8. Los Hijos de la Mar Abierta

A eso del mediodía Gavilán despertó, y pidió agua. Cuando hubo bebido preguntó: —¿Con qué rumbo navegamos? —Porque la vela estaba tensa sobre él, y la barca hendía como una golondrina las largas olas.

—Oeste o noroeste.

—Tengo frío —dijo Gavilán. El sol brillaba incandescente, inundando la barca de calor. Arren no dijo nada.

—Trata de mantener el rumbo hacia el oeste. Wellogy, al oeste de Obehol. Desembarcaremos allí. Necesitamos agua.

El muchacho miraba hacia adelante, sobre el mar vacío.

—¿Qué pasa, Arren?

Arren no dijo nada.

Gavilán trató en vano de incorporarse; al fin estiró el brazo para recoger la vara que se encontraba en el suelo junto a la caja de herramientas; pero no la alcanzó y cuando intentó hablar otra vez las palabras se le detuvieron en los labios secos. La sangre volvió a manar bajo la venda embebida y encostrada, trazándole un hilo de araña púrpura sobre la piel oscura del pecho. Inspiró con fuerza y cerró los ojos.

Arren lo miró, pero sin emoción, y sólo un momento. Se encaminó a la proa, y allí, sentándose otra vez en cuclillas, avizoró el horizonte. Tenía la boca reseca. El viento del este que ahora soplaba persistente a través del mar abierto era tan seco como un viento del desierto. En el casco quedaban apenas dos o tres pintas de agua; y eran, se decía Arren, para Gavilán, no para él; nunca se le ocurriría beber un solo sorbo de esa agua. Había tendido varias líneas de pesca, porque había descubierto, desde que partieran de Lorbanería, que el pescado crudo sacia a la vez el hambre y la sed; pero nunca había nada en los anzuelos. No tenía importancia. La barca avanzaba sin cesar por el desierto de las aguas. Y por encima de la barca, lento, pero siempre ganando al fin la carrera por toda la latitud del cielo, también el sol viajaba, de este a oeste.

Una vez Arren creyó vislumbrar una eminencia azul en el sur, que acaso fuese tierra, o una nube; durante horas la barca había estado navegando hacia el noroeste. No intentó cambiar de bordada; dejó que la barca siguiera su propio camino. La tierra podía ser o no real; no tenía importancia. Todo aquel esplendor grandioso y salvaje de los vientos, el océano y la luz, era oro sin brillo para él, oro falso.

Llegó la oscuridad, y otra vez la luz, y luego la oscuridad y la luz, como sucesivos golpes de tambor sobre el tenso telón del firmamento.

Pasó la mano por encima de la borda y la metió en el agua: por un instante la vio, vivida, pálida y verdosa, bajo el agua viva. Se encorvó y chupó el agua de los dedos. Era amarga y le quemaba los labios, pero lo volvió a hacer. Sintió náuseas y se dobló en dos para vomitar, pero sólo un poco de bilis le quemó la garganta. Ya no quedaba agua para Gavilán, y Arren tenía miedo de acercarse a él. Se echó en la barca, tiritando a pesar del calor. En torno, todo era silencio, aridez y resplandor: un terrible resplandor. Escondió los ojos para no ver la luz.

Estaban allí, de pie en la barca, y eran tres: flacos como espinas y angulosos, los ojos grandes, parecían tres extrañas garzas o grullas negras. Las voces eran débiles, como gorjeos de pájaros. Arren no entendía lo que decían. Uno se arrodilló junto a él, y de una vejiga oscura que llevaba bajo el brazo vertió algo en la boca del muchacho: era agua. Gavilán bebió con avidez, se atragantó y volvió a beber hasta vaciar el odre. Luego miró en torno, y con un penoso esfuerzo se levantó, diciendo: —¿Dónde está, dónde está? —Porque sólo los tres extraños hombres flacos estaban con él en la barca.

Lo miraron sin comprender.

—El otro hombre —graznó, la garganta en carne viva y los labios resquebrajados, resecos, incapaces de formar las palabras—. Mi amigo…

Uno de los hombres entendió al fin la inquietud de Arren, si no sus palabras, y posando una mano leve sobre el brazo del muchacho, señaló con la otra: —Allí —dijo, tranquilizador.

Arren miró. Y delante de la barca y hacia el norte, vio muchas balsas, algunas agrupadas, muy próximas, y otras en largas sartas que se extendían a lo lejos a través del mar: tantas balsas que parecían hojas muertas flotando en un estanque. Todas tenían cerca del centro, y no muy elevadas sobre el nivel del agua, una o dos cabinas o cabañas; y algunas estaban provistas de mástiles. Como hojas flotaban, balanceándose suavemente a medida que las grandes olas del océano occidental pasaban bajo ellas. Entre las olas, las aguas rutilaban como si fueran de plata, y allá arriba, oscureciendo el poniente se cernían grandes nubes de tormenta.

—Allí —dijo el hombre señalando una balsa grande, muy próxima a Miralejos.

—¿Vivo?

Todos lo miraron, y al fin uno comprendió.

—Vivo. Está vivo.

Entonces Arren se echó a llorar, un sollozo seco, y uno de los hombres lo tomó por la muñeca con una mano enjuta y vigorosa y lo ayudó a saltar a la balsa a la que estaba amarrada Miralejos. La balsa era tan grande y tan marinera que no se inclinó, ni siquiera ligeramente, bajo el peso de los dos. El hombre lo condujo a través de la balsa en tanto uno de los otros tendía un pesado arpón que remataba en un garfio de diente de ballena y acercaba otra balsa próxima. Una vez allí el hombre guió a Arren hasta la cabaña, abierta por un lado y cerrada por otro con una cortina tramada. —Acuéstate —le dijo—, y a partir de ese instante Arren no supo nada más.

Tendido de espaldas, los ojos fijos en una rústica techumbre verde salpicada de diminutas motas de luz, creía estar en los huertos de manzanos de Semermine, donde los príncipes de Enlad pasan los veranos, en las colinas que se alzan detrás de Berila; creía estar en Semermine, tendido sobre la hierba espesa, viendo la luz del sol por entre la fronda de los manzanos.

Al cabo de un rato oyó el golpeteo y el empuje del agua en los huecos, bajo la balsa, y las voces apagadas de los balseros hablando una lengua que era hárdico común del Archipiélago, pero tan distinto en los sonidos y en los ritmos que le era difícil comprenderlo; y entonces supo dónde se hallaba: lejos, más allá del Archipiélago, más allá de todas las islas, perdido en la Mar Abierta. Pero ni siquiera ese pensamiento lo desazonó, tendido como estaba, tan confortablemente como si reposara en la hierba de los prados de la tierra natal.

Pensó, al cabo de un rato, que tenía que levantarse, y eso hizo, notando entonces que su cuerpo estaba mucho más delgado y como quemado, y que las piernas, aunque temblorosas, aún le respondían. Empujó a un lado la cortina y salió a la luz de la tarde. Había llovido mientras él dormía. Los maderos de la balsa, grandes troncos escuadrados y pulidos, ensamblados y calafateados con precisión, estaban oscuros, impregnados de humedad, y los enjutos balseros semidesnudos tenían los cabellos ennegrecidos y aplastados por la lluvia. Pero una mitad del cielo, en el este, estaba despejada, y allí brillaba el sol, y las nubes se deslizaban hacia el lejano nordeste en grandes copos de plata.

Uno de los hombres se acercó a Arren, cauteloso, y se detuvo a pocos pasos de él. Era bajo y menudo, no más alto que un chiquillo de doce años, de ojos oscuros, grandes y rasgados. Tenía en la mano una lanza que terminaba en unas púas de marfil.

Arren le dijo: —Os debo la vida, a ti y a tu gente.

El hombre inclinó la cabeza.

—¿Querrías llevarme adonde está mi compañero?

Volviéndose, el balsero alzó la voz en un grito agudo, penetrante como la llamada de un ave marina. Luego se sentó en cuclillas, como esperando, y Arren hizo lo mismo.

Todas las balsas tenían un mástil, aunque en la de Arren no lo habían levantado aún. En los mástiles se izaban las velas, pequeñas comparadas con la anchura de la balsa, y de un material pardo, no lona ni lino sino una sustancia fibrosa que no parecía tejida sino prensada, como el fieltro. A unas cuatro millas de distancia, una balsa arrió desde la cruceta y por medio de cuerdas la vela parda, y lentamente, y con la ayuda de pértigas y garfios, se abrió paso entre las otras para acercarse a la de Arren. Cuando llegó a unos dos o tres pies de distancia, el hombre acuclillado junto a Arren se levantó y saltó despreocupadamente hasta ella. Arren lo imitó, para aterrizar de mala manera sobre manos y rodillas; no tenía ninguna flexibilidad en las piernas. Se levantó, y pudo ver que el hombre lo observaba, no con una sonrisa irónica, sino con aprobación: como si respetara la serenidad de Arren.

Esta balsa era más grande y más alta de flotación que todas las demás, construida con troncos de doce metros de largo y uno y medio o más de ancho, ennegrecidos y pulidos por el desgaste y la intemperie. Unas estatuas de madera curiosamente talladas se alzaban alrededor de las diversas cabañas o recintos, con altas pértigas coronadas por penachos de plumas de aves marinas en los cuatro ángulos. El guía lo condujo a la más pequeña de las cabañas, y allí Arren vio a Gavilán, dormido.

Arren se sentó en el interior de la cabaña. El guía regresó a la otra balsa, y nadie vino a importunarlo. Al cabo de una hora, una mujer de la otra balsa le trajo la comida: una especie de guiso de pescado, frío, con algunos trocitos de una sustancia verde y transparente, salada pero sabrosa; y un pequeño tazón de agua, rancia y con sabor a brea por el calafateado de la barrica. Viendo la actitud de la mujer al ofrecerle el agua, Arren comprendió que lo que le regalaba era un tesoro, una cosa venerable. Y con respeto la bebió, y no pidió más, aunque hubiera podido beber diez veces otro tanto.

Unas manos diestras habían vendado el hombro de Gavilán, que ahora dormía con un sueño profundo y tranquilo. Cuando despertó, tenía los ojos límpidos. Miró a Arren y sonrió, con esa sonrisa dulce, alegre, que siempre sorprendía en su rostro duro. Y otra vez Arren tuvo ganas de llorar. Puso una mano sobre la mano de Gavilán y no dijo nada.

Uno de los balseros se aproximó y se sentó en cuclillas a la sombra de la gran cabaña vecina: una especie de templo, al parecer: un friso de intrincados diseños cuadrados coronaba el dintel, y las jambas de la puerta eran troncos tallados en forma de ballenas grises, prontas a zambullirse. Este hombre era pequeño y delgado como los otros, menudo como un chiquillo, pero tenía un rostro fuerte, curtido por los años. Sólo llevaba un taparrabo, pero se movía con dignidad. —Necesita dormir —dijo, y Arren dejó solo a Gavilán y fue hacia el hombre.

—Tú eres el jefe de este pueblo —dijo, pues sabía reconocer a un príncipe a primera vista.

—Lo soy —dijo el hombre, con una breve inclinación de cabeza. Arren estaba frente a él, erguido e inmóvil. Al fin el hombre escrutó brevemente los ojos de Arren—. Tú también eres un jefe —observó.

—Lo soy —le respondió Arren. Le hubiera gustado preguntar cómo sabía eso el balsero, pero no dijo nada—. Aunque sirvo a mi señor, que está allí.

El jefe de los balseros dijo algo que Arren no comprendió, ciertas palabras transformadas hasta lo irreconocible, o nombres que él ignoraba; luego dijo: —¿A qué habéis venido a Balatrán?

—En busca…

Pero Arren ignoraba cuánto podía decir, y en verdad qué decir. Todo lo acontecido y hasta el motivo mismo del viaje le parecían cosas del pasado que se le confundían en la memoria. Al fin dijo: —Nos dirigíamos a Obehol. Allí nos atacaron en cuanto desembarcamos. Mi señor fue herido.

—¿Y tú?

—Yo no —dijo Arren, recurriendo al frío dominio de sí mismo que desde niño había aprendido en la corte—. Pero había… había algo allí, una especie de locura. Un hombre que venía con nosotros se ahogó allí voluntariamente. Había un miedo… —Se interrumpió y quedó en silencio.

El jefe lo observaba, los ojos negros, opacos. Al fin dijo: —Entonces ¿habéis venido aquí por azar?

—Sí. ¿Estamos todavía en el Confín Austral?

—¿Confín? No. Las islas… —El jefe movió una mano negra y fina, describiendo un arco, no más que un cuarto del compás, de norte a este—. Las islas están allí —dijo—. Todas las islas. —Luego, señalando toda la mar anochecida que se extendía delante de ellos, de norte a sur pasando por el oeste, dijo—: La mar.

—¿De qué tierra sois vosotros, señor?

—De ninguna tierra. Somos los Hijos de la Mar Abierta.

Arren miró el rostro vivaz del hombre. Miró en torno, la balsa grande, con el templo y los altos ídolos, tallados todos en troncos de árboles, grandes deidades que eran una mezcla de delfín, pez, hombre y ave marina; observó a la gente atareada, tejiendo, tallando, pescando, cocinando sobre altas plataformas, cuidando a los niños pequeños; vio las otras balsas, setenta por lo menos, diseminadas por el agua en un gran círculo de quizá una milla de diámetro. Era una pequeña ciudad: el humo se elevaba en delgadas volutas de las casas distantes, el viento traía las voces agudas de los niños. Era una ciudad, y bajo el suelo se extendía el abismo.

—¿Nunca vais a tierra? —preguntó el muchacho en voz baja.

—Una vez al año. Vamos a la Duna Larga. Allí cortamos la madera y reparamos y pertrechamos las balsas. Eso en el otoño, y luego seguimos a las ballenas grises hacia el norte. En el invierno nos separamos, y las balsas navegan solas. En la primavera venimos a Balatrán, y nos reencontramos. Entonces hay un ir y venir de balsa a balsa, hay casamientos, se celebra la Larga Danza. Estas son las Rutas de Balatrán; desde aquí la gran corriente lleva hacia el sur. En verano, a favor de la gran corriente, derivamos rumbo al sur, hasta que vemos a las Grandes, las ballenas grises, virando hacia el norte. Entonces las seguimos, y volvemos al fin a las costas de Emah en la Duna Larga, por una corta temporada.

—Esto es en verdad prodigioso, mi señor —dijo Arren—. Nunca supe que existiera un pueblo como el vuestro. Mi patria está muy lejos de aquí. Sin embargo también allí, en la isla de Enlad, bailamos la Larga Danza en la víspera del solsticio de verano.

—Vosotros pisáis la tierra, sobre seguro —dijo el jefe en tono seco—. Nosotros bailamos sobre la mar profunda.

Al cabo de un momento preguntó: —¿Cómo se llama tu señor?

—Gavilán —dijo Arren. El jefe repitió las sílabas, pero era evidente que no tenían para él ningún significado. Y eso más que cualquier otra cosa hizo comprender a Arren que aquella historia era cierta, que ese pueblo vivía año tras año en alta mar, lejos de todas las tierras y del olor de la tierra, a donde no llegaban las aves terrestres, ignoradas por los hombres.

—La muerte estaba en él —dijo el jefe—. Necesita dormir. Tú vuelve ahora a la balsa de la Estrella; yo mandaré por ti.

Se levantó. Aunque perfectamente seguro de sí mismo, no estaba al parecer muy seguro respecto a Arren, no sabía si tratarlo como a un igual o como a un muchacho. Arren, dadas las circunstancias, prefería la segunda alternativa, y aceptó que lo despidiese de ese modo; pero en seguida tuvo que enfrentar un problema distinto. Las balsas, flotando a la deriva, habían vuelto a distanciarse, y unos cien metros de agua satinada ondulaban entre ellas.

El jefe de los Hijos de la Mar Abierta le habló una vez más, brevemente. —Nada —le dijo.

Arren se descolgó de la balsa con cautela. La frescura del agua era agradable en la espalda escoriada por el sol. Cruzó a nado y se encaramó a la otra balsa. Un grupo de cinco o seis niños y adolescentes lo observaban con un interés no disimulado. Una niña muy pequeña dijo: —Nadas como un pez en un anzuelo.

—¿Cómo quieres que nade? —preguntó Arren, un poco mortificado, pero de buen modo; en verdad, no hubiera podido mostrarse brusco con un ser humano tan pequeño. Era como una estatuilla de caoba pulida, frágil, exquisita.

—¡Así! —gritó la niña, y se zambulló como una foca en el espejo límpido y turbulento de las aguas. Sólo al cabo de un largo rato, y a una distancia inverosímil, oyó Arren el grito agudo de la niña y vio la cabeza negra, lisa y reluciente que asomaba a la superficie.

—Ven —dijo un muchacho que podía tener la edad de Arren, aunque por su estatura y su talla no representaba más de doce años: un adolescente de rostro grave, con un cangrejo azul tatuado en la espalda. Se zambulló y todos se zambulleron, hasta un niño de tres años; Arren se vio obligado a imitarlos, y así lo hizo, procurando no salpicar.

—Como una anguila —dijo el muchacho, emergiendo junto al hombro de Arren.

—Como un delfín —dijo una bonita muchacha con una bonita sonrisa y desapareció en las profundidades.

—¡Como yo! —chilló el niño de tres años, balanceándose como una botella.

Y así esa tarde, hasta que cayó la noche, y todo el largo y dorado día siguiente, y los subsiguientes, Arren nadó y conversó y trabajó con los jóvenes de la balsa de la Estrella. Y de todas las peripecias del viaje, desde aquella mañana del equinoccio en que él y Gavilán zarparan de Roke, ésta le parecía en cierto modo la más extraña; porque no tenía nada que ver con todo cuanto había acontecido antes, ni durante el viaje ni en toda su vida; y menos tenía que ver aún con lo que estaba por venir. Por la noche, cuando se acostaba entre los otros para dormir bajo las estrellas, pensaba: «Es como si me hubiese muerto, y ésta fuese otra vida, una vida después de la muerte, a la luz del sol, más allá de la orilla del mundo, entre los hijos y las hijas de la mar…». Antes de dormirse buscaba al sur, en la lejanía, la estrella amarilla y la figura de la Runa del Fin, y siempre veía a Gobardón, y el triángulo menor o el mayor; pero ahora las estrellas salían más tarde, y no podía mantener los ojos abiertos y ver cómo la figura entera se desprendía del horizonte. Noche tras noche, día tras día, las balsas derivaban hacia el sur, pero nunca había cambio alguno en el mar, porque lo eternamente cambiante nunca cambia; las lluvias tempestuosas de mayo terminaron y de noche resplandecían las estrellas, y durante el día el sol.

Sabía que no habrían de vivir toda la vida, para siempre, en esa paz que era como un sueño. Preguntó por el invierno, y ellos le hablaron de las largas lluvias y las violentas marejadas, de las balsas solitarias, aisladas unas de otras, derivando y cabeceando a través de la grisura y la oscuridad, semana tras semana tras semana. El último invierno, durante una tempestad que había durado un mes, habían visto olas tan enormes que parecían «nubes de tormenta», decían ellos, porque nunca habían visto una colina; podían verlas llegar, una detrás de otra, enormes, a millas de distancia, precipitándose gigantescas hacia ellos. ¿Podían las balsas surcar mares semejantes?, preguntó, y ellos dijeron que sí, pero no siempre. En la primavera, cuando volvían a reunirse en las Rutas de Balatrán, quizá faltaran dos balsas, o tres, o seis…

Se casaban muy jóvenes. Cangrejo- Azul, el muchacho que llevaba el nombre tatuado, y la bonita Albatros eran marido y mujer, aunque él tenía apenas diecisiete años y ella dos menos; había muchos casamientos como aquél entre las balsas. Numerosos bebés gateaban y hacían pininos por las balsas, atados con largas correas a los cuatro postes del cobertizo central, en el que todos se apiñaban a la hora de la canícula para dormir en montón una agitada siesta. Todos se turnaban para recoger las grandes algas marinas de hojas pardas, el nilgu de as Rutas, dentado como el helecho y de veinticinco o treinta metros de largo. Todos participaban en la tarea de machacar y prensar el nilgu con el que hacían los lienzos, y en el trenzado de las fibras más bastas para confeccionar con ellas cuerdas y redes; todos se ocupaban de pescar, de secar el pescado, de transformar en herramientas el marfil de las ballenas, y de todas las demás tareas necesarias para la vida en las balsas. Pero siempre había tiempo para nadar y para conversar, y nunca una hora fija para terminar un trabajo. No había horas: sólo días enteros, noches enteras. Al cabo de algunos de esos días y noches, Arren tenía la impresión de haber vivido en la balsa un tiempo incalculable, y de que Obehol era un sueño, y que detrás de aquel sueño había otros, más vagos, y que en algún otro mundo había vivido en tierra y había sido un príncipe en Enlad.

Cuando al fin fue convocado a la balsa del jefe, Gavilán lo miró un momento y dijo: — Te pareces al Arren que conocí en el Patio del Manantial: terso y resplandeciente como una foca dorada. Te sienta la vida aquí, muchacho.

— Sí, mi señor.

—¿Pero dónde es aquí? Hemos dejado atrás los lugares. Hemos navegado fuera de los mapas… Hace mucho tiempo oí hablar del pueblo de los Balseros, pero creía que era uno de los tantos cuentos del Confín Austral, una quimera sin sustancia. Sin embargo, hemos sido socorridos por esa quimera, y nuestras vidas han sido salvadas por un mito.

Sonreía al hablar, como si hubiera participado de ese bienestar intemporal a la luz del estío; pero tenía el rostro sombrío y una opaca oscuridad en los ojos. Arren se dio cuenta y lo enfrentó.

—Yo he traicionado —dijo, y se detuvo—. He traicionado vuestra confianza en mí.

—¿Cómo es eso, Arren?

—Allá… en Obehol. Cuando por una vez tuvisteis necesidad de mí. Estabais herido y necesitabais mi ayuda. Yo no hice nada. La barca navegaba a la deriva, y yo la dejé derivar. Vos sufríais de dolor, y yo no hice nada por vos. Veía la tierra… veía la tierra, y ni siquiera intenté cambiar el rumbo de la barca…

—Cálmate, hijo —dijo el mago con tanta firmeza que Arren obedeció. Y un momento después—: Dime en qué pensabas en aquel momento.

—En nada, mi señor… ¡en nada! Pensaba que cualquier cosa que hiciera sería inútil, que vuestro poder mágico os había abandonado… no, que nunca había existido. Que me habíais embaucado. —El sudor le perlaba el rostro y tenía que forzar la voz, pero prosiguió—: Tenía miedo de vos. Le tenía miedo a la muerte. Le tenía tanto miedo que no quería miraros, porque quizá estabais muriendo. No podía pensar en nada, salvo en que había… había un medio para mí de no morir, si podía encontrarlo. Pero durante todo ese tiempo la vida se me escapaba, como si hubiese una gran herida de donde manaba la sangre… como de la vuestra. Pero esa herida estaba en todas las cosas. Y yo no hacía nada, salvo tratar de sustraerme al horror de la muerte.

Se interrumpió, pues no soportaba decir la verdad de viva voz. No era vergüenza lo que le impedía hablar, sino miedo, el miedo mismo. Ahora sabía por qué esa existencia apacible en las balsas, en la mar y a la luz del sol le parecía una vida después de la vida, un sueño, una quimera. Era porque sabía, en su corazón, que la realidad estaba vacía, vacía de vida, de calor, de color, de sonido: vacía de sentido. Todo ese juego maravilloso de la forma y la luz y el color en la mar y en los ojos de los hombres no era nada más que eso: un juego de ilusiones en un vacío hueco.

Las ilusiones pasaban, y sólo lo informe permanecía, lo confuso y lo frío. No había nada más.

Gavilán lo estaba mirando, y Arren había bajado la vista. Pero de improviso una vocecita habló dentro de él, la voz del coraje o quizá la voz de la ironía. Era arrogante y despiadada, y le decía: ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿También esto vas a tirar por la borda?

Alzó pues los ojos, con un gran esfuerzo de la voluntad, y sostuvo la mirada de su compañero.

Gavilán estiró el brazo y tomando la mano de Arren, la apretó con rudeza: ahora los dos se tocaban, se tocaban con los ojos y con la carne.

—Lebannen —dijo. Nunca había pronunciado el nombre verdadero de Arren, y Arren nunca se lo había dicho—. Lebannen, esto es. Y tú eres. No hay seguridad. No hay fin. La palabra ha de oírse en silencio. Para que se vean las estrellas es preciso que haya oscuridad. La danza se baila siempre sobre el sitio vacío, sobre el terrible abismo.

Arren hubiera querido soltarse, pero el mago lo retenía. —Os he traicionado —dijo—. Y volveré a traicionaros. ¡No tengo suficiente fuerza!

—Tienes suficiente fuerza. —La voz de Gavilán parecía tierna, pero había en ella la misma dureza que había asomado en lo más hondo de la vergüenza de Arren—. Lo que amas, amarás. Lo que emprendas, lo llevarás a cabo. Se puede confiar en ti. No es de extrañar que no lo hayas aprendido todavía; sólo has tenido diecisiete años para aprenderlo. Pero reflexiona un momento, Lebannen. Rehusar la muerte es rehusar la vida.

—¡Pero yo buscaba la muerte! —Arren levantó la cabeza y clavó la mirada en Gavilán—. Como Sopli…

—Sopli no buscaba la muerte. Buscaba acabar con el miedo a la muerte.

—Pero hay un camino. El camino que él buscaba. Sopli. Y Liebre, y los otros. El camino de regreso a la vida, a la vida sin muerte. Vos… vos más que cualquier otro… vos tenéis que conocer ese camino…

—Yo no lo conozco.

—Pero los otros, los hechiceros…

—Sé lo que ellos creen buscar. Pero sé que morirán, como ha muerto Sopli. Que yo moriré. Que tú morirás.

El puño del mago seguía reteniendo a Arren.

—Y valoro ese conocimiento. Es un gran don. Es el don de la identidad. Porque sólo perdemos aquello que es nuestro. Esa identidad, nuestro tormento y nuestra gloria, nuestra humanidad, no perdura. Cambia y desaparece. Una ola en el mar. ¿Querrías acaso que el mar quedara inmóvil, que las mareas cesaran para salvar una sola ola, para salvarte tú? ¿Renunciarías a la habilidad de tus manos, a la pasión de tu corazón, a la avidez de tu mente, para comprar seguridad?

—Seguridad —repitió Arren.

—Sí —dijo el mago—. Seguridad.

Soltó la mano de Arren y apartó de él los ojos, dejándolo solo, aunque seguían estando frente a frente.

—No sé —dijo Arren al cabo—. No sé lo que busco, ni a dónde voy, ni quién soy.

—Yo sé quién eres —dijo Gavilán en el mismo tono de voz, bajo y duro—. Eres mi guía. En tu inocencia y tu coraje, en tu insensatez y tu lealtad, eres mi guía, el niño a quien envío delante de mí en la noche oscura. Es tu miedo lo que sigo. Tú has pensado que yo te trataba con dureza. Nunca has sabido hasta qué punto. Me sirvo de tu amor como un hombre que enciende una vela para alumbrarse el camino y la deja arder hasta que se consume. Y hay que seguir. Hay que seguir y recorrerlo todo, hasta el último día. Hasta el lugar donde los manantiales se secan, el lugar al que te arrastra tu miedo mortal.

—¿Dónde está ese lugar, mi señor?

—No lo sé.

—Yo no puedo llevaros. Pero iré con vos.

La mirada del mago era sombría, insondable.

—Mas si yo volviese a fallar, y os traicionara…

—Confiaré en ti, hijo de Morred.

Los dos quedaron en silencio.

Por encima de ellos los altos ídolos tallados se mecían levemente contra el azul del cielo austral; cuerpos de delfín, alas de gaviota replegadas, rostros humanos con ojos fijos de madreperla.

Gavilán se levantó, penosamente, pues la herida no se le había curado aún. —Estoy cansado de tanta quietud —dijo—. Terminaré por engordar en este ocio. —Empezó a ir y venir nerviosamente a lo largo de la balsa, y Arren se unió a él. Hablaron un poco mientras caminaban; Arren le contó cómo pasaba los días, quiénes eran sus amigos entre los balseros. El desasosiego de Gavilán era mayor que sus fuerzas, y éstas pronto lo abandonaron. Se detuvo junto a una joven que tejía el nilgu detrás de la Morada de las Grandes Ballenas y le pidió que buscara al jefe; luego volvió a su cabaña. Allí fue a verlo el jefe de los balseros, y lo saludó cortésmente; el mago le devolvió el saludo y los tres se sentaron sobre las alfombras de piel de foca que cubrían el suelo de la cabaña.

—He meditado —comenzó el jefe, con lenta y respetuosa solemnidad— acerca de las cosas que me habéis contado. De cómo los hombres piensan retornar de la muerte y ocupar otra vez sus propios cuerpos, y cómo olvidan rendir culto a los dioses y pierden la salud y la razón. Esto es malo, y una enorme locura. También he pensado: ¿qué relación tiene con nosotros? No tenemos nada que ver con los demás hombres, con sus islas y sus costumbres, lo que hacen y deshacen. Nosotros vivimos en la mar y nuestras vidas pertenecen a la mar. Nosotros no esperamos salvar a esos hombres, no buscamos su perdición. La locura no llega aquí. No vamos a tierra, ni la gente de tierra viene a nosotros. Cuando yo era joven, hablábamos a veces con hombres que llegaban en navíos a la Duna Larga, cuando íbamos allí a talar los troncos para las balsas y a construir los refugios para el invierno. A menudo veíamos veleros de Ohol y Welwai (así llamaba a Obehol y Wellogy) que iban detrás de las ballenas grises, en el otoño. Muchas veces seguían de lejos nuestras balsas, porque nosotros conocemos las rutas y los lugares de reunión de las Grandes en el mar. Pero eso es todo cuanto he visto de la gente de tierra, y ahora ya no vienen. Tal vez se han vuelto todos locos y se hayan matado entre ellos. Hace dos años, en la Duna Larga, mirando al norte, hacia Welwai, vimos durante tres días el humo de una hoguera inmensa. ¿Y qué significa eso para nosotros? Somos los Hijos de la Mar Abierta. Vamos a donde nos lleva la mar.

—Sin embargo, viendo a la deriva la barca de un hombre de tierra, acudisteis a auxiliarla —dijo el mago.

—Algunos de los nuestros decían que no era prudente, y hubieran dejado que la barca derivara hasta el confín de la mar —respondió el jefe con su voz aguda, imperturbable.

—Tú no eras uno de ellos.

—No. Yo dije, aunque sea gente de tierra los ayudaremos, y así se hizo. Pero con vuestras empresas, nada tenemos que ver. Si una locura se ha adueñado de la gente de tierra, es cosa de ellos. Nosotros seguimos la ruta de las Grandes. No podemos ayudaros en vuestra búsqueda. Mientras queráis quedaros con nosotros, seréis bienvenidos. No faltan muchos días para la Larga Danza; después volveremos hacia el norte, siguiendo la corriente del este que hacia el fin del verano nos llevará de nuevo a los mares de la Duna Larga. Si queréis quedaros con nosotros y cuidar aquí de vuestra herida, estará bien. Y si queréis tomar vuestra barca y seguir vuestro camino, también eso estará bien.

El mago le dio las gracias, y el jefe se levantó, delgado y tieso como una garza, dejándolos solos.

—En la inocencia no hay ninguna fuerza contra el mal —dijo Gavilán con un dejo de ironía—. Mas hay fuerza en ella para el bien… Nos quedaremos un tiempo, me parece, hasta que me haya curado de esta debilidad.

—Eso es sensato —dijo Arren. La fragilidad física de Gavilán lo había impresionado y conmovido; estaba resuelto a protegerlo de su propia energía e impaciencia, a insistir en que esperasen al menos hasta que le desapareciera el dolor.

El mago lo miró, un poco sorprendido.

—Son bondadosos, aquí —prosiguió Arren, sin darse cuenta—. Al parecer, están libres de esta enfermedad del alma que encontramos en Hortburgo y en las otras islas. Tal vez no haya ninguna otra isla donde nos hubieran ayudado como lo ha hecho este pueblo perdido.

—Es muy posible que tengas razón.

—Y llevan una vida placentera, en el estío…

—Es verdad. Aunque comer pescado frío toda la vida, y no ver nunca un peral en flor, ni probar jamás el agua fresca de un manantial, ¡ha de ser aburrido a la larga!

Arren volvió pues a la balsa de la Estrella, y trabajó y nadó y se regodeó al sol con los otros jóvenes; y conversaba con Gavilán en la brisa fresca del atardecer, y dormía a la luz de las estrellas. Y los días se sucedían hacia la Larga Danza de la víspera del solsticio de verano, y las grandes balsas derivaban lentamente hacia el sur arrastradas por las corrientes de la Mar Abierta.

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