LABERINTO

Miles contempló la imagen del globo que brillaba por encima de la pantalla de vídeo, cruzó los brazos y sofocó su inquietud. El planeta de Jackson’s Whole, brillante, cargado de dinero, corrupto… Los jacksonianos decían que la corrupción que los consumía era importada: si la galaxia hubiera estado dispuesta a pagar por la virtud lo que pagaba por el vicio, el lugar hubiera sido un altar de pureza visitado por peregrinos. Miles pensaba que eso era como discutir qué era superior si los gusanos o la carne podrida que los alimentaba. Y sin embargo, si Jackson’s Whole no hubiera existido, probablemente la galaxia habría tenido que inventarlo. Sus vecinos podían fingir horror, pero no hubiesen permitido un lugar así si no hubieran descubierto que el intercambio con esa subeconomía les resultaba secretamente útil.

El planeta poseía cierta vida, de todos modos. No tanta como hacía un siglo o dos, cuando era base de salteadores. Pero las bandas de criminales se habían organizado en monopolios sindicados, tan estructurados como pequeños gobiernos. Una aristocracia, digamos. Naturalmente, Miles se preguntó cuánto tiempo más podrían luchar las grandes Casas contra la marea creciente de la honradez.

La Casa Dyne, banco detergente… lave su dinero en Jackson’s Whole. La Casa Fell, venta de armas sin preguntas. La Casa Bharaputra, genética ilegal. Peor todavía, la Casa Ryoval, cuyo lema era «Sueños hechos realidad», seguramente el más sorprendente alcahuete de la historia (y Miles usaba el adjetivo adecuado). La Casa Hargraves, el receptor de cosas robadas de la galaxia, supuestos intermediarios para acuerdos de rescates, y había que creerles: los rehenes intercambiados a través de sus buenos oficios volvían vivos, generalmente. Y una docena de sindicatos similares, aliados en forma variada y cambiante.

Hasta nosotros os encontramos útiles. Miles pulsó el control y la imagen del video desapareció. Hizo un mohín de desprecio con los labios y comprobó por última vez la lista de compras. Un cambio sutil en las vibraciones de la nave le indicó que estaban entrando en órbita, el crucero rápido Ariel atracaría en la estación Fell en una hora.

La consola acababa de extraer el disco de datos completos de pedidos de armas cuando sonó el timbre de la puerta y se oyó una voz en el comunicador:

—¿Almirante Naismith?

—Adelante. —Miles sacó el disco y se reclinó en la silla.

El capitán Thorne lo saludó de forma amistosa.

—Atracaremos en treinta minutos, señor.

—Gracias, Bel.

Bel Thorne, comandante del Ariel, era un hermafrodita de Beta, hombre/mujer descendiente de siglos de experimentos genéticos sociales que, por lo menos en opinión de Miles, habían sido tan extraños como lo que se decía que se hacía por dinero en las oficinas de los cirujanos sin ética de la Casa Ryoval. Esfuerzo marginal del igualitarismo de los betanos, esa vez fuera de control, el hermafroditismo no había prendido en general y los descendientes de los primeros idealistas eran una minoría en la colonia Beta, siempre muy tolerante. Y había algunos pocos vagabundos como Bel. Como oficial mercenario, Thorne era concienzudo, leal y agresivo y a Miles le gustaba ella —él—, eso —los betanos usaban mucho el pronombre neutro—. Y sin embargo…

Miles olía el perfume floral de Bel desde donde estaba. Ese día, Bel acentuaba su lado femenino. Durante los cinco días de viaje lo había ido exagerando cada vez más. Por lo general, usaba un estilo ambiguo tirando a masculino, el cabello castaño cortado a navaja, rasgos imberbes contrarrestados por el uniforme militar gris y blanco de Dendarii, gestos enérgicos y un humor mordaz. A Miles le preocupaba mucho ver cómo Bel se suavizaba poco a poco en su presencia.

Se volvió hacia la pantalla de holovídeo de la consola de su ordenador y pidió la imagen del planeta al que se aproximaban. A distancia, Jackson’s Whole parecía bastante recatado, montañoso, frío —el populoso ecuador era sólo templado—, rodeado en el vídeo por una red de encaje formada por las estrellas coloreadas de los satélites, las estaciones orbitales de transbordo y los vectores de aproximación autorizados.

—¿Has estado aquí alguna vez, Bel?

—Sí, cuando era teniente en la flota del almirante Oser —contestó el mercenario—. Ahora hay un nuevo barón en la Casa Fell. Siguen teniendo buena reputación con las armas, siempre que uno sepa lo que compra. Aléjate de la venta de granadas de mano neutrónicas.

—¡Eh! Eso es para los que tienen buenos brazos. No te preocupes. Las granadas de mano neutrónicas no, están en la lista. —Le pasó el disco con los datos.

Bel se acercó y se reclinó sobre el respaldo de la silla de Miles para cogerlo.

—¿Doy permiso a la tripulación, mientras esperamos que los esbirros del barón carguen la compra? ¿Y tú? Había un hotelito cerca del muelle, con todas las comodidades, piscina, sauna, comida excelente… —Bel bajó un poco la voz—. Podría pedir una habitación para dos…

—Pensaba dar sólo pases para el día. —Miles se aclaró la garganta. Obviamente.

_Pero también soy una mujer —señaló Bel en un murmullo.

—Entre otras cosas.

—Eres tan heterosexual, Miles. No tienes remedio.

—Lo lamento. —Miles dio una palmadita a la mano que se había posado sobre su hombro.

Bel suspiro y se enderezó.

—Yo también.

Miles suspiró. Tal vez hubiera debido ser más enfático en sus rechazos: ésta era sólo la séptima vez en que había hablado del asunto con Bel. Era ya casi un rito, y casi, pero no del todo, una broma. Tenía que admitir que Bel era o muy optimista o muy duro de mollera… o, pensó Miles con honestidad, realmente lo quería. Si se daba la vuelta en ese momento, lo sabía, tal vez podría sorprender una soledad esencial en los ojos del hermafrodita, una soledad que nunca llegaba a los labios. No se volvió.

Y ¿quién podía juzgar a quién?, reflexionó después con tristeza, ¿él, con cuerpo que le daba tan poca alegría ¿Qué veía de atractivo Bel, saludable y con un cuerpo de altura normal aunque tuviera genitales extraños, en un hombre bajo, medio lisiado y loco por lo menos la mitad del tiempo? Miró el uniforme gris de oficial de Dendatii que llevaba. El uniforme que se había ganado. Si no puedes medir un metro ochenta, debes tener una inteligencia de un metro ochenta. Pero hasta el momento, su inteligencia no le había dado una solución al problema de Thorne.

—¿Has pensado alguna vez en volver a la colonia Beta y buscar a alguien que sea como tú? —le preguntó.

Thorne se encogió de hombros.

—Demasiado aburrido. Por eso me fui. Es tan seguro, tan estrecho. …

—Un lugar excelente para criar hijos. —Miles esbozó una sonrisa. Thorne también.

—Exacto. ¿Sabes que eres un betano perfecto? Casi. Tienes el mismo acento, humor…

Miles se puso a la defensiva.

—¿Y dónde fallo?

Thorne le rozó la mejilla. Miles se apartó, con brusquedad.

—Reflejos —dijo Thorne.

—¡Ah!

—No pienso traicionarte.

—Lo sé.

Bel se inclinaba hacia él de nuevo.

—Podríamos pulir ese punto…

—No importa —dijo Miles, y enrojeció un poco—. Ahora tenemos una misión.

—Inventario —soltó Thorne con sorna.

—Ésa no es la misión —protestó Miles—. Ésa es la tapadera.

—Ajá. —Thorne se enderezó—. Por fin.

—¿Por fin?

—No hace falta ser un genio. Vinimos a recoger un pedido, pero en lugar de traer la nave de mayor capacidad de carga, elegiste la más rápida de la flota, el Ariel. No hay rutina más monótona que la del inventario, pero en lugar de enviar a un comisario competente, prefieres supervisarlo en persona.

—En realidad, quiero contactar con el nuevo barón Fell —contestó Miles sin darle importancia— La Casa Fell es la mayor proveedora de armas de este lado de la colonia Beta y no es quisquillosa en cuanto a la identidad de sus clientes. Si me gusta la calidad de la primera compra, podría convertirla en nuestra proveedora habitual.

—Una cuarta parte de las armas de Fell son de fabricación betana, con otra marca —señaló Thorne— Ajá de nuevo.

—Y mientras estamos aquí —continuó Miles—, se va a presentar un cierto individuo de edad madura que va a firmar un contrato con los mercenarios de Dendarii como técnico médico. En ese momento, cancelamos todo lo que tengamos pendiente con la estación, terminamos de cargar cuanto antes y nos vamos.

Thorne sonrió, satisfecho.

—Un rescate. Muy bien. Y bien pagado, supongo…

—Muy bien. Si llega a destino con vida. Ese hombre es el experto en genética más importante de los laboratorios de la Casa Bharaputra. Un gobierno planetario capaz de protegerlo de los largos brazos del barón Luigi Bharaputra le ofreció asilo. Su casi ex empleador se pondrá furioso en menos de un mes. Nos pagan para dejarlo en manos de sus nuevos señores vivo y con, ejem, con todos los secretos de su oficio.

»Como la Casa Bharaputra, probablemente, puede comprar y vender a toda la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii dos veces sólo con su calderilla, preferiría no tener que enfrentarme a los hombres del barón Luigi. Así que vamos a ser unos ingenuos. Lo único que vamos a hacer es aceptar a un hombre en la flota. Y nos enfureceremos cuando el hombre deserte en la escala que haremos en Escobar.

—Me parece bien —aceptó Thorne—. Simple.

—Eso espero —suspiró Miles cargado de esperanza—. Después de todo, ¿por qué no pueden ir bien las cosas sólo por esta vez?

Las oficinas de compra y exposición de las mercancías letales de la Casa Fell estaban cerca de los muelles, y la mayoría de los compradores menores de esa casa nunca se adentraban más allá en la estación. Pero poco después de que Miles y Thorne pasaran su pedido —largo e impresionante—, apareció una persona muy obsequiosa con el uniforme de seda verde de la Casa Fell e insistió en que aceptaran una invitación para el almirante Naismith a una recepción en los cuarteles del barón.

Cuatro horas después, Miles entregaba el pase al mayordomo del barón Fell a la entrada del sector privado de la estación, y echaba un último vistazo al atuendo de Thorne y al suyo propio. El uniforme de gala de los Dendarii era una túnica de terciopelo gris con botones de plata en los hombros y ribete blanco, pantalones grises con vivos blancos y botas grises de ante sintético… ¿tal vez un tanto decadente? Bueno, él no lo había diseñado, sólo lo había heredado. Tenía que vivir con él.

La interconexión con el sector privado era muy interesante. Miles captó varios detalles mientras el mayordomo los registraba para ver si llevaban armas. El sistema de apoyo de vida, en realidad, todos los sistemas parecían ser independientes de los del resto de la estación. El área no sólo era aislable, sino que podía desprenderse. En realidad, no era una estación, sino una nave… con maquinaria y armamento disimulado en alguna parte, juraría Miles, aunque podía resultar mortal pretender constatarlo sin escolta. El mayordomo los hizo pasar y se detuvo para anunciarlos por el comunicador de muñeca:

—Almirante Miles Naismith, comandante de la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii. Capitán Bel Thorne, comandante del crucero rápido Ariel, de la Flota Libre de los Mercenarios de Dendarii.

Miles se preguntó quién estaría al otro lado del comunicador.

La sala de la recepción era amplia y estaba bien arreglada, con escaleras flotantes iridiscentes y niveles que creaban áreas privadas sin destruir una ilusión general de espacio abierto. Cada una de las entradas (Miles contó seis) tenía un guardia musculoso con uniforme verde que intentaba parecer un sirviente, sin acabar de conseguirlo. Había toda una pared transparente que daba sobre los muelles llenos de vida de la estación Fell y la curva de Jackson’s Whole que dividía el horizonte salpicado de estrellas. Un ejército de mujeres elegantes con saris de seda verde se deslizaban entre los invitados ofreciendo comida y bebida.

Después de echar un vistazo a los otros invitados, Miles decidió que el terciopelo gris era una elección discreta para el uniforme. Bel y él podían hacer conjunto con las paredes. Los pocos asistentes privilegiados llevaban un despliegue impresionante de las más atrevidas modas planetarias. Pero formaban un conjunto receloso, dividido en grupitos que se mantenían juntos sin mezclarse. Los guerrilleros, según parecía, no hablaban con los mercenarios, ni los contrabandistas con los revolucionarios y los santos gnósticos, claro está, hablaban sólo con el único Dios Verdadero, y tal vez con el barón Fell.

—Qué fiesta —comentó Bel—. Una vez fui a una exposición de mascotas en la que se respiraba este ambiente. El clímax llegó cuando una lagartija goteada de Tau Ceti se soltó y se comió a la estrella de la sección de perros.

—Shhh. Esto es parte del trabajo.

Una mujer de sari verde se inclinó en silencio frente a ellos y les ofreció una bandeja. Thorne alzó una ceja mirando a Miles…

—¿Comemos?

—¿Por qué no? —susurró Miles—. A la larga, lo vamos a pagar. Dudo que el barón envenene a sus clientes, es malo para el negocio. Aquí lo que mandan son los negocios. El capitalismo laissez faire desatado y salvaje.

Seleccionó un bocadito rosado que parecía un loto, y un misterioso trago brumoso. Thorne se sirvió lo mismo. Por desgracia, el loto resultó ser alguna especie de pescado crudo. Crujía entre dientes. Miles, en un aprieto, se lo tragó. La bebida, en cambio, era muy alcohólica y después de un sorbito para bajar el loto la dejó sobre la primera superficie plana que encontró. Su cuerpo enano se negaba a tolerar el alcohol y él no tenía ningún deseo de encontrarse con el barón Fell en estado semicomatoso o riéndose sin control. Thorne, más afortunado metabólicamente, retuvo la copa en su mano.

Una música extraordinaria empezó a sonar en alguna parte, una rica complejidad de armónicos cada vez más veloz. Miles no podía identificar el instrumento… o más bien instrumentos… Thorne y él intercambiaron una mirada y por acuerdo mutuo se acercaron lentamente al sonido. Encontraron al ejecutante cerca de una escalera en espiral, contra el espectáculo de la estación, el planeta y las estrellas. Los ojos de Miles se abrieron de par en par con asombro. Los cirujanos de la Casa Ryoval han ido demasiado lejos esta vez…

Pequeñas lucecitas de colores decorativos definían el campo esférico de una gran burbuja de vacío. Flotando en su interior había una mujer. Sus brazos de marfil brillaban sobre su ropa de seda verde mientras tocaba. Los cuatro brazos de marfil… Llevaba una chaqueta floreada, parecida a un kimono, y pantalones cortos a juego, de los que emergía el segundo par de brazos, donde deberían haber estado las piernas. La mujer llevaba el cabello corto, suave y negro como el ébano. En ese momento, tenía los ojos cerrados y su rostro rosado expresaba la paz de un ángel, alto, distante y terrorífico.

Su extraño instrumento estaba fijo en el aire frente a ella, un marco estrecho de madera lustrada, atado arriba y abajo, con un extraño conjunto de alambres brillantes y placas de madera entre los dos extremos. Ella tocaba los alambres con cuatro martillos forrados de terciopelo y lo hacía a una velocidad increíble, por los dos lados al mismo tiempo. Movía las manos superiores en contrapunto con las inferiores. La música surgía de la burbuja como una cascada.

—Dios mío —dijo Thorne—, es una de los cuadrúmanos.

—¿Una qué?

—Una cuadrúmana… Está muy lejos de casa.

—¿No es un… un producto local?

—De ninguna manera.

—Qué alivio. Creí… ¿De dónde demonios viene, entonces?

—Hace unos doscientos años… más o menos en la época en que inventaron a los hermafroditas —una amargura especial recorrió la cara de Thorne—, hubo un momento de alta experimentación con la genética humana después del desarrollo del replicador uterino práctico. Muy poco después surgió una ola de leyes que restringían esos experimentos pero, mientras tanto, alguien pensó que sería una excelente idea formar una raza especializada en vivir en caída libre. Después llegó la gravedad artificial y los dejó fuera de juego. Los cuadrúmanos huyeron, sus descendientes terminaron en ninguna parte, más allá de la Tierra, hacia el Nexo. Se dice que no quieren contactos con otros. Es muy raro ver a uno a este lado de la Tierra. Shhh. —Thorne siguió escuchando la música con los labios entreabiertos.

Tan raro como encontrar a un hermafrodita betano en la Flota Libre de Mercenarios, pensó Miles. Pero la música merecía una atención permanente y especial, aunque pocos en esa multitud paranoica parecían estar escuchándola. Una vergüenza. Miles no era músico, pero hasta él podía sentir la intensidad de la pasión en la ejecución, una intensidad que iba mucho más allá del talento, casi hasta la genialidad. Una genialidad evanescente, los sonidos tejidos con tiempo y como el tiempo, escapándose siempre más allá del alcance de uno hacia el recuerdo.

La cascada de música decayó hasta convertirse en un eco fascinante, después, silencio. Los ojos azules de la intérprete de cuatro brazos se abrieron despacio y su cara volvió desde lo etéreo hacia lo meramente humano, tensa y triste.

—Ah —suspiró Thorne, se puso el vaso vacío bajo el brazo, levantó las manos para aplaudir, pero se detuvo, dudando al ver que nadie más lo hacía y que iba a quedar en evidencia en medio de esa sala indiferente.

Miles no quería hacerse notar.

—Tal vez puedas hablarle —sugirió como alternativa.

—Tú crees? —Thorne, resplandeciente de alegría avanzó, dejó el vaso en el suelo y levantó las manos hacia la burbuja brillante. Sólo pudo sonreír y soltar un—: Eh… —Su pecho bajaba y subía.

Dios mío. ¿Bel sin palabras? Nunca pensé que vería algo así.

—Pregúntale cómo se llama ese instrumento que toca —sugirió Miles.

La mujer de cuatro brazos inclinó la cabeza con curiosidad y nadó como en el vacío, con gracia, por encima de su instrumento para flotar frente a Thorne al otro lado de la barrera brillante.

—¿Sí?

—¿Cómo se llama ese extraordinario instrumento? —preguntó Thorne.

—Es un dulcimer de dos lados a martillo, madame… señor… —Su tono de sirviente a invitado, siempre sin expresión, se detuvo un momento por miedo a insultar—. Oficial.

—Capitán Bel Thorne —dijo Bel al instante, empezando a recobrar su equilibrio y suavidad habituales— Comandante del crucero rápido Ariel. A su servicio. ¿Cómo llegó usted hasta aquí?

—Había ido a la Tierra. Buscaba empleo y el barón Fell me contrató. —La mujer inclinó la cabeza como si estuviera evitando algún tipo de crítica, aunque Bel no la criticó.

—Es usted una cuadrúmana, ¿verdad?

—¿Sabe usted algo de los míos? —Las cejas oscuras se arquearon por la sorpresa—. La mayoría de la gente que viene cree que soy una malformación fabricada, artificial. —La amargura teñía su voz.

Thorne se aclaró la garganta.

—Soy betano. Y siempre quise informarme sobre la historia de la explosión genética temprana. Es más que un simple interés personal. —Thorne volvió a aclararse la garganta—. Soy un hermafrodita betano, ¿entiende? —y esperó, ansioso, la reacción de ella.

Maldición. Bel nunca esperaba la reacción de nadie. Bel seguía adelante y dejaba que las reacciones surgieran como quisieran. No interferiría por nada del mundo. Miles se alejó un poco de forma imperceptible, frotándose los labios para ocultar una sonrisa reprimida a medias, mientras toda la gestualidad masculina de Thorne se instalaba de nuevo en su cuerpo, desde la columna a las puntas de los dedos y luego más allá todavía, en el aire que lo rodeaba.

La cabeza de ella se inclinó, interesada. Una mano se levantó para posarse sobre la barrera brillante, no muy lejos de la de Bel.

—¿En serio? Entonces, usted también viene de la misma época.

—Sí. Y dígame, ¿cómo se llama?

—Nicol.

—Nicol. ¿Nada más? Bueno, es bonito, pero…

—No usamos apellidos.

—Ah. ¿Qué piensa hacer después de la fiesta?

En ese momento, por desgracia, hubo una interferencia inevitable.

—Firmes, capitán —murmuró Miles. Thorne se enderezó al instante, frío y correcto, y siguió la mirada de Miles. La cuadrúmana flotó de nuevo, alejándose de la barrera de fuerza e inclinó la cabeza sobre las manos que había unido palma con palma, como saludando al hombre que se aproximaba. Miles también adoptó una postura que podía interpretarse como una atención militar respetuosa.

Georish Stauber, el barón Fell, era sorprendentemente viejo para haber alcanzado su posición hacía tan poco tiempo, pensó Miles. En persona parecía más viejo que en la imagen de holovídeo que había visto en el informe de su misión. El barón se estaba quedando calvo, con un círculo de cabello cano alrededor del cráneo resplandeciente. Era un hombre jovial y gordo. Parecía un abuelito. No el de Miles, claro; el suyo había sido flaco y con aires de gran predador hasta el último momento. Y el título del viejo conde había sido tan real como podían ser esas cosas, no la nobleza cortesana de un superviviente de sindicato. Con mofletes colorados o no, Miles se recordó a sí mismo que el barón Fell había pasado por encima de muchos cadáveres para llegar donde estaba.

—Almirante Naismith, capitán Thorne. Bienvenidos a la estación Fell —ronroneó el barón, con una sonrisa.

Miles hizo una reverencia aristocrática. Thorne lo imitó, con menos éxito. Ah. Tenía que enmendar esa desmaña la próxima vez. De esos detalles ínfimos se hacían las identidades secretas. Y por esos detalles volaban por el aire.

—¿Les atienden bien?

—Sí, gracias. —Por ahora, simplemente un buen comerciante.

—Estoy tan contento de conocerle, por fin —ronroneó otra vez el barón, dirigiéndose a Miles—. Hemos oído hablar mucho de usted.

—¿En serio? —dijo Miles como para alentarlo. Los ojos del barón estaban llenos de una avidez extraña. Bonita mano para un pequeño mercenario de hojalata, ¿eh? Era un poco más de lo razonable incluso para un gran mayorista. Miles eliminó cualquier expresión de preocupación o desconfianza de la sonrisa que le devolvió al conde. Paciencia. Que el desafío venga solo, no te apresures a ir contra algo que todavía no puedes ver—.

Todo bueno, espero.

—Impresionante. Su ascensión ha sido tan rápida como misteriosos sus orígenes.

Mierda, mierda, ¿qué clase de cebo era ése? ¿Acaso el barón insinuaba conocer la identidad secreta del almirante Naismith? Eso sí que podía significar problemas a la vista, y serios. No… estaba dejándose llevar por el miedo. Espera. Olvida que existió alguna vez en este cuerpo una persona llamada teniente Vorkosigan, de la Seguridad Imperial de Barrayar. De todos modos este cuerpo es demasiado Pequeño Para los dos, muchacho. Y sin embargo, ¿por qué razón era tan insinuante la sonrisa de ese tiburón gordo? Miles se encogió de hombros.

—La historia del triunfo de su flota en Vervain ha llegado hasta aquí. Una lástima lo que le ocurrió al comandante anterior.

Miles se puso a la defensiva.

—Lamento la muerte del almirante Oser.

El barón se encogió de hombros, filosóficamente.

—Esas cosas suceden en el negocio. Sólo puede haber un comandante.

—Él hubiera podido ser un subordinado muy valioso.

—El orgullo es un peligro —sonrió el barón.

Cierto. Miles se mordió la lengua. Así que cree que yo arreglé la muerte de Oser. Mejor. Que había un mercenario menos de lo que parecía en esa habitación; que los Dendarii, a las órdenes de Miles, se habían convertido en un brazo del Servicio Imperial de Barrayar tan secreto que la mayoría de ellos no lo sabía… ah, muy tonto sería el barón de sindicato que no encontrara provecho en el conocimiento de esos secretos. Miles devolvió la sonrisa al barón y no agregó nada.

—Usted me interesa enormemente —continuó el barón. —Por ejemplo, está el problema de su supuesta edad. Y de su previa carrera militar.

Si Miles se hubiera quedado con su copa en la mano, se la habría tragado de golpe. En lugar de eso, apretó las manos juntas detrás de la espalda. Mierda, las líneas del dolor no habían envejecido su rostro, no lo suficiente. Si el barón estaba viendo la verdad a través de su pose de mercenario, si podía vislumbrar al teniente de seguridad de veintitrés años… y sin embargo, en general, siempre había logrado salirse con la suya…

El barón bajó la voz.

—¿Es cierto lo que se rumorea del tratamiento rejuvenecedor que hizo en Beta?

Así que era eso. Miles sintió que se desmayaba de alivio.

—¿Qué interés podría tener usted en esos tratamientos, milord? —preguntó, sin darle importancia— Creía que en Jackson’s Whole se había inventado la inmortalidad práctica. Se dice que aquí hay quienes van por el tercer cuerpo de clonación.

—Yo no soy uno de ellos —respondió el barón con un tono que dejaba claro que lo lamentaba.

Miles enarcó las cejas en una expresión de sorpresa genuina. Seguramente, ese hombre no dejaría de hacerlo por pruritos morales…

—¿Algún infortunado impedimento médico? —dijo, poniendo toda la simpatía que podía en su voz—. Lo lamento, señor.

—Bueno, sería una manera de decirlo. —La sonrisa del barón reveló un lado amargo—. La operación de trasplante de cerebro mata a un porcentaje de pacientes que no hemos podido reducir…

Sí… pensó Miles, empezando por el ciento por ciento de los clónicos. A ésos hay que destruirles el cerebro para instalar el nuevo.

—Y otro porcentaje sufre distintos daños permanentes. Ésos son los riesgos que hay que afrontar para recibir la recompensa.

—Pero ésta es tan grande…

—Sí, pero además hay un cierto número de pacientes, que no se distingue del primer grupo, que mueren en la mesa de operaciones, y no por accidente. Si sus enemigos tienen la sutileza y la astucia para arreglarlo. Yo tengo enemigos, almirante Naismith.

Miles hizo un pequeño gesto de quién-lo-hubiera-pensado, con una mano en la aire, y siguió cultivando un aire de profundo interés.

—Calculo que mis oportunidades actuales de sobrevivir a un trasplante de cerebro son peores que las de la mayoría —continuó el barón—. Así que tengo un interés especial en las alternativas que pudieran surgir. —Hizo una pausa y esperó.

—Ah —dijo Miles. Se miró las uñas y pensó a toda prisa— « Es verdad. Una vez participé en un… experimento no autorizado. Prematuro. Pasaron demasiado rápido de las experiencias animales a las humanas. No tuvo éxito.

—¿No? —preguntó el barón—. Usted parece gozar de buena salud.

Miles se encogió de hombros.

—Sí, hubo algún beneficio en cuanto a los músculos, el tono de la piel, el cabello. Pero mis huesos son los de un viejo, frágiles. —Eso último, muy cierto—. Estoy sujeto a ataques agudos de inflamación ósea… entonces no puedo ni caminar sin medicación. —Cierto también, mierda. Algo que había empezado hacía poco y que le molestaba mucho—. Mi expectativa de vida no se considera muy larga. —Por ejemplo, si cierta gente aquí se da cuenta de quién es en realidad el almirante Naismith… En ese caso, creo que mi expectativa de vida sería de quince minutos—. Así que, a menos que a usted le encante el dolor y piense que le gustaría ser un lisiado, temo que no puedo recomendarle el tratamiento.

El barón lo miró de arriba abajo. En la boca se le dibujaba un gesto de profunda desilusión.

—Ya veo.

Bel Thorne, que sabía muy bien que el fabuloso Tratamiento de Rejuvenecimiento de Beta no existía, escuchaba con alegría muy bien disimulada. Bendito fuera su corazoncito negro.

—Pero —protestó el barón— su… amigo científico tal vez haya progresado algo en cuanto al tratamiento en estos años.

—Lamento decirle que no —contestó Miles—. Murió. —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. De viejo.

—¡Ah! —Los hombros del barón cayeron un poco.

—Ah, estás ahí, Fell —dijo una nueva voz que se acercaba hacia ellos. El barón se enderezó y se volvió.

El hombre que lo había saludado llevaba un traje tan conservador como Fell y lo seguía un sirviente silencioso con la palabra «guardaespaldas» escrita en todo el cuerpo, por la forma en que se movía. Iba de uniforme, una túnica de cuello alto, de seda roja y pantalones negros sueltos. No estaba armado. Nadie lo estaba en la estación Fell, nadie excepto los hombres de Fell. La estación tenía las reglas más estrictas sobre armas que hubiera conocido Miles. Pero la forma de los callos en las manos delgadas del guardaespaldas parecía sugerir que, de todos modos, lo más probable era que no necesitara armas. Sus ojos parpadearon y sus manos temblaron levemente con una tensión exacerbada inducida por ayudas artificiales… si se lo ordenaban, golpearía a una velocidad cegadora con una fuerza de adrenalina casi enloquecida. También se jubilaría muy joven, inválido para el resto de su corta vida, por culpa de su metabolismo.

El hombre al que protegía también era joven… ¿El hijo de algún gran señor?, se preguntó Miles. Tenía un cabello negro brillante, trenzado en una forma elaborada, una piel color oliva muy suave y una nariz prominente. No podía ser mayor que Miles, y, sin embargo, se movía con la seguridad de la madurez.

—Ryoval —saludó el barón Fell, como un hombre a su igual, no a un jovencito. Y agregó, para seguir con su papel de anfitrión divertido—: Oficiales, ¿puedo presentarles al barón Ryoval de la Casa Ryoval? Almirante Naismith, capitán Thorne. Son de ese crucero rápido mercenario de fabricación ilírica. El que está en el muelle, Ry, ¿lo has visto?

—Lamento decir que no tengo tu ojo para el hardware, Georish. —El barón Royal inclinó la cabeza en dirección a Miles y Thorne con el gesto de un superior a sus inferiores, alguien que saluda sólo por principio. Miles se inclinó con torpeza para responderle.

Sin prestar la más mínima atención a Miles, se detuvo con las manos en las caderas mirando a la habitante de la burbuja de vacío.

—Mi agente no exageró sus encantos.

Fell sonrió con amargura. Nicol se había retirado, como un animal acosado, cuando vio acercarse a Ryoval y ahora flotaba detrás de su instrumento haciendo toda clase de movimientos como para afinarlo. Más bien fingiendo que lo hacía. Miraba a Ryoval con preocupación y después volvía la vista a su dulcimer, como si el instrumento pudiera poner algún tipo de pared mágica entre los dos.

—¿Puedes hacer que toque… ? —empezó Ryoval y en ese momento le interrumpió un sonido de su comunicador de muñeca— Discúlpame, Georish. —Se volvió con un gesto de irritación leve y habló en el comunicador—. Ryoval. Y espero que sea importante.

—Sí, milord —contestó una voz aguda—. Soy Deem, el director de Ventas y Demostraciones. Tenemos un problema. La criatura que nos vendió la Casa Bharaputra acaba de atacar a un cliente.

Ryoval apretó los labios en una mueca de rabia silenciosa.

—Os había dicho que la encadenaseis con duraloy.

—Y lo hicimos, milord. Las cadenas aguantaron, pero la cosa esa las arrancó de cuajo.

—Que le inyecten un calmante.

—Ya lo hemos hecho.

—Entonces, castigadla cuando se despierte. Un período suficientemente largo sin comida debería acallar un tanto sus instintos agresivos… su metabolismo es increíble.

—¿Y el cliente?

—Dadle la satisfacción que quiera. La casa invita.

—No… no creo que esté en condiciones de apreciarlo, por el momento. Está en la clínica. Inconsciente.

—Poned a mi médico personal en el caso. Yo me ocuparé del resto cuando vuelva, en unas seis horas. Ryoval fuera. —Cortó la comunicación—. Estúpidos —gruñó. Respiró despacio, en un ritmo controlado y recuperó sus modales sociales como si se hubiera vuelto a poner algún chip de memoria que había dejado momentáneamente de lado—. Perdona la interrupción, por favor, Georish.

Fell hizo un ademán de comprensión como si dijera claro, los negocios.

—Como decía, ¿podrías hacer que tocara algo? —insistió Ryoval e hizo un gesto con la cabeza hacia la cuadrúmana.

Fell puso las manos detrás de la espalda, tenía los ojos brillantes y una sonrisa falsamente benigna.

—Toca algo, Nicol.

Ella asintió, se colocó frente al instrumento y cerró los ojos. La tensión y preocupación que habían inundado su mente dieron paso a una quietud interior y empezó a tocar un tema lento, dulce, que se estableció en el aire, evolucionó y empezó a acelerarse.

—¡Basta! —Ryoval levantó una mano—. Es justo como me la habían descrito.

Nicol se detuvo a mitad de unos acordes. Aspiró por la nariz distendida, claramente perturbada porque no la habían dejado terminar, con la frustración de cualquier artista frente a lo incompleto. Guardó los martillos dentro de su funda, al lado del instrumento, con sacudidas furiosas, violentas, y cruzó sus dos pares de brazos. Thorne también cruzó los brazos, como en un inconsciente eco. Miles se mordió el labio, inquieto.

—Mi agente me dijo la verdad —continuó Ryoval.

—Entonces, tal vez también te dijo que no está en venta —dijo Fell con sequedad.

—Sí. Pero no estaba autorizado a ofrecer más que hasta cierto punto. Cuando se trata de algo tan especial, no hay nada que pueda reemplazar un contacto directo.

—Pero resulta que disfruto de sus habilidades donde se encuentra ahora —dijo Fell—. A mi edad, el placer es mucho más difícil de obtener que el dinero.

—Cierto, cierto. Pero puede haber placeres sustitutos. Puedo buscar algo muy especial. Algo que no está en el catálogo.

—Sus habilidades musicales, Ryoval. Que son más que especiales. Son únicas. Genuinas. No están aumentadas artificialmente de ninguna forma. Y no pueden duplicarse en tus laboratorios.

—Mis laboratorios pueden duplicar cualquier cosa, señor —sonrió Ryoval aceptando el desafío implícito en la frase.

—Excepto la originalidad. Por definición.

Ryoval abrió las manos como aceptando el punto filosófico con amabilidad. Fell, comprendió Miles, no sólo disfrutaba del talento musical de la cuadrúmana, disfrutaba sobremanera de la posesión de algo que su rival deseaba comprar y que él no tenía ninguna necesidad de vender. Ah, eso sí que era un placer. Parecía que hasta al famoso Ryoval le resultaba difícil mejorar su oferta… y sin embargo, si Ryoval descubría el precio de Fell, ¿qué fuerza podría salvar a Nicol en todo Jackson’s Whole? Miles comprendió de pronto que él sí sabía cuál era el precio de Fell. ¿Ryoval también lo descubriría?

Ryoval levantó los labios.

—Discutamos la venta de una muestra de su tejido, entonces. No le causaría ningún daño y tú podrías seguir disfrutando de sus servicios únicos sin interrupción.

—Eso perjudicaría su valor como objeto único. La circulación de copias siempre disminuye el valor del original, ya lo sabes, Ry —sonrió el barón Fell.

—No al principio —señaló Ryoval—. El tiempo normal de crecimiento de un clon es de, por lo menos, diez años… ah, pero eso lo sabes. —Enrojeció e hizo una leve inclinación de disculpas como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había dado un paso en falso.

La súbita rigidez de Fell parecía confirmarlo.

—Sí, lo sé —respondió Fell con frialdad.

En ese punto, Bel Thorne, que seguía el intercambio con atención, interrumpió con calor y espanto:

—¡No puede vender sus tejidos! Usted no es su dueño. ¡No es una construcción de Jackson’s Whole! ¡Es una ciudadana galáctica que nació libre!

Los dos barones se volvieron hacia Bel, como si el mercenario fuera un mueble que de pronto se hubiera puesto a hablar. Y en un mal momento. Miles se estremeció.

—Puede vender su contrato —dijo Ryoval, controlándose para ofrecer una tolerancia a medias—. Y eso es lo que estamos discutiendo. Una discusión privada no sé si me entiende.

Bel ignoró la última frase.

—En Jackson’s Whole, ¿qué diferencia práctica puede haber entre un contrato y la carne?

Ryoval sonrió con frialdad.

—Ninguna. La posesión es más del noventa por ciento de la ley aquí.

—¡Eso es totalmente ilegal!

—Legal, querido… ah, usted es betano, ¿verdad? Eso lo explica todo —dijo Ryoval—. Ilegal es lo que el planeta en que usted se encuentra decide llamar ilegal y es capaz de reprimir. No veo ninguna fuerza especial betana que pueda imponer aquí su forma peculiar de sentir la moralidad, ¿y tú, Fell?

Fell escuchaba con las cejas enarcadas, atrapado entre la diversión y la irritación. Bel se encogió.

—Así que, si yo saco un arma y le hago estallar la cabeza en pedazos, ¿eso seria perfectamente legal?

El guardaespaldas se puso tenso y acomodó su peso y su centro de gravedad para lanzarse por el aire.

—Basta, Bel —murmuró Miles entre dientes.

Pero Ryoval empezaba a disfrutar de la rabia del betano que lo había interrumpido.

—Usted no tiene armas. Pero, si dejamos de lado la legalidad del asunto, mis subordinados tienen instrucciones de vengarme. Es una especie de ley natural o virtual, digamos. Así que usted descubriría que ese impulso desafortunado es muy ilegal.

El barón Fell miró a Miles e hizo un gesto con la cabeza. Tiempo de intervenir.

—Es hora de irnos, capitán —dijo Miles—. No somos los únicos invitados del barón.

—Prueben el buffet caliente —sugirió Fell con amabilidad.

Ryoval cumplió con sus buenos modales y olvidó a Bel. Se volvió hacia Miles.

—Si baja al planeta, venga a mi establecimiento, almirante. Hasta un betano puede querer expandir los horizontes de su experiencia. Estoy seguro de que mi personal encontraría algo de su interés a un precio que usted pudiera pagar.

—No creo —dijo Miles—. El barón Fell tiene todo nuestro crédito.

—Ah, lo lamento. En el próximo viaje, entonces… —Ryoval se alejó sin más.

Bel no se movió.

—No puede usted vender a una ciudadana galáctica ni obligarla a bajar ahí —dijo y señaló con gesto violento la curva del planeta al otro lado de la estación. Nicol, que miraba todo desde detrás de su dulcimer, no tenía ninguna expresión en el rostro, pero sus ojos azules e intensos brillaban con fuerza.

Ryoval se volvió, fingiendo sorpresa.

—Ah, capitán, acabo de darme cuenta. Betano… sí, usted debe de ser un auténtico hermafrodita. Usted mismo es una rareza. Le ofrezco una experiencia de trabajo que le abrirá los ojos por lo menos el doble de su sueldo actual. Y ni siquiera tendría que hacerse matar. Tarifas gremiales. Le garantizo que usted sería muy, pero muy popular.

Miles sintió que veía la forma en que se elevaba la tensión de la sangre de Thorne a medida que iba comprendiendo el sentido de las palabras de Ryoval. La cara del hermafrodita se oscureció y se llenó de rabia. Miles levantó la mano y se la puso en el hombro, con fuerza. La rabia se quedó donde estaba.

—¿No? —dijo Ryoval, inclinando la cabeza— Lo lamento. Pero, hablando en serio, pagaría bien una muestra de su tejido, para mis archivos.

Bel estalló de pronto.

—¡Que mis clones fueran… fueran no sé qué tipo de esclavo en el siglo que viene… ! Sobre mi cadáver… o el suyo…

Bel estaba tan furioso que tartamudeaba, un fenómeno que Miles nunca había presenciado en siete años de amistad.

—Tan betano… —se burló Ryoval.

—Basta, Ry —gruñó Fell.

—No podemos ganarles, Bel —susurró Miles—. Es hora de tocar a retirada. —El guardaespaldas temblaba.

Fell asintió para hacerle saber a Miles que aprobaba sus palabras.

—Gracias por su hospitalidad, barón Fell —prosiguió Miles formalmente—. Buenas noches, barón Ryoval.

—Buenas noches, almirante —dijo Ryoval, dejando ir lo que, evidentemente, había sido para él el mejor entretenimiento de la noche—. Usted es del tipo cosmopolita, para ser betano. Tal vez quiera visitarnos algún día sin la compañía de su amigo moralista.

Una guerra de palabras había que ganarla con palabras.

—No lo creo —murmuró Miles, buscando en su cabeza un insulto poderoso para dejarlo en su retirada.

—Qué lástima —dijo Ryoval—. Tenemos un acto de perros y enanos que le fascinaría, estoy seguro.

Hubo un momento de silencio absoluto.

—¿Y si los freímos en aceite desde la órbita? —sugirió Bel tenso. Miles sonrió a través de los dientes apretados, se inclinó y se retiró llevando la manga de Bel sujeta entre sus manos. Cuando se volvió pudo oír a Ryoval riéndose a sus espaldas.

El mayordomo de Fell apareció como por parte de magia a sus espaldas.

—Por aquí, por favor, oficiales —sonrió. A Miles nunca lo habían echado de un lugar con tanta amabilidad.

Cuando volvieron a bordo del Ariel, Thorne se puso a caminar de un lado a otro mientras Miles se sentaba a tomar un café tan negro y caliente como sus pensamientos.

—Lamento haber perdido los estribos con ese presumido de Ryoval —se disculpó Bel con un gruñido.

—Presumido, una mierda —dijo Miles—. El cerebro que hay en ese cuerpo debe de tener por lo menos cien años. Te tocó como a un violín. No. No podemos esperar contestarle el golpe. Admito que hubiera preferido que te hubieras callado la boca. —Tragó aire para tranquilizarse.

Bel hizo un gesto de aceptación y siguió caminando.

—Y esa pobre chica, atrapada en esa burbuja… tuve la oportunidad de charlar con ella y la desaproveché… Idiota…

Esa mujer realmente había despertado al hombre que había en Thorne, reflexionó Miles con ironía.

—Les ocurre a los mejores —murmuró. Sonrió a su café, después frunció el ceño. No. Mejor no alentar a Thorne en el asunto de la cuadrúmana. Era obvio que ella era mucho más que una sirviente en la casa de Fell. Tenían una nave, una tripulación de veinte personas, y aunque hubieran tenido a toda la flota Dendarii para apoyarlos, se lo habría pensado dos veces antes de ofender al barón Fell en su propio territorio. Tenían una misión. Y hablando de eso, ¿dónde mierda estaba ese técnico? ¿Por qué no se había puesto en contacto con ellos, como estaba previsto?

En ese momento sonó el intercomunicador de la pared.

Thorne fue hasta él y lo cogió.

—Aquí Thorne.

—Cabo Nout, en la puerta de embarque. Aquí hay una… una mujer que pregunta por usted.

Thorne y Miles intercambiaron una mirada.

—¿Cómo se llama? —preguntó Thorne.

Un murmullo y después:

—Dice que es Nicol.

Thorne soltó una exclamación de sorpresa.

—Que alguien la escolte hasta aquí.

—Sí, capitán. —El cabo se olvidó de apagar el intercomunicador y se oyó su voz al alejarse—: Si uno se queda en este puesto lo suficiente, no hay nada que no pueda ver.

Nicol apareció en el umbral balanceándose en una silla de flotación, una taza tubular que parecía estar buscando su plato en el aire, vestida con algo azul de tela pesada a juego con sus ojos. Se deslizó a través del umbral con tanta facilidad como una mujer que balancea las caderas para pasar por un lugar estrecho, se detuvo frente a la mesa de Miles y ajustó la altura de su aparato a la de una persona sentada. Los controles, que manejaba con las manos inferiores, dejaban las superiores enteramente libres. El soporte del cuerpo debía de haber sido diseñado especialmente para ella. Miles la observó maniobrar con gran interés. No habría jurado que pudiera vivir fuera de la burbuja de vacío. Esperaba verla débil, pero no lo parecía. Parecía decidida. Miró a Thorne, quien estaba radiante.

—Nicol. Me alegro tanto de verla de nuevo.

Ella asintió.

—Capitán Thorne. Almirante Naismith. —Miró a uno y a otro y finalmente fijó la vista en Thorne. Miles se daba cuenta de la razón. Tomó un trago de café y esperó los acontecimientos.

—Capitán Thorne. Usted es un mercenario, ¿verdad?

—Sí…

—Y… perdóneme si no es cierto, pero me… me pareció que había cierta empatía con mi… mi situación. Una comprensión de mi posición.

Thorne enrojeció y le hizo una inclinación de cabeza un poco idiota.

—Entiendo que usted está suspendida sobre un abismo.

Ella asintió sin decir nada.

—Ella misma se metió en él —señaló Miles.

—Y pienso salir —afirmó con altivez.

Miles se encogió de hombros y siguió tomando café.

Nicol volvió a ajustar la silla voladora, un gesto nervioso que terminó por ponerla a la misma altura a la que había empezado.

—Me parece —dijo Miles— que el barón Fell es un protector formidable. No estoy seguro de que usted tenga nada que temer de Ryoval y su… interés carnal en usted mientras Fell esté a cargo de la situación.

—El barón Fell se está muriendo. —Ella movió la cabeza por lo menos, eso es lo que él cree.

—Lo suponía. ¿Por qué no se fabrica un clon?

—Lo hizo. Arregló todo con la Casa Bharaputra. El clon tenía catorce años, de tamaño completo. Y hace unos dos meses, alguien lo asesinó. El barón todavía no ha descubierto quién lo hizo, aunque tiene su listita. Encabezada por su medio hermano.

—Y así lo dejan encerrado en su cuerpo envejecido. Que… maniobra táctica fascinante. … —musitó Miles—. ¿Qué va a hacer ese enemigo desconocido ahora, me pregunto? ¿Sólo esperar?

—No lo sé —dijo Nicol—. El barón hizo que empezaran otro clon, pero todavía no ha salido del replicador. Incluso con los aceleradores de crecimiento pasarían años hasta que pudiera madurar lo suficiente para hacer el trasplante. Y… se me ocurre que hasta entonces el barón puede morir de muchas formas, además de las naturales.

—Una situación insegura —aceptó Miles.

—Quiero irme. Quiero comprar un pasaje y salir de aquí.

—Entonces ¿por qué —dijo Miles con la voz seca—, por qué no lleva su dinero a las oficinas de una de las tres líneas comerciales de pasajeros que llegan aquí y compra un billete?

—Por el contrato —dijo Nicol—. Cuando lo firmé en la Tierra no me di cuenta de lo que significaría cuando llegara a Jackson’s Whole. Nunca voy a poder salir de aquí a menos que el barón quiera dejarme ir. Y no sé por qué… pero parece que cada vez cuesta más vivir aquí. He hecho un cálculo y la cosa se va a poner mucho peor antes de que termine mi tiempo a su servicio.

—¿Cuánto falta? —Preguntó Thorne.

—Cinco años,

—¡Mmm! —soltó Thorne, comprensivo.

—Así que usted… bien, quiere que le ayudemos a romper un contrato con un sindicato —resumió Miles, haciendo anillos de café sobre la mesa con el culo de la taza—. Que la saquemos en secreto, supongo.

—Puedo pagarle. Ahora puedo pagar más de lo que podré los próximos años. Esto no es lo que yo esperaba cuando vine… Me hablaron de grabar una demostración en vídeo… y nunca se hizo. No creo que vayan a grabarla. Llegaría a un público mayor si volviera a casa, eso si consigo lo suficiente para pagar el precio de esa vuelta. Quiero ir con mi gente. Quiero… quiero salir de aquí antes de que me empujen a ese abismo. —Hizo un gesto en la dirección del planeta alrededor del cual orbitaban—. La gente que baja, nunca vuelve. —Hizo una pausa—. ¿Le tiene miedo al barón Fell?

—¡No! —dijo Thorne, mientras Miles contestaba:

—Sí. —Ambos intercambiaron una mirada sardónica.

—Digamos que nos inclinamos a cuidarnos mucho del barón Fell —sugirió Miles. Thorne se encogió de hombros asintiendo. Ella frunció el ceño y maniobró hasta la mesa. Sacó un puñado de dinero de distintas monedas planetarias del bolsillo de su chaqueta azul y lo puso frente a Miles.

—¿Esto calmaría sus nervios?

Thorne puso los dedos sobre el fajo y lo contó. Por lo menos, unos dos mil dólares betanos, en una estimación a la baja, sobre todo en billetes de denominaciones medias, aunque arriba había un billete de una unidad betana que disimulaba el valor de todo el fajo frente a una mirada accidental.

—Bueno —dijo Thorne, dirigiéndose a Miles—, ¿y qué pensamos de esto nosotros, mercenarios?

Miles se reclinó pensativo en su silla. El secreto de la identidad de Miles no era el único favor al que podía apelar Thorne, si quería. Miles recordaba el día en que Thorne le había ayudado a capturar una estación de minería en un asteroide y el acorazado Triunfo, sin otra cosa que dieciséis hombres con equipo de combate y muchísimo valor.

—Me gusta alentar a mis comandantes a que manejen las finanzas con creatividad —dijo por fin—. Negocie, capitán.

Thorne sonrió, y sacó el dólar betano de la pila de billetes.

—Me doy cuenta de que entiende la idea general —se dirigió a Nicol—. Pero hay un error en la suma.

La mano de ella fue hasta su chaqueta y se detuvo mientras Thorne sacaba el resto de los billetes y los empujaba todos, menos el primero, de nuevo hacia ella.

—¿Qué?

Thorne alzó el billete:

—Esta es la suma correcta. Ahora es un contrato oficial. —Bel le tendió la mano y después de un momento de asombro e incredulidad, ella se la apretó—. Trato hecho —dijo Thorne con alegría.

—Héroe —advirtió Miles levantando un dedo—. Ten cuidado. Voy a vetar todo esto si no encuentras una forma de hacerlo en absoluto secreto. Ésa es mi parte del precio.

—Sí, señor —dijo Thorne.

Al cabo de unas horas, Miles se despertó de golpe en su cabina del Ariel. La consola de comunicación llamaba insistentemente. Miles había estado soñando, pero fuera lo que fuere, desapareció de su conciencia al instante, aunque le quedó la impresión de que había sido algo desagradable. Biológico y desagradable.

—Naismith.

—Soy el oficial de guardia en Comunicaciones, señor. Tiene una llamada desde la red de comunicación del área comercial. Pide que le diga que es Vaughn.

Vaughn era el nombre en clave del doctor Canaba, el hombre que tenía que recoger. Miles se puso la chaqueta del uniforme sobre la camiseta negra, se pasó los dedos por el cabello y se deslizó hacia su silla de consola.

—Que pase.

La cara de un hombre que casi había pasado ya la madurez se materializó sobre la pantalla de vídeo de Miles. De piel bronceada, rasgos sin determinación étnica alguna, el cabello corto, ondulado y grisáceo en las sienes, lo más interesante era la inteligencia que surgía de esos rasgos y la mirada de los ojos castaños. Bueno, ése es mi hombre, pensó Miles con satisfacción. Ya lo tenemos. Pero Canaba estaba muy tenso. Parecía inquieto.

—¿Almirante Naismith?

—Sí. ¿Vaughn?

Canaba asintió.

—¿Dónde está? —preguntó Miles.

—Abajo.

—Se suponía que íbamos a encontrarnos aquí arriba.

—Lo sé. Pero ha ocurrido algo. Un problema.

—¿Qué tipo de problema? ¿Este canal… es seguro?

Canaba rió con amargura.

—En este planeta no hay nada seguro. Pero no creo que me sigan la pista. Todavía no puedo subir a su nave. Necesito… ayuda.

—Vaughn, no estamos equipados para sacarlo luchando contra fuerzas superiores… si lo cogieran prisionero…

El hombre meneó la cabeza.

—No, no es eso, es que… he perdido algo. Necesito ayuda para recuperarlo.

—Se suponía que usted iba a dejarlo todo aquí. Le compensarán.

—No es una posesión personal. Es algo que su patrón necesita con desesperación. Algunas… muestras que me… que me han arrebatado. No me aceptarán sin eso.

El doctor Canaba creía que Miles era un mercenario cualquiera al que le habían confiado apenas un mínimo de información secreta de la Seguridad de Barrayar. Perfecto.

—Todo lo que me pidieron que transportase era usted y sus habilidades.

—No se lo dijeron todo.

Claro que sí. Barrayar le aceptarla sin nada encima y estaría agradecida. ¿Qué mierda era esto?

Canaba se encontró con el ceño fruncido de Miles.

—No puedo irme sin eso. No me iré. O no hay trato. Y puede usted esperar su paga sentado, mercenario.

Lo decía en serio. Mierda. Miles entrecerró los ojos.

—Todo esto es un poco misterioso.

Canaba se encogió de hombros.

—Lo lamento, pero tengo que hacerlo… Si viene a verme, le diré el resto. O váyase, no me importa. Pero hay una cosa que debo hacer… que tengo que… expiar. —La voz se fue desvaneciendo en medio de su agitación.

Miles respiró hondo.

—Muy bien. Pero cada complicación que usted agregue, aumenta el riesgo que corre. Y el que corremos nosotros. Será mejor que valga la pena.

—Ay, almirante —suspiró Canaba con tristeza— Sí que vale la pena.

La nieve caía lentamente en el parquecito en que Canaba se encontró con ellos, lo cual daba a Miles una razón más para maldecir. Como si no se hubiera quedado sin insultos hacía horas. Para cuando Canaba emergió por detrás del quiosco sucio en que lo esperaban Thorne y Miles, éste temblaba de arriba abajo a pesar de su parka fabricada en Dendarii. Los dos mercenarios echaron a andar tras el hombre sin decir palabra.

Los laboratorios Bharaputra tenían su cuartel general en una ciudad del planeta que, francamente, Miles encontraba inquietante: un puerto de transbordadores vigilado, edificios del sindicato vigilados, edificios municipales vigilados, residencias vigiladas y, entre unas y otras, un desorden enloquecido de estructuras descuidadas y viejas, ocupadas por gente escurridiza. El lugar hacía que Miles se preguntara si los dos hombres de las tropas Dendarii que había dispuesto para que los siguieran serían suficientes. Pero la gente les abría paso. Evidentemente, sabían lo que significaban los guardias. Por lo menos, durante el día.

Canaba los condujo a uno de los edificios cercanos. Tenía los tubos ascensores fuera de servicio, los corredores sin calefacción. Una persona, tal vez una mujer, vestida de oscuro, se deslizó entre las sombras y Miles pensó, inquieto, en una rata gigante. Siguieron a Canaba, con creciente recelo, hacia la escalera de seguridad en el lateral de un tubo ascensor abandonado, y por otro corredor y a través de una puerta hasta una habitación vacía y sucia, Iluminada por una ventana intacta de vidrios no polarizados. Por lo menos, no hacía viento.

—Creo que aquí podemos hablar tranquilos —dijo Canaba, volviéndose y sacándose los guantes.

—¿Bel? —dijo Miles.

Thorne sacó un grupo de detectores antimicrófonos y cámaras de su parka y se dedicó a examinarlo todo, mientras los dos guardias revisaban los alrededores. Uno de ellos se quedó en el corredor y el segundo cerca de la ventana.

—Limpio —dijo Bel por fin, como si no acabara de creer en sus instrumentos—. Por ahora. —Caminó alrededor de Canaba y lo revisó también.

Canaba esperó con la cabeza gacha, como si sintiera que no se merecía mejor tratamiento. Bel conectó la cortina de sonido para protegerse de posibles micrófonos no detectados.

Miles se sacó la capucha y abrió el abrigo para tener las armas a mano, por si se trataba de una trampa. Canaba le resultaba impenetrable. ¿Cuáles eran sus motivaciones? No cabía duda de que la Casa Bharaputra le había asegurado comodidad —su chaqueta y la ropa cara que llevaba debajo así lo indicaban—, y a pesar de que su estándar de vida no decaería al entrar al servicio del Instituto de Ciencia Imperial de Barrayar, no tendría la oportunidad de amasar tanto dinero como en Jackson’s Whole. Así que no era por dinero. Pero entonces, ¿por qué había querido trabajar para la Casa Bharaputra? ¿Por qué trabajaría alguien allí si no era porque la avidez de ganancia había acabado con su integridad?

—Usted me resulta fascinante, doctor Canaba —intervino Miles—. ¿Por qué este cambio en la mitad de su carrera? Conozco muy bien a sus nuevos patrones y, francamente, no veo cómo pudieron ofrecerle más que la Casa Bharaputra. —Bien, ésa era la forma en que lo diría un mercenario.

—Me ofrecieron protección contra la Casa Bharaputra. Aunque, si usted es la protección que me mandan… —Y miró dudoso a Miles.

Ja. Mierda. El hombre estaba a punto de volar, dejando a Miles que explicara el fracaso de su misión al jefe de Seguridad Imperial, Illyan en persona.

—Compraron nuestros servicios —dijo Miles— y por lo tanto usted es el que manda. Quieren que esté sano y salvo. Pero no podemos ni empezar a protegerlo si usted se desvía así de un plan diseñado para maximizar su seguridad, deja de lado factores de riesgo y encima nos pide que actuemos en la oscuridad.

Necesitamos saber exactamente lo que está pasando si quiere que yo me responsabilice de los resultados.

—Nadie le pide que se responsabilice.

—Discúlpeme, doctor, pero sí que me lo han pedido.

—Ah —dijo Canaba—. Ya… ya veo. —Fue hasta la ventana y volvió— ¿Pero hará lo que yo le diga?

—Haré lo que pueda.

—Claro —rezongó Canaba—. Dios… —Meneó la cabeza, cansado, inhaló profundamente— No vine por el dinero, sino porque aquí puedo hacer investigaciones que son imposibles en cualquier otro lugar. No estoy limitado por restricciones legales antiguas. Soñaba con conseguir maravillas… pero se convirtió en una pesadilla. La libertad se convirtió en esclavitud. ¡Las cosas que querían que hiciera! Constantemente interrumpían lo que yo quería hacer. Ah, siempre se puede lograr que alguien haga algo por dinero, pero esa gente es de segundo orden. Estos laboratorios están llenos de mediocres, de segundones. Porque no se puede comprar a los mejores. Hice cosas, cosas únicas, que Bharaputra no quiere desarrollar porque la ganancia sería ínfima, y no les importa el número de personas a las que beneficiaría… y no tengo crédito por mi trabajo, nadie habla de mi trabajo. Todos los años veo en la bibliografía de mi campo los honores galácticos que se entregan a hombres que valen menos que yo porque yo no puedo publicar mis resultados… —Se detuvo, bajó la cabeza—. Sin duda, le parezco megalomaníaco.

—Me parece frustrado.

—La frustración —continuó Canaba— me despertó de un largo sueño. El ego herido, sólo eso, ego herido. Pero en mi orgullo, volví a descubrir la vergüenza. Y el peso de esa vergüenza me asustó, me asustó y me paralizó. ¿Me comprende usted? ¡Y qué importa que me entienda! ¡Ah! —Caminó hasta la pared y se quedó allí de pie, mirándola, la espalda erguida.

—Bueno —dijo Miles y se rascó la parte posterior de la cabeza, pensativo—. Sí, me gustaría pasar varias horas fascinantes escuchando sus explicaciones… pero en mi nave. Cuando estemos en el espacio.

Canaba se volvió con media sonrisa en los labios.

—Usted es un hombre práctico. Es evidente. Un soldado. Bueno, Dios sabe que eso es justo lo que necesito ahora.

—Las cosas se han complicado, ¿eh?

—Ha ocurrido… de pronto. Pensaba que lo tenía todo bajo control.

—Siga —suspiró Miles.

—Había siete complejos genéticos sintetizados. Uno de ellos es la curación para cierto desorden enzimático. Otro aumenta veinte veces la generación de oxígeno en las algas de las estaciones espaciales. Otro vino de fuera de los laboratorios Bharaputra, lo trajo un hombre. Nunca supimos quién era, pero la muerte lo seguía. Muchos de los colegas que habían trabajado en ese proyecto murieron asesinados esa misma noche por los comandos que lo perseguían y que destruyeron sus archivos y anotaciones. Nunca se lo dije a nadie, pero saqué una muestra de ese tejido sin autorización. Para estudiarla. Todavía no he terminado de investigarla, pero puedo decirle que es absolutamente única.

Miles identificó la historia y casi se ahogó pensando en la extraña cadena de circunstancias que habían puesto una muestra de tejido idéntica en manos de la Inteligencia de Dendarii hacía un año. El complejo telepático de Terrence See, se llamaba, y era la verdadera razón por la que su majestad imperial quería de pronto a un técnico en genética. Uno de los mejores. El doctor Canaba iba a recibir una pequeña sorpresa cuando llegara a su nuevo laboratorio en Barrayar. Y si los otros seis complejos tenían un valor semejante al de ése, el jefe de Seguridad Illyan despellejaría a Miles vivo si los dejaba escapar. La atención que Miles prestaba a Canaba se intensificó. Ese viaje tal vez no sería tan trivial como él había temido.

—Juntos, los seis complejos representan miles de horas de investigación, sobre todo mía, pero también de otros, el trabajo de mi vida. Había pensado en llevarlos conmigo. Los había preparado y envuelto en un complejo vital. Los coloqué, dormidos, listos, en un… —Canaba pareció dudar—. En un organismo vivo. Pensé que nadie los encontraría allí.

—¿Por qué no los puso en sus propios tejidos? —preguntó Miles, irritado—. Entonces no los hubiera perdido.

La boca de Canaba se abrió de par en par.

—Yo. … Bueno, no lo pensé. ¿Por qué no se me ocurrió? —Su mano se tocó la frente como preguntándose la razón, como buscando los sistemas que hubieran podido fallar. Apretó los labios— Pero no habría habido diferencia. Todavía necesitaría… —Se calló—. Es el organismo —dijo por fin—. La… criatura. —Otro silencio largo.

»De todas las cosas que he hecho —continuó en voz baja—, de todas las interrupciones que este lugar vil ha impuesto a mi trabajo, hay una que lamento en especial. Usted me entiende, esto fue hace mucho. Yo era joven, pensé que todavía tenía un futuro que proteger. Y no era todo cosa mía… era culpable por obedecer, ¿eh? Prefería poner la culpa en otro lado, decir que era culpa de él, de ella… bueno, ahora es culpa mía.

Quiere decir mía, pensó Miles con amargura.

—Doctor, cuanto más tiempo pasemos aquí, tanto mayor es la posibilidad de que esta operación fracase. Por favor, vayamos al grano.

—Sí… sí… Bueno, hace unos años, los laboratorios de la Casa Bharaputra aceptaron un contrato para fabricar una… nueva especie. Bajo pedido.

—Pensé que los que eran famosos por fabricar o lo que fuera, bajo pedido, eran los de la Casa Ryoval —dijo Miles.

—Ellos hacen esclavos. Están muy especializados. Y son una empresa pequeña… su cartera de clientes es sorprendentemente corta. Hay muchos hombres ricos, supongo, y hay muchos hombres depravados, pero un cliente de la Casa Ryoval tiene que ser miembro de ambos conjuntos y, en general, esos conjuntos no se superponen demasiado, no tanto como uno cree. De todos modos, nuestro contrato iba a ser el primero de una nueva producción, una producción en grande que queda mucho más allá de las posibilidades de la Casa Ryoval. Un gobierno subplanetario, presionado por sus vecinos, quería que hiciéramos una raza de supersoldados para ellos.

—No entiendo —dijo Miles—. Creía que eso ya se había intentado. Más de una vez.

—Esta vez pensamos que podíamos, O por lo menos, la jerarquía de Bharaputra estaba dispuesta a intentarlo. Pero había demasiada gente interesada en el proyecto. El cliente, nuestros superiores, los miembros del proyecto genético, todo el mundo tenía ideas que proponer y tratar de imponer. Juro que estaba condenado al fracaso desde antes de pasar por el comité de diseño.

—Un supersoldado. Diseñado por un comité. Dios mío. Tiemblo sólo de pensarlo. —Miles estaba fascinado—. ¿Y que pasó?

—A muchos de nosotros nos parecía… que los límites físicos de lo humano ya se habían alcanzado. Una vez que un… digamos un sistema muscular tiene una salud perfecta, está estimulado al máximo por las hormonas correspondientes, ejercitado hasta sus límites, eso es todo lo que se puede hacer. Así que buscamos otras especies para mejorarlo. Yo, por ejemplo, me interesé mucho en los metabolismos aeróbicos y anaeróbicos de los músculos del caballo de carrera…

—¿Qué? —preguntó Thorne, impresionado.

—Hubo otras ideas. Demasiadas. Y juro que no fueron todas mías.

—¿Mezclaron genes animales y humanos? —preguntó Miles.

—¿Por qué no? Los genes humanos se separaron de los animales al principio… fue lo primero que se intentó. La insulina humana extraída de las bacterias y así. Pero hasta ahora nadie se había atrevido a hacerlo en dirección contraria. Rompí la barrera, quebré los códigos… Parecía tan bueno al principio. Sólo cuando los primeros llegaron a la pubertad comprendimos el alcance de los errores que habíamos cometido. Bueno. Fue sólo un intento. Se suponía que iban a ser formidables. Pero terminaron convertidos en monstruos.

—Dígame —preguntó Miles horrorizado—, ¿había algún soldado con experiencia real de combate en el comité?

—Supongo que el cliente los tenía. Ellos fueron los que nos dieron los parámetros.

Thorne dijo en voz sofocada:

—Ya veo. Estaban tratando de reinventar el soldado raso o algo así.

Miles echó una mirada fulminante a Thorne y golpeó el reloj con un dedo.

—Siga, doctor, no deje que lo interrumpamos.

Hubo un silencio corto. Canaba empezó de nuevo.

—Hicimos diez prototipos. Después el cliente… cerró el negocio. Perdió la guerra…

—¿Por qué será que no me sorprende? —musitó Miles entre dientes.

—Se cortaron los fondos, el proyecto se dejó de lado antes de que pudiéramos aplicar lo que habíamos aprendido de nuestros primeros errores. De los diez prototipos murieron nueve. Quedó uno. Lo teníamos en los laboratorios por… ciertas dificultades para mantenerlo… Puse mis complejos genéticos en ese prototipo. Todavía están ahí. Lo último que pensaba hacer antes de irme era matar al prototipo. Un acto piadoso… una responsabilidad… Mi expiación, si usted quiere.

—¿Y después? —lo apuró Miles.

—Hace unos pocos días, alguien lo vendió de repente a la Casa Ryoval. Como novedad, aparentemente. El barón Ryoval colecciona seres extraños de todo tipo, para sus bancos de tejidos…

Miles y Bel intercambiaron una mirada.

—Yo no tenía idea de que iban a venderlo. Entré en el laboratorio esa mañana y no estaba… No creo que Ryoval tenga idea de lo que vale de verdad. Ahí está, por lo que sé, en las instalaciones de Ryoval.

Miles presintió que le iba a coger un fuerte dolor de cabeza. Por el frío, sin duda.

—Y puedo preguntarle qué es lo que usted pretende que nosotros hagamos al respecto…

—Entrar de alguna forma. Matarlo. Buscar una muestra de tejido… Sólo así iré con ustedes.

Y dolor de estómago.

—¿Qué, las dos orejas y el rabo?

Canaba lo miró con frialdad.

—El músculo gastronemio izquierdo. Ahí puse los complejos. Los virus de almacenamiento no son virulentos, no pueden haber ido muy lejos. La mayor concentración tiene que seguir en el mismo lugar.

—Ya veo. —Miles se frotó las sienes y se apretó los ojos—.

De acuerdo. Nos ocuparemos de eso. Este contacto personal entre nosotros es muy peligroso. Preferiría no repetirlo. Arrégleselas para venir a mi nave en cuarenta y ocho horas. ¿Le parece que podemos tener algún problema para reconocer a su criatura?

—No creo. Este espécimen en particular medía unos dos metros y medio. Quiero… quiero que sepan que los colmillos no fueron idea mía.

—Ya… ya veo.

—Se mueve muy, pero muy rápido, si todavía está sano. ¿Les puedo ayudar en algo? Tengo acceso a venenos indoloros…

—Ya ha hecho bastante, gracias. Por favor, déjenos esto a los profesionales, ¿eh?

—Sería mejor si se pudiera destruir su cuerpo por completo. Que no queden células. Si pueden.

—Para eso se inventaron los arcos de plasma. Mejor será que se vaya.

—Sí. —Canaba dudada— ¿Almirante Naismith?

—¿Si… ?

—Yo… sería mejor que mi futuro patrón no supiera nada acerca de esto. Tienen intereses militares importantes. Tal vez la noticia los excite demasiado.

—Ah —dijo Miles/almirante Naismith /teniente lord Vorkosigan del Servicio Imperial de Barrayar—. No creo que deba preocuparse por eso.

—¿Le parece que cuarenta y ocho horas son suficientes para su incursión? —se preocupó Canaba—. Ya sabe que si no consigue el tejido, volveré abajo. No pienso dejarme atrapar en su nave.

—Usted tiene que estar conforme, está en mi contrato —dijo Miles—. Ahora, váyase.

—Tengo que confiar en usted, señor. —Canaba asintió, angustiado, y se retiró.

Esperaron unos minutos en la habitación congelada para que Canaba se alejara un poco. El edificio crujía a causa del viento; desde un corredor superior llegó un chillido extraño y, después, una risa que se cortó abruptamente. El guardia que seguía a Canaba regresó enseguida.

—Se ha ido a su coche, señor.

—Bien —dijo Thorne—. Supongo que vamos a necesitar un plano de las instalaciones de Ryoval, señor.

—Creo que no —dijo Miles.

—Si vamos a atacar…

—Atacar, y un cuerno. No pienso arriesgar a mis hombres en algo tan idiota. Dije que iba a matar a su pecado por él. No le dije cómo pienso hacerlo.

La red de comunicación comercial del puerto de transbordadores del planeta parecía tan adecuada como cualquier otro punto. Miles se deslizó dentro de la cabina y colocó su tarjeta de crédito en la máquina mientras Thorne se quedaba en un punto de observación y los guardias esperaban fuera. Marcó el código.

En un momento el panel de vídeo produjo la imagen de una recepcionista de cara dulce con hoyuelos y una cresta blanca de piel en lugar de cabello.

—Casa Ryoval, Servicios al Cliente. ¿En qué puedo servirle, señor?

—Me gustaría hablar con el señor Deem, director de Ventas y Demostraciones —dijo Miles con voz suave—; acerca de una posible compra para mi organización.

—¿De parte de quién?

—El almirante Miles Naismith, de la Flota de los Mercenarios Libres de Dendarii.

—Un momento, por favor.

—¿De verdad cree que se lo venderán así como así? —murmuró Bel a su lado mientras la cara de la chica se esfumaba y aparecía un diseño de luces y de colores y una música dulzona.

—¿Recuerdas lo que oímos ayer? —dijo Miles—. Te apuesto a que está en venta. Y barato. —Pero tenía que intentar no parecer demasiado interesado.

En un breve espacio de tiempo, el diseño de colores dejó, paso a una cara de un hombre sorprendentemente hermoso, un albino de ojos azules con una camisa de seda roja. Tenía un golpe lívido muy visible en la mejilla.

—Soy Deem. ¿En qué puedo ayudarle, almirante?

Miles se aclaró la garganta con cuidado.

—Me ha llegado un rumor de que la Casa Ryoval tal vez haya adquirido hace poco de la Casa Bharaputra un artículo de algún interés profesional para mí. Supuestamente, sería el prototipo de algún tipo de luchador mejorado ¿Sabe algo acerca de eso?

La mano de Deem fue hasta el golpe y lo palpó con cuidado. Después se alejó.

—Sí, señor, tenemos un artículo así.

—¿Y está en venta?

—Ah, sí… bueno, quiero decir… que me parece que hay algún arreglo pendiente. Pero todavía se puede ofrecer algo por él…

—¿Podría inspeccionarlo?

—Por supuesto —le contestó Deem con alegría reprimida ¿Cuándo?

Hubo un estallido de estática y la imagen del vídeo se dividió. La cara de Deem se desplazó a un lateral.

La nueva cara era demasiado familiar. Bel hizo un ruido de profundo disgusto entre los dientes.

—Yo contestaré esta llamada. Deem —dijo el barón Ryoval.

—Sí, señor. —Los ojos de Deem reflejaron sorpresa y cortó. La imagen de Ryoval se agrandó hasta ocupar todo el espacio disponible.

—Bueno, betano —sonrió el barón—, parece que sí tengo algo que usted quiere, después de todo.

Miles se encogió de hombros.

—Puede —contestó con un tono neutro— Si está dentro de mis posibilidades en cuanto al precio.

—Creía que le había dado todo su dinero a Fell.

Miles abrió las manos.

—Un buen comandante siempre tiene reservas escondidas. Sin embargo, todavía no se ha establecido el verdadero valor del objeto. En realidad, ni siquiera se ha establecido su existencia.

—Ah, existe, se lo aseguro. Y es… impresionante. Para mí fue un placer increíble agregarlo a mi colección. Realmente, no me gustaría desprenderme de… Pero para usted —dijo Ryoval y sonrió todavía más—, tal vez sea posible arreglar una tarifa especial que recorte los gastos. —Rió entre dientes, como ante alguna broma secreta que a Miles se le escapaba.

A mí me gustaría cortarte el cuello, no los gastos.

—¿Ah, sí?

—Le propongo un trueque simple —dijo Ryoval—. Carne por carne.

—Tal vez está haciendo una estimación errónea de mi interés, barón.

Los ojos de Ryoval brillaron en la pantalla.

—No lo creo.

Sabe que no me acercaría ni a dos kilómetros si no fuera algo que me interesa de verdad.

—Dígame el precio.

—Voy a ser completamente justo. Le cambio el monstruo de los Bharaputra… ah, debería verlo, almirante…, por tres muestras de tejidos. Tres muestras que, si usted es inteligente, no le costarán nada. —Ryoval levantó un dedo—. Una de su hermafrodita betano —segundo dedo—, otra de usted mismo —Y tercer dedo—, y otra de la intérprete cuadrúmana del barón Fell.

En el rincón de la cabina, Bel Thorne parecía estar dominándose para no tener un ataque de apoplejía. En silencio, por suerte.

—Esa tercera muestra puede resultarme muy difícil de obtener —contestó Miles, que quería ganar tiempo para pensar.

—Menos difícil para usted que para mí —dijo Ryoval—. Fell conoce a mis agentes. Le dije mis intenciones y ahora está en guardia. Usted representa una oportunidad única para conseguir lo que quiero sorteando su guardia. Si le doy una motivación suficiente, estoy seguro de que la cosa no está fuera de sus posibilidades, mercenario.

—Si me dan suficiente motivación, hay muy pocas cosas que estén fuera de mis posibilidades, barón. —Contestó Miles, casi sin pensar.

—Bueno, entonces espero que usted me llame en. … digamos veinticuatro horas. Después de eso retiraré mi oferta. —Ryoval saludó contento—. Buenos días, almirante. —El video se puso en blanco.

—Bueno, bueno —dijo Miles como un eco del «bueno» del barón.

—Bueno, ¿qué? —dijo Thorne en tono de sospecha—. No te estarás tomando en serio la oferta, ¿verdad?

—¿Para qué quiere una muestra de mis tejidos, por el amor de Dios? —se preguntó Miles en voz alta.

—Seguramente para su espectáculo de enanos y perros —soltó Thorne con rabia.

—Venga, venga. Lamento decir que se sentirá terriblemente desilusionado cuando mi clon crezca y mida un metro ochenta. —Miles se aclaró la garganta—. Supongo que eso no hace daño a nadie… Tomar una pequeña muestra de tejidos. En cambio, un ataque significa arriesgar muchas vidas.

Bel se reclinó contra la pared de la cabina y se cruzó de brazos.

—No es verdad. Tendrías que pasar por encima de mi cadáver para conseguir mi muestra. Y la de ella.

Miles sonrió con amargura.

—Entonces …

—Entonces …

—Entonces, vayamos a buscar un mapa de ese pozo de carne de Ryoval. Creo que vamos de caza.

Las instalaciones biológicas principales del palacio de la Casa Ryoval no eran realmente una fortaleza, sólo algunos edificios vigilados y dispersos. Edificios muy bien vigilados, con guardias enormes. Miles se puso sobre la furgoneta alquilada y estudió la situación a través de los lentes nocturnos. Tenía gotas de niebla sobre la barba. El viento frío y húmedo buscaba resquicios de ropa mientras él los buscaba en el sistema de seguridad de Ryoval.

El complejo blanco se alzaba amenazador contra la ladera de la montaña cubierta de bosques oscuros, con los jardines delanteros inundados de luz, fantasmales, en la niebla y el frío. Las entradas de servicio parecían más prometedoras. Miles asintió para sí mismo y bajó de la furgoneta, que había colocado artísticamente sobre el pequeño sendero de montaña que subía por encima de la Casa Ryoval. Abrió otra vez la puerta trasera y entró para protegerse del viento helado.

—De acuerdo, chicos, escuchadme.

La patrulla se agrupó a su alrededor mientras él colocaba el mapa de holovídeo en el centro. Las luces coloreadas del dibujo brillaban sobre las caras, la del alférez Murka, alto como siempre; la de la sargento Laureen Anderson, que llevaba la furgoneta y debía quedarse fuera como apoyo, junto con el soldado Sandy Hereld y el capitán Thorne. Un viejo prejuicio de Miles, típico de Barrayar, hacía que la idea de llevar soldados mujeres a la Casa Ryoval le disgustara especialmente; esperaba estar disimulándolo bien. En el caso de Bel Thorne la cosa era doble. No era que el sexo representara diferencia alguna en las aventuras que les esperaban, por lo menos, a juzgar por los rumores extraños que había escuchado. Y sin embargo… Laureen decía que podía hacer pasar cualquier vehículo construido por el hombre a través del ojo de una aguja, aunque Miles no podía creer que ella hubiera hecho en toda su vida algo tan doméstico como enhebrar una aguja. No, Laureen no iba a cuestionar su decisión de dejarla en la furgoneta.

—El problema principal sigue siendo que todavía no sabemos a ciencia cierta en qué lugar de las instalaciones tienen a la criatura de Bharaputra. Así que primero cruzamos la valla, luego los patios exteriores, y el edificio principal, ahí y aquí. —Un hilo de luz roja trazó el recorrido sobre el mapa al contacto del dedo de Miles— Después, con el mayor sigilo, atrapamos a un empleado del interior y le inyectamos pentarrápida. Desde ese momento, corremos contrarreloj porque es posible que descubran muy pronto que el empleado no está en su puesto.

»La palabra clave es silencio. No hemos venido a matar a nadie, y no estamos en guerra con los empleados de la Casa Ryoval. Llevad los bloqueadores y dejad los arcos de plasma y los destructores nerviosos en su lugar hasta que localicemos el objetivo. Lo liquidamos lo más rápido posible, sin hacer ruido, y yo consigo la muestra. —Se tocó la chaqueta. Allí debajo llevaba el equipo de recolección que mantendría el tejido vivo hasta que pudieran volver al Ariel—. Después, desaparecemos. Si algo sale mal antes de que consiga ese pedacito de carne, no nos preocupamos por pelear. No vale la pena. Tienen formas muy peculiares de ejecutar las penas de muerte en este lugar y no veo la necesidad de que todos terminemos como repuesto de los bancos de tejidos de los Ryoval. Esperaremos a que el capitán Thorne arregle un rescate y después intentamos otra cosa. En caso de emergencia, tengo un par de cosas que pueden ayudarme a negociar con Ryoval.

—De extrema emergencia —musitó Bel.

—Si algo sale mal después de que acabemos con nuestra misión de carniceros, hay que guiarse por las reglas del combate. Esa muestra es irreemplazable y debe llegar al capitán Thorne a cualquier precio. Laureen, ¿estás segura de que sabes cuál es el punto de reencuentro?

—Sí, señor —dijo Laureen y señaló un punto en el mapa.

—Todos lo habéis entendido? ¿Alguna pregunta? ¿Sugerencias? ¿Observaciones de último minuto? Entonces, controlemos las comunicaciones. Capitán Thorne.

Parecía que todos los comunicadores de muñeca funcionaban bien. El alférez Murka se inclinó sobre el equipo de armas. Miles guardó con cuidado el cubo del mapa holo, que les había costado casi el precio de un rescate pagado a cierta compañía constructora bastante flexible en sus tratos. Los cuatro miembros del equipo de incursión se deslizaron fuera de la furgoneta y emergieron en la oscuridad congelada.

Se deslizaron por entre los bosques. La capa crujiente de escarcha parecía muy resbaladiza bajo los pies y apenas cubría un suelo de barro. Murka vio un ojo espía antes de que el ojo los viera a ellos y lo cegó con un estallido muy breve de estática de microondas al pasar a su lado. Les costó muy poco trabajo aupar a Miles sobre la pared. Trató de no pensar en el viejo deporte de los bares de antaño, el de tirar a los enanos por el aire. El patio interno era sobrio y muy funcional, plataformas de embarque con grandes puertas cerradas, depósitos para recolección de basura y unos pocos vehículos estacionados.

Resonaron pasos en el silencio y todos se escondieron detrás de un gran depósito de basura. Pasó un guardia vestido de rojo, balanceando un detector de infrarrojos. Miles y su gente se agacharon y escondieron la cara en los ponchos antiinfrarrojos. Sin duda, parecían bolsas de basura. Después avanzaron de puntillas hasta las plataformas de embarque.

Conductos. La clave de la entrada a las instalaciones de los Ryoval había resultado ser la red de conductos, la de la calefacción, la de los cables de energía óptica, la de los sistemas de comunicación. Conductos muy estrechos. Bastante intransitables para un individuo corpulento. Miles se sacó el poncho y se lo tendió a uno de los hombres para que lo guardara.

Se aupó sobre los hombros de Murka y pasó al primer conducto a través de una rejilla de ventilación bien alta sobre la pared que daba a las puertas de embarque. Miles sacó la rejilla, se la alcanzó a uno de los hombres de abajo en silencio y, después de mirar si había moros en la costa, se deslizó adentro. Era estrecho incluso para él. Se dejó caer despacio sobre el suelo de cemento, encontró la caja de control, cortó la alarma y levantó la puerta como un metro. Su equipo se deslizó por ella y él volvió a poner la puerta en su lugar con el menor ruido posible. Hasta ahora bien; ni siquiera habían tenido que intercambiar una palabra.

Llegaron al otro lado del patio de recepción justo antes de que pasara un empleado de uniforme rojo con un carro eléctrico cargado de robots de limpieza. Murka tocó la manga de Miles y lo miró como preguntándole ¿Éste? Miles meneó la cabeza. Todavía no. Un hombre de mantenimiento sabría menos que un empleado acerca de lo que había en el interior, donde estaba su objetivo, y no tenían tiempo para sembrar todo el lugar de hombres inconscientes que habrían sido un fracaso como informantes. Encontraron el túnel al edificio principal justo en el sitio en que lo fijaba el mapa. La puerta al final del túnel estaba cerrada con llave, tal como se esperaban.

De nuevo sobre los hombros de Murka. Con un gesto rápido Miles aflojó un panel en el techo y se deslizó por allí —ese marco de soporte del techo, bien frágil, no habría aguantado a un hombre de mucho peso— y encontró los cables de energía que alimentaban el cierre de la puerta. Miles estaba examinando la situación y sacando las herramientas de la chaqueta de su uniforme llena de bolsillos cuando la mano de Murka se alzó para dejar el paquete de armas a su lado y volver a colocar el panel en su lugar. Miles se acostó boca abajo y apretó el ojo contra la grieta mientras oía el grito de una voz en el pasillo, abajo.

—¡Quietos!

La cabeza de Miles se llenó de insultos. Apretó la mandíbula para que no se le escapara ninguno. Miró las coronillas de sus hombres. En un momento, estuvieron rodeados por media docena de guardias armados y vestidos con casaca roja y pantalones negros.

—¿Qué hacéis aquí? —soltó el sargento de guardia.

—¡Mierda! —exclamó Murka—. ¡Por favor, por favor, señor no le diga a mi comandante que nos ha atrapado aquí! ¡Me va a degradar a soldado raso!

—¿Eh? —dijo el sargento de guardia. Empujó a Murka con su arma, un destructor nervioso letal. ¡Arriba las manos! ¿Quién eres?

—Me llamo Murka. Hemos venido en un barco mercenario desde la estación Fell. El capitán no nos quería dar pases de tierra. Imagínese… hemos venido hasta Jackson’s Whole y el hijo de puta no nos deja bajar… ¡El muy cabronazo no nos quiere dejar ver Ryoval!

Los guardias de casaca roja les registraron con el detector, sin demasiada gentileza, y sólo encontraron bloqueadores y los instrumentos para penetración que había llevado Murka.

—Aposté a que entraríamos aunque no pudiéramos usar la puerta principal. —Murka hizo un gesto de desilusión—. Parece que he perdido.

—Parece que sí —gruñó el sargento, retrocediendo.

Uno de sus hombres levantó la pobre colección de instrumentos que les había confiscado a los de Dendarii.

—No parecen un grupo de asesinos —observó.

Murka se enderezó y lo miró, absolutamente ofendido.

—¡Claro que no! ¡Y no lo somos!

El sargento de guardia dio varias vueltas a un bloqueador.

—Ausentes Sin Aviso, ¿eh?

—No si volvemos antes de medianoche. —El tono de Murka se convirtió en un ruego—. Mire, nuestro comandante es un hijo de puta. ¿Cree que puede haber alguna forma de que no se entere de esto? —Una de las manos de Murka pasó, sugerente, cerca del bolsillo donde guardaba la billetera.

El sargento de guardia lo miró de arriba abajo con un gesto de orgullo.

—Tal vez.

Miles escuchaba con la boca abierta de alivio y satisfacción.

Murka, si esto funciona te asciendo a…

Murka hizo una pausa.

—¿Podríamos echar un vistazo, primero? Ni siquiera le hablo de las chicas… ¿sólo dar una vuelta por lo menos? Así podría decir que lo he visto…

—¡Esto no es un prostíbulo, soldadito! —gritó el guardia.

Murka lo miró, de una pieza.

—¿Qué?

—Ésta es la instalación biológica.

—Ah —dijo Murka.

—Imbécil —dijo uno de los soldados de Miles entre dientes.

Miles rezó una plegarla de agradecimiento. Ninguno de los tres había echado ni una sola mirada hacia arriba.

—Pero el hombre de la ciudad me aseguró… —empezó a decir Murka.

—¿Qué hombre? —preguntó el sargento de guardia.

—El hombre que se llevó el dinero —dijo Murka.

Un par de los guardias de rojo se estaba empezando a reír. El sargento de guardia empujó a Murka con el destructor.

—Vete, soldadito. Vuelve a tu nave. Hoy es tu día de suerte.

—¿Quiere decir que nos va a dejar ver el interior? —Insistió Murka, esperanzado.

—No —dijo el sargento— Quiero decir que te vamos a romper las dos piernas antes de echarte a patadas. —Hizo una pausa y agregó—: Hay un prostíbulo en la ciudad. —Sacó la billetera de Murka del bolsillo, controló el nombre en la tarjeta de crédito y sacó todo el dinero. Los guardias hicieron lo mismo a los otros soldados que los miraban indignados y se repartieron el dinero—. Aceptan tarjetas de crédito y tenéis tiempo hasta la medianoche. ¡Ahora, fuera!

Y así desapareció el escuadrón de Miles, en una retirada ignominiosa. Pero por lo menos estaban intactos, todos, cuando salieron caminando por el túnel hacia fuera. Miles esperó a que todos estuvieran lejos antes de apretar el control del comunicador.

—¿Bel?

—Sí —La respuesta fue inmediata.

—Problemas. Los guardias acaban de atrapar a Murka y los demás. Creo que el ingenio de ese chico acaba de salvarlos y lo único que van a hacer es sacarlos por la puerta de atrás en vez de descuartizarlos. Voy a seguirlos apenas pueda y nos reagruparemos para intentarlo de nuevo. —Miles hizo una pausa. El asunto se le había ido de las manos. Estaban peor que cuando empezaron. La seguridad de Ryoval estaría alerta durante el resto de la larga noche de Jackson’s Whole. Añadió—: Voy a ver si por lo menos puedo averiguar dónde está la criatura antes de retroceder. Eso puede mejorar las posibilidades de éxito la próxima vez.

—Ten cuidado —refunfuñó Bel.

—Por supuesto que sí. Vigila para ver si vuelven Murka y los suyos. Naismith fuera.

Una vez que identificó los cables, tardó apenas un momento en abrir la puerta. Después tuvo que colgarse de los dedos mientras trataba de hacer que el panel del techo volviera a su lugar y se dejó caer al suelo, con mucho miedo por sus huesos. No se le rompió nada. Se deslizó por el portal hacia el edificio principal y apenas pudo se metió por los conductos, porque los corredores, evidentemente, eran peligrosos. Se quedó tendido boca arriba sobre el estrecho conducto y balanceó el cubo holo entre los dedos, sobre su vientre para elegir una nueva ruta que a ser posible evitara las tropas de vigilancia. ¿Dónde había que buscar un monstruo? ¿En el baño?

Más o menos en la tercera curva, cuando se arrastraba a través del sistema llevando el paquete de armas, se dio cuenta de que la realidad no encajaba con el mapa. Mierda y más mierda. ¿Había habido cambios en el sistema desde su construcción o era que el mapa estaba sutilmente saboteado? Bueno, no importaba, en realidad no estaba perdido, todavía sabía cómo regresar.

Se arrastró durante una media hora y descubrió y desactivó dos sensores de alarma antes de que pudieran descubrirlo. El factor tiempo se estaba complicando. Pronto tendría que… ah, ahí. Miró a través de una rejilla de ventilación. Una habitación en penumbra llena de equipos de holovídeo y comunicaciones.

El mapa la llamaba Reparaciones Menores. No parecía un taller de reparaciones. ¿Otro cambio desde que Ryoval había subido al poder? Pero había un hombre solo, sentado con la espalda hacia la pared donde estaba Miles. Perfecto. Demasiado bueno para dejarlo pasar.

Respirando sin hacer ruido, moviéndose lentamente, Miles sacó el revólver de dardos de su paquete y se aseguró de cargarlo con el cartucho correcto, pentarrápida y paralizador, un cóctel adorable que había fabricado ex profeso un técnico médico del Ariel. Suspiró, y a través de la rejilla apuntó el revólver con precisión y disparó justo en el blanco. El hombre se llevó la mano a la nuca una vez y se quedó sentado y quieto, la mano suelta, sin tensión, al lado del cuerpo. Miles sonrió, sacó la rejilla y se dejó caer al suelo.

El hombre iba de civil, muy bien vestido. ¿Uno de los científicos, tal vez? Se tambaleaba en la silla con una sonrisita en los labios y miraba a Miles con interés y sin alarma. Empezó a caerse.

Miles lo agarró y lo colocó de nuevo en su lugar.

—Siéntese, así está bien. No puede hablar con la boca contra la alfombra, ¿verdad?

—Noooo… —El hombre hizo girar su cabeza y sonrió con alegría.

—¿Sabe algo de una fabricación genética, una criatura monstruosa, que acaban de traer de la Casa Bharaputra a estas instalaciones?

El hombre parpadeó y sonrió.

—Sí.

Los sujetos sometidos a la pentarrápida solían interpretar todo literalmente, recordó Miles.

—¿Dónde lo tienen?

—Abajo.

—¿Dónde, exactamente?

—En el subsuelo. El espacio alrededor de los cimientos. Esperamos que atrape alguna de las ratas, ¿entiende? —El hombre se rió—. ¿Los gatos comen ratas? ¿Las ratas comen gatos?

Miles lo buscó en el cubo. Sí. Parecía un buen lugar para penetrar y salir, aunque era un área bastante grande para registrarla, un área dividida en una masa de elementos estructurales que bajaban hacia el lecho de piedra con columnas especialmente preparadas como elementos de baja vibración que corrían hacia arriba, hasta los laboratorios. En el extremo inferior, donde la ladera se alejaba, bajando, el espacio tenía un techo muy alto y estaba muy cerca de la superficie y ése era tal vez un buen punto para entrar. El espacio se hacía más y más estrecho y después bajaba al lecho de piedra hacia atrás donde el edificio se hundía en la ladera. De acuerdo. Miles abrió la caja de los dardos para encontrar algo que dejara fría a su víctima. Así nadie podría interrogarle durante el resto de la noche. El hombre le miró y manoteó y se subió la manga, revelando un comunicador casi tan complejo como el de Miles. Una luz parpadeaba en él. Miles miró el aparato, inquieto de pronto. Esa habitación…

—A propósito, señor, ¿quién es usted?

—Moglia, jefe de seguridad, Instalaciones Biológicas Ryoval —recitó el hombre contento— A su servicio, señor.

—Ah, claro. —Los dedos un poco torpes de Miles buscaron rápidamente en su caja de dardos. Mierda, mierda, mierda…

La puerta se abrió de golpe.

—¡Alto!

Miles tocó el control de alarma y autodestrucción rápida del comunicador de muñeca y levantó las manos sacándoselo en un solo movimiento rápido. No por casualidad. Moglia estaba sentado entre Miles y la puerta, perturbando los reflejos de disparo de los guardias. El comunicador se fundió mientras hacía un arco en el aire… ninguna posibilidad de que la guardia de Ryoval rastreara al escuadrón a través del aparato y por lo menos Bel sabría que algo había salido mal.

El jefe de seguridad rió entre dientes, fascinado con la tarea de contarse los dedos.

El sargento de guardia, apoyado por su escuadrón, entró en lo que era el Cuarto Base de Operaciones de Seguridad —ahora a Miles le parecía obvio—, rodeó a Miles, lo puso contra la pared y empezó a registrarlo con una eficiencia muy molesta, En unos momentos lo había separado de una pila de instrumentos incriminatorios, su chaqueta, sus botas y su cinturón. Miles se aferró a la pared y tembló con el dolor de varios choques de energía bien aplicados en los nervios y con el espanto de su cambio de suerte.

Cuando por fin se libró de la penta, el jefe de seguridad no quedó nada contento con la confesión del sargento de guardia sobre tres hombres uniformados a quienes había dejado ir con apenas una multa, hacía unas horas esa misma noche. Puso a su guardia en alerta roja y envió un escuadrón armado a tratar de rastrear a los Dendarii que habían huido.

Después, con una expresión de miedo en la cara muy semejante a la del sargento de guardia durante su confesión —una cara en la que se mezclaban la satisfacción amarga, la náusea de la droga y una mirada cargada de odio a Miles—, hizo una llamada por el vídeo.

—¿Milord? —dijo con temor.

—¿Qué pasa, Moglia? —En la cara del barón Ryoval se reflejaba sueño e irritación.

—Lamento interrumpir su sueño, señor, pero pensé que le gustaría saber algo sobre el intruso al que acabamos de capturar. No es un ladrón común, a juzgar por su ropa y su equipo. Un tipo raro, una especie de enano alto. Se metió por los conductos. —Moglia levantó el equipo de recolección de tejidos, las herramientas para detectar y desconectar alarmas, y las armas de Miles, como evidencia. El sargento de guardia metió a Miles a empujones dentro del espacio que captaba el vídeo— Estaba haciendo preguntas sobre el monstruo de Bharaputra.

Los labios de Ryoval se abrieron un poco. Después se le encendieron los ojos y echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Debería habérmelo imaginado. Robando cuando debería estar comprando, ¿eh, almirante? —se burló— Ah, muy bien, Moglia…

El jefe de seguridad pareció relajarse un poquitín.

—¿Conoce a este mutante bajito, milord?

—Sí, sí. Se hace llamar Miles Naismith. Un mercenario… dice que es almirante. Obviamente, un autoascenso. Excelente trabajo, Moglia. Retenlo ahí y yo iré a ocuparme de él por la mañana.

—¿Cómo quiere que lo retenga, señor?

Ryoval se encogió de hombros.

—Divertíos. Con libertad.

Cuando desapareció la imagen de Ryoval, Miles se descubrió en medio de las miradas especulativas del jefe de seguridad y el sargento de guardia.

Simplemente para aliviar las tensiones, uno de los guardias forzudos agarró a Miles por los brazos y el jefe de seguridad le dio un buen puñetazo en el vientre. Pero todavía se sentía demasiado descompuesto como para disfrutarlo como hubiera debido.

—Has venido a ver al soldado de juguete de los Bharaputra, ¿eh? —jadeó, aferrándose el vientre revuelto.

El sargento de seguridad miró a su jefe.

—¿Sabes? Creo que deberíamos darle ese gusto.

El jefe de seguridad ahogó un eructo y sonrió como en una visión beatífica.

—Sí…

Miles, rezando para que no le rompieran los brazos, vio que lo llevaban como a una rana por un complejo de corredores y tubos elevadores en brazos del guardia forzudo, seguido por el sargento y el jefe.

Tomaron un último tubo ascensor hasta el fondo, a un sótano polvoriento lleno de equipos y suministros almacenados o abandonados. Fueron hasta una puerta trampa sellada. Se abría sobre una escalera que descendía hasta la oscuridad.

—Lo último que arrojamos ahí dentro fue una rata —informó el sargento a Miles cordialmente—. Nueve la mordió y le sacó la cabeza. Así como así. Nueve siempre tiene hambre. Tiene el metabolismo de un horno.

El guardia empujó a Miles escalera abajo casi un metro por el simple mecanismo de pegarle en las manos con un bastón hasta que se soltaba. Miles colgaba justo fuera del alcance del palo, mirando la piedra en penumbras más abajo. El resto eran pilares y sombras y una humedad fría.

—¡Nueve! —llamó el sargento de guardia hacia la oscuridad llena de ecos—. ¡Nueve! ¡La cena! ¡Ven a buscarla!

El jefe de seguridad rió burlándose, después se aferró la cabeza y gruñó entre dientes.

Ryoval había dicho que él se encargaría de Miles personalmente por la mañana, seguramente los guardias comprendían que su jefe quería un prisionero vivo. ¿O no?

—¿Es la cárcel? —Miles escupió sangre y miró a su alrededor. —No, no, sólo parte de los cimientos —le aseguró el sargento con alegría—. La cárcel es para los huéspedes que pagan. Je, je, je. —Y riéndose todavía de su humorada, dio una patada a la trampilla para cerrarla. El ruido del mecanismo de cierre tintineó en el silencio. Después nada.

Las barras de la escalera estaban heladas, y el frío le traspasaba los calcetines. Pasó un brazo a través de un escalón y metió una mano dentro de la camiseta para calentarla. No tenía nada en los pantalones grises, nada excepto una ración de emergencia, el pañuelo y las piernas.

Se quedó allí, colgado, durante un largo rato. Subir era inútil; bajar, nada deseable. Finalmente, el dolor en los ganglios que lo había sacudido hasta entonces empezó a mejorar y el shock físico pareció desparecer. Todavía estaba aferrado allí. Helado.

Podría haber sido peor, reflexionó. El sargento y su escuadrón podrían haber decidido que querían jugar a Lawrence de Arabia y los Seis Turcos. El comodoro Tung, jefe de personal de los Dendarii de Miles, y loco por la historia militar, había estado molestando a Miles con una serie de recuerdos militares de ese tipo. ¿Cómo se había escapado el coronel Lawrence de una situación igualmente difícil? Ah, sí, se había hecho el tonto y había persuadido a sus captores de arrojarlo en el barro. Seguramente, Tung también había leído el librofax a Murka.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Miles descubrió que ésta era sólo relativa. Había paneles levemente luminosos en el techo aquí y allá y el brillo que arrojaban era amarillo y enfermizo. Bajó los últimos dos metros y se quedó de pie sobre la roca dura.

Se imaginó las noticias en Barrayar: Cadáver de oficial del Imperio en el palacio de los sueños del Zar de la Carne. ¿Muerte por agotamiento? Mierda, esto no se parecía en nada al glorioso sacrificio por el servicio del emperador que él había jurado llevar a cabo si era necesario, esto era sólo embarazoso. Tal vez la criatura de Bharaputra se comería la evidencia.

Con ese horrible consuelo en la mente, empezó a cojear de pilar en pilar, deteniéndose, escuchando, mirando a su alrededor. Tal vez había otra escalera en alguna parte. Tal vez había una trampilla que alguien se había olvidado de accionar. Quizá todavía había esperanza.

Quizás había algo que se movía en las sombras detrás de ese pilar…

El aliento de Miles se le congeló en la boca, después se liberó de nuevo cuando el movimiento se materializó en una rata albina y gorda del tamaño de un armadillo. La rata se escondió cuando lo vio y caminó tambaleándose para alejarse. Las garras del animal hicieron ruido sobre la piedra. Sólo una rata de laboratorio que se había escapado. Una rata muy grande, pero sólo una rata.

Una gran sombra temblorosa salió de ninguna parte a una velocidad increíble. Cogió a la rata de la cola y la hizo girar en el aire contra una columna, partiéndole el cráneo con un ruido agudo. Una imagen brevísima de una uña parecida a una garra y el cuerpo blanco quedó abierto de la cola a la cabeza. Dedos frenéticos separaron la piel del cuerpo de la rata mientras la sangre corría por las paredes. Miles vio por primera vez los colmillos de perro cuando mordieron y desgarraron y se hundieron en los tejidos de la rata.

Eran colmillos funcionales, no sólo decorativos, colocados en una mandíbula protuberante, con labios largos y una boca ancha, pero el efecto global era lobuno, más que simiesco. Una nariz chata, abrupta, cejas poderosas, pómulos altos. El cabello, una mata negra y enredada. Y sí, unos dos metros y medio de alto, un cuerpo tenso, musculoso, ancho.

Trepar de nuevo la escalera no ayudaría: esa criatura podía arrancarlo de los escalones y hacerlo girar y reventarlo contra una columna igual que a la rata. ¿Levitar hasta la punta de un pilar? Ah, tener dedos y pies de succión, algo que el comité de ingeniería no había considerado. ¿Quedarse quieto, inmóvil y hacerse el invisible? Miles eligió esa última defensa por eliminación: estaba paralizado de terror.

Los pies enormes, desnudos en la roca fría también tenían uñas que parecían garras. Pero la criatura iba vestida con ropa fabricada con tela verde de laboratorio, una chaqueta con cinturón parecida a un kimono y pantalones sueltos. Y otra cosa.

No me dijeron que era femenina.

Casi había terminado con la rata cuando alzó la vista y vio a Miles. Con la cara y las manos llenas de sangre se quedó tan quieta como él.

En un movimiento casi espasmódico, Miles sacó la ración de emergencia medio aplastada del bolsillo superior del pantalón y se la tendió sobre la palma abierta.

—¿Postre? —sonrió, medio histérico.

Ella dejó caer el esqueleto de la rata, le arrebató la ración de la mano, la desenvolvió y la devoró en cuatro bocados. Después se adelantó, lo asió por el brazo y la camiseta negra y lo levantó hasta su cara. Los dedos con garras le arañaban la piel y sentía los pies flotando en el aire. Y ese aliento era exactamente lo que esperaba. La criatura tenía los ojos colorados y ardientes.

—¡Agua! —gruñó.

No me dijeron que hablaba.

—Ah, bueno… agua —chilló Miles—. Claro. Debería haber agua por aquí… mira, allí arriba en el techo, todas estas tuberías. Si… si me bajas, muchacha, trataré de encontrar una de agua o algo así…

Ella lo bajó despacio hasta ponerlo sobre los pies y lo soltó. Él retrocedió despacio, las manos abiertas a los lados. Se aclaró la garganta, trató de volver a poner la voz en un tono suave, bajo.

—Tratemos por aquí. El techo se hace más bajo, o mejor dicho, es el suelo de roca el que se levanta un poco… ahí, cerca del panel de luz, ese tubo de plástico fino… el blanco es el código más común para el agua. No busques gris, es el de las cloacas, ni rojo, que es el de la energía óptica… —No sabía si ella lo comprendía: el tono era todo con las criaturas de cualquier tipo— Si… si me levantaras sobre tus hombros como el alférez Murka, tal vez podría soltar esa juntura… —Hizo gestos como para enseñarle, porque no sabía qué parte de sus palabras llegaba a la inteligencia que hubiera detrás de esos ojos terribles.

Las manos ensangrentadas, fácilmente dos veces mas grandes que las suyas, lo asieron bruscamente por las caderas y lo levantaron hacia arriba como en un cohete. Miles se aferró del caño blanco y se deslizó por él buscando una juntura. Los grandes hombros de la mujer se movían debajo de sus pies. A ella le temblaban los músculos, no era sólo el temblor de Miles. La juntura estaba muy bien apretada —Miles necesitaba herramientas—, pero se aferró a ella con todas sus fuerzas, aunque sabía que ponía en peligro sus débiles huesos. De pronto, la juntura hizo un ruido agudo y giró. Y cedió. El anillo de plástico se movió y el agua empezó a fluir entre los dedos de Miles. Una vuelta más y el caño se partió en dos. El agua hizo un arco brillante hacia abajo, hacia la roca.

Ella casi dejó caer a Miles en el apuro. Puso la boca debajo del escape, bien abierta, y dejó que el agua corriera en ella y sobre su cara, tosiendo y ahogándose con un frenesí más desesperado todavía que el que él le había visto demostrar con la rata. Bebió y bebió y bebió. Después dejó correr el agua sobre sus manos, su cara y su cabeza, se lavó la sangre y después volvió a beber. Miles empezó a pensar que nunca iba a dejar de beber, pero finalmente se retiró del caño, se sacó el cabello mojado de los ojos y lo miró con fijeza. Lo miró tal vez durante un minuto entero y después, de pronto, rugió:

—¡Frío!

Miles dio un brinco.

—Ah… frío… correcto: Yo también; tengo los calcetines mojados. Calor, quieres calor. Veamos. Ah, intentemos por ahí, donde el techo está más bajo. No tiene sentido aquí, el calor saldría para arriba y no podríamos alcanzarlo… —Ella lo seguía con la intensidad de un gato que persigue… digamos, una rata, y él esquivaba pilares para llegar al espacio reducido en que el suelo se elevaba hasta casi tocar el techo y había que arrastrarse. Ahí, bien, ésa era la tubería más baja que podía encontrar—. Si podemos abrirlo —dijo y señaló el tubo de plástico que era casi tan ancho como su cintura—, está lleno de aire caliente bombeado hacia arriba. Pero esta vez no hay junturas a mano. —Miró el caño y trató de pensar. Ese compuesto plástico era muy resistente.

Ella se agachó y tiró, después se acostó boca abajo y le dio una patada, y después miró a Miles como preguntándole qué hacer.

—Probemos así —apuntó él y le cogió la mano, nervioso. La guió hasta la tubería y trazó surcos profundos alrededor de la circunferencia con las uñas largas y duras. Ella rascó y rascó, después lo miró como diciéndole Esto no va a funcionar…

—Trata de darle otra patada —sugirió él.

Ella debía pesar unos ciento cincuenta kilos y los puso todos en el esfuerzo, dio patadas y se colgó de la tubería, plantó los pies en el techo y se arqueó con toda su fuerza. El conducto se partió a lo largo de los rasguños. Ella cayó con él al suelo y el aire caliente empezó a sisear alrededor de los dos. Ella levantó las manos, puso la cara contra la corriente, casi se envolvió en ella, se sentó sobre las rodillas y dejó que el aire le corriera alrededor. Miles se arrodilló, se sacó los calcetines y los sostuvo sobre el conducto para que se secaran. Era un buen momento para escapar si hubiera tenido un lugar al que huir. Pero no quería dejar a su presa, no quería perderla de vista. ¿Su presa? Pensó en el valor incalculable del músculo de su pantorrilla izquierda mientras ella se sentaba sobre la roca y hundía la cara entre sus rodillas.

No me dijeron que lloraba.

Miles sacó su pañuelo reglamentario, un pedazo de tela arcaico. Nunca había entendido la razón por la que tenía que llevar esa idiotez excepto, tal vez, que en los sitios a los que van los soldados la gente llora siempre. Se lo dio.

—Aquí tienes. Sécate los ojos con esto.

Ella lo cogió y se sonó la narizota e hizo un gesto como para devolvérselo.

—Quédatelo —dijo Miles—. ¿Cómo te llamas?

—Nueve —gruñó ella. No era hostil, era la forma en que sonaba una voz muy gastada en esa garganta enorme—. Y tú, ¿cómo te llamas?

Mi Dios, una frase completa. Miles parpadeó.

—Almirante Miles Naismith. —Se acomodó con las piernas cruzadas.

Ella lo miró, transfigurada.

—¿Un soldado? ¿Un oficial?, ¿en serio? —Y después, con dudas, como si lo viera bien por primera vez—: ¿Tú?

Miles se aclaró la garganta con firmeza.

—Sí, en serio. Con poca suerte de momento —admitió.

—Yo también —dijo ella con amargura y aspiró por la nariz—. No sé cuánto hace que me tienen en este lugar, pero ha sido mi primer trago de agua.

—Tres días, creo —dijo Miles—. ¿Tampoco te han dado… comida?

—No. —Frunció el ceño y el efecto, con los colmillos, fue bastante impresionante—. Es peor que lo que me hacían en el laboratorio y creía que eso era malo.

No es lo que desconoces lo que te perjudicará, decía el viejo refrán. Es lo que sabes que no es así.

Miles pensó en el cubo con el mapa. Miró a Nueve. Tuvo una imagen de sí mismo y en esa imagen condensó todo su plan estratégico cuidadosamente pensado y lo tiró en un inodoro cualquiera. Ahora que lo pensaba mejor, el conducto del techo le pareció una tontería. Nueve no cabía en él…

Ella se sacó el cabello enmarañado de los ojos y lo miró con furia renovada. Tenía los ojos de color castaño, un extraño color brillante y claro, que agregaba su efecto a la ilusión de la cara lobuna.

—¿Qué estás haciendo aquí en realidad? ¿Qué es esto? ¿Otra prueba?

—No, esto es la vida real. —Miles frunció los labios— Yo… bueno, cometí un error.

—Supongo que yo también —dijo ella, bajando la cabeza.

Miles se mordió el labio y la miró a través de los ojos entrecerrados.

—¿Qué vida has tenido? —musitó, a medias para sí mismo.

Ella le contestó literalmente.

—Viví con padres adoptivos de alquiler hasta los ocho. Como hacen los clones. Después me hice grande y torpe y rompía cosas… y me llevaron a vivir al laboratorio. Estaba bien. Había calor y mucha comida.

—No pueden haberte simplificado mucho si realmente querían un soldado. Me pregunto cuál es tu coeficiente de inteligencia —especuló Miles.

—Ciento treinta y cinco.

Miles luchó contra una creciente sensación de parálisis.

—Ya… ya veo. ¿Te… te han entrenado?

Ella se encogió de hombros.

—Muchas pruebas. Estaban… bien. Excepto los experimentos de agresión. No me gustan los choques eléctricos. —Pensó un momento — ni los psicólogos. Mienten mucho. —Dejó caer los hombros—. De todos modos, fallé. Todos fallamos.

—¿Cómo pueden saber si fallaste si no te dieron el entrenamiento que corresponde? —dijo Miles con sorna—. Ser soldado tiene que ver con el tipo de comportamiento más complejo, cooperativo y aprendido que se haya inventado. Yo estudié estrategia y táctica durante años y no sé ni la mitad de lo que hay que saber. Todo está en la cabeza. —Y apretó las manos alrededor de las sienes.

Ella lo miró, atenta, aguda.

—Si eso es cierto —dijo y volvió las grandes manos con garras, mirándolas—, ¿para qué me hicieron esto?

Miles se detuvo en seco. Tenía la garganta seca. Y sí, los almirantes también mienten. A veces, hasta se mienten a sí mismos. Después de una pausa incómoda preguntó:

—¿Alguna vez habías pensado en romper un conducto de agua?

—Si uno rompe cosas, lo castigan. Por lo menos a mí. Tal vez a ti no, tú eres humano.

—¿Alguna vez has pensado en salir, en escaparte? Escapar es el deber del soldado cuando lo captura el enemigo. Sobrevivir, escapar, sabotear, en ese orden.

—¿Enemigo? —Ella miró hacia arriba, hacia el peso de toda la Casa Ryoval que pendía sobre su cabeza— ¿Y quiénes son mis amigos?

—Ah, sí, claro… Queda ese punto por aclarar… —Y por otra parte, ¿dónde podía ir un cóctel genético de dos metros y medio con colmillos? Miles respiró hondo. No había ninguna duda de cuál debía ser su próximo movimiento. El deber, la experiencia, la supervivencia, todo apuntaba a eso—. Tus amigos están más cerca de lo que crees. ¿Por qué crees que he venido —¿Por qué he venido, en realidad?

Ella lo miró extrañada, con el ceño fruncido.

—He venido a buscarte. Oí hablar de ti. Estoy… reclutando gente. O por lo menos, estaba. Las cosas salieron mal y ahora voy a escaparme. Pero si vinieras conmigo, podrías unirte a los Mercenarios de Dendarii. Un equipo de primera. Siempre estamos buscando hombres, o mujeres, o lo que sea. Tengo un sargento que… que justamente necesita alguien como tú.

Demasiada verdad en todo eso. El sargento Dyeb era famoso por su mala actitud hacia las soldados mujeres: siempre insistía en que eran demasiado suaves. Cualquier recluta femenino que sobreviviera a su curso de entrenamiento salía de él con la agresividad muy desarrollada. Miles se imaginó a Dyeb cabeza abajo y colgado de los pies desde unos dos metros y medio… Controló su imaginación desatada para concentrarse en la crisis del presente. Nueve lo miraba… sin impresionarse.

—Muy gracioso —dijo con frialdad y Miles se preguntó por un momento de locura si no estaría equipada con el complejo genético de telepatía… no, era anterior a eso…, pero yo ni siquiera soy humana. ¿O eso no te lo han dicho?

Miles se encogió de hombros.

—Humano es el que hace las cosas que hacen los humanos. —Se forzó a estirar la mano y tocarle la mejilla húmeda— Los animales no lloran, Nueve.

Ella saltó como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.

—Los animales no mienten. Los humanos, sí. Siempre.

—No siempre. —Miles esperaba que no hubiera luz suficiente como para que ella viera que había enrojecido. Nueve lo miraba a la cara con mucha atención.

—Pruébalo. —Inclinó la cabeza y siguió en la misma posición, con las piernas cruzadas. Sus ojos dorados y pálidos se habían puesto brillantes, interrogativos.

—Seguro… ¿cómo?

—Sácate la ropa.

—… ¿qué?

—Sácate la ropa y acuéstate conmigo como hacen los humanos. Hombres y mujeres. —La mano de ella se extendió y le tocó la garganta.

La presión de las garras formó pequeños huecos en la piel de Miles.

—¿Glups? —se atragantó Miles. Sentía los ojos abiertos como dos platos hondos. Un poco más de presión y esos dos hoyitos se abrirían en dos fuentes rojas. Estoy a punto de morir…

Ella lo miraba a la cara con un hambre extraña, terrible, insaciable. Después, de pronto, lo soltó. Él saltó y se golpeó la cabeza contra el techo bajo y entonces se dejó caer, viendo las estrellas. No eran las estrellas del amor a primera vista, por cierto.

Los labios de ella se torcieron en un gruñido de desesperación y colmillos.

—Fea —se quejó. Las uñas con garras se deslizaron sobre las mejillas grandes dejando huellas enrojecidas—. Demasiado fea… animal… tú no crees que yo sea humana… —Parecía resuelta a tomar una decisión desesperada.

—¡No, no, no! —tartamudeó Miles, poniéndose de rodillas como pudo y tomándole las manos para que no siguiera— No es eso. Es que… ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

Dieciséis. Dios. Él recordaba los dieciséis. Obsesionado con el sexo, muriéndose por dentro minuto a minuto. Una edad horrible para estar atrapado en un cuerpo anormal, torcido, frágil. Dios sabía cómo había hecho para sobrevivir a su odio contra sí mismo en esa época. No… sí que se acordaba de lo que había hecho. Alguien que lo quería lo había salvado.

—¿No eres un poquito joven para esto? —dijo con esperanza.

—¿Cuántos años tenías tú?

—Quince —admitió él antes de poder pensar en mentir —. Pero… fue traumático. No salió bien.

Las garras de ella se volvieron hacia su cara de nuevo.

—¡No hagas eso! —gritó él, aferrándoselas de nuevo. Le recordaba demasiado el episodio del sargento Bothari y el cuchillo. El sargento le había sacado el cuchillo a Miles a la fuerza. No era algo que Miles pudiera hacer en esta oportunidad—. ¿Quieres calmarte, por favor? —le gritó.

Ella dudó.

—Es que… ejem… un oficial y un caballero no se tira sobre una dama en el suelo desnudo. Uno… uno se sienta. Se pone cómodo. Conversa un poco, toma algo de vino, suena la música… se tranquiliza. Ni siquiera has entrado en calor todavía. Ven, siéntate aquí donde hace más calor. —La colocó más cerca del conducto roto, se levantó sobre sus rodillas junto a ella y trató de masajearle el cuello y los hombros. Ella tenía los músculos tensos, parecían rocas bajo sus dedos. Cualquier intento de estrangularla hubiera sido absolutamente inútil.

No puedo creerlo. Atrapado en los cimientos de Ryoval con una mujer loba adolescente y sus necesidades sexuales. No había nada sobre esto en ninguno de los manuales de entrenamiento de la Academia Imperial… Recordó su misión, que era sacarle la pantorrilla izquierda y llevar ese tejido vivo al Ariel. Querido doctor Canaba, si sobrevivo, usted y yo vamos a tener una pequeña conversación, se lo aseguro…

La voz de ella estaba teñida de pena y modificada por la forma rara de su boca.

—Crees que soy demasiado alta.

—Para nada. —Por lo menos se estaba controlando un poco. Podía mentir mejor— Adoro a las mujeres altas, pregúntale a cualquiera que me conozca un poco. Además, hice un descubrimiento feliz hace un tiempo. La diferencia de altura importa solamente cuando estás de pie. Cuando estás acostado, no… no importa mucho… —Una revisión mental de todo lo que había aprendido por ensayo y error, sobre todo error, sobre las mujeres pasaba por su mente sin él quererlo. Y era inquietante. ¿Qué querían las mujeres en realidad?

Se dio la vuelta en redondo y le tomó la mano, ansioso. Ella lo miró con la misma ansiedad, esperando… instrucciones, por todos los diablos. En ese punto. Miles se dio cuenta de que estaba frente a su primera virgen. Sonrió en un estado de parálisis total durante varios segundos.

—Nueve… nunca lo has hecho antes, ¿verdad?

—He visto videos. —Ella frunció el ceño con el recuerdo—. Generalmente, empiezan con besos, pero… —hizo un gesto vago hacia su boca mal formada—, tal vez no quieras.

Miles trató de no pensar en la rata. Después de todo a Nueve le habían hecho pasar hambre.

—Los vídeos pueden ser muy engañosos. Las mujeres…, sobre todo la primera vez, necesitan práctica para aprender las respuestas del cuerpo. Eso me dicen mis amigas mujeres. Tengo miedo de hacerte daño. —Y si te lastimo, me vas a descuartizar.

Ella lo miró a los ojos.

—No te preocupes —dijo—. Tengo un umbral de dolor muy alto.

Pero yo no.

Era una locura. Ella estaba loca. Él estaba loco. Y sin embargo, la verdad era que sentía una fascinación creciente por la… la propuesta. Algo que se alzaba desde su vientre a su cerebro como una niebla fantasmal. No había duda, ella era la mujer más alta que él encontraría en toda su vida. Más de una mujer le había acusado de querer escalar montañas. Tal vez podría sacarse de encima esa tendencia de una vez por todas…

Mierda, De verdad creo que puede salir bien. Ella no carecía de cierto… encanto no era la palabra… la belleza que se podía encontrar en los fuertes, los rápidos, los atléticos, las formas funcionales. Una vez que uno se acostumbraba a la escala en la que se presentaba todo eso en ella. Irradiaba un calor suave que él sentía desde allí… ¿magnetismo animal?, le sopló el observador reprimido del fondo de su mente. ¿Energía? Fuera lo que fuere, no había duda de que sería sorprendente.

Le pasó por la cabeza uno de los aforismos favoritos de su madre. Cualquier cosa que valga la pena hacer, decía ella, vale la pena hacerla bien.

Confuso y mareado como un borracho, abandonó la dureza de la lógica y se dejó ir en alas de la inspiración.

—Bueno, doctor —se oyó musitar como un loco— Experimentemos.

Besar a una mujer con colmillos era una sensación novedosa, de eso no cabía duda. Que ella lo besara —y, evidentemente, aprendía rápido — era todavía más extraño. Los brazos de ella lo rodearon en éxtasis y desde ese momento perdió el control de la situación. Un poco después, en un instante en que trataba de respirar, levantó la vista y preguntó:

—Nueve, ¿has oído hablar de la araña viuda negra?

—No… ¿Qué es?

—No importa —dijo él sin darle ninguna importancia.

Todo fue muy incómodo, muy torpe, pero muy sincero y cuando terminó las lágrimas en los ojos de ella eran de felicidad, no de dolor. Parecía (¿cómo podía ser de otra manera?) enormemente contenta con él. Y él estaba tan cansado y relajado que se durmió como un tronco en unos minutos, apoyado sobre ese cuerpo inmenso.

Se despertó riendo.

—Realmente, tienes los pómulos más elegantes que haya visto —le dijo, pasándole un dedo por las mejillas. Ella estaba inclinada bajo el roce de la mano de él, disfrutando de sus recuerdos y del aire caliente. —Hay una mujer en mi nave que lleva el cabello en una especie de trenza en la espalda. Te quedaría muy bien… Tal vez ella quiera enseñarte cómo hacerlo.

Ella se puso un manojo de cabello frente a los ojos y lo miró casi bizca, como si tratara de ver más allá del enredo y la suciedad. Después, le tocó la cara.

—Y tú eres muy atractivo, almirante.

—¿Quién? ¿Yo? —Él se pasó una mano sobre la barba crecida de una noche, los rasgos cortados, las viejas líneas del dolor… Debe de estar ciega por mi rango…

—Tienes una cara… llena de vida. Y tus ojos ven lo que miran.

—Nueve… —Él se aclaró la garganta. Hizo una breve pausa— Mierda, ése no es un nombre. Es un número. ¿Qué le pasó a Diez?

—Murió. —Tal vez yo también muera pronto agregaron sus extraños ojos en silencio antes de que las pestañas los callaran.

—¿Nunca te han dado otro nombre?

—Hay un código largo de biocomputadora que es mi designación real.

—Bueno, nosotros también disponemos de números seriados. —Miles tenía dos, ahora que pensaba en ello— Pero esto es absurdo. No puedo llamarte Nueve, como si fueras un robot. Necesitas un nombre, un nombre duradero. —Se reclinó sobre el hombro cálido y desnudo de ella (ella era como un horno: lo que decían de su metabolismo era cierto), y esbozó una sonrisa— Taura.

—Taura? —La boca extraña le daba —Un acento rítmico torcido —. ¡Es demasiado bonito para mí!

—Taura —repitió él con firmeza—. Hermoso y fuerte. Lleno de sentidos secretos. Perfecto. Ah, y hablando de secretos… — ¿Era el momento de decirle lo que le había puesto el doctor Canaba en la pantorrilla? ¿O se sentiría ofendida, como alguien a quien cortejan por su dinero, o su título? Miles dudó— Ahora que nos conocemos mejor, creo que es hora de salir de aquí.

Ella miró a su alrededor en la oscuridad.

—Pero, ¿cómo?

—Bueno, eso es algo que tenemos que pensar, ¿eh? Te confieso que los conductos me envuelven siempre la mente. —No el de calor, por supuesto. Para entrar hubiera tenido que sufrir anorexia durante meses y además se achicharraría allí dentro. Se sacudió y se puso la camiseta negra. Se había puesto los pantalones apenas se había despertado: ese suelo de piedra le sacaba el calor a cualquier pedacito de piel que lo tocara. Después se puso de pie. Dios. Se estaba haciendo viejo para esos trotes. La muchachita de dieciséis, claro está, tenía la resistencia física de una diosa. ¿Dónde lo había hecho a los dieciséis? Arena, sí. Hizo una mueca, recordando lo que había sentido en ciertos lugares secretos del cuerpo. Tal vez la piedra fría no era tan mala, después de todo.

Ella sacó la chaqueta verde pálida y los pantalones de debajo de su cuerpo, se vistió y lo siguió a cuatro patas hasta que el espacio le permitió ponerse de pie.

Recorrieron y volvieron a recorrer la cámara subterránea en la que se encontraban. Había cuatro escaleras con trampillas, todas bien cerradas. Había una salida de vehículos, cerrada, hacia el lado más bajo de la ladera. Por ahí tal vez fuera más fácil escapar rompiendo la puerta, pero si no podía hacer contacto inmediato con Thorne, tendría una caminata de veintisiete kilómetros hasta la aldea más cercana. Sobre la nieve, en calcetines… y ella descalza. Y si llegaban, no podría usar la red de vídeo porque su tarjeta de crédito todavía estaba bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, arriba. Pedir un favor en una ciudad de Ryoval era un plan dudoso. Así que… ¿escapar y arrepentirse después o quedarse y tratar de equiparse, arriesgándose a que los atraparan de nuevo y arrepentirse antes? Las decisiones tácticas eran siempre tan divertidas…

Los conductos ganaron. Miles señaló hacia arriba, al que tenía más posibilidades.

—¿Crees que podrías abrirlo y alzarme? —le preguntó a Taura.

Ella lo estudió, asintió lentamente con una expresión cerrada en el rostro. Se estiró y se movió hasta una juntura metálica recubierta, deslizó las garras bajo esa banda y tiró. Metió los dedos en la ranura que quedó al descubierto y se colgó de ella como si la estuviera levantando. El conducto se dobló bajo el peso.

—Ahí está —dijo.

Lo levantó como si él hubiera sido un crío. Miles se metió en el conducto. Era muy estrecho, a pesar de que él no había visto ningún otro más grande. Se arrastró muy despacio sobre la espalda. Tuvo que detenerse un par de veces para ahogar un ataque histérico de risa. El conducto se curvaba hacia arriba y él subió despacio por la curva sólo para descubrir que, más adelante, el conducto se abría en una Y y cada rama era la mitad de ancha que la que él venía recorriendo. Maldijo en voz alta y retrocedió. Taura tenía la cara hacia arriba para verlo, un ángulo de visión muy raro.

—Por ahí no —jadeó él, deslizándose hacia atrás.

Esta vez fue hacia el otro lado. Ese lado también se curvaba hacia arriba pero enseguida encontró una rejilla. Una rejilla muy bien cerrada, imposible de quitar, imposible de romper y, con las manos desnudas, imposible de cortar. Taura tal vez hubiera tenido la fuerza necesaria para arrancarla de la pared pero ella no podía entrar por el conducto. Él la miró por unos minutos.

—De acuerdo —dijo y retrocedió—. Basta ya de conductos —informó a Taura—. ¿Podrías ayudarme a bajar? —Ella lo bajó hasta el suelo y él se sacudió el polvo de la ropa. Un acto inútil—. Revisemos un poco más.

Ella lo siguió con docilidad, aunque había algo en su expresión que decía que debía de estar perdiendo la fe en su condición de almirante. De pronto, Miles vio algo que le llamó la atención en una columna y se acercó para examinarlo más de cerca.

Era una de las columnas de apoyo de baja vibración. Dos metros de diámetro, metida profundamente en la roca en un pozo de fluido, iba directo hacia arriba hasta uno de los laboratorios, de eso no había duda, para proveer una base ultraestable a ciertos proyectos de generación de cristales y cosas por el estilo. Miles raspó el costado de la columna. Hueca. Ah, claro, tiene sentido, el cemento no flota bien. Una ranura en el costado parecía dibujar… ¿una puerta de acceso? Pasó los dedos sobre ella, buscando. Había algo escondido… Estiró los brazos y encontró un punto al otro lado. Si los apretaba al mismo tiempo, esos puntos cedían bajo la presión de los pulgares. Hubo un ruidito como un estallido diminuto y un escape de presión y todo el panel cedió. Miles se tambaleó y casi lo dejó caer en el agujero. Lo puso de lado y lo sacó.

—Bueno, bueno —sonrió. Sacó la cabeza por la puerta y miró arriba y abajo. Negro como boca de lobo. Con mucho cuidado, estiró el brazo y tocó alrededor. Había una escalera en el interior para facilitar la limpieza y las reparaciones. Aparentemente, se podía llenar toda la columna con un líquido de la densidad que hiciera falta. Llena, habría estado sellada por auto presión y hubiera sido imposible de abrir. Miles examinó el lado interno de la trampilla con cuidado. Se podía abrir por los dos lados, gracias a Dios.

—Veamos si hay más de éstas, más arriba.

Fue una ascensión lenta. Buscaron ranuras mientras subían en la oscuridad. Miles trató de no pensar en la caída que sufriría si resbalaba en esa escalera estrecha. El aliento profundo de Taura, más abajo, le resultaba reconfortante. Habían subido tal vez tres pisos cuando los dedos fríos y casi paralizados de Miles encontraron otra ranura. Casi la había dejado pasar porque estaba al lado opuesto de la primera. Entonces descubrió, de la peor manera, que no era lo bastante corpulento para mantener un brazo alrededor de la escalera y apretar los dos puntos al mismo tiempo. Después de un resbalón terrorífico, se colgó de la escalera hasta que el corazón dejó de latirle con fuerza.

—Taura? —llamó—. Voy más arriba, a ver si tú puedes. —Pero no le quedaba mucho espacio arriba. La columna terminaba un metro por encima de su cabeza.

Lo que hacía falta eran brazos largos como los de ella. La trampilla se rindió frente a esas manos grandes con un crujido de protesta.

—¿Qué ves? —susurró Miles.

—Una habitación grande y oscura. Un laboratorio, tal vez.

—Tiene sentido. Baja otra vez y vuelve a colocar el panel allá abajo. No creo que debamos indicarles por dónde nos hemos ido.

Miles se deslizó a través de la abertura hacia un laboratorio oscuro mientras Taura cumplía con su tarea. No se atrevió a encender una luz en esa habitación sin ventanas, pero algunos instrumentos tenían los paneles de lectura encendidos en las paredes y mesas y eso generaba un brillo fantasmal suficiente para sus ojos adaptados a la oscuridad. Por lo menos, le servía para no tropezar con nada. Una puerta de vidrio daba a un corredor. Un corredor vigilado electrónicamente, muy vigilado, sí. Con la nariz apretada contra el vidrio, Miles vio una forma roja que pasaba por un corredor. Guardias, ¿Pero qué estaban cuidando?

Taura salió retorciéndose de la rejilla de acceso en la columna, pero le costó bastante y se sentó en el suelo con la cara entre las manos. Miles, preocupado, volvió hacia ella.

—¿Estás bien?

Ella meneó la cabeza.

—No. Hambre.

—¿Qué? ¿Ya? Se suponía que ésa era una rata… digo una barra de ración de veinticuatro horas. —Para no mencionar los dos o tres kilos de carne que había comido como aperitivo.

—Para ti, tal vez — se quejó ella. Estaba temblando.

Miles empezó a darse cuenta de la razón por la que Canaba pensaba que su proyecto había sido un fracaso. Imagínate tratar de alimentar a un ejército entero con semejante apetito. Napoleón se desmayaría de espanto. Tal vez esa muchachita de huesos grandes todavía estaba creciendo. Una idea terrible.

Había una nevera al final del laboratorio. Si conocía bien a los técnicos… Ajá. Entre los tubos de ensayo había un paquete con medio bocadillo y una pera grande, un poco tocada. Se lo dio a Taura. Ella parecía muy impresionada, como si él lo hubiera conjurado de su manga con magia. Lo devoró enseguida y recuperó un poco el color.

Miles busco más para su tropa. Por desgracia, las únicas sustancias orgánicas que quedaban en la nevera eran pequeños platos cubiertos de algo gelatinoso con una cosa desagradable y multicolor que parecía crecer encima. Pero había otros tres grandes refrigeradores empotrados. Miles espió a través del rectángulo de vidrio de una puerta de mucho espesor y se arriesgó a apretar el control de la pared que encendía la luz. Dentro había fila tras fila de cajones marcados, llenos de bandejas de plástico. Muestras y muestras congeladas de algo. Cientos y cientos —Miles volvió a mirar y calculó con más cuidado—, cientos de miles. Echó una mirada al panel de control junto a los cajones. La temperatura interior era la del nitrógeno líquido. Tres refrigeradores… Millones de… Miles se sentó en el suelo bruscamente.

—Taura, ¿tienes idea de dónde estamos? —murmuró con una intensidad extraña en la voz.

—Lo lamento, no —murmuró ella en respuesta, arrastrándose para ir a su encuentro.

—Es una pregunta retórica. Yo sí sé dónde estamos.

—¿Dónde?

—En la cámara del tesoro de Ryoval.

—¿Qué?

—Eso —dijo Miles y puso un pulgar sobre la heladera— es la colección de tejidos del barón. Hace cien años que se dedica a ella. Dios. Tiene un valor incalculable. Ahí están todos los pedacitos de mutantes extraños, únicos, irreemplazables que consiguió rogando, pagando, pidiendo prestado o robando desde hace tres cuartos de siglo, alineados en cajoncitos, esperando que los saquen y los cultiven y los cocinen para producir a otro esclavo. Éste es el corazón viviente de esta enorme operación de biología humana. —Miles se puso de pie de un salto y miró los paneles de control. El corazón le latía con fuerza y respiraba con la boca abierta, riéndose en silencio, casi a punto de desmayarse—. Ah, mierda, mierda, mierda. Dios, Dios. —Se detuvo, tragó saliva. ¿Podría?

Esas neveras debían de tener un sistema de alarma, monitores, algo que las comunicara por lo menos con Seguridad. Sí, había un mecanismo complejo para abrir la puerta. Bien. Él no quería abrir la puerta. La dejó como estaba. Lo que quería era ver el sistema de lectura. Si podía estropear al menos un sensor… Esa cosa, ¿estaría conectada a varios monitores externos o tendría sólo un hilo óptico? Encontró una pequeña luz de mano y cajones y cajones de herramientas y suministros en los bancos de laboratorio. Taura lo miraba extrañada mientras él corría de aquí para allá haciendo inventario.

El monitor de las neveras estaba conectado con algún lugar exterior, inaccesible. ¿Podría hacer algo a este lado de la conexión? Levantó una cubierta plástica oscura con tanta tranquilidad como pudo. Ahí, ahí, el hilo óptico salía de la pared y enviaba información constante sobre el medio que había en el interior del frigorífico. Entraba en un receptor simple estándar, conectado a una caja negra mucho más amenazadora que controlaba también la alarma de la puerta. Había visto todo un cajón lleno de fibras ópticas de distintos extremos y adaptadores y conexiones en Y… Sacó lo que necesitaba de ese conjunto enredado como un plato de fideos y descartó varios extremos rotos y elementos dañados. Había tres grabadores de datos ópticos en el cajón. Dos no funcionaban. El tercero sí.

Un empalme rápido de fibra óptica, una conexión, luego desconectar, y ya tenía una nevera conectada a dos cajas de control. Colocó el hilo libre para que comunicara con el grabador de datos. Y ahora tenía que arriesgarse en el momento del blip cuando pasara de uno a otro. Si alguien controlaba a posteriori, lo encontraría todo en buen estado, aparentemente. Le dio varios minutos al grabador para que desarrollara un buen circuito cerrado de replay, continuo, exacto, y se quedó agachado, muy quieto. Apagó incluso la pequeña luz de mano. Taura esperaba con la paciencia de un predador, sin hacer ruido.

Uno, dos, tres y ahora era el grabador el que hablaba a las tres cajas de control. El verdadero hilo colgaba, suelto, en la nada. ¿Serviría? No había señales de alarmas activadas, ninguna horda rabiosa de guardias de seguridad…

—Taura, ven aquí.

Ella se acercó a él, una sombra amenazante, perpleja.

—¿Llegaste a conocer al barón Ryoval? —le preguntó.

—Sí, lo vi una vez, cuando vino a comprarme.

—Te gustó?

Ella le echó una mirada de ¿cómo-se-te-ocurre?

—Sí, a mí tampoco me cayó bien. —Ryoval casi había querido asesinarlo, en realidad. Y ahora se sentía muy agradecido por el perdón que había conseguido para esa sentencia—. ¿Te gustaría arrancarle el corazón, si pudieras?

Ella apretó las manos con garras.

—¡Dime cómo!

—¡Muy bien! —Él sonrió, contento—. Quiero darte tu primera lección de táctica y estrategia. —Señaló con el dedo—. ¿Ves ese control? La temperatura en estas neveras se puede elevar a doscientos grados centígrados para esterilizarlas cuando las limpian. Dame tu dedo. Un dedo. Con suavidad, más suavemente. —Le guió la mano—. Tiene que ser la menor presión que puedas aplicarle al dial, sólo la que necesites para moverlo… Ahora la próxima. —La llevó al panel siguiente—. Y el último. —Miles soltó un suspiro. No podía creerlo— Y la lección es —jadeó— que la fuerza que usas no es lo importante. Lo importante es dónde aplicas esa fuerza.

Resistió el deseo de escribir algo como El Enano ataca de nuevo en el frontal de la nevera con un lápiz para superficies lisas. Pero cuanto más tardara el barón en darse cuenta de quién había sido, mejor. Pasarían varias horas antes de que toda esa masa pasara de la temperatura del nitrógeno líquido a «muy pasado», pero si no venía nadie hasta el cambio de guardia de la mañana, la destrucción sería absoluta.

Miles miró la hora en el reloj digital de la pared. Dios mío, había perdido demasiado tiempo en los cimientos. Un tiempo bien empleado, y sin embargo…

—Ahora —dijo a Taura, que todavía meditaba sobre el dial y la mano con los ojos brillantes—, tenemos que salir de aquí. Ahora sí que tenemos que salir de aquí. —No fuera a ser que la próxima lección de táctica fuera no cortes la rama donde estás sentado, pensó Miles, nervioso.

Al mirar de nuevo los mecanismos que cerraban la puerta, y lo que había más allá —entre otras cosas, los monitores empotrados activados por sonido y con disparos láser— Miles casi pensó en volver atrás y poner otra vez la temperatura en su lugar. Sus herramientas Dendarii manejadas por chips de ordenador, que ahora descansaban bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, tal vez habrían podido hacer algo con los circuitos complejos de la caja de control recién abierta. Pero claro está, no podía llegar hasta sus herramientas sin sus herramientas… una bonita paradoja. A Miles no le sorprendía que Ryoval hubiera reservado su sistema de alarma más sofisticado para la única puerta de ese laboratorio. Pero eso hacía que la habitación fuera una trampa mucho peor que los cimientos de donde venían.

Dio otra vuelta por el laboratorio con la linterna, revisando los cajones de nuevo. No encontró claves de ordenador, pero sí un par de alicates grandes en un cajón lleno de anillos y abrazaderas, alicates que podían ayudarlo a pasar por la rejilla que lo había vencido en el otro conducto. Bien. El avance hasta ese laboratorio había sido sólo un avance ilusorio.

—No hay vergüenza en una retirada estratégica hacia mejores posiciones —murmuró a Taura cuando ella se balanceaba para volver a entrar al tubo negro de la columna—. Esto es un callejón sin salida. Tal vez, literalmente. —La duda que había en esos ojos dorados era extrañamente inquietante para Miles, un peso en su corazón. Todavía no confías en mí, ¿eh? Bueno, tal vez los que han sido muy traicionados necesitan mayores pruebas para creer.

—Sígueme, muchacha —murmuró en voz baja mientras se metía en el tubo—. Vamos a salir. —La duda de ella quedó oculta bajo las pestañas largas, pero de todos modos lo siguió, cerrando la trampilla detrás de los dos.

Con la linterna, el descenso apenas fue menos horrible que la subida hacia lo desconocido. No había otras salidas y poco después estaban otra vez de pie sobre la roca de la que habían partido. Miles controló el progreso del agua sobre la roca cerca del conducto que habían abierto mientras Taura bebía de nuevo. El agua corría en un reguero grasiento y estrecho ladera abajo y tenía toda la habitación para llenar, así que pasarían varios días antes de que la lagunita que iba formándose contra la pared inferior ofreciera alguna posibilidad estratégica, aunque siempre había esperanzas de que hiciera algo para minar los cimientos mismos.

Taura volvió a meterlo en el conducto.

—Deséame suerte —murmuró él por encima de su hombro, con la voz ahogada por el confinamiento estrecho.

—Adiós —dijo ella. Él no veía la expresión de su cara; no había ninguna en su voz.

—Hasta pronto —le corrigió con firmeza.

Unos minutos de lucha y violentas contorsiones lo llevaron de nuevo a la rejilla. Daba sobre una habitación oscura llena de cosas, tranquila y desocupada, con parte de los cimientos también.

El ruido de los alicates que mordían la rejilla parecía lo bastante fuerte como para atraer a toda la fuerza de seguridad de Ryoval pero no apareció nadie. Tal vez el jefe de Seguridad dormía para recuperarse de la droga. Un rasguido, que Miles no había producido con su cuerpo, hizo un eco en el conducto y Miles se quedó helado donde estaba. Pasó la linterna por un conducto que salía hacia un costado. Dos joyas rojas paralelas brillaron en respuesta, los ojos de una rata enorme. Pensó en atraparla y llevársela a Taura. No. Cuando volvieran al Ariel, le daría una buena cena de carne de vaca. Dos cenas de carne de vaca. La rata se salvó dando media vuelta y alejándose a toda velocidad.

Por fin la rejilla se partió y Miles se retorció para entrar en el depósito. ¿Qué hora sería? Tarde, muy tarde. La habitación daba a un corredor y en el suelo, al final, brillaba una de las trampillas con cerrojo que daban a los cimientos. El corazón de Miles se agitó, lleno de esperanza. Una vez que buscara a Taura, tenían que encontrar un vehículo para…

Ese cerrojo, como el primero, era manual, no había electrónica sofisticada que desarmar. Sin embargo, se cerraba automáticamente de nuevo si la bajaban. Miles la trabó, con los alicates antes de bajar por la escalera. Apuntó con la luz alrededor.

_ ¡Taura! —murmuró—. ¿Dónde estás?

No hubo respuesta inmediata; ningún ojo dorado que brillara en medio de la selva de pilares. Miles no quería gritar. Bajó los escalones y empezó un trote silencioso y rápido a través de la cámara mientras la piedra fría se tragaba el calor a través de sus calcetines y lo hacía desear sus botas perdidas.

Ella estaba sentada en silencio en la base de un pilar, con la cabeza de costado, sobre sus rodillas. Tenía la cara pensativa, triste. En realidad, no costaba mucho leer las sutilezas de sentimiento que había en sus rasgos felinos.

—Hora de partir, soldadita —dijo Miles.

Ella levantó la cabeza.

—¡Has vuelto!

—¿Y qué creías que iba a hacer? Claro que he vuelto. Tú eres mi recluta, ¿recuerdas?

Ella se rascó la cara con el dorso de una zarpa grande, una mano mejor dicho. Miles se corrigió con severidad. Taura se puso de pie, arriba y más y más.

—Supongo que sí. —Su boca apenas esbozó una sonrisa. Si uno no sabía lo que significaba esa expresión, podía asustarse bastante.

Tengo una de las puertas abiertas. Tenemos que tratar de salir del edificio principal hacia las plataformas de embarque. He visto varios vehículos estacionados por allí. Qué importa un pequeño robo después de…

Con un crujido leve, la entrada de vehículos que daba afuera, ladera abajo hacia la derecha, empezó a abrirse lentamente. Una bocanada de aire frío y seco barrió la humedad del ambiente y un rectángulo estrecho de luz amarilla convirtió las sombras en luces azules. Los dos se taparon los ojos para protegerlos del brillo inesperado. En ese fulgor se formaron una docena de figuras de tela roja con las armas listas.

La mano de Taura estaba pegada a la de Miles. Corre, empezó a decir él y se mordió la boca para tragarse el grito. Nunca podrían correr más que un rayo de destructor nervioso, arma que por lo menos llevaban dos de los guardias. El aliento de Miles siseó a través de sus dientes. Estaba demasiado enfurecido hasta para insultar a su suerte. Habían estado tan cerca…

El jefe de Seguridad Moglia apareció entre las formas.

—¿Qué, todavía entero, Naismith? —sonrió con una mueca desagradable—. Nueve debe de haberse dado cuenta de que ya era hora de cooperar, ¿eh, Nueve?

Miles le apretó la mano con fuerza. Confiaba en que ella comprendiera el mensaje. Espera.

Ella levantó la cabeza,

—Supongo que sí —dijo con frialdad.

—Ya era hora —continuó Moglia—. Sé buena y te llevaremos arriba y te daremos el desayuno.

Bien, expresó la mano de Miles. Ella lo miraba fijamente buscando sus órdenes ahora.

Moglia empujó a Miles con su bastón.

—En marcha, enano. Tus amigos han pagado el rescate. Algo sorprendente.

Miles también estaba sorprendido. Se movió hacia la salida, sosteniendo la mano de Taura. No la miró, hizo la posible para que nadie prestara atención al hecho evidente de que estaban… juntos, porque si nadie se daba cuenta, podrían seguir estándolo. Le soltó la mano apenas establecieron un ritmo de avance paralelo.

¿Qué mierda…?, pensó Miles cuando emergieron a la aurora cegadora, por la rampa y luego a una capa resbaladiza de asfalto cubierta de escarcha brillante. Allí, frente a él, había un cuadro viviente de lo más extraño.

Bel Thorne y un soldado Dendarii, armados con bloqueadores, se movían inquietos… no eran prisioneros, ¿verdad? Había media docena de hombres armados con el uniforme verde de la Casa Fell, todos alerta, listos para la acción. Un camión flotador con el logo de Fell junto al borde del asfalto. Y Nicol, la cuadrúmana, envuelta en una piel blanca para protegerse del frío flotaba sobre su silla junto a un guardia de uniforme verde que la apuntaba con su bloqueador. La luz era gris dorada y fría como el sol que se elevaba sobre las montañas oscuras a la distancia, a través de las nubes.

—¿Ése es el hombre que quiere? —preguntó el capitán de la guardia de uniforme verde a Bel Thorne.

—Sí. —La cara de Thorne estaba pálida con una mezcla extraña de alivio e inquietud—. Almirante, ¿está usted bien? —le preguntó enseguida. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a la extraña compañera de Miles— ¿Qué es eso?

—Es la recluta Taura, para entrenamiento —dijo Miles con firmeza esperando que 1) Bel comprendería los distintos significados que transmitía la frase y 2) los guardias de Ryoval no. Bel parecía de piedra por el asombro, así que, evidentemente, Miles había logrado transmitir por lo menos algo; el jefe de Seguridad Moglia los miraba lleno de sospechas pero sin entender mucho. Pero Miles era un problema del que Moglia esperaba librarse en poco tiempo y, por lo tanto, dejó sus sospechas de lado para negociar con la persona más importante: el capitán de guardia de Fell.

—¿Qué pasa aquí? —susurró Miles a Bel, deslizándose hacia él hasta que un guardia de rojo levantó su arma y meneó la cabeza. Moglia y el capitán de Fell estaba intercambiando datos electrónicos sobre un panel de informes con las cabezas juntas, evidentemente algo relacionado con documentación oficial.

—Cuando te perdimos anoche, me volví loco —Bel bajó la voz para hablar con Miles—. Un asalto frontal era imposible. Así que fui a ver al barón Fell para pedirle ayuda. Pero la ayuda que conseguí no fue la que esperaba. Fell y Ryoval cocinaron un acuerdo para intercambiar a Nicol por ti. Juro que descubrí los detalles hace apenas una hora —protestó al ver que Nicol lo miraba con una mueca de desprecio.

—Ya… ya veo. —Miles hizo una pausa—. ¿Y vamos a reembolsar lo que ella vale en dólares?

—Señor —dijo la voz de Bel, angustiada—, no teníamos idea de lo que te estaba pasando ahí dentro. Nos temíamos que Ryoval organizara un holocausto de torturas sutiles y obscenas contigo como estrella principal en cualquier momento. Como dice el comodoro Tung, cuando uno está en un terreno dudoso, hay que usar el ingenio.

Miles reconoció uno de los aforismos de Sun Tzu, los favoritos de Tung. Cuando tenía un mal día, Tung solía citar en chino al general muerto hacía cuatro mil años en chino. Cuando Tung estaba de buenas, traducía las citas. Miles miró a su alrededor, contando armas, hombres, equipo. La mayoría de los guardias de verde llevaban bloqueadores. Trece a… ¿tres? ¿Cuatro? Miró a Nicol. ¿Tal vez cinco? Cuando la situación es desesperada, aconsejaba Sun Tzu, pelea. ¿Podía ser más desesperada que en ese momento?

—Ah… —dijo Miles—. ¿Y qué diablos le hemos ofrecido al barón Fell a cambio de su extraordinaria buena voluntad? ¿O lo está haciendo por puro altruismo?

Bel lo miró, exasperado, después se aclaró la garganta.

—Le prometí que le contarías la verdad sobre el tratamiento de rejuvenecimiento de Beta.

—Bel…

Thorne se encogió de hombros con resignación.

—Confiaba en que una vez que te recuperáramos, pensaríamos en algo. Pero nunca supuse que ofrecería a Nicol, te lo juro.

Allá abajo, en el valle, Miles veía cómo se movía un punto sobre el brillo de un monorriel. El turno diurno de bioingenieros y técnicos, porteros y oficinistas y camareros iba a llegar pronto. Miles echó un vistazo al edificio blanco que los amenazaba desde arriba, se imaginó la escena que se desarrollaría en el tercer piso cuando los guardias desactivaran las alarmas y dejaran pasar a los técnicos a su trabajo y el primero que pasara la puerta oliera y arrugara la nariz mientras exclamaba: «¿Qué es ese olor pestilente?»

—¿Ya ha aparecido el técnico médico Vaughn en el Ariel? —preguntó a Bel.

—Hace menos de una hora.

—Sí, bueno… parece que no hacía falta matar a esa pantorrilla engordada, después de todo. Viene en el paquete. —Miles hizo un gesto hacia Taura.

Bel bajó la voz todavía más.

—¿Eso viene con nosotros?

—Puedes jurarlo. Vaughn no nos lo contó todo. Para decirlo sin exagerar. Ya te lo explicaré —agregó Miles en el momento en que los dos guardias dejaban de hablar entre sí. Moglia hizo girar su arma letal en el aire, apuntando a Miles—. Mientras tanto, has tenido un pequeño error de cálculo. Esto no es terreno dudoso, estamos en una situación desesperada. Nicol, quiero que sepas que los Dendarii no pagan rescates.

Nicol frunció el ceño, extrañada. Los ojos de Bel se abrieron de par en par mientras calculaba las posibilidades. Trece a tres, diría Miles.

—¿En serio? —se atragantó el capitán. Una señal sutil de la mano, cerca de la costura del pantalón y las tropas se pusieron alerta.

—Desesperada, desde todo punto de vista —reiteró Miles. Respiró hondo—. Ahora, ¡al ataque, Taura!

Miles se lanzó sobre Moglia, no tanto para quitarle el arma (no tenía demasiadas esperanzas al respecto) como para maniobrar y poner el cuerpo del jefe entre él y los tipos que tenían los destructores nerviosos. El soldado Dendarii, que evidentemente había prestado atención a todos los detalles, dejó caer un escudo antidestructor con el primer disparo de bloqueador y después se tiró al suelo para evitar la segunda onda de fuego. Bel acabó con el segundo de los hombres de los destructores nerviosos. Dos guardias de rojo apuntaban los bloqueadores contra el hermafrodita, que corría a toda velocidad, y de repente volaron por el aire cogidos por el cuello. Taura les golpeó las cabezas una contra otra, sin estilo pero con fuerza; ambos cayeron de cuatro patas, buscando las armas a tientas.

Los guardias verdes de Fell dudaron. No sabían contra quién disparar hasta que Nicol, con la cara angelical radiante, se lanzó hacia el cielo en la silla flotante y cayó sobre la cabeza de su guardia, que estaba distraído mirando la pelea. El hombre se desplomó. Nicol hizo volar la silla de lado para evitar un disparo de bloqueador de los verdes y después subió de nuevo. Taura levantó a un guardia de rojo y lo arrojó contra uno de verde y ambos cayeron entre un amasijo de brazos y piernas.

El soldado Dendarii se lanzó a un cuerpo a cuerpo sobre las tropas verdes para evitar los bloqueadores. Pero el capitán de Fell no quiso ceder ante esa maniobra y disparó igualmente, una maniobra inteligente teniendo los números a su favor. Moglia levantó el destructor contra el escudo de Miles y empezó a apretarlo mientras aullaba en el comunicador de muñeca, pidiendo refuerzos a Operaciones de Seguridad. Un guardia de verde gritó cuando Taura le arrancó el brazo de cuajo y lo arrojó por el aire contra otro soldado que le disparaba con su bloqueador.

Miles vio luces de colores en el aire. El capitán de Fell, que veía que Taura era el mayor peligro, dejó de disparar a Be] Thorne mientras Nicol aplastaba con la silla al último de los guardias de verde.

—¡Al camión flotante! —gritó Miles—. ¡Venga, al camión!

Bel le echó una mirada desesperada y saltó hacia el vehículo. Miles luchó como gato panza arriba contra la parálisis hasta que Moglia puso una mano en su bota, sacó un cuchillo fino y afilado y lo apoyó contra su cuello.

—¡Quieto! —le ladró— Así está mejor…

Se enderezó en el silencio que lo rodeaba, y se dio cuenta de que acababa de dar la vuelta a una batalla que había estado perdiendo.

—¡Todo el mundo quieto! —Bel se quedó helado con la mano sobre la puerta del camión. Un par de hombres tendidos sobre el cemento se retorcieron y gimieron.

—Ahora alejaos de ese… glups —prosiguió Moglia.

La voz de Taura le susurró en el oído, un gruñido suave, suave.

—Suelta el cuchillo. O te arranco el cuello con las manos.

Miles miró de reojo, tratando de ver al otro lado de su cabeza entumecida mientras el cuchillo seguía rozándole la piel.

—Puedo acabar con él antes de que tú me mates —amenazó Moglia.

—El hombrecito es mío —susurró Taura—. Tú mismo me lo diste. Y él volvió a buscarme. Le haces un cortecito cualquiera y te arranco la cabeza y después beberé tu sangre.

Miles sintió que los pies de Moglia no tocaban el suelo. El cuchillo resonó en el pavimento. Miles se apartó, aturdido. Taura sostenía a Moglia por el cuello, con las garras atenazando la piel.

—Todavía quiero arrancarle la cabeza —gruñó con rabia mientras el recuerdo de los abusos le encendía los ojos.

—Déjalo —jadeó Miles—. Créeme, en unas horas estará sufriendo una venganza mucho más artística de la que pudiéramos soñar cualquiera de nosotros.

Bel volvió a la carrera para bloquear al jefe de seguridad a bocajarro, mientras Taura lo sostenía para él como a un gato mojado. Miles hizo que se pusiera al Dendarii inconsciente al hombro y corrió al otro lado del camión para abrir las puertas a Nicol, que se metió con silla y todo. Cuando todos estuvieron dentro, cerraron las puertas y Bel se sentó a los controles. Un minuto después ya estaban en el aire. Una sirena sonaba en algún lugar de Ryoval.

—Comunicador de muñeca, un comunicador de muñeca —balbuceó Miles, sacándole el aparato del brazo a uno de los soldados inconscientes—. Bel, ¿dónde está nuestro transbordador?

—Entramos en un puerto comercial pequeño fuera de la ciudad de Ryoval, a unos cuarenta kilómetros.

—¿Alguien se quedó en la nave?

—Anderson y Nout.

—¿Cuál es el canal de comunicación?

—Veintitrés.

Miles se deslizó en el asiento junto a Bel y abrió el canal. Le pareció que la sargento Anderson tardaba una eternidad en contestar, unos treinta o cuarenta segundos mientras el camión flotante pasaba sobre las copas de los árboles hacia el acantilado más cercano.

—Laureen, pon el transbordador en marcha. Necesitamos que nos recojas urgentemente, cuanto antes. Estamos en el camión flotante de la Casa Fell, hacia… —Miles puso el comunicador debajo de la nariz de Bel.

—…el norte de las instalaciones biológicas —continuó Bel. A unos doscientos sesenta kilómetros por hora, que es lo más rápido que puede ir este trasto.

—Nos vamos en el transbordador —dijo Miles y colocó la señal de emergencia en el comunicador—. No esperes que el puerto de Ryoval te dé permiso de despegue porque no te lo va a conceder. Que Nout me comunique con el Ariel.

—Listo, señor. —La voz de Anderson parecía contenta.

Estática, unos segundos más de espera infernal. Después una voz llena de excitación.

—Murka. Pensé que venía detrás de nosotros anoche… ¿Está bien, señor?

—De momento. ¿Está el técnico médico Vaughn a bordo?

—Sí, señor.

—De acuerdo. No lo deje bajar. Asegúrele que tenemos su muestra de tejidos.

—¿De verdad? ¿Y cómo…?

—No importa cómo. Que todos suban a bordo ahora mismo y trasládese a la órbita libre. Prepárelo para recogernos en vuelo. Iremos en el transbordador. Y dígale al piloto que marque el curso hacia el salto de Escobar a la máxima aceleración posible apenas lleguemos a la nave. No espere a que le den permiso.

—Todavía estamos cargando…

—Abandone todo lo que no esté en la nave.

—¿Nos hemos metido en algún lío, señor?

—Mortal, Murka.

—De acuerdo, señor. Murka fuera.

—Creía que íbamos a hacerlo todo en el más absoluto sigilo en Jackson’s Whole —se quejó Bel—. ¿No te parece que esto es un poco ruidoso?

—La situación ha dado un giro de ciento ochenta grados. Después de lo que hicimos anoche, no hay negociaciones posibles con Ryoval por Nicol ni por Taura. Acabo de dar un golpe a favor de la verdad y la justicia allá abajo y tal vez me pase el resto de la vida lamentándolo. Después te lo contaré. Y por otra parte, ¿te gustaría quedarte por aquí después de que le digamos al barón Fell la verdad acerca del tratamiento de rejuvenecimiento?

Los ojos de Thorne se iluminaron como si se concentrara en el vuelo.

—Pagaría por estar ahí en ese momento.

—Ja… No. Hubo un momento en que tuvimos todos los números. Potencialmente, por lo menos. —Miles empezó a reseguir las lecturas del panel de control del camión, que era muy simple—. Nunca los tendremos de nuevo. Uno maniobra hasta el límite, pero el momento dorado pide acción. Si uno falla, los dioses te maldicen para siempre. Y viceversa… Hablando de acción, ¿viste cómo acabó Taura con siete de esos tipos? —Miles rió al recordarlo. Me pregunto dónde llegará con un entrenamiento básico.

Bel echó una mirada sobre su hombro, inquieto, hacia donde estaba Nicol en su silla y Taura, acuclillada en el fondo con el cuerpo del soldado inconsciente.

—Estaba demasiado ocupado para contarlos.

Miles se levantó y caminó hasta el fondo para controlar a su preciosa carga viviente.

—Nicol, has estado genial —le dijo a la intérprete—. Has peleado como un león. Tal vez tenga que hacerte un descuento de ese dólar.

Nicol todavía estaba sin aliento, con las mejillas enrojecidas. Una mano superior sacó un mechón de cabello de los ojos brillantes.

—Tenía miedo de que rompieran mi dulcimer. —Acarició con una mano inferior una gran caja metida en la silla, a su lado—. Y después tuve miedo de que rompieran a Bel…

Taura estaba sentada contra la pared del camión, un poco pálida.

Miles se arrodilló junto a ella.

—Taura, querida, ¿estás bien? —Le levantó con dulzura una mano para controlarle el pulso, que estaba muy acelerado. Nicol lo miró con extrañeza por ese gesto de cariño. Tenía la silla flotadora lo más lejos posible de Taura.

—Hambre —jadeó Taura.

—¿Otra vez? Claro, has gastado mucha energía. ¿Alguien tiene una barra de ración? —Tras un rápido registro encontró una barra, apenas mordida, en el bolsillo del soldado inconsciente. Miles se la dio y miró cómo se la tragaba con mordiscos de lobo. Ella le sonrió como pudo, con la boca llena.

No habrá mis ratas de ahora en adelante, prometió Miles en silencio. Tres cenas de carne de vaca cuando lleguemos al Ariel y de postre un par de tortas de chocolate.

El camión crujió. Taura, ya algo reanimada, extendió los pies para sostener la taza dentada de Nicol en su sitio contra la pared e impedir que saltara por el aire.

—Gracias —articuló Nicol, preocupada. Taura hizo un gesto con la cabeza.

—Compañía —llamó Bel Thorne sobre su hombro.

Miles se apresuró a avanzar.

Dos automóviles aéreos de la Seguridad de Ryoval les seguían a toda velocidad. Sin duda, mucho mejor armados que el habitual furgón de policía civil… sí. Bel hizo un movimiento brusco cuando pasó un disparo de plasma junto a ellos, dejando un ancho rastro verde en la retina de Miles. Sí, sus perseguidores estaban furiosos, se lo estaban tomando casi como una operación militar.

—Éste es uno de los camiones de Fell, deberíamos tener algo para contraatacar. —No había nada frente a Miles que pareciera un control de armas.

Un ruido atronador, un alarido de Nicol y el camión se tambaleó en el aire, se enderezó luego bajo el control de Bel. Un rugido de aire y vibraciones —Miles movió la cabeza de un lado a otro, frenético, buscando daños— un rincón superior del área de carga del camión se había desprendido por completo. La puerta de atrás estaba cerrada de un lado y suelta del otro. Taura todavía sostenía la silla flotadora y Nicol se había aferrado con sus manos superiores a las pantorrillas de la mujer soldado.

—Vaya —exclamó Thorne— No está blindado.

—¿Qué mierda creíais que era esto? ¿Una misión de paz? —Miles controló su comunicador de muñeca—. Laureen, ¿me recibes?

—Sí, señor.

—Bueno, si alguna vez has soñado con una operación de emergencia, aquí la tienes. Esta vez, nadie va a protestar si abusas del equipo.

—Gracias, señor —respondió ella, contenta.

Estaban perdiendo altura y velocidad.

—¡Sujetaos! —aulló Bel sobre su hombro y de pronto giró en redondo. Sus perseguidores pasaron volando por encima de ellos, pero empezaron a girar inmediatamente. Bel aceleró. Otro grito de la parte posterior cuando los ocupantes se vieron lanzados de nuevo hacia las puertas traseras, que ya no ofrecían mucha seguridad.

Los bloqueadores de mano de las tropas de Dendarii no servían para nada en esa situación. Miles volvió atrás y buscó algún compartimiento de equipaje, un armero, algo… seguramente la gente de Fell no confiaba sólo en la terrible reputación de su casa para protegerse…

Los bancos acolchados a los lados del compartimiento de carga, sobre los que se habrían sentado los guardias de Fell, ocultaban un espacio de almacenamiento. El primero estaba vacío, el segundo contenía equipaje personal —Miles tuvo una imagen fugaz de sí mismo estrangulando a un enemigo con un pantalón de pijama, o metiendo ropa interior en las entradas de aire de los vehículos—, y el tercer compartimiento también estaba vacío. El cuarto estaba cerrado con llave.

El camión rugió bajo otro disparo y parte de la cubierta superior desapareció en el viento. Miles buscó a Taura y el camión se lanzó hacia abajo. El estómago de Miles, y el resto de su cuerpo también, parecieron flotar. Estaban todos aplastados otra vez contra el suelo y Bel volvía a subir. El camión tembló y se lanzó y todos, Miles y Taura, el soldado inconsciente, Nicol y su silla, se lanzaron hacia adelante en un montón desordenado cuando el camión chocó de golpe contra un matorral de plantas tachonadas de escarcha.

Bel, con la cara llena de sangre, corrió hacia ellos tambaleándose y gritando:

—¡Fuera, fuera, fuera!

Miles se estiró hacia la nueva abertura que había en el techo y tuvo que retirar la mano por el contacto ardiente con metal y el plástico, caliente y destrozados. Taura, de pie, sacó la cabeza por el agujero y después se agachó para levantar a Miles. Él se deslizó al suelo y miró a su alrededor. Estaban en un valle deshabitado cubierto de vegetación autóctona y flanqueado por colinas y cordilleras escarpadas. Volando hacia ellos por el cielo llegaban los dos coches aéreos, cada vez más grandes, cada vez más despacio… ¿Venían a capturarlos o solamente apuntaban bien a la presa indefensa?

El transbordador de combate del Ariel rugió sobre el risco y descendió como la mano negra de Dios. Los vehículos que les perseguían parecieron de pronto muchísimo más pequeños. Uno dio la vuelta y escapó, el segundo quedó aplastado en el suelo, no por un disparo de plasma, sino por el impacto certero lanzado desde un concentrador de rayos. Ni siquiera quedó una columna de humo para marcar la derrota. El transbordador se colocó junto a Miles y los suyos en medio de un rugido de arbustos destrozados. La compuerta se abrió y se extendió en una especie de saludo autosatisfecho y suave.

—Pretenciosa —musitó Miles. Se puso el brazo del aturdido Thorne sobre el hombro mientras Taura llevaba al hombre inconsciente hacia la nave. La silla rota de Nicol avanzó por el aire y todos se acercaron, agradecidos hacia sus salvadores.

Apenas entró en la compuerta del Ariel, Miles percibió los sutiles ruidos de protesta que emanaban de la nave. Se le retorció el estómago por el efecto de la gravedad artificial, no del todo sincronizada con esos motores recargados. Estaban en camino, fuera de órbita. Miles quería llegar a la sala de control cuanto antes, aunque la evidencia sugería que Murka lo estaba haciendo bastante bien. Anderson y Nout arrastraron al soldado, que gemía en vías de recuperación y se lo entregaron a un médico que los esperaba con una camilla flotante. Thorne, que se había colocado un vendaje provisional en la cabeza durante el vuelo en el transbordador, envió a Nicol en su silla detrás de ellos y pasó el control a la sala de la nave. Miles se volvió para encontrarse con el hombre al que no quería ver. El doctor Canaba lo esperaba ansioso en el corredor, con la cara tostada llena de ansiedad.

—Usted —dijo Miles a Canaba, la voz temblorosa de rabia. Canaba dio un paso hacia atrás sin darse cuenta. Miles quería agarrar a Canaba por el cuello y ponerlo contra la pared, pero era demasiado bajo y rechazó la idea de ordenarle al soldado Nout que lo hiciera por él. En vez de eso, le lanzó una mirada furibunda—. Hijo de puta sanguinario y tramposo. ¡Me pidió que asesinara a una niña de dieciséis años!

Canaba levantó las manos para protestar.

—Usted no lo entiende…

Taura salió por el corredor del transbordador. Sus ojos dorados se abrieron en una expresión de sorpresa que sólo podía compararse con la de Canaba.

—¡Doctor Canaba! ¿Qué hace usted aquí?

Miles apuntó al doctor con un dedo.

—Quédese aquí —ordenó con la voz confusa. Dominó su rabia y se volvió hacia la piloto del transbordador— ¿Laureen?

—¿Sí, señor?

Miles cogió a Taura de la mano y la llevó hasta la sargento Anderson.

—Laureen, quiero que te lleves a la recluta de entrenamiento Taura y le des una buena comida. Todo lo que quiera y lo digo en serio. Después, ayúdale a darse un baño, entrégale un uniforme y enséñale la nave…

Anderson miró asustada a la enorme Taura.

—Eh… sí, señor.

—Lo ha pasado muy mal —aclaró Miles y después hizo una pausa y agrego—: Trátala bien. Es importante.

—Sí, señor —dijo Anderson con firmeza y se fue por el corredor. Taura la siguió, lanzando una mirada indecisa hacia Miles y Canaba.

Miles se frotó el mentón, consciente de las manchas y el olor. El cansancio y el miedo le habían puesto los nervios de punta.

Se volvió hacia el técnico en genética, que lo miraba, paralizado. —De acuerdo, doctor —le gritó—, trate de hacerme comprender. Inténtelo con todas sus fuerzas.

—¡No podía dejarla en manos de Ryoval! —se excusó Canaba, muy agitado— Para que fuera su víctima, o peor todavía, agente de sus… sus depravaciones comerciales…

—¿Y nunca pensó en pedirnos que la rescatáramos?

—Pero —dijo Canaba, confundido—, ¿por qué lo iban a hacer? No estaba en el contrato… un mercenario…

—Doctor, se nota que ha pasado demasiado tiempo en Jackson’s Whole.

—Eso ya lo sabía cuando vomitaba todas las mañanas antes de ir al trabajo. —Canaba se levantó un poco con dignidad—. Pero almirante, usted no lo entiende. —Miró por el corredor en la dirección que había seguido Taura— No podía dejarla en manos de Ryoval. Pero no puedo llevarla a Barrayar. ¡Allí matan a los mutantes!

—Bueno… —dijo Miles, sin saber con qué refutarlo— Pretenden reformar esas costumbres prejuiciosas. O eso dicen. Pero tiene razón. Barrayar no es lugar para ella.

—Había esperado, cuando usted llegó… no tener que hacerlo… matarla yo mismo. No era una tarea fácil. La conozco… he estado con ella demasiado tiempo. Pero dejarla allí abajo habría sido la peor de las condenas…

—Eso es cierto. Bueno, ahora ya ha escapado. Igual que usted. —Si podemos seguir fuera de alcance, claro… Miles estaba desesperado por llegar a la sala de control y ver lo que sucedía. Habría enviado sus naves Ryoval? ¿Y Fell? ¿Ordenarían a la estación espacial que guardaba el agujero de salto que les bloqueara el paso?

—No quería abandonarla —repitió Canaba—, pero no podía llevarla conmigo.

—Claro que no. Usted no está capacitado para ocuparse de ella. Voy a pedirle que se una a los Mercenarios Libres de Dendarii. Parece ser su destino genético. A menos que usted conozca alguna razón que lo impida.

—¡Pero si va a morir!

Miles se quedó helado.

—¿Y usted y yo no? —dijo con suavidad después de un momento. Luego, con más fuerza—: ¿Por qué? ¿Cuándo?

—Es su metabolismo. Otro error, o cadena de errores. No sé cuándo, no con exactitud. Tal vez dure un año, o dos, o cinco. O diez.

—¿O quince?

—O quince, sí, aunque no es probable. Pero todavía es demasiado pronto.

—Y así y todo ¿usted quería quitarle la poca vida que le quedaba? ¿Por qué?

—Para salvarla. La debilitación final es rápida, pero muy dolorosa, a juzgar por lo que… sufrieron los otros prototipos. Las mujeres eran más complejas que los hombres. No estoy seguro… Pero es una muerte muy fea. Especialmente, como esclava de Ryoval.

—Todavía no conozco una muerte hermosa. Y he visto muchas, se lo aseguro. Y en cuanto a la duración, le recuerdo que todos podríamos desaparecer en los próximos quince minutos, y entonces, ¿dónde quedaría su acto piadoso? —Tenía que ir a la sala de control—. Creo que su interés por ella es falso, doctor. Mientras tanto, déjela que aproveche lo que tiene.

—Pero es mi proyecto… tengo que responder por ella…

—No. Ahora es una mujer libre. Tiene que responder por sí misma.

—Pero, ¿hasta dónde llega la libertad en ese cuerpo, arrastrada por ese metabolismo, esa cara…? La vida de un monstruo, mejor es morir sin dolor que sufrir todo eso…

Miles masculló con los dientes apretados. Con énfasis.

—Eso no es cierto.

Canaba lo miró con los ojos muy abiertos, conmovido. Por fin salía del círculo vicioso de su razonamiento.

Así se hace, doctor. El pensamiento de Miles brillaba en sus ojos. Saque la cabeza de su ombligo y míreme. Le llevó mucho tiempo.

—¿Y a usted por qué… por qué le importa? —le preguntó Canaba.

—Ella me gusta, doctor. Más de lo que me gusta usted, tendría que añadir. —Miles hizo una pausa, asaltado por la idea de tener que explicarle a Taura lo de los complejos genéticos en la pantorrilla. Y tarde o temprano tendrían que recuperarlos. A menos que él pudiera fingir, decir que la biopsia era algo así como parte del procedimiento médico habitual entre los Dendarii… no. Ella se merecía más honestidad que eso.

Miles estaba muy molesto con Canaba por haber puesto esa nota de falsedad entre él y Taura, y sin embargo, sin los complejos genéticos, ¿se habría arriesgado a ir a buscarla? ¿Habría alargado y hecho más arriesgada su operación sólo por bondad? Devoción al deber o rudeza pragmática, ¿cuál era cuál? Ahora nunca lo sabría Su rabia desapareció, se sintió invadido por el cansancio, la depresión habitual que venía después de una misión… y demasiado pronto, porque la misión no estaba terminada, ni mucho menos, se recordó con firmeza. Respiró hondo.

—No puede salvarla de estar viva, doctor Canaba. Es demasiado tarde. Déjela en paz. Déjela en paz.

La cara de Canaba reflejaba tristeza, pero agachó la cabeza y alzó las manos en un gesto de resignación.

—Avise al almirante —oyó decir a Thorne cuando entró en la sala de control y después—: Espere —en el momento en que todas las cabezas se volvían hacia el ruido de las puertas por las que entraba Miles—. Ya está aquí, perfecto, señor.

—¿Qué pasa? —Miles se subió a la silla de comunicaciones que le indicaba Thorne. El insignia Murka controlaba los sistemas de defensa y ataque de la nave mientras el piloto de salto leía los números por debajo de la extraña corona de su asiento con los cables y las cánulas químicas alrededor. La expresión del piloto Padget era de introspección controlada y tranquila, la atención fundida con el Ariel. Excelente piloto.

—El barón Ryoval por el comunicador —dijo Thorne—. En persona.

—Me pregunto si ya ha controlado sus refrigeradores… —Miles se acomodó frente a la conexión de vídeo—. ¿Cuánto tiempo le he tenido esperando?

—Menos de un minuto —dijo el oficial de comunicaciones.

—Hmm. Que espere un poco más, entonces. ¿Nos persiguen?

—Por ahora, no —Informó Murka.

Miles alzó las cejas ante esa novedad inesperada. Le llevó un momento recuperarse, deseó tener tiempo para limpiarse, afeitarse y ponerse un uniforme limpio antes de la conversación, para cuidar el lado psicológico del asunto. Se rascó la mandíbula lastimada y se pasó las manos por el cabello y frotó los dedos mojados de los pies contra la estera del escritorio, que casi no alcanzaba con las piernas. Bajó algo la silla de comunicaciones, enderezó la columna todo lo que pudo y respiró con normalidad.

—De acuerdo, adelante.

El fondo un poco lejano y desenfocado que acompañaba la cara que se formó sobre la pantalla de vídeo parecía un tanto familiar… ah, sí, la sala de operaciones de seguridad en las instalaciones biológicas Ryoval. El barón había llegado personalmente a la escena, tal como había prometido. Miles no necesitó otra cosa que ver la expresión contorsionada y amargada de la cara joven de Ryoval para comprender lo que sucedía. Cruzó los brazos y sonrió con inocencia.

—Buenos días, barón. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¡Muérete, mutante! —escupió Ryoval—. ¡Hijo de puta! No habrá lugar lo bastante profundo para esconderte, de ahora en adelante. Voy a poner tal precio a tu cabeza que todos los cazadores de recompensas de la galaxia se te pegarán como imanes… no podrás ni comer ni dormir… te voy a atrapar…

Sí, el barón había visto los frigoríficos. No cabía duda. Hacía poco. No quedaba nada de la suavidad irónica y despectiva del primer encuentro. Y sin embargo, Miles estaba sorprendido por el tono de las amenazas. Parecía que el barón estaba resignado a dejarlos escapar del espacio de Jackson’s Whole. Era verdad que la Casa Ryoval no tenía flota espacial propia, pero ¿por qué no alquilar un acorazado al barón Fell y atacar ahora? Eso era lo que Miles había esperado, lo que más temía, que Ryoval y Fell, y tal vez Bharaputra, se aliaran en su contra mientras él intentaba llevarse sus tesoros.

—¿Y puede usted pagar a los cazadores de recompensas? —preguntó con voz tranquila—. Pensé que su capital se había reducido un tanto. Aunque supongo que todavía tiene a sus especialistas en cirugía.

Ryoval, que jadeaba, se secó la saliva que se le escapaba por la comisura de los labios.

—¿Fue mi hermanito querido quien lo metió en esto?

—¿Quién? —dijo Miles, sorprendido. ¿Otro jugador en el juego…?

—El barón Fell.

—No sabía… no sabía que fueran parientes —contestó Miles—. ¿Hermanito?

—Miente muy mal —se burló Ryoval—. Sabía que él estaba detrás de todo esto.

—Tendrá que preguntarle a él. —Era un disparo al aire. A Miles le giraba la cabeza mientras agregaba los nuevos datos al panorama del problema. A la mierda con los informes previos de la misión que no mencionaban esa conexión y se concentraban sólo en la Casa Bharaputra. Hermanastros solamente… sí, ¿no había dicho algo Nicol sobre el «medio hermano de Fell»?

—Voy a arrancarte la cabeza por esto, mutante. —Ryoval soltaba espuma por la boca—. Haré que te traigan en una caja, congelado. Y la meteré en plástico para colgarla en… no, mejor todavía, doblaré la recompensa para el hombre que te traiga vivo. Morirás despacio, después de una degradación infinita…

Dentro de todo, Miles se sentía feliz de saber que la distancia que lo separaba de ese hombre aumentaba más y más con la aceleración rápida.

Ryoval interrumpió su diatriba con la sospecha reflejada en el rostro.

—¿O fue Bharaputra el que te pagó? ¿Tratando de impedir que yo cortara el monopolio que tienen en biología en lugar de anexionarlos como les prometí?

—Ah, vamos —dijo Miles con mucha lentitud, regodeándose—, ¿le parece que Bharaputra pudo haber fabricado un complot contra la cabeza de otra casa? ¿Tiene alguna evidencia que pruebe que son capaces de hacer algo así? O mejor dicho… ¿quién mató a… al clon de su hermano? —Por fin conseguía que todo encajara. Dios. A Miles le parecía que su misión lo había metido en medio de una lucha de poderes muy dura, una lucha de una complejidad bizantina. Nicol había dicho que Fell nunca había descubierto al asesino de su joven duplicado—. ¿Adivino?

—Usted sabe perfectamente quién fue —le gritó Ryoval—. Pero ¿cuál de los dos le ha pagado por esto? ¿Fell o Bharaputra? ¿Quién?

Era obvio que Ryoval no sabía nada todavía de la verdadera misión de los Dendarii contra la Casa Bharaputra. Y con la atmósfera que había entre las casas, tal vez pasaría mucho tiempo hasta que cotejaran informaciones y notas. Cuanto más, mejor, desde el punto de vista de Miles.

Empezó a borrar una sonrisita y después la dejó salir deliberadamente.

—¿Qué? ¿No puede creer que fue un golpe personal contra el mercado de esclavos genéticos? ¿Un acto en honor de mi dama?

Esa referencia a Taura pasó muy por encima de la cabeza de Ryoval.

El barón peleaba ahora contra una idea fija y todas sus ramificaciones, y eso y su rabia eran un buen escudo contra los datos que pudiera recibir en ese momento. En realidad, no iba a ser difícil convencer a un hombre que había estado conspirando continuamente contra sus rivales de que esos rivales habían conspirado contra él.

—Fell o Bharaputra? —repitió el barón, furioso—. ¿Pensó que iba a ocultar un robo para Bharaputra con esa destrucción inútil?

¿Robo?, se preguntó Miles, muy alerta. No de Taura, seguramente… ¿de alguna muestra de tejido que Bliaraputra había querido comprar, tal vez? Ah, ah…

—¿No le parece obvio? —dijo Miles con dulzura—. Usted le dio el motivo a su hermano cuando saboteó sus planes para extender su vida. Y quería tanto de los Bharaputra que ellos fueron los que suministraron el método, poniendo a su supersoldado mujer dentro de su edificio donde yo pudiera encontrarme con ella. Hasta le hicieron pagar por el privilegio de hacer saltar su propia seguridad por los aires. Usted se nos puso en bandeja. El plan maestro, por supuesto —Miles puso las manos sobre la camiseta—, es mío.

Luego lo miró a través de las pestañas. Ryoval parecía tener problemas para respirar. El barón cortó la conexión de vídeo con el golpe abrupto de una mano temblorosa. Fuera.

Tarareando entre dientes, pensativo, Miles fue a darse una ducha.

Estaba de vuelta en la sala de operaciones, cubierto de pomada para el dolor y las contusiones, con ropa limpia y una taza de café caliente en las manos como antídoto para los ojos enrojecidos y cansados, cuando llegó la segunda llamada.

Lejos de empezar un discurso como su medio hermano, el barón Fell se quedó sentado un momento frente al vídeo, mirando a Miles. Éste, que ardía bajo esa mirada, se sintió muy agradecido por haber tenido tiempo de cambiarse. ¿El barón habría descubierto por fin que ya no tenía a la cuadrúmana? ¿Ryoval le había comunicado ya parte de los errores paranoicos que Miles acababa de provocar? Todavía no habían despegado naves desde la estación Fell y tendrían que despegar pronto o nunca, porque una nave lo bastante ligera para alcanzar al Ariel a tiempo seria demasiado liviana para luchar contra el fuego del acorazado de los mercenarios. A menos que Fell pensara pedir favores al consorcio de casas que manejaba la estación de salto… Un minuto más de silencio, pensó Miles, y él estallaría y diría cualquier tontería. Por suerte, Fell habló primero.

—Parece, almirante Naismith —murmuró—, que, ya sea por accidente o a propósito, usted se está llevando algo que me pertenece.

Varias cosas, pensó Miles, pero Fell se refería sólo a Nicol, si Miles no se equivocaba.

—Tuvimos que zarpar de forma apresurada —contestó.

—Eso me comunican. —Fell inclinó la cabeza con ironía. Debía haber recibido un informe de su comandante de escuadrón—. Pero tal vez aún pueda evitarse problemas. Había un precio acordado por mi intérprete. No me importa demasiado en posesión de quién esté, siempre que reciba ese importe.

El capitán Thorne, que trabajaba en los monitores del Ariel, se encogió bajo la mirada acusadora de Miles.

—El precio al que usted se refiere, supongo, es el secreto de la técnica de rejuvenecimiento de Beta.

—Exacto.

—Ah… Mmmm. —Miles se humedeció los labios—. Barón… no puedo dárselo…

Fell se volvió.

—Comandante de estación, que zarpen las naves…

—¡Espere! —exclamó Miles.

Fell levantó las cejas.

—¿Lo está reconsiderando? Bien.

—No es que no quiera decírselo —le replicó Miles con desesperación—. Es que la verdad no le serviría de nada. De nada. Pero estoy de acuerdo en que usted tiene que recibir alguna compensación. Tengo otra información que puedo entregarle. Una información de valor más inmediato.

—¿Ah, sí? —se interesó Fell, aunque tanto su voz como su expresión eran impenetrables.

—Usted sospecha que su medio hermano Ryoval mató a su clon, pero no tiene ninguna evidencia que lo pruebe, ¿verdad?

Fell pareció interesarse apenas un poquito más.

—Todos mis agentes y los de Bharaputra lo han intentado, y ha resultado imposible.

—No me sorprende. Porque quienes lo llevaron a cabo fueron los agentes de Bharaputra. —Bueno, por lo menos era factible.

Había despertado su interés.

—¿Mataron su propio producto? —dijo despacio.

—Creo que Ryoval hizo un trato con la Casa Bharaputra para traicionarle a usted —se apresuró a explicar— Supongo que tenía que ver con el intercambio de muestras biológicas únicas en posesión de Ryoval; no creo que el dinero fuera suficiente frente a tanto riesgo. El trato se hizo al más alto nivel, obviamente. No sé cómo decidieron dividirse los restos de la Casa Fell después de su muerte, barón, y tal vez no pensaran dividirla, después de todo. Parecen tener algún tipo de plan final de combinación de operaciones para un monopolio gigante de mercancía biológica en Jackson’s Whole. Una fusión, una corporación, digamos. — Miles se detuvo para que el Barón tuviera Tiempo de digerir la información—. ¿Puedo sugerir que se guarde sus fuerzas y favores contra enemigos más, ejem, cercanos e inmediatos que yo?

Además, usted tiene todo nuestro dinero y nosotros sólo la mitad de la carga. ¿Le parece que estamos en paz?

Fell lo miró con furia durante un largo minuto, la cara de un hombre que pensaba en tres direcciones al mismo tiempo. Miles conocía esa sensación. Después volvió la cabeza y farfulló:

—Contraorden a las naves de persecución.

Miles respiró de nuevo.

—Le agradezco la información, almirante —dijo Fell—, pero no demasiado. No voy a impedirle la huida. Pero si usted o sus barcos vuelven al espacio jacksoniano…

—Ah, barón —afirmó Miles con sinceridad—, estar lejos, muy lejos de aquí se está convirtiendo en una de mis ambiciones más queridas.

—Es usted sabio —gruñó Fell y se movió para cortar la conexión.

—Barón Fell —agregó Miles en un impulso repentino. Fell se detuvo—. Para que no le suceda lo mismo en el futuro. ¿Es seguro este canal?

—Sí.

—El verdadero secreto de la técnica de rejuvenecimiento de Beta es… que no existe. Que no lo engañen de nuevo. Represento esta edad, porque es la que tengo. Haga con esta información lo que quiera.

Fell no dijo nada. Al cabo de un momento esbozó una sonrisa leve. Sacudió la cabeza y cortó la comunicación.

Por si acaso, Miles se quedó en una especie de burbuja vidriosa, borroneada por el cansancio, en un rincón de la sala hasta que el oficial de comunicaciones informó que el control de tránsito de la estación de salto les daba vía libre. Pero en realidad, estaba seguro de que las casas Fell, Ryoval y Bharaputra iban a estar demasiado ocupadas vigilándose unas a otras como para preocuparse por él, por lo menos de momento. Su última entrega de información verdadera y falsa entre los combatientes —a cada uno según su propia medida había sido como arrojar un solo hueso a tres perros hambrientos y furiosos. Casi lamentaba no poder quedarse a ver los resultados. Casi.

Horas después del salto, se despertó en su cabina, vestido y con las botas junto a la cama; no tenía el más mínimo recuerdo de cómo había llegado allí. Pensaba que Murka lo había acompañado, pero podía ser sólo una idea. Si se hubiera quedado dormido mientras caminaba, seguramente se habría dejado las botas puestas.

Primero fue a ver al oficial de guardia, que le informó sobre la situación y el estado del Ariel. Todo estaba bien, refrescantemente gris, después de los días anteriores. Estaban cruzando el sistema de una estrella azul entre puntos de salto en la ruta a Escobar, un lugar deshabitado y vacío de todo excepto por algunas pocas naves mercantes. Y nada los seguía desde Jackson’s Whole. Miles comió algo liviano. No sabía si era el desayuno, el almuerzo o la cena, porque sus biorritmos estaban confusos tras sus aventuras en tierra. Después fue a buscar a Thorne y a Nicol. Los encontró en ingeniería. Un técnico estaba puliendo un último detalle en la silla voladora de Nicol.

Nicol, con una túnica blanca y pantalones cortos con vivos rosados, yacía boca abajo sobre un banco esperando que terminaran las reparaciones. A Miles le causó una curiosa sensación verla fuera de su taza, era como mirar a un caracol sin caparazón, o una foca en tierra. Resultaba extrañamente vulnerable así, y sin embargo, en la silla parecía tan bien, tan en su ambiente que Miles había dejado de notar lo raro de los cuatro brazos. Thorne ayudó al técnico a colocar el caparazón azul de la silla voladora sobre su mecanismo antigravitatorio y se volvió para saludar a Miles mientras el técnico lo ajustaba.

Miles se sentó en el banco frente a Nicol.

—Por lo que veo —dijo—, el barón Fell no va a perseguirla. Él y su medio hermano van a estar muy ocupados vengándose uno del otro durante un tiempo. Me alegra ser hijo único.

—Mmm —emitió ella, pensativa.

—Estará bien —aseguró Thorne, como dándole ánimos.

—No… no es eso —dijo Nicol—. Sólo pensaba en mis hermanas. Hubo una época en que no veía la hora de escaparme de ellas. Ahorano veo, la hora de volver a abrazarlas.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Miles.

—Primero voy a ir a Escobar —contestó—. Es un buen lugar de cruce, y desde allí espero arreglármelas para volver a la Tierra. Desde la Tierra, a Oriente IV y desde ahí, seguramente, podré llegar a casa.

—¿Entonces es a casa adónde quiere ir?

—Hay mucho más que ver por aquí —señaló Thorne— No estoy seguro de que las naves de los Dendarii tengan lugar para una intérprete pero…

Ella negaba con la cabeza.

—A casa —dijo con firmeza—. Estoy cansada de luchar sola todo el tiempo. Estoy cansada de estar sola. Empiezo a tener pesadillas acerca de tener piernas…

Thorne suspiró.

—Tenemos una colonia de los de superficie entre nosotros —agregó ella en tono sugestivo a Thorne—. Han hecho un asteroide propio con gravedad artificial, una cosa muy parecida al suelo, pero no tan llena de corrientes.

Miles se alarmó un poco, perder a un comandante de lealtad tan probada…

—Ah —suspiró Thorne, en tono tan pensativo, como el de Nicol—. Está muy lejos de mi casa, su asteroide.

—¿Piensa volver a la colonia Beta algún día? —preguntó ella—. ¿O es que los Mercenarios de Dendarii son su casa ahora?

—No es algo tan apasionado —explicó Thome—. Me quedo, sobre todo, porque tengo mucha curiosidad. Quiero saber qué va a pasar.

Y Thorne sonrió a Miles de manera especial. Después ayudó a Nicol a subirse a su silla azul. Ella controló los sistemas, y se acomodó, tan ágil —más aún— como sus compañeros con piernas. Se balanceó y miró a Thorne con la cara radiante.

—Sólo nos quedan tres días para la órbita de Escobar —dijo Thorne como si lo lamentara—. Son… setenta y dos horas, cuatro mil trescientos veinte minutos. ¿Cuánto podemos hacer en cuatro mil trescientos veinte minutos?

¿O con cuanta frecuencia?, pensó Miles con frialdad. Especialmente, sino duermen. Dormir, en sí mismo, no era lo que Bel tenía en mente si Miles interpretaba bien los indicios. Buena suerte… a los dos.

—Mientras tanto —continuó Thorne mientras maniobraba para poner a Nicol en el corredor—, voy a mostrarle la nave. Es ilírica… pero claro, supongo que ésa no es su especialidad. Es toda una historia la forma en que cayó en manos de los Dendarii… entonces éramos los Mercenarios de Oseran…

Nicol lanzaba pequeñas exclamaciones de interés. Miles suprimió una sonrisa de envidia y se volvió hacia el otro lado, a buscar al doctor Canaba y arreglar los detalles para cumplir con la última y muy desagradable parte de su misión.

Confundido, Miles dejó el hipoespray que tenía entre las manos cuando se abrió la puerta de la enfermería. Giró en el sillón del técnico médico y alzó la vista hacia Taura y la sargento Anderson que entraban en ese momento.

—Dios mío —murmuró.

Anderson esbozó una sonrisa.

—Informando como me pidió, señor.

La mano de Taura se levantó en el aire. La mujer soldado no sabía si tratar de imitar o no el saludo militar de la sargento. Miles la miró de arriba a abajo y sus labios se abrieron en una sonrisa involuntaria. La transformación de Taura era todo lo que él había soñado y más.

No sabía cómo había hecho Anderson para conseguir que el ordenador del depósito ampliara sus parámetros normales, pero de alguna forma le había hecho vomitar un equipo completo de ropa Dendarii para Taura: chaqueta gris y blanca brillante con bolsillos, pantalones grises, botas pulidas hasta los tobillos. La cara y el cabello de Taura estaban todavía más limpios que sus botas. Llevaba el cabello oscuro recogido atrás en una trenza espesa que se le enroscaba sobre la nuca —Miles no veía el extremo— y brillaba con inesperados reflejos color caoba.

Parecía, si no bien alimentada, por lo menos no tan hambrienta, los ojos eran brillantes e interesados, no esas luces fantasmales y amarillas metidas en cavernas huesudas que él había visto al principio Incluso desde lejos, Miles se dio cuenta de que la rehidratación y la oportunidad de limpiarse los dientes y los colmillos había eliminado ese aliento a acetona que le habían producido los días en los sótanos del establecimiento de Ryoval, a dieta de ratas crudas.

La capa de suciedad incrustada en sus manazas había desaparecido y sus uñas afiladas —una buena idea— no estaban cortadas, pero sí limadas y pintadas con un esmalte blanco perla brillante que complementaba la ropa blanca y gris como una joya. El esmalte, seguramente, era un toque personal de la sargento.

—Sorprendente, sargento —dijo Miles, admirado.

Anderson hizo una mueca de orgullo.

—¿Es eso lo que tenía en mente, señor?

—Sí, sí. —La cara de Taura reflejaba que estaba encantada—. ¿Qué te ha parecido tu primer salto? —le preguntó.

Los largos labios dibujaron lo que Miles supuso una sonrisa.

—Creía que me estaba descomponiendo. Me sentí tan mareada al principio… hasta que la sargento me explicó de qué se trataba.

—¿Alucinaciones, una sensación extraña como si el tiempo durara más?

—No, pero no fue… Bueno, por lo menos fue corto.

—Mmm. No parece que seas uno de los afortunados, o desafortunados, que tienen aptitudes para piloto de salto. Por el talento que demostraste en la plataforma de aterrizaje de Ryoval ayer, supongo que la división táctica no querrá perderte en manos de navegación y comunicaciones. —Miles hizo una pausa—. Gracias, Laureen. ¿Qué he interrumpido con mi llamada?

—Controles de sistemas de rutina en los transbordadores, hice que Taura me viera hacerlo.

—De acuerdo. Adelante. Taura volverá cuando termine aquí.

Anderson se fue un tanto reticente: era obvio que sentía curiosidad. Miles esperó hasta que las puertas se cerraron con su suspiro característico antes de hablar.

—Siéntate, Taura. ¿Así que tus primeras veinticuatro horas con los Dendarii han sido satisfactorias?

Ella sonrió y se sentó despacio en una silla que crujió bajo su peso.

—Sí.

—Ah. —Él dudaba—. Quiero que entiendas que cuando lleguemos a Escobar puedes hacer lo que quieras. No estás obligada a unirte a nosotros. Podría hacer que consiguieras algo en el planeta…

—¿Qué? —Se le abrieron los ojos de desesperación—. ¡No! Quiero decir… ¿como demasiado?

—En absoluto. Peleas como cuatro hombres juntos, así que bien podemos darte de comer como a tres. Pero… tengo que arreglar algunas cosas antes de que hagas el juramento de práctica. —Miles se aclaró la garganta—. No fui a Ryoval para reclutarte. Unas semanas antes de que Bharaputra te vendiera, el doctor Canaba te inyectó algo en la pierna, ¿recuerdas? Con una aguja, no con el hipoespray.

—Ah, sí. —Ella se frotó la pantorrilla casi sin pensarlo—. Me hizo un nódulo.

—¿Qué… qué te dijo que era?

—Inmunización.

Ella tenía razón cuando se conocieron, pensó Miles. Los humanos mienten mucho.

—Bueno, pues no era eso. Canaba te estaba usando como depósito vivo de un material biológico fabricado. Material pasivo, unido a las moléculas —se apresuró a añadir cuando ella se miró la pierna, asustada—. Me ha asegurado que no puede activarse espontáneamente. Mi misión inicial era llevarme al doctor Canaba y sólo eso. Pero él no quería irse sin sus complejos genéticos.

—¿Pensaba llevarme consigo? —dijo ella sorprendida y encantada— ¡Entonces tengo que agradecerle a él que tú vinieras!

Miles hubiera querido ver la cara del doctor Canaba si ella se lo agradecía.

—Sí y no. No exactamente. —Siguió hablando para que no le fallaron los nervios— No tienes nada que agradecerle, ni a mí tampoco. El quería llevarse sólo la muestra de tejidos y me mandó a buscarla.

—¿Hubieras querido dejarme en… es por eso que Escobar…? —Ella todavía no comprendía.

—Fue tu buena suerte la que hizo que perdiera a mis hombres y mis armas antes de encontrarte. Canaba también me mintió a mí. Puedo decir en su defensa que tenía una idea rara sobre salvarte de una vida brutal como esclava de Ryoval. Me mandó a matarte, Taura. A matar a un monstruo cuando debería haberme rogado que rescatara a una princesa de incógnito. No estoy satisfecho del doctor Canaba. Ni de mí mismo. Te mentí a lo loco en las instalaciones de Ryoval. Pensé que tenía que hacerlo para sobrevivir y ganar.

La cara de ella reflejaba confusión, la luz en sus ojos se apagaba.

—¿Entonces, no… pensaste realmente que era humana?

—Por el contrario. Tu elección de la prueba fue muy buena. Es mucho más difícil mentir con el cuerpo que con la boca. Cuando te… demostré que te creía humana, tuvo que ser real. —La miró y todavía sintió una alegría salvaje, lunática, un residuo somático de esa aventura del cuerpo. Siempre sentiría algo, supuso… un condicionamiento masculino, sin duda—. ¿Te gustaría que te lo demostrara de nuevo? —preguntó, esperanzado a medias, después se mordió la lengua—. No —contestó su propia pregunta—. Si voy a ser tu comandante, tenemos reglas de no confraternización. Sobre todo, para proteger a los de menor rango del abuso… aunque funciona para los dos… ejem. …

Estaba haciendo una digresión terrible. Levantó el hipoespray, jugueteó con él, nervioso y lo volvió a apoyar.

—Como decía, el doctor Canaba me pidió que te mintiera de nuevo. Quería que te diera una anestesia general para poder sacar su muestra. Es un cobarde, como debes de haber notado. Ahora está fuera, temblando de pies a cabeza con la idea de que sepas lo que él quería hacerte. Creo que anestesia local con un bloqueador médico sería suficiente. Yo querría estar consciente y bien alerta si estuvieran haciéndomelo a mí, te lo aseguro… —Tocó el hipoespray con un dedo, desdeñosamente.

Ella estaba sentada en silencio, la extraña cara de lobo —extraña, aunque Miles se estaba acostumbrando a ella— totalmente opaca, inescrutable.

—¿Tú quieres que yo le deje… abrirme la pierna y…? —dijo por fin.

—Sí.

—¿Y después, qué?

—Después, nada. Eso será el fin del doctor Canaba para ti.

Y de Jackson’s Whole y de todo el resto. Eso, te lo prometo. Aunque entendería perfectamente bien que no creyeras en mis promesas.

—Lo último… —suspiró ella. Inclinó la cabeza, después la levantó y se enderezó—. Entonces, terminemos de una vez. —Ya no sonreía.

Tal como suponía Miles, a Canaba no le hizo ninguna gracia tener a una paciente en pleno uso de sus facultades. A Miles no le importaba lo mucho que le molestara la situación, y después de mirarle a la cara inexpresiva, Canaba no discutió. Sacó su muestra sin decir palabra, la envolvió con mucho cuidado en su contenedor biológico y huyó con ella hacia la intimidad y seguridad de su propia cabina tan pronto como se lo permitió la decencia.

Miles se quedó sentado con Taura en la enfermería hasta que el bloqueador médico se disipó lo suficiente como para que ella pudiera caminar sin caerse. Ella se quedó así, sin decir nada. Él vigilaba sus rasgos, deseaba saber cómo volver a encender esos ojos de oro, y en ese momento lo deseaba más que cualquier otra cosa.

—Cuando te vi por primera vez —dijo ella con suavidad—, fue como un milagro. Algo mágico. Todo lo que deseaba, todo lo que quería. Comida. Agua. Calor. Venganza. Huida. —Se miró las garras arregladas y limpias— Amigos… —lo miró—. Tocarse…

—¿Qué más deseas, Taura? —preguntó Miles, ansioso, inquieto.

—Quisiera ser normal —añadió.

Miles también se quedó callado.

—No puedo darte lo que no tengo yo mismo —contestó por fin. Las palabras parecían amontonarse frente a él. Hizo un esfuerzo—. No lo desees. Tengo una idea mejor. Desea ser tú misma. Hasta el límite. Descubrir aquello en que eres mejor y desarrollarlo. Superar tus debilidades. Piensa en Nicol…

—Es tan hermosa —suspiró Taura.

—O en el capitán Thorne, y dime qué significa «normal» y por qué debe importarme. Mírame, ¿quieres? ¿Te parece que tengo que matarme tratando de vencer en combate a hombres que pesan dos veces más que yo y miden el doble, o en lugar de eso me conviene llevarlos a un terreno en el que el músculo que tienen sea inútil porque nunca se acercarán lo suficiente a su objetivo? No tengo tiempo que perder. Y tú tampoco.

—¿Sabes el tiempo que tienes? —preguntó Taura de pronto.

—Ah… —suspiró Miles con cautela—, ¿y tú?

—Soy la última superviviente de los míos. ¿Cómo podría no saberlo? —Su mentón se levantó en un gesto de desafío.

—Entonces no desees ser normal —dijo Miles con pasión, levantándose para ir de un lado a otro—. Perderías el tiempo precioso que tienes en una frustración sin sentido. Desea ser grande. En eso, por lo menos, tienes alguna posibilidad. Una gran sargento, una gran mujer soldado. Una gran oficial de intendencia, por Dios, si eso es lo que te sale mejor. Una gran intérprete, como Nicol… piensa en lo horrible que sería que desperdiciara su talento tratando de ser normal. —Miles se detuvo en la mitad de su arenga, consciente de sí mismo, y pensó: Más fácil predicar que practicar…

Taura estudió sus garras pintadas, y suspiró.

—Supongo que es inútil que desee ser hermosa, como la sargento Anderson.

—Es inútil que desees ser hermosa como cualquiera que no seas tú misma —dijo Miles—. Sé hermosa como Taura, y eso lo puedes hacer, te lo aseguro. Extraordinariamente bien. —Descubrió que le estaba teniendo las manos y pasó un dedo sobre una garra brillante y blanca—. Aunque Laureen parece haber descubierto cómo, tú puedes guiarte por su gusto, si quieres.

—Almirante —dijo Taura lentamente, sin soltarle las manos—, ¿eres mi comandante en realidad? La sargento Anderson me contó algo de orientación, pruebas de inducción, y un juramento…

—Sí, eso cuando nos reencontremos con la flota. Hasta entonces, técnicamente, eres nuestra huésped.

Un cierto brillo empezó a volver a sus ojos dorados.

—Entonces… hasta entonces… ¿no romperíamos ninguna regla, verdad, si me mostraras de nuevo lo humana que soy? ¿Sólo una vez más?

Debía de ser, pensó Miles, semejante al impulso que hacía que los hombres subieran las paredes lisas de roca en la montaña sin nada debajo que les impidiera caer, excepto un rollo de tela de seda. Sentía la fascinación en él, cada vez más fuerte, la risa que desafiaba la muerte.

—¿Despacio? —insinuó con voz ahogada—. ¿Lo hacemos bien esta vez? ¿Algo de conversación, vino, un poco de música? Sin la guardia de Ryoval acechándonos arriba, ni la piedra congelada debajo de mi…

Sus ojos eran grandes, dorados y cálidos, como fundidos.

—Dijiste que te gustaba practicar las cosas para las que eras muy bueno.

Miles nunca se había dado cuenta de lo susceptible que era a los halagos de las mujeres altas. Una debilidad de la que debía cuidarse. En adelante.

Pero ahora la llevó a su cabina y practicaron una y otra vez hasta estar a medio camino de Escobar.

Загрузка...