DOS

La moto volaba por la calle Mayor, saltando sobre el pavimento agujereado. Andrei, encorvado, escondía el rostro tras el parabrisas del sidecar, pero el viento lo atravesaba de todos modos. Tuvo que ponerse el capote.

De vez en cuando los locos, azules de frío, saltaban de las aceras y corrían al encuentro de la moto retorciéndose y dando brincos, y gritaban algo que no se lograba oír por el estruendo del motor. El policía frenaba, soltaba entre dientes un par de tacos, eludía aquellas manos ansiosas y extendidas hacia él, atravesaba la cadena de capuchones peludos y aceleraba de nuevo, de tal manera que Andrei se sentía empujado hacia atrás.

No había nadie en la calle aparte de los locos. Sólo se tropezaron una vez con un coche patrulla que se movía lentamente con un farol naranja sobre el techo, y en la plaza frente a la alcaldía vieron a un enorme babuino que corría con torpeza. El mono huía a toda velocidad, seguido por hombres sin afeitar, enfundados en pijamas a rayas, que se reían y lanzaban sonoros gemidos. Andrei volvió la cabeza y vio que habían logrado pillar al babuino. Lo tiraron al suelo, lo agarraron por las patas traseras y delanteras, y se pusieron a mecerlo rítmicamente, mientras cantaban una lúgubre tonada funeraria.

Seguían adelante, dejando atrás las escasas farolas, las manzanas a oscuras, como muertas, sin ninguna luz. Más adelante apareció la mole difusa y amarillenta de la sinagoga, y Andrei vio el Edificio.

Se erguía, firme y seguro, como si ocupara desde siempre, desde muchas décadas atrás, aquel espacio entre la pared de la sinagoga, llena de pintadas de esvásticas, y el cine desvencijado, que la semana anterior había sido multado por mostrar, de madrugada, películas pornográficas. Se erguía en el mismo lugar donde el día anterior crecían árboles raquíticos, y una fuente miserable regaba una enorme y horrible plazoleta de cemento, mientras los niños se balanceaban en los columpios, gritando y levantando las piernas.

Era en realidad rojo, de ladrillo, con cuatro plantas. Las ventanas del piso inferior estaban cubiertas por persianas, y en el segundo y tercer piso, se veía luz en algunas de ellas. La azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, y junto a la única chimenea se erguía una extraña antena con varios travesaños. Cuatro escalones de piedra conducían a la puerta principal, donde brillaba un picaporte de cobre, y mientras más miraba Andrei aquel edificio, con más claridad resonaba en sus oídos una melodía solemne y lúgubre, y recordó que muchos de los testigos, en sus declaraciones, habían dicho que en el Edificio tocaban música…

Andrei se colocó bien la visera de la gorra para que no le tapara los ojos, e intercambió una mirada con el policía de la moto. El obeso agente permanecía sobre el vehículo, ceñudo y con la cabeza metida dentro del cuello levantado del capote, y fumaba sin mucho interés, con el cigarrillo entre los dientes.

— ¿Lo ves? — preguntó Andrei a media voz.

— ¿Qué? — El gordo volvió trabajosamente la cabeza y se desabrochó el cuello.

— Digo que si ves el edificio — preguntó Andrei con irritación.

— No soy ciego — replicó el policía, sombrío.

— ¿Lo habías visto antes aquí?

— No — dijo el policía —. Nunca lo he visto aquí. En otros sitios, sí. ¿Y qué tiene de raro? Aquí por la noche se ven cosas peores.

En los oídos de Andrei la música retumbaba con tal fuerza trágica que ni siquiera lograba oír bien al policía. Se celebraba un entierro grandioso, miles de personas lloraban mientras acompañaban a sus familiares y seres queridos, y la música atronadora no les permitía recobrar la calma, resignarse, desconectar…

Entonces, Andrei miró a lo largo de la calle Mayor, primero a la derecha, después a la izquierda, y sólo vio una densa niebla; por si acaso, se despidió de todo aquello y puso su mano enguantada sobre el picaporte de cobre cincelado.

Al otro lado de la puerta había un pequeño vestíbulo silencioso, iluminado apenas por una luz amarillenta, y en los colgadores se veían montones de capotes, abrigos e impermeables. El suelo estaba cubierto por una alfombra gastada de la que casi había desaparecido el dibujo, y frente a él había unas amplias escaleras de mármol con una gruesa alfombra central, que se agarraba a los peldaños mediante varillas metálicas muy pulidas. En las paredes había cuadros, y a la derecha, tras una mampara de roble, había algo más.

— Suba, por favor… — susurró alguien que llegó a su lado y le quitó de las manos la carpeta.

Andrei no pudo ver con detalle nada de aquello, se lo impedía la visera de la gorra, que constantemente le caía sobre los ojos, de manera que sólo podía distinguir lo que tenía bajo los pies. En las escaleras, a medio camino, pensó que hubiera debido entregar la maldita gorra en el guardarropa al tipo aquel lleno de galones dorados, con patillas que le llegaban hasta el ombligo, pero ya era tarde: todo allí estaba diseñado de manera que las cosas se hicieran en su momento o no se hicieran nunca, y no era posible rehacer ninguno de sus actos, ninguna jugada. Y con un suspiro de alivio subió el último peldaño y se quitó la gorra.

Cuando apareció en la puerta, todos se pusieron de pie, pero él no miró a nadie. Sólo veía a su adversario, un hombre anciano de baja estatura que llevaba un traje semimilitar y botas brillantes de charol, un hombre absolutamente desconocido pero que a la vez le recordaba mucho a alguien.

Todos estaban inmóviles, de pie a lo largo de las blancas paredes de mármol con adornos de oro y púrpura, cubiertas por estandartes de variados colores… no, de variados colores no, todo era rojo y dorado, y del techo, infinitamente lejano, colgaban unos enormes tapices púrpura y oro, como si una increíble aurora boreal se hubiera materializado en una franja. Todos permanecían de pie a lo largo de las paredes, donde había altos nichos semicirculares: en la penumbra de esos nichos se escondían bustos orgullosos y modestos a la vez, bustos de mármol, de yeso, de bronce, de oro, de malaquita, de acero inoxidable… desde aquellos nichos se esparcía un frío sepulcral, todos se congelaban, todos se encogían y se frotaban las manos con sigilo, pero continuaban en posición de firmes, mirando hacia delante, y sólo el hombre anciano de traje semimilitar, el adversario, se paseaba silenciosamente por el espacio vacío del centro de la sala, con su gran cabeza canosa levemente inclinada, las manos cruzadas a la espalda, la mano izquierda en la muñeca derecha. Y cuando Andrei entró, cuando todos se pusieron de pie y llevaban algunos momentos inmóviles, cuando en aquel recinto enorme con adornos de púrpura y oro se hizo un silencio total tras un suspiro de alivio apenas audible, el hombre siguió dando paseítos. De pronto se detuvo y miró a Andrei con mucha atención, sin sonreír, y Andrei pudo ver el gran cráneo cubierto de cabellos ralos y canosos, la frente estrecha, el bigote, también ralo y cuidado, y el rostro indiferente, amarillento, con la piel llena de cicatrices.

No hacía falta presentarse y tampoco había necesidad de pronunciar discursos de bienvenida. Se sentaron tras una mesa con incrustaciones. Andrei con las piezas negras, y su anciano adversario con las blancas, no tan blancas, más bien amarillentas, y el hombre con la cara llena de cicatrices alargó una mano pequeña, carente de vello, tomo un peón con dos dedos e hizo la primera jugada. Al instante. Andrei le opuso su peón, el callado y fiel Van, que siempre había anhelado sólo una cosa, que lo dejaran en paz, y allí tendría cierta paz, más bien dudosa y relativa, allí, en el centro mismo de los acontecimientos inevitables que sin duda iban a tener lugar, y Van las pasaría canutas, pero era allí precisamente donde se lo podría proteger, cubrir, defender durante mucho tiempo, y si era eso lo que quería, durante un tiempo infinito.

Los dos peones estaban frente a frente, uno contra el otro, podían tocarse mutuamente, podían intercambiar palabras carentes de sentido, o podían simplemente estar orgullosos de sí mismos, orgullosos por el hecho de que siendo nada más que peones marcaban el eje principal en torno al cual se desarrollaría toda la partida. Pero no podían hacerse nada el uno al otro, eran mutuamente neutrales, se encontraban en diferentes dimensiones de batalla: el pequeño Van, amarillo e informe, con la cabeza siempre metida entre los hombros; y un hombrecito grueso, patizambo como soldado de caballería, con capa y gorro alto de piel, con unos bigotes asombrosamente poblados, pómulos muy marcados y ojos duros que bizqueaban levemente.

En el tablero había equilibrio de nuevo, y ese equilibrio debería durar bastante tiempo, porque Andrei sabía que su oponente era un hombre genialmente precavido que siempre consideraba que las personas eran lo más importante, lo que significaba que en un futuro inmediato nada amenazaría a Van, y Andrei lo buscó con la mirada entre las filas, le sonrió apenas, pero apartó la mirada al instante al tropezar con los ojos atentos y tristes de Donald.

El adversario meditó, dio sin prisa unos golpecitos con la boquilla de cartón de un largo emboquillado sobre las incrustaciones de nácar de la mesa, y Andrei volvió a mirar de reojo las filas de personas a lo largo de las paredes, pero ahora no miró a los suyos, sino a los que estaban a disposición de su oponente. Allí apenas encontró caras conocidas: había personas con ropa de civil, de inesperado aspecto intelectual, con barbas, gafas, chalecos y corbatas pasadas de moda: varios militares de uniforme desconocido, con muchos rombos en el cuello de la guerrera, con cintas de diferentes condecoraciones…

«De dónde habrá sacado a esa gente», pensó Andrei con cierto asombro, y de nuevo contempló el peón blanco adelantado. Al menos conocía bien a aquel peón, un hombre que había disfrutado de una fama legendaria, y que como susurraban entre sí los adultos, no había justificado las esperanzas puestas en él y había salido de la escena. Era obvio que él mismo lo sabía, pero no parecía molestarle mucho: estaba allí de pie, bien afincado sobre sus piernas torcidas encima del parqué, enrollaba entre los dedos sus gigantescos bigotes, miraba de reojo a los lados y de él salía un fuerte olor a vodka y a sudor de caballo.

El adversario levantó la mano hacia el tablero y movió un segundo peón. Andrei cerró los ojos. No había esperado ese movimiento. ¿Por qué tan de repente? ¿Quién era aquel hombre? El rostro hermoso y pálido, inspirado y repelente a la vez debido a cierta soberbia, los quevedos de lentes azul pálido, la barbita elegante y rizada, el mechón de cabellos negros sobre la frente despejada: Andrei no había visto nunca antes a aquel hombre y no podía decir de quién se trataba, pero con toda seguridad era un personaje importante, porque hablaba con el patizambo de la capa en tono autoritario y con frases cortas, y éste se limitaba a mover los bigotes, tensar los pómulos y apartar a un lado sus ojos algo bizcos, como un enorme gato montes en presencia de un domador confiado.

Pero a Andrei no le interesaban las relaciones entre aquellos dos hombres, se decidía el destino de Van, el destino del pequeño y sufrido Van, que ya había metido la cabeza entre los hombros, que ya esperaba lo peor con desesperada sumisión. Aquí había que elegir una de dos variantes: o bien Van, o bien dejarlo todo como estaba, suspender la vida de aquellos dos peones indefinidamente. En el lenguaje de la estrategia ajedrecística; aquello se denominaba gambito forzado de alfil, y Andrei conocía perfectamente la situación, sabía que los manuales la recomendaban, sabía que era algo elemental, pero no podía soportar la idea de que durante las largas horas de la partida, Van permaneciera allí colgando de un cabello, cubierto de un sudor frío propio del horror de la agonía, mientras la presión sobre él crecería continuamente hasta que, al final, la monstruosa tensión sobre ese punto se hiciera del todo insoportable, el gigantesco absceso reventara y no quedara ni huella de Van.

«No soy capaz de soportar eso — pensó Andrei —. Y a fin de cuentas, no conozco al tipo de los quevedos, qué me importa lo que le ocurra, por qué debo tener lástima de él si mi genial adversario lo ha pensado sólo unos minutos antes de decidirse a proponer el cambio…» Y Andrei tomó del tablero el peón blanco y en su lugar colocó el suyo, negro, y en ese momento vio cómo el gato montes de la capa miró por primera vez a los ojos de su domador y enseñó en una sonrisa lasciva sus colmillos, amarillentos por el tabaco. Y en ese mismo momento, un hombre de piel olivácea, con un aspecto ni ruso ni europeo, se deslizó entre las filas hasta el hombre de los quevedos, levantó súbitamente una enorme pala oxidada y los quevedos salieron volando como un relámpago azul, y el hombre con el rostro pálido de gran tribuno y dictador fracasado emitió un débil gemido, se le doblaron las piernas y el cuerpo, menudo y elegante, rodó por los vetustos peldaños gastados, caldeados por el sol del trópico, manchándose de polvo blanco y sangre pegajosa de un rojo muy vivo…

Andrei contuvo la respiración, tragó para librarse del nudo que le atenazaba la garganta y miró de nuevo hacia el tablero.

Allí había ya dos peones blancos lado a lado, y el centro estaba bajo el dominio del genio estratégico: además, desde lo profundo, la brillante pupila de la muerte inevitable se clavaba en el pecho de Van, no tenía tiempo para meditar demasiado, el problema no era sólo con Van: si perdía un tiempo, la torre blanca saldría al espacio operativo, aquel tipo alto y apuesto, adornado por constelaciones de órdenes y medallas, rombos y galones. Llevaba tiempo intentando hacerlo, aquel hombre de ojos de hielo y labios gruesos como los de un adolescente, orgullo del joven ejército, orgullo del joven país, adversario aventajado de otros hombres igualmente soberbios, llenos de órdenes, medallas, rombos y galones, orgullo de la ciencia militar de Occidente. ¿Qué le importaba Van? Con un movimiento de su mano había acabado con la vida de decenas, de centenares, de miles de personas como Van, sucios, piojosos hambrientos que lo habían seguido ciegamente, que a una palabra suya se lanzaban sin doblar la cabeza, gritando ferozmente, contra tanques y ametralladoras; y aquellos que por un milagro sobrevivían, una vez bañados y alimentados, estaban dispuestos a lanzarse de nuevo al combate, listos a repetirlo todo desde el principio.

No, no podía entregarle a Van, ni tampoco ceder el centro del tablero a aquel hombre: Y Andrei avanzó rápido un peón, dejándolo emboscado, sin mirar de quién se trataba y pensando sólo en una cosa: en cubrir a Van, apoyarlo, protegerlo aunque fuera por la retaguardia, mostrarle al gran jefe de tropas blindadas que, por supuesto, Van estaba amenazado por él, pero que no podría ir más allá. Y el gran jefe de tropas blindadas lo entendió, y sus ojos, brillantes hasta ese momento, volvieron a esconderse soñolientos bajo los bellos párpados gruesos. Pero se olvidó (como Andrei por un instante, hasta que una terrible visión interior le hizo darse cuenta), de que allí no eran ellos los que decidían, peones o caballos, ni siquiera alfiles o torres. La pequeña mano sin vello se alzó despacio sobre el tablero.

— Perdón, un momento — musitó de inmediato Andrei, que había comprendido qué iba a ocurrir. Según las nobles reglas del juego, y con tanta celeridad que hasta le temblaron los dedos, cambió de lugar a Van con el que lo apoyaba. Entonces, el que apoyaba era Van, que había sido sustituido por Valka Soifertis, con quien Andrei había compartido pupitre durante seis años y que, de todos modos, había fallecido en 1949, durante una operación de úlcera gástrica.

Las cejas del gran adversario se alzaron lentamente, sus ojos pardos con destellos dorados se cerraron a medias en un gesto de burlona sorpresa.

Por supuesto, le parecía ridículo e incomprensible aquel acto, tanto desde el punto de vista táctico como estratégico. Continuando el movimiento de su mano, pequeña y débil, la detuvo sobre la torre, meditó unos segundos más, y a continuación sus dedos se cerraron con firmeza sobre la cabeza laqueada de la pieza, que avanzó, golpeó en silencio al peón negro, lo apartó y se colocó en su lugar. El genial estratega retiró muy despacio el peón eliminado fuera del campo, y multitud de personas con batas blancas, diligentes y concentradas, rodearon al instante la camilla en la que yacía Valka Soifertis, cuyo perfil oscuro, consumido por la enfermedad, desfiló por última vez por delante de Andrei mientras todo el grupo desaparecía por la puerta del quirófano.

Andrei miró al gran jefe de tropas blindadas y descubrió en sus ojos grises y transparentes el mismo miedo, una agotadora incomprensión idéntica a la que él mismo percibía. El militar parpadeaba constantemente, miraba al genial estratega y no lograba comprender nada. Estaba habituado a pensar en categorías de enormes concentraciones de máquinas y soldados desplazándose en el espacio, y en su ingenuidad y sencillez se había acostumbrado a considerar que todo se resolvería para siempre por sus ejércitos blindados que aplastaban sin contemplaciones tierras ajenas; por las fortalezas volantes, llenas de paracaidistas y bombas, que volaban entre las nubes sobre tierras ajenas; había hecho todo lo posible para que aquel sueño tan nítido pudiera llevarse a cabo en el momento en que fuera menester… Por supuesto, a veces se permitía dudar de que el genial estratega fuera tan genial que pudiera definir ese preciso momento, así como la dirección del avance de los blindados, pero de todos modos no lograba comprender (y no tuvo tiempo de hacerlo) cómo se le podía sacrificar a él, de tanto talento, tan incansable, tan irrepetible; cómo se podía sacrificar todo aquello que había sido creado con tanto esfuerzo, con tanto trabajo…

Andrei lo retiró rápidamente del tablero y puso a Van en su lugar. Unos hombres con gorras azules atravesaron las filas, agarraron con brutalidad al gran jefe de tropas blindadas por los hombros y los brazos, le quitaron el arma, le propinaron sonoras bofetadas en el rostro apuesto y distinguido, y lo arrastraron a una mazmorra pétrea, mientras el gran estratega se recostaba en el respaldo de la silla, entrecerraba los ojos con satisfacción y hacía girar los pulgares con las manos entrecruzadas sobre el vientre. Estaba contento. Había cambiado una torre por un peón y estaba muy contento. Y entonces Andrei comprendió que, a los ojos del estratega, todo aquello tenía un significado muy diferente: con habilidad, repentinamente, se había deshecho de la torre que le molestaba, y había recibido un peón de regalo: era así como lo concebía todo.

El gran estratega era mucho más que un estratega. Los estrategas siempre se mueven dentro de los límites de su estrategia. El gran estratega había rechazado todo límite. La estrategia era sólo un elemento infinitesimal de su juego, era algo tan casual para él como podía ser para Andrei un movimiento casual, hecho por capricho. El gran estratega había alcanzado la grandeza precisamente porque había comprendido, quizá desde su nacimiento, que quien vence no es el que juega según las reglas. Vence sólo el que, en el momento preciso, es capaz de rechazar todas las reglas, de obligar a los demás a jugar según las suyas, desconocidas para sus adversarios y, cuando sea necesario, de renunciar incluso a sus reglas. Una locura, sus piezas eran mucho más peligrosas que las piezas del adversario. ¿Quién dijo que había que defender al rey y evitar un posible jaque? Una locura, no había reyes que no pudieran ser sustituidos en un momento de necesidad por un caballo o hasta por un peón. ¿Quién dijo que un peón que lograba llegar a la última fila se transformaba obligatoriamente en una pieza? Tonterías, a veces es mucho más útil que siga siendo un peón: que permanezca al borde del abismo, como ejemplo para los demás peones…

La maldita gorra seguía deslizándose y tapándole la vista a Andrei, cada vez se le hacía más difícil seguir qué ocurría a su alrededor. Percibía, sin embargo, que el respetuoso silencio reinante en el salón había desaparecido, se oía ruido de vajilla, el sonido de muchas voces, las notas de una orquesta que afinaba sus instrumentos. Le llegaban olores de comida.

— ¡George, tengo mugcha hambgue! — decía alguien con voz chillona —. ¡Pide gue me tgaigan una copa de vino y unos tgozos de piña!

— Con su permiso — pronunció alguien junto a su oído, con cortesía impersonal, metiéndose entre Andrei y el tablero; vio unos faldones negros, unos botines laqueados, y una mano blanca con una bandeja llena pasó por encima de su cabeza. Y otra mano blanca, desconocida, dejó junto a él una copa de champán.

El genial estratega terminó de dar golpecitos con su emboquillado, de ablandarlo entre los dedos hasta el punto en que ya lo podía fumar, y lo encendió. De los agujeros de su nariz salió un humo azulado que se le enredaba en los grandes bigotes ralos.

Y, mientras tanto, la partida continuaba. Andrei se defendía, retrocedía, maniobraba, y hasta el momento había logrado que sólo perecieran los que ya estaban muertos. Se llevaron a Donald, con el corazón atravesado por un disparo, y lo colocaron sobre una mesita junto con una copa, su pistola y su nota póstuma: «Al venir, no te alegres: al irte, no te entristezcas. Dadle la pistola a Voronin. Le será útil en alguna ocasión»… Ya se habían llevado a su padre y su hermano por las escaleras cubiertas de hielo, y a la ordenada pila de cadáveres del patio se habían llevado el cuerpo de la abuela. Evguenia Romanovna, amortajado con una sábana vieja. Al padre lo habían enterrado en una tumba común, en algún rincón del cementerio de Piskariovskoie, y un operario de rostro sombrío, que ocultaba el rostro sin afeitar del viento cortante, pasó con su apisonadora una y otra vez sobre los cadáveres congelados, apisonándolos, para que cupieran más en la misma tumba. Mientras, el gran estratega liquidaba a suyos y ajenos con alegría, abundancia y malevolencia, y toda su gente elegante, con barbas cuidadas y pechos cubiertos de medallas, se pegaban tiros en la sien, saltaban por las ventanas, morían tras horribles torturas, pasaban unos por encima de los otros para transformarse en alfiles y seguían siendo peones.

Y Andrei se torturaba, tratando de entender a qué juego estaba jugando, cuál era el objetivo, cuáles eran sus reglas y con qué fin tenía lugar todo aquello. Una pregunta lo taladraba hasta lo más profundo del alma: cómo se había convertido en adversario del gran estratega, él, fiel soldado de su ejército, listo a morir por él en cualquier momento, a matar por él. No conocía otros objetivos que no fueran los de él, no creía en otros medios diferentes a los que él había señalado, no distinguía entre los designios del gran estratega y los designios del universo. Ansioso, sin percibir el sabor, bebía una copa de champán tras otra, y de repente, una visión iluminadora estalló en su cabeza. ¡Claro, él no era adversario del gran estratega! ¡Por supuesto, se trataba de eso! Era su aliado, su fiel colaborador, ¡ésa era la regla fundamental de aquel juego! No se trataba de un enfrentamiento entre adversarios, era una partida entre colaboradores, aliados, todo se desarrollaba en un sentido, nadie perdía, todos ganaban… menos aquellos, claro está, que no sobrevivieran hasta la victoria… Alguien le tocó la pierna.

— Tenga la bondad de apartar el pie… — se oyó bajo la mesa. Andrei miró abajo. Había un charco oscuro, y un enano medio calvo se agachaba con un trapo en la mano e intentaba secarlo. Andrei se sintió mareado y fijó de nuevo la vista en el tablero. Ya había sacrificado a todos los muertos, sólo le quedaban vivos. El gran estratega lo contemplaba con curiosidad desde el otro lado de la mesa, vigilaba sus movimientos y al parecer asentía, con aire aprobatorio, sonreía cortés, mostrando sus pequeños y escasos dientes, y en ese momento Andrei sintió que no podía más. Una gran partida, la más noble de todas, una partida en aras del objetivo más grandioso que la humanidad se había planteado alguna vez, pero Andrei no podía seguir jugándola.

— Tengo que salir — dijo, con voz ronca —. Un momento.

Lo dijo tan bajito que apenas pudo oírse a sí mismo, pero al momento todos clavaron sus ojos en él. De nuevo se hizo el silencio en el salón, y la visera de la gorra dejó de molestarle, podía ver cara a cara a todos los suyos, a todos los que aún estaban vivos.

El gigantesco tío Yura, con el capote descolorido, abierto de par en par, lo miraba con aire lúgubre, mientras su enorme cigarrillo echaba chispas: Selma sonreía, borracha, tirada en el sillón con las piernas tan levantadas que se le veía el trasero y las bragas rosadas de encaje: Kensi lo miraba serio, con comprensión, y a su lado, con la mirada ausente, despeinado y sin afeitar, estaba Volodia Dmitriev; sobre un taburete alto y extraño, del que acababa de bajarse Sieva Baranov para partir en su última y misteriosa misión, se sentaba ahora Borka Chistiakov con su nariz aristocrática y el rostro fruncido en expresión de asco, como dispuesto a preguntar: «¿Por qué barritas como un enorme elefante?»; allí estaban todos, los más cercanos, los más queridos, y todos lo miraban, cada uno de manera diferente, y a la vez en sus miradas había algo común, un sentimiento común hacia él: ¿simpatía? ¿confianza? ¿lástima? No, no se trataba de aquello, pero no logró entender de que se trataba, porque de repente vio, entre las caras conocidas y habituales, a un hombre totalmente desconocido, a un asiático de rostro amarillo y ojos rasgados. No, no se trataba de Van, era un asiático muy aristocrático, elegante, y además le pareció ver que a espaldas de aquel desconocido se ocultaba una persona de baja estatura, sucia, harapienta, con toda seguridad un niño abandonado.

Y se levantó bruscamente, apartó la silla haciendo ruido y les dio la espalda a todos. Hizo un gesto indefinido en dirección del gran estratega, salió presuroso del salón, echando a un lado hombros y vientres ajenos, apartando a alguien del camino…

— Está bien — gruñó una voz cercana, como queriendo tranquilizarlo —, las reglas lo permiten, que piense, que medite un poco… Sólo hay que detener los relojes.

Totalmente exhausto, empapado en sudor, salió al descansillo de la escalera y se sentó en la alfombra, no lejos de un hogar donde ardía con fuerza la leña. De nuevo la visera de la gorra le tapó los ojos, de manera que ni siquiera intentó ver qué había tras el hogar ni quiénes estaban sentados frente al fuego, sólo percibía con su cuerpo, empapado y como apaleado, un calor blando y seco, y veía en sus zapatos las manchas coaguladas, pero todavía pegajosas: y a través del agradable chasquido de los leños que ardían oía el lento relato de alguien, que se deleitaba con su voz aterciopelada.

— Imaginaos un tipo apuesto, de anchos hombros, caballero de las tres Órdenes de la Gloria Combativa, y hay que decir que eran muy pocos los que fueron condecorados con esas tres órdenes, eran menos que los Héroes de la Unión Soviética. Pues ese maravilloso camarada era un alumno sobresaliente y todo lo demás. Pero tenía, por así decirlo, una rareza. Digamos que iba a una fiesta en casa de algún hijo de general o de mariscal, pero tan pronto cada cual se apartaba con su pareja, él salía calladamente y desaparecía. Al principio pensaban que tenía una relación estable. Pero no, los chicos lo veían a veces en lugares públicos, por ejemplo en el Parque Gorki, o en algunos clubes, con cada callo que daba grima, pero siempre con una distinta. Una vez me lo encontré. Miro, ¡y qué cosa más fea! manchada, una cara horrible, con patas flacas y medias torcidas, pintarrajeada que daba miedo, con las cejas quién sabe si embetunadas… en aquella época no había los cosméticos de hoy. En general, un desastre. Pero a él no le importaba. Le agarraba el brazo con delicadeza y le contaba algo al oído, como se supone que debe ser. Y la chica reventaba de orgullo, se derretía, se avergonzaba, estaba que no meaba. Y en una ocasión, en una reunión de solteros, le preguntamos: cuéntanos sobre esos gustos pervertidos que tienes, cómo es posible que esas zorras no te den arcadas cuando las mujeres más bellas se mueren por ti… Y debo deciros que teníamos en la academia una facultad de pedagogía, un sitio privilegiado donde escogían a las hijas de las familias más encopetadas… Pues él, al principio, respondía con bromas, pero después se rindió y nos contó algo muy sorprendente: «Yo sé, camaradas, que tengo todos los atributos: soy apuesto, me han otorgado muchas condecoraciones y estoy soltero. Yo me doy cuenta de ello, y he recibido muchas insinuaciones al respecto. Pero ved qué me ocurrió una vez: comprendí de repente la desgracia de las mujeres. Durante toda la guerra no veían ninguna luz al final del túnel, vivían con hambre, llevaban a cabo los trabajos masculinos más duros, eran pobres, feas, ni siquiera se daban cuenta de qué significaba ser bella y deseada. Y yo — siguió contando —, decidí darles aunque fuera a unas pocas de ellas una emoción tan fuerte que pudieran recordarla toda su vida. Yo — contaba —, me tropiezo con una conductora de trenes, con la obrera de una fábrica o con una infeliz maestrita, que con o sin guerra no iba a tener la oportunidad de ser feliz, mucho menos ahora cuando han muerto tantos hombres y no se ve ni una cabeza flotando sobre las olas. Paso dos o tres veladas con ellas — decía —, y después me despido, por supuesto les digo una mentira, que parto por largo tiempo a una misión, o algo más o menos verosímil, y ellas se quedan con un bello recuerdo… Aunque sea una chispita brillante en su vida — decía —. No sé cómo se califica eso desde el punto de vista de la alta moral, pero tengo la impresión de que de esa manera cumplo aunque sea una pizca de nuestro deber como hombres…». Nos contó todo esto y nos quedamos con la boca abierta. Después, claro está, nos pusimos a discutir, pero nos causó una tremenda impresión. Por cierto, poco tiempo después desapareció. En aquellos tiempos, muchos de nosotros desaparecían de esa manera: una orden del mando, en el ejército no se pregunta dónde ni por qué… No he vuelto a verlo…

«Ni yo tampoco — pensó Andrei —. Tampoco volví a verlo. Hubo dos cartas, una a mamá, la otra a mí. Y la notificación: «Su hijo, Serguei Mijailovich Voronin cayó con honor durante el cumplimiento de una misión encomendada por el mando». Eso fue en Corea. Bajo el cielo rosáceo de Corea, donde el gran estratega por primera vez probó sus fuerzas combatiendo contra el imperialismo norteamericano. Allí llevó a cabo su grandiosa partida, y allí se quedó Serguei con su colección completa de órdenes de la Gloria…

«No quiero — se dijo Andrei —. No quiero seguir jugando. Quizá deba ser así, quizá no se pueda evitar la partida. Es lo más probable. Pero yo no puedo. No sé. Y ni siquiera quiero aprender. Pues nada — pensó con amargura —. Eso sólo quiere decir que soy un mal soldado. O, más exactamente, sólo soy un soldado. Nada más que eso. Uno de los que no puede pensar y por eso debe obedecer ciegamente. Y no soy un colaborador, no soy un aliado del gran estratega, sino un tornillo mínimo en su máquina colosal, y mi lugar no está tras el tablero de su partida incomprensible, sino junto a Van, al tío Yura, a Selma. Soy un pequeño astrónomo de mediano talento, y si pudiera probar que existe una relación entre los pares expandidos y los flujos de Schealt, eso significaría muchísimo para mí. Pero con respecto a las grandes decisiones y los grandes logros…»

Y en ese momento se acordó de que ya no era un astrónomo, que era juez de instrucción de la fiscalía, que había logrado un éxito considerable: con ayuda de agentes especialmente preparados y de una metodología de investigación muy particular, había encontrado aquel misterioso Edificio Rojo, había logrado entrar en él y desentrañar sus siniestros secretos, creando los antecedentes que permitirían eliminar con éxito aquel fenómeno maligno…

Se incorporó apoyándose en las manos y bajó al peldaño inferior.

«Si regreso al tablero no lograré salir del Edificio. Me tragará. Eso está claro, ya se ha tragado a muchos, hay declaraciones de los testigos al respecto. Pero el problema no es sólo ése. Debo retornar a mi despacho y desentrañar todo esto. Ése es mi deber. Es lo que tengo que hacer ahora. Todo lo demás es sólo un espejismo…»

Bajó otros dos peldaños. Había que liberarse del espejismo y volver al trabajo. Allí nada era casual. Allí todo estaba muy bien pensado. Se trataba de una monstruosa ilusión, organizada por provocadores que intentaban destruir la fe en la victoria total, corroer los conceptos de la moral y el deber. Y no era una casualidad que, a un lado del Edificio, estuviera aquel cine asqueroso, llamado «Nueva Ilusión». ¡Nueva! En la pornografía no hay nada nuevo, pero el cine se denominaba nuevo. ¡Todo estaba claro! ¿Y qué había al otro lado? Una sinagoga…

Bajó rápidamente las escaleras y llego a una puerta con el letrero de «Salida». Al poner la mano en el picaporte, al comenzar a empujar la puerta, al vencer la resistencia del muelle que chirriaba, se dio cuenta de repente de lo que había de común en todas aquellas miradas que le dirigieran allá arriba. Un reproche. Sabían que no volvería. Él mismo no se había dado cuenta de ello, pero lo sabían sin sombra de duda…

Salió presuroso a la calle, se llenó ansioso los pulmones de aire húmedo y nebuloso, y con el corazón rebosante de felicidad vio que allí todo seguía igual: la neblina cubría la calle Mayor a la derecha y a la izquierda, y frente a él, al otro lado de la calle, estaba la moto con sidecar y su chofer, el policía, dormido del todo, con la cabeza metida en el cuello del capote.

«El gordo duerme — pensó, con cierta ternura —, está agotado.» Y en ese momento, una voz dentro de él pronunció muy alto: «¡Tiempo!», y Andrei, con un gemido, se echó a llorar de desesperación al recordar entonces la regla más terrible del juego, una regla pensada especialmente contra los llorones intelectuales y bienpensantes: el que interrumpe la partida se rinde; el que se rinde, pierde todas sus piezas.

— ¡Nooooo! — gritó mientras se volvía en busca del picaporte de cobre. Pero ya era tarde. El Edificio se retiraba. Retrocedía y se perdía lentamente en la niebla reinante entre las paredes de la sinagoga y el cine Nueva Ilusión. Se retiraba, susurrando, chirriando, haciendo sonar los cristales de las ventanas y crujir las vigas. De la azotea cayó una teja que se rompió al golpear un banco de piedra.

Andrei empujaba con todas sus fuerzas el picaporte, pero parecía haberse soldado con la madera de la puerta: el Edificio se movía cada vez más rápido, y Andrei corría, casi colgado de él como de un tren que se aleja. Empujaba y tiraba del picaporte: de pronto tropezó con algo, cayó y sus dedos engarrotados soltaron la lisa superficie de cobre, algo crujió en su cabeza pero él seguía viendo cómo el Edificio retrocedía, apagando las ventanas sobre la marcha. Dobló tras la pared amarilla de la sinagoga, desapareció, apareció de nuevo como si echara un vistazo con las dos últimas ventanas iluminadas, pero se apagaron y se hizo la oscuridad.

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