TERCERA PARTE 1999

1

Cinco meses después de conocer a Angela Chipperton en la sesión de firmas en Buxton, Stuart Gratton terminó de trabajar en su último libro de no ficción, Ciudades vacías del Este. Se trataba de otro relato oral. Éste trataba sobre las experiencias de los hombres y mujeres que habían sido enviados a Ucrania entre 1942 y 1948 para construir y poblar las nuevas ciudades alemanas fruto de la política nazi del Lebensraum. Gratton mandó el original y un disquete a su agente literaria, se sumergió en el habitual atraso de los mensajes y correo sin contestar y después se tomó unas breves vacaciones. Primero fue a visitar a su hijo Edmund (de veintisiete años, con un empleo en una empresa de Worcester suministradora de telecomunicaciones, casado con una mujer llamada Hayley, con quien esperaba un niño para octubre); después de unos días con ellos, atravesó Yorkshire para visitar a su otro hijo, Calvin (veintidós años, a punto de doctorarse en la Universidad de Hull, soltero, y que vivía con una joven llamada Eileen). Diez días después volvió a casa. La agente literaria le agradeció el envío del nuevo libro pero le dijo que todavía no había tenido tiempo para leerlo entero. Mientras tanto, su editor le decía que estaba leyendo el libro: un impulsivo Gratton se lo había enviado por correo electrónico antes de marcharse. Hasta aquel momento había estado siguiendo el esquema acostumbrado después de terminar cada libro. Normalmente, lo que hacía a continuación era empezar a trabajar en un nuevo proyecto, una especie de defensa psicológica que él erigía contra la posibilidad de que surgiera algún tipo de dificultad con el que acababa de entregar.

Mientras conducía a través de los Peninos desde Hull, Gratton estuvo pensando en cuál sería el libro que empezaría a continuación. Tenía dos proyectos en mente; aunque por razones distintas, ambos eran problemáticos.

Uno implicaba una importante inversión de tiempo e investigación: quería escribir la historia social de Estados Unidos entre 1960 y 1961, cuando Richard Nixon había sido elegido para la presidencia norteamericana al término del mandato de Adlai Stevenson. La administración Nixon, votada con el cebo de «traigamos nuestros muchachos de vuelta a casa», de hecho había doblado la presencia militar de Estados Unidos en Siberia durante su mandato. Las medidas de la extremadamente ambiciosa, poco previsora y corruptamente financiada política exterior de Nixon eran consideradas por todo el mundo como la principal causa del estancamiento económico que aflige a Estados Unidos hasta nuestros días. La idea de Gratton era viajar a ese país y mantener una serie de entrevistas con los protagonistas más destacados que todavía estuviesen vivos e ilustrar sus testimonios con un relato actualizado de los problemas norteamericanos contemporáneos. Él sabía que el libro podía venderse sin dificultades: ya había recibido ofertas en firme de tres editoriales, y la Fundación Gulbenkian se había comprometido a aportar una lucrativa financiación para el tiempo que durara la investigación. Todo lo que Gratton tenía que hacer era decirle a su agente que viera cuál era la mejor oferta y empezar a trabajar cuando lo deseara.

Sin embargo, sólo pensar en la envergadura del trabajo lo sobrecogía. Aunque en su mente ya había un esquema de cómo resolver gran parte de esa tarea y ya había recibido confirmación para la mayoría de las entrevistas que se había propuesto, se trataba de un proyecto tan vasto que probablemente requeriría dos o tres años de dedicación exclusiva. Además, significaba que tendría que dedicar varios meses a vivir y recorrer Estados Unidos. Su nuevo libro, el de las ciudades vacías, lo había obligado a visitar tres veces Estados Unidos para rastrear y entrevistar a los supervivientes —los de ambos lados— del levantamiento ucraniano de 1953. En Estados Unidos vivían decenas de miles de expatriados de la Europa Oriental que se habían trasladado a Norteamerica en los años cincuenta y sesenta. Ahora, la perspectiva de volver allí le resultaba desalentadora. En Estados Unidos había mucho que saborear, admirar y disfrutar, pero para el viajero o investigador europeo, el tiempo pasado allí implicaría interminables molestias y continuos recordatorios de la mentalidad de tercera guerra mundial que todavía mantenía subyugada la vida política norteamericana. Sencillamente, no tenía ganas de tener que verse obligado a aguantar durante varios meses una burocracia suspicaz, complicadas transacciones de cambio de moneda, una tecnología que no funcionaba y la necesidad de registrarse en la policía o las oficinas del FBI cada vez que llegara a cada pueblo o condado. Gratton recordaba su primera visita a Estados Unidos, en 1980. La batalla contra la omnipresente mentalidad aislacionista, la xenofobia, la descarada censura de los medios, las ciudades dominadas por el crimen, la escasez de gasolina y la inflación de los precios habían hecho que aquellos tiempos le parecieran entonces perversamente divertidos, algo así como un viaje a la Depresión de los años treinta. Desde aquella visita habían pasado dos décadas, sin mejorar y con más de lo mismo o incluso peor: la novedad estaba agotada.

El otro libro en el que podía trabajar era el que había estado planeando, sin mucho empeño, sobre Sawyer. Pero debido al tiempo que había dedicado a las Ciudades vacías, no había hecho prácticamente nada de aquel otro. Por casualidad, su ruta de regreso de Hull lo había llevado a pasar por Bakewell, el pequeño pueblo donde vivía Angela Chipperton, y eso había hecho que se acordara de ella y de los cuadernos de notas que le había dejado. En comparación con la historia de Estados Unidos, el libro sobre Sawyer tenía el atractivo de su reducido tamaño, una intriga que debía ser resuelta, un mínimo de viajes y tal vez unas pocas semanas de tranquila búsqueda en archivos o de investigación en Internet.

El problema principal con el proyecto Sawyer —aparte de la falta de respuesta a los anuncios que él había puesto— era que, después de su breve encuentro, Angela Chipperton no había respondido a los intentos que Gratton había hecho para comunicarse con ella. Adelantándose a la respuesta de la señora Chipperton, él ya había mandado las fotocopias del original a la agencia de transcripciones. Poco tiempo después, la agencia envió la copia en limpio, pero ella todavía no le había mandado los cuadernos con las notas originales ni le había dado el permiso formal para reproducir el material. Él tampoco había encontrado el tiempo para leer el extenso texto. Todo lo que sabía de la señora Chipperton era su dirección postal. En el listín telefónico no aparecía su nombre, y al parecer ella no usaba el correo electrónico.

Mientras tanto, tampoco había llegado la respuesta de Sam Levy desde Masada: lo de Levy era una posibilidad muy remota, ya que no había garantía de que él estuviera vivo todavía. De todos modos, la vinculación entre Levy y Sawyer podía ser una pista falsa. Sin embargo, después de unos cuantos años, Gratton había aprendido que eso de las coincidencias era muy raro que existiera; en última instancia, todo estaba conectado. Él tenía el pálpito de que el espontáneo comentario de Levy sobre el Sawyer que había conocido en la RAF significaba que muy probablemente ambos eran la misma persona, pero tanto con respuesta de Levy como sin ella no tenía ninguna seguridad de que fuera a «encontrar» al verdadero Sawyer.

Gratton se dio cuenta de que el libro de Sawyer podía convertirse rápidamente en una pérdida de tiempo y que podía implicar una considerable cantidad de investigación inútil para un libro que quizá nunca pudiera escribir y mucho menos publicar. El rompecabezas podía resultar que no fuera tal rompecabezas sino un malentendido de Churchill, incluso un error o una errata. No sería la primera vez que una idea sobre un libro no lo llevara a ninguna parte. Tampoco sería la primera vez que los historiadores fueran inducidos a error por Churchill, ese pícaro manipulador de la historia del siglo xx.

2

Entonces, la decisión fue tomada sin la intervención de Gratton. Pocos minutos después de su llegada a casa y cuando toda vía estaba descargando el coche, su vecina le llevó varios paquetes de correspondencia que había recogido mientras él no estaba. Entre ellos, había un pequeño paquete, muy bien atado, franqueado y matasellado en Masada.

Gratton se ocupó de todo lo urgente y, después, tan pronto como pudo, se sentó en su despacho y abrió el paquete enviado por Sam Levy. Después leyó, por fin, los cuadernos de notas de Sawyer.

A la mañana siguiente, después de una noche de sueño poco profundo, se levantó temprano. Llamó a su agente y le dejó un mensaje en el buzón de voz para que dejara en suspenso el proyecto del libro sobre la historia social norteamericana. Cogió el coche y se puso en marcha en dirección a los montes Peninos, desandando velozmente la ruta hecha el día anterior, pasando por Buxton en dirección a Bakewell.

3

Bakewell era un lugar que le resultaba poco familiar, un sitio por el que pasaba con el coche de vez en cuando, un lugar donde no tenía razón para detenerse. Cuando Wendy vivía, habían tomado Bakewell como punto de partida de algún paseo; aparcaban el coche y hacían una caminata para explorar el campo de los alrededores. Siempre que lo hacían, Gratton se prometía que volvería a hacer ejercicio tan pronto como su trabajo aflojase un poco.

Ahora estaba buscando la avenida Williamson, algo que parecía bastante sencillo. Bakewell era un pueblo pequeño, por lo que en cuanto llegó empezó a cruzar calles y a buscar la avenida. Paró en un quiosco de periódicos para comprar un plano del pueblo, pero no les quedaba ninguno. Preguntó al hombre de detrás del mostrador si sabía dónde estaba la avenida Williamson. El hombre le dijo que debía buscar la salida del pueblo en dirección a Monyash. Cuando llegó al campo y la avenida no había aparecido, regresó al pueblo.

Por fin la encontró, sorprendentemente cerca del centro de Bakewell. Era una calle residencial que salía de otra calle residencial, con casas bastante modernas en uno de los lados y una hilera de tiendas recién construidas en el otro. En el sobre que Angela Chipperton le había dado ponía el número 17, que era una lavandería automática. El dúplex de arriba estaba vacío. Según el hombre que regentaba la farmacia de al lado, era utilizado como almacén por una firma distribuidora de revistas. Estaba claro que allí no vivía nadie.

Gratton condujo hasta el centro de información del ayuntamiento y llevó a cabo una búsqueda sistemática. Lo primero que descubrió fue que las casas de la avenida Williamson habían sido demolidas hacía unos diez años para construir las tiendas. Pero que, antes de eso, habían estado abandonadas y deshabitadas durante bastante tiempo. No había ningún Chipperton en el pueblo, tampoco Sawyer ni Gratton. Tampoco había ningún Chipperfield, Sayer ni Grattan. Ni siquiera alguien que respondiera a un nombre cuya grafía fuera algo parecida a la del nombre de la mujer que él trataba de localizar. Inició una búsqueda más amplia rastreando en los directorios de los pueblos de la región cuyo nombre fuera parecido a Bakewell: encontró un Blackwell, un Baslow, un Barlow y, por supuesto, un Buxton. Nada en ninguno de ellos: no había nadie con un nombre ni remotamente semejante, ciertamente tampoco una avenida, calle, pasaje ni callejón que se llamara Williamson.

Cuando volvió al coche estudió el sobre de la carta de Angela Chipperton. No había posibilidad de error: la dirección, en forma de membrete, estaba impresa claramente en el papel con una tipografía que no admitía confusiones.

Más irritado que intrigado, Gratton regresó a su casa. El atractivo de la historia de Sawyer residía en el misterio que suponía: la señora Chipperton no había hecho más que agregar un enigma que parecía pensado sólo para hacerle perder el tiempo.

Esa noche, dejando a un lado su irritación, volvió a leer los cuadernos de notas de Sawyer. Después miró otra vez el material que por fin le había mandado Sam Levy.

4

Señor Stuart Gratton, Cliffe End, Rainow, Cheshire,

Reino Unido

3 de agosto de 1999


Estimado señor Gratton:

Espero que comprenda en seguida el porqué de mi tardanza en responder a su carta sobre la investigación del teniente de aviación Sawyer. Le pido disculpas por eso, y también por no haberle hecho llegar al menos una tarjeta postal de acuse de recibo. Puedo explicar esa demora pidiéndole que mire el contenido del paquete, en el que he estado trabajando desde que recibí su carta. Es posible que entienda en qué he invertido buena parte del tiempo. Sin embargo, después de haber leído entre líneas en su carta puedo asegurarle que todavía gozo de una salud bastante buena, a pesar de que el año próximo cumpliré ochenta y un años. Las heridas que recibí en la guerra, que no me habían molestado durante mucho tiempo, han empezado a hacerse sentir. Tengo alguna dificultad para caminar y también para acostarme y levantarme de la cama, etc., pero una vez que me acomodo en un sitio, ya no siento molestias. Mi mujer, Ursula, murió el año pasado; entonces dejé la casa que usted menciona. Ahora vivo bastante bien con mi sobrina y su familia. Tengo una habitación para mí solo y mi biblioteca está intacta. Tengo acceso a Internet y mi cerebro se conserva bastante lúcido. En términos generales, mi vida es placentera. ¡Espero seguir bien algunos años más!

Vuelvo ahora al tema de su carta.

Ya tenía conocimiento de ese comentario que hace Churchill sobre Sawyer. De hecho, el memorando forma parte del dossier que estaba compilando en el momento que usted me escribió. Está claro que ambos estábamos pensando en el mismo sentido. (Lo he incluido en su lugar cronológico aproximado.) Sí, estoy casi seguro de que el Sawyer que él menciona es el mismo con quien yo volé algún tiempo. Aunque sólo puedo decir «casi seguro», porque, como usted bien cree, hay un misterio alrededor de ese hombre.

Yo me involucré personalmente en esta cuestión debido al extraño comportamiento de Sawyer durante la guerra. Al principio, sólo provocaba un poco de irritación; después, se convirtió prácticamente en una amenaza para la seguridad de la tripulación. Más tarde, cuando terminó la guerra, pasó a ser el pequeño misterio que continúa siendo. No pretendo haberlo resuelto, pero creo que lo que he descubierto puede ayudarle a avanzar hacia una solución. Sin embargo, no todo es tan claro, aunque pueda parecerlo. Churchill estaba equivocado y en lo cierto, como le sucedía a menudo.

El relato en primera persona que acompaña a esta carta es mi breve descripción de la forma en que conocí a J.L. (el teniente de aviación Jack Sawyer), lo que pasó mientras volábamos juntos en la RAF y su trágico final. El resto de las hojas completan el dossier que he compilado: varias fotocopias, cosas que he encontrado en Internet, anotaciones, recortes de periódicos y cosas por el estilo, que estuve recogiendo durante algún tiempo. Algunos papeles han sido bastante difíciles de localizar, pero si se tiene acceso a Internet y tanto tiempo disponible como yo, es asombroso lo que puede encontrarse con un poco de perseverancia. Imagino que usted tiene mucha experiencia en este tipo de cosas, pero para mí ha sido un interesante viaje por el pasado. Tal vez deba advertirle que mi dossier plantea más preguntas de las que contesta.

Y también debería prevenirlo en cuanto a que probablemente no disfrute con todo lo que lea en mis papeles, pero sé que usted es un historiador y que puede afrontar este tipo de dificultades.

En la carta que me envió, usted utilizó la expresión «profundo interés». Puedo entenderlo. Yo también me siento profundamente interesado en conocer el resto de esta historia inacabada.

Finalmente, permítame que ponga énfasis en el hecho de que, independientemente de que usted quiera volver a entrevistarme o no, si desea visitarme en mi paraíso tropical, será siempre bienvenido. No haga caso de las recientes noticias sobre refriegas y terrorismo en esta extensa isla. Somos muy conscientes de la imagen que se tiene de nuestro país desde el extranjero. El gobierno ha tomado medidas para combatir la insurgencia y la situación está controlada. La mayoría de los nativos malgaches están confinados en su región de la isla, y el año que viene se les concederá el autogobierno. Casi con toda certeza, esto satisfará sus reivindicaciones. Mientras tanto, la vida en las grandes ciudades es moderna, cómoda y sumamente placentera. Estoy deseando que venga otra vez y verle de nuevo. Para nuestro pueblo, «Masada» ya no es un estado de ánimo.

Sam Levy

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