—Eh…, no —negó el capitán.

Lady Ramkin era una de esas personas que dan por supuesto que todo el mundo sabe lo que uno sabe.

—Una dragoncita preciosa. En fin, los hermanos y hermanas de éste están muy bien.

Pobre tipejo, pensó Vimes. Así es la naturaleza. Siempre trata a patadas al último de la carnada.

No me extraña que la llamen madre…

Decía usted que quería enseñarme algo —dijo lady Ramkin, interrumpiendo sus meditaciones.

Sin decir palabra, Vimes le tendió el paquete. Ella se quitó los gruesos guantes y lo desenvolvió.

—Una réplica en yeso de una huella —dijo—. ¿Y?

—¿Le recuerda a algo?

—Podría ser un ave zancuda.

—Oh.

Vimes se quedó cabizbajo.

—O un dragón muy grande. La ha sacado de algún museo, ¿verdad?

—No. La hice en una calle esta mañana.

—¿Eh? Alguien le ha gastado una broma pesada, amigo mío.

—No… es una…, eh…, una prueba circunstancial. Se lo explicó. Ella le miró.

Draco nobilis —dijo con voz ronca.

—¿Cómo?

Draco nobilis. Dragón noble. Para diferenciarlos de estos pequeñajos. —Hizo un gesto señalando las hileras de lagartos silbantes—. Son Draco vulgaris, del primero al último. Pero los grandes han desaparecido, no sé si lo sabe. Esto es una tontería. No cabe la menor duda, desaparecieron todos. Y eran seres hermosísimos. Pesaban toneladas. Eran lo más grande que ha surcado el cielo. Nadie sabe cómo lo hacían.

Entonces, se dieron cuenta.

De repente, todo estaba en silencio.

Los dragoncitos estaban callados, con los brillantes ojos fijos en el tejado.


Zanahoria miró a su alrededor. Las estanterías se extendían en todas las direcciones. En los estantes había libros. Aventuró una suposición.

—Esto es la biblioteca, ¿no?

El bibliotecario, que lo llevaba cogido por la mano, suave pero firmemente, lo guió por el laberinto de pasillos.

—¿Hay un cadáver? —se interesó Zanahoria.

Seguro que sí. ¡Algo peor que un asesinato! Un cadáver en la biblioteca. Eso podía significar cualquier cosa.

Al final, el simio se detuvo ante una estantería que no parecía diferenciarse en nada de los otros cientos de estanterías. Algunos de los libros estaban encadenados. Había un hueco. El bibliotecario se lo señaló.

—Oook.

—Bueno, ¿y qué pasa? Hay un hueco donde debería haber un libro.

—Oook.

—Se han llevado un libro. ¿Se han llevado un libro? —Zanahoria se irguió con orgullo—. ¿Has llamado a la guardia porque alguien se ha llevado un libro ¿Y eso te parece peor que un asesinato?

El bibliotecario le dirigió el tipo de mirada que otras personas reservan para quien dice cosas como «Pues no sé qué tiene de malo el genocidio».

—Hacer perder el tiempo a la Guardia es prácticamente un delito —siguió Zanahoria—. ¿Por qué no se lo has dicho al jefe de los magos, o a quien mande por aquí?

—Oook.

El bibliotecario indicó, con una sorprendente economía de gestos, que la mayoría de los magos no se encontrarían ni sus propios traseros, y eso usando las dos manos.

—Pues la verdad, no sé qué podemos hacer nosotros —suspiró Zanahoria—. ¿Cómo se titulaba el libro?

El bibliotecario se rascó la cabeza. Aquello iba a ser difícil. Miró al muchacho, puso las manos juntas y luego las abrió.

—Ya sé qué es un libro. ¿Cómo se titula? El bibliotecario se preparó mentalmente y alzó una mano.

—¿Cuatro palabras? —dijo Zanahoria—. Primera palabra.

El bibliotecario juntó el índice y el pulgar por las yemas.

—Una palabra cortita. Un. Una. El. La. Lo…

—¡Oook!

—¿La? La. Segunda palabra…, ¿tercera palabra? Otra palabra corta. Al. Por. Sin. De. Tr… ¿De? La algo De algo. Segunda palabra. ¿Qué? Oh. Primera sílaba. Tu estómago. Mi estómago. La botella. Ah, dentro de algo. Dentro. Entre. Inte… ¿In? ¡In! Segunda sílaba. A ver…

El orangután gruñó y se tiró de una oreja peluda.

—Ah, que la segunda sílaba suena como algo. Dientes. Morro. Labios. ¿Boca? ¡Boca! La Inboca… ¿Invocar? ¿Invocante? ¿Invocación? ¡Invocación! ¡La Invocación de Algo! Qué divertido es esto, ¿verdad? Cuarta palabra. La palabra completa…

Observó con atención mientras el bibliotecario realizaba gestos misteriosos.

—Algo grande. Algo muy grande. Sacude los brazos. Algo muy grande que sacude los brazos. Dientes. Sopla. Tiene mal aliento. Algo muy grande que sacude los brazos y sopla mal aliento. —El sudor corría por la frente de Zanahoria mientras intentaba obedientemente comprender—. Te chupas los dedos. Una cosa que se chupa los dedos. Quemado. Caliente. Una cosa grande que sacude los brazos y se chupa los dedos quemados…

El bibliotecario puso los ojos en blanco. ¿Homo Sapiens? Para quien lo quisiera.


El gran dragón maniobraba, giraba y surcaba el aire sobre la ciudad. Tenía el color de la luz de la luna reflejado en sus escamas. A veces podía virar y planear con engañosa velocidad sobre los tejados, por el puro placer de hacerlo, de existir.

Y aquello no podía ser, pensó Vimes. Parte de él se maravillaba ante la belleza del espectáculo, pero un grupo de células cerebrales, insistentes y cobardicas, se empeñaban en llenarle las sinapsis de datos y recuerdos.

Es un lagarto grande, le gritaban. Debe de pesar toneladas. No hay nada tan grande que pueda volar, ni aunque tenga las alas tan bonitas. ¿Y qué hace un lagarto tan grande, volando y con triangulitos en el lomo?

A ciento cincuenta metros por encima de él, una llamarada azul y blanca surcó el cielo.

¡No puede hacer eso! ¡Se achicharraría los labios!

junto a él, lady Ramkin miraba con la boca abierta. Tras la dama, los dragoncitos enjaulados gimoteaban y se removían.

La gran bestia giró en el aire y descendió en picado sobre los tejados. Las llamas brotaron de nuevo. Aparecieron llamaradas amarillas. Todo se hizo con tanto silencio, con tanta clase, que Vimes tardó varios segundos en darse cuenta de que había prendido fuego a unos cuantos edificios.

—¡Cielos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Mire! ¡Está liberando energía térmica! Por eso lanza fuego. —Se volvió hacia Vimes, con los ojos brillantes—. ¿Se da cuenta de que estamos presenciando un espectáculo que nadie ha visto desde hace siglos?

—¡Sí, un jodido lagarto volador está incendiando mi ciudad! —gritó el capitán.

Pero ella no le escuchaba.

—Debe de haber una colonia no muy lejos —dijo—. ¡Después de tanto tiempo! ¿Dónde cree que vive?

Vimes no lo sabía. Pero se prometió a sí mismo que lo averiguaría, y que le haría unas cuantas preguntas muy en serio.

—Un huevo —suspiró la criadora—. Ojalá pudiera tener un solo huevo…

El capitán la miró, sinceramente asombrado. Comprendió que era un hombre incapaz de apreciar determinado tipo de cosas.

Abajo, otro edificio empezó a arder.

—¿Qué distancia exactamente pueden recorrer estas criaturas volando? —preguntó, cuidando de vocalizar bien, como si hablara con un niño.

—Son animales muy territoriales —respondió la dama—. Según las leyendas…

Vimes comprendió que estaba a punto de recibir otra lección sobre la ciencia draconiana.

—Una respuesta concreta, señora, por favor —se impacientó.

—La verdad, no mucho —repuso ella, algo decepcionada.

—Gracias por todo, ha sido de una gran ayuda.

Se alejó a toda velocidad.

En algún lugar de la ciudad. No había nada fuera de ella, sólo kilómetros de campos descubiertos y pantanos. El dragón vivía en algún lugar de la ciudad.

Sus sandalias volaron sobre los adoquines, calle abajo. ¡En algún lugar de la ciudad! Cosa que era completamente imposible, claro. Imposible y ridícula.

Vimes pensó que no se merecía aquello. De todas las ciudades del mundo a las que podía volar el dragón, había elegido la suya…

Para cuando llegó al río, el dragón había desaparecido. Pero una columna de humo se elevaba sobre las calles, y se habían formado varias cadenas humanas para pasar cubos con trozos del río hasta los edificios afectados.[14] El trabajo se veía considerablemente dificultado por la riada de gentes que invadía las calles, transportando sus posesiones. La mayor parte de la ciudad era de madera y paja, y nadie quería correr riesgos.

De hecho, apenas había habido daños. Sí, apenas. Cosa extraña, si uno pensaba en ello.

En los últimos días, casi a hurtadillas, Vimes había empezado a llevar una libreta de notas, y apuntó los daños, como si escribiéndolo todo pudiera comprender el caos en que se había convertido el mundo.

A saber: un cobertizo para carruajes (perteneciente a un inofensivo hombre de negocios, que ha visto arder su carro nuevo).

A saber: una pequeña verdulería (incinerada con envidiable puntería).

Vimes estaba desconcertado. Había comprado allí manzanas en un par de ocasiones, y nunca había visto nada que pudiera ofender a un dragón.

Aun así, la bestia había sido muy considerada, pensó mientras caminaba hacia la Casa de la Guardia. Cuando uno imagina la cantidad de henares, patios de madererías, cobertizos, techos de paja y tiendas de aceite, es asombroso que se las haya arreglado para aterrorizar a todo el mundo sin causar apenas daños a la ciudad.

Los rayos de sol matutino taladraban ya los jirones de humo cuando abrió la puerta. Aquello era su hogar. No la pequeña habitación sin apenas muebles encima de la cerería, en el callejón Wixon, donde dormía, sino esta antipática habitación oscura que olía a chimeneas atascadas, a la pipa del sargento Colon, al misterioso problema personal de Nobby y, últimamente, al abrillantador para armaduras de Zanahoria. Sí, era casi como un hogar.

No había nadie más en aquel momento. No se sorprendió. Subió a su despacho y se recostó en la silla, cuyo cojín habría asqueado a un perro con incontinencia, se echó el casco sobre los ojos y trató de pensar.

Por el momento, no había prisa. El dragón había desaparecido entre el humo y la confusión, tan repentinamente como había llegado. Ya llegaría, y pronto, la hora de correr. Lo importante ahora era averiguar hacia dónde correr.

Había estado en lo cierto. ¡Un ave palmípeda! Pero ¿por dónde se empieza a buscar un maldito dragón en una ciudad con un millón de habitantes ?

Se dio cuenta de que su mano derecha, con voluntad propia, había abierto el último cajón, y tres de sus dedos, actuando bajo órdenes personales de su inconsciente, estaban sacando una botella. Era una de esas botellas que se vacían solas. La razón le decía que a veces era obligatorio empezar alguna, romper el sello, ver el líquido ambarino hasta el cuello… Sencillamente, no podía recordar la sensación. Era como si las botellas le llegaran siempre con un tercio de su contenido.

Miró la etiqueta. Al parecer, se trataba del Whiskey Selecto Sangre de Dragón, de la casa Jimkin Abrazodeoso. Barato y potente, con él se podían encender hogüeras y limpiar cucharas. No había que beber mucho para emborracharse, justo lo que necesitaba.

Fue Nobby quien lo despertó con las noticias de que había un dragón en la ciudad, y que el sargento Colon estaba bastante afectado. Vimes se incorporó y trató de aclararse la vista mientras iba entendiendo las palabras una a una. Al parecer, el hecho de tener un lagarto que respira fuego a pocos metros de la zona posterior puede hacer que se tambalee hasta la más robusta de las constituciones. Una experiencia así puede dejar marcada a una persona para siempre.

Vimes todavía estaba digiriendo los datos cuando llegó Zanahoria, con el bibliotecario balanceándose a su lado.

—¿Lo han visto? ¿Lo han visto? —preguntó.

—Todos lo hemos visto —asintió el capitán.

—¡Pues yo lo sé todo! —anunció Zanahoria con gesto triunfal—. Alguien lo ha traído aquí por medios mágicos. Alguien ha robado un libro de la Biblioteca, ¿ya que no adivinan cómo se titula?

—Me rindo —replicó Vimes débilmente.

—¡Se titula La invocación de dragones!

Oook —confirmó el bibliotecario.

—Ah, ¿sí? ¿Y de qué va? —preguntó el capitán. El bibliotecario puso los ojos en blanco.

—Es sobre cómo invocar dragones. ¡Usando la magia!

—Oook.

—¡Y eso es ilegal! —terminó Zanahoria alegremente—. Llevar sueltas por la calle a fieras peligrosas, en contra de la Legislación sobre Animales Salvajes (según las leyes número…

Vimes gimió. Eso significaba que había magos de por medio. Cuando hay magos de por medio, los problemas llueven al momento.

—Supongo —suspiró—, que no habrá otro ejemplar del libro en la biblioteca, ¿verdad?

El bibliotecario sacudió la cabeza.

—Oook.

—Y no sabrás qué ponía en el libro, claro. —Vimes suspiró de nuevo—. ¿Cómo? Oh. Cuatro palabras. —Asintió, cansado—. Primera palabra. Chupar algo. No, comer. Tú comes. Ah, yo como. Cómo. Tercera palabra. Sacudes los brazos…, no, no, ya te entiendo. Me refiero a detalles un poco más concretos. ¿No sabes nada? Ya, claro. Lo imaginaba.

—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria, ansioso.

—Está ahí fuera —aseguró Nobby—. Parece que, durante las horas del día, no vuela. Debe de estar en su madriguera secreta, sobre un montón de oro, soñando con cosas de antes del amanecer de los tiempos, aguardando a que caiga el velo de la noche y una vez más pueda remontarse… —Titubeó un instante—, ¿Por qué me miráis todos de esa manera? —preguntó.

—Eso que dices es muy poético —le aseguró Zanahoria.

—Bueno, todo el mundo sabe que los dragones de antes solían dormir sobre un lecho de oro —aseguró Nobby—. Es un mito popular muy conocido.

Vimes meditó sobre el futuro inmediato.

Por canalla que pareciera la actitud de Nobby, sin duda era un buen baremo de lo que estaba pasando por la cabeza del ciudadano medio. El cabo Nobbs podía ser una especie de rata de laboratorio para predecir lo que sucedería en los días siguientes.

—Supongo que tendrás un gran interés en averiguar dónde está ese oro sobre el que duerme el dragón, claro —dijo, a modo de experimento.

Nobby parecía aún más inquieto que de costumbre.

—Bueno, capitán, la verdad es que había pensado echar un vistazo por ahí. Ya sabe. Fuera de horas de servicio —añadió con tono virtuoso.

—Oh, cielos —gimió el capitán Vimes. Cogió la botella vacía y, con mucho cuidado, volvió a guardarla en el cajón.


Los Hermanos Esclarecidos estaban nerviosos. Se habían contagiado el miedo unos a otros. Era el miedo de quien, después de haber cargado la pólvora alegremente, después de meter la bala en la recámara, había descubierto que el hecho de apretar el gatillo causaba un ruido de mil diablos, y sin duda pronto aparecería alguien dispuesto a averiguar qué era todo ese jaleo.

Pero el Gran Maestro Supremo sabía que los tenía atrapados. Ovejas y corderos, ovejas y corderos. Como no podían hacer nada mucho peor de lo que ya habían hecho, tanto les daba seguir adelante y fingir que aquello era lo que habían buscado desde el principio. Era una sensación tan, tan agradable…

Sólo el Hermano Revocador parecía satisfecho de verdad.

—Que esto sirva de lección para todas las verduleras opresoras —decía una y otra vez.

—Sí, claro… —dudó el Hermano Portero—. Pero…, bueno, supongo que no hay ninguna posibilidad de que invoquemos aquí al dragón por accidente.

—Lo tengo…, quiero decir, lo tenemos perfectamente controlado —lo tranquilizó el Gran Maestro Supremo—. El poder está en nuestras manos, os lo aseguro.

Los Hermanos se animaron un poco.

—Y ahora —siguió el Gran Maestro—, queda el pequeño asunto del rey.

Todos adoptaron una expresión solemne, excepto el Hermano Revocador.

—¿Lo hemos encontrado ya? —preguntó—. Vaya golpe de suerte.

—¿Es que nunca prestas atención, o qué? —le espetó el Hermano Vigilatorre—. Ya se explicó eso la semana pasada, no tenemos que ir a buscar a nadie. Tenemos que fabricar un rey.

—Yo creí que aparecería por su cuenta. Por eso del destino.

El Hermano Vigilatorre chasqueó la lengua, en tono burlón.

—Bueno, vamos a echarle una manita al destino.

El Gran Maestro Supremo sonrió para los adentros de su capucha. Este asunto místico era una maravilla. Les cuentas una mentira, y cuando ya no la necesitas más les cuentas otra, y les dices que están progresando en el camino de la sabiduría. Entonces, en vez de reírse, te siguen todavía más, con la esperanza de encontrar la verdad al final de todas las mentiras. Y así, poco a poco, aceptan lo inaceptable. Sorprendente.

—Vaya, qué buena idea —asintió el Hermano Portero—. ¿Y cómo se hace eso?

—Oye, el Gran Maestro Supremo ya lo explicó. Dijo que había que dar con un chaval guapo, dócil, que aceptara órdenes, y que él mataría al dragón. Así de fácil. Es mucho más sensato que esperar a que aparezca un supuesto rey.

—Pero… —El Hermano Revocador parecía preso en los tentáculos del pensamiento—. Si controlamos al dragón… porque controlamos al dragón, ¿verdad? Entonces, no hace falta que nadie lo mate, lo único que tenemos que hacer es dejar de invocarlo, y todo el mundo satisfecho, ¿verdad?

—Ah, estupendo —gruñó el Hermano Vigilatorre—. Me lo imagino perfectamente. Simplemente, salimos a la calle y decimos a la gente, «Hola, nosotros no volveremos a prender fuego a vuestras casas, qué amables somos, ¿eh?». Aquí lo único que importa es el rey, que será una especie de…, una especie de…

—Innegable símbolo romántico de autoridad absoluta —colaboró el Gran Maestro Supremo.

—Eso es —asintió el Hermano Vigilatorre—. Una autoridad absoluta.

—Ah, ya entiendo —dijo el Hermano Revocador—. Bueno, claro. Eso. Un rey.

—Exacto —asintió el Hermano Vigilatorre.

—Nadie discutirá nada a una autoridad absoluta.

—Muy cierto.

—Pues ha sido toda una suerte dar con el rey legítimo justo ahora —dijo el Hermano Revocador—. Una posibilidad entre un millón.

—No hemos dado con el rey legítimo. ¡No necesitamos para nada al rey legítimo! —insistió el Gran Maestro Supremo con tono de cansancio—. ¡Lo digo por última vez! He encontrado a un chaval que tiene buena pinta con la corona puesta, acepta órdenes y sabe blandir la espada. Ahora, si no os importa, escuchad…

Lo de blandir la espada era importante, claro. No tenía nada que ver con el hecho de saber usarla. En opinión del Gran Maestro Supremo, usar la espada no era más que el sucio asunto de la cirugía dinástica. No se trataba más que de acuchillar y cortar. En cambio, un rey tenía que blandiría. Tenía que conseguir que la luz se reflejara en el ángulo adecuado, para que a los espectadores no les cupiera la menor duda de que se trataba del Elegido del Destino. Le había costado mucho preparar la espada y el escudo. Le habían salido bastante caros. El escudo brillaba como un espejo, pero la espada…, la espada era sencillamente magnífica.

Era larga y deslumbrante. Parecía obra de uno de esos genios de la forja que sólo trabajan a la luz del amanecer y son capaces de convertir los candelabros de la abuela en algo con el filo de un bisturí. El herrero que la hubiera fabricado, sin duda se habría retirado lloroso acto seguido, seguro de que jamás en su vida volvería a conseguir semejante obra de arte. En la empuñadura había tantas piedras preciosas que la funda tenía que ser de terciopelo, y había que mirarla con gafas de sol. Sólo con el hecho de tener aquella espada en la mano, uno ya parecía un rey.

En cuanto al muchacho… era un primo lejano, altanero y vanidoso, y estúpido en un estilo aceptablemente aristocrático. En aquellos momentos lo tenía a buen recaudo y vigilado en una granja lejana, con un buen suministro de bebida y jovencitas guapas, aunque al chico parecían interesarle mucho más los espejos.

—Supongo —aventuró el Hermano Vigilatorre— que no será el auténtico heredero del trono, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?—inquirió el Gran Maestro Supremo.

—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. El Destino puede hacer de las suyas. Ja, ja. Sería de risa, ¿no? Si ese chico resultara ser el verdadero rey, con todo lo que nos ha costado…

¡Ya no hay un verdadero rey! —estalló el Gran Maestro—. ¿Qué te imaginas, que hay gente que va por ahí vagando por los bosques durante cientos de años, transmitiéndose de generación en generación una espada y una marca de nacimiento? ¿Una especie de magia?

—Casi escupió la palabra. Había hecho uso de la magia para sus propios fines, que seguramente justificaban los medios, pero de ahí a creer en ella, a creer que tenía una especie de fuerza moral, como la lógica, iba un abismo—. ¡Vamos, hombre, piensa por un momento! Incluso aunque quedara vivo algún miembro de la familia real, la sangre de la estirpe estaría tan diluida que miles de personas podrían aspirar al trono. Hasta…

—Intentó pensar en alguien absolutamente improbable—. Hasta el Hermano Yonidea. —Miró a los Hermanos congregados—. Por cierto, no lo veo aquí esta noche.

—Sí, ha sido muy extraño —asintió el Hermano Vigilatorre, pensativo—. ¿No te has enterado?

—¿De qué?

—Cuando volvía a casa anoche, lo mordió un cocodrilo. Pobre tipejo.

—¿Qué?

Una posibilidad entre un millón. Se había escapado de un zoológico, o algo por el estilo, y estaba en el patio trasero de su casa. —El Hermano Vigilatorre rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó un arrugado sobre marrón—. Estamos haciendo una colecta para comprarle unas flores, no sé si querrás…, eh…

—Pondré tres dólares, apúntamelos a cuenta —asintió el Gran Maestro Supremo. El Hermano Vigilatorre asintió.

—Mira qué cosas, ya lo había hecho.

Unas cuantas noches más, pensó el Gran Maestro Supremo. Mañana, el pueblo estará tan desesperado que coronaría a un troll cojo con tal de que los librara del dragón. Así que tendremos un rey, y el rey tendrá un consejero, un hombre de confianza, por supuesto, y estos imbéciles podrán irse a hacer gárgaras. Se acabaron los disfraces, se acabaron los rituales.

Se acabó invocar al dragón.

Puedo dejarlo, pensó. Puedo dejarlo cuando quiera.


Alrededor del palacio del patricio, las calles estaban abarrotadas. Había un enloquecido ambiente de carnaval. Vimes recorrió con ojos de experto la multitud que se extendía ante él. Era la habitual turba de Ankh-Morpork en tiempos de crisis: la mitad de la gente estaba allí para quejarse, la cuarta parte para vigilar a esa mitad, y el resto para atracar, molestar o vender perritos calientes a los demás. Aunque también había un buen número de caras nuevas. Eran hombres sombríos, con grandes espadas y látigos colgados de los cinturones, que paseaban a zancadas entre la gente.

—Las noticias corren deprisa, ¿verdad? —señaló una voz familiar junto a su oído—. Buenos días, capitán.

Vimes contempló el sonriente rostro cadavérico de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo.

—Buenos días, Ruina —asintió Vimes, ausente—. ¿Qué vendes hoy?

—Algo imprescindible, capitán.

Ruina se inclinó hacia adelante. Era el tipo de persona que podía hacer que un «buenos días» sonara como una oferta irrepetible, única en la vida. Sus ojos se movían en las órbitas, como dos roedores tratando de buscar una ruta de huida.

—Lo necesitará —siseó—. Crema antidragones. Con mi garantía personal: si resulta incinerado, le devuelvo su dinero, sin hacer preguntas.

—Si lo he comprendido bien —dijo Vimes lentamente—, lo que estás diciendo es que, si el dragón me achicharra vivo, me devuelves el dinero, ¿no?

—Sin hacer preguntas —le aseguró Y-Voy-A-La-Ruina. Destapó un frasco de llamativo ungüento verde, y lo puso bajo la nariz de Vimes—. Fabricado con más de cincuenta especias y hierbas, según una receta que sólo conocen los ancianos monjes que viven en no sé qué montaña aislada. A un dólar el frasco, y voy a la ruina. Es un servicio público —añadió generosamente.

—Hay que ver qué monjes tan eficaces, qué deprisa la han fabricado —señaló el capitán.

—Unos tipos muy listos —asintió Y-Voy-A-La-Ruina—. Debe de ser por tanta meditación y tanto yogur de yak.

—Bueno, ¿y qué está pasando aquí, Ruina? ¿Quiénes son todos esos tipos con las espadas?

—Cazadores de dragones, capitán. El patricio ha ofrecido una recompensa de cincuenta mil dólares al que le lleve la cabeza del dragón. Pero no el resto del dragón. Ese hombre no es ningún tonto.

—¿Qué?

—Como lo oye. Lo dice en los carteles que hay por todas partes.

—¡Cincuenta mil dólares!

—No es moco de pavo, ¿eh?

—Más bien moco de dragón —suspiró Vimes. Aquello traería problemas, estaba seguro—. Me sorprende que no vayas tú también a cazarlo.

—Yo estoy más bien en el sector de los servicios, capitán.

Ruina miró a ambos lados con gesto de conspiración, y luego pasó a Vimes un trozo de pergamino.

Decía así:


Escudos antidragón a 500 $

Detectores portátiles de madrigueras a 250 $

Flechas antidragón a 100 $ la unidad

Picos a 5 $ Palas a 5 $ y Sacos a 1 $


Vimes se lo devolvió.

—¿Para qué son los sacos? —quiso saber.

—Para llevar el oro.

—Ah, claro —asintió el capitán, sombrío—. Cómo no se me habrá ocurrido.

—Le diré una cosa —insistió Ruina—, le diré una cosa. Para nuestros muchachos de marrón, un diez por ciento de descuento.

—¿Y vas a la ruina, Ruina?

—¡Quince por ciento para los oficiales! —lo apremió el vendedor, mientras Vimes se alejaba.

El motivo del deje de pánico que había en su voz fue pronto evidente: tenía mucha competencia.


Los habitantes de Ankh-Morpork no eran héroes por naturaleza, pero sí vendedores por naturaleza. En el espacio de pocos metros, Vimes podría haber comprado un buen número de armas mágicas con sus correspondientes certificados de autenticidad, una capa de invisibilidad (buena idea, pensó, y le impresionó de verdad la manera en que el vendedor usaba un espejo sin cristal) y, por supuesto, galletitas en forma de dragón, globos y molinillos. Los brazaletes de cobre que espantaban a los dragones también eran un buen golpe.

Parecía haber tantos sacos y palas como espadas.

Oro. Lo importante era el oro.

¡Cincuenta mil dólares! Un oficial de la Guardia cobraba treinta dólares al mes, y de ahí tenía que pagar sus armas si se le mellaban.

Qué no podría hacer él con cincuenta mil dólares…

Vimes meditó sobre eso un momento, y luego pensó en lo que podría hacer con cincuenta mil dólares. Para empezar, eran muchas más cosas.

Casi tropezó con un grupo de hombres que se arremolinaban en torno a un cartel clavado a la pared. En él, ciertamente, se decía que la cabeza del dragón que había aterrorizado a la ciudad valdría cincuenta mil dólares para el valiente que la llevara al palacio.

Uno de los hombres que formaban un grupo, quien a juzgar por su corpulencia, armas y manera de seguir lentamente las letras con el dedo, era un héroe importante, estaba leyendo en voz alta para los demás.

—… al pa… la… ci… o —concluyó.

—Cincuenta mil —reflexionó otro, frotándose la barbilla.

—No es mucho —replicó el intelectual—. Por debajo de los precios de mercado. Debería ser la mitad del reino y la mano de su hija en matrimonio.

—Sí, pero es que no es un rey. Es un patricio.

—Bueno, pues la mitad de su patrimonio, o lo que sea. ¿Cómo es su hija?

Los cazarrecompensas reunidos no lo sabían.

—No está casado —los informó Vimes—. Y no tiene hijas.

Se volvieron y lo miraron de arriba abajo. El capitán leyó el desdén en sus ojos. Probablemente mataban a docenas como él todos los días.

—¿Ni una hija? —bufó uno—. ¿Quiere que la gente vaya por ahí matando dragones, y no tiene ni una hija?

Vimes se sintió obligado a apoyar al gobernante de la ciudad.

—Pero tiene un perrito, lo quiere mucho —sugirió.

—Vaya asco, ni una hija. ¿Y qué se puede hacer con cincuenta mil dólares hoy en día? Es lo que me gasto yo en redes.

—Y tanto —asintió otro—. La gente cree que es una fortuna, pero no se dan cuenta de que no tenemos pensión, de que corremos con todos los gastos médicos, de que necesitamos comprar y reparar el equipo…

—… ropa para las vírgenes que nos encontramos por ahí, que siempre están desnudas… —asintió otro cazador, éste gordito.

—Eso, y también…, ¿cómo has dicho?

—Es que mi especialidad son los unicornios —le explicó con una sonrisita avergonzada.

—Ah, claro. —El que había hablado en primer lugar parecía morirse por preguntar algo—. Creí que ya no quedaban.

—Casi han desaparecido, sí. Y tampoco se ven muchos unicornios.

Vimes tuvo la sensación de que era el único chiste que el hombre sabía hacer, y que lo repetía hasta la saciedad.

—Sí, claro —asintió el primero—. Son malos tiempos.

—Y los monstruos son cada vez más descarados —intervino otro.

—Las hembras son las peores —asintió uno—. Conocí a una gorgona bizca, era un espanto. La pobre lo pasaba fatal, siempre tenía la nariz convertida en piedra.

—Y siempre nos estamos jugando el pellejo —dijo el intelectual, tratando de volver a las raíces de la conversación—. Ojalá tuviera un dólar por cada caballo que me han devorado de debajo de las piernas.

—Y tanto. ¿Cincuenta mil dólares? Que se los guarde.

—Eso.

—Tacaño, el tío.

—Vamos a beber algo.

—Bien pensado.

Todos asintieron muy dignamente, y se alejaron en dirección al Tambor Remendado. Todos excepto el intelectual, que miró a Vimes.

—¿Qué clase de perro? —preguntó.

—¿Cómo?

—Que qué clase de perro.

—Un terrier pequeñito, creo —respondió Vimes. El cazador meditó un momento.

—Naaa —dijo al final.

Se encaminó también hacia la taberna.

—¡Creo recordar que tiene una tía en Pseudópolis!

—le gritó Vimes.

No obtuvo respuesta. El capitán de la Guardia se encogió de hombros y echó a andar hacia el palacio del patricio…


… donde el patricio estaba teniendo un almuerzo muy difícil.

—¡Caballeros! —exclamó—. Sinceramente, no sé qué más se puede hacer.

Los líderes civiles allí reunidos murmuraron entre ellos.

—En momentos como éste, lo tradicional es que aparezca un héroe —dijo el presidente del Gremio de Asesinos—. Un matador de dragones. ¿Y dónde está, quisiera yo saber? ¿Por qué de nuestras academias no salen jóvenes con el tipo de instrucción que requiere la sociedad?

—Cincuenta mil dólares no parece mucho —señaló el portavoz del Gremio de Ladrones.

^-No te parecerá mucho a ti, amigo mío, pero la ciudad no puede permitirse el lujo de pagar más —replicó el patricio con firmeza.

—Si no se permite el lujo de pagar más, mucho me temo que no habrá ciudad —replicó el ladrón.

—¿Y qué pasa con el comercio? —intervino el representante del Gremio de Mercaderes—. No nos van a enviar barcos con manjares exóticos para que los incinere ese dragón.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! —El patricio alzó los brazos en gesto conciliador—. Me parece —siguió, aprovechando la breve pausa— que lo que tenemos aquí es un fenómeno estrictamente mágico. Me gustaría oír la opinión de nuestro experto en la materia.

Alguien dio un codazo al archicanciller de la Universidad Invisible, que se había adormilado.

—¿Eh? ¿Qué?

—Nos preguntábamos —insistió el patricio, en voz aún más alta—, qué piensas hacer con este dragón tuyo.

El archicanciller era viejo, pero toda una vida de supervivencia en el competitivo mundo de la magia y la retorcida política en la Universidad Invisible lo habían preparado para salir con un argumento defensivo en una fracción de segundo. Si uno dejaba que ese tipo de afirmaciones ingeniosas pasaran sin respuesta, no duraba mucho tiempo como archicanciller.

¿Mi dragón?

—Todo el mundo sabe que los grandes dragones se extinguieron —replicó el patricio con brusquedad—. Además, su hábitat era rural, siempre rural. Así que es obvio que éste debe de tener un origen mág…

—Con todo respeto, lord Vetinari —lo interrumpió el archicanciller—, se ha dicho a menudo que los dragones se extinguieron, pero las pruebas que se nos han presentado, si me permites el atrevimiento, hacen que debamos dudar de esa teoría. En cuanto a su hábitat, lo que estamos viendo es un simple cambio en las pautas de comportamiento, ocasionado por la proliferación de zonas urbanas y la progresiva degradación del campo, que ha obligado a muchas criaturas a adoptar, incluso a abrazar, una forma de vida más municipal, y a aprovechar las oportunidades que les ofrece la urbe. Sin ir más lejos, cerca del cubo de basura de mi casa siempre hay algún zorro rondando.

Sonrió ampliamente. Se las había arreglado para recitar todo el párrafo sin siquiera tener que pensar.

—¿Estás sugiriendo que esta bestia es el primer dragón urbano? —preguntó el asesino.

—Así funciona la evolución —asintió alegremente el mago—. Además, no le irá nada mal —añadió—. Tiene escondrijos de sobras, y un suministro de comida prácticamente inagotable.

La última afirmación fue acogida con un silencio, y fue el comerciante el que lo rompió.

—¿Qué es lo que comen, exactamente? El ladrón se encogió de hombros.

—Me parece recordar historias sobre vírgenes encadenadas a grandes rocas —sugirió.

—Pues por aquí se morirá de hambre —señaló el asesino—. No creo que quede ninguna.

—Antes también pasaban bastante hambre —aportó el ladrón—. No sé si eso sirve de ayuda…

—En cualquier caso, parece que el problema vuelve a tus manos, señor —dijo el jefe de los comerciantes, dirigiéndose al patricio.

Cinco minutos más tarde, el patricio recorría una y otra vez el Despacho Oblongo, echando humo.

—¡Se estaban riendo de mí! —exclamó—. ¡Lo noté perfectamente!

—¿Sugeriste la creación de una comisión investigadora? —preguntó Wonse.

—¡Por supuesto! Pero esta vez no tragaron. La verdad, estoy pensando seriamente en aumentar la recompensa.

—No creo que sirviera de nada, mi señor. Cualquier matador de monstruos profesional conoce bien la tarifa que se paga por este tipo de trabajos.

—¡Ja! La mitad del reino —bufó el patricio.

—Y la mano de tu hija en matrimonio —añadió Wonse.

—Supongo que no valdrá con una tía —sugirió lord Vetinari, esperanzado.

—La tradición exige que sea una hija, mi señor. El patricio asintió, sombrío.

—Quizá podamos sobornarlo. ¿Son inteligentes los dragones?

—Creo que la palabra adecuada en este caso es «astutos», mi señor —señaló Wonse—. También tengo entendido que les gusta mucho el oro.

—¿De verdad? ¿Y en qué lo gastan?

—Duermen sobre él.

—¿Cómo, lo meten en un colchón?

—No, mi señor. Directamente sobre el oro. El patricio dio unas vueltas a la idea.

—¿No les resulta un poco duro?

—Supongo que sí, señor. Pero no creo que nadie se lo haya preguntado nunca.

—Mmm. ¿Pueden hablar?

—Al parecer, se les da muy bien.

—Ah. Muy interesante.

El patricio estaba pensando: si el dragón puede hablar, puede negociar. Si puede negociar, lo tendré atrapado por los pelos…, bueno, por las escamas.

—Y se dice que son aduladores.

—Cada vez más interesante.

Se oyeron unas voces apagadas en el pasillo, y un criado hizo pasar a Vimes.

—Ah, capitán —lo saludó el patricio—. ¿Hay algún progreso?

—¿Cómo dices, señor? —replicó Vimes, mientras la lluvia le chorreaba de la capa.

—Que si has hecho algún progreso en dirección a la captura de este dragón —insistió lord Vetinari con firmeza.

—¿El ave zancuda?

—Sabes muy bien lo que quiero decir —insistió el gobernante de Ankh-Morpork con brusquedad.

—Se están realizando investigaciones —respondió Vimes de manera automática. El patricio bufó.

—Lo único que tienes que hacer es encontrar su madriguera —dijo—. Una vez des con la madriguera, habrás dado con el dragón. Es evidente. La mitad de la ciudad la está buscando.

—Si es que hay una madriguera —replicó Vimes. Wonse lo miró con interés.

—¿Por qué dices eso?

—Estamos analizando todas las posibilidades —insistió el capitán, reservado.

—Si no tiene madriguera, ¿dónde se pasa los días? —preguntó el patricio.

—Se están realizando investigaciones.

—Pues que se realicen deprisa. Y busca esa madriguera —ordenó el patricio con brusquedad.

—Sí, señor. Permiso para retirarme, señor.

—Claro, claro. Pero espero progresos para esta misma noche, ¿entendido?

A ver, ¿por qué dudo de que tenga una madriguera?, pensó Vimes mientras salía a la luz del sol, a la plaza atestada de gente. Porque no parece real, por eso mismo. Y si no es real, no tiene por qué hacer cosas lógicas. ¿Cómo pudo salir de un callejón sin haber entrado?

Una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. El problema estribaba en decidir qué era lo imposible, claro. Eso era lo difícil.

Y claro, también estaba el curioso incidente del orangután durante la noche.


Durante el día, la biblioteca era un hervidero de actividad. Vimes caminó por ella, algo inseguro. Teóricamente, podía ir a cualquier lugar de la ciudad, pero la Universidad siempre alegaba atenerse sólo a las leyes taumatúrgicas, y al capitán no le interesaba hacerse enemigos con los que uno tuviera suerte si acababa con la misma temperatura, por no mencionar la misma forma.

Encontró al bibliotecario subido en su escritorio. El simio le dirigió una mirada expectante.

—Lo siento, todavía no lo hemos encontrado —le dijo Vimes—. Se están realizando investigaciones. Pero hay algo en lo que puedes ayudarme.

—¿Oook?

—Bueno, esto es una biblioteca mágica, ¿no? O sea, estos libros tienen una especie de inteligencia, o algo así. Así que he estado pensado: si yo entrara aquí de noche, seguro que armarían un buen jaleo, porque no me conocen. Pero, si me conocieran, no les importaría.

O sea, que el que se llevó el libro tuvo que ser un mago, ¿no crees? O, como mínimo, alguien que trabaja en la Universidad.

El bibliotecario miró a derecha e izquierda, agarró a Vimes por la mano y lo llevó hasta el refugio formado por un par de estanterías. Sólo entonces asintió.

—¿Alguien a quien conocen?

Un encogimiento de hombros, otro asentimiento.

—Por eso nos lo contaste a nosotros, ¿verdad?

—Oook.

—En vez de informar al Consejo de la Universidad.

—Oook.

—¿Se te ocurre quién pudo ser?

El bibliotecario se encogió de hombros, un gesto de lo más expresivo en alguien cuyo cuerpo parecía un saco colgado entre dos omoplatos.

—Bueno, en fin… Infórmame si sucede alguna otra cosa extraña, ¿de acuerdo? —Vimes paseó la vista por las hileras de libros—. Más extraña de lo habitual, quiero decir.

—Oook.

—Gracias. Es un placer tratar con un ciudadano que considera su deber colaborar con la Guardia.

El bibliotecario le dio un plátano.

Vimes se sentía curiosamente satisfecho al volver a las calles abarrotadas de gente. Desde luego, estaba ejerciendo como detective. Había montones de cositas, como si fuera un puzzle. Ninguno de los detalles tenía sentido en sí, pero todos juntos sugerían una imagen más grande. Lo único que necesitaba era encontrar una esquina, o quizá un trozo del borde…

Pese a lo que pudiera pensar el bibliotecario, él estaba convencido de que no se trataba de un mago. Al menos, no de un mago de los de siempre, un mago profesional. Aquel tipo de acciones no encajaban en su estilo.

Y luego, por supuesto, estaba el asunto de la madriguera. Lo más sensato sería esperar a ver si el dragón aparecía aquella noche, y averiguar dónde. Eso implicaba situarse en un lugar alto. ¿Había alguna manera de detectar a los dragones? Había echado un vistazo a los «detectores» de Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, que consistían únicamente en un trozo de madera fijado a una barra metálica. Cuando la barra se fundía, era que habías encontrado al dragón. Al igual que la mayoría de los artilugios de Y-Voy-A-La-Ruina, era absolutamente eficaz, y al mismo tiempo completamente inútil.

Tenía que haber alguna manera de averiguarlo, alguna manera mejor que esperar hasta que se te quemaran los dedos hasta el hueso.


El sol poniente se extendió por el horizonte como un huevo ligeramente escalfado.

Los tejados de Ankh-Morpork estaban siempre llenos de gárgolas, pero ahora lucían también un buen número de caras humanas. Las caras iban pegadas a cuerpos que esgrimían terribles armas caseras, transmitidas de generación en generación durante siglos, a veces a la fuerza.

Desde su oteadero en el tejado de la Casa de la Guardia, Vimes alcanzaba a ver a los magos en los techos de la Universidad, y las bandas de oportunistas buscadores de oro aguardando en las calles, con las palas preparadas. Si era verdad que el dragón tenía un lecho en algún lugar de la ciudad, pronto le tocaría dormir en el suelo.

Desde algún lugar de la calle oyó los gritos de Y-Voy-A-La-Ruina, o alguno de sus colegas, vendiendo perritos calientes. Vimes sintió una repentina oleada de orgullo cívico. Algo de bueno debían de tener los ciudadanos cuando, en aquellos momentos en que se avecinaba la catástrofe, pensaban en vender perritos calientes a sus convecinos.

La ciudad aguardaba. Aparecieron unas cuantas estrellas.

Colon, Nobby y Zanahoria estaban también en el tejado. Colon estaba de mal humor, porque Vimes le había prohibido usar el arco y las flechas.

Eran ilegales en la ciudad, puesto que los arcos utilizados podían hacer que la flecha se clavara en un espectador inocente a cien metros de distancia, en vez de en el espectador inocente al que iba destinada.

—Es cierto —asintió Zanahoria—. Lo dice el Acta de Armas Arrojadizas, según la legislación de seguridad ciudadana, Artículo 1634.

—Deja ya de citar todas esas tonterías —bufó Colon—. ¡Ya no tenemos esas leyes! ¡Son cosas de antes! Ahora todo es mucho más como se diga. Mucho más pragmático.

—Con ley o sin ley —intervino Vimes—, he dicho que guardes ese arco.

—¡Pero, capitán, siempre se me dio muy bien manejarlo! —protestó Colon—. Además —añadió, conciliador—, hay mucha gente que los lleva.

Eso era cierto. Los tejados contiguos estaban más erizados que un puercoespín. Si el maldito dragón se presentaba, más le valía no volar bajo. Casi inspiraba compasión.

—He dicho que lo guardes —replicó Vimes—. No quiero que mis guardias vayan por ahí disparando contra los ciudadanos. Fuera ese arco.

—Es cierto —lo apoyó Zanahoria—. Estamos aquí para proteger y servir, ¿verdad, capitán? Vimes lo miró de soslayo.

—Eh… —titubeó—. Sí. Eso. Es verdad. En el tejado de su casa de la colina, lady Ramkin situó una sillita plegable un tanto inadecuada, montó el telescopio, situó la bandeja con bocadillos y el termo de café en la baranda ante ella, y se sentó a esperar. Tenía una libreta de notas sobre las rodillas.

Transcurrió media hora. Andanadas de flechas saludaron a una nube, a varios murciélagos desafortunados, y a la luna cuando salió.

—Qué asco de gentuza, qué poca profesionalidad —dijo Nobby, al final—. Lo van a espantar. El sargento Colon bajó su lanza.

—Eso parece —asintió.

—Además, empieza a hacer frío —señaló Zanahoria.

Dio un codazo educado al capitán Vimes, que estaba apoyado en la chimenea y contemplaba absorto el cielo.

—Quizá deberíamos bajar ya, señor —añadió—. La mayoría de la gente se está marchando.

—¿Mmm? —respondió Vimes, sin apartar la vista de las nubes.

—Además, parece que va a llover —insistió el muchacho.

El capitán no dijo nada. Durante algunos minutos, había estado contemplando la Torre del. Arte, que era el centro de la Universidad Invisible y, según se decía, el edificio más viejo de la ciudad. Desde luego, era el más alto. El tiempo, el clima y las reparaciones chapuceras le habían dado una apariencia desastrada, como un árbol que hubiera soportado demasiadas tormentas.

Vimes estaba tratando de recordar la forma del edificio. Como suele suceder con muchas cosas que son completamente familiares, hacía años que no miraba de verdad la torre. Ahora intentaba convencerse a sí mismo de que el bosque de torreones y almenas que había en la cima tenía exactamente el mismo aspecto que el día anterior.

Le estaba costando trabajo.

Sin apartar los ojos, cogió al sargento Colon por el hombro y lo hizo mirar en la dirección que le interesaba.

—¿No ves nada extraño en la cima de la torre? —le preguntó.

Colon miró fijamente hacia donde le indicaba, y al final dejó escapar una risita nerviosa.

—Bueno, parece que haya un dragón sentado allí, ¿verdad?

—Sí. Es lo que pensaba.

—Pero…, sólo que… si lo miras bien, se nota que es una ilusión, por las sombras y la hiedra y todo eso. Atento, si entrecierras un ojo, parecen dos ancianas con una rueca.

Vimes lo intentó.

—No —dijo—. Me sigue pareciendo un dragón. Un dragón grande. Como acuclillado, y mirando hacia abajo. Mira, hasta se le ven las alas plegadas.

—No creo, señor. Es un efecto causado por un torreón en ruinas.

Siguieron mirando un rato.

—Dime, sargento —dijo Vimes al final—. Lo pregunto sólo por saber, ¿qué crees que causa el efecto de un par de alas enormes desplegándose?

Colon tragó saliva.

—Creo que está causado por un par de alas enormes desplegándose, señor.

—En el grano, sargento.

El dragón emprendió el vuelo. No tomó carrerilla, ni nada por el estilo. Se limitó a elevarse sobre la torre, para después bajar en un picado, mitad caída y mitad vuelo, y desaparecer tras los edificios de la Universidad.

Vimes se descubrió esperando oír el golpe.

Y entonces el dragón volvió a aparecer, se movía como una flecha, se movía como un cometa, se movía como algo que acaba de convertir una caída de diez metros por segundo en un ascenso de diez metros por segundo. Planeó sobre los tejados, un poco por encima de las cabezas de los espectadores, de una manera tanto más horrenda por lo silenciosa. Era como si estuviera hendiendo el aire con todo cuidado.

Los guardias se lanzaron de bruces al suelo. Vimes alcanzó a ver un breve atisbo de una cabeza, vagamente equina, cuando pasó sobre ellos.

—Mierda —exclamó Nobby, incrustado contra el alero.

Vimes se aferró a la chimenea aún con más fuerza, y se incorporó.

—Estás de uniforme, cabo Nobbs —dijo con una voz que apenas temblaba.

—Lo siento, capitán. Mierda, señor.

¿Dónde está el sargento Colon?

—Aquí abajo, señor. Agarrado a la cañería, señor.

—Oh, por todos los dioses. Ayúdame a subirlo, Zanahoria.

—Es increíble —exclamó el muchacho—. ¡Mirad eso!

Se podía deducir la posición del dragón por las andanadas de flechas que se alzaban de la ciudad, y por los gritos de los que resultaban heridos cuando volvían a caer.

—¡Y ni siquiera ha batido las alas todavía! —gritó Zanahoria, tratando de subirse a la chimenea—. ¡Mirad cómo vuela!

No tiene derecho a ser tan grande, se dijo Vimes, contemplando la gigantesca forma que sobrevolaba el río. ¡Es tan largo como una calle!

Se vio una humareda por encima de los muelles, y por un instante la criatura voló ante la luna. Entonces, por fin, batió las alas una vez, y fue como el sonido de las pieles húmedas de una manada de búfalos extendidas sobre un acantilado.

Describió un círculo cerrado, batió las alas un par de veces para cobrar velocidad, y volvió.

Cuando pasó sobre la Casa de la Guardia, escupió una columna de fuego. Las tejas no sólo se fundieron, más bien estallaron en esquirlas al rojo vivo. La chimenea explotó, y los ladrillos llovieron por toda la calle.

Las vastas alas se sacudieron en el aire mientras la criatura trazaba círculos sobre el edificio en llamas. El incendio se extendió rápidamente. A los pocos momentos, cuando no quedó más que un charco de roca fundida con algunas venillas y burbujas interesantes, el dragón volvió a remontarse con un aleteo despectivo, y se alejó sobre la ciudad.


Lady Ramkin bajó el telescopio y sacudió la cabeza lentamente.

—No es posible —susurró—. No es posible en absoluto. No debería ser capaz de hacer eso.

Volvió a levantar la lente y entrecerró los ojos, tratando de distinguir el edificio incendiado. Abajo, en sus jaulas, los dragoncitos aullaban.


Por tradición, cuando uno despierta de una inconsciencia normal y corriente, pregunta: «¿Dónde estoy?». Seguramente es parte del subconsciente colectivo o algo por el estilo.

Vimes lo preguntó.

La misma tradición ofrece un buen surtido dé segundas frases para elegir. También sugiere que el interesado compruebe que todas las partes de su cuerpo están en el mismo sitio que el día anterior.

Vimes lo comprobó.

Luego viene lo malo. Ahora que la bola de nieve de la conciencia ha empezado a rodar, se trata de averiguar si está despertando dentro de un cuerpo tirado en la calle con múltiples algo, el nombre que acompaña al adjetivo «múltiples» no importa, nunca es nada bueno, o si será un simple caso de sábanas blancas, una mano tranquilizadora y una eficaz figura de blanco que abre las cortinas. En este último caso lo peor ha pasado, lo único malo que queda por delante es té flojo, purés de verduras, breves paseos para revigorizar los músculos y posiblemente un corto romance platónico con una enfermera angelical. En el primero, quizá no haya transcurrido más que un instante, y un bastardo con un hacha se está precipitando hacia nosotros.

En este momento, viene muy bien un poco de estímulo exterior. «Todo irá bien» es una de las frases preferidas, mientras que «¿Alguien ha apuntado la matrícula?» significa que las cosas van mal. Pero cualquiera de las dos es mejor que «Vosotros dos, sujetadle las manos a la espalda».

De hecho, alguien dijo:

—Ha estado a punto de palmarla, capitán.

Las sensaciones de dolor, que habían aprovechado la inconsciencia de Vimes para salir a fumar un metafórico cigarrillo rápido, volvieron precipitadamente.

—Arrrgh —dijo Vimes.

Abrió los ojos.

Había un techo. Eso descartaba buen número de opciones desagradables, y lo tranquilizó un tanto. Su visión borrosa también había descubierto al cabo Nobbs, que no era tan tranquilizador. El cabo Nobbs no demostraba nada: uno podía estar muerto y, aun así, ver algo semejante al cabo Nobbs.

En Ankh-Morpork no había muchos hospitales. Todos los Gremios tenían sus propios sanatorios, y había unos cuantos públicos, dirigidos por extrañas organizaciones religiosas, como los Monjes Equilibradores. Pero, en términos generales, la atención médica era inexistente, y la gente se tenía que morir de una manera poco organizada, sin la ayuda de médicos. Todo el mundo daba por sentado que la existencia de medicamentos potenciaba la blandenguería, y en cualquier caso iba contra las leyes de la naturaleza.

—¿He preguntado ya que dónde estoy? —insistió Vimes débilmente.

—Sí.

—¿He recibido una respuesta?

—No sé qué lugar es éste, capitán. Pertenece a una dama de postín. Dijo que te trajéramos aquí arriba.

Aunque la mente de Vimes parecía llena de tentáculos rosados, consiguió atrapar al vuelo las dos pistas y hacerlas encajar. La combinación de «postín» y «aquí arriba» significaba algo, al igual que el extraño olor químico en la habitación, que dominaba incluso el aroma habitual y conocido de Nobby.

—No te referirás a lady Ramkin, ¿verdad? —preguntó con cautela.

—Pues puede que sí. Una tipa enorme. Anda loca por los dragones. —El rostro ratonil de Nobby se distendió en la más espantosa sonrisa que Vimes había visto—. Estás en su cama —le informó.

Vimes miró a su alrededor, sintiendo cómo le invadían las primeras oleadas de pánico. Porque, ahora que conseguía concentrarse mínimamente, captaba una cierta falta de virilidad en la habitación. Para empezar, olía ligeramente a polvos de talco.

—Espera un momento, espera un momento —dijo—. Había un dragón. Estaba sobre nosotros…

El recuerdo lo inundó y lo golpeó como un zombi con mala leche.

—¿Te encuentras bien, capitán? … las garras extendidas, tan abiertas como los brazos de un hombre; el retumbar de las alas, más sonoro que las velas de toda una flotilla; el hedor de sólo los dioses sabían qué ácidos…

Le había pasado tan cerca que casi pudo ver las pequeñas escamas de sus patas y el brillo rojo de sus ojos. No eran simples ojos de reptiles. Eran ojos en los que uno podía ahogarse.

Y el aliento, tan ardiente que ni siquiera era fuego, sino algo casi sólido, capaz no de quemar cosas, sino de hacerlas pedazos…

Por otra parte, él estaba allí, vivo y coleando. Sentía como si le hubieran golpeado el costado izquierdo con una barra de hierro, pero estaba vivo.

—¿ Qué sucedió ? —quiso saber.

—Fue el joven Zanahoria —le informó Nobby—. Os cogió al sargento y a ti, y saltó del tejado justo antes de que nos alcanzara.

—Me duele el costado. Creo que me dio de refilón —le dijo Vimes.

—No, me parece que ahí es donde te golpeaste al chocar con el techo del excusado —le corrigió Nobby—. Luego caíste rodando contra el depósito de agua.

—¿Y Colon? ¿Le pasa algo?, ¿está herido?

—Herido, lo que se dice herido, no. Aterrizó sobre algo más blando. Como pesa tanto, atravesó el techo. Se pegó un buen baño en…

—¿Y qué pasó luego?

—Bueno, pues te pusimos lo mejor que pudimos, y luego todos corrimos a buscar al sargento, llamándolo a gritos. Hasta que descubrimos dónde estaba, claro, luego sólo lo llamamos a gritos. Y luego llegó esa mujer, y empezó a chillar —terminó Nobby.

—¿Te refieres a lady Ramkin? —replicó Vimes con frialdad.

Ahora las costillas le dolían en todo su esplendor.

—Sí, una tía enorme —asintió Nobby, inmutable—.

¡Madre mía, qué manera de dar órdenes a la gente! «Oh, pobre hombre, hay que llevarlo a mi casa ahora mismo.» Así que lo hicimos. Además, es el mejor lugar. En la ciudad todo el mundo va corriendo como pollos sin cabeza.

—¿Ha causado muchos destrozos?

—Bueno, cuando te quedaste noqueado, los magos le lanzaron bolas de fuego. No le hizo gracia. El único efecto visible fue que le hicieron más fuerte y más furioso. Incendió toda un ala de la Universidad.

—¿Y luego…?

—Eso es todo. Pegó fuego a unos cuantos edificios más, y luego se largó volando entre el humo.

—¿Nadie vio adonde se fue?

—Si lo vieron, no nos lo quieren decir. —Nobby se acomodó en la silla—. Es un asco que la pobre viva en una habitación así. Tiene dinero a patadas, según dice el sargento, no tiene por qué vivir en una habitación tan vulgar. ¿De qué sirve no querer ser pobre si los ricos viven en habitaciones así? Debería haber mármol por todas partes —bufó—. Además, me dijo que la llamara en cuanto te despertaras. Está dando de comer a los dragones. Qué bichejos tan raros, ¿verdad? Me extraña que le permitan tenerlos.

—¿Qué quieres decir?

—Te puedes imaginar. Que son de la misma especie que el otro, y todo eso.

Cuando Nobby salió arrastrando los pies, Vimes echó otro vistazo por la habitación. Desde luego, carecía de los panes de oro y mármoles que, según Nobby, eran propios de la gente que ha llegado a la cúspide en la vida. Todos los muebles eran viejos, y los cuadros de las paredes, aunque indudablemente valiosos, eran del tipo de cuadros que uno cuelga en el dormitorio porque no se le ocurre otro sitio donde colgarlos. Había también unas cuantas acuarelas de aficionado sobre dragones. En resumen, era el tipo de habitación cuyo propietario no la ha compartido jamás, y la ha moldeado distraídamente a su alrededor a lo largo de muchos años.

Era, desde luego, el dormitorio de una mujer, pero de una mujer que se hubiera dedicado alegremente a vivir su propia vida, pensando que eso de los romances era algo que les sucedía a otras personas.

La ropa de hogar que quedaba a la vista había sido elegida por sus sensatas cualidades de resistencia al uso, seguramente por alguna generación anterior, más que por su utilidad como artillería ligera en la guerra entre los sexos. Había frascos y botes en la cómoda, pero una cierta austeridad en sus formas sugería que las etiquetas dirían algo como «frotar en la espalda por las noches», en vez de «sólo una gota tras las orejas». Uno se podía imaginar que la ocupante de aquella habitación había dormido allí toda su vida, y que su padre la había llamado «mi nenita» hasta que la pobre tuvo cuarenta años.

Había un amplio y sensato camisón azul colgado tras la puerta. Sin necesidad de comprobarlo, Vimes supo que habría un conejito de peluche en el bolsillo.

Era, en resumen, la habitación de una mujer que nunca había esperado que la viera un hombre.

En la mesilla de noche había un montón de revistas y papeles. Sintiéndose culpable, pero haciéndolo de todos modos, Vimes echó un vistazo.

Todos hablaban de dragones. Había cartas del Comité de Exhibiciones del Club Caverna, y de la Liga de Amigos de los Lanzallamas. Había folletos y anuncios del Refugio para Dragones Enfermos («El fuego del pobre VINNY casi se había apagado tras cinco años de ser usado cruelmente para levantar pintura vieja, pero ahora…»). También vio peticiones de donativos, invitaciones a charlas y, en fin, cosas que delataban un corazón generoso en el que cabía todo el mundo, o al menos la parte del mundo que tenía alas, escamas y respiraba fuego.

Si uno dejaba que su mente se concentrara mucho en habitaciones como aquélla, podía acabar sintiéndose extrañamente triste, lleno de una compasión abstracta que le llevaría a pensar que lo mejor era acabar con la raza humana y empezar de cero, o como mínimo desde las amebas.

Además del montón de papeles, había un libro. Vimes extendió un brazo, no sin dolor, y leyó el título. Era Enfermedades de los dragones, por Sybil Deidre Olgivanna Ramkin.

Fue pasando las páginas con una mezcla de espanto y fascinación. En ellas vio otro mundo, un mundo de problemas extrañísimos. Garganta Seca. Placas en el Pulmón. Inhalación de Hollín. Tras leer unos cuantos párrafos, empezó a pensar que era sorprendente que un dragón de los pantanos viviera para contemplar un segundo amanecer. Hasta el hecho de cruzar una habitación podía considerarse un triunfo biológico.

Apartó la vista de las ilustraciones, dibujadas trabajosamente. Hay un límite para el número de entrañas que uno puede ver sin que lo afecten.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Eh! ¿Está usted visible?

Lady Ramkin entró con una alegre sonrisa de oreja a oreja.

—Eh…

—Le he traído algo nutritivo.

Sin saber muy bien por qué, Vimes imaginó que sería sopa. Pero no, se trataba de un plato lleno hasta los topes de beicon, patatas y huevos fritos. Casi pudo oír los gritos de espanto de sus arterias al contemplarlo.

—También he preparado un budín —añadió lady Ramkin—. La verdad, no suelo cocinar tanto para mí sola. Ya sabe, una acaba comiendo cualquier cosa.

Vimes pensó en las cosas que solía comer él en su habitación. La carne siempre era gris, y tenía misteriosos tubitos.

—Eh… —repitió. No estaba acostumbrado a hablar con las mujeres desde dentro de sus camas—. El cabo Nobby me ha dicho que usted…

—¡Qué hombre tan pintoresco, ese Nobby! —asintió lady Ramkin.

Vimes no estaba muy seguro de poder soportar aquello.

—¿Pintoresco? —inquirió débilmente.

—Todo un personaje. Hemos congeniado de maravilla.

~¿Si?

—Oh, y tanto. Cuenta unas anécdotas graciosísimas.

—Sí, eso es cierto. Se sabe muchas.

A Vimes nunca dejaba de sorprenderle lo bien que se llevaba Nobby con casi todo el mundo. Supuso que tenía algo que ver con eso del común denominador. En el mundo de las matemáticas, no podía haber un denominador más común que Nobby.

—Eh… —empezó por tercera vez, sin poder abandonar tan peculiar conversación—, ¿no le parece que usa un lenguaje un poco…, eh…, fuerte?

—Popular —lo corrigió alegremente lady Ramkin—. Tendría que haber oído a mi padre cuando se enfadaba. En cualquier caso, hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común. Es una coincidencia increíble, pero mi abuelo una vez hizo azotar a su abuelo por hurto.

Eso los convertía prácticamente en miembros de la misma familia, pensó Vimes. Otra ráfaga de dolor en el costado magullado le hizo cerrar los ojos.

—Tiene unas cuantas contusiones, y probablemente un par de costillas rotas —dijo la dama—. Si se da la vuelta, le pondré un poco más de esto.

Exhibió un tarro de ungüento amarillo. El rostro de Vimes reflejó el pánico. Instintivamente, se tapó con las sábanas hasta el cuello.

—No sea crío, capitán —bufó ella—. No voy a ver nada que no haya visto antes. Todos los traseros son iguales. Lo que pasa es que los que yo veo a menudo suelen tener colas y escamas. Venga, dése la vuelta y súbase la camisa. Era de mi abuelo, ¿sabe?

No había manera de desobedecer a aquel tono de voz. Vimes pensó exigir que entrara Nobby para hacer de carabina, pero luego decidió que eso sería aún peor.

La crema quemaba como el hielo.

—¿De qué es eso?

—De un montón de cosas. Aliviará el dolor de las contusiones y ayudará a que nazcan escamas sanas.

—¿Qué?

—Lo siento. Probablemente no sean escamas. No ponga esa cara de miedo, estoy casi segura. Bueno, ya está.

Le dio una palmadita en el trasero.

—Señora, soy el capitán de la Guardia Nocturna —dijo Vimes, aun sabiendo que era una soberana estupidez.

—Y está medio desnudo en la cama de una dama —replicó lady Ramkin, inamovible—. Ahora, siéntese y tómese el té. Tenemos que hacer que se ponga fuerte. Los ojos de Vimes se llenaron de terror.

—¿Por qué? —quiso saber.

Lady Ramkin buscó en el bolsillo de su ajada chaqueta de trabajo.

—Anoche tomé unas cuantas notas sobre el dragón —dijo.

—Ah, el dragón.

Vimes se relajó un poco. En aquel momento, el dragón le parecía una perspectiva menos mala.

—Y también investigué un poco. Le diré una cosa, es una bestia muy extraña. No debería haber podido remontar el vuelo.

—En eso tiene razón.

—Si su constitución es como la de los dragones de pantano, debía de pesar unas veinte toneladas. ¡Veinte toneladas! Es imposible. Todo se reduce a una correlación entre peso y envergadura de alas, no sé si me entiende.

—Lo vi bajar en picado desde la torre.

—Ya lo sé. Por lógica, se le deberían de haber desgarrado las alas, todo lo que teóricamente podría quedar de él es un gran agujero en él suelo —insistió lady Ramkin con firmeza—. Uno no se puede tomar a risa la aerodinámica. Una cosa grande no puede hacer lo mismo que una pequeña, y quedarse tan ancha. Es cuestión de potencia muscular y superficies de resistencia al viento.

—Ya sabía yo que algo andaba mal —se animó Vi-mes—. Y también lo de las llamas. No hay nada que pueda ir por ahí con tanto calor dentro. ¿Cómo se las arreglan los dragones de pantano?

—Ah, es una cuestión química —respondió lady Ramkin, sin darle importancia—. De los alimentos que ingieren, destilan una sustancia inflamable, y la llama se enciende al salir por los conductos. Nunca tienen fuego dentro, a menos que padezcan de retroceso.

—Y si padecen de eso, ¿qué sucede?

—Que hay que limpiar trocitos de dragón de todas partes —explicó lady Ramkin, alegremente—. Me temo que los dragones no están muy bien diseñados.

Vimes escuchó.

Era imposible que hubieran sobrevivido, sólo lo lograron gracias a que sus lugares de nacimiento eran aislados y había pocos depredadores. No es que los dragones fueran muy alimenticios, claro: una vez se eliminaba la piel y los enormes músculos que usaban para volar, lo que quedaba debía de ser como morder una fábrica de productos químicos mal procesados. No era de extrañar que los dragones estuvieran siempre enfermos. la necesidad de producir combustible hacía que tuvieran problemas estomacales. Dedicaban la mayor parte del cerebro a controlar las complejidades del sistema digestivo, capaces de producir elementos inflamables a partir de los ingredientes más imposibles. Incluso podían redistribuir sus conductos internos, en el lapso de una noche, para llevar a cabo los procesos más difíciles. Vivían al borde de un abismo químico. Un hipido fuera de lugar, y eran geografía.

Y cuando se trataba de elegir lugares para la puesta de huevos, las hembras tenían tanto sentido común e instinto maternal como un ladrillo.

Vimes se preguntó por qué estaría tan preocupada la gente con los dragones en los viejos tiempos. Si por casualidad había alguno en una cueva cercana, lo único que tenías que hacer era esperar hasta que se autoincendiara, explotara o muriera de indigestión aguda.

—Los ha estudiado a fondo, ¿verdad? —señaló.

—Alguien tenía que hacerlo.

—Pero ¿qué sabe de los grandes?

—Dioses, sí. Son un gran misterio, ¿sabe? —asintió la dama, repentinamente seria.

—Sí, ya lo dijo.

—Son criaturas de leyenda. Al parecer, una subespecie de dragones empezó a crecer, y a crecer, y luego… sencillamente, desaparecieron.

—¿Quiere decir que murieron?

—No. De cuando en cuando volvían a aparecer, sin que se supiera de dónde venían. llenos de vida y vigor. Pero, de pronto, dejaron de volver. —Dirigió a Vimes una mirada triunfal—. Creo que encontraron un lugar donde podían ser de verdad.

—¿Ser qué?

—Dragones. Donde podían cumplir todo su potencial. Otra dimensión, o algo por el estilo. Donde la gravedad no fuera tan fuerte, y esas cosas.

—Eso pensé yo cuando lo vi —asintió Vimes—. No puede haber algo que vuele y tenga escamas, y sea de ese tamaño.

Se miraron.

—Tenemos que encontrar su madriguera —dijo lady Ramkin.

—Ningún maldito bicho pegará fuego a mi ciudad —replicó Vimes.

—Imagine qué gran contribución al estudio de los dragones.

—Si alguien pega fuego a esta ciudad, seré yo.

—Es una oportunidad increíble. Hay tantas preguntas…

—En eso tiene razón. —Le vino a la cabeza una de las frases de Zanahoria—. Puede ayudarnos en nuestras investigaciones —sugirió.

—Pero eso será por la mañana —replicó lady Ramkin con firmeza.

La mirada decidida de Vimes se suavizó.

—Yo dormiré abajo, en la cocina —siguió la dama alegremente—. Siempre tengo allí un catre preparado en temporada de puesta. Algunas hembras pueden necesitar ayuda. No se preocupe por mí.

—Es usted muy amable —murmuró el capitán.

—He enviado a Nobby a la ciudad, para que ayude a los otros a organizar su cuartel.

Vimes se había olvidado por completo de la Casa de la Guardia.

—Debe de haber sufrido daños importantes —aventuró.

—Destruido por completo —le corrigió la dama—. No queda más que un charco de piedra fundida. Así que les voy a dejar un local en Pseudópolis Yard.

—¿Cómo dice?

—Oh, mi padre tenía inmuebles por toda la ciudad —dijo—. La verdad es que a mí no me sirven para nada, así que le dije a mi gestor que entregara al sargento Colon las llaves de la casa vieja de Pseudópolis Yard. No estará nada mal que se ventile un poco.

—Pero esa zona…, quiero decir, las calles están pavimentadas de verdad…, el alquiler… O sea, no creo que lord Vetinari quiera…

—No se preocupe por eso —replicó, dándole una palmadita amistosa—. Venga, ahora tiene que dormir un poco.

Vimes se tendió de nuevo, con el cerebro funcionando a toda velocidad. Pseudópolis Yard estaba en el lado Ankh del río, en uno de los mejores barrios de la ciudad. Allí, el espectáculo de Nobby o el sargento Colon paseando por aquellas calles a plena luz del día tendría el mismo efecto que la inauguración de un hospital para leprosos.

Se sumió en un duermevela, y soñó con gigantescos dragones que lo perseguían esgrimiendo frascos de ungüento.

Y se despertó con los gritos de una turba.

Lady Ramkin erguida en toda su estatura no era una visión que se pudiera olvidar, aunque uno querría intentarlo. Era como ver la deriva continental pero al revés, mientras varios subcontinentes e islas se reunificaban para formar una gigantesca y furiosa protomujer.

La puerta rota del cobertizo de los dragones colgaba de sus bisagras. Los inquilinos, tan tensos ya como un arpa con anfetaminas, se estaban volviendo locos. Pequeñas llamaradas se estrellaban contra las chapas metálicas, y los animalitos se revolvían en sus jaulas.

—¿Qué significa esto? —rugió la dama.

Si alguna vez los Ramkin habían sido dados a la introspección, tenía que reconocer que no era una frase muy original. Pero sí útil. Funcionaba. La razón de que las frases hechas se conviertan en frases hechas, es que son los martillos y destornilladores en la caja de herramientas de la comunicación.

La turba se arremolinó contra la puerta rota. Algunos hombres blandían instrumentos afilados, con el movimiento típico de los que no pretenden nada bueno.

—Demonios —gruñó el que los guiaba—, ahí dentro hay dragones.

Se oyó un coro de murmullos de asentimiento.

—¿Y qué? —bufó lady Ramkin.

—Demonios. Ha estado quemando la ciudad. Y no vuelan mucho. Usted tiene dragones aquí dentro. Puede que haya sido uno de ellos.

—Eso.

—Claro.

—QED.[15]

—Así que nos los vamos a cargar a todos.

—Eso.

—Claro.

Pro bono publico.

El pecho de lady Ramkin subía y bajaba como un pistón. Extendió el brazo y agarró la horca de granja colgada de un gancho, en la pared.

—Os lo advierto, un paso más y lo lamentaréis —dijo.

El jefe miró a los dragones frenéticos, tras ella.

—¿Sí? —replicó, burlón—. ¿Qué piensa hacernos, eh?

La mujer abrió y cerró la boca un par de veces.

—¡Llamaré a la Guardia! —dijo al final.

La amenaza no surtió el efecto que había esperado. Lady Ramkin nunca había prestado demasiada atención a los aspectos de la ciudad que no tenían escamas.

—Vaya, qué miedo —gimoteó el jefe—. No sabe cuánto nos preocupa eso. Mire, me están temblando las rodillas. —Se sacó un machete que llevaba colgado del cinturón—. Y ahora, señora, apártese, porque…

Una llamarada de fuego verde surgió por la parte trasera del cobertizo, pasó por encima de las cabezas de los hombres allí reunidos, y dibujó una marca chamuscada en la madera sobre la puerta.

Entonces, sonó una voz que era un puro ronroneo de amenaza de muerte.

Éste es lord Montealegre Colmilloveloz Inverno-cuarento IV, el dragón más fogoso de la ciudad. Os puede achicharrar las cabezas hasta el cráneo.

El capitán Vimes salió cojeando de entre las sombras.

Llevaba firmemente sujeto bajo un brazo a un dragoncito dorado, muerto de miedo. Con la otra mano lo sujetaba por la cola.

Los hombres lo miraron, hipnotizados.

—Ya sé lo que estáis pensando —siguió Vimes con voz amable—. Os preguntaréis si, después de tantas emociones, aún le queda fuego suficiente. Pues la verdad, yo tampoco estoy muy seguro…

Se inclinó hacia adelante y los miró por entre las orejas del dragón. Su voz era como una navaja afilada.

—Lo que debéis preguntaros a vosotros mismos es: ¿Me acompaña hoy la suerte?

Todos retrocedieron ante su avance.

—¿No respondéis nada? —insistió—. ¿Os acompaña hoy la suerte?

Durante unos instantes, lo único que se oyó fue el ruido del estómago de lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el ominoso ronroneo del combustible acumulándose en las recámaras ígneas.

—Oye, mira, eh… —tartamudeó el jefe, sin poder despegar la vista de la cabeza del dragón—. No hay necesidad de que nos pongamos tan…

—La verdad es que es posible que él decida lanzar llamas por su cuenta —siguió Vimes—. A veces no pueden evitarlo, sobre todo si se les acumulan dentro. Y eso sucede cuando están nerviosos. Tengo la sensación de que los habéis puesto muy nerviosos.

El dirigente de la turba hizo lo que esperaba fuera un gesto vagamente conciliador. Por desgracia, lo hizo con la mano con la que sostenía un cuchillo.

—Suelta eso —le advirtió Vimes—, o no lo contarás.

El cuchillo se estrelló contra las losas. Se oyeron pasos apresurados en las últimas filas, y de repente un buen número de hombres estaban metafóricamente lejos y no sabían nada de aquello.

—Pero antes de que los demás buenos ciudadanos se dispersen tranquilamente y vuelvan a ocuparse de sus asuntos —dijo el capitán—, os sugiero que miréis bien a estos dragones. ¿Os parece que alguno de ellos mide veinte metros de largo? ¿Creéis que tienen treinta metros de envergadura de alas? ¿Qué grado de temperatura debe de alcanzar su fuego?

—No sé —respondió el jefe.

Vimes alzó ligeramente la cabeza del dragón. El jefe cerró los ojos.

—No sé, señor —se corrigió.

—¿Queréis averiguarlo?

El jefe sacudió la cabeza. Pese al miedo, encontró de nuevo la voz.

—¿Quién eres tú? —preguntó. Vimes se irguió.

—El capitán Vimes, de la Guardia de la Ciudad —dijo.

La afirmación fue acogida con un silencio casi absoluto. La única excepción fue la voz alegre, al fondo de la multitud, que dijo:

—De la Guardia Nocturna, ¿no?

Vimes miró hacia abajo, más allá de su camisa de dormir. Con las prisas por salir del lecho de enfermo, se había puesto apresuradamente un par de zapatillas de lady Ramkin. Por primera vez, se dio cuenta de que estaban adornadas con pompones rosas.

Y ése fue el momento que lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV eligió para eructar.

No fue una llamarada rugiente. Fue, sencillamente, una bolita de fuego casi invisible que pasó entre la multitud y chamuscó unas cuantas cejas. Pero, desde luego, causó una gran impresión.

Vimes se recuperó de maravilla. Nadie se dio cuenta del breve momento de terror que acababa de vivir.

—Y eso ha sido sólo para llamaros la atención —dijo con cara de póquer—. La próxima vez, apuntaré más abajo.

—Eh… —tartamudeó el jefe—, cómo no. No hay problema. La verdad es que ya nos marchábamos. Aquí no hay dragones grandes, desde luego. Lamentamos haberos molestado.

—Ah, no, ni hablar —lo interrumpió lady Ramkin, con voz triunfal—. ¡No os vais a largar tan fácilmente!

Extendió la mano hacia un estante y sacó una caja de latón. Tenía una ranura en la tapa, y tintineaba. En uno de los lados se leía Refugio para dragones enfermos.

La primera ronda dio como fruto cuatro dólares y treinta y un peniques. Cuando el capitán Vimes apuntó de nuevo con el dragón, aparecieron como por arte de magia veinticinco dólares y dieciséis peniques más. Luego, la turba huyó.

—Al menos, hemos salido ganando algo —dijo el oficial, cuando volvieron a estar solos.

—¡Ha sido usted muy valiente!

—Esperemos que esto no se repita —replicó Vimes, devolviendo suavemente al agotado dragoncito a su jaula.

Se sentía curiosamente optimista.

Una vez más, fue consciente de que unos ojos lo miraban fijamente. Se dio la vuelta y vio la cabeza alargada y puntiaguda de Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra. No hay mejor descripción para su postura que la de «último cachorrito en la tienda».

Para su asombro, se descubrió a sí mismo rascándolo entre las orejas, o al menos entre las cosas puntiagudas que tenía a los lados de la cabeza y que debían de hacer las funciones de orejas. La respuesta del animal fue un extraño ruido que parecía como si se hubiera atascado una cañería. Vimes apartó la mano apresuradamente.

—No pasa nada —dijo lady Ramkin—. Es que le está gruñendo el estómago. Eso significa que usted le gusta.

Para más asombro, Vimes se sintió encantado ante la idea. Que él recordara, ningún animal lo había considerado digno de un eructo.

—Creí entender que se iba a…, ejem…, a deshacer de él —dijo.

—Supongo que tendré que hacerlo —suspiró la dama—. Pero ya sabe, es muy difícil. Te miran con esos ojos tan grandes, tan sentidos…

Hubo un breve silencio incómodo.

—¿Sería posible que yo…?

—¿No querría usted por casualidad…? Ambos se detuvieron.

—Es lo menos que puedo hacer —dijo lady Ramkin.

—¡Pero si ya nos ha proporcionado cuarteles nuevos y todo!

—Eso era mi deber de ciudadana. Por favor, acepte a Buenmuchacho, como…, como regalo de amiga.

Vimes tuvo la sensación de que lo estaban haciendo caminar por un tablón al borde de un abismo.

—Ni siquiera sé qué comen —dijo.

—La verdad es que son omnívoros. Comen de todo, excepto metal y rocas ígneas. Cuando uno vive en los pantanos, no puede ser muy selectivo con lo que se lleva a la boca.

—Pero ¿no hará falta que lo saque a pasear? O a volar, como sea.

—En realidad, se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. —Lady Ramkin rascó la fea cabeza escamosa del bichejo—. Le garantizo que es el dragón más tranquilo que he criado.

—¿Y qué hay de…? Ya sabe…

Señaló el rastrillo para recoger excrementos.

—Bueno, es sobre todo gas. Lo único que tiene que hacer es mantenerlo en un lugar bien ventilado. No tendrá alfombras valiosas, ¿verdad? Es mejor que no permita que le dé lametones en la cara, pero puede enseñarlo a controlar la llama. Le será muy útil para encender la chimenea.

Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra se revolcó, en medio de un estruendo de cañerías atascadas.

Tienen ocho estómagos, recordó Vimes; los dibujos del libro habían sido muy detallados. Y ahí dentro hay montones de cosas que parecen destilerías en el laboratorio de un químico loco.

Ningún dragón de pantano podría aterrorizar un reino, excepto por accidente. Vimes se preguntó cuántos valientes héroes habrían dado muerte a los pobres animales. Era una crueldad hacer algo así a unas criaturas cuyo único crimen era explotar distraídamente, y a los dragones les gustaba menos que a nadie. Sólo con pensarlo, se ponía furioso. Los pobres dragones habían nacido para perder. Vivían deprisa, morían en mil pedazos. Omnívoros o no, tenían que pasarse la vida agitando apologéticamente las alas por un mundo que no los comprendía, temerosos siempre de su propio sistema digestivo. Seguramente, la familia aún no había acabado de superar la explosión del padre, cuando algún imbécil metido en una armadura llegaba al pantano para clavar su espada en una bolsa de entrañas que, encima, ya estaba a punto de autodestruirse sola.

Ja. Ya le habría gustado ver a los temibles matadores de dragones del pasado enfrentados al dragón grande. ¿Armaduras? Mejor no usarlas. Al fin y al cabo, el resultado iba a ser el mismo, y por lo menos tus cenizas no estarían preenvasadas en la lata.

Contempló fijamente a la deforme criatura, y la idea que se había ido forjando en su mente durante los últimos minutos consiguió entrar por fin. En Ankh-Morpork, todo el mundo quería encontrar la madriguera del dragón. Al menos, querían encontrarla sin su ocupante. El sistema del trozo de madera no funcionaría, de eso estaba seguro. Pero, como decía el refrán, para atrapar a un ladrón… [16]

—¿Puede un dragón encontrar a otro? —preguntó—. Ya sabe, seguir el olor del rastro, o algo así.


Queridísima madre [escribió Zanahoria]: para que hablen de los cambios de la suerte. Anoche el dragón quemó nuestros cuarteles y mira por dónde ahora tenemos unos mejores, que están en un lugar que se llama Pseudópolis Yard, enfrente del Edificio de la Ópera. El sargento Colon dice que hemos Ascendido en la Vida, y también le dice a Nobby que no se le ocurra vender los muebles. Ascender en la Vida es una metáfora, que son cosas que estoy aprendiendo, como Mentir pero más decorativas. Hay alfombras adecuadas donde escupir. Hoy dos grupos han intentado buscar dragones en los sótanos, es increíble. Van por ahí cavando en los retretes de la gente y buscando en los desvanes, es como una Fiebre. La gente ya no va ni a trabajar y el sargento Colon dice que a ver con qué cara hacemos la Ronda y gritamos Las Doce en Punto y Sereno cuando hay un dragón por ahí fundiendo la ciudad.

Me he ido de casa de la señora Palma porque aquí hay docenas de camas. Me dio mucha pena y me hicieron un pastel de despedida, pero creo que es lo mejor, aunque la señora Palma nunca me cobró el alquiler, muy amable por su parte considerando que tiene tantas hijas guapas y tiene que ahorrar para sus dotes y esas cosas.

También me he hecho amigo de ese simio que viene por aquí a menudo a ver si hemos encontrado ya su libro. Nobby dice que es un saco de pulgas pero eso es porque le ganó dieciocho dólares jugando al Seisillo, que es un juego de azar con cartas, pero yo no juego y ya he hablado a Nobby del Acta de Regulación del Juego, y él me ha dicho que me vaya a Tomar por Culo, cosa que creo que es una violación del Decreto de Comportamiento Ético en Público (1389), pero he decidido usar mi Discreción.

El capitán Vimes está enfermo y lo está cuidando una Dama. Nobby dice que es una Excéntrica pero el sargento Colon cree que es porque vive en una casa grande con muchos dragones pero que tiene una fortuna y que ya era hora de que el capitán dejara de poner los pies en la mesa. No entiendo qué tiene que ver el mobiliario con esto. Esta mañana he ido a dar un paseo con Reet y le he enseñado muchas muestras interesantes de arte en metal que se pueden encontrar en la ciudad. Ella dice que soy diferente de los demás. Tu hijo que te quiere, Zanahoria. XXX.

P.D. Si ves a Mindy salúdala de mi parte.


Dobló el papel con cuidado y lo metió dentro de un sobre.

—Se está poniendo el sol —señaló el sargento Colon.

Zanahoria alzó la vista de su sello de cera.

—Eso quiere decir que pronto será de noche —siguió Colon, con exactitud.

—Sí, sargento.

El sargento se pasó un dedo por el cuello. Tenía la piel impresionantemente rosada, resultado de haberse pasado la mañana frotándosela. Aun así, la gente se seguía manteniendo a una distancia respetable.

Algunas personas han nacido para mandar. Otras personas llegan a mandar. Y a otras, el mando les cae encima. El sargento se encontraba ahora en esta última categoría, y no le hacía la menor gracia.

Sabía que, en cualquier momento, tendría que anunciar que ya era hora de salir de patrulla. Y él no quería salir de patrulla. Lo que quería era encontrar un bonito subsolano en cualquier parte. Pero Nobbless Oblig… si estaba al mando, tenía que hacerlo.

Lo que le preocupaba no era la soledad del mando. El problema era el ser-frito-vivo del mando.

Además, estaba seguro de que, a menos que descubrieran pronto algo relativo al dragón, el patricio no estaría contento. Y cuando el patricio estaba descontento, se volvía muy democrático. Buscaba maneras complicadas y dolorosas de compartir todo lo posible su descontento. En opinión del sargento, la responsabilidad era algo terrible. Y ser torturado también era algo terrible. Desde su punto de vista, ambos hechos se acercaban a un punto en común a toda velocidad.

Así que se sintió terriblemente aliviado cuando un pequeño carruaje se detuvo ante el Yard. Era muy viejo y destartalado. Había un escudo de armas casi invisible ya en la puerta. En cambio, en la parte trasera, el cartel estaba casi recién pintado: Relincha si amas a los dragones.

El capitán Vimes se apeó del carruaje, no sin esfuerzo. Lo siguió la mujer a la que el sargento llamaba Sybil Ramkin la Loca. Y por último, saltando obediente atado a su correa, venía un pequeño…

El sargento se puso demasiado nervioso como para caer en la cuenta de su tamaño real.

—¡Que me aspen! —exclamó—. ¡Lo ha atrapado, capitán!

Nobby alzó la vista por encima de la mesa, en el rincón donde seguía tercamente sin querer comprender que es casi imposible jugar a algo que requiera ir de farol contra un adversario que no deja de sonreír. El bibliotecario aprovechó la distracción para servirse un par de cartas de la parte de abajo del mazo.

—No seas imbécil, es un simple dragón de pantano —bufó Nobby—. Y ella es lady Sybil. Una auténtica dama.

Los otros dos guardias se volvieron para mirarlo. Sí, el que había hablado era Nobby.

—¿Queréis dejar de mirarme con esas caras?

—dijo—. ¿Es que no puedo reconocer a una dama cuando la veo? Me dio un té en una tacita más fina que el papel, y con una cucharilla de plata —siguió, como quien ha echado un vistazo al estatus de la distinción social—. ¡Y se las devolví, así que dejad de mirarme así!

—¿Qué es lo que haces exactamente en tus noches libres? —preguntó Colon.

—No es asunto tuyo.

—¿De verdad le devolviste la cucharilla? —quiso saber Zanahoria.

¡Por supuesto que sí, joder! —rugió Nobby.

—Firmes, muchachos —ordenó el sargento, rebosante de alivio.

Los otros dos entraron en la habitación. Vimes dirigió a sus hombres la habitual mirada de resignación.

—Mis guardias —murmuró.

—Excelentes hombres —asintió lady Ramkin—. Nuestros mejores muchachos, ¿eh?

—Nuestros muchachos, dejémoslo ahí.

Lady Ramkin sonrió, alentadora. Esto provocó una extraña agitación entre los hombres. El sargento Colon, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió que el pecho le sobresaliera más que el estómago. Zanahoria. abandonó su habitual postura encorvada. Nobby se llenó de marcialidad, con los brazos estirados a los costados, los pulgares apuntando fieramente al frente y el pecho de palomo tan hinchado que corría peligro de separarse del suelo.

—Siempre he pensado que todos podemos dormir más tranquilos sabiendo que estos hombres tan valientes velan por nosotros —dijo lady Ramkin, caminando tranquilamente entre ellos como un galeón impulsado por una suave brisa—. ¿Y quién es éste?

Es difícil que un orangután se ponga firme. Su cuerpo puede dominar la técnica, pero no así su piel. De cualquier manera, el bibliotecario hacía lo que podía: era un respetuoso montón al final de la hilera, y manteniendo uno de esos complejos saludos que sólo se puede hacer con un brazo de metro veinte.

—Va de paisano, señora —dijo Nobby rápidamente—. Servicios Autónomos Simiescos.

—Gran idea. Gran idea, desde luego —asintió lady Ramkin—. ¿Cuánto tiempo hace que es usted un simio, buen hombre?

—Oook.

—Muy bien hecho.

Se volvió hacia Vimes, que no daba crédito a lo que estaba viendo.

—Sin duda es mérito suyo —dijo—. Un excelente grupo de hombres…

—Oook.

—… antropoides —se corrigió lady Ramkin, sin apenas vacilación.

Por un momento, los guardias se sintieron como si acabaran de volver de conquistar una provincia lejana ellos solos. Se sentían enormemente animados, dignos y honorables, y eran sensaciones casi desconocidas para ellos. Hasta el bibliotecario se consideró halagado, y decidió pasar por alto por una vez la expresión «buen hombre».

Un tintineo y un fuerte olor a algo químico los hizo mirar a su alrededor.

Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra estaba agazapado con aire inocente junto a algo que no era tanto una mancha en la alfombra como un agujero en el suelo. De los bordes chamuscados se elevaban espirales de humo.

Lady Ramkin suspiró.

—No se preocupe, señora —sonrió Nobby—. Lo haré limpiar en un momento.

—Mucho me temo que estas cosas suceden a menudo, cuando se emocionan.

—Tiene usted un ejemplar precioso —siguió Nobby, regocijándose en la experiencia recién descubierta de la cortesía social.

—No es mío —dijo—. Ahora pertenece al capitán. O quizá a todos ustedes. Una especie de mascota, o algo así. Se llama Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra.

Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra soportó con estoicismo el peso de su nombre, y olisqueó una pata de la mesa.

—Pues se parece a mi hermano Errol —dijo Nobby, jugándoselo todo a la carta del amante de los animales—. Tiene la misma nariz puntiaguda.

Vimes miró a la criatura, que estaba investigando sus nuevos entornos, y supo que desde aquel momento, irrevocablemente, se llamaba Errol. El dragoncito lanzó un bocado experimental a la mesa, la masticó unos segundos, la escupió, se acurrucó y se echó a dormir.

—No irá a prender fuego a nada, ¿verdad? —preguntó el sargento con ansiedad.

—No creo. Me parece que aún no sabe muy bien para qué son los conductos ígneos —explicó lady Ramkin.

—Pero le podemos enseñar a relajarse —dijo el capitán—. En fin, mis hombres y yo…

—Oook.

—No me refería a usted, caballero. Por cierto, ¿qué hace aquí?

—Eh… —titubeó el sargento Colon—. Yo…, eh…, como tú no estabas, y andábamos algo cortos de personal… Zanahoria dijo que se podía hacer sin contravenir ninguna ley… le tomé juramento, señor. Al simio, señor.

—¿Le tomaste juramento?

—Como agente especial, señor. —Colon se puso rojo—. Ya sabe, señor…, una especie de guardia civil. Vimes se llevó las manos a la cabeza.

—¿Especial? ¡Más bien único!

El bibliotecario dirigió al capitán una amplia sonrisa.

—Sólo temporalmente, señor. Mientras dure esta situación —suplicó Colon—. Nos vendría muy bien la ayuda, señor, y…, bueno, es el único que nos aprecia…

—A mí me parece una idea sensacional —intervino lady Ramkin—. Ese simio es todo un personaje.

Vimes se encogió de hombros. El mundo ya estaba suficientemente loco, ¿qué podía empeorarlo?

—De acuerdo —dijo—, ¡de acuerdo! Me rindo. ¡Muy bien! Dadle una placa, aunque que me aspen si sé dónde se la va a poner. ¡Bien! ¡Sí! ¿Por qué no?

—¿Te encuentras bien, capitán? —se interesó Colon, preocupado.

—¡Claro! ¡Perfectamente! ¡Démosle la bienvenida a la guardia! —rugió Vimes, recorriendo la habitación a grandes zancadas—. ¡Genial! Al fin y al cabo, nos tratan como a animales, no sé por qué no vamos a tener mon…

La mano del sargento tapó respetuosamente la boca de Vimes.

—Eh…, sólo hay un problema, capitán —dijo Colon con tono apremiante a los ojos atónitos de Vimes—. No uses jamás esa palabra que empieza por «M». Se vuelve loco. No lo puede evitar, señor, pierde el control. Es como un toro cuando ve un trapo rojo. Le puedes llamar «Simio», pero no la palabra que empieza por «M». Porque, cuando se enfada, no se limita a poner mala cara e irse a un rincón, señor, no sé si me explico. Aparte de eso no da ningún problema. De verdad. Sólo hay que tener cuidado de no decir mono. Oh mierda.


Los Hermanos estaban nerviosos.

Los había oído hablar. Las cosas iban demasiado deprisa para ellos. Pensaba que los había guiado a la conspiración poco a poco, sin proporcionarles más verdad de la que sus diminutos cerebros podían soportar, pero era obvio que los había sobreestimado. Allí hacía falta una mano firme. Firme, pero justa.

—Hermanos —dijo el Gran Maestro Supremo—, ¿están bien enfiladas las Gargantillas de la Veracidad?

—¿Qué? —se sorprendió el Hermano Vigilatorre—. Ah. Las Gargantillas. Enfiladas. Claro.

—Y los Martílleles de Solicitación, ¿han sido adecuadamente entonados?

El Hermano Revocador se sobresaltó con gesto de culpabilidad.

—¿Yo? ¿Qué? Ah. Bien, sin problemas. Entonados a tope. Sí.

El Gran Maestro Supremo hizo una pausa.

—Hermanos —empezó, con suavidad—, estamos muy cerca. Sólo una vez más. Sólo unas pocas horas. Una vez más, y el mundo es nuestro. ¿Lo comprendéis, Hermanos?

El Hermano Revocador dio unas pataditas al suelo.

—Bueno… —dijo—. Sí, claro. Por supuesto. No te preocupes por eso. Estamos contigo al ciento diez por ciento…

Va a decir pero, pensó el Gran Maestro Supremo.

—… pero… Ah.

—… yo…, es decir, nosotros, estamos algo… extraños, de veras, te sientes muy raro después de invocar a un dragón, no sé si me entiendes, como…

—Como lavados —aportó el Hermano Revocador.

—Sí, es como si… —El Hermano Vigilatorre peleó con las complicaciones de la comunicación—. Como si nos estuviera sacando algo…

—Como si nos secara —dijo el Hermano Revocador.

—Eso, como ha dicho éste, y nosotros…, bueno, quizá sea un poco arriesgado…

—Nos sentimos como si las criaturas del más allá nos estuvieran sacando trozos del cerebro —concluyó el Hermano Revocador.

—A mí me da unas jaquecas terribles —asintió impotente el Hermano Vigilatorre—. Y nos estábamos preguntando, ya sabes, esas cosas sobre el equilibrio cósmico y todo eso, porque bueno, no sé si te acuerdas de lo que le pasó al pobre Yonidea. Quizá fue una especie de venganza. No sé.

—No fue más que un cocodrilo rabioso que se escondió en su cama —replicó el Gran Maestro Supremo—. Podría haberle pasado a cualquiera. Pero no os preocupéis, comprendo cómo os sentís.

—Ah, ¿sí? —se asombró el Hermano Vigilatorre.

—Sí. Es de lo más natural. Todos los grandes magos se sienten un poco inquietos después de hacer una obra tan importante como ésta.

Los Hermanos se crecieron un poco. Grandes magos. Ellos eran grandes magos. Y tanto.

—Pero en pocas horas todo habrá terminado, y estoy seguro de que el rey nos recompensará generosamente. Nos aguarda un futuro glorioso.

Aquello solía funcionar. Pero esta vez no parecía suficiente.

—Pero el dragón… —empezó el Hermano Vigilatorre.

—¡No habrá ningún dragón! ¡No lo necesitamos para nada! Mira —dijo el Gran Maestro Supremo—, todo es muy sencillo. El chico traerá una espada maravillosa. Todo el mundo sabe que los reyes tienen espadas maravillosas.

—¿Será esa espada maravillosa de la que nos has estado hablando? —lo interrumpió el Hermano Revocador.

—En cuanto toque al dragón —le aseguró el Gran Maestro Supremo—, ¡la bestia….pumba!

Sí, es lo que suele pasar —asintió el Hermano Portero—. Una vez, mi tío dio una patada a un dragón de pantano. Se lo encontró mordisqueando sus calabazas. El maldito bicho casi le voló las piernas.

El Gran Maestro Supremo suspiró. Unas cuantas horas más, sí, y se acabaría todo aquello. Lo único que no había decidido era si los dejaría por su cuenta y riesgo (al fin y al cabo, ¿quién iba a creer lo que dijeran?) o si enviaría a la Guardia a arrestarlos por ser irremediablemente imbéciles.

—No —dijo con paciencia—. Quiero decir que el dragón desaparecerá. Lo enviaremos de vuelta a su lugar. Se acabará el dragón.

—¿No sospechará nada la gente? —preguntó el Hermano Revocador—. ¿No esperarán ver trocitos de dragón por todas partes?

—No —replicó el Gran Maestro Supremo, triunfal—. ¡Porque un solo golpe de la Espada de la Verdad y la Justicia destruirá por completo al Engendro del Mal!

Los Hermanos lo miraron.

—Bueno, eso es lo que creerá la gente —añadió—. También podemos crear un poco de humo místico para ese momento.

—Claro, el humo místico está tirado —asintió el Hermano Dedos.

—Entonces, ¿no habrá trocitos? —quiso saber el Hermano Revocador, algo decepcionado. El Hermano Vigilatorre carraspeó.

—No sé si la gente se lo creerá —dijo—. Me parece demasiado limpio.

—Escuchad —rugió el Gran Maestro Supremo—, ¡aceptarán lo que sea! ¡Lo verán con sus propios ojos! La gente estará tan deseosa de que el chico venza al dragón, que ni siquiera lo pensarán dos veces! ¡Podéis estar seguros! Ahora… empecemos…

Se concentró.

Sí, era más fácil. Cada vez era más fácil. Podía sentir las escamas, la rabia del dragón cuando llegó al lugar a donde fueron los dragones y empezó a controlarlo.

Aquello era poder. Y le pertenecía.


—Aay —gimió el sargento Colon.

—No sea blandengue —replicó lady Ramkin alegremente, aplicando las vendas con las manos hábiles de muchas generaciones de señoras Ramkin—. Si casi no le ha tocado.

—Además, el pobre lo lamenta mucho —añadió Zanahoria—. Venga, dile al sargento cuánto lo sientes. Díselo.

—Oook —dijo el bibliotecario, contrito.

—¡No dejéis que me dé un beso! —aulló Colon.

—¿Crees que coger a alguien por los tobillos y golpearle repetidamente la cabeza contra el suelo es una violación de la regla sobre Agresiones a un Oficial Superior? —quiso saber Zanahoria.

—Yo, personalmente, no pienso presentar cargos —se apresuró a aclarar el sargento.

—¿Podemos continuar? —preguntó Vimes, impaciente—. Queremos saber si Errol puede olfatear algún rastro y llevarnos hasta la madriguera del dragón. Lady Ramkin dice que vale la pena intentarlo.

—¿Se refiere a que, para atrapar a un ladrón, cava un agujero bien hondo y pone en el fondo estacas afiladas, minas explosivas, cuchillas giradoras propulsadas por agua, cristales rotos y escorpiones, capitán? —titubeó el sargento—. ¡Aay!

—Sí, no nos interesa que desaparezca el rastro. Deje de ser crío, sargento.

—Perdone el atrevimiento, señora, pero me gustaría felicitarla por la excelente idea de utilizar a Errol —dijo Nobby mientras el sargento se ponía colorado bajo las vendas.

Vimes no sabía cuánto tiempo podría soportar al nuevo Nobby, el arribista social.

Zanahoria no dijo nada. Poco a poco, iba aceptando la idea de que no era un enano, pero la sangre de los enanos corría por sus venas siguiendo el famoso principio de la resonancia mórfica, y sus genes prestados le estaban diciendo que las cosas no iban a ser tan sencillas. Dar con el tesoro de un dragón era muy arriesgado, incluso aunque el dragón no estuviera en casa. Además, si hubiera un tesoro cerca, él lo notaría. La presencia de grandes cantidades de oro siempre hace que le cosquilleen las palmas de las manos a un enano, y a él no le hacían cosquillas.

—Empezaremos por aquel muro en Las Sombras —dijo el capitán.

El sargento Colon miró de reojo a lady Ramkin, y le resultó imposible demostrar su cobardía ante la admiradora de la Guardia.

—¿Cree que es buena idea, capitán? —se limitó a decir.

—Claro que no. Si tuviéramos buenas ideas, no estaríamos en la Guardia.

—¡Caray, esto es de lo más emocionante! —exclamó lady Ramkin.

—Oh, la verdad es que usted no debería venir, señora…

—Sybil, por favor.

—Es un barrio de mala fama, compréndalo.

—Pero estoy segura de que, con sus hombres, estaré a salvo —replicó ella—. Seguro que los vagabundos se derriten al verlos.

Eso les pasa con los dragones, pensó Vimes. Se derriten cuando ven dragones, y no dejan más que sus sombras en la pared. Cada vez que notaba que empezaba a desinteresarse, que no prestaba toda su atención al caso, recordaba aquellas sombras, y era como tener fuego líquido en la espina dorsal. Ese tipo de cosas no deberían suceder. Y menos en mi ciudad.


De hecho, Las Sombras no eran ningún problema. La mayor parte de sus habitantes habían salido a buscar el tesoro, y los que quedaban no tenían las menores ganas de andar agazapándose por callejones oscuros. Además, los más sensatos comprendieron que lady Ramkin, en caso de que le tendieran una emboscada, les diría que se dejaran de tonterías y se subieran los calcetines, con una voz tan habituada a dar órdenes que probablemente la obedecerían.

Los hombres del patricio aún no habían derribado el muro, que todavía lucía su tétrico fresco. Errol olfateó el aire, dio un par de carreritas por el callejón, y se echó a dormir.

—No ha funcionado —señaló el sargento Colon.

—Pero era una buena idea —replicó Nobby con lealtad.

—Seguro que ha sido por la lluvia, y por toda la gente que ha pasado por aquí —dijo lady Ramkin.

Vimes recogió al dragoncito. La verdad era que tampoco había albergado demasiadas esperanzas, pero era mejor hacer algo que estarse de brazos cruzados.

—Será mejor que volvamos —dijo—. El sol se está poniendo.

Regresaron en silencio. Vimes se dio cuenta de que la existencia del dragón había atemorizado a la gente incluso en Las Sombras. Era el dueño de la ciudad, incluso cuando no estaba presente. En cualquier momento, la gente empezaría a encadenar vírgenes a las rocas.

Un dragón era toda una metáfora de la existencia humana. Y por si fuera poco, también era una cosa enorme que volaba y escupía fuego.

Sacó la llave de los nuevos cuarteles. Mientras hurgaba en la cerradura, Errol se despertó y empezó a gruñir.

—Ahora no —gimió Vimes.

Le dolía el costado. La noche no había hecho más que empezar, y ya estaba agotado.

Una teja cayó de las alturas y se hizo añicos contra el suelo, junto a él.

—Capitán —siseó el sargento Colon.

—¿Qué?

—Está en el tejado, capitán.

Vimes se percató de que había algo extraño en la voz del sargento. No estaba asustado. Era simplemente una voz átona, cargada de terror.

Alzó la vista. Errol empezó a sacudirse bajo su brazo.

El dragón (el dragón) los miraba interesado desde el alero. Sólo su cabeza ya era más alta que un hombre. Sus ojos eran del tamaño de ojos enormes, con un color rojo fuego, llenos de una inteligencia que no tenía nada que ver con los seres humanos. Para empezar, era mucho más antigua. Era una inteligencia que ya llevaba mucho tiempo sazonada de crueldad y marinada en astucia para cuando un grupo de seres semejantes a monos se empezaban a preguntar si caminar sobre dos patas sería en realidad un progreso. No era una inteligencia que comprendiera el arte de la diplomacia. No era una inteligencia que tuviera el menor interés por comprenderlo.

No jugaría contigo, ni te plantearía adivinanzas. Pero lo sabía todo sobre la arrogancia, el poder y la crueldad. Si podía, te achicharraría la cabeza. Porque le daba la gana.

En aquel momento, estaba aún más furioso que de costumbre. Sentía que había algo tras sus ojos. Una inteligencia pequeña, débil, pero ajena, embotada por el orgullo. Era muy molesta, como un picor en una zona que no te puedes rascar. Le estaba obligando a hacer cosas que no quería hacer… y le impedía hacer cosas que deseaba con todas sus fuerzas hacer.

Por el momento, aquellos ojos estaban centrados en Errol, que se había puesto frenético. Vimes comprendió que, en aquel momento, lo único que se interponía entre él y una temperatura de un millón de grados era el vago interés del dragón en saber por qué Vimes llevaba otro dragón más pequeño debajo del brazo.

—No hagan movimientos repentinos —dijo la voz de lady Ramkin tras él—. Y no demuestren miedo. Los dragones se dan cuenta de cuándo uno les tiene miedo.

—¿Nos puede dar algún otro consejo para este momento? —preguntó Vimes en voz baja, intentando hablar sin mover los labios.

—Bueno, les gusta que los rasquen detrás de las orejas.

—Oh —asintió Vimes débilmente.

—Y si hacen algo más, se les grita «¡no!», y les apartas el plato de la comida.

—Ah.

—En casos extremos, yo les doy un golpecito en la nariz con un periódico enrollado.

En el desesperado mundo a cámara lenta en el que vivía Vimes en aquel momento, que parecía girar en torno a las fosas nasales que tenía a pocos metros, se oyó un suave sonido siseante.

El dragón estaba tomando aliento.

La inhalación cesó. Vimes miró hacia la oscuridad de los conductos de fuego, y se preguntó si vería algo, si habría algún chispazo blanco o algo por el estilo, antes de que el fuego lo consumiera.

En aquel momento, sonó un cuerno.

El dragón alzó la cabeza, desconcertado, y emitió un sonido que parecía vagamente interrogativo, aunque sin ser una palabra en modo alguno.

El cuerno sonó de nuevo. Era un sonido compuesto de ecos con vida propia. Era un desafío. Y si no lo era, quienquiera que lo estuviera emitiendo estaría en apuros pronto, porque el dragón dirigió a Vimes una mirada humeante, desplegó sus enormes alas, saltó pesadamente al aire y, contra todas las reglas de la aeronáutica, se alejó volando lentamente en dirección al sonido.

Ningún ser del mundo debería ser capaz de volar así. Las alas subían y bajaban con un retumbar atronador, pero el movimiento del dragón era suave, parecía deslizarse perezosamente por el aire. Era un movimiento que sugería que, si cesaran los aleteos, la bestia simplemente planearía hasta detenerse. Más que volar, flotaba. Y eso, en un bicho del tamaño de un granero y con una piel más dura que el hierro, era un buen truco.

Pasó sobre sus cabezas como un barco, dirigiéndose hacia la Plaza de las Lunas Rotas.

—¡Sigámoslo! —gritó lady Ramkin.

—No es normal, no puede volar así. Estoy seguro de que uno de los Decretos sobre Hechicería lo prohibe —dijo Zanahoria, sacando su libreta de notas—. Y ha causado daños en el tejado. Está cometiendo un delito tras otro.

—¿Te encuentras bien, capitán? —se interesó el sargento Colon.

—Le vi la nariz desde aquí —dijo el capitán Vimes, embobado. Consiguió enfocar la vista y mirar el rostro preocupado del sargento—. ¿Adonde ha ido? —quiso saber.

Colon señaló hacia el otro lado de la calle.

Vimes contempló la forma que se alejaba sobre los tejados.

—¡Sigámoslo! —ordenó.


El cuerno sonó de nuevo.

Había más gente que corría hacia la plaza. El dragón los precedía como un tiburón hacia su presa, moviendo la gigantesca cola de un lado a otro de la calle.

—¡Un chalado va a luchar contra el dragón! —exclamó Nobby.

—Ya sabía yo que alguien lo intentaría tarde o temprano —suspiró Colon—. Pobre tipejo, lo va a asar dentro de su propia armadura.

La mayor parte de la multitud que bordeaba la plaza parecía compartir esta opinión. Los habitantes de Ankh-Morpork tenían un excelente olfato para la diversión, y no se andaban con rodeos: aunque deseaban ver morir al dragón, también se conformarían con ver a alguien cocido vivo en su propia armadura. No todos los días se puede ver a alguien cocido vivo en su propia armadura. Sería algo para contar a los nietos.

Vimes recibió los empujones de la multitud cuando más gente empezó a llegar a la plaza tras ellos.

El cuerno lanzó su tercer desafío.

—Es un cuerno de metal —explicó Colon con voz de entendido—. Como uno de rebato, pero el sonido es más profundo.

—¿Seguro? —dudó Nobby.

—Sí.

—¿Y qué bicho tiene cuernos de metal?

—¡Cacahuetes! ¡Higos! ¡Salchichas calientes! —aulló una voz tras ellos—. Hola, muchachos. ¡Hola, capitán Vimes! A ver el espectáculo, ¿eh? Tome una salchicha. Invita la casa.

—¿Qué está pasando, Ruina? —dijo Vimes, apretándose contra la bandeja del vendedor cuando recibió todavía más empujones.

—Ha llegado un chico a caballo, y dice que va a matar al dragón —explicó Y-Voy-A-La-Ruina—. También dice que tiene una espada mágica.

—¿Tiene una piel mágica?

—Qué poco romántico, capitán —replicó Ruina.

Sacó un tenedor extremadamente caliente de la sartén que llevaba en la bandeja, y lo aplicó al trasero de una mujer muy corpulenta que tenía delante.

—Apártese, señora, el comercio es la vida de la ciudad. Gracias, muchas gracias. Por supuesto —continuó—, para hacer las cosas como es debido, debería haber una doncella encadenada a una roca. Pero la tía se negó. Eso es lo malo de algunas personas, no respetan las tradiciones. Además, ese chico dice que es el legítimo aireadero del trono.

Vimes sacudió la cabeza. Desde luego, el mundo se estaba volviendo loco a su alrededor.

—Ahí me he perdido —dijo.

—Aireadero —repitió Ruina con paciencia—. Ya sabes, el aireadero del trono.

—¿Qué trono?

—El trono de Ankh.

¿ Qué trono de Ankh?

Ya sabes, los reyes y todo eso. —Ruina parecía preocupado—. Me gustaría saber cómo demonios se llama —dijo—. He hecho un pedido de jarras de coronación a ígneo, el troll, y va a ser muy molesto tener que pintarles a todas el nombre al final. ¿ Le reservo un par de ellas, capitán? Por ser usted, a noventa peniques, y voy a la ruina.

Vimes se dio por vencido, y retrocedió entre la multitud utilizando a Zanahoria como faro para orientarse. El muchacho sobresalía entre la multitud, y el resto del grupo se había aferrado a él.

—Todo el mundo se ha vuelto loco —gritó—. ¿ Qué está pasando, Zanahoria?

—Hay un chico a caballo en el centro de la plaza —respondió éste—. Tiene una espada muy brillante. Pero, por ahora, no hace gran cosa.

Vimes se acercó a lady Ramkin.

—Reyes —jadeó—. Reyes de Ankh. Y tronos. ¿Hay de eso?

—¿Qué? Ah, sí. Bueno, los hubo —respondió la dama—. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Ese chico dice que es el heredero del trono!

—Es cierto —asintió Ruina, que había seguido a Vimes con la esperanza de venderle algo—. Ha hecho un discurso diciendo que iba a matar al dragón, expulsar a los usurpadores y desfacer todos los entuertos. Todo el mundo le aplaudió. Salchichas calientes, dos por un dólar, de puerco auténtico. ¿Por qué no invitan a la señora?

—¿No querrá decir «cerdo», amigo? —preguntó Zanahoria, examinando los brillantes cilindros.

—Es una manera de hablar, es una manera de hablar —replicó Ruina rápidamente—. Digamos que son derivados. Pero auténticos derivados.

—En esta ciudad todo el mundo aplaude a cualquiera que haga un discurso —gruñó Vimes—. ¡Eso no quiere decir absolutamente nada!

—¡Compren salchichas, cinco por dos dólares!

—exclamó Ruina, que nunca permitía que una conversación se interpusiera en el camino de los negocios—. Puede que eso de la monarquía sea bueno para las ventas. ¡Salchichas de puerco! ¡Salchichas de puerco! ¡En panecillo! Y lo de desfacer los entuertos también parece buena idea. ¡Con cebollas!

—¿Puedo ofrecerle una salchicha caliente, señora?

—preguntó Nobby.

Lady Ramkin miró la bandeja que Ruina llevaba colgada del cuello. Miles de años de buena educación acudieron en su ayuda, y sólo había un atisbo de espanto en su voz cuando respondió.

—Vaya, tienen buena pinta. Qué excelentes… alimentos.

—¿Las hacen los monjes de alguna montaña mística? —quiso saber Zanahoria.

Ruina le dirigió una mirada extrañada.

—No —replicó con paciencia—. Las hacen puercos.

—¿Qué entuertos? —lo apremió Vimes—. Venga, explícate. ¿Qué entuertos va a desfacer?

—Bueeeno… —titubeó Ruina—. Yo creo que, por ejemplo, los impuestos. Eso está mal, para empezar.

Tuvo la honradez de enrojecer un poco. En el mundo de Ruina, los impuestos eran algo que les sucedía a otras personas.

—Es verdad —intervino una mujer que estaba cerca—. Y el tejado de mi casa está lleno de goteras, y el casero se niega a arreglarlo. Eso es un entuerto.

—Y la calvicie prematura —aportó el hombre que estaba ante ella—. Eso también es un entuerto. Vimes se quedó boquiabierto.

—Ah. Los reyes pueden curar eso, ya sabéis —dijo otro experto protomonárquico.

—Pues ya que hablamos de eso —dijo Ruina mientras rebuscaba entre sus paquetes—, me queda un frasco de este asombroso ungüento, hecho… —Miró a Zanahoria—. Hecho por los monjes de una montaña mística…

—Y no pueden responder, ¿sabes? —siguió el monárquico—. En eso se les nota que son regios. Incapaces, como lo oís. Tiene que ver con la regiedad.

—Qué cosas —dijo la mujer de las goteras.

—Y está lo del dinero. —El monárquico disfrutaba con tanta atención—. Nunca llevan dinero. Por eso se sabe que son reyes.

—¿Por qué? No pesa tanto —dijo el hombre cuyos restos de cabello se extendían sobre la cúpula de su cabeza como los últimos soldados de un ejército vencido—. Yo no puedo llevar encima cien dólares sin problema.

—Debe de ser que a los reyes se les ponen débiles los brazos —intervino la mujer, sensata—. De tanto saludar, digo yo.

—Siempre he pensado —siguió el monárquico, que había sacado una pipa y la estaba llenando con el aire serio de quien se dispone a dar una conferencia—, que uno de los peores problemas de ser rey es tener una hija que se pinche.

Hubo una pausa.

—Y se quede dormida cien años —añadió, impasible.

—Ah —suspiraron los demás, aliviados.

—Y también está lo de dormirse encima de guisantes.

—Debe de ser muy molesto —dijo la mujer, insegura.

—Claro, y es que siempre tienen que poner guisantes en la cama.

—Debajo de cien colchones, que es lo peor.

—Seguro.

—¿De verdad? Yo se los podría vender a precio de fábrica —se interesó Ruina. Se volvió hacia Vimes, que lo había estado escuchando todo con creciente depresión—. ¿Ve, capitán? Y usted pasará a formar parte de la Guardia Real. Me juego lo que sea a que le pondrán plumas en el casco y todo.

—Y la magnificencia —dijo el monárquico, blandiendo la pipa—. Es importantísimo. Espectáculos a todas horas. Con montones de boatos.

—¿Cómo? ¿Gratis? —preguntó Ruina.

—Los espectáculos, creo que sí, pero las boas se cobrarán, digo yo. No hay tantas.

—¿Es que os habéis vuelto locos todos? —gritó Vimes—. ¡No sabéis nada de él, ni siquiera ha matado al dragón todavía!

—Es un mero formalismo —replicó la mujer.

—¡Ese dragón respira fuego! —insistió el capitán, recordando las fosas nasales—. ¡Y él no es más que un chaval a caballo, por todos los diablos!

Ruina le dio un golpecito en el pecho.

—No tiene alma, capitán —dijo—. Cuando un forastero llega a una ciudad aterrorizada por un dragón, y lo desafía con una espada deslumbrante… bueno, sólo puede suceder una cosa, ¿no? Seguro que es cosa del destino.

—¿Aterrorizada? —gritó Vimes—. ¿Aterrorizada? ¡Maldito ladrón, si ayer estabas vendiendo dragoncitos de peluche!

—Eso eran negocios, capitán. No hace falta que se ponga así —replicó Ruina con voz amable.

Vimes volvió con sus hombres, rabioso. De la gente de Ankh-Morpork se podían decir muchas cosas, pero siempre habían sido independientes hasta la médula, no delegaban en nadie su derecho a robar, chantajear, hurtar y asesinar en igualdad de condiciones. A Vimes esto le parecía perfecto. No había ninguna diferencia entre el hombre más rico y el mendigo más pobre, excepto por el hecho de que el primero tenía mucho dinero, comida, poder, buenas ropas y buena salud. Pero al menos no era mejor. Sólo más rico, más gordo, más poderoso, más sano y mejor vestido. Las cosas habían sido así desde hacía siglos.

—Y ahora, ven una capa con ribetes de armiño y se vuelven locos —murmuró.

El dragón estaba trazando lentos círculos sobre la plaza. Vimes se puso de puntillas y estiró el cuello para ver por encima de la gente.

De la misma manera que algunos depredadores tienen la silueta de su presa casi programada en los genes, posiblemente la forma de alguien a caballo y blandiendo una espada despertara algunos recuerdos en la mente del dragón. Demostraba un vago interés.

Entre la multitud, Vimes se encogió de hombros.

—Ni siquiera sabía que esto hubiera sido un reino.

—Es que hace siglos que no lo es —explicó lady Ramkin—. Echamos a los reyes, y desde luego fue para bien. Eran una gentuza.

—Pero usted es de alta… de buena familia —respondió—. Imaginé que le gustaría la idea de tener un rey.

—La verdad es que muchos de ellos fueron unos bestias —replicó la dama—. Tenían esposas por todas partes, iban por ahí cortándole la cabeza a la gente, declarando guerras sin sentido, comiendo con los dedos y tirando por encima del hombro los muslos de pollo a medio morder. No eran nuestro tipo de gente.

La plaza quedó en silencio. El dragón había volado lentamente hasta el otro extremo, y estaba casi detenido en el aire, sin apenas batir las alas.

Vimes sintió que algo se le aferraba suavemente a la espalda. Errol se había posado sobre su hombro y se agarraba con las zarpas traseras. Sus alas atrofiadas se movían al mismo ritmo que las del espécimen más grande. Estaba siseando. Sus ojitos estaban clavados en la bestia voladora.

El caballo del muchacho relinchó nervioso sobre las losas de la plaza cuando éste desmontó, alzó la espada y se volvió hacia el enemigo distante.

Desde luego, parece confiado, se dijo Vimes. Pero, dados los tiempos que corren, ¿ el hecho de matar dragones te capacita para ser rey?

Desde luego, era una espada muy brillante. Eso había que reconocerlo.


Y ahora eran las dos de la madrugada siguiente. Todo sereno excepto el clima, llovía otra vez.

Hay varias ciudades del multiverso que creen dominar la técnica de pasarlo bien. Lugares como Nueva Orleáns o Río, no sólo tienen marcha, también pueden ir en automático o poner la directa. Pero, comparadas con Ankh-Morpork cuando se desmelena, son como pueblos de Gales a las dos del mediodía en un domingo lluvioso. Los fuegos artificiales chisporroteaban en el aire húmedo, sobre el turbio lodo que era el río Ankh. Por las calles, la gente asaba varios animales domésticos. Los bailarines de conga entraban y salían de las casas, muchas veces llevándose como recuerdo cualquier adorno que no estuviera pegado con cemento. Y había ruido, mucho ruido. Gente que normalmente jamás lo haría, gritaba «¡hurra!» a pleno pulmón.

Vimes paseaba sombrío por las animadas calles, sintiéndose la única cebolla en vinagreta de toda la macedonia de frutas. Había dado la noche libre a sus hombres.

No se sentía nada monárquico. No es que tuviera nada en contra de los reyes como tales, pero el hecho de que los ankhmorporkianos estuvieran sacudiendo banderitas lo ponía extrañamente nervioso. Eso era algo que sólo hacían algunos estúpidos, algunos subditos, en otros países. Además, con sólo pensar en que se tendría que poner plumas en el casco se le revolvía el estómago. Siempre había detestado las plumas. Las plumas eran como si te compraran, como si te dijeran que no eras tu dueño y señor. Además, se sentiría como un pájaro. Eso era la última gota.

Sus pasos errantes lo llevaron hasta el Yard. Al fin y al cabo, ¿a qué otro sitio podía ir? Sus habitaciones eran deprimentes, y la casera se había quejado de los agujeros que Errol, pese a todos los gritos, seguía haciendo en la alfombra. Y del olor del dragón. Además, Vimes no podía ir a la taberna a beber aquella noche, porque vería cosas que lo molestarían mucho más que las cosas que solía ver cuando se emborrachaba.

El edificio estaba agradablemente tranquilo, pese a que de vez en cuando le llegaban por la ventana los sonidos distantes de las juergas.

Errol se bajó de su hombro y empezó a comerse el carbón de la chimenea.

Vimes se sentó y puso los pies en la mesa.

¡Vaya día! ¡Vaya pelea! Los empujones, los pisotones, los gritos de la multitud, el chico que parecía tan débil y desprotegido, el dragón tomando aliento de una manera que ahora Vimes conocía muy bien…

Y no hubo llamaradas. Eso le sorprendió. Eso sorprendió a la multitud. Eso sorprendió, desde luego, al dragón, que había intentado bizquear para mirarse la nariz, y se sacudió unos zarpazos desesperados a los conductos de fuego para desatascarlos. Siguió sorprendido hasta el momento en que el muchacho se le acercó y le lanzó una estocada.

Y el sonido atronador.

Uno habría imaginado que quedarían trocitos de dragón, desde luego.

Vimes cogió una hoja de papel. Examinó las notas que había tomado el día anterior.


ítem: Dragón pesado, pero vuela sin ningún problema.

ítem: Es el fuego más caliente que haya lanzado cualquier ser vivo.

ítem: Los dragones de pantano son pobres bichos, esto es un monstruo.

ítem: Nadie sabe de dónde viene, ni adonde va, ni dónde está en el intervalo.

ítem: ¿Por qué quema cosas con tanta precisión?


Se acercó la pluma y el tintero y, con caligrafía redonda, lenta, añadió:


ítem: ¿Se puede destruir un dragón sin que quede absolutamente ningún rastro?


Meditó unos momentos y continuó:


ítem: ¿Por qué explotó de manera que nadie vio nada, por mucho que buscamos?


Era todo un enigma. Lady Ramkin había dicho que, cuando un dragón de pantano explotaba, quedaban restos de dragón por todas partes. Y aquél era un dragón condenadamente grande. Sin duda sus entrañas eran una pesadilla alquímica, pero aun así los ciudadanos de Ankh-Morpork deberían haber tenido que pasarse la noche sacando paladas de dragón de las calles. En cambio, a nadie parecía preocuparle el tema. Quizá porque el humo purpúreo había resultado impresionante.

Errol terminó de comerse el carbón y la emprendió con los atizadores. Aquella noche se había comido ya tres baldosas, un picaporte, algo inidentificable que había encontrado en la calle y, para asombro de todos, tres de las salchichas de Y-Voy-A-La-Ruina, hechas con genuinos órganos de cerdo. Los crujidos del atizador cuando lo engulló se mezclaron con el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas.

Vimes volvió a mirar el papel y escribió:


ítem: ¿ Cómo pueden surgir reyes de la nada?


Ni siquiera había visto al chico de cerca. Parecía suficientemente atractivo, no un intelectual, desde luego, pero tenía el tipo de perfil que a uno no le importaría ver en las monedas. La verdad es que, después de matar al dragón, tanto habría dado que fuera un duende bizco. La multitud lo había llevado por los aires hasta el palacio del patricio.

Lord Vetinari fue encerrado en sus propias mazmorras. Al parecer, no opuso mucha resistencia. Se limitó a sonreír a todo el mundo con tranquilidad.

Qué maravillosa casualidad: justo cuando la ciudad necesitaba un campeón que matara al dragón, aparecía un rey.

Vimes le dio unas cuantas vueltas a la idea. Luego la volvió a poner del derecho. Humedeció de nuevo la plumilla y añadió:


ítem: Qué excelente casualidad para un chico que va a ser rey que se presente un dragón para demostrar más allá de toda duda su legitimidad.


Aquello era mucho mejor que las marcas de nacimiento y las espadas, eso seguro.

Mordisqueó la plumilla antes de seguir escribiendo:


ítem: El dragón no era un objeto mecánico, pero ningún mago tiene poder suficiente como para crear una bestia de tal magg… magne… magna… tamaño.

ítem: ¿Por qué no pudo lanzar llamas en el momento oportuno?

ítem: ¿De dónde vino?

ítem: ¿Adonde fue?


La lluvia tamborileaba con más fuerza contra los cristales de la ventana. Los sonidos de las celebraciones le llegaban filtrados por la humedad, hasta que por fin se extinguieron. Se oyó el retumbar de un trueno.

Vimes subrayó varías veces el «fue». Tras meditar unos instantes, añadió unos cuantos signos de interrogación más.

Contempló el efecto general durante un rato, y luego estrujó el papel para formar una bola y la lanzó a la chimenea. Errol se apoderó de ella y la devoró.

Allí se había cometido un delito. Unos sentidos que Vimes no sabía ni que tenía, antiguos sentidos detectivescos, hacían que se le erizara el vello del cuello y le gritaban que se había cometido un delito. Era un delito tan extraño que seguramente ni siquiera figuraba en el libro de Zanahoria, pero se había cometido, desde luego. Los asesinatos a temperatura extrema eran sólo el principio. Lo descubriría, y le daría nombre.

Se levantó, descolgó la capa de su gancho tras la puerta y salió a la ciudad desierta.


Aquí es donde fueron a parar los dragones.

Aquí yacen…

No están muertos, no están dormidos. No aguardan, porque el hecho de aguardar implica una cierta expectación. Posiblemente la palabra más adecuada aquí sea…

… furiosos.

El dragón recordaba la sensación del aire verdadero bajo sus alas, y el intenso placer de las llamas. Había habido cielos limpios sobre él, y un mundo interesante abajo, lleno de extrañas criaturas que corrían. La existencia había tenido una textura diferente. Una textura mejor.

Y, justo cuando estaba empezando a disfrutarla, lo habían dominado, le habían impedido lanzar llamas y le habían dado un cachete, como a algún mamífero canino cubierto de pelo.

Le habían quitado el mundo.

En las sinapsis reptilianas de la mente del dragón latía la idea de que, quizá, podía recuperar aquel mundo. Lo habían invocado, y luego lo habían expulsado con desdén. Pero quizá quedara un rastro, un olor, un sendero para volver a aquellos cielos.

Quizá hubiera un camino de pensamiento…

Recordó que había una mente. Una voz patéticamente dominante, convencida de su insignificante importancia, una mente muy semejante a la del dragón, sólo que a una escala muy pequeña.

Aja. Así. Extendió las alas.


Lady Ramkin se preparó una taza de chocolate y escuchó el sonido de la lluvia al correr por las canaletas del exterior.

Se quitó los odiosos zapatos de bailar, que hasta ella reconocía que eran como un par de canoas color rosa. Pero nobbless oblig, como decía aquel sargento pequeñito tan simpático, y, como última representante de una de las familias más antiguas de Ankh-Morpork, tuvo que acudir al baile de la victoria para demostrar su buena voluntad.

Lord Vetinari rara vez organizaba bailes. De hecho, la gente hacía comentarios sobre las muchas cosas que lord Vetinari no solía hacer. Pero ahora habría bailes constantemente.

Lady Ramkin no soportaba los bailes. No se divertía ni la centésima parte que con sus dragones. Con los dragones una sabía a qué atenerse, y no estaba obligada a maquillarse, ni a comer estupideces pinchadas en palillos, ni a ponerse un vestido que le daba aspecto de globo relleno de querubines. A los dragoncitos les importaba un rábano qué aspecto tuvieras, siempre y cuando llevaras el cuenco de la comida entre las manos.

La verdad, era muy raro. Siempre había pensado que se debía de tardar semanas, meses. Invitaciones, decoración, salchichas en palillos, cremas raras que meter dentro del hojaldre… Pero aquello había estado montado en cuestión de horas, como si alguien lo hubiera tenido todo preparado. Obviamente, uno de los milagros de las empresas de cátering. Incluso había bailado con el nuevo rey, a falta de una expresión mejor para describirlo. El chico le había dicho unas cuantas frases educadas, aunque parecía un poco aturdido.

Y al día siguiente sería la coronación. Lady Ramkin habría pensado que se tardaba meses en preparar una cosa así.

Aún estaba meditando sobre eso cuando se puso a preparar la cena de los dragones, una mezcla de rocas oleaginosas y turba, todo sazonado con azufre. No se molestó en quitarse el traje de fiesta, sino que se limitó a ponerse encima el grueso delantal, se colocó los guantes y el casco, se cubrió los ojos con el visor, agarró los cubos con el alimento y salió a la lluvia, en dirección al cobertizo.

Lo supo en el momento en que abrió la puerta. Por lo general, la llegada de la comida se celebraba con silbidos y alegres llamaradas.

Era algo aterrador. Dejó los cubos en el suelo.

—Ya no tenéis por qué tener miedo, el dragón malo se ha ido —dijo alegremente—. ¡Venga, muchachos, a por la cena!

Uno o dos dragoncitos le dirigieron una breve mirada, y luego volvieron a su…

¿A su qué? No parecían estar asustados. Sólo muy, muy atentos. Era como una vigilia. Esperaban a que sucediera algo.

El trueno retumbó de nuevo.

Un par de minutos más tarde, lady Ramkin partió con rumbo a la ciudad.


Hay canciones que nunca se cantan estando sobrio. «Sal al balcón» es una de ellas, al igual que todas las que empiecen diciendo «Iba yo paseando…». En Ankh-Morpork, una de las favoritas era «El cayado de un mago tiene un nudo en la punta».

Los guardias estaban borrachos. Al menos, dos de los tres guardias estaban borrachos. Habían convencido a Zanahoria para que probara una cerveza con jengibre, y no le había gustado mucho. Además, no se sabía las canciones, y los trozos que llegaba a aprender no los entendía.

—Ah, ya entiendo —decía de cuando en cuando—. Es un juego de palabras, ¿no?

—¿Sabes? —empezó Colon, contemplando las nieblas espesas que casi cubrían el Ankh—. En momentos como éste es cuando me gustaría que el pobre…

—No lo digas —le advirtió Nobby, con la lengua algo empastada—. Tú estuviste de acuerdo en que no hablaríamos de eso, no sirve de nada.

—Esta era su canción favorita —suspiró Colon con tristeza—. Era un buen tenor.

—Vamos, sargento…

—Buen tipo, el pobre Gaskin.

—No pudimos evitarlo —dijo Nobby, ceñudo.

—Sí que pudimos —replicó Colon—. Deberíamos haber corrido más.

—¿Qué sucedió? —quiso saber Zanahoria.

—Murió en el cumplimiento de su deber —le explicó Nobby.

—Se lo dije —insistió Colon, echando un trago de la botella que llevaban para que les hiciera compañía—. Se lo dije. Ve más despacio, le dije. Te va a pasar algo, le dije. No sé qué le dio para echar a correr de esa manera.

—Para mí, la culpa la tuvo el Gremio de Ladrones —dijo Nobby—. No se puede permitir que esa gente vaya por las calles…

—Fue ese tipo que vimos robando una noche —siguió Colon con tristeza—. ¡Y ante nuestras propias narices! Y el capitán Vimes dijo, Vamos, y echamos a correr, pero lo importante es no correr demasiado, claro. Si no, puedes alcanzar a la gente. Eso causa un montón de problemas.

—No les gusta —asintió Nobby.

Se oyó un trueno. La lluvia seguía cayendo.

—No les gusta —asintió Colon—. Pero a Gaskin se le olvidó, echó a correr, dobló la esquina… y aquel tipo no estaba solo, iba con un par de amigos…

—Fue el corazón —suspiró Nobby.

—Bueno. Pues eso —dijo Colon—. El capitán Vi-mes se quedó hecho polvo. En la Guardia no debes correr demasiado, chico —añadió dirigiéndose a Zanahoria—. Se puede ser un guardia rápido o un guardia viejo, pero no las dos cosas. Pobre Gaskin, pobre.

—Las cosas no deberían ser así —señaló el muchacho. Colon bebió otro trago de la botella.

—Pues son así —dijo.

La lluvia le tamborileaba sobre el casco y le corría por el rostro.

—Pero no deberían serlo.

—Pero lo son.


Había otras mentes inquietas en la ciudad. Una de ellas pertenecía al bibliotecario.

El sargento Colon le había dado una placa. El bibliotecario se dedicó a darle vueltas y más vueltas entre sus manos grandes, gentiles.

No le molestaba que la ciudad tuviera un rey de repente. Los orangutanes son tradicionalistas por naturaleza, y no se puede tener nada más tradicional que un rey. Pero también les gustan las cosas claras y limpias, y aquello no era limpio. O quizá era demasiado limpio. La verdad y la realidad nunca eran tan limpias. Los herederos del trono no crecen de los árboles, y él lo sabía mejor que nadie.

Además, nadie se dedicaba a buscar su libro. Así eran las prioridades humanas.

El libro era la clave de todo. De eso estaba seguro. Bueno, había una manera de averiguar qué ponía en aquel libro. Era una manera peligrosa, pero el bibliotecario vivía siempre al borde del peligro.

En el silencio de la biblioteca dormida, abrió su escritorio y sacó de uno de los rincones más remotos una pequeña lámpara, cuidadosamente diseñada para evitar que la llama quedara en ningún momento al descubierto. Cuando hay tanto papel alrededor, todas las precauciones son pocas.

Cogió también una bolsa de cacahuetes y, después de pensarlo un momento, un gran rollo de cordel. Cortó un trozo de cordel y lo usó para colgarse la placa del cuello, a modo de talismán. Luego, ató un extremo del ovillo a la pata del escritorio y, tras concentrarse un instante, echó a andar entre las estanterías, mientras el cordel se desenroscaba tras él.

El conocimiento equivale al poder…

El cordel era muy importante. Tras un rato, el bibliotecario se detuvo. Concentró todos los poderes de su profesión.

El poder equivale a energía…

A veces, la gente era idiota. Pensaban que la biblioteca era un lugar peligroso por culpa de los libros mágicos, cosa que era cierta. Pero lo que la convertía de verdad en uno de los lugares más peligrosos del mundo era el hecho de ser una biblioteca.

La energía equivale a materia…

Se metió por el pasillo formado por dos estanterías, que aparentemente no medía más allá de un par de metros, y caminó por él a buen paso durante media hora.

La materia equivale a masa.

Y la masa distorsiona el espacio. Lo distorsiona en un Espacio-B polifractal.

Así que, aunque el sistema Dewey tiene sus puntos elogiables, cuando buscas algo entre los pliegues multidimensionales del Espacio-B lo que de verdad necesitas es una bobina de cordel.


Ahora la lluvia se estaba empleando a fondo. Rebotaba contra las losas de la Plaza de las Lunas Rotas, se acumulaba aquí y allá, corría arrastrando banderines y botellas rotas, así como alguna que otra cena regurgitada. Seguían sonando los truenos, y el aire olía a fresco, a verde. Unos cuantos jirones de niebla del Ankh rondaban por las calles. Pronto amanecería.

Las pisadas de Vimes resonaban húmedas contra los edificios circundantes cuando cruzó la plaza. El chico se había bajado del caballo en aquel punto exacto.

Escudriñó los edificios entre la niebla para situarse mejor. Así que el dragón había planeado sobre este…, dio unos pasos… sobre este punto exacto.

—Y aquí —murmuró Vimes—, es donde lo mató.

Rebuscó algo en sus bolsillos. Llevaba todo tipo de cosas: llaves, trocitos de cuerda, corchos… Por fin, encontró una tiza.

Se arrodilló. Errol se bajó de su hombro y empezó a inspeccionar los restos de la celebración. Vimes había advertido que siempre lo olfateaba todo antes de comérselo. Era extraño, porque al final se lo comía, fuera lo que fuera.

La cabeza de la bestia había estado, a ver, aquí.

Caminó hacia atrás, dibujando con tiza sobre las losas, moviéndose lentamente por la plaza desierta como si avanzara por un laberinto. Aquí un ala, curvándose hacia atrás en dirección a una cola que llegaba hasta aquí, ahora el otro lado, el otro costado…

Cuando terminó, se situó en el centro del dibujo y pasó las manos sobre las piedras. Se dio cuenta de que casi había esperado notarlas calientes.

Debería haber quedado algo. No sabía muy bien qué, oh, quizá algo de grasa, o por ejemplo unos trocitos de pulmones fritos de dragón.

—¿Sabes lo que creo? —le dijo Vimes—. Creo que se fue a alguna parte.

El trueno retumbó de nuevo.

—Vale, vale —murmuró—. No era más que una idea, nada tan teatral.

Errol se detuvo a medio mordisco.

Muy despacio, como si funcionara gracias a un engranaje perfectamente engrasado, el dragoncito giró la cabeza hacia arriba.

Lo que contemplaba con tanta atención era una zona de cielo desierto. No se podía decir mucho más.

Vimes se estremeció bajo su capa. Aquello era una tontería.

—Oye, no pongas esa cara —dijo—. Ahí arriba no hay nada.

Errol empezó a temblar.

—No es más que la lluvia —insistió Vimes—. Venga, termínate la botella. Mmm, qué botella tan rica, vamos, come.

El dragoncito emitió un tenue sonido de preocupación.

—Te lo demostraré —suspiró Vimes.

Echó un vistazo a su alrededor y vio una de las salchichas de Ruina, rechazada por un comprador hambriento quien de repente se había dado cuenta de que nunca iba a estar tan hambriento como para comerse aquello. La recogió.

—Mira —dijo, lanzándola hacia arriba.

Observando la trayectoria, Vimes estaba bastante seguro de que la salchicha debería haber caído de nuevo al suelo. No debería haber desaparecido, como si hubiera entrado en un túnel invisible. Y, sobre todo, el túnel no debería haber estado mirándolo.

Un rayo de un brillante color púrpura rasgó el cielo desierto y se estrelló contra una de las casas cercanas a la plaza, atravesando las paredes antes de desaparecer repentinamente, como si hubiera recordado que quería pasar desapercibido.

Luego volvió a brotar, esta vez volando la pared eje de la casa. La luz se extendió como una telaraña de tentáculos por las piedras.

El tercer intento optó por dirigirse hacia arriba, y formó una columna actínica que alcanzó una altura de quince o veinte metros, pareció estabilizarse y, por último, empezó a girar lentamente.

Vimes tuvo la sensación de que aquello requería algún comentario.

—Arrrgh —dijo.

Al girar, la luz proyectaba relámpagos zigzagueantes, que recorrían los tejados adyacentes. Como si buscaran algo.

Errol corrió hacia la espalda de Vimes y se le aferró al hombro, todo garras. El agudo dolor recordó a Vimes que debería estar haciendo algo al respecto. ¿Sería el momento de gritar de nuevo? Probó con otro «Arrrgh». No, probablemente no.

El aire empezaba a oler a latón quemado.

El carruaje de lady Ramkin entró traqueteando en la plaza, con un ruido semejante al de una ruleta, y se dirigió directamente hacia Vimes. Frenó tan bruscamente que derrapó, obligando a los caballos a elegir entre quedarse mirándose el uno al otro o descoyuntarse las patas. Un airada visión envuelta en un delantal de cuero, guantes, tiara y treinta metros de tul rosa se inclinó hacia Vimes.

—¡Haga el favor de subir de una vez, maldito idiota! —le gritó.

Un guante lo agarró por debajo del brazo y lo izó en volandas hasta el vehículo.

—¡Y deje de gritar! —ordenó el fantasma, concentrando generaciones de autoridad natural en tan sólo seis sílabas.

Una orden más, y los caballos empezaron a galopar.

El carruaje volaba sobre las losas. Un tentáculo de luz exploradora acarició las riendas por un momento, pero luego perdió el interés.

—Supongo que no sabrá qué está sucediendo, ¿verdad? —gritó Vimes, tratando de hacerse oír por encima del crepitar del fuego.

—¡Ni la menor idea!

Los relámpagos reptantes se extendieron por toda la ciudad como una red, haciéndose más tenues a medida que se alejaban. Vimes los imaginó colándose por las ventanas, entrando por debajo de las puertas.

—¡Parece como si estuviera buscando algo! —gritó.

—En ese caso, sería una excelente idea que nos marcháramos antes de que lo encuentre, ¿no le parece?

Una lengua de fuego chocó contra la Torre del Arte, se deslizó ciegamente por sus costados cubiertos de hiedra, y desapareció bajo la cúpula de la biblioteca de la Universidad Invisible.

Las otras líneas se extinguieron.

Lady Ramkin detuvo el coche de caballos al otro lado de la plaza.

—¿Para qué querrá entrar en la biblioteca? —se preguntó, frunciendo el ceño.

—Quizá esté investigando algo.

—No diga tonterías —replicó la dama—. Ahí no hay más que un montón de libros. ¿Qué puede querer leer un rayo de luz?

—¿Algo muy breve?

—La verdad, podría tratar usted de ser un poco más serio.

La línea de luz explotó formando un arco entre la cúpula de la biblioteca y el centro de la plaza. El arco se quedó suspendido en el aire, era una banda luminosa de un metro de ancho.

Luego, con un repentino siseo, se convirtió en una esfera de fuego que creció rápidamente hasta ocupar casi toda la plaza. Luego, desapareció y dejó la noche llena de sombras violáceas. Y la plaza llena de dragón.


¿Quién lo habría imaginado? Tanto poder, y tan al alcance de la mano. El dragón sentía cómo la magia fluía hacia él, lo renovaba por momentos, desafiando todas las leyes físicas. Aquello no era el escaso sustento que le habían proporcionado hasta entonces. Aquello era comida de verdad. Con un poder semejante, no había límite para lo que podía hacer.

Pero, para empezar, tenía que presentar sus respetos a ciertas personas…

Olfateó el aire del amanecer. Estaba buscando el hedor de unas mentes.

Los dragones nobles no tienen amigos. Lo más parecido es un enemigo que todavía sigue vivo.


El aire se quedó muy quieto, tan quieto que casi se podía oír el ruido del polvo al posarse. El bibliotecario arrastró los nudillos por entre las interminables estanterías. Aún seguía teniendo la cúpula de la biblioteca sobre su cabeza, pero claro, la verdad era que siempre estaba allí.

Al bibliotecario le parecía evidente que, puesto que había pasillos en los que las estanterías estaban en la parte exterior, tenía que haber otros pasillos entre los libros, creados a partir de ondulaciones cuánticas por el peso de las palabras. Desde luego, desde el otro lado de algunos estantes le llegaban ruidos rarísimos, y el bibliotecario sabía que, si sacaba discretamente un libro o dos, se encontraría mirando hacia diferentes bibliotecas, bajo diferentes cielos.


Los libros distorsionan el espacio y el tiempo. Uno de los motivos de que los propietarios de esas tiendecitas de segunda mano que mencionamos antes parezcan un poco de otro mundo, es que muchos de ellos lo son: llegaron a éste tras perderse en sus librerías, en mundos donde lo más normal es llevar zapatillas de felpa y abrir la tienda sólo cuando te da la gana. Quien se aventura en el Espacio-B, sabe que corre peligro.

Pero los bibliotecarios más curtidos, una vez han demostrado ser dignos al llevar a cabo alguna valiente hazaña de bibliotecariedad, son aceptados en una orden secreta que les enseña las artes de la supervivencia más allá de las Estanterías Conocidas. El bibliotecario dominaba todas estas artes, pero lo que intentaba ahora no sólo haría que lo expulsaran de la Orden, sino, probablemente, también de la Vida.

Todas las bibliotecas que existen están conectadas en el Espacio-B. Y el bibliotecario, guiándose por los signos tallados en los libros por exploradores del pasado, guiándose por el olfato, guiándose incluso por los susurros de sirena de la nostalgia, se dirigía a una muy concreta.

Le quedaba un consuelo. Si cometía un error, nunca lo sabría.

Por algún motivo, el dragón era todavía peor en el suelo. En el aire era un ser elemental, armonioso incluso cuando trataba de quemarte hasta las botas. En el suelo no era más que un animal condenadamente grande.

La gigantesca cabeza giró lentamente bajo la luz del amanecer.

Lady Ramkin y Vimes aventuraron un vistazo cauteloso desde detrás de un depósito de agua. Vimes tenía una mano sobre el hocico de Errol. El dragoncito gimoteaba como un cachorro apaleado, y trataba de escaparse.

—Es una bestia magnífica —dijo lady Ramkin, en lo que ella debía de considerar un susurro.

—Me gustaría que no volviera a decir eso —suspiró Vimes.

Se oyó un ruido chirriante cuando el dragón se incorporó sobre sus zarpas.

—Sabía que no lo había matado —gruñó el capitán—. No había restos por ninguna parte. Fue demasiado limpio. Lo enviaron a alguna parte, con magia o algo así. Mírelo. ¡Es imposible! ¡Necesita magia para seguir con vida!

—¿Qué quiere decir? —preguntó lady Ramkin, sin apartar la vista de las escamas blindadas.

¿Qué quería decir? ¿Qué quería decir? Pensó a toda velocidad.

—Quiero decir que no es posible, físicamente posible —explicó—. Un ser tan pesado no debería poder volar, ni respirar fuego de esa manera. Ya se lo dije.

—Pero parece muy real. O sea, uno imagina que las criaturas mágicas son más…, no sé, más nebulosas.

—Oh, es real. Y tan real —suspiró Vimes con amargura—. Pero, suponiendo que necesite la magia como nosotros necesitamos la luz… o la comida…

—¿Quiere decir que es taumívoro?

—Lo que opino es que come magia, nada más —replicó el capitán, que no había recibido una educación clásica—. Es decir, imagine que todos esos pequeños dragones de pantano, siempre al borde de la extinción, descubrieron en algún momento de la prehistoria a utilizar la magia.

—Antes había mucha magia natural —asintió lady Ramkin, pensativa.

—Pues ahí lo tiene. Al fin y al cabo, otras criaturas utilizan el aire, o el mar. Es decir, si existe una reserva natural de algo, tarde o temprano se utiliza, ¿no? Así, las malas digestiones, el peso y el tamaño de las alas dejarían de ser un problema, porque la magia se encargaría de todo. ¡Increíble!

Pero hacía falta mucha magia, añadió para sus adentros. No sabía muy bien cuánta se necesitaba para cambiar el mundo lo suficiente como para permitir que toneladas de carne, dentro de una carcasa blindada, despegaran el vuelo, pero estaba seguro de que era mucha.

Y aquellos robos…, alguien había estado alimentando al dragón.

Miró en dirección a la biblioteca de la Universidad Invisible, llena de libros mágicos. Era la mayor acumulación de poder mágico de todo el Mundodisco.

Y ahora el dragón había aprendido a comer solo.

Horrorizado, se dio cuenta de que lady Ramkin ya no estaba a su lado: avanzaba a zancadas hacia el dragón, con la mandíbula más tensa que un yunque.

—¿Qué demonios hace? —susurró a gritos.

—Si es un descendiente de los dragones de pantano, seguramente podré controlarlo —replicó—. Hay que mirarlos a los ojos y usar un tono de voz firme. No pueden soportar la severidad de la voz humana. No tienen suficiente fuerza de voluntad. Son unos blandengues.

Para su vergüenza, Vimes se dio cuenta de que sus piernas no pensaban cooperar en una loca carrera para arrastrarla de nuevo hacia el refugio. A su orgullo no le gustó, pero su cuerpo señaló que no era el orgullo el que corría el riesgo de quedar convertido en una fina lámina contra el edificio más cercano. A través de unas orejas rojas por la vergüenza, la oyó gritar: «¡Chico malo!»

Los ecos de tan severa amonestación recorrieron la plaza.

Oh, dioses, pensó Vimes, ¿así es como se entrena a un dragón? ¿Le señalas la zona fundida del suelo y le amenazas con frotarle el morro contra ella?

Se arriesgó a echar un vistazo por encima del depósito de agua.

La cabeza del dragón estaba girando lentamente, como la barquilla de una grúa. Le costó algo de trabajo localizar a lady Ramkin, justo bajo él. Vimes pudo ver cómo los grandes ojos rojos se entrecerraban mientras la criatura trataba de mirar por encima de su propia nariz. Parecía asombrada. No le sorprendió.

—¡Siéntate! —ordenó lady Ramkin, en un tono tan firme que Vimes sintió que las piernas se le doblaban involuntariamente—. Buen muchacho. Creo que debo de llevar algún trocito de carbón…

Rebuscó en sus bolsillos.

Contacto visual. Eso era lo importante. Vimes pensó que la mujer no debería haber apartado la vista ni por un momento.

El dragón alzó una zarpa y la derribó, sujetándola contra el suelo.

Vimes se medio incorporó, horrorizado. En aquel momento, Errol se le escapó y saltó a la plaza. Rebotó sobre las losas en una serie de arcos torpes que no se podían llamar revoloteos, con la boca abierta, emitiendo eructos siseantes, tratando de lanzar llamas.

La respuesta que recibió fue una lengua de fuego blanco azulado que creó una hilera de piedra fundida de varios metros de largo, aunque no alcanzó al desafiante. Era difícil acertarle en el aire, porque, evidentemente, ni el propio Errol sabía dónde iba a estar al momento siguiente, ni adonde iría cuando llegara. En aquel momento, su única esperanza era moverse, y rebotaba y giraba entre llamaradas cada vez más furiosas como una asustada pero decidida partícula al azar.

El gran dragón se incorporó, con un ruido como si arrojaran una docena de cadenas de ancla a un rincón, y trató de derribar a su agresor a zarpazos.

En aquel momento, las piernas de Vimes se rindieron y decidieron que podían permitirse el lujo de ser piernas heroicas durante un rato. Recorrió a toda velocidad el espacio que lo separaba de lady Ramkin, espada en ristre por simple rutina, la agarró por un brazo y por un puñado de tul arrugado, y se la cargó al hombro.

Recorrió varios metros antes de darse cuenta de que había cometido un error.

—Ungh.

Sus vértebras y rodillas trataban de fundirse en un solo bloque compacto. Ante sus ojos desfilaban puntitos color púrpura. Y, por encima de todo, algo que no podía identificar pero que parecía hecho de ballenas se le estaba clavando en la nuca.

El impulso que llevaba le permitió dar unos pasos más, sabiendo que si se detenía resultaría aplastado. Los genes de los Ramkin no apostaban por la belleza, apostaban por la solidez y los huesos grandes, y a lo largo de los siglos se habían vuelto expertos en la materia.

Una ráfaga de fuego blanco chisporroteó contra las losas, a pocos metros.

Más adelante, se preguntó si sólo habría imaginado que saltaba a una altura de medio metro y recorría la distancia que le separaba del depósito de agua a toda velocidad. Quizá, en casos extremos, todo el mundo aprende la técnica del movimiento instantáneo que era una segunda naturaleza para Nobby. En cualquier caso, el depósito de agua quedaba tras él, y lady Ramkin estaba entre sus brazos, o más bien aplastándole los brazos contra el suelo. Consiguió liberarlos y trató de masajeárselos para devolverles un poco de vida. ¿ Qué debía hacer a continuación? La mujer no parecía, herida. Recordó algo sobre que había que aflojarle la ropa a la gente desmayada, pero en el caso de lady Ramkin sería peligroso si no se contaba con instrumental especializado.

Ella resolvió el problema más inmediato incorporándose, despierta.

—¡Muy bien! —dijo—. Pues vas a probar la zapatilla…

Sus ojos se enfocaron en Vimes por primera vez.

—¿Qué demonios está…? —empezó de nuevo. Entonces, vio la escena que se desarrollaba tras ellos—. Oh, mierda —exclamó—. Perdone mi klatchiano.

Errol se estaba quedando sin fuerzas. Las alas hipertrofiadas no eran capaces de volar, y el dragoncito permanecía en el aire gracias a que no dejaba de aletear locamente, como un pollo. Las grandes zarpas hendían el aire. Una de ellas tropezó con la fuente de la plaza y la demolió.

La otra acertó a Errol.

Lo envió volando por encima de la cabeza del capitán, en una línea ascendente. Chocó contra un tejado tras ellos, y se deslizó hacia abajo.

—¡Tiene que cogerlo! —gritó lady Ramkin—. ¡Deprisa! ¡Es vital!

Vimes se la quedó mirando un instante, y luego se lanzó para atrapar el cuerpecito de Errol cuando se le acabó la pista del tejado y cayó. Era sorprendentemente pesado.

—Menos mal —suspiró lady Ramkin, tratando de ponerse en pie—. Explotan con tanta facilidad… Podría haber sido muy peligroso.

Recordaron al otro dragón. No era de los que explotaban. Era de los que mataban gente. Se dieron la vuelta muy despacio.

La criatura los miró desde arriba, olisqueó el aire y luego, como si no tuvieran la menor importancia, se dio la vuelta. Saltó al aire y, con un solo movimiento de las alas, se remontó y abandonó la plaza para adentrarse en la niebla que cubría la ciudad.

En aquel momento, a Vimes le preocupaba mucho más el pequeño dragón que tenía entre las manos. El estómago le rugía de una manera alarmante. Deseó haber prestado más atención al libro sobre dragones. Aquellos sonidos, ¿querían decir que estaba a punto de explotar, o el peligro empezaría cuando cesaran?

—¡Tenemos que seguirlo! —gritó lady Ramkin—. ¿Dónde está mi carruaje?

Vimes hizo un vago gesto en la dirección en la que, que él supiera, se habían alejado los caballos desbocados por el pánico.

Errol resopló una nube de gas cálido que olía peor que algo emparedado en los muros de un sótano, dio unos débiles zarpazos al aire, lamió el rostro de Vimes con una lengua que hubiera servido para gratinar, saltó de entre sus brazos y se alejó trotando.

—¿Adonde va? —quiso saber lady Ramkin, que en aquel momento volvía de las nieblas arrastrando tras ella a los dos caballos.

Los animales no parecían querer volver, sus cascos arrancaban chispas de las losas, pero luchaban en una batalla perdida.

—¡Todavía intenta desafiar al dragón! —exclamó Vimes—. Cualquiera habría dicho que se rendiría, ¿no?

—Pelean como demonios —replicó la dama al tiempo que se subía al pescante—. Es cuestión de hacer que el adversario explote.

—Pensé que, en la naturaleza, el animal derrotado se limita a tumbarse de espaldas en gesto de sumisión, y que ahí acababa todo —dijo Vimes cuando el coche se puso en marcha tras los dragones.

—Con los dragones no funcionaría el sistema —señaló lady Ramkin—. Si alguna estúpida bestia se tumba de espaldas, le abres la barriga. Es lo que suelen hacer. Casi parecen humanos.

Las nubes encapotaban el cielo sobre Ankh-Morpork. Sobre ellas, empezaba a extenderse la luz dorada del sol del Mundodisco.

El dragón brillaba al amanecer, mientras surcaba el aire haciendo giros y maniobras por el puro placer de hacerlas. Luego, recordó que le esperaba un día muy ajetreado.

Habían tenido la desfachatez de invocarlo…

Bajo él, la Guardia recorría la Calle de los Dioses Menores. Pese a la niebla, había mucha gente.

—¿Cómo se llaman esos trastos con peldaños? —preguntó el sargento Colon.

—Escaleras —respondió Zanahoria.

—Pues hay a montones por aquí —dijo Nobby. Se acercó a la más próxima y le dio una patada.

—¡Aaay!

Una figura cayó al suelo, medio enterrada en una ristra de banderas.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Nobby.

El portador de las banderas lo miró de arriba abajo.

—¿Y a ti qué te importa?

—Disculpe, nos importa mucho —dijo Zanahoria, surgiendo de entre la niebla como un iceberg. El hombre sonrió, aterrado.

—Bueno, es la coronación, claro —dijo—. Tengo que preparar las calles para la coronación. Hay que colgar las banderas nuevas. Y hay que quitar las viejas.

Nobby examinó las telas húmedas.

—Pues a mí no me parecen tan viejas, todavía se podrían aprovechar —señaló—. ¿Qué son esas cosas gordas del escudo?

—Son los hipopótamos reales de Ankh —respondió el hombre con orgullo—. Recordatorios de nuestra noble herencia.

—¿Desde cuándo tenemos nosotros una noble herencia? —se sorprendió Nobby.

—Desde ayer, claro.

—No se puede tener una herencia en un día —protestó Zanahoria—. Eso lleva tiempo.

—Si no la tenemos, me parece que pronto la habremos tenido —replicó el sargento Colon—. Mi esposa me dejó una nota ayer hablando de eso. Después de tantos años, va y resulta que es una monárquica.

—Pegó una patada al suelo—. ¡Bah! —exclamó—. Yo me mato durante treinta años para llevar algo de comida a casa, y ahora no sabe más que hablar de un chaval que llega a rey por trabajar cinco minutos. ¿Sabéis lo que me dejó de cena anoche? ¡Un bocadillo de carne en salsa!

Aquello no recibió la respuesta que esperaba de los dos solteros.

—¡Vaya! —exclamó Nobby.

—¿Carne de verdad? —preguntó Zanahoria—. ¿Carne asada, hecha ese mismo día, con grasita jugosa?

—Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que vi un trozo de carne en salsa como debe ser —murmuró Nobby, en un mundo de ensoñaciones gastronómicas—. Con una puntita de sal y pimienta, es una comida digna de un r…

—No lo digas —le advirtió Colon.

—Pero lo mejor es cuando metes el cuchillo y cortas la grasa, y luego untas la carne en la salsita —asintió Zanahoria, soñador—. Un momento así es un placer de r…

—¡Callaos de una vez! —gritó Colon—. No sois más que un par de… ¿ Qué demonios es eso?

Los tres sintieron la repentina corriente de aire, vieron cómo la niebla sobre ellos se enroscaba y giraba. Una ráfaga de viento frío recorrió la calle por un instante.

—Fue como si algo pasara volando por ahí arriba —dijo el sargento. Se calló de golpe—. No pensaréis que…

—Vimos cómo moría, ¿no? —lo interrumpió Nobby, nervioso.

—Vimos cómo desaparecía —lo corrigió Zanahoria.

Se miraron unos a otros, solos y empapados en la calle envuelta en niebla. Allí arriba podía haber cualquier cosa. Su imaginación pobló el aire húmedo de apariciones terribles. Y lo peor era el convencimiento de que la naturaleza podía tener mucha más imaginación.

—Naaa —dijo Colon—. Seguramente no fue más que… alguna ave zancuda muy grande. O algo así.

—¿No deberíamos hacer algo? —preguntó Zanahoria.

—Sí —asintió Nobby—. Deberíamos marcharnos muy deprisa. Acordaos de Gaskin.

—Quizá se trate de otro dragón —insistió el muchacho—. Será mejor que avisemos a la gente y…

—¡No! —replicó el sargento Colon con vehemencia—. Porque, a, nadie nos creería, y be, ahora tenemos un rey. Los dragones son cosa suya.

—Es verdad —asintió Nobby—. Seguro que se enfadaría un montón. Seguro que los dragones son animales de reyes, no sé, como los ciervos. Cuando hay rey, apuesto a que te sacan los triduos[17] sólo por pensar en matar a un dragón.

—Casi te hace alegrarte de ser un súbito —asintió Colon.

—Un subdito —le corrigió Nobby.

—No me parece una actitud muy cívica… —empezó Zanahoria.

No tuvieron que interrumpirlo. Lo hizo Errol. El pequeño dragón llegó trotando por el centro de la calle, con la deforme cola alta y los ojos clavados en las nubes. Pasó junto a los guardias sin prestarles la menor atención.

—¿Qué le pasará? —se preguntó Nobby.

Un traqueteo precedió al carruaje de lady Ramkin.

—¿Mis hombres? —preguntó Vimes titubeante, tratando de ver entre la niebla.

—Sin duda —replicó el sargento Colon.

—¿Habéis visto pasar a un dragón? Aparte de Errol, claro.

—Bueno… —empezó el sargento, mirando a los otros dos—. Más o menos, señor. Es posible. Probablemente.

—¡Pues no se queden ahí quietos como tontos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Suban! ¡Hay mucho sitio dentro!

Lo había. Cuando lo construyeron, el carruaje debió de ser una auténtica maravilla, todo sedas, dorados y agarraderos repujados. El tiempo, el uso descuidado y las desgarraduras en los asientos producidas de tanto transportar dragones, se habían cobrado su precio, pero aún olía a clase alta, a privilegios y, por supuesto, a dragones.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Colon mientras recorrían las calles bajo la niebla.

—Saludar —respondió Nobby, haciendo elegantes gestos a la gente de la calle.

—Repugnante, esto es repugnante —bufó el sargento Colon—. Que la gente vaya en carruajes como éste, cuando hay quien ni siquiera tiene un techo bajo el que refugiarse…

—Es de lady Ramkin —replicó Nobby—. Es buena persona.

—Bueno, sí, pero… qué hay de sus antepasados, ¿eh? Uno no consigue casas grandes y carruajes sin explotar un poco a los pobres.

—Lo que te pasa es que estás enfadado porque tu señora se ha estado bordando coronas en la ropa interior.

—Eso no tiene nada que ver —dijo Colon, indignado—. Siempre he sido un firme defensor de los derechos del hombre.

—Y del enano —añadió Zanahoria.

—Sí, claro —asintió el sargento, no del todo seguro—. Pero todo este asunto de los reyes y los nobles… va contra la dignidad humana. Todos nacemos iguales. Me pone enfermo.

—Nunca te había oído hablar así, Frederick —dijo Nobby.

Sargento Colon para ti, Nobby.

—Lo siento, sargento.

La niebla llevaba camino de ser una auténtica pasta de guisantes[18] otoñal morporkiana. Vimes entrecerró los ojos. Las gotas condensadas lo estaban calando hasta los huesos.

—Lo veo, con dificultades, pero lo veo —dijo—. Gire aquí a la izquierda.

—¿Tiene idea de dónde estamos? —preguntó lady Ramkin.

—En el Barrio de los Negocios, pero no sé dónde exactamente.

Errol iba cada vez más despacio. No dejaba de mirar hacia arriba y de gimotear.

—No se ve nada, maldita sea —dijo Vimes—. Me pregunto si…

Como si lo hubiera oído, la niebla se despejó un poco. Floreció ante ellos como un crisantemo, emitiendo un sonido semejante a un «Uuuumpfff».

—Oh, no —gimió Vimes—. ¡Otra vez, no!


—¿Han sido infundidas debidamente las Copas de la Integridad? —entonó el Hermano Vigilatorre.

—Sí, están infundidas hasta los topes.

—¿Y las Aguas del Mundo, están abjuradas?

—Abjuradas del todo.

—¿Han sido los Demonios del Infinito encadenados con múltiples cadenas?

—Maldita sea —se quejó el Hermano Revocador—. Siempre se olvida algo.

El Hermano Vigilatorre suspiró.

—Sólo por una vez, sería estupendo que pudiéramos llevar a cabo correctamente los antiguos rituales sacros, ¿no? Venga, hazlo de una vez.

—¿Y no crees que sería más rápido, Hermano Vigilatorre, si la próxima vez lo hago dos veces? —sugirió el Hermano Revocador.

El Hermano Vigilatorre meditó sobre la idea. Parecía razonable.

—De acuerdo —asintió—. Bueno, baja ahí con los demás. Y me tenéis que llamar Gran Maestro Supremo en Funciones, ¿entendido?

Aquello no fue acogido con el debido entusiasmo que esperaba de los Hermanos.

—Aquí nadie ha dicho que fueras el Gran Maestro Supremo en Funciones —refunfuñó el Hermano Portero.

—Pues más os vale haceros a la idea, porque lo soy. El Gran Maestro Supremo me dijo que abriera la Sesión, porque él tenía mucho trabajo con todo eso de la coronación, y llegaría un poco tarde —replicó el Hermano Vigilatorre—. Y eso me convierte en Gran Maestro Supremo en Funciones, porque lo digo yo, a ver quién es el guapo que protesta.

—Pues no entiendo por qué —gruñó el Hermano Portero—. No tienes por qué ponerte un título tan rimbombante. Podrías ser simplemente algo como…, no sé, Monitor de Rituales, o una cosa así.

—Eso —lo secundó el Hermano Revocador—. No entiendo por qué vas a ir dándote aires. Ni siquiera has aprendido los antiguos misterios místicos a los pies de unos monjes, ni nada de eso.

—Hemos dedicado muchas horas a este asunto —intervino el Hermano Portero—. No está bien, ya va siendo hora de que veamos alguna compensación…

El Hermano Vigilatorre se dio cuenta de que estaba perdiendo el control de la situación. Probó con la diplomacia dilatoria.

—Estoy seguro de que el Gran Maestro Supremo llegará enseguida —los tranquilizó—. No estropeemos ahora las cosas, ¿eh, muchachos? Hicimos un buen trabajo arreglando la pelea con el dragón, y todo eso. Hemos hecho muchas cosas. Vale la pena esperar un poco más, ¿no?

El círculo de figuras encapuchadas asintió al unísono entre murmullos.

—Vale.

—Bien pensado.

—Sí.

DESDE LUEGO.

—De acuerdo.

—Como te parezca.

El Hermano Vigilatorre empezó a tener la sensación de que algo no andaba bien, pero no conseguía concretar qué era.

—Eh… —titubeó—. ¿Hermanos?

Todos parecían intranquilos. Había algo en la habitación que los ponía nerviosos. Se palpaba en el ambiente.

—Hermanos —repitió el Hermano Vigilatorre, tratando de tranquilizarse—, estamos todos, ¿verdad?

—Claro que sí.

—¿Por qué lo dices?

—Sí.

SI.

—Sí.

Ahí estaba otra vez, una sutil divergencia de la normalidad, algo a lo que no se le conseguía echar el ojo, quizá porque el ojo estaba demasiado asustado. Pero los atormentados pensamientos del Hermano Vigilatorre se vieron interrumpidos por un ruido en el tejado. Unos cuantos trozos de yeso cayeron dentro del círculo.

—¿Hermanos? —repitió el Hermano Vigilatorre, nervioso.

Se oyó ahora uno de esos silencios sonoros, un silencio largo y siseante de concentración absoluta y, posiblemente, de inhalación de aire en unos pulmones grandes como cabañas. Las últimas ratas de la confianza del Hermano Vigilatorre abandonaron el barco naufragado de su valor.

—Hermano Portero, ten la amabilidad de quitar los cerrojos de la Puerta del Temor… —tartamudeó.

Y hubo una luz.

Lo que no hubo fue dolor. No dio tiempo.

La Muerte arrebata muchas cosas, sobre todo cuando llega en forma de una temperatura lo suficientemente elevada como para vaporizar el hierro, y una de ellas son las ilusiones. Los restos inmortales del Hermano Vigilatorre vieron cómo el dragón se alejaba volando en la niebla, y luego miraron hacia abajo, hacia el charco de piedra, metal y extrañas mezcolanzas que era todo lo que quedaba de su cuartel secreto. Y de sus ocupantes, según comprendió con la falta de pasión que te da el estar muerto. Te pasas la vida trabajando y al final no eres más que una mancha semejante a la leche en el café. Jugaran a lo que jugaran los dioses, las reglas eran de lo más extraño.

Miró a la figura encapuchada que aguardaba junto a él.

—No era esto lo que pretendíamos —dijo débilmente—. De verdad. No queríamos hacer daño a nadie. Sólo queríamos obtener lo que merecíamos.

Una mano esquelética le dio una palmadita no exenta de amabilidad en el hombro.

Y la Muerte dijo, FELICIDADES.


Aparte del Gran Maestro Supremo, el único Hermano Esclarecido que no se encontraba en el cuartel cuando llegó el dragón era el Hermano Dedos. Lo habían enviado a buscar unas pizzas. El Hermano Dedos era siempre el encargado de ir a buscar la comida precocinada, porque así les salía más barata. Nunca había dominado el arte de pagar por lo que se llevaba.

Cuando los guardias llegaron, siguiendo a Errol, el Hermano Dedos estaba de pie con un montón de cajas de cartón entre las manos y la boca abierta.

En el lugar donde había estado el Portal del Temor, sólo quedaba un charco de sustancias fundidas.

—Oh, dioses —dijo lady Ramkin. Vimes se bajó del carruaje y dio unos golpecitos en el hombro al Hermano Dedos.

—Disculpa, amigo —dijo—. ¿Has visto por casualidad que…?

Cuando el Hermano Dedos se volvió hacia él, su rostro era el de un hombre que acaba de pasar planeando ante las puertas del Infierno. Abría y cerraba la boca, pero sin emitir palabra alguna.

Vimes lo intentó de nuevo. El terror puro de la expresión del Hermano Dedos empezaba a contagiársele.

—Ten la amabilidad de acompañarme al Yard —insistió—. Tengo motivos para creer que tú…

Se detuvo. No sabía muy bien qué podía creer con los motivos que tenía. Pero aquel hombre era culpable, evidentemente. Se veía a la legua con sólo mirarlo. Quizá no fuera culpable de nada concreto. Simplemente culpable, en términos generales.

—Mmmmmmaaaa —dijo el Hermano Dedos. El sargento Colon levantó discretamente la tapa de una de las cajas.

—¿Qué te parece, sargento? —preguntó Vimes.

—Eh…, creo que pimientos klatchianos y anchoas, señor —replicó el aludido con tono de experto.

—Me refiero a este hombre —suspiró el capitán.

—Nnnnn —dijo el Hermano Dedos. Colon echó un vistazo bajo la capucha.

—Oh, lo conozco bien, señor —dijo—. Es Bengy «Piesligeros» Boggis. Un ladronzuelo de segunda, pertenece al Gremio. Lo conozco desde hace mucho. Esta sabandija trabajaba en la Universidad.

—¿Qué? ¿Como mago? —se asombró Vimes.

—Naa, haciendo de todo un poco. Jardinero, carpintero, esas cosas.

—Ah, ¿sí?

—¿No podemos hacer algo por el pobre hombre? —intervino lady Ramkin.

Nobby intentó complacerla.

—Si quiere, le daré una patada en las esferas de su parte, señora.

—Drrrrr —dijo el Hermano Dedos, que empezaba a temblar incontrolablemente mientras lady Ramkin sonreía con el gesto tenso de una dama de la alta sociedad decidida a no demostrar que ha entendido lo que le acaban de decir.

—Vosotros dos, metedlo en el carruaje —ordenó Vimes—. Si no le importa, lady Ramkin…

—Sybil —le corrigió la dama. Vimes se puso colorado.

—Si no le importa —siguió—, sería buena idea detenerlo. Acusado del robo de un libro, titulado La invocación de dragones.

—Bien pensado, señor —asintió el sargento Colon—. Además, las pizzas se están quedando frías. Y ya se sabe, el queso se pone asqueroso cuando se enfría.

—Y nada de darle patadas —les advirtió Vimes—. Ni siquiera en lugares que no se ven. Tú ven conmigo, Zanahoria.

—Ddddrrraaa —aportó el Hermano Dedos.

—Tráete a Errol —añadió Vimes—. Aquí se está poniendo como loco. El pequeño diablo ha seguido bien la pista, desde luego.

—Si uno lo piensa bien, es maravilloso —asintió Colon.

Errol daba carreritas ante el edificio destruido, sin dejar de gimotear.

—Miradlo —señaló Vimes—. Se muere por volver a perseguirlo.

Su mirada se alzó hacia las nubes de niebla, como si se la levantaran con cables.

Está ahí arriba, en alguna parte, pensó.

—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria mientras el carruaje se alejaba traqueteando.

—No estarás nervioso, ¿verdad?

—No, señor.

Su manera de decirlo espoleó un recuerdo en la mente del capitán.

—No —asintió—. No estás nervioso. Supongo que es porque te criaron los enanos. No tienes imaginación.

—Le aseguro que hago lo posible, señor —replicó Zanahoria con firmeza.

—¿Aún le envías toda la paga a tu madre a casa?

—Sí, señor.

—Eres un buen muchacho.

—Sí, señor. ¿Qué vamos a hacer ahora, capitán Vimes? —repitió el chico.

Vimes miró a su alrededor. Dio unos cuantos pasos, sin rumbo fijo. Extendió los brazos, y luego los dejó caer a sus costados.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —suspiró—. Avisar a la gente, supongo. Será mejor que vayamos al palacio del patricio. Y luego…

Se oyeron unas pisadas en la niebla. Vimes se tensó, se llevó un dedo a los labios y empujó a Zanahoria hacia el refugio que ofrecía un portal.

Una figura apareció desde la oscuridad.

Es otro de ellos, pensó Vimes. Bueno, no hay ninguna ley que prohiba llevar túnicas negras y capuchas sobre la cara. Debe de haber docenas de motivos completamente inocentes por los que esta persona lleva una túnica negra, una capucha que le tapa la cara, y está de pie de madrugada ante un edificio fundido.

Quizá debería pedirle que me diera una, sólo una.

—Disculpa, amigo… —empezó. La capucha se giró hacia él. Se oyó un grito ahogado de sorpresa.

—Si no te importa, me gustaría saber… ¡a por él, Zanahoria!

La figura les llevaba una buena ventaja. Dobló la esquina antes de que Vimes recorriera media calle. Llegó al final justo a tiempo de ver cómo la capa desaparecía por otro callejón.

Vimes se dio cuenta de que iba corriendo solo. Se detuvo jadeante y volvió la vista atrás. Zanahoria doblaba en aquel momento la esquina, con un trotecillo suave.

—¿Qué pasa? —jadeó.

—El sargento Colon me dijo que no debía correr —explicó el muchacho.

Vimes lo miró sin comprender. Poco a poco, se fue haciendo la luz.

—Ah —asintió—. Ya…, ya veo. No creo que sea una instrucción aplicable a todas las circunstancias, muchacho. —Miró hacia la niebla—. De todos modos, tampoco teníamos muchas posibilidades de atraparlo.

—Quizá fuera un espectador inocente, señor —sugirió Zanahoria.

—¿Cómo, en Ankh-Morpork?

—Sí, señor.

—En ese caso, deberíamos haberlo atrapado por su valor como espécimen irrepetible. —Dio una palmadita en el hombro al muchacho—. Venga, vamos al palacio del patricio.

—Al palacio del rey —lo corrigió Zanahoria.

—¿Qué? —dijo Vimes, cuyo hilo de pensamientos se había enredado temporalmente.

—Ahora es el palacio del rey. El capitán lo miró de soslayo. Dejó escapar una risita amarga.

—Sí, claro —asintió—. Nuestro rey matadragones. Nada menos. —Suspiró—. Esto no les va a hacer ninguna gracia.


No les hizo gracia. Ninguna gracia.

El primer problema lo planteó la guardia de palacio.

A Vimes nunca le habían gustado. Y él no les gustaba a ellos. De acuerdo, quizá la guardia nocturna estuviera a un paso de ser el hazmerreír de la ciudad, pero, según la opinión profesional de Vimes, la guardia de palacio estaba a un paso de ser la peor basura criminal que había salido de la ciudad. A un paso por encima. Tendrían que reformarse un poco antes de que los considerasen dignos de entrar en la Lista de los Diez Más Odiados.

Eran rudos. Eran duros. No eran la basura de la ciudad, eran los restos que se quedan pegados al cubo una vez se ha tirado la basura. El patricio les había pagado extremadamente bien, y era de suponer que ahora alguien les pagaba extremadamente bien, porque cuando Vimes se acercó a las puertas una pareja de ellos dejaron de estar apoyados contra la pared y se irguieron, aunque mantuvieron la cantidad justa de relajación psicológica para causar la máxima ofensa posible.

—Capitán Vimes —dijo Vimes, mirando directamente al frente—. A ver al rey. De la mayor importancia.

—¿Sí? Más vale que lo sea —replicó un guardia—. El capitán Vinos, ¿no?

—Vimes —respondió el capitán con voz controlada—. Acabado en mes.

Uno de los guardias hizo un gesto a su compañero.

—Vimes —dijo—. Acabado en mes.

—Bonito nombre —añadió el otro.

—Es de la máxima urgencia —dijo Vimes, tratando de mantener una expresión pétrea.

Intentó dar un paso hacia adelante. El primer guardia le bloqueó el camino limpiamente y le dio un empujón en el pecho.

—Nadie va a ninguna parte —replicó—. Órdenes del rey, ¿sabes? Así que vuelve a tu agujero, capitán Vimes acabado en mes.

No fueron las palabras lo que hizo que Vimes tomara una decisión. Fue la risita burlona del otro guardia.

—Apártate —ordenó.

El guardia se inclinó hacia él.

—¿Quién me va a obligar, poli? —replicó, dándole un golpecito en el casco.

Hay ocasiones en las que es un verdadero placer soltar la bomba.

—Agente Zanahoria, quiero que ataques a estos hombres —dijo Vimes. Zanahoria se puso firme.

—Muy bien, señor —dijo.

Y echó a correr en dirección contraria, por la calle por donde habían venido.

—¡Eh! —gritó Vimes cuando el chico desapareció tras una esquina.

—Eso es lo que me gusta —le aseguró el primer guardia, apoyándose en la lanza—. Un joven con iniciativa, sí señor. Un muchacho listo. No quiere quedarse aquí para que le arranquen las orejas. Ese joven llegará muy lejos, tiene lo que se dice sentido común.

—Es sensato, sí —asintió el otro guardia. Apoyó la lanza contra la pared.

—Vosotros, los de la Guardia Nocturna, me dais ganas de vomitar —dijo con tono amable—. Siempre de aquí para allá, sin dar ni golpe, dándoos aires como si tuvierais alguna importancia. Así que Clarence y yo te vamos a demostrar lo que hacen los guardias de verdad, ¿te parece bien?

Puedo encargarme de uno, pensó Vimes mientras daba unos pasos hacia atrás. Al menos, si se pone de espaldas.

Clarence dejó la lanza contra la puerta y se escupió en las manos.

Se oyó un aullido largo, aterrador. Vimes se sorprendió al descubrir que no lo estaba lanzando él.

Zanahoria apareció doblando la esquina, corriendo a toda velocidad. Llevaba un hacha arrojadiza en cada mano.

Sus grandes sandalias de cuero volaban sobre las losas, acelerando a medida que se acercaba. Y sin dejar de lanzar aquel grito, matarmatarmatarmatarmatarmatar, como si se hubiera quedado atrapado en un eco interminable.

Los dos guardias de palacio se quedaron rígidos de asombro.

—Yo en vuestro lugar me agacharía —les advirtió Vimes, casi desde el nivel del suelo.

Las dos hachas abandonaron las manos de Zanahoria y silbaron como látigos por el aire. Una de ellas se estrelló contra la puerta del palacio y se clavó casi hasta el mango. La otra golpeó el mango de la primera y lo partió en dos. Luego, llegó Zanahoria.

Vimes se sentó un rato en un banco cercano, y se puso a liarse un cigarrillo.

—Creo que ya es suficiente, agente —dijo al final—. Ahora nos acompañarán sin problemas.

—Sí, señor. ¿De qué están acusados, señor? —preguntó Zanahoria, sosteniendo en cada mano un cuerpo inerte.

—De atacar a un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber y de…, ah, sí, y de resistencia al arresto.

—¿Según la Sección (vii) del Acta de Orden Público de 1457?

—Sí —asintió Vimes con solemnidad—. Sí. Supongo que sí.

—Pero no se resistieron demasiado, señor —señaló Zanahoria.

—Bueno, pero intentaron resistirse al arresto. Yo los dejaría ahí apoyados contra la pared hasta que volvamos. Supongo que no querrán ir a ninguna parte.

—Tiene razón, señor.

—Pero no les hagas daño. No se debe hacer daño a los prisioneros.

—Es verdad, señor —asintió Zanahoria con seriedad—. Los prisioneros, una vez acusados, tienen Derechos, señor. Lo dice el Acta sobre la Dignidad del Hombre (Derechos Civiles) de 1341. Siempre se lo recuerdo al cabo Nobbs. Tienen Derechos, le digo. Eso significa que no hay que Pegarles Patadas.

—Haces muy bien en decírselo. Zanahoria bajó la vista.

—Tienen derecho a permanecer en silencio —recitó—. Tienen derecho a no producirse heridas al caer por las escaleras cuando los lleven a las celdas. Tienen derecho a no saltar por la ventana desde un piso alto. No están obligados a decir nada, claro, pero si dicen algo pues lo siento, tendré que apuntarlo y podrá ser utilizado como prueba.

Sacó su libreta de notas y lamió la punta del lápiz. Se inclinó aún más.

—¿Perdón? —dijo. Miró a Vimes—. ¿Cómo se escribe «Aaaay», señor?

—Con hache, creo.

—Gracias, señor.

—Esto…, ¿agente?

—¿Sí, señor?

—¿Para qué quenas las hachas?

—Ellos estaban armados, señor. Las cogí de la herrería de la Calle del Mercado, señor. Dije al dueño que usted las pagaría luego.

—¿Y el aullido? —preguntó Vimes débilmente.

—El grito de guerra de los enanos, señor —replicó Zanahoria con orgullo.

—Es un grito muy bueno —dijo Vimes, eligiendo cuidadosamente las palabras—, pero te agradecería que, la próxima vez, me avisaras antes, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, señor.

—Mejor por escrito.


El bibliotecario siguió avanzando. Lo hacía lentamente, porque había cosas con las que no quería tropezarse. Algunas criaturas evolucionaban hasta llenar todos los huecos, y muchas de las que se encontraban en la polvorienta inmensidad del Espacio-B eran poco recomendables. Eran mucho más inusuales que las criaturas inusuales habituales.

Por lo general, podía adelantarse a los acontecimientos sólo con vigilar a las inofensivas arañas que se arrastraban por el polvo. Cuando huían espantadas, era un buen momento para esconderse. En varias ocasiones tuvo que aplastarse contra los estantes como un diccionario gigantesco. Aguardaba con paciencia hasta que la manada de Criaturas pasaba de largo, devorando el contenido de libros selectos y dejando tras ellas montoncitos de delgados volúmenes de crítica literaria. Y había otras cosas, cosas que esquivaba a toda velocidad y trataba de no mirar…

Por encima de todo, debía esquivar los tópicos.

Se terminó de comer los cacahuetes subido en una escalerilla de mano, que paseaba sin rumbo fijo por los estantes más elevados.

Aquel territorio le resultaba familiar, o al menos tenía la sensación de que tarde o temprano le resultaría familiar. El tiempo no se mide de la misma manera en el Espacio-B.

Había estanterías cuyo perfil le parecía reconocer. Los títulos de los libros, aunque seguían siendo ilegibles, tenían un tentador atisbo de legibilidad. Hasta le parecía reconocer el olor del aire polvoriento.

Se metió rápidamente por un pasillo lateral, dobló la esquina y, sin apenas desorientarse, entró en el juego de dimensiones que la gente que no conoce otra cosa considera «normal».

Notaba un terrible calor, y tenía el espeso vello de punta mientras la energía temporal se descargaba gradualmente.

Estaba en la oscuridad.

Extendió una mano y exploró los lomos de los libros que tenía al lado. Áh. Ahora sabía dónde estaba.

Estaba en casa.

Estaba en casa una semana antes.

Era esencial que no dejara huellas. Pero eso no era problema. Se subió al estante más cercano y, bajo la luz que entraba por la cúpula, empezó a trepar.

Lupine Wonse alzó los ojos enrojecidos del montón de papeleo que se acumulaba sobre su escritorio. En la ciudad nadie sabía nada sobre coronaciones. Había tenido que inventarlo todo sobre la marcha. Al menos, sabía que había que agitar montones de cosas.

—¿Sí? —dijo bruscamente.

—Eh…, un tal capitán Vimes quiere ser recibido —dijo el criado.

—¿Vimes, de la Guardia?

—Sí, señor. Dice que es de la mayor importancia.

Wonse bajó la vista hacia la lista de otras cosas que también eran de la mayor importancia. Coronar al rey, por ejemplo. Los Sacerdotes Supremos de cincuenta y tres religiones reclamaban el honor. Iba a ser un caos. Y luego estaban las joyas de la corona.

Mejor dicho, no estaban las joyas de la corona. En algún momento de las generaciones anteriores, las joyas de la corona habían desaparecido. En aquellos instantes, un joyero de la calle de los Artesanos Hábiles hacía lo que podía en tan poco tiempo con cristalitos y brillantina.

Vimes podía esperar.

—Dile que vuelva otro día —replicó Wonse.

—Eres muy amable al recibirnos —dijo Vimes, apareciendo en la puerta. Wonse lo miró.

—Ya que estás aquí… —suspiró.

El capitán dejó caer su casco sobre el escritorio de Wonse, con un gesto que el secretario consideró de lo más ofensivo, y se sentó.

—Siéntate —sugirió Wonse.

—¿Has desayunado ya? —preguntó Vimes.

—Aún no…

—No te preocupes —lo interrumpió el otro alegremente—. El agente Zanahoria irá a ver qué tenéis por la cocina. Este muchacho le mostrará el camino.

Cuando hubieron salido, Wonse se inclinó sobre la marea de papeles.

—Más vale que haya un buen motivo para…

—El dragón ha vuelto —dijo Vimes. Wonse lo miró. Vimes le devolvió la mirada.

Los sentidos de Wonse volvieron del remoto rincón donde se habían refugiado.

—Has estado bebiendo, ¿verdad?

—No. El dragón ha vuelto.

—Oye, mira…

—Yo lo he visto —señaló Vimes con certidumbre.

—¿Has visto un dragón? ¿Estás seguro? Vimes se inclinó sobre el escritorio.

—¡No! ¡Puede que me haya equivocado como un imbécil! —gritó—. ¡Puede que haya visto alguna otra cosa gigantesca con zarpas enormes, alas cubiertas de escamas y aliento de fuego! ¡Debe de haber millones de bichos que respondan a esa descripción!

—¡Pero si vimos cómo lo mataba! —exclamó Wonse.

—No sé qué vimos —replicó Vimes—. Pero sé muy bien lo que vi yo.

Se echó hacia atrás, temblando. De repente, se sentía muy, muy cansado.

—De cualquier manera —siguió, tratando de controlar su tono de voz—, hay una casa quemada en la calle Casilimpia. Igual que las otras.

—¿Ha sobrevivido alguno?

Vimes apoyó la cabeza entre las manos. Se preguntó cuánto tiempo hacía que no dormía, que no dormía bien, con sábanas. O cuánto hacía que no comía bien. ¿Había sido la noche anterior, o hacía ya dos noches? Ahora que lo pensaba, ¿había dormido bien alguna vez en toda su vida? Tenía la sensación de que no. Morfeo se había arremangado y le estaba estrujando el cerebro. Pero algunas células grises se rebelaban ¿Que si había sobrevivido…?

—¿Alguno? —preguntó.

—Alguno de los habitantes que hubiera en la casa, por supuesto —dijo Wonse—. Es de suponer que habría gente dentro. Como es de noche…

—¿Eh? Ah. Sí. No era una casa normal. Creo que se trataba de una sociedad secreta, o algo por el estilo —consiguió responder Vimes.

Algo le estaba cosquilleando al fondo de la mente, pero estaba demasiado cansado como para prestarle atención.

—¿Magia, quieres decir?

—No sé. Es posible. Unos tipos vestidos con túnicas. Me va a decir que he estado trabajando demasiado, pensó. Y encima tendrá razón.

Mira —dijo Wonse con amabilidad—, la gente que se dedica a trastear con la magia y no sabe controlarla…, bueno, puede volar por los aires y…

—¿Volar por los aires?

—Y tú llevas unos días muy ajetreados —siguió Wonse, tranquilizador. Si a mí me hubiera derribado un dragón, y hubiera estado a punto de achicharrarme, yo también los vería por todas partes.

Vimes lo miró con la boca abierta. No se le ocurría nada que decir. La banda elástica que lo había mantenido en pie durante los últimos días se había roto ya.

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