—El dolor es instructivo —dijo Duncan Chalk con voz sibilante.
Subió por los peldaños de cristal de la pared este de su oficina. El escritorio se encontraba en lo alto de la pared: esa caja de madera labrada era el centro de comunicaciones desde el que controlaba su imperio. Para Chalk no habría supuesto ningún problema subir la pared ayudado por el bastón de un gravitrón. Pero cada mañana se imponía a sí mismo esa escalada.
Iba acompañado por varias personas. Leontes D’Amore, el de los ágiles labios de chimpancé; Bart Aoudad; Tom Nikolaides, notable por sus hombros. Y otros más. Pero Chalk, que había aprendido una vez más la lección del dolor, era el centro focal del grupo.
La carne se agitaba y ondulaba en él. Dentro de aquella gran masa se encontraban los cimientos de los huesos, anhelando ser liberados. Doscientos setenta kilos de carne comprimían a Duncan Chalk. Su vasto corazón, de una textura parecida a la del cuero, bombeaba desesperadamente, inundando de vida los inmensos miembros. Chalk subió. La ruta hacía zigzags y retrocedía sobre sí misma a lo largo de quince metros de pared hasta llegar al trono situado en la cima. A lo largo del camino había retazos de hongos termoluminiscentes que brillaban con un fuerte resplandor, ásteres amarillos manchados de rojo que despedían pulsaciones de calor y brillantez.
En el exterior reinaba el invierno. Delgadas hebras de nieve recién caída se enroscaban en las calles. El cielo color plomizo empezaba a responder a la ionización matinal derramada en él por las grandes columnas diurnas. Chalk gruñía. Chalk trepaba.
—Señor, el idiota estará aquí dentro de once minutos —dijo Aoudad—. Actuará.
—Ahora me aburre —dijo Chalk—. De todas formas, le veré.
—Podríamos probar con la tortura —sugirió el astuto D’Amore, con una voz tan suave como el roce de una pluma—. Quizás entonces el don que tiene para los números resplandezca con mayor fuerza.
Chalk escupió. Leontes D’Amore se encogió como si le hubieran lanzado un chorro de ácido. La ascensión continuó. Manos pálidas y carnosas se extendían para aferrarse a los relucientes barrotes. Los músculos gruñían y palpitaban bajo las grandes losas de carne. Chalk iba fluyendo por la pared, sin detenerse apenas para descansar.
Los mensajes internos del dolor le aturdían y le deleitaban. Normalmente prefería recibir sus sufrimientos de segunda mano, pero esto era la mañana, y la pared era su desafío. Arriba. Arriba. Hacia la sede del poder. Trepó, peldaño a peldaño a peldaño, con el corazón protestando, los intestinos cambiando de posición dentro de la vaina de carne, los riñones estremeciéndose, sus mismos huesos flexionándose y doblándose bajo su carga.
A su alrededor esperaban los chacales de ojos brillantes. ¿Y si caía? Serían necesarios diez de ellos para levantarle y ponerle nuevamente en la pasarela. ¿Y si su corazón, presa de los espasmos, enloquecía en una salvaje fibrilación? ¿Y si sus ojos se vidriaban mientras le estaban mirando?
¿Se alegrarían mientras su poder se disipaba en el aire?
¿Conocerían la alegría mientras él perdía asidero, y la presa de hierro que mantenía sobre sus vidas se debilitaba?
Por supuesto. Por supuesto. Los delgados labios de Chalk se curvaron en una fría sonrisa. Tenía los labios de un hombre mucho más esbelto, los labios de un beduino quemado hasta los huesos por el sol. ¿Por qué no eran sus labios gruesos y húmedos?
El peldaño número dieciséis se alzaba ante él. Chalk lo subió. El sudor brotó hirviendo de sus poros. Se quedó inmóvil durante un segundo, suspendido, desplazando laboriosamente su peso de los dedos del pie izquierdo al talón del pie derecho. No había recompensa alguna en ser un pie de Duncan Chalk, y, desde luego, no había ningún placer en ello. Por un instante, se ejercieron tensiones casi incalculables a través del tobillo derecho de Chalk. Después, siguió avanzando, bajando la mano en un gesto salvaje al subir el último peldaño, como si cortara algo, y su trono se abrió alegremente para acogerle.
Chalk se hundió en el asiento que le esperaba y sintió cómo éste cuidaba de él. Las manos accionadas por micropilas se agitaron en las profundidades del material, apretándole y dando masaje, calmándole. Cuerdas fantasmales de alambre esponjoso se deslizaron por entre sus ropas para secar la transpiración de los valles y montículos de su carne. Agujas ocultas se abrieron paso por el epitelio, lanzando chorros de fluidos benéficos. El trueno de su corazón sometido a un ejercicio excesivo se fue calmando hasta convertirse en un rítmico murmullo. Los músculos que se habían abultado y llenado de nudos por el esfuerzo se relajaron. Chalk sonrió. El día acababa de empezar; todo iba bien.
—Señor, me asombra lo fácilmente que ha subido —dijo Leontes D’Amore.
—¿Piensas que estoy demasiado gordo para moverme?
—Señor, yo…
—La fascinación de lo difícil —dijo Chalk—. Es lo que hace girar el mundo sobre su eje.
—Traeré al idiota —dijo D’Amore.
—El idiota sabio —le corrigió Chalk—. No me interesan los idiotas.
—Por supuesto. El idiota sabio. Por supuesto.
D’Amore se deslizó por una abertura en forma de iris que había en la pared trasera. Chalk se reclinó en su asiento y cruzó los brazos sobre la lisa extensión de su pecho y su vientre. Sus ojos atravesaron el amplio golfo de la sala. La estancia era grande y de techo muy alto, un gran espacio abierto a través del cual flotaban los gusanos luminosos. Chalk sentía una vieja ternura hacia los organismos luminosos. Hágase la luz, la luz, la luz; si hubiera tenido tiempo para ello, quizá él mismo se habría encargado de la iluminación.
Muy por debajo de él, en el suelo de la habitación, allí donde había estado Chalk al empezar su ascensión de cada día, unas siluetas se movían diligentemente de un lado para otro, llevando a cabo la obra de Chalk. Más allá de las paredes de la estancia se encontraban otras oficinas que convertían en una colmena el edificio de forma octagonal del que esta sala era el núcleo. Chalk había construido una organización soberbia. Había logrado excavar un cómodo bolsillo de intimidad dentro de un cosmos grande e indiferente, pues el mundo seguía obteniendo su placer del dolor. Si las deliciosamente mórbidas excitaciones de contemplar los detalles de los crímenes de masas, la bajas de la guerra, los accidentes aéreos y cosas parecidas eran básicamente algo perteneciente al pasado, Chalk era perfectamente capaz de conseguir sustitutos más fuertes, más extremados y más directos. Incluso ahora trabajaba muy duro para darle placer a muchas personas, dolor a unas pocas, placer y dolor combinados para sí mismo.
El accidente genético le había diseñado de forma única para su tarea: un devorador de emociones que respondía al dolor y se alimentaba del dolor, que dependía de un suministro de angustia en estado puro, del mismo modo que otros dependían de un suministro de pan y carne. Era el representante definitivo de los gustos de su público, y por ello era perfectamente capaz de abastecer las necesidades internas de ese vasto público. Pero, aunque su capacidad había disminuido con los años, seguía sin estar saciado. Ahora se abría paso delicadamente a través de los banquetes emocionales que ponía en escena, tomando aquí un pedazo bien fresco y allá un sangriento pastel de los sentidos, ahorrando su propio apetito para las más grotescas permutaciones de la crueldad, buscando siempre las sensaciones nuevas y terriblemente viejas.
—No creo que el idiota sabio sirva de mucho —dijo, volviéndose hacia Aoudad—. ¿Todavía sigues vigilando a Burris, el navegante estelar?
—Diariamente, señor. —Aoudad era un hombre flaco y austero, con unos muertos ojos grises y un aspecto que invitaba a confiar en él. Tenía las orejas casi puntiagudas—. Mantengo vigilado a Burris.
—¿Y tú, Nick? ¿La chica?
—Es aburrida —dijo Nikolaides—. Pero la vigilo.
—Burris y la chica… —dijo Chalk con voz pensativa—. La suma de dos agravios. Necesitamos un nuevo proyecto. Quizá… quizá…
D’Amore reapareció en una pequeña terraza que asomaba de la pared opuesta. El idiota sabio se encontraba junto a él, con una tranquila expresión de placidez en su rostro. Chalk se inclinó hacia delante, y su vientre se dobló, un pliegue sobre otro. Fingió interés.
—Éste es David Melangio —dijo D’Amore. Melangio tenía cuarenta años, pero su amplia frente carecía de arrugas y sus ojos eran tan confiados como los de un niño. Producía una impresión de palidez y humedad, como algo surgido de la tierra. D’Amore le había vestido elegantemente, con una túnica reluciente en la que había hebras de color hierro, pero el efecto resultaba grotesco en él; la gracia y la dignidad de aquel atuendo tan caro se perdían por completo, y sólo servían para subrayar todavía más la vacua inocencia de Melangio, más propia de un niño.
La inocencia no era algo por lo que el público fuera a pagar un gran precio. Ése era el negocio de Chalk: proporcionarle al público lo que exigía. Sin embargo, la inocencia unida a otra cosa quizá pudiese satisfacer las necesidades actuales.
Chalk jugueteó con el módulo del ordenador situado junto a su mano izquierda y dijo:
—Buenos días, David. ¿Cómo te encuentras hoy?
—La noche pasada nevó. Me gusta la nieve.
—La nieve pronto habrá desaparecido. Las máquinas la están derritiendo.
—Me gustaría poder jugar en la nieve. —Con voz melancólica.
—Te helarías de frío —dijo Chalk—. David, ¿qué día de la semana fue el 15 de febrero del año 2002?
—Viernes.
—¿Y el 20 de abril del año 1968?
—Sábado.
—¿Cómo lo sabes?
—Tiene que ser así —se limitó a decir Melangio.
—¿El decimotercer Presidente de los Estados Unidos?
—Fillmore.
—¿Qué hace el Presidente?
—Vive en la Casa Blanca.
—Sí, ya lo sé —dijo Chalk afablemente—. Pero, ¿cuáles son sus deberes?
—Vivir en la Casa Blanca. De vez en cuando, le dejan salir.
—¿Qué día de la semana fue el 20 de noviembre de 1891?
—Viernes. —Al instante.
—En el año 1811, ¿en qué meses cayó en lunes el quinto día?
—Sólo en agosto.
—¿Cuándo volverá a ser sábado el 29 de febrero? Melangio lanzó una risita.
—Eso es demasiado fácil. Sólo tenemos un 29 de febrero cada cuatro años, así que…
—De acuerdo. Explícame qué es un año bisiesto —dijo Chalk.
Inexpresividad.
—¿No sabes por qué existe, David?
—Señor, puede darle cualquier fecha en un período de nueve mil años empezando por el año 1 —dijo D’Amore—. Pero es incapaz de explicar nada. Pruebe con los informes meteorológicos.
Los delgados labios de Chalk se fruncieron en una mueca.
—Háblame del 14 de agosto del año 2031, David. La voz, débil y aflautada, respondió inmediatamente:
—Temperaturas frescas por la mañana, subiendo hasta los veintiocho grados a las dos de la tarde cuando actuaron los anillos de sobrecarga. A las siete de la tarde la temperatura había bajado hasta los dieciocho grados, donde permaneció hasta pasada la medianoche. Después empezó a llover.
—¿Dónde estabas tú ese día? —preguntó Chalk.
—En casa, con mi hermano y mi hermana y mi madre y mi padre.
—¿Fuiste feliz ese día?
—¿Eh?
—¿Te hizo daño alguien ese día? —dijo Chalk. Melangio asintió.
—Mi hermano me dio una patada aquí, en la espinilla. Mi hermana me tiró del pelo. Mi madre me hizo comer quimezcla para el desayuno. Después salí a jugar. Un chico le tiró una piedra a mi perro. Después…
La voz estaba libre de toda emoción. Melangio repetía las agonías de su niñez de forma tan desapasionada como si estuviese dando la fecha del tercer martes de septiembre del año 1794. Sin embargo, bajo la superficie cristalina de esa infancia prolongada se ocultaba un dolor real. Chalk lo sentía. Dejó que Melangio siguiera hablando, impulsándole y guiándole de vez en cuando con alguna otra pregunta.
Los párpados de Chalk se fueron cerrando hasta juntarse. De esa forma resultaba más fácil lanzar los receptores, extenderse y captar el substrato de pena que había existido bajo el cerebro con el que David Melangio hacía sus trucos de feria. Dolores viejos y minúsculos flotaron igual que pequeñas corrientes por la habitación: un pez muerto, un padre que gritaba, una chica desnuda de opulentos pechos con pezones rosados dándose la vuelta y pronunciando palabras que mataban. Todo estaba allí, todo era accesible: el alma herida y sangrante de David Melangio, de cuarenta años de edad, una isla humana separada por sólidas murallas del mar tormentoso que la rodeaba.
Por fin, el recitado acabó deteniéndose. Chalk ya había tenido el alimento suficiente; se había cansado de apretar los botones de Melangio. Decidió terminar volviendo a los extraños poderes de recordar que poseía el idiota sabio.
—David, acuérdate de estos números: 96748759.
—Sí.
—Y de éstos: 32807887.
—Sí.
—Y también: 333141187698. Melangio aguardó.
—Ahora, David —dijo Chalk.
Los números fluyeron en una rápida corriente.
—9674875932807887333141187698.
—David, ¿cuánto es siete veces doce? Una pausa.
—¿Sesenta y cuatro?
—No. Resta nueve de dieciséis.
—¿Diez?
—Si eres capaz de memorizar el calendario entero del derecho y del revés, ¿por qué no puedes hacer una operación aritmética?
Melangio le miró, sonriendo plácidamente. No dijo nada.
—David, ¿no te preguntas nunca por qué eres como eres?
—¿Cómo soy? —preguntó David.
Chalk estaba satisfecho. Los únicos placeres que se podían extraer de David Melangio eran de bajo nivel. Chalk ya había obtenido su leve descarga de placer de esta mañana, y el público sin rostro encontraría un breve destello de diversión en las extrañas habilidades que Melangio poseía, el soltar ristras de fechas, números e informes meteorológicos. Pero nadie sacaría un auténtico sustento de David Melangio.
—Gracias, David —dijo Chalk, despidiéndole sin apenas mirarle.
D’Amore parecía algo irritado. Su prodigio no había conseguido impresionar al gran hombre, y el que la prosperidad de D’Amore continuara dependía de que consiguiera dar con frecuencia en ese blanco. Quienes no lo conseguían no solían durar mucho al servicio de Chalk. El soporte de la pared se retrajo, llevándose con él a Melangio y D’Amore.
Chalk contempló los relucientes anillos aprisionados en los rebordes de grasa de sus cortos y gruesos dedos. Después volvió a recostarse en su asiento y cerró los ojos. A su mente acudió la imagen de un cuerpo hecho de núcleos internos concéntricos, como una cebolla, sólo que con cada una de las capas aislada de sus vecinas por una lámina de mercurio. Los estratos separados de Duncan Chalk se movían y deslizaban uno sobre otro, bien lubricados, desplazándose lentamente a medida que el mercurio cedía bajo las presiones y fluía a chorros por canales oscuros…
—Debemos investigar un poco más al navegante estelar —le dijo a Bart Aoudad. Aoudad asintió.
—Me encargaré de controlar los sensores, señor.
—Y la chica —le dijo Chalk a Tom Nikolaides—. Esa chica tan espantosamente aburrida… Intentaremos llevar a cabo un experimento. Sinergia. Catálisis. Reunirles. ¿Quién sabe? Puede que logremos generar un poco de dolor. Algún sentimiento humano. Nick, podemos aprender lecciones del dolor. Nos enseña que estamos vivos.
—Este Melangio… —dijo Aoudad—. No parece sentir su dolor. Lo registra y lo graba en su cerebro. Pero no lo siente.
—Exacto —replicó Chalk—. Justo lo que decía. No puede sentir nada, sólo registrar y repetir. El dolor está allí y hay suficiente. Pero no puede llegar hasta él.
—¿Y si nos encargáramos de liberarlo nosotros en su lugar? —sugirió Aoudad. Sonrió, no muy agradablemente.
—Demasiado tarde. Si ahora fuese realmente capaz de llegar a su dolor, se quemaría en un instante. No, Bart, déjale con sus calendarios. No debemos destruirle. Seguirá haciendo sus trucos, y todo el mundo le aplaudirá, y luego le volveremos a dejar en el charco de donde le sacamos. Pero el navegante estelar… eso es algo totalmente distinto.
—Y la chica —le recordó Nikolaides.
—Sí. El navegante estelar y la chica. Debería ser interesante. Deberíamos aprender muchas cosas.