PRIMERA PARTE Su maculado origen

1

Érase una vez, cuando el mundo era joven, un marciano llamado Valentine Michael Smith.

Valentine Michael Smith fue tan real como los impuestos, pero de una estirpe distinta.

Los miembros de la primera expedición terrestre al planeta Marte fueron seleccionados a partir de la teoría de que el mayor peligro para el hombre en el espacio es el propio hombre. En aquella época, sólo ocho años terrestres después de la fundación de la primera colonia humana en la Luna, cualquier viaje interplanetario tripulado tenía que hacerse necesariamente a través de tediosas órbitas en caída libre: de la Tierra a Marte significaba doscientos cincuenta y ocho días, lo mismo para el regreso, más cuatrocientos cincuenta y cinco días esperando en Marte mientras los planetas se arrastraban lentamente en sus eclípticas hasta volver a situarse en las posiciones relativas adecuadas que permitirían trazar la órbita de doble tangente… Un total de casi tres años terrestres.

Además de esa tediosa longitud, el viaje era muy arriesgado. Sólo repostando en una estación espacial, luego volviendo casi de regreso a la atmósfera de la Tierra, podría ese primitivo ataúd volante, la Envoy, realizar el viaje. Una vez en Marte, le sería posible volver… si no se había estrellado al llegar, si encontraba agua para llenar sus tanques de masa reactiva, si se encontraba alguna clase de comida en Marte, si otras mil cosas no salían mal.

Pero el peligro físico era considerado menos importante que la tensión psicológica. Ocho seres humanos, apretujados durante casi tres años terrestres en un espacio reducido, tenían que congeniar mucho mejor de lo que normalmente lo hacen los hombres. Por razones aprendidas de experiencias anteriores, se había rechazado la idea de una dotación compuesta exclusivamente por individuos del sexo masculino por considerarla una situación tanto física como socialmente inestable. Se decidió que lo óptimo era un conjunto de cuatro matrimonios, si podían hallarse los especialistas necesarios que formaran tal combinación.

La Universidad de Edimburgo, el contratista primario, subcontrató la selección de la tripulación al Instituto para Estudios Sociales. Tras descartar a todos los voluntarios que no reunían los requisitos indispensables de edad, salud, mentalidad, formación o carácter, el Instituto se encontró con que tenía nueve mil candidatos potenciales, todos ellos sanos en cuerpo y mente y con al menos una de las especializaciones necesarias requeridas. Se esperaba que el Instituto proporcionara varias tripulaciones de cuatro parejas aceptables.

No pudo hallarse ni una sola de esas tripulaciones. Las especialidades más importantes requeridas eran astrogación, medicina, mecánica, cocina, pilotaje de naves, semántica, ingeniería química, ingeniería electrónica, física, geología, bioquímica, biología, ingeniería atómica, fotografía, cultivos hidropónicos, ingeniería de cohetes. Cada miembro de la tripulación tenía que poseer más de una especialización, o ser capaz de adquirirla en el tiempo necesario. Había centenares de combinaciones posibles de ocho personas en posesión de tales especializaciones; al fin salieron tres combinaciones de cuatro parejas casadas que las poseían…, pero en los tres casos los especialistas en dinámica de grupo que evaluaban los factores temperamentales en busca de compatibilidad se llevaron las manos a la cabeza, llenos de horror.

El contratista primario sugirió bajar el listón de la importancia de la puntuación relativa a la compatibilidad; el Instituto ofreció rígidamente devolver el dólar de su simbólica retribución. Mientras tanto, un programador de ordenadores cuyo nombre no ha quedado registrado hizo que las máquinas buscaran tripulaciones alternativas que pudieran formar tres parejas. Halló varias docenas de combinaciones compatibles, cada una definida por sus propias características, que debían ser completadas por la pareja. Mientras tanto, las máquinas siguieron revisando las variaciones de datos producidas por defunciones, retiradas, nuevos voluntarios, etc.

El capitán Michael Brant, adscrito al Ejército, comandante de la reserva, piloto —licencia ilimitada—, y veterano de treinta vuelos a la Luna, tenía al parecer un hurón en el Instituto, alguien que le buscaba nombres de mujeres voluntarias solteras susceptibles de completar —con él— una tripulación, y luego emparejaba su nombre con el de ellas y traspasaba el problema a las máquinas para que determinasen si la combinación era o no aceptable. Eso dio como resultado un viaje en reactor a Australia para proponerle matrimonio a la doctora Winifred Coburn, una solterona especialista en semántica, con cara de caballo y nueve años mayor que él. Los archivos de Carlsbad la presentan con una expresión de relajado buen humor, pero, excepto eso, como una persona por completo carente de atractivo.

O quizá Brant actuó sin información interior, impulsado simplemente por ese rasgo de audacia intuitiva necesario para dirigir una exploración. Sea como fuese las luces parpadearon, las tarjetas perforadas brotaron, y así se halló finalmente una tripulación para la Envoy:

El capitán Michael Brant, comandante de la expedición y piloto, astrogador, cocinero suplente, fotógrafo suplente, ingeniero de cohetes.

La doctora Winifred Coburn de Brant, cuarenta y un años, especialista en semántica, enfermera titulada, oficial de intendencia, historiadora.

El señor Francis X. Seeney, veintiocho años, segundo comandante, segundo piloto, astrogador, astrofísico, fotógrafo.

La doctora Olga Kovalic de Seeney, veintinueve años, cocinera, bioquímica, especialista en hidropónica.

El doctor Ward Smith, cuarenta y cinco años, médico y cirujano, biólogo.

La doctora Mary Jane Lyle de Smith, veintiséis años, ingeniera atómica, técnica en electrónica y energía.

El señor Sergei Rimsky, treinta y cinco años, ingeniero electrónico, ingeniero químico, mecánico no diplomado y encargado de instrumentos, criólogo.

La señora Eleonora Álvarez de Rimsky, treinta y dos años, especialista en geología, selenología e hidropónica.

La tripulación poseía todas las especializaciones requeridas, aunque en algunos casos las especializaciones secundarias habían sido adquiridas a través de un entrenamiento intensivo durante las semanas que precedieron al lanzamiento. Y, lo que era más importante, el carácter de todos sus miembros resultaba mutuamente compatible.

Demasiado compatible, quizá.

La Envoy partió sin ningún problema, según lo previsto. Durante la primera parte del viaje sus informes diarios pudieron ser captados por los radioyentes particulares; a medida que se fue alejando y se debilitaron las señales, los satélites de comunicaciones se encargaron de retransmitirlas a la Tierra. La tripulación parecía hallarse en perfectas condiciones físicas, y enteramente feliz. Lo peor con lo que tuvo que enfrentarse la doctora Smith fue una infección de tiña. La tripulación se adaptó bien a la ingravidez y, tras los primeros ocho días, ni siquiera necesitaron tomar pastillas contra el mareo. Si el capitán Brant tuvo algún problema de tipo disciplinario, no informó de él a la Tierra.

La Envoy entró en una órbita de aparcamiento justo dentro de la órbita de Fobos, y pasó dos semanas dedicada a la exploración fotográfica. Luego, el capitán Brant anunció por radio: «Intentaremos el amartizaje mañana a las doce horas, HMG, al sur del Lacus Soli».

Después de éste no se recibió ningún mensaje más.

2

Transcurrió un cuarto de siglo de la Tierra antes de que Marte volviera a ser visitado por seres humanos. Seis años después que la Envoy quedara en silencio, la sonda teledirigida Zombie, patrocinada conjuntamente por la Geographic Society y la Société Astronautique Internationale, cruzó el vacío, se estableció en órbita en torno del planeta durante el período de espera, y luego regresó. Las fotografías tomadas por el vehículo robot mostraron un terreno desprovisto de atractivos según los estándares humanos; sus instrumentos de grabación confirmaron lo tenue y poco conveniente que era la atmósfera de la zona para la vida humana.

Pero las imágenes que proporcionó la Zombie demostraron también claramente que los «canales» eran obras de ingeniería de algún tipo, y otros detalles fueron interpretados como ruinas de ciudades. De no haber estallado la Tercera Guerra Mundial, sin duda se hubiera organizado sin más demora una expedición tripulada a gran escala.

Pero la guerra y el consiguiente retraso dieron al fin como resultado una expedición mucho mejor preparada y más segura que la de la perdida Envoy. La nave Champion de la Federación, con una tripulación totalmente masculina de dieciocho astronautas experimentados y un número mayor de colonos, también masculinos, cubrió la distancia en sólo diecinueve días gracias al impulsor Lyle. La Champion amartizó al sur del Lacus Soli, puesto que el capitán Van Tromp tenía intención de buscar la Envoy. La segunda expedición informó diariamente a la Tierra por radio, pero tres de esos informes fueron del mayor interés científico.

El primero decía: «Nave espacial Envoy localizada. No hay supervivientes».

El segundo y más sensacional afirmaba: «Marte está habitado».

El tercero indicaba: «Corrección al despacho 23-105: localizado un superviviente de la Envoy».

3

El capitán Willem van Tromp era una persona humanitaria y con muy buen sentido. En su viaje de vuelta, antes de aterrizar, radió:

—Mi pasajero no debe, repito, no debe ser sometido a la tensión de ninguna recepción pública. Preparen una lanzadera de baja gravedad, una camilla y un servicio de ambulancia, y una guardia armada.

Envió al cirujano de la nave, el doctor Nelson, para que se asegurase de que Valentine Michael Smith era instalado en una suite en el Centro Médico de Bethesda, transferido a una cama hidráulica y protegido de todo contacto con el exterior por una guardia de guardiamarinas. El propio Van Tromp acudió a informar a una sesión extraordinaria del Consejo Supremo de la Federación.

En el mismo momento en que se acomodaba a Valentine Michael Smith en su cama, el ministro para las Ciencias decía, en un tono algo impertinente:

—Admito, capitán, que su autoridad como comandante militar de lo que, pese a todo, era primariamente una expedición científica, le confiere el derecho de ordenar que se prodiguen servicios médicos extraordinarios para proteger a una persona que se halla temporalmente a su cargo, pero no comprendo qué razones puede tener ahora para intervenir en una cuestión que corresponde a mi departamento. ¡Porque Smith constituye el hallazgo de un auténtico tesoro de información científica!

—Sí. Supongo que lo es, señor.

—Entonces, ¿por qué…? —el ministro para las Ciencias se volvió hacia el ministro para la Paz y la Seguridad—. ¿David? Evidentemente, este asunto entra ahora en mi jurisdicción. ¿Dará usted las instrucciones necesarias a su gente? Después de todo, uno no puede esperar que personas del calibre del profesor Kennedy y el doctor Okajima, por citar sólo a dos, estén dispuestos a permanecer cruzados de brazos. No lo aceptarán.

El ministro para la Paz no respondió, pero miró interrogativamente al capitán Van Tromp. El capitán negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —insistió el ministro para las Ciencias—. Ha admitido usted que su pasajero no está enfermo.

—Déle al capitán una oportunidad, Pierre —aconsejó el ministro para la Paz—. ¿Y bien, capitán?

—Smith no está enfermo, señor —dijo el capitán Van Tromp al ministro para la Paz—, pero tampoco está bien. Nunca se vio sometido a un campo de una gravedad. Aquí pesa más de dos veces y media lo que está acostumbrado a pesar, y sus músculos no le responden. Tampoco está habituado a la presión atmosférica normal de la Tierra. No está familiarizado con nada, y es probable que la tensión sea excesiva para él. Por las campanas del infierno, caballeros, también yo me siento exhausto por el hecho de hallarme de nuevo a una g…, y eso que nací en este planeta.

El ministro para las Ciencias adoptó una expresión desdeñosa.

—Si la fatiga de la aceleración es todo lo que le preocupa, permítame asegurarle, mi querido capitán que ya hemos anticipado esto. Su respiración y sus funciones cardíacas serán monitorizadas cuidadosamente. Puedo asegurarle que no carecemos por completo de imaginación y previsión. Al fin y al cabo, también yo he salido ahí fuera. Sé lo que se siente. Ese hombre, Smith, debe…

El capitán Van Tromp decidió que había llegado el momento de iniciar su pataleta. Podía disculparla por el cansancio que le embargaba —un auténtico cansancio, se sentía como si acabara de posarse en Júpiter—, y era muy consciente de que ni siquiera un alto consejero podía permitirse adoptar una actitud demasiado rígida con el comandante de la primera expedición a Marte saldada con éxito.

Así que interrumpió al ministro con un bufido de disgusto.

—¡Ja! «Ese hombre, Smith…» ¡Ese hombre! ¿Acaso no se da cuenta de que no lo es?

—¿Eh?

—Smith… no… es… un… hombre.

—¿Cómo? Explíquese, capitán.

—Smith no es un hombre. Es una criatura inteligente, con los genes y los antepasados de un hombre, pero no es un hombre. Es más un marciano que un hombre. Hasta que llegamos nosotros, nunca había posado los ojos en un ser humano. Piensa como un marciano, siente como un marciano. Ha sido criado y educado por una raza que no tiene nada en común con nosotros. Una raza que ni siquiera tiene sexo. Smith nunca ha puesto los ojos en una mujer… ni siquiera ahora, si mis órdenes han sido cumplidas. Es un hombre por ascendencia, pero un marciano por medio ambiente. Ahora, si quieren ustedes volverle loco y estropear ese «hallazgo de un tesoro de información científica», llamen a sus profesores de cabeza cuadrada y déjenles que lo sacudan de un lado para otro. No le concedan ni la más re mota posibilidad de recuperarse y fortalecer su cuerpo y acostumbrarse al manicomio que es este planeta. Simplemente sigan adelante y estrújenlo como una naranja. La responsabilidad no será mía: ¡yo ya he cumplido con mi trabajo!

El silencio que siguió fue roto en voz baja por el propio secretario general Douglas.

—Y hay que reconocer que ha sido un buen trabajo, capitán. Su consejo será sopesado, y nos aseguraremos de no hacer nada de una forma demasiado precipitada. Si ese… hombre-marciano, Smith, necesita unos cuantos días para adaptarse, estoy seguro de que la ciencia podrá esperar… así que tómeselo con calma, Pete. El capitán Van Tromp está cansado.

—Hay algo que no puede esperar —intervino el ministro para la Información Pública.

—¿Eh, Jock?

—Si no mostramos dentro de poco a ese Hombre de Marte en los estéreos, va a encontrarse usted con un montón de desórdenes entre las manos, señor secretario.

—Hum… Exagera usted, Jock. Hablaremos mucho de Marte en las noticias, por supuesto. Yo condecorando al capitán y a su valiente tripulación… Mañana, creo que será el mejor momento. El capitán Van Tromp relatando sus experiencias…, evidentemente después de una noche de descanso, capitán.

El ministro negó con la cabeza.

—¿Eso no sirve, Jock?

—El público esperaba que la expedición regresara con un marciano auténtico y vivo al que poder hincarle el diente. Puesto que no lo han hecho, necesitamos a Smith, y lo necesitamos desesperadamente.

—¿Marcianos vivos? —el secretario general Douglas se volvió para mirar a Van Tromp—. Tomó usted películas de los marcianos, ¿verdad?

—Miles de metros.

—Ahí tiene su respuesta, Jock. Cuando empiece a flaquear nuestra reserva de noticias en directo, pasaremos las películas de los marcianos. A la gente le encantarán. Y ahora, capitán, respecto a esta posibilidad de extraterritorialidad: ¿Dice usted que los marcianos no se oponen a ello?

—Bueno, no, señor… Pero tampoco se manifiestan a favor.

—No le sigo.

El capitán Van Tromp se mordió el labio.

—Señor, no sé exactamente cómo explicarlo. Conversar con un marciano es como hablar con un eco. Uno no se enzarza en ninguna discusión, pero tampoco obtiene ningún resultado.

—¿Dificultades semánticas? Quizá debió venir usted acompañado de su… ¿cómo se llama?, experto en semántica. ¿O acaso está aguardando fuera?

—Mahmoud, señor. No, el doctor Mahmoud no se encuentra bien. Una… ligera indisposición nerviosa, señor —Van Tromp reflexionó que el estar borracho como una cuba era más o menos el equivalente moral.

—¿Mareo espacial?

—Un poco, tal vez. —¡Aquellos malditos marmotas!

—Bien, tráigale aquí en cuanto se sienta mejor. Y supongo que ese joven Smith también nos servirá de ayuda como intérprete.

—Quizá —dijo Van Tromp, dubitativo.

El joven Smith estaba atareadísimo en aquellos momentos tratando tan sólo de seguir con vida. Su cuerpo, insoportablemente comprimido y debilitado por la extraña forma del espacio existente en aquel increíble lugar, logró al fin un cierto alivio gracias a la suavidad del nido donde le habían colocado aquellos otros individuos. Renunció al esfuerzo de resistir y aplicó el tercer nivel a su respiración y palpitaciones cardíacas.

Comprendió de inmediato que estaba a punto de consumirse. Sus pulmones funcionaban casi con la misma intensidad con que lo hacían en su hogar, el corazón aceleraba su ritmo para distribuir la afluencia, todo ello en un intento de contrarrestar los efectos opresores de aquel espacio… y todo ello en una situación en la que se veía asfixiado por una atmósfera venenosamente intensa y peligrosamente cálida. Tomó de inmediato precauciones.

Cuando el ritmo cardíaco descendió a veinte latidos por minuto y la respiración fue casi imperceptible, lo mantuvo todo así y se observó a sí mismo durante el tiempo suficiente como para asegurarse de que no se descorporizaría inadvertidamente mientras su atención estaba en otro lado. Cuando se sintió satisfecho de que todo funcionaba correctamente, dejó alerta una pequeña porción de su segundo nivel y retiró el resto de sí mismo. Era necesario revisar las configuraciones de aquel cúmulo de nuevos acontecimientos a fin de asimilarlos, estudiarlos y evaluarlos… no fuera caso que le engulleran.

¿Por dónde debía empezar? ¿Por cuando abandonó su hogar, con aquellos que eran ahora sus nuevos compañeros de nido? ¿O por su llegada a este aplastante espacio? Se vio bruscamente asaltado por las luces y los sonidos de esa llegada, sintió de nuevo el lacerante dolor que sacudía su cerebro. No, todavía no estaba preparado para recibir esa configuración… ¡atrás!, ¡atrás!, más atrás de la primera vez que vio a esos otros que eran ahora los suyos. Más atrás incluso de la curación que siguió a su primera abrumadora comprensión del hecho de que no era como sus propios hermanos de nido… allá en el mismo nido.

Ninguno de sus pensamientos se desarrollaba de acuerdo con los símbolos de la Tierra. Recientemente había aprendido a pronunciar unas pocas y sencillas palabras en inglés, pero le resultaban menos fáciles que los términos que usaría un hindú para comerciar con un turco. Smith utilizaba el inglés como quien emplea un diccionario, a través de una tediosa e imperfecta traducción para cada símbolo. Ahora sus pensamientos, puras abstracciones marcianas procedentes de medio millón de años de cultura alocadamente alienígena, viajaban tan alejados de cualquier experiencia humana que resultaban absolutamente intraducibies.

En la sala contigua, un interno, el doctor «Tad» Thaddeus, jugaba al cribbage con Tom Meechum, el enfermero especial de Smith. Thaddeus no apartaba un ojo de los diales y medidores y el otro de sus cartas; sin embargo, captaba cada latido del corazón de su paciente. Cuando una de las parpadeantes luces descendió de noventa y dos pulsaciones por minuto a menos de veinte, echó las cartas a un lado, se puso en pie de un salto y se precipitó a la habitación donde estaba Smith, con Meechum pisándole los talones.

El paciente flotaba en la piel flexible de la cama hidráulica. Parecía estar muerto. Thaddeus maldijo brevemente y restalló:

—¡Llame al doctor Nelson!

—¡Sí, señor! —dijo Meechum, y añadió—. ¿Y si le aplicáramos un electrochoque, doc? Parece que lo hemos perdido.

¡Llame al doctor Nelson!

El enfermero se alejó a la carrera. El interno examinó al paciente desde tan cerca como le era posible, pero sin atreverse a tocarlo. Todavía lo estaba haciendo cuando entró un médico ya mayor, que caminaba con la cuidadosa torpeza propia de un hombre que ha permanecido largo tiempo en el espacio y aún no se ha ajustado de nuevo a la alta gravedad.

—¿Y bien, doctor?

—La respiración, la temperatura y el pulso del paciente descendieron de pronto hará unos, esto, dos minutos, señor.

—¿Qué ha hecho usted?

—Nada, señor. Sus instrucciones…

—Bien —Nelson examinó brevemente a Smith, luego estudió los instrumentos a la cabecera de la cama, idénticos a los de la sala de observación—. Infórmeme si se produce algún cambio —y se dispuso a marcharse.

Thaddeus pareció desconcertado.

—Pero, doctor… —se interrumpió.

—Adelante, doctor —dijo Nelson hoscamente—. ¿Cuál es su diagnóstico?

—Hum… No quisiera entrometerme con su paciente, señor.

—No importa. Le he pedido su diagnóstico.

—Muy bien, señor. Shock… atípico, quizá —dio un rodeo—, pero un shock terminal.

Nelson asintió.

—Razonable. Pero éste no es un caso razonable. Relájese, hijo. He visto a este paciente en estas mismas condiciones una docena de veces durante el viaje de vuelta. Mire… —levantó el brazo derecho del paciente y lo soltó. El brazo se quedó inmóvil allá donde lo había dejado.

—¿Catalepsia? —preguntó Thaddeus.

—Llámelo como quiera. Pero llamar a una pierna cola no la convierte en tal. No se preocupe por eso, doctor. Nada es típico en este caso. Usted tan sólo limítese a evitar que le molesten y avíseme si se produce algún cambio —y volvió a depositar sobre la cama el brazo de Smith.

Cuando Nelson hubo salido, Thaddeus echó otra mirada al enfermo, agitó la cabeza y se reunió con Meechum en la sala de guardia. Meechum recogió sus cartas y dijo:

—¿Seguimos?

—No.

Meechum aguardó unos instantes, luego añadió:

—Doc, si me lo pregunta, diría que es un caso para el ataúd antes de mañana.

—Nadie se lo ha preguntado.

—Lo siento.

—Vaya a fumar un cigarrillo con los guardias. Quiero meditar.

Meechum se encogió de hombros y salió. Thaddeus abrió un cajón del fondo, sacó una botella y se sirvió una dosis calculada para ayudarle a meditar. Meechum se reunió con los guardias en el pasillo; éstos se envararon por un momento, pero al ver quién era se relajaron de nuevo. El guardiamarina más alto dijo:

—Hola, colega. ¿A qué vino tanta conmoción?

—Nada importante. El paciente acaba de tener quintillizos, y discutimos un poco acerca de qué nombres ponerles. ¿Quién de vosotros, gorilas, tiene un cigarrillo? ¿Y lumbre?

El otro guardiamarina sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo.

—¿Cómo te las has arreglado para darles de mamar? —preguntó con aire sombrío.

—Como he podido. Gracias —Meechum se metió el cigarrillo entre los labios y habló alrededor de él—. Sinceramente, caballeros, Dios es testigo de que no sé absolutamente nada acerca de ese paciente. Me gustaría saberlo.

—¿Qué es lo que hay detrás de esa orden de «Prohibida la entrada al personal femenino»? ¿Es algún tipo de maníaco sexual?

—No que yo sepa. Todo lo que sé es que lo trajeron de la Champion y dijeron que debía guardar reposo absoluto.

—¡La Champion! —exclamó el primer guardiamarina—. ¡Eso lo explica todo!

—¿Explica el qué?

—Es algo lógico. No ha estado con ninguna mujer, no ha visto ninguna, no ha tocado ninguna… desde hace meses. Y además está enfermo, ¿entiendes? Temen que, si echa mano a alguna, sea capaz de matarse… —parpadeó y dejó escapar un largo suspiro—. Apuesto a que a mí me ocurriría eso, bajo circunstancias similares. No es extraño que no deseen tetas a su alrededor.

Smith se había dado cuenta de la visita de los médicos, pero de inmediato captó que sus intenciones eran buenas; no era necesario que la mayor parte de su organismo regresara de allá donde estaba.

Por la mañana, a la hora en que los enfermeros humanos abofeteaban a los pacientes con paños fríos y mojados con la pretensión de lavarles, Smith volvió de su viaje. Aceleró su ritmo cardíaco, incrementó la respiración y tomó nota de nuevo de lo que le rodeaba, examinándolo todo con serenidad. Echó un vistazo a la habitación, y observó sin discriminación y admirativamente todos los detalles, tanto importantes como sin importancia. De hecho, veía las cosas por primera vez, ya que había sido incapaz de asimilarlas cuando le llevaron allí el día antes. Aquel cuarto de apariencia común no le resultaba en absoluto común; no había nada ni remotamente parecido en todo Marte, ni se parecía a los compartimientos metálicos en forma de cuña de la Champion. Pero, tras revivir los sucesos que ligaban su nido a aquel lugar, estuvo preparado para aceptarlos, evaluarlos y, hasta cierto punto, apreciarlos.

Se dio cuenta de que había otra criatura viva con él en la habitación. Una abuelita patas largas estaba efectuando un fútil viaje hacia abajo desde el techo, tejiendo su hilo de seda mientras lo hacía. Smith la observó con deleite y se preguntó si no sería una compañera de nido del hombre.

El doctor Archer Frame, el interno que había relevado a Thaddeus, entró en aquel instante.

—Buenos días —saludó—. ¿Cómo se encuentra?

Smith analizó la pregunta. Reconoció en la primera frase un sonido formal, que no requería respuesta pero que podía ser repetida… o no. La segunda frase estaba archivada en su mente con varias traducciones posibles. Si la usaba el doctor Nelson, significaba una cosa; si la empleaba el capitán Van Tromp, era otro sonido formal que no requería respuesta.

Experimentó ese desaliento que tan a menudo le dominaba cuando intentaba comunicarse con aquellas criaturas… una sensación aterradora, desconocida para él antes de conocer a los hombres. Pero obligó a su cuerpo a permanecer tranquilo y aventuró una respuesta.

—Me encuentro bien.

—¡Bien! —hizo eco la criatura—. El doctor Nelson estará aquí dentro de un minuto. ¿Se siente con ánimos para desayunar?

Todos los seis símbolos de la pregunta figuraban en el vocabulario de Smith, pero tuvo problemas en creer que había oído bien. Sabía lo que era la comida; sin embargo, ignoraba el significado de «sentirse con ánimos» para comer. Ni había recibido aviso alguno en el sentido de que pudiera ser seleccionado para tal honor. No sabía que la provisión de comida fuera tal que resultara necesario reducir el grupo corporativo. Se sintió lleno de un leve pesar, puesto que aún le quedaba tanto por asimilar de los nuevos acontecimientos, aunque no sentía reluctancia hacia ellos.

Pero la entrada del doctor Nelson le ahorró el esfuerzo de traducir una respuesta. El médico de la nave había descansado poco y dormido menos; no perdió tiempo en charlas, sino que inspeccionó a Smith y revisó el conjunto de diales en silencio.

Después se volvió hacia él.

—¿Ha evacuado? —preguntó.

Smith entendió la pregunta; Nelson siempre la formulaba.

—No, todavía no.

—Nos ocuparemos de eso. Pero primero coma. Enfermero, traiga esa bandeja.

Nelson le dio dos o tres cucharadas, luego le pidió que cogiera la cuchara e intentase comer solo. Era una actividad cansadora, pero le proporcionó una sensación de alegre triunfo, puesto que era el primer acto que realizaba sin ayuda desde que había llegado a aquel espacio extrañamente distorsionado. Acabó el plato y se acordó de preguntar «¿Quién es esto?», a fin de poder alabar a su benefactor.

—Qué es esto, querrá decir —respondió Nelson—. Es una gelatina sintética alimenticia… y ahora sabe usted tanto como antes. ¿Ha terminado? Muy bien, baje de la cama.

—¿Perdón? —era un símbolo de atención que había aprendido, que resultaba muy útil cuando fallaba la comunicación.

—He dicho que salga de ahí. Siéntese. Póngase en pie. Pasee un poco. Puede hacerlo. De acuerdo, está tan débil como un gatito, pero nunca tonificará sus músculos si sigue flotando en esa cama.

Nelson abrió una válvula en la cabecera de la cama; el agua empezó a vaciarse. Smith reprimió una sensación de inseguridad, puesto que sabía que Nelson le apreciaba. No tardó en hallarse tendido en el piso del lecho, con la cubierta hermética arrugada a su alrededor. Nelson añadió:

— Doctor Frame, sosténgale por el otro codo. Lo ayudaremos a levantarse.

Con Nelson animándole y la ayuda de los dos médicos, Smith se puso en pie y franqueó el borde de la cama.

—Manténgase firme. Ahora intente sostenerse usted solo —dirigió Nelson—. No tenga miedo. Le sujetaremos si es necesario.

Realizó el esfuerzo y se quedó de pie, solo… un joven esbefto con músculos subdesarrollados y tórax superdesarrollado. Le habían cortado el pelo en la Champion, donde también le habían afeitado la barba e inhibido su crecimiento. Su rasgo más notable era un semblante blando, inexpresivo y casi infantil… con un par de ojos que hubieran sido mucho más adecuados en un muchacho de diecinueve años.

Permaneció de pie por un momento, sin que nadie le sostuviera, temblando ligeramente; luego trató de andar. Consiguió dar tres pasos arrastrando los pies, y esbozó una sonrisa luminosa e infantil.

—¡Buen chico! —aplaudió Nelson.

Intentó dar otro paso, empezó a temblar violentamente y, de pronto, se derrumbó. A duras penas consiguieron frenar su caída.

—¡Maldita sea! —bufó Nelson—. Ya ha vuelto a ocurrirle. Vamos, ayúdenme a alzarlo a la cama. No… llénenla primero.

Frame cortó el chorro de entrada cuando la piel de la cubierta flotaba a quince centímetros del tope. Lo trasladaron a ella, torpemente porque se había quedado paralizado en posición fetal.

—Coloquen una almohada cervical debajo del cuello —indicó Nelson—, y avísenme cuando salga de esto. No… mejor déjenme dormir. Lo necesito. A menos que ocurra algo que les preocupe. Esta tarde le haremos andar de nuevo y mañana iniciaremos los ejercicios sistemáticos. En tres meses lo tendremos columpiándose entre los árboles como un mono. A su organismo no le ocurre nada malo.

—Sí, doctor —respondió Frame dubitativamente.

—Ah, otra cosa: cuando salga de esto, enséñele a utilizar el cuarto de baño. Pida al enfermero que le ayude; no deseo que se caiga.

—Sí, señor. Esto, ¿algún método en particular? Me refiero a cómo…

—¿Eh? ¡Muéstreselo, por supuesto! Hágale una demostración. Probablemente no entenderá gran cosa de lo que usted le diga, pero capta como un látigo las cosas que ve. Se estará bañando sin ayuda antes de que termine la semana.

Smith almorzó sin ayuda. Al cabo de un rato un enfermero entró a llevarse la bandeja. El hombre miró a su alrededor, luego se acercó a la cama y se inclinó sobre él.

—Escuche —dijo en voz baja—. Tengo una buena proposición para usted.

—¿Perdón?

—Un trato, un negocio, una forma para que usted haga un montón de dinero de una forma rápida y fácil.

—¿«Dinero»? ¿Qué es «dinero»?

—Dejemos a un lado la filosofía; todo el mundo necesita dinero. Ahora escuche. Tendré que hablar deprisa porque no puedo permanecer aquí mucho tiempo… me ha costado horrores arreglar las cosas para conseguir llegar a esta habitación. Represento a la Peerless Features. Le pagaremos sesenta mil por la exclusiva de su historia y no le causaremos ninguna molestia… Tenemos los mejores «negros»[1] de todo el negocio editorial. Usted no tendrá que hacer más que hablar y responder a las preguntas, y ellos se encargarán de escribir el libro —sacó un documento—. Lo único que tiene que hacer es leer esto y firmar aquí. Llevo conmigo el dinero del pago.

Smith aceptó el papel y lo miró pensativo, sujetándolo del revés. El hombre le miró de reojo y ahogó una exclamación.

—¡Buen Dios! ¿No lee inglés?

Smith comprendió aquello lo suficiente como para poder responder.

—No.

—Bueno… Mire, se lo leeré yo, y luego usted sólo tiene que apoyar el dedo pulgar en este pequeño recuadro y yo firmaré como testigo. «Yo, el abajo firmante, Valentine Michael Smith, conocido también a veces como el Hombre de Marte, concedo y transfiero a la sociedad Peerless Features, Limited los derechos exclusivos de mi historia verídica, que se titulará Yo fui prisionero en Marte, a cambio de…»

—¡Enfermero!

El doctor Frame estaba de pie en el umbral; el papel desapareció entre las ropas del hombre.

—Ya voy, señor. Sólo estaba recogiendo esta bandeja.

—¿Qué leía?

—Nada.

—Le vi. No importa, salga de aquí rápido. Este paciente no puede ser molestado bajo ningún concepto.

El hombre obedeció; el doctor Frame cerró la puerta tras de sí.

Smith permaneció tendido, inmóvil, durante la siguiente media hora; pero, por más que se esforzó, no pudo asimilar nada de aquello.

4

Gillian Boardman estaba considerada una enfermera profesionalmente competente; era juzgada competente en muchos y muy amplios campos por los internos solteros, y era juzgada con dureza por algunas otras mujeres. Esto no la preocupaba en absoluto, pues su pasatiempo eran los hombres. Cuando le llegaron los rumores de que había un paciente en la suite especial K-12 que no había visto una mujer en su vida, se negó a creerlo. Cuando una detallada explicación la convenció, decidió remediarlo. Aquel día consiguió hacer el turno de guardia como supervisora de planta en el ala donde se alojaba Smith. Tan pronto como le resultó posible, fue a echar un vistazo al extraño paciente.

Conocía la regla de «Prohibidas las visitas femeninas», y aunque ella no se consideraba visitante, pasó de largo junto a los guardiamarinas sin tratar de hacer uso de la puerta que custodiaban: había descubierto que los soldados tenían la enojosa costumbre de interpretar las órdenes al pie de la letra. Así que entró en la habitación de guardia contigua. El doctor Thaddeus estaba allí de guardia, solo.

El doctor alzó la cabeza.

—¡Vaya, pero si tenemos a Hoyuelos! Hey, corazón, ¿qué te trae por aquí?

Ella se sentó en la esquina del escritorio y tendió la mano hacia el paquete de cigarrillos.

—Señorita Hoyuelos para ti, compañero; estoy de guardia. Esta visita forma parte de mi ronda. ¿Qué me dices de tu paciente?

—No te calientes la cabeza con él, chile dulce; no está bajo tu responsabilidad. Mira tu libro de órdenes.

—Ya lo he leído. Quiero echarle una ojeada.

—En una sola palabra: no.

—Oh, Tad, no te ciñas tan estrictamente a las reglas conmigo. Te conozco.

Él se miró pensativo las uñas.

—¿Has trabajado alguna vez para el doctor Nelson?

—No. ¿Por qué?

—Si yo te dejase poner un pie al otro lado de esa puerta, me vería en la Antártida mañana por la mañana a primera hora, recetándoles curas para los sabañones a los pingüinos. Así que quita el culo de aquí y ve a molestar a tus propios pacientes. Ni siquiera me gustaría que el doctor Nelson te sorprendiese en este cuarto de guardia.

Ella se puso en pie.

—¿Hay muchas posibilidades de que el doctor Nelson aparezca de forma inesperada?

—No es probable, a menos que yo le avise. Todavía está durmiendo para recuperarse del cansancio de la baja gravedad.

—Entonces, ¿a qué viene toda esta rigidez?

—Eso es todo, enfermera.

—¡Muy bien, doctor! —y añadió—. Asqueroso.

— ¡Jill!

—Y presuntuoso, además.

El hombre suspiró.

—¿Sigue en pie lo del sábado por la noche?

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que sí. En estos días, una chica no puede ser demasiado exigente.

Volvió a su puesto, comprobó que sus servicios no eran requeridos de inmediato y tomó una llave maestra. Había perdido el primer round pero no había sido vencida, puesto que recordó que la suite K-12 tenía una puerta interior que la comunicaba con la habitación adyacente, una habitación que era utilizada a veces como sala de espera cuando la suite era ocupada por alguna Persona Muy Importante. La habitación no estaba ocupada en aquellos momentos, ni como parte de la suite ni separadamente. Se metió en ella. Los guardias en la puerta de más allá no le prestaron la menor atención, ajenos al hecho de que habían sido burlados.

Titubeó ante la puerta que conectaba las dos habitaciones, al tiempo que experimentaba la misma excitación que había sentido de estudiante cuando se escapaba subrepticiamente del alojamiento de enfermeras. Pero, se dijo, el doctor Nelson estaba dormido y Tad no la denunciaría si la atrapaba. No le culparía si le pedía lo que imaginaba a cambio… pero no la denunciaría. Abrió la puerta y miró dentro.

El paciente estaba en la cama, y le devolvió la mirada cuando se abrió la puerta. Su primera impresión fue de que había allí un paciente que había ido mucho más allá de todos los cuidados que pudieran administrársele. Su falta de expresión parecía señalar la apatía absoluta del caso desesperado. Entonces observó que sus ojos brillaban con interés; se preguntó si su rostro estaría paralizado. No, decidió; faltaban los típicos descolgamientos.

Adoptó su actitud más profesional.

—Bien, ¿cómo nos encontramos hoy? ¿Se siente mejor?

Smith tradujo y examinó las preguntas. La inclusión del plural en la primera le confundió, pero decidió que muy bien podía simbolizar un deseo de aprecio y de acercamiento. La segunda parte estaba en consonancia con la forma de expresarse de Nelson.

—Sí —respondió.

—¡Estupendo! —aparte su curiosa falta de expresión, no vio nada extraño en él… y, si las mujeres le eran desconocidas, ciertamente se las arreglaba muy bien para disimularlo—. ¿Puedo hacer algo por usted? —miró a su alrededor, observó que no había vaso en la mesilla de noche—. ¿Quiere un poco de agua?

Smith se había dado cuenta enseguida de que aquella criatura era distinta de las demás que habían acudido a verle. Con la misma rapidez comparó lo que estaba viendo con las fotografías que Nelson le había mostrado en el viaje desde su hogar hasta aquí… fotografías que trataban de explicar una particularmente difícil y desconcertante configuración de aquel grupo de personas. Entonces comprendió que lo que tenía delante era una «mujer».

Se sintió a la vez extrañamente emocionado y decepcionado. Reprimió ambas sensaciones a fin de poder asimilar, con tal éxito que el doctor Thaddeus no observó cambio alguno en las lecturas de los diales de la habitación contigua.

Pero, cuando tradujo la última pregunta, sintió una oleada tan aguda de emoción que casi estuvo a punto de dejar que los latidos de su corazón se acelerasen. Se reprimió a tiempo y se reprendió por aquel acceso de indisciplina. Luego revisó su traducción.

No, no se había equivocado. Aquella criatura mujer le había ofrecido el ritual del agua. Deseaba acercarse más.

Con gran esfuerzo, luchando por encontrar los significados adecuados en su lamentablemente pobre lista de palabras humanas, intentó responder con la debida ceremonia.

—Le agradezco el agua. Que siempre pueda beber profundamente.

La enfermera Boardman pareció sorprendida.

—¡Hey, qué considerado! —buscó un vaso, lo llenó y se lo tendió.

—Beba usted —dijo él.

«¿Creerá que trato de envenenarle?», se preguntó ella… Pero en la petición había cierta cualidad autoritaria. Dio un sorbo, tras lo cual él tomó el vaso de su mano e hizo lo mismo, para después dar la impresión de que se contentaba con hundirse de nuevo en la cama, como si hubiese realizado algo importante.

Jill se dijo a sí misma que, como aventura, aquello era más bien un fracaso. Murmuró:

—Bueno, si no necesita nada más, debo volver a mi trabajo.

Se dirigió hacia la puerta. Él exclamó:

— ¡No!

Ella se detuvo.

—¿Eh? ¿Qué desea?

—No se vaya.

—Bueno… tendré que hacerlo enseguida… —pero volvió al lado de la cama—. ¿Desea algo?

Él la miró de arriba abajo.

—¿Es usted una… «mujer»?

La pregunta sorprendió a Jill Boardman. Desde hacía años su sexo no había sido puesto en duda ni siquiera por el más casual de los observadores. Su primer impulso fue responder con una impertinencia.

Pero el semblante grave de Smith y sus ojos extrañamente turbadores la contuvieron. Empezó a darse cuenta emocionalmente de que aquel hecho imposible respecto al enfermo era cierto: ignoraba qué era una mujer. Respondió con cautela:

—Sí, soy una mujer.

Smith siguió mirándola sin ninguna expresión. Jill empezó a sentirse azarada. Ser observada apreciativamente por los hombres era algo que siempre esperaba y con lo que a veces disfrutaba, pero esto resultaba más bien como ser examinada a través de un microscopio. Se agitó, inquieta.

—¿Y bien? Parezco una mujer, ¿no?

—No lo sé —respondió Smith con voz lenta—. ¿Qué aspecto tiene una mujer? ¿Qué es lo que la hace a usted mujer?

—¡Oh, por el amor de Dios! —Jill se dio cuenta de forma confusa que aquella conversación se le escapaba de las manos, y esto no le había ocurrido con ningún hombre desde que cumpliera los doce años—. ¡No esperará que me desnude y se lo enseñe!

Smith se tomó algún tiempo para examinar aquellos símbolos verbales e intentar traducirlos. No podía asimilar en absoluto el primer grupo. Podía ser de uno de esos grupos de sonidos formales que esa gente utilizaba tan a menudo… pero había sido pronunciado con sorprendente fuerza, como si fuese una última comunicación antes de un retraimiento. Quizá había equivocado tan por completo la conducta correcta con la que tratar con una criatura mujer que la criatura estaba dispuesta a descorporizarse de inmediato.

Sabía vagamente que no deseaba que la enfermera muriese en aquel momento, ni siquiera aunque fuese su derecho y, posiblemente, su obligación. El brusco cambio de la relación del ritual del agua a una situación en la que el recién conseguido hermano de agua podía considerarse retraído o descorporizado estuvo a punto de sumirle en el pánico, pero consiguió suprimir conscientemente esa alteración. Sin embargo, decidió que, si ella tenía que morir ahora, él debería seguirla de inmediato… No le era posible asimilarlo de otro modo, no después de la cesión del agua.

La segunda mitad de la comunicación contenía sólo símbolos que ya había encontrado antes. Asimiló de forma imperfecta la intención, pero parecía haber allí una manera implícita de evitar la crisis… accediendo al deseo sugerido. Tal vez, si la mujer se desnudaba, ninguno de los dos necesitara descorporizarse. Sonrió feliz.

—Por favor.

Jill abrió la boca, la cerró al instante. Volvió a abrirla.

—¿Eh? ¡Bueno, que me aspen!

Smith pudo asimilar la violencia emocional y supo que, de algún modo, había ofrecido la respuesta equivocada. Empezó a preparar su mente para la descorporización, saboreando y acariciando todo lo que había sido y visto, con especial atención a aquella criatura mujer. Entonces se dio cuenta de que la mujer se inclinaba sobre él, y supo de algún modo que no iba a morir. La criatura le miró directamente al rostro.

—Corríjame si me equivoco —dijo—, pero, ¿me está pidiendo que me desnude?

Las inversiones y abstracciones requerían una cuidadosa traducción, pero Smith consiguió realizarla.

—Sí —respondió, y confió en que aquello no produjera una nueva crisis.

—Eso es lo que creí que había dicho. Hermano, usted no está enfermo.

Smith consideró primero la palabra «hermano»: la mujer le recordaba que se habían unido en el ritual del agua. Pidió la ayuda de sus compañeros de nido para medir lo que deseaba su nueva hermana.

—No estoy enfermo —admitió.

—Pero que me aspen si comprendo qué es lo que no funciona en usted. No pienso ponerme en pelota. Y tengo que marcharme ya —se enderezó y se dirigió hacia la puerta lateral; luego se detuvo y miró hacia atrás con una sonrisa irónica—. Puede pedírmelo en otra ocasión; será realmente agradable, bajo otras circunstancias. Siento curiosidad por ver lo que es usted capaz de hacer.

La mujer se fue. Smith se relajó en la cama de agua y dejó que la estancia se difuminara a su alrededor. Experimentó una sensación de sereno triunfo por haberse confortado de tal modo que no fue necesario que ninguno de los dos muriera… Pero todavía quedaba mucho por asimilar. Las últimas palabras de la mujer habían contenido muchos símbolos nuevos para él, y aquellos que no lo eran habían sido expresados de tal forma que no resultaban fácilmente comprensibles. Pero se sentía feliz de que su aroma emocional hubiera sido el adecuado para la comunicación entre dos hermanos de agua… aunque teñido por algo a la vez turbador y terriblemente agradable. Pensó en su nuevo hermano, la criatura mujer, y eso hizo que un extraño hormigueo recorriera todo su cuerpo. Esa sensación le recordó lo que había experimentado la primera vez que le fue permitido presenciar una descorporización, y se sintió feliz sin saber por qué.

Deseó que su hermano, el doctor Mahmoud, estuviese allí. Tenía tanto que asimilar, y tan poco de donde hacerlo.


Jill Boardman se pasó el resto de su turno de guardia medio adormilada. Consiguió no cometer errores en la administración de las medicaciones y respondió por reflejo a las insinuaciones verbales de costumbre que le formularon. Pero el rostro del Hombre de Marte permaneció fijo en su mente, y no dejó de darle vueltas en la cabeza a las cosas extrañas que había dicho. No, no extrañas, se corrigió; había hecho sus prácticas en las salas de psiquiatría, y estaba segura de que las observaciones del hombre no habían sido psicopáticas. Decidió que inocentes era el término adecuado. Luego decidió que la palabra tampoco era correcta. Su expresión era inocente, pero sus ojos no. ¿Qué clase de criatura podía tener un rostro así?

En una ocasión había trabajado en un hospital católico; de pronto vio el rostro del Hombre de Marte rodeado por la cofia de una hermana enfermera, una monja. La idea la inquietó, porque no había nada femenino en el semblante de Smith.

Se estaba poniendo su ropa de calle cuando otra enfermera asomó la cabeza por la puerta de los vestuarios.

—Teléfono, Jill. Para ti.

Jill aceptó la llamada, sonido sin visión, mientras seguía vistiéndose.

—¿Florence Nightingale? —inquirió una voz de barítono.

—Al habla. ¿Eres tú, Ben?

—El fiel paladín de la libertad de prensa en persona. ¿Tienes mucho trabajo, pequeña?

—¿Qué es lo que ronda por tu mente?

—Ronda por mi mente la idea de salir contigo, invitarte a un bistec saignant, seducirte a base de licor y formularte una pregunta.

—La respuesta sigue siendo no.

—No esa pregunta. Otra.

—Oh, ¿así que sabes otra? Si es así, dímela.

—Luego. Primero quiero ablandarte un poco.

—¿Un bistec auténtico? ¿No sintético?

—Garantizado. Cuando le claves el tenedor, volverá hacia ti unos ojos implorantes.

—Debes de estar trabajando con cuenta de gastos, ¿eh, Ben?

—Eso es irrelevante e innoble. ¿Qué respondes?

—Me has convencido.

—En la azotea del centro médico. Tienes diez minutos.

Volvió a guardar el traje de calle que se había puesto en su armario y lo cambió por otro más elegante que guardaba allí para casos de emergencia. Era serio, apenas traslúcido, con polisones y pectorales tan tenues que se limitaban a recrear el efecto que hubiera producido si no llevara nada. El vestido le había costado la paga de un mes y no lo parecía, puesto que su sutil poder se hallaba oculto, como el alcohol que te tumba en una bebida. Jill contempló con satisfacción su imagen en el espejo y tomó el tubo impulsor para subir a la azotea.

Allá se envolvió en la capa para protegerse del viento, y estaba buscando con la mirada a Ben Caxton cuando el ordenanza de la terraza tocó su brazo.

—Hay un taxi esperándola, señorita Boardman… Ese Talbot de lujo.

—Gracias, Jack.

Vio el taxi, preparado ya para despegar y con la portezuela abierta. Se metió en él, y se disponía a dirigir a Ben un cumplido irónico cuando se dio cuenta de que él no había subido. El taxi estaba en piloto automático; la portezuela se cerró y el aparato despegó, trazó el reglamentario círculo de salida y se deslizó hacia la otra orilla del Potomac. Jill se echó hacia atrás en su asiento y esperó.

El taxi se posó en una zona de aterrizaje pública próxima a Alexandria, y allí subió Ben Caxton; volvió a despegar de inmediato. Jill le miró hoscamente.

—¡Vaya! Te vuelves importante, ¿eh? ¿Desde cuándo tu tiempo es tan valioso que delegas en un robot la misión de ir a recoger a tus mujeres?

Ben se inclinó hacia ella, le dio unas palmaditas en la rodilla y dijo con voz gentil:

—Tengo mis razones, pequeña, tengo mis razones. No puedo permitirme que me vean recogerte…

—¡Vaya!

—… y tú no puedes permitirte el lujo de que te vean mientras te recojo. Así que tranquilízate. Te pido disculpas. Me humillo en el polvo. Beso tus delicados piececitos. Pero era necesario.

—Hum… ¿Quién de nosotros tiene la lepra?

—Los dos, aunque de un modo distinto, Jill. Yo soy periodista.

—Empezaba a creer que eras otra cosa.

—Y tú una enfermera del hospital donde retienen al Hombre de Marte —abrió las manos en un gesto expresivo y se encogió de hombros.

—Sigue hablando. ¿Eso me incapacita para que me presentes a tu madre?

—¿Necesitas un mapa, Jill? Hay más de mil periodistas rondando la zona, sin contar los agentes de prensa, locutores de radio, presentadores de televisión, técnicos y expertos en grabaciones magnetofónicas, y esa estampida se inició apenas la Champion tomó tierra. Cada uno de ellos ha estado intentando entrevistar al Hombre de Marte, incluido yo. Por todo lo que sé, hasta ahora nadie lo ha conseguido. ¿Crees que hubiera sido inteligente por nuestra parte que nos viesen abandonar juntos el hospital?

—Hum, quizá no. Pero no comprendo qué tiene eso que ver. Yo no soy el Hombre de Marte.

Él la miró fijamente.

—No, realmente no lo eres. Pero quizá puedas ayudarme a verle… Por eso precisamente no quería que me vieran acudiendo a recogerte.

—¿Eh? Ben, me parece que has estado demasiado tiempo al sol sin sombrero. Tienen todo un pelotón de guardiamarinas a su alrededor.

Pensó en el hecho de que a ella no le había costado mucho eludir esa guardia, pero decidió no mencionarlo.

—De modo que así están las cosas. Charlemos un poco de ello.

—No veo de qué hay que hablar.

—Luego lo verás. No tengo intención de volver a tocar el tema hasta que te haya ablandado un poco con proteínas animales y etanol. Vayamos a cenar.

—Ahora pareces más razonable. ¿Resistirá tu cuenta de gastos el que vayamos al Nuevo Mayflower? Porque supongo que trabajas con cuenta de gastos, ¿verdad?

Caxton frunció el entrecejo.

—Jill, si comemos en un restaurante, no puedo arriesgarme a uno que esté más acá de Louisville. Y este trasto tardará más de dos horas en llevarnos hasta allá. ¿Qué opinas de una buena cena en mi apartamento?

—…«dijo la araña a la mosca». Ben, recuerdo la última vez. Estoy demasiado cansada para resistirme.

—Nadie te pide que lo hagas. Se trata estrictamente de negocios. Te lo juro, que una espada atraviese mi corazón y me mate aquí mismo.

—No creo que esto me guste mucho más. Si estoy a salvo a solas contigo, debo estar desvariando. En fin, está bien, caballero de la espada.

Caxton se inclinó hacia delante y pulsó unos botones; el taxi, que había estado trazando círculos bajo la instrucción de «esperar», despertó, miró a su alrededor, y se orientó hacia el apart hotel donde vivía Ben. Éste marcó un número telefónico y preguntó a Jill:

—¿Cuánto tiempo necesitas para emborracharte, pie de azúcar? Le diré a la cocina cuándo debe tener los bistecs a punto.

Jill meditó unos instantes.

—Ben, tu ratonera tiene cocina particular.

—En cierto modo. Puedo asar un bistec, si es eso lo que quieres decir.

—Yo asaré el bistec. Pásame el teléfono —dio una serie de órdenes, tras detenerse un momento para asegurarse de si a Ben le gustaban las endibias.

El taxi les dejó en la azotea, y bajaron hasta el piso de Caxton. Era un poco anticuado y falto de estilo; su único lujo era un césped natural en la sala de estar. Jill se detuvo en el vestíbulo, se quitó los zapatos, luego entró descalza en la sala de estar y frotó los dedos contra las frescas hojitas verdes. Dejó escapar un suspiro.

—Oh, qué bien le sienta esto a mis pies. Me duelen desde que ingresé en la escuela de enfermeras.

—Siéntate.

—No, quiero que mis pies recuerden esto mañana, cuando entre de turno de nuevo.

—Como quieras —Caxton fue a la despensa y mezcló unas bebidas.

Jill fue tras él y empezó a sentirse hogareña. Los bistecs aguardaban en el montacargas; junto a ellos había unas raciones de patatas precocinadas listas para ser metidas en el microondas. Preparó la ensalada, la metió en el refrigerador y ajustó los mandos del horno de forma que asase los filetes y calentara al mismo tiempo las patatas, pero no puso el ciclo en marcha.

—Ben, ¿tiene control remoto este horno?

—Por supuesto.

—Bueno, pues no puedo encontrarlo.

Caxton estudió los mandos y luego accionó un interruptor no identificado.

—Jill, ¿cómo te las arreglarías si tuvieses que guisar en una fogata?

—Apuesto a que lo haría bien. Fui muchacha exploradora, y de las buenas. ¿Qué me dices de ti, chico listo?

Él la ignoró, tomó una bandeja y regresó a la sala de estar; ella le siguió y se sentó a sus pies, tras abrirse la falda para no mancharla con la hierba. Se dedicaron seriamente a los martinis. Frente a la silla de él había un tanque estereovisor camuflado como un acuario; lo conectó desde la silla. Parásitos y zumbidos dieron paso al rostro del conocido locutor August Greaves.

—…puede afirmarse sin lugar a dudas —dijo la imagen estéreo— que el Hombre de Marte está siendo sometido a un tratamiento constante de drogas hipnóticas para impedir que descubra estos hechos. A la Administración le resultaría extremadamente embarazoso si…

Caxton desconectó el aparato.

—El viejo Gus —dijo con un tono relajado— sabe tanto del asunto como yo —frunció el ceño—. Aunque es posible que tenga razón en eso de que el Gobierno lo mantiene drogado.

—No, no lo hace —dijo Jill de pronto.

—¿Eh? ¿Y cómo es eso, pequeña?

—El Hombre de Marte no es mantenido bajo hipnóticos —al comprender que había dicho más de lo que pretendía, añadió cautelosamente—. Está bajo vigilancia constante de un médico y un enfermero, pero no hay ninguna orden de mantenerlo bajo sedación.

—¿Estás segura? No serás una de sus enfermeras… ¿o sí?

—No. Todos los enfermeros son hombres. Hum… de hecho, hay una orden estricta de mantener a las mujeres completamente lejos de él, y un par de fornidos guardiamarinas se ocupan de que la orden se cumpla a rajatabla.

Caxton asintió.

—Algo de eso había oído. El hecho es que tú no sabes si le drogan o no, ¿verdad?

Jill miró su vaso vacío. Le irritaba que dudaran de su palabra, pero se dio cuenta de que tenía que respaldar de alguna forma lo que había dicho.

—Ben… no me traicionarías, ¿verdad?

—¿Traicionarte? ¿En qué sentido?

—En todos.

—Hum… Eso abarca mucho terreno, pero de acuerdo.

—Conforme. Pero primero sírveme otra copa —Caxton lo hizo, y Jill prosiguió—. Sé que no han drogado al Hombre de Marte… porque hablé con él.

Caxton dejó escapar un lento silbido.

—Lo sabía. Cuando me levanté esta mañana me dije: «Ve a ver a Jill. Ella es tu as en la manga». Corderita, tómate otra copa. Tómate seis. Aquí tienes la coctelera.

—No tan aprisa, gracias.

—Como quieras. ¿Puedo darles un masaje a tus pobres y cansados pies? Mi dama, estás a punto de ser entrevistada. Tu público aguarda con temblorosa impaciencia. Así que empecemos por el principio. ¿Cómo…?

—¡No, Ben! Me lo prometiste… ¿recuerdas? Si citas mis palabras aunque sólo sea como una remota referencia, perderé mi empleo.

—Hum… es probable. ¿Qué te parece lo de «fuentes generalmente dignas de crédito»?

—Seguiría estando asustada.

—¿Y bien? ¿Vas a decírselo al tío Ben? ¿O vas a dejarme morir de frustración y luego te comerás tú sola los dos bistecs?

—Oh, te lo diré… ahora que ya te he dicho demasiado. Pero no puedes utilizarlo.

Ben guardó silencio y no forzó su suerte; Jill le describió cómo había dado esquinazo a los guardias.

—¡Espera! ¿Serías capaz de repetir eso? —interrumpió él.

—¿Eh? Supongo que sí, pero no pienso hacerlo. Es arriesgado.

—Bueno, ¿no podrías meterme a mí del mismo modo? ¡Claro que podrías! Mira, me disfrazaré de electricista: mono grasiento, distintivo del sindicato, caja de herramientas. Tú simplemente me pasas la llave y…

—¡No!

—¿Eh? Vamos, cariño, sé razonable. Te apuesto cuatro a uno a que al menos la mitad del personal del hospital es ahora gente de la prensa, metida allí por uno u otro servicio de noticias. Ésta es la historia de mayor interés humano desde que Colón convenció a Isabel de que vendiera sus joyas. Lo único que me preocupa es la posibilidad de tropezarme con otro falso electricista…

—Lo único que me preocupa a mí es mi persona —interrumpió Jill—. Para ti es sólo una historia; para mí es mi carrera. Me quitarán la cofia, el distintivo, y me expulsarán de la ciudad, me meterán en un tren. Mi carrera de enfermera habrá acabado.

—Hum… es posible.

—Es seguro.

—Mi dama, estás a punto de recibir una oferta de soborno.

—¿De qué importe? Tendría que ser lo suficiente como para permitirme llevar una existencia a lo grande en Río durante el resto de mi vida.

—Bueno… la historia vale su dinero, por supuesto, pero no esperarás que mi oferta sea superior a la que pueda hacerte la Associated Press, o la Reuters. ¿Qué te parecen cien?

—¿Por quién me tomas?

—Ya hablamos de eso, así que sigamos discutiendo el precio. ¿Ciento cincuenta?

—Ponme otra copa y dame el número de la Associated Press; tu oferta es de timo.

—Es Capitol 10-9000. Jill, ¿quieres casarte conmigo? Es lo más lejos que puedo ir.

Ella le miró, sorprendida.

—¿Qué has dicho?

—Que si quieres casarte conmigo. Luego, cuando te echen de la ciudad en un tren, yo te estaré esperando en la estación y te arrancaré de esa sórdida existencia. Volverás aquí y te refrescarás la punta de los pies en mi césped, en nuestro césped, y olvidaremos tu ignominia. Pero primero tienes que conseguir que me introduzca en esa habitación del hospital.

—Ben, casi parece como si hablaras en serio. Si telefoneo a un testigo honesto, ¿repetirás tu oferta?

Caxton suspiró.

—Jill, eres una mujer dura. Llama a ese testigo.

Ella se puso en pie.

—Ben —dijo en voz baja—, no deseo obligarte a una cosa así —le revolvió el pelo y le besó—. Pero no bromees con el matrimonio delante de una solterona.

—No bromeaba.

—Lo dudo. Límpiate el carmín y te contaré todo lo que sé; luego estudiaremos la forma de utilizarlo sin tener que verme metida en ese tren. ¿Te parece justo?

—Completamente justo.


Jill le hizo un relato detallado.

—Estoy segura de que no estaba drogado. Y estoy igualmente segura de que era racional… aunque no sé por qué estoy segura, puesto que hablaba de la manera más extraña y me hizo las preguntas más extravagantes. Pero estoy segura. No es un psicópata.

—Sonaría aún más raro si no hablase de una manera extraña.

—¿Por qué?

—Utiliza la cabeza, Jill. No sabemos mucho sobre Marte, pero sabemos que Marte es muy distinto de la Tierra y que los marcianos, sean lo que sean, no son ciertamente humanos. Supongamos que de pronto te hallaras en medio de una tribu tan metida en lo más profundo de la jungla que sus miembros jamás hubieran puesto sus ojos en una mujer blanca. ¿Crees que conocerían toda esa sofisticada charla que deriva de toda una vida inmersa en una cultura? ¿O más bien tu conversación les sonaría extraña? Es una analogía muy pobre; la realidad en este caso es que esa criatura se halla alejada de nosotros al menos sesenta millones de kilómetros.

Jill asintió.

—Eso imaginé… y por eso no hice caso de sus extrañas observaciones. No soy tonta, ¿sabes?

—No; para ser mujer, eres extraordinariamente brillante.

—¿Quieres que vierta este martini sobre tu cada vez más escaso pelo?

—Te pido disculpas. Las mujeres son mucho más listas que los hombres; ha quedado demostrado en todo nuestro sistema social. Dame el vaso, te lo llenaré otra vez.

Ella aceptó la oferta de paz y siguió:

—Ben, esa orden que no le deja ver mujeres es una estupidez. No se trata de ningún maníaco sexual.

—Sin duda no desean que sufra demasiados shocks a la vez.

—No estaba asustado. Sólo… interesado. No era en absoluto como si me mirara un hombre.

—Si hubieses accedido a su deseo de echar una mirada a tu precioso cuerpo, quizá te hubieras visto en dificultades. Probablemente tiene todos los instintos y ninguna inhibición.

—¿Eh? No lo creo. Supongo que le han explicado algo acerca de los hombres y las mujeres; sólo deseaba ver exactamente en qué se diferencian las mujeres.

Vive la difference! —respondió Caxton con entusiasmo.

—No seas más vulgar de lo necesario.

—¿Yo? No estaba siendo vulgar. Me mostraba reverente. Estaba dando las gracias a todos los dioses por haber nacido humano y no marciano.

—Sé serio.

—Nunca he sido más serio que ahora.

—Entonces cállate. Smith no me habría causado ningún problema. Tú no viste su rostro… yo sí.

—¿Qué pasa con su rostro?

Jill pareció confusa.

—No sé cómo expresarlo… ¡Sí, ya lo tengo! Ben, ¿has visto alguna vez un ángel?

—A ti, querubín. A ningún otro.

—Bueno, yo tampoco… pero ése era exactamente su aspecto. Era viejo, con unos ojos sabios en un rostro completamente plácido, un rostro de inocencia ultraterrena —se estremeció.

—«Ultraterrena», ésa es seguramente la palabra correcta —murmuró Ben con voz lenta—. Me gustaría verle.

—Me gustaría que lo hicieras. Ben, ¿por qué le obligan a guardar silencio? No haría daño a una mosca. Estoy segura de ello.

Caxton unió las yemas de sus dedos.

—Bueno, en primer lugar desean protegerle. Creció en la gravedad de Marte; probablemente aquí se siente tan débil como un gatito.

—Sí, por supuesto. Basta mirarle para verlo. Pero la debilidad muscular no es peligrosa; la miastenia gravis es mucho peor, y nosotros nos las arreglamos bastante bien con ella.

—También es posible que quieran evitar que contraiga alguna enfermedad terrestre. Es como esos animales de experimentación de Notre-Dame; nunca ha estado expuesto.

—Sí, claro… carece de anticuerpos. Pero, por lo que he oído en el comedor, el doctor Nelson, es el médico de a bordo de la Champion, ¿sabes?, se ocupó de él durante el viaje de regreso. Repetidas transfusiones mutuas hasta que hubo reemplazado la mitad de su tejido sanguíneo.

—¿De veras? ¿Puedo utilizar eso, Jill? Es una noticia.

—Está bien, pero no cites mi nombre. Le han puesto inyecciones para inmunizarlo contra todo menos la bursitis de la rótula… ya sabes, la rodilla de fregona. Pero para protegerle contra cualquier infección no hacen falta guardias armados delante de su puerta.

—Hum… Jill, he captado por ahí algunos rumores que es posible que no conozcas. No puedo usarlos porque he de proteger a mis fuentes de información. Pero te los contaré; te lo has merecido… lo único que te pido es que no los divulgues.

—Oh, no lo haré.

—Es una larga historia. ¿Otra copa?

—No, empecemos con los bistecs. ¿Dónde está el botón?

—Aquí.

—Bueno, púlsalo.

—¿Yo? Te ofreciste a cocinar tú la cena. ¿Dónde está ese espíritu de muchacha exploradora del que tanto alardeabas?

—Ben Caxton, me quedaré aquí en la hierba y moriré de inanición antes que levantarme y pulsar un botón que está a quince centímetros de tu dedo índice derecho.

—Como quieras… —pulsó el botón que le diría al horno que ejecutara las órdenes preprogramadas—. Pero no olvides quién hizo la cena. Sigamos ahora con Valentine Michael Smith. En primer lugar, hay graves dudas acerca de su derecho a utilizar el apellido Smith.

—Repite eso, por favor.

—Cariño, parece que tu amigo es el primer bastardo interplanetario de los anales de la humanidad. Quiero decir el primer «hijo del amor».

—¡Y un cuerno!

—Por favor, habla como una dama. ¿Recuerdas algo de la tripulación de la Envoy? No importa, te señalaré lo más importante. Ocho personas, cuatro matrimonios. Dos de esas parejas eran el capitán y la señora Brant y el doctor y la señora Smith. Tu amigo de la cara de ángel es hijo de la señora Smith y del capitán Brant.

—¿Cómo lo saben? Y, de todos modos, ¿a quién le importa? —dijo Jill, y se sentó, indignada—. Es verdaderamente asqueroso que saquen a relucir un escándalo así después de todo este tiempo. Están todos muertos… ¡yo digo que los dejemos tranquilos!

—En cuanto al modo en que lo han averiguado, ya puedes imaginarlo. Análisis sanguíneo, factor Rh, color del pelo y de los ojos, todos esos detalles genéticos… probablemente tú sabes más de eso que yo. De todos modos, es una certeza matemática que Mary Jane Lyle Smith fue su madre y el capitán Michael Brant su padre. Todos esos factores se hallan convenientemente registrados para toda la tripulación de la Envoy; posiblemente nunca hubo ocho personas más minuciosamente examinadas y controladas. Y eso proporciona a Smith una herencia espléndida; su padre tenía un CI de 163, su madre de 170, y ambos eran los primeros en sus respectivas especialidades.

»En cuanto a lo de a quién le importa —prosiguió Ben—, hay un montón de gente a la que le importa mucho… y todavía habrá más cuando todo este cuadro tome forma. ¿Has oído hablar alguna vez del impulsor Lyle?

—Por supuesto. Es el que utilizó la Champion.

—Y el que utilizan todas las naves espaciales hoy en día. ¿Quién lo inventó?

—No sé… ¡Un momento! ¿Quieres decir que ella…?

—¡La pequeña dama acaba de ganar el puro! La doctora Mary Jane Lyle Smith. Sabía que tenía algo importante allí, aunque su desarrollo quedó pendiente cuando se marchó. Sin embargo, antes de partir con la expedición, solicitó una docena de patentes básicas sobre el proceso y las dejó en depósito, no a una sociedad filantrópica, tenlo en cuenta… y asignó el control y los beneficios interinos a la Fundación para la Ciencia. Así que finalmente el Gobierno se hizo cargo de todo ello… Pero tu amigo cara de ángel es el dueño de todo el asunto. No hay la menor duda al respecto. Es algo que vale muchos millones, tal vez cientos de millones; no estoy en situación de calcularlo.

Llevaron la cena a la sala. Caxton usaba mesas suspendidas para proteger su césped; bajó una hasta el nivel adecuado para su silla, y otra a una altura estilo japonés para que Jill pudiera seguir sentada en el suelo.

—¿Tierno? —preguntó.

—¡Estupendo! —respondió ella, con la boca llena.

—Gracias. Recuerda que lo cociné yo.

—Ben —dijo Jill, tras engullir un bocado—, ¿qué pasará si Smith es… ilegítimo? ¿Podrá heredar?

—No es ilegítimo. La doctora Mary Jane era de Berkeley; las leyes de California no reconocen el concepto de bastardía. Lo mismo ocurre con el capitán Brant, puesto que Nueva Zelanda tiene también leyes civilizadas a este respecto. Mientras que, según las leyes del estado natal del doctor Ward Smith, el esposo de Mary Jane, un niño nacido en el hogar conyugal es legítimo, tanto si viene del infierno como si cae de las nubes. Así pues, Jill, tenemos a un hombre que es el más puro hijo legítimo de tres padres.

—¿Eh? Espera un poco, Ben; esto no puede ser así. Puede serlo uno u otro, pero no los dos. No sé nada de leyes, pero…

—Claro que no sabes nada de leyes. Todas esas ficciones legales no preocuparían en absoluto a un abogado. Smith es hijo legítimo de muy distintas formas en diferentes jurisdicciones, todas ellas irrefutables y todas ellas fácilmente defendibles… incluso aunque de hecho sea un bastardo según sus antepasados físicos. Así que hereda. Además, dejando a un lado la fortuna de su madre, sus dos padres no estaban en la pobreza precisamente. Brant era soltero hasta inmediatamente antes de la expedición; había invertido la mayor parte de su escandaloso sueldo como piloto a la Luna en la Lunar Enterprises. Ya sabes cómo han subido esas acciones; acaban de declarar otro suculento dividendo activo. Brant tenía un vicio, el juego… pero ganaba regularmente, e invertía también sus ganancias. En cuanto a Ward Smith, pertenecía a una familia rica; se había dedicado a la medicina y a la ciencia por vocación. Smith es el heredero de ambos.

— ¡Vaya!

—Y eso no es ni la mitad, cariño. Smith es igualmente el heredero de toda la tripulación.

—No entiendo.

—Los ocho tripulantes firmaron un contrato de «Caballeros Aventureros», por el que se nombraban herederos recíprocos unos de otros… todos ellos y su descendencia. Lo redactaron meticulosamente, utilizando como modelos contratos similares de los siglos XVI y XVII que habían resistido con éxito todo intento de impugnación. Y todos ellos eran gente de alto poder económico; en conjunto acumulaban una inmensa fortuna. Entre sus bienes se incluye una considerable cantidad de acciones de la Lunar Enterprises, aparte las que poseía Brant. Puede que Smith se encuentre ahora con un paquete mayoritario de acciones, lo cual le conferiría el dominio de la sociedad o, al menos, le situaría en una posición clave.

Jill pensó en la criatura de expresión infantil que había convertido en una ceremonia conmovedora el simple hecho de beber un vaso de agua y sintió pena por ella. Pero Caxton prosiguió:

—Me gustaría poder echar un vistazo al diario de a bordo de la Envoy. Sé que lo recuperaron… pero dudo que llegue a ser dado a la luz pública.

—¿Por qué no, Ben?

—Es una turbia historia. Logré sacarle lo suficiente a mi informante como para estar seguro de ello antes de que se serenara de los efectos del alcohol y se cerrara como una ostra. El doctor Ward Smith entregó a su esposa para que se le practicase la cesárea… y la mujer falleció en la mesa de operaciones. Parece que el hombre llevó de forma complaciente sus cuernos hasta entonces. Lo que hizo a continuación demuestra que estaba al corriente de todo: con el mismo escalpelo degolló al capitán Brant… y luego se cortó el cuello. Lo siento, cariño.

Jill se estremeció.

—Soy enfermera. Estoy inmunizada a estas cosas.

—Eres una mentirosa y te quiero por eso. Estuve tres años en batidas policiales, Jill; nunca conseguí acostumbrarme.

—¿Qué ocurrió con los otros?

—Me gustaría saberlo. Si no conseguimos que los burócratas y los peces gordos suelten ese diario de a bordo, jamás lo averiguaremos… y yo soy un chico de la prensa aún con estrellitas en los ojos que piensa que todos deberíamos enterarnos de todo. Guardar secretos conduce a la tiranía.

—Ben, quizá fuera mejor que le desposeyeran de su herencia. Él está muy en… más allá de este mundo.

—Estoy seguro de que ésta es la definición exacta. La verdad es que no necesita todo ese dinero; al Hombre de Marte nunca le faltará un plato en la mesa. Cualquier gobierno y millares de universidades e instituciones científicas se sentirían encantadísimos de tenerle en calidad de invitado perpetuo y privilegiado.

—Lo mejor que puede hacer es firmar su renuncia y olvidarlo todo.

—No es tan fácil, Jill. ¿Recuerdas el famoso caso de la General Atomics contra Larkin?

—Bueno, no realmente. Supongo que te refieres a la Resolución Larkin. Tuve que estudiarlo en la escuela, como todo el mundo. Pero, ¿qué tiene que ver con Smith?

—Haz memoria. Los rusos enviaron el primer cohete a la Luna. Se estrelló. Estados Unidos y Canadá combinaron sus recursos para lanzar otro; regresó, pero no dejó a nadie en la Luna. De modo que, mientras Estados Unidos y la Commonwealth se preparaban para enviar una fuerza colonizadora conjunta bajo el patrocinio de la Federación, y Rusia montaba el mismo tinglado por su cuenta, la General Atomics se les adelantó y envió su propia nave desde una isla alquilada a Ecuador… y sus hombres estaban aún en el satélite, tranquilos y con expresión relamida, cuando la nave de la Federación se presentó… seguida por la rusa.

»Y ya sabes lo que ocurrió. La General Atomics, una sociedad suiza controlada por norteamericanos, reclamó para ella la Luna. La Federación no podía simplemente expulsarlos; eso hubiera sido demasiado violento, y además los rusos no se hubieran quedado cruzados de brazos. Así que el Tribunal Supremo dictó una resolución por la que una razón social, una mera ficción legal, no podía poseer un planeta; en consecuencia, los propietarios auténticos eran los hombres de carne y hueso que mantenían la ocupación… Larkin y sus compañeros. De modo que fueron reconocidos como nación soberana e integrados en la Federación… dejando unas cuantas rajas de melón para aquellos que estaban dentro y tenían concesiones de la General Atomics y de su filial, la Lunar Enterprises. Esto no satisfizo por entero a nadie, y por aquel entonces el Tribunal Supremo de la Federación no era aún todopoderoso… pero fue un compromiso que todos pudieron engullir. De ello se derivaron algunas normas más bien estrictas para la colonización de planetas, todas ellas basadas en la Resolución Larkin y destinadas a evitar el derramamiento de sangre. Dieron resultado… la historia ha demostrado que la Tercera Guerra Mundial no fue consecuencia de los viajes espaciales y todo eso. Por lo tanto, la Resolución Larkin es una parte fundamental de nuestras leyes planetarias y se aplica a Smith.

Jill agitó la cabeza.

—No veo la relación. Los martinis…

—Piensa, Jill. Según nuestras leyes, Smith es en sí mismo una nación soberana… y el único propietario del planeta Marte.

5

Jill le miró con los ojos muy abiertos.

—Ciertamente he bebido demasiados martinis, Ben. Juraría que has dicho que ese paciente es el dueño del planeta Marte.

—Lo es. Lo ha estado ocupando, sin ayuda externa, durante el período de tiempo exigido. Smith es el planeta Marte: rey, presidente, único cuerpo civil, lo que quieras. Si el capitán de la Champion no hubiera dejado colonos antes de volver, la concesión de Smith habría podido caducar. Pero lo hizo, de modo que la ocupación continúa, aunque Smith haya venido a la Tierra. Pero Smith no tiene que compartir nada con ellos, puesto que no son más que simples inmigrantes hasta que él les conceda la ciudadanía marciana.

—¡Fantástico!

—Por supuesto que sí. Y también legal. Cariño, ¿comprendes ahora por qué hay tanta gente interesada en quién es Smith y de dónde procede? ¿Y por qué la Administración está tan malditamente ansiosa de mantenerle bajo una alfombra? Lo que están haciendo no es ni siquiera vagamente legal. Smith es también ciudadano de Estados Unidos y por derivación de la Federación… una doble ciudadanía que no representa ningún conflicto. Es ilegal retener a un ciudadano incomunicado, aunque se trate de un criminal convicto, en cualquier punto de la Federación; ésa es una de las cosas que quedaron bien sentadas después de la Tercera Guerra Mundial. Aunque dudo de que Smith conozca sus derechos. También ha sido considerado un acto no amistoso, a todo lo largo de la historia, guardar bajo llave a un monarca que se halla en visita amistosa, lo cual es el presente caso, y no permitirle ver a las personas, especialmente a la prensa, y me refiero a mí. ¿Sigues negándote a dejarme entrar como un falso electricista?

—¿Eh? Has conseguido asustarme más de lo que nunca he estado. Ben, si me hubiesen sorprendido esta mañana, ¿qué crees que me habrían hecho?

—Hum… nada violento. Simplemente te hubieran encerrado en una celda acolchada, con un certificado firmado por tres médicos, y te permitirían recibir correspondencia los años bisiestos alternos. El problema no es contigo. Me pregunto qué van a hacerle a él.

—¿Qué pueden hacerle?

—Bueno, simplemente puede fallecer… digamos de fatiga producida por la gravedad. Eso sería estupendo para la Administración.

—¿Quieres decir… asesinarle?

—Oh, vamos, vamos. No emplees palabras desagradables. No creo que lo hagan. En primer lugar, es una mina de información; incluso el público posee alguna leve noción de eso. Puede ser más valioso que Newton y Edison y Einstein y seis más como ellos, todos liados en un mismo canuto. O tal vez no. No creo que se atrevan a tocarle hasta que estén seguros. En segundo lugar, como mínimo, constituye un puente, un embajador, un intérprete único, entre la raza humana y la otra única raza civilizada que hemos encontrado hasta ahora. Eso es por supuesto importante, aunque no hay forma de adivinar hasta qué punto. ¿Qué tal estás de clásicos? ¿Has leído La guerra de los mundos, de H. G. Wells?

—Hace mucho tiempo, en la escuela.

—Considera la idea de que los marcianos decidan declararnos la guerra… y ganen. Pueden hacerlo, ¿sabes?, y nosotros no tenemos forma de saber o adivinar el tamaño de las estacas que son capaces de esgrimir. Nuestro muchacho, Smith, puede ser el mediador, el pacificador, el que consiga que la Primera Guerra Interplanetaria resulte innecesaria. Por muy remota que sea esta posibilidad, la Administración no puede ignorarla hasta saber. El descubrimiento de la existencia de vida inteligente en Marte es algo que, políticamente, no habían imaginado todavía.

—Entonces, ¿crees que está a salvo?

—Es probable, por el momento al menos. El secretario general tiene que meditar mucho las cosas, y meditarlas bien. Como sabes, su administración se tambalea.

—No presto mucha atención a la política.

—Pues deberías. Es casi tan importante como los latidos de tu propio corazón.

—Tampoco presto atención a eso.

—No me interrumpas cuando estoy en plena oratoria. La mayoría encabezada por Estados Unidos puede saltar en pedazos de la noche a la mañana… Pakistán estallará al menor acceso de tos nerviosa. En cuyo caso habrá un voto de censura y el secretario general, el señor Douglas, saldrá en estampida y volverá a su bufete de picapleitos barato. El Hombre de Marte puede apoyarle o provocar su caída. ¿Vas a ayudarme a entrar?

—Yo seré la que entre en un convento. ¿Hay más café?

—Vamos a verlo.

Se pusieron en pie. Jill se estiró y dijo:

—¡Oh, mis viejos huesos! ¡Y, Señor, mira la hora! No te preocupes por el café, Ben; mañana me espera un día duro: ser amable con los pacientes desagradables y mantener a raya a los internos. Llévame a casa, ¿quieres? O envíame a casa, supongo que será más seguro. Llama un taxi, sé bueno.

—De acuerdo, aunque la noche es joven —entró en su dormitorio, y volvió a salir con un objeto del tamaño y forma de un encendedor pequeño—. ¿No me facilitarás la entrada?

—Por Dios, Ben… deseo hacerlo, pero…

—No importa. Tampoco te dejaría. Realmente es peligroso… y no sólo para tu carrera —le mostró el pequeño objeto—. ¿Le colocarás esto?

—¿Eh? ¿Qué es?

—El mayor invento para los abogados especializados en divorcios y los espías desde el mezclar drogas en la bebida: una grabadora microminiaturizada. El hilo está enrollado de tal forma que no puede ser localizado por ningún circuito detector. Las partes internas son transistores y resistencias y condensadores, todo envuelto en plástico… puedes dejarlo caer desde un aerotaxi sin que sufra ningún daño. La energía tiene casi tanta radiactividad como la que puedes hallar en la esfera de un reloj, pero protegida. El hilo tiene una duración de veinticuatro horas. Entonces sacas un carrete y metes otro… el muelle forma parte del carrete.

—¿No explotará? —preguntó ella, nerviosa.

—Puedes meterla dentro de un pastel y hornearla.

—Ben, me has hecho sentir miedo de volver a meterme en esa habitación.

—No es necesario que lo hagas. Puedes introducirte en la de al lado, ¿no?

—Supongo que sí.

—Esto tiene unas orejas de mulo. Pega el lado cóncavo a una pared, un poco de esparadrapo servirá, y el aparatito grabará hasta la última palabra de lo que se diga en el cuarto contiguo. ¿Hay algún armario o algo así?

Ella lo pensó un momento.

—Es posible que llame la atención si me ven entrar y salir demasiado de esa habitación contigua; en realidad forma parte de la suite donde está él. O pueden empezar a usarla para alguna otra cosa. Mira, Ben, su habitación tiene una tercera pared en común con una habitación que da a otro pasillo. ¿Servirá eso?

—Perfecto. Entonces, ¿lo harás?

—Hum… dámelo. Lo pensaré y veré lo que decido.

Caxton dejó de limpiar la grabadora con su pañuelo.

—Ponte los guantes.

—¿Por qué?

—La posesión de esto es estrictamente ilegal; tener una equivale a unas cortas vacaciones entre rejas. Usa siempre guantes con ella y con los carretes de recambio… y no te dejes atrapar llevándola encima.

—¡Piensas en las cosas más agradables del mundo!

—¿Quieres echarte atrás?

Jill dejó escapar un prolongado suspiro.

—No. Siempre he deseado una vida de crimen. ¿Me enseñarás el argot de los gángsters? Quiero ser una buena alumna.

—¡Buena chica! —una luz parpadeó sobre la puerta y Caxton alzó la vista—. Eso debe ser tu taxi. Lo llamé por teléfono cuando entré a buscar esto.

—Oh. Encuentra mis zapatos, ¿quieres? No, no me acompañes a la azotea. Cuanto menos me vean contigo, mejor.

—Como quieras.

Cuando Caxton se alzó después de ponerle los zapatos, Jill sujetó su cabeza con ambas manos y le besó.

—¡Querido Ben! De este asunto no puede salir nada bueno, y no me había dado cuenta de que eras un tipo criminal; pero eres al mismo tiempo tan buen cocinero que no me queda más remedio que prestarme a tus combinaciones… y hasta es posible que me case contigo, si logro conseguir que me lo propongas de nuevo.

—La oferta sigue en pie.

—¿Se casan los gángsters con sus chicas? ¿O las llaman «fulanas»? Ya veremos.

Se marchó apresuradamente.


Jill Boardman no tuvo ninguna dificultad para colocar el dispositivo espía. La paciente de la habitación que daba al otro pasillo estaba postrada en la cama; Jill solía pasar a menudo para conversar un rato con ella. Pegó el aparato en el fondo del armario, encima del estante, al tiempo que comentaba que las mujeres de la limpieza nunca quitaban el polvo a la parte alta de los armarios.

Retirar el carrete al día siguiente y colocar uno nuevo le resultó sencillo; la enferma dormía. Se despertó cuando Jill se hallaba aún subida a la silla y pareció sorprendida; Jill la despistó contándole un chismorreo subido de tono que corría por las salas.

Envió por correo el hilo grabado, usando la estafeta del hospital, puesto que la impersonal ceguera del sistema postal parecía más segura que cualquier astucia rebuscada. Pero fracasó en el intento de colocar el tercer carrete. Aguardó a que la enferma estuviese dormida, pero, en el instante en que se subía a la silla la mujer despertó.

—¡Ah! ¡Hola, señorita Boardman!

Jill se quedó petrificada con una mano en la grabadora.

—Hola, señora Fritschlie —consiguió responder—. ¿Ha dormido bien?

—Estupendamente —dijo la mujer, malhumorada—. Me duele la espalda.

—Le daré un masaje.

—No servirá de mucho. ¿Cómo es que está siempre hurgando en mi armario? ¿Ocurre algo?

Jill hizo un esfuerzo para volver a tragarse su estómago. En realidad la mujer no sospechaba nada, se dijo.

—Ratones —respondió vagamente.

—¿Ratones? ¡Oh, tendrán que darme otra habitación!

Jill arrancó el instrumento de la pared, se lo guardó en el bolsillo, bajó de la silla y se dirigió a la enferma.

—Vamos, vamos, señora Fritschlie… Precisamente estaba comprobando que no hay ningún agujero en ese armario y, por lo tanto, de ahí no puede salir ninguno. En esta habitación no hay ratones.

—¿Está segura?

—Completamente segura. Y ahora le daré ese masaje en la espalda. Dése la vuelta.

Jill decidió que no podía volver a colocar el dispositivo en aquella habitación, y llegó a la conclusión de que tenía que correr el riesgo de intentar colocarlo en la habitación vacía que formaba parte de la K-12, la suite del Hombre de Marte. Pero ya casi era la hora del relevo antes de que pudiera hacerlo. Cogió la llave maestra.

Sólo para descubrir que no la necesitaba… La puerta no estaba cerrada con llave y dentro había dos guardiamarinas; habían doblado la guardia. Uno de ellos alzó la cabeza al oír abrirse la puerta.

—¿Busca a alguien?

—No. No se sienten en la cama, muchachos —dijo con voz tajante—. Si necesitan sillas, iremos a buscarlas.

Mantuvo la mirada fija en el guardia mientras éste se levantaba de mala gana; luego salió, intentando ocultar sus temblores.

El aparatito seguía ardiendo en su bolsillo cuando terminó su turno de guardia; decidió devolvérselo de inmediato a Caxton. Se cambió de ropa, lo metió en el bolso y subió a la azotea. Una vez en el aire, se dirigió hacia el apartamento de Ben y empezó a respirar más tranquila. Le telefoneó durante el vuelo.

—Caxton al habla.

—Soy Jill, Ben. Quiero verte. ¿Estás solo?

—No me parece muy oportuno, muchacha —respondió él, despacio—. No ahora.

—Ben, tengo que verte. Ya voy de camino.

—Está bien, de acuerdo, si no hay más remedio.

—¡Cuánto entusiasmo!

—Mira, cariño, no es que yo…

—¡Adiós! —cortó la comunicación, se calmó, y decidió que no debía abandonar ahora al pobre Ben. El hecho era que ambos estaban jugando a un juego que se salía de sus atribuciones. Al menos ella… Hubiera debido seguir como enfermera y dejar a un lado la política.

Se sintió mejor cuando vio a Ben, y todavía mejor cuando él la besó y la abrazó. Era tan encantador… Quizá debiera casarse con él. Pero cuando intentó hablar, Caxton puso una mano sobre su boca y le susurró:

—No digas nada. Nada de nombres, y habla sólo de trivialidades. Es posible que haya micrófonos aquí.

Ella asintió con la cabeza y él la condujo a la sala de estar. Sin hablar, ella sacó la grabadora y se la entregó. Las cejas de él se alzaron brevemente cuando vio que le entregaba no sólo un carrete, sino todo el aparato, pero no hizo ningún comentario. En su lugar le tendió un ejemplar del Post de aquella tarde.

—¿Has leído el periódico? —dijo con naturalidad—. Puedes echarle una mirada mientras me lavo.

—Gracias.

Cuando lo cogió, él le señaló una columna; luego salió, llevándose consigo la grabadora. Jill vio que la columna era la sindicada del propio Ben:


EL NIDO DEL CUERVO

por Ben Caxton


Todo el mundo sabe que cárceles y hospitales tienen una cosa en común: de ambos sitios puede resultar muy difícil salir. En ciertos aspectos, un preso está menos aislado que un enfermo; un preso puede llamar a su abogado, pedir un testigo honesto, invocar un habeas corpus y exigir a sus carceleros que expongan su causa en una audiencia pública.

Pero sólo hace falta un cartel de PROHIBIDAS LAS VISITAS, ordenado por un curandero de nuestra peculiar tribu, para reducir a cualquier paciente internado en un hospital a una incomunicación más absoluta que la que sufrió nunca el Hombre de la Máscara de Hierro.

Por supuesto, al pariente más próximo de un enfermo no se le puede mantener alejado… pero el Hombre de Marte no parece tener ningún pariente próximo. La tripulación de la malaventurada Envoy contaba con pocos lazos en la Tierra; si el Hombre de la Máscara de Hierro —perdón, quise decir el «Hombre de Marte»— posee algún familiar dispuesto a velar por sus intereses, varios miles de periodistas (entre los cuales está el que firma esto) no han sido capaces de identificarlo.

¿Quién habla por el Hombre de Marte? ¿Quién ordenó que se estableciera una guardia armada a su alrededor? ¿Acaso su enfermedad es tan terrible que no permite que nadie le mire, que nadie le formule una pregunta? Me dirijo a usted, señor secretario general; las explicaciones acerca de «debilidad física» y «fatiga gravitatoria» no sirven; si ésa fuera la respuesta, una enfermera de cincuenta kilos de peso sería tan efectiva como un guardia armado.

¿No podría suceder que esa enfermedad fuese de naturaleza financiera? ¿O (digámoslo con delicadeza) acaso es política?


El artículo seguía, todo en el mismo estilo; Jill se dio cuenta de que Ben Caxton trataba deliberadamente de ponerle un cebo a la Administración con la intención de obligarla a sacar a Smith a la luz pública. No sabía lo que conseguiría con ello, ya que su horizonte no abarcaba la alta política ni las altas finanzas. Adivinó, más que supo, que Caxton estaba corriendo un serio riesgo al desafiar de aquella forma a las autoridades establecidas, pero no tenía ninguna noción de las proporciones de ese peligro ni de la forma que podía adoptar.

Hojeó el resto del periódico. Estaba lleno de reportajes sobre el regreso de la Champion, con fotografías del secretario general Douglas prendiendo medallas a la tripulación, entrevistas con el capitán Van Tromp y con otros miembros de su valiente grupo, imágenes de marcianos y de ciudades de Marte. Había muy poco acerca de Smith: simplemente un parte médico que afirmaba que se estaba reponiendo lenta pero satisfactoriamente de los efectos de su viaje.

Ben salió y dejó caer unas cuartillas de papel de copia en el regazo de Jill.

—Ahí tienes otro periódico que tal vez te guste leer —observó, y se fue de nuevo.

Jill vio enseguida que el «periódico» era una transcripción de lo que había grabado el primer carrete de hilo de la grabadora espía. Llevaba indicaciones de «Primera voz», «Segunda voz» y así, pero Ben había escrito a mano a un lado los nombres de quienes más tarde había supuesto que habían dicho cada frase. En la parte superior, al principio, había anotado: «Todas las voces, identificadas o no, son masculinas».

La mayor parte carecía de interés. Simplemente indicaba que a Smith le habían alimentado, lavado, dado un masaje, y que cada mañana y cada tarde se le pedía que hiciera ejercicio bajo la supervisión de una voz identificada como «doctor Nelson» y de otra persona señalada como «segundo médico». Jill decidió que debía ser el doctor Thaddeus.

Pero un largo pasaje no tenía nada que ver con el cuidado físico del paciente. Jill lo leyó y luego volvió a leerlo:


Doctor Nelson: ¿Cómo se encuentra, muchacho? ¿Lo bastante fuerte como para hablar un poco?

Smith: Sí.

Doctor Nelson: Un hombre quiere hablar con usted.

Smith (pausa): ¿Quién? (Caxton había escrito al margen: Todos los parlamentos de Smith van precedidos por una pausa)

Nelson: Este hombre es nuestro gran (vocablo gutural sin posible transcripción… ¿Sería marciano?). Es nuestro Anciano más viejo. ¿Hablará usted con él?

Smith (pausa muy larga): Me encantará. El Anciano hablará y yo escucharé y creceré.

Nelson: ¡No, no! Lo que quiere es hacerle algunas preguntas.

Smith: Yo no puedo enseñar a un Anciano.

Nelson: El Anciano lo desea. ¿Permitirá usted que le haga esas preguntas?

Smith: Sí.


(Ruidos de fondo, una corta pausa)


Nelson: Por aquí, señor. Tengo, eh… al doctor Mahmoud preparado para efectuar la traducción.


Jill leyó: «Voz nueva». Pero Caxton había tachado luego estas dos palabras y escrito en su lugar: «¡Secretario general Douglas!»


Secretario general: No lo necesitaré. Dijo usted que Smith comprende el inglés.

Nelson: Bueno, sí y no, su excelencia. Conoce un cierto número de palabras pero, como dice Mahmoud, carece de un contexto cultural al que referir esas palabras. El diálogo puede resultar confuso.

Secretario general: Oh, nos las arreglaremos, estoy seguro. De joven recorrí todo Brasil con la mochila al hombro sin saber ni una palabra de portugués al empezar. Ahora, si tiene la bondad de presentarnos… y luego déjenos solos.

Nelson: Señor, creo que sería mejor que yo permaneciese junto a mi paciente.

Secretario general: ¿De veras, doctor? Me temo que debo insistir. Lo lamento.

Nelson: Y también me temo que yo debo insistir. Lo lamento, señor. La ética médica…

Secretario general (interrumpiéndole): Como abogado, sé algo sobre jurisprudencia médica… así que no me venga con esas idioteces acerca de la «ética médica», por favor. ¿Acaso este paciente le eligió a usted?

Nelson: No exactamente, pero…

Secretario general: Tal como pensé. ¿Ha tenido este paciente la oportunidad de elegir a sus médicos? Lo dudo. Su situación actual es la de paciente a cargo del Estado. De facto, actúo en calidad de pariente más próximo del enfermo… y también de iure, como comprobará. Quiero entrevistarme con él a solas.

Nelson (una larga pausa; luego, muy rígido): Si plantea usted las cosas de ese modo, su excelencia, me retiraré del caso.

Secretario general: No se lo tome así, doctor; no pretendía que se le erizara el vello de la nuca. No cuestiono su tratamiento. Pero estoy seguro de que usted no intentaría impedir que una madre viera a solas a su hijo, ¿verdad? ¿Teme que pueda hacerle daño?

Nelson: No, pero…

Secretario general: Entonces, ¿cuál es su objeción? Vamos, preséntenos y déjenos seguir. Tal vez esta discusión esté trastornando un poco a su paciente.

Nelson: Le presentaré, su excelencia. Después, deberá seleccionar usted a otro médico para su… tutela.

Secretario general: Lo siento, doctor, lo lamento de veras. Pero no puedo aceptar ese final… lo discutiremos más tarde. Ahora, por favor…

Nelson: Pase por aquí, señor. Hijo, éste es el caballero que desea verle. Nuestro gran Anciano.

Smith: (intranscribible)

Secretario general: ¿Qué ha dicho?

Nelson: Una especie de bienvenida respetuosa. Mahmoud dice que puede traducirse como: «No soy más que un huevo». Algo así, más o menos. Acostumbraba a usarla conmigo. Es un saludo amistoso. Hijo, hable la lengua humana.

Smith: Sí.

Nelson: Y, si se me permite ofrecerle un último consejo, señor, será mejor que utilice usted palabras sencillas y de pocas sílabas.

Secretario general: Oh, así lo haré.

Nelson: Adiós, su excelencia. Adiós, hijo.

Secretario general: Gracias, doctor. Le veré luego.

Secretario general (prosiguiendo): ¿Cómo se encuentra?

Smith: Muy bien.

Secretario general: Estupendo. Cualquier cosa que desee, sólo tiene que pedirla. Queremos que se sienta feliz. Ahora, me gustaría que hiciese algo por mí. ¿Sabe escribir?

Smith: ¿Escribir? ¿Qué es escribir?

Secretario general: Bueno, bastará con la impresión de la huella de su dedo pulgar. Quiero leerle un documento. Este documento está lleno de términos legales pero, reducido a un lenguaje sencillo, dice tan sólo que usted, por el hecho de salir de Marte, ha abandonado —cedido, quiero decir— cualquier derecho de propiedad que tuviese allí. ¿Me comprende? Que asigna estos derechos en fideicomiso al Gobierno.

Smith: (no responde)

Secretario general: Bueno, digámoslo de otro modo. Usted no es dueño de Marte, ¿verdad?

Smith (pausa más larga): No entiendo.

Secretario general: Hum… probemos de otra forma. Usted quiere quedarse aquí, ¿verdad?

Smith: No lo sé. Me enviaron los Ancianos (largo discurso intranscribible, sonidos semejantes a los de una lucha entre una rana toro y un gato).

Secretario general: Maldita sea, a estas alturas ya deberían haberle enseñado más inglés. Veamos, hijo, no tiene usted por qué preocuparse de todas estas cosas. Permítame simplemente que ponga la huella de su dedo pulgar al pie de esta página. Déme su mano derecha. No, no se gire de este modo. ¡Estése quieto! No voy a hacerle ningún daño… ¡Doctor! ¡Doctor Nelson!

Segundo médico: ¿Sí, señor?

Secretario general: Llame al doctor Nelson.

Segundo médico: ¿El doctor Nelson? Pero se ha ido, señor. Dijo que usted le había echado del caso.

Secretario general: ¿Nelson ha dicho eso? ¡Maldito sea! Bueno, haga usted algo. Aplíquele la respiración artificial. Déle una inyección. No se quede ahí parado… ¿Es que no ve que este hombre se está muriendo?

Segundo médico: No creo que se pueda hacer nada, señor. Sólo dejarle en paz hasta que salga de ese estado. Es lo que el doctor Nelson ha hecho siempre.

Secretario general: ¡Maldito doctor Nelson!


La voz del secretario general no volvía a aparecer, ni tampoco la del doctor Nelson. Jill juzgó, a través de los rumores que había oído por el hospital, que Smith había vuelto a hundirse en una de sus fugas catalépticas. Había dos entradas más, ninguna de ellas atribuida. Una rezaba: «No es necesario que susurres. No te oye». La otra decía: «Llévate esa bandeja. Le daremos de comer cuando salga de esto».

Jill estaba releyendo por tercera vez la transcripción cuando Ben apareció de nuevo. Llevaba más cuartillas de papel de copia, pero no se las ofreció; en vez de ello preguntó:

—¿Tienes hambre?

Ella miró interrogativamente los papeles en la mano de él, pero respondió:

—Me estoy muriendo de inanición.

—Entonces vamos a cazar una vaca.

No dijo nada más mientras se dirigían a la azotea y tomaban un taxi, y siguió guardando silencio durante el vuelo hasta la plataforma de Alexandria. Allí cambiaron a otro taxi. Ben eligió uno con matrícula de Baltimore. Una vez en el aire puso rumbo a Hagerstown, Maryland, y se relajó.

—Ahora podemos hablar.

—Ben, ¿a qué viene tanto misterio?

—Lo siento, pies bonitos. Probablemente sólo nervios y mi mala conciencia. Ignoro si han puesto micrófonos en mi apartamento… pero si yo puedo hacérselo a ellos, ellos también pueden hacérmelo a mí… y he estado mostrando un interés muy poco saludable en cosas que la Administración desea mantener bajo mano. Del mismo modo, aunque no es probable que un vehículo llamado desde mi piso tenga una grabadora metida bajo el tapizado de los asientos, existe esa posibilidad; las patrullas del Servicio Especial suelen estar en todo. Pero este taxi… —Palmeó la tapicería—. No pueden poner micrófonos en miles de taxis. Uno elegido al azar resulta bastante seguro.

Jill se estremeció.

—Ben, no creerás que ellos… —dejó morir sus palabras.

—¡Ahora sí! Ya viste mi artículo. Recogí ese ejemplar hace nueve horas. No pensarás que la Administración va a permitir que la patee en la boca del estómago sin hacer nada al respecto.

—Pero tú siempre te has manifestado opuesto a esta Administración.

—Cierto. El deber de la Leal Oposición de Su Majestad es oponerse. Ellos esperan eso. Pero esto es distinto: prácticamente les he acusado de estar reteniendo a un prisionero político. Jill, un Gobierno es un organismo vivo. Y, como toda cosa viva, su principal característica es un ciego e irrazonado instinto de conservación. Si le golpeas, contraataca. Esta vez les he golpeado de veras… —la miró de soslayo—. Pero no debería haberte implicado en ello.

—¿A mí? No tengo miedo. Al menos, no desde que te devolví ese artilugio.

—Estás asociada a mí. Si las cosas se ponen feas, eso puede ser suficiente.

Jill apretó los labios. Nunca en su vida había experimentado la enorme crueldad del gigantesco poder. Fuera de sus conocimientos de enfermería y de la alegre guerrilla entre los sexos, Jill era casi tan inocente como el Hombre de Marte. La idea de que ella, Jill Boardman —que lo más terrible que había experimentado era alguna que otra azotaína de niña y alguna que otra palabra dura de adulta—, pudiera hallarse en peligro físico, le resultaba casi imposible de creer. Como enfermera había visto las consecuencias de la crueldad, la violencia, la brutalidad… pero eso no podía ocurrirle a ella.

El vehículo trazaba un círculo para aterrizar en Hagerstown antes de que se decidiera a romper su meditabundo silencio.

—Ben, supón que este paciente muere. ¿Qué sucedería?

—¿Eh? —Caxton frunció el entrecejo—. Es una buena pregunta, una muy buena pregunta. Me alegro de que la hayas formulado; demuestra que te estás tomando interés en el trabajo. Ahora, si no hay más preguntas, la clase ha terminado.

—No bromees.

—Hum… Jill, he pasado noches en blanco, cuando debería estar soñando contigo, intentando responder a esa pregunta. Es una pregunta que tiene dos vertientes, una política y otra financiera… y éstas son las mejores respuestas a las que he llegado: si Smith muere, sus derechos legales sobre Marte desaparecen. Probablemente el grupo de pioneros que la Champion dejó atrás en Marte inicie una nueva demanda de propiedad… y es casi seguro que la Administración llegó a un acuerdo con ellos antes de que abandonasen la Tierra. La Champion es una nave de la Federación, pero es más que posible que el trato, si existe, deje todos los hilos en las manos de ese terrible defensor de los derechos humanos, el señor secretario general Douglas. Un trato así podría mantenerlo en el poder durante largo tiempo. Por otra parte, es posible también que no signifique nada en absoluto.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Tal vez la Resolución Larkin no pueda aplicarse en este caso. La Luna estaba deshabitada, pero Marte está habitado… por los marcianos. De momento, los marcianos son un cero legal. Pero el Tribunal Supremo puede echar un vistazo a la situación política, contemplarse su ombligo colectivo, y decidir que la ocupación humana no significa nada en un planeta habitado ya por nativos no humanos. Entonces los derechos sobre Marte, de existir, tendrían que respaldarse tratando directamente con los marcianos.

—Pero Ben, ése podría ser el caso de todas las formas. Esta idea de un hombre propietario de todo un planeta… ¡resulta fantástica!

—No utilices esa palabra con un abogado; no te entenderá. Atar mosquitos y engullir camellos son requisitos indispensables para obtener el título en cualquier facultad de Derecho. Además, existe un precedente. En el siglo XV el papa repartió todo el hemisferio occidental entre España y Portugal[2], y nadie prestó la menor atención al hecho de que aquellos territorios estaban ya ocupados por varios millones de indios con sus propias leyes, costumbres y derechos de propiedad. Su concesión, además, fue tremendamente efectiva. Echa en cualquier momento un vistazo a un mapa del hemisferio occidental y observa dónde se habla español y dónde portugués… y cuánta tierra les ha quedado a los indios.

—Sí, pero… Ben, no estamos en el siglo XV.

—Díselo a un abogado. Aún siguen citando a Blackwell, el Código de Napoleón o incluso las leyes de Justiniano. Mira, Jill: si el Tribunal Supremo dictamina que la Resolución Larkin es aplicable, Smith se hallará en posición de otorgar o retirar concesiones sobre Marte que pueden valer millones, más probablemente miles de millones. Si entrega sus derechos territoriales a la Administración actual, entonces el secretario Douglas será el hombre que lo controle todo. Lo cual es precisamente lo que Douglas intenta conseguir. Ya has visto la transcripción.

—¿Por qué puede desear una persona ese tipo de poder, Ben?

—¿Por qué vuela la polilla hacia la luz? El impulso hacia el poder es menos lógico aún que el impulso sexual… y más fuerte. Pero te he dicho que la tuya era una pregunta con dos vertientes. Los activos financieros de Smith son casi tan importantes como su posición especial como rey y emperador nominal de Marte. Posiblemente más importante aún, puesto que una resolución del Tribunal Supremo podría arrebatarle sus derechos de propiedad sobre Marte, pero dudo de que haya nada en este mundo que pueda privarle de sus derechos de propiedad sobre el impulsor Lyle y un importante paquete de acciones de la Lunar Enterprises: los ocho testamentos son asunto del dominio público, y en los tres casos más importantes hereda con o sin testamento.

»¿Qué sucederá si muere? No lo sé. Surgirán mil pretendidos primos, por supuesto, pero la Fundación para la Ciencia lleva veinte años luchando con un montón de esos parásitos hambrientos de dinero. Parece posible que, si Smith muere sin haber hecho testamento, su enorme fortuna revierta al Estado.

—¿Al Estado? ¿Te refieres a la Federación o a Estados Unidos?

—Otra buena pregunta para la que no tengo respuesta. Sus padres naturales proceden de dos países distintos miembros de la Federación, y él nació fuera de los dos… y eso va a significar una diferencia crucial para algunas de las personas que tienen voto decisivo en esos paquetes de acciones y explotan bajo licencia esas patentes. No va a ser Smith; es incapaz de distinguir a un agente de bolsa de un cobrador de los transportes públicos. Será probablemente aquel que consiga agarrarle o colgarse de él. Mientras tanto, dudo de que la Lloyd's le suscribiera una póliza de seguro de vida; me parece un riesgo demasiado grande.

—¡Pobre niño! ¡Pobre, pobre criatura!

6

El restaurante en Hagerstown tenía «ambiente» además de buena comida, lo que significaba que disponía de mesas diseminadas no sólo en un prado que conducía hasta el borde de un pequeño lago, sino también en las ramas de tres enormes árboles. Por encima de todo el conjunto había un campo de fuerza que formaba un techo, para mantener la zona del comedor al aire libre en un perpetuo verano, aunque lloviera o nevara.

Jill quería comer en los árboles, pero Ben la ignoró y sobornó al maitre d'hótel para que les buscase una mesa cerca del agua en un lugar elegido por él; luego pidió que situaran en su mesa una estéreo portátil.

Jill se sintió mortificada.

—Ben, ¿para qué molestarse en venir aquí y pagar estos precios si no podemos comer en los árboles y además tenemos que soportar esa horrible caja de luz y ruidos?

—Paciencia, pequeña. Todas las mesas de arriba en los árboles tienen circuitos microfónicos; los necesitan para el servicio. Ésta no tiene ninguno, confío, ya que vi al camarero cogerla de un montón de reserva para traerla aquí. En cuanto al tanque, no sólo resulta antinorteamericano comer sin ver la estéreo, sino que puede servirnos para crear toda la interferencia necesaria en caso de que haya algún micrófono direccional apuntado hacia aquí…, suponiendo que los investigadores del señor Douglas hayan empezado ya a interesarse por nosotros, cosa que no dudo que han hecho.

—¿Crees de veras que nos están siguiendo, Ben? —Jill se estremeció—. No estoy hecha para una vida de crimen.

—¡Bah, te acostumbrarás pronto! Cuando estaba trabajando en los escándalos de sobornos de la General Synthetics, nunca dormía dos noches seguidas en el mismo sitio, y sólo me alimentaba de alimentos envasados que había comprado yo mismo. Al cabo de un tiempo te acostumbras a ello… estimula el metabolismo.

—Mi metabolismo no lo necesita, gracias. Todo lo que me hace falta es un paciente particular, viejo y rico.

—¿No vas a casarte conmigo, Jill?

—Después de que mi futuro esposo se vaya al otro mundo, sí. O quizá cuando sea tan rica que pueda permitirme el lujo de tenerte como animalito de compañía.

—Es la mejor oferta que he tenido en meses. ¿Qué te parece si empezáramos esta noche?

Después de que me quede viuda.

Durante los cócteles, el espectáculo musical —más los estridentes comerciales que habían estado martilleando sus tímpanos desde el tanque estéreo— se interrumpió de pronto. La cabeza y los hombros de un locutor llenaron el tanque; sonrió con sinceridad profesional y dijo:

—La NWNW, New World Networks, y el patrocinador de esta emisión, las Píldoras Maltusianas Chica Lista, se sienten honrados y privilegiados de ceder los siguientes minutos de este espacio a una emisión histórica del Gobierno de la Federación. Y recuerden: toda chica lista utiliza píldoras Chica Lista. Fáciles de llevar, agradables de tomar, garantizadas contra todo fallo y aprobadas para su venta sin receta por la Ley Pública 1.312. ¿Por qué correr el riesgo de emplear métodos anticuados, antiestéticos, perjudiciales e inseguros? ¿Por qué exponerse a perder su amor y respeto? Recuerden… —el simpático y lobuno anunciador lanzó una ojeada hacia un lado y apresuró el resto de la publicidad—: les ofrezco las píldoras Chica Lista, que a su vez les ofrecen la presencia del secretario general… ¡y del Hombre de Marte!

La imagen tridi se fundió a la de una joven tan sensual, tan increíblemente pechugona, tan seductora, que con sólo verla cualquier espectador masculino tenía que sentirse automáticamente insatisfecho de los talentos locales. La señorita se desperezó, se contoneó y dijo, con una ronca voz de tórrido dormitorio:

—Yo siempre uso píldoras Chica Lista.

La imagen se fundió de nuevo y una orquesta interpretó los compases de apertura de Bienvenidos a la paz soberana.

—¿Tú usas las píldoras Chica Lista? —preguntó Ben.

—¡No es asunto tuyo! —Jill pareció enojada, luego añadió—. No es más que un curalotodo de charlatán. De cualquier forma, ¿qué te hace pensar que lo necesito?

Caxton no respondió; el tanque se había llenado con los rasgos paternales del secretario general Douglas.

—Amigos —empezó—, compañeros ciudadanos de la Federación, esta noche me caben un honor y un privilegio únicos. Desde el regreso triunfal de nuestra llameante nave Champion

Siguió con unos cuantos miles de bien escogidas palabras para felicitar a los ciudadanos de la Tierra por su éxito al haber conseguido establecer contacto con otro planeta, con otra raza civilizada. Se las arregló para dar a entender que la proeza de la Champion era el logro personal de cada ciudadano de la Federación, que cualquiera de ellos pudo haber conducido la expedición si no hubiera estado ocupado con otros asuntos importantes… y que él, el secretario general, no era más que el humilde instrumento escogido por todos ellos para poner en práctica su voluntad. No expresaba esas ideas halagadoras con una audacia demasiado evidente, pero lo dejaba entrever: la suposición implícita era que el hombre corriente era igual a cualquiera y mejor que la mayoría… y que el buen viejo Joe Douglas encarnaba al hombre corriente. Hasta su arrugada corbata y su ensortijado pelo tenían cierto aire de «sólo soy uno más».

Ben Caxton se preguntó quién le habría escrito el discurso. Jim Sanforth, probablemente… Jim sabía dar un toque más sutil que cualquier otro miembro del equipo literario de Douglas a la tarea de seleccionar adjetivos que alabasen y complacieran a una audiencia; había escrito anuncios comerciales antes de dedicarse a la política, y no estaba arrepentido de ello. Sí, aquello acerca de «la mano que mece la cuna» era a todas luces obra de Jim… Era el tipo de hombre capaz de seducir a una chica tentándola con un caramelo, y considerarlo una hábil operación.

—¡Apaga eso! —gimió Jill con urgencia.

—¿Eh? Tranquila, pies bonitos. Tengo que escuchar esto.

—… y así, amigos, me cabe el honor de traer ante ustedes a nuestro conciudadano Valentine Michael Smith, ¡el Hombre de Marte! Mike, todos sabemos que está usted cansado y que no se encuentra del todo bien, pero… ¿querrá decirles unas palabras a nuestros amigos?

La escena de la estéreo en el tanque se fundió a un plano medio de un hombre sentado en una silla de ruedas. Inclinado sobre él como si fuera su tío preferido estaba el secretario Douglas y, al otro lado de la silla, una enfermera, rígida, almidonada y fotogénica.

Jill abrió mucho la boca. Ben susurró ferozmente:

—¡Silencio! No quiero perderme ni una sola palabra de esto.

La entrevista no fue larga. El suave rostro infantil del hombre en la silla de ruedas esbozó una tímida sonrisa; miró hacia la cámara y dijo:

—Hola, amigos. Disculpen si sigo sentado. Aún estoy débil —parecía hablar con dificultad y, en una ocasión, la enfermera le interrumpió para tomarle el pulso.

En respuesta a las preguntas de Douglas, dirigió cumplidos al capitán Van Tromp y a la tripulación de la Champion, dio las gracias a todos por su rescate, y dijo que todo el mundo en Marte estaba excitadísimo por haber contactado con la Tierra y que esperaba poder ayudar en la tarea de amalgamar unas relaciones intensas y amistosas entre los dos planetas. La enfermera le interrumpió de nuevo, pero Douglas dijo con voz suave:

—Mike, ¿se siente lo bastante fuerte como para contestar a una pregunta más?

—Claro, señor Douglas… si sé la respuesta.

—Mike… ¿Qué opina de las muchachas de la Tierra?

—¡Jesús! —el semblante infantil adoptó una expresión alucinada y extática y se tiñó de rosa.

La cámara fundió de nuevo a la cabeza y los hombros del secretario general.

—Mike me pidió que les comunicara —continuó en tono paternal—que volverá a estar con ustedes en cuanto le sea posible. Tiene que revitalizar sus músculos, ya saben. La gravedad de la Tierra es tan intensa para él como lo sería para nosotros la gravedad de Júpiter. Quizá la semana próxima, si los médicos consideran que está lo bastante fuerte.

La escena cambió de nuevo a la publicidad de las píldoras Chica Lista y a una rápida obrita de un acto que dejaba bien claro que la muchacha que no las utilizaba no sólo estaba loca sino que no tenía la menor idea de lo que le convenía: los hombres cruzarían a la acera de enfrente para no encontrarse con ella. Ben cambió de canal, luego se volvió a Jill y dijo hoscamente:

—Bueno, ya puedo hacer pedazos mi artículo de mañana. Douglas lo tiene bien metido bajo su pulgar.

—¡Ben!

—¿Eh?

—¡Ése no era el Hombre de Marte!

—¿Qué? Cariño, ¿estás segura?

—¡Claro que estoy segura! Oh, se parecía a él, se parecía mucho a él. Incluso la voz era similar. Pero no era el paciente que vi en la habitación custodiada.

Ben intentó hacer tambalear su convicción. Señaló las varias docenas de personas que se sabía que habían visto a Smith: guardias, internos, enfermeros, el capitán y los miembros de la tripulación de la Champion, probablemente otros. Unos cuantos de esa lista debían de haber visto esta transmisión… o al menos la Administración tenía que presuponer que alguno la vería y se daría cuenta de la sustitución… si había habido sustitución. No tenía sentido… el riesgo era excesivo.

Jill no ofreció ninguna refutación lógica; se limitó a proyectar hacia delante su labio inferior e insistió en que la persona que había aparecido en la estéreo no era el enfermo que ella había conocido. Por último exclamó, irritada:

—¡De acuerdo, de acuerdo, lo que tú quieras! No puedo probar que tengo razón… así que he de estar equivocada. ¡Hombres!

—Vamos, Jill…

—Por favor, llévame a casa.

Ben se fue en silencio a buscar un taxi. No tomó uno de los que se alineaban fuera del restaurante, aunque ya no creía que nadie se interesara por sus movimientos; lo seleccionó entre los que había estacionados en la plataforma de aterrizaje de un hotel al otro lado de la calle.

Jill se mantuvo gélida durante el vuelo de regreso. Finalmente, Ben sacó las transcripciones de lo grabado en la habitación de Smith en el hospital y las releyó. Volvió a leerlas, meditó unos instantes y dijo:

— Jill.

—¿Sí, señor Caxton?

—¡También yo te llamaré «señora»! Mira, Jill, lo siento. Te pido disculpas. Estaba equivocado.

—¿Y qué te ha conducido a esta trascendental conclusión?

Caxton golpeó los papeles contra la palma de su mano.

—Esto. No es posible que Smith se manifestara ayer y anteayer del modo en que lo hizo, y que esta noche haya concedido esa entrevista. Antes hubiera accionado sus mandos… Se hubiera sumergido en uno de esos trances.

—Me siento reconfortada de que al fin te hayas dado cuenta de lo obvio.

—Jill, ¿serías tan amable de patearme un par de veces en la boca y luego olvidarlo? Esto es serio. ¿Sabes lo que significa?

—Significa que usaron un actor para falsificar una entrevista. Te lo dije hace una hora.

—Desde luego. Un actor, y uno bueno además, meticulosamente caracterizado y aleccionado. Pero esto implica mucho más que eso. Tal como lo veo, hay dos posibilidades. La primera es que Smith ha muerto y…

—¡Muerto! —Jill se halló de pronto reviviendo la curiosa ceremonia del trago de agua y notó de nuevo el sabor de la extraña, cálida y extraterrestre personalidad de Smith, entremezclada con una insoportable amargura.

—Tal vez. En cuyo caso, ese suplantador seguirá «vivo» durante una semana o diez días, hasta que tengan tiempo de redactar los documentos que desean que firme. Luego el suplantador «morirá» y lo mandarán fuera de la ciudad, probablemente con un condicionamiento hipnótico de silencio tan fuerte que el asma le asfixie si tratara de hablar… Incluso es posible que le practiquen una lobotomía transorbital si los chicos quieren estar seguros. Pero, si Smith está muerto, será mejor que lo olvidemos todo; nunca podremos demostrar la verdad. Así que vamos a suponer que sigue con vida.

—¡Oh, eso espero!

—¿Qué es Hécuba para ti, o qué eres tú para Hécuba? —citó erróneamente Caxton—. Si continúa vivo, es posible que no haya nada especialmente siniestro en todo este asunto. Al fin y al cabo, muchas figuras públicas utilizan dobles en algunas de sus apariciones; es algo que ni siquiera irrita al público porque, cada vez que algún tipo cree haber descubierto un doble, esto le hace sentirse tan listo que con ello ya tiene suficiente. Así que es posible que la Administración se haya limitado a ceder a las demandas públicas, y haya ofrecido el espectáculo del Hombre de Marte que tanto hemos estado reclamando. Podría ser que dentro de dos o tres semanas nuestro amigo Smith se halle en suficiente buena forma como para resistir el esfuerzo que representan las apariciones en público, en cuyo momento le harán correr sin descanso de un lado para otro. ¡Pero lo dudo mucho!

—¿Por qué?

—Utiliza tu hermosa cabecita rizada. El honorable Joe Douglas ha hecho ya un primer intento de arrancar a Smith lo que deseaba de él… y ha fracasado de la manera más miserable. Pero Douglas no puede permitirse fracasar. Así que opino que enterrará a Smith más profundamente que nunca… y eso será lo último que sabremos del auténtico Hombre de Marte.

—¿Quieres decir que lo matará? —jadeó Jill, muy despacio.

—¿Por qué ser tan cruel? Pero sí encerrarle en alguna clínica particular y no permitirle que se entere nunca más de nada. Puede que ya haya sido alejado del Centro de Bethesda.

—¡Oh, querido! Ben, ¿qué vamos a hacer?

Caxton frunció el entrecejo y pensó unos instantes.

—No tengo ningún buen plan. Ellos tienen el bate y la pelota, y establecen las reglas del juego. Pero lo que voy hacer es esto: me presentaré en ese hospital con un testigo honesto a un lado y un abogado duro al otro, y pediré ver a Smith. Quizá consiga arrastrarles a terreno descubierto.

—¡Estaré detrás de ti!

—Ni lo sueñes. Tú quédate fuera de esto. Como señalaste antes, podría arruinarte profesionalmente.

—Pero me necesitas para identificarle…

—Oh, no. Me considero capaz de distinguir, incluso en el transcurso de una entrevista muy corta, a un hombre criado por seres no humanos de un actor que pretenda suplantarle. Pero, si algo va mal, tú serás mi as en la manga: una persona que sepa que están organizando una mascarada con el Hombre de Marte y que tenga acceso al interior del Centro de Bethesda. Cariño, si no recibes noticias mías, considérate en libertad para obrar por tu cuenta.

—Ben, ¿no te harán daño?

—Lucho fuera de mi peso, nena. No hay forma de saberlo.

—Oh… Ben, no me gusta esto. Si logras entrar y verle, ¿qué piensas hacer?

—Voy a preguntarle si desea abandonar el hospital. Si dice que sí, le invitaré a que venga conmigo. En presencia de un testigo honesto no se atreverán a impedirle salir. Un hospital no es una prisión; no tienen ningún derecho legal a retenerle.

—Oh… ¿Y luego qué? Necesita realmente cuidados médicos, Ben; no está en condiciones de ocuparse de sí mismo. Lo sé.

Caxton frunció de nuevo el entrecejo.

—He estado pensando en eso. Yo no puedo cuidarle. Tu podrías, por supuesto, si tuvieras los medios. Podríamos acomodarle en mi piso y…

—…y yo le cuidaré. ¡Lo haremos, Ben!

—Despacio. He pensado en eso. Douglas podría sacar algún conejo legal del sombrero, un reconocimiento de incapacidad o algo parecido, y Smith tendría que regresar a su encierro. Y acaso tú y yo fuéramos encerrados también… —Frunció más el entrecejo—. Pero conozco a un hombre que podría ofrecerle refugio y salirse con bien de ello.

—¿Quién?

—¿Has oído hablar alguna vez de Jubal Harshaw?

—¿Eh? ¿Y quién no?

—Esa es una de sus ventajas: todo el mundo sabe quién es, lo cual le convierte en una persona difícil de atropellar. Puesto que posee a la vez los títulos de doctor en medicina y abogado, es tres veces más difícil de atropellar. Pero, lo más importante, es un individualista tan acérrimo que lucharía contra el Departamento de Seguridad de la Federación en pleno, armado sólo con un cuchillo de pelar patatas, si eso le pareciera bien… y eso le hace ocho veces más difícil de atropellar. Pero lo más importante es que le conocí a fondo durante los juicios de deslealtad; es un amigo con el que puedo contar. Si logro sacar a Smith de Bethesda, lo llevaré a la casa de Harshaw en el Poconos… ¡y entonces simplemente nos limitaremos a dejar que esos inútiles traten de volver a ocultarlo bajo la alfombra! Entre mi columna y los deseos de lucha de Harshaw, les haremos pasar unos malos momentos.

7

Pese a haber trasnochado, Jill estaba preparada para efectuar su relevo del turno nocturno en la planta del hospital a la mañana siguiente, diez minutos antes de la hora que le correspondía. Tenía toda la intención de obedecer las órdenes de Ben: permanecer alejada del intento del periodista de ver al Hombre de Marte, pero estaba decidida a mantenerse cerca cuando se produjera… sólo por si Ben necesitara refuerzos.

Ya no había guardiamarinas en el pasillo. Bandejas, medicamentos y dos pacientes que preparar para cirugía la tuvieron atareada durante las primeras dos horas; apenas tuvo tiempo de comprobar la puerta de la suite K-12. Estaba cerrada con llave, lo mismo que la puerta de la sala de espera contigua. La puerta a la sala de guardia al otro lado también estaba cerrada. Consideró la posibilidad de meterse en ella subrepticiamente para ver a Smith a través de la puerta de comunicación, ahora que los guardias se habían ido, pero decidió aplazarlo; tenía demasiado trabajo. No obstante, se mantuvo atenta a cuantas personas aparecieron por la planta.

Ben no se dejó ver, y un discreto interrogatorio a la telefonista de la centralita le aseguró que ni Ben ni nadie más había acudido a ver al Hombre de Marte mientras Jill estuvo atareada en otra parte. Eso la desconcertó; aunque Ben no había dicho la hora, ella había sacado la conclusión de que su plan consistía en invadir la ciudadela a primeros del día, tan pronto como le fuera posible.

Finalmente decidió que tenía que echar una ojeada. Durante una pausa, llamó a la puerta de la sala de guardia, luego asomó la cabeza y fingió sorprenderse.

—¡Oh! Buenos días, doctor. Pensé que el doctor Frame estaría aquí.

El médico sentado al escritorio de guardia era completamente desconocido para Jill. Apartó la vista del display de datos fisiológicos que estaba estudiando, la miró, luego esbozó una sonrisa mientras la examinaba de arriba abajo.

—No he visto al doctor Frame, enfermera. Soy el doctor Brush. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ante la típica reacción masculina, Jill se relajó.

—No, nada en especial. ¿Cómo se encuentra el Hombre de Marte?

—¿Eh?

Ella sonrió y le guiñó un ojo.

—No es ningún secreto para el personal, doctor. Su paciente… —indicó con un gesto la puerta interior.

—¿Eh? —el médico pareció asombrado— ¿Le tenían aquí?

—¿Acaso ya no está?

—Por supuesto que no. Tenemos a la señora Rose Bankerson, una paciente del doctor Garner. La trasladamos esta mañana a primera hora.

—¿De veras? Entonces, ¿qué ha sido del Hombre de Marte? ¿Dónde lo han puesto?

—No tengo la menor idea. Vaya, ¿así que me he perdido realmente de ver a Valentine Smith?

—Ayer estaba aquí. Eso es todo lo que sé.

—¿Y el doctor Frame se ocupaba de su caso? Algunas personas se llevan toda la suerte. Mire lo que me ha tocado a mí…

Conectó la cámara de observación de circuito cerrado que tenía sobre su escritorio; Jill vio enmarcada en la pantalla, como si la estuviera contemplando desde arriba, una cama de agua; flotando en ella había una diminuta anciana. Parecía estar dormida.

—¿Qué tiene?

—Hum… Enfermera, si esa mujer no tuviese más dinero del que ninguna persona debería tener, me sentiría tentado a diagnosticarle demencia senil. Pero, tal como son las cosas, ha ingresado para tomarse un descanso y para que le hagan un chequeo.

Jill intercambió unas cuantas frases intrascendentes y, tras unos momentos, fingió haber visto una luz de llamada. Fue a su escritorio y sacó el registro del turno de noche. Sí… allí estaba: V. M. Smith, K-12 transferido. Debajo de esta entrada había otra: Sra. Rose S. Bankerson ingresada en K-12 (dieta s/Dr. Garner —sin órdenes—, responsabilidad nula para el servicio de planta).

Tras comprobar que la vieja rica no era responsabilidad suya, Jill volvió su atención a Valentine Smith. Algo acerca del caso de la señora Bankerson sonaba en su cabeza de un modo extraño, pero no podía echarle mano, así que lo apartó de su mente y se dedicó al asunto que le interesaba. ¿Por qué habían trasladado a Smith en mitad de la noche? Probablemente para eludir cualquier posible contacto con gente de fuera. Pero, ¿adónde lo habrían llevado? En circunstancias normales Jill se hubiera limitado a llamar a Recepción y preguntarlo, pero las opiniones de Ben —además de la falsa emisión de la noche antes— la habían puesto en guardia acerca de mostrar curiosidad. Decidió esperar hasta la comida y ver qué podía captar en la marea general de los rumores.

Pero antes fue al teléfono público de la planta y llamó a Ben. Su oficina le informó que acababa de salir de la ciudad y estaría fuera algunos días. Se quedó casi sin habla ante aquello… luego se recobró y dejó recado de que dijeran a Ben que la llamase. Luego telefoneó a la casa. No estaba allí tampoco; dejó grabado el mismo mensaje.


Ben Caxton no perdió tiempo mientras preparaba su intento de abrirse camino hasta Valentine Michael Smith. Tuvo suerte y pudo contratar a James Oliver Cavendish como testigo honesto. Aunque cualquier testigo honesto hubiese servido, el prestigio de Cavendish era tal que casi ni hacía falta ningún abogado. El anciano caballero había testificado infinidad de veces ante el Tribunal Supremo de la Federación, y se decía que los testamentos archivados en su cabeza representaban una cantidad no de miles de millones, sino de billones. Cavendish había recibido toda su enseñanza en memoria total del gran doctor Samuel Renshaw en persona, y su adiestramiento hipnótico profesional lo había conseguido como pupilo de la Fundación Rhine. Sus honorarios por una jornada de trabajo o fracción superaban el sueldo de Ben de una semana, pero esperaba poder cargar los gastos a la sindicación del Post… En cualquier caso, ni siquiera lo mejor era lo bastante bueno para aquel trabajo.

Caxton recogió al joven Frisby, de Biddle, Frisby, Frisby, Biddle #amp# Reed, puesto que esta firma de abogados era la que representaba a la sindicación del Post, y luego los dos jóvenes llamaron al testigo Cavendish. La alta y enjuta figura del señor Cavendish, envuelta desde la barbilla hasta los tobillos con la blanca toga de su profesión, le recordó a Ben la estatua de la Libertad… y era casi tan llamativa como ella. Ben le había explicado ya a Mark Frisby lo que pretendía hacer (y Frisby le había señalado que no le asistía ningún derecho) antes de llamar a Cavendish; una vez en presencia del testigo honesto, se atuvieron al protocolo y se abstuvieron de discutir lo que podían esperar ver y oír.

El taxi los dejó en el Centro de Bethesda; fueron directamente al despacho del director. Ben entregó su tarjeta y pidió una entrevista con él. Una mujer de modales autoritarios y acento cuidadosamente cultivado le preguntó si tenía concertada una cita. Ben admitió que no.

—Entonces me temo que sus probabilidades de ver al doctor Broemer son casi insignificantes. ¿Puede indicarme el motivo de su visita?

—Simplemente dígale —indicó Caxton en voz alta, para que las demás personas que esperaban pudiesen oírlo— que Ben Caxton, de El Nido del Cuervo, está aquí con un abogado y un testigo honesto para entrevistar a Valentine Michael Smith, el Hombre de Marte.

La mujer se sobresaltó más allá de su altivez profesional. Pero se recobró rápidamente y dijo en tono helado:

—Le informaré de ello. ¿Tienen la bondad de sentarse?

—Gracias, esperaremos aquí.

Esperaron. Frisby encendió un cigarrillo; Cavendish esperó con la tranquila paciencia de quien ha visto ya todas las actitudes buenas y malas y ha llegado a la conclusión de que en el fondo ambas son lo mismo, y Caxton procuró dominar su nerviosismo y no morderse las uñas. Al fin, la reina de las nieves anunció desde detrás de su escritorio:

—El señor Berquist les recibirá.

—¿Berquist? ¿Gil Berquist?

—Me parece que su nombre es Gilbert Berquist.

Caxton reflexionó sobre ello… Gil Berquist pertenecía al enorme pelotón de hombres de paja o «ayudantes ejecutivos» que tenía Douglas a su servicio. Su especialidad era ocuparse de los visitantes oficiales.

—No deseo ver a Berquist; quiero ver al director.

Pero Berquist salía ya en aquellos momentos, con la mano derecha extendida y una amplia sonrisa de bienvenida pegada a su rostro.

—¡Ben Caxton! ¿Qué tal, compañero? Cuánto tiempo sin vernos, y todo esto… ¿Sigues ganándote la vida con las viejas tretas de siempre? —miró al testigo honesto, pero su expresión no admitió nada.

Ben estrechó brevemente su mano.

—Las mismas viejas tretas de siempre, sí. ¿Qué estás haciendo aquí, Gil?

—Si alguna vez consigo librarme de los deberes del servicio público, yo también me buscaré una columna… Nada que hacer, excepto telefonear un millar de palabras sobre las habladurías de cada día, y haraganear el resto del tiempo. Te envidio, Ben.

—He dicho: ¿qué estás haciendo aquí, Gil? Deseo ver al director, luego tener cinco minutos con el Hombre de Marte. No he venido a recibir tus palmaditas de alto nivel en la espalda.

—Vamos, Ben, no adoptes esa actitud. Estoy aquí porque la prensa ha vuelto casi loco al doctor Broemer… así que el secretario general me envió para quitarle un poco de peso de encima de los hombros.

—Está bien. Quiero ver a Smith.

—Ben, viejo amigo, ¿te das cuenta de que todos los periodistas, corresponsales, enviados especiales, redactores de sucesos, comentaristas, colaboradores independientes y gacetilleros lacrimógenos desean lo mismo? Vosotros no sois más que un simple pelotón dentro de un ejército; si os dejara pasar a todos, mataríais al pobre tipo en veinticuatro horas. Hace apenas veinte minutos estuvo aquí Polly Peepers. Quería entrevistar a Smith acerca de la vida amorosa entre los marcianos —Berquist se llevó ambas manos a la cabeza y adoptó una expresión de abrumada impotencia.

—Deseo ver a Smith. ¿Puedo verlo, o no puedo verlo?

—Ben, busquemos un lugar tranquilo donde podamos hablar un poco delante de un vaso largo. Puedes preguntarme cualquier cosa.

—No quiero preguntarte nada; quiero ver a Smith. Por cierto, éste es mi abogado, Mark Frisby, de Biddle #amp# Frisby —como era costumbre, Ben no presentó al testigo honesto; todos fingieron que no estaba presente.

—Conozco a Frisby —dijo Berquist con una breve inclinación de cabeza—. ¿Cómo sigue tu padre, Mark? ¿La sinusitis sigue haciéndole la pascua?

—Como siempre.

—Es este maldito clima de Washington. Vamos, Ben. Tú también, Mark.

—Un momento —dijo Caxton—. No quiero entrevistarte a ti, Gil. Quiero ver a Valentine Michael Smith. Actúo en nombre de la sindicación del Post, y por ello represento indirectamente a más de doscientos millones de lectores. ¿Voy a poder verle? Si no es así, dilo en voz alta y deja bien sentada tu autoridad legal para negarte.

Berquist suspiró.

—Mark, ¿quieres explicarle a este cronista chismoso que no puede entrar a la fuerza en la habitación de un hombre enfermo simplemente porque tiene una columna sindicada? Valentine Smith hizo una aparición pública justo anoche… en contra de la opinión de su médico, tengo que añadir. Ese hombre tiene derecho a gozar de un poco de paz y tranquilidad y a disponer de la oportunidad de recuperar sus fuerzas y orientarse un poco. Esa aparición de anoche fue suficiente, más que suficiente.

—Corren rumores —indicó cautelosamente Caxton— de que la aparición de anoche fue un fraude.

Berquist dejó de sonreír.

—Frisby —dijo fríamente—, ¿quieres darle a tu cliente unos cuantos consejos acerca de las leyes relativas a la difamación?

—Tómatelo con calma, Ben.

—Conozco las leyes relativas a la difamación, Gil. En mi negocio he de conocerlas. Pero, ¿a quién estoy difamando? ¿Al Hombre de Marte? ¿O a alguna otra persona? Dame un nombre. Repito —alzó la voz— que he oído decir que el hombre entrevistado anoche en la televisión no era el Hombre de Marte. Quiero verle personalmente y preguntárselo.

La gente que llenaba el vestíbulo de recepción guardaba un silencio absoluto mientras todo el mundo prestaba oídos a la discusión y fingía ocuparse en otras cosas. Berquist miró rápidamente al testigo honesto, luego controló su expresión y sonrió a Caxton antes de decir:

—Ben, es posible que te hayas convencido a ti mismo de que necesitas esa entrevista… así como un proceso. Aguarda un momento.

Desapareció en el despacho interior y regresó al cabo de poco.

—Lo he arreglado —dijo con voz cansada—, aunque Dios sabe por qué lo he hecho. No te lo mereces, Ben. Vamos. Sólo tú… Mark, lo lamento, pero no es posible permitir la entrada a una multitud; hay que tener en cuenta que Smith es un hombre enfermo.

—No —dijo Caxton.

—¿Eh?

—O los tres, o ninguno.

—No seas estúpido, Ben; estás recibiendo un privilegio muy especial. Te diré lo que haremos… Mark puede venir y esperar fuera. Pero no le necesitas a él —señaló a Cavendish con un movimiento de cabeza; el testigo pareció no oír.

—Quizá no. Pero he pagado sus honorarios para tenerlo aquí conmigo. Mi columna afirmará esta noche que la Administración se negó a permitir que un testigo honesto viera al Hombre de Marte.

Berquist se encogió de hombros.

—De acuerdo, entonces. Ben, espero que ese proceso por difamación acabe contigo definitivamente.

Tomaron el ascensor para las camillas en vez del tubo impulsor —como deferencia a la edad de Cavendish—; luego recorrieron un pasillo lateral durante un largo trecho, dejando atrás laboratorios, salas de terapia, solarios y pabellón tras pabellón. En una ocasión fueron detenidos por un guardia, que telefoneó y luego les dejó pasar; finalmente fueron conducidos a una sala de display de datos fisiológicos utilizada para observar a los pacientes en estado crítico.

—Éste es el doctor Tanner —anunció Berquist—. Doctor, éstos son el señor Caxton y el señor Frisby —por supuesto, no presentó a Cavendish.

Tanner pareció preocupado.

—Caballeros, hago esto contra mi voluntad, sólo porque el director ha insistido. Debo advertirles una cosa: no hagan ni digan nada que pueda excitar a mi paciente. Se halla en unas condiciones de neurosis extrema y cae con facilidad en un estado de huida patológica… de trance, si prefieren llamarlo así.

—¿Epilepsia? —preguntó Ben.

—Un profano podría confundirlo fácilmente con ella. Sin embargo, es más parecido a una catalepsia. Pero no me cite; no existe ningún precedente clínico para este caso.

—¿Es usted especialista, doctor? ¿Psiquiatra tal vez?

Tanner miró brevemente a Berquist.

—Sí —admitió.

—¿Dónde ha efectuado usted sus prácticas de especialización?

—Vamos, Ben —dijo Berquist—, veamos al paciente y terminemos con esto. Después podrás preguntarle al doctor Tanner.

—De acuerdo.

Tanner examinó sus diales y gráficos, luego accionó un interruptor y miró una pantalla de circuito cerrado. Abandonó el escritorio, abrió una puerta y les condujo a un dormitorio contiguo, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios. Los otros cuatro le siguieron. Caxton tuvo la sensación de que era conducido a «ver lo que quedaba» y reprimió una nerviosa necesidad de echarse a reír.

La habitación estaba en penumbra.

—La mantenemos en semioscuridad porque sus ojos no están acostumbrados al nivel de brillo de nuestras luces —explicó Tanner con voz baja. Se acercó a una cama hidráulica que ocupaba el centro de la habitación—. Mike, le he traído unos amigos que desean verle.

Caxton se acercó. Flotando, medio oculto por la forma en que su cuerpo se hundía en la piel de plástico que cubría el líquido en el tanque, y más oculto aún por una sábana que lo cubría hasta las axilas, había un hombre joven. Les miró pero no dijo nada; su rostro liso y redondo carecía de expresión.

Por todo lo que Ben podía decir, era el hombre que había aparecido en la estéreo la noche antes. Le asaltó la vertiginosa sensación de que la pequeña Jill, con la mejor de las intenciones, le había lanzado a la cara una granada sin el seguro. Un proceso por difamación podía muy bien arruinarle.

—¿Es usted Valentine Michael Smith?

—Sí.

—¿El Hombre de Marte?

—Sí.

—¿Apareció usted en la estéreo anoche?

El hombre en la cama no contestó. Tanner dijo:

—No creo que conozca esa palabra. Déjeme intentarlo a mí. Mike, ¿se acuerda de lo que hizo anoche con el señor Douglas?

El rostro del hombre adoptó una expresión malhumorada.

—Luces fuertes. Daño.

—Sí, las luces le hicieron daño en los ojos. El señor Douglas quería que usted dijera hola a la gente.

El paciente esbozó una ligera sonrisa.

—Largo paseo en silla.

—De acuerdo —asintió Caxton—. Entiendo. Mike, ¿le tratan como es debido aquí?

—Sí.

—No está obligado a permanecer aquí si no quiere, ¿sabe? ¿Puede usted andar?

—Hey, un momento, señor Caxton… —se apresuró a decir Tanner. Berquist apoyó una mano en el brazo del médico, y éste se calló.

—Puedo andar… un poco. Cansado.

—Haré que le proporcionen una silla de ruedas. Mike, si no quiere seguir aquí, puedo llevármelo a donde usted desee ir.

Tanner apartó la mano de Berquist y dijo:

—¡No tiene usted atribuciones para interferir entre mi paciente y yo!

—Es un hombre libre, ¿no? —insistió Caxton—. ¿O se le considera prisionero aquí?

—¡Claro que es un hombre libre! —respondió Berquist—. Tranquilo, doctor. Deje que este estúpido cave su propia tumba.

—Gracias, Gil. Muchas gracias. Así que es libre de marcharse si lo desea. Ya lo ha oído, Mike. No tiene que seguir aquí si no quiere. Puede ir usted a donde le plazca. Yo le ayudaré.

El paciente miró a Tanner con expresión aterrada.

—¡No! ¡No, no, no!

—Está bien, está bien.

—¡Señor Berquist —restalló Tanner—, esto ya ha ido demasiado lejos!

—De acuerdo, doctor. Ben, traslademos el show a la calle. Supongo que ya has tenido suficiente.

—Hum… sólo otra pregunta.

Caxton pensó rápidamente, intentando imaginar qué podía sacar de aquello. Según todas las apariencias, Jill se había equivocado… Sin embargo, ¡ella no estaba equivocada! Al menos, así lo había parecido la noche antes. Pero algo no encajaba, aunque era incapaz de decir qué.

—Una pregunta más —aceptó Berquist a regañadientes.

—Gracias. Eh… Mike, anoche el señor Douglas le hizo algunas preguntas… —el paciente le miró, pero no hizo ningún comentario—. Veamos, le preguntó qué pensaba de las muchachas de la Tierra, ¿verdad?

El rostro del enfermo se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Jesús!

—Sí, Mike… ¿cuándo y dónde vio a esas muchachas?

La sonrisa se desvaneció. El paciente miró a Tanner, luego se puso rígido, sus ojos rodaron en sus órbitas y se encogió en una postura fetal, con las rodillas levantadas, la cabeza doblada, los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Sáquelos de aquí! —restalló Tanner. Avanzó con paso rápido hasta la cama y tomó el pulso al enfermo.

—¡Ahora sí lo acabas de destrozar todo! —exclamó Berquist salvajemente—. ¿Te vas a marchar de una vez, Caxton? ¿O tendré que llamar a los guardias?

—Oh, de acuerdo, ya nos vamos —accedió Caxton.

Todos menos Tanner salieron de la habitación, y Berquist cerró la puerta.

—Sólo un detalle, Gil —insistió Caxton—. Le habéis tenido encerrado ahí dentro, así que… ¿dónde vio a esas chicas?

—¿Eh? No seas estúpido. Ha visto montones de muchachas. Enfermeras… técnicas de laboratorio… Ya sabes.

—No, no sé. Tengo entendido que a su alrededor sólo había hombres, enfermeros, y que las visitas femeninas estaban estrictamente prohibidas.

—¿Eh? No seas más absurdo de lo que ya estás siendo —Berquist parecía irritado. Luego, de pronto, sonrió—. Anoche viste a una enfermera a su lado, en la estéreo.

—Oh. Sí, claro —Caxton calló y se dejó conducir fuera.

No volvieron a hablar del asunto hasta que los tres hombres estuvieron en el aire, camino de la casa de Cavendish. Entonces Frisby comentó:

—Ben, no creo que el secretario general exija que se te demande, puesto que nada de esto ha salido en letra impresa. De todos modos, si realmente posees una fuente digna de crédito para ese rumor que mencionaste, hubiera sido mejor que perpetuáramos la evidencia. No tienes muchas cosas sobre las que apoyarte, ¿sabes?

—Olvídalo, Mark. No va a demandarme —Ben miró el suelo del taxi con ojos ceñudos—. ¿Cómo sabemos que era el Hombre de Marte?

—¿Eh? Oh, vamos… deja eso, Ben.

—¿Cómo lo sabemos? Hemos visto un individuo de aproximadamente la edad adecuada en una cama de hospital. Tenemos la palabra de Berquist… y Berquist inició su carrera política con refutaciones; su palabra no significa nada. Vimos a un total desconocido que supuestamente era un psiquiatra… pero cuando traté de averiguar dónde había estudiado psiquiatría me obligaron a cambiar de tema. ¿Cómo lo sabemos? Señor Cavendish, ¿vio u oyó algo que le convenciera de que ese tipo era el Hombre de Marte?

—Mi función no consiste en formar opiniones —respondió Cavendish cuidadosamente—. Veo, oigo… eso es todo.

—Lo siento.

—Por cierto, ¿ha terminado ya conmigo en mi capacidad profesional?

—¿Eh? Oh, sí, claro. Gracias, señor Cavendish.

—Gracias a usted, señor. Ha sido una asignación interesante —el anciano caballero se quitó la toga que le separaba del resto de los mortales ordinarios, la dobló cuidadosamente y la depositó sobre el asiento. Suspiró, se relajó, y sus facciones perdieron su inexpresividad profesional, se volvieron más cálidas y blandas. Sacó una cajita de cigarros y ofreció a los demás; Frisby aceptó uno, y compartieron el mechero—. Yo no fumo mientras estoy de servicio —observó Cavendish a través de una densa nube de humo—. Interfiere con el funcionamiento óptimo de los sentidos.

—Si hubiese podido llevar con nosotros a un miembro de la tripulación de la Champion —insistió Caxton—, tal vez habría conseguido algo. Pero pensé que seguramente podría decirlo por mí mismo.

—Debo admitir —observó Cavendish— que me ha sorprendido un poco el que se abstuviera usted de hacer una cosa.

—¿Eh? ¿Qué olvidé?

—Las callosidades.

—¿Las callosidades?

—Desde luego. La historia de la vida de un hombre se puede leer en sus callos. Una vez escribí una monografía sobre ello, que apareció en el Boletín trimestral del testigo… algo parecido a la famosa monografía de Sherlock Holmes sobre la ceniza del tabaco. Ese joven de Marte… Puesto que nunca ha llevado nuestro tipo de calzado y ha vivido en una gravedad de aproximadamente un tercio de la nuestra, debería mostrar unas callosidades en consonancia con su anterior medio ambiente. Incluso el tiempo que pasó recientemente en el espacio tuvo que dejar sus marcas. Muy interesante.

—¡Maldita sea! Buen Dios, señor Cavendish, ¿por qué no me lo sugirió?

—¿Señor? —el anciano se irguió y sus fosas nasales se dilataron—. Eso no hubiera sido ético. Soy un testigo honesto, no un participante. Mi asociación profesional me suspendería por mucho menos. Seguro que usted sabe eso.

—Lo siento, lo olvidé —Caxton frunció el ceño—. Demos la vuelta a este cacharro. Echaremos un vistazo a sus pies… ¡o haré volar todo el edificio sobre la gorda cabeza de Berquist!

—Me temo que tendrá que buscar usted a otro testigo… en vista de mi indiscreción al tratar del asunto, incluso después del hecho.

—Oh, sí, por supuesto… —Caxton frunció el ceño.

—Será mejor que te calmes, Ben —aconsejó Frisby—. Ya te has hundido bastante. Personalmente, estoy convencido de que era el Hombre de Marte. La navaja de Occam, la hipótesis menor, simplemente el buen sentido del caballo.

Caxton dejó a sus acompañantes, luego puso el taxi en vuelo circular mientras reflexionaba. ¿Qué podía ocurrir? Había ido tan lejos como Berquist se lo había permitido, no más. Lo había conseguido una vez… con un abogado y un testigo honesto. Solicitar una segunda entrevista con el Hombre de Marte, la misma mañana, era irrazonable y sería rechazado. No, ya que esto era irrazonable, no podía hacer nada efectivo a través de su columna.

Pero Caxton no había logrado una columna sindicada de gran resonancia dejándose vencer por el desaliento. Tenía que encontrar una forma.

¿Cómo? Bien, al menos ahora sabía dónde era retenido el supuesto Hombre de Marte. ¿Entrar disfrazado de electricista? ¿O como conserje? Demasiado llamativo; jamás cruzaría la barrera de los guardias, ni siquiera llegaría hasta el «doctor» Tanner.

¿Era Tanner realmente médico? Parecía poco probable. Los profesionales de la medicina, incluso los peores, tienden a apartarse de las manipulaciones contrarias a su código profesional. Tomemos ese cirujano de la nave, Nelson… Había abandonado el asunto, se había lavado las manos y se había salido del caso simplemente porque…

¡Un momento! El doctor Nelson podría decir con seguridad si ese joven era el Hombre de Marte, sin tener que comprobar callosidades, usar preguntas con trampa ni nada parecido. Caxton tecleó los controles, ordenó al taxi que ascendiera hasta un nivel de aparcamiento y se quedara flotando allí, e inmediatamente trató de telefonear al doctor Nelson a través de su oficina, puesto que no sabía dónde encontrarlo ni tenía los medios para averiguarlo. Tampoco lo sabía su ayudante, Osbert Kilgallen, pero él sí tenía los medios para averiguarlo. Ni siquiera fue necesaria recurrir al largo número de favores no devueltos que guardaba Caxton para estas emergencias, puesto que el archivo de Personas Importantes de la sindicación del Post le situó de inmediato en el Nuevo Mayflower.

Unos minutos más tarde Caxton estaba hablando con él, sin conseguir nada: el doctor Nelson no había visto la emisión. Sí, había oído hablar de ella; no, no tenía ningún motivo para sospechar que fuese un fraude.

¿Sabía el doctor Nelson si se había llevado a cabo algún intento de obligar a Smith a renunciar a sus derechos sobre Marte bajo la Resolución Larkin? No, no lo sabía, no tenía ninguna razón para creer que lo hubieran hecho… y le habría tenido sin cuidado aunque fuese cierto; era ridículo hablar de alguien como «propietario» de Marte; Marte pertenecía a los marcianos. Así que…

— Planteemos una pregunta hipotética, doctor: si alguien estuviera intentando…

Pero el doctor Nelson había colgado. Cuando Caxton intentó volver a establecer la comunicación, una voz pregrabada dijo: «El abonado ha suspendido provisionalmente el servicio de forma voluntaria. Si desea usted registrar…».

Caxton colgó, e hizo una estúpida observación referida a los antepasados del doctor Nelson. Pero lo que hizo a continuación fue mucho más estúpido todavía: telefoneó al Palacio Ejecutivo y solicitó hablar con el secretario general.

Su acción fue más fruto de un reflejo que de un plan. En sus años de sabueso —primero como reportero, luego como articulista—, había aprendido que los secretos mejor guardados se descubren con frecuencia yendo directamente a la cumbre y consiguiendo convertirse allí en una persona insoportablemente desagradable. Sabía que retorcer la cola del tigre de aquel modo era peligroso, porque comprendía la psicopatología del poder en sus niveles más altos de una forma tan completa como la ignoraba Jill Boardman…, pero habitualmente confiaba en su relativa seguridad como miembro de otra clase de poder, aceptado y temido casi universalmente por los poderosos.

Lo que olvidó fue que, al telefonear al Palacio Ejecutivo desde un taxi, no actuaba tan públicamente como necesitaba.

Caxton no fue puesto en contacto con el secretario general, ni lo había esperado. En vez de ello habló con media docena de subordinados, y se volvió más agresivo con cada uno de ellos. Estaba tan atareado en eso que no se dio cuenta cuando su taxi dejó de flotar y abandonó el nivel de aparcamiento.

Cuando se percató, ya era demasiado tarde; el taxi se negó a obedecer las órdenes que tecleó de inmediato. Caxton comprendió con amargura que se había dejado atrapar de un modo que ningún maleante profesional que se preciara dejaría escapar: su llamada había sido localizada, su taxi identificado, su idiota piloto automático puesto bajo las órdenes de una frecuencia de control de la policía… y el taxi estaba siendo utilizado para apresarle y quitarle de la circulación de la manera más discreta y sin el menor alboroto.

Deseó haber conservado consigo al testigo honesto Cavendish. Pero no perdió el tiempo con estos fútiles pensamientos, sino que cortó la inútil llamada e intentó llamar a su abogado, Mark Frisby.

Aún estaba intentándolo cuando el taxi aterrizó en el interior de un patio y su señal quedó cortada por las paredes. Intentó abandonar el aparato, comprobó que la portezuela no se abría… y apenas se sorprendió al descubrir que se sentía mareado y perdía rápidamente el conocimiento.

8

Jill intentó decirse a sí misma que Ben debía de haberse lanzado tras otra pista y que simplemente se había olvidado —o no había tenido tiempo— de informarla de ello. Pero no lo creía. Ben, pese a lo increíblemente atareado que estaba siempre, debía mucho de su éxito, tanto profesional como social, a la meticulosa atención que prestaba a los detalles humanos. Recordaba siempre los cumpleaños, y antes dejaría sin pagar una deuda de juego que de enviar una nota de agradecimiento. No importaba adonde hubiera ido ni la urgencia de los asuntos que lo habían impulsado a ello, al menos hubiera dedicado —lo habría hecho— dos minutos mientras estaba en el aire a grabar una nota tranquilizadora para ella en su casa o en el Centro. Era una característica invariable de Ben, se recordó, y una de las cosas que lo hacían un ser tan adorable pese a sus muchos defectos.

¡Debía haberle dejado un mensaje! Llamó de nuevo a su oficina a la hora del almuerzo y habló con el investigador y jefe de redactores de Ben, Osbert Kilgallen. Éste le aseguró solemnemente que Ben no había dejado mensaje alguno, ni había llegado ninguno desde que ella llamara antes.

Jill pudo ver en la pantalla, más allá de la cabeza del hombre, que había otras personas en la oficina; decidió que era un mal momento para mencionar al Hombre de Marte.

—¿No dijo adonde iba? ¿O cuándo pensaba volver?

—No. Pero eso no es raro en él. Siempre tenemos unas cuantas columnas de reserva por si se presenta alguna cosa así.

—Bueno… ¿desde dónde llamó? ¿O soy demasiado curiosa?

—En absoluto, señorita Boardman. No llamó; remitió un mensaje desde Paoli Fiat en Filadelfia, creo recordar.

Jill tuvo que contentarse con eso. Fue al comedor de enfermeras e intentó interesarse en el almuerzo. No era, se dijo, como si algo estuviera yendo realmente mal… o como si se hubiera enamorado del maldito tonto o cualquier otra estupidez como aquélla.

—¡Hey, Boardman! Baja de las nubes… te he hecho una pregunta.

Jill alzó la vista para encontrar a Molly Wheelwright, la dietética del pabellón, que la miraba fijamente.

—Lo siento. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Desde cuándo en tu planta se asignan suites de lujo a los enfermos acogidos al plan de beneficencia?

—No sabía que lo hubiéramos hecho.

—¿No está la K-12 en tu planta? ¿O te han trasladado?

—¿La K-12? Por supuesto que está. Pero no se trata de un caso de caridad; es una vieja riquísima, tan rica que puede permitirse el lujo de pagarse un médico para que observe cada vez que respira.

—¡Bah! Si es rica, entonces debe de haber tropezado de pronto con una montaña de billetes. Se ha pasado los últimos diecisiete meses en el pabellón de terminales del refugio gerontológico.

—Debe de tratarse de algún error.

—Mío no… Yo no dejo que se cometan errores en las dietas de mi cocina. Esa bandeja es difícil, de modo que la compruebo personalmente: dieta sin grasas (le han extirpado la vesícula biliar) y una larga lista de delicadas exquisiteces, aparte la medicación solapada. Créeme, querida, un régimen dietético puede ser tan personal e intransferible como una huella dactilar —la señorita Wheelwright se puso en pie—. Tengo que correr, polluelas. Me gustaría que me dejaran llevar esta cocina por un tiempo. ¡Qué cafetería de mierda!

—¿Por qué despotricaba Molly? —preguntó una enfermera.

—Por nada. Sólo está confundida.

Pero Jill siguió pensando en aquello. Se le ocurrió que podría localizar al Hombre de Marte haciendo averiguaciones en las cocinas respecto a las dietas. Luego apartó la idea de su cabeza; tardaría todo un día en visitarlas, teniendo en cuenta lo dispersos que estaban los pabellones. El Centro de Bethesda había sido un hospital naval en los días en que las guerras se desarrollaban en los océanos, e incluso entonces ya era enorme. Después fue transferido a Sanidad, Educación y Bienestar, que lo amplió; ahora pertenecía a la Federación y era una pequeña ciudad.

Pero… había algo extraño en el caso de la señora Bankerson. El hospital aceptaba toda clase de pacientes: particulares, de beneficencia y gubernamentales; sin embargo, la planta de Jill sólo albergaba pacientes del gobierno, y sus suites de lujo eran ocupadas por senadores de la Federación u otros altos cargos con derecho a exigir un servicio especial. Resultaba muy raro que un paciente particular tuviera una suite en aquella planta, o estuviera internado en ella bajo cualquier status.

Por supuesto, la señora Bankerson podía haber sido admitida allí si la parte del Centro abierta a los clientes de pago no disponía en aquel momento de suites libres. Sí, probablemente era eso.

Después del almuerzo se vio demasiado abrumada por el trabajo como para poder meditar en el asunto: un alud de nuevos pacientes se lo impidió. Al cabo de un rato se le presentó la necesidad de una cama eléctrica. La acción de rutina hubiera sido pedir por teléfono que enviaran una… pero el almacén estaba en los sótanos, a cuatrocientos metros de distancia, y Jill la necesitaba enseguida. Recordó haber visto que la cama eléctrica que normalmente estaba en el dormitorio de la suite K-12 había sido colocada en la sala de estar de la suite; incluso recordaba haber dicho a uno de aquellos guardiamarinas que no se sentasen en ella. Al parecer había sido movida allí cuando fue instalada la cama de flotación para Smith.

Probablemente seguiría aún allí, acumulando polvo y contabilizada en el inventario de la planta. Las camas eléctricas eran siempre escasas y costaban seis veces lo que una cama normal. Aunque, estrictamente hablando, aquello era asunto del superintendente del pabellón, Jill no vio razón alguna para cargar innecesariamente una nueva cama eléctrica al presupuesto de la planta… y además, si aún estaba allí, podría cogerla de inmediato. Decidió averiguarlo.

La puerta de la habitación seguía cerrada con llave. Se sorprendió al descubrir que no se abría con la llave maestra. Tras tomar nota para que la sección de mantenimiento reparara la cerradura, se encaminó al cuarto de guardia de la suite para preguntarle acerca de la cama al médico que vigilaba a la señora Bankerson.

El médico de guardia era el mismo que había visto la otra vez, el doctor Brush. No era interno ni residente, sino que había sido traído, según le había dicho a Jill, por el doctor Garner para que se ocupara de aquella paciente. Brush alzó la vista cuanto Jill asomó la cabeza por la puerta.

—¡Señorita Boardman! ¡Precisamente la persona que deseaba ver!

—¿Por qué no pulsó el timbre? ¿Cómo está su paciente?

—Oh, ella está bien —respondió el hombre, observando la pantalla de circuito cerrado—. Pero, definitivamente, yo no.

—¿Problemas?

—Un pequeño problema. Cuestión de cinco minutos. Y mi alivio no se encuentra aquí dentro. Enfermera, ¿puede concederme cinco minutos de su valioso tiempo? ¿Y mantener luego la boca cerrada?

—Supongo que sí. Le dije a mi ayudante de planta que iba a estar fuera unos minutos. Déjeme usar su teléfono y le diré dónde puede localizarme si me necesita.

—¡No! —dijo el médico con tono apremiante—. Sólo cierre la puerta con llave en cuanto yo salga, y no abra a nadie hasta que me oiga tamborilear «Afeitado y corte de pelo». Sea buena chica.

—Está bien, señor —dijo Jill, dubitativa—. ¿Debo hacer algo por su paciente?

—No, no, sólo siéntese aquí en el escritorio y vigílela por la pantalla. No tiene que hacer absolutamente nada. No la moleste.

—Bueno, si ocurre algo, ¿dónde estará usted? ¿En la sala de médicos?

—No voy a ir tan lejos… sólo al lavabo de caballeros al final del pasillo. Ahora calle, por favor, y déjeme ir… esto es urgente.

Salió, y Jill obedeció su orden de cerrar la puerta con llave a sus espaldas. Luego observó a la enferma a través de la pantalla del circuito cerrado y echó un vistazo a los diales. La anciana estaba dormida, y los indicadores señalaban que el pulso era fuerte y la respiración tranquila y normal; Jill se preguntó por qué el doctor consideraba necesaria una vigilancia preagónica.

Entonces recordó por qué había ido allí, y decidió comprobar por sí misma si la cama eléctrica estaba en la otra habitación sin tener que molestar al doctor Brush. Aunque aquello no se ceñía a las instrucciones del médico, tampoco molestaría a su paciente —¡por supuesto, sabía cómo cruzar una habitación sin despertar al paciente que dormía en ella!—, y hacía muchos años que había decidido que lo que los médicos ignoraban raras veces les causaba algún daño. Abrió con cuidado la puerta de comunicación y entró en el cuarto de la enferma.

Una rápida mirada le aseguró que la señora Bankerson estaba sumida en el típico sueño senil. Caminó sin ruido hacia la puerta de la sala. Estaba cerrada, pero la llave maestra la abrió sin ningún problema.

Observó que la cama eléctrica se encontraba allí. Y entonces se dio cuenta de que la habitación estaba ocupada… Sentado en un sillón, con un libro de ilustraciones sobre las rodillas, estaba el Hombre de Marte.

Smith alzó la vista y le dirigió una radiante sonrisa, propia de un niño pequeño que se siente de pronto feliz. Jill se sintió aturdida, como si acabaran de despertarla bruscamente. ¿Valentine Smith allí? Era imposible; lo habían trasladado a alguna otra parte, lo decía el libro de registro. Pero estaba allí.

Entonces todas las desagradables implicaciones y posibilidades parecieron alinearse ante ella… el falso Hombre de Marte en la estéreo… la anciana ahí fuera, a punto de morir, pero cubriendo mientras tanto el hecho de que había allí otro paciente… la puerta que no se había abierto con la llave maestra… y, finalmente, la horrible visión anticipada del «carro de la carne» saliendo de allí cualquier noche, con una sábana por encima que ocultara el hecho de que no llevaba un cadáver, sino dos.

Cuando esta última pesadilla se desbocó en su mente arrastró consigo un frío viento de temor: la comprensión de que ella se hallaba también en peligro por el hecho de haber tropezado con aquel asunto de alto secreto.

Smith se levantó desmañadamente de su sillón, tendió hacia ella ambas manos y dijo:

—¡Hermano de agua!

—Hola. Oh… ¿cómo está?

—Muy bien. Me siento feliz… —agregó algo en una retahila extraña y sofocada, se corrigió rápidamente y dijo con cuidado—. Está usted aquí, hermano mío. Se había ido. Ahora está aquí. Bebo profundamente de usted.

Jill se sintió desesperadamente dividida entre dos emociones, una que aplastaba y fundía su corazón… y otra un helado temor de ser sorprendida en aquel lugar. Smith no pareció darse cuenta de ello. Dijo:

—¿Ve? ¡Camino! Cada día estoy más fuerte —lo demostró dando unos cuantos pasos, arriba y abajo; luego se detuvo, triunfante, sin jadear, sonriente ante ella.

Ella se obligó a sonreír también.

—Progresamos, ¿eh? Cada vez está más fuerte, ¡eso es voluntad! Pero ahora tengo que irme… sólo me detuve a saludarle.

La expresión de él cambió a un instantáneo desencanto.

—¡No se vaya!

—¡Oh, tengo que hacerlo!

Él siguió mostrándose desconsolado, luego añadió con trágica certidumbre:

—La he lastimado. No me di cuenta.

—¿Lastimado? ¡Oh, no, en absoluto! Pero tengo que irme… ¡y rápido!


El rostro de Smith se volvió inexpresivo. Declaró, más que pidió:

—Lléveme con usted, hermano.

—¿Qué? Oh, no puedo. Y tengo que marcharme ahora mismo. Mire, no diga a nadie que estuve aquí, ¡por favor!

—¿No decir que mi hermano de agua estuvo aquí?

—Sí. No se lo diga a nadie. Eh… intentaré volver, de veras. Sea buen chico, espere y no hable de esto con nadie.

Smith digirió aquello, pareció serenarse.

—Esperaré. No diré nada.

—¡Bien!

Jill se preguntó cómo demonios podría cumplir con su promesa de volver a verle… Ciertamente no podía depender de que el doctor Brush tuviera otro oportuno acceso de diarrea. Se daba cuenta ahora de que la cerradura «estropeada» no estaba estropeada, y sus ojos fueron hacia la puerta del pasillo… y vio por qué no había podido entrar. Habían atornillado un cerrojo por la parte de dentro de la puerta, lo que inutilizaba la llave maestra. Como era siempre el caso en los hospitales, las puertas de los cuartos de baño y otras puertas susceptibles a ser cerradas por dentro se disponían de tal forma que pudieran abrirse con una llave maestra, a fin de que los pacientes irresponsables o díscolos no pudieran encerrarse dentro. Pero aquí la puerta mantenía a Smith encerrado dentro… y el añadido de un simple cerrojo manual de un tipo no permitido en los hospitales servía para mantener fuera incluso al personal que disponía de llave maestra.

Jill se dirigió a la puerta y descorrió el cerrojo.

—Espéreme. Volveré.

—Estaré esperando.

Cuando regresó a la sala de guardia oyó el toc, toc, ti-toc, toc… ¡Toc, toc!, la señal que Brush había dicho que usaría; se apresuró a dejarle entrar.

El médico entró como una tromba y dijo, salvajemente:

—¿Dónde demonios estaba, enfermera? ¡He llamado tres veces! —miró suspicazmente hacia la puerta interior.

—Vi que su paciente se revolvía en su sueño —mintió Jill con rapidez—. Estaba arreglándole la almohada cervical.

—¡Maldita sea, le dije que simplemente se quedara sentada a mi mesa!

Jill se dio cuenta de pronto que el hombre estaba más asustado aun que ella… y con más razones. De modo que contraatacó.

—Doctor, le he hecho a usted un favor —dijo fríamente—. En primer lugar, reconozco que su paciente no está bajo la responsabilidad de la supervisora de planta. Pero, puesto que usted me la confió temporalmente, hice lo que consideré necesario durante su ausencia. Ya que ha puesto mis acciones en tela de juicio, vayamos al superintendente del pabellón y zanjemos este asunto.

—¿Eh? Oh, no, no… Olvídelo.

—No, señor. No me gusta que mis acciones profesionales sean puestas en entredicho sin una causa justificada. Como usted sabe muy bien, un paciente de esa edad puede ahogarse en una cama de agua; hice lo que era necesario. Algunas enfermeras aceptarán sin protestar las culpas que sobre ellas echan los médicos, pero yo no soy una de ellas. Así que llamemos al superintendente.

—¿Qué? Mire, señorita Boardman, siento mucho lo que dije. Me dejé llevar por los nervios y hablé sin pensar. Le ruego que me disculpe.

—Hum. Muy bien, doctor —respondió rígidamente Jill—. ¿Puedo hacer alguna cosa más por usted?

—¿Eh? No, gracias. Gracias por quedarse aquí en mi lugar. Sólo… Bueno, procure no contárselo a nadie, ¿eh?

—Oh, no se lo contaré a nadie —puedes apostar tu dulce vida a que no lo haré, añadió Jill para sí. Pero, ¿qué voy a hacer ahora? ¡Oh, me gustaría que Ben estuviese en la ciudad!

Regresó a su puesto, hizo una inclinación de cabeza a su ayudante y fingió revisar unos papeles. Por último recordó telefonear para pedir la cama eléctrica que había estado buscando al principio de todo el asunto. Luego envió a su ayudante a ocuparse del paciente que necesitaba la cama —ahora acostado temporalmente en una de tipo normal— e intentó pensar.

¿Dónde estaría Ben? Si tan sólo supiera cómo ponerse en contacto con él, se tomaría diez minutos de respiro, le llamaría, y descargaría todas sus preocupaciones sobre los robustos hombros del periodista. Pero Ben, maldito fuera, andaba revoloteando por alguna parte, mientras dejaba que ella cargara con la pelota.

¿O no era así? Una inquietante sospecha había estado abriéndose paso en su subconsciente durante todo el día, y finalmente salió a la superficie y la miró directamente a los ojos, y esta vez ella le devolvió la mirada. Ben Caxton no hubiera abandonado la ciudad sin hacerle saber el resultado de su intento de ver al Hombre de Marte. Como camarada conspirador, ella tenía el derecho de recibir un informe, y Ben siempre jugaba limpio… Siempre.

Pudo oír resonar en su cabeza algo que él había dicho en su camino de vuelta de Hagerstown: «Si algo va mal, tú serás mi as en la manga… Cariño, si no recibes noticias mías, considérate en libertad para obrar por tu cuenta». No lo había tomado en serio entonces, del mismo modo que no había creído realmente que pudiera ocurrirle algo a Ben. Ahora pensó largo tiempo en ello mientras intentaba seguir con sus deberes.

Llega un momento en la vida de cada ser humano en que debe decidir arriesgar «su vida, su fortuna y su sagrado honor» en aras de una empresa dudosa. Aquellos que no aceptaban el desafío eran simplemente niños grandes; nunca podrían ser nada más. A las 3:47 de aquella tarde, mientras convencía a un visitante del pabellón que simplemente no podía entrar un perro a la planta —aunque hubiera conseguido pasarlo más allá del recepcionista, y aunque la compañía de este perro fuera precisamente lo que el paciente necesitaba—, Jill Boardman se enfrentó a su desafío personal, y lo aceptó.


El Hombre de Marte se sentó de nuevo cuando Jill lo dejó. No recogió el libro de ilustraciones que le habían dado, sino que simplemente se quedó esperando en una actitud que podría calificarse de paciente, sólo porque el lenguaje humano es incapaz de abarcar las emociones y actitudes marcianas. Se limitó a quedarse inmóvil, sumido en una tranquila felicidad, porque su hermano le había dicho que volvería. Estaba preparado para esperar, sin hacer nada, sin moverse, durante años si fuera necesario.

No tenía una idea clara acerca de cuánto tiempo había transcurrido desde que compartiera por primera vez el agua con su hermano; aquel lugar no sólo estaba curiosamente distorsionado en tiempo y forma —con secuencias de visiones y sonidos y experiencias nuevas para él que aún no había podido asimilar—, sino que la cultura de su nido tenía también un concepto del tiempo diferente del humano. La diferencia no estribaba en sus vidas mucho más largas contadas en años terrestres, sino en una actitud básicamente distinta. La frase «es más tarde de lo que crees» no podía expresarse en marciano… ni tampoco «la prisa es mala consejera», aunque ambas por una razón diferente: la primera noción era inconcebible, mientras que la última era un hecho básico marciano inexpresado, y por ello de planteamiento tan innecesario como decirle a un pez que se bañara. Pero la cita «como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos» tenía un carácter tan marciano que podía traducirse con más facilidad que «dos más dos son cuatro»…, cosa esta última que en Marte no era una verdad incuestionable.

Smith aguardó.

Entró Brush y le miró; Smith no se movió, y Brush se fue de nuevo.

Cuando al fin Smith oyó la llave de la puerta, recordó que había escuchado el mismo sonido un poco antes de la visita de su hermano de agua, así que cambió su metabolismo a preparación, para el caso de que la secuencia se produjese de nuevo. Se quedó atónito cuando la puerta exterior se abrió y Jill se deslizó dentro, pues no se había dado cuenta de que la puerta exterior era una puerta. Pero lo asimiló de inmediato y se dispuso a entregarse a la inmensa alegría que sólo se presentaba en la presencia de los miembros de la nidada de uno, de los hermanos de agua elegidos por uno y —en determinadas circunstancias— en presencia de los Ancianos.

Su alegría se vio algo empañada al darse cuenta de inmediato de que su hermano no la compartía plenamente… En realidad, parecía más alterado de lo que era posible, excepto cuando uno estaba a punto de descorporizarse debido a alguna vergonzosa carencia o fracaso.

Pero Smith había aprendido ya que esas criaturas, por muy parecidas a él que fueran en ciertos aspectos, podían soportar emociones terribles sin morir a causa de ello. Su hermano Mahmoud arrostraba una agonía espiritual cinco veces al día, y no sólo no moría, sino que se bañaba en ella como algo indispensable. Su hermano el capitán Van Tromp sufría de forma imprevisible aterradores espasmos, cualquiera de los cuales hubiera producido, según los estándares de Smith, una inmediata descorporización para poner fin al conflicto… No obstante, dicho hermano, por todo lo que Smith sabía, seguía en estado corpóreo.

Así que ignoró la agitación de Jill.

La enfermera le tendió un paquete.

—Tome, póngase eso. ¡Aprisa!

Smith aceptó el paquete y aguardó. Jill le miró y al fin dijo:

—¡Oh, querido! Está bien, quítese sus ropas. Le ayudaré.

Se vio obligada a hacer algo más que ayudar; tuvo que desnudarle y volverle a vestir. Smith llevaba la bata del hospital, albornoz y zapatillas, no porque deseara aquellas prendas, sino porque le habían dicho que tenía que llevarlas. Había aprendido ya a manejarlas, pero no lo bastante rápido para el gusto de Jill; ella lo desnudó rápidamente. Por el hecho de que Jill era enfermera, y de que él no conocía el tabú del pudor —cosa que tampoco hubiera entendido caso de explicárselo—, no se vieron frenados por tonterías; las dificultades fueron puramente mecánicas. Smith se sintió encantado y sorprendido por las falsas pieles que Jill puso sobre sus piernas, pero ella no le concedió tiempo para que las acariciase, sino que fijó las medias de mujer a sus muslos en vez de sujetarlas con un portaligas. El uniforme de enfermera con que lo vistió no era suyo, sino que se lo había pedido prestado a una compañera algo más corpulenta, con la excusa de que un primo suyo quería disfrazarse para un baile de máscaras. Jill echó una capa de enfermera sobre los hombros de Smith, y consideró que ocultaba la mayoría de las diferencias de sexo primarias y secundarias… o al menos así lo esperaba. Los zapatos fueron un problema: no encajaban bien, y además Smith tenía dificultades para caminar, hasta para mantenerse en pie, incluso descalzo, por culpa de aquella gravedad.

Pero al fin lo tuvo vestido y con el gorro de enfermera sujeto a su cabeza.

—No tiene usted el cabello muy largo —comentó, preocupada—, pero algunas chicas lo llevan así y, de todos modos, tendrá que servir.

Smith no contestó, ya que no había entendido gran cosa de la observación. Trató de pensar en su cabello más largo, pero se dio cuenta de que eso llevaría tiempo.

—Ahora —dijo Jill—, escuche atentamente. No importa lo que pase, no diga una palabra. ¿Ha entendido?

—No diga. No diré.

—Simplemente venga conmigo… yo le llevaré cogido de la mano. Y no diga una palabra. Pero, si conoce alguna oración, ¡rece!

—¿Rece?

—No importa. Tan sólo venga conmigo y no abra la boca —abrió la puerta exterior, asomó la cabeza, echó una rápida ojeada y luego condujo a Smith por el pasillo.

Nadie pareció interesarse especialmente en ellos. Smith encontró extraordinariamente turbadoras aquellas numerosas y extrañas configuraciones; se vio asaltado por imágenes que no consiguió enfocar. Avanzó ciegamente junto a Jill, con los ojos y los sentidos casi desconectados e incapaces de protegerle contra el caos.

Jill le llevó hasta el extremo de un pasillo y subieron a una cinta deslizante que cruzaba el edificio. Smith tropezó y casi cayó, y lo hubiera hecho si ella no llega a agarrarle. Una camarera los miró con curiosidad y Jill maldijo para sí; luego fue con más cuidado a la hora de ayudarle. Tomaron un ascensor hasta la azotea; Jill estaba completamente segura de que Smith no resistiría la aceleración de un tubo impulsor.

En la azotea se enfrentaron a un momento de terrible crisis, aunque Smith no se dio cuenta de ello: estaba disfrutando de la pura delicia de ver el cielo. Jamás había visto un cielo así en Marte. Este cielo era brillante y lleno de color y alegre: un típico día nublado y gris en Washington. Mientras tanto, Jill buscaba desesperadamente un taxi a su alrededor con la mirada. La azotea estaba casi desierta —algo con lo que había contado—, puesto que la mayoría de las enfermeras que terminaban su turno al mismo tiempo que ella habían dejado ya el trabajo para irse a casa, y los visitantes también se habían marchado. Lo malo era que los taxis, por supuesto, habían seguido su ejemplo. Jill no quería arriesgarse a coger un aerobús, aunque sabía que en unos pocos minutos pasaría uno que iba en su dirección.

Estaba a punto de pedir un taxi por teléfono cuando vio uno que se disponía a aterrizar. Llamó al vigilante de la azotea.

—¡Jack! ¿Está libre ese taxi? Necesito uno.

—Probablemente sea el que ha pedido el doctor Phipps.

—¡Oh, querido! Jack, mire a ver si me consigue otro para mí, ¿quiere? Ésta es mi prima Madge, trabaja en el Pabellón Sur… tiene laringitis, y quiero sacarla lo antes posible de este viento.

El vigilante miró dubitativo hacia el teléfono en su cabina y se rascó la cabeza.

—Bueno… tratándose de este caso, señorita Boardman, dejaré que tome éste y pediré otro para el doctor Phipps.

—¡Oh, Jack, es usted un sol! No, Madge, tú no digas nada; ya le daré yo las gracias por ti. Ha perdido completamente la voz; voy a tener que llevarla a casa y cocerle la garganta a base de ron caliente.

—Eso le irá bien. Los viejos remedios caseros son siempre los mejores, solía decir mi madre.

Jack alargó la mano hacia el cuadro de mandos del vehículo y tecleó de memoria la combinación del domicilio de Jill, luego les ayudó a subir. Jill consiguió meterse entre los dos y así disimular la ignorancia de Smith de los usos en estos casos.

—Gracias, Jack. Muchas gracias.

El taxi despegó, y Jill respiró hondo por primera vez.

—Ahora ya puede hablar.

—¿Qué debo decir?

—¿Eh? Oh, nada. Cualquier cosa. Lo que guste.

Smith meditó aquello. Evidentemente el alcance de la invitación exigía una respuesta que mereciese la pena, algo adecuado entre hermanos. Pensó en varias, las desechó porque no sabía cómo traducirlas, y al final se decidió por una que, incluso después de traducida a aquella forma de hablar extraña y plana, retenía algo de la cálida insinuación de acercamiento que unos hermanos deberían disfrutar:

—Que nuestros huevos compartan el mismo nido.

Jill pareció asombrada.

—¿Eh? ¿Qué ha dicho?

Smith se sintió desanimado ante su fracaso en responder convenientemente y lo interpretó enteramente como culpa suya. Comprendió apesadumbrado que, una y otra vez, no había conseguido más que aportar agitación a aquellas criaturas, cuando su propósito había sido crear unidad. Lo intentó de nuevo, rebuscando en su limitado vocabulario las palabras necesarias que reflejaran el mismo pensamiento de un modo algo distinto.

—Mi nido es suyo y su nido es mío.

Esta vez, Jill consiguió sonreír.

—¡Vaya, qué encantador! Querido amigo, no estoy segura de entenderle pero, si lo he hecho, ésta es la oferta más hermosa que he recibido en mucho tiempo… —añadió—. Sin embargo, en este momento nuestras cabezas están en peligro… así que más vale que esperemos un poco, ¿eh?

Smith apenas comprendió a Jill un poco más de lo que Jill le había comprendido a él, pero se dio cuenta de que su hermano de agua estaba de mejor humor y captó la sugerencia de que había que esperar. Esperar era algo que hacía sin ningún esfuerzo, así que se reclinó en su asiento, satisfecho de que todo fuera bien entre su hermano y él, y disfrutó del paisaje. Era la primera vez que contemplaba aquel lugar desde el aire, y por todos lados había una riqueza de cosas que trató de asimilar. Se le ocurrió que el medio de transporte utilizado en su hogar no permitía esta deliciosa vista de lo que había en medio. Este pensamiento casi lo condujo a una comparación de los métodos marcianos y humanos que no era favorable a los Ancianos, pero su mente se apartó automáticamente de la herejía.

Jill guardó silencio también, e intentó centrar sus pensamientos. De pronto se dio cuenta de que el vehículo entraba en el tramo final del trayecto hacia la casa de apartamentos donde vivía… y comprendió con la misma rapidez que su casa era el último lugar donde debía ir, ya que sería el primer sitio al que acudirían en cuanto sospecharan cómo había escapado Smith y quién le había ayudado. Aunque no sabía nada de los métodos policiales, supuso que debía de haber dejado huellas dactilares en la habitación de Smith, y las personas que la habían visto marcharse podrían dar señas de ella. Incluso era posible —así había oído— que un técnico pudiera leer la cinta magnética de la cabina de aquel taxi y decir exactamente qué viajes había hecho ese día, cuándo y adónde. Se inclinó hacia adelante, pulsó las teclas de órdenes y borró la instrucción de ir a su casa de apartamentos. No sabía si eso borraría la cinta o no… pero no iba a encaminarse a un lugar donde tal vez la policía estuviera ya esperando. El taxi frenó su avance, se salió de la corriente del tráfico y flotó en el aire.

¿Adónde podía ir? ¿Dónde, en toda aquella hormigueante ciudad, podía esconder a un hombre adulto, medio idiota e incapaz de vestirse solo… un hombre que en aquellos momentos debía de ser la persona más buscada del globo? ¡Oh, si sólo Ben estuviese allí!

«Ben… ¿dónde estás?». Se inclinó hacia adelante de nuevo, cogió el teléfono y, más bien desesperanzada, tecleó el número de Ben, esperando oír la monótona voz pregrabada invitándola a dejar su mensaje. Su espíritu dio un vuelco cuando respondió una voz masculina… pero volvió a hundirse cuando se dio cuenta de que no se trataba de Ben sino de su ayudante, Osbert Kilgallen.

—Oh, perdone, señor Kilgallen. Soy Jill Boardman. Creía haber llamado a casa del señor Caxton.

—Lo hizo. Pero las llamadas a su casa se retransmiten automáticamente a su oficina cuando él está ausente más de veinticuatro horas.

—Entonces, ¿aún no ha vuelto?

—Me temo que no. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Oh, no. Mire, señor Kilgallen, ¿no le parece extraño que Ben simplemente haya desaparecido de la circulación? ¿No está usted preocupado por él?

—¿Eh? ¿Por qué debería? Su mensaje decía que ignoraba cuánto tiempo iba a permanecer ausente.

—Pero, eso mismo, ¿no es raro?

—No en el tipo de trabajo que desempeña el señor Caxton, señorita.

—Bueno… pues yo creo que esta vez hay algo muy raro en su ausencia. Opino que debería informar usted de ello. Debería difundir su desaparición por todos los servicios de noticias del país… ¡del mundo!

Pese a que el teléfono del taxi carecía de circuito visual, Jill tuvo la sensación de que Osbert Kilgallen se ponía tenso.

—Me temo, señorita Boardman, que soy yo quien tiene la obligación de interpretar las instrucciones de la persona que me ha contratado. Eh… si no le importa que se lo diga, cada vez que el señor Caxton se ausenta de la ciudad siempre hay alguna… «buena amiga» que le telefonea frenéticamente.

Alguna chica intentando echarle el lazo por algún medio… y este tipo, Osbert, piensa que yo soy la de turno. Apartó de su mente la medio formada idea de solicitar la ayuda de Kilgallen y cortó la comunicación tan rápido como pudo.

Pero, ¿adónde podía ir? La solución obvia brotó en su mente. Si Ben no estaba —y las autoridades tenían algo que ver con ello—, el último sitio donde se les ocurriría buscar a Valentine Smith sería el apartamento de Ben. A menos —se corrigió— que la relacionaran con él, cosa que no creía que hiciesen.

Podrían echar mano de la despensa de Ben —no quería correr el riesgo de pedir nada fuera; tal vez supieran que él estaba ausente—, y podría tomar prestadas algunas prendas para este niño idiota. Tecleó la combinación de la casa de apartamentos donde vivía Caxton. El taxi se orientó al nuevo canal de tráfico y se introdujo en él.

Una vez delante de la puerta del piso de Ben, Jill aplicó la cara a la caja auditiva y dijo con voz firme:

Carthago delenda est[3].

No sucedió nada. «¡Oh, maldita sea!», exclamó frenéticamente para sí misma; «ha cambiado la combinación». Permaneció allí inmóvil por unos momentos, notando la debilidad de sus rodillas, con la vista apartada de Smith. Después volvió a hablarle a la caja auditiva. Se trataba de una cerradura Raytheon: el mismo circuito accionaba la puerta o anunciaba las visitas. Se anunció, con la débil esperanza de que Ben hubiera regresado:

—¡Ben, soy Jill!

La puerta se abrió.

Entraron, y la puerta se cerró tras ellos. Jill pensó por un instante que Ben les había dejado pasar, pero luego se dio cuenta de que había dado accidentalmente con la nueva combinación… una contraseña, supuso, que era a la vez un cumplido y una táctica lobuna. Tuvo la sensación de que hubiera podido pasarse tranquilamente sin el cumplido con tal de evitar el horrible ramalazo de pánico que sintió cuando la puerta se negó a abrirse.

Smith permaneció inmóvil y en silencio al borde del denso y verde césped, y miró a su alrededor. Una vez más era un lugar tan nuevo para él que no podía asimilarlo de una sola vez, pero se sintió inmediatamente complacido con él. Resultaba menos excitante que la caja móvil en cuyo interior habían estado hacía unos momentos, pero en cierto modo más apropiado para envolver y mantener unido el ego. Observó con interés la ventana panorámica en un extremo pero no la reconoció como tal, sino que la confundió con un cuadro viviente como los que había en su hogar. La suite que le habían asignado en el Bethesda carecía de ventanas —estaba en una de las nuevas alas—, y así nunca había llegado a adquirir la noción de «ventana».

Observó con aprobación que la simulación de profundidad y movimiento en el «cuadro» era perfecta… sin duda había sido creado por un gran artista de este pueblo terrestre. Hasta ahora no había visto nada que le condujera a pensar que esta gente estaba en posesión del arte; su asimilación se vio incrementada por esta nueva experiencia, y eso lo animó.

Un movimiento llamó su atención; volvió la cabeza para descubrir que su hermano se estaba quitando las sandalias y las falsas pieles de sus piernas.

Jill suspiró y agitó los dedos de sus pies sobre la hierba.

—¡Dios mío, cómo me dolían los pies! —exclamó. Alzó la vista y se dio cuenta de que Smith la contemplaba con aquella curiosa e inquietante mirada de niño pequeño—. Hágalo usted también, si lo desea. Le encantará.

Él parpadeó.

—¿Cómo se hace?

—Oh, lo olvidaba. Venga aquí, le ayudaré —le descalzó, le soltó las medias y se las quitó—. Vea, ¿no resulta estupendo?

Smith agitó los dedos de los pies contra la hierba y luego dijo tímidamente:

—¿Pero eso está vivo?

—Claro que está vivo, es auténtica hierba. A Ben le cuesta un riñón mantenerla así. Vaya, sólo los circuitos especiales de alumbrado valen más de lo que yo gano en un mes. Así que camine un poco y deje que sus pies disfruten.

Smith no captó el significado de la mayor parte de las palabras de Jill, pero comprendió que el césped estaba compuesto por seres vivos y que se le invitaba a caminar sobre ellos.

—¿Pisar seres vivos? —inquirió, con un incrédulo horror.

—¿Eh? ¿Por qué no? Eso no hace daño a la hierba; está especialmente desarrollada para servir de alfombra doméstica.

Smith se vio obligado a recordarse que un hermano de agua no podía inducirle a cometer actos inicuos. Se animó a pasear aprensivamente por la estancia… y comprobó que era magnífico y que las criaturas vivas no protestaban. Ajustó su sensibilidad hacia tales cosas tanto como le fue posible; su hermano tenía razón, aquéllos eran los seres adecuados… para caminar sobre ellos. Resolvió englobarlo y evaluarlo, y el esfuerzo fue muy parecido al de un ser humano intentando apreciar los méritos del canibalismo… una costumbre que Smith consideraba perfectamente correcta.

Jill dejó escapar un suspiro.

—Bien, será mejor que dejemos de jugar. No sé cuánto tiempo estaremos seguros aquí.

—¿Seguros?

—No podemos quedarnos aquí, no durante mucho tiempo. Puede que en estos momentos ya estén investigando a todos los que salieron del Centro…

Frunció el entrecejo y pensó. Su casa no servía, este lugar quizá tampoco… y Ben había tenido la intención de llevarlo a Jubal Harshaw. Pero ella no conocía a Harshaw; ni siquiera estaba segura de dónde vivía… En alguna parte del Poconos, había dicho Ben. Bien, tendría que averiguarlo e intentar llamarle; no le quedaba ningún otro lugar al que dirigirse.

—¿Por qué no eres feliz, hermano mío?

Jill salió de sus cavilaciones con un respingo y miró a Smith. ¡Aquel pobre chiquillo ni siquiera se había enterado de lo ocurrido! Hizo un esfuerzo por mirar las cosas desde su punto de vista. Fracasó, pero pudo comprender que Smith no tenía la más remota idea de que estaban huyendo de… ¿de qué? ¿De los policías? ¿De las autoridades del hospital? Jill no estaba completamente segura de lo que había hecho, o de cuántas leyes había violado; simplemente sabía que se había puesto en contra de la voluntad combinada de los Grandes, de la Gente Importante, de los Jefes, de los que tomaban decisiones.

Pero, ¿cómo explicarle al Hombre de Marte contra qué se enfrentaban cuando ni ella misma lo comprendía? ¿Tenían policías en Marte? La mitad de las veces que hablaba con Smith era como si le gritara a un barril de agua de lluvia.

Cielos, ¿tendrían siquiera barriles de agua de lluvia en Marte? ¿O lluvia, por caso?

—No se preocupe —dijo serenamente—. Usted sólo haga lo que yo le diga.

—Sí.

Era una aceptación inmodificada, ilimitada, un eterno voto afirmativo. Jill comprendió de pronto que Smith se arrojaría sin vacilar por la ventana si ella se lo pedía… Y no se equivocaba: hubiera saltado, disfrutando de todos y cada uno de los segundos que hubiera durado la caída desde el piso veinte del edificio, y aceptado sin sorpresa ni resentimiento la descorporización resultante del impacto. Y no era que ignorase el hecho de que esa caída lo mataría; pero el temor a la muerte era una idea absolutamente más allá de él. Si un hermano de agua le seleccionaba para tan extraña descorporización, Smith aceptaría ese destino y trataría de asimilarlo.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí dejando que el césped nos haga cosquillas en los pies. Vamos a comer; le pondré otra ropa, y luego nos iremos. Quítese eso que lleva puesto —se fue a revisar el guardarropa de Ben.

Seleccionó para Smith un traje de viaje poco llamativo, gorra, camisa, ropa interior y zapatos; luego regresó a la sala de estar. Smith estaba liado como un gato en un ovillo de lana; había intentado obedecer, pero ahora tenía un brazo aprisionado en el uniforme de enfermera y la cara envuelta en la falda. Ni siquiera había retirado la capa antes de intentar quitarse el vestido.

—¡Oh, querido! —exclamó Jill, y corrió en su ayuda.

Consiguió desembarazarle de aquella ropa, la miró, luego decidió tirarla: ya le pagaría más tarde a Etta Schere por su pérdida, y no deseaba que los polis la encontraran allí… sólo por si acaso.

—Pero va a tomar un baño, mi buen hombre, antes de que le vista con la ropa limpia de Ben. Le han descuidado bastante, ¿sabe? Venga conmigo.

Como enfermera, estaba inmunizada contra los malos olores, pero también (como enfermera) era una fanática del agua y el jabón… y al parecer, por otra parte, nadie se había molestado en bañar a este paciente durante los últimos días. Aunque Smith no olía exactamente mal, le recordaba a un caballo en un día caluroso. Una buena enjabonadura era lo más indicado.

Él la observó llenar la bañera con una expresión de deleite. También había una bañera en el cuarto de baño de la suite donde había estado, pero Smith no había llegado a saber que se utilizaba para contener agua; todo lo que recibió fueron baños de cama, y no muchos; su abundante retraerse a un trance había interferido.

Jill comprobó la temperatura del agua.

—Bien, adentro.

Smith no se movió. En vez de ello pareció confuso.

—¡Aprisa! —dijo secamente Jill—. Métase en el agua.

Las palabras que usó formaban inconfundiblemente parte de su vocabulario humano, de modo que Smith obedeció, sintiendo que las emociones le hacían temblar. ¡Aquel hermano deseaba que introdujese todo su cuerpo en el agua de vida! Jamás le había sido ofrecido tal honor… Por todo lo que sabía, nadie había recibido nunca un privilegio tan sagrado. Sin embargo, empezaba a comprender que esta otra gente estaba bastante familiarizada con el líquido vital… Era un hecho no asimilado todavía, pero que debía aceptar.

Metió un tembloroso pie en el agua, luego el otro… y se dejó resbalar hasta que el agua le cubrió por completo.

—¡Hey! —chilló Jill, y adelantó la mano y sacó la cabeza y los hombros de Smith a la superficie… Entonces se sobresaltó al notar que parecía estar manejando un cadáver. ¡Santo Dios! No podía ahogarse, no en estos momentos. La idea la aterrorizó, y lo sacudió violentamente—. ¡Smith! ¡Despierte! Salga de eso…

Smith oyó la llamada de su hermano desde una gran distancia y regresó. Sus ojos dejaron de estar vidriosos, su corazón aceleró los latidos y su respiración se reanudó.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Jill.

—Perfectamente. Soy muy feliz… hermano mío.

—Me dio un susto de muerte. Mire, no vuelva a meterse otra vez bajo el agua. Continúe sentado como está ahora.

—Sí, hermano.

Smith añadió varias palabras en un curioso croar ininteligible para Jill, cogió agua en el cuenco de ambas manos como si fuera un puñado de piedras preciosas y se la llevó a los labios. Su boca tocó el líquido, luego se lo ofreció a Jill.

—¡Hey, no beba el agua sucia del baño! No, yo tampoco quiero.

—¿No bebe?

Su actitud de persona dolida e indefensa fue tan conmovedora que de nuevo Jill no supo qué hacer. Dudó, luego inclinó la cabeza, y rozó apenas con los labios el agua de la ofrenda que quedaba en las manos de Smith.

—Gracias.

—¡Que nunca vuelva a tener sed!

—Espero que usted tampoco. Pero ahora ya basta. Si quiere un poco de agua, le traeré un vaso. Pero no beba más agua de ésta.

Smith pareció darse por satisfecho y permaneció sentado en silencio. Para entonces Jill estaba convencida de que Smith no se había bañado nunca en una bañera, y que ignoraba lo que se esperaba de él. Consideró el problema. Sin duda podía enseñarle… pero estaban perdiendo ya un tiempo precioso. Quizá hubiera sido mejor dejarlo sucio.

¡Oh, bueno! No era tan malo como atender a los pacientes desequilibrados en las salas del pabellón terminal. Se había empapado la blusa hasta los hombros durante sus esfuerzos por sacar a Smith del fondo de la bañera; se la quitó y la colgó. Se había puesto la ropa de calle cuando había sacado a Smith del Centro y ahora llevaba una ligera falda plisada que flotaba en torno de sus rodillas. Había dejado la chaqueta en la sala de estar. Bajó la mirada a su falda. Aunque el plisado estaba garantizado como permanente, era una tontería dejar que se mojara. Se encogió de hombros, abrió la cremallera y se la quitó; eso la dejó en panties y sujetador.

Miró a Smith. La contemplaba con los ojos inocentes e interesados de un niño. Se dio cuenta de que se ruborizaba, y eso la sorprendió; no se había creído capaz de algo semejante. Se consideraba libre de morbosos pudores, y no ponía objeciones a la desnudez en los lugares y momentos adecuados. Recordó de pronto que había ido a bañarse por primera vez a una piscina nudista cuando tenía quince años. Pero esta mirada infantil la inquietaba; decidió seguir con la ropa interior puesta, aunque la mojase, antes que hacer lo obvio y lógico.

Disimuló su turbación con cordialidad.

—Vamos a poner manos a la obra y a frotar ese pellejo… —se arrodilló frente a la bañera, lo roció con jabón y empezó a producir espuma.

De pronto Smith adelantó una mano y tocó su seno derecho. Jill retrocedió apresuradamente, casi dejando caer el rociador del jabón.

—¡Hey! ¡Nada de eso!

Él la miró como si acabase de recibir una bofetada.

—¿No? —preguntó con tono trágico.

—No —confirmó ella con firmeza. Luego observó su rostro y añadió con más amabilidad—. Está todo bien, pero no me distraiga con estas cosas cuando tengo trabajo.

Él no se tomó más libertades no autorizadas, y Jill terminó pronto el baño y dejó que el agua se vaciara por el sumidero mientras la ducha terminaba de quitarle el jabón a Smith. Luego se vistió de nuevo con una sensación de alivio mientras el aire caliente lo secaba. El aire caliente sorprendió a Smith al principio y se puso a temblar, pero ella le dijo que no se asustara y le hizo sujetarse al asa de atrás mientras él se secaba y ella se vestía.

Le ayudó a salir de la bañera.

—Bien, ahora huele mucho mejor, y apuesto a que también se siente mejor.

—Me siento muy bien.

—Estupendo. Ahora a vestirse.

Le condujo al dormitorio de Ben, donde había dejado las ropas que había seleccionado. Pero antes de que tuviese tiempo siquiera de explicarle, de demostrarle o de ayudarle a ponerse unos calzoncillos, Jill dio un respingo que la hubiera sacado de sus zapatos si no fuera porque aún no se los había puesto.

—¡Abra, quienquiera que sea que esté ahí dentro!

Dejó caer los calzoncillos. El susto estuvo a punto de hacerle perder los sentidos… Experimentó el mismo pánico que cuando la respiración de un paciente se detenía y su presión sanguínea caía en picado en medio de una operación quirúrgica. Pero la disciplina aprendida en el quirófano acudió en su ayuda. ¿Sabían realmente que había alguien dentro? Sí, debían saberlo… o de otro modo nunca se hubieran presentado allí. El maldito taxi automático debía de haberla traicionado.

Bien, ¿qué hacía ahora? ¿Responder, o hacerse la sorda?

El grito por el circuito anunciador se repitió. Le susurró a Smith: «Quédese aquí», y pasó a la sala de estar.

—¿Quién es? —preguntó, esforzándose para que su voz sonara normal.

—¡Abra en nombre de la ley!

—¿Abrir en nombre de qué ley? No sea estúpido. Dígame quién es y lo que quiere antes de que llame a la policía.

—Nosotros somos la policía. ¿Es usted Gillian Boardman?

—¿Yo? Por supuesto que no. Soy Phyllis O'Toole y estoy esperando a que el señor Caxton vuelva a casa. Ahora será mejor que se vaya, porque voy a llamar a la policía y a informarles de esta invasión de la intimidad.

—Señorita Boardman, tenemos una orden de arresto contra usted. Abra la puerta de inmediato o las cosas se le van a poner mucho más difíciles.

—¡No soy esa «señorita Boardman», y estoy llamando a la policía!

La voz no respondió. Jill tragó saliva y aguardó. Poco después notó un calor radiante contra su rostro. Una pequeña zona en torno de la cerradura de la puerta se puso de color rojo y luego blanco; sonó un chasquido, y la hoja se deslizó a un lado. Había dos hombres allí; uno de ellos entró, sonrió a Jill y dijo:

—¡Ésa es la nena! Johnson, echa un vistazo y encuéntralo.

—Sí, señor Berquist.

Jill trató de bloquearle el paso. El hombre llamado Johnson, dos veces la masa de ella, la apartó a un lado como si fuese una pluma y siguió hacia el dormitorio. Jill chilló con voz estridente:

—¿Dónde está su mandamiento judicial? ¡Déjeme ver sus credenciales… esto es un ultraje!

—No se ponga difícil, encanto —dijo Berquist, conciliador—. En realidad no la queremos a usted; sólo a él. Pórtese bien, y es posible que ellos también se porten bien con usted.

Jill le lanzó un puntapié en la espinilla. El hombre retrocedió, dolorido, aunque no podía haberle hecho mucho daño, pues Jill todavía iba descalza.

—Esto ha estado muy mal, muy mal —la reprendió—. ¡Johnson! ¿Lo has encontrado?

—Aquí está, señor Berquist. Y desnudo como una ostra. Imagine tres cosas que podían estar haciendo.

—Eso no importa. Tráelo.

Johnson reapareció, empujando a Smith delante de él y controlándolo con un brazo retorcido a su espalda.

—No quería venir.

—¡Vendrá, vendrá!

Jill eludió a Berquist con una finta y se lanzó contra Johnson. Éste la echó a un lado con una bofetada.

—¡Nada de eso, pequeña puta!

Johnson no hubiera debido abofetearla. No lo hizo con fuerza, no tan fuerte como solía pegar a su esposa antes de que ésta se fuera a casa de sus padres, y en absoluto tan fuerte como pegaba a menudo a los prisioneros que se resistían a hablar. Hasta aquel momento Smith no había exhibido ninguna expresión ni había dicho nada; simplemente se había dejado empujar al interior de la habitación con la pasiva y fútil resistencia de un cachorrillo que no quiere ser llevado a pasear al extremo de una correa. No comprendía nada de lo que estaba ocurriendo, y no trató de hacer nada tampoco.

Pero cuando vio a su hermano de agua ser golpeado por aquel otro individuo, se contorsionó y se agachó, se liberó, y alargó la mano hacia Johnson de una extraña manera.

Y Johnson desapareció.

De pronto, ya no estaba allí. La habitación no le contenía. Sólo unas hojitas de hierba, al enderezarse allá donde habían estado sus grandes pies, demostraron que había estado alguna vez allí. Jill se quedó mirando con ojos muy abiertos el espacio que había ocupado y tuvo la sensación de que iba a desmayarse.

Berquist cerró la boca, la abrió de nuevo, dijo roncamente:

—¿Qué ha hecho usted con él? —miraba a Jill en vez de a Smith.

—¿Yo? Yo no hice nada.

—No me venga con ésas. ¿Tiene una trampilla en el suelo o algo parecido?

— ¿Adónde se fue? —dijo Jill.

Berquist se humedeció los labios.

—No lo sé —sacó una pistola de debajo de la chaqueta—. Pero no intente ningún truco conmigo. Usted quédese aquí; voy a llevármelo a él.

Smith había vuelto a su actitud de espera pasiva. Sin entender de qué iba todo aquello, sólo había hecho lo mínimo de lo que tenía que hacer. Pero había visto armas de fuego antes, en manos de los hombres que habían estado en Marte, y la expresión del rostro de Jill, al verse encañonada por una de ellas, no le gustó en absoluto. Asimiló que aquél era uno de los puntos críticos culminantes en el proceso de desarrollo de un ser, en el que la actitud contemplativa debe dejar paso a la acción directa a fin de que el desarrollo continúe. Actuó.

Los Ancianos le habían enseñado bien. Avanzó hacia Berquist; el arma giró para cubrirle. Pese a todo, adelantó el brazo… y Berquist dejó de estar allí. Smith se volvió para mirar a su hermano.

Jill se llevó una mano a la boca y gritó.

Hasta entonces el rostro de Smith había permanecido completamente inexpresivo. Ahora reflejó un trágico desamparo al darse cuenta de que, en un punto crítico culminante, había optado por una maniobra errónea. Miró a Jill con gesto implorante y empezó a temblar. Sus ojos giraron en sus órbitas; se deslizó lentamente sobre la hierba, mientras su cuerpo se acurrucaba hasta formar una bola en posición fetal y se quedaba inmóvil.

La histeria de Jill se cortó en seco como si alguien hubiera accionado un interruptor. El cambio fue un reflejo condicionado: había un paciente que la necesitaba; no tenía tiempo para sus propias emociones ni para preguntarse o preocuparse por los dos hombres que habían desaparecido. Se arrodilló y examinó a Smith.

No pudo detectar su respiración, no pudo hallar el pulso; aplicó un oído contra sus costillas. Al principio creyó que la actividad cardíaca se había detenido por completo pero, al cabo de largo rato, captó un perezoso lub-dub, seguido, cuatro o cinco segundos más tarde, por otro.

Aquel estado le recordó los aislamientos esquizoides, pero nunca había visto un trance tan profundo, ni siquiera en las demostraciones en clase de hipnoamnesia. Había oído de tales estados parecidos a la muerte entre los faquires indios de Oriente, pero en realidad nunca había creído realmente en esos informes.

Normalmente no habría intentado hacer reaccionar a un paciente en semejante estado, sino que habría avisado de inmediato a un médico. Pero estas circunstancias no eran normales. Lejos de hacer tambalear su resolución, los acontecimientos de los últimos minutos la habían hecho sentirse más decidida que nunca a no permitir que Smith cayese de nuevo en manos de las autoridades. Sin embargo, diez minutos de intentarlo todo la convencieron de que no podía despertar al paciente con los medios de que disponía sin causarle daño… y quizá ni siquiera causándoselo. Ni siquiera el sensible nervio expuesto del codo le ofreció una respuesta.

En el dormitorio de Ben halló una maltratada maleta de vuelo, demasiado grande para ser considerada equipaje de mano, demasiado pequeña para ser considerada un baúl. La abrió y halló en su interior una fonoescritora, un equipo de aseo, una muda completa, todo lo que un periodista atareado podía necesitar en caso de que le enviasen inesperadamente fuera de la ciudad… Incluso un enlace auditivo, debidamente autorizado, que le permitiría conectarse al servicio telefónico público en cualquier momento que fuera necesario. Jill se dijo que aquella maleta llena tendía a demostrar sin lugar a dudas que la ausencia de Ben no era lo que Kilgallen creía, pero no perdió tiempo pensando en ello; la vació y la llevó a la sala.

Smith pesaba más que ella, pero la musculatura adquirida a través del manejo de pacientes que la doblaban en tamaño le permitió meterlo en la gran maleta. Tuvo que doblarlo mejor sobre sí mismo para poder cerrarla. Los músculos de Smith se resistían a ceder a la fuerza, pero cuando la presión era suave se dejaban moldear como masilla. Rellenó las esquinas con algunas prendas de vestir de Ben antes de cerrarla. Trató de practicar unos agujeros para ventilación, pero la maleta era de cristal laminado, más duro que el corazón de un casero. Al final decidió que Smith no podía asfixiarse, puesto que su respiración era mínima y el índice metabólico tan bajo como podía serlo.

Apenas logró levantar la maleta del suelo, y eso utilizando ambas manos con todas sus fuerzas, de modo que no le sería posible trasladarla ninguna distancia. Pero la maleta estaba equipada con un sistema de ruedas «Red Cap». Abrieron dos feas cicatrices en la alfombra de hierba de Ben antes de que consiguiera llegar al liso parquet del pequeño vestíbulo de la entrada.

No subió a la azotea, puesto que otro aerotaxi era lo último a lo que deseaba arriesgarse, sino que bajó a la puerta de servicio en el sótano. No había nadie allí excepto un joven que se dedicaba a verificar una entrega recibida para la cocina. Se apartó a un lado y la dejó pasar, arrastrando la maleta, hasta el pavimento de fuera.

—Hey, hermana. ¿Qué lleva en esa maleta?

—El cuerpo de un hombre —restalló ella.

El joven se encogió de hombros.

—Haz una pregunta idiota, y recibirás una respuesta idiota. Nunca aprenderé.

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