TRES

— Entonces me marcho, coronel — dijo Andrei, poniéndose de pie.

El coronel se levantó también y al instante se apoyó pesadamente en el bastón. Ese día estaba aún más pálido, con el rostro demacrado y aspecto de anciano decrépito. Se podía decir que no conservaba casi nada de su porte.

— Buen viaje, señor consejero — dijo. Sus ojillos incoloros miraban a Andrei con aire de culpa —. Demonios, básicamente la exploración del alto mando es un asunto mío…

— No sé, no sé — dijo Andrei, recogió el fusil automático de la mesa y se lo colgó del hombro —. Yo, por ejemplo, tengo la sensación de que me doy a la fuga, dejándolo todo en sus manos… Y usted está enfermo, coronel.

— Sí, imagínese, hoy yo… — el coronel calló a mitad de la frase —. Supongo que regresará antes de que oscurezca.

— Regresaré mucho antes — dijo Andrei —. Esta salida no la considero ni siquiera como una exploración. Sólo quiero mostrarles a esos abortos cobardes que más adelante no hay nada terrible. ¡Estatuas que caminan, lo único que me faltaba! — De repente, cayó en cuenta —. No tenía la intención de ofender a sus soldados, coronel.

— Tonterías. — El coronel hizo un ademán con su mano huesuda —. Usted tiene toda la razón. Los soldados siempre son miedosos. Nunca en mi vida he visto soldados valientes. ¿Y a santo de qué deben ser valientes?

— Pero si lo que tuviéramos por delante fueran solamente los tanques del enemigo…

— ¡Tanques! — dijo el coronel —. Los tanques son otra cosa. Pero recuerdo perfectamente un caso en el que una compañía de paracaidistas se negó a ocupar una aldea donde vivía un brujo, famoso en toda la comarca.

Andrei se echó a reír y le tendió la mano al coronel.

— Hasta más ver — dijo.

— Un momento — lo retuvo el coronel —. ¡Dagan!

El ayudante hizo su entrada a la habitación, llevando en la mano una cantimplora cubierta por una malla plateada. Sobre la mesa apareció una bandejita plateada con dos vasitos mínimos, también plateados.

— Por favor — lo invitó el coronel.

Bebieron e intercambiaron un apretón de manos.

— Hasta más ver — repitió Andrei.

Bajó al vestíbulo por la hedionda escalera, saludó con frialdad a Quejada, que estaba agachado, trabajando con un instrumento parecido a un teodolito, y salió al aire asfixiante de la calle. Su corta sombra cayó sobre las baldosas rajadas y polvorientas de la acera, y en ese momento apareció una segunda sombra. Andrei recordó al Mudo. Se volvió y lo vio en su pose habitual, de pie, con las piernas desnudas muy separadas y las manos metidas bajo su ancho cinturón, del que colgaba un sable corto de aspecto amenazador. Sus cabellos negros y espesos estaban en desorden, y su piel cetrina brillaba como si se hubiera untado grasa.

— Y a fin de cuentas, ¿no quieres llevar un fusil automático? — preguntó Andrei.

No.

— Bien, como quieras.

Andrei miró hacia atrás. Izya y Pak estaban sentados a la sombra del remolque, con un mapa abierto delante de ellos, revisando el plano de la ciudad. Dos soldados, con el cuello estirado, miraban el plano por encima de sus cabezas. Uno de ellos tropezó con la mirada de Andrei, apartó la vista con prisa y le dio un codazo en el costado al otro. Ambos se apartaron al momento y desaparecieron tras el remolque.

Junto al segundo tractor estaban reunidos los choferes, encabezados por Ellizauer. Vestían de manera diferente, y la pequeña cabeza de Ellizauer estaba cubierta por un enorme sombrero de ala anchísima. Allí había otros dos soldados que daban consejos y escupían con frecuencia a los lados.

Andrei miró a lo largo de la calle. Estaba desierta. El aire caldeado temblaba sobre los adoquines. Un espejismo. A cien metros era imposible distinguir algo, como si todo estuviera cubierto de agua.

— ¡Izya! — llamó.

Izya y Pak se sobresaltaron y se pusieron de pie. El coreano recogió su pequeño fusil rudimentario del suelo y se lo puso bajo el brazo.

— ¿Qué, ya? — preguntó Izya, animado.

Andrei asintió y echó a andar delante de ellos.

Todos lo miraban: Permiak, con los ojos entrecerrados debido al sol: el subnormal de Ungern, haciendo muecas con su boca siempre medio abierta: y el lúgubre Gorila Jackson, que se limpiaba lentamente las manos con un pedazo de estopa. Ellizauer, semejante a un adorno sucio y roto de un parque infantil, se llevó dos dedos al ala del sombrero con expresión solemne y comprensiva, mientras que los soldados que escupían dejaron de hacerlo, intercambiaron un par de comentarios sin levantar la voz y se marcharon al unísono.

«Tenéis miedo, liendres — pensó Andrei, vengativo —. Si os llamo ahora para reírme de vosotros, os lo haréis en los calzones…» Pasaron por delante del centinela, que se apresuró a ponerse en posición de firme, y siguieron caminando por los adoquines: Andrei delante, con el fusil colgando del hombro: a un paso de distancia el Mudo, con una mochila en la que había cuatro latas de conservas, un paquete de galletas y dos cantimploras con agua; a unos diez pasos detrás, arrastrando el calzado destrozado iba Izya, que llevaba a la espalda una mochila vacía y un mapa en una mano, mientras se registraba presuroso los bolsillos con la otra, como si tratara de averiguar si había olvidado algo. Cerraba la marcha el coreano, que caminaba con ligereza, bamboleándose un poco, con el paso del hombre que está acostumbrado a las largas caminatas, llevando el fusil de cañón corto bajo el brazo.

La calle estaba caldeada. El sol quemaba ferozmente hombros y espaldas. El calor llegaba en olas lentas desde las paredes de los edificios. Ese día no soplaba viento alguno.

A sus espaldas, en el campamento, el sufrido motor comenzó a rugir, pero Andrei no volvió la cabeza. De repente se sintió liberado. De su vida, durante algunas horas, desaparecían los soldados apestosos con su psicología tan simple que resultaba incomprensible; desaparecía el intrigante de Quejada, tan transparente en sus maquinaciones que, precisamente por eso, lo tenía harto; desaparecían todas aquellas miserables preocupaciones sobre los pies ampollados de otras personas: sobre escándalos y peleas de otros, sobre vómitos (¿no será un envenenamiento?), sobre diarreas sanguinolentas (¿no será disentería?)…

«Que desaparezcan todos — se repetía Andrei con deleite —. No quisiera volver a veros en cien años. ¡Qué bien estoy sin vosotros!»

Pero en ese momento le vino a la mente aquel coreano sospechoso. Pak, y durante un segundo le pareció que la luminosa alegría de la liberación quedaba nublada desde entonces por nuevas preocupaciones, nuevas sospechas, pero al instante, con ligereza, lo desechó todo con un ademán. El coreano era como cualquier otro coreano. Una persona tranquila que nunca se quejaba de nada. Una variante asiática de losif Katzman, nada más… De repente, recordó lo que le contaba su hermano, que en el Lejano Oriente todos los pueblos, sobre todo los japoneses, tratan a los coreanos exactamente igual como todos los pueblos de Europa, en particular alemanes y rusos, tratan a los judíos. Ahora aquello le pareció divertido y quién sabe por qué le acudió a la mente el recuerdo de Kaneko. Sí, qué bueno sería que Kaneko estuviera allí con él, igual que el tío Yura, que Donald…

«Ay, ay, ay. Si hubiera logrado convencer al tío Yura de que viniera en la expedición, todo sería diferente ahora.»

Recordó cómo, un día antes de la partida, reservó especialmente algunas horas, tomó la limusina blindada de Geiger y se fue a ver al tío Yura. Bebieron en una casa campesina de dos pisos, limpia, iluminada, donde olía a menta y a pan recién horneado. Bebieron aguardiente casero, comieron áspic de cerdo y pepinillos marinados, tan crujientes como Andrei no había comido quién sabe desde cuándo, jugosas chuletillas de cordero que mojaban en salsa con olor a ajo, y después Marta, la robusta holandesa con la que estaba casado el tío Yura, embarazada de su tercer hijo, trajo un samovar humeante, por el que en su momento el tío Yura había dado un saco de pan y dos sacos de patatas, y estuvieron bebiendo té largo rato, con fundamento, endulzándolo con una mermelada de fábula. Sudaron, resoplaron, se secaron las caras empapadas con limpias toallas bordadas mientras el tío Yura no paraba de contar: «No importa, chavales, ahora se puede vivir con amplitud… Todos los días me traen del campo de reclusión a cinco holgazanes, yo los educo mediante el trabajo, sin escatimar esfuerzos… Si alguien se queja, le rompo los dientes, pero los alimento bien, comen lo mismo que yo, no soy ningún explotador… — Y al despedirse, cuando Andrei montaba en el coche, el tío Yura le apretó la mano entre sus enormes manazas, que parecían haberse convertido en un gigantesco callo, y le dijo, buscándole los ojos —: Perdóname, Andrei, lo sé… Lo dejaría todo, hasta a la mujer. Pero a ésos, no puedo abandonarlos, no me lo puedo permitir…», y señaló a dos niños rubios que peleaban en el jardín sin pronunciar palabra, para que no los oyeran.

Andrei se volvió. Ya no podía ver el campamento, la calina lo ocultaba. El ruido del motor era apenas audible, como si se oyera entre algodones. Izya caminaba junto a Pak, sacudiendo el plano delante de sus narices y gritando algo sobre la escala. El coreano no discutía. Se limitaba a sonreír, y cuando Izya intentaba detenerse para desplegar el mapa y mostrar qué decía. Pak lo tomaba delicadamente por el codo y lo hacía seguir avanzando. Sin dudas, un hombre muy serio. Si estuvieran en otra situación, era alguien en quien se podía confiar. ¿Qué sería lo que no habían podido compartir con Geiger? Estaba claro que se trataba de personas bien diferentes.

Pak había estudiado en Cambridge y tenía el título de doctor en filosofía. A su regreso a Corea del Sur, participó en algunas manifestaciones estudiantiles contra el régimen, y Li Syn Man lo metió en la cárcel. En 1950, el ejército norcoreano lo sacó de allí, en los periódicos lo presentaban como un auténtico hijo del pueblo coreano que odiaba a la claqué de Li Syn Man y a los imperialistas norteamericanos, lo nombraron vicerrector y un mes después lo volvieron a meter en la cárcel, donde lo mantuvieron, sin presentar cargos, hasta el desembarco en Chemulpo, cuando la prisión quedó bajo el fuego de la Primera División de Caballería, que avanzaba vertiginosamente hacia el nordeste. En Seúl reinaba un desorden total. Pak no contaba con sobrevivir y en ese momento le propusieron tomar parte en el Experimento.

Había llegado a la Ciudad mucho antes que Andrei, pasó por veinte puestos de trabajo; tuvo choques, por supuesto, con el señor alcalde e ingresó en una organización clandestina de intelectuales que en aquel momento apoyaba el movimiento de Geiger. Pero tuvieron algún problema con él. Por la razón que fuera, dos años antes del Cambio un grupo considerable de conspiradores abandonó en secreto la Ciudad y se dirigió al norte. Tuvieron suerte: en el kilómetro trescientos cincuenta hallaron entre las ruinas un «proyectil del tiempo», o sea una enorme cisterna metálica, llena hasta arriba con variadísimos objetos culturales y muestras tecnológicas. El lugar era excelente: agua, tierra fértil junto a la misma Pared, y muchos edificios que se habían conservado. Allí se establecieron.

Nunca se enteraron de lo ocurrido en la ciudad, y cuando aparecieron los tractores blindados de la expedición, decidieron que iban a por ellos. Por suerte, en el absurdo combate, corto pero feroz, solamente murió una persona. Pak reconoció a Izya, su viejo amigo, y se dio cuenta de que aquello era un error… Y después pidió ir con la expedición de Andrei. Dijo que era por curiosidad, que llevaba tiempo planeando marchar al norte, pero los emigrantes carecían de recursos para semejante viaje. Andrei no lo creyó del todo, pero decidió llevarlo consigo. Creyó que Pak les sería útil por sus conocimientos, como en realidad fue. Hizo todo lo que pudo por la expedición, con Andrei siempre se comportó con respeto y amistad, igual que con Izya, pero resultaba imposible pedirle sinceridad. Andrei no logró averiguar, ni Izya tampoco, la fuente de donde había obtenido tantos datos, tanto reales como místicos, sobre el camino que tenían por delante, con qué objetivo se había vinculado a la expedición y qué pensaba realmente sobre Geiger, sobre la Ciudad, sobre el Experimento… Pak nunca participaba en conversaciones sobre temas abstractos.

Andrei se detuvo un instante y esperó a su retaguardia.

— ¿Ya os habéis puesto de acuerdo en lo que os interesa a cada cual? — preguntó.

— ¿Lo que nos interesa? — Por fin Izya logró desplegar el plano —. Fíjate… — Comenzó a señalar con una uña enlutada —. Ahora estamos aquí. Entonces, una, dos… dentro de seis manzanas encontraremos una plaza. Aquí hay un edificio alto, seguramente administrativo. Tenemos que llegar a este punto, sin falta. Y si por el camino nos tropezamos con algo interesante… ¡Sí! También tendría interés llegar hasta este punto. Está un poco lejos, pero la escala no queda muy clara, así que no se sabe si todo esto se encuentra a poca distancia… Mira, aquí está escrito «Panteón». Me gustan los panteones.

— Por qué no… — Andrei arregló la correa del fusil —. Podemos hacer eso, claro. Entonces, ¿hoy no vamos a buscar agua?

— El agua está lejos — dijo Pak en voz baja.

— Sí, hermano — lo secundó Izya —. El agua… Mira, ellos lo señalaron aquí: «Torre del acueducto». ¿Es aquí? — le preguntó a Pak.

— No lo sé — respondió el coreano, encogiéndose de hombros —. Pero si queda agua en esta zona, sólo será aquí.

— Sííí — pronunció Izya, alargando la vocal —. Está lejos, a unos treinta kilómetros, imposible llegar en un día… Es verdad que la escala… Oye. ¿y por qué necesitas agua precisamente ahora? Buscaremos el agua mañana, como acordamos… Iremos en los tractores.

— Muy bien — dijo Andrei —. Sigamos.

Caminaban todos juntos, y durante un rato se mantuvieron en silencio. Izya giraba la cabeza continuamente, como olfateando, pero no aparecía nada interesante ni a la izquierda, ni a la derecha. Edificios de tres y cuatro pisos, a veces bastante bellos. Cristales rotos. Algunas ventanas estaban tapadas con tablas. En los balcones había maceteros en ruinas, entre muchos edificios había rígidas telarañas llenas de polvo. Un gran almacén: escaparates enormes, cubiertos de polvo hasta hacerse opacos, y enteros quién sabe por qué, las puertas destrozadas… Izya salió trotando, entró y regresó enseguida.

— Vacío — informó —. Se lo llevaron todo.

Un edificio social, quién sabe si un teatro, una sala de conciertos o de cine. Después, otro almacén con los escaparates destrozados, y un almacén más en la acera de enfrente… Izya se detuvo de repente, aspiró por la nariz haciendo ruido y levantó un dedo mugriento.

— ¡Oh! ¡Está por aquí!

— ¿El qué? — preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

— Papel — fue la corta respuesta de Izya.

Sin mirar a nadie, se dirigió rápidamente hacia un edificio en el lado derecho de la calle. Era un edificio corriente, que no se diferenciaba en nada de los demás, quizá sólo por un portal más lujoso y porque en todo su aspecto se percibía cierto acento gótico. Izya desapareció por la puerta y volvió a asomarse antes de que los demás tuvieran tiempo de cruzar la calle.

— Venid rápido — los llamó, con expresión divertida —. ¡Pak! ¡Una biblioteca!

Andrei, asombrado, se limitó a sacudir la cabeza. ¡Qué tío más raro era Izya!

— ¿Una biblioteca? — dijo Pak y aceleró el paso —. ¡No puede ser!

El vestíbulo era fresco y umbrío después del tórrido calor de la calle. Las altas ventanas góticas, que daban obviamente a un patio interior, estaban adornadas con vidrieras de colores. El suelo era de mosaico. Había escaleras de mármol blanco que subían a derecha e izquierda… Izya corría ya por la de la izquierda, Pak lo alcanzó con facilidad y los dos juntos siguieron subiendo de tres en tres los escalones hasta desaparecer.

— Y nosotros, ¿por qué demonios tenemos que subir allí? — dijo Andrei, volviéndose hacia el Mudo.

Éste asintió. Andrei busco dónde sentarse, y lo hizo finalmente en uno de los blancos escalones. Se quitó el fusil del hombro y lo colocó a su lado. El Mudo se agachó junto a la pared, cerró los ojos y se abrazó las rodillas con sus brazos, largos y poderosos. Había silencio, sólo se oía, allá arriba, el rumor de voces.

«Estoy harto — pensó Andrei con irritación —. Estoy harto de barrios muertos. De este silencio calcinante. De estos misterios. Qué bueno sería encontrar gente, convivir con ellos, preguntarles… que nos conviden a algo… a cualquier cosa, menos a esa maldita papilla de avena… ¡A beber vino frío! Mucho, cuanto quieras… o cerveza.» Algo gruñó dentro de su estómago y él, asustado, se puso tenso y escuchó con atención. No, nada. Por suerte, ese día aún no había tenido que salir corriendo al retrete, al menos tenía que agradecer eso. Y el talón había cicatrizado.

Allá arriba algo cayó con estruendo y se desparramó.

— ¡No se meta ahí, por Dios! — gritó Izya. Hubo una carcajada y, de nuevo, el zumbido de voces.

«Registrad, registrad — pensó Andrei —. La única esperanza está en vosotros. De los únicos que se puede esperar algo de utilidad es de vosotros… Y lo único que quedará de esta estúpida aventura será mi informe y veinticuatro cajas de papeles recopilados por Izya.»

Estiró las piernas y se acomodó en los escalones, apoyando los codos. De repente, el Mudo estornudó, y el eco devolvió el sonido. Andrei echó hacia atrás la cabeza y se puso a contemplar el lejano techo abovedado.

«Una buena construcción — pensó —, hermosa, mejor que las nuestras. Y como se ve, no vivían nada mal. Pero, de todas maneras, perecieron… A Fritz esto no le va a gustar nada, hubiera preferido un adversario potencial. Y qué es lo que tenemos: vivían aquí, mira todo lo que construyeron, loaban a su propio Geiger… El Más Querido y Sencillo, y el resultado, ahí está: el vacío. Como si no hubiera existido nadie. Sólo huesos, y bastante pocos para un sitio habitado tan grande. ¡Así son las cosas, señor presidente! El hombre se confía, y Dios manda unos extraños rizos hasta que todo se acaba.»

Él también estornudó y se sorbió la nariz. Allí, de alguna manera, hacía frío.

«Oh, qué bueno sería procesar a Quejada al regreso. — Las ideas de Andrei retornaron al cauce habitual: cómo acorralar a Quejada de manera que no se atreviera ni siquiera a chistar, que la documentación completa estuviera a mano para que Geiger pudiera entenderlo todo al momento. Echó a un lado aquellas ideas, eran inoportunas y estaban fuera de lugar —. Ahora sólo debo pensar en el día de mañana — reflexionó —. Y no estaría mal pensar en el de hoy. Por ejemplo, ¿dónde se habrá metido la estatua? Viene un bicho cornudo, algo así como un estegosauro, y se la lleva bajo el sobaco. ¿Con qué objetivo? Además, pesaba unas cincuenta toneladas. Claro que semejante fiera podía llevarse un tractor bajo el sobaco. Lo que tenemos que hacer es largarnos de aquí. A no ser por el coronel, hoy no estaríamos en este lugar.» Comenzó a pensar en el coronel y, de repente, se dio cuenta de que sus oídos estaban en alerta.

Surgió un sonido lejano, poco claro, y no se trataba de voces, las voces seguían ronroneando allá arriba, como antes. No, era algo que venía de la calle, de más allá de las puertas entreabiertas de la entrada. Los cristales de la vidriera de colores se estremecían cada vez con más fuerza, y los escalones de piedra donde apoyaba los codos y el trasero comenzaron a vibrar, como si hubiera una línea férrea no muy lejos y en ese momento estuviera pasando un tren, un convoy pesado de mercancías. De repente, el Mudo abrió mucho los ojos, volvió la cabeza y se puso a escuchar, con atención y alarma.

Andrei recogió las piernas lentamente y se puso en pie, con el fusil automático en las manos. El Mudo se levantó junto con él, mirándolo de reojo y sin dejar de atender al sonido.

Con el fusil preparado. Andrei corrió silenciosamente hacia las puertas y miró fuera, sigiloso. El aire ardiente y polvoriento le quemó la cara. La calle seguía como antes: amarillenta, caldeada y desierta. Sólo había desaparecido aquel silencio algodonoso. Un enorme y lejano mazo continuaba golpeando el pavimento con triste regularidad, y aquellos golpes se aproximaban perceptiblemente. Eran golpes pesados, demoledores, que convertían los adoquines del pavimento en gravilla.

Un escaparate rajado se derrumbó con estruendo en el edificio de enfrente. Andrei, sorprendido, retrocedió de un salto, pero recobró el control enseguida, se mordió el labio y llevó una bala a la recámara del fusil. «El diablo me ha traído a este sitio», dijo para sus adentros en un lugar recóndito de la conciencia.

El mazo seguía acercándose, y era imposible detectar de dónde venía, pero los golpes eran cada vez más fuertes, más sonoros, y en ellos se percibía una autoridad indoblegable e ineludible. «Los pasos del destino», le pasó por la cabeza a Andrei. Confuso, se volvió y buscó con la vista al Mudo. La sorpresa lo estremeció. El Mudo se recostaba con un hombro en la pared, y absorto en su tarea, se cortaba la uña del meñique de la mano izquierda con el sable de campaña. Su expresión era de total indiferencia, de aburrimiento incluso.

— ¿Qué haces? — preguntó Andrei con voz ronca —. ¿A qué te dedicas?

El Mudo lo miró, asintió con la cabeza y siguió cortándose la uña. Bum, bum, bum, se oía cada vez más cerca, y el suelo temblaba bajo los pies. Y, de repente, se hizo el silencio. Andrei volvió a mirar por la puerta. Vio que en el cruce más cercano se erguía una silueta oscura, cuya cabeza llegaba a la altura de una tercera planta. La estatua. La antigua estatua metálica. El mismo tipo con cara de sapo, pero ahora estaba erguido, estirado, en tensión, con la mandíbula cuadrada hacia el cielo, una mano a la espalda y la otra alzada, amenazando o señalando al firmamento con el dedo índice extendido.

Andrei, paralizado como en una pesadilla, contemplaba aquella escena delirante. Pero sabía que no se trataba de un delirio. La estatua era como todas, una absurda estructura metálica, cubierta por una costra o un óxido negro, erigida en un lugar absurdo… Su silueta temblaba y oscilaba en el aire caliente que subía del pavimento, igual que las siluetas de los edificios más lejanos de la calle.

Andrei sintió una mano en el hombro y miró atrás. El Mudo sonreía y movía la cabeza como tratando de tranquilizarlo. De nuevo, se oyó el sonido en la calle: bum, bum, bum. El Mudo no le quitaba la mano del hombro, lo apretaba, lo acariciaba, le pellizcaba los músculos con dedos cariñosos. Andrei se apartó con brusquedad y volvió a mirar hacia fuera. La estatua había desaparecido. Y, de nuevo, reinó el silencio.

Entonces, Andrei apartó al Mudo, y con piernas que estaban a punto de traicionarlo, subió corriendo las escaleras hacia el lugar donde seguían zumbando las voces como si nada.

— ¡Basta! — gritó, irrumpiendo en la biblioteca —. ¡Larguémonos de aquí!

Estaba totalmente ronco y no lo oyeron. O quizá sí, pero no le prestaron atención. Estaban ocupados. El recinto era enorme, se perdía a lo lejos quién sabe dónde, las estanterías llenas de libros amortiguaban los sonidos. Uno de los estantes había caído, los libros formaban un montón en el suelo, y allí estaban Izya y Pak revisándolos, muy alegres, animados, satisfechos, sudorosos. Andrei pisoteó los tomos, llegó junto a ellos, los agarró por el cuello de la camisa y los hizo levantarse.

— Vámonos de aquí — dijo —. Ya basta. Vámonos.

Izya lo miró con ojos turbios, se soltó de un tirón y al momento volvió en sí. Sus ojos examinaron a Andrei de pies a cabeza.

— ¿Qué te pasa? — preguntó —. ¿Ha ocurrido algo?

— No ha ocurrido nada — dijo Andrei con rabia —. No sigáis registrando este sitio. ¿Adonde queríais ir? ¿Al panteón? Pues vamos al panteón.

Pak se revolvió con delicadeza y tosió, para que Andrei le soltara el cuello de la camisa.

— ¿Sabes qué hemos hallado aquí? — empezó a decir Izya con entusiasmo, pero se interrumpió —. Oye, ¿qué ha pasado?

Andrei había logrado serenarse. Todo lo ocurrido allá abajo parecía totalmente absurdo e imposible aquí, en este salón severo y sofocante, bajo la mirada indagadora de Izya, junto al correcto e imperturbable Pak.

— No podemos emplear tanto tiempo en un objetivo — dijo, frunciendo el ceño —. Tenemos un día nada más. Vámonos. — ¡Una biblioteca no es un objetivo habitual! — replicó Izya al instante —. Es la primera que hemos encontrado en todo el recorrido. Oye, estás muy pálido. ¿Qué es lo que ha pasado?

Andrei seguía sin decidirse a contarlo. No sabía cómo.

— Vámonos — gruñó, se volvió y echó a andar hacia la salida, pisoteando los libros.

Izya lo alcanzó, lo agarró del brazo y siguió caminando a su lado. El Mudo, en la puerta, se apartó para dejarlos pasar. Andrei seguía sin saber cómo empezar. Todos los comienzos y todas las palabras parecían idiotas. Después, recordó el diario.

— Ayer me leías un diario… — logró decir, mientras bajaban las escaleras —. El diario de ese… del que se ahorcó.

— ¿Sí?

— ¡Pues sí!

— ¿Rizos? — Izya se detuvo.

— ¿Es posible que no oyerais nada? — dijo Andrei, desesperado.

Izya negó, sacudiendo la barba de un lado a otro.

— Seguro que nos distrajimos — respondió Pak en voz baja —. Estábamos discutiendo.

— Obsesos — dijo Andrei. Suspiró con un espasmo, volvió la cabeza para mirar al Mudo y, finalmente, explicó —: La estatua. Vino y se marchó. Se pasean por la ciudad como si estuvieran vivas… — Calló.

— ¿Y…? — preguntó Izya, impaciente.

— ¿Cómo que «y»? ¡Eso es todo!

— ¿Y qué? — dijo Izya. En su rostro preocupado apareció una expresión de desencanto —. La estatua… También estuvo paseándose de madrugada.

Andrei abrió la boca y volvió a cerrarla.

— Los ferrocéfalos — intervino Pak —. Al parecer, esa leyenda surgió exactamente aquí…

Andrei, incapaz de pronunciar palabra, miraba alternativamente a Izya y a Pak. Izya, con los labios fruncidos, como si por fin se hubiera dado cuenta, intentaba acariciar la mano de Andrei; y Pak, que obviamente consideraba que todas las explicaciones necesarias habían sido dadas, miraba de reojo por encima del hombro hacia la puerta de la biblioteca.

— Vaya… — logró pronunciar Andrei —. Qué encantador. ¿Quiere decir que habéis creído sin más esa leyenda?

— Oye, cálmate, por favor — dijo Izya, que había logrado agarrarle la manga —. Claro que la creímos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? El Experimento, de cualquier manera, sigue siendo el Experimento. Con nuestras peleas y diarreas, lo hemos olvidado, pero en verdad… ¿Y qué hay de raro en eso? Una estatua, y anda. ¡Y aquí tenemos una biblioteca! Lo más curioso es lo que hemos descubierto: la gente que vivía aquí eran nuestros contemporáneos, del siglo veinte…

— Está claro — dijo Andrei —. Suéltame la manga.

Percibía, con toda nitidez, que había hecho el tonto. Por cierto, aquellos dos no habían visto bien la estatua.

«Veremos lo que harán cuando la vean. Aunque es verdad que el Mudo también se comportó de manera extraña…»

— No me convencen — dijo —. Ahora no tenemos tiempo para ocuparnos de esa biblioteca. Cuando pasemos por aquí con los tractores, pueden llenar un remolque entero. Pero ahora nos vamos. Prometí que regresaría antes de la oscuridad.

— De acuerdo — dijo Izya, en tono tranquilizador —. Está bien, vámonos. Vámonos.

«Pues sí — se dijo Andrei, corriendo escaleras abajo —. Cómo me comporto así — pensó, incómodo, mientras abría de par en par las puertas de la entrada y salía el primero a la calle para que nadie pudiera mirarlo a la cara —. No se trata de un soldado, de un chofer cualquiera — siguió pensando mientras caminaba por los adoquines ardientes —. Ha sido Fritz — dedujo con rabia —. Proclamó que el Experimento había dejado de existir, y yo lo creí… bueno, no lo creí, simplemente acepté la nueva ideología, por lealtad, como un deber… No, chavales, las nuevas ideologías son para los tontos, para la masa. Pero hay que decir que hemos vivido cuatro años sin mencionar el Experimento, teníamos muchísimas otras cosas de qué ocuparnos… De nuestras carreras, por ejemplo — pensó con malicia —. De conseguir tapices, de buscar nuevas piezas para las colecciones personales.»

Se detuvo en el cruce y miró de reojo al callejón. La estatua se encontraba allí, amenazando con su dedo índice de medio metro, sonriendo con su desagradable boca de sapo. «¡Os daré una lección, perros sarnosos!»

— ¿Era ésta? — preguntó Izya, como de pasada.

Andrei asintió y siguió adelante.

Caminaron largo rato, cada vez más atontados debido al calor y a la luz cegadora, pisando sobre sus cortas sombras deformes: el sudor se les secaba en la frente y las sienes, formando una corteza salada, y hasta Izya había dejado de hablar sobre la inconsistencia de algunas hermosas hipótesis suyas, y el incansable Pak arrastraba un pie pues había perdido la suela del zapato. El Mudo abría su negra boca de vez en cuando, sacaba el horrible muñón de lengua y respiraba jadeante, como un perro. Y no ocurrió nada más, salvo que Andrei, incapaz de controlarse, se estremeció en una ocasión cuando, al alzar los ojos por casualidad, vio en la ventana abierta de una cuarta planta un enorme rostro verdoso que lo miraba atentamente con ojos saltones. El espectáculo era de veras impresionante: una cuarta planta y una jeta llena de manchas verdes que ocupaba toda una ventana.

Al rato, salieron a una plaza.

Nunca habían visto una plaza igual. Parecía un extraño bosque talado. Estaba llena de pedestales: redondos, cúbicos hexagonales, en forma de estrella, con el contorno de erizos abstractos, de torretas artilleras, de bestias míticas, de piedra caliza, de hierro, de granito, de mármol, de acero inoxidable, incluso, al parecer, de oro… Y todos aquellos pedestales estaban vacíos, sólo a unos cincuenta metros más adelante la cabeza de un león alado servía de apoyo a una pierna quebrada por encima de la rodilla, de la altura de una persona, descalza y con una pantorrilla muy musculosa.

La plaza era gigantesca, no se divisaba el extremo opuesto a causa de la calina, y a la derecha, junto a la Pared Amarilla, las corrientes de aire caliente dejaban ver la silueta temblorosa de una extensa construcción de poca altura, cuya fachada estaba formada por columnas muy próximas unas a otras.

— ¡Qué espectáculo! — se le escapó a Andrei.

— En bronce, en mármol, con pipa o sin pipa — dijo Izya, sin aclarar nada, y preguntó —: ¿Y adonde se han largado todos?

Nadie le respondió. Miraban hacia todas partes y no lograban entender nada, ni siquiera el Mudo.

— Al parecer, debemos ir en esa dirección — dijo Pak al rato.

— ¿Éste es el Panteón que buscabais? — preguntó Andrei por decir algo.

— ¡No lo entiendo! — exclamó Izya con indignación —. ¿Todos ellos se pasean por la ciudad? ¿Por qué casi no los hemos visto antes? ¡Deben ser miles, miles!

— La Ciudad de las Mil Estatuas — dijo Pak.

— ¿Qué, existe también esa leyenda? — le preguntó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.

— No. Pero yo la llamaría así.

¡Ta-ra-ta-ta! — dijo Andrei, a quien se le había ocurrido algo inesperado —. ¿Cómo podremos pasar por aquí con nuestros tractores? No tendremos explosivos suficientes para eliminar esos pedestales…

— Creo que debe existir un camino en torno a la plaza — dijo Pak —. Sobre el precipicio. — ¿Seguimos? — dijo Izya. La impaciencia lo consumía.

Y siguieron en dirección al panteón, caminando entre los pedestales, sobre los adoquines que allí estaban rotos, convertidos en gravilla muy fina, en polvo blanco que relumbraba al sol. De vez en cuando se detenían, se agachaban, se levantaban de puntillas para leer las inscripciones en los pedestales, unas inscripciones tan extrañas que daban miedo.

AL NOVENO DÍA DE LA SONRISA

LA BENDICIÓN DE TU MÚSCULO GLÚTEO

SALVÓ A LOS PEQUEÑOS INDEFENSOS.

SE PUSO EL SOL Y SE APAGÓ LA AURORA DEL AMOR,

SIN EMBARGO, A VECES, SIMPLEMENTE: ¡CUÁNDO!

Izya reía y cloqueaba, se daba puñetazos en la mano abierta. Pak, sonriente, negaba con la cabeza, pero Andrei se sentía incómodo, percibía lo inoportuno de aquella alegría indecente hasta cierto punto, pero sólo él parecía percibir eso, y se limitaba a apurarlos.

— Vamos, vamos — repetía, impaciente —. Vamos. ¿Qué demonios os pasa? Llegaremos tarde, qué vergüenza…

Le indignaba contemplar a aquellos idiotas: vaya sitio para divertirse el que habían encontrado. Pero ellos se quedaban atrás, pasaban sus dedos sucios por los renglones tallados, enseñaban los dientes, se reían, y Andrei los abandonó con un gesto, sintiendo un gran alivio al darse cuenta de que sus voces habían quedado muy atrás y ya no se distinguían las palabras.

«Así es mejor — pensó satisfecho —. Sin esa corte de idiotas. A fin de cuentas, no recuerdo haberlos invitado. Algo se dijo con respecto a ellos, pero ¿qué fue exactamente? Que si vendrían en traje de gala, o si por el contrario, no querían venir en general. ¿Y qué importa eso ahora? En última instancia, que se queden allá abajo. Todavía con Pak se puede trabajar, pero Izya se enzarza con cualquier cosa que se diga, o peor aún, se pone él mismo a hablar… Es mejor cuando no están, ¿verdad, Mudo? Sigue guardándome la espalda, aquí, por la derecha, y vigila bien. Aquí, hermanito, no te dan tiempo ni de parpadear. No lo olvides: aquí estamos en la guarida de los verdaderos adversarios, no se trata de Quejada ni de Chñoupek, mejor llévame el fusil, necesito libertad de movimientos, y qué es eso de subir al estrado con un fusil, gracias a Dios no soy Geiger… Pero, dime, ¿dónde está mi disertación? ¡Ahí lo tienes! ¿Qué hago ahora si no tengo la disertación?»

El Panteón apareció, delante y por encima de él, con todas sus columnas, sus peldaños astillados y partidos, su estructura metálica oxidada. A través de las columnas le llegaba un frío gélido, allí estaba oscuro, olía a espera y corrupción, y los enormes portones dorados estaban abiertos de par en par, sólo quedaba entrar. Subió uno tras otro los escalones, atento a no tropezar. «¡Dios me libre!», a no caerse allí ante la vista de todos, palpándose los bolsillos, pero la disertación no aparecía por ninguna parte, porque se había quedado, por supuesto, en la caja fuerte… no, en el traje nuevo, «yo quería ponerme el traje nuevo, pero después pensé que así impresionaría más…».

«Demonios, ¿qué hago sin la disertación? — pensó, mientras entraba en el vestíbulo en penumbra —. ¿De qué trataba mi disertación? — se preguntó mientras caminaba por aquel suelo resbaladizo de mármol negro —. Creo que, en primer lugar, de la grandeza — recordó, poniendo el cerebro en tensión, percibiendo el sudor frío que le corría por el cuerpo debajo de la camisa. Allí, en aquel vestíbulo, hacía mucho frío, hubieran podido avisar; en el patio era verano, no habían echado ni un poco de serrín en el suelo —. Qué holgazanes, cualquiera podía romperse la crisma en aquel suelo.

«Y aquí, ¿adonde vamos? ¿A la izquierda, a la derecha? Ah, sí, perdón… Entonces, es así. En primer lugar, la grandeza — pensó mientras caminaba presuroso por el pasillo totalmente a oscuras —. Ah, esto es otra cosa. Una alfombra. ¡Bien pensado! Pero no se les ocurrió colgar unos candiles. Siempre les pasa lo mismo: o cuelgan algunas lámparas, a veces hasta un reflector, o como ahora… Así funciona la grandeza.

«Y hablando de grandeza, recordamos los denominados grandes nombres. Arquímedes. ¡Perfectamente! Siracusa, eureka, el baño… quiero decir, la bañera. Desnudo. Qué más. ¡Atila! ¡El dux veneciano! Quiero decir que pido perdón: Otelo es el dux veneciano, Atila es el rey de los hunos. Ahí cabalga. Mudo y sombrío, como una tumba. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. ¡Pedro! Grandeza. El grande. Pedro el Grande. Primero. Pedro II y Pedro III no fueron grandes. Muy posiblemente porque no fueron el primero. Con mucha frecuencia, primero y grande resultan ser sinónimos. Aunque… Catalina II, la Grande. Segunda, pero de todos modos grande. Es importante señalar esa excepción. Nos encontraremos frecuentemente con excepciones de ese tipo, que, por así decirlo, sólo ratifican la regla.»

Entrelazó con fuerza los dedos a la espalda, apoyó la barbilla sobre el pecho y, mordiéndose el labio inferior, caminó varias veces adelante y atrás, rodeando el taburete. Después, lo apartó con el pie, apoyó los dedos sobre la mesa y, juntando las cejas, miró por encima de las cabezas del auditorio.

La mesa estaba totalmente vacía, cubierta de zinc, y se extendía delante de él como una carretera. No se veía el otro extremo, en la niebla amarillenta temblaban, agitadas por la corriente de aire, las llamitas de las velas. Andrei pensó con momentánea tristeza que aquello no era correcto, rayos, que alguien debería tener la posibilidad de ver qué había al final de la mesa. Era más importante ver aquello que… «Por cierto, eso no es asunto mío.»

Examinó aquellas filas distraído y con expresión condescendiente. Estaban allí sentados, en silencio, a ambos lados de la mesa, con sus rostros atentos vueltos hacia él, de piedra, de hierro, de cobre, de oro, de bronce, de yeso, de jade… todos los tipos de rostros que suelen tener. Por ejemplo, de plata. O, digamos, de malaquita… Sus ojos ciegos eran desagradables, y en general, qué podía ser agradable en aquellos torsos enormes, cuyas rodillas asomaban uno o dos metros por encima de la mesa. Al menos estaban en silencio, no se movían. En ese momento cualquier movimiento resultaría insoportable. Andrei percibía con placer, con lujuria incluso, cómo transcurrían los últimos momentos de una pausa maravillosamente pensada.

— ¿Y cuál es la regla? ¿En qué consiste? ¿Dónde reside su esencia sustantiva, inmanente sólo a ella entre todos los predicados posibles? Aquí, me temo que tendré que decir cosas no muy habituales y ni siquiera gratas para vuestros oídos… ¡La grandeza! ¡Ah, cuánto se ha dicho sobre eso, cuántas obras de arte, pictóricas, de danza o vocales, han sido creadas al respecto! ¿Qué sería el género humano sin la categoría de la grandeza? Una banda de simios desnudos, en comparación con los cuales hasta el soldado Chñoupek nos parecería el resultado de una elevada civilización. ¿No es verdad? Cada Chñoupek por separado no tiene la medida de las cosas. La naturaleza sólo le ha enseñado a digerir y multiplicarse. Cualquier otro acto del mencionado Chñoupek no puede ser valorado por él mismo como bueno o malo, como necesario o innecesario, como vano o dañino, y precisamente a causa de ese estado de cosas, todo Chñoupek por separado, en las mismas condiciones, termina tarde o temprano ante un tribunal de campaña, que es el que decide qué le ocurrirá en el futuro… De esa manera, la ausencia de un juicio interno es invariable, y yo diría que está fatalmente compensada por la presencia de un tribunal externo, por ejemplo, el de campaña… Sin embargo, señores, una sociedad compuesta por los Chñoupek y, sin la menor duda, por las Lagartas, sencillamente no puede prestar tanta atención al juicio externo, no importa si se trata del juicio de un tribunal de campaña o de un jurado, del juicio secreto de la inquisición o de un linchamiento, del juicio de Temis o del juicio de Dios… Y no menciono siquiera al juicio de sus pares ni cosas semejantes. Habría que encontrar una manera de organizar el caos formado por los órganos sexuales y digestivos, tanto de los Chñoupek como de las Lagartas, una variante tal de ese desorden universal para que al menos una parte de las funciones de ese juicio externo se trasladara al juicio interno. ¡Es precisamente en ese momento cuando la categoría de la grandeza se hace útil y necesaria! Y todo consiste, señores, en que dentro de la enorme y amorfa multitud de los Chñoupek, en la gigantesca y aún más amorfa multitud de las Lagartas, de vez en cuando aparecen personalidades para las cuales el sentido de la vida no se reduce sólo a las funciones sexuales y digestivas. Si lo prefieren, surge una tercera necesidad. A ese individuo no le basta con digerir y disfrutar de los encantos de otra persona. Quiere, además, crear algo que no haya existido antes de él. Por ejemplo, una estructura jerárquica. Dibujar un bisonte en la pared. Con huevos. O inventar el mito de Afrodita. Cuál es la puñetera causa de ese deseo, no la sabe. Y, en realidad, para qué necesita un Chñoupek esa Afrodita o ese bisonte. Con huevos. Existen hipótesis, por supuesto, ¡y varias! El bisonte, de cualquier forma, significa mucha, muchísima carne. Y de Afrodita no quiero ni hablar… Por cierto, si hablamos con toda honestidad y sinceridad, para nuestra ciencia materialista, el origen de esta tercera necesidad por ahora sigue siendo un enigma. Pero en el presente eso no debe interesarnos. En el presente, amigos, ¿qué es lo que más nos importa? Que en esa multitud gris surja de repente, que desgracia, un individuo que no se satisfaga sólo con las gachas de avena y la guarra Lagarta cuyas piernas están llenas de granos, un individuo que no se satisfaga con el realismo al alcance de todos, sino que comience a idealizar, a abstraerse, qué cerdo, que comience mentalmente a transformar las gachas de avena en un jugoso bisonte al ajillo, y a la Lagarta en una hembra exhuberante, de buena grupa y recién bañada, que sale del océano. Del agua. ¡Madre mía! ¡Un individuo como ése no tiene precio! A un hombre como ése hay que ponerlo en un puesto elevado, y llevarle batallones de Chñoupeks y Lagartas para que aprendan, parásitos, a entender cuál es su lugar. Vosotros, harapientos, ¿podéis hacer lo que él? Tú, piojoso pelirrojo, ¿puedes dibujar una chuleta de tal modo que a uno le entren deseos de comérsela? ¿O, al menos puedes inventar un chiste verde? ¿No puedes? Entonces, so mierda, ¿cómo se te ocurre compararte con él? ¡Vete a labrar la tierra! ¡Vete a pescar, a vender conchas!

Andrei se apartó de la mesa y, frotándose las manos con ardor, volvió a caminar de un lado a otro. Todo aquello le salía muy bien. ¡Magnífico! Y sin necesidad de disertación alguna. Todos aquellos descerebrados lo escuchaban, conteniendo el aliento. Ni uno de ellos se movía… «Es que yo soy así. Claro que no soy como Katzman, yo paso más tiempo callado, pero si me acosan, si me preguntan… Es verdad que en aquel extremo invisible de la mesa parece que hay alguien que quiere hablar. Un judío, quizá Katzman que ha logrado entrar. Bueno, veremos quién convence a quién.»

— Tenemos entonces que la grandeza, como categoría, surgió a partir de la creación, ya que sólo es grande quien crea, quien da origen a lo nuevo, a lo que no ha existido. Pero preguntémonos, señores míos, entonces ¿quién les va a restregar el hocico en la mierda? ¿Quién les dirá; animalito, dónde pretendes meterte? ¿Quién se convertirá en sacerdote del creador? Y no temo esa palabra. Pues será aquel, señores míos, que no sea capaz de dibujar la ya mencionada chuleta, y tampoco a Afrodita, pero que tampoco quiere comerciar con conchas, será el creador-organizador, el creador que los pone a todos en fila, el creador que exige dones y que después los distribuye… Y aquí estamos ya ante el problema relativo al papel de dios y del diablo en la historia. Ante un problema, digámoslo con sinceridad, complejo, enredadísimo, ante un problema en el que, de acuerdo con nuestro punto de vista, todos mienten… Pues hasta un bebé incrédulo tiene claro que Dios es una buena persona, y el diablo, por el contrario, mala. ¡Pero, señores, eso es el delirio de un macho cabrío! ¿Qué sabemos en realidad sobre ellos? Que Dios tomó el caos en sus manos y lo organizó, mientras que el diablo, a su vez, intenta en todo momento destruir esa organización, hacerla regresar al caos. ¿No es verdad? Pero, por otra parte, toda la historia nos enseña que el hombre, como personalidad individual, tiende precisamente al caos. Quiere ser independiente. Quiere hacer sólo aquello que desea. Se pasa todo el tiempo proclamando que él, por naturaleza, es libre. No tenemos que buscar mucho para hallar ejemplos, tomemos de nuevo al famoso Chñoupek. Espero que comprendan hacia dónde me dirijo. Porque les pregunto: ¿a qué se han dedicado los tiranos más feroces a lo largo de la historia? Precisamente, han intentado que el caos antes mencionado, propio del ser humano, esa amorfa cualidad caótica de los Chñoupek y las Lagartas, se organizara de manera conveniente, se formulara, se estructurara, preferiblemente en una fila, se concentrara en un punto y él crearía su contrapunto. O, en palabras más sencillas, los eliminaría. Y, por cierto, como regla general lo conseguían. Aunque, hay que decirlo, sólo durante corto tiempo y sólo con un gran derramamiento de sangre. Pues ahora les pregunto: ¿quién es el bueno en realidad? ¿El que intenta realizar el caos considerándolo libertad, igualdad y fraternidad, o el que pretende reducir esa cualidad de los Chñoupek y las Lagartas (léase entropía social) al mínimo? ¿Quién? ¡Pues ésa es la cuestión!

El párrafo había sido magnífico. Seco, preciso y a la vez no carente de pasión. ¿Y qué rezonga ese otro, en aquel extremo? ¡Vaya, qué descarado! No deja trabajar, y en general…

Con un sentimiento muy adverso, Andrei detectó de repente en las filas de atentos oyentes a algunos que se habían vuelto de espaldas a él. Los miró con atención. No había dudas, eran sus nucas. Uno, dos… seis nucas. Tosió con todas sus fuerzas, golpeó secamente con los nudillos sobre la superficie de zinc. Pero no sirvió de nada.

«Está bien, aguarden — pensó, amenazante —. ¡Ahora me ocuparé de ustedes! ¿Cómo se dice eso en latín?»

Quos ego — gritó —. Parece que se imaginan que tienen alguna importancia, ¿no? Nosotros somos grandes, y usted anda excavando allí abajo. Nosotros somos de piedra, y usted es de carne perecedera. Nosotros viviremos por los siglos de los siglos, y usted es carroña, flor de un día. Pues aquí tienen — les dijo, haciendo un corte de manga —. ¿Y quién los recuerda? Algunos idiotas, de los que no queda ni huella, los erigieron… Arquímedes, ¡qué cosa! Existió uno con ese nombre, lo sé, corría desnudo por las calles sin el menor reparo… ¿Y qué? En una civilización del nivel adecuado le hubieran cortado los huevos. Para que no corriera. Así que eureka, ¿no? O ese mismo Pedro el Grande. Sí, era el zar, el emperador de todas las Rusias… Conocemos a gente así. ¿Y cuál era su apellido? ¿Eh? ¿No lo saben? ¡Y cuántos monumentos le han erigido! ¡Cuántos libros le han escrito! Pero pregúntenle a un estudiante en un examen y quiera Dios que uno de cada diez pueda adivinar cuál era su apellido. ¡Ahí tiene a ese grande! ¡Y eso es lo que pasa con todos ustedes! O nadie los recuerda, y sólo abren mucho los ojos, o, digamos, los recuerdan, pero no saben su apellido. Y, por el contrario: recuerdan el apellido, digamos, de los ganadores de tal o cual premio, pero el nombre… ¡qué van a acordarse del nombre! ¿Quién era? Era escritor, o vendía lana de contrabando… ¿Y qué falta le hace eso a nadie? Juzguen ustedes mismos. Pues si se acuerdan de todos ustedes, olvidarán cuánto cuesta la vodka.

En aquel momento veía frente a él más de diez nucas. Eso resultaba ofensivo. Y Katzman, al otro extremo de la mesa, seguía mugiendo, cada vez más alto, cada vez con mayor insistencia, pero tan ininteligible como antes.

— ¡Una carnada! — gritó Andrei con todas sus fuerzas —. ¡Eso es la alabada grandeza de ustedes! ¡Una carnada! Un Chñoupek los mira y piensa: ¡oh, ha existido gente así! Ahora mismo dejo el alcohol, dejo el tabaco. Dejo de revolearme por los matorrales con mi Lagarta, iré a la biblioteca, me inscribiré y también lograré llegar a su altura… ¡Se presupone que debe pensar de esa manera! Pero cuando los mira a ustedes, piensa de un modo totalmente diferente. Y si no hubiera un custodio junto a ustedes, si no hubiera una valla, él tiraría ahí toda su basura, los llenaría de letreros escritos con tiza y se largaría satisfecho a buscar a su Lagarta. ¡Ahí tienen ustedes la función pedagógica! ¡Ahí tienen la memoria de la humanidad! ¿Y, en realidad, para qué puñetas necesita Chñoupek la memoria? Tengan la bondad de decirme por qué puñetera razón debería él recordarlos a ustedes. Por supuesto, hubo una época en la que se consideraba de buen gusto recordarlos a todos ustedes. Y los recordaban, era imposible hacer otra cosa. Digamos, Alejandro Magno nació en tal fecha, murió en tal otra; Bucéfalo, conquistador. «Condesa, vuestro Bucéfalo está agotado, y por cierto, ¿no desearía meterse conmigo en la cama?» Eso era culto, educado, según las normas de la alta sociedad… Ahora, por supuesto, en las escuelas también se ejercita la memoria. Nació tal día, murió tal día, representante de la oligarquía dominante. Explotador. Pero aquí ya no queda claro qué necesidad hay de eso. Una vez aprobado el examen, todo pasaba al olvido. «Alejandro Magno también fue un gran jefe militar, mas ¿para qué seguir gastando sillas por gusto?» Hubo una película, titulada Chapaiev. ¿La han visto? «Nuestro hermano se muere, Mitka, pide sopa de pescado…» Miren para lo que ha servido Alejandro Magno.

Andrei calló. Toda aquella explicación no venía a cuento. Nadie lo escuchaba. Delante de él sólo había nucas: de hierro, de piedra, de acero, de jade… afeitadas, calvas, rizadas, con trenzas, con cicatrices, y algunas de ellas totalmente ocultas bajo yelmos, gorros, triángulos…

«No me gusta — pensó con amargura —. La verdad hace doler los ojos. Están acostumbrados a las odas, a que les canten alabanzas. Exegi monumentum… ¿Y qué es eso tan terrible que les he dicho? Claro que no les he mentido, que no me he arrastrado ante ustedes, dije lo que pensaba. Yo no estoy en contra de la grandeza. Pushkin, Lenin, Einstein… No me gusta la idolatría. Hay que alabar los hechos, no las estatuas. O quizá ni siquiera haya que alabar los hechos. Porque cada uno hace lo que puede. Unos hacen la revolución, otros un pito. Quizá mis fuerzas alcancen sólo para hacer un pito, y entonces, ¿qué, soy sólo una mierda?»

Pero tras la niebla amarilla la voz seguía zumbando, y ya lograba distinguir algunas palabras: «…inaudito, nunca visto… de una situación catastrófica… únicamente ustedes… ha merecido la gloria y el reconocimiento eternos…».

«En particular, eso es lo que no soporto — pensó Andrei —. No soporto cuando hablan de la eternidad para todo. Hermandad eterna. Amistad eterna. Eternamente juntos… ¿De dónde sacan todo eso? ¿Qué cosa eterna es la que ven?»

— ¡Basta de mentir! — gritó —. ¡Hay que tener conciencia!

Nadie le prestó atención. Se volvió y regresó por donde había venido, sintiendo una corriente de aire que lo atravesaba hasta los huesos, una corriente hedionda que arrastraba olores de criptas, óxidos, cardenillo…

«Pero no es Izya el charlatán que habla al otro extremo — pensó sin mucha convicción —. Izya nunca ha pronunciado semejantes palabras. No tiene sentido que me enoje con él… Ni que haya venido aquí. ¿Con qué objetivo he llegado hasta este sitio? Seguramente me pareció que había entendido algo. De cualquier manera, ya he cumplido los treinta, es tiempo de entender cómo funcionan las cosas. Qué idea más absurda: convencer a los monumentos de que no le hacen la menor falta a nadie. Es como convencer a la gente de que no son necesarios. Y puede que eso sea de esa forma, pero ¿quién va a creerlo?

«En los últimos años me ha ocurrido algo. He perdido algo… Los objetivos, eso es lo que he perdido. Hace apenas cinco años sabía con exactitud para qué hacía una u otra cosa. Pero ahora no lo sé. Sé que habría que fusilar a Chñoupek. Pero, con qué objetivo, no lo tengo claro. Entiendo, por supuesto, que mi trabajo resultaría más fácil, pero qué falta hace que yo trabaje con más facilidad. Únicamente me hace falta a mí. Para mí. Cuántos años llevo viviendo sólo para mí. Seguramente eso es correcto: nadie va a vivir por mí para mí, yo mismo debo ocuparme de eso. Pero es aburrido, angustioso, me harta… Y tampoco puedo elegir — pensó —. Eso es lo que he entendido. El hombre no puede nada, no es capaz de nada. Lo único que puede, lo único de que es capaz es de vivir para sí.» Aquella idea le resultó tan definida, tan desesperadamente nítida, que le hizo chirriar los dientes.

Salió de la cripta a la sombra de las columnas y entrecerró los ojos. La plaza, amarilla y caldeada, pespunteada por pedestales vacíos, se extendía frente a él. De allí brotaba el calor en olas, como de un horno. Calor, sed, agotamiento… Ese era el mundo en el que había que vivir, y por lo tanto que actuar.

Izya dormía, con la frente recostada en un libro abierto, extendido sobre las losas de granito, a la sombra. El trasero de su pantalón mostraba un corte, calzaba unas botas muy gastadas y sus piernas habían adoptado una pose antinatural. Apestaba a un kilómetro. Allí también estaba el Mudo, agachado con los ojos cerrados y la espalda apoyada en una columna, con el fusil automático sobre las rodillas.

— Arriba — dijo Andrei con cansancio.

El Mudo abrió los ojos y se puso de pie. Izya levantó la cabeza y miró a Andrei a través de párpados hinchados.

— ¿Dónde está Pak? — preguntó Andrei, mirando a su alrededor.

Izya se sentó, metió los dedos retorcidos en su cabellera llena de polvo y comenzó a rascarse con encarnizamiento.

— Demonios — masculló —. Oye, tengo un hambre insoportable… ¿Cuándo vamos a comer?

— Ahora nos largamos — le dijo Andrei, que seguía examinando los alrededores —. ¿Dónde está Pak?

— Fueaaioteca — respondió Izya mientras bostezaba —. Ay, qué sueño…

— ¿Adonde fue?

— A la biblioteca. — Izya se levantó de un salto, recogió su libro y lo guardó en la mochila —. Acordamos que, mientras tanto, él revisaría los libros… ¿Qué hora es? Mi reloj parece que se ha detenido.

— Las tres — respondió Andrei, mirando su reloj de muñeca —. Vámonos.

— ¿No sería mejor comer algo antes? — propuso Izya, indeciso.

— Por el camino.

Sentía una agitación indefinida. Había algo que no le gustaba. Algo estaba fuera de lugar. Le quitó el fusil automático al Mudo, arrugó el gesto y bajó los peldaños recalentados.

— Vaya, ahora tenemos que comer por el camino — se quejaba Izya a su espalda —. Lo he esperado, como una persona decente, y no nos deja comer con tranquilidad… Mudo, dame la mochila…

Andrei, sin mirar atrás, avanzaba a paso rápido entre los pedestales. También tenía hambre, sentía el estómago vacío, pero algo lo impulsaba a seguir adelante lo más rápido posible. Se acomodó la correa del fusil en el hombro y echó de nuevo un vistazo al reloj. Seguía marcando las tres menos un minuto. Se llevó la muñeca al oído. El reloj se había detenido.

— ¡Eh, señor consejero! — lo llamó Izya —. ¡Ahí tienes!

Andrei se detuvo y tomó dos galletas con carne de cerdo enlatada. Izya masticaba y hacía sonidos con la boca.

— ¿Cuándo se fue Pak? — preguntó Andrei mientras examinaba las galletas, buscando por dónde era mejor meterle el diente.

— Casi enseguida — dijo Izya con la boca llena —. Estuvimos viendo el panteón, no descubrimos nada interesante y él se marchó.

— Qué lástima — dijo Andrei, que ya se había dado cuenta de qué era lo que lo inquietaba.

— ¿Lástima, por qué?

Andrei no respondió.

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