15 — El matrimonio de los espíritus

Para Burris, la chica tenía bastante poco atractivo sensual, viniendo, como venía, justo después de Elise Prolisse. Pero le gustaba. Era una niña amable, frágil y patética. Tenía buenas intenciones. La maceta con el cactus le había conmovido. Parecía un gesto demasiado humilde como para ser fruto de otra cosa que de la amistad.

Y su apariencia no la afectaba en lo más mínimo. Emocionada, sí. Un poco nerviosa, sí. Pero le miraba directamente a los ojos, ocultando cualquier consternación que pudiera sentir.

—¿Eres de por aquí? —preguntó él.

—No. Soy del este. Siéntate, por favor. No hace falta que estés de pie por mí.

—No importa. La verdad es que me encuentro bastante bien.

—¿Van a hacer algo por ti en el hospital?

—Sólo pruebas. Se les ha ocurrido la idea de que pueden sacarme de este cuerpo y ponerme en un cuerpo humano normal.

—¡Qué maravilloso!

—No se lo digas a nadie, pero sospecho que no va a funcionar. Todo ese asunto está aún en las nubes, a un millón de kilómetros de distancia, y antes de que hayan conseguido hacerlo bajar al suelo… —Le dio vueltas al cactus que estaba sobre la mesita de noche—. Pero, ¿por qué estás tú en el hospital, Lona?

—Tuvieron que arreglarme un poco los pulmones. También la nariz y la garganta.

—¿Fiebre del heno? —preguntó él.

—Metí la cabeza en una bolsa de eliminación de desperdicios —se limitó a responder ella.

Bajo los pies de Burris se abrió un cráter que duró segundos. Intentó mantener el equilibrio. Lo que le impresionaba tanto como lo dicho era la forma en que lo había dicho, sin ninguna emoción. Como si dejar que el ácido te devorara los bronquios no tuviera nada de particular.

—¿Intentaste matarte? —balbuceó.

—Sí. Pero me encontraron enseguida.

—Pero… ¿por qué? ¡A tu edad! —Con aire protector, odiándose por el tono empleado—. ¡Lo tienes todo por delante!

Los ojos de ella se hicieron aún más grandes. Pero les faltaba profundidad; no pudo evitar el compararlos con las ascuas relucientes que había en las órbitas de Elise.

—¿No sabes nada de mí? —le preguntó ella, hablando aún en voz baja. Burris sonrió.

—Me temo que no.

—Lona Kelvin. Quizá no llegaste a enterarte del nombre. O quizá se te olvidó. Claro. Todavía estabas en el espacio cuando sucedió todo.

—Has conseguido que me pierda en la primera curva.

—Participé en un experimento. Trasplante multiembrionario de óvulos, así lo llamaron. Cogieron unos cuantos centenares de óvulos de mi cuerpo y los fertilizaron, y luego los hicieron crecer. Algunos en los cuerpos de otras mujeres, otros en incubadoras. Nacieron alrededor de un centenar de bebés. Hicieron falta seis meses. Fue el año pasado, por estas mismas fechas.

La última cornisa de presuposiciones falsas se desmoronó bajo él. Burris había visto a una estudiante cortés, con la cabeza hueca, alguien que sentía una leve preocupación por la extraña criatura que se encontraba en la habitación de enfrente, pero básicamente metida en los gustos y las modas de su grupo de pares cronológicos, fueran los que fuesen. Quizá estaba aquí para que le disolvieran el apéndice o para quitarse un bulto de la nariz. ¿Quién podía saberlo? Pero, de repente, el suelo se había agitado bajo sus pies y ahora empezaba a verla bañada en una luz mucho más cósmica. Una víctima del universo.

—¿Un centenar de bebés? ¡Jamás oí nada de eso, Lona!

—Debías estar lejos. Armaron un gran jaleo al respecto.

—¿Qué edad tienes?

—Ahora tengo diecisiete años.

—Entonces, ¿no llevaste dentro a ninguno de los bebés?

—No. No. En eso consistía el experimento. Sacaron los óvulos de mi cuerpo y ahí se paró la cosa, al menos para mí. Naturalmente, conseguí un montón de publicidad. Demasiada. —Le miró con timidez—. Te estoy aburriendo con tanta charla sobre mí.

—No, quiero enterarme.

—No es muy interesante. Salí mucho por las pantallas. Y en las cintas. No me dejaban en paz. No tenía gran cosa que contar, porque no había hecho nada, ya sabes. No era más que una donante. Pero cuando mi nombre se hizo público se lanzaron sobre mí. Siempre había reporteros a mi alrededor. Nunca estaba sola, y sin embargo siempre estaba sola, ¿entiendes? Y no pude aguantarlo más. Sólo quería… un par de bebés salidos de mi propio cuerpo, no cien bebés salidos de máquinas. Por eso intenté matarme.

—Metiendo la cabeza en una bolsa de eliminación.

—No, eso fue la segunda vez. La primera salté delante de un camión.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Burris.

—El verano pasado. Me trajeron aquí y me recompusieron. Después me enviaron de nuevo al este. Vivía en una habitación. Todo me daba miedo. Al final se hizo demasiado horrible, y me encontré yendo por el pasillo hasta la sala de disolución, y abrí la bolsa, y…, bueno…, esta vez tampoco lo he conseguido. Sigo viva.

—¿Tanto deseas morir, Lona?

—No lo sé. —Sus delgadas manos se agitaron en el aire como intentando agarrar algo—. Si al menos tuviera alguna cosa a la que sujetarme… Pero, mira, se supone que no debo hablar de mí. Sólo quería que supieras algo de por qué estoy aquí. Tú eres el que…

—¿Se supone que no debes hablar de ti? ¿Quién dice eso?

En sus hundidas mejillas ardieron unos puntitos de color.

—Oh, no lo sé. Quiero decir que realmente no tengo importancia. ¡Hablemos del espacio, coronel Burris!

—Nada de coronel. Minner.

—Ahí fuera…

—Hay Cosas que te atrapan y te cambian de la cabeza a los pies. Eso es el espacio, Lona.

—¡Qué terrible!

—Eso pienso yo también. Pero no refuerces mis convicciones.

—No te sigo.

—Siento una terrible compasión hacia mí mismo —dijo Burris—. Si me das la sombra de una oportunidad, llenaré esa oreja tuya que parece una concha de malas noticias. Te diré hasta qué punto me parece que se portaron mal haciéndome esto. Parlotearé sobre la injusticia del ciego universo. Diré un montón de estupideces.

—¡Pero tienes derecho a estar furioso por eso! No pretendías hacerles ningún daño. Ellos te cogieron y…

—Sí.

—¡No se portaron bien!

—Lo sé, Lona. Pero ya lo he dicho muchas veces, básicamente hablando conmigo mismo, pero también a quien me quisiera escuchar. Es prácticamente la única cosa que digo o pienso. Y, debido a eso, he sufrido una segunda transformación. De hombre a monstruo; de monstruo a encarnación ambulante de la injusticia.

Ella parecía asombrada. No entiende lo que digo, pensó Burris.

—Lo que intento explicarte es que he permitido que esta cosa que me sucedió se convirtiera en mi esencia —dijo—. Soy una cosa, un objeto a utilizar, un acontecimiento moral. Otros hombres tienen ambiciones, deseos, logros, metas que conseguir. Yo tengo mi mutilación, y me está devorando. Me ha devorado. Por eso intento escapar de ella.

—¿Estás diciéndome que prefieres no hablar de lo que te sucedió? —le preguntó Lona.

—Algo así.

Lona asintió. Burris vio cómo se movían sus fosas nasales, cómo sus delgados labios se curvaban en una mueca de animación. Y por entre ellos se abrió paso una sonrisa.

—¿Sabes una cosa, coro… Minner? Conmigo sucede un poco lo mismo. Me refiero a ser una víctima y todo eso, y sentir tanta pena por ti. A mí también me hicieron algo malo, y desde entonces todo lo que hago es regresar a ello, pensar en el asunto y enfurecerme. O ponerme triste. Y lo que realmente debería estar haciendo es olvidarme de ello y empezar con alguna otra cosa.

—Sí.

—Pero no puedo. En vez de eso sigo intentando matarme, porque he decidido que no puedo soportarlo.

—Sus ojos fueron bajando lentamente hacia el suelo—. ¿Te importa que te pregunte si…, si has…, si has intentado alguna vez…?

Una pausa.

—¿Matarme desde que sucedió esto? No. No, Lona. Lo único que hice fue pensar y darle vueltas. Se llama suicidio lento.

—Tendríamos que hacer un trato —dijo ella—. En vez de que yo sienta pena por mí y tú sientas pena por ti, deja que yo sienta pena por ti y tú siente pena por mí. Y nos diremos mutuamente lo terrible que ha sido el mundo con el otro. Pero no nos lo diremos a nosotros mismos. Me he confundido un poco al expresarlo, pero, ¿sabes lo que quiero decir?

—Una sociedad de simpatía mutua. ¡Víctimas del universo, unios! —Se rió—. Sí, lo comprendo. ¡Buena idea, Lona! Es justo lo que yo…, lo que necesitamos. Quiero decir, justo lo que tú necesitas.

—Y lo que tú necesitas.

Parecía satisfecha de sí misma. Estaba sonriendo desde la frente hasta el mentón, y Burris se sorprendió ante el cambio que sufría su aspecto cuando aparecía ese brillo de autosatisfacción. Daba la impresión de hacerse uno o dos años mayor, de adquirir fuerza y seguridad. Y hasta femineidad. Por un instante, ya no era flaca y patética. Pero entonces el brillo se desvaneció y Lona volvió a convertirse en una chiquilla.

—¿Te gusta jugar a las cartas?

—Sí.

—¿Sabes jugar a los «Diez Planetas»?

—Si me lo enseñas, sabré —dijo Burris.

—Iré a buscar las cartas.

Salió dando brincos de la habitación, su pijama revoloteando alrededor de su delgada figura. Volvió un instante después con una baraja de naipes de aspecto cerúleo y tomó asiento en la cama, junto a él. Cuando el cierre superior de su pijama perdió polaridad, los veloces ojos de Burris se posaron en ella y percibió fugazmente un pecho blanco, pequeño y firme, dentro de la prenda. Lona pasó la mano por el cierre un instante después y lo volvió a abrochar. Burris se dijo que no era totalmente mujer, pero que tampoco era una niña. Y, un instante más tarde, se recordó a sí mismo: esta muchacha delgada es la madre (?) de cien bebés.

—¿Has jugado alguna vez a esto? —le preguntó ella.

—Me temo que no.

—Es muy sencillo. Primero doy diez cartas para cada uno…

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