Yo maldigo a la elegida del cabello en llamas a sucumbir ante el poder del cetro pronunciando las palabras prohibidas que encadenan fatalmente los tres errores:

Ofrecerá el filtro de amor con su propia mano. Beberá de la copa prohibida en tiempos anteriores. Formulará el conjuró de vida en el cuerpo de la virgen.

La elegida maldita morirá.

Y los muertos se cobrarán su tributo por los tiempos de los tiempos.

La maldición de Odi

CAPÍTULO IX

No seguirás al hombre rubio

Tras repostar, Selene pagó con lentitud al empleado de la gasolinera. Lo hizo aposta para sonsacarle.

– Rubio y muy alto.

No le había sido difícil darle conversación. El buen hombre era de natural dicharachero.

– ¿El listo del Passat?

A Selene le temblaron las rodillas.

– Un Passat gris piedra -apostilló para refrescarle la memoria.

Pero no hacía falta, el empleado no pudo disimular su disgusto.

– Menuda mañanita me ha dado el pájaro.

Selene continuó entregándole los billetes uno a uno y mirándolos al trasluz, como si dudara de su autenticidad. Llevaba días repostando en gasolineras diversas, hasta que había dado con la acertada.

– ¿Problemas? -preguntó aparentando indiferencia.

El empleado se despachó a gusto.

– Nos ha montado un pollo diciendo que las máquinas estaban manipuladas. Se ha empeñado en que le cobrábamos de más.

Selene se asombró. El empleado, de piernas rechonchas, farfulló:

– Y me las quería hacer desmontar. Ese sueco era un follonero.

¿Gunnar follonero? Le resultó chocante. Gunnar era generalmente un hombre discreto y prudente.

– ¿Y la niña?

– ¿Qué niña?

– La que viajaba con él.

– Pues no, no viajaba con nadie…

– ¿Está seguro?

El buen hombre se rascó la cabeza, brillante y calva.

– Aunque en el asiento trasero llevaba unos paquetes cubiertos con una manta. Y se me ha ocurrido, fíjese que tontería, que se dedicaba al tráfico de ordenadores.

El empleado de la gasolinera tenía ideas muy peculiares sobre los clientes. Los clasificaba por estilos.

– Tenía cara de informático. Los informáticos son gente muy rara.

Selene le cortó con impaciencia.

– ¿A qué hora ha pasado?

Y de pronto el tipo desconfió.

– ¿Y usted por qué hace tantas preguntas? ¿A qué viene tanto interés?

Selene podía haber inventado cualquier patraña ridícula, como que habían chocado y se había dado a la fuga o que le debía dinero, pero necesitaba explicar a alguien su situación.

– Ha secuestrado a mi hija.

El hombre, con respuesta para todo, se quedó sin palabras.

– Qué fuerte, pero qué fuerte.

Selene se vio obligada a matizar.

– Él es su padre, no la había visto nunca y la ha convencido para que huya con él. La niña es menor de edad y tengo que encontrarla.

– ¿Lo ha denunciado ya a la policía?

Selene negó.

– Ni pienso hacerlo. La policía complicaría las cosas. La niña podría decir que está con él por voluntad propia.

– Un tipo muy rebuscado, sí señora, de ésos que parecen una cosa y son otra.

– ¿A qué hora se fue? -insistió Selene, esperando haber vencido sus reticencias.

Efectivamente, estaba de su parte. El buen hombre miró el reloj e hizo sus propios cálculos.

– Debe de hacer unas tres horas. Y está usted de suerte.

– ¿Por qué?

– Porque me comentó que quería estar en Algeciras mañana para embarcar en el ferry hacia Marruecos. Con la gasolina que ha puesto tiene autonomía para cuatrocientos kilómetros, pero está anocheciendo. En algún sitio tendrá que dormir y cenar.

– Muchas gracias -musitó Selene ofreciéndole un billete de más, que el hombre rechazó.

– Ánimo, señora, y no se preocupe, que las hijas son de las madres digan lo que digan. Tarde o temprano volverá con usted.

Selene se sintió más reconfortada por esas palabras ingenuas. La solidaridad del empleado de la gasolinera le daba fuerzas para continuar haciendo kilómetros y acortando distancia con Gunnar.

Se sentó de nuevo al volante, se sujetó el cinturón y ya no le temblaron las manos cuando cambió de primera a segunda y de segunda a tercera haciendo gala de sus reflejos habituales. Hubiera deseado vivir en esa inconsciencia parecida a una conducción automática permanente, pero ya no le era posible.

Su única hija Anaíd, la elegida, había escapado en compañía de Gunnar en el peor momento posible, justo cuando necesitaba su ayuda para enfrentarse a la prueba de vencer a las Odish. ¿Cómo emprendería el Camino de Om? ¿Cómo encontraría el cetro? ¿Cómo lucharía contra Baalat?

Temía que ese punto de inflexión no tuviese vuelta atrás. Nunca se puede regresar al mismo lugar del que se partió. Anaíd, después de su viaje con Gunnar, fuese adonde fuese, ya no sería nunca más la misma niña que dejó.

¿Se cumpliría la profecía de Odi? ¿Sucumbiría al poder del cetro? ¿Ya había iniciado ese peligroso camino? No cesaba de atormentarse con todas esas preguntas. E intentaba eludir las peores. ¿Y la maldición de Odi? Nunca había hablado a Anaíd sobre ello. Por superstición, o por miedo quizá, había evitado darle cancha sugiriéndole pensar en esa posibilidad. Siempre había supuesto que ella estaría cerca para advertirla y aconsejarla.

¿Y si se había equivocado? ¿Y si su obligación de mentora y madre hubiera sido aleccionarla para rechazar cualquier tentación que pudiera conducirla hasta la maldición? ¿Había obrado bien? ¿Mal? ¿Imprudentemente?

Ya sabía que la vida no era un camino recto y previsible, que estaba llena de curvas, de placas de hielo, de encrucijadas y de baches; que no podía poner la directa, apretar el acelerador y relajarse. Pero su vida, en esos momentos, era tan inquietante que, tras cada cambio de rasante, la acechaba un precipicio.

Se estaba desquiciando.

Durante muchos años sobrevivió en un letargo parecido a ese gesto rutinario de la conducción por una autopista poco transitada. Cada día era parecido al anterior y nada estorbaba ese gotear lento del tiempo frío del Pirineo, viendo crecer a su hija, contemplando los cielos estrellados, dibujando sus cómics y sintiéndose plácidamente arrullada por el cariño incondicional de las amigas y la voluntad férrea de una madre como Deméter.

Despertó violentamente de ese duermevela tras el asesinato de Deméter a manos de las Odish y tuvo que sobreponerse al dolor súbito de la pérdida. Nunca pensó que la orfandad a los treinta años fuese tan descarnada, pero se sintió perdida y desorientada sin la voz ni los ojos de su madre. Tuvo que urdir una estrategia a solas, sin confiar en nadie, sin permitirse un atisbo de flaqueza, sin establecer ninguna complicidad con otro ser vivo. Tuvo que fingir un papel y representarlo a su pesar. Tuvo que engañar, mentir y hasta enemistarse con sus amistades. Estuvo sola en todo y para todo, y dispuesta a llegar hasta el final. Y esa soledad tan absoluta y esa certeza fatalista acabaron por lastrarla. Su carácter se agrió y afloró el cansancio.

Tenía que reconocer que, tras esa larga lucha enconada en la que ella misma había optado por convertirse en el señuelo de las Odish para preservar el destino de Anaíd, sus fuerzas habían quedado mermadas. Hasta deseó desaparecer en el mundo opaco y mitigar así su dolor. Sin embargo, Anaíd la salvó del ostracismo y la obligó de nuevo a enfrentarse a la realidad.

Y poco a poco había recuperado su apego a la vida, que era mucho y a veces excesivo, había vuelto a saborear la esperanza y el deseo, y se había entregado a la causa de su hija con sus cinco sentidos, con el arrebato de siempre y, también como siempre, sin preservarse.

Se había lanzado al juego a cara descubierta, apostando todo lo que tenía a esa baza. Su fuerza, su entusiasmo y su pasión…, todo a la carta de Anaíd. Hasta que Gunnar se sentó a su mesa, sacó su as y se llevó a su hija sin despeinarse.

La huida de Anaíd había sido un golpe muy duro.

Más duro que perder a su madre.


Su madre fue su apoyo, Anaíd era su razón de vivir. El único motivo que justificaba haberse levantado cada mañana a lo largo de sus últimos quince años. Por ella se refugió en Urt. Por ella se reconcilió con Deméter. Por ella eligió una profesión libre y sin ataduras. Por ella rechazó el amor. Por ella retomó su militancia en la tribu y el clan. Por ella se tiñó el pelo y la suplantó, para que las Odish la confundiesen con la elegida, y por ella se ofreció finalmente a morir si hacía falta.

Y ahora, Anaíd la había abandonado sin tener en cuenta que lanzaba por la borda quince años de dedicación, de esperanza, de ilusiones sin florecer y expectativas sin cumplir. Anaíd había cercenado sus sueños y la había sumido en el desconcierto.

¿Era eso lo que sentían las otras madres cuando sus hijos las abandonaban para vivir su vida?

Probablemente todas las madres tuvieran tantos motivos como ella para esperar de sus hijos el agradecimiento eterno. La vida de las madres acostumbraba a estar construida desde el pan duro, las noches en vela y las sesiones de cine pospuestas.

Se mordió el labio hasta hacerlo sangrar.

Pero había una cosa que no le perdonaba. Anaíd había escapado con la persona de quien ella la preservó siempre: Gunnar. Gunnar era la espina que llevaba clavada desde hacía demasiado tiempo. Gunnar aún existía, era poderoso, apuesto, inteligente, se servía de las mismas armas de seducción y había vuelto a despertar sentimientos dormidos y contradictorios. Gunnar había reabierto antiguas cicatrices y, finalmente, había engañado a su propia hija.

No era justo.

Selene se iba reblandeciendo. La coraza de rabia barnizada de voluntad que se había impuesto se iba empapando de lágrimas de desconsuelo. No era dada a la autoconmiseración. No practicaba el victimismo como otras madres, pero esa vez había tocado fondo.

¿Anaíd no la quería?

No podía aceptarlo. No podía asumir esa injusticia en el reparto del amor. Ese pastel del que no le quedaba ni un solo pedacito para compensar toda la dedicación, la generosidad y el esfuerzo de tantos años.

¿Y la tribu? ¿Y el clan? Les había fallado estrepitosamente.

Selene suspiró y puso el intermitente para adelantar a un camión. No soportaba conducir detrás de un monstruo lento y cansino. Pisó el acelerador a fondo y lo sobrepasó.

Se sentía vulgar recurriendo a lugares comunes de todas las madres de todos los tiempos y estaba en pugna con su sentimentalismo porque recordaba sin desearlo el llanto de su niña reclamando su leche, sus primeros balbuceos, sus bracitos en su cuello, su primer diente bajo la almohada, sus primeras letras y sus primeros pasos. Ella siempre estuvo ahí, a su lado, delante de ella, tendiéndole las manos y queriéndola con locura. Se le hizo un nudo en la garganta, aunque no lloró.

Dolía. Dolía mucho. Sentía el dolor desgarrando sus pulmones.

Respiró hondo, una vez, dos. Redujo la marcha y disminuyó la velocidad mientras relajaba sus pensamientos, demasiado sobreexcitados. Imaginó una estepa blanca cubierta de nieve, el sonido de los esquís de los trineos deslizándose sobre el hielo, el trote rítmico de los perros y sus hídridos. Era una imagen antigua que le transmitía paz.

Se calmó.

Si algo había aprendido era que el tiempo actuaba corno un bálsamo sobre las heridas más lacerantes.

La traición de Gunnar, la muerte de Deméter. Todo acababa por diluirse en un pensamiento triste y leve que la visitaba de vez en cuando, inoportunamente.

¿Le resultaría llevadera algún día la huida de Anaíd?

Selene estaba segura de pocas cosas. Una de ellas, que la razón estaba de su parte; la otra, que pasaría por encima de lo que hiciese falta para ser consecuente con su razón.

Una loba no abandona jamás a sus cachorros.

CAPÍTULO X

No ofrecerás el filtro de amor

Anaíd no tuvo tiempo de pensar en Selene, ni siquiera se permitió evocarla. Vivía inmersa en un continuo sobresalto de emociones. A cuál mejor. A cuál más intensa.

Cuando Criselda la inició en las artes de la brujería Omar y ella misma hurgó en los tratados de Elena y Deméter para aprender por su cuenta hechizos y embrujos, supo a ciencia cierta que sus capacidades estaban por encima de lo que sus maestras y sus libros le permitían.

Y por fin Cristine estaba colmando con creces sus expectativas. No le escatimaba ningún saber, ninguna curiosidad, y no ponía freno a sus locuras.

Había aprendido a transformar la materia, a convocar tormentas y a atraer a las nubes. Había volado como una pluma por los cielos de Urt bajo la apariencia de una alondra. Se había posado sobre las tejas de la casa de Roc para acompañarlo en su camino hacia la escuela y había esperado pacientemente su regreso desde las ramas del tilo sin perderlo de vista y controlando todos sus movimientos, hasta estar segura de que no había vuelto con Marion.

Y mientras tanto, la cueva se había ido convirtiendo en un lugar mágico con la ayuda de su maravillosa abuela.

Ahora el suelo era de mármol, las paredes estaban revestidas de espejos y la blancura nívea de la luz se reflejaba en todos y cada uno de los rincones cegados y antes tenebrosos de ese mundo subterráneo. Anaíd, sin darse cuenta ni reparar en la coincidencia, había reproducido la frialdad elegante del palacio de hielo de la dama blanca. ¿Todavía guardaba en su memoria infantil retazos de paisajes que vio siendo apenas un bebé? ¿O su abuela Cristine la había guiado en sus recuerdos sin que ella se diese cuenta? Daba igual. La morada era simplemente fastuosa, propia de un palacio encantado, y Anaíd descubrió que los objetos y los espacios podían ser bellos y hacer la vida más confortable. Si eso era magia, bienvenida a su vida. ¿Por qué vivir en casas oscuras, frías y húmedas? ¿Por qué fregar cocinas grasientas o barrer suelos de terrazo? ¿Por qué limpiar cristales empañados? ¿Por qué desinfectar inodoros? En su cueva reinaba una temperatura primaveral y se respiraba la frescura de la sombra de los álamos al atardecer. Las superficies brillantes repelían el polvo y las huellas. Las estancias impolutas estaban impregnadas de aromas de jazmín, lavanda, tomillo y romero. Todo era limpio, confortable, puro y hermoso.

Y en ese espacio mágico que permanecía ajeno al tiempo, a la luz y a la climatología de las tierras montañosas donde se enclavaba la cueva, Cristine, finalmente, le mostró el poder de la tierra oscura.

De ella se extraían las piedras que usaban las brujas desde los tiempos de la madre O. Ante los ojos asombrados de Anaíd desfilaron centenares de fragmentos de piedras de todas las texturas, colores y durezas que provenían de lugares tan remotos como los desiertos arábigos, las llanuras patagónicas, las estepas mongoles o las altas cumbres tibetanas. Todas eran poseedoras de secretos que, bien o mal administrados, podían suponer la sutil diferencia entre la vida y la muerte.

De entre las muchas piedras mágicas que la dama de hielo le mostró, Anaíd hizo su selección y las guardó en un pequeño cofre: yzf de Çarandin, el jaspe verde que reforzaba la vista y confortaba el espíritu; bezebekaury de Çulun, piedra roja y verde que mataba la melancolía; abarquid, de color verde amarillento, procedente de las minas de azufre africanas, que encendía la codicia; carbedic de Culequin, piedra macedónica que se hallaba en el corazón de las liebres y calentaba a los humanos que las llevaban consigo; fanaquid de Cercumit, que producía efectos hipnóticos; y militaz dorado de la India, que protegía de sortilegios.

Tras haber escuchado durante horas, sin pestañear, las explicaciones de su abuela, ávida coleccionista, Anaíd se dio cuenta de que había acabado su lección, a pesar de que no se sentía en absoluto cansada. Era tan agradable aprender de una bruja sabia y poderosa como Cristine.

Y su entusiasmo tuvo su recompensa. Su abuela abrió su cofre personal y le mostró su colección de joyas engarzadas.

– Escoge, Anaíd. Déjate llevar por tu deseo y adelanta tu mano sin miedo. Sustituye ese anillo de esmeralda que perdiste, el que escogió Selene y no tú.

Anaíd, temblorosa, dio rienda suelta a su impulso, algo a lo que no estaba acostumbrada. Escogió para sí los que le parecieron los abalorios más bellos: un collar de zafiros, un broche de amatista y una pulsera de turquesas.

La dama blanca examinó en primer lugar el collar de zafiros y, mientras lo hacía y lo colocaba en torno al esbelto cuello de Anaíd, la niña contenía la respiración.

– Hermoso collar. El zafiro azul fue extraído por primera vez en la antigua isla de Ernedib, conocida como Ceilán. Has escogido bien, Anaíd, esta piedra guarda el poder de la sabiduría. Si eres portadora de un zafiro y te enfrentas a un desafío, el poder de la piedra te permitirá hallar la solución.

Anaíd respiró aliviada. Había sido intuitiva y había acertado.

La dama blanca acarició la pulsera de turquesas y la puso sobre la blanca muñeca de Anaíd.

– De nuevo el azul, el azul de tu mirada, del cielo ártico y de los glaciares. El color más frío y poderoso. Me alegra que te decantes por mi tonalidad favorita. Esta piedra, la turquesa, es muy preciada y te permitirá superar el pasado, esas viejas heridas que no eres capaz de olvidar. Mira tu pulsera cuando te invada la melancolía. Podrás afrontar el futuro sin el lastre de tu historia. Arrancará de raíz todo aquello que te ata a lo que ya sucedió.

Anaíd recibió la pulsera de turquesas con devoción. Le gustaba sentirse ratificada por la afilada sabiduría de su abuela.

La dama blanca tomó por fin suavemente el broche de amatistas.

– ¿Y las amatistas? Fundamentales en tu misión. Básicas para conseguir la fuerza que debes poseer para vencer a tus enemigos. Es la piedra de la clarividencia, tu tercer ojo, tu energía. ¿Sabías que pueden guiarte hacia tu verdadero yo?

Anaíd, emocionada, extendió su mano hacia el broche, pero Cristine lo retiró con rapidez.

– Sin embargo, Anaíd, tienes que estar segura de ti misma. Si tus dudas te corroen y tu inseguridad te domina, esta piedra puede resultar peligrosa. Es profundamente perturbadora.

Anaíd sintió un escalofrío en la nuca. La dama blanca podía ser inquietante. Dudó unos instantes entre coger el broche o admitir su miedo. Por fin, tal vez ayudada por la fuerza del zafiro, alargó su mano.

En respuesta a su valor recibió una confortante sonrisa de su abuela, que la ayudó a clavar la aguja del broche en su ropa, sobre su pecho izquierdo.

– Me alegro de que te sientas capaz de afrontar tu destino con entereza.

Anaíd no se atrevió a confesar sus temores. O, a lo mejor, sus temores eran humanos y ella, una bruja, se había crecido con su conocimiento y la ayuda de la magia y los había dejado atrás.

– Si deseas añadir una nueva joya a tu colección, sólo tienes que pronunciar el conjuro.

– ¿Cuál? -preguntó Anaíd.

Atichomurt se capsul -susurró seductoramente Cristine.

Anaíd se dejó llevar por esa tentación momentánea.

Atichomurt se capsul.

Inmediatamente, en su tobillo refulgió una delicada cadena de oro. Cristine dio su aprobación y Anaíd se revistió de optimismo.

Así de sencillo, así de fácil. Desde que su padre le regalara los pendientes de rubíes, había descubierto el poder energético de las piedras y las joyas. Por algo los amuletos habían sido siempre los objetos predilectos de hechiceros y chamanes. Por algo Selene, su madre, adoraba las joyas. Por algo las mujeres las amaban y algunas se vendían por ellas.

Y Anaíd, cubierta de piedras preciosas, intuyó que la Tuerza de la madre tierra la impregnaba de poder. Ése era el regalo de Cristine, pero tenía un coste y lo sabía.

La dama ya la había instruido y le había hecho ofrenda de su sabiduría, del cetro y las joyas. Había llegado el momento de salir del refugio de su cueva, y volver al mundo para enfrentarse a su misión.

¿Le dictaba ese consejo la sabiduría del zafiro?

No le hizo falta ratificarlo con preguntas innecesarias» Su abuela Cristine estaba expectante.

– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Te sientes preparada?

Anaíd se llevó la mano al pecho y acarició el broche de amatista. Estaba rodeada de espejos y superficies reflectantes en las que se reproducía su imagen y se miró larga

mente. Esa cara algo aniñada, esos ojos asustados, azules y magnéticos, que atraían todas las miradas, esas piernas largas y a veces algo torpes, esa blancura excesiva de la piel

necesitada de sol. Ésa era ella, la chica que Roc vería.

– ¿Tú crees que soy bonita?

Cristine rió con ganas.

– Bonita es una palabra tibia para ti. Bonitas son las muñecas, las faldas y las margaritas. Tú eres hermosa.

Anaíd no estaba a acostumbrada a pensar en ella misma y menos aún como una chica guapa. Antes, más bien le sucedía al contrario. ¿Qué podía ver Roc en alguien tan insulsa, aburrida y feúcha como ella?

Sin embargo, en el poco tiempo que llevaba junto a su abuela, su visión acerca de sí misma se había transformado radicalmente. Cristine la miraba con arrobo y se extasiaba con su presencia. Era difícil mantenerse inmune a la adoración ajena, sobre todo cuando su única y exclusiva obsesión era ser merecedora de la adoración de Roc.

– Necesito el amor de Roc -repitió para convencerse de que su felicidad era prioritaria.

Había descubierto que el enunciado de las frases repetidas acababa por convertirse en algo posible.

– ¿Y a qué esperas? -la incitó la dama blanca.

Anaíd sintió un sudor frío.

– ¿Ya?

Cristine se enfrentó a ella con toda su arrogancia y su estatura.

– Para una bruja tan poderosa como tú, un deseo tan sencillo como ése se cumple en cuestión de minutos.

Anaíd creyó que Cristine le tendía una mano, pero se confundió.

– ¿Un conjuro de amor?

– Tu simple voluntad de desear que se fije en ti sobra y basta. Deja los conjuros para los humanos que carecen de fuerza y de energía.

Anaíd tragó saliva.

– Sin magia.

Cristine la repasó de arriba abajo.

– Tú eres mágica. Sirve a tus propios propósitos.


Anaíd salió de la cueva con la firme decisión de valerse de su belleza, su inteligencia y su poder. Iba cubierta de joyas, estaba impregnada de la mirada brillante de la dama blanca y pisaba un terreno conocido.

Y sin embargo, estaba muerta de miedo.

Al acercarse al camino por el que Roc regresaba a su casa cada tarde, su decisión se fue enfriando y su confianza se volatilizó. Las objeciones sustituyeron a su empuje y los temores fueron frenando su impulso. ¿Qué pretendía? ¿Adónde iba tan decidida? ¿Tenía acaso alguna estrategia?

Reconoció que no tenía ninguna y le pareció absurdo aparecer ante Roc y decirle: mírame. Porque, en el supuesto de que Roc la mirase, ¿caería rendido a sus pies? Y existía el problema añadido de Elena. Si se enteraba de su regreso, se interferiría y se pondría en contacto con Selene.

Tocó con ansiedad el zafiro para que iluminara su inteligencia y evitó rozar siquiera la amatista, no se diese la circunstancia de que la turbulencia de sus emociones la confundiera.

Tomó aire y cerró los ojos. Se concentró y deseó que su mente se iluminara. Se vio a ella misma arrodillada frente al río contemplando a Roc sobre el reflejo de la superficie.

Abrió los ojos. ¡Claro!

Contemplaría a Roc en las aguas. Así podría saber lo que estaba haciendo y eso tal vez le sugiriera la forma de acercársele.

Pronto llegó a la sombra de los chopos, en el recodo más calmado del río, donde de niña iba a pescar con su caña. Se sentó junto a la orilla de tierra húmeda, rozó el agua con la punta de sus dedos y la superficie se convirtió en un cristal límpido. La imagen de Roc apareció nítida, sólo para sus ojos.

Lo vio jugar al fútbol con furia, entrando a unos y otros y haciéndose respetar, sudando la camiseta y desgañitándose cuando el árbitro pitó un penalty a su equipo. Luego le espió, con discreción, mientras se duchaba en el vestuario y bromeaba con sus compañeros. Le siguió mirando cuando subió a su bicicleta y regresó a su casa pedaleando con fuerza. Lo miraba extasiada dejando que el tiempo se escapase de sus manos sin plantearse la audacia de presentarse ante él.

Roc llegó a casa y subió hasta su habitación. Anaíd supuso que haría sus deberes, pero no. Se tendió sobre la cama con los brazos tras la nuca y las piernas indolentemente cruzadas. Mirando al infinito, la mirada perdida, turbia. Anaíd imaginó que la miraba a ella y suspiró.

No podía evitarlo. Le gustaba demasiado. Le gustaban sus ojos negros y su pelo rizado, sus manos grandes, algo velludas y bronceadas. Le gustaba su voz ronca y recordaba con un estremecimiento el tono meloso con que se dirigió a ella en su fiesta y le acarició el oído con un susurro. Le gustaba el calor que desprendía su piel, y su mirada ardiente, como la forja de su padre el herrero, y le hubiera gustado bailar abrazada a su cuerpo al son de una música suave. Le gustaba la nuez de su cuello, y sus dientes blancos, demasiado grandes; le gustaba su hoyuelo descentrado, su risa burlona, su mirada oblicua y, sobre todo, ese aire algo chulesco con el que se enfrentaba a los peligros, como si se trataran de pequeños contratiempos. Por Roc sentía una mezcla explosiva de ternura y locura que en las mismas dosis le daba ganas de comérselo a besos o a mordiscos.

Roc comenzó a silbar contemplando una telaraña que colgaba de las vigas de madera carcomida. Anaíd se estremeció. Conocía esa canción. La puso Clodia el día de su fiesta. Era una canción tierna y romántica. ¿La estaba silbando por casualidad?

Roc tenía los ojos apesadumbrados a pesar de que con esa actitud simulaba que nada ocurría. Pero Anaíd lo conocía suficientemente para saber que sí, que estaba preocupado, que no se sentía bien consigo mismo. La indolencia y Roc eran enemigos. Esa lasitud encubría una tristeza mal llevada. ¿Estaba deprimido por la ruptura con Marion? ¿Era eso? Hubiera dado una mano por saber lo que pensaba… Tal vez no fuera tan difícil, tal vez si se lo proponía lo conseguiría. Se concentró. Intentó penetrar en los recodos de la mente de Roc, comenzó a transportarse en el torbellino extraño de emociones ajenas. Y de pronto se sintió atrapada por una mano.

– ¡Ayyy! -gritó Anaíd sobresaltada.

Roc, a su vez, se incorporó de un salto y preguntó con voz cargada de extrañeza:

– ¿Hay alguien ahí?

– ¡Dácil! -gritó Anaíd al descubrir a la causante del susto.

Dácil la había agarrado por una pierna.

– ¿Dácil? -preguntó Roc desconcertado a la lámpara de su habitación.

Anaíd, estupefacta, se dio cuenta de que había establecido comunicación con Roc y de que podía oírla. Inmediatamente rozó la superficie del agua con los dedos y la imagen de Roc desapareció.

Se encaró con Dácil. -¿Se puede saber qué haces aquí?

– Te estoy protegiendo -exclamó Dácil con la ingenuidad que la caracterizaba.

– ¿Protegiendo de quién?

– De las Odish, de quién va a ser.

– No necesito protección.

– Claro que sí. Eres la elegida, nadie sabe que estás aquí, soy la única que puede defenderte y eso hago. Y te he sujetado porque estabas a punto de caerte al río. ¿No te dabas cuenta?

Anaíd comprobó, en efecto, que estaba absolutamente inclinada sobre las aguas y que tenía su camiseta empapada.

– ¿Y de dónde sales? ¿Qué has hecho durante este tiempo? -le espetó para dejarla en evidencia.

– He estado haciendo guardia delante de tu cueva.

Anaíd se quedó anonadada.

– ¿De mi… cueva? ¿Sabías dónde estaba?

Dácil asintió.

– Claro, te seguí.

Anaíd no podía imaginarse la paciencia de Dácil sentada en el robledal, esperando a que la elegida asomara la cabeza. Y su discreción. ¿Por qué no había entrado a buscarla?

– ¿Y por qué no entraste?

Dácil había tenido un aprendizaje muy severo.

– Las cuevas son lugares sagrados, espacios de reflexión, de iluminación, de búsqueda del propio yo. La elegida tiene derecho a encontrar su camino mediante el ayuno y la meditación.

Anaíd no supo si reír o llorar. ¿Ayuno? ¿Meditación? Dácil había estudiado sus lecciones Omar al pie de la letra, pero la realidad no era como ella se la imaginaba. En cualquier caso, su paciencia era meritoria.

– ¿Y no te has cansado de esperarme?

– Esperar es mi tarea. Las oficiantes del clan axa que esperan a la elegida desde hace mil quinientos años no han tenido mi suerte. Soy la única que la ha encontrado.

No pudo enfadarse más. Dácil la enternecía y la desarmaba. Había intentado olvidarla, pero la presencia de la pequeña delante de ella era un recordatorio del fracaso de su misión como elegida.

Anaíd se puso en pie y se sacudió las ramas de la ropa.

– Vamos.

– ¿Adonde?

– A algún sitio donde puedas dormir, comer algo y descansar.

La respuesta de Dácil la desconcertó tanto como su resignación.

– Estoy viviendo en tu casa, gracias. Tú misma me diste permiso al dejarme allí, ¿no? Hago guardia durante el día y por la noche voy a cenar caliente y a dormir bajo cubierto. -Pueden verte -advirtió Anaíd.

Dácil asintió.

– Nadie lo sabe. Apenas enciendo luces.

– ¿Y cómo cocinas?

– No cocino.

– ¿Qué comes?

Dácil miró a un lado y a otro.

– Hago magia.

Anaíd a punto estuvo de pegarle una bronca, pero se abstuvo. La desobediencia de una niña Omar era un detalle anecdótico teniendo en cuenta que ella, la elegida, había huido de su madre y transgredía las leyes Omar continuamente. Con el cetro en una mano y el conjuro fácil en la punta de su lengua, tenía todo cuanto le placía. Excepto a Roc, claro. Por eso dilataba sus obligaciones.

Anaíd sintió envidia. Dácil dormía en su cama, rodeada de sus viejos juguetes, podía acariciar los lomos de sus libros y oler el perfume de Selene que todavía impregnaría la colcha de su cama. Qué extraño le resultaba todo. Cuánto habían cambiado las cosas desde la última vez que estuvo en Urt. Había salido como una Omar protegida por el clan y había regresado como una proscrita. ¿Por qué tenía que esconderse de las brujas de su comunidad, de las mujeres que la criaron, que la mimaron, que le enseñaron a leer, a caminar, a soñar con los ojos abiertos? Elena y Karen habían sido casi como unas tías. Siempre habían aparecido con regalos por su cumpleaños, la habían felicitado por sus notas, le habían hecho compañía cuando estaba enferma, habían celebrado juntas los solsticios y habían llorado las muertes. Y ahora se escondía de esas mujeres que tanto habían hecho por ella.

– ¿Así pues ya estás dispuesta? -preguntó Dácil con nerviosismo.

– ¿Dispuesta a qué?

– A recuperar el amor de Roc para poder venir conmigo a Chinet y bajar al cráter.

Sentía un miedo innombrable cada vez que alguien le recordaba su tarea en el mundo de los muertos.

– No es fácil enamorar a alguien -respondió Anaíd con vaguedad y algo de incertidumbre.

– Pero tú eres la elegida.

– ¿Y qué?

– Pues que la elegida puede conseguir todo lo que quiera. No es una Omar cualquiera.

Anaíd la escuchaba. Algo le decía que Dácil formulaba con sus palabras certezas que ella tenía difusas.

– Ya. Pero tengo que pensar una estrategia

– Yo lo tengo todo controlado.

– ¿El qué?

– Los horarios de Roc, dónde va, con quién. Ya no sale con Marion.

Anaíd se avergonzó. Una mocosilla sin iniciar le daba clases de cómo ligarse al chico que le gustaba. Pero tenía razón.

– ¿Me ayudarás?

A Dácil le brillaron los ojos y se le iluminó la sonrisa. Qué bonita era cuando se ilusionaba.

– ¡Claro que sí!

Anaíd consideró que Dácil no era casual. Era su motor de explosión, lo que permitía que avanzara en su camino. Sólo tenía que proporcionarle combustible. Dácil era su conciencia, su memoria y su culpabilidad.

– Espérame mañana aquí, a las tres. Descansa, y no hace falta que hagas guardia ante la cueva. Puedo cuidarme sola.

Pero Dácil la dejó estupefacta otra vez.

– Vigila mucho. Han desangrado a una bebé Omar cerca del valle.

– ¿Cómo lo sabes? -se extrañó Anaíd horrorizada.

– Oí cómo lo explicaba Elena.

Fuese por esa noticia trágica de Dácil, fuese por la sombra de los chopos al atardecer, por el arrullo de las aguas o por el olor intenso del pan de leña que arrastró el viento desde Urt, en ese momento un amago de añoranza le oprimió la boca del estómago. Sentía la nostalgia de su instancia reciente, de los besos de su madre, de las manos firmes de su abuela Deméter. Elena, Karen, las Omar. Todas dependían de ella y de su valor. No quiso acariciar su pulsera de turquesas para borrar su pasado. El pasado le daba fuerzas y sentido a su vida, a su misión; la melancolía le aportaba entereza. A punto estuvo en esos momentos de arrancarse la pulsera y lanzarla lejos. ¿Qué sería de ella sin su infancia y sus recuerdos? Ella era Anaíd, un todo indisoluble, no podía borrar de un plumazo sus orígenes y abjurar de su clan, de su familia y sus afectos. Si acaso, reconciliarse con sus errores o admitir sus equivocaciones. Las Omar continuaban muriendo y ella no podía perpetuar más su falta de compromiso con la realidad. Estaba decidida. No podía dilatar más su espera.

A su regreso a la cueva aceptó su fracaso ante Cristine.

– No puedo.

Cristine no se ensañó con ella. Fue comprensiva.

– Pruébalo otra vez.

Pero Anaíd ya había tomado una decisión.

– Necesito que me prepares un bebedizo de amor.

Cristine, sin embargo, de natural permisiva y complaciente, esbozó un rictus de contrariedad.

– Es peligroso.

– ¿Por qué?

Cristine acusó un cierto nerviosismo.

– Hay una profecía… No sé si la recuerdas.

La dama blanca calló estudiando la reacción de Anaíd, pero Anaíd no sabía a qué se refería.

– ¿Conoces los poemas de Eva Luz?

Anaíd asintió.

– Creo que sí.

– Pues recítalos.

Anaíd hizo memoria y de entre sus muchas lecciones aprendidas desempolvó los versos de la poetisa Eva Luz.


Ella, la más hermosa, perseguirá la muerte.

Si ofrece el filtro de amor.

Si bebe de la copa prohibida.

Si formula el conjuro de vida.

Pobre destino el de la elegida.


Cristine interpretó:

– Si ofrece el filtro de amor, la elegida tienta a la muerte. No lo hagas, es demasiado peligroso.

– Es una simple poesía -adujo Anaíd, convencida de antemano de su decisión.

La dama blanca negó con su cabeza de dorados cabellos.

– Te equivocas. Se inspiró en la maldición de Odi.

A Anaíd la simple mención de Odi la conmocionó.

– ¿La maldición? ¿Qué maldición?

Cristine no se sentía cómoda.

– ¿No te han hablado de ella?

– No.

– En realidad no está escrita.

– ¿Entonces?

– Algo se sabe, algo se ha transmitido oralmente. Se dice que Odi, antes de desaparecer, maldijo a sus hijas concebidas con Shh, y a todas sus descendientes.

Anaíd sintió curiosidad.

– ¿Y qué dice la maldición de Odi?

Cristine no podía eludir la respuesta.

– Más o menos lo que Eva Luz recoge en sus versos proféticos.

– ¿Y crees a Eva Luz?

– Sí.

– Pero tú eres Odish y Eva Luz era Omar.

– Odish y Omar compartimos las mismas profecías y procuramos no retar al destino -Cristine bajó los ojos-. No quiero que mueras, Anaíd.

Anaíd se estremeció.

– ¿Es eso? ¿Puedo morir por culpa de la maldición?

Cristine movió la cabeza silenciosamente.

– Sí.

Anaíd se desesperó. Lo que Cristine le decía era delicado.

– Está bien, Dácil ofrecerá el bebedizo a Roc y desaparecerá a tiempo para que Roc me vea a mí y no a ella.

– Yo que tú no tentaría a la suerte -objetó Cristine.

Pero Anaíd puso en juego toda su voluntad egoísta.

– Lo haré así. Quiero que Roc beba el filtro de amor y se enamore de mí.

Anaíd se puso manos a la obra, lo cual era parecido a decir que puso el cetro en sus manos.

Soramar noicalupirt ne litasm.

Y el cetro acudió obediente a su llamada. Cristine estaba admirada.

– Ya forma parte de ti.

En efecto. Cetro y Anaíd eran una misma cosa. El brillo de su mano ya era consustancial a su naturaleza.

Y con el cetro en la mano, sintiéndose poderosa y complacida, Anaíd siguió a su abuela Odish y obedeció escrupulosamente todas sus indicaciones. Recogieron juntas las alas del murciélago, la piel de una rana joven, la rama de muérdago y la raíz de mandrágora; lo mezclaron con polvo de piedras de signo sagitario, el signo de Roc: cobre, arábiga, cristal y jade, sal y gema. Anaíd lanzó incienso purificado sobre la poción pronunciando su nombre. Luego invocó al amor con la llama del fuego y roció con alcohol la poción cantando la melodía del amor y consiguiendo que las volutas de humo se entrelazaran en el aire, como el

destino de Roc y el suyo. La poción ardió como Roc ardería al verla.

Guardó la pócima en un frasco de vidrio y la contempló largamente. En ese frasco estaban contenidas sus esperanzas, sus anhelos, sus deseos. El líquido tenía un color verde, como la menta, y su olor era dulzón y empalagoso. Con la ayuda del cetro enfrió el jarabe hirviendo y esa noche durmió profundamente soñando en Roc y su hoyuelo travieso.


Anaíd hubiera tenido que consultar los oráculos, pero sin hacerlo sabía que los presagios no estaban de su parte, El vuelo de las perdices níveas de blancas alas era demasiado bajo, y descubrió entre la hojarasca el cadáver sanguinolento de un pequeño sarrio recién nacido que había escondido el zorro. Eran avisos. Como la fila zigzagueante de hormigas rojas de regreso a su hormiguero o las huellas desesperadas de la osa parda, que vivía en las montañas galas, en busca de su cachorro extraviado. Eran signos para aquel que pudiese interpretarlos. Y a pesar de que Anaíd leía en ellos como en un libro abierto y sabía que los designios no auguraban nada bueno, fingió ser ciega y sorda y continuó adelante.

Era incapaz de reprimir la urgencia de llevar a cabo su plan y, durante toda la tarde, mientras ella y Dácil se llenaban la boca de jugosas fresas y adornaban sus cabellos con violetas, riendo ajenas a los funestos presagios, Anaíd, astutamente, aleccionaba a Dácil para representar su papel.

Era sencillo. Se trataba de esperar a Roc en el camino por el que pasaba todas las tardes con su bicicleta. Dácil simularía regresar del campo con su bolsa de fresas llena a rebosar y sus cabellos adornados de flores y, al oír acercarse a Roc, fingiría una caída y una torcedura de tobillo. La pericia de Dácil consistiría en pedir su ayuda V agradecérselo luego invitándolo a un trago de su cantimplora.

Ése sería el momento en el que ella, y no Dácil, aparecería ante los ojos de Roc. Roc posaría su mirada cálida sobre Anaíd y reviviría el momento mágico de su fiesta de cumpleaños, cuando le pidió un beso y a punto estuvo de declararle su amor.

Pero al acercarse el momento Dácil estaba nerviosa. Muy nerviosa.

– ¿Y si me equivoco?

– ¿Por qué tendrías que equivocarte?

– No lo he hecho nunca.

– Vamos, Dácil, si es muy fácil.

– Las cosas fáciles acostumbran a ser las más difíciles, decía Ariminda.

Anaíd comenzó a impacientarse. Había confiado ciegamente en la naturalidad y el atrevimiento de Dácil. La cogió por los hombros y la miró a los ojos.

– A ver, ¿recuerdas lo que te prometí? En cuanto Roc beba la poción y se enamore de mí, iremos a tu tierra, a la cueva del Teide.

Dácil sonrió. Lo deseaba tanto…

– ¿Y seré la única que te agasajará?

Anaíd ratificó su promesa.

– Diré la verdad, diré que si no hubieras tenido la audacia de venir a buscarme, nunca hubiera sabido cuál era el camino de la elegida.

Dácil aplaudió y bailoteó como una niña. Pronto, lo que había estado soñando durante toda su infancia se cumpliría. Atendería a la elegida y emprendería el viaje a Nueva York para reunirse con su madre. Le parecía imposible que todo pudiera hacerse realidad tan rápidamente. Entonces, a lo lejos, oyeron el chasquido de las ruedas de la bicicleta de Roc acercándose. Dácil palideció.

– ¿Qué le digo primero que me he caído o que me duele el tobillo?

Anaíd no pudo soportar la rabia y musitó entre dientes antes de esconderse tras el acebo:

– Tienes una memoria de mosquito, niña tonta.

Y cuando Roc apareció en el recodo Anaíd contempló horrorizada la expresión de ignorancia absoluta y de asombro que había en la cara de Dácil, sentada en medio del camino, desconcertada, mirándose las manos como si las viera por primera vez.

Anaíd reprimió un grito. La había embrujado. La mente de Dácil estaba en blanco, totalmente limpia de recuerdos, vacía de ideas…, exactamente como un mosquito. Dácil estaba intentando recordar qué hacía allí, quién era y cuál na su misión.

Anaíd asistía a la escena oculta tras el acebo y sintió cómo le temblaron las piernas al ver llegar a Roc, detenerse frente a la confusa Dácil y bajar de su bicicleta para auxiliarla.

– ¿Te has hecho daño?

Dácil levantó la cabeza asustada y rechazó la ayuda que Roc le ofrecía.

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes?

– Es que no me acuerdo de nada -le confesó Dácil llevándose las manos a la cabeza con desesperación.

La sentía como una calabaza vacía.

– Vaya, ¿te has pegado un golpe quizá?

Dácil se encogió de hombros, se puso en pie y se quitó el polvo del pantalón.

– Quizá.

– ¿Quieres que te lleve hasta el pueblo?

Dácil vaciló y dudó.

– Pues… no lo sé.

Anaíd quiso gemir. Su plan se iba al traste. Estaba perdiendo la ocasión por culpa de su mal carácter y de una niña tonta. A la desesperada, musitó como un soplo al oído de Dácil:

– Eres Dácil, recuerda tu papel, debes ofrecerle el bebedizo.

Roc, práctico, la cogió de la mano y se presentó.

– Soy Roc, el hijo de Elena. Mi madre te conoce, ella te podrá ayudar. Anda, vamos.

Y en ese preciso momento Dácil recuperó milagrosamente la memoria.

– Eres Roc, claro, ya me acuerdo. Te estaba esperando -vomitó de sopetón.

– ¿A mí? -se sorprendió Roc.

Dácil, con la ingenuidad que la caracterizaba, reprodujo en voz alta la secuencia que instantes antes no podía siquiera intuir.

– Sí, a ti. Yo tenía que ofrecerte un trago de mi cantimplora.

Y con toda la desvergüenza de la que una muchachita de trece años puede ser capaz, abrió su mochila, sacó su cantimplora y se la ofreció a Roc.

– ¿Te apetece un trago?

Anaíd quiso morirse. ¿Cómo se le había ocurrido confiar en una niña como Dácil?

Roc se quedó a cuadros.

– Esto, o sea…, apareces en medio del sendero como si fueras un fantasma, me dices que has perdido la memoria y luego me explicas que me esperabas para ofrecerme un refresco.

– Sí.

– Creo que no necesitas un médico, necesitas un psiquiatra -le respondió muy seguro de sí mismo, e hizo el intento de volver a pedalear.

Dácil entendió que lo había hecho fatal y le pareció oír unas palabras sugeridas por el viento, pero dictadas desde las ramas de acebo tras las que se escondía la elegida.

– Insiste, que no se vaya, no lo dejes marchar.

Anaíd se mordía las uñas de impaciencia y esperaba. Afortunadamente, Dácil la obedeció e impidió que Roc se marchara.

– Espera, espera…, un sorbito y basta.

Roc no entendía nada.

– Oye, niña, ya hay bastante tomadura de pelo, yo me abro.

Y esa vez sí pedaleó, pero por poco rato. Dácil se agarró a su camiseta, como una lapa.

– ¡No puedes irte sin probar mi refresco!

– Pues claro que puedo.

Anaíd estaba a punto de echarse a llorar, pero ante su sorpresa Dácil se le adelantó. Dácil empezó a llorar como una tonta y ése fue su acierto. Roc, medio conmovido, medio intrigado, cambió su tono y se compadeció.

– Yo…, perdona, lo siento, no quiero ser brusco, pero os que no entiendo nada.

Anaíd se llevó las manos al pecho. Había un atisbo de esperanza.

Dácil, al percibir que no podía convencer a Roc por las buenas, pero sí podía conmoverlo por las malas, inventó ahí mismo, sobre la marcha, una complicada historia que dio sus frutos.

– Soy un desastre, siempre pierdo todas mis apuestas improvisó con desparpajo.

Volvía a ser la misma Dácil de siempre, fresca, natural, convincente.

– ¿Qué apuesta?

Dácil continuó con su historia disparatada.

– Me aposté con mi mejor amiga que conseguiría que un chico aceptase mi invitación de beber un refresco conmigo. Pero nadie quiere.

Roc se rascó la cabeza perplejo. A lo mejor no era tan descabellado. Siempre había creído a pies juntillas que las mujeres eran complicadas. Sus novias, amigas y profesoras así se lo habían confirmado.

Anaíd percibió su disponibilidad, acarició su zafiro y se concentró con todas sus fuerzas en moldear la voluntad de Roc.

– ¿Yo formo parte de una apuesta?

– Eres el último. He perdido todas mis oportunidades. Me dio seis horas de tiempo y se acaban de aquí a unos minutos.

Roc dudó unos instantes y Dácil subrayó su actuación con un mutis lento y premeditado. Anaíd aplaudió ese recurso tan femenino que ella jamás utilizaba.

– Lo siento, perdona por todo este lío. Siempre pierdo, soy una perdedora.

E hizo el gesto de abandonar y dar media vuelta. Surtió efecto. Roc la llamó.

– ¿Sólo es eso? ¿Probar un refresco?

– Sí. Un sorbo y basta.

Roc tenía más dudas.

– Pero, a ver, ¿y tu amiga cómo sabrá si ganas la apuesta o no?

– Dácil estuvo apurada un segundo.

– Está ahí atrás, mirando. Escondida -y señaló hacia donde se ocultaba Anaíd.

Anaíd, desconcertadísima, se llevó la mano al pecho. El corazón le latía con tal intensidad que por fuerza Roc tendría que oírlo.

Roc fijó la vista entre los acebos y no vio nada.

Anaíd sintió que se deshacía de pánico. ¿No se le había ocurrido nada mejor a Dácil que decir la verdad? Esa niña era una cabeza hueca, una cabeza loca, una cabeza llena de pájaros. En cuanto remontaba un bache se metía dentro del siguiente.

Tendría que salir y deshacer el entuerto.

– Si esa amiga tuya asoma la nariz, te hago el favor que me pides, pero todo me suena tan marciano que, si me bebo tu refresco, me voy a sentir idiota -dijo Roc burlón, con su hoyuelo hundido junto a una sonrisa manifiestamente chulesca.

Anaíd no se lo pensó dos veces. Acarició su zafiro, se irguió tan alta como era y salió de detrás de los arbustos con dignidad.

Roc se quedó de una pieza, palideció. Se restregó los ojos y volvió a abrirlos. La figura humana que tenía delante le resultaba familiar, muy familiar, y al mismo tiempo lejana y difusa.

– Hola -dijo como un bobo.

– Hola -le contestó Anaíd con más aplomo del que creía tener.

– ¿Eres…? -dijo con insistencia chasqueando los dedos para acompañar a su intuición.

Anaíd sonrió de una forma natural. Roc estaba en un apuro. Ella dominaba la situación. Y en ese momento adquirió toda la seguridad que durante esos días había ido acumulando lentamente gracias a la obra paciente de la dama de hielo. Se sintió hermosa, fuerte, sabia, poderosa; se sintió capaz de aprisionar la voluntad de Roc con un soplo, de hipnotizarlo con una simple mirada, de conseguir un beso deseándolo.

Su abuela tenía razón. Era mágica. Su magia la desbordaba. Era la elegida, era la portadora del cetro. Era joven, bella y muy inteligente. Roc estaba en sus manos y dentro de poco caería rendido a sus pies. No había sido todo tan desastroso. Le hizo una señal a Dácil para que se apartara.

– Soy una vieja amiga -sugirió enigmáticamente.

– Te conozco, pero no me sale tu nombre.

Anaíd se sorprendió del extraño efecto de la poción del olvido. Posiblemente Roc no la asociase con la Anaíd feúcha e introvertida del curso anterior. Mejor.

– En cuanto tomes el refresco lo recordarás.

Roc ladeó la sonrisa con chulería y dio un paso hacia ella. La miraba con intensidad. Anaíd vaciló, pero aguantó el embate cara a cara.

– ¿Me vas a embrujar? -preguntó Roc guiñándole el ojo con picardía.

Anaíd rió con ganas y le devolvió el guiño. Gunnar le había enseñado a ser rápida de reflejos.

– Pues claro. Esto es un bosque, yo soy una bruja que vive en el bosque y esta chica es un duendecillo travieso que me sirve para mis propósitos.

Roc le siguió el juego.

– Y tu refresco es un bebedizo de amor, claro.

Anaíd supo que tenía que mirarlo a los ojos fijamente. No podía perder el destello de su mirada mientras bebiese. Impulsivamente arrancó la cantimplora de manos de Dácil.

– Pruébalo. Y le ofreció la cantimplora a Roc.

No recordó que tenía que eludir ese gesto. En ese momento olvidó el aviso de Cristine, de la maldición de Odi y de los versos de Eva Luz. El mundo entero dejó de existir.

Roc soltó el manillar de su bicicleta.

– Aguanta -le ordenó a Dácil sin mirarla.

Cogió la cantimplora de la mano de Anaíd. La rozó levemente, en el dorso, y Anaíd se estremeció.

«Ofrecerá el bebedizo de amor…», había augurado Odi con su maldad. Y su augurio se estaba cumpliendo.

Dácil sí que se dio cuenta del atrevimiento y se tapó la boca con la mano para no gritar. Roc desenroscó el tapón, olió el contenido del extraño jarabe con aroma a menta y levantó su brazo derecho en alto. Con una sed infinita dio un trago largo y se apoyó sin darse cuenta en la bicicleta. Dácil la sostenía tan sólo con una mano. Trastabilló, cayó hacia atrás y la bicicleta y Roc cayeron sobre ella. Podo fue tan rápido que Dácil, debajo de Roc, se dio cuenta demasiado tarde de que no podría saltar hacia la cuneta del camino, echándose al suelo, como había ensayado previamente, porque estaba aprisionada por las ruedas de la maldita bicicleta.

Anaíd gritó.

Dácil gritó.

Pero ninguna de las dos pudo impedir que el hechizo siguiese su curso y que Roc, sorprendido por la caída de Dácil, bajase los ojos hasta ella tras haber apurado un buen trago de bebedizo.

– ¿Te has hecho daño? -preguntó a la niña con voz suave y sin asomo de burla.

Dácil no respiró. Se quedó encogida, en posición fetal. Creyó que si no lo miraba no sucedería nada, pero ya era demasiado tarde. Había sucedido lo inevitable.

Anaíd quiso intervenir, pero estaba paralizada de horror. Lo peor que podía suceder había sucedido ante sus mismísimas narices. Había dejado de existir. Roc sólo tenía ojos para Dácil.

Roc se puso en pie, enderezó la bicicleta, rescató a Dácil de debajo, la levantó en volandas y le sonrió como un tonto.

– No pesas nada.

Evidentemente, Dácil no pesaba nada porque era un puro esqueleto desmadejado y sin gracia. Pero a juzgar por la cara de bobo, Roc asimilaba su peso pluma con la levedad de la belleza.

Anaíd se clavó las uñas en la mano hasta hacerla sangrar. No podía ser cierto. Era una broma, una broma de mal gusto.


Roc, resuelto, sentó a Dácil sobre la barra de su bicicleta.

– Te llevaré a mi casa para que te eche un vistazo mi madre.

Anaíd quiso decir algo pero estaba muda de asombro. Quiso llorar, quiso patalear, pero daba lo mismo. Roc no la veía.

Dácil intentó escabullirse de diversas formas.

– No hace falta, estoy perfectamente.

– Ya lo veo -la cortó Roc.

Dácil se dio cuenta de que lo había mirado a los ojos. Los ojos negros de Roc echaban chispas.

– No me mires así -se defendió Dácil tapándose la cara.

– Es que no me había fijado en ti. Es como si te viera por primera vez. ¿Cómo has dicho que te llamas?

– No te lo he dicho.

– Pero me lo vas a decir enseguida -insistió con su estilo de seductor avezado.

– Dácil -susurró flojito la niña, mirando de reojo a Anaíd y disculpándose con los hombros.

Roc lanzó un grito.

– Estamos predestinados. ¡Lo sabía! Oí tu nombre en mi habitación.

Y ante el horror de Anaíd y el apuro de Dácil, Roc subió a la bicicleta, aprisionó a la pequeña Dácil entre sus brazos y se la llevó silbando, camino de Urt, sin darse siquiera la vuelta para despedirse. Anaíd sintió el zarpazo de la invisibilidad y la angustia de los celos.


Entró a la carrera en la cueva y gritó con desespero a la dama blanca. Se ahogaba, perdía el aliento. Estaba llena de congoja y era tanta su angustia que apenas podía respirar.

– Un día aciago -pudo balbucear con dramatismo teatral cayendo sobre su regazo acogedor.

La dama acarició sus cabellos. Las violetas estaban mustias, sus dedos teñidos de fresas parecían manchados de sangre y, a fuerza de recoger las lágrimas de sus mejillas, su cara estaba llena de manchones rojos. Anaíd era la viva imagen de la desolación.

– Explícamelo por partes -le pidió con dulzura Cristine con una severidad oculta en el fondo de su retina.

Anaíd se fue calmando, pero la rabia le salía a borbotones. Estaba terriblemente rabiosa.

– Todo ha salido mal, ha sido el peor día de mi vida, lo he estropeado todo. Me quiero morir.

– Calma, preciosa. ¿Qué ha sucedido?

– Roc ha visto a Dácil antes que a mí y se ha enamorado de ella.

La dama blanca dejó exhalar un suspiro.

– Vaya, Roc se ha enamorado de Dácil. ¿Y nada más?

Anaíd calló, no se atrevía a confesar su imprudencia. Pero la Odish podía leer su pensamiento o quizá lo sabía lodo.

– ¿Fuiste tú quien ofreció el bebedizo de amor a Roc? ¿Es así?

– Yo no quería, pero tuve que hacerlo.

– No hay nada que debamos hacer sin desearlo -aseveró con dureza la dama blanca-. Has tentado a tu suerte. La maldición de Odi puede cumplirse.

Anaíd sintió miedo, aunque no tanto como para olvidar lo más acuciante, lo más inmediato.

– ¿Qué se puede hacer con Roc? No quiero que esté enamorado de Dácil.

Cristine se mostró prudente.

– Todo se puede detener o borrar de la memoria, pero lo que ya ha sucedido, ha sucedido, y me temo que no va a ser fácil corregirlo. Sobre todo si hay otros testigos. ¿Dónde está Dácil?

Anaíd no quería ni pensarlo.

– En su casa. Roc le pidió que se quedara con ellos.

Cristine chasqueó la lengua con disgusto.

– Eso es un engorro. Elena no es tonta. Sospechará.

Anaíd invocó al cetro, lo acarició, lo blandió y se sintió mejor. El mundo volvía a resituarse tras el cataclismo. Veía atisbos de luz.

– Esta misma noche me llevaré a Dácil de casa de Roc y le daré a Roc de nuevo el bebedizo.

La dama de hielo no aprobó su plan.

– No puedes.

Anaíd se enfadó. Tenía su cetro, era la elegida. ¿Y no podía satisfacer sus deseos?

– ¿Cómo que no puedo? No me digas eso, abuela…

– No se puede contrarrestar el bebedizo de amor si no es con una poción del olvido.

Anaíd se sorprendió. Ignoraba esos recovecos del protocolo.

– ¿Quieres decir que primero tiene que olvidar y luego volver a enamorarse?

– Eso mismo.

Anaíd sentía la comezón de los celos mordiendo sus entrañas.

– ¡Pues olvidará a Dácil!

CAPÍTULO XI

No usarás la poción del olvido

Elena abrió la puerta a Karen y le indicó con un dedo sobre los labios que guardara silencio. Era casi medianoche y la luna sinuosa se resistía a iluminar la noche con su escaso cuarto creciente, pero permitía deduce que Karen estaba desmejorada. Se le marcaban grandes ojeras negras y bolsas bajo los ojos cansados. Dormía poco, trabajaba mucho y tenía demasiadas preocupaciones.

– Gracias por venir tan rápido -susurró Elena tomándola del brazo y acompañándola hasta la cocina.

Desde la puerta entreabierta de la sala, donde la chimenea permanecía encendida, les llegó un sordo patear de pies y un grito ensordecedor.

– ¡Goooooooool!

Ya no hacía falta preguntar a Elena por su familia. Su marido, el herrero, y los mayores de sus ocho hijos estaban viendo el partido de fútbol. Excepto Roc.

Las dos mujeres se encerraron en la cocina y Elena, sin mediar palabra, puso un plato de cocido caliente ante Karen, le corló un pedazo de pan y le sirvió una copa de vino tinto. Anda, come.

Karen estaba demasiado nerviosa para comer.

– ¿Ha sucedido algo?

– Sí.

– Dímelo, no puedo tragar ni una miga.

– Así estás tú. A mí las preocupaciones me abren el apetito.

Karen lo sabía; por algo Elena engordaba a razón de kilo por año y, considerando que tenía ocho hijos, sus preocupaciones no hacían más que aumentar, como su peso. Eso sí, buen humor, energía y salud no le faltaban.

– Habla ya, que me tienes en ascuas. ¿Hay malas noticias de Selene y Anaíd? -preguntó con un hilillo de voz.

– No, no sé nada de ellas. Selene ha cortado la comunicación, pero tampoco me ha pedido ayuda.

– ¿Entonces? ¿Otra matanza Odish?

– No.

Karen suspiró aliviada. Como médico, tenía que levantar los cadáveres de las muchachas y bebés Omar que caían víctimas de las Odish. Era una obligación terrible y cada vez se juraba que sería la última. Esos tiempos de guerra estaban muy revueltos y, desde que desaparecieron Anaíd y Selene, las víctimas habían ido cayendo en un lento goteo. No podría soportar otra víctima más. No, esa noche no.

– ¿Entonces?

– Es Roc.

Karen se quedó boquiabierta. Elena no acostumbraba a convocarla con urgencia en plena noche para hablarle de los problemas de sus hijos. Y menos aún de un adolescente como Roc.

– Yo no entiendo de chavales, no tengo hijos y…

– Esa niña, Dácil, ha vuelto.

– Ya -respondió Karen sin acabar de ver la relación.

No obstante, la mención de Dácil la relajó. Podía comer sin sobresaltos, podía hasta masticar lentamente, tragar sin prisas y luego tomarse un café a sorbos. La casa de Elena, tan hogareña, tan familiar, era un lugar que invitaba a comer un plato caliente, arrellanarse luego en una cómoda butaca junto al fuego y adormecerse oyendo el ronroneo de los gatos, el ladrido de los perros y los gritos de los niños. Atacó pues el plato de cocido y lo saboreó con deleite. Delicioso. Como todo lo que Elena cocinaba. Un día le preguntaría si las albóndigas las amasaba con huevo y pan mojado en leche o simplemente pan rallado.

– Explícate, te escucho.

– Pues bien -comenzó Elena sirviéndose un vaso de leche y unas galletas para no dejar sola a Karen-, te dije que Dácil había desaparecido. Al convencerla de que Anaíd no estaba aquí, se fue sin despedirse. Esta tarde, por sorpresa, Roc la ha traído con la bicicleta diciendo que se había caído al suelo y se había hecho daño, y no ha parado de darme la vara hasta que la he revisado hueso a hueso. Por cierto, esa niña está llena de huesos.

Karen asintió rebanando los restos del plato con pan. Pura glotonería. No tenía ni idea de qué tripa se le había roto a Elena.

– Después me ha pedido alojarla aquí en casa hasta que tuviera que regresar a Tenerife.

– Vale, ¿y?

– Que no le quitaba el ojo de encima.

– ¿Y…?

– Se la comía con los ojos, le servía el agua, le retiraba la silla, sonreía como un bobo y hasta le ha escrito un poema.

– ¿Eso ha hecho? -preguntó Karen con incredulidad.

Elena se encendió.

– ¿Por qué te crees que estoy enfadada? Se ha colgado de la niña esa. Por supuesto no la he puesto a dormir en su habitación. Le he montado un plegatín en la habitación de los gemelos.

Karen a punto estuvo de reír, pero se abstuvo.

– ¿Estás celosa?

– No me has entendido.

– ¿El qué?

– Que lo ha embrujado.

Karen ya tuvo bastante.

– De acuerdo, Elena, vale que seamos brujas, pero no puede ser que no admitamos que nuestros hijos se enamoren de quien les parezca.

– Es una niña.

– Ya.

Elena, alterada, no se explicaba con corrección.

– Atiende y no me interrumpas. Dácil le ofreció un bebedizo.

Karen calló extrañada.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque Roc ha acabado por explicármelo todo. Él no lo sabe, pero yo sí. Le ha interceptado en el camino, le ha pedido que bebiese de un refresco y se ha inventado no sé qué de una apuesta.

Karen levantó la mirada interesada.

– Me ha confesado que después de beber, al mirarla, la ha descubierto de pronto.

Karen le dio la razón. Ése era el efecto de una poción amorosa: el redescubrimiento súbito.

– Vaya, todo concuerda.

– He vuelto a ponerme en comunicación con las matriarcas de la Orotava y es lo que yo me temía. Les ha mentido de nuevo. Esa niña es un verdadero desastre.

Karen sintió lástima.

– Por culpa de su madre, pobrecilla.

Elena estaba indignada.

– De acuerdo que su madre siempre fue una cabeza loca y se fue a Nueva York con lo puesto, pero no la compadezcas.

– ¿Y por qué no se llevó a su hija con ella? -se preguntó Karen.

– ¿No sabes la historia?

– No.

– La olvidó en un supermercado siendo un bebé.

Karen se atragantó.

– No me lo puedo creer. ¿Y por eso se marchó sola?

– Después de ese incidente las matriarcas le prohibieron acercarse a su hija. El clan se hizo cargo de su crianza.

Karen, en lugar de indignarse, se compadeció aún más.

– O sea que Dácil fue adoptada por el clan por incapacidad de su irresponsable madre.

– Y ha salido peor que ella.

– No exageres.

– ¿Que no exagere? ¿Tú crees que es normal que a los trece años, siendo un renacuajo sin iniciar, se pierda por los caminos para enamorar chicos con bebedizos prohibidos?

Karen le dio la razón. Irreflexiva sí que lo era.

– ¿Qué propones?

– Hacer que confiese, contrarrestar los efectos con Roc y devolverla a su isla después de amonestarla. Su iniciación tendrá que esperar.

– Me parece bien -ratificó Karen-. Vamos allá.

– Espera -la instó Elena-, no he acabado -y su voz se hizo más grave.

– ¿Qué más hay?

– Una Odish, aquí en Urt.

– ¿Rumores?

– Certezas. Yo sentía su presencia, pero Roc me lo ha confirmado. Dácil no iba sola. Había una amiga con ella. Una amiga misteriosa, de piel blanca, alta, hermosa, cargada de joyas.

– ¿La conocía?

– Roc no sabe quién es ni recuerda su nombre, pero quedó fascinado.

Karen se mordió los labios hasta hacerse daño. Como todas las Omar adultas, podía percibir la proximidad de una Odish, sentir su presencia. Era una habilidad que se perfeccionaba con la práctica y los años.

– ¿Poderosa?

– Mucho. Sal conmigo. Quiero que lo confirmes.

Salieron juntas al porche de la casa. La luna había descendido y las saludaba con un guiño de luz blanquecina.

A pesar de la calma que reinaba, Karen sintió frío. Al bajar del coche en Urt y mientras llamaba a la puerta de la vieja casa de Elena, una racha de viento helado se había instalado en sus pies. A lo largo de la cena había ido subiendo por sus piernas y ahora sentía una opresión en el corazón. Lo tenía frío como el hielo.

En efecto. Las dos levantaron la cabeza al unísono y olfatearon el viento. Estaba impregnado de un olor acre y difuso, el olor que desde jóvenes aprendieron a discernir como el olor de las Odish.

– Muy cerca -afirmó Karen con las pupilas dilatadas-. Está aquí.

– ¿Estás segura? -se asustó Elena.

Ella confiaba en que se tratase solamente de una obsesión suya. Por eso había avisado a Karen, para que la desmintiese.

Las dos dirigieron la vista hacia el mismo lugar. La ventana de la fachada sur de la casa de Elena, la ventana de la habitación de Roc. Estaba abierta de par en par y la luna reflejaba la sombra lánguida de una mujer alta de largos cabellos.

A Karen se le escapó un grito y, como si hubiera sido una señal convenida, el grito fue seguido del sonido de un cristal hecho añicos, luego un ruido sordo al caer algo y un aleteo. Un graznido oscuro hendió la noche.

Karen y Elena, sin mediar palabra, entraron en la casa corriendo y subieron las escaleras de cuatro en cuatro. La puerta de la habitación del chico estaba cerrada, pero el potente conjuro de Elena conminándola a abrirse la hizo caer con estrépito. En el suelo, inconsciente, yacía Roc. Junto a él un vaso roto y un líquido derramado sobre el suelo de madera.

– ¡Roc, Roc! -gritó Elena con desespero.

Karen se encogió contemplando cómo Elena, con una agilidad impropia de sus kilos, se agachaba junto a su hijo y lo abofeteaba para que despertase.

Como médico y científica formuló una rápida hipótesis. El vaso, el líquido, la caída, la pérdida de consciencia… Se inclinó sobre el charco del líquido, mojó levemente el dedo índice, lo acercó a su nariz y lo olfateó. Luego, con prudencia, lo lamió con la punta de la lengua. Su hipótesis era correcta.

– Ha sufrido una sobredosis.

– ¿De qué?

– De olvido. Alguien le ha proporcionado poción del olvido.

– Dácil -afirmó Elena sin dudarlo.

– O la Odish que hemos visto.

Elena no quería admitirlo. Lo abrazó con fuerza y buscó su pulso.

– ¿Vivirá? -preguntó a Karen con miedo.

Karen revisó sus córneas, sus uñas, y abrió su boca. Los signos de vida eran débiles.

– Es fuerte -dijo para consolar a la madre-. Necesitamos saber qué dosis le dieron y qué compuestos.

Echó una ojeada a su alrededor. Se sentía desnuda sin sus útiles de médico.

– Necesito mi maletín, está en mi coche.

Elena se levantó y dejó a Roc en manos de Karen. Regresó al cabo de unos instantes con el maletín de Karen en una mano y la angustia impresa en el rostro.

– Dácil ha desaparecido. Los niños dicen que se ha ido mientras nosotras cenábamos.

Karen se abstuvo de comentarios. Enseguida, alertado por Elena, apareció su marido con el rostro sombrío, tomó a Roc en brazos, lo depositó en la cama y lo besó en la frente con una dulzura impropia de su rudeza. Luego abrazó a Elena y le dijo lo mucho que la quería.

– ¿Es grave? -preguntó finalmente a Karen.

Karen abrió su maletín con cuidado y evitó responder directamente a la pregunta.

– Si necesito más ayuda, lo trasladaremos al hospital.

El herrero, un hombre práctico, se puso a la faena.

– Acostaré a los niños y prepararé el coche para tenerlo a punto.

Al quedarse solas de nuevo, Elena cogió con fuerza la mano de Karen.

– Cuídalo, cuídalo como si fuera tu hijo. Confío en ti.

– ¿Dónde vas?

Elena era una verdadera fiera cuando se trataba de defender a sus hijos.

– A por Dácil y esa Odish -dijo con determinación.


* * *

Anaíd volaba entre los robles evitando chocar con las ramas jóvenes que habían crecido demasiado y se cruzaban en su camino. Topó con la mirada asombrada de los búhos y los resoplidos de las lechuzas.

Sin embargo, ni los habitantes del bosque, ni el aleteo constante de sus alas, ni sus ojos fijos en los senderos que cruzaban el robledal, unos metros por debajo de ella, le impedían pensar. Buscaba a Dácil y, a pesar de la envergadura de sus alas cubiertas de plumas, su cerebro y su mente no habían cambiado. ¿O quizá sí?

Anaíd sintió el zarpazo de la angustia.

Últimamente no se reconocía en sus actos. Actuaba tan impetuosidad, con urgencia, con avidez, y las cosas acababan por salirle mal. ¿Qué le había pasado a Roc? ¿Por qué se había desmayado? ¿Sería grave? Todo había sucedido tan deprisa que no había tenido tiempo de asimilarlo.


Hacía aproximadamente una hora había entrado en casa de Elena, de noche y a hurtadillas, y había conminado a Dácil a marcharse de allí. Entró con reparo, a sabiendas de que se colaba en la casa de la amiga de su madre, la bibliotecaria que le proporcionó todas sus lecturas favoritas, la que la acogió cuando Selene desapareció. Y entraba como una ladrona, por la ventana, sin saludar, escondiéndose en las sombras.

Mientras esperaba agazapada en el pasillo para colarse en la habitación de Dácil, oyó llegar a Karen. Le llegaron con nitidez su voz cantarina y sus pasos apresurados. Por un instante le temblaron las rodillas. Tuvo que reprimir sus deseos de bajar al zaguán, besarla y sentarse en sus rodillas. Añoraba su risa fácil, sus conversaciones inacabables, sus jarabes amargos y sus abrazos dulces. Se arrepintió de lodo y a punto estuvo de echarse atrás, bajar las escaleras de madera, compartir la cena con Karen y Elena, y confesar su equivocación al ofrecer a Roc el bebedizo de amor. Quería liberarse de responsabilidades y sentirse de nuevo una joven loba obediente.

Pero justo en ese instante vio a Roc salir al pasillo y llamar quedamente con los nudillos a la puerta de la habitación que Dácil compartía con los gemelos. Se arrebujó más en las sombras para que no la viese. Él escondía algo tras la espalda. ¿Una rosa? Anaíd no podía creerlo. ¿No pensaría regalar esa rosa a Dácil? En efecto, Roc ofreció la rosa del jardín a la asombrada Dácil y la invitó a oler su fragancia.

Anaíd se puso de los nervios al ver cómo Dácil le sonreía con aquella sonrisa tan bonita que tenía sin saberlo y Roc daba un paso hacia ella dispuestísimo a besarla. Se vio obligada a intervenir. Con un simple conjuro consiguió que una racha de viento empujase con fuerza los batientes de las ventanas y provocase un estrépito que hizo reaccionar a Roc y Dácil apartándose de un salto el uno del otro. Fue suficiente, el susto había roto la magia del momento y se separaron azorados. Esperó a que se cerrasen las puertas de nuevo, contó hasta diez y entró en la habitación de Dácil como una tromba. Y entonces explotó. Estaba enfadadísima, echaba fuego por los ojos y la acusó de entrometida, lianta y desastre. Sin derecho a réplica la echó.

– Fuera, fuera de aquí, ¿me oyes? Lo has estropeado todo. Lárgate.

Dácil salió corriendo escaleras abajo sin tomar precauciones para que nadie advirtiera su marcha.

Anaíd se había arrepentido inmediatamente de su ataque de ira al recordarse a sí misma cuando tenía la edad de Dácil, o su peso, o su talla, y se sentía desvalida y pequeña. Pero no tuvo tiempo de rectificar. Su propósito era otro bien diferente.

Sigilosamente, se escurrió por las paredes del pasillo hasta llegar ante la puerta de Roc. Una vez ahí obró mágicamente, sin escatimar ninguno de sus poderes. Apagó la luz de su bombilla, se introdujo en su habitación a oscuras y, mientras Roc intentaba infructuosamente encender a tientas la lamparita de su mesilla, Anaíd vertió la poción del olvido en el vaso de agua que tenía sobre la misma mesilla. Cristine la había advertido: no más de diez gotas diluidas en agua; pero la oscuridad le impedía contarlas con certeza y prefirió pasarse que quedarse corta. Así olvidaría hasta a Marion, se dijo. Luego susurró quedamente a su oído:

– Agua, necesitas agua, tienes mucha sed -y le ofreció el vaso acercándoselo en la oscuridad.

Roc obedeció a su impulso, alargó la mano, tomó su vaso, se lo llevó a la boca y bebió. Casi enseguida se cogió la cabeza con una mano en un gesto que indicaba un mareo repentino o un vértigo. Anaíd se asustó y, sin darse cuenta, su cuerpo reaccionó espontáneamente y sus brazos se transformaron en alas. Asombrada, las batió con energía pata escapar. Pero Roc, al oír el sonido tan cercano, alargó su mano libre y rozó su cara. Anaíd sintió el tacto cálido de la mano de Roc en sus labios y fue incapaz de moverse. Quería verle, quería mirarle a los ojos… Y la luna asomó tras la nube respondiendo a su deseo e iluminó la pequeña estancia.

En efecto, a pocos centímetros, Roc, atónito, la estaba mirando. Sus pupilas se empequeñecían y su cara palidecía. Se aferró a ella con ansiedad.

– Anaíd, Anaíd, no te vayas. Quédate, Anaíd. Ayúdame.

Su voz estaba rota. Como el grito de Karen que entró por la ventana en ese mismo instante. Como el vaso que cayó al suelo y se hizo añicos. Y luego cayó Roc sin que Anaíd pudiera sujetarlo. Con sus alas era imposible.

El corazón le latía con fuerza. ¿Estaba muerto? No podía ser. Todo había sido tan repentino, tan fugaz. Y sin embargo, no podía quedarse para ayudarlo. Karen y Elena gritaban y subían las escaleras corriendo. Dentro de poco mirarían, la encontrarían ahí y la acusarían de todos los desmanes que había cometido.

Cerró la puerta con un sortilegio y se lanzó volando por la ventana, hacia la oscuridad protectora del cielo cuajado de estrellas.

Ya en lontananza oyó el estrépito de la puerta al caer y los sollozos de Elena. Confió en que la pericia de Karen ayudase a Roc y rogó para que olvidase su último encuentro y lo creyese una simple alucinación.

Llevaba ya un buen trecho volando cuando descubrió a Dácil debajo, escurriéndose entre los resquicios que le permitían ver las copas de los robles. Corría como un cervatillo asustado, sin importarle los desgarros de la ropa ni los arañazos de la piel. Corría como si hubiera visto al diablo y Anaíd, compungida, pensó que a lo mejor ella daba más miedo que el diablo.

Pero no estaba sola. En el mismo momento en que Anaíd iniciaba su descenso para interceptarla, se dio cuenta de que una figura femenina a lomos de un caballo la seguía a gran velocidad, la rebasaba y le cortaba el paso obligándola a detenerse.

El asombro la paralizó. Era Elena, que había convocado un conjuro de ilusión y había galopado sobre un corcel mágico. Elena, alta y gruesa, se plantó ante la pequeña Dácil.

– ¿Dónde te crees que vas?

Dácil cayó ante Elena deshecha en lágrimas.

– Lo siento, lo siento mucho, yo no quería…

– ¿No querías? ¿Y por qué lo hiciste entonces?

Anaíd sobrevolaba la escena sin intervenir. En cuanto Dácil confesase su presencia tendría que manifestarse. Con Elena no le servirían las tretas fáciles. Su suerte estaba echada. Pero la respuesta de Dácil la sorprendió.

– Fue un capricho.

– ¡¿Un capricho, dices?! ¿Desde cuándo ofrecer bebedizos se puede considerar un capricho?

– Quería enamorar a Roc y no sabía cómo -mintió la pequeña sin delatar a Anaíd.

– ¡Mentira! A ti sola no se te ocurrió. Hay alguien más… ¿Dónde está la Odish que te ha seducido?

Dácil, tan escuchimizada, se creció. De repente se puso en pie y retó a Elena cara a cara.

– Yo soy la única responsable de mis actos. Yo sola.

Anaíd la hubiera besado.

– Muy bien -se irguió Elena, más amenazadora todavía con sus casi cien kilos a cuestas-. Responderás ante un coven de matriarcas.

– De acuerdo -la retó la pequeña heroína.

– Pero antes tienes que darme la fórmula de la poción del olvido.

Dácil no disimuló. Simplemente no sabía nada.

– ¿Qué poción del olvido?

– La que le has dado a Roc.

– ¿Cuándo?

– Hace unos minutos. No disimules, Roc puede morir por la culpa.

Dácil se defendió con uñas y dientes.

– No es cierto, me engañas.

Y en ese momento Anaíd decidió que la lealtad y la valentía de Dácil estaban fuera de dudas, pero en cambio ella se estaba comportando como una verdadera cobarde escudándose en una niñita peleona.

Aterrizó ante las dos.

– ¡Anaíd! -exclamó Elena atónita-. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Selene?

No valía la pena liar más la madeja. Bastante liada estaba ya.

– Selene está lejos, he venido sola.

– ¿Y qué significa…?

Antes de asumir sus responsabilidades, lanzó una mirada de agradecimiento a la pequeña.

– Dácil no es responsable de nada de lo que ha pasado hoy.

Elena las miró alternativamente, ahora a la una, ahora a la otra. Estaba intentando componer una fotografía adecuada, pero Anaíd y Dácil no le salían en el mismo encuadre.

– ¿Os conocéis?

– Ella simplemente me obedecía. He sido yo.

– ¿Tú? -reaccionó Elena con lentitud-. ¿Quieres decir que tú le has dado el bebedizo de amor a Roc para que se enamorara de Dácil y luego…?

Y de golpe lo entendió todo.

– Dácil se interfirió en tu lugar y tú le volviste a dar la poción del olvido a Roc. ¿Es eso?

Anaíd asintió. Era así de sencillo.

– Así fue.

Elena se mesó los cabellos.

– ¿Por qué Anaíd? ¿Por qué?

Anaíd esgrimió su razón con humildad, su eximente de culpa.

– Vosotras le habíais dado poción del olvido para que me olvidase a mí. ¿O no?

Elena se sintió en falso.

– No fue una decisión precipitada. Lo debatimos en un coven. Selene nos lo pidió. En estos momentos tu misión requiere que le dediques los cinco sentidos.

Anaíd volvió a la carga con su argumento:

– Es que no puedo hacerlo si Roc me ha olvidado.

Elena se desesperó; no era el momento ni el lugar para discutir con una chica enamorada. Su hijo estaba grave.

– Dime exactamente qué conjuro, qué ingredientes y qué proporciones usaste para la poción del olvido.

Anaíd se sintió en falso. La había preparado Cristine, así que no lo sabía a ciencia cierta.

– No lo recuerdo.

– ¡Los ingredientes y las proporciones son fundamentales! -se impacientó Elena.

– ¿Para qué?

– Para contrarrestar los efectos. ¿Te has sobrepasado en la cantidad?

– Creo que sí.

Elena no se lo reprochó.

– A veces sucede y la poción provoca parálisis. Anda, Intenta recordar.

Anaíd estaba muy avergonzada. No podía confesar que Cristine había intervenido.

– No puedo.

– ¡La sobredosis puede paralizar su cerebro! Tenemos que fabricar un antídoto. Piensa, Anaíd, y dame la fórmula Karen la espera.

Anaíd se asustó.

– Es que no la sé.

– ¿Entonces? ¿No la hiciste tú?

Anaíd negó, incapaz de decir ningún nombre. Se sentía cazada y culpable. Necesitaba hacer algo, ayudar, intervenir.

– ¡El cetro! -exclamó de pronto sintiéndose salvada. El cetro obrará magia y salvará a Roc -y pronunció las palabras mágicas-: Soramar noicalupirt ne litasm.

Elena se alejó un paso de ella, horrorizada.

– No te reconozco, Anaíd.

El cetro apareció en la mano de Anaíd y se acopló perfectamente al hueco luminoso de su palma.

– ¿Lo ves? -se lo mostró ilusionada-. Puedo salvar a Roc. Puedo formular un conjuro de vida para rescatarlo de la muerte.

Elena avanzó hacia ella con una decisión implacable.

– ¡Ni se te ocurra! ¿Me oyes? Ni se te ocurra. Prefiero que mi hijo muera antes de que la elegida nos traicione.

– No es ninguna traición -se defendió Anaíd. Pero Elena ya había atado cabos y la acusó.

– Has huido del lado de Selene y te has aliado con las Odish.

Anaíd calló a la búsqueda de coartadas y en ese breve instante de silencio Elena se ratificó en sus sospechas.

– ¡Son las Odish quienes han preparado la poción a mi hijo! -gritó.

– Pero… -balbuceó apenas Anaíd, asustada por la contundencia de tamaña acusación.

Las cosas no eran blancas o negras. Ella misma no era buena ni mala, ni Odish ni Omar. Todo tenía sus matices, aunque Elena, a esas alturas, considerase que todos los gatos eran pardos.

– Esto es traición.

Anaíd se hundió.

– No digas eso, Elena, por favor, no digas eso.

Dácil se compadeció de Anaíd.

– No es cierto, Elena. Anaíd ha prometido venir conmigo para cumplir con su misión de elegida. Ella sólo quería que Roc recuperase su amor.

Elena no compartía la empatía de Dácil, no cuando la vida de su hijo peligraba y la misión de la elegida se iba al traste.

– ¡Basta, Dácil! Eso ya lo explicarás en un coven don de serás amonestada. Ahora estoy hablando con Anaíd -y se dirigió con autoridad hacia ella-: Dame el cetro.

Anaíd lo ocultó en su espalda. Fue un gesto instintivo.

– ¿Por qué? ¿Qué piensas hacer con él?

– De momento, librarte de un peligro. El cetro te domina. ¿No te das cuenta?

Anaíd intentó comprender las palabras de Elena. Era cierto. Tenía razón, ella no podía haber cambiado así: era la influencia del cetro. Recordó a su tía Criselda, quien le enseñó a discernir entre mirar y ver. Intentó con todas sus fuerzas verse a sí misma antes y después de poseer el cetro. Y se VIO, en efecto, poseída por el afán de posesión. Fue un instante de lucidez y su gesto rápido se correspondió con su certeza.

Se sintió una loba, una Omar, una descendiente del clan Tsinoulis, y vio ante sí a una matriarca del clan de la loba que le exigía obediencia. Transigió.

– Ten -le dijo a Elena ofreciéndole el cetro.

Elena lo tomó con aprensión y lo envolvió en su falda evitando tocarlo. En ese mismo momento Anaíd ya se había arrepentido de entregárselo y extendió su mano, pero Elena escondió el pliegue de su falda.

– Devuélvemelo -le rogó Anaíd-. Lo guardaré yo…, hasta que venga Selene y decida.

– ¡No! -negó Elena con contundencia.

– Dámelo, por favor, dámelo.

Hiena, implacable, ni siquiera le respondió.

– ¿Qué Odish ha fabricado la poción?

Anaíd vio el cielo abierto.

– ¿Si te lo digo me devolverás el cetro?

Hiena guardó silencio y Anaíd lo interpretó como equiescencia.

– La dama blanca.

Elena palideció.

– ¿Está aquí?

Anaíd intuyó que Selene había confesado su parentesco con ella.

Me está ayudando. Venció a Baalat.

Elena no la creyó en absoluto.

Le ha engañado, tonta, y ha envenenado a Roc. Tiennes que conseguir la fórmula de la poción del olvido y alejarte de ella inmediatamente.

Anaíd transigió sin reflexionar. Cualquier cosa si recuperaba su poder.

– Está bien, pero dame mi cetro.

Elena reaccionó con dureza.

– ¡De ninguna manera!

Anaíd se sintió angustiada. La mano le ardía, le faltaba el aire. Y gritó con fuerza:

Soramar noicalupirt ne litasm.

Pero Elena, erudita y leída, contrarrestó su llamada con una súplica.

Acuhar ernombra rinc.

Al darse cuenta de que el cetro no la obedecía, Anaíd se enfureció con Elena. ¿Cómo se atrevía a negar a la elegida lo que era suyo? Se sintió legitimada para cualquier venganza; Elena se la merecía.

– ¿Quieres saber por qué Selene administró la poción del olvido a Roc cuando tenía un añito? -dejó ir de pronto con una voz ajena.

Elena se distrajo momentáneamente. Le sorprendió esa referencia lejana en el tiempo. ¿A qué venía a cuento?

– ¿Qué quieres decirme, Anaíd?

– Tuviste una hija y murió a manos de la Odish fenicia. Roc lo vio todo.

Elena se quedó paralizada. Algo, una intuición, le silbó al oído que lo que decía Anaíd era cierto, aunque otra parte de sí misma lo negó. Ella tenía ocho hijos, todos varones y en cada embarazo suspiraba por una niña que heredaría su sangre Omar y sería su orgullo. Ahora Anaíd le decía que esa niña existió y que fue víctima de Baalat.

– Mientes. Mientes para que pierda el control y te devuelva el cetro -se revolvió la madre herida.

Anaíd sintió que Elena estaba a punto de dejar caer el cetro. Había dado en el clavo sacando ese tema antiguo que a buen seguro la desconcertaba. Insistió. Pronto el cetro sería suyo.

– ¿Ah, sí? Pregúntale al oráculo del lago. Se llamaba

Diana. Por eso yo me llamé Diana, porque Selene se sintió culpable por su muerte.

– ¡Calla! -gritó Elena tapándose los oídos.

Pero Anaíd se fijó en que le temblaba la mano con Insistencia y que esa mano se acercaba peligrosamente a la empuñadura del cetro. Elena estaba al borde de la locura. Nunca se lo había confesado a nadie. Nunca había compartido su tristeza con nadie, pero en el fondo de sus recuerdos olvidados sabía que había tenido una hija, y que no había podido defenderla.

La angustia de imaginar a su bebé desvalida en manos de una Odish pudo más que el peso de la razón. Sin poder evitarlo, Elena se dejó llevar por su mano, que cogió el cetro y lo blandió sobre su cabeza pronunciando unas palabras incomprensibles.

Y desapareció.

Dácil, atónita, dio un paso adelante y palpó el vacío.

– Ha desaparecido.

Anaíd estaba igual de desconcertada; sentía el miedo Minio calambrazos.

– Me ha robado el cetro. ¿Lo has visto? -exclamó con espanto.

La ausencia del cetro le creaba una extraña sensación abandono momentáneo, de desnudez, de miedo. Has sido muy cruel -le reprochó Dácil. – ¡Lo que le he dicho era cierto! -se defendió Anaíd, llevándose las manos al cuello para vencer el ahogo que sentía.

Por eso una madre Omar que vive algo así nunca debe saber la verdad -replicó Dácil con un estilo justiciero que Anaíd aborrecía.

Así que optó por engañarla, se lo merecía.

Dácil, necesito el cetro. La vida de Roc depende del cetro.

– ¿Estás segura? -preguntó con cautela tras un silencio.

Anaíd vio el cielo abierto.

– ¡Claro! Si tengo el cetro, salvaré a Roc. Anda, ayúdame.

Dácil, culpable hasta la médula por haber participado, le rogó:

– Sí, hazlo, por favor, sálvale.

Anaíd levantó las manos con desconsuelo.

– Es que no sé dónde ha ido Elena.

– ¿Cómo que no lo sabes? Si tú misma se lo dijiste.

– ¿El qué?

– Que le preguntase al oráculo del lago.

Anaíd se hubiese dado de bofetadas por estúpida. ¡Pues claro! La obcecación de Elena había podido más que su voluntad.

Recuperó sus alas y emprendió el vuelo.

– Ten cuidado. Elena tiene mucha fuerza -le gritó Dácil.

Anaíd ya lo sabía y tendría cuidado, pero el cetro era suyo. Sólo suyo.

Sobrevoló el valle y ascendió hasta el puerto; siguió en dirección a las cumbres de la cordillera, allí donde la lengua del glaciar había erosionado la falda de la alta montaña, dejando restos de morrenas, y había excavado la cuenca lacustre de frías aguas.

El lago mágico, circundado de montañas, bajo cuyas aguas se encontraba prisionera la buena Criselda, se mecía a la luz de la luna como una colcha plateada. En una de sus orillas, arrodillada junto al agua, se encontraba Elena. El fulgor del cetro brillando en su mano encendió de ira a Anaíd, que descendió en picado sobre ella. Una sola obsesión la movía: su cetro. Elena tenía su cetro.

Anaíd se cegó.

Cayó sobre ella y la atacó airada sin siquiera percatarse de que su boca se había transformado en pico y de que en lugar de pies tenía unas enormes garras con las que pretendía atrapar el cetro sin conseguirlo. Durante el vuelo desesperado hasta el lago, el odio había transformado su cuerpo. Anaíd no fue consciente del momento en que sus ropas rasgadas caían al vacío, ni de cómo ni cuándo su cuerpo se cubrió de plumas y perdió sus piernas.

Elena, sorprendida por el ataque, cayó al agua sujetando firmemente el cetro. No reaccionó con magia, simplemente exclamó:

– Ya no eres digna de poseerlo.

Anaíd quiso hablar, pero en lugar de palabras emitió un graznido. Emprendió un vuelo rasante e intentó atrapar de nuevo el cetro con sus garras, pero Elena se defendió con valentía y le hizo frente con las manos desnudas.

– Antes de que vuelva a ti, prefiero hundirme en las aguas del lago y entregarlo a la condesa.

Anaíd no razonaba, simplemente graznó con odio deseando que así sucediera. Y ante su estupor, Elena desapareció engullida por las aguas y el manto plateado se cerró sobre su cabeza.

Se hizo el silencio. Un silencio espeso, largo, infinito.

Anaíd esperó en vano a que saliese. Un minuto, dos. Luego se lanzó en picado al lago y, al ver su imagen reflejada, sintió deseos de llorar. Era una Singa, una Odish pájaro, un monstruo.

Se sumergió y buscó desesperadamente bajo las aguas oscuras. En vano.

Salió del lago batiendo las alas para secarse las plumas y se tendió sobre la arena sintiendo la punzada de la culpabilidad. ¿Qué había hecho? ¿Había matado a Elena? ¿Había destruido a Roc? ¿Qué le sucedía? ¿Por qué?

Entre espasmos y sollozos fue recuperando su forma humana hasta que, desnuda y aterida de frío, se adormeció y su noche se pobló de pesadillas.

Los primeros y tibios rayos de sol la despertaron tímidamente. Estaba exhausta y tenía la piel violácea. Se frotó temblando de frío y notó que tenía hambre y sed, y los ojos entumecidos de tanto llorar. Se acercó al lago a beber juntando sus manos en forma de cuenco y las acercó a las límpidas aguas.

Y al bajar la mirada la vio.

Elena estaba ahí.

Gritó y cerró los ojos.

Luego volvió a abrirlos. Todavía estaba ahí. Elena estaba en el fondo del lago con el cetro en su falda, peinando su cabello con ojos de loca. Elena estaba junto a la orilla y mecía el cetro como si fuera su niña Diana, la niña muerta.

No estaba sola. A su lado, otra mujer peinaba sus largos cabellos grises.

Anaíd la reconoció y pronunció su nombre:

– ¡Tía Criselda!

Criselda levantó la cabeza, la miró a la cara y sonrió.

CAPÍTULO XII

No tomarás la piedra verde

En la cueva blanca, de paredes inmaculadas, Anaíd veía el reflejo de su silueta acurrucada en el regazo de la dama de hielo. Su imagen se desdoblaba en mil imágenes, como un eco infinito.

Ambas eran esbeltas, pálidas, delicadas. Muy parecidas.

Cristine, con su dulzura fría, la arrullaba y calmaba sus remordimientos.

– Ea, bonita, ya pasó todo, no llores, mi amor. Anaíd había regresado con el firme convencimiento de romper con ella y desconfiar de sus palabras, pero Cristine, razonable como siempre, admitió su culpa y con ello la desconcertó.

– Lo siento mucho, cariño, lo hice por ti, pero te advertí de que no superases las diez gotas. Preparé una poción del olvido para Roc que fuese lo suficientemente potente para contrarrestar la anterior. Así te recordaría sin necesidad de ningún bebedizo de amor.

– ¿Por qué no me lo dijiste? No quería decepcionarle. Conllevaba un riesgo.

Anaíd deseaba creerla. ¿Por qué no? Roc la había reconocido antes de perder el conocimiento y le había rogado que no le dejase. ¿Eso significaba que la quería de verdad? ¿Por qué no creer a su abuela? Las abuelas procuran lo mejor para sus nietas.

Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, las cosas estaban torcidas.

– Roc está grave y Elena está en el mundo opaco, prisionera de la condesa.

– Lo sé, lo sé. Todo se solucionará. No sufras. Dácil ya ha llevado la fórmula del bebedizo a Karen. Ya le habrá administrado el antídoto.

– ¿Puedo verlo? ¿Puedo ver a Roc? -suplicó Anaíd.

Su abuela la complació y en la columna translúcida de la sala se reflejó la imagen de Roc. Su rostro era plácido y respiraba con normalidad. Junto a él su padre, el herrero, lo velaba amorosamente.

– Parece que duerme -comentó Anaíd con el convencimiento de que así era.

– Se recuperará -afirmó Cristine.

– Roc -suspiró Anaíd antes de que su imagen desapareciera definitivamente.

Cuántas tonterías había cometido por su culpa. ¿Por qué estar enamorada era sinónimo de estar loca? ¿Cómo le diría a Roc que había hecho desaparecer a Elena, su madre? Imaginó a los pequeñines que colgaban siempre de su falda, al bebé Ros, que todavía mamaba su leche, y sintió ganas de llorar.

– ¿Qué he hecho?

Cristine pasó su mano fría por su frente y rozó levemente la piedra de amatista. La imagen de Elena y sus pequeños se disipó. Por unos instantes Anaíd se calmó, pero enseguida la angustia volvió a atenazarla.

– ¡Y no tengo el cetro! -exclamó sintiendo el resquemor de la mano ardiendo.

Era un verdadero tormento.

– Tranquila, lo recuperarás.

La desesperación se amortiguaba gracias al influjo de Cristine, que obraba como un bálsamo sobre sus heridas.

– Debes tener ánimo. Eres la elegida, eres fuerte. Las adversidades son pruebas para tu fortaleza.

Anaíd se dejó imbuir por esa hermosa doctrina. Quiso creerla. Selene le hubiera dicho lo mismo. Añoraba a Selene a su pesar. Gunnar había sido una ilusión, apenas unos días de compañía y luego había desaparecido súbitamente, sin tiempo para echarle de menos. Había sido tan breve… Levantó la cabeza, se secó la humedad de sus mejillas y suspiró.

Esta noche cabalgaré el último rayo de sol, penetraré en el mundo opaco, recuperaré mi cetro y regresaré con Elena y Criselda.

Lo dijo para infundirse ánimos, con la esperanza de que Cristine le diese la razón y la empujase a actuar según su propósito, pero las cosas no eran tan fáciles.

– No puede ser, cariño. La condesa ha cerrado el mundo opaco. Nadie puede salir de ahí.

– Yo salí con el primer rayo -protestó Anaíd.

– Precisamente. Desde que tú y Selene escapasteis, la condesa ha reforzado sus defensas. Está furiosa. Salma la traicionó y ya no se fía de nadie. Urdió una estrategia para convertirse en indestructible.

– ¿Y lo es? -preguntó Anaíd con un hilillo de voz, recordando lo que Selene le explicó acerca de su talismán embrujado-. ¿Es cierto que tiene un talismán con la sangre y el cabello de todas las muchachas Omar que degolló y que por eso es indestructible?

Cristine se apartó momentáneamente de ella y la escrutó con detenimiento.

– ¿Quién le ha contado eso?

– Selene.

Cristine asintió.

– Así es, aunque aún le falta la elegida.

Anaíd notó un escalofrío.

– Me buscará entonces.

Cristine estaba muy seria.

– Pronto sabrá que el cetro está en sus dominios y se valdrá de él para atraerte hasta ella.

– ¿Puede hacerlo?

– Claro.

Anaíd tuvo miedo.

– ¿Y entonces?

– Te atrapará sin remedio. Como una araña en su telaraña.

Anaíd estaba acorralada.

– ¿Y tú? ¿No puedes luchar contra ella y devolverme el cetro?

– Somos enemigas, no me permite entrar en sus dominios.

– Yo te vi en el mundo opaco.

– Entré solamente mientras ella estaba dormida bajo el influjo del hechizo de Salma.

Anaíd se sujetó la cabeza con ambas manos: Roc enfermo, Elena prisionera, su cetro en manos de la condesa… ¿Por qué había complicado las cosas hasta ese punto? ¿Por qué Cristine le había dicho que todo tenía solución si a cada alternativa respondía con un imposible?

– ¿Y qué podemos hacer?

– Hay una posibilidad. Pero depende de ti, únicamente de ti, Anaíd.

Lo sabía. Intuía que ella era la clave para deshacer el nudo que ella misma había hecho.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Viajar al pasado y destruir el talismán que la condesa creó con la sangre y el cabello de sus víctimas.

Anaíd se quedó atónita al oírla. Viajar en el tiempo y visitar el pasado. Eso era imposible.

– ¿Cómo?

– Las Odish sabemos cómo. Yo misma te enviaré a través del tiempo.

Anaíd se estremeció. La condesa sangrienta había degollado y torturado a jóvenes de cuya sangre se alimentó durante mucho tiempo. Muchas. Muchísimas.

– ¿A cuántas muchachas mató?

– Casi seiscientas cincuenta.

Anaíd palideció.

– ¿Dónde?

– En Hungría. En el castillo de Csejthe.

– ¿Y en qué año sucedió?

– Durante una década. Finalizó en 1610. A finales de ese año, la condesa sobrepasó toda prudencia y la emprendió ron hijas de gentilhombres. Eso ya fue excesivo y se escucharon las protestas del alcaide de la aldea de Csejthe en el Parlamento húngaro. Un palatino, primo suyo, un tal Turzhó, fue enviado al castillo para investigar. Cuando encontró los cadáveres de las últimas víctimas, las chicas torturadas y las que estaban en los calabozos esperando su turno para morir, mandó detener a Erzebeth y a todos sus colaboradores. Rápidamente y de forma ejemplar, hubo un juicio. Condenaron a muerte a sus tres fieles criados, y a ella, por su condición noble, la encerraron de por vida en sus aposentos. Nunca más nadie volvió a verla. Ahí deberías aparecer tú. Ése sería el momento adecuado para intervenir sin modificar el curso de los acontecimientos.

Anaíd sintió una gran tristeza.

Si destruyese el talismán antes de las muertes de las chicas, podría evitarlas.

Pero Cristine negó. No podemos modificar así el pasado. Eso es muy peligroso. Tienes que aparecer en el momento en que la condesa fue emparedada.

A Anaíd la palabreja le sonó a sándwich.

– ¿Emparedada?

– Tapaban las aberturas de puertas y ventanas levantando paredes. Cerraban su habitación con ladrillos y nunca más podían salir ni ver la luz. Se les dejaba una pequeñísima abertura por donde se introducía cada día un pedazo de pan seco y una jarra de agua. Pero no se permitía que sacasen sus excrementos. Los prisioneros emparedados acababan víctimas de las ratas, las enfermedades y la locura.

– ¡Qué horror! -exclamó Anaíd imaginando semejante tortura-. Vivir el resto de la vida así.

– Nadie aguantaba en esas condiciones más allá de un año. Cuando los emparedados dejaban de recoger su agua y su pan, se tapaba la única abertura con el ladrillo que faltaba. Ésa era su tumba. Y ahí se pierde el rastro de la condesa Erzebeth Bathory. Simplemente se esfumó de este mundo. Nunca encontraron su cuerpo. Tú y yo sabemos que viajó al mundo opaco y que guardó celosamente su talismán esperando tu llegada. Se trata de que la condesa viaje al mundo opaco sin su talismán. Sólo tú puedes destruirlo.

– ¿Por qué yo y no tú?

– No te conoce y podrás acercarte a ella.

– ¿Y cómo destruiré el talismán?

– Con este fuego -y le entregó una mecha-. ¿Serás capaz?

Anaíd suspiró.

– No tengo el cetro. ¿Con qué me defenderé?

– Puedes conjurar cualquier cuchillo, para que te sir va como arma. Y recuerda que eres muy poderosa.

Anaíd ya no buscó más excusas.

– Está bien. ¿Cuándo tendría que viajar?

– Lo antes posible.

Anaíd palideció.

– ¿Quieres decir ahora?

– En cuanto anochezca. ¿Te ves capaz?

Anaíd tragó saliva, pensó en Elena, en Roc, en la pobre Criselda y sobre todo en el cetro y sacó fuerzas de donde no las tenía.

– Explícame todo lo que tendré que hacer y sobre todo cómo regresaré hasta aquí.

Unas horas después Cristine acabó de colocar las piedras mágicas en el claro del bosque e inició su danza ritual. Vestía una túnica de una tela translúcida bordada en piedras de jade que tintineaban acordes a los movimientos cimbreantes de su cuerpo. Grandes brazaletes de plata adornaban sus brazos y sus tobillos y lucía una corona de beleño en sus sienes.

Con la mecha encantada prendió un fuego y la caldera hirvió con las hierbas escogidas para la ocasión. Un humo negro que desprendía un fuerte olor acre se extendió como una niebla espesa sobre el suelo perlado de gotas de rocío.

Anaíd la contempló con admiración. Era una sacerdotisa de la noche que conjuraba los espíritus para rogar el tránsito de una humana a través del tiempo y el espacio.

Anaíd fue despojándose lentamente de sus vestiduras, una a una. Se soltó el pelo y abrió sus brazos para que Cristine la purificase con el humo del caldero.

Luego, recogió de su mano la mecha que prendería el talismán y la piedra del tiempo que permitiría su tránsito.

Cristine danzaba a ritmo cada vez más intenso, más frenético, y Anaíd la seguía con la mirada esperando la señal que indicaría que su viaje era posible.

Y ese momento llegó junto con un grito inesperado y estridente:

– Espera, Anaíd, espérame. ¡Voy contigo!

Era la voz de Dácil, pero no podía atenderla. Dácil corría como una loca por el bosque desnudándose al tiempo que gritaba con desesperación, sin resignarse a abandonarla.

Anaíd saltó con fuerza dentro del círculo mágico de piedras y sintió un fuerte tirón en su mano derecha, la que asía la piedra verde que le indicaría el camino. La piedra del tiempo, compartida por la mano de Anaíd y Dácil, a punto estuvo de resbalar, pero la sujetaron entre ambas mientras un grito ronco brotaba de sus gargantas.

Estaban viajando en el tiempo.

CAPÍTULO XIII

No escucharás las voces del desierto

El cuscús estaba delicioso, sin duda el plato más sabroso que Selene hubiera probado nunca. Había sido cocinado ante sus propios ojos, en el suelo de arena oscura, con un hornillo de gas. Las mujeres en cuclillas, con Las manos teñidas de henna, le fueron mostrando, siempre con una sonrisa hospitalaria, los condimentos que utilizaban para su guiso. Eran sencillos: la sémola del cuscús, las verduras, pocas pero aromáticas y frescas, las especias intensas y el cordero que, acabado de matar, despedía un olor jugoso y salado.

Saborear un cuscús sentada en el suelo de una jaima, bebiendo té de menta, junto a una familia de la tribu de los Nombres azules del desierto, sobre una alfombra de lana tejida a mano y formando un corro con los otros comensales, alrededor de la única fuente humeante, tenía un encanto especial. Todos se inclinaban al mismo tiempo para compartir el alimento. Acercaban su mano derecha, tomaban un puñado de cuscús, modelaban una pequeña bola con ayuda del dedo pulgar y se la llevaban a la boca con pericia y exquisitez. Se requerían tantos modales en este simple ejercicio como para pelar una naranja con cuchillo y tenedor, pensó Selene riéndose de su torpeza al intentar amasar la pequeña bola. Los niños reían y la señalaban con descaro, y las mujeres, más comprensivas, le daban instrucciones con discreción, a hurtadillas de los hombres, que cubrían sus caras con sus turbantes azules; igual que se las dieron antes para ajustarse el pañuelo que cubría su cabeza y que, además de protegerla del sol, le aseguraba protegerse de la arena y de la ventisca del desierto, que a medida que se adentraba en el Sahara se hacía más presente a todas horas. Selene tenía los ojos irritados, lagrimeantes, la piel reseca y la lengua hinchada. Comenzaba a acusar la falta de agua y la baja humedad de la zona. Se deshidrataba, sentía las uñas quebradizas y el pelo frágil. No se acostumbraba a esas bofetadas súbitas de aire caliente cargado de arenisca que le quemaban la tráquea y le cortaban la respiración. Y aunque los colores fuesen intensos, los aromas abrumadores, el horizonte la dejase sin aliento, las cambiantes siluetas de las dunas compitiesen con las mejores esculturas de arte moderno y las noches fuesen pequeños espejismos de belleza, Selene no se habituaba al Sur.


Anochecía y los termómetros, que durante el día alcanzaban los cincuenta grados, comenzaban a descender. Pronto sería la hora de los escorpiones y las culebras que reptaban y cazaban en silencio y luego buscaban refugio entre sus ropas. Se esconderían en los pliegues de sus pantalones o se ampararían en la caña fresca de sus botas.

Selene cerró los ojos. A esa hora del crepúsculo, junto al oasis, se oía el croar de las ranas y el canto de los grillos. Las fragancias eran intensas y los aromas de las flores llegaban en oleadas con el viento, como el eco del galope de los pocos dromedarios meharis que todavía quedaban. Los montaban los hábiles jinetes tuaregs que aún transitaban por el Sahara. Se podía escuchar su paso sordo simplemente acercando el oído sobre la tierra caliente.

Selene así lo hizo, pero con la esperanza de oír el sonido del motor del Land Rover que la precedía en esa absurda carrera hacia el infierno. Habían cambiado sus vehículos, ella y Gunnar, y se habían adentrado en el Teneré donde el tórrido Siroco levantaba tormentas de arena y borraba cualquier huella. Hacía ya demasiados días que, si se lo proponía, escuchaba claramente el motor del coche de Gunnar. El desierto olía a Gunnar. Su olor persistente flo-taba sobre las jaimas que había visitado y en tres ocasiones recaló con la misma familia que lo había acogido.

El relato era parecido. Siempre se había comportado misteriosamente. Siempre había rechazado el techo de la jaima de armazones de acacia y pieles de camello y cabra, y había dormido en su coche. Siempre se había negado a compartir su comida con las familias y había comprado alimentos para comérselos solo en su coche; y siempre había osado pretender pagar el agua, costumbre que estaba penada con la muerte. Luego, desaparecía súbitamente, sin avisar ni despedirse ni intercambiar ningún regalo con sus anfitriones. Una suma de despropósitos que iba en su contra. Los orgullosos tuaregs guardaban muy mal recuerdo de su falta de educación y todos se prestaban a ayudar a Selene, solícitos, colmándola de consejos, comida, sonrisas y regalos, para que pudiese dar caza a semejante energúmeno.

Selene no necesitaba fingir. Simplemente mostraba su odio hacia Gunnar, narraba el secuestro de su hija y ya tenía asegurada la solidaridad de todas las tribus de los oasis y la hamada del apabullante desierto.

Aunque había algo que no encajaba en su persecución. ¿Acaso un Odish tan viajero, sabio e intuitivo desconocía los buenos modales de los hombres azules del desierto? Su actitud era abiertamente provocativa. No se preservaba, ni respetaba las leyes de los últimos nómadas africanos. ¿Tanto había cambiado Gunnar? Selene lo recordaba respetuoso con los sami y los inuit, amante de las tradiciones vikingas, incapaz de reírse de una superstición o desafiar un tabú. ¿Se había vuelto loco? Y si no, ¿cómo demonios se le había ocurrido llevar a una niña a un territorio tan inhóspito como el Teneré? ¿Acaso quería matarla de calor? ¿De sed? ¿De hambre? ¿Y si sufrieran alguna avería en el vehículo?

Hacía ya unos días que la preocupación de Selene iba en aumento. Sobre todo cuando descubrió que la pista de Gunnar regresaba fatalmente al mismo lugar del que había partido dos días antes. Había recorrido un círculo completo. ¿Tan desorientado estaba? ¿Tan perdido como para no reconocer el Norte y el Sur? Había algo preocupante en su comportamiento. Y además, no entendía cómo había conseguido que el aislamiento de Anaíd fuese completo. No había forma mágica de acercarse a ella. No podía establecer contacto de ningún tipo, ni telepático, ni adivinatorio.

A las puertas del desierto, tras atravesar el Atlas, leyó las formas de las dunas con la ayuda de una joven Omar del clan del escorpión. Ninguna de las dos pudo percibir ni rastro de la presencia de Anaíd. Gunnar, con sus poderes o sin ellos, había borrado de un plumazo la energía vital de la elegida.

Y esa noche, esa noche había sucedido algo muy extraño. Al acercar su oído sobre la arena, había podido escuchar con nitidez la voz de Gunnar hablando con Anaíd. Sin embargo, no había conseguido oír la respuesta de Anaíd por mucho que se esforzó. ¿Había sido borrada? ¿Cómo? Imposible adivinar los vericuetos de las habilidades de Gunnar que sin duda eran muchas.

– ¿Has visto alguna vez las constelaciones en el desierto? -le preguntó por sorpresa una voz masculina que hablaba en francés con un acento velado.

Selene salió de su ensimismamiento y dio un respingo.

El joven vestía su túnica azul índigo, cubría parte de su rostro con su turbante, tenía el rostro curtido con visos cobrizos, las manos grandes y los ojos negros como la noche.

Selene suspiró. Ella era amante de las estrellas. Inculcó ese amor a Anaíd y las noches despejadas era para ellas casi una costumbre salir al jardín, tenderse en el suelo, entrecerrar los ojos y cantar los nombres sugerentes de Alrai, Alderamin o Arcturus, aunque sus preferidas eran las constelaciones invernales, las estrellas brillantes y hermosas de Orión, la majestuosa estrella rojiza de Beltegeuse o la gran Bellatrix, blanco azulada. Anaíd, en cambio, prefería las jóvenes estrellas que adornaban el cinturón del gigante: Mintaka, Alnilam y Alnitak, azules y ligeras como ella.

Sin desearlo se le humedecieron los ojos de lágrimas al pensar en su pequeña. El hombre azul se las secó con el dorso de su mano y luego la ayudó a levantarse para acompañarla a contemplar el magnífico espectáculo.

Caminaron unos metros hasta alejarse de las jaimas. Treparon hasta lo alto de una duna y se estiraron en la cima. Cuando levantó los ojos al cielo Selene se quedó sin aliento. La hermosura de aquel cielo límpido, fabulosamente nítido, cuajado de estrellas, era tal que la melancolía, algo parecido a la fascinación por la belleza absoluta, se apoderó de su ánimo. Se le nubló la vista y se sintió lánguida y débil. La avidez que la distinguía siempre cuando buscaba tercamente la línea imaginaria que la llevaría de la Osa Menor a Casiopea se truncó. Las estrellas estaban ahí, bailando, luciendo sus mejores galas y no deseaban ser identificadas. Era el gran espectáculo de su fiesta y en esos casos sobraban las alfombras rojas y los fiases. El glamour del cielo la invitaba a unirse a él.

Por un instante la compañía del hombre azul del desierto la engañó. Creyó que estaba junto a sus seres amados, que Anaíd miraba ese mismo cielo cuajado de luz y que las dos se tomaban de la mano y, a través de su telepatía, se transmitían los nombres de las estrellas en voz queda. Hasta que su acompañante comenzó a hablar.

– El león es fiero y su rugido paraliza a sus víctimas. El león no se oculta, luce su melena y se tiende al sol para que brille. El león se pavonea y se jacta. El león consigue que todas las miradas recaigan sobre él.

Selene se quedó pensativa. ¿Qué quería decirle?

– La leona caza de noche, silenciosamente. Se cobra sus piezas con sigilo y oculta a sus crías de los depredadores. La leona es lista y fuerte, excepto cuando ve la melena rojiza del león.

Selene tomó aire. Se sentía demasiado desnuda e inerme para huir.

– En el desierto ya no hay leones -se defendió torpemente.

El hombre del desierto se acodó sobre la arena y la traspasó con sus ojos negros.

– Cuentan los más ancianos que el león perseguía a la leona con cachorros y daba caza a los pequeños para devorarlos. Luego, la leona cazaba para él y estaba cariñosa y disponible. Ya no recordaba el daño que le había hecho.

Selene se puso en guardia. ¿Intentaba avisarla de algo terrible?

– Las leonas son víctimas de su naturaleza. A veces la naturaleza es injusta.

El tuareg asintió.

– Antaño el león reinaba en estas latitudes, pero la arena y el viento pudieron con él.

Selene señaló en el cielo la constelación del león. Acababa de verla.

– Está ahí.

El hombre azul asintió.

– Ahora sólo lo vemos en el cielo. Creemos que reina, pero los que vienen del Sur explican que la hidra sinuosa está a su acecho. Tarde o temprano acabará con el león.

Selene había oído hablar de la Hidra y sus satélites, el cuervo, la capa Antlia y Vela, pero no se distrajo de la información que pretendía pasarle el apuesto nómada.

– ¿Así pues el león es peligroso o no?

El hombre la miró fijamente.

– La leona miente. El león no se llevó a su cachorro… o lo devoró.

Selene se incorporó de un salto. ¿Qué estaba diciendo ese hombre?

– Lleva a mi hija con él, la esconde en su coche.

– No es cierto.

Selene se angustió.

– No, no la ha devorado, no podría.

El hombre azul sonrió enigmáticamente.

– Entonces, simplemente no está.

Y de los recovecos de los pliegues de su túnica sacó un objeto y se lo entregó a Selene. Era un radiocasete. Selene se quedó extrañamente sorprendida. Y más aún cuando el hombre apretó el botón y en el silencio de la noche resonó la voz de Anaíd. Era ella. Era su voz, la conversación que creía haber interrumpido en más de una ocasión, era su hija, su pequeña. Estaba ahí dentro prisionera de una cinta.

– Ésta es tu hija. No había nada más.

Selene lo comprendió de golpe.

– ¿Entraste en su coche?

El hombre asintió.

– Recibí un mensaje de mi prima Shahida. Me advirtió de su llegada y de la tuya. Me rogó que rescatara a la niña.

Selene sintió que se ahogaba de emoción. No estaba sola. Se llevó la mano al pecho. Las Omar la ayudaban, las Omar le habían tendido una mano, pero había sido en vano…

– ¿Estás seguro?

No hizo falta ratificarlo. Sus ojos certeros de halcón que podían distinguir la polvareda de una caravana a más de mil kilómetros se posaron en su rostro. Estaba compungido, pero decía la verdad.

Selene se sintió estúpida. Tan estúpida como cuando descubrió que la habían abandonado en el hotel. Tan estúpida como cuando descubrió que Gunnar no era su amante sino su enemigo. Era una pobre estúpida.

Y rompió a llorar con desespero. No por la suerte de Anaíd sino por su triste destino de mujer engañada. El hombre la rodeó con sus brazos y Selene refugió su cara en su túnica azul índigo y la empapó con sus lágrimas.


Empezó a hacer cábalas. Gunnar se había comportado como un verdadero maleducado para que todos se acordasen de él. El odio suscita recuerdos, nadie olvida a aquel que ofende o insulta. Gunnar había actuado con premeditación. La esperó en cada cruce dejando pistas tan obvias que cualquiera se hubiera dado cuenta de que estaban amañadas. Como aquella vez que ella se equivocó de carretera y se dirigió hacia la costa. Un hombre, un pobre hombre a quien recogió en su coche le explicó la historia de un extranjero rubio, alto y de ojos inquietantes que había atropellado a sus gallinas y se había dado a la fuga. Se dirigía al Sur, hacia el Atlas, no hacia Agadir y el Atlántico como ella había supuesto. Y esa machacona insistencia en recoger comida y agua en todas las cantinas, en comprar ropa de mujer en los bazares, en ocultar siempre el asiento trasero a las miradas extrañas, con insistencia, aunque con cautela, para que su obsesión no pasase inadvertida, pero al mismo tiempo no fuera sospechosa.

Eso significaba que Gunnar quería que lo siguiese. Gunnar era su cebo y ella había picado el anzuelo y se estaba alejando más y más de su hija. Claro. La llevaba al Sur. Por tanto Anaíd había ido al Norte. Se estremeció. ¿Estaría tal vez en los dominios de la dama blanca?

Tenía que ponerse en contacto con Elena. Había querido solucionar el incidente con sus propios medios, pero había perdido demasiados días siguiendo una pista falsa.

Selene levantó los ojos al cielo estrellado y topó con la mirada del hombre del desierto. Era enigmático como el horizonte de dunas cambiantes y luminoso como las estrellas que poblaban la noche. Y también era muy apuesto.

– Ven conmigo.

Selene dudó. Si eso pudiera servir para herir a Gunnar…

¿Él lo sabrá?

Pero el jinete del desierto negó con firmeza.

– Esta noche olvídale -y le ofreció la mano dispuesto a llevarla a su jaima.

Pero Selene no aceptó su invitación.

– Quiero venganza -le dijo por toda respuesta.

Él la detuvo y la obligó a mirarlo.

– No sabes lo que quieres.

Selene se desasió y corrió hacia su coche.

CAPÍTULO XIV

No beberás de la copa

Anaíd abrió los ojos con dificultad, los párpados le pesaban como losas y la cabeza estaba a punto de estallarle. ¿Había viajado en el tiempo? ¿Y la piedra verde? ¿Y Dácil? En esa caída espeluznante había perdido la piedra que llevaba fuertemente sujeta en su mano derecha y que le aseguraría el retorno a su tiempo. Afortunadamente, aún conservaba en su otra mano la mecha y la yesca que prenderían el talismán mágico de la condesa.

¿Pero dónde estaba? Eso no era la celda oscura donde se suponía que estaba encerrada la condesa. ¿O sí? Había aterrizado en un lugar gélido. Debajo de ella una sábana blanca cubría un duro colchón y en el techo tintineaban unas lucecillas tenues. El viento sopló y una gota fría y espesa se posó en su nariz. Era un copo de nieve que caía de un árbol. Entonces, ¿ese supuesto techo negruzco y amenazador era el cielo? Se fijó mejor y entendió que estaba a la intemperie, bajo un cielo oscuro cuajado de débiles estrellas.

Se estremeció de miedo. No estaba previsto que apareciese en mitad de la montaña. ¿Cómo encontraría el castillo de la condesa Erzebcth Bathory? ¿Cómo conseguirla llegar hasta sus aposentos? Los Cárpatos eran lúgubres, o quizá se lo parecían porque estaba en el siglo XVII, cuando aún no existía la luz eléctrica y no había carreteras asfaltadas, ni farolas ni rótulos luminosos. Las noches de cuatrocientos años atrás eran sencillamente oscuras. Oyó un aullido lejano y se acordó de que en esas montañas pobladas de bosques espesos vivían osos, linces, lobos, zorros y martas. Tierra de vampiros y brujas Omar conocidas como Vilas o hadas benéficas. Y a pesar del encanto misterioso que envolvía a ese lugar cercano a Transilvania, transitado por los alegres cíngaros e invadido cíclicamente por los exóticos y refinados turcos, no era un territorio de su agrado. Nunca le gustaron las historias de Deméter sobre las brujas de los Cárpatos. Le daban frío. Como en ese momento y a pesar de hallarse sobre una sábana blanca. Pronto tuvo sus dudas. ¿Era en realidad una sábana? No. En absoluto. Dejó resbalar su mano sobre el duro colchón helado donde había caído y se dio cuenta de que se trataba de una ligera capa de nieve. Y no sólo eso. Estaba desnuda y aterida en medio de un camino. Lo descubrió al oír el sonido de los cascos de los caballos y las ruedas de madera del carruaje que se iban acercando. A ambos lados, las cunetas estaban flanqueadas por frondosos arces que proyectaban sus sombras espectrales. La oscuridad la envolvía, no la verían y moriría aplastada. Quiso levantarse para salvar la vida, pero estaba agotada tras el largo y extraño viaje a través del tiempo.

¿Y Dácil?, se preguntó. ¿Había sobrevivido? ¿Dónde estaba? Lo último que recordaba era que se aferró desesperadamente a su piedra. Luego, ambas cayeron en un torbellino y ahora ni Dácil ni la piedra estaban con ella.

Cristine había calculado mal su llegada. ¿Qué día era? Se suponía que tenía que aparecer el 29 de diciembre del año 1610. ¿Se había equivocado en su cálculo?

Pudo por fin levantar levemente la cabeza y allí, en lo alto, divisó el pequeño castillo, un verdadero nido de águilas enclavado entre las rocas. Inexpugnable, solitario, batido por el viento y la nieve. Ése debía de ser el castillo de Csejthe, que rezumaba sangre de muchachas. Si era cierto, en sus laberínticos subterráneos se escondían las máquinas de tortura y las celdas donde la condesa sangrienta ocultaba a sus víctimas. Y de nuevo oyó con estupor el sonido de las ruedas del carruaje cada vez más próximas. Anaíd apretó los dientes e hizo un esfuerzo sobrehumano para arrastrarse hacia un lado y salir del medio, pero le fue imposible.


Erzebeth Bathory estaba furiosa y cuando la condesa estaba de mal humor todos sus sirvientes temblaban. Nunca sabían a quién haría pagar su ofuscación. Antes sucedía de vez en cuando, pero durante los últimos años la sangre la había enloquecido. Algunos decían que era culpa del carácter lunático de los Bathory, y justificaban sus ataques cada vez más violentos. Pero los que la conocían mejor achacaban su locura a la bruja del bosque. Explicaban que la condesa cabalgaba salvajemente en su caballo en las lunas crecientes a reunirse con una anciana que le proporcionaba toda suerte de brebajes y hierbas.

Fuera cual fuera el motivo la condesa estaba furiosa en su carruaje y sostenía en su mano un grueso alfiler buscando entre las caras asustadas y los cuerpos encogidos de las chicas que tenía delante un pedazo de carne blanca donde hundirlo. Y es que las muchachas que viajaban con ella y que le había proporcionado su fiel criada Jo Ilona no eran de su agrado. Demasiado zafias, demasiado robustas y demasiado ignorantes.

– No son hijas de Zemans, no tienen sangre azul, me engañáis -se quejó la condesa inspeccionando sus manos ajadas y sus caras curtidas de campesinas.

– Os lo juro, señora -se esforzó la malvada Jo Ilona-, las encontramos en Novo-Miesto, durante el Priadky -dijo refiriéndose a la fiesta en la que las hijas de los gentilhombres demostraban su pericia bordando y narrando bellas historias.

Erzebeth Bathory se indignó y señaló a una de ellas con su aguja.

– ¿El Priadky? Tú no sabes hilar ni contar un cuento. Sólo entiendes de dar de comer a las vacas y arrancar remolachas.

La muchacha se encogió asustada y no osó mirarla para replicarle.

Erzebeth Bathory abrió las pieles de marta que la cubrían y expuso a la vista de las jóvenes su cuello esbelto y blanco adornado con hermosas perlas italianas y el óvalo perfecto de su cara enmarcado por sus largos y oscuros cabellos. Levantó su cabeza con orgullo.

– Fijaos en mi cutis blanco, en mi cabello sedoso, en mis manos inmaculadas, y mirad ahora a estos despojos humanos. Tienen quince años y ya están estropeadas. Miradme a mí, miradme, he dicho.

Jo Ilona pellizcó a las muchachas para que levantaran la vista, tal como lo ordenaba la condesa.

Una de ellas, la más lista, lanzó una exclamación de asombro fingido:

– ¡Oh, señora, sois tan bella que me deslumbráis!

Erzebeth se tranquilizó a pesar de que el traqueteo de los carruajes la irritaba desde siempre. Apenas salía de su castillo y ya no aceptaba invitaciones a Viena ni a las bodas más ilustres de la nobleza húngara. ¿Para qué? Se había labrado a pulso su fama de excéntrica y ahora sólo le apetecía permanecer en su reino de horror. Nunca, en sus muchas identidades, había encontrado una más a su medida, más idónea y permisiva que la que encarnaba a la todopoderosa condesa, lo suficientemente bien emparentada con el rey, lo suficientemente tirana con sus aldeas, lo suficientemente alejada de la corte y las ciudades, lo suficientemente temeraria y temida. Había conseguido a fuerza de años alzar una barrera infranqueable que la preservaba. Todos la respetaban y la temían, muchos la odiaban y unos pocos se atrevían a señalarla con el dedo, aunque por poco tiempo, puesto que sus esbirros los detenían y los llevaban a su presencia. Luego desaparecían.

Sin embargo, lo que no podía controlar eran los rumores y en los últimos tiempos su fama de bruja había crecido demasiado y amenazaba con desbordarla. Era más que obvio que su edad no se correspondía con su aspecto. Tenía la piel tersa y juvenil, el cutis translúcido y en sus cabellos oscuros no destacaba una sola cana. No ocultaba su agilidad al saltar sobre su caballo a horcajadas y galopar salvajemente, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, en las cacerías. Su vitalidad le permitía pasar semanas despierta y noches enteras bailando sin descanso. Agotaba a sus sirvientes y se rumoreaba que los más ancianos ya la conocieron siendo como era, una viuda joven bien emparentada. Decían que cuando enviudó, muchísimos años antes, tenía el mismo aspecto juvenil. Pero todo eran rumores.

Lo cierto es que en la comarca su nombre no se pronunciaba. Era de mal agüero. Se la conocía como «la alimaña» y los padres encerraban a sus hijas en los establos tan pronto corría la voz de que se acercaban los haidukos de la condesa escoltando a sus rastreadoras de jóvenes. Nadie quería ya darle a sus hijas para que sirvieran en el castillo. Antes hubiera sido un honor, pero con el tiempo el honor se convirtió en pesadilla. La glotonería de la condesa, ávida de sangre joven, no tenía límites. Casi no había hijas para casar y faltaban niños en las calles. Los pueblos habían quedado huérfanos de jóvenes. Las madres lloraban y los muchachos tenían que emigrar a otras comarcas para encontrar una esposa con la que poder casarse. Sabían, con la certeza de los pobres, que sus hijas estaban muertas y que habían muerto a manos de la condesa. Nadie creía una palabra sobre extrañas enfermedades, plagas misteriosas o huidas nocturnas. Sabían que la cripta del castillo de Csejthe, el lugar donde reposaban los huesos de los señores de Nádasdy, estaba llena a rebosar de pequeños ataúdes putrefactos. Sabían que la tierra de los jardines estaba removida y repleta de tumbas y que los mastines del castillo aparecían a veces en las cocinas con macabros huesos entre sus fauces. Habían desaparecido demasiadas muchachas para dar pábulo a tantas patrañas. Todos sabían la verdad. La condesa degollaba a las jóvenes y se bañaba en su sangre, de ahí su aspecto juvenil, de ahí su inmortalidad.

Cuando el cochero se detuvo, Erzebeth Bathory, que ya se había tranquilizado, volvió a impacientarse. Sacó la cabeza por el ventanuco y gritó:

– ¡Continúa! ¿Por qué te detienes?

– Señora, hay dos muchachas muertas en el camino.

La condesa no se inmutó. No recordaba haber ordenado la muerte de ninguna chica en las afueras de su castillo, pero no era nada extraño. Algunas escalaban los muros y, aunque conseguían huir, acababan perdidas en los bosques, víctimas de los zorros, el hambre o el frío. Estaban a finales de año, en lo más crudo del invierno. Nadie podía sobrevivir una noche sin techo ni lumbre.

– Pasad por encima de ellas. Aseguraos de que están bien muertas. La nieve hará el resto y mañana por la mañana vendréis a cavar sus tumbas.

Sin embargo, fuese por la vacilación del cochero o por su curiosidad malsana, asomó la cabeza para cerciorarse de que no mentía y su asombro fue providencial. El mismo que el del pobre cochero.

– Señora, creo que están vivas. Respiran y una de ellas ha movido una mano.

Pero Erzebeth Bathory había observado otra cosa bien diferente.

– Ésta sí que es una bella hija de Zemans. Ésta sí que es hermosa. Fíjate, Jo Ilona, fíjate qué esbelta, qué blanca, qué manos tan delicadas y qué cabello tan hermoso y cuidado.

Jo Ilona la contempló temblorosa. No tenía ningunas ganas de pagar los platos rotos. Asumía que había intentado dar gato por liebre a su señora, pero la culpa no era suya. Ya nadie le confiaba muchachas y cada vez tenía que ir a buscarlas a lugares más alejados. Las noticias corrían raudas y las malas siempre se adelantaban. Cuando llamaba a las puertas de las chozas, ni siquiera le abrían. Los campesinos le contestaban con miedo, quedamente, encogidos pero resistiendo. «No tenemos hijas, vete», le decían. Como ella no podía regresar con las manos vacías, acababa por comprar a pobres huérfanas o chicas inútiles que constituían un engorro para sus padres, y debía a su vez engañar a la condesa haciéndolas pasar por hijas de nobles señores. Su última obsesión, el último afán de la condesa, era mejorar la calidad de la sangre derramada, como si de ese nimio detalle dependiese su vida futura.

– Súbela al carruaje -ordenó la condesa con autoridad.

– ¿A las dos, mi señora?

La condesa se horrorizó.

– Esa esmirriada de ahí -dijo señalando a Dácil, que estaba semioculta en la cuneta- es un puro esqueleto. Quiero a la más alta, a la más bonita y sus ojos se posaron en Anaíd.

Los haidukos que viajaban en el pescante caminaron unos pasos, se agacharon sobre la nieve y recogieron el cuerpo blanco de Anaíd. Lo envolvieron en un capote y lo introdujeron en el interior del carruaje. La condesa hizo levantar a las mozas con dos palmadas autoritarias para que cediesen el asiento granate de terciopelo ajado a la joven desconocida. Luego, dio la orden de partir de nuevo.

No se fijó en que uno de los haidukos, compadecido, había envuelto a la otra muchacha en su capote y la había subido al pescante con él. Abrigó un poco más a la niña y le pasó un trago de vino que llevaba escondido en un pellejo bajo la casaca. En agradecimiento a su buen corazón recibió una débil sonrisa que nunca olvidaría. Algo así como el aleteo exquisito de una mariposa volando sobre el rostro de la chica.

– ¡Reanimadla! -ordenó la condesa señalando a Anaíd.

Se había encaprichado de esa última adquisición milagrosa que había aparecido en mitad de su camino envuelta en un halo de misterio. Y había llegado en el mejor momento, cuando ya no creía que quedasen muchachas nobles para bañarse en su sangre azul.

Jo Ilona se esforzó en masajear el cuerpo azulado de Anaíd.

– ¿Y vosotras? ¿Qué hacéis mirando? Ayudadme.

Pronto el cuerpo de Anaíd estuvo cubierto de manos solícitas, rugosas y llenas de callos, que la pellizcaron, la golpearon y la acariciaron. Eran manos asustadas pero eficaces que le hicieron recordar que tenía un cuerpo.

– Esta noche la quiero vestida y peinada para que comparta su cena conmigo. Ella y otra, la que tú decidas ordenó la condesa a su sirvienta chasqueando los dedos poco antes de bajar del carruaje en el tétrico patio de armas del castillo.

Jo Ilona protestó entre dientes. Siempre le tocaban a ella las tareas más difíciles. Dorkó, en cambio, tan alta y tan fuerte, eludía el encargo milagroso de convertir campesinas en damas. La condesa la reservaba para las tareas más macabras.

– Venga, pasad -gritó de mal humor Jo Ilona a las chicas, golpeándolas con un atizador.

Esa nueva entrometida había adelantado el capricho de la condesa. Esa invitación, esa cena, ese encargo significarían a buen seguro una noche en blanco y trabajo extra. Estaba realmente enfadada.


Anaíd caminaba alicaída por el castillo junto a las pobres campesinas descalzas, conducidas por los insultos de Jo Ilona, y se entristecía ante tamaña desolación. ¿Qué hacía ella prisionera de la condesa? ¿Qué día era? Cristine le prometió hacerla aparecer el día 29 de diciembre, una vez Erzebeth estuviera detenida y recluida en sus habitaciones. En ese momento ya no habría más víctimas y Anaíd simplemente debía robar su talismán y quemarlo. Algo había ocurrido que había modificado ese dato. Tendría que averiguar el día y esperar hasta el 29, sin modificar el curso de los acontecimientos. Cristine se lo había recalcado repetidamente: no podría cambiar el pasado.

De una cosa estaba segura: había viajado atrás en el tiempo hasta el siglo XVII. Y si eso era el siglo XVII, bienvenido el XXI, pensaba mientras su vista se perdía en los inmensos, fríos y oscuros corredores y veía los rostros demacrados y las ropas sucias y malolientes de los criados. Estaban infestados de piojos, tenían el rostro marcado por la viruela y se cubrían de harapos. Pero las miraban con lástima porque, a pesar de su pobreza, ellos conservarían la vida. Todos en el castillo conocían su suerte y la de las demás chicas. Algunos incluso se permitían una palabra de aliento mientras eran conducidas a las mazmorras del lugar.

¿Y Dácil? No podía quitársela de la cabeza. Ni siquiera había podido verla; en cambio, había oído cómo la condesa ordenaba que la abandonasen entre la nieve. Había sobrevivido al viaje en el tiempo, peto había caído victima de la condesa sin que ella pudiese hacer nada para ayudarla: durante todo el trayecto dentro del pequeño carruaje le había sido imposible usar la magia. Ahora que se sentía libre de la mirada de Erzebeth, se percataba del inmenso poder que poseía aquella Odish. En el carruaje había sido prisionera de sus ojos, de sus manos y su tremendo afán de posesión. Anaíd evitó hacer el más mínimo movimiento ni emitir una sola palabra para que no sospechase su verdadera naturaleza mientras, por el rabillo del ojo, observaba cómo las manos de la condesa jugaban indolentemente con un medallón rojo que llevaba prendido en su cuello.

Por un momento había sentido deseos de arrancárselo y quemarlo ante sus ojos. Claro que hubiera sido un suicidio. Estaba segura de que era el talismán, la causa de tantas y tantas desgracias. Pero no podía adelantarse a su momento.

Había visto el miedo impreso en la cara de aquellas pobres chicas y la imagen del terror era infinitamente más espeluznante de lo que le había narrado la dama de hielo. ¿Cómo había podido abandonar a una chica desnuda a diez grados bajo cero en medio de la noche y sobre la nieve? «Dácil, Dácil», se repetía sin parar. Tenía que regresar y salvarla. Cada minuto que pasase, cada hora, podía ser su condena. ¿Cómo huiría?

Y entonces la vio. Fue al cruzar cerca de las dependencias de la cocina de donde salía un olorcillo de guiso caliente. Dácil caminaba con dificultad apoyada en el hombro de un joven. La reconoció por su sonrisa, aunque escondida bajo el capote parecía un chiquillo travieso. Fue un instante y, gracias a la llamada telepática que Anaíd le lanzó, Dácil giró su cabecita y sus ojos estallaron de alegría. Disimuladamente le mostró la piedra verde en su mano.

Anaíd respiró aliviada, no habían perdido la conexión con su tiempo. Podrían regresar.

Sin embargo, al llegar a los calabozos se le cayó el alma a los pies. Una docena de muchachas harapientas y hambrientas las recibió con llantos y gritos pidiendo pan a la insensible Jo Ilona. Anaíd no daba crédito, las chicas estaban prácticamente desfallecidas y tal era su desesperación que se tragaban sus propios piojos y hacían frente a las ratas para atraparlas y comérselas vivas. Jo Ilona la empujó dentro de una celda con muy malos modales y se encaró con las chicas.

– Las lloronas serán las primeras en morir. ¿Me oís?

La oían, pero les daba exactamente igual. Y Jo Ilona las dejó de nuevo sumidas en la oscuridad y la tragedia.

Si iban a morir, ¿por qué además pasar hambre?, debían de preguntarse. O quizá ya no se preguntaban nada. El hambre y la sed eran lo suficientemente atroces como para anular cualquier pensamiento racional.

Anaíd sí que pensaba y decidió aliviar el sufrimiento de aquellas chicas. No le costó demasiado, había aprendido mucho con Cristine. Ocultó la mano bajo su capote y, musitando un conjuro, sacó de dentro un buen pedazo de morcilla y pan blanco. Ninguna se preguntó cómo ni dónde había conseguido la comida. Simplemente se abalanzaron sobre ella. Tampoco se asombraron de que de la capa de Anaíd fuesen saliendo jarros de agua, legumbres, frutas frescas y patatas cocidas, todo lo que se le ocurría a Anaíd que debía de ser familiar a aquellas gentes. Al cabo de un rato, ahítas y satisfechas, se echaron sobre la paja maloliente y por primera vez sonrieron. Se sonrieron entre ellas y sonrieron a Anaíd. El hambre enloquece, dedujo Anaíd. Las chicas habían pasado de ser animalillos a comportarse como personas.

– Ha sido una suerte que trajeses comida -dijo una muchacha que, a pesar de su juventud, tenía los dientes ennegrecidos.

– Así moriremos felices -afirmó otra con una resignación que horrorizó a Anaíd.

Pero ésa era una interpretación muy subjetiva; las demás chicas no estaban de acuerdo.

– De muerte dulce, nada. La condesa nos pinchará con sus agujas para hacernos sangrar.

– Y se bañará con nuestra sangre.

– Y nos cortará a pedacitos.

– Antes nos despellejará vivas.

– O nos azotará con su látigo.

– Yo no podré soportar el dolor. No podré.

– Mi madre nos salvará, no os preocupéis. ¡Mi madre nos salvará! -exclamó otra insistentemente.

– ¿Y dónde está? Yo no la veo.

– Está muy cerca, la he llamado y la siento. Nos salvará.

– ¿Quieres callarte ya? Lo has dicho desde que llegaste, pero tu madre no puede salvarnos.

– ¿Por qué no? Ella conoce sortilegios y me advirtió sobre la magia de la condesa. Por desgracia no le hice caso.

Anaíd reconoció en esa chica de pelo pajizo y ojos claros a una jovencísima Omar sin iniciar. Posiblemente la madre conocía el destino de su niña, pero no pudo hacer nada para aliviarlo. Sin embargo, ella sí.

– Escuchadme bien. Yo sí os sacaré de aquí – pronunció Anaíd poco a poco, recordando las lecciones de húngaro que aprendió con su profesora Carmela.

Afortunadamente, su don para las lenguas le permitía comprender aquellas conversaciones.

Las chicas callaron y se quedaron mirándola con una mezcla de desconfianza y una brizna de ilusión.

– Es imposible. Nadie ha salido de aquí con vida -sentenció una muchacha-. Mis tres hermanas también murieron.

Anaíd no estaba dispuesta a que cundiera el desánimo.

– ¿En qué año estamos?

Todas callaron y Anaíd se quedó horrorizada.

– ¿No sabéis el año? ¿Estamos en el siglo XVII, supongo?

La joven Omar le echó un cable.

– En 1610 -pronunció muy bajito-. Diciembre de 1610, tras el solsticio.

– ¿Cuándo fue?

– Fue hace siete días -contestó rápidamente la joven Omar con un brillo de inteligencia en sus ojillos azules.

Anaíd respiró agitada.

– ¿Estás segura?

– Segurísima, hoy es el día de los Santos Inocentes, el día que el malvado rey Herodes degolló a los varones recién nacidos de Belén de Judea para que ninguno pudiese reinar y le arrebatase el trono.

– Es 28 de diciembre… -y Anaíd se frotó la mano nerviosa.

Así pues todavía faltaban un día y una noche para que la condesa dejase de matar. El 29 de diciembre, con la llegada de Turzhó, acabarían de una vez por todas los desmanes de la condesa. Pero…, ¿y antes? ¿Se cobraría sus últimas víctimas? ¿Sería como la agonía del dragón y en sus últimos coletazos se llevaría por delante a todas aquellas chiquillas inocentes? ¿Y ella misma, que era la elegida, también moriría? ¿Cómo podía morir si todavía faltaban casi cuatrocientos años para su nacimiento?

Dejó de pensar en los misterios del tiempo y repasó las informaciones que le había dado su abuela. No podía consultar con Cristine, ni podía leer los anales del juicio puesto que todavía no había sucedido. Se desesperó. Sus datos sobre la historia de Erzebeth Bathory comenzaban el día 29. ¿Qué sucedió el día 28? ¿Qué sucedería aquella noche?

Intentó convencerse de que no pasaría nada, de que la Odish evitaría el enfrentamiento con las autoridades húngaras, desaparecería y esas chicas que estaban ahí sobrevivirían. Se trataba de que la ayudasen, de que fuesen sus aliadas y no un rebaño de ovejas camino del matadero. Ojalá las informaciones de la dama blanca no fuesen equivocadas.

– Leí en una carta que Turzhó, el primo palatino de la rama de los Bathory, está a punto de llegar al castillo. Ha habido denuncias en la corte sobre la condesa -dejó caer procurando no darle importancia.

– ¿Sabes leer? -se asombró una joven que aún podía decirse rolliza.

– Claro -respondió Anaíd asombrada-. ¿Tú no?

Exceptuando a la joven Omar, el resto negó con la cabeza. Alguna hasta se sintió ofendida.

– ¿Por quién nos tomas? No somos cortesanas.

– Yo sólo soy una estudiante -se justificó Anaíd, lo que propició que se encendiese la curiosidad en torno a su persona.

– Las mujeres no estudian -objetó una muchachita pecosa.

– Eso. ¿Quién eres tú? -le espetó una alta y desgarbada.

– Una amiga-afirmó Anaíd.

– ¿Nuestra o de la condesa?

Anaíd puso los brazos en jarras como hacía su amiga siciliana Clodia.

– ¿Qué os parece?

Y sin asomo de duda, la joven Omar dijo algo extraño:

– Eres como ella.

Se armó un revuelo. Todas las chicas hablaban a la vez y parloteaban tocando a Anaíd, mirando su cuerpo, su cabello. De pronto se habían dado cuenta de su diferencia.

– Eres noble y muy hermosa.

– Eres culta.

– ¿Vienes de tierras lejanas?

– Nos has colmado de regalos, eres rica.

– Y tus ojos son extraños -insistió la joven Omar penetrando en su pupila-. Miras raro, muy raro, y tu olor…

Las demás no notaron nada. Y con razón, puesto que lo que sí que notaba Anaíd era el hedor del encierro.

Necesitaba una aliada para su plan. Se dirigió a la joven Omar.

– ¿Cómo te llamas?

– Dorizca -respondió.

Anaíd aventuró con desparpajo.

– ¿Dorizca? Creo que somos parientes. ¿Eres quizá hija de Clara?

– No. Soy hija de Orsolya.

– Ah, ya caigo. Orsolya. Tengo un mensaje para ti de mi madre.

Anaíd la cogió de la mano y se la llevó a un rincón. Nadie se extrañó. Era habitual que las parientes lejanas charlasen entre ellas. De esa forma se transmitían mensajes y se enteraban de las novedades; así era cómo se sabían las muertes, los nacimientos y las bodas.

– Anaíd Tsinoulis, hija de Selene, nieta de Deméter, del clan de la loba, de la tribu escita -susurró Anaíd presentándose con el protocolo de las Omar-. Vengo de muy lejos, de los Pirineos.

Dorizca se quedó sin aliento.

– Dorizca Lèkà, hija de Orsolya, nieta de Majorova, del clan de la marta, de la tribu dacia -recitó a su vez maravillada por haber encontrado a una compañera poderosa.

Anaíd suspiró.

– ¿Sabes quién es la condesa así pues?

– Una Odish -musitó Dorizca-. Si descubre que soy una Omar acabará conmigo la primera. Las Omar la fortalecen más que las humanas.

– ¿Y cómo te has protegido hasta ahora?

– Mi cinturón y el conjuro que formuló mi madre me protegen de su mirada, pero no me salvaron de Ficzkó -ante la extrañeza de Anaíd, se apresuró a concretar-: Ficzkó, el enano contrahecho al servicio de la condesa. A veces emprende cacerías de chicas para complacer a su ama. A mí me atrapó en el bosque con sus haidukos mientras buscaba bayas.

– Muy bien, Dorizca, serás mi aliada.

Un brillo leve de esperanza saltó como una chispa en los ojos de la niña.

– ¿Tú crees que podremos vencerla?

Anaíd se vio obligada a darle ánimos.

– Tenemos que destruir su talismán. Es el que le da la fuerza y el poder. Es el que la hará invencible para siempre.

– ¿Su talismán?

– Lo ha alimentado con cabello y sangre de sus víctimas. La protegerá durante los próximos cuatrocientos años hasta la llegada de la elegida. Y cuando añada la sangre y el cabello de la elegida, será invencible, gobernará a las Odish y se hará dueña del cetro de poder.

Dorizca la miró con extrañeza.

– Sabes muchas cosas, cosas muy raras.

– Necesito que me ayudes a arrancárselo. Lo quemaré con esta mecha. Sólo el fuego que surja de esta mecha será capaz de destruir el conjuro de su talismán.

– ¿Y qué debo hacer?

– Librarte de tu escudo. Conseguir que se fije en ti y acompañarme esta noche a sus habitaciones. Luego, cuando estemos las dos ahí, la distraeremos y quemaremos su talismán.

Dorizca palideció.

– ¿Sabes lo que significa eso?

– Claro.

Dorizca negó con la cabeza.

– Las chicas que lleva a sus habitaciones mueren entre horribles tormentos. Las oímos gritar desde aquí. Algunas no pueden soportarlo y acaban con su vida en el calabozo. Se cuelgan de sus cinturones.

– No nos pasará nada, ya verás.

Dorizca no estaba tan segura.

– Nadie sobrevive. Mi única salvación es permanecer invisible y comunicarme con mi madre para que me saque de aquí.

– ¿La has llamado?

– Continuamente.

– ¿Y ella?

– Me ha respondido. Está cerca, velando por mí. Lo sé.

Anaíd sintió que se quitaba un peso de encima.

– ¿Es poderosa?

– Mucho, pero yo no, aún no he sido iniciada.

Anaíd la consoló.

– Ya verás como saldremos vivas. Tienes que ponerte bonita, para que se fijen en ti. Anda, déjame que haga un poco de magia.

Y musitando una letanía, pasó la palma de sus manos sobre el cuerpo y el cabello de la joven Dorizca y la llenó de luz. Retornó el color a sus mejillas, el brillo a su cabello rubio y sus manos rudas se tornaron blancas y suaves.

Cuando Jo Ilona apareció esa noche para escoger, junto a Anaíd, a la candidata a ser sacrificada para su ama no lo dudó ni un instante. Esa niña rubia y blanca de mejillas saludables era perfecta. ¿Cómo podía haberle pasado inadvertida antes?


Anaíd y Dorizca, vestidas de blanco y con zapatos bordados en plata, peinadas con tirabuzones y maquilla das con polvos de arroz, fueron introducidas a empujones en los aposentos de la condesa. El dormitorio era amplio, con chimenea, presidido por una gran cama con un baldaquino con cortinas cerradas. En la antesala tapices de terciopelo y damascos con dibujos rojos a la moda italiana cubrían las frías paredes, y pieles de oso se esparcían por el suelo. A pesar de los candelabros encendidos y la chimenea humeante, un frío glacial reinaba en las estancias y la luz apenas amortiguaba la oscuridad tenebrosa que lamía sus altísimos techos. Sobre una mesilla, una bandeja de frutas confitadas dulces, tan preciadas en aquellos lugares inhóspitos.

Admirada, la joven Dorizca se acercó a la fuente y olisqueó una pera. Era una pera de verdad cubierta de azúcar, dura, apetecible, quizá traída de otras latitudes, madurada al calor de otros soles. Sin darse tiempo a reflexionar se la llevó a la boca y la mordisqueó. Y en ese momento la condesa empujó la puerta y lanzó un grito terrible:

– ¿Qué haces?

La pobre Dorizca dejó caer la fruta al suelo, paralizada de horror.

– ¡Eres una ladrona! -bramó la condesa sin dejar de mirarla fijamente.

Jo Ilona la acompañaba unos pasos más atrás. Esperaba ansiosa su opinión sobre su obra de arte; al fin y al cabo había transformado dos rudas campesinas en dos deliradas damitas y había conseguido un resultado magnífico. Y ahora, una de esas estúpidas estropeaba las felicitaciones que confiaba obtener de boca de Erzebeth Bathory por culpa de su gula. Pensaba que la obsequiaría con dinero o tal vez le regalase uno de esos vestidos de seda carmesí bordados en perlas que tanto la fascinaban. Pero la condesa, fuera de sí antes de tiempo, gritaba y echaba espumarajos de saliva zarandeando a la estúpida campesina.

– ¡Eres una desagradecida, una ratera miserable!

Jo Ilona no intervino. Sabía que cualquier comentario o gesto irritaría terriblemente a la condesa. En esos casos era mucho mejor dejar que la ira fluyese sola y recayese directamente sobre la sirvienta de turno que cometía el desaguisado.

– Mírame cuando te hablo. ¡Mírame!

Dorizca levantó los ojos asustada. Erzebeth Bathory la olisqueó como a una presa y acercó su brazo tierno y joven a sus labios tintados de escarlata. Presta a morder, presta a

mostrar su crueldad. Anaíd sintió crecer su fuerza y se dispuso a pelear contra la bruja Odish. Y entonces, algo alteró terriblemente a la condesa, que se llevó las manos al pecho

angustiada.

– ¿Quién eres? Dime, ¿quién eres?

Y su mirada hosca envolvió de tinieblas a la joven Dorizca, que se estremeció y sintió un agudo pinchazo en su corazón.

– ¿Me estás desafiando? -bramó la Odish traspasando a la pobre Dorizca con sus ojos como alfileres-. ¡No oses desafiar mi poder! -insistió amenazante.

Anaíd supo que la condesa palpaba su magia y la atribuía a la pobre y desamparada Dorizca. Y entonces se interpuso entre ambas. Con descaro, con valentía.

– Está asustada.

Y sus ojos se desviaron hasta el talismán que lucía la condesa sobre su vestido de brocado y su escote generoso, que se movía angustiado al ritmo de las palpitaciones de su pecho.

– ¿La defiendes? Eres valiente.

Anaíd no respondió. No sabía si su plan podía o no ser llevado a cabo ahora. ¿Qué sucedería si en esos momentos robase el talismán a la condesa? ¿Rompería con los sucesos encadenados del pasado? Esperaría, aunque la espera fuese complicada.

Sintió un fuerte tirón en su cabeza y se dio cuenta de que la condesa le había arrancado un pequeño mechón de pelo. Hizo lo mismo con Dorizca y, ante sus mismos ojos abrió su medallón, escogió cuidadosamente un cabello de cada mechón y los introdujo dentro.

Anaíd tragó saliva.

La condesa había firmado su sentencia de muerte y la de Dorizca. Todos los cabellos que guardaba eran de jóvenes muertas a sus manos.

– ¡Llévatela y prepárala! -ordenó a Jo Ilona señalando a Dorizca-. Luego decidiremos su castigo -añadió con retintín, como si la ceremonia del castigo especial formase parte de todas sus noches y culminase sus veladas.

Anaíd siguió con los ojos a la aterrorizada Dorizca, que fue literalmente arrastrada por una furiosa Jo Ilona fuera de la habitación. No derramó una lágrima, no gritó, no suplicó. Se comportó como una verdadera Omar.

Eso no estaba en el guión, pensó Anaíd asustada. Tendría que actuar con rapidez. No sabía cómo ni cuándo la condesa decidiría acabar con la chiquilla.

– Tú siéntate aquí -le indicó con voz autoritaria.

Estaba acostumbrada al mando. Erzebeth Bathory era incapaz de hablar, sólo ordenaba y se hacía servir. Efectivamente, tras un silencio embarazoso durante el cual Anaíd calculó todas las posibilidades para destruir el amuleto y huir, entraron unas doncellas con la cabeza baja y el miedo impreso en el rostro, y dejaron sobre la mesa las viandas calientes y una jarra con dos copas.

Erzebeth hizo escanciar la bebida, le indicó que cogiese su copa y levantó a su vez la suya.

– Bebe conmigo y brinda por mi belleza.

Anaíd flaqueó. Su abuela Deméter le había inculcado desde niña el rechazo de cualquier alimento ofrecido por manos ajenas. Las Odish envenenaban a las niñas Omar engañándolas con dulces y golosinas y luego bebían su sangre y, aunque Anaíd no supiese que ella misma era una bruja, aprendió educadamente a decir que no. Anaíd recordó ese «no gracias» que su abuela le enseñó a decir cada vez que alguien le ofrecía comida o bebida.

– No gracias -musitó.

– ¿Acaso no te parezco bella?

Anaíd había cometido una imprudencia. Se había negado a brindar por su hermosura. Eso era una ofensa. No podía precipitar su rabia tan pronto.

– ¡Bebe conmigo he dicho! -su hosca mirada no admitía excusas.

Anaíd pensó con rapidez mientras acercaba la copa a sus labios lentamente: si se trataba de algún veneno, no tenía recursos para fabricar un antídoto; pero difícilmente se trataría de un veneno, pues la condesa se había servido de la misma jarra y bebía sedienta.

Anaíd delicadamente mojó sus labios y dejó que unas pocas gotas descendieran por su garganta. Era una bebida caliente y espesa, algo salada, pero rica. Su color era oscuro, de un rojo intenso violáceo. Algún néctar libado de flores agrestes, algún jarabe de frutos salvajes recolectados en las laderas de los Cárpatos, pensó. Y sin más recelos dio un trago.

Al levantar la vista y ver el rostro de Erzebeth, el asco y el miedo se apoderaron de su ánimo. Por la comisura de los labios de la condesa se escurría una gota de sangre. Eso significaba que en la jarra había…

– ¡Sangre! -gritó lanzando la copa lejos de ella.

Su gesto instintivo de horror fue recibido por una risa estentórea de la condesa.

– ¿No te gusta la sangre?

Anaíd sintió deseos de vomitar, pero el pánico y la mano de la condesa le atenazaban la garganta. La condesa se había acercado a ella y había cerrado su mano sobre su cuello.

– ¿Cuál es tu nombre, muchacha? -siseó con voz ronca acercando su amuleto peli-grosamente a la mejilla de Anaíd.

En ningún caso podía ponerla en antecedentes acerca de su verdadero nombre. Y recordó el hermoso nombre de la madre de Dorizca.

– Orsolya -musitó.

Tal vez se equivocó porque la excitación de la condesa no tuvo límites.

– Orsolya, claro, eres la hija de Orsolya, una Omar culta. Lo sabía, eres vibrante, poderosa…, tu sangre será mi mejor despedida.

Y con la rapidez que otorga la práctica, sacó un alfiler que sujetaba su moño, lo clavó en la mano de Anaíd y recogió la minúscula gota de sangre que cayó en su talismán.

Anaíd ahogó un grito. Tenía su cabello y su sangre. Era prisionera de la Odish y lo peor de todo, en esos momentos, con su talismán al cuello, era indestructible. Porque los suyos no eran una sangre ni un cabello normales, eran la sangre y el cabello de la elegida. Quiso acercarse a la condesa pero se sintió débil, y más débil aún cuando Erzebeth apretó su medallón contra su pecho.

– Eres mía. Harás lo que yo quiera. Me perteneces.

Anaíd había caído víctima de un conjuro de posesión.

La condesa palmeó las manos y su sirvienta Dorkó, grande y fuerte, cargó a Anaíd en sus espaldas, la llevó hasta un rincón de la sala que había permanecido en penumbra y que ocultaba unas argollas sujetas a la pared. De su ancho cinturón sacó una llave enmohecida, abrió la cerradura e introdujo en ellas sus muñecas. Anaíd intentó resistirse, pero cada vez que trataba de pronunciar un conjuro, la condesa oprimía su talismán y Anaíd agonizaba.

La vieja Dorkó le arrancó parte de su vestido de seda blanco y ofreció a la condesa un látigo.

– ¿Preferís comenzar vos?

– Es tan cansado, comienza tú misma -suspiró la condesa relamiéndose los labios con voluptuosidad ante su presa indefensa, y se echó en su cama.

Dorkó golpeó una vez la blanca espalda de Anaíd, que nunca hubiera creído que un latigazo pudiera ser tan doloroso. Sintió cómo las púas le arrancaban la piel y penetraban en su carne. Un dolor agudo, lacerante, la dejó sin aliento. El segundo fue mucho peor. La nueva herida ahondó en la anterior y le arrancó pedazos de carne. Esa vez gritó. Y la otra, y la otra. Y probablemente hubiera continuado gritando hasta caer exhausta cuando la puerta se abrió y entró la atribulada Jo Ilona arrastrando el cuerpo exánime de Dorizca. Tenía las muñecas cortadas y la sangre manaba lentamente, goteando por sus brazos y ensuciando el suelo de la sala. Anaíd quiso correr a su lado y socorrerla, pero no podía moverse.

– Señora, señora, han llegado invitados y esta muchacha lo está poniendo todo perdido.

– ¿Invitados?

– Acaban de llegar, señora, los están acomodando en el ala este.

La condesa abrió sus ventanas y su rostro se ensombreció. En efecto. Dos calesas de caballos nobles habían llegado al patio y de ellas habían salido cortesanos. ¿Cómo osaban llegar a su castillo a esas horas de la noche? Era una descortesía llegar al castillo de una viuda una vez puesto el sol. Deberían haberse alojado en una posada y solicitar su hospitalidad a la mañana siguiente.

– Decid que estoy cansada y que no puedo recibir a nadie.

– Señora, es vuestro primo lejano, el palatino Turzhó. Y dice que quiere veros.

Anaíd, esperanzada, vislumbró una posibilidad. Si quien había llegado era Turzhó, a lo mejor Dorizca y ella podrían salvar su vida. Pero la vida se escapaba del cuerpo de la joven Omar.

– ¡Prima Erzebeth! -se oyó rugir en el patio.

Erzebeth se alejó de la ventana e indicó a Jo liona que se asomase ella misma.

– Dile que estoy indispuesta.

– Mi señora está indispuesta -voceó Jo liona haciendo embudo con sus manos.

– Vengo con un médico, puede atenderla.

Erzebeth se puso más nerviosa.

– Estoy dormida, me van a despertar.

– Mi señora está dormida y no se la puede molestar.

– ¿La señora duerme con luz?

– Ese impertinente metomentodo -rugió la condesa-. Dile que me estabais dando la tisana puesto que tenía fiebre.

– Mi señora tiene fiebre.

Y esa vez el palatino cedió a las excusas repetidas.

– Está bien. Preguntadle si estará dispuesta a recibirnos al amanecer.

El amanecer estaba aún muy lejos, faltaban muchas horas, y Anaíd supo que, si no intervenía inmediatamente, ni Dorizca ni ella llegarían a ver la luz del nuevo día. Ése era su momento.

Cerró los ojos y dejó fluir toda la fuerza que todavía poseía a través de sus brazos. Sus brazos se convirtieron en hierros y el hierro luchó contra las argollas y, tras un forcejeo, las arrancó de la pared. Anaíd, liberada, se lanzó a una carrera alocada y se precipitó hacia la ventana.

– ¡Auxilio! -gritó-. ¡Auxilio, sálvenos!

No llegó a saltar porque la garra poderosa de Dorkó la sujetó y se la ofreció a Erzebeth, que tomó el látigo de manos de Dorkó y comenzó a arremeter salvajemente contra ella.

– ¡Insensata! ¡Desgraciada! ¡Miserable!

Pero Anaíd ya había conseguido vencer su miedo y, cuando las púas hirieron el dorso de sus brazos con los que se protegía la cara, su rabia no tuvo parangón y convocó a la tormenta.

El rayo entró violentamente por la ventana y pasó sobre la desconcertada Odish causando la destrucción a su paso y desapareciendo por el hueco de la chimenea. El trueno, potente, sacudió los cimientos del castillo y Anaíd se creció y se creció. O entonces o nunca. Así pues, sacó de su pecho la mecha mágica, oprimió la yesca y se abalanzó sobre Erzebeth dispuesta a quemar su macabro talismán. Sin embargo, la condesa no estaba ni mucho menos indefensa y desvió la llama hacia las cortinas, que prendieron al instante. La condesa gritó. Acababa de reconocerla.

– ¡Eres tú! ¡Eres la elegida!

Y desenvainó su atame mágico dispuesta a acabar con su vida. En ese mismo instante la puerta se abrió y, junto con el palatino Turzhó y el alguacil, en la alcoba se coló una niña delgada y rauda que se interpuso entre el brazo terrible de Erzebeth y el cuerpo herido de Anaíd.

– ¡Noooo! -chilló Dácil antes de caer gravemente herida en el pecho por la mano de Erzebeth.

El grito de desesperación de Anaíd no fue el único. Una mujer de grandes pechos, con la mirada límpida de las personas honradas, se arrodilló sobre el cuerpecillo exánime de Dorizca.

– ¡Dorizca, Dorizca! -gritó llorosa-. Dorizca, hija.

Los soldados y el alguacil se arracimaban en la puerta y se tapaban la boca conteniendo las náuseas al contemplar tanta sangre. Las llamas que habían prendido las cortinas habían llegado hasta el baldaquín de la cama. La madera crepitaba y el humo espeso y negro hacía llorar y toser. Todos retrocedieron ante el peligro del fuego.

– ¡Alto en nombre de la autoridad! -proclamó el palatino Turzhó sujetando a Erzebeth Bathory.

Estaba horrorizado por el macabro espectáculo. Dos muchachas moribundas y otra que había sido apuñalada ante sus mismos ojos.


Anaíd no atendió a la sonrisa burlona de la condesa ni a su complacencia en el momento de ser detenida. Estaba demasiado ocupada sujetando a Dácil, desmayada, y arrastrándola fuera de la habitación presa de las llamas. Y cuando impuso sus palmas sobre el cuerpo de Dácil dispuesta para curar su herida, a su lado, la bruja Omar Orsolya, la madre de la pobre Dorizca, se levantó con su hija en los brazos y exclamó:

– Mi niña ha muerto, ha muerto… Yo maldigo a la que bebió la sangre inocente de mi niña. La maldigo hasta que los espíritus hagan de ella lo que deseen en los infiernos de Om.

Anaíd se horrorizó. ¿Dorizca muerta? ¿Había muerto por su culpa?

No podía ser cierto. Era una pesadilla.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

Estaba despierta y viva. Todo lo que veía y oía había sucedido.

La sangre de su copa era de Dorizca. Y ella, Anaíd, había bebido la sangre de una Omar.

CAPÍTULO XV

No te mirarás en el espejismo del lago

Selene giró bruscamente el volante hacia la izquierda en una maniobra insensata. El coche patinó sobre el asfalto y se salió de la carretera. A punto estuvo de perder el control, pero la pericia de la conductora lo enderezó y las ruedas siguieron obedientes por la pista forestal, apenas señalizada, que se bifurcaba a la izquierda y conducía al refugio del lago.

Selene conducía alocadamente, pero no había perdido la cabeza. Tenía que despistar a Gunnar. Así de simple. Sin abandonar ni por un segundo la vista de la lejanía, musitó unas palabras en la lengua antigua y levantó tras ella un conjuro de ilusión. Milagrosamente, el sendero que acababa de tomar y el indicador que anunciaba el refugio forestal quedaron ocultos tras una frondosa haya.

Gunnar la había sorprendido acortando su distancia durante la noche. Hasta ese mo-mento habían seguido la persecución respetando unas normas del juego tácitas que se habían ido instalando en el ánimo de los participantes. Se detenían por las noches, al poco de ponerse el sol. Descansaban, se duchaban, paseaban, cenaban y dormían profundamente sin temor a ser cazados o perder a la presa. Continuaban su carrera a la mañana siguiente. Selene tuvo tentaciones de romper ese ritual absurdo de etapa ciclista un par de veces, pero no pudo.

Ahora, en cambio, ya casi en los dominios de Urt, Gunnar había hecho trampa saliendo en su persecución de madrugada y había reducido distancias. Estaba a punto de atraparla, apenas los separaban diez kilómetros. La quería interceptar antes de llegar a su destino, y eso significaba que Anaíd estaba en Urt.

Selene había hecho caso de su intuición, y no había sido gratuita. Aunque había intentado por todos los medios dar un rodeo y despistar a Gunnar haciéndole creer que se dirigía a otro lugar, ya no podía dilatar más su regreso. Estaba inquieta. La comunicación con el clan no podía ser más preocupante: Elena había desaparecido, Roc había sido víctima de un envenenamiento, y una tal Dácil, una joven emisaria de las guanches de la isla de Chinet, estaba involucrada en ese turbio asunto relacionado con un bebedizo y una Odish.

Selene sospechaba que Anaíd estaba tras todos esos sucesos, pero no podía confirmarlo hasta llegar a Urt. A través del teléfono notó a Karen superada por los acontecimientos y muy asustada. No era la única. Selene también percibía el miedo atenazándola por las noches. Anaíd había cortado toda comunicación y era desesperante. ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿En manos de quién estaba el cetro?

La angustia fue remitiendo a medida que aumentaba la distancia con Gunnar. Lo sintió pasar de largo por la carretera principal camino del puerto que conducía a Francia y aplau-dió como una niña que comete una travesura. Nadie podía verla y por eso se permitió derrapar con su coche para expresar su alegría. Lo había confundido: en esos momentos la había adelantado e iba en una dirección equivocada, camino de Somport. Disminuyó la presión de sus dedos, que estaban agarrotados al volante como garfios, suspiró y miró hacia las montañas cubiertas de nubes.

A pesar de la claridad, el sol estaba ya muy bajo. El tiempo la confundía. Los días eran largos, sin embargo el crepúsculo estaba próximo. Aspiró la fragancia de sus bosques. Había añorado tanto el color verde de sus valles, la humedad en su piel y la vista majestuosa de sus montañas. Pero sobre todo había echado de menos sus árboles: sus hayas, sus robles, sus encinas y castaños, sus pinos negros y hasta los pocos abetos que jalonaban las ascensiones a las cumbres. No concebía una tierra sin árboles, una tierra desnuda y yerma como la que acababa de recorrer. Y sin embargo, las gentes del desierto eran acogedoras y sus ojos oscuros y sus jaimas eran tan hospitalarios como los iglús y la risa ingenua de los maravillosos inuits.

Pasaría la noche en el refugio del lago, sola, en compañía de las marmotas y las nutrias. Aullaría a la luna en el claro del bosque. Tal vez le respondiese la madre loba. Había luna llena y tenía la sangre rebosante de vida, como siempre que los ciclos lunares culminaban su periplo.

El refugio era un lugar seguro. Estaba aislado, no era conocido y el guarda no llegaría hasta el verano. Se relajó, puso la radio del coche y se permitió tararear una cancioncilla. Se rió a solas al imaginar el desconcierto de Gunnar. No podría encontrarla, se había acabado el juego. A su alrededor había levantado un sólido conjuro de ocultación. Necesitaba pasar esa noche a solas meditando antes de regresar a Urt y enfrentarse con la comunidad de su coven. Las matriarcas le exigirían responsabilidades, estaban en su derecho.

Encontró la cabaña algo polvorienta, pero bien pertrechada para pasar una noche. En las alacenas se amontonaban absurdamente las latas de atún, fabada y piña en almíbar, y en la pequeña despensa encontró sobres de sopa jardinera y paquetes de galletas, azúcar, café y leche en polvo. Le esperaba un original festín que alegraría su cena solitaria. No se entretuvo en abrir y cerrar puertas. Hizo uso de la magia. Estaba harta de atender a todos los peligros y al mismo tiempo no levantar sospechas. Las Omar necesitaban a veces huir del control estricto del clan y dar rienda suelta a la magia. Pequeños deseos, pequeños caprichos que las niñas Omar se concedían a solas, a espaldas de sus madres. La misma Deméter se refugiaba en el robledal y allí, amparada en sus árboles amigos, formulaba conjuros inocuos a sabiendas de que los robles guardarían el secreto de sus flaquezas.

Selene era una bruja Omar. Había luna llena, estaba exultante de magia y sentía un optimismo impropio, tal vez por la proximidad de sus amadas montañas.

Trasladó su equipaje imprescindible del coche, puso un cazo a hervir y abrió una lata de sardinas con tan mala fortuna que se cortó un dedo. La hemorragia no cesaba y la botella de agua estaba vacía, así que se acercó al lago para mantener el dedo sumergido en agua helada. Al arrodillarse en la orilla sintió un deseo urgente de lanzarse a sus aguas y nadar hasta caer exhausta.

¿Por qué no?, se preguntó, desnudándose sin ni siquiera discutir con su otro yo razonable para regatearle ese capricho inmediato que cualquiera con dos dedos de frente hubiera calificado de locura.

Un segundo después braceaba con fuerza y respiraba con jadeos cortos para no perder el aliento. Era el tipo de absurdos impulsos que Deméter se esforzó en reprimir. Pero a sus treinta y tres años, Selene ya no tenía una madre que frunciese la nariz ante sus desmanes. En lugar de obligarla n salir del agua, el frío intenso que mordía su piel como un cuchillo la despabiló y le transmitió la energía que necesitaba para sentirse más viva.

Justo iba a salir del agua ya, cuando una sombra se cernió sobre el lago y oscureció los reflejos tímidos de la luna. El estremecimiento fue instantáneo. No era la niebla que bajaba de las montañas, ni las nubes que barría el viento. Era algo más inquietante. Era un manto mágico y, tras ese velo de telaraña sutil que impedía el paso de la luz, sintió una mirada penetrante que la buscaba a través de la oscuridad. Unos ojos controlaban sus movimientos, la perseguían y, de pronto, a traición y sin avisar, notó una opresión súbita en el pecho. No era ninguna invención, sintió ese mismo dolor de niña, cuando una Odish fijó sus ojos en ella.

…Una Odish.

Se quedó inmóvil y aspiró el aire. Cierto. El olor acre flotaba a la deriva en la oscuridad. La Odish debía de estar escudriñando la orilla, después de haber descubierto sus ropas, su coche, su comida. Y ella estaba desnuda e inerme, atrapada en las frías aguas del lago.

Rauda como una carpa, se zambulló de nuevo abriendo los ojos bajo las aguas turbias y conteniendo la respiración, mientras imaginaba las maravillas del fondo lacustre, cenagoso y tapizado de algas en el que la vida, bajo escamas brillantes, se escurría y se ocultaba a la vista de los humanos. No podría aguantar mucho más. El oxígeno se le acababa, pero algo la conminaba a continuar oculta bajo la superficie. Un peligro. Efectivamente, sin previo aviso, una gran explosión conmocionó la tranquila vida del lago. Las aguas retumbaron y se hicieron eco del estrépito. La onda expansiva aterró a los seres vivos que poblaban rocas y juncos, y en el camino de Selene se cruzaron infinidad de pececillos que huían a lo loco extrañados por ese zumbido y ese movimiento anómalo que había conmocionado su remanso de paz.

Selene ya no pudo aguantar más, braceó hasta la superficie y sacó la cabeza con precaución. Apenas pudo aspirar oxígeno ni abrir los ojos. Un espectáculo fantasmagórico ensuciaba la idílica imagen que recordaba al zambullirse. Una nube negra cubría buena parte del lago… y surgía del lugar donde había aparcado su coche. No gritó pero a punto estuvo. Su coche había explotado. Y tal vez la cabaña también, puesto que no se veía nada.

Una Odish poderosa había dado con ella.

Inmediatamente, se puso en guardia y aguzó la vista para localizar su silueta. No vio nada. Llevaba demasiado rato en el agua helada y su circulación comenzaba a resentirse. Casi no notaba las manos ni los pies, y movía las piernas con dificultad. Tenía que salir del lago. Pero ¿por dónde? La Odish la atraparía en cuanto pusiese los pies en la orilla. Súbitamente la luna iluminó la playa de guijarros que se abría hacia poniente. Un centenar de metros, a lo sumo, la separaba de ahí. Llegaría, claro que llegaría.

Sin embargo, no contó con el entumecimiento. Fue casi repentino y no pudo luchar contra la sensación de rigidez de sus miembros. Simplemente, estaba congelándose. Pronto perdería el tacto, el conocimiento…, se hundiría en las frías aguas. Se aferró a un conjuro de ilusión y pronunció para sí las palabras que revitalizaban las células del cuerpo, sabiendo que el conjuro no podía engañar a su sangre congelada, que ya no circulaba.

Y de pronto notó un zarpazo en su piel. Un golpe fuerte que le hizo gritar de dolor y de miedo. La Odish la atacaba, la Odish la había cazado, la Odish la destruiría. Un brazo la aprisionó y rodeó su cintura con fuerza, como el tentáculo de un pulpo gigante, y una voz ronca le ordenó:

– Muévete, muévete y no te duermas.

¿Gunnar? ¿Gunnar había dado con ella? Quiso gritar de alegría. Era la voz de Gunnar y no tuvo miedo, al contrario, se sintió a salvo, como cuando viajaban en el trineo y Gunnar la protegía de los peligros del Ártico, como cuando conducía con pericia a través de las grietas del hielo y cazaba focas para alimentarla.

Braceó con furia a pesar de que sus brazos y sus piernas ya no la obedecían. Unos minutos más tarde, a tan sólo unos metros de la orilla se desvaneció.


Despertó tiritando sobre la cama de la cabaña. El frío era espantoso a pesar del fuego que ardía en la chimenea y de la manta que la envolvía. Gunnar atizaba los leños con rabia como si pretendiese que prendiesen antes de que las llamas lamiesen su corteza. Selene quiso hablar, pero no pudo. Tenía la boca congelada. Abrió los ojos con desesperación llamando a Gunnar y su muda súplica obtuvo respuesta. Gunnar se dio la vuelta lentamente y se la quedó mirando. Una llama bailó en su cara. O fue una sonrisa. Selene vio cómo su rostro se iluminaba y, dejando caer cuanto tenía entre manos, de un par de zancadas llegó hasta ella, se inclinó sobre la cama y la besó.

Selene, sorprendida, notó el aliento cálido de Gunnar en su boca y algo se deshizo en su garganta, un pedazo de hielo que había quedado ahí, junto a su corazón. Su boca recuperó el tacto y pudo hablar.

– Abrázame, abrázame muy fuerte -rogó con voz lastimera.

Gunnar se metió bajo la manta, la abrazó contra su cuerpo, y Selene se disolvió entre sus brazos. El calor de Gunnar penetró en su piel y retornó la vida a sus venas paralizadas. Selene sentía correr de nuevo la sangre por su cuerpo. Desbordaba deseos de vivir, de amar y ser amada.

Y esa noche, fuese producto de la ilusión, de la luna llena, del agua mágica del lago o del calor de Gunnar, Selene olvidó quién era, de dónde venía y adónde iba. Olvidó a la Odish, el miedo, el peligro, la venganza y la huida. Cerró los ojos y sólo vio a Gunnar.


Al despuntar el sol, el primer rayo los pilló abrazados y dormidos. Selene despertó y, extrañada por la situación, se levantó sin hacer ruido, se vistió y preparó un café.

Estaba confundida. Fue recordando paso a paso todo lo sucedido la noche anterior. Había algo que no le encajaba. ¿Dónde estaba la Odish? Todo parecía indicar que no había existido. ¿Había sido Gunnar entonces? Gunnar la había atrapado, había quemado su coche, la había embrujado y seducido. Aunque si lo miraba desde otra perspectiva, Gunnar la había salvado de morir en el lago. Quizá era lo que Gunnar pretendía que ella dedujese: había urdido la estratagema de asustarla fingiéndose una Odish para retenerla en el lago, provocar su miedo, salvarla luego y recuperar su confianza.

Estaba hecha un lío. Y a pesar de que se sentía incapaz de estar enfadada con Gunnar, su mirada sobre él cambió. Volvía a ser un hombre misterioso e inquietante. ¿Había convocado a la niebla? ¿Había quemado su coche? ¿La había seguido a pesar del poderoso conjuro?

Se levantó con sigilo y hurgó en el bolsillo de los pantalones de Gunnar hasta dar con las llaves de su coche. Cogió la taza de café hirviendo, sopló y bebió un trago. Reprimió un grito de dolor. ¡Qué tonta! Se había quemado. ¿Es que no podía hacer las cosas como todo el mundo? ¿Siempre tenía que precipitarse? Ni ella misma se entendía, pero algo tenía claro y no quería olvidarlo: debía llegar a Urt sin Gunnar y encontrar a Anaíd antes que él. La solución era bien sencilla. Escaparía con el coche de Gunnar y le abandonaría dormido en la cabaña.

Salió del recinto con mucho cuidado, cerró la puerta tras ella y dio una ojeada a su alrededor. Nada. Dio una vuelta completa al refugio y no atinó a descubrir el coche.

– ¿Vas a escapar con mi coche?

La voz de Gunnar salía por el ventanuco de la cabaña. La había pescado in fraganti. Selene intentó mantener la calma.

– Iba a comprar el desayuno para darte una sorpresa.

Gunnar no parecía enfadado, sino divertido. Estaba acodado en la pequeña ventana, el torso desnudo, la cara descansada y sus ojos azules e inquisitivos endulzados.

– ¿Recorrerías treinta kilómetros para traerme unos cruasanes tiernos?

Selene sonrió cínica.

– Naturalmente, cariño.

– Pues tendrás que ir a comprarlos caminando. Te quedaste sin coche.

Selene le mostró las llaves con un guiño.

– Tengo el tuyo.

– ¿Mi coche?

Selene utilizó un tono zalamero.

– Anda, dime dónde lo aparcaste.

– Es ese montón de hierros que asoma tras el pino negro.

Selene se frotó los ojos con incredulidad.

– ¿También quemado?

– Me costó pero lo conseguí. Selene sintió un sudor frío.

– ¿Qué has hecho?

– Lo que ya practicaban los españoles en las conquistas. Quemaban sus naves para evitar deserciones.

– ¡Estás loco!

– Díselo a Hernán Cortés o a Pizarro.

Selene se desesperó. ¡Cómo había sido capaz, qué burro!

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Caminar a través de las montañas.

– ¿Cómo?

– Con las piernas. Juntos. Los dos juntos. A no ser que quieras salir corriendo primero y que yo te persiga unos metros más atrás, para continuar el juego del gato y el ratón.

Selene estaba harta de persecuciones y estaba muy enfadada.

– Quemaste los coches porque no te fías de mí.

Gunnar rió. La había atrapado con sus llaves en la mano dispuesta a robarle el coche y dejarlo tirado en medio de la montaña.

– No te rías.

– Lo siento, Selene, eres muy divertida.

Selene se dio cuenta de lo ridículamente absurdo de su situación, pero se molestó. Gunnar la trataba como a una niña traviesa. Y ella, como una tonta, caía en todas sus trampas. Sin embargo, optó por tomárselo de buenas.

– Está bien. Tú ganas. No tengo ni pizca de sentido de la orientación. Soy incapaz de llegar a Urt.

– Lo sabía.

– ¿Lo sabías? -se asombró Selene.

– Te conocí hace unos años.

Selene suspiró. Había perdido por goleada, pero había llegado la hora de enseñar las cartas.

– Supongo que Anaíd está en Urt -dejó caer con recelo.

– Supones bien.

La sinceridad de Gunnar la desarmó. Tampoco esperaba que fuese tan fácil sonsacarle sobre el paradero de Anaíd.

– No la siento y no responde a mis llamadas.

– Se preserva.

– ¿Y el cetro? ¿Está en Urt?

– También.

– ¿Qué has sabido de ella durante el tiempo que nos hemos estado persiguiendo?

– Nada.

El desconcierto la embargó.

– ¿No sabes nada y dejas a una niña de quince años sola y desamparada?

– No está sola ni desamparada.

– ¿Ah, no?

– Tiene familia.

– No es cierto. Mis amigas pueden cuidar de ella, pero…

Y de pronto cayó en la cuenta.

– ¿No la habrás dejado con la dama blanca? -balbuceó incrédula.

– Es mi madre.

– ¡Es una Odish! -gritó indignada. Gunnar no se acobardó.

– Es su abuela, venció a Baalat, es la única que puede preservarla y protegerla de la ira de las Odish más poderosas.

Selene estaba indignada.

– ¿Y su ambición? ¿Quién la protegerá de la dama de hielo? Es una Odish y también pretende el cetro.

Gunnar la rebatió con rotundidad:

– Cristine esperará a que Anaíd decida, pero tiene que aprender muchas cosas todavía.

Selene se retorció las manos.

– Me la has robado para entregársela a tu madre. Quisiste hacerlo hace quince años y ahora, finalmente, lo has conseguido.

– No es verdad.

Selene ya no lo escuchaba. Estaba llegando a sus propias conclusiones.

– Anoche fue ella quien apareció aquí y estuvo a punto de acabar conmigo.

Gunnar calló. Selene abrió los ojos sorprendida por su misma intuición.

– Cristine te trajo aquí y propuso quemar los coches. ¿Es eso? ¿Fue ella?

– Estaba confundido dirigiéndome hacia Somport -se defendió Gunnar sin demasiada convicción-. Me habías engañado y fue ella quien me avisó de dónde estabas y me condujo hasta el refugio. La idea de quemar los coches fue mía.

– ¿Querías que me ahogara?

– ¡Al contrario! Pensé que saldrías del lago enseguida para intentar apagar el incendio. Al darme cuenta de que te alejabas de la orilla, temí que no pudieras resistir tanto tiempo el frío.

Selene estaba horrorizada.

– Así pues, ella estuvo aquí y quería destruirme.

– No es cierto.

Selene se encaró con él.

– Noté cómo me clavaba su dardo. No dejé que acabara conmigo porque me sumergí en el lago.

– Ella no quería hacerte daño…

– No puedo creerte, no puedo, eres su esbirro y la obedeces.

Selene hurgó lentamente en su bolso sin dejar de mirar a Gunnar. Sus dedos rozaron la vara de encina. La tomó con cuidado.

– Tengo que encontrar a Anaíd y la encontraré.

Gunnar hizo el gesto de salir de la cabaña.

– La encontraremos.

– Tú no -le detuvo Selene.

– ¿Me lo vas a impedir?

Selene sacó su vara del bolso y le apuntó con decisión. Pronunció unas palabras y Gunnar cayó al suelo Fulminado.

Selene dio un suspiro. Era un conjuro prohibido. Sólo se permitía usarlo en casos extremos. Privaba a un cuerpo de vida durante un tiempo y el cuerpo permanecía aletargado a la espera de una nueva orden que lo despertaría de ese sueño parecido a la muerte. Si no se despertaba a tiempo, el cuerpo acababa por morir.

Entró en la cabaña y cogió a Gunnar por las axilas. Lo arrastró con muchos esfuerzos hasta el jergón. La cama aún estaba caliente y conservaba la huella de sus dos cuerpos. Habían pasado la noche abrazados, pero ahora Gunnar dormiría solo, abandonado a su suerte.

No quiso conmoverse.

Lo acomodó a duras penas, lo abrigó con la manta y cerró los postigos de la ventana. Si no estaba equivocada, pronto algún excursionista lo encontraría. Bastaría con el tacto de una mano humana o el sonido de una voz para restablecer sus constantes vitales. Gunnar adel-gazaría, se debilitaría, pero sobreviviría durante semanas. Era muy fuerte. Se arrodilló junto a él y aspiró su olor. Todo su cuerpo estaba impregnado de él. Le besó en los labios y muy quedamente le pidió perdón.

Luego salió de la cabaña, cerró la puerta, miró a lo lejos y calculó aproximadamente la dirección del valle de Urt.

Tuvo que infundirse valor para emprender ese camino incierto. La montaña solitaria la aterrorizaba, pero en un par de días llegaría a su objetivo.

CAPÍTULO XVI

No flaquearás ante la muerte

La nieve y el hielo habían acabado por cubrir las piedras del castillo de Csejthe dándole un aire espectral y fantasmagórico. Pero el horror estaba dentro de sus muros, en sus mazmorras.

Las antorchas que flanqueaban al alguacil y al palatino por los estrechos pasadizos que rezumaban humedad iluminaron la verdadera cara del miedo. Hallaron muchachas muertas, moribundas, torturadas, hambrientas y locas. Recorrieron los subterráneos donde se cometían los crímenes y descubrieron las vasijas de barro llenas de sangre seca, las jaulas salpicadas de restos humanos, el maletín de torturas con sus pinzas, tijeras y cuchillos dispuestos para mutilar, herir y causar sufrimiento, las argollas clavadas en la pared… Todo eso vieron sin acabar de creérselo. Y contaron con sus propias manos cuerpos, huesos y restos humanos de hasta trescientas víctimas, si bien los criados, que durante años habían sido mudos testigos de tantos horrores, acabaron por desatar su lengua y sumaron muchas más. Explicaron que también había cuerpos enterrados en otras posesiones y castillos de la condesa, y que algunas muchachas habían sido enterradas en el bosque, en las cunetas de los caminos o lanzadas al fondo del lago. Hungría entera estaba manchada con la sangre de sus víctimas. La condesa sangrienta se había ganado a pulso su título. Seiscientas cincuenta doncellas sacrificadas.


Y mientras Turzhó y los otros enviados reales habían juzgado y condenado a Erzebeth a morir emparedada en su castillo, Anaíd, presa del remordimiento, esperaba agazapada en la oscuridad la ocasión propicia para atacarla.

Necesitaba actuar en el intervalo entre el último asesinato de la Odish y su desaparición. Había llegado demasiado pronto al pasado. Esas horas de diferencia habían sido terribles y ni siquiera le habían servido para impedir la muerte de Dorizca.

¿Había sido realmente una equivocación o ese error servía a algún propósito oculto?

Aunque lo intentaba, no podía olvidar la muerte de la pequeña Dorizca. Estaba tan bonita con su vestido de seda blanco y su cabello recogido en un moño, con los rizos cayendo en cascada sobre su nuca. Como una novia el día de su boda, una boda de sangre con la muerte.

¿No la había propiciado ella misma escogiéndola para acompañarla? ¿No había sido ella la fuerza del destino de la joven Omar?

Mientras tanto, Dácil se debatía entre la vida y la muerte bajo la mirada impotente de Orsolya.

Anaíd no podía ayudarla; aunque sus propias heridas habían sanado inmediatamente sin dejar cicatrices, su vida, en manos de la condesa, sufría continuos altibajos. Cuando Erzebeth Bathory apretaba su amuleto, Anaíd perdía sus fuerzas y se desvanecía. Le dijeron que se pasaba las horas caminando como un león enjaulado y riendo a carcajadas por su encierro. En esos momentos se aferraba a su amuleto, lo oprimía y mataba lentamente a Anaíd.

Tenía que destruir el talismán de la condesa. Para eso había viajado en el tiempo, para eso había arriesgado su vida, la de Dácil y la de Dorizca.

Sin embargo, ¿cómo entraría en la habitación donde, ladrillo a ladrillo, iban empare-dando a la orgullosa Odish que se burlaba de sus captores ante tamaña estupidez humana? En cuanto acabasen de emparedarla se esfumaría, y así su leyenda y su misterio la acompañarían para siempre jamás.

De pronto la condesa gritó.

– ¡Ratas!

Los peones que levantaban la última pared no le hicieron el más mínimo caso.

– ¡Hay ratas! -insistió la condesa, malhumorada por la falta de respeto.

– Yo sólo veo una -escupió despreciativamente el haiduko que vigilaba con sus armas y que ordenó a los obreros que continuaran con su tarea.

La condesa optó por callar para no levantar la ira de aquellos hombres. Pero Anaíd vislumbró una posibilidad de acceder a la habitación cerrada.

No le costó demasiado comunicarse con las ratas y sonsacarles el camino desde los subterráneos. Quizá no fuese su animal preferido, quizá le asquease su aspecto o su comida, pero no tenía otro remedio si quería llevar a cabo su propósito. Así pues, una vez en los oscuros pasadizos y rodeada de grandes roedores, que en aquellos lugares eran los dueños del castillo, Anaíd se despojó de su ropa y se concentró en el conjuro de transformación. Su cuerpo se contrajo y, cuando estuvo segura de que su cara era un hocico y de que sus dientes fuertes podían sostener cualquier objeto pesado, tomó en su boca la mecha y la yesca que había llevado con ella desde el futuro y el atame que le había ofrecido Orsolya y que había pertenecido a Dorizca.

Era una rata de cloaca repugnante, fuerte y valiente, capaz de hacer frente a un animal mucho mayor, aunque su fama no fuese precisamente ésa. Y se dispuso a seguir por los tortuosos corredores a sus nuevas amigas y guías.

La condesa no se apercibió de su presencia inmediatamente. Estaba demasiado ocupada probándose sus numerosas alhajas. A lo largo de su macabro reinado había acumulado un verdadero tesoro de joyas. Pidió ser emparedada con ellas, a la usanza de los faraones egipcios. Y en esos momentos gozaba de su coquetería aun en la más completa oscuridad.

Anaíd podía ver con mucha más claridad gracias a su visión de roedor y estudió la habitación con sigilo. Se trataba de un dormitorio con alcoba comunicado por un arco de medio punto que unía ambos aposentos. Era una habitación de invitados y, como tal, disponía de poco mobiliario. Austera, fría y desprovista de comodidades.

Anaíd se refugió en el rincón más alejado de donde se hallaba la condesa y se dispuso a transformarse de nuevo en muchacha. Justo cuando sus piernas recuperaban su forma y vencía los últimos estertores del tránsito, la condesa olisqueó el aire y notó su presencia, o la presencia de algo desconocido.

Anaíd ya estaba preparada para esa eventualidad. Rauda como una liebre blandió el atame de Dorizca, se desdobló en tres imágenes para desconcertar la defensa de la condesa y, de un golpe certero, cortó la cadena que sostenía el talismán que colgaba de su cuello. Lo recogió en el aire con su otra mano. Fue un golpe tan sorprendente que ni la misma condesa pudo percibirlo ni asimilarlo.

Inmediatamente, Erzebeth se puso en guardia, pero ya era tarde. Cuando se llevó la mano al cuello para comprobar su fuerza, notó con verdadero pánico que su amuleto había desaparecido.

Anaíd encendió rápidamente la yesca y prendió la mecha sin perder un instante. Sabía que sería lo más difícil, lo más comprometido, puesto que quedaría desprotegida y a merced de la ira de Erzebeth, pero ya había previsto ese pormenor. Así pues, levantó una barrera entre ambas y no lo pensó dos veces. El talismán ardió en el mismo instante en que la condesa, airada, destruía la barrera mágica, daba un salto hacia Anaíd y clavaba su atame mágico en su espalda.

Anaíd recibió el impacto de la hoja sin darse cuenta de la profundidad de la herida. Se clavó en su riñón y el atame quedó ahí, hundido en su espalda hasta la misma empuñadura. Sin embargo, no se rindió ni desfalleció. Al contrario, plantó cara a la Odish y se enfrentó a ella. El talismán ardía y aún no se había consumido. La Odish pretendía arrebatárselo, pero lo protegería con su propia vida. Anaíd blandió su atame y conjuró su magia para aprisionar a Erzebeth Bathory. La lucha de ambas fue terrible.

Anaíd sólo pretendía ganar tiempo y Erzebeth atacaba enloquecida y furiosa pretendiendo recuperar su talismán. Fue una exhibición de fuerza, de habilidad, de poder. La energía vibraba y retumbaba lanzando a una y otra contra las paredes.

Erzebeth se transformó en un lince gigantesco de grandes dientes afilados que se lanzó sobre Anaíd y desgarró su carne desnuda; saltó con tanta agilidad y premura que resultaba imposible clavarle el atame. La condesa lince eludió sus golpes de muñeca y saltó sobre ella con todo su peso y su crueldad. Anaíd sintió la mordedura en su brazo y temió por su vida al notar el aliento de la bestia en su cuello intentando seccionarle la yugular.

Sin abandonar la vigilancia del talismán ardiente, conjuró su piel para defenderse del ataque lacerante del felino y su piel adquirió el grosor y la resistencia de un paquidermo.

La condesa se dio cuenta demasiado tarde de que sus afilados dientes no conseguían penetrar en la carne de la elegida, dura como un pedernal. Pero ya no pudo remediarlo. El felino había sido atrapado por una potente red mágica, conjurada por Anaíd. Estaba prisionero y a cada movimiento desesperado sus miembros se prendían de la poderosa red y quedaban paralizados. Como en una poderosa telaraña.

En la opresiva celda se vivió un instante de angustia. Erzebeth se transformó de nuevo en humana y profirió un grito terrible que traspasó los tímpanos y rompió todos los vidrios y copas del castillo. El talismán estaba a punto de desaparecer y la condesa conjuraba sus últimas fuerzas.

Una tormenta de proporciones espeluznantes se cernió sobre Csejthe. Las nubes de los Cárpatos, densas y amenazadoras, volaron raudas por los cielos grises y se posaron sobre el castillo, transformando la tarde en la noche más negra y descargando agua entre terribles rayos y poderosos truenos. El agua cayó con tal fuerza que se llevó consigo a las ovejas de los pastos bajos, a sus pastores y a los campesinos rezagados que todavía no habían recogido sus utillajes del campo para regresar a sus casas. Años después se recordaría ese terrible suceso, en el que la comarca fue arrasada en pocos minutos y el agua inundó los pueblos, ahogó el ganado y echó a perder las cosechas.

Erzebeth continuaba prisionera de Anaíd y su talismán estaba a punto de desaparecer.

– ¡Nooooo! -gritaba Erzebeth con desesperación llevándose las manos a la garganta.

Su poder se escapaba con el humo que ascendía de su mágico talismán. Anaíd, con el cuchillo clavado en su dorso, aguantó el embate de Erzebeth hasta que el medallón colgado de su cadena sólo fue un montón de cenizas.

Entonces y sólo entonces, arrancó el atame de la Odish de su cuerpo y, horrorizada, se dio cuenta de sus enormes dimensiones. Pero su herida cicatrizó tan pronto como salió el cuchillo. La condesa, atónita, se mesó los cabellos.

– ¡Oh, no!

Anaíd no comprendió la exclamación de la condesa.

– Yo misma te di a beber la copa prohibida -gritó Erzebeth al descubrir la fuerza regeneradora de la elegida.

Anaíd no atendió a sus divagaciones. Con un certero conjuro la inmovilizó. Ella misma se sorprendió de su propio poder. A pesar de que la condesa había consumido la sangre de muchas Omar, sin su talismán era menos poderosa que ella.

– Vuelve a las sombras a las que perteneces, permanece prisionera de tu mundo. ¡Yo te condeno al mundo opaco hasta que ponga fin a tu encierro y penetre en tu recinto para destruirlo definitivamente! -exclamó Anaíd mientras contemplaba cómo la condesa, presa de espasmos, se retorcía en el suelo y lentamente, agónicamente, desaparecía.

Hubiera deseado hacerla sufrir como a sus víctimas, hacerle pagar por sus fechorías, pero no podía destruirla a pesar de que lo deseaba. No podía arriesgarse a modificar el pasado. Sin embargo, estaba abriendo las puertas al futuro para liberar a Criselda y a Elena de su prisión y recuperar el cetro de poder.


Podría haberse sentido satisfecha de su valor, pero no lo estaba. Podría haber sentido la satisfacción de la tarea cumplida, pero en lugar de eso paladeaba el sabor agrio de la derrota.

Anaíd regresó junto a Dácil. Estaba muy cansada, aunque más que eso estaba muy triste.

Orsolya levantó los ojos y lo comprendió todo. Supo que la elegida había destruido el talismán de la condesa Erzebeth y que la había vencido. Se levantó con una mirada llena de devoción y tocó los cabellos de Anaíd. Se arrodilló ante ella y le besó las manos. Musitó gracias tantas veces que Anaíd se sintió aturdida. Luego ella misma condujo a Anaíd hasta el lecho donde yacía Dácil y también acompañó sus manos y las pasó sobre la profunda herida del pecho de la pequeña. Ante su estupor, la herida se cerró y cicatrizó. En unos segundos, sin apenas dar respiro. El mismo tiempo que Dácil necesitó para recobrar el color de sus mejillas, abrir los ojos y sonreír.

La mariposa cruzó su bonita cara y Anaíd sintió un gran alivio en su pena.

– ¿La he devuelto a la vida? -preguntó asustada.

– No había muerto, simplemente la has sanado.

Dácil la abrazó con sus delgados brazos y la besó.

– Oh, Anaíd, estás viva, aún estás viva.

– Claro que sí, gracias a ti -reconoció-. ¿Tienes la piedra?

Y Dácil le confió su secreto escondrijo. La había ocultado tras una baldosa de la vieja cocina. Enviaron a un muchachito a recuperarla y Orsolya les dio comida.

– ¿Venís de muy lejos? -se atrevió a formular por fin.

– Cuatrocientos años -aventuró Anaíd, y con la mirada baja añadió-: Siento mucho lo de tu hija, no pude hacer nada.

Orsolya le tomó la mano.

– No te tortures. Dorizca tenía escrito su destino desde niña. Murió dulcemente. No supo que estaba muriendo. De eso me encargué con un conjuro. No pude hacer más.

Anaíd se compadeció de la pobre madre y por primera vez la miró a los ojos. Fue una equivocación. Sintió cómo la mano de Orsolya se tornaba rígida, fría y finalmente se desprendía de la suya con miedo. Orsolya, hipnotizada, se puso en pie y exclamó horrorizada:

– ¿Has bebido de la copa que te ofreció la condesa?

Anaíd se sintió descubierta en su terrible secreto.

– ¿Has bebido?

Anaíd quiso negar, pero no pudo.

– No sabía lo que había en la copa… -balbuceó.

Orsolya comenzó a sollozar y a mesarse los cabellos ritualmente.

– ¡No! ¡No! ¿Por qué? La maldición de Odi se ha cumplido.

Anaíd se asustó.

– ¿La maldición de Odi?

Orsolya la señaló como a una apestada.

– ¡Tú, Anaíd, la elegida, estás maldita!


* * *

La joven inuit interrumpió su labor, dejó caer el raspador con que curtía las pieles y se llevó las manos al pecho, exactamente como si un puñal se hubiese clavado entre sus costillas y pugnará por extraérselo.

Poco a poco el dolor se fue apagando hasta que cesó. Sin duda era el aviso que había estado esperando. Lo supo cuando levantó la vista y en la lejanía distinguió la silueta de la osa recortada en el horizonte.

Esa noche, dentro de su iglú, extendió la piel de nutria en el suelo y lanzó los huesos de ballena que llevaba siempre guardados en la bolsa de cuero que perteneció a su abuela, la gran hechicera Sarmik. De ella había heredado su nombre, sus poderes y esa diminuta bolsa que contenía los huesecillos mágicos que permitían adivinar el futuro.

Su madre, Kaalat, permanecía silenciosa a su lado. A pesar de que sabía que había llegado el momento de la despedida, deseaba dilatarlo. Nunca era el momento para decir adiós a una hija.

Los huesos confirmaron los presagios. Se avecinaba un largo viaje y Sarmik debía ponerse en marcha.

Kaalat, con la cabeza gacha, cortó filetes de pescado en salazón, pedazos de carne ahumada, y los fue introduciendo junto con el hornillo y el té en el petate que su hija llevaría consigo.

Los inuit viajaban ligeros de equipaje. Se trasladaban como el viento de un lugar a otro y en pocos minutos podían iniciar una marcha que les ocuparía semanas o hasta meses. Llevaban consigo sus arpones para cazar a las focas en primavera, sus rifles cargados para conseguir carne y sus tiros de pesca para proveerse de pescado.


El aullido de un husky, más parecido al lobo que al perro, avisó a Kaalat de la llegada de la osa.

– La madre osa te espera.

En efecto. La que fuera la pequeña Helga se había convertido en una magnífica osa blanca que reinaba en los confines del Ártico, allí donde sólo unos pocos inuits se atrevían a sobrevivir.

– Ella te acompañará hasta los límites de las tierras de nuestro clan. Luego tendrás que recurrir a las focas y a las nutrias, que te acogerán en tierras de Alaska.

A Sarmik se le partió el corazón a pedacitos.

– Madre, lo siento -murmuró abrazándola, consciente de que la dejaba sola en medio de la nada.

– No te preocupes por mí. Viajaré hasta los campamentos de verano y te esperaré con la tribu.

– No sé cuándo podré volver.

– Cumple con tu misión.

Sarmik dudaba.

– ¿Sabré siempre lo que tengo que hacer?

– Fuiste preparada para eso. Desde que Diana, la elegida, y tú, intercambiasteis vuestra leche, os convertisteis en hermanas de leche. Unidas para lo bueno y para lo malo. Necesitadas la una de la otra. Tú la guiarás a ella y ella te guiará a ti. Escucha la voz que está dentro de ti y cierra los oídos a las falsas llamadas.

– ¿Cómo las distinguiré? -preguntó Sarmik, asustada por su responsabilidad.

Kaalat hurgó en sus escasas posesiones y extrajo dos objetos preciados que guardaba especialmente para la ocasión. Emocionada, mostró a su hija el ulú afilado y hermoso, el cuchillo de mango de hueso de ballena que perteneció a su abuela Sarmik.

– Es para ti, hija. Úsalo bien, sólo en tu defensa, nunca ataques sin motivo. Defiende la vida de la elegida con la tuya propia.

Sarmik lo recogió con manos temblorosas y luego lanzó una exclamación. Kaalat sostenía un maravilloso collar blanco, inmaculado y poderoso. Era un potente amuleto que había sido confeccionado con los dientes de la osa madre.

Sarmik bajó la cabeza y su madre se lo puso. Lucía poderosamente en su cuello y era muy hermoso.

– La madre osa te protegerá y alejará de ti el mal. No le lo quites bajo ningún concepto. ¿Me lo prometes?

En cuanto el collar entró en contacto con su piel, Sarmik sintió cómo la invadía la paz.

CAPÍTULO XVII

No te lamentarás del rechazo

El regreso al presente fue sencillo. Anaíd y Dácil, ayudadas por Orsolya, reprodujeron el círculo mágico en el claro del bosque de los Cárpatos, asieron la piedra verde, se purificaron y, oficiadas por los cantos de la matriarca del clan de la marta, saltaron dentro del círculo de piedras.

Esa vez cayeron exactamente en el mismo círculo del robledal donde la dama blanca las despidió. Exhaustas y desnudas, Anaíd y Dácil llegaron hasta la cueva para pedir ayuda a Cristine. La hermosa dama las recibió amorosamente, las vistió y perfumó, las alimentó y preparó unos lechos mullidos donde se desplomaron y durmieron largas horas. Al despertar, estaban solas en el maravilloso palacio encantado. Dácil, curiosa, pretendía tocarlo todo, admirarlo todo, exclamaba por todo. Su alegría y su sorpresa eran contagiosas y consiguieron que Anaíd celebrase su regreso con optimismo. Sin embargo, la ausencia de Cristine la tenía intrigada. ¿No la abandonaría ahora que ya había conseguido destruir a la condesa? ¿Y su cetro? ¿Y Elena y Criselda?

Dácil, a pesar de su espontaneidad, era un pequeño estorbo. Anaíd le rogó que no dijese nada sobre ese viaje en el tiempo y le pidió que la esperase en su casa, puesto que ella tenía que resolver cosas con su abuela. Eludió aposta la naturaleza de Cristine y Dácil no le hizo preguntas. Aceptó esas circunstancias excepcionales con la naturalidad de los niños. Anaíd sospechó que si le hubiese presentado a una hembra gorila como su abuela, Dácil la hubiese besado, le hubiese pedido un plátano y le hubiese deseado las buenas noches. Era imposible no hacer preguntas sobre la dama blanca y su palacio de superficies reflectantes y piedras preciosas. Pero Dácil no las hizo. Tal vez creyó que la elegida se merecía ese palacio y a esa misteriosa abuela.

Anaíd sentía un cariño peculiar por la chiquilla. Era tan joven e ingenua, y además su olor era fresco. Le gustaba especialmente su cuello aterciopelado, moreno y esbelto. Antes de despedirla, ella misma trenzó su cabello para dejarlo al descubierto.

– Tu cuello es precioso, como el de un cisne, tienes que lucirlo.

Dácil no era coqueta, pero estaba encantada de que alguien peinara su cabello y le dijese cosas bonitas, y si ese alguien era la maravillosa Anaíd, mejor aún.


Cristine regresó al poco y no se extrañó de la recuperación de Anaíd, ni de la ausencia de Dácil. Tenía un rasguño en la mano, la ropa algo sucia y algo arrugada y un brillo especial en la mirada.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Anaíd inquieta, sabiendo de antemano la respuesta.

Cristine se mostró enigmática.

– Comienza tú, querida. Tienes muchas, muchas cosas que explicarme. Quiero saberlo todo, desde el principio hasta el final. Sin dejarle ni una coma.

Anaíd se acomodó junto a la hermosa dama y fue hilando el relato. Mientras lo hacía, iba dándose cuenta de la dureza de esa experiencia tan insólita y de los peligros que había conseguido superar.

Cristine la escuchó atentamente y Anaíd detectó en su frente finísimas arrugas de inquietud, pero al finalizar el relato la abrazó y la felicitó.

– Eres muy valiente, gracias a ti hemos vencido.

En ese instante, Anaíd supo que Cristine había penetrado en el mundo opaco y que se había enfrentado a la condesa.

– ¿Luchaste contra ella?

Cristine rió.

– Contra lo que quedaba de ella, cariño. La condesa era una verdadera ruina.

Anaíd recordó el rostro tenebroso de Erzebeth Bathory, una belleza sombría de los Cárpatos. No se atrevía a formular su pregunta, pero Cristine podía leer sus pensamientos.

– Se acabó. La temible condesa ha desaparecido y su mundo opaco se ha esfumado para siempre. Fue muy sencillo, estaba acabada y simplemente se desintegró como el polvo.

Anaíd saltó de alegría.

– ¡Entonces Elena y tía Criselda están libres!

– Están en casa de Elena. Ni ellas mismas saben qué ha sucedido.

Anaíd sintió una ansiedad desconocida.

– ¿Y el cetro también ha regresado?

– Efectivamente, lo tiene Elena -asintió Cristine.

– ¿Y Roc?

– Recuperado.

Por primera vez había olvidado a Roc y su afán por el cetro había superado al amor que sentía por el muchacho

– Voy para allá. Necesito… -calló avergonzada.

Su necesidad imperiosa era blandir el cetro.

Cristine la detuvo.

– Anaíd, espera, será mejor que no vayas por ahora.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

– Muchas cosas.

Su tono era grave y Anaíd consideró que, si había malas noticias, Cristine debería ocultárselas. Ella no quería preocuparse, no tenía por qué volver a pasarlo mal. Había sufrido mucho, había peleado y había cumplido con su misión. Era injusto que ahora aguasen su fiesta y estropeasen su sentimiento de satisfacción. Quería el cetro, quería a Roc y quería ser feliz.

– Es urgente que hagas el Camino de Om.

Anaíd sintió cómo la rabia la embargaba. No estaba preparada, no tenía ningún motivo para ir a las profundidades y enfrentarse a los muertos.

– ¿Por qué?

Cristine intentó ser lo más convincente posible.

– Cariño, Baalat ya ha conseguido reponer sus fuerzas, pronto reaparecerá si no lo ha hecho ya. Desaparecida la condesa, nuestra enemiga es Baalat.

– Yo no la he visto.

– Yo la siento, está aquí. Ella también quiere el cetro y hará todo lo posible por destruirte y apoderarse de lo que es tuyo.

Anaíd se tapó los oídos. Ni siquiera tenía su cetro y ya la amenazaban con perderlo.

– Déjame. Primero iré a por el cetro.

– No lo necesitas para recorrer el Camino de Om. Es más, no puedes descender con él.

Anaíd se liberó del abrazo engañoso de la Odish y se revolvió como una víbora clavándole sus dientes ponzoñosos.

– Eres una interesada. Sólo quieres utilizarme. Yo te hago el trabajo sucio y tú te aprovechas. ¿Es así, no?

Cristine tembló horrorizada.

– ¿Cómo puedes pensarlo siquiera? Yo te quiero.

– Pues entonces déjame.

– Ellas te rechazarán y sufrirás.

– ¿Quiénes?

– Anaíd, en este viaje ha sucedido algo que no tiene solución.

– ¿El qué?

– Has cambiado, ya no eres la misma.

– Eso ya lo sé -aceptó Anaíd avergonzada.

Cada vez sentía una inquietud mayor, cada vez estaba más descontenta consigo misma, con su destino, con los avatares que le procuraba la vida.

– Ya no eres una de ellas. Lo notarán y te apartarán de su lado, te expulsarán de la comunidad.

Anaíd se enfrentó a su abuela.

– ¡Tienes celos de las Omar! ¡Me quieres sólo para ti y tus propósitos! ¡Has conseguido que me enemiste con Elena, con Roc, con mi madre y también que mi padre me abandone!

Y salió corriendo sin reparar en la desolación que inundaba el rostro de Cristine.

– Espera, Anaíd, espera. ¡No estás preparada!


Anaíd corrió y corrió como alma que lleva el diablo. La ansiedad de llegar a casa de Elena le ponía alas en los pies. No se detuvo a tomar aliento ni a descansar siquiera unos segundos para no sentir el flato, ese dolor agudo en el costado que la traspasaba como un cuchillo. Se iba repitiendo a sí misma que quería pedir perdón a Elena, ver a Roc y volver a abrazar a tía Criselda, pero en su fuero interno sabía que su impaciencia radicaba en su deseo de tener el cetro en sus manos. Durante todo el tiempo que estuvo lejos no lo sintió con esa fuerza y esa inmediatez. Ahora sí. Era una urgencia, una necesidad imperiosa.

Llegó a casa de Elena con el corazón saliéndole por la boca. Aporreó la puerta con impaciencia, una vez, dos, hasta que la puerta se abrió y tras ella apareció una mujer menuda, rechoncha, con el pelo blanco y la bondad en el rostro. Su sorpresa fue mayúscula.

– ¡Tía Criselda! -exclamó abrazándola como a una muñeca de trapo y levantándola en el aire.

– Anaíd, hija -exclamó su tía ahogándose con el abrazo furioso-. Déjame que te vea. ¡Estás hecha una mujer! -y la apartó para verla mejor.

Inmediatamente su sonrisa se heló y sus pupilas se dilataron de miedo.

– ¿Eres tú, Anaíd?

– Claro. ¿Quién iba a ser?

Tras Criselda apareció Elena. No se alegró de verla, más bien al contrario. Su seriedad y su falta de entusiasmo cortaron en seco el efusivo encuentro entre tía y sobrina.

– Pasa -le ordenó por todo recibimiento, y cerró la puerta tras ella, como si la engullera.

Así se sintió Anaíd. Devorada por su clan.

Elena la interrogó como a una prisionera de guerra, o peor, como a una espía. Nada de lo que Anaíd decía parecía complacerla. A menudo fruncía la nariz y carraspeaba con suficiencia intercambiando una mirada cómplice con lía Criselda, que no daba crédito a lo que oía.

Anaíd se sentía mal, injustamente tratada. Se sentía juzgada y condenada. Aunque si lo pensaba bien, era lógico que Elena, con quien había peleado por el cetro y por el amor de Roc, estuviese deseosa de venganza. Al fin y al cabo la había recluido en el mundo opaco y había puesto en peligro la vida de su hijo.

Anaíd ya llevaba un buen rato hablando y se dio cuenta de que Criselda y Elena miraban continuamente por la ventana a la espera de alguien o algo.

– ¿Esperáis a alguien? -preguntó Anaíd.

Sin pretenderlo, adoptó una actitud impertinente. No le dejaban opción. La agresi-vidad ajena le generaba ese comportamiento hostil.

Elena se retorció las manos.

– En efecto, estamos esperando a una persona que decidirá lo que tenemos que hacer contigo.

Elena era francamente ofensiva, hasta su forma de hablar rezumaba frialdad. Anaíd reaccionó con pasión.

– Acabáis de oír que he vencido a la condesa retrocediendo cuatrocientos años en el tiempo y quemando su talismán indestructible. Ya no existe el mundo opaco…, por eso estáis libres.

Por toda respuesta obtuvo un silencio implacable.

Anaíd se sintió pequeña y censurada, como una niña que ha cometido una travesura y que es castigada con la mirada adusta de sus mayores. Ella sólo anhelaba una sonrisa amiga, un gesto cariñoso, una complicidad inexistente.

– ¿Por qué me tratáis como si fuera una delincuente? -gimoteó.

Elena fue muy dura.

– En cierta manera lo eres. Has delinquido, has retado nuestras leyes y has cometido un gravísimo error.

– Yo no quería enviarte al mundo opaco. Yo no quería. Me ofusqué.

Elena suspiró.

– Lo sé, no hablaba de ese error.

– ¿Entonces?

Elena la miró sin pizca ni asomo de cariño.

– Has desobedecido a las Omar y te has puesto al servicio de una Odish.

– No es cierto. No es una Odish cualquiera, es mi abuela. Me quiere.

Elena bajó los ojos. Criselda se secó una lagrimilla.

– Seguramente tengas razón: te quiere pero convertida en una de ellas.

Anaíd se levantó ofendida.

– ¿Qué pasa? ¿Vosotras también me acusáis de llevar sangre Odish en mis venas? Yo no tuve la culpa. Fue Selene quien se enamoró del hijo de una Odish y me concibió. Yo soy inocente.

– No es eso, Anaíd.

– ¿Pues qué es?

– La maldición de Odi.

Y Anaíd explotó.

– Estoy harta de la maldición, estoy harta de vosotras y de vuestra palabrería. ¡Quiero mi cetro, quiero ver a Roc!

Elena se levantó.

– ¿Te das cuenta, Anaíd? No controlas tu voluntad. El cetro te domina. La elegida no puede actuar a merced de sus caprichos.

Y en ese momento, a lo lejos, vio llegar la bicicleta de Roc por el camino. No pidió permiso a Elena ni a Criselda. Salió a su encuentro sin consultarlas.

– ¡Roc! ¡Roc! -gritó agitando la mano por el camino.

Roc sonrió a lo lejos y pedaleó con fuerza para alcanzarla, dejó caer la bicicleta y corrió hacia ella.

Anaíd sintió que su corazón se ensanchaba de dicha. Roc la recordaba, Roc la quería, Roc iba a abrazarla. Pero cuando estuvo a tan sólo un metro de ella, Roc frenó su carrera y se detuvo.

– ¿Anaíd? -pronunció con extrañeza.

Roc estaba azorado o temeroso. No se comportaba con naturalidad.

– Sí, soy Anaíd.

Roc estaba nervioso, balbuceaba al hablar.

– Bueno, yo…, es raro encontrarte aquí.

– ¿Por qué?

– Te fuiste tan de repente, fue todo tan extraño…

– ¿Qué te han explicado? -quiso saber Anaíd, desconfiada.

– Nada.

– ¿Entonces? ¿No me das un abrazo?

Roc, instintivamente dio un paso atrás, alejándose de ella.

– No te enfades, pero cuando te he visto…

Anaíd fue perdiendo el aplomo que había tenido al acercársele. ¿Qué pretendía decirle Roc? ¿En qué términos se acordaba de ella?

– ¿Qué quieres decirme, Roc?

– Bueno, he pensado mucho en ti, pero…

Levantó los ojos y Anaíd los vio distantes.

– ¿Roc? Mírame, soy Anaíd. Dame la mano.

Roc la rehuyó de nuevo y evitó el contacto.

– Lo siento, Anaíd, no sé qué me pasa… Siento… que no eres tú. Es algo extraño, que no va contigo, seguro…

Anaíd quiso llorar. Si ella se acercaba, Roc daba un paso atrás.

– No, no te acerques, por favor.

Anaíd se miró las manos, se miró la piel, la ropa.

– ¿Qué te ocurre? ¿Estoy apestada?

– No lo sé, es algo que no controlo… Me das miedo -confesó finalmente, enrojeciendo de vergüenza.

Anaíd se quedó inmóvil, desconcertada. El dolor pronto cedió paso a la rabia. Se enfureció, la ira subió por sus manos y salió por sus ojos. Su mirada echaba chispas y las nubes corrieron raudas y ocultaron al sol.

– ¿Yo te doy miedo? -preguntó con voz ronca.

– Por favor, Anaíd, no digas eso…

– Ahora sí que te daré miedo. ¡Mira!

Efectivamente, su aspecto era terrible. El viento hacía ondear sus cabellos y sus ojos acerados eran fríos e implacables. El color azul de sus pupilas traspasó a Roc y convocó a la tormenta. Levantó sus brazos a las nubes y descargaron una furiosa lluvia encima de ellos. Los rayos y los truenos cayeron por doquier.

Roc, boquiabierto, asistía a esa obscena exhibición de poder y Anaíd, al ver su pánico, rió con risa de loca y pronunció las palabras mágicas para reclamar su cetro.

Soramar noicalupirt ne litasm.

Lo repitió otra vez y otra. En vano. El cetro no acudía a su mano.

Olvidó a Roc, la tormenta y al mundo entero. Abrió la puerta de la casa como un vendaval y entró en ella dispuesta a llevárselo. Elena la interceptó.

– No te atreverás. Lo he conjurado.

– ¿Dónde está?

Tía Criselda, involuntariamente, levantó la vista hacia la vitrina. Elena siguió la dirección de su mirada y se alteró. Anaíd lo adivinó sin problemas.

– En la vitrina.

Elena sacó su vara y la detuvo.

– No te acerques, está a buen recaudo.

– ¿Y qué me harás si me acerco? -la increpó Anaíd con un descaro impropio de una Omar joven.

Tía Criselda intervino con mucha suavidad, pero con contundencia.

– No hará falta, ¿verdad, cariño? Tú eres obediente, aprendiste a obedecer conmigo, conoces las leyes Omar y nos respetarás.

Su tono convincente, su estilo calmado, su cantinela seductora estuvieron a punto de conseguir que Anaíd cediese, pero la ansiedad la corroía.

– El cetro es mío y me lo llevaré -afirmó finalmente, y dio un paso hacia la vitrina.

– Anaíd, por favor, escúchame -medió la pobre Criselda sujetándola para que Elena no interviniese-. No nos obligues a usar la fuerza.

Anaíd ya no la escuchaba. Con un movimiento apenas perceptible sacó su propia vara y pronunció un conjuro sobre las dos mujeres.

– Yo os conmino a permanecer mudas, sordas y ciegas hasta que yo lo desee.

Al instante, Criselda y Elena perdieron el habla, la vista y el oído, y comenzaron a vagar a tientas por la habitación, como las orugas procesionarias al perder la fila de sus compañeras.

Anaíd se dirigió con determinación al mueble, pero en el momento de abrirlo una voz la detuvo.

– No lo hagas, Anaíd, no lo hagas.

Esa vez sí que se desconcertó. Esa voz no era la voz de Elena, ni la de Criselda. ¡No podía ser! La voz que había oído era… Se dio la vuelta y allí estaba, delante de ella: la persona a quien esperaban.


Selene, su madre, despeinada, con la ropa desgarrada, las botas manchadas de barro y la cara tiznada. Tenía las manos crispadas y los ojos endurecidos tras la experiencia. Había atravesado las montañas sola y se había perdido infinidad de veces. Había trepado por los riscos, había descendido por las laderas y había avanzado sin descanso, sin dejarse llevar por el desaliento, vadeando riachuelos y atravesando valles. Por las noches había sentido el zarpazo de la soledad y el miedo, y había permanecido insomne, rogando a Deméter que la protegiese, soñando sin desearlo con los brazos cálidos de Gunnar, y anhelando tener a su pequeña a su lado para mecerla y cantarle una canción de cuna.

Hacía tan sólo unas horas que Elena se había puesto en contacto con ella y le había comunicado la terrible verdad. Anaíd, su niña, estaba perdida.

Sólo tenía un sentimiento. Desolación e impotencia. Ella le había fallado a su hija.

Había entrado en la casa acompañada de Roc, que permanecía unos pasos atrás, con la cara descompuesta. Roc, llave en mano, parecía valiente en su determinación.

– ¡Selene! -exclamó Anaíd con una mezcla de ansiedad y remordimiento, y se acercó con vacilación, sin saber si podía abrazarla o no, si la rechazaría.

Lo intentó. Selene abrió los brazos y la acogió en ellos, y Anaíd se dejó querer. Pero pronto su pequeño paréntesis de felicidad se truncó por el desconcierto de Roc. Roc estaba junto a Elena.

– ¿Mamá? -preguntó al darse cuenta de los gestos absurdos y vacilantes de Elena-. ¿Mamá? ¿Me oyes?

Era evidente que no podía oírle ni verle. Pero Roc, angustiado, la abrazó y gritó:

– ¡Dime algo, mamá, dime algo, por favor!

Anaíd sintió un vacío vertiginoso en el vientre, como un agujero por donde se escapase cualquier atisbo de paz.

– ¿Qué le has hecho a mi madre? -le recriminó Roc cogiendo a Elena del brazo y estudiando su mirada vacía y sus movimientos vacilantes.

Selene alejó a Anaíd de ella y observó a su vez a Hiena y Criselda. Anaíd se sintió taladrada por la mirada reprobatoria de su madre, y se defendió.

– Iban a atacarme, querían destruirme, tuve que defenderme.

Roc evitó mirarla y se dirigió a Selene.

– Por favor, Selene, haz algo, haz algo con Anaíd, no es ella. No es ella.

Selene movió la cabeza lentamente.

– Lo sé. Descansa y duerme, no te preocupes.

Y Roc obedeció las palabras mágicas de Selene y se tendió a dormir sobre la alfombra. Anaíd se encaró con ella.

– ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué soy tan diferente? ¿Tú también me tienes miedo?

Selene bajó los ojos temerosa.

– Ellas no se han atrevido a decírtelo.

– ¡¿El qué?!

– Yo soy tu madre y me toca hacerlo.

– Parece que me tengas que condenar a muerte.

Selene no rechazó mirarla cuando pronunció su sentencia. Ése era el privilegio de ser madre: podía continuar amándola y mirándola a los ojos a pesar de la terrible verdad.

– Ya no eres una Omar.

Anaíd se descompuso.

– ¿Qué soy entonces? ¿Un monstruo?

Selene con la voz rota musitó:

– Has bebido de la copa prohibida y sobre ti ha caído la maldición de Odi.

Anaíd sintió un temblor leve en las rodillas, como el primer movimiento que precede al terremoto. No quería saberlo y sin embargo hizo la pregunta con un hilillo de voz:

– ¿Y qué soy?

– Eres una Odish inmortal. Eres nuestra enemiga.

El grito de Anaíd desgarró los oídos de Criselda y Elena y deshizo el encantamiento.

Las dos mujeres abrieron los ojos con incredulidad y sus cuerdas vocales pudieron proferir sonidos articulados.

– ¿Ya lo sabe? -preguntó Elena al recomponerse y resituarse.

Pero Anaíd no lo aceptaba.

– No es cierto. No es verdad lo que decís.

Selene quiso acercarse, y Anaíd notó cómo su propia madre temblaba al alargar la mano hacia ella.

– ¡Eres una cobarde! -le recriminó.

Y con toda la fuerza de la magia que había acumulado abrió los cajones de la vitrina para tomar su cetro de una vez. Sin embargo, ante su estupor, los cajones aparecieron vacíos. Elena se transmudó.

El cetro no estaba.

– Me has engañado -escupió a Elena.

– No puede ser. Lo dejé aquí. El cetro estaba aquí.

Criselda palpaba cada rincón desesperada.

– Yo lo vi. La ayudé a crear el conjuro de protección.

Criselda topó con un papel arrugado y lo mostró. Estaba escrito en unos extraños caracteres.

– ¿Qué significa esto?

Elena, pálida, se lo arrancó de las manos y lo leyó con atención.

– Son caracteres fenicios.

Selene los conocía. Hacía más de quince años encontró la misma firma sangrienta. Se llevó la mano a la boca.

– Baalat. Es la firma de Baalat.

Anaíd se ofuscó. Baalat tenía su cetro y ella era una Odish. Ya no la querían ni en la tribu ni en el clan. Era una proscrita. No pertenecía a nada ni a nadie. Su madre la temía, Roc la temía, Criselda la temía, Elena la odiaba, Cristine la utilizaba y la dama oscura robaba su cetro.

No pudo soportarlo, creó una barrera mágica tras ella y huyó hacia el bosque camino de su cueva.

A medio camino cayó sobre una roca y rompió en sollozos desesperados, con tan mala fortuna que fue a estorbar a una madriguera de comadrejas y consiguió asustar a las crías. La madre, una comadreja joven, se escondía tras un arbusto sin atreverse a acudir a consolar a sus pequeños. Anaíd se sintió generosa.

– No te voy a hacer nada -le dijo en su propia lengua.

La comadreja se sorprendió.

– Anda, consuélalos y hazlos callar, que son unos quejicas.

El animalillo cumplió su tarea con eficacia. Los tranquilizó, los lamió, les dejó mamar y los durmió. Luego, salió valientemente y se dirigió a Anaíd.

– Gracias.

Anaíd estaba deshecha y se sentía vacía y sin fuerzas.

– Hazme un favor. Ve a decirle a la dama blanca que estoy aquí, que venga a ayudarme.

La comadreja tembló.

– No es posible.

– ¿Porqué?

– La dama blanca se ha ido.

– Volverá pronto, supongo…

– No, se ha ido muy lejos, de viaje, para siempre.

Anaíd se desesperó. No podía ser.


Pero así era. La cueva que antaño fuera un palacio embrujado había recuperado su aspecto primigenio. Volvía a ser oscura, tenebrosa y fría. Anaíd se estremeció al arrastrarse por sus corredores sombríos y húmedos. No pudo comprender cómo había sido su refugio durante tantos años, desde que era niña y la descubrió gracias a Deméter.

Encontró sin embargo sus joyas. Estaban ahí, como una ofrenda dejada por su abuela. De dentro del pequeño cofre sacó su collar de zafiros azules, su pulsera resplandeciente de turquesas y su broche mágico de amatistas. Se vistió con ellas y se sintió benéficamente protegida. Consolaron tramposamente su desolación, pero el espejismo duró poco. La superficie del lago a la que conjuró para contemplar el cetro con su mano mágica sólo le devolvió la imagen oscura de una caja. Imposible saber dónde se ocultaba y cuál era su paradero.

Luego, de regreso otra vez en la cueva, entendió lo que era la soledad, una circunstancia más allá de la coyuntura y del momento. La suya era una soledad absoluta, la certeza angustiosa de su propio yo desgajado del racimo de la colectividad. Un destino solitario, encumbrado. Ése era el precio del poder. Ésa era la otra moneda del reinado de la elegida.

Al caer la noche, una sombra sinuosa penetró en la cavidad y se deslizó hasta situarse a su espalda.

Anaíd estaba a la defensiva con su atame en la mano y dispuesta a rebanar el cuello que hiciese falta. En pocos segundos, agarró a su presa por los cabellos y arremetió con su atame contra su cuello.

– ¡No, Anaíd, no, por favor!

Era Dácil.

Su atame, sin querer, había rozado su tierno cuello y le había causado una finísima herida.

– Lo siento -se disculpó Dácil-. No quería asustarte, sino consolarte.

– ¿Ya lo sabes? ¿Sabes quién soy? ¿Sabes qué soy? -arremetió Anaíd furiosa.

Dácil se encogió de hombros.

– Os espié y me enteré de todo. Pero no te tengo miedo, yo te quiero.

Y se abrazó a ella con fuerza. Anaíd se calmó y dulcemente recogió la gota de sangre que manaba de su cuello con su dedo índice y se la quedó observando. Era la sangre de su joven amiga, una sangre apetecible, joven y fresca, una sangre vivificante.

Miró a Dácil, palpó su desamparo y su sonrisa grácil. La abrazó más fuerte y sintió el calor de su cuerpecillo y el palpitar de su sangre.

La sangre de Dácil.

La sangre de una Omar.

Ansiaba la sangre.


– ¡Vete! ¡Vete de aquí! -gritó asustada echándola de su lado, horrorizada por su instinto-. ¡Vete lejos, no quiero verte más, nunca más!

Y ella misma alejó a la única persona que había acudido por voluntad propia a su lado. Quizá a la única que la admiraba sin resquicios, que la adoraba sin condiciones, que la quería tal cual era.

Dácil, con el corazón roto, salió de la cueva y se perdió en la negrura del bosque.


Anaíd deseó morir, había tocado fondo. Por eso aceptó con gratitud la presencia oscura de la víbora, agradeció su tacto viscoso y su lengua bífida y recibió con tristeza jubilosa el agudo y breve mordisco venenoso.

Luego esperó su muerte.

En vano.

Su herida se infectó y la sangre emponzoñada se extendió por todo su cuerpo, pero su cuerpo generó su propio antídoto, luchó contra el veneno intruso, lo venció y restauró su salud imperecedera.

Anaíd, incrédula, movió su brazo, antes hinchado, su mano, antes tumefacta, y comprobó que nada le había ocurrido.

Anaíd sabía que la serpiente era Baalat y que le había inoculado una dosis de veneno mortífera, pero Baalat no sabía que Anaíd era inmune a su veneno. Ya no era una Omar mortal.

Anaíd, la elegida, estaba maldita por Odi.

Había caído bajo el poder del cetro, había cometido todos los errores que auguraba la maldición y se había convertido en una Odish.

Era inmortal.


* * *

Los dos hombres estaban apostados en el camino esperándola. La oyeron llegar a lo lejos, se sonrieron y se hicieron la señal convenida. Inmediatamente, el más joven -no llegaría a los veinte años- se tendió en el suelo junto a su trineo; el otro lanzó parte del equipaje al suelo y luego se dejó caer a su vez sobre el pescante, inmóvil, como si hubiera sufrido un desmayo repentino. Antes de cerrar los ojos, sujetó el rifle con su mano derecha.

La muchacha conducía una moto-nieve con pericia. El cielo se desgajaba en mil matices violáceos a la hora del crepúsculo, la hora mágica de los espejismos del Ártico, la hora en que el vértigo blanco y la angustia se apodera de los viajeros. Viajaba sola, junto a un hermoso husky de ojos azules y mirada inteligente.

Primero pensó que el trineo le llevaba poca ventaja, pero pronto se dio cuenta de que algo había sucedido. Efectivamente, al acercarse más, distinguió el bulto de un hombre caído en el suelo y rodeado de parte de sus pertenencias. Los perros ladraron. Estaban atados al tiro y no parecían hambrientos ni especialmente asustados. ¿Había sufrido un accidente?

A pesar de la falta de certezas, no lo dudó ni un instante y detuvo su vehículo junto al hombre herido. En el Ártico, la hospitalidad más que una norma de educación era la garantía de la supervivencia. No se fijó en el otro hombre agazapado sobre el pescante del trineo, medio oculto entre las pieles.

Sarmik se arrodilló sobre el joven caído pero, sin darle tiempo a reaccionar, una mano veloz la agarró del brazo y la inmovilizó. En ese mismo instante, el hombre abrió los ojos y gritó una palabra a su cómplice. Sarmik oyó el sonido del cargador a sus espaldas y supo que la apuntaban con un rifle.

– ¡No te muevas!

Sarmik se quedó sin habla. Era una trampa. Estaba siendo víctima de los bandidos que asaltaban a los viajeros incautos. Pero no contaban con el perro. El husky saltó disparado sobre el hombre que la sujetaba por la muñeca y de un mordisco consiguió que la soltara. El otro disparó tan cerca que la bala pasó rozando su cabeza.

– ¡Quieto, Teo, quieto!

Era nieto de Lea. Era el joven perro que ella misma ayudó a parir y que crió desde que era un cachorrillo, hacía tan sólo tres años. Un bonito macho de la última carnada de su padre Víctor. La acompañaba a todas partes, era su sombra, su guardián y su guía, como lo fueron antaño su abuela y su padre.

Sarmik lo agarró fuertemente del collar y cerró su morro amenazador que rugía mostrando los dientes a los intrusos.

– No os hará daño, no lo matéis, por favor -les suplicó.

– ¡Átalo! -le ordenó el del rifle, que parecía ser el jefe.

Obedeció, presta para salvar la vida de su perro, y luego, con las manos en alto, se acercó a los dos intrusos.

– Llevaos mi dinero si queréis, pero dejadme comida.

Viajo sola.

Los dos bandidos rieron.

– Me gusta tu moto-nieve -dijo el más joven, acariciando el asiento mullido.

– No come pescado -añadió el otro.

– Es muy aerodinámica.

Sarmik se sintió mal.

– Os la daría con mucho gusto, pero tengo que atravesar Alaska lo más deprisa posible.

– ¿Te espera tu novio, bonita?

Sarmik dio un paso atrás, no le gustaba nada el tono amenazador del joven.

– No me toques.

Teo gruñó, tiró de la cuerda y se enfureció muchísimo cuando el joven levantó una mano y arrancó el collar que Sarmik lucía en su cuello.

– Bonito collar de dientes de oso. ¿Son auténticos? ¿Te lo regaló él?

El otro hombre rió.

– Claro, por eso tiene tanta prisa en volver a verlo.

Pero al levantar la vista del collar, ambos dieron un grito sin pretenderlo. La temerosa muchacha que les suplicaba unos instantes antes ya no era la misma. Sus pupilas estaban dilatadas y miraba sin ver, como los ciegos. El rictus de su boca era cruel. Y se asustaron porque detectaron en la firmeza de su mirada una determinación mayor que la suya. No se arredraría ante nada ni nadie.

Sin asomo de miedo la joven pronunció unas palabras extrañas.

Orre ertecr saraluform.

Y de pronto, el arma con la que le apuntaba el bandido del trineo comenzó a retorcerse en sus manos convertida en una serpiente. La lanzó lejos, con asco, y fue a caer en medio del tiro de perros, que ladraron como locos y se lanzaron sobre la presa devorándola y arrancando pedazos que se disputaban unos a otros y luego tragaban sin apenas masticar.

Ante los ojos desorbitados de los dos bandidos, a medida que los perros consumían los pedazos de serpiente, se convertían a su vez en serpientes con cabeza de perro que se liberaban sinuosamente de sus ataduras en el trineo y se lanzaban en su persecución.

Los dos hombres comenzaron a correr con desesperación hacia todos los lados, sumidos en un desconcierto total. Fuesen donde fuesen una nueva serpiente-perro les corlaba el paso obligándolos a retroceder. Al cabo de un rato, sudorosos y angustiados, admitieron que estaban rodeados. Los horrendos monstruos iban estrechando el círculo en torno a ellos.

De las bocas de los perros-serpiente salieron columnas de fuego que les chamuscaron los cabellos y las cejas y los aterrorizaron. Los perros se relamían contemplando a sus presas y las colas de las serpientes comenzaban a enroscarse en las piernas de los dos pobres bandoleros, que comprendieron que morirían devorados por los monstruos, víctimas de un encantamiento fatídico.

– ¡Piedad, piedad, bruja de los hielos! -suplicó el más joven.

– ¡Ten compasión de nosotros, hechicera de las sombras! -lloró el hombre del rifle.

– Devolveremos todo lo que robamos si nos libras de esta muerte -prometió el ladrón de su collar.

Era inútil. En los ojos rasgados y oscuros de Sarmik lucía la ira desprovista de pasión. La venganza fría, deshumanizada. Los sentimientos no tenían cabida.

– ¡Ten, tu collar! -gritó el más joven desprendiéndose de los dientes de la madre osa engarzados en plata y lanzándolo contra Sarmik.

Su gesto fue providencial. En el momento en que el collar entró en contacto con el cuerpo de Sarmik, se desvaneció la ilusión y las horrorosas serpientes se transformaron de nuevo en perros de trineo que gemían y pedían comida a sus amos.

Sarmik tomó el collar y se lo puso como había hecho unos días atrás su propia madre. El influjo benéfico de la madre osa fue instantáneo.

Sarmik recuperó el control de su mente y la bondad retornó a sus manos. No recordaba nada de lo sucedido.

Compadecida de los dos bandidos les ofreció un poco de comida, pero la reacción de los hombres fue asombrosa.

Le devolvieron la comida y salieron corriendo sin esperar a sus perros, sin siquiera atarlos de nuevo al tiro del trineo, y sin cargar con una sola provisión. Corrían y corrían alejándose de ella, como si ella fuese el mismísimo diablo o su reencarnación.

Sarmik, extrañada, suspiró, acarició al inquieto Teo, su buen amigo, y puso otra vez en marcha la moto-nieve.

¡Qué incidente más extraño!, pensó. La abordaban en medio de la estepa helada y no sólo no le robaban nada sino que además le dejaban un trineo con su tiro de perros y su impedimenta. Un buen regalo.

Sarmik continuó adelante con su viaje sin tener conciencia de que su otro yo se agazapaba en un rincón de su alma, esperando la oportunidad para usurpar su cuerpo y su voluntad.

CAPÍTULO XVIII

No formularás el hechizo de vida

La oscuridad fría de la cueva se había trocado en una luz anaranjada y suave como un melocotón maduro. Anaíd tenía el cuerpo entumecido. La humedad que rezumaban las estalactitas y las paredes calizas le había calado la ropa y, al desperezarse, notó que le dolía hasta el alma. Si las Odish tenían alma, claro.

Se sintió mal y recordó su pesadilla. Era muy vivida, casi real. Había soñado con Dácil, la pobre niña apartada de su madre, que corría llorando por el robledal y se alejaba de su refugio mágico para ser devorada por otro bosque más frondoso. Su llanto quedó engullido por los líquenes y sus lamentos se perdieron entre el alegre fruto rojo del serbal de los cazadores. Dácil se escurría entre las sombras que proyectaban los tilos hasta que fatalmente se dejaba caer bajo un venenoso tejo. En su llanto Dácil la llamaba, pero ella no quería verla, la había echado de su lado dejándola sola y abandonada. Dácil tenía frío, miedo y la certeza de no ser amada. Gritaba su nombre una y otra vez. ¡Anaíd! ¡Anaíd!, repetía. Pero ella no acudía. Se tapaba los oídos para no oírla. Pasaban las horas entre gemidos y sollozos hasta que Dácil recibía la visita de una invitada oportunista. La víbora.

Sintió un escalofrío al recordar su pesadilla. Baalat, la serpiente fenicia, reptaba por el cuerpo de Dácil, llegaba a su precioso cuello e hincaba los dientes largos y amarillentos en su carne rosada. Dácil aceptaba la muerte con resignación, sin luchar, languideciendo como la pobre Dorizca, perdiendo la sangre y la vida bajo la boca ávida de Baalat.

Se estremeció de espanto al recordarlo.

Pero sólo había sido un sueño.

Y sin embargo, una voz le decía que no era sólo un sueño. Un presentimiento le advertía de que esa voz decía la verdad.

Se levantó con las piernas temblorosas y salió al exterior. El sol del mediodía calentaba las copas de los robles. El canto de los gorriones y los mirlos espantó su pena y el vuelo de las perdices de alas blancas la tranquilizó. Era un día soleado, bello, esperanzador. Quiso convencerse de ello, a pesar de que no era cierto. Los pinzones entonaban una canción fúnebre. El quebrantahuesos de vuelo majestuoso hablaba de muerte y avisaba a los buitres de la presa que yacía bajo un tejo, oculta. El gavilán la había visto desde las alturas y se lamentaba por su muerte al recordar su caminar grácil. El pito negro de cabeza roja recordó su canto alegre y se entristeció porque ahora estaba muerta.

Apresuró su paso y preguntó a la marmota, pero la marmota, asustada, huyó sin responderle. Anaíd enloqueció y preguntó al topo y a la rana bermeja. Y finalmente fue la musaraña quien, compadecida de su angustia, le indicó el lugar exacto donde yacía la muchacha.

Anaíd se arañó piernas y brazos desbrozando matorrales hasta llegar a los pies del tejo. Se arrodilló, apartó las hojas y se llevó la mano al pecho. Allí, tendida y blanca, estaba la pequeña Dácil. Muerta.

En su cuello hinchado y amoratado quedaba la marca de los orificios de Baalat.

Abrazó su cuerpo sin vida y lo notó frío.

Y Anaíd supo que las Odish sentían pena. Ella era una Odish y la pena la aturdía. O la culpabilidad, o el dolor, o la angustia. No estaba preparada para la muerte y menos todavía para la muerte de alguien inocente como Dácil. Eso la enaltecía a sus propios ojos. Su capacidad de sentir tristeza y hasta de llorar sobre las pálidas mejillas de la niña muerta la llenaron de orgullo. No era una desalmada, no era cruel, no era insensible.

Se fue contagiando de su propio entusiasmo. Dácil era una víctima de su egoísmo y no debía morir. Se merecía otra oportunidad. Se creció tanto que dejó de sentirse Anaíd. Era la elegida, la que las profecías anunciaban. Las Omar y las Odish la temían. Era inmortal. Era todopoderosa. Bien podía permitirse el privilegio de otorgar la vida, como las madres, como las semillas, como la naturaleza misma.

Levantó la vista y a lo lejos divisó los valles cubiertos de lirios, narcisos, orquídeas y gencianas. Un espectáculo de color que Dácil no vería más. No era justo. No podía permitirlo.

Tomó el cuerpecillo ligero de la niña y lo levantó hacia el sol. Conjuró su fuerza y su poder y le rogó calentar su sangre e insuflar de nuevo el aliento en su boca.

Adir evelvu alle -dijo en la lengua antigua, y al hablar su voz se fue enronqueciendo.

Enmudecieron los mirlos y se detuvieron los sarrios en lo alto de los riscos. La tierra tembló, las ramas de los árboles crujieron y las rocas comenzaron a rodar por las escarpadas laderas. Un murmullo sordo emergió de la garganta de la tierra y los animalillos del bosque huyeron despavoridos de sus guaridas.

Anaíd elevó aún más el cuerpo de Dácil y todos vieron cómo el sol se inclinaba sobre ella y depositaba un rayo en los ojos yertos de la muerta. Durante unos instantes el tiempo se paralizó. Los corazones dejaron de latir, la savia dejó de circular y las mariposas suspendieron su vuelo.

Hasta que los párpados de Dácil temblaron.

Sus piernas patalearon en el aire, como un recién nacido en contacto con la gravedad. Su boca se abrió, aspiró el oxígeno con avidez y su pecho se quedó henchido de vida. Su sangre volvió a fluir por sus venas y sus mejillas recobraron el color.

Poco a poco el milagro fue obrando su curso.

Sus dedos, perezosos, se movieron uno a uno como amebas marinas y sus manos volvieron a estar calientes y curiosas, deseosas de tocar y conocer. Estaba viva.

Anaíd, la elegida, la había devuelto a la vida.

Dácil abrió sus ojos, contempló a Anaíd y sonrió.

– Anaíd -musitó.

No pudo decir nada más. El temblor de la tierra fue tan rotundo que Anaíd cayó al suelo y Dácil se desvaneció.

El terremoto sacudió el valle y toda criatura viva recordó por siempre aquellos minutos en los que el suelo enfurecido se replegó sobre sí mismo y sacudió su rabia abatiendo abetos centenarios, frondosas hayas y avellanos de duras ramas. El bosque crujió, la tierra se resquebrajó y la luz se ocultó bajo las tinieblas.

Anaíd, tendida en el suelo, abrazó muy fuerte a Dácil. Estaba desmayada, pero viva. Le bastaba con eso.

La oscuridad fue adueñándose del cielo y las aves volaron piando enloquecidas y chocando entre ellas.

Anaíd sabía que todo sucedía por su causa. Había desafiado el orden natural de las cosas y la naturaleza le recordaba sus leyes. Pero era la elegida y estaba en su derecho.

Hasta que el aullido de la loba la sacó de su ensimismamiento y la llenó de amargura. La loba aullaba a los malos presagios. La vieja loba de pelaje gris, la madre loba de porte majestuoso, Deméter, estaba delante de ella contemplándola.

– ¿Qué has hecho, insensata?

– Dácil no se merecía morir -objetó Anaíd temblando.

– Tú no eres nadie para decidir quién debe morir y quién no -rugió la gran madre loba.

– Soy la elegida de la profecía -aventuró Anaíd sabiendo de antemano que nada justificaba su comportamiento.

– Has formulado el hechizo de vida prohibido por las Omar.

– Lo sé.

– Has desafiado las leyes de tu tribu.

– Lo sé.

– Has desobedecido a tus matriarcas.

– Lo sé.

– ¿Por qué lo has hecho?

Anaíd quiso justificarse. Quiso decir que amaba a Dácil, que Dácil había muerto por su culpa, que le salvó la vida en el castillo de Erzebeth Bathory y tenía con ella una deuda de sangre. Pero pensó en los miles de mujeres Omar que habían visto morir a sus hijitas, a sus hermanas o a sus primas. Todas ellas hubieran querido devolverles la vida. Todas hubieran encontrado algún motivo para dar a sus muertas inocentes una segunda oportunidad. Ciertamente, lo que acababa de hacer no era lícito. Era un sacrilegio. Pero lo había hecho.

– Fue un impulso. Por favor, abuela, perdóname.

La loba se irguió sobre sus patas traseras y apoyó las delanteras sobre los hombros de Anaíd. Con su lengua áspera lamió la cara de su nieta.

– No puedo ayudarte, ni siquiera puedo compadecerte y en cambio te perdono.

Anaíd sintió cómo se quitaba un gran peso de encima.

– Gracias, muchas gracias. Ha sido una pesadilla, pero ya ha acabado todo.

La loba sin embargo estaba triste.

– No, Anaíd. No es cierto. Eres la elegida maldita. Con este último acto de rebeldía se ha cumplido la maldición de Odi.

Anaíd sintió cómo se le revolvían las tripas.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que las Omar lucharán para destruirte y las Odish desearán hacerte su reina para luego arrebatarte el cetro.

Anaíd se sintió completamente aturdida.

– ¿Y ya está?

Deméter pronunció lentamente su dolorosa sentencia.

– Y tú morirás.

Anaíd flaqueó.

– Pero… soy inmortal.

– La maldición de Odi es ésa.

Anaíd se encogió.

– ¿Entonces? ¿Estoy condenada?

– Sí.

Anaíd quiso llorar, pero no pudo. Sentía lástima por sí misma, al tiempo que incredulidad ante las palabras de Deméter, que ya había oído en boca de Cristine.

– O sea… todo da lo mismo. Igualmente moriré.

Deméter la corrigió.

– No es cierto. No te excuses, aún puedes procurar el bien para las Omar.

– ¿No soy una Odish?

– Tal vez.

– ¿Qué soy?

– Eso debes decidirlo tú misma.

– ¿Cómo?

– Escúchate y discierne entre las cosas primordiales y las secundarias. Hasta ahora no has sabido hacerlo.

– Nadie me ha enseñado.

– Nadie nace enseñado. Todo se aprende y para aprender es necesario equivocarse.

– Si tuviese el cetro… Con el cetro dominaría mis instintos.

– ¿Estás segura?

– Baalat lo tiene, tengo que destruir a Baalat.

– ¿Estás segura?

No, Anaíd ya no estaba segura de nada. Intentó razonar. Lo primordial era que Baalat era su peor enemiga, la más peligrosa, la que más se había atrevido a hacerle daño. Si no acababa con Baalat, Baalat acabaría tarde o temprano con las Omar y… con ella. Y lo secundario: tenía su cetro. O al revés. Lo primordial era que Baalat tenía su cetro y todo lo demás era secundario.

Vio cómo Deméter se alejaba por el bosque y corrió tras ella dejando sola a la desvanecida Dácil.

– Espera, Deméter, no me dejes. ¿Tengo que destruir a Baalat? ¿Es eso? ¿Tengo que hacer el Camino de Om? Dime.

Y cuando puso su mano sobre el pelaje de su lomo gris para detenerla, la loba clavó sus colmillos en su mano hiriéndola levemente. Era un aviso. Se llevó la mano a la boca, confusa. De su pequeña herida brotó una gota de sangre. Luego la loba desapareció entre la espesura.

Estaba sola.

Nadie la protegía, nadie velaba por ella y nadie podía mostrarle su camino.

Rompió a llorar con desconsuelo.

¿Quién la orientaría en su viaje? ¿Quién la ayudaría a discernir el bien del mal, lo secundario de lo principal? ¿Es que nadie se daba cuenta de que sólo tenía quince años? ¿Cuándo moriría?

Curiosamente, la certeza de que tenía que morir no la angustiaba tanto como sus errores. Quizá porque los humanos conviven con esa verdad desde su nacimiento. En cambio, estaba desesperada por haber desobedecido a las Omar, por haber rechazado a su madre y haber perdido a su padre. Hasta sus dos abuelas le daban la espalda.

– Anaíd, tienes que atreverte. Llevas la fuerza de la osa y la loba contigo.

Esa voz surgía de su interior. Era una voz helada que venía de muy lejos. De la blancura del frío.

– No estás sola, Anaíd. Estoy contigo para ayudarte a continuar. No te rindas ahora.

Anaíd secó sus lágrimas y se puso en pie mientras sus brazos se transformaban en alas de águila, alas poderosas que le permitirían atravesar la Península y sobrevolar el océano hasta las Islas Afortunadas.

– Eso es, Anaíd, sigue el Camino de Om. Venceremos a Baalat. Conseguiremos la piedad de los muertos -le susurró la voz.

Anaíd batió las alas y ascendió hacia los cielos despidiéndose de su paisaje, de su hermosa tierra poblada de montañas.

Al levantar el vuelo oyó un grito desgarrador, pero no hizo caso. Puso rumbo al Sur. Hacia las islas mágicas de los guanches. Hacia el Teide, la montaña cuyo cráter se comunicaba con el reino de los muertos.


Selene gritó en vano para que regresase.

– ¡Anaíd, no! ¡Vuelve!

Inútil. Anaíd se alejaba más y más. Era una hermosa bruja alada que volaba con sus cabellos ondeando al viento. Viajaría sin descanso, sin detenerse, sin comer ni beber. Así había viajado desde Sicilia hasta Urt y así viajaría de nuevo desde Urt hasta la montaña mágica de la isla de Chinet.

– No vayas, Anaíd. ¡Es una trampa! -exclamó Selene justo antes de torcerse un tobillo y caer al suelo.

No supo si le dolía el tobillo o le dolía su propia hija.

– No vayas, Anaíd, ya no eres una Omar. Estás maldita, Anaíd. No puedes recorrer el Camino de Om.

Y se tiró al suelo exhausta. Todo le salía mal. Era incapaz de mantener un rumbo en su vida y seguirlo. Su propia hija se desviaba de la ruta irremediablemente y ella no había hecho nada para evitarlo.

– ¡¡¡No vayas, Anaíd!!! Vuelas en la dirección equivocada -se desgañitó a sabiendas de que ya no podía oírla.

– ¿Y tú? ¿No levantaste el vuelo en la dirección equivocada?

Selene, sorprendida, descubrió a su madre Deméter ante ella. La loba sabía que le recordaba sus propios errores.

– Todos los hijos deben levantar el vuelo tarde o temprano. Las madres no podemos evitarlo.

– ¡Oh, madre!, hazla volver, se ha extraviado.

– No puedes evitar que se extravíe. Ésa es su vida, es su camino.

– ¿Y si su camino la conduce a la muerte? Sabes que si entra en el reino de los muertos no saldrá, no la dejarán salir. Está maldita por Odi -protestó Selene con desespero.

– ¿Y qué crees que puedes hacer? -objetó Deméter.

Selene se llevó las manos a la cabeza.

– Siento rabia, impotencia. Quiero rechazarla pero no puedo. Tendría que destruirla, pero soy incapaz.

– ¿Entonces?

Selene negó con la cabeza.

– No puedo dejar que muera. No puedo.

– Es tu hija y lo será siempre, viva o muerta. También se ama a los muertos.

Selene sollozó, incapaz de aceptarlo.

– Por favor, protégela, os ofrezco mi vida en su lugar… Díselo a los muertos. Ella no, ella no ha vivido, es demasiado joven para morir.

Deméter lamió sus lágrimas.

– Ella sabrá que puede contar contigo. Eso basta.

Selene cayó en la cuenta del dolor de su propia madre.

– ¿Te hice sufrir mucho, verdad?

– Yo nunca te abandoné.

Y era cierto. La fortaleza de Deméter fue el sostén de la joven Selene. Su madre nunca la abandonó. Su madre no se rindió por muy duro que fuese el rechazo. Pero ella, Selene, no tenía la fortaleza de Deméter. O eso creía.

CAPÍTULO XIX

No creerás a la hechicera

La voz de la mujer de tez blanca y cuello elegante era acariciadora. Sus interlocutoras la escuchaban con arrobo desde sus sillas de diseño de la sala de convenciones del elegante hotel de Veracruz.

La conferenciante se dirigía al numeroso auditorio como si la distancia que las separaba fuese una simple mesa. El tono de su discurso era muy próximo, lleno de guiños y complicidades, y conseguía establecer, en esa distancia larga, la misma intimidad seductora que en la distancia corta.

– Popocatepetl fue un valiente guerrero que sufría por el amor de la doncella Iztaccíhuatl. Su padre, celoso del amor de su hija, envió a Popocatepetl a la guerra de Oaxaca, de la que muy pocos sobrevivían. Efectivamente, al poco tiempo llegó a oídos de la bella Iztaccíhuatl la noticia de que su amado había muerto en batalla. La joven murió de pena. Pero Popocatepetl no estaba muerto y, al regresar y encontrar a la hermosa Iztaccíhuatl sin vida, murió de tristeza. Los dioses, conmovidos, los cubrieron con nieve para transformarlos en montañas. Y ahí reposan, bajo los glaciares. La mujer durmiente y el hombre que arroja humo.

El auditorio mantuvo la respiración. La conferenciante continuó.

– Estamos reunidas cerca del Popocatepetl y quería que conocierais esta leyenda humana y mortal que a nosotras se nos antoja una solemne estupidez. La vida es lo más preciado que tenemos, lo único que poseemos. Podemos cambiar nuestras raíces, nuestros nombres, nuestros palacios y castillos y hasta el color de nuestros ojos. Pero nuestra vida es lo único que cuenta y sólo depende de nuestra voluntad de ser. Siempre me sorprende la flaqueza humana, tan propensa a menospreciar la vida, a malgastarla en minucias, a regalarla por causas nobles, sentimentales, pérdidas de antemano y en definitiva absurdas. Ciertamente somos afortunadas. No dependemos del sentimiento ni estamos sujetas a las pasiones. Tiempo ha, renunciamos a la maternidad y al amor, optamos por la inmortalidad impere cederá y por eso luchamos con uñas y dientes contra las sensibleras Omar. Y las vencemos. Por eso, porque ha llegado el momento de la verdad, os he reunido aquí para oír de vuestras propias gargantas si estáis conmigo o contra mí

En el auditorio creció un murmullo que fue cobrando forma y sonido.

– Contigo…

– Estamos contigo.

– Eres nuestra reina.

Las mujeres se levantaron de sus sillas y la aclamaron con rotundidad. Pero aún no tenía suficiente, con un gesto las hizo callar y continuó con su arenga.

– ¿Estáis dispuestas a todo?

– ¡A todo! -corearon las Odish con fiereza.

– ¿Me seguiríais a la guerra?

– Te seguiríamos.

– ¿Llegaremos hasta el final sin flaquear?

– Hasta el final.

– No moriremos de pena.

– No tenemos sentimientos.

La hermosa dama blanca paseó su mirada por los rostros de las bellas Odish: de tez oscura, o de ojos rasgados, o de cabello ensortijado…

– Habéis venido a mí desde todos los rincones del mundo. Estáis aquí para reiterar vuestra pleitesía o rendírmela por primera vez. El poder de la condesa ya no existe. Yo misma acabé con ella. Y bien, quiero oírlo de vuestras propias bocas -dijo esas palabras mirando fijamente a una parte de su auditorio.

Eran las acólitas de la condesa, que ahora le pertenecían. Una de ellas, la esbelta Uriel, se levantó en nombre de todas.

– Oh, dama blanca, dama de los hielos, hemos venido para jurarte nuestra fidelidad, la que nos pediste a cambio de una nueva era. Te hemos escuchado y nos has convencido, pero te preguntamos: ¿cuál es el secreto que guardas?, ¿qué nos ofreces a cambio de nuestro respeto y acatamiento?

– Os ofrezco el advenimiento de la era del cetro de poder.

El desconcierto volvió a planear sobre la sala.

– ¿Dónde está el cetro? -clamó una Odish salvajemente tatuada.

– ¿Y Baalat? -preguntó otra de piel caoba.

– ¿Es cierto que la elegida es una Omar y posee el cetro? -preguntó acusadoramente una Odish ligera como una muñeca, de rasgos orientales y mirada cruel.

La dama blanca las tranquilizó.

– Por favor, os ruego calma y os pido vuestra confianza. Todo está bajo control.

Uriel tomó de nuevo la palabra.

– Os creemos y confiamos en vuestra palabra, pero comprended que nos faltan las cortezas de que todas esas incógnitas se resolverán. Sabed que lomemos a Baalat, que no siente ningún escrúpulo en atacar a sus propias hermanas y destruirlas. Pensad que soñamos con el cetro y nos preguntamos dónde está, en qué manos y cómo regirá nuestros destinos. Pensad que la llegada de la elegida ha sido anunciada y que la condesa y Baalat organizaron a sus acólitas para destruirla, pero que vuestro reinado la mantiene oculta. ¿Acaso protegéis a la elegida?, nos preguntamos. Disculpad mi atrevimiento, gran señora, pero ésas son nuestras dudas.

La dama blanca sonrió mostrando sus dientes blancos y su serenidad impregnó los ánimos de todas.

– Yo os digo que Baalat será destruida muy pronto y para siempre. Ésa es mi promesa.

– ¿Y cómo podemos creerte?

La dama blanca levantó su mano y, ante el asombro de todas, el Popocatepetl rugió con ferocidad.

– ¿Lo oís? Él acaba de responderos. Él también lo sabe.

– ¿Y la elegida?

La dama paseó su mirada azul sobre las hermosas mujeres.

– La elegida es una de nosotras. Una Odish de sangre nueva, una Odish fiel a mi persona que sostendrá el cetro bajo el dictado de mis leyes.

– ¿Y si no te obedece?

La dama blanca suspiró.

– Conocéis bien mi implacable seriedad. Mi leyenda me precede. Jamás he dejado una ofensa sin resolver. Jamás he perdonado una promesa incumplida. ¿Me veis capaz acaso de dejarme dominar por una joven?

El silencio fue la respuesta más elocuente.

– ¿Y el cetro? -preguntó ávidamente la Odish oriental-. Quien tenga el cetro reinará.

Cristine le preguntó señalándola con el dedo índice:

– ¿Acatarás al cetro?

La Odish bajó la cabeza y Cristine las señaló a todas.

– Y las que aún no me creéis, ¿acataréis al cetro?

Las voces se elevaron como un murmullo.

Cristine, con el carisma de las que reciben el poder de la devoción ajena, se irguió ante ellas y levantó con solemnidad el cetro de poder.

– Aquí tenéis el cetro.

Su fuerza se hizo sentir y las Odish se llevaron la mano al pecho, ansiosas por rozarlo, deseosas de servirlo.

– Yo os digo que todas las Odish de la Tierra vendrán a mí y se rendirán al cetro y a la portadora del cetro. Yo os digo que, si estáis conmigo, ganaremos esta última batalla. Y habremos ganado la guerra.

El auditorio en pleno se alzó y aclamó con una ovación cerrada a su nueva reina indiscutible. La reina de las Odish.

Y sin embargo, la amargura del triunfo coronaba a la reina y auguraba tiempos oscuros y difíciles.

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