria biotecnológica era implacable, como mínimo. Tal vez simplemente ella y Saul no tenían lo que se precisaba para triunfar.
Kaye se sentó en medio del laboratorio, en una silla rodante a la que por algún motivo le faltaba una rueda. Se apoyó hacia un lado, con las manos en las rodillas y las lágrimas deslizándose por las mejillas. Una vocecita persistente en la parte posterior de su cabeza le decía que eso no podía continuar. La misma voz seguía advirtiéndole de que había elegido mal en su vida personal, pero no podía imaginar que otra cosa podría haber hecho. A pesar de todo, Saul no era su enemigo; lejos de ser un hombre brutal o abusivo, era simplemente una víctima de un trágico desequilibrio biológico. Su amor por ella era puro.
Lo que había iniciado sus lágrimas era esa traicionera voz interior que insistía en que debía escapar de esa situación, abandonar a Saul, empezar de nuevo; no habrá un momento mejor. Podía conseguir un trabajo en el laboratorio de una universidad, solicitar financiación para un proyecto de investigación pura que se adaptase a su estilo, huir de aquella maldita y literal carrera de ratas.
Pero Saul se había mostrado tan cariñoso, tan bien cuando ella volvió de Georgia… El artículo sobre la evolución parecía haber reavivado su interés por la ciencia al margen de los beneficios. Y entonces… la recaída, el desánimo, la espiral descendente. El falso Saul, el Saul negativo.
No quería enfrentarse de nuevo a lo que había sucedido hacía ocho meses. La peor depresión de Saul había puesto a prueba sus propios límites. Sus intentos de suicidio, dos, la habían dejado exhausta y amargada, más de lo que quería admitir. Había fantaseado con vivir con otros hombres, hombres tranquilos y normales, hombres de una edad más cercana a la de ella.
Kaye nunca le había hablado a Saul de esos deseos, de esos sueños; se preguntaba si tal vez ella también debería ver a un psiquiatra, pero había decidido no hacerlo. Saul había gastado decenas de miles de dólares en psiquiatras, había probado cinco tipos de antidepresivos, una vez había sufrido pérdida completa de la función sexual y semanas de no poder pensar con claridad. En su caso, las drogas milagrosas no funcionaban.
¿Qué les quedaba? ¿Qué le quedaba a ella, en reserva, si la marea volvía y perdía al Buen Saul? Estar junto a Saul en los malos momentos había aniquilado sus otras reservas, una reserva espiritual, generada durante su infancia, cuando sus padres le habían dicho: «Eres responsable de tu vida, de tu comportamiento. Dios te ha dado ciertos dones, hermosos instrumentos…»
Sabía que ella estaba bien; una vez había sido autónoma, fuerte, con voluntad propia, y quería volver a sentirse así.
Saul tenía un cuerpo aparentemente saludable, y una buena mente intelectual, y sin embargo había ocasiones en que, a pesar de sí mismo, no podía controlar su existencia. ¿Qué decía eso sobre Dios y sobre el alma inefable, sobre el yo? Que unas simples sustancias químicas podían desvirtuarlos…
Kaye nunca había creído mucho en todo el asunto de Dios, nunca había tenido verdadera fe; los escenarios de los crímenes de Brooklyn habían debilitado su creencia en cualquier tipo de religión de cuento de hadas; debilitado y finalmente destruido.
Pero la última de sus presunciones espirituales, el último vínculo que mantenía con un mundo de ideales, era la idea de que controlabas tu propio comportamiento.
Oyó entrar a alguien en el laboratorio. Las luces se encendieron. La silla rota chirrió al girar. Era Kim.
—¡Estás aquí! —dijo Kim, pálida—. Te hemos buscado por todas partes.
—¿Dónde iba a estar? —preguntó Kaye.
Kim le tendió un teléfono inalámbrico.
—Es de tu casa.
—Señor Dicken, esto no es un bebé. Nunca hubiese llegado a ser un bebé.
Dicken examinó las fotografías y los análisis del aborto del Crown City. El gastado y viejo escritorio de acero de Tom Scarry estaba situado al fondo de un pequeño cuarto de paredes azul claro lleno de terminales de ordenador contiguo al laboratorio de patología vírica de Scarry en el Edificio 15. La superficie de la mesa estaba cubierta de discos de ordenador, fotos y carpetas llenas de papeles. De alguna forma, Scarry se las arreglaba para seguir eligiendo en qué proyectos trabajaba; era uno de los mejores analistas de tejidos del CCE.
—Entonces ¿qué era?
—Puede haber empezado siendo un feto, pero casi todos los órganos internos están severamente infradesarrollados. La columna no se ha cerrado; podría interpretarse como un caso de espina bífida, pero aquí hay toda una serie de nervios que se extienden hasta una masa folicular situada donde debería haber estado la cavidad abdominal.
—¿Folicular?
—Como un ovario. Pero contiene sólo una docena de óvulos.
Dicken frunció las cejas. La agradable cadencia de Scarry hacía juego con un rostro amistoso, pero su sonrisa era triste.
—Entonces… ¿habría sido femenino? —preguntó Dicken.
—Christopher, este feto se abortó porque es la configuración de material celular más retorcida que he visto nunca. El aborto fue un acto de piedad. Podría haber sido femenino, pero algo salió muy mal durante la primera semana de embarazo.
—No entiendo…
—La cabeza está gravemente malformada. El cerebro es tan sólo una pizca de tejido en el extremo de una columna vertebral acortada. No hay mandíbula. Las cuencas de los ojos se abren hacia los lados, como las de un gatito. El cráneo se parece más al de un lémur, lo poco que queda del cráneo. Ninguna función cerebral hubiese sido posible después de las tres primeras semanas. No se podría haber establecido ningún tipo de metabolismo al cabo de un mes. Esto actúa como un órgano que obtiene sustento, pero no tiene riñones, un hígado muy pequeño, no hay ni estómago ni intestinos que puedan definirse como tales… Algo similar a un corazón, pero de nuevo, muy pequeño. Las extremidades no son más que muñones de carne. No es mucho más que un ovario con suministro de sangre. ¿De dónde demonios lo ha sacado?
—Del hospital Crown City —contestó Dicken—, pero no lo comente.
—Mis labios están sellados. ¿Cuántos de éstos tienen?
—Unos cuantos.
—Yo empezaría a buscar una fuente grave de teratógenos. Olvídese de la talidomida. Lo que sea que haya causado esto es una verdadera pesadilla.
—Ya —dijo Dicken, y se presionó el puente de la nariz con los dedos—. Una última pregunta.
—Bien. Después váyase y déjeme volver a una existencia normal.
—Dice que tiene un ovario. ¿Funcionaría el ovario?
—Los óvulos estaban maduros, si es lo que pregunta. Y uno de los folículos parece haberse roto. Lo puse en el análisis… —Hojeó unas páginas del informe y se lo mostró, impaciente y un poco molesto, más con la naturaleza que con él, pensó Dicken—. Aquí mismo.
—¿O sea que tenemos un feto que ovuló antes de ser abortado? —preguntó Dicken, incrédulo.
—Dudo que llegase tan lejos.
—No tenemos la placenta —comentó Dicken.
—Si consigue una, no me la traiga —dijo Scarry—. Ya estoy lo bastante espantado. Ah… otra cosa más. La doctora Branch entregó su informe de tejidos esta mañana. —Scarry le pasó un único folio a través de la mesa, levantándolo con suavidad para esquivar el resto del material.
Dicken lo agarró.
—Dios.
—¿Cree que el SHEVA puede haber hecho esto? —preguntó Scarry, golpeando el análisis.
Branch había encontrado altos niveles de partículas de SHEVA en el tejido fetal, por encima del millón de partículas por gramo. Las partículas se habían extendido por todo el feto, o comoquiera que se pudiese llamar a la extraña excrescencia; tan sólo en la masa folicular, el ovario, estaban virtualmente ausentes. Había una pequeña nota pegada al final de la página.
Estas partículas contienen menos de 80.000 nucleótidos de ARN monofilamentoso. Todas se encuentran asociadas a un complejo proteínico no identificado de 12.000+ kilodalton en el núcleo de la célula anfitrión. El genoma vírico muestra homología sustancial con el SHEVA. Hable con mi oficina. Desearía obtener muestras más recientes para un PCR y secuenciación más precisos.
—¿Y bien? —insistió Scarry—. ¿Esto lo ha causado el SHEVA o no?
—Tal vez —dijo Dicken.
—¿Ahora ya tiene Augustine lo que necesita?
La información circulaba con rapidez por el 1600 de Clifton Road.
—Ni una palabra a nadie, Tom —dijo Dicken—. Hablo en serio.
—Tranquilo, bwana. —Scarry se pasó un dedo por los labios, como cerrando una cremallera.
Dicken metió el informe y el análisis en una carpeta y miró el reloj. Eran las seis en punto. Era posible que Augustine estuviese todavía en su despacho.
Seis hospitales más del área de Atlanta, parte de la red de Dicken, estaban informando de altos índices de abortos, con restos fetales similares.
Cada vez se estaban efectuando más pruebas de SHEVA a las madres, y muchas resultaban positivas.
Aquello era claramente algo de lo que la Directora de Servicios de Salud desearía enterarse.
Un camión de bomberos amarillo brillante y un vehículo rojo del servicio de emergencias estaban aparcados en el camino de grava. Sus luces giratorias, azules y rojas, destellaban e iluminaban las sombras del atardecer en las paredes de la vieja casa. Kaye pasó por delante del camión de incendios y aparcó detrás de la ambulancia, con los ojos muy abiertos, las palmas de las manos húmedas y el corazón en la garganta. No dejaba de susurrar:
—Dios, Saul. Ahora no.
Las nubes se arremolinaban desde el este, cubriendo el sol y alzando un muro gris tras las brillantes luces de emergencia. Abrió la puerta del coche, salió y contempló a los dos bomberos, que le devolvieron la mirada inexpresivos. Una brisa suave y más cálida le revolvió el pelo con delicadeza. El aire olía a humedad, ligeramente; podría haber tormenta esa noche.
Un joven paramédico se aproximó. Parecía profesionalmente preocupado y sostenía un bloc de notas.
—¿La señora Madsen?
—Lang —contestó—. Kaye Lang, la mujer de Saul. —Kaye se volvió para recuperar la calma y vio por primera vez el coche de la policía, aparcado al otro lado del camión de bomberos.
—Señora Lang, hemos recibido una llamada de una tal señorita Caddy Wilson…
Caddy abrió la puerta delantera y se quedó en el porche, seguida por un agente de policía. La puerta se cerró con fuerza tras ellos, un sonido familiar y amistoso, que de repente resultó siniestro.
—¡Caddy! —llamó Kaye. Caddy bajó apresuradamente la escalera, sujetándose la fina falda de algodón, mechones de pelo rubio pálido revoloteando. Tenía cuarenta y muchos, era delgada, con brazos fuertes y manos masculinas, rostro noble y atractivo, y grandes ojos castaños que ahora parecían a la vez preocupados por Kaye y asustados, como un caballo a punto de desbocarse.
—¡Kaye! Llegué esta tarde, como siempre…
El paramédico la interrumpió.
—Señora Lang, su marido no está en la casa. No le hemos encontrado.
Caddy miró al médico molesta, como si, más que a ningún otro, esta historia le correspondiese contarla a ella.
—La casa está en un estado increíble, Kaye. Hay sangre…
—Señora Lang, tal vez debería hablar antes con la policía…
—¡Por favor! —le gritó Caddy al paramédico—. ¿Es que no ve que está asustada?
Kaye le agarró la mano a Caddy y emitió un pequeño sonido de apaciguamiento. Caddy se secó las lágrimas con el puño y asintió, tragando un par de veces. El oficial de policía se les unió, era alto y con barriga, la piel de color negro oscuro, el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás sobre una frente amplia y unos rasgos patricios; ojos sabios y cansados, algo amarillentos. A Kaye le pareció bastante impresionante, mucho más agradable que el resto de los que se encontraban en el patio.
—Señora… —comenzó el oficial.
—Lang —ayudó el paramédico.
—Señora Lang, su casa se encuentra en un estado bastante…
Kaye comenzó a subir las escaleras del porche. ¡Que decidiesen entre ellos las competencias y el procedimiento! Tenía que ver qué había hecho Saul para poder tener una idea de dónde podía estar, de qué podría haber hecho desde… De lo que podría estar haciendo en ese mismo momento.
El oficial de policía la siguió.
—¿Tiene su marido antecedentes de automutilación, señora Lang?
—No —respondió Kaye, con los dientes apretados—. Se muerde las uñas.
La casa estaba en silencio, excepto por las pisadas de otro agente de policía que bajaba las escaleras. Alguien había abierto las ventanas del salón. Las cortinas blancas ondeaban sobre el abarrotado sofá. El segundo agente, de unos cincuenta años, delgado y pálido, con los hombros caídos y expresión de hallarse perpetuamente preocupado, parecía más un empleado de una funeraria o un forense. Comenzó a hablar, con palabras distantes y fluidas, pero Kaye pasó junto a él y siguió subiendo las escaleras. El barrigudo la siguió.
Saul había atacado con violencia el dormitorio. Había arrancado los cajones y la ropa estaba esparcida por todas partes. Supo sin pensarlo realmente que había estado buscando la ropa interior adecuada, los calcetines adecuados, apropiados para una ocasión especial.
En la repisa de la ventana había un cenicero repleto de colillas. Camel, sin filtro. Los más fuertes. Kaye odiaba el olor a tabaco.
El baño estaba salpicado de sangre. La bañera estaba medio llena con agua rosada y había huellas ensangrentadas desde la alfombrilla amarilla, atravesando los azulejos blancos y negros, hasta el viejo suelo de teca y luego entrando en el dormitorio, donde dejaban de verse rastros de sangre.
—Histriónico —murmuró, mirando el espejo, el débil reguero de sangre sobre el espejo y el lavabo—. Dios. Ahora no, Saul.
—¿Tiene idea de adónde podría haber ido? —le preguntó el oficial barrigudo—. ¿Se ha hecho esto a sí mismo o hay alguien más implicado?
Esta vez era sin duda la peor que había visto. Debía de haber ocultado lo mal que se encontraba realmente, o la crisis había llegado sigilosamente, nublando cualquier resto de sentido y responsabilidad. Una vez había descrito la llegada de una intensa depresión como grandes mantas oscuras de sombras arrastradas por demonios con rostros inertes y ropas arrugadas.
—Es sólo él, sólo él —dijo, llevándose la mano a la boca para toser. Sorprendentemente, no se sentía mareada. Vio la cama, pulcramente hecha, la colcha blanca estirada y doblada con precisión bajo las almohadas, Saul tratando de poner orden y sentido en su mundo de oscuridad. Se detuvo junto a un pequeño círculo de salpicaduras de sangre en la madera, junto a su mesilla de noche—. Sólo él.
—El señor Madsen puede ponerse muy triste a veces —dijo Caddy desde la puerta del dormitorio, con la mano de largos dedos presionando con fuerza el oscuro zócalo de madera.
—¿Tiene su marido antecedentes de intentos de suicidio? —preguntó el sanitario.
—Sí —dijo—. Nunca nada tan…
—Parece que se cortó las muñecas en la bañera —dijo el policía delgado de aspecto triste. Asintió con la cabeza, comprensivo. Kaye decidió que le llamaría señor Muerte y al otro señor Toro. El señor Toro y el señor Muerte podían deducir de la casa tanto como ella, posiblemente más.
—Salió de la bañera —dijo el señor Toro—, y…
—Se vendó de nuevo las muñecas, como un romano, intentando alargar su tiempo en la tierra —dijo el señor Muerte. Le dirigió una sonrisa de disculpa a Kaye—. Lo siento señora.
—Y luego debió de vestirse y salir de la casa.
«Exacto», pensó Kaye. Tenían razón.
Kaye se sentó en la cama, deseando ser la clase de mujer que se desmaya, borrando esa escena en ese mismo momento y dejando que otros se hiciesen cargo.
—Señora Lang, podríamos encontrar a su marido…
—No se suicidó —dijo. Señaló la sangre, apuntando descuidadamente hacia el pasillo y el baño. Buscaba un resquicio de esperanza y pensó por un momento que lo había encontrado—. Fue grave, pero él… como usted dijo, se detuvo.
—Señora Lang… —comenzó el señor Toro.
—Deberíamos encontrarle y llevarle a un hospital —dijo Kaye, y ante esta repentina posibilidad, de que tal vez aún podían salvarle, le falló la voz y empezó a llorar en silencio.
—Falta el bote —dijo Caddy. Kaye se levantó bruscamente y se acercó a la ventana. Se arrodilló en el asiento de la ventana y miró hacia abajo, al pequeño muelle que sobresalía del dique rocoso, penetrando en las aguas verde-gris del estrecho. El pequeño bote de vela no estaba en su amarre.
Kaye se estremeció como si tuviese frío. Comenzaba a aceptar lentamente que esa vez iba a ser la definitiva. El ánimo y el rechazo no podían competir por más tiempo con la sangre y el desorden, con la realidad de un Saul malogrado, controlado por el Negativo/Falso y ensombrecido Saul.
—No puedo verlo —dijo Kaye con voz aguda, buscando entre las aguas picadas—. Tiene una vela roja. No está ahí fuera.
Le pidieron la descripción y una fotografía, y les proporcionó ambas cosas.
El señor Toro bajó, salió por la puerta delantera y se acercó al coche policial. Kaye le siguió parte del trayecto y se volvió para dirigirse al salón. No quería quedarse en el dormitorio. El señor Muerte y el paramédico se quedaron para hacerle más preguntas, pero tenía muy pocas respuestas. Un fotógrafo de la policía y un ayudante del forense subieron las escaleras con sus equipos.
Caddy lo observaba todo con preocupación y también con fascinación felina. Finalmente, abrazó a Kaye y dijo algo a lo que Kaye contestó, automáticamente, que estaría bien. Caddy quería marcharse, pero no se decidía a hacerlo.
En ese momento, el gato naranja, Crickson, entró en la habitación. Kaye lo agarró y lo abrazó; de repente se preguntó si habría visto lo sucedido, se detuvo y volvió a dejarlo con delicadeza en el suelo.
Los minutos se alargaban como si fuesen horas. La luz del día se desvanecía y la lluvia golpeaba contra las ventanas del salón. Finalmente, el señor Toro regresó y le tocó el turno de marcharse al señor Muerte.
Caddy observaba, sintiéndose culpable por su horror y fascinación.
—No les podemos limpiar lo de ahí arriba —le dijo el señor Toro. Le tendió una tarjeta—. Esta gente tiene un pequeño negocio. Se encargan de este tipo de cosas. No es barato, pero hacen un buen trabajo. Son marido y mujer. Cristianos. Buena gente.
Kaye asintió y aceptó la tarjeta. Ya no quería la casa; pensó en cerrar la puerta sin más y marcharse.
Caddy fue la última en irse.
—¿Dónde vas a pasar la noche, Kaye? —le preguntó.
—No lo sé —dijo Kaye.
—Puedes quedarte con nosotros, cariño.
—Gracias —dijo Kaye—. Hay una cama en el laboratorio. Creo que dormiré allí esta noche. ¿Podrías cuidar de los gatos? No puedo… ocuparme de ellos ahora.
—Por supuesto. Los buscaré. ¿Quieres que vuelva? —preguntó Caddy—. ¿Que limpie… ya sabes? ¿Han terminado los otros?
—Ya te llamaré —dijo Kaye, a punto de derrumbarse de nuevo.
Caddy la abrazó hasta hacerle daño y se fue a buscar a los gatos. Se marchó diez minutos después y Kaye se quedó sola en la casa.
Sin una nota, ni un mensaje, nada.
Sonó el teléfono. No contestó durante un rato, pero siguió sonando y alguien había desconectado el contestador, quizá Saul. Quizá fuese Saul, pensó sobresaltándose, odiándose por haber abandonado la esperanza por un momento, y levantando el auricular de inmediato.
—¿Es usted Kaye?
—Sí —contestó con voz ronca. Se aclaró la garganta.
—Señora Lang, soy Randy Foster de Industrias AKS. Tengo que hablar con Saul. Sobre el acuerdo. ¿Está en casa?
—No, señor Foster.
Una pausa. Embarazosa. ¿Qué podía decir? ¿A quién decírselo por ahora? ¿Y quién era Randy Foster, y de qué acuerdo hablaba?
—Perdone. Dígale que ya hemos terminado con los abogados y que los contratos están listos. Los enviaremos mañana. Hemos fijado una reunión para las cuatro de la tarde. Estoy deseando conocerla señora Lang.
Kaye murmuró algo y colgó el teléfono. Por un momento pensó que iba a derrumbarse, a derrumbarse de verdad. En vez de eso, despacio y con deliberación, volvió a subir las escaleras e hizo una maleta con la ropa que podría necesitar durante la semana siguiente.
Después abandonó la casa y condujo hasta EcoBacter. El edificio estaba casi vacío, era la hora de cenar y ella no tenía hambre. Utilizó su llave para abrir el pequeño despacho lateral donde Saul había colocado una cama y algunas mantas, dudó un momento antes de abrir la puerta. La empujó y entró despacio.
La pequeña habitación sin ventanas estaba oscura, vacía y fría. Olía a limpio.
Todo estaba en orden.
Kaye se desvistió y se metió bajo la manta de lana beige y las crujientes sábanas blancas.
La mañana siguiente, temprano, antes del amanecer, se despertó sudando y temblando; no enferma sino horrorizada por el espectro de su nuevo yo: una viuda.
Finalmente, los periodistas localizaron a Mitch en Heathrow. Sam estaba sentado frente a él, ante una mesa de la sala que rodeaba el bar de marisco, mientras cinco de ellos, dos mujeres y tres hombres, se amontonaban junto a la barrera de plantas de plástico de media altura que rodeaba la zona de mesas, y lo acribillaban con preguntas. Viajeros, curiosos e irritados, les observaban desde otras mesas o pasaban cerca arrastrando su equipaje.
—¿Fue usted el primero en confirmar que eran prehistóricos? —le preguntó la mujer de mayor edad, sujetando la cámara con una mano. Se apartó unos mechones de pelo teñido con henna, insegura, moviendo los ojos de un lado a otro, fijando finalmente la vista en Mitch, esperando su respuesta.
Mitch picoteó su cóctel de gambas.
—¿Cree que tienen alguna conexión con el Hombre de Pasco de Estados Unidos? —preguntó uno de los hombres, obviamente esperando provocarle.
Mitch no conseguía diferenciar a los tres hombres entre sí. Todos tenían treinta y tantos, vestían trajes negros arrugados y llevaban cuadernos taquigráficos y grabadoras digitales.
—Ésa fue su última catástrofe, ¿verdad?
—¿Le han expulsado de Austria? —preguntó otro de los hombres.
—¿Cuánto le pagaron los alpinistas fallecidos para que guardase el secreto? ¿Cuánto iban a cobrar por las momias?
Mitch se reclinó en la silla, se estiró ostensiblemente y sonrió. La mujer del pelo teñido lo grabó diligentemente. Sam agitó la cabeza y se encogió como si se encontrase bajo la lluvia.
—Pregúntenme por el niño —dijo Mitch.
—¿Qué niño?
—Pregúntenme por el bebé. El bebé normal.
—¿Cuantos lugares saquearon? —preguntó jovialmente la mujer del pelo teñido.
—Encontramos al bebé en la cueva, con sus padres —dijo Mitch. Se levantó, apartando la silla de hierro forjado con un chirrido desagradable—. Vámonos, papá.
—Bien —dijo Sam.
—¿Qué cueva? ¿La cueva de los hombres de las cavernas? —preguntó el hombre que se hallaba en medio.
—Hombre y mujer de las cavernas —corrigió la mujer joven.
—¿Piensa que lo secuestraron? —preguntó pelo teñido, humedeciéndose los labios.
—¡Secuestraron a un bebé, lo mataron, se lo llevaron a los Alpes, tal vez como alimento… quedaron atrapados en medio de una tormenta y murieron! —comentó con entusiasmo el hombre de la izquierda.
—¡Ésa sí que sería una historia! —dijo el hombre número tres, a la izquierda.
—Pregúntenles a los científicos —dijo Mitch y se dirigió al mostrador con las muletas, para pagar la cuenta.
—¡Ésos dan información como si se tratase de dispensas papales! —gritó a su espalda la mujer más joven.
Dicken estaba sentado junto a Mark Augustine en el despacho de la directora de Salud Pública, la doctora Maxine Kirby. Ella era de mediana estatura, corpulenta, con perspicaces ojos almendrados sobre una piel color chocolate que mostraba tan sólo unas cuantas líneas de expresión, contradiciendo sus seis décadas; esas líneas, sin embargo, se habían vuelto más profundas durante la última hora.
Eran las once de la noche y ya habían repasado dos veces los detalles. Por tercera vez, el ordenador portátil volvió a iniciar la secuencia de gráficos y definiciones, pero sólo Dicken la contemplaba.
Frank Shawbeck, subdirector del Instituto Nacional de Salud, entró de nuevo en la habitación por la pesada puerta gris, después de haber hecho una visita al baño situado al fondo del pasillo. Todos sabían que a Kirby no le gustaba que otras personas utilizasen su cuarto de baño privado.
La directora de Salud Pública contempló el techo, y Augustine le dirigió a Dicken una breve mirada con el ceño fruncido, preocupado por si la presentación no había sido convincente.
La directora levantó una mano.
—Christopher, por favor, apaga ese cacharro. La cabeza me da vueltas. —Dicken pulsó la tecla ESCAPE del portátil y apagó el retroproyector. Shawbeck aumentó la intensidad de las luces del despacho y se metió las manos en los bolsillos. Adoptó una postura de respaldo incondicional en una esquina de la gran mesa de arce de Kirby.
—Esas estadísticas locales —dijo Kirby—, todas de hospitales de la zona, es un punto importante, está sucediendo en el vecindario… y todavía estamos recibiendo informes de otras ciudades y de otros estados.
—Continuamente —confirmó Augustine—. Intentamos ser todo lo discretos que podemos, pero…
—Empiezan a sospechar. —Kirby sujetó uno de sus dedos índices y contempló la uña pintada, algo desconchada. La uña era de color azul verdoso. La directora de Salud Pública tenía sesenta y un años, pero utilizaba esmalte de uñas para adolescentes—. En cualquier momento saldrá en las noticias. El SHEVA es algo más que una curiosidad. Lo mismo que la gripe de Herodes. La Herodes provoca mutaciones y abortos. Por cierto, ese nombre…
—Puede que sea demasiado directo. ¿A quién se le ocurrió?
—A mí —dijo Augustine.
Shawbeck estaba actuando de perro guardián. Dicken le había visto jugar al adversario con Augustine anteriormente, y nunca sabía hasta qué punto la actitud era genuina.
—Bien, Frank, Mark, ¿es ésta mi munición? —preguntó Kirby. Antes de que pudiesen responder, adoptó un gesto aprobador y especulativo, frunciendo los labios, y dijo—: Es condenadamente aterrador.
—Lo es —afirmó Augustine.
—Pero no tiene ningún sentido —añadió Kirby—. ¿Algo surge de nuestros genes y crea bebés monstruos… con sólo un enorme ovario? Mark, ¿qué demonios?
—No sabemos cuál es la etiología, señora —dijo Augustine—. Nos faltan medios; dadas las circunstancias, hemos reducido el personal al mínimo en todos los proyectos.
—Estamos reclamando más dinero, Mark. Ya lo sabes. Pero el ambiente en el Congreso no es bueno. No quiero que me pillen con una falsa alarma.
—Biológicamente, el trabajo es de la más alta categoría. Políticamente, es una bomba de relojería —dijo Augustine—. Si no lo hacemos público pronto…
—Maldita sea, Mark —dijo Shawbeck—. ¡No tenemos ninguna conexión directa! La gente que pilla esta gripe… ¡todos sus tejidos siguen inundados de SHEVA semanas después! ¿Qué pasa si los virus son viejos y débiles y no tienen ninguna relación? ¿Y si se expresan porque… —agitó la mano— hay menos ozono y todos recibimos más rayos UVA o algo así, como el herpes que aparece en las pupas de los labios? Tal vez sean inofensivos, tal vez no tengan nada que ver con los abortos.
—No creo que sea una coincidencia —dijo Kirby—. Hay demasiadas coincidencias en las cifras. Lo que quiero saber es ¿por qué el organismo no devora estos virus, por qué no se deshace de ellos?
—Porque se liberan continuamente durante meses —contestó Dicken—. Sea lo que sea lo que el cuerpo haga con ellos, continúan expresándose en diferentes tejidos.
—¿Qué tejidos?
—Todavía no estamos seguros —dijo Augustine—. Estamos mirando en la médula ósea y la linfa.
—No hay absolutamente ningún signo de viremia —añadió Dicken—. No hay inflamación del bazo ni de los ganglios linfáticos. Virus por todas partes, pero no provocan reacciones importantes. —Se frotó la mejilla, preocupado—. Me gustaría volver a revisar algo.
La directora de Salud Pública volvió a mirarle, y Shawbeck y Augustine; advirtiendo su concentración, se mantuvieron en silencio.
Dicken acercó la silla unos centímetros.
—Las mujeres agarran el SHEVA de sus parejas masculinas estables. Las mujeres solteras, las mujeres sin parejas estables, no agarran el SHEVA.
—Eso es una estupidez —dijo Shawbeck, con gesto de disgusto—. ¿Cómo demonios va a saber una enfermedad si una mujer convive con alguien o no? —Ahora fue Kirby quien frunció el ceño. Shawbeck se disculpó—. Pero ya sabe lo que quiero decir —dijo, a la defensiva.
—Está en las estadísticas —rebatió Dicken—. Lo hemos repasado minuciosamente. Se transmite de los hombres a sus parejas femeninas, mediante una exposición bastante prolongada. Los hombres homosexuales no lo transmiten a sus parejas. Si no hay contacto heterosexual, no hay contagio. Es una enfermedad de transmisión sexual, pero selectiva.
—¡Dios! —exclamó Shawbeck, sin que Dicken pudiese descifrar si la respuesta era de escepticismo o de asombro.
—De momento supondremos que es así —dijo la directora de Salud Pública—. ¿Qué ha provocado que el SHEVA aparezca ahora?
—Es evidente que el SHEVA y los humanos mantienen una vieja relación —dijo Dicken—. Podría tratarse del equivalente humano de un fago lisogénico. En las bacterias, los fagos lisogénico se manifiestan cuando las bacterias se ven sometidas a estímulos que pueden interpretarse como amenazas para la vida, es decir, estrés. Tal vez el SHEVA reacciona ante cosas que causan estrés a los humanos. Superpoblación. Condiciones sociales. Radiación.
Augustine le dirigió una mirada de advertencia.
—Somos mucho más complicados que las bacterias —concluyó.
—¿Crees que el SHEVA se manifiesta ahora debido a la superpoblación? —preguntó Kirby.
—Quizá, pero ésa no es la cuestión —dijo Dicken—. Los fagos lisogénicos pueden cumplir en ocasiones una función simbiótica. Ayudan a las bacterias a adaptarse a nuevas condiciones, e incluso a nuevas fuentes de alimento o de oportunidades, mediante el intercambio de genes. ¿Y si el SHEVA desempeña una función útil para nosotros?
—¿Manteniendo bajos los niveles de población? —aventuró Shawbeck con escepticismo—. ¿El estrés de la superpoblación hace que manifestemos pequeños expertos en abortos? ¡Vaya!
—Quizá. No lo sé —dijo Dicken, secándose las manos en los pantalones, nervioso. Kirby se fijó en eso y le miró con calma, algo incómoda por él.
—¿Quién lo sabe? —preguntó.
—Kaye Lang —contestó Dicken.
Augustine le hizo una ligera señal con la mano, que pasó inadvertida para la directora; Dicken caminaba sobre hielo muy frágil. Eso no lo habían discutido con anterioridad.
—Parece que se adelantó a todos los demás con lo del SHEVA —dijo Kirby. Con los ojos muy abiertos se inclinó sobre la mesa y le miró desafiante—. Pero Christopher, ¿cómo podías saber eso… en agosto, en la República de Georgia? ¿Tu intuición de cazador?
—Había leído sus artículos —dijo Dicken—. Lo que planteaba era intrínsecamente fascinante.
—Siento curiosidad. ¿Por qué te envió Mark a Georgia y Turquía? —preguntó Kirby.
—Casi nunca envío a Christopher a ningún lugar —dijo Augustine—. Tiene instinto de lobo cuando se trata de encontrar el tipo de presa al que nos dedicamos.
Kirby mantuvo la mirada sobre Dicken.
—No seas tímido, Christopher. Mark te tenía por ahí, explorando en busca de una enfermedad aterradora. Es de admirar, medicina preventiva aplicada a la política. ¿Y en Georgia coincidiste con la señora Kaye Lang por casualidad?
—Hay una oficina de CCE en Tbilisi —comentó Augustine, intentando echarle una mano.
—Una oficina por la que el señor Dicken no pasó, ni siquiera en visita social —dijo la directora, frunciendo las cejas.
—Fui para verla a ella. Admiraba su trabajo.
—Y no le contaste nada.
—Nada significativo.
Kirby se reclinó en el asiento y miró a Augustine.
—¿Podemos hacer que se una a nosotros? —preguntó.
—Tiene problemas en estos momentos —dijo Augustine.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó la directora.
—Su marido ha desaparecido, probablemente se ha suicidado —contestó Augustine.
—Eso fue hace un mes —dijo Dicken.
—Al parecer la situación es más complicada. Antes de su desaparición, el marido vendió la compañía, sin decirle nada, para devolver una aportación de capital de la que aparentemente ella no tenía ni idea.
Dicken no se había enterado de esas noticias. Era evidente que Augustine había estado haciendo sus propios sondeos sobre Kaye Lang.
—Jesús —dijo Shawbeck—. Entonces debe de estar hecha polvo. ¿La dejamos en paz hasta que se recupere?
—Si la necesitamos, la necesitamos —dijo Kirby—. Señores, no me gusta el aspecto del problema. Llámenlo intuición femenina, algo que tiene que ver con los ovarios, o lo que sea. Quiero todo el asesoramiento especializado que podamos conseguir. ¿Mark?
—La llamaré —dijo Augustine, accediendo con una rapidez poco habitual en él. Había percibido el viento y la dirección en que soplaba. Dicken se había salido con la suya.
—Hazlo —dijo Kirby, y se volvió en la silla para mirar a Dicken de frente—. Christopher, en serio, sigo pensando que ocultas algo. ¿De qué se trata?
Dicken sonrió y sacudió la cabeza.
—Nada con fundamento.
—¿Cómo? ¿El mejor cazador de virus del CNEI? Mark dice que confía en tu instinto.
—A veces Mark es demasiado cándido —comentó Augustine.
—Ya —dijo Kirby—. Christopher también debería ser cándido. ¿Qué te dice tu instinto?
Dicken estaba algo molesto por la pregunta de la directora, y se resistía a mostrar sus cartas mientras no tuviese una mano mejor.
—El SHEVA es muy, muy antiguo —repitió.
—¿Y?
—No estoy seguro de que sea una enfermedad.
Shawbeck dejó escapar un débil bufido de incredulidad.
—Sigue —le animó Kirby.
—Es un elemento antiguo de la biología humana. Ha estado en nuestro ADN desde mucho antes de que existiesen los humanos. Tal vez está haciendo lo que se supone que tiene que hacer.
—¿Matar bebés? —sugirió Shawbeck, cáustico.
—Regular alguna función de mayor entidad, en el ámbito de la especie.
—Sigamos con lo que es seguro —sugirió Augustine apresuradamente—. El SHEVA es la gripe de Herodes. Provoca defectos de nacimiento y abortos.
—En mi opinión la conexión es lo bastante sólida —dijo Kirby—. Creo que puedo convencer al presidente y al Congreso.
—Estoy de acuerdo —dijo Shawbeck—. Aunque con algunas reservas. Me pregunto si todo este misterio podría volverse contra nosotros.
Dicken se sintió aliviado. Casi había malgastado la mano, pero se las había arreglado para guardarse un as en la manga para utilizar más adelante; las huellas de SHEVA en los cadáveres de Georgia. Acababa de recibir los resultados de Maria Konig, de la universidad de Washington.
—Mañana veré al presidente —dijo la directora—. Me dedicará diez minutos. Dame las estadísticas locales en papel, diez copias, en color.
El SHEVA se convertiría pronto en una crisis oficial. En política sanitaria, una crisis solía solventarse utilizando la ciencia conocida y rutinas burocráticas de prueba y error. Hasta que la situación no demostrase ser realmente extraña, Dicken no pensaba que nadie pudiese creer sus conclusiones. Apenas podía creerlas él mismo.
Fuera, bajo el cielo color gris de la oscura tarde de noviembre, Augustine abrió la puerta del Lincoln oficial y dijo, por encima del coche:
—Cuando alguien te pregunta qué piensas realmente, ¿qué es lo que debes hacer?
—Seguir la corriente —dijo Dicken.
—Acertaste, niño prodigio.
Augustine condujo. A pesar de la torpeza de Dicken, parecía bastante satisfecho con la reunión.
—Sólo le faltan seis semanas para retirarse. Va a ofrecerle mi nombre al jefe de gabinete de la Casa Blanca como sugerencia para sustituirla.
—Enhorabuena —dijo Dicken.
—Con Shawbeck como reserva, por muy poco —añadió Augustine—. Pero con esto podría lograrlo, Christopher. Esto podría ser la entrada.
Kaye se sentó en el sillón de piel marrón oscuro, en el despacho suntuosamente panelado y se preguntó por qué los abogados caros de la Costa Este elegirían decorados tan elegantemente sombríos. Apretó con los dedos las tachuelas de latón que sujetaban el tapizado del apoyabrazos.
El abogado de Industrias AKS, Daniel Munsey, estaba de pie junto a la mesa de J. Robert Orbison, el abogado de Kaye y su familia durante treinta años.
El padre y la madre de Kaye habían muerto cinco años antes, y ella no había seguido pagando el anticipo anual a Orbison. Ante la desaparición de Saul y las sorprendentes noticias procedentes de AKS y del abogado de EcoBacter, que ahora se había unido a AKS, se había dirigido a Orbison, conmocionada. Se había encontrado con una persona decente y amable, que le aseguró que no le cobraría más de lo que siempre les había cobrado al señor y a la señora Lang durante sus treinta años de relaciones legales.
Orbison era delgado como un poste, con la nariz ganchuda, calvo, con manchas de edad en la cabeza y las mejillas, pelos en los lunares, labios húmedos y fláccidos y ojos azules acuosos, pero vestía un hermoso traje a rayas confeccionado a medida, con anchas solapas y una corbata que casi llenaba la V de su chaleco.
Munsey tenía treinta y pocos años, era moreno y atractivo, con voz suave. Llevaba un traje de lana liso, color tabaco, y sabía de biotecnología casi tanto como ella; más, en ciertos aspectos.
—Puede que AKS no sea responsable de los fallos del señor Madsen —dijo Orbison, con voz fuerte y amable—, pero dadas las circunstancias, creemos que su compañía le debe a la señora Lang cierta consideración.
—¿Consideración monetaria? —Munsey levantó las manos en gesto de desconcierto—. Saul Madsen no pudo convencer a sus inversores de que siguiesen financiándole. Al parecer, se había centrado en un acuerdo con un equipo de investigación de la República de Georgia. —Munsey agitó la cabeza, lamentándolo—. Mis clientes pagaron a los inversores. El precio fue más que justo, teniendo en cuenta lo que ha sucedido desde entonces.
—Kaye ha aportado mucho a la compañía. La compensación por los derechos de propiedad intelectual…
—Ha hecho una gran contribución a la ciencia, no a ningún producto que un comprador potencial pudiese adquirir.
—Considérelo entonces una compensación justa por contribuir al valor de EcoBacter como firma.
—La señora Lang no era copropietaria legal. Al parecer Saul Madsen nunca consideró a su mujer otra cosa que una empleada con capacidad ejecutiva.
—Fue una equivocación lamentable el que la señora Lang no se informase —admitió Orbison—. Confió en su marido.
—Creemos que tiene derecho a todos los bienes que formen parte de la herencia. Simplemente, EcoBacter ya no es uno de esos bienes.
Kaye apartó la mirada.
Orbison bajó la vista hacia el cristal que cubría la mesa.
—La señora Lang es una científica famosa, señor Munsey.
—Señor Orbison, señora Lang, Industrias AKS compra y vende negocios que funcionan. Con la muerte de Saul Madsen, EcoBacter ya no es un negocio que funcione. No tiene patentes valiosas a su nombre, ni relaciones con otras compañías o instituciones que puedan renegociarse sin nuestro control. El único producto que podría venderse, un tratamiento para el cólera, está actualmente en manos de una supuesta empleada. El señor Madsen fue notablemente generoso en sus contratos. Tendremos suerte si los activos físicos nos permiten recuperar el diez por ciento de nuestros costes. Señora Lang, ni siquiera podemos pagar la nómina de este mes. Nadie se está aprovechando.
—Pensamos que si le dan cinco meses, y utilizando su reputación, la señora Lang podría reunir un conjunto de patrocinadores financieros sólidos y relanzar EcoBacter. Los empleados son muy leales. Muchos han firmado cartas manifestando sus intenciones de quedarse con Kaye y ayudarla a empezar de nuevo.
Munsey levantó las manos de nuevo: no sirve.
—Mis clientes se guían por su instinto. Tal vez el señor Madsen debería haber elegido otro tipo de empresa a la que vender su compañía. Con todos los respetos a la señora Lang, y nadie la tiene en mayor estima que yo, no ha desarrollado ningún trabajo que tenga un interés comercial inmediato. Ya sabe que la biotecnología es un campo extremadamente competitivo, señora Lang.
—El futuro está en lo que podamos crear, señor Munsey —dijo Kaye.
Munsey negó con la cabeza, apenado.
—Personalmente yo invertiría sin dudarlo, señora Lang. Pero soy un sensiblero. El resto de las compañías… —Dejó la frase inacabada.
—Gracias, señor Munsey —dijo Orbison, y apoyó su larga nariz sobre las manos, reflexivo.
Munsey pareció quedarse confuso ante esta despedida.
—Lo lamento mucho, señora Lang. Todavía tenemos problemas con la «fianza de buen fin» y las negociaciones con las compañías de seguros por la forma en que desapareció el señor Madsen.
—No va a reaparecer, si es eso lo que les preocupa —dijo Kaye, fallándole la voz—. Lo han encontrado, señor Munsey. No va a regresar a reírse con nosotros y a explicarme cómo seguir con mi vida.
Munsey la miró.
Kaye no podía parar. Las palabras brotaban.
—Lo encontraron sobre las rocas del estrecho de Long Island. Su cuerpo se hallaba en un estado terrible. Tuvieron que identificarle por la alianza.
—Lo lamento profundamente. No me había enterado —dijo Munsey.
—La identificación final se realizó esta mañana —le comentó Orbison en voz baja.
—Lo siento muchísimo, señora Lang.
Munsey salió y cerró la puerta tras él.
Orbison la observó en silencio.
Kaye se secó los ojos con el dorso de las manos.
—No sabía cuánto significaba para mí, hasta qué punto nos habíamos convertido en un sólo cerebro, trabajando juntos. Pensaba que tenía mi propia mente y mi propia vida… y ahora, descubro que no es así. No me siento ni medio ser humano. Está muerto.
Orbison asintió.
—Esta tarde volveré a EcoBacter y asistiré a un velatorio con todo el personal. Les diré que es hora de buscar trabajo y que yo haré lo mismo.
—Eres inteligente y joven. Lo conseguirás, Kaye.
—¡Sé que lo conseguiré! —dijo con violencia. Se golpeó la rodilla con el puño—. Maldito sea. El muy… cabrón. Canalla. ¡No tenía derecho!
—No tenía derecho en absoluto —dijo Orbison—. Ha sido una sucia jugada hacerte pasar por esto. —Le brillaban los ojos con la misma rabia y simpatía que podría haber expresado en una sala de justicia, encendiendo sus emociones como una vieja lámpara de campamento.
—Sí… —contestó Kaye, pasando la mirada por la habitación, con furia—. Oh, Dios, va a ser tan duro. ¿Sabe qué es lo peor?
—¿Qué, querida? —preguntó Orbison.
—Parte de mí se alegra —dijo Kaye, y comenzó a llorar.
—Venga, venga —la calmó Orbison, de nuevo con aspecto viejo y cansado.
—Momias neandertales —dijo Augustine. Atravesó con energía el pequeño despacho de Dicken y puso un papel doblado sobre la mesa—. El tiempo avanza. Y también Newsweek.
Dicken apartó un montón de fotocopias de los informes de autopsias de bebés y fetos del hospital de la zona norte de Atlanta durante los últimos dos meses y agarró el papel. Era un recorte del Atlanta Journal-Constitution, y los titulares decían: «Se confirma que la pareja de los hielos es prehistórica.»
Miró por encima el artículo, sin demasiado interés, lo justo para ser educado, y alzó la vista hacia Augustine.
—Las cosas se están caldeando en Washington —dijo el director—. Me han pedido que reúna un equipo de investigación.
—¿Estás al cargo?
Augustine asintió.
—Buenas noticias, entonces —dijo Dicken con precaución, presintiendo tormenta.
Augustine le miró, inexpresivo.
—Utilizamos las estadísticas que preparaste y alarmaron profundamente al presidente. La directora de Salud Pública le enseñó uno de los abortos. Una foto, por supuesto. Dice que nunca le ha visto tan preocupado por ningún asunto de salud nacional. Quiere que lo hagamos público inmediatamente, con todos los detalles. «Están muriendo bebés —dice—. Si podemos solucionarlo, hagámoslo, ya.»
Dicken esperó con calma.
—La doctora Kirby opina que ésta podría ser una operación de dedicación total. Podría proporcionar fondos adicionales, incluso más para esfuerzos internacionales.
Dicken se preparó para mostrarse consternado.
—No quieren distraerme designándome para sustituirla. —La mirada de Augustine se endureció.
—¿Shawbeck?
—Tiene la aprobación. Pero el presidente puede hacer su propia elección. Darán una conferencia de prensa sobre la gripe de Herodes mañana. «Guerra total contra un asesino internacional.» Es mejor que la polio, y políticamente es perfecto, no como el sida.
—¿Besa a los bebés y haz que se pongan bien?
Augustine no lo encontró gracioso.
—El cinismo no te pega, Christopher. Eres del tipo idealista, ¿recuerdas?
—Debe ser la atmósfera cargada —dijo Dicken.
—Ya. Me han pedido que tenga listo el equipo para que lo aprueben Kirby y Shawbeck mañana al mediodía. Por supuesto, tú eres mi primera elección. Me reuniré con unos colegas del INS y algunos cazatalentos científicos de Nueva York esta tarde. Cada director de agencia querrá su porción de este asunto. En parte, es mi trabajo darles cosas que hacer para que no intenten apoderarse de todo el problema. ¿Puedes ponerte en contacto con Kaye Lang y decirle que va a ser reclutada?
—Sí —dijo Dicken. Se le aceleró el corazón. Le faltaba aire—. Me gustaría elegir a unos cuantos personalmente.
—Espero que no sea un ejército completo.
—En principio no —dijo Dicken.
—Necesito un equipo —dijo Augustine—, no un grupo de jefecillos cada uno por su lado. Nada de prima donnas.
Dicken sonrió.
—¿Alguna diva?
—Sólo si no desafinan. Es hora de cantar el himno nacional. Quiero una revisión de antecedentes de cualquiera de ellos que huela mal. Martha y Karen de recursos humanos pueden encargarse de esa tarea. Nada de exaltados, ni impulsivos. Y nada de raritos.
—Por supuesto —dijo Dicken—. Pero eso me dejará fuera a mí.
—Niño prodigio. —Augustine se humedeció el dedo e hizo un símbolo en el aire—. Se me permite sólo uno. Prerrogativa del gobierno. A las seis en mi oficina. Tráete refrescos, vasos de plástico y un cubo con hielo del laboratorio, hielo limpio, ¿vale?
Había tres furgones de mudanza junto a la entrada principal de EcoBacter cuando Kaye aparcó el coche. Pasó junto a dos hombres que transportaban una nevera de acero inoxidable de laboratorio frente al mostrador de recepción. Otro sostenía un contador de microplatos y, tras él, un cuarto acarreaba un PC. Las hormigas estaban devorando EcoBacter.
Aunque no importaba. De todas formas, la empresa ya estaba muerta.
Se dirigió a su despacho, que aún no habían tocado, y cerró enérgicamente la puerta tras ella. Sentada en el sillón azul, que había costado unos doscientos dólares, muy cómodo, encendió su ordenador personal y accedió a su cuenta en la página de ofertas de empleo de la Asociación Internacional de Empresas de Biotecnología. Lo que su agente de Boston le había comentado era cierto. Al menos catorce universidades y siete compañías estaban interesadas en sus servicios. Revisó las ofertas. Profesora numeraria, poner en marcha y dirigir un pequeño laboratorio de virología en New Hampshire… profesora de ciencias biológicas en una universidad privada en California, una institución cristiana, baptistas del sur…
Sonrió. Una propuesta de la facultad de medicina de UCLA para trabajar con un consagrado catedrático de genética, anónimo, en un equipo de investigación centrado en enfermedades hereditarias y su conexión con la activación provírica. Marcó esa opción.
Al cabo de quince minutos se recostó en el sillón y se frotó la frente con gesto dramático. Siempre había odiado buscar empleo. Pero no podía desaprovechar su fama momentánea; todavía no había conseguido ningún premio y puede que no sucediese en años. Era el momento de hacerse cargo de su vida y adentrarse en terreno seguro.
Había marcado tres de las veintiuna ofertas como interesantes para examinar con más calma y ya se sentía agotada y sudorosa.
Siguiendo una corazonada, revisó sus mensajes de correo electrónico. Allí encontró el breve mensaje de Christopher Dicken, del CNEI. El nombre le resultó familiar; entonces recordó y lanzó una maldición al monitor, al mensaje que encerraba, al rumbo que tomaba su vida, a toda aquella maldita bola de nieve.
Debra Kim golpeó el cristal transparente de la puerta de su despacho. Kaye maldijo de nuevo, en alto, y Kim se asomó, arqueando las cejas.
—¿Me gritas a mí? —preguntó inocentemente.
—Me han pedido que forme parte de un equipo del CCE —le respondió Kaye, golpeando la mesa con la mano.
—Trabajo gubernamental. Ofrecen un seguro sanitario genial. Libertad para hacer tus propias investigaciones siguiendo tu propia planificación.
—Saul odiaba trabajar para un laboratorio del gobierno.
—Saul era un individualista acérrimo —dijo Kim, y se sentó en el borde de la mesa de Kaye—. Ahora están sacando mi equipo. Supongo que no me queda nada que hacer aquí. Tengo mis fotos y mis discos y… Dios, Kaye.
Kaye se levantó y la abrazó mientras Kim lloraba.
—No sé qué haré con los ratones. ¡Ratones por valor de diez mil dólares!
—Encontraremos un laboratorio que los mantenga para ti.
—¿Cómo vamos a transportarlos? ¡Están repletos de Vibrio! Tendré que sacrificarlos antes de que se lleven el equipo de esterilización y el incinerador.
—¿Qué dicen los de AKS?
—Van a dejarlos en el almacén. No harán nada.
—Es increíble.
—Dicen que son mis patentes y que es mi problema.
Kaye volvió a sentarse, dio vueltas a la agenda en busca de inspiración, pero fue un gesto inútil. Kim no dudaba que podría conseguir trabajo en uno o dos meses, incluso que podría continuar sus investigaciones con ratones SIC. Pero tendrían que ser ratones nuevos, y podría perder de seis meses a un año de trabajo.
—No sé qué decirte —dijo Kaye, fallándole la voz. Alzó las manos, impotente.
Kim le dio las gracias, aunque Kaye no supo muy bien por qué. Se abrazaron de nuevo y Kim se fue.
Había poco, o nada, que pudiese hacer por Debra Kim o por cualquiera de los otros ex empleados de EcoBacter. Kaye sabía que ella tenía tanta responsabilidad en aquel desastre como Saul, responsable por ignorancia. Odiaba recaudar fondos, odiaba las finanzas, odiaba el buscar trabajo. ¿Existía alguna cosa práctica en este mundo que le gustase hacer?
Volvió a leer el mensaje de Dicken. Tenía que encontrar alguna forma de recobrar el aliento, levantarse y volver a unirse a la carrera. Un trabajo a corto plazo para el gobierno podía ser justo lo que necesitaba. No podía imaginar que querría de ella Christopher Dicken; apenas recordaba al hombre bajo y regordete de Georgia.
Utilizando su teléfono móvil (habían cortado las líneas telefónicas del laboratorio) llamó al número de Dicken en Atlanta.
—Tenemos resultados de análisis de cuarenta y dos hospitales de todo el país —le dijo Augustine al presidente de Estados Unidos—. Todos los casos de mutaciones y subsiguiente rechazo de los fetos, del tipo que estamos estudiando, están claramente relacionados con la presencia de la gripe de Herodes.
El presidente estaba sentado en la cabecera de la gran mesa de madera pulida, en la Situation Room de la Casa Blanca. Alto y corpulento, su cabeza de rizado cabello blanco sobresalía como un faro. Durante la campaña le habían apodado cariñosamente «Algodoncito», convirtiendo un termino despectivo, utilizado por las jovencitas para referirse a hombres mayores, en una expresión de orgullo y cariño. A su alrededor se encontraban el vicepresidente, el portavoz del Congreso —un demócrata—, el representante de la mayoría del Senado —un republicano—, la doctora Kirby, Shawbeck, el secretario de Salud y Servicios Sociales, Augustine, tres asistentes presidenciales —incluyendo al jefe de gabinete, el representante de la Casa Blanca para asuntos de salud pública— y varias personas que Dicken no conseguía identificar. Era una mesa enorme y habían asignado tres horas a aquella reunión.
Dicken había dejado el teléfono móvil, el busca y el ordenador de bolsillo en el control de seguridad antes de entrar, como habían hecho todos los demás. Un «teléfono móvil» explosivo de un turista había causado daños considerables en la Casa Blanca justo dos semanas antes.
Se sentía algo decepcionado por la Situation Room, nada de pantallas murales ultramodernas, ni consolas de ordenador, ni representaciones gráficas amenazadoras. Tan sólo una habitación amplia y corriente, con una gran mesa y muchos teléfonos. No obstante, el presidente escuchaba con atención.
—El del SHEVA es el primer caso confirmado de transmisión de retrovirus endógenos de humano a humano —decía Augustine—. Sin ningún tipo de duda, la gripe de Herodes está causada por el SHEVA. Durante todos los años que he dedicado a la medicina y la ciencia, nunca he visto nada tan virulento. Si una mujer se encuentra en las primeras fases del embarazo y contrae la Herodes, su feto, su bebé, será abortado. Nuestras estadísticas muestran unas cifras en torno a los diez mil abortos que pueden ser atribuidos ya a este virus. De acuerdo con la información que tenemos actualmente, los hombres son el único origen de la gripe de Herodes.
—Un nombre horrible —dijo el presidente.
—Un nombre efectivo, señor presidente —dijo la doctora Kirby.
—Horrible y efectivo —admitió el presidente.
—No sabemos qué causa la manifestación en los hombres —dijo Augustine—. Aunque sospechamos que se trata de algún tipo de proceso activado por feromonas, tal vez en la pareja femenina. No tenemos ninguna pista de cómo detenerlo. —Repartió unos folios alrededor de la mesa—. Nuestros estadísticos nos dicen que podríamos enfrentarnos a más de dos millones de casos de gripe de Herodes en el próximo año. Dos millones de posibles abortos.
El presidente absorbió pensativo la información. Ya conocía casi todos los detalles por las reuniones anteriores con Frank Shawbeck y el secretario de Salud y Servicios Sociales. La repetición, pensó Dicken, era necesaria para ayudar a los políticos a comprender hasta qué punto los científicos se encontraban a oscuras.
—Todavía no consigo comprender cómo algo que procede de nuestro interior puede causar tanto daño —comentó el vicepresidente.
—El demonio interior —dijo el portavoz del Congreso.
—Aberraciones genéticas similares pueden ser la causa del cáncer —dijo Augustine.
A Dicken aquello le pareció algo impreciso y Shawbeck pareció opinar lo mismo. Ahora era el momento de soltar su arenga, como candidato principal al puesto de director de Salud Pública, en sustitución de Kirby.
—Nos enfrentamos a un problema nuevo para la medicina, sin duda —dijo Shawbeck—. Pero tenemos al VIH contra las cuerdas. Con esa experiencia en nuestro haber, confío en que podamos tener algún resultado en seis u ocho meses. Tenemos importantes centros de investigación por todo el país, y el mundo, centrados en este problema. Hemos diseñado un programa nacional que utiliza los recursos del INS, el CCE y el Centro Nacional para las Enfermedades Infecciosas y Alérgicas. Dividimos la tarta para comerla con más rapidez. Nunca hemos estado, como nación, más preparados para afrontar un problema de esta magnitud. Tan pronto como este programa esté listo, unos cinco mil investigadores en veintiocho centros se pondrán a trabajar. Conseguiremos la ayuda de empresas privadas e investigadores de todo el mundo. En este momento se está planificando un programa internacional. Todo empieza aquí. Todo lo que necesitamos es una respuesta rápida y coordinada de sus secciones respectivas, damas y caballeros.
—No creo que nadie en el Congreso se oponga a una ley extraordinaria de desviación de fondos —dijo el portavoz del Congreso.
—Tampoco en el Senado —añadió el representante de la mayoría—. Estoy impresionado por el trabajo que han realizado hasta ahora, pero caballeros, no me siento tan entusiasta sobre nuestra capacidad científica como me gustaría. Doctor Augustine, doctor Shawbeck, nos ha llevado unos veinte años empezar a controlar el sida, a pesar de gastar miles de millones de dólares en investigación. Lo sé. Perdí una hija por el sida hace cinco años. —Contempló los rostros que rodeaban la mesa—. Si esta gripe de Herodes nos resulta tan nueva, ¿cómo podemos esperar milagros en seis meses?
—Milagros no —dijo Shawbeck—. Empezar a comprenderla.
—Entonces ¿cuánto tiempo pasará hasta que tengamos un tratamiento? No pido una cura, caballeros. Pero ¿al menos un tratamiento? ¿Una vacuna como mínimo?
Shawbeck admitió que no lo sabía.
—Sólo podemos utilizar tan rápido como podamos el poder de la ciencia —dijo el vicepresidente, y miró en torno a la mesa ligeramente inexpresivo, preguntándose en qué se convertiría aquel asunto.
—Lo diré de nuevo, tengo mis dudas —dijo el representante del Senado—. Me pregunto si esto es una señal. Tal vez sea el momento de poner nuestra casa en orden y mirar en el interior de nuestros corazones, hacer las paces con nuestro Hacedor. Está claro que esta vez hemos molestado a fuerzas poderosas.
El presidente se tocó la nariz con un dedo, con expresión seria.
Shawbeck y Augustine tenían la suficiente experiencia como para permanecer callados.
—Senador —dijo el presidente—, rezo para que esté equivocado.
Tras concluir la reunión, Augustine y Dicken siguieron a Shawbeck por un pasillo lateral, pasando junto a los despachos del sótano hasta un ascensor en la parte posterior. Shawbeck estaba claramente enfadado.
—Qué hipocresía —murmuró—. Odio cuando invocan a Dios. —Agitó los brazos para relajar la tensión del cuello y dejó escapar una risa ahogada—. Yo voto por los extraterrestres. Llamemos a los de Expediente X.
—Me gustaría poder reírme, Frank —dijo Augustine—. Pero estoy demasiado asustado. Nos encontramos en territorio inexplorado. La mitad de las proteínas activadas por el SHEVA nos resultan desconocidas. No tenemos ni idea de lo que hacen. Esto podría hundirse como una piedra. Sigo preguntando, ¿por qué yo, Frank?
—Porque eres muy ambicioso, Mark —dijo Shawbeck—. Tú encontraste esta piedra en concreto y miraste lo que había debajo. —Shawbeck sonrió con cierta malicia—. No es que tuvieses muchas opciones… a la larga.
Augustine inclinó la cabeza hacia un lado. Dicken podía oler su nerviosismo. Él mismo se sentía algo mareado. «Estamos en apuros —pensó—, y damos palos de ciego».
No habiendo sido nunca del tipo de los que se quedaban quietos durante mucho tiempo, Mitch pasó un día con sus padres en su pequeña granja de Oregón y a continuación tomó un Amtrack para Seattle.
Alquiló un apartamento en Capitol Hill, echando mano de un antiguo fondo de pensiones, y le compró un viejo Buick Skylark por dos mil dólares a un amigo de Kirkland.
Afortunadamente, a esa distancia de Innsbruck, las momias neandertales sólo despertaban una moderada curiosidad en la prensa. Concedió una entrevista: al redactor científico del Seattle Times, que a continuación lo cambió todo y le etiquetó como agresor recurrente contra el discreto y decente mundo de la arqueología.
Una semana después de su regreso a Seattle, la Confederación de las Cinco Tribus del condado de Kumash volvió a enterrar al Hombre de Pasco en una complicada ceremonia en los márgenes del río Columbia, en el este del estado de Washington. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército cubrió la tumba con cemento para evitar la erosión. Los científicos protestaron, pero no invitaron a Mitch a unirse a la protesta.
Más que ninguna otra cosa, necesitaba tiempo para estar a solas y pensar. Podía vivir de sus ahorros durante unos seis meses, pero dudaba que eso fuese tiempo suficiente para que su mala reputación se enfriase y pudiese conseguir un nuevo empleo en algún lugar.
Mitch estaba sentado con la escayola extendida junto al ventanal del apartamento, observando a los peatones de Broadway. No podía dejar de pensar en el bebé momificado, la cueva, la mirada en el rostro de Franco.
Había puesto los tubos de cristal con las muestras de tejido de las momias en una caja de cartón llena de fotografías viejas y había guardado la caja en el fondo de un armario. Antes de hacer nada con esos tejidos tenía que tener claro qué se había descubierto realmente.
La furia farisaica no servía de nada.
Había visto la relación. La herida de la hembra encajaba con la lesión del bebé. La mujer había dado a luz a la niña, o tal vez había abortado. El hombre se había quedado con ellas, había recogido a la recién nacida y la había envuelto en pieles, aunque probablemente había nacido muerta. ¿Había agredido el hombre a la mujer? Mitch no lo creía. Estaban enamorados. Él se sentía muy unido a ella. Huían de algo. ¿Y cómo sabía todo eso?
No tenía nada que ver con percepción extrasensorial ni con canalizar espíritus. Mitch había pasado una parte importante de su carrera interpretando las ambigüedades de enclaves arqueológicos. A veces las respuestas le llegaban en inspiraciones a altas horas de la noche, o mientras estaba sentado sobre las piedras contemplando las nubes o las estrellas del cielo nocturno. En alguna ocasión, la respuesta le llegaba en sueños. La interpretación era una ciencia y un arte.
Día sí, día no, Mitch trazaba diagramas, escribía notas, hacía anotaciones en un pequeño diario de tapas de vinilo. Pegaba un trozo de papel en la pared del dormitorio y dibujaba un mapa de la cueva tal como la recordaba. Colocaba figuritas de papel representando a las momias sobre el mapa. Se sentaba y contemplaba el papel y las figuras recortadas. Se mordía las uñas hasta hacerse daño.
Un día bebió seis cervezas en una tarde, una de sus bebidas favoritas al final de un largo día de excavaciones, pero ahora sin excavaciones, sin propósito, sólo por hacer algo diferente. Se adormiló, se despertó a las tres de la madrugada y se fue a caminar por las calles, pasó por un Jack-in-the-box, un restaurante mexicano, una librería, un puesto de revistas y una cafetería Starbuck.
Volvió al apartamento y se acordó de revisar su correo. Había una caja de cartón. Subió las escaleras con ella, agitándola con suavidad.
Había pedido un número atrasado de National Geographic con un artículo sobre Ötzi, el Hombre de los Hielos, a una librería de Nueva York. La revista había llegado envuelta en periódicos.
Devoción. Mitch sabía que habían estado muy unidos. La forma en que yacían uno junto al otro. La posición de los brazos del macho. El macho se había quedado con la hembra cuando podría haber escapado. Qué demonios… utiliza las palabras correctas. El hombre se había quedado junto a la mujer. Los neandertales no eran subhumanos; en la actualidad estaba ampliamente aceptado que habían tenido lenguaje y organizaciones sociales complejas. Tribus. Habían sido nómadas, comerciantes mediante trueque, fabricantes de herramientas, cazadores y recolectores.
Mitch intentó imaginar qué podía haberles llevado a esconderse en las montañas, en una cueva tras capas de hielo, diez u once mil años atrás. Tal vez los últimos de su especie.
Habían tenido un bebé que resultaba prácticamente indistinguible de un niño moderno.
Rasgó el envoltorio de periódicos que rodeaba la revista, la abrió y pasó las páginas hasta el desplegable que mostraba los Alpes, los valles verdes, los glaciares, la señal sobre el lugar donde habían picado y cincelado para sacar al Hombre de los Hielos.
El Hombre de los Hielos se exhibía ahora en Italia. Se había producido una disputa internacional sobre dónde se había encontrado el cuerpo de cinco mil años de antigüedad, y después de que se hubiese completado la parte más importante de la investigación en Innsbruck, finalmente Italia lo había reivindicado.
Austria tenía un derecho claro sobre los neandertales. Se estudiarían en la universidad de Innsbruck, tal vez en el mismo edificio donde habían estudiado a Ötzi; almacenados a temperatura de congelación, con condiciones de humedad controladas, visibles a través de una pequeña ventana, tendidos uno junto al otro, como habían muerto.
Mitch cerró la revista y se presionó el puente de la nariz con dos dedos, recordando la horrible sensación de embrollo después de que descubriese al Hombre de Pasco. «Me enfurecí. Casi acabo en la cárcel. Me fui a Europa para probar algo nuevo. Encontré algo nuevo. Me vi atrapado y lo fastidié todo. Ya no me queda credibilidad. ¿Qué puedo hacer si me creo esta historia imposible? Soy un saqueador de tumbas. Un criminal, un canalla, por duplicado.»
Con pereza, estiró los arrugados envoltorios arrancados del New York Times. Se fijó en un artículo en la parte inferior derecha de una de las páginas. El titular decía: «Viejos crímenes salen a la luz en la República de Georgia.» Superstición y muerte a la sombra del Cáucaso. Mujeres embarazadas acorraladas en tres pueblos con sus maridos o parejas y obligadas por soldados o policías a excavar sus propias tumbas en las afueras de una ciudad llamada Gordi. Una columna de veinte centímetros junto a un anuncio de venta de acciones por Internet.
Cuando terminó de leerlo, Mitch sacudió la cabeza con furia y nerviosismo.
A las mujeres les habían disparado en el estómago. A los hombres les habían disparado en los testículos y les habían golpeado. El escándalo estaba haciendo tambalearse al gobierno georgiano. El gobierno afirmaba que los asesinatos habían sucedido bajo el régimen de Gamsajurdia, que había sido destituido a principios de los noventa, pero algunos acusados de estar implicados seguían ocupando puestos oficiales.
No estaba claro por qué habían sido asesinados esos hombres y mujeres. Algunos vecinos de Gordi acusaban a las mujeres muertas de haberse acostado con el diablo y afirmaban que sus muertes eran necesarias: estaban dando a luz a los hijos del demonio, y haciendo que otras madres abortasen.
Se especulaba que esas mujeres habían sufrido una aparición prematura de la gripe de Herodes.
Mitch fue saltando hasta la cocina, golpeándose los dedos desnudos que sobresalían de la escayola con la pata de una silla. Se tambaleó y maldijo, luego se agachó y rebuscó entre una pila de periódicos que estaba en una esquina, junto a los contenedores plásticos de reciclado de basura, gris, verde y azul. Encontró la sección A del Seattle Times de hacía dos días. Titulares: un comunicado sobre la gripe de Herodes del presidente, la directora de Salud Pública y el secretario de Salud y Servicios Sociales. Una columna lateral, del mismo redactor científico que había juzgado a Mitch con tanta dureza, explicaba la conexión entre la gripe de Herodes y el SHEVA. Enfermedad. Abortos.
Mitch se sentó en la desvencijada silla ante la ventana que daba a Broadway y observó cómo le temblaban las manos.
—Sé algo que nadie más sabe —dijo, y aferró con las manos los brazos de la silla—. ¡Pero no tengo ni la más mínima idea de cómo lo sé, ni qué demonios hacer!
Si había alguien inadecuado para tener semejante intuición, para hacer ese enorme y poco fundamentado salto mental, ése era Mitch Rafelson. Sería mejor para todos los implicados si se dedicaba a buscar caras sobre la superficie de Marte.
Era el momento o bien de rendirse y apoyarse en varias docenas de cajas de cerveza, instalándose en un lento y aburrido declive, o bien de construirse una plataforma sobre la que pudiese alzarse, cada uno de los tablones fruto de una cuidadosa investigación científica.
—Gilipollas —dijo junto a la ventana, con el trozo del periódico de embalar en una mano y los titulares de la primera página en la otra—. ¡Maldito… inmaduro… gilipollas!
El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y la débil y apagada luz solar entraba por la ventana del despacho de la directora. Mark Augustine se apartó de la pizarra que mostraba una red de nombres y líneas entrecruzadas, apoyó un codo sobre una mano y se frotó la nariz. En la parte inferior del complejo esquema, bajo Shawbeck, el director del INS y el todavía no anunciado sustituto de Augustine al frente del CCE, se encontraba el Equipo Especial para la Investigación de Provirus Humanos: EEIPH.
Augustine odiaba ese nombre y siempre lo llamaba el Equipo Especial; sólo el Equipo Especial.
Hizo un gesto con la mano señalando hacia las escaleras de la dirección.
—Aquí está, Frank. Me voy la próxima semana y salto hasta Bethesda, en la parte más baja de la jungla de los pizarrones. Treinta y tres escalones más abajo. Éste es el resultado. Burocracia en estado puro.
Frank Shawbeck se reclinó en su asiento.
—Podría haber sido peor. Pasamos la mayor parte del mes recortando el escalafón.
—No podría haber sido una pesadilla peor. Todavía es una pesadilla.
—Al menos tú sabes quién es tu jefe. Yo respondo ante el secretario de Salud y ante el presidente —dijo Shawbeck. Las noticias habían llegado dos días antes. Shawbeck se quedaría en el INS, pero ascendía a director—. Justo en medio del huracán. Sinceramente, me alegro de que Maxine haya decidido no apearse. Ella es mucho mejor pararrayos que yo.
—No te engañes. Ella es mucho mejor político que ninguno de nosotros. El rayo nos caerá encima a nosotros.
—Si cae —contestó Shawbeck, pero su gesto era serio.
—Nos caerá, Frank —insistió Augustine. Miró a Shawbeck con su característica sonrisa irónica—. La OMS quiere que coordinemos todas las investigaciones externas, y quieren venir a Estados Unidos a llevar a cabo sus propias pruebas. La Comunidad de Estados Independientes es un cadáver… Rusia la utilizó durante demasiado tiempo para imponerse a las repúblicas. Ahí no hay coordinación posible, y Dicken aún no ha conseguido sacarles ni pío a Georgia ni a Azerbaiyán. No se nos permitirá investigar allí hasta que la situación política se estabilice, sea lo que sea que signifique eso.
—¿Cómo están las cosas por allí? —preguntó Shawbeck.
—Mal, es todo lo que sabemos. No piden ayuda. Han sufrido la Herodes durante diez o veinte años, puede que más… y han estado manejando la situación a su modo, localmente.
—Con masacres.
Augustine asintió.
—No quieren que eso se haga público, y desde luego no quieren que digamos que el SHEVA comenzó entre ellos. El orgullo del nacionalismo reciente. Vamos a mantenerlo en secreto mientras podamos, con el fin de tener alguna fuerza en la zona.
—Dios. ¿Y qué hay de Turquía?
—Han aceptado nuestra ayuda y han dejado entrar a nuestros inspectores, pero no nos dejarán mirar en las zonas fronterizas con Irak ni con Georgia.
—¿Dónde está ahora Dicken?
—En Ginebra.
—¿Mantiene informada a la OMS?
—De cada paso que da —dijo Augustine—. Se envían copias a la OMS y a UNICEF. El Senado vuelve a protestar. Amenazan con retrasar los pagos a Naciones Unidas hasta que tengamos una imagen clara de quién está pagando qué en el marco mundial. No quieren que seamos nosotros quienes paguemos la factura del posible tratamiento que descubramos, y no se les pasa por la mente que podamos no ser nosotros quienes descubramos un tratamiento.
Shawbeck levantó la mano.
—Probablemente seremos nosotros. Tengo reuniones fijadas con cuatro consejeros delegados mañana, Merck, Schering Plough, Lilly y Bristol-Myers —dijo—. La próxima semana serán Americol y Euricol. Quieren hablar de aportaciones y subvenciones. Por si no fuese suficiente, el doctor Gallo llega esta tarde; quiere tener acceso a toda nuestra investigación.
—Esto no tiene nada que ver con el VIH —dijo Augustine.
—Afirma que podría haber alguna similitud en la actividad de los receptores. Es una suposición arriesgada, pero es famoso y tiene mucha influencia en el Congreso. Y aparentemente puede ayudarnos con los franceses, ahora que vuelven a cooperar.
—¿Cómo vamos a curar esto, Frank? Diablos, mi gente ha encontrado SHEVA en todos los primates, desde los monos verdes hasta los gorilas de montaña.
—Es demasiado pronto para ser pesimista —dijo Shawbeck—. Sólo han pasado tres meses.
—¡Tenemos cuarenta mil casos confirmados de Herodes sólo en la Costa Este, Frank! ¡Y no tenemos nada en perspectiva! —Augustine golpeó la pizarra con el puño.
Shawbeck sacudió la cabeza y levantó ambas manos, indicándole que se tranquilizase.
Augustine bajó la voz y hundió los hombros. Luego sacó un pañuelo y se limpió con cuidado el borde de la mano, donde había rozado la tinta de la pizarra.
—La parte positiva es que el mensaje se está extendiendo —dijo—. Teníamos dos millones de accesos a nuestra página web sobre la Herodes. ¿Pero escuchaste anoche a Audrey Korda en el Show de Larry King?
—No —dijo Shawbeck.
—Prácticamente dijo que los hombres eran la encarnación del diablo. Dijo que las mujeres no nos necesitaban para nada, que deberían ponernos en cuarentena… ¡ufff! —Hizo un gesto con la mano—. No más sexo, no más SHEVA.
Los ojos de Shawbeck brillaron como piedras húmedas.
—Tal vez tenga razón, Mark. ¿Has visto la lista de medidas extremas de la directora de Salud Pública?
Augustine se pasó la mano por el pelo.
—Espero por nuestro bien que no se filtre.
Los restos de pasta de dientes parecían renacuajos azules sobre el fondo del lavabo. Kaye terminó de enjuagarse la boca, roció el lavabo con el chorro de agua para eliminar los renacuajos y se secó la cara con una toalla. Se quedó parada en la entrada del cuarto de baño y contempló la puerta cerrada del dormitorio principal, al fondo del pasillo.
Era su última noche en la casa; había dormido en la habitación de invitados. Otro furgón de mudanzas, pequeño, llegaría a las once de la mañana para sacar las pocas pertenencias que quería llevarse. Caddy adoptaba a Crickson y Temin.
La casa estaba en venta. Con el mercado en alza, conseguiría un buen precio. Al menos estaba a salvo de sus acreedores. Saul había puesto la casa a su nombre.
Eligió la ropa que iba a ponerse, ropa interior blanca, una combinación de blusa y suéter color crema y pantalones azules, y amontonó las pocas piezas de ropa que todavía no había metido en una maleta. Estaba cansada de distribuir cosas, apartando esto y aquello para la hermana de Saul, preparando bolsas para beneficencia y otras para la basura.
Le había llevado casi una semana eliminar los recuerdos de su vida en común que no quería llevarse y que la agente de propiedad inmobiliaria pensaba que podrían «teñir» la casa para los potenciales compradores. Amablemente le había explicado el efecto negativo de «todos esos libros científicos, las revistas… Demasiado abstracto. Demasiado frío. Una tonalidad muy poco adecuada».
Kaye se imaginó a parejas criticonas y estúpidas de fisgones esnobs de clase alta invadiendo la casa, muy arreglados, con trajes de tweed y mocasines, o seda y minifaldas de microfibra, esquivando cualquier muestra de verdadera individualidad o intelecto, pero que encontraban adorables los detalles de estilo de los suplementos dominicales. Bien, por sí sola, la casa estaba llena de ese encanto. Saul y ella habían comprado muebles, cortinas y alfombras que no ofendían abiertamente ese estilo. Sin embargo, su vida personal tendría que ser expurgada antes de que la casa pudiese ponerse en venta.
Su vida personal. Saul había acabado con su parte de todo tipo de vida. Ella estaba borrando la evidencia del tiempo que habían pasado juntos; AKS estaba disolviendo y dispersando su vida profesional.
Gracias a Dios, la agente no había mencionado el sangriento incidente de Saul.
¿Cuánto duraría el sentimiento de culpabilidad? Se detuvo en mitad de las escaleras y se mordió el pulgar. No importaba cuantas veces se dijese a sí misma que tenía que recuperarse de una vez y seguir su camino. Continuaba perdiéndose en un laberinto de asociaciones, sendas emocionales que conducían a una infelicidad aún más profunda. La oferta del equipo de investigación de Herodes era una vuelta a una trayectoria personal, su propia y nueva senda, apacible y sólida. Las singularidades de la naturaleza la ayudarían a recuperarse de las singularidades de su propia vida, y eso resultaba extraño, pero también resultaba aceptable, creíble; podía imaginarse su vida así.
El timbre de la puerta sonó armoniosamente, reproduciendo la melodía de «Eleanor Rigby». Una idea de Saul. Kaye terminó de bajar las escaleras y abrió la puerta. Judith Kushner estaba en la entrada, con el rostro tenso.
—Vine en cuanto descubrí una pauta —dijo Judith. Llevaba una falda de lana negra, zapatos negros y una blusa blanca. Su gabardina goteaba sobre los escalones.
—Hola, Judith —dijo Kaye, algo desorientada. Kushner sujetó la puerta, la miró como pidiéndole permiso para pasar y entró en la casa. Se quitó la gabardina y la colgó en un perchero de madera.
—Con lo de pauta quiero decir que he llamado a ocho conocidos, y Marge Cross ha contactado con todos ellos. Fue en persona hasta sus casas, les dijo que le quedaba de camino a una reunión de negocios no sé dónde; demonios, cinco de ellos viven en Nueva York, así que es una buena excusa.
—¿Marge Cross… de Americol? —preguntó Kaye.
—Y Euricol también. No creas que no utiliza su influencia en el extranjero. Dios, Kaye, es una mujer muy poderosa, ¡ya ha fichado a Linda y a Herb! Y sólo son los primeros.
—Por favor, Judith, más despacio.
—¡Fiona se puso hecha una furia cuando rechacé a Cross, te lo juro! Pero odio esta mierda de grupos empresariales, los odio con toda mi alma. Llámame socialista, o hija de los sesenta…
—Por favor —dijo Kaye, levantando las manos para detener el torrente—. Va a llevarnos una eternidad si no te calmas.
Kushner se detuvo y la miró.
—Eres lista cielo, puedes adivinarlo por ti misma.
Kaye parpadeó durante un par de segundos.
—¿Marge Cross, Americol, quiere su parte del SHEVA?
—No sólo puede llenar sus hospitales, puede suministrarles directamente cualquier droga que «su» equipo desarrolle. Programas de tratamiento exclusivos para las aseguradoras médicas asociadas a Americol. Además, anuncia un equipo formado por importantes especialistas, y el valor de su compañía se dispara.
—¿Y me quiere a mí?
—Recibí una llamada de Debra Kim. Dijo que Marge Cross iba a darle un laboratorio, acoger a sus ratones SIC y comprarle los derechos de patente de su tratamiento para el cólera, a muy buen precio, lo bastante para hacerla rica. Y todo sin que exista todavía ningún tratamiento. Debra quería saber qué debería decirte.
—¿Debra? —Las cosas se movían demasiado rápido para Kaye.
—Marge es una experta en psicología humana. Lo sé. Fui a la facultad de medicina con ella en los setenta. Lo compaginaba con un Master en administración de empresas. Mucha energía, fea como el pecado, sin líos de hombres, tiempo extra que tú y yo hubiésemos desperdiciado en citas… Dejó la camilla en 1987, y mírala ahora.
—¿Qué quiere de mí?
Kushner se encogió de hombros.
—Eres una pionera, una celebridad… demonios. Saul te ha convertido en una especie de mártir, especialmente entre las mujeres… Mujeres que van a buscar un tratamiento. Tienes buenas credenciales, publicaciones importantes, estás impregnada de credibilidad. Pensaba que podrían matar al mensajero, Kaye. Ahora creo que van a ofrecerte la medalla de oro.
—Dios mío. —Kaye entró en el salón de paredes vacías y se sentó en el sofá recién limpiado. La habitación olía a algún tipo de detergente, con una tenue fragancia a pino, como un hospital.
Kushner inspiró y frunció el ceño.
—Huele como si aquí viviesen robots.
—La agente inmobiliaria dijo que debía oler a limpio —dijo Kaye, ganando tiempo para recuperar sus facultades—. Y cuando limpiaron arriba… después de que Saul… dejó un fuerte olor. Amoníaco. Algo así.
—Jesús —susurró Kushner.
—¿Rechazaste una oferta de Marge Cross? —preguntó Kaye.
—Tengo bastante trabajo para ser feliz el resto de mi vida, cielo. No necesito una maquina de hacer dinero controlándome. ¿La has visto en televisión?
Kaye asintió.
—No te creas la imagen que proyecta.
Se oyó el ruido de un coche junto a la entrada. Kaye miró por la galería delantera y vio un Chrysler grande de color verde cazador. Un joven con traje gris bajó del coche y abrió la puerta trasera de la derecha. Debra Kim salió por ella, miró alrededor, protegiéndose la cara del viento frío que venía del agua. Empezaban a caer algunos copos de nieve.
El joven de gris abrió la puerta del lado izquierdo y apareció Marge Cross, con sus 180 cm de altura, cubierta por un abrigo de lana de color azul oscuro y el pelo, que empezaba a volverse gris, recogido en un moño. Le dijo algo al joven y él asintió, volvió junto al asiento del conductor y se apoyó en el coche mientras Cross y Debra Kim subían los escalones de la entrada.
—Estoy alucinada —dijo Kushner—. Trabaja a más velocidad que el pensamiento.
—¿No sabías que iba a venir?
—No tan pronto. ¿Debería escaparme por la puerta de atrás?
Kaye negó con la cabeza y por primera vez en muchos días no pudo evitar reír.
—No, me gustaría ver cómo os peleáis por mi alma.
—Te quiero, Kaye, pero no soy tan tonta como para discutir con Marge.
Kaye se acercó con rapidez a la puerta principal y la abrió sin darle tiempo a Cross a llamar al timbre. Cross le dirigió una sonrisa amplia y amistosa, con el rostro cuadrado y los pequeños ojos verdes rebosando calidez maternal.
Kim sonrió con nerviosismo.
—Hola, Kaye —dijo, sonrojándose.
—¿Kaye Lang? No nos han presentado —dijo Cross.
«Dios mío —pensó Kaye—. ¡Habla igual que Julia Child!»
Kaye preparó café instantáneo con aroma de vainilla sacado de una vieja lata y lo sirvió en el juego de porcelana china que dejaba en la casa. Cross se comportó en todo momento como si le estuviese sirviendo algo tan refinado y exquisito como correspondía a una mujer que valía veinte mil millones de dólares.
—He venido para hablarte directamente. Estaba deseando ver el laboratorio de Debra en AKS —dijo Cross—. Está desarrollando un trabajo muy interesante. Tenemos un puesto para ella. Debra mencionó tu situación…
Kushner le lanzó una mirada a Kaye, asintiendo levemente.
—Y francamente, hacía meses que deseaba conocerte. Tengo a cinco jóvenes que se encargan de leer lo que se publica y mantenerme informada, todos muy guapos e inteligentes. Uno de los más guapos e inteligentes me dijo, «lee esto». Tu artículo que predecía la expresión de antiguos provirus humanos. Impresionante. En estos momentos no podría ser más oportuno. Kim dice que estás valorando una oferta para trabajar con el CCE. Para Christopher Dicken.
—Para el Equipo Especial de la Herodes y Mark Augustine, en realidad —dijo Kaye.
—Conozco a Mark. Se le da bien delegar. Trabajarás para Christopher. Un chico muy inteligente. —Cross continuó, como si estuviese hablando de jardinería—. Intentamos poner en marcha una investigación de ámbito mundial y un equipo de investigación que trabaje en la Herodes.
«Encontraremos un tratamiento, tal vez incluso una cura. Ofreceremos tratamientos especiales en todos los hospitales de Americol. Pero venderemos los tests a cualquiera. Tenemos la infraestructura, Dios, tenemos los medios económicos… Nos asociaremos con el CCE, y tú podrás actuar como una de nuestras representantes en el Departamento de Salud y Asuntos Humanos y el INS. Será como el programa Apolo, el gobierno y la industria trabajando juntos a gran escala. Pero esta vez, allí donde aterricemos, nos quedamos. —Cross se volvió en el sofá para mirar a Kushner—. La oferta que te hice sigue en pie, Judith. Me encantaría que las dos trabajaseis con nosotros.
Kushner soltó una risita, algo frívola.
—Gracias pero no, Marge. Soy demasiado vieja para cambiar de hábitos.
Cross negó con la cabeza.
—Te resultará cómodo, te lo garantizo.
—No tengo muy claro lo de hacer dos trabajos a la vez —dijo Kaye—. Ni siquiera he empezado a trabajar para el Equipo Especial.
—Esta tarde tengo una reunión con Mark Augustine y Frank Shawbeck. Si quieres, puedes volar conmigo hasta Washington. Podemos reunirnos con ellos las dos juntas. Tú también estás invitada, Judith.
Kushner sacudió la cabeza, pero esta vez su sonrisa resultó forzada.
Kaye se quedó sentada en silencio durante unos segundos, mirándose las manos cruzadas, los nudillos y las uñas cambiando del blanco al rosa mientras apretaba y relajaba los dedos. Sabía lo que iba a decir, pero quería que Cross le diese más información.
—Nunca tendrás que preocuparte por conseguir financiación para ningún trabajo que te interese —dijo Cross—. Lo pondremos en el contrato. Confío en ti hasta ese punto.
«Sí, pero… ¿deseo ser una joya en tu corona, mi reina?», se preguntó Kaye.
—Me fío de mi instinto, Kaye. Ya he hecho que mi gente de recursos humanos te evalúe. Opinan que realizarás tu mejor trabajo en las próximas décadas. Trabaja con nosotros, Kaye. Nada de lo que hagas será pasado por alto o trivializado.
Kushner volvió a reírse y Cross les sonrió a ambas.
—Quiero salir de esta casa en cuanto pueda —dijo Kaye—. No pensaba irme a Atlanta hasta la semana que viene… Estoy buscando un apartamento allí.
—Le pediré a mi gente que se ocupe de eso. Te encontraremos algo agradable en Atlanta o en Baltimore, donde te sea más cómodo.
—Dios mío —comentó Kaye, con una sonrisa breve.
—Hay otra cosa que sé que es importante para ti. Saul y tú os esforzasteis mucho en la República de Georgia. Tengo contactos que pueden salvar esa colaboración. Me gustaría continuar con la investigación en la terapia con fagos. Puedo persuadir a Tbilisi para que retiren las presiones políticas. Resulta ridículo, en cualquier caso… Un montón de aficionados intentando administrar una investigación.
Cross le puso una mano sobre el brazo y le dio un apretón cariñoso.
—Vente conmigo a Washington, veamos a Mark y a Frank y reunámonos con cualquiera con quien quieras hablar. Hazte una idea de la situación. Date un par de días para tomar la decisión. Consulta a tu abogado, si lo deseas. Incluso prepararemos un borrador del contrato. Si no te convence, te dejaré con el CCE, sin reclamaciones ni resentimiento.
Kaye se volvió hacia Kushner y percibió en el rostro de su mentora la misma expresión que había puesto cuando Kaye le dijo que iba a casarse con Saul.
—¿Cuáles son las restricciones, Marge? —preguntó Kushner en voz baja, juntando las manos sobre su regazo.
Cross se recostó en el sofá y frunció los labios.
—Nada fuera de lo normal. El reconocimiento científico es para el equipo. El departamento de relaciones públicas de la empresa organiza todos los lanzamientos de prensa y revisa todos los artículos para controlar que la información se haga pública en el momento oportuno. Nada de comportamientos de prima donna. Los beneficios financieros se comparten mediante un acuerdo de derechos muy generoso. —Cross cruzó los brazos—. Kaye, tu abogado es algo mayor y no está muy versado en estos asuntos. Seguro que Judith puede recomendarte alguno mejor.
Kushner asintió.
—Le recomendaré uno muy bueno… si Kaye está considerando tu oferta seriamente. —Su voz sonaba algo desanimada, decepcionada.
—No estoy acostumbrada a que me cortejen con tantas cajas de bombones y ramos de rosas, os lo aseguro —comentó Kaye, apartando la mirada en dirección al extremo de la alfombra, más allá de la mesa del café—. Me gustaría saber qué espera de mí el Equipo Especial antes de tomar ninguna decisión.
—Si me acompañas al despacho de Augustine, sabrá cuáles son mis intenciones. Creo que lo aceptará.
Kaye se sorprendió a sí misma diciendo:
—Si es así, creo que me gustaría ir a Washington contigo.
—Te lo mereces, Kaye —dijo Cross—. Y te necesito. Lo que nos espera no va a ser ninguna broma. Quiero a los mejores investigadores, la máxima seguridad que pueda obtener.
Fuera nevaba con mucha más intensidad. Kaye podía ver que el chófer de Cross se había metido en el coche y estaba hablando por un teléfono móvil. Un mundo diferente, rápido, ocupado, conectado, con muy poco tiempo para pensar.
Puede que eso fuese justo lo que necesitaba.
—Llamaré al abogado —dijo Kushner. Y a continuación, dirigiéndose a Cross, añadió—: Me gustaría hablar con Kaye a solas un momento.
—Por supuesto —dijo Cross.
En la cocina, Judith Kushner agarró a Kaye por el brazo y la miró directamente con una intensidad que Kaye le había visto pocas veces.
—Te das cuenta de lo que va a ocurrir —dijo.
—¿Qué?
—Vas a ser una figura decorativa. Pasarás la mitad de tu tiempo en salones, dirigiéndote a personas con sonrisas expectantes, que te dirán a la cara todo lo que quieras oír y luego cotillearán a tu espalda. Te considerarán una de las mascotas de Marge, uno de sus protegidos.
—Oh, vaya —dijo Kaye.
—Creerás que estás haciendo un trabajo importante y luego un día te darás cuenta que has estado haciendo lo que ella ha querido y nada más, todo el tiempo. Cree que ése es su mundo, y funciona de acuerdo a sus reglas. Entonces desearás que alguien te rescate, Kaye Lang. No sé si podré ser yo. Y espero por tu bien que no vuelva a ser otro Saul.
—Te agradezco que te preocupes. Gracias —dijo Kaye en voz baja, pero con cierto desafío—. Yo también sigo mi instinto, Judith. Y además, quiero descubrir qué es realmente la Herodes. Eso no va a ser barato. Creo que tiene razón sobre el CCE. ¿Y si podemos… terminar nuestro trabajo con el Eliava? Por Saul. En memoria suya.
La intensidad de Kushner desapareció y se apoyó contra la pared, sacudiendo la cabeza.
—Muy bien.
—Haces que Cross parezca el diablo —dijo Kaye.
Kushner se rió.
—No es el diablo, pero tampoco es santa de mi devoción.
Se abrió la puerta de la cocina y entró Debra Kim. Pasó la mirada de una a otra, nerviosa, y a continuación dijo implorante:
—Kaye, es a ti a quien quiere. No a mí. Si tú no subes a bordo, encontrará alguna forma de deshacerse de mi trabajo…
—Voy a hacerlo —dijo Kaye, agitando las manos—. Pero Dios, no puedo irme ahora mismo. La casa…
—Marge se ocupará de eso por ti —dijo Kushner, como si tuviese que ayudar a una estudiante lenta, en una materia que tampoco a ella le gustara.
—Lo hará —afirmó Kim rápidamente, iluminándosele la cara—. Es asombrosa.
—¡Buenos días, Christopher! ¿Qué tal por Europa? —Marian Freedman mantuvo abierta la puerta trasera situada en lo alto de la escalera de cemento. Soplaba un viento muy frío en el callejón. Dicken se subió la bufanda de punto e hizo un gesto de frotarse los ojos, al tiempo que subía los escalones.
—Sigo con el horario de Ginebra. Ben Tice te envía recuerdos.
Freedman le saludó efusivamente.
—Europa se implica —dijo con dramatismo—. ¿Cómo está Ben?
—Muerto de cansancio. Analizaron la cubierta proteínica la semana pasada. Resultó más duro de lo que pensaban. El SHEVA no cristaliza.
—Debería haber hablado conmigo —dijo Marian.
Dicken se quitó la bufanda y el abrigo.
—¿Hay café caliente?
—En la sala. —Le guió por un pasillo de cemento pintado de un naranja extravagante y le indicó que atravesase una puerta situada a la izquierda.
—¿Qué tal el edificio?
—Apesta. ¿Te enteraste de que los inspectores encontraron tritio en las cañerías? El año pasado, esto era una planta de procesado de desechos clínicos, pero sea como sea, tenían tritio en las tuberías. No teníamos tiempo para protestar y empezar a buscar de nuevo. ¡Qué asco de oferta inmobiliaria! Así que… Nos gastamos diez de los grandes instalando monitores y haciendo reformas. Y además tenemos que guiar por todo el edificio a un inspector de radiaciones de la Comisión de Energía Nuclear con su detector cada dos días.
Dicken se paró junto al tablón de anuncios que había en la sala. Estaba dividido en dos secciones, la parte más grande era una pizarra, la más pequeña, a la izquierda, un corcho lleno de notas clavadas. «Se busca compañero para compartir piso. ¡Sale más barato!» «¿Puede recoger alguien a mis perros en cuarentena en el aeropuerto de Dulles el miércoles? Trabajo todo el día.» «¿Conoce alguien una buena guardería en Arlington?» «Necesito que alguien me acerque a Bethesda el lunes. Mejor alguno de metabolismo o de excreción: de todas formas tengo que hablar con alguien de esos departamentos.»
Se le humedecieron los ojos. Estaba cansado, pero ver cómo el equipo se ponía en marcha, cómo la gente se unía, desplazando a sus familias y cambiando de vida, viajando desde todo el mundo, le conmovía profundamente.
Freedman le ofreció un café en un vaso de plástico.
—Está recién hecho. Nuestro café es bueno.
—Diurético —comentó Dicken—. Debería ayudaros a eliminar el tritio.
Freedman hizo una mueca.
—¿Habéis inducido la expresión? —preguntó Dicken.
—No —respondió Freedman—. Pero los ERV dispersos de los simios se parecen tanto al SHEVA en su genoma que da miedo. Estamos confirmando lo que ya suponíamos: viene de muy antiguo. Entró en el genoma de los primates antes de que nosotros y los monos verdes nos escindiésemos.
Dicken se bebió el café rápidamente y se limpió los labios.
—Entonces no es una enfermedad —dijo.
—Guau. No he dicho eso. —Freedman le recogió el vaso y lo tiró a una papelera—. Se manifiesta, se extiende, infecta. Eso es una enfermedad, venga de dónde venga.
—Ben Tice ha analizado doscientos fetos rechazados. Todos tenían una gran masa folicular, parecida a un ovario, pero con sólo unos veinte folículos. Todos y cada uno…
—Lo sé, Christopher. Tres folículos rotos, o menos. Me envío su informe ayer por la tarde.
—Marian, las placentas son minúsculas, el amnios es sólo una bolsita, y después del aborto, que es increíblemente suave, muchas de las mujeres ni siquiera sienten dolor, ni siquiera desprenden el endometrio. Es como si siguiesen estando embarazadas.
Freedman empezaba a ponerse nerviosa.
—Christopher, por favor…
Entraron otros dos investigadores, dos jóvenes negros, reconocieron a Dicken, aunque nunca se habían visto, saludaron y se acercaron a la nevera. Freedman bajó la voz.
—Christopher, no voy a meterme entre Mark Augustine y tú cuando salten las chispas. Sí, has demostrado que las muestras de tejido de las víctimas de Georgia tenían SHEVA. Pero sus bebés no eran como estas cosas porta-óvulos deformes. Eran fetos con un desarrollo normal.
—Me encantaría conseguir uno para analizarlo.
—Pues si lo haces, llévatelo a otro sitio. No somos un laboratorio criminal, Christopher. Tengo aquí a ciento veintitrés personas, treinta monos verdes y doce chimpancés. Y tenemos una misión muy específica. Exploramos la expresión de virus endógenos en los simios. Eso es todo —le susurró a Dicken estas últimas palabras junto a la puerta. A continuación dijo, alzando la voz—: Venga, ven y echa un vistazo a lo que hemos hecho.
Guió a Dicken a través de un pequeño laberinto de cubículos-oficina, cada uno con su propio monitor de pantalla plana. Pasaron junto a varias mujeres con batas blancas de laboratorio y un técnico con mono verde. El aire olía a antiséptico hasta que Marian abrió la puerta de acero que conducía al laboratorio animal principal. Entonces Dicken pudo percibir el olor a pan viejo de la comida de mono, el hedor a orina y a heces y, de nuevo, el olor a jabón y a desinfectante.
Le llevó hasta una habitación espaciosa, con las paredes de cemento, donde había tres chimpancés hembras, cada una en un habitáculo individual cerrado, de plástico y acero. Cada habitáculo disponía de su propio sistema de ventilación y suministro de aire. Un operario del laboratorio había insertado una barra con abrazadera en el habitáculo más cercano, y la chimpancé intentaba apartarla. Lentamente, la abrazadera se cerró, sujeta por el operario, que esperó, silbando, hasta que la chimpancé se sometió al fin. La abrazadera la sujetaba casi acostada; ya no podía morder, y sólo agitaba un brazo entre las barras, lejos de donde el técnico de laboratorio iba a realizar su tarea.
Marian observó, inexpresiva, mientras sacaban al chimpancé del cubículo. La abrazadera giró sobre las ruedas de goma y un técnico tomó muestras de sangre y flujo vaginal. La chimpancé emitió chillidos de protesta y gesticuló. Tanto el técnico como el operario desoyeron sus chillidos.
Marian se acercó a la abrazadera y tocó el brazo de la chimpancé.
—Tranquila Kiki, tranquila bonita. Ésa es mi chica. Lo sentimos, cariño.
Los dedos de la chimpancé acariciaron repetidamente la mano de Marian. La chimpancé gesticulaba y se retorcía, pero ya no chillaba. Cuando la devolvieron a su encierro, Marian se volvió para enfrentarse al técnico y al operario.
—Denunciaré al próximo hijo de perra que trate a estos animales como si fuesen máquinas —dijo con voz ronca y dura—. ¿Queda claro? Intenta comunicarse. Ha sido violada y necesita sentir a alguien para tranquilizarse. Sois lo más parecido que tiene a amigos o familia. ¿Me entendéis?
El operario y el técnico se disculparon avergonzados.
Marian pasó enfadada junto a Dicken y le hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera.
—Estoy seguro de que todo irá bien —dijo Dicken, alterado por la escena—. Confío plenamente en ti, Marian.
Marian suspiró.
—Volvamos a mi despacho y hablemos allí un poco más.
Durante el camino de vuelta al despacho, encontraron el pasillo vacío, con las puertas cerradas a ambos lados. Dicken gesticuló abiertamente mientras hablaba.
—Ben está de mi parte. Opina que es un suceso significativo, no sólo una enfermedad.
—Entonces, ¿se enfrentará a Augustine? ¡Toda nuestra financiación se basa en la idea de encontrar un tratamiento, Christopher! Si no es una enfermedad, ¿por qué vamos a buscar un tratamiento? La gente sufre, se siente enferma, y cree que estamos perdiendo bebés.
—Esos fetos rechazados no son bebés, Marian.
—Entonces, ¿qué demonios son? Tengo que continuar con lo que sé, Christopher. Si todos empezamos a teorizar…
—Estoy haciendo un sondeo —dijo Dicken—. Quiero saber qué opinas.
Marian se paró junto a su mesa, puso las manos sobre la superficie de formica, tamborileando con las uñas. Parecía exasperada.
—Soy bióloga molecular y especialista en genética. No sé una mierda sobre mucho más. Me lleva cinco horas cada noche leer una centésima parte de lo que necesitaría para mantenerme al día en mi propio campo.
—¿Te has conectado a MedWeb, Bionet, Virion?
—No me conecto demasiado excepto para bajarme el correo.
—Virion es un netzine algo informal de Palo Alto. Funciona sólo por suscripción privada. Lo dirige Kiril Maddox.
—Lo sé. Salí con Kiril en Stanford.
Eso sorprendió a Dicken, frenándole.
—Eso no lo sabía.
—¡Por favor, no se lo digas a nadie! Ya entonces era un gilipollas brillante y subversivo.
—Palabra de boy scout. Pero deberías echarle un vistazo. Hay treinta mensajes anónimos. Kiril me ha asegurado que todos son investigadores auténticos. Lo que se murmura no va de enfermedad ni de tratamiento.
—Sí, y cuando lo hagan público me uniré a ti para desfilar hasta el despacho de Augustine.
—¿Lo prometes?
—¡Ni lo sueñes! No soy una brillante investigadora con una reputación internacional que proteger. Soy el tipo de chica que trabaja en la cadena de montaje, con dificultades para llegar a fin de mes y una desastrosa vida sexual, a la que le encanta su trabajo y quiere conservar su empleo.
Dicken se masajeó la parte posterior del cuello.
—Está sucediendo algo. Algo realmente grande. Necesito una lista de gente en la que apoyarme cuando se lo diga a Augustine.
—Cuando lo intentes, quieres decir. Te expulsará del CCE de una patada en el culo.
—No lo creo. Espero que no. —Y a continuación le preguntó, con mirada maliciosa—. ¿Cómo lo sabes? ¿También salías con Augustine?
—Era un estudiante de medicina —contestó Freedman—. Me mantenía a una distancia segura de los estudiantes de medicina.
El Puma de Jessie se encontraba en un semisótano al final de la calle, con un pequeño letrero luminoso en la entrada, una placa en relieve de falsa madera y un pasamanos de bronce brillante. En el interior del largo y estrecho salón, un hombre fornido, con falso esmoquin y pantalones negros, servía cerveza y vino entre las mesas de madera, y siete u ocho mujeres desnudas intentaban bailar sobre un pequeño escenario, una después de otra, en general con poco entusiasmo.
Un cartel escrito a mano, colocado sobre la tarima de los músicos junto a la jaula vacía, decía que el puma estaba enfermo esa semana, así que Jessie no actuaría. Fotos del flexible felino y su neumática y sonriente dueña rubia ocupaban la pared que se encontraba detrás de la barra.
La sala, apenas de tres metros de ancho, estaba abarrotada, y llena de humo. Dicken se sintió mal desde el momento en que se sentó. Echó una ojeada a los espectadores y vio hombres mayores, con traje, en grupos de dos o tres, y jóvenes con vaqueros, solos, todos ellos blancos y sosteniendo vasos de cerveza.
Un hombre de cuarenta y muchos se acercó a una bailarina que salía del escenario y le susurró algo, a lo que ella asintió. A continuación él y sus amigos se dirigieron a una habitación trasera para divertirse en privado.
Dicken no había tenido más que un par de horas para sí mismo desde hacía un mes. Por casualidad tenía esa tarde libre, sin relaciones sociales, ningún sitio a donde ir excepto la pequeña habitación del Holiday Inn, así que se había acercado caminando hasta la zona de clubes, pasando junto a numerosos coches de policía y unos cuantos guardias en bicicleta y a pie. Había pasado un rato en una librería de una gran cadena, encontrando casi insoportable la perspectiva de pasar su noche libre simplemente leyendo, y sus pies le habían llevado de forma automática hasta donde había pretendido ir desde el primer momento, aunque sólo fuese para mirar a una mujer con la que no tuviese ninguna relación de trabajo.
Las bailarinas eran bastante atractivas, todas de unos veintitantos, impactantes en su brusca desnudez, con pechos, por lo que podía apreciar, poco naturales, y el vello púbico afeitado hasta formar un pequeño punto de exclamación. Ninguna de ellas le miró cuando entró. En unos minutos habría sonrisas por dinero y miradas por dinero, pero al principio no hubo nada.
Pidió una Budweiser, las alternativas eran Coors, Bud o Bud lite, y se apoyó en la pared. La mujer que se encontraba en el escenario en ese momento era joven, delgada, con pechos que sobresalían dramáticamente y no concordaban con su estrecha caja torácica.
La observó con poco interés después de diez minutos de contorsiones y miradas penetrantes, la mujer se cubrió con una bata de rayón que le llegaba hasta los muslos y descendió del escenario, mezclándose con la gente.
Dicken nunca había aprendido las reglas de este tipo de sitios. Sabía que había habitaciones privadas, pero no qué se permitía en ellas. Se encontró pensando menos en las chicas, el humo y la cerveza que en su visita de la mañana siguiente al Centro Médico de la Universidad Howard y en la reunión con Augustine y los nuevos miembros del equipo por la tarde… Otro día muy ocupado.
Miró a la chica que había subido al escenario, más baja y algo más rellena, con pechos pequeños y una cintura muy estrecha, y se acordó de Kaye Lang.
Dicken se terminó la cerveza, dejó un par de monedas sobre la mesa y apartó la silla. Una mujer pelirroja, medio desnuda, le ofreció su liga para que dejase un billete, levantándose la falda. Como un idiota, puso un billete de veinte dólares y la contempló con lo que esperaba que pareciese un aire de confianza indiferente, aunque sospechaba que no era más que una mirada tensa e insegura.
—Así se empieza, cariño —le dijo la chica, en voz baja pero firme. Echó una ojeada alrededor. Él era el pez más grande de la piscina en estos momentos, sin compañía—. Has estado trabajando demasiado, ¿verdad?
—Verdad —contestó.
—Creo que lo que necesitas es algo de baile en privado —añadió ella.
—Estaría bien —dijo Dicken, con la boca seca.
—Tenemos un lugar para esas cosas —le dijo ella—. ¿Conoces las reglas, cielo? Yo me encargo de las caricias. Los jefes quieren que te quedes tranquilito y sentado. Es divertido.
Sonaba horrible. Aún así, la acompañó a una pequeña habitación en la parte de atrás del edificio, una de las ocho o diez que había en el segundo piso, todas del tamaño de un dormitorio y sin muebles, excepto por una pequeña tarima y una o dos sillas. Se sentó en la silla mientras la chica se quitaba la bata. Llevaba un tanga diminuto.
—Me llamo Danielle —dijo. Se llevó un dedo a los labios cuando él comenzó a decir algo—. No me lo digas —añadió—, me gusta el misterio.
A continuación sacó un bulto de plástico de un pequeño bolsito negro que llevaba en el brazo y lo desenrolló con un movimiento experto de la muñeca. Se colocó una mascarilla quirúrgica sobre el rostro.
—Lo siento —dijo, con un susurró—. Ya sabes como son las cosas. Las chicas dicen que esta nueva gripe lo traspasa todo… la píldora, los preservativos, lo que sea. Ya ni siquiera tienes que hacer, ya sabes, nada peligroso, para meterte en líos. Dicen que todos los chicos la tienen. Ya tengo dos niños. Lo que menos necesito es perder tiempo de trabajo sólo para tener un pequeño monstruo.
Dicken estaba tan cansado que apenas podía moverse. Ella se subió al escenario y adoptó una pose.
—¿Te gusta rápido o lento?
Dicken se puso en pie, golpeando la silla sin querer. Ella frunció el ceño, estrechando los ojos y arqueando las cejas por encima de la mascarilla, de color verde quirófano.
—Lo siento —dijo Dicken y le tendió otro billete de veinte dólares. Después salió con rapidez de la habitación, dando traspiés a causa del humo. Casi se cayó al tropezar con un par de piernas junto al escenario, subió los escalones y se agarró al pasamanos un momento, inspirando profundamente.
Se secó las manos con fuerza en los pantalones, como si fuese él quien pudiese contagiarse.
Mitch se sentó en el banco y se estiró al sol. Vestía una camisa Pendleton de lana, vaqueros descoloridos y botas viejas de senderismo. No llevaba abrigo.
Los árboles desnudos alzaban sus ramas grises sobre el terreno cubierto de nieve. El ir y venir de los estudiantes había limpiado las aceras, dejando huellas entrecruzadas sobre el césped nevado. La nieve seguía cayendo lentamente desde las oscuras masas de nubes que surcaban el cielo.
Wendell Packer se acercó, saludando y sonriendo ligeramente. Packer tenía la misma edad que Mitch, cerca de los cuarenta, era alto y delgado, empezaba a perder pelo y poseía unas facciones regulares, sólo ligeramente afeadas por una nariz prominente. Llevaba puesto un jersey grueso y un chaleco deportivo de color azul oscuro, y sujetaba un pequeño maletín de piel.
—Siempre he querido hacer una película sobre este lugar —dijo Packer. Le estrechó la mano, nervioso.
—¿Qué tipo de película? —preguntó Mitch, que ya empezaba a sentirse aprensivo. Había tenido que obligarse a sí mismo a hacer la llamada y acercarse al campus. Intentaba acostumbrarse a pasar por alto el nerviosismo de los antiguos colegas y los amigos científicos.
—Sólo una escena. La nieve cubriéndolo todo en enero; los ciruelos en flor en abril. Una chica guapa caminando, justo ahí. Un fundido lento: rodeada de copos cayendo que se transforman en pétalos. —Packer señaló hacía el camino por el que pasaban estudiantes con prisa dirigiéndose a clase. Apartó el aguanieve que había sobre el banco y se sentó junto a Mitch—. Podías haber venido a mi despacho. No eres un paria, Mitch. Nadie va a echarte del campus.
Mitch se encogió de hombros.
—Me he vuelto un salvaje, Wendell. No duermo mucho. Tengo un montón de libros de texto en mi apartamento… me paso el día estudiando biología. Hay demasiado en lo que debo ponerme al día.
—Ya, bueno, despídete del élan vital. Ahora somos ingenieros.
—Quiero invitarte a comer y hacerte algunas preguntas. Y también quiero saber si podría acudir de oyente a algunas clases de tu departamento. Los libros no me aclaran lo suficiente.
—Puedo pedírselo a los profesores. ¿Alguna asignatura en particular?
—Embriología. Desarrollo de los vertebrados. Algo de obstetricia, pero eso queda fuera de tu campo.
—¿Por qué?
Mitch apartó la vista, contemplando la plaza y las paredes de ladrillo color ocre de los edificios que la rodeaban.
—Necesito aprender un montón de cosas para no hablar de más ni hacer ningún movimiento estúpido.
—¿Como qué?
—Si te lo dijese, pensarías que estoy loco.
—Mitch, uno de los mejores momentos que he tenido en años fue la excursión que hicimos con mis hijos para ver el Parque Gingko. Les encantó, todo el camino andando, buscando fósiles. Me pasé horas mirando al suelo. Me quemé la parte de atrás del cuello. Entendí por qué llevabas esa solapilla trasera en la gorra.
Mitch sonrió.
—Sigo siendo tu amigo, Mitch.
—Eso significa mucho para mí, Wendell.
—Hace frío aquí fuera —dijo Packer—. ¿Adónde me llevas a comer?
—¿Te gustan los asiáticos?
Se sentaron en el restaurante Pequeña China, en un reservado junto a la ventana, esperando que les sirviesen el arroz, los tallarines y el curry. Packer bebía una taza de té caliente; Mitch, perversamente, tomaba una limonada fría. El vapor empañaba la ventana que daba a la denominada Avenida gris, que no era una avenida en realidad sino la Calle Universidad, bordeando el campus. Unos cuantos chicos con chaquetas de cuero y pantalones flojos fumaban y dejaban las huellas de sus pies junto a un puesto de periódicos cerrado. Había dejado de nevar y las calles estaban heladas.
—Venga, dime por qué necesitas asistir a clases —dijo Packer.
Mitch sacó tres recortes de periódico sobre Ucrania y la República de Georgia. Packer los leyó con el ceño fruncido.
—Alguien intentó asesinar a la madre de la cueva. Y miles de años después, están asesinando a madres con la gripe de Herodes.
—Ah. Y crees que los neandertales… El bebé que encontraron cerca de la cueva. —Packer echó la cabeza hacia atrás—. Estoy algo confuso.
—Dios, Wendell, yo estuve allí. Vi al bebé dentro de la cueva. Estoy seguro de que los investigadores de Innsbruck ya han confirmado ese detalle, sólo que lo están manteniendo en secreto. Les he escrito y ni siquiera me han contestado.
Packer volvió a meditarlo, frunciendo el ceño profundamente, intentando reunir las piezas.
—Crees que tropezaste con una muestra de equilibrio puntuado. En los Alpes.
Una mujer baja, de cara redonda y hermosa, les trajo la comida y les dejó palillos junto a los platos. Cuando se fue, Packer continuó:
—¿Crees que en Innsbruck han comparado los tejidos y que no quieren hacer públicos los resultados?
Mitch asintió.
—Es algo tan poco convencional, como idea, que nadie dice nada. Es una suposición increíblemente arriesgada. Mira, no quiero extenderme… no quiero agobiarte con detalles. Sólo dame la posibilidad de descubrir si tengo razón o no. Probablemente esté tan equivocado que debería cambiar de profesión y dedicarme a la gestión de asfaltos. Pero… Estuve allí, Wendell.
Packer miró alrededor, apartó los palillos, echó unas gotas de salsa picante en su plato y hundió un tenedor en el arroz con carne de cerdo al curry. Con la boca llena, dijo:
—Si te dejo asistir a algunas clases, ¿te sentarás en la parte de atrás?
—Me quedaré fuera —dijo Mitch.
—Era una broma —dijo Packer—. Creo.
—Lo sé —contestó Mitch, sonriendo—. Ahora voy a pedirte otro favor.
Packer alzó las cejas.
—No te pases, Mitch.
—¿Tenéis a algún estudiante doctorado trabajando en el SHEVA?
—Claro —contestó Packer—. El CCE tiene un programa de investigación coordinada y nos hemos apuntado. ¿Te fijaste en todas esas chicas con mascarillas de gasa, en el campus? Nos gustaría contribuir a aportar algo de luz a todo este asunto. Ya sabes… ¿Por? —preguntó, mirando fijamente a Mitch.
Mitch sacó los dos viales de vidrio.
—Son muy importantes para mí —dijo—. No quiero perderlos.
Los sostuvo sobre la palma de su mano. Tintinearon suavemente, su contenido semejaba dos pequeños recortes de carne.
Packer apoyó el tenedor.
—¿Qué son?
—Tejido neandertal. Uno del macho y otro de la hembra.
Packer dejó de masticar.
—¿Qué cantidad necesitarías? —preguntó Mitch.
—No mucha —dijo Packer, con la boca llena de arroz—. Si fuese a hacer algo.
Mitch movió la mano y los viales se movieron lentamente adelante y atrás.
—Si fuese a confiar en ti —añadió Packer.
—Yo tengo que fiarme de ti —dijo Mitch.
Packer se volvió hacia las ventanas empañadas, los chicos seguían reunidos ahí fuera, riendo y fumando.
—¿Qué busco… SHEVA?
—O algo parecido.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el SHEVA con la evolución?
Mitch golpeó los artículos del periódico.
—Explicaría toda esta historia sobre los hijos del diablo. Está sucediendo algo muy extraño. Creo que ya ha sucedido antes y que yo encontré la prueba.
Packer se limpió los labios pensativo.
—No puedo creerlo. —Agarró los viales de la mano de Mitch y los contempló de cerca—. Son tan jodidamente viejos. Hace tres años, dos de mis estudiantes doctorados llevaron a cabo un proyecto de investigación sobre las secuencias del ADN mitocondrial de tejido de huesos neandertales. Todo lo que quedaba eran fragmentos.
—Entonces podrás confirmar que éstos son auténticos —dijo Mitch—. Disecados y deteriorados, pero probablemente completos.
Packer puso los viales sobre la mesa con cuidado.
—¿Por qué debería hacerlo? ¿Sólo porque somos amigos?
—Porque si tengo razón, va a ser el mayor descubrimiento científico de nuestro tiempo. Al fin podríamos saber cómo funciona la evolución.
Packer abrió su cartera y sacó un billete de veinte dólares.
—Invito yo —dijo—. Los grandes descubrimientos me ponen muy nervioso.
Mitch lo miró consternado.
—Oh, lo haré —dijo Packer sonriendo—. Pero sólo porque soy un idiota y un primo. No más favores, por favor, Mitch.
Cross y Dicken se sentaron uno frente a otro en la amplia mesa de la pequeña sala de reuniones del Edificio Natcher, y Kaye se sentó junto a Cross. Dicken jugueteaba con un lápiz, sin levantar la vista de la mesa, como un chiquillo nervioso.
—¿Cuándo va a hacer Mark su gran entrada? —preguntó Cross.
Dicken alzó la mirada y sonrió.
—Yo diría que en unos cinco minutos. Puede que menos. No está muy contento con esta situación.
Cross se dio golpecitos en los dientes con una de sus largas uñas, que estaba astillada.
—Lo único que no le sobra es tiempo, ¿no es cierto? —preguntó Dicken.
Cross sonrió educadamente.
—No parece que haya pasado tanto tiempo desde Georgia —comentó Kaye, sólo por romper el silencio.
—Desde luego que no —dijo Dicken.
—¿Os conocisteis en Georgia? —preguntó Cross.
—Sólo brevemente —dijo Dicken. Antes de que la conversación pudiera continuar, entró Augustine. Vestía un caro traje gris que mostraba algunas arrugas en la espalda y las rodillas. Ya había debido de asistir a un montón de reuniones ese día, supuso Kaye.
Augustine le estrechó la mano a Cross y se sentó. Entrelazó las manos frente a él, con gesto relajado.
—Entonces, Marge ¿ya es un acuerdo firme? ¿Tú te quedas a Kaye y nosotros tenemos que compartirla?
—Todavía no hay nada definitivo —dijo Cross, de buen humor—. Antes quería hablar contigo.
Augustine no parecía convencido.
—¿Qué sacamos nosotros?
—Probablemente nada que no hubieseis conseguido de todas formas, Mark —dijo Cross—. Podemos definir ahora los puntos importantes del acuerdo y dejar los detalles para después.
Augustine se sonrojó ligeramente y tensó la mandíbula durante unos segundos, luego dijo:
—Me encanta negociar. ¿Qué es lo que necesitamos en realidad de Americol?
—Esta noche cenaré con tres senadores republicanos. Tipos del cinturón de la Biblia. No les preocupa mucho lo que haga yo, mientras cuide de sus benefactores. Les explicaré por qué creo que el Equipo Especial y toda la infraestructura de investigación debería recibir aún más dinero, y por qué deberíamos establecer una conexión intranet entre Americol, Euricol y algunos investigadores seleccionados del Equipo Especial y del CCE. Luego les explicaré los hechos de la vida. Lo de la Herodes, quiero decir.
—Se pondrán a gritar que es un «acto de Dios» —dijo Augustine.
—La verdad es que no lo creo —dijo Cross—. Puede que sean más inteligentes de lo que piensas.
—Ya se lo he explicado a todos los senadores y a la mayoría de los congresistas —dijo Augustine.
—Entonces haremos un buen equipo. Haré que se sientan sofisticados e informados, algo que sé que no se te da bien. Y si colaboramos… conseguiremos un tratamiento, posiblemente incluso una cura, en el plazo de un año. Te lo garantizo.
—¿Cómo puedes asegurar algo así? —preguntó Augustine.
—Como ya le dije a Kaye durante el vuelo hasta aquí, me tomé sus artículos muy en serio hace años. Puse a alguno de mis especialistas de San Diego a investigar la posibilidad. Cuando aparecieron las noticias sobre la activación del SHEVA y luego sobre la Herodes, estaba preparada. Se lo pasé a los chicos de nuestro programa Centinela. Más o menos lo que haces tú, Christopher, pero a escala corporativa. Ya conocemos la estructura de la cápside del SHEVA, cómo se introduce en las células humanas, a qué receptores se fija. El CCE y el Equipo Especial podrían obtener la mitad del reconocimiento y nosotros nos encargaríamos de que todo el mundo tuviese tratamiento. Lo haríamos por poco o nada, por supuesto, tal vez ni siquiera cubriendo costes.
Augustine la miró verdaderamente sorprendido. Cross soltó una risa ahogada. Se inclinó sobre la mesa como si fuese a darle un puñetazo y dijo:
—Te pillé, Mark.
—No me lo creo —dijo Augustine.
—El señor Dicken dice que quiere trabajar directamente con Kaye. Perfecto —concedió Cross.
Augustine cruzó los brazos.
—Pero esa intranet será algo genial. Directa, rápida, lo mejor que podamos construir. Estudiaremos cada maldito HERV del genoma para estar seguros de que el SHEVA no está duplicado en algún lugar, para pillarnos desprevenidos. Kaye puede dirigir ese proyecto. Las aplicaciones farmacéuticas podrían ser maravillosas, absolutamente maravillosas. —Le falló la voz por el entusiasmo.
Kaye se dio cuenta de que ella también se sentía entusiasmada. Cross era increíble.
—¿Qué te ha contado tu gente del HERV, Mark? —preguntó Cross.
—Muchas cosas —dijo Augustine—. Por supuesto, nos hemos concentrado en la Herodes.
—¿Sabéis que el gen más largo activado por el SHEVA, la poliproteína del cromosoma 21, se expresa de forma diferente en los simios y en los humanos? ¿Y que es uno de los tres únicos genes en toda la cascada del SHEVA que difiere en los simios y los humanos?
Augustine sacudió la cabeza.
—Estamos cerca de descubrirlo —dijo Dicken, y miró alrededor algo avergonzado. Cross no le hizo caso.
—Lo que estamos viendo es un catálogo arqueológico de la enfermedad humana, que se remonta a millones de años atrás —dijo Cross—. Al menos una maldita visionaria ya se había dado cuenta y vamos a adelantarnos al CCE hasta la última descripción… Dejaremos al margen a la investigación oficial, Mark, a menos que cooperemos. Kaye puede ayudar a mantener los canales de comunicación. Juntos podemos hacerlo mucho más rápido, por supuesto.
—¿Vas a salvar al mundo, Marge? —preguntó suavemente Augustine.
—No, Mark. Dudo que la Herodes sea mucho más que una molestia desagradable. Pero nos ataca donde más nos duele. Donde hacemos bebés. Todo el que ve la televisión o lee los periódicos está asustado. Kaye es famosa, es mujer y es presentable. Es justo lo que ambos necesitamos. Ése es el motivo por el que el señor Dicken y la directora de Salud Pública pensaron que podría ser útil, ¿no es así? ¿Aparte de su evidente capacidad?
Augustine se dirigió a Kaye.
—Supongo que no fue usted quien buscó a la señora Cross, después de haber aceptado trabajar para nosotros.
—No, no fui yo —dijo Kaye.
—¿Qué espera obtener de este acuerdo?
—Creo que Marge tiene razón —dijo Kaye, sintiendo una confianza en sí misma casi estremecedora—. Debemos cooperar y descubrir qué es esto y qué podemos hacer para solucionarlo.
«Kaye Lang, la guerrera corporativa, fría y distante, sin dudas. Saul, estarías orgulloso de mí.»
—Se trata de una investigación internacional, Marge —dijo Augustine—. Estamos organizando una coalición de veinte países diferentes. La OMS tiene un papel importante en esto. Nada de prima donnas.
—Ya he nombrado un comité administrativo para tratar ese tema. Robert Jackson va a dirigir nuestro programa de vacunación. Nuestras funciones serán transparentes. Hace veinticinco años que trabajamos a escala mundial. Sabemos cómo se juega, Mark.
Augustine miró a Cross y a continuación a Kaye. Extendió las manos como para abrazar a Cross.
—Querida —dijo, y se puso en pie para lanzarle un beso.
Cross cloqueó como una gallina vieja.
Wendell Packer le dijo a Mitch que se reuniese con él en su despacho del Edificio Magnuson. La habitación, en el ala E, era pequeña y de ambiente cargado, sin ventanas, repleta de estanterías de libros y con dos ordenadores, uno de ellos conectado al equipo que se encontraba en el laboratorio de Packer. La pantalla mostraba una larga serie de proteínas que estaban siendo secuenciadas, con bandas rojas y azules y columnas verdes en hermoso desorden, como una escalera torcida.
—Lo hice yo mismo —dijo Packer, alzando una tira impresa de papel continuo para mostrársela a Mitch—. No es que no me fíe de mis estudiantes, pero tampoco quiero arruinar sus carreras, y no quiero que vapuleen mi departamento.
Mitch tomó los papeles y los hojeó.
—Dudo que tengan mucho sentido a simple vista —dijo Packer—. Los tejidos son demasiado antiguos para conseguir secuencias completas, así que busqué genes pequeños específicos del SHEVA, y luego busqué los productos que se forman cuando el SHEVA se introduce en una célula.
—¿Los encontraste? —preguntó Mitch, sintiendo un nudo en la garganta.
Packer asintió.
—Tus muestras tienen SHEVA. Y no son simples contaminaciones procedentes de ti o de la gente con la que estabas. El virus está muy degradado. Utilicé las pruebas de anticuerpos que nos han enviado desde Bethesda, que identifican las proteínas asociadas con el SHEVA. Hay una hormona que estimula los folículos que es específica de la infección por SHEVA. Los resultados coinciden en un porcentaje del sesenta y siete por ciento. No está mal, considerando la antigüedad. Luego me basé en un poco de teoría de la información para diseñar y poner en práctica un método de análisis mejor, para el caso de que el SHEVA haya mutado ligeramente o difiera por otros motivos. Me llevó un par de días, pero conseguí una correspondencia del ochenta por ciento. Para asegurarme más, realicé una prueba Southwestern Blot con ADN del provirus de la Herodes. No hay duda de que tus especímenes tienen restos de SHEVA activado. El tejido del hombre está lleno.
—¿Estás seguro de que es SHEVA? ¿Sin ninguna duda, ni ante un tribunal?
—Considerando la fuente, no prosperaría en un tribunal. ¿Pero si se trata de SHEVA? —Packer sonrió—. Sí. Llevo siete años en este departamento. Tenemos el mejor equipo material que se puede comprar con dinero, y algunos de los mejores especialistas a los que ese equipo puede seducir para que trabajen con nosotros, todo gracias a tres tíos muy ricos de Microsoft. Pero… Siéntate, Mitch, por favor.
Mitch levantó la vista de los papeles y le miró.
—¿Por qué?
—Tú siéntate.
Mitch se sentó.
—Tengo algo más. Karel Petrovich, de Antropología, le pidió a Maria Konig, la chica que está al final de este pasillo, la mejor de nuestro laboratorio, que estudiase una muestra de tejido muy antiguo. ¿Adivinas de dónde sacó la muestra?
—¿De Innsbruck?
Packer sacó otra hoja de papel.
—Le pidieron a Karel específicamente que se dirigiese a nosotros. Nuestra reputación, supongo. Querían que buscásemos marcadores específicos y combinaciones de alelos de los que se utilizan habitualmente para determinar relaciones parentales. Nos dieron una pequeña muestra de tejido, más o menos un gramo. Querían un trabajo muy preciso, y lo querían rápido. Mitch, tienes que jurarme que guardarás un secreto absoluto sobre esto.
—Te lo juro —dijo Mitch.
—Sólo por curiosidad, le pregunté por los resultados a uno de los analistas. No me extenderé con detalles aburridos. El tejido era de un recién nacido. De hace al menos diez mil años. Buscamos los marcadores y los encontramos. Y comparé varios alelos con tus muestras de tejidos.
—¿Coincidían? —preguntó Mitch, fallándole la voz.
—Sí… y no. No creo que Innsbruck vaya a estar de acuerdo conmigo, o con lo que tú pareces insinuar.
—No insinúo. Lo sé.
—Ya, bueno, resulta muy extraño, pero ante un tribunal, yo podría librar a tu espécimen macho de la responsabilidad. Nada de pensión alimenticia para el niño prehistórico. Sin embargo la hembra sí. Los alelos encajan.
—¿Es la madre del bebé?
—Sin ninguna duda.
—¿Pero él no es el padre?
—Sólo he dicho que podría sacarlo del apuro ante un tribunal. Hay algunos detalles genéticos raros en todo esto. Cosas verdaderamente vaporosas, que no había visto en mi vida.
—Pero el bebé es uno de nosotros.
—Mitch, por favor, no me entiendas mal. No voy a apoyarte, no voy a ayudarte a escribir ningún artículo. Tengo un departamento que proteger, y mi propia carrera. Tú, más que nadie, deberías entenderlo.
—Lo sé, lo sé —dijo Mitch—. Pero no puedo continuar yo sólo.
—Déjame que te dé algunos detalles más. Sabes que el Homo sapiens sapiens es extraordinariamente uniforme, desde el punto de vista genético.
—Sí.
—Bien, no creo que el Homo sapiens neandertalensis fuese tan uniforme. Es un verdadero milagro que pueda decirte esto, Mitch, espero que lo entiendas. Hace tres años, nos hubiese llevado ocho meses hacer el análisis.
Mitch frunció el ceño.
—Creo que no te sigo.
—El genotipo del niño se parece mucho al tuyo y al mío. Es casi moderno. El ADN mitocondrial del tejido que me diste encaja con las muestras que tenemos de antiguos huesos neandertales. Pero me atrevería a decir, si no me piden que lo justifique demasiado, que el macho y la hembra de tus muestras son sus padres.
Mitch se sintió mareado. Se inclinó hacia delante en la silla y apoyó la cabeza entre las rodillas.
—Dios —dijo, con voz débil.
—Una candidata muy tardía para el puesto de Eva —dijo Packer. Levantó una mano—. Mírame, estoy temblando.
—¿Qué puedes hacer, Wendell? —preguntó Mitch, alzando la cabeza para mirarle—. Estoy sentado sobre la historia más importante de la ciencia moderna. Innsbruck va a silenciar el asunto. Puedo intuirlo. Lo negarán todo. Es la salida más fácil. ¿Qué hago? ¿Adónde voy?
Packer se secó los ojos y se sonó con un pañuelo.
—Encuentra a alguien que no sea tan conservador —dijo—. Gente que no pertenezca al mundo académico. Conozco a algunas personas en el CCE. Hablo bastante a menudo con una amiga que trabaja en sus laboratorios de Atlanta, una amiga de una antigua novia, en realidad. Seguimos manteniendo una buena relación. Ha realizado unos análisis de tejidos de cadáveres para un cazador de virus del CCE llamado Dicken, del Equipo Especial de la Herodes. Ha estado buscando rastros del SHEVA en tejidos de cadáveres. Lo que ya no debería sorprendernos.
—¿De Georgia?
Packer no lo entendió de inmediato.
—¿Atlanta?
—No, la República de Georgia.
—Ah… sí, de hecho —dijo Packer—. Pero también ha estado buscando evidencias de gripe de Herodes en archivos históricos. Décadas, siglos incluso. —Packer palmeó la mano de Mitch para llamar su atención—. ¿Crees que podría interesarle oír lo que sabes?
Cuatro mujeres estaban sentadas en la habitación fuertemente iluminada. La habitación estaba equipada con dos sofás, dos sillas, una televisión, un reproductor de vídeo, libros y revistas. Kaye se preguntó cómo se las arreglarían los diseñadores de hospitales para crear siempre una atmósfera de esterilidad: madera de color ceniza, frías paredes de color blanco grisáceo, higiénicos paisajes en colores pastel representando playas, bosques y flores. Un mundo desinfectado y relajante.
Observó brevemente a las mujeres a través del cristal de la puerta lateral, mientras esperaba que Dicken y la directora del proyecto del centro clínico se reuniesen con ella.
Dos mujeres negras. Una de treinta y bastantes, corpulenta, sentada muy derecha en una silla, mirando algo en la televisión sin prestarle demasiada atención y con un ejemplar de Elle abierto sobre su regazo. La otra de, como mucho, veintipocos, muy delgada, con pechos pequeños y altos, y pelo corto trenzado hacia atrás, sentada con la mejilla en la mano y el codo apoyado sobre el brazo, mirando a nada en particular. Dos mujeres blancas, ambas de unos treinta años, una rubia teñida, con ojeras y aspecto cansado, la otra muy arreglada y con rostro inexpresivo, leían viejos ejemplares de People y Time.
Dicken se acercaba por el pasillo alfombrado de gris con la doctora Denise Lipton. Lipton tenía unos cuarenta años, era menuda, con rostro afilado y hermoso, y una mirada que parecía capaz de lanzar chispas cuando se enfadaba. Dicken las presentó.
—¿Preparada para ver a nuestras voluntarias, señora Lang? —preguntó Lipton.
—Tanto como puedo estarlo —contestó Kaye.
Lipton sonrió débilmente.
—No están muy contentas. En los últimos días les han hecho pruebas suficientes como para… bueno, como para que no estén muy contentas.
Las mujeres de la habitación alzaron la mirada al oír las voces. Lipton se estiró la bata y empujó la puerta.
—Buenas tardes, señoras —las saludó.
La reunión fue bastante bien. La doctora Lipton acompañó a tres de las mujeres a sus habitaciones, y dejó a Dicken y a Kaye para que hablasen más ampliamente con la cuarta, la mujer negra de mayor edad, la señora Luella Hamilton, de Richmond, Virginia.
La señora Hamilton preguntó si podía tomar una taza de café.
—He perdido mucho líquido. Cuando no son muestras de sangre son mis riñones haciendo cosas raras.
Dicken dijo que les traería una taza a cada una y salió de la habitación.
La señora Hamilton se centró en Kaye y la miró con atención.
—Nos han dicho que usted encontró este bicho.
—No —dijo Kaye—. Yo escribí unos artículos, pero en realidad no lo encontré.
—Es sólo un poco de fiebre —dijo la señora Hamilton—. He tenido cuatro hijos y ahora me dicen que éste no va a ser realmente un bebé. Pero que no me lo van a sacar. Dejemos que la enfermedad siga su curso, dicen. Sólo soy una rata de laboratorio, ¿verdad?
—Eso parece. ¿La tratan bien?
—Me dedico a comer —dijo, encogiéndose de hombros—. La comida es buena. No me gustan los libros ni las películas. Las enfermeras son agradables, pero esa doctora Lipton… Ésa es dura. Parece amable, pero creo que en realidad no le gusta la gente.
—Seguro que hace un buen trabajo.
—Ya, bueno, señora Lang, ocupe mi sitio una temporada y luego dígame que no tiene ganas de quejarse un poco.
Kaye sonrió.
—Lo que me cabrea es ese enfermero negro, ese hombre. Me trata todo el tiempo como si fuese una especie de ejemplo. Quiere que sea fuerte como su mami. —Miró a Kaye con ojos bien abiertos y sacudió la cabeza—. No quiero ser fuerte. Quiero llorar cuando me hacen las pruebas, cuando pienso en este bebé, señora Lang, ¿lo entiende?
—Sí —dijo Kaye.
—Siento lo mismo que sentía en mis otros embarazos a estas alturas. Me digo que tal vez sea un bebé y ellos se equivoquen. ¿Me convierte eso en una estúpida?
—Si han realizado las pruebas, saben lo que dicen —repuso Kaye.
—No me dejan ver a mi marido. Es parte del acuerdo. Él me pasó la gripe y este bebé, pero le echo de menos. No fue culpa suya. Hablo con él por teléfono. Parece que está bien, pero sé que me echa de menos. Me pone nerviosa estar lejos, ¿sabe?
—¿Quién cuida de sus hijos? —preguntó Kaye.
—Mi marido. Dejan que los niños vengan a verme. Eso está bien. Mi marido los acerca y ellos entran a verme mientras él se queda en el coche. Serán cuatro meses, ¡cuatro meses! —La señora Hamilton le dio vueltas a la fina alianza de oro que tenía en el dedo—. Dice que se siente muy solo, y los chicos a veces no son fáciles de llevar.
Kaye le agarró la mano.
—Sé lo valiente que está siendo, señora Hamilton.
—Llámeme Luella —dijo—. Se lo repito, no soy valiente. ¿Cómo se llama usted?
—Kaye.
—Estoy asustada, Kaye. Si descubre qué es lo que está sucediendo, venga y dígamelo cuanto antes, ¿lo hará?
Kaye se despidió de la señora Hamilton. Se sentía agotada y tenía frío. Dicken la acompañó hasta el piso de abajo y salió con ella de la clínica. Seguía mirándola cuando pensaba que ella no se daba cuenta.
Kaye le pidió que se detuviese un minuto. Cruzó los brazos y se quedó mirando hacia unos árboles que se encontraban tras una extensión de césped bien cuidado.
El césped estaba rodeado de zanjas. La mayor parte del campus del INS era un lío de pasos cortados y zonas en construcción, agujeros llenos de tierra y cemento y bosquecillos de barras de refuerzo sobresaliendo del terreno.
—¿Va todo bien? —preguntó Dicken.
—No —contestó Kaye—. Me siento fatal.
—Tenemos que hacernos a la idea. Está sucediendo en todas partes —dijo Dicken.
—¿Todas las mujeres se ofrecieron voluntarias? —preguntó Kaye.
—Por supuesto. Les pagamos los gastos médicos y una cantidad por día. No podemos obligar a nadie a hacerlo, ni aunque se trate de una emergencia nacional.
—¿Por qué no pueden ver a sus maridos?
—La verdad es que eso quizá sea culpa mía —dijo Dicken—. En la última reunión presenté algunas pruebas de que la Herodes provocará un segundo embarazo, sin relaciones sexuales. Van a informar esta tarde a todos los investigadores.
—¿Qué pruebas? Dios, ¿estamos hablando de concepción inmaculada? —Kaye se puso las manos en las caderas y se volvió para mirarlo de frente—. Has estado siguiendo esto desde que nos encontramos en Georgia, ¿verdad?
—Desde antes de Georgia. Ucrania, Rusia, Turquía, Azerbaiyán, Armenia. La Herodes empezó a afectar a esos países hace diez o veinte años, puede que incluso antes.
—¿Y luego leíste mis artículos y todo encajó? ¿Eres una especie de cazador furtivo científico?
Dicken hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Para nada.
—¿Y yo soy el catalizador? —preguntó Kaye, incrédula.
—No es tan sencillo, Kaye.
—¡Me gustaría que me mantuviesen informada de lo que sucede, Chris!
—Christopher, por favor. —Dicken parecía incómodo, como si desease disculparse.
—Me gustaría que tú me mantuvieses informada de lo que sucede. Actúas como una sombra, siempre detrás, y aún así, ¿por qué será que tengo la sensación de que debes ser una de las personas con más poder en el Equipo Especial?
—Gracias, es un error de apreciación muy común —dijo Dicken, con una sonrisa irónica—. Intento no meterme en líos, pero no estoy seguro de que lo haga bien. A veces me escuchan, cuando las pruebas son consistentes, como sucede en este caso. Informes de hospitales armenios, incluso un par de hospitales de Los Ángeles y Nueva York.
—Christopher, tenemos dos horas hasta la próxima reunión —dijo Kaye—. Llevo dos semanas metida en conferencias sobre el SHEVA. Creen que han encontrado mi nicho. Una madriguera segura, buscando otros HERV. Marge me ha preparado un bonito laboratorio en Baltimore, pero… No creo que el Equipo Especial tenga mucho trabajo para mí.
—A Augustine le molestó mucho que te unieses a Americol —dijo Dicken—. Tenía que haberte avisado.
—Entonces, tendré que centrarme en trabajar con Americol.
—No es mala idea. Tienen recursos. Y a Marge parece que le gustas.
—Cuéntame más de cómo son las cosas… ¿en el frente? ¿Es así como lo llaman?
—«El frente» —afirmó Dicken—. A veces decimos que vamos a conocer a los soldados de verdad, la gente que está enfermando. Nosotros sólo somos trabajadores; ellos son los soldados. Ellos soportan la mayor parte del sufrimiento y la muerte.
—Me siento como si aquí estuviese de más. ¿Estás dispuesto a hablar con una intrusa?
—Encantado —dijo Dicken—. Sabes a lo que me enfrento, ¿verdad?
—A un monstruo burocrático. Creen que saben lo que es Herodes. Pero… un segundo embarazo, ¡sin sexo! —Kaye sintió un ligero escalofrío.
—Han racionalizado esa información —dijo Dicken—. Esta tarde vamos a discutir el posible mecanismo. No creen estar ocultando nada. —Hizo un gesto con la cara, como un niño que tuviese un secreto—. Si me preguntas cosas que no pueda responder…
Kaye bajó las manos de las caderas, exasperada.
—¿Qué tipo de preguntas no te está haciendo Augustine? ¿Y si estamos interpretándolo todo mal?
—Exacto —dijo Dicken. Se ruborizó y cortó el aire con la mano—. Exactamente. Kaye, sabía que tú lo entenderías. Mientras hablamos de qué sucedería si… ¿te importa si me desahogo contigo?
Kaye se echó hacia atrás ante esta perspectiva.
—Quiero decir, admiro tanto tu trabajo…
—Tuve suerte, y tenía a Saul —dijo Kaye, algo rígida. Dicken parecía vulnerable, y eso no le gustaba—. Christopher, ¿qué demonios estás ocultando?
—Me sorprendería que no lo supieses ya. Todos estamos evitando lo obvio, o lo que, en todo caso, resulta obvio para algunos de nosotros. —La observó atentamente con la mirada entornada—. Si te digo lo que pienso, y si tú estás de acuerdo en que es posible, en que es probable, tienes que dejarme decidir cuándo plantearlo. Esperaremos a tener todas las pruebas necesarias. He estado moviéndome en terreno de suposiciones durante un año, y estoy seguro de que ni Augustine ni Shawbeck quieren oír lo que pienso. A veces creo que no soy mucho más que el chico de los recados con un nombre más importante. Entonces… —Varió el peso de un pie a otro—. ¿Será nuestro secreto?
—Claro —dijo Kaye, mirándole a los ojos—. Dime qué crees que le va a suceder a la señora Hamilton.
Mitch sabía que estaba dormido, o al menos, medio dormido. Eran pocas las ocasiones en que su mente procesaba los hechos de su existencia, sus planes, sus suposiciones, por separado y con obstinada independencia, y siempre sucedía en las fronteras del sueño.
A menudo había soñado con el lugar en que estaba excavando en ese momento, pero mezclando los marcos temporales. Esa mañana, con el cuerpo inerte y su mente consciente convertida en espectador de un teatro que la envolvía, vio a un hombre y una mujer jóvenes, cubiertos con pieles y calzados con sandalias andrajosas de caña y cuero, atadas a los tobillos. La mujer estaba embarazada. Al principio, los vio de perfil, como si se tratase de una exhibición giratoria en un museo, y se entretuvo un rato observándoles desde distintos ángulos.
Poco a poco, sus posibilidades de control terminaron, y el hombre y la mujer caminaron sobre la nieve reciente y el hielo azotado por el viento, bajo la brillante luz del día, la más brillante que había visto en un sueño. El resplandor del hielo les cegaba y ellos se protegían los ojos con las manos.
Al principio, los consideró simplemente personas como él. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que esa gente no era como él. No fueron sus rasgos faciales los que despertaron sus sospechas. Fueron las formas intrincadas de la barba y el pelo facial del hombre, y la espesa y suave mata de vello que rodeaba el rostro de la mujer, dejando a la vista las mejillas, la barbilla huidiza y la frente baja, pero extendiéndose de lado a lado en la zona de las cejas. Bajo esa tupida banda, los ojos eran de un marrón profundo y cálido, casi negro, y su piel mostraba un rico tono oliváceo. Tenía los dedos grises y rosas, extremadamente encallecidos. Ambos tenían narices muy anchas.
«No son de los míos —pensó Mitch—. Pero les conozco.»
El hombre y la mujer sonreían. La mujer se agachó para agarrar un puñado de nieve. Se puso a mordisquearlo, sibilinamente, y luego, cuando el hombre no miraba, lo convirtió rápidamente en una bola y se la lanzó a la cabeza. Le alcanzó con fuerza y él se tambaleó dando un grito. La voz sonó clara y resonante, casi como la de un perro de caza. La mujer hizo gesto de agacharse, a continuación echó a correr y el hombre la persiguió. La tumbó en el suelo, a pesar de sus repetidos gruñidos de súplica y luego se echó atrás, alzó las manos al cielo y le gritó una retahíla de palabras. A pesar del timbre grave de su voz, profunda y modulada, ella no pareció impresionada. Agitó las manos ante él y frunció los labios, emitiendo sonoros chasquidos.
Con la secuencia lenta de un sueño, les vio descender en fila por un sendero embarrado, entre la llovizna de agua y nieve. A través del manto de nubes bajas podía ver fragmentos de bosque, un prado en un valle bajo ellos, y un lago, sobre el que flotaban amplias balsas de troncos con cubiertas de juncos.
«Les va bien —le dijo una voz en su interior—. Los miras ahora y no los conoces, pero les va bien.»
Mitch oyó un pájaro y se dio cuenta de que no era un pájaro sino el sonido de su teléfono móvil. Le llevó unos segundos dejar a un lado la parafernalia del sueño. Las nubes y el valle se rompieron como burbujas de jabón y gimió al tiempo que levantaba la cabeza. Tenía el cuerpo entumecido. Había estado durmiendo de lado, con un brazo doblado bajo la cabeza, y sus músculos estaban rígidos.
El teléfono seguía sonando. Contestó al sexto timbre.
—Espero estar hablando con Mitchell Rafelson, el antropólogo —dijo una voz con acento británico.
—Con uno de ellos, en todo caso —dijo Mitch—. ¿Quién es?
—Merton, Oliver. Soy el editor científico de The Economist. Estoy preparando un artículo sobre los neandertales de Innsbruck. Me ha costado encontrar su número de teléfono, señor Rafelson.
—No está en la guía. Estoy harto de que me atosiguen.
—Puedo imaginarlo. Escuche, creo que puedo demostrar que Innsbruck ha metido la pata en todo este asunto, pero necesito algunos detalles. Es su oportunidad para explicar lo sucedido a alguien comprensivo. Voy a estar en el estado de Washington pasado mañana, para hablar con Eileen Ripper.
—Bien —dijo Mitch. Consideró la posibilidad de colgar el teléfono sin más e intentar recuperar ese extraordinario sueño.
—Ella está trabajando en otra excavación en la garganta… ¿La garganta Columbia? ¿Sabe dónde queda la Cueva del Hierro?
—He realizado algunas excavaciones cerca de allí —dijo Mitch, estirándose.
—Ya, bueno, todavía no se ha filtrado a la prensa, pero se sabrá la semana que viene. Ha encontrado tres esqueletos, muy antiguos, nada tan extraordinario como sus momias, pero aún así, bastante interesante. Mi historia se va a centrar sobre todo en sus tácticas. En una época de apoyo a los indígenas, ha reunido un consorcio muy astuto para proteger a la ciencia. La señora Ripper solicitó el respaldo de la Confederación de las Cinco Tribus. Ya sabe quiénes son, por supuesto.
—Sí, lo sé.
—Tiene un equipo de abogados probono y también ha implicado a algunos congresistas y senadores. Nada parecido a su experiencia con el Hombre de Pasco.
—Me alegra oírlo —contestó Mitch, irritado. Se frotó los ojos—. Eso queda a un día en coche desde aquí.
—¿Tan lejos? Ahora estoy en Manchester. Inglaterra. Hice las maletas y me vine desde Leeds en coche. Mi avión sale aproximadamente dentro de una hora. Me gustaría mucho que pudiésemos hablar.
—Probablemente soy la última persona a la que Eileen querría ver por los alrededores.
—Fue ella quien me dio su número de teléfono. No está usted tan marginado como piensa, señor Rafelson. Le gustaría que le echase un vistazo a la excavación. Supongo que es del tipo maternal.
—Esa mujer es un torbellino —dijo Mitch.
—La verdad es que estoy muy emocionado. He visitado excavaciones en Etiopía, Sudáfrica y Tanzania. He estado dos veces en Innsbruck para intentar ver lo que me dejasen, que no ha sido mucho. Ahora…
—Señor Merton, lamento decepcionarle…
—Ya, bueno, ¿y qué hay del bebé, señor Rafelson? ¿Puede contarme algo más de ese extraordinario bebé que llevaba en la mochila la mujer?
—En esos momentos tenía un dolor de cabeza atroz. —Mitch estaba a punto de colgar el teléfono, a pesar de Eileen Ripper. Ya había pasado por situaciones similares demasiadas veces. Apartó el teléfono del oído. La voz de Merton sonaba aguda y metálica.
—¿Sabe lo que está sucediendo en Innsbruck? ¿Sabía que incluso se han peleado a puñetazos en los laboratorios?
Mitch volvió a acercar el teléfono.
—No.
—¿Sabía que han enviado muestras de tejido a otros laboratorios de diferentes países para intentar alcanzar algún tipo de consenso?
—Nooo —dijo lentamente Mitch.
—Me encantaría ponerlo al día. Creo que hay bastantes posibilidades de que pueda salir de este lío oliendo a rosas, o a lo que sea que crezca en el estado de Washington. Si le pido a Eileen que le llame, que le invite, si le digo que usted estaría interesado… ¿Podríamos vernos?
—¿Por qué no nos vemos en el SeaTac? Es por donde llega, ¿no?
Merton hizo sonar los labios.
—Señor Rafelson. No creo que rechace la oportunidad de oler la tierra y sentarse bajo una tienda de lona. La oportunidad de hablar de la más importante historia arqueológica de nuestra época.
Mitch encontró su reloj y miró la fecha.
—De acuerdo —dijo—. Si Eileen me invita.
Después de colgar el teléfono, fue al baño, se lavó los dientes y se miró al espejo.
Había pasado varios días dando vueltas abatido por el apartamento, incapaz de decidir qué hacer a continuación. Había conseguido la dirección de correo electrónico y el número de teléfono de Christopher Dicken, pero todavía no había reunido el valor necesario para llamarle. Estaba quedándose sin dinero antes de lo que había esperado. Estaba posponiendo pedir un préstamo a sus padres.
Mientras preparaba el desayuno volvió a sonar el teléfono. Era Eileen Ripper.
Cuando terminó de hablar con ella, Mitch se sentó un momento en la destartalada silla del salón, a continuación se puso en pie y miró por la ventana que daba a Broadway. Fuera se estaba haciendo de día. Abrió la ventana y se asomó. La gente iba y venía por la calle, y había coches parados ante el semáforo en rojo en Denny.
Llamó por teléfono a su casa. Le respondió su madre.
—Ya ha sucedido con anterioridad —dijo Dicken. Partió un bollo por la mitad y lo introdujo en la superficie espumosa de su café expresso con leche. La enorme y moderna cafetería del edificio Natcher estaba casi vacía a esas horas de la mañana, y servían mejor comida que la cafetería del Edificio 10. Estaban sentados junto a los altos ventanales de cristal ahumado, lejos del resto de escasos clientes—. Concretamente, sucedió en Georgia, en Gordi, o cerca de allí.
La boca de Kaye formó una O.
—Dios mío. La masacre…
Fuera, el sol se filtraba a través de las nubes bajas de la mañana, extendiendo juegos de luz y sombras sobre el campus y el interior de la cafetería.
—Todos sus tejidos tienen SHEVA. Sólo conseguí muestras de tres o cuatro, pero está en todos.
—¿Y no se lo has dicho a Augustine?
—Me he estado apoyando en evidencias clínicas, informes recientes de los hospitales… ¿Qué diferencia habría si digo que el SHEVA se remonta a hace unos cuantos años, una década como mucho? Pero hace dos días conseguí unos expedientes de un hospital de Tbilisi. Ayudé a un interno de allí a conseguir unos contactos en Atlanta. Me habló de una gente que vive en las montañas. Supervivientes de otra masacre, ésta de hace unos sesenta años. Durante la guerra.
—Los alemanes no entraron en Georgia —dijo Kaye.
Dicken asintió.
—Las tropas de Stalin. Exterminaron a casi toda la población de un pueblo aislado, cerca del Monte Kazbeg. Hace dos años encontraron a algunos supervivientes. El gobierno de Tbilisi les protegió. Tal vez estaban hartos de purgas, o tal vez… Puede que no supiesen nada de Gordi, o de los otros pueblos.
—¿Cuantos supervivientes?
—Un médico llamado Leonid Sugashvili convirtió la investigación de lo sucedido en su cruzada personal. Lo que el interno me envió fue su informe, un informe que nunca llegó a ser publicado. Es muy minucioso. Estima que entre 1943 y 1991 unos trece mil hombres, mujeres e incluso niños fueron asesinados en Georgia, Armenia, Abjasia y Chechenia. Los asesinaron porque se pensaba que extendían una enfermedad que provocaba que las mujeres embarazadas abortasen. Los que sobrevivieron a las primeras purgas fueron perseguidos después… porque las mujeres estaban dando a luz a niños mutantes. Niños con manchas por todo el rostro, con ojos extraños, niños que podían hablar desde el momento en que nacían. En algunos pueblos, la policía local fue la que cometió los asesinatos. La superstición es difícil de erradicar. Los hombres y mujeres… madres y padres, eran acusados de acostarse con el diablo. No fueron demasiados, en cuatro décadas. Pero… Sugashvili piensa que podrían haberse producido sucesos de este tipo desde hace cientos de años. Decenas de miles de asesinatos. Culpa, vergüenza, ignorancia y silencio.
—¿Crees que el SHEVA provocó las mutaciones de los niños?
—El informe del médico dice que muchas de las mujeres asesinadas aseguraron que habían dejado de mantener relaciones sexuales con sus maridos y parejas. No querían tener hijos del diablo. Habían oído hablar de los niños mutantes de otros pueblos, y cuando tuvieron la fiebre y abortaron, intentaron evitar quedarse embarazadas. Casi todas las mujeres que habían abortado volvían a estar embarazadas treinta días después, no importaba lo que hicieran o dejaran de hacer. La misma información que empezamos a recibir de algunos de nuestros hospitales.
Kaye sacudió la cabeza.
—¡Es completamente increíble!
Dicken se encogió de hombros.
—No va a volverse más creíble ni más fácil —dijo—. Hace ya tiempo que dudo que el SHEVA se parezca a ningún tipo de enfermedad que conozcamos.
La boca de Kaye se tensó. Dejó la taza de café y cruzó los brazos recordando la conversación con Drew Miller, en el restaurante italiano de Boston, y a Saul diciendo que había llegado el momento de que abordasen el problema de la evolución.
—Puede que sea una señal —dijo.
—¿Qué tipo de señal?
—Una llave-código que libere una reserva genética, instrucciones para un nuevo fenotipo.
—No estoy seguro de entenderlo —dijo Dicken, frunciendo el ceño.
—Algo formado durante miles de años, decenas de miles de años. Suposiciones, hipótesis relacionadas con uno u otro rasgo, elaboraciones sobre un plan bastante rígido.
—¿Con qué fin?
—Evolución.
Dicken echó atrás la silla y puso las manos sobre las piernas.
—Guau.
—Fuiste tú el que dijo que no se trataba de una enfermedad —le recordó Kaye.
—Dije que no se parecía a ninguna enfermedad que hubiese visto. Sigue siendo un retrovirus.
—Leíste mis artículos, ¿verdad?
—Sí.
—Dejé escapar alguna insinuación.
Dicken reflexionó sobre eso.
—Un catalizador.
—Vosotros lo fabricáis, nosotras lo pillamos y lo sufrimos —dijo Kaye.
Las mejillas de Dicken enrojecieron.
—Intento que esto no se convierta en un conflicto entre hombre y mujer —dijo—. Ya hay bastantes problemas de ese tipo por ahí.
—Lo siento —dijo Kaye—. Puede que sólo esté intentando evitar el problema real.
Dicken pareció tomar una decisión.
—Me estoy extralimitando al mostrarte esto. —Buscó en su maletín y sacó un folio impreso con un mensaje de correo electrónico de Atlanta. Había cuatro pequeñas imágenes en la parte inferior del mensaje.
—Una mujer falleció en un accidente de tráfico en las afueras de Atlanta. Se le realizó una autopsia en el Hospital Northside y uno de los patólogos descubrió que estaba en el primer trimestre de embarazo. Examinó el feto, que era claramente uno de los de la Herodes. Después examinó el útero de la mujer. Encontró un segundo embarazo, muy reciente, el feto estaba en la parte inferior de la placenta, protegido por una fina capa de tejido laminar. La placenta ya había empezado a desprenderse, pero el segundo óvulo se encontraba a salvo. Habría sobrevivido al aborto. Un mes después…
—Un nieto —dijo Kaye— producido por…
—Una hija intermediaria. Que en realidad no es más que un ovario especializado. Que crea un segundo óvulo. Y ese óvulo se adhiere a la pared del útero de la madre.
—¿Y si sus óvulos, los de la hija, son diferentes?
Dicken sentía la garganta seca y comenzó a toser.
—Perdona. —Se levantó para servirse un vaso de agua y volvió caminando entre las mesas a sentarse junto a Kaye.
Siguió hablando, despacio.
—El SHEVA provoca la liberación de un complejo de poliproteínas. Se descomponen en el citosol que rodea al núcleo. LH, FSH, prostaglandinas.
—Lo sé. Judith Kushner me lo comentó —dijo Kaye, con voz apenas audible—. Unas provocan los abortos. Otras podrían alterar considerablemente un óvulo.
—¿Mutarlo? —preguntó Dicken, ciñéndose todavía al antiguo paradigma.
—No estoy segura de que ésa sea la palabra adecuada —dijo Kaye—. Suena a algo nocivo y aleatorio. No. Podemos estar hablando de un tipo diferente de reproducción.
Dicken terminó su vaso de agua.
—Esto no es exactamente algo del todo nuevo para mí —musitó Kaye para sí. Cerró los puños con fuerza y luego golpeó ligeramente la mesa con los nudillos, nerviosa—. ¿Estás dispuesto a defender que el SHEVA forma parte de la evolución humana? ¿Que estamos a punto de crear un nuevo tipo de humano?
Dicken examinó el rostro de Kaye, la mezcla de maravilla y nerviosismo, el terror peculiar de acercarse al equivalente intelectual de un tigre furioso.
—No me atrevería a exponerlo con tanta crudeza. Pero puede que sea un cobarde. Puede que se trate exactamente de eso. Valoro tu opinión. Y Dios sabe que necesito un aliado en este asunto.
El corazón de Kaye resonaba con fuerza en su pecho. Alzó la taza de café y el líquido frío se derramó.
—Dios mío, Christopher —emitió una risa de impotencia—. ¿Y si es cierto? ¿Y si todos estamos embarazados? Toda la especie humana.