12. La Tierra Yerma

En la mano del mago, la vara de madera de tejo brillaba en la monótona y ominosa oscuridad con destellos de plata. Otro tenue centelleo atrajo la mirada de Arren: un resplandor de luz a lo largo del filo desnudo de la espada que llevaba en la mano. Cuando la muerte del dragón había roto el hechizo, Arren había desenvainado la espada, allí, en la playa de Selidor. Y aquí, pese a no ser nada más que una sombra, era una sombra viviente, y llevaba la sombra de la espada.

No había ninguna otra luz. Era como la nubosa penumbra de un anochecer de fines de noviembre, de aire hosco, frío, neblinoso, que permitía ver, mas no con claridad ni a lo lejos. Arren conocía este paraje, los páramos y yermos de sus sueños desesperanzados, pero le parecía estar más lejos, inmensamente más lejos que en cualquiera de sus sueños. No podía distinguir nada con claridad, excepto que él y su compañero estaban detenidos en la ladera de una colina, y que delante de ellos había un muro de piedra, no más alto que la rodilla de un hombre.

Ged seguía con la mano derecha apoyada en el brazo de Arren. Echó a andar, y Arren marchó con él; pasaron al otro lado del muro.

Informe, la larga pendiente se perdía delante de ellos, descendiendo a la oscuridad.

Pero en lo alto, donde Arren esperaba ver una espesa techumbre de nubes, el cielo era negro, y había estrellas. Las miró, y sintió como si se le encogiera el corazón, pequeño y frío, dentro del pecho. Jamás había visto estrellas como ésas. Brillaban inmóviles, sin parpadear. Eran las estrellas que no salen ni se ponen, que ninguna nube puede ocultar, que ninguna aurora hará palidecer. Pequeñas e inmóviles brillan sobre la tierra yerma.

Ged bajó por la colina del otro lado del muro de la vida y Arren lo acompañó paso a paso. Había terror en él, pero estaba tan resuelto y decidido que no lo gobernaba el miedo, y ni siquiera lo tenía muy en cuenta: era sólo como si algo gimiera muy dentro de él, como un animal encerrado en un cubículo y encadenado.

El descenso de aquella ladera de la colina parecía interminablemente largo; pero quizá fuera corto: porque no había tiempo allí, donde ningún viento soplaba, y las estrellas no se movían. Por fin desembocaron en las calles de una de esas ciudades que hay allí, y Arren vio las casas en cuyas ventanas jamás se enciende una luz, y de pie en algunos portales, con los rostros quietos y las manos vacías, los muertos.

Las plazas de los mercados estaban todas desiertas. En aquel lugar no había venta ni compra, ni ganancia y desembolso. No se utilizaba nada; no se producía nada. Ged y Arren caminaban solitarios por las calles estrechas, aunque de vez en cuando, en alguna esquina, veían otra figura lejana y apenas visible en la oscuridad. En el primero de esos encuentros Arren se sobresaltó y desenvainó la espada, pero Ged meneó la cabeza y siguió andando. Arren vio entonces que la figura era una mujer que caminaba lentamente y no huía de ellos.

Todos aquellos que veían —no muchos, porque aunque muchos son los muertos, inmensa es la comarca— estaban inmóviles o se desplazaban lentamente y sin rumbo. Ninguno de ellos parecía herido, como el espectro de Erreth-Akbé invocado a la luz del día en el lugar donde había muerto. No había en ellos rasgo alguno de enfermedad. Estaban intactos, y curados. Curados del dolor, y de la vida. No eran repulsivos, como había temido Arren, ni aterradores como había imaginado. Tenían rostros apacibles, libres de la cólera y el deseo, y en sus ojos sombríos no había ninguna esperanza.

En vez de miedo, entonces, una inmensa piedad despertó en el corazón de Arren, y si había en ella un fondo de miedo, no era por él mismo, era por todos nosotros. Porque veía a la madre y al niño que habían muerto juntos, y juntos estaban en la tierra oscura; pero el niño no corría ni lloraba, y la madre no lo tenía en brazos, ni siquiera lo miraba. Y aquellos que habían muerto por amor se cruzaban en las calles sin verse.

El torno del alfarero estaba inmóvil, el telar vacío, el horno frío. Ninguna voz cantaba, jamás.

Las calles oscuras se sucedían entre las casas oscuras, y ellos las atravesaban. No se oía más ruido que el de sus pasos. Hacía frío. Arren no había notado ese frío al principio, pero era un frío que se le escurría en el espíritu, que allí era también su carne. Se sentía muy cansado. Debía de haber recorrido un largo camino. ¿Para qué seguir?, pensó, y sus pasos se hicieron un poco más lentos.

De improviso Ged se detuvo, volviéndose para enfrentar a un hombre que estaba en el cruce de dos calles. Era alto y esbelto, con una cara que Arren creía haber visto antes, pero no recordaba dónde. Ged le habló, y ninguna otra voz había roto el silencio desde que cruzaran el muro de las piedras: —¡Oh Thorion, amigo mío, cómo has venido aquí!

Y tendió ambas manos al Invocador de Roke.

Thorion no respondió ni con un gesto. Siguió inmóvil, inmóvil también el semblante; pero la luz plateada de la vara de Ged rasgó las sombras profundas de los ojos del Invocador, encendiendo en las pupilas una pequeña luz, o encontrándola. Ged tomó la mano que no se le ofrecía, y dijo una vez más: —¿Qué haces tú aquí, Thorion? Tú aún no eres de este reino. ¡Vuélvete!

—He seguido al que no muere. Y perdí mi camino. —La voz era queda y sorda, como la de un hombre que habla en sueños.

—Cuesta arriba: hacia el muro —dijo Ged, señalando el camino que él y Arren habían recorrido, la larga y oscura calle descendente. Un temblor estremeció la cara de Thorion, como si de pronto una esperanza lo hubiese atravesado de lado a lado, una espada intolerable.

—No puedo encontrar el camino —dijo—. Mi señor, no puedo encontrar el camino.

—Tal vez lo encuentres —dijo Ged, y lo abrazó, y echó a andar otra vez. Detrás de él, en el cruce, Thorion continuaba inmóvil.

A medida que avanzaba le parecía a Arren que en aquella penumbra intemporal no había en verdad ninguna dirección, adelante o atrás, este u oeste, no había ningún camino por donde ir. ¿Habría una salida? Pensaba en cómo habían bajado la colina, siempre descendiendo, incluso en los recodos. Y en la ciudad oscura las calles descendían aún, de modo que para regresar al muro de las piedras sólo tendrían que subir, y lo encontrarían en la cresta de la colina. Pero no se volvían. Lado a lado, avanzaban, avanzaban siempre. ¿Seguía él a Ged? ¿O lo guiaba?

Llegaron a las afueras de la ciudad. El campo de los muertos innumerables estaba vacío. Ni un árbol ni un espino, ni una brizna de hierba crecía en la tierra pedregosa bajo las estrellas que nunca se ponían.

No había horizonte, porque el ojo no alcanzaba a ver tan lejos en la penumbra; pero delante de ellos había una ancha franja de cielo sin aquellas estrellas diminutas e inmóviles, y en ese espacio sin estrellas el terreno era escabroso y empinado como una cadena montañosa. A medida que avanzaban, las formas parecían más nítidas; altos picos, que no azotaba ningún viento, ninguna lluvia. No había nieve que centelleara a la luz de las estrellas. Eran negros. Al verlos, a Arren se le encogió el corazón. Apartó los ojos. Pero él los conocía; los reconocía, y volvía a mirarlos; y cada vez que los miraba, un peso frío le agobiaba el pecho, y se sentía a punto de desfallecer. Pero seguía andando, siempre cuesta abajo, porque la tierra descendía en pendiente hacia el pie de la montaña. Al fin dijo: —Mi señor, ¿qué son…? —señaló las montañas, porque no pudo seguir hablando; tenía la garganta seca.

—Lindan con el mundo de la luz —respondió Ged— lo mismo que el muro de las piedras. No tienen otro nombre que Dolor. Hay un camino que las atraviesa. Está vedado para los muertos. No es largo. Pero es un amargo camino.

—Tengo sed —dijo Arren, y su compañero respondió:

—Aquí se bebe polvo.

Siguieron andando.

A Arren le parecía que su compañero avanzaba ahora con más lentitud y que por momentos vacilaba. Él mismo no sentía ya ninguna vacilación, aunque estaba cada vez más cansado. Era preciso que siguieran adelante, que continuaran descendiendo.

De vez en cuando atravesaban otras ciudades de los muertos, donde los tejados sombríos se alzaban en ángulos contra las estrellas, esas estrellas que brillaban eternamente en el mismo sitio. Después de las ciudades, reaparecían las tierras yermas, donde nada crecía, las tierras tenebrosas. Nada era visible, adelante o atrás, excepto las montañas cada vez más cercanas, gigantescas. A la derecha la pendiente informe se hundía en la oscuridad como desde que traspusieran, ¿cuánto tiempo hacía?, el muro de piedras. —¿Qué hay de este lado? —murmuró Arren porque deseaba oír el sonido de una voz, pero el mago meneó la cabeza:

—No sé. Puede que sea un camino sin fin.

En la dirección que seguían, el declive parecía cada vez menos pronunciado. El suelo rechinaba bajo los pies, áspero como polvo de lava. Y ellos avanzaban, avanzaban, y Arren ya no pensaba en el regreso, ni en cómo podrían volver atrás. Ni se le había ocurrido detenerse, pese a que se sentía muy cansado. Por un momento pretendió aclarar la yerta oscuridad, el cansancio y el horror que pesaban dentro de él, evocando la tierra natal; pero no pudo recordar cómo era la luz del sol, ni el rostro de su madre. No había más alternativa que seguir andando.

De pronto sintió el suelo llano bajo los pies; y a su lado Ged vaciló. Entonces él también se detuvo. Aquel largo descenso había terminado: ése era el fin; no había forma de seguir adelante, era inútil continuar.

Estaban en el valle directamente al pie de las Montañas del Dolor. Había rocas en el suelo, y peñascos alrededor, ásperos al tacto como la escoria, como si ese angosto valle pudiera ser el seco lecho de un antiguo río, o el curso de un río de fuego enfriado hacía mucho tiempo, nacido de los volcanes cuyos picos descollaban en las alturas, negros e inmisericordes.

Allí se detuvo, inmóvil, en el angosto valle de oscuridad, y Ged estaba inmóvil junto a él. Inmóviles los dos y sin rumbo, como los muertos, mirando hacia la nada, silenciosos. Arren pensó con un cierto temor: «Hemos venido demasiado lejos».

No parecía tener mucha importancia.

Ged repitió en voz alta el pensamiento de Arren: —Hemos venido demasiado lejos para volver atrás. —La voz era queda, pero tenía una resonancia que la lóbrega e inmensa oquedad de alrededor no apagó del todo, y Arren se reanimó un poco al oírla. ¿No habían ido hasta allí para encontrar a aquél a quien buscaban?

Una voz dijo en la oscuridad: —Habéis venido demasiado lejos.

Arren le respondió: —Sólo demasiado lejos es suficientemente lejos.

—Habéis venido hasta el Río Seco —dijo la voz—. Ya no podréis volver al muro de piedras. Ya no podréis volver a la vida.

—No por este camino —dijo Ged hablando a las tinieblas. Arren apenas alcanzaba a verlo, aunque estaban cerca uno del otro, pues la mole de las montañas ocultaba la mitad de la luz de las estrellas, y era como si la corriente del Río Seco fuese la oscuridad misma—. Pero nos enseñarás tu camino.

Ninguna respuesta.

—Aquí nos encontramos de igual a igual. Si tú estás ciego, Araña, nosotros estamos en la oscuridad.

Ninguna respuesta.

—Aquí ningún daño podemos hacerte. No podemos matarte. ¿Qué puedes temer?

—No tengo miedo —dijo la voz en la oscuridad. Luego lentamente, centelleando un poco como con esa luz que irradiaba a veces la cara de Ged, el hombre apareció a cierta distancia río arriba de Ged y Arren, entre las moles indistintas de las piedras. Era alto, ancho de hombros y de brazos largos, como la figura que se les había aparecido en la cresta de la duna y en la playa de Selidor, pero más viejo; el pelo blanco le caía en una espesa maraña sobre la frente alta. Así aparecía en espíritu, en el reino de la muerte, no mutilado, no consumido por el fuego del dragón; pero no intacto. Las cuencas de los ojos estaban vacías.

—No tengo miedo —dijo—. ¿Qué puede temer un hombre muerto? —Se rió. La carcajada sonó tan falsa y siniestra, allí en aquel angosto valle pedregoso bajo las montañas, que Arren se quedó un instante sin aliento. Pero empuñó la espada y escuchó.

—No sé qué podría temer un hombre muerto —respondió Ged—. No la muerte, por cierto. Sin embargo, parece que tú la temes. Has encontrado la forma de esquivarla.

.—Es verdad. Estoy vivo: mi cuerpo vive.

—No muy bien —dijo secamente el mago—. La ilusión puede ocultar la edad; pero Orm Embar no ha sido piadoso con ese cuerpo.

—Yo puedo repararlo. Conozco secretos para curar y rejuvenecer que no son meras ilusiones. ¿Por quién me tomas? ¿Porque a ti te llaman Archimago, me tomas a mí por un hechicero de aldea? ¡A mí, el único entre todos los magos que haya encontrado el Camino de la Inmortalidad, que ningún otro ha encontrado nunca!

—Tal vez no lo buscamos —dijo Ged.

—Lo buscasteis, sí. Todos vosotros. Lo buscasteis y no pudisteis encontrarlo, y entonces inventasteis sabios discursos sobre la aceptación y el equilibrio, el equilibrio de la vida y de la muerte. Pero eran palabras, mentiras para ocultar vuestro fracaso… ¡vuestro miedo a la muerte! ¿Qué hombre no querría vivir eternamente, si pudiera? Y yo puedo. Yo soy inmortal. He hecho lo que tú no pudiste hacer, y por tanto soy tu amo; y tú lo sabes. ¿Te gustaría saber cómo lo hice, Archimago?

—Me gustaría.

Araña se acercó un paso. Arren observó que aunque no tenía ojos, no se movía como un hombre totalmente ciego; parecía saber con exactitud dónde estaban Ged v Arren, aunque en ningún momento volviera la cabeza hacia Arren. Tenía sin duda una segunda vista mágica, semejante al oído y la vista que tienen los espectros y las apariciones: algo capaz de percibir, aunque podía no ser un verdadero sentido de la vista.

—Fui a Paln —le dijo a Ged—, después de que tú, en tu orgullo, creíste que me habías humillado y enseñado una lección. ¡Oh, una lección me enseñaste, en verdad, pero no la que tú te proponías! Entonces me dije: He visto la muerte ahora, y no la aceptaré. Que toda la estúpida naturaleza siga su estúpido curso, pero yo soy un hombre, mejor que la naturaleza, superior a la naturaleza. ¡Yo no seguiré ese camino! ¡No dejaré de ser yo! Y así resuelto, me dediqué otra vez al estudio del Saber Pelniano, pero ahí sólo encontré alusiones e ideas fragmentarias de lo que yo necesitaba. Entonces retejí todo, lo recreé, y urdí un sortilegio… el más prodigioso de todos los sortilegios que jamás se inventaron. ¡El más prodigioso y el último!

—Y al obrar ese sortilegio, moriste.

—¡Sí! Morí. Tuve el coraje de morir, para descubrir lo que vosotros, cobardes, nunca pudisteis descubrir: el camino de regreso a la muerte. Abrí la puerta que había estado cerrada desde el comienzo del tiempo. Y ahora vengo libremente a este lugar, y libremente regreso al mundo de los vivos. Sólo yo, entre todos los hombres de todos los tiempos, soy el Señor de los dos Reinos. Y la puerta que he abierto, no está abierta sólo aquí, sino también en la mente de los vivos, en los abismos y lugares secretos de ellos mismos, allí donde en las tinieblas todos somos uno. Ellos lo saben, y vienen a mí. Y también los muertos han de acudir a mí, todos, porque yo no he perdido el poder mágico de los vivos: tienen que saltar por encima del muro de piedras cuando yo lo ordeno, todas las almas, los señores, los magos, las altivas mujeres; ir y venir, de la vida a la muerte, a mi orden. Todos tienen que venir a mí, los vivos y los muertos, ¡a mí, que he muerto y estoy vivo!

—¿Adónde vienen, Araña? ¿Dónde estás tú?

—Entre los mundos.

—Pero eso no es ni vida ni muerte. ¿Qué es la vida, Araña?

—Poder.

—¿Qué es el amor?

—Poder —repitió pesadamente el ciego, encorvando los hombros.

—¿Qué es la luz?

—¡Oscuridad!

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre.

—Todos en este reino llevan un nombre verdadero.

—¡Dime el tuyo, entonces!

—Yo me llamo Ged. ¿Y tú?

El ciego titubeó, y dijo: —Araña.

—Ése era tu nombre común, no tu nombre verdadero. ¿Dónde está tu nombre? ¿Dónde está tu verdad? ¿La dejaste en Paln, donde moriste? ¡De muchas cosas te has olvidado, oh Señor de los dos Reinos! Te has olvidado de la luz, y del amor, y de tu propio nombre.

—Ahora conozco el tuyo, y tengo poder sobre ti, Ged el Archimago… ¡Ged que fue Archimago mientras vivía!

—De nada te sirve mi nombre —dijo Ged—. Tú no tienes sobre mí ningún poder. Yo estoy vivo; mi cuerpo yace sobre la playa de Selidor, bajo el sol, sobre la tierra que gira. Y cuando ese cuerpo muera, aquí estaré: pero sólo en nombre, en nombre sólo, en sombra. ¿No comprendes? ¿No has comprendido nunca, tú, que a tantas sombras has llamado de entre los muertos, que has invocado todas las legiones de los difuntos, hasta a mi señor Erreth-Akbé, el más sabio de todos nosotros? ¿No has comprendido que él, sí, hasta él, no es nada más que una sombra y un nombre? Su muerte no ha disminuido la vida. Ni lo ha disminuido a él. Él está allá, ¡allá, no aquí! Aquí no hay nada, polvo y sombras. Allá están la tierra y la luz del sol, las hojas de los árboles, el vuelo del águila. Allá él está vivo. Y todos aquellos que un día murieron, viven aún; han vuelto a nacer y no tienen fin, ni habrá jamás un fin. Todos, salvo tú. Porque tú rechazaste la muerte. Has perdido la vida, has perdido la muerte para salvarte tú. ¡Tú! ¡Tu yo inmortal! ¿Qué es? ¿Quién eres tú?

—Yo soy yo. Mi cuerpo no se pudrirá ni morirá…

—Un cuerpo vivo sufre, Araña; un cuerpo vivo envejece, muere. La muerte es el precio que pagamos por nuestra vida, y por la vida toda.

—¡Yo no lo pago! ¡Yo puedo morir y en ese mismo instante vivir otra vez! ¡A mí no me pueden matar, soy inmortal, soy yo para siempre!

—¿Quién eres tú, entonces?

—El Inmortal.

—Di tu nombre.

—El Rey.

—Di mi nombre. Te lo he dicho hace un minuto apenas. ¡Di mi nombre!

—Tú no eres real. Tú no tienes nombre. Sólo yo existo.

—Tú existes, sin nombre, sin forma. No puedes ver la luz del día; no puedes ver la oscuridad. Vendiste la tierra verde y el sol y las estrellas para salvarte tú. Pero tú no eres tú. Todo cuanto vendiste, eso eras tú. Has dado todo por nada. Y ahora quieres atraer el mundo hacia ti, toda esa luz y la vida que perdiste, para llenar tu nada. Pero es imposible. Todos los cantos de la tierra, todas las estrellas del cielo no podrían llenar tu nada.

La voz de Ged resonaba como el hierro, allí en el valle frío al pie de las montañas, y el hombre ciego retrocedió, sobrecogido. Alzó el rostro, y la mortecina claridad de las estrellas lo iluminó; parecía llorar, pero sin una lágrima, pues no tenía ojos. Abría y cerraba la boca, llena de oscuridad, pero de ella no brotaban palabras, sólo un gemido ronco. Al fin dijo una palabra, formada a duras penas con los labios contraídos, y esa palabra era «Vida».

—Te daría la vida, Araña, si pudiera. Pero no puedo. Estás muerto. Pero puedo darte la muerte.

—¡No! —bramó el ciego, y luego dijo—: No, no… —y se dejó caer en el suelo sollozando, aunque sus mejillas seguían tan secas como el lecho pedregoso del río por el que sólo corría noche, no agua—. Tú no puedes. Nadie podrá liberarme, nunca. He abierto la puerta entre los mundos, y no puedo cerrarla. Nadie puede cerrarla. No volverá a cerrarse nunca más. Me llama, me atrae. Necesito volver a ella, necesito transponerla, y regresar aquí, al polvo y al frío y al silencio. Me aspira, me sorbe. No puedo alejarme de ella. No la puedo cerrar. Acabará por sorber la luz, toda la luz del mundo. Y todos los ríos serán semejantes al Río Seco. ¡No hay poder capaz de cerrar la puerta que yo he abierto!

Muy extraña era la mezcla de desesperanza y vindicación, de terror y vanidad, las palabras y la voz del ciego.

Ged sólo dijo: —¿Dónde está?

—Por allá. No lejos. Puedes ir. Pero no podrás hacer nada. No la podrás cerrar. Aunque en ese solo acto empeñaras y perdieras todo tu poder, no sería bastante. Nada es bastante.

—Puede ser —respondió Ged—. Pero si tú has elegido la desesperación, recuerda que nosotros todavía no. Condúcenos.

El ciego alzó el rostro, en el que luchaban visiblemente el miedo y el odio. Triunfó el odio.

—No quiero —dijo.

Arren se adelantó entonces, y dijo: —Querrás.

El ciego no se movió. El frío silencio y las tinieblas del reino de los muertos los envolvían, envolvían las palabras.

—¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Lebannen.

Ged habló: —Tú, tú que te llamas Rey, ¿no sabes quién es éste?

Otra vez Araña enmudeció. Luego habló, jadeando un poco: —Pero él está muerto… Estáis muertos los dos. No podéis volver atrás. No hay ninguna salida. ¡Estáis atrapados! —Y mientras hablaba la débil luz que lo envolvía se extinguió; y lo oyeron dar media vuelta en la oscuridad y echar a andar de prisa, alejándose de ellos, hacia las tinieblas.

—¡Dadme luz, mi señor! —gritó Arren, y Ged enarboló la vara por encima de su cabeza, dejando que la luz blanca desgarrase la arcana oscuridad, erizada de rocas y de sombras, por entre las que corría la alta figura encorvada, remontando el lecho pedregoso con un andar extraño, ciego y seguro a la vez. Detrás de él partió Arren, espada en mano; y detrás de Arren, Ged.

Arren pronto se alejó de su compañero, y la luz, ahora muy tenue, se interrumpía una y otra vez a causa de las rocas y las sinuosidades del lecho del río; pero el ruido de la marcha, la presencia invisible de Araña delante de él, eran guía suficiente. A medida que el camino se hacía más escabroso, Arren se aproximaba lentamente al hombre ciego. Iban escalando una garganta abrupta, atascada de piedras; próximo ya a su nacimiento, el Río Seco se estrechaba, serpeando entre riberas escarpadas. Las rocas se despeñaban bajo sus pies, y también bajo sus manos, porque se veían obligados a gatear. Arren adivinó el estrechamiento final de las orillas y abalanzándose de un salto llegó hasta Araña y lo aferró por el brazo, inmovilizándolo. Estaban en una especie de hoya rocosa de unos dos metros de ancho, que quizá fuera antaño un estanque, si alguna vez había corrido agua por allí; y encima de la hoya había un derrumbado peñasco de roca y escoria. En ese peñasco se abría un boquete negro, la fuente del Río Seco.

Araña no había intentado librarse de la mano que lo sujetaba. Se había quedado inmóvil, y la luz que se acercaba con Ged le iluminó el rostro, el rostro sin ojos que ahora se volvía hacia Arren. —Aquí es —dijo al cabo, mientras una especie de sonrisa se le formaba en los labios—. Éste es el sitio que buscas. ¿Lo ves? Aquí puedes resucitar. Basta con que me sigas. Vivirás en la inmortalidad. Seremos reyes juntos.

Arren miró el negro y seco manantial, el boquete polvoriento, el lugar en el que un alma muerta, arrastrándose dentro de la tierra y la oscuridad había nacido otra vez, muerta, y le pareció un sitio abominable, y dijo con voz áspera, tratando de vencer una náusea mortal: —¡Ciérrate!

—Se cerrará —dijo Ged, emergiendo junto a ellos: y ahora era él, eran sus manos y su cara las que irradiaban aquella luz blanquísima, como si fuera una estrella caída a la tierra en esa infinita noche. Ante él se abría el manantial, el negro boquete de la puerta. Era ancha y cavernosa, pero si era o no profunda, no había modo de saberlo. Nada había allí en que la luz pudiera caer, nada que el ojo pudiese distinguir. Era el vacío. Del otro lado, ni luz ni oscuridad, ni vida ni muerte. La nada. Un camino que no conducía a ninguna parte.

Ged alzó las manos y habló.

Arren seguía sujetando el brazo de Araña; el ciego había apoyado la mano libre contra las rocas del acantilado. Los dos estaban mudos, paralizados por el poder del sortilegio.

Con toda la pericia de una larga vida de entrenamiento, y con toda la pujanza de su corazón, Ged se esforzaba por cerrar aquella puerta, por restituir la unidad del mundo. Y al conjuro de su voz, y las órdenes de sus manos, las rocas empezaron a acercarse una a otra penosamente, tratando de volver a unirse. Pero al mismo tiempo la luz se debilitaba, desaparecía de las manos y el rostro del mago, se extinguía en la vara de tejo hasta que sólo quedó un pequeño y tenue resplandor. A aquella débil luz Arren vio que la puerta estaba casi cerrada.

Bajo su mano, el ciego sintió el movimiento de la roca, cómo las piedras se juntaban y sintió también que el arte y el poder estaban agotándose en él, consumiéndose… Gritó, de pronto: —¡No! —y de un tirón se desprendió de la mano que lo sujetaba, y se abalanzó sobre Ged y lo inmovilizó en un ciego, poderoso abrazo. Derribándolo bajo su peso, cerró las manos alrededor de la garganta del mago a fin de estrangularlo.

Arren blandió entonces la espada de Serriadh, y la hoja descendió precisa y con fuerza sobre el cuello encorvado bajo la maraña de pelo.

El espíritu viviente tiene peso en el mundo de los muertos, y la sombra de la espada de Arren tenía filo. La hoja abrió una herida profunda, seccionando la espina dorsal del ciego. La sangre saltó a borbotones, negra a la luz de la espada.

Pero es en vano matar a un muerto; y Araña estaba muerto, muerto hacía muchos años. La herida se cerró, reabsorbiendo la sangre. El hombre ciego se irguió, muy alto, los largos brazos buscando a tientas a Arren, el rostro contraído de rabia y de odio: como si sólo ahora hubiese comprendido quién era su verdadero rival y enemigo.

Tan horrible fue verlo recobrarse de un golpe mortal, esta imposibilidad de morir, más horrible que cualquier agonía, que un frenesí de repulsión se apoderó de Arren, una furia demente. Blandiendo la espada asestó un nuevo golpe, un golpe implacable y terrible. Araña se desplomó con el cráneo partido en dos y el rostro enmascarado de sangre, pero Arren se precipitó al instante sobre él, para golpear otra vez, antes que la herida se cerrase, para golpear hasta matar…

A su lado Ged, intentando ponerse de rodillas, pronunció una palabra.

Al sonido de la voz de Ged, Arren se detuvo como si una mano le hubiese aferrado la mano que empuñaba la espada. El ciego, que había empezado a levantarse, también quedó paralizado. Ged se puso de pie; se tambaleaba un poco. Cuando pudo mantenerse derecho, se volvió hacia el acantilado.

—¡Ciérrate y únete! —dijo con voz clara, y con la vara trazó una figura en líneas de fuego y a través de la grieta de las rocas: la Runa de Agnen, la runa que sella los caminos, la que se inscribe sobre las lápidas de las sepulturas. Y no quedó entonces brecha alguna ni hueco entre las piedras. La puerta se había cerrado.

El suelo de la Tierra Yerma tembló bajo los pies de los hombres, y el largo fragor de un trueno estremeció el cielo estéril e inmutable.

—Por la palabra que no será pronunciada hasta el fin de los tiempos, te he convocado. Por la palabra que fue dicha a la hora de la creación de las cosas, yo ahora te libero. ¡Libérate! —E inclinándose sobre el hombre ciego, caído de rodillas, Ged le habló en un murmullo al oído, bajo el blanco cabello enmarañado.

Araña se levantó. Miró lentamente alrededor. Miró a Arren, luego a Ged. No dijo nada pero los escrutó con ojos sombríos. No había dolor en su rostro, ni cólera, ni odio. Lentamente dio media vuelta, y se alejó cuesta abajo por el lecho del Río Seco, y pronto desapareció.

La luz se había apagado en la vara de tejo y en el rostro de Ged. Estaba allí de pie, en la oscuridad. Cuando Arren se le acercó, se aferró al brazo del joven para sostenerse. Por un momento, lo sacudió el espasmo de un sollozo ronco. —Está hecho —dijo—. Todo ha pasado.

—Hecho está, mi amado señor. Es tiempo de volver.

—Sí. Es tiempo de volver a casa.

Ged daba la impresión de un hombre aturdido o exhausto. Descendió el curso del río siguiendo a Arren, tropezando, avanzando con penosa lentitud entre las rocas y los pedregones. Arren no se apartaba de él. En las riberas bajas del Río Seco, donde el suelo era menos escarpado, se volvió un momento a mirar el camino por el que habían venido, la larga pendiente informe que subía hacia las tinieblas. En seguida reanudó la marcha.

Ged no hablaba. Tan pronto como se detuvieron, se había dejado caer sobre una roca de lava, agotado.

Arren sabía que el camino por el que había venido estaba cerrado para ellos. La alternativa era seguir adelante. Tenían que continuar, continuar hasta el fin. Ni siquiera demasiado lejos es bastante lejos, pensó. Alzó los ojos hacia los picachos oscuros, fríos y silenciosos contra las estrellas inmóviles, terribles; y una vez más la voz irónica, burlona de su voluntad habló en él, implacable: «¿Te detendrás a mitad de camino, Lebannen?».

Se acercó a Ged y le dijo con dulzura: —Es preciso que continuemos, mi señor.

Ged no respondió, pero se puso en pie.

—Tendremos que ir por las montañas, me parece.

—Tu camino, hijo —dijo Ged en un ronco murmullo—. Ayúdame.

Empezaron a caminar, remontando las pendientes de polvo y escoria que penetraban en las montañas; Arren ayudaba a su compañero lo mejor que podía. En la negra oscuridad de las curvas y gargantas, tenía que buscar a tientas el camino, y no le era fácil sostener a Ged al mismo tiempo. Caminar era difícil, un tropezar constante, pero cuando tuvieron que trepar y gatear por las pendientes cada vez más abruptas fue todavía más difícil. Las rocas eran ásperas, y les quemaban las manos, como hierro al rojo. Sin embargo hacía frío, más y más frío a medida que ascendían. Era un tormento tocar aquella tierra. Quemaba como brasas encendidas: un fuego ardía dentro de las montañas. Pero el aire era siempre frío, siempre oscuro. Ni un solo ruido. Ni un soplo de viento. Las rocas erizadas se quebraban bajo las manos, cedían bajo los pies. Negros, cortados a pico, los espolones y los abismos se alzaban delante de ellos y se precipitaban junto a ellos en la oscuridad. Atrás, abajo, el reino de los muertos se perdía en las sombras. Adelante, arriba, los picos y las rocas se alzaban contra las estrellas. Y nada se movía a todo lo largo y lo ancho de aquellas montañas negras, excepto las dos almas mortales.

Ged, deshecho de fatiga, trastabillaba a cada paso, o perdía pie. Le costaba respirar, y cuando sus manos tropezaban con las rocas, ahogaba un grito de dolor. Oyéndolo, a Arren se le encogía el ánimo. Trataba de impedir que se cayera. Pero a menudo el sendero era demasiado angosto para que pudieran avanzar juntos, y Arren tenía que adelantarse a estudiar el terreno. Y al fin, en una ladera que trepaba abrupta hasta las estrellas, Ged resbaló y cayó de bruces, y no volvió a levantarse.

—Mi señor —dijo Arren, arrodillándose junto a él, y luego dijo su nombre—: Ged.

Ged no respondió ni se movió.

Arren lo alzó en brazos y así lo llevó cuesta arriba por la escarpada ladera. Ésta culminaba en un trecho de terreno llano, y allí Arren puso a Ged en el suelo, y se dejó caer junto a él, exhausto y dolorido, sin ninguna esperanza. Aquélla era la cima del desfiladero entre los dos picos negros, la que con tanto esfuerzo había tratado de alcanzar. Aquél era el paso, y el fin. Imposible ir más allá. El extremo de la meseta era el borde cortante de un acantilado: más allá continuaban las tinieblas, y las estrellas colgaban pequeñas e inmóviles en el abismo negro del cielo.

La tenacidad puede sobrevivir a la esperanza. Arren avanzó arrastrándose, en cuanto pudo hacerlo. Se asomó por encima del filo de oscuridad. Y allá abajo, sólo un corto trecho más abajo, vio la playa de arena de marfil; las olas blancas y ambarinas se encrespaban y rompían en espuma contra ella, y más allá del mar el sol se ponía en una bruma de oro.

Arren volvió a la oscuridad. Volvió atrás. Alzó a Ged lo mejor que pudo, y con él en brazos avanzó penosamente hasta que le flaquearon las fuerzas y no pudo dar un paso más. Allí todo cesó: el dolor y la sed, y la oscuridad, y la luz del sol, y el ruido de las rompientes marinas.

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