Extracto del Capítulo 3 de The Practical Conscience. The Red Cross in the German War (La conciencia práctica. La Cruz Roja en la guerra alemana), de Alan J. Wetherall, Ed. George Alien & Unwin, Londres, 1958
... así fue mi primer encuentro con J.L. Sawyer, una notable personalidad durante los años de la guerra. En esos tiempos, yo todavía formaba parte del personal de la Cruz Roja y estaba adscrito a varias oficinas del noroeste de Inglaterra. Aunque no tuve nada que ver personalmente con sus proezas, mi primer encuentro con él fue memorable; a la vista de los acontecimientos, vale la pena describirlo detalladamente. Aunque de una forma anecdótica, puede ayudar a la comprensión de su posterior trabajo.
En ese tiempo, J.L. Sawyer era una figura sin relevancia y desconocida, no sólo para el gran público sino también para las autoridades. Vivía en Rainow, un pequeño pueblo en la falda occidental de los Peninos cercano a Macclesfield. Estaba casado pero por aquel entonces no tenía niños. Su mujer era una alemana emigrada durante los años treinta y nacionalizada británica.
Sawyer compareció ante el Tribunal Local de Macclesfield en la mañana del jueves 28 de marzo de 1940. Fue allí donde lo vi por primera vez. En aquellos tiempos yo cumplía funciones de observador enviado por la Cruz Roja. El pacifismo puro y simple no forma parte de la política de la Cruz Roja aunque, en tiempos de guerra, la institución se ve a menudo asociada a él.
En 1939, el gobierno británico había reintroducido el reclutamiento obligatorio; la primera llamada a filas fue para los hombres que estaban en los primeros años de la veintena. El objetivo era elevar el número de soldados en servicio en las fuerzas armadas a unos trescientos mil hombres.
La experiencia con los objetores de conciencia durante la guerra de 1914-1918 había obligado al gobierno de 1939 a preparar cuidadosamente el terreno. Dadas las circunstancias, las autoridades enfocaron el problema con una actitud progresista y tolerante. No debe olvidarse que en los meses que condujeron al estallido de la guerra, en septiembre de 1939, la Alemania nazi era vista como una importante amenaza para la paz y la estabilidad de toda Europa. En caso de que hubiera guerra, se esperaban devastadores ataques aéreos contra las ciudades británicas. Durante todo el año 1940 hubo fundados temores de una invasión a través del canal de la Mancha. El hecho de que en marzo de 1940 no se hubieran dado aún ninguna de estas dos circunstancias, era visto por la mayor parte de la población (correctamente, como los hechos posteriores demostraron) sólo como la calma que precede a la tempestad. En este clima, fue necesaria mucha sutileza política y sólidos instintos liberales para poner en marcha una política oficial que tuviera en cuenta a los potenciales objetores de conciencia.
Huelga decir que, en aquella atmósfera de preparativos bélicos, se necesitaba un especial coraje para adoptar una actitud pacifista.
En 1940, el gobierno creó y fue actualizando un registro nacional de objetores de conciencia. Un hombre podía inscribirse en una o más de las siguientes poco definidas categorías de este registro: la primera era la objeción a ser reclutado para el servicio militar. La segunda, su oposición a la instrucción militar obligatoria. Y la tercera, que no se consideraba obligado a participar en operaciones de combate. El potencial objetor no tenía que demostrar su condición de pacifista. Por ejemplo, no tenía que pertenecer a ninguna religión o iglesia reconocida, tampoco tenía que demostrar un compromiso anterior con el pacifismo ni provenir de ninguna afiliación política en particular. La normativa se había redactado de forma deliberadamente ambigua para permitir que cada postulante presentara su caso en la forma que le pareciese más adecuada. Al mismo tiempo, animaba a los tribunales a juzgar según su criterio en cada ocasión.
J.L. Sawyer se presentó en la primera audiencia en la que yo debía tomar parte como representante de la Cruz Roja en Macclesfield, aunque ésa no era la primera vista de un Tribunal Local a la que yo acudía como observador.
El aspecto de Sawyer llamaba la atención: era alto, musculado y de mirada firme; de porte agradable, sus tranquilas maneras indicaban seguridad en sí mismo. Cuando recibí la lista de postulantes al registro de objetores, su nombre no me dijo nada, aunque cuando más tarde me enteré de que había ganado una medalla olímpica, no me sorprendió.
La sala donde se celebraba la vista era pequeña pero imponente. Sus paredes estaban completamente revestidas de paneles de roble, y había un alto estrado para el tribunal y un amplio espacio para los abogados. La mesa del secretario se hallaba en un nivel intermedio entre los dos anteriores. No había ventanas, sólo unas claraboyas. De acuerdo con lo que era de rigor en tiempo de guerra, la iluminación era escasa. Para cualquiera que llegara a la sala por primera vez, incluso en calidad de observador, la impresión general era intimidatoria.
El caso de Sawyer fue escuchado a mitad de la sesión de mañana. El tribunal ya había desestimado hasta aquel momento media docena de solicitudes y concedido el estatuto condicional de objetor a dos aspirantes. Los miembros del tribunal, un hombre de negocios, un consejero local y un vicario, me parecieron intrínsecamente intolerantes hacia los pacifistas, suspicaces respecto a sus motivos y resueltos a que los candidatos encontraran la mayor cantidad de dificultades posible. Yo estaba tomando extensas notas porque consideraba que la Cruz Roja debería avalar las solicitudes, en caso de que hubiera que apelar alguna de las desestimaciones del tribunal.
Antes de que Sawyer fuera llamado, el secretario entregó una copia mecanografiada de su declaración a cada uno de los miembros del tribunal. Éstos le echaron una rápida mirada antes de anunciar que estaban preparados.
Sawyer entró en la sala del tribunal, echó una mirada alrededor con evidente nerviosismo, y después fue conducido al sitio que le correspondía: el reducido atrio junto al espacio de los abogados.
Cuando se le pidió que se identificara, Sawyer dijo:
—Me llamo Joseph Leonard Sawyer, tengo veintitrés años y nací en Cliffe End, Rainow, Cheshire.
—Señor Sawyer, los miembros del tribunal han leído su declaración —dijo el secretario—. No está obligado a prestar juramento, aunque, si lo desea, puede hacerlo. ¿Desea prestar juramento?
—No, muchas gracias.
—¿Desea agregar algo a lo que ha escrito en su declaración?
—Sí, señor. Deseo agregar una cosa...
—¿Se trata de algo importante, señor Sawyer? —preguntó el presidente del tribunal, un hombre cuyo nombre yo conocía: era Patrick Matheson, el dueño de una gran empresa de corretaje de seguros de Manchester.
—Creo que sí, señor —respondió Sawyer mirando directamente al tribunal.
—Muy bien. Pero trate de ser breve. Aún nos queda mucho por hacer esta mañana.
Sawyer echó una mirada hacia el público. Yo estaba allí, tomando mis notas; junto a mí había tres personas más. Luego miró hacia la mesa de los periodistas; allí había un reportero del periódico local que seguía muy atentamente todo lo que ocurría.
—Como lo que diga es para información del público —dijo Sawyer—, tendré que mencionar algunas cosas que usted ha leído en mi declaración; de este modo, lo que diga tendrá sentido para todo el mundo.
—Muy bien, pero dese prisa.
—Gracias, señor. —Tratando de acomodar sus piernas al estrecho sitio en el que estaba, Sawyer cambió de postura—. Soy pacifista desde 1936, cuando en nombre de mi país viajé a Alemania para competir en los Juegos Olímpicos. Antes de eso yo era demasiado joven para preocuparme de los asuntos internacionales; destinaba mi tiempo al instituto y después a la universidad...
—¿En qué universidad estudió, señor Sawyer? —preguntó la señora Agnes Kilcannon.
—En el Brasenose College, de Oxford, señora.
—Gracias. Continúe.
—Durante mi estancia en Berlín tuve contacto con el canciller Hitler y otros miembros del partido nazi en el poder. Pude observar también los efectos del despiadado control que ejercían sobre la población de su país. Mi padre fue objetor de conciencia durante la última guerra, y lo que vi en Alemania hizo que recordara lo que él decía siempre: que el Tratado de Versalles no era más que la gestación de futuros problemas. Vi muchas cosas que me alarmaron. Alemania estaba controlada por la policía y el ejército, pero también por grupos de paramilitares armados que no parecían responder a las autoridades. Se habían cerrado periódicos. Ciertas minorías, como los judíos, no tenían posibilidad de trabajar y eran permanentemente acosados por la policía y los paramilitares. Se habían quemado muchos comercios pertenecientes a judíos. Los amigos berlineses que me alojaron durante mi estancia habían sido una familia bien situada; el hombre era médico y su mujer traductora, pero debido al hostigamiento de los nazis prácticamente no podían trabajar. Había importantes leyes que afectaban a sus derechos y libertades más elementales. Además de eso, tuve acceso a pruebas concluyentes de que, en secreto y violando el Tratado, los nazis estaban ampliando su ejército y creando una moderna fuerza aérea.
—Si me permite, señor Sawyer, ésas son las razones por las que tantos jóvenes han cogido las armas para combatir contra Hitler.
—Lo sé, señor, pero estoy intentando demostrarle que soy consciente del peligro que representa Alemania. —Sawyer hizo una pausa para mirar la copia de su declaración, pude ver que la página temblaba. Se aclaró la garganta y continuó, consultando su escrito, pero hablando desde el corazón—. Independientemente de la bondad de la causa, estoy convencido de que la guerra es algo esencialmente malo. También estoy convencido de que a pesar de que una guerra puede llevarse a cabo por lo que se cree que es una razón honrosa, por la enorme mortandad y destrucción que produce, traiciona su propio objetivo. El sufrimiento, el dolor, la desdicha, la separación y el desgarro humano son inevitables cuando se desencadena una guerra. Cuando a la violencia se opone otra violencia, se crea un conjunto de circunstancias al que irremediablemente sigue más violencia. La venganza, la represalia y el desquite se convierten en lo más importante en la mente de la gente. Hay que hacer daño a los otros porque uno mismo ha sido lastimado. Sé, señor, que un punto de vista como el mío es impopular en tiempos de guerra, pero lo expreso con sinceridad y abiertamente. Acogiéndome al Acta, solicito que se me registre incondicionalmente como objetor de conciencia y que se me conceda la exención completa.
Después de un breve silencio, el presidente dijo:
—Gracias, señor Sawyer.
Los tres miembros del tribunal intercambiaron rápidos susurros de consulta. La única mujer entre ellos, la señora Kilcannon —quien a la sazón era presidenta delegada del Consejo Local de Macclesfield, pero más tarde sería lady Kilcannon— tomó la palabra.
—¿Tiene alguna prueba que demuestre al tribunal que usted no ha elaborado sus convicciones en las últimas semanas sólo para evitar el servicio militar?
En realidad, hablando estrictamente, Sawyer no estaba obligado a contestar esa pregunta, pero él lo hizo tranquila y categóricamente.
—Es verdad que quiero evitar el servicio militar, pero desde 1936 he estado trabajando activamente por la paz. Inmediatamente después de regresar de Alemania, me establecí con mi esposa y empecé a trabajar como asistente social con familias de refugiados sin hogar en Manchester. Entré a formar parte de la Unión por la Paz y me dediqué a asuntos de vivienda y reforma penal. Empecé a colaborar más estrechamente con Canon Sheppard, de la UPP, y fui nombrado miembro de la ejecutiva nacional. Hasta el comienzo de la guerra, fui personal de plantilla del Consejo Nacional de la UPP. Todavía formo parte del mismo como colaborador no renumerado.
—¿Tiene usted otro empleo?
—He estado trabajando como aprendiz de impresor, pero en estos momentos estoy buscando una ocupación más útil que esté más en sintonía con mis convicciones.
—¿Profesa alguna fe religiosa?
—No, señor. —Sawyer miró directamente al reverendo Michael Hutchinson, el tercer miembro del tribunal, que fue quien formuló la pregunta. Una vez más, una pregunta formalmente inadmisible, y pude ver que el secretario lanzaba una mirada de advertencia hacia el estrado. Sin embargo, Sawyer no se inmutó y agregó—: Soy un pacifista agnóstico. Mi objeción contra la guerra está basada en cuestiones morales y éticas, no religiosas.
—Ya veo. Entonces, ¿cómo distingue usted las cuestiones morales y las religiosas?
—No creo en Dios, señor.
—¿Es usted ateo?
—No. Soy agnóstico. Estoy lleno de dudas.
—Sin embargo, en el preámbulo de su declaración ha escrito que usted es cuáquero.
—No, señor. Con todo respeto, en mi declaración digo que me siento atraído por el marco moral del cuaquerismo y comparto muchos de sus ideales. He trabajado con la Sociedad de los Amigos en varios proyectos. Sin embargo, el de ellos es un sistema de creencias y el mío es un sistema de dudas. En la terminología de ellos, soy un sin Dios.
El reverendo Hutchinson anotó algo y, con un movimiento de su lápiz, indicó al presidente que no haría más preguntas.
—Muy bien, señor Sawyer —dijo Patrick Matheson—. Para que podamos tener una idea de la dimensión de su objeción, me gustaría hacerle algunas preguntas relacionadas con cuestiones prácticas. Como usted sabe, nosotros estamos aquí para decidir el nivel de registro en que debe inscribírsele. Este nivel puede estar sujeto a ciertas condiciones o ser incondicional. También, podemos decidir que de ninguna manera debe serle reconocido el estatuto de objetor. ¿Entiende esto?
—Sí, señor.
—Ante todo, permítame que le pregunte si hay algún tipo de guerra a la que usted no objetaría.
—No, señor. Objetaría en todas las guerras.
—¿Puede decir por qué?
—Porque un país que está en guerra persigue sus objetivos por medio de la violencia. No importa cuáles sean esos objetivos; la violencia los hace ilegítimos.
—¿Incluso si sus objetivos son resistirse a la agresión violenta de un dictador como Hitler?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿usted propone que este país debe cruzarse de brazos y dejar que Hitler haga lo que quiera?
—No sé cuál es la respuesta a lo que me plantea. Yo no puedo hablar más que por mí mismo.
—Muy bien, entonces permítame que le pregunte esto: ¿hay algún sector del actual esfuerzo de guerra en el que desearía tomar parte? Por ejemplo, ¿en el Real Cuerpo Médico del Ejército?
—No, señor.
—Entonces, ¿no ayudaría a un soldado herido?
—No, si me obligaran a servir en el RCME.
—¿Y eso porqué?
—Porque el Cuerpo Médico forma parte del ejército. Los que sirven en él están sujetos a disciplina militar y obligados a obedecer órdenes. El principal propósito del ejército es combatir, y esto es algo que yo no puedo aceptar.
—Pero ¿qué haría si se encontrara con un herido en su vida cotidiana?
—Naturalmente, haría todo lo que pudiese para ayudarlo.
—¿Está en contra de las actividades de los nazis?
—Así es. Totalmente.
—Entonces, ¿por qué no lucha para derrotarlos?
—Porque creo que los únicos que pueden derribar el sistema nazi son los mismos alemanes.
—Y si los nazis invadieran Inglaterra y trasladaran aquí su sistema, ¿continuaría usted pensando que eso sólo incumbe a los alemanes?
Por primera vez desde el comienzo del interrogatorio, Sawyer pareció no tener respuesta. Vi que sudaba profusamente y que sus manos estrujaban desesperadamente los papeles de su declaración.
—No sé, señor —dijo entonces.
—Seguramente, ha pensado usted en esa posibilidad.
—Muchas veces, señor. Esa amenaza me acosa continuamente. Pero la verdad es que no sé cuál es la respuesta a su pregunta. Ya le he dicho que estoy lleno de dudas.
De pronto, habló la señora Kilcannon.
—Si hubiera un ataque aéreo —dijo—, ¿haría uso de un refugio público?
—Sí, lo haría.
—Entonces debería estar dispuesto a llevar a cabo tareas en el servicio de Defensa Civil.
—¿Qué tiene eso que ver, señora?
—Si lo registráramos como objetor de conciencia con la condición de que trabajase en la Defensa Civil, para ayudar a que los demás pudieran refugiarse durante los ataques aéreos, ¿lo aceptaría?
Una vez más, Sawyer parecía incapaz de responder. Inmóvil, continuó mirando a sus tres interrogadores. Pero no pude ver en sus facciones un indicio de lo que pudiera estar pensando.
—No soy un cobarde, señora —dijo por fin—. No me importa exponerme al peligro. Entiendo que si empiezan los ataques aéreos, los miembros de la Defensa Civil corren grave riesgo. Eso no sería para mí un problema. Pero si percibiera que el trabajo contribuía al esfuerzo de guerra no estaría en condiciones de comprometerme.
—Entonces su respuesta es no.
—Otra vez mi respuesta es que no sé.
—Hay muchas cosas que usted no sabe. ¿Cree que podría estar equivocado en su oposición al esfuerzo de guerra?
—Yo estoy aquí, señora, porque tengo una conciencia, no porque haya pensado las cosas de acuerdo con un determinado plan.
Aparentemente, la señora Kilcannon aprobaba esta respuesta; me pareció que hacía una marca en el papel que tenía delante.
Patrick Matheson volvió a preguntar.
—Sawyer, en el supuesto de que le concediéramos lo que pide, un registro incondicional, ¿qué haría a continuación?
—¿Debo comprometerme a algo, señor? Estoy tratando de conseguir un trabajo...
—Esa es una respuesta muy imprecisa.
—Me gustaría llevar a cabo un trabajo humanitario.
—¿Tiene alguna experiencia en eso?
—No, señor.
—¿Calificaciones, tampoco?
—No, señor. Abandoné Oxford antes de graduarme. —El señor Matheson continuó mirando sombriamente a Sawyer, éste entonces prosiguió—: He pensado que quizá pueda buscar trabajo en un hospital o una escuela, o incluso una granja. Hasta ahora, siempre he tenido empleo. Ahora estoy en el paro porque cuando la imprenta en la que trabajaba empezó a hacer impresos militares, consideré que debía marcharme.
Vi que durante un momento la mirada del señor Matheson cruzaba la sala del tribunal.
—¿Nunca pensó en trabajar para la Cruz Roja? —preguntó.
—Bueno, hasta ahora no.
Por supuesto, no mucho tiempo después de la audiencia y tras un peligroso período como empleado remunerado, J.L. Sawyer se convirtió en un funcionario de la Cruz Roja. El día de la audiencia, yo no estaba autorizado a intervenir a favor de Sawyer, ya que mi presencia allí era sólo en calidad de observador, pero poco después hablé de este notable joven en nuestra delegación de Manchester, desde donde se llevó a cabo una primera aproximación.
En lo que concierne a Sawyer, la audiencia de Macclesfield terminó satisfactoriamente. Contra todas mis expectativas, el tribunal le concedió el registro incondicional, concesión agradecida por él con una imperturbable inclinación de cabeza.
Continué mi tarea como observador en las audiencias de los Tribunales Locales durante todo el resto de 1940; para la Cruz Roja británica ese año fue de mucho trabajo y mucha tensión...
Extraído del diario hológrafo de J.L. Sawyer
(Colección británica, Museo de la Paz, Ginebra;
www.museepaix.ch/croix-rouge/sawyer)
10 de abril de 1940
Ayer, Hitler lanzó sus fuerzas sobre Dinamarca y Noruega. Estoy convencido de que, en última instancia, el belicista Churchill está detrás de esto. Hace menos de una semana que el primer ministro le encargó que se pusiera al frente del esfuerzo de guerra británico, tal como Churchill había reclamado. Éste no ocultó en absoluto su intención de minar los fiordos noruegos. Según Churchill, barcos neutrales estaban usando los fiordos para entregar mineral de hierro a los alemanes. Según el sentido común, barcos neutrales también utilizaban los fiordos noruegos para enviar suministros médicos, alimentos, ropas y combustibles esenciales. En estos aspectos, Alemania es tan dependiente como cualquier otro país. No es extraño, pues, que los alemanes se hayan apresurado a controlar las rutas marítimas; si la situación hubiera sido la contraria, Churchill habría hecho lo mismo.
He estado tratando de poner en condiciones la huerta. Lo que parece claro es que los alimentos escasearán en Gran Bretaña tan pronto como empeore la guerra y el bloqueo impuesto por los submarinos alemanes empiece a ser eficaz. He trabajado al aire libre con B. toda la tarde hasta que ha empezado a llover. La capa de tierra en este sitio de la falda de la colina es poco profunda y está llena de piedras. No sé qué puede crecer aquí, como no sea hierba y musgo. La señora Gratton y su peculiar hijo de mediana edad, Harry, viven en una casa en la misma calle que nosotros y tienen una huerta en la que parece que todo crece bastante bien. Si veo a Harry le pediré que me diga qué es lo que estoy haciendo mal.
Anoche soñé otra vez con mi hermano Jack. Él venía a la casa para visitarnos, a B. y a mí, y mientras él estaba aquí yo me marchaba, y cuando yo volvía él ya se había ido de nuevo. A menudo, cuando lo echo en falta, deseo que Jack y yo pudiéramos arreglar nuestras diferencias. Sin embargo, sé que empezaríamos a discutir inmediatamente. Yo no lo juzgo, ¿por qué tiene que juzgarme él a mí?
Mañana tengo más entrevistas de trabajo. Una es para trabajar como camillero en un hospital de Buxton; creo que lo puedo conseguir. Ya no es tan fácil encontrar trabajo. La economía británica está totalmente dedicada a la guerra. Todas las industrias, grandes o pequeñas, producen armas, proyectiles, aviones, motores, uniformes, botas o cualquiera de los millones de componentes o piezas. Parece que no haya nada en la vida de este país que no tenga que ver con la guerra.
13 de abril de 1940
Hoy he sabido que el hospital de Buxton ha destinado dos de sus salas a los heridos de guerra; esto me ha obligado a dejar de pensar en el empleo de camillero. Cuando se lo he dicho a B. se ha puesto furiosa conmigo. Me resulta muy difícil explicarlo, incluso a mí mismo. A veces, la compadezco.
19 de abril de 1940
Aun sabiendo que es un error, hoy he escrito una carta para el Foreign Office, en la que les pido que averigüen algo sobre la suerte corrida por los padres de B. Ella cree que deben de haber llegado a Suiza sanos y salvos, tal como tenían planeado, pero que no han podido comunicarse con ella a causa de la guerra. Yo sospecho que la realidad es más sombría y me preocupa la reacción que B. pueda tener si llega a suceder lo peor. He leído historias en la prensa acerca de refugiados judíos que iban hacia Suiza y habían sido capturados por las SS o se habían encontrado con guardias de frontera de ese país que les prohibían la entrada. Por supuesto, siempre he procurado que B. no se enterase de esas noticias.
Los padres de B. llevaron a cabo su primer intento de huida de Alemania a comienzos de 1937, pero algo salió mal y tuvieron que volver a Berlín. Gracias a que en Berlín tenían buenos amigos, pudieron mantenerse a salvo hasta que la situación empeoró considerablemente en el último año. Emprendieron un segundo intento de huida a Suiza, pero desde entonces no hemos sabido nada de ellos.
Me preocupa que escribir al gobierno británico pueda atraer la atención sobre los orígenes de B. Hay aquí un sentimiento tan contrario a los alemanes que ya casi llega a la histeria. Muchos jóvenes nacidos en Alemania que viven en Gran Bretaña —y que incluso tuvieron que escapar de su país debido a la persecución de los nazis— ya han sido detenidos e internados en alguna parte: para alejarlos de la tentación, como dicen algunos con mucha crueldad. Ahora, los políticos y algunos sectores de la prensa están hablando acerca de qué hacer con el resto de los nacidos en Alemania: hombres más mayores, pero también las mujeres y los niños.
29 de abril de 1940
Esta tarde, cuando he llegado a casa, empapado por la llovizna tras la subida en bicicleta desde Macclesfield, B. me ha enseñado lo que habían dejado en el buzón mientras ella hacía la compra en el pueblo. Era un gran sobre marrón con mi nombre escrito en mayúsculas infantiles. Dentro del sobre había una pluma blanca.
B. había abierto el sobre. Me ha dicho que ha estallado en llanto al darse cuenta de lo que aquello significaba.
Mi padre ya me había advertido de que era probable que un día me sucediera algo así, pero lo que de verdad me ha perturbado es que ese sobre debía de provenir de alguien del pueblo, de alguien a quien conocemos, tal vez incluso un vecino. Entre nuestros vecinos inmediatos, muy pocos saben algo sobre mí. Aunque he intentado no dar vueltas a la misteriosa identidad del remitente, no lo he conseguido. Éste es el primer acontecimiento de la guerra que me produce enfado, que me hace querer reaccionar.
He salido y he ido a ver lo que un día será nuestra huerta. He estado dando patadas a algunas piedras y sintiendo cómo la violencia iba creciendo dentro de mí como una fuerte borrachera. Después de eso me he sentido avergonzado de mí mismo.
Cuando ha oscurecido, he bajado por nuestra calle hasta la cabina telefónica junto a la tienda y he marcado el número que papá me dio, el de la base de la RAF donde está mi hermano, para intentar hablar con él. El hombre que me ha atendido no ha querido decirme dónde estaba Jack. He podido imaginar qué significaba eso.
Poco después, mientras regresaba a casa por la oscura calle y la llovizna me iba mojando la cabeza y los hombros, me he preguntado si no sería el propio Jack quien me había enviado la pluma.
Ahora, mientras escribo en mi cuaderno, siento que el odio hacia la guerra me invade de nuevo. Esta vez, la rabia es contra el efecto que la guerra tiene en los pensamientos de las personas. Su efecto sobre mis pensamientos.
3 de mayo de 1940
Tengo un nuevo trabajo, y ésta es mi principal preocupación en estos últimos días. Porque durante todo este tiempo, las noticias de la guerra son demasiado insoportables por su horror. Cada noche parece que no hubiera más que malas noticias en la radio. Ha habido pérdidas de vidas humanas por ambos bandos, enormes pérdidas. Se han hundido barcos, se han perdido aviones, muchos hombres han muerto o han sido heridos, muchos civiles han sido arrancados de sus hogares. Finalmente, los soldados británicos enviados a Noruega han sido derrotados. La culpa no es de ellos. La culpa es de esa amenaza que es Churchill, el hombre responsable del desastre de los Dardanelos en la guerra pasada. En la medida que estemos gobernados por belicistas, la historia se irá repitiendo.
No puedo dejar de pensar que se nos cuenta sólo una parte de la historia.
Mi nuevo empleo es en la Cruz Roja de Manchester. Mi primera tarea consiste en hacer un inventario del material quirúrgico, vendas y medicinas que tiene almacenados la Cruz Roja. Esto forma parte del trabajo general que la institución está haciendo en el ámbito nacional, para que, si comienza el bombardeo de las ciudades, o se produjera una invasión, se sepa al menos con qué recursos médicos se cuenta.
B. ha recibido una respuesta a la tarjeta que colgó en el tablón de la oficina de Correos de Macclesfield: la solicitan para dar clases de violín a un niño de ocho años una vez por semana. El saber que B. hará por fin algo que le gusta y es bueno me llena de alivio. Además esto la sacará de casa durante unas horas.
Hasta ahora podemos estar agradecidos de que muy pocos civiles hayan sido afectados por los bombardeos. Corren rumores acerca de que han caído algunas bombas en las islas Orcadas, pero es imposible saber algo sobre víctimas. Como allí hay una base naval, todo lo que ocurre en esas islas está rodeado del más estricto secreto.
Anoche llegó otro sobre con una pluma blanca; esta vez, lo pasaron por debajo de la puerta mientras dormíamos. He conseguido ocultársela a B. y más tarde la he llevado al gallinero, donde espero que pase desapercibida.
4 de mayo de 1940
Aun siendo sábado, he tenido que ir a trabajar por la mañana, pero he vuelto a casa después de comer. B. y yo hemos trabajado un poco más en la huerta. Esta vez, hemos avanzado algo más porque, durante la semana, B. se puso de acuerdo con un granjero del lugar para que nos trajera un poco de estiércol. Lo hemos desparramado por el trozo que cultivaremos y lo hemos mezclado con la tierra.
Al atardecer, algunos aviones bimotor han sobrevolado las colinas a baja altura; sus motores producían un ruido vibrante y fuerte. Como volaban lentos y no atacaban, hemos supuesto que serían aviones británicos, pero ninguno de los dos hemos podido identificarlos correctamente. A B. el pensamiento de que aviones alemanes puedan acercarse a ella la tiene aterrorizada. Yo no puedo ni imaginar lo que ella debió de sufrir mientras vivía en Berlín. Sé que siente un pavor constante a descubrir qué les ha pasado a sus padres. Más allá de cierta vaga tranquilidad, yo no puedo darle ninguna esperanza.
Estoy empezando a obsesionarme con la idea de que la guerra debe acabar lo más rápidamente posible. Europa, que ha sido llevada a la locura por las ambiciones de Hitler, debe volver a la sensatez. Siento una ira constante debido a la inutilidad de mi vida. Continúo contando los rollos de venda y los apósitos. Mi mente me dice que Europa necesita un ungüento para curar sus heridas, pero al mismo tiempo crece dentro de mí el deseo de una terrible venganza contra los hombres que están llevando la guerra adelante.
Los pacifistas, me dijo una vez Canon Dick Sheppard, se interesan más por la guerra y están más informados sobre ella que la mayor parte de los sanguinarios guerreros. La razón de esto es que nosotros pensamos sin cesar en la guerra y, en cambio, los belicistas no piensan en ella en absoluto.
Si la necesidad se presenta, la Cruz Roja tiene escayola y vendas suficientes como para envolver a toda la población de Manchester. Lo sé porque creo que he contado personalmente la mayor parte de ese stock.
6 de mayo de 1940
Hoy, en la Cruz Roja, todo el mundo daba la impresión de estar muy tenso, seguramente debido a que la guerra parece a punto de entrar en una etapa todavía peor. Se habla del envío a Francia de un destacamento de voluntarios de la Cruz Roja. No me siento capaz de decidir si me gustaría formar parte de ese grupo. No quiero dejar sola a B., pero la insatisfacción y la rabia que hay dentro de mí no encuentran alivio en las tareas administrativas que estamos llevando a cabo en Manchester. Parece que a mi supervisora inmediata, la señora Alicia Woodhurst, le he caído bien y hoy me ha dicho que buscará un futuro trabajo más interesante para mí. Yo me he encogido de hombros, como si eso me tuviera sin cuidado.
Con severidad, me digo a mí mismo que el trabajo con la escayola y los frascos de antiséptico es bastante pacifista. Si este trabajo me aburre, será el precio que deberé pagar por vivir según mis convicciones.
Pero la verdad es que estoy desesperado por algo de actividad. Hoy, por decirlo en pocas palabras, me he dado cuenta de que envidiaba a Jack. Él, al menos, tiene un papel claro en la guerra. Yo estoy al margen.
7 de mayo de 1940
Hoy, como ya se ha completado el inventario, me han trasladado a la oficina de la señora Woodhurst. Me ha encargado que pusiera al día su archivo. He trabajado sin prisa y he estado leyendo todo lo que me he atrevido a leer, intentando encontrar mi sitio en lo que me doy cuenta de que es una vasta organización internacional.
Luego, la señora Woodhurst me ha preguntado si podía quedarme en la oficina cuando acabara mi horario. Ella debía salir, y alguien tenía que quedarse por si telefoneaban. La tarde se me ha hecho larga y me he sentido hambriento, cansado y cada vez más ansioso por volver a casa. Por fin, después de las ocho, la señora Woodhurst ha vuelto y yo he podido encaminarme a la estación de London Road. Por el camino me he comprado un poco de pescado y patatas fritas, que he comido mientras iba andando, directamente del envoltorio. Cuando he llegado a Macclesfield, ya casi era de noche. En las calles la oscuridad era completa. Sólo quedaba un poco de claridad en el horizonte, hacia el oeste. Cuando salía de la estación, he visto a un grupo de hombres mayores que estaban fuera del bar, junto al túnel para peatones que pasa por debajo de las vías. Yo tenía que atravesar el túnel para coger la carretera principal. Los hombres me han mirado y, por la forma en que movían la cabeza y los hombros haciéndome el vacío, parece que saben quién soy. Para poder llegar al túnel, he tenido que zigzaguear entre ellos con la bicicleta.
8 de mayo de 1940
Hoy hemos recibido las tiendas de campaña que esperábamos desde hacía bastante tiempo. Enviadas desde Suiza hace meses, y después de viajar por carretera, por ferrocarril y por mar, por fin han llegado a los muelles de Manchester. He pasado la mayor parte del día haciendo trámites ante las autoridades aduaneras y preparando todo para que más tarde las tiendas pudieran ser recogidas por camiones de la Cruz Roja. Al ver la magnitud del envío, me he dado cuenta de la vastedad de los daños que la Cruz Roja espera.
9 de mayo de 1940
Otros dos funcionarios de nuestra delegación de la Cruz Roja han sido trasladados; por lo que parece, a Francia. Ahora, andamos escasos de personal. La señora Woodhurst me ha preguntado esta tarde si yo creía que podría conducir una ambulancia, a lo que he contestado que sí de inmediato. Esta actividad no entra en conflicto con mis creencias y quizá me proporcione una sensación de la acción que estoy empezando a anhelar.
Me he ido de la oficina no muy tarde. Todavía no había anochecido cuando he cogido mi bicicleta del aparcamiento de la estación y he enfilado hacia la entrada del túnel que conduce a la carretera. Mientras lo hacía, un par de hombres de hombros caídos y en ropa de trabajo caminaban directamente hacia mí. Se me han echado encima corriendo, uno por cada lado, y me han derribado. La bicicleta ha dado contra el suelo y yo me he caído sobre un hombro. En cuanto he podido recuperar la respiración, les he preguntado a gritos por qué habían hecho eso. Aunque ya habían llegado al otro extremo del túnel, se han dado la vuelta y me han mirado. Durante un segundo, he pensado que retrocederían y volverían a atacarme. «¡Cagado de mierda!», me ha gritado uno de ellos, y el otro ha vociferado: «¡Cobarde!». Sus voces han resonado en el túnel.
Por suerte, la cosa no ha pasado de ahí. La bicicleta no había sufrido daño, así que, en cuanto he estado seguro de que no estarían esperándome en el camino de regreso a casa, me he subido en ella y he pedaleado hasta aquí. A B. no le he contado nada de lo ocurrido.
Descargas de la «Biblioteca de la nueva prensa británica»
(www.new-libeuro.com/UK):
De The Times, Londres, 14 de mayo de 1940
Ayer, el primer ministro, señor Winston Churchill, habló ante la Cámara de los Comunes sobre la grave crisis a que se enfrenta el país tras la invasión de los Países Bajos el pasado fin de semana.
Dirigiéndose a una repleta Cámara, dijo: «El viernes pasado fui encargado por Su Majestad para formar un nuevo gobierno. En esta crisis, espero que la Cámara me perdone que no me dirija a ella con un largo discurso. Voy a decir a la Cámara lo mismo que les dije a aquellos que me acompañarán en el gabinete: “Sólo puedo ofrecerles sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”».
Ésta ha sido la primera comparecencia del primer ministro ante la Cámara de los Comunes desde que asumió su cargo el pasado viernes. Su nuevo gabinete de guerra ya ha sido elegido y el resto de los nombramientos ministeriales, de ser necesarios, serán anunciados en los próximos días. El señor Churchill ha declarado que para ocupar esos cargos nombrará a personalidades de todos los partidos, con el objeto de formar un gobierno de unidad nacional.
En referencia a los abrumadores éxitos militares del ejército alemán, el señor Churchill advirtió: «Tenemos frente a nosotros una prueba de la más extrema gravedad. Ustedes me preguntan cuál es nuestra política. Mi respuesta es: nuestra política es hacer esta guerra, en el mar, la tierra y el aire, con todo nuestro poder y con toda la fortaleza que Dios pueda darnos; combatir contra un tirano monstruoso, uno que jamás ha sido superado en el oscuro y lamentable catálogo de la criminalidad humana. Ésta es nuestra política. Ustedes me preguntan cuál es nuestro objetivo. Puedo responder con una sola palabra: nuestro objetivo es la victoria, la victoria a cualquier precio, la victoria a pesar del terror; la victoria, aunque el camino a recorrer sea largo y duro. Ya que si no hay victoria no habrá supervivencia».
Informaciones proporcionadas por el ministro de la Guerra horas antes revelaron que el ejército alemán está avanzando en todos los frentes. Los ejércitos belga y holandés se están replegando, y la Línea Maginot está siendo superada. Las fuerzas francesas y británicas están ofreciendo una fuerte resistencia pero la velocidad con que se dan los acontecimientos es tal que es imposible pronosticar dónde podrá ser mantenida esa resistencia.
El señor Churchill acabó su breve anuncio con una llamada a la unidad para responder al desafío.
«Asumo mi tarea con optimismo y esperanza —declaró—. Estoy seguro de que nuestra causa no llevará a nuestros hombres al fracaso. En este momento me siento autorizado a reclamar la ayuda de todos, y digo: “Venid, pues, vayamos hacia adelante con toda la fuerza de nuestra unidad”.»
Del Stockport & Macclesfield Advertiser, Stockport,
17 de mayo de 1940
El viernes pasado, un vecino del pueblo de Rainow fue atacado por desconocidos en Moor Road, Macclesfield. Los médicos de la enfermería de Stockport dicen que la víctima «se encuentra bien» y que ha recuperado la conciencia.
Esta persona, J.L. Sawyer, que vive en Cliffe End, Rainow, volvía de su trabajo en el centro de Manchester cuando fue atacado por un grupo de por los menos cuatro hombres.
Un portavoz de la policía declaró que el ataque tuvo lugar después del anochecer. Debido a las medidas de oscurecimiento ha sido difícil encontrar testigos del hecho.
El sargento detective Stephenson, de la policía de Macclesfield, pide que se presente cualquiera que estuviera por Moor Road entre las nueve y las diez de la noche del pasado viernes y pudiera haber visto lo sucedido.
El señor Sawyer sufrió múltiples cortes y contusiones, y recibió incluso un martillazo en la cabeza. Se espera que su restablecimiento sea completo.
Un portavoz de la delegación en Manchester de la Cruz Roja británica, donde el señor Sawyer trabaja como empleado administrativo, dijo este fin de semana: «No imaginamos quiénes pueden haber perpetrado el ataque. El señor Sawyer es un apreciado miembro de nuestro personal. Suponemos que debe de haber sido un ataque al azar en la persona de un inocente».
Desde que se han establecido las medidas de oscurecimiento ha habido varios ataques nocturnos a peatones en distintas zonas de Gran Bretaña, pero ésta es la primera vez que se sabe de uno en esta parte de Cheshire.
El señor Sawyer, está casado. Su mujer, Birgit, permanece junto a la cama del herido desde el ataque.
Extraído de las cartas hológrafas de J.L. Sawyer y familia.
(Colección británica, Museo de la Paz, Ginebra;
www.museepaix.ch/croix-rouge/sawyer/bhs)
Las cartas de Birgit Heidi Sawyer (de soltera, Sattmann)
12 de mayo de 1940, para el teniente de aviación J.L. Sawyer,
Grupo 1, Mando de Bombardeo de la RAF
Querido J.L.:
Como siempre me resulta tan difícil localizarte por teléfono, no he intentado llamarte. ¿Has recibido los mensajes que te envié? En caso contrario, debo decirte que Joe ha sufrido un accidente. Fue atacado por un grupo de hombres cuando volvía a casa del trabajo, y está en el hospital. Tiene muchas heridas, pero la mayoría son superficiales. Lo que ha resultado más afectado ha sido su orgullo. Si puedes conseguir algún permiso, está en la enfermería de Stockport. (Por supuesto, él no sabe que te he escrito.)
Con amor, tu amiga del alma,
a quien le gustaría verte,
14 de mayo de 1940, para la señora Elise Sawyer,
Mill House, Tewkesbury, Gloucestershire
Querida señora Sawyer:
Desde que usted y el señor Sawyer lo visitaron el fin de semana pasado, Joseph ha mejorado bastante, y se espera que vuelva a casa en pocos días. Ya tiene mucho mejor aspecto.
Por favor, además de que quisiera dejar de lado las discusiones que tuvimos en el pasado, quiero también pedirle un gran favor personal. Incluso aunque no sea por mí, piense por favor en Joseph.
En este pueblo, hay gente que murmura sobre mí por vivir donde vivía antes de casarme con su hijo. No con estas palabras exactas, pero ellos piensan que estoy trabajando para el otro lado. ¡Sólo se fijan en mi acento! Estoy muy sola aquí y, después de lo que le ha pasado a Joseph, estoy constantemente aterrorizada. Por favor, por favor, ¿puedo ir a su casa para quedarme unos días, hasta que Joseph esté bien de nuevo? No tendría que venir aquí a recogerme. Puedo viajar sola en tren. Sería sólo hasta que Joseph dejara el hospital. Se lo ruego.
Soy yo, su amante nuera,
atentamente,
3 de junio de 1940, para la señora Elise Sawyer,
Mill House, Tewkesbury, Gloucestershire
Querida señora Sawyer:
Estoy muy contenta de que usted y su marido hayan podido visitar a su hijo Joseph y a mí el fin de semana y que haya quedado satisfecha de como lo estoy cuidando. Por supuesto, nosotros no podemos permitirnos el lujo de vivir en las condiciones en las que él vivía en su casa, pero hago todo lo que puedo. Siempre estamos escasos de alimentos e incluso de medicinas. Esto no se debe sólo al racionamiento sino también a que para nosotros es muy difícil acceder a las tiendas de Macclesfield. Esto cambiará en cuanto Joseph pueda utilizar la bicicleta otra vez. Es probable que tenga razón cuando señala mis fallos en la cocina, pero puede estar segura de que en el futuro haré mayores esfuerzos para proporcionar a Joseph los alimentos y la ropa que usted piensa que él debería tener. No hace falta que vuelva a decírmelo.
He estado hablando con Joseph y hemos acordado que en adelante será mejor que él los visite solo en su casa de Gloucestershire.
Atentamente
Extraído del diario hológrafo de J.L. Sawyer
(Colección Británica, Museo de la Paz)
4 de junio de 1940
Esta noche me he conmovido hasta las lágrimas mientras escuchaba al primer ministro por la radio. B. estaba conmigo, escuchando también. Ella ha intentado consolarme, pero no creo que lo haya entendido. Ciertamente, yo no podría explicárselo, sobre todo porque yo mismo no lo entiendo. Todavía estoy asombrado por mi reacción. El detestable Churchill me ha conmovido e inspirado. Por un momento, hasta he empezado a persuadirme de que lo correcto era combatir.
Pero estoy en un estado mental impresionable; todavía imposibilitado dependo de B. para todo. La retórica belicista de Churchill me ha causado un efecto desproporcionado. A pesar de eso, me siento bastante mejor. Cojeo por la casa con mi bastón, y, cuando uso el inodoro, incluso puedo tenerme de pie sin ayuda. B. dice que debería descansar todo lo posible. Aprovecho el tiempo para preparar mi recuperación: cada día intento progresar un poco, con el objetivo de volver a la normalidad hacia el final de la semana que viene. ¿Será posible? El próximo jueves por la tarde vendrá a visitarme la señora Woodhurst; espero que esto signifique que puedo volver pronto al trabajo.
Por lo visto, Winston Churchill sustituyó a Neville Chamberlain el mismo día en que yo fui atacado. Fue bastante desconcertante despertar en el hospital y percibir tantos cambios. La guerra se había convertido en un imparable caos. Churchill, en su discurso de esta noche, ha hecho una clara distinción entre el pueblo alemán y los nazis, que son sus dictadores. Parece ser el único que piensa así. La gente corriente sólo se compromete de corazón a combatir en una guerra si puede demonizar al adversario. Papá decía que eso era lo que había pasado en la última guerra: los alemanes eran los «fritz», los «hunos», los «boches». Ahora todo eso ha empezado de nuevo: se han convertido en los «jerris», los «nazis», los «hunos».
Antes de los últimos acontecimientos, ya era bastante difícil argumentar a favor de la paz. En el clima de hoy día, con Churchill echando leña al fuego de la guerra, preparando al país para lo peor, es imposible. Sencillamente, ya no sé qué más puedo hacer.
Su discurso ha acabado con unas palabras de tranquila determinación: defenderemos nuestras islas contra la invasión a cualquier precio, lucharemos en las calles, los campos y las colinas; no nos rendiremos jamás. Misteriosa y poderosamente, sus palabras evocaban una Inglaterra que yo reconocía y amaba, un país que tiene derecho a defenderse y por el cual vale la pena morir. Churchill ha hecho que me sintiera orgulloso de mi herencia cultural e intranquilo ante la posibilidad de perderla. Eso ha despertado mi entusiasmo por mantener a salvo mi casa. No he podido resistirlo y he empezado a llorar.
21 de junio de 1940
Hoy he ido a las oficinas de la Cruz Roja, en Manchester, en vistas a mi regreso al trabajo dentro de cuatro días, el próximo lunes. Yo no estaba ni la mitad de nervioso de lo que estaba B. ante esa perspectiva. Me ha acompañado hasta la estación de Macclesfield y ha insistido en que estaría allí para encontrarse conmigo cuando yo regresara. Nos hemos puesto de acuerdo en el horario del tren que cogeré para regresar a casa. Mientras tanto, ella hará las compras que pueda en la ciudad.
Todas las señales y los carteles con topónimos han sido retirados o tapados, los cristales de las ventanas han sido cubiertos con cinta adhesiva para prevenir la rotura por la onda expansiva, junto a la entrada de muchos edificios se han amontonado sacos de arena. Por todas partes hay carteles y avisos, anuncios, advertencias, consejos y directivas. En el centro de Manchester se han habilitado refugios antiaéreos prácticamente en cada calle. La mayoría de la gente lleva máscaras de gas o cascos de acero. Muchos llevan ambas cosas. Se ve gente uniformada por todas partes. Así es como se vive en un país en guerra. Ahora esto va en serio.
Por suerte, esta noche es la más corta del año. Son casi las once de la noche y todavía no está completamente oscuro. El cielo se ve bastante negro pero, hacia el oeste, hay una franja plateada sobre el horizonte. Una luminosidad de un gris profundo se extiende por la planicie que tengo bajo mi ventana. No se ve ninguna luz, pero en las sombras de carbonilla del largo anochecer son visibles los principales rasgos del paisaje. Si los bombarderos alemanes llegaran ahora no tendrían ninguna dificultad para identificar cualquier blanco. Ese pensamiento me ha puesto nervioso y me he dado cuenta de que éste debe de ser el pensamiento de todos en este momento.
Hoy, Francia se ha rendido a los nazis.
30 de junio de 1940
Hace una semana que he vuelto al trabajo. La amenaza de invasión crece día a día. Todo el mundo habla de eso, de donde y cuándo ocurrirá, de cuál será la respuesta de Churchill, de cuál es la fuerza de nuestro ejército tras el desastre de Dunkerque. Los periódicos y la radio informan de que se están reuniendo unidades alemanas en Francia, de que se están preparando lanchas de desembarco, de que la Luftwaffe está concentrando miles de aviones. Cada día oímos de barcos que han sido bombardeados en el canal de la Mancha. El puerto de Dover ha sido bombardeado varias veces.
Todo esto habla de guerra. ¡Muy poca gente parece saber que también se habla de paz!
Este tema no aparece en los periódicos, pero a través de mi trabajo en la Cruz Roja sé con certeza que esta semana Hitler ha hecho dos ofertas de paz a Churchill. Una fue enviada por medio del gobierno de Italia. La otra llegó por medio del nuncio papal a las oficinas centrales de la Cruz Roja en Suiza. Churchill rechazó inmediatamente ambas propuestas.
En cuanto supe de esto, me desesperé y me puse furioso, pero luego he pensado en el asunto.
Churchill ama la guerra. No lo oculta; incluso se jacta de ello. Cuando era un joven, «ansioso de pelea», utilizó influencias e incluso engañó para conseguir que lo enviaran al frente de las guerras en la India y África. Su reacción ante el desastre de los Dardanelos en 1915 fue alistarse en el ejército británico y pelear en el frente occidental durante varios meses. Está claro que ve esta guerra como la culminación de su pasión por la lucha.
Sin embargo, en este momento, Churchill está acorralado. Y ningún belicista consideraría una propuesta de paz estando con la espalda contra la pared. Lo interpretaría como una capitulación o una derrota, no como paz, no importa que su sentido común le diga que el peor de los castigos está por venir. Sin duda, Churchill cree que necesita una victoria militar, la que sea, antes de hablar con Hitler.
Pero dado que eso no se vislumbra, ¿cómo me sentiré cuando Inglaterra sea invadida, lo que seguramente sucederá? Con todas mis creencias, sigo siendo un inglés. No puedo soportar la idea de ver un ejército extranjero, cualquier ejército extranjero, ocupando nuestra tierra. Y si pienso que se trata de los nazis, esa posibilidad es muchísimo peor. B. está bastante más asustada que yo; ella sabe, mucho mejor que la mayoría de la gente, de lo que los nazis son capaces.
25 de julio de 1940
Varios aeródromos del sureste de Inglaterra han sido bombardeados por la Luftwaffe. Ha habido muchas bajas y considerables daños.
La Cruz Roja está oficialmente preparada para actuar. Mañana, junto con otros tres compañeros, partiremos desde nuestra sede aquí y llevaremos dos ambulancias y un quirófano móvil a nuestra delegación en el sur de Londres. Teniendo en cuenta las dificultades que hoy día existen para moverse por el país, probablemente necesitaremos dos días para llegar hasta Londres. Es difícil conseguir información fidedigna, pero hemos oído que muchas carreteras han sido bloqueadas con rudimentarias barricadas.
Este viaje significa que estaré en la primera línea del frente, una noción que veo inevitablemente romántica y aterradora, aunque en realidad hay poco peligro de que nos veamos atrapados en situaciones de combate. En cuanto hayamos entregado el equipo, los cuatro regresaremos a Manchester en tren.
Por supuesto, también significa que tendré que dejar sola a B. hasta el lunes. Ella se siente más fuerte que antes y dice que yo debo hacer lo que crea más correcto. En la casa hay bastantes alimentos para que ella no tenga que salir hasta la semana próxima. Desde que el tiempo ha ido mejorando, ella ha dedicado más tiempo a la huerta. Las lecciones de música al niño han despertado otra vez el interés de B. por tocar y se ha puesto a aprender nuevas piezas. Dice que estará tan ocupada que apenas se dará cuenta de que me he ido.
29 de julio de 1940
Después de un largo viaje sin incidentes, anoche volví de Londres. Cuando llegué a casa, B. dormía, pero se despertó y se levantó. Naturalmente, estaba contenta y aliviada de verme sano y salvo. Como después del viaje me han dado el día libre, lo hemos pasado en la huerta, juntos y satisfechos. Al anochecer, B. ha tocado para mí una pieza de Edward Elgar que ha aprendido.
Los cazas británicos rondan constantemente por aquí. Yo quisiera no sentir la seguridad que transmiten, porque, es así, esa seguridad está basada en su capacidad para disparar y matar.
Estoy muy confundido por los sentimientos tan poderosos que la guerra induce en mí. En este diario intento escribir lo que siento, pero la verdad es que ya no sé exactamente qué es lo que siento. ¿Será por el golpe en la cabeza? ¿O se trata sencillamente de que estoy respondiendo a las cambiantes circunstancias, unas circunstancias que nunca había previsto?
30 de julio de 1940
Debemos llevar más ambulancias al sur. Así que mañana saldré otra vez hacia Londres. Mi preocupación inmediata es B. y cómo se arreglará mientras yo esté ausente, pero me ha asegurado que estará bien durante todo el tiempo que yo tenga que estar lejos de casa.
Hoy he pasado todo el día llenando las ambulancias de material de enfermería. Saldremos para Londres a primera hora de la mañana.
6 de agosto de 1940
Después de una semana todavía estoy en Londres. No puedo describir la confusión a la que debe enfrentarse la Sociedad; aun así, esto no es más que una terrible advertencia del caos que vendrá si las hostilidades van en aumento. Aunque, de momento, el enfrentamiento se limita a escaramuzas entre aviones, la lucha parece empeorar cada día. Los bombardeos se circunscriben a las instalaciones militares. Naturalmente, los daños afectan a zonas vecinas y los civiles también se han convertido en víctimas. Ahí es donde nosotros debemos intervenir. En los últimos cuatro días he estado conduciendo mi ambulancia arriba y abajo en los condados del sureste, relevando a los servicios regulares de ambulancias. Aunque yo creía que mi función principal sería conducir la ambulancia, ha sido inevitable tener que ayudar en la atención de los heridos. Estoy aprendiendo rápidamente el trabajo.
He dejado un mensaje telefónico para B. en la oficina de Correos de Rainow para que sepa dónde estoy y que me encuentro bien.
Estoy alojado en un local de la YMCA[4] en el centro de Londres. Al principio imaginaba que me encontraría con otros objetores de conciencia que estarían haciendo lo mismo que yo en la capital, pero hasta ahora creo que soy el único. Casi sin excepción, los hombres que están trabajando aquí son miembros de las fuerzas armadas, en tránsito de una zona del país a otra. La mayoría sólo pasan una noche, mientras cambian de tren o esperan a ser recogidos, por lo que resulta muy difícil trabar amistad con cualquiera de ellos. Parece que los pocos civiles que trabajan conmigo pertenecen a la marina mercante y están camino de alguno de los puertos para conseguir ser enrolados. Esto hace que me sienta solo y esté deseando estar de vuelta en casa con B.
A finales de la pasada semana, Hitler pronunció un discurso en el Reichstag en el que hizo pública una oferta de paz a Gran Bretaña. Incluso un avión alemán que sobrevoló Londres dejó caer panfletos en los que se reproducía el texto de la propuesta:
«En este momento, mi conciencia me dice que mi deber es apelar de nuevo a la razón y la sensatez de Inglaterra y todos los países. Hago este llamamiento con la convicción de que estoy aquí, no como el vencido que pide favores, sino como el vencedor que habla en nombre de la razón. No veo motivo alguno para continuar esta guerra. Deploro el sacrificio y también quiero proteger a mi pueblo.»
Tuviéramos que creer estas palabras o no, ayer fueron desestimadas, cuando el gabinete de Churchill rechazó formalmente la propuesta. La guerra continúa, con la presumiblemente profunda satisfacción del señor Churchill.
12 de agosto de 1940
Todavíaestoy en Londres, desgarrado por el urgente deseo de estar en mi casa unos días y la progresiva comprensión de la emergencia en que se encuentra el país.
Estoy de servicio durante la mayor parte de las horas diurnas, ocupándome de un número de heridos cada vez mayor. Cada día más y más aviadores nuestros son derribados y heridos en los violentos combates de cazas que se producen sobre nuestras cabezas. Las autoridades nos advierten constantemente que tácticas de Blitzkrieg puestas en práctica en Polonia, Holanda y Francia, pronto serán utilizadas contra nosotros. La perspectiva es terrorífica.
Hoy he conseguido hablar por teléfono con la señora Woodhurst. Está haciendo arreglos para enviar aquí a alguien de Manchester que me releve durante unos días. Todo el entusiasmo que sentía por estar en lo más caliente de la guerra se ha desvanecido: lo único que quiero es volver a ver a B.
15 de agosto de 1940
Por fin, otra vez en casa, en la increíble paz y silencio de los montes Peninos. Para mí, de pronto, la guerra se ha convertido en algo remoto. Anoche dormí doce horas y me he despertado renovado. B. parecía ciertamente contenta cuando me vio ayer por la tarde; y tuvimos un feliz reencuentro. Hoy me ha despertado a eso de las diez de la mañana asomándose por la puerta del dormitorio y diciéndome que se iba a coger el autobús a Macclesfield.
He dormitado un rato más y luego he estado dando vueltas satisfecho por la cocina, tomándome una taza de té con tostadas y echando un vistazo a las cartas que han llegado mientras yo estaba en Londres. Después de eso me he dado un baño. Como el día es hermoso y templado, he pasado un rato en la huerta, disfrutando del calor del sol, mirando colina abajo y deleitándome con el silencio.
Esta misma mañana, un rato más tarde, he hecho un insólito descubrimiento. Aún me pregunto intrigado sobre su significado.
Algunos de los muebles de la casa ya estaban aquí cuando nosotros llegamos. Entre las mejores piezas, está el enorme y viejo armario de roble de nuestro dormitorio. (Ni B. ni yo podemos imaginar cómo se pudo meter en la casa ni cómo pudieron subirlo por la escalera, a menos que lo desmontaran antes.) Allí guardamos casi toda nuestra ropa. Esta mañana estaba buscando una vieja chaqueta mía en un profundo estante que va de lado a lado de la parte superior del armario, cuando mi mano ha tropezado con algo redondo y duro, hecho de tela. Había sido colocado en el fondo del estante, aparentemente adrede para que resultara difícil encontrarlo. He tenido que estirarme para poder cogerlo. Era una gorra de plato, de oficial de la RAF, completa, con insignia y todo.
Interesado, la he estado mirando mientras le daba vuelta en mis manos. Nunca había visto tan de cerca una pieza de indumentaria militar. La gorra es casi nueva y está en perfecto estado. Apenas tiene un par de pequeñas zonas oscuras en la faja interior, lo que demuestra que ha sido usada muy pocas veces. Me la he probado, y he sentido al hacerlo un escalofrío desconocido (¿incomodidad?, ¿excitación?). Me iba perfectamente. Me he mirado al espejo y me he quedado asombrado al ver cómo esa prenda cambiaba mis facciones.
No quería que B. me encontrara con la gorra, así que la he dejado donde estaba. No le he dicho nada al respecto, pero no puedo dejar de preguntarme si ella sabe que está ahí.
18 de agosto de 1940
La guerra está tomando un nuevo sesgo. Los bombarderos alemanes están ampliando su campo de acción en Gran Bretaña y buscando nuevos blancos. De momento, no parece que estén bombardeando deliberadamente a los civiles, pero hay muchos informes de que algunos aviones alemanes sueltan su carga en cuanto son atacados por los cazas británicos. Como resultado de esto, muchas bombas han caído en el campo. Siempre habíamos pensado que la lejanía de nuestra casa nos proporcionaría una seguridad adicional ante los ataques, pero no tenemos más remedio que reconocer que no hay ningún sitio seguro. Las incursiones alemanas se producen prácticamente en todas partes; hemos sabido de ataques en Escocia, en Gales, en el área de Londres y en el extremo suroeste. Por supuesto, las ciudades de la costa sur son atacadas casi a diario. Además, existe el temor de que se produzcan ataques de paracaidistas. Por razones obvias, los paracaidistas serán lanzados en campo abierto y en zonas rurales alejadas. Por todo el país ya corren rumores de que han sido vistos algunos. Hasta ahora, estas historias no tienen fundamento, pero con un enemigo como Hitler todo es posible.
La escasez de artículos en las tiendas persiste e incluso empeora.
Mañana debo volver a Londres.
2 de septiembre de 1940
Los días han ido deslizándose casi inadvertidamente. Estoy atrapado en Londres y sin la menor perspectiva de regresar a casa de momento. Yo no tenía idea de la magnitud del caos que puede producir la guerra.
Cada día voy a las cocheras que la Cruz Roja tiene en Wandsworth, donde estoy asignado a una ambulancia. Con al menos un asistente médico, a veces con dos, conduzco todo el día, llevando heridos desde las zonas atacadas hasta el hospital más próximo.
Como muchos otros matrimonios, B. y yo nos hemos visto obligados a la separación que ha impuesto la guerra. Cuando encuentro algunos minutos para charlar con los que se alojan o trabajan conmigo, el tema siempre presente es el de las consecuencias de estar lejos de casa. Ahora, la mayoría de las personas ven que su vida hogareña sólo es posible en breves períodos, un fin de semana arrebatado al caos cotidiano, una pausa de una noche. Casi todo el mundo con quien uno habla ha sido movilizado lejos de su lugar de residencia. Las mujeres están en las granjas o trabajando en las fábricas, mientras casi todos los hombres están en las fuerzas armadas o en alguna de las organizaciones de apoyo: sirviendo en baterías antiaéreas, formando parte de las patrullas de Defensa Civil, en guardias nocturnas de incendios, haciendo instrucción militar, en situación de alerta con los grupos de rescate o en el servicio de bomberos. Todo el mundo está en movimiento, la estabilidad y la permanencia han desaparecido. Estamos obsesionados por la amenaza de la invasión, por los ataques aéreos, por los combates que se desarrollan sobre nuestras cabezas. Cada día, dicen, el país es más fuerte y está mejor preparado. Cada día que Hitler no envía sus tropas a invadirnos es otro día ganado, un bono, la posibilidad de aumentar nuestra fortaleza.
No siento miedo. Nadie siente miedo. Sigo siendo un pacifista, pero el pacifismo no se asienta sobre el miedo. Tampoco está basado en lo contrario. Churchill continúa en el poder, conduciendo el país en actitud de desafío suicida, prácticamente provocando a Hitler a que haga lo posible para destruirnos. Él ha nacido para la guerra. Cada vez más a menudo oímos en la radio lo que él quiere decirnos. Es imposible ignorarlo: la gracia poética y la fuerza que es capaz de poner en sus palabras hacen que su discurso sea sencillo e inspirador. Todo aquel con quien hablo se siente conmovido por sus discursos. Aparte de las cuestiones básicas, las que nunca cambian, ya no sé qué pensar.
Abundan los rumores: ciudades distantes han sido bombardeadas con terribles consecuencias; esta noche, mil bombarderos sobrevolarán Londres; Dover ha sido arrasada por las bombas; se han visto unidades alemanas en los pueblos de la costa de Essex. Durante un rato, nos creemos esos rumores. Después llegan las noticias de la BBC, que dan otra versión de los acontecimientos, y entonces nos creemos estas otras. Yo tengo la suerte de que la Cruz Roja está bien informada. Para mí es bastante fácil establecer cuál es la verdad, o al menos algo bastante cercano a ella. De momento, las cosas no parecen haber ido demasiado mal para los civiles.
Los barcos y los aeródromos son bombardeados cada día. Cuando cae la noche, los bombarderos alemanes atraviesan todo el país, pero son más una molestia que otra cosa. Las sirenas empiezan a sonar al anochecer, con lo que la vida de todos queda interrumpida. Pasada la alarma, pocos daños a la vista. Han caído algunas bombas aquí y allá. En algunos sitios, los alemanes lanzan panfletos propagandísticos, panfletos que se convierten inmediatamente en el hazmerreír de todo el mundo. Oímos hasta la saciedad que se usan como papel higiénico.
Y así llega cada mañana. Yo salgo con la ambulancia y su equipo sanitario —nos acompaña siempre una escolta armada por si se diera el caso de que fuéramos enviados a donde hubiera caído un avión alemán cuyos tripulantes estuvieran vivos— y nos dirigimos hacia los pueblos y suburbios de los alrededores de Londres: Croydon, Gravesend, Bromley, Sevenoaks. En estas zonas es donde hay más víctimas. Recogemos a aviadores que han sido derribados, a trabajadores de fábricas u otras instalaciones que hayan sido atacadas, a aquellos civiles que hayan tenido la mala suerte de estar donde se ha estrellado un avión, o caído una bomba perdida o un proyectil antiaéreo.
La mayor parte de los ataques continúan siendo contra objetivos «militares» —aeródromos, depósitos de combustible, fábricas—, pero en un número cada vez mayor de casos, parece como si los alemanes dejaran caer sus bombas en áreas cada vez más grandes. Casas, escuelas e incluso hospitales en las zonas alrededor de los blancos principales son dañados o destruidos con creciente frecuencia. Y como es obvio para todos nosotros, más y más ciudades van siendo consideradas objetivos.
Al principio, los bombardeos se limitaban a los puertos: Dover y Folkestone han sufrido terriblemente, pero éstos son los puertos que están más cerca de las bases de la Luftwaffe en Francia y tienen un indiscutible valor estratégico. Luego, las zonas atacadas han empezado a ampliarse a lo largo de la costa: Southampton y Portsmouth fueron bombardeadas. Después de eso los alemanes se dirigieron hacia las ciudades del estuario del Támesis, ya fuera de la capital. ¿Qué será lo siguiente?
8 de septiembre de 1940
Es domingo por la noche. Me he despertado hace más o menos una hora, después de uno de los días más duros y más largos de mi vida.
Ayer pasé el día con las tareas habituales, esta vez en Chatham, en el lado sur del estuario del Támesis. Debido a que ahí hay una base naval, el lugar se ha convertido en un objetivo atacado regularmente por la Luftwaffe. Al atardecer volví a Londres, dejé la ambulancia en las cocheras de Wandsworth y cogí el metro hasta mi alojamiento en la YMCA. Llevaba aquí apenas un par de minutos cuando las sirenas de alarma empezaron a sonar otra vez. Me llamaron de nuevo para que me presentara en Wandsworth inmediatamente. En cuestión de una media hora empezó un importante bombardeo contra los muelles y almacenes del East End. He pasado allí toda la noche. No he podido meterme en la cama hasta las cinco de la mañana.
19 de septiembre de 1940
No aguanto más aquí en Londres; necesito un descanso. He presentado una solicitud para regresar a Manchester.
Las tácticas alemanas de bombardeo han cambiado radicalmente. La Luftwaffe bombardea Londres todas las noches. Ocasionalmente envía una segunda y una tercera oleada de bombarderos a otras ciudades industriales, lo que da un breve respiro a la capital. Las primeras sirenas suenan poco después de ponerse el sol y, con variables grados de violencia, el bombardeo continúa casi hasta la madrugada. Al principio, los aviones lanzan cargas incendiarias —cientos y miles de ellas—, que caen en cualquier sitio: tejados, calles, jardines, parques, y casi inmediatamente liberan un chorro de fósforo blanco que incendia todo lo que toca. Los vigilantes de incendios están en cada calle y en todos los edificios altos que tienen un tejado accesible. Muchos de estos artilugios incendiarios son cubiertos con arena antes de que puedan iniciar el daño, pero el número de ellos que pueden ser neutralizados tiene un límite. Es un trabajo peligroso y difícil. No pasa mucho rato antes de que se declaren varias docenas de incendios. Poco después de esto, empieza la segunda fase del bombardeo, cuando los aviones de la Luftwaffe dejan caer bombas de alto poder explosivo y minas con paracaídas, que destrozan las calles y los edificios y dispersan los escombros que ya estaban ardiendo en todas direcciones.
Muchas personas mueren en el acto, escondidas debajo de la escalera de sus casas o apiñadas en los refugios de sus jardines, o si las pilla al aire libre. Los refugios públicos son más seguros, y las estaciones del metro lo son aún más. Se dice que cada noche más y más gente va a las estaciones del metro para ponerse fuera del alcance de los bombardeos. En cada ataque quedan cientos de personas heridas. Entre las víctimas, hay bomberos, policías, gente de los equipos de rescate, guardianes de ataques aéreos, vigilantes de incendios y conductores de ambulancia.
Yo mismo he estado varias veces cerca de la muerte o de ser gravemente herido. Cuando empezaron los bombardeos nocturnos, tuve la intención de que mis anotaciones fueran un registro de primera mano de cómo es realmente esta experiencia. Desde el principio pensé que debía quedar registrada alguna prueba, algún auténtico testimonio de primera mano de lo que pasó en Londres cuando llegaron los bombarderos. En algún momento alguien debería dar cuenta de lo que se le había hecho a esta gran ciudad. El bombardeo de ciudades es un hecho claramente criminal. Yo soy un testigo, yo estoy en el epicentro mismo de los hechos.
Pero cada madrugada llego tan agotado después de un larguísimo turno nocturno de trabajo, que no me siento con fuerzas ni para coger el lápiz. Los acontecimientos están grabados en mi memoria, pero no he podido escribir nada sobre ellos. Y la memoria no es de fiar: después de las primeras bombas explotando a tu lado, en la calle, después de los primeros almacenes incendiados, todos los incidentes se funden en una única escena de horror.
Estoy harto del calor, de las explosiones, de la súbita aparición de las llamas cuando las cargas incendiarias estallan contra el suelo, del olor a quemado, de los llantos de los niños heridos, de la visión de los cuerpos enterrados entre los escombros, de las horribles heridas, de los niños muertos, de los padres sin consuelo. Estoy casi sordo, medio ciego, asustado, rabioso, quemado. Mi pelo, mi piel, mis ropas, todo apesta a humo y sangre. En verdad camino en el infierno.
De las cartas de J.L. Sawyer y familia
(Colección Británica, Museo de la Paz)
De las cartas de J.L. Sawyer
2 de septiembre de 1940, para la señora Birgit Sawyer,
Cliffe End, Rainow
Queridísima Birgit:
No ha sido difícil conseguir un permiso de fin de semana. Lamento mucho haber estado lejos de ti las últimas dos o tres semanas. Si te visitara otra vez esta semana, llegando el viernes a última hora y marchándome el domingo por la mañana, ¿hay alguna posibilidad de que viera a mi hermano Joe?
Con amor,
De las cartas de Birgit Heidi Sawyer (de soltera, Sattmann)
4 de septiembre de 1940, para el teniente de aviación J.L. Sawyer, Grupo 1, Mando de Bombardeo de la RAF
Queridísimo J.L:
No, ven en seguida.
Como siempre,
9 de septiembre de 1940, para J.L. Sawyer,
lista de correos de la YMCA, Londres WC1
Querido Joe:
Te echo mucho de menos y me pregunto cuándo volverás a casa. ¿Puedes darme alguna fecha segura? No tienes que preocuparte por mí. Estoy bien en la casa y puedo arreglarme sin ti unos días más. No quiero que sientas que te estoy reclamando continuamente para que vengas a casa. Tú sabes que nada me gustaría más que tenerte aquí conmigo, pero comprendo que tu trabajo en Londres te mantiene lejos de mí.
Con el amor de siempre, querido mío,
Documentos del Institut Schweizer für Neuere Geschichte,
Zurich
De las cartas de A. Woodhurst, Cruz Roja británica, Manchester
4 de noviembre de 1940, para la señora de J.L. Sawyer,
Cliffe End, Rainow
Querida señora Sawyer:
Aunque su marido, Joseph, estuvo con la Cruz Roja un tiempo relativamente breve, se convirtió muy rápido en uno de nuestros más valiosos y entregados trabajadores. En particular, las tareas de salvamento y ayuda médica que ha desempeñado en Londres se han hecho merecedoras del elogio de todos.
El superintendente de la policía de Whitechapel me ha escrito personalmente para dejar constancia de que, entre muchos otros actos de gran valentía, Joe salvó personalmente la vida de seis niños que fueron heridos de gravedad por una bomba alemana que explotó junto a la entrada de uno de los refugios antiaéreos de Stepney Green. A pesar de que sufrió cortes en la cara y las manos, consiguió sacar a los niños de entre los escombrosy trasladarlos a salvo al hospital. Después de eso, continuó al volante de su ambulancia durante el resto de la noche, en una situación de constante peligro. En otra ocasión, me contó el superintendente, Joe ayudó a evacuar una zona pese a la inminente amenaza de una mina lanzada con paracaídas que todavía no había estallado. La mina explotó momentos después de que todo el mundo hubiera sido puesto a salvo, y no cabe duda de que hubiera causado muchas muertes y horribles heridas.
El nombre de Joe ha sido propuesto tres veces a las autoridades, destacando su coraje. Su presencia ha sido una constante inspiración para todos los que trabajan conél en estas peligrosas circunstancias.
Así pues, comprenderá la magnitud de nuestra preocupación, preocupación que sin duda compartimos con usted (aunque no, desde luego, en la misma medida), después de que hace dos noches su marido fuera incluido en la lista de desaparecidos durante el devastador bombardeo de Bermondsey. Sabemos que le ha sido remitido un telegrama con esta desoladora noticia. Espero que esta carta personal sea un pequeño consuelo para usted.
Aunque la ambulancia de Joe recibió el impacto directo de una bomba, no hay indicio alguno de que hubiera alguien dentro del vehículo. A partir de este dato, todos nosotros, aquí, albergamos una gran esperanza. Desde luego, Joe fue visto en las inmediaciones poco antes de la segunda oleada del ataque aéreo, y uno de los integrantes del equipo médico que iba con él dice que cree que Joseph pudo haber llegado a uno de los refugios públicos. Se ha llevado a cabo una búsqueda exhaustiva en el lugar, incluyendo una inspección cuidadosa de todos los refugios y los edificios dañados de la zona. No se han encontrado cuerpos inidentificables, y se han revisado a fondo las listas de otras víctimas.
Lo normal es que en la confusión que sigue a cada gran ataque nocturno a muchas personas se las dé por temporalmente desaparecidas, pero la mayoría de ellas son encontradas muy pronto. De momento, lo damos por perdido, pero permítame asegurarle que ésta es una categoría meramente técnica. La policía confía en poder encontrarlo. En el caso de Joseph, gran parte de nuestra preocupación tiene que ver con el tiempo que ha transcurrido.
Naturalmente, nos pondremos en contacto con usted en cuanto sepamos algo seguro.
Muy atentamente,
De las cartas de J.L. Sawyer y familia
(Colección Británica, Museo de la Paz)
5 de noviembre de 1940, para el señor J.L. Sawyer,
Cliffe End, Rainow
Querido señor Sawyer:
Le escribimos en respuesta a su carta del 19 de abril, en relación con el posible paradero de una familia llamada Sattmann, con residencia anterior en Goethestrasse, Charlottenburg, Berlín, presumiblemente ahora entre los refugiados en la República Federal Suiza.
Lamentamos informarle de que ni las autoridades suizas ni las embajadas de Suecia e Irlanda, que actúan en nuestro nombre, han encontrado rastro de esa familia.
Atentamente,
De las cartas de Birgit Heidi Sawyer (de soltera, Sattmann)
8 de noviembre de 1940, para el teniente de aviación
J.L. Sawyer, Grupo 1, Mando de Bombardeo de la RAF
Queridísimo J.L.:
¡Joe está vivo! Lo encontraron ayer en una residencia para hombres sin hogar; había recibido un fuerte golpe en la cabeza. Aparte de eso, está físicamente bien. Hoy o mañana, la Cruz Roja lo traerá a casa.
Querido mío, todo irá bien para nosotros. Pronto, te lo prometo. Pero ahora debo cuidar a Joe.
Mi profundo amor, que en mi corazón se renueva cada día,
8 de noviembre de 1940, para la señora Elise Sawyer,
Mill House, Tewkesbury, Gloucestershire
Querida señora Sawyer:
Me complace comunicarle que mi marido Joseph, su hijo, ha sido encontrado sano y salvo y está de camino a casa.
En cuanto llegue, le pediré que se ponga en contacto con usted lo antes posible.
Atentamente,
Documentos del Institut Schweizer für Neuere Geschichte,
Zurich
De las cartas de A. Woodshurst, Cruz Roja británica, Manchester
11 de noviembre de 1940, para la señorita Phyllida Simpson,
14 Stoney Avenue, Bury, Lancastershire
Mi querida Phyllida:
Estoy muy contenta de que hayas venido a mi despacho esta mañana para contarme personalmente lo sucedido el sábado en la ambulancia mientras regresabais a Manchester. El incidente os debe de haber apenado terriblemente a los dos, a ti y a Ken Wilson. Ciertamente, de ningún modo debes culparte por haberte quedado dormida cuando se suponía que debías cuidar de Joe Sawyer. Sé lo agotada que debías estar. No siento más que admiración por la entrega que tú y otros cientos de jóvenes trabajadores de la Cruz Roja habéis demostrado durante el Blitz sobre nuestras ciudades.
Ten la seguridad de que puedes venir a hablar conmigo siempre que lo desees. Durante el breve tiempo en que Joe ha estado trabajando con nosotros, todos hemos llegado a tomarle gran cariño.
Atentamente,
Extracto del capítulo 9 de la obra The Greatest Sacrifice. British Peacemakers in 1941 (El mayor sacrificio. Los pacificadores británicos en 1941), de Barbara Benjamin, Weidenfield &Nicolson, Londres, 1996:
... cuando el duque de Londres[5] surgió inesperadamente de su anónimo pasado para ocupar resueltamente el centro de la atención mundial durante algunos meses cruciales. Ningún hombre —fuera político, general o diplomático— hizo más para influir sobre la evolución y el desenlace de la guerra que el duque. «Si tropiezo con un hombre con convicciones, me doy cuenta de que mi deber inmediato es cambiárselas», dijo una vez, describiendo así algo que muy bien podría haberse aplicado a sí mismo. Aunque el duque de Londres aparentaba ser un hombre de convicciones inquebrantables, en los ámbitos políticos se consideró durante años que —debido a su hábito de cambiar de bando— era una persona en quien no se podía confiar.
Aquí podemos encontrar la clave de lo que en su momento muchas personas consideraron que había sido un inexplicable cambio de chaqueta, un cambio que iba a llegar a ser el más importante e históricamente significativo de los últimos cien años.
De no haber habido una guerra con la Alemania de Hitler, el duque podría haber permanecido para siempre al margen de la vida política, recordado quizá como un político complejo e innovador pero incoherente, e incapaz de desarrollar todo su potencial. El hecho de que la guerra llegara cuando llegó, hizo que él pasara a la historia. Él aceptó magníficamente el reto. Si la guerra hubiera continuado y el duque de Londres hubiera conducido la guerra hacia la victoria militar que siempre prometió, sólo es posible imaginar las terribles consecuencias. Sin embargo, debido a que el duque dio marcha atrás en su política, una paz verdadera y duradera llegó a ser algo inesperadamente posible.
El gran dilema histórico planteado durante el mandato del duque era éste: ¿Cuándo hay que luchar y cuándo hay que rendirse? Cuando en 1941 surgió la oportunidad de modificar el curso de la historia, hizo falta un hombre de talla que se arriesgara a aprovecharla o a rechazarla.
El duque de Londres, Winston Leonard Spencer-Churchill que era mitad inglés y mitad norteamericano, nació el 30 de noviembre de 1874; era el primogénito de lord Randolph Churchill. Su madre era Jennie Jerome, hija de un hombre de negocios de Nueva York. Siendo aún joven, se ganó una sólida fama y apoyo popular con sus coloridas y sensacionalistas crónicas de las guerras británicas como corresponsal del Daily Telegraph. Los libros basados en esas crónicas y que se publicaron más tarde se convirtieron en éxitos de venta. Durante sus experiencias —en Cuba, en la frontera noroccidental de la India y en el Sudán—, mostró sus primeros signos de impaciencia, impetuosidad e incoherencia: como oficial en servicio, en su caso en el Regimiento 31 del Punjab, no se le debería haber permitido escribir para la prensa. Pero este quebrantamiento de las normas sólo fue posible gracias a su encanto personal y a sus contactos familiares con los círculos del poder, naturalmente, en su propio provecho.
En 1899 se presentó por primera vez a las elecciones al Parlamento, pero no tuvo éxito y no consiguió el escaño correspondiente a Oldham. Al año siguiente, en las elecciones parciales ganó un escaño para los conservadores. Hacia 1904, Churchill tuvo discrepancias con el establishment conservador y se pasó a los liberales. Ése fue el primero de una lista de cambios de lealtad política, un hábito que perduró durante la mayor parte de su carrera política. Brillante orador, en ese período, Churchill pronunció un buen número de discursos contrarios al Partido Conservador, discursos que los diputados conservadores solían citarle, muchos años más tarde, cuando sus opiniones se ponían a menudo en cuestión.
Durante las tres décadas siguientes, Churchill pasó por los ministerios más importantes del gobierno. Su primer nombramiento fue en 1910, como ministro del Interior en el gobierno liberal de Herbert Asquith. En una actuación que resultó polémica, como ministro del Interior asumió el mando en un asedio policial contra dos pistoleros en el este de Londres, acudiendo él mismo a la línea de fuego y llevando a soldados armados para que se ocuparan del problema. Éste fue el primer indicio de que iba a dejar que su inquieta personalidad influyera en su juicio político. El segundo fue mucho más serio y afectó a miles de hombres. En 1915, como primer lord del Almirantazgo, toda la responsabilidad por el desastre de los Dardanelos es suya. Él sostuvo siempre que la desatinada campaña de la península de Gallipoli fue responsabilidad colectiva del gabinete de Lloyd George, pero la historia ha dejado claro que se trató de una imprudente aventura con la familiar impronta de Churchill. Este episodio dañó seriamente su carrera política por lo que volvió a alistarse en el ejército durante cierto tiempo y sirvió en el frente occidental en Francia. Sin embargo, al final de la Gran Guerra volvió al gobierno y fue ministro de la Guerra. Desde este puesto, Churchill abogó por la intervención británica para aplastar la Revolución Rusa. En 1941, Josef Stalin se apresuró a recordarle este incómodo episodio. La ruptura de relaciones diplomáticas entre el Reino Unido y la URSS en el verano de 1941, y las catastróficas consecuencias de la neutralidad británica durante la invasión alemana de la Unión Soviética, para muchos historiadores están relacionados con ese error de Churchill.
Después de la Gran Guerra, perdió dos elecciones más y no volvió al Parlamento hasta 1924, esta vez como miembro constitucionalista por Epping. Ese mismo año volvió a cambiar de lealtad política, regresó al Partido Conservador y se convirtió en ministro de Hacienda en el gobierno de Stanley Baldwin. Desde su cargo, defendió insistentemente la necesidad de reducir los gastos de defensa, una política que más adelante contradijo abiertamente con sus argumentos contra la política de apaciguamiento. En 1926, como director de la publicación oficial British Gazette, atacó agriamente a los líderes organizadores de la huelga general. Como en 1910, él utilizó a los soldados como esquiroles contra la huelga de los mineros y de los estibadores, sus artículos fueron considerados amenazadores.
A eso siguió un período de diez años, de 1929 a 1939, en el que Churchill estuvo alejado de cualquier cargo gubernamental; aun así siguió siendo diputado. Cambió su actitud ante el gasto militar y se convirtió en un acérrimo defensor del rearme; en realidad, fue la única voz que se levantó públicamente para llamar la atención sobre las ambiciones de Adolf Hitler. Algunos cínicos de las esferas políticas dijeron entonces, y continuaron diciéndolo después de 1941, que Churchill había promovido la guerra para favorecer sus propios fines políticos. De hecho, en septiembre de 1939, al estallar la contienda, el primer ministro, Neville Chamberlain, llamó a Churchill para que se hiciera cargo del Almirantazgo por segunda vez. Un retorno triunfal al poder, así reconocido entre las filas de la Armada Real. En los primeros meses de la guerra, la marina soportó el número más alto de bajas ocasionadas por las operaciones bélicas; lo que mirado retrospectivamente, no es un hecho fortuito.
A pesar de que en Alemania, de 1936 en adelante, los acontecimientos parecieron demostrar enteramente lo acertado del punto de vista militarista de Churchill, en aquellos tiempos era visto por sus contemporáneos políticos como alguien nada de fiar por naturaleza, y un belicista por instinto. Churchill no gozaba de ninguna popularidad entre la mayoría de sus colegas miembros del Parlamento, pocos de los cuales podían decir que se fiaban de él. Su figura parecía que seguía siendo popular en todo el país, aunque los métodos de encuesta de la opinión pública aún estaban en pañales.
El 10 de mayo de 1940, Winston Churchill se convirtió en el primer ministro. Ese mismo día, la Wehrmacht invadió los Países Bajos. Chamberlain se había visto obligado a renunciar porque sabía que era necesaria la formación de un gobierno de coalición nacional y él ya no podía contar con el apoyo del Parlamento. Dado que era imprescindible la experiencia en los manejos de los asuntos del Estado, sólo había dos hombres cualificados para sucederlo: Churchill o el que entonces era el secretario del Foreign Office, lord Halifax. El inconveniente de Churchill era su más reciente fiasco militar: los británicos habían sido ignominiosamente expulsados de Noruega por tropas alemanas después de una aventura en la cual Churchill posiblemente abusó de la neutralidad noruega. Como primer lord del Almirantazgo, había puesto en marcha la operación con entusiasmo, lo que, en última instancia, lo hacía responsable del descalabro. La desventaja de Halifax era que él se trataba de un par y por lo tanto tenía un escaño en la Cámara de los Lores. Era también bien conocido por su política de apaciguamiento, un serio inconveniente en mayo de 1940. En una reunión privada que los tres hombres celebraron en el 10 de Downing Street, Churchill optó por no abrir la boca. Rompiendo el largo silencio, Halifax se dio por vencido. Inmediatamente, Churchill aceptó la tarea que se le encomendaba. Esa misma tarde, el rey le pidió que formara un nuevo gobierno. La reacción de Churchill, registrada en sus memorias de los años de guerra escritas tras el conflicto bélico, fue la de alguien que caminaba de la mano del Destino, la totalidad de cuya vida pasada no había sido más que una preparación para ese momento y esa prueba. Así empezaron sus doce meses al frente del gobierno, junto a los acontecimientos que arrastrarían a Gran Bretaña a la guerra.
Avanzado el verano de 1940, resultaba evidente que la posición de Churchill era inatacable, tanto en el gobierno como en el país, visto como un todo: con una serie de brillantes discursos endureció el nervio de la nación británica con un mensaje sencillo y un inquebrantable desafío lanzado contra el enemigo alemán. Ni la derrota ni la rendición eran opciones posibles: él estaba resuelto a prevalecer contra las maquinaciones de Hitler. Mientras tanto, su prestigio político había crecido enormemente. Antes de que terminara 1940, la mayoría de los hombres que habían estado en el gabinete Chamberlain previo a la guerra, todavía identificados como apaciguadores, se habían marchado del gobierno, y Churchill gozaba de un respeto y una lealtad casi totales.
El mayo siguiente, la guerra había empezado a inclinarse del lado de los británicos. El ejército italiano había sido derrotado en África. La Batalla de Inglaterra había sido ganada. La amenaza de invasión de las costas del canal de la Mancha se había desvanecido. Lentamente, el Blitz contra las ciudades inglesas había ido disminuyendo su intensidad. Ambos bandos se habían dado cuenta de que el bombardeo de las ciudades había sido una bendición encubierta para la RAF, que, mientras tanto, había aumentado su poderío, tanto de la fuerza de combate como de la de bombardeo. Los británicos habían descifrado los códigos de los alemanes. A partir de la lectura de las comunicaciones alemanas, Churchill supo de los planes alemanes de lanzar una gran ofensiva contra la Unión Soviética. Era muy probable que, tarde o temprano, Estados Unidos entrara en la guerra junto a los británicos.
Así las cosas, la situación de la guerra parecía una fórmula propicia para sucesivos éxitos militares; una perspectiva muy distinta a la del verano anterior, cuando Adolf Hitler había hecho una falsa propuesta de paz. Aceptar los términos de esa propuesta, en el estado de debilidad de aquellos momentos, habría sido lo mismo que capitular.
En ese panorama más favorable de la primavera de 1941, leyendo los informes de sus jefes de Estado Mayor, la idea de cualquier tipo de paz con la Alemania nazi debía de estar muy lejos de la mente de Churchill. Su principal preocupación en esos momentos, como consta en sus Diarios de la Guerra (1950), era cómo persuadir a los norteamericanos para que convirtieran su neutralidad a favor de Gran Bretaña en una ilimitada alianza militar con el objetivo de deshacerse, en primer lugar del fascismo, y más tarde del comunismo.
Estados Unidos, mientras tanto, se veía atormentado por la situación en China y Japón. No existía la certeza ni mucho menos de que el presidente Franklin Roosevelt fuera capaz de conseguir que su país ayudara a Churchill. Si los japoneses se hubieran expandido hacia el este y hubieran provocado de algún modo a Estados Unidos, los planes de Churchill bien podrían haber dado fruto. Japón estaba aliado con la Alemania nazi, de modo que Estados Unidos habría tenido que entrar en la guerra al lado de Gran Bretaña.
En lugar de eso, tras el último y espectacular cambio de la política de Churchill producido en mayo de 1941, Estados Unidos se sintió liberado de cualquier obligación en relación con los británicos. Cuatro semanas después del armisticio firmado por Gran Bretaña y dos semanas después del comienzo de la Operación Barbarroja, lanzaron una serie de ataques preventivos contra el expansionista Japón y las regiones ocupadas por los japoneses en la China continental. Cuando Japón fue derrotado y aplastada la amenaza bolchevique planteada por la revolución maoísta, la oportunista alianza entre Estados Unidos y el Kuomingtang de Chiang Kaishek permitió que los norteamericanos se movieran cómodamente en Manchuria y, ocasionalmente, en los vastos confines orientales de la Unión Soviética.
Después de este acontecimiento, Churchill proclamó siempre que para él la destrucción del comunismo tenía mayor prioridad que la derrota del nazismo; siendo, en todo caso, este segundo objetivo nada más que un paso para la consecución del primero. Sin embargo, nohay pruebas históricas que avalen eso. Todos los documentos de la época revelan la obsesión de Churchill, tanto por su papel fundamental en la historia británica como por su relativamente frontal guerra contra Alemania.
La infinitamente más compleja y peligrosa guerra contra el comunismo fue en efecto llevada adelante por los alemanes, que invadieron Rusia desde el oeste, y por los norteamericanos desde el este. Con el desmantelamiento de la Unión Soviética después del alto el fuego de los Urales, las dos primeras super-potencias se instalaron en el impasse de la Tercera Guerra. Ambos países cayeron en un estancamiento económicoy social debido a los incalculables costes que habían tenido que afrontar. De esta ruina, de momento sólo Alemania se ha recuperado, y eso con la ayuda del programa de desnazificación promovido por la Unión Europea. En cuanto a Estados Unidos, el medio siglo de impasse ha sido desastroso para este país, y todavía no se vislumbra una solución. A comienzos del siglo xx, Estados Unidos estaba creando la más nueva —y tal vez la mejor— democracia del mundo occidental. Ahora, debido a equivocadas decisiones militares, a corruptos gobiernos civiles y a un nivel de retraimiento político que ha dejado pequeño el aislacionismo anterior a la guerra, se ha convertido en una república inestable y autoritaria, dirigida por capitalistas aventureros y milicias armadas, debilitada por la discordia social, el crimen organizado y una población armada hasta los dientes.
Por el contrario, cuando se produjo el impasse de la Tercera Guerra, en los primeros años de la década de 1950, Gran Bretaña se encontraba claramente alineada militarmente con las democracias de la Europa occidental. Gracias al libre acceso a los yacimientos petrolíferos de Oriente Próximo, continúa teniendo un poder político y económico dominante en los asuntos internacionales. Aquellos que están de acuerdo con la versión que Churchill hace de la historia atribuyen esta supremacía británica a las ambiciones del famoso belicista de mediados del siglo xx; sin embargo, por supuesto, no explican su cambio político.
Para entenderlo, debemos volver a analizar los acontecimientos que condujeron al sorpresivo armisticio. A comienzos de mayo de 1941 tuvo lugar el único encuentro conocido entre Churchill y el joven oficial de la Cruz Roja británica, J.L. Sawyer.
Se sabe muy poco sobre la vida de Joseph Leonard Sawyer antes de su entrevista con Churchill. Compitió en los Juegos Olímpicos de Berlín; se cree que en esa ocasión conoció al canciller alemán. Tiempo después fue registrado como objetor de conciencia por sus convicciones pacifistas y trabajó como conductor voluntario de ambulancia durante toda la Batalla de Inglaterra y el Blitz de Londres. Resultó herido varias veces durante los ataques aéreos; una de las veces, sufrió conmoción cerebral. Se dice que su conducta fue ejemplar: su valentía e iniciativa fueron rasgos constantes. Salvó la vida de muchas personas atrapadas en el infierno de la capital bombardeada; siempre demostró escasa preocupación por su propia seguridad pero nunca arriesgó la vida de sus compañeros. A pesar de que su nombre es desconocido por el público, su gallardo comportamiento en la acción ha sido ya destacado por varias autoridades civiles.
El decisivo encuentro entre Sawyer y Churchill fue el resultado de una iniciativa del doctor Carl Burckhardt, presidente de la Cruz Roja suiza. Dado que la Sociedad era una organización no combatiente reconocida por ambos bandos, la Cruz Roja estaba en inmejorables condiciones para intentar negociar un armisticio. Propuestas de este tipo fueron produciéndose regularmente desde el comienzo de las hostilidades. A medida que la lucha se extendía por Europa y África durante 1940 y los primeros meses de 1941, la guerra se fue haciendo más intensa y violenta, y ninguna de las partes estaba dispuesta a un alto el fuego. Las propuestas de la Cruz Roja fueron rechazadas con la misma regularidad.
No obstante, a comienzos de mayo de 1941, de pronto y sin que hubiera precedente alguno, Churchill accedió en principio a considerar la última propuesta formal, y Sawyer fue uno de los convocados a una reunión absolutamente secreta. No existe ningún registro público de lo que se dijo o acordó en esa reunión. La reglamentación de los treinta años no afecta a las actas confidenciales del gabinete sobre el armisticio, quedando por tanto bajo embargo indefinido, pero en los últimos años iba habiendo una creciente presión para que esas actas sean de dominio público. Mientras eso no suceda, no podemos hacer otra cosa que conjeturar acerca de lo que se dijo en aquella reunión.
Si poco se sabe de la vida de Sawyer antes de su encuentro con Churchill, menos se sabe aún sobre él después de ese día. Su participación en el armisticio es algo seguro, ya que su firma aparece en el documento del tratado. También hay fotografías tomadas en el momento de la firma en las que puede distinguirse a Sawyer en la periferia del grupo. Después de eso, no hay rastro de él.
Su inaudita influencia sobre Churchill y, en menor medida, sobre el canciller alemán es incuestionable. Naturalmente, quisiéramos saber más, pero al menos podemos estar contentos de que gracias a esa influencia pudiera alcanzarse la paz. El misterio crece aún más debido a su posterior desaparición, la intriga se hace mayor por el hecho de que sólo existen dos imágenes de él como representante de la Cruz Roja, y ambas fueron tomadas estando él en el extranjero...
Notas hológrafas de J.L. Sawyer. Universidad de Manchester,
Departamento de Historia Local
(wsvw.man.ac.uk/archive/vern_his/sawyer)
Recuerdo exactamente el momento en que recuperé la conciencia después del accidente. Mi memoria reapareció como una escena de una película, un brusco salto desde la nada. Yo estaba en una ambulancia de la Cruz Roja, volviendo en mí, y el vehículo se sacudía debido a lo irregular del pavimento. Intenté protegerme de los golpes y vaivenes a que me veía sometido, pero tenía la cintura y las piernas suavemente sujetas con unas correas. Estaba sólo con un camillero, un joven trabajador de la Cruz Roja al que conocía llamado Ken Wilson. Era difícil hablar en aquel ruidoso y mal ventilado compartimento. Mientras la ambulancia iba dando saltos arriba y abajo, Ken se sujetó cogiéndose de los estantes que estaban sobre su cabeza. Dijo que todo iba bien, que no me preocupara. Pero yo estaba preocupado. ¿Adónde nos dirigíamos?
A medida que recuperaba la conciencia, algo debía de haber cambiado en mi forma de ser, porque Ken alzó la voz sobre el ruido del motor y el traqueteo, y me dijo:
—Joe, ¿cómo te sientes? ¿Estás bien?
—Sí —dije, dándome cuenta de que era verdad que me sentía bien, cuando unos segundos antes no estaba sintiendo absolutamente nada. De pronto, el mundo estaba enfocado—. Sí, todo empieza a tener otra vez sentido.
—Has tenido un shock muy feo, amigo. ¿Recuerdas algo?
—Un golpe en la cabeza, ¿no es así? —Me toqué con suavidad la parte superior de la cabeza, pero no noté dolor en absoluto.
—Un buen golpe —dijo Ken—. No sabemos exactamente qué te pasó. Creemos que estabas demasiado cerca de una bomba que estalló. Una explosión de ésas puede dejarte inconsciente aunque no te haga ningún daño físico visible. El médico dijo que teníamos que llevarte al hospital.
—¿El médico dijo...? Yo no estoy enfermo, ¿no? ¿Cuándo pasó eso?
—Hace una semana más o menos. Estabas en Bermondsey. De hecho, muchos de nosotros estábamos allí esa noche. Un ataque terrible, uno de los peores hasta ahora. Al final, cuando volvimos a Wandsworth, pasamos lista y vimos que tú no estabas. Te dieron por desaparecido, pero la policía te encontró hace tres días. No parecías estar herido; el médico que te examinó dijo que ha habido varios casos como el tuyo. La explosión puede haber causado daños internos sin que haya ninguna herida visible. Necesitas una exploración a fondo, pero los hospitales de Londres están en el límite de sus posibilidades. Pensamos que era mejor llevarte a casa para que te viera allí tu médico de cabecera y pudieras ir al hospital más cercano a tu domicilio. En Manchester, las cosas todavía no están demasiado mal.
Cuando fue atenuándoseme la impresión de la conciencia recuperada, empecé a orientarme. Después de forzarla un poco, me pareció que mi memoria no estaba demasiado afectada: podía recordar las semanas en Londres, las ansiosas e interminables horas al volante de la ambulancia, las decenas de personas heridas a las que habíamos recogido. Recordaba vívidamente los cientos de incendios en las estrechas calles de Londres, las ruinas, los edificios agujereados a cada lado, los montones de escombros, los cráteres llenos de agua y las mangueras contra incendios serpenteando por todas partes. También me acordaba de Ken Wilson. Él y yo siempre nos habíamos llevado bien. Mientras la ambulancia continuaba su camino, él me fue contando más cosas de lo que la gente de la Cruz Roja pensaba que podía haberme pasado, dónde habría estado hasta que me las arreglé para llegar a un albergue para hombres por mi propio pie.
A pesar de que en mi memoria las piezas estaban empezando a encajar, detrás de mi aparente tranquilidad yo estaba tratando de transmitirle a Ken que estaba aterrorizado. La conmoción cerebral crea una sensación de vacío respecto a ti mismo, un vacío que sabes que debía de estar lleno de experiencias que en su momento eran absolutamente normales pero que desde entonces se han convertido en algo inalcanzable para la memoria. Descubrir qué hay en tu memoria y qué puede faltar en ella es un proceso muy penoso.
Quiero poner el acento en este despertar en la ambulancia (¿por qué allí y por qué en aquel preciso momento?) porque ése es un punto de certeza. Mi vida consciente empezaba otra vez, ahí y entonces. Lo que iba a venir después es el período crucial de mi vida y quiero que quede constancia de ello aquí, pero mucho de lo que puedo decir es menos cierto de lo que quisiera. Sólo puedo describir lo que me pasó como aparentemente sucedió. Estoy seguro del momento en que desperté. Eso es una seguridad y una especie de comienzo.
Poco después de la medianoche, hicimos una parada en Birmingham, donde había otra cochera de la Cruz Roja. Traté de dar unos pasos sin la ayuda de las muletas que me ofreció Ken. Todo fue bien, pero me sentía nervioso sin el sostén que me brindaban y pronto me quedé sin aliento. Fuimos hasta la cafetería y junto con la joven que venía con nosotros conduciendo la ambulancia, Phyllida Simpson, nos sentamos apretadamente a una mesa para darnos algo de calor en la fría cantina e intentamos conocernos un poco.
Cuando volvimos a la ambulancia, Ken se puso al volante mientras que Phyllida me aseguraba flojamente las piernas y la cintura por si tenía ganas de dormir. Pronto dejamos atrás la parte central de la ciudad, donde los bombardeos habían sido más intensos, y nos encontramos avanzando hacia el norte por zonas rurales. Phyllida se acomodó como pudo y empezó a dormitar.
Yo también estaba exhausto, pero aún sentía la euforia de tener otra vez una identidad. Envuelto con un par de mantas, con los brazos cruzados sobre el pecho y contemplando el techo del vehículo, me dispuse a pasar el resto de la noche en aquella incómoda camilla. El techo de chapa, montado con hileras de remaches, estaba pintado de color crema. En el vehículo había muy pocas comodidades. ¿Cuántas vidas dañadas habían acabado sobre una dura camilla como aquélla, con una deprimente vista similar? Yo mismo sabía de algún caso. No podía olvidar la desesperación y dolor que sentía cada vez que llegaba al hospital y descubría que el herido al que había transportado frenéticamente por las calles oscurecidas había muerto durante el viaje.
Llegamos a Manchester al amanecer. Alguien abrió la puerta de nuestra sede, y entramos. Ken y Phyllida fueron a la cocina y uno de ellos puso a calentar agua para preparar unas tazas de té, mientras yo me paseaba por la planta desierta para familiarizarme con el sitio de nuevo. Sabía que había trabajado algún tiempo en aquel edificio, pero mi insegura memoria era incapaz de mostrarme los detalles. Estaba ansioso por regresar a casa y volver a ver a Birgit. El primer tren para Macclesfield no salía hasta las ocho de la mañana, pero mientras íbamos por el centro de Manchester, Phyllida me había dicho que ella pensaba que habría alguien que pudiera llevarme a casa antes de esa hora.
Finalmente, después de dar algunas vueltas por el centro de Manchester, cogí el tren. Me bajé en Macclesfield, salí de la estación, recorrí el túnel, crucé Silk Road y empecé a caminar colina arriba en dirección a Rainow. La caminata era larga y estaba llena de recuerdos de los días en que yo volvía a casa por ese mismo camino, pedaleando en mi vieja bicicleta.
Atajé por los campos que subían hasta nuestra casa. La mañana de otoño era encantadora, la niebla flotaba en las colinas de los alrededores, la débil luz del sol me daba ya en la cara y la vista de la planicie iba siendo cada vez más clara a medida que se levantaba el día. Recortada contra el azul pálido del cielo, ya podía ver la casa delante de mí. Pensé en Birgit allí, en alguna parte, sin la menor sospecha de que yo estaba a punto de llegar. Como no teníamos teléfono, no había podido anunciarle mi llegada. La imaginaba sentada sola ante la mesa de la cocina, tal vez tomando un vaso de leche o una taza de té, leyendo el periódico de la mañana.
Había estado mucho tiempo lejos; ya no sabía cuántas semanas habían pasado desde que me había marchado la última vez. Birgit había estado viviendo sola todo ese tiempo, en una casa en un país que para ella en realidad continuaba siendo extraño. Yo apenas había podido comunicarme con ella: ninguna conversación telefónica excepto algunas breves desde alguna cabina. Nuestras cartas se habían retrasado muchas veces por los trastornos causados por los bombardeos. Ella era tan joven, tan bonita... Yo la había dejado sola, la había descuidado por intentar hacer algo relacionado con la guerra.
De pronto me detuve. Por primera vez desde que la conocía, me sentí recorrido por las dudas acerca de mi mujer. ¿Habría buscado ella el consuelo de algún otro durante mi ausencia? Mientras estaba en Londres había conocido a muchas personas cuya vida había sido trastornada por la guerra, cuya mente estaba llena de inquietos pensamientos de traiciones sexuales y celos. Separación, soledad, desconfianza, infidelidad; para mucha gente, éstas eran las verdaderas consecuencias de la guerra. En el pequeño grupo que trabajaba conmigo en Londres había por lo menos dos hombres cuyo matrimonio se había roto por la tensión que provocaba la guerra.
Me di cuenta de que estaba dejándome llevar por el pánico, algo ajeno a mí; en el último momento, decidí avisar de mi llegada. En esos segundos llegué al convencimiento de que si entraba en mi casa sin anunciarme, podía interrumpir algo que tal vez no quisiera ver. Estaba a menos de cincuenta metros de la casa.
Hice bocina con las manos y grité:
—¡Birgit! ¿Me oyes? ¡Estoy en casa!
Oí el sonido de mi voz como si se tratara de una explosión en el silencio de la mañana. Me dio la impresión de que mi grito rebotaba en las tranquilas colinas, tan fuerte como para que toda la gente en kilómetros a la redonda me oyera y girara la cabeza. Miré a mi alrededor el paisaje de la niebla iluminada por el sol.
—¡Estoy en casa, Birgit! —grité otra vez.
Entonces hubo un movimiento. Vi que una de las cortinas de la sala se corría rápidamente hacia un lado. ¿Habría sido Birgit?
Se abrió la puerta de entrada, la que daba al fangoso camino que corría frente a la casa. Mientras iba hacia allí, tropecé con algo; para no caer, apoyé las manos brevemente en la hierba mojada por el rocío, después me enderecé otra vez. Vi que alguien salía de la casa.
No era Birgit. Era —y así se cumplían mis peores fantasías— un hombre joven. Llevaba uniforme, uniforme de la RAF: elegantes pantalones y guerrera de color azul, camisa celeste, corbata oscura y gorra de plato. El hombre me miraba desde el final del embarrado camino; la sorpresa que se pintaba en su rostro reflejaba el mismo asombro que yo sentía.
Era mi hermano Jack; allí, en mi casa.
Medio arrastrándome, medio trepando, fui avanzando sobre la hierba resbaladiza en dirección a él. Jack permanecía de pie, con las manos extendidas hacia mí. Yo continuaba tropezando y resbalando, tratando desesperadamente de ir hacia él, pero de algún modo me sentía incapaz de avanzar un palmo más. Birgit salió por la puerta detrás de Jack y se quedó mirando por encima de su hombro mientras yo, como un idiota, seguía debatiéndome en el lodo de la pendiente.
Abrí los ojos y vi el techo pintado de color crema de la ambulancia. El ruido y las vibraciones del motor resonaban en mi interior. Sentía la espalda rígida por el esfuerzo de contrarrestar las sacudidas del vehículo.
Phyllida estaba de pie a mi lado y se inclinaba sobre mí. Con una mano me sostenía una muñeca, con la otra me tocaba la frente. Completamente confundido por lo súbito de la transición, traté de sentarme. Con suave firmeza, ella me empujó hacia abajo; imposible resistirse. Hasta ese momento no había percibido mi debilidad física.
—Estabas gritando —dijo ella—. No se entendía lo que decías.
—No lo sé —dije. Allí arriba, inalcanzables para mí, aún veía la resbaladiza pendiente, el brillante sol de la mañana, las figuras de mi hermano y mi mujer—. ¡Estaba dormido! ¿Estaba gritando?
—Joe, trata de tranquilizarte. Te llevaremos a Manchester lo más de prisa que podamos. Voy a darte algo de beber.
Me alcanzó un vaso con tapa de los que ofrecíamos a los pacientes cuando la ambulancia se movía a toda velocidad. ¿Qué había estado pasando en mi casa? ¿Jack y Birgit, juntos? Cogí el vaso que me daba Phyllida y me llevé la boquilla metálica a los labios. Me agradó sentir el agua fría en mi boca. Bebí dos o tres sorbos y devolví el vaso.
—¿Estás mejor? —me preguntó.
—¿Mejor que qué? ¡No sé qué me ha pasado! Yo creía que habíamos llegado. ¡Que habíamos llegado al edificio de Irlam Street, donde trabajamos! Tú estabas allí y Ken Wilson también. ¡Ahora mismo! ¿No era cierto?
—Joe, ponte cómodo.
Luego golpeó con el talón tres veces en el mamparo metálico que separaba la caja de la cabina del conductor. Un momento después, la ambulancia aminoró la velocidad y por fin se detuvo. El motor se paró. Oí el ruido de la puerta del chófer que se abría y se cerraba. Ken Wilson rodeó el vehículo y abrió la puerta trasera. Fuera no había más que oscuridad.
—¿Qué pasa? ¿Va todo bien, Joe?
—Sí...
—De repente, se ha puesto a gritar —explicó Phyllida—. Quizá lo has oído.
—Me parece que estaba soñando —dije, mientras me daba cuenta de la inesperada seriedad con que tomaban mi arrebato—. Una pesadilla o algo parecido.
Mientras hablaba, mis palabras salían sin ninguna convicción. Para mí, aquello de ningún modo había sido un sueño: formaba parte de la misma realidad en la que inexplicablemente estaba inmerso por segunda vez. Los sueños son raros pero breves, y aquello había sido diferente. Recordaba haber estado tendido durante largas y vacías horas sobre aquella camilla metálica mientras viajábamos a través de la noche, a medio camino entre el sueño y la vigilia, aburrido e inquieto, ansioso por llegar a casa. Para mí, había sido tan normal que ni siquiera se me había ocurrido cuestionarlo. Cuando llegamos a Manchester —como yo pensaba—, estaba como atontado por el agotamiento, pero aliviado por haber llegado. Recuperé las fuerzas y caminé lentamente hacia la estación de ferrocarril para coger el primer tren para Macclesfield. Había sido algo corriente, cotidiano, con un fondo de pensamientos lúcidos, nada breves, en absoluto extraños, nada irreal como suelen ser los sueños. ¿Había soñado el tren frío y con las ventanas con cristales sucios? ¿Había imaginado aquella larga caminata colina arriba por Buxton Road en aquella estimulante mañana de otoño?
Era como si hubiera retrocedido súbitamente en el tiempo y salido de una realidad para entrar en otra. Pero, ahora, ¿cuál era la realidad en la que debería creer?
Ken y Phyllida me miraban con expresión preocupada. Me hacían sentir como si fuera un paciente en una cama de hospital, un paciente a quien se le pedía que describiera sus misteriosos síntomas. Intenté que mis palabras sonaran tan corrrientes y coloquiales como fuera posible.
—¿Cuánto camino hemos recorrido? —pregunté—. Quiero decir, desde que salimos de Birmingham.
—No mucho —dijo Ken—. Hace unos quince minutos pasamos por Walsall. Estamos a unos pocos kilómetros al norte de Birmingham.
—Creo que he tenido una pesadilla —dije—. Lamento haberos alarmado.
—Yo me quedaré con él, Ken —dijo Phyllida—. Tratemos de llegar a Manchester lo más pronto posible.
Yo quería protestar: no soportaba que me trataran como si fuera un paciente. Pero, de hecho, no tenía la menor idea de lo que me había pasado en los últimos días. En ese sentido, yo —como la mayoría de los pacientes— en buena medida estaba a merced de ellos. Phyllida vivía en Bury, al norte de la ciudad, y Ken, quien debía volver al trabajo en Londres, había planeado quedarse conella y sus padres los próximos dos días. Después de echar un vistazo al mapa de carreteras, ambos decidieron que podían desviarse de su ruta y dejarme en mi casa. Cuando oí eso sentí un gran alivio. Ansiaba estar en casa. No quería tener que pasar otra vez por la larga espera en Manchester, ni el lento viaje de tren a Macclesfield. Yo acababa de hacer todo eso.
Pronto nos pusimos en camino de nuevo. Phyllida intentó mantenerme hablando el resto del viaje. Ambos estábamos muy cansados. Yo pensaba que en tanto me mantuviera despierto, observara todo lo que sucedía y continuara respondiendo a las preguntas de Phyllida, la continuidad de mi vida real no podría ser interrumpida. Sin embargo, era inevitable que la conversación de Phyllida decayese. Ella perdió el hilo de sus pensamientos varias veces, y yo me di cuenta de que estaba haciendo lo imposible para no dormirse. Le dije que estaba muy bien, que si quería dar una cabezada yo me las arreglaría solo. Phyllida hizo un gesto de negación y dijo que tanto ella como Ken habían sido advertidos de que debían mantenerme en observación durante todo el camino de vuelta a casa, pero a medida que hablaba era cada vez más difícil entenderla. Después de unos minutos, se extendió sobre una de las duras plataformas metálicas y se cubrió con una manta. Pronto se quedó dormida, con la boca abierta y un brazo colgando. Yo volví a mis introspecciones y empecé a pensar en aquella lúcida ilusión que había vivido y en su posible significado.
Con gran estruendo, entramos en Macclesfield cuando empezaba a amanecer. En cuanto percibí la luz del sol que empezaba a entrar por las ventanillas, me revolví sobre la camilla y me incorporé para poder atisbar por la pequeña ventana que daba a la parte frontal de la ambulancia, sobre la cabeza del chófer. No me sorprendí al ver que, probablemente debido a la hora, no había prácticamente ningún tránsito en la ciudad. Los dos o tres vehículos que vi eran militares. La mañana era fría y gris, y soplaba un viento cortante que lanzaba ráfagas de lluvia contra el cristal delantero de la ambulancia, en líneas casi horizontales, y era barrida por las escobillas del limpiaparabrisas. Unas pocas horas antes, cuando había soñado o imaginado tan claramente aquella misma mañana, el brillo del sol estaba apenas atenuado por la niebla y prometía un soleado día de otoño. Ahora no. El paisaje campestre parecía no haber sido afectado por la guerra, pero en los pueblos, muchas casas tenían las ventanas cubiertas con tablas de madera, y las entradas y puertas estaban cerradas con candado. Macclesfield parecía no haber sido dañado por el bombardeo, aunque por todas partes había sombríos indicios de guerra: los refugios, los bloques de hormigón sobre la carretera, y la monotonía general creada por la falta de cualquier señalización y los escaparates vacíos. Faltaba poco para que empezara el segundo invierno de la guerra, y la tristeza lo dominaba todo. Ken detuvo la ambulancia en Hibel Road, enfrente del juzgado. Recordaba bien aquel lugar; allí se había reunido el tribunal al que había tenido que presentarme al empezar ese año. Salí de la caja de la ambulancia y rodeé el vehículo para hacer junto a Ken en la cabina la última parte del trayecto.
Mientras rodábamos ruidosamente colina arriba por la larga carretera, yo miraba hacia delante para captar la primera imagen de la casa, preguntándome otra vez —ahora con una leve sensación de temor— qué me encontraría al llegar. A esa hora tan temprana, con toda seguridad, Birgit estaría todavía durmiendo. No permití que mis pensamientos fueran más allá de ese punto.
Ante la insistencia de Ken, subimos por el estrecho camino hasta la puerta de la casa. Bajé de la ambulancia y cogí la pequeña bolsa con mis pertenencias, que había traído conmigo. El ruido del motor al ralentí era tan fuerte que me parecía que podía despertar a todo el pueblo. Phyllida pasó a la parte delantera del vehículo para sentarse en la cabina. Agité la mano, les di las gracias a ambos, y me volví para entrar en la casa. Saqué la llave y abrí la puerta.
Dentro, la conocida sensación de hogar. Todo estaba limpio y ordenado. Oí pasos en los escalones de arriba de la escalera y allí vi a Birgit. Ella tenía ligero el sueño; el ruido de la ambulancia la había despertado. Llevaba sobre el camisón la larga bata que yo le había regalado en la Navidad anterior. Tenía el pelo desarreglado y sus mejillas estaban sonrosadas. Lo primero que me impresionó fue verla tan feliz, el buen aspecto que tenía. ¡Estaba hermosa! Me di cuenta de cuánto la había echado de menos, hasta qué punto la ausencia se había replegado sobre sí misma y creado un vacío en mi vida. Ella sonreía mientras bajaba de prisa la escalera, recibiéndome con los brazos abiertos.
La estreché en mis brazos, aspiré su conocida fragancia y disfruté con el contacto de la piel de su cara junto a la mía. Todavía conservaba la tibieza de la cama. Nos besamos sin decirnos una palabra; nos tocamos, nos saboreamos, nos apretamos el uno contra el otro.
Después, ella se rió y cogió mi mano para que le tocara el vientre.
—¿Sientes al niño? —me preguntó—. ¡Tenía una sorpresa para ti, mi amor!
—¿Qué? —dije, como un tonto.
—¡Acabo de saberlo! Hace dos días. ¡Estoy embarazada de casi dos meses!
Ésa era mi sorpresa, aquella fría mañana de noviembre.
Ese año, el otoño fue frío y lluvioso; el viento del oeste batía constantemente contra la fachada de la vieja casa, metiendo gélidas corrientes de aire en cada cuarto. La vista de la llanura de Cheshire, que siempre me había inspirado, todas las mañanas estaba tapada por la niebla o las nubes bajas. Nuestro dormitorio daba a la parte de atrás de la casa, y hasta allí se colaba el frío.
La Cruz Roja me había dado un permiso de una semana por enfermedad; lo aproveché durmiendo hasta tarde cada mañana y manteniendo a Birgit apretada junto a mí. A ambos nos disgustaba dejar la cálida cama y encontrarnos con el frío de la habitación, caminar sobre el suelo de tablas desnudo —no habíamos podido darnos el lujo de comprar alfombras o alfombrillas—, meternos temblando en el cuarto de baño —situado en la parte más expuesta al viento de la casa—, bajar la escalera y pisar el suelo de piedra. En los primeros dos o tres días, fuimos tan felices como en las primeras semanas de nuestro matrimonio. La silenciosa presencia de nuestro hijo o hija, creciendo día a día, por lo menos nos concedía un cierto futuro. La perspectiva de ser padre me enfrentaba a un montón de pensamientos desconocidos: la sencilla alegría del hecho de tener un niño, por supuesto, junto con el profundo temor de no estar a la altura de la tarea de la paternidad. Más allá de eso tenía preocupaciones mayores: ¿con qué derecho, por ejemplo, traíamos un hijo a un mundo de guerra y miedo? Pero la euforia tendía a que diera por buena cualquier cosa. Sin duda podríamos con todo. En cuanto a Birgit, el embarazo la hacía sentir protegida frente a la amenaza de internamiento. Me enseñó unas cartas que había recibido del Ministerio del Interior mientras yo estaba en Londres. Los documentos oficiales nunca dicen gran cosa, pero parecía que ella continuaba estando en la Categoría «C», que era la de los que sólo serían internados en caso de que transgredieran la ley de un modo que no estaba muy definido.
Las cartas no eran nuestro único recordatorio de la guerra. Aunque no hubieran existido los indicios exteriores —las interminables listas de normas y restricciones que cada día anunciaban por la radio, el racionamiento de alimentos y ropas, las deprimentes noticias sobre ciudades bombardeadas y barcos hundidos, la constante actividad aérea sobre nuestras cabezas—, incluso sin ellos, yo tenía la desasosegante sensación de que las semanas que había pasado en Londres de algún modo habían hecho que la guerra se infiltrase en mí.
Paradójicamente, sentía que mi pacifismo me había convertido en un portador de la guerra, de la misma manera que ciertas personas inmunes a una enfermedad, son sin embargo portadores y transmisores del virus de ese mal.
Adondequiera que fuese, allí donde mirase, las señales del conflicto cobraban existencia a mi alrededor. Yo detestaba la guerra, la temía y me producía pavor, sin embargo nopodía huir de ella ni siquiera cuando dormía. Era frecuente que soñara con incendios, explosiones, edificios que se derrumbaban, chorros de agua a alta presión chocando contra muros que se desmoronaban, con el sonido de sirenas, de silbatos, de gritos. Casi todas las noches me despertaba sudando, después me quedaba en la oscuridad tratando de decirme que aquello no era más que un sueño. Yo rechazaba esas imágenes, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que dentro de mí se había creado una adicción a los peligros de la guerra, algo casi imposible de admitir para mí. En casa y con Birgit me sentía a salvo —todo lo a salvo que un civil se puede sentir—, pero estaba ansiando abandonar esa seguridad y lanzarme de nuevo al riesgo.
Apenas llevaba un día o dos en casa cuando oímos en la radio que la ciudad de Coventry había sido completamente destruida por la Luftwaffe en una sola noche de bombardeo.
La mañana siguiente del día que oímos las noticias sobre Coventry, fui despertado por Birgit, que se había levantado de la cama y se movía en silencio por nuestro dormitorio, aparentemente intentando que no me despertara. Fuera, estaba empezando a aclarar. Mientras se vestía, su silueta se recortaba tenuemente contra las cortinas. Yo contemplé con admiración su figura de mujer, sus pechos cada día más turgentes, su vientre.
—¿Qué haces? —le pregunté, antes de que saliera del cuarto.
Se volvió para mirarme sorprendida, sin darse cuenta hasta entonces de que yo estaba despierto.
—Tengo que hacer alguna compra. Es importante llegar temprano a las colas, antes de que se acabe todo. Mañana no puedo ir porque tengo la clase; por eso voy ahora.
—Iré contigo —dije.
Ya había pasado bastante tiempo en la casa y estaba empezando a sentirme atrapado.
—No, esto quiero hacerlo sola.
Discutí con ella un momento, pero continuó moviéndose resueltamente por toda la casa y pronto se fue; prometió volver lo más pronto posible. La seguí hasta la puerta y la miré mientras bajaba rápidamente por el camino hacia la parada del autobús, en la carretera principal. Volví a la cama y me puse a leer el periódico de la mañana, que había llegado después de que Birgit se fuera. Las noticias de Coventry eran deprimentes y preocupantes; los equipos de salvamento llevaban a cabo las labores de búsqueda de las víctimas en medio de la destrucción. Con aquel montón de muertos y heridos y tal cantidad de edificios destruidos, ¿qué ordenaría Churchill a modo de represalia? Temía la respuesta de un belicista. La guerra estaba fuera de control. Alguna gente decía que no podía haber nada peor que aquella interminable sucesión de ataques nocturnos contra nuestras ciudades, pero yo creía que ambos bandos eran capaces de más. Me llenaba de pavor pensar qué podría ser eso.
Me vestí y me preparé una taza de té. Después volví al dormitorio. Acerqué una silla al armario, alcancé el estante superior y metí la mano hasta el fondo buscando la gorra de la RAF que había encontrado allí antes. Bastante sorprendido, me di cuenta de que la gorra estaba sobre una pila de ropas cuidadosamente doblada. Saqué del armario lo que había encontrado y lo puse todo sobre la cama.
Aquello parecía un uniforme completo. Además de la gorra, había una camisa, unos pantalones perfectamente planchados, un cinturón, una guerrera, una corbata y un par de brillantes zapatos negros de piel. En el bolsillo del pecho había unas «alas» bordadas: esto quería decir que quienquiera que usara ese uniforme era un experto piloto. También había una cinta de una condecoración, pero no pude identificarla.
Cerré mi mente a todas las implicaciones de la presencia de aquel uniforme en mi casa. En lugar de pensar en ello, me quité rápidamente la ropa que llevaba y me puse la de la RAF. Con la tosca rigidez que da el llevar prendas ajenas, me puse frente al espejo de cuerpo entero y contemplé la transformación que ellas habían operado en mí. Me volví y miré por encima del hombro. Me puse de perfil y cuadré los hombros. Levanté la cabeza como si estuviera escrutando el cielo. Hice un saludo a la imagen del espejo. A mi alrededor parecían oírse el trepidar de motores y el fragor de lejanas explosiones.
Oí ruido fuera del cuarto. Me quedé petrificado por el temor a ser sorprendido en un acto vergonzoso, pero rápidamente pasé a la curiosidad y la irritación. ¿Quién andaría por mi casa?
Di unas zancadas hasta la puerta. En esos dos o tres pasos, sentí que aquel uniforme tan perfectamente planchado me confería un porte casi militar. Abrí la puerta de golpe.
En el rellano superior de la escalera estaba mi hermano Jack. Llevaba su uniforme. Ambos nos quedamos mirándonos cara a cara, cada uno el reflejo del otro.
Supe lo que debía de estar pasando. De alguna manera, esa mañana, en lugar de haber despertado en mi propia realidad, lo había hecho en otra lúcida imaginación.
Jack me saludó militarmente.
Hubo otro ruido en la planta baja. Me acerqué de prisa a aquella aparición de Jack y, temiendo encontrar su mirada, lo sobrepasé sin tocarlo siquiera. La casa era mía; olía, sonaba y parecía tan normal como siempre. ¿Qué era lo que estaba imaginando? Estaba resuelto a huir de Jack, a escapar de la casa, a respirar el aire frío del exterior, a deshacer la alucinación. Bajé corriendo la escalera.
Cuando entré en la sala vi a Birgit allí de pie y dándome la espalda, inclinada sobre algo que estaba sobre la mesa, al parecer leyendo algo. Me detuve en la puerta.
—¡Birgit! ¿Tú también estás aquí?
—Sí, por supuesto. —Ella se enderezó y se volvió hacia mí, poniendo los brazos en jarras y estirando los hombros.
—Dijiste que te ibas. Oí como tú...
—J.L., ¿qué pasa?
—¿J.L.? ¿Por qué me llamas así? ¡Soy Joe!
—¡Dios mío! Creía que...
Eché una mirada a mi persona, la corbata, la camisa, la rígida tela de la guerrera azul. Sentí la gorra sobre mi cabeza, vi la punta de mis brillantes zapatos negros. Me aparté de Birgit y me miré en el gran espejo biselado que colgaba de una pared del pasillo, junto a la puerta de salida. El exacto parecido con Jack me sobrecogió, su porte militar, su apostura fresca y algo desenfadada, sus fuertes manos. Bajé la cabeza porque así dejaría de verlo.
Era la mañana siguiente al día en que oímos las noticias sobre Coventry; empezaba a amanecer. Yo me encontraba en mi lado de la cama, boca arriba y completamente despierto. La habitación estaba casi a oscuras, pero el brillo y la claridad de las imágenes de la alucinación todavía me tenían encandilado. Como había descubierto mientras viajaba en la ambulancia, la transición de una realidad a la otra me hacía sentir como si hubiera sido lanzado hacia atrás en el tiempo: unos pasos vacilantes a lo largo de un sendero y de pronto un salto y vuelta atrás al sitio de donde había partido.
Ahora, Birgit estaba durmiendo a mi lado, con su brazo sobre mi estómago. Notaba su tibieza junto a mí. Me sentía solo y asustado, y no obtenía ningún consuelo de su cercanía, de la intimidad en la que habíamos dormido. Gemí en voz alta; me daba cuenta de que aquellas imaginaciones me estaban mostrando mis peores miedos. Ella me había llamado J.L. ¿Por qué? Sentí que Birgit se movía; probablemente se había despertado con mi gemido. Mientras se desperezaba, apretó su cara contra la mía, cariñosa y feliz de encontrarme allí. Se apretó contra mí: su suave pecho sobre mi brazo y su vientre presionando mi costado.
Unos segundos más tarde los dos estábamos completamente despiertos, sentados y apoyados en la dura madera del cabezal de la cama. Birgit encendió la lámpara que estaba a su lado y se puso sobre los hombros su rebeca de lana. Eran las ocho y cuarto. El amanecer era a hora avanzada porque las medidas de ahorro de electricidad en horas diurnas se prolongaban durante los meses de invierno. En algún sitio a lo lejos se oían los motores de un gran avión que volaba bajo sobre las montañas.
Las imágenes de mi alucinación continuaban atormentándome: parecían tan reales, tan verosímiles... Había sentidola rugosidad de la tela del uniforme sobre mi piel. La casa estaba exactamente como era, como la veía ahora. Yo conocía a mi hermano Jack mejor que a nadie en el mundo. Empecé a temblar, incapaz de entender ni aceptar el significado de todo aquello que estaba sucediéndome. Rodeé a Birgit con el brazo y la apreté contra mí. Desconocedora, evidentemente, de lo que estaba pasando por mi mente, ella se acurrucó a mi lado.
Después de un rato, abandoné la cama y atravesé el rellano para usar el retrete. Cuando volví, Birgit estaba sentada muy recta. Su pelo se veía desarreglado después de las horas de sueño, los ojos un poco hinchados. Vi que tenía una mano cruzada sobre el estómago.
Encendí la luz del techo, acerqué una silla al armario y me subí a ella para alcanzar el estante de más arriba.
—Joe, ¿qué haces ahí? Vuelve a la cama.
—Tengo que resolver esto —dije con seriedad.
Metí el brazo hasta el fondo y la toqué. Sentí la gorra al instante, después tanteé para dar con el resto de las ropas que había imaginado. Debajo de la gorra había una prenda. La saqué junto con la gorra. La gorra y una camisa de tela dura. No estaba el uniforme completo.
Suficiente, pensé; suficiente para aclarar las cosas.
—¿Quién ha puesto esto aquí? —pregunté con la gorra en una mano y la camisa en otra. Acerqué las prendas a ella; prácticamente, era una amenaza.
—Yo, por supuesto.
—Son de J.L., ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Y qué están haciendo en nuestra casa?
—Yo se las guardo.
—¿Qué? ¿Por qué tienes tú que guardar la ropa de mi hermano?
—Él... él las trajo un día. Había que lavar la camisa, y limpiar la gorra. Me pidió que se las guardara. Tiene otras en la base.
—Entonces, ¿Jack ha estado en casa? ¡Mientras yo no estaba aquí!
—Sí.
—¿Qué ha estado pasando entre vosotros?
—¡No ha pasado nada! ¿Qué es lo que estás pensando? —Se movió en la cama y se irguió más. Durante unos segundos, sus hombros se tensaron; después volvieron a relajarse—. ¡J.L. es tu hermano! Tú estabas lejos. ¡Semana tras semana tras semana! ¿Qué crees que puedo hacer aquí? En este pueblo no tengo amigos. Ni en el pueblo ni en Inglaterra. ¡Todos los que se cruzan conmigo me oyen hablar y creen que soy una espía de Hitler! Soy la nazi casada con un hombre que no quiere luchar. La gente murmura. Ellos creen que yo no me entero. Tus padres no hablan conmigo. Mi madre y mi padre están muertos, eso es lo que parece. Estoy sola aquí, todos las horas del día y de la noche y las del día siguiente. Quizá llegue una carta tuya, quizá no. Si no llega, puedo tocar el violín, aunque no me oiga nadie. O coger el autobús e ir a las tiendas donde no hay nada que comprar. ¡Vaya vida llevo!
—¿Qué me dices de Jack? —dije—. Sabes cómo nos llevamos él y yo. ¿Por qué ha venido aquí mientras yo no estaba?
—¡Tú no estás nunca! J.L. sólo viene cuando tiene permiso, una vez un día o dos, otro día por aquí o por allí, según se lo permitan. En ese asunto, no tiene elección. Una vez me escribió y me preguntó si podía pasar su permiso contigo y conmigo; no quería ir a su casa. Pero tú estabas en Londres. No sabía cómo comunicarme rápidamente contigo y sonaba desesperado. Quería estar un tiempo lejos de la base. Entonces, le dije que sí, y vino.
—¿Sólo una vez?
—No, ha estado aquí tres veces. Tal vez más.
—Nunca me los ha dicho.
—Quizá cinco veces. Tú nunca estás aquí, así que no puedo decírtelo.
—Y deja su ropa en el dormitorio.
—¡No! ¿Qué es lo que crees? ¿De qué me estás acusando?
Algo como esto raramente puede ser resuelto adecuadamente en un matrimonio. Las apuestas son tan altas que continuar haciéndolas conduce a situaciones de las que no hay regreso posible. Por eso, mientras pudiera, intentaría no llevar hasta sus últimas consecuencias lo que estaba pensando. Birgit y yo teníamos estrechos vínculos: los peligros de la guerra, la llegada de un niño, el amor que nos había unido durante tanto tiempo. Yo no podía soportar la idea de que algo o alguien trastornara lo nuestro, aún menos mi propio hermano. La discusión que ella y yo tuvimos dio lugar a un largo y amargo silencio que duró todo el día. Al anochecer pactamos una tregua sin palabras; esa noche hicimos el amor.
Pasé los dos días siguientes recuperándome lo mejor que pude y el lunes por la mañana me presenté en las oficinas de la Cruz Roja.
Extracto de ¡Alemania mira al este! — Discursos completos de Rudolf Hess, seleccionados y editados por el profesor Albrecht Haushofer, Imprenta de la Universidad de Berlín, 1952. Parte de los discursos de Hess en la Leipziger Triumphsportplatz a las Hitleijugend [Juventudes Hitlerianas], mayo de 1939, se refieren a los deseos del lugarteniente del Führer de coexistencia pacífica con Gran Bretaña y su Imperio:
«A aquellos de nosotros que vivimos en las trincheras hundidos en el barro, a aquellos de nosotros que oíamos con el aliento contenido el silbido de las balas del enemigo inglés pasando sobre nuestras cabezas, a aquellos de nosotros que nos ahogábamos en nuestras máscaras de gas o que en las noches heladas nos tomábamos un respiro en los cráteres, la Gran Guerra nos aportó una apasionada convicción. Incluso ahora, esa creencia está en el fondo de mi corazón. También en el corazón del Líder, que luchó valientemente por la patria en esa misma guerra. La convicción es ésta:
»El pueblo alemán no debe librar una guerra contra la raza inglesa. ¡Nuestra lucha no es contra otra raza nórdica! Nuestra lucha está en cualquier otro sitio.
»En esa guerra tan terrible vimos morir a cientos de miles de jóvenes y muchachos alemanes. Todos ellos amaban la Patria, como vosotros y yo la amamos. ¡Y murieron por ella! No eludieron su deber. No se escondieron. Ni siquiera preguntaron nunca por qué debían hacer ese extremo sacrificio.
»Recae sobre nosotros, la nueva generación de patriotas nacionales alemanes, la responsabilidad de darles una respuesta. ¡Inglaterra no es nuestro enemigo!
»Tratamos de conseguir espacio para vivir. Deseamos el desarrollo de la raza alemana. Si los ingleses nos lo permiten, nosotros no combatiremos contra ellos. Si ha de haber una guerra, será porque ellos quieran, no nosotros. Nosotros, que sobrevivimos a las minas y a los obuses y al gas en la Gran Guerra, lo decimos una y otra vez: evitaremos que el mundo padezca otra guerra.
»¡Pero sólo si Inglaterra nos lo permite!
»Heil Hitler!»
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
Llegué a la base de la RAF de Kenley al amanecer, con un oficial de la Cruz Roja llamado Nick Smith, tras un largo y peligroso viaje a través de los suburbios de Brixton y Streatham, que habían sido intensamente bombardeados.
Nuestros pases nos permitieron pasar sin demora a través de los controles de seguridad de la base aérea de Kenley. El conductor del vehículo nos dejó junto a un barracón Nissen, donde varios civiles nos estaban esperando. Añadí mi pequeña maleta a la pila que se había ido formando junto a la puerta principal, luego me acerqué todo lo que pude a la estufa para entrar en calor después del largo viaje. Me ofrecieron un cuenco de humeante sopa y la tomé agradecido.
No había dicho nada a Birgit acerca del viaje que iba a emprender, porque volar a Suiza en el medio de una violenta guerra contra Alemania librada en la tierra y el aire obviamente era peligroso. En los días que precedieron al viaje, pasé bastante tiempo estudiando un mapa de Europa, tratando de saber con antelación cuál sería la ruta más segura, aquella en que volaríamos la menor distancia posible sobre territorios ocupados o sobre la misma Alemania. Suiza, completamente rodeada de tierra, no parecía ofrecer muchas rutas seguras de entrada y salida. Mi pálpito era que lo más seguro sería dar un largo rodeo: volar hacia el sur a lo largo de la costa oeste de Francia y después hacia el este, cruzando el territorio francés controlado por el gobierno de Vichy. La ruta directa a través de Alemania era más corta, pero estaba cargada de peligros.
Desde una de las ventanas del barracón pude ver el avión pintado de blanco que estaba en la pista de estacionamiento esperando que nos embarcáramos. Debido a la oscuridad, no podía ver mucho más que el avión, pero pude advertir que había mucha actividad alrededor de él.
—Caballeros, les ruego que me presten atención, por favor. —Me volví y vi a dos oficiales de alta graduación de la RAF de pie junto a la puerta en el extremo del barracón. Uno de ellos levantaba la mano pidiendo silencio. Todos callamos—. Muchas gracias. Dentro de unos minutos podrán embarcar. Ante todo, debo pedirles disculpas porque el interior del avión es bastante espartano. Sin embargo, la tripulación ha hecho todo lo posible para que se sientan cómodos. Quisiera rogarles que, una vez que el avión esté en vuelo, se muevan por él lo menos posible. El vuelo será largo, por lo que el avión va muy cargado de combustible; si hay demasiado movimiento en la cabina, puede verse afectada la estabilidad del mismo. Estoy seguro de que no hace falta insistir sobre este punto. Cuando estén a bordo, verán que la parte delantera de la cabina ha sido aislada con una cortina. Por favor, no vayan a esa zona de la cabina hasta que el avión haya aterrizado y los demás pasajeros hayan bajado a tierra. Todo lo que necesiten estará a su disposición en el sector del avión que ocuparán. Creo que ya se les dijo que trajeran algún bocadillo y alguna bebida, ¿no es así? Muy bien. Les gustará saber que hay un aseo a bordo y que no necesitarán un doctorado en física para poder utilizarlo.
Todos sonreímos nerviosamente mirándonos unos a otros; allí había reunido un buen número de hombres haciéndonos la misma pregunta. Poco después, salimos por una puerta lateral y caminamos en la oscuridad atravesando la pista de hormigón hasta donde estaba el avión.
Yo fui uno de los primeros en subir a él y pude elegir un asiento en la parte trasera de la cabina, junto a una ventanilla. Nunca antes había ido en avión, por lo tanto estaba deseando ver todo lo que pudiera del mundo exterior en cuanto amaneciera. De los demás pasajeros, sólo conocía a Nick y a otro funcionario de la Cruz Roja que Nick me había presentado al entrar al barracón. Ése era un colega llamado Ian Maclean y trabajaba en la delegación de Edimburgo. Él y Nick se sentaron unas pocas filas delante de mí. Todos los demás me eran desconocidos.
Después de otra larga espera, los motores se pusieron en marcha y la cabina se llenó de ruido y vibraciones. Todo era mucho más ruidoso y tosco de lo que había imaginado. Para que se calentaran, los motores estuvieron girando un buen rato. Empezaba a sentirme extremadamente nervioso cuando por fin el avión inició un desagradable bamboleo hacia la pista de despegue, balanceándose de forma alarmante hacia un lado y otro. Sin embargo, una vez en el aire, los movimientos del avión se hicieron sorprendentemente suaves, aunque no por eso cesó el ruido.
Me acomodé lo mejor que pude en el asiento de lona. Como todos los demás a quienes podía ver desde donde estaba, no me quité el grueso abrigo que llevaba porque la cabina no tenía calefacción. Intentando ver algo de la oscura tierra que pasaba debajo de nosotros, miré atentamente a través de la pequeña portilla. De hecho, mientras fue de noche, apenas pude ver poco más que la quieta saeta blanquiazulada de la llama que salía por el escape del motor del avión que estaba en mi lado.
Cuando por fin salió el sol, vi que volábamos sobre el mar. Me preguntaba si se trataría del canal de la Mancha; de ser así, el piloto nos estaba llevando por la parte más ancha del mismo. El avión continuó volando sobre el monótono escenario de olas grises, aparentemente inmóviles allá abajo. Empecé a sentirme deshidratado y hambriento en aquella helada cabina, así que saqué mis bocadillos y mi termo de té.
El avión siguió volando sin cambios perceptibles del rumbo ni la altitud. La gran ala pintada de blanco se extendía ante mí ocultándome en parte la visión de delante. Yo continuaba observando el cielo atentamente, esperando que en cualquier momento aparecieran unos cazas alemanes y cayeran sobre nosotros. Me era imposible relajarme, apartar de mi mente los innumerables riesgos que conllevaba un vuelo como aquél.
Después de tres horas de vuelo, por fin me levanté del asiento y me moví por la atestada cabina hacia proa, donde estaba Ian Maclean, de pie en el estrecho pasillo, con el cuello doblado a causa de la poca altura del techo del avión. Me quedé junto a él, tan incómodo como él mismo. Conversamos un rato, alzando nuestra voz para poder oírnos sobre el ruido de los motores. Ian no estaba tan nervioso como yo por el vuelo; eso me ayudó a relajarme un poco.
—No puedo evitar observar que todavía estamos volando sobre el mar —dije—. ¿No deberíamos ya ver tierra?
—Por seguridad, vuelan sobre el mar tanto como sea posible —dijo Ian.
—¿Has hecho este viaje antes?
—No exactamente. Una vez volé hasta Estocolmo. Tomes por la ruta que tomes, no hay mucha tierra sobre la que volar.
—Pero ¿no vamos a Suiza?
—¿Ahí es donde te han dicho a ti que íbamos?
—Sí. ¿Es que vamos a otro sitio?
—No, no lo creo. A mí me han dicho lo mismo. Aunque podría ser una tapadera, nunca se sabe.
Me incliné hacia adelante tratando de ver algo por la ventanilla más cercana. Lo único que vislumbré fue un trozo de nube y, más abajo, el gris neutro de las olas.
Hice un gesto hacia la cortina que nos bloqueaba el paso a unos pocos palmos de donde estábamos.
—¿Tienes alguna idea de lo que hay ahí detrás?
—Oficialmente, no se ha dicho nada, ¿no es así?
—¿Hay algo que no quieren que veamos?
—Debe de tratarse más bien de alguien que de algo —dijo Ian—. Aquella vez que volamos a Estocolmo, llevábamos con nosotros a un par de peces gordos. Creo que eran diplomáticos, uno de ellos alemán. También entonces pusieron una cortina como ahora.
Era difícil hablarnos a gritos sobre el ruido de los motores, así que Ian y yo cortamos nuestra conversación y yo volví a mi sitio. Me revolví en el estrecho asiento. La lona se hundía con mi peso como si fuera una vieja tumbona de playa; intenté acomodarme lo mejor posible. Volví a la observación del cielo. A pesar de no haber dormido nada durante la noche pasada, estaba completamente despierto. Me sentía alerta, interesado en toda la experiencia a pesar de su escasez de incidentes. Estoy seguro de que no me dormí; tampoco me distraje.
Sin embargo, no me di cuenta de que unas montañas habían entrado en nuestro campo de visión. La primera vez que las vi, estaban bastante lejos y algo tapadas por una ligera bruma invernal, pero unos minutos después el avión empezó a volar entre los picos más altos. Las fui viendo cada vez más detalladamente mientras se deslizaban a cada lado del avión. Parecían estar peligrosamente cerca. ¿Cómo habíamos llegado tan rápidamente a ellas desde el mar? ¿Quizá, cuando se vuela muy alto, la tierra tiene el mismo aspecto que la superficie del océano? Había bruma por todas partes. Pero el tedio de las horas anteriores se había desvanecido. Las laderas cubiertas de nieve de las montañas reflejaban el sol de tal manera que resultaba difícil mirarlas. Yo apretaba la frente contra el cristal de la portilla y preferí mirar más abajo, un paisaje de valles boscosos y un serpenteante río de plata. El avión empezó a moverse violentamente. Se inclinaba con frecuencia y el sonido de los motores variaba cuando el piloto hacía algún ajuste del rumbo. Estábamos volando en medio de turbulencias y esto hacía que el avión se sacudiera de un modo inquietante. Parecía como si estuviéramos zigzagueando por un estrecho valle; a veces nos acercábamos peligrosamente a las paredes de roca. Cada minuto que pasaba estábamos más próximos al valle, hasta que por fin el morro se levantó, los movimientos del avión se estabilizaron y los motores empezaron a girar con mayor lentitud. Momentos más tarde, volábamos muy bajo sobre el suelo; hubo una sacudida, luego otra y un segundo después estábamos rodando muy deprisa sobre una pista. Entre los árboles que había junto al aeródromo, se veían algunas edificaciones de hormigón. Más allá de ellas, se erguían las montañas.
Por fin, el avión se detuvo y, después de algunos estertores, los motores quedaron en silencio. Nos pusimos de pie, estirando nuestros músculos dorsales tras el largo confinamiento en los incómodos asientos. Yo ocupaba el último lugar de la fila que avanzaba por el estrecho pasillo entre los asientos. Cuando el hombre que me precedía salió por la puerta y bajó los escalones de la escalerilla, me quedé solo en la cabina. En lugar de bajar como habían hecho los demás, me acerqué a la cortina y la corrí a un lado. Detrás de ella estaba la parte delantera de la cabina del avión, en ella había seis asientos, tres a cada lado del pasillo. No había nadie. Más allá, había otra cortina, tras la cual estaría seguramente la cabina de mando. Pude ver algún movimiento; luego, alguien que estaba al otro lado corrió la cortina y salió de la cabina. Era un hombre alto, vestido con un elegante uniforme de la RAF y con la gorra ladeada en un desenfadado ángulo sobre la cabeza.
Era mi hermano Jack.
Lo miré con asombro, pero su afable sonrisa no se borró al verme. Él no parecía sorprendido. Detrás de él, surgió desde la cabina otro oficial de la RAF, pasó junto a Jack y, después de una rápida mirada en mi dirección, cruzó la puerta y salió del avión.
—¿Vienes, J.L? —dijo desde lo alto de la escalerilla.
—Estoy contigo en un momento.
—¡No tenía la menor idea de que tú pilotabas el avión! —le dije a Jack.
—Bueno... ahora ya lo sabes.
El corazón golpeaba dentro de mi pecho. Miré a mi alrededor: la luz del día entraba por la puerta abierta del avión; más allá del blanco y ancho plano del ala, podía ver la espalda de los otros hombres que habían volado conmigo, que se dirigían hacia las bajas edificaciones que se veían a unos doscientos metros, cruzando la pista. El copiloto los seguía. Detrás de mí estaba la estrecha cabina del avión: el prosaico suelo metálico cubierto de papeles arrugados, colillas de cigarrillos, trozos de pan, envoltorios de bocadillo. Todo era verosímilmente real, pero aun así, tenía la convicción de que estaba atrapado en otra vívida alucinación.
—¡Jack, deja ya de hacerme esto!
Mi hermano permaneció allí quieto y en silencio. Me costaba mucho mirarlo a los ojos; estaba aterrorizado de pensar que podría quedar a su merced.
—¿Dónde estamos? —pregunté, finalmente.
—En Zurich, por supuesto. Donde será tu reunión, tal como te dijeron.
—¿Qué diablos está pasando, J.L? ¿Cómo estás metido en esto? ¿Tú sabes por qué estoy aquí?
—Yo no soy más que el piloto.
—¡Éste es un vuelo de la Cruz Roja! —dije—. Es un avión neutral en misión diplomática. Tú eres un oficial de la RAF que está de servicio. No deberías estar metido en esto.
—Todos los aviones necesitan un piloto. Están poniendo motores nuevos en mi Wellington. Así que, en lugar de estar dando vueltas por mi base sin nada que hacer, me ofrecí voluntario para este viaje.
—Pero tú eres de la RAF —dije otra vez.
—Mientras esté aquí no. Soy un piloto que está colaborando con la Cruz Roja.
Por fin, lo miré a los ojos.
—¿Por qué me estás haciendo esto, Jack? —le pregunté tranquilamente.
—No es nada que tenga que ver conmigo, Joe. Y tú lo sabes.
Apenado, di media vuelta y me marché.
El avión volaba en el brillante cielo invernal; lejos, allá abajo, se veía vagamente la llanura gris azulada del mar. Me sentía aliviado por el hecho de estar solo en la parte trasera de la cabina, donde no había nadie que se fijara en mí. Tenía escalofríos y estaba temblando, a punto de llorar.
Tenía la convicción de que las heridas que había recibido durante el bombardeo me estaban llevando a la locura. Las visiones estaban dominando mi mente. Ya no era capaz de distinguir lo real de lo irreal. Ésa era la definición clásica de la locura, ¿verdad? Las alucinaciones habían empezado aquella noche en la ambulancia, pero ¿habían cesado en algún momento? De hecho, cada cosa que creía real ¿sería acaso una alucinación más sutil y prolongada, una vívida figuración de otras opciones, mientras que en realidad —en la realidad real—, yo continuaba acostado boca arriba en la ruidosa ambulancia de la Cruz Roja, avanzando lentamente por una Inglaterra todavía dormida?
A juzgar por la falta de actividad de todos los demás, parecía que todavía quedaba un buen trecho antes de que llegáramos. Varios pasajeros, con la cabeza incómodamente caída y balanceándose al compás de los movimientos del avión, parecían dormidos. Otros miraban hacia fuera por las pequeñas ventanillas. Uno o dos estaban leyendo. Ian Maclean, que había permanecido un largo rato de pie en el pasillo, ahora se había sentado. Las pesadas cortinas colgaban impasibles en la parte delantera de la cabina. Ya no hacía tanto frío y, como alguna gente estaba fumando, había una familiar niebla en el aire. Encendí un cigarrillo para que me ayudara a mantenerme despierto. Empezaba a tener sueño, pero cambié de posición en el asiento y di varias profundas caladas, ya que no deseaba en absoluto correr el riesgo de un segundo lapsus mental.
Cuando volví a mirar por la portilla, vi tierra a lo lejos, a mi izquierda. Era una costa montañosa a medias cubierta por nubes y niebla. Estaba tan lejos que no podía distinguir detalles ni tratar de averiguar dónde era, pero contemplé ese paisaje contento de tener algo en lo que poder enfocar mi mirada. Finalmente, el avión se inclinó y giró en dirección a la tierra, pero continuamos volando sin que hubiera una pérdida de altura perceptible. Alrededor de media hora más tarde, sobrevolábamos una gran ciudad y el avión iba bajando poco a poco, y se inclinaba y viraba mientras maniobraba para aproximarse al aeródromo.
Mientras perdíamos altura, por segunda vez en aquel día, según me parecía, me preparé para el aterrizaje. Pronto, el avión estaba a nivel de los árboles. Pude ver algunos edificios y hangares, y una fugaz vista de la lejana ciudad.
Cuando el avión hubo tocado tierra felizmente, rodó un buen trecho y por fin se detuvo frente a un moderno edificio de ladrillo. Los motores se pararon y los pasajeros empezaron a moverse en sus asientos.
—¡Caballeros! —Uno de los pasajeros sentados en la parte delantera de la cabina, cerca de la cortina, ya se había puesto de pie y pedía atención con la mano abierta. Como a muchos de nosotros, le era difícil mantenerse erguido en la cabina debido a la escasa altura del interior del avión—. Tengo el placer de darles la bienvenida a Lisboa, una hermosa ciudad que muchos de nosotros en la Cruz Roja conocemos bien. A la mayoría de ustedes se les dijo que viajaríamos a Zurich para esta reunión, pero en tiempos de guerra, como saben, los engaños algunas veces son necesarios. Sin embargo, estamos en un país neutral y por lo tanto liberados de este tipo de cosas durante los próximos días.
»Para aquellos que no me conocen —continuó—, me llamo Declan Riley y pertenezco a la oficina de Dublín de la Cruz Roja. Aunque después de un vuelo tan largo todos estamos ansiosos por bajar del avión, tengo que entretenerlos un rato más.
Detrás de él, la cortina se hinchó un poco, como les sucede a las que cuelgan de una ventana cuando ésta se abre de golpe. Pudimos sentir que el avión reaccionaba a los movimientos en su interior, como si alguien en la parte delantera de la cabina caminara por el pasillo, seguramente a punto de bajar a tierra.
—Iba a decirles que debo informarles de tres asuntos urgentes —continuó el señor Riley. Hizo un ademán en dirección a la cortina que se movía—. Sin embargo, me parece que el primero de los tres se ha dado a conocer por sí solo. Tenemos el honor de compartir el viaje con tres personas muy distinguidas e importantes, tres personas que dirigirán las discusiones de los próximos días.
»La segunda cuestión es que, a partir de este momento, todos tendremos que hablar en alemán. —El señor Riley hizo una pausa para que sus palabras fueran asimiladas y continuó en la lengua que había anunciado—. Entre otras razones, han sido invitados a participar en esta importante conferencia por el dominio que tienen del idioma alemán. En los próximos días, aunque se encuentren con alguien de su propio país que no hable alemán, ustedes deberán continuar hablando en alemán, y nosotros procuraremos que cuenten con la presencia de un intérprete. Somos conscientes de que esterequisito es algo forzado y que hará que perdamos mucho tiempo, pero una de las condiciones planteadas por la otra parte es que todo se diga en alemán.
»La tercera cuestión se desprende naturalmente de la anterior. Por supuesto, todos ustedes comprenden muy bien que los temas que se tocarán en los próximos días son sumamente delicados. Por lo tanto, deberán ser tratados con la más extrema confidencialidad. Dentro de un momento se les pedirá que firmen un documento de aceptación de estos requisitos. Por supuesto, no es más que una formalidad, porque sé que a todos nos anima el ferviente deseo de que este encuentro sea un éxito. Creo que esto es todo de momento... —Miró con expresión inquisitiva al hombre que había estado sentado a su lado durante todo el vuelo, quien hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza—. Muy bien, caballeros; entonces, les agradezco mucho su atención. ¡Esperemos que el resultado de las conversaciones sea positivo!
Estas palabras fueron respondidas con un breve aplauso. Me puse de pie y seguí a los demás por el inclinado pasillo de la cabina. Después de unos segundos de espera, la cola formada avanzó hacia la puerta exterior del avión. Justo cuando llegaba mi turno de bajar a tierra, se corrió la cortina de separación con un rápido movimiento y un joven oficial de la RAF salió del compartimiento delantero. Me saludó cortésmente y penetró en la cabina.
Salí del avión, bajé los peldaños de la escalerilla metálica y empecé a caminar por la pista de asfalto detrás de los demás bajo la tibia luz del sol.
En el aeropuerto, después de una somera revisión de nuestros pasaportes, se unió a nosotros otro grupo que había llegado en un vuelo anterior. Varias de las personas de ese grupo eran alemanes o provenían de los territorios ocupados por Alemania; sin embargo, todos ellos eran funcionarios de centros locales de la Cruz Roja. Tras una breve presentación fuimos conducidos hacia una hilera de coches.
La primera parada fue en una gran residencia privada que no estaba muy lejos del aeropuerto. Allí nos esperaba un delicioso refrigerio. Al principio, todos los que habíamos llegado desde Inglaterra, no acostumbrados a ver tal abundancia de alimentos disponible ante nosotros, cogimos —con mucho cuidado— pequeñas cantidades, pero poco a poco se fue imponiendo la realidad de que, aunque fuera por unos días, habíamos dejado atrás los rigores del racionamiento. Yo compartí mesa con dos oficiales a quienes no conocía. Un hombre y una mujer que habían llegado desde Berlín y que representaban a la Cruz Roja alemana. Ellos no tenían más idea que yo sobre el propósito del encuentro, pero mi mente empezóa especular. Seguramente, los demás hacían lo mismo. Algo grande se avecinaba.
Volvimos a los coches y, en una larga caravana, recorrimos un sector de Lisboa; después cogimos una carretera que iba hacia al oeste, junto a la costa del estuario que forma el río Tajo. La tarde había avanzado, de modo que el sol se había movido y ahora lo teníamos frente a nosotros. A nuestra izquierda veíamos la inmensidad del Atlántico; a la derecha, se divisaban colinas cubiertas de árboles. En cada cuesta y cada curva que tomábamos, veíamos imponentes paisajes de la costa y el mar. Las ventanillas del coche estaban abiertas y hasta nosotros llegaba la fragancia de las flores y la vegetación que crecía espesa junto a la carretera.
Finalmente llegamos a una pequeña ciudad junto al mar llamada Cascais. Era una ciudad de preciosas casas encaladas y embellecida con cientos de palmeras y árboles de hoja caduca. Nos llevaron hasta un gran hotel frente al mar y nos asignaron habitaciones individuales. Allí, antes de volver a coger los coches, dispusimos de un rato para refrescarnos después del viaje. En mi cuarto había una enorme cama doble y un balcón desde el que podía contemplar el mar.
La calle principal de Cascais corría paralela a la línea de la costa y después se encaramaba fuera de la ciudad, hacia un cabo de poca altura. En cuanto hubimos dejado atrás la ciudad, el escenario cambió: se convirtió en una costa salvaje de yacimientos ígneos y acantilados de roca negra y brillante que se adentraban en el mar. El agua estaba tan calmada como la superficie de un espejo; la luz del sol arrancaba mágicos destellos del mar, pero la mar de fondo proveniente del océano era tan fuerte que las olas llegaban a la costa altas y violentas. Se precipitaban contra las rocas en espectaculares estallidos de espuma. A pesar del tibio sol, sobre toda la línea de la costa flotaba una niebla blanca.
No nos habíamos alejado mucho de Cascais cuando nuestros vehículos cruzaron unos anchos portones y avanzaron lentamente por una entrada flanqueada de árboles hacia una inmensa villa pintada de color de rosa. Durante los próximos días, aquella hermosa casa almenada, con sus grandes jardines, sus terrazas, sus macizos de arbustos, su piscina, su cine privado y muchas otras comodidades, sería mi lugar de residencia. El nombre de la casa era «Boca do Inferno».
En un extremo del salón principal de la villa había un área de recepción; allí, los visitantes fuimos invitados a esperar. En el lugar habían dispuesto unos cuantos sillones de descanso alrededor de un ornamentado hogar de mármol que, aparentemente, era encendido muy raramente. A cada lado del hogar había unos estantes completamente llenos de libros; también varios retratos al óleo de antiguas personalidades que se habían alojado en la casa. En una hornacina junto a la chimenea, se veía una gran fotografía con marco dorado que, aunque se mostraba sin ostentación, era visible desde casi todo el salón. Se trataba de un retrato de estudio del duque y la duquesa de Windsor, el ex rey Eduardo viii de Gran Bretaña y su esposa norteamericana, Wallis Simpson. En la parte inferior de la foto aparecían sus firmas. Al lado de la foto, y con las astas cruzadas, se habían colocado dos pequeñas banderas nacionales muy juntas: la Union Jack y la nazi del Tercer Reich.
Durante nuestro primer anochecer en la villa nos fue ofrecido un cóctel de recepción. Al principio, la mayor parte de los que estábamos allí éramos delegados de las muchas sociedades de la Cruz Roja de diferentes ciudades europeas, pero a medida que fue avanzando la noche empezó a llegar la gente importante. Se unieron a la recepción sin alharacas, ni presentación; fueron moviéndose tranquilamente entre los presentes y mezclándose en la conversación de los corrillos. Yo no reconocí a ninguno de ellos, pero Nick Smith y Ian Maclean susurraban en mi oído el nombre de los que ellos conocían. Así supe de la presencia del doctor Carl Burckhardt, presidente de la Cruz Roja suiza. También de uno de los más famosos funcionarios de la Cruz Roja de todo el mundo, el conde Folke Bernadotte, director de la sección sueca. El embajador británico en España, sir Samuel Hoare, llegó un poco más tarde; inmediatamente después, llegó sir Ronald Campbell, su colega de la embajada británica en Lisboa. Ambos estaban acompañados por sus colaboradores, quienes se movían con soltura por el salón hablando un excelente alemán. Después empezaron a llegar los representantes diplomáticos de las embajadas alemanas de varios países neutrales.
A las ocho y media, Jorge, el duque de Kent, el menor de los hermanos del rey de Inglaterra, fue anunciado desde la puerta. Fue recibido por sir Ronald Campbell y después fue presentado a las principales personalidades presentes. Los integrantes de su séquito, todos ellos —al igual que el duque— vestidos de paisano, se dispersaron por el salón y se unieron a la conversación general con mucha afabilidad y cortesía. En cierto momento, mientras daba una vuelta por la recepción, pude ver al duque con el conde Bernadotte, quienes con total desenvoltura mantenían una distendida y divertida charla en perfecto alemán.
A las nueve, todos nos trasladamos a un gran comedor anejo al salón, donde se iba a servir la cena. Tomamos asiento según indicaban unas tarjetas colocadas en el lugar de cada comensal. Los dos funcionarios principales de la Cruz Roja compartieron el lugar de honor junto con el duque de Kent y algunos oficiales superiores alemanes. A mi lado se sentó un agregado militar de la embajada alemana en Madrid, el SS-Obergruppenführer Otto Scháfer. Este oficial se esforzó por ser cortés conmigo, y yo respondí lo mejor que pude, pero la verdad es que me pareció zafio. No teníamos casi nada en común; a pesar de eso, no dejó de hablarme de su historial. Durante sus años de servicio en las SS, me contó con su tosco acento de la Pomerania, se había visto envuelto en muchas gloriosas acciones. Yo no había oído hablar de ninguna de ellas pero, aunque fueran contadas en tono humorístico y en una versión supuestamente favorable por uno de sus perpetradores, esas acciones me parecieron deprimentes y espantosas.
Al final de la cena, el doctor Burckhardt pronunció un breve discurso para recordarnos que aquel encuentro era único y de importancia histórica, y que para el mundo era fundamental que llegáramos a un resultado positivo. También nos dijo que, aunque por el momento debíamos conducirnos con la más estricta discreción, en los años venideros todo el mundo reconocería la importancia de lo que estábamos a punto de llevar a cabo en aquella casa excepcional situada en zona tan hermosa y salvaje de Portugal.
Cuando terminó el discurso, hicimos un brindis por el éxito de nuestros esfuerzos.
El doctor Burckhardt ya había vuelto a sentarse cuando uno de sus ayudantes se acercó rápidamente a él, se inclinó y susurró unas palabras en su oído. Naturalmente, yo no pude oír qué dijo, pero el doctor Burckhardt se aproximó al duque de Kent y le habló en voz baja. El duque asintió con la cabeza y sonrió. El doctor Burckhardt regresó a su asiento.
Momentos después, otro grupo de delegados entró en el comedor con tan poca ceremonia como los anteriores. Sin embargo, su entrada produjo una indudable agitación en la sala. De pronto, el oficial de las SS que estaba a mi lado se puso rígido. El jefe de los recién llegados caminó con paso seguro directamente hacia el sitio de honor de la mesa para saludar al doctor Burckhardt y al conde Bernadotte, quien lo condujo inmediatamente ante el duque de Kent. Ambos hombres se quedaron frente a frente, sonriendo y estrechándose las manos muy amistosamente, palmeándose uno a otro en los brazos y la espalda. Todo el mundo en el comedor enmudeció.
El recién llegado era el lugarteniente del Führer, Rudolf Hess.
A la mañana siguiente empezó la primera ronda de negociaciones. Todos teníamos algo que hacer. Como funcionario inferior, se me asignó un sitio en una comisión encargada de la documentación. Había que seleccionar, leer y revisar interminables series de detallados informes que serían utilizados por los representantes principales como documentos de referencia.
Yo era uno de los pocos representantes de la Cruz Roja que había en los grupos de trabajo; el resto eran funcionarios de las embajadas británicas y alemanas o de sus respectivos gobiernos, junto con abogados constitucionalistas británicos y alemanes, consejeros en materias de negociaciones provenientes de la Sociedad de los Amigos Cuáqueros y observadores de los cinco principales países neutrales de Europa: Suecia, Suiza, Irlanda, Portugal y España. Todo lo que se hablaba era dicho en fluido alemán y con toda naturalidad por los presentes; de todas maneras, los documentos resultantes eran redactados tanto en inglés como en alemán. Durante la primera hora, más o menos, todos trabajamos envarados y con formalidad, tal vez todos alerta para que nadie obtuviera especiales ventajas de la situación, pero a medida que fueron pasando las horas, el trato pasó a ser más amistoso, y llegamos a formar un grupo eficiente y armonioso.
Aunque mi contribución a los procedimientos era menor, sentía que había sido favorecido con una tarea importante e interesante. Sobre nuestro equipo recayó la responsabilidad de redactar los acuerdos verbales a los que llegaban los negociadores principales. Nosotros trabajábamos sobre la forma de las palabras con que serían registradas las medidas provisionales, discutíamos entre nosotros las posibles variaciones léxicas y los matices; finalmente, las enviábamos a los negociadores principales como base de la nueva conversación y —así se esperaba— un posible acuerdo. Desde esa posición, no sólo podía ver los detalles variando y ampliándose a medida que avanzaban las negociaciones, sino también cómo se iba configurando todo el encuentro. Trabajábamos a presión, ya que tanto delegados como asesores venían corriendo con sus nuevas notas pidiéndonos un texto lo más claro posible en el mínimo de tiempo. Yo trabajaba cada vez con más entusiasmo y entrega, plenamente consciente de que estaba participando en un acontecimiento decisivo que podía hacer que acabara aquella terrible guerra.
Nuestra sala de trabajo estaba en la segunda planta del ala sur de la villa, mirando hacia un terreno boscoso detrás del cual estaba el mar. El salón tenía una gran terraza. Mis compañeros y yo la aprovechábamos muy bien; llevábamos allí las mesas y las sillas, y trabajábamos con nuestros papeles a la tibia luz del sol invernal, aspirando los aromas que llegaban desde el jardín y oyendo el fragor de la lejana rompiente.
El único momento en que todos los que trabajábamos en las negociaciones coincidíamos era a la hora de las dos comidas diarias. Era un espectáculo cuya rareza nunca dejaba de impresionarme: en un gran salón, los principales representantes de dos países que estaban combatiendo en una amarga guerra, mezclados socialmente y congeniando. A menudo podía verse juntos a Rudolf Hess y al duque de Kent, mientras los ayudantes de cada uno de ellos se mantenían a distancia, como para proteger la intimidad de sus jefes. Esta naturalidad se daba entre todos los que trabajábamos allí. Durante mi segunda tarde, por ejemplo, yo estaba sentado junto al general de división Bernhard Altschul, del Ala Táctica 4 con base en el norte de Francia, al mando de muchos de los aviones que en aquellos momentos estaban atacando las ciudades británicas casi cada noche de la semana. Este hombre era un compañero culto e inteligente; costaba mucho imaginar que él era el responsable de la muerte y las heridas de centenares de civiles bombardeados.
Hacia el segundo día ya nos habíamos instalado en una especie de rutina de trabajo. Ya era posible prever cuándo se darían picos de actividad y cuándo habría momentos más tranquilos. Uno de estos períodos de respiro se producía a media tarde, y yo entonces aprovechaba para tener un poco de soledad. Salía a dar un solitario paseo por el jardín, disfrutando la pausa.
Aquél era un lugar muy hermoso, fresco bajo los árboles y tibio a la luz del sol. Más allá de la espesura del bosque había una extensión de tierra agreste en la que crecían salvajes altas hierbas y rústicos matorrales; el terreno haría un poco de pendiente hacia los acantilados de la costa y estaba recorrido por quebrados senderos a través de la vegetación. Seguí uno de ellos y pronto llegué a los espectaculares acantilados rocosos. Me senté y bajé la mirada para ver las olas rodando hacia allí, la espuma y el estallido contra las rocas. La escena tenía un efecto casi hipnótico: el mar en calma reflejando la luz del sol; las olas moviéndose hacia la costa sin cesar, ganando en volumen yaltura, creciendo y creciendo antes de golpear los riscos, retirándose luego con un enorme despliegue de agua pulverizada.
—A esta costa la llaman la Boca del Infierno —dijo alguien a mi lado.
Mi ensoñación se rompió en un instante. Me volví y levanté la mirada. Era el lugarteniente del Führer Rudolf Hess, que había llegado sin que lo oyera, pues el sonido de sus pasos fue amortiguado por la suave hierba del sendero y el ruido de la rompiente.
Sorprendido y ligeramente alarmado, me puse rápidamente de pie.
—Estaba dando un breve paseo, señor —dije a la defensiva.
—Yo estoy haciendo lo mismo. ¿Ha estado antes en esta parte de Portugal?
—No, señor.
—Permítame que le muestre la boca del infierno propiamente dicha. El año pasado estuve en esta casa. Otra visita en la interminable búsqueda de la paz. Me parece que usted no estaba presente, pero sin duda conoce a quienes estuvieron aquí en esa ocasión. Creo que esta vez tendremos más suerte en nuestros esfuerzos por la paz. —Hess me sonrió amistosamente con una especie de impúdica sonrisa que reveló la estrecha separación entre sus dos incisivos—. Si caminamos a lo largo del acantilado, veremos el fenómeno natural que da su nombre a la villa.
Hess estaba solo. A menos que los tres oficiales de las SS que formaban su escolta estuvieran escondidos en algún sitio cercano, debía de haberse zafado de ellos. No era habitual que uno de los negociadores principales fuera visto sin sus auxiliares. La noche anterior, durante una breve charla informal con Declan Riley, los negociadores secundarios como yo fuimos advertidos de que no nos metiéramos en conversaciones con ninguno de los negociadores principales, ya que lo que se dijera podía servir para darles luego una posición ventajosa de negociación. Ciertamente, nunca se me hubiera ocurrido que yo pudiera encontrarme en situación de tener en cuenta ese consejo.
Hess sugirió que podíamos tomar un sendero que seguía el contorno del acantilado. Yo caminaba algunos pasos detrás de él. Parecía que no le preocupaba darme la espalda. Era un hombre de sólida estructura aunque no robusto; más bien ancho que musculoso. Su modo de caminar era propio de personas con pies planos. A pesar de que su pelo corto e hirsuto todavía era oscuro, la brillante luz del sol revelaba un círculo de calva, extrañamente descentrado, en su coronilla. Más tarde supe que se debía a una herida recibida en una pelea en una cervecería durante los años en que Hitler intentaba llegar al poder. Si hacía falta un recordatorio de los antecedentes violentos de los nazis, allí estaba, en la coronilla de Hess.
No muy lejos, nos encontramos ante un inmenso foso, una profunda cavidad en el acantilado que no se veía desde la casa debido a una espesa masa de árboles y matorrales. Cuando llegamos al borde del foso, vimos las enormes dimensiones de aquella caverna sin techo: era casi perfectamente circular, tenía un diámetro aproximado de más de treinta metros y una profundidad más o menos igual. El mar se arremolinaba y hervía en el fondo del caldero: cada ola que llegaba estallaba dentro de la inmensa fisura y salpicaba en todas direcciones al mismo tiempo.
Contemplé aquello durante dos o tres minutos. Estaba impresionado por lo que veía, pero aún más desconcertado por la presencia del famoso jefe nazi junto a mí. Cuando se está frente a un lugar de vértigo como aquel agujero, dentro del cual una caída era mortal de necesidad, los pensamientos de un traspié accidental surgen de forma espontánea. Con ellos, inevitablemente, aparecen los pensamientos paralelos de saltar o de ser empujado. Rudolf Hess estaba a menos de un metro de mí, asomado al precipicio, mirando dentro del foso. ¿Y si alguno de los dos se cayera? ¿Y si alguno de los dos empujara al otro?
Arranqué de mi mente aquellos pensamientos: para mí, la violencia física era algo abominable. Pero, al mismo tiempo, no podía olvidar quién era el que estaba a mi lado, cuáles eran sus móviles, la enorme cantidad de vidas que su guerra se había cobrado ya, la amenaza que su régimen representaba para el resto del mundo.
Él se enderezó y ambos nos apartamos del borde del abismo.
—¿Sabía que una vez este foso fue empleado como prisión? —preguntó Hess alzando su voz por encima del rugido del caldero.
—¿Como prisión?
—La prisión principal estaba en otro sitio, pero construyeron celdas de castigo en este acantilado, por encima de la línea de la marea alta. Los prisioneros conflictivos eran traídos aquí para que conocieran los rigores del confinamiento solitario. —Me dedicó otra impúdica sonrisa—. Los prisioneros que con mayor frecuencia eran traídos a estas celdas era franceses y alemanes. Sin embargo, nunca hubo un británico. Me pregunto por qué no. Venga, permítame que le muestre. Una de las celdas está cerca de aquí.
Echó a andar otra vez por el sendero y lo seguí, estremecido por su singularidad. Hess parecía no estar seguro del emplazamiento de la celda, porque caminó arriba y abajo del sendero durante varios minutos, sin encontrarla. Yo empecé a sentir una cierta culpabilidad por haber dejado mi trabajo durante demasiado tiempo. Finalmente, Hess perdió interés en la búsqueda; mientras caminábamos de regreso, él miraba el suelo con expresión pensativa. Cuando llegamos más o menos al sitio donde yo había estado sentado, hicimos un alto.
Entonces, me habló en un tono más confidencial.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó.
—Yo lo he visto a usted antes, señor —respondí—. Pero estoy seguro que hasta hoy no he tenido el placer de hablar con usted.
—No, seguro que se equivoca —dijo con énfasis—. Conozco su nombre porque lo vi en la lista de la Cruz Roja. Usted es Sawyer, J.L. Pero ¿de qué me suena su nombre? y su cara también me es familiar...
—Yo competí en los Juegos Olímpicos. Tuve el honor de aceptar la medalla que usted me entregó, pero estoy seguro de que usted no podría recordarme de ese momento.
—¿Estuvo en Berlín? Entonces, es un atleta.
—Era remero, señor.
—Tal vez fuera eso. Desde esos días han pasado muchas cosas, ¿no es cierto? Entonces, como había pensado, usted es inglés.
—Sí, señor.
—¿Qué piensan ahora los ingleses de la guerra? Nosotros ya hemos probado un poco de guerra y quizá no nos gusta tanto como pensábamos.
—Yo siempre he estado contra la guerra.
—Eso dice usted. Pero fueron ustedes, los ingleses, quienes declararon la guerra al Tercer Reich.
—Herr Reichsführer, yo no debería estar hablando de estos temas con usted. Yo soy un funcionario menor y no tengo influencia sobre los negociadores principales.
—¿Y por qué está aquí?
—En última instancia, porque soy un pacifista y deseo que se llegue a la paz.
—Entonces, quizá estemos más de acuerdo de lo que usted piensa. Yo también he hecho este largo viaje porque quiero la paz entre mi país y el suyo.
—Señor, yo no represento a mi país. Yo trabajo para la Cruz Roja en calidad de neutral.
—Sin embargo me dijo que compitió en los Juegos Olímpicos. ¿Era neutral en ese momento?
—No. Remaba para Gran Bretaña.
—Entonces, dígame, ¿qué dicen los británicos de la guerra? ¿Quieren continuar o quieren parar?
—Creo que están cansados de la guerra, señor —dije—. Pero también sé que nunca dejarán de luchar mientras sientan que pende una amenaza sobre ellos.
—¿Cansados de la guerra? ¿Ya? El futuro puede ser mucho peor todavía. El Führer dispone de muchas armas secretas.
La forma en que Hess se había aferrado inmediatamente a la idea de que los británicos estaban cansados de la guerra hizo que me mordiera los labios. Recordé la advertencia que Declan Riley nos había hecho la noche anterior.
—Creo que los británicos prefieren la paz a la guerra —dije tan cuidadosamente como pude—. Pero la amenaza de invasión y los bombardeos de la Luftwaffe hacen que la población esté cada vez más colérica y determinada a vencer.
—¿Qué me dice del partido por la paz en Gran Bretaña? ¿Ignora lo que dicen?
—No sé nada de ellos, señor. En Gran Bretaña, nunca he oído hablar de paz. ¿Qué es ese partido por la paz?
—Están alrededor de usted, señor Sawyer. ¡En esta casa! ¿Cree usted que son una imaginación mía?
—El señor Churchill gobierna el país. Y en mi opinión, Churchill es un alborotador y un belicista...
—¡Como usted puede ver, el señor Churchill no ha sido invitado a esta casa! —Hess me había interrumpido aparentemente sin escuchar lo que yo estaba diciendo—. ¡Churchill es un obstáculo para la paz! Él es el problema que yo tengo que resolver, señor Sawyer. El Führer está dispuesto a firmar un tratado de paz con los ingleses pero no desea negociar con Churchill ni con ninguno de los que dicen amén a todo lo que él dice. El Führer desea fervientemente la paz con Gran Bretaña, pero ¿cómo podemos convencer a Churchill? Dado que estamos aquí para hablar de paz, ¿cuál es su opinión? ¿Aceptaría Churchill una paz por separado o debería ser reemplazado? A un acuerdo como el que estamos tratando de conseguir en esta casa deberían seguirle cambios muy importantes. Hablo de sustituciones en Alemania, y también en Gran Bretaña. Ustedes, los británicos, ¿se ocuparán de sustituir a Churchill? ¿Por Halifax, digamos, o por alguno de los competentes caballeros que están con nosotros en esta conferencia?
—No puedo decirlo, señor Herr Reichsführer. Yo no represento al gobierno británico.
Yo estaba aterrado por la súbita intensidad de Hess. Sus característicos ojos hundidos me miraban con firmeza, conminándome a que diera una respuesta. Pero aquello me superaba. La información u opinión que Hess quería estaba más allá de mis posibilidades.
Durante un momento más, continuó mirándome, después hizo un gesto de impaciencia.
—¡Es como yo pensaba! ¡Sólo el Reich quiere la paz!
Con un ademán malhumorado y desdeñoso, Hess se volvió y se alejó por el sendero que llevaba hacia la casa. Caminé a paso vivo detrás de él presintiendo que si alguna de las palabras de nuestra conversación llegaba a oídos de mis superiores me asarían a fuego lento.
Coronamos la cuesta y llegamos a un grupo de árboles que estaba a medio camino entre los acantilados y la villa. Allí, mirando en nuestra dirección, estaban esperando dos oficiales de las SS con sus negros uniformes. Yo sentía que los problemas se me acumulaban. Hess se detuvo y cuando llegué a su altura me miró cara a cara.
—Tenemos mucho que hacer —dijo en un tono más razonable—. Señor Sawyer, permítame que le diga que aunque usted no recuerde nuestro anterior encuentro en Berlín, yo sí me he acordado de las circunstancias en que coincidimos. Tal vez usted las haya borrado adrede de su mente. Ciertamente, desde entonces hemos recorrido un largo camino. Entiendo el peligro en que está usted, siendo un británico neutral en tiempos de guerra. Puede tener la seguridad de que no volveré a decir una sola palabra sobre esto.
—Muchas gracias, Herr Reichsführer —dije.
—En otro momento, quizá, tengamos otra posibilidad de hablar en privado.
Aquello no fue posible. Ésa fue la única conversación privada que tuve con Rudolf Hess mientras duraron las negociaciones. De hecho, apenas lo vi antes del fin de la conferencia.
Desde el mismo momento en que regresé a la villa, el volumen de trabajo se vio incluso incrementado: docenas de documentos con posturas diversas, protocolos, borradores de acuerdos, revisión de borradores, cláusulas modificatorias y memorándums que necesitaban inmediata preparación o traducción. Ninguno nos quejábamos de la tensión a que nos sometía el trabajo; todos éramos conscientes de la excepcional importancia de lo que estábamos haciendo. Durante las treinta y seis horas siguientes, trabajamos prácticamente sin un respiro.
Inesperadamente, en las primeras horas de nuestra última mañana en la «Boca do Inferno», el doctor Burckhardt entró en nuestra sala de trabajo, y nosotros nos pusimos de pie, sorprendidos. Muy sonriente, nos pidió que nos relajáramos. Parecía tan cansado como todos los demás. Yo sabía, por los atisbos que había tenido de las discusiones principales, que el doctor Burckhardt casi no se había alejado de la sala de conferencias. Era el único de los negociadores que se había acercado para visitarnos en nuestros dominios, donde las máquinas de escribir, los cuadernos y los papeles cubrían todas las superficies de trabajo, los vasos, tazas y platos sucios estaban esparcidos por todos los lugares posibles, los papeles arrugados se acumulaban sobre toda la alfombra, las chaquetas colgaban del respaldo de las sillas, y el ambiente apestaba a tabaco.
En cierto modo, el doctor Burckhardt se reprochaba no haber tenido la curiosidad de ver por sí mismo el sitio donde se realizaba el trabajo real, la caldera que alimentaba la sala de máquinas, como él lo describió. Nos dijo que le complacía informarnos de que las conversaciones entre los delegados británicos y alemanes habían llegado a una conclusión y que nos agradecía nuestra entrega y nuestro trabajo, llevado a cabo sin queja alguna. Nosotros le respondimos con un cortés pero entusiasta aplauso. Aun preguntándonos interiormente qué podría significar en realidad eso de que la conferencia había llegado a una conclusión, nuestro aplauso se convirtió rápidamente en una fuerte ovación. El doctor Burckhardt sonreía con modestia y, mientras nos abarcaba con la mirada, nos lo agradecía con significativos movimientos de cabeza.
Cuando terminó, sus ojos se fijaron en mí y, con una inclinación de cabeza, me indicó que lo siguiera fuera de la habitación. Mientras todos mis colegas me miraban con indisimulada curiosidad, hice lo que se me había pedido.
Fuera, en el corredor, después de cerrar la puerta de la sala, el doctor Burckhardt me estrechó cálidamente la mano.
—Señor Sawyer, en nombre de la Cruz Roja Internacional quiero agradecerle su colaboración esta semana.
Yo balbucí algo como que sólo había hecho lo que se esperaba de mí, etcétera.
—Sí, ciertamente. Todos estamos trabajando con el mismo propósito, pero éste ha sido un encuentro particularmente productivo. Aunque todavía no debería decir nada a sus compañeros de trabajo, quiero adelantarle que dentro de unas semanas habrá una segunda ronda de negociaciones en la que se ratificará el acuerdo conseguido. Aún no se ha fijado el lugar ni la fecha, pero puedo decirle que la conferencia tendrá lugar en algún momento de comienzos de mayo. Querría agregar que su presencia ha sido especialmente solicitada por uno de los principales negociadores. ¿Podemos contar con su disponibilidad?
—Sí, por supuesto, doctor Burckhardt.
—Creo que usted tiene familia en Gran Bretaña. ¿Podrían sus responsabilidades familiares impedirle hacer un segundo viaje con nosotros?
—No, señor. Mi mujer y yo estamos esperando nuestro primer hijo, pero el nacimiento no será hasta finales de mayo.
—Para entonces, todos nuestros trabajos estarán completados. Por cierto, usted habrá contribuido a que su hijo nazca probablemente en tiempos de paz. ¡Lo felicito, señor Sawyer!
Con estas alentadoras noticias, me estrechó la mano otra vez y me deseó lo mejor, eso fue todo. Me quedé inmóvil en el corredor, estupefacto por la idea de que la paz no era una noción abstracta sino una realidad alcanzable en mi propia vida. Nuestro niño podría nacer en un mundo en paz.
¡Hasta aquel momento no había sido plenamente consciente de ello! Sentí que la alegría crecía dentro de mí. Quería correr y gritar, pero en lugar de eso, con lágrimas en los ojos, me quedé solo en el pasillo, dándome cuenta de que se me había confiado la noticia más grande y más importante del mundo.
Volví a la sala. Aturdido, ayudé a mis compañeros a acabar las pocas tareas que aún quedaban por hacer. Poco después de una hora, estaba en la cama de mi habitación del hotel, tan excitado que, a pesar del agotamiento que sentía, a duras penas pude dormir.
Al día siguiente regresé a Inglaterra en el mismo avión pintado de blanco, y dos días después, me reunía con Birgit en nuestra casa de Rainow.
A todos los que participamos en los trabajos del acuerdo de Lisboa se nos hizo jurar que mantendríamos el secreto y se nos proporcionó una especie de tapadera para que pudiéramos explicar nuestra ausencia. Así, resultó que yo había estado en el norte de Gales, entrenándome con los nuevos equipos de salvamento que habían llegado de Estados Unidos.
Los acontecimientos de aquella soleada semana de invierno en Cascais ya pertenecen a la historia y el secreto ya no es tal. Lo que conseguimos y acordamos fue un protocolo para la paz, unos términos que debían ser ratificados en los más altos niveles para que el armisticio fuera vinculante. Transcurrieron varias semanas entre la primera y la segunda conferencia de paz, un tiempo de intensa actividad diplomática y gubernamental, una labor de la que sólo tenían conocimiento los integrantes de los círculos próximos a ambos gobiernos y el consejo directivo de la Cruz Roja. Ciertamente, yo tenía muy poco que ver con lo que se cocía y con lo que se dejó en un limbo de incertidumbre.
Como yo había participado en la elaboración del acuerdo, creía conocer de memoria cada cláusula, cada parágrafo, cada frase. Lo que no sabía era qué harían las personas de los más altos niveles con todo lo que nosotros habíamos elaborado.
¿Lo aceptaría Hitler? ¿Lo aceptaría Churchill?
Notas ytelegramas personales del primer ministro, enero a junio de 1941; del Apéndice B del tomo II, Su hora más gloriosa (1950), de las memorias de guerra de Winston Churchill (duque de Londres)
Del primer ministro al ministro del Aire
y jefes del Estado Mayor de la RAF
17 de enero de 1941
Es muy posible que algunos de los aviones alemanes derribados en nuestras costas puedan ser reparados. He visto esclarecedores informes sobre el estado de su blindaje, sus motores, su armamento, etc. Después de que les hicieran una exhaustiva inspección técnica en Farnborough. ¿Cabe la posibilidad de que alguno de esos aviones pueda ser puesto en condiciones de volar, por ejemplo, para instrucción de pilotos?
En particular, ¿podríamos disponer de un bimotor Messerschmitt 110 en funcionamiento y capaz de volar? Necesitamos urgentemente uno de esos aviones.
Del primer ministro al ministro del Interior
28 de febrero de 1941
¿Qué clase de instalaciones tenemos preparadas para el caso de que alguno de los actuales dirigentes alemanes caiga en nuestras manos? Por supuesto, como medida saludable a corto plazo, usaríamos la Torre de Londres (y dejaríamos que eso se supiera, ya que ésa podría ser una medida popular, por ejemplo en Estados Unidos), pero dado que prevemos que la guerra será un camino largo y difícil, debemos tener disponibles otras alternativas. Los establecimientos carcelarios ordinarios deben ser descartados, como por distintas razones lo deben ser también los campos de detención de prisioneros de guerra. Por lo tanto, para el caso de que fuera necesario, tenemos que contar con otros alojamientos seguros. Debe de haber varios castillos, casas rurales, etc., que puedan ser aislados en poco tiempo, sin muchos problemas y sin dar lugar a rumores.
Le ruego que me prepare una lista de sitios adecuados.
Del primer ministro al ministro de Asuntos Exteriores
2 de marzo de 1941
Por mediación de usted quiero transmitir mi agradecimiento a nuestros asesores de seguridad por la información concerniente a los planes alemanes relacionados con Madagascar. Esa idea proviene de los tiempos de Bismarck y de vez en cuando ha ido siendo resucitada por aquellos que desean trasladar el «problema» judío a otra parte del mundo.
En cuanto a este tema, la política británica debe ser discutida y establecida en la próxima reunión del gabinete pero, mientras tanto, podemos hacer un resumen de ella:
Dado que contamos con el mandato de Palestina, no deseamos promover una inmigración masiva, y en última instancia desestabilizadora, en esa región. Si bien ésta no es una opción que contemple el Plan Madagascar, tampoco la contempla nuestra política en ese tema.
Actualmente, Madagascar está controlado por el gobierno de la Francia de Vichy. Esta isla se halla junto a nuestra principal ruta marítima de circunnavegación del continente africano para la importación de petróleo de Persia e Irak. Sin embargo, en tanto el Reino Unido controle la zona del canal de Suez, algo que aspiramos a hacer indefinidamente, y dado que de momento no hay una presencia alemana significativa en la isla, no nos parece que el Madagascar controlado por Vichy constituya una amenaza real para nuestros suministros de ultramar.
Tal como destacamos en nuestro memorándum, cualquier intento alemán de establecer un gobierno títere de las SS en un Madagascar poblado por judíos europeos exiliados —indudablemente en condiciones inhumanas—, será considerado un asunto de la mayor gravedad. En ese caso, nos veríamos forzados a organizar una rápida y eficaz intervención militar, una obligación que de ninguna manera deberíamos eludir.
Le ruego me informe del número actual de judíos, no sólo los que viven en Alemania, sino también los de todos los países controlados por las fuerzas alemanas de ocupación. Debemos estar preparados para cualquier contingencia.
Del primer ministro al ministro del Aire
y jefes del Estado Mayor de la RAF
4 de marzo de 1941
Los informes sobre los resultados de bombardeos contra objetivos alemanes durante el mes pasado, no muestran una mejoría respecto al mes anterior. El número de misiones ha sido mayor pero los reconocimientos fotográficos revelan una notable falta de precisión. Nuestros nuevos bombarderos pesados de cuatro motores estarán operativos la semana que viene o la siguiente, así pues, espero mejores resultados generales. También observo que la pérdida de aviones se incrementa a un ritmo constante y que el número de nuestros aviadores dados por desaparecidos supera en casi el veinticinco por ciento el de los meses anteriores. No ganaremos la guerra si nos limitamos a enviar a nuestros jóvenes al peligro y a la muerte sin perspectivas de resultados positivos.
Le adjunto copia del informe del Ministerio de Trabajo concerniente a los daños causados por el bombardeo de la Luftwaffe sobre la ciudad de Coventry. Parece que desde noviembre, mes en que se produjo el ataque, el bombardeo nocturno de ciudades británicas no ha hecho sino incrementarse. Le ruego amablemente me haga llegar sus propuestas para hacer frente a esta situación.
Del primer ministro al ministro de Asuntos Exteriores
23 de abril de 1941
Los representantes de la Cruz Roja han estado notablemente atareados en las últimas semanas, utilizando nuestros aeródromos para sus variados compromisos en el exterior, presumiblemente en países neutrales. A pesar de que las normas para el uso de nuestro espacio aéreo por parte de la Cruz Roja son precisas, observo que se nos ha dado muy poca información sobre el destino de sus numerosos vuelos y, por cierto, del propósito de esos vuelos. Desde luego, mantenemos unas excelentes relaciones con todos los estamentos de la Cruz Roja; su trabajo durante el Blitz ha sido ejemplar, y se les ha expresado el mayor reconocimiento oficial al respecto. Somos tolerantes en relación con las actividades de la Cruz Roja, confiando en sus buenas intenciones. Realmente, no necesitamos saber en qué asuntos anda la Cruz Roja; oficialmente, tampoco deberíamos preguntarlo.
Le ruego me haga llegar un resumen de lo que los servicios de inteligencia tengan sobre la Cruz Roja británica y de todo aquello que pueda surgir en el futuro inmediato. Naturalmente, tenemos intereses nacionales vitales en todos los países neutrales de Europa.
Del primer ministro al ministro de Asuntos Exteriores
y al lord del Sello Privado
25 de abril de 1941
En respuesta a sus varios memorándums privados, me complace saber que el personal del Foreign Office ha llevado a cabo otra investigación en busca de algún archivo o material escrito concerniente al duque de Windsor, nuestro anterior rey. Los documentos a los que aludo son del tipo a que siempre me refiero en este contexto.
Todos los papeles personales y de Estado hasta el momento de su abdicación son, por supuesto, sacrosantos y, de cualquier modo, están a buen recaudo en los sitios acostumbrados. Lo que preocupa es el último período de las peregrinaciones de su alteza real, hasta agosto del pasado año, cuando aceptó el gobierno de las Bahamas.
Estoy particularmente interesado en la localización de material elaborado durante la fuga del duque de Windsor, el año pasado, de la casa llamada «La Croë», en la parte de Francia hoy controlada por el régimen de Vichy; del tiempo que después pasó en Madrid y, por supuesto, de las semanas que pasó cerca de Lisboa. No debería descartarse la posibilidad de que esté recibiendo ayuda y apoyo de otros organismos ajenos al gobierno de su majestad.
Sugerir que es probable que no haya documentos de este período de fuga y confusión es un error: un personal tan numeroso como el del duque no puede no dejar huellas tras de sí. Por ejemplo, cuando su alteza real estuvo en Madrid, él y yo intercambiamos varios telegramas. Estos telegramas están en nuestros archivos, pero debe de haber otros del mismo tipo. En el momento de la caída de Francia, nuestro embajador en París era sir Ronald Campbell. Ahora, él es nuestro embajador en Portugal y, por supuesto, tiene un importante archivo. Por alguna razón, las informaciones que nos llegan desde nuestra embajada en España lo hacen con mucha lentitud.
Nunca he pasado por alto los rumores que dicen que en España han sido vistos importantes oficiales nazis. Me atrevo a decir que, de vez en cuando, Portugal es otro lugar favorecido por su presencia. Durante un mes, el duque residió en una villa cerca de Lisboa; en ese tiempo, no mantuvo contacto con Londres salvo por algunos asuntos absolutamente superficiales. Lo que se necesita con la mayor urgencia es el material relacionado con este período y con esta casa en particular.
Del primer ministro al ministro de la Guerra
y al ministro del Interior
30 de abril de 1941
Con la clasificación habitual, les adjunto un informe de la Sección D. Les ruego respondan lo más pronto y detalladamente posible con un análisis y una propuesta de acción.
Quizá no sea nada, pero dadas las circunstancias, al menos debemos estar bien informados sobre este tipo de cosas. La Sección D está observando al joven, sujeto de este informe. Por diversas razones, las actividades de la Sección al respecto no han sido sistemáticas ni continuas. La enorme dificultad de montar una prolongada operación de inteligencia mientras continúan los ataques aéreos son justificación suficiente; no puedo más que elogiar el valioso trabajo que han hecho hasta ahora.
El asunto que me ocupa, y que considero insólito, es el de un oficial que sirve en el Mando de Bombardeo de la RAF, el teniente Sawyer, un piloto que al parecer ha cumplido con su deber con gran valentía y entrega, y que ha sido condecorado por su valor, pero de quien se dice que está vinculado a una de esas personas que, aunque nacidas en Alemania, han obtenido la nacionalidad británica y todavía no han sido internadas. En el caso de Sawyer, se trata de una joven con quien, por lo que parece, está casado. Esta persona, nacionalizada británica, llegó al Reino Unido antes de la guerra.
La Sección D no ha podido confirmar el matrimonio; ellos alegan que la oficina del registro civil donde se podrían haber encontrado los datos correspondientes fue destruida en ataque aéreo en septiembre del año pasado. En ese registro sostienen que Sawyer no está casado con la mujer y que simplemente cohabita con ella. Hay declaraciones de vecinos, pero no me tomé la molestia de leerlas. Sin embargo, todo el asunto y las circunstancias que le rodean lo convierten en algo bastante inquietante.
Lo que hace que el caso sea insólito y digno de que se le preste atención es que, por lo menos por un tiempo, Sawyer fue registrado como objetor de conciencia con vinculaciones con la Cruz Roja británica, organización para la cual, al parecer, ha estado trabajando con cierta eficiencia. Cómo concilia esto con su condición de oficial en servicio de la RAF es el meollo del misterio. Yo no tengo objeciones de fondo respecto a ninguno de estos comportamientos, siempre y cuando no se den simultáneamente en la misma persona y, además, en tiempos de guerra. A Sawyer no se le debe permitir que continúe en este multifacético papel, sobre todo cuando una parte importante de su vida parece estar útilmente vinculada con nuestra ofensiva aérea contra los nazis.
El informe enturbia más que aclara. A mí me parece que lo más probable es que haya una confusión de identidades, confusión que deberá ser investigada. Como detesto que las personas jóvenes sean encerradas sin que exista una buena razón, pienso que debería dejarse que la joven alemana se las arreglara sola.
De las notas hológrafas de J.L. Sawyer
Después de Lisboa, regresé a mi vida en Rainow con la sensación de que por fin la guerra se iba a acabar. Obtenido de la Cruz Roja un permiso con paga completa, el único recuerdo que tenía del extraordinario encuentro en Portugal era una breve nota manuscrita del doctor Burckhardt. Me la entregó poco antes de que yo subiera al avión para emprender el largo vuelo a casa. En ella, me pedía que no me reincorporase al trabajo cotidiano de la Cruz Roja y que permaneciera listo para viajar al primer aviso.
Durante aquellos días en «Boca do Inferno», había llegado a verme como neutral en la guerra. Yo era un intermediario, un funcionario de la Cruz Roja, alguien que redactaba o traducía importantes documentos que podrían, literalmente hablando, cambiar el curso de la historia. Pero pocas horas después de estar de vuelta en Inglaterra, sentí que me convertía otra vez en parte de algo: yo era un inglés, un británico, en absoluto neutral. Antes de ir a Portugal, había asumido que el hecho de ser un pacifista me mantenía al margen de la pugna entre las partes, pero cuando se está en una guerra, no se puede evitar la identificación con la propia gente. Esto me dio mucho que pensar.
Volví a sumergirme en algo que parecía similar, aunque no idéntico, a mi vida anterior. Birgit estaba en las últimas semanas de su embarazo, una circunstancia que adquiría una significación especial ante la perspectiva de la paz. Mientras yo estuve fuera, ella había llegado a ser mucho más dependiente de la señora Gratton, la señora mayor que vivía en la casa que estaba en la parte baja de nuestra calle. Ahora parecía estar constantemente en nuestra casa; a menudo traía consigo a su extraño hijo, un hombre de mediana edad. Al principio de mi regreso de Portugal, me sentía casi como un intruso en mi propio hogar. La señora Gratton estaba siempre de aquí para allá por la casa, ocupada con la colada o lavando la vajilla, preparando alguna comida o bebida para Birgit; mientras tanto, Harry se ocupaba de cosas como cortar y acarrear leña, limpiar las ventanas, barrer la cocina y ese tipo de tareas.
Quizá por esa razón, mi primer fin de semana en casa después de Lisboa no resultó particularmente feliz. Entre Birgit y yo se había abierto una brecha. Yo quería ser un marido amante y consciente de sus deberes, e involucrarme en las últimas semanas del embarazo, pero Birgit no me decía nada sobre cómo se sentía ni sobre sus esperanzas o miedos ni, desde luego, nada sobre sus planes para cuando llegara el bebé.
La ayudé a limpiar y pintar el pequeño cuarto que reservábamos para la ocasión, el que a la larga sería el dormitorio del niño, pero, debido al estado de ella, terminé haciendo el trabajo yo solo. La pintura al temple de color blanco con la que normalmente se pintaban las casas, y que a causa de la guerra era prácticamente imposible de conseguir, nos fue proporcionada por Harry Gratton. Mientras yo pintaba las paredes, él me recordó esta circunstancia en dos o tres ocasiones.
Los vecinos de Rainow todavía hablaban de la noche en que Manchester había sido intensamente bombardeada, justamente cuando yo estaba de viaje. Después de sufrir dos grandes ataques en diciembre, la ciudad había sido dejada en paz, pero los bombarderos habían vuelto en la semana anterior. Harry Gratton me contó que en el momento culminante del ataque, los incendios habían sido tan intensos que la gente de Rainow, que observaba desde sus colinas, a varios kilómetros de la ciudad, podían sentir el calor en la cara.
Irlam Street, donde había estado la sede de la Cruz Roja, ya no existía. Mientras esperaba que la organización me asignara alguna tarea, yo daba vueltas por la casa esperando vagamente poder compensar a Birgit por el daño que le había hecho con mi larga ausencia, recuperar algo de nuestra anterior intimidad. Todavía me sentía alejado de ella, pero pensaba que cuando naciera el niño nuestra vida cambiaría para mejor. Por supuesto, una vez que el secreto que yo guardaba se convirtiera en realidad, la vida sería diferente para todos.
La perspectiva de ese momento me quemaba las entrañas. Cuando oía las quejas de las gentes sobre las constantes dificultades que tenían para alimentar a sus niños, o sobre la preocupación que sentían por sus hijos o maridos en las fuerzas armadas, o incluso los infinitos problemas para hacer un simple viaje, yo sabía que llevaba dentro de mí la noticia más grande de todas, la que podía tranquilizarlos. En una semana más podría decirles... Tal vez tuvieran que aguantar una o dos semanas más, quizá un mes; después, todo habría acabado.
Pero, una tras otra, las semanas empezaron a pasar. Al regresar de Lisboa, yo creía que sería llamado casi de inmediato para la siguiente ronda de negociaciones. ¿Seguro que todo estaba correcto y acordado? Los términos de la paz habían sido negociados exhaustivamente: ambas partes habían cedido en elementos importantes de las primeras propuestas, pero al final se había llegado a un acuerdo realista; uno que abría, tanto para Gran Bretaña como para Alemania, un camino para dejar atrás la guerra. Una parte podía salir de ella con el honor intacto; la otra, con completa libertad estratégica.
Claramente, había un obstáculo. Una vez que estuve deregreso en la rutina de mi vida, sobrellevando los mismos inconvenientes y privaciones que sufrían los demás, oyendo las conversaciones en el autobús y los bares, escuchando las charlas en las tiendas, me resultó obvio cuál era ese obstáculo. El problema era el propio Churchill. Él se había identificado, o había ido siendo identificado, con una Gran Bretaña valiente, resuelta a luchar sin descanso, cualesquiera que fueran las posibilidades. Churchill era el símbolo de las esperanzas de todos. No sólo era inconcebible que Churchill renunciara: era inconcebible en millones de británicos de a pie.
Ni siquiera podía imaginar cómo podría estar dándose esa misma situación en Alemania, por el modo en que Hitler había llegado a personificar a la nación alemana.
El Blitz alemán contra las ciudades británicas continuaba. Durante las cinco semanas que estuve esperando la convocatoria del doctor Burckhardt, el centro de ciudades como Bristol, Birmingham, Plymouth, Liverpool, Exeter, Swansea, Cardiff y Belfast había quedado destruido por bombardeos coordinados. Al mismo tiempo que sobre esas ciudades, el Blitz contra Londres continuaba casi sin interrupción. En el Atlántico, los submarinos alemanes hundían barcos británicos todos los días de la semana. En el desierto del norte de África, la lucha por Egipto y el canal de Suez proseguía, con un peligro mucho mayor para las fuerzas británicas desde la llegada del mariscal Rommel y su Afrika Korps. En Grecia, los británicos se batían en retirada.
Tantas muertes... Tantas pérdidas... Tanta destrucción...
La guerra, que podía pararse en cualquier momento, se prolongaba.
Una noche, después de que Birgit y yo nos hubiéramos acostado, oímos el aullido de las sirenas de ataque aéreo lanzando su sobrecogedora advertencia. Nos despertamos inmediatamente, tiesos de miedo en la oscuridad. Yo empecé a salir de la cama. Birgit dijo:
—No me dejes sola.
—Deberíamos ir a refugiarnos.
—No se acercarán a nosotros. Quédate conmigo.
—No... nunca hay seguridad.
La ayudé a salir de la cama. Primero, sosteniéndola, y luego girándole las piernas. Con cierta inestabilidad, ella se puso de pie y, durante un momento, nos abrazamos en la oscuridad. El duro bulto de nuestro bebé estaba entre nosotros. Las sirenas dejaron de sonar y en su lugar se hizo un ominoso silencio.
—¿Están llegando los aviones?
—No los oigo todavía —dije—. Pero no debemos correr riesgos.
Nos pusimos ropa de abrigo de lana, luego cogimos unas bolsas de emergencia preparadas previamente y bajamos la escalera. No teníamos un refugio donde pudiéramos protegernos, pero como la casa era de piedra y la caja de la escalera llegaba hasta la chimenea, nosotros habíamos preparado un sitio para dormir, con agua y velas, en el espacio triangular debajo de los escalones. Yo sospechaba que, mientras había estado fuera de casa, ella había pasado muchas noches allí sola.
Nos arrastramos dentro de ese estrecho espacio y nos acomodamos lo mejor que pudimos. Nos acostamos abrazados. Yo podía sentir los movimientos del bebé dentro del vientre de Birgit; era como si el futuro niño estuviese compartiendo nuestros miedos.
Las sirenas empezaron a aullar otra vez y casi al mismo tiempo oímos el sonido más temido por todos los británicos: el zumbido vibrante de motores sobre nuestras cabezas, el de una formación de bombarderos de la Luftwaffe que llegaba volando muy alto. Noté los brazos de Birgit, estrechándome. Los aviones estaban pasando directamente por encima del pueblo, el característico ruido trepidante parecía sacudir las piedras de la casa. Nos preparamos para oír las bombas: el aterrador silbido de su estela, las horrendas explosiones. En Londres, ya había vivido demasiado de eso.
Primero oímos los cañones de Manchester: los estampidos secos, fácilmente distinguibles del estallido de las bombas. Como siempre, aquél era un sonido alentador, un sonido que era como una advertencia para los bombarderos. Pero, después, imponiéndose al ruido de la artillería antiaérea, oímos el estallido de las primeras bombas lanzadas sobre la ciudad.
Con un ataque aéreo tan cerca, no podía quedarme quieto en la oscuridad. A pesar de las protestas de Birgit, me arranqué de su lado, me arrastré fuera del refugio y busqué mi abrigo y mis zapatos. Crucé la calle a oscuras y fui hacia un montículo de tierra desde donde sabía que vería claramente hacia el norte y el oeste.
El cielo estaba perforado por la blanca luz de los reflectores. Debajo de las nubes, se veían los breves y brillantes destellos de la explosión de los proyectiles antiaéreos. Rosarios de balas trazadoras subían hacia el cielo. En la ciudad, ya se veían algunos puntos donde brillaba el fuego anaranjado. En el centro, se veía una brillante bola de fuego, como si allí se hubiera encendido un pequeño sol. Mientras miraba, estallaron más bombas y empezaron más incendios.
—Le están dando otra vez a Manchester —dijo una voz masculina a mi lado—. No es un ataque tan grande como la última vez, pero está haciendo daño.
Hice un gesto de asentimiento en la oscuridad y me volví hacia donde había sonado la voz. El hombre estaba detrás de mí pero la luz de los incendios no alcanzaba para que pudiera ver sus rasgos.
—Es la segunda vez desde Navidad, ¿verdad?
—Así es.
—Me perdí los anteriores —dije, pero, mientras hablaba, me di cuenta de quién era el hombre que estaba a mis espaldas. Le dije—: ¿Es usted, Harry?
—Sí. Usted es un experto en esto de los bombardeos, su señora me lo contó. Allí abajo en el sur y todo eso.
—Estaba trabajando.
—En Londres, ¿no? ¿O era en Gales? Haciendo un poco de salvamento.
—Un poco de eso —dije, dándome cuenta de que estaba hablando con la misma cadencia que él—. Ya no volveré por allí.
—Tendría que ir a Manchester esta noche. Parece que podrían necesitar a un experto como usted. —Había un tono de mofa en su voz, una suerte de burlón desafío. El hombre estaba empezando a fastidiarme.
—Ahora no —respondí.
—Manchester no es un sitio para usted, ¿eh?
—Fui herido y todavía estoy sufriendo las secuelas, si quiere saberlo. De momento, ya he tenido bastante. Quizá debería ir usted y presentarse voluntario.
—Yo no. Tengo mucho que hacer en el pueblo. Birgit ya me contó que lo habían herido. Y que después perdió el sentido y todo eso. Su bebé nacerá el mes que viene, ¿no?
—Así es. La última semana de mayo.
—Estoy contento de que esté de vuelta en el pueblo, Joe —dijo Harry—. Birgit lo necesita aquí. En un tiempo como éste, un marido no debería estar lejos.
—¿Qué dice?
—Nada que sea de mi incumbencia, ya lo sé, pero...
—Eso es. Nada de esto es de su maldita incumbencia.
—Yo me paso casi todo el tiempo dando vueltas por el pueblo, Joe. Y usted no. Detesto ver sola a una mujer joven y bonita, que además está esperando un niño, y todo eso.
—Mire, Harry...
Instintivamente, los dos nos encogimos cuando una de las bombas alemanas más potentes explotó no muy lejos de nosotros. La gente de Londres las llamaba «minas con paracaídas»: cuando estallaban, producían una característica bola de fuego de color blanco amarillento. Uno o dos segundos más tarde llegaron el estruendo y la onda expansiva, que me empujó hacia atrás desde donde estaba. Me tambaleé, recuperé el equilibrio y me agaché para ver el resto del ataque aéreo.
—Ésa ha explotado cerca —dijo Harry—. De todas maneras, usted debe de ser como esos londinenses que están acostumbrados a estas cosas.
—Es tan malo allí como aquí —dije yo—. Pero en Londres las bombas caen casi cada noche.
—Todo irá a mejor. Espero que usted también esté bien cuando acabe la guerra. ¿Pronto tendrá otro viaje, entonces?
Allí estábamos los dos, observando cómo se extendían los incendios, viendo cómo se elevaban las enormes columnas de humo negro, incluso a veces teniendo algún atisbo de los aviones si en su picado llegaban tan abajo que quedaban iluminados por las llamas de los incendios. Las explosiones se habían fundido en un largo e ininterrumpido estruendo. Era un ataque muy intenso. El segundo en un mes.
—¿Quiere quedarse un poco más aquí para ver el bombardeo? —dijo Harry—. Yo puedo ir a ver si Birgit está bien.
—¿Qué?
—A mí no me importa. Varias veces, cuando usted no estaba y hubo una alarma, me di una vuelta por su casa. Sólo para ver si ella se arreglaba bien. Conmigo, ella está tranquila. Mamá y yo podemos cuidar de ella. No se preocupe, Joe. Si le pasara algo mientras esté trabajando y todo eso, y no pudiera regresar, yo cuidaría de Birgit. Sería unplacer. Birgit necesita a un hombre que cuide de ella.
Me volví hacia él, pero Harry ya se estaba yendo calle abajo, perdido en la oscuridad.
—¡Harry, manténgase lejos de Birgit! —grité, pero no hubo respuesta.
Me volví hacia la ciudad para ver el resto del ataque, pero me di cuenta de que, durante el último intercambio de palabras con Harry, el bombardeo había llegado a un abrupto final. Uno a uno, los haces de luz de los reflectores se fueron apagando, las llamas fueron haciéndose más pequeñas, el humo fue arrastrado lejos, el zumbido de los motores se perdió en la distancia. Sumergida en la noche, la gran extensión de Manchester se oscureció otra vez.
Estábamos abrazados en el estrecho espacio debajo de la escalera; nuestro hijo no nacido entorpeciendo entre los dos. Birgit estaba dormida, pero yo me había despertado súbitamente. Me obligué a permanecer quieto, a no hacer un movimiento brusco que pudiera despertarla a ella. El bebé se movía, una presencia pequeña pero perceptible junto a mí.
La noche estaba silenciosa. ¿Qué había pasado con el bombardeo? Habían sonado las sirenas pero, debido a que las autoridades nunca sabían con exactitud hacia dónde se dirigían los aviones alemanes, había muchas falsas alarmas. ¿Habría sonado ya la sirena que indicaba que, después de todo, no habría ataque? Estaba poniendo a prueba mi memoria de la realidad. Birgit y yo habíamos abandonado la cama después de que sonaron las sirenas; así pues, aquello era real. Sin embargo, ¿qué había pasado después de eso? ¿El bombardeo; la conversación con Harry, afuera, en la noche?
No oía ruido de motores, de cañones, de bombas, de sirenas.
Esta vívida alucinación era la primera que sufría desde que había regresado de Portugal. Había llegado a creer que no volverían.
Por segunda vez, según me parecía, me desenredé de entre los brazos de Birgit y me deslicé sobre el colchón hacia el suelo. En su sueño, ella se quejó y giró el cuerpo hacia un lado, lo que me permitió salir de allí. De nuevo me puse el abrigo y los zapatos. Fui rápidamente hasta la puerta, la abrí y escuché los sonidos de la noche. Todo era oscuridad y silencio. Di unos pasos en el aire frío, crucé la calle y trepé por la pendiente del montículo de tierra, desde donde podía ver toda la planicie de abajo.
Todo estaba oscuro, negro, indistinguible en la noche, silencioso por temor a los atacantes. Me volví y miré, por encima de la casa, la mole de los Peninos: contra la algo menor oscuridad del cielo, era posible seguir el contorno de los montes.
Mientras estaba allí temblando, oí el final de la alerta: primero fue una sola nota que llegaba desde lejos traída por el viento; luego, una a una, se fueron sumando las sirenas que de los ayuntamientos, los cuarteles de bomberos, los edificios escolares, la torre de las iglesias; un mensaje que, aunque estremecedor, aportaba consuelo. Después de todo, decían, no habrá bombardeo; al menos, no aquí, no esta noche. Estábamos a salvo, podíamos dejar el refugio y volver a nuestras camas.
Entré en la casa, cerré la puerta y fui al sitio debajo de la escalera. Birgit estaba medio despierta por las sirenas. La abracé cariñosamente y la ayudé a subir la escalera, la acompañé hasta el cuarto de baño y luego hasta la cama. Nos deslizamos entre las frías sábanas. Birgit se movió varias veces hasta que encontró una postura cómoda para su abultado vientre. Yo me apreté contra ella, abrazándola, tratando de calentarla con mis miembros helados.
A la mañana siguiente, mientras Birgit se bañaba, me acerqué a mi escritorio, en un rincón de la sala de estar. De la gaveta central, cerrada con llave, cogí la carta del doctor Burckhardt.
Volví a leer sus expresiones de gratitud, la petición que me había hecho de que durante un tiempo me mantuviera apartado de las tareas normales de la Cruz Roja, y la seguridad que me había dado de que continuaría cobrando mis pagas. Su sencilla carta, manuscrita y concisa, era para mí una garantía de realidad. Era un vínculo que, a través de recuerdos poco fiables, me ligaba con aquella memorable conferencia de Lisboa. Mi memoria no me fallaba. Yo había estado allí y aquello había pasado realmente.
Me parecía que, un indicio de que estaba mejorando era que, después de cada alucinación, mi recuperación estaba empezando a ser cada vez más rápida. A medida que avanzó el día fui olvidando la alucinación sobre el bombardeo y en lugar de eso comencé a pensar en qué podría ocupar mi tiempo mientras no tuviera noticias del doctor Burckhardt.
Yo andaba por la casa ocioso e inútil; esto agravaba una situación que no comprendía totalmente. Ése no fue un período feliz. Durante la semana que siguió a mi espectral visión del bombardeo, Birgit y yo discutimos varias veces, tanto sobre cuestiones triviales como sobre otras importantes. Pasábamos el tiempo en lugares distintos de la casa. Sentía que estábamos convirtiéndonos en dos extraños, y no sabía qué podía hacer para remediar la situación. Cada vez que pensaba en nuestra situación actual, me deprimía profundamente. Toda la excitación de ir conociéndonos, toda la confianza, toda la familiaridad y casi todo el amor, habían sido arrancados de nosotros por la experiencia de la guerra. Sólo el niño, inquieto en el vientre de Birgit, seguía siendo un vínculo entre nosotros. Pero ¿qué pasaría cuando hubiera nacido?
Una noche, mientras estaba escuchando las noticias de la BBC, oí la información sobre el bombardeo que la noche anterior la RAF había hecho contra el puerto de Kiel, en el norte de Alemania. Estaba narrado en los habituales términos propagandísticos del Ministerio del Aire, tan inspiradores de confianza: a pesar del intenso fuego antiaéreo, el ataque aéreo había sido llevado a cabo con éxito gracias a la gran pericia y determinación demostradas por las tripulaciones. Como siempre, el objetivo fue descrito como de carácter militar. En esa ocasión, muchas instalaciones portuarias y suministros para el ejército alemán habían sido dañados o destruidos. Pero la BBC añadió también que los daños habían sido generalizados; ¿querría eso decir que las bombas habían caído fuera de la zona portuaria? Después, se admitió que la pérdida de nuestros aviones había sido superior a lo normal. Parecía sugerirse que la eficacia de los cazas nocturnos alemanes había sido inusualmente elevada.
De forma inevitable, mis pensamientos volaron hacia Jack. Es verdad que, deliberadamente, no pensaba en él muy a menudo, pero eso era porque hacerlo no me resultaba nada fácil. Durante muchos años habíamos estado muy unidos: «inseparables», era la palabra que usaban nuestros padres. Algunos gemelos idénticos eran así. Atados por una instintiva sensación de afinidad, de inherente unidad, todo lo hacíamos juntos. Si estábamos separados, ambos solíamos quedarnos como en suspenso. En la escuela, los maestros hacían que estuviésemos en aulas distintas, pero apenas sonaba la campana del recreo nos reuníamos otra vez. Debido a nuestra constante intimidad crecimos sin muchos amigos: nuestra estrecha relación no sólo se autoalimentaba, además era excluyente. Eso continuó en los primeros años de nuestra edad adulta: cuando remábamos juntos acostumbrábamos decir que éramos una sola cabeza con dos cuerpos. Pero durante los últimos cinco años, desde nuestro regreso de los Juegos Olímpicos, habíamos estado casi completamente separados, primero por elección y más tarde por los avatares de la guerra.
Lejos el uno del otro, ¿habríamos entrado otra vez en estado de suspenso? Debido a mi inactividad en la casa, empecé a pensar en eso, al menos en lo que a mí atañía. Recordaba mis años de pacifismo activo, algo en lo que había estado solo cuando casi todos los jóvenes de mi edad se alistaban en las Fuerzas Armadas. Ninguna de mis creencias había cambiado, pero comenzaba a preguntarme si mi aproximación al problema había sido la adecuada. Y después estaba Jack. Desde el comienzo de la guerra yo había estado haciendo conjeturas acerca de él y de sus motivos, pero sabía que en lo más profundo debíamos de estar muy próximos. Eramos bastante iguales en muchas otras cosas. Teníamos el mismo padre, proveníamos de la misma tradición familiar de tolerancia, conciencia progresista y rechazo a la guerra. ¿Qué pasaría por su mente mientras volaba para bombardear al enemigo?
Había dejado a Jack fuera de mis pensamientos conscientes. Yo ya conocía la forma en que la guerra alentaba la tentación de evitar decisiones importantes, de aplazar cosas, de tratar de reprimir sentimientos, de dejar de preocuparse por esto o por aquello. Pero ¿cómo podía haber hecho eso con Jack? Las noticias del bombardeo de Kiel —en sí mismo, un simple bombardeo en una guerra en la que había miles como ése— me recordó una vez más el peligro al que estaba expuesto con su trabajo en la RAF. Yo suponía que, como piloto de operaciones debía de estar completamente comprometido con la campaña de bombardeo. Cada vez que salía en misión, su vida corría peligro.
Yo conocía un secreto que le atañía. La paz era algo inminente, y sin embargo las operaciones continuaban. El peligro seguía existiendo hasta que se hiciera el último disparo, hasta que estallase la última bomba.
Selección de entradas de los diarios del doctor Paul Joseph Goebbels (Bundesarchiv, Berlín, 1957) traducidos por T.F. Henderson. Durante este período, el doctor Goebbels era Gauleiter de Berlín y ministro de Información y Propaganda del Reich
28 de marzo de 1941 (viernes)
Ayer: derrocamiento del corrupto rey de Yugoslavia. El nuevo rey Pedro sólo tiene diecisiete años. Churchill saluda este golpe como si fuera la llegada de un salvador.
Anoche no hubo ataque nocturno; las noticias que llegan de Bulgaria son tan buenas como se esperaba; también las noticias desde Libia; hemos hecho públicos ambos triunfos. A los italianos no está yéndoles tan bien en Abisinia, pero tenemos que conocer más detalles.
Antes de viajar a Wilhelmshaven para inspeccionar los daños por bombardeo, trabajé como un loco. Ya estamos reconstruyendo la ciudad; aprovechamos los daños como excusa para deshacernos de varios edificios antiguos y echar a algunos indeseables que vivían en ellos. Vuelta a Hamburgo en avión y luego en tren hasta Berlín.
He pedido que se revise el caso de Betzner y el de otros dos «poetas», condenados a prisión por actividades inapropiadas. Todos ellos son unos canallas que merecen condenas más largas que las que el tribunal era capaz de imponerles. He ordenado que se investiguen sus antecedentes familiares. Con escoria como ésa, siempre se encuentra algo.
Esta tarde, Haushofer ha venido a mi despacho. Dice que los rumores de paz corren sin control por todo Estados Unidos. Pero parece que esos rumores no provienen de nosotros sino de Londres. Hess está alardeando sobre un partido por la paz en Gran Bretaña que parece tener visos de realidad. Al mismo tiempo, Roosevelt está sencillamente ofensivo. Sostiene que los deseos de paz del Reich no son sinceros. Con esa clase de paletos es con quienes nos vemos obligados a tratar.
4 de abril de 1941 (viernes)
Ayer: una gran tristeza se abatió sobre Inglaterra; mientras tanto, nuestros éxitos continúan. En un día hemos hundido 20.000 toneladas de barcos ingleses. Más avances en el desierto; los británicos están en completa retirada y se rinden en todos los frentes. ¿Dónde meteremos a los prisioneros? No ha habido bombardeos. Nosotros continuamos machacando las ciudades inglesas. La mitad de la población de Plymouth se a quedado sin techo, el resto sufre la más abyecta miseria y clama por la rendición.
Estoy tan ocupado durante el día que no puedo ni comer; todo es demasiado pesado. Los visitantes llaman continuamente. Uno de ellos era Speer, aparentemente perdiendo el tiempo, porque no tiene nada que hacer mientras estamos en Bulgaria. Speer es un esnob y un afectado que se cree que él es el único en quien confía el Führer. Le recordé que estamos demasiado ocupados para estar reconstruyendo Berlín.
Entre otros asuntos, Speer mencionó que el Führer lamenta amargamente que estemos luchando contra Inglaterra. Él dice que este país es nuestro aliado natural. He oído eso tantas veces que estoy a punto de creérmelo. Le dije a Speer lo que estamos haciendo cada noche para mantener despiertos a los amigos ingleses, enseñándoles una lección con nuestros bombarderos y socavando el posible apoyo de los norteamericanos. Nada asusta más a Roosevelt que la idea de que hagamos las paces con los ingleses, así que destrozamos a los ingleses y ayudamos a los norteamericanos a mantenerse fuera de la guerra.
El embajador británico en Moscú ha tenido un encuentro con Stalin. Nuestros informantes dicen que el encuentro fue más largo de lo habitual y que parece ser serio. ¡Ya deben de saber lo que estamos planeando! Escribí una nota para el Führer al respecto. Para mayor seguridad, la firmé y la feché, pero todavía no pienso molestarlo con este tema.
7 de abril de 1941 (lunes)
Ayer: en nuestro avance, Belgrado fue totalmente destruida. Rusia nos suplica que firmemos la paz con ellos, ¡esto es el colmo! Es previsible que Estados Unido refunfuñe. 14.000 toneladas de barcos hundidos. Otra noche de éxitos sobre Inglaterra; ¿cuánto tiempo soportarán que nuestras bombas los saquen de la cama cada noche? Anoche no vinieron los bombarderos de la RAF. Italia continúa mal en Abisinia; no son más que unos cobardes camisas pardas que ya pueden ir aprendiendo la lección.
Un día ajetreado pero apasionante, escribiendo la crónica de Belgrado para los periódicos. Subrayamos el hecho de que la tarea aún no ha terminado, que por delante quedan tiempos duros, pero la acción será rápida y decisiva. He recibido un mensaje del Führer: quiere saber si estamos preparados para la gran ofensiva del mes que viene. Creo que quería saber lo siguiente: ¿habrán adoptado entonces los ingleses nuestros puntos de vista? Le dije que así será.
He prohibido el baile en las plazas públicas. En tiempos de guerra, las actividades impropias deben ser restringidas. Llamé a los periodistas de la prensa norteamericana y les dije que se trataba de una cuestión de seguridad nacional, debido al riesgo de bombardeos.
Por la tarde me ha llamado Hess; quería verme. Una rara visita. ¡Es tan maricón y tan débil! Está a punto de viajar de nuevo a Lisboa; dice que está decidido, pero me ha preguntado qué pensaba yo de todo eso. Por supuesto, lo que él quiere saber en realidad es qué piensa el Führer. Y eso quiere decir que le preocupa que, si el Führer descubre sus intenciones, no lo deje ir. Lo he tranquilizado diciéndole lo que quería oír, pero últimamente sus acciones están bajando. Si Hess se equivoca, diré a todo el mundo que está loco que, por otra parte, es lo que piensa mucha gente.
¡Un glorioso día para el Reich!
21 de abril de 1941 (lunes)
Ayer: cumpleaños del Führer. Hace una semana, Hess volvió de su excursión a Lisboa pero no ha dicho una palabra sobre eso. Como no disponía de nadie más, le encargué que leyera el discurso de homenaje al Führer en la radio. Yo esperaba que se desviaría del discurso que yo le había escrito, pero lo leyó palabra por palabra. En este hombre no hay nada de originalidad.
Aquí no ha habido ataques aéreos, pero nosotros enviamos 800 aviones a Londres. Los británicos están perdiendo la moral. Después de esto, ni siquiera las preciosas palabras de Churchill pueden animarlos. Y vamos a seguir. Buenas noticias en otros frentes: Libia, Serbia, Grecia, incluso los italianos están manteniendo su posición en Abisinia. El Führer me dijo la semana pasada que no quiere enviar más tropas para ayudar a Mussolini. Aunque nuestro triunfo en los Balcanes está demorando el gran acontecimiento, en cuanto hayamos limpiado Grecia de británicos podremos concentrarnos en la verdadera guerra.
El público no escucha la radio tan a menudo como debiera. Esto puede ser peligroso para la moral. ¿Quién sabe qué estarán haciendo en lugar de eso? He dado a conocer nuevas directrices e incentivos.
Por la tarde, otra visita de la «señora» Hess, visiblemente nervioso porque piensa que el Führer descubrirá lo que está haciendo. Lo he tranquilizado diciéndole que no debía preocuparse, que el Führer lo respalda completamente. ¡Hess es un lameculos! Ésta es la primera vez que ha intentado actuar sin el conocimiento del Führer. Una gran lección para aprender. Le preocupa que estemos golpeando demasiado duramente a los británicos, con demasiada eficacia, y que entonces no quieran hablar de paz. Yo lo he convencido de lo contrario. Aunque no por las razones que él piensa, es importante que siga adelante con su plan.
10 de mayo de 1941 (sábado)
Ayer: un fuerte ataque contra Mannheim; grandes daños y muchos muertos. Como represalia, les enviamos 200 bombarderos; así no tendrán de qué alegrarse. Hemos oído de terribles daños en el puerto de Hull, peor que cualquiera de los que nosotros hayamos recibido. 20.000 toneladas de barcos enviados al fondo del mar por nuestros submarinos.
Moscú ha negado el reconocimiento de algunos de los territorios que hemos ocupado. Stalin está planeando mantenerse apartado de la guerra todo el tiempo que pueda, de modo que Inglaterra y Alemania se agoten mutuamente. Entonces él empezará el movimiento para bolchevizar Europa. Eso es lo que piensan los rusos, pero para entonces será demasiado tarde. Pronto nos dirigiremos hacia el este. Dos ofensivas simultáneas desbaratarán sus planes. Paz en un frente y guerra en el otro, ambas cosas totalmente inesperadas. Es peligroso depender demasiado del pelota de Hess.
El noticiario de cine de esta semana es el mejor que hemos producido hasta ahora. Autoricé su proyección de inmediato. Y ordené que se envíe una copia directamente al Führer, que está en el Berghof. Ha renovado mi confianza en nuestra causa.
Goering ha venido a verme después de comer. Está cada día más gordo y le cuesta respirar. No se ha quitado su ridicula gorra en todo el tiempo que ha estado conmigo. Quería saber qué información tengo sobre Hess, le he contado alguna cosa. Goering me ha enseñado un plan de vuelo que Hess había diseñado y le ha ofrecido que la Luftwaffe se encargara de él si el Führer lo ordenaba. Yo me pregunto si después de todo será verdad que el Führer está detrás de esto. Hess es su favorito, pero todo el mundo piensa que está loco. ¿De qué otra manera podría el Führer cerrar una paz con Inglaterra si Hess fuera detenido?
11 de mayo de 1941 (domingo)
Ayer: ése era el día en que el Führer planeaba dar su próximo gran golpe. El 10 de mayo fue el primer aniversario del comienzo de la ofensiva en el oeste, y el gusto por lo teatral del Führer exigía que equilibráramos aquello con otro movimiento nuestro en el este. ¡No pudo ser! Los generales, de quienes se espera que hagan su trabajo, ¡son unos quejicas! Dicen que tenemos demasiados hombres en los Balcanes, pero de Grecia bien echamos a los ingleses, así que, ¿de qué se quejan? He estado intentando averiguar cuál será la nueva fecha, pero nadie parece saber nada.
Gran ataque contra Hamburgo después de medianoche. Pero los pilotos británicos, como siempre, fueron ahuyentados por nuestro fuego antiaéreo. La mayor parte de las bombas cayeron en el río y pocas de las otras explotaron. Como si así pudieran maquillar su fracaso, los ingleses mandaron una mezquina escuadrilla secundaria para dejar caer algunas bombas incendiarias en Berlín. Muy poca destrucción, pero más agravio. Mientras tanto, nosotros enviamos 700 aviones para dar el golpe de gracia a Londres. Todavía es demasiado pronto para confirmarlo, pero los pilotos informaron de que la ciudad ardía de un extremo al otro.
Nuestras emisiones por onda corta a Estados Unidos deben ser mejoradas; deberé controlar personalmente que eso se haga. No tiene sentido echar más balones fuera. Roosevelt es un peligro para nuestros planes: sabe muy poco del asunto y está demasiado influido por Churchill. Cogeremos por el cuello a Roosevelt y lo sacudiremos hasta que se haga pedazos. Pocos norteamericanos se dan cuenta de que es un tullido.
He prohibido cualquier mención de Rusia en nuestros periódicos. Sólo durante un tiempo. Si no otra cosa, esto pondrá nerviosos a los espías de Stalin.
Tal como se esperaba, Hess desapareció. Despegó de la fábrica Messerschmitt de Augsburg en un supuesto vuelo de prueba y después enfiló hacia el norte. Se reabasteció de combustible en Holanda y después se internó sobre el mar. Para gran sorpresa mía, siguió el plan de vuelo que me había mostrado, así que todo el mundo sabía exactamente dónde estaba. Ese hombre está loco, desde luego, y nos ha costado lo nuestro mantenerlo lejos de los periodistas norteamericanos. El Führer ha estado preocupado por él desde hace algún tiempo, eso debería haberse dicho, y ahora se dirá. Con Hess fuera de escena, será más fácil convencer a todo el mundo de que ha perdido el juicio. Ésta es la línea que tomaremos si las cosas salen mal, como seguramente sucederá. Una vez que tuve la certeza de que Hess estaba en camino, alerté al mariscal Goering en el momento en que me pareció adecuado. Sin duda, la Luftwaffe se ha ocupado del pobre hombre, cuyos servicios al partido no tienen parangón. ¡Un verdadero héroe del nacionalsocialismo! Apenas oiga algo sobre la reacción de los ingleses me ocuparé del asunto. Después de eso, podemos continuar con nuestra guerra. Me gustaría ver la cara de Roosevelt y la de Stalin cuando se enteren de lo de Hess.
Si Goering falla con lo de Hess, tendré que quejarme otra vez de él ante el Ministerio del Exterior. Eso en realidad no tendrá ninguna consecuencia, pero dado que Goering odia a Ribbentrop tanto como yo, si ambos se enzarzan en otra riña, se distraerán de otras cosas.
Esta tarde iré a Lanke, para ver a Magda y a mis hijos; me lo voy a permitir por primera vez en varios días. Todo el mundo a mi alrededor está muy animado. Todos sentimos que, por fin, la guerra de verdad está a punto de empezar.
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
Le dije a Birgit que me habían reclamado otra vez de la Cruz Roja, y que no estaría fuera mucho tiempo. Ella no me hizo ninguna pregunta ni se quejó. Necesitaba irme de casa durante cierto tiempo, y ambos lo sabíamos.
Emprendí el camino hacia Lincolnshire; un trayecto que, en tiempo de paz y en coche, normalmente dura unas pocas horas. Ahora, cuando está prohibido utilizar el coche particular, el único medio posible es el transporte público.
El lento viaje en tren, con parada en todas las estaciones y demoras que nadie explicaba, duró la mayor parte de un día y la mitad del siguiente, incluyendo una noche en la atestada y deprimente sala de espera de la estación de Nottingham, después de perder un trasbordo. Cuando llegué a Barnham, el lugar más cercano a la base aérea de la RAF, donde mi hermano presta servicio, estaba exhausto. Me consideré muy afortunado cuando pude conseguir una habitación en uno de los bares de High Street e irme directo a la cama.
Como estaba tan cansado, supuse que dormiría toda la noche de un tirón, pero me pareció que apenas había cerrado los ojos cuando me despertó un ruido de motores.
Eran aviones que volaban a baja altura sobre el pueblo con los motores a toda potencia. Yo creía que ya estaba acostumbrado al ruido de los motores de los aviones, ya fueran lejanos o cercanos, hostiles o amigos; pero aquello era completamente diferente. Las oleadas de ensordecedor ruido golpeaban contra las casas del pueblo dormido.
Cuando el breve pánico que se produce al despertar por un ruido enorme empezó a remitir, me di cuenta de lo que estaba pasando. Los aviones estarían despegando del aeródromo local. Segundos después, yo estaba totalmente despierto. Crucé la habitación, abrí la ventana y me apoyé sobre el alféizar para mirar afuera.
Los aviones, unos potentes bombarderos bimotor que reconocí como Wellingtons, pasaban muy bajos sobre los tejados. Formas negras y veloces recortándose contra un cielo nublado débilmente iluminado por la luna. El sonido de los motores era algo más que un fuerte rugido: era una sacudida física, que no sólo golpeaba contra las paredes y ventanas del edificio, sino que también daba lugar a una vibración perceptible en la cabeza y el pecho. Me sentía tonificado por la interminable reverberación, la emocionante y aterradora conmoción. Me empapé en el sonido como lo haría un hombre sobre el que cae un chaparrón después de pasar un mes en el desierto. Aquélla era una experiencia terrible y al mismo tiempo fascinante, algo tan poderoso y absorbente que sentía que no podía ser comprendido hasta que fuera compartido con los demás. Sin embargo, con un súbito sobresalto de sorpresa, me di cuenta de que estaba solo. Por la calle oscurecida no pasaba ningún vehículo, ningún peatón caminaba de regreso a casa, nadie se asomaba por una ventana para contemplar el cielo atronador.
Entonces pensé, entonces caí en la cuenta: aquello no era real.
Una sensación de pavor se apoderó de mí, la conocida angustia de que mis sentidos ya no eran de fiar. Una vez más, me había despertado de lo que creía que era el sueño para entrar en lo que pensaba que era la realidad y no era más que una vívida alucinación.
Como había hecho otras veces, podía retroceder, dejar que me recorriera la deprimente sensación de terror y me llevara consigo, despertarme debidamente y arrancarme de la alucinación. Esta vez, sin embargo, elegí permanecer en ella, vivir la experiencia de la ilusión hasta el final.
Me quedé junto a la ventana mientras oleada tras oleada de bombarderos atravesaban el pueblo. Traté de contar los aviones: cincuenta, cien, doscientos, trescientos, cada vez más, rugiendo dentro de la vengativa noche.
Disfruté de la irrealidad, dejé que la magnífica y tosca cacofonía de los poderosos motores flotara a mi alrededor envolviéndome en su inundación sonora.
Barnham es una población con mercado al este de la ondulada Lincolnshire, de casas de ladrillos rojo pálido y tejas. Un lugar, esa mañana, ventoso bajo un cielo cubierto de nubes bajas. Al final del pueblo, junto a la estación del ferrocarril, había unos corrales de ganado para el mercado semanal. En las estrechas calles del núcleo central del pueblo, las casas estaban construidas en forma de terrazas, cada una apoyada en la siguiente. Pero allí donde el pueblo empezaba a confundirse con el campo, las casas eran más grandes y de aspecto más próspero. Caminé más allá de ellas por la carretera principal que llevaba a Louth, pero me encontré en una campiña chata y de escaso interés, con algunos árboles y setos pero pocos rasgos más que alegraran la vista. Miré a todos lados mientras caminaba sabiendo que por allí había dos bases aéreas de la RAF, pero no vi ningún indicio de la existencia de un aeródromo: una torre de agua, hangares, una manga de viento. Regresé al pueblo.
Poco rato después estaba otra vez en el centro de la población, caminando por High Street, y pasé junto a la taberna donde había alquilado la habitación. Alcé la mirada y contemplé la ventana desde la que había imaginado que estaba mirando hacia afuera. Parecía más pequeña desde la calle, como si aun completamente abierta no tuviera el tamaño suficiente para que un hombre pudiera asomarse e inclinarse sobre su alféizar. A ambos lados de la calle, se veían tiendas abiertas, y la gente iba y venía ocupada en sus compras ordinarias y haciendo encargos por el pueblo. Aunque no contaba con el atractivo de los Peninos, el lugar era muy parecido a Macclesfield.
Yo sabía que la base de mi hermano era la de Tealby Moor, cerca de la aldea del mismo nombre, pero en los años precedentes se habían quitado todos los carteles indicadores del país. No quería preguntar: desde el comienzo de la guerra, la mayoría de la gente desconfiaba de los forasteros.
No muy seguro de lo que debía hacer, a continuación entré en una cafetería y bebí una taza de té mientras mordisqueaba algunas galletas. Mientras estaba sentado allí, vi que algunos aviadores bajaban por High Street; unos iban solos, otros formaban pequeños grupos o iban en parejas. Pensando que Jack podría estar entre ellos, apuré mi taza de té y salí a la calle.
Jack no estaba allí. Los hombres de la RAF eran una mezcla de oficiales y gente sin grado; aparentemente, a ninguno le preocupaba las jerarquías mientras no estuviera de servicio. Me impresionaron sus informales maneras y los fragmentos de la particular jerga de la RAF que pude oír mientras pasaba a su lado. Algunos, uno o dos, me miraron de forma rara.
En el extremo occidental de High Street había una parcela amplia y llana que servía en parte como aparcamiento de coches y en parte como cochera de autobuses. Un autobús de un solo piso pintado de color crema estaba detenido cerca de los aseos públicos. Un joven con el uniforme azul y la gorra de la RAF estaba sentado detrás del volante; leía un periódico de la mañana.
Tratando de parecer lo más despreocupado posible continué andando tranquilamente. El conductor dobló el periódico y me miró sin curiosidad.
—Buenos días —dije—. Éste es el bus de Tealby, ¿verdad?
—Sí.
—Muchas gracias.
Volví sobre mis pasos y me detuve en un pequeño parque público. Hacia el este, las pesadas nubes se estaban abriendo, y pronto pude disfrutar del sol primaveral. Mientras vagaba por allí no quitaba ojo del autobús de la parada. A eso de las once menos cuarto empezaron a llegar los aviadores, subieron al autobús ruidosamente y esperaron la llegada de los demás. Un grupo de seis hombres pateaban un balón en el polvoriento aparcamiento. Cuando el vehículo estuvo lleno, el chófer puso en marcha el motor, dio la vuelta y enfiló hacia el oeste.
Me acerqué rápidamente a la carretera y observé el autobús que se alejaba. Después de rodar casi un kilómetro, giró hacia la izquierda.
La base aérea de Tealby Moor estaba a poco más de tres kilómetros de Barnham; es decir, para llegar había que dar una larga, aunque no imposible, caminata. Llegué allí apenas pasado el mediodía, para descubrir que la carretera que había tomado el autobús me llevaba directamente al puesto de control en la entrada principal de la base. El aeródromo se extendía sobre la campiña no muy lejos de la aldea de la que la base tomaba su nombre. No había otras casas a su alrededor. Estaba claro que a cualquier civil que fuera visto rondando cerca de la entrada principal le darían el alto. Mantuve la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos y así pasé más allá del puesto de control. La carretera iba siguiendo un buen trecho de la valla perimetral de la base. Una vez dejé atrás el conjunto de edificios administrativos y los hangares, vi que la valla se convertía en un tendido doble de alambre de espino, una separación del mundo exterior un tanto simbólica. Mientras caminaba junto a ella, vi muchos aviones diseminados por todas partes: habían sido dejados en posiciones cercanas al perímetro de la base para que, dado el caso de que apareciera un avión enemigo, no presentaran un blanco concentrado. Los aviones eran bombarderos Wellington, con su fuselaje de típico morro levantado, sus dos motores y sus ametralladoras montadas en torretas, tanto a proa como a popa. La mayor parte de los aviones estaban siendo revisados o reparados por los equipos técnicos de tierra, que habían conectado generadores sobre ruedas a los aparatos y dispuesto escaleras apoyadas en los costados del fuselaje. Los hombres se afanaban sobre las alas junto a las cubiertas —ahora abiertas— de los motores. Mientras yo pasaba por allí, ninguna de las personas que estaban dentro de la base se fijó en mí.
Más adelante, la carretera y la valla tomaban direcciones distintas; aquélla giraba hacia la izquierda y discurría por un campo con suave pendiente en dirección a un puente que cruzaba un estrecho curso de agua. A lo lejos, se veía la torre de la iglesia de un pueblo. La valla perimetral de la base torcía en cambio bruscamente hacia la derecha y cruzaba los campos. Desde donde yo estaba podía ver la pista principal, que terminaba en una amplia pista de estacionamiento; allí era donde los aviones giraban antes de despegar o después de aterrizar en la pista. Había algunas señales, un par de barracones, una caravana y la larga cinta de hormigón de la pista de aterrizaje.
Mientras estaba allí observando todo esto, oí el sonido de un motor; se trataba de un pequeño camión de la RAF que avanzaba junto a la parte interior de la valla en mi dirección. Junto al conductor iba sentado un oficial. En la plataforma abierta de la parte trasera del vehículo había algunos hombres más, que se sostenían de pie en precario equilibrio. Me metí las manos en los bolsillos del abrigo y caminé por la carretera en dirección a la entrada principal de la base, tratando de dar la impresión de que estaba sumido en mis pensamientos. Los ocupantes del camión no parecían estar interesados en mí, sin embargo el oficial me miró con atención.
Cuando el vehículo estuvo lejos, volví sobre mis pasos y encontré un estrecho sendero sin pavimentar que, por la parte exterior, seguía el trazado de la valla perimetral. En el extremo de la pista, donde la valla volvía a torcer hacia el sector principal de la base, había un pequeño bosquecillo. Me metí en él saltando una vieja escalera y me interné entre los árboles. Al cabo de poco, encontré un sitio desde el que podía ver muy bien el extremo de la pista de aterrizaje, sin, a mi vez, ser visto con facilidad desde el aeródromo.
Me quedé allí una hora o más, y más o menos a media tarde fui premiado con el espectáculo de las evoluciones de varios bombarderos entrenándose a baja altura alrededor de la base. Cuando los pilotos daban gas a los motores, y las hélices giraban a toda velocidad para el despegue, el sonido que producían me llenaba de excitación. Me encontraba tan cerca que podía ver al hombre que estaba a los mandos de cada avión, pero debido a las pesadas cazadoras y los cascos me era imposible saber si alguno de ellos era Jack.
A eso de las cuatro de la tarde empecé a tener frío, hambre y sed. Mi intención era quedarme junto al aeródromo el mayor tiempo posible, pero no había planeado bien las cosas. Abandoné mi posición entre los árboles e inicié la larga caminata de regreso al pueblo.
Al día siguiente, pasé matando el tiempo toda la mañana y buena parte de la tarde. Después de comer, telefoneé a la base aérea para hablar con Jack. En ese momento no podía ponerse al teléfono, así que le dejé un mensaje en el que le decía que me alojaba en el White Hart de Barnham, y que me gustaría verlo. Cuando dije que yo era el hermano de Jack, el oficial que cogió mi llamada adoptó un tono más relajado y me dijo que haría llegar mi mensaje aunque, añadió, el teniente Sawyer podía estar de operaciones, y por tanto ilocalizable durante unos días.
Para la segunda expedición me preparé más adecuadamente; compré algunos bocadillos y una gran botella de limonada en la taberna. Me vestí lo más abrigadamente que pude.
Cuando pasé junto al puesto de control del aeródromo, ya estaba empezando a caer la tarde. Hacia el oeste, el cielo se había ido despejando y revelaba un luminoso ocaso. Me llevó otros veinte minutos rodear el extremo de la pista de aterrizaje y llegar al bosquecillo. La tarde era tranquila, silenciosa, y el crepúsculo ponía una nota de luz plateada en el paisaje. Me metí entre los árboles hasta que encontré el sitio donde había estado el día anterior.
Apenas llegué me di cuenta de que estaba a punto de lanzarse algún tipo de operación de bombardeo. En la pequeña construcción del extremo de la pista brillaban unas tenues luces. Junto a ella se veían varios vehículos, incluido un camión de bomberos.
Me senté con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y esperé. Me comí los bocadillos y bebí la limonada. Cuando empecé a sentir la espalda rígida, me puse de pie y flexioné las piernas y los brazos intentando desentumecerme. Finalmente, empezó a haber movimiento. Dos personas, que llegaban en bicicleta por un costado de la pista, fueron hasta el pequeño barracón, dejaron sus vehículos apoyados en él y se metieron en su interior. Unos minutos más tarde, en algún sitio en el sector principal de la base, un avión puso en marcha sus motores. Pronto, otro avión hizo lo propio, y otro, y otro más. A lo largo de la pista se encendieron unas luces de señalización rojas y verdes; brillaron brevemente y se apagaron. Oí el timbre de un teléfono.
El ruido de los motores fue haciéndose más fuerte y pocos minutos después vi el primer bombardero que se acercaba lentamente por la pista lateral en dirección al sitio donde debía girar. Mientras el aparato avanzaba sacudiéndose por la irregular superficie, sus alas se balanceaban arriba y abajo. Hasta mí llegó la corriente de aire lanzada por las hélices, impregnada del intenso olor de la gasolina.
Por la pista lateral ya se acercaba otro avión, y detrás de él venía otro más. Más lejos, pude ver que otros aparatos estaban moviéndose también. El ruido de los motores llenaba todo el ambiente. De repente, el avión que estaba más cerca de mí rugió intensamente y el soplo de aire me llegó más fuerte. El bombardero había girado y llegado al extremo de la pista principal, donde había encarado la larga cinta de hormigón. Al principio, se movió lentamente, tan lentamente que estaba seguro de que un hombre podía correr más rápido que el aparato, pero poco a poco la sobrecargada máquina empezó a tomar velocidad. Delante de ella, brillaba una luz verde.
Un segundo Wellington estaba tomando posición en el extremo de la pista de aterrizaje. La luz se puso en rojo unos segundos y después otra vez en verde. El avión avanzó lentamente.
Detrás de éste, otro bombardero se aprestaba a repetir la misma operación.
Llegué a contar veintidós Wellingtons. Desde el primero hasta el último, todo el proceso había durado apenas quince minutos. Cuando el último bombardero se perdió en el aire de la noche, el silencio cayó sobre el aeródromo.
Tropezando con los árboles, inicié el largo regreso a la posada.
Durante los tres días siguientes, caminé por las carreteras rurales hasta la base aérea, tratando de ver qué pasaba allí, sintiendo de alguna manera que también yo estaba participando. Nunca dejó de estremecerme el espectáculo de los pesados aviones elevándose en el aire.
La mañana del cuarto día, muy temprano, me despertó el patrón del White Hart, para decirme con tono agresivo que me llamaban por teléfono. A medias dormido, lo seguí escaleras abajo hasta el pequeño cubículo donde estaba instalado el teléfono, al fondo del bar. Era Jack.
Dijo que estaba sorprendido de saber que yo estaba en Barnham, tan cerca de su aeródromo, pero no me hizo ninguna pregunta y me propuso encontrarnos inmediatamente. Me dijo que tenía un permiso de cuarenta y ocho horas y que estaba ansioso por salir de la base aérea.
Una vez más llevé a cabo la caminata por los caminos que atraviesan los campos de la chata región de Lincolnshire y antes de las diez de la mañana llegué a la entrada principal de Tealby Moor. Jack estaba allí esperándome. Fuera de la base, a un costado de la carretera, fumando un cigarrillo y con un periódico doblado bajo el brazo. Era como esas imágenes idealizadas que tantas veces veíamos en los periódicos y los noticieros cinematográficos: joven, apuesto, despreocupado, luchador contra los hunos lleno de valentía, buen humor y del inquebrantable sentido británico del juego limpio. Yo era incapaz de recordar cuánto hacía que nos habíamos distanciado, pero, apenas lo vi, sentí renacer mis antiguos sentimientos hacia él: cariño, envidia, resentimiento, admiración, irritación. Seguía siendo mi hermano.
Mientras caminaba hacia él, me di cuenta de que Jack no estaba de buen humor.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —dijo sin más. Sin un saludo, ni una expresión de afecto, ni atisbo alguno de que hubiera pasado más de un año desde nuestro último encuentro—. Este sitio no es para los civiles. Varias patrullas te han visto por ahí fuera, dando vueltas junto a la valla perimetral. Eso pone nerviosa a la gente. He tenido que intervenir para que no te detuvieran.
—J.L. —le dije—. Soy yo. ¿Ni siquiera puedes decirme hola?
—¿Por qué no me dijiste que vendrías?
—No estoy haciendo nada malo —respondí—. Quería verte.
—Merodear entre los árboles en el extremo de la pista de aterrizaje no es la mejor manera. ¿Por qué no me enviaste unas líneas antes de venir?
—Fue un impulso que tuve. Quería hablar contigo cara a cara.
—¿No podrías habérmelo escrito?
—No, es demasiado... delicado. Si cualquiera hubiese abierto la carta...
Vi que algo cambiaba en el semblante de Jack: una fugaz mirada evasiva y cargada de culpa. Sus dedos jugueteaban con el cigarrillo.
—¿Es algo que tenga que ver con Birgit, por casualidad? —preguntó.
Su pregunta me sorprendió.
—¿Birgit?
—Pronto nacerá el niño. Dime, ¿hay algún problema?
—No, no se trata de Birgit. ¿Por qué me preguntas eso?
—¿Hay algún problema?
—No, todo va bien. Hasta dentro de cinco semanas no esperamos al bebé. A finales del mes que viene.
—¿Te has ido y has dejado a Birgit sola en casa? ¿En las últimas semanas de su embarazo? ¿Cómo has podido hacer eso?
Supongo que en ese momento, la culpa debió de reflejarse en mi cara.
—Mira, J.L., Birgit está muy bien—dije. No conseguí borrar cierto tono defensivo de mi voz—. Es una chica sana, y hay una vecina que cuida de ella mientras yo no estoy. Si hubiera algún riesgo, no la habría dejado. De todos modos, mañana vuelvo a casa.
—Entonces, si no se trata de Birgit, ¿qué es eso tan importante que no puede esperar?
—¿No hay algún otro sitio más discreto donde podamos hablar?
Estábamos a pocos metros de la guardia en la entrada del aeródromo donde había varios aviadores. Por lo menos dos o tres de ellos estaban tan cerca como para oírnos. Hice un gesto con la cabeza para indicarle a Jack que nos alejásemos un poco de allí, pero él no estaba dispuesto a hacerlo.
Me acerqué a él y noté la resistencia que él tenía hacia mí. Hablando muy bajo le dije:
—Me arriesgo mucho al contarte esto, J.L. Es el secreto más grande que puedas imaginar. Pero tengo información de que la guerra está a punto de acabar. Tal vez en una semana, tal vez en dos. Habrá un alto el fuego.
Jack rió sardónicamente, acercó a sus labios lo que quedaba de su cigarrillo, dio una calada y arrojó la colilla a un charco.
—¿Y has viajado tan lejos para decirme esto?
—Es absolutamente cierto.
—Eso dicen una cantidad de rumores que circulan por ahí cada semana.
—J.L., esto no es un rumor. Sé de qué estoy hablando.
—No me lo creo.
—¡Es la verdad!
—Nunca habrá un alto el fuego —me dijo—. Incluso aunque nosea un rumor. Incluso aunque haya gente que lo quiera. Las guerras no se terminan de un día para otro sólo porque alguien decide que ha llegado el momento de pararla. Se continúa combatiendo hasta que una de las partes está destrozada.
—La última guerra terminó con un armisticio.
—Eso fue diferente. En realidad, los alemanes se rindieron. Nadie iniciaría negociaciones por la paz ahora; ni en nuestro bando ni en el de ellos. La guerra ha empezado por fin a irnos bien y ahora estamos más empeñados que nunca en proseguir. Hemos llegado al punto de no retorno y ahora no nos queda otra alternativa que continuar hasta el final.
—Hablas como Churchill.
—Sí, tal vez. ¿Está él buscando la paz?
—No, claro que no —dije, dándome cuenta de que estaba soltando información confidencial que me había sido confiada—. Pero lo que te cuento es verdad; te lo juro. Ya he dicho demasiado pero, por varias razones, Hitler quiere negociar un alto el fuego con Gran Bretaña. Obviamente, algo está cambiando en Alemania aunque yo no sepa qué. Cualquiera que sea la razón, Hitler quiere llegar a una paz separada con Gran Bretaña.
—Ya que has mencionado a Churchill, él nunca haría eso.
—Churchill ya está hablando de paz.
—¿Hablando? ¿Churchill hablando con Hitler?
—No directamente. Se están llevando a cabo negociaciones secretas a través de intermediarios. Por eso para mí es tan peligroso contártelo. Ya te he dicho más de lo que debería.
—Conmigo tu secreto está a salvo, Joe. Aunque Churchill se volviera loco y dijera que quiere negociar, nadie en el país lo permitiría. Al menos, no ahora, después de Dunkerque, después del bombardeo de las ciudades británicas y después de tantos sacrificios.
—No importa lo que digas, sucederá en cualquier momento.
—Sea como sea, ¿tu cómo lo sabes?
—Por supuesto, no puedo contártelo. Yo apenas estoy implicado superficialmente en esto, pero sé de qué hablo. Es algo real. Va a haber un armisticio y pronto se llegará a un acuerdo. Puede que incluso esta próxima semana.
Para entonces, tácitamente de acuerdo, habíamos dado media vuelta y nos alejábamos de la entrada de la base, caminando lentamente por la hierba del arcén de la carretera. J.L. me ofreció un cigarrillo y ambos fumamos. Caminando con mi hermano, fumando con él, sentí un tranquilo e inesperado resurgimiento de la sensación de volver a ser un gemelo, aunque sólo fuera en aquellas pequeñas cosas.
—Muy bien, déjame que durante un minuto suponga que eso es verdad —dijo Jack—: ¿para qué diablos sirve que yo lo sepa?
—Tú sales en misiones de bombardeo, J.L. A cada momento. ¿No podrías conseguir algún trabajo en tierra? Cada vez que vuelas estás en peligro. Sería un sin sentido que te mataran ahora.
—La mayoría de nosotros pensamos que es un sin sentido que nos maten, sea cuando sea.
—¿Por qué no me tomas en serio?
Joe sacudió la cabeza.
—Tal vez dices lo que dices porque sabes cosas que yo no sé. Tal vez sólo crees que sabes cosas. —Sentí que me invadía el resentimiento y seguramente ese resentimiento se me notó en la cara. Aparentemente como respuesta a eso, Jack continuó—. Muy bien, Joe: seguramente estoy deseando que tengas razón, pero yo no puedo presentarme en el despacho de mi comandante y decirle que me gustaría dejar de volar. Él me llevaría al bar, me invitaría a una cerveza y me diría que dejara de dar vueltas a esas malditas ideas. De todos modos, ni siquiera tiene sentido discutirlo. Yo no quiero dejar de volar. ¿Qué me dices de mi tripulación? ¿Puedo contarles todo esto también a ellos? ¿Qué me dices de las otras tripulaciones? No puedo abandonar el escuadrón porque mi hermano me cuenta un rumor..., de acuerdo, me pasa cierta información acerca del final de la guerra. ¿Debo mantener el secreto para los demás y ver cómo despegan y sus vidas corren peligro? ¿O quieres que todos nos marchemos?
Oí el sonido lejano de motores de avión; lo traía el viento sobre el llano paisaje, un recordatorio de la guerra.
—J.L., simplemente quiero que no te expongas durante unos días. Yo he jurado mantener el secreto sobre ese alto el fuego, pero ¡a ti tenía que contártelo porque eres mi hermano! No fui tan lejos como para pensar cómo tendrías que resolver las cosas con la Fuerza Aérea.
Aquélla estaba siendo la conversación más larga que Jack y yo habíamos mantenido desde hacía varios años. Nos habíamos detenido otra vez, a apenas un metro el uno del otro, codo a codo en el arcén cubierto de hierba de la carretera rural. Seguíamos con los cigarrillos entre los dedos; los usábamos para subrayar nuestras palabras. No nos mirábamos a los ojos, pero nunca habíamos estado tan cerca el uno del otro desde que éramos adultos. Yo estaba tratando de penetrar en el interior de Jack, de abrirme paso y eliminar la complicada maraña de recuerdos, experiencias infantiles, obsesivo entrenamiento deportivo, peleas, mi matrimonio con Birgit, todas las cosas que se interponían entre ambos, los temas que todavía herían nuestra sensibilidad, los desacuerdos que nunca habíamos resuelto, un laberinto de respuestas defensivas que nos llevaban irremediablemente en la dirección equivocada, y que hoy nos separaban de nuevo. Por un momento había sentido que era posible dejar atrás toda esa carga y sencillamente volver a ser hermanos, hermanos adultos, unidos por nuestro parecido más que separados por él.
Pero entonces él dijo:
—Tú no tienes la menor idea del infierno que es la guerra, ¿verdad?
El momento del posible rencuentro se había perdido. Ambos miramos hacia arriba mientras un Wellington pintado de negro despegaba rugiendo de la pista que estaba detrás de nosotros y se elevaba pesadamente en el aire, envolviéndonos en su feroz bramido.
El ruido me despertó del todo. Allí fuera, en la oscuridad, muy bajo sobre nosotros, un avión cruzaba volando el centro del pueblo. El sonido de los motores hacía vibrar los cristales de las ventanas y las tablas del suelo.
No estaba en la cama; me había levantado.
Estaba de pie en mi cuarto de White Hart; en pijama, y a medio camino entre la cama y la ventana, con una mano apoyada en la pared para sostenerme. Estaba ciego por el salto de la brillante luz solar a la oscuridad de la noche, el mundo real, la ilógica realidad de mi vida. La lucidez estaba sólo en mi mente.
Lleno de frustración y desagrado, sacudí la cabeza; todavía sentía la presencia diurna de mi hermano. En la boca y la garganta notaba aún el sabor del tabaco; hasta me pareció que podía exhalar el humo que había aspirado en el momento en que el avión despegó a nuestras espaldas. Aquel humo, aquella conversación, todo estaba en algún lugar fuera de mi mente, en algún lugar de ningún sitio.
Me senté en el borde de la cama, y pensé en Jack y en lo que a mí me parecía que habíamos discutido. Se trataba, desde luego, de un repaso de los temas que me preocupaban.
De vez en cuando, más aviones fueron pasando sobre el pueblo.
Por fin, sintiéndome solo y frío en la noche sin luces, consciente del silencio exterior, más allá de la pequeña ventana, me deslicé entre las finas mantas y me quedé muy quieto, tratando de calentar mi cuerpo de nuevo. Estaba completamente despierto, repleto de indeseados pensamientos. Dando vueltas en la estrecha cama en busca de cierta comodidad, traté sin cesar de tranquilizar mi mente. El tiempo fue pasando..., finalmente, debí de dormirme.
Me despertó el dueño de la fonda, llamando a la puerta de mi habitación y diciéndome con tono agresivo que alguien me llamaba por teléfono. Todavía medio dormido, me arrastré fuera de la cama, fui tras él escaleras abajo hasta el pequeño cubículo en el fondo del bar y cogí el teléfono. Era Jack.
Mientras él hablaba, yo miraba a mi alrededor. Apenas podía concentrarme en lo que Jack me decía. Estaba pensando: ¡Esto debe de ser otra alucinación!
Jack guardó silencio, al parecer esperaba mi respuesta. Entonces repitió la pregunta ¿qué quería cuando dejé mi mensaje en las oficinas de la base? Conseguí balbucir mis palabras:
—Tengo que verte. No será mucho rato. ¿Podría ser hoy? ¿Ahora?
Él pareció sorprendido, pero acordamos encontrarnos en seguida. Me dijo que tenía un permiso de cuarenta y ocho horas y que estaba ansioso por dejar la base.
Una vez más, por lo tanto, llevé a cabo la larga caminata por el llano paisaje de los campos de Lincolnshire. Tenía mucho tiempo para pensar, para comprobar la autenticidad de lo que estaba sucediendo. Hice el deliberado esfuerzo de fijarme atentamente en todo lo que me rodeaba. Miré las ovejas que pacían en los prados, los setos que flanqueaban la carretera, sentí la textura del pavimento por donde avanzaba, el rumor del ligero viento entre los árboles, comprobando cada una de estas mundanales impresiones como para encontrar grietas en su realidad. Estaba muy consciente de mí mismo: la sensación de la temperatura del aire que me rodeaba, una incomodidad menor en uno de mis zapatos, el regusto del descuidado desayuno que a regañadientes me había servido el dueño de la fonda, y una creciente impaciencia por resolverlo todo con Jack.
Continué caminando pero, en lugar de sentirme impelido por la urgente necesidad de ver a Jack, ahora me sentía más interesado por la naturaleza de todo lo que me rodeaba, por la cualidad esencial de su realidad. Estaba seguro de que había entrado en otra alucinación. Pero, si ése era el caso, era la primera vez que casi desde el comienzo era consciente de lo que sucedía. A pesar de que mis experiencias anteriores habían sido lúcidas, hasta este momento nunca había pensado lúcidamente también.
¿Sería eso un indicio de que el problema estaba llegando a su fin?
Mi caminata continuaba por la carretera, entre los setos, los campos, bajo un cielo sombrío y oyendo a lo lejos el sonido de los motores de los aviones.
Llegué al aeródromo poco antes de las diez de la mañana; para estar seguro de la hora, miré mi reloj de pulsera. Jack ya me estaba esperando fuera de la entrada principal. Estaba fumando un cigarrillo y llevaba un periódico doblado bajo el brazo. En cuanto lo vi sentí reconocer mis antiguos sentimientos hacia a él: cariño, envidia, resentimiento, admiración, irritación. Seguía siendo mi hermano.
Mientras caminaba en su dirección, él estaba mirando hacia otro lado. Por fin, desvió la mirada y me vio; después, con un encogimiento culpable de hombros, volvió a mirar inmediatamente hacia otro lado. Jack dio una calada a su cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Este gesto me pareció una inequívoca y explícita demostración de rechazo. De pronto y sin previo aviso, mis meses de frustración se hacían presentes dentro de mí.
En cuanto estuvimos lo bastante cerca como para hablar, le dije:
—Dime, J.L., ¿qué está pasando entre mi mujer y tú?
Cuando oí las palabras que salían de mi boca, me estremecí. Incluso a mis oídos sonaban fanfarronas, débiles, irritantes, desdeñables. Me temblaba la voz; estaba al borde del falsete.
Jack me miró, asombrado.
—¿Y para decirme eso has venido hasta aquí?
—Responde mi pregunta. ¿Hay algo entre tú y Birgit?
—Hola, Joe —dijo J.L. sin inmutarse—. Me alegro de volver a verte después de tanto tiempo, hermano. ¿Ni siquiera puedes saludarme antes de empezar a hablar?
—Siempre has sido el mismo sarcástico cabrón.
—¡Joe, por Dios, tranquilízate!
Rabioso como estaba, estuve a punto de gritarle algo, pero en el último segundo me di cuenta de que estábamos muy cerca del puesto de guardia, junto a la entrada principal de la base, y que había allí varios aviadores.
—Deberías habérmelo dicho —dije, sintiéndome de repente sin aliento—. ¿Qué ha estado pasando en mi casa mientras yo no estaba?
—Demos un paseo —dijo J.L., indicándome con un movimiento de cabeza que nos alejáramos un poco de allí, pero yo me negué porfiadamente a moverme. J.L. me miró directamente a los ojos y me dijo con suavidad—: Birgit es tu esposa, Joe. ¿Cómo se te ocurre que yo pueda tener un lío con ella?
—¿Lo niegas?
—Del modo que tú crees, por supuesto que lo niego.
—¿Niegas que has estado en mi casa en mi ausencia?
—Joe, no es lo que tú piensas.
—¡No me digas lo que estoy pensando!
—Tú estabas siempre fuera de casa, y Birgit ni siquiera sabía dónde. —Jack no había elevado el tono de voz. Eso, a pesar de que la rabia y el resentimiento continuaban clamando dentro de mí, hizo que escuchara lo que me decía—. Muy bien, Joe, estuviste un tiempo desaparecido; de eso tú no tienes la culpa, pero hasta que la policía te localizó, Birgit creyó que te habían matado. No hay teléfono en la casa, los de la Cruz Roja tampoco sabían dónde estabas o no querían decírselo y, seguramente, no hace falta que te cuente todo lo que ella ha tenido que soportar desde que empezó la guerra. La mitad de la gente del pueblo piensa que Birgit pertenece a la quinta columna alemana. El gobierno continúa amenazándola con el internamiento. Está embarazada. Está convencida de que sus padres han sido asesinados. Lo que ella quería..., te diré lo que quería, a pesar de que estoy seguro de que tal como estás no me vas a creer. Ella estaba sola, necesitaba un amigo y, por encima de todo, necesitaba hablar alemán durante un rato.
—¡Hiciste todo ese camino hasta allí sólo para hablar con ella en alemán!
—Estaba desesperada por un poco de compañía, la de alguien conocido con quien pudiera sentirse cómoda. Ya sabes que Birgit y yo siempre hemos sido amigos. Desde que volvimos de Berlín.
—Nunca lo has mantenido muy en secreto.
—¿Por qué iba a hacerlo? Le tengo mucho cariño, y también es cierto que una vez estuve locamente enamorado de ella, pero eso fue hace varios años y tú le pusiste fin. Desde entonces, ella ha sido tu esposa. Joe, ¡te ama tanto! ¿No puedes creer que yo respeto eso?
¿Jack locamente enamorado de Birgit? ¿Cuándo había sido eso? Yo no lo había sabido.
—Entonces, ¿de qué estuvisteis hablando en alemán? —Estaba celoso. En mi voz se mezclaban el deseo de saber y el sarcasmo. Jack y yo nos parecíamos mucho.
—No recuerdo. Nada importante. Cualquiera de esas cosas de las que hablan los amigos.
—Lo bastante importante como para que hicieras todos esos kilómetros para visitarla.
—Joe, ya te he dicho por qué.
Para entonces, tácitamente de acuerdo, habíamos dado media vuelta y nos alejábamos de la entrada de la base, caminando lentamente por la hierba del arcén de la carretera. J.L. me ofreció un cigarrillo y ambos fumamos. Caminando con mi hermano, fumando con él, sentí un tranquilo e inesperado resurgimiento de la sensación de volver a ser un gemelo, aunque sólo fuera en aquellas pequeñas cosas. Otra vez, ahora más cercano y fuerte, el sonido de motores de avión; lo traía el viento sobre el llano paisaje, un recordatorio de la guerra.
—J.L., al menos dime esto. ¿Hassido tú quien dejó embarazada a Birgit?
Una ráfaga de viento hizo que pareciera que los motores sonaban con más fuerza. El cigarrillo que Jack me había dado habría estado demasiado tiempo en el paquete o se habría aplastado mientras él lo llevaba en el bolsillo, porque estaba achatado y flojo. Cuando di una calada, pequeñas briznas encendidas chispearon en el extremo del cigarrillo. ¿Cuánto tiempo haría que Jack fumaba? Aquélla estaba siendo la conversación más larga que Jack y yo habíamos mantenido desde hacía varios años. Nos habíamos detenido otra vez, a apenas un metro el uno del otro, codo a codo en el arcén cubierto de hierba de la carretera rural. Los cigarrillos seguían entre nuestros dedos, los usábamos para subrayar nuestras palabras. No nos mirábamos a los ojos, pero nunca habíamos estado tan cerca el unodel otro desde que éramos adultos. Yo estaba tratando de penetrar en él furiosamente, de saber si me estaba mintiendo o me estaba contando una sencilla verdad.
—¡Vamos, J.L.! ¿Fuiste tú?
—No tienes la más zorra idea de lo que Birgit quiere o necesita, ¿no es así? —dijo él, casi con desesperación.
Ambos nos volvimos, sorprendidos, cuando un bombardero Wellington pintado de negro despegó desde la pista que estaba a nuestras espaldas y se elevó pesadamente en el aire, ensordeciéndonos con el feroz rugido de sus motores. Hice un gesto de frustración con el puño: ya sabía lo que estaba a punto de suceder.
Mientras la oscuridad de la noche se cerraba a mi alrededor, un avión volaba a baja altura sobre el tejado de la posada, atravesando el centro del pueblo dormido, allí fuera,en la noche. Las reverberaciones del ruido de los motores sacudieron los cristales de la ventana.
No estaba en la cama; me había levantado. Estaba de pie junto a ella, en pijama, en el estrecho espacio entre la cama y la ventana, y tenía una mano apoyada en la pared para sostenerme.
Noté que tenía unas hebras de tabaco en la boca. Las cogí con la punta de los dedos y me pasé la lengua por los labios para quitar cualquier resto.
Me sentía muy deprimido. Ni siquiera traté de volver a dormir; en cambio, me acurruqué incómodamente en el suelo de la habitación, junto a la pequeña e inadecuada ventana, y observé cómo la luz del amanecer se iba extendiendo lentamente a través de las nubes grises.
Esa mañana, apenas oí al dueño de la fonda trastear por la planta baja, y antes de correr el riesgo de que sonara el teléfono del bar, pagué la cuenta y emprendí el interminable trayecto por ferrocarril a través de toda Inglaterra, de regreso a casa. Pasé otro día y medio de tedioso viaje y de esperas en los transbordos. Estábamos en la primeras semanas de mayo, el mes en que nacería nuestro hijo.
Cuando llegué, la señora Gratton y Harry estaban en casa y me prepararon una taza de té. Me dijeron que Birgit estaba arriba, despierta. No había problemas, dijo la señora Gratton, no tenía por qué preocuparme, la criatura llegaría en la fecha prevista, pero ahora estaban esperando la visita del médico. Birgit había pasado mala noche.
Subí en cuanto se despertó, y estuvimos juntos allí arriba más o menos una hora, hasta que llegó el médico para visitarla. Oí que Birgit le decía que su dolor de espalda había empeorado y que tenía las piernas inflamadas y sin sensibilidad. El médico la tranquilizó y le aseguró que muy pronto habrían acabado todas sus molestias.
Cuando todo el mundo hubo abandonado la casa, Birgit me entregó la pequeña pila de cartas que habían llegado durante mi ausencia. Destacando entre todas, había un sobre con la dirección escrita a máquina y franqueado en Londres hacía dos días. Era del doctor Carl Burckhardt y me pedía que dentro de dos días me encontrara con él en Londres.
Extracto del Capítulo 6 de The Last Day of War (El último día de la guerra), de Stuart Gratton, publicado por Faber & Faber, Londres, 1981
... algunos de los teatros de operaciones de la Luftwaffe eran más tranquilos que otros. Todos los territorios ocupados necesitaban protección aérea, aunque en cuanto se confirmó que el comienzo de la Operación Barbarroja sería el 22 de junio y que se necesitaría la presencia de la aviación en el frente oriental, en algunos sitios, esa protección se fue reduciendo progresivamente hasta llegar al mínimo nivel operativo.
Esto pasó con el Grupo Aéreo 5, responsable de la totalidad del litoral marítimo nororiental, desde Emden hasta el extremo nortede la ocupada Dinamarca. Aunque losbombarderos Geschwader del Grupo Aéreo 5 actuaban contra los barcos británicos en el mar del Norte y habían atacado objetivos como Hull, Grimsby y Newcastle, la presencia de la Luftwaffe en Dinamarca era sobre todo una defensa contra las operaciones de lanzamiento de minas submarinas que la RAF llevaba a cabo en el estrecho de Kattegat.
El 10 de mayo de 1941, el proceso de retirada progresiva hacia Alemania ya había comenzado. Esto había dejado a los grupos de cazas nocturnos seriamente disminuidos en personal y en aviones. Ese día, el teniente Manfred Losen, que era el piloto de IV./NJG 35 de un caza Me-109E del aeródromo de Grove, en la costa oeste de Dinamarca, junto con los otros pilotos de su escuadrilla habían volado sobre el mar para hacer una breve calibración de la artillería de a bordo. Regresaron a su base antes de las seis de la tarde, hora local, para comer algo y descansar antes de que empezaran las operaciones nocturnas. El teniente Losen cuenta el resto de su historia:
Fui llamado a la sala de operaciones por mi superior, el comandante Limmer. Su primera pregunta fue cuánto tiempo necesitaba para levantar el vuelo después de que sonara la alarma de despegue. Le respondí que creía que si el avión ya tenía el combustible necesario y las armas estaban convenientemente cargadas, podía despegar en cuestión de minutos. Me dijo que estaba bien y que me mantuviera alerta.
Una media hora más tarde, el comandante Limmer volvió a llamarme; esta vez parecía frenético. Me dijo: «Hay una situación de emergencia. Es un trabajo fuera de lo habitual y debe despegar inmediatamente. No habrá control de tierra por radio, así que llévese todos los aviones que pueda e infórmeme en cuanto aterrice». A continuación me explicó lo que debíamos hacer. Dijo que, al parecer, los británicos habían reparado un Messerschmitt Me-110 que había sido derribado sobre suelo inglés y lo habían mandado a nuestro sector, con identificación alemana en una misión especial de espionaje. Se esperaba que el avión pasara por nuestra zona, y a baja altura, en los próximos treinta minutos. Nuestras órdenes eran derribar el avión sin advertencia previa.
Yo pregunté cómo podíamos estar seguros de que si veíamos un Me-110 sería el que estábamos buscando. El comandante Limmer me dijo que no hiciera preguntas y me ordenó que me marchara en el acto. Despegamos inmediatamente hacia la puesta de sol enfilando hacia el oeste, mar adentro. Sólo encontré otros tres cazas listos para el despegue, así que ésta fue la fuerza máxima que pudimos conseguir para la misión. Naturalmente, los pilotos que despegaron conmigo sentían curiosidad y en cuanto dejamos la base se comunicaron conmigo por radio. Les dije que sus órdenes eran mantenerse a mi lado durante todo el tiempo y obedecerme. También les dije que debía observarse el más estricto silencio de radio hasta que aterrizáramos.
Llevábamos combustible suficiente para patrullar aproximadamente durante una hora a baja altura. Después de una media hora, uno de los aviones de mi escuadrilla se me acercó. Reconocí al piloto, era un buen amigo mío, el suboficial Helmut Köberich. Con la mano, me señaló hacia arriba. A unos dos o tres mil metros por encima de nosotros volaban grupos de bombarderos bimotores ingleses; llevaban rumbo sureste, hacia Alemania. Era un hermoso atardecer, todavía con bastante claridad en el cielo. No nos llevaría mucho tiempo y estábamos en condiciones casi perfectas para atacar. Helmut, naturalmente, quería ir tras los bombarderos; era para lo que estábamos entrenados. Conseguí sujetarlo.
No mucho tiempo después, vi una pequeña forma en la distancia; volaba exactamente hacia el norte, más o menos a la misma altitud que nosotros. Inmediatamente viré en esa dirección y mis compañeros de escuadrilla me siguieron. Para entonces, nos quedaba combustible para unos minutos antes de regresar a la base. De lo contrario, nos veríamos obligados a un amaraje forzoso antes de alcanzar la costa. En cinco minutos sobrevolamos el avión y lo identificamos fácilmente: era un Me-110D. Llevaba lo que parecían los distintivos corrientes de la Luftwaffe. De acuerdo con las órdenes que había recibido del comandante Limmer, maniobré hasta colocarme en la posición adecuada y ordené un ataque en picado. Los otros aviones me siguieron. Yo ataqué con una larga ráfaga de artillería. Como empleé balas trazadoras, estaba seguro de que al menos alguno de los proyectiles había alcanzado al otro avión. El piloto del Me-110 estaba alerta e inmediatamente inició una maniobra evasiva, lanzándose en picado a la capa de nubes que tenía debajo. El resto de mi escuadrilla fue tras él, disparando sus ametralladoras; mientras tanto, yo volé en círculo, ganando un poco de altura, listo para una segunda pasada.
Me lancé otra vez en picado y conseguí bastante velocidad, y pasé a través de la capa de nubes, pero, donde suponía que debía de estar, no había ni rastro del Me-110. Busqué en todas direcciones, pero finalmente llegué a la conclusión de que, o bien había escapado, o bien se había estrellado en el mar. Recuperé la altitud anterior y pronto me uní a los demás. Volamos directamente hacia la base.
A pesar de que tenía orden de presentarme al comandante Limmer en cuanto aterrizara, a la que detuvimos los motores nos dijeron que subiéramos a un camión que nos estaba esperando en la pista; en el camión había dos cabos armados que se hicieron cargo de nuestra custodia. Fuimos conducidos al hangar más lejano de la pista de aterrizaje y allí fuimos interrogados minuciosamente sobre lo que habíamos hecho y lo que habíamos visto. Nuestras versiones de lo ocurrido eran más o menos coincidentes; así y todo, el interrogatorio prosiguió hasta pasada la medianoche. Quedó establecido el hecho de que habíamos dañado al otro avión pero que no podíamos asegurar categóricamente que lo hubiéramos derribado. Finalmente, se nos permitió regresar a nuestros alojamientos, pero se nos advirtió en los más serios términos que no debíamos revelar jamás lo que habíamos hecho esa noche.
Tiempo después, una vez terminada la guerra, me encontré con hombres de otras unidades de cazas nocturnos y supe por ellos que esa misma noche habían recibido orden de despegar por la misma razón que nosotros: un Me-110 pilotado por británicos volando en misión secreta. Uno de ellos, de nuestra base de Aalborg, Dinamarca, aseguraba que había visto caer el Me-110. Otro, con base en Wittmundhafen, en la costa de Ostfriesland, en el norte de Alemania, dijo que ellos no habían sido capaces de encontrarlo aunque sus órdenes sólo eran avistar el Me-110. Esas órdenes provenían directamente del comandante general Adolf Galland, quien a su vez las había recibido nada menos que del mariscal del Reich Hermann Goering. Más tarde supieron que en el Messerschsmitt volaba Rudolf Hess y que Hitler había cambiado de opinión en el último momento sobre el tema de negociar la paz.
Después de esto, Manfred Losen fue enviado al frente de Rusia, donde sirvió durante dos años en las condiciones más atroces. En 1943, su avión fue derribado por un Mustang de la fuerza aérea norteamericana y fue hecho prisionero. Pasó tres años en un campo de prisioneros de guerra en Texas. Ahora vive en Houston; hace poco tiempo se ha jubilado en la Dell Computer Corporation.
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
Yo calculaba que, en tiempos normales, necesitaría de diez a quince minutos para ir desde la sede de la YMCA, cerca de Holborn, hasta el Almirantazgo, en Trafalgar Square, pero en la mañana del 7 de mayo, inmediatamente después de un bombardeo, aquello se convirtió en una dura expedición. Muchas calles estaban bloqueadas por la caída de los edificios y había que dar grandes rodeos. Los camiones de los bomberos y las ambulancias iban y venían constantemente, y en varios lugares donde los daños por el bombardeo o los incendios habían sido peores, los trabajadores de los equipos de salvamento seguían trabajando con sus palas y apartando escombros, en busca de los que pudieran seguir allí atrapados. El agua que se escapaba de las tuberías rotas inundaba las calles. Los buldozers intentaban apartar el máximo de escombros de las calles. Mi caminata, que había empezado con espíritu de curiosidad y descubrimiento, acabó conmigo acelerando el paso, procurando no entorpecer el trabajo de los servicios de emergencia, e intentando no ver las patéticas y emotivas escenas de daño y pérdidas.
Me sorprendía darme cuenta de la rapidez con que había olvidado el infierno que podían crear las bombas.
Tal como sucedía con otros edificios oficiales de la zona, la sede del Almirantazgo parecía una fortaleza: en la planta baja, cada palmo de fachada estaba protegido con pilas de sacos terreros de casi cuatro metros de altura. Más arriba, las ventanas estaban selladas con protecciones metálicas. Estaba claro que no estaría en mejores condiciones de soportar el impacto directo de una bomba de alto poder explosivo que cualquier otro edificio, pero ciertamente la intención era que sobreviviesen a casi cualquier otra calamidad.
El doctor Burckhardt y otros dos oficiales estaban esperándome en una pequeña antesala contigua al vestíbulo principal. El doctor me saludó efusivamente en un excelente inglés en el que pude distinguir un cultivado acento.
—Nuestra reunión se va a retrasar un poco —me dijo, después de que ambos nos aseguráramos que estábamos muy bien—. Debido al bombardeo de anoche, el primer ministro ha pensado que debía hacer una breve visita personal a algunas de las zonas más castigadas. Él dice que ése es el mejor recurso que conoce para levantar la moral. Si le apetece, aquí hay un poco de té.
Esperamos durante la siguiente hora. Generalmente en silencio; apenas alguna breve charla sin importancia. Durante toda nuestra espera, la puerta permaneció abierta. Desde donde estaba sentado podía ver la mayor parte del vestíbulo. Cuando Churchill llegó, lo hizo sin ningún alboroto ni ceremonia. Mientras yo estaba mirando las sombras que se proyectaban junto a la entrada principal cuando la gente pasaba por el estrecho corredor formado por los altos taludes de sacos de arena, entró un hombre vestido de paisano. Lo siguió inmediatamente la conocida figura del primer ministro, ataviado con un abrigo marrón, un sombrero de copa alta y un bastón. Colgada del hombro con una correa, llevaba una caja con la máscara de gas. Mientras empezaba a desembarazarse de todas estas cosas, el resto de sus acompañantes fueron entrando a su vez en el edificio: dos o tres civiles más, algunos oficiales superiores de la marina, el ejército y la fuerza aérea, y un superintendente de la policía. Churchill se despidió de todos ellos con un breve gesto de cabeza y un apretón de mano, y luego se dirigió hacia donde estábamos nosotros. Lo acompañaba otro hombre.
Cuando él entró, nos pusimos de pie rápidamente. Churchill no era tan bajo como yo había imaginado. Su abdomen era menos prominente y sus movimientos más dinámicos y juveniles de lo que yo había esperado. A pesar de los sentimientos hostiles que yo albergaba hacia él desde tiempo atrás, ver sus famosas facciones tan cerca fue toda una experiencia.
Finalmente, habló:
—Permítanme que les pida disculpas por haberles hecho esperar, caballeros. Soy consciente del importante asunto por el que han venido, pero, como sin duda saben, anoche sufrimos un ataque muy grave, y si puedo, me gusta ir a ver a la gente. Como sea, estoy listo para empezar.
Lo seguimos fuera de la sala; mientras subíamos una amplia y curvada escalinata, el doctor Burckhardt caminaba junto al primer ministro. Debido a que las ventanas estaban tapadas y a que las bombillas eléctricas eran de baja potencia, el interior del lugar era bastante sombrío; aun así, era posible percibir un atisbo del antiguo esplendor del edificio desde donde se dirigían las operaciones navales británicas. Eché una mirada a mi reloj de pulsera: eran las once y cuarto.
Gobierno del Reino Unido; documentos del gabinete protegidos indefinidamente (Orden del Consejo de 1941);
disponibles para consulta por la Directiva de Interés Público de la Unión Europea de 1997, Oficina de Registros Públicos (www.open.gov.uk/cab_off/pro/)
Actas del encuentro del primer ministro. Hora de comienzo: 11.18 horas. Miércoles 7 de mayo de 1941, sala del Gabinete, edificio del Almirantazgo.
Presentes:
P.M. (Primer ministro, señor Churchill)
J.E.M. (en representación de la Junta de Jefes de Estado Mayor, general Ismay)
Sec. For. (Secretario del Foreign Office, señor Eden)
Sec. Gue. (Secretario de Guerra, capitán Margesson)
Min. Air. (Ministro del Aire, sir Archibald Sinclair)
Sec. Pr. Min. Air. (Secretario privado del ministro del Aire, jefe de escuadrilla sir Louis Greig)
Embajador de Su Majestad en España (sir Samuel Hoare)
Embajador de Su Majestad en Portugal (sir Ronald Campbell)
Cruz Roja Internacional (Doctor Carl Burckhardt)
Cruz Roja Británica (Señor J.L. Sawyer)
Sociedad Religiosa de los Amigos [Cuáqueros], (Señor Thomas A. Benbow)
Secretario (yo mismo, J. Colville)
[Tal como se acordó entre todos los participantes, las actas se archivarán manuscritas. Este archivo estará eximido del cumplimiento de la norma de los treinta años que rige para los documentos del gabinete. Este archivo permanecerá indefinidamente secreto por orden del Consejo.]
Primer Ministro: [Introducción] Bienvenida general. Se hacen las presentaciones en toda la sala. Felicitaciones para el doctor Burckhardt. El P.M. es un gran admirador de la Cruz Roja. El conde Folke Bernadotte (Cruz Roja sueca), y el señor Attle (Lord del Sello Real), excusan su asistencia.
La J.E.M. representará los intereses de todas las Fuerzas Armadas; acuerdo adoptado por unanimidad.
[Comienza la reunión]: He leído su informe; merece mi mayor elogio. Es un trabajo ingenioso, de enorme interés histórico. Entrará en anales de grandes logros. Indudable habilidad y diplomacia. Calurosas felicitaciones. Sin embargo es inaceptable, tanto en teoría como en práctica. No se sostiene. No estoy de acuerdo. El gabinete de guerra no estará de acuerdo. El pueblo brit. no estará de acuerdo. No tenemos la mínima intención de llegar a ningún acuerdo con Alemania.
Dr. Burckhardt: No es llegar a un acuerdo con Alemania, sino restituir paz y orden en Europa. No hay ganador. Apartar a Gran Bretaña y Alemania del estado de guerra. Informaciones fiables dicen que hasta el mismo Hitler está probablemente de acuerdo.
Embajador de Su Majestad en España: El ex rey lo avala.
P.M.: El aval de nuestro ex rey es irrelevante en asuntos de Estado. Esto no es tema de discusión para hoy. ¿Dónde lo he visto a usted antes?
J.L. Sawyer: No lo sé.
P.M.: ¿Por qué no lleva su uniforme de la RAF?
J.L. Sawyer: No pertenezco a las Fuerzas Armadas. Estoy registrado como objetor de conciencia sin condiciones.
P.M.: Yo no puedo hablar con Hitler. Él no hablará conmigo. No podemos proseguir por aquí. Eso haría que Japón entrase en la guerra y mantendría a EE. UU. indefinidamente fuera. Stalin no lo aceptará. EE. UU. no lo aceptará. Los polacos, la Francia Libre, los países de la Commonwealth no lo aceptarán.
J.E.M.: Informes de inteligencia desde Polonia confirman que siguen y aumentan concentraciones tropas alemanas en la frontera soviética.
Sec. For.: Stalin ha sido informado sobre la amenaza alemana, pero sospecha de nuestros motivos para avisarle.
J.E.M.: Si Hitler se mueve hacia el este, no podremos impedirlo. Ni siquiera deberíamos intentarle.
P.M.: [Resume los acercamientos británicos a la Unión Soviética en este tema.]
[Continúa]: Hitler siempre ha dicho que nunca querría una guerra con dos frentes. Si él está a punto de empezar algo en Rusia, nada podría ser más ventajoso para nosotros. Caballeros, gracias una vez más por su magnífica contribución a la causa de la paz, pero el gob. de S.M. no tiene una posición tomada en este tema. Estamos en guerra e iremos viendo cómo evolucionan las cosas. Ésta es la última palabra sobre este asunto. Buenos días a todos.
P.M. indica que la reunión ha terminado.
Dr. Burckhardt: [Solicita proseguir la discusión.]
[Continúa]: Tenemos una posibilidad genuina de paz, con posteriores perspectivas de estabilidad en Europa. La guerra podría acabar este mismo mes. Ninguna de las partes deberá hacer concesiones a la otra. Un alto el fuego y una retirada. Restauración de las posiciones británicas anteriores a la guerra. Seguridad de la Commonwealth. Restauración de la soberanía francesa.
P.M.: ¿Qué me dice de Polonia? Nosotros entramos en la guerra por ellos.
Dr. Burckhardt: Por ahora, Polonia es un problema no resuelto. La Cruz Roja propone que la retirada alemana se haga en dos etapas. En la primera, los países ocupados en Europa occidental deben ser liberados. En la segunda, se llegará a un acuerdo sobre los territorios ocupados de la Europa central y oriental, incluyendo Polonia. Proponemos una segunda ronda de negociaciones después de que la primera etapa haya concluido satisfactoriamente.
P.M.: El gob. de S.M. no tiene nada que desee ofrecer en una negociación sobre esa cuestión ni ninguna otra.
Dr. Burckhardt: Nuestros contactos preliminares sugieren que el gob. alemán ve esto de diferente manera. Su prioridad máxima es tener libertad de acción en el Este.
P.M.: No tenemos interés en ayudar a que los alemanes tengan lo que quieren.
Sec. For.: Los intereses británicos están en juego. El Imperio corre peligro en Extremo Oriente. Si Japón entra en guerra, India está amenazada. Canal de Suez en peligro. Aun así, remota posibilidad de que el gob. de EE. UU. se involucre en guerra europea. Hay seria y creciente preocupación sobre persecución de minorías en Alemania y territorios ocupados. Continuación de guerra inevitable.
P.M.: Tenemos informes confidenciales sobre las intenciones de Hitler en la Europa oriental. Estamos en situación ventajosa. Ninguna otra acción es necesaria. Deberíamos acabar la reunión. Gracias a todos por el tiempo y la atención para un asunto tan importante.
P.M. indica otra vez que la reunión ha terminado.
Sec. For.: [Solicita permiso para recabar información. P.M. accede.]
[Continúa]: ¿Podemos escuchar resumen de propuesta de paz alemana?
P.M.: Sólo un resumen. No tengo tiempo para detalles.
Dr. Burckhardt: [Sintetiza las condiciones bajo las que se llevaron a cabo las conversaciones. Menciona los participantes de ambos lados. Describe el papel desempeñado por el señor Sawyer.]
[Continúa]: Primero, es necesario mencionar el punto más importante. Un asunto delicado, pero declarado no negociable por el gob. alemán. El que habla tiene el ingrato deber de presentar la cuestión con la máxima franqueza. Ellos proponen que el actual primer ministro del Reino Unido debe dimitir.
P.M.: [Con lenguaje llano, resume con cierta extensión su reacción negativa.]
[Continúa]: ¿Cuál es la segunda propuesta importante?
Dr. Burckhardt: La abdicación del actual rey en favor de Eduardo viii.
P.M. propone la suspensión de la reunión. Todos los presentes se retiran y se reúnen en salas separadas. P.M. solicita que lo acompañen sus consejeros privados.
La reunión se reanuda a las 11.57 horas.
P.M.: [Declara que ha consultado con los miembros del Consejo Privado.]
[Continúa]: Lealtad presente rey. Hace un resumen de la valentía demostrada por el rey y la reina durante el Blitz. Destaca las actividades reales destinadas a mantener alta la moral de los británicos. Describe el inmenso e imperecedero afecto que el pueblo brit. siente por el rey y la reina. El Parlamento es soberano y, de acuerdo al pacto constitucional, el P.M. no puede modificar esta situación. Abdicación del rey en favor restauración, no negociables. Implican riesgos constitucionales. Esto pone punto final a la cuestión.
Sec. For.: ¿Podemos escuchar el resto de las propuestas del gob. alemán?
Dr. Burckhardt: Cese inmediato de hostilidades por ambas partes, incluyendo acciones navales y aéreas. Regreso de los prisioneros. Reanudación relaciones diplomáticas. Invalidación del Tratado de Versalles. No se pagarán reparaciones de guerra, por ninguna de las partes. Disponibilidad de los fondos y reservas de oro retenidos. Todos los tesoros artísticos incautados, devueltos a sus propietarios de antes de la guerra.
Retirada gradual de las fuerzas alemanas de Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia, islas Anglonormandas, Yugoslavia y Grecia. Comienzo inmediato de la retirada. Completada a finales de agosto de 1941.
El Reino Unido asume responsabilidades en la solución de la cuestión judía (financiada por medio del acceso sin restricción de GB a todos los yacimientos petrolíferos de Oriente Próximo, incluyendo Irak y Persia).
Alemania tendrá libertad de acción en la Europa oriental. De ahí en adelante, benevolente neutralidad entre ambos países.
[Muestra documentos a todos los asistentes.]
P.M.: He estudiado sus propuestas antes de esta reunión de hoy. Su oferta presupone que, para Europa, bolchevismo amenaza mucho mayor que nazismo, y que Hitler es nuestra mejor garantía contra esa amenaza. Ciertamente, gob. de EE. UU. lo aceptaría. Stalin no lo aceptaría, en absoluto.
Por otra parte, ¿qué responsabilidades se supone que debemos asumir con relación a los judíos? Yo no estoy preparado para enviarlos todos a Palestina.
Dr. Burckhardt: El Plan Madagascar ya está listo.
[Hace un bosquejo del plan]: El gobierno de GB trasladará a Madagascar a todos los judíos europeos. Alemania ayudará pero no participará ni se beneficiará con el traslado. No tiempo límite para el proceso, pero se espera completado en cinco años. GB encargada de supervisar la conversión del actual territorio de Madagascar en una nación independiente bajo mandato británico, con primer traspaso de administración antes final de 1948 e independencia completa antes final 1950.
P.M.: ¿Qué arreglo se propone para la población actual de Madagascar?
Dr. Burckhardt: Actualmente, densidad de población muy baja. Pobreza, atraso. Proponemos referéndum popular después de 1950.
P.M.: El pueblo malgache es otro que no aceptará esta propuesta.
Sec. For.: ¿Dónde y cuándo se reunirán la próxima vez?
Dr. Burckhardt: El próximo encuentro tendrá lugar dentro de tres días. Lugares sugeridos: Stavanger, Ginebra, Lisboa, Estocolmo y Escocia. Preferimos Lisboa ó Estocolmo debido dificultades otros sitios. Escocia fuera de consideración porque es un territorio Combatiente.
Sec. For.: ¿Quién sugirió Escocia?
Dr. Burckhardt: El gob. alemán.
P.M.: ¿Volaría Hitler hasta Escocia?
Dr. Burckhardt: La propuesta fue hecha por su lugarteniente, Herr Hess.
P.M.: Yo no tengo intención de ir a Escocia, ni a Noruega, ni a Suecia. Ni a ningún otro sitio.
Dr. Burckhardt: [Ofrece sus más sinceras y corteses excusas a P.M.]
[Continúa]: El primer ministro de GB no ha sido invitado a las conversaciones.
P.M.: [Responde extensa y francamente y pide que su respuesta no conste en acta.]
[Continúa]: Tenemos que aplazar la reunión para consultas.
La reunión se aplaza. Los participantes se reúnen separadamente. P.M. con los consejeros privados. La reunión se reanuda a las 12.43 horas.
P.M.: Esta tarde habrá una reunión de emergencia del gabinete de guerra. Si el deseo de ese gabinete es que continúen las conversaciones de tanteo, entonces daré de buen grado mi autorización a la Cruz Roja para que negocie. Los intereses vitales de GB estarán representados por su excelencia el embajador británico en España, sir Samuel Hoare, quien estará acompañado por funcionarios del Foreign Office. En última instancia, todo dependerá de la aprobación parlamentaria.
Dr. Burckhardt: Corrección: no son conversaciones de tanteo. Esas conversaciones terminaron el mes pasado. Las próximas conversaciones intentan elaborar y firmar los documentos de la primera fase del armisticio.
P.M.: No tenía conocimiento de las primeras conversaciones y, de haberlo tenido, no les habría dado mi conformidad. La política del gob. de GB es guerra incondicional contra Alemania hasta la victoria militar. No veo nada en sus negociaciones que nos libere de ese deber.
Dr. Burckhardt: La Cruz Roja cree que la paz no sólo es posible sino imperativa. El deseo alemán de un alto el fuego no durará mucho tiempo. Ésta es una oportunidad histórica que no debería ser desaprovechada por GB.
P.M.: La historia se hace con decisiones valientes e imaginativas, no con rendiciones tácticas. De ningún modo aceptaré su propuesta. La historia nos exige que combatamos activamente a Hitler.
J.L. Sawyer: Todo lo contrario, la historia muestra que la guerra siempre frustra sus propios objetivos. Ninguna guerra de la historia conocida ha obtenido un resultado acorde con los objetivos que se proponía el vencedor. Esto se debe a que los propósitos declarados no son sinceros y, si lo son, van siendo minados por la violencia inherente a la guerra.
Las democracias dicen que declaran una guerra con la intención de corregir errores o establecer relaciones pacíficas entre los pueblos, pero en realidad sus motivos son la protección de sus intereses creados e inversiones financieras y la búsqueda del poder político. Los tiranos que emprenden una guerra, en apariencia es para resolver una disputa o para recuperar territorios perdidos, pero en la práctica su deseo es mantener el control ilegal sobre su propia población.
La historia también demuestra que, cualquiera que sea el aparente resultado militar, la violencia que se opone a la violencia siempre siembra la semilla de una futura violencia. La violencia en sí misma es la que distorsiona el resultado. La presente guerra contra Alemania, si se prosigue hasta el final, puede muy bien producir la conquista de uno u otro bando por medios militares, pero, a largo plazo, el estado de guerra destruirá inevitablemente las cualidades de aquello que supuestamente se defendía.
La destrucción de GB hará retroceder la ilustración, la justicia social y la tolerancia política y la democracia durante varias décadas. La destrucción de Alemania conducirá a que gran parte de Europa caiga bajo el dominio del comunismo, con la consecuencia de la intervención cada vez mayor de EE. UU. en los asuntos europeos.
Aprovechar la posibilidad de paz que tenemos ahora, es la única esperanza de estabilidad y armonía en el mundo.
Dr. Burckhardt: [Solicita que conste en acta, literalmente, la contribución del Sr. Sawyer. Queda registrada, como se ve más arriba. El Sr. Sawyer aprueba la transcripción y firma con sus iniciales: JL. S.]
P.M.: [Agradece al Sr. Sawyer su valiosa opinión.]
[Continúa]: Yo estoy obligado a pensar en el bienestar del país de una manera global. El embajador de S.M. en España negociará y protegerá nuestros intereses. Los funcionarios estarán presentes. El único que puede firmar unarmisticio en nombre del soberano es el primer ministro. Si se llega a un acuerdo, sir Samuel Hoare lo traerá, y yo lo firmaré.
P.M./Dr. Burckhardt: [Franco, prolongado y debatido intercambio de pareceres. Con el acuerdo de los presentes, las notas de esta discusión no constan en acta.]
Dr. Burckhardt: [Resumen de su postura] El acuerdo de armisticio debe firmarse en presencia de todas las partes.
P.M.: [Resumen de su postura] Si ha de firmarse, será firmado por mí, en Londres.
Dr. Burckhardt: Deseo que en esta acta quede registrada mi protesta, pero en interés de la paz, me esforzaré para garantizar que el deseo del P.M. sea tenido en cuenta.
P.M.: También me reservo el derecho de no firmar nada en absoluto.
El primer ministro abandona la reunión a las 13.41 horas. Otros asistentes se ocupan de los detalles. La reunión se levanta a la 13.45 horas.
Documento de la Bibliothek für Zeitgeschichte,
Stuttgart — Burckhardt Archiv
www. biblio_zeit. stuttgart. de/burckhardt)
Dr. Carl Burckhardt, Cruz Roja internacional, Ginebra 9 de mayo de 1941
(entregado en mano en la suite Boudicca, Dorchester Hotel, Park Lane, Londres)
Querido amigo Carl:
[J.L. Sawyer — privado y confidencial]
En respuesta a su petición y con la total colaboración del señor Sawyer; he hecho una investigación del problema psicológico que le aqueja, el cual —según él mismo dice— lo tiene muy preocupado. Sin duda reconocerá usted que con la extremadamente breve antelación con que fue solicitada la consulta, no he tenido acceso al historial clínico y psicológico del señor Sawyer; ni él ha llegado a mi consulta con referencias de otro profesional. En esas condiciones, cualquier examen que yo pueda hacer será necesariamente informal. A juzgar por la larga relación, tanto personal como profesional, que mantengo con usted y de la que he disfrutado durante muchos años, sé que verá esta carta y las opiniones en ella contenidas como una comunicación personal. Entiendo que el señor Sawyer acudió a usted para solicitarle ayuda respecto a los mismos problemas, por lo que puedo ahorrarle la mayor parte de los detalles de los antecedentes.
Nuestra consulta informal tuvo lugar en mi clínica de Harley Street, Londres, en la mañana de la fecha que encabeza esta carta.
El señor Sawyer se presenta como un hombre joven y atractivo, de cuidada y pulcra apariencia. Va bien vestido, su discurso es articulado, y sus maneras, reflexivas. Posee una esmerada preparación y tiene cultura. Está al tanto de los asuntos del día, incluso de aquellos por los que no siente ninguna simpatía.
Su personalidad me impresionó por lo fascinante y compleja. Obviamente, su condición de objetor de conciencia registrado dice de él que es un hombre de principios. Encontré su compañía interesante, pero al mismo tiempo me di cuenta de que no tiene mucho sentido del humor, se irrita por asuntos menores y, a pesar de que he estado con él durante un tiempo muy breve para hacerme una idea completa, me parece que debe de ser una persona taciturna, obsesiva y rígida en cuestiones sobre las que tiene una opinión formada.
Sin embargo, en este momento él está preocupado sobre todo por asuntos más personales, y fue en eso en lo que nos concentramos.
El señor Sawyer está casado, y está esperando su primer hijo. Está bastante angustiado por esta cuestión. En primer lugar, me contó que durante mucho tiempo tuvo dudas acerca de la paternidad del niño, pero también me dijo que hace poco resolvió sus dudas al respecto. Su esposa, cuyo embarazo evolucionaba con bastante normalidad, ha tenido recientemente síntomas de toxemia, lo que tiene consecuencias preocupantes. (Al parecer, ella está bajo supervisión médica regular, por lo que pude tranquilizarlo en este aspecto.) El señor Sawyer, que está a punto de irse de viaje al extranjero, se muestra preocupado por la posibilidad de que el niño nazca mientras él está fuera. Una vez más, lo tranquilicé hablándole sobre las garantías del cuidado médico de hoy en día.
El señor Sawyer es un gemelo idéntico. Su hermano está destinado al servicio activo de la RAF, por esta razón está constantemente en peligro. El señor Sawyer trató de explicarme que él y su hermano tienen un «vínculo» extra de afecto y comprensión que puede tener impredecibles consecuencias cuando están separados por acontecimientos tales como los deberes del tiempo de guerra, las disputas familiares, viajes al exterior y situaciones por el estilo. Él desconoce que yo he estudiado especialmente la psicología de los gemelos idénticos, por lo que escuché con particular interés todo lo que me decía. Desde mi punto de vista, el señor Sawyer manifiesta las conocidas y normales preocupaciones de los gemelos monocigóticos, así que, una vez más, pude tranquilizarlo. Una complicación en su difícil relación es el hecho de que el señor Sawyer y su hermano se distanciaron cuando el primero se casó. Él alberga la sospecha de que su hermano pueda ser el verdadero padre del niño que está a punto de nacer. El señor Sawyer dice que tiene pruebas de ello, pero no quiso entrar en detalles. Intuí que yo no podía ni debía proseguir por ahí.
El año pasado, el señor Sawyer sufrió un grave traumatismo físico que le ocasionó conmoción cerebral y la consiguiente pérdida de memoria. El señor Sawyer dice que su recuperación física ha sido satisfactoria.
Sin embargo, en cuanto a su estado psicológico, dice que ha estado sufriendo recurrentes episodios similares al fenómeno de déjà vu, una suerte de lúcida paramnesia en la que siente que está prediciendo acontecimientos que después acaban no siendo verdaderos. Le dije al señor Sawyer que es frecuente que después de una conmoción cerebral se den episodios alucinatorios, y él lo aceptó. También le expliqué que es bastante común que estos incidentes alucinatorios sean fácilmente confundidos con hechos de la vida real, al menos durante cierto tiempo.
El señor Sawyer me dijo que su preocupación principal tiene que ver con el hecho de que cada vez que sufre un ataque alucinatorio, éste termina con un regreso abrupto al momento en que comenzó la alucinación, lo que lo obliga a preguntarse si ésta ha acabado de verdad o no.
También mencionó particularmente que muy a menudo se pregunta si la vida que está llevando ahora —por ejemplo, el trabajo que está haciendo para la Cruz Roja— es o no una prolongada alucinación de la que despertará súbitamente, lo que lo lleva a la invalidación inmediata de todo lo que vive.
Parece que el señor Sawyer sobrelleva bien su problema; dice que últimamente está bastante mejor. Él cree que lo tiene controlado. Puedo asegurarle, lo mismo que a él, que no sufre ninguna psicosis profunda, que puede funcionar adecuadamente en el mundo normal y que con el paso del tiempo el problema desaparecerá completamente. Mi única preocupación tiene que ver con el hecho de que, a corto plazo, el señor Sawyer pueda sufrir otro tipo de conmoción —de naturaleza física, o incluso psicológica, tal vez relacionada con el hijo que espera o con el bienestar de su hermano gemelo— y esto signifique un agravamiento de su problema.
Atentamente,
Frank
[Franklin K. Clark, doctor en ciencias; psicólogo clínico]
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
Nuestro avión volaba a baja altura sobre los tejados de Estocolmo, una ciudad en la que predominan el gris y el plateado y cuyos contornos estaban perfilados por unos brillantes canales iluminados por el sol. Amerizamos en el lago llamado Stora Värten, al nordeste del centro de la ciudad, levantando un gran penacho de blanca agua pulverizada que salpicaba las portillas de la cabina como si fuera una cascada de guijarros. El hidroavión experimentó varias sacudidas mientras atravesábamos a toda velocidad la rizada superficie del lago; cuando el piloto hizo descender el morro del aparato, el ruido aumentó brevemente mientras se reducía bruscamente la velocidad debido a la fricción con el agua. Mi asiento estaba en la parte delantera de la cabina; el exterior era visible por una portilla y por encima del ala de estribor.
Bastante cerca de mi asiento, la parte de proa de la cabina estaba cerrada con una cortina. Una vez más, los que estábamos en la parte trasera del avión debíamos esperar mientras desembarcaban los dignatarios de la parte de proa. Las cosas no iban tan rápidas como cuando habíamos aterrizado la vez anterior. Vi que una lancha a motor llegaba desde la costa y amarraba debajo del ala. El duque de Kent y su séquito se embarcaron ante mi vista, aunque esta vez, para la mayoría de los que íbamos en el avión, el secreto acerca de la presencia del duque de Kent era una mera formalidad.
Cuando todos hubimos bajado del hidroavión y sido transportados a toda velocidad al centro de la ciudad, ya estaba oscureciendo. La mayoría de los delegados nos alojamos en un gran hotel, en el centro de la ciudad. A la mañana siguiente nos llevaron a una bonita mansión de campo situada en un lugar muy discreto. La mansión estaba rodeada de bosque y su fachada daba a un ancho lago. Como la otra vez, fui asignado a un grupo de documentación, un trabajo con el que yo disfrutaba. En esta ocasión, la principal diferencia fue que el grupo estaba completamente a mi cargo, algo que consideré un gran honor.
Sin embargo, pronto se hizo patente que aquello no sería una repetición del encuentro anterior.
Se esperaba que el lugarteniente del Führer, Rudolf Hess, llegara a Estocolmo esa misma noche, pero era claro que había habido algún problema por el camino. No apareció en la primera reunión, lo que naturalmente significó que las conversaciones no podían comenzar.
Mientras nos acomodábamos en las lujosas habitaciones de la mansión, la ausencia de Hess era cada vez más notoria, y los rumores empezaron a correr. Al principio fueron algunas historias sensacionalistas: Hess había sido desplazado por Goering, el avión de Hess había sido derribado, Hitler había ordenado a Hess que no viajara a Estocolmo, y cosas por el estilo. De boca del equipo de ayudantes del conde Bernadotte —más tarde nos enteramos de que, aunque él no estuviese presente, la mansión era suya— supimos que ninguno de los rumores tenía fundamento y que, sencillamente, las conversaciones habían sido demoradas unas pocas horas por cuestiones inevitables.
Como, efectivamente, en realidad no sabíamos nada cierto, lo único que podíamos hacer era esperar hasta que las cosas se aclararan. El doctor Burckhardt, que obviamente no sabía mucho más que el resto de nosotros, nos aconsejó que tuviésemos paciencia. Permanecimos a la espera toda la mañana, almorzamos temprano y regresamos a nuestra oficina.
A media tarde, sin advertencia previa, tres limusinas negras Daimler se aproximaron a la casa a cierta velocidad. Atraídos por el ruido y el movimiento, varios miembros de nuestro equipo de traductores se acercaron a la ventana para ver qué estaba pasando. Hess viajaba en el primer coche. En cuanto éste se detuvo, él descendió, echó una rápida mirada a la fachada de la mansión y después entró en ella.
Antes de que pasaran quince minutos de la llegada de Hess se convocó una sesión plenaria. A todos los ayudantes, entre los que estaba yo mismo, se nos permitió entrar en la sala principal de las negociaciones; aquélla era la primera vez que estaba en aquel lugar. Las mesas formaban un gran triángulo equilátero: los representantes británicos ocuparon uno de los lados, los alemanes el otro, y los representantes de los gobiernos neutrales y los negociadores de las organizaciones como la Cruz Roja y la Sociedad de los Amigos se sentaron en el tercero. En el centro del triángulo, entre las mesas, se había dispuesto un gran arreglo floral.
Una vez estuvieron todos sentados, a los trabajadores auxiliares se nos pidió que ocupásemos las tres hileras de sillas situadas detrás de la delegación de la Cruz Roja. Vimos que todos los asientos reservados para la delegación alemana estaban ocupados menos uno en el centro.
Nos acomodamos en silencio; unambiente de gran expectación reinaba en la sala.
Tras más o menos un minuto de espera, Rudolf Hess apareció por una puerta lateral y atravesó briosamente la sala; su cara era una máscara imperturbable, sus ojos no miraban a ningún lado. Todos nos pusimos de pie. Hess, que llevaba el uniforme de oficial de la Luftwaffe, se sentó en el sitio central del lado alemán de la mesa e hizo un gesto imperioso para que nos sentáramos.
Sin la ayuda de nota alguna, Hess se dirigió a los delegados.
—Caballeros, pido disculpas por el retraso con que he llegado a esta reunión tan importante —empezó diciendo—. Mi intención era estar aquí con toda puntualidad; como saben nuestros anfitriones en esta espléndida casa, a los representantes del Reich se nos ha pedido que las negociaciones se ajusten a un estricto horario. Mi tardanza ha desbaratado esos planes. Lamentaría que este hecho, ni por un momento, fuese interpretado como una pérdida de entusiasmo por parte del gobierno alemán respecto a una paz honrosa por ambas partes. Puedo asegurar a todos que no es así.
»Mi retraso, sin embargo, se debe a algo que todos los aquí presentes, cuando conozcan los hechos, convendrán que era inevitable. Ayer por la tarde, mientras volaba hacia este país y la oscuridad caía sobre el mar, mi avión, que yo mismo pilotaba, fue atacado por un número desconocido de cazas. A pesar de que, como pueden ver, he conseguido salir ileso, no pude evitar que mi avión fuera seriamente dañado. Lamento decirles que mi copiloto, el capitán Alfred Horn, resultó muerto en el incidente. El avión sufrió daños de tal magnitud que tuve que hacer un aterrizaje en Dinamarca que no estaba programado. He llegado hasta aquí por otros medios.
»No he podido identificar la nacionalidad de los aviones que me atacaron. Cayeron súbitamente sobre mí desde atrás y se alejaron cuando pensaron que mi avión había sido irremediablemente dañado. Sin embargo, surgen ciertas sospechas. Bien podría ser que los aviones fueran británicos y estuviesen patrullando en busca de un avión como el mío. De hecho, anoche hubo ataques británicos contra Alemania, así que había bombarderos en las inmediaciones. Pero, normalmente, los cazas británicos no patrullan tan lejos en el mar, a menos que en este caso tuvieran una razón especial para hacerlo. ¿Podría ser que elementos subversivos entre los mandos del gobierno británico supieran de algún modo que yo tenía planeado volar anoche y que por estar contra la paz enviaran los cazas para interceptarme? Si fuera así, esto significaría que hay un fallo de seguridad y confidencialidad en lo que concierne a mis planes, lo que pondría en peligro nuestras conversaciones.
En ese momento, el lugarteniente Hess hizo una pausa y cruzó teatralmente los brazos sobre el pecho. Paseó deliberadamente sus ojos por la sala y nos miró a todos con detenimiento. Fue un momento terrible; la ira del hombre era claramente visible. Sus ojos, de cuencas profundas bajo las pobladas cejas tan características, eran un desafío para todos los presentes. Su mirada se demoró en la mesa de la delegación británica. Por supuesto, nadie reconoció que tuviera algún conocimiento de la emboscada; era inconcebible que cualquiera de los que estaban allí deseara torpedear las conversaciones.
—La otra posibilidad —continuó Hess— sería que los aviones hubieran sido enviados por una facción disidente de mi país. En circunstancias normales, eso constituiría un delito de alta traición. En comparación con esto, un ataque realizado por la RAF parecería un asunto relativamente menor, un comprensible acto de guerra. En este momento, sin embargo, las circunstancias en Alemania están lejos de ser normales. Todos los que están hoy aquí lo saben. Nos enfrentamos con problemas de aceptación de estos planes de paz por parte de ciertos sectores. No pretendamos que las cosas son distintas. En ese sentido, si esos sectores están detrás de lo que me pasó anoche, me siento inclinado a tratar la cuestión como algo menor.
»Una vez más, puedo asegurar a todos los presentes que estoy aquí con la totalidad autoridad y acuerdo del líder y que tanto él como yo estamos resueltos a forjar la paz con nuestros enemigos de ahora, los británicos. Los hechos de anoche sólo han servido para que me convenza aún más de la necesidad de un rápido acuerdo. Quiero destacar el hecho de que Alemania no urge a la paz desde una posición de debilidad. Buscamos una paz honrosa para ambas partes, una paz basada en la paridad.
»Por lo tanto, anuncio unilateralmente que yo y mis negociadores estamos preparados para alcanzar un acuerdo definitivo lo más rápido posible, y que la multitud de pequeños problemas que puedan surgir mientras tratemos de dar forma al armisticio serán tratados, al menos por nosotros, como cuestiones menores y sin significación. En el peor de los casos, en el espíritu de llegar a un acuerdo en los temas más importantes, podríamos aplazar algunas cuestiones que representen pequeños desacuerdos para otro encuentro que tendría lugar más adelante.
De repente, Hess se sentó. Después de unos segundos de silencio, varios miembros de las representaciones neutrales dejaron oír gruñidos que expresaban su acuerdo y aprobación. Uno o dos de los delegados británicos golpearon la mesa con los nudillos. Se trataba de una respuesta poco entusiasta, una respuesta que evidentemente no fue del agrado de Hess. Con el ceño fruncido, miró a su alrededor; después, miró a su séquito. Todos ellos se pusieron de pie rápidamente, levantaron mucho los brazos y empezaron a aplaudir vigorosamente. Ante esto, Hess se puso de pie otra vez, y el aplauso se generalizó en toda la sala. A mí me pareció que aquellos aplausos expresaban más cortesía que entusiasmo; sin embargo, Hess parecía satisfecho.
Los auxiliares regresamos a nuestra sala de trabajo y allí nos encontramos con que, mientras estábamos en la sesión plenaria, los ayudantes de Hess habían dejado borradores de documentos para que fueran traducidos e incorporados a los textos del primer encuentro. Rápidamente, asigné tareas al equipo y me aseguré de que los observadores no ejecutivos de la Cruz Roja y los Cuáqueros tuvieran acceso pleno a cualquiera de los trabajadores. Me senté para trabajar en la sección de redacción, que había reservado para mí. Pronto, la habitación se llenó con el ruido de las máquinas de escribir y el humo de los cigarrillos. Todo el mundo se quitó la chaqueta.
No mucho después, la familiar secuencia de los procedimientos de negociación empezó a tomar forma: revisión de textos terminados, lectura de pruebas, identificación de contextos, copias. En cuanto yo aprobaba una traducción o un resumen, éste se llevaba a los equipos de negociadores secundarios para su discusión y revisión. Mientras tanto, en la conferencia se preparaban más textos, que en su momento se nos traían a la sala de documentación para que hiciéramos correcciones menores e introdujéramos nuevos párrafos.
Poco a poco, fuimos viendo cómo iba tomando forma la actualización del texto del armisticio. El proceso era absorbente y gratificante.
Pronto empezó a hacerse evidente la enorme cantidad de energía que emanaba del sector alemán de la conferencia. En Cascais no había sido así: entonces, las propuestas y respuestas alemanas estaban llenas de tretas y desviaciones, una serie de intentos de conseguir pequeñas ventajas respecto a la otra parte. Ahora era diferente: eran los ingleses los que estaban a la defensiva; ponían objeciones, buscaban soluciones de compromiso, se quejaban y trataban de anular las ofertas con contrapropuestas.
A pesar de que, en las negociaciones, técnicamente yo era un neutral, había nacido en Gran Bretaña y había pasado prácticamente toda la guerra en mi país. Estaba acostumbrado a la sutileza de la propaganda británica publicada por los diversos ministerios del gobierno. Los alemanes eran siempre presentados como los únicos agresores, los malhechores, los invasores, los que mataban inocentes y muchas más cosas. En el fondo de toda la propaganda hay algo de verdad; pero, en la guerra, ninguna de las partes tiene el monopolio de ella. En Estocolmo, empecé a entender la postura alemana: muchas de las respuestas británicas eran rígidas, tercas, farragosas, a menudo contradictorias y cargadas de tono moralista.
A las diez de la noche, el doctor Burckhardt mandó un mensaje a nuestra oficina en el que decía que podíamos retirarnos a descansar. La conferencia principal se había aplazado doce horas. Cuando levantamos la cabeza nos dimos cuenta de que habíamos estado trabajando sin descanso más o menos desde que Hess había terminado su discurso. Yo no sólo estaba agotado, estaba también hambriento. Sabía que todos los demás estarían como yo, así que dejamos con alivio lo que estábamos haciendo, y todos los documentos que teníamos a medias. Poco después, nos llevaron de vuelta al hotel de Estocolmo, donde nos esperaba una cena tardía.
A la mañana siguiente, apenas descansados, volvimos a la casa de campo del conde Bernadotte.
La página en la que había estado trabajando la noche anterior continuaba en la máquina de escribir. Me senté, me aflojé la corbata y me quité la chaqueta. Alguien abrió los postigos para que entrara la luz del sol de la mañana. Leí las últimas líneas de la traducción y me concentré en lo que tenía que hacer. Había estado trabajando sobre un borrador de los negociadores británicos, preocupados por la idea alemana de paridad. Esta cuestión era vista por ambas partes como crucial en el acuerdo de paz.
El día anterior, Hess había utilizado la palabra alemana Gleichheit, que significa «paridad»[6] en el sentido de «igualdad de intereses». Para los delegados británicos, la expresión «igualdad de intereses» no era en absoluto lo que ellos querían decir ni lo que ellos pensaban (o suponían) que Hess había intentado expresar. Ellos preferían sustituirla por «igualdad de derechos» (Paritat) o por «igualdad de estatus» (gleiche Stellung), frases cargadas de significado cuando se recordaba que Churchill insistía en ser él mismo quien firmara el armisticio. Era obvio que él de ningún modo aceptaría un acuerdo que diera entender que Gran Bretaña estaba perdiendo la guerra y había pedido la paz; una interpretación posible si la única igualdad admitida por Alemania era la relacionada con los intereses creados. Yo había estado pensando en la manera de resolver el problema —¿se trataba de una cuestión de intereses, de derechos o de estatus?— cuando dejamos el trabajo durante la noche.
Contemplé la frase y traté de concentrarme.
Todavía estaba un poco dormido, un estado que despertaba mi aprensión desde la aparición de los episodios de alucinaciones lúcidas. Una breve consulta que había tenido con un psicólogo, el doctor Clark, me había tranquilizado un poco al respecto. Para él, mi problema estaba remitiendo, pero yo no estaba tan seguro. La mayor parte de esos episodios se habían dado mientras estaba durmiendo o soñoliento. Yo estaba preocupado porque la noche anterior apenas había dormido y había empezado el día sintiéndome cansado.
Me encontré pensando en los diferentes sentidos de la palabra «igualdad», tanto en inglés como en alemán.
Aquél era un concepto con el que yo había crecido: la igualdad en todos los aspectos es una preocupación de los gemelos idénticos, a menudo de un modo contradictorio. Nosotros queríamos ser iguales a los ojos de nuestros padres pero ser favorecidos por ellos, llegar a ser personas individualizadas con vidas independientes mientras seguíamos siendo gemelos, queríamos desarrollarnos separadamente pero sin abandonar el vínculo especial que nos unía.
Quizá eso era lo que Hess estaba tratando de sugerir: el material introductorio incluido en el borrador del acuerdo de paz hablaba en términos sentimentales de la hermandad existente entre Gran Bretaña y Alemania, dos países gemelos, siempre unidos, siempre separados, benévolos neutrales. Los alemanes describían lo que veían como un objetivo cultural común, una innata semejanza entre los dos pueblos, un sentimiento compartido de civilizada responsabilidad. Hermosas palabras, si se hacía abstracción de la guerra. Eso era lo que ellos buscaban: quitar la guerra de en medio, fortalecer el vínculo natural.
¿Sería ésta una clave fortuita acerca de mí y mi hermano Jack?
Tan concentrado estaba que dejé de percibir las sutilezas de significado que había entre las varias traducciones. Llamé entonces a uno de los abogados constitucionalistas y le pedí su parecer. Mientras discutíamos la cuestión, uno de los asesores cuáqueros, que era alemán, se sentó con nosotros. A todos nos preocupaban los matices semánticos. Nuestro trabajo con los documentos se estaba llevando a cabo en una situación en la que se cruzaban diplomacia, lenguaje e intereses nacionales. El abogado reflexionó un momento y después dijo que pensaba que la expresión gleiche Stellung, igualdad de estatus, era la forma más correcta de expresar el concepto. El cuáquero alemán estuvo de acuerdo. Preguntamos a un funcionario de la embajada alemana en Estocolmo, que formaba parte del equipo de documentación, y él también opinó que era correcta. Así, poco a poco, fuimos llegando a un consenso. El resultado de éste fue incluido en la siguiente versión del borrador y enviado a los negociadores principales de la conferencia.
Como no quería que volviéramos a trabajar hasta la extenuación, hice uso de mis facultades discrecionales de jefe del equipo y a media mañana anuncié que teníamos un descanso de media hora. Varios de nosotros bajamos a la planta baja y salimos al jardín para admirar el frío sosiego del bosque de pinos y el gran lago, tan tranquilo. Los pájaros volaban libres y ruidosos en el aire neutral. Recordé a muchos de mis compañeros del grupo de documentación de los días de Cascais; aquí, nuestro humor era diferente. En Portugal, había sido la euforia de las posibilidades: un armisticio es un proyecto apasionante. Ahora, cuando la paz estaba a la vista, lo que queríamos era acabar, y nuestro trabajo consistía sobre todo en pulir lo que habíamos hecho antes. La mayor parte de los traductores volvieron a su tarea bastante antes de que terminara el período de descanso.
Estábamos trabajando de nuevocuando fui llamado a la oficina del doctor Burckhardt, un pequeño cuarto junto a la sala de conferencias.
—Los negociadores principales han acordado terminar las conversaciones a las seis de la tarde de hoy —me dijo bruscamente—. El encuentro no durará más allá de esa hora. Todo lo que no haya sido establecido para entonces, quedará así. ¿Cree que entre usted y sus colaboradores pueden completar todos los documentos para esa hora?
—Sí señor, siempre y cuando tengamos todos los textos sobre los que debemos trabajar. Hasta ahora no ha habido inconvenientes. Todo parece haber ido sobre ruedas.
—Bien, nadie cree que vaya a haber ningún problema en esta última etapa, pero nunca se sabe.
No me dijo nada sobre las razones que habían llevado a esa decisión, por lo que supuse que se había adoptado como un plazo, artificial pero convenido, para asegurarse de que las negociaciones no se alargarían indefinidamente.
Así pues, a partir de entonces entramos en la última y más laboriosa etapa de traducción y redacción, recogiendo las discusiones cada vez más arduas que estaban teniendo lugar entre los negociadores principales. A mediodía no paramos para comer, pero nos trajeron un bufet frío del que fuimos cogiendo lo que nos apetecía. Casi de inmediato, hubo un incremento extra de la actividad, pero en seguida la presión empezó a declinar. A media tarde, pude delegar en otros parte de mi trabajo de redacción, y a eso de las cuatro, por lo menos la mitad del equipo ya no tenía trabajo pendiente en sus mesas. Media hora más tarde, los últimos documentos fueron enviados a los negociadores principales y sus asesores.
Todos los miembros del equipo de documentación habían visto partes del borrador del armisticio, en ocasiones varias veces. Algunos, unos pocos, habíamos podido verlo entero. Para mi satisfacción, yo sabía que el texto estaba tan completo como podía estarlo. Era un documento interesante y complejo, y casi sorprendente la manera en que resolvía lo que semanas antes hubiera sido inconcebible. A pesar de la complejidad de las ideas y principios contenidos en él y las dificultades con las que a veces nos habíamos encontrado mientras lo redactábamos, terminamos el trabajo una hora y media antes de que se cumpliera el plazo.
En el período de calma que siguió, me asaltó un estado de ánimo en el que se mezclaban la euforia y la aprensión. Parecía que lo imposible estaba a punto de suceder: la guerra iba a terminar. Al mismo tiempo, el pensamiento de que el armisticio podía fracasar en el último minuto si Estados Unidos, la Unión Soviética y Japón se lanzaban a una conflagración global era horroroso.
Todos los tratados internacionales son tan elocuentes por lo que dicen como por lo que no dicen. En todas las páginas que habían pasado por mis manos se adivinaba el temor tácito a una guerra más amplia.
Estaba paseando por el jardín junto a nuestra ventana; el viento que soplaba desde el Este me estaba dejando helado, pero tenía necesidad de un rato de soledad. Mientras estaba allí se me acercó un hombre a quien reconocí como un miembro del equipo del doctor Burckhardt.
—Señor Sawyer, si fuera tan amable; se requiere su presencia.
La formal cortesía de las palabras del hombre y sus maneras indicaban que se trataba de algo especial. Cuando entré de nuevo en la casa, cogí mi chaqueta y me peiné rápidamente. Hasta ese momento, no tenía ni idea de qué podía ser, pero supuse que se trataría de algo relacionado con el trabajo del texto del acuerdo.
El doctor Burckhardt estaba esperándome en su oficina, y en cuanto me vio, se puso de pie. Nos estrechamos las manos.
—Señor Sawyer, le estoy tan agradecido como siempre por su contribución al acuerdo. Como todos los que estamos aquí, pronto verá usted los frutos de nuestros esfuerzos; comparado con eso, mi agradecimiento será prácticamente nada. Sin embargo, mientras llega ese momento, he recibido una petición poco usual. Me pregunto si tendría a bien hablar en privado con Herr Hess.
—¿En algún tipo de misión oficial, doctor Burckhardt? ¿En nombre de la Cruz Roja?
—Él ha preguntado por usted y ha pedido que no estuviera presente ningún escribiente ni intérprete.
—Pero ¿de qué se trata?
—No lo sé, señor Sawyer.
Me indicó que lo siguiera. Caminamos por un corredor que conducía lejos de la oficina del doctor Burckhardt. Al final del mismo, había un amplio salón que se abría al pie de una gran escalinata; más allá, una puerta doble decorada con motivos dorados y detalles de estilo rococó.
Cuando entré, el doctor Burckhardt cerró la puerta detrás de mí. Me impresionaron las vastas dimensiones de la pieza —una amplia sala en la que había varios grupos de cómodos asientos y sofás alrededor de unas mesas bajas— pero no pude demorarme en la contemplación porque Rudolf Hess estaba de pie, a escasa distancia de la puerta, esperándome. Tenía las manos cogidas por detrás de la espalda y su ancha figura se recortaba contra la luz diurna que entraba por una gran ventana que había detrás de él.
—Buenas tardes, señor Sawyer —dijo en seguida, con su curiosa voz de tenor.
—Buenas tardes, Herr Reichsführer.
Me estrechó la mano de un modo un tanto extraño; sacudiéndola vigorosamente, aunque sus dedos sujetaban sin apretar. Después me condujo a través de la sala hacia dos grandes sillones enfrentados a ambos lados de una amplia mesa. Junto a nosotros se elevaba una librería muy alta con puertas de cristal; en su interior se veían largas hileras de libros uniformemente encuadernados. Sobre la mesa había una cafetera y un surtido de pasteles. Ninguno de los dos se sentó, sino que permanecimos de pie, algo cohibidos, junto a la ventana. Dado que la sala estaba en el lado opuesto al que nosotros habíamos estado trabajando, daba a una parte de la propiedad que yo no había visto antes. A poca distancia de la casa principal se veía una larga hilera de construcciones de una planta, tal vez fueran establos, cuyas fachadas daban a un patio pavimentado. Allí había aparcados muchos coches de grandes proporciones.
—Tenemos mucho que celebrar, ¿no es cierto? —dijo Hess.
—Sí... ha sido un gran logro.
—Y con tiempo de sobra. Esperábamos terminar a las seis pero resulta que nos ha quedado libre poco más de una hora. No quise dejar escapar la oportunidad de hablar con usted a solas. Aún hay mucho trabajo por delante, pero ahora, al menos, hemos despejado el camino para un cambio en el mundo. Gran Bretaña y Alemania volverán a ser amigas. Es una alianza importante cuyas consecuencias se dejarán sentir en todo el mundo; la fundación de una nueva Europa.
—Sí, señor.
Miré a mi alrededor; aquel hombre me ponía nervioso. Como había dicho el doctor Burckhardt, allí no había ayudantes; estábamos solos en la estancia.
—La última vez que hablamos, usted no estaba seguro de haberse encontrado antes conmigo. Supongo que recuerda nuestra conversación en Boca do Inferno.
—Por supuesto, señor.
—Decía usted que no estaba muy seguro de su condición de neutral. Un deportista inglés que compite en nombre de su país pero asegura que es neutral en todas las demás cosas. Una postura interesante. Tomemos un poco de café y unos pasteles.
Hess señaló la mesa pero, súbitamente, sentí pánico de ese hombre. A dos habitaciones de nosotros, sin duda celosamente guardado por varios grupos, había un documento de varias docenas de páginas escrito en dos lenguas, inglesa y alemana, y con resúmenes redactados en francés y sueco, que decían que dos países, el de Hess y el mío, habían acordado la paz. Pero de momento ese documento no estaba ratificado ni firmado por ninguno de los dos gobiernos. Hasta entonces, el hombre que estaba frente a mí era un miembro destacado de un régimen enemigo del país donde yo había nacido. El conflicto que él detectaba en mí —nacionalidad contra neutralidad— era en buena parte reflejo de la política agresiva de Alemania contra otros países. Él hablaba de la restauración de la amistad entre nuestros dos países, sin embargo, durante toda mi vida, Alemania había sido sinónimo de amenazas contra la paz, persecución de su propia población e invasión militar de otros países. Yo no era neutral porque no tuviera claras mis lealtades, sino porque detestaba la guerra.
Hess se inclinó sobre la mesa, se sirvió una taza de café y seleccionó dos pequeños pastelillos cubiertos con una gruesa capa de chocolate negro. Debido al riguroso racionamiento de alimentos reinante en mi país, hacía casi dos años que no veía esas exquisiteces. Hess introdujo en su boca uno de los pastelillos; mientras lo masticaba, caían algunas migajas.
—Así pues, amigo Sawyer, usted siente que por fin tenemos paz, ¿no es así? —dijo Hess, masticando todavía el dulce; entre sus dientes sobresalientes se veían oscuras migas.
—Por supuesto, me siento aliviado. Supongo que eso es lo que he estado esperando y por lo que he estado trabajando.
—Para ustedes, los ingleses, la paz significará el final de los combates. Para los alemanes será distinto. La paz trae el amanecer de una nueva era. Muchas cosas cambiarán. Tiene que ir a Alemania y ver de qué le estoy hablando.
—Se lo agradezco, señor. Me gustaría ir, quizá alguna vez en el futuro.
—No, no lo he llamado para que tuviéramos una conversación de cortesía. El hecho de que quiera verlo tiene un propósito. He hablado con el doctor Burckhardt; él habla muy bien de usted. Puedo ver por mí mismo que es usted un joven refinado. Me gustaría explicarle en detalle qué es lo que está a punto de pasar en Alemania, pero por ahora no puedo. Todo lo que puedo decirle es que a partir de hoy, en cuanto la paz haya sido firmada, habrá muchos cambios. Éstos se darán en los más altos niveles de nuestro país. ¿Me explico con suficiente claridad?
—Estoy seguro de que está usted en lo cierto, Herr Hess, pero mi lugar está en Inglaterra...
—En los más altos niveles, eso debe entenderlo usted. Dentro de una semana... no puedo decir más de lo que ya he dicho. Los acontecimientos seguirán su curso. Es probable que en Berlín haya un tiempo de agitación social, y por el bien de la estabilidad necesitaré que a mi alrededor haya gente en la que pueda confiar, gente que entienda que el papel internacional de Alemania está más allá de toda cuestión. El empleo que le estoy sugiriendo es uno de tipo administrativo. Técnicamente, sería un funcionario diplomático subalterno adscrito al servicio civil, pero en realidad tendría un amplio poder ejecutivo. El título sería «Jefe de grupo de educación y moralidad». Schule und Moral es el nombre del departamento que he administrado en Berlín durante varios años; gracias a sus delegaciones en todas las regiones alemanas, he podido controlar todas las cuestiones de inteligencia. El cargo que he creado estará muy pronto disponible. Usted y yo trabajaríamos en una relación personal muy estrecha. La oficina es muy agradable; está situada en Unter den Linden, en la esquina con Neue Wilhelmstrasse. Justamente enfrente del edificio que hasta hace poco ocupaba la embajada británica. Me atrevo a decir que muy pronto la embajada volverá a asumir sus funciones anteriores. Por lo tanto, habrá una proximidad que espero que usted encuentre no sólo divertida sino también útil, como a mí mismo me lo ha parecido en el pasado.
Yo sólo atinaba a mirarlo desconcertado. Hess se llevó el otro pastelillo a la boca y lo masticó en silencio, después tomó un sorbo de café para tragárselo.
—Entonces ¿qué me dice, señor Sawyer?
—¿Me está ofreciendo un empleo en Berlín, Herr Hess?
—Yo podría dar este trabajo a uno de los miles, decenas de miles de jóvenes alemanes, y cualquiera de ellos sería leal a la gran causa. Pero estoy mirando más adelante; estoy mirando el día en que el alto el fuego sea permanente. No pasará mucho tiempo antes de que Gran Bretaña y Alemania asuman el papel decisivo de construir una poderosa Europa, en que se produzca la unión de las dos naciones dominantes de la era moderna. Imagine una fusión de las culturas que han dado al mundo genios como Goethe y Shakespeare, Wagner y Gershwin. Los desafíos que tenemos por delante requerirán que los mejores jóvenes de ambos países vayan a trabajar a las capitales de sus anteriores enemigos. Yo sólo le sugiero que usted muy bien podría estar entre los primeros. ¿Qué me dice?
Si él me hubiese preguntado qué pensaba en lugar de qué iba a decir, le habría dado una respuesta categórica: no. Pero pensar y decir son dos cosas muy distintas.
La compañía de Hess era intimidatoria, impertinente y desagradable; frente a él sólo cabía el disimulo. Mientras había durado la exposición de esas ideas de tan alto vuelo, no había cesado de masticar, de tragar y de quitarse con la uña del meñique los restos de comida que se le habían quedado entre los dientes. Además, al hablar, tenía el desconcertante hábito de acercarse demasiado. Yo podía oler su aliento y el perfume de la brillantina que se ponía en el pelo. Esta vez no llevaba el uniforme de oficial de la Luftwaffe con que lo había visto antes, sino unos pantalones de color gris claro, una camisa beige y una corbata cuidadosamente sujeta con una aguja. Tenía una manera de torcer ligeramente la cabeza hacia un lado y girar entonces los ojos para mirarme; cada vez que lo hacía, por un instante le daba la apariencia de alguien un poco desquiciado.
—Creo que necesito cierto tiempo para pensarlo, Herr Hess.
—Sí, desde luego. Suponía que iba a decir eso. ¿Qué necesita pensar exactamente, y durante cuánto tiempo?
—Me gusta el trabajo en la Cruz Roja y nunca he pensado en dejarlo.
—Por supuesto, todo ese trabajo terminará cuando se acabe la guerra. En la nueva Europa no necesitaremos una Cruz Roja. Dentro de un mes, usted se quedará sin empleo. Seguramente, para usted, eso decidirá la cuestión.
—Hay también otras consideraciones.
—Dígamelas.
—Bueno, por ejemplo, estoy casado, señor. Mi esposa está esperando nuestro primer hijo...
—Ella también puede venir a Berlín. Y traer al niño. Eso no es un inconveniente.
Si hasta entonces una sola célula de mí pudiera haberse sentido tentada, en ese momento me habría dado cuenta de que lo que él proponía era algo totalmente imposible. Con el régimen nazi todavía en el poder, más allá de los «cambios» que pudiera haber, Birgit no regresaría nunca a Berlín. Por mi mente cruzó la pregunta de si acaso Hess sabría algo sobre los antecedentes de Birgit. Después de todo, me había hecho saber que controlaba lo que él llamaba inteligencia. Éste era un pensamiento inquietante en presencia de un hombre tan poderoso.
Hess cogió un tercer pastelillo, una pieza rectangular, amarilla y esponjosa, con una cubierta de algo que parecía mazapán. Mordió la mitad del dulce y, aparentemente disgustado por su sabor, tiró el resto al suelo, cerca de la gran librería acristalada. Miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejar lo que tenía en la boca, pero finalmente lo escupió sobre la alfombra. Apuró su café, hizo con él unos ruidosos enjuagues para limpiarse los dientes y descargó todo otra vez en la taza.
—Sean cuales sean sus objeciones —continuó Hess—, usted pronto irá a Berlín. Pronto todo será posible. Usted no tiene que decidir nada hasta entonces. Pero permítame que le diga que yo he reafirmado mi decisión: creo que usted es el más indicado para trabajar conmigo.
Yo esperaba que esto señalara el final de la entrevista, pero de pronto Hess dio media vuelta y volvió junto a la gran ventana que daba a los establos.
—¡Ah! —dijo expresivamente—. Tenemos una compañía importante. Llegaron muy pronto. No los esperábamos antes de una hora, más o menos. Creo que, en ciertos aspectos, su Real Fuerza Aérea es fiable.
Miré por la ventana y al momento vi a qué se estaba refiriendo Hess. A poca altura sobre el bosque de pinos, aproximadamente a un kilómetro y medio hacia el oeste, un hidroavión cuatrimotor completamente pintado de blanco cruzaba el cielo hacia la izquierda. Iba tan bajo que a veces desaparecía detrás de las colinas cercanas.
—No veo ninguna identificación —dije—. ¿Por qué dice que ese avión es de la RAF?
—¡Deberíamos ir al lago para darles la bienvenida! —dijo Hess bruscamente—. Yo tenía que estar allí para recibir el avión, pero no creía que llegara tan temprano.
Me hizo una señal de que debía dejar la sala. Abrí la puerta y la sostuve para que él saliera. Hess avanzó dejando tras de sí una estela de olor a brillantina. En el vestíbulo no había nadie. Hess se volvió hacia mí y me dio la mano otra vez, con la misma flojedad en los dedos que antes.
—Cuando los pasajeros del hidroavión desembarquen, usted debe estar allí —dijo—. ¡Creo que se encontrará con una gran sorpresa, señor Sawyer!
Levantó una mano y después se alejó de prisa, subiendo de dos en dos los escalones de la ancha escalinata.
Como pensaba que debía informar inmediatamente de lo que Hess me había dicho, fui rápidamente a la oficina del doctor Burckhardt y llamé a la puerta. Tras un momento de espera, abrí la puerta y miré dentro: la habitación estaba vacía.
Recordando que en el vestíbulo donde había estado antes, más allá de la escalera, había varias puertas que daban al exterior, volví sobre mis pasos. Me apresuré y llegué ante dos escalones de piedra que daban acceso a un camino circular perfectamente pavimentado.
Me encontré con un espectáculo asombroso. La mayor parte de las personas con quienes había estado trabajando en el interior de la mansión y otras muchas más corrían en dirección al lago. Casi todas ellas iban a pie y atravesaban el césped hacia un muelle de madera que se internaba en el lago. Era patente que el avión había llegado antes de lo esperado. Dos limusinas negras rodaban por uno de los caminos del parque desapareciendo a veces entre los árboles mientras avanzaban también hacia el muelle de madera. Ya se podía ver el avión blanco y el zumbido de sus motores se oía claramente en el silencio del bosque. El hidroavión se dirigía volando bajo hacia el amplio lago que formaba parte de la propiedad.
Bajé los escalones y caminé apresuradamente por la suave pendiente del césped también yo en dirección al lago. El avión blanco estaba empezando a girar para encararse hacia nosotros.
Mientras observaba esto, fui sacudido por un pensamiento que estuvo a punto de dejarme paralizado.
Durante todo el día, había estado tratando de alejar cierta sensación de irrealidad; suponía que el exceso de trabajo y la mala noche pasada me estaban pasando factura. En las semanas anteriores a la conferencia, había dormido bastante poco. De todos modos, era consciente de lo extraordinario del trabajo: la rapidez con que había sido necesario terminar el texto del armisticio, la enorme casa, el encuentro con Rudolf Hess. La guinda la había puesto Hess: su insólito énfasis en la eficacia de la RAF y el anuncio de que a bordo del hidroavión había una sorpresa para mí.
Yo creía saber cuál podía ser la sorpresa. Estaba aterrorizado por la posibilidad de que estuviera en lo cierto.
Directa o indirectamente, casi todos mis episodios de lúcidas alucinaciones implicaban a mi hermano y desembocaban en una confrontación, confrontación que a su vez acababa en un abrupto retorno a la vida real. Mientras estaba allí, en la fresca y soleada mañana boreal, observando las evoluciones sobre los árboles del avión blanco, estaba seguro de que, cuando éste se detuviera, descubriría que el piloto era mi hermano.
Eché una mirada alrededor y contemplé el plácido paisaje sueco, la gran casa, los grupos dispersos de mis colegas apresurándose para saludar a los pasajeros del avión. ¿Cómo podía estar imaginando algo tan sutil, complejo y aparentemente impredecible? ¿Tendría que dejar que la alucinación continuase a mí alrededor o despertar de ella? Ya lo había hecho —algo que en última instancia tuve que lamentar—; una vez había dejado que el episodio continuara, y otra, también en el pasado, había interrumpido la experiencia cuando me había dado cuenta de qué se trataba. En ambos casos, los efectos me habían traumatizado.
Dos de los negociadores cuáqueros, colegas del equipo de documentación, habían salido de la casa detrás de mí.
—Señor Sawyer, ¿no viene al lago?
—Sí, ahora mismo voy —dije, tratando de olvidar mi desesperación.
Me puse al paso de ellos. A pesar de que la vez anterior había coincidido con ambos en Cascais, a ninguno lo conocía muy bien. Se llamaban Martin Zane y Michael Brennan, antiguos obreros de la construcción de Pittsburgh que se habían instalado en Gran Bretaña al comienzo de la guerra. Hasta que empezaron a colaborar en las conversaciones de paz en representación de la Cruz Roja, habían estado trabajando con un grupo de salvamento de víctimas de los bombardeos en Londres. A principios de año, ambos habían hecho cursos intensivos de alemán para poder trabajar con el doctor Burckhardt, pero todavía lo hablaban con bastante dificultad. Con ellos habría sido más fácil hablar en inglés, pero la norma de hablar sólo alemán era inflexible. Como resultado de ello, poco nos dijimos mientras nos acercábamos al lago.
Pudimos ver el hidroavión en los últimos momentos de su maniobra de amerizaje. Se deslizaba hacia nosotros a pocos metros sobre los árboles y después bajó el morro para posarse sobre la quieta superficie del lago. Me daba la impresión de que volaba demasiado lentamente, pero tan pronto como los patines del avión tocaron el lago, una enorme cortina de agua pulverizada surgió a cada lado del aparato; las hélices transformaban esas rociaduras en largos vórtices cilindricos. Finalmente, después de muchas sacudidas y salpicaduras, la velocidad del avión disminuyó tanto que, aunque con cierta torpeza, pudo navegar como si fuera un barco.
Podía ver a los pilotos, pero debido a sus cascos de vuelo era incapaz de identificarlos. Miraban desde sus asientos hacia el morro del avión para guiarlo con seguridad hacia el muelle. El hidroavión, con los motores rugiendo, se bamboleaba a izquierda y derecha mientras maniobraba cada vez más cerca del amarradero. Allí, dos hombres lo esperaban con un bichero en la mano, pero no fueron necesarios. El experto comandante detuvo su avión de modo que la salida quedara justamente en el extremo del muelle. Su ala de estribor formaba un palio sobre la pasarela de madera. Rápidamente, la portezuela se abrió desde dentro. Se echaron unos cabos, y los hombres en el muelle los amarraron sin demora.
Mientras los motores se detenían y las hélices dejaban de zumbar, nos acercamos para ver mejor quienes eran los pasajeros. En el techo del fuselaje, inmediatamente a popa de la cabina de mando, surgió una pequeña asta de bandera; en ella flameaba la Union Jack. Hasta que desde el avión se bajó la escalerilla y fue colocada y asegurada al poco estable muelle, hubo cierta demora. Mientras esto sucedía, se oyó el sonido del motor de un coche: era un Daimler descapotable que se acercaba rápidamente por el camino que discurría a lo largo de la orilla del lago. Levantando bastante gravilla, se detuvo junto al extremo de tierra del amarradero. Rudolf Hess, resplandeciente con su uniforme de la Luftwaffe, bajó del coche. La Cruz de Hierro que colgaba de su cuello brillaba a la débil luz del sol del atardecer.
Dos hombres de su guardia personal, vestidos con sus negros uniformes de las SS, lo flanqueaban.
Los dos pilotos del hidroavión se habían quitado el casco de vuelo. Desde la cabina de mando, también ellos estaban mirando en dirección a tierra, hacia el muelle, para ver a los pasajeros a medida que desembarcaban. Yo podía ver claramente la cara de ambos. Ninguno de ellos era mi hermano Jack.
Unos segundos después, precedido por un alto oficial de alto rango de cada una de las tres ramas de las Fuerzas Armadas y seguido por un grupo de civiles, Winston Churchill puso un pie en el muelle. Sin mirar ni a izquierda ni a derecha, caminó lentamente por la pasarela de madera hasta encontrarse con el duque de Kent, que estaba allí para recibirlo. Churchill se quitó el sombrero, se inclinó ante el duque, y ambos intercambiaron unas palabras.
Rudolf Hess y Winston Churchill se sentaron uno junto al otro en la sala de conferencias. Ninguno de ellos reconocía la presencia del otro mientras miraban directamente a los fotógrafos. El lado de la mesa frente al que estaban sentados era el que antes habían ocupado los negociadores de la Cruz Roja y los países neutrales. Se habían quitado las otras dos mesas, pero el arreglo floral continuaba en su sitio. Ante cada uno de los mandatarios había un ejemplar del tratado, abierto en la primera página. Todo parecía indicar que estaban a punto de firmarlo; para ello se habían dispuesto dos nuevas estilográficas cedidas para la ocasión por la Cruz Roja.
Los dos fotógrafos se inclinaron hacia ellos; los flashes deslumbraron a todo el mundo en la sala. Después de tomar la foto, los fotógrafos se alejaron un poco de la mesa, quitaron los bulbos quemados y colocaron unos nuevos. Regresaron luego a la mesa donde esperaban Hess y Churchill. Los dos hicieron fotos parecidas, pero ahora desde otra posición. Mientras los bulbos eran reemplazados de nuevo, los negociadores y los auxiliares se colocaron detrás de Hess y Churchill, y a continuación se tomaron más fotografías, esta vez de todo el grupo. Como yo era alto, me coloqué en la última fila, hacia el extremo izquierdo, entre Martin Zane y Michael Brennan. Entre el doctor Burckhardt y yo había unas siete personas. En la fotografía aparezco sonriente, como todo el mundo; todo el mundo —hay que decirlo— excepto Churchill y Hess. La luz del flash rebotaba en las gafas de Churchill, haciendo que sus ojos quedaran escondidos detrás de dos discos de luz reflejada.
Cuando los fotógrafos se retiraron, todos permanecimos de pie detrás de los dos estadistas en calidad de observadores oficiales de la firma del Tratado de Estocolmo. Primero, Churchill firmó la versión redactada en alemán; Hess firmó la versión inglesa. Después de que se pasara papel secante sobre las rúbricas, se intercambiaron las dos versiones del tratado y cada estadista firmó el ejemplar redactado en su propio idioma. Hess dejó su pluma sobre la mesa. Churchill enroscó la tapa de la que había usado y después la metió muy cuidadosamente en el bolsillo interior de su chaqueta. A continuación se dio dos o tres palmaditas en el pecho con los dedos.
Los dos hombres continuaron sentados uno al lado del otro, mirando fijamente al frente. Un funcionario de la Cruz Roja se acercó a la mesa, cogió las copias del tratado y las abrió por la página correspondiente a las firmas de los testigos. Uno a uno, el resto de nosotros nos acercamos a la mesa y, frente a los dos estadistas, nos inclinamos sobre las copias para estampar nuestra firma. Yo escribí mi nombre al final de la lista, agregué mi firma y añadí la fecha: 12 de mayo de 1941. Estaba temblando mientras hacía esto; me embargaba la emoción por la inmensa importancia de la ocasión.
Cuando se llegó a la firma del último testigo, el doctor Burckhardt indicó a los dos estadistas que la ceremonia había terminado. Ambos se pusieron de pie. Hess era por lo menos quince centímetros más alto que Churchill.
Se volvió hacia Churchill, golpeó los talones en posición de firmes, extendió una mano y dijo en alemán:
—Primer ministro Churchill, para mí es el honor más grande firmar este histórico tratado con usted. ¡Roguemos para que estemos viviendo los primeros instantes de un nuevo destino para nuestras grandes naciones europeas!
Churchill no dijo nada y mantuvo su mano resueltamente escondida dentro del chaleco. En ese momento, yo me encontraba bastante cerca de él. Dándome cuenta de que él no hablaba alemán —o fingía no hablarlo—, le dije en inglés:
—Señor, ¿desea que le haga de intérprete?
—Si fuera tan amable —respondió Churchill, sin dejar de mirar a Hess.
Yo le traduje lo que Hess había dicho.
—Herr Hess —dijo entonces Churchill—, roguemos que este acuerdo que hemos firmado tenga más sustancia que el que han firmando con Rusia.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Hess.
—Dice que no le entiende, señor —traduje dirigiéndome a Churchill—. ¿Tengo que hacer de intérprete también para él?
—Resulta que yo sé que Herr Reichsführer habla inglés a la perfección.
—El Tercer Reich busca la paz de buena fe —dijo Hess en inglés, haciendo todo lo posible por parecer realmente sorprendido y confundido.
—Conozco su juego, Herr Reichsführer. En pocas semanas, cuando hayan iniciado su ofensiva del Este, todos en el mundo lo conocerán también.
—¡Eso no era necesario! —gritó Hess en inglés.
—Lo que era necesario era acabar la guerra entre nuestros países, y eso es lo que usted ha conseguido. Lo que decida hacer a partir de ahora es asunto suyo. Puedo agregar que si después de este momento, un palo o una piedra lanzados por ustedes cayeran en suelo británico o de la Commonwealth o de cualquiera de los países aliados nuestros liberados por este armisticio, les serían devueltos con una furia tal que nunca podría ser superada. —Churchill se volvió a medias y se dirigió al doctor Burckhardt en un tono completamente distinto—: Muchas gracias por lo que ha hecho, señor. Estoy seguro de que hablo en nombre del duque cuando le digo lo mucho que nos gustaría cenar con usted.
Los dos enfilaron hacia la salida y dejaron a Hess a sus espaldas. La paz había sido sellada, pero no con un apretón de manos.
La cena fue servida en el salón de banquetes de la mansión; todos los involucrados en las negociaciones estaban sentados a ambos lados de una larguísima mesa que ocupaba toda la longitud del local. Contrastando con el talante relajado y fraternal de los dos días anteriores, la llegada de Churchill parecía haber dividido la conferencia en los tres grupos que la habían constituido. El había conseguido crear una atmósfera glacial, casi hostil entre los dos grupos principales que, hasta su llegada, habían convivido amistosamente. Churchill y el duque de Kent, junto con los embajadores, los jefes de Estado Mayor y los funcionarios de Foreign Office se sentaban en un extremo de la mesa. Hess y los miembros equivalentes de su comitiva estaban en el otro extremo. Los representantes de los países neutrales, los negociadores auxiliares y el equipo que había trabajado en la documentación ocupábamos el terreno intermedio.
Churchill estaba sentado a unos quince asientos de mí, en el lado opuesto de la mesa. A pesar de todos mis sentimientos acerca de su naturaleza belicosa, estaba deslumbrado por su presencia. Aunque yo había estado implicado en los trabajos previos al tratado, nunca había creído que Churchill se avendría a firmarlo. Sin embargo, ahí estábamos todos, con el proceso finalizado. Incluso mientras nosotros estábamos cenando, en algún sitio de la mansión, los equipos de abogados constitucionalistas de Alemania y de Inglaterra seguían trabajando en el texto del tratado, dejándolo listo para ser entregado al registro público. Churchill parecía estar enfrascado en la conversación con el duque, pero no pude dejar de advertir que de vez en cuando me miraba directamente sin pestañear, una actitud que consideré desconcertante.
A mitad de la cena, Hess y su comitiva abandonaron la mesa sin previo aviso. Durante los dos primeros platos, él y sus oficiales conversaron intensa y animadamente. Pero no esperaron a que se sirviera el plato de venado. Súbitamente, sin decir una palabra a los demás asistentes a la cena, se pusieron de pie, arrastraron las sillas hacia atrás y se encaminaron rápidamente hacia la salida.
Cuando llegó a la puerta, Hess se volvió, golpeó los talones con fuerza y levantó el brazo en el saludo nazi. En el salón se hizo el silencio. Mantuvo esta pose unos segundos.
—Heil Hitler! —exclamó, y salió del salón.
—Dios bendito —dijo Churchill.
Se volvió hacia el duque, y ambos prosiguieron su animada conversación. El ambiente en el salón se aligeró notablemente.
Ahora que las negociaciones se habían completado, estaba empezando a ansiar el regreso a casa. No veía que allí me quedara nada más que hacer, pero el hecho de que no podía volver a casa por mis medios era incontestable. Intenté tantear a los que estaban sentados cerca de mí, para ver si sabían cómo estaba prevista la vuelta a casa, pero todo el mundo lo ignoraba tanto como yo.
Al final de la cena, Winston Churchill se puso de pie e hizo un breve discurso. Para mí, aquél fue un momento muy importante; me emocionaba el pensar de que yo iba a estar presente en el momento en que él iba a decir algo de histórica relevancia. Sin embargo, apenas empezó a hablar se hizo evidente que él no veía que aquélla fuese una ocasión para la alta oratoria. Con lenguaje sencillo, sólo nos felicitó a todos por nuestro trabajo. Dijo que, a pesar de la aparente mala fe de los dirigentes nazis, él creía que el tratado se mantendría y que la paz sería verdadera y duradera. También nos explicó que se veía obligado a regresar a Londres lo más rápidamente posible. Después de estas palabras, se sentó y recibió un cálido aplauso. Algo había cambiado imperceptiblemente en el encuentro: aquello ya no era un forum por la paz sino una ocasión a la medida de Churchill.
No mucho después, empezamos a recoger nuestras pertenencias y llegaron algunos coches para llevarnos a nuestro hotel en Estocolmo. Cuando pasé por última vez por la sala de la conferencia, vi allí a Winston Churchill. Él interrumpió la conversación que estaba manteniendo y se acercó a mí dejando una estela de humo de puro tras de sí. En su mano había una ventruda copa de coñac en la que se movía una generosa ración del licor.
—Lo recuerdo de nuestro encuentro en el edificio del Almirantazgo, la semana pasada —me dijo sin preámbulos—. Su nombre es J.L. Sawyer, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Permítame que le haga una pregunta, señor Sawyer. Ya había oído su nombre antes de conocerlo. Había alguna confusión con relación a usted que creo que finalmente el doctor Burckhardt me ha aclarado. Pero también me gustaría saberlo por usted mismo. Él me ha dicho que tiene usted un hermano o un pariente muy cercano que se llama igual que usted.
—Tengo un hermano, señor Churchill. Somos gemelos, gemelos idénticos. —Y le hablé sobre la similitud de nuestras iniciales.
—Ya veo. Si no me equivoco, su hermano está sirviendo en la Fuerza Aérea, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Y él es el que está casado?
—No, señor. Creo que sigue siendo soltero.
—Entonces, usted está casado. ¿Con una alemana?
—Mi esposa es una ciudadana nacionalizada británica, señor Churchill —dije. Y agregué rápidamente—: Ella llegó a Inglaterra antes de que empezara la guerra y nos casamos hace cinco años.
Churchill hizo un gesto de sentimiento con cierta simpatía.
—Es posible que entienda sus preocupaciones. Ya no tiene por qué preocuparse de la situación de su mujer. Pero déjeme que le diga que me ha resultado divertida la confusión que ha creado su nombre, porque a mí me pasó algo por el estilo. Cuando yo era más joven, descubrí que había otro Winston Churchill perdido por el mundo, aunque éste era norteamericano. Era un novelista, y bastante bueno. Ambos escribíamos libros; antes de que cualquiera de los dos se diera cuenta de lo que estaba pasando, muy inocentemente dimos pie a una confusión. Desde entonces, siempre he usado la S, de Spencer, como una inicial en medio de mi nombre, pero sólo en mis libros.
Parecía estar de un talante comunicativo y conversador; a pesar de la mención que había hecho al terminar la cena de que debía apresurarse a volver a Londres, no parecía tener ninguna prisa por dejarme. Debido a eso, le planteé el tema que tenía en la cabeza.
—Señor, ¿cree usted que los alemanes realmente tienen intención de respetar el tratado de paz?
—Sí, señor Sawyer. Como usted sabe, la mayor parte de la iniciativa vino del lado alemán. Era evidente que Hess suponía que él y yo caeríamos el uno en los brazos del otro como dos hermanos que han estado separados desde hace mucho tiempo. Ésa no es mi manera de actuar en ningún caso. Aunque yo negocie con los nazis no espero después tener que abrazarlos.
—Cuando se fue, parecía que estaba furioso.
—Desde luego, lo estaba. Pero si esto le sirve de algún consuelo, puedo decirle que la paz ya es vigente. Como usted estaba aquí, en Suecia, no puede saber que el sábado por la noche Londres sufrió el peor ataque aéreo de la guerra. Ha habido terribles daños y muchos muertos. Sin embargo, desde entonces, ningún avión alemán ha cruzado el canal. La misma noche, también nosotros lanzamos importantes ataques aéreos contra Alemania, pero fueron los últimos. La actividad de los submarinos alemanes en el Atlántico ha cesado por completo. La guerra en el desierto se ha detenido. Nuestra marina continúa patrullando, la fuerza aérea vuela constantemente, y las fuerzas de tierra están en estado de alerta en todos lados, pero desde el domingo por la tarde no ha habido un solo incidente hostil por parte de ninguno de los países. Como todavía no hemos tenido la oportunidad de anunciar el armisticio, teóricamente la guerra continúa todavía, pero a todos los efectos prácticos hay un alto el fuego desde hace más de veinticuatro horas.
El señor Churchill hizo rodar una vez más el coñac en su copa y se la llevó a los labios.
—Entonces ¿por qué ha actuado Hess de ese modo? —pregunté.
—No sé. Quizá porque me negué a estrechar su mano manchada de sangre. —Churchill se rió—. Supongo que pronto se producirán hechos más negros, y la manera en que partió es una pequeña actuación teatral escenificada para nosotros. La mayoría de la gente teme a los nazis, pero para mí sólo son unos pesados, como le pasará a todo el mundo una vez que la amenaza que ellos representan para nuestra seguridad haya pasado. Esto me recuerda algo. Ahora que hemos entrado en período de posguerra, tendrá usted que encontrar un nuevo empleo. Yo tengo uno que le puedo ofrecer. Vamos a necesitar un organizador con una habilidad especial para actuar en nombre de los intereses de Gran Bretaña en Berlín. Tendrá carácter administrativo, concerniente al traslado de gente a Madagascar. Será una responsabilidad enorme, pero el doctor Burckhardt dice que es usted el hombre indicado.
Oí lo que decía con una extraordinaria sensación de déjà-vu.
—En realidad, no lo sé, señor —dije. Los argumentos contra esa posibilidad estaban frescos en mi memoria—. Me gustaría tener un tiempo para pensarlo. Está mi esposa, y el nacimiento...
—El gobierno puede ocuparse de detalles como ésos. Sería agregado del Foreign Office; aunque no sería un nombramiento diplomático, trabajaría con base en la embajada británica. Usted tendría que responder directamente ante la oficina del primer ministro.
—¿Ante usted, señor? —pregunté.
—Ante la oficina que hoy está a mi cargo. Como usted debe de recordar, yo no estaré a cargo de esa oficina mucho mas allá de este fin de semana. —Sentí que empezaba a enrojecer por mi metedura de pata. El señor Churchill no lo tuvo en cuenta—. Por supuesto, puede disponer del tiempo que necesite para pensarlo. No habrá que nombrar a nadie hasta el mes que viene y el trabajo no comenzará hasta agosto.
Churchill se llevó el puro a la boca y se alejó de mí.
Extracto del discurso del primer ministro, Winston Churchill, emitido por el servicio nacional de la BBC a las seis de la tarde del martes 13 de mayo de 1941. Versión completa en Hansard, 13 de mayo de 1941.
Hoy, a las dos de la tarde, he tenido el honory el privilegio de informar al Parlamento de que la guerra entre Gran Bretaña y Alemania ha terminado. Acababa de regresar de Estocolmo, donde había firmado un armisticio total con el gobierno alemán. No puede haber más grande ni mejor noticia que la de un mundo en paz. A pesar de las terribles dificultades, todo aquello por lo que hemos luchado durante el último año y medio se ha conseguido. Nuestro país ha resistido el peor ataque armado de su historia. Hemos visto cómo eran quemadas nuestras ciudades, se destrozaban nuestras catedrales y nuestras casas eran derribadas. Hemos tenido que vivir en la oscuridad y el terror bajo el zumbido de los aviones enemigos.
Durante los últimos doce meses, después de la caída de nuestros aliados europeos, nosotros, los británicos, junto con nuestros amigos del Imperio que vinieron a ayudarnos, nos mantuvimos de pie contra el azote del hitlerismo. No nos encogimos de hombros ante el deber que la historia nos imponía. A nosotros nos tocó, a nuestra generación de hombres y mujeres corrientes, resistir a Hitler con indoblegable resolución. Lo hicimos porque teníamos que hacerlo. Lo hicimos sin dudar, lo hicimos con valentía y con implacable vigor. Lo hicimos inspirados por pensamientos de libertad, la esperanza y el deseo de un mundo mejor. Lo hicimos porque no había nadie que lo hiciera.
Herr Hitler y sus legiones marcharon a través de Europa. Han sido un enemigo terrible: duro, despiadado, poderosamente armado y aparentemente carente de sentimientos humanos. Pero finalmente, conseguimos detener a los nazis en la costa francesa del Canal. El verano último, pensando que se trataba de sólo una pausa, Hitler viajó a Francia para verlo con sus propios ojos. Estuvo en el paso de Calais y sobre el estrecho paso del agua miró nuestros blancos acantilados, tan cercanos y al mismo tiempo tan lejanos. Pretendiendo apoderarse de ellos, extendió la mano hacia nosotros y fue entonces cuando por fin se encontró con la horma de su zapato. El espíritu indomable de los ingleses, los galeses y los escoceses se irguió sin dudarlo ni pensarlo ni un minuto, preparado para perderlo todo, resuelto a no perder nada, dispuesto al sacrificio, ansioso por la victoria. En realidad, para enfrentarnos a Hitler, al principio teníamos poco más que los puños. Nunca se demostró hasta tal punto el coraje de la raza británica, nunca fue más admirado en todas partes. Nuestra hora más gloriosa, nuestro año más espléndido, nuestro instinto de supervivencia: nada de eso se detuvo. Aunque castigada, aunque bombardeada, aunque sitiada, nuestra pequeña isla siguió siendo libre. Es libre ahora. Y lo seguirá siendo siempre.
La guerra de Hitler ha sido una guerra en vano. Él no ha prevalecido. No nos hemos doblegado ante sus amenazas; tampoco nos hemos escondido cuando cayeron las bombas ni huido de sus ataques. Todavía estamos aquí, más unidos que nunca para resistir. Nuestra recompensa es esta paz honrosa que hemos conseguido.
Los británicos somos lentos para la rabia, rápidos para perdonar. Somos alegres, optimistas y generosos, amamos nuestros hogares, a nuestras familias y nuestro país. A veces resultamos desconcertantes para nuestros amigos, a algunos les parecemos incluso excéntricos. Somos una raza insular cuya cultura está tomada un poco de todo el mundo. Pero como han descubierto Herr Hitler y sus amigos, también somos duros, valientes y estamos llenos de recursos. No retrocedemos ante las amenazas. No nos asustamos. No nos rendimos. No podemos ser domesticados. Cuando nos derriban, nos ponemos de pie inmediatamente, redoblada nuestra rebeldía, más fuerte nuestra rabia, más decididos que nunca a luchar por lo que creemos.
Hace un año os prometí que si salíamos bien parados de esta batalla, la vida del mundo avanzaría por caminos más anchos y luminosos. Por fin, esta perspectiva está ante nosotros.
Nosotros no buscamos esta guerra, tampoco la queríamos. No teníamos nada que ganar con ella. No teníamos ganancias territoriales en mente. Tampoco tenemos una disputa con el pueblo alemán. Sólo luchamos por el principio de libertad. No estábamos preparados para la prepotencia de los nazis y no vemos por qué nadie tenía que haberlo estado. Pero las cosas vinieron así y no esquivamos el necesario deber. Nos atrevimos a resistir, nos atrevimos a mantenernos firmes, nos atrevimos a luchar sin tener en cuenta adónde nos llevaría eso. El sacrificio se hizo y ahora ha llegado a su fin. Hemos pasado por las horas más negras que este país ha conocido, y ahora somos mejores por eso.
Al principio de mi discurso he dicho que no había mejor noticia que la de la paz. Sin embargo, tengo otra noticia buena para vosotros. Creo que esta noticia os parecerá un extra añadido a la paz. Justo antes de que esta tarde llegara al Parlamento, se me comunicaron grandes, importantes y permanentes cambios en Alemania. En un súbito acceso de sentido común, el pueblo alemán ha destituido a Herr Hitler; lo que no podría ser más oportuno. Todavía no sabemos la suerte que ha corrido Herr Hitler; tampoco vamos a dedicar ningún esfuerzo a averiguarlo. ¡Buen viaje!, le digo, y sé que hablo por todos vosotros. El hombre que lo ha reemplazado en el cargo de canciller alemán, Rudolf Hess, es el cosignatario del alto el fuego que hemos acordado. Podemos asumir que nuestro acuerdo de paz se mantendrá en vigor. Según mi experiencia, no será mucho más fácil tratar con Herr Hess que con su predecesor, pero al menos no tendremos que combatir contra él.
Por lo tanto, tenemos muchos motivos para celebrar la gloria de nuestro país; por esa razón, he declarado mañana fiesta nacional. Mañana disfrutad con merecida y orgullosa alegría; es vuestra recompensa. Esta noche, a modo de prolegómeno, podemos dar la espalda a un pasado reciente con un sencillo gesto de libertad. Celebrad esta noche encendiendo todas las luces de vuestra casa, corriendo las cortinas, abriendo completamente las ventanas. El peligro ha quedado atrás. Dejemos que el mundo vea donde vivimos, nos vea otra vez tal como somos.
¡Larga vida a la causa de la libertad! ¡Adelante, Gran Bretaña! ¡Dios salve al Rey!
Notas hológrafas de J.L. Sawyer
Nuestro grupo de negociadores voló de regreso a Inglaterra un día después de la partida de Churchill. Después de una larga carrera sobre el lago, el gran hidroavión blanco despegó de las quietas aguas de Stora Várten. Se elevó lentamente en un giro amplio sobre losárboles de la campiña y los empinados tejados de Estocolmo. El humor de todos los que íbamos en él era de gran euforia. Ninguno de nosotros se quedaba mucho tiempo en su asiento; en todos los rincones posibles, por estrechos que fueran, y en el pasillo, había excitados corrillos en los que se hablaba con entusiasmo sobre lo que habíamos logrado, sobre la forma en que lo habíamos hecho y sobre el brillante futuro que habíamos ayudado a crear.
Cuando, unas horas más tarde, el piloto anunció que volábamos a lo largo de la costa de Gran Bretaña, busqué un asiento junto a una ventanilla y miré afuera para regocijarme con la vista de los campos verdes, la línea blanca de las rompientes, el mar azul. Nos hallábamos en algún lugar sobre el Canal, siguiendo la costa del sur de Inglaterra, no muy alto sobre las olas ni muy lejos de la tierra. Pude ver los pequeños sitios de recreo junto al mar, altos acantilados blancos, lejanas colinas. En este día de sol brillante y desde el avión, el campo parecía como si nunca hubiese sido dañado por la guerra. Yo sabía que, vista de cerca, la realidad era diferente; desde aquella atalaya tan alta y a aquella velocidad era posible ver Inglaterra tal como había sido, tal como volvería a ser.
Cerca de Southampton, una escuadrilla de cazas Spitfire, de la RAF, apareció más arriba de nosotros. Los aviones hicieron todo tipo de acrobacias y pasadas alrededor de nosotros mientras avanzábamos lentamente sobre el mar. Aquella alegre escolta nos acompañó hasta el Solent. Cuando nuestro avión empezó a prepararse pare el amerizaje, los cazas se alejaron un poco y formaron una V alargada, luego dieron una última pasada sobre nosotros; dentro de la cabina, el sonido de sus motores era claramente audible. Después desaparecieron tierra adentro, mientras nuestro pesado y lento hidroavión se posaba espectacularmente sobre las rizadas aguas de Southampton.
Media hora más tarde, cuando una lancha de la Armada Real nos dejó en tierra, una pequeña multitud nos aplaudió cortésmente. Pasamos por las formalidades del desembarco en medio de cierto aturdimiento, atreviéndonos apenas a creer en que el radical cambio de humor de la población que ya podíamos sentir fuera algo normal y permanente.
Yo me moría de ganas de llegar a casa y ver a Birgit, de estar con ella los últimos días antes de que naciera el niño, pero los problemas para desplazarse en tiempo de guerra todavía no eran cosa del pasado. Tras dar la noticia del armisticio, el gobierno había dispuesto que el día fuera festivo, y no circulaban los trenes ni los autobuses; así que no teníamos posibilidad de dejar Southampton hasta la mañana siguiente.
De este modo, pasé una noche más lejos de casa. La Cruz Roja encontró alojamiento para nosotros en un pequeño hotel alejado del centro de la ciudad. Los muelles y gran parte de la zona comercial habían sido destruidos durante los bombardeos así que no había muchas opciones. Decidí pasarlo lo mejor posible. Tan pronto como dejé mi maleta en el dormitorio bajé para reunirme con los demás.
En la planta baja había una alta figura mirando por la ventana. Llevaba uniforme militar y sostenía la gorra debajo del codo izquierdo. Cuando oyó mis pasos en la escalera, se volvió para mirarme y se colocó frente a mí cuando yo iba a pasar.
—¿Es usted el señor Joseph Sawyer?
—Sí. —Y sentí el primer estremecimiento de angustia.
—Soy el jefe de escuadrilla Piggott, señor, destinado al Grupo 1 de la Real Fuerza Aérea, Lincolnshire. Quisiera hablar con usted en privado. Será cuestión de unos pocos minutos.
—Se trata de Jack, ¿no es así? —dije en seguida, al percibir la gravedad del tono de voz del militar—. Me trae malas noticias de mi hermano.
El oficial me señaló una puerta que daba a una pequeña sala de espera. La mantuvo abierta para que yo pasara delante de él, luego la cerró detrás de nosotros. Todo en las maneras del hombre indicaba que las noticias que iba a darme eran las peores.
—Me temo que se trata de su hermano, señor.
—¿Ha resultado muerto?
—No. Me alivia el poder decirle que no. Pero ha sido malherido.
—¿Es muy grave?
—Sus heridas son importantes pero parece que su vida no corre peligro. Yo no le he visto, pero antes de venir a hablar con usted pude hablar con el médico que lo atiende. Su hermano está hospitalizado y sedado. Es joven y fuerte; los médicos creen que con el tiempo su recuperación será completa.
—¿Puede decirme cuáles son sus heridas?
—No conozco detalles, señor Sawyer, pero me han dicho que, entre otras cosas, tiene una pierna fracturada, varias costillas rotas, fractura de cráneo, muchos cortes y contusiones. Resultó herido cuando su avión fue derribado. Pasó dieciocho horas en un bote neumático de emergencia antes de que lo rescataran. Nuestros pilotos corren esta suerte bastante a menudo. Si conseguimos rescatarlos y llevarlos a un hospital antes de que pasen demasiado tiempo expuestos a los elementos, su recuperación es bastante rápida. Hacemos todo lo que podemos.
—¿Cuándo pasó eso?
—Su avión fue derribado unas horas antes de la madrugada del domingo. Su hermano regresaba de un bombardeo contra Hamburgo cuando su Wellington fue alcanzado por el fuego antiaéreo. Sólo hay otro superviviente. El oficial de navegación, creo.
Permanecimos un instante en silencio. Mientras trataba de asimilar la noticia, el oficial de la fuerza aérea se quedó cortésmente a mi lado.
El último ataque de la guerra, me había dicho Churchill. El último que íbamos a lanzar, había dicho.
Desde mi accidente durante el Blitz de Londres, seis meses antes, no había probado una gota de alcohol. Tenía un motivo: yo no tenía idea de qué podía ser lo que desencadenaba mis alucinaciones lúcidas pero a menudo sucedían cuando estaba adormilado o cuando mi atención divagaba. Algo instintivo me decía que la bebida podía incrementar mi propensión a un ataque. Hasta entonces, me había sido relativamente fácil mantenerme alejado del alcohol. En ciertos momentos —como había sucedido en Estocolmo, cuando en muchos de los brindis por el tratado de paz había corrido el champaña—, había podido encontrar alternativas no alcohólicas sin armar mucho ruido.
Pero aquella primera noche de paz era algo especial para todos: el Día de la Paz en Europa. Aunque fuera por una vez había que desmelenarse.
Después de que se marchara el jefe de escuadrilla Piggott, estuve tratando de decidir si llamaría a mis padres (quienes no tenían la menor idea de dónde estaba ni de qué había estado haciendo en las últimas semanas) o dejaría de lado mis planes para la noche y encontraría el modo de atravesar el país para ver a J.L. en el hospital. Vi una cabina telefónica en el vestíbulo del hotel y marqué el número de mis padres. No me contestó nadie. Supuse que habrían ido a ver a Jack. Estaba dando vueltas indeciso junto a la recepción, preguntándome qué hacer, cuando me vio Mike Brennan, el cuáquero asesor de Pittsburgh. Después de eso, ya no hubo más dudas ni más argumentos.
En compañía de otros cinco del equipo de Estocolmo, Mike y yo salimos dispuestos a una larga celebración en la ciudad. Empezamos en un bar al lado del hotel, después seguimos a la multitud que estaba convergiendo en el centro —dañado por las bombas— de la ciudad. Daba la impresión de que toda la población había salido para una noche de juerga como no se había visto ni en meses ni en años. A medianoche estábamos en East Street, que parecía una sombría y oscura galería de arte, en medio de una apretada multitud que saltaba, gritaba, saludaba, bailaba y sudaba. En algún sitio, las campanas de una iglesia dieron las doce; todos chillamos y lanzamos hurras cuando brillaron las luces de todos los edificios, se encendieron los reflectores por última vez y una desafiante salva de la artillería antiaérea estalló en el aire.
Como era previsible, la mañana siguiente la pasé con remordimientos, quejumbroso y molesto, y con la renovada determinación de ponerme en viaje otra vez. Asombrosamente para mí, me había despertado en mi cama del hotel; evidentemente, de alguna manera había encontrado el camino de regreso, o tal vez alguien me llevara.
Me incliné sobre el pequeño lavamanos adosado a una pared para mojarme el pelo con agua fresca, después me lo sequé con la toalla. Me lavé las manos y la cara, y me las sequé también vigorosamente. Me vestí despacio y con cuidado.
A media mañana, débil pero recuperado, subí al tren que me llevaría hacia el norte. Tuve ligeras náuseas durante toda la mañana, pero a mediodía estaba un poco mejor. Hacía mucho que no tenía resaca. Me sentía aislado de la realidad, envuelto en una mortaja de adormecidas sensaciones. Cuando miré a los otros pasajeros del compartimiento, supe que yo no era el único. Había sido una noche memorable, al menos lo que podía recordar de ella.
El tren llegó a Manchester, a la estación de London Road, a últimas horas de la tarde. Bajé y me dirigí al sitio de donde salían los trenes de cercanías. Tenía mucha hambre; no había tomado nada en el hotel y luego había descubierto que en el tren no había ningún alimento disponible. El bar de la estación estaba cerrado. En la zona de andenes hacía calor y el aire estaba cargado con el olor del vapor y el del carbón de las locomotoras. Me quedaba tiempo para salir de la estación durante unos minutos, a respirar aire puro, pero el panorama de destrucción y edificios incendiados era deprimente.
Finalmente, cogí el tren regional a Macclesfield.
Ahora empieza la parte final de mi historia, una historia casi imposible de escribir.
Debido a la noche de abundante alcohol, al largo viaje en tren, a que llevaba tanto tiempo sin comer nada y a que estaba realmente agotado, me sentía en un estado emocional bastante inestable. Tal vez lo más importante fuera el formidable tratado de paz que habíamos conseguido y el hecho de que yo había participado en su gestación. No estaba preparado para lo que venía después.
Sin embargo, al principio me sentí tranquilo. El aspecto de Macclesfield no era muy diferente del de siempre; en los últimos días de la guerra no había habido más bombardeos. Un lugar con algunas industrias manufactureras y fábricas de tejidos de seda, que miraba hacia los salvajes montes Peninos, Macclesfield tenía ese aire tan peculiar del norte de Inglaterra, con industrias y marismas; un pueblo de ancho cielo brillante y estrechas calles oscuras. A mi alrededor, la familiaridad del paisaje me envolvía confortablemente.
Salí de la estación, pasé por el túnel donde hacía mucho tiempo me habían atacado una noche y aparecí en Silk Road. Allí, en el lado opuesto, estaba la larga pendiente de Moor Road que subía hacia Rainow.
Disfrutando de la sensación de poner mis músculos otra vez en uso, caminé cuesta arriba con brío. Empecé a hacer sencillos planes para el futuro. Veía todo con optimismo en términos de curación y restablecimiento. Con la llegada de la paz, mis desasosiegos, mi temor y odio a la guerra se habían esfumado. Pronto nacería el niño; con la nueva criatura vendrían todos los impredecibles cambios en nuestra vida cotidiana. Birgit y yo podríamos tener más niños, ir a vivir a una casa más grande. Jack se recuperaría de sus heridas, después de lo cual esperaba reconciliarme con él. Con la guerra lejos de la vida de cada día, podía pensar en la búsqueda de un empleo de verdad, tal vez incluso aceptar la propuesta que me había hecho Churchill sobre un puesto gubernamental en Berlín. Otra vez, todo era posible.
Llegué al sitio de la carretera donde podía elegir dos caminos distintos: o bien continuar por la carretera, subir la colina y, después de unos cuatrocientos metros, coger el camino rural que me llevaba a donde estaba nuestra casa, o bien podía cortar camino atravesando un par de campos, y ahorrarme algunos minutos y parte de la larga subida. Yo recordaba la última vez que había atravesado los campos: había sido en una de mis alucinaciones lúcidas, de hecho, la primera de ellas. En aquella ocasión, me había detenido un momento en el portón de hierro. Las asociaciones de situaciones todavía eran muy fuertes. Temía que se me estuviera repitiendo lo que ya me había pasado antes. En busca de la normalidad, seguí adelante. Durante el tiempo que había trabajado en Manchester, siempre había ido y venido en bicicleta. La pendiente era empinada pero, después de las salas llenas de humo de cigarrillo, la forzada inactividad de los últimos días y la noche de alcohol, aspiraba el aire como si fuera un elixir. Podía sentir cómo la sangre corría por mis venas, mis sentidos estaban totalmente despiertos.
Pronto llegué a la parte más alta de la cuesta y me encontré andando entre las últimas casas de Rainow. Aflojé un poco el paso, ya que como el camino iba a partir de allí colina abajo, ya no hacía falta que me esforzara tanto. Miré a ambos lados de las casas que había dejado atrás y pensé que Rainow —que Birgit y yo habíamos descubierto por casualidad— era en realidad un lugar muy bonito para vivir. Cada vez que veía el paisaje que se extendía hacia el oeste, volvía a enamorarme de ese sitio. Quizá debíamos esperar a que se desocupara alguna de las casas más grandes y tratar de alquilarla o comprarla. O, como muchos de los problemas de nuestra casa actual se debían a sus goteras y corrientes de aire, la mayoría por dejadez del dueño, tal vez pudiéramos comprarla y ponerla en condiciones. La casa era bastante grande y cómoda y podía ser reparada muy fácilmente.
Dando vueltas a esos planes tan inocentes, dejé el sendero, cogí el callejón de nuestra casa y pasé junto a la casa de la esquina, donde vivían Harry Gratton y su madre, ya mayor. No se veía señales de ellos en la casa, a pesar de que las ventanas estaban abiertas.
Llegué a Cliffe End, la antigua y familiar casa en la que Birgit y yo habíamos vivido desde nuestra boda; tenía el aspecto de siempre. Subí por el empinado sendero que llevaba a la puerta, la empujé con la mano y vi que estaba cerrada. Saqué mi llavero del bolsillo y traté de abrirla.
La cerradura, que brillaba en la luz del sol, era nueva. Mi llave no entraba. Cogí el picaporte y lo intenté otra vez, empujé la puerta con el hombro.
Golpeé con la palma de la mano. Estaba tratando de no pensar en el porqué del cambio de cerradura, en la razón para que tuviera que llamar a la puerta para entrar en mi propia casa. Oí ruido de pasos en el interior, apareció una forma detrás del cristal esmerilado. Harry abrió la puerta. Deslumbrado por la luz del crepúsculo, me lanzó una mirada desconcertada. Su aspecto era gris y cansado, estaba sin afeitar y parecía alguien que no hubiera dormido bien. En cuanto vio que era yo, abrió completamente la puerta e hizo una escenificación de amistosa bienvenida. En mi casa.
—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté con grosería.
—Me alegra volver a verlo, Joe —respondió—. ¡Qué sorpresa! Quiero decir, después de haberse marchado y todo eso.
—¿Dónde está Birgit? —pregunté, tratando de apartarlo para pasar; él bloqueaba el estrecho vestíbulo. Arrojé mi maleta al suelo, donde golpeó contra una mesa baja que estaba en el corredor, aquella que se llenaba con los periódicos que yo ya había leído. Ahora no había periódicos allí. La mesa se tambaleó, y sus patas crujieron al moverse sobre las tablas del suelo.
—No tiene que hacer eso.
—¡Quítese de en medio! —le grité—. No quiero verlo en mi casa. ¡Cada vez que vuelvo, me lo encuentro aquí ocupándose de mi mujer!
—¡Oiga, Joe, tenga cuidado con lo que dice!
—Harry, ¿qué pasa? —Era la voz de Birgit, que parecía llegar desde la cocina.
Le di un empujón a Harry y pasé, me golpeé contra el lado de la mesa que había desplazado y trastabillé hasta la puerta. En la cocina no había nadie. Me volví y comprobé que Harry me había seguido con los brazos extendidos, como para contenerme. Lancé un brazo hacia él y lo aparté.
Volví a oír la voz de Birgit, ahora más alta y ansiosa; me parecía que llegaba desde el primer piso. Entonces, ignorando a Harry, me lancé escaleras arriba, subiendo los escalones de dos en dos, y corrí por el rellano. Pero ella tampoco estaba allí. Me di cuenta de que no estaba oyendo bien, no estaba percibiendo adecuadamente. En mis oídos había un débil zumbido y me sentía un poco mareado e incapaz de concentrarme. Había dejado pasar demasiado tiempo sin comer y todavía estaba cansado por los excesos del día anterior.
Harry, plantado en mitad de la escalera, me observaba. En su mirada había un algo de temor, como si esperara que en mi próximo movimiento pudiera agredirlo.
—Harry, ¿dónde está Birgit? —le pregunté.
—Si no para de dar vueltas, no la encontrará. Cuando usted entró de esa manera, nosotros estábamos en la sala de estar.
—¿Está bien? —Empecé a bajar la escalera. Harry retrocedió delante de mí, bajando uno a uno los escalones que tenía a sus espaldas.
—Birgit está muy bien. Su bebé también. ¿Dónde ha estado? Estuvimos tratando de encontrarlo, pero nadie sabía dónde estaba.
—¿Un niño? ¿Tengo un niño?
De pronto, Harry sonrió.
—Ahora está durmiendo. Venga a verlo.
Bajé de prisa los últimos escalones; Harry se hizo a un lado para dejarme pasar. Abrí la puerta de la sala. Entré en ella atolondradamente, y me encontré con Birgit, que estaba de pie, mirando hacia la puerta. Ante mí se presentó una imagen de caos: una enorme pila de ropa, una tabla de planchar, la señora Gratton delante de ella con la plancha en la mano, gran cantidad de juguetes desparramados, pequeñas prendas de punto, cuadrados de tela blanca colgados en la pantalla de la chimenea, una combinación de olor a leche hervida, vapor, natillas, orina y polvos de talco. En una cesta colocada sobre una base metálica junto a la ventana, pude ver el pequeño bulto de una criatura.
—¡Joe, es tan guapo! —Birgit estaba radiante, algo más rolliza y con muy buen aspecto; sus mejillas estaban sonrosadas, la cara se le había redondeado y el pelo oscuro le brillaba sobre los hombros.
—¡Déjame verlo! —Fui hasta la cuna y me incliné sobre ella. Levanté suavemente la ligera manta que tapaba levemente la cara del niño. Allí estaba la cara pequeña y contraída de mi hijo; tenía los labios apretados y los ojos cerrados: un montón de carne rosada. Sabía que no debía despertarlo, pero no pude resistirme. Cogí el pequeño cuerpo con ambas manos, lo acuné lo mejor que pude y lo contemplé.
La criatura abrió los ojos: un truculento entrecejo, una mirada miope que me traspasó, una boca diminuta que se abría y cerraba. Tratando de que me viera, acerqué mi cara a la suya. Aparté la cabeza para verlo mejor.
Allí, en sus facciones, me vi a mí mismo, el parecido, los rasgos de mi familia. Todas mis impresiones y sensaciones del día, todo lo que había hecho y todo por lo que había pasado en las últimas horas se desvanecía. Sentía que el mundo que estaba más allá de mí se detenía. Durante un instante, se hizo el silencio alrededor de mí y mi hijo, la emoción me embargó. Allí estaba él, vivo en mis manos, sorprendentemente sólido y compacto. Tenía los colores de mi padre, la forma de su cabeza era igual a la mía; había en sus ojos un no sé qué que reconocí como familiar, perceptible incluso entre las tiernas arrugas del ceño del bebé.
Podía verme en su cara, ver los conocidos rasgos de Birgit, todo indefinible y sin embargo idéntico. Podía verme a mí y, por lo tanto, también a mi hermano. Todo lo que formaba parte de mí estaba contenido en aquel pequeño pedazo de nueva vida.
Birgit se había acercado a mí; y me había puesto una mano sobre el brazo con que sostenía el peso del pequeño bebé. Sentí que sus dedos me apretaban los músculos.
—¡Joe, es un niño tan hermoso!
—¿Cómo se llama? ¿Ya le has puesto nombre?
—Yo quería esperar a que tú llegaras, pero todos me presionaban para que le pusiera un nombre.
—Yo no tenía idea de que fuera a nacer tan pronto. ¡Creía que nacería dentro de tres semanas! —Embargado por la felicidad, miré a mi hijo y traté de pensar en un buen nombre para ponerle.
—Nació en el fin de semana, cuando tú estabas fuera —dijo Birgit—. Las contracciones empezaron el sábado por la tarde. Aunque es un poco prematuro, su peso es casi normal. ¡Joe, todo va a ir bien!
Permanecimos juntos sin dejar de mirar al niño; de nosotros irradiaban oleadas de felicidad.
—Decidimos llamarlo como mi padre, Joe. —Me volví, sorprendido. El que había hablado era Harry Gratton, que estaba detrás de mí. Pude sentir su roce en mi brazo cuando él también se inclinó para ver al bebé—. Se llama Stuart.
—¿Usted le ha puesto el nombre a mi hijo? —dije lleno de incredulidad—. ¿Usted lo ha llamado Stuart? ¿Cómo diablos...?
—La decisión fue mía, Joe —dijo Birgit—. La idea de llamarlo Stuart. Es el nombre que yo quería. Stuart es un buen nombre inglés, me parece.
Más allá de la señora Gratton, que había hecho una pausa en el planchado para mirar cómo acunaba al niño, vi un movimiento. Detrás de ella y fuera de mi vista había un hombre sentado en un sillón. Se puso de pie y se volvió hacia mí, sonriendo encantado, apareciendo en mi difícil momento de recién estrenada paternidad.
En ese instante, la felicidad describió todo un círculo,y se convirtió en tragedia. Era Jack; llevaba el uniforme completo de oficial de la RAF y ya estaba allí, en mi casa, con Birgit y el bebé, cuando yo había llegado. Me habían dicho que él estaba inconsciente en un hospital de alguna aparte. Jack, quien siempre estaba en mis alucinaciones lúcidas, quien me empujaba de nuevo a la realidad.
Lo miré con asombro, sabiendo que aquello no podía ser cierto. Que no era real.
Miré una vez más al pequeño, que se parecía tanto a mí, tanto a Jack, pero entonces lo rechacé.
Birgit me cogió al niño de las manos y lo rodeó cariñosamente con un brazo protector, estrechando su suave cuerpo. Por fin, mientras el agotamiento y las emociones me iban venciendo, empecé a perder el control. Con pasos lentos, retrocedí. Mi talón tropezó con algo a mis espaldas y caí hacia atrás, dando contra el suelo. Mi brazo golpeó contra la cuna y la empujó hacia un lado. Me di muy fuerte en la nuca contra el suelo, y durante un segundo creí que me iba a desmayar.
Todos corrieron hacia mí. La primera en llegar fue Birgit; con el niño en los brazos, se arrodilló y me tocó con una mano. Jack se puso detrás de ella, sobre ella; su cuerpo parecía una torre erguida a mi lado. Ambos hablaban, pero yo no alcanzaba a oír sus voces. Aparté mis ojos de ambos y miré el techo que tenía encima. Era metálico y estaba pintado de color crema. Las chapas estaban unidas con una hilera de pequeños remaches pintados de un color un poco más oscuro. El vehículo daba bandazos mientras avanzaba por la despareja carretera, pero mis brazos y piernas estaban sujetos a la camilla. Me costaba respirar, como si unas correas muy apretadas me cruzaran el pecho. El pánico me dominaba. Podía alzar la parte superior del cuerpo y mirar a mi alrededor, pero a la escasa luz del interior de la ambulancia no había mucho que ver.
En la camilla fija que estaba frente a la mía, yacía una mujer; estaba durmiendo. Recordé que se llamaba Phyllida. A pesar del balanceo del vehículo y el interminable ruido del motor y la transmisión, Phyllida parecía estar a sus anchas. Sus párpados se mantenían quietos, en reposo. Tenía los labios ligeramente abiertos y un brazo le colgaba al costado. El rígido y funcional corte de su chaqueta de la Cruz Roja se había suavizado con el sueño de Phyllida. Aunque yo estaba luchando por respirar, me sentí cautivado por la inesperada intimidad que representaba su compañía.
Cuando la ambulancia cogió un bache en la carretera, me aferré al costado de la camilla. La sacudida me hizo expeler el aire de los pulmones. Sabía dónde estaba, qué había pasado. Todos mis temores sobre mis alucinaciones se habían confirmado. Seis meses de mi vida habían desaparecido.
El vehículo continuaba su estruendosa marcha en medio de la noche. Todo lo que había creído que ganaba y ponía sólida e indiscutiblemente detrás de mí, los vuelos al extranjero, los encuentros en grandes mansiones, los tratos entre Hess y Churchill, la llegada de la paz, estaban otra vez en ese ilusorio futuro.
Si yo me dejaba llevar por mis alucinaciones, todo eso se perdería.
Sin embargo, delante de mí estaba también aquella vida que confusamente me rechazaba: mi hermano distanciado, el matrimonio que me estaba fallando, el hijo que ya había nacido y recibía un nombre mientras yo estaba fuera, la intrusión de los extraños, todo ello consecuencia de mi propio abandono.
Allí estaba, tendido boca arriba, contemplando aquel techo neutro, sintiendo impotente cómo mi visión se oscurecía lentamente. Me sacudió la desesperación por vivir. Quería seguir y poder despertar en el mundo de posguerra. Cualquiera que fuese el precio que tuviera que pagar, no me atrevía a perder lo que había ganado, pero cada nueva respiración me costaba más. La oscuridad invadía mi interior, aportándome una sensación de quietud, de final de las turbulencias, de las luchas. El cierre de mi vida, la pérdida de aquella paz.
Seguramente, no todo había sido una ilusión, la noble paz que habíamos conseguido, el haber apartado a los dos grandes países de los horrores de la guerra.
Los movimientos de la ambulancia se estabilizaron, el áspero ruido del motor se esfumó, las débiles luces se fueron apagando. Luché un momento contra eso, pero poco a poco una sensación de sosiego empezó a fluir mansamente dentro de mí, una sensación que me ofrecía paz; no la que siempre había perseguido, sino una alternativa a ella. Sentí que me inundaba la oscuridad final, su abrazo frío y eterno.
Sin embargo, el terror que eso me provocaba me hizo resistir toda la noche.
Me aferré a la vida y me obligué a respirar con un ritmo regular, sin ansiedad; veía que Phyllida dormía soñando con despertar en un futuro mejor.