DOS

Después de lavarse y cambiarse de ropa, con una venda que le cubría el ojo derecho. Andrei yacía a medias en el sillón y miraba sombrío cómo el tío Yura y Stas Kowalski, que también llevaba la cabeza vendada, comían con ansiedad un guiso humeante directamente de la olla, Selma, llorosa, estaba sentada a su lado, sollozando espasmódicamente y tratando de tomarle la mano. Tenía el cabello despeinado, el rimel le manchaba las mejillas, su rostro estaba hinchado y totalmente cubierto de manchas rojas. Y la bata transparente que vestía, empapada por delante de agua jabonosa, le daba un aspecto extraño.

— Eso significa que quería hacerte pedacitos — decía Stas, sin dejar de comer —. Te torturó así, lentamente, para prolongar el sufrimiento. Conozco eso, los húsares azules me dieron el mismo tratamiento. Pasé por todo el procedimiento, ya habían comenzado a pisotearme cuando, gracias a Dios, resultó que no era a mí al que debían ejecutar, sino a otro…

— Te rompieron la nariz, pero eso no es nada — le ratificó el tío Yura —. La nariz no es lo principal, y rota sirve igual… Y la costilla… — Hizo un ademán con la mano en la que tenía la cuchara —. Ya ni sé cuántas costillas me he roto. Lo fundamental es que las tripas están intactas, el hígado, el páncreas…

Selma soltó un suspiro entrecortado y de nuevo trató de agarrar la mano de Andrei, que la miró.

— Deja de llorar — dijo —. Ve a vestirte.

La chica se levantó, obediente, y se fue a otra habitación. Andrei se registró la boca con la lengua, encontró algo duro y lo escupió en la palma de la mano.

— Se me ha caído un empaste — dijo.

— ¿Sí? — se asombró el tío Yura.

Andrei se lo mostró. El tío Yura lo examinó y sacudió la cabeza. Stas lo imitó.

— Un caso poco frecuente — dijo —. Yo, cuando estuve convaleciente, estuve en cama tres meses, ¿sabes? perdí todos los incisivos. Una anciana me lavaba todos los días con agua caliente. Se murió, y mírame, yo estoy vivo. Y no me pasó nada.

— ¡Tres meses! — dijo Yura con desprecio —. Cuando me volaron una nalga cerca de Elnia, estuve medio año en el hospital. Es horrible, hermanito, que te vuelen una nalga. Ahí, en las nalgas, se conectan los principales vasos sanguíneos. A mí me alcanzó la metralla de forma tangencial. Muchachos, les pregunté, ¿dónde está mi trasero? Me arrancó los pantalones del todo, como si no me los hubiera puesto. Bueno, algo quedó en las pantorrillas, pero más arriba, ¡nada! — Lamió la cuchara —. Aquella vez, a Pedia Chepariov le volaron la cabeza — dijo —. Aquel mismo proyectil.

Stas también lamió la cuchara. Durante algún tiempo se quedaron callados, mirando la olla. Después, Stas tosió con delicadeza y nuevamente metió la cuchara en el vapor. El tío Yura siguió su ejemplo.

Selma retornó, Andrei la miró y apartó los ojos.

«Se ha maquillado, la muy tonta. Se ha colgado sus pendientes enormes, lleva escote, se ha vuelto a maquillar como una zorra… Es una zorra…» No era capaz de mirarla, que se fuera al diablo. Primero, aquella vergüenza en el recibidor, y después, la vergüenza en el baño, cuando ella, llorando a todo trapo, le quitaba los calzoncillos empapados, y él se miraba los hematomas negruzcos en el vientre y en los costados y lloraba de nuevo de impotencia y de lástima hacia sí mismo. Y, por supuesto, estaba borracha, de nuevo borracha, cada día se emborrachaba, y entonces, cuando se cambió de ropa, seguramente se dio un trago directamente de la botella.

— Ese médico… — preguntó el tío Yura, pensativo —. Ése, el calvo, el que ha venido, ¿dónde lo he visto?

— Es muy posible que lo haya visto aquí — dijo Selma, con una sonrisa cautivante —. Vive en el portal de al lado. ¿De qué trabaja ahora, Andrei?

— De techador — dijo Andrei, sombrío. Todo el edificio sabía que se había acostado muchas veces con aquel médico calvo. Él no hacía ningún secreto de ello. Y, por cierto, nadie ocultaba nada.

— ¿Cómo que de techador? — se asombró Stas, y la cuchara no le llegó a la boca.

— Pues eso — explicó Andrei —. Repara techos, cubre a las tías… — Se levantó con dificultad, fue a la cómoda y sacó el tabaco. De nuevo le faltaban dos paquetes.

— Con las tías da lo mismo… — balbuceó Stas, confuso, agitando la cuchara sobre la olla —. Repara techos… ¿Y si se cae? Es médico.

— En la Ciudad siempre inventan algo — dijo el tío Yura en tono venenoso. Estuvo a punto de guardarse la cuchara en la caña de la bota, pero se dio cuenta y la dejó sobre la mesa —. A nuestra aldea, tan pronto terminó la guerra, mandaron de presidente de un koljós a un georgiano, antiguo comisario político…

El teléfono sonó y Selma lo cogió para responder.

— Sí — dijo —. Pues sí… No, está enfermo, no puede levantarse.

— Dame el teléfono — dijo Andrei.

— Es del periódico — dijo Selma en un susurro, cubriendo el micrófono con la mano.

— Dame el teléfono — repitió Andrei, alzando la voz y tendiendo la mano —. Y deja esa costumbre de contestar por los demás.

Selma le pasó el auricular y agarró el paquete de cigarrillos. Le temblaban los labios y las manos.

— Aquí, Voronin — dijo Andrei.

— ¿Andrei? — era Kensi —. ¿Dónde te has metido? Te he buscado por todas partes. ¿Qué hacemos? Hay una insurrección fascista en la ciudad.

— ¿Por qué dices que es fascista? — preguntó Andrei, asombrado.

— ¿Vendrás a la redacción? ¿O es verdad que estás enfermo?

— Iré, por supuesto que iré. Pero explícame…

— Tenemos listados — masculló Kensi deprisa —. De los corresponsales especiales y cosas así. Los archivos…

— Entiendo. Pero, dime, ¿por qué piensas que es fascista?

— No lo pienso, lo sé — respondió Kensi con impaciencia.

— Aguarda — dijo Andrei, irritado. Apretó los dientes y soltó un gemido sordo —. No te apresures… — Trataba de pensar febrilmente —. Está bien, prepáralo todo, ahora salgo para allá.

— Bien, pero ten cuidado en las calles.

— Muchachos — dijo Andrei colgando el teléfono y volviéndose hacia los granjeros —. Tengo que salir. ¿Me lleváis hasta la redacción?

— Claro que sí — respondió el tío Yura. Comenzó a levantarse de la mesa mientras liaba un enorme cigarrillo sobre la marcha —. Vamos, Stas, levántate, no te quedes ahí sentado. Mientras tú y yo estamos sentados aquí, ellos están allá fuera, adueñándose del poder.

— Sí — asintió Stas, afligido, mientras se levantaba —. Es una idiotez. Al parecer cortamos todas las cabezas, los colgamos a todos, pero de todas maneras sigue sin haber sol. Me cago en… ¿Dónde he metido mi aparato?

Buscó por todos los rincones, tratando de encontrar su fusil. El tío Yura seguía fumando su enorme cigarrillo mientras se ponía una harapienta chaqueta enguatada por encima de la guerrera. Andrei se disponía a levantarse para ponerse el abrigo, pero tropezó con Selma, que estaba de pie, impidiéndole moverse, muy pálida y muy decidida.

— ¡Voy contigo! — declaró, con la misma voz chillona con la que generalmente iniciaba las disputas.

— Déjame salir — dijo Andrei, mientras trataba de apartarla con el brazo sano.

— ¡No te dejo ir a ninguna parte — repuso Selma —. ¡O me llevas contigo o te quedas en casa!

— ¡Quítate de mi camino! — estalló Andrei —. ¡Lo único que me falta allí eres tú, tonta! — ¡No te dejo ir! — dijo Selma, con odio.

Entonces, sin tomar impulso. Andrei le dio una violenta bofetada. Se hizo el silencio. Selma no se movió; su rostro blanco, donde los labios se habían convertido en una línea estrecha, se llenó de manchas rojas.

— Perdona — masculló Andrei, avergonzado.

— No te dejo ir… — repitió Selma en voz baja.

— En general — dijo el tío Yura mirando a un lado, después de toser dos veces —, en tiempos como éstos, no es bueno que una mujer se quede sola en un piso.

— Claro que sí — lo apoyó Stas —. Ahora, sola, eso no es bueno, pero si va con nosotros, nadie la tocará, somos granjeros.

Andrei seguía de pie frente a Selma, mirándola. Intentaba entender aunque fuera algo en esa mujer, y como siempre, no comprendía nada. Era una zorra, una zorra innata, una zorra por gracia de Dios, eso lo entendía. Lo había entendido desde hacía tiempo. Ella lo amaba, se había enamorado de él desde el primer día, y eso él también lo sabía, y sabía que eso no era un obstáculo para ella. Y le daría lo mismo quedarse sola entonces en el piso, en general nunca le había tenido miedo a nada. Por separado, él sabía y entendía todo lo relativo a él y a ella, pero todo junto…

— Está bien — dijo —. Ponte el abrigo.

— ¿Te duelen las costillas? — se interesó el tío Yura, que trataba de llevar la conversación por otros cauces.

— No importa — gruñó Andrei —. Puedo soportarlo. No pasa nada.

Intentó no enfrentarse a la mirada de nadie, se guardó los cigarrillos y las cerillas en el bolsillo y se detuvo un momento delante del aparador donde guardaba la pistola de Donald bajo un montón de servilletas y toallas. ¿Se la llevaría o no? Imaginó varias escenas y diversas circunstancias en las que la pistola podía ser de utilidad, y decidió no llevársela.

«Al diablo con ella, ya me las arreglaré de alguna manera. En todo caso, no tengo la menor intención de combatir.»

— ¿Qué, nos vamos ya? — dijo Stas.

Estaba de pie junto a la puerta, metiendo con cuidado la cabeza vendada por la correa de su arma automática. Selma estaba a su lado, enfundada en un largo jersey de lana cruda, que se había puesto encima de su vestido descocado. Tenía un impermeable en la mano.

— Vámonos — ordenó el tío Yura, golpeando el suelo con la culata de la ametralladora.

— Quítate los pendientes — le gruñó Andrei a Selma y salió a la escalera.

Comenzaron a bajar. Los vecinos murmuraban en los descansillos oscuros, y al ver a gente armada callaron, temerosos, y se echaron a un lado.

— ¡Es Voronin! — dijo alguien.

— Señor redactor jefe — se oyó una voz al momento —, ¿puede decirnos qué ocurre en la Ciudad?

Andrei no tuvo tiempo de responder nada, porque al que preguntaba lo mandaron callar.

— Estúpido, ¿no ves que se lo llevan detenido? — lo avergonzó alguien en un susurro siniestro. Selma se rió, histérica.

Salieron al patio, montaron en el carretón y Selma cubrió los hombros de Andrei con el impermeable.

— ¡Silencio! — ordenó el tío Yura de repente, y todos se pusieron a escuchar con atención.

— Disparan en alguna parte — dijo Stas, sin elevar la voz.

— Ráfagas largas — añadió el tío Yura —. No escatiman municiones. ¿Y de dónde las sacan? Diez cartuchos son medio litro de aguardiente casero, y mira ése cómo desperdicia… ¡Aaarre! ¡Andando! — gritó. El vehículo pasó bajo el arco de la entrada con una sacudida. Junto a la portería, con una escoba y un recogedor en la mano, se encontraba el pequeño Van.

— ¡Mira, si es Vania! — exclamó el tío Yura —. ¡Trrr! ¡Saludos, Vania! ¿Qué haces aquí?

— Barriendo un poco — respondió Van con una sonrisa —. Hola.

— Deja de barrer — dijo el tío Yura —. ¿Estás loco? Ven con nosotros, te nombraremos ministro, vestirás ropas de raso y te pasearás en limusina.

Van soltó una risita de cortesía.

— Está bien, tío Yura — dijo Andrei, impaciente —. ¡Vámonos ya! — Le dolían mucho las costillas, le resultaba incómodo permanecer sentado en el carretón y entonces lamentaba no haber ido caminando. Sin darse cuenta, se recostó en Selma.

— Bien, Vania, si no quieres, no vengas — decidió el tío Yura —. Pero lo de ministro va en serio. Péinate bien, lávate el cuello… — Hizo chasquear las riendas —. ¡Arre!

Salieron a la calle Mayor.

— ¿Tienes idea de quién es este carretón? — preguntó Stas de repente.

— Vete a saber — replicó el tío Yura sin volverse —. Creo que el caballo es del tonto ese… el que vive junto al barranco, uno pelirrojo, medio zambo… me parece que canadiense…

— Vaya. Seguro que estará rabioso.

— No — explicó el tío Yura —. Lo han matado.

— ¿De veras? — dijo Stas, y calló.

La calle Mayor estaba vacía y cubierta por una pesada niebla nocturna, aunque según el reloj eran las cinco de la tarde. Más adelante, la niebla tenía un tinte rojizo y parpadeaba inquieta. De vez en cuando estallaban manchas de luz blanca, quizá de un proyector o bien de un potente reflector, y desde allí, acallando por momentos el retumbar de las ruedas y el sonido de los cascos, llegaba el sonido de un tiroteo. Allí estaba pasando algo.

En los edificios a ambos lados de la calle había muchas ventanas iluminadas, pero la mayor parte en pisos altos, por encima del segundo. No había colas junto a las tiendas y tenderetes cerrados, pero Andrei notó que había personas congregadas en algunos portales, se asomaban con cuidado a mirar y de nuevo se escondían; los más valientes salían a la acera y miraban hacia donde parpadeaban los destellos y sonaban los disparos. En algunos sitios, sobre el pavimento yacían cosas parecidas a sacos oscuros. Andrei no comprendió enseguida de qué se trataba y sólo al rato pudo darse cuenta de que eran babuinos muertos. En un pequeño jardín, al lado de una escuela, pastaba un caballo solitario.

El carretón se sacudía, ruidoso, y todos se mantenían callados. Selma buscó en silencio la mano de Andrei, y él, rendido ante el dolor y el agotamiento, se recostó del todo en su jersey cálido y cerró los ojos.

«Estoy mal — pensó —, muy mal… ¿Qué delirios son esos de Kensi, por qué habla de una revuelta fascista? Simplemente, el terror, la ira y la desesperación han enloquecido a todos… El Experimento es el Experimento.»

En ese momento, el vehículo se estremeció, y a través del traqueteo de las ruedas se oyó un chillido tan salvaje y penetrante que Andrei se despertó, su piel se cubrió de calor inmediatamente, se enderezó y comenzó a volver la cabeza febrilmente a un lado y a otro.

El tío Yura soltó un juramento feroz y tiró de las riendas con todas sus fuerzas para detener al caballo, que corría hacia un lado de la calle, mientras que a la izquierda, por la acera, soltando unos aullidos bestiales y a la vez humanos, plenos de dolor y horror, pasó corriendo algo que ardía, un montón de llamas, dejando tras de sí salpicaduras de fuego, y antes de que Andrei tuviera tiempo de entender qué ocurría, Stas bajó del carretón con un ágil salto y, sin levantar el arma, disparó dos ráfagas desde la cintura y detuvo a aquella antorcha viviente. En un escaparate saltaron los cristales. El bulto ígneo cayó a la acera dando vueltas, soltó un gemido lastimero por última vez y quedó quieto. — Pobrecillo, cuánto habrá sufrido — dijo Stas, con voz ronca, y Andrei finalmente comprendió que se trataba de un babuino, un cinocéfalo que ardía. Qué horror. Yacía allí, con medio cuerpo sobre la acera, mientras el fuego terminaba de consumirlo y de su cuerpo brotaba un pesado hedor que se extendía por toda la calle.

El tío Yura hizo que el caballo echara de nuevo a andar, el carretón comenzó a moverse y Stas siguió caminando a su lado, con una mano sobre la tabla lateral del vehículo. Andrei, estirando el cuello, miraba hacia delante, a la niebla titilante, que se había vuelto muy luminosa y rosada. Sí, algo ocurría allí, algo totalmente incomprensible, desde allí llegaban gritos, sonido de disparos, zumbido de motores, y de vez en cuando surgían destellos violeta que se apagaban al instante.

— Oye, Stas — dijo de repente el tío Yura, sin volverse —, adelántate un poco, echa un vistazo a ver qué ocurre ahí delante. Yo te seguiré, despacito y sin hacer ruido.

— Está bien — dijo Stas, y metiendo la culata de su fusil debajo del sobaco, se adelantó al trote, pegado a las paredes de los edificios.

Al poco tiempo se ocultó en la niebla. El tío Yura tiró de las riendas del caballo hasta que la bestia se detuvo.

— Acomódate bien — susurró Selma. Andrei sacudió un hombro —. No pasó nada de eso — seguía susurrando Selma —. El administrador fue por todos los pisos, preguntando si alguien tenía armas escondidas.

— Cállate — masculló Andrei.

— Palabra de honor — susurró Selma —. Estuvo un momentito, ya se disponía a marcharse…

— ¿Se iba sin pantalones? — preguntó Andrei con frialdad, intentando espantar con desesperación aquel repulsivo recuerdo: él, sin fuerzas, sostenido por el tío Yura y Stas, se tropezó en el vestíbulo de su piso con un tipo bajito y casi albino, que cerraba presuroso los faldones de una bata bajo la cual se veían unos calzoncillos de franela: junto al hombro del tipo se veía el rostro despreciable, inocente y ebrio de Selma. La inocencia fue sustituida primero por el susto, y después por la desesperación.

— Pero él fue así por todos los pisos, ¡en bata! — susurraba Selma.

— Por favor, cierra la boca — dijo Andrei —. Cállate, te lo pido por Dios. No soy tu marido, no eres mi esposa, ¿qué me importa todo eso?

— ¡Pero yo te amo, cariño! — susurraba Selma con desesperación —. Sólo a ti…

El tío Yura tosió con fuerza.

— Alguien viene — dijo.

Delante de ellos, en la niebla, apareció una enorme silueta negra que se aproximaba, y cuando estuvo cerca encendió los faros. Se trataba de un potente volquete. Con una sacudida del motor se detuvo a unos veinte pasos del carretón. Se oyó una voz chillona que emitía unas órdenes, unos hombres saltaron por los laterales y comenzaron a avanzar por la calle. Se oyó cómo se cerraba la portezuela, otra silueta oscura se separó del camión, se detuvo un instante y después, sin prisa, se encaminó directamente hacia el carretón.

— Viene para acá — dijo el tío Yura —. Oye, Andrei… no te metas en la conversación. Hablaré yo.

El hombre se acercó al carretón. Al parecer, era aquel miliciano del abrigo corto, con un brazalete blanco en la manga. De su hombro, con el cañón hacia el suelo, colgaba un fusil.

— Ah, los granjeros — dijo el miliciano —. Saludos, muchachos.

— Saludos, siempre que no te burles — replicó el tío Yura y calló.

El miliciano titubeó y sacudió la cabeza en gesto de indecisión.

— ¿No tenéis pan para vender? — preguntó con cierta vergüenza.

— Vaya, ahora quiere pan — replicó el tío Yura.

— Bueno, digamos que carne, o patatas… — Te voy a dar yo patatas…

El miliciano se sintió totalmente cortado, sorbió por la nariz, suspiró y miró hacia su camión.

— ¡Allí, allí yace otro! — gritó de repente con un alivio indefinido —. ¡Cagones ciegos! ¡Allí yace otro que se ha quemado! — A continuación echó a correr por el pavimento, chancleteando con sus pies planos. Se lo podía ver haciendo ademanes y dando órdenes a otras personas que, replicando y quejándose con desgana, arrastraban algo oscuro, lo levantaban con esfuerzo, lo balanceaban y lo echaban a la caja del camión.

— Quería patatas — gruñó el tío Yura —. ¡Y carne!

El camión comenzó a moverse y pasó muy cerca de ellos. Hedía de forma horrible, a lana quemada y carne chamuscada, y estaba lleno hasta arriba. Unas monstruosas siluetas retorcidas pasaron por delante de las paredes de los edificios, débilmente iluminadas. De repente, Andrei sintió que se le ponía la piel de gallina: de aquel horrible montón de cuerpos sobresalía, blanca, una mano humana con los dedos muy separados. Los hombres que iban en la caja del camión, agarrándose unos de otros y de los costados, se agolpaban junto a la cabina. Eran cinco o seis, personas de aspecto decente, con sombrero.

— Enterradores — dijo el tío Yura —. Es lo normal. Ahora van al basurero y punto. ¡Ah, Stas nos hace señas! ¡Trrrr!

En la neblina iluminada que tenían ante sí se veía la silueta larga y desmañada de Stas. Cuando el carretón llegó a su altura, el tío Yura se inclinó de repente y lo miró con atención.

— ¿Qué te pasa, hermanito? — dijo, casi con miedo —. ¿Qué te ha ocurrido?

Stas no respondió, intentó montar de lado en el carretón pero no lo logró, hizo chirriar los dientes, después se agarró de la tabla lateral con ambas manos y se puso a contar algo con voz balbuceante.

— ¿Qué le pasa? — preguntó Selma en un susurro.

El carretón avanzaba lentamente hacia el sitio donde disparaban y seguían zumbando los motores, mientras Stas caminaba a su lado, agarrado con ambas manos como si no tuviera fuerzas para trepar, hasta que el tío Yura, inclinándose, lo hizo subir al pescante.

— Pero, ¿qué te ocurre? — preguntó a toda voz el tío Yura —. ¿Podemos seguir adelante? Habla con claridad, no balbucees.

— Madre de Dios — dijo Stas con voz nítida —. ¿Para qué hacen eso? ¿Quién ha dado semejante orden?

— ¡Trrr! — gritó el tío Yura, como para que lo oyera toda la ciudad.

— No, tú sigue, sigue — dijo Stas —. Se puede seguir. Lo que no se debe es mirar… Señorita — dijo volviéndose hacia Selma —, no debe usted mirar, vuelva la cabeza, en esa dirección… y, en general, no mire nada.

A Andrei se le hizo un nudo en la garganta, miró a Selma y vio los ojos de la chica, tan abiertos que parecían ocupar toda la cara.

— Sigue, Yura, sigue — mascullaba Stas —. ¡Dale un par de azotes, pasemos corriendo! — gritó —. ¡Al galope, al galope!

El caballo salió a toda velocidad, por el lado izquierdo las casas desaparecieron, la niebla retrocedió, se disolvió y apareció el Bulevar de los Babuinos: la fuente del ruido estaba, sin duda, allí. Una fila de camiones, con los motores encendidos, formaba un semicírculo en el bulevar. Sobre los camiones y entre ellos había gente con brazaletes blancos, y por la calle, entre arbustos y árboles que ardían, corrían personas con pijamas a rayas y babuinos totalmente enloquecidos. Tropezaban, se caían, trepaban a los árboles, se desprendían de las ramas, intentaban esconderse entre los arbustos, mientras los que llevaban brazaletes blancos disparaban sin parar con fusiles y ametralladoras. El pavimento estaba cubierto por multitud de cuerpos, algunos de los cuales humeaban o ardían. De uno de los camiones salió un chorro siseante de fuego acompañado por nubes de humo, y otro árbol, del que colgaban muchos monos, estalló en llamas como una enorme antorcha.

— ¡Estoy sano! — chilló alguien con una insoportable voz de falsete —. ¡Es un error! ¡Soy normal! ¡Es un error!

Saltando y estremeciéndose, con un agudo dolor en las costillas, sintiendo el calor y el hedor, pasaron por delante de todo aquello que los ensordeció y agredió sus miradas, y unos segundos después la niebla titilante volvió a cerrarse a sus espaldas, pero el tío Yura siguió arreando largo rato al caballo, dando gritos y haciendo restallar las riendas.

«Vete a saber qué diablos era eso — se repetía Andrei sin parar, que se había recostado extenuado en Selma —. Qué demonios es eso, están locos, la sangre los ha idiotizado… La ciudad ha caído en manos de orates, de orates sanguinarios, ahora todo acabará, no se detendrán, más tarde vendrán a por nosotros…»

El carretón se detuvo de repente.

— No es posible — dijo el tío Yura, girando todo el cuerpo —. Eso, hay que… — Buscó entre los sacos que yacían en el carretón, sacó una garrafa, le quitó el tapón con los dientes, lo escupió a un lado y se puso a beber a morro. Después, le pasó la garrafa a Stas y se secó los labios —. Os dedicáis a exterminar… El Experimento… Está bien. — Sacó del bolsillo un periódico doblado, arrancó una esquina con cuidado y buscó el tabaco —. Actuáis sin paliativos. ¡A lo bestia! ¡Muy a lo bestia!

Stas le pasó la garrafa a Andrei, que la rechazó con un gesto. Selma la tomó, bebió dos tragos y se la devolvió a Stas. Todos guardaron silencio. El tío Yura fumaba uno de sus enormes cigarrillos, emitiendo un gruñido gutural como el de un perro corpulento. Después se volvió y empuñó de nuevo las riendas.

Sólo faltaba una manzana para llegar al callejón de la Letrina cuando de nuevo la niebla que tenían delante se llenó de luz y comenzó a oírse el sonido desacompasado de múltiples voces. En el cruce, en el centro de la calle, bajo la luz de enormes proyectores, había una gran multitud que se agitaba, zumbaba y gritaba. Era imposible seguir adelante.

— Parece un mitin — dijo el tío Yura, volviéndose.

— Es lo normal — asintió Stas con tristeza —. Si ya se dedican a fusilar, quiere decir que hacen mítines… ¿No hay manera de seguir adelante?

— Aguarda, hermanito, ¿y para qué queremos seguir adelante? — dijo el tío Yura —. Hay que oír qué dice la gente. Quizá digan algo sobre el sol. Mira, aquí hay muchos de los nuestros.

El zumbido de las voces desapareció.

— Y repito de nuevo — decía una voz gutural y furiosa, amplificada por los micrófonos —: sin cuartel. ¡Limpiaremos la Ciudad! ¡De basura! ¡De fango! ¡De holgazanes de toda clase! ¡Los ladrones, a la horca!

— ¡Aaaa! — rugió la multitud.

— ¡Los corruptos, a la horca!

— ¡Aaaa!

— ¡Los que vayan contra el pueblo, a la horca!

— ¡Aaaa!

Andrei ya podía ver claramente al orador. En el centro mismo de la multitud sobresalía el lateral remachado de un vehículo militar, al que se agarraba con ambas manos el ex suboficial de la Wehrmacht y actual dirigente del Partido del Renacimiento Radical Friedrich Geiger, iluminado por la luz azulada del proyector. Se balanceaba, adelante y atrás, con el largo torso vestido de negro, y gritaba con la boca abierta.

— ¡Y eso será únicamente el comienzo! ¡Estableceremos en nuestra ciudad un orden auténticamente popular, auténticamente humano! ¡No tenemos nada que ver con ningún tipo de Experimentos! ¡No somos conejillos de Indias! ¡No somos conejos! ¡Somos personas! ¡Nuestras armas son el raciocinio y la conciencia! ¡No permitiremos que nadie disponga de nuestro destino! ¡Nosotros mismos dispondremos de nuestro destino! ¡El destino del pueblo está en manos del pueblo! ¡El destino de las personas está en manos de las personas! ¡El pueblo me ha confiado su destino! ¡Sus derechos! ¡Su futuro! ¡Y yo juro que seré digno de esa confianza!

— ¡Aaaa!

— ¡Seré implacable! ¡En nombre del pueblo! ¡Seré cruel! ¡En nombre del pueblo! ¡No permitiré ningún enfrentamiento! ¡Basta ya de luchas intestinas! ¡No habrá comunistas! ¡No habrá socialistas! ¡No habrá capitalistas! ¡No habrá fascistas! ¡Basta de pelear unos contra otros! ¡Luchemos los unos por los otros!

— ¡Aaaa!

— ¡No habrá partidos! ¡No habrá nacionalidades! ¡No habrá clases! ¡Todo el que promueva la división, a la horca! ¡Si los pobres continúan peleando contra los ricos! ¡Si los comunistas continúan peleando contra los capitalistas! ¡Si los negros continúan peleando contra los blancos! ¡Nos aplastarán! ¡Nos aniquilarán! ¡Pero si nosotros marchamos hombro con hombro! ¡Con las armas en la mano! ¡O con las herramientas! ¡O los arados! ¡Entonces no habrá fuerza alguna que pueda aplastarnos! ¡Nuestra arma es la unidad! ¡Nuestra arma es la verdad! ¡Por dura que sea! ¡Sí, nos han metido en una trampa! ¡Pero juro por Dios que la fiera es demasiado grande para esa trampa!

— ¡Aaa! — estuvo a punto de gritar la multitud, pero la sorpresa la hizo callar.

El sol se encendió.

El sol se encendió por primera vez en doce días. Su disco dorado comenzó a arder en el lugar acostumbrado, cegando y quemando los rostros grises y descoloridos, lanzando destellos insoportables por los cristales de las ventanas, dando vida y calcinando millones de colores, desde las columnas de humo negro en las azoteas más lejanas hasta el verde marchito de los árboles y el rojo ladrillo de las paredes sin revoque.

La multitud soltó un rugido impresionante, y Andrei rugió junto con los demás. Ocurría algo inaudito. Lanzaban los gorros al aire, la gente se abrazaba, lloraban unos, otros disparaban al aire; alguien, presa de una loca alegría, comenzó a lanzar ladrillos contra los proyectores, mientras Fritz Geiger se erguía sobre todo aquello como si fuera Dios después de decir «Hágase la luz», señalando con su largo brazo negro hacia el sol, con los ojos muy abiertos y la barbilla, orgullosa, apuntando hacia arriba. Al momento, su voz volvió a reinar sobre la multitud.

— ¿Lo veis? ¡Ya se han asustado! ¡Ya tiemblan ante vosotros! ¡Ante nosotros! ¡Pero es tarde, señores! ¡Es tarde! ¿Quieren volver a cerrar la trampa? ¡Pero la gente ha escapado de ella! ¡No habrá clemencia para los enemigos de la humanidad! ¡Para los especuladores! ¡Para los holgazanes y parásitos! ¡Para los que malversan los bienes del pueblo! ¡El sol está de nuevo con nosotros! ¡Lo hemos arrancado de sus garras siniestras! ¡De los enemigos de la humanidad! ¡Y nunca más! ¡Lo entregaremos! ¡Nunca más! ¡A nadie…!

— ¡Aaaa!

Andrei volvió en sí, Stas no estaba en el carretón. El tío Yura, con las piernas separadas, estaba de pie en el pescante sacudiendo la ametralladora, y gritando ferozmente, a juzgar por su nuca enrojecida, Selma lloraba, mientras le daba puñetazos a Andrei en la espalda.

«Muy hábil — pensó Andrei, fríamente —. Será peor para nosotros. ¿Y qué hago aquí sentado? Debería huir, y sigo aquí» Sobreponiéndose al dolor en el costado, se levantó y de un salto bajó del carretón. A su alrededor, la multitud rugía y se agitaba. Andrei echó a andar, acortando camino. En un primer momento intentó protegerse con los codos, pero en aquel desorden era imposible. Cubierto de sudor frío a causa del dolor y la náusea incipiente, empujó, pisoteó, avanzó, embistió incluso y finalmente logró llegar al callejón de la Letrina. Pero la voz de Geiger lo acompañó, atronadora, durante todo el recorrido.

— ¡El odio! ¡El odio nos guiará! ¡Basta de falso amor! ¡Basta de besos de Judas! ¡Basta de traidores a la humanidad! ¡Yo mismo daré ejemplo de odio sagrado! ¡Hice estallar un blindado de los sanguinarios gendarmes! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Di la orden de colgar a ladrones y gángsteres! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Con escobas de hierro barreré de nuestra ciudad la basura y las sabandijas no humanas! ¡Delante de vuestros ojos! ¡No tuve lástima de mí mismo! ¡Y me gané el derecho sagrado a no tener lástima de otros!

Andrei llegó a la entrada del periódico. La puerta estaba cerrada. Rabioso, la pateó y los cristales se estremecieron. Comenzó a golpearla con todas sus fuerzas, soltando tacos con rabia. La puerta se abrió. En el umbral estaba el Preceptor.

— Entra — dijo, echándose a un lado.

Andrei entró. El Preceptor cerró la puerta detrás de él, pasó el cerrojo y se volvió. Su rostro era blanco, como la harina, con enormes ojeras negras, y se humedecía los labios con la lengua con frecuencia. A Andrei se le encogió el corazón: nunca antes había visto al Preceptor en tal estado de abatimiento.

— ¿Es posible que todo ande tan mal? — preguntó Andrei, con desánimo en la voz.

— Pues sí — el Preceptor sonrió débilmente —. No hay nada bueno.

— ¿Y el sol? — preguntó Andrei —. ¿Por qué lo apagaron?

— ¡No lo apagamos! — masculló, angustiado, el Preceptor, apretando los puños y dando paseítos de un lado al otro del vestíbulo —. Fue una avería. Eso no figuraba en ningún plan. Nadie se lo esperaba.

— Nadie se lo esperaba — repitió Andrei, con amargura. Se quitó el impermeable y lo dejó sobre un sofá polvoriento —. Si no se hubiera apagado el sol, nada de esto habría ocurrido.

— El Experimento se descontroló — masculló el Preceptor, dándole la espalda.

— Se descontroló… — volvió a repetir Andrei —. Nunca pensé que el Experimento pudiera descontrolarse.

— Pues… — dijo el Preceptor mirándolo de reojo — en cierto sentido, tienes razón. Pero también puedes considerar lo siguiente: el Experimento, descontrolado, es también un Experimento. Es posible que sea necesario hacer cambios… introducir correcciones. Así que, en retrospectiva, ¡en retrospectiva! esas tinieblas egipcias se considerarán como parte inseparable y programada del Experimento.

— En retrospectiva… — repitió Andrei una vez más. Una rabia sorda se apoderó de él —. ¿Y qué tendrán la gentileza de ordenarnos? ¿Que nos salvemos?

— Sí. Que os salvéis. Y que salvéis.

— ¿A quién?

— A todos los que puedan ser salvados. Todo lo que pueda ser salvado. No puede ser que no quede nadie ni nada que salvar.

— ¿Nosotros vamos a salvarnos y Fritz Geiger llevará a cabo el Experimento?

— El Experimento sigue siendo el Experimento — objetó el Preceptor.

— Sí — dijo Andrei —. Desde los babuinos hasta Fritz Geiger.

— Pues sí. Hasta Fritz Geiger, más allá de Fritz Geiger y a pesar de Fritz Geiger. A causa de Fritz Geiger no nos vamos a pegar un tiro en la sien. El Experimento debe continuar. La vida sigue, a pesar de cualquier Fritz Geiger. Si estás desencantado del Experimento, piensa en la lucha por la vida.

— En la lucha por la existencia — masculló Andrei, con una sonrisa torcida —. ¡Ahora no podemos hablar de vida!

— Eso va a depender de vosotros.

— ¿Y de ustedes?

— De nosotros depende muy poco. Vosotros sois muchos, aquí sois los que deciden, no nosotros.

— Antes, usted hablaba de otra manera — repuso Andrei.

— ¡Antes tú eras otra persona! — objetó el Preceptor —. ¡Y también hablabas de otra manera!

— Temo haber hecho el tonto — masculló Andrei, lentamente —. Me temo que no he sido más que un idiota.

— No temes sólo eso — apuntó el Preceptor con cierta picardía en la voz.

A Andrei el corazón le dio un salto, como siempre ocurre cuando se cae en un sueño.

— Sí, tengo miedo. Tengo miedo a todo — dijo, grosero —. Soy un gorrión asustado. ¿Alguna vez le han pateado los testículos? — De repente, le vino a la cabeza una idea nueva —. Pero usted también tiene miedo, ¿no es verdad?

— ¡Por supuesto! Ya te he dicho que el Experimento se descontroló…

— ¡No me diga! El Experimento, el Experimento… El problema no está en el Experimento. Primero, a por los babuinos, después a por nosotros, y por último, a por ustedes, ¿verdad?

El Preceptor no respondió nada. Lo más horrible era que, ante aquella pregunta, el Preceptor no había dicho ni una palabra. Andrei seguía esperando, pero el Preceptor se limitaba a seguir dando paseítos por el vestíbulo, moviendo sin sentido los sillones de un lugar a otro, frotando el polvo de las mesitas con la manga y sin atreverse a mirar a Andrei.

Tocaron a la puerta, primero con los puños y después comenzaron a darle patadas. Andrei retiró el cerrojo y vio a Selma delante de él.

— ¡Me abandonaste! — dijo ella con indignación —. ¡Apenas he logrado llegar aquí!

Andrei, avergonzado, miró hacia atrás. El Preceptor había desaparecido.

— Perdóname — masculló —. No podía ocuparme de ti.

Le resultaba difícil hablar. Intentaba acallar dentro de sí el horror que le causaba la soledad y la sensación de indefensión. Cerró la puerta de un golpe violento y se apresuró a poner el cerrojo.

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