TRES

Estaba sentado en el banco, ante la desabrida fuente de cemento, y apretaba el pañuelo humedecido, tibio ya, contra un enorme chichón sobre el ojo derecho. Había perdido el sentido y le dolía la cabeza con tanta fuerza que temía haberse fracturado el cráneo; le ardían las rodillas despellejadas y se le había dormido el codo herido, que sin embargo daba señales de que se haría sentir en un futuro inmediato. A propósito, quién sabe si todo aquello era lo mejor que podía ocurrir. De esa manera, lo sucedido adquiría los rasgos bien definidos de la más brutal realidad. No había ningún Edificio, no había ningún estratega ni un charco oscuro bajo la mesa, no había ajedrez ni tampoco traición, solamente un hombre vagando en la oscuridad que se había quedado traspuesto, había tropezado y había caído al otro lado de la barrera de cemento para ir a parar a la estúpida fuente, golpeándose con fuerza contra el fondo su cabeza de idiota y el resto del cuerpo.

Andrei entendía perfectamente que, en realidad, nada era tan sencillo, pero le resultaba agradable pensar que quizá fuera sólo un delirio, que había tropezado y se había caído; en ese caso todo era divertido y al menos cómodo.

«Qué hago ahora — pensó, con la cabeza llena de brumas —. He encontrado el Edificio, estuve dentro, lo vi todo con mis propios ojos… ¿Y qué más? No me llenéis la cabeza, no llenéis esta cabeza mía tan grande con discursos vacíos sobre rumores, mitos y toda esa propaganda. Eso, en primer lugar. No me llenéis la cabeza… Pero, perdón, creo que era yo el que le llenaba la cabeza a todos. Hay que poner en libertad a ese… cómo se llama… el de la flauta. Me gustaría saber si esa Ela suya también jugaba al ajedrez. Maldita sea, cómo me duele la cabeza…»

El pañuelo estaba totalmente tibio. Andrei caminó con dificultad hacia la fuente, se inclinó sobre la barandilla y metió el pañuelo bajo el chorro helado. Dentro del chichón alguien pugnaba con furia por salir fuera. Eso sí es un mito. Y además, un espejismo… Exprimió el pañuelo, volvió a apretarlo contra el sitio lastimado y miró al otro lado de la calle. El gordo seguía durmiendo.

«Maldita bola de sebo — pensó Andrei con furia —. Está en horario de servicio. ¿Para qué te he traído conmigo? ¿Acaso te he traído aquí para que te pongas a roncar? Hubieran podido matarme cien veces… Claro, y este cerdo, después de dormir a gusto, hubiera ido mañana a la fiscalía y, como si nada, hubiera informado: el señor juez de instrucción entró anoche al Edificio Rojo y no volvió a salir.»

Durante unos momentos, Andrei acarició en su mente la dulce idea de recoger un cubo de agua helada, acercarse al gordinflón y echárselo por el cuello del capote. Seguro que se despertaría. Así se divertían los muchachos en las reuniones: si alguien se quedaba dormido, con el extremo de un cordón le ataban un zapato a salva sea la parte, y después le ponían el zapato asqueroso en la cara. El durmiente se enfurecía, y lanzaba el zapato por el aire con todas sus fuerzas… Era muy cómico.

Andrei volvió al banco y descubrió que tenía un vecino. Era un hombrecito pequeño y enjuto, vestido todo de negro, hasta su camisa era negra. Estaba allí sentado con las piernas cruzadas y un viejo sombrero hongo sobre las rodillas. Seguro que era el custodio de la sinagoga. Andrei se dejó caer a su lado con pesadez, palpándose con cuidado los bordes del chichón a través de la tela.

— Pues, bien — dijo el hombre, con voz cascada —. ¿Y qué va a pasar?

— Nada especial — repuso Andrei —. Los pescaremos a todos. No voy a dejar eso así.

— ¿Y después?

— No sé — dijo Andrei, tras pensarlo —. Quizá aparezca otra porquería. El Experimento es el Experimento. Y va para largo.

— Es eterno — apuntó el anciano —. Según cualquier religión, es eterno. — La religión no tiene nada que ver con esto — objetó Andrei.

— ¿Cree eso incluso ahora? — se asombró el anciano.

— Por supuesto. Siempre lo he creído.

— Está bien, dejémoslo. El Experimento es el Experimento, aquí muchos se consuelan con eso. Casi todos. A propósito, ninguna religión ha previsto nada semejante. Pero hablo de otra cosa. ¿Para qué nos han dejado, incluso aquí, el libre albedrío? Se podría pensar que en el reino del mal absoluto, en el reino que tiene escrito a la entrada: «Dejad toda esperanza».

— Tiene usted una idea extraña sobre esto — dijo Andrei, impaciente, sin dejarle terminar —. No estamos en el reino del mal absoluto. Más bien se trata de un caos al que debemos poner orden. ¿Y cómo podremos ponerle orden si carecemos del libre albedrío?

— Una idea interesante — pronunció el anciano, pensativo —. No se me había ocurrido. Entonces, ¿supone usted que nos han dado otra oportunidad? Algo así como el batallón de castigo, lavar con sangre nuestros pecados en la primera línea del eterno combate entre el bien y el mal…

— ¿Y a qué viene aquí el mal? — dijo Andrei, cada vez más irritado —. El mal es algo que se subordina a un objetivo determinado…

— ¡Usted es un maniqueo! — le interrumpió el anciano.

— ¡Soy un joven comunista! — objetó Andrei, más irritado aún, con una fe y una convicción inusitadas —. El mal es siempre un fenómeno de clase. No existe el mal en general. Aquí todo se enreda porque estamos en el Experimento. Nos han entregado el caos. Y entonces, o bien no podemos con la misión y volvemos a lo que teníamos allí, la división en clases y toda aquella basura, o controlamos el caos y lo transformamos en nuevas formas de relación humana, que en conjunto se denominan comunismo…

El anciano, aturdido, se mantuvo callado cierto tiempo.

— No me diga — pronunció finalmente, con enorme sorpresa —. Quién lo hubiera pensado, quién lo hubiera supuesto. ¡Propaganda comunista, aquí! Eso es más que un cisma, es… — calló —. A propósito, la idea del comunismo está emparentada con las ideas del cristianismo primitivo.

— ¡Eso es mentira! — exclamó Andrei, airado —. Son inventos de los curas. El cristianismo primitivo era la ideología de la sumisión, la ideología de los esclavos. ¡Y nosotros somos rebeldes! ¡No dejaremos aquí piedra sobre piedra, y después retornaremos allí, a nuestra época, y lo reconstruiremos todo de la misma manera!

— Usted es Lucifer — balbuceó el anciano con terror devoto —. ¡Un espíritu orgulloso! ¿Acaso no se ha resignado?

— ¿Lucifer? Muy bien. ¿Y usted quién es?

— Yo no soy nadie — precisó el anciano —. Allá no era nadie, y aquí tampoco soy nadie. — Guardó silencio —. Me ha llenado de esperanza — exclamó, de repente —. ¡Sí, sí, sí! No se imagina qué extraño, qué extraño… ¡qué alegría ha sido oírlo! En verdad, si conservamos el libre albedrío, ¿por qué eso tiene que significar obligatoriamente la sumisión, el sufrimiento paciente? Considero este encuentro el episodio más significativo de toda mi estancia aquí…

Andrei lo examinó atentamente, con desagrado. «El puñetero anciano se está burlando… No, no parece… ¿Será el custodio de la sinagoga? ¡La sinagoga!»

— Le pido mil perdones — preguntó, sigiloso —. ¿Lleva tiempo aquí sentado? Quiero decir, en este banco.

— No, no mucho. Al principio, estaba sentado en un taburete, en aquella entrada, ¿la ve? ahí hay un taburete… Y cuando el edificio se marchó, vine para el banco.

— Aja — dijo Andrei —. Eso quiere decir que usted vio el edificio.

— ¡Por supuesto! — respondió el anciano con dignidad —. Sería difícil no verlo. Yo estaba sentado aquí, oía la música y lloraba.

— Lloraba… — repitió Andrei, intentando a duras penas entender de qué hablaba —. Dígame, ¿es usted judío?

— ¡Claro que no! — El anciano se estremeció —. ¿Qué pregunta es ésa? Soy católico, un hijo fiel y por desgracia indigno de la Iglesia católica romana. Por supuesto, no tengo nada en contra del judaismo, pero… ¿Y por qué me hace esa pregunta?

— Pues… — Andrei eludió responder —. Eso significa que no tiene nada que ver con la sinagoga, ¿verdad?

— Nada — dijo el anciano —. A no ser por el hecho de que me siento con frecuencia en esta plaza, y a veces viene el custodio… — Soltó una risita vergonzosa —. Él y yo discutimos sobre religión…

— ¿Y el Edificio Rojo? — preguntó Andrei, cerrando los ojos a causa del dolor de cabeza.

— ¿El Edificio? Bueno, cuando llega no podemos sentarnos aquí, como es natural. Entonces nos vemos obligados a esperar a que se marche.

— Entonces ¿no es la primera vez que lo ve?

— Por supuesto que no. Viene casi todas las noches… Es verdad que hoy ha permanecido más de lo habitual.

— Aguarde — dijo Andrei —. ¿Y usted sabe qué edificio es ése?

— Es difícil no reconocerlo — dijo el anciano en voz baja —. Antes, en aquella vida, vi varias veces su imagen y leí su descripción. Está totalmente descrito en las revelaciones de San Antonio. Es verdad que no se trata de un texto canónico, pero ahora… Para nosotros, los católicos… En una palabra, lo he leído. «Y también se me apareció una casa, viva y en movimiento, que hacía gestos obscenos, y dentro, por las ventanas, vi gente que caminaba por sus habitaciones, dormía y tomaba alimentos…» No le aseguro que la cita sea exacta, pero se aproxima mucho al texto. Y, por supuesto, Hieronymus Bosch… Yo lo llamaría San Hieronymus Bosch, le debo mucho, él fue quien me preparó para esto… — Hizo un amplio gesto con la mano, abarcando todo lo que lo rodeaba —. Sus cuadros maravillosos… Sin duda, el Señor le permitió bajar aquí, igual que a Dante. A propósito, existe un manuscrito que se le atribuye a Dante, y ahí se describe ese edificio. Cómo dice… — El anciano cerró los ojos y se llevó la mano, con los dedos muy abiertos, a la frente —. Eeeh… «Y mi acompañante, tras extender una mano, seca y huesuda…» Hum… No… «La maraña de cuerpos desnudos ensangrentados en los recintos en penumbra…» Hum…

— Aguarde — dijo Andrei, relamiéndose los labios secos —. ¿Qué me anda diciendo? ¿Qué pintan en esto san Antonio y Dante? ¿Qué pretende insinuar?

— No pretendo insinuar nada — dijo el anciano sonriendo —. Usted me preguntó por el edificio, y yo… Por supuesto, debo darle gracias a Dios porque él, en su eterna sabiduría e infinita bondad, me ilustró desde mi existencia anterior y me permitió prepararme. Yo me entero aquí de muchas, muchísimas cosas, y se me encoge el corazón cuando pienso en otros que han venido aquí y no entienden, no son capaces de entender dónde se encuentran. La dolorosa incomprensión de lo existente, a lo que se suman los torturantes recuerdos de sus pecados. Es posible que también sea la gran sabiduría del Creador: el reconocimiento eterno de tus pecados sin percibir el castigo por ellos… Usted, por ejemplo, joven, ¿por qué fue lanzado a este abismo?

— No sé de qué me habla — musitó Andrei.

«Lo único que nos faltaba aquí eran fanáticos religiosos», pensó.

— No se corte — dijo el anciano, alentándolo —. Aquí no tiene sentido ocultarlo, pues el juicio ya ha tenido lugar. Yo, por ejemplo, he pecado ante mi pueblo, fui traidor y delator, vi cómo torturaban y asesinaban a las personas que yo entregué a los servidores del demonio. Me ahorcaron en mil novecientos cuarenta y cuatro. — El anciano calló —. ¿Y usted, cuándo murió?

— Yo no he muerto — pronunció Andrei, sintiendo frío de inmediato.

— Sí — asintió el anciano, sonriendo —, hay muchos que piensan eso. Pero no es verdad. La historia conoce casos en que personas vivas ascendieron al cielo, pero nadie ha oído nunca que se los llevaran como castigo a la Gehenna. — Andrei lo escuchaba perplejo, con los ojos clavados en el anciano —. Simplemente, lo ha olvidado — prosiguió el anciano —. Había guerra, caían bombas en las calles, usted corría hacia un refugio y, de repente, un golpe y todo desapareció. Después vio a un ángel que le hablaba con dulzura, en tono metafórico, y se encontró usted aquí… — De nuevo asintió comprensivo, sacando el labio inferior —. Sí, sí, sin dudas, es precisamente así como surge la percepción del libre albedrío. Ahora lo entiendo: es la inercia. Simplemente la inercia, joven. Usted hablaba con tanta convicción que logró confundirme un poco. La organización del caos, el nuevo mundo… No, no, se trata simplemente de inercia. Con el tiempo eso debe desaparecer. No lo olvide, la Gehenna es eterna, no hay regreso, y usted todavía se encuentra en el primer círculo…

— ¿Habla en serio? — la voz de Andrei se quebró un instante.

— Usted sabe perfectamente todo eso — dijo el anciano, con cariño —. ¡Usted lo sabe perfectamente! Sólo que es usted ateo, joven, y no quiere reconocer que durante toda su vida, por corta que haya sido, se ha equivocado. Sus maestros, obtusos e ignorantes, le enseñaron que lo único que hay por delante es la nada, el vacío, la corrupción; que no tendría que esperar expiación ni gratitud por sus actos. Y usted aceptó esas lastimosas ideas, porque le parecieron tan simples, tan obvias, y sobre todo porque era tan joven, porque tenía una excelente salud física y para usted la muerte era sólo una lejana abstracción. Al hacer el mal, siempre tuvo la esperanza de escapar del castigo, porque sólo lo podían castigar otras personas como usted. Y si hacía el bien, exigía una recompensa inmediata de otros semejantes a usted. Era ridículo. Ahora, por supuesto, lo entiende, puedo verlo en su rostro… — De repente, se echó a reír —. En la clandestinidad teníamos un ingeniero, materialista, con frecuencia discutíamos con él sobre la vida después de la muerte. ¡Dios, cuánto se burló de mí!

«— Querido amigo — me decía —, usted y yo terminaremos esta absurda discusión en el paraíso…

«Y, sabe usted, lo busco constantemente aquí y no puedo encontrarlo. Quizá al bromear decía la verdad, quizá fue al paraíso, como un mártir. Su muerte fue un auténtico martirio. Y yo estoy aquí.

— ¿Debates nocturnos sobre la vida y la muerte? — graznó una voz conocida encima de su oreja, y el banco se sacudió.

Izya Katzman, desarrapado y despeinado como siempre, se dejó caer en el asiento al otro lado de Andrei, y mientras sostenía en la mano izquierda una enorme carpeta de color claro, comenzó a pellizcarse la verruga con la mano derecha. Como le ocurría habitualmente, se encontraba en un estado de fascinada excitación.

— Este anciano señor — dijo Andrei, intentando que sonara lo más casual posible —, supone que todos estamos en el Infierno.

— El anciano señor tiene toda la razón — fue la réplica inmediata de Izya, que soltó una risita —. En todo caso, si esto no es el Infierno, no se distingue de él en sus manifestaciones. Pero reconózcalo, señor Stupalski, en mi recorrido vital no ha encontrado ningún acto por el que mereciera ser enviado aquí. Ni siquiera fui concupiscente, mire hasta qué grado he sido tonto.

— Señor Katzman — declaró el anciano —, puedo considerar que ni siquiera usted sabe nada sobre ese acto suyo fatal.

— Es posible, es posible — aceptó Izya con presteza —. A juzgar por tu aspecto — dirigiéndose a Andrei —, has estado en el Edificio Rojo. ¿Qué tal te fue allí?

En ese momento, Andrei volvió en sí del todo. Como si el envoltorio semitransparente y pegajoso de la pesadilla hubiera estallado y se hubiera derretido, el dolor de cabeza disminuyó y comenzó a percibir con claridad lo que le rodeaba, mientras que la calle Mayor dejó de estar cubierta por la neblina, y el policía de la moto no dormía, sino que daba paseítos por la acera, marcados por el puntúo rojo del cigarrillo, y miraba hacia el banco.

«Dios mío — pensó Andrei, casi con horror —, ¿qué estoy haciendo aquí? Soy juez de instrucción, se me acaba el tiempo y estoy aquí, perdiendo el tiempo con este loco, y también está Katzman… ¿Katzman? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»

— ¿Cómo sabías dónde estaba? — preguntó, con voz entrecortada.

— No era difícil adivinarlo — dijo Izya, con una risita —. Deberías mirarte al espejo…

— ¡Te lo pregunto en serio! — Andrei alzó la voz.

— Buenas noches, señores — dijo el anciano, levantándose de repente, mientras se ponía el sombrero —. Que tengan buenos sueños.

Andrei no le prestó la menor atención. Miraba a Izya. Pero éste continuaba pellizcándose la verruga y dando leves saltitos en el sitio, y miró alejarse al anciano con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo ruiditos con la boca y resoplando entrecortadamente.

— ¿Y entonces? — preguntó Andrei.

— ¡Qué personaje! — masculló Izya con admiración —. ¡Ay, qué personaje! ¡Eres un idiota, Voronin, como siempre no sabes nada de nada! ¿Sabes quién es ese individuo? Es el famoso señor Stupalski. ¡Judas Stupalski! Entregó a la Gestapo de Lodz a doscientas cuarenta y ocho personas, lo descubrieron en dos ocasiones, pero logró salir del paso y que otros pagaran por él. Después de la liberación lo pescaron por fin, lo llevaron a los tribunales y lo condenaron, pero también logró salir del paso. Los señores Preceptores consideraron que era útil quitarle el lazo de la horca del cuello y enviarlo aquí. En aras de la variedad. Vive en un manicomio, se hace el loco y sigue trabajando activamente en su tan querida especialidad… ¿Crees que fue casual que se tropezara contigo aquí, en el banco? ¿Sabes para quién trabaja ahora?

— ¡Cállate! — le ordenó Andrei, que hacía un esfuerzo de voluntad para acallar el interés y la habitual curiosidad que se apoderaban de él cuando Izya contaba algo —. No me interesa nada de eso. ¿Por qué has venido aquí? ¿Cómo sabes que yo estuve dentro del Edificio?

— Yo también estuve allí — dijo Izya sin alterarse.

— Aja — repuso Andrei —. ¿Y qué ocurría allí?

— Tú sabrás mejor qué ocurría allí. ¿Cómo puedo saber lo que ocurría allí desde tu punto de vista?

— ¿Y desde el tuyo?

— Pues eso no te incumbe en absoluto — dijo Izya, acomodándose la gruesa carpeta sobre las piernas.

— ¿Cogiste la carpeta allí dentro? — preguntó Andrei, tendiendo la mano.

— No, no fue allí.

— ¿Y qué hay en ella?

— Oye, ¿qué te importa eso? ¿Por qué me molestas?

Aún no se daba cuenta de qué pasaba. Ni Andrei entendía del todo qué estaba pasando, y pensaba febrilmente qué hacer de ahí en adelante.

— ¿Sabes lo que hay en esta carpeta? — dijo Izya —. Estuve haciendo excavaciones en la antigua alcaldía, está a unos quince kilómetros de aquí. Me pasé todo el día trabajando allí, el sol se apagó y todo quedó oscuro como en el culo de un negro. Allí hace unos veinte años que no hay alumbrado público… Estuve dando vueltas de un lado para otro, mucho rato, a duras penas logré llegar a la calle Mayor, no había más que ruinas y unas voces enloquecidas que gritaban…

— Vaya. ¿Acaso no sabes que está prohibido excavar en las antiguas ruinas? — La chispa desapareció de los ojos de Izya. Miró con atención a Andrei. Al parecer, comenzaba a entender —. ¿Qué quieres, difundir la infección por la ciudad? — prosiguió Andrei. — No me gusta ese tono — repuso Izya, con una sonrisa torcida —. Es como si no estuvieras hablando conmigo.

— ¡Tú eres el que no me gusta! — estalló Andrei —. ¿Por qué me llenabas la cabeza de idioteces tales como que el Edificio Rojo es un mito? Tú sabías que no era un mito. Me mentiste. ¿Con qué fin?

— ¿Esto qué es, un interrogatorio?

— ¿Tú crees?

— Pues creo que te has dado un golpe muy fuerte en la cabeza. Creo que deberías lavarte la cara con agua fría y volver en ti.

— Dame la carpeta — dijo Andrei.

— ¡Vete a la mierda! — dijo Izya, levantándose. Se había puesto muy pálido.

— Vienes conmigo — ordenó Andrei poniéndose a su vez en pie.

— No pienso hacerlo — respondió Izya de forma entrecortada —. Enséñame la orden de arresto.

Entonces Andrei se llevó la mano lentamente a la funda y sacó la pistola, sintiendo que un odio frío lo invadía.

— Camine delante — ordenó.

— Imbécil… — masculló Izya —. Te has vuelto totalmente loco.

— ¡Silencio! — rugió Andrei —. ¡Andando! — Clavó el cañón del arma en el costado de Izya, y éste, obediente, comenzó a cruzar la calle. Cojeaba mucho, seguramente tendría ampollas en los pies.

— Te morirás de la vergüenza — dijo, por encima del hombro —. Cuando vuelvas en ti, te morirás de la vergüenza.

— ¡Cállese!

Se acercaron a la moto, el policía retiró la cubierta del sidecar y Andrei señaló hacia allí con el cañón de la pistola.

— Monte.

Izya montó en el sidecar con bastante dificultad. El policía subió al asiento de un salto y Andrei se sentó detrás de él, después de guardar la pistola en la funda. El motor rugió, petardeó un par de veces, la moto giró en redondo y tomó el camino de vuelta a toda velocidad, saltando en los baches. Regresaron a la fiscalía espantando a los locos que vagaban cansados y sin sentido por la calle húmeda de rocío.

Andrei intentaba no mirar a Izya, que estaba encogido en el sidecar. El primer impulso había pasado y se sentía algo violento, todo había ocurrido con demasiada prisa, muy a la carrera, de improviso, como en el cuento del oso que llevaba una liebre en un cesto sin fondo. Bien, todo se aclararía…

En el vestíbulo de la fiscalía, sin mirar a Izya, Andrei le ordenó a un agente que le tomara los datos al detenido y lo llevaran arriba después. A continuación fue a su despacho, subiendo los escalones de tres en tres.

Eran casi las cuatro de la madrugada, la hora de más ajetreo. En los pasillos, de pie junto a la pared o sentados en los bancos pulidos por innumerables traseros, había acusados y testigos, todos con el mismo aspecto desesperado y soñoliento, casi todos bostezaban, se sacudían y, aturdidos, abrían mucho los ojos.

— ¡Silencio! ¡Prohibido hablar! — gritaban de vez en cuando los agentes de guardia desde sus mesitas.

Desde los despachos de los jueces de instrucción, a través de las puertas acolchadas, se oía el golpeteo de las máquinas de escribir, voces que tartamudeaban y gemidos llorosos. Todo estaba sucio y oscuro, y el aire no circulaba. Andrei sintió debilidad y el repentino deseo de correr un momento a la cafetería y tomar algo que lo estimulara, una taza de café bien cargado o al menos un chupito de vodka. Y entonces vio a Van.

Su amigo estaba agachado y apoyado la pared, en una pose de espera paciente e interminable. Llevaba su eterna chaqueta enguatada y tenía la cabeza metida entre los hombros, de tal manera que el cuello de la prenda hacía más visibles sus orejas. Su rostro lampiño estaba tranquilo. Parecía medio dormido.

— ¿Qué haces aquí? — le preguntó Andrei, asombrado.

Van abrió los ojos, se levantó con agilidad y sonrió.

— Estoy detenido. Espero a que me llamen.

— ¿Cómo que detenido? ¿Por qué?

— Sabotaje — dijo Van muy bajito.

El gamberro corpulento que dormía a su lado, envuelto en un impermeable manchado, abrió también los ojos, mejor dicho sólo uno, porque el otro estaba semicerrado bajo unos párpados violáceos.

— ¿De qué sabotaje te acusan? — se asombró Andrei.

— Eludir el derecho al trabajo…

— Artículo ciento doce, párrafo seis — aclaró con diligencia el gorila del ojo hinchado —. Seis meses de terapia en las ciénagas, nada más.

— Cállese — le ordenó Andrei.

El gamberro volvió hacia él su ojo negro soltando una risita burlona, que hizo recordar a Andrei que él tenía un chichón en la frente, y al momento se lo palpó.

— Puedo callarme — gruñó el hombre, en tono pacífico —. ¿Por qué no callar cuando no hay que decir nada para que todo quede claro?

— ¡Prohibido conversar! — gritó, amenazante, el agente de guardia —. ¡Ése que está recostado en la pared! ¡Sepárate, mantente derecho!

— Espera — le dijo Andrei a Van —. ¿Para dónde te han citado? ¿Para este despacho? — señaló hacia la puerta del número veintidós, tratando de acordarse de quién era.

— Exactamente — dijo el tipo del ojo negro —. Nosotros, al veintidós. Ya llevamos hora y media apuntalando la pared.

— Aguarda — dijo Andrei y empujó la puerta.

Tras la mesa se encontraba Heinrich Rumer, investigador de la fiscalía y guardaespaldas personal de Friedrich Geiger, boxeador de peso medio y antiguo corredor de apuestas en Munich.

— ¿Puedo pasar? — preguntó Andrei, pero Rumer no le respondió.

Estaba muy ocupado. Dibujaba algo en una enorme hoja de papel, inclinando su cabeza de fiera, de nariz achatada, hacia un hombro u otro, y hasta gemía por la tensión. Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la mesa. Rumer copiaba una postal pornográfica. Tanto el papel como la postal habían sido cuadriculados. El trabajo estaba en sus comienzos, por el momento sólo había dibujado sobre el papel el contorno general. Tenía por delante una labor titánica.

— ¿A qué te dedicas en horas de trabajo, cerdo? — preguntó Andrei, en tono de reproche.

Rumer saltó en el asiento y alzó la mirada.

— Ah, eres tú — dijo, con visible alivio —. ¿Qué quieres?

— ¿Así es como trabajas? — dijo Andrei, con amargura —. Hay gente esperando fuera, y tú…

— ¿Quién está esperando? — se inquietó Rumer —. ¿Dónde?

— ¡Tus imputados te esperan!

— Aah… ¿Y qué?

— Pues nada — dijo Andrei, con rabia.

Seguramente habría que avergonzar a aquel individuo, recordarle a esa bestia que Fritz lo había recomendado, que había comprometido su nombre y su honor por aquel cretino, aquel guarro; pero Andrei se dio cuenta de que, en ese momento, aquello estaba por encima de sus fuerzas.

— ¿Quién te dejó ese adorno en la frente? — preguntó Rumer con interés profesional, examinando el chichón de Andrei —. En buen lugar… — No tiene importancia — replicó Andrei con impaciencia —. Se trata de lo siguiente: ¿tú llevas el caso de Van Li-jun?

— ¿Van Li-jun? — Rumer dejó de contemplar el chichón y, pensativo, se introdujo un dedo en la nariz —. ¿Y qué hay con eso? — preguntó, precavido.

— ¿El caso es tuyo o no?

— ¿Y por qué me lo preguntas?

— ¡Porque está sentado delante de tu despacho, esperándote, mientras tú te dedicas aquí a guarradas!

— ¿Por qué a guarradas? — Rumer se ofendió —. Mira qué tetitas. ¡Y el vello! ¿Eh?

— Dame el caso — exigió Andrei, asqueado, apartando a un lado la foto.

— ¿Qué caso?

— El de Van Li-jun, ¡dámelo!

— ¡No llevo ese caso! — dijo Rumer con enojo.

Abrió el cajón central de su mesa y echó un vistazo. Andrei lo imitó. El cajón estaba vacío.

— ¿Dónde tienes los expedientes de tus casos? — preguntó Andrei, conteniéndose a duras penas.

— Y a ti. ¿qué te importa eso? — replicó Rumer, agresivo —. Tú no eres mi jefe.

Andrei, decidido, levantó el auricular del teléfono. En los ojos porcinos de Rumer apareció una expresión de alarma.

— Espera un momento — dijo, cubriendo presuroso el teléfono con su manaza —. ¿Adonde llamas? ¿Para qué?

— Voy a llamar a Geiger — dijo Andrei, rabioso —. Te sacudirá los sesos, idiota…

— Aguarda — masculló Rumer, mientras trataba de quitarle el auricular de las manos —. ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué necesidad hay de llamar a Geiger? ¿Acaso tú y yo no podemos arreglar todo este asunto? Explícame, por favor, cuál es el problema.

— Quiero ocuparme del caso de Van Li-jun.

— ¿Se trata del chino? ¿Del conserje? Vaya, me lo hubieras podido decir desde el principio. No se ha abierto ningún caso. Acaban de traerlo. Quiero hacerle el interrogatorio preliminar.

— ¿Por qué lo han detenido?

— No quiere cambiar de profesión — dijo Rumer, llevando hacia sí con delicadeza el teléfono, cuyo auricular estaba aún en manos de Andrei —. Sabotaje. Lleva tres períodos como conserje. ¿Conoces el artículo ciento doce?

— Lo conozco. Pero se trata de un caso especial — explicó Andrei —. Siempre andan enredando las cosas. ¿Dónde está la denuncia?

Sorbiéndose la nariz ruidosamente, Rumer logró quitarle por fin el auricular, lo colocó en su lugar, abrió el cajón derecho de la mesa, buscó algo allí, tapando la vista con sus hombros enormes, sacó un papel y, sudando copiosamente, se lo tendió a Andrei, que lo leyó en un pispas.

— Aquí no dice que tú seas el encargado del caso — explicó.

— ¿Y qué?

— Que yo voy a ocuparme de eso — dijo Andrei, y se metió el papel en el bolsillo.

— ¡Me lo han asignado a mí! — Rumer se inquietó —. Está en el registro del agente de guardia.

— Entonces, llámalo y dile que Voronin se ocupa ahora del caso de Van Li-jun. Que lo cambie en el registro.

— Mejor llama tú — dijo Rumer, dándose importancia —. ¿Para qué tendría yo que llamarlo? Tú te lo llevas, llámalo tú. Y dame una nota, diciendo que te llevas el caso.

Cinco minutos después habían terminado con todas las formalidades. Rumer escondió la nota en el cajón, miró a Andrei y después clavó los ojos en la foto.

— ¡Qué tetas! — exclamó —. ¡Parecen ubres! — Vas a terminar mal. Rumer — le prometió Andrei mientras salía.

En el pasillo, tomó a Van del brazo sin decir palabra y lo arrastró consigo. Van lo seguía con sumisión, sin preguntarle nada, y Andrei pensó que hubiera ido así mismo, sin quejarse, sin decir nada, al paredón de fusilamiento, a la tortura, a cualquier humillación… Andrei no lo entendía. En aquella resignación había algo animal, algo no humano, pero a la vez algo elevado que generaba un respeto inexplicable, porque bajo aquella resignación se adivinaba la comprensión sobrenatural de la esencia profunda y misteriosa de todo lo que sucedía, la comprensión de la eterna inutilidad y, por consiguiente, de lo indigno de resistirse. Occidente es Occidente, Oriente es Oriente. Qué palabras más falsas, injustas, humillantes, pero en este caso parecían adecuadas quién sabe por qué razón.

En su despacho, Andrei le indicó un asiento a Van, pero no se trataba del rígido taburete para los imputados, sino de la silla del secretario, a un lado de la mesa. Él también se sentó.

— ¿Qué lío has tenido con ellos? Cuéntamelo.

— Hace una semana — comenzó a contar Van con el tono medido de quien narra una historia —, el encargado regional de empleo vino a verme a mi despacho y me recordó que estaba infringiendo flagrantemente la ley sobre el derecho al trabajo variado. Tenía razón y es verdad que yo la infringía de la manera más descarada. La bolsa de trabajo me envió tres citaciones, y las tiré todas al cesto. El encargado me dijo que cualquier falta ulterior me traería problemas. Entonces pensé que había casos en los que la máquina dejaba a la gente en su trabajo anterior. Ese mismo día fui a la bolsa y metí mi cartilla laboral en la máquina de distribución. No tuve suerte. Fui designado director de una gran fábrica de calzado. Pero ya había decidido de antemano que no cambiaría de puesto laboral, que seguiría siendo conserje. Hoy por la noche fueron dos policías a buscarme y me trajeron aquí. Eso es todo.

— Está claro — dijo Andrei, que no había entendido nada —. Oye, ¿quieres una taza de té? Aquí podemos pedir té y bocadillos. Gratis.

— Eso sería mucha molestia — se negó Van —. No vale la pena.

— No es ninguna molestia — dijo Andrei, molesto, y llamó por teléfono para pedir dos tazas de té y bocadillos. Después de colgar, miró a Van y comenzó a indagar, con delicadeza —: De todos modos. Van, no logro entender con claridad por qué no has querido ser director de esa fábrica. Es un cargo muy respetable, conocerías una profesión nueva, serías de gran utilidad, tú eres una persona muy trabajadora, muy cumplidora… Yo conozco esa fábrica, allí siempre hay robos, con frecuencia se llevan cajas enteras de zapatos. Si tú fueras el director, eso no ocurriría. Además, allí el salario es mucho más alto, y tú tienes esposa e hijo. ¿Cuál es el problema?

— Creo que te sería difícil entenderlo — dijo Van, meditabundo.

— ¿Y qué hay que entender? — repuso Andrei con impaciencia —. Está claro que es mejor ser director de una fábrica que palear basura toda la vida. O que trabajar seis meses en las ciénagas.

— No — repuso Van con un gesto de negación —, no es mejor. Lo mejor es estar donde no puedas caer más bajo. No lo comprenderías, Andrei.

— ¿Y por qué hay que caer sin remedio? — preguntó Andrei, confuso.

— No sé por qué. Pero eso es seguro. O para sostenerse ahí hay que hacer tales esfuerzos que lo mejor es caer enseguida. Lo sé, ya he pasado por todo eso.

Un policía con cara de sueño trajo el té, saludó con un balanceo y salió al pasillo de costado. Andrei colocó una taza delante de Van y le acercó el plato con los bocadillos. Van dio las gracias, sorbió un poco de té y cogió el bocadillo más pequeño.

— Simplemente, tienes miedo de la responsabilidad — dijo Andrei con tristeza —. Perdóname, pero eso no es del todo honesto con respecto a los demás.

— Siempre trato de hacer el bien para las demás personas — objetó Van, sin alterarse —. Y si hablamos de responsabilidad, ya tengo una grandísima: mi esposa y mi niño.

— Eso es verdad — contestó Andrei, de nuevo algo confuso —. No lo pongo en duda. Pero debes coincidir conmigo en que el Experimento exige de cada uno de nosotros…

Van lo escuchaba atentamente y asentía.

— Te entiendo — dijo, cuando Andrei concluyó —. Desde tu punto de vista, tienes razón. Pero tú viniste aquí a construir, y yo vine huyendo. Tú buscas el combate y la victoria, y yo busco la tranquilidad. Somos muy diferentes, Andrei.

— ¿Qué significa la tranquilidad? ¡Te estás calumniando a ti mismo! Si hubieras buscado la tranquilidad, habrías encontrado un rinconcito caliente y vivirías sin muchos problemas. Aquí hay muchísimos rincones calentitos. Pero elegiste el trabajo más sucio, más impopular, y trabajas honestamente, sin escatimar tiempo ni esfuerzos. ¡Qué tranquilidad es ésa!

— ¡La espiritual, Andrei, la espiritual! — dijo Van —. En paz conmigo mismo y con el universo.

— ¿Y entonces tienes la intención de ser conserje toda la vida? — Los dedos de Andrei tamborileaban sobre la mesa.

— No necesariamente conserje — dijo Van —. Cuando vine aquí, primero fui estibador en un almacén. Después, la máquina me designó secretario del alcalde, me negué y me enviaron a las ciénagas. Trabajé seis meses, regresé, y de acuerdo a la ley, por haber sido sancionado, me dieron el puesto laboral más bajo de todos. Pero después, la máquina comenzó a empujarme nuevamente hacia arriba. Fui a ver al director de la bolsa y se lo expliqué todo, como a ti ahora. El director era un judío, había venido aquí desde un campo de exterminio, y me entendió perfectamente. Mientras fue director, no me volvieron a molestar. — Van calló un momento —. Hace un par de meses desapareció. Dicen que lo hallaron muerto, seguramente conoces el caso. Y todo comenzó de nuevo… No importa, cumpliré mi condena en las ciénagas y volveré a ser conserje. Ahora todo eso me resulta más fácil, mi hijo ya es grande y el tío Yura me ayudará en las ciénagas.

En ese momento, Andrei descubrió que miraba fijamente a Van de una forma totalmente descortés, como si no fuera él quien estuviera sentado frente a él, sino una criatura extraña. Ciertamente, era un poco extraño.

«Dios mío — pensó Andrei —, qué vida habrá tenido para adoptar semejante filosofía. Tengo que ayudarlo. Estoy obligado a hacerlo. ¿Cómo?»

— Está bien — dijo finalmente —. Como quieras. Pero no tienes por qué ir a las ciénagas. ¿No sabrás por casualidad quién es ahora el director de la bolsa?

— Otto Frijat — respondió Van.

— ¿Quién? ¿Otto? ¿Y cuál es el problema?

— Pues… yo iría a verlo, claro, pero es todavía pequeño, no entiende nada y le tiene miedo a todo.

Andrei agarró la guía de teléfonos, encontró el número y levantó el auricular. Tuvo que esperar largo rato: al parecer. Otto dormía como un lirón. Finalmente, respondió.

— Aquí el director Otto Frijat — dijo, con voz entrecortada, en un tono mezcla de miedo e irritación.

— Hola, Otto — dijo Andrei —. Te habla Voronin, de la fiscalía.

Se hizo el silencio. Se oyó toser a Otto varias veces.

— ¿De la fiscalía? — pronunció después, precavido —. Dígame.

— ¿Qué te pasa, aún no te has despertado? — gruñó Andrei, irritado —. ¿Fue Elsa la que te dejó así? ¡Soy Andrei! ¡Voronin!

— ¡Ah, Andrei! — la voz de Otto cambió radicalmente —. Estás loco, mira que llamar a esta hora. Dios mío, mira cómo me late el corazón… ¿Qué quieres?

Andrei le explicó la situación. Como esperaba, todo se arregló sin el menor problema, sin la menor traba. Otto estuvo totalmente de acuerdo con todo. Sí, siempre había considerado que Van estaba en su sitio. Claro, coincidía en que Van no lograría ser un buen director de fábrica. Le causaba una admiración obvia y sincera el hecho de que Van quisiera permanecer en un puesto tan poco envidiable («Nos haría falta más gente como él, pues todos aspiran a subir, a llegar bien arriba…»), rechazaba indignado la idea de enviar a Van a las ciénagas, y en lo relativo a la ley, lo embargaba una santa indignación contra los burócratas cretinos que pretendían sustituir el sano espíritu de la ley por su letra muerta. A fin de cuentas, la ley existe para impedir los viles intentos de diversos arribistas de subir, pero no tiene que ver con las personas que desean permanecer abajo. El director de la bolsa de trabajo entendía perfectamente todo aquello.

— ¡Sí! — repetía —. ¡Claro que sí, por supuesto!

En realidad, Andrei se quedó con la impresión nebulosa, ridícula y lamentable, de que Otto hubiera aceptado cualquier propuesta que él, Andrei Voronin, le hubiera hecho: nombrar alcalde a Van, por ejemplo, o meterlo en el calabozo. Otto siempre se había sentido dolorosamente agradecido hacia Andrei, seguramente por el hecho de que era la única persona de su grupo (y quizá de toda la ciudad) que lo trataba de forma humana. Pero, a fin de cuentas, lo más importante era dejarlo todo bien atado.

— Daré la orden pertinente — repetía Otto por décima vez —. Puedes estar tranquilo, Andrei. Daré la orden y nunca más volverán a molestar a Van.

Ahí decidieron terminar la conversación. Andrei colgó y se dedicó a escribir un pase para que Van pudiera abandonar el edificio.

— ¿Te vas ahora mismo? — preguntó, sin dejar de escribir —. ¿O esperarás a que salga el sol? Ten cuidado, a esta hora las calles son peligrosas.

— Le estoy muy agradecido — balbuceaba Van —. Le estoy muy agradecido…

Andrei, sorprendido, levantó la cabeza. Van estaba de pie frente a él, haciendo profundas reverencias con las manos unidas en el pecho.

— Déjate de ceremoniales chinos — gruñó Andrei avergonzado, sintiéndose violento —. ¿Qué he hecho por ti, un milagro o qué? — Le tendió el pase a Van —. Te pregunto si piensas irte ahora mismo.

— Creo — dijo Van, cogiendo el pase con una nueva reverencia — que lo mejor es que me vaya ahora mismo. Ahora mismo — insistió, como excusándose —. Seguro que los basureros ya han llegado…

— Los basureros — repitió Andrei. Miró el plato con los bocadillos, que eran grandes, estaban recién hechos, con deliciosas lonchas de jamón —. Aguarda — dijo, sacó del cajón un periódico viejo y se puso a envolver los bocadillos —. Llévatelos a casa, para Maylin…

Van se resistió débilmente, musitó algo sobre la excesiva preocupación del señor juez, pero Andrei le puso el paquete en las manos, le pasó el brazo por encima de los hombros y lo condujo hasta la puerta. Se sentía terriblemente incómodo. Todo había estado mal. Tanto Otto como Van habían reaccionado de manera extraña. Sólo había querido actuar correctamente, que todo fuera razonable, justo, y quién sabe cómo había salido aquello: caridad, nepotismo, enchufe, tráfico de influencias… Buscaba, desesperado, alguna palabra parca y ejecutiva, que subrayara el carácter oficial y la legalidad de la situación… Y, de repente, le pareció que la había encontrado. Se detuvo y levantó la barbilla.

— Señor Van — dijo con frialdad mirándolo de arriba abajo —, en nombre de la fiscalía quiero darle nuestras más profundas excusas por haberlo hecho comparecer aquí de manera ilegal. Le aseguro que semejante cosa no volverá a repetirse.

Y en ese momento se sintió absolutamente incómodo. Qué idiotez. En primer lugar, no había nada ilegal en la comparecencia. Sin lugar a dudas, era del todo legal. Y, en segundo lugar, el juez de instrucción Voronin no podía asegurarle nada, no tenía esas atribuciones. Y en ese momento vio los ojos de Van, una mirada extraña, pero por eso mismo muy conocida, y de repente lo recordó todo y la cara le ardió de vergüenza.

— Van — masculló, repentinamente ronco —. Quiero preguntarte una cosa. Van. — Calló. Era una tontería preguntar, no tenía sentido. Pero ya le resultaba imposible volverse atrás. Van, expectante, lo miraba desde su escasa estatura —. Van — dijo, tosiendo un par de veces —. ¿Dónde estabas hoy a las dos de la madrugada?

— Vinieron a buscarme exactamente a las dos — respondió Van sin manifestar asombro —. Yo lavaba las escaleras.

— ¿Y hasta ese momento?

— Hasta esa hora estuve recogiendo la basura. Maylin me ayudaba, después se fue a dormir y yo me fui a fregar las escaleras.

— Sí, es lo que pensaba — dijo Andrei —. Bien, hasta más ver, Van. Perdona que todo haya salido así… No, aguarda, te acompaño hasta la salida.

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