FRONTERAS DEL INFINITO

¿Cómo puedo haberme muerto y estar en el infierno sin haber notado la transición?

La cúpula de fuerza opalescente sobre un paisaje surrealista y extraño pareció quedarse helada un momento en medio de la desorientación y la angustia de Miles. La cúpula definía un círculo perfecto de medio kilómetro de diámetro. Miles estaba en el límite, de pie, donde la superficie cóncava y brillante se hundía en el polvo duro y desaparecía. Su imaginación siguió el arco enterrado bajo sus pies hasta el otro lado, donde salía de nuevo a la superficie para completar la esfera. Era como estar atrapado dentro de la cáscara de un huevo. Una cáscara de huevo irrompible.

Dentro, la escena era como las del antiguo limbo. Hombres y mujeres desesperados sentados, o de pie, muchos acostados, de a uno o en grupos irregulares, distribuidos al azar sobre la pista redonda. Miles buscó con ansiedad algún tipo de orden militar, alguna organización, pero los habitantes del lugar parecían haberse esparcido sin razón alguna, como un líquido que se vuelca sobre la tierra.

Tal vez acababan de matarlo ahora, al entrar en ese campo de prisioneros. Tal vez sus captores lo habían metido a traición en su muerte, como esos antiguos soldados de la Tierra que llevaban a sus víctimas como ovejas a las duchas envenenadas, engañándolos con pastillas de jabón de piedra hasta que el conocimiento final salía con un estallido de nubes sofocantes desde el techo. Tal vez la aniquilación de su cuerpo había sido tan rápida que sus neuronas no habían tenido tiempo de llevar la información al cerebro. ¿Por qué había tantos mitos antiguos que coincidían en la idea de que el infierno era un lugar circular?

Campo de Prisioneros de Alta Seguridad Dagoola IV, # 3. ¿Era este lugar? ¿Este… plato desnudo? Miles se había imaginado barracas, guardias armados, listas diurnas, túneles secretos, comités de fuga…

Lo que lo hacía tan simple era la cúpula, pensó de pronto. ¿Para qué poner barracas? Las barracas protegen a los prisioneros del clima, pero aquí lo hacía la cúpula. ¿Para qué poner guardias? La cúpula estaba generada desde el exterior. Nada interno podía quebrarla. No hacían falta ni guardias ni formaciones para pasar lista. Los túneles eran una estupidez, los comités de fuga un absurdo. La cúpula lo hacía todo.

Las únicas estructuras que había eran una especie de hongos gigantes colocados en forma ordenada cada ciertos metros alrededor del perímetro de la cúpula. La poca actividad que había parecía congregarse a su alrededor. Letrinas, pensó Miles.

Miles y sus otros tres compañeros de prisión habían entrado por un portal temporal que se había cerrado tras ellos antes de que esa especie de chichón de la cúpula de fuerza que había contenido la puerta hacia dentro desapareciera frente a ellos. El habitante más cercano de la cúpula, un hombre, yacía unos pocos metros más allá, sobre una alfombra para dormir idéntica a la que tenía Miles entre las manos. El hombre volvió un poco la cabeza para mirar a la pequeña partida de recién llegados, sonrió con amargura, y se volvió para darles la espalda. Nadie más se molestó en levantar la vista.

—Mierda —murmuró uno de los compañeros de Miles.

Él y los otros dos se agruparon inconscientemente. Los tres habían estado en la misma unidad, decían. Miles los había conocido hacía unos pocos minutos, en los últimos pasos del proceso, cuando les entregaron el único equipo que tendrían desde ese momento hasta su muerte, el equipo para la vida en Dagoola # 3.

Un único par de pantalones grises sueltos, una túnica gris de manga corta a juego, una alfombra para dormir rectangular, una taza de plástico. Y nada más. Eso y los números en código sobre la piel. A Miles le molestaba muchísimo que las autoridades del lugar eligieran la espalda para poner los números, justo el sitio en que uno no podía verlos. Resistió un deseo inútil de retorcer el cuello, pero su mano se deslizó bajo la camisa para rascarse una picazón del todo psicosomática. Los números tampoco se sentían al tacto.

De pronto, hubo un movimiento en ese cuadro de figuras inmóviles. Un grupo de cuatro o cinco hombres que se aproximaba. ¿Por fin el comité de bienvenida? Miles deseaba desesperadamente información. Dónde, entre innumerables hombres y mujeres grises… ah, no innumerables no. Allá dentro, todo el mundo constaba en los registros.

Los restos vencidos de los Luchadores Armados Todo Terreno, divisiones tercera y cuarta. Los ingeniosos y tenaces defensores civiles de la Estación de Transferencia Garson. El Segundo Batallón de Winoweh estaba casi intacto en ese lugar. Y los Comandos número 14, supervivientes de la fortaleza de alta tecnología en Núcleo Dormido. Sobre todo, los supervivientes del Núcleo Dormido. Diez mil doscientos catorce, exactamente. Lo mejor del planeta Marilac. Diez mil doscientos quince, si se contaba a sí mismo. ¿Debía incluirse?

El comité de bienvenida se detuvo en un grupito desordenado a unos pocos metros. Parecían duros, altos, musculosos y no muy amigables, por cierto. Ojos opacos, apagados, llenos de un aburrimiento mortal que ni siquiera lo que estaban haciendo era capaz de vencer.

Los dos grupos, el de cinco y el de tres, se miraron unos a otros, midiéndose. El de tres se volvió y empezó a alejarse, sus componentes tensos, prudentes. Miles se dio cuenta de que él, que no era parte de ninguno de los dos grupos en realidad, se había quedado solo.

Solo y terriblemente expuesto a la vista de todos. La conciencia de sí mismo, la conciencia de su cuerpo, que por lo general desaparecía sin más porque Miles no tenía tiempo de pensar en ella, volvió a su mente a la carrera. Demasiado bajo, demasiado extraño —después de la última operación tenía las piernas iguales pero seguramente no lo bastante largas como para correr más que esos tres—. Y por otra parte, en ese lugar, ¿adónde se podía correr? Eliminó la pelea como opción válida.

¿Pelear? Por favor, un poco de seriedad.

Esto no va a funcionar, se dio cuenta de pronto, con tristeza, mientras empezaba a caminar hacia ellos. Pero por lo menos, era más digno que echarse a correr y el resultado era el mismo.

Trató de sonreír de una forma que pareciera austera en lugar de tonta. Nunca se sabe si no se puede ganar hasta que se pierde.

—Hola. ¿Me pueden decir dónde encontrar al coronel Guy Tremont de la división 14 de Comandos?

Uno de los cinco hizo un ruidito sardónico con la lengua. Dos se movieron para cerrarle el paso a Miles por detrás.

Bueno, un ruido como ése casi era una palabra. Por lo menos, era una expresión. Un comienzo, algo a qué aferrarse. Miles miró al que lo había hecho.

—¿Cuál es su nombre, rango y compañía, soldado?

—Aquí no hay rangos, mutante. No hay compañías. No hay soldados. No hay nada de nada.

Miles miró a su alrededor. Rodeado, por supuesto. Claro que sí.

—Pero hay amigos, supongo.

El que hablaba sonrió.

—No para ti.

Miles se preguntó si tachar la pelea como opción no habría sido prematuro.

—Yo no contaría con eso si fuera us…

El golpe en los riñones dejó el final de su frase en el aire: Miles casi se mordió la lengua. Cayó, y mientras caía soltó la manta, la taza y aterrizó en el suelo. Una patada con el pie desnudo, por suerte sin botas de combate… según las leyes de la física de Newton el pie de su atacante debía de dolerle tanto como la espalda le dolía a él. Me alegro. Muy bien. Tal vez se rompan los nudillos con los golpes…

Uno de los de la banda levantó la taza y la manta de Miles, su única fortuna.

—¿Queréis la ropa? Es demasiado pequeña para mí.

—No.

—Sí —dijo el que hablaba—. Quitémosela. Tal vez podamos sobornar a una de las mujeres.

Le sacaron la túnica por la cabeza, los pantalones por los pies. Miles estaba muy ocupado protegiendo su cabeza contra las patadas para luchar por su ropa y trataba de recibir la mayoría de los golpes en el vientre y las costillas, no en las piernas, los brazos, O la mandíbula. Seguramente, lo único que podía permitirse ahora era una costilla rota, por lo menos aquí, al principio. Una mandíbula rota hubiera sido lo peor.

Los asaltantes dejaron de intentarlo apenas unos segundos antes de descubrir por experiencia la debilidad secreta de sus huesos.

—Así son las cosas por aquí, mutante —dijo el que hablaba, bufando.

—Nací desnudo —contestó Miles desde el polvo—. Y eso no me detuvo.

—Mierdecilla atrevida —soltó el que hablaba.

—Le cuesta mucho aprender —añadió otro.

La segunda paliza fue peor que la primera. Dos costillas rotas, por lo menos… y la mandíbula escapó por poco, al precio de la muñeca izquierda, que Miles había usado como escudo. Esta vez resistió la tentación de vengarse verbalmente. Se quedó en el polvo y deseó poder desmayarse.

Permaneció allí un buen rato, tendido en el suelo, encogido de dolor. No sabía cuánto. La iluminación de la cúpula uniforme y sin sombras nunca cambiaba. Sin tiempo. La eternidad. El infierno era eterno, ¿no es cierto? El lugar tenía demasiadas relaciones con el infierno, eso era seguro, maldita sea.

Y ahí venía otro demonio… Miles parpadeó para enfocar la figura que avanzaba. Un hombre, tan herido y desnudo como Miles, las costillas marcadas, hambriento, se arrodilló en el polvo a unos metros. Tenía una cara huesuda, envejecida por el dolor… tal vez cuarenta años, tal vez cincuenta… o veinticinco.

Tenía los ojos demasiado saltones debido al encogimiento de la piel. Y el blanco resaltaba contra la suciedad que le cubría. Polvo, no barba crecida, Todos los prisioneros de la cúpula, hombres y mujeres, tenían el pelo corto y los folículos pilosos bloqueados para impedir el crecimiento. Cortados como para el servicio militar y afeitados para siempre. Miles había tenido que pasar por ese proceso hacía unas horas. Pero el que había tratado a ese hombre, fuera quien fuere, lo había hecho con prisas. El bloqueador de cabello se había saltado una línea en la mejilla y allí crecía una docena de cabellos como una línea de pasto largo en un jardín mal cortado. Encogido como estaba, Miles veía que esos pelos tenían ya varios centímetros y caían más debajo de la mandíbula del hombre. Si hubiera sabido la rapidez con que crecía el cabello, habría podido calcular el tiempo que llevaba el hombre en esa cárcel. Demasiado tiempo, de todos modos, pensó Miles con un suspiro interno.

El hombre tenía la mitad inferior de una taza de plástico rota yla empujó despacio hacia Miles. Jadeaba y el aliento pasaba con ruido a través de sus dientes amarillentos, por el esfuerzo, la excitación o alguna enfermedad. Probablemente, no por enfermedad: todo el mundo estaba bien inmunizado allí. La huida, aunque fuera a través de la muerte, no era tan fácil. Miles rodó de costado y se apoyó, dolorido, sobre el codo, mirando al visitante a través del brillo cada vez menor de la sensación de dolor y aturdimiento.

El hombre dio un paso hacia atrás, sonrió, nervioso. Hizo un gesto con la cabeza hacia la taza.

—Agua. Mejor bebe. La taza está rajada y si esperas demasiado, no quedará nada.

—Gracias —dijo Miles con voz quebrada. Una semana antes, o en cualquier momento anterior de su vida, Miles se había permitido beber un sorbito de una selección de vinos y sentirse insatisfecho con éste o aquel matiz de sabor. Se le abrieron un poco los labios al recordar. Bebió. Era agua común, tibia, con un poco de regusto a cloro y azufre. Un cuerpo refinado, pero el bouquet es un poco presuntuoso.

El hombre se quedó así, en cuclillas, esperando a que Miles terminara de beber. Después se inclinó hacia adelante apoyándose sobre los nudillos en un gesto de urgencia reprimida.

—¿Eres el Elegido?

Miles parpadeó.

—¿Que si soy qué?

—El Elegido. El otro elegido, debería decir. La escritura dice que tiene que haber dos.

—Ah. —Miles dudó, receloso— ¿Qué es lo que dice la escritura, exactamente?

La mano derecha del hombre cogió su muñeca izquierda huesuda. Alrededor de la muñeca tenía un harapo de tela que formaba una especie de cuerda. Cerró los ojos, los labios se le movieron un minuto, y después recitó en voz alta:

… pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad, porque tenían a esos dos hombres para guiarlos de la mano; también habían dejado sus vestimentas tras ellos porque, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. —Abrió otra vez los ojos para mirar a Miles con esperanza.

Ah, así que ahora empezamos a darnos cuenta de por qué este tipo parece estar solo…

—Por casualidad… ¿No serás tú el otro Elegido? —se aventuró a decir Miles.

El hombre asintió con timidez.

—Ya veo. Ah… — ¿Por qué siempre atraía a los locos? Lamió lo que le quedaba de agua sobre los labios. El tipo tal vez tenía algunas tuercas flojas, pero era obviamente un adelanto con respecto al último grupo, siempre que no tuviera una o dos personalidades más del tipo homicida escondidas en otro recodo de su cabeza. No, en ese caso se habría presentado como los Dos Elegidos y no habría estado buscando ayuda externa—. Ah… ¿cómo te llamas?

—Suegar.

—Suegar. De acuerdo. Yo me llamo Miles.

—Ajá. —Suegar sonrió con una especie de ironía alegre—. Tu nombre significa «soldado», ¿lo sabías?

—Sí, ya me lo habían dicho.

—¿Pero no eres soldado…?

Allí no había ningún truco de estilo de ropa o uniforme para esconder ni de uno mismo, ni de los demás, las peculiaridades del cuerpo. Miles se sonrojó.

—Al final admitían a cualquiera. Me dieron un puesto de empleado de oficina de reclutamiento. Nunca llegué a disparar un arma. Escucha, Suegar… ¿cómo supiste que eras el Elegido o por lo menos uno de los Ellos? ¿Es algo que has sabido desde siempre?

—No, me di cuenta hace poco —confesó Suegar, cambiando de posición para cruzarse de piernas—. Soy el único aquí que tiene las palabras… —Volvió a acariciar el harapo—. He buscado por todo el campo, pero se burlan de mí. Fue una especie de proceso de eliminación, ¿sabes?, cuando todos se dieron por vencidos menos yo.

—Ah. —Miles también se sentó pero se quejó de dolor al hacerlo. Esas costillas iban a ser una tortura constante los próximos días. Hizo un gesto con la cabeza hacia el brazalete de soga—. ¿Ahí es donde guardas la escritura? ¿Puedo verla? — ¿Y dónde mierda había encontrado Suegar una película plástica, o un pedazo de papel suelto o lo que fuera, en ese lugar de pesadilla?

Suegar cerró los brazos en un gesto protector, los acercó a su pecho y meneó la cabeza.

—Ya han intentado sacármela. Durante meses. No puedo descuidarme. Hasta que pruebes que eres el Elegido. El diablo puede citar las escrituras, ya sabes…

Sí, eso era exactamente lo que tenía en mente. ¿Quién sabe qué oportunidades podía contener la «escritura» de Suegar? Bueno, tal vez en otro momento. Por ahora, a seguir bailando.

¿Hay algún otro signo? —preguntó—. Lo que pasa es que no se si soy tu Elegido, pero tampoco estoy seguro de no serlo. En realidad, acabo de llegar.

Suegar sacudió la cabeza.

—Son sólo seis o siete frases. Hay que interpolar mucho…

Apuesto a que sí. Miles no lo dijo en voz alta.

—¿Y cómo la conseguiste? ¿Cómo lo pasaste hasta aquí dentro?

—Fue en Puerto Lisma, antes de que nos capturaran —explicó Suegar—. En una pelea casa por casa. A una de mis botas se le soltó un poco el tacón y hacía ruido cuando caminaba. Es extraño, con todo ese estruendo en los oídos, cómo una cosita así se le puede meter a uno bajo la piel. Había una caja con libros dentro, frente de vidrio, libros reales, antigüedades de papel… lo abrí con la punta del revólver y saqué una parte de una página de uno de los libros y la doblé para meterla en el tacón de la bota, para amortiguar el ruido. Ni miré el libro. Ni siquiera supe que eran escrituras hasta más tarde. Creo que es escritura. Suena como una escritura, por lo menos. Debe de ser escritura.

Suegar se retorció los pelos de la barba con el dedo.

—Cuando esperábamos para que nos procesaran, la saqué de la bota, así porque sí, ¿sabes? La tenía en la mano: el guardia que nos procesaba la vio, pero no me la sacó. Probablemente pensó que era un pedacito de papel sin importancia. No sabía que era escritura sagrada. Todavía la tenía en la mano cuando nos metieron aquí. ¿Sabes que es el único pedazo de algo escrito en todo el campo? —agregó con algo que sonaba a orgullo—. Tiene que ser una escritura sagrada.

—Bueno… entonces cuídala mucho —aconsejó Miles con amabilidad—. Si la has preservado todo este tiempo, evidentemente, ésa es tu misión.

—Sí… —parpadeó Suegar. ¿Lágrimas?— Soy el único que tiene una misión aquí adentro, ¿no es cierto? Así que debo de ser uno de los Elegidos.

—A mí me parece bien —dijo Miles con voz agradable—. Dime… —agrego y miro alrededor, la cúpula vasta y sin rasgos—, ¿cómo hace uno para moverse aquí adentro?

El lugar no tenía puntos de referencia, eso era evidente. A Miles le recordaba las pingüineras. Pero los pingüinos parecían capaces de volver a sus nidos de piedra. Iba a tener que empezar a pensar como un pingüino o conseguir a uno para que lo guiara. Estudió a su pájaro guía, que tenía un aire ausente y estaba dibujando en el polvo. Círculos, por supuesto.

—¿Dónde se come? —preguntó Miles un poco más alto—. ¿De dónde has sacado el agua?

—Hay grifos fuera de las letrinas —dijo Suegar—, pero no funcionan todo el tiempo, sólo a veces. No hay lugar fijo para comer. Solamente nos dan barras de rata. A veces.

—¿A veces? —dijo Miles furioso. Podía contar las costillas de Suegar—. Mierda, los cetagandanos dicen a voz en cuello que tratan a sus prisioneros de guerra según las reglas de la Comisión judicial Interestelar. Tantos metros cuadrados de espacio por persona, tres mil calorías por día, por lo menos cincuenta gramos de proteínas, dos litros de agua potable… deberían recibir por lo menos dos barras de rata estándar por día. ¿Los estaban matando de hambre?

—Después de un tiempo —suspiró Suegar—, uno realmente deja de preocuparse por conseguir la barra… —La animación que parecía haberle iluminado por el interés en Miles como un objeto nuevo de esperanza parecía estarle abandonando. Su aliento se había hecho más lento, su postura volvía a inclinarse. Parecía estar a punto de acostarse a dormir sobre el polvo.

Miles se preguntó si la manta de Suegar habría sufrido el mismo destino que la suya. Hacía ya bastante, supuso.

—Mira, Suegar… creo que tal vez tenga un pariente en este campo. Un primo de mi madre. ¿Crees que podrías ayudarme a encontrarlo?

—Puede ser bueno para ti tener un pariente —contestó Suegar—. No es bueno estar solo aquí.

—Sí, ya me he dado cuenta, pero ¿cómo puedo encontrar a alguien? No parece haber mucha organización aquí.

—Ah… hay… grupos y grupos. Después de un tiempo todo el mundo se queda más o menos en el mismo lugar.

—Estuvo en el 14 de Comandos. ¿Dónde están?

—Pero no queda mucho de los viejos grupos…

—Era el coronel Tremont. Coronel Guy Tremont.

—Ah, un oficial —La frente de Suegar se arrugó en un gesto de preocupación—. Eso es más difícil. Tú no eras oficial, ¿verdad? Si eras oficial, mejor no lo digas…

—Fui empleado. Oficina —repitió Miles.

—…porque aquí hay grupos a los que no les gustan los oficiales. Oficina. Entonces, probablemente estarás bien.

—¿Y tú? ¿Eras oficial, Suegar? —preguntó Miles con curiosidad.

Suegar frunció el ceño, se retorció los pelos de la barba.

—El ejército de Marilac desapareció. Si no hay ejército, no puede haber oficiales, ¿no te parece?

Miles se preguntó si no llegaría más rápido a su objetivo levantándose, dejando a Suegar con sus cosas y tratando de trabar conversación con el siguiente prisionero que se cruzara en su camino. Grupos y grupos. Y seguramente grupos como el de los hermanos robustos de la entrada. Decidió quedarse con Suegar durante un tiempo. En primer lugar, no iba a sentirse tan desnudo con otra persona desnuda a su lado.

—¿Me llevarías con alguien que haya estado en el 14? —pidió a Suegar—. Cualquiera. Alguien que conozca a Tremont de vista.

—¿No lo conoces?

—Nunca nos vimos en persona. Vi vídeos. Pero supongo que… su aspecto puede haber cambiado bastante…

Suegar se tocó la cara, pensativo.

—Sí, probablemente.

Miles se puso de pie con mucho dolor. La temperatura era siempre un poquito fresca bajo la cúpula, por lo menos sin ropa. Una brisa le levantaba el vello en los brazos. Si tan sólo pudiera conseguir una prenda, ¿preferiría pantalones para cubrirse los genitales o una camisa para esconder la espalda torcida? Mierda. No había tiempo. Extendió una mano para ayudar a levantarse a Suegar.

—Vamos.

Suegar lo miró desde abajo.

—Siempre se sabe quién es recién llegado aquí. Todavía tienes prisa. Aquí, todo el mundo se mueve despacio. El cerebro funciona despacio…

—¿Y tu escritura no tiene nada que decir sobre eso? —le preguntó Miles, impaciente.

—…por lo tanto, ellos subieron allí con mucha agilidad y velocidad, a través de los cimientos de la ciudad… —Suegar frunció las cejas y miró a Miles, pensativo.

Gracias, pensó Miles. Me lo quedo. Levantó a Suegar.

—Vamos.

Ni agilidad ni velocidad, pero por lo menos era progreso. Suegar lo llevó caminando despacio a través de un cuarto del campo, metiéndose en medio de algunos grupos y dando un gran rodeo alrededor de otros. Miles vio a los hermanos robustos desde lejos. Estaban sentados sobre su colección de mantas. Miles elevó su estimación del tamaño de la tribu de cinco a unos quince. Algunos hombres estaban sentados en grupos de dos o tres o seis, algunos pocos solos, tan lejos como podían de los demás, y eso, claro, nunca era demasiado lejos, en realidad.

El grupo más grande estaba formado sólo por mujeres. Miles las estudió con interés electrizado apenas le llamó la atención el tamaño de su frontera sin marcas. Eran, por lo menos, varios cientos. Ninguna carecía de manta, aunque algunas la compartían. Tenían un perímetro patrullado por grupos de media docena más o menos, grupos que caminaban lentamente en vueltas controladas. Parecían defender dos letrinas para su uso exclusivo.

—Cuéntame algo sobre las chicas, Suegar —le pidió Miles a su compañero, con un gesto de la cabeza hacia ese grupo.

—Olvídate de ellas. —La sonrisa de Suegar tenía un lado sardónico—. No se dejan.

—¿Qué? ¿Para nada? ¿Ninguna? Quiero decir, aquí estamos todos y no tenemos nada que hacer excepto entretenernos unos con otros. Hubiera creído que, por lo menos algunas, se interesarían.

La razón de Miles se adelantaba a la respuesta de Suegar, llena de ideas desagradables. ¿Hasta dónde llegaban las cosas desagradables en ese sitio?

Antes que nada, Suegar señaló la cúpula, arriba.

—Nos controlan con monitores. Lo ven todo, pueden escuchar todo lo que decimos si quieren. Bueno, si es que todavía hay alguien ahí fuera. Tal vez se fueron todos y se olvidaron de apagar la cúpula. Tengo sueños sobre eso de vez en cuando. Sueño que estoy aquí, encerrado en la cúpula para siempre. Después me despierto y estoy aquí, en la cúpula… A veces no estoy seguro de si estoy dormido o despierto. Si no fuera porque una vez cada tanto llega la comida… y de vez en cuando alguien nuevo, como tú… La comida podría ser parte de algo automático, claro. Tú podrías ser un sueño…

—Todavía están ahí fuera —confirmó Miles con amargura.

—¿Sabes? —suspiró profundamente Suegar—, en cierto modo casi me alegro.

—Monitores, sí.

Miles sabía todo lo que había que saber sobre los monitores. Resistió la tentación de saludar con la mano y decir Hola, muchachos. Estar en la sala de Monitores debía de ser un trabajo agotador para los tipos de fuera. Miles deseó que se aburrieran como ostras.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con las chicas, Suegar?

—Bueno, al principio todos estábamos bastante inhibidos con respecto a eso… —Señaló el cielo de la cúpula—. Después, descubrimos que ellos no interferían en absoluto. Nada. Hubo algunas violaciones… Desde entonces, las cosas… se deterioraron…

—Mmm. Entonces supongo que la idea de empezar un motín y quebrar la cúpula cuando hagan entrar a los guardias para restaurar el orden no tiene sentido, ¿verdad?

—Se intentó una vez, hace mucho tiempo. No sé cuánto. —Suegar se retorció el pelo entre los dedos—. No tienen por qué entrar para detener un motín. Pueden reducir el diámetro de la cúpula, lo redujeron a unos cien metros, esa vez. Nada les impide reducirlo a un metro, con todos nosotros dentro, si quieren. De todos modos, esa vez la sola idea de algo así detuvo el motín. O pueden reducir la permeabilidad de la cúpula al gas y dejar que nos ahoguemos hasta el coma. Eso pasó en dos ocasiones.

—Ya veo —dijo Miles. Sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.

Unos cien o doscientos metros más allá, el lado de la cúpula se hundía hacia dentro en una dilatación anormal. Miles tocó el brazo de Suegar.

—¿Qué ocurre? ¿Más prisioneros nuevos?

Suegar miró a su alrededor.

—Ajá. No estamos en una buena posición aquí. —Se detuvo un momento como si no supiera si debía seguir adelante o retroceder.

Una onda de movimiento agitó el campo desde ese saliente en la cúpula hacia los laterales. La gente se ponía de pie. Las caras se volvieron como atraídas por un imán hacia ese punto. Pequeños grupos de hombres se adelantaron y algunos echaron a correr. Algunos ni siquiera se levantaron. Miles miró hacia el grupo de las mujeres. La mitad de ellas se estaba formando rápidamente en una especie de falange.

—Estamos tan cerca… mierda, tal vez tengamos alguna oportunidad —exclamó Suegar—. ¡Ven! —Empezó a correr hacia la protuberancia a un paso rápido, un trote. Miles tuvo que trotar también, tratando de mover las costillas lo menos posible. Pero pronto se quedó sin aliento y la respiración entrecortada le agregó un dolor terrible en el torso.

—¿Qué hacemos? —empezó a jadear antes de que la protuberancia se disolviera y lo viera con sus propios ojos, antes de vislumbrar todo lo demás.

Frente a la barrera brillante de la cúpula había una pila castaño oscura, de más o menos un metro de alto, dos de ancho y tres de largo. Barras de ración, barras de rata, como se las llamaba en alusión a su supuesto ingrediente principal. Cada una, mil quinientas calorías Veinticinco gramos de proteínas, cincuenta por ciento de la necesidad humana de vitaminas A, B, C y el resto del alfabeto… sabían a madera espolvoreada con azúcar y mantenían la vida y la salud para siempre o durante tanto tiempo como uno quisiera comerlas.

¿Hacemos un concurso, muchachos? ¿Para adivinar cuantas barras de rata hay en ese montón?, pensó Miles. No hay concurso. Ni siquiera tengo que medir la altura y dividir por tres centímetros. Tienen que ser exactamente 10.215. Qué ingenioso.

El cuerpo de operaciones psicológicas de los cetagandanos debía de tener un cierto número de mentes notables. Si alguna vez caían en sus manos, se preguntó Miles, ¿los reclutaría o los exterminaría? Esa fantasía desapareció de golpe ante la necesidad de mantener los pies en tierra, mientras unas 10.000 personas, menos los que estaban totalmente desesperados y los que habían dejado de moverse, trataban de descender al mismo tiempo sobre los mismos seis metros cuadrados del campo.

Los primeros llegaron a la pila, agarraron puñados de barras de ración y empezaron a alejarse a la carrera. Algunos llegaron hasta la protección de sus amigos, dividieron lo que tenían y se apartaron del centro de esa tormenta humana. Otros no pudieron evitar a los operadores violentos, como el grupo de los hermanos robustos, y vieron desaparecer lo que habían conseguido en manos de otros. La segunda ola, que no se apartó de la pila a tiempo, terminó aplastada contra la cúpula por los últimos invitados al convite.

Miles y Suegar, por desgracia, estaban en esa categoría. La vista de Miles se redujo a una masa de codos, pechos y espaldas sudorosos, jadeantes, malolientes y furiosos.

—¡Come ahora, ahora! —lo alentó Suegar con la comida entre los carrillos en el momento en que la turba los separó. Pero la barra que Miles había cogido desapareció de sus manos antes de que tuviera tiempo de pensar en hacer lo que Suegar le había aconsejado. De todos modos, su hambre valía muy poco frente al horror de que lo aplastaran, o peor aún, de caer bajo los pies de los demás. Sus pies pasaron sobre algo blanco pero no pudo retroceder con fuerza suficiente para darle a la persona —hombre, mujer ¿quién podía saberlo?— la oportunidad de levantarse otra vez.

Con el tiempo, la presión aflojó y Miles se encontró cerca del borde de la multitud y se liberó. Se tambaleó alejándose y cayó sobre el polvo, sentado, tembloroso y aterrorizado, pálido y frío. Sentía el aliento áspero y desigual en la garganta. Tardó bastante tiempo en reponerse.

Por pura casualidad, la escena le había llegado al alma, había despertado sus peores miedos, amenazado la más peligrosa de sus debilidades. Puedo morir aquí, fue consciente de ello, sin ver siquiera la cara de mi enemigo. Pero no parecía haber más huesos rotos, excepto posiblemente en el pie izquierdo. No estaba muy seguro. El elefante que le había pisoteado el pie seguro que tenía más barras de rata de las que legalmente le correspondían.

De acuerdo, pensó Miles por fin. Ya has perdido suficiente tiempo en esta recuperación. De pie, soldado. Había llegado el momento de buscar al coronel Tremont.

Guy Tremont. El verdadero héroe del sitio de Núcleo Dormido. El desafiante, el que había aguantado y aguantado y aguantado después de la huida del general Xian, después de la muerte de Baneri.

Xian había jurado volver pero, claro, Xian se había encontrado con esa picadora de carne en la estación Vassily. Cuarteles Generales había prometido reacondicionarlo pero, claro, Cuarteles Generales y su puerto de transbordadores habían caído en manos de los cetagandanos.

Y para entonces, Tremont y sus tropas habían perdido contacto. Y aguantaron, esperando y deseando. Finalmente, los recursos con que contaban se redujeron a esperanza y rocas. Las rocas eran versátiles, podían hervirlas para hacer sopa o arrojárselas al enemigo. Finalmente, Núcleo Dormido cayó en manos del enemigo. No se rindió. Cayó.

Guy Tremont. Miles deseaba conocerlo con toda su alma.

De pie, Miles miró alrededor y vio a un espantapájaros tembloroso al que un grupo arrojaba manojos de polvo. Suegar se paró unos metros más allá del alcance de los misiles de los otros, señalando el harapo sobre la muñeca y hablando. Los tres o cuatro hombres que quería convencer le dieron la espalda.

Miles suspiró y empezó a arrastrarse hacia él.

—¡Eh, Suegar! —llamó e hizo un gesto con la mano cuando llegó un poco más cerca.

—Ah, estás ahí. —Suegar se volvió y se le Iluminaron los ojos y se reunió con él—. Te había perdido. —Se frotó los ojos para sacarse el polvo— Nadie quiere escucharme…

—Bueno, la mayoría de ellos ya te habrá escuchado antes, ¿verdad? Por lo menos una vez.

—Probablemente veinte veces. Sigo pensando que tal vez haya uno al que no se lo haya dicho. Tal vez ése es el Elegido, el otro Elegido.

—Bueno, a mí me encantaría escucharte, pero primero tengo que encontrar al coronel Tremont. Dijiste que conocías a alguien…

—Ah, sí, sí. Por aquí. —Suegar emprendió el camino otra vez.

—Gracias. Dime… ¿siempre es así cuando entregan la comida?

—Más o menos.

—¿Y qué impide que un grupo tome ese arco de la cúpula y se instale ahí para siempre?

Nunca dejan la comida dos veces en el mismo sitio. Se mueven por todo el perímetro. Una vez se debatió mucho si era mejor ponerse en el centro para no estar nunca más lejos que medio diámetro, o cerca del borde para estar más cerca por lo menos a veces. Algunos hasta lo calcularon matemáticamente, probabilidades y todo eso.

—¿Y tú qué crees?

—Ah, yo no tengo un lugar fijo. Me muevo y si logro algo, bien… —Se tocó el harapo con la mano derecha—. De todos modos, la comida no es lo más importante. Pero ha sido bueno comer… hoy, sea el día que sea.

—Hoy es 2 de noviembre del 97, era común de la Tierra.

—¿Ah, sí? —Suegar se estiró los pelos de la cara y trató de mirarlos—. Pensé que hacía más tiempo que estaba aquí. Vamos, no han pasado ni siquiera tres años… Ah. —Y agregó, como disculpándose—: Aquí dentro siempre es hoy.

—Mmmm —calculó Miles—. Así que siempre ponen las barras de rata en un montón, ¿eh?

—Sí.

—Muy ingenioso.

—Sí.

Suegar suspiró. En ese suspiro, escondida apenas bajo la superficie había rabia, rabia en sus manos crispadas. Así que mi loco no es tan simplón…

—Ya llegamos —prosiguió Suegar.

Se detuvieron frente a un grupo definido por una serie de mantas tendidas en el suelo formando un círculo desigual. Uno de los hombres levantó la vista y miró a Suegar con rabia.

—Vete, Suegar. No estoy de humor para un sermón.

—¿Ése es el coronel? —susurró Miles.

—No, se llama Oliver. Lo conocí… hace mucho tiempo. Pero estuvo en Núcleo Dormido —susurró Suegar en respuesta—. Él puede llevarte.

Suegar empujó a Miles hacia delante.

—Él es Miles. Es nuevo. Quiere hablarte. —Y después se alejó. Me está haciendo un favor, pensó Miles. Suegar se daba cuenta de lo impopular que era, eso era evidente.

Miles estudió al próximo eslabón de su cadena. Oliver se las había arreglado para preservar sus pijamas grises, la bolsa de dormir y la taza, lo cual hizo que Miles fuera consciente de su desnudez. Por otra parte, no parecía tener ningún duplicado de procedencia nefasta. Tal vez era tan robusto como los hermanitos del comité de bienvenida, pero no estaba relacionado con ellos en ninguna otra manera. Eso era bueno. No porque Miles tuviera que volver a preocuparse por los ladrones en el estado en que se encontraba, por supuesto.

Oliver lo miró sin invitarlo a hablar, después pareció suavizarse.

—¿Qué quieres? —gruñó.

Miles abrió las manos.

—Busco al coronel Tremont.

—Aquí no hay coroneles, muchacho.

—Era primo de mi madre. Nadie de la familia… nadie sabe nada de él desde que cayó Núcleo Dormido. No soy de ninguna de las otras unidades ni restos de unidades… El coronel Tremont es la única persona que conozco. —Miles unió las manos y trató de parecer lo más desprotegido posible. De pronto, lo sacudió una duda horrible y frunció el ceño—. ¿Vive, por lo menos?

Oliver se quedó pensativo.

—Pariente, ¿eh? —Se rascó el borde de la nariz con un dedo grueso—. Supongo que tienes derecho. Pero no te sentirás mejor, muchacho, si eso es lo que pretendes.

—Bueno. . . —Miles se encogió de hombros—. Lo que quiero es saber.

—Ven, entonces. —Oliver se levantó rezongando y empezó a caminar sin mirar atrás ni siquiera una vez.

Miles lo siguió, renqueando.

—¿Me llevas con él?

Oliver no contestó hasta que terminaron el viaje, a unos doce metros, entre mantas. Un hombre los maldijo, otro les escupió; la mayoría los ignoró.

Al final del grupo había otra de esas mantas, casi lo bastante lejos como para parecer sola. Y una figura, enroscada de lado dándoles la espalda. Oliver se quedó de pie, en silencio, con las manos crispadas sobre las caderas, y la miró.

—¿El es el coronel? —susurró Miles, nervioso.

—No, hijo. —Oliver se mordió el labio inferior—. Sólo lo que queda de él.

Miles, alarmado, se arrodilló. Oliver hablaba figurativamente, se dio cuenta aliviado. El hombre respiraba.

—¿Coronel Tremont? ¿Señor?

El corazón de Miles se hundió de nuevo cuando vio que lo único que hacía Tremont era respirar. Estaba acostado, inerte, los ojos abiertos pero fijos en la nada. Ni siquiera parpadeó cuando miró a Miles. Ni siquiera lo descartó con desprecio. Estaba flaco, más flaco que Suegar incluso. Miles buscó el ángulo de la mandíbula, la forma de la oreja y reconoció los holovídeos que había visto. Los restos de una cara, como la fortaleza en ruinas de Núcleo Dormido. Hacía falta casi la visión de un arqueólogo para reconocer las conexiones entre pasado y presente.

Estaba vestido, la taza junto a la cabeza, pero el polvo que se había reunido alrededor de su manta se había convertido en barro maloliente. Orina, pensó Miles. Los codos de Tremont estaban llenos de lesiones, el principio de las llagas. Una mancha húmeda y verde en la tela gris de sus pantalones, por encima de sus caderas huesudas, hablaba de llagas más horribles y en estado más avanzado por debajo.

Pero alguien debe de atenderlo, pensó Miles, o ni siquiera estaría así.

Oliver se arrodilló junto a Miles —los dedos desnudos apretaron el barro— y sacó un poco de ración de debajo de la banda elástica de los pantalones. Cogió un poco con los dedos y lo empujó entre los labios de Tremont.

—Coma —susurró. Los labios apenas se movieron. Los pedacitos de barra cayeron a la manta. Oliver lo intentó de nuevo, pareció sentirse consciente de los ojos de Miles y se guardó el resto de la barra en los pantalones con un gruñido ininteligible.

—¿Lo… lo hirieron cuando arrasaron Núcleo Dormido? —preguntó Miles—. ¿En la cabeza?

Oliver sacudió la cabeza.

—Nadie arrasó Núcleo Dormido, muchacho.

—Pero cayó el 6 de octubre, eso dijeron, y…

—Cayó el 5 de octubre. Núcleo Dormido fue traicionada. —Oliver se volvió y se alejó antes de que su cara tensa pudiera dejar traslucir sus emociones.

Miles se arrodilló en el barro y soltó el aire de los pulmones, lentamente. Así estaban las cosas.

Entonces, ¿había llegado al final de su búsqueda?

Quería caminar y pensar pero andar todavía le dolía demasiado. Se alejó un poco, tratando no invadir por error las fronteras del territorio de ningún grupo importante y se sentó, después se acostó en el polvo con las manos detrás de la cabeza, mirando el brillo perlado de la cúpula, sellado como una tapa sobre todos ellos.

Pensó en sus opciones, una, dos, tres. Las consideró y sopesó con cuidado. No le llevó mucho tiempo.

Y yo que pensé que no creías en la división entre gente buena y gente mala… Había cauterizado sus emociones al entrar allí, pensó, para su propia protección, pero sentía que su imparcíalidad cuidadosamente cultivada se estaba derrumbando. Estaba empezando a odiar esa cúpula de una forma personal, íntima. Una forma estéticamente elegante unida a su función tan a la perfección como la forma de la cáscara de un huevo, una maravilla de la física… pervertida para transformarla en un instrumento de tortura.

Una tortura sutil… Miles revisó las reglas de la Comisión judicial Interestelar para el tratamiento de los prisioneros de guerra, reglas que Cetaganda había firmado y aceptado. Tantos metros cuadrados de espacio por persona: sí, evidentemente los tenían. Ningún prisionero en confinamiento solitario por un período que excediera las veinticuatro horas: de acuerdo, allí no había soledad excepto en la locura. Ningún período de oscuridad mayor de doce horas: fácil, ahí no había ningún período de oscuridad, punto, sólo el brillo permanente del mediodía. Nada de golpes: claro que no, los guardias podían decir, sin faltar a la verdad, que nunca ponían una mano sobre los prisioneros. Sólo miraban mientras los prisioneros se golpeaban unos a otros. El tema de las violaciones, prohibidas con todavía mayor fuerza, se manejaba de la misma forma.

Miles había visto lo que podían hacer con la regla que decía que todo el mundo debía recibir dos barras de ración estándar por día. Lo de las barras de rata era un toque particularmente limpio, pensó. Nadie podía dejar de participar en la guerra del reparto (se frotó el estómago vacío). Tal vez el enemigo había provocado la lucha inicial poniendo una pila de barras escasa. Pero tal vez no. La primera persona que cogió dos en lugar de una, dejó a otro sin comida. Y quizás, a la vez siguiente, esa persona tomó tres para compensar el hambre y así la cosa se precipitó y se agigantó como una bola de nieve. Y eso había quebrado cualquier esperanza de orden, había enfrentado a grupo contra grupo, a persona contra persona en una pelea de perros, un recordatorio dos veces al día de la indefensión y la degradación a la que todos estaban sometidos. Nadie podía permitirse no entrar en la lucha si no quería morir de hambre en poco tiempo.

Prohibición de trabajos forzados: ah, vamos. Eso significaría imponer orden. Acceso a personal médico: claro, los médicos de las unidades debían de estar por allí en alguna parte. Repasó las palabras de ese párrafo en su memoria, por Dios, decía personal, ¿no es cierto? No remedios ni instrumental, solamente personal médico. Médicos y técnicos médicos desnudos, con las manos vacías. Se le encogieron los labios en una sonrisa sin alegría. Se habían facilitado las listas de prisioneros como se requería. Pero no había habido otra comunicación…

Comunicación. La falta de relación con el mundo exterior tal vez lo volvería loco a él también en poco tiempo. Era tan malo como rezar, hablar con un Dios que nunca respondía. Era fácil darse cuenta de por qué todos parecían tocados por un leve rastro de esquizofrenia. Las dudas asaltaron a Miles. ¿Había realmente alguien allí fuera? ¿Alguien que pudiera oír y entender su voz?

Ah, la fe ciega. El salto de la fe. Se le crispó la mano derecha, como si estuviera aplastando la cáscara de un huevo.

—Esto —dijo con claridad— merece un cambio de planes.

Se puso de pie para ir a buscar a Suegar.

Lo descubrió bien pronto, agachado en el polvo, haciendo dibujos. El otro levantó la vista con una sonrisa leve.

—Te llevó Oliver a ver a… a tu primo?

—Sí, pero llegué muy tarde. Se está muriendo.

—Ah… si, pensé que tal vez sería así… Lo lamento.

—Yo también. —Miles se distrajo un momento de su propósito con una pregunta de curiosidad práctica—. Suegar, ¿qué hacen aquí con los cadáveres?

—Hay una pila de basura, o algo así, al lado de una de las paredes. La cúpula se hincha y salta sobre ella y se la lleva cadatanto, como se hace con los prisioneros nuevos y la comida, pero al revés. Generalmente, cuando un cadáver empieza a oler y se hincha, alguien lo lleva allá. A veces los llevo yo.

—Pero no hay posibilidad de escapar por ahí, ¿verdad?

—Lo incineran todo con microondas poco antes de abrir el portal.

—Ah. —Miles respiró hondo y se lanzó—. Suegar, creo que ahora lo sé. Soy el otro Elegido.

Suegar asintió, sereno, sin sorprenderse.

—Lo sabía.

Miles se detuvo, desilusionado. ¿Ésa era toda la reacción que iba a conseguir? Había esperado algo más enérgico, ya fuera a favor o en contra.

—Me di cuenta por una visión —declaró con voz dramática, siguiendo un libreto que había concebido.

—¿Ah, sí? —Había captado la atención de Suegar—. Yo nunca he tenido visiones —agregó con envidia—. Tuve que comprenderlo todo poco a poco, por el contexto. ¿Qué se siente? ¿Como un trance?

Mierda. Y yo que pensé que este tipo hablaba con los duendes y los ángeles Miles se retiró un poco.

—No, es como un pensamiento, pero más fuerte, más poderoso. Arrasa la voluntad… quema como el deseo carnal, y no es tan fácil de satisfacer. No es como un trance, porque lo lleva a uno hacia fuera, no hacia dentro. —Dudó, inquieto; le parecía que había dicho más verdad de la que quería.

Suegar parecía muy contento.

—Ah, bien. Durante un segundo tuve miedo de que fueras de los que hablan con gente que nadie más ve.

Miles miró hacia arriba sin querer, y después devolvió la mirada a Suegar.

—… así que eso es una visión. Pero si yo también me sentí así… —Sus ojos parecieron enfocar mejor lo que lo rodeaban. Se intensificaron.

—¿Y no te diste cuenta de que eso era una visión? —preguntó Miles con inocencia.

—No por ese nombre… es algo reconfortante ser elegido de esa forma. Traté de evadirme durante mucho tiempo, pero Dios siempre encuentra la forma de convencer a los que no quieren hacerse cargo de lo suyo.

—Eres demasiado modesto, Suegar. Siempre creíste en su escritura pero no en ti mismo. ¿No sabes que cuando uno recibe una misión, también se le da la energía necesaria para llevarla a cabo?

Suegar suspiró con satisfacción alegre.

—Sabía que era un trabajo para dos. Es como decía la escritura.

—Correcto. Y ahora somos dos. Pero debemos ser más. Supongo que será mejor que empecemos con tus amigos.

—Eso no va a llevar demasiado tiempo —dijo Suegar con amargura—. Supongo que ya tienes pensado un segundo paso, ¿verdad?

—Entonces, empezaremos con tus enemigos. O tus conocidos. Empezaremos con el primero que se nos cruce en el camino. No importa dónde empecemos porque los quiero a todos, al final. A todos, hasta el último. —Una cita que venía bien al caso se le cruzó en la memoria y la repitió con vigor—. «Que los que tienen oídos oigan.» Todos. —Miles envió una plegaria real desde su corazón para apoyar lo que decía—. De acuerdo. —Miles puso a Suegar de pie—. Vayamos a predicar a los infieles.

Suegar rió de pronto.

—Tenía un amigo que decía «vamos a sacudir culos» en el mismo tono.

—Eso también —dijo Miles y sonrió—. Te darás cuenta de que la unión universal a nuestra hermandad no va a venir voluntariamente en todos los casos. Pero deja el reclutamiento en mis manos, ¿de acuerdo?

Suegar se estiró los pelos de la barba, miró a Miles con el ceño fruncido.

—Empleado de oficina, ¿no?

—Sí.

—Sí, señor.

Empezaron con Oliver.

Miles hizo un gesto.

—¿Podemos entrar en tu oficina?

Olíver se rascó la nariz con la palma de la mano y aspiró profundamente.

—Quiero darte un buen consejo, muchacho —dijo con más familiaridad que antes—. No vas a convertir este lugar en base para tus chistes. Todas las bromas están gastadas aquí. Hasta las muy pesadas.

—Muy bien. —Miles se sentó con las piernas cruzadas cerca de la manta de Oliver, pero no demasiado cerca. Suegar se quedó un poco más atrás, no muy cerca del suelo, para poder escapar fácilmente si era preciso—. Entonces, lo diré sin dar más vueltas. No me gusta la forma en que están las cosas por aquí.

La boca de Oliver se frunció en un gesto sardónico, no hizo ningún comentario en voz alta. No hacía falta.

—Y voy a cambiarlas —agregó Miles.

—Mierda —dijo Oliver y les dio la espalda.

—Empezando aquí y ahora.

Después de un momento de silencio, Oliver dijo:

—Vete o te vas a conseguir una buena paliza.

Suegar empezó a levantarse, pero Miles le hizo un gusto irritado para que se quedara.

—Era comando —susurró Suegar, preocupado—. Puede partirte en dos.

—El noventa por ciento de la gente de este campo puede partirme en dos, incluyendo a las chicas —susurró Miles—. No me parece una consideración significativa.

Se inclinó hacia delante, cogió el mentón de Oliver y le volvió la cara hacia él. Suegar soltó un silbido por todo comentario.

—Hablemos de cinismo, sargento. Es la posición moral más supina del universo. Muy confortable. Si no se puede hacer nada, no eres una mierda por no hacerlo, y puedes tumbarte y rascarte en Paz.

Oliver se sacó de encima la mano de Miles, pero no se volvió. La rabia bailó en sus ojos.

—¿Suegar te ha dicho que era sargento?

—No, está escrito en esa frente en letras de fuego. Escucha, Oliver…

Oliver rodó y elevó todo su cuerpo sobre los nudillos apoyados en la manta. Suegar hizo un gesto de miedo, pero no se fue.

—Escúchame, mutante —le espetó Oliver a Miles— Ya lo hemos hecho todo. Ejercicios, juegos, vida limpia, gimnasia y duchas frías pero no hay duchas frías. Coros para cantar y espectáculos. Los hicimos siguiendo las reglas, siguiendo los libros, lo hicimos a la luz de las velas. Lo hicimos por la fuerza, y nos peleamos como en una guerra de verdad. Después de eso, pecamos y pasamos al sexo y al sadismo hasta que nos dieron ganas de vomitar. Lo hicimos por lo menos diez veces. ¿Crees que eres el primer reformador que llega a este lugar?

—No, Oliver. —Miles se inclinó hacia él y taladró los ojos ardientes del sargento sin quemarse. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro— Creo que soy el último.

Oliver se quedó callado un momento, después soltó una risita.

—Por Dios, Suegar encontró por fin a su alma gemela. Dos locos juntos, como dice su escritura.

Miles se detuvo, pensativo, después se sentó tan erguido como se lo permitía su columna torcida.

—Léeme tu escritura de nuevo, Suegar. El texto completo.

—Cerró los ojos para concentrarse, y para que Oliver no interrumpiera.

Suegar se retorció y se aclaró la garganta nervioso.

—Para los que serán los herederos de la salvación. —Y empezó—: «Así pasaron por el portal. Debes saber que la ciudad estaba sobre una colina muy alta, pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad porque tenían a esos dos hombres para guiarlos; y habían dejado sus vestimentas tras ellos en el río, por que, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. Y por lo tanto subieron allí con mucha agilidad y velocidad, a través de los cimientos de la ciudad, más alta que las nubes. Y por lo tanto, subieron por las regiones del cielo… » —Suegar agregó disculpándose—: Ahí termina. Ahí fue donde rompí la página. No estoy seguro de lo que significa.

—Probablemente, significa que se supone que uno tiene que improvisar —sugirió Miles, abriendo los ojos de nuevo. Así que ésa era la materia prima sobre la que estaba construyendo. Tenía que admitir que la última línea en particular le daba escalofríos, como mirar un vientre lleno de gusanos. Pero así eran las cosas.

Adelante—. Ahí tienes, Oliver. Eso es lo que ofrezco. La única esperanza por la que vale la pena vivir. La salvación.

—Muy edificante —se burló Oliver.

—Yo lo que quiero es edificar sobre vosotros. Tienes que entenderlo, Oliver, soy un fundamentalista. Tomo las escrituras muy literalmente.

Oliver abrió la boca, después la cerró con ruido. Miles tenía toda su atención.

Comunicación por fin, se dijo Miles. Hemos establecido la conexión.

—Haría falta un milagro —añadió Oliver al fin— para edificar algo en este lugar.

—La mía no es una teología de elegidos. Yo pienso predicar a las masas. Incluso a los pecadores. —Era evidente que estaba cogiendo el tranquillo—. El paraíso es para todos. Pero los milagros, por su propia naturaleza, tienen que venir de fuera. No los tenemos en los bolsillos…

—Tú seguro que no —murmuró Oliver entre dientes, mirando la desnudez de Miles.

—… sólo podemos rezar y prepararnos para un mundo mejor. Porque los milagros sólo les pasan a los que están preparados. ¿Tú estás preparado, Oliver? —Miles se inclinó hacia adelante, la voz vibrante de energía.

—Psé… —La voz de Oliver se fue apagando. Miró a Suegar para vez si éste aprobaba lo que decía Miles, cosa bien extraña, por cierto—. ¿Este tipo es real?

—Cree que está fingiendo —dijo Suegar con toda naturalidad—, pero en realidad no finge. Él es el Elegido, te lo aseguro.

Los gusanos fríos volvieron a moverse. Tratar con Suegar, pensó Miles, era como enfrentarse a un juego de espejos. El blanco, aunque fuera real, nunca estaba donde uno creía.

Oliver respiró profundo. Esperanza y miedo, confianza y duda, se mezclaron en su rostro.

—¿Cómo vamos a salvarnos, reverendo?

—Ah, llámame hermano Miles. Sí. Dime, ¿cuántos conversos puedes reclutar con tu propia autoridad desnuda y sin apoyo?

Oliver se lo pensó un rato.

—Déjales ver esa luz y la seguirán de inmediato.

—Bueno… la salvación es para todos, claro, pero hay ciertas ventajas prácticas en mantener un sacerdocio al principio. Quiero decir, benditos son los que no ven y sin embargo tienen fe.

—Eso es cierto —estuvo de acuerdo Oliver—. Y también es cierto que si tu religión no produce un milagro cuando llegue el momento, habrá un sacrificio humano.

—Ah, claro. —Miles tragó saliva—. Eres un hombre muy perspicaz.

—Eso no es perspicacia —contestó Oliver— Es una garantía personal.

—Sí, bueno… para volver a mi pregunta. ¿Cuántos seguidores podrás conseguir? Hablo de cuerpos, no de almas en este caso.

Oliver frunció el ceño. Todavía era cauteloso.

—Tal vez veinte.

—Te parece que algunos de ellos pueden conseguir a otros? ¿Dividirse en más, ser muchos?

—Tal vez.

—Entonces, conviértelos en lugartenientes. Creo que será mejor que nos olvidemos de los rangos anteriores. Llámalo, digamos, el Ejército de los Renacidos. No. El Ejército de la Reforma. Eso suena mejor. Estaremos reformados. El cuerpo se ha desintegrado como el del gusano en la crisálida en una pasta verde y pegajosa, pero nos reformaremos hasta ser mariposas y volaremos.

Oliver volvió a hacer un ruido con la nariz.

—¿En qué reformas estás pensando?

—Sólo en una, creo. La comida.

Oliver lo miró como si no pudiera creer lo que oía.

—¿Estás seguro de que no es una treta para conseguirte una comida gratis?

—Eso me encantaría, empiezo a tener hambre. —Miles dejó de bromear al ver que Oliver no estaba impresionado— Pero hay muchos otros que están igual. Para mañana, los tendremos a todos comiendo de nuestras manos.

—¿Para cuándo quieres a tus veinte muchachos?

—Para la próxima comida. —Dios, el hombre se había asustado.

—¿Tan pronto?

—Es mejor que entiendas, Oliver, que la creencia que tienes en el mundo es una ilusión que provoca este lugar. Hay que resistirla.

—Parece que tienes mucha prisa.

—¿Y tú? No tendrás una cita con el dentista, ¿verdad? Supongo que no. Además, sólo tengo la mitad de tu corpulencia. Tengo que moverme para mantener la fuerza de la inercia. Veinte y más. Para la próxima comida.

—¿Qué diablos crees que puedes hacer con veinte tipos?

—Vamos a tomar la pila de comida…

Oliver hizo un gesto de disgusto.

—No con veinte, claro que no. No hay forma. Además, ya se hizo. Te digo que provocaríamos una guerra ahí mismo. Una masacre.

—… y cuando la hayamos tomado, la redistribuiremos. Con justicia, una barra de rata por persona, todo controlado y ordenado. A los pecadores también. Para la próxima llamada, todos los que no hayan comido desde hace un tiempo vendrán con nosotros. Y después estaremos en posición de encargarnos de los tipos difíciles.

—Estás loco. No puedes hacerlo. No con veinte tipos.

—¿Yo he dicho que sólo íbamos a ser veinte? ¿He dicho eso, Suegar?

Suegar, que le escuchaba fascinado, negó con la cabeza.

—Bueno, yo no pienso poner el cuello para que me lo corten a menos que puedas producir algún medio de apoyo —protestó Oliver—. Una cosa así nos puede costar la vida.

—Puedo conseguir apoyo —prometió Miles sin pensarlo mucho. Había que empezar a edificar en alguna parte y sus botas imaginarias eran suficiente punto de apoyo—. Tendré quinientos para la causa sagrada a la hora de la próxima comida.

—Si haces eso, soy capaz de recorrer todo el perímetro de este campo desnudo y cabeza abajo —respondió Oliver.

Miles sonrió.

—Tal vez te haga pagar esa apuesta, sargento. Más de veinte. Para la hora de la comida. —Miles se puso de pie— Vamos, Suegar.

Oliver los despidió con un gesto irritado. Retrocedieron en orden. Cuando Miles miró por encima de su hombro, Oliver se había levantado y caminaba hacia un grupo de mantas ocupadas, situadas en la tangente con respecto a la suya y saludaba a un conocido con la mano.

—¿Y dónde vamos a conseguir tropas de quinientos soldados antes de la próxima comida? —preguntó Suegar— Mejor será que te advierta de que Oliver era lo mejor que teníamos. La próxima jugada puede ser mucho más dura.

—¿Qué? —le preguntó Miles— ¿Tan pronto se derrumba tu fe?

—Creo —dijo Suegar— Lo que pasa es que no veo. Tal vez eso me hace bendito, no lo sé.

—Me sorprende. Pensaba que era bastante obvio. Ahí. —Miles señaló a través del campo hacia la frontera sin marcas del grupo de las mujeres.

—Ah. —Suegar estaba sorprendido, tenso—. Oh, oh, no sé, no sé, Miles.

—Sí, vamos.

—No vas a entrar ahí si no te haces un cambio de sexo.

—¿Qué? No me digas que con toda tu fe nunca has intentado predicar tu escritura entre ellas…

—Lo intenté. Y me golpearon. Después de eso traté en todos lados menos ahí.

Miles hizo una pausa y se mordió los labios, estudiando a Suegar.

—No fue una derrota. Si fueras de los que se dejan vencer no habrías resistido todo este tiempo, esperándome. Lo que te impidió seguir buscándolas… ¿fue la vergüenza? ¿Te atrae algo de ellas, especialmente?

Suegar negó con la cabeza.

—No personalmente. Excepto, tal vez, pecados de omisión. No tenía corazón para seguir molestándolas.

—Todo este lugar está sufriendo por pecados de omisión.

—Un alivio, que Suegar no fuera algo así como un violador confeso. Los ojos de Miles recorrieron la escena, buscando el esquema a partir de las pocas claves que hubiera en la posición, los grupos, la actividad—. Sí… la presión predadora produce una conducta de reunión en la manada. Siendo la… la fragmentación social lo que es aquí, la presión debe de ser muy alta para mantener un grupo de ese tamaño en funcionamiento. Pero no he notado muchos incidentes desde mi llegada. …

—Depende —dijo Suegar—. Fases de la luna o algo así…

Fases de la luna, correcto. Miles envió una plegaria de gracias en su corazón a los dioses que fueran —a quien corresponda— por el hecho de que los cetagandanos hubieran implantado algún tipo de anovulatorio en todas las prisioneras femeninas, junto con las otras inmunizaciones. Bendito fuera el individuo olvidado que había puesto esa cláusula en las reglas de la Comisión judicial, y así había obligado a los cetagandanos a utilizar formas más sutiles de tortura. Y al mismo tiempo, la presencia de embarazos, bebés y niños, ¿no habría sido otra fuerza desestabilizadora, o una fuerza estabilizadora más profunda y más fuerte que todas las otras lealtades que los cetagandanos parecían haber quebrado con tanto éxito? Desde un punto de vista puramente logístico, Miles se sentía feliz de que la cuestión fuera sólo teórica.

—Bueno… —Miles respiró hondo y se colocó un sombrero imaginario sobre la cabeza en un ángulo agresivo—. Soy nuevo aquí y por lo tanto, por ahora, no estoy marcado. Que los que no tengan culpa arrojen la primera piedra. Además, tengo una ventaja para este tipo de negociación. Es obvio que no soy una amenaza. —Hizo un gesto como para marchar hacia su objetivo.

—Te esperaré aquí —dijo Suegar y se acuclilló en el lugar en el que se encontraba.

Miles caminó calculando el tiempo para interceptar a una patrulla de seis mujeres que hacía la ronda por el perímetro. Se colocó frente a ellas y se quitó el sombrero imaginario para colocarlo estratégicamente sobre sus genitales.

—Buenas tardes, señoras. Permítanme disculparme por mi…

Su presentación quedó truncada cuando se le llenó la boca de polvo. Cuatro mujeres lo habían rodeado y le habían echado las piernas hacia atrás y los hombros hacia delante. Miles terminó en el suelo boca abajo. Ni siquiera se las había arreglado para escupir cuando se encontró en el aire volando el círculo, mareado, con la cabeza hacia abajo todavía y las manos de las mujeres sobre sus manos y sus piernas. Una cuenta de tres entre dientes y Miles voló en un arco corto hacia delante y aterrizó hecho un trapo no muy lejos de Suegar. La patrulla continuó su ronda sin decir ni una sola palabra.

—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Suegar.

Miles giró la cabeza para mirarlo.

—Tenías esa trayectoria calculada centímetro a centímetro, ¿verdad? —se quejó con amargura.

—Aproximadamente, sí —aceptó Suegar—. Pensé que te iban a tirar un poco más lejos que siempre, por tu tamaño, quiero decir.

Miles se sentó, tratando de recuperar el aliento. Mierda con esas costillas. Se le habían casi arreglado pero ahora le horadaban el pecho con una agonía eléctrica cada vez que trataba de respirar. Esperó unos minutos, se puso de pie y se sacudió. Después lo pensó de nuevo y levantó también el sombrero invisible. Mareado, tuvo que apoyar las manos sobre las rodillas durante un momento.

—De acuerdo —murmuró— Vamos de nuevo.

—Miles…

—Tiene que hacerse, Suegar. No hay alternativa. Y además, cuando empiezo algo, no puedo dejar de seguir intentándolo. Me dijeron que soy patológicamente empecinado. No puedo dejar las cosas como están.

Suegar abrió la boca para objetar y después se tragó su protesta.

—De acuerdo —dijo. Se acomodó con las piernas cruzadas y la mano derecha sobre su biblioteca de harapos en un gesto inconsciente— Esperaré a que me llames. —Pareció caer en un sueño, una meditación, tal vez simplemente dormitaba.

El segundo intento de Miles terminó exactamente igual que el primero, excepto que su trayectoria fue tal vez un poco más larga y un poco más alta. El tercer intento terminó igual, pero la lucha de Miles fue mucho más corta.

—Bien —murmuró para sí—. Seguramente, las estoy cansando.

Esta vez se puso paralelo a la patrulla, fuera del alcance de las manos de las mujeres, pero dentro del alcance de sus oídos.

—Escuchad —jadeó—, no tenéis por qué hacer esto tantas veces. Os lo voy a poner fácil. Tengo un desorden teratogénico en los huesos… no soy mutante, ya me entendéis, tengo los genes normales, lo que pasa es que la expresión de esos genes salió perturbada… mi madre se expuso a cierto veneno durante el embarazo… fue sólo una vez, no puede afectar a ningún hijo mío, si lo tengo… lo que decía era que mis huesos son quebradizos: en realidad, cualquiera de vosotras puede rompérmelos fácilmente, uno por uno. Tal vez os preguntéis por qué os digo todo esto. En general, prefiero que no lo sepa mucha gente. Lo digo para que entendáis que tenéis que escucharme. No soy una amenaza para vosotras. ¿Me vais a hacer correr por todo el campo? Por favor, ir más despacio. …

Se iba a quedar sin aliento y, por lo tanto, sin municiones verbales. A este paso, no tardaría mucho. Saltó frente a ellas y se plantó ahí con los brazos abiertos.

—… así que si estáis pensando en romperme todos los huesos del cuerpo, por favor hacedlo ahora y terminemos con esto, porque voy a seguir volviendo hasta que lo hagáis.

La líder hizo una señal breve con la mano y la patrulla se detuvo frente a él.

—Cogedle la palabra —sugirió una pelirroja alta. Su cabello corto y eléctrico fascinaba a Miles hasta distraerlo completamente. Se imaginó las guedejas de ese cabello que habían caído al suelo frente a las tijeras de los procesadores de la prisión cetagandana—. Yo le rompo el brazo izquierdo si tú le rompes el derecho, Conr —siguió ella.

—Si con eso logro que me escuchéis durante cinco minutos, así sea —respondió Miles, sin retroceder. La pelirroja se adelantó y se colocó en posición, lo cogió por el hombro izquierdo y aplicó la presión.

—Cinco minutos —agregó Miles con desesperación mientras la presión aumentaba. La mirada de la mujer le quemaba el perfil. Él se humedeció los labios, cerró los ojos, retuvo el aliento y esperó. La presión se hizo crítica… Él se puso de puntillas…

La pelirroja lo soltó bruscamente y él se tambaleó.

—Los hombres —comentó, disgustada—. Siempre convierten todo en una estúpida competencia.

—La biología es el destino —jadeó Miles, abriendo los ojos.

—¿O es que eres algún tipo de pervertido… alguien a quien le gusta que le golpeen las mujeres?

Por Dios, espero que no. Miles se quedó de pie y por poco no lo traicionaron sus partes inferiores con venias no solicitadas. Si su destino era estar cerca de esa pelirroja, iba a ser mucho mejor que consiguiera unos pantalones.

—Si digo que si, ¿dejarías de golpearme para castigarme? —ofreció.

—Mierda, no.

—Era sólo un decir.

—Basta ya, Beatrice —ordenó la líder de la patrulla. Hizo un gesto con la cabeza y la pelirroja volvió a la formación— De acuerdo, basura, tienes tus cinco minutos. Tal vez.

—Gracias, señora. —Miles respiró hondo y se arregló lo mejor que pudo sin uniforme al que aferrarse— Primero, quiero disculparme por haber entrado aquí sin ropa. Las primeras personas que encontré aquí formaban un grupo práctico: se sirvieron solos, mi ropa, entre otras cosas…

—Sí, lo vi —confirmó Beatrice, la pelirroja, interrumpiendo inesperadamente— La banda de Pitt.

Miles se sacó el sombrero imaginario y le hizo una reverencia.

—Sí, gracias.

—Cuando haces eso, ofendes a los que están detrás tuyo —comentó ella, sin expresión.

—Es por su punto de observación. No me importa —respondió Miles— En cuanto a mí, quiero hablar con vuestra jefa, o jefas, si tenéis varias. Tengo un plan serio para mejorar el tono de este lugar y quiero invitaros a colaborar con ese plan. Para decirlo sin dar más vueltas, sois el único reducto notable de civilización que queda aquí, eso sin hablar de organización militar. Me gustaría que vuestras fronteras se expandieran.

—Las fronteras que tenemos nos cuestan todo el esfuerzo que podemos dar, hijo —replicó la líder— No se puede. Así que toma ese cuerpo tuyo y llévalo lejos si quieres hacerte un gran favor.

—Y sermonéale un rato a él —sugirió Beatrice—. Aquí no vas a conseguir adeptos.

Miles suspiró y dio vueltas al sombrero invisible entre las manos por el ala ancha. Lo hizo girar un momento en un dedo y cruzó una mirada con la pelirroja.

—Mira mi sombrero. Es la única prenda que he conseguido conservar después del ataque de los hermanitos robustos, la banda de Pitt. Como la llamáis.

Ella hizo un gesto de desprecio.

—Esos vagos… ¿Y por qué sólo un sombrero? ¿Por qué no un uniforme entero ya puestos? —agregó, sarcástica.

—Un sombrero es un objeto más útil para comunicarse. Se pueden hacer gestos amplios —dijo y lo hizo—, transmitir sinceridad —lo sostuvo sobre el corazón—, o indicar vergüenza —sobre los genitales con dos dedos en pinza—, o rabia… —lo arrojó al suelo como si pudiera clavarlo en la tierra, después lo levantó y lo sacudió con cuidado—, o determinación… —se lo puso bruscamente en la cabeza y se bajó el ala sobre los ojos—, o saludar —lo levantó de nuevo para hacerlo—. ¿Ves el sombrero?

Ella se empezaba a divertir.

—Sí…

—¿Ves las plumas que tiene?

—Sí…

—Descríbelas.

—Ah… bueno, plumas.

—¿Cuántas?

—Dos. Juntas.

—¿Ves el color de las plumas?

Ella retrocedió, muy consciente de sí misma de pronto, con una mirada de reojo a sus compañeras.

—No.

—Cuando veas el color de las plumas —insistió Miles con suavidad—, también entenderás la forma en que se pueden expandir estas fronteras hasta el infinito.

Ella se quedó en silencio, la cara inexpresiva. Pero la líder de la patrulla musitó:

—Tal vez esta basurita hará bien en hablar con Tris. Sólo esta vez. Vamos, acompáñame.

Era evidente que la mujer que estaba al mando había sido una luchadora de vanguardia, no una técnica, como la mayoría de las mujeres. Ciertamente, no había adquirido esos músculos, que fluían como cuerdas de cuero trenzado debajo de su piel sentada horas y horas frente a un holovídeo en algún puesto de retaguardia bajo tierra. Había manejado las armas reales que escupían muerte real y a veces dejaban de funcionar en medio de la batalla; se había golpeado contra los límites de lo que puede hacerse con la carne, el hueso y el metal, y esa presión deformante le había dejado marcas. Las ilusiones se le habían quemado como en una infección y lo que quedaba era una cicatriz cauterizada a fuego. La rabia bullía incansable en sus ojos, como el calor en una brasa, subterránea e indestructible. Tal vez tenía treinta y cinco años, tal vez cuarenta.

Dios, estoy enamorado, pensó Miles. El hermano Miles te quiere a ti para su Ejército de Reforma… Después controló sus pensamientos. Aquí y ahora era el momento definitivo, el paso que definiría el éxito o el fracaso de su plan y no tendría bastante ni con todo su encanto verbal, ni su gracia, ni sus bromas, ni sus burlas delicadas, ni siquiera atados con un gran lazo rosa.

Los heridos quieren poder, nada mis; creen que eso impedirá que los hieran de nuevo. Esta mujer no va a interesarse en el extraño mensaje de Suegar… por lo menos, todavía no… Miles respiró hondo.

—Señora, estoy aquí para ofrecerte la comandancia de este campo.

Ella lo miró con los ojos bien abiertos, como si él fuera algo que había encontrado creciendo en las paredes de un rincón oscuro de su letrina. Pasó los ojos sobre la desnudez de Miles y éste sintió las marcas de las garras de esos ojos desde el mentón a los dedos del pie.

—Comandancia que tú tienes en el bolsillo, sin duda —gruñó ella—. La comandancia de este campo no existe, mutante. Así que no es tuya para ofrecérmela. Déjalo en nuestro perímetro, Beatrice. Hecho pedazos.

Miles esquivó a la pelirroja. Después corregiría eso de mutante.

—La comandancia de este campo es mía porque yo voy a crearla —afirmó—. Y quiero señalar que lo que ofrezco es poder, no venganza. La venganza es un lujo demasiado caro. Los comandantes no pueden permitírsela.

Tris se desenrolló desde su manta y se puso de pie, después tuvo que doblar las todillas para poner la cara al mismo nivel de la de él, y susurró:

—Lástima, hombrecito. Casi has logrado interesarme. Porque sí quiero venganza. Venganza contra todos los hombres de este campo.

—Entonces, los cetagandanos han triunfado. Has olvidado quién es el verdadero enemigo.

—Digamos, más bien, que he descubierto quién es en realidad. ¿Quieres saber lo que nos han hecho… nuestros propios compañeros. … ?

—Los cetagandanos quieren que creáis que esto —y Miles hizo un gesto pata abarcar todo el campo— es algo que os estáis haciendo vosotros mismos. Así que cuando peleáis entre vosotros, les estáis haciendo el juego. Y ellos os miran todo el tiempo. Son testigos de la humillación.

La mirada de ella giró hacia arriba, una mirada brevísima. Bien. Esa gente parecía sufrir de algo que era casi una enfermedad. Miraban en cualquier dirección menos hacia la cúpula.

—El poder es mejor que la venganza —sugirió Miles sin retroceder frente a esa cara fría como la de una serpiente, impasible, los ojos ardientes como brasas de carbón—. El poder es algo vivo y con él se puede tocar el futuro. La venganza es algo muerto que se estira desde el pasado para dominarnos.

Y tú eres un artista de mierda —interrumpió ella—, tratando de estirarte para coger lo que cae. Ahora ya sé lo que eres. Esto es poder. —Flexionó el brazo bajo la nariz de Miles y sus músculos se estiraron y se contrajeron—. Éste es el único poder que existe aquí. Tú no lo tienes y estás buscando que alguien te cubra el culo. Bueno, te has equivocado de negocio.

—No —negó Miles y se tocó la frente—. Esto es poder. Y yo soy el dueño del negocio. Esto —volvió a tocarse la frente—, controla esto —señaló el puño crispado—. Los hombres pueden mover montañas, pero las ideas mueven a los hombres. Se puede tocar la mente con el cuerpo… ¿qué sentido tendría todo esto si no? —Señaló el campo—. ¿Qué es sino tocar vuestras mentes a través de vuestros cuerpos? Pero ese poder fluye en dos direcciones y la que va hacia fuera es la más poderosa.

»Cuando permitáis que los cetagandanos reduzcan todo vuestro poder sólo a eso —le tocó el bíceps para dar énfasis a lo que decía, y fue como tocar una piedra envuelta en terciopelo. Ella se puso tensa, furiosa por las libertades que él se tornaba—, entonces les habréis dejado reduciros a lo más débil que tenéis. Y ellos ganarán la partida.

—Ya la han ganado, de todos modos —chilló ella, dejándolo de lado. Él respiró aliviado porque, por lo menos, Tris no había pensado en romperle el brazo— Nada de lo que hagamos en este círculo significará un cambio notable. Hagamos lo que hagamos, somos prisioneras. Pueden cortarnos el suministro de comida, u de aire, maldita sea, o aplastarnos hasta convertirnos en mantequilla. Y el tiempo está de su parte. Si ponemos todo nuestro esfuerzo en restaurar el orden, ¿eso es lo que quieres hacer, verdad?, lo único que tienen que hacer para que se quiebre de nuevo es esperar. Estamos vencidos. Estamos dominados. No hay nadie ahí fuera. Nos quedaremos aquí para siempre. Y será mejor que te vayas acostumbrado a la idea.

—Esa canción ya la he oído antes —dijo Miles—. Usa la cabeza. Si lo que quisieran es mantenernos aquí para siempre, podrían habernos incinerado al principio y se habrían ahorrado el gasto considerable que significa mantener este campo. No. Lo que quieren son vuestras mentes. Estáis aquí porque erais lo mejor de Marilac, los más brillantes, los más duros, los más fuertes, los más peligrosos. Los que podíais representar una resistencia potencial a la ocupación, los que los demás buscarían como líderes. El plan de los cetagandanos es quebrar vuestra mente y después devolveros a vuestro mundo como infecciones inoculadas en pequeñas dosis, infecciones que aconsejarán a todo el pueblo la rendición, la resignación.

»Cuando la mente muera —y Miles le tocó la frente, muy levemente—, los cetagandanos ya no tendrán nada que temer de esto —un dedo sobre el bíceps poderoso—, y todos vosotros seréis libres. Es un mundo cuyo horizonte estará tan cerrado como el horizonte de esta cúpula, un mundo del que será igualmente imposible escapar. La guerra todavía no ha terminado. Estáis aquí porque los cetagandanos todavía esperan la rendición de Núcleo Dormido.

Durante un momento, Miles pensó que ella iba a matarlo, que lo estrangularía ahí donde estaba. Ciertamente, preferiría hacerlo pedazos a dejar que él la viera llorar.

Pero ella recuperó su tensión protectora con un gesto de la cabeza, y tragó aire una vez, solamente.

—Si eso es verdad, el camino que tú me ofreces nos aparta todavía más de la libertad.

Mierda, lógica de pies a cabeza. No tenía que golpearlo, podía analizarlo lógicamente hasta hacerlo pedazos si él no le discutía. Miles discutió.

—Hay una diferencia sutil entre ser prisionero y ser esclavo. Yo no confundo ninguna de las dos cosas con ser libre. Tú tampoco.

Ella se quedó en silencio, mirándolo a través de los ojos entrecerrados y mordiéndose el labio, inconscientemente.

—Eres muy extraño —dijo por fin—. ¿Por qué dices «vosotros» y no «nosotros»?

Miles se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto. Mierda… revisó rápidamente lo que había dicho, cierto, cierto, había hablado de ese modo. Ahí se había acercado demasiado al abismo. Sin embargo, quizás hasta pudiera aprovechar el error.

—¿Me parezco a la flor y nata de las milicias de Marilac? Soy un forastero, atrapado en un mundo que no hice. Un viajero, un peregrino que pasaba por el lugar. Pregúntale a Suegar.

Ella hizo un gesto de desprecio.

—Ese loco.

No lo había comprendido. Mierda, como decía Elli. Miles echaba de menos a Elli. Tendría que intentarlo de nuevo más tarde.

—No menosprecies a Suegar. Tiene un mensaje para ti. Para mí fue fascinante.

—Ya lo he oído.— A mí me molestó… Para pasar a los hechos, ¿qué piensas sacar tú de esto? Y no me digas que «nada» porque no voy a creerte. Con franqueza, creo que lo que quieres es la comandancia del campo para ti mismo y no pienso ofrecerme de voluntaria para ser la piedra fundamental de algún plan para construir un imperio.

Ahora estaba pensando a toda velocidad. Pensaba constructivamente, seguía otras ideas, había dejado de lado la primera, la de hacerlo llevar a su frontera en pedazos. Miles se estaba acercando…

—Sólo quiero ser tu consejero espiritual. No quiero… no podría ser comandante. Sólo consejero.

Debía de haber algo en el término «consejero» que hacía sonar algún mecanismo de asociación en la mente de la mujer. Sus ojos se abrieron de par en par. A Miles le pareció que podía ver cómo se le dilataban las pupilas. Tris se inclinó hacia adelante y puso el dedo índice en las cicatrices finas que había junto a la nariz de Miles, las cicatrices dejadas por ciertas llaves de control en el casco de la armadura espacial. Después, se enderezó de nuevo y acarició con dos dedos en V las marcas todavía más profundas que«llevaba ella misma en el rostro duro.

—¿Qué has dicho que eras?

—Empleado. Oficina de Reclutamiento —replicó empecinado.

—Ya… ya veo.

Y si lo que veía era que había algo absurdo en un supuesto empleado de retaguardia que había usado armadura de combate el tiempo suficiente como para tener su estigma, Miles estaba frito. Tal vez.

Ella volvió a acurrucarse en su manta e hizo un gesto hacia el otro extremo.

—Siéntate, capellán. Y sigue hablando.

Cuando Miles volvió, Suegar estaba dormido, sentado con las piernas cruzadas. Roncaba. Miles le tocó el hombro.

—Despierta, Suegar, estamos en casa.

Suegar se despertó con un bufido.

—Dios, cómo echo de menos el café. ¿Eh? —Parpadeó mirando a Miles—. ¿Todavía estás entero?

—Casi, casi. Escucha, eso de las vestiduras en el río y todo lo demás… ahora que nos hemos encontrado, ¿tenemos que seguir desnudos? ¿O te parece que ya hemos cumplido con la profecía?

—¿Eh?

—¿Nos podemos vestir ya? —repitió Miles con paciencia.

—Bueno… no lo sé, supongo, si el destino quisiera que tuviésemoss ropa, la tendríamos…

Miles asintió y señaló a un lado.

—Ahí está. La tenemos.

Unos metros más allá estaba Beatrice, en una pose de exasperación con las manos en las caderas, un paquete de ropa gris bajo el brazo.

—Eh, locos, ¿queréis esto o no? Me marcho.

—¿Has conseguido que te dieran ropa? —le susurró Suegar atónito.

—Que nos la dieran, a los dos. —Miles hizo un gesto a Beatrice.

Ella le tiró el bulto, soltó un bufido por la nariz y se fue.

—Gracias —le gritó Miles. Deshizo el paquete. Dos juegos de pijamas grises, uno pequeño y otro grande. Miles sólo tuvo que darle dos vueltas al bajo de los pantalones para impedir que se le enredaran con los pies. La ropa estaba manchada y acartonada por el sudor y el polvo y, probablemente, se la habían sacado a un cadáver, pensó Miles. Suegar se puso la suya y se quedó tocando la tela, sorprendido.

—Nos han dado ropa. Nos han dado ropa —musitó Suegar—. ¿Cómo lo has logrado?

—Nos lo han dado todo, Suegar. Vamos. Tengo que hablar con Oliver otra vez. —Miles lo arrastró con determinación—. Me pregunto cuánto tiempo tenemos hasta la próxima comida. Dos en cada ciclo de veinticuatro horas, de eso estoy seguro. Pero .no me sorprendería que fuera irregular, para aumentar la desorientación temporal… después de todo, ése es el único reloj que hay aquí.

En ese momento, un movimiento le llamó la atención. Un hombre que corría. No era la carrera ocasional de alguien para huir de los grupos hostiles. Este corría, simplemente, la cabeza aja, estirado en el esfuerzo, los pies desnudos golpeando el polvo en un ritmo frenético. Seguía el perímetro, menos frente al territorio de las mujeres, donde dio un rodeo. Lloraba mientras corría.

—¿Qué es eso? —preguntó Miles a Suegar haciendo un gesto hacia la figura que se aproximaba.

Suegar se encogió de hombros.

—A veces es así. Uno no puede seguir sentado. Una vez, un tipo corrió hasta que se murió. Vueltas y vueltas y vueltas.

—Bueno —decidió Miles—, éste corre hacia nosotros.

—Dentro de un segundo correrá en dirección contraria…

—Entonces, ayúdame a atraparlo.

Miles lo golpeó bajo y Suegar alto. Suegar se le sentó sobre el pecho. Miles, sobre el brazo derecho para quebrar cualquier resistencia efectiva. Debía de haber sido un soldado muy joven cuando lo capturaron, tal vez había mentido sobre su edad al principio, porque incluso después de todo ese tiempo tenía cara de niño, una cara marcada por las lágrimas y la eternidad que había pasado dentro de esa perla vacía. Inhalaba el aire en jadeos llenos de sollozos y lo exhalaba en palabras obscenas y rabiosas. Después de un rato, se calmó.

Miles se inclinó sobre su cara y sonrió como un lobo.

—Te gustan las fiestas, muchacho?

—Sí… —Sus ojos buscaban a alguien, pero no aparecía ningún amigo al rescate.

—¿Y a tus amigos?

—Ellos hacen las mejores fiestas, te lo aseguro —afirmó el muchacho, tal vez secretamente sacudido por la sospecha de que había caído en manos de alguien todavía más loco que él— Será mejor que me sueltes, mutante, o te liarán pedazos.

—Quiero invitarte, a ti y a tus amigos, a una fiesta importante —recitó Miles—. Vamos a tener una fiesta esta noche, una fiesta his-tó-ri-ca. ¿Sabes dónde encontrar el sargento Oliver de la 14 de Comandos?

—Sí… —admitió el muchacho con cautela.

—Bueno, ve a buscar a tus amigos y presentaos a él. Mejor será que reserves tu asiento en este ve-hí-cu-lo ahora mismo, porque si no estás en él, estarás debajo. El Ejército de la Reforma acaba de empezar su marcha. ¿Está claro?

—Sí —jadeó el chico mientras Suegar le apretaba el dedo sobre el plexo solar para dar énfasis a la cosa.

—Dile que te envía el hermano Miles —gritó Miles cuando el muchacho se alejaba tambaleándose y mirando nervioso por encima del hombro—. No puedes esconderte aquí. Si no apareces, enviaré a los comandos cósmicos a buscarte.

Suegar sacudió sus miembros entumecidos dentro de la nueva ropa usada que llevaba.

—Te parece que va a venir?

Miles sonrió.

—Luchar o volar. Ése viene, te lo aseguro. —Se estiró y volvió a emprender el camino que había seguido al principio—. Oliver.

Al final del día no tenían veinte, sino doscientos. Oliver había reunido cuarenta y seis. El muchacho que corría trajo dieciocho. Los signos de orden y actividad atrajeron a los curiosos. Un observador que se acercara al grupo sólo tenía que preguntar «¿qué pasa aquí?» para que lo reclutaran y lo convirtieran en cabo de inmediato. El interés de los espectadores llegó a convertirse en fiebre cuando las tropas de Oliver marcharon hasta la frontera de las mujeres y éstas los dejaron pasar. Al instante se incorporaron setenta y cinco voluntarios nuevos.

—¿Sabes lo que está pasando? —le preguntó Miles a uno cualquiera mientras hacía una corta inspección e iba formando los catorce grupos comando que pensaba organizar.

—No —admitió el hombre. Hizo un gesto hacia el centro de la zona de las mujeres—. Pero quiero ir adonde van ésos…

Cuando llegó a doscientos, Miles cortó las admisiones en honor al nerviosismo creciente de Tris, que veía cómo se desvanecían sus fronteras. No mucho después, esa cortesía se convirtió en una carta más en su mano dentro de la partida de debate estratégico que todavía mantenía con la líder de las mujeres. Tris quería dividir su grupo como siempre lo había hecho, la mitad para el ataque y la mitad para mantener la base en orden e impedir que las fronteras se derrumbaran. Miles insistía en un esfuerzo total. Todo el mundo fuera.

—Si ganamos, no necesitarás más guardias.

—¿Y si perdemos?

Miles bajó la voz.

—No nos atreveremos a perder. Ésta es la única vez que tendremos la sorpresa de nuestro lado. Claro que podemos retroceder… intentarlo de nuevo, yo estoy preparado, no, obligado por mi forma de ser a seguir intentándolo hasta la muerte. Pero después de esto, lo que estamos tratando de hacer será evidente para cualquier grupo contrario y tendrán el tiempo necesario para preparar contraestrategias. Odio los estancamientos. Prefiero ganar la guerra de entrada. No me gustan las guerras largas.

Ella suspiró, cansada de pronto, agotada, vieja.

—Hace años que estoy en guerra, ¿sabes? Después de un tiempo, hasta una guerra perdida parece mejor que una larga.

Miles sentía que su propia determinación se derretía, chupada por el vórtice devorador de la misma duda negra. Señaló hacia arriba y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo ronco.

—Pero, seguramente, no si la pierdes contra esos hijos de puta.

Ella miró hacia arriba. Se le enderezaron los hombros.

—No. No contra ellos… —Respiró hondo—., De acuerdo capellán. Tendrás tu esfuerzo completo. Por una vez…

Oliver volvió de una vuelta de reconocimiento por los grupos comando y se puso en cuclillas al lado de los otros dos.

—Tienen sus órdenes. ¿Con cuántas va a contribuir Tris en cada grupo?

—La comandante Tris —corrigió Miles cuando los ojos de ella se endurecieron— Va a ofrecer un esfuerzo completo. Tendrás a todas.

Oliver hizo un cálculo rápido en el polvo con el dedo a modo de lápiz.

—Eso es… unas cincuenta por grupo… debería bastar. ¿Qué te parecen veinte grupos? Eso aceleraría la distribución cuando tengamos las líneas preparadas. Podría cambiar la suerte de la batalla.

—No —cortó Miles con rapidez cuando vio que Tris empezaba a asentir—. Tienen que ser catorce. Catorce grupos de batalla hacen catorce líneas para catorce montones. El catorce es… un número teológicamente significativo —agregó cuando vio que lo miraban con dudas.

—¿Por qué? —preguntó Tris.

—Por los catorce apóstoles —entonó Miles piadosamente.

Tris se encogió de hombros. Suegar se rascó la cabeza, empezó a decir algo y Miles lo cortó con una mirada furiosa. Suegar se calló.

Oliver lo miraba con los ojos atentos y entrecerrados, pero no siguió discutiendo.

Después vino la espera. Miles dejó de preocuparse por el peor de sus temores —que sus captores pusieran la comida demasiado pronto, antes de poder organizar sus planes— y empezó a preocuparse por el segundo de sus miedos, que la comida apareciera demasiado tarde, cuando él hubiera perdido el control de sus tropas y se le hubieran ido de las manos, aburridas y descorazonadas. Reunirlas había hecho que Miles se sintiera como un hombre que tira de una cabra con una soga de agua. Nunca le había parecido tan evidente la naturaleza insustancial de la «idea».

Oliver lo tocó en el hombro y señaló:

—Ahí vamos…

Un lado de la cúpula, a un tercio del borde del círculo de donde se encontraban ellos, había empezado a hincharse hacia adentro.

El momento era perfecto. Las tropas estaban listas, con el mejor ánimo. Demasiado perfecto… los cetagandanos habían estado observando todo el proceso, seguramente no perderían la oportunidad de hacerles la vida más difícil. Si el montón no aparecía temprano, tenía que aparecer tarde. O…

Miles saltó sobre sus pies, aullando.

—¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esperad mi orden!

Sus grupos de asalto temblaron y dudaron, tentados por la meta anticipada. Pero Oliver había elegido bien a sus comandantes. Y ellos se quedaron, hicieron quedar a sus grupos y miraron a Oliver. Hacía tiempo habían sido soldados. Oliver miró a Tris, flanqueada por su lugarteniente, Beatrice, y Tris miró a Miles, enojada.

—¿Y ahora qué pasa? Vamos a perder la ventaja… —empezó a decir mientras empezaba la estampida general hacia el bulto de comida.

_Si me equivoco —aseguró Miles—, me suicido… ¡Esperad, mierda! ¡A mi orden! No veo… Suegar, levántame… —Se subió sobre los frágiles hombros de su amigo y miró la hinchazón de la cúpula. La pared de fuerza sólo había empezado a desaparecer cuando sus oídos atentos captaron los primeros gritos de desilusión. La cabeza le daba vueltas. Cuántos círculos dentro de otros círculos: si los cetagandanos sabían, y él sabía que ellos sabían y ellos sabían que él sabía que ellos sabían, y… cortó su verborrea interna cuando empezó a aparecer una segunda hinchazón en la pared, al otro lado del círculo, claro…

El brazo de Miles se tendió en el aire, señalándolo como un hombre que sacude los dados antes de tirarlos.

—¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahora, al ataque!

Entonces Tris comprendió, silbó y lo miró con respeto antes de darse la vuelta y correr a azuzar al cuerpo principal de las tropas detrás de los grupos de asalto. Miles se deslizó al suelo y empezó a correr detrás, cojeando.

Miró por encima de su hombro mientras la masa gris de humanidad se aplastaba contra el lado opuesto de la cúpula y cambiaba de dirección a mitad de la marcha. De pronto, se sintió como un hombre que trata de ganar a una gran ola. Se permitió un pequeño quejido anticipatorio y corrió con más rapidez.

Una posibilidad más de equivocarse mortalmente… no. Sus grupos de asalto habían llegado al montón y la comida estaba allí. E intentaban coger todas las barras. Las tropas de apoyo los rodearon con una pared de cuerpos justo en el momento en que todos los demás empezaban a llegar desde el perímetro de la cúpula. Los cetagandanos se habían engañado a sí mismos. Esta vez les habían ayudado.

Cuando lo alcanzó la marea, Miles pasó de disfrutar de la visión panorámica de comandante a tener el punto de vista de un gusano. Alguien lo empujó desde atrás, Miles dio con la cara en el polvo. Pensó que reconocía la espalda del robusto Pitt que saltaba sobre él, pero no estaba seguro: era posible que Pitt lo hubiera pisado en lugar de saltar por encima de él. Suegar lo asió por el brazo izquierdo para levantarlo y Miles se mordió los labios para no gritar de dolor. Ya había demasiados gritos.

Reconoció al muchacho que corría, que se preparaba junto a otro grandote. Miles pasó a su lado y le soltó:

—Se supone que tienes que gritar ¡Alíneaos!, no Jodeos…

Las señales siempre se degradan en el combate —murmuró para sí—, siempre.

Beatrice se materializó a su lado. Miles se aferró a ella al instante. Beatrice tenía su espacio personal, su perímetro privado, que se mantenía todo el tiempo a su alrededor. Miles la miraba fabricarlo con un codazo casual a la mandíbula de alguno y un ruido a roto que le retorcía el estómago. Si él intentara una cosa así, pensó con envidia, no sólo se rompería su propio codo sino que, probablemente, si su oponente fuera una mujer no sentiría el golpe ni siquiera en los pezones. Hablando de pezones, ahí estaba de pronto cara a… bueno no exactamente cara a cara, frente a la pelirroja. Resistió el impulso de acurrucarse en la tela suave y gris que cubría ese refugio con un suspiro de alegría. La idea era que si lo hacía, probablemente, terminaría con los dos brazos rotos. Alzó la vista hasta la cara rodeada de cabellos rojos.

—Vamos —dijo ella y lo arrastró a través de la multitud. ¿Estaba cayendo el nivel de ruido? La pared humana de sus propias tropas se abrió apenas lo suficiente para dejarlos pasar.

Estaban cerca del punto de salida de la línea de las tropas.

Funcionaba, por Dios, funcionaba. Los catorce grupos de asalto, reunidos todavía un poco demasiado cerca a lo largo de la pared de la cúpula —pero eso podía mejorarse para la próxima vez—, admitían a los hambrientos de uno en uno. Los organizadores mantenían las líneas en constante movimiento y llevaban a los que ya habían recibido lo suyo a lo largo del perímetro detrás de la pared humana que hacía de escudo en una riada permanente para que volvieran al campo abierto. Oliver había puesto a sus hombres de aspecto más fiero en parejas, patrullando la salida para que se aseguraran de que nadie robaba a otro su ración.

Hacía mucho tiempo que ninguno de esos hombres tenía la oportunidad de portarse como un héroe. No pocos de los nuevos policías se sentían entusiasmados con su trabajo —tal vez había incluso cuentas personales pendientes—. Miles reconoció a uno e los robustos detrás de un par de patrulleros. En apariencia, lo estaban golpeando un poco. Miles, que recordaba a qué había venido, trató de no sentir que el ruido del puño sobre la carne era música para sus oídos.

Miles, Beatrice y Suegar esquivaron el flujo de prisioneros con una barra en la mano para pasar hacia la zona de distribución. Con un suspiro casi arrepentido, Miles buscó a Oliver y lo envió a restaurar el orden entre sus policías.

Tris tenía las montañas de distribución y las líneas inmediatas bajo un control muy férreo. Miles se felicitó por haber dejado que las mujeres fueran las que llevaran a cabo el trabajo de la distribución. Definitivamente, había tocado una cuerda profunda con ese detalle. No pocos de los prisioneros murmuraron incluso un gracias entre dientes cuando les metieron la barra de rata entre las manos, y lo mismo hicieron los que estaban en línea detrás de ellos cuando les llegó el turno.

¡No, no, no!, pensó Miles mirando hacia arriba, a la cúpula de aspecto inocente y silenciosa. No tenéis el monopolio de la guerra psicológica, hijos de puta. Vamos a dar la vuelta a los intestinos y espero que escupáis las tripas del susto.

Un altercado en uno de los montones de comida interrumpió sus meditaciones. Miles puso cara de disgusto cuando vio a Pitt en medio del problema. Se acercó con rapidez hacia el lugar.

Pitt, según parecía, había agradecido su barra de rata, no con un gracias sino con una burla, una risa sardónica y un taco. Por lo menos, tres de las mujeres estaban tratando de reducirlo sin mucho éxito. El hombre era musculoso y fuerte, y no tenía inhibiciones: se defendía. Una de las mujeres, no mucho más alta que Miles, salió volando como una pelota y no volvió a levantarse. Mientras tanto, la columna estaba parada y el flujo civilizado de futuros comensales totalmente perturbados. Miles maldijo entre dientes.

—Tú, tú, tú— y tú. —Miles tocó los hombros de los elegidos— Atrapad a ese tipo. Sacadlo de aquí. A la pared de la cúpula…

Los que Miles había tocado no parecían muy contentos con la misión encomendada; pero, para ese momento, Tris y Beatrice habían atacado con más ciencia. Pitt, salvaje y malhablado, desapareció entre las líneas. Miles se aseguró de que la distribución se reanudaba antes de centrar su atención en él. Oliver y Suegar se le habían unido.

—Voy a arrancarle las pelotas —decía Tris—. Ordeno…

—Una orden militar —interrumpió Miles—. Si este tipo está acusado de conducta desordenada, deberías formarle una corte marcial.

—Es un violador y un asesino —le replicó ella, con voz helada—. La ejecución es demasiado buena para él. Tiene que morir despacio.

Miles apartó un poco a Suegar.

—Es tentador, pero por alguna razón no me gusta la idea de entregárselo a ella… no me gusta nada. ¿Por qué?

Suegar lo miró con respeto.

—Creo que tienes razón. Hay… hay demasiados culpables.

Pitt, furioso, casi echando espuma, acababa de ver a Miles.

—¡Tú! Tú, debilucho lamecoños, ¿crees que ellas pueden protegerte? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Tris y Beatrice—. No les alcanzan los músculos. Las vencimos antes y las volveremos a vencer. No habríamos perdido la maldita guerra si hubiéramos tenido soldados de verdad, como los barrayanos. Ellos no llenaron su ejército de coños y lamecoños. Y sacaron corriendo a los cetagandanos de su planeta…

—No sé por qué —gruñó Miles, a pesar de sí mismo—, dudo que seas experto en la defensa de los barrayanos en la primera guerra cetagandana. O tal vez hayas aprendido algo…

¿Por qué estoy aquí discutiendo con este loco de mierda?, se preguntó Miles mientras Pitt seguía insultándolo. No hay tiempo. Terminemos.

Se volvió hacia atrás y cruzó los brazos.

—¿Se os ha ocurrido que este hombre es a todas luces un agente de los cetagandanos?

Hasta Pitt quedó tan impresionado que se calló.

—Creo que es evidente —siguió Miles, levantando la voz para que todos los que estaban cerca pudieran oírlo—. Es un líder en la división y destrucción del grupo. Corrompió con Su ejemplo y su maña a soldados honestos que lo siguieron y los enfrentó unos contra otros. Vosotros erais lo mejor de Marilac— Los cetagandanos no podían estar seguros de que cayeseis. Así que plantaron la semilla del mal entre vosotros. Para asegurarse. Y funcionó… funcionó muy bien. Nunca sospechasteis… —

Oliver cogió a Miles del brazo y le murmuró al oído:

—Hermano Miles… conozco a ese tipo. No es ningún agente cetagandano. Es sólo uno de tantos…

—Oliver —ordenó Miles con los dientes apretados—. Silencio. —Y siguió hablando con su tono de arenga— Claro que es un agente cetagandano. Un espía. Un topo. Y pensar que todo este tiempo pensabais que esto era algo que os hacíais vosotros mismos…

Donde no existe el diablo, pensó Miles, tal vez sea conveniente inventarlo. Se le revolvía el estómago, pero mantuvo el rostro tranquilo en una expresión de rabia justa. Miró las caras a su alrededor. Había unas cuantas tan pálidas como debía de estar la suya propia, pero por otras razones. Un murmullo, bajo se deslizó entre ellas, un murmullo atónito y amenazador,

—Quitadle la camisa —dijo Miles— Y acostadlo boca abajo. Suegar, dame tu taza.

La taza de plástico de Suegar tenía una punta afilada el, un, de sus lados rotos. Miles se sentó sobre Pitt, y usando la punta como una estilográfica escribió sobre esa espalda tensa, en letras grandes:


ESPÍA
CETA

Clavó bien hondo, sin piedad y la sangre lo salpicó de arriba a abajo. Pitt aulló, insultó, se retorció.

Miles se puso de pie, temblando, sin aliento, y no Sólo por el esfuerzo fisico.

—Ahora —ordenó—, quiero que le deis su barra de rata y lo escoltéis hasta la salida.

Los dientes de Tris se abrieron para objetar la última orden, y después se cerraron con fuerza. Sus ojos taladraron la espalda de Pitt mientras lo empujaban hacia fuera. Su mirada se volvió luego hacia Miles, dudosa.

—¿De verdad crees que era cetagandano? —le preguntó a Miles en voz baja.

—No puede ser —se burló Oliver—. ¿Para qué es toda esta charada, hermano Miles?

—No dudo de las acusaciones de Tris sobre sus otros crímenes —dijo Miles, tenso—. Quiero que lo sepáis. Pero no podemos castigarlo por ellos sin dividir al campo en dos, y eso debilitaría la autoridad de Tris. De esta forma, Tris y las mujeres se vengan sin ponerse a la mitad de los hombres en contra. Las manos de la comandante quedan limpias, se hace justicia contra un criminal y nos sacamos de encima un caso que, sin duda, afuera iría a la prisión militar. Además, es una advertencia para gente que pueda parecérsele. Funciona a todos los niveles.

Oliver se quedó mudo. Después de un momento, señaló:

—Juegas sucio, hermano Miles.

—No puedo permitirme una derrota. —Miles le clavó la mirada—. ¿Y tú?

—No —Oliver apretó los labios.

Tris no hizo ningún comentario.

Miles supervisó personalmente el reparto de raciones a los prisioneros demasiado enfermos débiles o heridos que no hubieran intentado acercarse a la línea.

El coronel Tremont estaba echado sobre su manta, tieso, enroscado, mirando sin ver. Oliver se arrodilló a su lado y le cerró los ojos fijos, secos. El coronel había muerto en las últimas horas, no importaba cuándo.

—Lo lamento —dijo Miles con sinceridad—. Lamento haber llegado tarde.

—Bueno, bueno —contestó Oliver. Se puso de pie, se mordió el labio, meneó la cabeza y no dijo ninguna otra cosa. Miles, Suegar, Tris y Beatrice le ayudaron a llevar el cadáver con ropa, taza y todo, a la pila de basura. Oliver puso la barra de rata que le había reservado bajo el brazo del muerto. Nadie trató de saquear el cuerpo cuando ellos se fueron, aunque ya habían saqueado a otro que yacía en las mismas condiciones, desnudo y de lado.

Poco después tropezaron con el cuerpo de Pitt. Probablemente había muerto por estrangulamiento, pero tenía la cara tan golpeada que el color rojo de las mejillas y los labios no era una señal segura.

Tris, en cuclillas junto al cuerpo, miró a Miles en una reestimación lenta de su forma de actuar.

—Creo que, después de todo, tal vez tenías razón sobre el poder, hombrecito.

—¿Y sobre la venganza?

—Pensé que nunca me saciaría de vengarme —suspiró ella, mirando el cuerpo que yacía a su lado—. Sí. … sobre eso también.

_Gracias. —Miles empujó el cuerpo con el dedo gordo del pie—. Y no te equivoques. Es una pérdida para nosotros.

Miles hizo que Suegar dejara que otro llevara el cadáver a la pila de basura.

Formó un consejo de guerra justo después del reparto de comida. Los que habían llevado el cuerpo de Tremont, que Miles consideraba ahora sus generales, y los catorce líderes de grupo se reunieron a su alrededor en un lugar cerca de las fronteras del grupo de las mujeres. Miles caminaba de un lado a otro frente a ellos, gesticulando con fuerza.

—Quiero felicitar a los líderes de grupo por su trabajo excelente y al sargento Oliver por haberlos elegido. Esto nos ha permitido lograr, no sólo la alianza con la gran mayoría de los habitantes del campo, sino también tiempo. De ahora en adelante cada comida funcionará un poco mejor que la anterior y será un ejercicio para la siguiente.

»Y no os equivoquéis. Esto es un ejercicio militar. Estamos en guerra otra vez. Ya hemos logrado que los cetagandanos hayan quebrado su muy calculada rutina y hayan hecho un movimiento nuevo. Nosotros actuamos. Y ellos reaccionaron. Aunque os parezca increíble, la ventaja de la ofensiva ha estado en nuestras manos.

»Ahora empezaremos a planear la estrategia siguiente. Quiero que penséis cuál será el próximo desafío a que nos enfrentarán los cetagandanos. —En realidad, quiero que penséis. Y punto—. Aquí termina el sermón. Comandante Tris, usted sigue. —Miles se obligó a sentarse con las piernas cruzadas para dejar el campo libre a su elegida, lo quisiera ella o no. Se recordó que Tris había sido oficial de campo, no de oficinas y que necesitaba la práctica más que él.

—Por supuesto, pueden enviarnos menos comida, como ya hicieron antes —empezó ella después de aclararse la garganta—. Se dice que así fue como empezó todo. —Su mirada se cruzó con la de Miles, que asintió como para darle ánimo—. Eso quiere decir que vamos a tener que empezar a contar cuánta gente hay y hacer turnos rotativos estrictos para dividir las raciones en caso de que no haya para todos. Cada líder de grupo elegirá un lugarteniente y un par de ayudantes para controlar las cifras.

—Otro movimiento igualmente perturbador que podrían intentar los cetagandanos —interrumpió Miles sin poder resistirse a la tentación—, es enviar demasiada comida para enfrentarnos al problema, muy interesante por cierto, de cómo dividir los extras. Creo que tenemos que pensar en eso. —Sonrió a Tris con gesto inocente.

Ella alzó una ceja y siguió adelante:

—Tal vez también traten de dividir la comida en varios montones, para complicarnos el problema de controlar el reparto correctamente. ¿Se os ocurre algún otro truco sucio en que podamos pensar? —preguntó y no pudo dejar de mirar a Miles.

Uno de los líderes de grupo levantó la mano con algunas dudas.

—Señora… ellos nos están escuchando. ¿No le parece que les estamos dando ideas?

Miles se levantó para contestar a eso con toda su fuerza.

—Claro que nos escuchan. Sin duda, tenemos toda su atención. —Hizo un gesto obsceno hacia la cúpula— Que escuchen. Cada movimiento que hagan es un mensaje desde fuera, una sombra que marca la forma que tienen, una información acerca de ellos. Sabremos utilizarla.

—¿Y si nos vuelven a cortar el aire? —dijo otro líder de grupo con un tono tan cargado de dudas como el primero.

—Entonces —dijo Miles con suavidad—, perderán la posición que tanto les ha costado ganar en la Comisión judicial. Es un golpe de propaganda que les ha servido de mucho últimamente, sobre todo desde que nuestro lado, en medio de la presión de la crisis que tenemos en casa, no ha sido capaz de mantener a sus propias tropas en buenas condiciones, y mucho menos a los cetagandanos que capturamos. Los cetagandanos, cuyo punto de vista propagandístico es que están compartiendo el gobierno imperial con nosotros por generosidad cultural, dicen que esto es una muestra de la superioridad de su civilización y sus buenos modales…

Algunas risas burlonas indicaron el punto de vista de los prisioneros al respecto y Miles sonrió y siguió adelante.

—La tasa de mortalidad de este campo es tan extraordinaria que ha llamado la atención del Comité judicial. Los cetagandanos se las han arreglado para justificarla en tres inspecciones distintas del comité, pero un ciento por ciento sería demasiado alto e injustificable hasta para ellos. —Un temblor como para expresar acuerdo, la rabia reprimida, recorrió al auditorio como una corriente amarga.

Miles se sentó de nuevo. Oliver se inclinó hacia él y le susurró:

—¿Cómo diablos sabes todo eso?

Miles hizo una mueca.

—¿Ha sonado convincente? Bien.

Oliver volvió a acomodarse en la silla, muy tenso.

—No tienes ningún tipo de inhibición, ¿verdad?

—No en un combate.

Tris y su grupo de líderes pasaron las siguientes dos horas preparando cuadros de posibles lugares y circunstancias para la aparición de la comida y diseñando respuestas tácticas para cada una. Hicieron un descanso para pasar los resultados a los líderes de grupo, para que ellos, a su vez, se los pasaran a sus subordinados y Oliver a su personal de apoyo suplementario.

Tris se detuvo frente a Miles, que había sucumbido a la gravedad en algún momento de la segunda hora y que ahora yacía en el polvo, mirando sin ver hacia la cúpula y parpadeando en un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. No había dormido nada durante el día y medio anteriores a su llegada al campo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde entonces.

—He pensado en otra posibilidad —dijo Tris—. ¿Qué hacemos si no hacen nada? No cambian nada.

Miles sonrió, medio dormido.

—Es lo más probable. Ese intento por engañarnos en el último reparto de comida fue un desliz por su parte, creo yo.

—Pero sin enemigo, ¿cuánto tiempo podemos seguir fingiendo que somos un ejército? —Insistió ella—. Con esto nos has sacado de lo más profundo del pozo, pero cuando esto se termine, ¿qué pasará?

Miles se acurrucó y dejó fluir pensamientos extraños o informes, arrastrado por el comienzo de un sueño erótico sobre una pelirroja alta y agresiva. Soltó un bostezo.

—Entonces, pediremos un, milagro. Recuérdame que debo discutir lo de los milagros contigo… más tarde…

Se despertó a medias una vez, cuando alguien le metió una manta debajo del cuerpo. Sonrió a Beatrice entre sueños.

—Mutante loco —le soltó ella y lo hizo rodar sobre la manta—. No vayas a creer que esto ha sido idea mía.

—Suegar —murmuró Miles—, Dios mío, creo que le justo. —Se enroscó otra vez entre los brazos dulces de la Beatrice de ensueño a disfrutar de una paz temporal.

Por desgracia, el análisis de Miles fue correcto. Los cetagandanos volvieron a su rutina original con las barras de rata y no respondieron a los cambios de sus prisioneros. Miles no estaba seguro de que eso le gustara. En realidad le daba muchas oportunidades para afinar el sistema de distribución, pero algún tipo de ataque de la cúpula habría servido para dirigir la atención de los prisioneros hacia fuera, les habría devuelto un enemigo que aliviara en algo el aburrimiento paralizante de sus vidas. Si la cuestión se alargaba demasiado, Tris acabaría teniendo razón.

—Odio a los enemigos que no cometen errores —murmuró Miles, irritado, y puso todos sus esfuerzos en las cosas que sí podía controlar.


Buscó un prisionero flemático con un buen latido cardíaco y le pidió que se acostara en el polvo y contara los latidos para marcar el tiempo de la distribución para después trabajar sobre cómo reducir ese tiempo.

—Es un ejercicio espiritual —anunció cuando ordenó que sus catorce hombres distribuyeran las barras de rata a grupos de doscientos con descansos de treinta minutos entre un grupo y otro.

—Es un cambio de ritmo —explicó a Tris, apartándola de los demás—. Si no podemos inducir a los cetagandanos a que provean algo de variedad, tendremos que hacerla nosotros mismos.

También ordenó que se contabilizaran con exactitud a los prisioneros supervivientes. Estaba siempre en todas partes, exhortando, buscando, empujando, reprimiendo.

—Si realmente quieres que lo hagamos más rápido, será mejor que nos des más montones, mierda —protestó Oliver.

—No blasfemes —dijo Miles y se dedicó a enseñar a los grupos cómo distribuir los montones en otros más pequeños, colocados a espacios regulares sobre la superficie del campo para apresurar la distribución.

Al final de la comida número diecinueve desde que él había entrado en el campo, Miles decidió que su sistema de distribución estaba completo y que era teológicamente correcto. Si llamaba «día» al tiempo que llevaba recibir dos comidas, había estado allí nueve días.

—Estoy listo —refunfuñó—, y es demasiado pronto.

—¿Lloras porque no tienes otros mundos que conquistar? —le preguntó Tris con una mueca sarcástica.

Para la llamada trigésimo segunda, el sistema todavía funcionaba bien, pero Miles empezaba a inquietarse.

—Bienvenido al tiempo eterno —dijo Beatrice con amargura—. Será mejor que empieces a serenarte, hermano Miles. Si lo que dice Tris es cierto, vamos a estar aquí todavía más tiempo por tu culpa. Tengo que acordarme de agradecértelo alguna vez. —Le sonrió con una mueca de amenaza y Miles recordó prudentemente que tenía algo que hacer al otro lado del campo.

Beatrice tenía razón, pensó Miles, deprimido. La mayor parte de los prisioneros contaba su tiempo de cautiverio en meses y años, no en días y semanas. Él mismo terminaría diciendo tonterías en un tiempo que cualquier otro calcularía como un suspiro. Se preguntó con amargura qué forma tomaría su locura personal. ¿Maníaca, inspirada en el espejismo brillante de que era… digamos, un conquistador de Komarr? ¿O depresiva, como había pasado con Tremont, que se había metido en sí mismo hasta convertirse en nada, una especie de agujero negro humano?

Milagros. Había habido líderes en la historia que se habían equivocado al elegir el momento para sus batallas y habían llevado a sus rebaños a la montaña a esperar un apocalipsis que nunca llegaría. Después de eso, las vidas de esos líderes estaban marcadas por la oscuridad y la bebida. Pero aquí no había nada que beber. Miles deseaba tomarse seis dobles, aquí y ahora.

Ahora. Ahora. Ahora.

Miles adquirió la costumbre de recorrer el perímetro de la cúpula después de cada comida, en parte para hacer o fingir que hacía una inspección, en parte para quemar algo de la energía nerviosa que se le acumulaba en el cuerpo cada vez más. Le costaba mucho dormir. Había habido un período de quietud en el campo después de que se regularon con éxito las distribuciones de comida, como si el orden hubiera sido un cristal arrojado en una solución muy saturada. Pero en los últimos días, el número de peleas de puños había aumentado. Los hombres que ejercían de policías también se estaban volviendo más irritables y recurrían a la violencia con mayor rapidez. Estaban adquiriendo una forma de contonearse al caminar que era desagradable y potencialmente peligrosa. Fases de la luna. ¿Quién podía ganar a la luna?

—Más despacio, Miles —se quejó Suegar que trataba de seguirle el paso.

—Lo lamento. —Miles aflojó las zancadas y se sacudió su abstracción para mirar a su alrededor. La cúpula brillante se elevaba a su izquierda y parecía pulsar con un zumbido molesto que estaba justo por debajo de lo que captaba su oído. El silencio se extendía a su derecha, grupos de gente, en su mayoría sentada. Las cosas no habían cambiado demasiado desde su primer día en ese lugar. Tal vez un poco menos de tensión, tal vez un poco más de cuidado para los enfermos y los heridos. Fases de la luna. Se sacudió la inquietud que lo dominaba y sonrió con alegría a Suegar.

—¿Estás recibiendo respuestas más positivas para tus sermones estos días? —le preguntó.

—Bueno… nadie trata de pegarme —dijo Suegar—. Pero lo cierto es que, con todo el trabajo de las comidas y eso, tampoco he predicado mucho. Y además está la policía. Es difícil decirlo.

—¿Vas a seguir intentándolo?

—Ah, sí. —Suegar hizo una pausa— He estado en lugares peores que éste. Estuve en un campo minero una vez, cuando no era más que un chiquillo. Un descubrimiento de minas de gemas de fuego. Por una vez, en lugar de ser una compañía grande o el gobierno, el lugar se había dividido en cientos y cientos de pequeñas concesiones de unos dos metros cuadrados cada una. Los tipos cavaban a mano, con paletas y escobillas (las gemas de fuego grandes son muy delicadas, ya sabes, se rompen en pedazos si las golpeas), cavaban bajo el sol abrasador, día tras día. Muchos de esos tipos tenían menos ropa que nosotros. Muchos de ellos comían menos y con menos frecuencia. Trabajando hasta reventar. Más accidentes, más enfermos que aquí. También había peleas, muchas.

»Pero vivían para el futuro. Te aseguro que llevaban a cabo las proezas más increíbles de resistencia física, y lo hacían por la esperanza, siempre voluntariamente. Estaban obsesionados. Estaban… bueno, tú te pareces mucho a ellos. No querían darse por vencidos por nada del mundo. Convertían una montaña en un abismo en menos de un año, con paletas de albañil. Era una locura. A mí me encantaba.

»Este lugar… —Suegar miró a su alrededor—. Este lugar puede aterrorizar a cualquiera, volverlo loco de miedo. —Tocó con la mano derecha el brazalete de harapos—. Este lugar se va a tragar nuestro futuro, este lugar te traga entero… es como si la muerte fuera sólo una formalidad. Una ciudad zombie. Una ciudad suicida. El día que deje de intentarlo, este lugar me va a devorar.

—Mmmm —dijo Miles para darle la razón.

Se estaban acercando a lo que Miles creía que era el punto más lejano del circuito a partir del lugar en el que habían dejado las mantas, cerca de las fronteras de las mujeres, que ahora se habían vuelto permeables.

Un par de hombres caminaba por el perímetro en dirección contraria. Se reunieron con otro par en pijamas grises. Como por casualidad, espontáneamente, tres más se levantaron de sus mantas a la derecha de Miles. No podía estar seguro sin volver la cabeza, pero suponía que había más movimiento acercándosele por detrás.

Los cuatro que se acercaban se detuvieron a unos metros, Miles y Suegar dudaron. Hombres de gris, todos de distinto tamaño pero todos más grandes que Miles — ¿había alguien más pequeño que él, por cierto?—, con el ceño fruncido, cargados de una tensión feroz que tocaba a Miles y le ponía los nervios de punta. Reconoció solamente a uno de ellos, otro de los hermanos robustos que había visto en compañía de Pitt. No se molestó en sacar los ojos del lugarteniente de Pitt para buscar a hombres de la policía. En primer lugar, estaba casi seguro que uno de los hombres que se enfrentaba a ellos era de la policía.

Y lo peor era que este aprieto —los tenían entre la espada y la pared, si se podía decir eso en un lugar sin paredes— era culpa suya, por haber dejado que sus movimientos cayeran en una rutina diaria predecible. Un error estúpido, básico, el error de un principiante. Eso era imperdonable.

El lugarteniente de Pitt se adelantó, mordiéndose el labio y mirando a Miles con los ojos vacíos. Se está convenciendo a sí mismo, pensó Miles. Silo único que quisiera es convertirme en picadillo, podría hacerlo hasta en sueños. El hombre deslizó una cuerda de tela cuidadosamente trenzada entre sus dedos. Una cuerda para estrangular… no, no iba a ser otra paliza. Esta vez iba a ser asesinato premeditado.

—Tú —dijo con voz ronca—. Al principio me tenías confundido. No eres uno de nosotros. No podrías ser uno de nosotros. Mutante… Tú mismo me diste la clave. Pitt no era un espía de los cetagandanos. Tú lo eres… —agregó y se lanzó hacia adelante.

Miles se agachó, golpeado por una súbita comprensión y el ataque salvaje, que lo sacudieron al mismo tiempo. Mierda, sabía que tenía que haber una razón por la que la idea de acabar con Pitt de la forma en que lo había hecho no lo había convencido del todo, a pesar de lo práctica que parecía. La acusación falsa era un arma de doble filo, tan peligrosa para el que la empuña como para su enemigo. Tal vez el lugarteniente de Pitt realmente creía en la acusación que estaba haciendo. Miles había empezado una caza de brujas. Justicia poética que él fuera la primera víctima, pero ¿adónde llevaría esa caza a los prisioneros del campo? Sin duda, los cetagandanos no habían interferido últimamente. Debían de estar cayéndose de las sillas de risa —error tras error tras error hasta terminar aquí—, muriendo de forma estúpida como un gusano a manos de otros gusanos dentro de un agujero de gusanos…

Unas manos lo aferraron, él se retorció espasmódicamente, dando patadas con todas sus fuerzas, pero sólo pudo soltarse en parte. Junto a él Suegar se retorcía, golpeaba, gritaba con energía demoníaca. Tenía alcance, pero no masa. Miles no tenía ni alcance ni masa. Pero Suegar se las arregló para anular a uno de los atacantes de Miles durante un momento.

De pronto, los hombres aferraron el brazo izquierdo de Suegar, que se había despegado de su cuerpo tratando de golpear. Miles hizo una mueca anticipando el ruido familiar de un hueso que se quiebra, pero en lugar de eso, uno de los hombres arrancó el harapo de la escritura de la muñeca de Suegar.

—¡Eh, Suegar! —se burló, bailando hacia atrás—. ¡Mira lo que tengo!

La cabeza de Suegar giró en redondo. Se había distraído de su defensa apasionada de Miles. El hombre sacó el pedazo arrugado de papel de su bolsa de tela y lo sacudió en el aire. Suegar lanzó un grito desesperado y se lanzó hacia él, pero otros dos cuerpos lo bloquearon. El hombre rompió el papel en pedazos y se detuvo, como si no supiera qué hacer con él. Después, con una sonrisa, se metió los trocitos en la boca y empezó a masticarlos. Suegar aulló.

—Mierda —gritó Miles, furioso—. ¡Me querías a mí! No tenías por qué hacer eso… —Golpeó con toda la fuerza de su puño la cara del atacante más cercano, que se había distraído un momento mirando a Suegar.

Sintió que sus huesos se estremecían desde la muñeca hacia arriba. Estaba tan harto de sus huesos, cansado de que le dolieran una y otra y otra vez…

Suegar chillaba, gritaba, lloraba y trataba de alcanzar al hombre que estaba masticando el papel. El hombre permanecía., quieto y sonreía mientras masticaba. Suegar perdió toda ciencia en sus ataques y se lanzó como un molino de viento. Miles lo, vio caer y después no le quedó atención, para otra cosa que no fuera el apretón de anaconda de la cuerda que se había enroscado en su cuello. Logró poner una mano entre el cuello y la cuerda, pero era la mano rota. Sintió sogas de dolor dentro del brazo que le corrían por la piel hasta el hombro. La presión en su cabeza llegó al paroxismo y le cerró la visión. Nubes de color púrpura oscuro y amarillo sucio hervían frente a sus ojos como cabezas de tormenta. Una imagen fugaz de un manojo de cabello rojo…

Después estaba en el suelo, y la sangre, la maravillosa sangre volvía a su cerebro hambriento de oxigeno. Dolía y era buena, caliente y palpitante. Se quedó un momento allí. Quieto. No le importaba nada. Hubiera sido tan bueno no tener que volver a levantarse…

La maldita cúpula, fría, blanca y sin rasgos, se burló de su visión que regresaba poco a poco. Miles se puso de rodillas y miró a su alrededor. Beatrice, algunos policías y algunos hombres del comando de Oliver perseguían a los casi asesinos de Miles por el campo. Seguramente, se había desmayado apenas unos segundos. Suegar estaba en el suelo, unos metros más allá.

Miles se arrastró hasta él. El hombre flaco yacía enroscado alrededor de su estómago, la cara pálida, verdosa y húmeda. Temblores involuntarios le sacudían el cuerpo. Nada bueno. Shock. Mantenga al paciente caliente y adminístrele sinergina. No había sinergina. Miles se sacó la túnica y la puso sobre el cuerpo de Suegar.

—¿Suegar? ¿Estás bien? Beatrice ha ahuyentado a esos bárbaros…

Suegar levantó la vista y sonrió, pero la sonrisa desapareció de inmediato en el remolino de una mueca de dolor.

Finalmente volvió Beatrice, jadeando, furiosa.

—Locos de mierda —saludó sin pasión—. No necesitáis un guardaespaldas. Lo que necesitáis es una niñera. —Se arrodillo junto a Miles para mirar a Suegar y apretó los labios. Miró a Miles y se le oscurecieron los ojos. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.

Acabo de cambiar de idea, pensó Miles. No empieces a preocuparte por mí, Beatrice, no te encariñes con nadie. Lo único que conseguirás es hacerte daño. Una y otra vez y otra y otra…

—Será mejor que volváis a mi grupo —sugirió Beatrice.

—No creo que Suegar pueda caminar.

Beatrice llamó a algunos musculosos que metieron al hombre flaco en una manta y se lo llevaron de vuelta al lugar en que siempre dormían. A gusto de Miles, se parecía demasiado al coronel Tremont.

—Quiero un médico —ordenó Miles.

Beatrice volvió llevando del brazo a una mujer mayor, muy enojada.

—Seguramente le han reventado el vientre —dijo la doctora—. Si tuviera un visor de diagnóstico, os diría qué se le ha roto. ¿Tenéis un visor de diagnóstico? Necesita plasma y sinergina. ¿Tenéis? Podría cortarlo y hacerle un parche y apresurar la curación con estimulación eléctrica si tuviera una sala de operaciones. Os aseguro que estaría en pie de nuevo en tres días. Sin problemas. ¿Tenéis una sala de operaciones? Supongo que no.

»Dejad de mirarme así. Hubo un tiempo en que yo creía que podía curar. Este lugar me ha enseñado que no soy más que la intermediaria entre la tecnología y el paciente. Y como ahora no tengo tecnología, no soy nada.

—¿Pero qué se puede hacer? —dijo Miles.

—Cubrirlo. En unos días, mejorará o morirá, según lo que se le haya roto dentro. Eso es todo. —Hizo una pausa y se quedó de pie con los brazos cruzados mirando a Suegar con rencor, como si sus heridas fueran una afrenta personal. Y así era, para ella. Otra carga de pena y fracaso que arrastraba por el polvo el viejo y querido orgullo de curar— Creo que se va a morir —agregó.

—Yo también lo creo —dijo Miles.

—¿Entonces para qué me habéis llamado? —La doctora se alejó a grandes zancadas.

Más tarde volvió con una manta y unos harapos y ayudó a colocarlos sobre Suegar para darle más calor. Después se fue, tan furiosa como antes.

Tris informó a Miles:

—Tenemos a los tipos que trataron de matarte. ¿Qué les hacemos?

—Suéltalos —dijo Miles—. No son el enemigo.

—¡Sí que lo son, mierda!

—Enemigos míos no, por lo menos. Fue un caso de error de identidad. Yo soy sólo un viajero sin sombrero que pasaba por ahí en ese momento.

—Despiértate, hombrecito. No comparto la creencia de Oliver en tu «milagro». No estás pasando por aquí. Aquí te quedas.

Miles suspiró.

—Estoy empezando a creer que tienes razón. —Miles miró a Suegar, escuchó su respiración: muy poco profunda, muy rápida. Se puso en cuclillas a su lado—. Seguramente, esta vez tienes razón. De todos modos… suéltalos.

—¿Por qué? —se quejó ella, furiosa.

—Porque yo lo digo. Porque te lo pido. ¿Quieres que te ruegue por ellos?

—¡Aaj! No, no. ¡De acuerdo! —Tris se volvió y se alejó, mientras se pasaba las manos a través del cabello cortado y murmuraba cosas entre dientes.

Pasó un tiempo sin tiempo. Suegar yacía de costado sin hablar, aunque abría los ojos de vez en cuando. Los abría sin ver. Miles le mojaba los labios con agua periódicamente. Llegó y pasó una comida, sin incidentes ni la participación de Miles. Beatrice se les acercó y dejó caer dos raciones junto a ellos, los miró con desaprobación y se fue.

Miles acunaba su mano herida. Estaba sentado con las piernas cruzadas revisando el catálogo de errores que lo habían llevado a ese punto. Pensó en su evidente capacidad para hacer matar a sus amigos. Tenía la premonición espantosa de que la muerte de Suegar iba a ser casi tan horrible como la del sargento Bothari hacía seis años, y había conocido a Suegar apenas hacía unas semanas, no unos años. Había aprendido que el dolor repetido una y otra vez hace que uno tenga más miedo de las heridas, no menos, un terror cada vez más grande, más profundo, más adentro, en las entrañas. De nuevo no, otra vez no, nunca más…

Se quedó tendido boca arriba y miró la cúpula, el ojo blanco de un dios muerto que nunca parpadeaba. ¿Acaso había otros amigos que habían muerto a manos de ese dios? Sería muy digno de los cetagandanos dejarlo ahí sin saber nada para que la duda y el miedo lo volvieran loco poco a poco.

O lo volvieran loco bruscamente, ahora mismo . El ojo del dios parpadeó.

Miles parpadeó también, nervioso, abrió los ojos de par en par, miró la cúpula como si hubiera podido atravesarla con los ojos. ¿Había parpadeado realmente? ¿O era un parpadeo causado por una alucinación? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

La cúpula parpadeó de nuevo. Durante un instante, la noche planetaria entró en el lugar, y la niebla y la llovizna y el beso de un viento húmedo y frío. El aire del planeta, sin filtros, olía como a huevos podridos. La oscuridad desacostumbrada era cegadora.

—¡DISTRIBUCIÓN! —aulló Miles con toda su voz.

Entonces el limbo se transformó en caos como bajo el brillo fosforescente de una bomba que cala sobre un grupo de edificios. Una luz roja iluminó el lado de una nube enorme e hirviente de deshechos que se alzaba rugiendo hacia el cielo. Una cadena de golpes semejantes rodeó el campo, sacudiendo la noche, ensordeciendo a los que no estaban protegidos. Miles, que todavía gritaba, no oía su propia voz. El fuego de los que se defendían desde el suelo arañó las nubes con líneas de luz de colores.

Tris, con los ojos muy abiertos, pasó a su lado a toda velocidad. Miles la cogió por el brazo con la mano buena y hundió los talones en el suelo para frenarla y acercarla a su cara y así poder gritarle en el oído.

—¡Ya estamos! Organiza a los líderes de los catorce grupos, haz que pongan en línea a sus primeros bloques de doscientos y que los hagan esperar alrededor del perímetro. Busca a Oliver, tenemos que hacer que los de la policía mantengan a los demás esperando el turno bajo control. Si esto sale exactamente como lo practicamos, todos vamos a salir de aquí. —Eso espero—. Pero si se tiran sobre los transbordadores como se tiraban sobre la comida, no saldrá nadie. ¿Me sigues?

—Nunca hubiera creído… no pensaba… ¿Transbordadores?

—No tienes que pensar. Ya lo hemos practicado cincuenta veces. Sigue el ejercicio de la comida. ¡El ejercicio!, ¿entiendes?

—¡Tú… hijo de puta…! —El movimiento de la mano de Tris, mientras salía corriendo a cumplir las órdenes, se parecía mucho a un saludo militar.

Una cadena de luces iluminó el cielo sobre el campo, como si un relámpago estallara una y otra vez, volviendo la escena blanca y fantasmal El campo hervía como un hormiguero que alguien acabara de pisotear. Hombres y mujeres corrían de un lado a otro, gritando su confusión. No era exactamente la visión ordenada que Miles tenía en mente: ¿por qué, por ejemplo, habían elegido los suyos la noche para atacar y no el día?; se lo reprocharía después, cuando terminara de besarles los pies.

—¡Beatrice! —Miles hizo un gesto para que ella se acercara—. ¡Pasa la voz! Estamos haciendo el ejercicio de la comida. Pero en lugar de una barra de rata, cada uno tendrá un asiento en un transbordador. Haz que todos lo entiendan… que nadie se vaya corriendo hacia la noche o perderá el vuelo. Después vuelve y quédate con Suegar. No quiero que se pierda ni que lo pisen. Cuídalo.

—No soy una estúpida. ¿Qué transbordadores?

El sonido que los oídos de Miles habían estado esperando horadó el aire por fin: un gemido agudo, facetado, que se hacía cada vez más ensordecedor. Bajaron desde las nubes hirvientes y escarlatas como insectos monstruosos con caparazones y alas y las patas extendidas. Transbordadores de combate perfectamente armados, dos, tres, seis… siete, ocho… Los labios de Miles se movían al contar. Trece, catorce, por Dios. Se las habían arreglado para conseguir el #B-7 a tiempo.

Miles los señaló.

—Mis transbordadores.

Beatrice estaba de pie con la boca abierta, mirando hacia arriba.

—Dios. Son preciosos. —Miles casi podía ver cómo la mente de la pelirroja se lanzaba a la carrera— Pero no son nuestros. Ni de los cetagandanos. ¿Quién diablos…?

Miles se inclinó.

—Éste es un rescate político pagado.

—¿Mercenarios?

—No somos algo con patas que se retuerce en tu saco de dormir, chica. El tono de voz que corresponde es ¡Mercenarios!, con un grito de alegría.

—Pero… pero… pero…

—Vete, diablos. Después discutiremos.

Ella se encogió de hombros y se alejó corriendo.

Miles empezó a parar a todos los que pudo y les pasó la orden del día. Capturó a uno de los muchachotes del comando de Oliver y le ordenó que se lo pusiera sobre los hombros. Una mirada alrededor le mostró catorce grupos de personas que se coagulaban en las posiciones correctas. Los transbordadores bajaron, flotando, con las máquinas a toda potencia, después tocaron el suelo con un ruido que dio toda la vuelta al campo.

—Tiene que funcionar —murmuró Miles para sí mismo. Tocó el hombro del comando—. Abajo.

Se obligó a caminar hasta el transbordador más cercano. Correr era contra lo que había luchado con sangre, piel y huesos y orgullo durante ¿tres, cuatro semanas?

Lo primero que bajó por la rampa del transbordador fue un cuarteto de soldados armados con media armadura que se ubicó en posiciones de guardia. Bien. Incluso tenían las armas apuntadas en la dirección correcta, hacia los prisioneros que habían venido a rescatar. Después, salió al galope una patrulla mayor en dos cuerpos, con todas las armas listas. Un grupo disparaba mientras el otro se agachaba en cuclillas para evitar el fuego propio y se acercaba hacia las instalaciones cetagandanas que rodeaban el círculo de la cúpula. Difícil saber en qué dirección estaba el peor de los peligros. A juzgar por las luces continuas del exterior, los transbordadores de lucha proveían suficiente distracción externa a los cetagandanos.

Y finalmente bajó el hombre que Miles quería ver, el oficial de comunicaciones del transbordador.

—Teniente… —Miles relacionó la cara y el nombre—. ¡Murka! ¡Aquí!

Murka lo vio. Manipuló el equipo, nervioso, y llamó Por su radio.

—¡Comodoro Tung! ¡Aquí está, lo tengo, lo tengo!

Miles arrancó el comunicador de las manos del teniente, que se inclinó para permitirle el robo, y metió la cabeza en los auriculares a tiempo para oír la voz de Tung que decía con toda claridad:

—Bueno, por Dios, no lo pierdas de nuevo, Murka. Siéntate encima de él si es preciso.

—Quiero a mi personal —dijo Miles en el receptor—. ¿Ya han recogido a Elli y a Elena? ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Sí, señor, no y cerca de dos horas… con suerte —contestó Tung—. Es un placer tenerlo a bordo de nuevo, almirante Naismith.

—Me está diciendo… Consiga a Elli y a Elena. Prioridad Uno.

—En eso estoy. Fuera.

Miles se volvió y descubrió que el líder del grupo de las barras de rata en esa sección había logrado llevar a su primer grupo de doscientos y estaba haciendo que el segundo se sentara a esperar su turno. Excelente. Los prisioneros subían por la rampa uno a uno a través de una extraña vía como de ferrocarril. Un mercenario rasgaba la túnica de cada prisionero con un cuchillo vibrador. Otro les pasaba un bloqueador médico. Un tercero les borraba los números codificados bajo la piel con un aparato quirúrgico de mano. Y no se preocupaba por vendarlos.

—Vayan al frente y siéntese de a cinco. Vayan al frente y siéntense de a cinco, vayan al frente… —recitaba, siguiendo el ritmo con el instrumento que usaba.

Apareció el adjunto temporal de Miles, el capitán Thorne, que se apresuraba entre las sombras y los brillos de luces, flanqueado por una de las cirujanas de las naves de la flota y… por suerte… un soldado con la ropa de Miles y sus botas. Miles se tiró de cabeza a buscar las botas, pero la cirujana lo atrapó en la mitad del vuelo.

Le pasó un bloqueador médico entre los hombros y después le borró los números.

—Ay —gritó Miles—. ¿No podía esperar un segundo a que el bloqueador hiciera efecto? —El dolor desapareció rápidamente y se convirtió en entumecimiento, mientras la mano izquierda de Miles buscaba las marcas— ¿Qué diablos pasa?

—Lo lamento, señor —dijo la doctora sin sinceridad— No se toque, tiene los dedos sucios. —Le aplicó una venda. El rango tenía sus privilegios—. La capitana Bothari-Jesek y la comandante Quinn averiguaron algo nuevo cuando vieron los monitores de la prisión de los cetagandanos, algo que no sabíamos cuando usted entró ahí. Esos números de código tienen cápsulas con drogas y las membranas lípidas de esas cápsulas se mantienen enteras por medio de un alineamiento con un campo magnético de poca energía que genera la cúpula. Una hora fuera de la cúpula y las membranas se quiebran y sueltan el veneno. Unas horas después, el sujeto muere… Una muerte muy desagradable. Supongo que es una forma de asegurarse de que no haya ninguna fuga posible.

Miles tembló y dijo en voz baja:

—Ya veo… —Se aclaró la garganta y agregó en tono más firme—: Capitán Thorne, quiero una recomendación… los honores más altos, a la comandante Elli Quinn y la capitana Elena Bothari Jesek. Nuestro… servicio de inteligencia ni siquiera sospechaba eso. En realidad, los datos del servicio de inteligencia eran defectuosos en muchos sentidos. Tendré que hablar con ellos, y muy seriamente, cuando les presente la cuenta de esta operación. No, no guarde eso, doctora. Quiero que me anestesie la mano, por favor. —Miles extendió la mano derecha para que la mujer se la examinara.

—Otra vez, ¿eh? —murmuró la doctora—. Supuse que ya habría aprendido algo… —Manipuló el bloqueador médico y Mi EES dejó de sentir la mano hinchada. De la muñeca para abajo, nada. Sólo los ojos le aseguraban que todavía estaba allí.

—Sí, pero ¿van a pagar esta operación ampliada? —le preguntó el capitán Thorne, con ansiedad—, Esto empezó como un golpe simple para sacar a un solo hombre, el tipo de operación en la que nos especializamos. Ahora estamos usando toda la flota. Estos malditos prisioneros son más que nosotros. Dos a uno. Eso no fue lo que se estipuló en el contrato original. ¿Y si nuestro empleador misterioso de siempre no está de acuerdo y nos deja en la estacada?

—No —dijo Miles—. Doy mi palabra. Pero… no hay duda de que voy a tener que llevar la cuenta en persona.

—QueDios les ayude entonces —musitó la doctora y se dedicó a sacar los códigos de las espaldas de los prisioneros.

El comodoro Ky Tung, un eurasiático bajo, de edad madura, enfundado en una media armadura y con un equipo de canal de comando, apareció junto a Miles cuando los primeros transbordadores cargados de prisioneros cerraron las compuertas y se elevaron rugiendo hacia la niebla negra. Despegaron en la posición en que estaban, sin esperar. Miles, que conocía la importancia que daba Tung a las buenas formaciones, se dio cuenta de que el tiempo era ahora el factor más acuciante.

—¿Adónde los llevamos? ¿Al piso de arriba? —preguntó Miles.

—Hemos robado un par de cargueros usados. Podemos poner unos cinco mil en cada uno. La salida va a ser dura y fea. Y rápida. Tendrán que acostarse y respirar lo menos que puedan.

—¿Qué tienen los cetagandanos para seguirnos?

—En este momento, apenas unos transbordadores policiales. La mayoría de su contingente militar espacial está al otro lado de su sol, y por eso elegimos este momento para bajar. … hemos tenido que esperar a que volvieran a sus maniobras de práctica. Te lo digo en caso de que te estés preguntando por qué hemos tardado tanto. En otras palabras, buscamos lo mismo que pensábamos hacer en el plan original para sacar al coronel Tremont.

—Pero nos hemos sobrepasado en diez mil. Y tenemos que hacer… ¿cuánto?, unas cuatro operaciones de carga, en lugar de una sola —dijo Miles.

—Sí, y será mejor que entiendas esto —sonrió Tung—. Pusieron esta prisión en este planeta externo y miserable para no tener que gastar en tropas y equipo para cuidarla y defenderla. Contaban con la distancia a Marilac y la continuación de la guerra allí mismo. Esperaban que eso impidiera cualquier idea de rescate. Y en el período en que entramos, la mitad del complemento de guardia se ha trasladado a otros puntos problemáticos. ¡La mitad!

—Confiaban en la cúpula. —Miles lo miró—. ¿Y las malas noticias?

La sonrisa de Tung se llenó de amargura.

—Esta vez nuestro tiempo total de ventana es de dos horas.

—La mitad de la flota local espacial es demasiado para nosotros. Aunque sea la mitad. ¿Y volverán en dos horas?

—Una hora cuarenta. Ya han pasado veinte minutos. —Una mirada a los ojos de Tung y Miles supo dónde estaba el reloj de operación, proyectado en holovídeo por el equipo de comando a un lado del campo de visión del comodoro.

Miles hizo un cálculo mental y bajó la voz.

—¿Vamos a poder levantar vuelo de la última operación de carga?

—Depende de lo rápido que podamos hacer las primeras tres —dijo Tung. Su cara, siempre inescrutable lo era más que nunca y no expresaba ni miedo ni esperanza.

Y eso depende, a su vez, de lo efectivo que haya sido yo en la práctica del ejercicio… Lo que se había hecho, se había hecho y punto. Lo que venía, todavía no estaba allí. Miles puso su atención el aquí y el ahora.

—¿Han encontrado a Elli y a Elena?

—Tengo a tres patrullas buscándolas.

Todavía no las habían encontrado. A Miles se le revolvió el estómago.

—No habría intentado ampliar esta operación si no hubiera sabido que me vigilabas todo el tiempo y que sabrías traducir mis palabras en órdenes concretas.

—¿Lo entendí bien? —preguntó Tung—. Estuvimos discutiendo mucho sobre algunas de las cosas que usted decía con doble sentido.

Miles miró a su alrededor.

—No. Está muy bien. ¿Tienes vídeos de todo? —Un gesto de la mano para señalar todo el círculo del campo.

—De ti, por lo menos. Directamente de los monitores de los cetagandanos. Los espías nos transmitían todos los días. Muy… muy entretenido, señor —agregó Tung con inocencia.

Algunos encuentran muy entretenido ver c6mo otros tienen que tragar varios sapos, uno tras otro, reflexionó Miles.

—Muy peligroso, diría yo… ¿cuándo os comunicasteis por, última vez?

—Ayer. —La mano de Tung tocó el brazo de Miles y abortó así un salto involuntario—. No puedes ser más eficiente que tres patrullas y así no tendré que usar otras tres para buscarte a ti.

—Sí, sí. —Miles se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra sin pensar. Sus dos coagentes, los lazos vitales entre la cúpula y los Dendarii, no habían aparecido todavía. Los cetagandanos mataban siempre a los espías, siempre, con una coherencia deprimente. Después de una serie de interrogatorios que convertían la muerte en un alivio muy bienvenido… Trató de razonar. Si los hubieran descubierto, Tung se habría encontrado con una picadora de carne al bajar. No había sido así, o sea que el disfraz de técnicos de monitores había dado resultado. Claro está que podían haber muerto bajo fuego amigo… Amigos. Tenía demasiados amigos para poder permanecer cuerdo en medio de ese asunto de locos.

—Tú —dijo Miles mientras tomaba su ropa de manos del soldado que se la había traído—, vete allí —señaló con el dedo— y busca a una pelirroja que se llama Beatrice y a un hombre herido que se llama Suegar. Tráemelos. Cuidado con él. Tiene heridas internas.

El soldado saludó y se fue. Ah, el placer de dar una orden sin tener que acompañarla de un razonamiento teológico. Miles suspiró. El agotamiento estaba allí, esperando para tragárselo, agazapado en el borde de su burbuja de adrenalina e hiperactividad. Todos los factores —los transbordadores, el tiempo, el enemigo que se acercaba, la distancia hasta el punto de salto que se cerraría en dos horas— se formulaban y reformulaban en su mente en todas las variedades posibles. Pequeñas variaciones en el factor tiempo derivaban en problemas insuperables. Era un milagro que hubieran logrado lo que habían conseguido hasta el momento. No… Miró a Tung, a Thorne: un milagro, no. Era la iniciativa y la devoción extraordinarias de su gente. Bien hecho, sí, bien hecho.

Thorne lo ayudó a vestirse cuando vio que no podía con una sola mano.

—¿Dónde diablos está mi equipo de comunicaciones de comando? —preguntó Miles.

—Nos dijeron que estabas herido y en estado de agotamiento absoluto. Te marcamos para evacuación inmediata.

—No sé quién fue, pero es un presuntuoso y un… —Miles se tragó la rabia. No había tiempo para mandar a nadie a buscar nada. Además, si hubiera tenido el equipo, se habría sentido tentado de dar órdenes y todavía no conocía lo suficiente las complejidades internas de la operación desde el punto de vista de la flota. Así que se resignó a quedar como observador sin ningún otro comentario. Por lo menos, eso lo dejaba libre para ocuparse de la retaguardia.

Pronto apareció el soldado con Beatrice y otros cuatro prisioneros que llevaban a Suegar en la manta. Lo dejaron a los pies de Miles.

—Que venga mi doctora —dijo Miles.

El soldado salió a buscarla. Cuando llegó se arrodilló junto al semiinconsciente Suegar y le quitó el código de la espalda. Un nudo de tensión se desató en el cuello de Miles al oír el siseo familiar del hiproespray con sinergina.

—¿Mal? —preguntó.

—No está bien —admitió la doctora, controlando el visor de diagnóstico—. El brazo roto, hemorragia en el estómago. Mejor será que éste vaya directo a cirugía en la nave de comando. Auxiliar… —hizo un gesto a un Dendarii que esperaba con los guardias el regreso de los transbordadores y le dio instrucciones incomprensibles. El hombre envolvió a Suegar en una película fina productora de calor.

—Me aseguraré de que llegue allí pronto —prometió Miles. Tembló un poco, envidiando la envoltura ahora que la niebla fría y ácida le perlaba el cabello y se le metía en los huesos.

La expresión y la atención de Tung se dirigieron de pronto a un mensaje que recibía de su equipo. Miles, que le había devuelto el equipo al teniente Murka para que siguiera con sus obligaciones, se paró y se puso a cambiar el peso de un pie al otro, impaciente por recibir las noticias. Elena. Elli. Si las han matado…

—Bien. Muy bien hecho —oyó a Tung—. Informad al punto de bajada A7. —Un movimiento de mandíbula para cambiar de canal—. Sim, Nout, volved con las patrullas a los perímetros del punto de bajada de vuestro transbordador. Las han encontrado.

Miles descubrió que estaba inclinado con las manos sobre las rodillas, esperando que se le aclarara la cabeza mientras el corazón le corría en círculos enloquecidos.

—¿Elli y Elena? ¿Están bien?

—No han pedido un médico… ¿Seguro que tú no necesitas uno? Estás blanco.

—Estoy bien. —El corazón de Miles se regularizó un poco. Se puso de pie y miró los ojos de Beatrice, llenos de interrogantes—. Beatrice, ¿buscarías a Tris y a Oliver? Necesito hablarles antes de que vuelvan a subir los transbordadores.

Ella asintió sin entender y se alejó. No saludó. Por otra parte, tampoco se negó a cumplir la orden. Miles se sintió absurdamente feliz.

El ruido atronador que había habido al principio en el círculo de la cúpula se había convertido ahora en un silencio con gemidos ocasionales de armas de fuego pequeñas, algún grito humano o alguna voz confusa amplificada artificialmente. A lo lejos, ardían fuegos, brillos anaranjados en la niebla. No era una operación quirúrgicamente limpia… Los cetagandanos iban a sentirse muy furiosos cuando contaran sus bajas. Era hora de irse. O más bien, ya se estaba haciendo tarde para irse. Trató de pensar en los códigos envenenados para contrarrestar la imagen de los empleados y los técnicos de los cetagandanos aplastados en medio de sus edificios en llamas, pero las dos pesadillas parecían potenciarse una a la otra en lugar de neutralizarse mutuamente.

Ahí llegaban Tris y Oliver, los dos aún un poco atónitos. Beatrice se colocó a la derecha de Tris.

—Felicitaciones —empezó Miles antes de que ellos pudieran abrir la boca. Tenía mucho que decirles y muy poco tiempo para hacerlo—. Ahora tenéis un ejército. —Hizo un gesto con el brazo para mostrar a los prisioneros, ex prisioneros, mejor dicho, en sus grupos de transporte alrededor del campo. Todos esperaban en silencio, muchos sentados en el suelo. ¿O eran los cetagandanos los que habían conseguido esa paciencia? Fuera quien fuere.

—Temporalmente —dijo Tris—. Creo que es porque están aturdidos. Si las cosas se ponen calientes, s, pierdes uno o más transbordadores, si alguien se aterroriza y empieza a cundir el panico…

—Puedes decirle a cualquiera que veas a punto de estallar que tiene permiso para subir conmigo si eso le ayuda. Ah… y será mejor que les digas que yo voy en el último transporte —puntualizó Miles.

Tung, que prestaba una atención dividida a esa confabulación y al equipo de comunicaciones que llevaba puesto, hizo una mueca de exasperacion ante esa novedad.

—Eso los tranquilizará —dijo Oliver.

—Por lo menos, les dará algo en qué pensar —concedió Tris.

—Ahora yo voy a daros algo en qué pensar a vosotros. La nueva resistencia de Marilac. Vosotros sois esa resistencia —dijo Miles—. Originariarmente, mi patrón me contrató para rescatar al coronel Tremont. Él iba a organizar un nuevo ejército para la lucha. Cuando lo encontré. … se estaba muriendo y tuve que decidir si seguía la letra de mi contrato y enviaba un cadáver o un hombre en estado catatónico, o más bien, seguía el espíritu y enviaba un ejército. Elegí eso último y os elegí a vosotros para llevarlo a cabo. Debéis continuar el trabajo del coronel Tremont…

—Yo sólo era teniente —empezó a decir Tris, horrorizada, a coro con Oliver— — Soy soldado raso, no oficial. El coronel Tremont era un genio …

—Pero vosotros sois sus herederos. Yo lo digo. Mirad a vuestro alrededor. ¿Os parece que cometí algún error al elegir a mis subordinados?

Después de un momento de silencio, Tris dijo:

—Aparentemente, no.

—Tenéis que establecer un estado mayor. Buscad a los genios en táctica, a los técnicos, y ponedlos a trabajar para vosotros. Pero las decisiones, el impulso y la dirección deben estar en vuestras manos. Recordaréis este lugar y recordaréis por qué hacéis lo que hacéis, siempre…

Oliver habló en voz baja y tranquila.

—¿Y cuándo vamos a salir de ese ejército, hermano Miles?

Mi servicio se terminó durante el sitio de Núcleo Dormido. Si hubiera estado en cualquier otro lugar, me habría ido a casa. —Hasta que el ejército de los cetagandanos hubiera arrasado las calles, claro.

—Incluso así. Las posibilidades no son buenas.

—Las posibilidades eran peores para Barrayar en su época y se sacaron a los cetagandanos de encima. Les llevó veinte años y más sangre que la que habéis visto en vuestras vidas, pero lo hicieron —aseguró Miles.

Oliver pareció más impresionado por ese antecedente histórico que Tris, que dijo escépticamente:

—Barrayar tenía a esos guerreros Vor, todos locos. Corrían a la batalla a toda velocidad, les gustaba morir. Marilac no tiene ese tipo de tradición cultural. Nosotros somos civilizados… o lo éramos, hace tiempo…

—Déjame contarte algo sobre los Vor de Barrayar —cortó Miles—. Los locos que buscaban una muerte gloriosa la encontraron muy pronto, te lo aseguro. Eso limpió de locos la cadena de mando. Los supervivientes fueron los que aprendieron a pelear sucio y a vivir para pelear otro día más y ganar. Los que sentían que nada, ni la comodidad, ni la seguridad, ni la familia, ni los amigos, ni su alma inmortal era más importante que ganar. Supervivencia y victoria. No eran superhombres ni inmunes al dolor. Sudaban llenos de dudas y confusión. No tenían ni la mitad de los recursos físicos que posee Marilac, incluso ahora. Y ganaron. Los Vor —dijo Miles y bajó la velocidad del discurso— no saben rendirse.

Después de un silencio, Tris dijo:

—Hasta un ejército de voluntarios patrióticos tiene que comer. Y no vamos a ganar a los cetagandanos escupiéndoles a la cara.

—Habrá ayuda financiera y militar a través de un canal secreto que no seré yo. Si hay un ejército de resistencia a quién entregarla.

Tris miró a Oliver, midiéndolo. El fuego que había en ella ardía más cerca de la superficie que nunca desde que Miles la conocía, y le corría por los músculos duros. El gemido de los primeros transbordadores que volvían horadó la niebla. Tris dijo en voz muy suave:

—Y yo que pensé que era atea, sargento, y que tú eras el que creía. ¿Vienes conmigo… o te vas?

Los hombros de Oliver se hundieron. Con el peso de la historia, sintió Miles, no el de la derrota, porque el calor que había en sus ojos era similar al que ardía en Tris.

—Voy —dijo.

Miles miró a Tung.

—¿Cómo vamos?

Tung movió la cabeza y alzó la mano.

—Seis minutos de retraso arriba.

—Bien. —Miles se volvió hacia Tris y Oliver—. Quiero que subáis los dos. Esta vez, en transbordadores distintos. Cuando lleguéis arriba, acelerad la descarga de gente. El teniente Murka os dirá en qué transbordador ir… —Hizo un gesto a Murka y los envió a su tarea.

Beatrice se quedó.

—Creo que voy a aterrorizarme —informó a Miles en tono distante. Con el dedo gordo del pie, desnudo, trazaba círculos en el polvo, cada vez más húmedo.

—Ya no necesito guardaespaldas —sonrió Miles—. Tal vez una niñera…

Una sonrisa iluminó los ojos de ella sin llegar a los labios. Más tarde, se prometió Miles. Más tarde haría reír a esa boca.

La segunda ola de transbordadores despegó mientras lo que quedaba de la primera aterrizaba de nuevo. Miles rezaba para que todos los sensores estuvieran funcionando a la perfección: los transbordadores se pasaban unos a otros en medio de la niebla. De ahora en adelante, el factor tiempo sólo podía empeorar. La niebla se estaba condensando en una lluvia fría, agujas de plata que caían desde el cielo.

El foco de la operación se afinaba rápidamente, más máquinas, más números, más cálculos de tiempo, menos lealtades y almas. Y obligaciones aterrorizantes. Una mente emocionalmente patológica, incapaz de sentir amor o miedo, tal vez lo habría encontrado divertido, pensó Miles. Empezó a hacer cuentas con el dedo en el polvo, números en tránsito, números en tierra, pero el polvo se estaba transformando en un barro pegajoso y negro y no retenía el dibujo.

—Mierda _exclamó Tung de pronto a través de los dientes apretados. El aire que había frente a su cara estalló en una onda de información proyectada en holovídeo y sus ojos la leyeron a la velocidad que da la práctica. Su mano derecha se crispo y se dobló, como si tuviera ganas de arrancarse el equipo de la cabeza y aplastarlo en el barro en un gesto de frustración y disgusto— Eso acaba con todo. Acabamos de perder dos transbordadores.

¿Cuales?, gritó la mente de Miles. Oliver. Tris … Pero se obligó a preguntar primero:

—¿Cómo?

Juro que si chocaron uno contra otro voy a ir a buscar una pared para golpearme hasta que ya no sienta nada…

—Una nave de combate cetagandana atravesó el cordón. Iba contra las de combate, pero la eliminamos a tiempo. Casi a tiempo.

—¿Y la identificación de los transbordadores? ¿Cargados o de regreso?

Los labios de Tung se movieron en una subvocalización.

—A-4, cargada, B-7, vacía. Pérdida total, ningún superviviente. El transbordador de combate 5 del Triunfo está destruido y el piloto en recuperación.

No había perdido a sus comandantes. Los sucesores del coronel Tremont, que había elegido y entrenado con tanto cuidado, estaban a salvo. Abrió los ojos llenos de dolor y descubrió a Beatrice que lo miraba, ansiosa porque para ella los números de los Dendarii no significaban nada.

—¿Doscientos muertos? —susurró.

—Doscientos seis —corrigió Miles. Las caras, nombres, voces familiares de los seis Dendarii pasaron por su memoria. Los doscientos prisioneros también debían de tener rostros. Pero los bloqueó en la mente porque hubieran representado un peso excesivo.

—Estas cosas pasan —murmuró Beatrice aturdida.

—¿Estás bien?

—Claro que sí. Estas cosas pasan. Son inevitables. No soy una llorona que se derrumba bajo el fuego… —Parpadeó con rapidez, levantando el mentón—. Dame… dame algo qué hacer. Cualquier cosa.

Y rápido, agregó Miles por ella. De acuerdo. Le señaló el campo.

—Ve a ver a Pel y a Liant. Divide los grupos que quedan en bloques de treinta y tres y agrégalos a los de la tercera ola. Tendremos que enviar la tercera sobrecargada. Después infórmame. Ve rápido, el resto de los transbordadores volverá en unos minutos.

—Sí, señor —dijo ella y saludó. Era ella la que lo necesitaba, no él. Orden, estructura, racionalidad, una cuerda a la que aferrarse. Él le devolvió el gesto con gravedad.

—Ya estaban sobrecargados —objetó Tung apenas ella estuvo lejos— Van a volar como ladrillos con 233 a bordo. Y tardaremos más en cargarlos y descargarlos.

—Sí. Dios. —Miles dejó de dibujar números en el barro inútil— Por favor, pasa los números al ordenador por mí, Ky. No confío en mí mismo. No sé si sabría sumar dos más dos en este momento. ¿Cuánto retraso llevaremos cuando llegue el cuerpo principal de cetagandanos? Lo más exacto que puedas, sin mentiras, por favor.

Tung murmuró en el equipo, recitó números, márgenes, cuentas de tiempo. Miles lo seguía detalle a detalle con gran intensidad. Tung terminó de repente.

—Al final de la primera ola, nos quedarán cinco transbordadores para descargar cuando nos ataquen.

Mil hombres y mujeres…

—¿Puedo sugerir, señor, con todo respeto, que ha llegado el momento de cortar las pérdidas? —dijo Tung.

—Sí, comodoro.

—Opción número uno, de eficiencia máxima. Bajar sólo siete transbordadores en la última vuelta. Dejar las últimas cinco cargas de prisioneros en tierra. Los volverán a encerrar, pero por lo menos estarán vivos. —La voz de Tung adquirió un tono persuasivo en la última línea.

—Un sólo problema, Ky. Yo no quiero quedarme aquí.

—Todavía puedes subir en el último transbordador, tal como prometiste. Y a propósito, ¿te he dicho ya que creo que esa decisión fue la mayor estupidez que haya oído en los últimos tiempos?

—De manera muy elocuente, con las cejas, hace un rato. Y aunque me inclino a estar de acuerdo contigo, ¿has notado la forma en que me miran constantemente los prisioneros que quedan? ¿Nunca has visto un gato mirando a un saltamontes?

Tung se sacudió, inquieto y observó el fenómeno que Miles le describía.

—No me gusta la idea de matar a los últimos mil para poder poner el transbordador en el aire.

—Tal vez no se den cuenta de que no vienen más transbordadores hasta que estemos arriba.

—¿Entonces los dejamos aquí… esperándonos? —Las ovejas levantan la vista, pero nadie las alimenta…

—Correcto.

—Te gusta esa opción, Ky?

—Me da ganas de vomitar, pero… hay que considerar a los otros nueve mil. Y a la flota. La idea de tirarlos a todos a la basura en un esfuerzo destinado al fracaso en favor de éstos… pecadores miserables tuyos me da todavía más ganas de vomitar. Nueve décimos de una carga es mucho mejor que nada.

—Entiendo. Pasemos a la opción dos, por favor. El vuelo para salir de la órbita está calculado según la velocidad de la nave más lenta, que es…

—Los cargueros.

—¿Y la más rápida sigue siendo el Triunfo?

—Claro que sí. —Tung la había capitaneado una vez.

—Y la mejor armada.

—Sí. ¿Y qué? —Tung veía perfectamente adónde lo llevaba Miles. Su aparente incomprensión era sólo una forma de resistirse.

—Los primeros siete transbordadores que suban en el último envío descargan en los cargueros y salen a tiempo. Hacemos volver a cinco de los pilotos de lucha del Triunfo, pero tiramos y destruimos las armas. Uno ya tiene daños, ¿verdad? Los últimos cinco de esos transbordadores de batalla se colocan junto al Triunfo y los protegemos del fuego de los cetagandanos con la armadura total de la nave. Ponemos a los prisioneros en los pasillos, cerramos los transbordadores y salimos disparados.

—La masa agregada de miles de personas…

—Sería menos que la masa de un par de los transbordadores de lucha. Si es necesario, destruimos también los transbordadores para entrar en la ventana de masa/ aceleración que necesitamos.

—Recargaría el sistema de mantenimiento de vida…

—El oxígeno de emergencia nos llevaría hasta el punto de salto. Después del salto, podemos distribuir a los prisioneros en otras naves, como nos convenga.

La voz de Tung se iba cargando de angustia.

—Esos transbordadores de combate son nuevos, los acabamos de estrenar. Y mis luchadores, cinco, ¿te das cuenta de lo difícil que será conseguir los fondos para reemplazarlos? Serían más o menos…

—Te he pedido que calcules el tiempo, Ky, no el costo —dijo Miles entre dientes. Agregó con más tranquilidad—: Los pondré en la cuenta de los servicios prestados.

—¿Alguna vez has oído la frase «costo excedido»? Seguramente… —Tung volvió su atención a su equipo, que era una extensión de la sala táctica del Triunfo. Se hicieron cálculos, se dieron instrucciones nuevas y se ejecutaron.

—Funciona —suspiró Tung— Nos concede otros quince minutos a un precio altísimo. Si nada sale mal… —continuó en un murmullo frustrado, tan impaciente como Miles con su incapacidad para estar en tres lugares al mismo tiempo—. Ahí vuelve mi transbordador —agregó en voz alta. Miró a Miles, poco convencido de la idea de dejar a su almirante allí abajo librado a sus propios recursos, y obviamente encantado con la idea de salir de la lluvia ácida, la oscuridad y el barro y estar más cerca del centro nervioso de la operación.

—Fuera —dijo Miles— De todos modos, no podemos ir juntos. Va contra las reglas.

—Reglas, bah —exclamó Tung, furioso.

Con la salida de la tercera tanda de transbordadores, quedaron apenas dos mil prisioneros en tierra. Las cosas se hacían cada vez más difíciles, el círculo se cerraba. Las patrullas de combate volvían de sus misiones de penetración en las instalaciones de los cetagandanos. Si algún oficial cetagandano conseguía organizarse lo suficiente como para retrasarlos, la marea cambiaría peligrosamente.

—Te veré en el Triunfo —enfatizó Tung.

Se detuvo para abrazar al teniente Murka, lejos de los oídos de Miles. Miles sonrió con pena por el pobre teniente sobrecargado de trabajo. Podía adivinar las órdenes que le estaba dando Tung. Si Murka no volvía con Miles, con toda probabilidad le convendría quedarse abajo.

Ahora no quedaba otra cosa que una pequeña espera. Darse prisa y esperar. Y esperar, sentía Miles, era muy malo para él. Permitía que su nivel de adrenalina autogenerada bajara furiosamente y le dejaba darse cuenta de lo cansado y contusionado que estaba en realidad. Los estallidos que habían iluminado la escena se estaban convirtiendo en un brillo rojo continuo.

Hubo muy poco tiempo entre la desaparición del ruido laborioso del despegue de los transbordadores de la tercera tanda y el gemido agudo de los primeros transbordadores de la cuarta que volvían a toda velocidad. Pero, por desgracia, toda esa parte de la operación tenía más que ver con ser astuto que con ser rápido. Los hombres y mujeres de Marilac todavía esperaban en sus formaciones para las barras de rata y la disciplina se mantenía. Claro que nadie les había comentado el problemita de tiempo que tenían. Pero las patrullas nerviosas de los Dendarii, que los mantenían en las rampas, seguían conservando un ritmo que era del agrado de Miles. La retaguardia nunca era una posición popular en retirada, incluso entre los lunáticos que desfiguraban sus armas con inscripciones y se reían mientras imaginaban formas más nuevas y grotescas de acabar con sus enemigos.

Miles vio que llevaban a Suegar por una rampa. Seguía consciente sólo a medias. Llegaría antes a la enfermería del Triunfo en un vuelo directo como éste que si hubiera subido en los transbordadores anteriores a uno de los cargueros y después hubiera tenido que esperar un momento seguro para cambiar de nave.

La pista de horror que estaban dejando atrás se había quedado silenciosa y oscura, mojada y triste. Llena de fantasmas! Yo romperé las puertas del infierno y volveré a los muertos a la vida… Había algo que no encajaba del todo bien en esa cita que Miles había recordado a medias. No importaba.

La patrulla armada de ese transbordador, el último, volvió de la niebla y la oscuridad, guiada electrónicamente por su jefe, Murka, como un grupo de perros ovejeros. Murka era la unión entre la patrulla de tierra y la piloto del transbordador, que expresaba su deseo de volver a partir con ruiditos irregulares en el motor.

Después, desde la oscuridad… fuego de plasma que caía a través del aire saturado y húmedo de lluvia. Algún héroe cetagandano, un oficial, un soldado, un técnico, ¿quién sabe?, que se había arrastrado entre las ruinas hasta encontrar un arma… y un enemigo a quien disparar. Imágenes brillantes, rojas y verdes bailaron ante los ojos de Miles, aunque él ya los había cerrado. Uno de los de la patrulla salió de la oscuridad. En la parte posterior de su armadura había una línea brillante que humeaba y sacaba chispas hasta que la aplastaron contra el barro. Las piernas de su armadura se agarrotaron y el hombre quedó en el suelo, retorciéndose como un pez enloquecido y tratando de salir. Un segundo disparo de plasma, mal apuntado desapareció a espaldas de Miles mientras convertía unos cuantos kilómetros de niebla y lluvia en un arroyo sobrecalentado que se lanzaba en línea recta hacia alguna eternidad desconocida.

Justo lo que necesitaban… un francotirador… ahora. Un par de guardias Dendarii desapareció hacia la niebla. Un prisionero excitado… por Dios, si era otra vez el lugarteniente de Pitt, cogió el arma del soldado que yacía con su armadura paralizada e hizo un gesto como para ir a unirse a ellos.

—¡No! ¡Vuelve después y lucha cuando te toque, estúpido! —Miles salió corriendo hacia Murka—. Que vuelvan todos, hay que cargar, salir, ahora. No hay tiempo para luchar.

Algunos de los últimos prisioneros habían caído al suelo como muñecos de barro en un reflejo condicionado por los disparos. Miles corrió hacia ellos y les golpeó.

—¡Arriba, arriba, por la rampa, ahora mismo! —Beatrice se levantó del barro y lo imitó, arriando a los suyos ante ella.

Miles se detuvo frente al soldado Dendarii y abrió los cierres de la armadura con la mano izquierda. El soldado dio una patada a esa caparazón fatal, rodó sobre sus pies y salió cojeando hacia la seguridad del transbordador. Miles corría junto a él.

Murka y otro de los de la patrulla esperaban al pie de la rampa.

—Listos para levantar la rampa y elevarse cuando yo diga —dijo Miles a la piloto—. A… —Sus palabras se perdieron en una explosión y el disparo de plasma le pasó junto al cuello. Miles sintió el calor a centímetros de su cabeza. El cuerpo de Murka se derrumbó.

Miles se detuvo para sacar el equipo de comunicación de la cabeza de Murka. Pero la cabeza del teniente venía con él. Miles tuvo que empujarla con la mano paralizada para poder sacar el equipo. El peso de la cabeza, su densidad, su redondez, le golpearon los sentidos como un martillo. El recuerdo preciso de ese momento estaría con él hasta su muerte. Lo sabía. Dejó caer la cabeza junto al cuerpo de Murka.

Caminó a trompicones por la rampa. Un último Dendarii armado lo llevaba del brazo. Sentía que la rampa se movía de una forma extraña bajo los pies. Miró hacia abajo y vio una raya medio fundida en el sitio que había tocado el último arco de plasma.

Se dejó caer por la entrada, aferrándose al equipo y aullando:

—¡Arriba, arriba! ¡Ahora, ahora mismo! ¡Ya!

—¿Quién es? —llegó la voz de la piloto.

—Naismith.

—Sí, señor.

El transbordador se elevó con los motores rugiendo, antes de que la rampa hubiera sido colocada en su lugar. El mecanismo de la rampa trabajaba en el vacío y el metal y el plástico se quejaban… De pronto, se atascaron por la distorsión del metal fundido. . .

—¡Cierren eso! —aulló la voz de la piloto por el equipo.

—La rampa se ha atascado —contestó Miles—. ¡Arrójela al vacío!

El mecanismo crujió y gimió. La rampa tembló, se atascó de nuevo. Las manos de varios se estiraron para apartarla de la nave.

—¡Así no! —aulló Beatrice desde el otro lado y se acercó para darle una patada con el pie desnudo. El viento del vuelo aulló sobre la escotilla abierta, haciendo vibrar el transbordador como un gigante que sopla dentro de una botella.

En medio de un coro de gritos, golpes e insultos, el transbordador se inclinó de lado. Hombres, mujeres y equipo suelto se deslizaron sobre la cubierta. Beatrice golpeó con fuerza el último perno que sostenía la rampa. Ésta se soltó y Beatrice, que se deslizaba en el movimiento de la patada, cayó al vacío.

Miles se lanzó tras ella, sobre la escotilla. Nunca supo si llegó a tocarla porque tenía la mano derecha como un globo insensible. Vio su cara, una mancha blanca que desaparecía en la oscuridad.

Fue como un silencio, un gran silencio, en su cabeza. Aunque el rugido del viento y los motores, los gritos, los insultos y los aullidos siguieron igual que antes, todo eso se perdió en alguna parte entre sus oídos y su cerebro y Miles no lo registró. Sólo vio una mancha blanca que caía en la oscuridad, repetida una y otra vez, volviendo a empezar como un vídeo que se repite.

Se descubrió a cuatro patas mientras la aceleración del transbordador lo succionaba hacia la cubierta. Habían cerrado la escotilla. La charla humana del interior parecía trivial y ahogada ahora que las voces de los dioses se habían callado. Miles miró la cara pálida del lugarteniente de Pitt, en cuclillas a su lado con el arma del soldado Dendarii todavía en la mano sin disparar, ese arma que Miles había aferrado en otro momento de su vida.

—Será mejor que mates a muchos cetagandanos por Marilac, muchacho —le dijo Miles con amargura—. Será mejor que valgas algo para alguien, porque he pagado un precio muy caro por ti.

La cara del hombre de Marilac se oscureció, demasiado conmocionada hasta para parecer arrepentida. Miles se preguntó qué aspecto tendría su propia cara. Por el reflejo que le parecía ver en el espejo, extraña, muy extraña.

Empezó a arrastrarse hacia adelante, buscando algo, a alguien… Brillos de luz sin forma le marcaban rayas amarillas en los costados de la visión. Una Dendarii armada, con el casco en la mano, lo puso de pie.

—¿Señor? ¿No seria mejor que viniera con la piloto, señor?

—Sí, claro…

Ella le pasó un brazo por la cintura para que no cayera de nuevo. Caminaron por el transbordador atestado de gente, a través de los cuerpos de los hombres y mujeres Dendarii y Marilac, mezclados, sin fronteras. Las caras lo miraban, con miedo, pero nadie se atrevió a decirle nada. Miles vio al pasar una cabeza plateada.

—Espere…

Se dejó caer de rodillas junto a Suegar. Algo de esperanza.

—Suegar. ¡Eh, Suegar!

Suegar entreabrió los ojos. Una rendija apenas. Miles no sabía cuánto podría comprender a través de la inconsciencia del dolor, la impresión y las drogas.

—Ahora estamos en camino. Lo hemos conseguido. Lo logramos a tiempo. Con facilidad. Con rapidez y agilidad. A través de las regiones del aire, más alto que las nubes. Tenías la escritura. Sí.

Los labios de Suegar se movieron. Miles se agachó más todavía. —… no era realmente una escritura —susurró—. Yo lo sabía… tú lo sabías… no digas estupideces…

Miles hizo una pausa. Atónito, de piedra. Después se inclinó otra vez hacia adelante.

—No, hermano —susurró—. Porque aunque entramos con ropa, sin duda, salimos desnudos.

Los labios de Suegar dejaron escapar una risa seca.

Miles no lloró hasta que pasaron por la ventana del salto.

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