LAS MONTAÑAS DE LA AFLICCIÓN

Miles oyó llorar a la mujer mientras trepaba la colina desde la orilla del extenso lago. No se había secado después del baño, porque la mañana prometía un calor agobiante. El agua del lago se deslizaba, fresca, sobre su pecho desnudo y su espalda, y le molestaba entre las piernas, cayendo desde los pantalones cortos y deshilachados. Las abrazaderas de las piernas le rozaban la piel mojada al pasar por entre los arbustos, corriendo al estilo militar. Le crujían los zapatos viejos y húmedos. Se detuvo con curiosidad cuando oyó las voces.

La voz de la mujer estaba cargada de dolor y de cansancio.

—Por favor, señor, por favor. Lo único que quiero es justicia…

La voz del guardia de la puerta principal. estaba llena de irritación y vergüenza al mismo tiempo.

—No soy un señor. Vamos, levántate, mujer. Vuelve a tu aldea y díselo al magistrado de distrito.

—¡Le digo que vengo de allí! —La mujer no se movió. Seguía arrodillada cuando Miles salió de los arbustos y vio la escena desde el otro lado de la ruta pavimentada—. El magistrado no vuelve hasta dentro de varias semanas. He caminado cuatro días para llegar aquí. Me queda poco dinero… —La esperanza vibró en su voz y dobló y enderezó la columna mientras buscaba en el bolsillo de su falda. Luego tendió las manos hacia el guardia—. Un marco y veinte, es todo lo que tengo; pero…

El ojo exasperado del guardia cayó sobre Miles y se enderezó con brusquedad, como si tuviera miedo de que Miles sospechara que él se sentía tentado por un soborno tan ínfimo.

—¡Fuera, mujer! —ordenó.

Miles levantó una ceja y avanzó cojeando hacia la puerta principal.

—¿Qué ocurre, cabo? —preguntó con voz tranquila.

El cabo de guardia era un préstamo de la Seguridad Imperial y usaba el uniforme verde de cuello alto del Servicio de Barrayar. Estaba sudado e incómodo bajo la luz brillante de la mañana de ese distrito del Sur, pero Miles se dio cuenta de que el hombre prefería hervir hasta la muerte antes que sacarse el cuello en ese puesto. No tenía acento local, era un hombre de ciudad, de la capital, donde los problemas como el que tenía de rodillas frente a sí iban a parar a manos de una burocracia más o menos eficaz.

La mujer, en cambio, era de allí mismo… tenía la palabra «provinciana» grabada sobre todo el cuerpo. Y obviamente venía de un pueblo muy pequeño. Era más joven de lo que sugería su voz llena de preocupación y dolor. Alta, roja y afiebrada de tanto llorar, con el cabello rubio y lacio cayéndole sobre una cara flaca como la de un hurón, y ojos grises y saltones. Si la hubieran lavado, alimentado y hubiera estado descansada, alegre y confiada, tal vez habría podido adquirir algo parecido a la belleza, pero se había quedado muy lejos de eso a pesar de que tenía un cuerpo notable. Delgada pero de senos llenos… no, Miles se corrigió mientras cruzaba la calle y llegaba a la puerta. Tenía el corsé manchado de leche seca aunque no llevaba un bebé en brazos. La forma de los senos era temporal. Llevaba puesto un vestido gastado cosido a mano, simple y basto. Tenía los pies descalzos, llenos de callos, heridos y con arañazos.

—No pasa nada —le aseguró el guardia a Miles—. Márchate —susurró a la mujer.

Ella se levantó de su posición de rodillas pero se sentó, donde estaba, empecinada.

—Voy a llamar al sargento —amenazó el guardia mientras la miraba con cautela—, él la sacará de aquí.

—Espere un momento —dijo Miles.

Ella miró a Miles desde abajo, con las piernas cruzadas, sin saber si identificarlo o no como una esperanza. La ropa de Miles no le daba ninguna pista. Él levantó el mentón y esbozó una sonrisa. Una cabeza demasiado grande, un cuello demasiado corto, la espalda agobiada con una columna torcida, piernas extrañas que atraían la mirada con sus abrazaderas brillantes de aluminio y los huesos frágiles que se rompían cada dos por tres. Si la mujer de las colinas hubiera estado de pie, Miles apenas le habría llegado al hombro. Ahora esperó, aburrido, a que la mano de ella hiciera el signo de la equis que usaban en los pueblos pequeños contra las mutaciones, pero la mano sólo tembló y se transformó en un puño.

—Tengo que ver a mi señor conde —dijo ella, dirigiéndose a un punto incierto entre el guardia y Miles—. Tengo derecho. Mi padre murió en el Servicio. Tengo derecho.

—El primer ministro, el conde Vorkosigan —afirmó el guardia serio y tenso— ha venido a este estado secundario a descansar. Si estuviera trabajando, ya habría vuelto a Vorbarr Sultana. —El guardia parecía estar deseando viajar él a Vorbarr Sultana en ese mismo momento.

La mujer aprovechó la pausa.

—Usted es sólo un hombre de ciudad. Él es mi conde. Mi derecho.

—¿Para qué quiere ver al conde Vorkosigan? —preguntó Miles con paciencia.

—Asesinato —gruñó la niña-mujer. El guardia de seguridad hizo un leve movimiento espasmódico—. Quiero denunciar un asesinato.

—¿No debería denunciarlo primero frente al portavoz de su pueblo? —preguntó Miles con un gesto para calmar al guardia, que estaba cada vez más inquieto.

—Ya lo he hecho. Y no quiere hacer nada, nada. —La rabia y la frustración le quebraron la voz—. Dice que ya está hecho. Terminado. No quiere tomarme la denuncia, dice que es una estupidez. Que sólo le causaría problemas a todo el mundo, dice. Pero a mí no me importa! ¡Yo quiero justicia!

Miles frunció el ceño, pensativo, mirando a la mujer de arriba abajo. Los detalles corroboraban lo que ella decía que era, y eso se agregaba a una sensación sólida, aunque subliminal, de algo cierto que tal vez escapaba a la paranoia profesional de los que trabajan en seguridad.

—Es verdad, cabo —dijo Miles—. Tiene derecho a apelar, primero frente al magistrado del distrito, después frente a la corte del conde. Y el magistrado de distrito estará fuera dos semanas.

Ese sector del distrito nativo del conde Vorkosigan sólo tenía un magistrado, cargado de trabajo, que viajaba por un circuito que incluía el pueblo de Vorkosigan Surleau, junto al lago, pero el pueblo lo recibía sólo un día al mes. Y como la región del país del primer ministro estaba plagada de guardias de seguridad imperial cuando llegaba el gran señor, y se vigilaba con mucho cuidado cuando no estaba, los que causaban problemas solían irse con la música a otra parte.

—Regístrela y déjela entrar —ordenó Miles—. Yo asumo toda la responsabilidad.

El guardia era uno de los mejores de la Seguridad Imperial, entrenado para buscar asesinos hasta en su propia sombra. Parecía escandalizado, y bajó la voz para decirle a Miles:

—Señor, si todos los lunáticos de esta región entraran en las instalaciones cuando quisieran…

—Yo la llevaré. Voy para allá.

El guardia se encogió de hombros, impotente, y estuvo a punto de cuadrarse: era obvio que Miles no estaba uniformado. Finalmente, sacó un detector de su cinturón y organizó todo un espectáculo alrededor de un registro muy cuidadoso de la mujer. Miles se preguntó si se habría sentido tentado a desnudarla si él no hubiera estado allí. Cuando el guardia terminó de demostrar lo concienzudo, leal y eficiente que era, abrió la llave del gran portón, introdujo el código —incluyendo el estudio de la retina de la mujer— en el monitor del ordenador y se hizo a un lado con una pose un poco exagerada de descanso militar. Miles sonrió ante esa forma de expresar desagrado y avanzó, con la mujer agotada asida por el codo, por el sendero zigzagueante que se abría detrás de los portones.

Ella evitó su roce apenas pudo, pero no hizo el gesto supersticioso y lo miró con ojos llenos de una curiosidad extraña y voraz. Hubo un tiempo en que esa fascinación abierta y llena de repulsión frente a las peculiaridades de su cuerpo obligaba a Miles a apretar los dientes; ahora sabía tomarla con un humor en él que apenas quedaba rastro de amargura. Ya aprenderían, todos ellos. Ya aprenderían.

—¿Es usted servidor del conde Vorkosigan, hombrecito? —le preguntó ella con cautela.

Miles pensó un momento.

—Sí —contestó al final. Después de todo, la respuesta era la verdad en todos los sentidos excepto en el que ella había hecho la pregunta. Refrenó la tentación de decirle que era el bufón de la corte. Por la mirada que había en esos ojos, era evidente que ella tenía problemas mucho más serios que los de Miles.

Aparentemente, no creía en su suerte, a pesar de la determinación que había demostrado en la puerta, porque mientras trepaban hacia lo que había sido su meta en ese viaje, un pánico creciente empalideció aún más sus rasgos, que casi parecían enfermos.

—¿Cómo… cómo le hablo? —se atragantó—. ¿Tengo que hacerle una reverencia… ? —Se miró como si se diera cuenta por primera vez de que la suciedad, el sudor y la delgadez la marcaban de arriba abajo.

Miles refrenó la tentación de bromear: Arrodillese y golpee tres veces el suelo con la frente antes de hablar, eso es lo que hace el personal general, y dijo:

—Simplemente, quédese de pie y diga la verdad. Trate de ser clara. Él le dirá qué hacer de ahí en adelante. Después de todo —Miles torció los labios—, no le falta experiencia.

Ella tragó saliva.

Hacía unos cien años, la residencia de verano de los Vorkosigan había sido una barraca para los guardias, parte de las fortificaciones externas del gran castillo construido sobre el risco, por encima del pueblo de Vorkosigan Surleau. Ahora el castillo estaba en ruinas y las barracas se habían transformado en una residencia baja y cómoda de piedra, modernizada y remodernizada, construida de acuerdo con el paisaje con cierto sentido artístico y rodeada de flores brillantes. Habían ampliado las aberturas que había en las paredes para lanzar las flechas y las habían convertido en ventanas que daban al lago. Había una antena de comunicaciones sobre el techo. También habían levantado una nueva barraca para los guardias, escondida entre los árboles de la ladera, pero sin aberturas para las flechas.

Un hombre con la librea castaña y plateada de los guardias y servidores personales del conde salió de la puerta principal de la residencia justo en el momento en que Miles se acercaba con la mujer desconocida. Era el nuevo… ¿cómo se llamaba? Pyrn, ése era su nombre.

—¿Dónde está el señor conde? —le preguntó Miles.

—En el pabellón superior, tomando el desayuno con la señora. —Pyrn echó una mirada a la mujer y esperó en una postura de educada interrogación.

—Ah, bueno, esta mujer ha andado cuatro días para hacer una denuncia frente a la corte del magistrado de distrito. La corte no está aquí, pero el conde sí, así que ahora quiere saltarse un paso y llegar arriba de golpe. Me gusta su estilo. ¿La llevas, por favor?

—¿Durante el desayuno? —preguntó Pyrn.

Miles miró a la mujer.

—¿Ya ha desayunado?

Ella negó con la cabeza sin decir nada.

—Suponía que no. —Miles volvió las palmas hacia arriba, como para expresar que la dejaba en manos del guardia—. Ahora lo va a tomar.

—Mi padre murió en el Servicio —repitió la mujer en voz muy baja—. Tengo derecho. —Ahora la frase parecía convencerla casi tanto como a los demás.

Pym, aunque no había nacido en las colinas, por lo menos era hombre del distrito.

—Así es la vida —suspiró y le hizo un gesto a la mujer para que lo siguiera sin agregar palabra. Los ojos de ella se abrieron y mientras lo seguía alrededor de la casa, miró por encima del hombro a Miles.

—¿Hombrecito… ?

—Simplemente, quédese de pie —le gritó él. La vio desaparecer detrás del recodo de la casa, sonrió y subió de dos en dos los escalones de la entrada principal.

Después de una ducha fría y un afeitado, Miles se vistió en su habitación, mirando el extenso lago. Se vistió con mucho cuidado, tanto como el que había tenido para las ceremonias de la Academia del Servicio y la Revista Imperial hacía dos días. Ropa interior limpia, una camisa color crema de manga larga, pantalones verde oscuro con un vivo al costado. Una túnica verde de cuello alto hecha a medida. Los rectángulos nuevos de color celeste que formaban la insignia de su rango alineados sobre el cuello pedacitos de plástico que se le metían en la mandíbula y le molestaban todo el rato. Se colocó las abrazaderas de las piernas y se puso las botas, que le llegaban hasta la rodilla y estaban lustradas y brillantes como espejos. Les quitó una mota de polvo con el pantalón del pijama, que tenía a mano en el suelo, en el sitio en que lo había dejado antes de irse a nadar.

Se enderezó y se miró en el espejo. El cabello oscuro ni siquiera había empezado a recuperarse del corte anterior a las ceremonias de graduación. Una cara pálida, de rasgos afilados, bolsas no del todo disipadas bajo los ojos grises, éstos no demasiado enrojecidos… ah, por desgracia los límites de su cuerpo le obligaban a abandonar las celebraciones mucho antes de poder hacerse daño a sí mismo.

Los ecos de la última celebración todavía hervían en silencio en su cabeza y su boca se torció en una sonrisa. Ahora estaba en camino tenía la mano firmemente apoyada en el peldaño inferior de la escalera más alta de Barrayar: el Servicio Imperial. En el Servicio no había puestos de favor, ni siquiera para los hijos del viejo Vor. Tienes sólo lo que te has ganado. Sus hermanos oficiales podían estar tranquilos al respecto, aunque la gente de fuera se preguntara si había entrado allí por ser quien era. Al final se había ganado una posición que lo dejaba en un buen lugar frente a todos los que dudaban. Ahora, arriba y sin mirar atras sin mirar atrás.

Una última ojeada al espejo. Con el mismo esmero que había puesto en vestirse, Miles reunió los objetos que necesitaba Para su tarea. Los rectángulos blancos del rango anterior, cadete en la Academia. La segunda copia escrita a mano de su nueva comisión de oficial en el Servicio Imperial de Barrayar, comprada para ese día. Una copia sobre papel de sus méritos en los tres años de la Academia, con todas sus recomendaciones (y deméritos). En la transacción que iba a llevar a cabo no tenía sentido ser otra cosa que absolutamente honesto. Buscó el trípode y el brasero de bronce, envuelto en terciopelo para darle lustre en un cajón de un armario del piso interior, junto con una bolsa de plástico llena de madera de enebro seca. Y fósforos químicos.

Salió por la puerta trasera y se dirigió colina arriba. El camino se bifurcaba en medio del parque, y subía hacia el pabellón de la cima, luego doblaba a la izquierda, hacia un área que parecía un jardín rodeado por una pared baja de campo. Miles entró por un portón.

—Buenos días, antepasados locos —dijo, y después dominó su humor. Tal vez el calificativo fuera cierto, pero la ocasión requería respeto.

Avanzó despacio por entre las tumbas hasta que llegó a la que buscaba, se arrodilló y colocó en el suelo el brasero y el trípode mientras tarareaba una tonada. La lápida tenía una inscripción sencilla General conde Piotr Pierre Vorkosigan y las fechas. Si hubieran tratado de grabar todos los honores y logros acumulados, habrían tenido que utilizar microimpresión.

Miles apiló la leña, los carísimos papeles, los pedazos de tela y un mechón de cabello negro que había recogido en ese último corte. Encendió el fuego y se puso en cuclillas para ver cómo se quemaba. A lo largo de los años había ensayado cientos de versiones de ese momento en su cabeza, desde oraciones públicas solemnes con músicos hasta danzar desnudo sobre la tumba del anciano. Al final se había decidido por esa ceremonia privada y tradicional. Sólo para los dos.

—Bueno, abuelo —murmuró—. Aquí estamos, a pesar de todo. ¿Satisfecho?

El caos de las ceremonias de graduación ya quedaba atrás, los esfuerzos enloquecidos de los últimos tres años y todo el dolor se reducían a esto. Pero la tumba no habló, no dijo: «Bien hecho, ahora puedes descansar.» Las cenizas no emitieron mensajes, no hubo visiones en el humo que se elevaba hacia el cielo. El brasero pronto quemó todo. Tal vez no había bastante leña.

Miles se puso en pie, se sacudió las botas en silencio, bajo la luz del sol. ¿Qué había esperado? ¿Aplausos? ¿Por qué estaba allí, en realidad? ¿Bailar sobre los sueños de un viejo… ? ¿A quién beneficiaba en definitiva su Servicio? ¿Al abuelo? ¿A sí mismo? ¿Al pálido emperador Gregor? ¿A quién le importaba?

Bueno, viejo —susurró y después gritó—: ¿AHORA YA ESAS SATISFECHO? —El eco lo repitió.

Alguien se aclaró la garganta a su espalda y Miles se volvió en redondo como un gato escaldado, con el corazón en la boca.

Ejem… señor —dijo Pym con cuidado—. Perdóneme, no quería interrumpir… nada. Pero el conde, su padre, quiere que vaya a verlo al pabellón superior.

La expresión de Pym era imperturbable. Miles tragó saliva y esperó que el calor que sentía en las mejillas disminuyera un poco.

Bien —dijo y se encogió de hombros—. De todos modos, el fuego ya casi se ha consumido. Lo limpiaré todo después. No… que nadie toque nada.

Pasó junto a Pym y no miró atrás.

El pabellón era una estructura simple de madera plateada y abierto por los cuatro costados para que entrara la brisa: esa mañana una leve ráfaga del oeste. Tal vez haría buen tiempo para navegar en el lago por la tarde. Sólo le quedaban diez preciosos días antes de volver a casa y Miles quería hacer muchas cosas, Incluyendo el viaje a Vorbarr Sultana con su primo Ivan para recoger el nuevo avión rápido. Y después, su primera misión… en una nave, esperaba Miles. Había tenido que vencer una tentación muy fuerte para no pedir a su padre que se asegurara de que esa primera misión fuera realmente en una nave. Aceptaría cualquier misión que le deparara el destino, ésa era la primera regla del juego. Ganaría con la mano que le entregara el croupier. .

El interior del pabellón estaba sombrío y fresco después del resplandor del exterior. Lo habían amueblado con sillas y mesas viejas y cómodas, una de las cuales todavía mostraba los restos de un noble desayuno. Miles vio mentalmente dos tortas de aceite solitarias sobre una bandeja llena dé migas, quizá para él. La madre de Miles, que se inclinaba a coger su taza, sonrió desde el otro lado de la mesa.

El padre, sentado en un sillón viejo, llevaba una camisa de cuello abierto y pantalones cortos. Aral Vorkosigan era robusto, de cabello gris, mandíbula grande, cejas espesas, con cicatrices. Una cara que se prestaba para la caricatura salvaje… Miles había visto algunas en la prensa de la oposición y en las historias que escribían los enemigos de Barrayar. Bastaba con agregar una línea para que esos ojos penetrantes y agudos se transformaran en ojos de tonto y se prestaran a la parodia archiconocida del dictador militar.

« ¿Y hasta dónde lo persigue el fantasma del abuelo? —se preguntó Miles—. No lo demuestra demasiado. Pero claro, no tiene por qué hacerlo.» El almirante Aral Vorkosigan, estratega mayor del espacio, conquistador de Komarr, héroe de Escobar, regente imperial durante dieciséis años y poder supremo en Barrayar en todo excepto en el nombre. Y entonces puso el broche de oro, confundió a la historia y a todos los testigos, tan seguros de sí mismos, y acumuló mayor honor y gloria del conocido hasta el momento al renunciar voluntariamente y transferir el mando al emperador Gregor cuando éste llegó a la mayoría de edad. Claro que el título de primer ministro no dejaba de ser un buen retiro para un regente y el conde todavía no daba muestras de querer dejar el cargo en manos de nadie.

Y así, la vida del almirante Aral podía enfrentarse a la del general Piotr con una mano de naipes impresionante. ¿Dónde quedaba el alférez Miles, entonces? Con dos cartas de dos y un comodín. Tendría que darse por vencido o empezar a mentir como un loco…

La mujer de la colina estaba sentada sobre un almohadón con una torta de aceite a medio comer en la mano, mirando atónita a Miles en toda su fuerza y elegancia. Cuando él la miró a su vez, la mujer apretó los labios y se le encendieron los ojos. Su expresión era extraña… ¿Rabia? ¿Excitación? ¿Vergüenza? ¿Diversión? ¿Una extraña mezcla de todo? ¿Y quién pensabas que era yo, mujer?

Uniformado (¿trataba de parecer importante?), Miles se cuadró frente a su padre.

—¿Señor?

El conde Vorkosigan habló a la mujer.

—Es mi hijo. Si lo envío como mi voz, ¿le parecería satisfactorio?

—Ah —dejó escapar ella, la boca abierta en una mueca extraña, feroz, la expresión más intensa que Miles hubiera visto en su rostro hasta el momento— Claro que sí, mi señor.

—Muy bien, entonces ya está decidido.

¿Qué es lo que está decidido?, se preguntó Miles, con cautela. El conde estaba recostado en su silla, al parecer satisfecho, pero con una tensión muy peligrosa en los ojos, una señal evidente de que algo lo había enfurecido. No era rabia contra la mujer: era obvio que habían llegado a una especie de acuerdo y… Miles dio un rápido repaso a su conciencia, no era contra él tampoco. Se aclaró la garganta, torció la cabeza y abrió la boca en una sonrisa de curiosidad, como para preguntar lo que sucedía.

El conde unió las manos y al fin le habló.

—Un caso muy interesante. Ya veo por qué la dejaste entrar.

—Ah… —dijo Miles. ¿En qué se había metido? Había ayudado a la mujer a pasar a través de Seguridad sólo por un impulso quijotesco, por Dios, y para molestar a su padre en el desayuno…— ¿Sí? —dijo sin comprometerse.

Las cejas del conde Vorkosigan se elevaron.

—¿No sabes qué la trajo aquí?

—Habló de un asesinato y de una notable falta de cooperación de las autoridades locales. Pensé que usted la ayudaría a llegar al magistrado de distrito.

El conde se acomodó más en la silla y se frotó la mano pensativo sobre el mentón marcado.

—Es un infanticidio.

El vientre de Miles se encogió. No quiero tener nada que ver con esto. Bueno, eso explicaba por qué no había un bebé contra ese pecho.

—Raro… quiero decir, la denuncia…

—Hace veinte años o más que peleamos contra esa costumbre —dijo el conde—. Promulgaciones, propaganda. … En las ciudades progresamos mucho.

—En las ciudades —murmuró la condesa— la gente tiene alternativas.

—Pero en el interior… bueno… no han cambiado mucho las cosas. Todos sabemos lo que pasa, pero sin una denuncia, una queja… y con la familia que se cierra siempre para proteger a los suyos… es difícil hacer justicia.

—¿Cuál… ? —Miles se aclaró la garganta y miró a la mujer—. ¿Cuál era la mutación del bebé?

—Boca de gato. —La mujer hizo una mueca con el labio superior para que se dieran cuenta de qué hablaba—. Tenía el agujero dentro de la boca también, la pobre niña, y no mamaba bien, se ahogaba y gritaba peto comía lo suficiente, sí, sí…

—Labio leporino —murmuró la mujer del conde, a medias para sí misma, traduciendo el término de Barrayar a la lengua común de la galaxia—, y el paladar partido, parece. Por Dios, eso ni siquiera es una mutación. Ya existía en la vieja Tierra. Un defecto normal de nacimiento, si eso no es una forma contradictoria de decirlo. No un castigo por el peregrinaje de sus antepasados de Barrayar a través del Fuego. Con una simple operación… —La condesa se detuvo de golpe. La mujer de la colina parecía muy angustiada.

—Yo había oído decir eso —dijo—. Mi señor había hecho construir un hospital en Hassadar. Pensaba llevarla allá cuando estuviera un poco más fuerte, aunque no tenía dinero. Tenía las piernas y los brazos sanos, la cabeza bien formada, cualquiera se daba cuenta… seguramente habrían… —Se le crisparon las manos y se le quebró la voz—. Pero Lem la mató antes de que pudiera…

Siete días de camino, calculaba Miles, desde la profundidad de las montañas Dendarii hasta la ciudad baja de Hassadar. Era lógico que una mujer que acababa de dar a luz dejara ese viaje para unos días después. Una hora de viaje en un automóvil aéreo…

—Así que aquí hay alguien que por fin hace una denuncia —dijo el conde Vorkosigan—, y la trataremos como denuncia. Es una oportunidad para enviar un mensaje a los rincones más lejanos de nuestro propio distrito. Miles, serás mi voz, y llegarás adonde no hemos llegado antes. Harás justicia, la justicia del conde… y con mucho ruido si puedes. Ya es hora de que esas prácticas, que nos hacen quedar como bárbaros a los ojos de la galaxia, terminen de una vez por todas.

Miles tragó saliva.

—¿No le parece que el magistrado del distrito estaría mejor cualificado para … ?

El conde esbozó una sonrisa.

—Para este caso, no puedo pensar en nadie que esté mejor cualificado que tú, Miles.

El mensajero y el mensaje corporizados en una sola persona. Los tiempos han cambiado. Claro. Miles deseó estar en otra parte, en cualquier otra parte… sudando sangre de nuevo por sus últimos exámenes, por ejemplo. Ahogó una queja poco diplomática: ¿Y mi graduación?

Se frotó la nuca.

—¿Quién… quién mató a su hijita? —Es decir, ¿a quién tengo que arrastrar, poner contra una pared y fusilar?

—Mi esposo —dijo ella, sin expresión en la voz, mirando, a través de los suelos lustrados y plateados, a ninguna parte.

Yo sabía que esto iba a ser horrible…

—Ella lloraba y lloraba —siguió la mujer—, y no podía dormir, no se alimentaba bien… él me gritó que la hiciera callar…

—¿Y luego? —la acicateó Miles, descompuesto.

—Me maldijo y se fue a dormir a casa de su madre. Dijo que por lo menos allí iba a poder dormir y que necesitaba descansar para seguir trabajando. Yo tampoco había dormido…

Ese tipo suena como un ganador nato. Miles tuvo una imagen instantánea del hombre, un toro con modales de toro… y sin embargo, faltaba algo en el clímax de la historia de la mujer…

El conde también estaba interesado. Escuchaba con toda su atención, la mirada de un estratega, una intensidad de ojos entrecerrados que se podía confundir con aburrimiento o sueño, cosa que hubiera sido un error muy grave.

—Fue usted testigo ocular? —preguntó en un tono engañosamente manso que puso a Miles alerta—. ¿Le vio usted matarla?

—La encontré muerta a media mañana, señor.

—Entró en el dormitorio y… —la ayudó a seguir el conde Vorkosigan.

—Sólo tenemos una habitación. —Ella le lanzó una mirada como si por primera vez dudara de su omnisciencia—. Se había dormido, se había dormido por fin. Me fui a juntar bayas, por la quebrada. Y cuando volví… Debería haberla llevado conmigo, pero estaba tan contenta de que por fin estuviera durmiendo… —Las lágrimas cayeron de los ojos cerrados y apretados de la mujer—. La dejé dormir cuando volví. Me alegré de poder comer y descansar, pero después empecé a sentir los senos llenos —se tocó un seno con la mano—, y fui a despertarla…

—¿Y no había alguna marca? ¿No tenía el cuello cortado? —preguntó el conde. Ese era el método usual para los infanticidios del interior de la región, rápido y limpio comparado con… digamos, dejar al bebé al sol durante un tiempo…

La mujer meneó la cabeza.

—Creo que la ahogó con algo, señor. Fue cruel, fue algo muy cruel. El portavoz del pueblo dice que, seguramente, la ahogué yo sin darme cuenta, aplastándola, y que no debo presentar mi queja contra Lem. ¡Yo no la aplasté! Ella tenía su propia cuna. Lem se la hizo con sus propias manos cuando yo todavía la tenía en el vientre… —Estaba a punto de derrumbarse.

El conde intercambió una mirada con su esposa, e hizo un gesto leve con la cabeza. La condesa Vorkosigan se levantó con suavidad.

—Venga, Harra, entre. Tiene que lavarse y descansar antes de que Miles la lleve a su casa.

La mujer de la colina parecía muy sorprendida.

—No, no en su casa, señora…

—Lo lamento, es lo único que tengo a mano. Aparte de las barracas, claro. Los guardias son buenos chicos, pero usted los pondría muy nerviosos. —La condesa se la llevó charlando.

—Está claro —dijo el conde Vorkosigan apenas las mujeres estuvieron lejos— que tendrás que controlar los hechos médicos antes de… bueno, terminar. Y espero que hayas notado también el problemita que hay con respecto a la identificación del acusado. Éste puede ser el caso ideal para una demostración pública, pero no si hay ambigüedades involucradas… No debe haber ningún misterio…

—No soy un juez de instrucción ni un investigador —señaló Miles. Si podía escaparse de ese lazo…

—Claro que no. Te llevarás al doctor Dea.

El teniente Dea era el ayudante del médico del primer ministro. Miles lo había visto, un joven médico militar ambicioso, en constante estado de frustración porque su superior nunca le dejaba tocar a su paciente más importante… Ah, iba a sentirse excitado y contento con esa misión, predijo Miles de mal humor.

—Puede llevar su equipo óseo —le dijo el conde con una sonrisa—, en caso de que haya algún accidente.

—¡Qué económico! —contestó Miles revolviendo los ojos—. Mire… suponga… suponga que la historia es cierta y atrapamos a ese tipo. ¿Tengo que… personalmente…?

—Llevarás a uno de los hombres de librea como guardaespaldas. Y si la historia es cierta… como verdugo.

Eso mejoraba las cosas, pero muy poco, por cierto.

—¿No se puede esperar al magistrado de distrito?

—Ese magistrado juzga siempre en mi lugar. Cada sentencia que se ejecuta, se ejecuta en mi nombre. Algún día, será en el tuyo. Es tiempo de que comprendas bien el proceso. Históricamente, los Vor podrán ser una casta militar, pero los deberes de un señor de la familia nunca fueron sólo militares.

No había escapatoria. Mierda, mierda, mierda. Miles suspiró.

—Correcto. Bueno… supongo que podemos coger el coche aéreo y estar allí en dos horas, más o menos. Necesitaré algo de tiempo para encontrar el agujero correcto. Bajar del cielo y hacer que el mensaje del señor se oiga alto y claro… volver antes de la noche. —Terminar pronto y sacármelo de encima.

El conde tenía otra vez esa mirada alerta en los ojos entrecerrados.

—No… —aclaró—. En el coche aéreo no creo…

—No hay caminos para ir en un automóvil de tierra, no hasta allí mismo. Sólo pistas. —Y agregó, inquieto, seguro de que su padre no podía estarlo pensando—: No creo que, a pie, pueda impresionar a nadie como figura central del poderío Imperial, señor.

Su padre levantó la vista mirando el uniforme tieso y sonrió.

—Ah, no estás tan mal.

—Pero piense en mí después de tres o cuatro días de cortar arbustos para abrirme paso —protestó Miles—. Usted no nos vio en Básico. Ni nos olió.

—Pero pasé por allí —dijo el almirante con sequedad—. Aunque no, tienes razón. A pie no. Tengo una idea mejor.

Mi propia caballería, pensó Miles irónicamente, revolviéndose en la montura, como el abuelo. En realidad, estaba casi seguro de que el viejo hubiera tenido comentarios muy ácidos sobre los jinetes que lo seguían en línea entre los bosques, eso, después de haberse revolcado de risa frente al despliegue de los conocimientos del equipo en materia de equitación. Los animales de los establos de los Vorkosigan habían disminuido muchísimo desde la muerte del viejo, que siempre se había interesado en ellos. Se habían vendido los caballos de polo y los pocos animales viejos y malhumorados que quedaban estaban a pasto, en las praderas, permanentemente. El puñado de caballos de silla que todavía se cuidaban habían sido elegidos por la seguridad de su paso y sus buenos modales, no por lo exótico de su sangre, y un grupo de niñas del pueblo los mantenía siempre en forma y de buen humor para los huéspedes ocasionales.

Miles recogió las riendas, apretó un tobillo y cambió de lugar el peso. Gordo Tonto, su caballo, respondió con una media vuelta nítida y dos pasos hacia atrás bien precisos. Ni siquiera un ignorante de la ciudad hubiera podido confundir a ese ruano robusto con un caballo de pura sangre, pero Miles lo adoraba por sus ojos líquidos y oscuros, su morro ancho de terciopelo, su talante flemático que no se dejaba conmover ni por arroyos enloquecidos ni por aullantes coches aéreos, pero sobre todo por la forma en que respondía a su exquisito entrenamiento. Cerebro mucho mejor que belleza. Cuando estaba con él, Miles se sentía más tranquilo, ese animal era un calmante emocional para él, como un gato que ronronea. Miles le dio unas palmadas en el cuello.

—Si alguien pregunta —murmuró—, diré que te llamas Capitán. —Gordo Tonto movió una oreja inquieto y emitió un bufido sonoro desde el fondo de su pecho.

El abuelo tenía mucho que ver con el desfile increíble que encabezaba Miles. El gran general de las guerrillas había salido de esas montañas, en su juventud, a luchar contra los invasores cetagandanos y los había detenido primero. Y después los había hecho retroceder. Los bombarderos antiaéreos sin calor, adquiridos de contrabando a un alto costo en vidas desde otros planetas, habían tenido mucho más que ver con la victoria final que los caballos de los soldados del abuelo que, según él, habían salvado a las fuerzas durante el peor invierno de la campaña, sobre todo porque eran comestibles. Pero en las historias románticas que surgieron después, el caballo se había convertido en el símbolo de esa lucha.

Miles pensó que su padre era demasiado optimista si creía que por ir a caballo él podría captar algo de la gloria del anciano. Los campamentos y los escondites de la guerrilla se habían convertido en montones de óxido y árboles, mierda, no solamente pasto y ruinas —ya habían pasado junto a dos o tres a primera hora del día— y los hombres que habían peleado esa guerra habían vuelto al polvo por última vez, como el abuelo. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo que quería era una misión en una nave de salto, algo que lo llevara arriba, muy por encima de todo esto. El futuro era el que guardaba la clave de su destino, no el pasado.

El caballo del doctor Dea interrumpió bruscamente las meditaciones de Miles cuando se asustó de una rama caída sobre el sendero de troncos, plantó los cuatro cascos en una frenada brusca y relinchó con fuerza. El doctor Dea cayó al suelo con un grito leve.

—Agarre las riendas —gritó Miles e hizo que Gordo Tonto volviera sobre sus pasos.

El doctor Dea estaba mejorando su técnica para caerse, esta vez lo había hecho más o menos de pie. Hizo un gesto para tomar las riendas sueltas pero la yegua alazana que montaba se asustó y se apartó de sus manos. Dea saltó hacia atrás cuando ella giró sobre sus ancas y después, de pronto, ella se dio cuenta de que estaba libre y se lanzó sendero abajo con la cola levantada y todos los gestos que dicen en el lenguaje de los caballos: ¡Jia, jia jia no vas a poder atraparme… ! El doctor Dea, rojo y furioso, corrió sudando tras ella, que se puso al trote.

—¡No, no, no la persiga! —gritó Miles.

—¿Y cómo diablos se supone que voy a atraparla, entonces? —contestó Dea con agresividad. El cirujano espacial no parecía muy feliz—. ¡Mi equipo médico está sobre esa bestia, mierda!

Al final de la pequeña columna, Pym puso a su caballo de costado para bloquear el sendero.

—Espere, Harra —aconsejó Miles a la mujer de la colina mientras pasaba a su lado—. Y mantenga las riendas cortas. Nada hace correr tanto a un caballo como otro caballo que corre.

Los otros dos jinetes tampoco lo estaban pasando muy bien. La mujer, Harra Csurik, estaba montada sobre el suyo con el agotamiento pintado en el rostro, y lo dejaba caminar sin acosarlo pero por lo menos cabalgaba con equilibrio, en lugar de tratar de usar las riendas a modo de manubrio, como el infortunado Dea. Pym, que cerraba el grupo, era competente, aunque tampoco estuviera cómodo.

Miles hizo que Gordo Tonto se pusiera al paso, con las riendas sueltas y caminó despacio, como paseando, detrás de la yegua, con un aire de profunda tranquilidad en la cara y el paso.

¿Quién? ¿Yo? No, no quiero atraparte. Sólo estamos disfrutando del paisaje, sí, sí. Eso es, quédate quieta un segundo, come algo. La yegua alazana se detuvo a arrancar unas hierbas pero no dejó de observar con ojo preocupado el avance de Miles.

Justo a la distancia necesaria para no asustar a la yegua y obligarla a trotar de nuevo, Miles detuvo a Gordo Tonto y se deslizó al suelo. No hizo ningún movimiento hacia la yegua. Se quedó de pie en su sitio y rebuscó en los bolsillos con grandes movimientos. Gordo Tonto levantó la cabeza y lo miró con ansia. Miles lo llamó con dulzura y le dio un pedacito de azúcar. La yegua levantó las orejas, interesada. Gordo Tonto levantó los labios y estiró el cuello, buscando más. La yegua se acercó un poco para recibir lo suyo. Levantó un cubito de la palma de Miles mientras él le pasaba el brazo muy despacio sobre el cuello y tomaba las riendas.

—Aquí tiene, doctor Dea. El caballo. Sin correr.

—No es justo —se quejó Dea, que se acercaba—. Usted tenía azúcar en sus bolsillos.

—Claro que tenía azúcar en los bolsillos. Eso se llama previsión, y planificación. El truco para manejar caballos no es ser más rápido ni más fuerte que ellos. Eso es poner las debilidades de uno frente a sus puntos fuertes. El truco es ser más inteligente que el caballo. Eso sí es poner nuestro punto fuerte contra su debilidad. ¿Entiende?

Dea tomó las riendas.

—Esta yegua se está riendo de mí —dijo con recelo—. Se relame.

—Eso no es relamerse, es relinchar —sonrió Miles. Palmeó a Gordo Tonto detrás de su pata trasera, y el caballo gruñó y se arrodilló. Miles subió a la montura, que así quedaba a una altura más conveniente para él.

—¿El mío también hace eso? —preguntó el doctor Dea, fascinado.

—Lo lamento, pero no.

Dea miró a su yegua con rabia.

—Este animal es idiota. Lo llevaré de las riendas un rato.

Mientras Gordo Tonto volvía a ponerse de pie, Miles suprimió un comentario de instructor de equitación, uno de esos comentarios que había sacado del depósito del abuelo, algo así como Sea más inteligente que el caballo, Dea. Aunque el doctor Dea había jurado ser fiel al señor Vorkosigan durante esa investigación, el teniente cirujano espacial Dea tenía un rango obviamente más alto que el alférez Vorkosigan. Dirigir a hombres más maduros que uno y con mayor rango requería, evidentemente, cierto tacto.

El sendero de troncos se ensanchó un poco más adelante y Miles se colocó hacia atrás, junto a Harra Csurik. La determinación y ferocidad que había mostrado ella la mañana del día anterior en los portones parecía estar desapareciendo a medida que el sendero subía hacia su hogar. O tal vez era simplemente el cansancio que se cobraba su precio. Había dicho poco en toda la mañana y por la tarde se había hundido en el silencio. Si pensaba arrastrar a Miles hasta allí para después lloriquear. y arrepentirse…

—¿En qué… en qué rama del Servicio estaba su padre? —preguntó Miles para empezar una conversación.

Ella se pasó una mano por el cabello con un gesto como de estar peinándose, un gesto nervioso, más que de vanidad. Sus ojos lo miraron a través de las pestañas color paja como criaturas débiles escondidas bajo un risco.

—Milicia de distrito, señor. En realidad no lo recuerdo, murió cuando yo era muy pequeña.

—¿En combate?

Ella asintió.

—En la guerra, alrededor de Vorbarr Sultana, durante la guerra de Sucesión de Vordarian.

Miles se mordió la lengua para no preguntarle qué lado había arrastrado a su padre a la lucha: la mayoría de los soldados de infantería no habían podido elegir, y la amnistía había incluido a los muertos tanto como a los vivos.

—Tiene parientes?

—No, señor… Mi madre y yo somos las únicas que quedamos.

Una tensión anticipatoria se aflojó en el cuello de Miles. Si el juicio llegaba a la ejecución, un sólo error podía disparar una enemistad profunda y sangrienta entre familias. Y eso no sería la justicia y la legalidad que el conde quería que él dejara a su paso. Así que cuantos menos parientes hubiera, mejor.

—¿Y la familia de su esposo?

—Son siete. Cuatro hermanos y tres hermanas.

—Mmm… —Miles tuvo una imagen instantánea y mental de un grupo entero de gigantes amenazantes de las colinas. Miró a Pym, hacia atrás, y sintió que para este trabajo le faltaba personal. Había señalado el problema al conde cuando planeaban juntos la expedición la noche anterior.

—El portavoz del pueblo y sus ayudantes serán tu apoyo —había declarado el conde—, como cuando va el magistrado de distrito.

—¿Y si no quieren cooperar? —había preguntado Miles, nervioso.

—Un oficial que espera dirigir un día las tropas del Imperio —había contestado el conde— debería saber cómo obligar al portavoz de un pueblecito a cooperar con él.

En otras palabras, su padre había decidido que ésa era una prueba que él tendría que pasar y no pensaba ayudarle más. Gracias, papá.

—¿Usted no tiene parientes, señor? —dijo Harra, llevándole de vuelta al presente con brusquedad.

—No. Pero seguramente eso es algo que saben todos, incluso en el interior.

—Bueno, se dicen muchas cosas de usted —Harra se encogió de hombros.

Miles se mordió la lengua para no hacer la pregunta morbosa de siempre y ésta le pareció amarga en la boca, como un limón. No iba a preguntar, no iba a preguntar, no… pero no podía dejar de hacerlo.

—¿Cómo qué? —hizo pasar con fuerza por los labios medio cerrados.

—Todo el mundo sabe que el hijo del conde es un mutante.

—Los ojos de ella temblaron y se abrieron, desafiantes—. Algunos dicen que vino porque el conde se casó con esa mujer de otro mundo. Otros, que fue por una radiación de la guerra o tina enfermedad que contrajo en, humm, prácticas corruptas con otros oficiales de su edad en su juventud…

Esa última era nueva para Miles. Levantó una ceja.

—Pero la mayoría dice que sus enemigos envenenaron a la condesa.

—Me alegro de que la mayoría sepa la verdad. Fue un intento de asesinato con gas soltoxina cuando mi madre estaba embarazada de mí. Pero no es… —una mutación, su pensamiento saltó a través de vericuetos muy familiares. ¿Cuántas veces había explicado lo mismo?, es teratogénico, no genético. No soy un mutante, no… Pero, ¿qué mierda podía importarle a esa mujer ignorante semejante diferencia bioquímica? Para ella, en la práctica, era lo mismo que fuera un mutante— importante.

Ella lo miró de costado, hamacándose dulcemente en el ritmo de su caballo.

—Algunos dicen que usted nació sin piernas y que vive en tina silla flotante en la casa Vorkosigan. Otros, que nació sin huesos.

—… y que me tienen en una jarra en el sótano, claro —murmuró Miles.

—Pero Karal dice que lo vio con su abuelo en la feria de Hassadar, y que solamente le pareció enclenque y enfermizo. Algunos dicen que su padre lo metió en el Servicio y otros que no, que se fue a otro planeta, a la casa de su madre e hizo que convirtieran su cerebro en un ordenador y que alimentaran su cuerpo con tubos, y que pasa todo el tiempo flotando en un líquido…

—Sabía que habría una jarra en algún lugar de esta historia suspiró Miles, haciendo una mueca. También sabías que no te iba a gustar la respuesta y que ibas a arrepentirte de haber preguntado, pero tenías que hacerlo. Ella estaba poniéndole un cebo, pensó Miles de pronto. ¿Cómo diablos se atrevía … ? Pero no había humor en ella, solamente una vigilancia atenta, aguda.

Había salido de su pueblo, lejos, hacia una especie de limbo extraño para hacer esa denuncia desafiando a la familia y a las autoridades locales, desafiando los códigos establecidos y las costumbres. ¿Y qué le había dado su conde como escudo y apoyo para volver a enfrentarse a la rabia de los que más amaba, de sus seres más cercanos? Le había dado a Miles. ¿Y Miles podría manejar ese asunto? Seguro que ella se lo preguntaba. ¿O más bien revolvería el avispero para después huir a la carrera, dejándola sola para enfrentarse al remolino de la rabia y la venganza?

Miles deseaba haberla dejado llorando frente al portón.

El bosque, fruto de muchas generaciones de cultivo de vegetación para formar un ambiente terrestre, se abrió bruscamente frente a un valle de arbustos nativos de color castaño. En medio del valle corría una faja ancha de rosales con rosas verdes y rosadas, evidentemente por un accidente de la química del suelo. Miles lo comprobó con asombro cuando se acercaron más. Rosas de la tierra. El sendero se hundió en la masa fragante de flores y desapareció.

Miles se turnó con Pym para abrir el camino con los machetes del Servicio. Los rosales estaban llenos de vigor y de espinas gruesas y devolvían el golpe con un rebote elástico. Gordo Tonto hizo lo suyo meneando la gran cabeza adelante y atrás y estirando el cuello para arrancar las flores y comérselas con alegría Miles no estaba seguro de cuánto debía dejarle comer: el hecho de que la especie no fuera nativa de Barrayar no significaba que no fuera venenosa para los caballos. Miles pensó en eso y se puso a recordar la terrible historia ecológica de Barrayar.

Los cincuenta mil recién llegados de la Tierra sólo habían querido ser la punta de lanza de la colonización de Barrayar. Después, por una anomalía gravitacional, el agujero estrecho por el que habían saltado los colonizadores se cerró irrevocablemente, sin aviso. La transformación del planeta para hacerlo parecido a la Tierra, que había sido tan cuidadosa y controlada en un comienzo, se derrumbó junto con todo lo demás. Las especies de plantas y animales importadas de la Tierra se escaparon y se hicieron salvajes porque los seres humanos tenían toda su atención puesta en los problemas más urgentes de supervivencia. Los biólogos todavía lloraban las extinciones masivas de especies nativas que habían seguido a ese descontrol, las erosiones y las sequías y las inundaciones, pero en realidad, pensó Miles, a través de los .siglos de la Era del Aislamiento, los más aptos de ambos mundos habían luchado hasta lograr un nuevo equilibrio perfecto. Si la cosa estaba viva y cubría el suelo, ¿a quién le importaba de dónde había venido?

Todos estamos aquí por accidente. Como las rosas.

Esa noche acamparon en las colinas, y por la mañana siguieron adelante hasta los flancos de las verdaderas montañas. Ahora estaban fuera de la región que Miles recordaba de su infancia, así que recurría a Harra con frecuencia para controlar la dirección que seguían en el mapa. Al anochecer del segundo día se detuvieron a pocas horas de la meta. Harra insistía en que podía guiarlos en la oscuridad del crepúsculo, pero Miles no quería llegar después del atardecer a un lugar desconocido que lo esperaba con una bienvenida incierta.

A la mañana siguiente, se bañó en un arroyo, deshizo su equipaje y se vistió con cuidado el nuevo uniforme de oficial del Imperio. Pym se puso la librea verde y castaña de los Vorkosigan y desplegó el estandarte del conde en un mástil telescópico de aluminio que había guardado en la oscuridad de su alforja para ponerlo sobre el estribo izquierdo cuando llegara la ocasión. Vestidos para matar, pensó Miles sin alegría. El doctor Dea llevaba ropa corriente, de color negro y parecía muy incómodo. Si ellos eran el mensaje, Miles sentía que sería muy difícil de descifrar Él no hubiera podido hacerlo aunque en ello le fuera la vida.

A media mañana detuvieron los caballos frente a una cabaña de dos habitaciones en el borde de una gran arboleda de arces plantados hacía ya siglos y ahora cada vez más numerosos por propia iniciativa. El aire de la montaña era fresco y puro. Unos cuantos pollos picoteaban la tierra y agachaban la cabeza entre las hierbas. Un caño de madera salía del bosque cubierto de líquenes y derramaba agua en un abrevadero rebosante que formaba un arroyuelo verde y ruidoso.

Harra descabalgó, se alisó la falda y subió al porche.

—¿Karal? —llamó.

Miles esperó sobre el caballo, bien erguido, para el contacto inicial. Nunca hay que renunciar a las ventajas psicológicas.

—¿Harra? ¿Eres tú? —llegó la voz de un hombre desde dentro. Alguien abrió la puerta con brusquedad y salió afuera corriendo—. ¿Dónde has estado, muchacha? ¡Te buscamos por todas partes! Pensamos que te habías roto el cuello entre los arbustos… —Se detuvo en seco cuando vio a los tres hombres a caballo, que lo miraban en silencio.

—Tú no quisiste aceptar mi denuncia, Karal —dijo Harra casi sin aliento. Las manos se le enredaron en la falda—. Así que fui a ver al magistrado en Vorkosigan Surleau. para hablar con él yo misma.

—Ah, muchacha —suspiró Karal, con pena—. Eso sí que es una estupidez. … —Inclinó la cabeza, se tambaleó y miró inquieto a los jinetes. Era un hombre de unos sesenta años, sin cabello, correoso y gastado, y su brazo izquierdo acababa en un muñón. Otro veterano.

—¿Portavoz Serg Karal? —empezó Miles con severidad—. Soy la voz del conde Vorkosigan. Me han encargado que investigue el crimen denunciado por Harra Csurik ante la corte del conde, a saber, el asesinato de su hija, la bebé Raina. Como portavoz del valle Silvy, tiene el deber de asistirme en todo lo que tenga que ver con la justicia del conde.

En este punto, Miles se quedó sin formulismos y tuvo que empezar a arreglárselas solo. Hasta el momento, la cosa no había llevado demasiado tiempo. Esperó. Gordo Tonto bufó una vez. La tela plateada y castaña del estandarte hizo un sonido especial en el viento cuando la brisa la movió levemente.

—El magistrado de distrito no estaba allí —agregó Harra—, pero el conde sí.

Karal se había quedado blanco y miraba todo con los ojos muy abiertos. Logró controlarse con mucho esfuerzo, consiguió prestar algo que podía llamarse atención y ensayó una media reverencia.

—¿Quién es… quién es usted, señor?

—El señor Miles Vorkosigan.

Los labios de Karal se movieron sin que saliera ningún sonido. Miles no era lector de labios, pero estaba bastante seguro de que lo que había dicho Karal era alguna variación de ¡mierda!

—Éste es mi hombre de librea, el sargento Pym, y ése, mi investigador médico, el teniente Dea del Servicio Imperial.

—¿Es usted el hijo de mi señor el conde? —logró decir Karal on voz quebrada.

—El mismo, en carne y hueso. —De pronto, Miles sintió asco de toda esa parodia. Seguramente, era suficiente para una primera impresión. Saltó del lomo de Tonto y aterrizó sobre sus pies redondos. Sí, soy bajo. Pero espera a verme bailar—. ¿Le parece bien si abrevamos a nuestros caballos aquí? —Miles pasó las riendas de Tonto bajo su brazo y dio un paso hacia el agua.

—Eh, eso es para la gente, mi señor —dijo Karal—. Un minuto y le buscaré un balde. —Se ajustó los pantalones y salió, corriendo por el costado de la cabaña. Hubo un minuto de silencio incómodo y después llegó la voz de Karal flotando en el aire—: ¿Dónde está el balde de las cabras, Zed?

Otra voz, clara y joven:

—Detrás de la pila de leña, papá.

Las voces empezaron a murmurar a lo lejos. Karal volvió con in balde de aluminio todo abollado que colocó junto al abrevadero. Quitó una tapa de madera del costado y un arroyuelo brillante de agua se arqueó para llenar el balde. Gordo Tonto levantó las orejas y bufó y se rascó la cabezota contra el cuerpo de Miles, manchándole la túnica con sus pelos rojos y blancos y haciéndole tambalear. Karal alzó la vista y sonrió al caballo, aunque su sonrisa se congeló cuando su mirada pasó al dueño del animal. Mientras Gordo Tonto tragaba el agua, Miles echó una mirada al que había hablado con la segunda voz, un muchacho de unos doce años que .salió de los bosques por detrás de la cabaña.

Karal se dedicó a ayudar a Miles, Harra y Pym a acomodar a los caballos. Después, Miles dejó que Pym desensillara y alimentara a los animales y siguió a Karal a la casa. Harra se le pegó como una lapa y el doctor Dea cogió su equipo médico y siguió al grupo. Las botas de Miles sonaban desiguales sobre las tablas del suelo.

—Mi esposa… volverá a mediodía —dijo Karal, que se movía inquieto por la habitación mientras Miles y Dea se acomodaban sobre un banco y Harra se enroscaba con los brazos alrededor de las rodillas en el suelo, cerca de la chimenea—. Yo… voy a preparar algo de té, señor.

Y se alejó para llenar una tetera en el abrevadero antes de que Miles pudiera decir, No, gracias. No. Dejemos que se tranquilice con movimientos cotidianos. Entonces tal vez Miles pudiera empezar a discernir qué parte de los nervios era una reacción normal y qué parte tenía que ver con una mala conciencia. Para cuando Karal tuvo la tetera en el fuego, había recuperado gran parte de su control, así que Miles empezó su tarea.

—Preferiría empezar esta investigación de inmediato, portavoz. No tiene por qué ser muy larga.

—No tiene por qué llevarse a cabo, milord. La muerte del bebé fue natural… no tenía marcas. Era débil, tenía la boca de gato, ¿quién sabe qué más tenía mal? Murió durmiendo o por accidente .

—Es extraordinario —dijo Miles— lo a menudo que esos accidentes se repiten en este distrito. Mi padre, el conde, lo ha… comentado.

—No había necesidad de que usted hiciera todo este viaje. —Karal miró a Harra con exasperación.

Ella se quedó sentada, en silencio, sin inmutarse.

—No ha supuesto ningún problema —aseguró Miles con suavidad.

—En realidad, señor —empezó Karal, bajando la voz—, creo que tal vez lo que pasó es que esa niña murió aplastada. Así que, claro, en su dolor, la mente de la madre lo niega. Lem Csurik es un buen muchacho, un buen proveedor. Y Harra, en realidad, no quiere hacer esto, su razón está confusa por el dolor, es temporal, por sus problemas, señor.

Los ojos de Harra, que miraban a través de su cabello revuelto, estaban cargados de odio.

—Entiendo. —La voz de Miles era reposada, alentadora.

Karal pareció alegrarse un poco.

—Todavía podemos arreglarlo todo. Si ella tiene paciencia… si se repone de su dolor. Si habla con el pobre Lem. Estoy segurode que él no mató a esa niña. Que no se apresure a hacer algo que luego va a lamentar.

—Entiendo —repitió Miles, y dejó que su tono se volviera helado —por qué Harra Csurik tuvo que andar cuatro días para conseguir una audiencia que no estuviera cargada de prejuicios. 1 Jsted cree. Usted piensa. ¿Quién sabe? Usted no, de eso estoy seguro. Lo único que oigo son especulaciones, acusaciones, afirmaciones en el vacío, improvisaciones. Yo he venido a aclarar los hechos, portavoz Karal. La justicia del conde no se dicta sobre suposiciones. No tiene por qué hacerlo. Ya no estamos en la Era del Aislamiento. Ni siquiera en el interior.

»Mi investigación de lo ocurrido comienza en este instante. No voy a apresurar el juicio hasta que complete mi reconstrucción de los hechos. La confirmación de la culpabilidad o la inocencia de Lem Csurik saldrá de sus propios labios gracias a la pentarrápida, administrada por el doctor Dea frente a dos testigos… usted y un ayudante que —usted elija. Simple, claro y rápido. — Y tal vez así pueda empezar a salir de este agujero antes del anochecer—. Le ordeno que vaya a buscar a Lem Csurik para el interrogatorio, portavoz. El sargento Pym le ayudará.

Karal dejó pasar otro segundo sirviendo agua en un gran bol marrón antes de decir:

—Soy un hombre que ha viajado, señor. Un hombre con veinte años en el Servicio. Pero la mayoría de la gente del pueblo nunca ha salido del valle Silvy. Los interrogatorios con sustancias químicas son magia para ellos. Tal vez sostengan que es una confesión falsa si lo hacemos de esa forma.

—En ese caso, usted y su ayudante pueden decir que no es cierto. Ya no estamos en los viejos tiempos, cuando se conseguían confesiones bajo tortura, Karal. Además, si Csurik es tan inocente como usted cree, o piensa, lógicamente se arreglará todo, ¿verdad?

Karal se fue a la otra habitación a regañadientes. Volvió poniéndose una chaqueta desteñida del uniforme del Servicio Imperial con el rango de cabo marcado sobre el cuello. Los botones de la chaqueta ya casi no le abotonaban a la altura del estómago. Evidentemente, la preservaba para momentos oficiales como éste.Y como estaban en Barrayar, donde se saludaba al uniforme y no al hombre que lo usaba, tal vez así la rabia engendrada por un deber impopular caería sobre el cargo, y no sobre el individuo que lo ocupaba en ese momento. Miles entendió al portavoz.

Karal se detuvo ante la puerta. Harra siguió sentada junto a la chimenea, balanceándose con suavidad.

—Señor —dijo Karal—. He sido portavoz del valle Silvy durante dieciséis años. En todo ese tiempo, nadie ha tenido que ir a ver al magistrado del distrito para denunciar nada, ni una violación de derechos de agua, ni un robo de animales, ni una rebelión, ni siquiera la vez en que Neva acusó a los Bor de piratear arces. No tuvimos nunca una guerra entre familias, ni una sola vez en dieciséis años.

—No tengo intención de provocar una guerra entre familias, Karal. Quiero los hechos, eso es todo.

—Ése es el problema, señor. Yo ya no estoy tan enamorado de los hechos como antes, señor. A veces, queman. —Los ojos de Karal estaban llenos de apremio.

En realidad, el hombre estaba haciendo todo lo que podía para distraer a Miles de su propósito, excepto ponerse cabeza abajo y voltear tres gatos por el aire con una sola mano. ¿Hasta dónde podía llegar su oposición?

—No podemos permitir que el valle Silvy tenga su propia Era de Aislamiento en miniatura —advirtió Miles La justicia del conde es para todos. Incluso para los niños. Y los débiles. Incluso para los que tienen muchos problemas. Y no pueden hablar ni defenderse, señor portavoz. A propósito, no sé si es consecuente de que la función del portavoz de un pueblo es ser la voz de los demás.

Karal se encogió, blanco como la cera, era evidente que estaba asustado. Se fue caminando despacio por el sendero, con Pym detrás. Pym lo vigilaba con mucho cuidado, una mano sobre el bloqueador nervioso, en el cinturón.

Tomaron té mientras esperaban y Miles examinó la cabaña, mirando todo pero sin tocar nada. El hogar era la única fuente de calor para cocinar y hervir agua. Lavaban en un fregadero abollado de metal que se llenaba a mano con un balde y se vaciaba a través de un caño de desagüe que pasaba bajo la puerta de entrada y se unía al arroyuelo que corría desde el abrevadero. La segunda habitación era un dormitorio, con una cama doble y cajones para guardar las cosas. Había otros tres jergones en un desván; parecía que el muchacho que habían visto tenía hermanos. El lugar estaba atestado pero bien barrido, las cosas ordenadas y colocadas en su lugar.

En una mesa lateral había un receptor de radio de los que entregaba el Gobierno y un segundo modelo militar más antiguo, abierto: aparentemente, alguien estaba reparándolo y poniéndole un equipo nuevo. La exploración reveló un cajón lleno de repuestos viejos, todos para equipos de audio, por desgracia. Seguramente, el portavoz Karal también era el especialista de comunicaciones de Silvy. Qué apropiado. Con toda seguridad recibían las emisiones de la estación en Hassadar, tal vez los canales de alta energía del Gobierno desde la capital.

No había otro tipo de electricidad, claro está. Los receptores de satélite eran piezas caras de tecnología de precisión. Con el tiempo, llegarían incluso allí; algunas comunidades casi tan pequeñas como ésa, pero con instituciones fuertes de cooperación economica, ya los tenían. Era evidente que el valle Silvy seguía estancado en una economía de subsistencia y tenía que esperar a que hubiera algo de superávit en el distrito para obtener alguna mejora, siempre que el superávit no desapareciera primero para satisfacer algún otro deseo. Si la ciudad de Vorkosigan Vashnoi no hubiera sucumbido a los bloqueadores nerviosos atómicos de los cetagandanos, todo el distrito habría podido estar mucho más avanzado económicamente hablando…

Miles fue hasta la galería y se inclinó sobre la baranda. Había vuelto el hijo de Karal. Al otro lado del patio estaba Gordo Tonto, de pie, atado, la cadera alta, las orejas tranquilas, gruñendo de placer mientras el muchacho, sonriendo, le rascaba con vigor debajo del cabestro. El muchacho levantó la vista y vio a Miles. Se agachó, asustado, y se refugió en unas matas.

—Ah —murmuró Miles.

El doctor Dea se puso en pie y se acercó a él.

—Hace mucho que se fueron. ¿Le parece si preparo la pentarrápida?

—No, mejor el equipo de autopsia. Creo que eso es lo que vamos a tener que hacer primero.

Dea lo miró, atento.

—Pensé que había enviado a Pym, para que efectuara el arresto.

—No se puede arrestar a un hombre que no está. ¿Le gusta apostar, doctor? Le apuesto un marco a que no vuelven con Csurik. No, espere, tal vez me equivoque. Ojalá me equivoque… Ahí llegan.

Karal, Pyrn y un tercero venían caminando por el sendero. El tercero era un hombre grandote, de manos enormes, cejas espesas, el cuello grueso, muy hosco.

—Harra —llamó Miles—, ¿ése es su esposo? —El hombre le parecía hecho a la medida, justo lo que había imaginado. Y cuatro hermanos como él… más robustos, seguramente…

Harra se asomó por detrás del hombro de Miles y dejó escapar un suspiro.

—No, milord. Es Alex, el ayudante del portavoz.

—Ah. —Los labios de Miles se doblaron en un gesto de frustración silenciosa. Bueno, tenía que conceder la posibilidad de que fuera fácil.

Karal se detuvo bajo la galería y empezó a desarrollar una explicación confusa que pudiera justificar su regreso con las manos vacías. Miles lo cortó en seco con las cejas en alto.

—¿Pyrn?

—Se escapó, milord —dijo Pym, lacónico—. Seguramente le avisaron.

—De acuerdo. —Miles frunció el ceño mirando a Karal, que se había quedado callado con toda razón— Harra, ¿a cuánto estamos del cementerio?

—Por el arroyo, señor, al otro lado del valle. Unos dos kilómetros.

—Su equipo, doctor, vamos a dar un paseo. Karal, busque una pala.

—Milord, estoy seguro de que no es necesario perturbar la paz de los muertos —empezó Karal.

—Le aseguro que es del todo necesario. Hay un apartado para el informe de la autopsia en el procedimiento que me dio la oficina del magistrado de distrito. Y allí es donde voy a presentar mi informe completo cuando volvamos a Vorkosigan Surleau. Tengo permiso del familiar más cercano, ¿verdad, Harra?

Ella asintió, sin expresión, como una autómata.

—Tengo los dos testigos que se requieren, usted mismo y usted, señor —gorila— ayudante, tenemos al doctor y tenemos luz natural si no nos quedamos aquí discutiendo hasta el anochecer. Lo único que necesitamos es una pala. A menos que prefiera cavar con las manos, Karal. —La voz de Miles era dura y cortante y se iba cargando cada vez más de amenaza.

Karal sacudió la cabeza medio calva con un gesto de desesperación.

—El… el padre es el familiar más cercano según la ley, si está vivo y no tengo su…

—Karal —dijo Miles.

—¿Señor?

—Tenga cuidado de no cavar su propia tumba. Ya tiene un pie en ella, se lo aseguro.

La mano de Karal se abrió en un gesto de desesperación.

—Voy… voy a buscar la pala, milord.

La tarde era tibia; el aire dorado y adormecido de muchos veranos. La pala golpeaba con un ruido rítmico en las manos del ayudante de Karal. Más abajo, en la ladera, un arroyo brillante gorgoteaba por entre las piedras limpias y redondas. Harra estaba en cuclillas, observándolo todo, silenciosa, llena de amargura.

Cuando el gran Alex sacó el pequeño cajón —¡tan pequeño! —, el sargento Pym se fue a dar una vuelta de inspección por el perímetro de madera del cementerio. Miles no lo culpaba. Esperaba que el suelo hubiera estado frío a esa profundidad. Alex abrió la caja y miró y el doctor Dea le hizo un gesto para que se alejara y se puso manos a la obra. El ayudante también salió a buscar algo qué hacer al otro lado del cementerio.

Dea miró el bultito envuelto en tela y con sumo cuidado lo levantó y lo colocó encima de un material especial extendido sobre el suelo bajo el sol brillante. Los instrumentos de su investigación estaban dispuestos sobre el plástico en un orden preciso.

El doctor desenvolvió las telas de las fundas especiales, todas de colores y dibujos brillantes y Harra se acercó para tomarlas de sus manos, alisarlas y doblarlas. Las preparó para cuando hubiera que volver a usarlas. Después se alejó de nuevo.

Miles jugueteó con el pañuelo, la mano dentro del bolsillo, listo para ponérselo sobre la boca y la nariz y fue a ver lo que hacía Dea por encima de su hombro. Feo, pero no tan feo. Había visto y olido cosas peores. Dea, con una máscara con filtro sobre la cara, dictaba el procedimiento en un grabador que le colgaba del hombro. Primero un examen visual; después, uno táctil; por último, con el detector.

—Aquí, milord —dijo e hizo un gesto para que Miles se le acercara—, es casi seguro que esto fue la causa de la muerte, aunque voy a hacer los exámenes de toxinas de inmediato. Le rompieron el cuello. Ve, ahí, en el detector, ahí es donde está partida la columna y luego hicieron fuerza para volver a poner los huesos en su lugar.

—Karal, Alex. —Miles hizo un gesto para que se acercaran y cumplieran con su papel de testigos.

Los dos obedecieron a regañadientes.

—¿Podría haber sido un accidente? —preguntó Miles.

—Puede, pero es una posibilidad muy remota. El realineamiento de los huesos fue deliberado, eso seguro.

—¿Llevaría mucho tiempo?

—Segundos. La muerte fue instantánea.

—¿Cuánta fuerza física hace falta? Un hombre grande o…

—Cualquier adulto suficientemente motivado.

El estómago de Miles se revolvió al imaginar la escena que conjuraban las palabras de Dea. La cabecita mal sostenida podía caber con facilidad en la mano de un hombre. La torsión, el ruidito del cartílago que se quiebra… si había una cosa que Miles conocía de memoria era la sensación táctil exacta de la rotura de un hueso… ah, sí.

—La motivación —prosiguió Dea— no es mi departamento. —Hizo una pausa—. Quiero que conste que cualquier examen externo cuidadoso pudo haber descubierto todo esto. Yo lo he visto enseguida. Un técnico experimentado, aunque no fuera médico —dijo y lanzó una mirada glacial—, un técnico que es tuviera prestando atención a lo que hacía, claro, tendría que haberlo visto.

Miles también miró a Karal a los ojos, esperando.

—Así que murió aplastada… —susurró Harra. Tenía la voz quebrada de rabia y desprecio.

—Milord —dijo Karal, con cuidado—, lo cierto es que sospeché la posibilidad…

Sospechar, una mierda. Lo sabías.

—Pero creí… y todavía creo… —sus ojos expresaban un desafío cauteloso— que si se armaba revuelo, sólo conseguiríamos causar más dolor. Ya no se podía hacer nada por el bebé. Mis deberes son para con los vivos.

—También los míos, portavoz Karal. Por ejemplo, mi deber para con el próximo pequeño súbdito imperial que se encuentre en peligro mortal por los actos de aquellos que deberían ser sus protectores, y todo por la falta grave de ser —y Miles dejó escapar una sonrisa extraña— físicamente diferente. Desde el punto de vista del conde Vorkosigan, éste no es sólo un caso más. Es un caso testigo, la muestra de miles de casos… Revuelo… —hizo sonar la erre con fuerza. Harra se hamacaba al ritmo de su voz—. Todavía no ha visto nada.

Karal dejó de hablar como si lo hubieran doblado en dos y guardado en un rincón.

Después vino una hora de operaciones que sólo dieron datos negativos; no había más huesos rotos, los pulmones de la criatura estaban limpios, su aparato digestivo y su corriente sanguínea libre de toxinas, excepto las que provenían de la descomposición. El defecto por el que había muerto no se extendía hacia la columna, informó Dea. Una cirugía plástica muy simple habría podido corregir la boca de gato si la niña hubiera podido acceder a ese tipo de operación, claro. Miles se preguntó si esa afirmación consolaba a Harra y pensó que, con toda seguridad, la angustiaría más aún.

Dea volvió a armar su rompecabezas de intrumentos y Haría envolvió el cuerpecito con pliegues pequeños, significativos. Dea limpió los instrumentos y los puso de nuevo en sus fundas y se lavó las manos y los brazos y la cara en el arroyo y se tomó un tiempo demasiado largo para que se tratara simplemente de higiene, pensó Miles. Mientras tanto, el gorila volvió a enterrar el féretro.

Harra hizo un pequeño hueco en la tierra sobre la tumba, colocó ramitas y pedazos de corteza dentro y quemó un mechón de su cabello lacio.

Miles, cogido por sorpresa, buscó en sus bolsillos.

—No tengo nada que pueda quemarse —se disculpó.

Haría levantó la vista, sorprendida por el ofrecimiento que implicaban las palabras del hijo del conde.

—No importa, milord. —Su pequeña pila de ofrendas brilló brevemente y desapareció, como la vida de su niña, Raina.

Pero sí importa, pensó Miles.

Paz para ti, damita, después de nuestras rudas invasiones. Yo te haré una ofrenda mejor, te lo Juro, te doy palabra de Vorkosigan. Y el humo de ese sacrificio se elevará hasta muy arriba, para que lo vean de un extremo a otro de estas montañas.

Miles encargó a Karal y a Alex que siguieran buscando a Lem Csurik y llevó a Harra Csurik a su casa. Pyrn iba con ellos.

Pasaron unas cuantas cabañas alejadas unas de otras. En una de ellas había un par de chiquillos sucios jugando en el patio. Corrían alrededor de los caballos, riendo y haciendo signos hacia Miles, desafiándose unos a otros a hacer algo todavía más atrevido, hasta que su madre los vio, saltó hasta ellos y los metió dentro con una mirada atemorizada sobre el hombro. Era extraño, pero Miles se sentía casi aliviado, la bienvenida que había esperado siempre, no como la indiferencia cuidadosa, tensa, consciente de Karal y Alex. La vida de Raina no hubiera sido fácil.

La cabaña de Haría estaba en el extremo de una hondonada larga, justo antes de que se hiciera estrecha y se convirtiera en barranco. Parecía muy silenciosa y aislada bajo las sombras moteadas de la tarde.

—¿Está segura de que no prefiere quedarse con su madre? —preguntó Miles, con un tono de duda en la voz.

Harra negó con la cabeza. Se deslizó al suelo desde el anca de Tonto, y Miles y Pyrn desmontaron y la siguieron.

La cabaña era como todas, una habitación única con un hogar de piedra y una galería ancha y techada al frente. El agua parecía provenir del riachuelo que corría por la quebrada. Pym extendió una mano y entró primero, detrás de Haría, con los dedos sobre el bloqueador nervioso. Si Lem Csurik había huido, ¿no podría haber ido hacia su casa? Pym había estado metiendo el detector en arbustos de aspecto absolutamente inocente durante todo el camino.

La cabaña estaba desierta. Aunque había estado ocupada no hacía mucho. No tenía el silencio polvoriento, largo, que uno espera después de ocho días de soledad y luto. Sobre el mármol se veían todavía los restos de unas cuantas comidas apresuradas. Alguien había usado la cama: estaba arrugada y sin hacer. Unas cuantas prendas de hombre yacían por el suelo, sin orden. Harra empezó a moverse automáticamente por la habitación, ordenándola, volviendo a imponer su presencia, su existencia, su valor. Si no podía controlar los hechos de su vida, por lo menos controlaría los objetos de una pequeña habitación.

Lo único que nadie había tocado era una cuna junto al hogar con las mantitas dobladas. Harra había corrido a Vorkosigan Surleau justo unas horas después del entierro.

Miles paseó por la habitación, controlando lo que se veía desde las ventanas.

—¿Quiere mostrarme el sitio al que fue a recoger las bayas, Harra?

Ella los llevó por el barranco. Miles calculó el tiempo de la caminata. Pym dividió su atención entre Miles y los arbustos, y estuvo siempre alerta a posibles ruidos que denotaran movimiento. No parecía feliz. Después de rechazar por lo menos tres intentos de aferrarlo para protegerlo, Miles estaba a punto de decirle que se subiera a un árbol. Y, sin embargo, también había algo de comprensible egoísmo en los actos de Pyrn: si Miles se rompía una pierna, el oficial era el que tendría que cargarlo.

El sendero de las bayas estaba un kilómetro por encima del barranco. Miles sacó algunas bayas rojas y se las comió sin pensar en lo que hacía, mientras Harra y Pym lo esperaban con respeto. El sol de la tarde se deslizaba oblicuo entre las hojas verdes y castañas, pero el fondo del barranco ya estaba gris y refrescado por un crepúsculo prematuro. Las plantas de bayas se colgaban de las rocas y se balanceaban como invitando a los que pasaban a romperse el cuello tratando de alcanzarlas. Miles resistió con facilidad esas tentaciones vegetales porque no le gustaban demasiado las bayas.

—Si alguien la llamara desde su cabaña, usted no podría escucharlo desde aquí, ¿verdad? —preguntó a Harra,

—No, milord.

—¿Cuánto tiempo pasó aquí?

—Más o menos… —dijo Harra y se encogió de hombros—, más o menos el de llenar una canasta.

La mujer no tenía reloj.

—Una hora, digamos. Y veinte minutos de ida y otros tantos de vuelta. Unas dos horas. ¿Su cabaña estaba cerrada con llave?

—Sólo con el pestillo, milord.

—Mmm.

Método, motivo, oportunidad, indicaba el procedimiento del magistrado de distrito. Mierda. El método estaba establecido, y casi cualquiera hubiera podido usarlo. La oportunidad era igualmente mala como ángulo de investigación. Cualquiera pudo haber entrado en esa cabaña, perpetrado el hecho y partido sin que nadie lo viera ni lo oyera. Era demasiado tarde para usar un detector de aura que marcara los movimientos de entrada y salida de la habitación, aunque Miles hubiese traído uno.

Hechos, ja. Estaban otra vez de vuelta en el motivo, el trabajo confuso y complejo de la mente de un hombre. Cualquiera podía adivinarlo.

En cuanto a las instrucciones de procedimiento del magistrado de distrito, Miles había estado tratando de mantener la mente abierta en cuanto al acusado, pero se estaba volviendo cada vez más difícil resistirse a las afirmaciones de Harra. Hasta ahora ella había tenido razón en todo.

Dejaron a Harra reinstalada en su casita trabajando para poner todo en orden y reimplantar la rutina normal de la vida, como si hubiera sido posible recrear esa vida de alguna manera con un acto de magia basado en la repetición.

—¿Está segura de que estará bien? —preguntó Miles, mientras tomaba las riendas de Gordo Tonto y volvía a acomodarse en la silla—. No puedo dejar de pensar que si su esposo todavía está por aquí, tal vez aparezca por la casa. Usted dice que no se llevaron nada, así que no es probable que haya estado aquí y se haya ido antes de que llegáramos. ¿Quiere que alguien se quede con usted?

—No, milord. —Harra se abrazó a la escoba en la galería—. Preferiría, preferiría estar sola un tiempo.

—Bueno… de acuerdo. Le enviaré un mensaje si pasa algo importante.

—Gracias, milord. —Era un tono que no intentaba ejercer presión alguna, realmente quería que la dejaran sola.

Miles entendió.

En una parte ancha del sendero que los llevaba de vuelta hacia la casa del portavoz Karal, Pym, y Miles cabalgaron estribo contra estribo. Pym todavía buscaba acechanzas y monstruos entre los arbustos.

—Milord, ¿puedo sugerir que el próximo paso sea reunir a todos los hombres capaces de esta comunidad y dar caza al tal Csurik? Se ha establecido sin duda alguna que el infanticidio fue un asesinato.

Qué forma interesante de decirlo, pensó Miles con sequedad. Ni siquiera Pym encuentra redundante esa frase. Ah, mi pobre Barrayar,

—Parece razonable a primera vista, sargento Pym, pero ¿se le ha ocurrido que la mitad de los hombres capaces de esta comunidad son, con toda probabilidad, parientes de Lem Csurik?

—Tal vez eso pueda tener un efecto psicológico. Creamos un alboroto y tal vez alguien lo entregue para que todo termine.

—Mmm, sí, tal vez. Siempre que no se haya marchado ya. Tal vez cuando terminamos con la autopsia, él ya estaba a medio camino en la ruta de la costa.

—Sólo si tiene acceso a algún tipo de transporte. —Pym miró el cielo vacío.

—Por lo que sabemos, uno de sus primos lejanos tiene un deslizador rápido medio arruinado en un cobertizo en alguna parte Pero… ese hombre nunca salió del valle Silvy. No estoy seguro de que supiera adónde ir, a quién acudir. Bueno, si ha Abandonado el distrito es asunto de la Seguridad Civil del Imperio y yo me libro de todo. —Una idea hermosa—. Pero… hay algo que me molesta, y mucho, y son las inconsistencias en el retrato mental que me estoy formando de él. ¿Las ha observado usted?

—No puedo decir que lo haya hecho, milord.

—Mmm. A propósito, ¿adónde lo llevó Karal cuando fueron a hacer el arresto?

—A un área salvaje, arbustos silvestres y hondonadas. Había media docena de hombres allí, buscando a Harra. Bueno, en realidad, habían pospuesto la búsqueda y para cuando los encontramos, ya estaban de vuelta. Por eso supongo que nuestra llegada no fue una sorpresa para ellos.

—¿Csunk había estado allí y después había escapado o Karal lo estaba llevando en círculos para distraerlo?

—Creo que realmente estuvo allí, milord. Los hombres decían que no, pero como usted dice, tal vez eran parientes y además, bueno… no mentían muy bien. Estaban tensos. Karal tal vez le preste ayuda a regañadientes, pero no creo que quiera desobedecer órdenes directas. Después de todo, fue uno de los veinte, señor.

Como Pym, pensó Miles. La guardia personal del conde Vorkosigan estaba limitada legalmente a veinte hombres, pero dada la posición política del conde, la función de esos hombres incluía seguridad desde un punto de vista muy práctico. Pym era típico en ese sentido, un veterano condecorado del Servicio Imperial que se había retirado a esa fuerza del elite. No tenía la culpa de que al entrar en ella, hubiera tenido que calzarse los zapatos del difunto sargento Bothari. ¿Había alguien en el universo fuera de Miles que extrañara al mortífero, difícil Bothari?, se preguntó Miles.

—Me gustaría interrogar a Karal con pentarrápida —afirmó Miles—. Muestra todos los signos de saber dónde está escondido el acusado.

—¿Y por qué no lo hace? —preguntó Pym con toda lógica.

—Tal vez. Sin embargo, hay cierta degradación inevitable en un interrogatorio bajo pentarrápida. Si el hombre es leal, no sería bueno para nuestros intereses a largo plazo avergonzarlo en público.

—No tiene por qué ser en público.

—No, pero él recordaría haberse convertido en un idiota balbuceante. Necesito… necesito más información.

Pym echó una mirada sobre su hombro.

—Pensé que ya tenía toda la información necesaria.

—Tengo hechos. Hechos físicos. Una gran pila de hechos inútiles, sin sentido… —meditó Miles—. Aunque tenga que aplicar la pentarrápida a todos los habitantes de este valle, juro que voy a llegar al fondo de esto. Sí. Pero no sería una solución elegante.

—Éste no es un problema elegante, milord —recordó Pym con sequedad.

Cuando volvieron, encontraron a la esposa del portavoz Karal en plena posesión de su casa. Corría en círculos, excitada, cortando, golpeando, amasando, atizando el fuego y volando escaleras arriba para cambiar las mantas de los tres jergones, mientras hacía correr a sus hijos por delante para que la ayudaran a buscar y traer cosas. El doctor Dea la seguía, divertido, tratando de que se calmara explicándole que habían traído una tienda de campaña y comida, que se lo agradecían, pero que no era necesaria su hospitalidad. Esto produjo una respuesta indignada de la señora Karal.

—¡El mismísimo hijo de mi señor viene a mi casa y yo voy a tirarlo al campo como a su caballo! ¡Ah, no, eso sí que no! ¡Me sentiría muy avergonzada! —Y volvió al trabajo.

—Parece bastante perturbada —dijo Dea, mirando sobre su hombro.

Miles lo cogió del brazo y lo llevó hasta la galería.

—Déjela hacer, doctor. Estamos condenados a que nos atiendan. Es una obligación para las dos partes. Lo más amable es fingir que en realidad no estamos aquí hasta que ella esté lista para recibirnos.

Dea bajó la voz.

—Dadas las circunstancias, tal vez sería mejor comer sólo de nuestras provisiones.

El ruido de un cuchillo cayendo sobre algo y un perfume a hierbas y cebollas salían como una tentación a través de la ventana abierta.

—Ah, me parece que cualquier cosa que salga de la olla común estará bien, ¿no? —dijo Miles— Si algo le preocupa realmente, puede tomar un pedacito y salir afuera y controlarlo supongo, pero… con discreción, ¿eh? No queremos insultar a nadie.

Se instalaron en las sillas de madera hechas a mano y pronto un chiquillo de diez años, el más joven de los hijos de Karal, volvió a servirles el té. Por lo visto, uno u otro de los padres le había dado instrucciones en privado sobre la forma en que debía portarse, porque su actitud ante las deformidades de Miles fue la misma indiferencia estudiada y parpadeante de los adultos, aunque no tan bien llevada, por supuesto.

—¿Va usted a dormir en mi cama, milord? —le preguntó a Miles—. Mamá dice que tenemos que dormir en la galería.

—Bueno, lo que diga tu mamá estará bien —dijo Miles—. Ah… ¿te gusta dormir en la galería?

—Nooo, la última vez Zed me dio una patada y rodé en la oscuridad.

—Ah, bueno, si tenemos que echarte de tu cama, tal vez te gustaría dormir en nuestra tienda de campaña a modo de canje.

Los ojos del niño se abrieron de par en par.

—¿En serio?

—Claro. ¿Por qué no?

—¡Espere a que se lo diga a Zed! —bajó los escalones de dos en dos y salió disparado por el lateral de la casa—. Zed, eh, ¡Zeed…!

—Supongo —dijo Dea— que podemos fumigarla después…

Miles frunció los labios.

—No están más sucios que usted cuando era chico, estoy seguro. O que yo… cuando me dejaban.

Era un atardecer caluroso y Miles se sacó la túnica verde, la colgó sobre el respaldo de la silla y se desabotonó el cuello redondo de su camisa color crema. Dea enarcó las cejas.

—¿Llevamos esta investigación como si fuera una oficina, con horario, señor? ¿Vamos a dejarlo hasta mañana?

—No exactamente. —Miles bebió un sorbito de té, pensativo, y miró a lo lejos, al otro lado de patio. Los árboles y sus copas caían allí hacia el fondo del valle. Al otro lado de la ladera crecían arbustos de distintas clases. Un pliegue con cresta y luego el flanco largo de una montaña escarpada que se elevaba alta y dura hacia una cima que todavía brillaba con sus manchas de nieve, sucias y titilantes.

—Hay un asesino suelto allá fuera —señaló Dea en tono de consejo.

—Habla como Pym. —Pym, pensó Miles, había terminado con los caballos y se había llevado a su detector a dar otra vuelta—. Estoy esperando.

—¿Qué?

—No estoy seguro. La información que dará un sentido a todo esto. Mire, sólo hay dos posibilidades. Csurik es inocente o es culpable. Si es culpable, no se va a entregar. Seguramente, intentará que sus parientes se involucren en el asunto, que lo escondan y lo ayuden. Si quiero, puedo pedir refuerzos por el comunicador a la Seguridad Civil de Hassadar. Cuando quiera. Veinte hombres, más equipo; en coche aéreo pueden estar aquí en dos horas. Puedo organizar un circo. Brutal, feo, perturbador, excitante… y sí, podría ser muy popular. Una cacería humana con sangre al final.

—Claro que queda la posibilidad de que Csurik sea inocente, pero esté asustado. Y en ese caso…

—¿Sí?

—En ese caso, todavía hay un asesino suelto en alguna parte.

Miles se sirvió más té.

—Sólo quiero que tenga en cuenta que si uno quiere atrapar algo, correr tras él no es siempre la mejor manera.

Dea se aclaró la garganta y tomó más té. Miles continuó:

—Mientras tanto, tengo otro deber que cumplir. Estoy aquí para que me vean. Si su espíritu científico está deseando hacer algo para matar las horas, trate de contar la cantidad de mirones de Vor que van a aparecer esta noche.

El desfile que Miles había anunciado empezó casi al instante. Primero fueron, sobre todo, mujeres que traían regalos, como para un funeral. Como no había un sistema de comunicación en la comunidad, Miles no estaba seguro del tipo de telepatía que habían utilizado para ponerse en contacto unas con otras, pero trajeron platos repletos de comida, flores, más paja para la cama y ofrecimientos de ayuda. Todo el mundo hizo una reverencia nerviosa cuando le presentaron a Miles, pero muy pocas mujeres se quedaron a charlar: por lo visto, lo único que querían era echar una ojeada. La señora Karal fue amable, pero dejó bien claro que ella controlaba la situación y puso los regalos culinarios bien detrás de los suyos.

Algunas de las mujeres traían a sus hijos. La mayoría de los niños se quedaba jugando en los bosques al fondo del patio, pero un grupito de muchachitos susurrantes se deslizó por la parte de atrás de la cabaña para ver a Miles por el lado de la galería. Miles se había quedado allí con Dea y le había dicho que lo hacía para dejar que lo vieran mejor, sin decir quién. Durante unos momentos, fingió no haber notado a los niños e hizo un gesto a Pyrn para que no los espantara. Sí. Que miren bien, todo lo que quieran, pensó. Lo que ven es lo que van a recibir el resto de sus vidas, o por lo menos de la mía. Mejor será que se acostumbren… Después, oyó la voz susurrante de Zed, el mayor de los de Karal, guía de la excursión:

—Ese grandote es el que ha venido a matar a Lem Csurik…

—Zed —dijo Miles.

Hubo un silencio brusco y congelado desde debajo de la galería. Hasta los animales dejaron de moverse.

—Ven aquí —dijo Miles.

En medio de un fondo mudo de susurros angustiados y risitas nerviosas, el muchacho de Karal se puso de pie con cautela.

—Vosotros tres. —El dedo de Miles se extendió hacia tres que huían a la carrera—. Esperad allí.

Pym agregó su ceño fruncido al gesto para darle más énfasis y los amigos de Zed se detuvieron, paralizados, con los ojos abiertos y las cabezas alineadas al nivel del suelo de la galería como si las hubieran colgado allí en algún viejo paredón de defensa como advertencia para otros malhechores.

—¿Qué les has dicho a tus amigos, Zed? —preguntó Miles con calma—. Repítelo.

Zed se humedeció los labios.

—Sólo que usted había venido a matar a Lem Csurik, señor.

—Era evidente que Zed se estaba preguntando ahora si el deseo asesino de Miles incluía a chicos atrevidos e irrespetuosos.

—Eso no es verdad, Zed. Es una mentira peligrosa.

Zed parecía extrañado.

—Pero papá… dijo eso.

—La verdad es que he venido a atrapar a la persona que mató al bebé de Lem Csurik. Puede que sea Lem. Y puede que —no. ¿Entiendes la diferencia?

—Pero Harra dijo que Lem lo hizo y ella tiene que saberlo, es su marido.

—El cuello del bebé estaba roto. Harra cree que fue Lem, pero no le vio hacerlo. Lo que tú y tus amigos tenéis que entender es que yo no pienso cometer errores. No puedo condenar a la persona que no lo haya hecho. Mis drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lo único que tiene que hacer Lem Csurik es venir aquí y decirme la verdad y su nombre quedará limpio. Si realmente es inocente. Pero supón que sí lo hizo. ¿Qué tengo que hacer con un hombre que mata a un bebé, Zed?

Zed hizo un gesto de indiferencia.

—Bueno, al fin y al cabo era sólo una mutante… —dijo y después cerró la boca y enrojeció, sin mirar a Miles.

Tal vez era mucho pedirle a un chico de doce años que se interesara por un bebé… mucho menos un mutante… no, mierda, no. No era mucho pedir. Pero ¿cómo llegar a tocar el fondo de esa superficie defensiva? Y si Miles ni siquiera podía convencer a un muchachito de doce años, ¿podía transformar como por arte de magia a todo un distrito de adultos? La ola de desesperación que lo invadió le dio ganas de gritar. Esa gente era tan insoportable, tan imposible. Controló su temperamento con firmeza.

—Tu padre fue uno de los veinte, Zed. ¿Estás orgulloso de que sirviera al emperador?

—Sí, señor. —Los ojos de Zed buscaban una salida, atrapados entre esos adultos terribles.

Miles continuó.

—Bueno, estas prácticas… matar a los mutantes, avergüenzan al emperador cuando representa a Barrayar ante toda la galaxia. Yo estuve allí. Y lo sé. Nos llaman salvajes por los crímenes de unos pocos. Esas muertes avergüenzan al conde, mi padre, ante sus pares y al valle Silvy ante todo el distrito. Un soldado obtiene gloria matando a un enemigo armado, no a un bebé. Este asunto toca mi honor como Vorkosigan que soy, Zed. Además… —Los labios de Miles esbozaron una sonrisa helada, sin alegría y se inclinó hacia adelante en su silla, con toda su atención. Zed retrocedió tanto como se atrevió…—. Además, te sorprenderías de las cosas que solo-un-mutante puede hacer. Eso fue lo que juré sobre la tumba de mi abuelo.

Zed parecía más asustado que convencido, y su indolencia se había convertido casi en servilismo. Miles se recostó en su silla y lo soltó con un movimiento de la mano.

—Vete a jugar, niño.

Zed no necesitaba que le metieran prisa. Él y sus compañeros salieron disparados como si hubieran estado atados y con la cuerda tensa y alguien los hubiera soltado de pronto.

Miles tamborileó los dedos sobre el brazo de su sillón y frunció el ceño en un silencio que ni Pym ni Dea se atrevieron a romper.

—Esta gente de las colinas es muy ignorante, señor —ofreció Pym como consuelo después de un minuto.

—Esta gente de las colinas es mi gente, Pym. Su ignorancia es… una vergüenza para mi casa. —Miles calló pensativo y amargado. ¿Cómo era que todo ese lío se había convertido en algo suyo? Él no lo había creado. Históricamente, sólo había nacido allí, eso era todo—. La persistencia de su ignorancia, por lo menos —corrigió para ser justo. Pero todavía le pesaba como una montaña sobre los hombros ¿El mensaje es de verdad tan complejo ¿Tan difícil? «No matéis más a los niños.» No es como si les pidiéramos que aprendieran la matemática de navegación del espacio 5 —el horror del último semestre de Miles en la Academia.

—No es fácil para ellos —contestó Dea y se encogió de hombros— Es fácil para las autoridades centrales hacer las reglas, pero esta gente tiene que vivir las consecuencias minuto a minuto. Tienen tan poco… y las nuevas reglas los obligan a entregar su margen a otros marginales que no pueden pagarles lo que deben. Las viejas costumbres eran sabias, en los tiempos antiguos. Incluso ahora deberíamos preguntarnos cuántas reformas prematuras podemos permitirnos en este intento de copiar a las galaxias.

¿Y cuál es su definición de un marginal, Dea?

—Pero el margen está creciendo —respondió Miles en voz alta—. Los lugares como éste ya no sufren hambrunas todos los inviernos. No están aislados cuando viene un desastre natural y reciben ayuda de un distrito u otro bajo el sello imperial… todos estamos más conectados, y la comunicación aumenta con tanta rapidez como podemos. Además —Miles hizo una pausa y agregó, con algo de debilidad—, tal vez usted mismo los está subestimando.

Dea alzó las cejas en un gesto de profunda ironía. Pym caminaba de un lado a otro de la galería, pasando su detector sobre todo lo que veía, mientras volvía a revisar los arbustos que les rodeaban. Miles, que se volvió sobre la silla para buscar su taza de té ya casi frío descubrió un leve movimiento, un brillo de ojos, detrás del vidrio abierto de la ventana de enfrente que dejaba entrar el aire del verano… La señora Karal, de pie, helada, escuchando. ¿Desde hacía cuánto tiempo? Desde que había llamado a Zed, supuso Miles, e hizo un gesto para llamarle la atención. Cuando sus ojos se encontraron con los de Miles, ella levantó el mentón, respiró hondo y sacudió la tela que tenía entre las manos con un ruido brusco. Intercambiaron un asentimiento de cabeza. Ella volvió a su trabajo antes de que Dea, que estaba mirando lo que hacía Pym, se diera cuenta de nada.

Karal y Alex volvieron sobre la hora de cenar, lo cual era comprensible.

—Tengo a seis hombres en la búsqueda —informó Karal con cautela en la galería, que se estaba convirtiendo en el cuartel general oficial. Era obvio que el portavoz había caminado mucho desde la media tarde. Tenía la cara empapada de sudor, endurecida por las tensiones emocionales reprimidas y el esfuerzo fisico—. Pero creo que Lem se fue a la maleza. Y nos puede llevar días sacarlo de ahí. Hay cientos de lugares para esconderse.

Karal conocía el lugar, eso era seguro.

—¿No cree que se puede haber ido con algún pariente? —preguntó Miles— Si piensa esconderse durante mucho tiempo, seguramente tiene que conseguir un lugar donde aprovisionarse y recibir información. Si aparece, ¿cree que lo entregarán?

—Es difícil decirlo. —Karal levantó la palma hacia arriba. Es… un problema difícil para ellos, señor.

—Mmm.

¿Cuánto tiempo podría esconderse Lem Csurik entre la maleza? Toda su vida —su vida que se estaba cayendo a pedazos estaba allí, en el valle Silvy. Miles pensó en el contraste. Hacía unas pocas semanas, Csurik era un joven con todo a su favor, una casa, una esposa, un bebé a punto de nacer, felicidad; desde el punto de vista del nivel de vida estándar del valle Silvy, comodidad y seguridad. Su cabaña —y Miles lo había notado—, aunque sencilla, estaba cuidada con amor y energía y eso la redimía de la suciedad potencial de la pobreza. Seguro que era más deprimente en invierno. Ahora, en cambio, Csurik era un fugitivo perseguido por la justicia, y lo poco que había logrado se le había desvanecido entre los dedos en un abrir y cerrar de ojos. Nada lo retenía: ¿se decidiría a huir y abandonarlo todo? No tenía adónde ir. ¿Se quedaría cerca de las ruinas de su vida?

La fuerza policial que podía conseguir Miles en unas pocas horas, en Hassadar, era algo que le molestaba… ¿No había llegado el momento de llamarlos, antes de que todo eso se convirtiera en un problema todavía más grave? Pero… si el conde pensaba resolver todo eso con una demostración de fuerza, ¿por qué no le había dejado ir en el coche aéreo desde el principio? Miles lamentaba la cabalgata de dos días y medio: eso había reducido la fuerza de la inercia inicial, lo había hecho llegar despacio a Silvy y lo había enredado con tiempo y más tiempo para pensar y dudar. ¿El conde había previsto todo eso? ¿Qué sabía él que Miles no supiera? ¿Qué podía saber? Mierda, no hacia falta hacer más difícil la prueba bloqueando artificialmente el camino para hacerlo tropezar, ya era lo bastante difícil sin eso. Quiere que sea inteligente, pensó Miles con tristeza. Peor todavía, quiere que los demás vean que soy inteligente, que todos los de aquí lo vean. Rogó para no quedar como un perfecto estúpido.

—Muy bien, portavoz Karal. Ha hecho todo lo que podía por hoy. Descanse esta noche. Que sus hombres descansen también. No creo que pueda encontrar nada en la oscuridad.

Pym alzó el detector, listo para ofrecerlo como instrumento nocturno, pero Miles lo rechazó con un gesto. Pym enarcó las cejas a modo de reproche. Miles negó con la cabeza, levemente.

Karal no necesitaba que le insistieran. Envió a Alex para que cancelara la búsqueda nocturna con linternas. Seguía desconfiando de Miles. ¿Tal vez tanto como Miles de él? Miles esperaba que así fuera.

Nunca recordó en qué momento la larga tarde de verano se convirtió en una fiesta. Después de la cena, empezaron a llegar los hombres, los amigos de Karal. Los mayores del valle Silvy. Algunos parecían ser de los que venían siempre a compartir las noticias de la noche que emitía el Gobierno por la radio y que Karal escuchaba en su aparato. Demasiados nombres y Miles no se atrevía a olvidarse de ninguno. Llegó un grupo de músicos aficionados con sus instrumentos caseros, y llegó casi sin aliento, era la banda para los casamientos y funerales importantes del valle: a Miles, le resultaba cada vez más parecido a un funeral a medida que pasaban las horas.

Los músicos estaban tocando de pie, en el centro del patio. La galería —cuartel general— de Miles se convirtió en un palco de aristócrata. Era difícil dejarse llevar por la música cuando el público se dedicaba con tanta fruición a mirarlo a él. Algunas canciones eran serias, algunas… con cierta cautela al principio, cómicas. La espontaneidad de Miles se veía coartada muchas veces a la mitad de una carcajada por el suspiro de alivio de los que lo rodeaban y la tensión que sobrevenía en su rostro los congelaba a ellos a su vez, y todos se sentían incómodos, como dos personas que se cruzan en un corredor y no encuentran la forma de esquivarse desde el principio.

Pero hubo una canción tan fascinante, tan llena de belleza, un lamento por el amor perdido, que Miles se emocionó. Elena. … En ese momento, el viejo dolor se transformó en melancolía, una melancolía dulce y distante; una especie de curación sin que él se hubiera dado cuenta. Estuvo a punto de hacer que los músicos se detuvieran allí, en el momento en que habían llegado a la perfección, pero tuvo miedo de que pensaran que el espectáculo no le había gustado. Se quedó quieto y absorto durante un tiempo, casi sin escuchar la canción siguiente, tranquilo en la luz del crepúsculo que se hacía cada vez más tenue.

Por lo menos, ahora las montañas de comida que habían llegado por la tarde tenían algún sentido. Miles había tenido miedo de que la señora Karal y los suyos quisieran que él se terminara solo toda esa demostración culinaria.

En un momento dado, se reclinó sobre la barandilla y miró a través del patio y vio a Gordo Tonto con su bozal y su cuerda, haciendo amigos. A su alrededor se había reunido todo un grupo de niñas en la pubertad y lo mimaban y le tocaban las patas y le ataban flores y cintas en la crin y la cola, le daban pedacitos de comida o, simplemente, apoyaban la mejilla contra su flanco sedoso y cálido. Tonto había entrecerrado los ojos de alegría y satisfacción.

Dios, pensó Miles, celoso, si yo tuviera la mitad de atractivo que ese maldito caballo, tendría mas novias que mi primo Ivan .

Y por un instante pensó en los pros y los contras de hacer un intento con alguna mujer sin pareja. Los señores importantes de los viejos tiempos y todo eso… no. No tenía necesidad de hacer cierto tipo de estupideces y ésa era una de ellas. El servicio que había jurado hacer a una damita del valle Silvy era todo lo que podía soportar sobre los hombros sin quebrarse, sentía el peso sobre todo su cuerpo, como una presión peligrosa sobre sus huesos.

Se volvió cuando el portavoz Karal se acercó a presentarle a una mujer que ya había dejado atrás la pubertad hacía mucho; tal vez tenía cincuenta años, limpia, pequeña, agotada por el trabajo. Llevaba con esmero su mejor vestido, ya gastado, con el cabello casi gris peinado hacia atrás en un moño sobre la nuca. Se mordía los labios y movía las mejillas en movimientos rápidos y tensos, reprimidos apenas en un movimiento de aguda conciencia de sí misma.

—La señora Csurik, milord. La madre de Lem.

El portavoz Karal bajo la cabeza y se alejó así, agachado, abandonando a Miles a su suerte. ¡Vuelve, cobarde!

—Señora… —dijo Miles. Tenía la garganta seca. Karal lo había metido en eso, mierda, y en medio de un espectáculo público… no, los otros huéspedes se estaban alejando un poco, la mayoría.

—Señor… —balbuceó la señora Csurik. Consiguió hacer una reverencia nerviosa.

—Ejem… siéntese por favor.

Con un movimiento violento de la barbilla, Miles expulsó al doctor Dea de su silla e hizo un gesto a la mujer para que se sentara en ella. Después, hizo girar la silla para mirarla cara a cara. Pym estaba de pie detrás de los dos, silencioso como una estatua y tenso como un cable. ¿Creía que la vieja iba a sacar una pistola de entre sus faldas? No… el trabajo de Pym era imaginar ese tipo de cosas, para que Miles pudiera poner toda su atención en el problema que tenía entre manos. Como objeto de estudio para el pueblo, Pym era casi tan atractivo como Miles. Se había mantenido aparte con mucha sabiduría y, sin duda, continuaría haciéndolo hasta que se llevara a cabo el trabajo sucio.

—Milord —repitió la señora Csurik y enmudeció de nuevo.

A Miles no le quedaba otra cosa que esperar. Rezó para que no se derrumbara y se echara a llorar de rodillas o alguna otra cosa por el estilo. Esperar era terrible. Sé fuerte mujer, pidió para sí.

—Lem… —tragó saliva—. Estoy segura de que no mató a la criatura. Nunca ha ocurrido algo así en mi familia. ¡Lo juro! Él dice que no lo hizo y yo le creo.

—Bien —dijo Miles con amabilidad—. Que venga y diga eso bajo pentarrápida y entonces yo le creeré también.

—Vamos, mama —urgió un jovencito delgado que la había acompañado y ahora estaba de pie, esperándola en los escalones como sí se estuviera preparando para salir disparado hacia la oscuridad—. No vale la pena, ¿no te das cuenta? —Y miró a Miles con rabia.

Ella le echó una mirada con el ceño fruncido —¿tal vez otro de sus cinco hijos?—, y volvió a mirar a Miles, buscando las palabras.

—Mi Lem sólo tiene veinte años, señor.

—Yo también tengo veinte años, señora Csurik —se sintió obligado a decir Miles. Hubo otra pausa breve—. Mire, voy a repetírselo —dejó escapar con impaciencia—. Y otra vez y otra hasta que el mensaje llegue al fondo de la persona a la que quiero llegar. No puedo condenar a un inocente. Las drogas de la verdad no me dejarán hacerlo. Lem puede verse limpio de toda sospecha. Sólo tiene que venir aquí. Dígaselo, ¿quiere? ¿Por favor?

Ella se quedó helada, de piedra, llena de recelo.

—No… no le he visto, milord.

—Pero tal vez lo vea.

Ella negó con la cabeza con violencia.

—¿Y con eso qué? Tal vez no.

Sus ojos se volvieron hacia Pym y luego más lejos, como si la imagen de Pym la hubiera quemado. El logo plateado de los Vorkosigan bordado sobre el cuello de Pym brillaba en el crepúsculo como los ojos de un animal que se movía sólo cuando Pym respiraba. Karal se acercaba a la galería con lámparas, pero todavía estaba lejos.

—Señora —dijo Miles, tenso—. El conde, mi padre, me ordenó que investigara la muerte de su nieta. Si su hijo significa tanto para usted, ¿cómo puede significar tan poco esa nieta? ¿Era su… primera nieta?

La cara de ella estaba marchita.

—No, señor. La hermana mayor de Lem tiene dos. Y ellas sí que están bien —agregó con énfasis.

Miles suspiró.

—Si realmente cree que su hijo es inocente de este crimen, debe ayudarme a probarlo. ¿O es que tiene alguna duda?

Ella se movió, inquieta. Había una sombra de duda en sus ojos, sí… no sabía, mierda, la mujer no estaba segura. El tratamiento con pentarrápida seria inútil con ella… sí, seguro. Como droga mágica y maravillosa, el instrumento con el que Miles tanto contaba, la pentarrápida parecía estar teniendo una utilidad maravillosamente nula en este caso.

—Vamos, mamá —repitió el joven— No vale la pena. El señor mutante ha venido aquí a matar. Y tiene que hacerlo. Es parte de un espectáculo.

Toda la razón del mundo, pensó Miles con amargura. Ese era un joven perceptivo.

La señora Csurik dejó que su hijo, enojado y avergonzado, la persuadiera y se la llevara, asiéndola del brazo. Se detuvo en los escalones y miró por encima del hombro con rabia y amargura.

—Es tan fácil para usted, ¿verdad?

Me duele la cabeza, pensó Miles.

Y aún le esperaba algo peor antes de que terminara la noche.

La voz de la segunda mujer raspaba en la garganta de su dueña, era una voz grave y furiosa.

—No me hable, sargento Karal. Tengo derecho a echarle una mirada a ese señor mutante.

Era alta, dura y nudosa. Como su hija, pensó Miles. No había hecho ningún intento de arreglarse. Un arroyuelo leve de sudor de verano le corría sobre el vestido de trabajo. ¿Y cuánto había caminado? El cabello gris le colgaba en una cola detrás de la cabeza y unos pocos mechones habían escapado del cordón que lo sostenía. Si la amargura de la señora Csurik le había provocado un dolor fuerte detrás de los ojos, la rabia de esta mujer era como un nudo que se cerraba sobre su estómago.

La mujer se sacudió a Karal, que intentaba detenerla, y subió hasta Miles a la luz de las lámparas.

—Ah.

—Es… es la señora Mattulich, señor —le aclaró Karal, presentándola—. La madre de Harra.

Miles se puso de pie, logró hacer una inclinación de cabeza formal.

—¿Cómo está, señora? —Era absolutamente consciente de su altura, una cabeza más baja que la de ella. De joven, la señora Mattulich había sido tan alta como Harra, pensaba Miles, pero la edad de sus huesos estaba empezando a vencerla.

La mujer se limitó a mirarlo con los ojos bien abiertos. Era una masticadora de hojas de goma a juzgar por las leves manchas negruzcas alrededor de su boca. Ahora, su mandíbula trabajaba sobre unos pedacitos diminutos, mordiéndolos con demasiada fuerza. Lo estaba estudiando abiertamente, sin subterfugios, sin el más mínimo gesto de disculpa, observando la cabeza, el cuello, la espalda torcida, las piernas cortas y deformes. Miles tuvo la desagradable impresión de que ella veía a través de su cuerpo hasta las grietas escondidas de sus huesos. Frente a esa mirada, él levantó el mentón dos veces en un tic nervioso e involuntario, que controló con un esfuerzo.

—De acuerdo —dijo Karal con rudeza—, ya lo ha visto. Ahora váyase por el amor de Dios, Mara. —Abrió la mano haciendo un gesto de disculpa a Miles—. Mara… está muy perturbada por todo esto, milord. Discúlpela.

—Su única nieta —le dijo Miles a la mujer en un esfuerzo por ser amable, aunque la angustia peculiar de ella repelía cualquier intento de amabilidad con una rabia que sangraba y se deshacía—. Entiendo su dolor, señora. Pero habrá justicia para la pequeña Raina. Lo he jurado.

—¿Cómo puede haber justicia ahora? —se enfureció ella, en una voz espesa y grave— Es demasiado tarde… siglos tarde… para la justicia, señorcito mutante. ¿De qué me sirve su mierdosa justicia ahora?

—¡Ya es suficiente, Mara! —insistió Karal. Frunció el ceño, apretó los labios y la obligó a apartarse escoltándola con firmeza fuera de la galería.

Los últimos visitantes le abrieron paso con un aire de respetuosa piedad, excepto dos adolescentes flacos que se apartaron de ella como si fuera veneno. Miles tuvo que revisar su imagen mental de los hermanos Csurik. Si esos dos eran otro ejemplo, no había ningún equipo de robustos toros amenazantes de las colinas, después de todo. Lo cual no era una mejoría, claro, porque parecía que podían moverse a la misma velocidad que los hurones, si les hacía falta. Miles frunció los labios en un gesto de frustración.

El espectáculo nocturno terminó, gracias a Dios, cerca de la medianoche. Los últimos compañeros de Karal se fueron hacia los bosques guiados por la luz de sus linternas. El equipo de audio, reparado y vuelto a cargar, desapareció con su dueño, quien se lo agradeció efusivamente a Karal. Por suerte, había sido una multitud madura y educada, hasta sombría, nada de gritos de borrachos ni cosas por el estilo. Pym hizo que los hijos de Karal se acomodaran en la tienda de campaña, volvió a recorrer la cabaña y se unió a Miles y Dea en el altillo. La paja de.los jergones estaba salpicada de fragantes hierbas del lugar (Miles esperaba no ser alérgico a ellas). La señora Karal había querido dar a Miles su propio dormitorio para uso exclusivo y exilarse con su marido a la galería, pero por suerte Pym había podido persuadirle de que Miles preferiría el camastro, con Dea y con él mismo, por razones de seguridad.

Dea y Pyrn se durmieron pronto, pero Miles seguía despierto. Se revolvió en su jergón mientras revisaba una y otra vez en su mente lo que había sucedido durante el día, tal como lo recordaba. ¿Estaba haciendo las cosas con demasiada lentitud?, ¿iba con demasiado cuidado?, ¿estaba haciendo cálculos demasiado conservadores? La suya no era exactamente una buena técnica de asalto, estilo sorpresa acompañada de fuerza superior. La visión que había tenido del terreno desde la galería de Karal esa noche había sido por lo menos ambigua.

Por otra parte, no era lógico cargar por un pantano, como había demostrado tan memorablemente su compañero cadete y primo Ivan Vorpatril en las maniobras de verano. Había hecho falta un gran aparato a colchón de aire con una grúa para sacar a seis grandes, fuertes, saludables y bien equipados jóvenes de la patrulla de Ivan del barro negro y pegajoso que les llegaba hasta el pecho. lvan se había vengado, sin embargo, cuando el cadete «francotirador» que habían estado persiguiendo, se cayó del árbol y se rompió el brazo por reírse como un loco mientras ellos se hundían lentamente, con toda belleza, en el fango del pantano. Ese fango que para un hombrecito con el rifle láser atado en una tela plástica era agua en la que se podía nadar como las ranas. Los jueces del juego de guerra lo habían considerado un empate. Miles se rascó la frente, sonrió, ante el recuerdo y finalmente se durmió.

Se despertó de pronto y sin transición del sueño más profundo de la noche con la sensación de que algo andaba mal. Un brillo leve y anaranjado temblaba en la oscuridad azul del altillo. Sin hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, Miles se levantó de su Jergón y miró hacia la habitación principal. El brillo llegaba por la ventana del frente.

Miles se deslizó por la escalera y se acercó a la ventana para echar una mirada afuera.

—Pym —llamó con suavidad.

Pym se despertó de golpe con una especie de bufido.

—¿Milord? —dijo, alarmado.

—Baja. Rápido. Trae el bloqueador nervioso.

Pym estuvo a su lado en menos de un segundo. Dormía con los pantalones puestos y la funda del bloqueador y las botas junto a la almohada.

—¿Qué mierda… ? —murmuró, mirando hacia afuera.

El brillo lo provocaba un fuego, una antorcha arrojada sobre la parte superior de la tienda de campaña de Miles ardía en silencio. Pym se lanzó hacia la puerta, después controló sus movimientos cuando se le ocurrió lo mismo que a Miles. Esa carpa era del Servicio, y la tela sintética estaba hecha para resistirlo todo: no se fundía ni se quemaba.

Miles se preguntó si la persona que había lanzado la antorcha lo sabía. ¿Se trataba de algún tipo de extraña advertencia o de un ataque particularmente inepto? Si la tienda de campaña hubiera sido de lona común y Miles hubiera estado en ella, el resultado tal vez no habría sido tan insignificante. Peor todavía con los chicos de Karal allí dentro y un fuego brusco y violento… Miles se estremeció.

Pym sacó el bloqueador de la funda y se quedó de pie, apoyado en la puerta de entrada.

—¿Cuánto tiempo hace?

—No estoy seguro. Podría haber estado quemándose así durante diez minutos sin despertarme.

Pym meneó la cabeza, respiró un poco, levantó el detector y se lanzó hacia la oscuridad teñida por el fuego.

—¿Problemas, milord? —La voz ansiosa del portavoz Karal llegaba desde la puerta de su dormitorio.

—Tal vez. Espere… —Miles lo detuvo cuando él se lanzaba ya hacia la puerta—. Pym está revisando el área con un detector y un bloqueador nervioso. Espere a que él diga que todo está bien. Sus chicos están más seguros dentro de la tienda.

Karal se acercó a la ventana, retuvo el aliento y lanzó un juramento.

Pym volvió en unos minutos.

—No hay nadie, por lo menos en el radio de un kilómetro —dijo escuetamente. Ayudó a Karal a levantar el balde de las cabras y acabar con el fuego de la antorcha. Los muchachos, que habían seguido durmiendo con fuego y todo, se despertaron cuando él los sacudió.

—Creo que no ha sido una buena idea prestarles la tienda —dijo Miles desde la galería con la voz un poco ahogada—. Lo lamento, de veras, portavoz Karal. No lo pensé.

—Esto no debería… —Karal estallaba de rabia y miedo, un miedo que no había podido expresar antes—. Esto no debería haber pasado, milord. Pido disculpas en nombre… en nombre del valle Silvy. —Se volvió y miró hacia la oscuridad, sin saber qué hacer. El cielo de la noche, salpicado de estrellas, hermoso, parecía amenazador.

Los muchachos, una vez que los hechos atravesaron su somnolencia, pensaron que era maravilloso y quisieron volver a la tienda a esperar el próximo ataque. La señora Karal, firme y tensa, los llevó dentro y los hizo acostarse en la habitación principal. Pasó una hora antes de que dejaran de quejarse por la injusticia y volvieran a dormirse.

Miles, alerta hasta casi enloquecer, no durmió nada. Se quedó quieto y tieso en su jergón, escuchando a Dea, que roncaba, y a Pym, que fingía dormir por cortesía y no parecía respirar.

Estaba a punto de sugerirle que se dieran por vencidos y salieran a la galería por el resto de la noche, cuando el silencio se quebró con un grito agudo, muy fuerte, lleno de dolor, que venía de afuera.

—¡Los caballos! —Miles se puso de pie en un movimiento espasmódico, con el corazón desbocado, y ganó a Pym en la carrera hacia la escalera. Pym lo pasó dejándose caer por el costado en un salto y llegó a la puerta antes que él. Una vez ahí, sus reflejos de guardaespaldas lo obligaron a tratar de impedir que Miles saliera. Miles casi le mordió.

—¡Vaya, maldición! ¡Yo tengo un bloqueador nervioso!

Pym, con sus buenas intenciones frustradas, salió por la puerta de la cabaña con Miles pisándole los talones. A medio camino del patio, se movieron uno a cada lado cuando una forma enorme que bufaba apareció en la oscuridad y casi los derribó en su carrera; le yegua alazana, suelta de nuevo. Otro alarido quebró la noche desde el poste en que habían atado a los caballos.

—¡Tonto! —llamó Miles, casi enloquecido de pánico. Era Tonto quien hacía esos ruidos, y Miles no había oído nada semejante desde la noche en que se había quemado un cobertizo en Vorkosigan Surleau con un caballo atrapado dentro—. ¡Tonto!

Otro alarido y un gruñido, y un ruido como el de alguien que parte un melón con una porra. Pym salió disparado hacia atrás, respirando con dificultad, una especie de tartamudeo sonoro. De pronto, se dejó caer al suelo donde se quedó acostado, encogido sobre sí mismo. No estaba muerto, según parecía, porque entre un jadeo y otro se las apañaba para insultar al mundo con palabras muy fuertes. Miles se dejó caer junto a él, le tocó el cráneo… no, gracias a Dios el casco de Tonto había golpeado sólo el pecho de Pym con ese sonido alarmante, El guardaespaldas se había quedado sin aliento, eso era todo, tal vez tenía una costilla rota. Miles, con más lógica, corrió alrededor de él hacia el frente de las líneas de caballos.

—¡Tonto!

Gordo Tonto sacudía la cabeza contra la cuerda tratando de retroceder. Volvió a gritar; los ojos bordeados de blanco brillaban en la oscuridad. Miles corrió hasta la gran cabeza.

—¡Tonto, muchacho! ¿Qué es?

Deslizó la mano izquierda por la cuerda, hacia arriba, hasta el bozal de Tonto y estiró la derecha para acariciar el hombro del caballo y calmarlo. Gordo Tonto se encogió, dejó de hacer fuerza para retroceder y dejó de temblar. Sacudió la cabeza. La cara y el pecho de Miles se habían humedecido de pronto con algo caliente y oscuro y pegajoso.

—¡Dea! —aulló Miles— ¡Dea, venga!

Nadie dormía ya en medio de ese estruendo. Seis personas salieron a la galería y corrieron por el patio y ninguna de ellas traía una luz… no, el brillo refulgente de una luz fría saltó entre los dedos del doctor Dea, y la señora Karal intentaba encender una lámpara.

—¡Dea, traiga esa maldita luz para acá! —exigió Miles y se detuvo para acomodar la voz una octava más abajo, en su tono usual, cuidadosamente cultivado y bien grave.

Dea corrió hasta ellos y puso la linterna en manos de Miles jadeante y con la cara blanca.

—¡Milord! ¿Le han disparado? —En el brillo de la luz, el líquido negro que mojaba la camisa de Miles se había vuelto súbitamente escarlata.

—A mí no —dijo Miles, mirando su pecho con horror. Un recuerdo instantáneo le revolvió el estómago, y sintió frío con la visión de otra muerte ensangrentada, la del sargento Bothari a quien Pym había reemplazado, aunque nunca lo conseguiría.

Dea giró en redondo.

—¿Pym?

—Está bien —dijo Miles. Un zumbido largo se elevó desde el pasto a unos metros, una exhalación salpicada de obscenidades— El caballo le ha dado una coz. ¡Traiga el equipo médico! —Miles arrancó la linterna de entre los dedos de Dea y éste corrió de nuevo hacia la cabaña.

Miles enfocó a Tonto con la luz y soltó un insulto en voz baja mientras sentía que el estómago se le revolvía todavía más. Un corte grande, de treinta centímetros y quien sabe qué profundidad, partía el cuello brillante del caballo. La sangre del animal le había empapado la chaqueta y le corría por la pantorrilla. Los dedos de Miles tocaron la herida con miedo y se extendieron, tratando de cerrarla, pero la piel del caballo era elástica y volvía a separarse y sangraba con fuerza mientras Gordo Tonto sacudía la cabeza por el dolor. Miles se aferró a la nariz del caballo.

—¡No te muevas, muchacho!

Alguien había tratado de cortar la yugular de Tonto. Casi lo había logrado. Tonto, manso, mimado, amistoso, confiado, no se había movido hasta que el cuchillo se hundió hasta bien adentro. Cuando volvió el doctor Dea, Karal estaba ayudando a Pym a ponerse de pie. Miles esperó que Dea lo revisara y después lo llamó:

—Venga, Dea.

Zed, que parecía tan horrorizado como Miles, ayudó a sostener la cabeza de Tonto mientras Dea inspeccionaba el corte.

—Pasé las pruebas —se quejaba Dea sotto voce mientras trabajaba—, vencí a los otros veinticuatro aspirantes al honor de ser el médico personal del primer ministro. Practiqué los procedimientos de setenta emergencias médicas posibles, desde trombosis coronaria a intento de asesinato. Nadie… pero nadie me dijo que mis obligaciones iban a incluir coser el cuello de un maldito caballo en mitad de la noche, en medio de una región salvaje y ululante…

Pero seguía trabajando mientras se quejaba, así que Miles no le dijo nada. Siguió mimando la nariz de Tonto con dulzura y frotándole hipnóticamente el dibujo oculto de los músculos para calmarlo y tranquilizarlo. Finalmente, Tonto se relajó lo suficiente como para apoyar el mentón sobre el hombro de Miles.

—¿Se les ponen anestésicos a los caballos? —preguntó Dea, en tono quejoso, mientras sostenía su bloqueador nervioso médico como si no estuviera demasiado seguro de lo que debía hacer con él.

—A éste, sí —dijo Miles con obstinación— Trátelo como a una persona, doctor Dea. Es el último animal que entrenó personalmente mi abuelo. Él lo bautizó. Yo lo vi nacer. Lo entrenamos juntos. El abuelo me hacía alzarlo todos los días durante una semana entera después de que nació, hasta que se puso demasiado grande. Los caballos son animales de costumbres, dijo el abuelo, y las primeras impresiones les duran para siempre. Desde entonces, Tonto piensa que yo soy más grande que él.

Dea suspiró y preparó el bloqueo anestésico, la solución para esterilizar a su paciente, los antibióticos, los relajantes musculares y el pegamento biológico. Con toque de cirujano, afeitó los bordes de la herida y colocó una red para reforzarlos. Zed sostenía la luz con nerviosismo.

—El corte es limpio —dijo Dea—, pero va a sufrir mucha flexibilización… no creo que se pueda inmovilizar a este animal en esa posición, ¿verdad? No, claro que no. Supongo que con esto basta. Si fuera humano, le diría que descansara.

—Descansará —le prometió Miles con firmeza—. ¿Se va a curar?

—Supongo que sí. ¿Cómo puedo saberlo, mierda? —Dea parecía muy ofendido, pero estiró la mano y verificó lo que había hecho.

—El general Piotr —aseguró Miles— hubiera estado muy contento con su trabajo. —Miles podía oír al abuelo en su cabeza, bufando de desprecio. Malditos tecnócratas, no son más que unos doctores de caballos con instrumental más caro. Al abuelo le habría encantado que la suerte le demostrara lo exacta que había sido su definición—. Usted… Humm… no conoció a mi abuelo, ¿no es cierto?

—No, milord —dijo Dea— Claro que he estudiado su vida y sus campañas.

—Claro.

Pym, con una linterna en la mano, recorría con Karal las líneas de caballos, inspeccionando el terreno. El muchacho mayor de Karal había atrapado a la yegua alazana y la había traído de vuelta. Era evidente que ella misma había roto su cuerda, nadie la había soltado. La elección de la víctima equina, ¿había sido azarosa o calculada? ¿Y calculada hasta qué punto? ¿Habían atacado a Tonto como símbolo de su dueño o porque la persona que lo había cortado conocía la pasión de Miles por el animal? ¿Era vandalismo, una afirmación política o un acto de crueldad preciso, bien dirigido y sutil?

¿Qué te he hecho? pensó Miles en silencio hacia la oscuridad que lo rodeaba.

—Se han escapado —informó Pym—, ya estaban fuera del alcance del detector antes de que pudiera respirar de nuevo. Mis disculpas, milord. No parecen haber dejado caer nada al suelo.

Tendría que haber un cuchillo, por lo menos. Un cuchillo, con la hoja empapada en sangre de caballo y un dibujo de perfectas huellas dactilares habría sido muy conveniente. Miles suspiró.

La señora Karal se acercó, despacio, y miró el equipo médico de Dea mientras el doctor lo limpiaba y guardaba.

—Todo eso —murmuró entre dientes— por un caballo…

Miles se contuvo, apenas. Hubiera querido saltar y defender con calor el valor de ese caballo en particular. Pero, ¿a cuánta gente había visto sufrir y morir la señora Karal en el valle por falta de la mínima tecnología médica que llevaba Dea bajo el brazo en ese momento?

Miles vigiló a su caballo desde la galería mientras la aurora se deslizaba lentamente sobre el paisaje. Se había cambiado la camisa y se había lavado. Pym estaba dentro. Le vendaban las costillas. Miles se sentó con la espalda contra la pared y un bloqueador sobre las piernas mientras la oscuridad nocturna se iba tornando gris. El valle era una mancha grisácea, envuelta en niebla, las colinas parecían grandes olas oscuras más allá. Y justo sobre la cabeza, el gris se iba transformando en un celeste pálido. El día sería hermoso y cálido una vez que desapareciera la niebla.

Era evidente que había llegado el momento de llamar a las tropas de Hassadar. El asunto se estaba poniendo difícil. Su guardaespaldas estaba casi fuera de combate… aunque fuera el caballo de Miles el que lo hubiera dejado así, no el atacante misterioso. Pero el hecho de que los ataques no hubieran sido fatales no significaba que no se hubiera pretendido que lo fueran. Tal vez un tercer ataque se llevaría a cabo con mayor experiencia. La práctica lleva a la perfección.

Miles se sentía exhausto. El cansancio y los nervios lo habían vencido. ¿Cómo había permitido que un caballo cualquiera se convirtiera en semejante palanca sobre sus emociones? Malo, casi una locura… y sin embargo, seguramente Tonto era una de las almas más puras e inocentes que Miles hubiera conocido. Miles recordó la otra alma inocente del caso y tembló en la oscuridad. Fue cruel, señor, fue algo cruel… Pym tenía razón. En ese mismo momento los arbustos podían estar llenos de los asesinos amigos de Csurik.

Mierda, los arbustos se movían… sí, ahí, un movimiento, un grupo de ramas que se golpeaban al retroceder para dar paso… ¿A qué? El corazón de Miles saltó en su pecho. Ajustó el bloqueador en energía máxima, se deslizó en silencio por los escalones de la galería y se movió aprovechando los lugares en que el pasto largo del patio no había quedado aplastado por las actividades del día y la noche anteriores. Se quedó quieto como un felino al ver cómo una forma poco clara se coagulaba en medio de la niebla.

Un joven flaco, no demasiado alto, vestido con los pantalones anchos que parecían ser la prenda más común del lugar, estaba de pie con un gesto de cansancio junto a las líneas de caballos mirando desde el patio la cabaña de Karal. Se quedó allí durante dos minutos de reloj, sin moverse. Miles lo tenía en la mira del bloqueador. Si se atrevía a dar un solo paso hacia Tonto…

El joven caminó hacia adelante y luego hacia atrás con incertidumbre, después se puso en cuclillas, sin dejar de mirar hacia el patio. Sacó algo del bolsillo de su chaqueta suelta. El dedo de Miles se tensó sobre el gatillo pero el joven se llevó lo que fuera a la boca y lo mordió. Una manzana. El crujido del mordisco llegó bien lejos en el aire húmedo y también el perfume leve de la fruta. El joven se comió la mitad, después se detuvo, como si le costara tragar. Miles controló el cuchillo en su cinturón, se aseguró de que estaba suelto en la vaina. Los ollares de Tonto se extendieron y relinchó con esperanza. El joven lo miró. Se levantó y caminó hasta el caballo.

La sangre latía en las orejas de Miles, más fuerte que cualquier otro sonido. Tenía la mano del arma cubierta de sudor y los nudillos blancos. El joven le dio a Tonto la mitad de su manzana. El caballo se la tragó; la mandíbula le chorreaba sobre la piel. Después levantó la cadera, puso a descansar un casco trasero y suspiró con fuerza. Si Miles no hubiera visto al joven comer el otro pedazo de la manzana, le habría disparado inmediatamente. Pero no podía estar envenenada… El hombre hizo un gesto como para acariciar el cuello de Tonto, después retiró la mano, asombrado, al ver el vendaje de Dea. Tonto cabeceó, inquieto. Miles se puso de pie y se quedó así, esperando. El hombre rascó las orejas de Tonto, miró otra vez a la cabaña, respiró hondo y avanzó, vio a Miles y se quedó inmóvil a mitad del paso que estaba dando.

—¿Lem Csurik? —dijo Miles.

Una pausa, un asentimiento tenso.

—¿Señor Vorkosigan? —preguntó el joven.

Miles asintió a su vez.

Csurik tragó saliva.

—Señor Vor —dijo temblando—, ¿sabe usted cumplir con su palabra?

Qué manera tan rara de empezar. Miles alzó las cejas. Mierda, sigamos con el asunto.

—Sí. ¿Piensa entregarse:

—Sí y no, milord.

—¿Cuál de los dos?

—Un trato, milord. Quiero hacer un trato y necesito su palabra.

—Si usted mató a Raina…

—No, señor, lo juro… Yo NO la maté.

—Entonces no tiene nada que temer de mí.

Lem Csurik apretó los labios, ¿Qué mierda era lo que ese joven encontraba irónico? ¿Cómo se atrevía a encontrar irónica la confusión de Miles? Ironía, sí, nada de diversión.

—Ah, señor —jadeó Csurik—. Ojalá fuera así. Pero yo tengo que probárselo a Harra. Harta tiene que creerme… usted tiene que hacer que me crea, señor.

—Primero tengo que creerle lo, Por suerte, eso no es difícil de conseguir. Venga a la cabaña hágame la misma declaración bajo pentarrápida. Entonces Yo limpiaré su nombre.

Csurik negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —dijo Miles col, paciencia. Que Csurik hubiera aparecido por propia voluntad era una indicación importante, aunque circunstancial, que apuntaba a su inocencia. A menos que se hubiera imaginado que de alguna forma podía vencer a la droga. Miles sería paciente durante… bueno, tres o cuatro segundos. Por lo menos. Y después, por Dios, le dispararía con el bloqueador, lo arrastraría adentro, lo ataría hasta que se despertara y llegaría al fondo de ese asunto antes del desayuno.

—La droga… dicen que uno no puede esconder nada.

—Sería muy Poco útil si se pudiera.

Csurik se quedó callado un segundo.

—¿Está tratando de esconder algún crimen menor? ¿Ése es el trato que quiere hacer? ¿Una amnistía? Tal vez… tal vez fuera posible. Si no se trata de otro asesinato, quiero decir.

—No, señor. Nunca he matado a nadie.

—Entonces, tal vez podamos hacer un trato. Porque si usted es inocente, necesito saberlo cuanto antes. Significará que todavía no he terminado mi trabajo aquí.

—Ese… ése es el problema, señor. —Csurik enmudeció y después pareció llegar a algún tipo de decisión interna y se puso de pie, con fuerza—. Estoy dispuesto a entrar y desafiar a su droga. Y contestaré cualquier cosa que quiera preguntarme sobre mí… Pero tiene que prometerme… ¡no, jurarme! que no me preguntará nada sobre nada más. Nadie más.

—¿Sabe quién mató a su hija?

—No estoy seguro. —Csurik levantó la cabeza, desafiante No lo vi. Pero me lo imagino.

—Yo también.

—Eso no me importa, señor. Siempre que no venga de mi boca. Es todo lo que pido.

Miles levantó el bloqueador y se frotó el mentón.

—Mmm —una sonrisa muy leve le torció la comisura del labio— Lo admito… sería más elegante resolver este caso por deducción que por la fuerza bruta. Incluso una fuerza tan leve como la de la pentarrápida.

Csurik bajó la cabeza.

No sé nada sobre elegancia, milord. Pero no quiero que salga de mi boca.

La decisión hervía en la mente de Miles y se le enderezó la espalda. Sí. Ahora sí sabía. Sólo tendría que reseguir las pruebas, paso por paso. Como la matemática del espacio 5.

—Muy bien. Juro por mi palabra de Vorkosigan que mis preguntas se referirán sólo a los hechos de los cuales usted fue testigo. No le voy a preguntar por conjeturas sobre personas ni hechos en los cuales usted no haya estado presente. ¿Le parece bien así?

Csurik se mordió el labio.

—Sí, milord. Si cumple usted con su palabra.

—Pruébeme —sugirió Miles. Se le torcieron los labios en una sonrisa ladina y se aguantó el comentario insultante sin decir palabra.

Csurik trepó por el patio junto a él como si caminara hacia el cadalso. La entrada de los dos produjo una sorpresa impresionante a Karal y a su familia, reunida alrededor de la mesa de madera en la que Dea atendía a Pym. Éstos parecían ausentes hasta que Miles presentó al recién llegado.

—Doctor Dea, vaya a buscar su pentarrápida. El señor Lem Csurik ha venido a hablar con nosotros.

Miles llevó a Lem hasta una silla. El hombre de las colinas se sentó con las manos apretadas. Pym, con un morado en los bordes de su vendaje blanco, levantó el bloqueador y dio un paso atrás.

El doctor Dea le preguntó entre dientes a Miles mientras iba a buscar el hipoespray:

—¿Cómo diablos lo consigue?

Miles se metió la mano en el bolsillo, sacó un terrón de azúcar, lo levantó y sonrió a través de la C del pulgar y el índice. Dea soltó un bufido, pero en su gesto había un vacilante respeto.

Lem se encogió cuando el spray le tocó el brazo, como si esperara que le doliera.

—Cuente de diez a uno, por favor, hacia atrás —dijo Dea.

Cuando Lem llegó a tres, se había relajado y en el cero, se reía entre dientes, como un tonto.

—Karal, señora Karal, Pym, acérquense —dijo Miles—. Ustedes son mis testigos. Muchachos, apartaos y permaneced callados. No quiero interrupciones, por favor.

Miles ejecutó todos los preliminares, media docena de preguntas elaboradas para establecer un ritmo y matar el tiempo mientras la penta hacía efecto. Lem Csurik sonreía, se balanceaba en su silla y contestaba todo con una buena voluntad evidente. El interrogatorio con pentarrápida había sido parte del entrenamiento del curso de inteligencia militar en la academia del Servicio. Extrañamente, la droga parecía estar funcionando justo como decían que funcionaba.

—¿Volvió a su cabaña la otra mañana, después de pasar la noche con sus padres?

—Sí, milord. —Lem sonrió.

—¿A qué hora más o menos?

—A media mañana.

Nadie tenía un reloj en el valle y probablemente ésa era la respuesta más precisa que iba a conseguir de Lem.

—¿Qué hizo cuando llegó?

—Llamé a Harra. Se había ido. Me asustó que se hubiera ido. Pensé que tal vez me había abandonado. —Lem hipó—. Quiero a mi Harra en casa.

—¿La niña estaba dormida?

—Sí. Se despertó cuando llamé a Harra. Empezó a llorar de nuevo. Y eso me pone los pelos de punta.

—¿Que hizo entonces?

Los ojos de Lem se abrieron.

—No tenía leche. Ella quería a Harra. No había nada que yo pudiera hacer.

—¿Levantó al bebé?

—No, señor. La dejé donde estaba. No había nada que pudiera hacer por ella. Harra apenas me dejaba tocarla, siempre estaba tan nerviosa por la niña. Me dijo que se me caería o algo así.

—¿No la acunó para que dejara de llorar?

—No, señor. La dejé ahí. Y me fui por el sendero a buscar a Harra.

—¿Y después adónde?

Lem parpadeó.

—A casa de mi hermana. Le había prometido llevar madera para la nueva cabaña. Bella… mi otra hermana, está a punto de casarse, ¿sabe?, y…

Empezaba a irse por las ramas, algo normal bajo el efecto de la droga.

—Basta —dijo Miles. Lem se calló al instante y se balanceó un poco en la silla. Miles pensó mucho la siguiente pregunta. Estaba llegando al límite—. ¿Vio a alguien en el sendero? Conteste si o no.

—Sí.

Dea estaba muy alterado.

—¿Quién? Pregúntele quién.

Miles levantó la mano.

—Puede administrar el antídoto, doctor Dea.

—¿No le va a preguntar a quién vio? ¡Podría ser vital!

—No puedo. Le di mi palabra. ¡Adminístrele el antídoto, doctor!

Por suerte, la confusión que le causaba que le interrogaran dos personas al mismo tiempo impidió que Lem respondiera con toda alegría a la pregunta de Dea. Éste, asombrado, apretó el hipoespray en el brazo de Lem. Los ojos de Lem, entrecerrados, se abrieron otra vez en unos segundos. Se sentó derecho otra vez y se frotó el brazo y la cara.

—¿A quién encontró usted en el sendero? —le preguntó Dea directamente.

Los labios de Lem se apretaron con fuerza y miró a Miles como pidiéndole auxilio.

Dea también lo miró.

—¿Por qué no ha querido preguntárselo?

—Porque no me hace falta —dijo Miles—. Sé exactamente quién era la persona que Lem encontró en el sendero y por qué Lem siguió caminando y no volvió a la cabaña. Era la persona que mató a Raina. Como pienso probar muy pronto. Y… sean testigos, Karal, señora Karal…, de que esa información no salió de la boca de Lem. ¡Quiero una confirmación!

Karal asintió lentamente.

—Ya veo… milord. Ha sido… muy considerado.

Miles lo miró a los ojos con una sonrisa tensa.

—¿Y cuándo un misterio deja de serlo?

Karal enrojeció, sin decir nada por un momento. Después habló:

—De todos modos, puede seguir por el camino que lleva, milord. Ya nadie lo va a parar, supongo.

—No.

Miles envió mensajeros a casa de los testigos. La señora Karal en una dirección, Zed en otra, el portavoz Karal y su hijo mayor en una tercera. Ordenó a Lem esperar allí con Pym, Dea y él mismo. Como era la que tenía menos distancia que recorrer, la señora Karal volvió primero con la señora Csurik y dos de sus hijos.

La madre de Lem lo abrazó y después miró a Miles con miedo por encima del hombro. Los hermanos menores se quedaron atrás, pero Pym ya se había movido entre ellos y la puerta.

—Todo va bien, mamá. —Lem la dio unas palmaditas en la espalda—. O… bueno, por lo menos, yo estoy bien. Estoy limpio. El señor Vorkosigan me cree.

Ella miró a Miles con rabia, sin soltar el brazo de Lem.

—No dejaste que el señor mutante te diera esa droga venenosa, ¿verdad?

—No es veneno —negó Miles— En realidad, la droga tal vez le salvó la vida. Eso, me parece, la convierte más bien en un remedio. Sin embargo —se volvió hacia los dos hermanos menores de Lem, y cruzó los brazos con expresión severa—, me gustaría saber cuál de ustedes dos, jovencitos salvajes, tiró una antorcha encendida sobre mi tienda de campaña anoche…

El más joven se puso pálido; el mayor, rojo y furioso, notó la expresión de su hermano y cortó su declaración en la mitad de la sílaba.

—¡No lo hiciste! —susurró, horrorizado.

—Nadie —dijo el que estaba pálido—, nadie lo hizo.

Miles levantó las cejas. Hubo un silencio corto, ahogado.

—Bueno, entonces, nadie puede disculparse con el portavoz y su mujer —dijo Miles—, porque los que dormían en esa tienda eran los hijos de los Karal. Yo y mis hombres estábamos en el altillo.

La boca del muchacho se abrió en una mueca de horror. El más joven de los Karal miró fijamente al Csurik pálido que tenía su misma edad y murmuró dándose importancia:

—¡Imbécil, Dono! ¡Idiota!, ¿no sabías que esa tienda no se quema? ¡Es del Servicio Imperial!

Miles cruzó las manos sobre la espalda y miró a los Csurik con frialdad.

—Digamos, para poner las cosas en claro, que fue un intento de asesinato contra el heredero del conde y eso tiene la misma pena capital que un atentado contra el conde mismo. ¿O tal vez Dono no pensó en eso?

Dono estaba completamente confuso. No hacía falta pentarrápida en este caso: el muchacho no podía mentir durante mucho tiempo. La señora Csurik había cogido del brazo a Dono, sin soltar a Lem. Parecía tan enloquecida como una gallina con demasiados pollitos tratando de protegerlos de una tormenta.

—¡No estaba tratando de matarlo, señor! —exclamó Dono. —¿Y qué querías hacer?

—Usted vino a matar a Lem. Yo quería… quería que usted se fuera. Asustarlo. No pensé que nadie pudiera salir lastimado… quiero decir, sólo era una tienda de campaña.

—Me doy cuenta de que nunca has visto un incendio. ¿Usted sí, señora Csurik?

La madre de Lem asintió, con los labios apretados, evidentemente dividida entre un deseo de proteger a su hijo de Miles y al mismo tiempo con ganas de azotarlo por su estupidez.

—Bueno, faltó muy poco para que mataras o hirieras horriblemente a tres de tus amigos. Piénsalo, por favor. Mientras tanto, en vista de tu juventud y tu… bueno, aparente falta de capacidad mental, no presentaré la acusación de traición. A cambio de eso, el portavoz Karal y tus padres serán responsables por tu comportamiento en el futuro y decidirán cómo castigarte.

La señora Csurik parecía derretirse de alivio y gratitud. Dono tenía el aspecto de alguien al que le han disparado. Su hermano lo empujó y murmuró:

—¡Sí que te falta capacidad mental! —La señora Csurik le dio un golpe en la cabeza para que se callara.

—¿Y su caballo, milord? —preguntó Pym.

—No… no sospecho de ellos en el asunto del caballo —replicó Miles lentamente—. Lo otro… lo otro fue parte de un plan completamente distinto.

Zed, que se había llevado el caballo de Pym, volvió con Harra en la grupa. Harra entró en la cabaña del portavoz Karal, vio a Lem y se detuvo con una mirada llena de amargura. Lem se quedó de pie frente a ella, con las manos abiertas y una mirada herida en los ojos.

—Ah, señor —dijo Harra—. Lo ha atrapado.— Tenía la mandíbula apretada en una mueca de triunfo sin alegría.

—No exactamente —dijo Miles—. Él vino a entregarse. Ya ha declarado bajo pentarrápida y es inocente. Lem no mató a Raina.

Harra se volvió a mirar a uno y otro.

—Pero yo sé que él estuvo allí. Dejó su chaqueta, y se llevó el serrucho bueno y el cepillo de madera. ¡Sabía que él iba a volver mientras yo iba a recoger bayas! ¡Su droga no debe de funcionar bien!

Miles negó con la cabeza.

—La droga funciona perfectamente. Y usted está en lo cierto, Harra: Lem fue a la cabaña mientras usted estaba fuera. Pero cuando él salió de nuevo, Raina estaba viva y lloraba con fuerza. No fue Lem.

Ella se tambaleó.

—¿Entonces, quién?

—Creo que usted lo sabe. Creo que ha estado tratando de negárselo a sí misma y que por eso se dedicó a pensar en Lem. Mientras estuviera segura de que Lem era el culpable, no tendría que pensar en otras posibilidades.

—Pero, ¿a quién más podría importarle? —exclamó Harra—. ¿Quién se molestaría en hacerlo?

—Eso mismo, ¿quién? —suspiró Miles. Caminó hasta la ventana exterior y miró hacia el patio. La niebla se aclaraba en la luz de la mañana. Los caballos se movían inquietos.

—Doctor Dea, ¿podría preparar una segunda dosis de pentarrápida? —Miles se puso de pie de espaldas al fuego. Todavía había brasas de la noche. El calorcito le resultaba agradable en la espalda.

Dea miraba a su alrededor, con el hipoespray en la mano: era evidente que no sabía a quién tenía que administrarlo.

—¿Milord? —preguntó con las cejas levantadas, como pidiendo una explicación.

—¿No le resulta obvio, doctor? —agregó Miles con voz indiferente.

—No, milord. —El tono del doctor tenía un leve rastro de indignación.

—¿Y a usted, Pym?

—No… no del todo, milord. —La mirada de Pym y la mira de su bloqueador se movieron sin mucha seguridad hacia Harra.

—Supongo que es porque ninguno de ustedes dos conoció a mi abuelo —decidió Miles— Murió un año antes de que usted entrara al servicio de mi padre, Pym. Nació al final de la Era del Aislamiento, y vivió cada uno de los cambios que la suerte le deparó a Barrayar. Lo llamaron el último de los viejos Vor, pero en realidad era el primero de los nuevos. Cambió con los tiempos, de las tácticas de la caballería a las de los escuadrones aéreos, de la espada a las armas atómicas, y cambió con éxito. Nuestra liberación del yugo de la ocupación de los cetagandanos es una medida de la forma feroz en que mi abuelo era capaz de adaptarse y después arrojarlo todo por la borda y adaptarse de nuevo. Al final de su vida lo llamaron conservador sólo porque había una gran parte de Barrayar que había pasado a su lado a toda velocidad exactamente en la dirección que él les había marcado, exigido y señalado, pero un poco más rápido.

»Él cambió y se adaptó y se dobló con el viento de los tiempos. Después, a su edad… porque mi padre era su único hijo vivo, el más joven, y no se había casado hasta la madurez, aparecí yo. Y tuvo que cambiar de nuevo. Y no pudo.

»Le rogó a mi madre que abortara después de que se supo más o menos cuál iba a ser el daño fetal. Él y mis padres se distanciaron durante cinco años después de mi nacimiento. No se vieron ni se comunicaron. Todo el mundo pensó que la razón por la que mi padre nos había llevado a la residencia imperial cuando se transformó en regente era que quería el trono, pero en realidad era porque el conde, mi abuelo, le negaba el uso de la casa Vorkosigan. ¿No les parecen divertidas las discusiones de mi familia? Estamos llenos de heridas que nos infringimos unos a otros. —Miles volvió a la ventana y miró hacia fuera. Ah, si. Ahí llegaba.

»La reconciliación fue gradual, desde el momento en que fue evidente que no habría otro hijo —continuó Miles—. No hubo un momento especial, dramático. Cuando los médicos lograron que yo caminara, ayudó un poco. Fue esencial que yo demostrara que era brillante. Y sobre todo, nunca dejé que viera que me daba por vencido en algo.

Nadie se había atrevido a interrumpir ese monólogo señorial, pero era evidente, por la mirada de muchos, que no entendían a qué venía todo eso. Como en parte hablaba para perder tiempo, Miles no se preocupó por eso. Pym se movió en silencio para cubrir la puerta con un ángulo de fuego claro.

—Doctor Dea —dijo Miles, mirando por la ventana—, ¿seria tan amable de administrar la droga a la primera persona que pase por esa puerta apenas entre?

—¿No está esperando un voluntario, mi señor?

—No esta vez.

La puerta se abrió de golpe y Dea se acercó de un salto, levantando la mano. El hipoespray silbó en el aire. La señora Mattulich giró en redondo para enfrentarse a Dea, y las faldas de su vestido giraron alrededor de sus tobillos varicosos, siseando a su vez…

—¡No se atreva!

Alzó el brazo como si fuera a pegarle pero dudó a mitad del movimiento y no alcanzó a Dea, que se agachó para evitarla. Eso perturbó el equilibrio de la mujer, que se tambaleó. El portavoz Karal, que venía detrás, la asió por el brazo y la detuvo.

—¡No se atreva! —se quejó ella de nuevo y después giró y miró no sólo a Dea sino también a todos los otros testigos: la señora Csurik, la señora Karal, Lem, Harra, Pym. Se le cayeron los hombros y después la droga entró en su sistema nervioso y se quedó así, de pie, con una sonrisa tonta que peleaba con la angustia por la posesión de su rostro rudo y marcado.

La sonrisa le dio asco a Miles, pero era la que necesitaba.

—Siéntela, doctor. Portavoz Karal.

Los dos la llevaron a la silla que había ocupado Lem Csurik. Ella peleaba desesperadamente contra la droga y los fogonazos de resistencia se fundían en una docilidad fláccida. Poco a poco, la docilidad se hizo cada vez más frecuente y, al final, se sentó tranquila en la silla, sonriendo de oreja a oreja. Miles echó una mirada a Harra sin que ella se diera cuenta: estaba pálida y silenciosa, completamente absorta.

Aun después de la reconciliación, sus padres nunca habían dejado a Miles con su abuelo sin su guardaespaldas personal. Pasaron los años. El sargento Bothari usaba la librea del conde, pero era leal sólo a Miles, el único hombre lo bastante peligroso —algunos decían lo bastante loco como para oponerse al mismo general. No había necesidad, decidió Miles, de describir con lujo de detalles a esa gente fascinada que lo escuchaba qué incidente en particular había hecho que sus padres creyeran que el sargento Bothari era una precaución necesaria. Que la reputación impoluta del general Piotr le sirviera por una vez a… Miles. Tal como él quería. Los ojos de Miles brillaron.

Lem bajó la cabeza.

—Si lo hubiera sabido… si me hubiera dado cuenta. … no las habría dejado solas, milord. Pensé… pensé que la madre de Harra cuidaría de ella. No podía… no sabía cómo…

Harra no lo miraba. Harra no estaba mirando nada.

—Terminemos con esto —suspiró Miles. Otra vez, exigió la presencia de testigos formales y volvió a pedir que no lo interrumpieran porque las interrupciones confundían siempre a un sujeto drogado. Se humedeció los labios y se volvió hacia la señora Mattulich.

Y otra vez empezó con las preguntas neutrales, nombre, fecha de nacimiento, nombre de los padres, hechos biográficos controlables. La señora Mattulich era más difícil de dominar que Lem, siempre tan dócil, y sus respuestas eran breves y muy cortadas. Miles controló su impaciencia. A pesar de que cualquiera que los estuviera observando las hubiera calificado de muy fáciles, los interrogatorios con pentarrápida requerían mucha habilidad, destreza y paciencia. Miles había llegado demasiado lejos ahora como para poder permitirse un tropezón. Fue avanzando paso a paso con sus preguntas hasta llegar a las verdaderamente críticas.

—¿Dónde estaba usted cuando nació Raina?

La voz de la mujer era baja y variada, como en un sueño.

—El nacimiento fue de noche. Lem fue a buscar a Jean, la comadrona. El hijo de la comadrona iba a venir a buscarme, pero se quedó dormido de nuevo. No llegué hasta la mañana y entonces era demasiado tarde. Todos lo habían visto.

—¿Ver qué?

—La boca de gato, la mutación sucia. Monstruos entre nosotros. Hay que eliminarlos. Hombrecito horrendo. —Eso último era un aparte contra él, resultaba evidente. Su atención se había fijado en él con una firmeza hipnótica—. Los mutantes hacen más mutantes y se reproducen más rápido, nos ganan… Lo vi observando a las chicas. Quiere que las mujeres limpias tengan bebés mutantes, envenenarnos a todos…

Era hora de hacer que volviera al tema principal.

—Después de eso, ¿estuvo usted alguna vez sola con el bebé?

—No, se quedó Jean. Jean me conoce, ella sabía lo que yo quería. No era asunto suyo, maldición. Y Harra siempre estaba allí. Harra no tenía que saberlo. Harra no tiene que… ¿Por qué me salió tan blanda? Tiene que haber algo del veneno en ella. Debe de venir de su padre, yo solo me acosté con su padre y todos salieron mal menos ella.

Miles parpadeó.

—¿Qué cosa salió mal? —Al otro lado de la habitación, Miles vio que el portavoz Karal se ponía tenso. El portavoz se dio cuenta de que Miles lo observaba y se miró los pies, como para ausentarse de los procedimientos. Los muchachos y Lem escuchaban con profunda atención y con una sensación de alarma. Harra no se había movido.

—Todos mis bebés —dijo la señora Mattulich.

Harra la miró de pronto, los ojos cada vez más abiertos.

—¿Harra no fue su única hija? —preguntó Miles. Hacía un gran esfuerzo por mantener la voz fría, tranquila; en realidad, tenía ganas de gritar. Quería volver a casa, escapar de allí…

—No, claro que no. Ella fue mi única hija limpia, o eso creí. Lo creí, pero el veneno debe de haber estado en ella, escondido. Me arrodillé y le di gracias a Dios cuando ella nació limpia, una limpia por fin, después de tantos, después de tanto dolor… Pensé que el castigo había terminado por fin. Era un bebé tan precioso… Pensé que por fin todo se había acabado. Pero debe de haber sido una mutante ella también… en el fondo era un truco, un truco…

—¿Cuántos —dijo Miles con la voz ahogada—, cuántos niños tuvo usted?

—Cuatro, además de Harra, la última.

—¿Y mató a los cuatro? —El portavoz Karal, Miles lo vio, asintió en silencio, mirándose los pies.

—¡No! —dijo mamá Mattulich. La indignación rompió brevemente el hechizo de la pentarrápida—. Dos nacieron muertos, el primero y el que estaba todo torcido. El que tenía demasiados dedos y el de la cabeza grande, a ésos los maté. Mi madre me vigiló para que lo hiciera bien. A Harra se lo simplifiqué. La reemplacé.

—¿Así que en realidad usted no mató a un solo niño sino a tres? —preguntó Miles.

Los testigos más jóvenes de la habitación, lo hijos de los Karal y los hermanos Csurik, lo observaban todo horrorizados. Los mayores, los coetáneos de la señora Mattulich, que seguramente habían vivido lo que ella relataba, parecían mortificados, como si compartieran su vergüenza. Sí, todos ellos debían de haberlo sabido todo el tiempo.

—¿Asesinar? —dijo mamá Mattulich—. ¡No! Los corté. Tenía que hacerlo. Era lo correcto. —Levantó el mentón con orgullo, después lo dejó caer—. Maté a mis bebés por… por… No sé por quién. ¿Y ahora usted me llama asesina? ¡Hijo de perra! ¿De qué me sirve su justicia ahora? La necesitaba entonces… ¿dónde estaba usted entonces? —De pronto, así como así, rompió a llorar y las lágrimas se convirtieron casi inmediatamente en rabia—. Si los míos tenían que morir, entonces los de ella también… ¿Por qué va a salirle todo bien, tan fácil? la malcrié… hice lo que pude, hice lo que pude, no es justo…

La pentarrápida no la estaba dominando bien… no, sí estaba funcionando, decidió Miles, pero las emociones de ella eran demasiado poderosas. Si aumentaba la dosis, tal vez eso calmaría un poco los estallidos emocionales, pero no les daría una confesión más completa. Miles tenía el estómago revuelto, una reacción que esperaba estar disimulando bien. Tenía que terminar pronto.

—¿Por qué le rompió el cuello a Raina en lugar de cortárselo?

—Harra no tenía que saberlo —contestó la señora Mattulich— Pobre bebé. Tenía que parecer que se había muerto sola…

Miles miró a Lem, al portavoz Karal.

—Parece que hay muchos otros que estaban de acuerdo con usted en que Harra no debía saberlo.

—No quería que fuera por mi boca —repitió Lem con empecinamiento.

—Quería que no sufriera dos veces, milord —dijo Karal—. Ya había sufrido tanto…

Miles miró a Harra a los ojos.

—Creo que todos ustedes la subestiman. Esa ternura excesiva insulta tanto su inteligencia como su voluntad. Harra viene de una línea dura, sí, señor.

Harra aspiró hondo, tratando de controlar el temblor. Asintió mirando a Miles corno para decirle Gracias, hombrecito. Él le devolvió el gesto con una inclinación de cabeza, Sí, entiendo.

—No estoy seguro de dónde está la justicia en este caso —dijo Miles—, pero puedo jurarles algo: los días del encubrimiento terminaron. No habrá más crímenes secretos en la noche. La luz del día ha llegado. Y hablando de crímenes en la noche —se volvió hacia la señora Mattulich—, ¿fue usted la que trató de cortarle el cuello a mi caballo anoche?

—Lo intenté —dijo la señora Mattulich, más tranquila ahora en una onda de dulzura de la pentarrápida—, pero levantaba la cabeza y hasta la patas.

—¿Por qué mi caballo? —Miles no podía disimular la exasperación que había en su voz, aunque el manual de interrogatorio exigía un tono más reposado.

_No podía atacarle a usted —dijo la señora Mattulich con sencillez.

—¿Infanticidio retroactivo por interpósita persona… o animal? —murmuró.

—Sí —respondió la señora Mattulich y su odio atravesó incluso la asquerosa alegría de la pentarrápida—, usted es el peor. Todo lo que sufrí, todo lo que hice, todo el dolor y aparece usted al final. Un mutante convertido en señor de todos nosotros y todas las reglas cambiadas, traicionadas al final por la debilidad de una mujer de otro mundo. Usted consigue que todo lo que hice no valga nada. Lo odio. Mutante sucio… —Su voz siguió murmurando cosas ininteligibles.

Miles respiró hondo, y miró a su alrededor. El silencio era profundo y nadie se atrevía a romperlo.

—Creo —dijo— que eso concluye mi investigación sobre los hechos de este caso.

El misterio de la muerte de Raina estaba resuelto.

Por desgracia, todavía quedaba el problema de la justicia.

Miles se fue a pasear.

El cementerio, aunque no era mucho más que un claro en el bosque, era un lugar de paz y belleza bajo la luz de la mañana. El arroyo borboteaba sin cesar, formando sombras verdes, cambiantes y reflejos cegadores. La brisa leve que había acabado con lo que quedaba de la niebla de la noche susurraba entre los árboles, y las criaturas pequeñas, de corta vida, que todos, excepto los biólogos de Barrayar, llamaban escarabajos, cantaban y titilaban entre las manchas de los arbustos nativos.

—Bueno, Raina —suspiró Miles—, ¿y ahora qué hago? —Pym se había quedado en lo bordes del claro, para dejarle libertad—. No te preocupes —le aseguró Miles a la pequeña tumba—: Pym ya me ha visto otras veces hablando con los muertos y tal vez crea que estoy loco. Pero está demasiado bien entrenado para decirlo.

Pym no parecía muy contento, en realidad, ni demasiado bien tampoco. Miles se sentía un poco culpable por arrastrarlo hasta allí; por derecho, tendría que haber estado descansando en la cama, pero Miles necesitaba desesperadamente ese tiempo a solas. Pym no sólo sentía el efecto de la coz de Tonto. Se había quedado en silencio desde que Miles le arrancara la confesión a la señora Mattulich. Miles no estaba sorprendido. Pym se había preparado para ser el verdugo en esa excursión; la aparición de una abuela loca como víctima le preocupaba, eso era evidente . De todos modos, obedecería las órdenes de Miles, fueran cuales fueren, Miles no lo dudaba.

Pensó un poco en las peculiaridades de la ley de Barrayar, mientras caminaba sin rumbo por el claro, mirando el arroyo y la luz y levantando alguna que otra piedra con la punta de la bota. El principio fundamental era claro: se prefería el espíritu a la letra, la verdad a los tecnicismos. Se consideraba el precedente menos importante que el juicio de un hombre en el lugar de los hechos. Por desgracia, el hombre que iba a juzgar en el lugar de los hechos era él. Así que no tenía salvación, no podía correr a protegerse bajo leyes automáticas ni esconderse en un la ley lo dice como si la ley fuera algún señor superior con una voz real. La única voz en este caso era la suya.

¿Y a quién serviría la muerte de esa vieja medio loca? ¿A Harra? La relación entre madre e hija había quedado herida de muerte. Miles lo había visto en los ojos de ambas, y, sin embargo, Harra no tenía estómago para pensar en el matricidio. Miles casi prefería que fuera así, porque tenerla a su lado clamando venganza hubiera sido una fuente de distracción en ese momento. La justicia más obvia era una recompensa bien pobre para el coraje de Harra al ir a denunciar el crimen. ¿Raina? Ah. Eso era mucho más difícil de decir.

—Me gustaría poner a esa vieja bruja a tus pies, damita —murmuró Miles—. ¿Eso es lo que quieres? ¿Te sirve de algo? ¿Qué te serviría? ¿Éste es el gran incendio que te prometí?

¿Qué tipo de sentencia brillaría más a lo largo de la gran montaña Dendarii? ¿Debía sacrificar a ese pueblo en aras de una afirmación política más importante, eso, a pesar y por encima de sus deseos? ¿O debía olvidarlo todo y juzgar sólo para los que estaban involucrados? Cogió una piedra y la arrojó con toda su fuerza al arroyo. La piedra desapareció en el lecho del río invisible.

Miles se volvió y vio al portavoz Karal en el extremo del cementerio. Karal inclinó la cabeza y se acerco con cuidado.

—Milord —saludó.

—Diga —respondió.

—¿Ha llegado a una conclusión?

—En realidad, no. —Miles miró a su alrededor— Cualquier cosa que no sea la muerte de la señora Mattulich parece… inadecuada desde le punto de vista de la justicia y sin embargo… no veo a quién voy a servir con su muerte.

_Yo tampoco lo veía. Por eso adopté la postura que tenía al principio.

—No… —aseguró Miles lentamente—, no, usted estaba equivocado en eso. En primer lugar, esa forma de proceder casi mata a Lem Csurik. Yo estaba dispuesto a perseguirlo con una fuerza mortal en cierto momento. Y casi destruye su matrimonio con Harra. La verdad es mejor. Un poco mejor. Por lo menos no es un error fatal. Seguramente… seguramente podré hacer algo con la mujer.

—Al principio no sabía qué esperar de usted —admitió Karal.

Miles meneó la cabeza.

—Quería cambiar las cosas. Hacer algo distinto. Ahora… no lo sé.

El portavoz Karal frunció el ceño.

—Pero estamos cambiando.

—No lo suficiente. No lo bastante rápido.

—Usted todavía es joven, por eso no se da cuenta de cuánto cambiamos, de lo rápido que lo hacemos. Mire la diferencia que hay entre Harra y su madre. Dios… Mire la diferencia entre la señora Mattulich y su madre. Esa sí era una bruja. —El portavoz Karal se estremeció—. Yo la recuerdo muy bien. Y sin embargo, no era distinta a las demás en su época. En este momento, si hablamos de cambios, no creo que usted pudiera pararlos si quisiera. En el minuto en que tengamos un receptor de satélite aquí, y entremos en la red común, el pasado habrá terminado. Cuando los chicos vean el futuro… su futuro, se volverán locos por él. Los viejos como la señora Mattulich ya lo han perdido. Los viejos lo saben, no crea que no. ¿Por qué cree que no fuimos capaces de conseguir por lo menos una pequeña unidad para el pueblo? No es sólo el costo. Los viejos se oponen. Lo llaman corrupción del planeta, pero en realidad, tienen miedo al futuro.

—Todavía hay tanto por hacer.

—Ah, sí. Somos un pueblo desesperado, eso es verdad. Pero tenemos esperanza. No creo que usted se dé cuenta de lo mucho que ha hecho sólo con venir aquí.

—Yo no he hecho nada —dijo Miles con amargura—. Me limité a aguardar, eso es todo. Y ahora, estoy seguro de que voy a terminar igual, es decir, sin hacer nada. Y después me iré a casa. ¡Maldición!

El portavoz Karal se mordió los labios, se miró los pies y después las colinas altas.

—Usted está haciendo algo por nosotros todo el tiempo, señor mutante. ¿Cree que es invisible?

Miles esbozó una sonrisa de dolor.

—Ah, Karal, soy una banda de un solo hombre. Soy un desfile.

—Tal cual. La gente normal necesita ejemplos extraordinarios. Así pueden decirse a sí mismos, si él puede hacer eso, seguramente yo puedo hacer esto otro. No hay excusa.

—No hay cuartel, sí. Conozco el juego. Participo en él desde que nací.

—Creo —dijo Karal— que Barrayar lo necesita, señor. Necesita que usted siga siendo tal como es ahora.

—Barrayar me va a comer, si puede.

—Sí —dijo Karal con los ojos en el horizonte—, es cierto. —Su mirada bajó a las piedras que tenía entre los pies— Pero nos come a todos, al final, ¿no es verdad? Usted vivirá más que los viejos.

—Nos come a todos al final… o al principio —señaló Miles— No me diga a mí a quién voy a sobrevivir. Dígaselo a Raina.

Karal inclinó un poco los hombros.

—Cierto. Cierto. Dicte su sentencia, señor. Yo le apoyaré.

Miles los reunió a todos en el patio de Karal para su audiencia, y esta vez la galería iba a ser su podio. El interior de la cabaña hubiera sido demasiado caluroso y cerrado para esa multitud, sofocante con el sol de la tarde cayendo sobre el tejado, aunque afuera la luz hacía parpadear. Todos estaban allí, todos los que pudieron traer. El portavoz Karal, la señora Karal, sus hijos, todos los Csurik, la mayoría de los curiosos que habían venido a la celebración funeraria de la noche anterior, hombres, mujeres, chicos. Harra estaba sentada, sola. Lem seguía tratando de sostenerle la mano aunque, por la manera en que ella lo esquivaba, era evidente que no quería que la tocaran. La señora Mattulich estaba sentada junto a Miles, silenciosa y dura, flanqueada por Pym y el ayudante Alex, quien se sentía muy incómodo.

Miles levantó el mentón, para ajustarse el cuello alto del uniforme verde, todo lo lustrado y elegante que permitía la experiencia de ordenanza de Pym. El uniforme del Servicio Imperial que Miles se había ganado. ¿Sabía toda esa gente que él se lo había ganado, o todos creían que había sido un regalo de su padre, nepotismo en el trabajo? A la mierda con lo que pensaran. Él lo sabía. Se quedó de pie frente a esa gente y se aferró a la barandilla de la galería.

—He concluido la investigación de las acusaciones presentadas frente a la corte del conde por Harra Csurik en relación con el asesinato de su hija Raina. Por evidencias, testimonios de otros y confesión, encuentro a Mara Mattulich culpable de esta muerte. Ella retorció el cuello del bebé hasta darle muerte y después trató de ocultar el crimen. Incluso cuando su ocultamiento puso en peligro mortal a su yerno, Lem Csurik, por falsas acusaciones. A la luz de la indefensión de la víctima, la crueldad del método y el egoísmo cobarde del ocultamiento, no encuentro ninguna excusa ni circunstancia atenuante del crimen.

»Además, Mara Mattulich, se confiesa autora de otros dos infanticidios hace unos veinte años, sus propios hijos. Estos hechos serán proclamados por el portavoz Karal de extremo a extremo del valle Silvy, hasta que todos sus habitantes hayan sido informados.

Sentía la mirada feroz de la señora Mattulich clavada en la espalda. Sí, vamos, ódiame, vieja. Todavía pienso enterrarte y tú lo sabes. Tragó saliva y siguió adelante, escudándose en la formalidad del lenguaje.

—Por este crimen sin circunstancias atenuantes, la única sentencia aceptable es la muerte. Por consiguiente, yo sentencio a muerte a Mara Mattulich. Pero considerando su edad y su relación con la parte injuriada de este caso, Harra Csurik, prefiero dejar en suspenso la ejecución de la sentencia. Indefinidamente.

Miles vio por el rabillo del ojo que Pym dejaba escapar con mucho cuidado, muy imperceptiblemente, un suspiro de alivio. Harra se retorcía el pelo pajizo entre los dedos y escuchaba con toda atención.

—Pero estará muerta a los ojos de la ley. Todas sus propiedades, incluso la ropa que lleva encima, pertenecen desde hoy a su hija Harra, que podrá disponer de ellas. Mara Mattulich no podrá tener propiedades ni firmar contratos ni hacer denuncias por injurias ni ejercer su voluntad en testamento después de su muerte. No puede abandonar el valle Silvy sin permiso de Harra. Harra tendrá el mismo poder sobre ella que un padre sobre un hijo o un tutor sobre una persona senil. En ausencia de Harra, la sustituirá el portavoz Karal. Mara Mattulich tendrá que ser vigilada para que no haga daño a ningún otro niño.

»También morirá sin pompa. Nadie, ni Harra ni ningún otro, hará una hoguera para ella cuando finalmente baje al polvo. Así como ella asesinó su futuro, su futuro sólo le devolverá la muerte a su espíritu. Morirá como mueren los que no tienen hijos, sin recuerdo.

Un suspiro profundo recorrió las bocas de los más viejos de la multitud. Por primera vez, Mara Mattulich inclinó el cuello erguido.

Algunos, y Miles lo sabía, encontrarían eso meramente simbólico. Otros lo verían como una auténtica sentencia a muerte, según la fuerza de sus creencias. Éstos y los que veían la mutación como un pecado que debía ser expiado a través de la violencia. Pero hasta los menos supersticiosos entendían el mensaje, Miles lo veía en sus caras. Bien.

Miles se volvió a la señora Mattulich y bajó la voz.

—De ahora en adelante, cada vez que respires será gracias a mi misericordia. Cada pedazo de comida que muerdas será gracias a la caridad de Harra. Por caridad y por piedad, como las que tú no supiste dar, así vivirás. Mujer muerta.

—Piedad, señor mutante. —El gruñido era bajo, triste, derrotado.

—Creo que lo has entendido —dijo él entre dientes. Le hizo una reverencia, infinitamente irónica, y le volvió la espalda— Soy la voz del conde Vorkosigan. Esto concluye mi misión aquí.

Miles se reunió con Lem y Harra poco después, en la cabaña del portavoz Karal.

—Voy a proponerle una cosa. —Miles controló sus nerviosas idas y venidas y se quedó de pie frente a ellos—. Tiene toda la libertad del mundo. Puede rechazarla si quiere o tomarse el tiempo necesario para pensarla. Sé que ahora está muy cansada. —Como todos. ¿De verdad había estado en el valle Silvy sólo un día y medio? Parecía un siglo. Le dolía la cabeza de cansancio. Harra también tenía los ojos enrojecidos— Primero, ¿sabe leer y escribir?

—Algo —admitió Harra—. El portavoz Karal nos enseñó algo, y la señora Lannier.

—Bien, es suficiente. Por lo menos, no empezaría de cero. Mire. Hace unos años, Hassadar fundó una escuela para maestros. No es grande, pero ya funciona. Hay becas. Puedo hacer que le den una si quiere vivir en Hassadar durante tres años y dedicarse por completo al estudio.

—¿Yo? —dijo Harra—. ¡Yo no puedo ir a esa escuela! No sé nada…

—Conocimientos es lo que debe tener cuando salga, no cuando entre. Mire, ellos saben con qué se enfrentan en este distrito. Tienen muchos cursos de apoyo. Es verdad que usted va a tener que trabajar más que otros para mantenerse al mismo nivel que los de la ciudad y los de las tierras bajas. Pero sé que tiene el valor necesario y sé que tiene voluntad. El resto es sólo levantarse y darse contra la pared una y otra vez hasta que se derrumbe. Usted tiene una buena frente para eso, ¿verdad? Puede hacerlo, estoy seguro.

Lem, sentado junto a Harra, parecía preocupado. Le cogió la mano otra vez.

—¿Tres años? —murmuró—. ¿Tan lejos?

—El estipendio que da la escuela es bajo —prosiguió Miles—. Pero Lem, tengo entendido que usted es carpintero. Ahora se construye mucho en Hassadar. Creo que va a ser la próxima Vorkosigan Vashnoi. Estoy seguro de que conseguiría trabajo. Entre los dos, pueden mantenerse.

Lem pareció aliviado al principio, después muy preocupado.

—Pero todos ellos usan máquinas, ordenadores… robots…

—De ninguna manera. Y además nadie nació sabiendo usarlos. Si ellos pueden aprender, usted también. Además, los ricos pagan muy bien por el trabajo manual, objetos únicos, si la calidad es buena. Puedo ocuparme de que empiece, y eso es generalmente lo peor. Después, estoy seguro de que usted puede seguir solo.

—Dejar el valle… —dijo Harra en tono triste.

—Sólo para poder volver. Ésa es la otra parte de la propuesta. Puedo traer una unidad de comunicaciones, una pequeña con autonomía propia. Alguien tendrá que bajar a Vorkosigan Surleau a reemplazar la unidad energética una vez por año, pero eso no es ningún problema. El equipo completo no costaría más que… digamos, un planeador nuevo. —Como el pequeño de color rojo que Miles había visto en casa de un vendedor en Vorbarr Sultana, ideal como regalo de graduación, les había insinuado a sus padres. El crédito que necesitaba para comprarlo estaba allí, en el cajón superior de su cómoda en la casa del lago en Vorkosigan Surleau—. No es un proyecto de gran envergadura, como instalar un receptor satélite para todo el valle o algo así. El holovídeo podría captar las emisiones educativas vía satélite desde la capital, habría que instalarlo en una cabaña céntrica, agregar un par de terminales para los chicos y ya estaría lista la escuela. Todos los chicos tendrían que asistir a clase y el portavoz Karal se ocuparía de eso, aunque una vez que descubran el holovídeo le aseguro que tendrá que pegarles para que vuelvan a casa. Yo… —Miles se aclaró la garganta—, yo había pensado que podría llamarse Escuela Primaria Raina Csurik.

Harra lo miró y se echó a llorar por primera vez en ese día terrible. Lem le dio unas palmaditas con torpeza. Ella, por fin, le devolvió el apretón de manos.

—Puedo traer a algún profesor de las tierras bajas —continuó Miles—. Conseguiré uno con un contrato temporal, hasta que usted vuelva. Pero él o ella no entenderá el valle como usted. No entenderían el porqué. Usted… usted ya lo sabe. Usted ya sabe lo que no pueden enseñarle en ninguna escuela de las tierras bajas.

Harra se frotó los ojos y miró hacia arriba… a él.

—Usted fue a la Academia Imperial.

—Sí. —Insistió con orgullo.

—Entonces yo… yo puedo arreglármelas en la escuela de maestros de Hassadar. —El nombre sonaba raro en sus labios — Pase lo que pase, voy a intentarlo, milord.

—Apuesto a que lo conseguirá. Los dos. Pero —añadió y esbozó una sonrisa— manténganse firmes y digan la verdad, ¿eh?

Harra parpadeó al comprender. Una media sonrisa le iluminó la cara cansada, una sonrisa fugaz.

—Lo haré. Hombrecito.

Al día siguiente, Gordo Tonto voló a casa, en un furgón para caballos, junto con Pym. Dea fue con sus pacientes y su némesis, la yegua alazana. Había venido un guardaespaldas de reemplazo con el hombre que trajo el furgón desde Vorkosigan Surleau, para ayudar a Miles a llevar los dos caballos que quedaban de vuelta a casa. Bueno, meditó Miles, había pensado en hacer un viaje a caballo por las montañas con su primo Ivan. El hombre de librea era el veterano lacónico Esterhazy, a quien Miles conocía de toda la vida, una excelente compañía para alguien que no quería hablar de lo que había pasado: a diferencia de lo que ocurría con Ivan, uno casi podía olvidarse de Esterhazy. Miles se preguntó si la misión se la habían encomendado por casualidad o por merced del conde. Esterhazy era muy bueno con los caballos.

Acamparon de noche junto al río de los rosales. Miles paseó por el valle a la luz del atardecer, buscando, sin mucho interés, las fuentes del río. La barrera floral parecía desaparecer unos dos kilómetros arroyo arriba, donde se fundía con una mata de arbustos apenas un poco menos impenetrable. Miles cortó una rosa, miró a su alrededor para asegurarse de que Esterhazy no estaba a la vista y la mordisqueó con curiosidad. Era evidente que él no era un caballo. Y una rama cortada, probablemente, no aguantaría el viaje de vuelta como regalo para Tonto. Su caballo se las arreglaría con avena.

Miles vio cómo las sombras del atardecer inundaban la columna de la cadena de Dendarii, alta y compacta en la distancia. ¡Qué pequeñas parecían esas montañas desde el espacio! Arrugas diminutas en la piel de un globo que él podía cubrir con una mano, toda la masa inmensa invisible por la distancia. Qué era ilusorio, ¿la distancia o la cercanía? La distancia, decidió Miles. La distancia era una mentira. ¿Lo había averiguado su padre? Miles creía que sí.

Pensó en su afán de invertir todo su dinero, no sólo lo que valía un planeador, en esas montañas; dejarlo todo y dedicarse a enseñar a leer y escribir a los chicos, instalar una clínica gratuita, una red satélite o las tres cosas a la vez. Pero el valle Silvy era sólo una de tantas comunidades enterradas en esas montañas, una de tantas en todo Barrayar. Los impuestos que se arrancaban de ese distrito servían para mantener la escuela militar de elite en la que él acababa de gastar… ¿qué parte de sus recursos? ¿Cuánto tendría que devolverles para pagar lo que le habían dado? Él mismo era un recurso planetario, su entrenamiento lo había convertido en eso y sabía cuál era su camino.

Lo que Dios quiere que seas, le había dicho su madre, puede deducirse de los talentos que Él te dio. Miles había obtenido honores académicos a fuerza de trabajo duro. Pero los juegos de guerra, burlar a los adversarios, ir un paso por delante —necesario, claro, allí no había margen de error—, los juegos de guerra habían sido un inmenso placer. La guerra había sido algo muy real allí, no hacía mucho. Y podía volver a ocurrir. Lo que uno hace mejor es lo que se le exige. Dios parecía estar de acuerdo con el emperador en ese punto, por lo menos, aunque no lo estuviera en ningún otro.

Miles había hecho su juramento de oficial al emperador hacía menos de dos semanas, lleno de orgullo por su logro. En su interior se había imaginado cumpliendo con ese juramento en medio de una batalla terrible, de la tortura del enemigo, y de quién sabe qué más, incluso mientras compartía los comentarios cínicos de Ivan acerca de las arcaicas espadas y la gente que insistía en usarlas.

Pero en la oscuridad de las tentaciones más sutiles, las que herían y carecían del consuelo del heroísmo, se daba cuenta de que, en su corazón, el emperador ya no sería nunca más el símbolo de Barrayar.

Descansa en paz, damita, pensó dirigiéndose a Raina. Te has ganado un pobre caballero retorcido y moderno que llevará tus colores en la manga. Pero ambos hemos nacido en un pobre mundo retorcido, un mundo que nos rechaza sin piedad y que nos expulsa sin consultarnos. Por lo menos, no arremeter contra molinos de viento por ti. Enviaré zapadores para minar a los imbéciles y los haré volar por los cielos…

Ahora sabía a quien servía. Y por qué no podía rendirse. Ni fallar.

Загрузка...