Aquí es a donde fueron a parar los dragones.

Aquí yacen…

No están muertos, no están dormidos. No aguardan, porque el hecho de aguardar implica una cierta expectación. Posiblemente la palabra más adecuada sea…

… latentes.

Y aunque el espacio que ocupan no es como el espacio normal, están muy apretados. No hay ni un centímetro cúbico que no esté ocupado por una garra, una /.arpa, una escama o la punta de una cola, de manera que la sensación que da es como en esos dibujos engañosos, hasta que por fin los ojos comprenden que el espacio que hay entre dragones es, de hecho, otro dragón.

Podrían recordar a una lata de sardinas, si uno imaginara sardinas enormes, con garras, orgullosas y arrogantes.

Y probablemente, en algún lugar, estará la llave.

En otro espacio completamente diferente, la madrugada envolvía Ankh-Morpork, la más antigua, grande y sucia de las ciudades. Una lluvia fina caía del cielo plomizo y perforaba las nieblas del río que serpenteaban entre las calles. Las ratas de diferentes especies se dedicaban a sus ocupaciones nocturnas: cobijados en la capa oscura de la noche, los asesinos asesinaban, los asaltantes asaltaban y las busconas buscaban. Etcétera, etcétera.

Ebrio, el capitán Vimes, de la Guardia Nocturna, se tambaleó calle abajo, se dejó caer suavemente en el canalón junto a la Casa de la Guardia y se quedó allí tendido, mientras sobre él unas extrañas letras hechas de luz chisporroteaban con la humedad, y cambiaban de color…

La ciudad era una…, una…, una cosa de ésas. Una mujer. Eso, una mujer. Una mujer vieja y eso. Te seducía, te dejaba que te eso, que te enamoraras, y luego te daba una buena patada en eso, en…, en la… cosa con d… en la dengua…, no, en los dientes. Eso, eso es lo que hacía la muy…, la muy animal…, ya sabes, la mujer del bicho ese…, la zorra. Y entonces la odiabas, y justo cuando pensabas que ya la tenías en un…, en un…, bueno, en un ése…, te abría su enorme corazón podrido y te cogía de impra… impre… improviso. Eso. Nunca sabías a qué atentarte…, atontarte…, atenerte. Lo único que sabías era que no podías soltarla. Porque era tuya, tuya hasta la última alcantarilla…

La húmeda oscuridad envolvía los venerables edificios de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia. No había más luz que un tenue parpadeo octarino en las pequeñas ventanas del nuevo edificio de Magia de Alto Voltaje, donde los cerebros más experimentados estaban estudiando el tejido mismo del universo, tanto si le gustaba como si no.

Y claro, también había luz en la biblioteca.

La biblioteca contenía la mayor colección de libros sobre magia de todo el multiverso. Miles de volúmenes de sabiduría ocultista combaban los estantes.


Se decía que, como una gran cantidad de magia puede distorsionar seriamente el mundo cotidiano, la biblioteca no obedecía las normas habituales de espacio y tiempo. Se decía que era infinita. Se decía que uno podía vagar días y días entre las estanterías más lejanas, que había tribus de estudiantes e investigadores perdidos, que en algunas zonas habitaban cosas extrañas, perseguidas por otras cosas aún más extrañas[1].

Los estudiantes inteligentes que se aventuraban a buscar algún libro alejado dejaban marcas de tiza en los estantes a medida que se adentraban en la oscuridad, y encargaban a sus amigos que los buscaran si no habían regresado para la hora de cenar.

Además, como la magia sólo se puede confinar hasta cierto punto, los libros de la biblioteca eran algo más que pulpa de madera en forma de papel.

Sus lomos chisporroteaban con energía mágica, controlada sólo por los hilos de cobre que colgaban de cada estantería a modo de toma de tierra. Unos leves rastros de fuego azul recorrían los volúmenes, y se oía un sonido, un susurro como de papel, como si hubiera una colonia de estorninos anidando entre ellos. En el silencio de la noche, los libros charlaban entre ellos.

También se oían ronquidos.

La luz procedente de las estanterías no iluminaba la oscuridad, sino más bien la subrayaba, pero el parpadeo violáceo habría bastado para que cualquiera que pasara por allí localizara un viejo escritorio destartalado, bajo la cúpula principal.

Los ronquidos provenían de debajo de él, donde una manta desastrada apenas cubría lo que parecía un montón de sacos de arena, pero eran de hecho un orangután macho adulto. Era el bibliotecario.

Ya quedaba poca gente que mencionara el hecho de que se trataba de un simio. El cambio lo había provocado un accidente mágico, cosa que siempre es un riesgo calculado cuando uno se encuentra en compañía de tantos libros poderosos. Pero se lo había tomado bastante bien. Al fin y al cabo, conservaba su forma en lo básico. Y le habían permitido que siguiera con su trabajo, que por cierto se le daba bastante bien, aunque la palabra «permitido» no era la más apropiada. Era mas bien por su manera de doblar hacia arriba el labio superior para dejar al descubierto más dientes increíblemente amarillos de los que había en cualquier boca que hubiera visto el Consejo de la Universidad. Por eso el tema nunca se había tratado de manera oficial.

Pero ahora había otro sonido, el sonido extraño de una puerta al abrirse. Unos pasos resonaron por el sucio y se perdieron entre las estanterías abarrotadas. Los libros crepitaron indignados ante la intromisión, y algunos de los grimorios más grandes sacudieron sus cadenas.

El bibliotecario siguió durmiendo, arrullado por el susurro de la lluvia.

Al abrigo de su canalón, el capitán Vimes de la Guardia Nocturna abrió la boca y empezó a cantar.


Una figura envuelta en una capa negra recorría las calles nocturnas, pasando de portal a portal para ocultarse, hasta llegar a un portalón sombrío. Ningún portalon puede llegar a ser tan sombrío sin esfuerzo. Parecía tomo si el arquitecto hubiera recibido instrucciones concretas. Queremos algo escalofriante en roble oscuro, le debían de haber dicho. Así que pon una gárgola bien desagradable sobre el arco, que al cerrarse suene como la patada de un gigante…, en fin, que quede bien claro para cualquiera que la vea que no es una de esas puertas cuyos timbres hacen «ding-dong».

La figura dio una serie de golpecitos a un complicado ritmo en la madera oscura. Se abrió una pequeña mirilla protegida por barrotes, y un ojo suspicaz escudriñó el exterior.

—El búho sensato ulula a medianoche —dijo el visitante, tratando de sacudirse la lluvia de la capa.

—Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo —entonó la voz al otro lado de la rejilla.

—Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera —replicó la figura empapada.

—Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.

—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina.

—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado —siguió la voz tras la puerta.

Hubo una pausa durante la cual sólo se oyó el sonido de la lluvia.

—¿Qué? —preguntó al final el recién llegado.

—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado.

Otra pausa, esta vez más larga.

—¿Estás seguro de que la torre mal construida no tiembla al paso de la mariposa? —insistió la figura empapada.

—Qué va. Es la sopa de verduras. Lo siento. La lluvia seguía cayendo despiadada sobre el embarazoso silencio.

—¿Y la ballena enjaulada? —preguntó el empapado visitante, tratando de arrebujarse en el escaso refugio que ofrecía el temible portal.

—¿Qué le pasa?

—Que no sabe nada sobre las grandes profundidades, para que te enteres.

—Ah, la ballena enjaulada. Tú a los que buscas es, los Hermanos Esclarecidos de la Noche Ébano. Es tres puertas más abajo.

—¿Y quiénes sois vosotros?

—Somos los Iluminados y Antiquísimos Hermanos de Ee.

—Creía que os reuníais en la calle Melaza —señalo el hombre empapado.

—Sí, bueno, pero ya sabes cómo van estas cosas. Los del taller de marroquinería usan la sala los martes, y nos hicimos un lío.

—Ah. Bueno, pues gracias.

—No hay de qué.

La puertecita de la mirilla se cerró.

La figura envuelta en la capa se la quedó mirando un momento, y luego chapoteó sobre los charcos, calle abajo. Era verdad, allí había otro portal. El diseñador no se había molestado en variar mucho el estilo.

Llamó con los nudillos. La puertecita de la mirilla se abrió.

—¿Sí?

—Oye, el búho sensato ulula a medianoche, ¿vale?

Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo.

— Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera, ¿te enteras?

Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.

—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina. Aquí están cayendo chuzos de punta, supongo que lo sabes.

—Sí —replicó el otro con el tono de voz de quien, desde luego, lo sabe, pero no se está mojando.

El visitante suspiró.

— La ballena enjaulada no sabe nada sobre las grandes profundidades, y vale ya.

—La torre mal construida tiembla al paso de la mariposa.

La figura empapada se aferró a los barrotes de la mirilla y se alzó sobre las puntas de los pies.

—Venga, déjame entrar, estoy calado —siseó. Hubo otra pausa llena de lluvia.

—Esas profundidades… ¿dijiste que eran grandes?

—Sí, lo dije, y bien claro. Unas profundidades todo lo grandes que quieras. Soy yo, el Hermano Dedos.

—Pues no te lo oí decir —insistió cauteloso el vigilante de la puerta.

—Oye, ¿queréis el maldito libro o no? Nadie me obliga a hacer esto. Podría estar tranquilamente en mi cama, a ver si te enteras.

—¿Seguro que lo dijiste?

—Estoy completamente seguro de que son unas profundidades profundísimas —lo apremió el Hermano Dedos—. Sabía lo profundas que eran cuando tú no eras más que un neófito. ¡Ahora, haz el favor de abrir |« puerta!

—Bueno…, de acuerdo.

Sonaron varios cerrojos oxidados. Otra pausa.

—¿Te importa darle un empujón? —dijo la voz desde dentro—. La Puerta del Conocimiento que No Debe Traspasar el Ignorante se atranca en cuanto caen cuatro gotas.

El Hermano Dedos arrimó el hombro y empujó. La puerta se abrió. Lanzó una mirada asesina al Hermano Portero, y se dirigió hacia el interior.

Los demás le aguardaban en el Santuario Interior, de pie, con el aire desconcertado de los que no están acostumbrados a usar siniestras capas negras con capuchas. El Gran Maestro Supremo le hizo un gesto de saludo.

—Eres el Hermano Dedos, ¿verdad?

—Sí, Gran Maestro Supremo.

—¿Traes aquello en pos de lo cual se te envió? El Hermano Dedos se sacó un paquete de entre los pliegues de la capa.

—Estaba donde dije —afirmó—. Ningún problema.

—Bien hecho, Hermano Dedos.

—Gracias, Gran Maestro Supremo.

El Gran Maestro Supremo dio unos cuantos manotazos para pedir silencio. Todos los asistentes formaron una especie de círculo en torno a él.

—Llamo al orden al Único y Supremo Congreso di los Hermanos Esclarecidos —entonó—. ¿Está bien se liada la Puerta del Conocimiento, para impedir la entrada a herejes e ignorantes?

—A cal y canto —replicó el Hermano Portero—. Es por la humedad. La semana que viene traeré la lija, eso lo arreglo yo en un perique…

—De acuerdo, de acuerdo —lo interrumpió el Gran Maestro Supremo—. Con un simple «sí» bastaba. ¿Se ha dibujado bien el triple círculo? ¿Están aquí todos los que son, son todos los que están? ¡Ay del ignorante que se encontrara aquí, pues sería expulsado de este lugar, sus charnelas desgarradas, sus ordinales esparcidos a los cuatro vientos, sus lipasas clavadas en una estaca! ¿qué pasa ahora?

Disculpa, ¿has dicho Hermanos Esclarecidos! El Gran Maestro Supremo clavó la vista en la solitaria figura que levantaba la mano.

—Sí, los Hermanos Esclarecidos, guardianes del sagrado conocimiento desde tiempos inmemoriales…

—Desde febrero —aportó el Hermano Portero, siempre dispuesto a cooperar.

El Gran Maestro Supremo tenía la sensación de que el Hermano Portero nunca acababa de entrar en el espíritu del asunto.

—Lo siento. Lo siento. Lo siento —dijo la figura, preocupada—. Me equivoqué de sociedad. Cuánto lo siento. Debí de equivocarme de callejón. Ya me voy, si me disculpáis, perdonad…

—Sus lipasas clavadas en una estaca —repitió el Gran Maestro Supremo, alzando la voz para hacerse oír por encima del estruendo que armaba el Hermano Portero tratando de abrir el temible portal atrancado—. ¿Estamos ya? ¿Hay algún otro ignorante que se haya equivocado de fiesta? —añadió con cierto sarcasmo—. bien. Estupendo. Supongo que será mucho pedir que alguien me informe de si las Cuatro Torres de Vigilancia están cerradas. Ah, perfecto. ¿Y el Pantalón de Santidad alguien se ha molestado en confesarlo? Ah, tú. ¿Bien? Lo comprobaré, si no te importa… Vale. ¿Están todas las ventanas cerradas con los Cordones Rojos del Intelecto, como ordenan las antiguas leyes? Bien. Ahora, a lo mejor podemos seguir.

Con el ceño ligeramente fruncido de quien acaba de pasar un dedo por el estante más alto de su nuera, y contra todo pronóstico ha descubierto que está inmaculadamente limpio, el Gran Maestro prosiguió.

Qué pandilla, pensó. Vaya puñado de incompetentes, en otra sociedad secreta no los tocarían ni con un Cetro de Autoridad de tres metros de largo. Son de los que se dislocan los dedos hasta con el apretón de manos secreto más sencillo.

Pero, pese a todo, son unos incompetentes con posibilidades. Que las otras sociedades se queden con los hábiles, los esperanzados, los ambiciosos, los inteligentes, Él prefería a los inútiles resentidos, los que estaban llenos de bilis e ira, los que sabían que podrían hacer algo grande si se les diera la oportunidad. Prefería a Aquellos cuyas riadas de veneno y ansia de venganza solo estaban refrenadas por delgados muros de ineptitud y paranoia.

Y de estupidez, claro. Todos habían formulado el juramento, pero ni a uno se le había ocurrido preguntar qué era una lipasa.

—Hermanos —dijo—, esta noche tenemos que discutir asuntos de vital importancia: el buen gobierno…, no, qué digo, el futuro mismo de Ankh-Morpork está en nuestras manos.

Todos se inclinaron hacia adelante para oír mejor. El Gran Maestro Supremo sintió el cosquilleo de la vieja sensación de poder. Estaban pendientes de sus palabras. Sólo por aquella sensación gloriosa ya valía la pena vestirse con esa estúpida capa.

—¿No sabemos bien que la ciudad está bajo la zarpa de hombres corruptos, que se refocilan en sus tesoros mal ganados, mientras que hombres mejores tienen que sufrir el yugo de una esclavitud virtual?

—¡Y tanto que sí! —replicó el Hermano Portero con vehemencia, en cuanto tuvo tiempo de traducirlo mentalmente—. Sin ir más lejos, la semana pasada, en el Gremio de Panaderos, intenté decirle al Maestro Critchley que…

No fue por contacto visual, porque el Gran Maestro Supremo se había asegurado bien de que las capuchas de la Hermandad ocultaran todos los rostros para darles un aire místico, pero aun así consiguió hacer callar al Hermano Portero simplemente con un ejercicio de silencio puro, ultrajado.

—Pero no siempre fue así —continuó el Gran Maestro Supremo—. Hubo en el pasado una era dorada, cuando aquellos dignos de poder y respeto recibían su justa recompensa. Una era en la que Ankh-Morpork no era simplemente una ciudad grande, sino grandiosa. Una era caballeresca… ¿Sí, Hermano Vigilatorre?

La corpulenta figura envuelta en su capa bajó la mano.

—¿Quieres decir cuando teníamos reyes?

—Muy bien, Hermano —asintió el Gran Maestro Supremo, algo molesto ante aquella inusual muestra de inteligencia—. Una era…

—Pero eso ya se acabó hace cientos de años —insistió el Hermano Vigilatorre—. ¿No hubo una gran batalla, o algo por el estilo? Y desde entonces lo que hemos tenido han sido gobernantes como el patricio.

—Sí, muy bien, Hermano Vigilatorre.

—Lo que intento decir es que eso de los reyes ya no existe —aclaró el aludido.

—Como dice el Hermano Vigilatorre, la estirpe de…

—Me di cuenta cuando mencionaste eso de la era caballeresca.

—Más o menos, y…

—Eso es lo que pasa cuando hay reyes, que también hay caballeros —insistió alegremente el Hermano Vigilatorre—. Y torneos. Y también tenían…

En cualquier caso —lo interrumpió bruscamente el Gran Maestro Supremo—, es muy posible que la estirpe de los reyes de Ankh no esté tan extinta como hemos dado por supuesto, y que haya algún descendiente de esta estirpe aún con vida. Así parecen indicarlo mis investigaciones de antiquísimos pergaminos.

Los miró, expectante. Pero sus palabras no habían surtido el efecto que él esperaba. Probablemente habrían entendido lo de «descendiente», pensó, pero con lo de «estirpe» se me ha ido la mano.

El Hermano Vigilatorre levantó la mano de nuevo.

—¿Sí?

—¿Estás diciendo que puede haber por ahí algún heredero del trono?

—Es posible, sí.

—Claro. Es lo que suele pasar, ya se sabe —dijo el Hermano Vigilatorre con gesto de entendido—. Constantemente. Lo pone en los libros. Los llaman bástagos. Se crían en pueblos perdidos, van pasándose una espada secreta y una marca de nacimiento de generación en generación, y todo eso. Entonces, justo cuando su antiguo reino los necesita, aparecen y echan a los usurpadores que haya por ahí. Y hay regocijo general. El Gran Maestro Supremo se quedó boquiabierto. No había esperado que fuera tan sencillo.

—Sí, muy bien —intervino una figura, que el Gran Maestro sabía que era el Hermano Revocador—. Pero ¿qué importa? Supongamos que aparece un bástago de ésos, va al patricio y le dice, «Qué tal, soy el rey de aquí, tengo la marca de nacimiento y todo eso, ya te puedes largar.» ¿Qué conseguirá? Una expectativa de vida de unos dos minutos, y eso con mucha suerte.

—Es que no te enteras —bufó el Hermano Vigila-torre—. La cosa es que el bástago tiene que llegar cuando el reino está en peligro, ¿no? Así todo el mundo se entera. Lo llevan en hombros al palacio, cura a unas cuantas personas, proclama medio día de fiesta, tira por ahí unas cuantas monedas del tesoro, y marchando.

—También tiene que casarse con una princesa —señaló el Hermano Portero—. Porque es un porquero. Todos le miraron.

—¿Quién ha dicho nada de que sea un porquero? —bufó el Hermano Vigilatorre—.Yo no he dicho que sea un porquero. ¿Por qué va a ser un porquero, a ver?

—No le falta razón —intervino el Hermano Revocador—. El bástago típico suele ser un porquero, o un campesino. Es por el no sé qué ése, el cognito. Tiene que parecer que son de origen humilde.

—Pues los orígenes humildes no tienen nada de especial —dijo un Hermano muy menudo, que parecía consistir enteramente en una túnica negra con halitosis—. Yo tengo montones de orígenes humildes. En mi familia pensábamos que los porqueros eran gente de elevada posición social.

—Pero tu familia no es de sangre real, Hermano Yonidea —dijo el Hermano Revocador.

—Pues no veo por qué no —replicó el otro, malhumorado.

—Vale, como quieras —siguió el Hermano Vigilatorre—. El caso es que, en el momento preciso, el rey de verdad se echa hacia atrás la capucha y dice «¡Aquí estoy!», y todos ven su majestad.

—¿Cómo, exactamente? —preguntó el Hermano Portero.

—… no veo por qué no voy a tener sangre de reyes —murmuraba el Hermano Yonidea—. No tiene derecho a. decir que no tengo sangre de…

¡Pues mira, porque la ven y basta! Se les nota en la cara, digo yo.

—Pero antes de eso, tiene que salvar al reino —dijo el Hermano Revocador.

—Ah, sí, claro —asintió el Hermano Vigilatorre—. Es lo más importante.

—¿Y de qué?

—… tengo tanto derecho como cualquiera a llevar sangre real…

¿Del patricio? —sugirió el Hermano Portero.

El Hermano Vigilatorre, que de repente se había convertido en una autoridad sobre temas de la realeza, sacudió la cabeza.

—No creo que se pueda decir que el patricio sea una amenaza —respondió—. No es precisamente un tirano. Los hemos tenido bastante peores. Lo que quiero decir es que…, bueno, que no oprime.

Pues yo me paso el tiempo oprimido —replicó el Hermano Portero—. El Maestro Critchley, mi jefe, se pasa el día oprimiéndome, me grita y todo eso. Y la mujer de la verdulería…, ésa sí que me oprime.

—Es verdad —asintió el Hermano Revocador—. Mi casero me oprime cosa mala. Se pasa el día llamando a la puerta, venga una y otra vez, por el alquiler que dice que le debo, cosa que es mentira, por supuesto. Y los vecinos de al lado me oprimen toda la noche. Les he dicho que me paso el día trabajando, y que un hombre necesita tiempo para aprender a tocar la tuba. Eso es opresión, desde luego. Me paso la vida oprimido.

—Hombre, visto así… —asintió el Hermano Vigila-torre—. La verdad es que mi cuñado es un auténtico opresor conmigo, con eso de que se ha comprado un caballo y un carro nuevos. Y yo no tengo. ¿Verdad que no es justo? Seguro que un rey no permitiría que hubiera estas opresiones, que las esposas fueran oprimiendo a la gente con que por qué no tenemos nosotros un carro nuevo como mi hermano Rodney, y todas esas cosas.

El Gran Maestro Supremo escuchaba todo con un ligero sentimiento de euforia. Era como si supiera que existen unas cosas llamadas avalanchas, pero jamás hubiera imaginado la que se iba a armar cuando tiró la bolita de nieve desde la cima de la montaña. Apenas se había visto obligado a empujarlos en la dirección adecuada.

—Me apuesto lo que sea a que un rey les diría un par de verdades a los caseros —dijo el Hermano Revocador.

—Y prohibiría que la gente tuviera carros tan ostentosos —asintió el Hermano Vigilatorre—. Y comprados con dinero robado, seguro.

—Creo —intervino el Gran Maestro Supremo, para que las cosas no se exagerasen demasiado— que un rey sabio sólo permitiría que tuvieran coches ostentosos aquellos que lo merecieran.

Hubo una pausa en la conversación, mientras los Hermanos reunidos dividían mentalmente el universo en la categoría de los merecedores y los no-merecedores, y se situaban en el lado apropiado.

—Sería justo —dijo al final el Hermano Vigilatorre—. Pero la verdad es que el Hermano Revocador tiene razón. No me imagino a un bástago presentándose aquí sólo porque el Hermano Portero cree que la dependienta de la verdulería lo mira mal. Sin ánimo de ofender.

—Y encima siempre me engaña en el peso —bufó el Hermano Portero—. Además…

—Sí, sí, sí —lo interrumpió el Gran Maestro Supremo—. Sin duda, las buenas gentes de Ankh-Morpork están bajo la garra de muchos opresores. El caso es que los reyes suelen aparecer en circunstancias un poco más especiales. Como una guerra, por ejemplo.

Las cosas iban muy bien. Sin duda, pese a toda su estupidez, alguno tendría la inteligencia necesaria como para hacer la sugerencia correcta.

—Antes había profecías antiguas, o cosas por el estilo —dijo el Hermano Revocador—. Me lo dijo mi abuelo. —Le brillaban los ojos por el esfuerzo de recordar—. «Vendrá el rey, trayendo Ley y Justicia, de su boca sólo saldrá la Verdad, para Proteger y Servir al Pueblo con su Espada.» No me miréis así, que no me lo estoy inventando.

—Bah, esa leyenda nos la sabemos todos. Para lo que sirve… —se burló el Hermano Vigilatorre—. A ver, para empezar, ¿qué hace ese tipo? ¿Llega a caballo con la Ley y la Verdad como si fueran los Cuatro Jinetes del Apocalipsis? «Hola a todos, soy el rey, y esa de ahí es la Verdad, que está dando agua al caballo.» No parece muy sensato. Naa, uno no se puede fiar de esas leyendas antiguas.

—¿Por qué no? —preguntó el Hermano Yonidea.

—Porque son legendarias. Por eso —replicó el Hermano Vigilatorre.

—Pues a mí me gustan las de princesas durmientes —intervino el Hermano Revocador—. Sólo un auténtico rey puede despertarlas.

—No seas burro —lo reprendió el Hermano Vigilatorre—. No tenemos ningún rey, así que tampoco puede haber princesas. Es de lógica.

—Claro, que en los viejos tiempos era más sencillo —dijo el Hermano Portero.

—¿Por qué?

—Lo único que tenían que hacer era matar a un dragón.

El Gran Maestro Supremo juntó las manos y ofreció una plegaria silenciosa al dios que le hubiera estado escuchando. Había estado en lo cierto sobre aquel puñado de imbéciles. Tarde o temprano, sus cerebros atrofiados los guiaban hacia donde él quería.

—Qué idea tan interesante —aplaudió.

—Pero no sirve de nada —replicó el Hermano Vigilatorre—. Ya no hay dragones grandes.

—Pero podría haberlos.

El Gran Maestro Supremo hizo crujir los nudillos.

—¿Volverán? —se interesó el Hermano Vigilatorre.

—He dicho que es posible.

Desde las profundidades de la capucha del Hermano Vigilatorre se oyó una risita nerviosa.

—¿Los de verdad? ¿Los que tienen alas y triangulitos en el lomo?

—Sí.

—¿Los que lanzan llamas por la boca?

—Sí.

—¿Los que tienen esa especie de uñas largas en las patas?

—¿Garras? Oh, sí. Todas las que quieras.

—¿Cómo que tantas como quiera?

—Creo que está bien claro, Hermano Vigilatorre. Si quieres dragones, puedes tener dragones. Puedes traer un dragón aquí. Ahora. A la ciudad.

—¿Yo?

—Todos vosotros. Es decir, nosotros —insistió el Gran Maestro Supremo.

El Hermano Vigilatorre titubeó.

—Pues la verdad, no sé si es buena idea…

—Y obedecería todas vuestras órdenes.

Eso los hizo guardar silencio. Eso los hizo pensar. Eso cayó sobre sus diminutos cerebros como un buen trozo de carne en una perrera.

—¿Te importa repetirlo? —pidió el Hermano Revocador.

—Podéis controlarlo. Podéis obligarlo a que haga lo que queráis.

—¿A un dragón de verdad?

En la intimidad de su capucha, el Gran Maestro Supremo puso los ojos en blanco.

—Sí, uno de verdad. No uno de esos dragoncitos de pantano que la gente tiene en casa. Uno de verdad.

—Pero yo creía que eran…, ya sabes, ritos. El Gran Maestro Supremo se inclinó hacia adelante.

—Eran mitos, y eran reales —dijo en voz alta—. Onda y partícula a la vez.

—Ahí me he perdido —señaló el Hermano Revocador.

—En ese caso, os haré una demostración. Por favor, Hermano Dedos, el libro. Gracias. Hermanos, debo deciros que, cuando aprendía a los pies de los Maestros Secretos…

—¿De los qué, Gran Maestro Supremo? —preguntó el Hermano Revocador.

—¿Qué te pasa, por qué no escuchas nunca? ¡Ha dicho «Maestros Secretos»! —gritó el Hermano Vigilatorre—. Ya sabes, los venerables sabios que viven en no sé qué montaña, lo gobiernan todo en secreto, le enseñaron eso de la sabiduría y pueden caminar sobre el fuego y esas cosas. Nos lo dijo la semana pasada. Nos va a enseñar, ¿a que sí, Gran Maestro Supremo? —terminó, obsequioso.

—Ah, los Maestros Secretos —asintió el Hermano Revocador—. Lo siento. Es por estas capuchas místicas. Lo siento. Secretos. Ya me acuerdo.

Cuando yo gobierne esta ciudad, se dijo para sus adentros el Gran Maestro Supremo, se acabará todo esto. Fundaré una nueva sociedad secreta, llena de hombres astutos e inteligentes, aunque no demasiado inteligentes, claro, no demasiado inteligentes. Expulsaremos al tirano y habrá una nueva era de ilustración, fraternidad y humanismo, y Ankh-Morpork será una Utopía, y la gente como el Hermano Revocador arderá a fuego lento. Junto con sus lipasas.[2]

—Como decía, cuando estaba aprendiendo a los pies de los Maestros Secretos… —continuó.

—Fue cuando te dijeron que caminaras sobre papel de arroz, ¿verdad? —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre, en tono coloquial—. Siempre me ha parecido un buen detalle. Desde que lo contaste la primera vez, guardo el papel que viene en las cajas de zapatos. Es realmente sorprendente. Puedo caminar sobre él sin problemas. Eso demuestra lo mucho que te ayuda estar en una buena sociedad secreta.

El Hermano Revocador no arderá solo, pensó el Gran Maestro Supremo.

—Tus pasos por el camino de la iluminación son un ejemplo para todos nosotros, Hermano Vigilatorre —dijo—. De todos modos, si me permitís proseguir, entre los muchos secretos que aprendí…

—… sobre la esencia del ser… —aportó el Hermano Vigilatorre, aprobador.

—… sobre la esencia del ser, como dice el Hermano Vigilatorre, estaba la ubicación exacta actual de los dragones nobles. Es erróneo pensar que todos murieron. Sencillamente, encontraron un nuevo camino de evolución. Y podemos invocarlos. —Blandió el libro—. Aquí tenemos las instrucciones concretas.

—¿Y están en un libro, así como si tal cosa? —se asombró el Hermano Revocador.

—No es un libro cualquiera. Es el único ejemplar que existe. He tardado años en localizarlo —dijo el Gran Maestro Supremo—. Está escrito del puño y letra de Tubal de Malaquita, un gran experto en el tema de los dragones. Es su propia caligrafía. Él invocaba dragones de todos los tamaños, y vosotros podéis hacer lo mismo.

Hubo otro largo silencio de asombro.

—Mmm —dijo al final el Hermano Portero.

—A mí es que eso me parece como…, bueno, ya sabes, cosa de magia —señaló el Hermano Vigilatorre, con el tono nervioso de quien acaba de ver bajo qué va-sito está la bola, pero no quiere decirlo—. O sea, no quiero cuestionar tu sabiduría suprema ni nada por el estilo…, pero…, no sé…, eso de la magia…

Su voz se apagó.

—Exacto —asintió el Hermano Revocador, incómodo.

—Es…, es por los magos, ¿sabes? —intervino el Hermano Dedos—. A lo mejor no te enteraste porque estabas con los venerables venerados en esa montaña, pero aquí a los magos no les hace gracia que hagas nada mágico, se te ponen en contra, y no es buena cosa.

—Dicen que es cuestión de profesionalidad —dijo el Hermano Revocador—. O sea, que yo no voy por ahí metiéndome en asuntos místicos, y ellos no van por ahí haciendo revocados de fachadas.

—No comprendo cuál es el problema —replicó el Gran Maestro Supremo.

En realidad, lo comprendía perfectamente. Aquél era el último obstáculo. Si conseguía que sus cerebros atrofiados lo saltaran, tendría el mundo en la palma de la mano. El egoísmo estúpido de aquellos hombres no lo había decepcionado hasta entonces, y no lo haría ahora…

Los Hermanos se removieron, inquietos, hasta que el Hermano Yonidea rompió el silencio.

—Bah. Magos. Ésos sí que no han dado golpe en su vida.

El Gran Maestro Supremo suspiró, aliviado.

El ambiente general de resentimiento se había hecho casi palpable.

—Son unos vagos, desde luego —bufó el Hermano Dedos—. Siempre van por ahí con cara de ser mejores que nadie. Yo los veía a menudo cuando trabajaba en la Universidad. Unos fanfarrones, os lo digo yo. Nadie los ha visto hacer un trabajo honrado.

—¿Como robar, por ejemplo? —señaló el Hermano Vigilatorre, al que no le caía demasiado bien el Hermano Dedos.

—Pero claro —siguió el Hermano Dedos, haciendo caso omiso del comentario—, siempre te dicen que no puedes ir por ahí haciendo magia, por eso del equilibrio y la armonía universal, y no sé qué tonterías más. A mí siempre me han parecido sandeces.

—Bueeeno… —titubeó el Hermano Revocador—. La verdad, no sé. Quiero decir, si haces mal la mezcla, te pones hasta las rodillas de cemento. Pero si haces mal la magia, aunque sea sólo un poquito mal, dicen que aparecen cosas horribles y se te llevan.

—Sí, pero los que dicen eso son los magos —señaló el Hermano Vigilatorre, pensativo—. Si os he de ser sincero, yo tampoco los he soportado nunca. A lo mejor es que tienen un buen secreto y no quieren que los demás nos enteremos. Al fin y al cabo, sólo se trata de mover un poco los brazos y decir palabras raras.

Los Hermanos meditaron unos momentos. Parecía plausible. Si ellos tuvieran un buen chollo, no querrían que nadie más se metiera en el ajo.

El Gran Maestro Supremo decidió que ya había llegado la hora.

—Entonces, Hermanos, ¿estamos de acuerdo? ¿Estáis preparados para practicar la magia?

—Ah, practicar —suspiró el Hermano Revocador, ya más tranquilo—. Practicar no me importa. Mientras no la hagamos de verdad…

El Gran Maestro Supremo dio un golpe con el libro.

—¡Quiero decir que si estáis preparados para hacer auténticos hechizos! ¡Para devolver los buenos tiempos a la ciudad! ¡Para invocar un dragón! —gritó.

Todos dieron un paso hacia atrás…

—Y entonces… —titubeó el Hermano Portero—. Si hacemos que venga el dragón, ¿el rey legítimo aparecerá aquí, así, sin más?

—¡Exacto! —exclamó el Gran Maestro Supremo.

—Ya entiendo —lo apoyó el Hermano Vigilatorre-. Por el destino y esas cosas.

Hubo un momento de silencio, y luego un asentimiento general de capuchas. Sólo el Hermano Revocador parecía algo descontento.

—Bueno… —dijo—. No se nos escapará la cosa de las manos, ¿verdad?

—Te aseguro, Hermano, que podrás dejarlo cuando quieras —lo tranquilizó el Gran Maestro con la voz más dulce de que fue capaz.

—Vale…, entonces, bien —replicó el otro de mala gana—. Pero sólo un poquito de magia. Lo justo para quemar algunas verdulerías opresoras, por poner un ejemplo.

Ahhh.

Había ganado. Volvería a haber dragones. Y volvería a haber un rey. No como los reyes de antaño, claro. Un rey a quien decirle lo que debía hacer.

—Eso —dijo con voz pausada— depende de hasta qué punto colabores. Para empezar, necesitaremos todos los objetos mágicos que podáis conseguir.

Quizá fuera más conveniente que no vieran que la última mitad del libro de Malaquita estaba completamente quemada. Obviamente, el viejo Tocón no había estado a la altura de las circunstancias.

Él lo haría mejor. Y nadie, absolutamente nadie, podría detenerlo.

El trueno retumbó…

Se dice que los dioses juegan con las vidas de los hombres. Pero nadie sabe a qué juegan, ni por qué, ni quiénes son los peones, ni cuáles son las reglas del juego.

Es mejor no especular.

El trueno retumbó.

Y volvió a retumbar una y otra vez…

Ahora, salgamos por unos momentos de las lluviosas calles de Ankh-Morpork y viajemos por las nieblas matutinas del Disco para concentrarnos en un joven que se dirige hacia la ciudad con toda la inocencia, sinceridad y buena voluntad de un iceberg a la deriva hacia un yate de recreo.

El joven se llama Zanahoria. No es por causa de su pelo, que su padre le ha cortado al cepillo por motivos de Higiene. Es por causa de su forma.

Es esa forma que sólo se obtiene con una vida sana, comida saludable y aire limpio de las montañas a pulmones llenos. Cuando flexiona los músculos de los hombros, otros músculos tienen que apartarse antes para dejar paso.

También lleva una espada, que le fue entregada en circunstancias misteriosas. En circunstancias muy misteriosas. Pero, por sorprendente que parezca, esta espada no tiene nada de inexplicable. No es mágica. No tiene nombre. Cuando la esgrimes, no sientes una corriente de poder, sólo agujetas. Es una espada tan usada que se ha convertido en la esencia de una espada: un trozo de metal muy largo, con bordes muy afilados. Y no tiene un destino escrito a lo largo de toda su hoja.

Es, desde luego, una espada única.

El trueno retumbó.

Las alcantarillas de la ciudad eructaron suavemente mientras los desperdicios de la noche corrían por ellas, en algunos casos protestando débilmente.

Cuando la corriente llegó a la figura tendida del capitán Vimes, el agua se dividió y fluyó en torno a él en dos ramales. Vimes abrió los ojos. Tuvo un momento de paz vacía hasta que los recuerdos lo golpearon como un martillazo.

Había sido un mal día para la Guardia. Para empezar, asistieron al funeral de Herbert Gaskin. Pobre Gaskin, pobre. Había violado una de las reglas fundamentales de los guardias. Y no era la clase de regla que alguien como Gaskin pudiera romper dos veces. Así que lo bajaron a la fría tierra embarrada, mientras la lluvia tamborileaba sobre su ataúd sin que nadie hubiera acudido a llorarlo aparte de los tres miembros supervivientes de la Guardia Nocturna, el grupo más despreciado de toda la ciudad.

El sargento Colon había llorado a moco tendido. Pobre Gaskin, pobre.

Pobre Vimes, pobre, pensó Vimes. Pobre Vimes, pobre, tirado en un canalón. Pero claro, ahí es donde empezó. Pobre Vimes, pobre, el agua le corría bajo la cota de mallas. Pobre Vimes, pobre, viendo pasar la basura del agua. Seguramente, hasta el pobre Gaskin, pobre, disfrutaba en aquellos momentos de una visión mejor.

A ver…, después de salir del funeral, se había emborrachado. No, no era exactamente eso, faltaba un adverbio. Se había emborrachado más, eso era. Porque el mundo entero le daba vueltas, como si lo viera a través de un cristal distorsionado, y sólo conseguía enfocarlo correctamente a través del culo de una botella. Pero había algo, algo que olvidaba. Ah, sí. Era de noche. Hora de entrar en servicio. Aunque Gaskin no estaría de servicio. Necesitaba un nuevo compañero. Ya se lo habían enviado. Algo de una carta. Intentó recordar.

Pronto se rindió, y se dejó caer de nuevo. El agua siguió corriendo en torno a él.

Arriba, las letras iluminadas chisporroteaban bajo la lluvia.

El aire puro de las montañas no era lo único que había proporcionado a Zanahoria su imponente físico. El hecho de criarse en una mina de oro explotada por enanos, y trabajar doce horas diarias empujando vagonetas hasta la superficie seguramente había contribuido en algo.

Caminaba encorvado. Es lo que le pasa a uno cuando se cría en una mina de oro explotada por enanos que piensan que un metro cincuenta es una buena altura para un techo.

Siempre había sabido que era diferente. Para empezar, siempre tenía más chichones que nadie. Y un día su padre se acercó a él, o mejor dicho se acercó a su cintura, y le dijo que, en realidad, no era como había creído siempre, un enano.

Es terrible tener dieciséis años y descubrir que te has equivocado de especie.

—No hemos querido decírtelo antes, hijo —suspiró su padre—. Pensamos que crecerías sin darte cuenta.

—¿Sin darme cuenta de qué? —inquirió Zanahoria.

—De que crecías. Pero ahora tu madre opina…, bueno, los dos opinamos que ya es hora de que vayas a vivir entre los tuyos. Es decir, no nos parece justo tenerte aquí acurrucado, privado para siempre de la compañía de los de tu propia altura. —Su padre se retorció la correa de cuero con que se sujetaba el casco, señal inequívoca de que estaba preocupado—. Eh… —añadió.

—¡Pero vosotros sois los míos! —exclamó Zanahoria, a la desesperada.

—En cierto modo, sí, claro —asintió su padre—. Pero en otro cierto modo, que por cierto es mucho más preciso, no. Es por cosas de eso de la genética, ¿entiendes? Así que lo mejor sería que te marcharas a ver un poco el mundo.

—¿Cómo, para siempre?

—¡Oh, no! No. Claro que no. Vuelve a visitarnos siempre que quieras. Pero bueno, un chico de tu edad, metido aquí abajo…, no está bien. Ya sabes. O sea. Ya no eres un niño. Tienes que pasarte la mayor parte del tiempo de rodillas, y todo eso. No está bien.

—Entonces, ¿cuáles son los míos? —preguntó Zanahoria.

El viejo enano respiró hondo.

—Eres humano —dijo.

—¿Qué? ¿Como el señor Varneshi?

El señor Varneshi tenía un carro de bueyes y subía por los caminos de la montaña una vez a la semana para venderles cosas a cambio de su oro.

—¿Soy de la Gente Grande?

—Mides un metro ochenta, hijo. Él sólo mide un metro cincuenta. —El enano volvió a retorcerse la correa de cuero del casco—. Ya ves.

—Si, pero…, pero quizá lo que pasa es que soy alto para mi altura —insistió Zanahoria a la desesperada—. Al fin y al cabo, si hay humanos bajitos, ¿por qué no puede haber enanos altos?

Su padre le dio unas palmaditas de consuelo en las rodillas.

—Tienes que enfrentarte a los hechos, hijo. Estarás mucho mas cómodo arriba, en la superficie. Lo llevas en la sangre. Además, el techo no está tan bajo.

Bajo el cielo no te seguirás dando esos golpes en la cabeza, añadió para sus adentros.

—Un momento —dijo Zanahoria, con su frente sincera fruncida ante el esfuerzo de sus cálculos—. Tú eres un enano, ¿no? Y mamá también es una enana. Así que yo debería ser un enano. Son hechos de la vida.

El enano suspiró. Había albergado la esperanza de esquivar aquel tema, tal vez aplazarlo durante unos meses e írselo insinuando poco a poco, pero se le había acabado el tiempo.

—Siéntate, hijo —indicó con amabilidad. Zanahoria se sentó.

—La cosa es que…, en fin… —tartamudeó cuando el rostro grandote y sincero del chico estuvo un poco más cerca del suyo—. Te encontramos en el bosque un día. Gateabas cerca de uno de los senderos…, mmm…

La correa de cuero se soltó. El rey tomó aliento y siguió hablando.

—O sea, que…, verás, había unos carros. Como ardiendo, como si dijéramos. Y gente muerta. Eso, mmm…, sí. Gente muy muerta. Por eso de los bandidos. Aquel invierno fue malo, y todos bajaban de las montañas… Así que te recogimos, claro, y bueno, fue un invierno muy malo, y muy largo, ya te lo he dicho, y tu madre se acostumbró a ti, y bueno, nunca nos decidimos a pedirle a Varneshi que hiciera averiguaciones. Eso es todo.

Zanahoria se lo tomó bastante bien, sobre todo porque no entendió ni la mitad. Además, que él supiera, encontrar a los niños gateando junto a los senderos era el sistema normal de reproducción. A los enanos[3] no se los considera lo suficientemente mayores como para explicarles el proceso técnico hasta que no llegan a la pubertad[4].

—Muy bien, papá —suspiró, inclinándose hasta quedar a la altura de la oreja del enano—. Pero…, bueno yo y… ¿conoces a Minty Machacarrocas? Es preciosa, papá, tiene una barba tan suave como…, como una cosa muy suave… y más o menos nos entendemos, y…

—Sí —replicó el enano con voz fría—. Lo sé. Su padre ha hablado conmigo.

Y su madre con tu madre, añadió para sus adentros, y luego tu madre habló conmigo. O más bien me habló a mí.

—No es que no les gustes, eres un buen muchacho, y un gran trabajador, serías un estupendo yerno. Cuatro estupendos yernos. Eso es lo malo. Además, la chica sólo tiene sesenta años. No es correcto. No está bien.

Había oído hablar de niños criados por lobos. Se preguntó si el jefe de la manada se habría visto en una situación tan violenta como aquélla. Quizá tenían que llevarse a los crios a algún claro tranquilo y decir, Mira, hijo, quizá te hayas preguntado por qué no eres tan peludo como los demás…

Lo había discutido con Varneshi. Un buen tipo, el tal Varneshi. También había conocido a su padre. Y a su abuelo, ahora que lo pensaba. Los humanos no duraban mucho, probablemente era por el esfuerzo de tener que bombear la sangre tan arriba.

—Pues tienes un problema, rey[5]. Un buen problema —le había dicho el anciano, mientras tomaban un trago en un banco junto a la boca del Pozo número 2.

Es un buen chico desde luego —suspiró el rey—. De carácter tranquilo. Honrado. No es lo que se dice inteligente, pero le mandas que haga algo y no para hasta haber terminado. Obediente.

—Podríais cortarle las piernas —sugirió Varneshi.

—Lo que nos causa problemas no son sus piernas —replicó el rey con voz sombría.

—Ah. Claro. Bueno, en ese caso podríais…

—No.

—No —asintió Varneshi, pensativo—. Mmm. Bien, en ese caso quizá debáis enviarlo fuera una temporada. Que se junte un poco con los humanos. —Se acomodó en el banco—. Lo que tenéis aquí, rey, es un pato —añadió con tono de entendido.

—No creo que deba decirle eso. Ni siquiera se quiere creer que es humano.

—Un pato criado entre gallinas. Un fenómeno científico que se da en las granjas. Se encuentran con que no pueden picotear el suelo y ni siquiera saben lo que es nadar. —El rey escuchó con educación. Los enanos no se interesan demasiado por la agricultura—. Pero lo mandas con los otros patos, dejas que se moje un poco, y ya no volverá a correr detrás de los gallos. Te lo digo yo.

Varneshi se acomodó de nuevo, bastante satisfecho consigo mismo.

Cuando te pasas una gran parte de la vida bajo tierra, desarrollas una mentalidad un tanto literal. A los enanos no les sirven de nada las metáforas y los símiles. Las rocas son duras y la oscuridad es oscura. Su lema es, si empiezas a liarte en descripciones como aquélla, te meterás en apuros. Pero, tras doscientos años de hablar con humanos, el rey había desarrollado más o menos un agotador instrumental mental que le iba bastante bien para comprenderlos.

—Claro que me lo dices tú, te acabo de oír —señaló con tono racional.

—Ya me entiendes.

Hubo una pausa, mientras el rey analizaba cuidadosamente las últimas frases.

—Lo que estás diciendo —empezó, sopesando cada palabra— es que deberíamos hacer que Zanahoria saliera y fuera un pato entre los humanos, porque tú lo dices.

—Es un gran muchacho. Hay muchas posibilidades para un chico fuerte como él —señaló Varneshi.

—He oído que muchos enanos se van a trabajar a la Gran Ciudad —asintió el rey, inseguro—. Y desde allí envían dinero a sus familias, cosa muy encomiable.

—Pues ahí lo tienes. Búscale un empleo en, en… —Varneshi se detuvo, buscando inspiración—. En la Guardia, o algo así. Mi bisabuelo estuvo en la Guardia, ya sabes. Es un buen trabajo para un chico, me lo dijo mi abuelo.

—¿Qué es una Guardia? —quiso saber el rey.

—Oh —respondió Varneshi, con la vaguedad de alguien cuya familia no ha viajado más de treinta kilómetros durante las tres últimas generaciones—, sirven para asegurarse de que la gente cumple las leyes y todo el mundo hace lo que le dicen que haga.

—Es una ocupación muy apropiada —dijo el rey, que, como era el que decía lo que todos debían hacer, estaba a favor de que todo el mundo hiciera lo que le decían que hiciera.

—Claro que no aceptan a cualquiera —siguió Varneshi mientras rebuscaba en las profundidades de sus recuerdos.

—Por supuesto, es un trabajo muy importante. Escribiré a su rey.

—Me parece que allí no tienen rey. Sólo alguien que les dice lo que tienen que hacer.

El rey de los enanos se lo tomó con tranquilidad, puesto que para él el noventa y siete por ciento de ser rey consistía en eso.

Zanahoria también se tomó la noticia con calma, igual que cuando le decían que había que volver a abrir el Pozo número 4 o cortar madera para hacer vagonetas. Todos los enanos son por naturaleza obedientes, serios, disciplinados y tranquilos, y su único defectillo es la tendencia, después de la primera copa, de correr hacia los enemigos gritando «¡Aaaaarrrrggg!» y cortarles las piernas por las rodillas de un hachazo. Zanahoria no tenía motivos para ser diferente. Iría a esa ciudad, fuera lo que fuera una «ciudad», y se haría un hombre.

Según había dicho Varneshi, sólo aceptaban a los mejores. Un guardia tenía que ser buen luchador, recto de pensamiento, palabra y obra. Desde las profundidades de su anecdotario ancestral, el vendedor había extraído historias de persecuciones por los tejados a la luz de la luna, y terribles batallas contra felones a los cuales, por supuesto, su bisabuelo había derrotado pese a que siempre lo superaban en número.

Zanahoria se vio obligado a admitir que aquello parecía mejor que trabajar en la mina.

Y, tras pensarlo bien, el rey escribió al gobernante de Ankh-Morpork, preguntando respetuosamente si Zanahoria podía ocupar un lugar entre los guardianes de la ley de la ciudad.

En aquella mina, rara vez se escribían cartas. Se detuvieron todos los trabajos y el clan entero se sentó a su alrededor, guardando un respetuoso silencio, mientras el rey deslizaba la pluma por el pergamino. Había enviado a su tía a ver a Varneshi para que disculpara, pero a ver si podía prestarles lacre para sellar la carta. También envió a su hermana al pueblo para pedirle a la bruja Ajostiernos un hechizo de ortografía.

Luego, pasaron meses.

Y llegó la respuesta. Estaba un tanto arrugada, puesto que en las Montañas del Carnero el correo se suele entregar a cualquiera que vaya en la dirección adecuada o más o menos, y además era muy breve. Decía que su solicitud había sido aceptada y que debía presentarse ante su superior de inmediato.

—¿Así, sin más? —se asombró Zanahoria—. Suponía que habría exámenes y esas cosas. Para ver si sirvo para el puesto.

—Eres mi hijo —replicó el rey—. Se lo dije, ¿sabes? Salta a la vista que vales para el puesto. Seguro que te ascienden a oficial enseguida.

Luego buscó un saco que tenía bajo la silla, hurgó entre sus contenidos y entregó a Zanahoria un objeto metálico, más semejante a una espada que a una sierra, pero por poco.

—Puede que esto te pertenezca por derecho —dijo—. Cuando encontramos los…, los carros, esto era lo Único que quedaba. Los bandidos, ya sabes. Así, entre tú y yo… —Hizo una señal a Zanahoria para que se le acercara más—. Pedimos a una bruja que le echara un vistazo. Por si fuera mágica. Pero no lo es. Dijo que sin lugar a dudas se trataba de la espada menos mágica que había visto en su vida. Todas tienen un poco de magia, ya sabes, por eso del magnetismo, supongo. En cambio, está muy bien equilibrada.

Se la entregó al chico, y siguió buscando.

—Y luego también está esto. —Mostró una camisa—. Servirá para protegerte.

Zanahoria la cogió con cuidado. Estaba confeccionada con la lana de las ovejas de aquellas montañas, y era tan cálida y suave como los pelos de un cerdo. Era uno de los legendarios chalecos de lana que usaban los enanos, esos chalecos que necesitan bisagras.

—¿De qué me protegerá? —preguntó.

—De los resfriados y esas cosas —respondió el rey—. Tu madre dice que te la pongas. Ah, y… eso me recuerda algo. El señor Varneshi dijo que te pasaras por su casa cuando bajaras. Tiene algo para ti.

Sus padres lo despidieron y se quedaron mirándolo hasta que se perdió de vista. En cambio, Minty no. Qué cosa tan rara. Últimamente parecía haberlo estado esquivando.

Había guardado en la mochila la espada, bocadillos y una muda limpia, y tenía el mundo a sus pies, o más o menos. Llevaba en el bolsillo la famosa carta del patricio, el hombre que gobernaba en la ciudad grande y hermosa de Ankh-Morpork.

Al menos así lo había llamado su madre. Desde luego, había un dibujito impresionante en la parte de arriba, pero la firma decía algo así como «Supino Garabato, p.o.».

Aun así, aunque no estuviera firmada por el patricio, sin duda la había escrito alguien que trabajaba para él. O al menos en el mismo edificio. Probablemente el patricio conocía la existencia de la carta. En términos generales. No de esta carta en concreto, quizá, pero seguramente sabía que existían las cartas.

Zanahoria caminó con paso firme por los caminos que llevaban a la base de la montaña, espantando con sus pisadas a los enjambres de abejorros. Tras un buen rato, desenfundó la espada y, a modo de experimento, lanzó unas cuantas estocadas contra criminales troncos de árboles y asambleas ilegales de avisperos.

Varneshi estaba sentado junto a la puerta de su cabaña, enhebrando champiñones secos en un cordel.

—Hola, Zanahoria —dijo, guiando al chico hacia el interior—. ¿A conquistar la gran ciudad?

Zanahoria meditó debidamente la pregunta.

—No —respondió al final.

—¿Cómo, te lo has pensado mejor?

—No. La verdad es que no pienso muy bien mientras camino —replicó Zanahoria con sinceridad.

—Veo que tu padre te ha dado la espada —suspiró Varneshi, mientras rebuscaba en un sucio estante.

—Sí. Y un chaleco de lana para protegerme de los resfriados…

—Sí, tengo entendido que allí abajo el clima es muy húmedo. La protección es muy importante. —Se dio la vuelta—. Esto perteneció a mi bisabuelo —añadió con tono dramático.

Era un objeto extraño, vagamente hemisférico, rodeado de tiras de cuero.

—¿Es una especie de honda? —preguntó Zanahoria, tras examinarlo en educado silencio. Varneshi le dijo lo que era.

—¿Una rosquilla, como las que prepara mi madre? —se extrañó el chico.

—No. Es para las peleas —murmuró Varneshi—. Tienes que llevarla puesta siempre. Protege tus partes vitales.

Zanahoria se la puso.

—Es un poco pequeña, señor Varneshi.

—Es que no se pone en la cabeza.

Varneshi le dio algunas explicaciones más al atónito Zanahoria, que primero se asombró, y segundo se horrorizó.

—Mi bisabuelo solía decir —terminó el vendedor— que, si no fuera por esto, yo no existiría.

¿Y qué significa eso?

— Varneshi abrió y cerró la boca unas cuantas veces.

—No tengo ni idea —se rindió al final.

En cualquier caso, el humillante objeto reposaba ya en el fondo de la mochila de Zanahoria. Los enanos no tenían cosas como aquélla. El asombroso protector era un primer indicio de un mundo tan extraño como la cara oculta de la luna.

El señor Varneshi le había hecho otro regalo. Se trataba de un libro, pequeño pero grueso, encuadernado en un cuero que con el paso de los años había cobrado la dureza de la madera.

Se titulaba Las Leyes y Ordenanzas de las Ciudades de Ankh y Morpork.

Esto también perteneció a mi bisabuelo —le dijo al entregárselo—. Son instrucciones para los miembros de la Guardia. Tienes que aprenderte las leyes de memoria para ser un buen oficial —añadió con tono virtuoso.

Quizá Varneshi habría hecho bien en recordar que a Zanahoria en toda su vida le habían mentido, ni le habían dado instrucciones que no tuviera que cumplir al pie de la letra. El chico había aceptado el libro con solemnidad. Si iba a ser un oficial de la Guardia, ni se le pasaba por la cabeza ser un mal oficial.

Fue un viaje de ochocientos kilómetros y, por sorprendente que parezca, un viaje sin incidentes. Las personas que miden más de un metro ochenta y tienen los hombros de aproximadamente la misma envergadura suelen disfrutar de viajes sin incidentes. Hay gente que salta a su paso desde detrás de las rocas, pero luego dicen «Oops, lo siento, me equivoqué, lo confundí con un amigo mío».

Se había pasado la mayor parte del trayecto leyendo.

Y, ahora, Ankh-Morpork se extendía ante él.

Era un poco decepcionante. Había esperado ver altas torres blancas que dominaban el paisaje, y banderas, muchas banderas. Ankh-Morpork no dominaba nada. Más bien parecía estar a hurtadillas, aferrada al suelo como si temiera que alguien se lo robara. Y no había banderas.

Ante la puerta encontró a un guardia. Al menos, vestía una cota de mallas y la cosa que esgrimía parecía una lanza. Tenía que ser un guardia.

Zanahoria saludó y le mostró la carta. El hombre la miró un rato.

—¿Mmm? —dijo al final.

—Creo que tengo que ver a Supino Garabato p.o. —respondió el chico.

—¿Qué significa lo de p.o.? —preguntó el guardia con gesto de sospecha.

—¿Pronto Operativo? —sugirió Zanahoria, que también se lo había estado preguntando.

—Pues no tengo ni idea de quién es —replicó el guardia—. A quien tienes que ver es al capitán Vimes, de la Guardia Nocturna.

—¿Dónde se encuentran sus cuarteles? —preguntó el chico con educación.

—A estas horas del día, prueba en El Puñado de Uvas, en la Calle Tranquila. —Miró a Zanahoria de arriba abajo—. Te unes a la guardia, ¿eh?

—Espero ser digno de ello, sí. El guardia le dedicó una mirada que se podía calificar de anticuada. Era prácticamente neolítica.

—¿Qué hiciste? —preguntó.

—¿Disculpe?

—Debes de haber hecho algo.

—Mi padre escribió una carta —respondió Zanahoria con orgullo—. Soy voluntario.

—Infiernos —dijo el guardia.


Volvía a ser de noche, y al otro lado del temible portal.

— ¿Han girado convenientemente las Ruedas del Tormento? —preguntó el Gran Maestro Supremo. ---Los Hermanos Esclarecidos se removieron, nerviosos.

—¿Hermano Vigilatorre? —insistió el Gran Maestro Supremo.

—A mí no me toca hacer girar las Ruedas del Tormento —murmuró el aludido—. Al que le toca hacer girar las Ruedas del Tormento es al Hermano Revocador.

—Ah, no, ni lo sueñes, a mí lo que me toca es engrasar los Ejes del Limón Universal —replicó el Hermano Revocador, acalorado—. Siempre estás diciendo que me toca a mí…

El Gran Maestro Supremo suspiró en las profundidades de su capucha al ver que comenzaba la enésima disputa. ¿Y con aquellos borricos pretendía dar origen a una Era de Racionalidad?

—¿Os queréis callar los dos? —rugió—. La verdad es que esta noche no necesitamos las Ruedas del Tormento. Callaos de una vez. A ver, Hermanos…, ¿habéis traído los objetos que os indiqué?

Hubo un murmullo general.

—Ponedlos en el centro del Círculo de Conjuración —ordenó el Gran Maestro Supremo.

Era una colección lamentable. Les había dicho que trajeran objetos mágicos. Sólo el Hermano Dedos había presentado algo digno de tal nombre. Parecía una especie de adorno de altar, y era mejor no preguntar de dónde había salido. El Gran Maestro Supremo dio un paso hacia adelante y tocó una de las otras cosas con el pie.

—¿Qué es esto? —quiso saber.

—Un amuleto —murmuró el Hermano Yonidea—. Es muy poderoso. Se lo compré a un tipo. Garantizado. Te protege contra las mordeduras de cocodrilo.

—¿Seguro que te puedes permitir prescindir de él? —preguntó el Gran Maestro Supremo.

El resto de los Hermanos, obedientemente, dejaron escapar unas risitas.

—¡Avergonzaos, Hermanos! —rugió, girando sobre sus talones—. Os dije que trajerais objetos mágicos, ¡no bisutería barata y chatarra! ¡Demonios, si esta ciudad está podrida de magia! —Hurgó en el montón de objetos—. Maldita sea, ¿qué es esto?

—Son piedras —respondió el Hermano Revocador con voz titubeante.

—Eso ya lo veo. ¿Qué tienen de mágicas? El Hermano Revocador se echó a temblar.

—Tienen agujeros, Gran Maestro Supremo. Todo el mundo sabe que las piedras con agujeros son mágicas.

El Gran Maestro Supremo volvió a su lugar en el círculo. Alzó los brazos.

—De acuerdo. De acuerdo, muy bien —dijo, cansado—. Si queréis que lo hagamos así, lo haremos así. Si lo que obtenemos es un dragón de un palmo de grande, todos sabremos a qué se debe. ¿Verdad, Hermano Revocador? ¿Hermano Revocador? Lo siento, no he entendido lo que has dicho. ¿Qué has dicho, Hermano Revocador?

—He dicho que sí, Gran Maestro Supremo —susurró el aludido.

—Muy bien. Espero que todo haya quedado bien claro.

El Gran Maestro Supremo se volvió y tomó el libro entre las manos.

—Y ahora —dijo—, si ya estamos preparados…

—Mmm. —EJ Hermano Vigilatorre alzó una mano con timidez—. ¿Preparados para qué, Gran Maestro Supremo?

—Para la invocación, por supuesto. ¡Diantres, debí imaginar…!

—Pero es que no nos has dicho qué tenemos que hacer, Gran Maestro Supremo —gimió el Hermano Vigilatorre.

El Gran Maestro titubeó. Era verdad, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Claro, por supuesto —bufó—. Porque es obvio. Tenéis que enfocar vuestra concentración. Pensad en dragones —tradujo—. Todos a la vez.

—¿Y eso es todo, nada más? —preguntó el Portero.

—Sí.

—¿No tenemos que entonar ruinas místicas, ni nada por el estilo?

El Gran Maestro Supremo lo miró. El Hermano Portero, ante la opresión, era tan desafiante como puede serlo una sombra anónima oculta bajo una capucha negra. Si se había unido a una sociedad secreta, quería entonar runas místicas. Era lo que más le había atraído.

—Bueno, entona lo que quieras —bufó el Gran Maestro Supremo—. Ahora quiero que… ¿sí, qué pasa, Hermano Yonidea?

El menudo Hermano bajó la mano.

—No me sé ninguna ruina, Gran Maestro. Y entonar, lo que se dice entonar…

—¡Silencio!

Abrió el libro.

Le sorprendió bastante ver que, tras páginas y más páginas de aclaraciones místicas, la invocación en sí no era más que una frase breve. No un cántico, ni siquiera una rima, sino unas cuantas sílabas sin sentido. De Malaquita decía que causaba pautas de interferencia en las ondas de la realidad, pero seguro que el viejo imbécil se lo había inventado sobre la marcha. Eso era lo malo de los magos, tenían que hacer que todo pareciera difícil. En realidad, lo único que se necesitaba era fuerza de voluntad. Y los Hermanos tenían de sobras. Una fuerza de voluntad irracional y vitriólica, sí, cargada de maldad posiblemente, pero a su manera suficientemente poderosa…

Esta vez no intentarían nada exagerado. Algo discretito…

En torno a él, los Hermanos entonaban lo que cada uno consideraba, según sus luces, algo místico. El efecto general no estaba nada mal, mientras no se prestara atención a las palabras. Las palabras. Ah, sí-Bajo la vista y las pronunció en voz alta. Nada sucedió. Parpadeó.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba en un callejón oscuro, tenía el estómago lleno de fuego y estaba muy furioso.


Iba a ser la peor noche en la vida de Zebbo Mooty, ladrón de tercera clase, y no le habría consolado en absoluto saber que también sería la última. La lluvia hacía que la gente se quedara en sus casas, y él aún no había cumplido el cupo. Por tanto, se mostró un poco menos cauteloso de lo que habría sido en otras circunstancias.

Durante la noche, en las calles de Ankh-Morpork la precaución es un absoluto. No existe el concepto de «precaución moderada». O eres muy precavido, o eres un cadáver. Quizá camines y respires, pero el caso es que eres un cadáver.

Mooty oyó los sonidos amortiguados que le llegaban de un callejón cercano, se sacó de la manga la cachiporra forrada de cuero, esperó a que su víctima estuviera a punto de doblar la esquina, saltó, exclamó «¡Oh, mier…!», y murió.

Fue una muerte de lo más inusual. Nadie moría así desde hacía por lo menos un siglo.

El muro de piedra que había a su espalda se puso al rojo vivo por el calor, y el brillo se fue fundiendo poco a poco con la oscuridad circundante.

Fue el primer ciudadano de Ankh-Morpork en ver al dragón. Por desgracia, esto no lo consoló en absoluto, porque estaba muerto.

«… da», dijo.

Su yo desencarnado contempló el montoncito de cenizas que, esto lo supo con una certeza poco común, eran lo que quedaba de su cuerpo. Ver tus propios restos mortales es una sensación extraña. No le pareció tan espantoso como habría dicho si se lo hubieran preguntado diez minutos antes. El hecho de descubrir que estás muerto se compensa al descubrir que hay una parte de ti consciente que se da cuenta de que estás muerto.

El callejón volvía a estar desierto.

—Pues sí que ha sido raro —se dijo Mooty.

EXTREMADAMENTE INUSUAL, DESDE LUEGO.

—¿Has visto eso? ¿Qué era? —preguntó el ladrón a la oscura figura que salía de entre las sombras—. Y ya que estamos, ¿quién eres tú? —añadió con tono de sospecha.

ADIVINA —respondió la voz.

Mooty escudriñó a la figura encapuchada.

—¡Vaya! —exclamó—. No sabía que acudieras a por la gente como yo.

ACUDO A POR TODOS.

Quiero decir en persona…, bueno, más o menos.

A VECES. EN OCASIONES ESPECIALES.

—Sí, bueno —concedió Mooty—. ¡Y ésta es una de ellas, sin duda! O sea, ¡era un jodido dragón! ¿Qué se supone que puede hacer uno? ¡Nadie espera encontrarse un dragón a la vuelta de la esquina!

EN FIN, SI NO TE IMPORTA VENIR POR AQUÍ… —indicó la Muerte, poniendo una mano esquelética en el hombro del ex ladrón.

—¿Sabes una cosa? Una echadora de cartas me dijo que moriría en la cama, rodeado de bisnietos llorosos —dijo Mooty a la alta figura—. ¿Qué te parece, eh?

ME PARECE QUE ESTABA EQUIVOCADA.

—Un jodido dragón —gruñó Mooty—. Y respiraba fuego, y todo. ¿Sufrí mucho?

NO. FUE PRÁCTICAMENTE INSTANTÁNEO.

—Menos mal. No me gustaría pensar que sufrí mucho. —Mooty miró a su alrededor—. ¿Qué viene ahora? —preguntó.

Tras él, la lluvia convirtió en barro el montoncito de cenizas negras.


El Gran Maestro Supremo abrió los ojos. Estaba tendido de espaldas. El Hermano Yonidea se disponía a hacerle la respiración boca a boca. La sola idea bastaba para despertar a cualquiera que se hubiera desmayado. Se sentó y trató de librarse de la sensación de que pesaba varias toneladas y estaba cubierto de escamas.

—Lo logramos —susurró—. ¡El dragón! ¡Acudió! ¡Lo he sentido!

Los Hermanos se miraron entre ellos.

—Pues nosotros no hemos visto nada —señaló el Hermano Revocador.

—A mí me pareció ver algo —dijo el Hermano Vigilatorre, lealmente.

—No, no estaba aquí —bufó el Gran Maestro Supremo—. No esperaríais que se materializara aquí mismo, ¿verdad? Fue afuera, en la ciudad. Sólo unos segundos… —Señaló con un dedo—. ¡Mirad!

Los Hermanos se volvieron rápidamente, temerosos de encontrarse frente a frente con una bocanada de llamas.

En el centro del círculo, los objetos mágicos se estaban convirtiendo en polvo. Ante sus ojos, el amuleto del Hermano Yonidea se deshizo.

—Se han quedado secos —susurró el Hermano Dedos.

—Tres dólares que me costó ese amuleto, nada menos —murmuró el Hermano Yonidea.

—Pero eso demuestra que funciona —dijo el Gran Maestro Supremo—. ¿No lo veis, idiotas? ¡Funciona! ¡Podemos invocar dragones!

—Pero nos va a salir muy caro en objetos mágicos —respondió el Hermano Dedos, dubitativo.

—… tres dólares, que no es ninguna tontería…

El poder no es barato —rugió el Gran Maestro.

—Muy cierto —asintió el Hermano Vigilatorre—. No es barato. Muy cierto. —Volvió a contemplar los restos agotados de los objetos—. Vaya —siguió—. ¡Lo hemos logrado, claro que sí! Nos pusimos a ello e hicimos magia, ¿verdad?

—¿Lo veis? —exclamó el Hermano Dedos—. ¡Os dije que no era peligroso!

—Todos lo habéis hecho excepcionalmente bien —los animó el Gran Maestro Supremo.

—… quería cobrarme seis dólares, pero me dijo que me lo dejaba en tres aunque iba a la ruina…

Sí —siguió el Hermano Vigilatorre—. ¡Le hemos cogido el tranquillo enseguida! Y no ha dolido nada. ¡Hemos hecho magia de verdad! Además, no han aparecido demonios, ni nada por el estilo, Hermano Revocador. No sé si te habrás dado cuenta.

Los otros Hermanos asintieron. Magia de verdad.

Y no era para tanto. Que se fuera preparando todo el mundo.

—Alto ahí, un momento —intervino el Hermano Revocador—. ¿Adonde ha ido este dragón? Es decir, ¿lo hemos invocado o no?

—Es muy propio de ti hacer preguntas tan estúpidas —replicó el Hermano Vigilatorre, algo inseguro.

El Gran Maestro Supremo se sacudió el polvo de su capa mística.

—Lo invocamos —explicó—, y acudió. Pero sólo mientras duró la magia. Luego volvió a marcharse. Si queremos que se quede más tiempo, necesitamos más magia, ¿comprendéis? Y la conseguiremos.

—… tres dólares, que no se ganan así como así…

—¡Cállate!


Queridísimo padre [escribió Zanahoria]: Bueno, aquí estoy, en Ankh-Morpork. Las cosas no son como en casa. Creo que todo ha cambiado un poco desde que estuvo aquí el bisabuelo del señor Varneshi. Me parece que la gente de esta ciudad no sabe diferenciar el Bien del Mal.

Encontré al capitán Vimes en una cervecería. Me acordé de lo que decías, que un enano decente no entraba en esos lugares, pero como él no salía, pasé al interior. Lo vi tumbado con la cabeza en la mesa. Cuando le hablé, me dijo que arrimara un taburete y le pagara la siguiente. Creo que la bebida le había afectado. Me dijo también que me buscara un sitio para dormir y luego me presentara al sargento Colon en la Casa de la Guardia, esa misma noche. Luego añadió que cualquiera que quisiera unirse a la guardia tenía que hacerse mirar la cabeza.

El señor Varneshi no mencionó esto. Quizá lo hagan por motivos de Higiene.


Fui a dar un paseo. Aquí hay mucha gente. Encontré un lugar que se llama Las Sombras. Luego vi que unos hombres intentaban robar a una Señorita. Me enfrenté a ellos. No sabían luchar bien, y uno de ellos intentó pegarme una patada en las Partes Vitales, pero yo llevaba el Protector, como me habían dicho, y el hombre se hizo daño. Luego la Señorita vino y me dijo que si quería una cama. Yo le dije que sí. Me llevó a donde vivía, una especie de pensión, aunque lo llamó otra cosa que empieza por B, pero no me acuerdo. La dirige la señora Palma. La señorita del Bolso se llama Reet, y le dijo, tendrías que haberlo visto, eran 3, fue increíble. La señora Palma dijo, Corre por cuenta de la casa. También me dijo, Qué Protector tan grande. Así que subí arriba y me quedé dormido, aunque era un lugar con mucho ruido. Reet me despertó una o dos veces para decirme que si quería algo, pero no tenían manzanas. Así que me quedé dormido de pie, como dicen aquí, aunque no lo entiendo muy bien, porque si te duermes de pie te caes, es de Sentido Común.

Desde luego, hay muchas cosas que hacer. Cuando fui a ver al sargento, me encontré con un lugar que es ¡¡el Gremio de Ladrones!! Pregunté a la señora Palma y me dijo que claro. Me dijo que los jefes de los Ladrones de la Ciudad se reúnen allí. Fui a la Casa de la Guardia y conocí al sargento Colon, que es un hombre muy gordo, y cuando le hablé del Gremio de Ladrones me dijo, No seas idiota. No creo que hablara en serio. Me dijo, No te preocupes por el Gremio de Ladrones, lo único que tienes que hacer es pasear por las Calles de Noche, gritando Las doce en punto y sereno. Y yo le pregunto, ¿Y si no todo está sereno? Y él me dijo que me fuera a buscar otra calle.

Esto no es Liderazgo.

Me han dado una especie de cota de mallas. Está oxidada, y no muy bien hecha.

Te dan dinero por ser guardia. Son 20 dólares al mes. Cuando los tenga te los enviaré.

Espero que estéis todos bien y que hayáis vuelto a abrir el Pozo número 5. Esta tarde iré a ver el Gremio de Ladrones. Es una vergüenza. Si hago algo al respecto, me apuntaré un Tanto. Ya empiezo a entender la manera de hablar de aquí.

Tu hijo que te quiere, Zanahoria.

P.D. Por favor, dale recuerdos a Minty. La echo mucho de menos.

Lord Vetinari, el patricio de Ankh-Morpork, se pasó una mano por los ojos.

—¿Que hizo qué?

—¡Me llevó arrestado por las calles! —exclamó Urdo van Pew, actual presidente del Gremio de Ladrones, Rateros y Profesiones Relacionadas—. ¡A plena luz del día! ¡Y con las manos atadas!

Dio unos pasos en dirección a la austera silla en el despacho del patricio, blandiendo un dedo.

—Sabes muy bien que nos hemos mantenido dentro de los márgenes de la Cuota —dijo—. ¡Y qué humillación!

¡Me trató como a un criminal común! Más vale que reciba una disculpa en toda regla —añadió— o tendrás otra huelga. Nos veremos obligados, pese a nuestra natural responsabilidad cívica —zanjó.

Fue lo del dedo. Lo del dedo fue un error. El patricio contemplaba con ojos fríos el dedo. Van Pew siguió la dirección de su mirada y bajó la mano rápidamente. El patricio no era hombre ante el cual se pudiera blandir un dedo, a no ser que quisieras acabar contando sólo hasta nueve.

—¿Y dices que fue una sola persona? —preguntó lord Vetinari.

—¡Sí! Exacto… —titubeó Van Pew.

Ahora que lo narraba en voz alta, sonaba un tanto extraño.

—En cambio, dentro había cientos de vosotros —siguió el patricio con tranquilidad—. Es una cueva de ladrones…, si me disculpas la expresión.

Van Pew abrió y cerró la boca unas cuantas veces. La respuesta sincera habría sido: sí, y si alguien se hubiera colado a hurtadillas, lo habría pasado mal. Fue su manera de entrar, como si fuera el dueño del edificio, lo que engañó a todo el mundo. Eso y el hecho de que no dejó de golpear a todo el mundo y de decirnos que Rectificáramos.

El patricio asintió.

—Me ocuparé de este asunto en un momento —dijo.

Era una buena frase. Siempre hacía titubear a la gente. Nunca estaban seguros de si quería decir que se ocuparía enseguida, o que se ocuparía brevemente. Y nadie se atrevía a preguntarle.

Van Pew reculó.

—Una disculpa en toda regla, te lo recuerdo. Tengo que proteger mi reputación —insistió.

—Gracias. No quiero entretenerte más —replicó el patricio, dando de nuevo su toque personal al idioma.

—Eso. Bien. Gracias. Muy bien —asintió el ladrón.

—Al fin y al cabo, tienes mucho trabajo —siguió lord Vetinari.

—Por supuesto, por supuesto. El ladrón titubeó. La última frase del patricio tenía punta. Uno se encontraba a la espera de recibir el golpe.

—Ejem… —carraspeó, a la espera de recibir una pista.

—Lo digo por todo el trabajo que estáis haciendo, claro.

El pánico se apoderó del rostro del ladrón. Un sentimiento de culpabilidad sin rumbo fijo vagó por su mente. No se trataba de lo que había hecho, se trataba de lo que el patricio hubiera averiguado al respecto. Aquel hombre tenía ojos en todas partes, pero no había par más aterrador que los gélidos azules que brillaban sobre su nariz.

—Yo…, eh…, no acabo de comprender…

—Una selección muy curiosa. —El patricio tomó una hoja de papel—. Por ejemplo, una bola de cristal perteneciente a una adivina de Calle Abrupta. Un pequeño adorno del templo de Offler, el Dios Cocodrilo. Y más cosas. Chatarra.

—La verdad es que no sé… —tartamudeó el jefe de los ladrones.

El patricio se inclinó hacia él.

—No habrá ladrones sin licencia, claro —dijo.[6]

—¡Investigaré ese asunto personalmente! —balbució el ladrón—. ¡Puedes estar seguro! El patricio le dirigió una dulce sonrisa.

—Lo sé —replicó—. Gracias por venir a verme. No te entretengo más.

El ladrón salió lo más deprisa que pudo. Con el patricio siempre pasaba lo mismo, reflexionó amargamente. Acudías a presentarle una queja de lo más razonable, y lo siguiente que sabías era que te estabas retirando caminando de espaldas, haciendo reverencias y satisfecho de seguir con vida. Eso había que concedérselo al patricio, admitió de mala gana. Porque, si no se lo concedías, enviaba a sus hombres para que lo cogieran de todos modos.

Cuando se hubo marchado, lord Vetinari hizo sonar la campanita de bronce con la que llamaba a su secretario. Pese a su caligrafía, el hombre se llamaba Lupine Wonse. Apareció esgrimiendo ya la pluma.

La principal característica de Lupine Wonse era su limpieza. Siempre daba la impresión de estar recién hecho. Hasta su cabello era tan liso y engominado que parecía pintado.

—Parece que la Guardia ha tenido algunos problemas con el Gremio de Ladrones —dijo el patricio—. Van Pew acaba de pasar para decirme que un guardia lo arrestó.

—¿Por qué, señor?

—Al parecer, por ser un ladrón.

—¿Un miembro de la Guardia} —se asombró el secretario.

—Lo sé, lo sé. Arréglalo, por favor.

El patricio sonrió para sus adentros.

Siempre resultaba difícil entender el peculiar sentido del humor de lord Vetinari, pero no podía dejar de recordar al jefe de los ladrones, enrojecido y airado.

Una de las mejores contribuciones del patricio a las reformas de Ankh-Morpork había sido legalizar el antiguo Gremio de Ladrones, al principio de su mandato. Siempre habrá crimen, razonó, y por tanto, si tenemos que soportarlo, al menos que sea crimen organizado.

Así que habían persuadido al Gremio para que saliera de las sombras y construyera una gran casa de reuniones, ocupara su lugar en los banquetes de la ciudad y fundara una academia con cursillos acelerados, certificados de aprendizaje, libros de escolaridad y todo eso. A cambio dé la no intromisión de la Guardia, accedieron a mantener el nivel de criminalidad según las cifras acordadas anualmente. De esa manera, dijo lord Vetinari, todo el mundo podía planear sus gastos por anticipado, y se eliminaban parte de las inseguridades del caos que es la vida.

Así, un poco más adelante, el patricio volvió a reunir a los ladrones y les dijo, oh, por cierto, ahora que me acuerdo…, vaya, no sé qué iba a decir… ¡ah, sí!

Sé quiénes sois, les dijo. Sé dónde vivís. Sé qué clase de caballos tenéis. Sé a qué peluquería van vuestras esposas. Sé los nombres de vuestros encantadores hijos, por cierto, ¿cuántos años tienen ya?, cielos, cómo pasa el tiempo, y sé dónde juegan. Así que no olvidéis nuestro acuerdo, ¿vale? Y sonrió.

Ellos también sonrieron, después de tragar saliva.

Y la verdad es que todo funcionó muy satisfactoriamente para todo el mundo. El jefe de los ladrones tardó poco en echar barriga y en hacerse diseñar escudos de armas, además de buscar un edificio adecuado para las reuniones y olvidarse para siempre de los antros llenos de humo. Establecieron un complicado sistema de recibos y facturas mediante el cual, aunque todo el mundo podía recibir las atenciones del Gremio, nadie las recibía en exceso, y la situación era muy aceptable…, al menos para los ciudadanos suficientemente ricos como para pagar la razonable tarifa que el Gremio cobraba a cambio de una vida sin sobresaltos. Había una extraña expresión extranjera para denominar esto: palizas de canguros. Nadie sabía exactamente qué significó en un principio, pero Ankh-Morpork la había adoptado.

A la Guardia no le hizo gracia, pero los hechos demostraron que los ladrones controlaban el crimen mejor de lo que lo habían hecho ellos. Al fin y al cabo, la Guardia tenía que trabajar el doble para hacer que el índice de criminalidad bajara, mientras que el Gremio lo único que tenía que hacer era trabajar menos.

Así, la ciudad prosperó, y la Guardia se fue atrofiando como un apéndice inútil, convirtiéndose en una pandilla de inútiles a los que nadie en su sano juicio tomaba en consideración.

Y nadie quería que se les metiera en la cabeza combatir el crimen. Pero ver la humillación del jefe de los ladrones había valido la pena, en opinión del patricio.


El capitán Vimes llamó a la puerta con mucho cuidado, porque cada golpe le resonaba en el cráneo.

—Adelante.

Vimes se quitó el casco, se lo puso bajo el brazo y empujó la puerta para abrirla. El crujido fue como una sierra roma en la parte delantera de su cerebro.

Siempre se sentía intranquilo en presencia de Lupine Wonse. En realidad, siempre se sentía intranquilo en presencia de lord Vetinari, pero eso era diferente… era cuestión de posición. Un temor de lo más normal. Mientras que a Wonse lo conocía desde su infancia en las Sombras. El muchacho había sido prometedor incluso entonces. Nunca fue un jefe de banda. No tenía ni la fuerza ni la vitalidad necesarias. Además, ¿de qué servía ser jefe de una banda? Tras cada jefe de banda hay un par de tenientes en busca de un ascenso. Ser jefe de banda no es una ocupación con muchas perspectivas. Pero en todas las bandas hay un jovencito pálido al que se acepta porque siempre se le ocurren buenas ideas, generalmente relativas a ancianas y a tiendas mal cerradas; ése era el lugar de Wonse en el orden natural de las cosas.

Vimes había estado en el pelotón, la versión en falseto de la carne de cañón. En su recuerdo, Wonse era un chaval flacucho, siempre caminando a saltitos para mantenerse al ritmo de los muchachos más corpulentos, y siempre con nuevas ideas para mantenerlos ocupados y que no se metieran con él, que era la diversión habitual si no había nada más interesante. Fue un entrenamiento excepcional para los rigores de la madurez, y Wonse adquirió una experiencia envidiable.

Sí, los dos habían empezado desde abajo. Pero Wonse había ascendido, mientras que Vimes era el primero en admitir que él se había limitado a seguir. Cada vez que parecía a punto de llegar a alguna parte, expresaba su opinión, o decía lo que no debía. Generalmente, ambas cosas a la vez.

Eso era lo que hacía que se encontrara incómodo en presencia de Wonse: el sonido del brillante mecanismo de la ambición.

Vimes nunca había dominado la ciencia de la ambición. Era algo que sucedía a los demás, no a él.

—Ah, Vimes.

—Señor —replicó Vimes, rígido.

No intentó saludar por si acaso se caía de bruces. Deseó haber tenido tiempo para beber la cena antes de acudir.

Wonse rebuscó entre los papeles de su escritorio.

—Están pasando cosas extrañas, Vimes. Me temo que hay algunas quejas graves sobre ti —dijo.

El secretario no llevaba gafas. Si las hubiera llevado, habría mirado al capitán por encima de ellas.

—¿Señor?

—Uno de tus hombres de la Guardia Nocturna. Al parecer, arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.

Vimes se tambaleó y trató de concentrar la vista con todas sus fuerzas. No había acudido preparado para algo como aquello.

—Lo siento, señor, no he comprendido bien.

—He dicho, Vimes, que uno de tus hombres arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.

—¿Uno de mis hombres?

—Sí.

Las células dispersas del cerebro de Vimes hicieron un valiente esfuerzo por reagruparse.

—¿Un miembro de la Guardia? —insistió. Wonse le dirigió una sonrisa desagradable.

—Lo ató y lo dejó delante del palacio. La cosa no está muy clara. También dejó una nota…, ah… aquí está… «Este hombre ha sido arrestado acusado de Conspiración para cometer Crimen, bajo la Sección 14 (iii) del Acta General de Felonías, 1678, por mí, Zanahoria Fundidordehierroson.»

Vimes entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Catorce i-i-i?

—Eso parece —asintió Wonse.

—¿Qué significa?

—La verdad es que no tengo ni la más remota idea —replicó el secretario con voz seca—. Y en cuanto a ese nombre… ¿Zanahoria?

—¡Pero nosotros no hacemos esas cosas! —exclamó Vimes—. No podemos ir por ahí arrestando a los ladrones del Gremio. ¡Nos pasaríamos la vida haciéndolo!

—Por lo visto, el tal Zanahoria no opina lo mismo. El capitán sacudió la cabeza y volvió a entrecerrar los ojos.

—¿Zanahoria? No me suena de nada.

El tono de seguridad resacosa fue suficiente hasta para Wonse, que quedó desconcertado por un momento.

—Fue bastante… —titubeó el secretario—. Zanahoria, Zanahoria —repitió—. Yo conozco ese nombre. Lo he visto escrito. —Su rostro se iluminó—. ¡Ya recuerdo, el voluntario! ¿Te acuerdas de que te enseñé la carta?

Vimes lo miró.

—Sí, la enviaba… creo que un enano…

—Decía no sé qué de mantener seguras las calles y servir a la comunidad, eso. Rogaba que se aceptara a su hijo en algún humilde puesto dentro de la Guardia.

El secretario estaba buscando entre sus archivos.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Vimes.

—Nada. Absolutamente nada. Eso es lo raro. Vimes frunció el ceño mientras sus pensamientos daban forma a un concepto novedoso.

—¿Un voluntario? —preguntó.

—Sí.

—¿No lo obligaron a ingresar?

Quiso ingresar. Tú dijiste que debía de ser una broma, y yo te respondí que debíamos tratar de admitir a más minorías étnicas en la Guardia. ¿Te acuerdas ahora?

Vimes lo intentó. No era fácil. Tenía el vago recuerdo de que había bebido para olvidar. La cosa no tenía mucho sentido, porque últimamente no conseguía recordar lo que quería olvidar. Al final, resultaba que bebía para olvidarse de que bebía.

Una ristra de imágenes caóticas que no quiso dignificar dándoles el nombre de recuerdos pasó por su cabeza, sin darle ninguna pista.

—No —respondió, impotente.

Wonse cruzó las manos sobre el escritorio.

—A ver si nos entendemos, capitán —dijo—. Su señoría quiere una explicación. Y yo no tengo ganas de decirle que el capitán de la Guardia Nocturna no se entera de lo que hacen los hombres que están a sus órdenes, si entendemos la palabra órdenes en un sentido muy amplio. Este tipo de cosas sólo traen problemas, se hacen preguntas, todo eso. Y no es lo que queremos, ¿verdad?

—No, señor —murmuró Vimes.

El vago recuerdo de alguien que le hablaba respetuosamente en El Racimo de Uvas estaba haciéndole cosquillas de culpabilidad desde el fondo de su consciente. No había sido un enano, desde luego. No, a menos que los requisitos para ser un enano hubieran cambiado mucho en los últimos tiempos.

—Claro que no —asintió Wonse—. Por los viejos tiempos y todo eso. Así que ya se me ocurrirá alguna explicación para el patricio. Pero tú, capitán, dedícate a averiguar qué está sucediendo, para que todo vuelva al orden. Explica brevemente a ese enano para qué son los guardias, ¿de acuerdo?

—Ja ja —rió Vimes, obediente.

—¿Cómo?

—Oh. Pensé que habías hecho un chiste étnico, señor.

—Mira, Vimes, estoy siendo muy comprensivo. Dadas las circunstancias. Pero ahora, quiero que arregles esto. ¿Comprendido?

Vimes saludó. La negra depresión que siempre albergaba se aprovechó de su estado de sobriedad y trasladó su morada a la punta de la lengua.

—Tienes mucha razón, señor secretario —respondió—. Me encargaré de que aprenda que arrestar a los ladrones va contra la ley.

Deseó no haberlo dicho. Si no dijera cosas como aquélla, ahora se encontraría en una posición mucho mejor, sería capitán de la Guardia de Palacio, un hombre importante. Darle el puesto en la Guardia Nocturna había sido un pequeño chiste por parte del patricio. Pero Wonse ya estaba leyendo un nuevo documento que había cogido de su escritorio. Si había advertido el sarcasmo, no lo demostraba.

—Muy bien —dijo.


Queridísima madre [escribió Zanahoria]: hoy ha sido un día mucho mejor. Fui al Gremio de Ladrones y arresté al jefe de los Criminales y lo llevé al Palacio del Patricio. Supongo que eso acabará con sus problemas. Y la señora Palma me ha dicho que me puedo quedar en la cama de la buhardilla porque siempre viene bien tener un hombre cerca. Eso fue porque por la noche unos hombres afectados por la bebida armaron Jaleo en la habitación de una de las chicas, y fui a hablar con ellos, pero intentaron Luchar y uno quiso golpearme con la rodilla, pero yo llevaba puesto el Protector y la señora Palma dice que se rompió la Rótula, aunque no tendré que pagarle una nueva.

No comprendo algunos deberes de la Guardia. Tengo un compañero, se llama Nobby. Dice que soy demasiado rápido. Dice que tengo mucho que aprender. Creo que es verdad, porque sólo he llegado a la Página 326 de Las Leyes y Ordenanzas de las Ciudades de Ankh y Morpork. Besos a todos. Tu hijo, Zanahoria.

P.D. Cariños a Minty.


No era sólo la soledad, era la vida en general cuando se vive al revés. Aquello lo colmaba todo, en opinión del capitán Vimes.

La Guardia Nocturna se levantaba cuando el resto del mundo se iba a la cama, y se acostaba cuando el amanecer empezaba a bañar el paisaje. Te pasabas la vida entera en calles oscuras y húmedas, en un mundo de sombras. A la Guardia Nocturna sólo se alistaban aquellos que, por un motivo u otro, preferían aquel modo de vida.

Llegó a la Casa de la Guardia. Era un edificio antiguo y sorprendentemente grande, entre una curtiduría y una sastrería que fabricaba sospechosas prendas de cuero. En el pasado sin duda fue imponente, pero ahora buena parte de él era inhabitable, y sólo lo patrullaban búhos y ratas. Sobre la puerta, un lema escrito en la antigua lengua de la ciudad estaba casi erosionado por el tiempo, la humedad y el musgo, pero se podían distinguir las letras:


FABRICATI DIEM, TIVS

Según el sargento Colon, que había estado destinado en el Extranjero y se consideraba un experto en idiomas, significaba «Proteger y Servir».

Sí. En el pasado, ser guardia debió de significar algo importante.

Al entrar tambaleante en la húmeda penumbra, pensó en el sargento Colon. A aquel hombre sí que le gustaba la oscuridad. Debía treinta años de feliz matrimonio al hecho de que la señora Colon trabajaba todo el día, y el sargento Colon trabajaba toda la noche. Se comunicaban por medio de notas. Él le preparaba el té antes de salir por la noche, y ella le dejaba el desayuno listo y calientito en el horno por las mañanas. Tenían tres hijos ya mayorcitos, nacidos, según opinión de Vi-mes, como resultado de una caligrafía extremadamente persuasiva.

El cabo Nobbs…, bueno, cualquiera con el aspecto de Nobby tenía un número infinito de motivos para no desear que lo vieran los demás. Para notarlo no había que pensar demasiado. Sólo había un motivo para no decir qué Nobby estaba cerca del reino animal, y era que el reino animal se alejaría a toda velocidad.

Y luego estaba él mismo, claro. Un flaco montón de malas costumbres marinadas en alcohol. Eso era la Guardia Nocturna. Sólo tres personas. En el pasado hubo docenas, cientos. Y ahora… sólo tres.

Vimes subió las escaleras con paso inseguro, se abrió camino hacia su despacho, se dejó caer en un sillón de cuero cuarteado cuyo relleno se salía por todas partes, rebuscó en el cajón inferior, cogió una botella, agarró el corcho con los dientes, tiró, lo escupió y bebió un largo trago. Empezaba su día.

El mundo empezó a enfocarse.

La vida es igual que la química. Una gota por aquí, una presión por allá y todo cambiaba. Engullía unos decilitros de zumos fermentados y, de repente, empezaba a vivir unas horas más.

En el pasado, en los tiempos en que aquél había sido un barrio respetable, el esperanzado propietario de una taberna en el portal contiguo pagó a un mago una considerable suma de dinero a cambio de un letrero luminoso en el que cada letra era de un color diferente. Ahora funcionaba de manera caótica, y a veces, con la humedad, se cortocircuitaba. En aquel momento la E era de un rosa enfermizo, y se encendía y se apagaba al azar.

Vimes se había acostumbrado a él. Parecía formar parte de la vida.

Contempló durante un rato el vacilante juego de luces en la fachada semiderruida. Luego, levantó un pie metido en su sandalia y dio dos fuertes patadas en los tablones que formaban el suelo.

Tras unos pocos minutos, un sonido lejano indicó que el sargento Colon subía por las escaleras.

Vimes contó en silencio. Colon siempre hacía una pausa de seis segundos al final de los peldaños para recuperar el aliento, al menos en parte.

Al séptimo segundo, la puerta se abrió. La cara del sargento apareció por la ranura como una luna llena.

Se podía describir al sargento Colon de la siguiente manera: era el tipo de hombre que, si se decidiera por la carrera militar, gravitaría automáticamente hasta el puesto de sargento. Nadie lo podía imaginar como cabo. Ni como capitán, desde luego. Fuera del ejército, parecía hecho a medida para algo como fabricante de salchichas, para cualquier cosa que requiriese un rostro sonrosado y una terrible tendencia a sudar.

Saludó y, con mucho cuidado, puso una arrugada hoja de papel sobre el escritorio de Vimes. La alisó con las manos.

—Buenas noches, capitán —dijo—. El informe de los incidentes de ayer y todo eso. Ah, se me olvidaba, debes cuatro peniques en el Club de Té.

—¿Qué es eso de un enano, sargento? —le preguntó Vimes bruscamente. Colon arqueó las cejas.

—¿Qué enano?

—El que se acaba de unir a la Guardia. Se llama…

—Vimes titubeó—. Zanahoria, o algo así.

—¿Ése? —Colon se quedó boquiabierto—. ¿Es un enano? ¡Ya decía yo que no te puedes fiar de esos malditos! Me engañó como a un tonto, capitán, ¡el muy canalla debió de mentir con respecto a su altura!

Colon se fijaba mucho en la altura, sobre todo en la de los que eran más bajos que él.

—¿Sabes que arrestó al presidente del Gremio de Ladrones esta mañana?

—¿Por qué?

—Al parecer, por ser presidente del Gremio de Ladrones.

El sargento lo miró, asombrado.

—¿Y dónde está el crimen?

—Creo que lo mejor será que tenga una charla con el tal Zanahoria —suspiró Vimes.

—¿No lo viste, señor? —señaló Colon—. Dijo que se había presentado ante ti.

—Yo, eh…, debía de estar muy ocupado en aquel momento. Con muchas cosas en la cabeza.

—Claro, señor —respondió Colon con educación.

Vimes tuvo el suficiente orgullo como para apartar la vista y remover un poco los estratos de papeles que poblaban su escritorio.

—Tenemos que sacarlo de las calles lo antes posible —murmuró—. ¡Lo próximo que se le ocurrirá será detener al presidente del Gremio de Asesinos por matar a alguien! ¿Dónde está ahora?

—Lo puse de compañero con el cabo Nobbs, capitán. Dijo que le enseñaría los entresijos de la cosa, o algo por el estilo.

¿Has enviado a un recluta con Nobby —casi gritó Vimes.

Colon tragó saliva.

—Bueno, señor, es un hombre con experiencia. Pensé que el cabo Nobbs podía enseñarle muchas cosas…

—Esperemos que no aprenda demasiado deprisa —dijo el capitán, al tiempo que se ponía el casco de hierro—. Vamos.

Cuando salieron de la Casa de la Guardia, había una escalera apoyada contra la pared de la taberna. Un hombre corpulento, subido a ella, maldecía entre dientes mientras trajinaba con el letrero luminoso.

—La que no funciona bien es la E —le advirtió Vimes.

—¿Qué?

—La E. Y la T chisporrotea cuando llueve. Ya era hora de que lo arreglaran.

—¿Arreglarlo? Ah. Sí. Arreglarlo. Claro. Lo estoy arreglando.

Los guardias se alejaron chapoteando en los charcos. El Hermano Vigilatorre sacudió la cabeza lentamente y volvió a concentrarse en el destornillador.


En todas las fuerzas armadas hay hombres como el cabo Nobbs. Aunque su conocimiento de las reglas suele ser enciclopédico, ponen buen cuidado en no ascender jamás más allá de cabo, por ejemplo. Nobbs hablaba por la comisura de los labios. Fumaba sin cesar, pero lo que más extrañó a Zanahoria fue que, aunque todos los cigarrillos de Nobby se convertían en colillas casi al instante, seguían siendo colillas indefinidamente, o hasta que se las colocaba tras la oreja, que era una especie de Cementerio de los Elefantes para la nicotina. En las raras ocasiones en que se sacaba una de la boca, la mantenía en la mano como si la protegiera.

Era un hombre menudo, de piernas torcidas, con un cierto parecido al chimpancé que no llega nunca a grabar anuncios divertidos de televisión.

Era de edad indeterminada. Pero por su cinismo y por su hastío ante el mundo en general, que son algo así como la prueba del carbono para la personalidad, debía de tener unos siete mil años.

—Esta ruta es coser y cantar —dijo mientras caminaban por una húmeda calle en el barrio de los comerciantes.

Giró la manilla de una puerta. Estaba cerrada.

—Tú sigue conmigo —añadió—, y me encargaré de que te enteres de todo. Venga, prueba las puertas de la otra acera de la calle.

—Ah. Ya entiendo, cabo Nobbs. Es para saber si alguien se ha dejado la tienda abierta —dijo Zanahoria.

—Aprendes de prisa, hijo.

—Espero que podamos apresar al criminal durante el delito, señor —añadió el chico, lleno de celo profesional.

—Eh…, claro —asintió Nobby, inseguro.

—Pero, si encontramos alguna puerta abierta, supongo que deberemos llamar al propietario —siguió Zanahoria—. Y uno de nosotros tendrá que quedarse para vigilar entretanto, ¿no?

—¿Tú crees? —se animó Nobby—. Yo me encargaré de eso, tranquilo. Tú puedes ir a buscar a la víctima. Al propietario, quiero decir.

Probó otra manilla. Ésta giró.

—En las montañas, de donde yo vengo —señaló Zanahoria—, si atrapaban a un ladrón, lo colgaban por…

Se detuvo, tanteando una manilla.

Nobby lo miró.

—¿Por dónde? —preguntó entre horrorizado y fascinado.

—Ahora no me acuerdo —respondió el chico—. De todos modos, mi madre decía que se merecían algo mucho peor. Robar está Mal.

Nobby había sobrevivido a muchas masacres gracias al hecho de no estar allí. Soltó la manilla y le dio una palmadita amistosa.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Zanahoria. Nobby se sobresaltó.

—¿El qué? —gritó.

—Ya me acuerdo de cómo los colgaban.

—Oh —susurró el cabo—. ¿Por dónde?

—Por todo el muro de la ciudad —respondió el chico—. A veces durante días enteros. No volvían a hacerlo, se lo aseguro. Se lo digo yo —añadió.

Nobby apoyó la lanza contra la pared y rebuscó una colilla diminuta tras su oreja. Decidió que había que aclarar un par de cosas.

—¿Por qué tuviste que hacerte guardia, muchacho? —le preguntó.

—Todo el mundo me pregunta lo mismo —dijo Zanahoria—. No tuve que. Quise. Así me haré un Hombre.

Nobby nunca miraba directamente a los ojos. Contempló asombrado la oreja derecha de Zanahoria.

—¿De verdad quieres decir que no estás huyendo de nada?

—¿Por qué iba a querer huir de algo? Nobby dio un par de vueltas al asunto.

—Ah… Siempre hay algo. Quizá…, quizá se te acusó de algo que no habías hecho —sonrió—. Quizá, por ejemplo, faltaron cosas en las tiendas y te echaron la culpa injustamente. O aparecieron ciertas cosas en tu bolsa, y tú no tienes ni idea de cómo llegaron allí. Ese tipo de asuntos. Se lo puedes decir al viejo Nobby.

O quizá fue otra cosa… —Dio un codazo a Zanahoria—. Otra cosa, a lo mejor. Cherché la femme, ¿eh? ¿Metiste en apuros a una chica?

—Yo… —empezó Zanahoria.

Y entonces se acordó de que uno debía decir la verdad incluso a gente tan rara como Nobby, quienes no parecían saber lo que era eso. Y la verdad es que siempre estaba metiendo en apuros a Minty, aunque no sabía muy bien cómo ni por qué. Pero cada vez que se marchaba tras visitarla en la cueva de los Machacarrocas, oía los gritos de los padres de la chica. Siempre eran educados con él, pero, por algún motivo que no entendía, Minty se encontraba en apuros después de cada una de sus visitas.

—Sí —dijo al final.

—Ah. Suele suceder —asintió Nobby con gesto de entendido.

—Constantemente —añadió Zanahoria—. La verdad es que casi todas las noches.

—Vaya. —Nobby estaba impresionado. Bajó la vista hacia el Protector—. Ésa es la razón de que te hicieran ponerte eso, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, no te preocupes. Todo el mundo tiene su pequeño secreto. O su gran secreto, que todo es posible. Hasta el capitán. Está con nosotros porque fue Traído a Nado por una Mujer. Eso dice el sargento. Traído a Nado.

Aquello parecía doloroso.

—Caray —se compadeció Zanahoria.

—Pero a mí me da la sensación de que es porque dice lo que piensa. Y lo dijo demasiado a menudo delante del patricio, que lo oí yo. Le dijo que los del Gremio de Ladrones no eran más que una pandilla de ladrones, o algo así. Por eso está con nosotros. La verdad, no sé. —Contempló el pavimento con mucho interés—. ¿Y dónde vives ahora, chico? —preguntó al final.

—Hay una señora, la señora Palma… —empezó Zanahoria.

Nobby se atragantó, y el humo se le fue por otro camino.

—¿En Las Sombras? —aulló—. ¿Estás viviendo en Las Sombras?

—Oh, sí.

—¿Todas las noches?

Bueno, más bien todos los días, en realidad. Sí.

—¿Y has venido aquí para hacerte un hombre?

~¡Si!

—No creo que me gustara vivir en tu tierra —suspiró el cabo.

—Mire —replicó Zanahoria, que no entendía nada—, vine porque el señor Varneshi dijo que era el mejor trabajo del mundo, con eso de defender la ley y lo demás. Porque es así, ¿no?

—Bueno, eh… —vaciló Nobby—. En cuanto a eso…, lo de defender la ley, quiero decir…, o sea, antes sí, antes de que tuviéramos los Gremios y esas cosas… pero ahora, de la ley no es que quede mucho…, oh, bueno, no sé. Mira, lo que tienes que hacer es tocar la campana y agachar la cabeza por si acaso.

Nobby suspiró. Luego gruñó, se sacó el reloj de arena del cinturón y contempló los granos de arena que caían rápidamente. Lo devolvió a su sitio, quitó la funda de piel con que cubría el badajo de su campanilla y la sacudió un par de veces, no muy fuerte.

—Las doce en punto y sereno —murmuró.

—¿Y eso es todo? —preguntó Zanahoria mientras morían los ecos.

Nobby dio una rápida calada a la colilla.

—Más o menos. Más o menos.

—¿Así, sin más? ¿Nada de persecuciones por los tejados a la luz de la luna? ¿Nada de colgarnos de los candelabros del techo? ¿Nada por el estilo? —insistió el chico.

—Ni se me ocurriría —replicó Nobby con fervor—. En mi vida he hecho cosas como ésas. —Lanzó una bocanada de humo—. Correr por los tejados, vaya idea, ¡uno se puede matar haciendo esas cosas! Si no te importa, yo sigo con la campanilla, gracias.

—¿Puedo probar yo?

Nobby empezaba a sentirse desconcertado. Por eso, y sólo por eso, cometió el error de entregar la campanilla a Zanahoria sin decir palabra.

Zanahoria la examinó unos instantes. Luego, la sacudió vigorosamente por encima de su cabeza.

¡Las doce en punto y sereeeenoooo! —aulló a pleno pulmón.

Los ecos resonaron en la calle, y al final los ahogó un silencio espeso, terrible. Varios perros ladraron en la noche. Un bebé empezó a llorar.

—¡Shhhh! —siseó Nobby.

—Bueno, es que todo está sereno, ¿no? —insistió Zanahoria.

—¡Pero dejará de estarlo si sigues sacudiendo así la maldita campana! ¡Dámela ahora mismo!

—¡No lo entiendo! —replicó el muchacho—. Mire, tengo este libro que me dio el señor Varneshi…

Se rebuscó los bolsillos hasta dar con Las Leyes y Ordenanzas.

Nobby echó un vistazo al volumen y se encogió de hombros.

—Ni sabía que existieran —dijo—. Ahora, sigamos con la ronda, pero en silencio. Nada de gritar tanto, puedes llamar la atención de…, de cualquiera. Vamos, por aquí.

Agarró a Zanahoria por el brazo y lo arrastró a lo largo de la calle.

—¿De cualquiera? —protestó el chico mientras se veía empujado con decisión.

—De cualquiera con malas intenciones —susurró Nobby.

—¡Pero nosotros somos la Guardia!

—¡Exacto! ¡Por eso no queremos tener nada que ver con esa gente! ¡Recuerda lo que le sucedió a Gaskin!

—No recuerdo lo que le sucedió a Gaskin —señaló Zanahoria, asombrado—. ¿Quién es Gaskin?

—Fue antes de que llegaras tú —murmuró Nobby, algo más calmado—. Pobre tipo. Podría habernos pasado a cualquiera. —Alzó la vista para mirar al muchacho—. Ahora, haz el favor de ir calladito. Me estás poniendo los nervios de punta. ¡Persecuciones a la luz de la luna, nada menos!

Siguieron recorriendo la calle. El método normal de locomoción de Nobby consistía en una especie de mezcla entre deslizarse y esconderse, que le daba un aspecto extraño, como el de un cangrejo cojo.

—Pero…, pero… —insistió Zanahoria—. En este libro dice que…

—No quiero saber nada de ningún libro —gruñó Nobby.

Zanahoria parecía desconsolado.

—Pero es la Ley… —empezó.

Fue casi letalmente interrumpido por un hacha que salió disparada por un portal bajo junto a él, y fue a estrellarse contra la pared del otro lado. La siguieron los sonidos de la madera al quebrarse y el cristal al romperse.

—¡Eh, Nobby! —exclamó Zanahoria, apremiante—. ¡Eso es una pelea!

Nobby echó un vistazo al portal.

—Pues claro —dijo—. Es un bar de enanos. No hay cosa peor. Ni se te ocurra acercarte, chico. Esos pequeños canallas te ponen la zancadilla y luego te echan de todo encima. Tú quédate con el viejo Nobby y…

Agarró el brazo de Zanahoria, grueso como un tronco de árbol. Fue como intentar arrastrar un edificio.

El chico se había puesto pálido.

—¿Enanos bebiendo! ¿Y peleando?

Puedes jurarlo —asintió Nobby—. Lo hacen constantemente. Y tienen un vocabulario que yo no me atrevería a usar ni con mi anciana madre. Ni se te ocurra mezclarte con ellos, son unos malditos…, ¡no entres ahí!


Nadie sabe por qué los enanos, que en sus montañas natales llevan vidas tranquilas y ordenadas, se olvidan de todo eso en cuanto llegan a la gran ciudad. Hasta el más inocente extractor de hierro sufre una mutación que lo obliga a usar cota de mallas constantemente, llevar siempre un hacha, cambiarse el nombre por el de Agarragargantas Machacatibias o algo semejante, y beber como una esponja.

Probablemente sea porque llevan vidas tan tranquilas y ordenadas en sus montañas natales. Al fin y al cabo, con toda probabilidad, lo primero que quiere hacer un joven enano cuando llega a la gran ciudad tras setenta años de trabajar para su padre en el fondo de una mina sea echar un buen trago y luego golpear a alguien.

La pelea era una de esas encantadoras peleas de enanos, con unos cien participantes y unos ciento cincuenta bandos. Los gritos, maldiciones y el resonar de las hachas contra los cascos de hierro se mezclaban con los alaridos de un grupo de borrachos junto a la chimenea, quienes, siguiendo otra costumbre de los enanos, entonaban canciones relativas al oro.

Nobby se estrelló contra la espalda de Zanahoria, que contemplaba la escena horrorizado.

—Mira, esto es así todas las noches —dijo, apremiante—. No te metas, son órdenes del sargento. Dice que son sus costumbres folclóricas, o algo por el estilo. Y uno no tiene que entrometerse en las costumbres folclóricas de la gente.

—Pero…, pero… —tartamudeó Zanahoria—. ¡Son mi gente! Bueno, más o menos. Es una vergüenza que se comporten así. ¿Qué debe de pensar la gente?

—Pensamos que son unos pequeños salvajes intratables —le informó Nobby—. ¡Ahora, vamonos!

Pero el muchacho se había lanzado ya hacia el tumulto. Se puso las manos junto a la boca para hacer bocina, y gritó algo en un idioma que Nobby no comprendió. Casi cualquier idioma, incluido su idioma materno, habría encajado en esta descripción, pero en este caso concreto se trataba del lenguaje de los enanos.

¡Gr’duzk! ¡Gr’duzk! ¿aaK’zt ezem bur’k tze tzim?[7] La lucha se detuvo. Un centenar de rostros barbudos alzaron la vista hacia la imponente figura de Zanahoria, con una mezcla de enfado y sorpresa.

Una desportillada jarra de cerveza rebotó contra su cota de mallas. Zanahoria se agachó y alzó en vilo, sin esfuerzo aparente, a un enano que se debatía.

J’uk, ydtruz-t’rud-eztuza, hudr’zd dezek drez’-huk, huzukmk’t b’tduz g’ke’k me’ek b’ttduz t’be’tk kce’drutk ke’bkt’d. ¿aaDb’thuk?[8]

Ningún enano había oído tantas palabras de la Antigua Lengua en boca de alguien que midiera más de un metro veinte. Se quedaron atónitos.

Zanahoria bajó al molesto enano al suelo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Sois enanos! —dijo—. ¡Los enanos no deberían comportarse así! Miraos, ¿no os da vergüenza? Un centenar de bocas se abrieron de sorpresa.

—¡Mirad lo que estáis haciendo! —El chico sacudió la cabeza—. ¿Os imagináis lo que pensarían si os vieran vuestras ancianas madres, que ahora se estarán mesando sus barbas blancas y preguntándose qué harán sus hijos esta noche? Vuestras pobres madres, las primeras que os enseñaron a blandir un hacha…

Nobby, que se había quedado junto a la puerta paralizado por una mezcla de terror y asombro, se dio cuenta de que lo que se oía allí era un coro de sollozos ahogados y ruido de narices al sonarse. Zanahoria seguía hablando.

—… seguramente las ancianas estarán pensando, seguro que mi hijo está jugando tranquilamente al dominó, o algo por el estilo…

Un enano próximo a él, que llevaba el casco adornado con púas de quince centímetros de largo, se echó a llorar silenciosamente sobre su cerveza.

—Y apuesto a que hace mucho tiempo que no le escribís una carta, y eso que prometisteis escribirle todas las semanas sin falta…

Distraídamente, Nobby se sacó un sucio pañuelo del bolsillo y se lo tendió a un enano que se había apoyado contra la pared, estremecido por los sollozos.

—Vamos, vamos —siguió Zanahoria con voz cariñosa—. No quiero ser duro con nadie, pero a partir de ahora pasaré por aquí todas las noches, y espero encontrarme con un comportamiento propio de los enanos. Sé lo que sentís al estar tan lejos de casa, pero eso no justifica semejantes desmanes. —Se tocó el casco—. G’hruk, t’uk[9].

Les dirigió una sonrisa luminosa y se dobló por la cintura para volver a cruzar la puerta del bar. Cuando llegaron a la calle, Nobby lo agarró bruscamente por el brazo.

—¡No se te ocurra volver a hacerme una cosa así!

—rugió—. ¡Eres un Guardia de la Ciudad! ¡No quiero volver a oír hablar de eso de las leyes!

—¡Pero son muy importantes! —señaló Zanahoria con seriedad, siguiendo a su superior hacia una calle aún más estrecha.

—No tan importantes como seguir vivo y entero —replicó Nobby—. ¡Bares de enanos! Si tienes algo de sentido común, chico, entrarás aquí conmigo. Y en silencio.

El muchacho alzó la vista hacia el edificio al que acababan de llegar. Estaba algo alejado del lodo de la calle. Los sonidos de una bebida seria llegaron hasta ellos. Sobre la puerta se veía un destartalado letrero con el dibujo de un tambor.

—Es una taberna, ¿no? —señaló Zanahoria, pensativo—. ¿Abierta a estas horas?

—No veo por qué no —replicó Nobby al tiempo que abría la puerta—. A mí me parece muy útil. Es el Tambor Remendado.

—¿Sirven bebidas alcohólicas? —preguntó el chico mientras buscaba por las páginas del libro.

—Espero que sí —asintió Nobby. Hizo un gesto de saludo en dirección al troll contratado en el Tambor como asesinón—.[10] Buenas noches, Detritus. Le estoy enseñando el barrio al novato.

El troll gruñó y con un brazo imposiblemente sucio les hizo un gesto para que pasaran.

El interior del Tambor Remendado era ahora legendario y había pasado a la historia como la famosa taberna de peor reputación del Mundodisco, así como punto de visita obligatorio en la ciudad. Tanto era así que el nuevo propietario, tras hacer unas remodelaciones inevitables, se había pasado días recreando la capa original de polvo, hollín y otras sustancias menos identificables en las paredes. Incluso importó una tonelada de basura semipodrida para el suelo. Los clientes eran los habituales héroes, asesinos, mercenarios, criminales y villanos, y sólo un análisis microscópico habría podido diferenciar a unos de otros. Espesas espirales de humo reptaban hacia el techo, quizá para no tocar las paredes.

La conversación murió un instante cuando entraron los dos guardias, pero luego volvió a la normalidad. Un par de bebedores saludaron a Nobby.

Éste se dio cuenta de que Zanahoria estaba muy ocupado.

—¿Qué haces? Oye, nada de hablar de madres aquí, ¿entendido? —le advirtió.

—Estoy tomando notas —respondió Zanahoria, sombrío—. Tengo una libreta.

—Así me gusta —asintió Nobby—. Ya verás cómo te encanta este lugar. Yo vengo aquí siempre a cenar.

—¿Cómo se escribe «infracción»? —preguntó el chico al tiempo que pasaba una página.

—Con un lápiz —replicó su superior, abriéndose camino a codazos. Un raro impulso generoso se adueñó de su mente—. ¿Qué quieres beber?

—No creo que sea apropiado —señaló Zanahoria—. Además, de la Bebida Nacen los Vicios.

Sintió una mirada penetrante en la nuca, y se volvió para encontrarse frente a frente con el rostro amable de un orangután.

Estaba sentado junto a la barra, con una jarra de cerveza y un platito de cacahuetes ante él. Hizo un gesto amistoso con la jarra en dirección a Zanahoria, y luego bebió ruidosamente, al parecer por el sistema de hacer que su labio inferior formara una especie de embudo prensil. Aquello sonaba como una bañera al vaciarse.

Zanahoria dio un codazo a Nobby.

—Hay un mon… —empezó.

—¡No lo digas! —se apresuró a interrumpirlo su superior—. ¡No digas esa palabra! Es el bibliotecario. Trabaja en la Universidad. Siempre pasa por aquí para tomarse una copa antes de acostarse.

—¿Y a la gente no le importa?

—¿Por qué iba a importarles? Cuando le toca el turno, cede el taburete, como todo el mundo.

Zanahoria se volvió y miró al simio. Se le ocurrían un montón de preguntas a la vez, por ejemplo: ¿Dónde guarda el dinero? El bibliotecario captó su mirada, la malinterpretó y empujó el platito de cacahuetes hacia él.

Zanahoria se irguió en toda su impresionante estatura y consultó su libreta de notas. La tarde que había pasado leyendo Las Leyes y Ordenanzas había cundido mucho.

—¿Quién es el propietario, arrendatario o…, a ver…, o encargado de estas instalaciones? —preguntó a Nobby.

—¿El qué? —se sorprendió el menudo guardia—. ¿El encargado? Pues supongo que quien está al cargo esta noche es Charley. ¿Por qué? —preguntó al tiempo que señalaba a un hombretón corpulento, cuyo rostro era una telaraña de cicatrices.

Este se detuvo en su tarea de extender la suciedad uniformemente por los vasos mediante el sistema de frotarlos con un paño húmedo, y dirigió a Zanahoria un guiño de complicidad.

—Charley, te presento a Zanahoria —dijo Nobby—. Está durmiendo en casa de Rosie Palma.

—¿Cómo, todas las noches? —se asombró Charley. Zanahoria se aclaró la garganta.

—Si usted es el encargado de este local —declamó—, es mi deber informarle de que está arrestado.

—¿Restado de qué, hijo? —preguntó Charley, todavía limpiando los vasos.

Arrestado —siguió el muchacho—, a la espera de presentación de cargos por los siguientes hechos, 1) (i) el 18 de grunio, en un local conocido como el Tambor Remendado, en la Calle Filigrana, usted a) sirvió o b) permitió que se sirvieran bebidas alcohólicas después de las 12 (doce) de la noche, contraviniendo las ordenanzas que legislan los locales públicos según el Acta de 1678, y 1) (ii) el 18 de grunio, en un local conocido como el Tambor Remendado, en la Calle Filigrana, usted sirvió o permitió que se sirvieran bebidas alcohólicas en recipientes que no cumplen las normas de tamaño y capacidad previstas en la citada Acta, y 2 (i) que el 18 de grunio, en un local conocido como el Tambor Remendado, en la Calle Filigrana, permitió que los clientes llevaran sin fundas armas de filo cuya medida excedía los 18 (dieciocho) centímetros, contraviniendo la Sección Tres de la citada Acta y 2) (ii) el 18 de grunio, en un local conocido como el Tambor Remendado, en la Calle Filigrana, usted sirvió o permitió que se sirvieran bebidas alcohólicas en un local que carece de la correspondiente licencia para la venta o consumición de dichas bebidas, contraviniendo la Sección Tres de dicha Acta.

Se hizo un silencio de muerte mientras Zanahoria pasaba una página más y continuaba:

—También es mi deber informarle de que tengo intención de presentar pruebas ante la justicia para que se utilicen en el juicio por otros delitos contra el Acta de Juego Público, 1567, el Acta de Higiene en Locales Públicos, 1433, 1456, 1463, 1465, eh…, y de la 1470 a la 1690, además de… —Miró de soslayo en dirección al bibliotecario, que sabía que se avecinaban problemas y se estaba acabando su cerveza apresuradamente—. Contravenciones del Acta sobre Animales Domésticos y de Granja (Cuidado y Protección), 1673.

El silencio que siguió a sus palabras tenía una rara cualidad de expectación, de respiración contenida, mientras los clientes de la taberna esperaban a ver qué sucedía a continuación.

Charley dejó cuidadosamente el vaso, cuyas manchas brillaban ahora, y bajó la vista hacia Nobby.

Nobby trataba de fingir que estaba completamente solo y que jamás en su vida había tenido relación alguna con quienquiera que fuese el que estaba a su lado y por casualidad llevaba un uniforme idéntico.

—¿Qué dice éste de la justicia? Aquí no tenemos de eso.

El guardia, aterrorizado, se encogió de hombros.

—Es nuevo, ¿verdad? —insistió Charley.

—Tiene derecho a permanecer en silencio —siguió Zanahoria.

—No es nada personal, espero que lo comprendas —dijo el encargado de la taberna a Nobby—. Es una comosellame. El otro día pasó por aquí un mago que hablaba de eso. Una cosa torcida de la educación, ¿sabes lo que quiero decir? —Pareció meditar un instante—. Una curva de aprendizaje. Eso era. Es una curva de aprendizaje. Detritus, mueve ese trasero de piedra, ven aquí un momento.

En instantes como éste, algún cliente del Tambor Remendado deja caer siempre un vaso. Eso mismo fue lo que sucedió.

El capitán Vimes corrió por la Calle Corta (la más larga de la ciudad, una prueba del sentido del humor morporkiano, famoso por su sutileza) mientras el sargento Colon trataba de seguir su ritmo sin dejar de protestar. Nobby estaba junto a la puerta del Tambor, dando saltitos. En momentos de peligro, tenía una manera de trasladarse de un lugar a otro sin al parecer moverse por el espacio intermedio, cosa que hubiera sido la envidia de cualquier medio de transporte de materia.

—¡Está peleando ahí dentro! —tartamudeó, agarrando al capitán por un brazo.

—¿Él solo? —se sorprendió Vimes.

—¡No, con todo el mundo! —gritó Nobby sin dejar de dar saltitos.

—Oh.

La conciencia le decía: Somos tres. Él lleva el mismo uniforme. Es uno de tus hombres. Acuérdate del pobre Gaskin.

Otra parte de su cerebro, la parte odiosa y despreciable que le había permitido sobrevivir en la Guardia durante los diez últimos años, dijo: Es de mala educación interrumpir a la gente. Esperaremos hasta que acabe, y luego le preguntaremos si quiere ayuda. Además, la Guardia no debe intervenir en las peleas. Es mucho más sencillo entrar cuando han acabado y detener a los que queden en pie.

Se oyó un estrépito cuando una ventana cercana se rompió desde el interior y lanzó a uno de los camorristas hacia la acera contraria.

—Creo —dijo el capitán con cautela— que debemos hacer algo rápidamente.

—Es cierto —asintió el sargento Colon—. Si seguimos aquí, podrían hacernos daño.

Se deslizaron sigilosamente calle abajo, hasta llegar a un punto donde no se oía tanto el crujido de la madera al romperse y el chasquido del cristal al quebrarse, y tuvieron buen cuidado de no mirarse entre ellos. En la taberna se oía algún que otro grito, y también, a intervalos frecuentes, un misterioso sonido, como si alguien estuviera golpeando un gong con la rodilla.

Se quedaron allí de pie, envueltos en un silencio avergonzado.

—¿Has tenido ya vacaciones este año, sargento?

—Sí, señor. Envié a mi esposa a Quirm el mes pasado, a ver a su tía.

—Me han dicho que Quirm es muy bonito en esta época del año.

—Sí, señor.

—Que hay muchos geranios y todo eso. Una figura salió despedida por una de las ventanas superiores y se estrelló contra el suelo.

—Allí es donde tienen un reloj de flores, ¿no? —insistió el capitán a la desesperada.

—Sí, señor. Es muy bonito, señor. Todo hecho de flores, señor.

Se oyó un ruido que recordaba mucho al que hace algo al golpear algo repetidamente con algo de madera y muy pesado. Vimes cerró los ojos.

—No creo que el pobre hubiera sido feliz en la Guardia, señor —lo consoló el sargento.

La puerta del Tambor Remendado se había roto tan a menudo durante las peleas que hacía poco habían instalado unas bisagras especialmente resistentes, y el hecho de que el siguiente golpe terrible arrancara de la pared toda la puerta junto con el marco decía mucho en favor de su calidad. En el centro del caos, una figura trató de incorporarse sobre los codos, dejó escapar un gemido y se derrumbó de nuevo.

—Bueno, parece que eso es todo… —empezó a decir el capitán.

Nobby lo interrumpió bruscamente.

—¡Es ese maldito troll!

—¿Qué? —se sorprendió Vimes.

—¡Es el troll! ¡El que tienen en la puerta!

Se acercaron con toda cautela.

Desde luego, era Detritus, el asesinón.

Es muy difícil hacer daño a una criatura que, la mires por donde la mires, está hecha de piedra. Pero, al parecer, alguien lo había logrado. La figura caída gemía como si fuera un par de ladrillos entrechocando.

—Esto sí que es una novedad —dijo el sargento vagamente.

Los tres se dieron la vuelta y contemplaron el rectángulo de luz brillante que ocupaba el lugar donde había estado la puerta. Desde luego, las cosas parecían haberse calmado mucho en el interior.

—No pensaréis que va ganando, ¿verdad? —preguntó el sargento.

El capitán tensó la mandíbula.

—Lo averiguaremos —dijo—. Se lo debemos a nuestro camarada guardia.

Tras ellos, se escuchó un gemido. Se volvieron y vieron a Nobby, saltando a la pata coja y sujetándose el otro pie con ambas manos. • —¿Qué te pasa?

A modo de respuesta, Nobby siguió gimoteando.

El sargento Colon lo comprendió enseguida. Aunque el comportamiento de la Guardia se podía definir generalmente como una mezcla entre obsequioso y cauteloso, no había ni uno solo de ellos que no hubiera catado en un momento u otro los puños de Detritus. Nobby se había limitado a intentar resarcirse, siguiendo la tradición de los policías de cualquier lugar.

—Le ha dado una patada en las rocas, señor —explicó Colon.

—Qué vergüenza —replicó vagamente el capitán. Titubeó un instante—. No sabía que los trolls tuvieran rocas… en ese sentido —señaló.

—Puedes estar seguro, señor.

—Qué cosas. La naturaleza tiene caprichos extraños —asintió Vimes.

—Es verdad, señor —respondió el sargento, obediente.

—Y ahora, ¡adelante! —los animó el capitán al tiempo que desenvainaba su espada.

—¡Sí, señor!

—Tú también, sargento.

—Sí, señor.


Era posiblemente el avance más discreto en la historia de las maniobras militares, al final de la escala en la que el primer puesto era para cosas del estilo de la Carga de la Brigada Ligera.

Echaron un cauteloso vistazo al otro lado de la puerta destrozada.

Había muchos hombres tendidos sobre las mesas, o sobre lo que quedaba de las mesas. Los que aún seguían conscientes parecían lamentarse de ello.

Zanahoria estaba de pie en el centro del local. Su oxidada cota de mallas estaba desgarrada, había perdido el casco, las piernas no le sostenían demasiado bien, y un ojo se le estaba poniendo morado, pero reconoció al capitán, soltó al cliente de la taberna, que protestaba débilmente bajo su brazo, y ensayó un saludo.

—Quisiera informar de treinta y un Escándalos Públicos, señor, y de cincuenta y seis casos de Comportamiento Incívico, cuarenta y un delitos de Obstrucción a un Agente de la Ley en Cumplimiento del Deber, trece cargos de Agresión con Arma Homicida, seis delitos de Ataque Criminal y…, y…, el cabo Nobby ni siquiera ha empezado a enseñarme…

Se derrumbó de espaldas, destrozando una mesa.

El capitán Vimes carraspeó. No estaba muy seguro de lo que debía hacer ahora. Que él supiera, la Guardia nunca se había visto en semejante situación.

—Creo que deberíamos darle algo de beber, sargento —señaló.

—Sí, señor.

—Y tráeme una copa a mí también.

—Sí, señor.

—Ya que estás en ello, ponte otra para ti.

—Y tú, cabo, ¿te importa…, qué estás haciendo?

—Registrandoloscuerposeñor —respondió Nobby rápidamente, al tiempo que se incorporaba—. En busca de pruebas incriminadoras y esas cosas.

—¿En las bolsas de monedas?

Nobby se escondió las manos tras la espalda.

—Nunca se sabe, señor.

El sargento había localizado una botella de licor milagrosamente entera entre el caos, y obligó a Zanahoria a ingerir parte de su contenido.

—¿Qué hacemos con toda esta gentuza, capitán? —preguntó por encima del hombro.

—No tengo ni la menor idea —replicó Vimes al tiempo que se sentaba.

La cárcel de la Guardia era tan pequeña que sólo cabían seis personas bajitas, las únicas a las que solían detener. Y allí había…

Miró a su alrededor, desesperado. Allí estaba Nork el Empalador, tendido bajo una mesa y emitiendo sonidos balbuceantes. También vio a Henri el Gordo. En el local se encontraba también Simmons el Matón, uno de los camorristas taberneros más temidos de la ciudad. Era, en resumen, un montón de gente cerca de la cual no le gustaría estar cuando se despertaran.

—Podríamos cortarles las gargantas, señor —sugirió Nobby, veterano de cien campos de posbatalla.

Había encontrado a un tipo inconsciente que parecía de la talla adecuada, y le estaba quitando las botas, bastante nuevas y de su número.

—Eso no estaría bien —replicó Vimes. Además, no sabía cortar gargantas. Era la primera vez que se daban las circunstancias.

—No —siguió—. Creo que lo mejor será que los dejemos marchar con una amonestación. Bajo uno de los bancos se oyó un gemido.

—Además —añadió apresuradamente—, deberíamos poner a salvo a nuestro camarada caído. Lo antes posible.

—Bien pensado —asintió el sargento.

Echó un trago de licor para calmarse los nervios.

Entre los dos, consiguieron cargar con Zanahoria y arrastrar su cuerpo inerte escaleras arriba. Luego, Vimes se derrumbó por el esfuerzo, y miró a su alrededor en busca de Nobby.

—Cabo Nobbs —jadeó—, ¿por qué sigues dando patadas a la gente cuando están inconscientes?

—Porque así es más seguro, señor —respondió Nobby.

Al cabo le habían hablado hacía tiempo sobre las peleas limpias, y lo poco ético que es golpear a un enemigo caído, y luego él interpretó esas normas y pensó en cómo aplicarlas a alguien que mide un metro veinte y tiene el tono muscular de una banda elástica.

—Bueno, pues ya basta. Quiero que amoneste a estos infractores.

—¿Cómo, señor?

—Bueno, pues…

El capitán Vimes se detuvo. No tenía la menor idea. Nunca lo había hecho.

—Limítate a hacerlo —bufó—. No querrás que te lo explique todo, ¿verdad?

Nobby se quedó solo en la cima de las escaleras. Los murmullos y gemidos se oían cada vez más, señal inequívoca de que los combatientes empezaban a despertar. El cabo pensó a toda velocidad. Sacudió un dedo sin dirigirse a ninguno en concreto.

—Que os sirva de lección —dijo—. No volváis a hacerlo.

Y echó a correr como si le fuera la vida en ello.

Arriba, entre las vigas, el bibliotecario se rascaba la cabeza con gesto reflexivo. Desde luego, la vida estaba llena de sorpresas. Seguiría los futuros acontecimientos con mucho interés. Peló un cacahuete con los dedos del pie y se alejó, meciéndose en la oscuridad.


El Gran Maestro Supremo alzó las manos.

—¿Han sido debidamente lustrados los Turíbulos del Destino, de manera que los Pensamientos Malvados e Impíos queden fuera del Círculo Santificado?

—Y tanto.

El Gran Maestro Supremo bajó las manos.

—¿Y tanto? —repitió.

—Y tanto —asintió el Hermano Yonidea con gesto alegre—. Yo mismo lo he hecho.

—Se supone que debes responder, «Sí, Oh Supremo» —rugió el Gran Maestro—. Te lo he dicho un millón de veces, si no entras en el espíritu…

—Eso, escucha lo que te dice el Gran Maestro Supremo —lo secundó el Hermano Vigilatorre, clavando la vista en el infractor.

—Me pasé horas enteras lustrando los Turíbulos —murmuró el Hermano Yonidea.

—Continúa, Oh Gran Maestro Supremo —dijo el Hermano Vigilatorre.

—Bien, prosigamos —suspiró el aludido—. Esta noche vamos a probar otra invocación experimental. Confío en que hayáis conseguido un material digno, Hermanos.

—… venga a frotar, venga a frotar, ¿y te dan las gracias? Noooo…

Todo está aquí, Gran Maestro Supremo —señaló el Hermano Vigilatorre.

El Gran Maestro hubo de reconocer que se trataba de una colección un poquito mejor. Obviamente, los Hermanos habían estado muy ocupados. El lugar de honor lo ocupaba un letrero luminoso de taberna, por cuya eliminación, según opinión del Gran Maestro, deberían conceder alguna recompensa cívica. En aquel momento, la E era de color rosa, y se encendía y se apagaba sin cesar.

—Lo he traído yo —dijo el Hermano Vigilatorre con orgullo—. Pensaron que lo estaba arreglando o algo así, pero cogí el destornillador y…

—Sí, sí, bien hecho —asintió el Gran Maestro—. Demuestra que tienes iniciativa.

—… hasta me be despellejado los nudillos, tengo los dedos rojos y agrietados. Y encima no he recuperado los tres dólares, y nadie dice nada…

Y ahora —dijo el Gran Maestro Supremo, tomando el libro—, empezaremos a comenzar. Cállate, Hermano Yonidea.


Todas las ciudades del multiverso tienen una zona que se parece a las Sombras de Ankh-Morpork. Suele ser la parte más antigua, cuyas callejuelas siguen fielmente el rumbo que marcaron las pezuñas de las vacas medievales al bajar al río, y tienen nombres como Calle Degolladero, Camino de las Rocas, Callejón de las Gallinas…

La verdad es que la mayor parte de Ankh-Morpork encaja en esta descripción. Pero Las Sombras, más todavía, es como un agujero negro de criminalidad dentro del mundo del crimen. Digámoslo claramente, hasta a los criminales les da miedo caminar por sus calles. La Guardia no se arrimaba allí ni en sueños.

Pero ahora se estaban arrimando, por casualidad. Eso sí, se arrimaban sin mucha seguridad. La noche había sido dura, y se habían estado calmando los nervios. Se los habían calmado tanto que, ahora, los cuatro tenían que confiar en los otros tres para caminar sin hacer eses.

El capitán Vimes volvió a pasarle la botella al sargento.

«Quevergüennnsa —pensó nebulosamente—. Esh-toy borrasho delante de mish hombresh.»

El sargento intentó decir algo, pero sólo le salieron una serie de eses.

—Ponte al manddo —indicó el capitán Vimes, tropezando contra un muro. Fijó los ojos turbios en los ladrillos—. ¡Esta paaared me ha atacado! —declaró—. ¡Ja! Te creesh que eresh dura, ¿eh? Puesh yo soy un ofi-sial de la…, de la…, de la Ley, avershitenterash, y a no-sotrosh nadie nos…, nadie nos…, nos…

Parpadeó lentamente un par de veces.

—¿Qué esh lo que a nosotros nadie nosh, sargento? —preguntó.

—¿Respeta? —sugirió Colon.

—No, no, no. Otra cosa. No importa. El casho esh que a nosotrosh nadie nos eso.

Por su mente circulaban vagas visiones, una habitación llena de criminales, gente que se había burlado de él, gente cuya sola existencia le había ofendido durante años…, todos tirados por el suelo, gimiendo. No tenía muy claro cómo había sucedido, pero una parte casi olvidada de él mismo, un Vimes mucho más joven con una cota de mallas reluciente y lleno de grandes esperanzas, un Vimes al que creía ahogado en alcohol desde hacía mucho tiempo, estaba inquieto de repente.

—¿Te…, te…, te digo una cosa, shargento? —empezó.

—¿Señor?

Los cuatro tropezaron suavemente contra otro muro, y comenzaron otro lento baile de cangrejo por el callejón.

—Eshta ciudad. Eshta ciudad. Eshta ciudad, shargento. Esta ciudad es una, es una, es una Mujer, shargento. Eso. Una Mujer. Una vieja presiosidad, shargento. Peroshitenamorasdella, te…, te…, te pega una patada en losh dientesh…

—¿Una mujer? —se sorprendió el sargento Colon. El esfuerzo de pensar hizo que la frente se le llenara de sudor—. Mide doce kilómetros de ancho, señor. Y hay un río. Y montones de casas, montones de casas y cosas, señor —razonó.

—Ah. Ah. Ah. —Vimes lo señaló con un dedo inseguro—. Yo no he disho que fuera una mujer pequeña. ¿Eh? ¿Lo he disho?

Blandió la botella. Otra ráfaga de pensamientos aleatorios zumbó por su mente.

—Lesh dimosh una buena lección, ¿eh? —añadió emocionado, mientras los cuatro emprendían un viaje indirecto hacia el muro de la otra acera—. Lesh dimosh una buena lección. Ashí aprenderán.

—Claro —asintió el sargento, pero sin demasiado entusiasmo.

Aún seguía meditando sobre la vida sexual que llevaba su superior. Pero el estado de ánimo de Vimes no era de esos que necesitan que los alienten.

—¡Ja! —gritó a los oscuros callejones—. ¿A que no osh gushtó, eh? ¡Ahora conocéish el sabor de vueshtra propia eso, vueshtra propia medicina! —Lanzó al aire la botella vacía—. ¡Las dos en punto y shereeeenoooo! —aulló.

Eso sí que era una noticia sorprendente para las figuras oscuras que los habían seguido durante los últimos minutos. Sólo el asombro en su estado más puro había impedido que los hicieran partícipes de su interés. Estos tipos son guardias, obviamente, estaban pensando: llevan los cascos de guardias, y el uniforme de guardias, y aun así están en Las Sombras. Así que los observaban con la misma fascinación con que una manada de lobos se concentraría en un rebaño de ovejas que no sólo hubieran entrado en el claro, sino que estuvieran jugando, saltando y balando alegremente. El resultado, por supuesto, sería el mismo al final, pero entretanto la curiosidad demoraba el desenlace. Zanahoria alzó la cabeza, aturdido.

—¿Dónde estamos? —gimió.

—De camino a casa —respondió el sargento. Alzó la vista hacia el cartel de la calle, comido por la carcoma y acribillado a puñaladas—. Estamos…, estamos…, estamos… —Entrecerró los ojos—. En la calle Corazón.

—La calle Corazón no está de camino a casa —tartamudeó Nobby—. No queremos ir por la calle Corazón, está en Las Sombras. Por nada del mundo iría por la calle Corazón…

Se pararon de golpe. En un momento, la visión de la realidad cumplió la misma función que una noche entera de sueño y varias tazas de café cargado. Los tres se arremolinaron en torno a Zanahoria sin haberse puesto de acuerdo.

—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó Colon.

—Eh…, podemos pedir ayuda —respondió Vimes, con tono inseguro.

¿Aquí?

Es cierto, es cierto.

—Debimos torcer a la izquierda en la calle Plata, en vez de a la derecha —gimoteó Nobby.

—Bueno, no volveremos a cometer el mismo error —replicó el capitán.

Al momento deseó haber elegido mejor las palabras.

Escucharon unas pisadas. A su izquierda, alguien se movía sigilosamente.

—Deberíamos formar un frente —señaló el capitán. Todos intentaron formar un punto.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —preguntó el sargento Colon.

—¿El qué?

—Ahora se ha oído otra vez. Un sonido como de cuero arrastrado por el suelo.

El capitán Vimes trató de no pensar en capuchas y puñales.

Sabía que había muchos dioses. Un dios para cada profesión. Existía el dios de los mendigos, el dios de las prostitutas, el dios de los ladrones…, probablemente, incluso el dios de los asesinos.

Se preguntó si, en algún rincón de tan vasto panteón, habría algún dios dedicado a proteger a los agentes de la ley en apuros y a punto de morir.

Seguramente no, pensó con amargura. Eso no es suficientemente sofisticado para un dios. ¿Acaso alguno se preocupaba por los pobres tipos que trabajaban duro para ganarse cuatro chavos al mes? Naaa, ni uno. En cambio, todos los dioses protegían a los bastardos listillos para los que el trabajo era robar el Ojo de Rubí del Rey Pelucón de su mismísima órbita. Nunca a los desdichados sin imaginación que se dedicaban a recorrer las calles, noche tras noche…

—Más bien como de escamas resbaladizas —se corrigió el sargento, a quien le gustaban este tipo de puntualizaciones intrascendentes.

Y entonces, oyeron otro ruido…

… quizá un ruido volcánico, o el de un geiser hirviente, pero en cualquier caso era un sonido largo, seco, semejante a un rugido, como el crepitar de las llamas en las forjas de los Titanes…

… pero no fue tan malo como la luz, de un color azul blanquecino, una de esas luces que te tatúan los vasos sanguíneos de los ojos en el fondo del cráneo.

Tanto el sonido como la luz duraron unos cuantos siglos, y luego, de golpe, cesaron.

El oscuro momento que siguió estuvo lleno de imágenes purpúreas y, una vez recuperaron el oído, de un tenue cliqueteo.

Los guardias se quedaron perfectamente inmóviles durante algún tiempo.

—Vaya, vaya —dijo al final el capitán, con voz débil. Tras una pausa, añadió con voz muy clara, cada consonante encajando perfectamente en su lugar—: Sargento, coge algunos hombres y ve a investigar.

—¿Investigar qué, señor? —preguntó Colon.

Pero el capitán ya se había dado cuenta de que, si el sargento cogía a unos cuantos hombres, él, Vimes, se quedaría solo.

—No, tengo una idea mejor. Iremos todos —dijo con firmeza.

Fueron todos.

Ahora que sus ojos se habían vuelto a acostumbrar a la oscuridad, pudieron ver un resplandor rojizo allá a lo lejos.

Resultó que era una pared enfriándose rápidamente. Los trocitos de ladrillo calcinado se iban desmoronando a medida que se contraían, eran los que producían el cliqueteo contra el pavimento.

Pero eso no era lo peor. Lo peor era lo que había en la pared.

Lo contemplaron.

Lo contemplaron largo rato.

Aún faltaba una hora o dos hasta el amanecer, pero ninguno sugirió que trataran de buscar el camino de vuelta en la oscuridad. Aguardaron junto a la pared. Al menos, estaba calientita.

Trataron de no mirarla.

Al final, Colon se removió intranquilo.

—Anímate, capitán —dijo—. Podría haber sido peor.

Vimes apuró el contenido de la botella. No surtió el menor efecto. Hay ciertos tipos de sobriedad de los que no se puede escapar.

—Sí —asintió—. Podría habernos pasado a nosotros.


El Gran Maestro Supremo abrió los ojos.

—Una vez más —dijo— hemos alcanzado un gran éxito.

Los Hermanos saltaron de alegría. Vigilatorre y Dedos se cogieron del brazo y empezaron a bailar entusiasmados en el círculo mágico.

El Gran Maestro Supremo respiró hondo.

Primero la zanahoria, pensó, y ahora el palo. Le encantaba el palo.

—¡Silencio! —rugió—:. ¡Hermano Dedos, Hermano Vigilatorre, que cese al momento ese comportamiento vergonzante! ¡Y los demás, callaos!

Todos guardaron silencio, como niños revoltosos cuyo profesor acabara de entrar en el aula. Luego guardaron aún más silencio, como niños revoltosos que se dieran cuenta de la expresión del profesor.

El Gran Maestro Supremo dejó que terminaran de hundirse, y luego caminó entre los humillados Hermanos.

—Supongo —empezó a decir, vocalizando con claridad— que creemos que hemos hecho magia, ¿eh? ¿Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?

El Hermano Vigilatorre tragó saliva.

—Bueno, eh…, tú dijiste qué sí, eh…, o sea…

¡Aún no habéis hecho nada!

Bueno, eh…, no, eh… —tartamudeó el Hermano Vigilatorre.

—¿ Crees que los magos de verdad, después de cada hechizo sin importancia, empiezan a saltar por ahí y a cantar «qué buenos somos, qué buenos somos, qué buenos somos», Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?

—Bueno, nosotros, más o menos…

El Gran Maestro Supremo giró sobre sí mismo.

—¿Y crees que se quedan mirando las vigas con gesto de preocupación, Hermano Revocador?

El Hermano Revocador sacudió la cabeza. Pensaba que nadie se había dado cuenta.

Cuando la tensión fue exagerada y, por tanto, satisfactoria, el Gran Maestro Supremo volvió a su lugar.

—No sé para qué me molesto —dijo con un suspiro de cocodrilo—. Podría haber elegido a cualquiera. Podría haber elegido a los mejores. Pero lo único que tengo aquí es un montón de crios.

Bueno, eh… —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre—, hemos hecho un auténtico esfuerzo, o sea, nos hemos concentrado de verdad. ¿A que sí, muchachos?

—Sí —respondieron a coro.

El Gran Maestro Supremo los miró fijamente.

—En esta Hermandad no hay lugar para Hermanos que no nos apoyen al máximo —advirtió.

Con un alivio casi visible, los Hermanos, como corderillos aterrados que se ha abierto una puerta de salida en el matadero, galoparon hacia ella.

—¡La palabra clave es compromiso! —exclamó el Gran Maestro.

—La palabra clave. Eso —asintió el Hermano Vigilatorre.

Dio un codazo al Hermano Revocador, cuyos ojos se habían desviado de nuevo hacia la carpintería.

—¿Qué? Oh. Sí, claro. La palabra clave. Por supuesto —se apresuró a declarar éste.

—Y fe, y fraternidad —añadió el Gran Maestro Supremo.

—Eso también, eso también —dijo el Hermano Dedos.

—De manera que, si alguno de los presentes no desea, mejor dicho, no ansia seguir adelante, que dé un paso al frente ahora mismo.

Nadie se movió.

Los tengo atrapados, pensó el Gran Maestro Supremo. Dioses, qué bien se me da esto. Puedo tocar sus sucios cerebros como si fueran un xilófono. El poder de lo vulgar es increíble. ¿ Quién habría pensado que la debilidad sería una energía mucho más poderosa que la fuerza? Pero hay que saber canalizarla. Y yo sé.

—Bien, muy bien —dijo en voz alta—. Ahora, repetiremos el juramento.

Guió sus voces tartamudeantes, aterradas, a lo largo de la retahila, y advirtió con aprobación la voz estrangulada con que decían «lipasa». Además, no perdió de vista al Hermano Dedos.

Es un poco más inteligente que los demás, pensó. Quizá un poco menos manejable. Tendré que tener buen cuidado de ser siempre el último en salir. No quiero que a nadie se le ocurra seguirme hasta mi casa.


Hace falta una mentalidad muy especial para gobernar una ciudad como Ankh-Morpork, y lord Vetinari la tenía. Pero claro, es que era una persona muy especial.

Desconcertaba y enfurecía a los príncipes menores, dedicados al comercio, hasta tal punto que hacía mucho que habían cesado sus intentos de asesinarlo, y ahora se limitaban a buscarse una buena posición entre ellos. Además, un asesino encargado de matar al patricio tendría problemas para encontrar suficiente carne en la que hincar la daga.

Mientras otros gobernantes comían alondras rellenas con lenguas de pavo real, lord Vetinari consideraba que un vaso de agua hervida y media rodaja de pan seco era sobrio, elegante y suficiente.

Era desesperante. Al parecer, no tenía ningún vicio que se le pudiera descubrir. Cualquiera habría pensado que, con aquel rostro pálido y equino, se sentiría atraído por diversiones consistentes en jovencitas, mazmorras y látigos. A los demás principales de Ankh-Morpork no les hubiera importado. Las agujas y las fustas no tienen nada de malo, si se usan con moderación. Pero el patricio, al parecer, se pasaba las veladas estudiando informes o, en ocasiones especiales, si se sentía capaz de soportar la excitación, jugando al ajedrez.

Vestía siempre de negro. No era un negro particularmente impresionante, como el de los mejores asesinos, sino el negro sobrio, algo ajado, de un hombre que no pierde tiempo por las mañanas decidiendo qué ponerse. Y había que levantarse muy temprano por la mañana para adelantarse al patricio. De hecho, era mejor no acostarse.

Pero era popular, en cierto modo. Bajo su gobierno, por primera vez en mil años, Ankh-Morpork funcionaba. Quizá no fuera una ciudad justa, ni moral, ni particularmente democrática, pero funcionaba. Cuidaba de la ciudad como si se tratara de un arbusto ornamental, potenciando el crecimiento por aquí, podando alguna que otra ramita errante por allá… Se decía que toleraba absolutamente cualquier cosa que no amenazara a la ciudad,[11] y aquí tenía un claro ejemplo.

Contempló el muro dañado durante largo rato, mientras la lluvia le resbalaba por la barbilla y le empapaba la ropa. Tras él, Wonse se removía, nervioso.

Luego, una mano larga, delgada, surcada de venas azules, siguió el perfil de las sombras en el muro.

Bueno, no eran exactamente sombras, sino más bien una serie de siluetas. Los perfiles eran clarísimos. Dentro de ellas, se veía el dibujo familiar de los ladrillos. Pero, fuera, algo había fundido el muro hasta convertirlo en una especie de cerámica, bastante bonita, que daba a la pared la textura de un espejo.

Las formas que se perfilaban sobre los ladrillos mostraban a seis hombres detenidos en actitud de sorpresa. Varias manos alzadas, obviamente, habían estado sosteniendo cuchillos y navajas.

El patricio contempló en silencio el montón de cenizas que tenía a los pies. Unas hebras de metal deforme por la fusión eran, quizá, las armas tan eficazmente dibujadas en la pared.

—Mmm —dijo.

Con todo respeto, el capitán Vimes lo guió hasta el callejón de la Suerte Veloz, donde le mostró la Prueba A.

—Huellas —dijo—. Si es que se puede llamar huella a algo producido por una zarpa.

El patricio contempló las impresiones en el barro. Su rostro no revelaba nada.

—Ya veo —dijo al final—. ¿Tienes por casualidad alguna opinión sobre esto, capitán?

El capitán la tenía. En las horas transcurridas hasta el amanecer, se había planteado toda clase de opiniones, empezando por la de que había cometido un terrible error al nacer.

Al final, la luz grisácea se filtró por el barrio de Las Sombras y él seguía vivo y crudo. Miró a su alrededor con una estúpida expresión de alivio, y vio, a menos de un metro de distancia, aquellas huellas. No había sido un buen momento para estar sobrio.

—Bueno, señor —empezó, dubitativo—, sé que los dragones se extinguieron hace miles de años… El patricio entrecerró los ojos.

—Prosigue.

Vimes se lanzó al vacío.

—… pero quizá ellos no lo sepan, señor. El sargento Colon dice que oyó un sonido como de cuero o escamas justo antes de…, justo antes de…, del delito.

—De manera que piensas que un dragón extinguido, y con toda probabilidad mítico, voló hasta esta ciudad, aterrizó en un callejón estrecho, incineró a un grupo de criminales y volvió a marcharse —dijo el patricio—. Una criatura muy cívica, desde luego.

—Bueno, puesto así…

—Si mal no recuerdo, los dragones de las leyendas eran animales rurales y solitarios, que rehuían a la gente y habitaban en lugares a los que nadie iba nunca —señaló el patricio—. No eran lo que se dice criaturas urbanas.

—No, señor —respondió el capitán, conteniéndose para no señalarle que Las Sombras encajaba perfectamente en aquella descripción.

—Además —siguió lord Vetinari—, lo más probable es que alguien se hubiera dado cuenta, ¿no crees?

El capitán hizo una señal en dirección a la pared y a su horrible dibujo.

—¿Quieres decir aparte de ellos, señor?

—En mi opinión —dijo el patricio—, ha sido alguna pelea. Probablemente alguna banda rival ha contratado a un mago. Una pequeña refriega local.

—Puede que esté relacionada con los extraños robos que ha habido últimamente, señor —aportó Wonse.

—Pero también está el asunto de las huellas —insistió Vimes.

—Estamos cerca del río —replicó lord Vetinari—. Lo más probable es que fuera un ave zancuda de algún tipo. Simple coincidencia. Pero yo, en tu lugar, borraría las marcas —añadió—. No sería bueno que la gente fuera por ahí imaginando cosas extrañas y sacando conclusiones tontas, ¿verdad?

Vimes se rindió.

—Como desees, señor —dijo con la vista fija en sus propias sandalias.

El patricio le dio una palmadita en el hombro.

—No importa —dijo—. Sigue así. Me gustan los hombres con iniciativa. Patrullando en Las Sombras, nada menos… Bien hecho.

Se dio media vuelta, y casi chocó contra el muro de cota de mallas que era Zanahoria.

Espantado, el capitán Vimes vio cómo su más reciente recluta señalaba educadamente el carruaje del patricio. Alrededor del vehículo había seis Guardias de Palacio armados hasta los dientes. Vimes los detestaba a muerte. Llevaban plumas en el casco. Detestaba a todo guardia con plumas en el casco.

—Disculpa, señor, ¿es ése tu carruaje, señor? —oyó decir a Zanahoria.

El patricio lo miró de arriba abajo sin comprender.

—Sí, lo es. ¿Quién eres tú, joven? Zanahoria saludó oficialmente.

—El guardia interino Zanahoria, señor.

—Zanahoria, Zanahoria…, ese nombre me suena de algo.

Lupine Wonse, que no se apartaba de su espalda, susurró algo al oído del patricio. El rostro de éste se iluminó.

—Ah, el joven que detiene a los ladrones. Creo que fue un pequeño error, pero muy elogiable. Nadie está por encima de la ley, ¿verdad?

—No, señor —asintió Zanahoria.

—Elogiable, elogiable —repitió el patricio—. Y ahora, caballeros…

—En cuanto a su carruaje, señor —insistió Zanahoria—, he advertido que la rueda delantera derecha, contra lo que indican las normas de…

Va a arrestar al patricio, se dijo Vimes. La idea le perforó la mente como un clavo de hielo. Va a arrestar al patricio. Al gobernante supremo. Va a arrestarlo. Lo va a hacer de verdad. Este chico no conoce la palabra «miedo». De hecho, ojalá conociera la palabra «supervivencia».

Y no consigo mover los músculos de la mandíbula.

Estamos todos muertos. O peor, estamos todos detenidos hasta que el patricio se dé por satisfecho. Y no es hombre que se dé por satisfecho fácilmente.

En aquel preciso momento, el sargento Colon se ganó una medalla metafórica.

—¡Guardia interino Zanahoria! —rugió—. ¡Fiiiirmes! ¡Guardia interino Zanahoria, media vuelta a la derecha! ¡Guardia interino Zanahoria, paso ligero!

Zanahoria se puso firme como un granero alzado a fuerza de poleas y miró al frente con feroz expresión de obediencia.

—Buena idea, buena idea —asintió el patricio pensativo, mientras Zanahoria se alejaba—. Seguid así, capitán. Y corta de raíz cualquier rumor estúpido sobre dragones, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —respondió el capitán Vimes.

—Muy bien.

El carruaje se alejó traqueteando, seguido por los Guardias de Palacio.

Tras ellos, el capitán Vimes fue vagamente consciente de que el sargento gritaba a Zanahoria que se detuviera.

Estaba pensando.

Contempló las huellas en el barro. Usó su lanza reglamentaria, cuya medida sabía que era de dos metros diez, para medir su tamaño y la distancia que las separaba. Silbó entre dientes. Después, con toda la cautela del mundo, caminó por el callejón hasta llegar a una esquina. Daba a una puerta pequeña, sucia, destartalada, perteneciente a un almacén de maderas.

Aquí hay algo que va muy mal, pensó.

Las huellas salen del callejón, pero no entran. Y no se ven muchas aves zancudas en el Ankh, más que nada porque la contaminación del río les corroería las patas, y además les resultaría más fácil caminar por la superficie.

Alzó la vista. Una miríada de tendederos cruzaban el rectangulito de cielo con la eficacia de una red.

Así que, pensó, algo grande y fiero salió de este callejón, pero no entró.

Y el patricio estaba muy preocupado al respecto.

Le había ordenado que se olvidara del tema.

Vio algo al otro lado del callejón. Se inclinó y recogió una cáscara de cacahuete, muy reciente.

Jugó con ella pasándosela de mano en mano, con la vista fija en la nada.

En aquel momento, necesitaba una copa. Pero tendría que esperar.


El bibliotecario caminó arrastrando los nudillos por los oscuros pasillos entre las estanterías abarrotadas.

Los tejados de la ciudad eran suyos. Oh, los asesinos y los ladrones los usaban, pero él había descubierto hacía mucho que el bosque de chimeneas, gárgolas, cañerías y alares era un sustituto muy satisfactorio de las calles.

Al menos, hasta ahora.

Le había parecido muy divertido e instructivo seguir a la Guardia hasta Las Sombras, una selva urbana en la que no había nada que pudiera atemorizar a un simio de ciento cincuenta kilos. Pero la pesadilla que había presenciado mientras atajaba por un callejón oscuro habría hecho que dudara de sus propios ojos, si hubiera sido humano.

Como simio, no albergaba la menor duda sobre sus ojos, y confiaba plenamente en ellos.

En aquel momento, quería concentrarlos lo antes posible en un libro que quizá le proporcionara algún indicio. Se encontraba en una sección que nadie visitaba mucho últimamente: la de los libros que no eran mágicos en sí. El polvo se extendía en una capa acusadora por el suelo.

Polvo con huellas de pisadas.

—¿Oook? —se sorprendió el bibliotecario en la cálida penumbra.

Siguió adelante, ahora con más cautela al darse cuenta con fatalismo de que las huellas llevaban su misma dirección.

Dobló una esquina, y allí estaba.

La sección.

La estantería.

El estante.

El hueco.

Hay muchas visiones espantosas en el multiverso. Pero, para un alma sintonizada con los sutiles ritmos vitales de una biblioteca, pocas de ellas son peores que un hueco allí donde debería haber un volumen.

Alguien había robado un libro.


En la intimidad del Despacho Oblongo, su refugio personal, el patricio paseaba de un lado a otro. Estaba dictando una serie de instrucciones.

—Y envía a unos cuantos hombres para que pinten esa pared —concluyó.

Lupine Wonse arqueó una ceja.

—¿Crees que es buena idea, señor? —preguntó.

—¿No te parece que un grabado de sombras fantasmales provocará comentarios y especulaciones? —señaló el patricio secamente.

—No tantos como una pared recién pintada en Las Sombras —respondió Wonse con tranquilidad. El patricio titubeó un instante.

—Bien pensado —asintió—. Envía a unos cuantos hombres para que la derriben.

Llegó al final de la habitación, giró sobre sus talones y la recorrió de nuevo. ¡Dragones! ¡Como si no tuviera bastantes cosas reales de las que ocuparse!

—¿Crees en los dragones? —preguntó. Wonse sacudió la cabeza.

—Son algo imposible, señor.

—Eso tengo entendido —asintió lord Vetinari. Llegó a la pared de enfrente y dio media vuelta.

—¿Quieres que investigue más? —sugirió Wonse.

—Sí. Sí, investiga.

—Me aseguraré también de que la Guardia tenga los ojos bien abiertos.

El patricio se detuvo.

—¿La Guardia? ¿La Guardia? Mi querido muchacho, la Guardia no es más que un puñado de incompetentes dirigidos por un borracho. He tardado años en conseguir que fuera así. La Guardia es la menor de nuestras preocupaciones. —Meditó un instante—. ¿Has visto alguna vez un dragón, Wonse? Uno de los grandes, quiero decir. Ah, ya me has dicho que son algo imposible.

—Son animales de leyenda. Simples supersticiones —le dijo.

—Mmm —asintió el patricio—. Y ya se sabe que las leyendas son legendarias, claro.

—Exacto, señor.

—Aun así… —El patricio se detuvo y miró a su secretario durante largos instantes—. Oh, bueno —suspiró al final—. Ya me entiendes. No quiero ni oír hablar de dragones. Es el tipo de rumor que pone nerviosa a la gente. Quiero que lo atajes de raíz.

Cuando estuvo solo, se levantó y contempló con gesto sombrío las ciudades gemelas que se divisaban desde la ventana. Volvía a lloviznar.

¡Ankh-Morpork! ¡La ciudad donde vivían cien mil almas! Repartidas entre un millón de personas, pensó el patricio para sus adentros. La lluvia fresca arrancaba destellos de las torres y tejados, inconsciente de lo sucio del mundo sobre el que se precipitaba. Había lluvia afortunada, que caía sobre ovejas en los prados, o que se derramaba sobre los bosques, o se dirigía incestuosa hacia el mar. En cambio, la lluvia que caía en Ankh-Morpork era lluvia en apuros. En las ciudades gemelas hacían cosas terribles con el agua. Y bebería era lo de menos.

Al patricio le gustaba sentir que estaba viendo una ciudad que funcionaba. No una ciudad bonita, ni una ciudad famosa, ni una ciudad con un buen alcantarillado, ni mucho menos una ciudad con un buen diseño arquitectónico. Hasta sus ciudadanos más entusiastas estarían de acuerdo en que, desde un oteadero elevado, Ankh-Morpork parecía como si alguien hubiera intentado construir con piedra y madera un gigantesco huevo frito.

Pero funcionaba. Sus engranajes giraban suavemente, como un giroscopio en perfecto equilibrio. Y esto, en opinión del patricio, era porque nunca había ningún grupo tan poderoso como para imponerse a los demás. Mercaderes, ladrones, asesinos, magos…, todos competían con fervor en la carrera, sin darse cuenta de que, en realidad, aquello no tenía por qué ser una carrera, y desde luego sin confiar unos en otros el tiempo suficiente como para pararse a preguntarse quién marcaba el recorrido, quién daba la señal de salida.

Al patricio no le gustaba la palabra «dictador». Le parecía insultante. El nunca le decía a nadie lo que tenía que hacer. No era necesario, ahí estaba lo bueno. Una gran parte de su vida consistía en asegurarse de que las cosas siguieran así.

Por supuesto, muchos grupos querían derrocarlo, y aquello estaba muy bien, denotaba una sociedad saludable y vigorosa. En ese aspecto, nadie podía calificar al patricio de poco razonable. ¿Acaso no había creado él mismo la mayoría de esos grupos? Y lo perfecto del asunto era que se pasaban casi todo su tiempo enfrentándose unos a otros.

Como siempre decía el gobernante de Ankh-Morpork, la naturaleza humana era algo maravilloso. Una vez sabías bien dónde estaban los interruptores y palancas.

Tenía una desagradable premonición acerca de aquel asunto del dragón. Si existían criaturas sin interruptores y palancas evidentes, eran los dragones. Había que arreglar aquello como fuera.

El patricio no creía en la crueldad innecesaria[12]. No creía en la venganza inútil. En cambio, creía fervorosamente en arreglar las cosas. Como fuera.


Por extraño que parezca, el capitán Vimes estaba pensando en lo mismo. Se había dado cuenta de que no le gustaba la idea de que los ciudadanos, ni siquiera los ciudadanos de Las Sombras, se convirtieran en pintura especial para cerámica.

Y había sucedido ante las narices de la Guardia, más o menos. Como si la Guardia no importara, como si la Guardia no fuera más que un detalle irrelevante. Eso era lo que peor le sentaba.

Aunque claro, era verdad. Y eso no hacía más que empeorar las cosas.

Lo que le estaba poniendo más nervioso todavía era el hecho de haber desobedecido órdenes. Había borrado las huellas, sí. Pero en el último cajón de su viejo escritorio, oculta bajo un montón de botellas vacías, había una copia en escayola. Sentía que le estaba mirando a través de tres capas de madera.

No tenía la menor idea de qué se había apoderado de él y le había obligado a hacerlo. Ahora, encima, iba a desobedecer todavía más.

Pasó revista a sus hombres, a falta de una palabra mejor para denominarlos. Había pedido a los dos más antiguos que se presentaran en ropa de calle. Eso significaba que el sargento Colon, que había ido de uniforme toda su vida, parecía congestionado e incómodo con el traje que llevaba para los funerales. Mientras que Nobby…

—No sé si me expliqué bien, dije «ropa de calle»

—suspiró el capitán Vimes.

—Es lo que llevo cuando no estoy trabajando, tío —replicó Nobby con tono de reproche.

—Señor —le corrigió el sargento Colon.

—Mi voz también lleva ropa de calle. Eso se llama «iniciativa».

Vimes rodeó al cabo, caminando con lentitud.

—¿Y tu ropa de calle no hace que se desmayen las ancianas, o que los niños te tiren piedras al pasar?

—preguntó.

Nobby se removió, inquieto. La ironía no era lo suyo.

—No, señor, tío —dijo—. Es lo que se lleva, la última moda.

Aquello tenía parte de verdad. En Ankh-Morpork, lo último eran los sombreros con plumas, las gorgueras, los jubones ajustados con ribetes dorados, los pantalones amplios y las botas altas con punteras retorcidas. El problema, en opinión de Vimes, era que los seguidores de esa moda solían tener un cuerpo que meter dentro de las prendas, mientras que con el cabo Nobbs lo único que se podía decir era que estaba allí dentro, en alguna parte.

Quizá fuera una ventaja, al fin y al cabo. Cuando lo vieran por la calle, nadie pensaría que era un miembro de la Guardia tratando de pasar desapercibido.

Vimes pensó que no sabía absolutamente nada sobre Nobbs, fuera de las horas de trabajo. Ni siquiera recordaba dónde vivía. Conocía a aquel hombre desde hacía años y años, y nunca se había dado cuenta de que, en su vida privada, secreta, el cabo Nobbs tenía un punto de pavo real. Un pavo real muy bajito, cierto, un pavo real al que probablemente habían golpeado muchas veces con algo pesado, pero pavo real al fin y al cabo. La gente depara estas sorpresas.

Volvió a concentrarse en el asunto que le preocupaba.

—Quiero que los dos —dijo dirigiéndose a Nobbs y a Colon— os mezcléis discretamente con la gente, o indiscretamente en tu caso, cabo Nobbs. Esta noche, tratad de detectar cualquier cosa desacostumbrada.

—¿Desacostumbrada? ¿Por ejemplo?

Vimes titubeó. El tampoco estaba muy seguro.

—Cualquier cosa pertinente —dijo al final.

—Ah. —El sargento asintió con gesto de entendido—. Pertinente. Claro.

Hubo un silencio embarazoso.

—Quizá la gente haya estado viendo cosas raras —insistió el capitán Vimes—. O puede que haya habido incendios inexplicables. O huellas. Ya sabéis —terminó a la desesperada—, rastros de dragones.

— ¿Por ejemplo, los montones de oro sobre los que duermen? — sugirió el sargento.

— Y vírgenes encadenadas a rocas — asintió Nobby, el experto.

— Ya veo que conocéis el tema — suspiró Vimes —. Bueno, haced lo que podáis.

— Esto de mezclarse con la gente — dijo el sargento Colon —, ¿implica ir a las tabernas, beber y cosas de ésas?

— Hasta cierto punto — asintió el capitán.

— Ah — se alegró el sargento.

— Con moderación.

— Por supuesto, señor.

— Y pagando de vuestro propio bolsillo.

—Oh.

— Pero, antes de marcharos, ¿conocéis a alguien que sepa de dragones? — preguntó Vimes —. Que sepa algo más que eso de que duermen sobre oro y lo de las jovencitas, claro.

— Los magos, seguro — sugirió Nobby.

— Aparte de los magos — replicó el capitán con firmeza.

No se podía confiar en los magos. Todo guardia sabía que no se podía confiar en los magos. Eran todavía peores que los civiles.

Colon meditó un instante.

— Siempre queda lady Ramkin — dijo —. Vive en la avenida Pastelito. Es criadora de dragones de pantano. Ya sabe, esos bichejos que la gente bien tiene como mascotas.

— Ah, ésa — asintió Vimes, sombrío —. Creo que la he visto por ahí. ¿La que lleva la pegatina de «Relincha si amas a los dragones» en la parte trasera del carruaje?

— Ésa misma — respondió el sargento Colon.

— ¿Qué hago yo, capitán? — preguntó Zanahoria.

— Eh…, a ti te toca la labor más importante contestó Vimes apresuradamente—. Quiero que te quedes aquí y vigiles el despacho.

El rostro de Zanahoria se iluminó con una amplia sonrisa de incredulidad.

—¿Quiere decir que me quedo al mando, señor?

—En cierto modo, en cierto modo —asintió el capitán—. Pero no se te permite arrestar a nadie, ¿entendido? —añadió rápidamente.

—¿Aunque estén quebrantando la ley, señor?

—Ni siquiera en ese caso. Limítate a tomar nota.

—En ese caso, me dedicaré a leer el libro —le aseguró Zanahoria—. Y a sacarle brillo al casco.

—Buen muchacho —dijo Vimes.

Así no pasará nada, pensó. Aquí no viene nadie, ni siquiera a denunciar el extravío de un perro. Nadie piensa nunca en la Guardia. Hay que estar muy loco para pedir ayuda a la Guardia, pensó con amargura.

La avenida Pastelito era una calle ancha, bordeada de árboles, en una zona increíblemente selecta de Ankh, lo suficientemente elevada y lejos del río como para escapar de su penetrante olor. La gente de la avenida Pastelito tenía dinero de generaciones, que, según se dice, es mucho mejor que el dinero nuevecito, aunque el capitán Vimes nunca había tenido suficiente de ninguno de ellos como para analizar la diferencia. La gente de la avenida Pastelito tenía guardaespaldas privados. La gente de la avenida Pastelito era tan orgullosa que, según se decía, no hablaba ni con los dioses. Esto no era del todo cierto. Estarían dispuestos a hablar con los dioses, siempre y cuando fueran dioses de alta posición y buena familia.

La casa de lady Ramkin no era difícil de encontrar. Ocupaba un promontorio desde donde se divisaba una magnífica panorámica de la ciudad, si es que a alguien le podía interesar eso. En la verja de la entrada había dragoncitos de piedra, y los jardines tenían un aspecto descuidado, con hierbajos crecidos por todas partes. Aquí y allá se elevaban las estatuas de los Ramkin del pasado. La mayor parte de ellos esgrimían espadas y estaban cubiertos de hiedra hasta el cuello.

Vimes tuvo la sensación de que no era porque el propietario del jardín fuera demasiado pobre como para arreglarlo, sino más bien porque el propietario del jardín pensaba que había cosas mucho más importantes que los antepasados, cosa que no dejaba de ser extraña en un aristócrata.

Probablemente también pensaba que había cosas mucho más importantes que las reparaciones domésticas. Cuando hizo sonar la campanilla de una puerta, bastante agradable por cierto, rodeada por un bosque de rododendros, le cayeron encima varios trocitos de la escayola de la fachada.

Eso pareció ser lo único que consiguió, aparte de que, al otro extremo de la casa, algo empezó a aullar. Muchos algos.

Empezaba a llover otra vez. Tras un rato, Vimes reunió toda la dignidad de su cargo y dio la vuelta al edificio con cautela, teniendo mucho cuidado de no provocar más derrumbamientos.

Llegó hasta una pesada puerta de madera, en una pared también de madera. En contraste con el descuido generalizado del edificio y los jardines, aquello parecía relativamente nuevo y sólido.

Llamó a la puerta. Esto provocó otra andanada de extraños sonidos sibilantes.

La puerta se abrió. Algo terrible se irguió ante él.

—Ah, buen hombre —rugió—. ¿Sabe usted algo sobre apareamiento?


La Casa de la Guardia estaba tranquila y cálida. Zanahoria escuchó el siseo de la arena en el reloj, y echó aliento sobre la armadura pectoral. Siglos de barnices habían cedido ante su alegre ataque. Ahora, resplandecía.

Con una armadura brillante, uno sabía a qué atenerse. Aquella ciudad tan extraña, donde tenían tantas leyes y se dedicaban con entusiasmo a quebrantarlas, era demasiado para él. Pero una armadura bien abrillantada era siempre una armadura bien abrillantada.

La puerta se abrió. Echó un vistazo por encima del viejo escritorio. Allí no había nadie.

Siguió frotando industriosamente.

Oyó un vago sonido, como si alguien se estuviera hartando de esperar. Dos manos con uñas purpúreas se aferraron al borde del escritorio, y la cara del bibliotecario apareció como un coco.

—Oook —dijo.

Zanahoria lo miró. Le habían explicado detenidamente que, contrariamente a las apariencias, las leyes que gobernaban el reino animal no se aplicaban al bibliotecario. Por otra parte, el bibliotecario tampoco parecía muy interesado en que se le aplicaran las leyes que gobernaban el reino humano. El simio era una de esas anomalías que no se pueden eliminar, hay que construir alrededor.

—Hola —dijo Zanahoria, inseguro. («No le llames “chico”, ni le des palmaditas en la cabeza, le sienta fatal.»)

—Oook.

El bibliotecario tamborileó sobre el escritorio con un largo dedo, de múltiples articulaciones.

—¿Qué?

Oook.

¿Perdona?

El bibliotecario puso los ojos en blanco. Tenía la sensación de que era muy extraño que los perros, caballos o delfines denominados inteligentes nunca tuvieran problemas para comunicar a los humanos noticias vitales, por ejemplo, que había tres niños perdidos en una cueva, o que el tren estaba a punto de desviarse por una vía hacia un puente derrumbado, o cosas semejantes, mientras que a él, a tan sólo unos cromosomas de vestir chaleco, le parecía dificilísimo convencer a un humano para que entrara de la calle si estaba lloviendo. Con algunas personas no se podía hablar.

¡Oook!—insistió, haciéndole gestos.

—No puedo marcharme de este despacho —le dijo Zanahoria—. Son Órdenes.

El labio superior del bibliotecario se deslizó hacia arriba como una persiana.

—¿Eso es una sonrisa? —preguntó el chico. El bibliotecario sacudió la cabeza.

—No se habrá cometido un crimen, ¿verdad?

—Oook.

—¿Un crimen muy grave?

—¡Oook!

—¿Como un asesinato?

—Eeek.

—¿Peor que un asesinato?

—¡Eeek!

El bibliotecario se dirigió hacia la puerta y empezó a dar saltitos apremiantes.

Zanahoria tragó saliva. Órdenes eran órdenes, claro, pero aquello era otra cosa. En semejante ciudad, la gente era capaz de todo.

Se puso la placa pectoral, se atornilló el resplandeciente casco a la cabeza y se dirigió a zancadas hacia la puerta.

Entonces, recordó sus responsabilidades. Volvió al escritorio, buscó un trozo de papel y escribió con dificultades: He salido a combatir el crimen. Por favor, vuelva más tarde. Gracias.

Y así, se lanzó a las calles, sin el menor asomo de miedo.


El Gran Maestro Supremo alzó los brazos.

—Hermanos —dijo—, comencemos…

Fue sencillo. Todo lo que había que hacer era canalizar la inmensa reserva séptica de celos y resentimientos que albergaban los Hermanos, controlar su maldad cotidiana, que a su modo era aún más poderoso que el mal en estado puro, y luego abrir tu propia mente…

… hacia el lugar adonde se habían ido los dragones.

Vimes se vio agarrado por un brazo y arrastrado hacia el interior del cobertizo. La pesada puerta se cerró tras él con un sonido intimidante.

—Se trata de lord Montealegre Escamagarra ígneo III de Ankh —dijo la aparición, que vestía una armadura protectora de aspecto terrible—. La verdad, no creo que el pobre pueda levantarse.

—¿No podrá? —dijo Vimes débilmente.

—Se necesitan dos personas.

—Claro, claro —susurró el capitán, cuyos omoplatos intentaban abrirse camino a través de la verja.

—¿Puede ayudarme? —retumbó la voz de la cosa.

—¿Qué?

—Vamos, hombre, no sea cobardica. Sólo tiene que levantarlo. Yo haré el trabajo difícil. Sé que parece una crueldad, pero si no lo hace esta noche, morirá. La supervivencia de los más aptos y todo eso, ya sabe.

El capitán Vimes consiguió controlar sus nervios. Evidentemente, estaba en presencia de una ninfómana, hasta donde se podía intuir su género con tan extraño atuendo, que planeaba un asesinato. Si no era una hembra, lo de «yo haré el trabajo difícil» sugería imágenes que le costaría mucho olvidar. Sabía que los ricos hacían las cosas de manera diferente, pero aquello era ir demasiado lejos.

—Señora —dijo fríamente—, soy un oficial de la Guardia, y debo advertirle de que las acciones que está sugiriendo contravienen las leyes de la ciudad. —Y las de muchos de los dioses más escrupulosos, añadió para sus adentros—. Por tanto, le ordeno que libere inmediatamente a su señoría, sin causarle daño alguno…

La figura lo miró con asombro.

—¿Por qué? —preguntó—. Estamos hablando de mi dragón.


—¿Quieres tomarte otra copa, no-cabo Nobby? —sugirió el sargento Colon con voz insegura.

—Pues no me importaría en absoluto, no-sargento Colon —asintió Nobby.

Se estaban tomando su trabajo muy en serio, sobre todo lo de pasar desapercibidos. Eso implicaba no pasar por la mayor parte de las tabernas en la orilla Morpork del río, donde eran bien conocidos. Ahora se encontraban en un local bastante elegante, en el centro de Ankh, donde estaban siendo todo lo discretos que podían y sabían. Los otros clientes pensaban que eran de algún grupo teatral.

—Estaba pensando —dijo el sargento Colon.

—¿En qué?

—Si compramos una botella o dos, y nos las llevamos a casa, seguro que no llamamos la atención. Nobby meditó un instante.

—Pero el capitán dijo que prestáramos atención a todo —dijo—. Tenemos que detectar, o algo así.

—Eso también lo podemos hacer en mi casa —insistió el sargento Colon—. Prestaríamos atención toda la noche. Mucha atención.

—No es mala idea.

De hecho, cuantas más vueltas le daba, mejor idea le parecía.

—Pero antes —anunció— tengo que ir a hacer una visita urgente.

—Yo también —asintió el sargento—. Esto de detectar se hace pesado, ¿verdad?

Se tambalearon hacia el patio trasero de la taberna. Había luna llena, pero unos cuantos jirones de nubes la ocultaban casi por completo. En la oscuridad, tropezaron el uno contra el otro.

—¿Eres tú, sargento detector Colon? —preguntó Nobby.

—¡Claro! ¿Puedes detectar la puerta del retrete, detector cabo Nobbs? Según la descripción, es una puerta pequeña, oscura y destartalada, ja ja ja.

Se oyeron un par de golpes y una maldición entrecortada cuando Nobby tropezó en el patio, seguidos por un aullido cuando un miembro de la enorme población felina de Ankh-Morpork huyó entre sus piernas.

—Me pareció ver un lindo gatito… —masculló Nobby entre dientes.

—Bueno, la necesidad obliga —dijo el sargento Colon, poniéndose de cara a una pared.

Sus murmullos se vieron interrumpidos por un gruñido procedente del cabo.

—¿Estás ahí, sargento?

—Sargento detector Nobby —señaló Colon. El tono del cabo era apremiante y, de pronto, de lo más sobrio.

—No fastidies, sargento. ¡Acabo de ver un dragón volador!

—He oído hablar de peces voladores —replicó el sargento Colon con un suave hipido—. Incluso vi una vez una ardilla voladora. ¡Pero nunca he visto a un dragón volar!

—Claro que sí, borrico —insistió Nobby—. ¡Que va en serio! Tenía alas, te lo juro, parecían…, parecían…, ¡bueno, parecían alas grandes!

El sargento Colon se volvió con gesto majestuoso. El rostro del cabo se había puesto tan blanco que se veía en la oscuridad.

—¡De verdad, sargento!

Colon miró hacia el cielo nuboso, en dirección a la luna.

—A ver, ¿por dónde dices que estaba? Se oyó un sonido resbaladizo tras él, y un par de tejas se estrellaron contra los adoquines de la calle.

Se dio la vuelta. Allí, en el tejado, estaba el dragón.

—¡Hay un dragón en el tejado! —se atragantó—. ¡Nobby, hay un dragón en el tejado! ¿Qué hago, Nobby? ¡Hay un dragón en el tejado! ¡Me está mirando, Nobby!

—Para empezar, podrías subirte los pantalones —sugirió el cabo desde detrás del muro más cercano.


Incluso despojada de las capas y capas de ropa protectora, lady Sybil Ramkin era impresionantemente corpulenta. Vimes sabía que los pueblos bárbaros ejeños tenían leyendas sobre doncellas gigantescas, vestidas con cotas de mallas, luciendo sujetadores blindados y montadas en carros, que descendían sobre los campos de batalla y se llevaban a los guerreros muertos a otra vida de juergas gloriosas, mientras cantaban con agradables voces de mezzosoprano. Lady Ramkin podría haber sido una de ellas. Podría haber sido su jefa. Podría haber cargado sobre sus hombros a un batallón de guerreros muertos. Cuando hablaba, cada una de sus palabras era como una palmada en la espalda, y tenía la resonancia y la seguridad aristocrática de los que han sido de buena familia toda su vida.

Solamente los sonidos de las vocales hubieran cortado la madera.

Los plebeyos antepasados de Vimes estaban acostumbrados a voces como aquéllas, que solían proceder de hombres bien armados (no como ellos), a lomos de corceles de guerra, que les explicaban por qué sería una idea estupenda atacar al enemigo y masacrarlo. Sus piernas sintieron la tentación de ponerse firmes.

Los pueblos prehistóricos la habrían adorado, y de hecho, por sorprendente que parezca, habían tallado estatuas suyas hacía miles de años. Tenía una increíble cascada de pelo castaño. Una peluca, según descubrió Vimes más adelante. Nadie que se relacionara con dragones conservaba su propio pelo durante mucho tiempo.

Además, llevaba un dragoncito en el hombro. Le fue presentado como Escamagarra Vincent Maravilla de Quirm, Vinny para los amigos, y parecía estar contribuyendo al inusual olor químico que invadía la casa. El olor lo impregnaba todo, incluso la generosa porción de pastel que lady Ramkin le ofreció tenía el mismo sabor.

—Eh…, el…, el hombro… es… muy bonito —dijo Vimes, en un desesperado intento de animar la conversación.

—Tonterías —bufó la dama—. Lo estoy entrenando sólo porque los que se sientan en el hombro se cotizan al doble de precio.

El capitán murmuró que a veces había visto a damas de la alta sociedad con pequeños dragoncitos de vivos colores sobre el hombro, y siempre le habían parecido…, eh…, muy bonitos.

—La idea les parece bonita —replicó ella—. Desde luego. Pero al final se dan cuenta de que les clavan las garras en el traje, les chamuscan el pelo y les llenan el cuello de cenizas. Y lo de las garras puede hacer mucho daño. Luego se dan cuenta de que el bicho se está haciendo demasiado grande, de que huele raro, y lo siguiente que sabes es que el pobre animal está en el Refugio Morpork para Dragones Perdidos, o en el río con una piedra al cuello, mis chiquitines. —Se acomodó en el asiento y se alisó una falda con la que se hubieran podido hacer velas para una pequeña flota—. Me ha dicho que era el capitán Vimes, ¿no?

Vimes estaba desconcertado. Los Ramkin difuntos lo contemplaban desde sus ornamentados marcos, muy altos en las paredes sombrías. Entre los retratos, alrededor y debajo de ellos, estaban las armas que seguramente habían utilizado. Las armaduras ocupaban todos los rincones. No pudo dejar de darse cuenta de que muchas de ellas lucían enormes agujeros. El techo era un caos de banderas y pendones descoloridos y comidos por las polillas. No hacía falta un examen forense para darse cuenta de que los antepasados de lady Ramkin nunca habían rehuido una buena pelea.

Era sorprendente que la mujer fuera capaz de hacer algo tan pacífico como tomarse una taza de té.

—Mis antepasados —dijo, siguiendo la mirada hipnotizada del capitán—. ¿Sabe? Ni un solo Ramkin en los mil últimos años ha muerto en su cama.

—Sí, señora.

—Es un orgullo para la familia.

—Sí, señora.

—Aunque muchos han muerto en otras camas, claro. La taza del capitán Vimes tembló en el platito.

—Sí, señora —suspiró.

—Capitán… es un título muy atractivo, siempre me lo ha parecido. —Le dedicó una brillante sonrisa—. Quiero decir, los coroneles y esa gente son muy estirados, los mayores son pomposos, pero una tiene la sensación de que los capitanes son deliciosamente peligrosos. ¿Qué ha dicho que quería enseñarme?

Vimes se aferró al envoltorio como si fuera un cinturón de castidad.

—Quería saber… —tartamudeó—, qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano…, eh…

Se detuvo. En las zonas inferiores de su cuerpo estaba sucediendo algo horrible.

Lady Ramkin siguió la dirección de su mirada.

—Oh, no le haga caso —dijo alegremente—. Si le molesta, déle un golpecito con el cojín.

Un pequeño dragón viejo había salido de debajo de la silla y apoyaba el morro en el regazo de Vimes. Alzó hacia él unos expresivos ojos castaños, y le babeó por las rodillas algo que, por lo que sintió, era bastante corrosivo, además de apestar como una probeta de ácido.

—Le presento a Gotoso Mabelline Escamagarra I —dijo la dama—. Campeón y padre de campeones. Ya no le queda fuego, pobrecito mío. Le gusta que le rasquen la barriga.

Vimes ensayó unos cuantos movimientos bruscos para sacudirse al viejo dragón. El animal parpadeó y lo miró con dolidos ojitos reumáticos, entreabrió la boca y dejó al descubierto unos colmillos ennegrecidos por el hollín.

—Si le molesta, quíteselo de encima —insistió alegremente lady Ramkin—. Dígame qué quería saber.

—Le preguntaba qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano —dijo Vimes, cambiando de postura.

Se oyó un suave gruñido.

—¿Y ha venido hasta aquí para preguntar eso? A ver…, creo recordar que Corazonalegre Escamagarra de Ankh llegó a medir tres pies y seis pulgadas de alto, de la cresta a las patas —le aseguró lady Ramkin.

—Eh…

—Aproximadamente, un metro con cinco —añadió amablemente.

—¿Nada más? —preguntó Vimes, esperanzado. En su regazo, el viejo dragón empezó a roncar con suavidad.

—Cielos, no. En realidad, fue una monstruosidad. La mayoría de los dragones de pantano no llegan a medir más allá de dos pies.

El capitán Vimes movió los labios haciendo un cálculo rápido.

—¿Sesenta centímetros? —aventuró.

—Bien hecho. Eso los compos, claro. Las compás suelen ser un poco más pequeñas.

Vimes no tenía intención de rendirse.

—¿Un compo es un dragón macho?

—Sólo a partir de los dos años —replicó lady Ramkin, triunfal—. Hasta los ocho meses, reciben el nombre de cerillas, luego son gallos hasta los catorce meses, y después ígneos hasta…

El capitán Vimes escuchaba como en trance, comiendo el horrible pastel, mientras la oleada de información lo dominaba. Se enteró de que los machos luchaban con llamaradas, pero que en la temporada de apareamiento sólo las compás[13] respiraban fuego, por la combustión de complejos gases intestinales, para incubar los huevos, que necesitaban una temperatura increíble. En esta época, los machos se dedicaban a recolectar leña. Un grupo de dragones de pantano recibía el nombre de bandada o canallada; una hembra era capaz de poner hasta tres nidadas de cuatro huevos todos los años, muchos de los cuales se desperdiciaban cuando algún macho despistado los pisaba; supo también que los dragones de ambos sexos apenas se interesaban unos por otros (en realidad no les interesaba nada más que la leña para quemarla), excepto en una ocasión más o menos cada dos meses, cuando se volvían tan obsesivos como inspectores de hacienda.

No pudo hacer nada para impedir que lo llevara de nuevo a las instalaciones de la parte trasera, que lo vistiera de los pies a la cabeza con una armadura de cuero y planchas de acero, y que lo guiara hasta el lugar de donde habían salido los silbidos.

La temperatura era terrible, pero no tanto como el cóctel de olores. Caminó inseguro entre las hileras de monstruitos en forma de pera y ojos relampagueantes, que le fueron presentados como «Lunallena Duquesa Mazapán, que está en celo en este momento», y «Lunaniebla Escamagarra II, que ganó el Primer Premio de Pseudópolis el año pasado». Llamitas de color verde claro chisporroteaban demasiado cerca de sus rodillas.

Muchos de los compartimientos lucían lazos y certificados.

—Y éste me temo que es Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra de Quirm —dijo lady Ramkin, incansable.

Vimes, mareado ante tanto dato, contempló por encima de la chamuscada madera la pequeña criatura acurrucada en el suelo. Se parecía al resto de los dragones tanto como Nobby a los seres humanos en general. Alguno de sus antepasados le había legado unas cejas casi tan grandes como sus alas atrofiadas, que no podrían sostenerlo en el aire. Tenía una cabeza deforme, como la de un oso hormiguero. Sus fosas nasales parecían pozos sin fondo. Si alguna vez conseguía alzar el vuelo, le servirían como paracaídas.

Además, estaba dirigiendo al capitán Vimes la mirada más silenciosamente inteligente que el guardia había visto en ningún animal, incluido el cabo Nobbs.

—Sucede a veces —suspiró lady Ramkin con tristeza—. Son cosas de los genes, ya sabe.

— ¿Si?

Sin saber cómo ni por qué, la criatura parecía estar concentrando toda la energía que sus hermanos desperdiciaban en llamaradas y ruido, en una mirada que era como una lanza térmica. Vimes no pudo evitar recordar cuánto había deseado tener un perrito cuando era niño. Se morían de hambre, y cualquier cosa con carne les habría servido.

—Intento conseguir una buena calidad de llama, dibujo de la escama, colores correctos y todo eso —estaba diciendo la dama de los dragones—. De vez en cuando hay una anomalía, como éste.

El dragoncito clavó en Vimes una mirada que le hubiera servido para ganar el Premio del Jurado al Más Probable Para Llevarse a Casa y Que Sirviera de Mechero Portátil.

Una anomalía, pensó Vimes. No sabía muy bien qué significaba exactamente la palabra, pero se le ocurrían varias posibilidades desagradables. Parecía referirse a lo que queda de ti cuando te han quitado todo lo que tienes de valor. Como la Guardia, pensó. Todos eran anomalías, del primero al último. Igual que él. Era la historia de su vida.

—Así es la naturaleza —suspiró la dama—. Por supuesto, ni se me ocurriría emparejarlo. Además, le resultaría completamente imposible.

—¿Por qué? —se interesó Vimes.

—Porque los dragones tienen que copular en el aire, y éste jamás podría volar con esas alas. Lamentaré mucho perder la estirpe, claro. Su madre fue Brenda Rodley Mordiscoalarbol Escamabrillante. ¿Conoció a Brenda?

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