PRIMERA PARTE: LOS SENTIMIENTOS

***

Oro noble de sabias palabras labrado,

destinado a las manos que aún no han nacido,

triste exiliado del mundo por la madre O.

Ella así lo quiso.

Ella así lo decidió

Permanecerás, pues, oculto en las profundidades de la tierra,

hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino celeste.

Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas,

acudirás obediente a su mano blanca

y la ungirás de rojo.

Fuego y sangre, inseparables,

en el cetro de poder de la madre O.

Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro,

Sangre y fuego para la elegida que será poseída por el cetro.

Profecía de Trébora


CAPÍTULO I

El reencuentro

Un hombre rubio, alto, de ojos azules y manos grandes la abrazó con tanta fuerza que a punto estuvo de ahogarla.

Anaíd no sabía si se ahogaba por falta de aire o por la emoción que la embargaba.

Hacía quince años que soñaba con ese abrazo. El hombre era su padre. Se llamaba Gunnar y era la primera vez que lo veía.


Cuando los brazos de Gunnar la envolvieron, Anaíd sintió un cosquilleo de bienestar y tuvo deseos de ronronear como su gato Apolo. Entrecerró los ojos, se acurrucó contra su pecho, inmóvil, saboreando el momento, y escuchó los Nítidos de su corazón, tan desconocidos como su olor a salitre o su acento islandés. Tic, tac, tic, tac, sonaban. Le recordaron a un despertador gigantesco de color verde manzana, y pensó que tener un padre de carne y hueso era una sensación tranquilizadora, como encontrar los zapatos junto a la cima al despertarse o abrir un paraguas bajo la lluvia.

Se avergonzó por comparar a su padre con un paraguas, pero no tuvo tiempo de rectificar y convertirlo en algo más poético, como el viento de levante o un rayo de sol primaveral, porque la voz de Selene rompió el encanto del reencuentro.

– ¡Anaíd! -gritó.

Su nombre, pronunciado con un deje de reproche, le decía que estaba haciendo algo malo. Era el mismo tono que su madre utilizaba cuando de niña cogía las patatas fritas con los dedos u olvidaba cerrar la puerta al salir. Fingió no haberla oído, pero Gunnar levantó la mirada y retiró los brazos que la envolvían cálidamente.

– ¡Selene! -exclamó con emoción.

Anaíd se sintió repentinamente abandonada y se dio cuenta de la anchura, la profundidad y la intensidad del abrazo que acababa de recibir. De buena gana repetiría.

Selene, en cambio, no quiso probarlo.

– Quieto -se revolvió contra Gunnar.

Y le apuntó con su atame para impedir que se acercara.

– Hola, Selene -susurró Gunnar, con una voz ahora tan acariciadora como sus ojos o sus manos.

Era otra forma de abrazarla. Pero Selene, a la defensiva, no se inmutó.

– ¿Qué quieres?

No parecían una pareja demasiado bien avenida. Ni siquiera parecían una pareja. Y sin embargo, a pesar de todo, hacían buena pareja. Anaíd pensó que era una lástima que las cosas fueran tan complicadas. Y recordó con nostalgia cómo su madre había caído rendida-mente enamorada de su padre la primera vez que lo vio. De eso hacía quince años. Había llovido mucho desde entonces.

– Creía que estabais muertas…

– Pues ya ves que no. Ahora puedes irte.

La voz de Selene, su actitud y sus movimientos eran agresivos.

– Durante mucho tiempo creí que habíais sido devoradas por aquella osa -confesó Gunnar.

Selene replicó tajante:

– El único que quería devorar a su propia hija eras tú.

Para Anaíd aquello fue como un bofetón. ¿Pretendía decir que su padre era incapaz de sentir afecto por ella?

Por suerte, Gunnar no recogió el guante de guerra.

– Anaíd es tal y como la imaginaba en mis sueños.

– ¿Sueñas? -inquirió Selene cáusticamente-. Tenía entendido que los Odish no teníais esa capacidad.

– ¡Mamá! ¡Basta ya! -la interrumpió Anaíd.

Le ofendía su belicosidad, pero la irritaba aún más que no aceptase la posibilidad de que su padre hubiera soñado con ella. ¿Acaso se sentía celosa?

– Hay muchas cosas que no sabes, Selene. No tienes ni idea de cómo me he sentido durante todo este tiempo, ni las horas, los meses y los años que he ocupado con tu recuerdo y el de Anaíd.

Anaíd sintió cómo un sorbo de calidez bajaba por su garganta y se expandía por su estómago.

– ¿Y por eso mataste a la osa? ¿Para vengar nuestra muerte? -le preguntó impulsivamente.

Gunnar se giró hacia ella. Parecía sincero.

– Lo siento. Después supe que precisamente gracias a I ¡i osa sobrevivisteis. Pero si te consuela, tener su piel no alivió mi conciencia.

Selene forzó una risa fabricada para ofender. O eso le pareció a Anaíd.

– ¿Conciencia tú? No me hagas reír. ¿Me estás diciendo que tienes conciencia y que te ha remordido durante este tiempo? Esto sí que es una novedad. Creía que los Odish carecíais de conciencia.

Anaíd se molestó. Selene se recreaba excesivamente en la pronunciación de la palabra «Odish». La repetía aposta y silabeaba el sonido fricativo de la «shhh» para hacerlo más estridente. Era una forma como otra de trazar una raya y quedarse a un lado. En su esquema maniqueo, ella era una Omar pura mientras que Gunnar era un Odish impuro. No había, por tanto, diálogo posible con la otra parte. Gunnar era como un apestado.

¿Pero qué pasaba con ella misma, Anaíd, su propia hija? ¿Acaso no era también hija de un Odish? ¿O no era ni una cosa ni otra?

No obstante, Anaíd no estaba dispuesta a dejar escapar a su padre ni a permitir que su madre lo echara de su vida a la primera de cambio.

– ¿Te quedarás a cenar?

El silencio se podía cortar con un cuchillo.

– ¿Me estás invitando? -preguntó Gunnar con prudencia.

Y Anaíd se adelantó a Selene cerrándole la boca.

– Claro que sí, eres mi invitado. Quédate a cenar, por favor.

Y esta vez Gunnar no titubeó.

– Gracias, será un placer.

– ¿Y te quedarás a dormir?

Selene palideció. Las leyes de la hospitalidad Omar eran sagradas y ni siquiera ella tenía la potestad de negar la mesa y la cama a un invitado.

Gunnar se dio cuenta de su apuro y evitó violentarla.

– Puedo dormir en mi coche o conducir unos kilómetros más hasta Benicarló.

Selene se crispó.

– ¡No tenías por qué decirlo!

– ¿El qué?

– Anaíd no sabe dónde estamos.

– Te equivocas -la corrigió su hija.

Anaíd lo sabía perfectamente.


Estaban en una pequeña caravana aparcada en medio de un descampado solitario, a pocos kilómetros de la autopista. Las suaves llanuras surcadas de canales de riego que se intuían al oeste, el campo de almendros al norte, el vuelo de alguna gaviota, el lejano fragor de las olas y el aroma de los naranjos en flor, intenso, dulzón, le habían hecho suponer acertadamente que estaban en tierras levantinas.

Selene había querido impedir que su hija adivinase la ruta que seguían desde que partieron de Urt, en el corazón del Pirineo axial. Huían de Baalat, la Odish fenicia, y nadie debía conocer su paradero.

Pero Anaíd no podía sustraerse a su sentido innato de la orientación. Deméter, su abuela, la había acostumbrado a ello desde pequeña y, sin proponérselo, se fijaba en la altura del sol, en su itinerario celeste o en la intensidad de sus rayos. Conocía asimismo las constelaciones nocturnas, que aprendió a contemplar en los cielos fríos de las montanas pirenaicas. Sólo de un vistazo, a través de los vidrios opacos de la caravana, sabía que era medianoche, que iban en dirección sur y que a pocos kilómetros al este se encontraba el Mediterráneo.

Mientras Anaíd reflexionaba sobre ello, se dio cuenta de que Selene, con celeridad, había sacado un objeto de un cajón y se lo ofrecía a Gunnar con un rictus de desprecio.

– Ten, quédatelos. No aceptamos tus regalos. Anaíd reprimió un grito y le arrebató la caja.

– Son míos, me los regaló a mí. Fran los pendientes de rubíes que Gunnar le había hecho llegar como regalo en su décimo quinto cumpleaños.

Selene se encaró con su hija.

– Devuélveselos.

Anaíd hubiera querido continuar considerándose neutral, pero no podía. Si le devolvía los pendientes a Gunnar, se posicionaba claramente del lado de Selene. Si se negaba a devolvérselos, se decantaba por Gunnar.

– Mamá, no me obligues…

Pero Selene estaba fuera de sí.

– Te estoy ordenando que los devuelvas. ¡Yo se los devolví!

Anaíd tomó aire y lo expulsó para darse fuerzas. Era cierto, pero la actitud de Selene la inclinó por Gunnar.

– Tú los rechazaste, pero yo no. Me los quedo.

Y sin saber de dónde provenía su osadía, tuvo el descaro de tantear su lóbulo izquierdo, tomar un pendiente entre el índice y el pulgar, y horadar con la joya puntiaguda la fina piel que cubría su orificio, pues hacía mucho tiempo que no usaba pendientes y se le había cerrado el agujero. Sintió un pinchazo agudo al desgarrarse la carne, pero no dejó escapar ni un grito y sostuvo durante todo el rato la mirada a Selene, como en un duelo.

Una gota caliente salpicó su camiseta. Era sangre. Sangre roja, como el rubí engarzado en oro que tintineaba sobre su hombro. Selene, incrédula, limpió con su dedo la mancha de sangre mientras Gunnar tomaba con sumo cuidado el otro pendiente y lo colocaba con pericia en la oreja derecha de su hija. Fuese magia o habilidad, Anaíd esa vez apenas notó el chasquido de la piel.

Gunnar la sujetó por los hombros y la estudió como se estudia a una obra de arte. Al final sonrió abiertamente, una sonrisa tan acogedora como sus brazos.

– Estás preciosa.

Selene no pudo soportarlo. Retiró las manos de Gunnar que rozaban el cuello de Anaíd y la agarró interrogándola con vehemencia, como era su estilo:

– ¿Sabes de dónde han salido estos pendientes?

Anaíd le respondió sin titubear.

– Del cofre de joyas que poseía la dama de hielo. Tú misma me lo contaste.

Selene se exasperó.

– La Odish más poderosa del hemisferio norte.

Anaíd ladeó la cabeza ante ella, haciendo que el reflejo rojizo de los rubíes hiriese la retina de Selene.

– Mi abuela -respondió con aplomo.

Selene, enfurruñada, salió de la caravana dando un fuerte portazo.

– ¡Espera! -gritó Gunnar en vano-. ¡Es peligroso salir sola!

E hizo el gesto de ir a buscarla, pero Anaíd lo retuvo lomándolo del brazo.

– Déjala. No te va a hacer caso.

Y era cierto. Selene pertenecía a la raza de los cabezotas. Si bien, no era menos cierto que Anaíd quería estar a solas con Gunnar y saborear una victoria pírrica, el triunfo

del primer pulso que mantenía con su madre.

– ¿Te gustan los huevos fritos?

– Me encantan -sonrió Gunnar.

– Es lo único que sé hacer -confesó pensando que a un padre se le pueden confesar ese tipo de cosas sin riesgo de quedar mal para siempre.

Luego resultó que no había más que un huevo y que ese huevo se reventó en las inexpertas manos de la cocinera antes de caer en la sartén. Así que Anaíd se quedó con las ganas de agasajar a su padre: la pequeña nevera ofrecía una imagen tan desoladora como el desierto de Arizona.

Con un poco de imaginación, por fin apañaron una ensalada de tomate y atún, frieron unas croquetas congeladas de pollo y pelaron una manzana cortándola en pedacitos, que pretendían ser artísticos, para luego decorarla con miel.

Y en el mismo momento en el que Anaíd colocaba los vasos sobre la pequeña mesa de fórmica, el móvil de Selene, abandonado sobre una silla, comenzó a vibrar. Acababa de recibir un mensaje y Anaíd, sin dudarlo, lo abrió. Creía que se trataba de algún aviso de Elena. Quizá fue por eso, por su necesidad de saber de Roc y por la falta de contacto con el exterior a la que la había condenado Selene… El caso es que la curiosidad pudo más que la prudencia, leyó el mensaje y se quedó tan asombrada que el vaso de vidrio que sostenía en una mano cayó al suelo y se hizo añicos.

– ¿Qué pasa? -preguntó inmediatamente Gunnar, acudiendo a su lado y cercio-rándose de que no se hubiera cortado.

Ella apenas podía hablar. Sólo balbuceó incoherentemente:

– Es Baalat. Es ella. Me persigue.

Y tendió el móvil a su padre, que leyó el mensaje con el entrecejo fruncido.


Anaíd, t stoy bskando, vengo de muy lejos pra vrte, t adoro y slo hiero inerte cerka, muy cerka. Lmame, dme algo, porfa. Dácil.


Gunnar parecía tan inquieto como Anaíd. Consultó el buzón de mensajería y lo mostró a Anaíd.

– No es el primero. Por lo que parece, te ha estado bombardeando.

Anaíd aún se quedó más desorientada.

– Selene no me ha dicho nada.

– Para no asustarte -la justificó Gunnar.

– ¿Por qué la defiendes? Tengo derecho a saber quién me persigue.

Gunnar borró el mensaje con un clic seco y dejó el móvil sobre la silla donde se encontraba minutos antes.

– Vamos a hacer una cosa. Vamos a olvidarnos de lo que pueda haber por ahí fuera y vamos a pasar una velada agradable, tu madre, tú y yo. ¿De acuerdo?

Anaíd asintió. Le gustaba tener un padre que le transmitiese calma, seguridad, y que pusiese un poco de orden en su vida. Selene era demasiado caótica.

– Anda, avisa a tu madre de que la cena está lista…, si no se la ha cenado Baalat a ella.

Anaíd contempló su discreta obra de arte gastronómica y se entristeció. La manzana, que antes era blanca y hermosa, se había oxidado y se había ido oscureciendo hasta quedar casi negra, como el humor de Selene, que apareció en ese preciso instante y les agrió la cena.

La primera cena en familia de la vida de Anaíd fue deprimente.

Selene estaba dispuesta a reventar la celebración y, aunque Gunnar intentaba solventar los pequeños inconvenientes, Selene no hacía más que acentuarlos.

– No has aliñado la ensalada.

– No había vinagre.

– Así está deliciosa.

– Una ensalada sin vinagre es como un gazpacho sin tomate.

– Mamá, por favor, fuiste tú quien olvidó comprarlo.

– Yo no invité a nadie a compartir una ensalada insípida.

– Me gusta de todas formas. La ha preparado Anaíd.

– ¿Te das cuenta, Anaíd? Primero intentará ganar tu confianza. Luego hará lo que quiera contigo.

– Sólo ha dicho que le gusta mi ensalada.

– A mí me dijo que le gustaban mis ojos.

– No es lo mismo.

– Es un Odish, es un brujo, es el hijo de la dama de hielo.

– ¡Es mi padre!

– Eso es un accidente.

– No es cierto: tú te enamoraste de él, soy vuestra hija.

– Podrías ser hija de cualquiera.

– ¡Mentira!

– Te expliqué lo que nos hizo, ¿qué más quieres saber?

– Lo que él piensa.

– ¿De qué?

– De vuestra historia.

– No, eso sí que no. ¡Te engañaría!

– ¿Porqué?

– Porque es su estilo. ¿No lo comprendes? Engañó a Meritxell, me engañó a mí y te engañará a ti.

– Y quieres protegerme, ¿no?

– Eso es.

Gunnar, asombrado y algo aturdido por el rapidísimo diálogo que mantenían madre e hija en su presencia ignorándolo olímpicamente, carraspeó.

– ¿Puedo hablar?

– No -saltó Selene.

– Sí -la contradijo Anaíd.

– Me gustaría explicar mi versión -insistió Gunnar manteniendo las formas.

– ¿Tu versión de qué? ¿De tus mentiras? -le reprochó Selene.

Gunnar abandonó su actitud conmiserativa y se puso repentinamente serio. De pronto Anaíd comprendió que, tras esa apariencia amable y condescendiente, se escondía una dureza de pedernal.

Gunnar fijó sus ojos en Selene, con determinación.

– Voy a hablar, te guste o no.

Ambas sintieron el empuje de su voluntad y Selene permaneció muda. Anaíd, fascinada por la fuerza silenciosa de los ojos acerados de Gunnar, los que ella había heredado sin saberlo, se fijó en algo que al principio no le había llamado la atención: su padre tenía arrugas. En el rostro bronceado y bajo sus pómulos angulosos, se marcaban perfectamente los surcos nasales, ahondando los trazos germánicos y endureciéndolos. Su expresión era mucho más curtida que la que su madre le describió en sus recuerdos. Su entrecejo fruncido, la fina red de telarañas alrededor de sus ojos azules y, sobre todo, esa severidad amable que le confería el cabello entrecano. Ahora que lo tenía tan cerca, se daba cuenta de que las sienes de Gunnar blanqueaban apenas imperceptiblemente.

No, no era posible. Gunnar, según su madre, aparentaba unos veinticinco años a lo sumo. Gunnar fue el joven rey Olav, conquistador de tierras y de bellas vikingas escaldas. Gunnar fue el joven marino Ingar, que traía locas a las chicas y abría las botellas de cerveza con los dientes, en compañía de su pendenciero amigo Kristian Mo. En cambio, este hombre que se sentaba junto a ellas, a pesar de su fortaleza, su energía y su buena forma física, se acercaba a la cuarentena.

– ¿Y tu eterna juventud? ¿No eras inmortal? -preguntó Anaíd, incapaz de mantener la boca cerrada ante un descubrimiento de esa índole.

Gunnar respondió fijando la vista en Selene:

– Hace tiempo que opté por la mortalidad.

Selene se mordió el labio. Ella se había dado cuenta inmediatamente del cambio de Gunnar, pero no había mencionado ni una palabra al respecto.

– Es una apariencia, Anaíd, no le hagas caso. Es un brujo y nos hará creer lo que le convenga.

Anaíd no la escuchó.

– ¿Cuándo decidiste ser mortal?

– Hace quince años -respondió gravemente Gunnar.

– ¿Cuando creíste que habíamos muerto?

Los ojos de Gunnar se nublaron y su mirada retrocedió en el tiempo.

– Antes de que tú nacieses. ¿Te acuerdas, Selene?

Selene levantó lentamente la cabeza, como si lo hiciera al dictado de las palabras de Gunnar, pero continuaba amparada en su terquedad.

– No me acuerdo de nada.

– Lástima. Yo sí que lo recuerdo. Cuando te conocí, eras una bruja Omar preciosa, y no has cambiado: los ojos verdes, las piernas largas, la misma melena enmarañada y esa forma extravagante tan tuya de vestir. Pero lo que me llamó la atención de ti fue tu rebeldía. Eras deliciosamente impulsiva, capaz de capitanear una revolución, embarcarte a la conquista de las estrellas o jurar amor eterno con una voz sincera y vibrante que volvía loco al más cuerdo. No me extraña que los jóvenes de tu edad no se atrevieran a abordarte. Eras una bomba. Y aunque no te lo creas, me enamoré de ti como un tonto.

Selene permanecía impasible y Anaíd no podía comprender cómo ante tamaña declaración de amor alguien pudiese aparentar indiferencia. Las hermosas palabras de Gunnar la habían conmovido. Si Roc le dijese una sola de las cosas que Gunnar le acababa de decir a su madre…, se desmayaría. Selene en cambio ladró:

– ¡Me engañaste! No me dijiste que eras un Odish ni que tu madre era la dama blanca.

– Tú me engañaste a mí. No me dijiste que eras una bruja Omar y que tu madre, la gran Deméter, era la matriarca de las tribus de Occidente.

Selene se revolvió.

– Yo no tenía ningún plan para utilizarte.

– Ni yo.

– ¡Mentira! Me utilizaste para concebir a Anaíd, la elegida.

– Selene, déjame hablar.

Anaíd intervino y, por segunda vez durante esa noche, abogó en favor de su padre.

– Mamá, por favor. Te he escuchado a ti explicar tu historia. Deja hablar a mi padre y que explique la suya.

Fuese por la contundencia de Anaíd o por la suave firmeza de Gunnar, Selene calló.

Gunnar se sirvió un poco de vino y comenzó a hablar. La voz le temblaba y, si no era cierta su emoción, sabía fingirla muy bien. Su relato conmovió a Anaíd.

– No os podéis imaginar lo que significa vivir más de mil años… El paso del tiempo es implacable. Los paisajes, las casas y sobre todo las personas acaban desapareciendo. Todo se transforma y todo se pierde. Al principio, en mi juventud, quise comprometerme con el mundo, mi mundo, y por eso me volqué en el deber de procurar que mi magia sirviese a la vida de los hombres y mujeres de mi pueblo del norte. Me hice poderoso y mandé construir casas de piedra, calafatear grandes embarcaciones y fletarlas mar adentro, para conquistar territorios que luego anexionaba a mi reino. Me enorgullecía cuando los barcos regresaban cargados de telas, especias, semillas y joyas que hacían felices a mi gente. Fui Olav, un rey vikingo de los fiordos noruegos. Comandé expediciones, compuse versos y me permití enamorarme de la bella escalda Helga. Pero al morir ella, al ver envejecer a mis hijos y después verlos morir a su vez, me hundí y me aislé en un castillo. Allí viví encerrado por espacio de siglos y, desde las almenas de la torre, vi echarse a perder mis tierras, vi a mis súbditos convertidos en vasallos y esclavos de otros pueblos, y vi los paisajes que tanto amaba arrasados por el fuego y la guerra. Juré que nunca más me sucedería. Y desde entonces vagué de un lugar a otro sin echar raíces, amparado en el desapego más absoluto, sin encariñarme con nada ni con nadie, sobreviviendo sin más. Fui mercenario, explorador y marinero. A veces me quedaba unos años en algún lugar remoto, aprendía una lengua y un oficio, lo desempeñaba y luego volvía a partir.

Anaíd se estremeció. Nunca se le hubiera ocurrido que el desamor y el desarraigo fuesen simplemente estrategias para evitar el dolor. A lo mejor, los que creía insensibles eran simplemente personas heridas. Así pues, ¿las Odish también tenían sentimientos? Un enigma difícil de resolver. Al fin y al cabo Gunnar era sólo hijo de una Odish.

– Hasta que mi madre me reclamó para concebir a la elegida. Ése era mi destino. Lo había estado esperando durante más de mil años. Me trasladé a Barcelona convertido en un estudiante islandés. Hace quince años Barcelona era una ciudad junto al mar en la que se podía pasear a cualquier hora por sus Ramblas arboladas de plátanos, una calle flanqueada de flores y repleta de muchedumbres excéntricas. En las noches de verano, bochornosas, uno podía emborracharse de vino y música y recibir el amanecer comiendo churros con chocolate y contemplando las delirantes torres de Gaudí, un loco genial. Era mi momento, por fin había llegado la hora de cumplir con mi misión para poder ser libre de una vez y hacer con mi vida lo que quisiese sin rendir cuentas a nadie.

– ¿Desde cuándo lo sabías? -saltó Selene.

– ¿El qué?

– Tu destino.

– Desde siempre. Cristine me lo repitió hasta la saciedad. Mi única razón de existir era ser el padre de la elegida. Por eso nací. Ninguna otra Odish tiene hijos.

Anaíd se horrorizó. No era la única que se sentía obligada por el peso de un destino difícil de sobrellevar. Sus propios padres habían pasado por ello.

– Pobre Gunnar -musitó Selene-. Qué pena me das. Tenías que enamorar a una chiquilla ingenua, como Meritxell, y dejarla embarazada. Qué difícil.

– Y sabes que no lo hice

– ¿Ah, no?

– En cuanto te conocí, me negué a continuar representando ese papel.

Selene parpadeó por un instante. Fue un desconcierto momentáneo. Enseguida replicó:

– No es cierto. Te quedaste con ella.

Gunnar habló lentamente.

– Sabes que no es verdad. Sabes que la misma noche en que te conocí y nos besamos sobre el césped del campus, y accedí a acompañarte a casa, me comprometí contigo. ¿Te acuerdas de esa noche?

Selene tragó saliva y negó con la cabeza.

– Vagamente.

– ¿Qué te dije esa noche, Selene?

– No me acuerdo.

– Te acuerdas. Y yo recuerdo que tú me prometiste que me querrías siempre, pasase lo que pasase.

– No recuerdo nada.

Anaíd se indignó. Su madre le había narrado el episodio con pelos y señales y hasta confesó que hizo beber una pócima de amor a Gunnar.

– ¡Te conquistó con magia Omar!

– No hacía falta. Yo ya me había decidido… -replicó Gunnar sin retirar su mirada de los párpados de Selene, que mantenía los ojos bajos.

– Continuaste con Meritxell…

– Tú me lo pediste.

– Pero luego…

– Luego decidí ser honesto y creí que Meritxell estaba realmente embarazada.

Selene se puso en pie, tan alta como era, y adelantó un dedo acusador contra Gunnar.

– Da lo mismo. Me traicionaste, me llevaste hasta tu madre para entregarle a Anaíd. Me hubieras abandonado. Nunca te lo perdonaré. ¡Nunca, nunca!

Y súbitamente aquejada por un acceso de llanto, abandonó violentamente la caravana. Todo se tambaleó a su paso. Selene salió con la fuerza de un huracán y pasaron unos instantes hasta que los objetos y los nervios recuperaron su compostura.

Anaíd se sintió obligada a disculparla, como si aquella mujer fuera su hija y no su madre.

– Lo siento, es así.

Gunnar rompió en una carcajada.

– Lo sé, la conocí antes que tú.

– ¿Y decidiste renunciar a la inmortalidad por amor a mi madre?

– Más o menos.

– Explícamelo.

Anaíd miró fugazmente a través de la ventanilla. Fuera se vislumbraba la silueta inquieta de Selene, incapaz de escuchar una versión diferente de su propia historia. Se la había repetido tantas veces en silencio, que había acabado por sacralizarla y convertirse en una fanática de su propio mito victimista.

En cambio Gunnar le parecía más humilde, quizá por saber reconocer sus errores.

– Ya conoces el principio de la historia. Meritxell era la designada por la profecía para convertirse en madre de la elegida, y yo estaba con ella cuando conocí a Selene en una fiesta de Carnaval. Fue un amor a primera vista, que podría haber rechazado. Pero no quise. Había encontrado a la mujer que había estado esperando durante mil años. Lo tuve claro y por eso peleé con mi madre. No quise continuar adelante con Meritxell ni con mi destino.

Anaíd asintió.

– Sin embargo, ya ves, el destino condujo a Meritxell a la muerte e hizo que Selene apareciese como principal sospechosa. Y tuvimos que huir. Fuimos hacia el Norte creyendo que sería un lugar seguro, pero me equivoqué. Cuanto más nos acercábamos a las tierras que gobernaba mi madre, más fuerte era su poder y más débil me sentía yo para resistirme. Porque lo que no sabía Selene es que durante ese viaje renuncié a mi inmortalidad y a mis poderes.

– ¿Cuándo? -preguntó Anaíd.

– La noche del solsticio, en el monte Domen. Allí, en la cima del monte maldito de las Omar, utilicé por última vez mi magia y me juramenté con los espíritus para ser simplemente un mortal. Cuando bajé del monte Domen, era ya un hombre de carne y hueso. Por supuesto Cristine, mi madre, no me lo perdonó, y comenzó a importunarme y a exigirme que me presentase ante ella para rendirle cuentas sobre mi decisión. Cuando descubrí el embarazo de Selene y ella quiso acompañarme al Norte todo se complicó. Entonces ni siquiera podía imaginarme que tú, mi hija, serías la elegida. Ya me había olvidado de mi destino, convencido de que ese episodio había quedado atrás. Me equivocaba de nuevo.

Anaíd se compadeció de ese padre desconocido que se había equivocado tantas veces.

– Yo sólo quería ser un mortal y envejecer con Selene. Criaríamos juntos a nuestros hijos y no los vería morir. Pero ser mortal tenía sus limitaciones: descubrí, consternado, que no podía defender a tu madre de los ataques de Baalat, y supe que, si yo moría durante el viaje al Norte, Selene también moriría, porque sería incapaz de sobrevivir sola. Hubiera querido separar las cosas: mi vida, mi familia y mis afectos a un lado; y mi deber, mi pasado y mi antigua condición de Odish a otro. Sin embargo, todo estaba entrelazado en nuestra historia y Selene, tozuda, se empeñó en acompañarme. Sencillamente, no tuve valor para dejarla sola y embarazada en Islandia, expuesta a los ataques de Baalat. Intenté confiarla a las Omar del clan de la yegua, pero ella se negó y no me quedó más remedio que pedir protección a la dama blanca, a Cristine, tu abuela. ¿Lo comprendes, hija? Si ella no nos hubiera protegido de Baalat, tú no existirías. Yo, sin embargo, puse mis condiciones: nunca te entregaría a Cristine.

– ¿Y por qué desarmaste a Selene y le hiciste creer que era tu prisionera? -le reprochó Anaíd.

– Selene podía hablar con los espíritus gracias a tu sangre y, cuando se enteró de quién era hijo, se alejó de mí y me consideró su enemigo. Noté cómo se encerraba en sí misma y se blindaba. No me quedó más remedio que vigilarla y privarla de sus armas. Ella lo malinterpretó como una amenaza y huyó de mí. Yo os hubiera defendido y os hubiera llevado de regreso al mundo civilizado para formar una familia.

– ¿Y la osa? Si ya no eras Odish ni estabas a las órdenes de Cristine, ¿por qué la temías? ¿Por qué la odiabas? -insistió Anaíd.

– Era una antigua enemiga con la que sostuve un duro combate años atrás. Creía que me buscaba a mí y que pretendía vengarse con los míos.

Anaíd lo creyó sin una sombra de duda. Sus palabras le sonaron sinceras, sus explicaciones eran lógicas y todo encajaba.

– ¿Qué hiciste cuando pensaste que estábamos muertas?

– Maté a la osa. Estaba ciego de ira y, en cuanto me recuperé de mis heridas, me lancé a su persecución. Como ya no tenía mis poderes, por primera vez estuve en dificultades: tras la cacería se me infectaron las heridas y pasé semanas debatiéndome entre la vida y la muerte.

– ¿Y no se te ocurrió ni por un momento que pudiésemos estar vivas?

– Era imposible. Absurdo.

Anaíd reconoció el mérito de su madre, por entonces una muchacha de dieciocho años, que la parió sola en medio de los hielos, se alimentó de hígado de foca crudo y viajó con una osa y una perra por las estepas.

– Fue gracias a Selene y su coraje.

– Y a la magia Omar. Sin la protección de la osa madre y sin la magia de Aruk, el espíritu, tú y tu madre habríais muerto. El frío, el hambre o los depredadores habrían acabado con vosotras. Conozco muy bien el Ártico. No perdona.

– ¿Y Cristine? ¿No te dijo que estábamos vivas?

Gunnar movió la cabeza con desagrado.

– No quise saber nunca más de ella. Después de matar a la osa, me enrolé en un mercante en el puerto de Gothab y pasé catorce años navegando y envejeciendo. Una sensación maravillosa aunque triste. Era el único consuelo de que mi pena no duraría siempre porque acabaría conmigo, cuando muriese.

– ¿Y cómo te enteraste de nuestro paradero? -quiso saber Anaíd.

– Mi madre, Cristine, despertó de su letargo el día en que murió Deméter. El sortilegio de tu abuela Omar, que había embrujado a tu abuela Odish, desapareció con su último aliento. Cristine volvió a la vida, te buscó y te encontró. Era la única Odish que sabía la verdad acerca de tu naturaleza. I.as otras se dejaron engañar por Selene y el reclamo de su pelo rojo.

– ¿Y tú?

– Me negué a contestar a la llamada de mi madre al principio, pero ya la conoces, fue insistente y envió un mensaje hasta mi barco. Una gaviota depositó sobre mi petate un mechón de pelo rojo. Pertenecía a un bebé, era un pelo suave, infantil. Comprendí que mi hija estaba viva y desembarque en el primer puerto que tuve ocasión. Fue en una isla Indonesia. Me costó un tiempo llegar hasta Urt y, cuando llegué, lamentablemente, ya era tarde. Selene y tú habíais desaparecido.

– ¿Estuviste en Urt?

– Sí.

Anaíd se llevó la mano al pecho. ¡Su padre había estado en Urt! Cuánto le hubiera gustado que Selene escuchase esa historia. Y en ese mismo momento, atendiendo a su petición, se abrió la puerta y apareció Selene, cansada de llorar y aterida de frío, pero serena.

Gunnar calló y esperó a que tomase asiento sin dejar de seguirla con la mirada.

Anaíd pensó que tal vez había sido él quien la había llamado telepáticamente. Se entendían sin palabras y las personas que han estado muy unidas pueden recuperar esa comunión sin darse cuenta, con naturalidad.

Gunnar la estaba esperando y se dirigió a ella cuando continuó su relato:

– Estuve en Urt, pregunté por vosotras y me remitieron a un hombre llamado Max. Fui a verle.

Anaíd se quedó pasmada y Selene se recompuso inmediatamente.

– ¿Qué te dijo?

– Que ibais a casaros.

Selene apretó la mandíbula y movió la cabeza afirmativamente.

– Ahora ya lo sabes.

Anaíd, sin embargo, no lo sabía. Se quedó de piedra.

– Eso no me lo dijiste… ¡Ni siquiera me lo presentaste!

Selene se dirigió a Anaíd.

– No quería correr riesgos.

– No, no puede ser -balbuceó Anaíd, recordando una breve entrevista que mantuvo con Max y en la que se cayeron mal mutuamente porque ninguno de los dos estaba informa-do de la existencia del otro-. Ese tipo era, era, era… un estúpido.

Selene la retó.

– Soy yo quien escojo a mis pretendientes y no tú.

Gunnar tomó a Selene de las manos y aunque Selene intentó desasirse él no la dejó. Las manos de Gunnar eran grandes, fuertes, y cuando deseaban algo, lo cogían sin más. Tenía a Selene y no la soltaba.

– ¿Le quieres?

Selene respiró agitada.

– No responderé a un interrogatorio.

Pero Gunnar apretó más fuerte sus manos y la obligó a levantar la vista.

– No te puedo decir que te he estado esperando, porque creía que estabas muerta, pero he soñado contigo cada noche de estos quince años. Te quiero, Selene, ¿y tú? ¿Me quieres todavía?

Selene aguantó el embate de aquellos ojos acerados, respiró profundamente y tomó fuerzas. Luego escupió las palabras con rabia, una a una, contra la cara de Gunnar:

– Quiero a Max y me casaré con él.

Anaíd se indignó con su madre.

– Lo dices para herirle, no le quieres, ese Max no vale nada y…

Pero Gunnar soltó a Selene con tristeza y levantó las manos en señal de buena voluntad.

– Es tu decisión, Selene, eres libre.

Anaíd, dolida al ver que su padre abandonaba su propósito a la primera de cambio, insistió:

– Pero tú nos has estado esperando todo este tiempo, has soñado con nosotras, has esperado este momento para tener una familia y no perderla como te había ocurrido tantas veces… No es justo.

Gunnar la atrajo hacia él y la abrazó.

– Ahora que te he encontrado, no te dejaré.

Selene chasqueó la lengua.

– Estupendo, magnífica representación teatral del viajero que sueña con su antiguo amor y su bonita hija. Conmovedor.

El sarcasmo le dolió a Anaíd.

– Es mi padre y lo será siempre. ¿Por qué eres tan rencorosa? ¿No sabes perdonar?

Selene aplaudió irónicamente a Gunnar.

– Lo dicho: ¡estupendo! Ya la tienes de tu parte. Quince años sin saber siquiera que existías y en unas pocas horas te metes a tu hija en el bolsillo y consigues que se enamore de ti y que, de paso, me reproche toda mi vida. Fantástico.

Anaíd no la escuchaba. Selene le parecía una egoísta, rencorosa e injusta. Le negaba lo que más deseaba en ese instante: una familia unida.

Selene continuaba hablando, hiriente.

– Un psicodrama de manual. El padre regresa al hogar, pide un plato, una cama y ofrece amor y bienestar. Pero la vida no es así. Los cuentos que te explicaba Deméter no existen. A tu abuela la mataron las Odish y Gunnar fue, ha sido y continúa siendo un Odish. Somos enemigos irreconciliables. Lo que es bueno para unos no puede serlo para otros. ¿Lo entiendes? Me da igual, aunque no lo entiendas.

Selene ignoraba que, a pesar de que su discurso era honesto y coherente, cada palabra que salía de su boca empujaba unos centímetros más a Anaíd hacia los brazos de Gunnar y la hacía dudar sobre su naturaleza, puesto que era medio Odish. Selene, en cambio, desde su arrogancia de Omar pura, estaba lejos, muy lejos de comprender cómo se sentían los que descubren en su interior el germen de la oscuridad sin haberlo buscado.

– Y ahora ya puedes marcharte -concluyó Selene, de nuevo ajena a la empatía de su hija.

– No me iré -manifestó Gunnar.

Selene estaba perpleja.

– Te he dicho que mi respuesta es no. No te quiero y no quiero verte más.

– No he venido solamente por ti. No voy a dejar a Anaíd expuesta otra vez a Baalat.

Selene se irritó.

– Eso es una excusa. Lárgate.

– No es ninguna excusa. Baalat está ahí fuera y ni Anaíd ni tú podéis detenerla, de momento.

Anaíd no pudo callar lo que sabía.

– Ha estado enviando mensajes y no me habías dicho nada.

Selene palideció.

– ¿Habéis hurgado en mi móvil?

– Recibiste un mensaje de Baalat dirigido a mí. ¿Desde cuándo intenta ponerse en comunicación conmigo? -la acorraló Anaíd.

Selene justificó su silencio.

– No quería que lo leyeses. Quizá le habrías infundido fuerzas.

– ¿Por qué no borraste los mensajes entonces?

– Por si nos podían servir de alguna pista, de algún indicio. Pensaba enviárselos a Elena para que hallase la manera de interceptarla.

Gunnar se inquietó.

– ¿Has notado algo al salir fuera?

Y al preguntarlo abrió la puerta de la caravana indagando en el silencio de la oscuridad.

La noche, antes estrellada, se había tornado tenebrosa. Anaíd sintió un escalofrío y le pareció ver una sombra cubriendo los campos de almendros. ¿Era sugestión o estaban cambiando la luz y la textura del paisaje? A duras penas conseguía distinguir las flores amarillas de la retama que crecían junto a los matorrales. Cuando salió con Selene a dar un paseo se fijó en que las flores, abiertas, bañadas por la suave luz de la luna en cuarto menguante, refulgían como perlas doradas. Ahora algo sucedía y tan sólo la presencia de Gunnar la tranquilizaba.

Selene, sin embargo, no se rendía a las evidencias.

– ¿De qué nos vas a servir, Gunnar? ¿No renunciaste a tus poderes?

– No invoco la magia, pero conozco las artes de la lucha. Fui un berseker y tuve tropas leales.

Selene chasqueó los dedos.

– No necesitamos tu valor. Tenemos a Yusuf Ben Tashfin, un guerrero almorávide dispuesto a convocar a su ejército de guerreros muertos.

Anaíd intervino con contundencia.

– No estamos en condiciones de rechazar ninguna ayuda, mamá.

Y aunque dijo «mamá», lo dijo con autoridad. Selene se dio media vuelta y se sentó en la litera, concediéndose una tregua.

– Haz lo que quieras. Luego no digas que no te avisé.

Anaíd cogió a Gunnar de la mano y lo arrastró al interior del cubículo.

– Quédate, por favor. No le hagas caso.

La caravana era pequeña, pero también resultó suficientemente grande para que tres cuerpos quedaran distanciados entre ellos. A pesar de que oían perfectamente el sonido regular de sus respiraciones y hasta percibían el calor ajeno, cada uno de ellos se sumió en sus pensamientos, en sus mundos privados.

Anaíd frotó su anillo de esmeralda y Ben Tashfin, el espíritu servicial que convocaba con ese simple gesto, se materializó y se inclinó ante ella.

– Vigilaré por vos, mi señora, descansad tranquila.

Selene y Gunnar ni siquiera parpadearon y Anaíd se dio cuenta de que no podían ver ni oír al espíritu.

Saberse más poderosa que sus propios padres no la consoló en absoluto.

¿Qué clase de familia eran? Una Omar, un Odish y… su hija. Los tres vértices de un triángulo de afiladas aristas.

Una extraña familia.

CAPÍTULO II

Las alianzas

Primero fue el resplandor del rayo y unos segundos después el estruendo del trueno. Anaíd se incorporó bruscamente sin acordarse de que estaba embutida en una litera de una caravana, a pocos centímetros del techo metálico. Levantó la cabeza, se pegó un buen porrazo y gritó, claro. Pero en lugar de la voz de Selene le respondió una voz masculina, aterciopelada como una balada irlandesa, que la arrulló.

– Duerme, Anaíd, sólo es una tormenta. Duerme, mi niña.

La voz tarareó una melodía y sus sonidos la arroparon. ¿O fueron unas manos? En su duermevela Anaíd sintió cómo una mano grande le retiraba con ternura el flequillo de su frente y se entretenía siguiendo los trazos de su rostro. Su palma ocupaba casi todo el óvalo de su cara. Tenía un tacto áspero, pero cálido, y pensó que estaba ávida de cariño.

Aquella mano, encallecida por el trabajo y surcada de cicatrices, había asido centenares de cuerdas, empuñado docenas de espadas y acariciado miles de cuerpos. Era la mano de Gunnar, que había permanecido vigilante toda la noche hasta que, a las primeras luces del alba, se había extasiado en la contemplación silenciosa de su hija.

Selene tampoco dormía. Estaba inmóvil en su litera, hecha un ovillo, y reteniendo con avaricia todos sus pensamientos para que Gunnar no se los robara ni llegase siquiera a intuirlos.

Tan ensimismados estaban ambos en sus propias elucubraciones que no se percataron del cariz que estaba adquiriendo la tormenta, hasta que se desató el vendaval y la caravana incluso se tambaleó peligrosamente. Y cuando la lluvia comenzó a repiquetear contra el techo del vehículo, el sonido de las gotas que caían a millones se multiplicó en infinitos golpes y el agua se transformó en piedra. Anaíd se desveló definitivamente. Algo le decía que esa tempestad no auguraba nada bueno.

Y Gunnar sintió la misma certeza.

– Es Baalat.

Únicamente Selene, ya fuese por llevar la contraria o porque realmente lo pensaba, aportó la nota discordante.

– Es una simple tormenta.

De simple nada. En un alarde de espectacularidad, tal vez ofendida por el adjetivo de Selene, la tormenta desencadenó un viento huracanado que embistió el flanco izquierdo del vehículo, justo donde se abría la ventana de la minúscula cocina, y el vendaval reventó el cristal. Granizaba, y por el hueco se colaron a gran velocidad piedras heladas del tamaño de un huevo de alondra.

– ¡Aparta! -avisó Gunnar ante el gesto instintivo de Selene de acercarse a recoger el estropicio.

Y la obligó a agacharse mientras agarraba la mesa de fórmica que estaba sujeta al suelo del vehículo y la estiraba con fuerza. Los músculos de los brazos y el cuello se hincharon tensos, a punto de reventar, hasta que la arrancó de cuajo y la colocó a guisa de parapeto ante la ventana vacía para impedir que penetrasen con furia los proyectiles de hielo.

– Rápido. Ayudadme a atrancarla.

Anaíd se puso en pie rápidamente y, con los píes descalzos, saltó para ayudar a Gunnar.

– ¡Cuidado con los cristales!

Cristales o pedazos cortantes de hielo, tanto daba, Anaíd notó la mordedura del frío en sus plantas desnudas; pero no tenía tiempo de calzarse, ni de abrigarse.

Unos minutos más tarde, Selene recogía con una pala el granizo que cubría el suelo y Gunnar claveteaba la mesa contra la ventana mientras Anaíd le ayudaba sosteniendo las patas sobre sus hombros. Cuando Gunnar dio el último toque de martillo, se limpió el sudor de su rostro y la tarea estuvo finalizada, el viento remitió y dejó de golpear la chapa. La lluvia, mansamente, comenzó a caer.

No es que Anaíd prefiriese que el viento y el granizo acabasen con la caravana, pero le resultaba descorazonador haberse tomado todo ese trabajo para asistir luego a un plácido espectáculo de chirimiri.

Ella lo pensó, pero Selene lo dijo y sembró cizaña:

– Genial. Te cargas la mesa, agujereas el suelo, destrozas la chapa y… ¿Para qué? Fíjate, sólo caen cuatro gotas.

Gunnar, sin embargo, no le hizo el más mínimo caso.

– Shhh. ¿No lo notas?

Fue suficiente. Anaíd lo notó. Notaba desde hacía un rato una mano fría tanteándola, pretendiendo hurgar en su interior. Aunque no le había hecho caso, lo notaba. Gunnar tenía razón y Selene no quería siquiera escuchar.

– Claro que lo noto: noto que llueve y basta.

– Es la calma que precede a la tormenta.

– Por si no te has enterado, la tormenta ya se ha producido.

– Te equivocas. Eso era sólo una advertencia.

Anaíd hizo caso de Gunnar y se concentró para VER a través de la oscuridad. Y al poco tiempo vio la sombra que instigaba los cielos y que atraía las nubes hacinándolas las unas sobre las otras, hinchándolas, cargándolas mortalmente de agua. Eran nubes anómalas, venidas de los confines de la tierra, que acudían a la llamada de una fuerza que las invocaba. Un conjuro poderoso estaba concentrando sobre ellos la potencia de mil tormentas.

Se disponía a ESCUCHAR cuando Selene se lo impidió abriendo la puerta de la caravana y protagonizando una sobreactuación estelar.

– ¿Lo veis? Es lluvia, simplemente lluvia. La lluvia no hace daño, sólo moja.

Y de un salto salió fuera del pequeño recinto, corrió unos metros y levantó los brazos riendo y dando vueltas.

– Agua, agua fresca, deliciosa.

Alzó la cabeza dejando resbalar las gotas de lluvia por su rostro y sacando la lengua para atraparlas, como si estuviese sedienta.

– Ven, hija, ven a bailar bajo la lluvia como hemos hecho siempre.

Anaíd contempló atónita a su madre danzando juguetonamente mientras sus ropas se empapaban y se adherían a su piel. Al cabo de unos instantes el cabello de Selene chorreaba sobre su figura danzante, que por la misma extravagancia del gesto resultaba hermosa. Tras ella los campos de almendros cubiertos de granizo resplandecían en la oscuridad con una blancura engañosa. Los troncos desnudos, despojados de las últimas flores por el viento huracanado, se retorcían corno cuerpos agonizantes.

– Mamá, vuelve, es peligroso.

– Ven, Anaíd, es una tormenta de primavera.

No, no era ninguna tormenta. Anaíd tenía más poderes que su madre y VEÍA en la superficie espectral del granizo que cubría la tierra reflejarse como en un espejo la zarpa de una bruja Odish.

– Ha sido Baalat, está aquí. ¿Recuerdas lo que nos ocurrió? Yo me comuniqué con ella, la invoqué.

Selene detuvo su frenética danza unos instantes. Jadeando y con las manos en la cintura, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, respondió con contundencia a Anaíd:

– Es tu padre. Era él quien nos seguía y fue él quien nos atacó para asustarnos y hacernos creer que estábamos en peligro.

Y en ese momento, Gunnar saltó por encima de Anaíd, cosa harto difícil, puesto que Anaíd era bastante alta. Prácticamente voló por los aires, aterrizó sobre Selene con violencia y, sin mediar palabra, le propinó un fuerte golpe en la cabeza; acto seguido se la echó sobre los hombros como si fuera una muñeca de paja. Selene, desvanecida, balanceaba brazos y piernas al ritmo de las zancadas de Gunnar, que se alejaba hacia el bosque huyendo en una alocada carrera con su prisionera.

Todo ocurrió en pocos segundos ante la mirada atónita de Anaíd, que apenas tuvo tiempo de sacar su átame y salir corriendo para librar a su madre del ataque furioso de Gunnar, a quien hacía unos instantes consideraba el padre más tierno y maravilloso del mundo.

¿Cómo podía haber sido tan ciega? ¿Cómo podía haberse dejado engañar de esa forma tan estúpida? Apenas pudo gritar -«déjala»- o le pareció que gritaba. No estuvo segura porque el ruido se adueñó del silencio y las palabras chocaron contra el fragor del sonido del agua. No se dio cuenta de nada porque tenía lodos sus pensamientos ocupados en rescatar a Selene y librarse de ese padre desconocido a quien había otorgado su confianza ciegamente. Por eso no la oyó hasta que la tuvo encima y su rugido fue demasiado evidente para ignorarlo.

Al darse la vuelta el horror la paralizó.

Detrás de ella, a unos pocos metros, una ola monstruosa avanzaba en su dirección a la velocidad de la luz, barriendo todo cuanto hallaba a su paso. Como todas las riadas, apareció de repente, pero llevaba fraguándose un buen trecho. El lecho seco y profundo de la riera se había llenado con el agua de los torrentes secos que bajaban de la sierra hasta convertirse en un río embravecido. Un cúmulo de aguas turbulentas que arrastraban consigo ramas, piedras, animales y árboles, que lamían la tierra con voracidad y se llevaban cuanto encontraban por delante.

Anaíd permanecía inmóvil, en medio de ese lecho que pronto se inundaría de agua. El rugido del cataclismo la había paralizado como lo hacía en tiempos ancestrales el rugido del león. La niña, hipnotizada por la fuerza asesina del agua, era incapaz de reaccionar. Hasta que sintió unos brazos rodeándola no despertó de su ensimismamiento. Era Gunnar que, tras haber dejado a Selene en lo alto del pinar, había corrido en su búsqueda. Fue Gunnar quien la levanto en volandas y la lanzó como un fardo fuera del cauce mientras recibía sobre su cuerpo el impacto tremebundo del agua y era engullido por ella.

– ¡Noooo! -gritó Anaíd al caer en el suelo cubierto de finas agujas de pinaza y resina, viendo cómo ese río desbocado y furibundo se llevaba consigo a su padre.

Le veía bracear desesperadamente intentando sujetarse a cuantas ramas se cruzaban en su camino, pero ninguna era lo suficientemente fuerte para detener el empuje de las aguas y sostener su peso.

Selene estaba inconsciente y los braceos de Gunnar eran cada vez más intermitentes y débiles. Pronto sucumbiría. Nadie podía ayudarlo excepto ella.

Anaíd se creció y comprendió que, si realmente quería salvar a su padre, le quedaban pocos segundos para poner en juego sus poderes.

Concentró todas sus energías en dominar el agua. Era la primera vez que lo intentaba y no resultaba nada sencillo, pero si las Omar de agua conseguían pacificar los océanos, ella, iniciada por el clan del delfín, intentaría detener el curso del torrente. A pesar de la dificultad, alzó las manos con las palmas abiertas y musitó unas palabras en la lengua antigua:

¡Osneted semenditlor!

Lo pronunció con contundencia; la energía que brotó de su mente y se expandió por sus miembros se dirigió hacia las embravecidas aguas. Anaíd mantuvo el pulso con el río por espacio de un tiempo que le pareció eterno. El empuje del agua tenía la fuerza de mil cataratas y su sola voluntad mágica no bastaba para detener esa inercia enorme. Consumió todas sus energías en esa lid y notó cómo se le agarrotaban los dedos uno a uno y los calambres recorrían dolorosamente sus brazos extendidos. Pero no se amilanó. La vida de Gunnar estaba en juego y se mantuvo firme, presionando, aguantando y conteniendo el caos, hasta que poco a poco fue disminuyendo la presión y el curso del torrente desbocado fue amortiguando su velocidad hasta detenerse casi completamente, convertido en un riachuelo inofensivo.

Anaíd, exhausta, dejó caer los brazos y cerró los ojos unos instantes, para luego tomar aire y salir corriendo hacia donde supuestamente debía de estar Gunnar.

En efecto, encontró su cuerpo unos centenares de metros más abajo; estaba amoratado y no respiraba. Sin perder la calma, contempló su vientre hinchado, se arrodilló junto a él y apretó la boca de su estómago con ambas manos, presionando con los puños y usando la poca fuerza que le quedaba para desbloquear su laringe obturada y obligarle a expulsar el agua que encharcaba sus pulmones. Una vez, otra, otra. Los masajes eran potentes y certeros, y por fin el agua fue saliendo en pequeños surtidores por su boca; y tras el agua le sobrevino un acceso de tos. Inmediatamente, Anaíd se agachó y tapó su nariz mientras le proporcionaba aire con la boca sin olvidarse de masajear su pecho. Sintió el calor de sus labios, los latidos de su corazón que se instalaban de nuevo en aquel corpachón enorme y generoso, y con una emoción mayor si cabe que cuando lo vio por primera vez, asistió a su renacer.

Gunnar parpadeó, abrió los ojos poco a poco y se hizo cargo de la situación. Era rápido, muy rápido. Fue el primero que se percató de la catástrofe y que prefirió noquear a Selene para evitar pelear con ella antes de que la arrastrase la corriente.

– Selene -murmuró mirando a Anaíd.

– Ella está a salvo, donde tú la dejaste.

Se incorporó y él mismo, sin ayuda de su hija, dio unos pasos vacilantes, se agachó y vomitó toda el agua que había tragado. Luego, como si en lugar de haber estado a las puertas de la muerte se hubiese dado un chapuzón, tomó a Anaíd de la mano y la alejó del lugar donde estaban.

– ¿Has detenido las aguas?

– Te estabas ahogando.

– Debes de estar agotada. Has consumido mucha energía.

Y Anaíd se dio cuenta de que, en efecto, estaba desfalleciendo.

– Lo importante es que ya acabó.

Gunnar la cogió en brazos antes de que cayese desmayada y, sólo entonces, la corrigió:

– Lo siento, pero justo acaba de empezar.

Un relámpago iluminó momentáneamente el valle, como un cohete de fogueo que precede a la traca. Pronto, el cielo estalló en mil pedazos. La tormenta de agua se trocó en una tormenta eléctrica de dimensiones desproporcionadas. Los rayos caían aquí y allá sin tregua y a cada estallido los tímpanos flaqueaban, a punto de reventar, y cada resplandor hería la retina. Gunnar, sin embargo, avanzaba hacia el bosque para rescatar a Selene del refugio incierto que constituían los pinos, que uno a uno iban siendo abatidos por los rayos.

Anaíd, casi semiinconsciente, pensó que estaba asistiendo al fin del mundo. No había un pedazo de tierra seguro donde refugiarse. El fuego y las descargas eléctricas estaban arrasando todo el perímetro que la rodeaba. Baalat iba a por ella y ella se había quedado sin fuerzas.

Gunnar llegó por fin al lugar donde había dejado a Selene, pero Selene no estaba. En su lugar sólo quedaba la cinta con la que acostumbraba a recogerse el pelo.

Gunnar, inquieto, depositó en el suelo a Anaíd y gritó.

– ¡Selene! -y salió corriendo en su búsqueda.

Anaíd, asustada, quiso decir «No me dejes, tengo miedo», pero no pudo articular palabra. Al poco, la voz y los pasos de Gunnar se fueron perdiendo en la lejanía. Y ése fue el momento que aprovechó Baalat para llegar hasta ella.

Anaíd sintió, esta vez sí, claramente, un tentáculo húmedo y viscoso reptando por su rostro y pretendiendo introducirse en su oído. El asco pudo más que el miedo y de un manotazo apartó el tentáculo invisible, pero su mano quedó impregnada de una sustancia pegajosa, exactamente como si hubiese metido la mano en un tarro de miel. Intentó moverla pero no pudo, le pesaba y apenas tenía tacto. Poco a poco los dedos se le fueron paralizando hasta que le quedaron liosos, rígidos. Parecían pegados con cola de zapatero y muertos. Era la mano de su sortija de esmeralda y sin el roce de su piedra mágica no podía convocar al guerrero almorávide.

Estaba sola y nadie podía ayudarla.

El pánico afloró al percibir de nuevo la repugnante sensación de un tentáculo frío e invisible que penetraba por uno de sus orificios nasales. Apretó los dientes venciendo las arcadas y la necesidad apremiante de arrancarlo de un manotazo, como hiciera antes, y puso en juego toda su fortaleza repitiéndose una y otra vez que la fuerza era inútil y que debía utilizar la magia con inteligencia y bloquear su mente para evitar ser invadida.

Consiguió detener a Baalat a fuerza de voluntad férrea.

Y mientras la tierra se resquebrajaba, los matorrales ardían, los troncos de los árboles caían desgajados y Gunnar buscaba desesperadamente a Selene, Anaíd cayó al suelo con los ojos en blanco luchando en silencio contra Baalat.

La poderosa magia de la Odish nigromante vencía poco a poco la resistencia de la niña. Y a pesar de la tenacidad de Anaíd bloqueando su mente, su cuerpo iba Saqueando tras cada sacudida y sus convulsiones eran casi agonizantes. Apretó los dientes hasta desencajarse la mandíbula de dolor. Los calambres le agarrotaban los nervios. Cada célula, cada partícula de su piel, de sus músculos y sus huesos estaba en tensión. Hasta que no pudo más. Al fin y al cabo su cuerpo era mortal y su corazón no resistiría. Eso significaba la muerte.

¿La muerte?

Anaíd dudó, flaqueó unos instantes, los suficientes para bajar sus defensas, y Baalat aprovechó ese momento para colarse dentro de ella.

Penetró por su boca, sus oídos y su nariz, y se desparramó por su cuerpo y su cerebro causándole un agudo dolor en la cabeza.

Anaíd gritó, pero nadie podía oírla.

La Odish se ramificó por todas sus conexiones neuronales y avanzó como una serpiente a través de sus pensamientos recónditos.

Anaíd, horrorizada, sintió como si una mano estrujase despiadadamente sus recuerdos infantiles, golpease hasta hacerla sangrar la memoria de sus experiencias y azotase sus sentimientos.

Baalat entró en ella, Baalat se expandió por sus manos, su estómago y su cerebro, y Baalat fue quien pidió a gritos el cetro de poder y husmeó hasta saber que estaba guardado en la caravana, dentro de la maleta, envuelto en toallas.

Anaíd aún conservaba la conciencia de sí misma, pero sabía que pronto la perdería y que entonces su cuerpo quedaría a merced de la voluntad de Baalat.

– Anaíd, no te rindas -le susurró una voz helada, pero cercana.

Atendió a esa voz amiga. Había hablado a un rincón de su cerebro que todavía le quedaba libre, un pequeño espacio de libertad en su mente invadida. Su memoria comenzaba a poblarse de extrañas escenas. En ellas revivía sacrificios ofrecidos a la diosa Baalat, legiones romanas avanzando bajo una nube de polvo…

– Anaíd, resiste -volvió a decirle la voz sibilante y fría.

Anaíd lo intentó con todas sus fuerzas. Se convenció de que esa lanza que sostenía el decurión no era un recuerdo suyo y la destruyó, la imagen desapareció de su recuerdo instantáneamente.

– Muy bien, Anaíd. Échala fuera de ti. Cierra tu mente -le ordenó la voz con autoridad.

Y Anaíd la obedeció.

Poco a poco fue rechazando con firmeza ese aluvión de imágenes y recuerdos ajenos, esa intrusión de vidas que no había vivido, ese rosario de horrores que afortunadamente no había presenciado. Y al hacerlo, notó cómo la opresión de Baalat frenaba bruscamente, se detenía y luego retrocedía paso a paso. Exactamente, como si desde fuera la arrastrasen a su pesar. Lo comprendió rápidamente. La voz la ayudaba y estaba arrancando a Baalat de su cuerpo.

– ¡Ahora, Anaíd, ahora! -le ordenó la voz.

Recuperó sin dudarlo la entereza, supo aprovechar la ayuda que se le brindaba y expulsó a Baalat fuera de su cuerpo con todas sus fuerzas. Y por fin estuvo libre.

Se llevó las manos a la cara con temor. Jadeaba y temblaba como una hoja.

Esperó un nuevo ataque, una nueva acometida. Pero no sucedió.

No había nadie, sólo una niebla pegajosa envolviéndola. Tanteó el vacío con incredulidad. ¿Y Baalat? ¿Y la voz misteriosa que la había defendido? Nada. La rodeaba la nada más absoluta.

Por fin estaba libre, su mano había recuperado la movilidad. Ella misma pasó la palma de sus manos por sus piernas y sanó sus músculos restableciendo el tejido desbarrado. Su cuerpo era un guiñapo, pero con la ayuda de la magia recuperó el tono y la consistencia. No obstante, cuando fue capaz de caminar y quiso correr hasta la caravana para rescatar su cetro, se sintió tan cansada que boqueó en busca de aire, perdió pie y se desvaneció a tan sólo unos pasos. Los suficientes para salvar la vida, porque en esos mismos instantes la caravana saltó por los aires alcanzada por un rayo y el depósito de la gasolina explotó como una bomba. El gran vehículo comenzó a arder con llamaradas altas que chamuscaron las copas de los pocos pinos que habían resistido a los embates de la tormenta.

Anaíd abrió los ojos aturdida por el ruido y se protegió la cabeza con las manos para librarse de la lluvia de casquetes y cenizas que caía sobre ella. Y vio el cetro de poder, resplandeciente, volando por los aires como un pájaro alado de fuego que, siguiendo la trayectoria de un arco perfectamente trazado, aterrizaba a sus pies, obediente.

– ¡No lo cojas, Anaíd, no lo cojas! -oyó que gritaba Selene en la lejanía corriendo hacia ella.

Anaíd estaba aturdida. A su alrededor sucedían cosas extrañas y necesitaba consejo. Frotó su anillo de esmeraldas y ante ella apareció Yusuf con su espada desenvainada.

– ¡Oh, mi dama! En mi opinión, vuestro es el cetro, vuestro es el poder.

– ¿Debo usarlo?

– Ha acudido a vuestros pies. Yo convocaré a mis guerreros para protegeros.

Y así lo hizo. Un ejército silencioso e invisible de aguerridos guerreros rodeó a Anaíd. Pero ni siquiera bajo la protección del ejército almorávide Anaíd se atrevía a cogerlo. Era incandescente, ardía y, por precaución, por miedo, retiró la mano sin tocarlo.

– ¡Es una trampa, no caigas en ella! -gritó su madre-. No estás preparada para dominarlo y Baalat podría arrebatártelo.

Selene, jadeante, se acercaba a Anaíd con la angustia instalada en el rostro. Y tras ella, Gunnar. Los dos respiraron aliviados al comprobar que estaba sana y salva, y como si realmente fuesen capaces de comunicarse sin dirigirse ni una sola palabra, atravesaron las filas de los guerreros almorávides silenciosos, se tomaron de las manos y la rodearon. Anaíd quedó en medio del círculo mágico que propiciaban sus padres. Una Omar, un Odish. La magia de ambos y su fuerza para proteger a su cachorro. En el círculo exterior, los guerreros de Yusuf tranquilizaban a sus inquietas monturas. Estaba protegida. Se sentía segura.

– Ciertamente el cetro es tuyo -susurró Gunnar.

– Tómalo, Anaíd -oyó la voz fría que la había defendido de Baalat.

– No lo cojas, Anaíd. Resiste -insistió Selene.

Fuera de los círculos tras los que sus padres y los guerreros fantasmagóricos la protegían, Anaíd podía sentir la rabia de Baalat. Pretendía el cetro. Por tanto, si Anaíd conseguía el cetro antes, vencería. ¿A quién hacía caso?

La voz misteriosa y fría que la ayudó a expulsar a Baalat de su cuerpo la decidió.

– Anaíd, vence a Baalat, toma el cetro antes de que lo tome ella.

Y Anaíd, imbuida de sus palabras, alargó su mano y cogió el cetro de oro forjado por la madre O.

No se quemó ni se resintió de su atrevimiento. Inmediatamente, un flujo de energía luminosa brotó de la materia mágica de la que estaba compuesto el cetro dorado y se expandió cálidamente, fluyendo por sus venas y alimentando todos y cada uno de los rincones de su cuerpo.

El cetro era hermoso, palpitaba entre sus manos y, si bien la palma ya no le quemaba, el cosquilleo que se extendía por su cuerpo era más intenso en el lugar donde se producía el contacto.

El cuerpo fue perdiendo gravidez y tornándose ligero, ligero y Anaíd comenzó a ascender como una pluma transportada por el viento. Hasta que, asombrada, se vio a sí misma desde lo alto. No lo comprendía. ¿Volaba? ¿Levitaba? ¿Qué había sucedido?

En realidad, la sombra de Anaíd se había separado de su cuerpo y se dejaba arrastrar por la voluntad del cetro. El cetro de poder gobernaba el espíritu de Anaíd y la conducía hacia una dimensión espectral.

Se contempló con curiosidad. Esa joven esbelta, más alta y más delgada que Selene, de mirada azul, límpida, acerada como un iceberg, y tez blanca, casi translúcida, ¿era ella? Le recordó vagamente a la dama de hielo, Cristine, su abuela. ¿Así la veían los demás? Y cuanto más se miraba más se sorprendía de su aspecto y más fascinada quedaba por el frágil poderío que irradiaba.

Y en esos momentos el círculo externo de los guerreros de Yusuf fue atacado por una horda compacta de bestias salvajes. No podía distinguir si se trataba de panteras,

hienas o chacales. Aquellas fieras saltaban sobre las monturas de los almorávides con los colmillos desnudos sin temer a las espadas de los espíritus.

Quiso bajar de nuevo y reunirse con su cuerpo terrenal para ayudar a sus padres, pero un chasquido, un dolor súbito y algo parecido a un desgarro la alertó. ¿Qué pasaba?

Y de pronto descubrió que ya no veía nada, que todo se había oscurecido. La niebla se extendía a sus pies como un manto y pronto truncó su sorpresa en extrañeza. El hilo que la unía con el mundo real se había roto y su espíritu vagaba sin rumbo, en otra dimensión.

Pero no estaba sola.

Ante ella había una Odish. Baalat. La reconoció inmediatamente a pesar de ampararse en la sombra de un cuerpo robado. Baalat era una serpiente sinuosa con brazos, una lengua bífida y unos ojos afilados. Poderosa y brillante como una cometa alargó sus tentáculos hacia ella y supo que pretendía arrebatarle el cetro y que por ello la había separado de su cuerpo. Anaíd había caído en la trampa de Baalat que la había arrastrado hacia sus dominios.

Se defendió con saña. El cetro era suyo. Le pertenecía. Entre la niebla oyó la voz mortal de Selene, difuminada por la distancia.

– ¡No te dejes dominar por el cetro!

Pero Anaíd sólo obedecía el dictado de la voz interior que la animaba a avanzar hacia Baalat.

– Ven aquí, Anaíd, acércate -susurró Baalat.

Y esas palabras sí que le sonaron claras. Sabía que hablaba Baalat, pero no se amedrentó. Pronto le demostraría quién era más fuerte y quién era la dueña del cetro.

Dio un paso adelante hasta que quedó definitivamente cara a cara con la bruja Odish y quedó suspendida en el vacío midiendo sus fuerzas con ella. Y de nuevo oyó la voz de Selene avisándola.

– ¡Huye, Anaíd, huye!

Sin embargo, Anaíd no huyó. El cetro parecía acercarla más y más a Baalat, hasta que sus alientos se confundieron y sus ojos se fulminaron.

Anaíd no tenía miedo porque poseía el cetro, ésa era su arma mágica para destruir a Baalat. Levantó lentamente su brazo con la intención de golpear el cráneo de su enemiga, pero no pudo. Por más que intentó asestar el golpe mortal, el cetro se negaba a seguir el dictado de su mano.

– ¡Destrúyela! Te ordeno que destruyas a Baalat, la dama oscura -musitó Anaíd en la lengua antigua.

La risa de Baalat la desconcertó. No podía creerlo. El cetro se escurría de su mano y volaba hacia la mano de su oponente. No había forma de retenerlo. Se escurría sutil, como una anguila untada de aceite. De nada servía su voluntad, ni su empeño en mantenerlo, ni sus palabras mágicas, ni su enfado repentino. Hasta que el cetro estuvo en la mano indebida y la voz atronadora de Baalat retumbó en la noche:

– Ha venido hasta mí. El cetro ahora es mío.

Y se lanzó sobre Anaíd, que abrió la boca en busca de aire porque de pronto se ahogaba. Se llevó las manos al cuello para detener la opresión que sentía y que le impedía

respirar. Baalat la estaba estrangulando sin ponerle siquiera una mano encima. La dama negra dictaba al cetro sus órdenes y ella simplemente se estaba muriendo.

Fugazmente, vio pasar ante sus ojos, a la velocidad de la luz, retazos de su vida. Vio a su abuela Deméter con su trenza canosa y sus ojos grises tomándola de la mano en el robledal y mostrándole con un bastón, bajo la hojarasca, los lugares donde crecían los hongos venenosos de la Amanita muscaria. Vio los ojos negros de Roc en su rostro moreno y sus hoyuelos en las mejillas, riendo porque el agua de la poza estaba muy oscura y Anaíd había confundido su mano juguetona con una culebra de río. Vio a Elena, oronda, preñada, ofreciéndole un libro con el dibujo de una niña china, tocada con su sombrero redondo en una plantación de arroz; vio a Karen examinándola y pesándola con un mohín de disgusto; vio a Selene arrullándola en sus brazos y llenándola de besos. Sus recuerdos pasando efímeros mientras el oxígeno dejaba de irrigar su sangre y los ojos se le nublaban de muerte.

Y cuando ya creía que había entrado en la morada de los muertos, una bocanada de aire fresco penetró en su garganta y la vida regresó a sus venas como una burbuja juguetona. ¿Qué había pasado? ¿Qué ocurría?

Pronto lo supo. Baalat y ella no estaban solas. Una silueta femenina de luz fría y rostro velado se había interpuesto entre ambas y luchaba denostadamente contra la Odish.

Anaíd se frotó los ojos, parecía un hada, un hada victoriosa que asestaba rayos mortíferos de luz blanca. Un hada silenciosa, fría y vengativa que no tuvo piedad de la Odish y finalmente consiguió desgajarla en mil pedazos.

¿Quién era la misteriosa dama que le había salvado la vida?

¿Y el cetro?

Lo buscó con la mirada y lo vio flotando en el espacio. La llamaba de nuevo. Quiso tomarlo, pero la ingravidez de su cuerpo la desconcertó. De pronto fue consciente de su levitar y supo que iba a caer de nuevo a la tierra.

– ¡El cetro! -gritó alargando su mano hacia él.

Pero la misteriosa hada de luz de voz helada, la guerrera que había vencido a Baalat, se adelantó, tomó el cetro en sus manos resplandecientes y desapareció sin mostrar su rostro.

– ¡Mi cetro! -gritó Anaíd horrorizada.

Y en ese momento cayó sobre el suelo recuperando la sensación del peso de su cuerpo y la conciencia de ser terrenal.

A su lado, una serpiente caía con la cabeza cercenada por el atame que sostenía Gunnar, si es que ese berseker que echaba espuma por la boca y destellos de ira en sus pupilas era realmente Gunnar.

Tras él Selene, sin dudar, clavó su propio átame en el corazón del cuerpo sin vida de la serpiente. El embrujo estaba destruido.

También el valiente ejército de los espíritus de Yusuf Ben Tashfin, cubierto de la sangre de las fieras y con sus ropas y sus cuerpos desgarrados por las mordeduras, se reagrupaban en torno a su jefe.

Selene dio un paso hacia su hija y la abrazó con Tuerza. Anaíd notó sus sollozos y el calor de sus lágrimas que goteaban en su nuca, como un baño de compasión y afecto que la hacía retornar a la tierra.

– Anaíd, mi niña, mi pequeña.

Y ella se dejó querer sintiéndose de nuevo esa niña, una pequeña niña en brazos de su madre.

CAPÍTULO III

Las traiciones

Al detenerse el coche, Anaíd se despertó. Se sentía diminuta, como una lenteja acunada en la palma de una mano. Quizá porque había dormido sobre la falda de su madre, en el asiento trasero del coche, y tenía el recuerdo de sus dedos ágiles tanteando su espalda y dibujando letras de palo sobre su piel. Las letras componían palabras, palabras secretas que debía adivinar. Un juego antiguo al que Selene y ella eran aficionadas para huir de la disciplina severa de Deméter. Rió al recordar cómo Selene la tentaba con un bombón de rico chocolate praliné que las dos compartían en el pajar que hacía las veces de garaje. A oscuras, a escondidas, como dos chiquillas traviesas, se sentaban dentro del viejo coche para saborear los dulces prohibidos. Luego, ella se estiraba sobre la tapicería polvorienta y Selene escribía en su espalda como lo hacía ahora.

Se concentró para comprender el mensaje de Selene. ¿Qué estaba escribiendo? «Mi pequeña», le pareció interpretar.

Le complacía especialmente cuando Selene le acariciaba el cabello y trazaba círculos en su nuca. Era tan agradable que fingía estar dormida para que su madre continuara demostrando su juego cariñoso.

Pero Selene la despertó a su pesar.

– Anaíd, Anaíd, despierta, ya hemos llegado.

Ni siquiera preguntó dónde. Ya no tenía casa, era nómada y su último refugio, la caravana que habían alquilado, había saltado por los aires tras la explosión que provocó Baalat. Ahora eran fugitivos sin equipaje, sin pertenencias. Le extrañó la certeza de no tener nada. Y la tranquilizó. No había nada que no pudiese ser repuesto o sustituido y comenzaba a aprender una lección que desconocía. Lo más valioso son las personas y los recuerdos. La vida, en definitiva. Aunque se reservaba una carta en su manga: tenía una casa en Urt, una casa a la que podría regresar siempre que lo desease. Allí sí que guardaba sus juguetes, sus libros, sus fotografías y los aromas y las músicas que la acompañaron en su niñez.


Antes de abrir los ojos olfateó el aire como su abuela Deméter le había enseñado a hacer. Como las lobas. El olor a salitre la remitió a Gunnar. Era eso, estaba en el coche de su padre. Y se acordó del guerrero salvaje que había decapitado a la serpiente Baalat. Abrió los ojos súbitamente y se incorporó para cerciorarse de que en efecto Gunnar era ese hombre, pero sus ojos le devolvieron la imagen de un apuesto y maduro padre de familia que sonreía cariñosamente a su mujer y a su hija tras un agotador viaje automovilístico.

– ¿Qué tal has dormido? -preguntó con dulzura.

– Estupendamente, como un bebé -respondió Selene por ella.

Y Anaíd detectó que por primera vez su voz no traslucía ninguna agresividad. Tal vez sus padres se habían reconciliado. Tal vez esa horrible batalla había servido para unirlos. Tal vez su amor por ella había sido el pegamento mágico que los había unido a pesar de sus fuerzas centrífugas y de la maldición de la bruja Bridget, en el monte Domen. Se llenó de esperanza con sus tal vez y no quiso interferir el silencio mágico que presidía los movimien-tos de Gunnar cuando desconectó la llave del coche, abrió la portezuela delantera y se apeó.

– Voy a preguntar si hay habitaciones libres. ¿Me esperáis?

– De acuerdo -asintió Selene condescendiente, complaciente, comprensiva.

Anaíd quiso gritar de alegría. ¡Su madre había entrado en razón! Miró a través de la ventanilla y siguió con los ojos los pasos seguros de su apuesto padre. Y de pronto tuvo el impulso de decirle que le quería, que le estaba agradecida por su valor. Asió la puerta para abrirla y… gritó de dolor. Su mano estaba caliente y sensible. La contempló asombrada. Estaba quemada, la piel había saltado y tenía toda la palma en carne viva.

– ¿Qué me ha pasado?

Selene la examinó con mirada circunspecta.

– El cetro. Tienes la marca.

– ¿Qué marca?

– La marca de la profecía de Odi -musitó Selene con tristeza.

Anaíd recordó los versos de la profecía.


Ella destacará entre todas,

será reina y sucumbirá a la tentación.

Disputarán su favor y le ofrecerán su cetro,

cetro de destrucción para las Odish,

cetro de tinieblas para las Omar.


Era cierto. Había sido víctima del cetro. Pero a pesar del dolor que le causaba la herida, al nombrar el cetro y evocar el bienestar que sintió con él en la mano, quiso tenerlo de nuevo.

– ¿Dónde está? -preguntó con inquietud.

– Ha desaparecido -reconoció Selene angustiada.

Anaíd sintió que le faltaba el aire.

– No puede ser.

– Es así.

– ¿No lo tienes tú? -preguntó Anaíd segura de que sí, de que su madre lo tenía escondido como antes.

Selene no respondió inmediatamente.

– ¿Qué sientes? ¿Sientes deseos de volver a tenerlo?

Anaíd se avergonzó, pero así era.

– ¿Eso es malo?

– Es peligroso -admitió Selene-. Aún no estabas preparada.

Anaíd necesitaba respuesta a su pregunta. Le producía una inquietud enorme.

– Dime dónde está el cetro.

Pero Selene no respondió directamente a su pregunta.

– Te lo advertí. En lugar de dominar al cetro, el cetro te domina a ti.

– ¿Lo cogiste tú?

– Ha desaparecido, Anaíd.

– ¿Cómo?

– Se ha esfumado.

Anaíd se quedó sin aliento. No podía ser. Entonces era cierto, esa luz refulgente con forma de mujer que destruyó a Baalat se apropió del cetro. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Una Odish? ¿Selene? ¿Un espectro? Necesitaba saberlo.

– Es mío.

– Me asustas, Anaíd.

– ¿Por qué?

– El cetro obedece a una voluntad más férrea a pesar de que tú seas la elegida. Ahora le perteneces. Eres vulnerable, Anaíd.

– ¿Y qué tengo que hacer?

– Olvidarlo hasta que destruyamos definitivamente a Baalat.

Anaíd parpadeó confundida.

– ¿No la hemos destruido ya?

Ella creía, ilusionada, que habían vencido. La vio bajo la forma de una serpiente muerta, decapitada. Luego atravesaron su corazón y redujeron su cuerpo a cenizas como exigía el ritual. Ese cuerpo era inservible.

– Baalat, ha desaparecido… -insistió, pero ante el silencio de su madre dudó-: ¿O no?

– No, Anaíd. Baalat sólo está momentáneamente vencida. Le costará reponer fuerzas, pero regresará. Desea el cetro y lo tomará. Tarde o temprano.

– Pero…

– Escúchame, Anaíd -susurró Selene-. Escúchame bien, porque cuando Gunnar regrese tendremos que fingir.

Anaíd vaciló. No le gustaba nada el tono de la voz de su madre. Era desconfiado y conspirador. Los pelillos de la nuca se le erizaron avisándola de que pronto oiría cosas que no deseaba oír. Y sin embargo las oyó.

– Tenemos que aprovechar cuando Gunnar duerma para escapar. Debes estar preparada en cualquier momento.

– ¿Escapar? -repitió con la voz helada del miedo-. Yo creía que…

Calló. Era evidente que lo que ella creyese o dejase de creer traía sin cuidado a su madre.

– Gunnar es peligroso, tenemos que preservarnos.

Pero Anaíd saltó enfurecida.

– Mi padre me ha salvado la vida.

– Claro.

– ¿Pues entonces…?

Selene le echó en cara lo que para ella era evidente.

– ¿No te das cuenta de que ha sido él quien ha robado el cetro?

Anaíd balbuceó:

– ¿Qué…?

– Es así de perverso, Anaíd. Tienes que desconfiar de sus actos por definición.

Anaíd consiguió desatascar su asombro ante tamaña desfachatez.

– Mató a Baalat y puso su vida en peligro.

– Claro, yo misma fui testigo, pero eso no significa que no fuera una estratagema,

– ¿El qué?

– El ataque.

– ¿El ataque de Baalat? ¿Quieres decir que Gunnar lo planificó?

Le pareció simplemente absurdo, pero Selene fue vehemente.

– Siempre que sucede algo debes preguntarte quién sale beneficiado y por qué. A veces las crisis se provocan. Sé perfectamente que Gunnar pudo dejar pistas de nuestra supuesta indefensión, invitar al enemigo a atacarnos y luego quedarse con el cetro y esconderlo.

Anaíd se llevó las manos a los oídos para no escuchar más las insidias de Selene. No podía concebir algo tan tortuoso, tan sumamente complicado. Y sin embargo, había algo de verdad en su acusación. Estaba prendada de Gunnar y eso era tan cierto como que Selene estaba celosa de ella y no podía aceptar que su padre la quisiera.

– Mi padre me quiere.

– No es cierto. Te utiliza, se sirve de ti.

Anaíd no pudo soportar más la intransigencia de su madre.

– ¿Es que nadie me puede querer? ¡Roc también me quiere, aunque te fastidie!

Selene calló repentinamente. No replicó con el desparpajo y la rapidez que eran característicos en ella. Por algún motivo Anaíd había dado en el blanco y la había dejado en evidencia. ¿Era porque había mencionado a Roc? ¿Qué pasaba con Roc? ¿Sabía Selene alguna cosa que ella no supiese? ¿Le estaba escondiendo algo?

– Mamá, ¿qué pasa con Roc?

Selene rehuyó su mirada y desvió la cabeza hacia la ventanilla. Se frotó nerviosamente su dedo anular, como si aún fuera ella la que luciese la sortija de esmeralda y pidiese ayuda a algún espíritu para sacarla del aprieto. Eso inquietó más si cabe a Anaíd.

– Mamá, contéstame… ¿Qué ha pasado?

– Es que no te conviene saberlo ahora.

– ¿El qué? -insistió Anaíd con un hilo de voz -. ¿Le ha pasado algo? ¿Está bien?

Selene suspiró y apretó su mano.

– Está bien, pero…

– ¿Pero qué?

– Ha vuelto con Marion -dijo Selene, y desvió la mirada avergonzada.

Anaíd había barajado mil posibilidades en un segundo: que hubiese sido víctima de alguna Odish, que hubiese sufrido un accidente o hasta que hubiese perdido la razón, pero volver con Marión ni se le había pasado por la cabeza. Le dolió como cuando se caía con la bicicleta y le quedaban manos y rodillas sangrando y el cuerpo dolorido por el impacto. Le dolía físicamente. Veía estrellas parpadeando como tras un choque brutal.

– ¿Por qué? ¿Eh? ¿Por qué?

Y sin esperar respuesta estalló en un llanto sincero, un llanto de desconsuelo que Selene intentó calmar, aunque su esfuerzo era inútil puesto que las penas de amor son inconsolables.


Unas horas más tarde, tras haberse dado un baño de agua caliente y haber tomado un tentempié frío que les sirvieron a regañadientes porque la cocina estaba cerrada a esas horas, Anaíd se tendió en la cama de la habitación que compartía con su madre e intentó dormir.

Si bien su cuerpo lo necesitaba, su cabeza no se lo permitía. Ya no sólo era la tristeza de la imposibilidad de reconciliar a sus padres. Esa esperanza había sido un globo que se había pinchado súbitamente. Ahora una frase tamborileaba insistentemente en sus oídos: «Ha vuelto con Marion, Roc ha vuelto con Marion, ha vuelto con Marion…» La oía una y otra vez como un estribillo repetido hasta la saciedad. Iba y venía y a modo de péndulo regresaba fatalmente a su oído martilleándolo con esa frase odiosa.

Se levantó de un salto y salió sigilosamente a la pequeña terraza de la habitación. Se sentó en una mecedora y meció su angustia, pero no consiguió echar de su cabeza la pregunta que le mordía rabiosa:

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Convocó a Yusuf en un rapto de ira. Los espíritus lo sabían todo, o eso era de lo que alardeaban.

– ¿Mi señora?

– Dime, Yusuf, ¿por qué me ha dejado Roc? ¿No le gustaba?

– Oh, sí, mi señora, estaba loco por vos, pero eso fue antes de beber la pócima.

– ¿Qué pócima?

– La del olvido, mi señora.

– ¡¿Roc bebió una pócima del olvido para olvidarme?!

– Efectivamente.

– ¿Y por qué? ¿Por qué tenía que recurrir a algo así?

– Él no lo decidió, mi señora.

– ¿Entonces quién fue?

– Se la proporcionó su madre.

– ¿Elena? -preguntó con incredulidad-. ¿Elena preparó una poción del olvido para Roc y se la dio a beber?

– Así ocurrió.

– ¿Por qué?

– Porque así lo convino con Selene.

Anaíd se detuvo en el acto. Un escalofrío le recorrió lentamente la espina dorsal. ¿Acababa de oír bien? El espíritu había dicho fue Selene quien convino con Elena que Roc tenía que olvidarla. Todo comenzaba a cobrar sentido, aunque casi no se atrevía a continuar con su interrogatorio.

– ¿Y mi madre por qué lo decidió?

– Vuestra madre considera que los amoríos os restan fuerza y concentración. Pensar en Roc entorpece vuestra misión y os distrae de vuestro cometido.

A Anaíd le hirvió la sangre en las venas.

¿Ése era el código Omar que tanto se habían empeñado en inculcarle? Selene usaba la magia Omar para sus propios fines. Interfería en los sentimientos humanos con pócimas, como hizo de joven con Gunnar, como a lo mejor había continuado haciendo con tipos como Max. ¡No tenía vergüenza, ni justificación alguna! Era simplemente un acto mezquino.

– ¿Y mi cetro? ¿Y el cetro de poder?

– Lo tiene… ella.

– ¿Dónde?

– En un lugar que conocéis.

– ¿Cuál?

– No me está permitido decíroslo, pero podéis VERLO. Ahora vuestra mano es el espejo de vuestros deseos.

– ¿Mi mano?

Y contempló con estupor la palma do su mano. Resplandecía, su herida le quemaba, pero bajo la herida la luz de la verdad salía a borbotones.

– ¿Mi mano me permite ver a través de los espejos?

– Sí, mi señora. El cetro es vuestro y vuestro es el poder de saber dónde se oculta.

Anaíd se quedó pensativa unos instantes.

– Gracias, Yusuf, te has portado muy bien, has sido valiente y te mereces el descanso eterno.

Una luz de esperanza brilló en los apagados ojos del guerrero.

– ¿Y mis hombres?

Anaíd se sintió generosa.

– Tus hombres también.

Y ante la perplejidad del curtido almorávide, que había convivido tantos siglos con la incertidumbre, Anaíd pronunció las palabras mágicas que le concederían la paz.

– Descansad pues, Yusuf Ben Tashfin, tú y tus hombres, de este transitar inútil en el mundo de los vivos. Penetrad en el reino de los muertos y encontrad vuestro camino hacia la eternidad. Yo, Anaíd Tsinoulis, así os lo ordeno.

Yusuf apenas pudo agradecerle su gesto con una sonrisa. Pronto, su imagen fue simplemente un recuerdo efímero.


Anaíd se secó las pocas lágrimas que le quedaban, se levantó con determinación, se dirigió al baño, cerró la puerta y levantó su mano hacia el espejo. Las palabras que deseaba salieron solas, sin conocerlas.

Alm nu olplemp.

El espejo le devolvió la imagen que había pedido. Ahí estaba su cetro, oculto entre unas rocas. Brillaba, la encandilaba con su luz. Alargó su mano ansiosa, pero fue en vano. El cetro ora una ilusión, podía verlo, pero no podía tocarlo. ¿Dónde estaba? Yusuf lo dijo quo oculto en un lugar conocido. Ya no podía preguntarle de nuevo. Se esforzó en fijar su atención en el lugar: el agua goteaba de las paredes y tras el cetro se alzaba una esbelta columna de piedra caliza solidificada a lo largo de los milenios. Se fijó mejor. Era una formación de una estalactita y una estalagmita que habían acabado por unirse. Y sobre ellas, unas estalactitas excéntricas que recordaban a una estrella de mar. Estaba en… su cueva. La cueva de Urt. ¡Claro! Un lugar que Selene conocía. La cueva del bosque, del robledal al que acudía con Deméter. La cueva donde se escondió tras la muerte de su abuela y la desaparición de su madre y ante la cual enterró la talla de piedra lunar. La cueva donde la loba madre se le había aparecido para indicarle el camino hacia el mundo opaco.

¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le había mentido? Selene alejaba el cetro de ella. Era egoísta. También la alejaba de Roc y de su padre. Era una envidiosa.

Acercó su mano hacia el cetro, imaginó que lo cogía y la descarga eléctrica que recorrió su cuerpo fue suficiente para que su herida se resintiese. Anaíd, en silencio, formuló su deseo y se desprendió del hechizo del espejo. La consoló la certeza de que su deseo se cumpliría pronto, muy pronto.

Antes de meterse en la cama de nuevo se asomó un segundo a la terraza. Una brisa suave acarició su rostro y ventiló sus últimos suspiros quejosos. Anaíd ya no lloraba y se prometió que no lloraría más. A partir de ese mismo momento actuaría.


A lo lejos, dos siluetas caminaban en la oscuridad, pero Anaíd no les dio ninguna importancia. No obstante, debería habérsela dado, puesto que hablaban de ella y decidían su futuro. Luego una de aquellas dos misteriosas figuras se escabulló entre las sombras y regresó al motel.

Era Gunnar.

CAPÍTULO IV

La desobediencia

Ola desobediencia dejaba huella, o Selene había ideado una treta para pescarla, o ambas cosas, pensaba Anaíd con preocupación mirándose la palma de su mano incandescente. Era innegable que la magia del cetro la delataba. Las heridas habían desaparecido milagrosamente y, en su lugar, la superficie que abarcaba esa cicatriz de carne ligeramente más rosada irradiaba un haz de luz tenue, la suma entrelazada de cada uno de los minúsculos hilillos de luz que salían de los orificios microscópicos de los poros de su piel.

Movió la mano con incredulidad e iluminó la pared. ¡Qué fuerte! Era una linterna humana. Si no hubiera sido por el apuro de sentirse descubierta, hasta le hubiera parecido divertido. Imaginó que colocaba su mano en la oscuridad sobre la página de un libro y sintió el aguijón de la curiosidad. Cerró la persiana, tomó el listín telefónico que había sobre la mesilla y lo probó. Qué maravilla, mejor que el flexo de su mesilla de noche. Ya no necesitaría la ayuda de ninguna bombilla eléctrica nunca más. Con su mano podría iluminar las noches de pesadillas, las escaleras peligrosas, los pasillos angostos, hasta las cuevas profundas adonde no llegaban los rayos de sol, como las que exploró su madre Selene cuando descendió al Camino de Om.

Al pensar en ello, se estremeció: el Camino de Om, el camino de los muertos. No sólo le horrorizaban los muertos, sino que su madre tenía la turbia idea de obligarla a acercarse a ellos. Ella estaba viva y enamorada.

Y de pronto se acordó de Roc, y se quedó sin aire. Boqueó con angustia. Se ahogaba. Roc ya no la quería. Roc estaba otra vez con la odiosa Marion y la había olvidado.

Sufría amnesia y nunca recordaría que le dijo que quería besarla. La rabia que sintió contra Selene y Elena fue suficiente para acelerarle el pulso, retornarle la respiración y hacerle apretar los puños muy fuerte.

Y mientras continuaba sobre la cama, inmóvil, entre tenida en pensamientos dolorosos y catastrofistas, unos pasos se acercaron y se detuvieron ante su puerta. Anaíd

no atendió a ese taconeo diligente. Estaba absorta en sus penas y distraída por el sonido del televisor de la habitación contigua. Además, la puerta se abrió muy rápido y la

pilló desprevenida. Sin calibrar las consecuencias de su gesto levantó su mano en dirección a la intrusa y un haz de luz se proyectó sobre la cara horrorizada de una muchacha

de facciones grandes, pelo teñido y dientes fuertes que se llevó un susto de muerte porque creía que la oscura habitación estaba vacía.

– ¿Qué haces aquí? -tronó la voz de Anaíd desde la retaguardia de su mano incandescente.

Parecía la voz de una desconocida y ella misma fue la primera en sorprenderse por la dureza de su tono y la brusquedad de su pregunta.

– Lo siento, señora. Discúlpeme, señora, no sabía que estaba todavía aquí… -balbuceó la chica hecha un manojo de nervios y en un amago de reunirse.

¿La llamaba «señora»? ¿Creía que era realmente una señora? Iba a echarse a reír, pero notó que le gustaba esa reacción pueril y temerosa de la chica de la limpieza.

– ¡Espera! -la detuvo Anaíd con autoridad.

Quería cerciorarse de que no fuera su enemiga y saborear un rato más el placer de sentirse respetada.

En lugar de retirar el haz de luz de la chica, se entretuvo moviendo imperceptiblemente su mano de arriba abajo y enfocando con detenimiento su cara, como si fuese el policía de un interrogatorio. Estudió sus facciones. Se detuvo en sus cejas pobladas, en sus labios gruesos, en sus ojos parduscos, obligándola a parpadear y a cerrarlos. La chica, aturdida por el filo hiriente de la luminosidad, no se atrevía a moverse. Imposible que Baalat se hubiera reencarnado tan rápidamente en otro cuerpo, pensó Anaíd. Imposible que Baalat no hubiese escogido con más mimo su envoltorio. La chica, de piel muy blanca, mostraba unas venillas rojas en las aletas de la nariz, las cejas excesivas, una sombra de vello en el labio superior, las manos agrietadas y el pelo requemado por las mechas. Y a pesar de lodo tenía encanto por toda esa suma de imperfecciones que la hacían humana, natural, vulnerable.

– ¿Cómo te llamas? -inquirió Anaíd intentando imprimir a su pregunta un soplo de simpatía sin conseguirlo.

– Rossy, señora.

El diminutivo no le pegaba nada, pensó Anaíd, pero se abstuvo de decirlo.

– Rossy, necesito consultar mi correo electrónico. ¿Dónde puedo hacerlo?

– En recepción, señora; yo misma la acompañaré.

Y entonces Rossy se tapó la cara con las manos y, algo más confiada, suplicó:

– ¿Puedo abrir la ventana y se lo explico mejor? Es que, así, con esa luz en los ojos, es como si estuviera desnuda.

Rossy había dado en el clavo. Eso era justo lo que Anaíd pretendía. Eso era el desvalimiento: un foco aturdidor en los ojos, la oscuridad alrededor y alguien fuerte manejando la luz.

Rossy era decidida y se conocía bastante bien las distancias de las habitaciones que limpiaba cada día. En cuatro zancadas se había plantado junto a la ventana y había

subido la persiana. Demasiado tarde. Anaíd escondió rápidamente su mano en su espalda, casi en el mismo momento en que Rossy abría la boca y los ojos con espanto y

reprimía un grito.

– ¡No puede ser!

Anaíd también se inquietó. Rossy la miraba asustada.

– No, es imposible.

– ¿El qué?

– ¿Dónde está la señora?

– ¿Qué señora?

– Pues quién va a ser, la que estaba aquí, con la linterna en la mano, la que me hablaba.

– Soy yo -respondió Anaíd sin demasiado convencimiento.

Y esa duda la perdió.

Rossy ya no tragó.

– Anda, niña, no me líes… ¿Me has visto la cara? Si tú eres la señora, yo soy Blancanieves.

Anaíd se puso en pie. Era alta, pero no amedrentó en absoluto a la resoluta Rossy.

– Era yo quien te hablaba.

Rossy se mosqueó definitivamente y le habló sin ni pizca de respeto:

– No me toques las narices, que bastante hinchadas las tengo ya. Tienes cinco minutos para darte una ducha y bajar a desayunar. Si te entretienes te retiran el cubierto y te quedas sin que te arregle la habitación tú decides.

Y se largó como una marquesa dejando a Anaíd con el mal gusto de boca instalado bajo la lengua.

¿Había fingido ser quien no era sin querer? ¿Tan diferente era en la oscuridad y en la claridad? ¿Realmente proyectaba algo que no transmitía su aspecto? ¿El cetro la había embrujado?

No quiso agobiarse y se metió de nuevo bajo la ducha para que el agua lavase sus preocupaciones.

Era media mañana y tenía un día muy complicado por delante si quería cumplir con la promesa que se hizo la noche anterior. Sólo faltaba que su mano derecha se despertase gritando «Anaíd ha visto el cetro, Anaíd ha visto el cetro» y que en su habitación se colase una muchacha chivata que estaría parloteando con propios y ajenos sobre las extrañas inquilinas, algo brujas, de la 205. Pero así era. Y lo malo era que se moría de ganas de volver a coger el cetro y no podía pensar en nada más. Sólo de imaginar el cetro frente a ella se le hacía la boca agua, como le sucedía al ver un dulce. Al pensar en el cetro las manos le quemaban y la ansiedad de tenerlo entre ellas se le antojaba como la mejor forma de aplacar la quemazón. Así había sido la noche anterior y así sería siempre. Eso era lo que Selene le había advertido.

Frotó enconadamente su mano para ver si borraba la huella de su luz, pero ni con jabón ni con agua. No hubo manera. Y la ansiedad no se aplacó de ninguna forma; al contrario, cuanto más procuraba hacer desaparecer la señal, más crecía su deseo, como el hambre, como la sed.

Al salir de la ducha ya lo había decidido. Echaría sólo un vistazo, se dijo, acercándose paso a paso hasta el espejo y dejando tras ella la huella delatora de sus pies mojados. Lo enfocó unos instantes y se le desbocó el corazón.

Anaíd suspiró, contó hasta cien, suprimió el hechizo y procuró pensar en un bocadillo de jamón y un buen vaso de zumo de naranja. Luego llamó al timbre y pidió a recepción una venda por favor. Un botones solícito se la entregó a través de la puerta entreabierta y Anaíd vendó su mano culpable.

Con las prisas y las dificultades del vendaje llegó tarde a desayunar. Ya habían retirado el servicio.


Conectarse a un ordenador con la mano vendada, un ojo puesto en la pantalla y otro en la puerta no era fácil. Anaíd lo descubrió mientras intentaba comunicarse a la desesperada con Roc. Le rugía el estómago de hambre y notaba que, a pesar de la venda, su mano resplandecía; dos detalles suficientes para convencerse de que todos los clientes y empleados del hotel se fijaban en ella al pasar y la miraban como a un bicho raro.

No había para menos, teniendo en cuenta que el ordenador estaba ahí en medio, como si fuera el aparador de una tienda de modas y Anaíd fuera su maniquí vestida con harapos cubiertos de barro. Parecía salida de un naufragio.

Un orondo turista, con la cara roja como un pimiento, unas bermudas chillonas y una máquina de fotografiar colgada al cuello, se detuvo a su espalda y comenzó a fisgonear lo que escribía Anaíd en la pantalla sin ningún disimulo.

Anaíd no podía echarlo, estaba en su derecho, nadie prohibía mirar, aunque fuera de mala educación.

Probó con el Messenger pero Roc no estaba conectado en ese momento. Natural, era hora de clase. Le envió un e-mail.


Roc, porfa, contéstame, dime algo. Necesito hablar contigo sin que nadie lo sepa. Vda o mrte.


Quizá hiciera prácticas de español, pero lo cierto es que el turista leyó con atención el mensaje de Anaíd y se rascó la cabeza. ¿So había emocionado o no entendía ni palabra?

Anaíd, con los dedos temblorosos sobre el teclado, giraba continuamente la cabeza hacia la puerta. Selene podía aparecer en cualquier momento. En recepción le habían dado un papel suyo escrito a mano:


Anaíd, he ido de compras, espérame. Regresaré a comer.


Con la caravana en llamas habían perdido todo su equipaje y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse.

El turista, animado, le dio dos golpecitos en la espalda para avisarla de que tenía respuesta. En efecto.

Triste respuesta. El mail le era devuelto por dirección desconocida. ¿Otra vez? Baalat no podía haber interferido tan rápido. ¿Cuál era la nueva dirección de correo de Roc? ¿Cómo podría comunicarse con él?

Y de pronto sintió que la inundaba un sudor frío que le pegó la camiseta a la piel. Las manos le resbalaron sobre el teclado y la sangre se retiró completamente de su rostro imprimiéndole una palidez espectral. Acababa de recibir un e-mail desconocido. Se titulaba: T adoro, Anaíd. Y firmaba una tal Dácil.

Dudó unos instantes antes de hacer el doble clic sobre el mensaje para abrirlo. Fue el turista quien la animó a hacerlo. Hasta la ayudó a mover el ratón sobre el tapete verde de la mesa.


Anaíd, stoy loka por conocrte. Stoy buskándote x tdas prtes. ¿Dnde stas? Vngo de muy Ijos, smpre he sñado ser tu amga y aora ke he vndo arrisgandome no t nkntro pr nguna prte. Tines que slir a la luz. sn miedo.

Bsos.

Dácil


Y en ese preciso momento, cuando leía con incredulidad ese mensaje absurdo, inquietante, de esa tal Dácil de la que nada sabía, oyó la voz de Selene inquisitiva reprendiéndola:

– ¿Qué haces, Anaíd?

En la puerta, cargada con bolsas y cara de pocos amigos, estaba Selene. El peso de las bolsas le impedía avanzar con rapidez. Anaíd se sintió cazada en falta. Y lo estaba. Su reacción fue inmediata y sin darse cuenta borró el mensaje pensando que así borraba la huella de su delito. Y antes de que Selene se acercase demasiado, salió rápidamente de su Hotmail y se levantó de la mesa.

– ¿Con quién estás hablando? -tronó de nuevo Selene.

El turista fue providencial, porque en ese instante se sentó al vuelo en la silla libre, cogió el ratón abandonado sobre la mesa y lo movió resoluto pretendiendo conectarse a su vez. Anaíd vio el cielo abierto y señaló al nuevo propietario del ordenador.

– No sabía cómo funcionaba y le estaba ayudando.

Y apostando fuerte todas sus cartas a ese farol, sonrió efusivamente al turista, con quien no había cruzado ni una sola palabra anteriormente, y le dijo con aplomo:

– Pues ya está, ahora ya sabe cómo funciona: no tiene más que hacer el doble clic en el icono de la E.

Y se fue hacia su madre con aspecto de niña que no ha roto un plato en su vida para ayudarla con las bolsas.

– Dame, dame, que vas muy cargada.

– ¿Y eso? -señaló Selene su mano vendada.

Anaíd dudó.

– Ya sabes, la huella del cetro me quema y así me protejo.

Pero una vez en el ascensor no pudo reprimir su ansiedad.

– ¿Lo escondiste tú, verdad?

Selene no parpadeó.

– O sea, que lo has estado buscando.

Anaíd bajó la cabeza disimulando su apuro. Mentiría.

– No sé cómo, ni dónde.

– ¿Has mirado en la habitación de tu padre?

A Anaíd se le revolvieron las tripas. ¿Cómo su propia madre podía llegar a ser tan mezquina?

– Sí, claro -continuó mintiendo.

– ¿Y?

– Nada.

– Era una estupidez suponer que estuviese aquí. Puede hacerlo viajar a cualquier parte.

Esa vez Anaíd no ocultó su sorpresa.

– ¿Cómo lo sabes?

Selene empujó la puerta del ascensor y entró de nuevo con Anaíd en la habitación.

– El cetro es algo vivo, Anaíd. Obedece la voluntad de quien lo posea. Todo depende de la fuerza de quien lo domina. Y cuando el cetro ha penetrado en uno, ya no hay vuelta atrás.

Anaíd se estremeció.

– Yo sólo lo tuve un instante… -se defendió-. Pero tú lo tuviste mucho tiempo -añadió acusadoramente.

Selene no respondió y Anaíd tuvo la certeza de que había dado en el blanco. El cetro estaba en poder de su madre.

– Enséñame la mano -le ordenó Selene una vez a solas en la habitación.

Imposible negarse, imposibles más excusas. Selene levantó el vendaje y la estudió detenidamente.

– Escúchame bien, Anaíd, no puedes volver a tocar el cetro hasta que tu voluntad sea más fuerte que la suya.

– ¿Y eso cómo so sabe? ¿Acaso hay un medidor de voluntades? -protestó.

Selene pateó el suelo con impaciencia.

– Esto comienza a ser preocupante. No estás atenta a los peligros que te acechan ni a tu responsabilidad. Todo te distrae, todo te vale como excusa… ¡Te comportas como una adolescente cualquiera! Y así no conseguirás cumplir con tu misión.

– ¿Alguien me ha preguntado si quería cumplir con mi misión? ¿Eh?

Selene se asombró.

– Anaíd, nadie nos pregunta si queremos nacer, pero desde el momento en que existimos somos importantes para los demás. Tú eres importante para muchas mujeres y

niñas Omar. No sólo eres bruja, sino que miles de brujas de todas las edades dependen de ti, de tu valor, de tus decisiones, de tu fuerza.

– ¿Y qué esperan de mí?

Selene se armó de paciencia.

– Eres la elegida.

– Muy bien, soy la elegida y las profecías dicen que la elegida acabará con la guerra entre las Odish y las Omar. ¿Pero tiene que ser ahora mismo?

Selene contó hasta diez antes de intentar imprimir un tono conciliador a sus palabras. Comenzaba a ponerse nerviosa.

– La profecía anuncia que la llegada de la elegida INICIARÁ LA GUERRA DE LAS BRUJAS -pronunció con más fuerza su madre, recalcando las palabras-. Ya se ha iniciado, Anaíd. No puedes pedir una tregua y esconderte veinte años en un agujero.

– ¿Y qué tengo que hacer entonces?

– Acabar con las Odish antes de que ellas acaben contigo. Porque si acaban contigo, que te lo mereces -apostilló-, y consiguen el cetro, destruirían a miles de inocentes. ¿Lo comprendes? ¿Recuerdas la profecía de Oma?

Selene, con voz trémula, recitó:


Y yo os digo que llegará el día en que la elegida pondrá fin a las disputas entre hermanas.


El hada de los cielos peinará su cabellera plateada para recibirla.

La luna llorará una lágrima para presentar su ofrenda.

Padre e hijo danzarán juntos en la morada del agua.

Los siete dioses en fila saludarán su entronización.


Y se iniciará la guerra

cruel y encarnizada.

La guerra de las brujas.


Suyo será el triunfo,

suyo será el cetro,

suyo será el dolor,

suya la sangre

y la voluntad.


Anaíd, a medida que su madre iba recitando los versos de la profecía, iba asumiendo la importancia de sus palabras.

Ella y nadie más sería la propietaria definitiva del cetro. Ella y nadie más tenía la enorme responsabilidad de dirimir en la guerra entre Odish y Omar. Se sintió mezquina y banal. Su madre no era de fiar porque tal vez le escondía el cetro, pero a lo mejor era para que no se dejase dominar por él, porque ella se había comportado como una chiquilla consentida.

– Lo siento -se disculpó Anaíd.

Selene aprovechó su arrepentimiento momentáneo para invitarla a sentarse ante ella y tomar su mano impregnada de luz.

– ¿Me puedes atender?

– Vale, de acuerdo, te escucho.

Anaíd intentó relajarse, pero por mucho que se esforzara y que quisiera creerla, no podía olvidar que había sido ella quien le había robado el cetro, quien había alejado a Roc de su lado y quien pretendía también separarla de su padre.

Selene, ignorando los recelos de su hija, se dispuso a hablar con sinceridad.

– Hay tres Odish peligrosas, muy peligrosas. Ellas son la clave de la guerra que tendrás que librar. Su poder es más grande que el tuyo, aunque seas la elegida, aunque tengas el cetro.

– Ahora no lo tengo – le recordó, quisquillosa.

– Lo encontraremos. Ahora escúchame bien.

Anaíd estaba atenta.

– Una es Baalat. También conocida como la dama negra, Astarté, la diosa fenicia. Es nigromante y astuta. Carece de cuerpo porque fue destruida hace dos mil años, pero se ha reencarnado en otras criaturas. Ya la conoces. Fui yo quien la despertó y me siento culpable de ello, pero el mal ya está hecho. Baalat se reencarnará de nuevo y tratará de destruirte. Y lo conseguirá, tenlo por seguro, si…

– ¿Si…? -inquirió Anaíd con una cierta impertinencia en la pregunta interrogativa.

– Sólo hay una forma de acabar con ella definitivamente y sólo puedes hacerlo tú.

Anaíd sintió un escalofrío. Era eso.

– ¿El camino de los muertos? ¿El Camino de Om?

Selene asintió.

– Así es.

Anaíd tembló. Le horrorizaba la idea de adentrarse en la morada de los muertos y de acabar prisionera de sus trampas para siempre jamás. Los muertos eran infinitamente más poderosos que los vivos y, si bien podían ser sus aliados, también podían convertirse en sus enemigos. Imaginarse que podía ser víctima de alucinaciones, de horrores y de torturas le revolvía su estómago vacío.

– ¿Es la única solución? – Sí, cariño.

Pero la palabra «cariño» le sonó falsa. Nadie llama «cariño» a alguien a quien se roba lo que más quiere. Un puro chantaje.

– ¿Y luego? ¿Si regresase viva del Camino de Om y los muertos impidiesen a Baalat volver a reencarnarse? ¿Quiénes son las otras dos Odish contra las que tendría que luchar?

– Una es la condesa, que reina en el mundo opaco. Se la conoce como «la condesa sangrienta» porque hace cuatrocientos años fue la condesa Erzebeth Bathory y en su castillo húngaro degolló a más de seiscientas muchachas y se alimentó de su sangre para resistir hasta la llegada de la elegida. Pero la elegida, tú, ha llegado más tarde de lo previsto y ahora está muy debilitada. Salma, a quien tú venciste, incluso se atrevía a faltarle el respeto.

– ¿La conociste, no?

Selene se estremeció. Recordó los tentáculos fríos de la condesa reptando por su cuerpo y penetrando en los recodos de su memoria.

– Se escondía en las sombras, era fría y calculadora. Pero estaba muy débil.

– Entonces, ¿es fácil de vencer?

Selene negó:

– Posee un talismán indestructible. Lo embrujó con el cabello y la sangre de sus víctimas y le asegura la victoria en cualquier lid. Sólo le faltan la sangre y el cabello de la elegida para poder añadirlo a su piedra. Por eso, cuando creía que la elegida era yo, me conservaba en el mundo opaco esperando la conjunción. Si se hiciese con el cetro, sería ella la bruja todopoderosa que reinaría entre las Odish. La condesa, tenlo por seguro, acabaría con todas las Omar, sin ninguna piedad.

– ¿Y la tercera? -preguntó Anaíd con un leve temblor en la voz, sabiendo de antemano la respuesta que su madre tenía preparada.

Y efectivamente, Selene dijo su nombre.

– La dama de hielo, la dama blanca, la bruja de los hielos, Cristine Olav, la madre de Gunnar.

– Mi abuela -añadió Anaíd obligándola a rectificar.

– Sí, tu abuela -repitió a su pesar Selene con la boca pequeña.

– Mi abuela no beberá mi sangre, no querrá mi muerte.

Selene la acarició y notó cómo Anaíd retiraba la cara al contacto de su mano.

– Anaíd, ella es la peor, créeme. Es la más inteligente y te utilizará sin que te des cuenta. Ella quiere reinar y poseer el cetro, así que en lugar de destruirte te aniquilará la voluntad.

Anaíd, sin embargo, era leal al recuerdo de Cristine.

– Ella me salvó de niña y luego me protegió en Urt y en Sicilia. Si ella no me hubiese sacado de las garras de Salma, no estaría aquí.

La vehemencia de Anaíd puso sobre alerta a Selene, que inmediatamente rectificó el tono.

– Anaíd, lo siento, lo más difícil es desconfiar de las personas que queremos o que creemos querer. Duele, ya sé que duele. Aunque no te lo creas, yo quise mucho a tu padre y por eso me dolió más su traición. Aún estoy dolorida.

Anaíd vio cómo una pequeñísima lágrima de humedad aparecía en los ojos de Selene, pero enseguida recuperaron su brillo normal.

– ¿Dónde está mi padre?

– Gunnar tenía cosas que hacer hoy -respondió vagamente Selene-. Y nosotras también tenemos muchas cosas que resolver antes de marcharnos.

– ¿Marcharnos adonde?

– Al Sur.

– ¿Y qué hay en el Sur?

– El Camino de Om.

Anaíd notó cómo todas sus alertas sonaban a la vez. No se veía con fuerzas para adentrarse en el horroroso camino del mundo de los muertos. Todavía no. Ahora no podía. ¿No se daba cuenta Selene?

– No sé si podré, no estoy preparada.

Selene no se daba cuenta.

– Necesitas ayuno y meditación. Te ayudarán. Cuanto más liviano sea tu cuerpo, mejor resistirás el paso hacia la nada y la caída.

Anaíd tembló. ¿La nada? ¿La caída? El vértigo le subió estómago arriba y quiso escapar por su boca.

– ¿Y dónde está? -quiso saber.

– No lo sé. Vamos a la búsqueda de un indicio.

– ¿Un indicio? -se extrañó Anaíd.

– Eso fue lo que me dijeron las matriarcas.

Y en ese punto Anaíd explotó.

– ¡O sea que no tienes ni idea de cómo se llega al Camino de Om!

Selene se sintió en falso.

– Las brujas Omar no poseemos la clave para acceder al mundo de los muertos.

Anaíd se dio cuenta de lo que Selene intentaba sugerir…

– ¿Son las Odish entonces?

Selene asintió con un leve movimiento afirmativo de la cabeza.

– O sea que tenemos que pedir ayuda a las Odish. ¿Es eso?

– No, Anaíd. Serás tú quien lo encuentre -dijo por fin Selene con un resquicio de miedo que Anaíd captó-. Eso dijeron los oráculos.

– Porque soy la elegida… -aventuró Anaíd con prudencia.

– No únicamente por eso… -rectificó Selene.

Anaíd tomó aire. Comenzaba a comprender algunas cosas. O bastantes cosas. Su condición de elegida estaba determinada por su naturaleza mixta. Era la única bruja Omar viva con sangre Odish en sus venas.

– Ya. Yo sí que estoy capacitada para descubrir el mundo de los muertos porque también soy medio Odish.

– Sí -tuvo que reconocer Selene avergonzada.

Anaíd lo vio claro. Ella tenía la posibilidad de hablar con los espíritus. Selene no; ni siquiera los veía. Y los espíritus lo sabían todo. Anaíd contempló su anillo de esmeralda.

– Puedo averiguarlo ahora mismo. Me comunicaré con algún espíritu.

Pero Selene negó con la cabeza.

– Ellos no te dirán dónde está el camino porque los espíritus que viven entre nosotros están atrapados y desconocen la forma de llegar.

Anaíd se extrañó.

– ¿Y los muertos? Yo hablé con Deméter bajo la forma de loba.

– No pueden. Su promesa al entrar en la morada es no revelar jamás el camino.

Y de pronto Anaíd cayó en la cuenta de la gran paradoja de Selene.

– Entonces, ¿tú cómo lo hiciste?

Selene bajó la cabeza avergonzada y Anaíd lo comprendió sin palabras.

– Claro, fue Cristine Olav, la malvada bruja Odish según tú, quien te condujo hacia la entrada.

Selene carraspeó antes de dar su justificación.

– En esos momentos las dos éramos aliadas.

Anaíd calló. No quiso que Selene quedase más en evidencia de lo que estaba. Comprendía más cosas de las que su madre podía comunicarle de palabra. Entendía que las brujas Omar solas no podían descubrir las grietas del mundo de los vivos para comunicarse con el mundo de los muertos. Comprendía que Selene estaba perdida y desorientada y que era muy frágil ante el inmenso poder de cualquiera de las Odish que ella misma había nombrado. La dama negra, la dama blanca y la condesa. Tres terribles adversarias a las que ella, Anaíd, la elegida, con sólo quince años, tendría que enfrentarse con las manos desnudas porque no estaba preparada para sostener el cetro de poder.

¿De qué le servía su madre? Hasta hacía muy poco creía que era sabia, pero ni siquiera podía orientarla porque desconocía el camino y su ceguera de Omar le impedía ver la puerta de entrada. Tampoco era tan fuerte. Ella sola no hubiera podido defenderla de Baalat.

¿Entonces?

Anaíd siempre había creído que las madres habían sido creadas para brillar ante sus hijas, para iluminar su camino, para servir de guía, de bastón, de refugio, de manta con la que arroparse y almohada sobre la que llorar. Pero no era así.

Todo era una mentira.

Sacudió su decepción intentando recuperar la antigua imagen de Selene refulgiendo con luz propia, sin conseguirlo. Y estudió a la nueva Selene que acababa de descubrir. A la tramposa que iba por el mundo engañando a unos y otros con sus faroles. Hasta su pelo rojo era teñido. Aparentaba fortaleza y le temblaban las manos. Simulaba espontaneidad pero era incapaz de abandonarse en los brazos de un hombre que la adoraba. Se jactaba de ser ecuánime y en cambio actuaba por despecho apartando celosamente a todos los que se acercaban a Anaíd. Su madre era una estafa.

¿Les sucedía esto a todas las chicas? ¿Las mortales también se sorprendían como ella al mirar un buen día a sus madres y verlas débiles y temerosas? ¿Al descubrir arrugas en sus ojos, mentiras en sus palabras y frustraciones en sus bolsillos?

Anaíd asumió que su madre no era quien ella siempre había creído. Su aura indestructible se desmenuzaba entre sus dedos. Pura apariencia. Su madre era sólo la voluntad remota de Deméter. Su abuela sí que fue una mujer de temple, una gran bruja, una matriarca respetada. Selene, en cambio, que ni siquiera sabía cómo llegar hasta la casa de los muertos, quería que Anaíd ayunase, meditase, otease a través de la niebla y se despeñase por el precipicio que conducía al Camino de Om.

¿Acaso no se daba cuenta de que temblaba sólo de imaginar a los muertos? ¿De que se horrorizaba ante la posibilidad de mirarse en sus ojos vacíos y de que le flaqueaban las piernas al pensar en el descenso a través de la oscuridad sin tiempo? La espeluznaba la posibilidad de quedar prisionera en las profundidades de los mundos.

Y no era cobarde, nunca lo había sido. No era irresponsable; al revés, siempre había asumido más cargas de las que le correspondían. Lo había demostrado, pero ahora… ¡Estaba enamorada!

Quería aprender a besar a Roc, a mirarse en sus ojos y escuchar sus palabras de amor. Quería sentir de nuevo su aliento, el cosquilleo de sus manos en su piel, la embriagadora sensación de compartir un instante sin tiempo ni espacio, futuro ni pasado.

Y Anaíd fue llegando a una certeza: para emprender su misión necesitaba el amor de Roc. Hasta las profecías lo auguraban. Trébora lo decía en unos de sus tratados: la elegida debía estar arropada por el amor. Su madre, por tanto, se equivocaba, como se había equivocado otras veces. Si Roc la quería, ella sería fuerte. Si Roc la olvidaba, en cambio, el mundo le parecería, como ahora, frío e inhóspito, y su pena sería tan grande que únicamente tendría ganas de sentarse en un rincón, llorar y lamentarse por su abandono.

– ¿Anaíd, me escuchas?

– ¿Qué? -preguntó saliendo de su ensimismamiento.

– Atiende, te he comprado ropa, zapatos, un neceser y una maleta. Vístete y ten la maleta preparada para esta noche.

Anaíd estaba aturdida.

– ¿Para esta noche?

– Cuando Gunnar duerma.

Le mostró un juego de llaves.

– ¿Has alquilado otro coche?

– Es una copia de las llaves del coche de Gunnar.

Anaíd pensó que era una desfachatez.

– ¿Se las has quitado?

– Así tendrá más dificultades para seguirnos. ¿No te parece?

Anaíd supo que tendría que actuar más rápido de lo que había previsto. Intentó dilatar el momento.

– ¿Y si Gunnar se despierta y se da cuenta de todo?

Selene sonrió como una niña mala.

– Imposible. Dormirá como un lirón.

Anaíd se sintió asqueada.

– ¿Le vas a dar una pócima?

Selene abrió una bolsa y le mostró unas hierbas.

– La herboristería estaba bien surtida. La prepararé enseguida.

– ¿Cenaremos juntos entonces?

– Sí, claro, para no despertar sospechas.

Anaíd asintió.

– Vamos a engañarlo.

– Eso es.

– Sin que sospeche nada.

– Muy bien.

– Se trata de hacerle creer que nos vamos a ir juntos y luego… abandonarlo.

– Muy lista.

Anaíd la miró con conmiseración. A lo mejor hasta era más lista de lo que su madre pensaba y se le ocurrió ponerlo en práctica. Miró de reojo el coche de Gunnar que

su madre acababa de aparcar.

– ¿Y nos vamos a ir con el Passat?

– Sí.

– Lo dudo. Esta noche va a estar sin batería.

– ¿Por qué lo dices?

– Lo estoy viendo. Te has dejado las luces encendidas.

Selene dudó. Intentó recordar si había entrado en algún túnel, en algún parking subterráneo que le hubiera obligado a encender las luces, pero no consiguió recordarlo. Y sin embargo, al acercarse y mirar por la ventana vio que efectivamente las luces estaban encendidas. Claro que ni se le pasó por la cabeza que unos segundos antes estuvieran apagadas y que hubiera sido su hija quien, mediante un sencillo conjuro, hubiera conseguido ese efecto desconcertante.

– Vaya, ahora vuelvo. Ve preparando la maleta.

Salió con las llaves en la mano sin fijarse en que, a sus espaldas, Anaíd abría su bolso, extraía su móvil y telefoneaba sin pestañear al número de Roc.

Todo había sido muy rápido, pero en el momento en que el móvil de Roc comenzó a sonar se le paralizaron los músculos del cuerpo y su mente quedó en blanco.


¿Qué le diría? ¿Y si no recordaba siquiera su nombre? ¿Qué pensaría de ella? Y de pronto el móvil hizo clic y una voz respondió, pero no era la voz de Roc, sino una voz femenina.

– ¿Sí?

– Quiero hablar con Roc, es urgente -dijo de corrido, con cierta autoridad, como si eso la eximiera de dar explicaciones.

– ¿ Selene? ¿Eres tú? -preguntó la voz que había respondido al móvil.

Era Elena. ¡Qué apuro!

– ¿Anaíd? -insistió Elena.

La había pescado. Elena era muy intuitiva.

– Anaíd, ¿qué haces llamando con el móvil de tu madre? Es muy peligroso.

Anaíd recordó a la gruesa Elena, la madre de Roc y de siete chavales más, la dulce bibliotecaria amante de los libros y de los estofados, que alimentaba a los niños de cuentos y dulces. Se conmovería. La comprendería.

– Elena, por favor, quiero hablar con Roc.

La voz de Elena, sin embargo, sonó áspera.

– Anaíd, ¿estás loca? Cuelga inmediatamente. Nadie tiene que saber dónde estás.

Anaíd suplicó:

– Por favor, quiero hablar con él. Pásamelo.

– No puede ser, Anaíd, además…

Anaíd interpretó perfectamente los puntos suspensivos que Elena callaba. Tenían nombre: Marion. Ese «además» quería decir que Roc estaba ocupado en sus… puntos suspensivos. ¿Era eso?

– Por favor, Elena, retírale el hechizo. ¡No quiero que me olvide!

Pero Elena era dura de pelar.

– Imposible. Una poción del olvido no tiene marcha atrás. Nunca sucedió nada entre vosotros. Es mucho mejor así, pequeña. Debes tener la cabeza clara para tu misión, la mente libre. Es por tu bien.

No valía la pena patalear, ni llorar, ni suplicar. Era mejor dejarlo así y procurar que no empeorase. Fingiría que Elena la convencía.

– Lo siento, lo siento mucho, ya sé que no tendría que haber telefoneado, pero… ha sido un impulso.

Anaíd comenzaba a darse cuenta de que los adultos tenían en mucha consideración la capacidad para admitir los propios errores. Aunque ese gesto fuera un simple ardid.

– Tienes que dominar tus impulsos, Anaíd, eres demasiado importante.

– Lo sé, lo sé, y sé que lo hacéis por mí, pero sólo quería despedirme de Roc… Es simbólico, ¿sabes?

– Desde luego, porque Roc no va a entender un pimiento si le hablas de algo que haya pasado entre vosotros. No recuerda nada de eso.

Y Anaíd recordó de pronto que Elena había tenido una hija llamada Diana, que fue asesinada por Baalat, y que ni siquiera lo sabía. Ella también tomó su poción del olvido. Pero se abstuvo de decírselo.

– Ya, ya lo sé.

Elena dulcificó la voz.

– Tómate tú también la poción para olvidarle, será lo mejor.

Anaíd simuló un ligero carraspeo.

– De acuerdo, pero tú hazme un favor.

– ¿Cuál? -quiso saber Elena con cautela.

– No le digas nada a mi madre de esta llamada. Se enfadaría muchísimo conmigo.

Elena también se tomó su tiempo.

– Si me prometes que olvidarás a Roc.

Anaíd cruzo sus dedos con sorna. Elena no podía verla.

– Lo prometo. Dale un beso de mi parte.

Y colgó. Sonrió y cerró los ojos imaginando el beso de Elena en las mejillas morenas y algo rasposas de Roc. Seguro que se lo daría. Seguro que hasta le diría: «De parte

de Anaíd». Y Roc recordaría a una niña que se bañaba en la poza con él cuando era un enano.

Borró del archivo del móvil de Selene esa última llamada y lo dejó dentro del bolso al tiempo en que su madre abría la puerta de la habitación chasqueando la lengua.

– No lo entiendo -comentó apurada-. Tres ascensores han pasado de largo sin hacerme ni caso.

Anaíd reprimió una sonrisa.

– Parece cosa de brujas, ¿no?

Y se echó a reír. Selene, de risa fácil, la secundó. Y pronto las dos se abrazaron riendo, aunque Selene no tenía ni idea de que Anaíd se estaba riendo de ella.


Cenaron los tres en buena sintonía. Se trataba de teatralizar y reinventar la familia que no eran. Gunnar les llenaba el vaso solícito, Selene servía el arroz a banda que habían pedido, Anaíd sonreía a ambos y aliñaba la ensalada con aceite, sal y vinagre, esa vez sí. Los camareros trajeron una paella para los tres, una botella de vino para los tres, una botella de agua para los tres, una barra de pan para los tres y una sola nota para los tres. En cambio, tenían dos números de habitaciones sobre la mesa. Parecía lógico. Una habitación doble para el matrimonio y una sencilla para la hija. Pero ellos eran los únicos que sabían que no era así. Que aquella mujer pelirroja tan guapa y provocativa, de sonrisa abierta y ojos verdes, no compartía habitación ni cama con el hombre alto de piel curtida y manos grandes, el de pelo ceniza y ojos azul cobalto. Unos ojos magnéticos, fríos y acerados, los mismos que había

heredado su hija, la hija de ambos sin duda.

Eran una extraña familia que, tras las risas y los titubeos, bullía de secretos, gestos y maniobras.

Selene sirvió un vaso de vino a Gunnar y pronto ella, en justa correspondencia, tuvo el suyo delante de su plato. Los dos bebieron mirándose a los ojos y Selene, en un momento de confusión, tocó los pies de Gunnar bajo la mesa. Los retiró inmediatamente al darse cuenta de que los pies de Gunnar jugueteaban descaradamente con los suyos e intentaban retenerlos. Se puso nerviosa y se levantó para ir al baño, no sin antes levantar una ceja, aparentemente en un gesto inocuo, a Anaíd, para indicarle que procurase que Gunnar bebiese de su vaso.

Anaíd asintió y cuando Selene regresó del baño con los labios más perfilados y la cara más fresca, comprobó con alivio que Gunnar había apurado ya todo el vaso y se estaba sirviendo de nuevo.

Selene se relajó a partir de entonces, bebió un sorbo de su vino y continuó degustando el arroz. Estaba delicioso, algo duro, algo suelto, como a ella le gustaba. El arroz le producía un maravilloso cosquilleo de felicidad. El sofrito estaba en su punto, el caldo de pescado era sabrosísimo y el arroz del Delta una verdadera maravilla. Tuvo deseos de desperezarse de placer. Se sentía tan bien que hasta se le cerraban los ojos. Nada enturbiaba ese momento absoluto y pleno, nada le preocupaba, nada estorbaba la contemplación de esos dos rostros atentos, sonrientes, que enmarcaban la deliciosa paella. Gunnar y Anaíd. Se parecían. Ella, Selene, en medio de los dos, era objeto de sus atenciones y de sus mimos. Bebió un poco más y pensó con arrobo que dormiría feliz sabiéndose tan querida.

Los rostros fueron difuminándose, difuminándose hasta que desaparecieron y la cabeza de Selene cayó suavemente sobre la mesa, sin estridencias, sin golpes y a tiempo de que Anaíd retirase su plato de paella y le evitase pringarse el pelo de granos de arroz.

Gunnar y Anaíd se miraron algo confusos. Selene era mucho más liviana que Gunnar y la poción había surtido efecto antes de lo que esperaban.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Anaíd algo cohibida por la situación.

Gunnar se levantó y cogió a Selene en sus brazos con delicadeza. No parecía desmayada, parecía simplemente dormida, como una niña que ha madrugado demasiado. Un camarero se acercó solícito.

– ¿Le ha pasado algo a la señora?

Gunnar la besó en los labios.

– Estaba muerta de sueño, y el vino…

La miró con ternura, con la misma ternura que se mira a una niña. Los dos sonrieron y Gunnar, seguido de Anaíd, se dirigió al ascensor.

– ¿Te ayudo? -preguntó Anaíd.

– No pesa nada -comentó Gunnar sin dejar de mirar a Selene.

Su expresión serena, su sonrisa esbozada. No comentó que era un placer llevarla, pero Anaíd lo supo sin que lo dijera.

La depositó con cuidado sobre la cama. Le quitó con delicadeza los zapatos y el jersey, y la arropó con mimo, como se cuida a una flor exótica. Luego, sin mediar palabra, volvió a besarla en los labios, dulcemente y musitó:

– Lo siento, Selene.

Anaíd ya estaba en la puerta, impaciente, y taconeó para hacerle notar su prisa. Ella no se disculpó con su madre, no la besó y no quiso despedirse. Su padre se entretuvo unos instantes más hurgando en el bolso de Selene y manipulando su móvil. Anaíd puso sus antenas.

– ¿A quién envías un mensaje? -preguntó con desconfianza.

Pero su padre la tranquilizó inmediatamente.

– He borrado los teléfonos de sus amigas -le susurró.

Y Anaíd, aunque no podía estar segura de si su padre le decía o no la verdad, optó por creérselo. Se había aliado con el y ahora estaba en sus manos.

Antes de marchar lanzó una última mirada al rostro plácido de Selene. «Donde las dan las toman», se dijo para sí Anaíd. Y mientras bajaba las escaleras con su maleta iba

pensando si ese proverbio se lo enseñó Deméter o la misma Selene.

CAPÍTULO V

El enamoramiento

Alo mejor, el paisaje del mar Mediterráneo lamiendo las playas de arena dorada valía la pena. A lo mejor, los pueblos del interior parapetados contra las montañas, con sus plazuelas enlosadas y sus iglesias moriscas, se merecían alguna que otra foto. A lo mejor, los campos de naranjos henchidos de flores de azahar eran únicos. Sin embargo, a Anaíd todo eso le importaba muy poco. Sólo tenía ojos para Gunnar.

Si le hubieran preguntado acerca de su padre, hubiera respondido sin pestañear que era la única nota de color en un mundo soso, aburrido y monocorde.

No se cansaba de mirarlo ni de escuchar sus relatos, Gunnar era el hombre de las mil caras y las mil historias. Había vivido más de mil años y ese dato estremecedor, que a Anaíd le resultaba tan incomprensible como el concepto de infinito, la llenaba de curiosidad. Su padre era increíble en el sentido literal de la palabra.

– ¿Estás segura de querer volver a Urt? -le preguntó muy serio Gunnar tras llenar el depósito del coche.

Estaban en una gasolinera y era cerca del mediodía.

Habían dormido en un motel junto al mar, pero durante esa mañana se habían alejado de la costa levantina y se habían internado en las tierras del interior. Al Norte, muy lejos aún, la silueta familiar de la cordillera pirenaica se intuía entre la bruma.

– Segurísima.

– En Urt estarás vigilada. No sólo está Elena, también está Karen.

Anaíd suspiró.

– Sólo quiero ver a Roc y romper el hechizo que le preparó Elena. Luego me marcharé-confesó sin nombrar el cetro.

En realidad, ocultaba a su padre sus propósitos. Primero pensaba recuperar su cetro, luego enamoraría a Roc.

Gunnar chasqueó la lengua.

– Es peligroso.

– Todo es peligroso para mí. Tengo que estar alerta siempre. No paro de pensar en lo que tengo que hacer, en lo que me puede ocurrir, en…

Gunnar le acarició cariñosamente la cabeza.

– No pienses más, ahora no. Relájate. Te prohíbo pensar.

Y la estiró de la mano conduciéndola hasta la cafetería.

– Mi niña comerá un churrasco a la plancha con pimientos del piquillo y unos buenos espárragos y sólo se preocupará de chuparse los dedos. Anaíd se sonrojó de placer y le obedeció sin rechistar.

Y mientras daban buena cuenta de los enormes filetes, una extraña criatura, que los había estado observando agazapada entre los matorrales, se puso en pie con sigilo

y se acercó al Passat procurando no ser vista. Alzó una mano, rozó levemente la carrocería, pronunció unas palabras y la puerta trasera se abrió como por ensalmo. La extravagante figura se introdujo en el interior del maletero, se acomodó y ordenó a la puerta que se cerrase. Y la puerta le obedeció.

Aparentemente, el coche tenía el mismo aspecto que unos instantes antes, no obstante, en su interior viajaba un misterioso pasajero de incógnito. A simple vista no se advertía nada extraño, puesto que la cerradura no había sido forzada. Y nada notaron Gunnar ni Anaíd al regresar de la comida bromeando sobre la capacidad de Gunnar para engullir flanes sin masticar.

– Es muy sencillo -intentaba convencerla Gunnar.

– ¿Cómo lo haces?

– Pones un flan en un plato, acercas la boca, sorbes y el flan vuela hacia ti.

– Como el cetro… -musitó Anaíd con tristeza.

Se sentía víctima de un cierto fatalismo. Todo la remitía al cetro. Todo lo asociaba a su poder, a su llamada, a su marca. Durante la noche había vencido el cosquilleo en las manos y el deseo imperioso de tenerlo, pero ahora, la desazón se instalaba de nuevo en su ánimo.

– El cetro… -y ya no pudo aguantarse más-. Selene me dijo que tú lo habías robado.

Gunnar fue tajante.

– Selene mintió.

Anaíd le sonsacó.

– ¿Y dónde crees que está?

Pero Gunnar no era tan ajeno a lo que sucedía a su alrededor como a veces podía parecer.

– Eso lo sabrás tú.

– ¿Yo?

– Enséñame esa mano.

Y puesto que Anaíd no le facilitaba las cosas, la agarró él mismo.

– Con ella has estado hurgando sobre el paradero del cetro. ¿O no?

Anaíd, descubierta, escondió la mano tras su espalda.

– Es mío. Alguien me lo ha robado y, si no has sido tú, ha sido Selene.

– ¿Y por eso vamos a Urt? ¿Está en Urt?

Anaíd bajó la cabeza avergonzada.

– Sí.

Anaíd temió que le pidiera más detalles, pero Gunnar fue discreto.

– ¿Tanto te costaba decírmelo?

– No me atrevía. -Tu madre te ha hecho creer que soy tu enemigo.

– No es eso.

Aunque sí que era eso. El recelo acabaría por cuajar, tarde o temprano. Anaíd intentó zanjar el tema.

– Por favor, papá.

– Está bien -cedió Gunnar.

Se dio cuenta de que había pronunciado la palabra «papá» por primera vez en su vida. Y su padre parecía complacido.

– No hablaré más del cetro -la tranquilizó Gunnar abriendo la portezuela del conductor.

Anaíd dejó resbalar la vista sobre las montañas que se vislumbraban en lontananza. Ya habían puesto rumbo al Norte y el tiempo había refrescado.

– Un momento, necesito un jersey -exclamó.

Corrió hacia el maletero, levantó la puerta trasera impulsivamente y en ese mismo instante sintió una punzada en su brazo izquierdo. Fue un calor súbito, como una quemazón. Levantó la vista y topó con los penetrantes ojos de Gunnar.

– ¡Me has quemado!

– ¿Yo? -se defendió Gunnar desconcertado.

– Me has mirado con tanta intensidad que, fíjate, hasta me duele.

Y le mostró una pequeña marca rojiza en el brazo.

– Cuentista, eso ha sido una pulga.

Anaíd se rió aliviada. Y con la tranquilidad queda saberse protegida, no atendió al cambio en la disposición de los paquetes del maletero ni al bulto sospechoso cubierto por una manta. Abrió su bolsa y cogió un jersey rojo que le había comprado Selene el día anterior. Pero al ir a

cerrar notó algo extraño.

– Anda, vámonos -la conminó Gunnar.

– Espera -dijo Anaíd súbitamente en guardia.

– ¿Qué pasa ahora?

Anaíd acarició el jersey y lo acercó a su nariz olfateándolo como le había enseñado a hacer Deméter.

– El olor. No es el mío.

– Claro -confirmó Gunnar-. No es el único. El jersey está impregnado del olor de Selene, de la fábrica, de la tienda, de la dependienta, del hotel…

Anaíd se dejó convencer a medias. Continuó frunciendo la nariz.

– Pero este olor es reciente.

Una empleada de la gasolinera pasó junto a ellos y sonrió coquetamente a Gunnar pasando la mano por la chapa polvorienta del coche, como quien acaricia a una mascota.

– Bonito coche -comentó estúpidamente comiéndose Gunnar con los ojos-. ¿Te lavo los cristales?

Anaíd olvidó su curiosidad sobre el olor extraño y cerró la puerta del maletero con un golpe brusco para echar a la intrusa que mariposeaba en torno a su padre.

– No, gracias -respondió por él, rauda.

Era eso, claro los olores de todas las chicas que se acercaban a Gunnar quedaban ahí, inscritos en la carrocería del Passat, en las tapicerías, en su misma ropa.

– Están muy sucios -insistió la chica, ignorándola-. ¿Vienes de muy lejos? -preguntó a bocajarro a Gunnar.

Gunnar atraía todas las miradas femeninas y arrastraba a su paso suspiros y medias sonrisas congeladas.

– Más lejos de lo que crees -respondió enigmático Gunnar siguiéndole el juego.

Anaíd se puso el jersey rojo.

– Vámonos, cariño -le dijo a su padre con mala intención.

Así consiguió que la chica levantase la cabeza, desconcertada, y los mirase atentamente para cerciorarse de que no había oído mal y de que, a lo mejor, la que ella creía que sería la hija de ese hombre tan guapo era su joven esposa. Pero no coló. Anaíd se parecía demasiado a él.

– Tu hija tiene prisa.

– Es impaciente como su madre. Ten y gracias -replicó Gunnar ofreciéndole una moneda y regalándole un guiño que Anaíd consideró que sobraba.

En cuanto arrancó, se lanzó a protestar:

– ¿Por qué le has guiñado el ojo a esa tonta?

– ¿Yo le he guiñado un ojo?

– Sí. Te he visto.

– Pues ni me he dado cuenta.

– ¿Siempre guiñas el ojo a las chicas desconocidas sin darte cuenta?

– ¿Y tú eres siempre tan celosa?

Anaíd calló. Su padre tenía razón, pero Gunnar era tan especial…

– Es que, no sé, me pone nerviosa. Selene se debía de enfadar un montón.

– Te equivocas. Tu madre se reía. Estaba muy segura de sí misma.

Anaíd se sintió peor. Su padre acababa de decirle que era insegura, a diferencia de Selene.

Un remordimiento momentáneo y molesto la visitó. ¿Qué estaría haciendo Selene? ¿Cómo se sentiría cuando despertase? ¿Había obrado mal?

Intentó acariciar el anillo para tranquilizarse y, ante su asombro, descubrió que su dedo estaba desnudo.

– ¡El anillo! -gritó.

Gunnar dio un golpe brusco al volante.

– ¿Qué pasa?

Anaíd, desesperada, se agachó y tanteó el suelo.

– Mi anillo de esmeralda.

– Menudo susto -se quejó Gunnar.

– ¡Es que no lo llevo!

– Anoche tampoco lo llevabas -comentó Gunnar recuperando el control del vehículo.

Anaíd intentó hacer memoria. Se lo quitó para vendarse la mano. Era eso. Lo había dejado en el hotel y Selene lo encontraría sobre la repisa del baño.

No quería pensar más y comenzó a cantar a voz en grito. Era una buena terapia para echar fuera los malos pensamientos. Gunnar la secundó y pronto sus voces se fundieron en baladas celtas que consiguieron que la nostalgia por paisajes brumosos y lejanos se instalase en el vehículo.

Doscientos y muchos kilómetros más tarde, a las puertas del desfiladero que abría el valle de Urt, Anaíd comenzó a desafinar al darse cuenta de que su mano derecha temblaba con insistencia. A pesar de que intentaba controlarla no podía. Su mano le quemaba, la desazón se la comía viva. Necesitaba tocar el cetro. El cetro la estaba reclamando a su lado y la llamaba. Estaba cerca y lo notaba.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Gunnar contemplándola a hurtadillas e intentando mantener la vista en la carretera.

– Creo…, creo que necesito ir al baño -mintió avergonzada.

Gunnar destensó los hombros. La conducción continuada le agarrotaba los músculos.

– Estamos llegando. ¿Dónde quieres que paremos?

Anaíd lo llevaba pensando durante un rato. No podía entrar en su casa a plena luz del día. No podía poner los pies en el pueblo ni en ningún lugar público a menos de veinte kilómetros a la redonda. La conocían. Tarde o temprano su regreso correría de boca en boca y llegaría a oídos de Elena o de Karen. No podía arriesgarse a que interfiriesen en sus planes. Tendría que ser discreta y moverse con precaución.

– Conozco una zona de picnic junto al río. Hay una fuente, unos lavabos y sitio para descansar. Podemos comprar algo de comida en el súper y esperar hasta que anochezca.

Llegaron al merendero poco después y Anaíd, al parar el coche y contemplar los chopos mecidos por el viento, las mesas de piedra y las barbacoas ennegrecidas, sintió un cosquilleo extraño en el vientre. Le traía recuerdos de domingos pasados en compañía de Selene y Deméter. Volvía a estar en casa. Ésa era su tierra y lo sería siempre.

– ¿Quieres comer algo?

Era el crepúsculo. Una hora misteriosa, cuajada de sombras y susurros, pero Anaíd no tenía hambre sino ansiedad por recuperar el cetro. Estaba cerca del robledal y la cueva. Necesitaba una excusa.

– Me apetecería dar un paseo para estirar las piernas… Gunnar le dio la razón.

– Buena idea. Yo si pudiera echaría una carrera.

– Hazlo -propuso Anaíd, súbitamente interesada en que su padre desapareciese de su vista un rato, el suficiente para echar a correr hacia la cueva y dar rienda suelta a su deseo oculto-. Yo prefiero pasear.

Gunnar, pícaro, guiñó un ojo a Anaíd y Anaíd, esa vez, quedó encantada por la complicidad que estableció con él en ese gesto tan privado, tan malicioso.

– ¿Por qué no? -musitó Gunnar como un niño malo.

– ¿Por qué no? -respondió Anaíd guiñándole a su vez el ojo-. Nadie lo sabrá nunca.

– Lo haces estupendamente.

– ¿El qué?

– Ese guiño.

– ¿Ah sí? Pues no me he dado cuenta -respondió Anaíd muy seria, demasiado. Y consiguió arrancar una buena carcajada a su padre.


Gunnar salió a la carrera como si persiguiera una liebre y Anaíd lo imaginó mil años antes, con su cabello largo atado con una cinta de cuero, corriendo ligero tras las piezas de caza, llevando su arco a la espalda y dando órdenes a sus perros. No acababa de asimilar la certeza de su longevidad.

– ¡Espera! ¡Espera! Déjame las llaves del coche por favor! -gritó de golpe Anaíd al darse cuenta de que sus sandalias no eran el calzado más apropiado para correr hasta el robledal.

Gunnar, sin detenerse apenas, se las lanzó y Anaíd, al intentar cazarlas al vuelo, se lastimó un dedo. Gunnar tenía mucha fuerza, más de la que era capaz de controlar.

En cuanto lo vio desaparecer tras la loma, Anaíd abrió de nuevo el coche. Estaban en un área de picnic solitaria, al abrigo de miradas indiscretas. El viento se había levantado y mecía las hojas de los chopos que crecían junto al riachuelo.

Sacó la llave y oprimió el botón que activaba la apertura automática. Levantó con cuidado el maletero y, reprimiendo un suspiro, abrió su maleta, cogió la caja de zapatos y sacó unas zapatillas deportivas por estrenar.

En ese justo momento cambió la dirección del viento y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Acababa de darse cuenta de que no estaba sola. El olor difuso que había notado antes le llegó ahora con claridad. Era suave y ligero, parecido al pollo, pero al mismo tiempo infantil y algo dulce. Un olor confuso. Había alguien escondido en el coche. Sí, había oído un roce. Un ligero movimiento de algo vivo arrastrándose. Con el rabillo del ojo, fingiendo indiferencia, captó perfectamente la forma humana del bulto al acecho que se ocultaba entre las sombras.

Se quedó unos instantes inmóvil, agarrotada, incapaz de pensar con lucidez. Hasta que reaccionó y palpó con cautela el bolsillo de su maleta donde guardaba su atame. Lo cogió disimuladamente y, con la otra mano, bajó la puerta con fuerza. Se retiró un paso, dos, y con el mando automático, a una distancia prudencial, bloqueó la cerradura. Se llevó la mano al pecho. Respiraba agitada. Tenía que tranquilizarse y pensar. ¿Quién se escondía en el vehículo? ¿Quién la acechaba? ¿Baalat volvía a estar viva?

Entonces lamentó que Selene no estuviera allí para aconsejarla.

CAPÍTULO VI

La vergüenza

Sentía una pereza infinita, pegajosa. Dudaba entre continuar inmersa en su sueño, a sabiendas de estarse pasando de la hora, o abrir los ojos. Le pesaban los párpados y la boca se le abría en un bostezo grande y profundo.

Finalmente, Selene gimió, se desperezó con lentitud y, tras un esfuerzo sobrehumano, se incorporó y miró a su alrededor. La luz tenía una tonalidad suave y la habitación estaba vacía. A su lado, la cama donde había dormido Anaíd ya estaba hecha. Sonrió para sí. Era una niña bien educada.

Se sentía de buen humor y extrañamente optimista. Había tenido un sueño vivido, tan real que hasta le cosquilleaba la piel. Gunnar la había tomado en sus brazos y la había trasladado con mimo a un lugar cálido, mullido. Luego la había besado susurrándole al oído: duerme. Y ella había dormido plácidamente sabiendo que nada ni nadie podría estorbarla. Hacía tiempo, desde antes de que muriese Deméter, que no se sentía tan segura, tan arropada. Hacía tiempo que no había dormido tan bien.

Y de pronto en la almohada, junto a su propia cabeza, descubrió un cabello rubio. Lo cogió entre sus dedos con extrañeza y lo olisqueó como una loba. Era de Gunnar. Gunnar había estado allí, con ella. Se fijó en que la colcha, algo arrugada, conservaba la forma combada del peso de su cuerpo. Entonces, tal vez no lo hubiera soñado… Pero por más que lo intentaba, no recordaba nada. Absolutamente nada. Sólo sabía que estaba animosa y muy hambrienta.

Se levantó y se dio cuenta de que en lugar de su camisola de dormir llevaba puesta la ropa interior. ¡Qué extraño! Caminó hacia la ducha y se distrajo entreabriendo su maleta y repasando su ropa nueva. La había comprado el día anterior y podía estrenar el conjunto que le viniese en gana. Todas las prendas llevaban las etiquetas colgando.

¿Una falda quizá? ¿Por qué no? Tenía las piernas bonitas. La apartó a un lado y escogió también una camiseta negra de escote ancho. A Gunnar le gustaba el color negro. Siempre le dijo que la favorecía. Igual que a él le favorecían las sienes algo plateadas y las telarañas de sus ojos. Le hacían más interesante, más apuesto.

En esos momentos ya no sentía ninguna animadversión hacia Gunnar. Sin Anaíd delante podía reconocer que había envejecido como cualquier mortal y que no utilizaba la magia. Lo comprobó en la batalla contra Baalat. Cuando lo arrastraron las aguas se convenció de que lo que decía era cierto, como también era cierto que las había defendido con su propia vida y que había decapitado a Baalat. A veces era injusta. A veces era caprichosa y voluble.

Y al frotarse con su guante de pita bajo el chorro de agua fría, se despejaron los últimos jirones de niebla que flotaban ante sus ojos y se acordó de la noche anterior. ¡Qué tonta!

Había dado la poción de sueño a Gunnar durante la cena y lo tenía todo dispuesto para engañarlo y huir con Anaíd. ¿Y qué hacía entonces en la habitación de buena mañana? Supuso que había caído rendida de sueño, supuso que estaba tan derrengada que había olvidado hasta el momento en el que llegó a la cama. Pero ahora, a la luz del día, ese sueño reparador le hacía ver las cosas de otra forma. Se había despertado con ganas de reconciliarse con la vida y con Gunnar.

Su defecto era la impulsividad. A veces se precipitaba y actuaba por despecho. Luego, claro está, se arrepentía.

Pobre Gunnar, él sí que debía de dormir a pierna suelta con la dosis que le puso en el vino, como cuando bebió la poción que le preparó la yegua Omar Holmfrídur en Islandia.

Tuvo deseos de visitarlo de incógnito y de verlo dormido, con los zapatos puestos y los brazos abiertos. Así solía dormir Gunnar cuando caía rendido a su lado, en la tienda de piel de reno o en la cabaña de Groenlandia. Tenía un sueño sereno y confiado, como el de un niño.

Rectificar es de sabios, acostumbraba a decirle Deméter. Y comenzó a bullirle una idea nueva en la cabeza. ¿Por qué no rectificar? ¿Por qué no cambiar el rumbo de los acontecimientos? Había ido demasiado lejos con su rencor. Anaíd tenía razón al reprochárselo. ¿Y Anaíd? ¿Dónde andaría? Había olvidado su anillo de esmeralda en el baño y supuso que estaría desayunando.

Acabó de vestirse rápidamente y se tranquilizó al ponerse el reloj. Sólo eran las siete de la mañana. Y sin embargo, tenía la sensación de haber descansado mucho. Mejor. Gunnar dormiría hasta la noche y así a ella le daría tiempo de pensar sobre la mejor decisión para los tres.

Salió de la habitación y bajó al restaurante, pero, ante su decepción, no vio a Anaíd. Se sentó a una mesa vacía con una flor de plástico solitaria en un jarrón sin agua y se extrañó de que no estuviera dispuesto el buffet de desayuno como la mañana anterior. El camarero se acercó solícito con una carta.

– ¿Va a cenar sola la señora?

Selene creyó que era una broma.

– Querrá decir desayunar.

– ¿A las siete de la tarde?

Selene se quedó atónita. Si la hubieran pinchado no le habrían encontrado sangre. ¿Entonces esa luz era el crepúsculo?

Por eso no había nadie en el restaurante. Por eso Anaíd había hecho su cama. ¿Qué le había ocurrido?

Se levantó apurada.

– Bajaré luego a cenar con mi marido y mi hija -se excusó recogiendo la chaqueta y el bolso.

Pero el camarero tosió algo azorado.

– Creo que, si no me equivoco, se fueron anoche.

Eso fue como una bofetada seca. Selene se tambaleó.

– ¿Cómo?

– Después de cenar pagaron la cuenta y marcharon.

– ¿Con el coche?

– Supongo.

– ¿Está seguro de que llevaban el equipaje?

El camarero se sentía incómodo. La desgracia ajena incomodaba y aquella pobre mujer, tan bella y tan desgraciada, a quien habían dejado abandonada su marido y su hija, le daba pena.

– Eso será mejor que lo confirme en recepción. Yo no les hice la liquidación y no puedo decírselo con seguridad.

Lo sabía con toda seguridad. El caso había sido la comidilla del hotel. La mujer dormida que compartía habitación con la hija en lugar de con el marido y la huida precipitada de ambos mientras ella dormía, probablemente por efecto de algún somnífero, era el notición del día.

Selene también lo sabía. Las piezas del puzzle iba n encajando unas con otras hasta conformar el panorama de su engaño. Y sin embargo, cuando lo confirmó definitivamente en recepción, las rodillas le flaquearon y se sintió tan avergonzada que hasta se sonrojó. No le sucedía desde que era niña, pero en aquel momento tuvo la certeza de que todos la miraban, la señalaban con el dedo y se reían de ella.

Se refugió en la habitación y registró a fondo los armarios. Anaíd se lo había llevado todo. Efectivamente, había huido con Gunnar.

¿Y el cetro? ¿Dónde estaba el cetro? ¿Lo tenía Gunnar como ella dejó entrever? ¿Estaba en manos de una Odish? No tenía forma de saberlo. Ante Anaíd había fingido que ese tema no la preocupaba, pero en realidad, la angustiaba terriblemente. Quien tuviera el cetro tendría poder sobre Anaíd.

No podía sustraerse a la culpabilidad de no haber velado por el cetro. Eso era muy grave, muy peligroso. Tenía que encontrar a su hija antes de que fuera demasiado tarde.


Cuando tuvo la maleta cerrada y se vio sola ante el espejo con su falda nueva y la camiseta escotada de color negro que se había puesto para agradar a Gunnar, se sintió tonta y desvalida. Entonces se derrumbó y se lanzó sobre la cama deshecha en llanto.

Todo lo hacía mal. Todo le salía mal. Todo acababa por estropearse en sus manos. Gunnar había vuelto a traicionarla y esa vez se había llevado con él lo único que le quedaba en el mundo. A su hija Anaíd. Pero era culpa suya. Lo había hecho tan mal que los había precipitado a ambos, padre e hija, en los brazos del otro.

Y ahora estaba sola, más sola que nunca.


Podría haber pedido un taxi en el hotel, pero prefirió mentir. Salió con una sonrisa falsa, dijo que había sido un malentendido y que pasarían a recogerla por la carretera.

Si se lo tragaron o no era cosa suya, pero prefirió fingir antes que reconocer que la habían abandonado. Significaba que era prescindible, que otros podían sobrevivir sin ella y que además preferían estar sin ella antes que aceptar su compañía.

Se alejó arrastrando su maleta y luciendo orgullosamente el anillo de esmeralda en su dedo anular. No se dio la vuelta, orgullosa, hasta el primer recodo. Una vez lejos de las miradas ajenas, se rompió en pedacitos.

Ya había anochecido. No tenía ni idea de qué dirección tomar. ¿Adónde iba? Se sentó sin fuerzas sobre la maleta y se llevó las manos a la cara, mesándose los cabellos. Estaba tan sola, se sentía tan desorientada…

Y de pronto, una lengua áspera y caliente acarició su mano y una voz familiar la obligó a abrir los ojos con incredulidad.

– No te des por vencida, Selene.

– ¡Deméter! -exclamó gritando.

En efecto, su madre Deméter, bajo la forma de una loba, le hablaba y estaba ahí, junto a ella.

– Anaíd te necesitará, no puedes dejarla.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Búscala.

La convicción de Deméter y su firmeza la ayudaron a levantarse.

– Oh, madre, te añoro tanto, es tan difícil todo.

– Ya lo sé, hija mía.

– Si estuvieses aquí, las cosas serían más fáciles.

– Es tu tiempo Selene, el mío se acabó.

Selene se embebió de sus palabras. Era cierto. De nada servía lamentarse y pedir imposibles. Todo era difícil. Los momentos de bonanza se escurrían de las manos sin darse apenas cuenta. Había vivido momentos felices junto a Gunnar, su gran amor, junto a Deméter, su madre, y sobre todo junto a su niña Anaíd. Ahora la encontraría estuviese donde estuviese. Iría hasta el fin del mundo Si hacía falta.

Se puso en pie, agarrando la maleta con fuerza, y se dirigió a la carretera para detener el primer coche que pasara. Alzó la mano con decisión al divisar los faros a lo lejos y se dirigió a su madre Deméter.

– ¿Hacia dónde?

En la oscuridad ya no pudo distinguir el brillo de las pupilas dilatadas de la loba. Deméter había desaparecido. Frotó el anillo con desesperación, pero de nada le sirvió. Rabiosa y dolida, se lo arrancó del dedo y lo lanzó lejos para zafarse de su impotencia.

CAPÍTULO VII

La decepción

Anaíd permaneció inmóvil hasta que anocheció. Hubiera querido enfrentarse cara a cara al intruso que se escondía en el coche, pero la prudencia le aconsejaba esperar el regreso de Gunnar.

Cuando el sol se hundió definitivamente en el abismo y sus rayos dejaron de alumbrar los chopos, llegó la oscuridad. El desamparo y los gritos de la lechuza se adueñaron del merendero y el ánimo de Anaíd fue apagándose como una cerilla y cediendo terreno al miedo.

Hacía ya un rato que observaba cómo la puerta del maletero cerrado pugnaba por abrirse y en ese mismo momento, a pesar de estar herméticamente cerrada, comenzó a levantarse lentamente. Anaíd, con el cuerpo en tensión, desentumeció los dedos de su mano derecha uno a uno y asió con fuerza su atame. Estaba preparada para cualquier eventualidad. Recordó los consejos de la luchadora Aurelia, del clan de la serpiente: la mente clara, los sentidos despiertos y adelantarse siempre a las intenciones del oponente. Era un buen consejo para vencer.

Sin embargo, al distinguir una mano asomando entre las sombras, Anaíd perdió el mundo de vista y atacó a la desesperada. Se arrojó con todas sus fuerzas contra el intruso, sin orden ni concierto, sin proteger su flanco izquierdo ni triplicar su imagen para desconcertar al oponente. Estaba poseída por la ira y levantó su atame sin atender a la pequeña e indefensa figura de una muchacha asustada cubriéndose la cabeza con sus manos delgadas.

– ¡Anaíd, no!

Fuese porque pronunció su nombre, porque el tono de voz era inofensivo o porque un instinto oculto le permitió ver los contornos con más nitidez a través de la bruma del descontrol, Anaíd detuvo el brazo a tiempo.

Jadeando y con la mano ardiendo, iluminó a la intrusa.

– ¿Quién eres tú?

Y ante su estupor, la chiquilla se puso en pie, saltó fuera del coche, se arrodilló ante ella y le besó los pies.

– Te adoro, Anaíd. Soy tu más fiel y devota seguidora. Soy Dácil.

– ¿Dácil? -inquirió Anaíd arrugando la nariz y sin dejar de deslumbrarla con su luz y amenazarla con su atame-. ¿La misma Dácil de los mensajes de e-mail y de SMS?

– Sí, Anaíd, soy yo. Te busco hace mucho tiempo. Quiero estar contigo, seguirte adonde vayas, servirte.

Anaíd tenía dos opciones: creerla o no creerla. La estudió con detenimiento paseando su mano sobre su cuerpecillo. Era una chica muy delgada, de pelo rizado y oscuro, piel morena y ojos excesivamente pintados y salpicados de rimel caducado, de ése que dejaba grumos en las pestañas y manchones en la cara. Los labios pintarrajeados de un rosa estridente, los pies sobre unos tacones demasiado altos que acentuaban la delgadez de las piernas, y un top cantón de lunares negros subrayaban el mal gusto de la desconocida.

Si obviaba los excesos, en cambio, el aspecto aniñado de Dácil, de sonrisa angelical, ojos dulces y nariz pícara, era el de una Virgen ortodoxa.

¿Niña? ¿Mujer? Ambigua.

– ¿Qué hacías en nuestro coche?

– Seguirte, hace mucho tiempo que te sigo.

En ningún caso Baalat, con su mundología y su milenario amor a la belleza, hubiera consentido en reencarnarse en aquel cuerpecillo nervioso y chillón.

– Pero, pero… ¿se puede saber quién eres y de dónde sales?

Dácil sonrió con una sonrisa tan bonita que Anaíd imaginó una mariposa de alegres colores revoloteando en su cara.

– Soy Dácil, la Luz, hija de Atteneri, la Blanca, y nieta de Guacimara, la Princesa. Pertenezco al clan de la axa, la cabra, y desde niña, desde que abrí los ojos, oí hablar de la elegida y del día en que vendría a nuestro valle para descansar en la cueva y entrar en la penumbra del cráter.

Anaíd se quedó asombrada. Digirió como pudo aquel cúmulo de información e intentó asimilarla.

– ¿Eres…, eres una Omar?

– Claro -rió con franqueza Dácil, respondiendo a su nombre, cuyo significado era Luz; en su alegría brillaba la luz.

– Y… ¿de dónde dices que vienes?

– De la isla de Chinet.

– ¿Chinet? -repitió Anaíd con incredulidad.

– Vosotros la conocéis como Tenerife -aclaró Dácil.

– ¡Claro, el Teide! -gritó Anaíd llevándose la mano a la boca-. ¿Has dicho que la elegida penetrará en la penumbra del cráter?

– Eso han dicho siempre las matriarcas de la Orotava.

La cueva está preparada desde hace generaciones. Aremoga, la mujer sabia de La Gomera, y Ariminda, la reina, nos prepararon a mi prima hermana Tazirga, la perspicaz, y a mí, para agasajarla y recibirla. Somos algo así como las azafatas de la elegida.

Anaíd la corrigió.

– Querrás decir las novicias, o las oficiantes.

– No. Eso es muy cutre, no mola nada.

Anaíd se quedó desconcertada.

– Ya.

– Las azafatas de la elegida suena más guay, ¿no? Anaíd repasó su vestuario de nuevo: además del horroroso top, llevaba una falda tejana con piedrecillas de colores incrustados, y en sus dedos lucía tantos anillos que apenas podía levantar las manos. Decididamente los gustos de Dácil y de ella eran muy diferentes.

– Pues sí, suena… guay.

Dácil sonrió como mil mariposas.

– ¿De verdad?

Ahora ya no podía echarse atrás y menos cuando Dácil se lanzó a su cuello y la besó. Anaíd hubiera querido considerarlo un exceso, como su voz chillona o sus colores llamativos, pero el beso le pareció más dulce que los bollos de crema que había desayunado.

– Ariminda se va a enterar. Siempre me corrige.

– ¿Ariminda?

– La matriarca de las axas. Es relamida y anticuada. No te gustaría nada, nada -y de pronto, sin que hubiera motivo, Dácil extrajo un paquetito de su bolsillo y se lo entregó-. Es para ti. Un regalo.

Anaíd hubiera querido rechazarlo, pero no pudo. Los ojos cantarines de Dácil, su mano generosa, su paquetito mal envuelto y la expectación mal reprimida le formaron un nudo en la garganta, un nudo muy extraño que le oprimía el cuello y la producía algo así como ganas de llorar.

Muy raro.

Lo abrió con cuidado y una bonita piedra cuidadosamente pintada apareció en medio del papel arrugado. Los colores eran vivos, y las formas geométricas con que estaba decorada, muy bellas. La piedra oval era negra como el carbón.

– ¿Te gusta? -preguntó con mucho interés Dácil-. La pinté pensando en ti, en el color de tu pelo y de tus ojos. Tu pelo rojo, el de verdad.

Anaíd supo que el nudo se le hacía al saber que alguien desconocido pensaba en ella y deseaba complacerla mediante algo tan delicado como una bonita piedra pintada a mano con amor.

– Es preciosa -comentó.

– Volcánica, de mi valle. Ven, te la pondré, es un amuleto. Está embrujada y te protegerá.

Y por el pequeño orificio, apenas perceptible, pasó un cordón de cuero y luego lo ató con pericia al cuello de Anaíd.

Anaíd notó cómo las manos delgadas de Dácil acariciaban levemente su cuello y luego jugueteaban con su pelo.

– Aquí se ve la raíz roja. Tendrás que teñirte. Qué pena. Me gustaría tanto verte con tu pelo rojo… Eres tan guapa que ni me imagino lo bonita que estarías con la melena roja. ¡Guauuu!

Anaíd se sintió complacida. Era agradable palpar esa admiración tan sincera.

– Así que tú eres mi azafata. ¿Y qué sabes hacer?

– Me enseñaron a ofrecerte plátanos con miel, a bañarte con esencias de aloe, a arroparte en una cama fresca perfumada de lavanda, a cantarte viejas canciones guanches y a entretenerte con antiguas leyendas, la de la princesa Ico, la de la bella Amarea.

Anaíd la interrumpió antes de que recitara la retahíla de leyendas que sabía.

– ¿Y qué haces aquí?

Dácil se encogió de hombros.

– Me cansé de esperar y vine a buscarte.

Anaíd no entendía nada.

– ¿Me estás diciendo que tengo que ir a la Orotava porque ahí tenéis una cueva dispuesta a acogerme?

– Te esperamos desde hace quince siglos.

– ¿Me invitáis a unas vacaciones en las Canarias?

Dácil explotó en una carcajada.

– Me estás tomando el pelo.

– Para nada.

– Entonces, ¿por qué preguntas lo que ya sabes? Tú lo sabes todo, eres la elegida.

Anaíd negó.

– Te equivocas.

Dácil pareció apurada.

– Entonces…, ¿no eres la elegida?

Anaíd rectificó.

– No lo sé todo, mejor dicho, no sé nada y no tengo ni idea de por qué las matriarcas del clan de la cabra del Valle de la Orotava tienen dispuesta una cueva para recibirme desde hace siglos.

– Yo sí lo sé, soy la única que lo sé.

– ¿Y me lo dirás?

– Es para entrar…

– ¿Dónde?

Dácil miró a todos lados con reparo y muy flojito murmuró:

– En el camino de los muertos, el que une los mundos.

Anaíd se llevó una mano a la boca para reprimir su sorpresa.

– ¡El Camino de Om!

Dácil suspiró.

– Las princesas menceyes ya lo conocían, pero no se atrevían a entrar hasta que morían. En cambio tú…

Anaíd se sintió muy rara. Una chiquilla venida del Atlántico y nacida en una hermosa isla de clima primaveral sabía más acerca de su destino y su misión que ella misma.

– ¿En cambio yo qué?

– En cambio tú entrarás viva.

Anaíd sintió un leve temblor.

– Y saldré viva, supongo.

– Eso ya no lo sé… -admitió Dácil apenada.

– ¿Cómo que no lo sabes?

– Pues que, una vez entres en el cráter, nuestra misión, la de las oficiantes-azafatas, habrá acabado. Eso quiere decir que no saldrás.

Anaíd se mosqueó.

– O que no saldré por el mismo sitio.

Dácil dio la vuelta a su razonamiento. Era fácil de convencer.

– ¡Es verdad! Me quitas un peso de encima.

Anaíd se dio cuenta de lo absurdo de la situación.

– Entonces, si me tienes que esperar en la cueva, ¿me puedes decir qué haces aquí?

– Conocerte.

La franqueza de Dácil era más refrescante que un helado de vainilla.

– ¿Y cómo te has metido en el coche cerrado?

– Muy fácil. He hecho saltar la cerradura con el sortilegio de Bencomo.

Anaíd recordó que Bencomo estaba maldito.

– ¿Bencomo? ¿Ese sortilegio no está…?

– Prohibido. Sí. Claro -afirmó con naturalidad Dácil-. Todos los sortilegios prohibidos provienen de Bencomo, el último mencey, el terrible, que usó la magia Omar para luchar contra las profecías de los oráculos que vaticinaban la invasión. Sin suerte, porque nos invadisteis.

– Yo no estaba.

– Bueno, los peninsulares; es una forma de hablar.

– ¿Y si están prohibidos por qué los usas?

– Porque soy una revolucionaria.

La frase la dejó frita. No podía creerlo. Lo bueno del caso era que Dácil estaba encantada de conocerse a si misma. Anaíd notó cómo la risa quería escapársele por debajo de la nariz, pero se reprimió.

– Vaya, vaya, he aquí a la Omar revolucionaria, la que capitaneará las nuevas generaciones de brujas jóvenes.

Dácil rió con risa cristalina.

– No seré yo.

– ¿Ah, no? ¿No eres la gran revolucionaria?

– Yo no, yo sólo te sigo.

El asombro de Anaíd fue mayúsculo.

– ¿A mí?

Dácil revoloteó a su alrededor como un ave del paraíso.

– Tú eres mi guía, tú eres mi modelo, mi ejemplo, mi futuro. Tú eres guay, joven, enrollada y no te comes el tarro como las matriarcas que nos prohíben ir a la discoteca, ponernos faldas cortas y usar los sortilegios de Bencomo.

Anaíd sintió que le rodaba la cabeza. Aquella pequeña Omar era una verdadera bomba de relojería.

– A ver Dácil, ¿qué tienen que ver la discoteca y la música house con la elegida y los sortilegios de Bencomo?

Dácil se carcajeó y Anaíd se quedó cortada.

– ¡Eres muy divertida!

Anaíd no sabía que fuera graciosa, nunca lo había sido, aunque no le hubiera molestado serlo. Envidiaba -con envidia sana, claro- a las chicas graciosas que abrían la boca, desdramatizaban las pequeñas tragedias cotidianas y conseguían que todos se muriesen de la risa. Clodia, por ejemplo, era infinitamente más graciosa que ella. Pero si Dácil la consideraba divertida…, comenzó a saborear el privilegio de tener a una incondicional.

– ¿Y qué quieres de mí?

– Verte, tocarte, seguirte, servirte… y…

– ¿Y…?

– Decirte cada día que te adoro.

Y volvió a besarla con verdadera pasión, tanta que Anaíd se tambaleó y tuvo que sujetarse al coche. Gracias a esa distracción percibió a lo lejos la imagen de Gunnar regresando de su carrera de footing.

– ¡Rápido, al maletero!

Dácil se extrañó.

– ¿Por qué?

– No quiero que mi padre te vea.

– ¿Quién te crees que me dijo dónde estabas?

Y en ese momento Gunnar, jadeando, se acercó hasta ellas y saludó a la recién llegada.

– Tú debes de ser Dácil.


Unos minutos más tarde Gunnar comía su sándwich sonriendo. La carrera le había devuelto el hambre y el buen humor. El asombro desmesurado de Anaíd le hacía tanta gracia que se le marcaba un hoyuelo en su mejilla derecha.

Los tres estaban dando buena cuenta de las provisiones sentados en una solitaria mesa de piedra graffiteada.

– No puedo creer que disimulases tan bien -se quejó Anaíd mordisqueando un plátano.

– Tengo muchos años.

– ¿Y por qué te pusiste en contacto con Dácil?

– No me iba a quedar de brazos cruzados ante aquellos mensajes, ¿no crees?

Anaíd miró a ambos, a Gunnar y Dácil, conchabados sin que ella lo supiera.

– ¿Y entonces la llamaste?

– Pues claro.

– Y a Selene no se le ocurrió.

Dácil negó.

– No. Tu madre nunca me devolvió un mensaje.

Ahora la curiosidad de Anaíd se dirigió hacia Dácil.

– ¿Y cómo conseguiste el número de móvil de Selene?

– Lo copié de la agenda de Elena.

– ¿Elena?

– Claro, yo venía de Urt. Lo que no sabía es que regresaría al mismo sitio.

– ¿Cuándo marchaste de allí?

– Anteayer.

Anaíd se llevó la mano al pecho para que Gunnar y Dácil no oyeran los horrorosos latidos de su corazón que le salían por la boca. Qué vergüenza, qué apuro.

– ¿Y conociste a… la familia de Elena?

– Sólo a algunos de sus hijos.

– ¿A Roc? -preguntó con un temblor imperceptible.

– ¿El guaperas de la moto? No me hizo ni caso, su novia es una tonta.

Anaíd se puso de los nervios.

– Marion.

– Eso, Marion, me cayó fatal -y de pronto se tapó la boca con la mano-. Lo siento, perdona, a lo mejor es amiga tuya.

– No, no lo es y no lo será nunca -explotó Anaíd aprovechando la ocasión que se le brindaba-. Marion es una chica engreída, egoísta, manipuladora…

Gunnar interrumpió el monólogo de Anaíd que derivaba peligrosamente en un soliloquio victimista.

– ¿Viniste entren?

– En un camión.

– ¿Cómo?

– De polizón. Era un camión de pollos.

Anaíd entendió el motivo de su confusión para identificar el aroma dulzón que la había delatado. Una mezcla de pollo y niña.

– ¿Tu madre ya sabe que viajas de esa forma?

– Dice que me parezco mucho a ella. Está muy orgullosa de mí.

Anaíd supo que algo no encajaba en esa explicación.

– ¿Tu madre está orgullosa de ti porque te escondes en un camión de pollos?

– Ella se escondió en las bodegas de un barco durante muchísimo más tiempo.

– ¿Ah, sí?

– Iba a Venezuela, pero hubo una tormenta y el barco se perdió. Desembarcó al cabo de mucho tiempo en EE.UU. y así pudo llegar a Nueva York.

– Qué experiencia tan original. ¿Cuándo sucedió?

– Hace diez años. Desde entonces no la he visto.

A Anaíd se le encogió el estómago.

– ¿Tu madre te abandonó?

– No, no, está ahorrando para que vaya a vivir con ella. Me quiere un montón, somos muy parecidas.

– Ya.

– Yo sé mucho inglés, para cuando vaya a vivir con Atteneri y trabajar leyendo las manos; así la ayudaré.

– ¿Y por qué no te ha reclamado antes?

Dácil sonrió.

– No puedo irme sin haber atendido a la elegida.

Entonces Anaíd lo comprendió todo.

– Quieres cumplir tu misión para poder ir con tu madre a Nueva York.

– Eso es.

– Y por eso me has venido a buscar.

– Como tú no venías…

Anaíd se conmovió. El destino venía a buscarla, y eso quería decir que estaba jugando con su destino, dilatándolo, anteponiendo sus caprichos a sus obligaciones.

Pero ella sólo quería recuperar su cetro y disponer de un poco de amor. En cuanto tuviera el cariño de Roc otra vez, ya sabría qué dirección tomar.

Y espontáneamente se inclinó sobre Dácil y abrazó su cuerpecillo delgado. Notó cómo le correspondía clavándole en su espalda la pequeña mano ensortijada. Era un disfraz. Su aspecto de Lolita pizpireta encubría a una niña de trece años a lo sumo. Despierta, atrevida, entusiasta y sentimental, eso sí. Y sin madre, eso también. Como ella en esos momentos.

– Ha sido una sorpresa, Dácil -le confesó-. ¿Dónde vas a quedarte?

– Contigo -dijo inmediatamente la pequeña.

Anaíd le dio largas.

– No puede ser. Yo estoy de incógnito. Nadie debe saber que he vuelto.

Y miró a Gunnar. A él también lo conocían. Según le había explicado, había estado preguntado por ellas en Urt. Gunnar pareció leerle el pensamiento.

– No me verán, Anaíd, me iré.

Anaíd se quedó patidifusa.

– ¿Adonde?

– Hacia el Sur. Si me quedo contigo, Selene interferirá. Tengo que engañarla y alejarla de ti. Anaíd se angustió.

– ¿Cuándo te irás?

– Cuanto antes mejor.

Con eso no contaba. No podía quedarse sola, sin padre y sin madre, huyendo de Omar y de Odish al mismo tiempo.

– Tengo miedo.

– Con el cetro en las manos no lo tendrás.

– Estaré sola -se lamentó Anaíd.

Pero Gunnar le guiñó un ojo.

– Te dejo en buenas manos…

Anaíd miró a Dácil, una mocosa que ni tan siquiera había sido iniciada.

– No me puedes hacer esto -se dolió.

Gunnar recogió los restos de comida, se puso su pie, se limpió las migas de su camisa y la besó.

– Volveré. Tenlo por seguro.

– ¿Y qué voy a hacer ahora? -gimió Anaíd.

– Buscar el cetro, por ejemplo -le sugirió Gunnar con retintín.

Anaíd, que había abandonado a su madre una noche antes, se sintió tan engañada como Selene.

CAPÍTULO VIII

La sorpresa

Anaíd no pudo acercarse al robledal hasta el día siguiente. Esa noche la pasó con Dácil, escondidas en su casa, imbuyéndola de la necesidad de permanecer ocultas a los ojos de Elena y Karen.

De buena mañana dejó a su amiga durmiendo y emprendió el camino hacia la cueva donde se ocultaba el cetro. A medida que se acercaba, su mano comenzaba a arder de impaciencia.

Por fin, ansiosa, penetró en la oscuridad de su cueva. La descubrió en el robledal cuando era niña, escondiéndose de su abuela Deméter; la exploró durante años y ahora sería capaz de recorrer todas sus salas con los ojos cerrados. Se sabía de memoria los pasos que separaban la gruta del lago de la sala de las estalactitas; podía modelar a ciegas los recovecos de la roca caliza, los pasadizos que se adentraban en los túneles, e identificaba perfectamente su aroma húmedo y áspero, su silencio opaco y sus maravillosos techos artesonados cubiertos de infinidad de formas caprichosas que la naturaleza había modelado. Era su cueva.

No obstante, estaba tan obcecada en recuperar el cetro que no atendió a ninguno de los signos que le indicaban que algo anómalo sucedía. No notó que en el suelo arenoso había rastros de huellas humanas; que un olor acre impregnaba la sala de los fantasmas, bautizada así por las estalagmitas fantasmagóricas que se erguían como guardianes blancos; ni que, cuando penetró como una tromba en la gruta del lago, una sombra se escurrió escudándose en las paredes angostas y se ocultó tras una columna. Y es que Anaíd estaba muy alterada. Temblaba, le castañeteaban los dientes, le sudaban las manos y el corazón quería salírsele por la boca. Ardía en deseos de poseer el cetro. ¿Dónde estaba? Lo sentía, lo notaba muy cerca. El descontrol la dominaba. Sus ojos fueron a posarse con urgencia en el hueco que su visión le había señalado como el lugar donde se ocultaba el cetro. ¡Efectivamente, ahí estaba! En cuanto lo vio, sus ojos desenfocaron el resto del universo y se centraron en ese único objeto codiciado. Y al abrir la mano, la ansiedad de Anaíd creció y creció como un estornudo a punto de explotar.

El cetro brillaba, palpitaba, le decía tócame, y cuando alargó el brazo para satisfacer su deseo y empuñarlo, la sombra se cernió sobre ella y una mano delgada la aferró por la muñeca.

Quiso gritar, pero al levantar la vista sus ojos toparon con una hermosa y elegante dama de piel clara y ojos azules que la soltó inmediatamente, abrió sus brazos y la invitó a refugiarse en ellos con una gran sonrisa.

– ¡Anaíd, hija!

Anaíd, que al despedir a su padre había mantenido el nudo de la emoción bien atado, sintió cómo se deshacía y no pudo detener el sollozo que salió, naturalmente, de su garganta.

– ¡Abuela! -gritó antes de fundirse en un abrazo con Cristine Olav, la dama de hielo.

Recordó la batalla contra Baalat, la voz serena y fría que le dictó sus actos, el espíritu sin rostro que destruyó a Baalat y se quedó con el cetro. Y la señaló atónita…

– ¡Me salvaste de Baalat, fuiste tú!

Cristine movió levemente la cabeza, en un gesto afirmativo.

– Pues claro, bonita, no te iba a dejar morir.

– Tú trajiste el cetro hasta aquí, para que reconociera el lugar.

– Un lugar a salvo de indiscreciones.

– ¿Gunnar lo sabía?

– Yo misma le avisé de que te esperaría junto al cetro.

– Entonces, cuando dijo que me dejaba en buenas manos, se refería a ti.

– Naturalmente -sonrió Cristine acariciándole la cara con dulzura-. Ya sabes que te quiero.

– Yo también -reconoció Anaíd acurrucándose en el pecho blanco y frío de la hermosa dama.

Únicamente pensó que, si lo supiera Selene, no lo entendería jamás.


Anaíd ya era capaz de distinguir a las Odish. Desde que fue iniciada en Sicilia, percibía su presencia, distinguía su mirada y detectaba su olor acre. Pero Cristine Olav era diferente. Aunque fuera una bruja Odish, por encima de todo era su abuela. Y la abrazó y la besó sin ningún reparo y sin conciencia de estar traicionando a su tribu ni a su clan.

Cristine, alta, rubia y con los mismos ojos azul grisáceo que heredaron Gunnar y ella, era una abuela juvenil. Pero Anaíd pronto se dio cuenta de que estaba dispuesta a consentirla como todas las abuelas.

– Pídeme lo que quieras, mi niña -le ofreció con su voz tan elegante como sus manos delgadas e inmaculadas.

Anaíd tenía un deseo irrefrenable de tocar el cetro.

– ¿Puedo…?

– Pues claro, es todo tuyo.

Anaíd lo acarició avergonzada. Delante de Cristine no se atrevía a empuñarlo. Se limitó a rozarlo con los dedos y a sentir cómo el bienestar del objeto mágico se extendía por todo su cuerpo.

Luego rogó:

– ¿Puedo…, puedo ver a Roc?

– Ven conmigo.

Cristine la invitó a acompañarla al interior de la gruta del lago. Una vez allí, con un levísimo chasquido de dedos, el lago se transformo en un gran bloque de hielo. Desde cinco rincones estratégicos, que unidos por líneas imaginarias componían la forma de un pentáculo, se encendieron cinco velas que con su luz difusa fueron iluminando paulatinamente la estancia.

Cristine rozó levemente el hielo y, ante el asombro de Anaíd, la imagen de Roc comenzó a reflejarse a sus pies. Se le disparó el pulso a mil. ¡Qué guapo que era!

En esos momentos Roc estaba en clase, sentado en su pupitre, sudoroso y agitado, ensortijándose el bolígrafo en un rizo, una vez y otra, en un tic repetido hasta la saciedad. Ante él, un papel en blanco y una fotocopia con cuatro problemas de matemáticas. Era un examen y lo llevaba fatal. Se compadeció de Roc.

– ¿Puedo ayudarle?

– ¿Estás segura? -la interrogó Cristine.

– No quiero que suspenda.

– Pues tú misma.

– ¿Qué hago?

Cristine le tomó las manos.

– Pronuncia conmigo: Etpordet, le, numis.

Esa magia ya no era Omar. El conjuro de Cristine no lo utilizaban las Omar. Y con razón.

Etpordet, le, numis -susurró Anaíd flojito.


Y Roc, como en una secuencia absurda, comenzó a escribir a una velocidad desesperada, como si le fuera la vida en ello y sus manos trabajasen a cámara rápida. A su

lado, los compañeros se daban codazos y reían. Parecía loco, estaba enloquecido y ni siquiera él comprendía lo que le estaba sucediendo. Hasta que se detuvo con los ojos vidriosos, la mano agarrotada y la incredulidad en el rostro. Había resuelto los cuatro problemas perfectamente en menos de un minuto. O, en cualquier caso, había escrito un montón de números que bien podían ser la solución de esos problemas incomprensibles.

Anaíd quiso decirle que había sido ella, que gracias a ella había resuelto el examen, pero en ese preciso momento la mano de una chica que no había visto antes se deslizó por el pantalón de Roc poco a poco y trepó hasta su pupitre para alcanzar la hoja que Roc le alargaba.

Anaíd se desencajó de rabia. Ahí estaba Marion interfiriéndose entre ella y Roc, para variar, y robándole el examen que acababa de regalarle. Sin necesidad de palabras miró a Cristine y le hizo saber que tenía celos y quería venganza.

Cristine lo entendió. La cogió otra vez de la mano y dictó su nuevo conjuro.

Azat, senert ateliomint.

Y Anaíd, esa vez, lo dijo bien alto, bien fuerte.

Azat, senert ateliomint.

De pronto, el papel comenzó a arder y Marion, horrorizada, lanzó un grito y lo dejó caer sobre los pantalones de Roc, que a su vez se levantó, lo lanzó al suelo y lo pisoteó. El revuelo fue enorme y el profesor se acercó con cara de pocos amigos. Era Hilde, el más intransigente de la escuela. No dejaba pasar ni una. Miró a Roc, a Marion, se hizo su composición de lugar y espacio, cogió el papel y lo estudió con mirada sagaz.

– Magnífica chuleta.

Su dedo señaló alternativamente a Roc y luego a Marion.

– Fuera, estáis suspendidos.

Anaíd no quiso ver más. Acababa de distinguir el brazo de Roc amparando el desconsuelo de Marion, que comenzaba a agitarse en sollozos. No quería ver cómo la consolaba ni cómo los dos se convertían en aliados y víctimas de un mismo verdugo. La desgracia unía mucho. Lo sabía. Y se enfadó porque ella misma acababa de estrechar el nudo entre Marion y Roc.

– ¡No quiero ver más! -gritó.

Al instante el lago recuperó su aspecto mientras Anaíd corría a refugiarse de nuevo en la sala de las estalactitas, junto a su cetro.

Cristine, compungida, fue tras ella y la consoló.

– Pobrecilla, no te lo mereces.

Su vida era una porquería, pero las manos dulces de su abuela secaron sus lagrimillas, ésas que habían escapado sin pedir permiso.

– Ea, todo se puede solucionar.

– ¿Cómo?

– Tienes el poder para ello.

– No tengo ningún poder -se lamentó, catastrofista, Anaíd.

– ¿Ah, no? ¿Y el cetro? -le indicó.

Anaíd se quedó pensativa contemplándolo.

– El cetro no está al servicio de los deseos privados.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Mi madre.

Cristine le sonrió.

– Tu madre se equivoca. Se equivocó dando la poción a Roc para que te olvidase.

Era cierto. Tan cierto como que no podía pensar en otra cosa.

– A lo mejor te parece banal, pero la elegida debe ser feliz por encima de todo. Si no consigue su propia felicidad, no podrá hacer felices a las otras brujas, y menos dirigirlas. ¿Hacia dónde eleva su mirada si todo le parece confuso?

Anaíd asintió. Era obvio, flagrante y coincidía con su abuela. Es más, ella había llegado a la misma conclusión. ¿Cómo iba a lanzarse a una aventura que requería todo su empuje si únicamente deseaba estrangular a Marion?

– Bien, llámalo.

– ¿A Roc?

– Al cetro, tontina.

– ¿Cómo?

Cristine rió.

– ¿No sabes llamarlo?

– No -se sorprendió Anaíd.

– Tú tienes el poder de hacer que acuda a tu mano cuando desees.

Anaíd abrió unos ojos como platos.

– ¿Ah, sí?

– Cómo es posible que nadie te lo haya dicho, ni nadie te lo haya enseñado. Repite conmigo: Soramar noicalupirt ne litasm.

Soramar noicalupirt ne litasm -repitió con convicción.

Inmediatamente sintió el calor en la palma de su ruano, una llamarada de luz que guió el camino del cetro. Y el cetro, obediente a su llamada, voló hasta encajarse en el hueco caliente de su mano.

– Anda, cierra la boca -le dijo Cristine en broma.

Pero Anaíd no podía cerrarla de la emoción.

– ¿Cómo ha llegado hasta mí?

– Magia, cariño, magia, por algo eres una bruja.

Podía llamarlo a su antojo, podía hacerlo ir hasta ella y así ya no tendría que reprimir los deseos irrefrenables de poseerlo.

– Es precioso -musitó su abuela con arrobo.

Cristine lo contemplaba ensimismada y su mano blanca se acercó a tocarlo, pero Anaíd retiró inmediatamente su tesoro y lo ocultó en su espalda.

– Puede ser… peligroso -se justificó.

De pronto, acababa de recordar las advertencias de la lección de su madre. Tres Odish ansiaban poseer el cetro: Baalat, la condesa y su propia abuela, Cristine. Los ojos de Cristine habían reflejado la codicia, aunque enseguida volvieron a ser afables y, sin asomo de ansiedad, le sugirió que volviese a guardarlo.

– Anda, déjalo donde estaba.

No, Cristine no era como su madre decía. Podía confiar en ella.

– Abuela, ¿y ahora qué haremos?

– ¿Tú qué quieres hacer, cariño?

– Una cosa es lo que me gustaría hacer y otra lo que podría…

– Tú puedes hacer lo que desees, Anaíd. Lo que desees. ¿Entiendes?

– No es cierto. Hay magia que me está vedada. ¿Y si quisiese convertirme en avispa y picar a Marion qué?

Nunca supo cómo ni de qué forma apareció en el patio de la escuela, junto al tilo, revoloteando sobre la cabeza castaña de Marion. No había pronunciado ningún conjuro ni había repetido ninguna de las palabras que su abuela le dictaba. Pero era una avispa y bajo ella tenía a su enemiga besándose con Roc. Podía picar a los dos o… Se interfirió entre sus bocas y clavó su aguijón en el labio de Marion.

– ¡Ahhh! -gritó horrorizada Marion separándose de Roc.

Le estaba bien empleado. El labio se le hincharía y le quedaría tan dolorido que se le pasarían las ganas de besar a Roc durante un tiempo.

– ¡Maldita avispa! -oyó que gritaba Roc.

Y a punto estuvo de morir aplastada bajo su zapato. Un rapidísimo looping la salvó por los pelos. Planeó hasta las alturas para escapar de su radio de acción.

Marion estaba desesperada refregándose la boca y llorando de dolor.

– Espera, no te lo toques. Qué pasada. Es brutal.

En efecto, el labio de Marion, amoratado e hinchado, era como el de un boxeador. Roc escupió sobre un poco de tierra, fabricó un montoncillo de fango con su propia saliva, hizo una pasta y la aplicó con cuidado sobre la picadura. Lo hizo con cariño, con delicadeza, y luego abrazó a Marion, compadecido de ella, queriéndola más por esa desgracia que los unía.

Anaíd, convertida en avispa, sintió que de nuevo la rabia la embargaba y en esos instantes deseó acabar con ellos de una vez. Fue un deseo oscuro, turbio. Y aunque no llegó a formularlo con palabras, desde las alturas vio horrorizada cómo las ramas del tilo bajo el que se refugiaban Roc y Marion comenzaban a moverse, a crecer, a inclinarse y a deslizarse suavemente alrededor de sus cuerpos.

Estaba haciendo magia. Estaba materializando un deseo. El árbol multiplicaba sus tentáculos y apretaba cada vez más a Roc contra Marion, a Marion contra Roc, y los iba estrangulando con sus finas ramas.

– ¡Auxilio! -gritó Marion.

– ¡Agggg! -pudo decir a duras penas Roc intentando desprenderse de una gruesa rama que se había enrollado en torno a su cuello.

Anaíd reaccionó. Fuese una avispa o una chica no podía permitir que una pataleta de rabia acabase en una tragedia.

Ragar erpmeiss -musitó.

El tilo detuvo su ataque y poco a poco aflojó la presión de sus ramas, que se fueron retrayendo y regresaron a su forma y su tamaño habituales.

Marión lloraba.

– Vámonos de aquí, este árbol está embrujado.

– Espera.

– No me toques, tú también estás embrujado.

– ¿Yo?

– Sí, tú. Cada vez que me acerco a ti me ocurre algo. Vete,

Anaíd revoloteó complacida observando cómo Roc intentaba convencer a Marion de lo contrario.

– No seas burra, han sido coincidencias.

– ¿Coincidencias?

Roc la cogió de la mano y la acercó a él.

– ¿Lo ves? No pasa nada.

Y ése fue el gran momento de Anaíd. De una mirada rápida convocó a todos los pulgones, las larvas de mariquitas y las hormigas que paseaban por las ramas del tilo y los

obligó a saltar sobre Marion. Una lluvia de insectos repugnantes cayó sobre su pelo, su cuerpo y su ropa. Los aullidos se oyeron hasta Estambul.

– ¡Ah, qué asco! ¡No te acerques más a mí! ¡Fuera!

Marion huyó a la carrera y dejó a un Roc perplejo mirando la copa del tilo sin conseguir saber cómo ni por qué había vivido tantos episodios extraños en tan poco tiempo. El examen, el incendio, el árbol estrangulador y ahora la plaga de insectos.

Anaíd se sintió satisfecha, sus deseos se habían cumplido. Ya podía regresar a su cuerpo.


Y volvió a ser una chica, y no una avispa, sentada en una gruta subterránea, quien intercambió una mirada cómplice con aquella mujer tan maravillosa que le había enseñado en unos minutos a conseguir que sus deseos se hiciesen realidad. Era tentador y muy, muy divertido.

– Gracias, abuela.

– De nada, ha sido un placer. Y sólo es el principio.

– ¿Puedo hacer muchas más cosas?

– Pues claro, cariño.

– ¿Conseguir que Roc esté loco por mí?

– Eso es facilísimo, hasta las Omar pueden.

– Pero no lo practican.

– Algunas sí. Tu madre, por ejemplo.

Era verdad. Selene había admitido que proporcionó a Gunnar una poción amorosa que había aprendido de niña con su prima Leto.

– ¿Me ayudarás?

– Naturalmente. Y te protegeré.

Anaíd se arrebujó en sus brazos. Su abuela, Dácil. No estaba tan sola como había creído.

– Sería fantástico vivir con papá y contigo.

Cristine la tranquilizó.

– Gunnar distraerá a Selene. Será su anzuelo. Luego volverá a por ti. Te quiere.

Su abuela tenía razón, alguien tenía que dejar pistas luisas sobre su paradero. No podía arriesgarse a que Selene se presentase en Urt y desbaratase sus planes.

– ¿Y Dácil? ¿Qué haremos con Dácil?

Cristine Olav sonrió.

– Esa chica nos va como anillo al dedo.

– ¿Tú crees?

– Te adora, hará lo que le digas, fingirá lo que le propongas.

– ¿Y qué le propondré?

Cristine sonrió enigmática.

– Ella será tu aliada en el mundo real. Nadie ha de saber que estás en Urt. Si Elena o Karen se enterasen, las Omar intervendrían. Dácil será tu alter ego.

Anaíd se quitó un peso de encima. Era cierto. Su abuela pensaba por las dos, maquinaba y tenía planes seductores en la cartera.

– Vamos a comer algo, ¿no?

– ¿Tienes hambre?

– ¡Uff!, me comería una langosta.

Fue un decir, una frase hecha, algo que formuló sin pensarlo. Pero en el momento en que tuvo en sus manos una langosta se quedó patidifusa.

– Anda, come, ¿no tenías tanta hambre?

– Pero… -intentó objetar Anaíd.

No había sin embargo ninguna objeción al olorcillo de la langosta y a su carne blanca, tierna y sabrosa que Anaíd probó al separar un fragmento de caparazón.

– Hummm, deliciosa -musitó.

Y en ese mismo instante lamentó no tener una servilleta y un pedazo de limón.

– Dilo, formúlalo con claridad -la incitó Cristine.

– ¿El qué?

– Tus deseos, Anaíd, todos tus deseos se pueden cumplir.

– ¿Aunque sean egoístas?

Cristine rió.

– ¿Desde cuándo un deseo no es egoísta?

– Si deseamos el bien ajeno estamos pensando en los demás -justificó Anaíd.

– ¿Y eso no sirve para tranquilizar nuestra conciencia? También es egoísta, cariño.

– Es que…

Anaíd no acababa de decidirse. No acababa de arrancar.

– Dilo ya. ¿Quieres ser la elegida y comportarte como tal?

– Sí, claro.

– Entonces no te reprimas, cariño, desea, desea con pasión y serás correspondida. La tibieza y la mediocridad no son buenas compañeras de las heroínas. Aspira a grandes cosas, sé ambiciosa y lucha por ello. ¿Cómo te crees si no que triunfan algunos políticos, algunos hombres de negocios, algunos famosos? Eres muy, muy poderosa. Actúa como lo que eres.

Anaíd se sintió henchida de orgullo. Su abuela tenía razón. La elegida no podía ir por el mundo con la cabeza gacha, los pies descalzos y arrastrando los deseos mal reprimidos. La elegida tenía el cetro y tenía la potestad de dirimir el futuro de todas las brujas. Debía, por lo tanto, poseer la llave de la felicidad, de la propia y la ajena. Ella, Anaíd, era la elegida y simplemente deseándolo el cetro obedecería a su llamada y acudiría a ella.

Soramar noicalupirt ne litasm -exclamó con voz clara y tono autoritario.

E inmediatamente el cetro voló de nuevo hasta su mano y le confirió el poder que necesitaba, el que le correspondía por ley.

– Deseo conseguir el amor de Roc.

Cristine, su abuela, la miró arrobada y la besó.

– Tus deseos se verán cumplidos, bonita. Todos. Todos.


* * *

Dormía envuelta en pieles, dentro de un iglú que la protegía del viento del Norte. Pero su sueño era intranquilo y gritaba en medio de grandes pesadillas.

Su madre estaba alimentando a los perros, que se habían despertado inquietos y se habían puesto a ladrar en plena noche. Al oír los chillidos de su hija, corrió presurosa a su lado.

– Sarmik, Sarmik, despierta -le insistió una y otra vez zarandeándola para que abriese los ojos.

Sin embargo, Sarmik, una inuit de quince años, de ojos rasgados y tez de porcelana, se resistía a despertar y su cuerpo se retorcía como una serpiente.

Fuera, haciéndose eco de un mal presagio, los perros del trineo aullaron a la luna, como solían hacer sus antepasados, los lobos.

Kaalat miró a su hija y se estremeció. Sabía que un día u otro llegaría el momento en el que su hermana la reclamaría, pero no creía que fuese tan pronto.

– Sarmik, Sarmik, despierta.

Y esa vez Sarmik la obedeció y se puso en pie como una autómata. Luego abrió los ojos y Kaalat se llevó la mano a la boca. Estaban ciegos. Había desaparecido su pupila y la cornea blanca ocupaba todo el globo ocular. Sarmik había sido poseída.

– ¡Oh, gran madre osa!, protege a mi hija Sarmik y protege a su hermana de leche Diana. Ellas son una, así fue sellado su destino.

Sarmik cayó al suelo desfallecida y Kaalat corrió a recibirla en sus brazos.

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