Serví como oficial en el Mando de Bombardeo de la RAF desde el comienzo de la segunda guerra mundial. Entré en el servicio a través del Escuadrón Universitario del Aire de Oxford, donde yo era remero del Brasenose College. En aquellos años, yo tenía dos pasiones: una era remar, y la otra, volar. La guerra no me interesaba, y jamás se me había ocurrido que pudiera verme involucrado en una. Los acontecimientos mundiales estaban más allá de los límites de mi restringida área de conciencia; así había sido la mayor parte de mi vida. Sabía que mi visión era ingenua y que, por lo tanto, estaba escasamente preparado para el enorme conflicto en el que, a la larga, terminaríamos atrapados todos.
Debería haber sabido más sobre esta cuestión. Durante la Gran Guerra, que era como se conocía la primera guerra mundial en la década de 1930, mi padre había sido un objetor de conciencia reconocido. Hombre reservado, nunca trató de forzar en sus hijos la aceptación de sus propias convicciones. De todas maneras, mi hermano Joe y yo crecimos en la creencia de que la guerra era una maldición, algo que debía ser evitado a toda costa. Durante la segunda guerra mundial y los años que la siguieron, la política de apaciguamiento de los nazis practicada por los ingleses antes de la guerra había perdido cualquier crédito y se consideraba despreciable, pero ésa nunca fue la opinión de mi padre. Él sostenía que los principios de la ley de apaciguamiento descansaban sobre la humana y pragmática política económica de no forzar a Alemania a cumplir con las agobiantes reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles. Prácticamente todos los miembros del gobierno británico de aquellos días habían combatido en la Gran Guerra y se sentían con el deber de hacer todo lo posible para impedir otro enfrentamiento. Tal vez estuvieran de acuerdo con lo que Hitler siempre había proclamado: que las iniquidades de Versalles habían conducido a la segunda guerra mundial.
Por lo tanto, la ingenuidad era mi propia falta, porque los deportes —es decir, el remo— eclipsaban cualquier otra cosa. Vivía exclusivamente el momento y mi atención estaba totalmente centrada en el deporte que adoraba. Durante 1935 y 1936, me concentré en un objetivo único: clasificarme para formar parte del equipo inglés que competiría en los Juegos Olímpicos. Mi hermano y yo nos entrenamos con una energía casi obsesiva.
Cualquiera que nos hubiera visto mientras entrenábamos o en competición habría concluido que el resultado era de prever: seríamos seleccionados para integrar el equipo inglés de remo. Siempre estábamos en forma y ganábamos con facilidad la mayor parte de las regatas en las que participábamos, pero cuando uno está sumergido en esa obsesión siente que no es posible dar nada por sentado. Cuando, a finales de junio de 1936, finalmente Joe y yo fuimos seleccionados, nos pareció que sencillamente aquélla era la noticia más grande que íbamos a recibir en nuestra vida. Esa noche, la celebramos con nuestros amigos en un gran número de bares de Oxford, pero al día siguiente regresamos a nuestro entrenamiento con resuelta dedicación.
Por lo tanto, la historia de lo que me pasó durante la guerra empieza en julio de 1936, cuando Joe y yo partimos para ir a los Juegos de Berlín.
Yo tenía diecinueve años y, a pesar de que en ese momento no podía saberlo, ése no iba a ser mi único viaje a Berlín. Las siguientes visitas se produjeron cuando yo estaba en la RAF y al mando de un bombardero, tratando de ver el suelo a través de la oscuridad, el humo y las nubes sobre la enorme ciudad que se extendía a mis pies, arrojando bombas incendiarias sobre edificios y calles. En 1936, ese futuro era algo inimaginable para mí.
Durante algo menos de un año, había vivido fuera de la casa familiar en Tewkesbury. Iba allí la mayor parte de los fines de semana y recogía mi correspondencia, lavaba mi ropa y preparaba gran cantidad de comida para la semana siguiente. En realidad, casi era un adolescente, por lo que un viaje al extranjero, sobre todo a Alemania en esos años plagados de acontecimientos, constituía una aventura extraordinaria.
Mientras nos dirigíamos hacia la costa sur de Inglaterra, yo iba al volante de la furgoneta en la que transportábamos nuestro equipo; eso, en sí mismo, era para mí otro pequeño triunfo. Había empezado a conducir hacía muy poco tiempo; hasta ese momento, era mi hermano Joe quien nos llevaba aquí y allá. Hasta entonces todos los viajes habían sido de cortas distancias, la mayor parte de ellos en las familiares carreteras entre Oxford y Tewkesbury. Yo no había viajado hacia el sur o hacia el este más allá de Londres, y siempre en horas diurnas. Y de repente, heme aquí, embarcado en nuestra aventura, conduciendo despacio en la oscuridad a través de las colinas en dirección a Dover, con Joe dormitando a mi lado.
Ahora me pregunto si deberíamos o no haber hecho ese viaje, pero ya no tiene sentido. En el mundillo del remo, como en el de casi todos los deportes, la palabra «política» era una palabrota. En la década de 1930 resultaba fácil cerrarse a los acontecimientos del mundo: no existía la televisión, la radio carecía de la fuerza que el periodismo independiente llegó a tener durante y después de la guerra y, para la mayoría de la gente, la principal fuente de información era cualquier periódico que llegara a sus manos. Era muy raro que Joe y yo leyéramos cualquier otra sección del diario que no fuera la de deportes. En general, los británicos cerraban su mente a Hitler y los nazis, confiando en que un día desaparecerían. Sin embargo, la gente como Joe y yo no deberíamos habernos dado una excusa como ésa. Éramos universitarios y estábamos rodeados de personas informadas e inteligentes, que tenían opiniones sobre todos los temas, temas que eran ventilados con frecuencia. Éramos bastante conscientes de qué estaba ocurriendo en Alemania y de que el hecho de participar en los Juegos Olímpicos podía ser interpretado como un apoyo al régimen de Hitler.
Yo sabía todo esto pero, francamente, el tema no me interesaba. Los deportistas más importantes de ambos sexos, llegados de todo el mundo, se encontrarían en Berlín. Aquélla iba a ser la única oportunidad en mi vida de competir al más alto nivel en el acontecimiento deportivo que yo había elegido.
Debo decir que Joe no pensaba exactamente de la misma manera. Cada vez que hablábamos acerca de lo que sucedía en Alemania, nuestro desacuerdo se manifestaba con vehemencia, pero debido a que ambos estábamos entregados al deporte y teníamos que trabajar en equipo nos las arreglábamos para que ese tema no interfiriera en nuestro propósito.
Yo adoraba el remo. Adoraba la potencia que había en mi cuerpo, la velocidad que era capaz de alcanzar, la agilidad de mis movimientos. Remaba cada día que el tiempo lo permitía; algunas veces solo, para aumentar mi resistencia, pero normalmente con Joe, entrenándonos para obtener velocidad, coordinación o sencillamente para acostumbrarnos a remar juntos. Nunca podíamos entrenar demasiado tiempo, ni siquiera el suficiente. Yo sabía que siempre podía mejorar, que siempre podía esforzar mis músculos un poco más. Competíamos en un deporte en el que los márgenes necesarios para ganar a menudo se medían en fracciones de segundo; no había ninguna mejora tan insignificante como para que pudiera ser descuidada.
Joe estaba tan comprometido como yo. Podía observar cómo todo lo que yo sentía dentro de mí tomaba forma en él. Mi hermano iba a popa. Mientras remábamos, su cuerpo estaba sólo a un palmo del mío. Su espalda llenaba mi visión: hombros, brazos, moviéndose adelante y atrás, estirándose en el esfuerzo principal, recuperándose, rodando hacia adelante, deslizando la pala dentro del agua, preparando la presión para la próxima palada. Cuando remábamos, Joe se convertía en mi inspiración, la potencia, los músculos funcionales reproduciendo cada movimiento que yo hacía como si fuéramos algo sincronizado desde las alturas por una fuerza invisible. Veía su espalda a la luz del sol, bajo la lluvia, en los días nublados, tanto cuando nuestra coordinación era perfecta como en los momentos en los que nada nos salía bien. La observaba cuando descansaba o en los instantes de máximo estallido de energía. La observaba, aunque raramente la veía de verdad. Era un lugar donde descansaba mi mirada, una vista conocida y tranquila cuando me concentraba en la mecánica tarea de avanzar más rápidamente que nunca. En esos momentos, Joe y yo nos convertíamos en algo que era mucho más que un equipo: como si fuésemos una sola persona.
La gente decía que formábamos la mejor pareja sin timonel del país. Dado que el remo era una disciplina en la que Inglaterra destacaba, todos cifraban grandes esperanzas en nosotros. La pareja sin timonel olímpica que habían ganado el oro en Los Angeles en 1932 estaba formada por Edwards y Clive, el equipo inglés. Ellos eran nuestros héroes, pero seesperaba que nosotros los igualáramos o incluso que los superáramos.
Éste era el absorbente ambiente en el que estaba inmersa nuestra vida. La juventud está ciega respecto al mundo exterior, pero la juventud obsesiva está aún más ciega. Ignorando todo lo que no fuera el remo, nos entrenamos intensamente para los Juegos durante la primavera y el comienzo del verano de 1936. Alemania se estaba rearmando, construyendo una fuerza aérea ilegal, y Hitler ocupaba Renania con sus tropas, pero nosotros entrenábamos con pesas, corriendo, batiendo marcas de velocidad, mejorando continuamente el ritmo y la fluidez de nuestras paladas, aprendiendo cuándo y cómo acelerar, cuándo consolidar nuestro vigor, cómo tomar el camino más corto y más directo en el agua que fluía constantemente y formaba impredecibles remolinos debajo de nuestro bote. Entonces, llegó julio y, con él, el momento de nuestro viaje a Alemania.
En 1936, los equipos olímpicos nacionales no eran trasladados conjuntamente como se hace en nuestros días. Se suponía que cada uno de nosotros viajaría a Berlín por su cuenta. Así pues, cargamos todo el equipo en nuestra propia furgoneta y viajamos turnándonos para conducir.
Durante la corta travesía por mar hasta la costa de Francia, estuve merodeando por la cubierta del barco. Joe se había quedado en la sala de pasajeros y no volví a verlo hasta que amarramos en puerto. Yo estaba completamente despierto y asombrado por todo lo que veía, pero también preocupado por la integridad de nuestros dos cascos, amarrados uno al lado del otro sobre el techo de la furgoneta. Siempre los transportábamos de ese modo adondequiera que fuésemos, pero nunca antes los habíamos embarcado a bordo de un vapor. Mientras la furgoneta bajaba a la bodega suspendida de una grúa, pasamos por un angustioso momento de alarma. Pensé en la fragilidad de los botes y en que cualquier desperfecto que se produjera en ellos podía dejarnos fuera de la competición.
Miraba el mar nerviosamente. Observaba las dos costas entre las que navegábamos despacio. En algún sitio, en medio del canal de la Mancha, con las luces de Inglaterra y de Francia claramente visibles, sentí como si el mar se hubiera estrechado. Ambas costas parecían estar al alcance de la mano. Nunca me había dado cuenta de lo cerca que nuestro país estaba de la tierra continental europea. Desde esta perspectiva, el mar no parecía mucho más ancho que un gran río. Sumido en esos pensamientos, me quedé en la parte central del barco, junto a la borda, apreciando apenas —¿cómo podría haberlo hecho?— qué importante llegaría a ser para la seguridad nacional ese estrecho espacio de agua.
Tres horas más tarde, con el amanecer rompiendo frente a nosotros, viajábamos hacia el este, alejándonos de Calais a lo largo de la costa francesa, avanzando hacia la frontera belga.
Joe conducía. Yo me acurruqué lo mejor que pude en el asiento del pasajero, cerré los ojos y traté de dormir un rato, pero estaba demasiado emocionado. La desconocida Francia rural desfilaba mágicamente ante nuestras ventanillas: campos llanos cultivados en forma de rectángulos exactos; hileras de altos árboles a lo largo de la carretera. Delante de nosotros, la perspectiva de cientos de kilómetros de amable tierra extranjera: Bélgica, Holanda y Alemania.
Al día siguiente, estaba conduciendo yo la furgoneta cuando llegamos a la frontera entre Holanda y Alemania.
Ése era el momento que habíamos estado esperando con sentimientos encontrados. Por supuesto, estábamos nerviosos por los nazis pero, al mismo tiempo, debido a que nuestra madre había nacido en Alemania, habíamos sido criados en la creencia de que ese país era un lugar bueno y hermoso, tierra de gran civilización y cultura. Sinceramente, no teníamos la menor idea de lo que debíamos esperar.
Una o dos horas antes de llegar a la frontera, cruzamos la ciudad holandesa de Eindhoven. La carretera era recta pero peligrosamente estrecha, construida sobre un talud que corría por campos anchos y de escaso interés. Más allá de Venlo, entramos en una zona boscosa. Después de atravesar el río Maas sobre un largo puente de hierro, llegamos a la zona de la frontera, medio escondida en una carretera que discurría entre densos matorrales de vegetación. Los funcionarios holandeses nos despacharon con rapidez. Después de un examen superficial de nuestros pasaportes, uno de los agentes subió la barrera, y avanzamos por la estrecha franja de tierra de nadie. Podíamos ver el puesto fronterizo alemán unos cien metros más adelante; allí también había una larga barrera que cruzaba la carretera. Ésta estaba pintada con tres bandas helicoidales: roja, negra y blanca.
Nos pusimos detrás de otros dos vehículos que esperaban para pasar y hacíamos avanzar la furgoneta un tramo cada vez que uno de ellos cruzaba la frontera. Cuando llegó nuestro turno, el funcionario, un hombre corpulento que vestía un uniforme de chaqueta verde, pantalones negros y lustradas botas negras, nos saludó con un brazo alzado en un enérgico ángulo.
—Heil Hitler!
—Heil Hitler! —respondió Joe.
Antes de salir de casa habíamos recibido una carta que el Foreign Office había enviado a todos los deportistas olímpicos en la que se nos advertía del comportamiento y las normas de cortesía que se esperarían de nosotros en Alemania. El saludo hitleriano era el primer ítem de la lista. El no tenerlo en cuenta o negarnos a hacerlo podía meternos en problemas rápidamente, problemas entre los que figuraban el encarcelamiento y la deportación. Como la mayor parte de la gente en Inglaterra, habíamos visto noticiarios rodados por los nazis. Para nosotros, en ese saludo había algo inconfundiblemente ridículo e histriónico. En nuestras habitaciones de la residencia universitaria, Joe y yo parodiábamos el saludo hitleriano e imitábamos el paso de la oca, entre nosotros y con nuestros amigos; con eso nos tronchábamos de risa.
El guardia bajó el brazo rígidamente. Se inclinó frente a la ventanilla del pasajero y nos miró. Era un hombre más bien joven, de ojos celestes y bigote rubio cuidadosamente recortado. Miró con suspicacia dentro del compartimiento de carga de la furgoneta donde estaba acomodado nuestro equipaje, se inclinó hacia atrás con los brazos en jarras mientras observaba los botes amarrados en el techo y luego extendió sus regordetes dedos. Joe le entregó nuestros pasaportes.
Él miró lentamente los documentos, pasando las páginas con precisos movimientos de dedos. El sol me daba de lleno a través del parabrisas. Empecé a sentirme angustiado.
—Estos pasaportes son de la misma persona —dijo él sin levantar la mirada—. Dos veces J.L. Sawyer.
—Tenemos las mismas iniciales —respondí, empezando lo que para nosotros era una explicación habitual. Joe era siempre Joe. A mí, a veces me llamaban Jack, pero era normal que me llamaran J.L.—. Pero nuestros nombres...
—No, me parece que no.
—Somos hermanos.
—Los dos tienen las iniciales J.L., ¡ya veo! Una coincidencia. ¡Joseph, Jacob! ¿Es así como llaman a los gemelos en Inglaterra?
Ni Joe ni yo dijimos nada. El funcionario cerró el segundo pasaporte pero se quedó con ellos.
—Van a los Juegos Olímpicos de Berlín —dijo, dirigiéndose a mí. Yo estaba al volante, pero, desde su punto de vista, la conducción del lado derecho debía de haberme puesto en el costado equivocado del vehículo.
—Sí, señor —respondí.
—¿En qué competición se proponen participar?
—En la de pareja sin timonel.
—Tienen dos botes. No hace falta más que uno.
—Uno es para las prácticas, señor. Y lo llevamos como reserva, por si hubiera un accidente.
El oficial volvió a abrir los pasaportes e inspeccionó atentamente las fotografías.
—Ha dicho que son gemelos. Hermanos.
—Sí, señor.
El agente se volvió y se encaminó hacia su oficina, una caseta de madera de aspecto sólido que se alzaba al lado de la barrera. Varias grandes banderas rojas con la cruz gamada dentro de un círculo blanco pendían de sus mástiles junto a la pared. En aquel sitio protegido por los árboles no había viento, y las banderas apenas se movían.
—¿Qué hace?
—Todo irá bien, Jack. Tranquilízate..., no hemos quebrantado ninguna norma.
A través de la gran ventana de la fachada, podíamos ver al guardia. Estaba sentado ante su escritorio, pasando las páginas de un gran libro parecido a uno de los utilizados en contabilidad. En la caseta había dos guardias más; estaban de pie, un poco más apartados, y miraban. Detrás y a nuestro lado, continuaban llegando otros vehículos al puesto fronterizo pero, después de una breve demora, recibían la indicación de continuar que le daban otros guardias.
Por fin, el nuestro regresó. Echó un rápido vistazo a los camiones que nos adelantaban lenta y ruidosamente.
—Ingleses —dijo el funcionario—. Hablan un alemán notablemente bueno. ¿Han visitado el Reich antes? —Nos devolvió los pasaportes, dirigiendo su pregunta deliberadamente a Joe. Después del primer saludo, mi hermano no había dicho una sola palabra y continuaba mirando hacia delante, más allá de la barrera, en dirección a la carretera que entraba en Alemania—. ¿Habla usted alemán tan bien como su hermano gemelo? —dijo el guardia en tono elevado mientras golpeteaba sus dedos en el borde de la ventanilla.
—Sí, señor —dijo Joe, sonriendo con súbito encanto—. No, nunca hemos visitado Alemania.
—¿Les enseñan alemán en las escuelas inglesas?
—Sí. Pero además, nuestra madre nació en Alemania.
—¡Ah! ¡Esto lo explica todo! ¡Su madre es sajona, seguramente! ¡Sabía que no me equivocaba respecto a su acento! Bueno, deben saber que estamos orgullosos de los deportistas que tenemos en el Reich. Descubrirán que será difícil ganarles.
—Estamos contentos de estar aquí, señor.
—Muy bien. Pueden entrar al Reich. Heil Hitler!
El guardia retrocedió un paso. Mientras cruzábamos una raya blanca pintada sobre la calzada, Joe alzó mecánicamente un brazo, después subió el cristal de su ventanilla. Y con tranquilo desprecio, dijo:
—Heil, maldito Hitler.
—Estaba haciendo su trabajo.
—Disfruta demasiado con su trabajo —dijo Joe.
Pero pronto el silencio volvió a hacerse entre nosotros, cada uno absorto en la contemplación del desconocido paisaje del norte de Alemania.
Las escenas que vimos se han mezclado desde entonces en unas pocas imágenes memorables. Gran parte del paisaje por el que pasábamos era boscoso, un cambio notorio después de los chatos terrenos de cultivo que habíamos visto en Bélgica y Holanda. A pesar de que atravesamos varias ciudades industriales —Duisburg, Essen, Dortmund, todas ellas envueltas en una fina y acre bruma que hacía que nos escocieran los ojos—, no eran tan distintas entre sí como para proporcionarnos unos recuerdos detallados. Yo estaba escribiendo un diario del viaje, pero en aquella jornada sólo registré un par de breves notas. Lo que mejor recuerdo era la sensación general de estar en Alemania, el lugar del que todo el mundo hablaba en aquellos días y, con ella, un vago sentimiento de terror asociado con ese nombre. Ese sentimiento estaba realzado por los cientos y miles de banderas con la esvástica que ondeaban en casi todos los edificios y muros, un resplandor en rojo, blanco y negro. Extendidas sobre las autopistas y entre los edificios a través de la calle en ciudades y pueblos, había grandes pancartas. En ellas se leían mensajes inspiradores, tal vez surgidos espontáneamente, pero que por su tono machacón, eran muy probablemente producto del trabajo del partido. Había eslóganes sobre el Sarre, sobre Renania, sobre el Tratado de Versalles, sobre los alemanes Ausland;[1] una pancarta que vimos muchas veces en diferentes lugares declaraba: «¡Prometemos obediencia ciega!». En cambio se veían pocos anuncios comerciales y, ciertamente, ninguno sobre los Juegos Olímpicos.
Condujimos y condujimos, e intentamos conservar nuestra energía física para el entrenamiento y los acontecimientos que nos esperaban pero, inevitablemente, cuando nos acercamos a los alrededores de Berlín, estábamos agotados. Joe quería que encontráramos en seguida la oficina del equipo olímpico británico, para hacerles saber que habíamos llegado, pero yo estaba harto de conducir, harto de estar dentro de la furgoneta. Sólo quería encontrar la casa de la familia amiga con quienes habíamos acordado pasar nuestros días en Berlín.
Discutimos desmayadamente la cuestión durante un rato. Joe decía que habíamos llegado a la ciudad antes del mediodía y que aún nos quedaban varias horas diurnas. Yo estaba de acuerdo en que debíamos retomar el entrenamiento lo más rápidamente posible, poner nuestros músculos otra vez en forma para la competición, pero insistía tercamente en que lo que quería hacer era descansar. Por fin llegamos a una suerte de compromiso. Localizamos la oficina central del equipo británico, luego fuimos desde allí a la balsa cercana a la Villa Olímpica en Grunewald, donde se entrenaban los equipos de remo. Descargamos nuestros botes y remos dentro de la nave que nos habían asignado. Hecho esto, condujimos hasta el apartamento de nuestros amigos, en Charlottenburg, un suburbio en el oeste de Berlín. Ese día, nuestra primera jornada en Berlín, no entrenamos.
Cinco años más tarde, a principios del verano de 1941, estaba ingresado en un hospital rural de Warwickshire. Mi avión, el Wellington A-Able, se había estrellado en el mar del Norte a unas treinta millas de la costa de Inglaterra, en algún lugar frente a Bridlington. Cuando el avión cayó al mar, a bordo sólo quedábamos yo y otro miembro de la tripulación, el navegante Sam Levy, que estaba herido por metralla en la cabeza y una pierna. Sam y yo conseguimos subir a un bote neumático y unas cuantas horas después fuimos rescatados por una lancha salvavidas.
Yo estaba en la niebla de la amnesia. No recordaba casi nada, ni siquiera esto tan esquemático que acabo de contar. Sólo perduraban en mí algunos destellos, como fragmentos de una terrible pesadilla.
Poco a poco fui recuperando la plena conciencia, confuso por lo que aún seguía estando en mi mente, un conflicto de imágenes violentas, y lo que podía ver a mi alrededor, en el mundo físico. Estaba en una cama, sufría intensos dolores, veía a personas desconocidas que entraban y salían, en mi cuerpo se llevaban a cabo manipulaciones inexplicables, botellas y bandejas tintineaban a mi alrededor, me sentía incapacitado para cualquier movimiento y como si estuviera siendo conducido a algún sitio en una vagoneta.
Mentalmente, veía u oía o recordaba el ensordecedor ruido de los motores, brillantes destellos en el cielo oscuro que nos rodeaba, un fuerte estallido que se repetía cada vez que movía la cabeza, un golpe de frío cuando, delante de mi cara, el parabrisas fue hecho trizas por un trozo de metralla, voces en el intercomunicador, el vigoroso y pavoroso oleaje del mar, el frío, el terror.
Poco a poco fui saliendo de la confusión, empezando a captar el sentido de lo que veía en torno a mí.
Me di cuenta de que estaba en un hospital, recordaba haber estado a bordo del avión, sabía que había otros hombres conmigo. Me dolían las piernas. Me dolía el pecho, no podía mover la mano izquierda. Me sacaron de la cama y me sentaron en una silla, después volvieron a acostarme. Veía la cara de mi madre, pero cuando volvía a abrir los ojos, ella ya no estaba. Supe que mi estado era grave.
Traté de obtener alguna explicación del personal médico al respecto pero, a medida que mejoraba lentamente, me di cuenta de que ellos no darían respuestas hasta que no les hiciera preguntas. Primero, debía ser capaz de formular la pregunta en mi mente. Antes de eso, incluso yo tenía que aclarar en mi cerebro qué era lo que quería saber.
Empecé a retroceder intentando encontrar los recuerdos que necesitaba, aprendiendo a hacerlo a medida que lo hacía.
Mientras estuvimos en Alemania, residíamos en el barrio berlinés de Charlottenburg, en un gran apartamento de la Goethestrasse. Por una feliz casualidad, éste se encontraba cerca tanto del Estadio Olímpico como de la zona donde entrenábamos, en Grunewald. El apartamento era propiedad de un amigo íntimo de la familia de mi madre, el doctor Friedrich Sattmann, y con él vivían su esposa Hanna y su hija Birgit. Estaban en la segunda planta de un inmenso y sólido edificio, una de cuyas fachadas daba a una calle ancha y bordeada de árboles por donde los tranvías circulaban en uno y otro sentido durante todo el día y buena parte de la noche; la otra daba a una zona de parque muy arbolada. A Joe y a mí se nos asignó una habitación en la parte trasera del apartamento. Teníamos una pequeña terraza en la que podíamos sentarnos y pasar un rato con la familia tomando café y pastel. Aquélla era una casa llena de música. Sus tres habitantes tocaban algún instrumento. La señora Sattmann, el piano, y su marido, el fagot. Birgit, de diecisiete años, tocaba el violín y estudiaba en el Conservatorio de Berlín con Herr Professor AlexanderWeibl. Todo, nos decían ellos, había sido prohibido; ni siquiera podían reunirse en las casas de los amigos para tocar con sus pequeños conjuntos de cámara, por eso tocaban juntos en casa.
Durante toda nuestra estancia, el doctor Sattmann y su mujer nos trataron con gran generosidad, pero para nosotros quedó muy claro que la práctica médica de nuestro anfitrión ya no era una actividad próspera. Él no nos dijo nada al respecto, pero cada mañana que permanecimos en su apartamento anunciaba formalmente que se marchaba para atender a sus pacientes y volvía sólo una hora más tarde explicando que apenas uno o dos de ellos habían requerido sus servicios.
La señora Sattmann nos contó que ya no podía seguir trabajando en la editorial donde era traductora. Birgit, que aún no había acabado su primer año de conservatorio, nos dijo que estaba cada vez más desesperada por abandonar su país. Yo quedé deslumbrado por Birgit desde la primera vez que posé los ojos en ella; era una preciosa joven de oscura cabellera cuyo rostro se iluminaba cada vez que sonreía. Ella, por su parte, se mantenía vergonzosamente apartada de nosotros dos.
Cada noche, la señora Sattmann cocinaba para Joe y para mí, pero las raciones eran reducidas y la calidad de los alimentos, escasa. No nos explicaron nada sobre esta cuestión.
Fue durante nuestros días en Berlín cuando empecé a percibir las cada vez más claras diferencias entre mi hermano y yo, diferencias que habrían de tener un impacto tan duradero en ambos. Cuando no estábamos juntos entrenando, raramente lo veía. Mientras yo me ocupaba de mantenerme en forma, él se marchaba a dar largas y solitarias caminatas por todo Berlín; decía que era para hacer ejercicio, pero era frecuente que por las tardes lo oyera discutir con el doctor Sattmann sobre lo que había visto y sobre cuestiones políticas. Yo trataba de unirme a ellos, pero la verdad es que aquellos temas no me interesaban y pensaba constantemente en nuestras regatas. Empecé a sentir que Joe no estaba dando todo de sí y que nuestra existencia como equipo corría peligro.
Aunque físicamente mi hermano y yo éramos idénticos, nuestra personalidad no podría haber sido más diferente. Es muy difícil verse claramente a uno mismo, pero supongo que sería justo decir que mi vida desde más o menos los trece años fue despreocupada y bastante egoísta. Me divertía tanto como podía y aprovechaba al máximo las ventajas de tener unos padres acomodados e indulgentes. Los deportes y la aviación eran mis principales intereses; las chicas, beber cerveza y una creciente fascinación por los coches empezaron a competir con aquellos a medida que fui creciendo.
Pero Joe era diferente. Siempre fue más serio que yo, y tenía una apariencia más consciente y responsable. El reflexionaba sobre las cosas y escribía sobre lo que pensaba, algunas veces ostentosamente, a mi parecer. Joe leía libros que trataban sobre temas de los que yo no tenía la menor idea y cuyos títulos ni siquiera despertaban mi interés. Mientras yo me divertía y aprendía a volar, primero como alumno particular y después en el Escuadrón Aéreo Universitario, él decía que estaba demasiado ocupado estudiando y entrenando. Sus gustos musicales se inclinaban por lo clásico y serio, tenía amigos que para mí eran reservados y sardónicos y, si yo trataba de hablar con él sobre los temas que le interesaban, me trataba con desdén y condescendencia.
A pesar de que en aquella rivalidad yo era la víctima, entendía qué estaba haciendo él e incluso por qué lo hacía. Siendo sincero conmigo mismo, sabía que yo sentía de modo parecido. Cuando alguien crece junto a un gemelo idéntico, no tiene ninguna posibilidad de olvidarlo. Los gemelos sufrimos infinitos comentarios y bromas sobre el asombroso parecido entre uno y otro. Los demás te dicen que son incapaces de distinguiros, aunque seguro que lo harían si se tomaran la molestia. Nos preguntan si pensamos igual. Los padres te visten de la misma manera, los amigos y parientes te hacen regalos idénticos o dicen cosas que incluyen automáticamente a los dos. Las diferencias superficiales, si acaso son percibidas, son señaladas sin darles importancia. Soterrada en todo esto está la presunción de que los gemelos deben de sentir de la misma manera.
Pero lo que quiere, lo que ansia el gemelo es que le traten como un ser único. Eso es casi imposible mientras se es pequeño pero, tan pronto como se llega a la adolescencia y se acerca la edad adulta, empieza a intentar crear una distancia. El gemelo quiere una vida independiente, adquirir información a la que no tenga acceso su hermano, tener secretos para él. Eso no significa una falta de amor ni un creciente disgusto hacia aquella persona tan cercana. Simplemente, se trata de la necesidad de convertirse en un individuo.
En Berlín, empecé a darme cuenta de que los Juegos eran lo único que nos unía. A menudo estaba sin Joe, entrenando solo o pasando el rato en el piso de los Sattmann mientras él había salido con la familia. Por las tardes, él y el doctor Sattmann iban al estudio de éste, mientras yo me quedaba en compañía de su mujer, Hanna, y Birgit. Yo adoraba la música que ellas tocaban, la delicadeza con la que interpretaban juntas, y disfrutaba con la posibilidad de tener cerca a Birgit, pero no podía dejar de pensar en lo que estaba ocurriendo entre mi hermano y yo.
Sin embargo, habíamos ido allí para competir y Joe, al menos, se aplicaba concienzudamente en esto. Cada mañana nos dedicábamos a entrenar con energía, y aprovechábamos completamente los conocimientos y la paciencia de Jimmy Norton, el entrenador del equipo inglés. En cuanto nos hubimos adaptado al lugar —las desconocidas vistas de Berlín, las impredecibles corrientes del canal donde entrenábamos y, sobre todo, los sonidos que emitían el resto de los equipos, que trabajaban en sus propios idiomas, las voces lanzadas por los megáfonos y que resonaban sobre el agua— conseguimos concentrarnos en la tarea por la que habíamos ido a aquella ciudad.
Lenta y gradualmente, nuestros tiempos y logros fueron mejorando. Nuestro primer objetivo era completar el recorrido en unos modestos ocho minutos y medio; sabíamos que Edwards y Clive habían ganado su medalla en un tiempo inferior a los ocho minutos, aunque había sido en un recorrido aguas abajo. A comienzos del verano, en un trayecto parecido a favor de la corriente en el Támesis, cerca de Oxford, Joe y yo habíamos llegado a conseguir un tiempo de ocho minutos y cinco segundos. Sabíamos que ése no era nuestro límite ni lo mejor que podíamos hacer. Las hazañas deportivas son fruto de mejoras graduales; nunca se trata de una actuación extraordinaria y casual imposible de repetir. Y nosotros ya llevábamos tres meses de aumento constante de velocidad y tiempos cada vez más reducidos.
El señor Norton nos animaba a que centráramos nuestra mente anticipadamente en la fase eliminatoria y que tratáramos de imaginarnos en la primera regata: los tiempos se irían reduciendo por ellos mismos.
Las regatas de clasificación comenzarían cinco días después. En la primera jornada completa de entrenamiento, sobre un agua como un espejo y sin corriente perceptible, nuestra mejor marca fue de ocho minutos y medio.
Al día siguiente hicimos cuatro veces el recorrido completo: nuestro mejor tiempo fue ocho minutos y veintidós segundos.
Al cuarto día, pudimos alcanzar los ocho minutos diecinueve cada vez que realizamos el recorrido.
Cinco años más tarde, estaba ingresado en un hospital rural de Warwickshire tratando de hacer retroceder mi memoria. Ahora me doy cuenta de que mis recuerdos fueron llegando en un orden que no era el real. Resultaba desesperante: lo primero que recordaba de un incidente era lo último que había ocurrido, pero no podía acordarme de los acontecimientos que habían conducido a ese final.
Hubo un violento ruido, el estrépito de la metralla al penetrar en el fuselaje a unos tres palmos a mis espaldas, en algún sitio debajo de mí, abriéndose camino en el vientre del Wellington. Justo al lado del tablero del navegante, junto al comienzo del ala. El artillero de cola, Kris Galasckja, se arrastró hacia proa desde su torreta e informó por el intercomunicador de que le parecía que Sam Levy había muerto. La sangre cubría sus mapas, dijo Kris. Miré los aparatos de control y vi que la velocidad del avión estaba cayendo, el altímetro indicaba que perdíamos altura imparablemente: nuestra preciosa altura estaba siendo roída por la atracción de la gravedad.
Abajo, mientras íbamos dando tumbos hacia el oeste sobre el mar del Norte con rumbo a Inglaterra, vislumbré la irregular y negra línea del litoral alemán.
Algunos minutos más tarde, Kris volvió a activar el intercomunicador y dijo que pensaba que Sam se recuperaría. Había sido herido en la cabeza pero respiraba bien. Luego dijo que iba a tratar de recostarlo más cómodamente en el suelo, cerca de la escotilla.
Ordené a Kris que regresara a su puesto en la torreta de cola y que mantuviera los ojos abiertos por si nos perseguía algún caza. Era frecuente que patrullaran sobre el mar, a la búsqueda de algún bombardero que regresara a casa fuera de formación. En los momentos siguientes, pude sentir que la tripulación se movía torpemente por el fuselaje detrás de mí; sus cambios de posición afectaban a la estabilidad del avión. Nadie decía nada, pero yo podía oír la respiración de mis compañeros en los auriculares del intercomunicador que llevaba en mi casco de vuelo.
Cuando por fin se quedaron quietos, nuestra altura había bajado hasta menos de tres mil setecientos metros y continuaba disminuyendo lentamente. No había manera de conseguir más potencia en los motores. Los alerones estaban tan rígidos que a duras penas podía mover la palanca de mando. La tripulación empezó a arrojar al mar la munición que no habíamos utilizado; el mismo camino tomaron las herramientas, las bengalas y todo lo que no estuviera fijado. El frío aire nocturno penetraba en el avión no sólo por los agujeros hechos por la metralla sino también por la escotilla abierta detrás de mí.
Continuamos nuestro vuelo en una larga trayectoria descendente tratando de demorar todo lo posible su inevitable desenlace. Transcurrió una hora, una hora en la que empecé a engañarme con el pensamiento de que, después de todo, quizá lográramos salir con vida. Para entonces, nuestra altura era de mil doscientos metros. El motor de babor empezó a vibrar y a recalentarse.
Colin Anderson, el operador de radio, apareció en el intercomunicador diciendo que pensaba que ya podíamos romper el silencio de radio para enviar una petición de auxilio, y me preguntó qué me parecía.
—Todavía estamos bastante lejos de la costa —dije—. Debemos tener cuidado. De todas maneras, ¿qué te hace pensar que dejaré que este cacharro se estrelle?
—Perdona, J.L.
Todos queríamos volver a casa. Continuamos volando en silencio.
Pero un minuto después, más o menos, el motor de babor empezó a fallar. Cambié de idea y ordené a Col que enviara el SOS. A novecientos metros de altura, con un mar negro como la noche que, cuando un agujero en las nubes lo permitía, veíamos pasar por debajo de nosotros, encendí la luz de emergencia y ordené a mis hombres que cogieran los botes inflables y los chalecos salvavidas y saltaran. Ellos se negaron a hacerlo, por lo que tuve que gritar para decirles que aquello era una orden. Les rogué, vociferé que saltaran. Era su única esperanza de salvación. El intercomunicador estaba silencioso. ¿Estaban todavía a bordo mis hombres cuando el avión se estrelló o habían saltado cuando les di la orden? No tenía tiempo para comprobarlo; faltaban pocos segundos para hundirnos en el mar. El impacto, cuando se produjo, fue un enorme golpe; muy bien podríamos habernos estrellado contra el suelo. De alguna manera, me las arreglé para trepar a un bote neumático; estaba casi inconsciente y helado hasta el tuétano. Vi que Sam Levy estaba conmigo en el bote. El tiempo no había pasado.
Debía de encontrarme en estado de shock. En aquel momento estaba confuso, también lo estaba cuando más tarde traté de recordar lo sucedido. Ahora que han pasado tantos años, todavía lo estoy.
—¿Dónde está la cometa? —dije, y me di cuenta de que, por alguna razón, no podía hablar en voz alta. Cuando vi que Sam no reaccionaba, volví a preguntar, esta vez haciendo todo lo posible por gritar.
Sam estaba allí, al otro extremo del pequeño bote. Su cabeza parecía moverse como si estuviese hablando.
—¿Qué? —exclamé.
—Se hundió —oí que decía—. Por ahí.
—¿Cómo diablos hemos salido?
—Con el impacto, la escotilla desapareció. Yo estaba tendido junto a ella, y seguramente tú has debido de arrastrarte fuera. ¿No te acuerdas?
Dentro de mí, el único recuerdo era el caos que había en la cabina de mando del Wellington. Oscuridad total, frío intenso, la entrada de agua helada cuyo nivel subía a mi alrededor. En un instante, la cabina se convirtió en un lugar incomprensible. Toda señal de orientación había desaparecido. ¿El sector que tenía ante mí era arriba o abajo? ¿Estaba acostado o de pie? ¿O todavía estaba sentado ante los controles? ¿Estaba cabeza abajo? La pierna me dolía intensamente. No podía respirar porque mi cara estaba bajo el agua y estaba en estado de shock. La máscara de oxígeno de mi casco de vuelo se había enredado alrededor de mi garganta. Entonces, el avión dio un bandazo y el agua corrió espectacularmente alrededor de mi cabeza. Vi una débil luz que llegaba desde alguna parte. Vi dos piernas que desaparecían por el agujero de la escotilla. El aparato volvió a sacudirse.
Después, la oscuridad y un violento esfuerzo. Brazos y piernas sacudiéndose en el agua. De alguna manera me había subido al bote neumático, al refugio de suelo de caucho lleno de agua del bote, tratando de darme la vuelta para colocarme boca arriba, con mi traje de vuelo forrado de piel pesado por el agua absorbida, y la máscara de oxígeno colgando inútil de mi cuello.
—¿Tienes idea de dónde estamos? —pregunté, después de lo que me pareció una media hora de dolorosa resistencia. Yo continuaba mirando en la oscuridad hacia el sitio donde suponía a Sam. Hubo un largo silencio, tan largo que me hizo pensar que éste se había desmayado o había muerto o había caído al mar, fuera del bote.
—No tengo la menor idea —dijo por fin.
—Pero tú eres el navegante. ¿No has tomado la posición?
—Calla, J.L.
La noche, aparentemente interminable, continuó. Pero por fin empezó a clarear y las primeras luces del sol empezaron a iluminar el bote y el mar gris y helado; las olas nos empujaban. El bote se movía como si estuviese adherido a ellas, subiendo y bajando y, aunque nos sacudía continuamente, en ningún momento amenazaba con volcar. Sam y yo estábamos tirados sobre el resbaladizo suelo de goma con las muñecas sujetas a las cuerdas del bote. No teníamos nada que decirnos; la mayor parte del tiempo, Sam parecía estar dormido, y con las manos y la cara muy blancas por el frío. Las ropas de ambos estaban manchadas de sangre, pero ésta iba desapareciendo lentamente debido al agua de mar que caía sobre nosotros a cada momento. Estábamos en mayo. Aunque lo peor del invierno había pasado, íbamos a morir congelados.
Entonces, después de varias horas, nos encontró una lancha de salvamento del Servicio de Rescate.
Eso era todo lo que podía recordar mientras me hallaba tendido en una cama del hospital de Warwickshire.
Estaba en la niebla de la amnesia. Lo que acabo de describir es una versión elaborada de una serie de imágenes inconexas. Sólo momentos, destellos, todo ello en una desesperante deriva, fuera de mi alcance, como los fragmentos de un sueño.
Poco a poco, al mismo tiempo que lo que veía a mi alrededor empezaba a cobrar sentido, fui saliendo de esa confusión de recuerdos fragmentados. Un día, en medio de mucho dolor, me sacaron de la cama y me sentaron en una silla. El equipo médico iba y venía. Supe que mi madre me había visitado, supe que habíamos estado hablando, pero era incapaz de recordar nada de lo que habíamos dicho. Cuando volví a mirar la silla donde ella había estado sentada, ya se había marchado.
Empecé a retroceder en mi memoria, aprendiendo a hacerlo sobre la marcha.
Y resulta que el tiempo pasó, y ahora era final de mayo. Me dijeron que había sido derribado el 10 de mayo. Yo permanecía en reposo, recuperándome. Una semana después, me indicaron que estaba mejor pero que debía quedarme un tiempo más. Yo quería volver a ver a mis padres, pero los del equipo médico me explicaron lo difícil que era para ellos viajar en tiempos de guerra. Sin embargo, me anunciaron que me trasladarían a un hospital de convalecientes más cercano a casa. Eso facilitaría las cosas a mis padres.
Luego, tengo otra laguna en mi memoria; tal vez se tratara de algún tipo de recaída.
Estaba en una ambulancia de la Cruz Roja, impresionado por la realidad, cuando el vehículo dio un brinco en un bache de la carretera. Me afirmé con los brazos para defenderme de los golpes que estaba recibiendo, pero tenía la cintura y las piernas suavemente sujetas con correas inmovilizadoras. En el compartimiento sólo viajaba yo, acompañado por un joven miembro de la Cruz Roja al que conocía, llamado Ken Wilson. Era difícil hablar en aquel espacio ruidoso y mal ventilado. Mientras el vehículo se sacudía, Ken se cogió de unos estantes que tenía sobre la cabeza. Me dijo que no debíamos preocuparnos, que todo estaba bien. Pero yo estaba preocupado. ¿Adónde íbamos? Empecé a pensar en mis padres. ¿Les habrían avisado de que me trasladarían de hospital? ¿Me encontrarían allí adonde me llevaran? De pronto, esto se convirtió en el problema más grande del mundo.
Nuestro destino era una gran casa rural, con huerta, altos techos, aleros, grandes ventanas, pasillos pavimentados con losas de piedra. Las amplias habitaciones de las alas traseras de la casa habían sido convertidas en salas de hospital. Mis padres, que lograron encontrarme, me visitaron dos días después de mi llegada. Lloré cuando los vi; estaba sufriendo mucho.
Durante los largos días del verano nos trasladaban a una terraza protegida del sol en la que había tumbonas con grandes cojines, mesas de mimbre y una vista de la huerta en la que se cultivaban calabazas, patatas, espinacas y remolachas en amplias y cuidadas parcelas. Cuando mis padres me visitaban, nos sentábamos allí y no hablábamos mucho. Sentía que los acontecimientos bélicos me habían apartado de ellos, me habían hecho crecer.
Descubrí que el hospital de convalecencia estaba en algún lugar del valle de Evesham. Mientras yo seguía mal, los días iban pasando y ya estábamos a final de junio de 1941. Las noticias de la BBC informaban de que los alemanes habían invadido la mayor parte de Ucrania y Bielorrusia, y estaban penetrando en Rusia por todos los frentes. Estas noticias me impresionaron. ¡La guerra entre Alemania y Rusia debía de haber estallado! ¿Cuándo había sucedido eso?
La noche anterior, la RAF había bombardeado Kiel, Dusseldorf y Bremen. Los daños en las tres ciudades habían sido descritos como importantes. Nuestros ataques habían sido llevados a término con mucha valentía. Cinco aviones de la RAF habían sido derribados, y otros dos se habían perdido. Este tipo de noticias me eran familiares pero, cuando terminó la transmisión, me quedé sentado en silencio pensando en las tripulaciones de los aviones que se decía que se habían perdido. Podía imaginarlos en el mar, con sus balsas y botes neumáticos. Mientras tanto, Finlandia, Albania y Hungría habían declarado la guerra a Rusia. ¿La habrían invadido también? El presidente Roosevelt estaba prometiendo ayuda a la Unión Soviética. ¿Significaría eso que Estados Unidos había entrado también en la guerra? Rudolf Hess había volado hasta Escocia con un plan de paz para terminar la guerra entre Inglaterra y Alemania. En las noticias se explicaba quién era: un enviado de Hitler, uno de los más prominentes nazis de Alemania.
Pero dentro de mí sonó una campana: ¡cuando estuve en Berlín, yo había conocido a Rudolf Hess! ¿Sería la misma persona? Lo conocí cuando era un nazi de primera línea, pero el hecho de que fuera un enviado de Hitler me confundía completamente.
¿Qué habría pasado con el plan de paz de Rudolf Hess?
Joe y yo quedamos segundos en la primera regata eliminatoria, detrás de Francia pero delante de Finlandia y Grecia. Por la tarde llegamos segundos en la semifinal, lo que nos permitía continuar hasta la regata principal. Para ésta, quedamos clasificados junto a Argentina, Dinamarca, Holanda, Francia y Alemania.
La mañana del gran día la pasamos entrenando, pero de pronto, a la hora de la comida, Joe anunció que necesitaba volver al apartamento de la Goethestrasse; eso significaba que yo me quedaría solo, y dispondría de por lo menos dos horas para matar el tiempo. Como teníamos tan cerca la regata más importante de nuestra carrera, me puse furioso con él. Deberíamos haber continuado practicando con los remos más y más. Joe se encogió de hombros y dijo que podríamos pasarnos con nuestro entrenamiento y quedar entonces en último lugar. Después, se marchó.
A esa hora, sinregatas programadas, la mayor parte del público y los deportistas se habían ido a comer. Yo me quedé junto al lago, tranquilizándome después de mi discusión con Joe, descansando tendido sobre la hierba, mirando lo que sucedía a mi alrededor. Empecé a pensar en Birgit. Mi última conversación de verdad con ella había sido dos días antes, cuando reuní todo mi coraje y le pregunté si le gustaría visitar el escenario olímpico de las competiciones de remo para ver nuestra regata. Como el resto de los atletas, Joe y yo habíamos recibido unas cuantas entradas de regalo para invitar a familiares y amigos. Birgit me dijo que le encantaría ir a la regata pero que para ella no sería seguro estar allí. A pesar de que me quedé decepcionado, no insistí. Ahora me gustaría haberlo hecho. Pronto dejaríamos Berlín, y no había perspectivas de que volviéramos.
Un poco más tarde fui a caminar para estirar las piernas. Entre las dos tribunas principales y un poco adelantadas a ellas había un estrado elevado adornado con estandartes y banderas nazis; el espacio estaba reservado para los jerarcas y oficiales. Hasta ese momento, cada vez que habíamos competido o entrenado, el lugar había estado desierto, y nuestros esfuerzos habían pasado desapercibidos para los importantes y poderosos. Esta vez, sin embargo, cuando me paseaba sin rumbo, vi que dos hombres armados de las SS con sus característicos uniformes negros habían tomado posición uno en cada escalera del estrado. Yo continué caminando y contemplando las barandillas decoradas con cruces gamadas.
—¡No se detenga! —dijo uno de los guardias al ver que me entretenía en la zona del podio.
—Soy un participante —dije suavemente, y le mostré el pase del que habíamos sido provistos todos los deportistas para tener acceso franco a todos los sectores del complejo deportivo.
—Participante o no, no puede estar aquí. Está prohibido.
—Sí, señor —dije, después de haberme dado cuenta, en mis pocos días en Berlín, de que nadie en su sano juicio cuestionaba la autoridad de las SS. Y agregué—: Heil Hitler!
El guardia respondió a mi saludo instantáneamente pero siguió observándome con intensa suspicacia. Súbitamente asustado por la situación, me alejé rápidamente.
Continué caminado río abajo y fui a mirar la medición de nuestro bote y la de los pertenecientes a los otros equipos. Los empleados de habla alemana no hacían ningún intento para mantener alejados a los espectadores, así que me quedé por allí mientras ellos seleccionaban cada embarcación, la medían, la pesaban, comprobaban sus condiciones y alineación y por fin le pegaban una pequeña etiqueta en la pala del timón para certificar que estaba dentro de los límites establecidos.
Cuando regresé al recinto de los espectadores, asistí a un notable espectáculo: la multitud, que llegaba desde el parque que quedaba detrás, iba ocupando las enormes tribunas. La tranquila zona por donde había estado paseando sólo un momento antes ahora estaba atestada de oficiales, policías, jueces deportivos, deportistas, periodistas y un alarmante número de oficiales de las SS armados, algo fuera de lugar en aquella tarde soleada. En el ambiente veraniego, todo confluía para dar la tremenda impresión de que estábamos ante una gran ocasión, y yo no pude menos de responder a esa sensación.
¡Estaba en los Juegos Olímpicos y a punto de competir en una final!
La multitud, guiada hacia las estrechas entradas de las tribunas, continuaba llegando. Los oficiales parecían preocupados, alterados, y metían prisa a la gente como si no hubiera tiempo que perder. Una imponente banda militar entró en el recinto, tomó posición y se lanzó a tocar una serie de alegres melodías con gran vitalidad. A los espectadores les gustó mucho esto. Volví a sentarme sobre la hierba para mirar a la banda y disfrutar con la música.
Vi a Joe que venía caminando por la orilla del río, mirando a un lado y a otro. Yo agité los brazos, haciéndole ansiosas señas para que se acercara. Ya nos quedaba poco tiempo. Unos segundos después me vio y caminó directamente hacia mí. Se puso en cuclillas a mi lado.
—Mira, J.L., tenemos que cambiar nuestros planes —dijo sin dilación, alzando la voz por encima de la música—. Hay novedades. Abandonaremos Berlín esta misma noche.
—¿Ya quieres regresar a casa?
—Quiero salir de Alemania. Cueste lo que cueste.
—Joe, hemos venido para competir. ¿Dónde diablos has estado?, ¿te has olvidado de la regata? ¡Esta tarde es la más importante de nuestra vida!
—Sí, y yo siento lo mismo que tú. Pero hay otras cosas de las que nos debemos preocupar.
—¡Pero no ahora, justo antes de la regata!
—En lo que a nosotros concierne, dentro de una hora, la regata habrá acabado. Después de eso, no tiene sentido que nos quedemos dando vueltas por Berlín.
—Pero hemos firmado unas condiciones... tenemos que asistir a la ceremonia de clausura.
—Aquí no estamos seguros.
—¿Qué pasa? —pregunté, indicando la gran multitud de rostros amables, la cálida tarde y el río tranquilo, la banda con su vibrante música, los grupos de funcionarios y jueces deportivos. Eché un vistazo a mi reloj—. Tendríamos que estar haciendo calentamiento.
Joe giró la cabeza; algo había reclamado su atención. Miré en la misma dirección que él. En las tribunas, muchas personas del público se habían puesto de pie y se estiraban para ver mejor. La banda no había dejado de tocar, pero nosotros estábamos tan cerca de los músicos que nos dimos cuenta de que varios de ellos, tratando de ver lo que pasaba, giraban los ojos mientras soplaban sus trompetas y tubas. Me puse de pie, y un instante después Joe hizo lo mismo.
Un grupo de hombres con uniforme militar estaban llegando por la senda que conducía al podio situado entre las dos tribunas principales. Aunque caminaban con brío y miraban al frente, no llegaban marchando. El camino que recorrían había sido despejado y a cada lado se alineaban hombres de las SS en posición de firmes.
Muchas personas del público alzaron el brazo para hacer el saludo hitleriano, y sonaba un gran barullo de exclamaciones, saludos y gritos. En ambas tribunas, oleadas de entusiasmo recorrían la multitud. El ambiente estaba electrizado.
—¡Dios mío! —exclamó Joe por encima del jaleo—. ¡Es él!
Miré pasmado. En el centro del grupo de hombres, la figura —reconocible al instante— del canciller Hitler avanzaba a grandes zancadas saludando a la excitada muchedumbre con la mano derecha ligeramente alzada y la palma vuelta hacia arriba. No miraba ni a derecha ni a izquierda. No era más alto que sus acompañantes, llevaba un anodino uniforme con chaqueta de color verde claro y gorra de plato; aun así, de algún modo su presencia se convirtió en el centro de interés de todo el mundo.
Yo estaba asombrado por el efecto que la aparición de ese hombre había producido en mí. Sólo por el hecho de estar ahí, de haber llegado, de avanzar por el escenario donde se realizaban las regatas, se había adueñado de nuestra atención. Como todos los demás, Joe y yo estirábamos el cuello para poder verlo.
El grupo de hombres llegó hasta los accesos del estrado. En el calor de ese día de principios de agosto de 1936, Joe y yo no pudimos reconocer a ninguno de los que acompañaban a Hitler; aunque entendimos, por la forma en que se comportaban, que se trataba de personas muy importantes. Sin entretenerse en ceremonias, subieron la escalera para sentarse en su sitio en la plataforma. En unos pocos años más, los hombres que entonces estaban en el podio con el canciller iban a contarse entre los personajes más conocidos y temidos del planeta.
Durante unos instantes, mientras se situaban en sus asientos, los jefes nazis desaparecieron de nuestra vista, pero Hitler, flanqueado por dos de sus acompañantes, avanzó unos pasos. Con la espalda recta y la cabeza erguida, se mantuvo junto a la barandilla mirando a uno y otro lado con actitud tranquila pero imperiosa. Levantó los brazos en un gesto teatral, los cruzó ante sí con sus manos sujetándolos firmemente un poco más abajo de los hombros. Luego miró a su alrededor en todas las direcciones agradeciendo en silencio el tumulto de exclamaciones y aplausos. El ruido que hacía la muchedumbre era ensordecedor. Sin embargo, Hitler parecía indiferente al estrépito y tener totalmente controlada la situación.
Después de casi un minuto, Hitler descruzó los brazos, alzó rápidamente la mano derecha para saludar, se volvió y se dirigió a su sitio en el estrado. Mientras lo hacía, el rugir de la multitud empezó a apagarse.
Yo miré mi reloj de pulsera.
—¡Vamos, Joe! —grité—. ¡Llegaremos tarde!
Habían pasado varios minutos desde que Hitler y su cortejo habían llegado al lugar y atraído la atención de todo el mundo, pero los deportistas estábamos sujetos a unos horarios muy estrictos. Ya nos habíamos retrasado unos diez minutos respecto al tiempo dispuesto para nuestros ejercicios de calentamiento, y sabíamos que los jueces eran muy poco tolerantes con la falta de puntualidad.
Nos apresuramos a subir el talud que llevaba al sector de calentamiento y mostramos nuestros pases al funcionario alemán que estaba en la entrada. Esperando detrás de él había uno de los empleados del equipo inglés de remo, al que se veía claramente disgustado por nuestra tardanza y de ninguna manera impresionado por nuestras excusas. A continuación, nos soltó un rápido y humillante sermón sobre nuestras expectativas nacionales. Aceptamos humildemente nuestra responsabilidad, nos disculpamos y finalmente pudimos deshacernos de aquel hombre. Muy pronto nos sumergimos en la rutina de ejercicios y tratamos de cerrar nuestra mente a todo lo que acababa de suceder, concentrándonos en la decisiva regata que comenzaría pocos minutos después.
Cinco años más tarde, estaba en un hospital de convalecientes del valle de Evesham, tratando de retroceder en mis recuerdos relacionados con el derribo de mi avión y lo que sucedió después.
Hubo un dato que me ayudó a recordar; era la fecha de mi derribo. Me dijeron que había sido el 10 de mayo de 1941. Los detalles empezaron a acumularse alrededor de ese dato. Esa noche estábamos a casi cuatro mil metros de altura aproximándonos a la ciudad de Hamburgo, volando con rumbo noreste. Yo me sentía aterrorizado, y apretaba rígidamente manos y pies sobre los controles del Wellington. Estaba obsesionado pensando que en los próximos dos o tres minutos podían herirnos, dejarnos lisiados o matarnos a todos. Durante esos momentos, con las bombas activadas y listas para ser lanzadas, el oficial destinado a apuntar al blanco en su puesto y comandando el avión, el resto de la tripulación tenso a la espera de cualquier ataque, me sentía incapaz de pensar o hablar por mí mismo. Todo lo que podía hacer era reaccionar ante los acontecimientos que se fueran sucediendo a mi alrededor, confiando en que mis reacciones instintivas fuesen las correctas, que el terror no me hiciera cometer errores. Podía mantener el avión en rumbo y nivelado, podía responder a las advertencias y demandas de la tripulación, pero los recuerdos del pasado y los pensamientos de futuro eran imposibles. Yo vivía para el momento y esperaba la llegada de la muerte en cualquier instante.
Eso es. Casi cuatro mil metros de altura. Cielo claro debajo de una luna de bombardeo. Veinte minutos después de la medianoche, hora inglesa. Un avión A-Able cargado de bombas y bengalas. Ciudad de abajo: Hamburgo. Algunos minutos antes, habíamos rodeado la ciudad a más de treinta kilómetros tratando de engañar a las defensas de tierra y hacerles creer que nuestro destino era otra ciudad: Hannover o Magdeburgo o incluso Berlín. La RAF había castigado ya Hamburgo dos noches antes, y en la reunión de la tarde, antes de partir, nos habían advertido que los alemanes estaban llevando más artillería antiaérea para defender la ciudad. Los ataques durante el viaje de regreso eran especialmente peligrosos para nosotros. Nunca habíamos creído que el fuego antiaéreo alemán fuera una amenaza menor, por eso nos ateníamos a las maniobras de distracción. Utilizábamos como punto de reunión una curva del Elba fácilmente identificable; allí virábamos bruscamente y tomábamos el rumbo para realizar la pasada de lanzamiento de bombas.
Ted Burrage, nuestro oficial encargado de la mira de bombardeo y artillero de proa, se había arrastrado hasta el vientre del Wellington y estaba tendido boca abajo mirando a tierra a través del panel transparente detrás del morro del avión. Era una noche de gran visibilidad, perfecta para identificar los blancos. Pero los artilleros de las baterías antiaéreas nos divisaban con la misma facilidad a nosotros y, si andaban por allí los cazas nocturnos, seríamos visibles desde varios kilómetros de distancia.
Mientras nos aproximábamos al centro de Hamburgo, muy fácil de identificar en las noches despejadas por las curvas que describe el río al atravesarlo, el fuego antiaéreo aumentó súbitamente de intensidad. Se encendieron diez o quince reflectores, que entrecruzaron sus haces de luz delante de nosotros, al tiempo que las balas trazadoras serpenteaban en dirección a los aviones. Yo trataba de ignorar esas balas: debajo de nosotros se movían siempre con hipnótica lentitud, pero de pronto tomaban velocidad y desaparecían por encima del avión. Nunca podía dejar de pensar que las trazadoras eran apenas una parte del fuego antiaéreo, que por cada uno de aquellos luminosos colibríes que subían hacia nosotros había otros diez o quince proyectiles que eran invisibles. A proa teníamos una enorme barrera de proyectiles que estallaban en el cielo, brillantes destellos en blanco y amarillo, como una exhibición de mortales fuegos artificiales. ¿Cómo podríamos pasar sin ser alcanzados un centenar de veces?
—Oficial de bombardero a comandante. ¿Estamos haciendo la pasada de lanzamiento? —Era Ted, desde el morro.
—Sí, estamos en ella. En lo que a mí respecta, no hay necesidad de modificar el rumbo.
—La mira está funcionando. Todo calibrado y comprobado.
—Adelante pues, Ted.
—¿Qué rumbo llevamos?
—Dos ochenta y siete. Velocidad en el aire, uno treinta y dos.
—Mantente ahí, J.L. Un poco a la derecha. Gracias, así está muy bien.
Por el intercomunicador podía oír la respiración de los demás.
—Abre la escotilla de las bombas, capi.
—Escotilla de bombas abierta.
Hubo una pausa, después el avión se sacudió un poco al aumentar la resistencia.
—¿Nueva velocidad, señor?
—Uno veintiocho.
—Muy bien. Manténte ahí... ahí... diablos, los estamos machacando a los de ahí abajo, esta noche... hay humo por todas partes..., eso es..., suave... mantente ahí... ¡bombas lanzadas!
El avión dio un brinco al perder el peso de las bombas. Mi estómago se sacudió de la misma manera.
—¡Vámonos de aquí, J.L.! —La voz con fuerte acento de Kris Galasckja, el artillero de cola polaco, llegó ásperamente por el intercomunicador.
—Cada vuelo dices lo mismo.
—Es lo que quiero en cada vuelo.
—Muy bien. Allá vamos.
Dejé caer un poco el morro del avión para ganar velocidad y después viré cuarenta y cinco grados a babor, lejos del infierno que había abajo. Cerré la escotilla de bombardeo, sintiendo como el avión parecía volar solo al restablecerse sus características aerodinámicas.
—¿Qué hay, J.L.? ¿Vamos a casa? —Era otra vez Kris.
—Todavía no. Tenemos que hacer otra pasada.
—¿Estás bromeando, capi?
—Claro. Tranquilo. Pero todavía nos queda salir de aquí.
—¿Alguien ha visto a qué le hemos dado? —preguntó Sam Levy, que no veía el exterior desde el cubículo donde estaba el tablero de navegación.
Justo en ese momento hubo una fuerte explosión directamente debajo de la proa del avión. Fui arrancado de los controles y lanzado hacia atrás; caí hacia un lado sobre el suelo de la cabina de mando. Mi pierna izquierda, todavía amarrada, tenía una dolorosa torsión. El avión estaba inclinado hacia la izquierda y empezaba a caer en picado. Oí que el sonido de los motores cambiaba, como si un piloto invisible hubiera ocupado mi lugar y estuviera acelerándolos hacia tierra. Durante un momento estuve tan impactado por lo repentinamente que iba cayendo todo a mi alrededor, que no fui capaz de hacer un movimiento. Pensaba: ¡Ha pasado! ¡Nos han derribado!
Mi casco de piel estaba todavía en su sitio, aunque había sido en parte arrancado y lo tenía en una incómoda y desconcertante posición sobre la coronilla. Alguien chillaba por el intercomunicador. Yo podía oír la voz en los auriculares, pero como el casco no estaba en su sitio no entendía qué decía. La comunicación se cortó, y el silencio resultante era todavía más sobrecogedor. Mi brazo izquierdo estaba inutilizado por el dolor; ahora sentía que algo húmedo me recorría la frente desde el interior del casco de vuelo. Pensé: ¡Me han dado en la cabeza! ¡Me desangraré hasta morir! Por fin conseguí cambiar de posición y tocarme la coronilla con la mano derecha. La cabeza estaba lastimada pero parecía intacta. La sangre continuaba saliendo. Tiré del casco para recolocármelo, llevándolo hacia delante sobre la herida, dondequiera que ésta estuviese. Sentí un súbito e intenso dolor en la parte lastimada, pero después de eso ya no noté nada más.
El avión se balanceó otra vez y se inclinó hacia el otro lado; ahora tenía el ala izquierda arriba y momentáneamente recuperó estabilidad. Yo no había hecho nada; los controles estaban fuera de mi alcance y el dolor me impedía todo movimiento. Sin embargo, el cambio de posición del avión canceló súbitamente la fuerza centrífuga de la barrena. Antes de que ésta volviera a empezar, me levanté como pude. Apoyando mi peso sobre el codo derecho, giré hacia un lado; después conseguí colocar la pierna buena debajo del cuerpo. Con otro doloroso movimiento, logré trepar a mi asiento ante los controles. Así resultaba más fácil; de esa manera, no forzaba el lado izquierdo de mi cuerpo, que era el que estaba dañado. Apenas podía ver nada a través del parabrisas, algo lo había atravesado y partido en mil fragmentos; lo había vuelto opaco. Un chorro de aire helado soplaba directamente en mi dirección.
Cambié por completo la posición de los alerones y con inmenso alivio comprobé que el avión salía del tirabuzón del picado. La palanca de mando parecía pesar una tonelada, pero apoyando la pierna derecha en el timón conseguí corregir el giro y contrarrestar la fuerza de la gravedad producida al salir del picado.
Vi que algo aleteaba en la parte superior del fuselaje, delante de la cabina de mando, pero no pude distinguir de qué se trataba. Mientras el avión se estabilizaba, primero, y después subía, recuperando algo de la altura perdida, empecé a hacer una frenética comprobación de los elementos de vuelo. Ambos motores funcionaban todavía, aunque la presión del aceite en el de babor estaba por debajo de lo normal. Los instrumentos no detectaban ningún fuego a bordo. Los controles iban muy duros pero funcionaban; el avión derivaba hacia la izquierda, pero este defecto podía corregirlo con el timón. El nivel de líquido refrigerante estaba bajo. En el sistema eléctrico no había problemas.
¿Y la tripulación? Al mismo tiempo que llevaba a cabo las comprobaciones de emergencia, gritaba a mis hombres para que me informaran de cómo estaban.
De Ted Burrage, cuyo puesto estaba en el morro dañado, no obtuve respuesta. Lo mismo de Lofty Skinner, que había ido sentado detrás de mí; lo mismo de Sam Levy, cuyo puesto estaba detrás de Lofty. Col Anderson respondió que estaba bien. En mi segundo intento, Lofty respondió. Dijo que estaba con Kris ayudando a Sam, que parecía seriamente herido.
Dejamos atrás la costa alemana, y continuamos volando, sobre el oscuro mar del Norte, tratando de llegar a casa. Como el motor de babor no funcionaba a toda su potencia, el avión estaba perdiendo altura. Tenía que mantenerlo a medio gas para que no se recalentara. Pronto me di cuenta de que un amerizaje forzoso era inevitable. Cuando el aparato se estrelló en el mar, Sam y yo todavía estábamos a bordo, pero de algún modo conseguimos salir y trepar a un bote neumático. Creo que los demás se tiraron en paracaídas antes del impacto. Flotamos durante varias horas en el mar agitado antes de que nos rescataran.
Mientras me recuperaba en el hospital de convalecientes, pensaba una y otra vez en todas esas incidencias.
Todavía tenía serias molestias y momentos de agudos dolores, pero los médicos dijeron que me estaba recuperando. Por las noches soñaba con aquellos acontecimientos perturbadores. En una pesadilla, me veía arrastrándome dentro de un largo tubo de metal en el que apenas tenía espacio. A medida que avanzaba, el calor se hacía más y más insoportable. Llegaba a un punto en que el tubo giraba bruscamente hacia abajo y luego se iba curvando hacia atrás, de modo que entonces tenía que arrastrarme boca arriba. Después, en el tubo empezaba a entrar agua, que se convertía en siseante vapor al tocar el ardiente metal frente a mí. No podía respirar ni mover la cabeza. Estaba atrapado. Me despertaba. Era la última semana de junio. Las noticias de la radio decían que las tropas de Hitler estaban invadiendo la Unión Soviética.
Un teniente de la Royal Navy fue traído al hospital. Tenía un brazo amputado a la altura del codo y ambas piernas escayoladas. Un día lo pusieron en la terraza que daba a la huerta, sentado en una tumbona junto a mí.
—Iba embarcado en el crucero Gloucester —me dijo con una voz que parecía un suspiro.
Tenía la garganta y los pulmones dañados por haber aspirado gases calientes. Yo le dije que podía esperar hasta que le fuera más fácil hablar, pero él estaba resuelto a describirme todo lo que había ocurrido. Le sugerí que se tomara su tiempo para contarme su historia; ambos íbamos a disfrutar de una larga estancia en el hospital. No había necesidad de apresurarse.
—Estábamos frente a la costa de Creta —suspiró él— proporcionando cobertura a las tropas que estaban evacuando la isla. Fuimos atacados por aire. Bombarderos en picado y cazas. En aquellas aguas también había submarinos. Yo era oficial de artillería y respondíamos con todas nuestras armas. Pero entonces algo explotó debajo de nosotros y en un par de minutos el barco se escoró. Creo que debió de alcanzarnos un torpedo. El capitán nos dio la orden de abandonar el barco. Yo estaba a punto de subirme a uno de los botes salvavidas cuando estalló la santabárbara. Después de eso no recuerdo mucho más.
Le conté lo que hasta ese momento yo había podido recordar de mi propia historia. Y mientras lo hacía pensaba ¡que habíamos perdido Creta! ¡Eso significaba que también habíamos perdido Grecia! Recordaba que, en un intento de apoyar la lucha de los griegos contra italianos y alemanes, Churchill había enviado a Grecia las tropas inglesas que estaban en Egipto. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Qué precio habríamos pagado por ello?
Mi nuevo amigo había oído de boca de compañeros que aún estaban sirviendo en el mar que uno de los acorazados alemanes había sido hundido. Un gran triunfo, decía.
—Es posible que se tratara del Tirpitz o del Bismarck. De algún modo consiguió llegar al Atlántico, pero la marina le ha dado caza y lo ha hundido. ¡Nosotros perdimos el Hood, pero los alemanes no han salido indemnes!
¿Habíamos perdido el Hood para lograr ese triunfo? Más tarde supimos que el acorazado alemán hundido era el Bismarck.
Yo estaba confundido y deprimido por esas noticias. Las cosas habían tomado un sesgo horrible: la guerra se extendía por todas partes. En los días anteriores a mi derribo, los acontecimientos no parecían tan terribles. Al principio, cuando Hitler había empezado su expansión a través de toda Europa, la guerra había castigado duramente a Inglaterra. Pero bajo el liderazgo de Churchill habíamos luchado con dureza, y empezaron a cambiar las cosas. Habíamos ganado la batalla de Inglaterra y se había desvanecido la amenaza de invasión. Estábamos bombardeando con éxito la industria bélica germana. Los italianos habían demostrado ser unos aliados incompetentes. Estábamos causando problemas a los submarinos alemanes. Incluso el Blitz[2] había cesado durante los meses de abril y mayo. Ahora, todo volvía a ir a peor.
Mientras tanto, yo libraba mis propias batallas. Tenía una pierna rota y la rodilla dañada. Había sido herido considerablemente en el pecho y tenía una fractura de cráneo, tres costillas fracturadas y serias quemaduras en brazo y mano izquierdos. No había muerto, y los médicos parecían dar por descontada mi recuperación, pero en general yo sentía que estaba hecho polvo.
Mi principal preocupación era recobrar la salud, regresar a mi escuadrón y volver a incorporarme a la lucha contra los alemanes. Cada día me sometía a fisioterapia y tomaba mis medicamentos, y me cambiaban las vendas en quemaduras y heridas. Cada día me sentaba o estaba recostado en la terraza cubierta mirando las hileras de coles y zanahorias en la huerta, y tratando de oír alguna noticia en la radio. Cada día llegaban al hospital nuevos heridos en acto de servicio, o eran trasladados a algún otro sitio.
Un día, mientras estaba boca abajo en la camilla, le pregunté a la jefa del servicio de fisioterapia cuándo podría volver a mi escuadrón. Ella estaba detrás de mí, inclinada, trabajando mi muslo izquierdo.
—Gracias a Dios, ésa es una decisión que no está en nuestras manos —me respondió.
—Eso significa que usted sabe algo, ¿verdad?
—Absolutamente nada. ¿Cree acaso que nos darían información que no estuviéramos autorizados a facilitar a nuestros pacientes?
—Supongo que no —dije. Y no hice más preguntas, pero estaba deseando regresar a mi unidad.
Mi inactividad me dejaba mucho tiempo para pensar. Un tema que me preocupaba mucho era la suerte que había corrido mi tripulación. Había visto a Sam Levy: él también estaba en el hospital, pero nos habían separado. Sam me dijo que se recuperaría, pero eso fue todo lo que supe de él. A los otros hombres se los daba oficialmente por perdidos, ese terrible eufemismo que inspira esperanza y terror en la misma medida. La única certeza que tenía era que no habían escapado del avión conmigo. Sin embargo, no sabía si habían muerto al estrellarnos o habían saltado cuando les di la orden de hacerlo. Lo que me preocupaba era el silencio que siguió a mi orden. Podía significar, por supuesto, que habían hecho lo que les decía. Por otra parte, el intercomunicador podría haber fallado o ellos podrían haber decidido sencillamente desobedecerme, pensando que tenían más posibilidades si permanecían en el avión hasta que éste se estrellara en el mar. Fuera cual fuese la verdad, el ministro del Aire ya habría enviado cartas a los familiares.
La guerra continuaba e iba a peor. Otros miles de hombres buenos como Lofty, Colin, Kris y Ted tendrían que morir antes de que acabara la contienda. Si conseguía reincorporarme, también yo podía morir. Durante cierto tiempo, la guerra había parecido necesaria e inevitable pero, ahora que lo había oído, no podía dejar de pensar en Rudolf Hess y su plan de paz.
La BBC nunca volvió a mencionar a Hess. Después de una oleada de excitación, la historia de su vuelo a Escocia había desaparecido de los periódicos. Aunque una oferta de paz de la alta jerarquía del régimen nazi no podía ser desaprovechada, ¿no?
Yo continuaba recordando a Hess, y el modo en que lo había conocido.
La primera salida fue válida; los seis botes cruzaron limpiamente la línea de partida. En los primeros segundos y sin esfuerzo aparente, la pareja alemana se situó a la cabeza del grupo. Animado a dar el máximo ppr el feroz ritmo de Joe, remé como no había remado en toda mi vida. Todos nuestros pensamientos sobre el control de los tiempos, nuestro plan de un sprint en el último cuarto del recorrido, quedaron desbaratados. Nos exigimos al límite y remamos al máximo desde la primera a la última palada. Conseguimos el tercer puesto, ¡una medalla de bronce para Inglaterra!
Los alemanes ganaron con un tiempo de ocho minutos dieciséis segundos; detrás de ellos llegaron los daneses, que lo lograron con ocho diecinueve; Joe y yo llegamos en ocho veintitrés. La regata fue lenta; habíamos estado remando con viento de proa.
Después de cruzar la línea de meta, nos derrumbamos hacia atrás en el bote durante varios minutos, tratando de normalizar la respiración. Terminada la regata, el bote quedó a la deriva junto con los otros, mientras las lanchas de los jueces navegaban en círculo alrededor de nosotros y nos urgían a que lleváramos las embarcaciones a la orilla. Yo tenía la mente en blanco; apenas pensaba —si pensaba en algo— en la medalla que habíamos ganado. Por supuesto, nuestro objetivo era ganar el oro. Ésa había sido la fuerza que nos había llevado adelante. Sin embargo, cuando vimos a los otros equipos entrenando en Berlín, nos dimos cuenta de la enorme tarea que nos esperaba. En los últimos días, Joe y yo nos habíamos sentido angustiados por el temor de llegar últimos. Pero ¡terceros! Para nosotros era un resultado fantástico, mucho mejor que cualquier cosa que nos hubiésemos atrevido a esperar.
Por fin, nos recuperamos lo bastante, cogimos los remos y nos acercamos a la orilla con remadas precisas y elegantes. La primera persona que nos felicitó mientras bajábamos a tierra fue el entrenador, Jimmy Norton, quien estrechó vigorosamente nuestras manos, nos dio palmadas en la espalda y nos trató como si fuéramos héroes.
Unos cuarenta y cinco minutos después, tras haber descansado un poco, bañado y puesto ropa limpia, a Joe y a mí nos condujeron a un edificio detrás de las tribunas y nos pidieron que esperáramos. Nos encontrábamos en una pequeña habitación, con los otros dos equipos que habían ganado medallas. Más allá de la presentación formal a nuestra llegada a Berlín y de lo que nos habíamos visto durante la semana transcurrida, mientras entrenábamos, no nos conocíamos. Era difícil saber qué debíamos decirnos en ese momento. Joe y yo tratamos de felicitar a los dos alemanes que habían obtenido el oro, pero la única respuesta que obtuvimos fue un gesto desdeñoso.
Por fin llegaron tres oficiales que nos guiaron a buen paso por la hierba del recinto donde estaba el podio olímpico. Éste se hallaba frente al estrado ocupado por el canciller Hitler y los demás jerarcas, pero en un primer momento no vimos a ninguno de ellos.
En actitud de espera frente a la plataforma de los ganadores había un pequeño grupo de hombres de las SS con sus negros uniformes. Mientras subíamos al podio y tomábamos posición en los correspondientes escalones, uno de los SS avanzó unos pasos. Era un hombre corpulento, bien parecido, de impresionante figura, y altos pómulos con ojos profundos y espesas cejas negras.
En primer lugar, se acercó a la pareja alemana y, cuando inclinaron la cabeza, puso una medalla de oro en el cuello de cada uno. En las tribunas hubo un fuerte estallido de saludos y aplausos, y aunque el SS dijo unas palabras a los remeros, no pude oír nada. Los cámaras de la prensa se afanaban alrededor de los deportistas alemanes. Una cámara de cine, montada sobre el techo de una furgoneta, registraba toda la ceremonia.
El oficial de las SS entregó también las medallas al equipo danés. Después, fue nuestro turno.
—Alemania lo saluda —dijo ceremoniosamente, primero a Joe, después a mí, mientras nos inclinábamos para que nos colocara la medalla en el cuello—. Lo ha hecho muy bien por su país.
—Gracias, señor —dije.
El aplauso fue un mero acto de cortesía y acabó pronto.
El oficial de las SS se irguió y nos miró atentamente a los dos.
—¡Gemelos idénticos, por lo que parece! —Tratándose de un hombre tan fornido, su voz era inesperadamente suave, casi afeminada.
—Sí, señor.
En la mano izquierda llevaba una hoja de papel. La levantó y la consultó con exagerado cuidado.
—Ya veo —dijo—. J.L. y J.L. ¡Incluso tienen los mismos nombres! Qué curioso. —Nos miró otra vez a uno y a otro con sus oscuras cejas arqueadas en una teatral y socarrona expresión. Sus ojos verdosos no parecían enfocarnos a nosotros, como si tuviese la cabeza en otra parte o fuera incapaz de pensar en algo más que decir. Fue un momento incómodo, con las cámaras rodeándonos, mientras aquel oficial nazi se interesaba tanto por nosotros, mirándonos fijamente a la cara. Finalmente, dio un paso atrás—. ¡Deben de hacer divertidas bromas con sus amigos! —dijo.
Estuvimos a punto de dar la respuesta habitual a ese tan conocido comentario, pero en ese momento la banda atacó con fuerza los compases del himno nacional alemán. El oficial de las SS se acercó rápidamente a un micrófono dispuesto sobre un pequeño estrado y pidió atención.
Todo el mundo se puso de pie mientras se izaban las banderas de nuestros respectivos países en los mástiles que estaban a nuestras espaldas. En el centro, la roja, blanca y negra con la esvástica flameó en el más alto. Llegó a la cima del mástil en el preciso instante en que acababa la música. El oficial estiró el brazo derecho en diagonal en dirección a la bandera con tanta tensión que le temblaban las yemas de los dedos.
—Heil Hitler! —gritó al micrófono, su voz distorsionada por la megafonía en forma de un fuerte alarido. El saludo fue respondido instantáneamente con un fortísimo rugido de la muchedumbre.
Con un movimiento rápido y presumiblemente estudiado con el que se aseguraba de que el micrófono estaba todavía delante de él, el oficial de las SS se volvió hacia la multitud. Su cara brillaba enrojecida al sol. Con un sincronizado movimiento y un concertado golpe del pie derecho, los otros hombres de las SS se dieron también la vuelta.
—Sieg heil! —aulló el oficial al micrófono, girando el brazo desde una tensa posición horizontal frente al pecho hasta el conocido saludo nazi.
La gente respondió con un grito ensordecedor. Muchos de los espectadores, la mayor parte de ellos, también alzaron el brazo.
—Sieg heil! Sieg heil! —gritó otra vez el oficial, saludando nuevamente, sus ojos llameantes mirando a la muchedumbre, mientras se balanceaba adelante y atrás sobre los talones.
Frente a la multitud, muy arriba en su estrado, se encontraba Adolf Hitler. Estaba de pie, muy rígido, mientras continuaba el saludo, con los brazos cruzados delante del pecho en la misma posición forzada que había adoptado antes. Miraba a su alrededor, aparentemente disfrutando con las ensordecedoras oleadas de adulación que fluían en dirección a él.
Junto a nosotros, en el escalón más alto del podio, los dos remeros alemanes que habían ganado el oro olímpico se mantenían erguidos, codo con codo, haciendo el saludo con la cara dirigida hacia la remota figura de Hitler.
Era terrorífico y fascinante a la vez. A pesar de lo poco que sabía de los nazis, me descubrí respondiendo al intoxicante estremecimiento del momento. La abrumadora dimensión de la multitud, el fortísimo rugido que salía de aquellas gargantas, la casi mecánica precisión de los SS formados delante de nosotros, la alta y distante figura de Adolf Hitler, prácticamente divina en su lejanía y poder. Durante unos segundos, la necesidad imperiosa de alzar el brazo, de proyectarlo enérgicamente hacia el líder alemán, fue casi irresistible para mí.
Miré a Joe de reojo, para ver cuál era su reacción. Él ya me estaba mirando a mí. Instantáneamente reconocí la expresión de reprimida rabia que adoptaba cada vez que se sentía acorralado, descontento, inseguro. Me dijo algunas palabras. Aunque me incliné hacia él para oír mejor, a causa del ruido no entendí qué me decía.
De todos modos, hice un gesto de asentimiento.
Con un repentino e imperioso giro, Hitler se dio la vuelta y regresó a su asiento. Las ensordecedoras aclamaciones se acallaron prontamente y fueron reemplazadas por la banda, que la emprendió con una serie de marchas militares. Los SS que estaban frente a nosotros rompieron filas. El hombre que nos había entregado las medallas volvió al estrado de Hitler con paso mesurado. Con el mismo paso subió los escalones, y un momento después vi su alta figura inclinada para intercambiar unas palabras con alguien. Poco después, se sentó.
Los funcionarios olímpicos se acercaron a nosotros mostrando claramente que era hora de que nos marcháramos. Estrechamos la mano de los remeros daneses y alemanes, intercambiamos felicitaciones una vez más y luego bajamos a la hierba. Nuestro momento de gloria olímpica ya había acabado.
Mi hermano y yo caminamos hasta el pabellón inglés, donde habíamos dejado nuestra ropa de calle y el resto de las pertenencias. Mientras nos acercábamos al barracón de madera, vimos un grupo de personas de la embajada británica que nos esperaban a la entrada. Al menos eso nos pareció, porque tan pronto como nos vieron avanzaron hacia nosotros, nos estrecharon la mano y nos felicitaron.
Un hombre al que ya conocíamos, el agregado cultural de la embajada, Arthur Selwyn-Thaxted, era el menos callado y el más insistente en sus felicitaciones. Mientras me daba la mano, me agarraba el codo con la otra.
—¡Bien hecho, Sawyer! —dijo—. ¡Muy bien hecho los dos! —Se volvió hacia Joe y prácticamente le dijo lo mismo.
—Gracias, señor —dijimos ambos.
—Cada vez que Gran Bretaña gana una medalla es un gran día. ¡Quizá nos oyeron cuando los animábamos! Ha sido una regata muy dura, pero lo han hecho extremadamente bien. ¡Qué brillante regata han disputado!
Nosotros respondimos lo que se esperaba que dijéramos.
—Ahora no podemos dejar de celebrarlo —dijo Selwyn-Thaxted—. Nos encantaría tenerlos con nosotros esta tarde. Se trata de una pequeña celebración en la embajada. Al embajador le gustaría conocerlos; también estarán presentes algunos miembros del gobierno alemán.
Por el rabillo del ojo pude ver que Joe se ponía rígido.
—¿Qué tipo de celebración? —dijo—. Estábamos planeando...
—Una pequeña recepción. No todos los días podemos lucir unos ganadores de medallas olímpicas; por eso nos gustaría reunir a todos los que podamos. Sus colegas de scull estarán allí, el equipo de equitación, Harold Whitlock, Ernest Harper y muchos otros. Obviamente, la velada noestaría completa sin la presencia de ustedes.
Joe no dijo nada.
—Gracias, señor —dije yo—. Disfrutaremos de la ocasión.
—Estupendo —dijo Selwyn-Thaxted, mirándonos como si de verdad lo pensara—. ¿Les parece bien a partir de las seis? Sin duda conocen nuestra embajada, en Unter den Linden.
El agregado cultural sonrió otra vez con sinceridad, después se volvió hacia otra persona y levantó la mano simulando un saludo. A continuación se reunió con el grupo con el que estaba a nuestra llegada. Inmediatamente después, se marcharon. Cuando me volví para hablar con mi hermano, éste ya se había alejado. Lo vi andando a grandes zancadas más allá de los guardias que estaban a la entrada del recinto. Iba con la cabeza baja. Fui tras él, pero en cuestión de segundos desapareció de mi vista, perdido entre la muchedumbre que llenaba el parque.
Entré en el pabellón, me cambié, recogí mis cosas y las de Joe y me dirigí a la estación de metro para regresar al piso de los Sattmann. Al llegar, vi que Joe ya había hecho las maletas y las había llevado al vestíbulo. Me miró con impaciencia y después fue hacia la habitación que habíamos estado ocupando. Lo seguí y cerré la puerta detrás de mí.
Birgit estaba tocando el violín en una de las habitaciones delanteras. El dulce sonido de la música se amortiguó al cerrar la puerta.
—¿Qué pasa, Joe?
—Eso es lo que debería preguntarte yo. ¿Tienes idea, aunque sólo sea una idea, de lo que está pasando en la olimpiada?
—Sé que no te gusta que los Juegos sean un espectáculo nazi.
—Entonces no estás tan ciego como yo pensaba.
—Joe, nosotros vinimos a remar. No podemos meternos en política. No sabemos suficiente de eso.
—Tal vez haya ocasiones en las que deberíamos meternos.
—Muy bien. Pero todos los países que organizan una olimpiada la utilizan para promocionarse en el mundo.
—Este no es un país cualquiera —dijo Joe—. Ni ahora, ni en adelante.
—Oye, eso ya lo sabías cuando salimos de casa. De hecho, ambos decidimos participar después de que nos seleccionaran.
—¿Te has dado cuenta de quién era el que nos entregó las medallas?
—No lo reconocí. Supongo que se trata de alguien del gobierno.
—Era Rudolf Hess.
—Nunca he oído hablar de él.
—Es uno de los nazis con más poder en Alemania.
—Pero ¡eso no nos afecta, Joe! Si el que nos dio la medalla hubiera sido el mismísimo Hitler, sería exactamente igual. Nosotros no tenemos ninguna importancia para los nazis. Estamos aquí sólo para competir en los Juegos y, cuando acaben, todos nos iremos a casa. ¿Quieres decir que deberíamos haberle dado la espalda?
—¿Nunca se te ocurrió que podríamos haberlo hecho?
—¿Y para qué habría servido? Hace cuatro años, el presidente Hoover estuvo en los Juegos de Los Angeles. No creo que tengas objeciones que hacer a eso, entonces ¿cómo puedes tenerlas ante el hecho de que Hitler aparezca en sus propios Juegos?
—¿Y por qué no?
—No dijiste nada en su momento.
—Tú tampoco.
Nos quedamos mirándonos hoscamente en aquel agradable cuarto que daba al gran parque bañado por el sol veraniego. Un poco más fuerte que antes, todavía se oía la triste música que interpretaba Birgit: era una pieza que ella tocaba cada tarde, la Romanza número 1 de Beethoven. Me di cuenta de que alguna corriente de aire había abierto la puerta. Como sabía que nuestros anfitriones hablaban inglés, la empujé suavemente y la cerré bien.
Continuamos discutiendo, pero Joe nocambió de opinión. Decía que teníamos que volver a casa de inmediato. Puse algunas objeciones: nuestros botes estaban en manos de los jueces de medición, la furgoneta estaba aparcada junto a la Villa Olímpica, todavía teníamos algunas cosas en el pabellón inglés. Pasara lo que pasase, no podíamos marcharnos sin despedirnos del entrenador, Jimmy Norton. Joe se encogió de hombros y aseguró que él se ocuparía de esas cuestiones. Dijo que iría a recuperar la furgoneta, que recogería todo lo que habíamos dejado atrás y que nos marcharíamos sin más discusión. Planeaba conducir toda la noche, y si la suerte nos acompañaba, habríamos cruzado la frontera a la mañana siguiente.
Lo único que dijo fue que si quería marcharme con él, sería bienvenido. Si no, tendría que arreglármelas y regresar con alguno de los otros equipos.
Mientras tanto, yo me había obcecado tanto como él. Si el Comité Olímpico británico quería que nos quedáramos para la ceremonia de clausura, debíamos hacerlo. Además, estaba la recepción en la embajada, donde se suponía que debíamos estar en menos de una hora.
A final, de mala gana, llegamos a un compromiso que inevitablemente no podía satisfacer a ninguno de los dos. Joe estuvo de acuerdo en retrasar la partida hasta después de la recepción en la embajada, a la que asistiría yo solo mientras él se ocupaba de recoger nuestras cosas y cargaba la furgoneta. Abandonaríamos Berlín juntos, pero si yo llegaba tarde después de la fiesta o me demoraba por alguna razón, él se marcharía sin mí.
Mientras discutíamos, el violín de Birgit había dejado de sonar.
De mal humor, empecé a meter mis cosas en la maleta. En la habitación flotaba una atmósfera de resentimiento. Me puse una camisa limpia, una chaqueta y la única corbata que me había llevado. Metí la medalla en un bolsillo de la chaqueta.
Quería ver a los Sattmann antes de marcharme, para despedirme de ellos y darles las gracias. Deseaba especialmente ver a Birgit, por última vez. Recorrí todas las habitaciones, pero en el piso no había nadie. Notaba que todo estaba demasiado silencioso, eso hizo que me preguntara si acaso habrían oído nuestra discusión. A mí me parecía que marcharnos sin haber agradecido su hospitalidad a aquellos antiguos amigos de nuestra madre era una grosera falta de cortesía. Esto se añadía a la indignación que sentía por la actitud de Joe, pero ya no tenía sentido volver a discutir con él.
Bajé a la polvorienta calle, donde el calor era todavía sofocante. Dirigí mis pasos a la estación de metro.
A finales de junio de 1941, casi cinco años después de que Joe y yo compitiéramos en la olimpiada, yo estaba recuperándome en un hospital de convalecientes del valle de Evesham. Poco a poco, mi memoria iba siendo más nítida. Eso solo me hacía confiar en que estaba curándome y que pronto podría regresar a mi escuadrón. Aunque todavía debía utilizar un bastón, al menos ya no necesitaba muletas para andar. Cada día daba un paseo por los jardines, y cada día era capaz de ir un poco más lejos. La soledad me permitía pensar, recordar cómo había sido mi vida antes de que me derribaran. El ejercicio mental empezó como una desesperada búsqueda para encontrar mi lugar en el pasado, pero a medida que iban pasando los días, fui sintiendo un auténtico interés por descubrir qué me había sucedido.
Por ejemplo, recordé que la mañana anterior a la del bombardeo me había levantado temprano. El escuadrón no había operado esa noche, y a media tarde habíamos quedado libres de servicio.
Con la indescriptible sensación de alivio que experimentábamos tras sernos concedido un permiso, conduje hasta Lincoln con Lofty Skinner y Sam Levy para ver el primer pase de la película Camino de Santa Fe, protagonizada por Errol Flynn y Olivia de Havilland. Después del cine fuimos a comer algo y más tarde paseamos un rato por las tranquilas calles de Lincoln. Luego decidimos regresar a la base con tiempo para poder ver el despegue del Escuadrón 166, de Whitleys —que compartía con nosotros el aeródromo de Tealby Moor—, para realizar su misión de esa noche. Hacia las diez y media, el aeródromo estaba en silencio otra vez y yo me fui a dormir. Dormí tan profundamente que ni siquiera me despertó el ruido que hacían los Whitleys al regresar a la base.
A la mañana siguiente —10 de mayo—, después del desayuno, hice una prueba de vuelo con el A-Able en la que di varias vueltas a baja altura sobre el aeródromo. Antes de comer, Kris Galasckja me dijo que necesitaba calibrar el cañón de cola, por lo que volé con él en el Wellington hasta el polígono de tiro de la RAF en Wickenby. Comimos allí y regresamos a Tealby Moor antes de las dos de la tarde.
Entonces, la creciente e inexorable tensión anterior a cada misión de bombardeo ya no podía ser ignorada un minuto más. Asistimos a los conocidos preparativos del vuelo: vehículos que iban y venían, carritos de transporte de bombas que llegaban desde el lejano depósito de armas, los mecánicos que repasaban los motores, etcétera. Vimos a los diferentes jefes de sección cuando iban a reunirse con el comandante del escuadrón; los jefes de bombardeo, los de navegación, los de meteorología, los de comunicaciones, todos ellos. Hacia las dos y media sabíamos con toda seguridad que esa noche volaríamos. Sin embargo, los pilotos no teníamos nada que hacer hasta la reunión en que nos daban las órdenes, al caer la tarde.
Estaba lleno de inquietud. En los años anteriores a la guerra, hubiera ido a correr o habría cogido un bote para remar y quemar toda aquella indeseable energía nerviosa, pero en una base de la RAF y en las condiciones propias de una guerra, había muy pocas vías de escape. El resto de mi tripulación estaba pasando el rato en el casino de oficiales, jugando a los naipes o escribiendo cartas, demostrando su tensión de maneras diferentes de la mía, pero yo sabía cómo lo estaban pasando. Los dejé allí y fui a caminar un rato entre los aviones, para matar el tiempo.
Por fin llegó el momento de la reunión en la que recibiríamos las órdenes de la misión. Fui hacia la sala de la base, casi impaciente por empezar. Sin embargo, en cuanto todas las tripulaciones hubieron ocupado su sitio, me costó concentrarme en lo que se estaba diciendo. El blanco de aquella noche era Hamburgo: el comandante de la base desplegó un mapa general y otro del centro de la ciudad. Atacaríamos el centro comercial de la ciudad y los muelles y llevaríamos a cabo maniobras de distracción en dirección a Lüneburg, más al sur, para tratar de que el fuego antiaéreo bajara la guardia. Me obligué a concentrarme: la vida de mis hombres podía depender de aquella reunión.
Más tarde, la misma sensación de silenciosa inquietud persistió durante la apresurada merienda previa al despegue, durante la comprobación de los motores, los controles de vuelo, los cañones, el dispositivo para soltar las bombas, las ruedas y todo lo demás. Yo ya no me mentía sobre la causa de mi nerviosismo. En aquel momento, todo lo que quería era subir al avión, despegar para cumplir la misión y terminar mi trabajo cuanto antes.
Cuando ya casi eran las ocho, un cabo de servicios nos llevó hasta el avión en un autobús. El anochecer era cálido, y nosotros sudábamos con nuestros cascos de vuelo de cuatro capas de piel, nuestras pesadas botas y nuestras cazadoras acolchadas. Los artilleros todavía llevaban más prendas que el resto de la tripulación: en sus torretas había corrientes de aire y no tenían calefacción, por eso, debajo de sus trajes de vuelo calentados con electricidad (es decir, nada calientes) se envolvían con varias capas más de ropa: se ponían ropa interior y jerséis adicionales, y dos o tres pares de guantes y calcetines.
Me icé a través de la escotilla hasta el suelo del fuselaje y fui directamente a la cabina de mando. Me deslicé sobre el asiento. Todo estaba en orden y funcionando debidamente, me dijo sin ceremonias el encargado de mantenimiento mientras yo firmaba la hoja de recepción del avión por parte de la tripulación de tierra. Ningún problema, nada de que preocuparse. Hacerlo volar y traerlo de regreso a casa. Nuestra última misión había sido seis días antes, contra los muelles de Brest, donde habíamos tratado de alcanzar a los acorazados alemanes Scharnhorst y Gneisenau, así que me sentía un poco desentrenado mientras recitaba de memoria la lista de comprobaciones técnicas y de armamento antes de emprender vuelo. Los dos motores arrancaron al primer intento. Buena señal.
Mientras llevaba el avión de la zona de aparcamiento al punto de despegue, tuve la sensación de que el aparato pesaba más de lo habitual, pero sabía que llevábamos carga completa de combustible y de bombas. Aceleré y desaceleré los motores para que aclararan la voz, moví el timón a izquierda y derecha, y sentí que el avión respondía con lentitud. La de esa noche era una de esas misiones que el Mando de Bombardeo llamaba «de máximo esfuerzo». Mientras avanzábamos pesadamente junto a él, un supervisor de pista me hizo la señal de pulgares arriba, después se volvió con la cabeza inclinada y las manos sujetándose la gorra. El aire que movían nuestras hélices lo golpeaba con fuerza. Delante de nosotros estaba M-Mother, con Derek Anton en los mandos; conocía a Derek desde los tiempos del Escuadrón Universitario. Detrás y junto a nosotros avanzaban laboriosamente sobre la pista lateral otros Wellingtons listos para despegar. Al otro lado de la pista principal pude ver otra procesión de aviones que se movían lentamente, un despliegue de potencia, preparados para partir. Pasamos junto a la caravana donde trabajaba el controlador del aeródromo. No se veía ninguna luz.
Como era habitual, un pequeño grupo se había reunido junto al extremo de la pista principal para saludarnos: policías militares, mecánicos, oficiales de la base, todos atentos a nuestra partida. Todas las tardes había alguien allí, al lado de la valla circundante, donde un grupo de árboles se apretaba junto al borde del aeródromo. M-Mother avanzaba delante, giró hacia la pista principal con las hélices zumbando, aplanando y sacudiendo la hierba detrás del aparato. Derek dio gas y empezó a moverse lentamente. Otro Wellington que estaba en la pista lateral opuesta avanzó para ocupar su lugar. Por fin llegó nuestro turno. Hice avanzar el avión y giré para encarar la larga pista de hormigón. No había viento.
Miré la oscura silueta de la caravana del controlador del aeródromo: desde mi posición podía ver una luz roja fija, la luz que me retendría hasta que el espacio aéreo estuviera franco. Esperé y esperé con los motores girando y el avión vibrando y estremeciéndose. La mano que tenía sobre los controles oscilaba con el avión. Trataba de permanecer tranquilo. Por fin la luz se puso verde. Los que nos miraban desde la valla nos saludaron alegremente.
Solté los frenos, aceleré los motores, ajusté el cabeceo y empezamos a movernos sobre la pista, al principio lentamente, tanto que sentíamos cada bache del hormigón vertido con prisas. Las alas se balanceaban. Después, la velocidad aumentó gradualmente; los instrumentos me decían que íbamos más de prisa de lo que parecía. Cuando llegamos a la velocidad de vuelo, con la cola ya casi despegada del suelo, tiré hacia atrás la palanca de mando y el Wellington inició su larga y lenta ascensión en el cielo de la tarde.
Mientras subíamos por el cielo tranquilo, volando en círculo sobre los campos tan conocidos para ganar altura antes de poner rumbo al mar, miré hacia abajo, los prados y los desordenados grupos de árboles y sus sombras, que se alargaban hacia el este. Vi las torres de las iglesias, los grupos de casas de los pequeños pueblos, las irracionales curvas de los caminos y el humo borroso que salía de las chimeneas. La catedral de Lincoln apareció a algunos kilómetros hacia el sureste, su alta y negra aguja recortándose en el azul del cielo del anochecer. Debajo y junto a nosotros había otros aviones a la vista: Wellingtons de nuestra propia base, pero más lejos también, a unos cuantos kilómetros, unos pequeños puntos negros que despegaban desde sus propios aeródromos, volando en círculo para ganar altura alrededor del amplio punto de reunión, buscándonos unos a otros, tratando de formar un ancho río capaz de defenderse para encarar el largo vuelo sobre el mar del Norte.
Por fin llegó la señal de radio del controlador de tierra, la autorización final para empezar la misión de bombardeo. Subiendo constantemente, viramos por última vez hacia el este, alejándonos del brillante sol poniente hacia la oscuridad. Los artilleros hicieron algunos disparos de prueba con balas trazadoras, que se perdieron abajo en dirección al mar. Cuando estábamos a mil quinientos metros, empezó a hacer frío en el interior del avión; en realidad, antes de que nos mordiera el frío helador de la altura, durante algunos minutos nos sentimos más a gusto que en tierra. A dos mil doscientos metros de altura, ordené a mis hombres que se pusieran las máscaras de oxígeno.
La tarde era un espejismo de tranquilidad y belleza, con el cielo oscureciéndose poco a poco sobre nosotros y una llanura de nubes debajo del avión, con algunos cúmulos que se hinchaban hacia arriba, todavía iluminados por los últimos rayos del sol poniente. Alemania estaba ahí enfrente. Durante una hora más volamos ganando altura lentamente.
De pronto, la voz de Ted Burrage se oyó en el intercomunicador; estaba en los cañones de proa.
—¡Aviones enemigos debajo de nosotros, J.L.! ¡Se acercan rápidamente!
—¿A qué distancia?
—Bastante lejos.
—¿Los tienes a tiro?
—Todavía no.
—No dispares todavía... quizá no nos han visto.
Entonces, yo mismo vi los aviones. Estarían entre unos seiscientos o novecientos metros debajo de nosotros, cruzando nuestra trayectoria de sur a norte. Se los veía muy bien sobre la gris llanura de nubes iluminada por el último resplandor del anochecer. El avión que iba en cabeza era un bimotor. Parecía un Messerschmitt Me-110, algo que fue confirmado inmediatamente por el resto de la tripulación, que también lo habían visto. Detrás de ese aparato y mucho más de prisa volaban cuatro cazas Me-109. Comprobé que Ted hacía girar su torreta en el morro del Wellington para que sus cañones estuvieran en posición de disparo, pero en cuestión de segundos estuvo claro que ninguno de los aviones de la Luftwaffe estaba interesado en nosotros.
Los cazas se lanzaron en picado sobre el Me-110. Vi balas trazadoras o disparos de cañón en el breve espacio que había entre ellos. Uno de los depósitos de combustible del Me-110 estalló con una espectacular llamarada que lanzó el avión hacia atrás. Inmediatamente, los Me-109 se apartaron virando bruscamente a cada lado del avión atacado. Hubo una segunda explosión, y esta vez se desprendió un ala del avión. El aparato había perdido velocidad y empezaba a caer, con el vientre hacia arriba, en dirección al mar. Desapareció entre las nubes. Un segundo después, todo lo que pude distinguir fue una llamarada anaranjada. Luego ya no vi nada más.
Los Me-109 continuaron sus giros sobre las nubes y luego enfilaron hacia el sur, el rumbo por donde habían llegado. En ningún momento percibieron nuestra presencia.
—¡Mierda! —dijo Ted. Y repitió—: ¡Mierda!
—¿Quéha sido eso?
Durante un momento, el intercomunicador estuvo lleno de voces. Sam Levy y Kris Galasckja no habían podido ver lo que había pasado. Lofty, Colin y Ted describían lo que habían visto. Yo trataba de decirles que no bajaran la guardia. Cuando volábamos sobre el mar del Norte, los aviones enemigos podían aparecer en cualquier instante.
Como para confirmar mis palabras, vi más aviones alemanes que venían hacia nosotros. Esta vez, volaban de este a oeste y estaban a unos dos kilómetros a nuestra izquierda.
Grité a los artilleros para que estuvieran preparados:
—Más bandidos. ¡A las nueve!
—¡Los tengo, J.L.! —exclamó Ted—. ¡Son los mismos de antes!
—No puede ser. Los Me-109 se piraron en cuanto le dieron al 110.
—¡No, creo que Ted tiene razón! —Era Lofty, que había venido a la cabina de mando y estaba detrás de mí, mirando por encima de mi hombro.
Eché otra mirada. Otra vez los aviones se recortaban sobre el gris manto de nubes; otra vez un Me-110 estaba volando a buena velocidad justo sobre la superficie de las nubes. Detrás de él, una pequeña escuadrilla de cazas iban en su persecución.
—¿Qué diablos pasa con esta gente?
—No disparéis —ordené a los artilleros—. No están interesados en nosotros. Dejemos las cosas como están.
Vi que los Me-109 formaban dos grupos y, un avión tras otro, viraban dispuestos a atacar. Luego rompieron la formación y volaron directamente hacia el Me-110; sus balas trazadoras destellaban como joyas pasando muy cerca del avión atacado. El piloto de ese aparato se lanzó en picado, inclinó el avión hacia un lado, luego lo inclinó hacia el otro y continuó el picado. Los 109 volvieron de su pasada de ataque y se situaron para lanzarse otra vez. Ahora, el Me-110 bajaba velozmente en picado en dirección a las nubes. Las balas trazadoras lo seguían.
Yo ya no podía verlo, porque nuestro avance nos estaba alejando del combate. Lofty se acercó a una de las ventanillas laterales.
—¡Todavía no veo nada, J.L.! —informó.
—¡Kris! —grité—. ¿Los ves por ahí atrás?
—Acertaste. El artillero de cola tiene la mejor butaca. Alemanes atacando a alemanes. ¡Parece mentira!
—¿Lo han derribado?
—No... han fallado. Después se han ido. El 110 se ha metido dentro de la nube; creo que ha continuado su vuelo.
Lofty volvió a la cabina de mando y estaba de nuevo detrás de mí, inclinándose hacia adelante.
—¿Los has visto, capi? —dijo—. ¿Qué estarían haciendo?
—No tengo la menor idea. Si hubieran querido atacarnos, nosotros éramos una presa fácil, pero iban detrás de uno de los suyos. Es decir, de dos de los suyos.
—¿Quieres una posición, J.L.? —Era Sam Levy.
—Sí, ¿dónde estamos?
—A unos trescientos veinte kilómetros de la costa alemana y a unos cuatrocientos quince de Dinamarca.
—¿Por qué Dinamarca?
—Ésa es la dirección desde donde llegaron los aviones.
—Sin embargo, podían venir de Alemania.
—Fuera de donde fuese, estarían en el límite de su autonomía. Por eso no continuaron el ataque. Los 109 tendrían el combustible justo.
—Muy bien, escuchadme todos —dije—. No os descuidéis; nosotros tenemos nuestra propia tarea.
Mientras la oscuridad se hacía cada vez más profunda, los Wellingtons continuaron en su rumbo en el aire leve. Una hora más tarde, con luna llena, nos aproximamos a la costa alemana, al oeste de Cuxhaven. El nervioso diálogo en el intercomunicador se acalló cuando cruzamos la línea del litoral. Bastante lejos, a un costado de nosotros, hubo disparos de fuego antiaéreo ligero. Miramos las trayectorias ascendentes de las trazadoras. Un reflector solitario perforó el cielo con su conocida luz azulada, que pasó entre las nubes intermitentes. Iluminó unos minutos y después se apagó. Ahora volábamos a casi cuatro mil metros de altura, que era la máxima altitud que podíamos alcanzar con el combustible y las bombas que llevábamos.
Habíamos llegado a territorio alemán y podía pasar cualquier cosa. Empecé a hacer oscilar el avión, manteniéndolo en un largo y constante movimiento de balanceo, unamaniobra defensiva que —en teoría— impedía que fuéramos detectados con facilidad por los cazas nocturnos. Hasta entonces, había funcionado. Con voz tensa, los artilleros daban parte de lo que veían más o menos cada minuto: a nuestro alrededor no había aviones ni reflectores; las nubes eran ligeras y la visibilidad, buena. Una luna de bombardeo. El suelo oscuro se extendía debajo de nosotros marcado por unas líneas de luz de luna reflejada en los canales, lagunas y ríos. Lofty Skinner, ingeniero de vuelo, se sentó a mi lado observando los motores, los indicadores de presión, los mecanismos hidráulicos. Era un hombre de pocas palabras.
Estábamos volando con navegación a estima: una serie de cambios de rumbo programados, que habían sido calculados antes del despegue y eran verificados constantemente por el navegante, Sam Levy. Nos condujo a una posición al norte del pueblo alemán de Celle (a nuestro alrededor, pronto empezó un duro fuego antiaéreo), antes de que viráramos más de cien grados y enfiláramos hacia Lüneburg. Hablé por el intercomunicador para advertir a todos que estábamos a pocos minutos de nuestro objetivo. Ahora volábamos directamente hacia el norte, y Hamburgo estaba a menos de ochenta kilómetros en línea recta. Buscábamos una curva característica del Elba, cerca de Lüneburg.
Ted Burrage, el oficial encargado de la mira de bombardeo, ya había dejado su sitio en la torreta de proa y se había arrastrado dentro del vientre del Wellington; ahora permanecía boca abajo mirando al suelo a través del panel transparente detrás del morro del avión. Cuando vio el río, me gritó. Estaba justo enfrente y debajo de la cabina de mando, un gusano plateado con la luz de la luna reflejada, visible desde unos cuantos kilómetros. Nos acercábamos a Hamburgo.
En seguida el fuego antiaéreo se hizo intenso y se encendieron los reflectores. Las balas trazadoras trepaban desde abajo y ya no pasaban inofensivamente a varios kilómetros del avión; ahora nos apuntaban. Buscando bombarderos, los haces de luz de los reflectores se cruzaban y cruzaban delante de nuestra proa. Mientras se movían en todas las direcciones, teníamos atisbos de otros aviones sobre el río. De vez en cuando, alguno de los aviones era iluminado brevemente desde tierra, pero se las arreglaba para perderse en la oscuridad.
—Tengo el blanco a la vista —dijo Ted desde el morro del avión, con la mano en el mando para soltar las bombas.
—Muy bien. Házmelo saber cuando estemos en la aproximación correcta.
Entonces, por fin, estallando en el cielo delante de nosotros —justo delante, no un poco más abajo ni un poco más arriba—, miles de proyectiles explosivos, brillantes destellos en blanco y amarillo, como letales fuegos artificiales. ¿Cómo podríamos pasar a través de esa barrera de fuego sin ser alcanzados?
Volamos hacia adelante, abrimos la escotilla de bombardeo y soltamos las bombas.
Pusimos rumbo a casa.
Ted Burrage debió de morir instantáneamente cuando el proyectil estalló en la proa del avión. Los trozos de metralla atravesaron mi pierna izquierda por debajo y encima de la rodilla. Hubo algo más que me dio en la cabeza. Fui lanzado de mi asiento hacia atrás y perdí el control del avión. Éste empezó a caer en picado, escorando hacia la izquierda. Mientras tanto, el aire helado entraba en el fuselaje averiado delante de la cabina de mando. Sam Levy fue alcanzado por otro trozo de metralla. Durante la pasada de bombardeo, Lofty Skinner había dejado su asiento en la cabina de mando por si había algún problema con el dispositivo de lanzamiento de las bombas cuando tratáramos de soltarlas. Probablemente, salvó la vida por el hecho de no estar junto a mí. Colin, el operador de radio, y Kris, el artillero de cola, estaban vivos y respondieron a mi llamada.
De algún modo conseguí controlar el avión. Logramos mantenernos en vuelo mucho más tiempo del que esperaba; la pérdida de altura era lenta. Conseguí pilotar el avión durante dos horas más. Fuimos captados por la estación de radio de Mablethorpe antes de que cayéramos al mar, pero todavía no habíamos establecido contacto oral con nuestros controladores.
Sam y yo, que flotábamos en una balsa salvavidas, fuimos rescatados al atardecer del día siguiente: ambos estábamos empapados, muertos de frío, y sufríamos tremendos dolores. De haber pasado más tiempo en el mar, nuestro destino más probable hubiera sido la muerte.
Una vez en tierra, nos llevaron a distintos hospitales y perdimos el contacto.
En junio de 1941, algunas semanas después del bombardeo de Hamburgo, me encontraba convaleciente en una terraza que daba sobre una huerta, escudriñando mi pasado.
Aquella mañana, después de que el oficial de marina me hablara sobre la pérdida de Creta, fui a dar un paseo sin compañía por el jardín del hospital. No era tan agotador como podría creerse; no estábamos autorizados a ir muy lejos. Los pacientes sólo podían acceder a la estrecha franja de prado y el sendero que rodeaba la huerta, a la pequeña plantación de frutales un poco más allá y a algunos senderos más alrededor de la casa. Sin embargo, disfruté de esa breve soledad, caminando lentamente entre los arbustos, en los que todavía brillaban las gotas de una llovizna temprana, mirando la enorme casa con techo de tejas, mientras me preguntaba para qué habría sido utilizada antes de la guerra, de qué grandes acontecimientos habría sido testigo.
De regreso al ala de convalecientes, subí los escalones de la terraza, pasé entre los otros pacientes y me dirigí a mi habitación.
En la zona de descanso de la planta baja me encontré con tres personas que me estaban esperando. Una era la enfermera jefe; con ella había dos hombres, uno iba vestido de paisano, el otro llevaba el uniforme de jefe de escuadrilla de la RAF. Mientras avanzaba lentamente por el corredor, la enfermera jefe me llamó. Cuando vi al oficial, me puse tieso y traté de saludar, algo que resultó doblemente torpe, ya que en la mano derecha —la que sostenía el peso de mi cuerpo— llevaba el bastón.
Aunque parecía divertido por mi aspecto, el oficial respondió a mi saludo. Yo llevaba una bata del hospital sobre unos viejos pantalones.
—Éste es el teniente Sawyer —dijo la enfermera jefe.
—Encantado de conocerle, Sawyer —dijo el jefe de escuadrilla—. Escuadrón 148, creo. De aviones Wellington.
—Así es, señor.
—He oído que encontraron algo de resistencia en Hamburgo. Bueno, así son las cosas. Parece que ya puede caminar otra vez.
—Estoy cada día mejor, señor.
—Bien. Entonces nos gustaría que viniera con nosotros. No necesita ninguna formalidad.
—¿Regreso al servicio activo, señor?
—No exactamente. Al menos, no ahora mismo.
Media hora después estaba vestido y listo para salir. En mi habitación había encontrado un uniforme de oficial de la RAF absolutamente nuevo que me iba perfectamente bien. Tenía los galones de jefe de escuadrilla. Supuse que aquello se debía a algún error administrativo, ya que me habían hecho subir tres grados de golpe cuando no había ninguna razón para que recibiera ascenso alguno. Yo me sentía lo bastante desconcertado por el giro que tomaban las cosas como para preguntar sobre la cuestión, y suponía que muy pronto la RAF corregiría la situación. Cuando la enfermera me hubo sentado cómodamente en el asiento trasero del coche del Ministerio del Aire, salimos despacio del parque que rodeaba el hospital y poco después cogimos la carretera principal.
El civil se llamaba Gilbert Strathy, me dijo él mismo, pero no me habló de su cargo en el Ministerio del Aire. Strathy era un hombre de mediana edad con cara de querubín y brillante calva. Llevaba un traje de rayas muy finas impecablemente planchado. Era muy cordial y le preocupaba mi bienestar, pero no dijo una sola palabra sobre por qué habían ido a buscarme al hospital. El oficial era el jefe de escuadrilla Thomas Dodman, adscrito al Mando de Bombardeo, pero, al igual que su acompañante, no me dio otra información que ésa.
Desvié mis ojos de los dos hombres y miré afuera por la ventanilla que tenía a mi lado. Vi el arcén de la carretera y los setos bajo el sol del verano. Por supuesto, las carreteras estaban desiertas, ya que, para la mayoría de la gente, la gasolina era prácticamente imposible de conseguir. El tiempo espléndido que hacía ayudaba a disimular cierta melancolía instalada en todo el país desde otoño de 1939. A mediodía, la conductora del coche paró en Stow-on-the-Wold, y todos comimos en el hotel frente a la plaza principal del pueblo. Strathy firmó la cuenta que le presentó el propietario del hotel; éste nos trató con extraordinaria cortesía. Después de comer, continuamos nuestro viaje a través del pacífico paisaje campestre; íbamos hacia el sureste, en la dirección aproximada de Londres.
Para ir a la embajada británica, bajé del metro en la Friedrich-strasse y caminé junto al río Spree hasta llegar a la Luisenstrasse. Me habían dicho que el edificio estaba en la esquina de esta ancha calle con Unter den Linden. Me sentía bastante inquieto, presionado por las irrazonables exigencias de mi hermano y las apenas algo más razonables expectativas de mi país.
Cuando me aproximaba al edificio de la embajada, vi a Terry Hebbert, el capitán del equipo de atletismo, que caminaba pensativo en la misma dirección que yo. Lo alcancé y nos saludamos algo aliviados. Terry me felicitó por el bronce obtenido y habló brevemente sobre sus propias esperanzas en las competiciones que aún tendrían lugar en la pista de atletismo. Me preguntó dónde estaba Joe, pero sólo le dije que le había sido imposible venir a la recepción. Mientras hablábamos, saqué mi medalla del bolsillo y, con un poco de timidez, me la colgué del cuello. Juntos encontramos la entrada correcta y seguimos las señales que con sus elegantes rótulos nos guiaron hasta el Salón Imperial de Baile.
La recepción tenía lugar en una gran sala de suelo muy pulido y candelabros de cristal resplandeciente. Una orquesta integrada por cuatro músicos tocaba sobre un estrado en el extremo opuesto de la sala y algunos camareros uniformados, con bandejas de bebidas y tentempiés que mantenían por encima de sus cabezas, se movían diestramente entre los muchos invitados que ya habían llegado. El ruido y el calor eran tremendos. Todo el mundo parecía conocerse; las conversaciones eran tanto en inglés como en alemán, y las risas, cada vez más vivaces y ruidosas. Había varios oficiales alemanes de alta graduación, ataviados con sus característicos uniformes negro y gris oscuro incluso en aquella escasamente ventilada y atestada sala. Vi a una pareja de atletas a quienes conocía de Oxford, que estaban conversando animadamente. Presionado por Joe para que me quedara en la fiesta el menor tiempo posible, resistí la tentación de acercarme a ellos y saludarlos. Mientras nos abríamos paso lentamente entre la multitud que llenaba la sala de baile, alguien se apartó de un pequeño grupo y cogió del brazo a Terry Hebbert, quien inmediatamente se unió a ellos. Continué deambulando solo. Pronto vacié mi primera copa de champaña y la cambié por una llena.
La orquesta terminó una pieza y alguien pidió silencio desde el estrado. Alternando el inglés con un alemán casi perfecto, un caballero británico bastante alto pronunció un breve discurso de bienvenida. Mencionó a los atletas olímpicos que estaban compitiendo con tanto éxito, no sólo los ingleses, por supuesto, y elogió generosamente a los atletas del país anfitrión. Hasta ese momento, Alemania llevaba ya tanta ventaja en el medallero que era improbable que ningún otro país la alcanzara. También habló elogiosamente del gobierno alemán por haber conseguido que los Juegos se desarrollaran con un nivel tan alto de imparcialidad y deportividad. Terminó expresando el sincero anhelo de que los Juegos fueran el comienzo de un nuevo y perdurable espíritu que imbuyera a la nación alemana de un sentimiento de hermandad hacia el resto de los países de Europa.
Cuando el discurso iba por la mitad, me di cuenta de que, por supuesto, el que hablaba era el embajador inglés. Detrás de él en el pequeño estrado vi también a Arthur Selwyn-Thaxted. Cuando el embajador acabó sus palabras y la orquesta empezó a tocar otra vez, Selwyn-Thaxted bajó del estrado y caminó de prisa entre la gente en dirección a mí.
—Me alegra mucho que haya podido venir, señor Sawyer —dijo en voz bastante alta—. ¿Cuál de los J.L. es usted?
—Yo soy Jack, señor. Jacob Lucas.
—¿Ha venido también su hermano?
—Me temo que no. En el último minuto ha surgido un imprevisto.
—¡Qué pena! Bueno, al menos usted ha podido venir. Hay alguien aquí que está ansioso por conocerlo. ¿Tendrá un minuto para saludarlo?
—Claro.
Dejé mi copa de champaña y seguí al hombre mientras se escurría educadamente entre la gente. En uno de los lados de la sala habían dispuesto algunas mesas cubiertas con manteles blancos. Agrupados detrás de una de ellas, separados del resto de la gente, había algunos oficiales alemanes. Distinguiéndose entre ellos estaba el hombre que nos había entregado las medallas a mi hermano y a mí. Nos vio caminando hacia él, e inmediatamente se adelantó hacia nosotros.
—Herr Reichsführer Rudolf Hess —dijo Selwyn-Thaxted—, tengo el placer de presentarle al señor J.L. Sawyer, uno de nuestros medallistas olímpicos.
—¡Buenas noches, señor Sawyer! —dijo Hess inmediatamente, e hizo un jocoso gesto en dirección a la medalla que colgaba sobre mi pecho—. Por supuesto que lo recuerdo. Le ruego que nos haga el favor de tomar una copa con nosotros.
La mesa al lado de la cual se hallaban reunidos estaba cubierta de vasos y jarras de cerveza con tapa. También había varias enormes copas de cristal con un líquido oscuro lleno de espuma; asimismo, había dos camareros listos para servir lo que hiciera falta. Hess chasqueó los dedos perentoriamente, y uno de los camareros llenó una jarra.
—Esto le gustará —dijo Hess.
Cogí el pesado pote, levanté la tapa y bebí un sorbo del espumoso líquido. Era dulzón, estaba frío y tenía un sabor fuerte pero agradable. Me di cuenta de que Hess no tomaba aquella bebida y que en su mano había en cambio un pequeño vaso de zumo de frutas.
—Muchas gracias, señor. Es una bebida agradable.
—¿Ya había probado el Bismarck?
—¿El Bismarck?
—Me han dicho que es muy apreciado en Oxford. Quizá usted lo conozca por su nombre inglés: allí se llama «Terciopelo negro».
—No, jamás lo he probado. Como me estaba entrenando para los Juegos, sólo bebía alguna cerveza, y en modestas cantidades.
—En Alemania, el Bismarck es muy popular. A muchos les gusta beberlo cuando nos visitan los británicos, como hoy. Ustedes tienen también una buena cerveza negra, que llevan de Irlanda. Se llama Guinness, creo. Nosotros mezclamos la Guinness con champaña francés. ¡De esa manera, todos en Europa somos amigos, como nos ha aconsejado su embajador!
Mientras continuaba aquella trivial conversación, Selwyn-Thaxted permanecía a mi lado con una atenta sonrisa.
—Tengo que atender a otros invitados —me dijo, hablando suavemente en inglés—. Si necesitara algún consejo, me encontrará fácilmente.
—¿Un consejo?
—Nunca se sabe. Por favor, discúlpeme. —Hizo un gesto de gran cortesía en dirección a Rudolf Hess—. Es un gran honor contar con su presencia esta noche, Herr Hess. Es usted bienvenido. Si necesitara algo, hágamelo saber, a mí o a alguno de mis colaboradores.
—Muchas gracias, caballero. —Al despedirse de Selwyn-Thax-ted, Hess se volvió directamente hacia mí. Para entonces, Hess se había quitado la chaquetilla y se había quedado en mangas de camisa; una de color caqui metida en unos pantalones grises. De su cuello colgaba la Cruz de Hierro. Acercó a mí su fornido cuerpo—. ¿Por qué no ha traído a su hermano? —me preguntó con su desconcertante voz de tenor.
—No ha podido venir. —Al percibir la reacción de Hess, me di cuenta de que la respuesta no lo había satisfecho. Entonces, agregué—: Esta tarde está entrenando solo. La invitación sólo podía ser aprovechada por uno de nosotros.
—Es una pena. Estaba deseando verlos juntos otra vez. ¡Los cuerpos de ustedes son tan saludables y musculosos! ¡Y son tan parecidos! Se trata de un maravilloso engaño y una gran novedad.
—Nunca tratamos de engañar a nadie, señor. Joseph y yo creemos que...
—Desde luego, pero ¡estoy seguro de que se da cuenta de lo útil que puede resultarle si usted no desea estar en un sitio! O estar en algún sitio haciéndose pasar por su hermano, de modo que los que no lo conocen crean que está usted en algún otro lugar, o que está donde no parece estar.
Yo tenía dificultades para seguir lo que Hess decía. Para ocultar mi confusión, fui a beber un sorbo, pero al acercar la jarra a mis labios, aquel líquido dulzón y malteado me disuadió.
—A veces nos ven juntos —dije, pensando que esa conversación era absurda—. Entonces la gente se da cuenta de que somos gemelos. Otras veces, nos ven separados y nadie sabe nada del otro.
—¿Es cierto, señor Sawyer, que todo lo hacen juntos, incluso aquellas cosas que...?
—Llevamos vidas separadas, señor.
—¡Aparte del remo! ¡No podrían hacerlo solos!
—No, señor.
—¿Dónde y cómo ha aprendido alemán? —Se acercaba cada vez más a mí—. Lo habla perfectamente y casi no comete ninguna falta.
—Mi madre es de Sajonia, señor. Emigró a Inglaterra antes de la Gran Guerra. Es allí donde nací, pero me crié hablando inglés y alemán a la vez.
—Entonces ¡usted es medio alemán! Eso está muy bien. ¡La mitad de su medalla es nuestra, pues!
Lanzó una carcajada y repitió a sus camaradas lo que había dicho, siempre muy cerca de mí. Ellos se rieron también. Yo miré a mi alrededor para ver si el señor Selwyn-Thaxted estaba por ahí, pero no conseguí localizarlo. Necesitaba lo que él había llamado «un consejo». La charla continuó.
—Herr Speer también es remero. Quizá debería conocerlo.
—¿Herr Speer?
—Speer es arquitecto de nuestro líder. Eche una mirada cuando ande por Berlín. Él ha diseñado la mayor parte de nuestros grandes edificios y estadios. Pero es un verdadero fanático del remo.
—Me gustaría conocerlo, por supuesto —dije tan vagamente como pude—. ¿Y qué me dice de Herr Hitler? ¿Le interesan los deportes?
—¡Él es nuestro líder! —Súbitamente, Hess se puso en guardia y se irguió. Durante un momento pensé que levantaría el brazo y saludaría. A través de la sala, sus ojos profundos contemplaron la lejanía; aparentemente no se centraron en nada en particular. Luego dijo—: Después de la recepción iremos a una cena privada. ¿Querrían acompañarnos usted y su apuesto hermano?
—Mi hermano nopodrá venir en toda la noche —dije.
—Entonces venga solo. Tenemos buenas bebidas, y podrá comer jabalí por primera vez en su vida. Le contaremos muchas cosas interesantes de Alemania.
La ansiedad que sentía por escapar de aquel hombre era cada vez más acuciante. Sabía que Joe me estaba esperando en una de las calles cercanas al edificio. Cuanto más me demorara, mayor sería su enfado conmigo.
—Lo siento, Herr Reichsführer —dije—. Eso no es posible. Lo siento de verdad.
—Haremos todo lo que sea necesario para que pueda venir. ¡En el Tercer Reich todo es posible! —Su voz había adoptado un tono bromista, que le daba un matiz amenazador—. ¿Qué otra cosa tiene que hacer en Berlín? Cuando nos marchemos dentro de unos minutos, vendrá con nosotros. Se divertirá el resto de la jornada. No habrá mujeres, nadie que pueda interrumpirnos en lo que deseemos hacer. ¡No dudo que usted me entiende! Todos somos muy divertidos; usted podrá mostrarnos cómo rema. ¡Yo seré su pequeño bote!
Se rió otra vez. Durante unos segundos, sus ojos se cerraron bajo las prominentes cejas. Yo sentí una oleada de confusión, vergüenza, incertidumbre, miedo. Sus camaradas observaban mi reacción.
Hess levantó su vaso y apuró el zumo de frutas. Mientras lo dejaba sobre la mesa que estaba a mi lado, inclinándose hacia adelante para que su hombro se apretara contra el mío, Selwyn-Thaxted apareció oportunamente junto a mí.
—Ah, Sawyer —me dijo—. Veo que necesita otra copa. —Mi jarra con la mezcla de Guinness y champaña estaba casi llena, pero Selwyn-Thaxted la cogió de mis manos, cerró la tapa y la dejó sobre la mesa—. El embajador me ha pedido que hiciera todo lo posible para presentárselo —agregó en voz alta y en alemán para que Hess se enterara—. Nada formal. Venga conmigo ahora mismo.
Hess estaba junto a nosotros.
—Ya hemos decidido irnos, caballero mío —le dijo a Selwyn-Thaxted. A continuación me miró directamente, con sus opacos e inquietantes ojos—. ¡Vamos, me parece que ya nos marchamos!
—El embajador le envía sus saludos, Herr Reichführer —dijo Selwyn-Thaxted—. Con su permiso, le ruega una audiencia privada con él, dentro de unos minutos.
—Eso no es posible.
—Entonces Su Excelencia no querrá insistir —dijo. Luego, dirigiéndose a mí—: Vamos, Sawyer.
Agarrando firmemente mi brazo y con paso relajado, Selwyn-Thaxted me guió a través de la sala de baile hasta una puerta de doble batiente. La abrió y entramos en una pequeña habitación anexa al vestíbulo. Cerró las puertas detrás de él; se acalló así la mayor parte del ruido de la recepción.
—¿Puedo suponer que permanecerá en Berlín hasta la ceremonia de clausura?
—No creo que sea posible. —Le conté acerca de la inexplicable pero urgente necesidad que sentía mi hermano de regresar a casa; Selwyn-Thaxted escuchó atentamente mis palabras.
Luego se quedó pensando un momento, mientras contemplaba los dibujos de la alfombra persa.
—Sí, es probable que sea lo más inteligente —dijo—. No sé qué preocupa a su hermano, pero en lo que a usted concierne, creo que lo más sensato es que no vuelva a ver a Herr Hess.
—¿Puedo preguntarle por qué me ha animado a conocerlo?
—Me loha pedido él; además me ha dado su nombre. También sabíamos que usted habla perfectamente el alemán y esto sugería que el encuentro podía tener alguna dimensión adicional que posiblemente fuera útil.
—Ha sido una charla insustancial.
—¿Nada interesante? —preguntó Selwyn-Thaxted suavemente.
—¿Acerca de qué?
—Bueno; por ejemplo, quizá haya mencionado algo sobre losplanes del canciller Hitler.
—No, de eso no dijo nada. Está intrigado por lo mucho que nos parecemos mi hermano y yo. Y dijo que a Herr Speer le interesa el remo.
Selwyn-Thaxted sonrió fugazmente.
—No creo que supiéramos eso —dijo.
—¿Es importante?
—Seguramente, no... pero nunca se sabe. —Sin que se notara demasiado, Selwyn-Thaxted había estado conduciéndome hacia la puerta—. Se lo agradezco mucho, señor Sawyer. Espero que no le importara hablar con él.
—No, señor.
Ya en el vestíbulo, Selwyn-Thaxted pidió a uno de los subsecretarios que me acompañara hasta la salida del edificio por la puerta principal.
Para entonces, ya había anochecido, pero todavía hacía calor. En Unter den Linden, había una hilera de descapotables Daimler, que esperaban la salida de Hess y sus camaradas, pero de éstos no había señal alguna. Caminé rápidamente por la avenida hacia la puerta de Brandenburgo, detrás de la cual había quedado con Joe. Desde lejos vislumbré la furgoneta, con los dos botes otra vez amarrados sobre el techo. Cuando me acerqué más, vi a Joe, que se paseaba con impaciencia. Me saludó con poco más que un bronco reconocimiento y se puso al volante inmediatamente.
Pocos segundos después, estábamos rodando a buena velocidad por las calles de Berlín, hacia el norte. Yo no abrí la boca. Mientras dejábamos atrás el extrarradio de la ciudad, se hizo noche cerrada. Cogimos la nueva autopista de Hamburgo y penetramos en la campiña alemana. No era el camino por el que habíamos llegado. Mencioné esto a Joe, pero él no me respondió.
El coche del Ministerio del Aire se detuvo varias veces más en nuestro largo viaje desde el hospital: para repostar, para que Gilbert Strathy llamara por teléfono y, finalmente, para merendar y tomar una taza de té junto al mercado de un agradable pueblo al lado de la carretera. Debido a la ausencia de señalización, a aquellos que no conocieran previamente la región les resultaba difícil reconocer los pueblos. Ninguno de los que me acompañaban hizo comentario alguno sobre la ruta recorrida.
Después de la última parada, balanceándome incómodamente en el asiento trasero y con la cabeza hacia adelante, caí en un sopor. Estaba en ese estado tan particular de semivigilia que se alcanza en un viaje y en el que uno, aunque capaz de algún descanso, es parcialmente consciente de lo que sucede a su alrededor. Oí que los otros dos hombres, que seguramente creían que yo dormía, discutían acerca de mí.
—He dispuesto que preparen un sitio para que el jefe de escuadrilla Sawyer pase esta noche —oí que decía Strathy—. Afortunadamente, no necesita una enfermera.
—¿Se quedará allí?
—No, eso será imposible. Cuando acabe esto, él debe estar en Londres. Hay una habitación en el casino de oficiales de Northolt. Podría tener allí su base mientras lo necesitara.
A medias interesado en lo que se decía y agotado después del largo viaje, me adormecí. La pierna empezó a dolerme intensamente y sentía el cuello rígido. El uniforme, que al principio parecía irme bien, ahora resultaba apretar demasiado en los brazos y en la entrepierna. La tela me picaba en los lugares donde rozaba la piel desnuda: las piernas, el cuello, las muñecas. Esperé hasta que los dos se callaron y entonces abrí un ojo con cautela para mirar por la ventanilla que tenía a mi lado. Estaba oscuro, y el coche rodaba lentamente, con los faros cubiertos proyectando un mínimo haz de luz hacia delante. Pensé con simpatía en la joven conductora: había estado conduciendo todo el día por carreteras estrechas y difíciles sin ninguna indicación de los nombres de los pueblos ni de la dirección a seguir, sin señales de tráfico y, ahora, sin luz. Ella también debía de estar agotada.
El señor Strathy se acercó a mí y me tocó suavemente en la mano para despertarme.
—¿Está despierto, señor Sawyer?
—Sí —dije, instantáneamente en alerta. Me di cuenta de que había estado durmiendo más profundamente de lo que creía. Otra vez me sentí inmerso en la realidad. El coche, los demás pasajeros, todo a mi alrededor parecía más grande. El sonido del motor era más potente. Un chorro de aire llegaba a mí a través de la puerta y jugaba alrededor de mi pierna.
—Pronto llegaremos —dijo Strathy—. Creo que es hora de que se componga un poco.
—¿Dónde estamos?
—Estamos a punto de pasar por Wendover, que no está lejos de Chequers. Ahora puedo informarle, jefe de escuadrilla Sawyer, de que el primer ministro ha pedido verlo. Naturalmente, no pudimos decírselo antes.
—¿El primer ministro? —dije—. ¿El señor Churchill ha pedido verme? No puedo creer que él supiera de mi existencia.
—Le puedo asegurar que así es.
—Se trata de un breve traslado en comisión, Sawyer —dijo el auténtico jefe de escuadrilla—. Cuando lleguemos le darán a conocer los detalles; de vez en cuando, la oficina del primer ministro solicita encuentros con los mandos militares. En las Fuerzas Armadas, muchos jóvenes como usted son escogidos para este tipo de experiencias. Esto le será muy útil más adelante en su carrera.
—¿Qué se supone que debo hacer? —Todavía estaba un poco azorado por la novedad.
—El primer ministro o alguien de su entorno se lo explicará. Mañana, en la sede del Almirantazgo, recibirá órdenes más detalladas. Esta noche, sólo será presentado al primer ministro. Después de eso, lo llevaremos a su alojamiento, en la base de la RAF en Northolt. De momento, su base estará ahí.
—Señor, creía que volvía a las operaciones, con mi escuadrón.
—Regresará pronto. Éste es un destino temporal. La promoción también es temporal, pero me atrevería a decir que si en las próximas semanas su desempeño es bueno, no volverá a su grado anterior.
De pronto, la conductora apretó el freno del coche y lo hizo girar bruscamente a la izquierda, como si hasta ese momento no hubiese visto la curva que allí había. Al mismo tiempo que era lanzado a un costado en mi asiento, vi a la luz de los faros delanteros unos altos pilares de ladrillo y unos portones de hierro forjado. A cada lado de los pilares había unos agentes de policía uniformados, que nos saludaron mientras pasábamos. Más allá de la entrada propiamente dicha se veía un clásico puesto militar de control con un cuartel próximo a él. Ahí, el coche se detuvo y un sargento armado se inclinó junto a la ventanilla y examinó la documentación de todos moviendo cuidadosamente su linterna. A mí me resultaba casi imposible darme cuenta de qué estaba sucediendo. Strathy y el jefe de escuadrilla Dodman esperaron pacientemente. Yo no llevaba papeles: mi identificación militar había quedado destruida o se había perdido cuando el Wellington se estrelló en el mar. Sin embargo, parecía que no había ningún problema en relación con mi identidad.
Recorrimos el camino sin iluminar, entre árboles añosos. El sendero estaba marcado con unas piedras pintadas de blanco —que brillaban brevemente al pasar— situadas a intervalos a cada lado.
Recuerdo vívidamente ese momento. Nadie en el coche dijo una palabra desde que cruzamos la barrera hasta que estuvimos dentro de la famosa casa llamada Chequers. Esto me permitió componerme y prepararme para lo que estaba por venir.
Cuando escribo estas líneas, han pasado muchos años desde el final de la segunda guerra mundial. Vivo en una época en la que, en ciertos círculos, está de moda el cinismo ante el patriotismo, la valentía, el liderazgo político, los objetivos nacionales. Yo mismo lo siento así algunas veces. ¿Quién no lo sentiría en una modélica democracia escéptica? En 1941, las cosas eran diferentes, pero no soy un apologista de aquellos tiempos.
Entonces, Winston Churchill era una figura incomparable, casi única en la historia británica. Para los que vivíamos en ese tiempo, los pocos afortunados, Churchill era la persona que había dado forma al espíritu nacional cuando todos esperaban la derrota. Nos enfrentamos solos a la Alemania de Hitler, la potencia militar más poderosa del mundo. El resultado de eso, unos años más tarde, fue la victoria final de los Aliados, a pesar de que en 1940 y 1941 eran muy pocos los que habían dado la victoria por segura, y ni siquiera por probable. Cuando terminó la guerra, en 1945, todo el mundo se sentía tan aliviado por poder dejar aquello atrás que la gente dio la espalda a lo que había vivido hasta tan poco tiempo antes. La guerra había acabado. Lo que había sido importante de repente ya no lo era. Churchill cayó del poder espectacularmente y languideció en la oposición mientras mucho de lo que él había predicho empezaba a suceder. Durante un corto período, en 1951, volvió a ser primer ministro, cuando ya estaba físicamente muy disminuido por la edad. También es verdad que durante muchos años antes de que llegara al poder, en 1940, Churchill había sido una figura polémica y marginal, poco popular en algunos sectores, de quien desconfiaban la mayor parte de los políticos contemporáneos. Pero apareció en el momento oportuno. En esos largos y peligrosos meses antes de que Estados Unidos, la Unión Soviética y Japón entraran en la guerra, Churchill pronto se convirtió en una leyenda para la mayoría del pueblo británico. Parecía encarnar cierto tipo de espíritu de la nación, simbolizaba la voluntad de lucha británica, algo que quizá nunca antes se había manifestado, hasta que la necesidad la hizo surgir.
Yo pertenecía a ese mundo, a esa generación. Cuando estalló la guerra, estaba sirviendo en la RAF, con el rango de oficial de vuelo. Nuestros primeros intentos de lanzar ataques de bombardeo diurno encontraron una feroz resistencia. Sufrimos terribles pérdidas y las incursiones pronto fueron interrumpidas. Los Blenheim con los que volábamos eran muy lentos y vulnerables para operaciones diurnas y carecían de la autonomía necesaria para penetrar profundamente en vuelos nocturnos; así pues, durante la mayor parte del primer invierno y la primera primavera de la guerra, restringimos nuestras operaciones al rastreo de barcos en el mar del Norte, y rara vez entablábamos combate, o ni siquiera nos veíamos con el enemigo.
Con la invasión de Francia, la guerra entró en una fase más seria, y la seguridad de Gran Bretaña empezó a estar en peligro. A medida que ese peligro se hacía más patente, la reputación de Neville Chamberlain —ligada al concepto de apaciguamiento de Hitler— hizo de él un líder de guerra poco adecuado. Su gobierno cayó, lo sucedió Churchill, y un nuevo espíritu se propagó por toda la nación. El peligro nunca había sido mayor, los británicos nunca habían sido un pueblo tan dispuesto a enfrentarlo. Cualquiera que hubiera estado allí, que hubiera vivido ese momento, habría sentido un respeto reverencial por Churchill. No hay otra expresión que lo defina mejor, y respeto reverencial era lo que yo sentía mientras el coche rodaba lentamente hasta la entrada principal de la residencia del primer ministro.
Después de todo un día de viajar en coche, me sentía entumecido; necesité estar un buen rato de pie sobre el suelo de gravilla para relajarme y acostumbrarme a andar con mi bastón. Los dos hombres con quienes había viajado me miraban con simpatía, pero yo estaba decidido a arreglármelas solo. Agudas punzadas de dolor me recorrían las piernas y la espalda.
Poco a poco el dolor fue cediendo. El jefe de escuadrilla Dodman se puso a mi lado en el momento que traspasábamos la puerta, con su mano sostenía suavemente mi codo derecho. Nos recibió un hombre vestido con pantalones negros y camisa blanca, pulcramente ataviado, en absoluto informal. Nos saludó a los tres llamándonos por nuestros nombres y luego nos pidió que tuviéramos la amabilidad de esperar un momento.
Fuimos conducidos a una habitación lateral, una amplia y débilmente iluminada cámara con las paredes cubiertas de paneles de madera. A cada lado se veían oscuras pinturas de paisajes campestres, trofeos y estantes con libros. Una mesa ocupaba el centro de la habitación y alrededor de ella había un buen número de sillas cuidadosamente colocadas. Las ventanas tenían pesados cortinajes y tras ellos era visible el material de oscurecimiento que cubría los cristales. Los tres, formando un nervioso grupo, nos quedamos junto a la puerta, esperando —al menos yo— conocer, en los próximos minutos, el motivo de la convocatoria.
Dos horas más tarde todavía estábamos allí; para entonces, habíamos tomado asiento junto a uno de los extremos de la mesa. Durante nuestra espera, varias personas entraron y salieron de la casa, algunas únicamente entregaban o recogían algo, otras llegaban en lo que parecía ser una misión urgente y eran conducidas directamente a otras dependencias de la casa. Más o menos una hora después de nuestra llegada nos trajeron té y galletas. Apenas conversábamos; el largo viaje y la expectativa de que en cualquier momento podrían llamarnos nos impedían relajarnos.
Finalmente, unos quince minutos después de medianoche fui convocado.
Rígidamente otra vez, me puse de pie. Dejé a mis acompañantes en la sala de espera y salí cojeando detrás del hombre que había ido a buscarme; sentía que debía darme prisa para que el primer ministro no tuviera que esperar, pero no me vi presionado a ello.
Cruzamos el vestíbulo donde habíamos sido recibidos y después avanzamos por un corto y oscuro corredor. Fui conducido hasta una habitación donde cuatro mesas sostenían grandes máquinas de escribir; en dos de ellas, trabajaban unas mujeres. El lugar estaba escasa y tristemente amueblado: suelo desnudo, sin cortinas, aparte de los inevitables estores de oscurecimiento; potentes luces en el techo; incontables archivadores, teléfonos, bandejas, cables y papeles por todas partes. Una vez más se me pidió que esperara. El trabajo de secretaría continuaba a mi alrededor; las dos dactilógrafas no me prestaron la menor atención. El reloj que colgaba de la pared marcaba las doce y veinte.
—El primer ministro lo recibirá ahora —me dijo el hombre que me había acompañado desde la sala de espera, en tanto mantenía abierta la puerta. Mientras yo traspasaba el umbral cojeando, el hombre dijo—: Señor Churchill, éste es el jefe de escuadrilla J.L. Sawyer.
Tras la brillante iluminación que proporcionaban las bombillas desnudas en la oficina por la que acababa de pasar, al principio, la amplia habitación en la que había entrado parecía estar a oscuras. Lo único iluminado era el escritorio que ocupaba el centro de la estancia, que tenía una lámpara a cada extremo. A la luz reflejada en los papeles vi el famoso semblante de Winston Churchill, inclinado sobre su trabajo. El humo de su puro flotaba en el aire. Mientras caminaba dolorosamente hacia el escritorio, él no levantó la mirada y continuó leyendo varias notas de una pila, con una gruesa estilográfica en una mano. Con la otra sostenía el puro. Sobre el escritorio, un vaso de cristal tallado casi vacío lanzaba destellos a la luz de la lámpara; junto a él, una licorera con whisky y una jarra con agua. Churchill llevaba gafas de lectura. Leía velozmente y sólo se detenía para poner su inicial al pie de cada nota, después la dejaba a un lado con la mano que sostenía la pluma. En la última, escribió además algunas palabras, la firmó y la dejó con las demás.
Colocó los papeles en una rebosante cesta de alambre que había debajo de una de las lámparas y después cogió otro montón de la bandeja de asuntos a despachar.
—Sawyer —dijo mirándome por encima de las gafas. Yo estaba muy cerca de él, pero aun así no estaba seguro de si me veía bien, tan profunda era la oscuridad en la habitación—. J.L. Sawyer. Usted es Jack, ¿verdad?
—Sí, señor.
—No es el otro.
—¿Se refiere usted a mi hermano, señor Churchill?
—Sí. ¿Qué pasa con él? Durante unos días, mi gente se ha hecho un lío con ustedes dos.
—Mi hermano murió, señor. El año pasado, en las primeras semanas de bombardeos.
Churchill parecía sorprendido.
—No sabía nada de ese horrible acontecimiento. Las palabras son siempre inadecuadas, pero permítame que le diga que estoy consternado por lo que me dice. Sólo puedo ofrecerle mis sinceras condolencias. —El primer ministro se quedó mirándome a los ojos en silencio. Durante unos segundos pareció que de verdad se hubiera quedado sin palabras. Dejó la estilográfica. Después dijo—: Esta guerra... esta maldita guerra.
—La muerte de Joe sucedió hace varios meses, señor —dije.
—Aun así. —Sacudió levemente la cabeza y apretó las palmas de las manos sobre el escritorio—. Permítame que al menos le diga para qué lo he llamado. Necesito un edecán que provenga de la RAF, y su nombre es el primero en la lista. Durante cierto tiempo, no tendrá mucho que hacer, pero puede que más adelante tenga un trabajo más interesante para usted. Por ahora, cuando vayamos a cualquier parte, quiero que usted camine detrás de mí, que se mantenga a la vista y que no abra la boca. Veo que lleva bastón. Puede caminar, ¿verdad?
—Sí, señor.
—La gente de aquí le dará los pases que necesite. Primera cosa: mañana por la mañana deberá ir al Almirantazgo, ¿quiere hacerlo?
—Sí, señor —dije otra vez.
Churchill había vuelto a sus papeles, la mano y la pluma moviéndose en el margen hacia abajo. Después de unos segundos de indecisión, me di cuenta de que la entrevista había terminado, entonces me volví y caminé tan de prisa como pude en dirección a la puerta.
—¡Jefe de escuadrilla Sawyer!
Me detuve y miré hacia atrás. El primer ministro había dejado sus papeles y ahora estaba más erguido detrás de su escritorio. Estaba vertiendo whisky y agua —más del primero y menos de la última— en su vaso.
—Me han dicho que usted y su hermano fueron a la olimpiada de Berlín y ganaron una medalla.
—La de bronce, señor. Corrimos en el par sin timonel.
—Felicidades. También me han dicho que después de eso fue presentado a Rudolf Hess.
—Sí, es verdad.
—¿Usted solo, o su hermano también estaba allí?
—Sólo yo, señor.
—¿Su hermano no lo conoció?
—Apenas, señor. Hess nos entregó las medallas en la ceremonia.
—Tengo entendido que tras la ceremonia usted pasó un rato con él. ¿Se formó alguna impresión del hombre?
—Eso fue hace algunos años, señor Churchill. Conocí a Hess en la recepción en la embajada británica. No estuve mucho tiempo con él pero diría que no me gustó.
—No le he preguntado si le gustó. Me han dicho que usted habla un perfecto alemán y que mantuvo una larga conversación con el hombre. ¿Qué opinión tiene de él?
Pensé antes de contestar; desde aquella noche, tanto tiempo atrás, yo no había pensado en lo que pasó. Después de aquello, habían sucedido cosas más importantes e interesantes.
Churchill bebió un sorbo de su vaso mientras me miraba fijamente.
—Por su forma de actuar, se podría haber pensado que estaba borracho, pero no estaba bebiendo alcohol. Llegué a la conclusión de que estaba acostumbrado a intimidar a la gente. Se hallaba con un grupo de nazis y daba la impresión de que estuviera haciendo una demostración ante los demás. Es muy difícil para mí decir si realmente me enteré de algo respecto a Hess.
—Muy bien. ¿Lo reconocería si lo viera ahora?
—Sí, señor. Nunca lo olvidaré.
—Bien. Eso puede ser muy valioso para mí. Como es posible que usted sepa, Herr Hess ha adquirido cierta notoriedad en las últimas semanas.
No tenía la menor idea de a qué se refería Churchill con su último comentario. Aparentemente, la noticia de la sensacional llegada de Hess a Escocia había sido superada por los acontecimientos. Cuando supe que Alemania estaba tratando de negociar la paz, me había quedado pasmado, pero después de la primera aparición de la noticia en los periódicos, éstos habían dejado el tema y Hess nunca era mencionado en la radio. Lo había comentado con los otros pacientes del hospital de convalecientes, pero ninguno de ellos sabía más que yo sobre el tema.
Churchill dejó el vaso sobre el escritorio, cogió la estilográfica y volvió a sus papeles. Esperé unos segundos pero una vez más estuvo claro que él había terminado conmigo. Abrí la puerta y volví a la oficina. Una de las secretarias me estaba esperando y me entregó una carpeta que contenía varias hojas y una tarjeta de identificación. Me explicó el contenido de cada documento, me indicó dónde debía firmar y cuándo se suponía que debía mostrarlos.
Unos minutos más tarde, otra vez con el jefe de escuadrilla Dodman y el señor Strathy, volvimos al coche que esperaba fuera de la casa, en el camino de gravilla. La chófer del servicio femenino estaba dormida, echada incómodamente sobre el volante.
Mientras nos alejábamos de Berlín, Joe estaba tenso y callado. Miraba el espejo retrovisor continuamente y se movía nervioso cuando algún vehículo nos adelantaba. Por descontado, le pregunté a qué se debía aquello. Pero, al igual que antes, no me respondió.
Habíamos dejado atrás la extensa zona suburbana de la ciudad y circulábamos por la autopista a través de la oscura campiña cuando oí unos golpes apagados en la parte trasera de la furgoneta. Me parecía que se trataba de algún problema mecánico, pero él hizo caso omiso del ruido.
—Tranquilízate, ¿quieres? —me dijo hoscamente.
Pocos minutos después nos acercamos a una salida que según el cartel de señalización llevaba a un sitio llamado Kremmen; después de mirar una vez más por el espejo retrovisor, Joe fue reduciendo la velocidad de la furgoneta. No había ningún vehículo cerca. Dejamos la autopista y cogimos una carretera estrecha que, entre altos árboles, discurría por una zona de colinas. Joe continuó otros dos o tres minutos hasta llegar a un estrecho camino que salía hacia un lado. Se desvió por allí, frenó, paró el motor y apagó las luces.
En el súbito silencio que siguió, pregunté:
—Joe, ¿qué pasa?
—A veces pienso que debes de estar ciego, para no ver todo lo que sucede a tu alrededor. Ven y échame una mano.
Fuera, la oscuridad era casi completa. La poca luz que podía quedar del anochecer estaba tapada por la cúpula que formaban los árboles. No se oía ningún ruido de tráfico, no se veía luz de casa alguna, no había señal de que nada estuviese sucediendo en ninguna parte. Un tibio olor a pino nos envolvió. Sobre nuestras cabezas, podíamos oír el ruido de las ramas al rozarse unas con otras en la brisa que atravesaba el bosque. Nuestros pies aplastaban las agujas secas de los pinos. Joe abrió la puerta trasera de la furgoneta y se inclinó dentro de ella, buscó algo removiendo con las manos y por fin encontró lo que quería. Era una linterna; la encendió y me la pasó.
—Mantenla quieta —dijo.
Entró en el compartimiento de carga y empezó a mover las bolsas que contenían nuestro equipo. Me dio la impresión de que había más bultos de los que habíamos traído de casa.
—Ilumina aquí —me dijo, moviendo la mano con enfado—. No enfoques la luz hacia mí.
Escondido hasta entonces por las bolsas y cajas, había un colchón sobre el suelo de la furgoneta. El colchón estaba cubierto por un tablero que estaba apoyado en el lateral del vehículo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Quedaba así un estrecho espacio triangular debajo del tablero. Joe estaba arrodillado en la punta del colchón, quitando el tablero. Mientras lo hacía, vi que allí había una persona. Fuera quien fuese, la persona exclamó algo en alemán y, con un gesto airado, empujó el tablero desde abajo y se sentó muy recta tan pronto como el espacio se lo permitió.
Se trataba de una joven, aunque al principio, debido al ángulo del haz de luz de la linterna, no la reconocí. Joe la tomó de las manos y la ayudó a salir. Apenas la vi bien, me di cuenta de que era Birgit, la hija de la familia con la que nos habíamos alojado en Berlín.
Joe intentó abrazarla, pero ella lo apartó de sí con irritación.
—¿Por qué has tardado tanto? —exclamó—. ¡Llevo horas ahí encerrada! No podía moverme, no podía respirar. ¡Me estoy muriendo de sed!
—Paré tan pronto como creí que era seguro —dijo Joe—. No podía dejar Berlín hasta que no llegara Jack. Tuve que esperarlo.
Hizo un gesto con el pulgar en dirección a mí. Al menos una parte de la impaciencia de Joe ahora tenía explicación, pero saltaba a la vista que todavía había muchas preguntas sin respuesta. Durante varios minutos, allí, debajo de la oscuridad de los árboles, tuvo lugar una ruidosa escena entre los tres, con una Birgit enfadada y un Joe en actitud defensiva, mientras yo estaba completamente confundido y sin poder obtener respuestas para un rosario de preguntas que sentía que debían ser hechas.
La inesperada aparición de Birgit causó en mí una explosión de emociones que jamás podría explicarle a Joe. Mi hermano nunca me había hablado de ella, así que supuse —en parte porque me convenía suponerlo— que no le interesaba. En cambio yo, desde nuestra llegada a Berlín, no había podido dejar de pensar en Birgit. Ella era la joven más atractiva que había conocido en mi vida. Su personalidad vivaz y divertida me había impresionado mucho, y dentro de mí habían crecido salvajes fantasías que me resistía a reprimir. Cuando tocaba el violín y se abstraía en su música, yo sencillamente la adoraba. Conseguí tener algunas breves conversaciones con ella, pero la mayor parte de nuestros encuentros habían sido en las comidas familiares. Yo no podía apartar los ojos de la chica. Birgit me deslumbraba con sus miradas, su risa, su inteligencia. Cuando me alejé del piso de Goethestrasse, apenas me atreví a pensar en ella, tan turbulentos eran mis sentimientos al respecto; sin embargo, era incapaz de pensar en otra cosa ni en otra persona.
Por fin, la situación se fue tranquilizando. Mis ojos empezaron a acostumbrarse, de modo que la oscuridad ya no era tan intensa a nuestro alrededor. Veía a Joe y a Birgit, que estaban uno al lado del otro con la espalda apoyada en la furgoneta.
—Joe, ¿puedes decirme qué está pasando? —le pregunté.
—Habla en alemán, de manera que Birgit entienda lo que decimos.
—Ella habla inglés bastante bien —dije, malhumorado, sin pasar al alemán.
—Todavía estamos en su país. Facilitémosle las cosas todo lo posible.
—De acuerdo, Joe —dije, ahora en alemán—. ¿Qué está pasando?
—Birgit va a viajar con nosotros a Inglaterra. Tiene que abandonar Alemania lo antes posible.
—¿Por qué?
—Es exactamente lo que te dije, Birgit —dijo Joe—; las personas como J.L. no tienen la menor idea de lo que Hitler está haciendo a los judíos en este país.
—No tienes por qué tratarme con condescendencia —dije, picado por las palabras de Joe, pero más aún por la forma en que él trataba de rebajarme frente a Birgit—. Sé leer los periódicos.
—Sí, pero no actúas en función de lo que lees.
—¿Cómo puedes decir eso? —protesté—. Si lo consideras tan importante, no habrías venido a Alemania para los Juegos.
—No podía decírtelo antes —dijo Joe con calma—. Yo iba a tratar de convencerte de que no participáramos. Después de todo lo que nos entrenamos, no sabía cómo decírtelo ni qué palabras usar para persuadirte, pero eso es lo que pensaba. Después mamá me habló de la situación desesperada por la que estaban pasando los judíos y su desazón por no poder ayudar. Tú sabes que ella y Hanna Sattmann se criaron juntas. La verdad es que la razón principal de mi viaje a Alemania no era la regata sino intentar llevarnos a Birgit con nosotros.
—J.L., Joe tiene razón en cuanto a la situación —dijo Birgit mirando alternativamente a uno y a otro—. No puedes saber cómo es nuestra vida. Pero tampoco tú, Joe, puedes imaginarlo. Ni tampoco ninguno de los visitantes que llegaron desde el extranjero para los Juegos. Los nazis han estado quitando sus estandartes, limpiando de eslóganes las paredes, permitiendo que las tiendas y restaurantes judíos volvieran a abrir, sólo para que los extranjeros crean que lo que les han contado sobre la persecución de los judíos es mentira. Apenas hayan acabado los Juegos, todo empezará de nuevo.
Birgit tragó saliva y se quedó en silencio. En la oscuridad, pude ver que se cubría los ojos con las manos. Joe se inclinó sobre ella, aparentemente para consolarla, pero la chica lo apartó con un empujón. La vi alejarse de la furgoneta y caminar hacia la parte más oscura, debajo de los árboles. Oí que lloraba.
Mi corazón me empujaba a correr hacia donde estaba, apoyarla, consolarla, pero en los últimos minutos había empezado a darme cuenta de lo poco que sabía de ella y de su vida. Y además, de lo poco que sabía sobre lo que los nazis estaban haciendo con los judíos en Alemania.
De nuevo, los tiempos sobre los que escribo parecen pertenecer a otra era. Al ver ahora esos acontecimientos desde la posguerra no estoy seguro de la precisión de mis recuerdos, particularmente de la fiabilidad de los sentimientos evocados. Esto pasaba en 1936. Los campos de concentración y los de exterminio, los Einsatzgruppen de Himmler, los repugnantes experimentos médicos con prisioneros, los trabajos forzados y el hambre, las cámaras de gas, todo eso iba a suceder más adelante. Decir que Joe y yo desconocíamos la cada vez más intensa persecución hubiera sido fácil, pero incluso si hubiésemos sido bendecidos o maldecidos con la presciencia, ¿quién podría haber creído que las cosas iban a evolucionar como lo hicieron?
Sin embargo, las claves ya estaban allí. Para que cualquiera pudiera entenderlas —si se tomaba la molestia—, habían sido crudamente expuestas en los discursos de Adolf Hitler. Rudolf Hess no era mejor que su jefe. Pero en ese tiempo no era tan conocido fuera de Alemania. A pesar de que fue Hitler quien anunció las Leyes de Nuremberg, es decir, la serie de medidas que despojaban de cualquier derecho —civil, legal y humanitario— a los judíos, y de las que Birgit había empezado a hablarnos, fue Hess quien las promulgó y había sido Hess el que había firmado las órdenes.
Una vez más, Joe y yo éramos dos jóvenes ingenuos criados en un ambiente protegido y cuyo principal interés era el deporte. Es posible que yo fuera más ingenuo que Joe, pero esa definición nos cuadraba a ambos. Nosotros no éramos atípicos. Está claro que ni siquiera aquellos que deberían haber estado más enterados, los políticos y los diplomáticos de las democracias occidentales, se dieron cuenta de la enorme dimensión de lo que estaba ocurriendo en Alemania. Aunque después declararon que no sabían nada, tal vez sospecharan más de lo que admitieron. Había un atenuante: nunca había sucedido nada semejante, al menos a esa escala. Así pues, era más fácil tratar de creer otra cosa, esperar lo mejor. Pero esos pocos minutos en la oscuridad del silencioso bosque se convirtieron en el comienzo de un aprendizaje.
Apartado de ellos dos y pensando que mi presencia sólo añadía confusión, me senté sobre la alfombra de pinaza. Me daba cuenta de que la turbulencia de mis sentimientos y deseos hacía muy probable que dijera o hiciera algo de lo que pronto me arrepentiría. Miré hacia las vagas siluetas de los otros dos, visibles contra el fondo blanco del lateral de la furgoneta. Birgit sollozaba en silencio, Joe le estaba hablando. O no pude oír lo que decían o cerré mi mente a eso. Poco a poco, ella se fue tranquilizando.
Un rato después, fui hasta el compartimiento trasero de la furgoneta y encontré el infiernillo de petróleo que Joe y yo habíamos traído de Inglaterra. Con cierta dificultad, le di presión, lo encendí y calenté un poco de agua de nuestra cantimplora. Preparé café para los tres, solo y fuerte, como sabíamos que les gustaba a los alemanes. Birgit se sentó sobre el suelo de la furgoneta, entre las puertas abiertas, cogió la taza con ambas manos y fue tomándose la bebida caliente a pequeños sorbos. Joe y yo nos quedamos de pie frente a ella.
Joe me contó los planes de Birgit. Ahora hablábamos en inglés.
—Birgit no lleva dinero. Tampoco tiene pasaporte ni papeles de ningún tipo —me dijo—. En Alemania, a los judíos les han quitado casi todo. Les han prohibido viajar; si la descubren con nosotros, tendremos problemas muy serios. Pero creemos que podremos salir de Alemania sin problemas. Sus padres se han enterado de que en el puerto de Hamburgo hay un barco sueco que parte mañana hacia Inglaterra. Si viajamos toda la noche, podremos cogerlo.
—¿Y si lo perdemos?
—Entonces las cosas se pondrán más difíciles. El doctor Sattmann piensa que si perdiéramos el barco deberíamos intentar cruzar la frontera de Dinamarca con la furgoneta, pero eso podría resultar imposible.
—Joe, por Dios, ¿en qué nos estamos metiendo?
—Tenemos que llevar a Birgit a Inglaterra. Ya no está a salvo en Berlín.
—¿Y qué pasa con sus padres?
—Desde luego, están en la misma situación que Birgit. Saben que también deben huir de Alemania. Algunos amigos de Berlín les han advertido de que si viajaran en familia es probable que los detuvieran en la frontera; por eso Birgit debe salir con nosotros. Tan pronto como sepan que Birgit está a salvo, ellos intentarán viajar a Suiza por separado; allí el doctor Sattmann tiene un poco de dinero. Con suerte, desde Suiza podrán llegar a Francia y después viajar a Inglaterra. Incluso es posible que partan la próxima semana. Nadie sabe qué va a pasar con los judíos cuando acaben los Juegos.
—¿Y ella no estaría más segura si se quedara con sus padres?
—No. Corren historias de otras familias judías alemanas que han sido detenidas cuando intentaban escapar.
Así pues, estábamos metidos en un plan desesperado, sin contar más que con las salvaguardas más elementales. Mi hermano y yo estuvimos de acuerdo en que Birgit podía viajar en la parte delantera de la furgoneta mientras estuviera oscuro y no fuéramos a cruzar ninguna frontera. Sin embargo, en cuanto nos acercáramos a Hamburgo, ella tendría que volver a su escondrijo y permanecer allí hasta que nos embarcáramos y dejáramos atrás las aguas territoriales alemanas.
El tiempo iba pasando. Sabíamos que debíamos recorrer la mayor distancia posible durante la corta noche de verano. Me ofrecí para el primer turno en la atestada caja de la furgoneta. Allí, me acosté en el colchón para intentar tener un viaje lo más cómodo posible. Dejamos a un costado el tablero que Joe había utilizado para esconder a Birgit. El sitio no era muy confortable, pero al cabo de un rato pude dormitar un poco.
Pasada la medianoche, Joe encontró otro lugar discreto en una carretera secundaria donde hicimos una breve parada, y él y yo intercambiamos el sitio. Después de haber estado siendo zarandeado en la ruidosa parte trasera del vehículo, me sentía bastante machacado. El cambio me alegró. Birgit, a mi izquierda, iba sentada con las rodillas contra el pecho. No dije nada mientras regresaba a la autopista. El motor parecía más tosco y ruidoso que antes. Cada cambio de marcha hacía que la furgoneta se sacudiera y estremeciera.
Una vez que estuvimos en la amplia y moderna carretera, pude conducir a una velocidad de crucero constante y casi no tuve necesidad de hacer los molestos cambios de marcha. Esperaba que Joe, tranquilo en el compartimiento detrás de mi asiento, se durmiera. Yo quería hablar con Birgit, sacar el mayor partido posible de su temporal compañía, pero ya sabía que, a pesar del ruido y las vibraciones de la furgoneta, desde atrás se podía oír lo que decían los que iban en la parte delantera.
Cada vez que nos cruzábamos con otro vehículo, aprovechaba la momentánea luz de sus faros para echar un vistazo a Birgit.
Ella permanecía despierta, mirando hacia delante en la oscuridad. Su rostro no daba ninguna pista acerca de lo que podía estar pensando. Finalmente, cambió de postura, giró el cuerpo e inclinó las piernas hacia el otro lado. Esto hizo que su cabeza y hombros quedasen más próximos a mí. Cuando otro vehículo pasó rugiendo por los carriles opuestos de la autopista, le eché otro vistazo y me encontré con que me estaba mirando. Aun así ninguno de los dos dijo nada. Apartada de la silenciosa presencia de Joe, despierto o dormido, un palmo detrás de mí, Birgit tenía el poder de dejarme sin palabras, de hacer que me sintiera patoso, que pensara o dijera las cosas más idiotas e impulsivas. Sentía que esa noche era una noche crucial en mi vida, que no debía estropear con palabras precipitadas, por eso preferí quedarme en silencio. Mis sentidos estaban alerta por la presencia de Birgit. Yo era consciente de cada pequeñísimo movimiento o sonido que ella hacía. Imaginé que podía sentir el calor que irradiaba a través del corto espacio que había entre nosotros. Me moría de ganas de oír la primera palabra que ella pudiera decir, la primera palabra a la que yo pudiera responder, incluso aunque fuera un gruñido o cualquier otro sonido a medias voluntario, algo ante lo que reaccionar. Ella permanecía en silencio. Continué conduciendo completamente obsesionado por ella, volviéndome loco con su silenciosa presencia, pero empezando a disfrutar con lo que estábamos haciendo. En la monotonía de la casi desierta autopista, podía imaginar que ella y yo estábamos solos en la furgoneta, sin Joe, que Birgit y yo estábamos fugándonos juntos, viajando en la cálida noche europea hacia algún romántico destino.
Empecé a ansiar la lejana aparición de algún vehículo que viajara en sentido contrario y pasara con un destello de sus faros delanteros. Cada vez que eso sucedía, yo giraba la cabeza en dirección a Birgit y cada vez me encontraba con los ojos de ella observándome. Su mirada era seria y tranquila, y buscaba la mía como para transmitirme algún mensaje privado.
Las pocas horas de oscuridad pasaron lentamente antes de que la luz empezara a brillar junto a las nubes bajas por el horizonte de levante. Birgit tomó conciencia del próximo amanecer al mismo tiempo que yo, como dándose cuenta de que la intimidad de las horas nocturnas quedaría atrás cuando se hiciera de día. Se acercó un poco más a mí y puso su mano sobre la mía en el volante.
—J.L., me siento muy feliz de estar aquí contigo y con Joe —me dijo en inglés.
Le sonreí, resistiéndome a hablar ante la posibilidad de que eso llevara a una respuesta de Joe, escondido detrás de mí. Ahora podía verla sin necesidad de que las luces de un vehículo que se cruzara con el nuestro me la mostrara. Ella estaba sonriendo; un conspirativo guiño de sus ojos en dirección a Joe pareció confirmar mis deseos de que mi hermano no formara parte de aquello.
Birgit no retiró su mano de la mía, y yo continué haciendo kilómetros, tan suavemente como pude, en dirección noroeste, hacia Hamburgo, saboreando con fruición cada segundo del largo rato de intimidad con la muchacha que para mí era la más bonita del mundo. Poco a poco, la mañana fue llegando.
A las 6.30 fui despertado en mi cuarto del casino de oficiales de la base de Northolt. Había dormido menos de tres horas. Torpe como estaba por la falta de sueño y luchando contra el deseo de quedarme acostado unos minutos más, me obligué a saltar de la cama. Tropezando, tirando cosas, bostezando, me duché, me afeité y me vestí. Me sentía agarrotado por la fatiga y me dolía la pierna. El desayuno era el que la RAF servía normalmente a los oficiales que no estaban de operaciones: todas las tostadas que pudiera comer, untadas con aquella porquería amarilla que en el casino de oficiales llamaban mantequilla pero que sabía a pescado y sobre la cual corría un rumor muy difundido que decía que se conseguía a partir del líquido recogido en la sentina de los barcos de pesca.
Cuando salí del casino de oficiales, el coche ya me estaba esperando. Era un enorme Riley negro con el emblema de la Cámara de los Comunes pintado en la puerta. Una chófer del servicio femenino de las Fuerzas Armadas —que no era la misma que la de la noche anterior— estaba de pie junto a la puerta del pasajero. Mientras me acercaba, ella se puso en posición de firmes, saludó impecablemente y mantuvo abierta la puerta para que yo pasara. Había empezado a llover: una llovizna tibia pero deprimente que caía sobre la carretera y los árboles desde un cielo de plomo.
La chófer condujo velozmente hacia el centro de Londres, desplazándose con pericia entre el escaso tránsito que había.
Aquélla era mi primera visita a la ciudad desde principios de 1940, cuando había pasado un fin de semana de permiso junto con algunos oficiales del Escuadrón 105. Estuvimos dos noches en el West End, de juerga por bares y clubes nocturnos, tomándonos un descanso de lo que en ese tiempo creíamos que eran los inenarrables horrores de la guerra. Como la mayoría de la gente, no teníamos idea de lo que iba a caer sobre nosotros en las siguientes semanas. Después de la invasión de Francia y los Países Bajos, los alemanes habían podido trasladar sus escuadrones de bombardeo a muy poca distancia de la costa inglesa. Todas las ciudades principales británicas estuvieron de pronto al alcance de los bombarderos de la Luftwaffe. Para muchas personas, la guerra, que hasta aquel momento había sido un angustioso tiempo de lejanas escaramuzas, se transformó en una batalla en la que ellos mismos estaban en primera línea de fuego. El Blitz nocturno empezó en la primera semana de septiembre de 1940 y continuó casi sin interrupción durante ocho meses. La ciudad que más sufrió fue Londres, pero casi todas las demás ciudades importantes fueron atacadas en uno u otro momento. En noviembre, el número de víctimas, entre ciudadanos y trabajadores de la defensa civil, se contaba por miles. Uno de los que murieron esos días fue mi hermano Joe, que recibió el impacto directo de una bomba cuando conducía una ambulancia de la Cruz Roja de Londres. Meses más tarde, todavía no me había repuesto de su pérdida.
Ese día llevaba a cabo mi primera visita a Londres desde el comienzo del Blitz. Mientras íbamos por el centro miraba por la ventanilla, atónito por la enorme magnitud de la destrucción. Todo el mundo en Gran Bretaña sabía que ese invierno Londres había encajado un duro golpe. Aunque lo que publicaban los periódicos estaba controlado por censores del gobierno para que no se diera información que pudiera envalentonar al enemigo, a la vista había lo bastante como para que todo el mundo tuviera una vívida idea de lo que estaba pasando. Cada semana los noticiarios cinematográficos estaban llenos de imágenes de llamaradas, humo, edificios despanzurrados o viniéndose abajo, mangueras de incendio serpenteando en las calles y torrentes de agua lanzada contra los fuegos.
Pero ver por mí mismo parte de los daños fue algo horroroso. Mientras recorríamos la Western Avenue vi manzana tras manzana de casas derruidas, convertidas en grandes montañas de ladrillos, yeso y trozos chamuscados de vigas de madera. En Acton vi una calle completamente arrasada; era sólo un áspero y ondulado mar de ladrillos partidos y otros escombros. Las ventanas de todos los edificios estaban rotas, incluso allí donde no había otro daño visible. Flotaba un penetrante y fétido olor; allí se mezclaban las aguas residuales, el humo, la cal, el petróleo, el hollín, el gas de uso doméstico. A lo largo de la avenida principal en muchos sitios faltaba la calzada y en su lugar había un cráter abierto por el impacto de una bomba, o se había excavado para reparar las tuberías de agua, los cables telefónicos y de electricidad, las conducciones de gas, las cloacas. La existencia de tantos obstáculos hacía que nuestro avance fuera lento. En algunos lugares, donde el daño había sido mayor y los edificios se inclinaban peligrosamente en espera de la demolición, había señales de advertencia puestas por la policía, cintas, carteles colocados con prisas para prevenir que los peatones anduvieran por zonas que no eran seguras. La lluvia seguía cayendo suavemente y en las calles se formaban grandes charcos.
Nos encontramos con un gran camión que bloqueaba la calle. Ocupado por un equipo de trabajadores, estaba dando marcha atrás para entrar en un sitio bombardeado. Contemplé la deprimente escena, los ladrillos hechos pedazos y las tuberías destrozadas en los charcos fangosos, la inmundicia, la madera chamuscada, los objetos domésticos rotos o aplastados, los patéticos restos del empapelado de las paredes, visibles donde las paredes interiores todavía no se habían derrumbado. Traté de imaginar el aspecto que tendría la calle antes de la guerra, cuando estaba llena de hogares en los que vivía gente corriente que no hacía ningún daño, que llevaba su vida adelante, gente preocupada por el dinero, por su empleo o por los hijos, pero que nunca habían imaginado lo peor, que una noche su casa y todas las vecinas volarían por los aires por una bomba alemana o serían incineradas con bombas de fósforo incendiarias.
También traté de imaginar qué habrían pensado esos habitantes de los hombres que habían bombardeado sus casas, los aviadores de la Luftwaffe, que llegaban cada noche. La furia que debían de haber sentido, la frustración por no poder devolverles el golpe.
Luego recapitulé. La prensa inglesa describía despectivamente a los hombres de la Luftwaffe como fanáticos nazis, hunos, etiquetas con las que se aludía a un enemigo imposible de comprender, pero el sentido común me decía que la mayoría de los aviadores alemanes probablemente se diferenciaran muy poco de mí y de los jóvenes que volaban conmigo. Nuestras misiones de bombardeo en Bremen, Hamburgo, Berlín, Kiel, Colonia no eran muy distintas de los ataques que llevaban a cabo los bombarderos alemanes contra Acton y Shepherd's Bush. En aquel mismo momento, en Hamburgo, habría también inevitables montañas de escombros y tuberías de agua rotas, y niños sin casa allí donde hubieran estallado las potentes bombas lanzadas por el A-Able.
¿Habría alguna diferencia, sin embargo? Lo que todo el mundo odiaba de los ataques alemanes era su carácter indiscriminado, el hecho de que las bombas fueran lanzadas en cualquier parte de las ciudades atacadas. De este modo, no sólo los soldados podían resultar muertos o heridos sino también las mujeres y los niños. Más aún estos últimos, dado que las ciudades estaban llenas de civiles. Por el contrario, se repetía continuamente que en los bombardeos británicos de las ciudades alemanas se seleccionaban los objetivos, con todo cuidado, y que los blancos meticulosamente elegidos eran instalaciones militares alejadas de las zonas urbanas.
La guerra no puede ser llevada adelante si no es con mentiras. Yo conocía la desalentadora realidad de las operaciones de bombardeo de la RAF. Había experimentado en carne propia la imposibilidad de apuntar con exactitud a blancos que están tapados por las nubes o el humo; recordaba muy bien la incapacidad de mis hombres para encontrar una ciudad en la oscuridad, no digamos el blanco específico: una central eléctrica, una concentración militar, una fábrica de material bélico. Yo había intentado volar en medio del fuego antiaéreo sin perder los nervios, mientras en el intercomunicador oía las voces aterrorizadas de los demás, sabiendo que a veces el pánico hacía que las bombas se soltaran antes de tiempo; que, a veces, frustrados al no haber podido encontrar el blanco, nos deshacíamos como fuera de ellas, en la creencia de que era preferible dejarlas caer sobre cualquier cosa alemana —incluso el campo alemán— que regresar a casa con una carga completa de bombas.
Después de dejar atrás los suburbios, pasamos junto al estadio de White City y luego giramos hacia el sur en dirección a Holland Park, hacia el centro, junto al río. Allí el panorama era notablemente distinto. Mientras en los suburbios no se habían hecho al parecer grandes esfuerzos para limpiar los escombros, en las zonas del centro de Londres, donde se habían concentrado varios ataques, se había hecho mucho para mantener las calles despejadas. Donde el bombardeo había sido más duro, se veían espacios vacíos en las hileras de edificios, y las calles que habían sido alcanzadas por las bombas habían sido debidamente reparadas y aplanadas. Por todas partes había pilas de sacos de arena que protegían la entrada de los edificios y los refugios, y en los cristales de las ventanas se habían pegado cintas adhesivas para evitar que volaran los trozos de cristal. Había también gran cantidad de señales indicando el refugio más cercano, ya fuera pintados en los muros o pegados en los escaparates de las tiendas.
En algunos aspectos, la vida de Londres continuaba como había sido antes de la guerra. Circulaban muchos autobuses rojos de dos pisos y un buen número de taxis. De no ser por la ausencia de otros coches, durante un momento se podía pensar que nada había cambiado con la guerra. Pero eso era una ilusión, por supuesto, porque, tan pronto como uno se convencía de que estaba viendo una parte de Londres que de algún modo había quedado indemne, el coche giraba en una esquina y era posible encontrarse con otras ruinas humeantes, otro claro entre los edificios, otra alta valla de madera construida rápidamente para ocultar una escena de devastación. La mera magnitud de los daños me dejó anonadado: se extendían durante kilómetros y kilómetros y prácticamente todo Londres había sido afectado.
Con sentimiento de culpa, recordé la noche en que fui enviado a bombardear Münster, una ciudad que nos había costado mucho encontrar. Cuando finalmente localizamos el lugar, resultó que estaba cubierto de nubes. Dado que el A-Able se había quedado bajo de combustible, dejamos caer las bombas a ciegas, a través de un cielo en gran parte cubierto, sobre la ciudad de Münster, que estaba debajo. ¿Dónde cayeron esas bombas? ¿Qué destruyeron? ¿Qué vidas humanas quedaron truncadas para siempre?
Pasamos por Hyde Park Corner y desde allí seguimos a lo largo de Constitution Hill y pasamos junto al palacio de Buckingham, que resultaba casi irreconocible tras las montañas de sacos de arena colocados delante de cada puerta y cada ventana. A la izquierda, Green Park ofrecía una vista curiosa: la mayor parte del espacio abierto había sido cavado y plantado con hortalizas, pero a cortos intervalos había emplazamientos de artillería antiaérea o tornos donde estaban anclados una multitud de plateados globos cautivos que flotaban a ciento cincuenta metros por encima de los árboles.
Giramos en el Mall, donde había más cañones antiaéreos apuntando hacia arriba entre las ramas de los árboles a cada lado. Nuestro coche era el único en la calle; no había otros que le impidieran avanzar. Me di cuenta de que había entrado en una zona de Londres que estaba cerrada al tráfico normal y de que mi nuevo estatus de edecán de Churchill me permitía moverme por sitios —y frecuentar gente— que ni siquiera hubiera soñado dos días antes.
La sede del Almirantazgo forma parte de un gran arco de entrada que separa el Mall de Trafalgar Square; el laberinto de oficinas del Almirantazgo era para Churchill un cuartel general londinense mucho más práctico para la conducción de la guerra que las atestadas oficinas del número 10 de Downing Street, a poca distancia de allí. La chófer del servicio femenino llevó el coche hasta la amplia zona llamada Horse Guard Parade. En tiempos de paz, ese sitio es una plaza para el fasto y las celebraciones; en tiempos de guerra como aquellos, se había acondicionado en ella un aparcamiento al aire libre para vehículos militares, almacenes de suministros y algunas construcciones provisionales. También allí, entre los árboles cercanos a St. James's Park, se veían las inevitables baterías de artillería antiaérea.
Mientras me preguntaba qué se suponía que debía hacer y a quién debía presentarme en aquel lugar, bajé del coche y caminé hacia la única entrada que vi. Las órdenes que había recibido sólo decían que debía acudir a aquel edificio a una hora determinada. Sin embargo, apenas empecé a cojear en dirección a la puerta, un sargento mayor salió a mi encuentro para saludarme en posición de firmes y, después de verificar rápidamente mi identidad, me condujo hasta una habitación que se encontraba junto a la entrada principal. Allí estaba ya esperándome un pequeño grupo de hombres —seguramente ayudantes civiles— de traje y bombín, dos oficiales de policía y otros dos oficiales de las Fuerzas Armadas: un comandante de submarino de la Royal Navy y un coronel de la Guardia Real. Todos ellos me saludaron con suma cordialidad y me ofrecieron una taza de té para aliviar la espera.
A eso de las ocho y media se oyó mucho ruido en el pasillo y vimos pasar apresuradamente a varios hombres y mujeres. Unos instantes más tarde, y sin la menor ceremonia, la fornida figura de Winston Churchill apareció en la puerta de la habitación.
—Buenos días, caballeros —dijo mirándonos a todos como para comprobar que no faltaba ninguno—. Acabemos con esto lo antes posible; esta tarde tengo que estar en otro sitio y por la noche debo salir de Londres.
Se volvió con soltura y salió por la puerta. Todos lo seguimos ofreciéndonos unos a otros la precedencia. Sólo habían pasado unas horas desde mi entrevista con Churchill en Chequers. Antes de que él apareciera, yo había estado pensando que quizá me reconociera, que tal vez intercambiáramos unas palabras sobre la noche anterior que seguramente recordaría. En realidad, apenas me miró. Observé que, para alguien de su edad, que bien entrada la noche anterior todavía estaba despierto y trabajando y que —como yo— sólo habría dormido unas dos o tres horas para estar en el centro de Londres a hora tan temprana, su aspecto era notablemente descansado. Yo sólo lo había visto iluminado por sus lámparas de escritorio; a la brillante luz de la mañana, su cara —sus conocidas facciones redondeadas, que tanto recordaban los rasgos de un niño— tenía un aspecto vigoroso y tranquilo.
Una vez fuera, vimos que estaba junto al primero de una hilera de tres coches que nos estaban esperando. Llevaba su habitual sombrero y abrigo negros y en su mano ya había un grueso puro doble corona, todavía sin encender. Como todos nosotros, llevaba su máscara de gas en una bolsa colgada del hombro. Mientras los empleados civiles y los demás militares se acomodaban en los tres coches, Churchill me hizo una seña con el dedo.
—Jefe de escuadrilla, ésta es la primera vez que viene conmigo, ¿verdad? Debería, pues, viajar en el primer coche. Para ir haciéndose a las cosas.
Churchill se introdujo en el compartimiento trasero y yo lo seguí. Uno de los auxiliares civiles se subió junto a mí, y los tres nos apretamos en el asiento. Yo sostenía el bastón entre las piernas, delante de mí, exactamente —observé de pronto— como el primer ministro sostenía el suyo.
Sin más preámbulos, la fila de coches se puso en movimiento, rodeando House Guards Parade, atravesando luego el Arco del Almirantazgo en dirección a Trafalgar Square. Una gran bandada de palomas levantó el vuelo ruidosamente a nuestro paso. Enfilamos hacia el este.
Para mí fue una gran experiencia estar sentado —en realidad, prácticamente incrustado— junto a tan famoso y poderoso estadista. Sentir el calor de su cuerpo y su pierna informalmente apretada contra la mía, su peso inclinándose sobre mí cuando el coche giraba en una esquina. Él no decía nada, sus manos descansaban sobre la empuñadura del bastón; el puro se proyectaba entre sus dedos. Aparentemente sumido en sus pensamientos, miraba hacia fuera por la ventanilla; su labio inferior se curvaba en su tan conocida expresión de obstinación.
Yo había oído decir que, normalmente, Churchill era una persona conversadora; el silencio que reinaba en el interior del coche empezaba a ser uno de esos que piden ser rotos. ¿Qué sabría Churchill de mí y de Joe antes de la entrevista, qué había hecho que su equipo nos confundiera?
Poco después de casarse, a finales de 1936, Joe y Birgit se habían trasladado al norte de Inglaterra. Habían alquilado una casa en el llano Cheshire, en los montes Peninos, cerca de Macclesfield, pero desde que dejé la universidad los había visto muy poco. La última vez fue cuando coincidimos en casa de nuestros padres en uno de mis permisos. Eso había sido en la semana de la primera Navidad de la guerra; mi hermano y yo tuvimos una agria discusión que acabó cuando yo me marché de la casa lleno de rabia, furioso por la imposible actitud y las creencias de Joe. En ese momento sentí —equivocadamente, como pude comprobar bastante después— que mi padre se ponía de parte de mi hermano y en contra de mí.
Después de eso, no había visto ni vuelto a hablar con Joe. Cada uno a nuestro modo, ambos estábamos comprometidos con la guerra. Yo más obviamente, en la RAF. A principios de 1940, Joe consiguió ser reconocido como objetor de conciencia; después de eso, entró a trabajar para la Cruz Roja. Lamenté amargamente el hecho de que no hubiéramos podido suavizar nuestras diferencias antes de su muerte, pero aquello ya no tenía remedio. La mayor parte de lo que Joe había hecho durante esos últimos meses de su vida yo la desconocía.
Nuestro convoy pasó por zonas extremadamente destruidas por las bombas, donde muchos edificios incendiados aún se erguían junto a la calle con las paredes oscurecidas por el humo y mostraban sus ventanas vacías por las que era posible ver el cielo. No todas las construcciones dañadas se mantenían en pie: muchas habían sido demolidas y los escombros se habían retirado, dando lugar a nuevos paisajes urbanos. Vi la catedral de San Pablo, que se hizo famosa por haber sobrevivido a las peores noches de bombardeo, todavía más o menos intacta, pero estaba rodeada de espacios de tierra arrasada, edificios en ruinas y montañas de escombros.
Por fin, hablé.
—Señor Churchill, anoche usted mencionó a mi hermano Joseph. ¿Puedo preguntarle qué sabía usted sobre él antes de su muerte?
Durante unos segundos, me pareció que Churchill no respondería. Después, volvió la cabeza para mirarme.
—Lo siento, de su hermano fallecido no sé nada más que lo que usted me contó ayer.
—Usted insinuó que en cierto modo lo conocía. Dijo que su equipo nos había confundido.
Sin tomarse la molestia de responderme, Churchill volvió a mirar por la ventanilla.
De pronto, el hombre que estaba sentado a mi lado, presumiblemente un miembro del equipo de Churchill, habló.
—Jefe de escuadrilla Sawyer, ahora estamos pasando por el Banco de Inglaterra. Como usted puede comprobar, permanece intacto. Y ésa es la Mansion House. A medida que avancemos en dirección a los muelles verá que la destrucción es mayor.
Yo asentí educadamente. En lugar de satisfacer mi curiosidad, la respuesta del primer ministro la había picado más aún. Aunque realmente, durante nuestro breve encuentro de la noche anterior, él no me había dicho nada de mi hermano.
—¿Es su primera visita a Londres desde el comienzo de los bombardeos? —me preguntó el hombre de mi lado, insistiendo.
—Sí... sí, así es.
—Los daños deben de parecerle terribles. ¿Le he oído decir que dijo que tenía un hermano que fue muerto en acción?
—No, no fue así —respondí distraídamente—. No fue en acción. Mi hermano era un civil.
—Lo siento. Mi hermano está en la Marina, ya sabe. Es comandante de uno de los destructores que escoltan a los convoyes en el Atlántico. Un trabajo muy peligroso, a veces.
—Sí, eso he oído.
—¿Ha volado alguna vez en una misión de apoyo naval, jefe de escuadrilla? Mi hermano habla muy bien de la RAF.
—No, yo no estoy asignado al Comando Costero —dije—. Nunca trabajé con la Marina.
—Tengo que conseguir que sea presentado al comandante en jefe de los Accesos Occidentales. Es un buen hombre. Estoy seguro de que a él le encantaría conocerlo. Mire —dijo pasando el brazo delante de mí y del primer ministro para señalar algo que quedaba a lo lejos, más allá de otro campo de escombros—. El Tower Bridge todavía está en pie. La Luftwaffe lo utiliza como punto de referencia, ya sabe. Se guían por el río para situar los muelles; cuando ven el puente saben dónde están. Si quisieran, ya podrían haberlo echado abajo, pero seguramente les es más útil dejarlo como está.
Y así siguió la charla que el hombre de mi lado no dejó que decayera, privándome de cualquier posibilidad de volver a preguntar a Churchill sobre Joe.
En cuanto atravesamos la City, pudimos ver que los daños allí eran aún más importantes que los de antes; en un punto, la calle se estrechaba y sólo había un carril transitable, que discurría entre dos enormes montañas de escombros. En aquel sitio había varios policías de servicio que indicaron con la mano que pasáramos. Los policías saludaron al primer ministro cuando nuestro coche pasó junto a ellos. Luego, cruzamos Mile End Road —mi compañero del servicio civil lo identificó inmediatamente para mi conocimiento— y a continuación tomamos una calle todavía más estrecha que nos llevaba hacia el río. Entonces el coche se detuvo; también lo hicieron los dos vehículos que venían detrás.
De uno de los edificios intactos que había allí salieron dos policías uniformados y, junto con el chófer, se pusieron a la tarea de plegar la capota del coche y guardarla en la parte de atrás. La fina llovizna que persistía desde el amanecer empezó a caer sobre nosotros.
El primer ministro observaba con calma la operación. Cuando el conductor volvió al volante, Churchill se puso de pie y apoyó su peso en la larga barra metálica que había en la parte delantera del compartimiento.
—Caballeros, ustedes decidirán si quieren ponerse de pie o permanecer sentados —dijo—. A este tiempo de hoy, del que no tenemos escapatoria, quizá prefieran plantarle cara conmigo aquí arriba. En realidad, tratándose de distancias cortas, es bastante más cómodo estar de pie. Jefe de escuadrilla, verá que si se coge con fuerza de esta barra podrá sujetarse perfectamente bien.
El ayudante civil y yo nos pusimos de pie y, tal como había dicho el primer ministro, descubrimos que de aquel modo los tres estábamos más cómodos. Churchill rebuscó algo en sus bolsillos, pero mi compañero se adelantó a él con presteza, sacó una caja de fósforos y encendió uno. Mantuvo quieta la llama para que el primer ministro pudiera encender su puro.
Churchill aspiró dos o tres profundas caladas, humedeció el puro en su boca y declaró que estaba listo. El coche empezó a avanzar a menos de veinte kilómetros por hora.
Detrás de nosotros, los otros ayudantes de campo estaban asimismo de pie en sus coches. A una velocidad constante, la pequeña caravana avanzó entre casas, almacenes y muelles bombardeados.
Nos acercamos a una esquina en particular y vimos a un grupo de mujeres del servicio femenino de voluntarias que habían montado una tienda en la que se servía comida caliente y bebidas. Alrededor de ella se había congregado una multitud; una apreciable cantidad de aquella gente miraba con expectación. En el momento mismo en que nuestro coche fue avistado, estalló un gran clamor; todo el mundo levantó la mano y gritó saludando con entusiasmo. Las personas que estaban dentro de la tienda salieron a toda prisa para unirse a la muchedumbre. Todo el mundo agitaba los brazos. Algunas personas llevaban la Union Jack. El ruido era tremendo.
En seguida, Churchill se quitó el sombrero, lo sacudió jovialmente y sostuvo su gran puro para que todos lo vieran. Los gritos se intensificaron.
—¿Estamos desmoralizados? —gritó él.
—¡No! —fue la respuesta inmediata.
—¡Dales su merecido, Winnie!
—¡Aguantaremos!
—¡Adelante, señor Churchill!
—¡Demuéstreles quiénes somos!
El coche siguió avanzando lentamente. Los integrantes de otra multitud más pequeña que estaba más allá de la tienda oyeron el ruido y tan pronto como estuvimos a la vista se inició otra gran conmoción. Churchill agitó su sombrero, alzó los brazos ante la gente y aspiró expresivamente el humo de su puro.
—¡Aguantaremos! —exclamó.
—¡Aguantaremos lo que haga falta! —respondió la multitud.
—¡Paguémosles con la misma moneda!
—¡Dele su merecido a Adolf!
—¡Dios salve al rey!
—¡Hurra!
—¿Estamos desmoralizados? —gritó el primer ministro agitando su sombrero y dando una calada al puro.
Esto continuó durante casi dos kilómetros; las multitudes, mantenidas en orden por atentos policías —todos ellos, pude observar, estaban ansiosos por ver al famoso visitante—, flanqueaban las calles. Llegamos a una zona totalmente destruida en la que las máquinas todavía no habían empezado a trabajar retirando los escombros. Era impresionante pensar que toda aquella masa de trozos de hormigón, vigas astilladas, ladrillos rotos, millares de fragmentos de cristal, grandes charcos de agua, enhiestos hierbajos que habían brotado entre las ruinas, una vez habían sido hogares y lugares de trabajo. Allí no había nadie, probablemente debido a que no quedaba ninguna casa en pie; no había razón, pues, para quedarnos. Permanecimos de pie mientras pasábamos en silencio por el estrecho espacio aún transitable tras el trabajo nocturno de la Luftwaffe.
Finalmente, la caravana llegó a una zona menos dañada y se detuvo junto a un alto edificio Victoriano. Aparte de algunas ventanas tapiadas con tablas de madera y los omnipresentes sacos de arena, el edificio no parecía tocado por las bombas. Un cartel cerca de la entrada principal informaba de que se trataba del hospital de Whitechapel. Una fila de policías uniformados nos estaba esperando en el patio para recibirnos, y todos saludaron a Churchill cuando éste bajó del coche. Entramos en el hospital con paso rápido; por primera vez en ese día, la pierna herida me causó problemas, pero aun así conseguí no quedarme atrás. Oímos un rugido cada vez más fuerte; en el patio se había reunido una multitud para dar la bienvenida al primer ministro, y en todas las ventanas y puertas se apiñaba la gente para agitar los brazos, gritar y saludar.
Churchill levantó el sombrero, miró en todas las direcciones y dio una alegre calada a su puro.
—¿Estamos desmoralizados? —gritó a la multitud.
—¡No! —vociferaron todos en respuesta, mientras agitaban banderas con entusiasmo.
Dimos una vuelta por las salas, hablamos con los médicos, enfermeras y camilleros, charlamos con los pacientes. Churchill se demoró especialmente en la sala de niños y conversó no sólo con los pequeños sino también con sus padres. En todos los sitios el mensaje era el mismo, repetido sin cesar, con apenas alguna variación menor:
—Continuaremos hasta el final, no nos rendiremos nunca, ya hemos puesto a Hitler a la defensiva, podemos aguantar lo que nos eche, se llevará alguna buena sorpresa.
Después del hospital le tocó el turno a una gran escuela en Leytonstone; había recibido el impacto directo de una bomba alemana lanzada con paracaídas. Y más tarde fuimos hasta la High Road de Leyton, que había sufrido un duro bombardeo; allí, la gente estaba agrupada a ambos lados de la calle. En cada unos de estos sitios, Churchill repetía su actuación con el sombrero, la sonrisa y el puro.
A la hora de comer regresamos a la sede del Almirantazgo. Después de un ligero gesto de su cabeza y unas palabras de agradecimiento, Churchill desapareció en el interior del enorme edificio. Para entonces, yo ya estaba agotado por las multitudes de la mañana y los gritos y las largas caminatas entre la gente. Churchill mantuvo su dinamismo y vigor hasta el final. Junto con mis colegas ayudantes de campo tomamos una comida ligera; después de eso, vinieron nuestros respectivos coches para recogernos y llevarnos a casa. En cuanto llegué a mi cuarto en la base de Northolt, me acosté y me quedé dormido al instante.
El día siguiente no hubo actividad, pero al otro fui llamado otra vez al Almirantazgo. Esta vez, la excursión fue a la orilla sur del Támesis, a los barrios de Southwark y Waterloo, que habían sido devastados por una incursión a finales de abril. Al día siguiente regresamos al East End y la zona de los muelles. Dos días más tarde, el séquito viajó al norte para visitar las partes más castigadas de Birmingham, Coventry, Manchester y Liverpool. Después de una semana, de regreso ya en Londres, salimos inmediatamente para hacer una visita a Battersea y Wandsworth.
Fui edecán de Churchill sólo durante tres intensas semanas, en el transcurso de las cuales me convencí de dos cosas en relación con el primer ministro.
La primera fue que en verdad era un gran hombre, un hombre capaz de inspirar la imposible creencia de que Hitler no sólo podía ser vencido sino que efectivamente lo sería. En ese verano de 1941, los alemanes estaban comprometidos en la primera fase de la invasión de la Unión Soviética, por lo tanto cedió la presión sobre las islas Británicas. Pero, en realidad, el peligro de ataques aéreos nunca desapareció, y la guerra submarina en el Atlántico estaba entrando en la etapa más peligrosa para los británicos. La lucha en el norte de África, que parecía prácticamente acabada tras desmoronarse el ejército italiano, de pronto tomó un nuevo y más preocupante cariz cuando Rommel asumió el mando del Afrika Korps y avanzó velozmente hacia Egipto y el canal de Suez. La mayor parte de Europa estaba ocupada por los alemanes. La Unión Soviética se batía en retirada. Los judíos estaban siendo agrupados en guetos; los campos de exterminio estaban construidos y listos para empezar su macabro trabajo. Los norteamericanos todavía no habían entrado en la guerra. Se mirara como se mirase, los británicos no estaban ganando en ninguna parte y las perspectivas no eran alentadoras. Churchill, sin embargo, estaba más allá de todo eso. Gran Bretaña jamás había tenido un líder más grande en una época peor.
Pero también me convencí de otra cosa completamente distinta.
Muy pronto me di cuenta de lo que con toda seguridad mis colegas ayudantes de campo debían de saber, pero ninguno de nosotros comentó ni admitió nunca. El jovial y carismático hombre que visitaba las calles y las casas del East End londinense, el que recibía sonriente el saludo y los gritos de las multitudes, el que daba una calada a su puro y pronunciaba las conocidas palabras de aliento y desafío, no era en absoluto Winston Churchill.
Yo no sé quién era. Físicamente, alguien prácticamente idéntico a Churchill, pero no era el gran hombre. Era un doble, un actor, un impostor a sueldo.
A finales de septiembre de 1936, volví a mi universidad en Oxford. Fui recibido como un héroe e inmediatamente me convertí en tema de gran interés y curiosidad. Sin embargo, la fama no duró mucho: una medalla de bronce no es como una de oro, y los triunfos deportivos son efímeros si no tienen continuidad. Eso es lo que me sucedió a mí, ya que Joe no mostraba ningún interés por volver a Oxford. Mi carrera como parte de la tripulación de un par sin timonel había llegado a su fin.
Mientras intentaba conseguir otro compañero para formar una pareja nueva, me concentraba en remar solo, pero no era lo mismo sin Joe. Poco a poco, mis sesiones de entrenamiento se fueron haciendo más cortas y menos frecuentes, hasta que en enero de 1937 llegaron los fríos y dejé el remo por completo.
En lugar de eso, volví a volar, mi otra obsesión, que el remo había dejado aparcada durante largo tiempo. En mi primer año en Oxford ya me había unido al Escuadrón Universitario e incluso durante los meses de más intenso entrenamiento antes de los Juegos Olímpicos me las arreglé para continuar haciendo mis horas de vuelo en el escuadrón. Después de regresar de Berlín empecé a dedicar más y más tiempo a los aviones y a descuidar mis cursos académicos. Todo el mundo en el Brasenose College sabía que yo estaba en Oxford por mis habilidades en el deporte, no por mis logros académicos, pero me había convertido en un remero universitario que ya no remaba. En la universidad, el vuelo no era una actividad que pudiera reemplazar al remo, por lo que tuve que volver —de mala gana— a los libros. En julio de 1938, me licencié en Historia y Literatura alemanas; obtuve el diploma con honores de tercera clase.
Por medio del instructor de vuelo del Escuadrón Universitario, me presenté para el servicio permanente en la RAF, con la intención de convertirme en piloto de cazas. Ya tenía muchas horas de vuelo en solitario y estaba calificado para pilotar aviones monomotores. A mí me parecía que tenía la agresividad natural y la rapidez de reflejos necesarias para un piloto de ese tipo y que la RAF me acogería con los brazos abiertos.
Por supuesto, las cosas no son nunca tan fáciles. Después de mi primer examen médico me dijeron que no reunía las condiciones físicas para pilotar un caza. Resultaba simplemente que yo era demasiado alto y no cabía en la cabina de ninguno de los cazas en servicio en la RAF. En lugar de eso, fui seleccionado para los aviones de bombardeo.
Después de pasar un tiempo en Cranwell, la escuela de oficiales de la RAF, fui enviado como piloto al Escuadrón 105, equipado con los bombarderos ligeros Blenheim. Cuando estalló la guerra, a comienzos de septiembre de 1939, yo estaba al mando de mi propio avión y en condiciones de llevar a cabo misiones operativas.
Al principio, cuando la Luftwaffe lanzó el Blitz contra territorio británico, se trató de responder bombardeando objetivos alemanes. Yo participé en ese esfuerzo. Fui asignado al Escuadrón 148, equipado con aparatos Wellington, y a finales de 1940 empecé a volar en misiones de bombardeo. Al principio, nuestros objetivos eran los puertos franceses ocupados por los nazis —Brest, Boulogne, Calais, Burdeos—, pero cada vez con más frecuencia fuimos recibiendo la orden de bombardear blancos situados en la propia Alemania: Gelsenkirchen, Emden, Wilhelmshaven, Colonia, Berlín, Hamburgo. Para mí, todo aquello acabó sobre Hamburgo, el 10 de mayo de 1941.
Durante los primeros meses de guerra, no vi a mi hermano, y en el momento de su muerte no tenía ningún contacto con él. Después de nuestra discusión en la Navidad de 1939, nuestros caminos se separaron. Entre nosotros sólo había insultos y malentendidos. En el momento de la muerte de Joe, no estábamos más distanciados el uno del otro que antes, pero nuestro alejamiento añadía un ingrediente más a mi desesperación por su pérdida.
Nuestro conflicto se fue cociendo a fuego lento durante años, desde nuestra huida de Alemania con Birgit. En términos prácticos, esa aventura parecía mayor de lo que fue en realidad. Cuando llegamos a Hamburgo, fuimos a la zona de los muelles y localizamos el barco sueco del que nos habían hablado, el Storskarv. Nos presentamos en la oficina de la empresa de flete sin unos planes concretos sobre la forma en que podríamos embarcar subrepticiamente a Birgit, pero una vez allí nos enteramos de que el doctor Sattmann se las había ingeniado para arreglar todo por teléfono antes de nuestra llegada. Nuestros pasajes habían sido reservados y nuestros papeles estaban en regla. Atravesamos el mar del Norte en las mejores condiciones, con nuestra furgoneta guardada en lo más profundo de la bodega del barco.
Los verdaderos trastornos no empezaron hasta que estuvimos a salvo en Gran Bretaña, e hizo falta que pasara algún tiempo antes de que yo me diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
El barco atracó antes de medianoche. Nuestros padres esperaban en los inhóspitos muelles de Hull para recibirnos. Aquello se convirtió en un acontecimiento familiar: papá y mamá habían viajado a Alemania cuatro años antes y habían estado en Berlín con los Sattmann. Mientras esperábamos que nuestra furgoneta fuera sacada de la bodega del barco, sentados en la deprimente sala de espera, Birgit le dio a mi madre una larga carta escrita por sus padres. Mamá le echó una mirada y empezó a llorar. Después, sin acabar de leerla, la dejó a un lado y se puso súbitamente contenta. En ese momento, todos hablaban en alemán y se abrazaban. Joe les contó la forma en que habíamos escondido a Birgit y la arriesgada fuga de Berlín. Cada vez más consciente de que la mayor parte de esos arreglos se habían hecho sin que yo me enterara, sentí que era un extraño en esa reunión. Aquello hizo que me viera de la misma manera que, probablemente, ellos me veían: para ayudar a Birgit a escapar, obviamente se había confiado en Joe, mientras que a mí se me había ocultado todo.
Me contenté a mí mismo mirando a Birgit al mismo tiempo que me preguntaba cómo podría reclamar algún mérito por el hecho de que ahora ella estuviese a salvo en Gran Bretaña.
Después salimos para Tewkesbury. Joe y Birgit viajaron en el asiento trasero del coche de mis padres, mientras que yo conducía en solitario la furgoneta del equipo deportivo. Me sentía lleno de entusiasmo: en mi mente rondaban insistentemente esperanzas y planes, todos ellos centrados en Birgit, mis fantasías de amor romántico y la forma en que alejaría a la muchacha de Joe y me quedaría con ella.
Muy pronto, todo esto quedaría en nada. Mucho antes de tres meses, Birgit estaba desposada, pero no conmigo. Joe y ella se casaron discretamente en la oficina del Registro Civil de Tewkesbury y se fueron a vivir provisionalmente a la casa de mis padres. Para entonces, yo ya estaba de regreso en Oxford, totalmente desconcertado y preocupado por mi vida, por Birgit, por Joe, por el hecho de haber tenido que abandonar el remo, por mis ansias de volar, por la presión cada vez mayor que había a mi alrededor para que me tomara los estudios en serio. Pensar en Birgit era muy doloroso para mí, así que intenté dejar de hacerlo.
Con el estallido de la guerra, la vida de todo el mundo sufrió un cambio radical. Como mucha gente, encontré un nuevo objetivo para mi vida en la participación en un conflicto que no había iniciado, que no quería y que apenas entendía. La guerra simplifica los problemas, acaba con una multitud de problemillas y los reemplaza por grandes preocupaciones. Para muchos, ese cambio en las prioridades personales fue algo bienvenido. Yo era uno de ellos. Un proceso de enorme cambio social y político estaba a punto de conmocionar todo el país, y no era cuestión de detenerlo ni cuestionarlo. Yo tuve una pequeñísima participación en ese proceso, como todos los demás. Aunque lo estábamos viviendo cada día, en ese momento nadie entendía qué estaba pasando. Todo lo que sabíamos era que Hitler debía ser combatido y que la guerra parecía ir encaminada en ese sentido. Sólo cuando aquello acabara estaríamos en condiciones de mirar atrás y empezar a entender qué había pasado, qué había cambiado.
De una forma que muy pronto llegó a serme familiar, el primer aviso de que era requerido para prestar servicio llegó por medio de una llamada telefónica hecha desde el Ministerio del Aire. Yo estaba descansando en el casino de la base aérea de la RAF en Northolt con otros oficiales. Aunque, en comparación con ellos, mi situación era un tanto anómala —ellos estaban en operaciones y, obviamente, yo no—, empezaba a saber lo que podía esperar de mis colegas. La guerra nos exigía circunspección, así que, aparte de las naturales preguntas de carácter general de los primeros días, nadie se mostró interesado en saber qué estaba haciendo yoallí en realidad. Para ellos, era un jefe de escuadrilla asignado a tareas de Estado Mayor, que iba y venía a bordo de coches oficiales. Ahora eso estaba a punto de repetirse.
El camarero del casino de oficiales se me acercó discretamente y me dijo que alguien me solicitaba al teléfono. Fui a una pequeña oficina de la parte trasera del edificio donde estaba situado un teléfono blanco con una línea segura.
Después de identificarme con la palabra clave acostumbrada, fui informado de que a las seis de la tarde de ese día un coche pasaría a recogerme. Debía llevar mudas de ropa como para pasar por lo menos dos noches, o quizá más, fuera de la base. Eso de llamarme a aquellas horas del día era algo insólito, pero, aparte de eso, no parecía haber nada especial en la misión que tendría que llevar a cabo. Supuse que debía de tratarse de otra gira por provincias. Fui a mi cuarto, me bañé, me afeité y me puse el uniforme. El coche del Ministerio del Aire llegó exactamente a la seis menos cinco.
Tan pronto como abandonamos la base y tomamos una dirección que nos alejaba de Londres, imaginé que iríamos otra vez a Chequers, pero continuamos viajando en las sombras del anochecer mucho más lejos de lo que yo esperaba. Cuando llegamos a nuestro destino ya era de noche y, una vez más, tuvo lugar el ritual con un puesto con guardias armados en los jardines de lo que parecía ser una gran casa rural.
Ya en su interior, fui informado de que estaba a punto de servirse la cena. Un criado me mostró una pequeña habitación para invitados en la que debía dejar mi equipaje. Después, me condujo escaleras abajo hasta el comedor, un largo salón con paredes recubiertas de paneles de madera y tapices, altos techos y una galería que abarcaba tres de sus lados. Allí se habían dispuesto dos mesas, una al lado de la otra, alrededor de las cuales se veía a muchas personas tomando una aguada sopa marrón. Winston Churchill era uno de los comensales. Estaba sentado en el centro de la mesa cercana a la ventana, oscurecida con su correspondiente pantalla, y hablaba animadamente con el hombre de espesa barba que se sentaba a su izquierda.
Fui invitado a ocupar un sitio en la segunda mesa; aunque el primer ministro quedaba detrás de mí, podía oírlo claramentepor encima del ruido general. Debido a los ecos producidos por los altos techos no podía entender lo que decía, pero el sonido de su voz era inconfundible.
Más tarde, cuando los invitados se trasladaron a un gran salón contiguo al comedor para beber una copa, pude sentarme o estar de pie de un modo más informal. De este modo tuve ocasión de ver bien al primer ministro.
Para entonces, yo ya había pasado unas cuantas horas en compañía de su doble. El parecido entre los dos hombres era asombroso. La famosa cara aniñada, el pelo ralo, la mandíbula agresiva y el labio inferior plegado hacia abajo, la manera de caminar y de usar las manos, todos estos rasgos hacían que ambos hombres resultasen indistinguibles. Cuando estábamos en público al aire libre, había otros elementos que ayudaban a engañar el ojo: el característico sombrero negro, el bastón, la corbata de lazo, el puro. Sin embargo, ahora que podía ver al verdadero Winston Churchill, era fácil distinguir las diferencias. El primer ministro era un hombre de talla ligeramente inferior, tenía el cuello un poco más corto y era más fornido. Torcía el cuello de una manera tan particular que no había podido ser copiada y, cuando hablaba, su expresión era más vivaz y cambiante.
Empecé a hablar con una mujer de mediana edad, alta y bastante atractiva. Me dijo que era del Consejo de Ministros, que aunque trabajaba para el primer ministro no respondía a sus órdenes directas. En realidad, nunca había coincidido con él hasta aquel fin de semana, y eso la tenía muy emocionada. Me contó que la casa en la que estábamos se llamaba Ditchley Park y estaba en Oxfordshire. Era una casa privada que algunas veces era alquilada a Churchill para sus fines de semana de trabajo. Una de las tareas de aquella mujer consistía precisamente en hacer las gestiones necesarias para encuentros como aquél. Ella me preguntó sobre mis actividades en la RAF. Sin entrar en detalles, le expliqué cómo era volar con un escuadrón del Mando de Bombardeo. Me di cuenta de que aun allí, en aquel santuario, yo estaba en guardia.
Mientras conversábamos, varias auxiliares estaban dando vueltas por el salón alineando sillones y sofás, y dos oficiales femeninas del ejército estaban preparando un proyector de cine y una pantalla. Aunque había pasado casi un mes desde que dejé el hospital y ya podía caminar sin bastón, me cansaba bastante pronto si permanecía de pie durante largo rato. Por lo tanto, agradecí mucho poder sentarme en una butaca, dispuesto a mirar lo que proyectaran, fuera lo que fuese. La mujer del Consejo de Ministros se sentó en la misma fila que yo, pero no junto a mí. Vi que hablaba con otra mujer. Esperando el comienzo de la exhibición, fijé los ojos en la blanca pantalla. Supuse que se trataría de algún noticiario o un corto informativo, inevitablemente seguidos de un coloquio o una conferencia.
No podría haber estado más equivocado. Cuando todo el mundo estuvo acomodado —Churchill se sentó solo en un sofá todo para él; al alcance de su mano tenía un gran cenicero; una licorera llena de whisky, una jarra con agua y un vaso— una de las auxiliares puso en marcha el proyector y empezó la película. Resultó que se trataba de una comedia llamada The Lady Eva, con Barbara Stanwyck y Henry Fonda. Me arrellané en el sillón para disfrutarla; vi que el primer ministro, que estaba a pocos metros de mí, sonreía y reía continuamente. El humo de su cigarro formaba volutas en el haz de luz del proyector. Cuando terminó la película, Churchill fue el primero en aplaudir.
Cuando se encendieron las luces, muchos de los invitados empezaron a dispersarse. Mientras me preguntaba para qué había sido invitado, me movía con cierta vacilación. ¿Se trataría de un encuentro específico con el primer ministro o estaría allí por la misma razón que todos los demás, es decir, disfrutar de una fiesta de fin de semana?
Churchill se acercó a mí. Llevaba gafas de cristales redondeados; en ellos se reflejaban las luces que brillaban sobre nuestras cabezas.
—¡Jefe de escuadrilla Sawyer! —dijo—. Estamos pensando en enviarlo de vuelta a su escuadrón la semana que viene. Creo que todavía es eso lo que usted quiere hacer, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Bueno, la decisión es suya, mi muchacho. He oído que es cada vez más peligroso volar sobre Alemania. Acaban de entregarme una nota con las pérdidas de bombarderos del último mes que me tienen muy preocupado. Si usted quiere, podemos encontrar para usted un trabajo permanente en el Ministerio del Aire. Usted ya ha hecho su contribución al esfuerzo de guerra; eso ya no debe preocuparle.
—Creo que prefiero volar, señor Churchill.
—Bueno, debo decirle que lo apoyo, Sawyer. Respeto su decisión, pero si cambiara de idea, hágalo saber a mi oficina. Arreglaríamos algo. —Habíamos empezado a hablar en el centro del salón, pero él iba conduciéndome hacia un lado del mismo, lejos de los demás—. Antes de que regrese a su escuadrón, me gustaría que hiciese otro trabajo para mí. No quiero que suene más dramático de lo que es, pero he llegado a la conclusión de que cuanto menos sepa usted por adelantado, más capaz será de llegar a una conclusión sensata sobre lo que encuentre.
—Muy bien, señor.
—Hable en inglés tanto como pueda mientras esté allí, pero su alemán será inestimable. Después del desayuno, un coche vendrá a recogerlo. Todo lo que le pido es que se forme su propia opinión acerca de lo que pase y que después, tan pronto como pueda, me proporcione un exhaustivo informe por escrito. No se olvide de ningún detalle. Diga lo que piense, no importa lo que sea. Quiero que absorba todo lo que pueda, incluso lo que pueda parecerle trivial. ¿Tiene usted clara esta cuestión? Lo esencial de esto es el tiempo, por lo tanto me gustaría leer su informe el próximo fin de semana, si es posible.
—Sí, señor —dije.
Pero en el segundo o dos que necesité para tomar aliento y decir esas dos palabras, Churchill se había vuelto y ya estaba cruzando el salón hacia una puerta en el lado opuesto.
A la mañana siguiente, todavía medio dormido y lastrado por un pesado desayuno consistente en un polvo amarillo con el que se había preparado algo remotamente parecido a los huevos revueltos, me encontraba sentado en la parte trasera de otro coche del Ministerio del Aire recorriendo las arboladas carreteras de Oxfordshire. Abrí la ventanilla y aspiré agradecido el aire puro. Era una mañana brumosa, una de esas que más tarde se convierten en un día caluroso, pero el frescor matinal era un anuncio del otoño, un otoño para el que no faltaban muchas semanas. Estaba pensando enlo que había dicho Churchill sobre el regreso al servicio activo e imaginando lo que el invierno traería consigo, adónde podía ser enviado y si tendría la posibilidad de ver el final de todo aquello. Las noches de invierno eran la temporada de caza para los bombarderos y sus contrincantes. Las largas horas de oscuridad constituían el momento más adecuado para los prolongados vuelos sobre territorio alemán, pero los cazas estaban allí para luchar contra los bombarderos en la mayor parte del camino. Pensar en el riesgo implícito era como aspirar un peligroso gas tóxico. La muerte era una perspectiva siempre presente, sin embargo lo normal era que se sintiera como algo aceptablemente distante. Yo quería vivir, no quería ser herido nuevamente; de todos modos, estaba impaciente por volver al trabajo que había elegido, y a los aviones, a los hombres de mi tripulación, a las balas trazadoras, a la horripilante visión de una ciudad enemiga convertida en un infierno a pocosmiles de metros debajo de mí. Mientras continuara la guerra, todo lo demás sería secundario.
Pasó una hora desde que dejara Ditchley Park. Sumido en mis pensamientos y preocupaciones, no había prestado mucha atención a la carretera. Aparte del nombre en código —«Campo Z»—, que había sido mecanografiado en mi nueva tarjeta de identidad válida para las próximas treinta y seis horas, no tenía la menor idea del sitio adonde me llevaban. Mirando la posición del sol, estimé que viajábamos hacia el sur, en dirección a Londres.
Estábamos pasando por una región boscosa, las altas coniferas proyectaban su sombra sobre la carretera, cuando observé que la mujer que conducía miraba a lado y lado, como si estuviera tratando de encontrar una señal que debía tener en cuenta. El coche disminuyó la velocidad, y cogimos por una corta calle de pueblo, en la que había cabañas y tiendas, un taller de reparación de coches, un bar y una iglesia. En la fachada de una tienda estaba pintado el nombre de los dueños: «A. Norbury e hijos». Más abajo y en letras más pequeñas, ponía «Oficina de correos y almacenes de Mytchett». Si Mytchett era el nombre del pueblo, no me decía nada. Pero un momento después llegamos a un camino sin valla y en los ladrillos de un pilar eran apenas visibles las palabras «Mytchett Place».
Un poco más allá se veía el ya familiar puesto de guardia, aunque en este caso había un alto portón metálico y unas vueltas de alambre de púas. Una recia valla con una densa maraña de alambre de espino se extendía entre los árboles y los matorrales en ambas direcciones.
Mostré al sargento de guardia mis documentos y el sobre sellado que me había dado un miembro del personal de Churchill antes de que aquella mañana abandonara Ditchley Park. El sargento cogió el sobre y sin abrirlo lo llevó al puesto de guardia. Vi que hacía una llamada telefónica.
La chófer y yo permanecimos sentados en el coche, el motor giraba suavemente al ralentí.
Después de más o menos cinco minutos vi a un joven oficial de la Guardia Real que venía andando a buen paso hacia nosotros. Miró en dirección al coche, saludó con un movimiento rápido pero cortés y después fue a reunirse con el sargento en el puesto de guardia. Salió unos segundos después; en la mano llevaba una hoja de papel y el sobre que la contenía.
Se acercó al coche, saludó otra vez y se inclinó junto a mi ventanilla.
—¿Jefe de escuadrilla Sawyer?
—Sí —dije yo.
—Buenos días. Estábamos esperándolo. Soy el capitán Alistair Parkes, de la Brigada de la Guardia Real.
—Encantado de conocerlo, capitán Parkes.
Nos dimos la mano a través de la ventanilla del coche. Abrí la puerta y bajé.
—Caminemos hasta la casa —dijo el capitán Parkes—. Su chófer puede esperarlo aquí. Eso nos permitirá tener una pequeña charla antes de entrar. —Deslizó la carta de acreditación en uno de sus bolsillos, y ambos echamos a andar por un sendero de tierra que discurría entre los árboles más o menos paralelamente al camino de entrada. En cuanto nos hubimos alejado lo suficiente del puesto de guardia, me dijo en alemán—: ¿Habla usted alemán, caballero?
—Así es —respondí en la misma lengua.
—Con el prisionero hablamos en inglés. En parte por una cuestión de principios pero también porque tenemos razones para creer que entiende más inglés de lo que reconoce. No le hará daño aprender un poco más, ya que es probable que se quede con nosotros durante cierto tiempo. Pero, a veces, insiste en hablar sólo en alemán, así que es mejor saber un poco.
—Yo lo hablo con fluidez —dije, y le hablé al capitán de mi madre alemana.
Aparentemente, el capitán Parkes dio por hecho que yo sabía del prisionero tanto como él, porque no volvió a hablar del tema.
—En mi caso —dijo él—, fui enviado a una escuela berlinesa porque mi padre era agregado militar en la embajada. Cuando uno es pequeño, resulta más fácil aprender una segunda lengua. Nunca pensé que un día eso podía ser una ventaja para mí. ¿Y usted?
Charlamos durante un rato en alemán, sobre el hecho de criarse con dos lenguas, y después regresamos naturalmente al inglés. Junto al sendero, entre los árboles, se veía una posición defensiva consistente en unas trincheras cavadas, un pequeño fortín de hormigón y muchas redes de camuflaje. También un complejo sistema de comunicaciones telefónicas cuyos cables estaban muy altos de árbol en árbol.
Por fin tuvimos la casa a la vista, un edificio sin atractivo alguno. En los últimos tiempos, mi vida consistía en ser trasladado, de una gran residencia rural a otra. Muchas grandes casas de campo habían sido requisadas y adaptadas para usos militares mientras durara la guerra. Ésta, Mytchett Place, era una mansión de estilo Victoriano construida con ladrillos de color claro y tejas rojas. Una de las alas parecía necesitar un poco de renovación aunque la mayor parte del edificio se veía en buen estado. Los jardines no habían sido adecuadamente atendidos durante algún tiempo y en ellos la hierba estaba alta y entre ella crecían profusamente los hierbajos. Trepadoras de desordenado aspecto se extendían por la mayor parte de los muros que quedaban a la vista y cubrían algunas de las ventanas más bajas del ala descuidada. En los terrenos adyacentes se había construido cierto número de edificios provisionales y alrededor de ellos se habían hecho visibles esfuerzos para instituir y mantener el orden militar. Vi a varios soldados que estaban de guardia.
—Aquí sólo tenemos tres problemas —dijo el capitán Parkes—. Técnicamente, se trata de un campo de prisioneros de guerra; así que, por supuesto, tenemos que asegurarnos de que podemos mantener al prisionero encerrado dentro. Al mismo tiempo, pensamos que en este caso particular hay razonables sospechas de que alguien intente abrirse camino hasta la casa y llevarse al prisionero. Por eso, también tenemos que estar preparados para esa eventualidad. Pero además hay otros aspectos.
—¿Como cuáles?
—Durante todo el tiempo que usted esté aquí será estrictamente controlado. Todas las dependencias de la casa que usted visite están equipadas con micrófonos escondidos. Todas las conversaciones son grabadas. Estamos intentando conseguir toda la información posible de él, con la idea de que siempre habrá algo que podamos utilizar. Además, en la casa hay varios oficiales de Inteligencia. Usted conversará con ellos antes de ver al prisionero. Ellos le informarán sobre todo lo que necesite saber.
Yo estaba intrigado por lo que el capitán estaba diciéndome, pero hasta entonces no se me había ocurrido tratar de adivinar quién podía ser el solitario prisionero. Suponía que podía tratarse de algún oficial superior alemán que hubiera sido capturado y tuviera que ser interrogado en su propio idioma. No se me ocurría preguntarme por qué aquel joven y agradable oficial no estaba capacitado para hacer él mismo el trabajo. Entonces recordé lo que mi hermano Joe me decía a menudo: que yo no me daba cuenta totalmente de lo que sucedía a mi alrededor.
Fui conducido hasta la primera planta de la casa, donde fui presentado a los tres oficiales de Inteligencia del Ministerio de Defensa que estaban de guardia esa mañana. Por fin, me acompañaron a través de una puerta metálica de sólida construcción y a lo largo de un corto pasillo hasta las habitaciones donde estaba alojado el prisionero. Cuando entré al primero de los dos cuartos, él estaba acostado boca arriba cuan largo era en el centro de la habitación, sobre el suelo desnudo. El prisionero llevaba el uniforme de capitán de la Luftwaffe. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho.
Me produjo una enorme impresión descubrir que el hombre a quien se tenía allí encerrado era el lugarteniente del Führer, Rudolf Hess.
En los primeros nueve meses de la guerra, hasta comienzos de mayo de 1940, participé en once incursiones contra el enemigo. Después de la invasión de Francia y los Países Bajos, fui asignado al Escuadrón 148, que hasta muy poco tiempo antes había estado operando con los obsoletos aviones Fairey en Francia, con terribles pérdidas tanto en hombres como en aparatos. De regreso en el Reino Unido, con base en Tealby Moor, el escuadrón estaba siendo reorganizado con nuevos hombres y dotado de nuevos aviones, los bombarderos nocturnos Wellington. A pesar de que en el verano de 1940 el peligro que corría Gran Bretaña no podía ser mayor, el escuadrón había dejado de operar en el frente mientras durase el proceso de reconstrucción. Todos estábamos impacientes por hacer el máximo, por devolver a los alemanes todo lo que de ellos recibíamos, pero durante varias semanas el escuadrón al que había sido asignado ni siquiera tenía aviones.
A comienzos de agosto, mientras estaba pasando por un aburrido curso de refresco sobre navegación nocturna, recibí una carta de Birgit.
La última vez que la había visto había sido en aquella desastrosa discusión familiar de la Navidad anterior; ella, en esa discusión, prácticamente no había intervenido ni me había mirado. Después de aquello, yo no esperaba volver a saber nada de ella, a pesar de que antes, en mayo, había recibido otra carta suya. Era una nota breve y casi formal en la que me decía que Joe había sido golpeado por algunos soldados de permiso. Aparentemente, les había molestado que él no llevara uniforme. Al menos eso fue lo que me explicó mi madre cuando la llamé para saber algo más. Me dijo que Joe no había salido muy malparado y que después de unos días en el hospital volvería a la vida normal.
Pero ahora Birgit había vuelto a escribirme. Cuando recibí la carta en el reparto diario de correo del aeródromo, ella estaba tan lejos de mis pensamientos que ni siquiera reconocí su letra en el sobre.
La carta era breve y estaba escrita en su sencillo y casi formal inglés. Fui consciente del esfuerzo que había hecho para escribirme cuidadosa y correctamente. Sin explicar el porqué, había decidido escribir en aquel momento particular y contarme las circunstancias de su vida presente. Me decía que desde hacía tres años no sabía nada de sus padres y que temía que hubiesen muerto. Estaba tratando de averiguar algo pero la guerra hacía que las comunicaciones con Europa fueran casi imposibles. Un problema que a ella le parecía conectado con el anterior era que corría peligro de ser internada por las autoridades inglesas, ya que sabían que había nacido en Alemania. La policía ya había ido dos veces a visitarla, pero en ambas ocasiones Joe había convencido a los agentes de que la dejaran permanecer en sucasa. Ahora había un nuevo peligro: Joe había sido enviado por la Cruz Roja a trabajar en Londres, con lo que estaba fuera de casa durante semanas y semanas. Con el miedo a la invasión y los trabajos defensivos en marcha, los viajes se habían convertido en algo muy difícil. El resultado de eso era que, desde que se había marchado, Joe sólo había vuelto a casa un fin de semana. El hecho de estar sola la aterrorizaba y, debido a todo lo sucedido, se sentía muy vulnerable.
Eso era todo lo que decía la carta: no solicitaba nada, no sugería nada, no pedía ayuda.
Sentí que me sumía en un dilema emocional. Era capaz de sobrellevar la idea de que ella estaba casada con Joe ignorando ese hecho. La última discusión entre Joe y yo facilitaba las cosas, por supuesto. Aunque Birgit no había intervenido en ese altercado, como después de todo ella era la esposa de Joe, yo asumía que ella lo apoyaba en todo, cualesquiera que fueran los temas discutidos aquella tarde. Sin embargo, seguía siendo Birgit. Aun cuando todavía no había cumplido veinticinco años, Birgit —yo había podido observarla en la reunión de Navidad— había madurado, tanto física como emocionalmente. El pensamiento más leve que tuviera en relación con ella me sumergía en una larga ensoñación sobre qué podría haber pasado si los acontecimientos hubieran tomado otro rumbo.
Ahora había recibido una carta de ella.
Le respondí ese mismo día. Redacté lo que pretendía que fuera una carta considerada, una que ayudara y fuera simpática sin intentar interferir de ninguna manera. Al final le decía, tan delicadamente como pude, que si ella creía que eso serviría de ayuda, yo podía obtener un breve permiso y viajar a toda prisa para verla.
Dos días más tarde recibí su respuesta. Sólo contenía una frase: «Ven cuanto antes».
De inmediato cursé una solicitud de permiso de cuarenta y ocho horas a la oficina del comandante de la base. Pero al mismo tiempo sentí que debía tomar una última precaución contra los impulsos del corazón. Escribí otra carta a Birgit; también de una sola frase.
«Si voy a visitarte», le decía, «¿es posible que vea a mi hermano?».
Ella no respondió. Partí tan pronto como el permiso me fue concedido.
Mis encuentros con Rudolf Hess en Mytchett Place duraron tres días. En cuanto supe quién era el prisionero, supuse que me habían enviado allí porque él me recordaba de nuestro encuentro en Berlín o que, por alguna otra razón, él había pedido verme. Nada podía estar más lejos de la verdad. En ningún momento pareció haberme reconocido, se mostró suspicaz respecto a mí y desde el primer día las únicas respuestas que de él obtuve fueron hostiles o carentes de interés.
En cinco años, las circunstancias de Hesshabían cambiado radicalmente. En 1936, era una de las personas más poderosas y temidas de Alemania, pero, desde que estaba arrestado en Mytchett Place, se había convertido en un prisionero de guerra a quien sólo se le permitían las comodidades y privilegios mínimos. Sus maneras intimidatorias habían desaparecido. Cuando abría la boca era para quejarse del trato o para plantear exigencias a las que yo simplemente no podía responder. Durante la mayor parte del primer día estuvo hosco y callado, y ni siquiera se mostró dispuesto a reconocer mi presencia en la habitación.
Las cosas mejoraron el segundo día. A pesar de que su suspicacia no había desaparecido, creo que empecé a obtener aquello para lo que había sido enviado por el propio Churchill. Ese día, y al siguiente, progresé más que el primero. Debido a las circunstancias, no se trataba de un encuentro ideal, pero cuando mi misión acabó, sentí que tenía alguna información importante para el primer ministro.
Dejé Mytchett Place en la mañana del cuarto día, inmediatamente después de un desayuno temprano. No volví a ver a Hess antes de irme. El coche me llevó rápidamente a Londres y me dejó en la sede del Almirantazgo. En mi mente giraba un embriagador cóctel de excitación, intriga, expectativa y los más prosaicos recuerdos de muchas horas de incómodo aburrimiento. Fueran cuales fueran las circunstancias, Hess era la peor compañía.
Apenas se supo que había regresado al Almirantazgo, fui llevado a una oficina de dos habitaciones que me había sido asignada en la última planta del edificio. Que mi investigación era algo prioritario quedó muy claro, ya que, además de aquella oficina, me destinaron una secretaria y un traductor. Se me aseguró que los archiveros de la biblioteca darían preferencia a cualquier requerimiento que yo les hiciera. Sintiéndome como si de repente hubiese sido lanzado a un mundo de intrigas que apenas entendía, me concentré para ordenar mis pensamientos e intentar escribirlos de forma coherente.
En los días siguientes trabajé arduamente. Cada mañana viajaba al centro de Londres desde mi base en Northolt. Durante ese tiempo, llegaron dos recordatorios desde la oficina del primer ministro en los que se me preguntaba cuándo podría estar listo mi informe. El factor tiempo era esencial y yo no debía olvidarlo.
Yo nunca había hecho un trabajo de ese tipo, y la organización del material confidencial me representó un serio problema. La primera versión de mi informe era demasiado larga y desordenada. Lo presentaba como un relato palabra a palabra de cada una de las conversaciones que había mantenido con Hess, que incluían la trascripción textual de las grabaciones (traducidas al inglés cuando hablábamos en alemán), y el soporte de mucho material y elaboración que pude obtener en los archivos de la biblioteca. Traté de hacer un relato exhaustivo, un informe definitivo, en el que comparé mis observaciones sobre Hess con todo lo que pude encontrar acerca de él en los archivos del Foreign Office. Ellos habían estado observándolo durante años, y tenían gran cantidad de información.
Victoria MacTyre, de la secretaría del Ministerio de la Guerra, que era la persona que me había sido asignada, se llevó el informe y lo hizo mecanografiar en su totalidad. Lo distribuyó entre cuatro dactilógrafas de una oficina que estaba en otra planta. Para tener una idea del volumen del informe, baste decir que les llevó un día y medio de intenso mecanografiado terminar el trabajo.
Cuando estuvo acabado, la señorita MacTyre lo llevó a mi oficina. Mientras el trabajo de dactilografía estaba en curso, ella se ocupó de leerlo todo. Me felicitó generosamente y me dijo que en los dos años de guerra nunca había leído un trabajo tan interesante como el mío. Sin embargo, me comentó que había un problema con él.
—Jefe de escuadrilla, debo advertirle que el señor Churchill no leerá el informe —me dijo.
—Creo que sí. Me lo pidió personalmente y me ha estado presionando para que se lo entregue lo más pronto posible.
—Entiendo lo que dice, señor. Pero le aseguro que le echará un vistazo y me lo enviará de vuelta.
—¿Por qué?
—Es demasiado largo —respondió—. Contiene un brillante análisis del tema y nunca he visto un informe con tantas referencias a otros materiales y tan apoyado en datos comprobados, pero hay una cuestión muy sencilla: el primer ministro no tiene tiempo para leer algo tan largo y tan detallado.
—Es que hay un numero increíble de ramificaciones —le dije—. Hasta que no fui a ese sitio, el Campo Z, no tenía idea de la complejidad de la situación. Si eliminara la mitad del material no definiría el problema.
—Lo que el señor Churchill pide —dijo la señorita MacTyre, con lo que más tarde me di cuenta de que era una inmensa paciencia—, lo que necesita, es un sucinto y fiable resumen de los puntos destacables. Tendría que incluir algún detalle cuando fuera imprescindible, pero cualquier material suplementario al que usted remita debería estar en un informe aparte. Ésa será la versión que analizarán los oficiales de Inteligencia y será utilizada como información básica en cualquier acción que el primer ministro decida emprender.
Con la continua presión de las expectativas de Churchill sobre mí, miré con melancolía el grueso fajo de hojas mecanografiadas preguntándome si sería capaz de organizar tan divagante y discursivo material. Todo lo que contenía necesitaba estar ahí, ya que todo lo que había aprendido en relación con Rudolf Hess tenía algo que ver con lo que yo mismo había descubierto. Empecé a pasar las páginas tratando de ver qué podría destilar a partir de ellas.
Después de dejarme solo con mi problema durante una hora, la señorita MacTyre regresó y rápidamente me ofreció una solución. Ella traía consigo una copia del informe que el Almirantazgo había encargado sobre los fallos cometidos durante la campaña de Narvik, a principios de 1940. Tenía cuatro páginas.
—Preparar esto llevó más de tres meses de trabajo —dijo mientras dejaba el informe sobre mi escritorio—. Las declaraciones que sirvieron de base llenaban unos quinientos folios. El señor Churchill leyó las primeras cuatro páginas, con las que se hizo una idea exacta de los principales aspectos de la cuestión. El resto del informe fue distribuido entre los varios departamentos que tenían que extraer lecciones de lo que había ido mal.
Eché una mirada a las cuatro páginas del informe. Era tan claro, tan sencillo, tan directo... Estaba dividido en varias secciones muy breves, cada una de ellas precedida por una pregunta.
Se trataba de una solución tan práctica y obvia que me asombré de no haber pensado en ella antes.
—Como usted sabe, señor, yo he leído su informe. A partir de esa lectura me he formulado unas cuantas preguntas principales. Me he tomado la libertad de sugerirle algunas.
Me entregó una hoja de papel en la que ella había mecanografiado cuidadosamente varias preguntas. La primera era: Antes de su llegada al Campo Z, ¿conocía la identidad del prisionero con quien iba a encontrarse?
La segunda pregunta era: Cuando lo vio, ¿reconoció al prisionero?
La tercera decía: ¿Cómo lo reconoció?
Y la cuarta: ¿Cuál fue la primera impresión que le produjo el prisionero?
—Muchas gracias —dije, sencillamente.
—Si quiere, puede descartar alguna —dijo ella—. O agregar alguna suya.
—Aunque no muchas, supongo.
—No, señor.
Y me puse a trabajar.
Birgit y Joe vivían en una pequeña casa alquilada en un pequeño pueblo situado en la falda occidental de la cadena de los montes Peninos. Desde ese pueblo se tiene una vista panorámica de la llanura de Cheshire y, más hacía el noroeste, de buena parte de la ciudad de Manchester. Lo sabía por la descripción que mi madre me había hecho. Aparte de eso, el único dato que tenía para guiarme era la dirección que Birgit había escrito en su carta.
Le pedí a Robbie Finch, otro piloto del Escuadrón 148, que me dejara su motocicleta, me agencié un poco de gasolina y salí a las carreteras —en las que prácticamente no había tránsito— para atravesar Inglaterra a toda velocidad. La parte principal del trayecto me llevó unas dos horas, pero pasé otra hora más dando vueltas por la demarcación del pueblo antes de encontrar la casa.
Birgit me abrió la puerta y, con cortesía pero también con frialdad, me invitó a pasar. Cuando la puerta estuvo cerrada, extendí mis brazos hacia ella. Nos besamos en las mejillas.
—¿Está Joe en casa? —fueron mis primeras palabras.
—No. No sé dónde está.
Se apartó de mí pero me sonrió animadamente. Me mostró la casa, que estaba impecablemente limpia. Tenía muchas habitaciones, algunas de ellas eran bastante grandes y tenían impresionantes vistas sobre el campo. Ella había convertido en estudio una de las habitaciones de la planta superior. Allí había partituras, un atril, un gran gramófono, una radio y un amplio sofá. El violín de Birgit estaba dentro de su estuche, sobre un mueble bajo.
A pesar de sus generosas dimensiones, la casa estaba en un estado lamentable, con varios agujeros en el techo, ventanas que no cerraban como debían y tablas del suelo desniveladas y, en algunos sitios, incluso pudriéndose. Había un rudimentario cuarto de baño interior con agua corriente, pero el calentador de agua, que funcionaba con bombonas de gas, había quedado fuera de servicio varias semanas antes. La casa no tenía una calefacción adecuada. No había una cocina propiamente dicha, apenas una placa con dos fuegos de gas, el mismo gas del calentador de agua. Observé todo esto mientras recorríamos los cuartos y pensé en lo frío e incómodo que sería aquel sitio cuando llegara el invierno. Incluso en el soleado día de agosto en que yo había llegado, en el interior de la casa había corrientes de aire y humedad.
Pronto acabamos de recorrer la casa y nos sentamos en la cocina con suelo de piedra para tomar una taza de té. Ella no tenía café; me dijo cuánto lo echaba de menos y cómo le gustaría poder ofrecerme una taza.
Teníamos mucho de que hablar. La mayor parte del tiempo lo hacíamos en inglés. A pesar de que sus maneras conmigo eran cálidas, estaba claro que se reservaba sus sentimientos. Birgit me trataba como a un amigo íntimo, pero un amigo al que mantenía a distancia. Me pareció más atractiva que nunca, en especial porque su aspecto dejaba entrever las señales de la reciente tensión. Había adelgazado y su cara adquiría fácilmente un aire preocupado. Pero, para mí, ella estaba tan hermosa como la recordaba. Sin embargo, ahora yo estaba con ella, y eso era la belleza de la realidad, no la de un sueño inducido por la soledad y el deseo de verla. Durante mi ruidoso viaje en motocicleta a través del país, había estado alimentando la visión de un encuentro de amor apasionado pero, ahora que la tenía ante mí, todo había cambiado. Me sentía feliz, pero era la felicidad de estar allí, no la del anhelo de ella.
Birgit me habló de sus problemas y preocupaciones: las frecuentes y largas ausencias de Joe, la falta de noticias de sus padres, su temor a que hubieran muerto en un campo de concentración nazi. Pero su situación en Inglaterra era algo aún más apremiante. Nuestra aventura de juventud, en la que la habíamos sacado de Alemania clandestinamente, ahora parecía muy lejana en el tiempo, pero era un indicador de que los peores problemas estaban por venir.
Al estallar la guerra, el hecho de haber nacido en Alemania significaba que se enfrentaba con la posibilidad de ser internada junto con otros compatriotas suyos. Hasta entonces se había librado de los primeros internamientos gracias a que estaba casada con un súbdito británico y a que ella misma había obtenido esa nacionalidad. Dos meses después había habido otra redada, coincidiendo conla retirada de Dunkerque, cuando el país estaba recorrido por los rumores de una quinta columna. Otra vez había conseguido sortearla, en parte a través de la intervención de la Cruz Roja de Manchester, donde trabajaba Joe. A pesar de que no era cierto, Birgit y Joe habían asegurado a la policía que ella estaba embarazada. Ahora, con las cotidianas batallas aéreas en el sureste de Inglaterra y las barcazas de desembarco que estaban preparando los alemanes en los puertos del Canal, las autoridades inglesas estaban recogiendo las redes otra vez. Cada vez más, Birgit veía que Joe era su último defensor: en tanto él estuviera con ella, podía sentirse segura. Pero el trabajo de Joe se lo había llevado a Londres y raramente podía volver a casa. Día tras día, Birgit esperaba la llegada de la policía.
—¡Soy inglesa! —me dijo, llorando en su desesperación—. Me hice británica por todo lo que había sucedido. Iba creciendo... —De repente, empezó a hablar en alemán—: Creía que era alemana, porque así nos veíamos nosotros: una familia alemana. Una familia alemana como cualquier otra. Yo era una alemana que había nacido judía, pero eso no me impedía ser alemana. —Y volvió al inglés—: Después resultó que yo era solamente una judía y que ya no era alemana en absoluto. Por eso vine a Inglaterra: para escapar del hecho de ser alemana, para escapar del hecho de ser judía. Pero aquí no soy británica, y tampoco judía, aquí ¡vuelvo a ser alemana! —Una vez más, Birgit habló en alemán—: Huí de Alemania por lo que estaban haciendo los nazis. ¡Ahora vuelvo a ser perseguida porque creen que soy una espía nazi! No soy más que una mujer casada con un inglés. ¿Es que no pueden dejarme en paz? —Y nuevamente pasó al inglés—: Ahora que Joe está lejos, ¿quién va a cuidar de mí?
Yo no tenía respuesta para ninguna de esas preguntas, pero la consolé como pude.
Ella me dio algo de comer: una sencilla rebanada de pan con un poco de queso. También había lechuga, que, según dijo, había sembrado en el jardín.
Después, me comentó:
—J.L., quiero pedirte un favor. Un gran, gran favor.
—¿Qué necesitas?
Entonces, calló; se sentía incapaz de decirme de qué se trataba. Birgit no tenía necesidad de pedirme nada: ningún favor que yo pudiera hacerle sería demasiado grande. Unos minutos más tarde, volvió a empezar, justificándose antes de decirme de qué se trataba, y me explicó que era reticente a pedírmelo porque ella no quería que yo pensara que aquélla había sido la única razón por la que quería verme. Yo le aseguré que no sería así. Finalmente me dijo lo que quería.
—Quiero que pasees por el pueblo conmigo, de modo que todo el mundo pueda vernos. Quiero que te vean. Así creerán que estoy con Joe. ¿Lo harás?
—¿Quieres que simule que soy Joe?
—Un pequeño paseo —me imploró—. Por esta calle abajo, un poco más allá de las casas. Para que todos vean que no estoy sola. ¿Lo harás por mí?
Ningún favor era demasiado grande para Birgit.
Pero mi uniforme de la RAF no era lo más adecuado para hacerme pasar por Joe. Eso significaba que tendría que ponerme su ropa. Birgit ya había elegido y preparado alguna, lo que demostraba que ya lo tenía todo planeado.
Cuando estuvimos en la calle, me tomó del brazo y lo apretó suavemente. Se inclinó sobre mí cariñosamente. Caminamos lentamente a la luz del sol, mirando el paisaje a nuestro alrededor. La suave presión de su mano en mi brazo era como una brillante huella de Birgit. Ser visto con aquella adorable mujer, sentir su cariñoso contacto y su proximidad, ver su sonrisa, era como un sueño hecho realidad; incluso aunque fuera una impostura. Para prolongar este inocente contacto físico con ella, traté de que camináramos más lentamente. Si para estar junto a ella yo debía ser Joe, sería Joe todo el tiempo que hiciera falta.
De regreso en la casa, colocamos la motocicleta que me habían prestado en un sitio donde nadie la viera y después acordamos cómo iría en el futuro, cuando fuera a visitarla. Convinimos que, a menos que llegara de noche, me vestiría de paisano antes de entrar al pueblo y también cuando estuviera con ella en la casa o en el jardín. Las calladas suposiciones implícitas en estos arreglos hicieron que me recorriera un estremecimiento cargado de expectativas.
Esa noche, Birgit cogió el violín y tocó para mí: primero una serenata de Mozart, después algo de Beethoven y por fin la conmovedora cadenza de un concierto de Mendelssohn.
Pasé la noche durmiendo incómodamente en un sillón de la sala de estar. El día siguiente lo dediqué a las reparaciones más urgentes de la casa. Cambié un cristal roto del estudio de Birgit. Sellé varios de los sitios por donde se colaba el aire entre los marcos y las ventanas. Recoloqué en sus goznes la desquiciada puerta principal para que cerrara bien. Conseguí desatascar el calentador de agua para que Birgit no tuviera que hervir agua en el fuego de la cocina. El cuarto de baño, cuyas paredes estaban llenas de grietas y musgo, necesitaba urgentemente una reparación, pero ya no me quedaba tiempo para eso.
Mientras yo hacía estos trabajos y Birgit limpiaba a mi alrededor, hablábamos sobre Joe, siempre de Joe. Aunque por razones distintas, era una obsesión que compartíamos.
Las palabras fluían. Intercambiamos todo lo que sabíamos de él, evocamos los cariñosos recuerdos que ambos teníamos de los buenos tiempos con él, expresamos lo que pensábamos acerca de lo que estaba tratando de hacer con su vida y cómo lamentábamos cuando él hería o abandonaba a quienes más lo querían. Le hablé del dolor que sentía por el distanciamiento que él y yo estábamos viviendo, pero también de la ambivalencia de esa separación, de la contradictoria necesidad de cercanía e individualidad. Birgit me dijo que desde que había empezado la guerra, cuando él se había convertido en objetor de conciencia, ella lo había sentido lejano, irritable, obcecado. Ella lo necesitaba y lo quería desesperadamente, pero la vida con él se había convertido en algo muy difícil.
La dejé cuando ya caía la noche y corrí para llegar a Tealby Moor en el último momento. Frené ante la barrera del puesto de guardia cuando me quedaban apenas unos minutos de permiso. Tras otra noche de sueño intranquilo, volví a los asuntos del escuadrón, donde por fin empezaban a llegar los primeros Wellingtons.
Se formaron las primeras tripulaciones, y cada una recibió un avión. Inmediatamente comenzaron los vuelos de prueba. Todos los escuadrones de bombardeo debían estar disponibles en el menor tiempo posible. Así que el Escuadrón 148 fue considerado de nuevo apto para el combate cuando apenas un puñado de sus aviones estaban listos para ello. Mi tripulación no fue de las primeras en recibir un avión, por lo tanto, durante cierto tiempo estuve relativamente ocioso. Ante la perspectiva de otro fin de semana, pude conseguir un segundo permiso de cuarenta y ocho horas, pedí prestada otra vez la motocicleta de Robbie y viajé a toda velocidad para ver a Birgit. Me recibió con lágrimas de alivio, abrazándome y apretándose contra mí. Parecía aún más delgada que la última vez. El agotamiento se pintaba en sus ojos hundidos, y su largo pelo oscuro colgaba despeinado sobre sus hombros. En mi mente, la imagen que veía se superponía a la que yo sabía que era la verdadera. Todavía la encontraba bella. Yo nunca olvidaría lo que fugazmente había ardido entre nosotros.
Ese viernes por la noche nos sentamos en la pobremente iluminada cocina y volvimos a hablar de Joe. Era agosto, pero el ambiente había refrescado de repente. A nuestro alrededor, aparte de la presión del viento en los cristales de las ventanas, el paisaje de campo y colinas estaba tranquilo. Las cortinas de oscuridad se movían con la corriente de aire. Birgit parecía cansada, desolada, agotada.
A la mañana siguiente cogí la moto y fui a Buxton a ver al agente inmobiliario que cobraba el alquiler. Éste me dijo que el dueño de la casa se había trasladado a Canadá, que se quedaría allí mientras durara la guerra y que no había esperanzas de que aceptara responsabilidad alguna por el deterioro de la construcción. Aproveché que estaba en Buxton para comprar algunos alimentos, después busqué una ferretería y me hice con clavos, pintura, unos trozos de madera, un poco de cable y un par de herramientas. Volví a la casa con las alforjas de la motocicleta llenas a rebosar y las maderas precariamente sujetas debajo de un brazo. No todos los trabajos que la casa necesitaba estaban dentro de mis capacidades, pero hice lo que pude. Cambié la cerradura de la puerta principal, que estaba rota, y reemplacé bombillas quemadas y cables en mal estado. Conseguí que un vecino me prestara una escalera y subí al techo para recolocar algunas tejas que se habían movido, reparé las juntas entre la chimenea y el techo, quité las hojas secas de los canalones y tapé agujeros por todas partes. Arreglé, fijé, puse parches, sellé.
Empecé a disfrutar con la vista de los montes Peninos, las rachas de viento con la constante amenaza de lluvia, la nublada extensa llanura de Cheshire abajo, los campos, los pueblos y los muros de piedra seca y, hacia el norte, la oscura extensión de la industrial Manchester. Eso me hizo pensar en la reunión que había tenido lugar después de la primera misión de bombardeo en regla que algunos aviones del escuadrón habían llevado a cabo unas noches antes. Habían atacado Emmerich, una ciudad alemana cercana a la frontera con Holanda, y habían vuelto con vívidas descripciones de su vuelo sobre los edificios, mirando cómo explotaban las bombas debajo de ellos. La locura de la guerra en la que yo todavía casi no había combatido estaba contagiándome. Desde aquella elevación imaginaba qué aspecto tendría aquella tierra vista desde el aire, cómo sería volar sobre una ciudad de noche y dejar caer bombas y cargas incendiarias sobre la gente que vivía en ella.
Con el anochecer, la loca carrera de regreso al aeródromo.
Esa semana recibí un nuevo Wellington, el A-Able, y empecé a entrenarme apresuradamente con el resto de la tripulación. Habíamos esperado tanto tiempo que estábamos ansiosos por lanzarnos a la acción. No tuvimos que esperar mucho tiempo. Como yo era un «piloto experimentado», con once salidas en mi haber, nuestro primer ataque fue contra un objetivo en Alemania: una zona industrial en el valle del Ruhr. A la noche siguiente, todavía exhaustos tras la incursión anterior, fuimos enviados a atacar un aeródromo holandés que había sido tomado por la Luftwaffe. Y a la noche siguiente, volvimos a salir.
Mientras tanto, en el sur del país, la Batalla de Inglaterra estaba creciendo en ferocidad. Los aeródromos y las bases militares sufrían ataques cada día, mientras en los cielos de Kent y los Downs los cazas tomaban parte en combates cada vez de mayor envergadura y más peligrosos. ¡Por fin nos enfrentábamos de verdad con el enemigo!
Con tanta actividad aérea, los permisos se volvieron más difíciles de conseguir, con lo que pasaron dos o tres semanas durante las cuales no sólo no pude ver a Birgit sino que casi me fue imposible siquiera pensar en ella. Cada semana recibía una carta suya. Se trataba de cartas breves y objetivas, sin ningún atisbo de un afecto especial, con las que me informaba con tranquilidad de los asuntos de la vida cotidiana. Hubo una que hizo que me recorriera un leve estremecimiento de culpa; en ella me contaba que Joe había llegado inesperadamente el fin de semana y se había quedado dos días en casa antes de regresar a Londres. Ese fin de semana en particular había sido uno en el que yo había estado a punto de conseguir un permiso de dos días que a último momento había sido cancelado. ¿Qué habría pasado si Joe hubiese entrado a su casa y me hubiese visto vestido con su ropa y a solas con su mujer?
Después de la primera oleada de misiones de bombardeo, los que mandaban debieron de darse cuenta de que si manteníamos ese nivel de actividad un tiempo más estaríamos demasiado agotados para funcionar correctamente. Por lo tanto, se estableció una rotación de las tripulaciones. No había un esquema rígido, pero los oficiales del Estado Mayor programaban las misiones de modo que cada tripulación volara como promedio una vez a la semana, o unas tres veces por quincena. Esta utilización más calculada de los recursos prosiguió durante toda la guerra, aunque se alteraba cada vez que el Mando de Bombardeo solicitaba un «esfuerzo máximo» en relación con ciertos objetivos. Desde mi punto de vista, esto quería decir que, con una cuidadosa planificación y un poco de suerte, la mayoría de las semanas podía conseguir un permiso de treinta y seis horas, o incluso uno para todo el fin de semana.
Aunque mis ausencias eran largas y frecuentes, Birgit y yo pronto nos habituamos a una especie de cautelosa familiaridad. Yo intentaba llevarle algún pequeño regalo, cosas que yo sabía que a ella le costaría mucho encontrar o pagar: latas de carne, huevo en polvo, chocolate, café, alguna fruta fresca, todo gorroneado de la base. Había muy poco con lo que ella pudiera corresponder pero para mí era una satisfacción ver que empezaba a tener mejor aspecto. Recuperó algo de peso, no se la veía tan demacrada, y parecía menos agobiada y desesperada. Siempre permanecía la infelicidad por estar sin Joe y aún estaba asustada por la posibilidad de una redada de las autoridades, pero yo estaba empezando a sentir que había un futuro esperanzador para ella. A mí me parecía cada día más hermosa. Estaba obsesionado por ella.
Un fin de semana de septiembre, mientras dormía en mi habitual sillón de la sala, Birgit me despertó. Abrí los ojos y la vi a la débil luz que llegaba hasta la sala desde el corredor. Estaba arrodillada junto a mí, con su cara junto a la mía. Sus fríos dedos descansaban sobre mi brazo y sus largos cabellos colgaban sobre mi mejilla.
—No puedo dormir, J.L. —dijo con voz entrecortada por el temblor—. Es tan solitario eso de ahí arriba...
Salté del sillón y me puse de pie. La tomé en mis brazos y un segundo después estábamos besándonos y acariciándonos apasionadamente. Su boca y la mía se hicieron una sola. Ella se apretó con tanta fuerza contra mí que a punto estuve de caer de espaldas. Yo todavía estaba medio dormido. No había planeado ni esperaba lo que habíamos empezado. Soñar aquello no era lo mismo que esperarlo. Sencillamente, sucedió y más tarde no intenté justificarlo ante mí mismo. Nos convertimos en ardientes amantes, enloquecidos por un deseo mutuo que difícilmente podíamos satisfacer. En lo que quedaba de aquel corto fin de semana, dejamos la cama sólo durante breves momentos: comida y visitas al cuarto de baño, después regresábamos a nuestro nido y a nuestros frenéticos contactos amorosos.
Acabado ese permiso de fin de semana, lo más difícil de mi vida fue irme de los brazos de Birgit. Demoré la separación hasta el último segundo posible y después viajé a toda velocidad por silenciosas carreteras hasta la base. A la noche siguiente, nuestro escuadrón iba a volar sobre el puerto de Amberes, donde los alemanes habían reunido muchas barcazas de desembarco.
Septiembre y octubre pasaron lentamente, y la guerra ganó en encono y destrucción en todas partes. Después de dos o tres semanas de eficaz bombardeo contra aeródromos británicos, los alemanes cambiaron inexplicablemente de táctica. De haber continuado esos ataques, podrían muy bien habernos vencido, pero prefirieron volcarse al bombardeo de las ciudades, particularmente Londres, y así, inadvertidamente, evitaron la destrucción de la RAF. Durante varios meses, los beneficios militares de este cambio no fueron percibidos, dado que —a corto plazo— el cambio de táctica significó que la gente de a pie, los civiles no combatientes, estaban ahora en la primera línea de fuego. Noche tras noche, los bombarderos de la Luftwaffe volaban sobre Londres e, indiscriminadamente, dejaban caer centenares de bombas sobre las zonas residenciales. Pronto empezaron a atacar otras ciudades, con lo que crearon una sensación de inminente peligro entre toda la población. Ningún sitio estaba a salvo de los ataques.
Joe todavía estaba en Londres, trabajando para la Cruz Roja. No teníamos muchas noticias, salvo algunas indirectas, sobre lo que estaba haciendo. En ocasiones, los funcionarios de la Cruz Roja se ganaban algún espacio en la radio o la prensa. Estaba claro que ellos se hallaban en lo más caliente de los acontecimientos. La preocupación por el bienestar de Joe era una constante en mi vida, pero a medida que el Blitz se recrudecía, y aumentaban los daños en las ciudades y el número de muertos, Birgit se obsesionó por la seguridad de mi hermano.
Aun así, nuestra apasionada relación continuó. Yo iba a verla siempre que podía y, después de las primeras veces, ya no me preocupaba por la posibilidad de encontrar a Joe en la casa ni de que él llegara mientras yo estaba allí. Toda ficción de que yo visitaba a Birgit para hacerle compañía y llevar a cabo algunas reparaciones en la casa fue abandonada. Estábamos sumergidos en nuestra febril y apasionada necesidad mutua.
Entonces, de repente, todo cambió. Un día, a comienzos de noviembre de 1940, recibí un mensaje de la oficina de la base en el que se me decía que se había recibido una llamada de larga distancia para mí, de la señora Sawyer. Ella había dejado un número al que podía llamarla. Alarmado, pedí a la operadora que me consiguiera una llamada de persona a persona. Una hora después, Birgit y yo estábamos hablando. Ella fue directamente al grano y me dio la noticia: Joe había muerto. En Londres, cuando la ambulancia de la Cruz Roja que conducía había sido alcanzada por una bomba alemana.
El cadáver de Joe fue incinerado tras una ceremonia civil en Gloucester, que consistió en la lectura de un poema de Wilfred Owen y un extracto de la novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente. La corta vida de Joe fue narrada en emotivos términos por un hombre de la Sociedad de los Amigos Cuáqueros. Joe no había sido cuáquero pero, aparentemente, su trabajo lo había llevado a tomar contacto con esa sociedad en Manchester y Londres. El que hablaba describió a Joe como amigo de los Amigos. La señora Alicia Woodhurst, a cuyas órdenes trabajaba Joe en la Sociedad de la Cruz Roja de Manchester, hizo un emocionado relato de la silenciosa y heroica labor de salvamento que él había estado llevando a cabo durante los bombardeos de Londres.
Birgit, de pie junto a mi padre y cogida de su brazo, estuvo sollozando sin cesar. Yo, junto a mi madre y con mi brazo alrededor de sus hombros, estaba paralizado por el dolor y la súbita conciencia de su inexplicable y definitiva pérdida. Más tarde, cuando regresamos a la casa de mis padres, Birgit no me miró ni habló conmigo. Yo agradecí esa actitud. El sentimiento de culpa me consumía. Me sentía desolado, golpeado, profundamente deprimido por la muerte de Joe, pero también me sentía angustiado cuando pensaba en mi aventura con Birgit, a espaldas de Joe, vestido igual que él para engañar a los vecinos, ocupando su sitio en su propia casa. ¡Por supuesto, por supuesto!, ni Birgit ni yo podíamos saber ni imaginar lo que iba a pasar —quizá, de haberlo sabido, tampoco nos hubiéramos detenido—, pero aun así... Hicimos lo que hicimos, pero ahora que lo habíamos hecho agonizábamos en un lodo de sentimientos de culpa.
En el escuadrón me habían dado un permiso por duelo de ocho días; mis padres me rogaron que me quedara con ellos durante todo ese tiempo. La noche después del funeral, me quedé en su casa, pero al día siguiente no pude soportarlo más. Salté sobre la motocicleta de Robbie —que desde hacía dos semanas había pasado a ser mía, después de que en una misión sobre Cuxhaven, Robbie y sus hombres se vieran forzados a saltar en paracaídas sobre territorio alemán y hubieran sido hechos prisioneros— y partí hacia Tealby Moor tan rápidamente como pude.
Lo que pasó después sólo tiene sentido en el despiadado contexto de la guerra. La muerte de Joe era la peor y más intensa experiencia de mi vida; durante un tiempo pensé que nunca superaría los complejos y encontrados sentimientos de culpa, amor perdido y desolación. Pero la guerra estaba llena de muertos, tanto lejanos como al alcance de la mano. Cada noche que los bombarderos de la Luftwaffe llegaban a una ciudad británica, miles de personas resultaban heridas o muertas. Los barcos eran hundidos en el mar con una aterradora pérdida de vidas; cada día las noticias eran terribles. Y era inevitable que cada vez que nuestro escuadrón, o cualquiera de los de primera línea, despegaba hacia Alemania, a la mañana siguiente hubiera que lamentar varias bajas. En diciembre de ese año, cuatro de nuestros Wellingtons fueron derribados en una sola misión de bombardeo contra Bremerhaven, un verdadero desastre para nuestro escuadrón que nos dejó desmoralizados y deprimidos; sin embargo, los jóvenes que morían eran apenas unos más que se agregaban a la cuenta de la guerra. Nunca fuimos insensibles frente a la muerte ni inmunes a su impacto, pero a medida que la guerra se prolongaba creció nuestra aceptación de que esas muertes eran el precio que estábamos pagando. Ése era el contexto, así era el mundo en el que murió Joe.
Para mí, la guerra era lo único que me distraía de mis problemas personales. Ahora que la aventura con Birgit ya me había sido arrebatada, me volqué por completo en el combate. Al hacerlo, me di cuenta del peligro al que hasta entonces, irreflexivamente, había expuesto a mis hombres. Esos hombres eran mis mejores amigos y aliados, y, sin embargo, la mitad del tiempo que había estado volando con ellos mi mente había estado junto a Birgit. Cambié de actitud; a partir de ese momento me dediqué a la guerra.
Continuó el invierno de 1940-1941, las misiones de bombardeo se sucedían una tras otra: Bremen, Wilhelmshaven, Sterkrade, Düsseldorf. Aprendimos todo lo que había que aprender sobre bombardeo nocturno, pero en ese período nuestras técnicas eran rudimentarias, y nuestra eficacia, incierta. La única certeza que teníamos era que salíamos hacia Alemania y algunos de nosotros no regresaban nunca.
El 10 de mayo de 1941, después de bombardear el puerto y la región urbana de Hamburgo, mi avión, el A-Able, se convirtió en el último de los que no habían podido volver a casa, y mis hombres pasaron a engrosar la lista de desaparecidos o heridos.
Siguiendo el formato de preguntas y respuestas que me había sugerido la señorita MacTyre, escribí una versión más corta de lo que había obtenido sobre Rudolf Hess durante mi visita a Mytchett Place. La copia mecanografiada que ella preparó en su oficina fue directamente a las manos del primer ministro. Copias de ese resumen y de la versión completa del informe fueron enviadas al Foreign Office, al Ministerio del Interior, al Almirantazgo y al Ministerio de la Guerra. Todas esas copias, las cortas y las largas, se esfumaron en el laberinto del gobierno.
Me parece que, de todas las acciones en las que estuve implicado durante la guerra, la preparación del informe sobre Hess fue la más importante, en su tiempo desde luego y, en cierto modo, incluso hoy. Y es que durante algunos días —aparentemente debido a una casualidad— estuve actuando como una especie de intermediario entre dos de los hombres más poderosos de Europa, investigando a uno de ellos por orden del otro. Fueran las que fuesen las conclusiones a las que yo llegara, era probable que influyeran en la forma en que se orientaría la guerra. Así es como yo lo sentía en ese momento.
Sin embargo, al final mi trabajo no cambió nada, o al menos nada que yo pudiese percibir. La guerra continuó y lo que había descubierto sobre Hess no tuvo la menor consecuencia en ella. Quizá era eso lo que Churchill quería. Vistas las cosas retrospectivamente, me doy cuenta de que la presencia de Hess en Gran Bretaña debió de ser una seria incomodidad para el gobierno británico: tan pronto como Stalin supiera que Hess había aterrizado en Escocia, llegaría a la conclusión de que Gran Bretaña y Alemania estaban llevando a cabo negociaciones secretas. En documentos dados a conocer por Churchill poco después de acabada la guerra, se reveló que en esos tiempos Gran Bretaña estaba haciendo grandes esfuerzos para asegurar a Stalin que la alianza anglorrusa seguía intacta. Mientras yo estaba en Mytchett Place, la invasión de la Unión Soviética por las tropas alemanas estaba en pleno apogeo con el Ejército Rojo batiéndose en retirada en todos los frentes.
Esos documentos publicados nunca incluyeron nada que recordara ni remotamente mis descubrimientos. Siempre tuve curiosidad acerca de por qué podía ser así, ya que lo que descubrí sobre Hess seguramente puso en cuestión todas las opiniones que hasta entonces se tenían sobre él. Mi primera conjetura fue sencilla: así era como funcionaban las cosas de los gobiernos, pero en cuanto pensé más seriamente en qué había ocurrido después de mis conversaciones con Hess, me di cuenta de que era muy probable que se adoptara la decisión de echar tierra sobre los detalles.
Dado que estoy contando mi propia historia, no una oficial, no me siento limitado por los imperativos políticos de hace medio siglo. A pesar de que no puedo localizar el original del informe que escribí, puedo reproducirlo aquí con bastante fidelidad gracias a que conservé las notas manuscritas que sirvieron de base para su redacción. Mis encuentros con Hess fueron largos y a menudo tediosos, y hubo muchas interrupciones, distracciones y puntos oscuros. A menudo, Hess me confundía ycon frecuencia me irritaba, pero la mayor parte del tiempo simplemente me aburría. Gracias al consejo de la señorita MacTyre, mi informe destacó los hechos más sobresalientes. Es posible que, debido al paso del tiempo, algunos de los pasajes hoy día los tenga un poco borrosos, pero las principales conclusiones son exactamente las que contenía el informe entregado a Churchill en 1941. La información que contiene sigue siendo un ajustado resumen de lo que descubrí.
Informe: Para el primer ministro
Autor: Jefe de escuadrilla en servicio activo J.L. Sawyer
Fecha: 26 de agosto de 1941
Asunto: Prisionero «Jonathan», detenido en el Campo Z, Berkshire.
Pregunta: Antes de su llegada al Campo Z, ¿conocía la identidad del prisionero con quien iba a encontrarse?
No. Cuando llegué al Campo Z, unos oficiales del Ministerio de Defensa me dijeron que allí estaba alojado un prisionero de guerra cuyo nombre en clave era «Jonathan». Eso es todo lo que yo sabía antes de verlo.
P.: ¿Reconoció usted al prisionero cuando lo vio?
Lo reconocí inmediatamente. Era Walther Richard Rudolf Hess, lugarteniente del Führer del Tercer Reich.
P.: ¿Cómo lo reconoció?
Lo reconocí porque previamente, en 1936, había visto a Rudolf Hess en dos ocasiones, con motivo de mi estancia en Berlín como integrante del equipo olímpico británico. Hess es un hombre de inconfundibles rasgos físicos. Es alto y de anchos hombros. Tiene una amplia frente y ondulado pelo oscuro. Es de pómulos salientes. Los ojos son profundos, de color verde grisáceo y tiene espesas cejas negras. Ésta es una exacta descripción del prisionero.
P.: ¿Cuál fue su primera impresión sobre el prisionero?
A pesar de que lo reconocí al instante, me sorprendió su apariencia. No tenía buen aspecto. Llevaba varias semanas cautivo en Gran Bretaña y se quejaba de malos tratos e insuficiente comida. Si sus quejas tenían algún fundamento, quizá explicaran el deterioro de su apariencia, pero, por lo que describo más abajo, yo diría que carecían de base. Por su aspecto, parece haber perdido bastante peso, más de lo que cabría imaginar tras sólo unas pocas semanas de cautiverio. Sus pómulos son más prominentes y se le notan más los huesos de la mandíbula. De pie, encorva los hombros. Sus dientes sobresalen ligeramente. No se le ve tan alto como yo lo recordaba y su voz es más grave.
P.: ¿El prisionero lo reconoció?
En total, estuve tres días con Hess. En ningún momento dijo que recordara haberme conocido antes, ni siquiera cuando mencioné adrede el tema de los Juegos Olímpicos de Berlín y hablamos varios minutos sobre eso.
R: ¿En qué idioma hablaron usted y el prisionero?
En alemán y en inglés, sobre todo en alemán. Mi primera lengua es el inglés; mi segunda lengua, el alemán, que hablo con soltura.
Nuestra conversación espontánea era en alemán. Cada vez que Hess me leía algo de sus notas o disertaba sobre los planes de supremacía de Hitler, lo hacía en alemán. Cuando le hacía preguntas en inglés, el prisionero no parecía ser capaz de entenderlas. Sin embargo habló en inglés en varias ocasiones. Me dio la impresión de que había memorizado de antemano gran parte de lo que le oí decir en inglés.
Hess es un Auslander, nacido en Alejandría, Egipto, de padres alemanes. Pasó buena parte de su niñez y primera juventud en Baviera; habla alemán con acento «sureño». Sin embargo, detecté varias palabras y expresiones comunes entre algunos austriacos o suizos germanoparlantes. En Alemania, su poco frecuente acento lo habría hecho destacar. No pude encontrar ninguna referencia a esto en el perfil de Hess elaborado por el Foreign Office que consulté.
P.: ¿Le relató el prisionero las circunstancias en las que fue capturado por los británicos?
Hess dijo que había volado hasta nuestro país con una propuesta de paz entre Gran Bretaña y Alemania. Él la llamaba una paz «separada», una que excluiría a todos los demás países, sobre todo a EE. UU. y la URSS. Mientras estaba buscando dónde aterrizar, su avión se quedó sin combustible y se vio forzado a saltar en paracaídas. Fue arrestado antes de que pudiera establecer contacto con las personas con las que pensaba encontrarse. Mencionó repetidamente un «partido de la paz» en Gran Bretaña, el que para mí, en un primer momento, era el partido de la oposición en el Parlamento. Por supuesto, ese partido no existe. Dijo que era portador de una carta dirigida al duque de Hamilton, carta que había perdido o le habían robado. Él esperaba que una vez leída la carta, Hamilton lo presentaría al primer ministro e inmediatamente comenzarían las negociaciones de paz. Expresó frecuentemente en los más amargos términos su frustración por no haber podido presentar su propuesta de paz.
Expliqué al prisionero (como había sido autorizado a hacerlo) que yo era un enviado personal del primer ministro, el señor Winston Churchill. Le mostré la carta de acreditación que me había entregado su oficina. Él la leyó atentamente.
Después de esto y durante unos minutos, el prisionero me trató con notable deferencia y cortesía. Luego, sin explicación alguna y de repente, se negó a hablar conmigo. Esa actitud se mantuvo durante el resto del primer día. A la mañana siguiente, cuando se reanudaron nuestras conversaciones, era más cauteloso en sus respuestas y parecía recelar de mí. (En la versión completa de este informe se incluyen transcripciones en inglés y alemán de todas las conversaciones.)
P.: El prisionero «Jonathan», ¿trajo algún mensaje a Gran Bretaña?
El prisionero tenía unos papeles escritos a mano, que consultaba de vez en cuando. En dos ocasiones me permitió ver algunos breves extractos, pero la caligrafía de los mismos era ilegible. Cuando leía de aquellos papeles o intercalaba comentarios entre esas lecturas, Hess hablaba invariablemente en alemán. El tema era una densa historia y justificación de los ideales nazis, que encontré soporífera y a veces ofensiva.
Cuando hablaba en inglés, el prisionero era menos pesado pero a menudo más ambiguo.
P.: ¿El prisionero «Jonathan» voló a Gran Bretaña por su cuenta o lo hizo en misión autorizada por Hitler?
A este respecto, Hess nunca fue claro. Algunas veces decía que el Führer le había ordenado que negociara una paz separada. (Él usaba el verbo alemán befehlen, «mandar, ordenar».) En otras ocasiones, hablaba de «mi» propuesta o de «nuestra» propuesta.
Para tratar de clarificar esta cuestión pregunté al prisionero si la propuesta era hecha por él personalmente o si venía de Hitler y por lo tanto podía ser tratada como un intento oficial de aproximación del Estado alemán. El prisionero respondió en alemán que en tiempos de guerra los dos eran uno. Después dijo que estaba actuando por iniciativa propia en beneficio del gobierno alemán y que el deseo personal del canciller era una paz separada con Gran Bretaña. La propuesta contaba con su total respaldo y autoridad.
Me pareció que esto no aclaraba en absoluto la cuestión.
En otra ocasión, el prisionero dijo que Hitler había hecho varias declaraciones públicas acerca de sus deseos de paz con Gran Bretaña. Me mencionó varios discursos de Hitler, en particular uno pronunciado en el Reichstag el 19 de julio de 1940. En éste, el canciller exhortaba a que prevaleciera el sentido común entre ambos países.
P.: ¿Cuál es el contenido de la propuesta de paz de Alemania?
Después de mucha discusión con el prisionero, la oferta de paz se basa al parecer en los cinco puntos siguientes:
1. El Reino Unido debe admitir incondicionalmente que la guerra contra Alemania está perdida o lo estará en el futuro.
2. Después de que el Reino Unido admita esto, Alemania garantizará la independencia de Gran Bretaña y su derecho a conservar las colonias actuales.
3. El Reino Unido se compromete a no intervenir en los asuntos internos o externos de cualquier otro país europeo. En particular, Alemania tendrá libertad de acción en la Europa oriental.
4. El Reino Unido y Alemania firmarán una alianza de una duración mínima de veinticinco años.
5. Mientras dure la guerra entre Alemania y otros países, el Reino Unido mantendrá una actitud de benevolente neutralidad con relación a Alemania.
P.: ¿Cuál fue su respuesta a esta propuesta?
Ninguna. Sólo dije que haría llegar la propuesta a la oficina del primer ministro.
P.: ¿Se ha hecho alguna idea sobre la salud mental del prisionero?
Carezco de formación médica o legal para ello, por lo tanto sólo puedo ofrecer una impresión general e informal.
En primer lugar, no cabe duda de que el prisionero actúa de un modo algo peculiar. A menudo, su comportamiento es pueril, sobre todo a la hora de las comidas. Como si fuera un niño, juega con la comida, la rechaza de malos modos, derrama deliberadamente los alimentos y la bebida. Esto puede significar cualquier cosa: que tiene una personalidad infantil, o que se está deslizando hacia la locura, o que actúa adrede de una determinada manera que él cree que puede hacernos pensar que está perdiendo la razón.
Se queja continuamente. Dice que hay gente fuera de la casa que abre y cierra puertas de coches. Dice que alguien acelera una motocicleta junto a su ventana para no dejarlo dormir. Se queja incluso de que durante varias noches fue despertado por disparos de armas de fuego. Debo agregar que durante tres noches dormí en la misma casa y que, a pesar de que había muchas idas y venidas, considero que el nivel de ruido era normal. La casa está cerca de una gran base militar en la que hay un campo de tiro. Llegué a la conclusión de que sus quejas tienen que ver con un contexto más amplio relativo a su disgusto por el hecho de estar prisionero.
Está convencido de que su comida está siendo envenenada. Durante las comidas que compartí con él, examinaba cuidadosamente y olía los alimentos antes de comérselos. En una ocasión, quiso que intercambiáramos los platos antes de empezar a comer. (Yo me negué a hacerlo.) Sostiene que la gente que lo mantiene prisionero está tratando de matarlo de hambre, pero mientras estuve allí recibió considerables raciones —algo más abundantes, podría apuntar, que la que reciben normalmente la mayoría de los oficiales de la RAF en operaciones— que él comía de prisa y con gusto. Me dijo varias veces que era vegetariano; sin embargo, comía algún tipo de carne en cada comida sin quejarse. (Según un archivo del Foreign Office, Rudolf Hess había sido vegetariano muchos años.)
De vez en cuando interrumpía la conversación para dedicarse a hacer unos ejercicios como los del yoga (como tenderse en el suelo o doblar las piernas), pero la torpeza de sus movimientos sugería que había pasado mucho tiempo sin practicar. (Según un archivo del Foreign Office, Rudolf Hess empezó a practicar yoga cuando todavía iba a la escuela.)
El prisionero dice que está perdiendo la memoria y lanza inespecíficas acusaciones respecto a sus captores, que estarían drogándolo o ejerciendo algún tipo de influencia sobre él. Cuando se lo interroga sobre cuestiones potencialmente delicadas, a menudo el prisionero alega que no puede recordar, mientras que en otros momentos su memoria es precisa y detallada.
P.: ¿Cuáles son sus observaciones generales en cuanto a las condiciones en que es mantenido el prisionero?
El régimen del Campo Z es eficiente, concienzudo, limpio y restrictivo. El trato con el prisionero es humano; tiene acceso a material para escribir y libros en alemán. Cada día recibe un ejemplar de The Times. El personal de guardia se dirige a él con firmeza pero con cortesía.
Considerando que estamos en guerra y que la población en general está sufriendo duras medidas de racionamiento en productos de primera necesidad, la comida que se ofrece al prisionero es abundante, bien cocinada y razonablemente variada.
Al prisionero se le permiten varios períodos de ejercicios cada día. El Campo Z dispone de grandes jardines. Hay una pista de tenis en buenas condiciones que es utilizada por el personal en horas de descanso. El prisionero no ha mostrado interés por otro ejercicio que no sea dar cortos y nada exigentes paseos en un pequeño prado. (Según un archivo del Foreign Office, Rudolf Hess es un excelente jugador de tenis y un entusiasta del ejercicio físico. Parece que el prisionero ha declarado a uno de los guardias que no le gusta el tenis y que no jugará.)
Después de todo lo que he visto, puedo decir que las quejas de malos tratos no tienen fundamento.
P.: ¿Qué conclusiones extrae de lo que ha visto y de lo que le ha dicho el prisionero?
1) La propuesta de paz
Creo que es auténtica, en el sentido de que Rudolf Hess de verdad quiere proponer la paz al Reino Unido.
Sin la aprobación de Hitler, esa propuesta carecería de valor. A pesar de que algunas veces el prisionero asegura incuestionablemente que Hitler le ha «ordenado» plantearla, mi impresión es que no es seguro que Hitler conozca siquiera la propuesta.
Rudolf Hess partió de Alemania el 10 de mayo; Alemania invadió la Unión Soviética seis semanas después, el 22 de junio. En mi presencia, Hess no mencionó la invasión, de la que podía no haber tenido noticia hasta leer los periódicos. No ha demostrado una comprensión especial de la estrategia de Hitler ni de sus intenciones en el campo militar. Aparte de una vaga referencia a «otros países», su propuesta de paz no menciona la guerra contra Rusia.
Mi impresión es que el prisionero no sabía nada de la invasión antes de partir de Alemania. Esto solo subraya la posibilidad de que Hitler no le confiara sus planes en las semanas previas al vuelo. Lo que, a su vez, sugiere que su plan de paz puede no tener el respaldo de Hitler.
2) El prisionero
Durante mis encuentros con el prisionero tuve la sensación de que había algo «equivocado». Hice un esfuerzo consciente para retroceder mentalmente hasta mis encuentros con Hess en 1936 y para comparar al hombre que recordaba con el que tenía ante mí. Al hacerlo, tuve en cuenta las circunstancias tan distintas que vivía hoy el prisionero.
Durante todas nuestras conversaciones, el prisionero «Jonathan» me pareció impulsivo, ingenuo y aquejado de manía persecutoria. En 1936, Rudolf Hess no mostraba ninguno de estos rasgos. En aquel tiempo me pareció inteligente, calculador, intimidador, siniestro y algo bravucón.
Rudolf Hess es un líder nazi que, antes de la guerra, aprobó varias leyes contra los judíos, las famosas Leyes de Nuremberg. Ha pronunciado varios discursos ampliamente recogidos por la prensa en los que ha expuesto claros sentimientos antisemitas. Sin embargo, aparte del uso de sus documentos con citas de Hitler y sus explicaciones de la política nazi, el prisionero no demuestra actitudes antisemitas.
Aunque es sabido que Rudolf Hess se crió en el seno de una próspera familia de clase media dentro de una comunidad de alemanes expatriados, el comportamiento en la mesa del prisionero «Jonathan» es vulgar, característica frecuentemente destacada por el personal de guardia del Campo Z. Por ejemplo, siempre toma la sopa bebiéndola del cuenco, eructa sonoramente entre plato y plato, se inclina hacia adelante y apoya los codos sobre la mesa, mastica con la boca abierta y cosas por el estilo. Es bien sabido que Rudolf Hess es vegetariano, mientras que el prisionero «Jonathan» come carne regularmente sin protestar.
«Jonathan» tiene un asombroso parecido físico conRudolf Hess, declara que es Rudolf Hess y podría decirse que, con su acción de traer una propuesta de paz separada, está actuando como Rudolf Hess, pero yo tengo serias dudas respecto a su identidad.
No tengo ni idea de por qué enviarían un sosias para esta misión; ni tampoco de la forma en que fue organizada y puesta en marcha esta impostura; ni tampoco de por qué el prisionero, ahora que su juego está acabado, no revela su verdadera identidad. Aun así, puedo decir categóricamente que el prisionero del Campo Z es un doble, un impostor. El prisionero «Jonathan» no es el lugarteniente del Führer, Rudolf Hess.
Fin del informe
Regresé a Northolt. Dos días después, fui enviado de nuevo a la base del Escuadrón 148, en Tealby Moor. Una semana más tarde fui llamado desde la oficina del comandante de la base y me entregaron un sobre sellado que había sido llevado por un correo motorista. Cuando vi la insignia que había en el dorso del sobre, lo llevé a mi habitación y lo abrí en privado. Contenía una breve nota mecanografiada:
Estimado jefe de escuadrón J.L. Sawyer:
El primer ministro le agradece la diligente atención que ha puesto en la realización de la tarea que él le había solicitado. Desea que sepa que su informe ha sido estudiado en detalle y que ya se está actuando en consecuencia. Desde luego usted es consciente de la naturaleza confidencial de sus descubrimientos y conclusiones; por ninguna razón esta confidencialidad debe ser quebrantada en un futuro inmediato.
Atentamente,
Debajo de la nota había otra, estaba escrita a mano con una estilográfica de grueso trazo. Decía:
Sin duda, Hess recibirá su merecido, como al final también lo recibirá Herr Hitler. Su informe dice mucho de usted. Una vez más deseo pedirle disculpas por mis insensibles comentarios acerca de su fallecido hno., que se basaban en un malentendido de mi departamento. Lo tengo a él en mi más alta estima.
(Nunca volví a ver al hombre que se hacía pasar por Rudolf Hess. Continuó como prisionero en Gran Bretaña hasta el final de la guerra. Al público en general no se proporcionó ninguna noticia sobre él. Frecuentemente fingía amnesia y locura, pero siempre mantuvo que era Hess. En octubre de 1945, fue llevado a Nuremberg, donde fue acusado de los cuatro cargos como criminal de guerra. Fue declarado culpable de los cargos 1 y 2 —«Conspiración para iniciar una guerra de agresión» e «Inicio de una guerra de agresión»— e inocente en los cargos 3 y 4 —«Crímenes de guerra» y «Crímenes contra la humanidad»—. Fue condenado a cadena perpetua. Debido a los recelos que Hess despertaba en la Unión Soviética, no le fue permitida la remisión de pena. Por lo tanto, permaneció cuarenta y dos años en prisión [cuarenta y seis, si se incluyen los años pasados en Gran Bretaña]. En los últimos años de su vida fue el único prisionero de la prisión de Spandau, en Berlín Occidental. Nunca apeló contra la sentencia del tribunal sobre la base de condena injusta o identidad errónea. Durante muchos años, se negó a ver a la señora Ilse Hess o a su hijo Wolf. Finalmente, en 1969, cuando él creyó equivocadamente que estaba cercano a la muerte, accedió a verlos. En ese momento, él tenía setenta y cinco años. La señora Hess no veía a su marido desde hacía más de veintiocho años. En un examen médico del prisionero, llevado a cabo en 1973, no se encontró rastro de la cicatriz producida por una herida de bala de fusil que era sabido que Rudolf Hess había recibido en la primera guerra mundial. Esta es la única prueba forense hecha pública que sustenta mi propia creencia en la impostura, ya que las cicatrices causadas por heridas de bala nunca desaparecen. En agosto de 1987, el prisionero murió en misteriosas circunstancias mientras continuaba encerrado en Spandau. Una nota de suicidio encontrada junto al cadáver parecía haber sido escrita muchos años antes. Aparte de la asfixia, la autopsia a que fue sometido el cuerpo no estableció una causa concluyente de la muerte. En algunos círculos, la muerte de Hess fue considerada un asesinato. Una vez más, en el cuerpo no se encontró ninguna cicatriz debida a heridas de guerra. Muy poco después de la muerte de Hess, la prisión de Spandau fue demolida para evitar que se convirtiera en un sitio de peregrinación de neonazis. El cadáver fue entregado a la familia para que lo enterrara en un lugar secreto. Un tiempo más tarde, fue trasladado a una pequeña parcela familiar en Wunsiedel. Si acaso fue conocida, la verdadera identidad del prisionero jamás fue revelada por las autoridades.)
En septiembre de 1941, después del período de trabajo para Churchill, me reincorporé al Escuadrón 148; en teoría, en diciembre volvería a volar en misiones de bombardeo. En la práctica y debido a mi larga ausencia, fui enviado a un curso de actualización; el curso se impartió en un aeródromo en la costa de Gales cercano a Aberystwyth. Cuando regresé a Tealby Moor, pasé a formar parte de una nueva tripulación de vuelo, pero casi al mismo tiempo llegó la noticia de que el Escuadrón 148 sería convertido en uno de bombarderos pesados de cuatro motores.
Una vez mas, el escuadrón fue excluido de la línea del frente, y gran parte del personal fue dispersado hacia otros destinos. Mientras estaba prestando mi servicio con Churchill había oído que el Escuadrón 148 había sido seleccionado para ser equipado con los nuevos bombarderos Lancaster. Por esa razón, opté por quedarme en él. Fui destinado a una base de la RAF en Escocia que era utilizada por las Unidades de Instrucción en Bombarderos Pesados, y allí entré en contacto con el nuevo aparato, primero entrenando con su inmediato predecesor de dos motores, el Manchester, después practicando con el Halifax, otro cuatrimotor de diseño un poco más antiguo. Así pues, fui uno de los primeros pilotos de la RAF que volaron con los Lancaster en misiones de bombardeo. El avión que en los próximos años se convertiría en la espina dorsal de la campaña de bombardeo que la RAF llevó a cabo contra Alemania.
En 1942, el Lancaster representó un cambio radical en el diseño de bombarderos. Era capaz de volar a mayor velocidad, a mayor altura y más lejos que cualquier avión existente. Era potente, bien protegido, y podía transportar una carga de bombas mucho mayor y más diversa. Estaba provisto de motores Rolls-Royce Merlin —el mismo que llevaba el famoso caza Spitfire— y volaba como un sueño, tanto cargado como vacío.
Después de dos semanas en la base de Escocia trabajando con mi nueva tripulación, instruyéndonos y familiarizándonos con los aviones, nos enviaron de vuelta a Tealby Moor. A su debido tiempo, el escuadrón empezó a recibir los Lancaster —recién salidos de la fábrica— y para mayo ya estábamos listos para reanudar las misiones. Mi primera incursión con el Lancaster fue contra la ciudad alemana de Mannheim, pero después de esa «carnicería» fuimos retirados otra vez de las operaciones de bombardeo. Dos semanas más tarde, durante las cuales circuló constantemente el rumor de que el Ministerio del Aire estaba preparando algo «espectacular», participé en lo que se llamó «bombardeo con mil aviones» sobre Colonia, el 30 de mayo de 1942.
En ciertos aspectos, esas dos misiones, la de Mannheim y la de Colonia, fueron asuntos rutinarios: no tuvimos dificultades técnicas con el avión, no fuimos atacados, dejamos caer nuestra carga de bombas lo más cerca posible del objetivo y regresamos a casa sanos y salvos. Aparte de cierto nerviosismo —hacía másde un año que no volaba en un ataque—, la principal diferencia era que ahora volaba en un Lancaster. Sin embargo, por diferentes razones, ambos ataques me afectaron notablemente.
Un día después de haber atacado Mannheim, recibimos fotografías del resultado de nuestro bombardeo. Como yo era un piloto de vuelo veterano, fui a la reunión de análisis de las fotografías. Éstas revelaban que el ataque había sido casi un fracaso total: la mayor parte de las bombas habían caído en campo abierto o sobre bosques, algunas de ellas a muchos kilómetros de la ciudad. Apenas un puñado de artefactos habían estallado donde se suponía que debían hacerlo, y habían provocado incendios en una pequeña zona industrial. Se veían algunos daños e incendios, todos ellos de menor importancia, diseminados por el resto de la ciudad. Al mismo tiempo, ya sabíamos que, de los doscientos aviones lanzados contra Mannheim esa noche, once habían sido derribados. No fue visto ningún paracaídas.
Según el tipo de avión, cada uno llevaba cinco o siete hombres: unos setenta hombres jóvenes habían muerto. Se mirara como se mirase, aquello era un desastre. Aunque no podíamos saberlo pero sí imaginarlo, el impacto sobre las familias, los amigos y colegas de esos hombres sería terrible. Setenta muertos, ¿para qué?
Mientras que, en términos de estrategia, el ataque contra Mannheim había sido un «fracaso», el siguiente, el de Colonia, fue un «éxito». Fue lanzado como una exhibición de poder del Mando de Bombardeo, para demostrarle al enemigo que podíamos llevar mil bombarderos sobre una ciudad alemana y borrarla del mapa.
De hecho, aunque menos de la mitad pertenecían a escuadrones operativos, se habían enviado en efecto mil aviones. Muchos de esos aviones habían sido sacados de cualquier parte: la mayoría de ellos de las unidades de prácticas o de reciclaje de pilotos. Algunos aviones estaban pilotados por instructores de vuelo, pero muchos volaron con aprendices. Sin embargo, esto no tenían por qué saberlo los alemanes, y el efecto del bombardeo fue devastador, tanto en términos de propaganda como de los daños infligidos al objetivo.
El Escuadrón 148 fue despachado para Colonia a última hora de la noche; cuando llegamos sobre la ciudad la mayor parte del bombardeo ya se había completado. Volábamos a seis mil cien metros de altura, muy cerca del techo operativo del Lancaster. Aprovechamos esta circunstancia para quedarnos por encima del nivel de actividad general. Mientras virábamos para hacer nuestra pasada de lanzamiento de bombas, debajo de nosotros la ciudad ya estaba ardiendo y humeando, y las llamas se extendían en todas las direcciones. La silueta de los aviones que volaban por debajo de nosotros se recortaba contra el terrible panorama de destrucción. Decenas de miles de brillantes luces eran otras tantas bombas incendiarias nuestras que ardían en las calles, los techos y los jardines. Los artilugios estallaban escupiendo luz de magnesio como inmensos fuegos artificiales que iluminaban el horror desatado en tierra. Barrios enteros estaban en llamas; unos incendios se unían con otros para formar un mar de fuego en el que predominaban los blancos, los amarillos y los rojos, todo moteado por el humo que se elevaba en grandes nubes. Las explosiones continuaban por doquier en la ciudad, haciendo añicos los edificios, reventándolos para facilitar la labor de las incendiarias.
Los proyectiles antiaéreos estallaban alrededor de nuestro avión, sacudiéndolo y enervándonos, pero salimos de allí indemnes. Me pareció que el fuego antiaéreo era más débil que el que había visto en ocasiones anteriores. Volábamos más arriba y llegábamos más tarde. Nuestro oficial de bombardeo nos informó de que ya había dejado caer todas nuestras bombas. Oí las voces aliviadas del resto de la tripulación. Según lo planeado, continué el vuelo hacia el sur más allá de la ciudad para no interferir con los aviones que estaban haciendo su pasada de bombardeo.
Tan pronto como salimos de aquel infierno, hice que el Lancaster diera un giro de ciento ochenta grados y emprendimos el regreso. Ahora volábamos rumbo al norte, hacia la primera marca de navegación del viaje a casa, la ciudad de Mönchengladbach, cerca de la frontera holandesa. Dejamos Colonia a nuestra derecha, lejos de la zona urbana, cuidando de no atraer el fuego antiaéreo. Mientras tanto, iban llegando más aviones ingleses para soltar sus bombas. Aunque estábamos lejos de ellos, podíamos ver sus vientres iluminados por el fuego que lo achicharraba todo en tierra. Las explosiones y las llamaradas continuaban. Los incendios eran ahora más intensos y se extendían por la ciudad como ríos de llameante líquido.
Vi que la mayor parte de los reflectores de búsqueda se habían apagado y que la artillería antiaérea casi había dejado de disparar; los últimos aviones de la RAF volaban y soltaban sus bombas sin ser molestados. Volví a mirar el infierno, ¿quién podía quedar todavía allí sirviendo los cañones, cargándolos, apuntándolos y disparando hacia el cielo? El fuego y el humo lo inundaban todo. La confusión se había apoderado de Colonia. Los planificadores de la RAF llamaban a eso «aplastar» una ciudad. Se conseguía cuando el nivel de bombardeo llegaba al punto de saturación, una bomba detrás de la otra, arrasándolo todo, borrando del mapa todos los reflectores, silenciando todos los cañones.
Yo recordaba los cañones antiaéreos que había visto en Londres, colocados entre los árboles de Green Park y Hyde Park y a lo largo de Horse Guards Parade, y su ineficacia incluso frente a una aparentemente pequeña fuerza de un centenar de aviones. Nosotros estábamos atacando con una fuerza diez veces mayor. ¿Cómo puede una ciudad defenderse contra el bombardeo aéreo? Con sólo unas pocas noches de Blitz, Londres se había convertido en una caótica maraña de tuberías de gas y de agua, conducciones eléctricas rotas, calles llenas de cráteres, edificios quemados, escombros, familias sin techo. Nuestra única incursión aérea contra Colonia había sido peor que cualquiera de las que había sufrido Londres en los peores momentos del Blitz. Utilizamos diez veces más bombarderos, que eran más grandes, más potentes y llevaban una carga de bombas tres o cuatro veces mayor. Colonia era una ciudad bastante compacta, mientras que Londres estaba muy extendida. La población de Colonia era unas diez veces menor que la de Londres.
El único motivo para destruir una ciudad era minar la moral de la gente corriente, hacer que deseara perder la guerra.
Yo no podía olvidar los centenares, los millares de ingleses de a pie que había visto mientras acompañaba al doble de Churchill en sus visitas a las zonas más dañadas de nuestras ciudades. Volvía a ver, una y otra vez, lo enteros que se veían, lo resistentes que se habían vuelto ante la pérdida y la destrucción, lo ansiosos que estaban por pagar a los alemanes con la misma moneda. Ellos no querían rendirse. Su moral estaba intacta. Querían responder a los golpes, bombardear las ciudades alemanas de la misma manera que los alemanes habían bombardeado las nuestras, pero con una potencia diez o cien veces mayor.
Y ahí estaba yo en su nombre. Debajo de mi avión, Colonia había sido arrasada.
No podía alejar de mi mente la mirada de los ojos de Rudolf Hess, el cautivo lugarteniente del Führer, cuando me contaba que había volado a Gran Bretaña para parar la guerra y forjar una paz entre nuestros dos países. Por fin había aceptado que el propio Churchill me había mandado para oír lo que él tuviera que decir; hasta aquel momento, Churchill no lo había escuchado, pero yo estaba allí en su nombre. Sin embargo después de que yo me fuera, Hess permaneció en prisión, obligado al silencio durante el resto de la guerra.
Continuamos volando sobre suelo germano. La tierra estaba a oscuras debajo de nosotros. Ocasionalmente, un reguero de balas trazadoras se elevaba en nuestra dirección disparado por una solitaria posición artillera, pero la mayor parte del tiempo volamos sin ser atacados. Media hora después de que dejáramos atrás Colonia y cuando estábamos volando sobre Holanda, el artillero de cola habló por el intercomunicador para informar de que todavía podía ver el resplandor de la ciudad en llamas, muy lejos detrás de nosotros.
Íbamos hacia el mar del Norte, pensando en nuestra casa. Pronto estaríamos allá.
Más tarde supimos que durante el ataque a Colonia más de cuarenta aviones británicos habían sido derribados antes de que la artillería fuera silenciada. Cada avión llevaba cinco, seis o siete jóvenes tripulantes. La aritmética de las pérdidas era muy sencilla, pero era imposible de comprender.
Dos noches después, el 1 de junio, volví a Alemania. Una vez más, el Mando de Bombardeo reunió una fuerza de mil bombarderos; esta vez, el objetivo era la ciudad industrial de Essen, en el corazón del valle del Ruhr. Semanas después, en el mismo mes, regresamos a Essen; es decir, la bombardeamos dos veces seguidas. Llamamos a esa operación «volver sobre los escombros»; aunque creíamos que después de la primera vez allí no habría quedado piedra sobre piedra, al regresar, los cañones antiaéreos alemanes nos dispararon con terrible ferocidad. La moral del pueblo alemán estaba intacta, el deseo de vengarse de nosotros se definía más claramente con cada ataque. Entonces nosotros los arrasábamos de nuevo y volvíamos a casa. ¿Qué estábamos consiguiendo?
Ya estaba llegando al final de mi período de servicio, el que había empezado al estallar la guerra. Aún llevé a cabo otra misión de vuelo. Tenía que volar a Emden, un puerto de la costa norte de Alemania muy fácil de localizar por su posición única: mira hacia el sur en una bahía interior. Aun así, con unblanco tan compacto e identificable, el ataque terminó siendo otro «fracaso» del Mando de Bombardeo. La mayoría de las bombas —se descubrió después— cayeron en campo abierto entre el objetivo y Osnabrück, a más de ciento veinte kilómetros de lo previsto. Nueve aviones británicos fueron derribados para nada. Después del ataque, aterricé mi avión a salvo en Tealby Moor. Al día siguiente me fui de permiso. Una semana después, cuando regresé al escuadrón, me encontré con que mi tripulación, que aún tenía varias misiones por delante, había sido dispersada.
Pocos días después fui asignado al Grupo de Instrucción 19, que tenía su base cerca de Liskeard, Cornwall. Como todos los pilotos que completaban su ciclo, debía instruir a nuevos pilotos durante algunos meses. A eso le seguiría un segundo ciclo de actividad. Viajé a Cornwall lleno de recelo. En las semanas siguientes iba a cumplir con las tareas propias de la instrucción, pero yo no servía para eso. Algunas personas nacen para enseñar y otras no. Durante esas semanas, el único consuelo que tuve fue saber que no era el peor instructor de la unidad.
Sin embargo, dentro de mí rondaban preocupaciones más profundas que el entrenamiento de pilotos. Las experiencias recientes me habían hecho reflexionar sobre la forma en que estábamos combatiendo en la guerra aérea, qué estábamos tratando de conseguir con ella y si era o no la forma adecuada de llevarla a cabo.
Empecé a cuestionar mi propia capacidad y motivación. Sospechaba que un proceso mental como éste formaba parte de la razón por la cual las tripulaciones eran retiradas del frente: después de treinta misiones, la mayoría de las tripulaciones estaban acabadas. Un tiempo en las unidades de instrucción ofrecía la posibilidad de sobreponerse, de recuperar la moral, de pensar las cosas. Entonces, al menos en teoría, se regresaba a los vuelos operativos no sólo renovado sino también enriquecido con la experiencia. La veteranía era la clave de la supervivencia. Las bajas en las nuevas tripulaciones eran terribles. En el verano de 1942 se sabía que el número promedio de misiones a las que un integrante de la tripulación de un bombardero podía sobrevivir era de sólo ocho. Después de tres, uno era un veterano. Pocos hombres completaban treinta misiones.
Mientras trabajaba con los nuevos pilotos, no podía quitarme estos hechos de la cabeza. Sabía que la mayoría de los pilotos que estaba instruyendo pronto estarían muertos.
Así pues, ése era el peso que llevaba sobre mis espaldas. Encima, mis propios miedos estaban creciendo. Cuando estaba volando, yo no pensaba en eso. El miedo siempre estaba presente, pero una vez que la misión había empezado, en cuanto el avión estaba en ruta y todo funcionaba bien y teníamos el objetivo a la vista, podía enfrentar el peligro con calma. Lejos de la acción, había demasiado tiempo para pensar.
¿Por qué atacábamos constantemente áreas civiles cuando, en comparación, los ataques a objetivos militares eran tan poco frecuentes? ¿Por qué nunca atacábamos los astilleros donde se construían submarinos ni las bases donde se aprovisionaban? ¿Por qué entre nuestros objetivos nunca había fábricas de tanques o de aviones, refinerías de petróleo, oleoductos, astilleros, centrales eléctricas, bases militares, aeródromos de cazas, excepto cuando formaban parte de un objetivo general más amplio? No había duda de que ésos eran los verdaderos motores que movían la maquinaria bélica de Hitler.
¿Por qué estábamos tratando, noche tras noche, de demoler la moral de los civiles cuando cualquier persona corriente en Gran Bretaña sabía por experiencia propia que el efecto de los bombardeos en losciviles era que los hacía más y más decididos, y no lo contrario?
Acabado mi trabajo en la unidad de instrucción, me presenté en mi nuevo escuadrón, el número 52, cuya base estaba en Barkston Ash, Yorkshire. Muy poco después, se me asignó un Lancaster y una tripulación, y volví a volar en misiones de bombardeo.
Estábamos a finales del verano de 1942, y el Mando de Bombardeo estaba preparando una campaña contra Alemania. Había un nuevo comandante en jefe: el legendario, famoso y muy temido mariscal del aire Arthur Harris, Harris el Bombardero, para la prensa, pero Butch (apócope de Butcher[3]), para los hombres que volaban a su mando.
Harris reorganizó el Mando de Bombardeo e introdujo muchos cambios. Y, a pesar del mayor riesgo a que él nos exponía, la moral empezó a mejorar. Ahora sentíamos que en todo lo que hacíamos había un objetivo. No sólo aumentó rápidamente el tamaño de la flota de bombarderos, los aviones también fueron dotados de instrumentos electrónicos de navegación, de defensa y de localización del blanco más complejos. A algunos escuadrones de primera línea se les encomendó la tarea de señalar los objetivos. Para ello tenían que llegar a la zona de descarga de bombas antes que el resto de los aviones, encontrar los blancos y dejar caer señaladores o marcadores para guiarlos hasta el objetivo. Finalmente, toda pretensión de que tratábamos de desmantelar instalaciones militares o industriales fue abandonada. La política de la RAF quedó claramente definida en cuanto a las zonas que debían ser bombardeadas: despegábamos para destruir las casas, las escuelas, los hospitales, las oficinas y las tiendas de la población civil alemana.
En mi segundo período de servicio me dispuse a trabajar con una actitud de dura determinación, y, con la máxima determinación, aparté de mi mente cualquier duda que pudiera tener.
Poco a poco, el número de mis misiones completadas empezó a subir. Fui a Flensburg, Frankfurt, Kassel, Bremen y Frankfurt otra vez. En cada ataque tomaban parte por lo menos doscientos aviones; algunas veces, este número se dobló, o incluso más. Nuestra precisión para dar en el blanco estaba mejorando, el porcentaje de aviones perdidos en cada misión empezó a disminuir. Las ciudades que visitábamos eran castigadas con una ferocidad cada vez mayor. Se defendían cuando llegábamos; cuando nos marchábamos, parecían un fuego de brasas ardientes.
A mediados de septiembre de 1942, después de un ataque contra Osnabrück, me dieron un permiso de fin de semana. Pasé algunas horas dando vueltas por carreteras rurales con la motocicleta y luego regresé a la base. No había otro sitio donde quisiera estar. Dos noches más tarde, el Escuadrón 52 fue uno de los doce que atacaron Berlín. «La gran ciudad», la llamábamos nosotros. Su tamaño hacía que pareciese indestructible, pero cada vez que íbamos hacíamos todo lo posible por devastarla. Esa noche, cuando dejamos la gran ciudad detrás de nosotros, ardía al rojo vivo en la oscuridad y las nubes de humo se elevaban en el cielo iluminado por la luna.
Volé a Alemania una noche más y dejé caer bombas explosivas e incendiarias sobre la gente que vivía en Kiel. Más tarde fuimos a Ludwigshafen, a Essen, a Colonia y a Düsseldorf, e hicimos en ellas lo que habíamos ido a hacer: arrasarlas desde el aire y abandonarlas ardiendo mientras nosotros regresábamos a casa en la larga noche. La siguiente fue Wuppertal. Con otros trescientos aviones de la RAF, lanzamos bombas explosivas e incendiarias sobre sus habitantes. Aplastamos las defensas y dejamos el lugar quemándose en la noche mientras nosotros poníamos rumbo a casa.
Dos días después de esta misión, recibimos la visita de uno de los oficiales más veteranos del Grupo 5, que durante unos meses debía transmitir instrucciones sobre estrategias del Mando de Bombardeo. Debían intensificarse los ataques. Para ello, se emplearían más aviones, se lanzarían más y mejores bombas, se mejoraría la precisión de los bombardeos mediante el uso de dispositivos electrónicos y se introducirían varias innovaciones en las medidas defensivas. Nos entregaron nuevos mapas de Alemania que habían sido recientemente actualizados y nos mostraron material aerofotográfico de complejos industriales y residenciales. Nos convertiríamos en una fuerza invencible que bombardearía al pueblo alemán hasta derrotarlo.
Esa noche, en compañía de unos doscientos cincuenta bombarderos de la RAF, despegamos y volamos hacia Stuttgart, un lugar que era famoso entre las tripulaciones por su dificultad para ser encontrado y bombardeado con precisión. Cuando llegamos, la región estaba cubierta de nubes y sobre el suelo reinaba la niebla, pero vimos los incendios provocados por la primera oleada de aviones; entonces soltamos nuestras bombas sobre esosincendios. Vimos los destellos de cientos de explosiones, que iluminaban las nubes con brillantes luces. Las zonas incendiadas empezaron a extenderse; el cielo estaba teñido por su resplandor. Después de soltar las bombas continuamos hasta el final la pasada sobre el objetivo y viramos hacia casa.
Mientras inclinaba el avión, una fortísima explosión destrozó nuestra ala de estribor. Inmediatamente, el Lancaster empezó a caer en barrena dando vueltas sin control, mientras salían grandes llamas del depósito de combustible del ala rota. Caí hacia adelante aterrorizado, y mi mano chocó involuntariamente con la palanca de mandos. Mi cabeza dio contra la cubierta transparente que estaba a mi lado. Grité por el intercomunicador la orden de saltar con paracaídas, pero nadie contestó.
Me retorcí para librarme de mi asiento y me arrastré hacia la escotilla del suelo del fuselaje, detrás de la cabina de mando, tratando de contrarrestar la presión del giro en picado. El ruido dentro del avión era infernal. Me obsesioné por el tiempo pensando en que apenas faltarían algunos segundos antes de que nos estrelláramos. Donde había estado el tablero de navegación no había más que un agujero en el que las llamas rugían entre los trozos de metal. El resto del fuselaje, aquel oscuro y estrecho túnel, siempre tan atestado, ahora estaba lleno de humo teñido de naranja por el fuego que ardía más atrás.
No pude ver a ninguno de mis hombres. Pateé la escotilla hasta abrirla, pasé las piernas por ella y después de forcejear un poco pude lanzarme fuera. El avión pasó junto a mí como una ardiente antorcha de combustible en llamas. Estaba cayendo en la noche, el viento me azotaba la cara y las orejas. Encontré la cuerda de apertura, tiré de ella y un segundo más tarde, cuando el paracaídas se abrió, sentí un violento tirón en la columna vertebral.
La instintiva necesidad de escapar rápidamente del avión a punto de estrellarse me había salvado la vida, ya que ahora que estaba en el aire podía ver que en muy poco tiempo llegaría al suelo. Ya había pasado la capa de nubes. Debajo de mí, se veía la ciudad ardiendo; aún había muchas explosiones y estallidos de fuegos. En un intento de escapar a aquello, me contraje instintivamente: no quería caer en lo peor de aquel infierno. Después de unos pocos segundos vi claramente que el viento me estaba alejando de los incendios más grandes. La deriva me llevó hacia una columna de humo; de repente dejé de ver y no podía respirar. Algo caliente y amarillo se movía cerca de mí. El pavor que sentí ante la posibilidad de caer en medio del fuego me paralizó. Pero continué derivando, salí de la columna de humo y aspiré aire fresco; miré a mi alrededor para orientarme mínimamente pero casi de inmediato golpeé contra el suelo y rodé sobre una superficie aparentemente pavimentada. La pierna me dolía terriblemente. Antes de que pudiera deshacerme de él, el paracaídas me arrastró un buen trecho. Paralizado por el miedo e incapaz de moverme, permanecía donde estaba. Olía intensamente a humo; a mi derecha había unos edificios, cuya silueta dibujaban grandes llamaradas anaranjadas. Durante unos minutos, oí explosiones no muy lejos de mí, pero no podía decir si se trataba de más bombas que caían o de disparos de la artillería antiaérea.
Cuando acabó el bombardeo, esos ruidos desaparecieron rápidamente. En su lugar, oí sirenas, motores, silbatos, gritos y llantos de personas.
Allí estaba yo, herido, en algún lugar en el corazón de una ciudad en llamas; mientras tanto, el resto de los bombarderos volaban hacia sus bases.
Pronto fui descubierto, arrestado y encerrado a punta de pistola. La pierna me dolía intensamente y mi uniforme estaba cubierto de sangre, pero la mayoría de mis heridas eran superficiales. Tenía cortes en las manos, la cara y el pecho, y magulladuras en los brazos y la espalda. Mi torpe llegada al suelo con el paracaídas había reavivado mis viejas heridas; además, me había torcido el tobillo derecho.
Después de unos días en un hospital militar alemán, fui trasladado —en un lento viaje en tren que duró dos días— a un campo de prisioneros de guerra, el StalagLuft VIII, situado en el interior de un bosque de pinos en algún sitio de la Alemania central. (Más tarde descubrí que se hallaba a unos veinte kilómetros al oeste de Wittenberge.) En este campo iba a pasar el resto de la guerra, desde principios de noviembre de 1942 hasta que los prisioneros fuimos liberados por el ejército norteamericano en abril de 1945.
Cuando recuerdo este período —hoy bastante lejano— de mi juventud, me doy cuenta de que mi cautiverio duró algo más de dos años y tres meses y que, después de todo, no fue un período muy largo de mi vida. Por supuesto, no es así como lo sentí en aquel momento. Yo era joven, estaba en buena forma física —cuando sanaron mis heridas— y bastante desesperado por escapar de aquellos barracones de madera y aquellas alambradas coronadas con alambre de espino que rodeaban el campo, volver de alguna manera a Gran Bretaña y reanudar la lucha.
Cuando llegué al campo, muchos de los hombres con quienes compartiría el cautiverio llevaban ya largo tiempo allí. Algunos habían tratado de escapar, y unos pocos lo habían intentado más de una vez. Uno o dos lo consiguieron, o al menos eso creíamos. En algunos sectores del campo, las conversaciones sobre posibles huidas no cesaban nunca. Yo simpatizaba con ellos, pero nunca fui un candidato idóneo para ninguno de esos intentos. Al principio, por mi dificultad para andar, pero más tarde, una vez que mis heridas estuvieron curadas, me di cuenta de que me había adaptado a la cautividad y ya no quería correr el riesgo de ser un evadido en Alemania. Decidí quedarme tranquilo y esperar a que acabara la guerra.
Nuestro peor enemigo en el campo era el hambre; el aburrimiento venía en segundo lugar. Vista la cosa en su totalidad, no éramos maltratados por los guardianes de la Luftwaffe, y, a pesar de que durante algunos largos lapsos las raciones fueron escasas, sobrevivimos. Perdí bastante peso, pero lo recuperé en pocas semanas cuando, en 1945, regresé a Inglaterra. Sin lugar a dudas, mi dominio del alemán fue algo muy valioso para muchos compañeros de cautiverio: a menudo me llamaban para que actuara como intérprete o traductor, asesoraba a aquellos hombres que estaban preparando una evasión y durante los últimos doce meses en el campo di un curso regular de alemán. Esto me ayudaba a pasar el tiempo.
Poco después de mi llegada, en 1942, escribí mi primera carta de una página permitida por el reglamento; era enviada por medio de la Cruz Roja. Escribí a mis padres y les di las noticias que ellos más deseaban saber: que estaba vivo, a salvo y con buena salud. En las últimas líneas, les pedí que saludaran de mi parte a Birgit y que le dijeran que me gustaría que ella me escribiera.
Habían pasado más de dos años desde la muerte de Joe. Durante la mayor parte de ese tiempo apenas había pensado en Birgit: ella era un punto delicado en mi vida que yo quería evitar que me doliera. Por supuesto, los sentimientos de culpa estaban profundamente presentes dentro de nosotros. Mientras estaba en Inglaterra, de vez en cuando había preguntado a mis padres cómo estaba ella, pero siempre parecían incómodos; me decían que Birgit se había encerrado en sí misma y que ya no quería tener contacto con ellos. Yo nunca supe presionar para conseguir más información, así que dejé de preguntar por ella. Pero ya en las primeras semanas de encierro me di cuenta de que uno de los problemas de la forzada inactividad era el pensamiento constante sobre la propia vida y la recapitulación de los errores cometidos.
Aterrorizado por la experiencia de haber sido derribado dos veces, dolorido por las nuevas heridas, solo en el campo de prisioneros, pronto empecé a recordar la historia de amor que había vivido con Birgit y a preguntarme cuáles habían sido las verdaderas razones de que se hubiera terminado. A mí me parecía que entre nosotros no había habido realmente ningún problema; lo que nos separó fue el horrible accidente de la muerte de Joe, y nuestra consiguiente culpa. En las circunstancias de aislamiento propias del cautiverio, en las que me convertí en el centro de mis intereses, me pareció que había llegado el momento de tratar de recomponer mi amistad con Birgit. Desde luego, no había posibilidad alguna de verla o de conversar con ella hasta después del final de la guerra, pero pensé que podríamos escribirnos. En alguna parte, había un residuo de esperanza.
A las pocas semanas recibí una respuesta de mi madre en la que me decía, entre muchas otras cosas, que había transmitido mi «petición» a Birgit. Sin embargo, los meses pasaron y no recibí una sola línea de ella.
Su silencio inició un tiempo difícil para mí. Al principio, imaginé, esperé, supuse —irracionalmente— que ella me contestaría a los pocos días. Algunos de los hombres que llevaban mucho tiempo en el campo me advirtieron de que algunas veces las cartas podían retrasarse semanas o meses viajando en un sentido y otro a través de organismos internacionales y países neutrales. Hice todo lo posible para controlarme y tener paciencia, esperando intensamente que esta vez el sistema funcionara más ágilmente y que la respuesta de Birgit llegara pronto.
Hasta casi un año después, cuando ya suponía que no llegaría nada de ella, no recibí la esperada carta. Cuando vi de quién era y qué podía contener, rompí el sobre inmediatamente y leí su contenido con el corazón golpeando dentro de mi pecho. Con la cuidadosa escritura en inglés que durante un tiempo había sido tan conocida para mí, la carta decía:
Querido J.L.:
Estoy tan contenta de saber que estás a salvo que no encuentro las palabras que quiero escribir. Tus padres me lo contaron tan pronto como tuvieron noticias tuyas. Pienso en ti con afecto, emoción y gratitud por lo bueno que has sido conmigo. Nunca te olvidaré. Espero que vuelvas pronto a Inglaterra y que encuentres una buena esposa y que el resto de tu vida sea lo que tú querías que fuese. Yo ahora me siento a salvo y también feliz con mi nuevo marido y mi nueva vida. Espero que lo entiendas.
Atentamente,
Había sido idiota haber albergado siquiera una pizca de esperanza. Pero cuando leí la carta descubrí hasta qué punto esas esperanzas habían sido fuertes. Contra todas las probabilidades, había contado con Birgit.
Del estilo de la de ella, me fui dando cuenta de que eran muchas de las cartas que recibían los hombres que estaban en el campo. La llegada del correo y los paquetes de la Cruz Roja era un acontecimiento que todo el mundo esperaba ansiosamente pero, después, por todas partes, se extendía invariablemente un inquieto silencio. En eso consistía ser un prisionero: la vida de los seres queridos que estaban en casa continuaba sin la presencia de uno, y aquello era difícil de aceptar. Quedarse sin esperanza es un trago muy amargo. Después de la llegada de la carta de Birgit, estuve deprimido e inconsolable durante varias semanas. Y me mantenía tan apartado de los demás como podía.
A la larga, lo peor de mi decepción fue pasando. Por fin acepté que la historia se había acabado. Que ella se sintiera a salvo y que fuera feliz; yo podría vivir sin Birgit en tanto no tuviera que verla. Cuando pensaba en ella como parte de mi vida, pasaba por los terribles rigores del rechazo, la desdicha, los celos y la soledad. Pero por suerte estaba fuera de mi vida.
Con unos cuantos elementos robados a los alemanes, algunos de los hombres del Barracón 119 habían construido una radio, con la que era posible captar las transmisiones de noticias de la BBC. A partir de mediados de 1943, pudimos ir siguiendo la evolución de la guerra: la carnicería y sufrimientos en el frente ruso, los cruentos combates que las fuerzas norteamericanas libraban en las islas del Pacífico, la invasión de Italia y la caída del régimen de Mussolini. Después de los desembarcos del día D, en junio de 1944, el anhelo de regresar a casa creció con el conocimiento de que por fin los Aliados estaban ganando la guerra. Una vez más, la esperanza de un rápido final de nuestra situación planeaba sobre la mayoría de los prisioneros. No podíamos hacer otra cosa que esperar pacientemente a que vinieran a rescatarnos. Los días y los meses continuaban pasando.
Una noche de enero de 1945, cuando ya se vislumbraba el final de la guerra, sonó la sirena de alarma de ataque aéreo, y la iluminación del campo fue apagada bruscamente. Eso ya había pasado antes una docena de veces; no era nada insólito. De acuerdo con las reglas de la comandancia del campo, los prisioneros debían permanecer dentro de los barracones y no moverse de allí, bajo ningún concepto, hasta que sonara la sirena que indicara el final del ataque y se encendiera otra vez la iluminación del campo.
Para entonces, sabíamos que el ejército alemán estaba en retirada en todos los frentes, que la Luftwaffe como fuerza de combate prácticamente no existía, que los rusos estaban avanzando a formidable velocidad por las llanuras del norte de Europa. Británicos y norteamericanos estaban preparados para cruzar el Rin. Cuando eso sucediera, la única cuestión sería ver cuál de los ejércitos aliados llegaría antes hasta nosotros. Teníamos la certeza de que la guerra no podía durar mucho más. La comandancia del campo y sus reglamentos todavía eran algo digno de tener en cuenta, pero ya no temíamos por nuestra vida. Pequeños presagios de libertad rondaban inexorablemente a nuestro alrededor en un claro adelanto de la libertad más grande que se acercaba.
Aquella tarde estuve fuera del barracón dando un paseo; el tiempo era bueno y calmo. Después del anochecer el cielo se despejó y la luna brillaba alta en el cielo. El aire era muy frío pero casi no había viento, por lo que era posible estar fuera sin sentir los peores efectos de las bajas temperaturas. Yo permanecía sin dormir dentro del barracón; así que, cuando se apagaron las luces, me puse un jersey y un abrigo. Por un corto corredor, me moví en la oscuridad desde mi compartido dormitorio hasta la puerta principal. Desafiando las órdenes de la comandancia, salí calladamente al patio de formación, donde cada mañana se pasaba lista a los prisioneros. Más allá de las alambradas, los altos y oscuros árboles rodeaban el campo. Las torres de guardia de madera se recortaban contra el cielo. Aspiré profundamente el aire frío, sintiendo cómo me pasaba entre los dientes y a través de la garganta. Allí, solo sobre el duro suelo de gravilla, me quedé escuchando los sonidos de la noche. Podía oír algo de la inquieta conversación de los guardias; en algún sitio estaban ladrando los perros de vigilancia; desde varios de los barracones llegaban ruidos sordos. Pocos de nosotros éramos capaces de relajarnos cuando sabíamos que se esperaba un ataque aéreo.
Estuve solo en el patio alrededor de cinco minutos. Después, uno a uno, algunos de los hombres empezaron a salir de los barracones y se quedaron cerca de mí. En nuestra parte del campo, yo conocía de vista a todo el mundo, pero, en la plaza oscura, los hombres no eran más que formas sombrías. Nos saludamos en inglés con apenas un susurro, intentando no llamar la atención de los guardias. La mayor parte de los prisioneros británicos eran oficiales de la RAF y casi todos pertenecientes a las tripulaciones de vuelo del Mando de Bombardeo. En el mismo campo pero repartidos a su voluntad en distintos barracones, había oficiales polacos, franceses, checoslovacos y holandeses, que habían volado con la RAF. Los australianos, canadienses, rodesianos y neozelandeses tenían tendencia a mezclarse con los británicos. Nosotros éramos una muestra representativa de lo que había llegado a ser la aviación aliada. También había muchos norteamericanos, a quienes se mantenía separados en su propio sector del campo, pero algunos de ellos se las habían arreglado para pasar a nuestra parte y se mezclaban con nosotros. Los yanquis se llevaban bien con todos pero el hecho de ser prisioneros les preocupaba mucho más que a cualquiera de los europeos. Creo que muchos de ellos todavía veían la guerra como una cosa de los europeos, algo a lo que habían sido llamados para echar una mano, no una guerra verdaderamente suya. Ellos estaban muy lejos de casa. Los paquetes de comida que recibían eran más grandes que los nuestros, y contenían alimentos y dulces que a nosotros nos parecían exóticos. Pero todos ellos eran generosos, de modo que pronto olvidamos esas pequeñeces.
Esa noche estábamos todos juntos en silencio, observando el cielo.
Unos minutos después de medianoche, lejos de nosotros y muy altos, oímos los primeros motores. Esperando avistar los aviones, examinamos el cielo en silencio. El ruido se hizo más intenso, un grave bramido, un sonido vibrante que era más sentido que oído. Los aviones se acercaban poco a poco.
Entonces alguien los vio.
—¡Allí están! —dijo, y todos nos volvimos para mirar hacia el oeste.
Recortados contra las estrellas y el brillo de la luna, los lejanos bombarderos empezaron a aparecer. Al principio podíamos verlos individualmente, pero después su número aumentó: se acercaban inexorablemente, volaban muy alto y parecían pequeños. La concentración de aparatos se hizo más compacta y amplia. Nosotros intentamos contarlos: cincuenta, cien, doscientos; no, más, ¡por lo menos quinientos, quizá seiscientos o setecientos! Mirando y mirando, estiramos el cuello, identificando con pericia el sonido de los motores; los Halifax, los Lancaster, listos para soltar sus bombas. El río de bombarderos, aparentemente imparable e imbatible, siguió pasando. El zumbido de los motores parecía llenarlo todo. A la luz de la luna pudimos ver que los guardias del campo habían salido de sus casetas y, de pie como nosotros, contemplaban el cielo.
Los bombarderos continuaron pasando durante veinte minutos, arrullándonos con el profundo, vibrante sonido de sus motores, una terrible flota iluminada por la luna, hasta que por fin pasaron los últimos aviones y desaparecieron de nuestra vista. El silencio volvió poco a poco.
Me quedé en la oscuridad del patio, intentando capturar las últimas partículas del rugido de los motores, la última vibración del zumbido dejado por ellos.
Uno tras otro, los hombres fueron entrando a la tibieza de los barracones, pero yo no quise seguirlos. Pronto me quedé solo en el espacio abierto del extremo de la hilera de barracones, con la cabeza inclinada hacia atrás, explorando el cielo. Estaba temblando de frío.
¿Cuántas ciudades alemanas quedarían todavía sin destruir? ¿Quedaría alguna? ¿Habría alguien vivo todavía en esos campos de escombros, en esas hectáreas de ruinas y desolación, de frío y miseria, de tierra arrasada?
Una vez más pensé en la futilidad de la guerra y recordé al prisionero que todo el mundo creía que era Rudolf Hess. Yo no había olvidado al hombre con quien me había entrevistado a petición de Churchill. Un hombre medio trastocado, asociado al pasado, que ofrecía un tipo de futuro que nadie quería, que nadie estaba en disposición de discutir con él. Yo no había resuelto el misterio que él suponía; tal vez nadie lo hiciera nunca.
En los meses venideros, vería alguna fugaz imagen suya. Pero fue sólo en los noticiarios del cine. Hacia finales de 1945, cuando yo estaba de nuevo en Inglaterra, comenzaron los juicios de Nuremberg, y el hombre que se parecía a Rudolf Hess aparecía en el banquillo de los acusados junto al resto de los jerarcas nazis que habían sobrevivido. Se sentaba en la primera fila, entre Goering y Ribbentrop. Su rostro tenía una expresión inane y amistosa; hay una secuencia en la que se ve a Goering mofándose abiertamente de Hess, quien durante la mayor parte de los juicios no utilizó los auriculares de traducción simultánea y prefirió leer libros en silencio. Mientras casi todos los jefes nazis fueron condenados a muerte, la sentencia de Hess fue de cadena perpetua. El tribunal consideró que el hecho de que en 1941 intentara negociar una propuesta de paz era una circunstancia atenuante. Tras los juicios, Hess desapareció de la vista y fue a parar a la prisión de Spandau. Una vez allí, ya no se lo vio más. Mientras vivió, nunca más fue llamado por su nombre; desde el momento en que se dictó su sentencia, pasó a ser —invariablemente— el Prisionero 7. Cuando en 1987 se informó de su muerte, quedé impresionado al saber que había vivido hasta entonces, pero impresionado también porque casi lo había olvidado hasta que las noticias lo trajeron de vuelta a mi memoria.
En enero de 1945, el dilema de si ese hombre era un impostor o no ya era algo irrelevante; incluso si había intentado entregar a Churchill una auténtica propuesta de paz. En 1941, la paz no se negoció y la guerra continuó y se convirtió en algo mucho más cruento y complejo que lo que había sido cuando Hess voló a Gran Bretaña. En ese largo invierno de 1945, por fin la guerra se estaba acercando a su amargo final, y, para todo el mundo que estaba en mi situación, lo único que contaba era cuánto tiempo pasaría antes de poder volver a casa.
Los sueños de fuga, que una vez habían llenado los pensamientos de los prisioneros de guerra, se convirtieron en sueños de repatriación. Después de que finalmente los norteamericanos nos liberaran, muy pronto fuimos llevados en camiones hasta el norte de Alemania, donde tenía sus posiciones el ejército británico. Desde allí, volamos de regreso a casa en pequeños grupos, incómodamente apretados dentro del fuselaje de los mismos bombarderos en los que muchos de nosotros habíamos volado.
Nuestro hogar resultó que era más un estado de ánimo que una realidad en la que pudiéramos vivir. Todo lo que yo conocía había desaparecido o estaba a punto de desaparecer. Apenas llegué a la casa de mis padres, me enteré de la verdad acerca de papá, algo que me había sido deliberadamente escamoteado de las irregulares cartas de mamá: él estaba en las últimas etapas de un cáncer de próstata. Murió a últimos de julio, unas semanas después de que se tiraran las bombas atómicas sobre Japón. La muerte de mi madre de una angina de pecho llegó poco después. Joe estaba muerto. Birgit había vuelto a casarse.
Pensando que debía emplear mis conocimientos de vuelo, traté de conseguir trabajo en la aviación civil, pero había demasiados ex pilotos de la RAF dando vueltas por ahí con la misma idea, y los puestos de pilotos civiles escaseaban. Conseguí algunos trabajillos temporales pero yo sólo tenía veintiocho años. Me sentía joven, capaz todavía de anhelar un futuro. Tomé una decisión que muchos hombres de mi edad con una formación parecida a la mía estaban tomando en ese tiempo y, en marzo de 1946, compré un billete para Australia. Tuve que esperar cuatro semanas antes de que el barco partiera.
Cuando todavía faltaba una semana para zarpar, pedí prestado un coche a un amigo y me dirigí a Cheshire, junto a los Peninos. Entré en el pueblo, recorrí la calle y pasé frente a la casa donde habían vivido Birgit y Joe, la casa donde todavía vivía al escribirme su última carta. Detuve el coche un poco más adelante, maniobré para poder ver la casa y apagué el motor. Era un bonito día. Había algunas nubes y el sol brillaba intermitentemente. A partir de la mirada que había echado al pasar y de la observación a distancia pero más detallada desde donde estaba parado, podía ver que la casa no había cambiado mucho. En el techo aún había algunas tejas que necesitaban un cambio, y la precaria reparación de aficionado que había hecho en la chimenea seguía allí.
La vista de la casa trajo a mi mente una extraña mezcla de sentimientos: ése había sido el nido de amor en el que Birgit y yo habíamos pasado aquellos fines de semana memorables, pero también era la casa de Joe, un sitio en el que se suponía que yo no debía entrar. Permanecí sentado en el coche durante una hora, preguntándome todo el rato si debía marcharme o quedarme. Si Birgit estaba allí sería una cosa; si ella no estaba, otra distinta. Ambas parecía que podían hacerme daño. Honestamente, no tenía la menor idea de para qué había ido allí. Finalmente, decidí marcharme, pero en ese momento vi movimiento en la casa.
Birgit apareció en la puerta principal y retrocedió un poco para mantenerla abierta; miraba hacia abajo y estaba sonriendo. Llevaba el pelo corto y había ganado algunos kilos. La miré; se reavivaron de pronto mis sentimientos al verla. Ella miraba en la dirección de mi coche pero aparentemente no había percibido mi presencia. Una niña pequeña pasó junto a ella y salió al jardín. Inmediatamente se sentó y ya no pude verla más. Sin siquiera una mirada en mi dirección, Birgit volvió a entrar en la casa y dejó la puerta entreabierta. Apenas la había tenido unos segundos ante mi vista.
Bajé del coche y caminé calle abajo. Mientras me acercaba a la casa, vi que habían creado una zona de juego vallada con alambre de gallinero. Alguien había cavado un trozo en un rincón del jardín y lo había rellenado con arena. La niña, vestida con unos pantalones de peto de color marrón, estaba sentada sobre la arena haciendo pequeños montones con las manos. El pelo le caía sobre la cara, como a menudo le pasaba a Birgit cuando se concentraba con el violín. Cuando llegué a la altura del jardín y contemplé a la niña, ésta levantó la mirada, me miró directamente a los ojos e inmediatamente perdió el interés y volvió a su juego.
Al ver los rasgos de la criatura, me quedé estupefacto. Eran los rasgos de mi familia. En ella pude ver la cara de mi padre, sus ojos, su boca. El color de su piel y el de su pelo eran igual a los míos. Iguales a los de Joe. Tenía el aspecto de los Sawyer fuera éste el que fuese; lo reconocí instantáneamente en algún nivel instintivo. Traté de adivinar la edad de la pequeña; yo no tenía experiencia con los niños, aun así pensé que podía tener unos cinco años. Eso quería decir que había nacido en 1941, lo que a su vez quería decir que había sido concebida en la segunda mitad de 1940.
Todavía estaba allí, con todo eso dando vueltas en mi cabeza y la mirada fija en la niña que jugaba, cuando la puerta se abrió de golpe.
—¡Angela!
Con el rostro alterado por la desesperación, apareció Birgit. Atravesó de prisa el jardín, cogió a la niña en brazos, protegió su cabeza y su cara con una mano y desapareció rápidamente dentro de la casa. No me miró en ningún momento.
Mientras la puerta se cerraba violentamente detrás de ella, oí que la pequeña empezaba a llorar para protestar por la forma ruda en que había sido tratada. La puerta no había cerrado bien y volvió a abrirse. Pude ver algo de la estrecha sala que había detrás. Oí la voz de Birgit, que volvía a gritar.
—¡Harry! ¡Harry! ¡Hay alguien ahí fuera!
Sabía el nombre de la niña. Guardé ese conocimiento para mí como si fuera un codiciado premio. Angela. Su nombre era Angela. Mi hija —sentí un estremecimiento de embriagadora emoción—, ¡mi hija se llamaba Angela!
Unos segundos más tarde, la puerta volvió abrirse de par en par. Un hombre salió moviendo toscamente los hombros. No lo había visto en mi vida. Me miró fijamente. Parecía tener entre cuarenta y cincuenta años, su cara curtida estaba sin afeitar. Detrás de él, dentro de la casa, la niña lloraba. El hombre permaneció allí, en el umbral de su casa, mirándome sin cesar. Su silencio y su resentida expresión transmitían una obcecada agresividad.
Di media vuelta, regresé al coche y me marché colina abajo.
Una semana después, mi barco zarpó del puerto de Southampton, y yo me preparé para volver a empezar en Australia. El viaje duró seis semanas. Esto en sí mismo constituyó una aventura no comparable con ninguna de las que había conocido antes. Durante este tiempo, tomé la meditada decisión de que si iba a iniciar una nueva vida en Australia, debía dejar atrás todo mi viejo bagaje emocional. Por supuesto, una decisión como ésa es mucho más fácil de planear que de llevar a la práctica. Pero tenía la sensación de que muchos de los que iban conmigo en el barco, y que emigraban por las mismas razones que yo, estaban pasando también por las mismas tribulaciones. Hablábamos de nuestras esperanzas y planes, sobre el desafío de volver a empezar en un país nuevo y joven. Pero nos lo callábamos todo acerca de nuestra vida pasada.
Mientras el barco navegaba por las tranquilas aguas del océano Índico, sentí que todo eso comenzaba a desprenderse de mí.
Llegué a Australia. En ese hermoso y tonificante país, empecé mi nueva vida. Trabajé duramente muchos años. Primero fui piloto a tiempo parcial para una empresa de fumigaciones. En esa especialidad había mucho trabajo porque Australia tenía vastos campos cultivados. Pronto, de piloto a tiempo parcial al que pagaban por horas, pasé a volar toda la jornada como asalariado fijo. Más tarde me convertí en gerente de la compañía y quince años después era el dueño de toda la empresa. Después de eso, entré en otros negocios aéreos. Por lo general, se trataba de actividades que me permitían continuar volando, que era algo que me ayudaba a quemar energía, aunque no siempre era la mía propia.
En 1982, cuando cumplí 65 años, regresé a Gran Bretaña. Para entonces, había ganado y ahorrado mucho dinero. Con esos ahorros compré el piso en el que he estado viviendo hasta hace muy poco tiempo. Creía que había llegado el momento de jubilarme, aunque no tenía una idea clara de qué querría decir eso hasta que no estuviese sentado el tiempo suficiente. Resultó que estar sentado el tiempo suficiente era lo que menos me gustaba.
Empezó para mí un período de inquietud física e interminables viajes. Constantemente estaba tratando de conocer gente y de hacer nuevos amigos. Me abrí a la posibilidad de nuevos intereses y proyectos apartados de mi vocación. Intenté comunicarme con mis antiguos colegas de la RAF y compañeros del campo de prisioneros, incluso visité a un par de ellos. Hice todo lo previsible en una persona recientemente jubilada cuya vida había sido muy activa. En mi caso, el éxito fue exiguo; y tanta actividad encontró un súbito final cuando tuve un ataque cardíaco de menores consecuencias. No puedo decir si una cosa llevó a la otra, pero el resultado fue que desde entonces empecé a tomarme las cosas con mucha más calma.
En el tiempo de reflexión que necesariamente llegó mientras me estaba recuperando, empecé a hacer balance de mi vida. Ahora que ya había pasado los setenta y que mi corazón me había ofrecido un poco grato recordatorio de mi propia mortalidad, la reflexión era algo que parecía oportuno. Era tiempo de pensar con calma sobre algunos asuntos.
Escribir esto, evocar mi vida, me pareció algo sencillo siendo uno de los de esa generación cuya vida ha quedado marcada a fuego —estropeada, quizá— por su implicación en la segunda guerra mundial. Ser joven y pasar por una guerra es una experiencia que no tiene igual. Una experiencia más que suficiente para una sola vida, pero si se sobrevive, como yo sobreviví, queda aún toda una vida por delante que nada tiene que ver con lo vivido hasta entonces.
Para mí, la guerra, y con ella la primera parte de mi vida, acabó en enero de 1945, aquella noche en que me quedé solo, esperando, en el helado patio del campo de prisioneros.
Ésa fue la última vez que vi una gran flota de bombarderos volando hacia su objetivo, aquel que el Mando de Bombardeo hubiera decidido en su letal empresa. Yo no sabía cuál era la ciudad que los aviones iban a visitar esa noche en particular, pero sí sabía que aquélla no sería la última de sus visitas. Todavía les quedaban por delante intensas y terribles incursiones —de las que nada sabría hasta mucho tiempo después de terminada la guerra—: los devastadores ataques contra Dresden, Pforzheim, Dessau y muchas otras ciudades ya casi sin defensas tras el derrumbe de la resistencia alemana que tendría lugar en las próximas semanas.
Algo de esto sentí aquella amarga noche mientras temblaba; quería ver los aviones por última vez. Los demás prisioneros habían vuelto a los barracones, los guardias se habían ido a sus puestos. No había razón para que los bombarderos regresaran por la misma ruta por la que habían hecho el viaje de ida. De hecho, lo normal era que, para evitar el riesgo de encuentros con los cazas alemanes, los aviones se dispersaran y tomaran diferentas rutas. Pero en ese estadio de la guerra, lo más probable era que cada tripulación eligiera la ruta más corta, la más directa. El largo silencio continuaba.
Entonces, cuando estaba a punto de volver al barracón, oí por fin lo que estaba esperando: el sonido de lejanos motores. Recorrí el cielo con los ojos y después de un buen rato pude distinguir al primero de los bombarderos que volaban hacia su base. Otros iban detrás, después muchos más. Ya no volaban en formación sino que lo hacían a distintas alturas; la mayoría, solos y en desorden; otros, en parejas o en pequeños grupos. Continuaron pasando durante más de una hora. El rumbo general que llevaban era hacia el oeste, de regreso a las bases, a casa, en Inglaterra. Tras ellos, en alguna parte en la oscuridad, una ciudad alemana cuyo nombre yo no sabía había quedado arrasada, en llamas y humeante.