Duncan Chalk había estado estudiando las cintas de la pareja durante tres días, consagrándole casi toda su atención al proyecto. Ahora tenía la impresión de conocer a Minner Burris y a Lona Kelvin tan profundamente como nadie les había llegado a conocer nunca. También le parecía que la idea de reunirles tenía su mérito.
Chalk había sabido intuitivamente eso desde el principio. Pero, aunque confiaba en sus juicios intuitivos, raras veces actuaba basándose en ellos hasta haber tenido el tiempo necesario para efectuar un reconocimiento más racional. Ahora ya lo había hecho. Aoudad y Nikolaides, en quienes había delegado las fases preliminares de la tarea, le habían entregado sus selecciones de las cintas obtenidas por los sensores. Chalk no confiaba tan sólo en su juicio; dispuso que otras personas vieran también las cintas, y que preparasen sus propias antologías de episodios reveladores. Resultaba gratificante ver hasta qué punto coincidían las elecciones de todos. Justificaba su fe en Aoudad y Nikolaides. Eran buenos hombres.
Chalk se meció hacia delante y hacia atrás en su sillón neumático y consideró la situación, mientras a su alrededor la organización que había construido zumbaba y latía, llena de vida.
Un proyecto. Una empresa. Una reunión de dos seres humanos que sufrían. Pero, ¿eran humanos? En un tiempo lo habían sido. El material de base había sido humano. Semen, óvulos, un juego de códigos genéticos. Un bebé gimoteante. De momento, nada raro. Un niño, una niña, placas en blanco dispuestas a recibir las huellas de la vida. Y la vida había sido dura con aquellos dos.
Minner Burris. Navegante estelar. Inteligente, vigoroso, educado. Hecho prisionero en un mundo alienígena y transformado contra su voluntad en algo monstruoso. Naturalmente, a Burris le atormentaba y preocupaba aquello en que se había convertido. Un hombre de menos categoría se habría hecho pedazos. Burris se había limitado a doblarse un poco. Chalk sabía que eso era interesante y digno de alabanza en términos de lo que el público podía conseguir con la historia de Minner Burris. Pero, además, Burris también sufría. Y eso resultaba particularmente interesante para Chalk.
Lona Kelvin. Una chica. Quedó huérfana muy pronto, confiada al Estado. No era bonita pero, por supuesto, aún tenía por delante los años de su madurez, y quizá llegara a florecer. Insegura, sin tener apenas ninguna idea de cómo tratar a los hombres, y no muy inteligente. (Aunque Chalk se preguntaba si no sería más inteligente de lo que se atrevía a dejar ver.) Tenía una cosa en común con Burris. Ella también había caído en poder de unos científicos: no eran horribles Cosas alienígenas, sino abstracciones de alto orden, amables, bondadosas e imparciales, vestidas con batas blancas, que, sin hacerle ningún daño a Lona, se habían limitado a tomar prestados algunos objetos innecesarios almacenados dentro de su cuerpo y los habían utilizado en un experimento. Eso era todo. Y ahora los cien bebés de Lona estaban germinando de sus relucientes úteros de plástico. ¿Habían brotado? Sí. Ya habían nacido. Dejando cierto vacío dentro de Lona. Sufría.
Duncan Chalk acabó decidiendo que sería un acto de caridad reunir a ese par de seres que sufrían.
—Que venga Bart —le dijo a su silla.
Aoudad entró de inmediato, como si se desplazara sobre ruedas, como si hubiera esperado tensamente en una antesala a que llegara esta misma llamada. Su tensión resultaba gratificante. Hacía mucho tiempo, Aoudad había sido un hombre emocionalmente ágil que se bastaba a sí mismo, pero Chalk sabía que al final se había roto bajo la prolongada presión. Su compulsivo perseguir a las mujeres era una clave de aquello. Sin embargo, cuando se le miraba, se podía ver una pretensión de fuerza. Los ojos fríos, los labios firmes. Chalk captó las emanaciones del miedo y el nerviosismo ocultas bajo la superficie. Aoudad esperó.
—Bart, ¿puedes traerme ahora mismo a Burris? —dijo Chalk.
—No ha salido de su habitación en semanas.
—Ya lo sé. Pero que sea yo quien acuda a él resultaría inútil. Tiene que ser convencido de que vuelva a mezclarse con la gente. He decidido seguir adelante con el proyecto.
Aoudad irradió una especie de terror.
—Le visitaré, señor. He estado planeando técnicas de contacto durante un cierto tiempo. Le ofreceré incentivos. Vendrá.
—No le menciones todavía a la chica para nada.
—No. Desde luego que no.
—Llevarás muy bien todo el asunto, Bart. Puedo confiar en ti. Ya lo sabes, ¿no? Hay mucho en juego, pero tú, como de costumbre, harás un trabajo excelente.
Chalk sonrió. Aoudad sonrió. En uno la sonrisa era un arma. En el otro, una defensa. Chalk captó las emanaciones. En lo más hondo de su ser estaban siendo activadas glándulas carentes de conductos evacuadores, y Chalk respondió a la inquietud de Aoudad con una sacudida de placer. Tras los fríos ojos grises de Aoudad se agitaba un remolino de incertidumbres. Sin embargo, Chalk había dicho la verdad: tenía fe en la destreza de Aoudad para encargarse de este asunto. Era Aoudad quien no tenía fe en sí mismo; y por esa razón todo lo que Chalk dijera para tranquilizarle no hacía sino hundir un poco más el cuchillo en la herida. Chalk había aprendido muy pronto ese tipo de tácticas.
—¿Dónde está Nick? —dijo Chalk.
—Fuera. Creo que anda siguiendo a la chica.
—La última noche estuvo a punto de estropearlo todo. La chica se encontraba en la Arcada y no estaba adecuadamente protegida. Un idiota intentó meterle mano. Nick tuvo suerte de que la chica se resistiera. La estoy manteniendo en reserva.
—Sí. Por supuesto.
—Naturalmente, nadie la reconoció. Ha sido olvidada. Tuvo su año de celebridad y hoy no es nada. Con todo —dijo Chalk—, hay una buena historia en ella si se la maneja adecuadamente. Pero, si algún desgraciado ignorante consigue echarle las zarpas encima y la mancha, eso arruinará la historia. Nick tendría que vigilarla más estrechamente. Se lo diré. Ocúpate de Burris.
Aoudad salió rápidamente de la habitación. Chalk se quedó sentado, canturreando en voz baja, sin hacer nada, lleno de placer. Esto funcionaría. Cuando el romance floreciese, el público estaría encantado. Habría mucho dinero a ganar. Naturalmente, a Chalk le serviría de muy poco tener más dinero. Eso le había motivado en tiempos pasados, pero ahora ya no era así. Tampoco le complacía demasiado el adquirir más poder. Pese a las teorías que circulaban sobre él, Chalk había alcanzado el poder suficiente para estar dispuesto a dejar de expandirlo con sólo tener la seguridad de que iba a conservar el que ya poseía. No, lo que gobernaba ahora sus decisiones era algo distinto, algo interior. Cuando tanto el amor al dinero como el amor al poder han quedado saciados, sigue existiendo el amor al amor. Chalk no encontraba su amor allí donde podían hallarlo otros, pero tenía sus necesidades. Minner Burris y Lona Kelvin quizá pudieran colmar esas necesidades. Catálisis. Sinergia. Después, ya se vería.
Cerró los ojos.
Se vio a sí mismo, desnudo, flotando, deslizándose a través del mar azul verdoso. Grandes olas abofeteaban sus lustrosos y blancos costados. Su enorme masa se movía con facilidad pues aquí carecía de peso, sostenida por el seno del océano: por una vez, los huesos no tenían que inclinarse bajo el tirón de la gravedad. Aquí Chalk era veloz. Giró hacia un lado y hacia otro, haciendo piruetas, demostrando su agilidad en el agua. A su alrededor jugueteaban los delfines, el calamar y el pez vela. Junto a él se movía la solemne y estúpida masa envarada del pez luna, que no era precisamente ningún enano, pero al que empequeñecía su reluciente inmensidad.
Chalk vio botes en el horizonte. Hombres que venían hacia él, de pie en sus embarcaciones, el rostro ceñudo. Ahora se había convertido en una presa. Lanzó una carcajada que parecía un trueno. Cuando los botes se aproximaron a él, dio la vuelta y nadó hacia ellos, provocándoles, invitándoles a que usaran contra él sus peores armas. Estaba cerca de la superficie, reluciendo con un brillo blanco bajo la luz del mediodía. Cortinas de agua semejantes a cascadas caían de su espalda.
Ahora los botes estaban muy cerca. Chalk giró. Potentes aletas azotaron el agua; un bote salió disparado hacia lo alto, se convirtió en astillas y dejó caer su manoteante cargamento de hombres en el agua salada. Un agitar de sus músculos le llevó lejos de sus perseguidores. Resopló, lanzando un gran geiser para celebrar su triunfo. Después se sumergió, lleno de alegría, buscando las profundidades, y en unos instantes su blancura se desvaneció en un reino donde la luz no era libre de entrar.