9. Orm Embar

Durante toda la noche, la noche más corta del año, las antorchas ardieron sobre las balsas que se habían reunido en un gran círculo bajo el cielo en el que se apretaban las estrellas, de modo que un anillo de fuegos titilaba sobre las aguas del mar. El pueblo de los balseros bailaba, sin tambores ni flautas ni música alguna, acompañados sólo por el golpeteo de los pies desnudos sobre las grandes balsas mecidas por las olas, y las voces agudas de los cantores que resonaban quejumbrosas en la vastedad de aquella morada marina. No había luna esa noche, y los cuerpos de los bailarines eran figuras borrosas a la claridad de las estrellas y la luz amarilla de las antorchas. De vez en cuando un cuerpo centelleaba como un pez volador, un joven que saltaba con una voltereta de una balsa a otra: saltos largos, y altos; y los jóvenes rivalizaban, tratando de circundar todo el anillo de balsas y bailar en cada una de ellas, y dar así la vuelta entera antes de que despuntara el día.

Arren bailó con ellos, porque la Larga Danza es conocida en todas las islas del Archipiélago, aunque los pasos y los cantos puedan variar. Pero a medida que transcurría la noche, y cuando ya muchos bailarines se retiraban y se sentaban a mirar o dormitar, y las voces de los cantores empezaban a enronquecerse, fue a dar con un grupo de muchachos saltarines a la cabaña del jefe, y allí se detuvo, mientras los otros continuaban.

Gavilán estaba sentado con el jefe y las tres esposas del jefe, cerca del templo. Entre las ballenas esculpidas que formaban el vano de la puerta estaba sentado un cantor cuya voz no había flaqueado en toda la noche. Cantaba, infatigable, golpeando con las manos la cubierta de madera.

—¿Qué canta? —preguntó Arren al mago, porque no podía seguir las palabras, que la voz del cantor alargaba con trémolos y extrañas ligaduras.

—Canta sobre las ballenas grises, y el albatros, y las tempestades… No conocen los cantos de los héroes y los reyes. No conocen el nombre de Erreth-Akbé. Antes cantó sobre Segoy, de cómo creó las tierras en medio de la mar; eso es todo cuanto recuerdan de la historia de los hombres. El resto sólo habla de la mar.

Arren escuchó; oyó la voz del que imitaba el grito sibilante del delfín, tejiendo el canto alrededor de ese grito. Observó el perfil de Gavilán a la luz de las antorchas, negro y firme como la piedra, y vio el brillo límpido de los ojos de las esposas del jefe que conversaban en voz baja, y sintió la larga y lenta inclinación de la balsa sobre la mar tranquila, y poco a poco se deslizó en el sueño.

Se despertó de golpe: el trovador había dejado de cantar. No sólo el que estaba cerca de ellos, sino todos los otros, en las balsas próximas y en las más alejadas. Las voces tenues se habían extinguido como un grito distante de aves marinas.

Arren miró hacia el este por encima del hombro, esperando ver el alba. Pero sólo flotaba allí la luna vieja, baja aún, asomando apenas sobre el horizonte, dorada en medio de las estrellas del estío.

Luego miró hacia el sur y vio, muy alta en el cielo, la amarilla Gobardón, y debajo sus ocho compañeras, incluso la última: la Runa del Fin, clara y resplandeciente por encima del mar. Y al volverse a mirar a Gavilán, vio el rostro oscuro alzado, contemplando esas mismas estrellas.

—¿Por qué has callado? —le preguntó el jefe al trovador—. Aún no ha despuntado el día, ni siquiera el alba.

El hombre balbuceó y dijo: —No sé.

—¡Sigue cantando! La Larga Danza no ha terminado.

—Ya no sé las palabras —dijo el cantor, y elevó la voz en un grito como de terror—. No puedo cantar. He olvidado la canción.

—¡Canta otra, entonces!

—Ya no hay más cantos. Todo ha terminado —gritó el trovador, e inclinó el cuerpo doblándose hacia adelante, y el jefe lo miró, estupefacto.

Las balsas se mecían en silencio bajo el chisporroteo de las antorchas. La quietud del océano se cerraba alrededor de aquel pequeño aliento de vida y luz, y lo devoraba. Ningún bailarín se movía.

A Arren le pareció que el resplandor de las estrellas empezaba a velarse. Y sin embargo, la luz del alba no asomaba aún en el este. Sintió horror y pensó: «No habrá amanecer. No habrá día».

En ese momento el mago se levantó. Y mientras se levantaba, una luz tenue, blanca y fugaz, corrió a lo largo de la vara, y ardió en la runa de plata incrustada en la madera. —La danza no ha terminado —dijo—, ni la noche. Arren, canta.

Arren hubiera querido decir: «¡No puedo, señor!», pero miró las nueve estrellas en el sur, inspiró profundamente, y cantó. La voz le sonó velada y ronca al principio, pero fue cobrando fuerza a medida que cantaba, y el canto era el más antiguo de los cantares, el de la creación de Ea, y el equilibrio entre la oscuridad y la luz, y la creación de las tierras verdes por aquel que pronunció la Primera Palabra, el primer Señor de los Días Antiguos, Segoy.

Antes que Arren terminase de cantar, el cielo había palidecido hasta un azul grisáceo, y en él sólo la luna y Gobardón brillaban aún débilmente, y las antorchas crepitaban al viento del amanecer. Terminado el canto, Arren calló; y los bailarines que se habían congregado para escucharlo se marcharon en silencio, de balsa en balsa, mientras la claridad se expandía en el levante.

—Es un hermoso canto —dijo el jefe con voz vacilante, aunque trataba de mostrarse impasible—. No hubiera estado bien finalizar la Larga Danza antes de que se completase. Haré azotar con correas de nilgu a esos cantores perezosos.

—Consuélalos, más bien —dijo Gavilán. Todavía estaba de pie y su tono era grave—. Ningún cantor elige el silencio. Ven conmigo, Arren.

Se volvió para dirigirse a la cabaña, y Arren lo siguió. Pero los prodigios de aquel amanecer no habían terminado aún, porque en el mismo instante, y mientras la linde del mar se teñía de blancura en el este, un gran pájaro apareció volando desde el norte; tan alto se cernía que la luz del sol que aún no había brillado sobre el mundo le iluminaba las alas; y el pájaro batía el aire con pinceladas de oro. Arren dio un grito, señalándolo. El mago alzó los ojos sorprendido. Y el rostro se le transfiguró, y se le hizo fiero y exultante, y gritó:

—¡Nam hietha arw Ged Arkvaissa! —que en la Lengua de la Creación significaba: «Si es a Ged a quien buscas, aquí lo encontrarás».

Y como una plomada de oro, las alas en alto y desplegadas, enorme y atronador en el aire, con garras que podrían atrapar un buey como si fuese un ratón, con un rizo de humeante llama brotándole de los largos ollares, el dragón se abatió como un halcón sobre la balsa oscilante.

Los balseros gritaban, aterrorizados; unos se tiraban al suelo, otros saltaban al mar, y algunos se quedaron quietos, mirando, con un asombro que sobrepasaba al miedo.

El dragón se cernió sobre la balsa. Treinta metros medían, tal vez, de extremo a extremo las enormes alas membranosas, que brillaban a la luz del sol naciente como humo estriado de oro; y no menos largo era el cuerpo, pero enjuto, arqueado como el de un lebrel, con zarpas de lagarto y escamas de serpiente. A lo largo del angosto espinazo corría una hilera de dardos dentados, parecidos a espinas de rosal, pero de un metro de altura en la giba del lomo, y disminuyendo de tal modo que el último, en el extremo de la cola, no era más largo que la hoja de un cuchillo pequeño. Esas espinas eran grises, y las escamas del dragón parecían de hierro, pero con reflejos de oro. Los ojos eran verdes y rasgados.

Temiendo por la suerte de su pueblo y olvidando su propio miedo, el jefe de los balseros salió de la cabaña con un arpón de los que utilizaban para la caza de ballenas: era más largo que él y remataba en una gran punta barbada de marfil. Blandiéndolo con su brazo menudo y musculoso corrió hacia adelante para tomar impulso y lanzarlo contra el vientre angosto y escamoso del dragón que se cernía sobre la balsa. Arren, despertando de su estupor, alcanzó a verlo, y abalanzándose sobre él le sujetó el brazo y cayó al suelo en un montón con él y el arpón.

—¿Acaso quieres encolerizarlo con ese ridículo alfiler? —jadeó—. ¡Deja que el Señor de Dragones sea el primero en hablar!

El jefe, a medias sin resuello, clavó entonces una mirada estúpida en Arren, y luego en el mago, y en el dragón. Pero no dijo nada. Y entonces el dragón habló.

Nadie excepto Ged —a quien se dirigía— pudo comprenderlo, porque los dragones sólo hablan la Lengua Arcana, la lengua propia de los dragones. La voz era suave y sibilante, casi como la de un gato cuando bufa de rabia, pero enorme, y había en ella una música terrible. Quienquiera que oyese esa voz se detendría, y escucharía inmóvil.

El mago respondió brevemente, y el dragón habló otra vez, suspendido sobre el hombre y agitando apenas las alas: como una libélula, pensó Arren, suspendida en el aire.

El mago respondió entonces una sola palabra: Memeas, «iré», y levantó la vara de madera de tejo. Las quijadas del dragón se abrieron y una serpentina de humo escapó de ellas en un arabesco largo. Las alas de oro se sacudieron batiendo el aire y levantando un gran viento que olía a incendio; y la enorme criatura dio media vuelta y voló hacia el norte.

Ahora había silencio en las balsas, sólo interrumpido por los débiles gorjeos y lloriqueos de los niños, y las voces de las mujeres que los tranquilizaban; y los hombres volvían a trepar a bordo desde la mar, un poco abochornados; y las olvidadas antorchas continuaban encendidas a los primeros rayos del sol.

El mago se volvió a Arren. Había un fulgor en su rostro que podía ser de alegría o de cólera, pero habló con una voz tranquila: —Ahora tenemos que partir, hijo. Di tus adioses y ven. —Se volvió hacia el jefe de los balseros para darle las gracias y despedirse, y luego dejó la balsa grande, y cruzando otras tres (ya que aún seguían todas juntas, como habían sido dispuestas para la danza) llegó a la que estaba amarrada Miralejos. Porque la barca había seguido a la ciudad balsera en aquel largo y lento derivar hacia el sur, meciéndose vacía detrás de ellos; pero los Hijos de la Mar Abierta habían llenado de agua de lluvia el barril de la barca, y la habían abastecido de provisiones, deseando así homenajear a sus huéspedes; porque muchos de ellos creían que Gavilán era uno de las Grandes, que había tomado la forma de un hombre en lugar de la forma de una ballena. Cuando Arren se reunió con él, ya había izado la vela. Arren soltó la amarra y saltó a la barca, y en el mismo instante Miralejos viró y la vela se tendió como al impulso de un viento de altura, aunque sólo soplaba la brisa del amanecer. Escoró por la banda y enfiló veloz hacia el norte, siguiendo el rastro del dragón, ligera como una hoja llevada por el viento.

Cuando Arren volvió la cabeza, vio la ciudad de las balsas, como minúsculos y dispersos despojos de un naufragio, varillas y trocitos de madera flotando a la deriva: las cabañas y los postes de las antorchas. Pronto todo eso se perdió en la incandescencia del sol matinal sobre las aguas. Miralejos corría hacia adelante. Cada vez que la roda mordía las olas, la espuma volaba en un fino polvo de cristal, y el viento desplazado echaba hacia atrás los cabellos de Arren obligándolo a cerrar los ojos.

Ningún viento de la tierra hubiera podido hacer que una barca tan pequeña surcara el mar tan rápidamente, sólo una tempestad, y quizá entonces fuera engullida por las olas. No era un viento de la tierra lo que la empujaba sino la palabra y los poderes del mago.

Durante largo rato Gavilán había estado de pie junto al mástil, los ojos avizores. Al fin se sentó en su antiguo sitio junto al timón, y apoyó una mano sobre él, y miró a Arren.

—Era Orm Embar —dijo—, el Dragón de Selidor, descendiente de aquel famoso Orm que mató a Erreth-Akbé y fue muerto por él.

—¿Andaba de caza, señor? —preguntó Arren, porque no sabía a ciencia cierta si las palabras que el mago le había dicho al dragón eran de bienvenida o de amenaza.

—Sí, y yo era la presa. Lo que un dragón busca lo encuentra siempre. Ha venido a pedirme ayuda. —Soltó una breve carcajada—. Y eso es algo que yo no creería si me lo contaran: que un dragón le pida ayuda a un hombre. ¡Y éste, entre todos! No el más viejo, aunque sea viejísimo, pero sí el más poderoso. No oculta su nombre verdadero como los hombres y los otros dragones. No teme que alguien pueda dominarlo. Tampoco engaña, como suelen hacer los de su especie. Hace ya mucho tiempo, en Selidor, me perdonó la vida, y me dijo una gran verdad: me dijo cómo se podía reencontrar la Runa de los Reyes. ¡Pero jamás imaginé que tuviera que pagar semejante deuda, a semejante acreedor!

—¿Qué pide de vos?

—Mostrarme el camino que busco —respondió el mago, ahora más sombrío. Y luego de una pausa—: Me dijo que en el oeste hay otro Señor de Dragones, que trabaja para nuestra destrucción, y que tiene más poder que nosotros. Yo dije: «¿Más grande aún que el tuyo, Orm Embar?», y él dijo: «Más aún que el mío. Necesito de ti: sígueme a prisa». Y ante esa orden, yo obedezco.

—¿No sabéis nada más?

—Sabré más.

Arren enrolló el cabo de amarre, lo guardó, y se dedicó a otros pequeños menesteres en la barca, pero todo el tiempo la excitación cantaba en él como la cuerda tensa de un arco, y cantó en su voz cuando al fin habló. —Es un guía mejor —dijo—, ¡mejor que los otros!

Gavilán lo miró, y rió. —Sí —dijo—. Esta vez no nos extraviaremos, parece.

Así iniciaron los dos la gran carrera a través del océano. Mil millas o más separaban los mares de los balseros, ausentes en los mapas, de la Isla de Selidor, la más lejana y occidental de todas las islas de Terramar. Día tras día salía el sol, resplandeciente en el límpido horizonte, y se hundía purpúreo en el oeste, y bajo el arco de oro del sol y los circuitos de plata de las estrellas la barca corría hacia el norte, solitaria sobre la mar.

A veces las nubes tormentosas del pleno verano se amontonaban a lo lejos, arrojando sombras de púrpura sobre el horizonte; Arren observaba entonces al mago, cuando éste se levantaba y con la voz y las manos pedía a las nubes que flotaran hacia ellos, y que vertieran su lluvia sobre la barca. Los relámpagos estallaban entre las nubes, el trueno bramaba, y el mago seguía aún de pie con la mano en alto, hasta que la lluvia caía sobre él, y sobre Arren, y en los recipientes que habían dispuesto, y en la barca, y en el mar, aplastando las olas con su violencia. Y él y Arren sonreían mostrando los dientes, porque alimentos, si no de sobra, tenían bastantes, pero necesitaban agua. Y se deleitaban contemplando el furioso esplendor de la tempestad que obedecía a la palabra del mago.

Arren se maravillaba de ese poder que su compañero utilizaba ahora con tanta ligereza, y una vez dijo: —Cuando iniciamos nuestro viaje no solíais obrar encantamientos.

—La primera lección en Roke, y la última, es «Haz lo que sea necesario». ¡Y no más!

—Las lecciones intermedias han de consistir, entonces, en aprender qué es lo necesario.

—Así es. Es preciso tener en cuenta el Equilibrio. Pero cuando el Equilibrio mismo está roto… entonces hay que tener en cuenta otras cosas. Por encima de todo, la prisa.

—Pero ¿cómo se explica que los hechiceros del Sur, y ahora todos, en todas partes, hasta los trovadores de las balsas, hayan perdido su arte mientras que vos conserváis el vuestro?

—Porque yo no deseo nada más que mi arte —dijo Gavilán.

Y al cabo de un rato añadió, más animoso: —Y si he de perderlo pronto, lo aprovecharé, mientras dure.

Y en verdad, había ahora en él una especie de alegría, una complacencia, que Arren, viéndolo siempre tan cauteloso, no había sospechado. La mente de un mago se deleita con juegos de ilusión; el disfraz de Gavilán en Hort, que tanto perturbara a Arren, había sido un juego para él; un juego insignificante, por lo demás, para alguien que podía transformarse a voluntad, cambiando no sólo el rostro y la voz, sino también el cuerpo, y convirtiéndose si así lo deseaba en pez, en delfín, en halcón. Y una vez dijo: —Mira, Arren: Te voy a mostrar Gont —y le había pedido que observara la superficie del barril de agua, que había destapado y que estaba lleno hasta el borde. Muchos hechiceros comunes pueden hacer aparecer una imagen en el espejo del agua, y eso había hecho él: un pico inmenso, coronado de nubes, elevándose desde un mar gris. Luego la imagen cambió, y Arren vio claramente un acantilado de aquella isla montañosa. Era como si él, Arren, fuese un pájaro, una gaviota o un halcón, suspendido en el viento lejos de la costa, y mirase a través del viento ese acantilado que desde una altura de seiscientos metros dominaba las rompientes del mar. Allá arriba, en la cornisa, había una casita—. Esto es Re Albí —dijo Gavilán—, y allí vive mi maestro, Ogion, el que apaciguó el terremoto, de esto hace mucho, mucho tiempo. Cuida sus cabras, recoge hierbas, y guarda silencio. Me pregunto si aún paseará por la montaña; es muy viejo ahora. Pero yo lo sabría, claro que lo sabría, incluso ahora, si Ogion hubiese muerto… —La voz del mago vaciló un momento y la imagen se enturbió, como si el acantilado mismo se estuviese desmoronando. En seguida se aclaró, y también la voz de Gavilán se aclaró—: Solía subir a solas a los bosques, al final del estío y en el otoño. Así fue como llegó a mí, la primera vez, cuando yo era un niño en una aldea montañosa, y me dio mi nombre. Y con él la vida.

En la imagen que ahora mostraba el espejo de agua, era como si el observador fuese un pájaro en medio del bosque, asomándose a mirar un paisaje de praderas empinadas bañadas por el sol, bajo las rocas y las nieves de la cumbre, y dentro del bosque un sendero escarpado que descendía hacia una oscuridad verde atravesada por dardos de oro.

—No hay silencio semejante al silencio de esos bosques —dijo Gavilán, nostálgico.

La imagen se desvaneció, y sólo el disco enceguecedor del sol de mediodía se reflejó en el agua del tonel.

—Allí —dijo Gavilán, mirando a Arren con una expresión extraña, burlona—, allí, si yo pudiera alguna vez volver allí, ni siquiera tú podrías seguirme.

La tierra se extendía delante de ellos, baja y azul a la luz de la tarde, como un banco de bruma. —¿Es Selidor? —preguntó Arren, y el corazón se le aceleró; pero el mago le dijo:

—Obb, supongo, o Jessage. Todavía no estamos ni a mitad de camino, hijo.

Aquella noche atravesaron los estrechos entre esas dos islas. No vieron ninguna luz, pero un acre olor a humo flotaba en el aire, tan penetrante que les irritaba los pulmones. Cuando amaneció, y miraron hacia atrás, la isla oriental, Jessage, estaba quemada, negra tierra adentro hasta donde alcanzaba la vista, y una niebla azulada y opaca flotaba sobre ella.

—Han quemado los campos —dijo Arren.

—Sí. Y las aldeas. He sentido antes el olor de ese humo.

—¿Son salvajes, aquí en el oeste? Gavilán sacudió la cabeza.

—Labriegos; aldeanos.

Arren contempló la ruina negra en que se había convertido la tierra, los árboles abrasados en los huertos contra el cielo; torció la cara. —¿Qué mal les han hecho los árboles? —dijo—. ¿Tienen que castigar a la hierba por los errores que ellos mismos han cometido? Son hombres salvajes estos que incendian la tierra sólo porque están peleando con otros hombres.

—No tienen guía —dijo Gavilán—. No hay un Rey; y los hombres aptos para reinar, y los dotados de poderes mágicos, todos se han apartado, encerrándose en ellos mismos, buscando la puerta que lleva al más allá de la muerte. Así era en el Sur, y presumo que lo mismo ha de ocurrir aquí.

—¿Y todo esto es obra de un solo hombre, el hombre de quien hablaba el dragón? No parece posible.

—¿Por qué no? Si hubiera un Rey de las Islas, sería sólo uno. Y reinaría. Un solo hombre puede destruir o gobernar, con la misma facilidad: ser Rey, o Anti-Rey.

Otra vez hablaba con aquel dejo de burla, o de desafío, que ponía colérico a Arren.

—Un rey tiene servidores, lugartenientes, soldados, mensajeros. Gobierna a través de sus servidores. ¿Dónde están los servidores de este… Anti-Rey?

—En nuestra mente, hijo. En nuestra mente. El traidor, el yo, ese yo que grita: ¡Yo quiero vivir, y que se pudra el mundo con tal que yo viva! La pequeña alma traicionera que hay en nosotros en la oscuridad como una araña en una caja. Nos habla a todos. Pero sólo algunos la comprenden. Los magos, los trovadores, los hacedores. Y los héroes, los que buscan ser ellos mismos. Ser uno mismo es una cosa rara, y grande. Ser uno mismo para siempre, ¿no es más grande todavía?

Arren miró a Gavilán a los ojos. —Queréis decir que no lo es. Mas decidme por qué. Yo era un niño cuando emprendí este viaje, no creía en la muerte. Pero no he aprendido a regocijarme, a acoger con alegría mi muerte, o la vuestra. Si le tengo amor a mi vida, ¿no he de aborrecer el fin?

El maestro de esgrima de Arren en Berila era un hombre de unos sesenta años, bajo, calvo y frío. Arren lo había detestado durante años, si bien reconocía que era un gran esgrimista. Pero un día, durante los ejercicios, había tomado desprevenido al maestro, y lo había desarmado: y nunca olvidó aquella felicidad incrédula, incongruente, que había iluminado de súbito el rostro frío del maestro, la esperanza, la alegría: ¡un igual, por fin un igual! A partir de ese día el maestro de esgrima lo había sometido a un entrenamiento despiadado, y cada vez que se enfrentaban con los sables, aquella misma sonrisa implacable aparecía en el rostro del viejo, iluminándolo, a medida que Arren ponía en la lucha un renovado ardor. Ahora estaba en el rostro de Gavilán.

—La vida sin fin —dijo el mago—. La vida sin muerte. La inmortalidad. Toda alma la desea, apoyándose en la fuerza de ese deseo. Pero ten cuidado, Arren. Tú eres alguien que podría ver cumplido ese deseo.

—¿Y entonces?

—Entonces… esto que ves. Esta calamidad asolando las tierras. Las artes del hombre olvidadas. El cantor enmudecido. El ojo ciego. ¿Y entonces? Un falso rey reinando. Reinando para siempre. Y sobre los mismos súbditos para siempre. No más nacimientos; no más vidas nuevas. No más niños. Sólo lo que es mortal engendra vida, Arren. Sólo en la muerte hay renacimiento. El Equilibrio no es inmovilidad. Es un movimiento… un eterno devenir.

—Pero ¿cómo los actos de un hombre, la vida de un solo hombre pueden perturbar el Equilibrio del Todo? Seguramente eso no es posible, no debería permitirse… —Se interrumpió de golpe.

—¿Quién permite? ¿Quién prohíbe?

—Yo no lo sé.

—Ni yo.

Casi con encono, y con terquedad, Arren preguntó: —Entonces, ¿cómo es posible que estéis tan seguro?

—Sé cuánto mal puede hacer un hombre —dijo Gavilán, y la cara cruzada de cicatrices se le contrajo, pero más de dolor que de cólera—. Lo sé porque yo lo he hecho. He hecho el mismo mal, movido por la misma soberbia. Abrí la puerta entre los mundos. Un resquicio apenas, un pequeño resquicio, sólo para demostrar que yo era más fuerte que la muerte misma. Era joven, y aún no había encontrado la muerte… como tú… Costó la fuerza del Archimago Nemmerle, su maestría y su vida, cerrar esa puerta. Puedes ver en mí, en mi cara, la marca que esa noche me ha dejado. Pero a él lo mató. Oh, la puerta entre la luz y las tinieblas puede ser abierta, Arren; requiere fuerza, mas se puede hacer. Pero volver a cerrarla, eso es otra historia.

—Pero con seguridad lo que vos hicisteis no era lo mismo…

—¿Por qué? ¿Porque soy un hombre bueno? —Aquella frialdad semejante a la del maestro de esgrima estaba otra vez en la mirada de Gavilán—. ¿Qué es un hombre bueno, Arren? ¿Es un hombre bueno aquel que no haría el mal, aquel que no abriría la puerta que da a las tinieblas, aquel que no lleva la oscuridad dentro de él? Mira de nuevo, muchacho. Mira un poco más lejos. Tendrás necesidad de cuanto aprendas, para ir adonde tienes que ir. ¡Mira dentro de ti! ¿No oíste una voz que te decía Ven? ¿No la seguiste, acaso?

—Sí. Pero yo… yo creí que esa voz era la de él.

—Era la de él. Y era la tuya. ¿Cómo podría hablarte a ti y a todos los que saben escuchar si no con vuestra propia voz?

—¿Por qué vos no la oís, entonces?

—¡Porque no quiero oírla! —dijo con vehemencia Gavilán—. Yo había nacido para el poder, lo mismo que tú. Pero tú eres joven. Tú estás en las fronteras de lo posible, en el país de las sombras, en el reino del sueño, y oyes la voz que dice Ven. Como la oí yo, una vez. Pero yo soy viejo. Yo ya he hecho mi elección, he hecho lo que tenía que hacer. Ahora estoy a la luz del día, frente a mi propia muerte. Y sé que sólo hay un poder que valga la pena tener. Y ése es el poder, no de tomar, sino de aceptar. No de tener, sino de dar.

Jessage estaba ahora lejos detrás de ellos, una mancha azul en el agua.

—Entonces yo soy su servidor —dijo Arren.

—Sí. Y yo el tuyo.

—Pero entonces, ¿quién es él? ¿Quién es?

—Un hombre, creo.

—¿El hombre de quien hablasteis una vez, el hechicero de Havnor, el que invocaba a los muertos? ¿Es él?

—Es muy posible que lo sea.

—Pero era viejo, contasteis, cuando lo conocisteis años atrás… ¿No estará muerto ahora?

—Puede ser —dijo Gavilán.

Y no dijeron más.

Esa noche el mar era de fuego. Las olas violentas que la proa de Miralejos arrojaba hacia atrás, y el movimiento de cada pez a través de la superficie del agua, estaban envueltos en un halo de luz viva. Arren, sentado con el brazo apoyado sobre la regala y la cabeza sobre el brazo, contemplaba aquellas ondas y remolinos de destellos plateados. Metió la mano en el agua, la retiró y una luz le corrió levemente por los dedos.

—Mirad —dijo—. Yo también soy un mago.

—Ese don no lo tienes —dijo su compañero.

—Vaya ayuda que podré prestaros sin él —dijo Arren, los ojos fijos en el incesante cabrilleo de las olas— cuando encontremos a nuestro enemigo.

Porque había esperado, había esperado desde el primer día, que si el Archimago lo había elegido a él, y sólo a él para este viaje, era porque él tenía algún poder innato, heredado de su antepasado Morred, un poder que le sería revelado a la hora más aciaga y en la más extrema necesidad: y así se salvaría él, y salvaría a su señor, y al mundo entero, del enemigo. Pero últimamente había considerado una vez más esa esperanza y le parecía algo muy distante, como recordar un episodio de la niñez, el día en que se le había antojado probarse la corona de su padre, y había llorado cuando se lo prohibieron. Esta esperanza de ahora era igual de intempestiva, igual de pueril. No había en él ningún poder mágico. Nunca lo tendría.

El día habría de llegar, sin duda, en que él, a su debido tiempo, ciñera la corona de su padre, y reinase como Príncipe en Enlad. Pero la corona le parecía ahora poca cosa, y la patria una comarca pequeña y lejana. No había en eso ninguna deslealtad. Al contrario, su lealtad había crecido, de acuerdo con un modelo más grande, puesta al servicio de una meta más vasta. Conocía ahora también su propia debilidad, y los límites de sus propias fuerzas; pero sabía que era fuerte. Aunque ¿de qué le servía la fuerza si no tenía ningún don, nada que ofrecer a su señor aparte de servirlo con una devoción inquebrantable? Allá adonde iban, ¿bastaría con eso?

Gavilán había dicho que para ver la luz de una bujía era preciso llevarla a un sitio oscuro. Arren trató de reconfortarse con estas palabras. Pero no las encontró muy reconfortantes.

A la mañana siguiente, cuando se despertaron, el aire era gris y el mar estaba gris. Por encima del mástil el cielo amanecía con un azul de ópalo, pues la niebla flotaba a poca altura. Para hombres oriundos del Norte como Arren de Enlad y Gavilán de Gont, la niebla era bienvenida, una vieja amiga.

Se cerraba suavemente alrededor de la barca impidiéndoles ver a lo lejos, y para ellos era como estar en un cuarto familiar luego de pasar largas semanas en un espacio árido y brillante, a merced de los vientos. Volvían hacia un clima que conocían y acaso estuvieran en la latitud de Roke.

A unas setecientas millas al este de las aguas brumosas que surcaba Miralejos, la clara luz del sol bruñía las hojas de los árboles del Boscaje Inmanente, brillaba sobre la cresta verde del Collado de Roke, y sobre los encumbrados techos de pizarra de la Casa Grande.

En una de las estancias de la torre del sur —un gabinete atestado de retortas, alambiques, panzudas tinajas de cuello encorvado, hornillos de paredes compactas, lamparillas, pinzas, atriles, fuelles, alicates, limas, probetas, cofres y redomas y frascos taponados y marcados con runas hárdicas u otras más secretas—, allí, en aquella estancia, entre los mil y un enseres y trabejos necesarios para la alquimia, el soplado del vidrio, la refinación de los metales y las artes de curar, entre las mesas y los bancos cargados de utensilios se encontraban de pie el Maestro de Transformaciones y el Maestro Invocador de Roke.

El maestro de cabellos canos, el Transformador, sostenía entre las manos una piedra grande que parecía un diamante en bruto. Era un trozo de cristal de roca con algunas vetas profundas de pálido rosa y amatista, pero límpida y clara como el agua. No obstante, cuando el ojo escrutaba aquella transparencia veía turbiedad y no el reflejo ni la imagen de la realidad próxima, sino sólo planos cada vez más distantes, más profundos, hasta que se perdía en el sueño y no encontraba la salida. Aquella era la Piedra de Sheliath. Los príncipes de Way la habían guardado durante largo tiempo, a veces como una simple chuchería, a veces como un talismán contra el insomnio, a veces para fines más nefastos: porque quienes contemplaran durante demasiado tiempo y sin comprender aquella profundidad infinita, insondable del cristal, podían volverse locos. Sin embargo, el Archimago Gensher de Way había ido a Roke llevando consigo la Piedra de Shelieth, porque en las manos de un mago contenía la verdad.

Pero la verdad varía, según el hombre.

Así pues, el Transformador, sosteniéndola y escudriñando a través de la superficie irregular y granulosa las profundidades infinitas, tenuemente coloreadas, centelleantes, decía en alta voz lo que veía: —Veo la tierra, como si estuviese en lo alto del Monte Onn en el centro del mundo y lo contemplara todo a mis pies, hasta la isla más lejana de los más lejanos Confines, y aún más allá. Y todo es claro. Veo navíos en las rutas de Illien, y los fuegos en los hogares de Torheven, y los tejados de la torre en que estamos ahora. Pero más allá de Roke, nada. En el sur, ninguna tierra. En el oeste, ninguna tierra. No puedo ver Wathort donde tendría que estar, ni ninguna isla del Confín del Poniente, ni siquiera una tan cercana como Pendor. Y Osskil y Ebosskil ¿dónde están? Hay una bruma sobre Enlad, una grisura que es como una telaraña. Cada vez que miro, nuevas islas han desaparecido, y el mar en que se levantaban se extiende vacío como antes de la Creación… —y la voz le tropezó en la última palabra como si le subiera con dificultad a los labios.

Puso otra vez la piedra en el atril de marfil, y se alejó. Parecía extenuado.

—Dime qué ves tú —dijo.

El Maestro Invocador tomó el cristal entre las manos y lo hizo girar lentamente como si buscara en la superficie áspera y vidriosa una abertura para la visión. Largo rato la manipuló, con expresión concentrada. Al cabo la puso sobre el atril, y dijo: —Transformador, veo poca cosa. Fragmentos, visiones fugitivas, nada completo.

El Maestro de cabellos grises se estrujó las manos. —¿No es eso extraño?

—¿Cómo, extraño?

—¿Suelen ser ciegos tus ojos? —gritó el Transformador, como enfurecido—. ¿No ves que hay —y tartamudeó varias veces antes de poder hablar— que hay una mano sobre tus ojos, así como una mano sobre mi boca?

El Invocador dijo: —Estás demasiado excitado, mi señor.

—Invoca la Presencia de la Piedra —dijo el Transformador, dominándose, pero con la voz un poco ahogada.

—¿Por qué?

—Porque yo te lo pido.

—Vamos, Transformador, ¿me desafías… como niños delante de la guarida de un oso? ¿Somos niños acaso?

—Sí. Ante lo que veo ahora en la Piedra de Shelieth, yo soy un niño… un niño aterrorizado. Invoca la Presencia de la Piedra. ¿He de implorártelo, mi señor?

—No —dijo el alto Maestro, pero arrugó el entrecejo y se apartó del hombre mayor. Luego, extendiendo los brazos en el amplio ademán con que comienzan los sortilegios del arte, levantó la cabeza y pronunció las sílabas de invocación. Mientras hablaba, una luz se encendía y crecía en el interior de la Piedra de Shelieth. Alrededor de ella la estancia se oscureció; las sombras se congregaron. Cuando la oscuridad fue profunda y la piedra muy luminosa, el Invocador juntó las manos, levantó el cristal, y escudriñó aquella luz radiante.

Durante un rato permaneció en silencio, y luego habló: —Veo las Fuentes de Shelieth —dijo en voz baja—. Los estanques y las cuencas y las cascadas, las grutas con cortinas de plata rutilante en donde los helechos crecen en bancos de musgo, las arenas onduladas, los saltos y el fluir de las aguas, los manantiales brotando de las entrañas de la tierra, el misterio y la dulzura de la fuente, el manantial…

Una vez más calló, y así estuvo un largo rato, silencioso, el rostro pálido como de plata a la luz de la piedra. De pronto, lanzó un grito sin palabras, y soltando la piedra se dejó caer de rodillas, la cara escondida entre las manos.

No había más sombras. El sol del verano llenaba la desordenada habitación. La gran piedra yacía debajo de una mesa entre el polvo y los residuos, intacta.

El Invocador estiró el brazo a ciegas, agarrándose como un niño a la mano del otro hombre. Tomó aliento. Al fin se levantó, y apoyándose un poco sobre el Transformador, dijo con los labios trémulos y tratando de sonreír: —No volveré a aceptar tus desafíos, mi señor.

—¿Qué viste, Thorion?

—Vi las fuentes. He visto cómo se hundían en los abismos, y los ríos que se secaban, y los manantiales que se replegaban en la tierra. Y allá abajo era todo negro y seco. Tú has visto el mar antes de la Creación, pero yo he visto la… lo que viene después… Yo he visto la Destrucción. —Se humedeció los labios—. Desearía que el Archimago estuviese aquí —dijo.

—Y yo que nosotros estuviésemos con él.

—¿Dónde? No hay nadie que pueda encontrarlo ahora. —El Invocador alzó los ojos hacia las ventanas que mostraban un cielo azul, sin una nube—. Ninguna presencia que proyectásemos llegaría hasta él, ninguna invocación podría alcanzarlo. Está allí, donde tú viste un mar vacío. Se está aproximando al paraje donde se secan los manantiales. Está allí donde nuestras artes son inútiles… Sin embargo, quizá aún haya sortilegios capaces de alcanzarlo, ciertos encantamientos del Saber de Paln.

—Pero ésos son sortilegios para traer a los muertos entre los vivos.

—Algunos llevan a los vivos entre los muertos.

—¿No pensarás que está muerto?

—Pienso que va hacia la muerte, que es atraído hacia la muerte. Como todos nosotros. Nuestro poder nos está abandonando, y nuestra fuerza; y nuestra suerte y nuestra esperanza. Los manantiales se están secando.

El Transformador lo observó un momento con inquietud. —No intentes invocarlo ahora, Thorion —dijo al cabo de un rato—. Él sabía lo que buscaba mucho antes de que nosotros lo supiésemos. Para él el mundo es como esta Piedra de Shelieth: él mira, y ve lo que es y lo que ha de ser… No podemos ayudarlo. Los grandes sortilegios se han vuelto muy peligrosos, y sobre todo los del Saber que tú nombraste. Tenemos que esperar, como él lo ordenó, y velar por los muros de Roke, y porque se recuerden los Nombres.

—Sí —dijo el Invocador—. Pero necesito pensarlo. —Y salió de la habitación de la torre, con un andar un tanto rígido, aunque erguida la noble y oscura cabeza.

Por la mañana el Transformador fue a buscarlo. Al entrar en el aposento, después de haber llamado en vano, lo encontró tendido sobre el suelo de piedra, como si lo hubiesen derribado de un poderoso golpe. Estaba con los brazos extendidos como en el ademán de invocación, pero tenía las manos frías, y los ojos abiertos no veían nada. Pese a que el Transformador se arrodilló junto a él y lo llamó con la autoridad de un mago, repitiendo tres veces su nombre, Thorion no se movió. No estaba muerto, pero el corazón le latía con lentitud, y apenas tenía aire en los pulmones. El Transformador le tomó las manos, y reteniéndolas entre las suyas murmuró: —Oh Thorion, yo te obligué a escudriñar la Piedra. ¡Esto es mi obra! —Salió de prisa de la habitación y dijo en voz alta a quienes se le cruzaban, Maestros y estudiantes—: ¡El enemigo ha llegado a nosotros, a Roke la fortificada, y ha herido nuestra fortaleza en pleno corazón! —Aunque era un hombre bondadoso, parecía tan obsesionado y frío que quienes lo veían le tenían miedo—. Contemplad al Maestro de Invocaciones —decía—. Mas ¿quién lo llamará para hacerlo volver ahora que él mismo, el maestro, ha desaparecido?

Se encaminaron a su aposento, y todos se apartaron para dejarlo pasar.

Mandaron buscar al Maestro de Hierbas, quien hizo que acostaran a Thorion y lo arropasen; pero no preparó ninguna tisana de hierbas curativas, ni cantó ninguno de los cánticos que alivian los males del cuerpo o los trastornos de la mente. Uno de sus alumnos estaba con él, un muchacho joven que aún no había sido nombrado hechicero, pero ya hábil en las artes de curar, y preguntó: —Maestro, ¿no hay nada que se pueda hacer?

—No de este lado del muro —dijo el Maestro Curador. Luego, comprendiendo con quién hablaba, continuó—: No está enfermo, muchacho; pero aun cuando esto fuese una fiebre o una enfermedad del cuerpo, no sé si nuestras artes servirían de mucho. De un tiempo a esta parte no hay sabor en mis hierbas; y aunque pronuncio las palabras de nuestros sortilegios, no hay virtud en esas palabras.

—Es como lo que decía ayer el Maestro de Cantos. Se detuvo en medio de una canción que nos estaba enseñando y dijo: «Ya no sé lo que significa este canto». Y salió de la sala. Algunos de los muchachos rieron, pero yo sentí como si el suelo se hubiese hundido bajo mis pies.

El Curador miró el rostro fresco e inteligente del muchacho, y luego, bajando los ojos, el rostro del Invocador, rígido y frío. —Volverá a nosotros —dijo—. Y los cantos no serán olvidados.

Pero esa noche el Transformador se marchó de Roke. Nadie vio de qué modo se había marchado. Durmió en un aposento cuya ventana daba a un jardín; la ventana estaba abierta por la mañana, y él había desaparecido. Pensaron que él mismo se había transformado en un pájaro o un insecto, o en un viento o una bruma, porque ninguna forma ni sustancia le era inaccesible, y que así había huido de Roke, tal vez en busca del Archimago. Algunos, sabiendo que quien se transforma puede quedar apresado en sus propios hechizos, si en algún momento le fallan la pericia o la voluntad, temían por él, pero no hablaban de estos temores.

Así pues, tres de los Maestros estaban perdidos para el Consejo de los Sabios. A medida que pasaban los días y no llegaban noticias del Archimago, y el Invocador yacía como muerto, y el Transformador no regresaba, el frío y la tristeza crecían en la Casa Grande. Los muchachos cuchicheaban entre ellos, y algunos hablaban de marcharse de Roke, pues nadie les enseñaba lo que habían ido a aprender. —Tal vez —dijo uno— eran todas mentiras desde el principio, esas artes, esos poderes secretos. De todos los Maestros, sólo el Maestro Malabar sigue haciendo trucos, y como todos sabemos son mera ilusión. Y ahora los otros se esconden, o se niegan a intervenir porque sus supercherías han sido desenmascaradas.

Otro que lo escuchaba dijo: —Al fin y al cabo, ¿qué es la hechicería? ¿Qué es este arte de la magia, fuera de un juego de apariencias? ¿Ha salvado alguna vez a un hombre de la muerte, o le ha dado siquiera una vida más larga? ¡Seguro que si los magos tuvieran el poder que dicen, vivirían todos eternamente!

Y éste y el otro muchacho se pusieron a rememorar la muerte de los grandes magos: Morred, muerto en combate, y Nereger, a manos del Mago Gris, y Erreth-Akbé, por un dragón, y Gensher, el último Archimago, de una simple enfermedad, en su lecho, como un hombre cualquiera. Algunos de los muchachos escuchaban con regocijo, porque tenían envidia en el corazón; otros escuchaban y estaban atribulados.

Durante todo este tiempo el Maestro de Formas permanecía solo en el Boscaje y no dejaba que nadie entrase en él.

Pero el Portero, aunque rara vez se lo viera, no había cambiado. En sus ojos no había sombras. Sonreía y guardaba las puertas de la Casa Grande esperando a que el Señor regresara.

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