Ella destacará entre todas,

Será reina y sucumbirá a la tentación.

Disputarán su favor y le ofrecerán su cetro,

cetro de destrucción para las Odish,

cetro de tinieblas para las Omar.

El dictado del corazón de la elegida propiciará

La una triunfará sobre las otras

Definitivamente

La Profecía de Odi

CAPÍTULO XX

El aviso del Etna

L noche era cálida y los sábados, a la orilla del mar, al pie mismo del Etna, se prestaban a las fiestas. Los porches del jardín salpicados de glicinas y la pérgola cubierta de alegre buganvilla daban cobijo a una horda de jóvenes entusiastas de la música, el baile, las bebidas y los juegos.

En el centro de todos, Clodia, quince años, morena, vital y colorida, modelo chica pizza Caprichosa, giraba y giraba como una peonza al son de la música. Entre los compases de rock le llegaba el sonido de las risas de sus amigos y notaba el tacto de sus manos que la empujaban en su delirante danza torbellino. Respiró una vaharada excesiva del aroma dulzón y mareante del jazmín que le produjo náuseas y claudicó.

– Basta, basta, por favor.

Las manos dejaron de empujarla y hacerla girar y Clodia cayó sobre el césped, con teatralidad, fingiendo un vahído, a sabiendas de que muchos pares de ojos la estaban mirando y de que tenía que caer bien, a ser posible con estilo.

Ella, sin embargo, no podía verlos. Llevaba los ojos tapados con un pañuelo blanco y rojo que formaba parte del juego. Una modalidad de gallinita ciega que se había puesto de moda en los cumpleaños sicilianos. Pronto comenzó el juego de verdad, el más divertido, el que había estado esperando.

– ¿Preparada? -escuchó.

Clodia se pasó la lengua sobre los labios con nerviosismo. Estaba preparada y anhelante.

– Adelante -autorizó.

Clodia abrió la boca y suplicó que fuera Mauro el primero en comenzar. Fallaría y así repetiría una vez, y otra, y así toda la noche. Sintió un aliento muy cerca de su cara, una respiración inquieta y nerviosa y unos labios delgados y fríos que se posaron sobre los suyos. Eran inexpertos, torpes y sosos. Se enfadó por su mala suerte y tuvo deseos de pegarle un mordisco al novato. Se reprimió a tiempo.

– Romano.

Risas y aplausos. Había acertado. No podía ser otro; sólo besaría tan mal aquel niñato que, como mucho, practicaba con la pantalla de la Play-Station. Muy verde. Un suspenso.

Aún le faltaba la prueba del helado y otra vez a esperar su ronda de una hora.

¿Por qué tenía tan mala suerte? ¿Por qué no le había tocado ni una sola vez besarse con Mauro? Había ido a aquella fiesta exclusivamente para coincidir con él en el jueguecito y resultaba que era tan gafe que se había contaminado con los microbios de los adolescentes de media Sicilia sin probar ni siquiera una vez los apetecibles labios de Mauro.

Los helados le daban lo mismo. Siempre los acertaba. Fuesen de melón, pomodoro, banana o stracciatella. Era una excelente catadora de helados. Sacó la lengua y de un solo lametazo dedujo el gusto.

– Café y avellanas.

Aplausos de nuevo. Era imbatible en cuanto a gustos de helados y besos de principiantes babosos. Menuda porquería de fiesta. Iba a levantarse del suelo cuando la voz de Mauro la dejó KO. Aún no se había quitado la venda de los ojos, pero ya no tuvo fuerzas.

– Espera -le dijo en un susurro al oído-. A ver si adivinas este sabor.

Clodia se quedó paralizada y supuso que Mauro estaba arrodillado junto a ella. Con los ojos cerrados imaginó la escena. Ella inmóvil y tendida, como la Bella Durmiente, y él, el príncipe encantado inclinando su cabeza sobre la suya. Cada vez más cerca, más cerca, increíblemente cerca.

Clodia, en el cielo de los mortales, sintió cómo unos labios frescos y apasionados se posaban por fin sobre su boca y una lengua ávida buscaba la suya y la impregnaba de un maravilloso sabor a fresa.

Y entonces le dio el mareo de verdad. La noche mediterránea zumbó como los platillos del batería que sonaba en ese momento y sintió algo así como si se le fundiesen los plomos. Mauro se entretuvo en los entresijos de un beso interminable que despertó gritos de admiración. Clodia, lanzadísima y sin conciencia de ser observada por montones de ojos y caras de asombro, alzó los brazos, agarró a Mauro por el cuello, le devolvió su beso al cubo, se ahogó, tomó aire y continuó. Hasta que una envidiosilla con vocación de ONG los separó.

– Bueno, basta, basta ya, que os vais a quedar sin oxígeno.

Clodia se relamió los labios y suspiró sin quitarse la venda.

– Creo que…, que no me ha dado tiempo a saborearlo suficientemente. Necesito…, necesito otra oportunidad.

Anaíd hubiera dicho que morro no le faltaba. Y así era. Las ocasiones las pintan calvas, le hubiera respondido la fresca de Clodia. ¡Carpe diem!, gritaba Clodia por las noches a la carrera en las playas sicilianas. Y lo practicaba, vaya si lo practicaba.

Su comentario fue recibido con un montón de silbidos y risas. Nadie estaba dispuesto a concederle otra oportunidad y las chicas, la mayoría colgadas de Mauro y mosqueadas por la exclusiva, menos que nadie.

Pero Clodia se arrancó la venda de un tirón y se cogió al brazo de Mauro para levantarse del suelo. Lo contempló fijamente, comiéndoselo con los ojos, y probó su mejor juego de caída de párpados, el que nunca le fallaba.

– ¿Y tú qué dices? ¿Tengo otra oportunidad?

Mauro estaba dispuesto a concederle todas las oportunidades del mundo y Clodia empezó a creer que había ido a la fiesta por el mismo motivo que ella. Mejor, así ya no habría malentendidos ni jueguecitos dilatorios.

Junto a la nevera de los helados, y ajenos al resto de los participantes, comenzaron su degustación particular. Se quedaron al margen de los amigos corriendo el riesgo de no volver a ser invitados a ninguna otra fiesta por sectarios, pero Clodia sabía que ése era su gran momento. Mauro, el más guapo, simpático, enrollado y cachondo del instituto, era todo suyo. Ya tenía chico para la temporada. Bruno fue el anterior, pero no había ni punto de comparación. Mauro era… tanto bello…, bellísimo.

– Humm… -suspiró saboreando con fruición-. Dulce y amargo… Nueces y nata.

Mauro la besó de nuevo e insistió.

– Hay otro ingrediente.

Clodia se lanzó a la investigación, y estaba en ello cuando el rugido la interrumpió.

Fue un tronar claro, nítido, tan evidente como el sabor de nuez con manzana y nata que se disolvía en su boca, lentamente. Sin embargo, nadie más en la fiesta lo había oído.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mauro al darse cuenta de que Clodia se apartaba de él y se quedaba súbitamente rígida.

– ¿No lo oyes?

– ¿El qué?

– El Etna.

Mauro se extrañó. Tenía buen oído.

– Ése es Bryan Ferry.

Clodia se quedó pasmada.

– He dicho el Etna, el volcán, nuestro volcán, el que está sobre nuestras cabezas.

Mauro sonrió.

– Te oigo, pero no te escucho -y volvió a besarla.

Clodia lo apartó de un empujón.

– Un segundo, por favor, me está enviando un mensaje.

Mauro, algo desconcertado, se la quedó observando como si fuera una marciana.

Clodia estaba en trance mirando fijamente el cono del volcán. Se llevó una mano al oído formando una caracola y escuchó con solemnidad. Efectivamente, el sonido era ordenado, rítmico. El Etna estaba hablando. Intentó descifrar el mensaje, pero la lengua de Mauro le hizo cosquillas en la nuca. Clodia, ni corta ni perezosa, le arreó un bofetón. Enseguida se arrepintió.

Mauro, ofendido, se llevó la mano a la mejilla.

– Vale, tía, que era un gesto cariñoso.

Clodia intentó darle un aire travieso a su pronto.

– El mío también, cuando me gusta mucho un chico le abofeteo, cariñosamente, claro.

Mauro no sabía cómo tomárselo. Optó por el lado optimista.

– Entonces te gusto.

Clodia nunca perdía oportunidades.

– Muchísimo, pero estoy un poco empachada. Tanto helado, tanto beso… ¿Continua-mos mañana?

Mauro no quiso dejarla marchar.

– ¿No te irás ahora y me dejarás así tirado como una colilla? -protestó.

Vaya, qué engorro. ¿Por qué tenían que ser tan complicadas las cosas?, pensó Clodia.

– No te dejo, me voy a soñar contigo.

– Podemos soñar juntos.

Clodia empezó a encontrarlo demasiado fácil. Estaba acostumbrada a los duros, o a los que fingían hacerse los duros.

– ¿Roncas?

Mauro se rascó la cabeza.

– No, no creo.

– Pues haz la prueba esta noche. Te pones un casete y te grabas. Mañana hablamos.

Eso era una promesa encubierta y no fallaba nunca. Dejó a Mauro inquieto y pensativo, preocupado por sus ronquidos y con el helado a medio degustar derritiéndose en la mano.

Clodia se dirigió elegantemente hacia la verja y una vez en la calle echó a correr hasta que estuvo lo suficientemente lejos del bullicio. Se concentró de nuevo. Así lo podía oír mejor, y lo oyó perfectamente. El mensaje esa vez era claro, diáfano, tanto, que se le erizaron los pelillos de la nuca.

– Anaíd está en peligro, mamá -le soltó de sopetón a Valeria, que estaba leyendo en la cama.

– ¿Cómo dices?

– El Etna ha hablado. ¿No lo has oído?

Valeria vaciló. Clodia era demasiado lista para engañarla. De nada serviría mentirle.

– Lo oí rugir, pero no le presté atención, estaba ocupada.

Clodia se rió.

– Pues mira que yo, si te explicase…

– No, no me expliques, prefiero no saberlo -rechazó Valeria horrorizada.

Estaba convencida de que si supiera todo lo que hacía Clodia tendría que reprimirla como una madre convencional y no le apetecía. Su pacto tácito era la discreción. Una vez iniciada y ya a salvo de lo peor de los ataques Odish, prefería dejarla en una semilibertad vigilada.

Pero Clodia insistió.

– No puedo creer que no lo escuchases. Tu obligación como matriarca del clan del delfín es transmitir los mensajes.

Valeria cerró el libro

– Está bien. Lo oí.

Clodia se puso en jarras.

– ¿Y…?

– Y nada.

– ¿Cómo que nada? El Etna nos está avisando de que Anaíd está en peligro. He intentado ponerme en contacto con ella y no responde a mis llamadas telepáticas. En su casa no hay nadie.

– El Etna ha hablado de peligro. No ha dicho nada de Anaíd.

– Lo he oído perfectamente -protestó Clodia-. Me enseñaste tú misma a inter-pretarlo.

– Te habrás equivocado.

Clodia se molestó. Estaba segura de tener la razón. Comenzó a dar vueltas por la habitación para importunar a su madre, que intentaba continuar leyendo, sin conseguirlo, claro.

– ¿Y no piensas hacer nada?

– ¿Qué quieres que haga?

– Pues ponerte en contacto con el clan de la loba, hacer llamadas a Selene, a Elena, a Karen. A cualquiera de ellas. No sé, tú conoces a más brujas Omar que yo. Siempre estás reunida. ¿De qué te sirve?

Valeria se puso en pie y salió de la cama definitivamente. Estaba muy bronceada y más musculada que nunca. A diferencia de Clodia, que prefería el baile y la discoteca, a ella la relajaba el deporte. Cogía su barca y se lanzaba a alta mar, a nadar, a practicar submarinismo y a retozar con los delfines, su propio clan.

Se había desvelado y se dirigió a la cocina sin calzarse. Le gustaba caminar descalza por la casa.

– Tú lo has querido: trae un conejo.

Clodia se quedó sorprendida.

– ¿Ahora?

– Pues claro. Salimos de dudas ahora. Mañana me voy temprano para Creta. Vuelo vía Atenas.

– ¿Otra vez reunida? -se quejó Clodia.

– Hay problemas en las tribus. Te aconsejo que extremes las precauciones.

Clodia siguió a su madre y aceptó que fuera ella quien eligiera el conejo. El ritual del sacrificio, como oráculos que eran, estaba listo para cualquier Omar que acudiera a su casa a medianoche a despejar sus dudas o iluminar su futuro.

Valeria trajo al animal, lo puso sobre la mesa y cedió el cuchillo a Clodia que, de un tajo certero, lo degolló. Recogieron la sangre en una palangana de plata y la observaron juntas.

– El peligro está muy claro -interpretó Clodia.

– Sí, cariño -ratificó Valeria-. Pero te acabo de decir que son tiempos difíciles. Hay muchas Omar en peligro. Observemos las vísceras, son definitivas.

Y al extender las vísceras sobre la mesa Clodia tuvo una desilusión. Anaíd no apareció por ninguna parte. Ni en el hígado, ni en el bazo, ni en los pulmones ni en el corazón. Anaíd estaba ausente del oráculo. Ni ella ni nadie que pudiera parecérsele. Los augurios eran vagos, tópicos, extraños.

Valeria recogió la sangre, limpió la cocina y guardó los restos del conejo en un Tuperware dentro de la nevera.

– Ya tienes comida para estos días.

En cualquier otra circunstancia, Clodia hubiera dado palmas de alegría. Acababa de ligar con el chico que le gustaba desde hacía un montón de tiempo. Su madre se largaba y le dejaba la casa para ella sola, y tenía un conejo en la nevera para cocinarlo y montar una cena opípara con quien le apeteciera. Y sin embargo, estaba tan preocupada que no se le ocurrió ni una sola de las posibilidades de rentabilizar su libertad. Ni tan siquiera soñó con Mauro, aunque de buena mañana se despertó con los labios hinchados, la lengua pastosa y un empacho de helado morrocotudo.

Valeria se despidió y Clodia se metió bajo la ducha. Todo era muy extraño. Anaíd no respondía a sus llamadas telepáticas. En su casa nadie contestaba al teléfono y Valeria evitaba investigar sobre su paradero, su salud o su situación. Y para colmo, las vísceras del conejo le daban la razón. Y eso que no se trataba de una hembra preñada. ¿O sí?

Y de pronto le surgió una duda. Salió a toda pastilla de la ducha y voló hasta la nevera dejándolo todo empapado. Cogió el cuchillo y, con mucho cuidado, hizo la comprobación con los restos del animal. Se llevó una mano a la boca. Era una hembra y estaba preñada. Su madre le había hecho trampa y el presagio no era correcto. Llamó desesperadamente al móvil de Valeria, pero lo tenía apagado como siempre que viajaba. Prefirió aclarar las cosas cara a cara. Se vistió a la carrera y paró un taxi.

Llegó al aeropuerto de Catania casi al mismo tiempo que Valeria y la interceptó en el mostrador de facturación.

– Clodia, ¿qué haces aquí?

– Me has mentido.

Valeria dejó caer la maleta.

– Está bien. Te he mentido.

– ¿Por qué?

Valeria tenía el semblante sombrío.

– Anaíd no está en peligro. Anaíd es nuestro peligro.

– ¿Qué significa eso?

– Que ya no es una Omar.

– ¿Y qué es? ¿Una mona?

– Ha caído víctima de la maldición de Odi, se ha cumplido la profecía.

Clodia negó con la cabeza, incrédula.

– No puede ser.

– Lo es. Es una Odish inmortal. Ha bebido sangre Omar, ha traicionado a su clan y posee el cetro de poder. Es muy peligrosa.

– Pero el Etna…

– El Etna nos avisaba a nosotras para que nos mantuviésemos alejadas de ella. El mensaje era inverso, cariño.

– ¿Y por qué no me lo dijiste anoche?

– Intentaba evitar que lo pasases mal.

Clodia no podía creerlo.

– Es mi amiga, no puedo abandonarla.

– Ya no es la amiga que conociste. Es alguien diferente, con su mismo aspecto, pero ya no es ella. Olvídala.

– No puedo. Yo la quiero.

– Y yo, pero el deber de la tribu…

– ¡A la porra con el deber!

– Cálmate, Clodia, me tengo que ir o perderé mi avión.

Clodia estaba triste.

– Dame dinero para el regreso.

Como Valeria no tenía suelto, le dio una tarjeta de crédito.

– Saca lo que necesites y guárdala. No sea que te la roben. Anda, un beso y no hagas tonterías.

Clodia se quedó ahí en medio, con la tarjeta en la mano y la mala conciencia instalada en su corazón.

Pero la casualidad o Valeria le habían dado una oportunidad insospechada.

Carpe diem.

Era una solución disparatada, como ella, pero relativamente sencilla. En lugar de dirigirse a la salida, esperó prudentemente a que el vuelo de su madre despegase y luego se dirigió a una agencia de viajes desde la que podrían gestionarle su pasaje a Madrid y el billete de autobús para Urt. Hasta tenía tiempo de hacer compras para su equipaje.

Y de pronto sonó su móvil.

– ¿Pronto?

– No ronco.

Clodia se quedó mirando el móvil como si hubiera oído la voz de un extraterrestre. Y así era.

Mierda, se dijo flojito para sí. Y con su mejor tono de voz despreocupado contestó:

– ¿Mauro? ¿Eres tú?

No podía ser. Una oportunidad como aquélla, un chico que besaba como un ángel, que la llamaba cariñoso al día siguiente y… que no roncaba.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. ¿Soñamos juntos esta noche?

Clodia sintió deseos de echarse atrás en su viaje. Aunque le dolían los labios y le asustaba la impetuosidad de Mauro. ¿No sería de la especie de los que se prometían en matrimonio, le compraban un pañuelo negro y la encerraban luego en casa?

Siempre estaba a tiempo de salir por piernas.

– Es que resulta que voy a una boda de una amiga.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

– Ayer no me lo dijiste.

– No lo sabía. Me acaba de llamar y estoy en el aeropuerto, a punto de coger el avión para España.

– ¿Y se casa así de repente, sin avisar?

– Ha sido de penalty.

– Ah.

Clodia se mordió las uñas.

– ¿Y ya sabes si pegas patadas?

– ¿Cómo?

– Por las noches, si pegas patadas.

– Pues no lo sé.

– ¿Tienes perro?

– No.

– ¿Gato?

– Mi madre.

– Duerme con el gato de tu madre una noche y, si no te soporta y se larga, es que pegas patadas.

Hubo un silencio largo y Clodia temió que se hubiera pasado y que Mauro estuviese simplemente borrando su nombre de la agenda del móvil. Pero no.

– Oye, ¿sabes que me gustas un montón?… Se quedó sin argumentos.

– ¿Porque soy un poco friki?

– Porque me lo estás poniendo muy difícil. Mucho.

– Ya

– Y me encanta

Clodia respiró aliviada. Un masoca. A por él.

– Aún no te he dicho lo peor. No sé cuándo volveré.

– ¿De dónde?

– De la boda de mi amiga.

– ¿Te esperarás a que nazca el bebé?


– Puede.

– Vaya. Clodia…

Clodia detectó un tono melifluo y cursilón en ese «Clodia» tembloroso como un flan. ¿No pensaría declarársele? Horror. No estaba preparada.

– Lo siento. Me he quedado sin batería. ¡Ciao!

Y colgó con una sonrisa picara.

Vaya, vaya. A Mauro le gustaba que se lo pusieran difícil. Pues había dado con la persona acertada. Difícil sería poco, se lo pondría tan megadifícil que se arrepentiría de tener lengua.

De momento se largaba a Urt.

Las amigas delante, los novios detrás.

Y en ese instante un temblor perceptible y, bastante evidente levantó un grito colectivo de pánico.

Un terremoto.


* * *

La cabaña también se movió bajo el efecto del terremoto, como las aguas del lago, como las copas de los temblorosos álamos. La cabaña osciló como un péndulo y, aunque sus frágiles paredes aguantaron, el temblor desprendió uno de los maderos del tejado que fue a caer sobre el hombre que yacía en la cama. El golpe que recibió en la sien le arrancó un grito.

Abrió los ojos y sintió un enorme dolor de cabeza. Se frotó el chichón incipiente y al rozar la palma contra su mentón se dio cuenta de que le había crecido la barba. Se incorporó poco a poco, sintiéndose mareado, pero enseguida le fallaron las fuerzas y volvió a caer. Miró hacia el lecho y por el agujero que había dejado el madero contempló la luz del día. Se dejó acariciar por la fresca brisa que se colaba a través del resquicio y que renovaba el aire viciado de la cabaña, y escuchó los graznidos de los pájaros que, asustados por el temblor, sobrevolaban los cielos en bandadas y oscurecían las nubes.

El sol estaba bajo y su color rojizo e intenso auguraba una hermosa puesta de sol, como las que le gustaba contemplar cerca de las cimas incontaminadas. Un destello rojo cruzó su pensamiento y abrió la puerta de sus recuerdos. Se agudizaron sus sentidos y vio el pelo de Selene y olió su aroma, el mismo que impregnaba su piel y la cama donde reposaba. Y de pronto, como una marea creciente, sus recuerdos inundaron su mente seca.

Era Gunnar, perseguía a Selene, protegía a Anaíd y había quemado los coches. ¿Dónde estaba Selene? Quiso levantarse, pero al hacer el amago del gesto se dio cuenta de que sus músculos estaban debilitados y de que apenas le respondían. Esa vez se incorporó muy lentamente y se sentó, apoyando su cabeza contra la ventana cerrada. La abrió poco a poco y empujó hacia fuera los postigos cerrados para que entrase la luz. Se fijó en su brazo cadavérico. Se palpó las costillas. Había perdido mucho peso y esa barba… significaba que llevaba ahí días. O quizá semanas.

De pronto lo vio sentado frente a la sencilla mesa de madera. Era un excursionista ataviado con un magnífico anorak de plumas, un polar, unas botas de trekking, unos pantalones y camiseta termodinámicos.

– Hola -saludó Gunnar extrañado.

– Vaya, por fin despiertas.

– ¿Llevo mucho durmiendo?

– Un par de semanas o más.

Gunnar se asustó.

– A lo mejor estoy deshidratado. Dame algo de agua.

– No puedo -se disculpó el excursionista-. Ni siquiera podía despertarte.

Gunnar lo comprendió. Era un espíritu. Se levantó a duras penas y pudo alcanzar su cantimplora. Dio un largo trago y poco a poco el agua bajó por su reseca garganta y alimentó sus venas. Fue bebiendo a tragos cortos, hidratando su cuerpo.

– Y dime, ¿te envía mi madre?

– Efectivamente. Ha velado por ti durante todo este tiempo.

Gunnar contempló sus brazos escuálidos.

– Ya se nota.

– Selene te hechizó.

Gunnar rompió a reír.

– Selene es genial.

El espíritu observó cómo Gunnar hacía los preparativos para cocinar una sopa de champiñones y se permitió objetar.

– Es más nutritiva la sopa campesina.

– Prefiero la crema de champiñones, gracias.

– Te recomiendo que comas cucharadas de azúcar, puñados de frutos secos y alguna tableta de chocolate. Te aportarán energía inmediata.

Gunnar no le hizo el menor caso y, mientras calentaba el cazo y removía la crema de champiñones, se permitió objetar:

– Tu atuendo es el de un excursionista de manual. ¿Cómo un excursionista erudito perece en la montaña? ¿Te dejaste el libro de instrucciones en casa?

El excursionista calló.

– Quien calla otorga.

El excursionista, con mirada melancólica, confesó su ridícula historia.

– Me intoxiqué en una ruta de supervivencia.

Gunnar no se rió.

– Con una seta venenosa, supongo.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprendió el excursionista.

– Odias los champiñones.

El excursionista suspiró y calló.

– No fui el único. Intoxiqué a mi monitor.

– Vaya, ¿y fue él quien te maldijo?

– No. Su hijo.

– ¿Su hijo?

– Le había prometido un Scaléxtric al regreso.

Gunnar escanció su crema de champiñones en una escudilla de cobre y removió con la cuchara para enfriarla. El aroma era delicioso y no pudo resistirse, la fue degustando len-tamente a riesgo de quemarse la lengua.

– Ya empiezo a sentirme algo mejor. ¿Qué mensaje me envía Cristine?

– Te espera en Veracruz.

– ¿Y por qué cree que iré hasta ahí?

– Tiene el cetro.

Gunnar se extrañó.

– ¿Y Anaíd?

– Acudirá hasta donde esté el cetro.

– ¿Selene la interceptó? -preguntó inmediatamente Gunnar.

– Anaíd escapó de Selene.

– ¿No pretendía hacer el Camino de Om?

– Las Omar se lo impedirán.

Gunnar se encogió de hombros.

– No entiendo qué espera de mí. No tengo ningún cometido.

El espíritu le corrigió.

– Cristine te necesita a su lado.

Gunnar paladeó sus últimas cucharadas.

– Dile a mi madre que tal vez la visite, pero que yo, si fuera ella, no me fiaría de las intenciones de mi propio hijo, o sea yo. Dile que no me prestaré al juego de interponerme entre Selene y Anaíd. Y dile también que no se le ocurra volver a atacar a Selene. ¡Ah!, y dile que el cetro debe estar en manos de la elegida y no en las suyas, y que estoy harto de sus tretas y sus manipulaciones, y que a partir de ahora no me prestaré a más juegos.

El espíritu levantó una mano y suplicó una pausa.

– Por favor, ¿puedes repetirlo?

Gunnar se sirvió un pedazo de piña en almíbar.

– Creo que lo mejor será que se lo diga directamente y sin intermediarios.

El espíritu respiró aliviado.

Tras un buen trago de café, Gunnar abrió la puerta de la cabaña, respiró el aire fresco del atardecer, miró a su alrededor y contempló los hierros retorcidos de lo que fuera su coche. Lamentó ser un estúpido romántico.

CAPÍTULO XXI

En la penumbra del cráter

Anaíd sobrevolaba las islas Canarias, las que los antiguos llamaban las Bienaventuradas y que los españoles antes de la conquista conocían como las Islas Afortunadas. Siete islas montañosas de origen volcánico, caprichosas como dados lanzados al azar en medio del Atlántico, frente a las calurosas costas africanas. En mitad de ninguna parte, pero poseedoras de todo: naturaleza agreste, tierra fértil, aves de coloridos plumajes, clima benigno y fuentes de agua cristalina. Puerto obligado para los viajeros en ruta hacia las Américas, que cargaban sus barcos de agua dulce, ganado y vinos afrutados.

A vuelo de pájaro se sorprendió de los dragos milenarios, las palmeras exóticas y las caprichosas formaciones de lava oscura. Desde los cielos podía percibir su permanente verano y el intenso aroma a salitre de sus playas de arena negra. No obstante, lo más hermoso, lo más impactante, era el cono nevado del gran Teide, con sus casi cuatro mil metros de altura partiendo del nivel del mar, desafiando las leyes de la mesura y el equilibrio, desbordante de fuerza, de energía y atrevimiento, lamiendo las nubes con desenfado. Un gigante de blanca cabellera alzándose imponente entre cañadas y barrancos. Quiso acercarse y voló hacia él fascinada por su majestuosa silueta, pero al perder altura se dio cuenta de que la fuerza del gran volcán no le permitía decidir su rumbo. Batió las alas frenéticamente. En vano. No dominaba la dirección de su vuelo. Algo muy poderoso le impedía aproximarse y la rechazaba. El efecto contrario del magnetismo. La fuerza centrípeta de la montaña mágica, contrariamente, la alejaba de ella.

Y fuese por su desconcierto y su rabia o fuese por un fenómeno natural, lo cierto es que, al perder altura, quedó atrapada en la niebla y a su alrededor se hizo la más completa oscuridad blanca. Un vacío vertiginoso sin relieve, distancias ni formas. Todo se difuminó y quedó presa de una bruma pegajosa que se adhirió a su ropa y a sus alas y las fue lastrando, lastrando, hasta impedir cualquier movimiento. Se sintió pesada e incapaz de luchar contra la niebla que se había ido espesando hasta adquirir la consistencia de la melaza. Imposible avanzar. Prisionera de la fuerza telúrica del Teide, consideró que era absurdo enfrentarse con el coloso y optó por planear y dejarse llevar por las corrientes. Era lo más razonable. Y los Alisios cálidos soplaron y la alejaron del volcán y la niebla, llevándola consigo como una pluma.

A merced del viento fue sobrevolando la hermosa isla hasta que descubrió horrorizada que los vientos la conducían al océano y la empujaban luego hacia las aguas. Batió las alas con desesperación, se resistió, luchó denodadamente contra lo inevitable, pero su cansancio era excesivo y poco a poco fue haciendo mella en sus merina das fuerzas. Se abandonó, cerró los ojos y se desvaneció mientras perdía altura y se dejaba caer balanceándose en la nada.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde su caída. Anaíd sintió unas manos que palpaban su cuerpo con incredulidad. Y no había para menos, en lugar de brazos tenía alas, unas alas de águila de una envergadura descomunal. Era una muchacha alada, pero por poco rato, puesto que comenzaba a sentir el efecto de la transformación. El temblor y la conmoción que precedían a la pérdida de las alas fueron más rápidos que en otras ocasiones. Sin apenas darse cuenta sus brazos recuperaron su aspecto y su cuerpo volvió a tener su peso y su consistencia habituales, aunque más delgada por el viaje, más ajada su piel y más áspero su cabello por la sequedad de los vientos.

Jadeó por el esfuerzo, aún se sentía débil y mareada. Un potente silbido sonó muy cerca y la conmocionó. Abrió los ojos y, entre la espesura húmeda de un bosque cubierto de líquenes y musgo, descubrió, no muy lejos de ella, de espaldas y en lo alto de un barranco, a un muchacho moreno que con las manos ahuecadas sobre la boca silbaba de una forma curiosa. Era un canto, una secuencia de sonidos encadenados y sumamente variados. El chico se detuvo y escuchó. A través de los barrancos le llegó otro silbido. Anaíd también pudo oírlo. Era la respuesta. Se estaba comunicando con alguien y ese alguien le contestaba. El joven pareció entender el significado del silbido ya que, con la misma soltura que si estuviera manteniendo una conversación telefónica, respondió de forma diferente. Anaíd se fijó, había algunos sonidos repetidos, usaban un código parecido a la lengua hablada, al Morse o a los signos gestuales.

– ¿Estás hablando?

El chico se giró inmediatamente.

– ¡Estás viva! -abrió mucho los ojos-, y… tienes brazos.

– Claro, soy una chica normal.

– No es cierto, tenías alas.

Anaíd fingió partirse de risa.

– ¿Alas? ¿Desde cuándo las chicas tenemos alas?

– Las brujas sí.

Anaíd se puso alerta.

– ¿No creerás que soy una bruja?

– Te vi volar, te vi caer desde los cielos y, cuando te fui a buscar, en lugar de brazos tenías alas. Fíjate en tu ropa, está destrozada por el viento. Has llegado hasta aquí volando, a mí no me engañas.

Anaíd intentó pensar rápido.

– ¿Cómo te llamas?

– Unihepe.

– Qué nombre tan curioso.

– Significa silbador de los barrancos. Mi padre y mi abuelo eran silbadores y me enseñaron el lenguaje del silbo desde niño.

Anaíd comprendió.

– Entonces… ¿estabas hablando con alguien?

– Sí, con Amushaica, una amiga.

Anaíd se puso tensa.

– ¿Y no le habrás explicado nada de mí, verdad?

– Claro que sí, por eso la llamé.

Anaíd se puso en pie dispuesta a defenderse. Las piernas le temblaban después de tantos días sin utilizarlas.

– Unihepe, necesito que me ayudes.

– Amushaica viene hacia aquí y ella sabrá qué hacer.

– Solamente quiero saber dónde estoy y reponerme un poco. O sea, comprobar si tengo todos los huesos enteros, y comer y beber algo.

– Claro. Por eso he pedido a Amushaica que avise a Aremoga.

Anaíd se puso de los nervios.

– ¡Pero bueno!, ¿has anunciado mi llegada a toda la isla?

– No, sólo a aquellas personas que he creído que te podían echar una mano.

– ¿Ah sí? ¿Vendrán con una ambulancia quizá? ¿Son médicos, policías o periodistas?

– Son brujas.

Anaíd se quedó con la boca abierta y se sentó. Tenía que pensar.

– O sea que has creído que las brujas sabrían qué tipo de monstruo soy.

– Eres una de ellas. Y no sois monstruos, sois mujeres, las hay y las ha habido siempre. Las he visto desde niño danzar en el claro del bosque, recoger sus plantas y sanar a los enfermos. Las he visto volar, aunque sin alas.

– ¿Ah sí? -repitió enfáticamente Anaíd para ganar tiempo.

Así pues se estaba refiriendo a una comunidad Omar. No podía confiar en las Omar. Las Omar la rechazarían.

– ¿Y cómo es que sabes tantas cosas acerca de las brujas?

– Vivo en los bosques.

Anaíd se extrañó.

– ¿Y de qué vives? ¿Cazas? ¿Pescas? ¿Talas árboles?

– Hago de guía a los turistas -se ufanó el muchacho.

Anaíd miró a su alrededor, un espeso boscaje húmedo le hacía perder toda perspectiva, aunque al fondo del cerro se vislumbraba un gran barranco, casi cortado en vertical.

– ¿Guía de dónde? ¿Dónde estamos?…

– En el macizo del Garajonay. Estamos en La Gomera. ¿Ves estos árboles que nos rodean? Son los mismos que había desde hace miles y miles de años. Es un bosque terciario, como los que cubrían Europa y la Península antes de las glaciaciones. Es laurisilva, de laurel y sabina. Un bosque templado, húmedo, denso y poblado de líquenes, helechos y musgo. Está lleno de especies endémicas. Nuestro lagarto por ejemplo. A los turistas les entusiasma porque no han visto nunca nada igual.

Anaíd estaba bastante impresionada. Así pues era eso. No había caído ahí por casualidad. La fuerza milenaria del bosque la había salvado de las garras del océano.

– Ayúdame a levantarme.

– No te muevas, Aremoga está a punto de llegar. Ella te curará.

Anaíd no podía arriesgarse a que Aremoga la identificase como a una Odish o como a la elegida maldita y le impidiese cumplir con su misión. Adoptó una actitud misteriosa.

– Unihepe, ¿me guardarás un secreto?

– ¿Cuál?

– No puedo ver a Aremoga. Si la veo, una de las dos morirá.

– ¿Por qué?

– Nuestras familias de brujas son enemigas.

Unihepe hizo un gesto de entendimiento.

– ¿Qué sucedió?

Anaíd improvisó.

– Teníamos un pacto de hermandad, ¿sabes? De ayudarnos y socorrernos.

– Nosotros los guanches también teníamos ese tipo de pactos antes de la llegada de los españoles.

Anaíd respiró aliviada. Podían comprenderse.

– Pero la familia de Aremoga lo violó. Cuando mi abuela les pidió ayuda, no la socorrieron. Mi abuela murió por su culpa.

Unihepe comprendió.

– Vuestro pacto de sangre se rompió y estás obligada a vengar a tu familia.

– Eso mismo. Ya sé que es un poco enrevesado, pero es así.

Unihepe lo comprendió perfectamente.

– Los gomeros firmaron hace seiscientos años la sentencia de muerte del conde Hernán Peraza por incumplir su pacto de hermandad.

– ¿Y lo mataron?

– ¡Y tanto! El viejo Hupalupa, el guardián del pacto, designó a Hautacuperche, el elegido por los dioses, para ejecutar la sentencia. Acabó con el conde cerca de aquí, en la cueva de Guahedum. Allí el conde traidor se encontraba con su amante Iballa, del bando de Ipalan.

Anaíd notó cómo los brazos fuertes del chico la ayudaban a ponerse en pie y la sostenían por la cintura. Pero al poner los pies en el suelo se le escapó un grito. La pierna. Tenía la pierna derecha rota. ¿Cómo no se había dado cuenta? Su tibia colgaba exánime, partida en dos. Unihepe se horrorizó.

– Esto es muy feo.

Pero Anaíd no se podía entretener.

– Anda, ve a buscar una rama y la entablillamos en un momento. Me sanará ense-guida, tengo buenos huesos.

Unihepe, escéptico, la obedeció, y tan pronto como se perdió entre la maleza Anaíd aprovechó para frotarse con fuerza la pierna. Sintió cómo su hueso crecía y se soldaba en unos pocos segundos. Cuando Unihepe llegó de nuevo a su lado, ella fingió haberse recolocado el hueso con un rictus de dolor.

– Anda, átame la rama en la pierna y vámonos.

– Eres muy valiente.

Unihepe era hábil y en un momento inmovilizó su pierna con la ayuda de una cuerda. Luego le proporcionó un bastón improvisado. Anaíd fingía no apoyarse en su pierna rota, aunque la tenía ya perfectamente.

– ¿Podrás caminar?

– Sí, lo intentaré.

– Conozco un atajo para llegar al barranco. Ahí tengo una cabaña.

Anaíd vio el cielo abierto. Unihepe era un encanto.

Comenzaron a descender lentamente. Anaíd, procurando no poner su pierna en el suelo, tropezaba con frecuencia en las raíces del mullido sotobosque.

– ¿Y ese Hernán Peraza qué hizo para que lo condenaran a muerte?

– Hernán Peraza era un tirano que se enriquecía a costa de la vida de los indígenas, pero lo que indignó a los ancianos fue que violó el pacto de hermandad, el que comenzó su abuelo.

– O sea el abuelo selló un pacto de hermandad con los indígenas. ¿Y en qué consistía?

– Bebían un trago de leche del mismo gánigo y se convertían en hermanos.

– Claro, hermanos de leche.

– Pero Hernán Peraza se convirtió en el amante de la hermosa Iballa, una joven del bando de Ipalan, y cometió incesto porque eran hermanos de leche.

Anaíd se estremeció. Ella también tenía una hermana de leche, lejana, muy lejana, pero fuerte. La sentía dentro de ella. Oía su voz. Eran una sola.

– Es un pacto muy antiguo… -murmuró.

– Y Hernán Peraza el joven no lo respetó. Se buscó su muerte y fue el culpable de una matanza terrible.

– ¿Qué pasó?

– Los gomeros se levantaron en armas con muy mala fortuna. Después del grito de «Ya el gánigo de Guahedum se quebró», la isla se sublevó y los gomeros cercaron a Beatriz de Bobadilla, su esposa, en la Torre del Conde. Entonces ella, malvada como nadie, pidió ayuda a Pedro de Vera, y su venganza fue sangrienta.

Anaíd no quiso saber cómo continuaba aquello, pero Unihepe insistió.

– Mataron a lodos los hombres mayores de quince años: niños, jóvenes, y ancianos, no importaba; y a las mujeres y a los pequeños los vendieron como esclavos, a pesar de que eran cristianos, y ellos se quedaron con el dinero de su venta.

Anaíd pensó que aún era mucho peor de lo que esperaba. La crueldad de la humanidad no tenía parangón con ninguna otra especie animal.

El descenso rápido sostenida por Unihepe y el relato ameno y trágico de su historia le había puesto alas en los pies, pero tropezó con un inconveniente inesperado.

El silbo de Amushaica resonó en el barranco.

Unihepe se puso nervioso. Disminuyó la velocidad pero no respondió. Anaíd notó cómo su musculatura se tensaba. Luego el silbo se repitió con insistencia, una vez, dos, tres.

– ¿Son ellas? -preguntó Anaíd asustada.

– Sí, me preguntan dónde estamos.

Anaíd se dio cuenta del apuro del chico. Difícilmente la encubriría el tiempo suficiente para no levantar sospechas.

– Diles que estoy mal y que necesito un médico.

Unihepe dudó.

– Si les respondo calcularán la distancia y nos encontrarán, aunque Amushaica tiene problemas para caminar y no pueden seguir nuestro ritmo.

Anaíd se extrañó. Era incapaz de discernir la distancia y la dirección del último silbo.

– Aléjate a un lado y finge otra dirección.

Unihepe sonrió. Le pareció una buena idea.

Se alejó un buen trecho, aprovechó la dirección contraria del viento y silbó durante unos minutos, narrando un periplo inventado. Al cabo de un rato Anaíd escuchó la respuesta. Unihepe le tradujo.

– Les he dicho que te habías roto una pierna, que te llevaba en volandas al hospital y que ya nos veríamos en la ciudad.

– Estupendo. Mil gracias.

Pero a Unihepe no le gustaba mentir.

– ¿Y qué harán cuando no me encuentren? -se lamentó.

El muchacho estaba nervioso. Anaíd tuvo que tranquilizarlo.

– Has hecho bien al contestarles. Las mujeres son muy recelosas y desconfían del silencio.

– Ya, pero les he mentido.

– Es preferible eso a no decir nada. Los silencios nos angustian terriblemente. Puedes decirles que fuiste víctima de un conjuro mío. Que te engañé y te embrujé.

Unihepe sonrió.

– Me parece una buena idea.

Y de esa forma, fugitiva de las Omar isleñas, Anaíd se acogió al refugio cálido y hospitalario del silbador y se prohibió pensar ni decidir. Durmió profundamente, comió un pedazo de queso de cabra de sabor exquisito, pan untado de una pasta picante y deliciosa que Unihepe le dijo que se llamaba almagrote, y se deleitó con miel de palma. Durmió otras pocas horas y luego, al despertar, fue a darse un baño en el río. Unihepe le prestó ropa suya, ancha, pero cómoda. Al regresar del baño, Anaíd se sentía repuesta. La choza de Unihepe era sencilla, su comida reconfortante y su lecho providencial, pero tenía que partir hacia el Teide. Así pensaba decírselo cuando, al poner los pies dentro, se dio cuenta de la trampa. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Alguien le asestó un fuerte golpe en la cabeza y simplemente se hundió en un pozo oscuro.


Al despertar no tuvo ninguna duda. La mujer de nariz ganchuda y ojos penetrantes que la observaba era Aremoga. Intentó simular que aún dormía, pero Aremoga no era fácil de engañar.

– ¡Amushaica, Amushaica, ven! Ya despertó.

La joven Amushaica entró sonrojada por la carrera. Anaíd no la reconoció y creyó que era un chico. Era de piel morena y ojos color de miel, vestía ropa basta, camisa muy ancha de algodón, bermudas caqui y botas de suela resistente, pero lo que más sorprendía era su cabeza afeitada. Su cráneo moreno relucía al sol, desnudo y bronceado. Al avanzar, Anaíd se fijó en que cojeaba al caminar, pero era tan bonita que iluminó la cabaña. Y tras ella asomó el acongojado Unihepe, atrapado entre dos fuegos y muy azorado.

– Me alegro de que te hayas despertado -le dijo a modo de disculpa-. Luego regreso -y se despidió como si Anaíd hubiera tropezado con la puerta al entrar, en lugar de caer abatida de un porrazo.

– Espera, Unihepe, no te vayas.

– Tengo trabajo -se excusó.

Y con un leve gesto de hombros, dio a entender a Anaíd que lo habían cazado sin remedio y que se debía a sus amigas.

Cuando Unihepe se marchó, Anaíd, resignada, cerró los ojos y esperó a que Aremoga pronunciara un conjuro de inmovilidad. Estaba convencida de que ya se habían puesto en contacto con Selene, Elena o cualquier otra Omar, y que estaba firmada su sentencia de muerte, como la de Peraza. Pero su asombro fue tremendo. Aremoga agachó la cabeza ante ella y habló acongojada.

– Aremoga Aythamy, hija de Hermigua y nieta de Amulagua, matriarca del clan de la paloma, de la tribu guanche.

La muchacha, acostumbrada a obedecer y poco acostumbrada a hablar, se arrodilló junto a su abuela y la imitó balbuceando.

– Amushaica Aythamy, hija de Alsaga y nieta de Aremoga, del clan de la paloma, de la tribu guanche.

Anaíd tragó saliva y se presentó sin omitir ningún dato. Al fin y al cabo ya sabrían quién era.

– Anaíd Tsinoulis, hija de Selene y nieta de Deméter, del clan de la loba, de la tribu escita.

Inmediatamente Aremoga tomó la palabra con voz temblorosa.

– Mi niña, discúlpenos por golpearla. Fue un error imperdonable. Lo sentimos mucho.

Amushaica bajó la cabeza avergonzada y Anaíd contempló de cerca el cuello de la joven y sintió sed, una sed insaciable y angustiosa. Amushaica, con una voz tierna, se disculpó.

– Fui yo. Pego demasiado fuerte, soy muy bruta. Lo siento, pero no he ido a la escuela.

Y Anaíd percibió la vergüenza de quien se ha criado lejos de los convencionalismos sociales y se siente fuera de lugar. Amushaica era como un animalillo del bosque que sólo dependía de la voz de su abuela. Algo salvaje, torpe y asocial. Pero arrebatadoramente hermosa.

Anaíd no comprendía nada. Arumaga se lo aclaró. Tomó su mano y la besó con respeto.

– La marca de la gran madre loba. La señal de que su misión es prioritaria y de que todas las Omar debemos servirla, procurar su invisibilidad y protegerla. No la había visto nunca, es tal y como los manuales la describen.

¿Su mano? ¿Qué le ocurría a su mano? Contempló su mano y en efecto, los colmillos de Deméter, la loba, brillaban como dos estrellas en su dorso. Así pues, por eso la había mordido Deméter. ¿Era su pasaporte? ¿Encubría su naturaleza Odish? ¿No olían su olor acre ni adivinaban su condición de inmortal en su mirada?

Aremoga la distrajo.

– ¿En qué podemos ayudarla, mi niña?

Anaíd se molestó por el tratamiento, no era ninguna niña, y sin querer, le respondió con altanería.

– Antes que nada quiero dejar las cosas claras. Mi misión es muy importante y no responderé a preguntas indiscretas. ¿Entendido?

Aremoga no dejó vislumbrar ninguna emoción contradictoria.

– Entendido, mi niña.

Anaíd hubiera preferido que la retase. Estaba orgullosa de la fuerza de su poder. Quería que Amushaica abriese aquellos ojos color de miel tan bonitos y la contemplase con arrobo, con devoción, como Dácil. Pero fuese por la proverbial sabiduría que su mismo nombre indicaba, Aremoga no dio pie a que la ira prendiese en el ánimo de Anaíd.

– La escucho, mi amor.

– Tengo que llegar a las cuevas del Teide lo antes posible. Me espera Ariminda, ¿la conocéis?

Aremoga asintió.

– Naturalmente, la matriarca del clan de la cabra. La servidora del Teide.

Anaíd asintió.

– Necesitaré comida, agua y algo de ropa.

Aremoga hizo una señal a Amushaica, que antes de levantarse no pudo evitar la pregunta que le quemaba en la lengua.

– ¿De verdad volaste con alas de águila?

Anaíd se sintió admirada y respetada y por primera vez en ese corto espacio de tiempo la invadió un bienestar desconocido.

– Sí, volé desde muy lejos, desde los Pirineos.

– ¿Sin detenerte?

– Sin detenerme, sin beber ni comer. Por oso estaba exhausta.

– Unihepe dijo que tenías una pierna rota. ¿Cuál de ellas?

Anaíd hizo alarde de su magia y las flexionó. Amushaica se tapó la boca con la mano para reprimir el grito de asombro.

– Está perfectamente.

– La sané yo sola.

– Entonces -musitó con ansiedad-, ¿posees el don?

Aremoga se incomodó. Estaba asistiendo a la mayor exhibición de habla de su nieta, de natural reservada.

– Ya está bien, Amushaica. Basta.

Pero Anaíd ignoró a la abuela y sonrió a la nieta. Leía verdadera admiración en la mirada ingenua de Amushaica.

– Sí. Poseo el don.

Y Amushaica, tras haber dado infinidad de rodeos para explorar ese territorio, se lanzó a la gran pregunta que la corroía:

– ¿Puedes curarme?

Aremoga, recelosa, intervino.

– Amushaica, no moleste más a la señorita.

Pero Anaíd ni siquiera la escuchó.

– ¿Tienes alguna herida?

Amushaica se señaló a sí misma y Anaíd se fijó en que, bajo sus ojos, se formaban ojeras, algo impropio para una chica tan joven.

– Ya no sé qué hacer. Aremoga me dice que tenga paciencia, que aprenda a convivir con mi mal, pero yo quiero volver a correr y a saltar como podía hacer antes de la enfermedad.

– ¿Qué enfermedad?

Aremoga lanzó una mirada autoritaria a Amushaica.

– Sufre una enfermedad de la sangre que afecta a los huesos. No tiene cura. Podemos ayudarla para que no sufra, por eso vive en el bosque desde niña y yo le proporciono los remedios, pero ella desea un milagro.

Anaíd leyó en su mirada el escepticismo que se oponía a la fe ciega de la joven Amushaica. Le molestó. La sabia Aremoga la consideraba incapaz de sanar la enfermedad de su nieta. ¿Acaso no detectaba su infinito poder?

– ¿A ver? -inquirió Anaíd.

Amushaica se desabrochó la bota, se quitó el calcetín y le mostró su pie deformado y su uña del dedo gordo del pie negra e infectada. Tenía mal aspecto.

– Es muy doloroso. Paso noches enteras sin dormir.

Anaíd se arrodilló ante ella e impuso sus manos sobre el pie enfermo de la muchachita. Musitó unas palabras en la lengua antigua y apretó sus palmas contra su piel. La energía fluyó, modeló el pie y regeneró la uña enferma. Al levantar sus manos, Amushaica lanzó una exclamación sincera.

– ¡Me has curado! ¡Eres maravillosa! ¡Lo sabía!

Aremoga, la mujer sabia, no dijo nada, tal y como su naturaleza prudente le aconsejaba.

Anaíd, esperando el aplauso de la abuela, creyó que no la había convencido suficientemente.

– Eso sólo es lo que se ve. Acércate. Curaré tu sangre.

Pasó sus manos sobre el cuerpo de Amushaica y sus manos se detuvieron más tiempo del previsto en el dulce cuello de la paloma guanche. Palpó una a una sus venas palpitantes. Una sed lacerante la tentaba a acercar su boca a esa piel morena. Sintió, sin embargo, la mirada hiriente de Aremoga y continuó con el proceso. Al llegar de nuevo a sus pies, Amushaica saltaba de alegría.

– Me siento fuerte, ya no estoy cansada, ya no me duelen las piernas.

Aremoga, que había estado atenta al proceso, se repuso de su impresión y sujetó a Anaíd del brazo.

– Mi niña, no conozco su Método y temo que Amushaica se haga falsas ilusiones.

– Su curación es definitiva -afirmó Anaíd.

Aremoga frunció el ceño.

– En ese caso…, eso no son buenas artes Omar. ¿Está segura de que su matriarca le autoriza a practicar ese tipo de curaciones?

Anaíd sintió de nuevo crecer la ira dentro de ella. Acababa de dar muestras de una generosidad inaudita, acababa de sanar a la nieta de aquella Omar amargada, acababa de demostrar su fuerza y su poder, y además había puesto sus artes al servicio de la salud de otra Omar. ¿Y Aremoga pretendía sancionarla? Su reacción instintiva fue usar su vara contra la vieja metomentodo, pero en el último momento algo luchó contra ese impulso y se abstuvo. Simplemente levantó su palma mordida por los colmillos mágicos y se la mostró.

– ¿No recuerdas quién me protege? No debéis hacer preguntas, sólo tenéis que obedecerme y servirme.

Aremoga bajó los ojos con humildad.

– Lo que disponga, mi loba.

Anaíd se sintió satisfecha. No pretendía enemistarse con ellas, pero tampoco podía dejarse intimidar. Era ni más ni menos que la elegida, aunque tuviera que mantener su secreto para preservarse.

Amushaica se acercó a Anaíd y besó su mano gentilmente.

– Anaíd, desde hoy cuenta conmigo para servirte. ¿Qué puedo hacer por ti?

Y Anaíd sintió un deseo súbito, un deseo imperioso.

– Quiero ver la cueva de Guahedum.

– ¿Quieres ir a la Degollada de Peraza? -se asombró Amushaica.

– Unihepe me explicó la historia y siento curiosidad.

Aremoga hizo un gesto y Amushaica se llevó las manos a la boca y lanzó un potente silbo.

Anaíd se sintió traicionada.

– ¿A quién avisas?

– A Unihepe. Él se conoce mejor los caminos; Te llevará en un momento.

Anaíd rectificó.

– No. Prefiero que me acompañes tú, y que me expliques la historia de Iballa tú misma.

– Pero… -objetó Amushaica-. Tengo que preparar tus cosas para la marcha. Tu ropa, tu comida, tu pasaje para llegar a Chinet.

Anaíd no pudo soportar la contrariedad.

– El viaje puede esperar.

Amushaica miró suplicante a Aremoga y Aremoga sonrió con dulzura.

– Ve con ella. Que Unihepe os acompañe por la montaña y luego le muestras la cueva tú misma.

Anaíd relajó su tensión. Al poco, el silbo claro y musical de Unihepe anunció su llegada y el muchacho entró con los ojos bajos, pidiendo disculpas a Anaíd por haber traicionado su hospitalidad. Amushaica lo recibió con grandes muestras de alegría y le mostró su pie sano, pero Unihepe estaba tenso y miraba de reojo a Anaíd, inquieto por su reacción, temeroso de su magia. Anaíd lo tranquilizó.

– Nos hemos reconciliado.

Y el bueno de Unihepe se quitó un gran peso de encima.

– Os lo advertí. Es una bruja muy poderosa, mucho. No he visto nunca nada igual.

Y si bien Anaíd recibió el comentario de Unihepe con agrado, Aremoga, al quedarse sola, abandonó su sonrisa y frunció el ceño muy preocupada. Tenía muy poco rato pura mover sus hilos. Y debía darse prisa. La vida de su nieta corría peligro.


Anaíd caminó confiada y tan arropada por la sincera admiración de Unihepe y Amushaica que no atendió a ninguno de los indicios que podían haberla advertido del peligro. A poco que hubiera escuchado los graznidos del cuervo o los gorjeos inquietos de petirrojos, pinzones y gallinuelas, se habría dado cuenta de su equivocación. Pero aunque la hubiera advertido el lagarto somnoliento, su petulancia en aquel momento era tanta que no le hubiera creído.

Una vez llegados a la puerta de la cueva, Anaíd despidió a Unihepe con arrogancia, como si se hubiese pasado la vida dando órdenes.

– Ahora ya puedes dejarnos solas. Amushaica me hará de guía, ¿verdad?

Amushaica estaba encantada de su nueva responsabilidad, a pesar de que se sentía azorada en presencia de una bruja tan poderosa.

El atardecer comenzaba a declinar. El sol, cansado de su periplo, deseaba hundirse en el mar y refrescar sus rayos ardientes. La luz decaía y Anaíd se sentía mucho mejor. Últimamente se resentía del exceso de luz y notaba que la claridad hería sus retinas. Tenía los ojos azules delicados.

Amushaica estaba algo nerviosa.

– Yo no sé qué explicarte acerca de la cueva, no sé hablar muy bien. Lo hace mejor Unihepe, él encandila a los turistas.

Anaíd le cedió el paso con deferencia.

– Lo harás estupendamente. Estoy segura.

Amushaica ensanchó sus pulmones. Probablemente su abuela la reprimiese, pensó Anaíd. Probablemente su abuela la obligase a vestirse con esas ropas tan bastas y a afeitarse casi ritualmente su cabeza. Probablemente estuviese poco acostumbrada a recibir muestras de cariño o de respeto. Y se acordó de ella misma un año antes. Era insegura por su aspecto de niña desvalida, era tímida por su temor a quedar en ridículo, era sufridora porque su madre rutilante la ponía en evidencia. Había cambiado mucho desde entonces. El cetro le había proporcionado seguridad, pensó, y su abuela Cristine la había tratado con cariño y con respeto y había hecho aumentar su autoestima. Excepto cuando ella perdió el control y se enfadó.

Amushaica se atrevió a romper el hielo. Tanteó la oscuridad, encendió un mechero y mostró las paredes desnudas y frescas de la cueva.

– Dicen que el fantasma de Iballa aún vive aquí. Era una chica indígena del bando de Ipalan. Muy hermosa. Unos dicen que era hija de Hupalupa, otros dicen que vivía con su madre, una mujer vieja y astuta. Lo cierto es que era la amante de Hernán Peraza y que se encontraban en esta cueva.

– ¿Y aquí fue donde mataron al conde?

– Sí, Hautacuperche, el guerrero escogido para la ejecución, le esperaba emboscado. Estuvo al acecho muchas horas. Esperó y esperó hasta que Hernán Peraza, el joven, llegó como siempre solo y confiado para reunirse con su amante. Iba armado, pero ni siquiera le dio tiempo a sacar su espada o apuntar con su arcabuz que escupía fuego. Hautacuperche, muy hábil, le arrojó un asta, un hierro de dos palmos. Dicen que se la metió entre la coraza y el pescuezo y lo atravesó de arriba abajo. Cayó muerto en el suelo, aquí mismo donde estamos nosotras. Y Hautacuperche exclamó: «Ya el gánigo de Guahedum se quebró», que era el grito acordado. La sentencia se había cumplido.


La luz fue perdiendo intensidad y la voz de Amushaica era cada vez más suave, más espaciada. Y sin darse cuenta, Amushaica fue bostezando y reclinándose contra la roca, hasta que se dejó caer sobre el suelo, los brazos lasos, los párpados caídos, la fisonomía relajada.

Anaíd se acercó a ella, con sigilo, y comprobó que efectivamente estuviera dormida. Lo estaba. El hechizo de sueño había surtido efecto y Amushaica estaba inerme y a su entera disposición. Anaíd se repitió que no quería hacerle daño, que sentía una simple curiosidad por conocer su sabor. Sólo eso. Se acercó lentamente a su cuello, pero la misma ansiedad que la aquejaba al desear el cetro la poseyó con urgencia.

– Más sangre no, por favor, no.

Anaíd se detuvo y levantó la cabeza. Una muchacha de largos cabellos y ropas extrañas la contemplaba horrorizada.

– ¿Quién eres? -le espetó Anaíd.

La muchacha se llevó la mano al pecho y se postró ante ella.

– Oh, gran señora, soy la humilde Iballa, moradora maldita de esta cueva manchada de sangre.

– ¿Sabes quién soy, Iballa?

Iballa, el fantasma, se estremeció.

– Oh, sí, mi señora, sois la elegida, la Odish que anunciaban las profecías.

– ¡Soy una Omar! -rugió Anaíd, súbitamente indignada.

– No puede ser, mi señora.

– ¿Por qué? Mi madre es Omar, mi abuela materna fue Omar.

– Pues las Omar desean acabar con vos.

– ¿Cómo lo sabes?

Iballa abrió sus grandes ojos.

– Porque están ahí en la puerta de la cueva, esperándoos para atraparos como hicieron con Hernán.

Anaíd rió con ganas.

– ¿Quieres que vaya a la puerta? Es una treta para evitar que sacie mi sed con esta niña Omar.

– Las Omar no beben sangre.

– ¡Ni yo tampoco! -rugió de nuevo Anaíd.

– Pero… -objetó Iballa angustiada-. Estabais a punto de…

– Mentira, ahora te enseñaré lo que estaba a punto de hacer.

Anaíd se inclinó sobre Amushaica, pero no pudo acercar su boca a su cuello. Algo la sujetó. Algo parecido a una cuerda viscosa que resbaló por su cara y su pecho y le impidió moverse. Intentó girar la cabeza y no pudo. Quiso levantar las manos, pero le fue imposible. No podía alcanzar su vara ni su atame, no podía servirse de sus armas. Se revolvió con saña, pero a cada movimiento se enredaba más y más en el cordaje invisible y pegajoso. Hasta que quedó completamente inmóvil. Lo supo enseguida. Habían lanzado sobre ella una telaraña mágica, igual que ella hizo con la condesa, y la habían atrapado como a una mosca.

Anaíd musitó un contraconjuro, pero al punto su conjuro fue anulado por otros varios.

El pinchazo fue breve. Un dardo lanzado con puntería que se clavó en su brazo e inoculó el veneno que la paralizaría.

Anaíd quiso resistirse, pero era demasiado tarde. Las Omar habían utilizado la estrategia de la araña, una fórmula de lucha colectiva muy antigua para defenderse de las Odish. Primero conducían a las Odish a un territorio propicio sirviéndose de un anzuelo y en el momento en que la bruja Odish bajaba la guardia ocupándose exclusivamente de su víctima la atrapaban en su red y la envenenaban con su aguijón. Luego la hacían desaparecer.

Anaíd se desesperó. Las Omar eran cobardes. Apenas hicieron servir esa táctica un par de veces a lo largo de la historia. Las Omar preferían esconderse a actuar. ¿A qué venía esa ofensiva?

Aremoga entró en la cueva y, haciendo caso omiso de Anaíd, levantó el cuerpo de Amushaica y lo abrazó.

– Hemos llegado a tiempo. Ariminda tenía razón, la elegida es muy poderosa, pero hemos salvado la vida a la pequeña.

– ¿Y cómo supo Ariminda de su llegada?

– La avisó su discípula, la joven Dácil. Le rogó que la retuviera y la avisó de sus poderes excepcionales.

Anaíd quiso gritar, pero no pudo. ¿Dácil la había traicionado? ¿Qué les había dicho a esas Omar para que la aprisionasen?

– ¿Y cómo podremos dominarla? Es poderosa.

Aremoga las tranquilizó.

– Ariminda quiere que la hagamos llegar hasta su guarida del Teide, ella será la guardiana de Anaíd hasta que el consejo de matriarcas de Occidente decida qué hacer con ella.

Otras Omar se agrupaban a su alrededor con reparo. Una de ellas señaló a Anaíd con extrañeza.

– ¿Ésta es la elegida?

– La imaginaba más fuerte.

– Con el pelo rojo.

– Parece una niña buena.

Aremoga las corrigió.

– Ya no es nuestra elegida, simplemente es una Odish.

Anaíd intentó protestar, pero el veneno había comenzado a hacer su efecto y había anulado su voz. Quiso moverse, pero se había quedado paralizada. Quiso urdir un plan, pero se dio cuenta de que se había esfumado su voluntad.

Aremoga se arrodilló junto a ella y sacó su vara de encima.

– Las lobas la han expulsado de su clan. Las Omar han abjurado de la elegida. Mis órdenes son… -y movió su vara en un movimiento circular e hipnótico- hacerla desaparecer con el conjuro del camaleón que Elena la loba rescató del olvido.

Anaíd quiso defenderse, pero, anonadada, se dio cuenta de que no tenía cuerpo.

Acababa de desaparecer.

CAPÍTULO XXII

La revuelta del Minotauro

El tranquilo pueblo de Hora Sfakion, bañado por un mar cristalino y habitualmente solitario por su difícil acceso al sur de la lejana Chania, estaba más animado que de costumbre. Desde hacía dos días, un lento pero constante goteo de mujeres llegadas desde todos los rincones de Europa había ido desembarcando en su puerto y desfilando con sus maletas por las estrechas y empinadas callejuelas. Lo curioso es que no se alojaron en ninguno de los hotelitos de la población que ofrecían sus camas y habitaciones con grandes carteles. Las mujeres, que tenían en común semblantes preocupados y largos cabellos, fueron llamando una a una, a la puerta de la casa blanquiazul de la vieja Amari, una sanadora con fama de bruja de una antiquísima familia de pescadores cretenses.

Amari no dio explicaciones a nadie y evitó responder a cualquier pregunta. Encargó una inusual cantidad de comida, cerró puertas y persianas a cal y canto, y purificó las escaleras de entrada con aroma de tomillo.

Todos supusieron que las recién llegadas eran brujas y no le dieron la menor importancia. Los pescadores estaban acostumbrados a ese tipo de eventos en casa de Amari.

Una vez pasada la novedad volvieron a reunirse en la taberna de Giorgio a comentar las incidencias del tiempo, a beber sus tragos de raki jugando a las tablas y barajando el número de turistas que bajarían los dieciséis kilómetros del desfiladero de Samaria la próxima temporada.


Selene estaba acalorada y cabizbaja a pesar de la frescura de las paredes encaladas de blanco y de la sombra deliciosa del emparrado del patio donde soplaba la brisa marina. Se sentaba junto a Karen, que sostenía su mano entre las suyas y le recordaba, con la presión amigable de sus dedos, que podía contar con ella, que estaba allí para ayudarla. Selene había elegido personalmente el lugar de la reunión en territorio Tsinoulis, en el epicentro de los dominios de la tribu escita, pero aun así, a pesar de las buenas vibraciones de su amiga, del paisaje mediterráneo que calentaba su corazón y de los lazos de hermandad que unían a la vieja Amari con su madre Deméter, era el objeto de todas las miradas hostiles. Las Omar de Occidente, enviadas por los clanes a la reunión urgente de Creta, la acusaban en silencio de su fracaso y la culpaban de su futuro trágico, sin esperanzas.


La mesa presidencial de las matriarcas estaba compuesta por la hermosa grulla Lil, famosa escritora; la científica de renombre Ingrid, una salamandra despistada y madre de familia numerosa; Valeria, del clan del delfín, apasionada y estricta bióloga; la jovencísima serpiente Aurelia, una luchadora del linaje Lampedusa que había sustituido a su abuela Lucrecia recientemente fallecida; y en el lugar presidencial y discretamente separadas la una de la otra se sentaban Ludmila, la cabra ruda de los oscuros Cárpalos, y Criselda, con su aspecto bonachón, sucesora de Deméter del clan de la loba.

La mesa estaba claramente dividida en dos facciones, una de las cuales era especialmente belicosa y adversa a las Tsinoulis. Estaba capitaneada por Luzmila, que había asumido interinamente la presidencia del consejo durante el tiempo en que Criselda, prisionera del mundo opaco, estuvo ausente. La conservadora cabra Ludmila, tajante y fanática, había llevado las riendas del consejo con dureza y tenía como incondicionales a la grulla Lil y a la salamandra Ingrid.

La otra facción, encabezada por Valeria, contaba con el tibio respaldo de Criselda, de mirada ausente, y la jovencísima Aurelia, falta de experiencia. Valeria se sentía carente del apoyo y liderazgo necesarios para convencer a las emisarias de los clanes de una actitud más conciliadora respecto a Selene y la elegida.

Selene percibía con claridad la animadversión de Lil, Ingrid y Ludmila. No era nuevo. Las tres se habían declarado enemigas suyas en su primer encuentro, anterior al nacimiento de Anaíd, en una aldea de la Bucovina. Percibió también la vibración serena de Valeria, su amiga y compañera, y la sonrisa animosa de Aurelia, nieta de la gran Lucrecia. Selene se sintió reconfortada por su juventud y su apariencia rebelde a causa de su cabello corto y su camiseta ceñida y sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos brazos. Ella fue quien inició a Anaíd en el arte de la lucha, pero por su condición de matriarca novata su voto era considerado de menor valía.

Criselda, su tía, única familiar por su ascendente materno, y la antítesis de su carismática hermana Deméter, parecía algo ida, algo desubicada. Miraba sin cesar a su alrededor y sonreía insistentemente a cuantas Omar cruzaban su minuta con ella, incluyendo a su sobrina. Su cara redonda y sus ojos grises y cariñosos la conmovieron. Selene temía por su salud mental; el largo tiempo que pasó en territorio de la condesa, junto al lago, prisionera del tiempo y la locura, a la fuerza tenía que haber hecho mella en su equilibrio mental. Criselda había desconectado del mundo real y a lo mejor no había sabido regresar.

Selene intentó escuchar la cantinela de la dulce Lil, la grulla ilustre que tenía la palabra en esos momentos y que, tal y como esperaba, estaba imprimiendo un tono trágico a su discurso inaugural.

– ¿Qué será de las Omar si la elegida nos traiciona y se erige en portadora de un cetro destructor que dará el triunfo a las Odish? ¿Qué será de nuestras hijas y nuestras nietas? ¿Tendrán algún futuro? ¿Alguna esperanza? Durante generaciones, la fe en la llegada de esa elegida nos había mantenido unidas en las adversidades, nos había dado fuerzas en los momentos difíciles y nos había hecho remontar el dolor de las pérdidas de vidas. Pero si la elegida no ha sido adecuadamente preparada ni guiada en su sagrada misión, si se ha sentido perdida, desorientada y finalmente ha optado por seguir el camino equivocado que Odi había preparado con su maldición…, entonces, el final de las Omar, nuestro final…, está próximo. De nada habrán servido las enseñanzas que se han transmitido desde siempre a las niñas Omar para mostrarles el camino correcto e instruirlas en los preceptos de la tribu. De nada han servido los tratados y los estudios de las doctas Omar que, ayudadas por la ciencia, la filología, la astronomía o las matemáticas, han colaborado en los augurios y la interpretación de las profecías…

Selene no quiso escuchar más. Sentía un zumbido en los oídos. Aunque aparentemente el discurso asumía colectivamente la culpa del fracaso, ella sabía que Lil, la grulla Omar escritora que había sido la encargada de abrir la ronda de intervenciones, la estaba haciendo responsable de la situación. Se sentía acusada y señalada. ¿A quién, si no, se refería ante esa falta de «preparación» de la elegida, que no había recibido las enseñanzas adecuadas y por lo tanto no había sabido discernir entre el bien y el mal?

Selene oyó los aplausos que las emisarias dispensaron a Lil, pero no aplaudió.

Era el turno de Ludmila. Si Lil había sido discreta, Ludmila la despellejaría viva. No se lo ocultó en ningún momento. Su acusación fue directa y tajante.

– Selene Tsinoulis, aquí presente, la madre de la elegida, la díscola loba que convocó a Baalat con su comportamiento irresponsable y a quien en su momento perdonamos por respeto a su madre Deméter, es ahora la causante de nuestra desgracia. No ha sabido inculcar en su hija el respeto por la autoridad que ella nunca tuvo. No ha sabido imbuirla del compromiso hacia el clan, que ella rechazó. No ha sabido imponerse por la fuerza a las tentaciones con las que la joven Anaíd ha tenido que luchar, y no ha sabido finalmente recuperarla y reorientarla por la senda de la verdad.

Karen notó cómo Selene se iba tornando rígida, fría, insensible, y a pesar de eso sudaba de angustia. Mil ojos posados en ella, la culpa de haberlo hecho todo mal y el dolor por haber perdido a su hija eran razones más que suficientes para bloquear cualquier emoción.

Karen sufría por su mejor amiga. Le dolía cada una de las acusaciones de Ludmila. ¿Para qué expresar en palabras lo que todas sabían? De acuerdo que Selene no había sabido estar a la altura de las circunstancias, que no había sido capaz de actuar como mentora de la elegida, aun a pesar de ser su propia hija, o por ese motivo quizá. Pero ¿hacía falta lincharla? ¿Era ése el motivo de la reunión?

Como si leyese telepáticamente sus pensamientos la intervención de Valeria se hizo eco de sus quejas.

– ¿Y yo me pregunto: acaso hemos venido aquí para linchar a nuestra compañera Selene? ¿Es ése el motivo de nuestra reunión? Todas hemos acudido con urgencia a Creta, dejando lo que teníamos entre manos, para tomar medidas. La elegida está maldita y el cetro perdido en manos de las Odish. La condesa ha sido destruida pero Baalat ha vuelto a manifestarse. La guerra ha comenzado y estamos faltas de directrices. ¿Qué debemos hacer? No es momento de distraer nuestra atención ni dilatar nuestras decisiones acusando a una madre de haber educado mal a su hija.

Lil intervino.

– Dejemos pues para más adelante el castigo ejemplar que deberá recibir Selene. Centrémonos en el asunto que nos ocupa. El destino de la elegida maldita está en nuestras manos. Nosotras transmitiremos nuestro voto para que las matriarcas de las islas que la capturaron ejecuten nuestra sentencia. Yo voto por eliminarla. Su cuerpo debe ser destruido.

Selene sintió como las piernas le flaqueaban y un solo grito salió de su garganta.

– ¡Nooooo!

La sala entera calló. El dolor de una madre siempre era respetado. Criselda, con su semblante bonachón, señaló a Selene con la cabeza.

– Acércate, Selene. No hemos votado ni tomado ninguna decisión. Lil ha expuesto su parecer. Te concedo la palabra para que nos expliques tus motivos y tus razones puesto que otras han hablado de ti y de tu hija.

Selene avanzó lentamente como una autómata, con la mirada baja y el semblante pálido. Se sujetó a la mesa con las manos temblorosas y se dirigió al auditorio con un tono de voz grave.

– Os explicaré una historia que muchas conocéis. Sucedió cerca de aquí, en el palacio de Knosos. Dicen que el rey Minos mandó construir un laberinto a su arquitecto Dédalo para esconder en él al monstruo que engendró su esposa al unirse a un toro blanco. El Minotauro, medio hombre, medio toro, se alimentaba de carne humana y Minos exigió a la gran Atenas que le entregase cada siete años el sacrificio de siete doncellas y siete jóvenes para ser devorados por el Minotauro. Y Atenas se doblegó ante tamaña injusticia por miedo al gran rey Minos. Así, le fue entregado por dos veces lo mejor de la juventud ateniense. Hasta que Teseo, un héroe, decidió acabar con el sangriento tributo y, con la ayuda de Ariadna, de su espada mágica y de su ovillo, llegó hasta el monstruo, hundió su acero en el corazón del Minotauro, consiguió salir del intrincado laberinto siguiendo el hilo y liberó a Atenas del yugo.

Las Omar se quedaron algo sorprendidas por ese inicio insólito. La mayoría no supo a qué atenerse. Selene, entonces, levantó la cabeza con osadía. Sus ojos retomaron el brillo que los caracterizaba habitualmente.

– Aquí estoy, delante de vosotras. Una Omar como vosotras que, con mi silencio tácito, he aprobado el sacrificio callado de nuestras niñas y jóvenes. Así como las doncellas de Atenas eran entregadas ritualmente al Minotauro, nosotras hemos permitido durante siglos que nuestras doncellas fuesen desangradas para disfrute de las malvadas Odish. Yo vi morir a mi prima y a mi madre en sus manos. A pesar de mi juventud, he acumulado más experiencia que muchas de vosotras y mi experiencia me dicta al oído verdades que descubro ahora, de pronto, enfrentada al dilema de la muerte de mi propia hija… Una cosa tengo muy clara: las Omar somos cobardes. Las Omar nos escondemos. Las Omar confiamos en una elegida que nos librará de nuestros miedos y nuestro Minotauro, porque somos incapaces de unir nuestras fuerzas contra nuestras enemigas reales. En lugar de luchar contra las Odish, nos hemos dedicado a entregar a nuestras víctimas al sacrificio y a reprimir la disidencia que clamaba contra la sangre derramada, inculcando la obediencia ciega. ¿Qué hacemos ante esta ofensiva última que dirimirá la Gran Guerra? ¿Cuál es nuestra estrategia, nuestra respuesta, nuestro contraataque?

Paseó la vista entre el auditorio, que permanecía callado y sorprendentemente impresionado.

– Sacrificamos a nuestra elegida. Ésa es nuestra respuesta.

Un murmullo de sorpresa interrumpió momentáneamente a Selene. Valeria estaba boquiabierta.

– Yo os digo: mi hija Anaíd, con sólo quince años y la experiencia humana limitada y confundida de una adolescente, ha tenido arrestos para luchar a solas contra las Odish más poderosas de la Tierra y os ha librado de la cruel Salma y de la todopoderosa condesa. ¿Alguien lo niega?

Y Selene, retadora, clavó sus ojos verdes y airados en el público, que se fue empequeñeciendo ante la furia desatada de la pelirroja.

– Pero ése no es mérito mío ni vuestro. Es suyo y sólo suyo. Por convicción y por compromiso con el papel que nosotras le hemos adjudicado para escudarnos en ella, ella ha asumido más de lo que su naturaleza le permitía. Ha asumido nuestros terrores, nuestras inseguridades, nuestras tácticas escapistas. Ella ha dado la cara por nosotras creyendo que estaba escrito. Una Omar valiente y arriesgada que se enfrenta sola a un terrorífico mundo de poderosas Odish. Quince años contra miles y miles de años. ¿Cómo podemos permitirlo? ¿Cómo podemos tan siquiera juzgarla a ella o a mí o a cualquiera que la haya ayudado en ese camino imposible? ¿Con qué autoridad tú, Ludmila, que has visto morir a niñas y jóvenes y has heredado el miedo ancestral del reinado de terror que impuso la condesa en tus tierras, con qué autoridad tú, que nunca le has enfrentado a ninguna Odish, que nunca has luchado contra ellas y nunca has defendido con tus manos o tu atame ni a una sola de tus acólitas, con qué autoridad ahora exiges el sacrificio de la única Omar que ha luchado, ha vencido y ha eliminado a la condesa?

Esta vez el murmullo se transformó en gritos que jalearon a Selene.

– Yo os digo… la guerra de las brujas ya ha comenzado. El cetro de poder existe y está en manos de las Odish. Yo os digo: las Odish son apenas tres docenas y nosotras somos miles. ¿Vamos a continuar permitiendo que el miedo nos oprima?

El griterío fue enorme y, entre las muchas alocuciones que se escucharon, una de ellas, proveniente de una yegua británica atronó la sala:

– Soy Kroona Salysbury, hija de Katesh y nieta de Ina, del clan de la yegua. ¿Quién eres tú Selene para decirnos cuándo y cómo debemos luchar contra las Odish? ¿Qué has hecho para que te respetemos, excepto desobedecer a tus matriarcas? ¿Por qué tendríamos que seguirte?

Entonces Selene se creció y se enfrentó a la desagradable yegua.

– Yo soy Selene Tsinoulis, hija de Deméter y nieta de Gea, del clan de la loba, y yo puedo decir que luché contra Baalat, aprendí las artes de la lucha Odish con la dama de hielo y fui prisionera de Salma y la condesa en el mundo opaco. Yo, Selene, bajé al Camino de Om y supliqué a los muertos que permitieran que mi hija viviese y que Baalat permaneciese prisionera. Yo hice eso SOLA. Mi hija ha conseguido destruir a la condesa y a Salma SOLA. Si dos lobas solitarias nos hemos enfrentado a las temibles Odish y las liemos vencido…, ¿qué pasaría si atacásemos como una jauría? ¿Y si las Odish se vieran cercadas por las serpientes, las osas, las leonas y las águilas de los clanes cazadores? ¿Qué sería de las Odish?

Ingrid, la erudita, se caló sus galas y se opuso.

– Tengo aquí delante de mí un extracto del escrupuloso estudio de McLower acerca de todas las ofensivas Odish contra los clanes Omar a lo largo de nuestra historia. Más de doce mil quinientas batallas y escaramuzas analizadas. De todas se extrae claramente una conclusión, que las Odish son imbatibles. Por lo tanto, la única estrategia posible es la que siempre hemos practicado: huir y pasar inadvertidas. Aprendimos la sabiduría de nuestros tótems. Siempre lo hicimos así. Durante más de tres mil años seguimos el ejemplo de los animales de nuestros clanes y nos escondimos en nuestras guaridas. Hemos sobrevivido, ¿no? Pues continuaremos sobreviviendo. Desapareceremos durante un tiempo prudencial y cambiaremos nuestras identidades hasta que lleguen tiempos mejores. No se puede luchar contra las Odish.

Pero la joven Aurelia se revolvió como una auténtica luchadora.

– ¡Mentira! Yo, Aurelia, hija de Servilia y nieta de Lucrecia, del clan de la serpiente, os digo que sí es posible enfrentarse a una Odish con las armas y la preparación adecuadas. Nuestras madres nos inculcaron el tabú de la lucha, y yo, que vi morir a mi hermana sin poder socorrerla, lo infringí con el permiso de mi abuela, la gran Lucrecia. Todas la conocisteis, lloré su muerte este invierno, era una mujer moderna y clarividente a sus ciento tres años, y ella fue quien me pidió que enseñara el arte de la lucha a la elegida. Mi abuela Lucrecia me enseñó el camino. Se acabaron los tiempos antiguos en que las Omar nos escondíamos, suplicábamos piedad y llorábamos a nuestras difuntas. Yo también estoy harta, como Selene. Muchas jóvenes nos hemos cortado el pelo, practicamos la lucha y queremos vivir sin miedo y sin escudos protectores.

Criselda recibió un aviso urgente de Amira y se levantó de la mesa con discreción. En ese momento, el discurso espontáneo de Aurelia levantaba un aplauso encendido de las más jóvenes. Valeria, entre dos fuegos, decantó la balanza.

– Admito que he dudado, pero conozco a Selene desde hace demasiado tiempo. Siempre ha sido rebelde, revolucionaria, y siempre ha sido consecuente con sus ideas. El valor de Anaíd y su entereza no podrían haber sido transmitidos desde el conservadurismo de ese terror ancestral por las Odish. ¿Cuál de vuestras hijas, educadas en los preceptos Omar de la prudencia, el miedo y la obediencia, se hubiera lanzado al mundo opaco con el rayo de sol para luchar contra la terrible Salma, a pesar del dictado de las matriarcas, o hubiera penetrado en los recintos sangrientos de la condesa Erzebeth para arrebatarle su talismán?

El silencio fue elocuente.

– Selene inculcó la rebeldía y el valor que ella misma emana en su propia hija. Anaíd fue educada con amor, con pasión, con sabiduría, con valentía… y, por qué no…, con libertad.

Las voces más conservadoras se alzaron.

– ¡Pero ha fracasado!

– La elegida nos ha traicionado.

Valeria aplacó las voces.

– Anaíd estaba dispuesta a penetrar en los recovecos del Camino de Om y pretendía hacerlo para librarnos de Baalat. Ese era su propósito. ¿Os parece un propósito egoísta o mezquino? Sin embargo, ha sido apresada por las guardianas del Teide, que esperan nuestro veredicto para actuar.

Selene la interrumpió.

– Si pedís la muerte de Anaíd, todas moriremos con ella.

Las Omar más conservadoras, capitaneadas por la cabra Ludmila, se enfrentaron a las jóvenes. Se daban cuenta de que cada vez eran menos y de que sus argumentos eran rebatidos con pasión.

– La elegida debe morir.

– Ya no hay esperanza.

– No podemos creer en Anaíd.

Selene gritó por encima de todas:

– ¡Yo la quiero! ¡La quiero con locura y la salvaré aunque sea a costa de mi vida!

La mayoría de las emisarias se pusieron en pie aplaudiendo a Selene. Una de ellas, una joven osa de rubios cabellos y ojos negros, proveniente de las montañas cántabras, se convirtió en la voz de las allí reunidas.

– Yo, Estela Serna, hija de Teresa, nieta de Claudina, del clan de la osa de la tribu cántabra, otorgo a Selene toda mi confianza. Pero no tendrá solamente mi voto y mi apoyo. Tendrá mis manos, y mis oídos, y mi fuerza, mi atame y mi vara. Con todo ello lucharé y pediré a mis hermanas y a mis sobrinas que me ayuden. Entre todas seremos capaces de enfrentarnos al mal que nos ha ido corroyendo desde siempre, el que nos ha tenido atenazadas y amedrentadas: el miedo.

Y cuando Valeria pidió votar la salvación de Anaíd a manos de Selene y comenzar la lucha contra las Odish, Criselda, con el semblante transmudado, tomó la palabra,

– La información que me acaba de llegar es muy importante. Escuchadme bien. Me dicen que Anaíd ha conseguido burlar la vigilancia de las guardianas del Teide y ha penetrado en el cono del volcán. Para todas aquellas que desconozcáis el significado, os lo resumiré.

Criselda miró con lástima a Selene antes de continuar.

– Anaíd ha entrado en el Camino de Om, el camino que conduce al reino de los muertos. La maldición afirma que los muertos no le permitirán salir con vida. La elegida, traidora o no, está condenada a morir.

Selene, sin poder remediarlo y a pesar de la premura de Karen en atenderla, cayó al suelo desvanecida.

CAPÍTULO XXIII

El camino de Om

Anaíd temblaba como una hoja. Apenas podía creer que se hallaba en el cráter del volcán, que había iniciado el Camino de Om y que ya no había marcha atrás en el espeluznante descenso hacia el reino de los muertos.

Unas horas antes yacía en la cueva del Teide, firmemente custodiada por Ariminda. Su cuerpo había desaparecido momentáneamente en La Gomera por el conjuro de Aremoga, hasta que se materializó de nuevo en la cueva de Chinet, junto a la cañada del Teide, que estaba destinada desde siempre a acogerla.

Pero no fue la invitada de Ariminda sino su prisionera.

Ariminda, la matriarca que la había estado esperando a lo largo de toda su vida y que había instruido a Dácil para agasajar a la elegida, no la trató con respeto ni deferencia. No le ofreció plátanos con miel ni vinos afrutados. No le preparó un lecho caliente, no le lavó los pies, no le dio con versación ni consuelo. Ariminda, silenciosa, inmóvil y con el rostro inescrutable, se mantuvo sentada junto a ella vigilándola día y noche, espetando el veredicto de las matriarcas que se habían reunido en Creta.

En Creta decidían si Anaíd debía morir o no.

Hasta que la llegada de Amushaica dio un giro a su destino. La joven llegó acalorada y nerviosa y explicó a Ariminda que su abuela Aremoga tenía ya una respuesta del consejo de Creta y que la convocaba urgentemente a reunirse con ella en La Gomera.

Anaíd tembló. El consejo sería implacable, tanto como lo estaba siendo Ariminda, o como lo fuera Elena. Tan cruel como la traición de Dácil, que le dolía más que las ataduras que inmovilizaban sus tobillos y sus muñecas.

Así pues, Ariminda encargó a Amushaica la vigilancia estricta de Anaíd y le dio instrucciones tajantes.

– Bajo ningún concepto hables con ella ni le concedas nada de lo que te pida.

Amushaica bajó la cabeza, sonrió levemente a Anaíd y Anaíd, dolida hasta la médula, la maldijo entre dientes por su hipocresía.

Sin embargo, en cuanto Ariminda se alejó lo suficiente, Amushaica sacó su atame, cortó sus ligaduras, le indicó sigilo con un dedo sobre los labios y la cogió de la mano para guiarla hasta lo alto del volcán.

Anaíd sintió cómo su corazón se ensanchaba de alegría. Estaba salvada. Amushaica la ayudaba, aún tenía amigas. Pero se sentía débil y antes de partir le rogó:

– Espera, no he comido ni bebido nada en tres días.

Amushaica le negó esa posibilidad.

– Tienes que mantener el ayuno para poder hacer el viaje. Y también debes purificarte y beber el agua sagrada. Lo llevo todo aquí dentro. Aunque no soy una guardiana del Teide, te ayudaré a oficiar tu paso. Ya sé que me castigarán por ello, pero no estaré tranquila hasta que puedas cumplir con tu misión.

Anaíd la admiró. Era una rebelde y asumía el castigo que recibiría de su abuela y las matriarcas. Se apresuró a correr tras ella porque Amushaica trepaba como una cabritilla salvaje.

– ¿Por qué me ayudas? -le preguntó Anaíd ya en la cumbre y recuperando el aliento tras la rápida ascensión.

Amushaica estaba preparando el incienso y los amuletos para oficiar el rito de Anaíd. Interrumpió unos instantes su tarea y abrió sus ojos grandes y melosos con asombro.

– Tú me ayudaste a mí. Me devolviste lo que más quería, la salud. Ahora soy feliz.

Anaíd se fijó en su bonita cabeza desnuda sombreada de una pelusilla castaña. Probablemente se dejase crecer el pelo y acabase huyendo del estricto control de su abuela.

Amushaica desnudó lentamente a Anaíd y la vistió con una túnica blanca, le permitió conservar sus joyas, el collar de zafiros, la pulsera de turquesas y el broche de amatistas que engarzó en su pelo, a guisa de adorno, y la roció con el polvo del incienso. Anaíd se sintió purificada y necesitó limpiar su conciencia.

– Amushaica, tengo que confesarte algo terrible -musitó avergonzada-. En la cueva de Iballa estuve a punto de beber tu sangre.

Amushaica sonrió.

– Mi sangre sería toda tuya si no tuvieses que cumplir tu misión.

Y le ofreció el gánigo con el agua sagrada para que la elegida bebiese y trascendiese su propia conciencia.

Anaíd bebió lentamente y luego, mientras esperaba su transformación, no se acercó a Amushaica, no la besó ni la abrazó para que no confundiese sus intenciones, pero estaba conmovida.

– Eres maravillosa, te deseo mucha suerte.

Su transformación se produjo con celeridad. Pronto, su cuerpo se tornó etéreo e ingrávido y a sus pies se abrió la grieta que la conduciría a los confines del mundo conocido. Sin mediar palabra con Amushaica, cerró los ojos y dejó que la voluntad de los muertos la engullera.

Pronto descubrió que su ingravidez le permitía escurrirse por las grietas y descender a una velocidad vertiginosa hacia las entrañas de la Tierra cayendo por una chimenea interminable, bajando por un tobogán de lava resbaladizo. Cayó, cayó y cayó protegida por las rocas. Hasta que tocó suelo. Su falta de peso fue providencial para no lastimarse, pero el camino se acababa bruscamente ahí. No había nada más.

Se sujetó asustada a las paredes e inclinó ligeramente la cabeza. Ante ella la oscuridad más absoluta y un precipicio insondable cortado a ras. No podía ser. Era una trampa. Se fijó mejor. A lo lejos, al otro lado de la nada, se erigía una montaña que emanaba una delicada luz. Su intuición le dictó que allí comenzaba el camino verdadero. ¿Pero cómo llegar?

Entonces distinguió la cuerda, apenas un destello. La tocó con el dedo y se hirió; era dura y cortante. ¿Era ésa la continuación de su camino? Un pavoroso abismo que separaba el mundo de los vivos del mundo de los muertos y tan sólo una delgada cuerda afilada como una cuchilla que unía ambas realidades.

Si deseaba continuar avanzando no tenía más remedió que vencer su vértigo y caminar por el filo del frágil puente colgante de apenas dos dedos de anchura. Puso un pie en él y lo retiró dolorida. Cortaba como un cuchillo y su pie sangraba. Era imposible avanzar por esa cuerda afilada que se combaba a su paso y se clavaba sin piedad en la planta de sus pies. No podría caminar sin perder el equilibrio. Era imposible que un ser humano siguiese ese camino.

¡Claro!, por algo era la senda de los muertos y los vivos no podían seguirla. ¿Qué hacer?

Tal vez se tratase de no pensar. Sabía que los estados de conciencia que conseguían dominar la voluntad permitían separar el dolor del cuerpo. Y así lo hizo. Hizo prevalecer su deseo de avanzar sobre el miedo al dolor.

Se puso en pie con determinación, se concentró y caminó sobre la delgadísima y afilada navaja. Lo estaba consiguiendo. Un paso, otro, otro más. Ya se hallaba a una distancia de dos cuerpos del lugar de partida. Miró hacia delante, a lo lejos, se detuvo, la cuerda se balanceó y sintió pánico. Le quedaba demasiado trecho. Se mordió los labios para infundirse fuerzas y en ese mismo instante sus ojos se desviaron inconscientemente al fondo del abismo y sus piernas temblaron sosteniéndola a duras penas.

Si el dolor era lacerante, el miedo era mucho peor. La atenazaba y la hipnotizaba atrayéndola a sus dominios. Eso era el vértigo. Y el vértigo la inducía a mirar hacia el precipicio infinito y oscuro. El vértigo la arrastraba. Caería sin remedio, desaparecería devorada por la nada y se mecería para siempre en el vacío. Una angustia insospechada se instaló en su ánimo. No lo conseguiría. Caería. Ella misma se impregnó de la idea de la caída y la deseó; sus rodillas se doblaron. El mareo hizo que su cabeza diese vueltas y perdió el control de su voluntad sobre el dolor. Enseguida volvió a sentir las heridas de sus pies sangrantes. Apenas se divisaba el final de ese largo camino; aún no había comenzado y ya estaba a punto de desfallecer. No tenía fuerzas ni coraje para ir adelante.

Ya estaba cayendo, las piernas no la sostenían, quería agarrarse a algo pero a su alrededor sólo había vacío, el angustiante vacío. Sus brazos se agitaron asiendo la nada, braceando inútilmente, imitando el boqueo desesperado del pez fuera del agua. Y en uno de sus movimientos sus manos toparon con el zafiro de su cuello, la piedra que le permitía afrontar los desafíos. Y la piedra le confió un secreto: necesitaba equilibrio, el equilibrio que le permitiría mantener el dominio de su cuerpo y su mente para adelantar paso a paso sin escuchar el dolor y sin inclinar la mirada hacia el abismo insondable. Se aferró a eso. Quiso dominar su vida a pesar de que estaba a punto de perderla.

Entonces oyó la voz fría y serena instalada en su ánimo.

– Adelante, Anaíd, adelante, puedes hacerlo. No pienses en el dolor ni en la sima de los mundos y mira al frente. Mantén la mente en blanco, libre de servidumbres. No escuches, no mires.

Y Anaíd, obedeciendo las palabras que le dictaba su hermana de leche Sarmik, avanzó por el puente cortante que une los mundos.

No supo si su camino duró horas, días o minutos; no supo si sus pies sangraban o el vacío cambiaba su tonalidad o la llamaba con voz sibilante. Avanzó con la mente en blanco, los oídos sordos, los ojos ciegos y los pies firmes. Avanzó con convencimiento, un paso tras otro, hasta que tocó tierra de nuevo y se dejó caer. Sólo entonces se permitió mirar atrás y un grito de espanto se escapó de su garganta.

Sus pies estaban lacerados y cubiertos de sangre y el abismo oscuro y amenazador retumbaba de chillidos horrendos que reclamaban a su víctima. Ella.

Apretó con fuerza su piedra de zafiro y agradeció a su abuela Cristine el acierto de regalársela.

Ya no había vuelta atrás. Estaba en el territorio de los muertos. Miró a su alrededor notando extrañas sensaciones. Efectivamente, el color se había desvanecido, igual que los olores, las sombras y la dimensión tridimensional. Atrás habían quedado sus necesidades humanas. No sentía hambre, frío, sed ni sueño. ¿Había muerto?

Pronto supo que no.

Se levantó y dejó atrás la sima de los mundos decidida a internarse en el Camino de Om. Se introdujo en la cavidad que conducía a las entrañas del mundo desconocido de los muertos y comenzó a caminar. Era fácil, sólo había un camino. Un único camino. No le resultaría complicado seguirlo. Y así lo hizo. Caminó, caminó y caminó con los pies desnudos y sangrantes hasta que ante ella se alzó una puerta. Se detuvo y miró a ambos lados buscando alguna otra alternativa. No había ninguna otra excepto la puerta. La abrió poco a poco, con cuidado, con miedo, sin saber qué encontraría detrás. Y enseguida lo vio. Un enorme y poderoso tigre de más de dos metros estaba vigilando el recinto, agazapado a pocos pasos de la puerta y dispuesto a saltar sobre ella en cuanto pusiese un pie en sus dominios.

Anaíd cerró la puerta de inmediato y respiró agitadamente empujando con el liviano peso de su cuerpo la hoja de madera, temiendo que el tigre fuese lo suficientemente poderoso como para empujarla y atacarla. Y así lo habría hecho si hubiera estado escrito. De un simple zarpazo o de un simple golpe, la puerta hubiera cedido al empuje de la bestia. Pero no sucedió nada y poco a poco Anaíd se fue serenando.

Era su primera prueba, no había ninguna alternativa ni ninguna escapatoria. Tenía que enfrentarse al gran felino y, puesto que era una bruja, su baza era recurrir a la magia. Imposible confiar en su fuerza humana ni en su agilidad o rapidez para escabullirse del enorme depredador. Recordó los hechizos de inmovilidad, pero… ¿serían igualmente posibles en esa nueva y extraña dimensión? Se arriesgó.

Movió los dedos del pie derecho y formuló el conjuro.

Etendet orp azelnarut.

Fue instantáneo. Sus dedos quedaron paralizados. Bien. Su recurso era posible. No estaba desvalida.

Ocrab soritir torgi.

Sus dedos volvieron a recuperar la movilidad. Ya tenía suficiente. Tomó aire, abrió la puerta, miró fijamente al tigre y musitó:

Etendet orp azelnarut.

El tigre no tuvo tiempo de rugir. Quedó paralizado en el suelo tan largo como era, indefenso, incapaz de moverse. Anaíd avanzó con cuidado y sin perderlo de vista. Pasó junto a él temiendo que sucediese algo imprevisto y el gran felino recuperase su agilidad, pero consiguió dejarlo atrás y continuó su camino. Sin embargo, a los pocos metros y ante su sorpresa, encontró una puerta igual a la que acababa de abrir. La misma muesca en su pomo, la misma mancha en la rebaba de su lado izquierdo.

La empujó con desconfianza y volvió a cerrarla enseguida. Lo que había al otro lado de la puerta era igual que lo que acababa de dejar a sus espaldas. El mismo tigre vivo, la misma disposición del espacio vacío, el mismo fondo desdibujado. No, no podía ser. Se armó de valor, empujó la puerta con decisión y esa vez dejó que el tigre rugiese. Cuando ya se disponía a saltar formuló su hechizo.

Etendet orp azelnarut.

El tigre quedó inmóvil en una posición imposible y Anaíd se sintió satisfecha de sus reflejos. Pasó por su lado admirada de la musculatura que había dispuesto sus palas para el salto. Era como contemplar un enorme gato diseca do. Lo dejó atrás e intentó olvidarlo.

No quiso adelantar acontecimientos y continuó avanzando sin pensar en ninguna posibilidad. Esa vez pudo avanzar más que la vez anterior, hasta que, de nuevo, la misma puerta idéntica le impidió de nuevo el paso. Anaíd respiró, empujó la puerta para cerciorarse y la volvió a cerrar nerviosa.

Al otro lado la esperaba el mismo tigre y al fondo, posiblemente, hallaría de nuevo la misma puerta. ¿Qué significaba? ¿Había entrado en un tiempo circular? ¿En un espacio circular? ¿Repetiría infinitamente esa situación hasta quedar exhausta y prisionera del espacio y el tiempo? Había muchas formas de desfallecer y la sola idea de toda una eternidad enfrentándose a una misma situación, siempre la misma, consiguió angustiarla.

Probó otra vez. Empujó la puerta y miró al tigre. Era el mismo, estaba segura, ahora se fijaría en el dibujo de sus rayas. Sabía que el hechizo surtía efecto, así pues esperó un rato más a que el tigre emprendiese su salto y lo detuvo en el aire. El tigre quedó ahí, suspendido sin ningún apoyo, por encima de su cabeza. Avanzó con precaución y contempló largamente a esa copia de los tres tigres anteriores. ¿Era eso el infinito? ¿Tigres infinitos? ¿Puertas infinitas? ¿Un tiempo infinito esperándola?

Continuó caminando, pero el pesimismo ya la había atrapado. Estaba instalado en sus gestos y en el fatalismo de su mirada. A cada nuevo paso, a cada momento esperaba encontrar irremediablemente la misma puerta, con el mismo tigre agazapado tras ella.

Pero no fue así. O mejor dicho, no fue en el tiempo y la distancia previstos. Sucedió muchos pasos después. No los contó pero fue consciente de que había caminado más que las veces anteriores. Observó la puerta con detenimiento. Idéntica, no había ninguna duda. La abrió y observó familiarizada al tigre que la esperaba dispuesto al salto. Efectivamente, las rayas estaban dispuestas en forma de tres. Era idéntico. El mismo, el mismo, el mismo. Sintió deseos de acabar con esa pesadilla, de dejarse devorar, pero en el último instante pronunció el conjuro.

El cansancio de la repetición provocaba que tras cada enfrentamiento perdiese más y más sus ganas de vivir. Y descubrió que tras cada encuentro la distancia con la siguiente puerta se hacía más y más larga. Y se preguntó por qué.

Intuía alguna respuesta a sus preguntas. Algo bullía en su mente e iba configurándose como una hipótesis. Se llevó las manos a la cabeza y ahí, entre sus cabellos revueltos, encontró su broche de amatistas. Cristine le había dicho que la piedra era clarividente y que podía llegar a constituir su tercer ojo llegando a los rincones ignotos del conocimiento donde la retina humana no conseguía ver. La acarició y su descabellada idea fue tomando forma. Perfiló un argumento.

La distancia entre las puertas no era casual. Era una distancia que se correspondía con su apego a la vida. A medida que se iba desprendiendo de ese apego podía internarse durante más tiempo en el camino de los muertos. ¿Era eso? ¿Acaso para entrar en la puerta definitiva tenía que morir? El horror la atenazó.

No. No estaba preparada para morir. Todavía no. Y sin embargo, una voz le sugería que no era tal muerte, que tan sólo se trataba de una muerte metafórica. Tenía que estar dispuesta, absolutamente dispuesta a desprenderse de la vida. Pidió ayuda a su hermana de leche. La llamó y recibió su respuesta.

– Tu cuerpo sólo es una envoltura sin utilidad. Deja de amar a tu cuerpo, deja de temer por él. Hasta que no prescindas de tu cuerpo, que representa la vida, los muertos no te permitirán penetrar en su morada.

Anaíd supo que tenía que llegar hasta el final. Y lo hizo sin pensarlo dos veces. Abrió la puerta y esperó resignada a que el tigre acabara con su cuerpo. La espera se le hizo interminable y deseó casi con ganas sentir el zarpazo en su cabeza y el doloroso mordisco en la yugular. Pero nada de eso sucedió. El tigre saltó, su rugido atronó los pasillos y en el momento en que Anaíd, impasible, le esperó con los brazos abiertos la enorme bestia se desvaneció. No la había devorado, no la había tocado, ni siquiera existía.

Era una pura ilusión. En el instante en el que Anaíd aceptó la muerte, la muerte le abrió sus puertas secretas.

El suelo tembló bajo sus pies y Anaíd, súbitamente desconcertada, perdió el equilibrio y cayó. Creyó que era un terremoto y que se hundiría sin remedio en la grieta que se había abierto ante ella, pero entre las sombras de los recovecos de la gruta que había surgido de la nada distinguió unas escaleras talladas en la piedra que descendían a las profundidades.

El Camino de Om se abría ante ella.

Sin dudarlo, comenzó a bajar aliviada creyendo que todo había acabado, que esa vez habría pasado la última prueba y que pronto se enfrentaría ya a sus verdaderos rivales, los muertos.

Pero no fue así.

Primero fue Golfo. Apareció de repente ante ella, ladrando, moviendo la cola, cariñoso como siempre. Se sentó sobre sus patas traseras, sacó su lengua y jadeó a la espera de una caricia, pero cuando Anaíd, sorprendida, acercó su mano, Golfo se esfumó.

Había sido una alucinación tan real que Anaíd quedó impactada. Hacía muchísimos años que no se acordaba de aquel perrito que le regaló su madre con la oposición de Deméter. Golfo era travieso, juguetón, y ella lo quería con locura, pero una madrugada de invierno lo atropelló la máquina quitanieves.

Se le hizo un nudo en el estómago y continuó descendiendo más lentamente.

Hi, Anaíd. How are you?

Levantó la vista y lanzó un grito. Era Carmela, la profesora cosmopolita y encantadora que tuvo de niña y que le enseñó alemán, inglés, francés, húngaro y ruso. Tocaba el piano de maravilla y danzaba como un ángel. Carmela la sentaba en su falda y le explicaba mil y una historias de cuando vivió en San Petersburgo, en Berlín, en Liverpool, en Budapest y en Lyon. Pero pasado un tiempo, y como era de esperar, se fue con las golondrinas antes de que llegasen las primeras nieves.

– ¡Carmela! -gritó conmovida.

Pero en el mismo instante de pronunciar su nombre, Carmela, o su ilusión, desapareció por ensalmo.

Anaíd se sintió pequeña y desvalida, volvió a rememorar los largos inviernos pasados en compañía de su madre y su abuela, las tres junto al fuego de Urt contemplando las llamas y cantando canciones antiguas.

– Anaíd, siéntate aquí, a mi lado, te explicaré la historia de Orfeo. ¿Recuerdas a Orfeo?

Anaíd levantó la vista con lágrimas en los ojos. Era Deméter tal y como la recordaba. Con su trenza gris, con su mirada serena, con su presencia altiva y protectora y sus cuentos didácticos.

No dijo nada, no quiso tocarla, no avanzó, pero notó cómo la tristeza se instalaba en su ánimo por tener delante todo aquello que perdió y que ya nunca más podría volver a ser. Deméter se desvaneció en cuanto dio un paso.

En el escalón siguiente la saludó el pequeño Roc, lanzándose a la poza desde lo alto de una roca.

– Mira, mira, Anaíd, de cabeza.

Elena le reprendió quitándose una zapatilla y el chapoteo fue tan real que Anaíd se sintió empapada.

Pero no. No la había salpicado el agua fría de la poza. Eran las lágrimas que caían por sus mejillas y se escurrían por su pecho.

A medida que descendía y descendía, la tristeza se iba apoderando de su ánimo. Todo aquello que había creído olvidado tomaba forma y voz, y la pena la iba oprimiendo.

Apolo, el gatito travieso que la siguió al mundo opaco. La prima Leto, de ojos perdidos y pies cansados que recorría el mundo para olvidar la pérdida de su hijo muerto. Ainhoa, la pequeña Omar que compartió unas vacaciones con ella y que fue víctima de una Odish. Gisela, la pintora que recorría los valles en busca de una luz especial que nunca encontró y que le enseñó a coger los pinceles y a mezclar los colores. Todo se mezcló explosivamente en su cabeza. No la visitaban los muertos, la visitaban los recuerdos, y la invadió la melancolía del paraíso perdido de su infancia.

Los recuerdos, la memoria, el pasado y los seres queridos estaban acabando con sus fuerzas. Apenas podía continuar descendiendo. Por cada imagen sentía cómo las piernas le pesaban más, como si fueran plomo. Apareció Selene, meciéndola y cantándole una nana; vio a Gunnar luchando contra Baalat bajo la apariencia de un berseker; Karen le ofreció su jarabe y quiso pesarla… No podía asimilarlo. Y de pronto, Anaíd se llevó la mano al pecho para impedir que los latidos la ensordeciesen. Ahí delante de ella estaba Roc, amparado en la semioscuridad, mirándola con ojos ardientes.

– Dame un beso, Anaíd, sólo un beso.

Le estaba pidiendo un beso, un beso de amor.

Gritó con desespero y se dejó caer. Cerró los ojos y se tapó los oídos. No quería ver a nadie más, no quería oír más. Estaba a punto de volverse loca y de quedarse en el camino atrapada por la nostalgia.

Y cuando se llevó su mano a la mejilla para enjuagar sus lágrimas y oyó el tintineo de su pulsera de turquesas, recordó las palabras de su abuela Cristine cuando se la ofreció. Era la piedra que borraba los recuerdos.

Era eso. Necesitaba caminar ligera, sin lastres y no sólo tenía que dejar atrás su cuerpo y su apego a la vida. Los muertos le exigían que se liberase del yugo de su pasado.

Acarició la piedra azul para olvidar su historia y afrontar el futuro limpia. Poco a poco, la piedra azul fue ejerciendo su poder benéfico y la mente de Anaíd se libró de recuerdos. Dejó atrás a sus seres queridos, sus momentos mágicos, sus anhelos y sus tristezas. Un sosiego tibio se expandió por sus venas y la llenó de paz. Estaba limpia de pasado.

Y en ese mismo momento las escaleras se doblaron sobre sí mismas y finalizaron su descenso inacabable. El Camino de Om tomaba nueva forma. Anaíd se encontró en una enorme gruta.

Giró completamente sobre sí misma, desorientada, hasta que vio una luz a lo lejos. Siguió esa dirección y a medida que se fue aproximando a ella pudo distinguir la silueta de una entrada, un gran arco natural que comunicaba con el exterior. La luz provenía de fuera. Avanzó con desconfianza hasta llegar a lo que era la entrada de la enorme cueva donde se encontraba. Traspasó el umbral y algo parecido al aire fresco la recibió.

Estaba en otro mundo. Estaba en otra realidad.

Había salido de la caverna y fuera todo era diferente: la luz difusa, las piedras pulimentadas y mates, los árboles de ramas retorcidas y hojas espinosas. Estaba en la ladera de una gran montaña. Bajo ella, un valle y, ante ella, un sendero que conducía al valle.

No había duda. El camino continuaba. Su ánimo se ensanchó y volvió a mirar adelante con valentía. Caminó durante mucho tiempo. No supo cuánto puesto que no sentía cansancio, hambre, sed ni ninguna necesidad. Pero aún no había perdido completamente su conciencia del tiempo y el número de pasos que daba. Estuvo caminando días.

O tal vez semanas.

O quizá meses.

Por fin, el valle se ensanchó y ante ella se abrió una gran llanura. Su camino, pequeño y angosto, desembocó en un camino ancho, polvoriento, flanqueado de grandes árboles centenarios, o milenarios, de gruesos ramajes y anchas copas, de hojas de forma desconocida que recordaban vagamente a los grandes castaños de indias, sin serlo.

Sorprendida por el cambio, observó que el suelo estaba repleto de huellas humanas. Así pues no era la única. Ese camino estaba transitado. No estaba sola.

Sin embargo, continuó sola durante mucho tiempo.

La primera vez que vio a lo lejos una silueta humana estaba tan desacostumbrada que se asustó o sintió algo parecido a un sobresalto. Luego apretó el paso hasta alcanzarla. Era un anciano que caminaba cansinamente. Se puso a su lado y lo saludó. Necesitaba desespera-damente hablar con alguien. Preguntar. Saber adónde se dirigía y si faltaba mucho, y eso hizo. Pero el anciano no se giró al oír su voz. No le habló, no la vio y siguió adelante con su paso cansino, sin inmutarse.

A Anaíd se le heló la sangre en las venas.

Era un muerto.

Era un muerto que, como ella, se dirigía hacia el lugar adonde irremediablemente iban a parar los muertos. Apresuró el paso y se alejó del espectro. Pero al poco encontró a otro, y a otro, y a otra, y a otras. Eran de todas las edades, estaturas, aspectos y procedencias. Anaíd los esquivaba y evitaba mirarlos. Daba lo mismo. Tenían los ojos turbios y el paso uniforme. Eran sombras de lo que fueron y carecían de voluntad, de deseos, de recuerdos. No sentían miedo, ni dolor, no tenían motivos ni razones. Estaban faltos de vida.

Se estremeció y se alegró de poder sentir todavía el culebreo de un escalofrío.

Según avanzaba, la multitud se fue haciendo más y más numerosa hasta que fue difícil moverse y, finalmente, se produjo un enorme a atasco. Una larga fila de espectros quietos e impasibles se alineaba delante de ella.

¿Qué significaba esa cola? ¿Tendría que permanecer así el resto de la eternidad? No obstante, se abstuvo de manifestarse y optó por imitar el comportamiento de los que la rodeaban. Se quedó quieta y esperando. Lo intentó, pero no pudo. A cada instante levantaba la vista para comprobar que nada se hubiera movido. Era la única. Los muertos no esperaban nada. No sentían curiosidad por nada. El futuro no existía para ellos.

Anaíd se impacientó. ¿Tenía que vencer su impaciencia, su noción de futuro, para ser aceptada en la comunidad de los muertos? ¿Era ésa su última prueba?

Se relajó y se imbuyó de presente, convenciéndose de que en ese extraño mundo nada existía más allá de lo inmediato, por lo tanto todo carecía de importancia. No arrastraba su pasado ni esperaba nada de su futuro.

Y así estuvo mucho tiempo, hasta que la cola se movió y avanzó. Entonces sintió una ilusión que rápidamente mató. Estaba asustada por si era incapaz de dominar sus emociones. No, no podía presentarse ante los muertos con ilusiones. Las ilusiones, los sueños y las expectativas eran emociones humanas.

Sin embargo, ¿cómo llevaría adelante su plan si perdía toda perspectiva de futuro?

Reflexionó largamente.

Estaba equivocada. Si perdía su deseo de llegar, no podría avanzar. Sin una voluntad para conseguir un propósito, su viaje resultaría absurdo. Sus movimientos se volverían mecánicos y programados como los de todos los que la rodeaban. Pero su misión era acabar con Baalat y para ello tendría que suplicar al consejo de muertos y tal vez luchar y quizá enfrentarse a Baalat. Entonces… ¿debía comportarse como una muerta o como una viva? No le hizo falta consultar con su hermana de leche ni con sus piedras clarividentes. La respuesta estaba en ella misma. Los muertos se conformaban. Ella no. Los muertos no esperaban. Ella tenía esperanzas. Los muertos no deseaban. Ella deseaba llegar y cumplir con su misión para poder regresar al mundo de los vivos.

Así pues los rebasó. Avanzó junto a ellos, por la linde del camino, a su vera. Ninguno levantó la mirada para verla pasar. Ninguno se quejó porque no aguardase su turno o no se resignase a esperar. Anaíd fue caminando, caminando, caminando hasta que, al girar un recodo, en lontananza, adivinó el motivo de la larga cola. Una laguna se extendía a sus pies y una única barca realizaba el trayecto hasta la otra orilla. Miró a lo lejos siguiendo la trayectoria de la barca y distinguió las murallas de una enorme fortaleza que se alzaba en el otro lado de la laguna.

Ése era por fin el reino de los muertos.

Avanzó presurosa. Su objetivo estaba cerca. Podía verlo. Llegó hasta el embarcadero y se colocó en primer lugar, junto a los afortunados que tal vez llevaban años esperando a ser embarcados. Esa vez la espera no se le hizo tan larga. Podía tocar su meta.

Y cuando el barquero lanzó su cuerda y amarró la barca al muelle para recibir al nuevo pasaje, Anaíd se dio cuenta de que todos los que estaban a su lado llevaban en la mano una moneda. No importaba el tamaño, la antigüedad ni el valor. Las había de cobre, de cinc, de plata, de oro. Todos tenían una moneda. Ella no. Esperó a observar qué sucedía y vio que uno a uno los pasajeros entregaban la moneda al barquero, un siniestro personaje vestido ion harapos y tocado con un sombrero de ala ancha que, antes de permitirles la entrada, extendía la palma de su mano, recogía la moneda y, únicamente entonces, autorizaba su paso.

Anaíd se armó de valor y avanzó a sabiendas de que el barquero le exigiría el pago del transporte. Y así fue.

Anaíd se disculpó con un gesto. Un gesto de estupor o de desconcierto que quería decir: nadie me dijo que tenía que traer una moneda.

El barquero se la quedó mirando.

– Tu moneda -le pidió.

Anaíd tembló levemente.

– La olvidé -se disculpó.

El barquero la empujó a un lado.

– En ese caso no puedes subir.

Anaíd, atónita, vio cómo los muertos que estaban tras ella pasaban delante y, silenciosamente, subían de uno en uno en la barca. No, no podía quedarse en tierra. Pronto la barca se llenaría y partiría otra vez. Intentó pasar de nuevo pero el barquero la rechazó con una fuerza inaudita.

– No puedes subir.

Anaíd contempló la barca casi llena. Su última escala para llegar a su destino. ¿No podría subir? ¿Ahí se acababa su odisea? ¿Tendría que permanecer para siempre en la orilla de la laguna por carecer de una moneda?

– Tengo que subir a la barca, me están esperando.

El barquero la miró fijamente.

– Sin moneda, imposible.

– ¿Y cómo puedo conseguir una moneda?

– Pregunta, tal vez alguien lleve dos y te regale una.

Anaíd, perpleja, miró a su alrededor. Todos adelantaban su mano, pero sólo tenían una moneda.

– ¿Y si no…?

– Tendrás que quedarte con ellos -y señaló a sus espaldas.

Anaíd se giró y topó con una multitud de muertos sentados en el suelo mirando el agua en calma de la laguna. Eran los que no llevaban dinero para el pasaje que esperaban a algún familiar o algún amigo que les facilitase el paso. Ése era su destino.

– No puedo quedarme aquí eternamente. ¡No puedo! -gritó.

Pero ya era demasiado tarde. El barquero acababa de soltar amarras y los difuntos remaban hacia la otra orilla.

Anaíd se sentó en el suelo y contempló cómo se iba alejando su esperanza. ¿Qué podía hacer? ¿Pasar nadando? ¿Intentar esquivar la vigilancia del barquero? ¿Suplicar por una moneda a cada uno de los miles y miles de muertos que había en la larga fila? ¿O intentar canjear el precio de la barca por algo que no fuera una moneda?

Eso era. Llevaba joyas. Las joyas siempre eran apreciadas, tenían un gran valor. Ofrecería ese tesoro al barquero.

Conformada con esta idea esperó el regreso de la barca. Estaba ansiosa y en cuanto amarró se acercó la primera al malcarado barquero.

– Tu moneda -le pidió extendiendo la mano.

Anaíd sonrió con su mejor sonrisa y se llevó la mano al cuello.

– Te ofrezco mi collar de zafiros.

Pero el barquero la rechazó con un gesto y la apartó a un lado. Ante ella comenzaron a desfilar los mismos rostros macilentos y los mismos cuerpos cansinos que la vez anterior. Anaíd volvió a intentarlo.

– Te ofrezco mi pulsera de turquesas.

Obtuvo la misma negativa.

Con el ánimo cada vez más bajo, observó cómo la barca se iba llenando de difuntos. Tenía que intentarlo de nuevo.

– Mi broche de amatistas. Míralo, es hermoso, resplandece.

– Aparta.

Anaíd, desesperada, no quiso apartarse.

– Mis pendientes de rubíes -probó todavía.

Y en ese momento una mano fría se posó en su hombro.

– Te los compro.

Anaíd se dio la vuelta y vio a una mujer hermosa que contemplaba arrobada sus lágrimas de rubíes. En su palma extendida brillaba una moneda, la moneda mágica que le permitiría pasar al otro lado. Pero algo parecido a la conciencia la detuvo y le impidió aceptar la moneda inmediatamente.

– ¿Y tú? ¿Cómo pasarás?

La mujer señaló sus pendientes, los tocó y le volvió a enseñar la moneda.

– Los quiero.

Anaíd tragó saliva.

– ¿Tienes otra moneda?

– No -respondió la mujer indiferente.

– Entonces, te quedarás aquí, por siempre jamás.

La mujer afirmó sin dejar de contemplar los rubíes de Anaíd.

– Sí -y era un sí valiente.

Anaíd no sabía qué hacer. Su misión la empujaba a aceptar aquella moneda, pero su molesta conciencia humana no se lo permitía.

– Por toda la eternidad, ¿sabes? Te quedarás en esta orilla por toda la eternidad.

La mujer se dio la vuelta y señaló una pequeña figura inmóvil.

– Con mi hija. No tiene moneda.

Anaíd lo comprendió. Se quitó los pendientes y se los ofreció a la mujer. Aceptó su moneda y sin mirar atrás la puso en la palma del barquero y subió a la barca. La muerta prefería pasar la eternidad junto a su hija antes que conseguir la paz en el reino de los muertos. La muerta prefería desprenderse de la moneda para no caer en la tentación de abandonar a su hija. La muerta todavía conservaba un destello de vida en ese deseo de poseer la belleza de los rubíes y de compartir la suerte de su niña. Se prometió que, si alguien moría, le encargaría llevar a la mujer dos monedas para que ella y su hija pudieran cruzar con la barca.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó ya a lo lejos, para recordar su nombre.

– Manuela Sagarra, hija de Manuela y nieta de Manuela, del clan del águila. Suerte, Anaíd, la elegida.

Anaíd se emocionó. Una Omar orgullosa que la había reconocido y la había ayudado a penetrar en el reino de los muertos. Pero enseguida tuvo que sobreponerse a su sentimiento humano y tomó en sus manos el remo. A una orden del barquero, los difuntos se inclinaron sobre el grueso pedazo de madera tallada que debían empujar al unísono, y la barca fue avanzando lentamente hasta aproximarse a la otra orilla.

Su destino estaba cerca, muy cerca. La voz del barquero les indicó que detuviesen los remos. Ya estaban en el embarcadero. Anaíd, aliviada, levantó su mirada y topó con él.

El monstruo que guardaba la puerta del reino de los muertos había fijado en ella sus seis ojos y seguía con atención todos sus movimientos. Quizá ésa fuera la prueba definitiva, puesto que estaba viva y el Cancerbero, el perro de tres cabezas y cola de serpiente, vigilaba escrupulosamente las puertas y devoraba a los intrusos que fingían estar muertos y que pretendían colarse en la fortaleza.

Anaíd notó cómo la sangre huía de su cara y sus brazos, sus piernas flaquearon, pero no se amedrentó; pensó que su apariencia pálida la favorecería y le procuraría invisibilidad entre las caras blanquecinas de los espectros. Imitó los ademanes mecánicos y cansinos de los muertos, dejó que su mirada vagase perdida, sin rumbo, respiró menos profundamente y aparentó una serenidad que estaba lejos de poseer.

Delante de ella los muertos descendían y pasaban de uno en uno ante el terrible monstruo de tres cabezas. Los perros lamían sus manos, los olisqueaban y les dejaban pasar. Los muertos no sentían miedo, no sudaban, no olían y no temblaban. Los canes podían detectar cualquier signo de vida por muy remoto que fuese. Las tres cabezas acusatorias habían dejado de mirarla, estaban demasiado ocupadas en su tarea, pero cuando Anaíd se fue acercando a los perros y vio sus grandes colmillos, su lengua babeante y sus ojos de fuego, supo con certeza que ellos adivinarían su naturaleza y que no le permitirían la entrada.

¿Cómo consiguió pasar Selene ese difícil trance? No se lo había explicado; posiblemente Selene podría haberla ayudado, pero ella no quiso escucharla y huyó de su lado. Demasiado tarde. Apenas dos muertos la separaban de los feroces perros. Y entonces le vino a la cabeza la última imagen de Selene que se le había aparecido en esa escalera angosta, le estaba cantando la nana que tanto le gustaba, y recordó también el cuento que le explicaba Deméter junto al fuego. Era la leyenda de Orfeo y de cómo Orfeo consiguió burlar al Cancerbero con su música. Era eso. Selene y Deméter le habían dado las claves para conseguir superar ese escollo. La música.

La muerta que la precedía acababa de pasar y Anaíd, en el preciso instante en que la primera cabeza del terrible can se inclinaba sobre su mano, comenzó a cantar la suave melodía de la nana que Selene le cantaba de niña, la nana que le hacía cerrar los ojos y dormir profundamente, la nana mágica que obró su efecto instantáneamente y consiguió que las tres cabezas se tambaleasen al unísono, abriesen sus enormes bocas en un espantoso bostezo y cerrasen sus párpados sobre sus ojos de fuego. Anaíd continuó cantando sin cesar mientras avanzaba y dejaba atrás el monstruo de las tres cabezas dormidas que en esos momentos roncaban ruidosamente. Tras ella fueron desfilando los muertos, indiferentes al sueño de los guardianes de la fortaleza.

Y Anaíd pasó el umbral de la vasta ciudad fortificada y penetró en el recinto insondable de los muertos, donde los vivos no tienen cabida.


Su presencia no pasó inadvertida. No tuvo que preguntarse dónde ir, ni cómo comenzar su periplo. Una luz extraña, parecida a un aura, la rodeó, imposibilitándole los movimientos, y una voz amable aunque estricta la conminó a escuchar en silencio.

– Tu osadía es encomiable, has descendido hasta la fortaleza de los muertos y has conseguido llegar incólume, pero tu naturaleza mortal no puede permanecer entre nosotros. Nuestras leyes prohíben que los vivos penetren en nuestra morada.

Anaíd miró desesperada a su alrededor. No veía a nadie. Quiso moverse, pero la fuente de energía luminosa la había aprisionado.

– Deseo que el Consejo de los Muertos me reciba, tengo una petición urgente.

No obtuvo respuesta y Anaíd interpretó que no había seguido el protocolo adecuado.

Se arrodilló con humildad y besó el suelo mientras pronunciaba:

– Soy Anaíd Tsinoulis, una humana que ha osado desafiar vuestras leyes, y ruego humildemente al Consejo de los Muertos que me perdone y que se digne ofrecerme una audiencia.

La voz moduló una pregunta malintencionada:

– ¿Eres de verdad humilde, Anaíd Tsinoulis?

– Lo soy y me inclino ante los muertos.

– Si eres de verdad humilde, aquí tienes nuestros pies, córtanos las uñas.

Ante el asombro de Anaíd, una larga hilera de pies blancos con largas uñas se extendió ante ella. En sus manos aparecieron unas tijeras y recordó el consejo de Selene: mostrar sumisión a los muertos y renegar de su propio orgullo.

Se inclinó ante los pies y comenzó su tarea procurando depositar en su gesto de cortar las largas uñas la abnegación que los muertos le reclamaban. No era una tarea fácil. Al cabo de muchas y muchas y muchas veces de repetir el mismo gesto sin descanso, y sin levantar ni un milímetro la nuca inclinada sobre los lechosos pies, las manos se le agarrotaron, las vértebras del cuello reclamaron desesperadamente enderezarse y comenzó a fallarle el pulso. Tenía de nuevo conciencia del dolor, del cansancio y de la dimensión de su forma humana. Pero no desfalleció, no levantó la cabeza, no abandonó su actitud humilde y no evidenció ninguna de las contrariedades que la aquejaban. Se preguntó si no estaría obligada a repetir eternamente esa tarea, si aquello no era una condena por su orgullo; en ese caso, barajó, no tenía ni idea hasta cuándo podría mantener la sangre fría y el control de sus movimientos.

Por suerte, la voz la liberó de esa eterna condena.

– Está bien, Anaíd Tsinoulis. El Consejo de los Muertos te escucha. Puedes hablar.

Anaíd percibió que a su alrededor el círculo de luz se hacía más amplio para dar cabida a todos los muertos que constituían el consejo. Apenas podía distinguir sus pies con las uñas recién cortadas. Recordó que por mucha que fuese su curiosidad, no podía mirarlos a los ojos ni levantar la cabeza ni mostrar ningún orgullo. Sólo le estaba permitido rogar y suplicar.

– Sabios miembros del Consejo de los Muertos, sabéis que mi madre Selene bajó a estas profundidades hace quince años para rogaros que retuvieseis a Baalat, la nigromante, que había infringido vuestras leyes y había burlado a la muerte con sus poderes ocultos. Sabéis también que Baalat pronunció una maldición que se cumplió. Ahora vuelve a estar entre los vivos y a causar desgracias. He venido hasta aquí para pediros la muerte definitiva de Baalat. Que nunca más le sea permitida la salida de vuestro reino.

– ¿Y qué nos ofreces a cambio, Anaíd?

Anaíd no esperaba esa pregunta y su respuesta fue rápida, demasiado rápida.

– No tengo nada -planteó taxativamente.

– Te equivocas, posees cosas.

Anaíd hizo repaso de lo que tenía.

– ¿Mis joyas tal vez? Son vuestras si queréis. Es lo único que tengo.

– No, Anaíd. Hay otras pertenencias tuyas más apetecibles.

Anaíd suspiró. No podía ocultar nada a los muertos. No podía engañarlos. Se mordió el labio con rabia, pero lo dijo:

– ¿Os referís al cetro de poder que Baalat me robó? ¿Queréis acaso el cetro? -le dolía tanto que su tono de voz le había salido agresivo.

Intentó modificarlo y dulcificarlo, pero el simple recuerdo del cetro le quemaba la piel y de su boca no podían salir palabras de renuncia. ¿Era eso falta de humildad? ¿Falta de abnegación?

– Tened en cuenta de que, si os entrego el cetro, no podré cumplir con la misión que le está encomendada a la elegida: gobernar con equidad.

Los muertos callaron de nuevo y Anaíd, a regañadientes, y obligándose a ello, pronunció las palabras que los muertos esperaban oír:

– Os lo entregaré con gusto si es eso lo que deseáis.

Ya lo había dicho. Aunque no quisiese renunciar al cetro, se lo había ofrecido a los muertos; no tenía otra escapatoria, estaba en su poder.

Pero la voz cristalina de una muerta la corrigió.

– El cetro de poder no está en manos de Baalat.

Anaíd se desconcertó.

– ¿No? ¿Dónde está entonces?

– Lo tiene Cristine.

Anaíd notó cómo le flaqueaba la voluntad.

– ¿Queréis decir que Cristine robó mi cetro haciéndome creer que había sido Baalat?

– Eso hizo.

Anaíd sintió una angustia indescriptible.

– Me engañó, me mintió.

– Efectivamente -respondieron los muertos.

– ¿Por qué?

– Piensa tú misma en la posible respuesta. Y piensa también en otra cosa que puedas ofrecernos. Tu cetro no nos interesa.

Anaíd se alegró a la vez que se sintió desesperada.

– ¿Qué queréis? Decidme qué queréis. Os daré lo que me pidáis.

Notó un contacto frío sobre su cabeza y se estremeció. Las manos de los muertos estaban acariciando sus cabellos con lentitud, con delectación.

– Tu vida, Anaíd -susurró una voz inteligente.

A punto estuvo de levantar su cabeza, pero la mano de un muerto se lo impidió con firmeza.

– Queremos tu vida -repitió una voz dulce.

Anaíd supo que esa dulzura encubría una firmeza más peligrosa que la agresividad. Querían su vida y ella no podía defenderse.

– La vida de la elegida nos pertenece.

– ¿Por qué? -preguntó con un hilillo de voz.

– Infringiste las leyes de los muertos retornando la Dácil.

– Yo no quería -se lamentó Anaíd.

– Lo hiciste -replicó una voz más gruesa.

– Os suplico perdón -musitó arrepentida.

– La vida y la muerte no entienden de perdón. Estás aquí, entre nosotros, y ya no te irás. Has venido por tu propia voluntad al lugar donde te corresponde quedarte.

– Sólo pagarás tu deuda con tu vida, tal y como la maldición de Odi estableció.

Anaíd notó que la luz se hacía más y más y más intensa y comenzaba a lamer sus manos y sus pies como las llamas de una hoguera. Sabía que esa luz la atraparía y que perdería la vida.

Un grito desesperado se escapó de su garganta todavía viva.

– ¡No quiero morir!


* * *

– ¡No quiero morir! -gritaba la joven inuit retorciéndose desesperadamente sobre la litera de la enfermería.

– ¡Sujetadla! -ordenó Ismael Morales, el capitán del carguero, molesto.

Hacía una semana que había sorprendido a la muchacha de polizón en la bodega junto a su perro y su mirada suplicante le recordó a su sobrina. Se compadeció de ambos, hizo la vista gorda a las ordenanzas y les permitió continuar su viaje hasta el puerto de Veracruz, pero ahora esa decisión, motivada por su exceso de sentimentalismo, le traería problemas con la policía.

Al poco de atracar en puerto y antes de poder desembarcar, la chica había comenzado a gritar como una posesa y los dos miembros de la tripulación que acudieron a sujetarla y a trasladarla a la enfermería no bastaban para reducirla. Había tenido que acudir él mismo en persona para comprobar la fuerza sobrenatural de la pequeña inuit. Llegó con el médico de a bordo, más acostumbrado a desinfectar heridas o hacer pasar borracheras que a tratar el ataque de nervios de una chica. Y ahora, el médico, un inglés de Yorkshire, ni tan siquiera podía clavarle la inyección que pretendía. ¿Quién le pedía que se metiese en semejantes líos?

– ¡¡¡No quiero morir!!! -gritaba la muchacha retorciéndose y llevándose la mano al cuello como si intentase desprenderse de algún garrote que la atenazase.

– Sujetadla -ordenó el capitán Morales de nuevo.

Pero quizá el médico también hubiese tomado una copa de brandy de más, porque no acertaba con la aguja y, en lugar de clavarla en el brazo blanco y suave de la inuit, lo que hizo fue lastimarse con los dientes del collar de oso que adornaban el cuello de la chica.

– ¡Quitadle ese collar! -mandó furioso el médico.

El capitán Morales transfirió la orden a un mulato de Santo Domingo aficionado a la salsa y devoto de la Virgen de Guadalupe por parte de abuela, oriunda de Puebla. Pero el muchacho rozó un diente de oso, quedó inmóvil y negó con la cabeza.

– Me ha echado mal de ojo, capitán.

– Quítaselo te digo -exigió el médico.

– Es una bruja -afirmó el chico soltándola asustado.

El médico estaba furioso.

– ¡Maldita sea! Quitadle ese collar o mando que os cuelguen del palo mayor.

El otro marinero, un coreano, también se echó atrás. Compartía las mismas sensaciones que el marinero mulato.

– Malos espíritus.

Ismael Morales decidió actuar él mismo. A sus cincuenta y seis años sabía por experiencia que las tripulaciones podían ser obtusas y terriblemente supersticiosas, y que a veces era mejor pasar por encima de esas minucias. Así pues, acercó su mano al bonito collar dispuesto a arrancarlo, pero en cuanto lo tocó fue sacudido por un potente calambrazo. Levantó la mirada y recibió el impacto de la mirada oblicua y tremebunda de la chica, una mirada inhumana, poderosa. No lo reconocería jamás, pero había sentido miedo de verdad.

– ¡Capitán! ¡Capitán! -entró un chaval jadeando-. Los de aduanas, que le reclaman para la carga.

Una excusa magnífica, se dijo levantándose de un salto y escabullándose de colaborar con la orden que él mismo había dado de hacer callar a la chica.

– Ahora vuelvo -musitó avergonzado, sin mirar atrás y dejando al médico al mando de semejante panorama.

En su descarga se justificó aduciendo que los médicos estaban más acostumbrados a bregar con locos.

El capitán Ismael Morales regresó unas horas más tarde y de bastante mejor humor. Había compartido risas, puros y copas con los de aduanas y les había llenado los bolsillos para que le permitiesen pasar su carga sin más contratiempos. Ya se había olvidado del incidente de la muchacha esquimal y abrió la puerta de la enfermería. No estaba preparado para enfrentarse al espectáculo dantesco con el que topó.

Los muebles estaban esparcidos, arrancados, troceados y astillados; las paredes, manchadas de sangre, y en una litera yacía el cuerpo del médico.


El capitán Morales acudió a su lado y revisó su cuerpo para hallar su herida, pero pronto notó cómo su pecho subía y bajaba acompasadamente. Estaba vivo, sólo que tenía su propia jeringa clavada en su brazo. Estaba anestesiado.

Un gemido llamó su atención.

Le había pasado inadvertido el otro cuerpo. Pablo, el dominicano, estaba acurrucado contra una esquina del camarote, en posición fetal, protegiendo su cabeza y balanceándose de atrás adelante.

– Pablo, Pablo, ¿qué ha pasado? El capitán le zarandeó por los hombros y finalmente le sostuvo la cabeza para interrogarlo, pero lanzó un grito. El chico tenía el rostro pintado de sangre y una expresión de horror grabada en la retina. Era incapaz de razonar o responder a sus preguntas.

– ¿Y la chica?

Pablo comenzó a llorar y a repetir:

– El demonio, el demonio, el demonio.

Del coreano nunca más se supo nada.

CAPÍTULO XXIV

La conjura de la amistad

Había anochecido ya y soplaba viento del Norte. Clodia lo notaba en sus piernas y en sus brazos, tenía carne de gallina y eso quería decir que estaba helada de frío. Lo suyo no era el clima pirenaico. Caminaba por las callejuelas empedradas procurando pasar inadvertida, con su mochila a la espalda, comprada en el aeropuerto con la tarjeta de su madre, y un bonito sombrero de fieltro azul turquesa de alas anchas que le tapaba media cara. Se había encaprichado de él y se lo había permitido. ¿Por qué no? Como Mauro, como el bocadillo de chorizo que se comió nada más poner los pies en España, como el lujoso hotel donde había dormido y donde había desayunado en Madrid. Carpe diem. ¿Qué más daba un kilo de más, o un curo de menos, o un beso de más o menos? Lo importante era disfrutarlo y no posponerlo.

Pero ahora, en ese pueblucho helado, ventoso y vacio, aunque lleno a rebosar de perros ruidosos que ladraban a su paso, no estaba disfrutando nada. Y menos al plantarse ante la casa de Anaíd y darse cuenta de que no había ni una sola señal de estar habitada. Las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, las persianas echadas y las luces apagadas. Parecía bastante evidente que sus moradoras no habían salido a tomar una pizza y que no estaban a punto de regresar. El silencio era demasiado obvio. Se acercó a la pared y puso en juego sus poderes. No se oía ni una risa, ni un paso ni un… Le pareció oír un roce.

¿Y si simplemente no había nadie? Era una posibilidad en la que no había querido pensar. Toda aventura precipitada conlleva un riesgo. Su riesgo era regresar a Taormina con las manos vacías y la tarjeta de su madre en números rojos. Quizá eran dos riesgos: tendría que enfrentarse a su fracaso y a su madre. ¿Y Mauro? Tendría que sumar un tercer riesgo. Perder a Mauro.

Dejó de pensar para no añadir más madera. Siempre que se ponía a ello era tan capaz de acumular ideas maravillosas como problemas horrendos. Era simplemente excesiva.

Estudió la situación con calma. Puesto que había viajado desde tan lejos, sería una estupidez quedarse en la puerta. Entraría. Con o sin llaves. Y entró a tientas. Una vez dentro conjuró una linterna y avanzó paso a paso rogando no quedar atrapada en ninguna telaraña pegajosa. A buen seguro que el grito se oiría en Varsovia. Los bichos que le daban más asco del planeta Tierra eran esas repugnantes arañas peludas montañesas de muchas patas con los ojillos colgando y la boca babeante de hilo y repleta de sierras tremebundas para despedazar a sus víctimas. Y eso que no eran insectos. Lo tenía claro porque siendo niña su profesor de naturales le metió un rollo insoportable corrigiéndola por llamar insecto a una araña. Era cosa de patas. Que si seis, que si ocho. ¿Y qué importaba si un bicho de ésos tenía seis u ocho patas? Fuesen las que fuesen, así, a simple vista, parecían un montón. Y ya podían llamarlas insectos, arácnidos o bestias. Le continuarían dando el mismo asquito.

Y de pronto la vio. Estaba ahí, esperándola a ella. Una inmensa araña. Clodia estaba convencida de que así era y en ningún caso se le ocurrió que ella fuera algo paranoica. Era una sombra de un bicho gigantesco compuesta por unos tentáculos largos, muchos -no los contó, claro-, más o menos a bulto, los que tiene una araña.

Clodia no gritó con un grito espeluznante. Clodia no se desmayó ni echó a correr. Clodia sacó arrestos de su sangre siciliana y, saltando como hicieron sus antepasadas sobre los primeros romanos que cayeron en su isla, arreó un buen porrazo con la linterna a la supuesta araña.

Enseguida se dio cuenta de dos cosas.

De que las arañas no gritan y de que no era tan cobarde como creía.

Recogió la linterna del suelo y enfocó a su víctima. Era ni más ni menos que la mano larga y esbelta, con sus cinco dedos, de una chiquilla con cara asustada. Clodia se disculpó como pudo.

– Lo siento, creía que eras una araña.

En cuanto lo hubo dicho, le pareció la excusa más absurda del mundo. Pero la niña sonrió y a Clodia le pareció ver una preciosa mariposa volando sobre su rostro. Era una sonrisa amable, cariñosa. Le tendió la mano y la ayudó a levantarse.


Congeniaron enseguida. Dácil y Clodia hicieron buenas migas en cuestión de minutos. A su manera, a su estilo, ambas compartían la misma preocupación: Anaíd. Y de forma tácita y sin confesárselo, tenían el mismo propósito: ayudarla.

Sin embargo, Dácil tenía muchísima más información que Clodia. La puso al corriente en la cocina, mientras comían unos deliciosos espaguetis a la carbonara cocinados con un hechizo prohibido. Clodia masticaba ansiosa.

– Entonces, ¿Anaíd ofreció el filtro de amor bebió de la copa prohibida y formuló el conjuro de vida?

Dácil la defendió.

– La condesa la engañó y me salvó la vida a mí.

– Qué horror.

– Ella no quería…

– Pero lo hizo -afirmó Clodia, práctica.

Dácil se estremeció.

– Está maldita y morirá.

Clodia no lo entendió bien.

– Es una Odish. No puede morir.

Dácil se empecinó.

– Oí a Selene perfectamente. La maldición de Odi la condena a morir.

Clodia se atragantó. Una cosa era matar a un conejo, otra era hablar de la muerte de una amiga.

– ¿Pero cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?

– En el Camino de Om, en el reino de los muertos. Si entra, no podrá salir.

Clodia estaba horrorizada.

– ¿Quieres decir que Anaíd iba a emprender el camino ella sola?

Dácil asintió. Estaba familiarizada desde muy joven con ello y no le producía miedo, pero era comprensible que la sola mención del camino de los muertos helase la sangre a los vivos.

– Pero no lo hará.

– ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Ariminda se lo impedirá.

– ¿Quién es Ariminda?

– Mi maestra, la encargada de abrir la puerta a la elegida y conducirla a la morada de los muertos.

Clodia sintió frío.

– ¿Y por qué se lo impedirá?

– Yo misma la avisé de su llegada. Yo le pedí que la capturase y que no la dejase entrar en el reino de los muertos.

Clodia se tranquilizó.

– Y si no entra en el camino, ¿adónde se dirigirá?

Dácil se encogió de hombros.

– Se supone que donde esté el cetro de poder. El cetro la atrae, ella irá donde esté el cetro.

Clodia se frotó las manos. Llegados a ese punto podría ser útil. Se quedó mirando a Dácil.

– ¿En este pueblo hay conejos o gallinas?

Dácil abrió los ojos asombrada.

– ¿Te has quedado con hambre?

La risa de Clodia sí que se oyó hasta en Varsovia, pero era tan fresca y natural que fue un magnífico augurio, como la gallina sacrificada que Dácil consiguió con mucha maña.

Las vísceras, esa vez, hablaban claro, pero aunque Clodia se esforzase en enseñar a Dácil a desentrañar el misterio de los surcos y los signos que escondían, la niña guanche sólo veía pedazos sanguinolentos de hígado, riñones, pulmones y corazón. Atendió con ganas de vomitar a los vaticinios de Clodia.

– ¿Ves este reguero de aquí? Significa una humareda, y este espacio es agua, y esta vena, fuego. Sólo puede ser un volcán, un volcán en erupción cerca del mar.

Dácil se llevó la mano a la boca.

– El Teide.

– O el Etna, o el Vesubio, o el Snaefellsjökull. Hay muchos volcanes en islas o cerca del mar. Pero el corazón nos indica otra cosa. ¿Ves este surco tan pronunciado? Es un arma. Y la mano que la sostiene indica un guerrero. Y esta curva dulce indica mujer, y esta señal… puede ser aburrimiento…

Clodia comenzó a barajar hipótesis.

– El guerrero aburrido y su mujer. El aburrimiento de la lucha de las mujeres. La guerra de las aburridas mujeres. Los aburridos guerreando ante sus mujeres…

Dácil se estaba durmiendo. Y Clodia la zarandeó.

– Ayúdame, por favor, piensa.

Dácil se inclinó y bostezó.

– Lo siento, pero cuando me da el sueño…

Clodia abrió los ojos y aplaudió.

– ¡Sueño! Eso es. Tedio, aburrimiento, sueño. Son sinónimos.

Dácil se asombró.

– ¿El guerrero con sueño?

– O el sueño del guerrero.

Ninguno de los dos enunciados le sugería nada. Pero Clodia no se dio por vencida.

– El guerrero somnoliento.

– O dormido.

– ¿Y por qué el guerrero siempre? ¿No has dicho que había una mujer?

Clodia se avergonzó de su pensamiento misógino. La aplaudió.

– ¡Eso es! ¡La mujer dormida! ¡Ya lo tengo!

– ¿Y el guerrero humeante?

– Es el que sostiene la antorcha. Es la montaña humeante, el guerrero que veló el sueño de su amada, la doncella blanca, dormida. Muerta.

– ¿Y qué significa?

– El nombre con el que se conoce al volcán Popocatepetl y a la montaña Iztaccíhuatl.

Las dos callaron. Dácil se frotó los ojos. Se había despertado de golpe.

– ¿Y dónde están?

– En México. En América.

Dácil se ilusionó.

– Mi madre también está en América. Vive en Nueva York.

– ¿Sabes qué hora es allí?

– Como unas siete horas más temprano.

Clodia estaba haciendo sus propias elucubraciones.

– Entonces les pillamos a buena hora. Es media tarde. ¿Hay Internet en esta casa?

Por supuesto que había, y si no hubiera habido conexión, la hubieran conseguido.

Clodia era una buena internauta. Navegó por las comunidades del clan de la serpiente, el jaguar y el colibrí y con cuatro preguntas certeras a las jóvenes Omar a quienes conocía, consiguió que la comunidad Omar de la tribu azteca se revolucionara completamente. Enseguida comenzaron a llegar datos inquietantes. En efecto. Una muchacha Omar del clan de la serpiente, gran bailarina de cumbia, había detectado un movimiento anómalo de posibles Odish en un hotel de Catemaco, al sur del puerto de Veracruz. A Clodia le faltó tiempo para recabar información sobre las supuestas Odish.

Al cabo de unas horas disponía, con la ayuda de Dácil, que le daba consejos lingüísticos algo sui generis, de un dossier completo de la identidad de las mujeres que se alojaban en el hotel. Todo gracias a una Omar camarera del clan del colibrí, tan diminuta y rápida como su tótem, que consiguió meter sus narices en todos los rincones prohibidos del hotel. Les proporcionó nombres, horarios, documentaciones y hasta fotografías. Dácil reconoció sin vacilar a la responsable de las reservas: Cristine Olav. Al parecer custodiaba una caja de joyas muy preciada que guardaba en la caja fuerte entre grandes medidas de seguridad y que a menudo obligaba a sacar para llevarla consigo a las reuniones que periódicamente mantenía con sus compañeras de convención.

– Es su abuela -la identificó Dácil con facilidad.

– ¿Una Odish? -se extrañó Clodia, ignorante del ¡linaje de su mejor amiga.

– Sí. Vivían juntas en la cueva del robledal. Le proporcionó la poción del olvido para Roc y ofició el salto al pasado. Hasta que desapareció al día siguiente de nuestro

regreso del castillo de la condesa.

– ¿Y el cetro? ¿Cuándo desapareció el cetro?

Dácil hizo memoria.

– Anaíd se volvió loca buscándolo. Fue al regresar del pasado. Sí, al día siguiente. Creía que lo había robado Baalat.

– Entonces, el cetro y Cristine desparecieron el mismo día.

Dácil no había caído en esa coincidencia.

– Es verdad.

Clodia fue tajante:

– No lo robó Baalat. Fue Cristine.

– ¿Y qué haremos?

Clodia desconectó el ordenador y bostezó ostentosamente.

– Ahora mismo, a sobar se ha dicho.

A Dácil le pareció una magnífica idea. Y se durmieron con la misma fe y el mismo entusiasmo que habían puesto minutos antes en sus pesquisas.

No abrieron los ojos hasta que los estómagos rugientes les reclamaron comida y les hicieron darse cuenta de que llevaban todo un día durmiendo. Al encender de nuevo el ordenador se encontraron con la sorpresa de que estaba absolutamente colapsado por la cantidad de e-mails recibidos desde todos los rincones de México. En todos los lugares habían dado la voz de alarma sobre esa anómala concentración de Odish que ya se estaba dejando notar en los lugares cercanos.

Dácil y Clodia contenían el aliento al conocer los desmanes y atropellos cometidos por las hermosas Odish. De nuevo, niñas y bebés Omar eran las víctimas predilectas de las sangrientas damas. Pero el más desconcertante de los mensajes era uno dirigido a Clodia y firmado desde Creta por su madre Valeria: No os mováis de ahí, venimos inmediatamente.

De lo cual Clodia dedujo que en la convención de brujas Omar de Creta habían recibido información sobre sus averiguaciones, su correspondencia, y las habían localizado. También sacó la conclusión de que su madre estaba rabiosa y quería venganza. Pero no hacía ninguna alusión a su cuenta corriente y eso quería decir que se había olvidado de la existencia de la tarjeta en sus manos. Mejor, eso significaba que no la había anulado. Aún podría continuar usándola.

– Está bien, Dácil, escúchame. Tenemos que ir hasta el Popocatepetl para recuperar el cetro de poder de manos de las Odish y esperar allí a Anaíd. Nosotras somos la clave de su salvación.

– ¿Nosotras? ¿Por qué?

– Porque la queremos. Tú y yo la queremos a pesar de todo. ¿Sí o no?

Dácil afirmó. Si de una cosa estaba segura era de su devoción y cariño por Anaíd. Y no porque le debiera la vida.

Clodia husmeó por las estanterías repletas de libros de la habitación de Anaíd sin hallar lo que buscaba.

– ¿Conoces el libro de Rosebuth y sus teorías sobre la salvación de la elegida maldita?

Dácil estaba un poco verde.

– No lo recuerdo.

Clodia no encontró el libro de Rosebuth, pero recitó de memoria:


El secreto del amor bien pocas lo saben.

Sentirá una sed eterna,

sentirá un hambre insaciable,

pero desconocerá que el amor

funde y derrite

y alimenta y sacia

la fuerza monstruosa del mal

que habita en las profundidades

de su corazón de elegida.


La cara de escepticismo de Dácil bien se merecía una explicación. Clodia se sintió sabia.

– Anaíd creía en Rosebuth. Cuando ella estaba segura de que Selene era la elegida, me dijo que podría salvarla con su amor. El amor es la clave.

Dácil dudaba.

– Pero tú y yo no somos las únicas que la queremos.

– ¿Ah no?

– Su madre también la quiere, aunque su obligación sea obedecer a las Omar.

Clodia recordó la dureza de Valeria.

– Con Selene no podemos contar. Pertenece a la tribu y la tribu la destruirá, destruirá a Anaíd por encima de sus sentimientos. Nuestras madres son insensibles, no tienen corazón.

Dácil se quedó sin aliento. Nunca se le había ocurrido pensar que la devoción priva de la espontaneidad.

– ¿Y su padre?

Clodia se extrañó. Ése era un privilegio insospechado. Pocas Omar conocían a sus padres.

– ¿Conoces al padre de Anaíd?

– Claro, fue él quien me consiguió mi cita con ella. Se llama Gunnar y es extranjero. Es maravilloso, guapo, amable.

Clodia se hizo un lío.

– ¿Pero no has dicho que su abuela es una Odish?

– Sí -cayó en la cuenta Dácil.

– Entonces no es de fiar.

Dácil recordó de pronto:

– Hay alguien muy importante, más importante que nosotras.

Clodia se llevó una mano a la boca.

– ¡Roc!

– Él sí que es su amor.

Clodia se frotó los labios y se acordó de Mauro. Su chico para pasar el rato. En cambio Anaíd era una romántica recalcitrante. Seguro que estaba enamorada de verdad y que, si nada lo impedía, acabaría viviendo toda la vida con ese Roc y despertándose cada mañana con la seguridad de que era el amor de su vida y el único espécimen masculino del mundo mundial. Eso era muy propio de las chicas serias y con convicciones. No de las chicas superficiales y frescas como ella.

Por suerte, Dácil se ofreció a mediar.

– Lo traeré aquí. Elena no se extrañará de verme.

Clodia suspiró.

– ¿Y qué dirá cuando le propongamos algo tan disparatado?


– ¿Tenemos los billetes? -eso fue lo que Roc dijo en cuanto Clodia y Dácil callaron tras una larguísima y complicada explicación.

Clodia se quedó boquiabierta.

– Eso quiere decir…

– Que nos abrimos ya. Si Anaíd está en peligro y me necesita, no puedo quedarme aquí perdiendo el tiempo y barajando hipótesis.

Clodia no podía creérselo. Roc era un tipo de una pieza. Con convicciones, con las ideas claras y sin prejuicios. Su historia algo vaga, algo difusa sobre los peligros a los que Anaíd estaba expuesta, su compromiso con una comunidad de mujeres y sus poderes extraordinarios no le habían amilanado.

– ¿Has entendido lo que te hemos explicado?

Roc la desconcertó aún más.

– Os habéis hecho un lío tan grande que he desconectado. Pero he deducido dos cosas: que Anaíd puede morir si no la ayudamos, y que yo tengo que estar cerca de ella.

Clodia miró a Dácil para echarle las culpas por ser tan mala narradora. Pero Dácil hizo lo mismo con ella. Clodia llegó a la conclusión de que ninguna de las dos tenía la culpa. En realidad, ¿cómo se le explica a un chico normal de carne y hueso que su chica es una bruja? ¿Y qué es la elegida de una profecía muy antigua, pero que ha sido víctima de una maldición y se ha vuelto malvada? ¿Y que depende del poder de un cetro poderoso? ¿Y que está condenada a morir, pero que hay un tratado que permite vislumbrar una salvación?

Mejor no hurgar tanto en esos detalles que podían resultar algo incómodos para un chico vital, realista y pragmático como Roc. A pesar de ser hijo de una bruja.

Sin embargo, tenían que estar seguras de una cosa. A Clodia le dio vergüenza hacer una pregunta tan taxativa y seria sobre algo que ella misma banalizaba.

– ¿La quieres?

Roc calló y Dácil parpadeó.

– Es muy importante que digas la verdad. ¿Estás enamorado de Anaíd sí o no?

Roc las miró alternativamente a la una y a la otra.

– ¿Y ella?

Dácil saltó con espontaneidad:

– No piensa en otra cosa, está loca por ti.

Roc se molestó.

– ¿Y por qué se escurrió como una anguila? ¿Y por qué dejó de contestar a mis e-mails? ¿Y por qué no quiso besarme?

Clodia intervino conciliadora:

– Armas de mujer. Quería hacerte sufrir.

– ¿Y por eso la última vez que la vi me dio miedos?

– No era ella, ya estaba en peligro.

– ¿Y antes?

– Era por timidez -respondió Dácil.

Roc las miró a ambas, bajó la cabeza y admitió su situación.

– Está bien. Estoy colgadísimo de Anaíd.

– Yo también la quiero -suspiró Dácil.

– Fantástico. Yo soy insensible a la cursilería, pero pago los billetes de avión -redondeó Clodia como si se tratase de una subasta-. ¿Quién da más?

Y en ese preciso momento sonó su móvil.

– ¿Pronto?

– Le gustó.

– ¿A quién?

– Al gato de mi madre. Ahora no me deja ni a sol ni a sombra. Está lamiéndome el zapato. Gatito, gatito, miau, miau.

Era Mauro, el pirado de Mauro.

– Vaya, eso quiere decir que no pegas patadas.

– Pues eso. ¿Cuándo vienes a soñar conmigo?

– Es que… lo tengo un poco crudo.

– ¿No se ha acabado la boda?

– Qué va, está animadísima. Hemos decidido que continuamos la fiesta en Veracruz.

– ¿En México?

– Hay una salsa y una marcha que te mueres.

– ¿Y el bebé?

– Ya ha nacido, nos lo llevamos.

Se oyó un ruido al otro lado de la línea, Clodia no supo si se estaba riendo, se había caído de la silla o había tirado el teléfono por la ventana.

– ¿Has bebido mucho, no? -le espetó Mauro por fin.

– No, no, he estado pensando. Mientras los demás bailaban y bebían, yo pensaba.

– ¿En mí?

– Claro.

– ¿Y qué has pensado?

– Que no sé si eres sonámbulo.

– ¿Sonámbulo?

– ¿Lo eres? Los sonámbulos son un poco gore.

Silencio.

– ¿Mauro?

– Sinceramente no tengo ni idea.

– Pruébalo.

– ¿Cómo?

– Pon harina en el suelo y, si dejas huellas, es que te levantas por las noches.

Silencio de nuevo. Clodia quiso rebobinar y borrar sus últimas barbaridades, pero ya no era posible. Un suspiro desde Taormina y por fin la voz de Mauro.

– Eres una caña, tía.

Buuf. Clodia respiró profundamente.

– Llámame cuando quieras sufrir.

– ¿De verdad piensas en mí?

– Por supuesto.

– ¿Cuántas veces al día?

A Clodia otra vez se le encendieron todas las alarmas.

– Cada vez que me miro al espejo y me veo los labios.

– Yo también…, ¿sabes?…

– No te oigo, aquí no hay apenas cobertura…

– Yo sí que te oigo perfectamente.

– Lo siento, ciao.

Colgó resoluta y guiñó el ojo con picardía a sus amigos, que ya estaban en la puerta dispuestos a salir volando.

– Mi novio. Le estoy haciendo sufrir un poco. Le gusta.


* * *

Selene abrió la puerta de su casa con manos temblorosas y husmeó como una loba. El olor reciente de los jóvenes impregnaba el zaguán. Dejó la llave en la cerradura y no se preocupó en recogerla; sabía que detrás de ella venía Karen, y también esperaba en breve a Valeria.

– ¡Clodia! ¡Dácil! -gritó subiendo las escaleras.

Y se desgañitó recorriendo todas las habitaciones de la casa. Cuando finalmente llegó Karen, la encontró desanimada y jadeando.

– No están. Se han ido -murmuró con los ojos bajos-. Y no debe de hacer mucho rato, el ordenador aún está encendido.

Karen la obligó a sentarse.

– Respira y tranquilízate o tendré que volver a hacerte tomar las pastillas.

– A la porra con tus pastillas.

– No puedes volver a sufrir otro desmayo.

– ¿Por qué no? He perdido a mi hija ¿Qué me importa mi salud?

– Puedes perder a tu próxima hija.

– No quiero ningún otro hijo, quiero a Anaíd -gritó Selene echándose a llorar.

Karen la consoló de la única forma posible. La abrazó.

– Vamos, vamos, nadie te reconocería ahora. Conseguiste levantar a las Omar de sus sillas y lanzarlas a la revuelta. Ahora todos los clanes están en pie de guerra contra las Odish y te están aclamando como su líder. No puedes abandonarlas.

– Sí que puedo -se lamentó Selene-. Tengo que ir en busca de Anaíd.

– Anaíd no está perdida; simplemente entró en el Camino de Om -rebatió Karen.

Pero Selene la miró fijamente.

– Yo estuve en el reino de los muertos y sé que los muertos no perdonan las ofensas cometidas. No tendrán piedad con Anaíd. Mi hija no saldrá con vida.

Karen calló impresionada. Ante determinadas experiencias se sentía incapaz de oponer calma o sentido común. Selene sabía mucho mejor que ella de lo que hablaba.

– ¿No pretenderás volver a entrar allí?

Selene se mordió las uñas con desespero.

– Tú no sabes lo que es estar rodeada de muertos y sentir que la vida se va apagando dentro de ti; no sabes lo que son la soledad, el miedo, la locura y la desesperación. No quiero que eso le ocurra a Anaíd y no quiero que muera. Iré a ayudarla.

Karen la sujetó.

– Selene, no puede ser. Ya es demasiado tarde. Ahora tienes que cuidarte, estás embarazada. Piensa en esa nueva vida… Es providencial.

Selene no lloró, la fulminó con la mirada.

– ¿Pretendes decirme que he perdido una hija y que por eso la naturaleza me ofrece otra?

Karen bajó la vista avergonzada. Había querido decirle exactamente eso. En esos momentos compartía el espíritu de la sabiduría popular que compensa las pérdidas de vidas con nuevas vidas. Ciertamente, el descubrimiento del recientísimo embarazo de Selene había sido tan sorprendente como inesperado, pero era justo.

– ¿Y según tú qué tengo que hacer? -preguntó Selene con cautela.

– Tenemos que acudir a México y arrebatar el cetro a Cristine.

Selene negó.

– Eso es tarea de la elegida. Es Anaíd quien debe hacerlo.

– ¡No puede!

– Yo la ayudaré, y también Clodia y Dácil. Todos los que la queremos intercederemos por ella.

– ¿Cómo? ¿Bajaréis todos al Camino de Ora?

Selene calló; era justo eso lo que le bullía en mente.

– Las llevaré conmigo. Las dos le deben la vida a Anaíd. Podemos ofrendar nuestras vidas a los muertos, que escojan.

Karen se horrorizó.

– ¿Y qué le dirás a Valeria? ¿Que cambias la vida de su hija por la de la tuya?

Selene estaba fuera de sí.

– Anaíd es la elegida, ella nos salvará, no puede morir.

Pero Karen era médico y tenía un sentido estricto de la muerte por muy injusta que pareciese a veces.

– ¿Cómo se te ocurre intercambiar vidas ajenas? Cálmate de una vez y actúa con sensatez.

Selene reaccionó. Karen tenía razón, estaba desvariando. Es que se sentía tan desesperada, que cualquier idea que supusiese una esperanza de mantener a Anaíd con vida, por descabellada que fuese, era un clavo ardiendo al que agarrarse.

Valeria se les unió silenciosamente; había hecho sus pesquisas.

– Me he conectado a Internet y he estado consultando las últimas visitas que han hecho desde casa. He descubierto dos cosas. Que tengo una tarjeta en números rojos y que Clodia, Dácil y Roc estan camino de México.

Una nueva idea bulló en la cabeza alocada dé Selene. Se puso en pie.

– Rápido, vamos.

Valeria se sorprendió.

– ¿A México?

Selene reaccionó.

– Claro. Ahí están las Odish, tienen el cetro de poder; si arrebatamos el cetro a Cristine, volveremos a ser poderosas. Somos muchas Omar.

Karen suspiró, por fin Selene entraba en razón.

– Y entonces ofreceré el cetro a Anaíd y será su salvación -añadió.

Karen intentó hacerla regresar a la realidad.

– Selene, no vuelvas a las andadas. No puedes hacer nada para modificar el destino de Anaíd.

Selene apretó los puños.

– Sí puedo y voy a hacerlo.

Y ante la sorpresa de Karen y Valeria, se arrodilló en el suelo frío del zaguán y rozó los labios contra las baldosas mientras hilaba una súplica confusa.

– Señores de la muerte que reináis sobre los vivos, soy Selene Tsinoulis, a quien escuchasteis con vuestra infinita bondad años atrás y me concedisteis vuestra justa sentencia.

La tierra tembló bajo los pies de las Omar y Karen sintió cómo el miedo se adueñaba de ella.

Selene, sabiéndose escuchada, continuó.

– Oh, señores poderosos, desde la humildad de mi cuerpo mortal os suplico el perdón de mi hija Anaíd, cuya vida vosotros mismos me concedisteis.

Selene calló y el silencio se adueñó del zaguán. No había suficiente. Selene sabía cuál era el precio que los muertos aceptarían.

– Os ofrezco a cambio mi vida, grandes y generosos señores. Si Anaíd regresa al mundo de los vivos para empuñar el cetro y cumplir con su destino, acudiré hasta vosotros y me ofrendaré.

El suelo tembló de nuevo y a lo lejos se oyó el aullido solemne de la loba. Esta vez, hasta la valiente Valeria se estremeció.

– Deméter, te lo ruego, intercede por mí y por mi hija y consigue salvar su vida.

Valeria y Karen sintieron un escalofrío en su espalda al percibir la caricia de una mano fría que rozaba sus rostros y se detenía en la mano de Selene estrechándola a modo de pacto.

¿Acaso los muertos aceptaban su sacrificio?

CAPÍTULO XXV

La justicia de los muertos

La luz que envolvía a Anaíd y que amenazaba con desintegrarla parpadeó levemente. Una voz que provenía de la oscuridad circundante la había interceptado.

– Esperad, os lo ruego.

La luz disminuyó su intensidad y se alejó de ella. Los muertos atendieron al ruego y Anaíd reconoció la voz de su abuela Deméter.

– Esperad, por favor, y escuchadme. Soy Deméter Tsinoulis. Mi hija Selene y mi nieta Anaíd, de mi propia sangre, se han inclinado ante vosotros. Deseo interceder por ellas.

– Te escuchamos, gran Deméter.

Anaíd contuvo la respiración.

– Anaíd, la elegida, ha transgredido las leyes de los muertos y os ha arrebatado un cuerpo que era vuestro, el de la pequeña Dácil. Pero si bien es cierto que actuó hechizada por la maldición de Odi, y que estáis en vuestro derecho de cobraros esa vida, ella bajó hasta aquí para pediros justicia y rigor sobre la nigromante Baalat. No podéis desatender su petición. Por vuestra piedad y bondad, os conmino a destruir a Baalat.

Los murmullos sustituyeron al silencio y una voz del Consejo de los Muertos respondió a Deméter.

– Tu ruego es razonable. Antes de ofrecernos su vida, Anaíd tiene derecho a saber si su petición es atendida. Deliberaremos.

Deméter les interrumpió.

– Os suplico que deliberéis también sobre la misión de la elegida. Debe destruir a las Odish para que de una vez para siempre vuestras leyes sobre la vida y la muerte sean obedecidas. Por ello debe regresar al mundo de los vivos y eliminar todo vestigio de inmortalidad. Os suplico, gran Consejo de los Muertos, vuestra generosidad y sabiduría para que las profecías puedan hacerse realidad. Una vida ha sido ofrecida en su lugar. Os ruego que la aceptéis.

Anaíd sintió cómo las palabras de su abuela le hacían recuperar la esperanza perdida y, cuando los muertos se retiraron a deliberar y a su alrededor sintió un enorme vacío rodeándola, se atrevió a levantar levemente la cabeza.

– ¿Abuela? -preguntó con cautela reconociendo sus elegantes pies.

– Anaíd, cariño, has sido muy valiente.

Anaíd se sintió pequeña.

– Abuela, ¿puedo mirarte?

– Sí, preciosa.

Anaíd levantó los ojos y se extasió en la contemplación de la imagen serena de su abuela Deméter. Sus ojos grises, su largo pelo trenzado hasta la espalda, sus facciones generosas, sus poderosas manos. Sonreía con severidad. En esos momentos era todo lo que necesitaba: una rectitud condescendiente, un amor recto.

Se puso en pie lentamente y tendió sus manos hacia ella. Aunque su tacto fuese frío, irradiaba fuerza.

– Abrázame, abuela, abrázame.

Los brazos de Deméter la rodearon y le infundieron tranquilidad. Ya no estaba sola. Su respiración se acompasó y sus pensamientos confusos cobraron orden y forma.

– Abuela, no quería ser una Odish, no quería pertenecerles a ellas.

Deméter la consoló.

– Lo sé.

– No quería sentirme atraída por la sangre ni por el poder.

– Lo sé.

– A lo mejor…, a lo mejor sería preferible que muriese.

– No, Anaíd.

– ¿Y si regreso al mundo de los vivos y mi sangre Odish me impulsa a atacar a las Omar? Me volvería loca.

– Ahora ya eres consciente de ello, puedes luchar en contra.

– ¿Cómo?

– Dominándote. Sintiéndote arropada en el amor ajeno.

Anaíd suspiró.

– Me odian: Elena, Karen, Criselda, Selene, Roc. Todos me odian, hasta Dácil me traicionó.

Deméter la calmó.

– No es cierto. Dácil quería impedir que murieses; por eso avisó a Ariminda de tu llegada y le rogó que te salvase la vida.

Anaíd sintió que esta nueva información le daba el valor que había perdido.

– ¿Dácil sufría por mí?

– Y Selene.

Anaíd notó cómo se le calentaba el corazón.

– ¿Selene también?

– Ha ofrecido su vida por la tuya.

Anaíd sintió que la sangre se le paralizaba en el cuerpo.

– No puede ser.

– Lo es. Casi todas las madres estarían dispuestas a hacerlo por sus hijos.

Anaíd sintió un ahogo.

– ¿Tanto me quiere, entonces?

– Claro que te quiere, con locura.

– ¿Y Gunnar?

Deméter calló unos instantes.

– Anaíd, el gran Consejo de los Muertos está aquí.

En efecto, los muertos la rodearon y el haz de luz que la había deslumbrado unos minutos antes volvió a herir sus retinas. Inclinó inmediatamente su cabeza y se dispuso a escuchar su sentencia con resignación.

– Gran Deméter, el Consejo de los Muertos ha deliberado y ha tenido en cuenta tus ruegos. Atendiendo a vuestra petición de impedir que la nigromancia de Baalat subvierta más las leyes de los vivos, hemos decidido que Baalat debe morir. Le negamos su posibilidad de reencarnarse eternamente y jugar con la vida para arrebatar la ajena.

Anaíd respiró aliviada. Había cumplido su misión. Baalat estaba ya vencida. Tuvo ganas de sonreír, pero aún le faltaba escuchar la decisión sobre su propio destino.

– En cuanto a la vida de Anaíd Tsinoulis, la elegida, los muertos consideramos que las profecías dejan en sus manos el destino futuro de las brujas y debe asumir el poder del cetro. Concedemos pues a Anaíd Tsinoulis la oportunidad de regresar al mundo de los vivos con la condición de que ahora nos ofrezca su inmortalidad y, una vez haya sido cumplida su misión, su vida sea ofrendada a los muertos.

Anaíd tembló. Si bien acababa de conseguir una prórroga, la espada de Damocles se cernía sobre su futuro.

Deméter, sin embargo, intervino:

– ¿Aceptaríais, a cambio de la vida de Anaíd, la de un ser querido?

– Aceptamos una vida de su propia sangre -concedieron tras otro largo silencio.

– ¡No! -gritó Anaíd-. No es justo.

Deméter la reprendió con severidad:

– Pide perdón a los muertos, sus decisiones siempre son justas.

Anaíd recobró la humildad perdida.

– Grandes y sabios miembros del Consejo de Muertos, os pido que no aceptéis ninguna otra vida que la mía. Una vez cumplida mi misión, regresaré aquí con vosotros y permaneceré en vuestro reino para siempre.

Un silencio sepulcral respondió a la petición desesperada de Anaíd. Deméter la corrigió.

– Ruego que no se lo tengáis en cuenta; es demasiado joven e impulsiva.

– Puesto que disentís en la vida que tenéis que ofrendarnos -intervinieron los muertos-, aceptaremos la primera que nos entreguéis.

Anaíd se sintió extrañamente inquieta, pero se abstuvo de objetar nada por miedo a impacientar la infinita paciencia de los muertos. Su secreto sería suyo: sólo ella sabría de su pacto y no permitiría que nadie se inmolara en su lugar.

– Os doy las gracias por vuestra bondad.

Los muertos se congregaron a su alrededor y entonaron un cántico que desgarró las entrañas de Anaíd, pero de su boca no salió un solo quejido. Luego, Anaíd giró sobre sí misma una y mil veces, como una peonza incansable, hasta volver a convertirse en un minúsculo embrión y desaparecer; enseguida el embrión se formó de nuevo y creció y creció vertiginosamente hasta regresar a su forma adulta.

Sucedió en un tiempo sin tiempo.

Y Anaíd volvió a nacer con una sola vida en su haber.

Su cansancio era infinito, aunque se sintió recompensada: volvía a ser una mortal. Había muerto para volver a vivir… ¿Se había cumplido la profecía de Odi? Los muertos dieron sus instrucciones:

– Tú, Deméter, guiarás a tu nieta Anaíd a través de los laberintos de nuestro reino y designarás a un guía para que la acompañe hasta la penumbra del cráter. Como valedora suya, responderás de su compromiso de ofrendarnos una vida.

– Gracias, grandes y generosos dirigentes de los muertos -agradeció Deméter.

Anaíd no sabía si debía permanecer arrodillada, pero cuando sintió la mano de Deméter arrastrándola, se puso en pie y la siguió.

– Rápido -le silbó Deméter al oído.

– ¡¡¡¡No!!! ¡¡¡Dejadme!!! -se oyó resonar en el recinto de la fortaleza-. ¡Soy la gran Baalat, soltadme he dicho!

La voz desgarradora y amenazante de Baalat hizo temblar las rodillas de Anaíd. Su crueldad, su maldad y su ambición habían hecho mucho daño a las Omar y a su propia familia. Bien se merecía ese final.

– ¡¡¡No podéis condenarme a la muerte eterna!!! ¡¡No podéis!!!

Baalat se rebelaba a sabiendas de que las decisiones del Consejo de los Muertos eran irrevocables, y Anaíd se alegró de esa severidad.

A medida que se alejaban oyeron los gritos ahogados e ininteligibles de Baalat, cada vez más desesperados, cada vez más rabiosos.

– Vámonos antes de que la ira de Baalat nos salpique -murmuró Deméter abriendo una puerta de la fortaleza que comunicaba con el exterior.

La voz de Baalat se fue amortiguando. La estaban atando con los cordajes del olvido. Y de pronto, no se la oyó más. La habían amordazado con silencio. Callaría por siempre y su cuerpo no podría regresar nunca jamás a la tierra de los mortales.

Anaíd se mordió los labios y lamentó que eso no hubiera ocurrido mucho antes. Si así hubiera sido, Elena tendría a su niña Diana con ella y muchas otras Omar habrían visto crecer a sus hijas y a sus hermanas.

Los muertos, tan piadosos como justos, habían condenado a perpetuidad a Baalat. Su castigo sería conservar sus deseos de vida, inalcanzables por siempre. Ésa era la peor tortura, ése era su justo castigo.

Anaíd suspiró y salió en compañía de su abuela. Deméter la guió por un pasadizo excavado tras los muros de la fortaleza que descendía un largo trecho y luego se perdía entre húmedas paredes oscurecidas por el tiempo.

– ¿No tendríamos que pasar la laguna? -se extrañó Anaíd.

– La estamos pasando por debajo.

– ¿Por qué?

– Las leyes de los muertos impiden que ningún ser vivo salga por la puerta de nuestra fortaleza. El Cancerbero se ocupa de ello y los muertos se jactan de que sus leyes se cumplen escrupulosamente.

Estaban pues saliendo de aquel lugar, al que Anaíd había prometido regresar, por otra ruta diferente. No cruzaron la gran llanura ni ascendieron los valles que Anaíd descendió. Los caminos del reino de los muertos eran diversos e intrincados y sólo los muertos conocían las formas de atajarlos.

Anaíd sintió un gran cansancio al recordar el horrible y espantoso trayecto que había recorrido para llegar hasta allí. La próxima vez que regresase lo haría sin su cuerpo. La vida era una losa demasiado pesada para arrastrarla.

– Y ahora atiende, Anaíd, tenemos poco tiempo mortal y tendrás que escucharme con atención. Yo he sido tu valedora y he conseguido tu pasaporte hacia el mundo de los vivos, pero ahora deberás asumir la responsabilidad tú sola.

– ¿Qué debo hacer?

– Destruir a Cristine Olav, la dama de hielo.

En el ánimo de Anaíd algo se quebró.

– Pero…

– Ella tiene el cetro de poder. Ella es el último bastión de las brujas Odish. Ése es tu deber como elegida.

Anaíd asintió.

– ¿Y mi naturaleza Odish? ¿La he perdido con la renuncia a mi inmortalidad?

Deméter suspiró.

– No lo sé, puede que aún sientas el deseo del poder y la sangre.

– ¿Y cómo podré vencerlo?

– Ha llegado el momento de que tú domines al cetro y no al revés como ha sucedido hasta ahora.

– Ciertamente me ha dominado -admitió su debilidad-. Con el cetro en mis manos perdía la voluntad.

Deméter la tranquilizó.

– Ahora eres más sabia, más prudente y más generosa. Estás dispuesta a sacrificar la única vida que te queda para conseguir la felicidad ajena. No lo olvides, Anaíd, ésa es la clave para reinar.

Deméter se fue difuminando ante Anaíd.

– Deméter, no te vayas, todavía no.

– Vendrá otro espíritu más antiguo para acompañarte en el último tramo.

– Prométeme que Selene no sabrá nada de mi pacto con los muertos.

– No puedo.

– Abuela, quiero que Bridget me acompañe hasta el confín del mundo de los vivos.

– ¿La bruja Bridget? ¿La Omar del monte Domen?

– Sí. Te lo ruego, abuela, es mi último deseo.

Deméter se desvaneció súbitamente y Anaíd quedó huérfana de compañía y se dio cuenta de lo duro que era estar sola. A los pocos instantes, una voz grave y armónica la sacó de sus tristes ensoñaciones.

– ¿Me has llamado?

Una bellísima mujer con una gran mata de pelo rubio hasta la cintura y larga falda se había manifestado ante ella.

– ¿Eres Bridget? -parpadeó sorprendida Anaíd-. ¿La bruja que lanzó su maldición en el monte Domen?

Bridget, a su vez, la reconoció.

– ¿Eres tú la elegida? ¿La elegida de la profecía?

Anaíd supo que en ese momento su pelo era completamente rojo tal y como la profecía anunciaba.

– En efecto, soy la elegida, Anaíd Tsinoulis, hija de Selene, nieta de Deméter, del clan de la loba, y deseo pedirte a ti, el espíritu de Bridget, un gran favor…

Y Bridget, la bruja indomable del monte Domen, que no se amilanó ante los soldados ni la hoguera, y que mientras moría pronunció la maldición que condenaba a los amantes del monte Domen a vivir en desgracia el resto de sus días, se arrodilló humildemente ante la elegida.

– Todos los favores que te pueda conceder serán tuyos.


* * *

La muchacha avanzaba por las calles de la ciudad de Veracruz con su fiero perro husky firmemente sujeto de la correa. A nadie llamaba la atención su pelo largo y enmarañado, su exótico collar de dientes de oso y su aspecto desaliñado. Muchos peregrinos venían desde muy lejos para encomendarse al saber de las brujas. Muchos arrastraban consigo penas y enfermedades que sólo la sabiduría ancestral de la magia era capaz de sanar.

A aquella hora fronteriza entre los últimos noctámbulos y los primeros madrugadores, ninguna guitarra rasgaba la noche y alegraba el cuerpo con ritmos de bambas y huapangos. Las arcadas bajo las que se refugiaban los viejos cafés y las orquestinas estaban vacías, y las blancas fachadas solitarias de sus edificios recibían la luz fantasmagórica del amanecer sin las sombras de los paseantes.

Por eso nadie se fijó en ella ni se sorprendió de su extraño comportamiento cuando se arrodilló junto al perro y lo besó antes de atar su correa firmemente; tres vueltas dio, una detrás de otra, a una farola parpadeante.

Luego, la muchacha se alejó del hermoso animal que, al comprender que lo abandonaba, luchó denodadamente con su correa para liberarse y correr tras su dueña. Fue en vano.

Y mientras la figura de la chica se perdía entre las callejuelas sucias de la ciudad portuaria, el husky elevaba su hocico triste a la luna aturdida de luz matutina y aullaba largamente con un aullido desgarrador. Una bruja Omar del clan del colibrí despertó de su duermevela y formuló un conjuro rápidamente. Era un mal presagio.

CAPÍTULO XXVI

En la falda del Iztaccíhuatl

Anaíd se sintió cálidamente acogida. Unas manos amorosas, acostumbradas a traer niños al mundo y masajear pieles sin estrenar, amasaban sus músculos cansados uno a uno, con profesionalidad, como si su cuerpo fuese la masa dulce y esponjosa de un pastel de manzana a punto de meter en el horno. Le retornaron la sensibilidad, el tacto y las cosquillas.

– No, por favor, no aquí no.

Tenía unas terribles cosquillas en la planta de los pies y las manos mágicas se habían empeñado en descubrir los recovecos de su talón y su puente, arrancándole enormes carcajadas.

– ¡Ahí, no, no que me muero!

Las manos se detuvieron inmediatamente.

– No, mi amor, no se me muera. Acaba de regresar de la muerte, que yo la encontré medio muerta.

Esa voz cálida, su propia risa, las cosquillas, el frío que sentía en las piernas y una ligera pero pertinaz sensación de hambre le permitieron deducir una cosa sencilla: estaba viva. ¡Qué maravilla!

Abrió los ojos inmediatamente y contempló a la espléndida mujer que la acunaba en su regazo como si fuera una niña. Y así se sentía Anaíd con su cara hundida en el mullido pecho de una matrona de piel cobriza con rasgos indígenas, ataviada con un ornamento peculiar, una media luna de plata suspendida del tabique nasal.

– ¿Dónde estoy?

– Bienvenida al mundo de los vivos, mi niña. Está usted en la cueva de Mipulco, en la cañada de Mipulco, a los pies de Rosita.

Anaíd no comprendió bien.

– ¿Te llamas Rosita?

La risa fresca y desenfadada de la mujer la convenció de que efectivamente la mujer también estaba bien viva.

– Mi nombre es Coatlicue Yacametztli, hija de Xóchiltl y nieta de Cuauhtli, del clan de la serpiente de la tribu azteca. Rosita es el nombre de nuestra montaña, la mujer blanca, la hermosa Iztaccíhuatl.

Una Omar. ¿La había reconocido?

– ¿Y el Popocatepetl?

– El Popo está aquí mismo, don Goyo está en la esquina velando a Rosita.

Vaya. Eso quería decir que había salido en el lugar adecuado. ¿La estarían esperando las Omar? ¿No sería una trampa? O a lo mejor no sabían quién era ella.

Anaíd quiso presentarse, pero tenía la boca seca y las palabras se le encallaban en el paladar.

– Soy Ana… noulis…

– No hable, m'hijita, y beba, que tiene la garganta seca, y coma también unas migajas para reponer fuerzas. Y escúcheme bien que tengo que platicar con usted seriamente.

Le ofreció un cuenco con una bebida blanca y se lo acercó a la boca ayudándola a beber. Era una bebida alcohólica y se atragantó, pero la buena mujer insistió.

– Beba, m'hijita, es pulque, aguamiel fermentado del maguey, bebida sagrada que sana a los enfermos.

Anaíd obedeció y sintió un agradable cosquilleo que retornó el calor a su cuerpo.

– Y ahora, m'hijita, usted y yo haremos una linda plática a solas.

Anaíd la escuchó atentamente.

– Sepa que todas se han vuelto locas y que en su mano he detectado el signo de la cordura de las lobas, la señal de los dientes de la gran loba madre. Y mis manos descubrieron su energía. Si es usted poderosa, m'hijita, ayúdeme a que recuperen la sensatez.

Anaíd no la comprendía.

– ¿Quiénes se han vuelto locas?

– Las jaguar, las colibrí, las serpientes emplumadas… Andan como gallos peleoneros lanzando bravatas y consignas de guerra y diciéndose unas a otras que vencerán a las Odish.

Anaíd continuaba sin entender muy bien. ¿Los clanes jaguar, colibrí…? ¿Las Omar se estaban armando? Anaíd sonrió. ¿Era posible que por fin las Omar hubieran abandonado su actitud victimista?

La matrona de grandes pechos tomó delicadamente entre sus dedos unas pastitas fritas del tamaño de un dedo meñique, las metió dentro del pan, le hizo una torta, las untó con un poco de chile y se lo ofreció a Anaíd.

– Coma, m'hijita, que quedó muy débil. ¿De dónde vino? ¿Hizo un largo viaje?

Anaíd asintió para darle a entender que su viaje había sido fatigoso y largo, pero la mujer pareció no verla. Anaíd masticó con hambre, era muy sabroso.

– En cuanto recupere sus fuerzas me ayudará a poner orden. Parece muy joven, pero con su marca y su carisma la respetarán. Mi sobrina ya no me escucha ni me obedece, está aprendiendo a luchar con una serpiente etrusca descarada de pelo corto que se desdobla ante las Odish con su atame y salta como una pulga -alzó la cabeza hacia el techo de la cueva y juntó las manos en una plegaria-. ¿Acaso la madrecita O se largó y nos abandonó?

– ¿Aurelia? -se sobresaltó Anaíd.

– ¿La conoce?

– Oí hablar de ella; es la nieta de Lucrecia.

La serpiente se lamentó.

– La gran serpiente Lucrecia matriarca de la tribu etrusca fue una dama respetada, pero su nieta se chaló nomás.

Anaíd se sintió animada.

– ¿Aurelia está aquí?

– Pues claro, m'hijita, llegaron las serpientes, las lobas, las tortugas, las águilas, las osas… Llegaron por los aires a miles, las escupieron las panzas de los aviones y cayeron sobre las cañadas como una plaga.

Era extraño. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Anaíd se hundió en las profundidades del Camino de Om?

– ¿Qué día es?

– Para ustedes día 20.

– ¿De qué mes?

– De septiembre.

Anaíd se atragantó. Habían pasado tres largos meses desde que desapareció en las profundidades del Teide. ¿Qué había sucedido en ese tiempo? Dio un enorme mordisco a su deliciosa tortita. Bebió un poco más de pulque y tragó los últimos restos del manjar chupándose los dedos. Las Omar habían decidido actuar y aquella matriarca no la había reconocido. Creía que era una de tantas. ¿Tal vez su pelo estuviese tan sucio que no se reflejase su color rojo?

– ¿Y dónde están las Omar?

– M'hijita, están rodeando a las inmortales, pero yo me vine para meditar con mi Rosita, que es sabia y me escucha. Y llegó usted a mi cueva sin que yo la esperase. La encontré medio muerta y usted fue una señal que me envió el fuego. Y aquí estoy alimentando a la enviada del clan de la loba para que ponga orden en este gallinero.

– Tía Coatlicue, ¿qué está silbando al oído de la loba?

Anaíd miró hacia la puerta. A contraluz, una muchacha morena vestida con vaqueros y polar, y ataviada con el mismo ornamento de la media luna que su tía, estaba en la puerta de la cueva con el atame en mano.

– Nada que no sepan ustedes. Y guarde el atame en mi presencia, es de muy mala educación entrar armada en la cueva.

La joven se asombró.

– ¿Cómo lo vio? ¿Es usted ciega o nos engaña?

Anaíd, horrorizada, pasó una mano ante la mirada hierática de Coatlicue. Sus ojos no siguieron su movimiento y se dio cuenta de que Coatlicue no había visto su pelo rojo puesto que era ciega. Se sintió muy apurada y buscó con la mirada algo con lo que ocultarse. Un bonito mantón bordado le sirvió de excusa. Lo pasó por su cabeza y sus hombros y sonrió aparentando tranquilidad a la recién llegada que, deslumbrada por la luz, se estaba acostumbrando a la oscuridad de la cueva. Y se dispuso a fingir…

– Veo que la decisión de luchar no es bien recibida por la matriarca del clan de la serpiente azteca.

La muchacha guardó su arma.

– Las matriarcas son reacias a los cambios por naturaleza.

Anaíd leyó determinación y algo que hacía tiempo que no hallaba en la actitud de las Omar, valentía. Lamentó no poder dar su auténtico nombre.

– Diana Dolz, hija de Alicia, nieta de Marta, del clan de, la loba.

La chica se acercó a Anaíd y con ojos limpios se presentó arrodillándose ante ella.

– Metztli Talpallan, hija de Itzpapálotl y nieta de Omecíhuatl, del clan de la serpiente.

Y la abrazó con cariño. Anaíd se sintió reconfortada y Metztli olisqueó el cuenco que había junto a su tía.

– Vaya, mi querida tía Coatlicue pretendía comprar tu fidelidad con un puñado de gusanitos de maguey.

Metió la mano, sacó el puño lleno y se lo metió en la boca con glotonería.

– Humm -se relamió Metztli-, riquísimos.

Anaíd sintió mucho asco. Miró fijamente el cuenco creyendo que tal vez los gusanitos fuesen un eufemismo. Pero no. Eran gusanos asquerosos de verdad, con ojos, con anillos y con su forma característica. ¡Y ella se los había comido! Hubiera tenido que vomitarlos, pero decidió que no lo haría. Eran sabrosos, nutritivos y, al fin y al cabo, mientras los comía no sabía que fueran gusanos.

Coatlicue se levantó de su piedra refunfuñando, alcanzó una pipa a tientas, la rellenó con tabaco y se dispuso a prenderla. Metztli dio un codazo a Anaíd.

– Está enfadada, está muy enfadada con las luchadoras.

Anaíd se emocionó.

– ¿Entonces es cierto? ¿Vamos a presentar batalla a las Odish?

– Por la luna Metztli que ilumina las noches y me da nombre, tan cierto como que si sales ahí fuera y te fijas bien, en cada loma, en cada cerro, bajo cada sabina hallarás a una Omar armada y a la espera del gran momento.

A Anaíd se le hizo un nudo en la garganta.

– ¿El gran momento?

Metztli dio un largo trago y se limpió los labios con delectación.

– Tu loba nos guía. Ella ha sido quien nos ha instruido sobre la estrategia.

Y le ofreció el pulque.

– ¿Qué loba?

La joven se asombró.

– ¡Selene! ¡La elegida!

Anaíd sintió cómo las rodillas le flaqueaban y bebió un trago de pulque antes de preguntar con incredulidad:

– ¿La elegida?

– Sí, Selene, la elegida, tomará el cetro de poder de manos de la dama de hielo y la destruirá.

Anaíd repitió como una autómata.

– La dama de hielo ya está aquí.

– ¿De dónde sales? Claro que está aquí, con todas sus Odish, que vinieron tras ella desde Veracruz. Es su gran reina. A lo mejor no te has enterado, pero Baalat por fin ha sido destruida.

Anaíd fingió absoluta ignorancia para saber qué bulo corría entre las nuevas Omar guerreras.

– ¿Y quién destruyó a Baalat?

Metztli se asombró.

– La elegida, naturalmente. Selene es una loba de la tribu escita que vive en las montañas del norte de España.

– Algo he oído.

Metztli suspiró con admiración.

– Tendrías que verla. Selene es alta, valiente, tiene el pelo rojo y llama a las cosas por su nombre. No tiene miedo a nada ni a nadie y sacrificará su vida si es preciso para salvar a las Omar.

Anaíd se sintió mareada. Esa grandeza, esa honestidad, esa valentía que ella hubiera deseado transmitir eran patrimonio de su madre. Metztli estaba entusiasmada y el entusiasmo de la joven, en lugar de alegrarla, la amargaba. ¿Sentía celos? ¿Envidia? ¿Rencor?

– ¿Y sabéis cuáles son los planes de las Odish? Metztli asintió.

– La dama blanca y sus sanguinarias Odish están preparándose para oficiar la gran ceremonia de mañana y consagrar el cetro de poder en el Tetzacualco del Popo, con el primer rayo de sol equinoccial -y se permitió aclarar el término al darse cuenta de la cara de desconcierto de Anaíd-. El Tetzacualco es un adoratorio que recibe el primer rayo de sol. Las Odish celebraban allí sus ceremonias sangrientas desde antiguo y ofrendaban niñas Omar.

Anaíd se estremeció.

– ¿La dama blanca será la portadora del cetro?

Metztli afirmó.

– Pero no saben que las tenemos rodeadas.

– Os tienen que haber visto a la fuerza, son muy poderosas -objetó Anaíd.

Metztli sonrió.

– Nos hemos impregnado de invisibilidad. Por primera vez hemos usado estrategias de lucha. Las Odish están tan acostumbradas a creerse todopoderosas, que ni siquiera han considerado esa posibilidad. Nos han confundido con un puñado de Omar descontentas.

Anaíd sintió como el corazón le latía con demasiada rapidez.

– ¿Y qué haréis mañana?

– Atacaremos, y la elegida tomará el cetro que le pertenece.

– ¿La elegida?

Metztli asintió.

– Selene. Y se cumplirá la profecía de O.

Anaíd se puso lívida y quiso gritar. De pronto, toda la generosidad y la benevolencia hacia las Omar se esfumó. Eran tramposas, la habían acogido hospitalariamente para anular su voluntad con halagos, pero se equivocaban si creían que en su larga ausencia podrían sustituirla. El cetro era suyo. La elegida era ella y no permitiría que Cristine y Selene se disputasen lo que era suyo y sólo suyo. En ese instante sintió la quemazón urgente en la palma de su mano y la angustia por poseer el cetro volvió a dominarla: un sentimiento mezquino, vengativo, inmediato. Intentó someter su rabia e invocó a Deméter; recordó entonces su compromiso con los muertos y con su abuela, su última misión, la que tenía que realizar antes de morir.

Metztli se dio cuenta del cambio que se operaba en la recién llegada.

– ¿Te sientes mal? ¿Qué te ocurre? ¿Te pasa algo en la mano?

Y pretendió cogérsela, pero Anaíd la retiró con violencia.

– ¡Déjame! -gritó colérica escondiendo la mano iluminada tras su espalda.

Salió corriendo para esconderse a solas en el fondo de la cueva. Allí, en un rincón, jadeó asustada. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué sentía esa rabia y ese deseo de venganza? ¿Por qué el cetro la dominaba cuando perdía el control de sus sentimientos? ¿Era quizá que no se sentía amada por sus seres queridos? Podría ser eso. La idea de que Selene o Cristine la traicionasen hacía renacer su odio y anular cualquier contrición.

Pidió ayuda a su hermana de leche, Sarmik. Pero al atraer su mente hacia ella, en lugar de obtener respuesta, un rugido atronador conmovió la cueva. Anaíd se sobresaltó, las paredes habían temblado. Salió al exterior donde estaban las dos Omar. Coatlicue fumaba parsimoniosamente de su pipa y expulsaba blancas volutas de humo.

– Lo siento -se disculpó Anaíd-. A veces tengo miedo.

Metztli y Coatlicue, las dos, le cogieron la mano, comprensivas. Anaíd notó cómo el bienestar de su energía volvía a invadirla.

El rugido atronó de nuevo la cañada. Metztli señaló con la cabeza. Ahí, muy cerca, como un coloso en llamas, el gran volcán Popocatepetl, de blancas cumbres, ardía y lanzaba una columna de humo poderosa.

– Está inquieto. Tendremos que aplacarlo con un sacrificio -comentó Coatlicue.

– Hace mucho tiempo que está inquieto -le respondió su sobrina.

Su tía se ratificó.

– Por eso. Está esperando a su víctima.

– Ya pasaron esos tiempos, tía.

– Hay cosas que nunca pasan Meztli, hay cosas eternas y una de ellas es el hambre de don Goyo. Yo sé lo que pide.

Metztli calló y en lugar de contradecirla, como era su estilo, contempló a su tía con respeto y comentó a Anaíd:

– Es una guardiana del fuego, una granicera.

– ¿Una qué?

– La tocó el rayo y quedó ciega. Por eso el volcán y ella platican.

Anaíd se estremeció y Coatlicue lo notó.

– ¿Tienes miedo, m'hijita?

Anaíd lo admitió.

– ¿Qué dice el Popo?

– Don Goyo dice que esperará nomás un día y luego los muertos se cobrarán su deuda.

Un día. Un solo día para recuperar su cetro, destruir a Cristine, eliminar a las Odish y luego sacrificarse para cumplir con su promesa. No podía perder el tiempo.

Se escabulló sin que ninguna de las dos serpientes advirtiera su desaparición. No tenía que preocuparse por la dirección que seguir. Su mano ardiendo era su brújula.


* * *

El husky de ojos azules corría montaña arriba con determinación. Su correa estaba mordida y se enredó entre unos matorrales produciéndole un súbito tirón. Pero el perro no se amilanó. De una arremetida se desprendió del obstáculo y continuó trepando por la ladera del volcán.

Hasta que la encontró.

Ella caminaba paso a paso con la cabeza baja y la respiración jadeante. Era pequeña y de apariencia frágil, como una muñeca de porcelana, pero engañaba. Tenía las piernas fuertes, los pulmones anchos y los dientes de acero. Sin embargo, comenzaba a acusar la falta de oxígeno. Estaba casi a cinco mil metros y el esfuerzo de la ascensión se complicaba por la altura, el viento gélido y las piedras volcánicas agudas y lacerantes que se clavaban en sus pies a través de las suelas de las botas.

Estaba a punto de alcanzar Las Cruces cuando el perro dio un salto y se lanzó encima de ella. Cayeron los dos al suelo, como un gigantesco monstruo que se revolvía y giraba sobre sí mismo en una batalla desigual. Los gritos de la chica fueron silenciados por los fuertes ladridos del animal que, feroz y resoluto, con el instinto de sus antepasados los lobos, la inmovilizó con sus cuatro patas y acercó peligrosamente su morro al cuello de la chica.

– ¡Noooo! -gritó la muchacha temiendo lo que se le avecinaba.

Pero el husky no le hizo caso y con su lengua áspera lamió sus orejas, su naricilla, su cara de porcelana y sus ojos rasgados una y otra vez agitando la cola.

– Teo, déjame, déjame te digo -ordenó Sarmik intentando en vano ponerse en pie y liberarse de su peso-. ¡Teo, uk! -ordenó con la autoridad del conductor de trineo.

Teo respondió a la orden, se echó a un lado con mansedumbre y le permitió incorporarse.

Sarmik se quedó contemplándolo con ojos hoscos. Estaba contrariada.

– Muy mal, Teo, muy mal. Sabías que no podías venir. ¿Lo sabías, verdad?

El husky emitió un gemido y bajó la cabeza hasta hundirla entre sus patas delanteras. Había desobedecido a su ama.

– Te até con la correa para que no me siguieras y tú la mordiste, eso está muy mal.

El perro la escuchaba con la cabeza gacha.

– Tendría que castigarte…

Teo, esa vez, asumió su falta y la miró con la inocente honradez con la que sólo son capaces de mirar los perros, los caballos y los niños. Su fidelidad estaba fuera de dudas y Sarmik alargó la mano y le agarró el morro; pero en lugar de azotarlo, lo acarició cariñosamente.

– Teo, Teo, eres imposible…

Teo lamió su mano y agitó de nuevo la cola.

– Es que no quiero que te expongas. Tienes que regresar. ¿Me has oído?

Teo la oía, pero no estaba dispuesto a abandonarla de nuevo.

– Va a ser muy difícil, Teo, es mi última prueba y no sé si seré capaz de superarla.

Teo la escuchaba con devoción. Sarmik cosquilleó su testuz y señaló su collar de dientes de osa.

– La madre osa me protege y con ella estoy segura. No me haces falta.

Teo, como si la comprendiera, se entristeció.

Sarmik se puso en pie, abrió su zurrón y sacó sus últimas provisiones. Un pedazo de pescado en salazón que volvía loco al husky. Se lo mostró, permitió que lo olisqueara y luego lo lanzó con fuerza al fondo del barranco.

– Anda, ve, ve a buscarlo Teo.

Teo dudó unos instantes y Sarmik insistió.

– A por él, Teo, a por él…

Teo se lanzó en pos de la presa siguiendo a su instinto, a su estómago y a su cadena de mando. Pero el impulso le duró apenas unos metros. Algo más profundo, quizá el amor, lo hizo detenerse, dar media vuelta y seguir de nuevo a la pequeña figura que ascendía hacia la cumbre.

Esa vez, Sarmik fue incapaz de desprenderse de su fiel husky.

CAPÍTULO XXVII

El pacto de sangre

Selene estaba sentada en posición de loto, la columna erguida, la respiración pausada, los brazos majestuosamente recogidos tras su espalda y los párpados entornados. Aparentemente, su concentración era óptima, pero no tenía la mente en blanco. Por mucho que lo intentase, era incapaz de dejar de pensar y relajar el torbellino de sensaciones que acudían en tropel para mezclarse en un cóctel explosivo familiar: las emociones. Las malditas emociones habían secuestrado su voluntad otra vez y no podía sobreponerse a las noticias que acababa de recibir de sus acólitas.

Hacía tan sólo unas horas se había enterado de que Anaíd había regresado con vida del Camino de Om. Anaíd, su pequeña, su niña, estaba viva. Ésa fue la primera noticia que recibió y se sintió estallar de alegría cuando la joven Metztli le relató la aparición casi milagrosa de una joven loba en la cueva de su tía, la serpiente Coatlicue, en la falda del Iztaccíhuatl. Le explicó que tenía los ojos azules como el mar, la piel blanca y la marca de la gran madre loba en el dorso de su mano; que había recorrido un largo viaje y estaba exhausta, pero que había desaparecido como por ensalmo.

Selene la esperó con ansiedad durante horas. Por fuerza tendría que acudir a su lado para pedirle ayuda. No sólo era su madre, ahora también se había convertido en la gran matriarca, puesto que se había visto obligada a asumir el mando de la guerra y el falso papel de elegida para no dejar huérfanas de liderazgo a las Omar. Las matriarcas que conocían su secreto guardaron silencio al descubrir el poder de la fe en el mito, y la confusión creada en torno a las identidades. Sólo unas pocas conocían el nombre de Anaíd, la elegida maldita, pero callaban porque su naturaleza Odish era un secreto ominoso. Además, fue el azar el que la eligió un día en que una joven ardilla visionaria se arrodilló ante la pelirroja Selene, a orillas del lago Nahualac, cuando se disponía a organizar un batallón, y la aclamó como a la elegida. Muchas otras la imitaron, el rumor creció y, en lugar de desmentirlo, las matriarcas pidieron a Selene que asumiese ese nuevo papel. Hasta que finalmente acabó por instalarse en el ánimo de todas que Selene era la elegida de la profecía. La profecía estaba demasiado arraigada en las creencias de las Omar y no podían defraudarlas. Durante generaciones hablaron de la loba del cabello de fuego que empuñaría el cetro con su fuerza sobrenatural y se enfrentaría con su magia a las temidas Odish liberándolas de milenios de opresión. Y Selene estaba espléndida en su papel. Había iniciado una revuelta y había levantado el clamor de guerra de las gargantas de los clanes.

Cuando fue proclamada gran matriarca y fue venerada como elegida, ya era la líder indiscutible de las tropas Omar.

Pero Anaíd no había acudido a su lado.

Durante esos meses en que Anaíd estuvo ausente en el mundo de los muertos, Selene no dejó de pensar en ella ni un instante. Compartió con su hija su miedo y su angustia, y asumió todas y cada una de las terribles pruebas que en aquellos momentos debía de estar superando. Cada mañana luchaba contra la desesperación recordando las palabras de su prima Leto acerca de la elegida:


«No me consuela saber que ella, la elegida, también deberá recorrer un largo camino de dolor y sangre, de renuncias, de soledad y remordimientos. Sufrirá, como yo he sufrido, el polvo del camino, la dureza del frío y la quemazón del sol. Pero eso no la arredrará.

Desearía ahorrarle la punzada amarga de la decepción, pero no puedo.

La elegida emprenderá su propio viaje y lastimará sus pies con los guijarros que fueron colocados para ella.

No puedo ayudarla a masticar su futura amargura ni puedo endulzar sus lágrimas que aún no han sido vertidas.

Le pertenecen. Son su destino.»


Se convenció, a su pesar, de que su destino y el de Anaíd se desgajaban para unirse más tarde. Por eso recibió con esperanza la noticia de la desaparición de Baalat y la celebró. Anaíd era fuerte y valiente, había salido triunfadora de su misión y había acabado con Baalat, se dijo. Y es pero con ansiedad su regreso inminente al mundo de los vivos. Confiaba en la palabra de los muertos que habían aceptado su sacrificio. «Mi vida por la de mi hija», les ofreció, y los muertos habían atendido su súplica y ella había recibido la caricia fría de una mano muerta que sellaba su pacto. Deméter por fuerza tenía que haber protegido a Anaíd; así se lo pidió y así creía que habría sucedido.

Por eso no había perdido la fe en su pronto regreso y cada mañana, al despertar, preguntaba a su guardia de guerreras si en la falda del volcán había aparecido una muchacha joven de piel blanca y ojos muy azules. Luego oteaba el horizonte con la firme convicción de verla llegar en lontananza.

Pero Anaíd no aparecía, la fecha del equinoccio se acercaba y no podían posponer más su ofensiva. A su pesar, tuvo que preparar minuciosamente el ataque.

Ella, con su magia y su fuerza mortales, se enfrentaría a Cristine, milenaria e inmortal, e intentaría arrebatarle el cetro. Aunque no estaría sola. El ejército de las Omar que habían acudido a luchar atacaría bajo su mando y desbarataría las defensas de las Odish.

La lucha era desigual y existía la posibilidad que esa batalla fuese un baño de sangre, pero era preferible la muerte a permanecer eternamente bajo el poder del cetro en manos de las sanguinarias Odish.

Y ahora, a pocas horas de la gran batalla, su hija, la elegida verdadera, había regresado por fin entre los vivos.

Pero Anaíd no había acudido a su lado.

Y si no había llamado a su puerta para ponerse del bando de las Omar…, ¿significaba que lucharía contra ellas?

Si así fuera, hubiera preferido mil veces que los muertos la hubiesen retenido en su inframundo.

Estaba inquieta, aturdida, y no hacía más que barajar múltiples posibilidades sobre los sucesos que acontecerían al día siguiente. Había movilizado a su guardia personal para que encontrasen a Anaíd, pero sólo habían hallado a una Omar inuit del clan de la osa que, acompañada de su perro, ascendía lentamente hacia la cumbre del Popocatepetl, más allá de las cruces, donde la ventisca y el frío del glaciar mordían la piel. La muchacha les prometió vigilar desde las cumbres para evitar la llegada de Odish desde la retaguardia del cono del volcán.

Selene se concentró en su posición de loto nuevamente. Respiró acompasadamente, una vez, otra. Su responsabilidad de líder no le permitía flaquear ni hundirse. Todas tenían su mirada fija en ella. Pasase lo que pasase, mañana sería el gran día. Pero antes le esperaba una larga noche.

– Oh Selene, discúlpame por interrumpir tu paz. Ha sucedido algo importante.

Selene levantó la mirada sin dejar traslucir su miedo. Ante ella, una recia Omar escorpión manchú de piel clara, cabellos lacios y ojos rasgados, armada con su atame, parecía agitada.

– ¿Habéis encontrado a la loba?

– No exactamente, Selene.

Selene se hundió.

– ¿Sabes que la batalla es mañana y que la elegida debe pasar esta noche a solas enfrentándose a sí misma?

– Lo sé.

– ¿Y a pesar de todo me interrumpes?

– Son noticias importantes.

– Habla pues, Shon Li.

Era una magnífica luchadora de artes orientales a quien había escogido entre centenares para formar parte de una escogida elite que vigilase la cueva de las matriarcas. Confiaba ciegamente en ella y su lealtad estaba probada.

– Hemos interceptado a un hombre. No era un arqueólogo ni un alpinista extraviado. Te está buscando a ti y dice tener noticias sobre la joven loba.

Selene palideció y se puso en pie con una intuición.

– ¿Rubio, alto, ojos azul cobalto?

– En efecto.

Instintivamente se llevó las manos a la cara retirando su cabello e intentando recordar su aspecto. Iba vestida con una larga túnica bordada de alegres colores que disimulaba su incipiente embarazo y llevaba su melena roja suelta sobre sus hombros.

Así pues Gunnar estaba aquí.

– Que pase -ordenó aparentando confianza y repitiéndose que no le estaba permitido desmoronarse.

Sin embargo, al tenerlo delante le flaquearon las piernas y tuvo que reprimir su deseo de correr hacia él y refugiarse entre sus brazos. Se estaba tan bien dentro de ellos. Todo era sencillo cuando acurrucaba la cabeza contra el pecho de Gunnar y oía los latidos de su corazón dejándose imbuir de su serenidad y sintiéndose protegida por su fuerza.

No obstante se mantuvo erguida y firme.

– Hola, Gunnar.

– Hola, Selene. Supongo que te asombras de que esté aquí.

Selene extrañó sobre todo su falta de cordialidad. Gunnar no se acercó a ella, ni pretendió besarla, su voz era distante, sin un asomo de la ternura que había detectado en ocasiones anteriores, y en sus ojos no había pasión, ni deseo. Sus ojos eran como el acero, fríos y duros.

– No me asombra nada de lo que hagas. Por algo eres un brujo Odish.

Gunnar se impacientó.

– No he venido a discutir contigo, Selene. Tampoco he venido, como otras veces, dispuesto a ofrecerte mi amor. No tengas miedo, eso ya pasó. Afortunadamente, eres libre

Selene tragó saliva lentamente. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué en ese momento deseaba furiosamente besar a Gunnar y hacerlo callar? ¿Por qué, en lugar de tranquilizarla, su indiferencia la exasperaba? ¿Acaso no había significado nada esa noche que pasaron juntos en la cabaña junio al lago? ¿Las palabras que se dijeron? ¿La locura que les invadió? ¿Y ese hijo que estaba esperando sin que el lo supiese? Quería odiarlo, pero no tenía fuerzas.

– Está bien. ¿Qué noticias traes?

Gunnar escogió sus palabras con sumo cuidado.

– Anaíd ha regresado del Camino de Om con vida a pesar de la maldición.

Selene respondió con cautela.

– Lo sé. Gunnar continuó desgranando sus palabras.

– Se ha reunido esta misma tarde con Cristine, mi madre.

Selene se sintió doblemente traicionada. Gunnar estaba con la dama blanca y Anaíd se unía a su bando. Fingió, sin embargo, dominar la jugada.

– Lo suponía.

Gunnar bajó la cabeza.

– Y de aquí a unas horas se celebrará la ceremonia equinoccial para consagrar el cetro de poder que le será entregado a la elegida, Anaíd.

Selene fue escueta.

– Estaba enterada de la ceremonia.

– Y yo, de tu estrategia, pero ahora ya no surtirá efecto.

Selene palideció.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ahora tendrás que arrebatarle el cetro a tu propia hija y no serás capaz de eliminarla.

Selene tembló.

– ¿Será Anaíd quien sostenga el cetro cuando el rayo de sol equinoccial lo ilumine?

– Efectivamente. Cristine la ha engañado. No tenía ni tiene intención de cederle el cetro. La ceremonia será sólo una tapadera y un freno para las Omar. Con Anaíd al frente no atacaréis. No, si eres tú quien da las órdenes.

– ¿Quieres decir que lo sabe todo a pesar de las precauciones?

Gunnar rió.

– Naturalmente. Quizá no le han dado la importancia que deberían a vuestra repentina beligerancia, pero las Odish vigilan vuestros movimientos y conocen vuestras intenciones. Saben que atacaréis en la ceremonia de entronización. Por eso la llegada de Anaíd ha sido providencial. Selene, la madre de la elegida, no eliminará a su hija. De eso Cristine está segura.

Selene se llevó la mano al pecho. Lo que Gunnar le explicaba era lógico. Pero en todo ese rompecabezas había una pieza clave.

– ¿Y Anaíd? ¿Cómo está?

– Bien, serena, más madura. Mejor que Cristine. La aparición de Anaíd la ha alterado profundamente. Nunca la había visto tan alterada.

Selene, desconcertada, intentó guardar la compostura. Pero sentía curiosidad.

– ¿Qué quieres decir?

Gunnar se sentó sobre unos cojines y, sin esperar a ser invitado, se sirvió de una copa de pulque que había en una bandeja, junto a él. Selene, intrigada, se sentó a su lado.

– Gritaba. Gritaba como nunca la había oído gritar y discutía con las otras Odish que le reprochaban la naturaleza Omar de Anaíd. Cristine les ha dicho que mañana todo habrá acabado y que de una vez para siempre se dirimirá la balanza lo quiera la elegida o no.

– Así que, al margen de Anaíd, ella ya ha tomado su propia decisión.

– Ha dejado muy claro que la elegida deberá acatar su decisión. Es irrevocable.

– ¿Y cuál crees que es la decisión que ha tomador?

Gunnar se sirvió más pulque.

– Es obvio. Cristine es la única Odish con poder para coronarse como reina, y Anaíd no es más que un pequeño estorbo. Mi madre no tiene escrúpulos.

Selene ató cabos con rapidez.

– Quieres decir que la dama blanca utilizará a Anaíd como escudo para nuestro ataque y luego se deshará de ella. Gunnar afirmó.

– Es nuestra hija y tenemos que salvarla.

Selene tomó aire.

– Anaíd es la clave.

– Exacto.

– Y… ¿qué partido ha tomado?

Gunnar bajó la cabeza.

– El de Cristine.

Selene se inquietó.

– Podemos convencerla. ¿Puedes traerla aquí?

Gunnar suspiró y negó con la cabeza.

– La quiere.

Esa revelación le dolió tanto a Selene que entretuvo la bofetada contemplando un rincón oscuro de la cueva. ¿Su hija quería a una Odish que planeaba destruirlas?

– No puedo creerlo.

Gunnar le dio la razón.

– Yo tampoco, pero quiere a Cristine, la quiere de verdad.

Selene palideció a sabiendas de que Gunnar era sincero.

– No puede ser cierto. Es una estratagema de Anaíd.

– No, Selene. Cristine es perseverante y manipuladora. Lo que no tuvo de mí lo ha conseguido con Anaíd. La niña la adora, hará todo lo que le pida y Cristine, incapaz de amar, la destruirá. Por eso estoy aquí. Selene reaccionó con pragmatismo.

– ¿Qué propones?

– Te propongo un pacto.

Selene contuvo el aliento.

– ¿Cuál?

– Te ayudaré a acabar con Cristine antes de la ceremonia. Luego rescataremos el cetro y entre los dos controlaremos a Anaíd o… la reduciremos.

– ¿Podrás contra Cristine?

– Sabes que si lo deseo puedo volver a utilizar mis poderes.

– Pero es tu madre. ¿Lo harás?

– Con una condición.

Selene vio una puerta abierta a su indecisión.

– ¿Cuál?

– Anaíd. Mi precio es Anaíd.

Selene se estremeció.

– ¿Qué harás con ella?

– Quiero llevármela lejos para que crezca sin sentirse una de vosotras o de ellas. Ya que nosotros no pudimos, que Anaíd encuentre su propio camino y no sea infeliz.

Selene se sintió atrapada. Ésas habían sido sus aspiraciones cuando huyó con Gunnar. Habían quedado muy lejos.

– No podrás. Anaíd es y será siempre una bruja.

Gunnar estaba empeñado.

– A pesar de todo lo intentaré.

Selene valoró las posibilidades de todas las jugadas posibles. Si Gunnar destruía a Cristine, Gunnar sería el único que podría dominar a Anaíd. A pesar de su juventud, era muy poderosa y las Omar no bastarían para reducirla. Luego quedaba la segunda parte. Su sacrificio. Su vida por la de Anaíd. Cuando ella muriese, Anaíd quedaría huérfana.

– De acuerdo -dijo Selene súbitamente asustada por todas las decisiones que la acechaban.

Y extendió su mano hacia Gunnar para sellar su pacto. Gunnar tomó su mano y se la llevó a la boca lentamente, deliberadamente, y besó su dorso con delicadeza como habría hecho con una princesa de sangre real.

Selene sintió una descarga eléctrica y quiso retirar su mano, pero Gunnar la retuvo escrutándola fijamente.

– Y no me vuelvas a hacer trampas, princesa.

Selene le devolvió la mirada buceando desesperadamente en esa puerta abierta de los sentimientos de Gunnar. Antes, sus ojos eran nítidos y a través de ellos podía leer su amor, su deseo, su miedo. Ahora estaban protegidos tras una puerta blindada y añoró su mirada ávida de cuando llegó a la caravana tras quince años sin verse.

– No te haré trampas -pronunció Selene con voz queda y retirando sus ojos de los de Gunnar.

Siempre y cuando su promesa de entregar su vida por la de Anaíd y omitir que esperaba un hijo suyo no fuesen una trampa a priori.

– ¿Me escondes algo?… -inquirió Gunnar receloso.

Selene rió.

– ¿Acaso crees que lo sabes todo de mí?

Gunnar rió a su vez.

– Es una aspiración masculina imposible. Ni siquiera los brujos podemos saberlo todo acerca de las mujeres.

Selene, sin pretenderlo, le sonrió seductoramente.

– A lo mejor sueño contigo.

Pero Gunnar se puso repentinamente serio y se levantó con brusquedad.

– No, Selene, no continúes. Fui vulnerable a tus encantos, pero se acabó. No me gusta que jueguen conmigo. Cásate con Max, no me importa, pero no intentes seducirme para utilizarme, ya no funciona. Te espero en el Tetzacualco de Tlamacas, antes de amanecer. Tú sola.

Selene se sintió muy mal. No pretendía quedar en evidencia, no se esperaba una reacción tan airada de Gunnar y sobre todo se sentía terriblemente vejada por ese rechazo tan tajante. ¿Por qué le dolía tanto su frialdad? ¿No le odiaba? ¿No le parecía abominable? ¿No quería olvidarlo?

Esperó a que Gunnar se marchase para golpear su puño contra la pared. Se sintió estúpida, miserable y sobre todo humillada. No quería que le importasen ese tipo de cosas. Pronto tendría que desprenderse de los sentimientos, de la vida y abandonar ese mundo.

– Selene -la interrumpió Shon Li, la manchú.

Estaba jadeando y se llevó la mano al pecho para respirar mejor.

– ¿Qué ocurre?

– Dácil, esa niña guanche no iniciada se ha empeñado en desobedecer tus órdenes.

– ¿Qué ha hecho?

– Seguir al hombre apuesto.

Selene sonrió bajo las lágrimas. Hasta Shon Li se habla fijado en la arrogante masculinidad de Gunnar.

– ¿Por qué?

Shon Li se avergonzó al repetir las palabras de la rebelde.

– Dijo que la llevaría hasta Anaíd, que ella era la elegida verdadera y no tú.

Selene se sintió en falso.

– ¿Eso ha dicho esa niña descarada?

– Y no estaba sola.

– ¿Quién más…? -preguntó entre dientes temiendo una revuelta.

– Clodia y ese muchacho que aparece de vez en cuando.

– ¿Roc?

– Sí.

Selene barajó esa posibilidad que el azar le ofrecía.

– Déjalos, no hacen ningún daño.

– Pero esta noche es importante que…

Selene la interrumpió.

– He dicho que los dejéis, y comenzad a preparar las tropas. Esta noche nadie debe dormir.

– De acuerdo.

Selene sabía que a veces el azar juega caprichosamente y quizá esa decisión alocada de Dácil fuese una opción que ella no había barajado. La fuerza del amor de sus amigos. La fuerza del amor de Roc.

Tal vez no estuviese todo perdido.

CAPÍTULO XXVIII

La elegida de la profecía

Anaíd estaba siendo preparada por su abuela, personalmente, para la gran ceremonia del amanecer. Parloteaba, hacía preguntas sin parar y estaba ansiosa e ilusionada como una niña. Seguía con los dedos los bordados de oro y plata que adornaban su túnica, caminaba de puntillas con sus zapatillas de seda y bailaba ante el espejo haciendo tintinear sus pulseras de piedras preciosas.

Cristine la reprendía por no estarse quieta mientras la maquillaba con sobriedad. Una línea de lápiz negro rodeando sus ojos azules y resaltando la profundidad de su mirada algo alocada, algo juvenil, la sombra inquietante de sus párpados, y sus labios rojo cereza, apetecibles, extrañamente seductores.

– Es increíble, jamás me ha dejado que le haga algo parecido -protestó Clodia aplicando su ojo al agujero.

Inmediatamente, fue apartada por la mano ávida de Roc.

– Está preciosa.

Dácil se colocó a su vez bajo ellos aprovechando una grieta más pequeña.

– Nos está traicionando -musitó dolida.

Clodia y Roc fueron conscientes de que la alegría de Anaíd, su esmero en lucir esas ropas ceremoniales y su trato cariñoso con la Odish eran ciertamente una traición.

– No puedo creerlo. No será capaz de convertirse en la reina de las Odish, ¿no?

La pobre Dácil, con su falda corta, su jersey floreado y sus ojos empapados de rímel empezó a llorar y unos grandes manchones se formaron bajo sus ojos.

– Yo la quería, pero nos destruirá y nos veremos obligados a luchar. Estamos en bandos opuestos.

Durante ese tiempo se habían ido imbuyendo del belicismo, antes impensable, de las Omar.

Clodia también empezó a inquietarse.

– Aún no hemos hablado con ella. No nos ha visto. No sabe que estamos aquí.

Roc tembló. Acababa de sentir un tacto frío en su espalda. Cogió la mano de Clodia para infundirle valor.

– No os asustéis, pero estamos rodeados.

Dácil y Clodia se dieron la vuelta al unísono y no pudieron gritar aunque quisieron. Unas manos rápidas las amordazaron y se les nubló la vista. Roc se desvaneció con la mano de Clodia entre la suya y el recuerdo fugaz de una mujer muy bella con una mirada rapaz, la misma mirada del halcón abalanzándose desde el aire sobre su presa.


Cristine alisó el cabello revuelto de Anaíd con sus propias manos y le cogió la barbilla delicadamente, alzándola.

– Querida mía, camina erguida, con la barbilla siempre en alto y la mirada al frente. Nada ni nadie debe amilanarte. Recuerda: eres la elegida y dentro de muy poco empuñarás el cetro.

Anaíd recordó algo y Cristine, inmediatamente, se dio cuenta.

– Dime, ¿qué necesitas?

Anaíd dudó unos instantes hasta que finalmente se decidió.

– Quiero unas monedas.

– ¿Ahora?

– Sí, me sentiré más segura se llevo unas monedas conmigo.

La dama abrió un cofre repleto de monedas de oro y le ofreció un saquito de cuero.

– Toma las que quieras.

Anaíd tomó un puñado, las introdujo dentro del pequeño monedero, lo colgó de su cuello y lo apretó contra su pecho. Así estaba mucho más segura.

– ¿Algo más cariño?

– No, gracias, no necesito nada más.

Anaíd se sentía agradablemente envuelta en la calidez fría y acogedora de su elegante abuela. Su maravilloso palacio surgido de la nada le ofrecía todas las comodidades inimaginables y su anfitriona no cesaba de agasajarla. Tras tantos días de privaciones agradeció el baño caliente, la comida sabrosa y las ropas bellamente bordadas que le regaló Cristine. Pero no debía agradecerle únicamente su hospitalidad. Gracias a ella estaba viva.

Su llegada por sorpresa había provocado un gran revuelo entre las Odish, que esperaban aclamar a la dama de hielo como la portadora del cetro, pero que no estaban dispuestas a bajar la cabeza ante una niña de dudosos orígenes Omar. Tuvieron una reunión agitada en la que acusaron a Anaíd de infiltrada y a Cristine de ofrecer el cetro a una traidora. Finalmente, Cristine se impuso con todo su poderío y las silenció. Pero Anaíd se sintió rechazada. Hasta Gunnar, su propio padre, había sugerido que a lo mejor no estaba preparada para asumir el poder. ¿Qué poder? ¿El de las Omar o las Odish? Estaba hecha un lío.

Cristine era su abuela, Cristine le ofrecía todo cuanto tenía y le abría su corazón. Y las Odish tenían razón, ella era una traidora.

– Y ahora, quiero que pruebes unos exquisitos bocados antes de salir a oficiar la ceremonia.

Anaíd se sintió fatal. Muy mal. Era impropio comer de la mano de la persona a quien debía clavar el puñal.

– No, gracias, no tengo hambre.

Deméter le pidió que aniquilase a Cristine, pero Deméter no la conocía, no había compartido sus confidencias, no había sido objeto de sus atenciones, no se había sentido acogida, escuchada y amada por Cristine. Y su hermana de leche Sarmik no respondía a sus llamadas, sólo percibía de ella algo inquietante, peligroso.

Estaba sola. Muy sola.

La puerta se abrió y una Odish de piel de ébano, antigua aliada de Baalat y ahora vasalla de Cristine, la increpó poco respetuosamente. Su fidelidad era dudosa.

– Cristine, tenemos unos pequeños inconvenientes.

Cristine se sintió indignada.

– Ahora no, Cloe. Os he dicho que no me interrumpáis.

Sin importarle la objeción de la dama de hielo, Cloe, la Odish de piel oscura, hizo pasar a otras Odish que transportaban los cuerpos exánimes de Roc, Dácil y Clodia. Al verlos Anaíd lanzó un grito.

– ¡¡¡No!!!

Cristine palideció de rabia. Sabía lo que sucedería a continuación. Detuvo a Anaíd con contundencia.

– No están muertos.

Cloe miró a sus compañeras, todas ellas antiguas vasallas de la gran Baalat.

– Parece ser que la pequeña Odish que nos gobernará tiene el corazón sensible y propenso a involucrarse con las Omar.

– ¡Silencio! -exigió Cristine-. Esas Omar que veis aquí facilitaron la llegada de Anaíd hasta nosotras. Lo que ocurre es que Anaíd ignora que atentaban contra su vida.

Anaíd se quedó de una pieza.

– ¿Cómo?

Cristine acarició su pelo.

– Querida niña, Dácil, Clodia y Roc se proponían acabar contigo sirviéndose de vuestra anterior amistad. Han sido enviados por las Omar.

Anaíd se sintió esquizofrénicamente dividida. Por una parte lo que decía Cristine le parecía imposible. Por otra, sabía lo que eran las leyes Omar y conocía sus órdenes para eliminar a la elegida traidora. Criselda, su propia tía, había recibido el encargo de eliminar a Selene si llegaba a confirmar su traición. Pero Anaíd se arrodilló junto a Roc y lo observó desde muy cerca. Tenía la expresión asustada.

– ¿Roc? ¿Roc? Dime algo.

Cristine señaló su mano cogida a Clodia.

– Te lo está diciendo. No te ha esperado. ¿Te das cuenta?

Anaíd miró alternativamente a uno y a otra.

– No puede ser.

Cristine suspiró.

– Todo puede ser. ¿Quieres escucharlo de su propia boca?

Cristine chasqueó los dedos y despertó a los tres invitados, que abrieron lentamente los ojos en presencia de Anaíd y las Odish presentes.

– ¿Anaíd? -musitó Dácil.

Cristine la ayudó a levantarse.

– La misma a quien te proponías eliminar. ¿No es así?

Dácil afirmó con la cabeza baja.

– Nos ha traicionado. Es una Odish.

La dama de hielo miró fijamente a Anaíd mientras hacía la pregunta lentamente.

– ¿Y creéis que por eso debe morir?

Clodia se incorporó cogida a la mano de Roc.

– En efecto, debe morir.

Anaíd notó cómo se desencajaba su cuerpo.

– ¿Y quién clavará su puñal? ¿Roc?

Roc miró a Cristine.

– Sí, yo le clavaré mi puñal. No lo espera.

Cristine señaló su mano cogida a Clodia.

– Tampoco esperaba que te hubieses enamorado de su mejor amiga.

– Fue una sorpresa. Anaíd no lo sabe.

Clodia miró a Cristine a su vez.

– Nos hemos enamorado. Roc ya no quiere a Anaíd. Anaíd se echó al suelo sin importarle su ropa nueva y se tapó los oídos.

– No quiero oír más, no quiero verlos más, llévatelos, hazlos callar, hazlos desaparecer.

Cristine se dirigió a Cloe, que había asistido con escepticismo a la escena.

– Anula su voluntad y congela sus deseos.

– Ya lo has hecho tú, señora de los hielos -replicó la Odish rebelde.

Cristine la fulminó.

– Obedece mis órdenes y las de la elegida. Cloe pasó la palma de su mano sobre los ojos de los tres prisioneros, que la siguieron mansamente, con docilidad. Su contoneo insolente enfureció a Cristine, que no atendió a Anaíd hasta pasado un rato.

Anaíd estaba encogida en el suelo, víctima de un ataque. Sus llantos e hipidos no la abandonaban.

– Anaíd, compréndelo, ya no eres una Omar, ya has probado la sangre y el poder. Nunca te aceptarán de nuevo entre ellas.

Anaíd tuvo un nuevo acceso de llanto.

– Pero Roc, Roc no es Omar.

– ¿Qué creías? ¿Que te sería fiel? Los hombres engañan, por eso las Odish nos servimos de ellos. Si dejásemos nuestra voluntad en manos de un hombre, estaríamos perdidas.

– Y Clodia…

– Clodia obedece a su clan del delfín y es coqueta y egoísta. Su amistad queda en un tercer plano.

– Dácil me quería.

– Dácil quiere regresar con su madre y hará todo cuanto la tribu le ordene, incluido eliminarte. ¿No lo comprendes? Todos tienen sus intereses y tú no estás en el primer lugar de nadie.

Anaíd boqueó en busca de aire.

– Selene sí, es mi madre…

Cristine rió con ganas.

– ¿Selene? Precisamente Selene ha usurpado tu papel. No le interesa tu regreso. Quiere la gloria y el poder para ella sola. Quiere que la aclamen como a la gran matriarca y la elegida de la profecía.

Anaíd se arañó las mejillas en un intento desesperado por mitigar el terrible dolor que las palabras de Cristine le causaban.

– ¿Y Gunnar?

Cristine se entristeció.

– Es mi hijo, pero…

– ¿Qué?

– Ha maquinado contra ti.

Anaíd ya no podía soportarlo más.

– ¿Contra mí?

– Se ha unido a Selene para arrebatarte el cetro. Acaba de entrevistarse con ella y han urdido una traición.

Anaíd explotó. Todo era excesivo.

– ¡No te creo!

Cristine suspiró con deferencia, rozó con sus blancos dedos una columna de hielo que sostenía el techo del palacio y sobre su nívea superficie se reflejó la escena que había tenido lugar una hora antes. En ella Selene y Gunnar, sentados en la cueva, con una vasija de pulque al lado, hablaban con voz queda. Anaíd contuvo el aliento.


– ¿Qué propones?

– Te propongo un pacto.

– ¿Cuál?

– Te ayudaré a acabar con Cristine antes de la ceremonia. Luego rescataremos el cetro y entre los dos controlaremos a Anaíd o… la reduciremos.

– ¿Podrás contra Cristine?

– Sabes que si lo deseo puedo volver a utilizar mis poderes.

– Pero es tu madre. ¿Lo harás?

– Con una condición.

– ¿Cuál?

– Anaíd. Mi precio es Anaíd.

– ¿Qué harás con ella?


La dama chasqueó los dedos ante la atónita Anaíd y mostró a Gunnar. La escena estaba ocurriendo en esos mismos momentos. Gunnar había llenado una jarra y estaba introdu-ciendo unos polvos dentro de una copa. Anaíd contempló cómo Gunnar se armaba con sus armas de berseker y Cristine comentó con naturalidad.

– Ahora tu padre está preparando nuestra desaparición.

Anaíd se llevó las manos al cuello. Tenía miedo de sus propios padres. No podía confiar en nadie, en ningún ser vivo. ¿Y en Cristine?

– ¿Qué quiere hacer Gunnar conmigo?

Cristine se dirigió lentamente hacia la puerta.

– Se lo preguntaremos a él.

Y abrió la puerta sorprendiendo a Gunnar, que en esos instantes estaba frente a su puerta con la bandeja en las manos. Al verla adelantarse a sus intenciones, Gunnar, con

desconfianza, depositó la bandeja sobre una mesa.

– Vaya, sabías que vendría.

Cristine lo contempló.

– Una madre sabe muchas cosas -y añadió con desenvoltura para quitar hierro a la desconfianza de Gunnar-, sobre todo cuando su hijo hace ruido -y señaló sus botas claveteadas.

Gunnar se tranquilizó. Ciertamente no pasaba inadvertido.

– Vamos a brindar por la entronización de la elegida -propuso Gunnar mirando a Anaíd-. Estás muy guapa. Mucho.

Anaíd se sentía incapaz de pronunciar una sola palabra ni de representar ningún papel. Estaba anestesiada de dolor. Simplemente la infelicidad se había adueñado de su persona y estaba asistiendo con estupor, como una invitada macabra, a la tragedia que tenía como desenlace su propia muerte a manos de su padre.

– ¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?

Cristine sonrió a Gunnar.

– Es una sentimental, tendrá que aprender a controlar sus emociones, como tú y yo.

Y sin que Gunnar atendiese a su acción, Cristine señaló hacia otra dependencia.

– Acabamos de eliminar a Dácil, Clodia y Roc. Pretendían atentar contra ella.

Consiguió el efecto esperado. Gunnar palideció y miró hacia donde la dama señalaba sin atender a la bandeja con las tres copas que él mismo había llevado. Luego abrazó a una Anaíd hierática y distante. Estaba bajo estado de shock.

– ¿Era necesario eliminarlos? -clamó Gunnar con voz rota.

– O ellos o Anaíd.

Cristine, con una levísima indicación de sus dedos, cambió las copas de lugar.

– Pero, pero… eran unos niños -objetó.

– Unos niños peligrosos, iban armados y habían recibido de Selene las órdenes de matar a Anaíd.

Anaíd ni siquiera reaccionó, pero Gunnar estaba fuera de sí.

– ¡No es cierto! ¡Eso no es cierto!

Cristine rió con una risa clara.

– Vaya, ¿la defiendes? Creía que te había engañado Muchas veces y que te rechazaba.

– No quiero discutir contigo.

– Pues brindemos. ¿Has venido para eso, no?

Anaíd, incrédula, vio cómo Gunnar servía con mano temblorosa el brebaje en las copas y las distribuía. Cristine aceptó la suya con naturalidad, pero ella la rechazó. No podía creerlo: su propio padre pretendía envenenarla. Gunnar insistió.

– Bebe, te sentará bien.

– No quiero, gracias -respondió Anaíd horrorizada.

Cristine, en cambio, levantó su copa y brindó alegremente con su hijo.

– ¡Salud! ¡Por el triunfo del cetro y la elegida!

Gunnar sostuvo su copa y aguantó el choque de su madre con un rictus de dolor.

– ¡Por la elegida! -repitió.

Anaíd no les quitaba el ojo de encima. Lo que sucedería era previsible. Y sucedió.

Tras apurar sus copas, Gunnar comenzó a sentirse mal. Se llevó las manos al cuello, su tez se puso violácea y comenzó a temblar violentamente. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo poco a poco. Se fue dando cuenta del efecto contrario de sus actos.

– ¿Qué me has hecho madre? -musitó.

Cristine abrazó a Anaíd y le tapó los ojos.

– Cambiar nuestro destino y salvar a mi nieta.

Y con una ternura infinita, rodeó a Anaíd con sus elegantes brazos y la acompañó poco a poco hasta la puerta.

El aire frío de la noche mordió la piel de Anaíd, pero no lo notó. Flotaba en una nube de dolor. El mundo le era indiferente y al oír el rugido hambriento del Popocatepetl sintió ganas de arrojarse en su cono ardiente repleto de azufre y cenizas y concluir así su sufrimiento.

– Tu muerte no es la solución.

Anaíd se la quedó mirando sorprendida.

– Me tienes a mí, no te he abandonado, estoy contigo y te cuido.

La voz cariñosa de Cristine actuó como un bálsamo. La dama la cubrió con una soberbia capa de piel de marta cibelina.

– Tienes que sobreponerte, querida niña, tienes que ser fuerte.

Anaíd se arrebujó en la suave capa y se dejó arrullar por las palabras dulces de Cristine.

– Pronto tendrás el cetro en tus manos. Piensa en el cetro.

Y la condujo amorosamente por el empinado camino que conducía hasta el Tetzacualco del Popocatepetl, el lugar donde se celebraría la ceremonia del cetro.

Tras ellas, las Odish venidas de lodos los rincones del planeta las seguían a una prudente distancia vestidas con sus trajes ceremoniales. Las últimas, las que cerraban la comitiva iban acompañadas de dos chicas que caminaban con la mirada ausente y los pasos mecánicos de los que han perdido la voluntad. Las habían vestido de verde para la ocasión y habían adornado su cabeza con una tiara blanca. Eran, sin saberlo, el sacrificio para la ceremonia. Dos jóvenes Omar caídas del cielo: Clodia y Dácil.


Cuando Selene, con su melena roja, llegó al Tetzacualco de Hamacas a la hora convenida con Gunnar, el palacio mágico de la dama de hielo y sus Odish había desaparecido. En su lugar sólo quedaban las ruinas del antiguo templo y los cuerpos exánimes de Gunnar y Roc sobre las frías losas.

Selene lo comprendió todo en pocos instantes. Cristine los había descubierto y ésa era su respuesta.

Se agachó sobre Gunnar y acarició su mejilla. Luego le besó delicadamente sobre sus labios aún calientes y pronunció únicamente:

– Te quiero.

CAPÍTULO XXIX

La guerra de las brujas

El Tetzacualco del Popocatepetl era excepcional. Se erigía a casi cinco mil metros de altura, sobre el hielo blanco del glaciar y muy cerca de la cúspide, pero pasaba absolutamente inadvertido a los pocos viajeros que emprendían la lenta ascensión hasta la cima del Popo. A esa altura, exhaustos y faltos de oxígeno, sólo tenían ojos y fuerzas para continuar tercamente paso tras paso hasta alcanzar los 5.452 metros que culminaban su proeza.

Como el resto de los adoratorios, el Tetzacualco estaba ubicado en el lugar exacto donde el primer rayo de sol equinoccial se posaba sobre el altar, y conducía, siguiendo el trazado de una línea imaginaria, hasta los siguientes Tetzacualcos. El del Popocatepetl desafiaba todas las leyes de la gravedad y estaba colgado de la ladera de la montaña en una situación de vértigo. Ante el templete, cortado a pico, caía el acantilado cubierto de hielo.

Cristine, con un simple sortilegio, había levantado de nuevo sus antiguas columnas y reconstruido su hermoso techo artesonado sobre el suelo negro de roca volcánica abrillantado por la lengua golosa del glaciar.

Arriba, la mágica columna de humo que ascendía del cráter del irritado volcán. Debajo, un anillo blanco de nubes. En el lugar de honor, temblorosa, pero firmemente dispuesta a empuñar el cetro, Anaíd. Estaba envuelta en pieles junto a la dama blanca. La barbilla alzada, la espalda erguida y la mirada serena, al frente, tal y como le había enseñado su abuela.

Cristine, rodeada de hielo deslumbrante, saludaba y acogía a las Odish que iban llegando. Se procedía según el ritual. Desde su sitial de honor junto a la elegida, Cristine las recibía con unas palabras de bienvenida y un beso; luego pintaba sus ojos con surma negra, para echar de ellos cualquier mal presagio, y llenaba su vasija de plata con el licor sagrado.

Las Odish, hermosas, caminaban dignamente con su copa en la mano hasta el sitial que les estaba reservado a cada una en función de su rango, su procedencia y su antigüedad.

El protocolo era lento, repetitivo, y se prolongó a lo largo de un tiempo que a Anaíd se le hizo interminable. La proximidad del cetro la había alterado. Lo notaba en sus manos ardientes y en la angustia que la atenazaba. El cetro estaba demasiado cerca y sólo faltaba un suspiro para que el amanecer desbancase a la noche y el rayo de sol la legitimase como a su dueña. Miró de soslayo el arca de oro macizo, custodiada por dos Odish leales de las estepas siberianas. Dentro estaba el cetro de poder.

Anaíd, comida por la impaciencia, soportó con un mal llevado estoicismo la libación que ofició Cristine junto con el resto de las Odish. Respondiendo a las palabras rituales que formaban parte de la ceremonia, Cristine alzó su copa en dirección al cono del volcán y todas las Odish a una imitaron su gesto.

– El poder del fuego sagrado e inmortal se hermana en este mágico lugar con la fuerza de los hielos eternos. Unamos pues nuestras copas y bebamos juntas para impregnarnos de la sabiduría de la madre O, que concede al fuego y al hielo el poder del tiempo infinito.

Las Odish al unísono respondieron con un espectral «así sea», inclinaron la cabeza y bebieron de sus copas hasta que apuraron el sagrado líquido que a buen seguro agudizaría sus sentidos y su percepción. Luego se sentaron con elegancia, adoptaron una postura hierática y fijaron sus ojos en Anaíd.

Dos de ellas, dos Odish robustas, se adelantaron portando una piedra rojiza tallada como un cuenco y la depositaron a los pies de Anaíd.

– Todo está dispuesto para el sacrificio.

Y dirigieron su mirada hacia dos figuras lejanas que, fuera del Tetzacualco, aguardaban de pie y resignadamente su suerte. Bajo el poder de un encantamiento, eran incapaces de moverse, de huir o de pensar. Lucían grandes tiaras blancas en la cabeza y vestían ropajes verdes. Aguardaban su turno para ser ofrendadas, pero Anaíd ni siquiera atendió a sus rostros ni comprendió el significado del ritual. Estaba asombrada por el lugar que ocupaba y el poder que emanaba de su persona.

Cristine decidió por ella.

– El sacrificio puede esperar.

Y las dos Odish se arrodillaron, agacharon la cabeza y se retiraron a sus sitiales.

Anaíd sintió cómo se le erizaban los pelillos de la nuca. Todas las Odish, esas mujeres bellas, sanguinarias e inmortales, estaban formadas ante ella, dispuestas a obedecerla, a servirla y a acatar al cetro. Y se adueñó de ella un vértigo parecido al que producía mirar hacia el fondo del precipicio sobre el que estaba suspendido el Tetzacualco. ¿Era eso el poder? ¿Era ése el placer del mando? El vértigo fue en aumento, mientras Cristine abría con su llave el arca dorada donde reposaba el cetro. Un gemido salió de la garganta de Anaíd al contemplar por fin ese viejo amigo del que había estado separada durante largo tiempo. Una explosión de emociones la sacudió y el resplandor de la palma de su mano se acrecentó dolorosamente. Pero fue Cristine quien hundió su blanco brazo en el arca y lo empuñó con mano diestra. Después lo paseó ante los ojos ansiosos de Anaíd y de todas las Odish.

– Aquí está. El cetro de poder de la madre O, profetizado por Trébora, maldito por Odi. Poderoso y único. El cetro de la ELEGIDA.

Y al pronunciar lentamente sus palabras un murmullo de desaprobación atronó la sala del Tetzacualco. Algunas Odish no estaban dispuestas a ser gobernadas por una muchachita Omar.

Anaíd extendió la mano para recibirlo y todas pudieron ver la luz blanca que brotaba de su palma. Era obvio que le pertenecía, que su naturaleza lo reclamaba, que la conjunción adecuada era ésa, pero el rechazo de algunas facciones de Odish no era el único inconveniente que impedía que el cetro llegase hasta Anaíd.

Cristine, temblorosa y tensa, prisionera del dorado símbolo, se negaba a entregarlo. No podía. No tenía valor. El cetro la reclamaba y ella no conseguía resistirse a su dictado. El cetro estaba imponiendo su propia ley y Cristine no era inmune a su fuerza.

Anaíd, con los ojos desorbitados y la mano ardiendo, seguía angustiada la trayectoria del cetro en manos de Cristine, que se detuvo, hipnotizada y subyugada por el preciado juguete. A lo lejos, refulgiendo en la nieve, comenzaba a apuntar la primera claridad del día. Pronto sería tarde.

Se hizo un silencio espeso que rompió el aullido del coyote y que pareció sacar a Cristine de su ensoñación.

Anaíd no podía arrebatárselo a la fuerza, no podía luchar contra ella, pero se cogió a su mano libre y la apretó.

– Abuela -susurró-, me tienes que entregar el cetro a mí.

Las Odish armaron mayor revuelo y la facción de la nigromante Baalat hizo oír su voz:

– ¡El cetro para las Odish!

Y entonces Cristine reaccionó.

– ¡Silencio! -clamó, alzándolo sobre las cabezas de las Odish-. La elegida, ella sola, tiene el poder de la vida y la muerte con el cetro entre sus manos. ¿Queréis que lo ejerza sobre vosotras? Debéis aclamarla y acatarla.

Rápidamente y sin vacilar, extendió el brazo y ofreció el cetro a Anaíd. La mano de Anaíd, ávida, se cerró sobre su empuñadura y se aferró desesperadamente a él. Con los ojos cerrados se dejó invadir por su energía y su magia y se sintió transportada hacia otras dimensiones. Al abrir los ojos, advirtió que la luz era diferente y que los sonidos eran más nítidos. La niebla se había iluminado y tras los jirones de nubes percibía otras realidades.

De pronto, distinguió los susurros de muchas mujeres ocultas y percibió con claridad que estaban rodeadas de guerreras Omar, a quienes ni los árboles, ni los matorrales, ni la nieve blanca podían ocultar. El cetro las hacía visibles a sus ojos; nada ni nadie podía evadirse del cetro, su poder infinito llegaba a todos los rincones.

Se sintió tremendamente poderosa. Se sintió tremendamente sola. Se sintió desconfiada y temerosa de todos.

Pero poseía el cetro.

Ni las Odish, ni las Omar confiaban en ella. Nadie, excepto Cristine, la amaba. Pero por eso mismo, quizá, se sentía más fuerte, más capaz de alcanzar sus deseos sin que los escrúpulos o el sentimentalismo amordazasen su conciencia.

No tendría que plegarse a voluntades ajenas. Ella dictaría su propia ley.

No tendría que acatar ninguna orden. Ella daría las órdenes.

No tendría que tener en cuenta a nadie. Sólo a sí misma.

Recordó de golpe a Deméter y su promesa de destruir a Cristine. Las promesas con los muertos no pueden olvidarse… ¿Y por qué no? Deseaba volar libre hacia el poder absoluto del cetro.

El graznido del águila anunció la inminente aparición del sol. Anaíd tensó sus músculos y abrió sus brazos dispuesta a recibirlo. Pero en el instante en que dirigía el cetro hacia el Este, una voz la detuvo.

– ¡Anaíd, te quiero! -clamó la voz serena de Selene, su madre, rebotando contra las columnas del Tetzacualco.

Anaíd sintió cómo un zarpazo de humanidad desgarraba sus entrañas.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó Gunnar, su padre, llenando sus pulmones vacíos de aire puro y causándole el mismo dolor que produce la primera respiración.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó la voz de Roc oprimiendo su corazón y obligándolo a latir como una descarga eléctrica tras una larga parada cardíaca.

Y Anaíd tembló de pies a cabeza y notó cómo su de terminación se esfumaba.

Cristine permanecía impávida, mientras las Odish se levantaron de sus asientos dispuestas a luchar contra los invasores que desvirtuaban su ceremonia. Y al hacerlo, algunas de ellas quedaron atrapadas por redes mágicas que las Omar, agazapadas bajo el hielo y suspendidas en el vacío del precipicio, les lanzaron. Los gritos atronaron en el recinto sagrado.

Y en ese mismo instante se depositó sobre el cetro el primer rayo de sol equinoccial y Anaíd sintió el calor del astro rey invadiendo sus venas y dotándola de un poder infinito, fastuoso.

Pero la voz de Clodia la conmovió más que el poder del cetro.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó Clodia, que había despertado de su letargo con la ayuda de las Omar.

– ¡Anaíd, te quiero! -la secundó Dácil corriendo hacia ella y esquivando a las Odish que pretendían atraparla.

Anaíd había sido ungida por el cetro y permanecía inmóvil respirando bocanadas de aire puro y saboreando su nueva humanidad. Estaba rota y desgajada, pero sentía cada una de sus células. Estaba tremendamente viva y por primera vez supo lo que significaba poseer el cetro, y no ser poseída por el cetro. Era eso. Sentirse amada. Era esa delgada línea que separaba ambos conceptos.

Selene se abrió paso entre el desconcierto, llegó junto a Anaíd y le imploró con los ojos anegados en lágrimas:

– Destruye a la dama blanca. Destrúyela ahora.

Anaíd reconoció que ésa era su misión, ésa era la profecía para la cual estaba destinada.

Alzó el cetro sobre la cabeza elegante y hermosa de Cristine. Y Cristine no se defendió, ni se movió del lugar de honor que ocupaba junto a ella. Se la quedó mirando sin implorar compasión, sin pretender otra cosa que conservar su recuerdo.

Anaíd intentó descargar el poder del cetro sobre la dama blanca, pero cuando sus brazos bajaron, algo los detuvo. Luchaba contra sí misma.

– Hazlo, Anaíd.

– Destrúyela, Anaíd.

– Ella es el mal, Anaíd.

Anaíd, embrujada por los ojos de su víctima, tal vez bajo su último maleficio, se desprendió del cetro con mano temblorosa y lo dejó sobre el altar.

– No puedo hacerlo.

– ¿Por qué no puedes destruirme? -preguntó Cristine.

Anaíd se hundió irremediablemente.

– Te quiero.

– No te rindas, Anaíd, no te rindas -intervino entonces Selene.

Y desesperada, se lanzó a tomar ella misma el cetro dispuesta descargarlo sobre la gran Odish, pero una mano más fuerte se lo impidió. Era Gunnar.

– No lo hagas, es muy peligroso.

Cristine, mientras tanto, como si estuviera ajena a todo lo que no era su nieta, abrazaba a Anaíd con ternura y secaba sus lágrimas.

Selene dio un grito y quiso separarlas, pero de nuevo Gunnar la retuvo fuertemente.

– No le hará daño. A ella no.

Anaíd se giró hacia su madre:

– Lo siento, Selene -balbuceó-, lo siento, hemos perdido la guerra. Las Omar habéis perdido por mi culpa. No soy capaz de matarla.

Cristine sonrió a Anaíd y le ofreció el cetro con delicadeza.

– Te equivocas, preciosa. Tu amor ha sido providencial. El cetro es tuyo.

Y la dama blanca se irguió con arrogancia y gritó. Su voz resonó en la falda del Popocatepetl. Su voz potente de tuvo el vuelo de las águilas y la corriente de los vientos. Su voz dulce y poderosa llenó de asombro a las Omar, guerreras y furiosas, que por primera vez estaban cercando a las Odish. Y mientras ella habló, todas las criaturas vivas la es

cucharon.

– Oídme bien. La profecía acaba de cumplirse.

Las Odish y las Omar, inmóviles, no osaban respirar.

– La guerra de las brujas ha acabado.

La voz poderosa y profética de Cristine anunció con solemnidad:

– Anaíd, la elegida, ha vencido.

El estupor fue enorme.

– El tiempo de las Odish ha acabado -pronunció Cristine contundentemente.

En ese mismo instante una Odish pecosa y rubia que contemplaba la escena furiosa desapareció fulminada por un resplandor. En su lugar quedó apenas un puñado de polvo. A su alrededor surgió un grito de espanto y las Odish que estaban junto a ella se apartaron.

Cristine continuó hablando con voz de trueno.

– Anaíd, la elegida, con su amor sincero por mí, con su lealtad, ha triunfado sobre las espadas y los conjuros.

La Odish nubia, sicaria de Baalat, se abalanzó sobre Cristine con su atame desnudo.

– ¡Traidora! -chilló.

Pero en ese instante un relámpago fulminante la envolvió y, al disolverse la llama, nada quedaba de su rabia y su venganza. Su cuerpo simplemente se había esfumado.

Cristine la señaló.

– Yo misma he decantado la balanza de esta contienda. Yo misma he puesto fin a esta guerra inútil y absurda. Las Odish no tenemos lugar en el mundo de los vivos.

Los resplandores se multiplicaban. A cada nuevo segundo se añadía la desaparición de otra Odish. Las que quedaban pugnaban por escapar de su destino sin conseguirlo. Una tras otra, se veían envueltas en un estallido súbito y repentino que las destruía.

– Desapareceremos definitivamente. La guerra de las brujas ha terminado.

El asombro de las Omar y el terror de las Odish se reflejaban en todos los rostros.

Anaíd lo comprendió de repente.

– La libación, el ritual de la copa sagrada… ¿Tú misma has decidido vuestro final?

Cristine suspiró.

– Siempre debe haber un final.

Anaíd se horrorizó.

– ¿Tú también has bebido el veneno?

– Soy una Odish inmortal y estoy cansada, muy cansada de haber vivido tanto.

Anaíd se aferró a ella.

– No, abuela.

– Te he querido mucho, Anaíd, como he sabido. Gracias a ti he descubierto el sentido de la vida, y la vida no se comprende sin la muerte.

Anaíd, con los ojos llenos de lágrimas, sólo tuvo tiempo de abrir su saquito y ofrecerle unas monedas de oro.

– Por favor, acéptalas. Son unas monedas, para Manuela y su hija. Con ellas pasarán la laguna. Dáselas. Y para ti.

Cristine recogió las monedas en su mano y en ese mismo instante un hermoso resplandor rojizo la envolvió.

Anaíd cerró los ojos para no asistir a su fin.


El rugido atronador del Popocatepetl la invitó a abrirlos de nuevo. Suspiró. Reconocía la llamada, el volcán reclamaba su deuda. A su alrededor se vivía un caos. Las Omar celebraban su victoria y recogían sus pertrechos. Unas y otras, absortas en su propia felicidad, en la dicha que otorga el triunfo, se habían olvidado de la elegida.

Los vio a todos recuperándose de sus heridas, exhaustos, pero vivos: Dácil y Clodia relataban su periplo con aspavientos y algunas risas; Gunnar y Selene estaban apartados del resto, dirimiendo sus propios asuntos, los que ella había solucionado con Bridget, a quien rogó que anulase su maldición; y había alguien más, alguien que la buscaba con la mirada. Era Roc. Moreno, alto, guapo. Con los ojos le pedía que lo esperase, intentando abrirse paso entre los obstáculos que los separaban.

Sin embargo, entonces oyó su voz.

– Anaíd, te estoy esperando.

Era Sarmik, su hermana de leche. Esa vez sí. La oía con nitidez, claramente. Estaba muy cerca, tenía que ir con ella.

Dio media vuelta, pero una mano se posó en su hombro y la retuvo. Levantó la cabeza y se topó con Roc, sonriéndole con su hoyuelo travieso.

– ¿Me darás un beso?

Anaíd no lo dudó. Una despedida de la vida se merecía un recuerdo imborrable. Se besaron un largo rato y Anaíd se sintió tan bien que temió que le fallasen las fuerzas.

– Ha valido la pena -comentó Roc.

– ¿El qué?

– El largo viaje para cobrarme tu beso, el que me debías.

Anaíd rió y se separó de él.

– Tengo que irme.

– ¿Dónde vas?

Anaíd señaló hacia el cráter.

– Es una promesa.

– Te acompaño.

– No, debo ir sola.

Roc la retuvo aún con una última pregunta.

– ¿Volverás pronto?

Anaíd, con los ojos llenos de lágrimas, no le respondió y, sin despedirse, comenzó la lenta ascensión hasta la cumbre.

También Selene y Gunnar se habían reencontrado, con tanto desespero como extrañeza. Ninguno de los dos podía entender el motivo de la magia de su amor recobrada, sin odios, sin rencores, sin venganzas. Selene, sin embargo, sufría: no podía arriesgarse a tener tanto apego a la vida que no pudiera cumplir con su promesa a los muertos.

– Nuestro amor está maldito. No tentemos a la suerte -protestó temblando en los brazos de Gunnar, aunque deseosa de amarlo eternamente.

– Tal vez ya no lo esté -sugirió Gunnar.

– Bridget pronunció la maldición del monte Domen. ¿Lo recuerdas?

– A veces las maldiciones pueden exorcizarse.

Selene lo rechazó con contundencia.

– No tengo tiempo, o mejor dicho, no puedo darte tiempo, porque no me pertenece.

Gunnar se puso serio.

– ¿Qué quieres decir?

– Que he comprometido mi vida.

– ¿Con Max?

– No seas celoso. Es una promesa más seria.

– ¿No habrás pensado en la posibilidad de ofrecer tu vida por algún motivo?

Selene bajó los ojos y Gunnar la sujetó por los hombros.

– No lo permitiré, bajo ningún concepto.

Pero Selene se desprendió de su abrazo.

– Es por Anaíd.

Y de pronto, Selene se percató de la ausencia de su hija y se desesperó buscándola. Hasta que la descubrió. Su figura era un simple punto en la lejanía, a pocos metros del cráter humeante.

– ¡Anaíd! -gritó adivinando su intención y señalando a lo alto.

Y sin mediar palabra con Gunnar, pronunció un conjuro de ilusión y salió volando tras ella con la determinación de quien sabe que debe poner todas sus fuerzas en salvar una vida, la más querida.

Anaíd, sin embargo, ya había llegado a la cumbre y sonreía a su hermana de leche que estaba con su fiel perro husky contemplando el fondo del cráter.

– ¿Sarmik? -preguntó antes de abrazarla con cariño.

Tras el abrazo se miraron las dos a los ojos. Habían estado muy unidas durante todo ese tiempo. Sarmik señaló su cetro.

– Es hermoso.

Anaíd se lo entregó. Sabía que Sarmik lo usaría con criterio y sabiduría, sería la mejor matriarca para las Omar y una maravillosa portadora. Ella, que poseía su misma sangre, ella que era su otro yo, ella era la verdadera reina de las brujas.

– Es tuyo, te lo entrego en nombre de las brujas Omar. Úsalo con prudencia.

Sarmik, emocionada, contempló sin asomo de codicia el preciado cetro. Su mano estaba libre del ansia que corroía a Anaíd, y su generosidad y entrega eran tantas que jamás podría caer tentada por la ambición del poder.

El Popocatepetl rugió otra vez atronadoramente y las frágiles paredes del cono temblaron. Una fumarola espesa las envolvió.

El volcán la reclamaba y Anaíd, temerosa, apretó su saco de monedas con fuerza.

Sarmik, con el cetro en la mano, se quitó su bonito collar y lo puso en el cuello de Anaíd.

– La madre osa te protegerá.

Anaíd estaba emocionada y, antes de dar el paso definitivo, se abrazó a su hermana de leche y susurró su augurio.

– Serás nuestra reina, la que gobernará a las Omar Con tu sabiduría y la ayuda del cetro de la madre O.

Se despidieron con lágrimas en los ojos.

– Me hubiera gustado conocerte mejor, pero me siento orgullosa de cumplir con mi destino -musitó Sarmik.

Anaíd sentía lo mismo: también debía cumplir con su promesa y ofrecerse a los muertos. Y en ese mismo instante, en el instante en que se armaba de valor para arrojarse al cráter humeante, Sarmik arrancó con fuerza el saco de monedas del cuello de Anaíd y dio un salto hacia el vacío con el cetro en la otra mano, seguida de su fiel husky.

Ambos volaron sobre la nube de azufre y desaparecieron en la boca ardiente del cráter.

Anaíd horrorizada quiso arrojarse tras ella, pero la mano de Selene la retuvo.

– ¡Nooo!

Desde la cueva de Milpuco, la serpiente Coatlicue encendió su pipa y vio sin necesidad de mirar la fumarola que salía del imponente volcán saciado.

CAPÍTULO XXX

Carpe diem

Anaíd tosía asfixiada por el humo de los coches. No estaba acostumbrada al tráfico de la atestada calle del centro de Manhattan.

– ¿Estás segura de que es aquí? -preguntó a Dácil, que miraba desesperada a un lado y a otro.

– Me dijo que me esperaría en esta esquina, frente a un quiosco de refrescos.

Roc, que tenía a Anaíd fuertemente sujeta de la mano, señaló el puesto de refrescos. Pero en la esquina no había ninguna madre esperando a una hija. Sólo una joven vestida con una falda muy corta, caminando sobre unos tacones excesivamente altos, con un globo atado a su mano, una muñeca bajo el brazo y el bolso de rebajas rebosante de chucherías. Lamía una nube de caramelo y miraba descaradamente las caras de los paseantes con niños.

Dácil, nerviosa, se acercó a ella con incredulidad.

– ¿Mamá? -preguntó con cuidado.

La joven permaneció paralizada, estúpidamente conmovida; levantó la vista desde los pies y comenzó a ascender, a ascender, a ascender reteniendo la respiración, hasta llegar a los ojos de la niña que era casi, casi de su misma estatura.

– ¡¡¡No puede ser!!! -exclamó horrorizada-. ¡No puedes ser Dácil!

Y en lugar de abrazarla, dio un paso atrás llevándose la mano al pecho. Dácil sintió un nudo en la garganta y unas ganas terribles de salir corriendo. Quería escapar de esa mujer que la había traído al mundo y que luego no la reconocía.

– Soy yo, mamá.

– No me lo creo -gritó la joven Omar lanzando la muñeca al suelo con expresión de desconcierto-. Creí que eras una niña…

Dácil se avergonzó y Anaíd quiso correr a su lado para consolarla, pero Roc no se lo permitió. Era una cuestión privada y no podían intervenir.

Clodia, unos metros más atrás, fotografiaba la escena con su móvil y recogió la imagen en la que la madre de Dácil tocó el delgado brazo de su hija, con desconfianza, y pasó la mano poco a poco por su mejilla aterciopelada.

– No me creo que tenga una hija tan preciosa, tan alta, tan encantadora…, no puede ser verdad. Es un sueño, pellízcame, Dácil, pellízcame. Mi niña bonita, mi linda guanchita, mi lloronceta comilona.

Dácil abrió la boca y volvió a cerrarla como un pez boqueando fuera del agua. Estaba buscando desesperadamente las palabras que tenía que decirle a su madre… y no las encontraba. Afortunadamente su madre hablaba por las dos, y sobraba y bastaba.

– ¿Y qué hago aquí mirándote como una tonta? Anda, acércate y deja que te abrace. Tantos años soñando con este momento y ahora nos quedamos como dos bobas. No soy una bomba nuclear, soy tu madre. ¡Ven aquí!

Anaíd se quedó atónita al ver el apretón tan intenso con que se estrujaron. Eran idénticas en sus gestos, en su sinceridad, en su horroroso gusto para combinar la ropa, en su espontaneidad. Eran encantadoras, hechas la una para la otra y destinadas a quererse.

Clodia las fotografió una y mil veces. Hasta que sonó su móvil.

– ¿Mauro? -sonrió guiñando un ojo a Anaíd y Roc.

– ¿Dónde estás? -preguntó la voz de Mauro.

– En Nueva York, por fin acabó la fiesta. Ya está, regreso ahorita.

– ¿Ahora mismo?

– Ya me puedes ir haciendo sitio en tu habitación para soñar juntos.

– Pues de eso quería hablarte, no creo que quepas.

– ¿Tu cama no es grande?

– Es que seríamos tres.

– ¿Tres? -tronó Clodia-. Tú y yo sumamos dos, aprobé las matemáticas.

– Julia hace tres.

Clodia se puso violeta, azul y verde, simultáneamente.

– ¿Julia? ¿Mi buena amiga Julia a la que pedí que te hiciera compañía?

– Pues eso. Me ha hecho compañía y ahora es mi novia.

– ¿Tu qué? -balbuceó incrédula aunque lo había oído perfectamente.

– Mi novia.

Clodia explotó como un tifón tropical.

– ¿Qué se ha creído esa usurpadora miserable roba-novios? ¿Qué sabe hacer Julia que no sepa hacer yo?

– Consolarme. Me consoló tan bien, que acabamos soñando juntos.

Clodia se puso de mil demonios.

– ¿No tienes paciencia? ¿No podías esperarte un poco?

– Clodia, me pasé esperándote todo el verano.

– Te lo estaba poniendo difícil… -lloriqueó, más ofendida que dolida y más estafada que enamorada.

– Y te lo agradezco, te lo agradezco de verdad, tía, me has hecho sufrir un montón y he pasado un verano de fábula… Lo que pasa es que…

– ¡Ciao! -colgó enfadadísima Clodia.

A pesar de los pesares disfrutaba eligiendo ella la última palabra, la definitiva. «Ciao» era una de sus preferidas.

Anaíd se acercó dispuesta a abrazarla.

– Alto ahí, no soporto la compasión -la detuvo Clodia.

– Pero…

– Y menos aún de una amiga con novio. No soporto a las amigas felices con novio.

Anaíd, cortadísima, se quedó inmóvil. Clodia era bien capaz de hablar en serio. Hasta el momento ella había sido una amiga infeliz sin novio. Pero las cosas habían cambiado. ¿Se le había puesto cara de boba? No le extrañaría nada. A pesar de todo lo sucedido, a pesar de la ausencia de Cristine, era tan feliz que se le tenía que notar a la fuerza.

Hasta Sarmik había dejado tras ella un recuerdo entrañable y glorioso. Entre las jóvenes Omar se había puesto de moda una camiseta impresa con la silueta de Sarmik y su perro, el cetro dorado y el lema «proud of you». Ella sí que se sentía orgullosa de haber sido su hermana de leche y haber compartido la valentía de la pequeña inuit, que guardaría en el mundo de los muertos, por siempre jamás, el cetro de la madre O y gobernaría con sabiduría el destino de las Omar hasta el fin de los tiempos.

Sarmik era la verdadera heroína, la reina de las brujas. Y Anaíd se había convertido, simplemente, en una chica normal y… feliz.

La felicidad se resumía en su nueva familia, su futura hermanita Rosa, y su flamante novio. Le parecía tan guapo que hasta le dolía mirarlo.

Selene, que lucía una bonita barriga premamá, llegó discutiendo con Gunnar con una bolsa repleta de ropa de bebé.

Clodia se puso verde de envidia.

– ¡Y no soporto a las mamás felices con novio!

– Mujer, Selene se ha puesto gorda.

– Y guapísima. Me parece vomitiva la felicidad ajena.

Anaíd intentó justificarse. Se sentía algo cohibida por formar parte de una familia aparentemente tan perfecta, enrollada y maravillosa.

– Se pasan el día discutiendo -adujo señalando a sus padres.

Clodia dejó escapar un sollozo.

– Peor, mucho peor: eso significa que se quieren -lloró con ganas-. Y a mí no me quiere nadie.

Anaíd la dejó por inútil. Además, Selene, agobiadísima por su nueva responsabilidad, la reclamaba mostrándole un pequeñísimo jersey y, tras ella, Gunnar refunfuñaba.

– Mira, mira esto, Anaíd. ¿No te parece una preciosidad?

– Es grande -objetó Gunnar.

– Tú calla, que hace mil años que no tienes hijos.

– ¿Y Anaíd?

– Nunca le compraste un jersey.

Anaíd hizo oídos sordos a sus disputas e imaginó a Rosa, rechoncha y llorona, embutida en el minúsculo jersey de rayas verdes y azules.

– ¿Y ya cabrá aquí dentro? Parece de juguete.

Roc se lo arrancó de las manos y dio su veredicto.

– Es grande, es una talla de tres meses. Y para Urt, en la época en que nacerá, no sirve: es demasiado ligero.

– Te lo dije -remató Gunnar.

Anaíd y Selene se deshincharon. Roc era un experto; por algo tenía siete hermanos pequeños, y Elena, su madre, estaba de nuevo embarazada.

Selene dejó caer la bolsa al suelo.

– No valgo para esto.

Anaíd la animó.

– Claro que sí, mamá, lo harás muy bien.

– Soy un desastre.

– Que no, que eres estupenda. Si quieres, yo te ayudaré.

– Será peor, Anaíd, lo nuestro no son los niños.

– Pero me hace ilusión -se defendió Anaíd.

Selene sonrió con una sonrisa espléndida.

– ¿De verdad?

– Pues claro, será divertido tener un bebé en casa.

Roc se permitió intervenir.

– Si me permites, me puedes nombrar asesor.

– ¡Eh, eh, que nadie me quite el puesto! Yo seré el padre -dejó bien claro Gunnar.

– ¿Y yo qué seré? ¿La tía frustrada y algo loca? -interrumpió Clodia, que no podía sufrir perder el protagonismo de la escena más allá de medio minuto.

– ¿Si prefieres ser la tía ligona? -le ofreció Anaíd de todo corazón.

Clodia se hizo la víctima.

– ¿Ah, sí? Encima cachondeo. ¿Cómo puedes burlarte de una pobre chica abandonada?

Anaíd admiraba la capacidad de Clodia de salir airosa de todo.

– Por poco rato. A tu alrededor hay siete millones de personas de las cuales, por cálculo de probabilidades, debe de haber cien mil chicos que encajarían perfectamente contigo.

Clodia se giró teatralmente.

– ¿Ah sí? Pues mira por dónde, yo no veo a ninguno.

Alzó las manos al cielo y gritó dando vueltas sobre sí misma:

– ¿Dónde está el chico de mis sueños? Lo estoy esperando. No hace falta que me caigan los cien mil juntos, con uno tengo bastante.

Anaíd se alejó unos pasos y movió imperceptiblemente los labios.

Bajo los pies de Clodia se hundió entonces la tapa de la alcantarilla y Clodia cayó con gran estrépito por las tripas recién abiertas de la gran ciudad.

– ¡Ahhh! -gritó Clodia desapareciendo… como por arte de magia.

Gunnar miró con gesto acusador a Selene y Selene desvió la mirada hacia Anaíd.

– ¿Y ahora qué? ¿Quién la va a sacar de ahí dentro?

Anaíd bajó los ojos avergonzada.

– Sólo quería echar un cable.

Roc estaba boquiabierto.

– ¿Lo has hecho tú?

Anaíd trató de mentir pero no supo.

– Yo sólo le he dado un empujoncito.

Gunnar ya estaba arrodillado junto al enorme agujero negro que conducía a las míticas cloacas de Nueva York, de las que hablaban las leyendas urbanas, pobladas de caimanes, boas y ratas mutantes.

– ¡Clodia! -gritó Gunnar.

Dácil y su madre se acercaron corriendo dispuestas a auxiliar. Los seis se asomaron al hueco de la alcantarilla y los seis al unísono abrieron la boca de asombro.

Clodia, comediante, mediterránea y tan tremebunda como una erupción volcánica, ascendía hacia la superficie de la metrópoli en los brazos de un apuesto bombero neoyorquino que trepaba por una escalerilla. Los saludó agitando la mano como una reina de las fiestas desde lo alto de una carroza.

Al pisar de nuevo la calle tomó la mano del robusto muchacho pecoso de ascendencia irlandesa, y lo presentó:

He is Jim, my new boyfriend.

Y ante el estupor de sus amigos lo besó. Luego sonrió y paseó su mirada sobre la felicidad ajena que la envolvía. Ya no le daban ganas de llorar.

¡Carpe diem!

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