Cuando se estaba en manos de Duncan Chalk se cubría terreno rápidamente. Los hombres de Chalk les habían llevado sin ninguna parada desde el hospital hasta el espacio puerto privado de Chalk; luego, después de su vuelo alrededor del mundo, habían sido llevados al hotel. Era el hotel más soberbio que había conocido jamás el Hemisferio Occidental, un hecho que pareció deslumbrar a Lona y que, de una forma oscura e indefinible, molestó a Burris.
Cuando entró en el vestíbulo, resbaló y empezó a caer.
Eso era algo que le estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia ahora que se mostraba en público. En realidad, jamás había aprendido cómo utilizar sus piernas. Sus rodillas eran unos complicados mecanismos hechos de cojinetes y espacios vacíos, claramente diseñados para no producir fricción, y había momentos impredecibles en los que no Lograban sostenerle. Eso era lo que estaba sucediendo ahora. Tuvo la misma sensación que si su pierna izquierda estuviera desintegrándose, y empezó a caer hacia la gruesa alfombra amarilla.
Los botones robot, siempre alertas, se lanzaron en su ayuda. Aoudad, cuyos reflejos no eran tan buenos como los de ellos, intentó cogerle demasiado tarde. Pero quien estaba más cerca era Lona. Dobló las rodillas y colocó su hombro contra el pecho de él, sosteniéndole mientras él agitaba las manos, intentando recuperar el equilibrio. Burris quedó sorprendido ante lo fuerte que era. Le sostuvo hasta que los demás pudieron llegar a él.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lona, casi sin aliento.
—Más o menos. —Movió la pierna hacia atrás y hacia adelante hasta tener la seguridad de que la rodilla había vuelto a quedar colocada en su sitio. Feroces oleadas de dolor le recorrieron, llegando hasta la cadera—. Eres fuerte. Me has sostenido.
—Todo ocurrió tan deprisa… No sabía lo que estaba haciendo. Sencillamente, me moví, y tú estabas allí.
—Pero yo peso mucho.
Aoudad estaba sujetándole por el brazo. Le soltó, como si le hubiera costado mucho tiempo darse cuenta de ello.
—¿Puedes sostenerte solo? —le preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—Durante un segundo me olvidé de cómo funcionan mis piernas —dijo Burris. El dolor resultaba casi cegador. Lo absorbió con un esfuerzo de voluntad y, tomando la mano de Lona, encabezó lentamente la procesión hacia el banco de gravitrones. Nikolaides estaba encargándose del trabajo rutinario de registrarles en el hotel. Estarían allí dos días. Aoudad entró con ellos en el pozo de subida más cercano, y fueron hacia arriba.
—Ochenta y dos —le dijo Aoudad a la placa sensora del ascensor.
—¿Es muy grande la habitación? —preguntó Lona.
—Es una suite —dijo Aoudad—. Hay un montón de habitaciones.
En total había siete habitaciones. Un grupo de dormitorios, una cocina, una sala de estar, y una gran sala de conferencias en la que se congregarían luego los representantes de la prensa. Ante la discreta petición de Burris, a él y a Lona se les habían dado dormitorios contiguos. Todavía no había nada físico entre ellos. Burris sabía que cuanto más esperase más difícil resultaría y, sin embargo, seguía conteniéndose. No era capaz de juzgar la profundidad de los sentimientos de Lona, y en este mismo momento tenía graves dudas sobre los suyos.
Chalk no había escatimado gastos para conseguirles aquellos alojamientos. La suite era muy lujosa, adornada con tapices de otros mundos que latían y parpadeaban con una luz interior. Los adornos de cristal hilado que había sobre la mesa cantarían dulces melodías una vez se los hubiera calentado en la mano. Eran caros. La cama de su habitación era lo bastante grande como para contener a un regimiento. La de ella era redonda y giraba con sólo tocar un interruptor. En los techos del dormitorio había espejos. Haciendo un ajuste, se contorsionaban para convertirse en las facetas de un diamante; con otro, se convertían en un montón de fragmentos astillados; con otro más, proporcionaban un reflejo estable, más grande y detallado que el objeto real. También podían volverse opacos. Burris no dudaba de que las habitaciones también eran capaces de otros trucos.
—La cena de esta noche será en el Salón Galáctico —anunció Aoudad—. Daréis una conferencia de prensa mañana, a las once. Os encontraréis con Chalk por la tarde. A la mañana siguiente os marcháis para el Polo.
—Espléndido. —Burris tomó asiento.
—¿Quieres que mande a un médico para que le eche una mirada a tu pierna?
—No es necesario.
—Volveré dentro de una hora y media para acompañaros a cenar. Encontraréis ropa en los armarios.
Aoudad se marchó.
A Lona le brillaban los ojos. Se encontraba en el País de las Maravillas. Incluso Burris, que no se impresionaba fácilmente con el lujo, sentía como mínimo cierto interés por la extensión de las comodidades. Le sonrió.
Los ojos de Lona brillaron todavía más. Burris le guiñó un ojo.
—Echémosle otra mirada al lugar —murmuró ella.
Hicieron una gira por la suite. Su habitación, la de él, la cocina. Lona acarició el nódulo programador del banco de alimentos.
—Podríamos comer aquí esta noche —sugirió—. Si lo prefieres. Podemos conseguir todo lo que nos haga falta.
—Prefiero que salgamos.
—Como quieras.
No necesitaba afeitarse, ni tan siquiera lavarse: pequeños favores de su nueva piel. Pero Lona estaba bastante más cerca de lo humano. La dejó en su habitación, mirando el vibrorrociador montado en su cubículo. Su panel de control era casi tan complicado como el de una nave espacial. Bueno, que jugara con él.
Burris inspeccionó su guardarropa.
Lo habían llenado igual que si fuera a ser la estrella de algún drama de la tridi. En un estante había como unos veinte recipientes de rociador, cada uno con una brillante ilustración representando su contenido. En éste, una chaqueta verde y una lustrosa túnica con vetas púrpura. En éste otro, una holgada túnica provista de luz autogenerada. Aquí, algo abigarrado y parecido a un plumaje de pavo real con hombreras y refuerzos en el pecho. Sus gustos tendían hacia los diseños más sencillos, incluso los materiales más convencionales. Lino, algodón, telas antiguas. Pero no eran sus gustos particulares los que dirigían este asunto. Si le hubieran dejado guiarse por ellos, estaría acurrucado en su mísera habitación de las Torres Martlet, hablando con su propio fantasma. En cambio, aquí estaba, un títere voluntario bailando suspendido de los hilos de Chalk, y tenía que ejecutar los pasos de baile adecuados. Éste era su purgatorio. Escogió el traje de las hombreras y los refuerzos.
Pero, ¿funcionaría el rociador?
Su piel resultaba extraña tanto en porosidad como en otras propiedades físicas. Quizá rechazara el traje. O —una auténtica pesadilla—, era posible que se dedicara a disolver pacientemente las moléculas, de tal forma que, en el tiempo de un parpadeo, su ropa se hiciera jirones en el Salón Galáctico, dejándole no tan sólo desnudo en medio de una multitud, sino revelado en toda su extraña diferencia. Correría el riesgo. Que mirasen. Que lo vieran todo. Por su mente cruzó la imagen de Elise Prolisse colocando la mano en un remache secreto y eliminando en un instante su negro sudario, desvelando las blancas tentaciones. No se podía tener mucha confianza en estas ropas. Que así sea. Burris se desnudó y colocó el recipiente del rociador en el aparato de suministro. Luego se puso bajo él.
El vestido se adaptó habilidosamente a la forma de su cuerpo.
La aplicación requirió menos de cinco minutos. Cuando examinó su multicolor atuendo en el espejo, no se sintió disgustado. Lona estaría orgullosa de él.
La esperó.
Transcurrió casi una hora. No oía ningún sonido procedente de su habitación. Seguramente ya debía estar lista.
—¿Lona? —llamó, y no obtuvo ninguna respuesta.
El pánico le atravesó igual que una lanza. Aquella chica tenía tendencias suicidas. La pompa y elegancia de este hotel podían ser justo la gota de agua que desbordara el vaso. Se encontraban a más de trescientos metros por encima del nivel del suelo; esta vez, su intentona de suicidio no saldría mal. Jamás tendría que haberla dejado sola, se dijo.
—¡Lona!
Cruzó la mampara que le separaba de la habitación de ella. La vio nada más hacerlo, y el alivio hizo que todo su cuerpo se entumeciera. Estaba ante el armario, desnuda, dándole la espalda. Tenía los hombros estrechos y las caderas aún lo eran más, de tal forma que el contraste de la delgada cintura se perdía. Su columna vertebral se alzaba igual que un surco subterráneo, bruscamente perdida en la sombra. Tenía nalgas de chico. Burris lamentó su intrusión.
—No te oía —dijo—. Estaba preocupado y por eso, cuando no me contestaste…
Ella se volvió hacia él, y Burris vio que a Lona le ocurría algo mucho más grave que una posible violación de su pudor. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas llenas de lágrimas. Alzó un delgado brazo para colocarlo sobre sus pequeños pechos como en una rutinaria muestra de modestia, pero el gesto era puramente automático y no ocultaba nada. Le temblaban los labios. Burris sintió bajo su piel el impacto del cuerpo de Lona, y se encontró preguntándose por qué una desnudez tan poco provista de atractivos debía afectarle de aquella manera. Porque, acabó decidiendo, hasta ahora se había encontrado más allá de una barrera que en este momento se había hecho pedazos.
—¡Oh, Minner, Minner, me daba vergüenza llamarte! ¡Llevo así más de media hora!
—¿Qué ocurre?
—¡No hay nada que pueda ponerme!
Burris se acercó a ella. Lona se dio la vuelta, apartándose del armario, situándose junto a su codo y bajando el brazo por encima de sus pechos. Burris miró dentro del armario. En su interior había docenas de recipientes. Cincuenta, un centenar de ellos.
—¿Y bien?
—¡No puedo llevar eso!
Cogió uno de los recipientes. Por la ilustración de la etiqueta, era algo hecho de noche y niebla, elegante, casto, soberbio.
—¿Por qué no puedes llevarlos?
—Quiero algo sencillo. Aquí no hay nada sencillo.
—¿Sencillo? ¿Para el Salón Galáctico?
—Minner, estoy asustada.
Y lo estaba. Se le había puesto piel de gallina.
—¡Hay veces en que te portas igual que una niña! —le dijo él secamente.
Las palabras se clavaron en Lona igual que garfios. Retrocedió, encogiéndose, pareciendo más desnuda que nunca, y nuevas lágrimas se deslizaron de sus ojos. La crueldad de las palabras parecía haber quedado suspendida en la habitación, igual que una capa de suciedad, después de que las palabras en sí se hubieran desvanecido.
—Si soy una niña —dijo ella con voz ronca—, ¿por qué debo ir al Salón Galáctico?
¿Tomarla en tus brazos? ¿Consolarla? Burris estaba atrapado en unos salvajes remolinos de incertidumbre. Controló su voz para que sonara a medio camino entre la ira paternal y la falsa solicitud y dijo:
—No seas tonta, Lona. Eres una persona importante. Esta noche, todo el mundo va a mirarte y a decir lo hermosa y lo afortunada que eres. Ponte algo que le hubiese gustado a Cleopatra, y luego imagínate que eres Cleopatra.
—¿Me parezco a Cleopatra?
Los ojos de Burris viajaron por su cuerpo. Tuvo la sensación de que eso era exactamente lo que ella deseaba que hicieran. Y se vio obligado a admitir que no tenía nada de voluptuoso. Lo cual, quizás, era también algo que ella deseaba oírle decir. Sin embargo, y dentro de su estilo delgado y modesto, resultaba atractiva. Incluso femenina. Oscilaba entre la juventud traviesa de una muchacha y la femineidad neurótica.
—Escoge uno de ésos y póntelo —dijo—. Ya verás como, una vez lo lleves, estarás a la altura del traje. No te sientas incómoda. Aquí me tienes a mí, con este traje de locos, y creo que es algo increíblemente divertido. Tienes que ir como yo. Adelante.
—Ése es el otro problema. Hay tantos… ¡No soy capaz de escoger ninguno!
En eso tenía cierta razón. Burris contempló el armario. La gama de opciones resultaba abrumadora. La mismísima Cleopatra se habría sentido mareada, y esta pobre niña estaba a punto de perder el sentido. Burris hurgó por entre los recipientes, incómodo, esperando dar con algo que proclamara instantáneamente lo adecuado que resultaba para Lona. Pero ninguno de aquellos trajes había sido diseñado para pobres niñas y, mientras siguiera pensando en ella como tal, no podía seleccionar ninguno. Por fin acabó volviendo al primero que había cogido al azar, el casto y elegante.
—Éste —dijo—. Creo que es el más adecuado.
Lona contempló la etiqueta con expresión dubitativa.
—Me sentiría incómoda con algo tan extravagante.
—Lona, ya hemos hablado de eso. Póntelo.
—No puedo utilizar la máquina. No sé cómo hacerlo.
—¡Es lo más sencillo del mundo! —estalló él, y se maldijo por la facilidad con que subía el tono de voz cuando hablaba con ella—. Las instrucciones están en el mismo recipiente. Lo pones en la ranura…
—Hazlo por mí.
Lo hizo. Lona se colocó en la zona del dispensador, delgada, pálida y desnuda, mientras el traje iba brotando de éste como una fina niebla y se envolvía por sí mismo a su alrededor. Burris empezó a sospechar que había sido manipulado, y además con bastante destreza. En un salto de gigante habían cruzado la barrera de la desnudez, y ahora ella se le mostraba tan despreocupadamente como si llevara décadas siendo su esposa. Buscando su consejo sobre las ropas. Obligándole a quedarse quieto y mirar mientras ella hacía piruetas bajo el dispensador, envolviéndose en capa tras capa de elegancia. ¡Pequeña bruja! Admiró su técnica. Las lágrimas, el cuerpecito desnudo y encogido, el presentarse como la pobre niñita. ¿O acaso estaba leyendo en su pánico mucho más de lo que podía encontrarse en él? Quizá. Probablemente.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó, dando un paso hacia adelante.
—Magnífica. —Lo decía en serio—. Ahí está el espejo. Decídelo tú misma.
El brillo de placer que iluminó su rostro valía por unos cuantos kilovatios. Burris decidió que se había equivocado totalmente en cuanto a sus motivos; no era tan complicada, había estado auténticamente aterrada ante la perspectiva de la elegancia, y ahora estaba auténticamente encantada ante el efecto final.
El cual era soberbio. La boquilla del dispensador había engendrado un traje que no era totalmente diáfano ni totalmente ceñido. Colgaba de ella igual que una nube, velando los delgados muslos y los hombros caídos y logrando sugerir con mucho arte una voluptuosidad que no estaba en absoluto allí. Nadie llevaba ropa interior con un traje rociado, y por eso el cuerpo desnudo quedaba oculto sólo por una delgada capa; pero los diseñadores eran muy astutos y lo vaporoso de este atuendo realzaba y amplificaba a quien lo llevara. Los colores resultaban igualmente deliciosos. Gracias a cierta magia molecular, los polímeros no estaban fuertemente atados a un solo segmento del espectro. A medida que Lona se movía, el traje cambiaba obedientemente de tonalidad, deslizándose del gris amanecer al azul de un cielo veraniego, y pasando luego al negro, al marrón hierro, al perla y al malva.
El atuendo había convertido a Lona en la imagen misma de la sofisticación. Parecía más alta, de mayor edad, más despierta y segura de sí misma. Tenía los hombros erguidos, y sus pechos sobresalían en una sorprendente transfiguración.
—¿Te gusta? —le preguntó quedamente.
—Es maravilloso, Lona.
—Me siento tan extraña dentro de él… Nunca he llevado nada parecido a esto. ¡De repente me he convertido en Cenicienta yendo al baile!
—¿Con Duncan Chalk como tu hada madrina? Se rieron.
—Espero que se convierta en una calabaza a medianoche —dijo ella. Fue hacia el espejo—. Minner, estaré lista dentro de cinco minutos más, ¿de acuerdo?
Burris volvió a su habitación. Necesitó no cinco minutos sino quince para limpiar de su rostro las huellas de las lágrimas, pero la perdonó. Cuando apareció por fin, apenas si pudo reconocerla. Se había maquillado el rostro hasta darle un fascinante aspecto de máscara que lograba transformarla por completo. Ahora los ojos se hallaban ribeteados con polvo reluciente; los labios brillaban con una exuberante fosforescencia; broches de oro le cubrían las orejas. Entró en su habitación flotando igual que una nubécula de niebla matinal.
—Ahora ya podemos irnos —dijo, con una voz repentinamente ronca y madura.
Burris estaba complacido y divertido. En cierto sentido, era una muchachita vestida para que pareciese una mujer. En otro sentido, era una mujer que apenas si empezaba a descubrir que ya no era una chica. ¿Era posible que la crisálida aún no se hubiese abierto? En cualquier caso, le gustaba verla así. Desde luego, estaba hermosa. Quizás ahora habría menos personas que le mirasen a él y más que la mirasen a ella.
Se dirigieron juntos hacia el pozo del ascensor.
Antes de abandonar su habitación, Burris le notificó a Bart que él y Lona bajaban a cenar. Después descendieron. Burris sintió una salvaje oleada de miedo y la dominó implacablemente. Ésta sería la vez en que más se había expuesto al público desde su regreso a la Tierra. Cena en el restaurante de los restaurantes; con su extraño rostro amargándole quizá el caviar a un millar de comensales; ojos volviéndose hacia él desde todas direcciones. Pensaba en ello como en una prueba. Sin saber muy bien cómo, sacó valor de Lona y se envolvió en una capa de coraje, del mismo modo que ella se había colocado sus nada familiares galas.
Cuando llegaron al vestíbulo Burris oyó los rápidos jadeos de los espectadores. ¿Placer? ¿Pavor? ¿El frisson mezcla de la repugnancia y el deleite? Le resultaba imposible interpretar sus motivos a partir de esa sibilante aspiración de aire. Sin embargo, estaban contemplando a la extraña pareja que había emergido del pozo, y respondiendo a ella.
Burris, con Lona cogida de su brazo, mantuvo el rostro rígido e inmóvil. Mirádnos bien, pensó. La pareja del siglo, eso es lo que somos. El navegante estelar mutilado y la virgen madre de cien bebés. El espectáculo de la era.
Estaban mirándoles, desde luego. Burris notó cómo los ojos se posaban sobre su mandíbula que no terminaba en orejas, pasaban por encima de sus párpados que se movían en veloces chasquidos y su boca modificada. Se asombró por su propia falta de respuesta a su vulgar curiosidad. También miraban a Lona, pero ella tenía menos que ofrecerles, dado que sus cicatrices eran internas.
De repente se produjo un cierto revuelo a la izquierda de Burris.
Un instante después, Elise Prolisse emergió de entre la multitud y se lanzó hacia él, gritando con voz ronca.
—¡Minner! ¡Minner!
Parecía una loca. Su rostro estaba extrañamente pintado en una salvaje y monstruosa parodia de maquillaje: franjas azules en las mejillas, manchas rojas sobre los ojos. Había desdeñado los rociadores y llevaba un traje de alguna tela natural susurrante y seductora, con el escote lo bastante bajo como para revelar los globos blancos y lechosos de sus pechos. Manos terminadas en garras relucientes se extendieron hacia él.
—He intentado llegar hasta ti —jadeó—. No dejaban que me acercase. Han…
Aoudad se interpuso entre ellos.
—Elise…
Elise le arañó la mejilla con las uñas. Aoudad retrocedió, maldiciendo, y Elise se volvió de nuevo hacia Burris. Miró a Lona, con puro veneno en sus ojos. Tiró del brazo de Burris y dijo:
—Ven conmigo. Ahora que he vuelto a encontrarte, no te dejaré marchar.
—¡Quítale las manos de encima! —La voz de Lona. Las secas sílabas estaban rematadas con veloces hojas girantes.
La mayor de las dos mujeres clavó los ojos en la más joven. Burris, atónito, pensó que iban a pelearse. Elise pesaba por lo menos quince kilos más que Lona y, como Burris tenía buenas razones para saber, poseía una fuerza salvaje. Pero Lona también tenía dones insospechados. Una escena en el vestíbulo, pensó con una extraña claridad mental. No va a faltarnos de nada.
—¡Le amo, pequeña zorra! —gritó roncamente Elise. Lona no respondió. Pero su mano se adelantó en un veloz gesto hacia el antebrazo que Elise tenía extendido hacia delante. El filo de la mano chocó con el carnoso antebrazo, produciendo un seco chasquido. Elise siseó y apartó el brazo. Sus manos volvieron a tomar la forma de garras. Lona, dispuesta a defenderse, dobló las rodillas y se preparó a saltar.
Para todo esto sólo habían hecho falta segundos. Los atónitos espectadores empezaron a moverse. Burris, libre ya de su parálisis inicial, se interpuso entre ellas y protegió a Lona de la furia de Elise. Aoudad cogió a Elise por un brazo. Ella intentó liberarse y sus pechos desnudos temblaron a causa del esfuerzo. Nikolaides apareció por el otro lado. Elise gritó, se debatió, dio patadas. Mientras tanto, a su alrededor se había formado un círculo de robots botones. Burris, inmóvil, vio cómo se llevaban a Elise por la fuerza.
Lona se apoyó en una columna de ónice. Tenía el rostro bastante enrojecido, pero aparte de eso ni tan siquiera su maquillaje había sufrido daño. Parecía más sorprendida que asustada.
—¿Quién era ésa? —preguntó.
—Elise Prolisse. La viuda de uno de mis compañeros de nave.
—¿Qué quería?
—¿Quién sabe? —mintió Burris.
Lona no se dejó engañar tan fácilmente.
—Dijo que te amaba.
—Está en su derecho. Supongo que ha estado sometida a una gran tensión.
—La vi en el hospital. Te visitó. —Por el rostro de Lona se encendieron y se apagaron las verdes llamas de los celos—. ¿Qué quiere de ti? ¿Por qué ha hecho esta escena?
Aoudad acudió en su rescate. Sosteniendo un pañuelo contra su ensangrentada mejilla, dijo:
—Le hemos dado un sedante. No volverá a molestarte. Siento terriblemente todo esto. Una mujer ridícula, una idiota histérica…
—Volvamos arriba —dijo Lona—. Ahora no tengo muchas ganas de comer en el Salón Galáctico.
—Oh, no —dijo Aoudad—. No cancelemos la cena. Te daré un relajante y en unos instantes te sentirás mejor. No debes permitir que un episodio estúpido como ése arruine una noche maravillosa.
—Por lo menos salgamos del vestíbulo —dijo secamente Burris.
El pequeño grupo se dirigió presuroso hacia una salita brillantemente iluminada. Lona se hundió en un diván. Burris, que estaba a punto de estallar en una tardía reacción, sintió las oleadas del dolor en sus muslos, sus muñecas y su pecho. Aoudad sacó de su bolsillo un estuchito de relajantes, tomando uno él mismo y dándole otro a Lona. Burris rechazó el pequeño tubo con un encogimiento de hombros, sabiendo que la droga contenida en él no le produciría ningún efecto. Pasados unos momentos Lona ya volvía a sonreír.
Burris sabía que no se había confundido al percibir los celos en sus ojos. Elise había aparecido como un tifón de carne, amenazando con llevarse todo lo que Lona poseía, y Lona había luchado ferozmente. Burris estaba halagado e inquieto al mismo tiempo. No podía negar que había disfrutado siendo el objeto de una lucha así, como le habría ocurrido a cualquier hombre. Sin embargo, ese instante de revelación le había mostrado hasta qué punto había llegado ya a depender Lona de él. Burris no sentía ningún compromiso tan fuerte. La chica le gustaba, sí, y estaba agradecido por su compañía, pero le faltaba mucho para estar enamorado de ella. Dudaba mucho de que pudiera llegar a quererla, o de que pudiera enamorarse de cualquier otra mujer. Pero era evidente que Lona, sin tener ni tan siquiera un lazo físico que les uniera, había construido alguna fantasía o romance interior. Burris sabia que eso ocultaba las semillas de futuros problemas.
Con sus tensiones eliminadas por el relajante de Aoudad, Lona se recuperó rápidamente del ataque de Elise. Se pusieron en pie, Aoudad radiante pese a su herida.
—¿Vendrás a cenar ahora? —le preguntó.
—Me encuentro mucho mejor —dijo Lona—. Todo fue tan repentino…, me impresionó mucho.
—Cinco minutos en el Salón Galáctico y lo habrás olvidado todo —dijo Burris. Le ofreció nuevamente su brazo. Aoudad les condujo hacia el ascensor especial que sólo llevaba al Salón Galáctico. Subieron a la placa gravitatoria, y ésta se lanzó hacia arriba. El restaurante se encontraba en lo alto del hotel, asomándose a los cielos desde su elevada posición igual que un observatorio privado, un sibarítico Uraniborg de la comida. Temblando todavía por el inesperado ataque de Lona, Burris sintió una nueva ansiedad cuando llegaron al vestíbulo del restaurante. Mantuvo su fachada de tranquilidad pero, ¿sería presa del pánico en el lujo sobrenatural del Salón Galáctico?
Había estado allí antes, una vez, hacía mucho tiempo. Pero eso fue dentro de otro cuerpo y, además la chica estaba muerta.
—¡El Salón Galáctico! —proclamó Aoudad—. Vuestra mesa os espera. Pasadlo bien.
Y desapareció. Burris le dirigió una tensa sonrisa a Lona, que parecía drogada y aturdida a causa de la felicidad y el terror. Las puertas de cristal se abrieron para recibirles. Entraron.