—¿Eh? ¡Eso!

Vimes tiró del brazo del sargento.

—Ve a buscar cuerda. Mucha cuerda. Y lo más gruesa posible. Supongo que podemos…, yo qué sé, atarle las alas al cuerpo, quizá, y amarrarle las mandíbulas para que no pueda lanzar llamas.

Colon lo miró fijamente.

—¿Lo estás diciendo en serio, señor? ¿De verdad lo vamos a arrestar?

—¡Hazlo!

Ya lo hemos arrestado, pensó mientras se adelantaba entre la gente. Personalmente, me habría gustado más que fuera a caer al mar, pero ya lo hemos arrestado, y tenemos que presentar cargos o dejarlo libre.

Sintió que sus opiniones al respecto de la maldita criatura se evaporaban en presencia de la multitud. ¿Qué podían hacer con el dragón? Proporcionarle un juicio justo, pensó, y luego ejecutarlo. No matarlo. Eso es lo que hacen los héroes en los lugares donde no hay i ley. Pero en las ciudades no se puede pensar así. Mejor dicho, sí que se puede, pero si lo haces más vale que lo quemes todo y empieces de nuevo. Hay que hacerlo… según las leyes.

(Eso es. Lo hemos intentado todo. Ahora sólo nos queda probar con las leyes. Además, añadió mentalmente, ese que está ahí arriba es un guardia de la ciudad. Tenemos que apoyarnos mutuamente. Nadie puede meterse con nosotros.

Ante él, un hombre corpulento alzó un brazo con el que sostenía medio ladrillo.

—Si tiras ese ladrillo, eres hombre muerto —amenazó Vimes.

Luego se agachó y se escurrió apresuradamente entre la gente, de manera que cuando el potencial lanzador de ladrillos miró hacia atrás no lo vio.

Zanahoria había alzado la viga en gesto amenazador cuando Vimes consiguió trepar al montón de cascotes.

—Ah, hola, capitán Vimes —dijo al tiempo que la bajaba—. Es mi deber informarle de que he arrestado a este…

—Sí, ya lo veo —le interrumpió Vimes—. ¿Se te ocurre alguna sugerencia sobre lo que podemos hacer ahora?

—Oh, por supuesto, señor. Tengo que leerle sus derechos, señor.

—Aparte de eso.

—La verdad es que no, señor.

Vimes contempló las partes del dragón que resultaban visibles bajo los cascotes. ¿Cómo se podía matar a un monstruo así? Tardarían un día entero.

Un trozo de piedra rebotó contra su armadura.

—¿Quién ha sido?

La voz restalló como un látigo.

La multitud se quedó en silencio.

Sybil Ramkin subió a los restos del edificio, con los ojos brillantes de ira, y dirigió una mirada furiosa a la multitud.

—¡He preguntado que quién ha sido! ¡Si el que haya sido no lo confiesa, me voy a enfadar mucho! ¡Debería daros vergüenza a todos!

Había conseguido que le prestaran atención. Varios de los hombres que tenían piedras y otras cosas las.dejaron caer disimuladamente.

La brisa agitaba los restos de su camisón cuando la dama se dispuso a lanzar la arenga.

—El valeroso capitán Vimes…

—Oh, dioses —gimió Vimes entre dientes, echándose el casco sobre los ojos.

—… y sus osados hombres, se han tomado la molestia de venir aquí, a salvar vuestros…

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo, y consiguió guiarlo hasta el otro lado del montón de cascotes.

—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó el muchacho—. Se ha puesto todo rojo.

—No empieces tú también —le espetó Vimes—. Ya tengo bastante con aguantar las risitas de Nobby y del sargento.

Para su sorpresa inconmensurable, Zanahoria le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.

—Le comprendo muy bien —dijo, comprensivo—. En las montañas conocía a una chica que se llamaba Minty, y su padre…

—Oye, lo diré por última vez, no hay absolutamente nada entre… —empezó Vimes.

Se oyó un ruido tras ellos. Una pequeña avalancha de yeso y tejas cayó rodando. Los cascotes se movió ron, y abrieron un ojo. Una enorme pupila negra flotó sobre una córnea inyectada en sangre, y trató de con centrarse en ellos.

—Debemos de estar locos —suspiró Vimes.

—Oh, no, señor —replicó Zanahoria—. Hay muchos precedentes. En 1135, una gallina fue arrestada por poner huevos el Jueves del Pastel Enamorado Y durante el régimen de lord Espasmo el psiconeurotico, se ejecutó a toda una colonia de murciélagos por violación persistente del toque de queda. Eso fue en 1401. En agosto, creo recordar. Eran grandes tiempos para la ley —siguió el muchacho, soñador—. En 1321, se juzgó a una pequeña nube por cubrir el sol en el momento más importante de la ceremonia de investidura del conde Hargath el Frenético.

—Espero que Colon se dé prisa con la… —Vimes se detuvo en seco. Tenía que saberlo—. ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué se le puede hacer a una nube?

—El conde la sentenció a ser apedreada hasta la muerte —explicó Zanahoria—. Al parecer, murieron treinta y un ciudadanos.

Sacó la libreta de notas y miró al dragón.

—¿Cree que puede oírnos? —preguntó.

—Supongo que sí.

—Bien, en ese caso… —Zanahoria se aclaró la garganta y se volvió hacia el aturdido reptil—. Es mi deber informarte de que se te ha detenido acusado de los siguientes cargos, a saber: Uno, (Uno) i, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, encendiste fuego de manera ilegal y peligrosa para los residentes, contraviniendo la Cláusula Siete del Acta de Procesos Industriales, 1508; Y QUE, Uno (Uno) ii, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, mataste o provocaste la muerte de seis personas de identidad desconocida…

Vimes se preguntó si los cascotes retendrían a la criatura mucho tiempo. Porque iban a necesitar varias semanas, dado el número de las acusaciones.

La multitud se había quedado en silencio. Hasta Sybil Ramkin los miraba, atónita.

—¿Qué pasa? —dijo Vimes a los rostros que los observaban—. ¿No habéis visto nunca cómo se arresta a un dragón?

—… Dieciséis (Tres) ii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, incendiaste o provocaste el incendio de las instalaciones conocidas como Vieja Casa de la Guardia, en Ankh-Morpork, valoradas en doscientos dólares; Y QUE, Dieciséis (Tres) iii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, al ser requerido por un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber…

—Será mejor que nos demos prisa —le susurró Vimes—. Se empieza a mover demasiado. ¿De verdad es necesario todo esto?

—Bueno, creo que se pueden resumir los cargos —asintió Zanahoria—. En circunstancias excepcionales, según las Normas Bregg para…

—Quizá esto te sorprenda, pero las circunstancias son excepcionales, Zanahoria —replicó Vimes—. Y van a ser realmente irrepetibles si Colon no se da prisa con esa cuerda.

Se movieron más cascotes a medida que el dragón : intentaba levantarse. Un golpe brusco resonó para subrayar la caída de una pesada viga. Los mirones echaron a correr.

Aquél fue el momento que Errol eligió para volver i volando sobre los tejados, con una serie de pequeñas ; explosiones y dejando tras él un rastro de anillos de humo. Descendió, planeó sobre la multitud e hizo que más de uno se tirara de bruces al suelo. También él aullaba.

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo y saltó del montón de cascotes mientras el rey se debatía desesperadamente para liberarse.

—¡Ha vuelto para matarlo! —gritó—. ¡Seguro que ha tardado todo este tiempo en frenar!

Ahora el dragoncito planeaba sobre el monstruo caído, con unos aullidos tan agudos que habrían hecho añicos la botella más gruesa.

El gran dragón consiguió asomar la cabeza en medio de una cascada de polvo de yeso. Abrió la boca, pero en vez de la lanza de fuego blanco que Vimes esperaba con todos los nervios en tensión, se limitó a emitir un sonido semejante al de un gatito. Un gatito gritando dentro de una cuba de latón en el fondo de una cueva, sí, pero un gatito al fin y al cabo.

Los restos de ladrillos cayeron por toda la calle cuando la criatura se levantó, insegura. Las grandes alas se abrieron, dispersando aún más el polvo y los trozos de teja. Algunos tintinearon contra el casco del sargento Colon, que había vuelto a toda velocidad con lo que parecía una cuerda de tender enrollada colgada del brazo. —¡Estás dejando que se eleve! —gritó Vimes al tiempo que empujaba al sargento para ponerlo a salvo—. ¡No tienes que dejar que se eleve, Errol! ¡No permitas que empiece a volar! Lady Ramkin frunció el ceño.

—Algo va mal —dijo—. Nunca pelean de esa manera. El vencedor suele matar al perdedor.

—¡Buena idea! —exclamó Nobby.

—Y luego, la mitad de las veces, él también explota por la emoción.

—¡Escucha, soy yo! —gritó Vimes a Errol, que revoloteaba despreocupadamente sobre ellos—. ¡Yo te compré la pelotita! ¡La que tenía el cascabel dentro! ¡No nos puedes hacer esto!

—No, espere un momento —le interrumpió lady Ramkin, poniéndole una mano en el brazo—. Me parece que nos hemos equivocado de cabo a rabo…

El gran dragón saltó al aire y batió las alas con un zump que derribó unos cuantos edificios más. La gran cabeza se meció, los ojos inyectados en sangre se fijaron en Vimes.

Parecía que, tras ellos, circulaba más de un pensamiento.

Errol describió un rápido arco en el cielo y se situó ante el capitán con gesto protector, enfrentándose al dragón. Por un momento, pareció que la bestia lo iba a convertir en una tostada voladora, y entonces bajó la vista, como avergonzada, y echó a volar.

Ascendió en una espiral amplia, acelerando progresivamente. Errol lo acompañó, en órbita en torno al enorme cuerpo.

—Es…, es como si estuviera rondándolo… —titubeó Vimes.

—¡Llega al final con ese bastardo! —gritó Nobby con entusiasmo.

—Querrás decir que acabe con él, Nobby —le corrigió Colon.

Vimes sintió la mirada de lady Ramkin clavada en la nuca. Miró la expresión de la mujer.

Y comprendió.

—Oh —dijo.

Lady Ramkin asintió.

—¿De verdad? —preguntó Vimes.

—Sí —asintió ella—. La verdad es que debería habérseme ocurrido antes. Era por la llama, por lo caliente que era, claro. Y además, siempre son mucho más territoriales que los machos.

—¿Por qué no peleas con ese hijo de puta? —gritó Nobby al dragoncito.

—Hija de puta, Nobby —dijo Vimes con tranquilidad—. No hijo de puta. Hija de puta.

—¿Por qué no pe… qué?

—Pertenece al género femenino —explicó lady Ramkin.

—¿Qué?

—Queremos decir que, si hubieras probado tu golpe favorito, no habría servido de nada, Nobby —señaló Vimes.

—Es una chica —tradujo lady Ramkin.

—¡Pero si es jodidamente grande! —exclamó Nobby.

Vimes carraspeó en tono de advertencia. Los ojillos de roedor de Nobby miraron de soslayo a Sybil Ramkin, que había enrojecido como una puesta de sol.

—Un perfecto espécimen de dragona, quiero decir —agregó rápidamente.

—Sí…, eh…, caderas amplias, buena criadora —aportó el sargento Colon.

—Estatutescas —añadió Nobby con fervor.

—Callaos —ordenó Vimes.

Se sacudió el polvo de los restos de su uniforme, se ajustó bien la placa pectoral, y se puso bien el casco, palmeándolo con firmeza. Aquello no acababa allí, lo sabía. Aquello no había hecho más que empezar.

—¡Venid conmigo, muchachos! ¡Venga, deprisa! ¡Ahora que todo el mundo está distraído mirando a los dragones! —les ordenó.

—Pero ¿qué hacemos con el rey? —preguntó Zanahoria—. ¿O con la reina? ¿O con lo que sea?

Vimes contempló las formas que se empequeñecían con la distancia.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. Supongo que ahora todo depende de Errol. Nosotros tenemos otras cosas que hacer, ¡vamos!

Colon se puso firme, todavía luchando por recuperar el aliento.

—¿Adonde, señor? —consiguió preguntar.

—Al palacio. ¿Alguno de vosotros tiene una espada?

—Le puedo prestar la mía, capitán —dijo Zanahoria.

Se la tendió.

—Bien —asintió Vimes con voz tranquila. Los miró—. Adelante.


Los guardias caminaron tras Vimes por las calles desoladas.

Él empezó a caminar más deprisa. Lo? guardias empezaron a trotar para mantenerse a su altura.

Vimes empezó a trotar para adelantarlos.

Los guardias aceleraron aún más el paso.

Luego, como si les hubieran dado una orden muda, echaron a correr.

Luego, a galopar.

La gente se apartaba precipitadamente a su paso. Las enormes sandalias de Zanahoria golpeaban rítmicas los guijarros del suelo. Las botas de Nobby les arrancaban chispas. Colon corría en silencio y, como todos los gordos cuando corren, con el rostro tenso en una mueca de concentración.

Recorrieron la calle de los Artesanos Hábiles, giraron por el callejón del Lomo del Cerdo, salieron a la calle de los Dioses Menores y se dirigieron a toda velocidad hacia el palacio. Vimes apenas conseguía mantenerse al frente, en su mente no había nada más que la necesidad de correr, y correr, y correr.

Bueno, casi nada más. Pero la cabeza le zumbaba con ecos enloquecidos, los mismos que han oído todos los guardias del mundo, todos los pies planos del multiverso que en una u otra ocasión han intentado hacer lo Correcto.

Muy por delante de ellos, unos cuantos guardias del palacio desenvainaron las espadas, se lo pensaron mejor, se volvieron a refugiar tras los muros exteriores y cerraron las puertas. Acababan de hacerlo en el momento en que llegaron Vimes y sus hombres.

Éste titubeó, jadeante. Contempló las enormes puertas mientras recuperaba el aliento. Las que había quemado el dragón habían sido sustituidas por otras aún más imponentes. Desde detrás de ellas le llegó el sonido de los cerrojos al encajar.

No era momento para andarse con tonterías. Era capitán de la guardia, maldición. Todo un oficial. A los oficiales no les preocupaban las tonterías como aquélla. Los oficiales tenían un sistema infalible para resolver aquel tipo de problemas. Se llamaba «sargento».

—¡Sargento Colon! —rugió, con la mente todavía llena de policiedad universal—. ¡Vuela ese cerrojo! El sargento titubeó.

—¿Cómo, señor? ¿Con un arco y una flecha?

—Quiero decir… —titubeó Vimes—. ¡Quiero decir que abras la puerta!

—¡Sí, señor! —Colon saludó. Miró las puertas un instante—. ¡Al momento! —rugió—. ¡Agente Zanahoria, un paso al frente! ¡Agente Zanahoria, firmes! ¡Agente Zanahoria, abre esa puerta al momento!

—¡Sí, señor!

Zanahoria dio un paso al frente, saludó, apretó una enorme mano hasta formar un puño, y llamó suavemente a la puerta.

—¡Abrid en nombre de la ley! —ordenó.

Se oyeron susurros al otro lado de la muralla y, al final, una pequeña mirilla se abrió una fracción de milímetro.

—¿Por qué? —preguntó una voz.

—Porque, si no lo hacéis, estaréis Interfiriendo con un Oficial de la Guardia en Cumplimiento de su Deber, delito castigado con una multa de no menos de treinta dólares o un mes de prisión menor, así como a permanecer en custodia para ulteriores interrogatorios y a media hora con un atizador al rojo vivo.

Se oyeron más susurros amortiguados, los cerrojos se deslizaron y las grandes puertas se entreabrieron.

Al otro lado no se veía a nadie.

Vimes se llevó un dedo a los labios. Señaló a Zanahoria una de las puertas, y arrastró a Nobby y a Colon hacia la otra.

—Empujad —susurró.

Empujaron, y con todas sus fuerzas. Se oyeron gritos de dolor y maldiciones procedentes desde detrás de la gruesa madera.

—¡Corramos! —gritó Colon.

—¡No! —replicó Vimes.

Dio la vuelta para mirar detrás de la puerta. Cuatro guardias de palacio semiaplastados alzaron la vista hacia él.

—No —repitió—. Se acabó el correr. Quiero que arrestéis a estos hombres.

—No os atreveréis —dijo uno de los hombres. Vimes lo miró.

—Clarence, ¿verdad? —dijo—. Clarence acabado en ce. Pues a ver si te enteras bien de lo que te digo, Clarence acabado en ce. Puedes elegir entre enfrentarte a los cargos de Conspiración y Complicidad o…

—Se inclinó más hacia él y dirigió a Zanahoria una mirada cargada de sentido—. O enfrentarte a un hacha.

—¡Chúpate ésa, cretino! —exclamó Nobby, dando saltitos de venenosa excitación.

Los ojillos de Clarence contemplaron la enorme mole que era Zanahoria, y luego el rostro de Vimes. Allí no había ni rastro de compasión. De mala gana, pareció tomar una decisión.

—Muy bien —dijo Vimes—. Enciérralos en la garita, sargento.

Colon desenfundó el arco e irguió los hombros.

—Ya habéis oído al jefe —rugió—. Un solo movimiento en falso y sois…, y sois… —buscó una palabra, la desesperada—. ¡Y sois caradeverdes!

—¡Eso! ¡Que se enteren de lo que es bueno! —lo apoyó Nobby.

—¿De Conspiración y Complicidad con quien, capitán? —preguntó Zanahoria, mientras los guardias desarmados seguían adelante—. Hay que ser cómplice de alguien.

—Creo que, en este caso, se trata de una complicidad en general —replicó Vimes—. Y de una conspiración con el agravante de reincidencia.

—Eso —asintió Nobby—. ¡No soporto a esos canallas de conspiradores!

Colon tendió a Vimes la llave de la garita.

—No es un lugar muy seguro, capitán —dijo—. Tarde o temprano, se las arreglarán para salir.

—Eso espero —contestó Vimes—, porque quiero que tires esa llave al primer pozo que nos encontremos. ¿Estamos todos? Bien, seguidme.


Lupine Wonse recorrió los destrozados pasillos del palacio, con La invocación de dragones bajo un brazo y la deslumbrante espada regia asida con la otra mano temblorosa.

Se detuvo, jadeante, ante una puerta.

No había muchas zonas de su mente que se encontraran en situación de albergar razonamientos lógicos y cuerdos, pero la pequeña parte que seguía funcionando no dejaba de insistir en que no podía haber visto y oído lo que había visto y oído.

Alguien lo estaba siguiendo.

Y había visto a Vetinari caminando por el palacio. Sabía que el viejo patricio estaba encerrado. La cerradura de su celda era completamente indestructible. Recordaba muy bien que el mismo Vetinari se lo había repetido hasta la saciedad cuando la instalaron.

Divisó un movimiento entre las sombras al final del pasillo. Wonse dejó escapar un gemido, giró el picaporte de la puerta que tenía más cerca, entró a toda velocidad y cerró de golpe. Se apoyó contra la pared y luchó por recuperar el aliento.

Abrió los ojos.

Estaba en la antigua sala de audiencias privadas. El patricio se encontraba sentado en su viejo sillón, con las piernas cruzadas. Lo observaba con moderado interés.

—Ah, Wonse —dijo.

Wonse pegó un salto, se aferró al picaporte, salió precipitadamente al pasillo y no paró de correr hasta que no llegó a la escalera principal, que ahora se alzaba entre las ruinas del centro del palacio como un extraño sacacorchos. Escaleras…, altura…, terreno elevado…, defensa. Subió los peldaños de tres en tres.

Lo único que necesitaba eran unos minutos de paz. Luego, ya verían todos.

Los pisos superiores estaban aún más llenos de sombras. Lo que les faltaba era resistencia estructural. Al construir su caverna, el dragón había derribado columnas y muros. Las habitaciones se abrían de manera patética al borde del abismo. Los restos de los tapices y las alfombras ondeaban al viento a través de las ventanas destrozadas. El suelo temblaba como un trampolín bajo los pies de Wonse, que consiguió llegar hasta la puerta más cercana, y la abrió.

—No ha estado nada mal, bastante rápido —dijo el patricio, aprobador.

Wonse le cerró la puerta en las narices, y corrió gritando pasillo abajo.

La cordura consiguió apoderarse de él durante un instante. Se detuvo junto a una estatua. No se oía sonido alguno, ni pisadas apresuradas, ni el chirrido de puertas secretas. Lanzó una mirada de sospecha a la es tatúa, y la pinchó con la punta de la espada.

Al ver que no se movía, se dirigió hacia una puerta y la cerró de golpe a su espalda, cogió una silla y la uso para atrancar el picaporte. Era una de las salas de reuniones del piso superior, casi carente ahora de mobiliario, así como de una de las paredes. El lugar que debería haber ocupado esta última daba ahora a la caverna. El patricio salió de entre las sombras.

—Bueno, si te has cansado ya de correr… —empezó. Wonse giró sobre sí mismo, con la espada desenvainada y lista.

—No existes, no existes —dijo—. Eres… un fantasma, o algo así.

—Me temo que no —replicó el patricio.

—¡No puedes detenerme! ¡Aún tengo algo de magia, aún me queda el libro! —Wonse se sacó una bolsa de cuero marrón del bolsillo—. ¡Invocaré a otro! ¡Ya verás!

—Yo no te lo recomendaría —señaló lord Vetinari con voz tranquila.

—¡Claro, te crees tan listo, tan controlado, tan tranquilo, sólo porque yo tengo una espada y tú no! ¡Pues tengo mucho más que eso, para que te enteres! —exclamó Wonse, triunfal—. ¡Sí! ¡Tengo a los guardias de palacio de mi parte! ¡Me obedecen a mí, no a ti! Nadie te aprecia, ¡nadie te ha apreciado nunca!

Movió la espada de manera que la punta quedara a un palmo del frágil pecho del patricio.

—Así que volverás a la celda —dijo—. Y esta vez, me aseguraré de que no salgas nunca. ¡Guardias! ¡Guardias!

Se oyó el ruido de unos pasos precipitados en el pasillo. La puerta se estremeció, la silla se movió. Hubo un momento de silencio. Después, puerta y silla saltaron por los aires en un millón de astillas.

—¡Lleváoslo de aquí! —gritó Wonse—. ¡Echad más escorpiones a la mazmorra! ¡Metedlo en…, vosotros no sois…!

Baja esa espada —ordenó Vimes, mientras, tras él, Zanahoria se sacudía los trocitos de puerta del puño.

—¡Eso! —lo apoyó Nobby, aventurando un vistazo desde detrás del capitán—. ¡Ponte contra la pared, y que yo te las vea bien, hijoputa!

—¿Eh? —susurró el sargento Colon, con ansiedad—. ¿Qué quieres verle?

Nobby se encogió de hombros.

—Ni idea —dijo—. Supongo que todo. Hay que ir sobre seguro.

Wonse miró a los guardias, incrédulo.

—Ah, Vimes —dijo el patricio—. Haz el favor de…

—Cállate —replicó Vimes con tranquilidad—. ¿Agente Zanahoria?

—¡Señor!

—Léele sus derechos al prisionero.

—Sí, señor.

Zanahoria sacó su libreta de notas, se humedeció el pulgar y empezó a pasar las páginas.

—Lupine Wonse —empezó—, alias Supino Garabato P.O…

—¿Qué? —se asombró Wonse.

—… con domicilio actualmente en el lugar conocido como El Palacio, en Ankh-Morpork, es mi deber informarle de que se le arresta y será acusado de… —Zanahoria dirigió una mirada desesperada a Vimes—. De varios cargos de asesinato utilizando como arma un dragón, así como de delitos de complicidad en general que serán detallados más adelante. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a no ser arrojado sumariamente a un estanque de pirañas. Tiene derecho a un juicio por prueba de fuego. Tiene dere…

—Esto es una locura —intervino el patricio con voy calmada.

—¡Me parece que te he dicho que te calles! —rugió Vimes, girando en redondo y sacudiendo un dedo tembloroso bajo la nariz del patricio.

—Dime, sargento —susurró Nobby—, ¿crees que el pozo de los escorpiones será un lugar cómodo?

—… decir nada… eh, pero todo lo que diga será anotado aquí, en mi libreta, y bueno, luego podrá ser utilizado como prueba…

La voz de Zanahoria se desvaneció.

—Bueno, Vimes, si esta payasada te proporciona algún placer… —dijo el patricio al final—. Llevadlo abajo, a las celdas. Me encargaré de él mañana por la mañana.

Wonse no los advirtió. No lanzó ningún grito o aullido. Simplemente, corrió hacia el patricio blandiendo la espada.

Las opciones desfilaron por la mente de Vimes. En primer lugar apareció la sugerencia de que sería un buen plan dejar que las cosas siguieran su curso, permitir que Wonse lo hiciera, desarmarlo luego y que la ciudad se limpiara, se renovara. Sí. Buen plan.

Y, por tanto, nunca comprendió por qué eligió lanzarse hacia adelante, y blandir la espada de Zanahoria para bloquear el golpe…

Quizá tuviera que ver con eso de hacer las cosas según la Ley.

Las espadas chocaron. Sin demasiado estrépito. Vi-mes sintió que algo brillante y plateado pasaba zumbando junto a su oreja para ir a estrellarse contra la pared de enfrente.

Wonse se quedó boquiabierto. Dejó caer lo que quedaba dé su espada y retrocedió un paso, aferrándose a La invocación.

Lo lamentaréis —siseó—. ¡No os imagináis cuánto lo vais a lamentar!

Empezó a balbucear entre dientes.

Vimes comenzaba a temblar. Estaba casi seguro de saber lo que había pasado como una bala junto a su cabeza, y sólo con pensarlo le corrían sudores fríos por la espalda. Había acudido al palacio dispuesto a matar, y un minuto más tarde, tan sólo un minuto más tarde, cuando por una vez en la vida todo parecía funcionar bien y tenía controlada la situación…, lo único que deseaba era tomar una copa. Y dormir a pierna suelta una semana.

—¡Déjalo ya! —suspiró—. ¿Vas a venir por las buenas, o no?

Los balbuceos continuaron. El aire de la habitación empezaba a ser caliente y seco.

Vimes se encogió de hombros.

—Como quieras — dijo, dándose la vuelta—. Zanahoria, que caiga sobre él el peso de la ley.

—Inmediatamente, señor.

Vimes lo recordó demasiado tarde.

A los enanos se les daban muy mal las metáforas.

Y además, tenían una puntería excelente.

Las Leyes y Ordenanzas de Ankh y Morpork alcanzó de pleno al secretario en la frente. El hombre parpadeó, se tambaleó y dio un paso hacia atrás.

Fue el paso más largo que podía dar. Entre otras cosas, duró el resto de su vida.

Tras varios segundos, lo oyeron chocar contra el suelo, cinco pisos más abajo.

Tras varios segundos más, se asomaron por el borde del suelo destrozado.

—Qué manera de morir —suspiró Colon.

—Desde luego —asintió Nobby, buscándose una colilla detrás de la oreja.

—Ha muerto por una comosellame, por una metáfora.

—No sé —replicó Nobby—, a mí me parece que ha sido por el suelo. ¿Tienes fuego, sargento?

—Era lo que debía hacer, ¿verdad, señor? —preguntó Zanahoria con ansiedad—. Usted me dijo…

—Sí, sí —asintió Vimes—. No te preocupes.

Bajó una mano temblorosa y recogió la bolsa de cuero de Wonse. Dentro había un montón de piedras, todas agujereadas. Se preguntó para qué las habría querido el secretario.

Un ruido metálico a su espalda hizo que se diera la vuelta. El patricio había recogido la espada regia. Ante los ojos del capitán, el anciano arrancó de la pared el otro trozo. Había sido una fractura limpia.

—Capitán Vimes —dijo.

—¿Señor?

—¿Me permites ver esa espada?

Vimes se la tendió. En aquel momento, no se le ocurría qué otra cosa hacer. Probablemente, hiciera lo que hiciera, acabaría en el pozo de los escorpiones.

Lord Vetinari examinó detenidamente la antigua hoja.

—¿Cuánto tiempo hace que la tienes, capitán? —preguntó amablemente.

—No es mía, señor. Pertenece al agente Zanahoria.

—¿El agen…?

—Yo, señor, su señoría —dijo Zanahoria con un saludo marcial.

—Ah.

El patricio dio varias vueltas al arma, contemplándola con fascinación. Vimes sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si la historia se estuviera arremolinando en un momento concreto, pero no habría sabido decir por qué aunque le hubiera ido la vida en ello. Era uno de esos instantes en los que los pantalones del tiempo se bifurcaban, y si uno no tenía cuidado, podía acabar en la pernera equivocada…

Wonse se levantó en un mundo de sombras, con la mente llena de confusión gélida. Pero, en aquel momento, no podía pensar más que en la alta figura encapuchada que se erguía a su lado.

—Creí que estabais todos muertos —murmuró.

Aquel lugar era extrañamente tranquilo, los colores parecían desvaídos, amortiguados. Algo iba mal, rematadamente mal.

—¿Eres tú, Hermano Portero? —aventuró. La figura se acercó aún más.

METAFÓRICAMENTE —dijo.


… y el patricio tendió la espada a Zanahoria.

—Muy bien hecho, joven —dijo—. Capitán Vimes, sugiero que des el resto del día libre a tus hombres.

—Gracias, señor —asintió Vimes—. De acuerdo, muchachos, ya habéis oído a su señoría.

—Pero tú no, capitán. Tenemos que hablar de algunas cosas.

—¿Sí, señor? —dijo con inocencia.

Los guardias se apresuraron a marcharse, no sin dirigir a Vimes una mirada triste y compasiva.

El patricio se acercó hasta el borde del precipicio que se abría en el suelo, y miró hacia abajo.

—Pobre Wonse —dijo.

Vimes se quedó contemplando la pared.

—Sí, señor.

—La verdad, lo habría preferido vivo.

—¿Señor?

—Estaba equivocado, quizá, pero era un hombre muy útil. Su cabeza me habría sido de gran utilidad.

—Sí, señor.

—El resto lo habríamos tirado, claro.

—Sí, señor.

—Era un chiste, Vimes.

—Sí, señor.

—El pobre nunca entendió el funcionamiento di-los pasadizos secretos, ¿sabes?

—No, señor.

—Ese joven…, ¿has dicho que se llamaba Zanahoria?

—Sí, señor.

—Un buen muchacho. ¿Le gusta estar en la Guardia?

—Sí, señor. Se encuentra como en su casa, señor.

—Me has salvado la vida.

—¿Señor?

—Ven conmigo.

Echó a andar entre las ruinas del palacio. Vimes lo siguió hasta que llegaron al Despacho Oblongo. Estaba bastante limpio. La devastación no lo había afectado apenas, lo único anormal era la capa de polvo que lo cubría todo. El patricio se sentó, y de repente fue como si nunca se hubiera marchado. Vimes llegó a preguntarse si había salido de allí en algún momento.

El anciano cogió un montón de papeles y les sacudió el yeso de encima.

—Qué lástima —suspiró—. Lupine era un hombre muy prolijo.

—Sí, señor.

El patricio entrelazó los dedos de las manos y miró a Vimes por encima de ellas.

—Permite que te dé algunos consejos, capitán —dijo.

—¿Sí, señor?

—Quizá eso te ayude a comprender el mundo.

—Señor.

—Creo que la vida te resulta tan complicada porque piensas que hay gente buena y gente mala —empezó el hombre—. Pero te equivocas, desde luego. Únicamente hay gente mala, lo que pasa, es que algunas personas ocupan posiciones enfrentadas.

Hizo un gesto en dirección a la ciudad, y se acercó a una ventana.

—Es un inmenso mar de maldad —dijo, casi como hablar de una propiedad suya—. Poco profundo en algunas zonas, claro, pero enorme, terriblemente profundo en otras. Siempre hay gente como tú que construye frágiles barquitas de normas e intenciones vagamente buenas, y decís que eso es lo bueno, lo que triunfará al final. ¡Es increíble!

Dio una amable palmadita a Vimes en la espalda.

—Ahí abajo —siguió—, hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que cerrará los ojos ante cualquier iniquidad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de las almas. Pecado sin originalidad, se podría decir. Aceptan el mal, no porque digan sí, sino porque no dicen no. Lo lamento si esto te ofende —añadió, dando unas palmaditas en el hombro del capitán—, pero los que son como tú nos necesitan.

—¿Sí, señor?

—Oh, sí. Somos los únicos que sabemos hacer funcionar las cosas. Verás, lo único que hacen bien las personas buenas es librarse de las malas. Eso lo hacéis de maravilla, desde luego. Pero lo malo es que es lo único que hacéis de maravilla. El primer día suenan las campanas porque ha caído el tirano, y al siguiente todo el mundo empieza a quejarse porque, desde que se fue el tirano, no funciona el servicio de recogida de basuras. Porque la gente mala sabe hacer planes. Se podría decir que es un requisito imprescindible para ser malo. Hasta el último tirano malévolo ha tenido un plan para dominar el mundo. En cambio, la gente buena no parece comprender el concepto.

—Eso es posible. ¡Pero en lo demás, estás equivoca do! —exclamó Vimes—. Lo que pasaba era que la te estaba asustada, aislada…

Se interrumpió. Las frases le sonaban vacías él mismo.

Se encogió de hombros.

—No son más que personas —terminó—. Se comportan como personas, señor.

Lord Vetinari le dirigió una sonrisa amistosa.

—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Lo comprendo, tienes que creer eso. Si no, te volverías loco. Si no, empezarías a pensar que te encuentras en un puente más delgado que una pluma sobre los abismos del infierno. Si no, la existencia no sería más que una agonía oscura, y la única esperanza estaría en que no hubiera otra vida tras la muerte. Lo comprendo, créeme. —Contempló su escritorio y suspiró—. Y ahora —siguió—, tengo mucho trabajo por delante. Me temo que el pobre Wonse era un buen sirviente, pero un amo poco eficaz. Así que puedes marcharte. Procura dormir bien esta noche. Ah, y mañana, ven con tus hombres. La ciudad debe demostrar su agradecimiento.

—¿Que debe qué? —se sorprendió Vimes.

El patricio contempló un pergamino. Su voz ya volvía a tener los matices lejanos y distantes del que organiza, y planea, y controla.

—Su gratitud —dijo—. Después de cada victoria triunfal, tiene que haber héroes. Es esencial. Así todo el mundo sabrá que las cosas han acabado bien y se puede volver a la normalidad.

Miró a Vimes por encima del pergamino.

—Es parte del orden natural de las cosas —añadió. Tras unos momentos, hizo unas cuantas anotaciones en el papel que tenía delante. Alzó la vista.

—Ya te puedes marchar —repitió. Vimes se detuvo junto a la puerta.

—¿De verdad crees todo eso, señor? —preguntó—. ¿Crees eso de la maldad y oscuridad infinitas?

—Desde luego, desde luego —asintió el patricio al tiempo que pasaba una página—. Es la única conclusión lógica.

—Pero… te levantas de la cama todas las mañanas, señor.

—¿Mmm? Por supuesto. ¿Adonde quieres llegar?

—Señor, sólo me gustaría saber por qué.

Sé buen muchacho, Vimes, márchate ya.

En la oscura caverna llena de corrientes, excavada desde el corazón del palacio, el bibliotecario avanzaba por el suelo. Trepó por los restos del patético montón de tesoro, y examinó interesado el cuerpo de Wonse.

Luego se agachó y, con sumo cuidado, extrajo La invocación de dragones de entre los dedos rígidos. Sopló para quitarle el polvo. Lo acarició con cariño, como si se tratara de un niño asustado.

Se volvió para trepar de nuevo al montón, y entonces se detuvo. Se inclinó otra vez y, con cautela, recogió otro libro de entre los brillantes restos. No era uno de los suyos, excepto quizá en el amplio sentido según el cual todos los libros caían bajo su dominio. Pasó unas cuantas páginas.

—Quédatelo —dijo Vimes, tras él—. Llévatelo. Guárdalo en alguna parte.

El orangután dirigió un gesto de saludo al capitán, y empezó a descender por el montón. Dio un golpecito a Vimes en la rodilla, abrió La invocación de dragonas, pasó las páginas maltratadas hasta que dio con la que estaba buscando, y le pasó el libro.

Vimes escudriñó la confusa caligrafía.

Pero los dragones no son como los unicornios, ni nunca lo fueron. Habitan en un reino definido por nuestra mente y voluntad; y por tanto, bien pudiera ser que aquel que los llamara, aquel que les proporcionara un camino hasta este mundo, estuviera llamando al dragón de su propia mente.

Aun siendo así, el puro de corazón puede llamar al dragón del poder como fuerza del bien para su mundo, y en esa noche comenzará la Gran Obra. Todo está dispuesto. He trabajado duro para ser el digno invocador…

Un reino de la mente, pensó Vimes. Entonces, ahí es a donde fueron. A nuestras imaginaciones. Y cuando los llamamos para que vuelvan, les damos forma, como si fueran masa de panadero metida en sus moldes. Sólo que no salen estrellitas y corazones, sale lo mismo que eres tú. Tu propia oscuridad que toma forma…

Vimes volvió a leer los párrafos, y luego pasó las páginas siguientes.

No había muchas más. El resto del libro estaba completamente quemado.

Vimes se lo devolvió al simio.

—¿Qué tipo de hombre era de Malachité? —preguntó.

El bibliotecario meditó un instante, como convenía a una persona que se sabía de memoria el Diccionario de biografías de la ciudad. Luego, se encogió de hombros.

—¿Particularmente bueno? —quiso saber Vimes. El simio sacudió la cabeza.

—Bueno, entonces, ¿rematadamente malo? El simio se encogió de hombros y sacudió la cabeza de nuevo.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Vimes—, pondría ese libro en algún lugar seguro. Y también el libro de leyes. Son demasiado peligrosos.

—Oook.

Vimes se desperezó.

—Y ahora —dijo—, vamos a tomar una copa.

—Oook.

—Pero una pequeña, ¿eh? Nada más.

—Oook.

—Además, invitas tú.

—Eeek.

Vimes se detuvo y bajó la vista hacia el gran rostro amable.

—Dime una cosa —pidió—. Siempre he querido saberlo…, ¿es mejor ser un simio?

El bibliotecario meditó un instante.

—Oook —dijo.

—Ah, ¿de veras? —dijo Vimes.


Llegó el día siguiente. La habitación estaba abarrotada de altos dignatarios de la ciudad. El patricio se sentaba en su austera silla, rodeado por los consejeros. Todos los presentes lucían sonrisas de oreja a oreja.

Lady Sybil Ramkin estaba sentada a un lado, vestida con unos cuantos acres de terciopelo negro. Las joyas de la familia Ramkin brillaban en sus dedos, en su garganta y en los rizos negros de la peluca que llevaba aquel día. El efecto general era sobrecogedor, como un globo en el cielo.

Vimes encabezó el desfile de los guardias hasta el centro de la sala. Se detuvo en seco, como ordenaban las normas. Le había sorprendido ver que hasta Nobby había hecho un esfuerzo: su armadura tenía puntos brillantes aquí y allá. Y la expresión de Colon era de tanta satisfacción que parecía a punto de derretirse. La armadura de Zanahoria centelleaba.

Colon saludó según las normas por primera vez en toda su vida.

—¡Todos presentes, señor! —ladró.

—Muy bien, sargento —replicó Vimes fríamente. Se volvió hacia el patricio y arqueó una ceja concienzudamente.

Lord Vetinari le hizo un gesto con la mano.

—Descansad, muchachos, o relajaos, o como lo queráis llamar —dijo—. Creo que no necesitamos tanta ceremonia. ¿Qué opinas tú, capitán?

—Como desees, señor —respondió Vimes.

—Bien, señores —empezó el patricio, inclinándose hacia adelante—, han llegado a nuestros oídos las noticias de las magníficas hazañas que habéis llevado a cabo en defensa de la ciudad…

Vimes dejó vagar su mente mientras los dulces halagos les llovían encima. Durante un rato, se divirtió bastante observando las caras de los miembros del Consejo. Reflejaban toda una secuencia de expresiones a medida que hablaba el patricio. Por supuesto, era de vital importancia que tuviera lugar una ceremonia como aquélla. Así todo el asunto quedaría limpio y zanjado. Y olvidado. Sólo sería un capítulo más en la larga y emocionante historia de los etcétera, etcétera. A Ankh-Morpork se le daba muy bien empezar nuevos capítulos.

Su mirada errante cayó sobre lady Ramkin. Ella le guiñó un ojo. Vimes volvió la vista al frente, con una expresión que de repente era más rígida que un tablón.

—… muestra de nuestra gratitud —terminó el patricio, volviendo a sentarse.

Vimes se dio cuenta de que todo el mundo lo miraba.

—¿Perdón?

—He dicho, capitán Vimes, que hemos estado tratando de buscar alguna recompensa adecuada. Algunos ciudadanos relevantes… —Los ojos del patricio se posaron en los miembros del Consejo y en lady Ramkin—… y yo mismo, por supuesto, pensamos que se os debe conceder algún tipo de recompensa.

Vimes se quedó en blanco.

—¿ Recompensa ?

—Es lo habitual ante una muestra de comportamiento heroico —insistió el patricio. Vimes volvió a mirar al frente.

—Con sinceridad, no había pensado en eso, señor —dijo—. Aunque no puedo hablar por mis hombres, claro.

Se hizo un silencio tenso. Por el rabillo del ojo, Vimes vio cómo Nobby daba un codazo en las costillas al sargento. Al final, Colon se animó a dar un paso al frente, y ensayó otro saludo.

—Permiso para hablar, señor —murmuró. El patricio asintió.

El sargento carraspeó. Se quitó el casco y sacó de él una hoja de papel.

—Eh… —empezó—, bueno, como ha dicho su señoría, pensamos que eso, que hemos salvado a la ciudad y esas cosas, o sea que…, bueno, que la verdad, algunas cosas se podrían mejorar… y vamos, que nos lo merecemos, creo yo. No sé si me explico.

Todos los presentes asintieron. Así era como debían ser las cosas.

—Prosigue —lo animó el patricio.

—Así que, bueno, que nos dedicamos a pensar, y se nos ocurrieron un par de ideas —siguió el sargento—. No sé si me…

—Por favor, sargento, adelante —pidió el patricio—. No es necesario que hagas tantas pausas. Todos somos conscientes de la magnitud de vuestra hazaña. • —Bien, señor. Bueno, señor…, lo primero es la cosa de las pagas.

—¿Las pagas? —dijo lord Vetinari.

Miró a Vimes, que miró a la nada.

El sargento alzó la cabeza. Tenía la expresión cándida de un hombre que quiere llegar al fondo do un asunto.

—Sí, señor —dijo—. Treinta dólares al mes. No esta bien. Nosotros pensamos… —Se humedeció los labios y miró a su espalda, a los otros dos, que le hacían vagas señales de aliento—. Nosotros pensamos que no estaría mal que la paga base fuera de…, eh…, ¿treinta y cinco dólares? ¿Al mes? —Vio la expresión pétrea del patricio—. Con incrementos según rango… ¿de cinco dólares?

Se humedeció los labios de nuevo, desconcertado por la cara del patricio.

—No aceptaremos menos de cuatro —dijo—. Y es definitivo. Lo siento, señoría, pero así están las cosas.

El patricio volvió a mirar el rostro impasible de Vimes, luego clavó la vista en los guardias.

—¿Eso es todo? —preguntó.

Nobby susurró algo al oído de Colon, y luego volvió precipitadamente a su lugar. El sudoroso sargento se aferró al casco como si fuera la única cosa real del mundo.

—Hay otra cosa, eminencia —dijo. El patricio sonrió, como quien sabe lo que le van a decir.

—Ah.

—Está la cuestión de la tetera. No es que fuera muy buena, claro, pero Errol se la comió. Costaba casi dos dólares. —Tragó saliva—. Si a su señoría le da igual, nos vendría muy bien una tetera nueva.

El patricio se inclinó hacia adelante, agarrándose a los brazos de la silla.

—Me gustaría que esto quedara claro —dijo con voz gélida—. ¿Debemos entender que estáis pidiendo un pequeño aumento de sueldo y un utensilio doméstico?

Zanahoria susurró algo al otro oído de Colon.

El sargento volvió los ojos enrojecidos hacia los dignatarios. El borde de su casco estaba dando más vueltas que un molino.

—Bueno —empezó—, lo que pasa es que algunas veces, cuando tenemos el rato de descanso para la cena, o cuando las cosas están tranquilas…, al final de la guardia, por ejemplo…, bueno, el caso es que nos apetece relajarnos un poco, descargar los nervios…

Su voz se desvaneció.

—¿Sí?

Colon tomó aliento.

—Supongo que un juego de dardos será mucho pedir…

El retumbante silencio que siguió fue quebrado por un sonido desconcertante.

A Vimes se le cayó el casco de entre las manos temblorosas. La placa pectoral de la armadura tembló cuando la risa contenida durante años brotó en oleadas irreprimibles. Se volvió hacia la hilera de consejeros, y rió, rió, rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Se rió de su manera de levantarse, todos confusos y con cara de dignidad ultrajada.

Se rió del mundo, del bien y del mal.

Se rió, se rió, se rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Nobby se acercó de nuevo al oído de Colon.

—Ya te lo dije —siseó—. Te dije que no colaría. Sabía que pedir un juego de dardos era pasarse. Ahora se han enfadado con nosotros.


Queridos padres [escribió Zanahoria], no os lo vais a creer, pero sólo llevo en la Guardia unas pocas semanas, y ya soy un agente de pleno derecho, no un aprendiz. El capitán Vimes dice que el patricio en persona pidió que me ascendieran, y también que esperaba que tuviera una larga trayectoria llena de éxitos en la guardia, que él seguiría con especial interés. Además me han subido el sueldo diez dólares y también hemos recibido una paga extra de veinte dólares que el capitán Vimes pagó de su bolsillo, me lo ha dicho el sargento Colon. Te adjunto el dinero. Me he guardado un poco porque fui a ver a Reet y la señora Palma me dijo que todas las chicas habían estado siguiendo mi trayectoria también con Gran Interés, y voy a ir a cenar con ellas en mi noche libre. El sargento Colon me ha explicado cómo se hace la corte, es muy interesante y no tan complicado como parece. Arresté a un dragón pero si-escapó. Espero que el señor Varneshi esté bien.

Soy muy feliz, de verdad.

Vuestro hijo, Zanahoria.


Vimes llamó a la puerta.

Advirtió que se había hecho todo un esfuerzo por adecentar la mansión de los Ramkin. El césped descuidado había sido arrancado de raíz. Un anciano estaba subido en una escalera, arreglando el estucado de las paredes, mientras que otro, con una paleta, definía bastante arbitrariamente la línea donde acababa el césped y habían empezado los antiguos lechos de flores.

Vimes se colocó el casco bajo el brazo, se echó el pelo hacia atrás, y llamó a la puerta. Había pensado en pedir al sargento Colon que lo acompañara, pero desechó la idea rápidamente. No habría soportado las risitas. Además, ¿de qué tenía miedo? Había estado ante las fauces de la muerte tres veces. Cuatro, si contaba lo de mandar callar a lord Vetinari.

Para su sorpresa, le abrió la puerta un mayordomo tan viejo que parecía que acabara de resucitarlo al llamar.

—¿Sí, señor? —preguntó.

—Soy el capitán Vimes, de la Guardia de la ciudad —respondió.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

—Oh, sí —asintió—. La señora me avisó de su llegada. Creo que la señora está con sus dragones. Si quiere esperar aquí, iré a…

—Ya conozco el camino —replicó Vimes.

Echó a andar por el sendero.

Los cobertizos estaban hechos un desastre. Los troncos y los cajones astillados estaban dispersos por todas partes. Unos pocos dragones de pantano silbaron en tono de saludo tristemente.

Un par de mujeres se movían entre las cajas. Eran damas, desde luego. Iban demasiado descuidadas como para ser simples mujeres. Ninguna mujer normal habría soñado con dejarse ver tan desaliñada: para llevar ropas como aquéllas hacía falta la confianza absoluta que da saber quién fue el tatarabuelo de tu tatarabuelo. Y eran, como no pudo dejar de advertir Vimes, ropas de una calidad increíble, o al menos lo habían sido en el pasado; ropas compradas por los padres, pero tan caras y de tanta calidad que nunca se las ponían, e iban pasando de mano en mano, como la porcelana antigua y las cuberterías de plata maciza.

Criadoras de dragones, pensó. Se nota a la legua. Tienen un algo especial. Es esa manera de llevar los pañuelos de seda, las viejas chaquetas de mezclilla y las botas de montar de su abuelo. Y ese olor, claro.

Una mujer menuda, con un rostro que parecía de cuero curtido, clavó la vista en él.

—Ah —dijo—, usted debe de ser el valeroso capitán. —Se remetió un mechón de pelo blanco bajo el pañuelo de la cabeza, y extendió una morena manecita surcada de venas—. Soy Brenda Rodley. Esa de ahí es Rosie Devant-Molei. Dirige el refugio para dragones, ¿sabe?

La otra mujer, que tenía aspecto de poder levantar un carromato con una mano y cambiarle las ruedas con la otra, le dirigió una amable sonrisa.

—Samuel Vimes —dijo Vimes débilmente.

—Mi padre también se llamaba Sam —asintió Brenda—. Él decía que siempre se puede confiar en un Sam.—Hizo unos gestos a un dragón para que volviera a su caja—. Estamos echando una mano a Sybil. Como viejas amigas, ya sabe. Su colección está dispersa, los pequeños monstruitos se han escapado por toda la ciudad. Pero seguro que vuelven en cuanto tengan hambre. Qué estirpe, ¿eh?

—¿Perdón?

—Sybil cree que fue una especie de mutación, pero seguro que en dos o tres generaciones recuperamos la línea genética. Mis técnicas son famosas, ¿sabe? —dijo—. Sería increíble. Toda una nueva subespecie de dragones.

Vimes imaginó cientos de balas blancas surcando los cielos.

—Eh… sí.

—Bueno, tenemos que seguir.

—Disculpe, ¿no está lady Ramkin por aquí? —preguntó Vimes—. He recibido un mensaje que decía que era esencial que viniera urgentemente.

—Está ahí dentro, no sé dónde —dijo la señorita Rodley—. Me parece que tenía que hacer algo importante. ¡Oh, Rose, tontaina, ten cuidado con eso!

—¿Algo más importante que los dragones? —se extrañó Vimes.

—Sí. No me imagino qué podrá ser. —Brenda Rodley rebuscó en el bolsillo de su gigantesca chaqueta—. Encantada de haberlo conocido, capitán. Siempre es grato conocer a nuestros valientes defensores de la ley. Pase a visitarme si alguna vez va por allí. Me encantará enseñarle las instalaciones. —Extrajo una arrugada tarjeta y se la puso en la mano—. Tenemos que marcharnos, nos hemos enterado de que algunos de esos bichejos están intentando construir nidos en la torre de la Universidad. Eso no podemos consentirlo. Tenemos que bajarlos de allí antes de que oscurezca.

Vimes miró la tarjeta mientras la mujer echaba a andar por el sendero, cargada de redes y cuerdas.

Decía: Brenda, lady Rodley. Gasa Dower, Castillo de Quirm, Quirm. Se dio cuenta de que eso significaba que la que bajaba por el sendero con ropas impresentables era la duquesa de Quirm, dueña de más tierras de las que se podía ver desde lo alto de una montaña en un día muy claro. Nobby no lo habría aprobado. Al parecer, había una clase especial de pobreza que sólo los muy, muy ricos, podían permitirse.

Así era como se conseguía el poder auténtico: lo único que hacía falta era no pretenderlo, y nunca, nunca estar inseguro acerca de nada.

Volvió a la casa. Había una puerta abierta. Daba a un vestíbulo oscuro y con olor a cerrado. Arriba, en la penumbra, las cabezas de animales muertos poblaban las paredes. Al parecer los Ramkin habían puesto en peligro de extinción a más especies que la Era Glaciar.

Vimes caminó sin rumbo hasta llegar a un gran arco de caoba.

Era un comedor, en cuyo centro se encontraba una de esas mesas en las que los ocupantes de los extremos, se hallan en franjas horarias diferentes. Uno de los extremos estaba colonizado por candelabros de plata.

Había un servicio para dos. Junto a cada plato se alineaba toda una batería de cubiertos. Los candelabros arrancaban destellos de las antiguas copas de vino.

En aquel momento, una terrible premonición se apoderó de Vimes cuando lo invadió una vaharada de Seducción, el perfume más caro que se podía comprar en Ankh-Morpork.

—Ah, capitán. Qué amable ha sido al venir.

Vimes se volvió muy despacio, sin que sus pies parecieran moverse.

Lady Ramkin se erguía allí, magnífica, impresionante.

Vimes fue vagamente consciente de que llevaba un brillante vestido azul que brillaba a la luz de los candelabros. La peluca era una masa de rizos castaños, y el rostro una máscara de ansiedad que sugería que todo un batallón de hábiles pintores y decoradores acababan de desmantelar sus andamios. Un tenue crujido indicaba que, bajo las capas de tela, el corsé estaba sufriendo las presiones que sólo se suelen encontrar en el corazón de estrellas muy grandes.

—Yo, eh… —tartamudeó—. Si me hubiera, eh…, si me hubiera dicho, eh… Me habría vestido de manera más apropiada, eh… Extremadamente… Muy…

La mujer se cernió sobre él como una deslumbrante grúa.

En una especie de ensoñación, Vimes se dejó guiar hasta un asiento. Debió de comer, porque los criados aparecían de la nada con cosas rellenas de otras cosas, y luego regresaban para llevarse los platos. El mayordomo se reanimaba de cuando en cuando para llenar las copas de extraños vinos. El calor de las velas habría bastado para cocinar. Y lady Ramkin no dejó de hablar constantemente… sobre el tamaño de la casa, las responsabilidades de una hacienda tan grande, la sensación de que ya era hora de tomarse Más en Serio su Posición en la Sociedad, mientras el sol poniente teñía la habitación de rojo y a Vimes le empezaba a dar vueltas la cabeza.

La sociedad, consiguió pensar, no sabía lo que estaba a punto de caerle encima. Los dragones no fueron mencionados ni una sola vez, aunque, a media cena, algo puso la cabeza en la rodilla de Vimes y empezó a babear.

No encontró momento para intervenir en la conversación. Estaba superado…por todos los flancos, derrotado antes de empezar. Hizo un solo intento de alcanzar terrenos más elevados, desde los cuales huir.

—¿Adonde cree que han ido? —preguntó.

—¿Quién? —respondió lady Ramkin, deteniéndose por un momento.

—Los dragones. Ya sabe. Errol y su espo… y su pareja.

—Ah, a cualquier lugar rocoso y aislado, supongo —dijo la dama—. Es el lugar favorito de los dragones.

—Pero…, pero ella es una criatura mágica —señaló Vimes—. ¿Qué sucederá cuando la magia se acabe? Lady Ramkin le dirigió una sonrisa tímida.

—La mayoría de la gente se las arregla muy bien —dijo.

Extendió la mano por encima de la mesa para tocar la del capitán.

—Sus hombres creen que usted necesita alguien que le cuide —dijo.

—Ah, ¿sí?

—El sargento Colon me dijo que opinaba que nos llevaríamos como una maison en Flambe.

—Ah, ¿sí?

—Y me dijo otra cosa —siguió la dama—. ¿Cómo era exactamente? Ah, sí… «Es una posibilidad entre un millón, pero puede funcionar», me parece que fueron sus palabras exactas.

Lady Ramkin le sonrió.

Y entonces, de repente, Vimes se dio cuenta de- que-, en su categoría especial, era hermosa; se trataba de la misma categoría especial a la que pertenecían todas las mujeres que se habían tomado la molestia de sonreírle. Ella no podía hacerlo peor, pero claro, él no podía hacerlo mejor. Quizá hubiera una especie de equilibrio. Ya no era joven, pero ¿acaso era joven él? Y tenía clase, dinero, sentido común y seguridad en sí misma, todas las cosas de las que él carecía. Y ella le había abierto su corazón: si se lo permitía, lo podría envolver con él. Aquella mujer era una ciudad.

Al final, bajo asedio, uno acababa por hacer lo que siempre había hecho Ankh-Morpork: abrir las puertas, dejar entrar a los invasores e integrarse con ellos.

¿Por dónde empezar? La dama parecía esperar algo.

Vimes se encogió de hombros, cogió la copa tic vino y buscó una frase adecuada.

—Va por ti, nena —fue lo primero que se le ocurrío.

Los gongs de los templos dieron la medianoche.

(Y muy lejos, cerca del Eje, donde las Montañas del Carnero se unían a los imponentes picos del sistema central, donde extrañas criaturas peludas recorrían las nieves perennes, donde las tempestades aullaban entre las cumbres, las luces de un lamasterio se apagaron. En el patio, un par de monjes con túnicas amarillas cargaron la última caja de botellitas verdes en un trineo para la primera parte del viaje increíblemente difícil que harían hasta las lejanas llanuras. La etiqueta de la caja decía, «Sr. Y.V.A.L.R. Escurridizo, Ankh-Morpork».

—¿Sabes, Lobsang? —dijo uno de ellos—, no me puedo imaginar qué hace con esto.)


El cabo Nobbs y el sargento Colon descansaban contra un muro entre las sombras cerca del Tambor Remendado, pero se irguieron cuando salió Zanahoria con una bandeja. Detritus, el troll, le cedió el paso respetuosamente.

—Aquí tenéis, muchachos —dijo el joven—. Tres jarras de cerveza. Invita la casa.

—De maravilla, nunca pensé que lo lograras —respondió Colon al tiempo que cogía una por el asa—. ¿Cómo lo has convencido?

—Sólo tuve que explicarle que el deber de todos los buenos ciudadanos es ayudar a la guardia en cualquier momento —explicó Zanahoria con inocencia—. Y le di las gracias por su cooperación.

—Sí, y todo lo demás —se burló Nobby.

—No, eso fue todo lo que le dije.

—Pues debes de tener un tono de voz muy convincente.

—Ah. Bueno, muchachos, disfrutad mientras dure —indicó Colon.

Bebieron con gesto pensativo. Era un momento de paz suprema, unos pocos minutos arrebatados a las realidades de la vida real. Era un mordisco a la fruta robada, y como tal lo disfrutaron. En toda la ciudad no parecia haber nadie peleando, apuñalando o armando broncas, y por el momento casi podían imaginar que aquella maravillosa situación duraría cierto tiempo.

Aunque no fuera así, siempre les quedaban los recuerdos agradables. Recuerdos de correr y que la gente se apartara a su paso. Recuerdos de las expresiones horrorizadas de los guardias de palacio. Recuerdos de habían triunfado allí donde habían fracasado ladrones, héroes y dioses. Recuerdos de haber hecho las cosas casi bien Nobby dejó la jarra en la repisa de una ventana, dando unas pataditas al suelo para que los pies le entraran en calor, y se echó aliento a los dedos. Sólo tuvo que buscar unos instantes detrás de su oreja para dar con un fragmento de cigarrillo.

—Qué días, ¿eh? —suspiró Colon satisfecho, mientras la llama de una cerilla los iluminaba a los tres.

Los otros asintieron. El día anterior parecía haber transcurrido un siglo antes. Pero cosas como aquéllas no se podían olvidar, sucediera lo que sucediera en adelante.

—No quiero volver a ver un jodido rey en lo que me queda de vida —dijo Nobby.

—La verdad, no creo que fuera un rey —replicó Zanahoria.

—Ya no quedan reyes de verdad —dijo Colon, sin lamentarlo demasiado.

Diez dólares más al mes estaban cambiando su vida. La señora Colon se comportaba de manera muy diferente con un hombre capaz de aportar al hogar diez dólares más al mes. Las notas que le dejaba en la mesa de la cocina eran mucho más cariñosas.

—No, pero lo que quiero decir es que no hay nada de raro en tener una espada antigua —indicó Zanahoria—. Ni una marca de nacimiento. Yo mismo tengo una marca de nacimiento en el brazo.

—Mi hermano también tiene una —aportó Colon—. Parece un barco.

—La mía parece más bien una corona —dijo Zanahoria.

—Ah, claro, y por eso eres un rey —sonrió Nobby—. Es evidente.

—No veo por qué. Mi hermano no es almirante —razonó Colon.

—Y también tengo esta espada —siguió el muchacho.

La desenfundó. Colon la cogió de entre sus manos y la examinó a la luz que salía por la puerta del Tambor. La hoja era roma y corta, estaba mellada como una sierra. Parecía muy bien hecha, y quizá en el pasado hubiera lucido una inscripción, pero ahora el uso la había vuelto indescifrable.

—Bonita espada —dijo, pensativo—. Tiene buen equilibrio.

—Pero no es una espada de rey —replicó Zanahoria—. Las espadas de los reyes son brillantes, mágicas, tienen piedras preciosas y cuando las sostienes en alto reflejan la luz, ting.

—Ting —asintió Colon—. Sí. Supongo que sí.

—Lo que quiero decir, es que no se puede ir por ahí dando tronos a la gente sólo por cosas como ésas —siguió el muchacho—. Eso es lo que dijo el capitán Vimes.

—Pero lo de ser rey es un buen empleo —indicó Nobby—. Se trabaja pocas horas.

—¿Mmm?

Por unos momentos, Colon se había perdido en un pequeño mundo de especulaciones. Los reyes de verdad tenían espadas brillantes, obviamente. Pero, pero, pero quizá los reyes de verdad, en el pasado, preferían las espadas que no se andarán con zarandajas de luces, sino que fueran condenadamente eficaces cortando cosas. Pero no era nada más que una idea.

—Decía que ser rey es un buen empleo, que se trabaja pocas horas —repitió Nobby.

—Sí, sí, pero también se vive pocos años —señaló el sargento.

Miró pensativo a Zanahoria.

—Ah. Claro, eso es verdad.

—En cualquier caso, mi padre dice que ser rey es un trabajo muy duro —intervino el muchacho—. Hay que supervisar montones de cosas. —Se acabó la cerveza—. No es un trabajo para gente como nosotros. Nosotros… —Alzó la vista con orgullo—. Nosotros somos guardias. ¿Te encuentras bien, sargento?

—¿Eh? ¿Qué? Oh. Sí.

Colon se encogió de hombros. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Quizá las cosas se hubieran resuelto de la manera más conveniente. Apuró la jarra de cerveza.

—Será mejor que nos vayamos —dijo—. ¿Qué hora es?

—Las doce en punto —contestó Zanahoria.

—¿Algo más?

El muchacho pensó un instante.

—¿Y sereno? —aventuró.

—Exacto. Sólo estaba haciendo una prueba.

—¿Sabes una cosa? —dijo Nobby—. Tal como tú lo dices, chico, uno casi se podría creer que es verdad.


Contemplemos la escena desde lejos, cada vez desde más lejos.

Esto es el Disco, mundo y espejo de mundos, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes gigantescos, de pie a su vez sobre el caparazón de Gran A’Tuin, la Tortuga Celestial. Por toda la Periferia de este mundo, el océano se derrama incesantemente hacia la noche. En su eje se alza la pica del Cori Celesti, en cuyas brillantes alturas los dioses juegan con los destinos de los hombres…

… aunque no se sabe cuáles son las reglas.

En un extremo del Disco, empezaba a salir el sol. La luz de la mañana fluyó por el puzzle de mares y continentes, pero muy despacio, porque la luz se demora cuando se encuentra con un campo de magia.

En el otro extremo, donde la vieja luz del ocaso apenas había tenido tiempo de desaparecer de los valles más profundos, dos motas, una pequeña y otra grande, salieron volando de entre las sombras, planearon sobre las cataratas de la periferia, y se adentraron con decisión en las estrelladas profundidades del espacio.

Quizá la magia perduraría. Quizá no. Pero ¿acaso hay algo que dure para siempre?

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