11. Selidor

Por la mañana, al despertar, Arren vio delante de la barca, brumosas y bajas en el oeste azul, las costas de Selidor.

En el Palacio de Berila había viejos mapas, trazados en los tiempos de los Reyes, cuando los mercaderes y los exploradores navegaban más allá de las Comarcas Interiores y los Confines eran mejor conocidos. Un gran mapa del Norte y el Oeste se extendía a lo largo de dos paredes de mosaico en la sala del trono, con la isla de Enlad, en oro y gris, sobre la cabecera del trono. Arren lo veía ahora con el ojo de la mente como lo había visto miles de veces en la niñez y la adolescencia. Al norte de Enlad estaba Osskil, y al oeste de Osskil, Ebosskil, y al sur de éste, Semel y Paln; y allí se terminaban las Comarcas Interiores, y en el mosaico de un pálido verdeazul no había nada más que mar vacío, con la diminuta figura de una ballena o un delfín puesta aquí y allá. Por fin, pasando el ángulo en el que el muro del Norte se encontraba con el muro del Oeste, aparecía Narveduen, y más allá de ella tres islas menores. Y luego otra vez mar, y mar vacío, mar y mar; hasta el borde mismo de la pared, y el contorno del mapa, donde emergía Selidor, y más allá la nada.

La recordaba vívidamente, la forma curva, la ancha bahía en el corazón de la isla, abriéndose en un estrecho hacia el levante. No habían llegado aún tan al norte, pero ahora enfilaban hacia una cala profunda, en el cabo más meridional de la isla, y allí, mientras el sol estaba todavía bajo, velado por la bruma de la mañana, bajaron a tierra.

Así concluyó la larga travesía desde las Rutas de Balatrán hasta la Isla Occidental. La inmovilidad del suelo les pareció extraña, cuando vararon la barca en la arena y después de tanto tiempo pisaron tierra firme.

Ged escaló una duna baja coronada de hierbas, cuya cresta se inclinaba sobre la pendiente, consolidada en cornisas por las duras raíces de los pastos. Cuando llegó a la cima se detuvo, atisbando el este y el norte. Arren se había demorado en la barca para ponerse los zapatos, que no usaba desde hacía muchos días; sacó luego la espada de la caja de herramientas y se la puso al cinto, esta vez sin preguntarse si debía o no debía hacerlo. Luego subió a reunirse con Ged y contemplar el paisaje.

Las dunas, bajas y herbosas, se sucedían tierra adentro en una franja de media milla de ancho; luego había lagunas, con una espesa vegetación de juncos y cañaverales, y más allá se extendían las lomas, pardo-amarillentas y desiertas, hasta perderse de vista. Hermosa y desolada era Selidor. Nada indicaba que allí trabajara o habitara algún hombre. No se veía ninguna bestia, y en los lagos tupidos de cañaverales no había bandadas de gaviotas, ánades silvestres o algún otro pájaro.

Bajaron la cuesta interior de la duna, y del otro lado, aislado del ruido de las rompientes y el silbido del viento por el inclinado muro de arena, todo estaba en silencio.

Entre esa primera duna, la más próxima al mar, y la siguiente había una cañada de arena límpida, en cuya cuesta occidental resplandecía el sol cálido de la mañana.

—Lebannen —dijo el mago, porque ahora usaba el nombre verdadero de Arren—, anoche no he podido dormir, y ahora necesito descansar. Quédate conmigo y vigila. —Se tendió al sol, porque a la sombra hacía frío, se puso un brazo sobre los ojos, suspiró, y se durmió. Arren se sentó a su lado. No alcanzaba a ver nada más que las barrancas blancas de la cañada y las hierbas de la cima de la duna que se encorvaban contra el azul brumoso del cielo y el sol amarillo. No se oía otro ruido que el murmullo apagado del oleaje, y de vez en cuando una ráfaga de viento desplazaba las partículas de arena con un débil cuchicheo.

Arren vio, volando muy alto, lo que hubiera podido ser un águila; pero no era un águila. Describió un amplio círculo, y arqueándose como un halcón, se lanzó en picada con el trueno y el silbido estridente de las doradas alas desplegadas. Se posó sobre las enormes zarpas en la cresta de la duna. Contra el sol, la gran testa era negra, con reflejos de fuego.

El dragón reptó un corto trecho cuesta abajo, y habló: —Agni Lebannen —dijo.

Irguiéndose entre él y Ged, Arren respondió: —Orm Embar — y blandió la espada desnuda.

Ahora no la sentía pesada. El pomo bruñido parecía ajustarse al hueco de la mano. La hoja había salido ligera, impaciente, de la vaina. El poder y aun la vejez del arma lo favorecían, porque ahora sabía qué uso darle. Era su espada.

El dragón habló otra vez, pero Arren no pudo comprenderlo. Volviendo la cabeza, echó una mirada a Ged, que no había despertado a pesar de todo aquel estrépito, y dijo al dragón: —Mi señor está fatigado: duerme.

Al oír esas palabras Orm Embar se arrastró serpeando hasta el fondo de la cañada. Era pesado en tierra, no ligero y libre como en el aire, pero había una gracia siniestra en la lentitud con que desplazaba las enormes zarpas y enroscaba la espinosa cola. Una vez en el fondo, replegó las patas debajo de él, alzó la testa poderosa y se quedó inmóvil: como un dragón grabado en el yelmo de un guerrero. Arren sentía el peso de la mirada amarilla y el ligero olor a quemado que flotaba alrededor de la criatura. No era un olor a carroña; seco y metálico, armonizaba con los efluvios del mar y de la arena salina: un olor limpio, salvaje.

El sol en pleno ascenso le bañaba los flancos y Orm Embar resplandecía como un dragón esculpido en hierro y oro.

Y Ged aún dormía, distendido, tan poco consciente del dragón como un labriego que duerme sin acordarse de su perro.

Así pasó una hora, y Arren, despertando con un sobresalto, advirtió que el mago estaba sentado junto a él.

—¿Tanto te has acostumbrado a los dragones que ya te duermes entre sus zarpas? —dijo Ged, y se rió y bostezó. Luego, levantándose, le habló a Orm Embar en la lengua de los dragones.

Antes de responder Orm Embar bostezó, también él, tal vez de sueño, o acaso desafiando a Ged. Pocos hombres han sobrevivido a este espectáculo: las hileras de dientes blanco-amarillentos largos y afilados como dagas, la lengua bífida, de un rojo ígneo y dos veces más larga que el cuerpo de un hombre, la caverna humeante de las fauces.

Orm Embar habló, y Ged se disponía a responder cuando los dos se volvieron de pronto para mirar a Arren. Habían oído, claro en el silencio, el murmullo hueco del acero contra la vaina. Arren tenía los ojos fijos en la cresta de la duna, y la espada alerta en la mano.

Allá arriba, clara y radiante a la luz del sol, las ropas agitadas por la brisa, se recortaba la silueta de un hombre. Inmóvil como una figura esculpida, excepto aquel suave revuelo de la orla y la capucha del ligero albornoz. Los cabellos, largos y negros, le caían en una masa de bucles relucientes; era ancho de hombros y alto, un hombre vigoroso y bien plantado. Parecía mirar más allá de ellos, hacia el mar. Sonrió.

—Conozco a Orm Embar —dijo—. Y también te reconozco a ti, Gavilán, pese a que has envejecido desde la última vez que nos vimos. Me dicen que ahora eres Archimago. Te has hecho famoso, además de viejo. Y tienes contigo a un joven servidor: un aprendiz de mago, sin duda, uno de los que aprenden sabiduría en la Isla de los Sabios. ¿Qué hacéis aquí los dos, tan lejos de Roke y de los muros invulnerables que protegen a los Maestros de todo mal?

—Hay una grieta en muros más grandes que aquéllos —dijo Ged, apretando la vara con ambas manos y alzando los ojos hacia el hombre—. Mas ¿no vendrás a nosotros en carne y hueso, para que podamos saludar a quien tanto tiempo hemos buscado?

—¿En carne y hueso? —dijo el hombre, y volvió a sonreír—. ¿Acaso cuenta tanto la mera carne, el cuerpo, la carne cruda, entre dos magos? No, encontrémonos de mente a mente, Archimago.

—Eso, creo, no podemos hacer. Hijo, baja tu espada. No es más que un espectro, una apariencia, no un hombre de verdad. Tanto te valdría esgrimir tu acero contra el viento. Allá en Havnor, cuando tus cabellos eran blancos, te llamaban Araña. Pero ése no era más que un nombre común. ¿Cómo hemos de llamarte cada vez que te encontremos?

—Me llamaréis Señor —dijo la alta figura desde la cresta de la duna.

—Bien. ¿Y qué más?

—Rey y Maestro.

Al oír eso Orm Embar silbó, un silbido estridente y horrendo, y los ojos enormes le centellearon; sin embargo volvió la cabeza para evitar la mirada del hombre, y se hundió acurrucado en el mismo sitio, como si no pudiera moverse.

—¿Y dónde te encontraremos, y cuándo?

—En mi dominio, y cuando a mí me plazca.

—Muy bien —dijo Ged, y levantando la vara la agitó un momento apuntando a la alta figura, y el hombre desapareció, como la llama de una bujía apagada de un soplo.

Arren clavaba los ojos en la arena, y el dragón se irguió poderosamente sobre las cuatro patas ganchudas, la coraza de malla tintineando como el acero, los labios contraídos sobre los dientes afilados. Pero el mago se apoyó otra vez sobre la vara.

—Era sólo un espectro. Una manifestación o una imagen del hombre. Puede hablar y oír, pero no hay en él ningún poder, salvo el que nuestro miedo pueda prestarle. Y ni siquiera en apariencia es fiel a la realidad. No lo hemos visto como es ahora, me temo.

—¿Suponéis que está cerca de aquí?

—Los espectros no cruzan las aguas. Está en Selidor. Pero Selidor es una isla grande: más ancha que Roke o Gont, y casi tan larga como Enlad. Es posible que tengamos que buscarlo durante un largo tiempo.

Entonces el dragón habló. Ged escuchó, y se volvió a Arren. —Así ha hablado el Señor de Selidor: «He regresado a mi tierra y no la abandonaré. Encontraré al Destructor y os llevaré hasta él, para que juntos podamos aniquilarlo». ¿Y no he dicho yo que lo que un dragón busca, lo encuentra?

Y Ged hincó una rodilla en tierra ante la enorme criatura, como un vasallo ante su rey, y le dio las gracias en hárdico. El aliento del dragón, tan cercano, era como un fuego sobre la cabeza inclinada de Ged.

Orm Embar arrastró una vez más cuesta arriba la escamosa mole de su cuerpo, batió las alas, y se elevó en el aire.

Ged se sacudió la arena de las ropas y le dijo a Arren: —Ahora me has visto de rodillas. Y quizá me verás así una vez más, antes del fin.

Arren no le preguntó qué quería decir; en aquel largo viaje compartido había aprendido que siempre había alguna razón en la reserva del mago. Sin embargo, le pareció que aquellas palabras eran un mal augurio.

Escalaron de nuevo la duna para volver a la playa y asegurarse de que la barca estaba a buen resguardo de las mareas y la tempestad, y recoger de ella capotes para la noche y los víveres que les quedaban. Ged se detuvo un instante junto a la proa delgada que durante tanto tiempo lo llevara tan lejos por mares extraños; puso la mano sobre ella, pero no echó ningún sortilegio ni pronunció ninguna palabra. Luego fueron una vez más tierra adentro, hacia el norte, hacia las colinas.

Caminaron todo el día, y al anochecer acamparon a la orilla de un río que descendía serpeando hacia los lagos y marismas sofocados por los cañaverales. Aunque era pleno verano soplaba un viento frío, un viento que venía del oeste, desde los innumerables piélagos vírgenes de tierras de la Mar Abierta. Una bruma velaba el cielo y ni una sola estrella brillaba sobre aquellas colinas que jamás conocieran la luz de una ventana, la lumbre de un hogar.

Arren despertó en la oscuridad. La pequeña hoguera se había apagado, pero una luna descendía hacia el poniente y alumbraba la tierra con una luz gris y brumosa. En el valle del río y en la falda de la colina había una gran multitud de hombres y mujeres, todos inmóviles, todos silenciosos, los rostros vueltos hacia Ged y Arren.

Arren no se atrevió a hablar, pero puso una mano sobre el brazo de Ged. El mago se despertó con un sobresalto y se incorporó diciendo: —¿Qué pasa? —Siguió la mirada de Arren y vio la muchedumbre silenciosa.

Todos vestían ropas oscuras, hombres y mujeres. En aquella luz débil, no era posible distinguir claramente los rostros, pero a Arren le pareció que entre los que estaban más cerca de ellos, del otro lado del arroyuelo, había algunos que conocía, aunque no hubiera podido decir quiénes eran.

Ged se levantó, dejando caer la capa. El rostro, el cabello, la camisa le brillaban con un pálido color plateado, como si la luz de la luna se concentrara en él. Extendió los brazos en un amplio ademán y dijo en voz alta: —¡Oh vosotros que habéis vivido, sed liberados! Rompo los lazos que os atan: ¡Anvassa mane harw pennodathe!

Por un momento todos permanecieron inmóviles, aquella muchedumbre silenciosa, luego se volvieron lentamente, y pareció que caminaban hacia la penumbra gris, y desaparecieron.

Ged se sentó. Miró a Arren y posó una mano sobre el hombro del muchacho; el contacto era cálido y firme. —No hay nada que temer, Lebannen —dijo con una dulzura un tanto burlona—. Eran sólo los muertos.

Arren asintió, pese a que le castañeteaban los dientes y sentía el cuerpo helado.— ¿Cómo…? —comenzó, pero la mandíbula y los labios no le obedecieron.

Ged comprendió. —Han venido invocados por él. Esto es lo que él promete: vida eterna. Si él los llama, pueden retornar. Si él lo ordena, han de remontar las colinas de la vida aunque no puedan mover ni una brizna de hierba.

—Entonces… entonces, ¿él también está muerto?

Ged sacudió la cabeza, pensativo. —Los muertos no pueden llamar a los muertos de vuelta al mundo. No, tiene los poderes de un hombre vivo; y más… Pero si alguno pensaba acompañarlo, se ha burlado de ellos. No comparte esos poderes. Se ha asignado el papel de Rey de los Muertos; y no sólo de los muertos… Pero eran sólo sombras.

—No sé por qué les tengo miedo —dijo Arren con vergüenza.

—Les tienes miedo porque tienes miedo a la muerte, y con razón: porque la muerte es terrible, y hay que temerla —dijo el mago. Agregó leña al fuego, sopló las pequeñas ascuas bajo las cenizas, y una llama pequeña y brillante floreció sobre las ramas secas, una luz que reconfortó a Arren—. Y también la vida es una cosa terrible —dijo Ged—, y hay que temerla y glorificarla.

Los dos habían vuelto a sentarse, arrebujados en los capotes. Durante un rato permanecieron callados. Luego Ged habló, en tono grave: —Lebannen, cuánto tiempo seguirá hostigándonos, con espectros y sombras, es algo que no sé. Pero tú sabes a dónde irá él al fin.

—Al reino de las sombras.

—Sí. Entre ellas.

—Ahora las he visto. Iré con vos.

—¿Es la fe en mí lo que te impulsa? Puedes confiar en mi amor, pero no en mi fuerza. Porque creo que me he topado con un igual.

—Iré con vos.

—Pero si fuese derrotado, si mi poder y mi vida se agotaran, no podría guiarte de regreso; y solo no podrás regresar.

—Regresaré con vos.

Ante esas palabras Ged dijo: —Entras en la edad del hombre a las puertas de la muerte. —Y luego pronunció, en voz muy baja, aquella palabra o nombre con que el dragón había llamado dos veces a Arren:— Agni… Agni Lebannen.

Después de eso no volvieron a hablar y pronto el sueño los venció otra vez, y se echaron a dormir junto a la lumbre de la hoguera pequeña y efímera.

Llegó la mañana y reanudaron la marcha, rumbo al norte y al oeste; y esta vez por decisión de Arren, no de Ged, quien dijo: —Elige tú nuestro camino; para mí todos son iguales.

Caminaban sin prisa; no tenían una meta, y esperaban alguna señal de Orm Embar. Siguieron la cadena de colinas más baja, la más exterior, casi constantemente con el océano a la vista. Los pastos eran cortos y secos, sin cesar zarandeados por el viento. A la derecha se elevaban las colinas doradas y desiertas, y a la izquierda se extendían las ciénagas salinas y el mar occidental. Una vez divisaron una bandada de cisnes en vuelo, muy lejos en el sur. Ninguna otra criatura viviente se les apareció en todo ese día. Una especie de fatiga medrosa, el cansancio de esperar lo peor, fue invadiendo a Arren a lo largo del camino. La impaciencia lo dominaba, y una cólera sorda. Al fin dijo, luego de horas de silencio:

—¡Esta tierra está tan muerta como el mismísimo reino de la muerte!

—No digas eso —replicó el mago con aspereza. Siguió caminando un momento y luego prosiguió, con una voz distinta—: Contempla esta tierra: mira alrededor de ti. Éste es tu reino, el reino de la vida. Ésta es tu inmortalidad. Observa las colinas, las colinas mortales. No son imperecederas. Las colinas con las hierbas vivas que crecen en ellas, y el agua que fluye por las vertientes. En el mundo entero, en todos los mundos, en toda la inmensidad del tiempo no hay otro río, otro arroyo que sea igual a uno de éstos, que surgen fríos de las entrañas de la tierra, donde no hay ojos que los vean, y que a través de la luz del sol y de las tinieblas corren hacia el mar. Profundas son las fuentes del ser, más profundas que la vida, que la muerte…

Calló, pero en sus ojos, mientras miraba a Arren y las colinas bañadas por el sol, había un amor inmenso, inefable, atormentado. Y Arren vio eso, y viéndolo, lo vio a él, lo vio por primera vez, entero, tal como era.

—No puedo expresar lo que quiero —dijo Ged con tristeza.

Pero Arren pensó en aquella primera hora en el Patio de la Fuente, en el hombre que se arrodillaba al pie de manantial; y la alegría, límpida como el agua que recordaba, brotó de pronto en él. Miró a su compañero y dijo: —He dado mi amor a lo que es digno de amor. ¿No es eso el reino, y la fuente imperecedera?

—Sí, muchacho —dijo Ged, con dulzura, y con dolor.

Siguieron andando juntos y en silencio. Pero Arren veía ahora el mundo con los ojos de su compañero, veía el vivo esplendor que se revelaba en torno de ellos en aquella tierra silenciosa y desolada (como por un poder de encantamiento que sobrepasaba a cualquier otro) en cada brizna de hierba encorvada por el viento, en cada sombra, en cada piedra. Así acontece cuando uno ve por última vez un lugar querido, antes de emprender un viaje sin retorno: lo ve entonces por completo y tal como es, y más querido aún, como no lo ha visto nunca y nunca volverá a verlo.

A medida que se acercaba la noche las nubes se elevaban en hileras apretadas desde el oeste, traídas por los grandes vientos marinos, y llameaban delante del sol, enrojeciendo el ocaso. Mientras recogía leña menuda en el valle de un arroyo, en aquella luz purpúrea, Arren alzó los ojos y vio a un hombre de pie, a menos de diez pasos. La cara del hombre era borrosa y extraña, pero Arren lo reconoció: el Tintorero de Lorbanería, Sopli, que había muerto.

Más atrás había otros, todos con caras tristes, de mirada inmóvil. Parecían hablar, pero Arren no alcanzaba a oír las palabras, sólo una especie de murmullo arrastrado por el viento del oeste. Algunos avanzaban lentamente hacia él.

Se irguió y los miró, y otra vez miró a Sopli; y luego les volvió la espalda, y se agachó, y a pesar de que le temblaban las manos, recogió otra rama seca de las malezas. La agregó a las demás, y recogió otra, y otra. Luego se enderezó y se volvió. No había nadie en el valle, sólo aquella luz purpúrea que ardía sobre el pasto. Fue a reunirse con Ged, depositó la carga en el suelo, y nada dijo de lo que había visto.

Toda la noche, en la brumosa oscuridad de aquella comarca huérfana de almas vivientes, cada vez que despertaba de un sueño entrecortado, oía alrededor aquel cuchicheo de las almas de los muertos. Se dominaba, decidía no escuchar, y volvía a dormirse.

Tanto él como Ged despertaron tarde, cuando el sol, ya un palmo por encima de las colinas, salía al fin de la niebla e iluminaba la tierra fría. Mientras comían la frugal colación matutina llegó el dragón, girando en el aire sobre ellos. Echaba fuego por las fauces, y humo y chispas por los ollares rojos; los dientes le brillaban como dagas de marfil en aquel resplandor espeluznante. Nada dijo, sin embargo, pese a que Ged lo saludó, gritándole en su lengua:

—¿Lo has encontrado, Orm Embar?

El dragón echó la cabeza hacia atrás y arqueó el cuerpo de una manera extraña, rasgando el aire con las zarpas filosas. Luego se remontó en vuelo veloz hacia el oeste, volviéndose para mirarlos mientras se alejaba.

Ged empuñó la vara y la golpeó contra el suelo. —No puede hablar —dijo—. ¡No puede hablar! Le han quitado las palabras de la Creación, dejándolo como una culebra, un gusano sin lengua, con una sabiduría muda. ¡Pero aún puede guiarnos, y nosotros podemos seguirlo! —Echándose los morrales sobre los hombros, emprendieron la marcha hacia el oeste a través de las colinas, la dirección en que volara Orm Embar.

Ocho millas o más anduvieron, sin aminorar el paso rápido y sostenido del principio. Ahora el mar se extendía a ambos lados, y seguían el dorso de una larga cadena descendente que atravesaba cañaverales secos y lechos de arroyos serpeantes, e iba a morir en una playa que se adentraba en el mar, de arena de color marfil. Era el cabo más occidental de todas las islas, el último confín de la tierra.

Orm Embar yacía agazapado sobre esa arena de marfil, la cabeza gacha como un gato enfurecido, respirando en jadeantes bocanadas de fuego. A cierta distancia, entre él y las largas y bajas rompientes del mar, se alzaba algo que parecía una cabaña o una choza, blanca, construida con maderas descoloridas por el tiempo y la intemperie. Pero no había despojos de naufragios en esa playa, que no miraba hacia ninguna otra tierra. Cuando se acercaron, Arren vio que aquellas paredes destartaladas estaban construidas con huesos enormes: huesos de ballena, pensó en el primer momento, y entonces vio los triángulos blancos, filosos como cuchillos y supo que eran huesos de dragón.

La luz del sol que se reflejaba sobre el mar centelleaba a través de las grietas entre hueso y hueso. El dintel de la puerta era un fémur más largo que un hombre, coronado por una calavera humana que contemplaba con ojos vacíos las colinas de Selidor.

Allí se detuvieron, y en el momento en que alzaban los ojos hacia la calavera, un hombre apareció en el quicio de la puerta. Llevaba una armadura de bronce dorado, de los días antiguos, y con rajaduras, como si la hubieran golpeado con un hacha; la vaina recamada de la espada estaba vacía. El rostro, de cejas negras y arqueadas y nariz afilada, tenía una expresión grave; los ojos eran oscuros, penetrantes y tristes. Tenía heridas en los brazos, y en la garganta y el flanco; ya no sangraban, pero eran heridas mortales. Estaba muy erguido y quieto, y los miraba.

Ged dio un paso hacia él. Así, frente a frente, se parecían un poco.

—Tú eres Erreth-Akbé —dijo Ged. El otro lo seguía mirando, y asintió una vez con un gesto, pero no habló.

—Aun tú, aun tú tienes que obedecerle. —Había furia en la voz de Ged—. ¡Oh mi señor, el mejor y el más valiente de todos nosotros, descansa en tu honra y en tu muerte! —Y Ged alzó las manos y luego las bajó en un amplio ademán, diciendo una vez más las palabras que pronunciara ante la muchedumbre de los muertos. Por un momento, sus manos dejaron en el aire una ancha estela luminosa. Cuando la luz se desvaneció, también el hombre de la armadura se había desvanecido, y sólo el sol resplandecía sobre la arena donde él había estado.

Ged golpeó con su vara la cabaña de huesos, y ésta se desmoronó y desapareció. No quedó nada en ella, excepto una enorme costilla clavada en la arena.

Se volvió a Orm Embar: —¿Es aquí, Orm Embar? ¿Es éste el sitio?

El dragón abrió la boca y emitió un largo siseo, jadeante.

—Aquí, en la última orilla del mundo, sí, está bien. —Y sosteniendo la negra vara de tejo en la mano izquierda, Ged abrió los brazos y habló. Y aunque habló en la Lengua de la Creación, Arren comprendió al fin, como por fuerza ha de comprender todo aquel que oiga esa invocación, ya que tiene poder sobre todas las cosas.— ¡Ahora te invoco a ti y en este lugar, mi enemigo, ante mis ojos y en tu carne, y por la palabra que no será pronunciada hasta el fin de los tiempos, te conmino a venir!

Pero en vez de pronunciar el nombre de aquél a quien invocaba, Ged sólo dijo: Mi enemigo.

Siguió un silencio, como si hasta los ruidos del mar se hubiesen extinguido. A Arren le pareció que el sol se debilitaba y empañaba, aunque estaba alto aún, en un cielo claro. Y de pronto, como si miraran a través de un vidrio oscuro, una sombra descendió sobre la playa; y delante de Ged la sombra se espesó, y era difícil ver qué había allí. Era como si no hubiese nada allí, nada en que la luz pudiera posarse, ninguna forma.

De esa oscuridad surgió de pronto un hombre. Era el mismo hombre que habían visto en la cresta de la duna, de cabellos negros y de brazos largos, alto y esbelto. Ahora tenía en la mano una larga vara o espada de acero, con runas grabadas todo a lo largo y la inclinó hacia Ged cuando lo enfrentó. Pero había algo extraño en sus ojos, como si, deslumbrados por el sol, no pudieran ver.

—Vengo —dijo— como se me antoja y a mi manera. Tú no puedes invocarme, Archimago. Yo no soy una sombra. Estoy vivo. ¡Sólo yo estoy vivo! Tú crees estarlo, pero te estás muriendo, muriendo. ¿Sabes qué es esto que tengo en la mano? Es la vara del Mago Gris: el que silenció a Nereger, el Maestro de mi arte. Pero ahora el Maestro soy yo. Y ya me he cansado de jugar contigo. —Y al decir esto blandió repentinamente la hoja de acero para alcanzar a Ged, que lo miraba como si no pudiera moverse, y no pudiera hablar. Arren estaba a sólo un paso detrás de él, empeñado en actuar; pero ni siquiera podía llevar la mano al pomo de la espada, y se había quedado sin voz.

Mas, por encima de Ged y de Arren, por encima de sus cabezas, enorme y llameante, el poderoso cuerpo del dragón se contorsionó en un salto, y se precipitó con toda su fuerza sobre el hombre, y la hoja de acero hechizada le entró cuan larga era en el pecho acorazado. El dragón se derrumbó sobre el hombre, y lo aplastó y lo quemó.

Levantándose de la arena, arqueando el lomo y batiendo las grandes alas membranosas, Orm Embar aulló vomitando goterones de fuego. Intentó volar pero no podía volar. Maligno y frío, el metal le traspasaba el corazón. Se acurrucó en la arena, y la sangre empezó a manarle a borbotones de la boca, negra, venenosa y humeante, y el fuego ardió en sus ollares hasta que quedaron convertidos en pozos de cenizas. Al fin inclinó la cabeza sobre la arena.

Así murió Orm Embar, allí donde pereciera su antepasado Orm, sobre la osamenta de Orm enterrada en la arena.

Pero allí, en el sitio en que aplastara a su enemigo, quedaba una cosa horrible y arrugada, como el cuerpo de una gran araña que se ha secado en la tela. Había sido quemada por el aliento del dragón, estrujada por sus zarpas. Sin embargo, mientras Arren la observaba, la cosa se movió. Se alejó del dragón, arrastrándose.

La cara se alzó hacia ellos. No quedaba en ella ningún encanto, sólo ruina, vejez que había sobrevivido a la vejez. La boca se le había marchitado, las cuencas de los ojos estaban vacías, y desde hacía mucho tiempo. Así Ged y Arren vieron por fin la cara viva del enemigo.

Se volvió. Los brazos calcinados, ennegrecidos, se tendieron envueltos en una sombra apretada, aquella misma sombra que se expandía y velaba la luz del sol. Entre los brazos del Destructor era como una arcada o un portal, aunque borrosa y sin contornos; y del otro lado no había ni arena pálida ni océano, sino una larga pendiente de oscuridad que se perdía en las tinieblas.

Por ese boquete entró la forma aplastada y rastrera, y en el momento en que llegó a la oscuridad, pareció erguirse súbitamente, y avanzar con rapidez; y desapareció.

—Ven, Lebannen —dijo Ged, posando la mano derecha sobre el brazo del muchacho, y juntos se encaminaron hacia la tierra yerma.

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