CAPÍTULO SEXTO

El Equipo Interfacial Nueve trabaja en una plana y alargada franja de sombrío espacio que se extiende alrededor de la columna central de servicios de la Monada Urbana 116, entre las plantas 700 y 730. Aunque el área de trabajo es profunda, es relativamente estrecha, no más de cinco metros de anchura, y sirve para conducir las motas de polvo hasta los filtros aspirantes. Cuando permanecen en ella, los diez miembros del Equipo Interfacial Nueve están como comprimidos entre las zonas periféricas de los sectores residencial y comercial y el corazón secreto de la monurb, la columna de servicios, donde se alojan las computadoras.

Los miembros del equipo entran raramente en la columna propiamente dicha. Su trabajo está en su periferia, controlando los paneles que contienen las conexiones y los accesos de energía de la computadora principal. Suaves luces amarillas y verdes parpadean en los paneles, enviando constantemente información acerca del estado y funcionamiento de los invisibles aparatos. Los hombres del Equipo Interfacial Nueve forman el último dispositivo de seguridad después de los sistemas auto correctores que supervisan el trabajo de las computadoras. Cuando se produce algún hecho que los sistemas automáticos no pueden controlar, su misión es actuar rápidamente antes de que se produzca algún daño irreparable. No es un trabajo muy difícil, pero es vital para el funcionamiento de todo el gigantesco edificio.

Cada día, a las 12:30, cuando se produce el cambio de turno, Michael Statler y sus nueve compañeros reptan a través de la compuerta circular de Edimburgo, en la planta 700, y se abren camino en las eternas tinieblas interfaciales para ascender hasta sus puestos. Sillas elevadoras los transportan hasta sus niveles asignados —Michael controla la Sección comprendida entre las plantas 709 y 712— y durante el día se mueve arriba y abajo a lo largo de la entrecara hacia las zonas donde se presenta algún problema. Michael tiene veintitrés años. Es analocomputador en aquel equipo interfacial desde hace nueve años. Ahora, su trabajo es puramente automático para él; se ha convertido en una simple extensión de la maquinaria. Moviéndose a lo largo de la entrecara, impulsa o drena, separa o une, mezcla o disocia, atendiendo cualquier necesidad de la computadora a la que sirve, y todo ello con una fría e irreflexiva eficiencia, operando tan sólo por reflejos. Lo cual no es reprensible. No es deseable para un analocomputador pensar, sino tan sólo actuar correctamente; incluso ahora, tras cinco siglos de tecnología en computadoras, el cerebro humano tiene mayor capacidad por centímetro cúbico para tratar la información, y un equipo interfacial convenientemente entrenado es efectivamente un grupo de diez excelentes pequeños computadores orgánicos conectados a la unidad central. Es por ello por lo que Michael sigue los parpadeantes esquemas de las luces, hace los ajustes necesarios, pero deja que los centros cerebrales de su mente queden libres para otras cosas.

Sueña mucho mientras trabaja.

Sueña con todos esos extraños lugares fuera de la Monada Urbana 116, lugares que ha visto en la pantalla. Él y su esposa Stacion son devotos espectadores, y raramente se pierden uno de esos reportajes retrospectivos. Las descripciones del antiguo mundo premonurbano, con sus reliquias, esas polvorientas ruinas. Jerusalén. Estambul. Roma. El Taj Mahal. Los muñones de lo que fue Nueva York. Las cimas de los edificios de Londres sobresaliendo de las aguas. Todos aquellos extraños y románticos lugares lejanos tan distintos al mundo monurbano. El Vesubio. Los géiseres de Yellowstone. Las llanuras de África. Las islas del Pacífico Sur. El Sahara. El Polo Norte. Viena. Copenhague. Moscú. Angkor Wat. La Gran Pirámide y la Esfinge. El Gran Cañón. Chichén Itzá. La jungla del Amazonas. La Gran Muralla de China.

¿Existen aún todos esos lugares?

Michael no tiene la menor idea. Un gran número de los reportajes que han visto en la pantalla tienen cien años o más. Sabe que la edificación de la civilización monurbana requirió la demolición de mucha parte de lo que existía antes. La eliminación de un pasado cultural. Cada cosa, por supuesto, fue grabada cuidadosamente en tres dimensiones antes de ser destruida. Pero fue destruida. Una nube de humo blanco; el olor de la piedra pulverizada, seco a las mucosas, amargo. Desaparecido. Tal vez se hayan salvado los monumentos más famosos. No es necesario destruir las Pirámides con el fin de obtener más espacio para futuras monurbs. Pero grandes espacios han tenido que ser limpiados. Las antiguas ciudades, por ejemplo. Después de todo, ellos forman parte de la constelación Chipitts, y ha oído a su cuñado Jasón Quevedo, el historiador, decir que antes había allí dos ciudades llamadas Chicago y Pittsburgh señalando los dos polos opuestos de la actual de la actual constelación, con una franja continuada de asentamientos urbanos entre ellas. ¿Dónde están ahora Chicago y Pittsburgh? No hay rastro de ellas, sabe Michael; las cincuenta y una torres de la constelación Chipitts se extienden a todo lo largo de esta franja. Todo limpio y perfectamente organizado. Hemos devorado nuestro pasado y excretado monurbs. Pobre Jasón; debe añorar los tiempos antiguos. Yo también. Yo también.

Michael sueña con una aventura fuera de la Monada Urbana 116.

¿Por qué no salir afuera? ¿Debe permanecer años y años sentado en su silla elevadora en la entrecara, cosquilleando sin cesar conexiones y más conexiones? Salir afuera. Respirar el extraño aire no filtrado, lleno de olor de plantas verdes. Ver un río. Volar de alguna manera alrededor del agreste planeta, buscando lugares salvajes. ¡Escalar la Gran Pirámide! ¡Nadar en un océano, cualquier océano! Agua salada. Qué curioso. Permanecer al aire libre, exponer la piel al ardiente resplandor del sol, contemplar el negro firmamento a la pálida luz de la luna. El anaranjado brillo de Marte. La sonrisa de Venus, el alba.

—Creo que es posible —le dice a su esposa, la plácida e hinchada Stacion. Gestante de su quinto hijo, una niña, cuyo nacimiento está previsto para dentro de unos meses—. No tengo ningún problema en arreglar una conexión de modo que me facilite un pase de salida. Y bajar por el pozo y salir del edificio antes de que nadie se dé cuenta. Correr por la hierba. Atravesar los prados. Ir hacia el este. Ir hasta Nueva York, siguiendo la línea de la costa. No han demolido completamente Nueva York, Jasón me lo dijo. Simplemente han limpiado sus alrededores. Lo han dejado como un monumento a los tiempos difíciles.

—¿Y cómo piensas alimentarte? —pregunta Stacion. Es un chica práctica.

—Viviré de lo que me dé la naturaleza. Semillas silvestres y nueces, como hacían los indios. ¡Cazar! Manadas de bisontes. Son grandes, de color marrón, lentos; me acercaré a uno de ellos por al espalda y saltaré a su lomo, exactamente encima de su grasa joroba, y clavaré mis manos en su garganta, ¡yank!. Él no comprenderá lo que ocurre. Nadie ya los caza. Caerá muerto, y tendré comida para varias semanas. Podré incluso comerla cruda.

—Ya no hay bisontes, Michael. Ya no queda en ninguna parte ningún animal salvaje. Tú lo sabes.

—Estaba bromeando. ¿Me crees realmente capaz de matar? ¿Matar?¡Dios bendiga, puedo ser un tanto raro, pero no estoy loco! No. Escucha, haré incursiones en las comunas. Me deslizaré en ellas por la noche y tomaré hortalizas, un montón de bistecs de proteínas, todo lo que encuentre. Esos lugares no están vigilados. No esperan que la gente de las monurbs ronde así por los alrededores. Podré comer. Y podré ver Nueva York, Stacion, ¡podré ver Nueva York! Quizá incluso encuentre allí una sociedad de hombres salvajes. Con barcos, aviones, algo que me permita cruzar el océano. ¡A Jerusalén! ¡A Londres! ¡África!

Stacion sonríe.

—Te quiero cuando te pones a hacer el neuro de esta manera —dice, y lo atrae hacia ella. Hace que pose su palpitante cabeza en la tensa curva de su vientre—. ¿Oyes a la pequeña? —pregunta—. ¿Está cantando? Dios bendiga, Michael, cómo te quiero.

Ella no le toma en serio. ¿Quién lo haría? Pero piensa seriamente en irse. Moviéndose en la entrecara, girando mandos y haciendo conexiones, se ve a sí mismo como un viajero del mundo. Un proyecto: visitar todas las ciudades auténticas que han dado su nombre a las ciudades de la Monurb 116. Al menos las que aún existan. Varsovia, Reykjavik, Louisville, Colombo, Boston, Roma, Tokio, Toledo, París, Shanghai, Edimburgo, Nairobi, Londres, Madrid, San Francisco, Birmingham, Leningrado, Viena, Seattle, Bombay, Praga. Y también Chicago y Pittsburg, si aún no han desaparecido. Y las demás. ¿He olvidado alguna? Intenta enumerarlas de nuevo. Varsovia, Reykjavik, Viena, Colombo. Se pierde. Pero no importa. Iré afuera. Incluso si no puedo cubrir todo el mundo. Quizá sea mucho mayor de lo que imagino. Pero podré ver algo. Sentiré la lluvia sobre mi rostro. El ruido de las olas. Mis pies hollando la fría y blanda arena. ¡Y el sol! ¡El sol, el sol! ¡Curtiendo mi piel!

Presumiblemente algunos eruditos deben viajar alrededor del mundo, visitando los antiguos lugares, pero Michael no conoce a nadie que lo haya hecho. Jasón, pese a haberse especializado en el siglo XX, no ha salido nunca. Hubiera podido ir a visitar las ruinas de Nueva York, debe tener derecho a ello. Le hubiera dado una impresión más vivida de lo que está estudiando. Claro que Jasón es Jasón, nunca saldrá afuera aunque esté autorizado a hacerlo. Y sin embargo, debería. En su lugar, yo iría. ¿Acaso hemos sido creados para malgastar todas nuestras vidas en el interior de un solo edificio? Ha visto algunos de los cubos de Jasón relativos a los viejos tiempos, las calles abiertas al aire libre, los coches moviéndose, los pequeños edificios alojando a una sola familia, tres o cuatro personas. Increíblemente extraño. Irresistiblemente fascinante. Por supuesto, la cosa no había funcionado; toda aquella desordenada sociedad había terminado derrumbándose. Nosotros hemos conseguido que las cosas estén mucho mejor organizadas. Pero Michael comprende el empuje de esta forma de vida. Siente la fuerza centrífuga hacia la libertad, y querría probar algo de ella. No podemos vivir como vivían ellos, pero tampoco podemos vivir de esta otra manera. No todo el tiempo. Salir afuera. Experimentar la horizontalidad. Olvidar el sentido de arriba y abajo. Nuestras mil plantas, nuestros Centros de Realización Somática, nuestros centros sónicos, nuestros santificadores, nuestros ingenieros morales, nuestros consultores, nuestro todo. Debe haber más cosas que esto. Una breve visita afuera: la suprema sensación de mi vida. Iré. Moviéndose en la entrecara, obedeciendo serenamente a los impulsos impresos en sus reflejos, se promete a sí mismo que no morirá sin ver realizado su sueño. Saldrá afuera. Algún día.


Su cuñado Jasón ha alimentado inconscientemente el fuego del secreto anhelo de Michael. Sus teorías acerca de una raza especial de gente monurbana, expresada una noche que Michael y Stacion habían visitado a los Quevedo. ¿Qué había dicho Jasón? Estoy investigando la teoría de que la vida monurbana está engendrando una nueva clase de seres humanos. Un tipo adaptado naturalmente a un espacio vital relativamente pequeño y a un bajo cociente de intimidad. Michael no se había sentido convencido al principio. Le parecía que el hecho de que la gente se apiñara por sí misma en el interior de las monadas urbanas no tenía mucho que ver con la genética. Parecía más bien resultado de un condicionamiento psicológico. O de una aceptación voluntaria de la situación en general. Pero a medida que Jasón iba hablando, sus ideas fueron adquiriendo mayor sentido. Explicando el porqué nadie salía fuera de las monurbs, aunque no hubiera ninguna razón real que se lo impidiera. Porque reconocemos que sería una desesperada fantasía. Permanecemos aquí, nos guste o no. Y aquellos a quienes no les gusta, aquellos que eventualmente no pueden soportarlo… bueno, tú ya sabes lo que les ocurre. Michael lo sabe. Las tolvas para los neuros. Los que se quedan se adaptan a las circunstancias. Dos siglos de adaptación selectiva, despiadadamente conducida. Y todos nosotros nos hemos adaptado perfectamente a nuestro nuevo modo de vida.

Y Michael diciendo: Ah, sí. Todos nosotros perfectamente adaptados. Pero sabiendo que aquello no es cierto para todos. Con algunas excepciones, había concedido suavemente Jasón.

Michael piensa en todo aquello, moviéndose por la entrecara. No duda que la adaptación selectiva es algo real para muchos de ellos. La aceptación universal de la vida monurbana. Algo casi universal. Todos aceptan que esta es la mejor vida que puede serles ofrecida, 885.000 personas bajo el mismo techo, un millar de plantas, tener montañas de hijos, apretarse más y más. Todo el mundo lo acepta. Con algunas excepciones. Los pocos de entre todos nosotros que miran a través de las ventanas, afuera, al desnudo mundo, y sufren y se irritan en su encierro. Deseando huir de allí. ¿Acaso nos falta el gene de la aceptación?

Si Jasón está en lo cierto, si la población monurbana está adaptada a disfrutar la vida que le es ofrecida, entonces debe existir un carácter recesivo en algunos de nosotros. Son las leyes de la genética. Uno no puede erradicar un gene. Tan sólo puede soterrarlo durante un tiempo, pero surgirá de nuevo ocho generaciones más tarde para crear inesperadamente la anormalidad. Yo. Este gene está en mi. Llevo en mi interior esa cosa horrible. Y sufro.

Michael decide hablarle a su hermana de todo esto.

Va a verla una mañana, a las 1100, cuando sabe seguro que la encontrará en su casa. Allí está, atareada con los chicos. Su encantadora hermana gemela, adorable aunque aún no haya tenido tiempo de arreglarse. Su oscuro cabello está desordenado. La única ropa que lleva encima es una toalla sucia echada sobre su hombro. Su mejilla está manchada. Mira hacia la puerta, sorprendida, cuando él entra.

—Oh. Tú—. Le sonríe. Su aspecto es encantador, tan delgada y plana. Los senos de Stacion están henchidos de leche, oscilan y saltan como dos ubres repletas. El prefiere las mujeres delgadas.

—Sólo vengo a hacerte una visita —le dije a Micaela—. ¿Te molesta que me quede un rato?

—Dios bendiga, en absoluto. No me hagas mucho caso. Los chicos están haciendo que me suba por las paredes.

—¿Puedo ayudarte? —Pero ella niega con la cabeza. Él se sienta con las piernas cruzadas, observándola mientras ella trajina por la estancia. Mete a uno bajo la ducha, otro en el alvéolo de mantenimiento. Los otros están en la escuela, gracias a dios. Sus largas y esbeltas piernas, sus prietas carnes, le inspiran. Se siente medio tentado de tomarla allí, en aquel momento, pero está demasiado ajetreada con el trabajo matutino. Además hace años y años que no la ha tocado. No desde que eran niños. En aquellos tiempos sí, por supuesto, todo el mundo toma a su hermana. Especialmente si son gemelos; es lo más natural. Hay una especie de identificación particular, como si uno tuviera otro yo, sólo que femenino. Haciéndose preguntas el uno al otro. Después durante un tiempo hubo un distanciamiento entre ellos, ella adulta, él aún niño, aunque hubieran compartido el mismo seno. Michael sonríe ante aquellos recuerdos.

—Si te hago algunas preguntas —dice—, ¿me prometes no decírselas a nadie? ¿Ni siquiera a Jasón?

—¿Alguna vez he sido una chismosa?

—De acuerdo sólo quería estar seguro.

Ella termina con los niños y se sienta frente a él, agotada. Se anuda la toalla en torno a su cintura. Castamente. Michael se pregunta qué hubiera ocurrido si él le llega a pedir lo que pensaba hace un momento. Oh, hubiera aceptado como corresponde, por supuesto, pero, ¿lo hubiera deseado? ¿O se hubiera sentido incómoda abriéndose a su hermano? En otro tiempo no había sido así. Pero hace tanto de ello.

—¿Has pensado alguna vez en dejar la monurb, Micaela? —dice.

—¿Quieres decir trasladarme a otra?

—No, tan sólo abandonarla, salir de ella. Para ir al Gran Cañón. A las Pirámides. Afuera. ¿No te has sentido nunca cansada de permanecer encerrada siempre en el interior de este edificio?

Sus oscuros ojos relumbran.

—¡Dios bendiga, sí! Muchas veces. Nunca he pensado en las Pirámides, pero hay días en que siento como si las paredes fueran millares de manos. Aplastándome.

—¡Entonces, tú también!

—¿De qué estás hablando, Michael?

—De la teoría de Jasón. La gente siendo adaptada generación tras generación a tolerar la existencia monurbana. Y estoy pensando que algunos de nosotros no somos así. Somos recesivos. Genes erróneos.

—Atavismos.

—¡Atavismos, sí! Seres que están desplazados de su tiempo. No tendríamos que haber nacido ahora, sino cuando la gente era libre de ir a donde quisiera. Soy como ellos, Micaela, ahora me doy cuenta. Quiero abandonar el edificio. Sólo un paseo por el exterior.

—No estás hablando en serio.

—Me temo que sí. No sé si voy a hacerlo. Pero lo deseo. Y esto me sitúa en el lugar de… hum… un atavismo. No pertenezco a esa población pacífica de la que habla Jasón. Como Stacion, por ejemplo. A ella le gusta estar aquí. Es un mundo ideal. Pero no para mí. Y si esto es algo genético, yo no soy realmente lo más idóneo para esta civilización, y creo que tú tampoco. Tú tienes todos mis genes y yo lo tuyos. Es por eso por lo que quería hablarte. Para comprenderme mejor a mí mismo. Saber hasta qué punto te habías adaptado.

—No me he adaptado.

—¡Lo sabía!

—Pero no quiero abandonar el edificio —dice Micaela—. Son otras cosas. Las actitudes emocionales. Celos, ambición. Tengo un montón de ideas blasfemas en mi cabeza, Michael. Y también Jasón. Tuvimos precisamente una disputa sobre esto la semana pasada —lanza una risita—. Y llegamos a la conclusión de que ambos éramos atavismos. Como salvajes surgidos de los tiempos antiguos. No siento deseos de entrar en detalles, pero sí, sí, básicamente creo que estás en lo cierto, en el fondo de nosotros mismos tú y yo no somos realmente gente monurbana. Es tan sólo un barniz. Pretendemos serlo.

—¡Exactamente! ¡Un barniz! —Michael da una palmada con sus dos manos—. Estupendo. Esto es lo que quería saber.

—¿Vas a salir realmente del edificio?

—Si lo hago, será tan sólo por un tiempo. Sólo para ver a qué se parece afuera. Pero olvida lo que te he dicho. —Detecta tristeza en sus ojos. Yendo hacia ella, la abraza y dice—: No me lo impidas, Micaela. Si lo hago, será porque debo hacerlo. Ya me conoces. Lo entiendes. Quédate tranquila hasta que vuelva. Si es que salgo.


Ahora ya no siente dudas, excepto acerca de algunos de los problemas periféricos, como el despedirse. ¿Debe irse sin decirle una palabra a Stacion? Sería lo mejor; ella no entenderá nunca, y decírselo traerá complicaciones. Y Micaela. Se siente tentado de hacerle una visita inmediatamente antes de irse. Una despedida especial. No hay nadie que esté más cerca de él en todo el edificio, y tal vez no regrese nunca de su viaje al exterior. Piensa que le gustaría tomarla antes de irse, y sospecha que ella también lo desea. Una despedida de amor sería lo más adecuado. ¿Pero puede correr este riesgo? No debe confiar mucho en el aspecto genético; si ella descubre que actualmente está planeando abandonar la monurb, puede hacer que le detengan para enviarle a los ingenieros morales. Por su propio bien. No hay duda de que considera su proyecto como una idea propia de un neuro. Tras sospesar todos los aspectos, Michael decide no decirle nada. La tomará con su imaginación. Sus labios uniéndose, sus manos abrazando el firme cuerpo. Sumergirse. Sus cuerpos moviéndose en perfecta coordinación. Somos tan sólo las separadas valvas de una misma entidad, unidas ahora de nuevo. Por este breve instante. La imagen se hace tan dolorosamente vivida en su mente que está a punto de abandonar su resolución. Casi lo hace. Pero finalmente se marcha sin decirle nada a nadie.

Las cosas se presentan fáciles. Sabe cómo hacer para que la gran máquina sirva a sus necesidades. En su trabajo habitual, este día está tan sólo un poco más atento que de costumbre, soñando un poco menos. Supervisando sus paneles, respondiendo inmediatamente a los impulsos fugitivos que flotan en los inmensos ganglios del gigantesco edificio: solicitudes de alimentos, estadísticas de nacimientos y decesos, informes atmosféricos, nivel de amplificación en un centro sónico, reaprovisionamiento de los depósitos de los distribuidores automáticos, esquemas de reciclado de la orina, líneas de comunicación, etc. etc. etc. Y mientras realiza sus ajustes, abre como casualmente con un dedo una conexión y obtiene entrada al almacén de datos. Ahora está en contacto directo con el cerebro central, la gran máquina. Un destello de luz dorada le indica que está preparada para recibir instrucciones. Muy bien. Emite una instrucción para un pase de salida a nombre de Michael Statler, apartamento 70411, obtenible bajo demanda del propio Statler en cualquier terminal y válido hasta su utilización. Dándose cuenta de que esto revela una cierta cobardía, rectifica inmediatamente la orden: válido tan sólo durante doce horas tras su entrega. Con el privilegio de nueva entrada cuando sea solicitada. La conexión destella un símbolo de aceptación. Estupendo. Ahora registra dos mensajes, anotando que deben ser transmitidos quince horas después de la entrega del pase de salida. A la señora Micaela Quevedo, apartamento 76124. Querida hermana. Lo he hecho, deséame suerte. Te traeré un poco de arena recogida a orillas del mar. Y el otro mensaje a la señora Stacion Statler, apartamento 70411. Explicándole brevemente lo que ha hecho y el por qué. Diciéndole que estará de regreso muy pronto, que no se preocupe, que es algo que debe hacer. Ya es suficiente como despedida.

Termina su jornada de trabajo. Ahora son las 1730. No tiene sentido abandonar el edificio cuando está llegando la noche. Vuelve junto a Stacion; cenan, juega con los niños, miran un rato la pantalla, hacen el amor. Quizá por última vez.

—Pareces muy ensimismado esta noche, Michael —dice ella.—Estoy cansado. Hoy he tenido un montón de trabajo.

Ella se amodorra. Él la mantiene entre sus brazos, suave y cálida y gruesa, aumentando un poco de diámetro a cada segundo. Las células dividiéndose en su seno, la mágica mitosis. ¡Dios bendiga! Se siente casi aterrado ante la idea de abandonarla. Pero entonces la pantalla relampaguea con sus imágenes de lugares lejanos. La isla de Capri en el ocaso, un cielo gris, un mar gris, el horizonte confundiéndose con el cenit, caminos serpenteantes a lo largo de escarpaduras rocosas en medio de una lujuriante vegetación. Allí está la villa del Emperador Tiberio. Granjeros y pastores viviendo como lo hacían diez mil años antes, intocados por los cambios del resto del mundo. Allí no hay monurbs. Los amantes pueden retozar en la hierba si lo desean. Levantas su falda. Ella se ríe; las espinas de las zarzas cargadas de frutos arañan la rosada piel de sus posaderas mientras ella se agita debajo tuyo, pero no le importa en absoluto. Ardiente, cálida y rolliza campesina. Un ejemplo del perdido barbarismo. Tú y ella ensuciándoos juntos, dejando que la tierra se meta entre los dedos de vuestros pies y el verde de la hierba manche vuestras rodillas. Y mira, esos hombres de grasientas ropas pasándose una botella de dorado vino, sacado de la misma viña que trabajan. ¡Qué curtidas son sus pieles! Cómo cuero, si es que el cuero tiene realmente esta apariencia… ¿cómo puede estar seguro? Bronceadas al menos. Quemadas por el auténtico sol. Allá a lo lejos, las olas van y vienen suavemente. Hay grutas y rocas fantásticamente esculpidas en la orilla del mar. El sol se oculta tras unas nubes, y el gris del cielo y de la costa toma un tono más profundo. Empieza a caer una suave llovizna. Se hace de noche. Los pájaros cantan sus himnos a la llegada de la oscuridad. Las cabras se agitan en sus corrales. El anda por escarpados senderos, evitando los cálidos montones de excrementos, haciendo una pausa para tocar la rugosa corteza de este árbol, para probar la pulposa carne de un arándano maduro. Casi puede oler el perfume salado que viene de abajo. Se ve a sí mismo corriendo a lo largo de la playa, al amanecer, con Micaela, ambos desnudos, la bruma levantándose, los primeros rojizos rayos del sol derramándose sobre sus pálidas pieles. El agua tiene reflejos dorados. Se meten en ella, nadan flotan, se dejan llevar por el salado elemento. Se sumergen y se deslizan bajo el agua, los ojos abiertos, mirándose mutuamente. Los cabellos de ella se enrollan en su rostro. Una línea de burbujas se agita tras sus pies. La alcanza, y se abrazan bajo el agua, lejos de la orilla. Unos delfines amistosos les observan. Engendran un incestuoso hijo copulando en el famoso Mediterráneo. ¿Dónde amó Apolo a su hermana? O tal vez era otro dios. Hay ecos clásicos a todo su alrededor. Se dejan arrastrar hacia la playa, la arena se pega a sus mojados cuerpos, el fresco aire matinal les hace estremecer, un fragmento de alga se ha enredado en los cabellos de ella. Un muchacho con una pequeña cabra se les acera. ¿Vino? ¿ Vino? Les tiende una botella. Sonríe. Micaela acaricia la cabra. El chico admira su espléndido cuerpo desnudo. Sí, dices, vino, pero por supuesto no tienes dinero, e intentas explicarte, pero el muchacho se echa a reír. Os alarga la botella. Bebéis largamente. Es un vino fresco, tonificante, que cosquillea ligeramente en la garganta. El chico mira a Micaela. ¿ Un bacio? Por qué no, piensa. No hay nada malo en ello. Si, sí, un bacio, dices, y el muchacho se acerca a Micaela, apoya sus labios en los de ella, adelanta una mano para tocar sus senos, pero no se atreve, y se limita tan sólo al beso. Retrocede, sonriente, y se acerca a ti y te da también un rápido beso, y luego echa a correr, él y su cabra, a lo largo de la playa, dejándoos la botella de vino. Se la pasas a Micaela. El vino resbala por su mentón, pequeñas gotitas brillando al sol. Cuando el vino se acaba arrojas la botella al mar. Un regalo para las sirenas. Tomas la mano de Micaela. Subís por el risco, entre los zarzales, sintiendo las piedras rodar bajo vuestros pies desnudos. Cambios de temperatura, olores, sonidos. Pájaros. Risas. La gloriosa isla de Capri. El chico y su cabra están justamente delante de vosotros, haciéndoos señales desde el otro lado de una barranca, diciéndoos que os apresuréis, aprisa, aprisa, venid a ver. La pantalla se oscurece. Estás tendido en la plataforma de descanso, al lado de tu dormida mujer encinta, en la planta 704 de la Monada Urbana 116.

Tiene que irse. Tiene que irse.

Se levanta. Stacion se agita.

—Shhh —dice él—. Duerme.

—¿Vas de ronda nocturna?

—Creo que sí —dice. Se desnuda, se mete bajo la ducha. Luego se pone una túnica limpia, sandalias, sus ropas más resistentes. ¿Qué más puede llevarse? No tiene nada. Se irá así.

Besa a Stacion. Un bacio. Ancora un bacio. El último quizá. Su mano permanece por un instante en el distendido vientre. Recibirá su mensaje por la mañana. Adiós. Adiós. Besa a los chicos dormidos. Sale. Mira hacia arriba, como si pudiera ver a través de cincuenta plantas. Adiós Micaela. Mi amor. Son las 0230. El amanecer aún está lejos. Avanzará lentamente. Se detiene, estudia las paredes a su alrededor, el oscuro plástico de apariencia metálica, que parece bronce pulido. Un edificio sólido, bien diseñado. Haces de invisibles cables descienden por la columna de servicios. Y aquella gigantesca mente mecánica en el centro de todo. Tan fácilmente engañada. Michael halla un terminal en el corredor y se identifica. Michael Statler, 70411. Un pase de salida, por favor. Por supuesto, señor. Aquí está. De la ranura surge un brazalete de brillante color azul para su muñeca. Se lo pone. Toma el descensor más cercano. Se detiene en la planta 580, sin una razón particular. Boston. Bueno, tengo tiempo de sobra. Se pasea por los corredores como un visitante venido de Venus, cruzándose de tanto en tanto con algún semidormido rondador nocturno de regreso a casa. Usando su privilegio, abre algunas puertas, echando una ojeada a la gente que hay al otro lado, algunos dormidos, otros no. Una chica le invita a compartir su plataforma. Agita su cabeza. Sólo estoy de paso, dice, y regresa al descensor. Abajo, hasta la planta 375. San Francisco. Aquí viven los artistas. Puede oír música. Michael ha envidiado siempre a los san franciscanos. Tiene una finalidad en sus vidas. Tienen arte. Abre también algunas puertas.

—Venid —siente deseos de decir—. Tengo un pase de salida. ¡Voy a ir afuera! ¡Venid conmigo, todos vosotros! —Escultores, poetas, músicos, dramaturgos. Es como el flautista de la historia. Pero no está seguro de que su pase sirva para más de una persona, y no dice nada. Hacia abajo de nuevo. Birmingham. Pittsburgh, donde Jasón intenta rescatar el pasado, que sin embargo está más allá del alcance de nadie. Tokio. Praga. Varsovia. Reykjavik. Ahora todo el enorme edificio gravita sobre su cabeza. Un millar de plantas, 885.000 personas. Mientras permanece allí han nacido una docena de niños. Otra docena han sido concebidos. Quizá alguien esté muriéndose. Y un hombre está huyendo. ¿Debe decirle adiós a la computadora? Sus tubos y conexiones, sus entrañas llenas de líquido y cableado, las toneladas de su armazón. Un millón de ojos diseminados por todos lados. Ojos que les espían, pero él no tiene nada que temer, el pase está en su muñeca.

Primera planta. Y de aquí al exterior.

Es tan sencillo. ¿Pero dónde está la salida? ¿Aquí? Es sólo una pequeña puerta. Él había esperado un inmenso vestíbulo, suelo de ónice, pilares de alabastro, brillantes luces, cobre pulido, una gran puerta de reluciente cristal. Claro que nadie importante utiliza nunca esta puerta. Los altos dignatarios viajan siempre en naves rápidas, llegando y partiendo del área de aterrizaje en la planta mil. Y los productos agrícolas procedentes de las comunas entran en la monurb a través de grandes silos subterráneos. Quizá haga años desde que esta puerta se abriera por última vez. Pero él la franqueará. ¿Cómo se hace para abrirla? Exhibe en alto su pase de salida, mostrándolo a los identificadores que debe haber allí. Sí. Una luz roja se enciende sobre la puerta. Y ésta se abre. Se abre. La traspone, y se encuentra en un largo y frío túnel, débilmente iluminado. La puerta se cierra a sus espaldas. Evidentemente para prevenir la posible contaminación del aire exterior, supone. Espera, y una segunda puerta se abre frente a él, chirriando ligeramente. Michael no ve nada más allá de ella, tan sólo oscuridad, pero cruza también esta puerta y baja unos escalones, siete u ocho, tropezando inesperadamente en el último. BUP.

Debajo de él se encuentra el suelo. Extrañamente esponjoso, extrañamente blando. Tierra. Verdadera. Manchada. Sucia. Está afuera.

Está afuera.


Se siente un poco como el primer hombre andando por la Luna. Su paso es vacilante, no sabiendo lo que le espera al siguiente. Tantas sensaciones no familiares que hay que absorber al mismo tiempo. La puerta cerrándose tras él. Esta vez está solo. Pero no siente miedo. Debo concentrarme en una sola cosa cada vez. Primero el aire. Inspira profundamente. Sí, tiene un sabor distinto, más dulzón, más vivo, un sabor natural; parece dilatarse mientras lo aspira, penetrando en los más profundos alvéolos de sus pulmones. En un minuto, sin embargo, ya no puede aislar en el los factores de la novedad. Es simple aire, neutro, familiar. Como si hubiera estado respirándolo toda su vida. ¿Va a verse invadido por mortales bacterias? Después de todo él viene de un ambiente totalmente aséptico, sellado. Quizá dentro de una hora se halle jadeando y ahogándose, en los espasmos finales de una espantosa agonía. O tal vez un extraño polen, arrastrado por la brisa, bloquee sus conductos respiratorios, ahogándole. Mejor dejar de pensar en el aire. Mira hacia arriba.

El alba aún tardará como una hora en llegar. El cielo es de un color azul-negro; hay estrellas por todas partes, y el creciente de luna está alto. Ha visto otras veces el firmamento a través de las ventanas de la monurb, pero nunca así. Con la cabeza echada hacia atrás, las piernas separadas, los brazos abiertos. Abrazando la inmensidad. Un millón de minúsculas agujas traspasan su cuerpo. Se siente tentado a desvestirse y echarse en el suelo, desnudo, hasta que la luna y las estrellas desaparezcan. Sonriendo, da otros diez pasos alejándose de la monurb. Mira hacia atrás. Un enorme pilar. Tres kilómetros de altura. Horada el aire como una penetrante masa, aterrándole; empieza a contar las plantas, pero el esfuerzo le agota y abandona antes de llegar a la cincuenta. Desde aquel ángulo la mayor parte del edificio permanece invisible para él debido a la perspectiva, pero lo que ve es suficiente. Se aleja un poco más, adentrándose en el prado. La impresionante masa de la monurb vecina se yergue frente a él, a la distancia suficiente como para darle una imagen real de su tamaño. Como si rozara las estrellas. ¡Muy alta, muy alta! Todas aquellas ventanas. Y tras ellas 850.000 personas, o más, a las que nunca ha visto. Niños, rondadores nocturnos, analocomputadores, consultores, esposas, madres, todo un mundo irguiéndose ante él. Muerto. Muerto. Mira hacia su izquierda. Otra monurb, medio oculta por la bruma del naciente día. A su derecha. Otra. Baja sus ojos hacia el suelo. El prado. Senderos bien delimitados. Esto es la hierba. Se arrodilla, arranca una brizna, e instantáneamente siente un intenso remordimiento ante el verde tallo en la palma de su mano. Asesino. Se lleva el tallo a su boca; no tiene mucho sabor. Había pensado que sería algo dulce, comestible. Esto es el suelo. Hunde sus manos en él. Sus uñas se orlan de negro. Sus dedos rastrillan y encuentran una flor. Huele la amarilla corola llena de pétalos. Mira hacia arriba, hacia un árbol. Su mano palpa la corteza.

El robot jardinero se mueve por el prado, podando cosas, fertilizando cosas. Gira sobre su negra base y escudriña hacia él. Interrogativamente. Michael levanta el brazo y muestra al jardinero su muñeca con el pase de salida. La máquina pierde el interés por él.

Ahora ya está lejos de la Monurb 116. Se gira de nuevo y la estudia, viéndola por fin en toda su altura. Indistinguible de la 117 y de la 115. Se encoge de hombros y sigue un sendero que le aleja de la línea de monurbs. Un estanque: se tiende en su borde y sumerge sus manos en él. Luego inclina su cabeza hacia el agua y bebe. Chapotea alegremente con sus brazos. El alba ha empezado ya a estriar el cielo. Las estrellas han desaparecido, la luna se está desvaneciendo. Se desviste apresuradamente. Luego se mete con lentitud en el estanque, inspirando profundamente cuando el agua alcanza sus genitales. Nada cuidadosamente, hundiendo sus pies de tanto en tanto para tocar el frío y fangoso fondo, y finalmente llega a un lugar donde ya no puede alcanzarlo. Los pájaros cantan. Es la primera mañana del mundo. Una pálida luz blanquea el silencioso cielo. Tras un rato sale del agua y permanece chorreante y desnudo en el borde del estanque, estremeciéndose ligeramente, escuchando a los pájaros, observando el rojo disco del sol emergiendo por el este. Gradualmente se va dando cuenta de que está llorando. La belleza de todo esto. La soledad. Está solo y éste es su primer amanecer. Es bueno estar desnudo; yo soy Adán. Mirando a lo lejos, ve tres monurbs resplandeciendo con un tono nacarado, y se pregunta cuál será la 116. Stacion está allí, y Micaela. Si tan sólo estuviera aquí conmigo, ahora. Ambos desnudos al borde de este estanque. Y girándose hacia ella. Mientras la serpiente nos espía desde el árbol. Sonríe. ¡Dios bendiga! Está solo, y no siente miedo en absoluto, le gusta esta soledad, aunque le falte Micaela, Stacion, ambas, cada una de ellas. Se estremece. El deseo asciende en él. Se deja caer en la blanda y negra tierra junto al estanque. Llora aún un poco, cálidas lágrimas deslizándose ocasionalmente a lo largo de su rostro, y observa cómo el cielo se va volviendo azul, y se muerde los labios, y vuelve a él la visión de la playa de Capri, el vino, el chico, la cabra, los besos, Micaela, ambos a la luz del alba, y jadea cuando la semilla de su cuerpo fertiliza la desnuda tierra. Doscientos millones de niños no nacidos en una pequeña mancha.

Nada nuevamente en el estanque; después reemprende su camino, llevando sus ropas al brazo, y tras quizá una hora se las pone de nuevo, temeroso del beso del ardiente sol en su delicada piel monurbana.


Al mediodía, prados y estanques y cuidados jardines han quedado atrás, y ha entrado en los territorios limítrofes de una de las comunas agrícolas. El paisaje es allí llano e ilimitado, y las distantes monurbs se alinean como oscuras lanzas en el horizonte, extendiéndose de este a oeste. No hay árboles. No hay ningún tipo de vegetación silvestre, de hecho nada de la caótica y maravillosa fronda de Capri. Michael ve largas hileras de bajas plantas, separadas por franjas de oscura tierra desnuda, y aquí y allá tremendas extensiones totalmente vacías, como si estuvieran aguardando las semillas. Deben ser hortalizas o legumbres. Inspecciona las plantas: millares de hileras de algo más o menos redondo, retorcido y enrollado en sí mismo, y millares de algo vertical y herboso, lleno de espinas colgantes, y millares de otro tipo, y de otro, y de otro. A medida que anda a lo largo de las hileras las especies cambian. ¿Es esto maíz? ¿Habas? ¿Calabazas? ¿Zanahorias? ¿Trigo? No tiene ningún medio para reconocer el producto de su fuente natural. Sus lecciones infantiles de geografía se han borrado hace tiempo; todo lo que puede hacer es adivinar, y con toda probabilidad adivinar erróneamente. Arranca algunas hojas de éstas, y de éstas, y de estas otras. Prueba algunos brotes y vainas. Con las sandalias en la mano, a pies desnudos, anda a través de la voluptuosamente removida tierra. Cree que está yendo hacia el este. Al menos avanza hacia el lugar por donde ha salido el sol. Pero ahora que el sol está alto en el cielo es difícil determinar la dirección. La lejana hilera de monurbs tampoco es de mucha utilidad. ¿A qué distancia está el mar? Al solo pensamiento de una playa sus ojos se humedecen de nuevo. La marea yendo y viniendo. El gusto de la sal. ¿Mil kilómetros? ¿Qué distancia representa esto? Intenta calcularlo por analogía. Situemos una monurb al extremo, luego añadamos otra a continuación, y otra después de ésta. Se necesitará poner 333 monurbs, de extremo a extremo, para alcanzar el mar desde aquí, si estoy ahora a mil kilómetros de él. Su corazón desfallece. Y ni siquiera tiene una idea real de las distancias. Puede que esté a diez mil kilómetros. Imagina lo que representaría andar de Reykjavik a Louisville 333 veces, incluso horizontalmente. Pero con paciencia puede hacerlo. Si tan sólo tuviera algo para comer. Esas hojas, esos tallos, esas vainas no son buenas. ¿Qué parte de la planta es comestible, entonces? ¿Hay que cocinarla? ¿Cómo? El viaje va a ser mucho más complejo de lo que había imaginado. Pero su alternativa es regresar de vuelta a la monurb, y eso es algo que no quiere hacer. Sería como morir, como no haber vivido nunca. Sigue adelante.

Cansancio. Se siente ligeramente aturdido por el hambre, puesto que ahora hace ya seis o siete horas desde que iniciara su camino. Y también agotado físicamente. Este moverse horizontalmente cansa los músculos de diferente manera. Subir y bajar escaleras es fácil; tomar ascensores y descensores es fácil también; y los cortos espacios horizontales que hay que recorrer por los corredores hacen que uno no esté preparado para esto. Le duele toda la parte posterior de los muslos. Sus tobillos están entumecidos, como si los huesos rozaran los unos contra los otros. Sus hombros tienen que mantenerse rígidos para sostener erguida su cabeza. Bregar con aquella superficie irregular de tierra multiplica aún más el problema. Se detiene un instante para descansar. Un poco más tarde llega a una corriente de agua, una especie de acequia, que corre a través de los campos; bebe, luego se desnuda y se baña. El agua fría le reanima. Prosigue su camino, deteniéndose en tres ocasiones para probar los cultivos aún verdes. Supongamos que estoy ya demasiado lejos de la monurb para volver atrás, y me estoy muriendo de hambre. ¿Qué debo hacer? ¿Luchar en medio de esta inmensidad mientras las fuerzas me van abandonando, intentar arrastrarme kilómetros y kilómetros en dirección a la lejana torre, dejarme morir de hambre en medio de esta masa de verdor? No. Me las arreglaré de alguna manera.

La soledad comienza también a pesarle. Ello le sorprende. En la monurb se sentía frecuentemente irritado por las masas de gente que le rodeaban constantemente. Niños metiéndose entre tus piernas, multitudes de mujeres en los corredores y todas esas cosas. Saboreaba en una forma claramente blasfema sus horas diarias en la entrecara, en la semioscuridad, sin nadie a su alrededor excepto sus nueve compañeros de equipo, absortos todos ellos en sus propias zonas de trabajo. Durante años había acariciado esta visión de escapar a una intimidad, su cruel y regresiva ansia de soledad. Ahora ya la ha conseguido, y al principio derramó lágrimas de gratitud por ella, pero ahora ya no le parece tan satisfactoria. Se sorprende a sí mismo echando ojeadas a su alrededor, como deseoso de ver la silueta de una figura humana. Quizá todo hubiera ido mejor si Micaela hubiera venido con él. Adán, Eva. Pero por supuesto ella no hubiera venido. Sólo es su hermana gemela; no ha de tener necesariamente sus mismos genes; se siente también insatisfecha, pero nunca se hubiera atrevido a hacer lo que ha hecho él. La imagina andando a su lado. Pero es pura imaginación y la soledad sigue oprimiendo su alma.

Grita. Llama su nombre, Micaela, Stacion. Grita muy alto el nombre de sus hijos. ¡Soy un ciudadano de Edimburgo!, ruge. ¡De la Monada Urbana 116! ¡De la planta 704! El sonido flota indolentemente, alejándose hacia las algodonosas nubes. Qué hermosos está el cielo ahora, azul y dorado y blanco.

Un repentino sonido zumbante procedente del —¿norte? —se acerca por momentos. Pulsante, estridente, ronco. ¿Ha alertado con sus gritos a algún monstruo? Protege sus ojos con la mano. Allí está: un largo tubo negro deslizándose lentamente hacia él a una altura de, oh, quizá cien metros como máximo. Se echa al suelo y se arrastra entre las hileras de coles o de nabos o de algo parecido. La cosa negra tiene una docena de cortas protuberancias en forma de boquilla a lo largo de sus costados, y por ellas surgen chorros de un espeso vapor verdoso. Michael comprende. Seguramente están pulverizando los cultivos. Un veneno que mate los insectos y otras plagas. ¿Qué me hará a mí? Se acurruca, las rodillas contra el pecho, las manos contra su rostro, los ojos cerrados, la palma aplastada contra su boca. El terrible rugido está ahora exactamente encima suyo; me matará con sus decibelios si no lo hace con su inmunda pulverización. La intensidad del sonido disminuye. La cosa ha pasado y se aleja. El pesticida está descendiendo, supone, mientras intenta contener la respiración. Los labios apretados. Ardientes pétalos goteando del firmamento. Flores de muerte. Aquí está ya, un ligero rocío en sus mejillas un velo de humedad cubriéndole. ¿Cuánto tiempo tardará en matarme? Cuenta los minutos que pasan. Todavía sigue vivo. La cosa volante ya no se oye. Cautelosamente, abre los ojos y se pone en pie. Quizá, después de todo, no haya peligro; pero corre a través de los campos hacia una reverberante acequia, y se sumerge en ella, presa del pánico, y se frota vigorosamente todo el cuerpo. Y sólo entonces se da cuenta de que la acequia también debe de haber sido pulverizada. Bueno, de todos modos, aún no está muerto. ¿Cuan lejos está de la comuna más próxima?


De algún modo, en su infinita sabiduría, los planificadores de aquella explotación han permitido subsistir una baja colina. Escalándola en pleno mediodía, Michael hace inventario. Allá están las monurbs, curiosamente minúsculas. Aquí están los campos cultivados. Ahora puede ver máquinas moviéndose a lo largo de algunas de las hileras, cosas con varios brazos, probablemente arrancando las malezas. Sin embargo, no se ve el menor indicio de un lugar habitado. Desciende de la colina y muy pronto tropieza con una de las máquinas agrícolas. Es la primera compañía con que se encuentra en todo el día.

—Hola. Michael Statler, de la Monurb 116. ¿Cuál es tu nombre, máquina? ¿Qué clase de trabajo haces?

Ominosos ojos amarillos le estudian y se giran hacia otro lado. La máquina desmenuza la tierra en la base de cada planta de la hilera. Suelta un chorro de algo lechoso sobre las raíces. ¿No crees que no te muestras nada amistosa? O acaso no estés programada para hablar.

—No te preocupes por ello —dice—. El silencio es oro. Si tan sólo pudieras decirme dónde puedo encontrar algo de comida. O simplemente alguna persona.

De nuevo el sonido zumbante. ¡Otra de aquellas malditas fumigadoras! Se echa al suelo, dispuesto a acurrucarse de nuevo, pero no, esa cosa volante no está rociando nada, no pasa de largo. Se cierne sobre él, trazando un cerrado círculo, haciendo un infernal holocausto de ruido, y en su panza se abre una compuerta. De ella surge una doble banda de doradas fibras que desciende hasta tocar el suelo. A lo largo de ella, deslizándose sujetas a un arnés montado sobre guías, se dejan caer dos personas, una mujer seguida por un hombre. Se posan hábilmente y avanzan hacia él. Rostros ceñudos. Ojos amenazadores. Armas a la cintura. Su único atuendo es una banda de brillante tela roja enrollada a su cintura que les cubre hasta los muslos. Sus pieles son curtidas; sus cuerpos enjutos. El hombre lleva una tupida y recia barba negra: ¡una increíble y grotesca pilosidad facial! Los senos de la mujer son pequeños y duros. Ambos apuntan ahora sus armas hacia él.

—¡Hola! —saluda Michael roncamente—. ¡Soy de una monurb! Estoy visitando vuestro país. ¡Amigo! ¡Amigo! ¡Amigo!

La mujer dice algo ininteligible.

Michael se encoge de hombros.

—Lo siento, no comp…

El arma se incrusta en sus costillas. ¡Qué gélida es su expresión! Sus ojos son como cuentas heladas. ¿Van a matarle? Ahora habla el hombre. Lenta y claramente, muy fuerte, como alguien que le está hablando a un niño de tres años. Cada sílaba es extraña. Probablemente le está acusando de atravesar los cultivos. Una de las máquinas agrícolas debe haber informado de su presencia a la comuna. Michael observa que las monurbs son visibles desde allí. Las señala, luego se golpea el pecho. Se pregunta de qué va a servir. Seguramente ellos ya deben saber de dónde viene. Sus captores asienten, sin el menor asomo de simpatía. Son una pareja poco amistosa. Está arrestado. Un intruso amenazando la santidad de los campos. La mujer le sujeta por el codo. Bueno, al menos no van a matarle allí. La horriblemente ruidosa cosa volante sigue dando vueltas sobre ellos en su apretada órbita. Le guían hacia las colgantes fibras. La mujer se sujeta a uno de los arneses. Asciende. El hombre le dice a Michael algo que éste sospecha quiere decir: «Ahora tú». Michael sonríe. La cooperación es lo único que puede ayudarle ahora. Se sitúa junto al arnés; el hombre realiza los ajustes, sin dejar de vigilarle, y hace una seña para que lo suban. La mujer, esperando arriba, le suelta y le empuja hacia una especie de angarillas. Sigue apuntándole con el arma. Un momento después el hombre está también a bordo; la compuerta se cierra y la máquina volante se pone en marcha. Durante el vuelo ambos le interrogan espetándole secas frases compuestas por palabras incomprensibles.

—No hablo vuestra lengua —es lo único que puede responder, disculpándose—. ¿Cómo puedo deciros todo lo que queréis saber?

Unos minutos más tarde la máquina aterriza. Le empujan hacia afuera, hacia una explanada de tierra batida color ocre rojizo. A su alrededor puede ver edificios de techo plano construidos con ladrillos, curiosos vehículos grises de morro plano, algunas máquinas agrícolas con muchos brazos, y docenas de hombres y mujeres vestidos con los mismos brillantes taparrabos rojos. No hay muchos niños; tal vez estén en la escuela, aunque ya es bastante tarde. Todo el mundo señala hacia él. Hablan rápidamente. Rudos comentarios ininteligibles. Alguna sonrisa. Se siente algo asustado, no por la posibilidad de estar en peligro sino por lo extraño que es todo aquello. Sabe que esto es una comuna agrícola. Todo el día andando ha sido el preludio; ahora ha pasado realmente de un mundo a otro.


El hombre y la mujer que le han capturado le empujan a través de la explanada y por entre la multitud de gente campesina hasta el interior de uno de los edificios más cercanos. Mientras pasan, los dedos de los campesinos rozan sus ropas, tocan sus desnudos brazos y su rostro, murmuran suavemente. Maravillados. Como si él fuera un hombre de Marte caído entre ellos. El edificio está débilmente iluminado, bastamente construido, con torcidas paredes, techos bajos, combados suelos de moteado material plástico. Es arrojado al interior de una habitación oscura y desnuda. Un olor agrio llega hasta él: ¿vómitos? Antes de salir, la mujer señala las comodidades con unos pocos gestos bruscos. Aquí está el agua; una pileta de alguna substancia artificial de color blanco con apariencia de piedra pulida, amarillenta y cuarteada en algunos lugares. No hay plataforma de descanso, pero probablemente podrá usar el montón de arrugadas mantas que hay apiladas contra una pared. No hay el menor indicio de un baño. Para la excreción hay una sola unidad, una especie de embudo de plástico clavado en el suelo, con un botón que hay que empujar para limpiarlo. Evidentemente sirve a la vez para la orina y para las heces. Una extraña disposición; pero se da cuenta de pronto de que aquí no hay necesidad de reciclar los desechos. La habitación no tiene ninguna fuente de luz artificial. Tan sólo hay una ventana por donde entran los últimos débiles resplandores del sol de la tarde. La ventana da a la plaza, donde los campesinos siguen aún reunidos, discutiendo entre ellos; ve que le señalan con el dedo, asienten, se empujan mutuamente. Hay barrotes de metal en la ventana, demasiado juntos como para permitir a un hombre deslizarse entre ellos. Así que es una celda. Inspecciona la puerta. Cerrada con llave. Qué amistosos. No alcanzará nunca la costa de este modo.

—¡Oíd! —llama a los que están en la plaza—. ¡No quiero haceros ningún daño! ¡No necesitáis encerrarme!

Se ríen. Dos hombres jóvenes se acercan y le miran solemnemente. Uno de ellos se pone la mano ante su boca y cubre concienzudamente toda su palma con saliva; cuando lo ha conseguido la ofrece a su compañero, que presiona su mano contra la de él, y ambos estallan en una risa salvaje. Michael los observa, desconcertado. Ha oído cosas acerca de las bárbaras costumbres de las comunas. Primitivo, incomprensible. Los jóvenes dicen algo que suena despectivo y se marchan. Una chica ocupa ahora su lugar ante la ventana. Calcula que tendrá unos quince o dieciséis años. Sus senos son amplios y profundamente bronceados, y entre ellos cuelga un amuleto explícitamente fálico. Lo acaricia de una forma que parece una lasciva invitación.

—Me gustaría —dice él—, si tan sólo pudieras sacarme de aquí. — Pasa sus brazos a través de los barrotes para acariciarla. Ella retrocede de un salto, con ojos salvajes, y le hace un violento gesto, adelantando su mano izquierda con el pulgar doblado bajo la palma y los otros cuatro dedos dirigidos hacia la cara de él. Indudablemente es una obscenidad. Una mujer se palmea el mentón con un ritmo. lento, uniforme, aparentemente muy significativo; un hombre arrugado aprieta solemnemente, por tres veces, su mano izquierda contra su codo derecho; otro hombre se inclina, pone sus manos contra la tierra apisonada, y se levanta de nuevo, elevando los brazos por encima de su cabeza, quizá haciendo la pantomima del crecimiento de una gran planta, quizá de la construcción de una monada urbana. Sea como fuere, lanza una risa estridente y se aleja tambaleándose. Está anocheciendo. A través de la semioscuridad, Michael ve una sucesión de máquinas fumigadoras aterrizando en la plaza como pájaros regresando al nido en el crepúsculo, y docenas de unidades agrícolas móviles provistas de muchos brazos que retornan estridentemente de los campos. Los espectadores desaparecen; les ve entrar en los otros edificios que hay alrededor de la explanada. Pese a la incertidumbre de estar prisionero, se siente cautivado por la extraña naturaleza de aquel lugar. Vivir tan pegado a la tierra, andar todo un día bajo el sol desnudo, no conocer absolutamente nada de las enormes riquezas de una monurb…

Una muchacha armada le trae su cena, abriendo la puerta de un golpe, dejando dentro una bandeja y marchándose sin una palabra. Vegetales cocidos, un caldo claro, algunos frutos desconocidos de color rojo, y una cápsula de vino fresco: los frutos están machucados y demasiado maduros para su gusto, pero todo lo demás es excelente. Come ávidamente, dejando limpia la bandeja. Luego regresa a la ventana. El centro de la plaza está ahora vacío, excepto ocho o diez hombres, en la parte más alejada, evidentemente un equipo de mantenimiento, que están trabajando en las máquinas agrícolas a la luz de tres flotantes globos luminosos. Su celda está ahora completamente a oscuras. Como no hay ninguna otra cosa que pueda hacer, se quita las ropas y se introduce entre las mantas. Aunque se siente exhausto por su larga andadura, el sueño tarda en llegar: su mente trabaja furiosamente, estudiando posibilidades. Sin duda será interrogado mañana. Alguien aquí tiene que conocer el lenguaje de las monurbs. Con suerte podrá demostrar que sus intenciones no son hostiles. Una sonrisa franca, un acto amistoso, un aire de inocencia. Quizá incluso le escolten hasta los límites de su territorio. Le llevarán volando hacia el este, le dejarán en los dominios de alguna otra comuna, le indicarán cuál es el camino hacia el mar. ¿Será arrestado comuna tras comuna? Es una perspectiva deprimente. Quizá exista una ruta que evite las zonas agrícolas… a través de las ruinas de algunas antiguas ciudades posiblemente. Pero allí es donde viven los hombres salvajes. Al menos los campesinos son civilizados, a su manera. Se ve a sí mismo cocinado por caníbales en medio de algunas ajadas ruinas, tal vez el propio Pittsburgh. O incluso devorado crudo. ¿Por qué son tan desconfiados los campesinos? ¿Qué pueden temer de un vagabundo solitario como él? La natural xenofobia de una cultura aislada, decide. Exactamente el mismo motivo que hace que nosotros no dejemos a un campesino pasearse por el interior de una monurb. Pero naturalmente las monurbs son sistemas cerrados. Todo el mundo numerado, inoculado, asignado a su lugar correspondiente. ¿Acaso esa gente tiene el mismo rígido sistema? No tendrían que temer a los extranjeros. Tendré que convencerles de ello.

Se hunde en sueños intranquilo.

Es despertado, no más de una o dos horas después, por una música discordante, tosca y perturbadora. Se sienta; rojas sombras oscilan en la pared de su celda. ¿Algún tipo de proyecciones visuales? ¿O un fuego fuera? Se precipita a la ventana. Sí. Un enorme montón de troncos secos, ramas, restos de vegetales de todas clases, está apilado en el centro de la plaza. Nunca antes ha visto una fogata, excepto algunas veces en la pantalla, y aquella visión le aterra al tiempo que le sugestiona. Aquellas lenguas incandescentes surgiendo, oscilando y desvaneciéndose… ¿adonde van a parar? Y puede sentir las oleadas de calor desde el lugar donde se encuentra. El constante flujo, el incesante agitar de las danzantes llamas… ¡qué increíble belleza! Y amenazadora. ¿No tienen miedo de dejar un tal fuego agitándose así? Claro que por supuesto hay esa zona de tierra desnuda a su alrededor. El fuego no puede cruzarla. La tierra no arde.

Obliga a sus ojos a apartarse del hipnótico frenesí del fuego. Doce músicos están sentados apretadamente a la izquierda de la hoguera. Los instrumentos son extrañamente medievales: se ejecuta en ellos soplando o golpeando o rasgueando o presionando teclas, y los sonidos son irregulares e imprecisos, vibrando casi en la dimensión correcta pero faltándoles siempre una fracción de tono para sonar afinados. El elemento humano; Michael, cuyo sentido musical es bastante bueno, se estremece ante esta pequeña pero perceptible variación de lo absoluto. Pero los campesinos parecen no darse cuenta de ello. No están preparados para la mecánica perfección de la moderna música científica. Centenares de ellos, quizá toda la población del entorno, sentados en irregulares hileras alrededor del perímetro de la plaza, agitando sus cabezas al compás de la gimiente y chillante melodía, taloneando en el suelo, golpeando rítmicamente sus codos con las manos. La luz del fuego los transforma en una asamblea de demonios; el rojizo resplandor se agita fantásticamente sobre sus semidesnudos cuerpos. Ve niños entre ellos, pero no muchos. Dos aquí, tres allá, muchas parejas adultas con un solo o ninguno. Se siente aturdido por la repentina comprensión: aquí limitan los nacimientos. Se estremece. Luego se siente divertido por su involuntaria reacción de horror; se dice a sí mismo que, sea cual sea la configuración de los genes de que es portador, está condicionado para ser un hombre monurbano.

La música se hace cada vez más salvaje. El fuego aumenta en intensidad. Los campesinos empiezan a danzar. Michael espera que la danza sea amorfa y frenética, un desordenado levantar de brazos y piernas, pero no; sorprendentemente, es hermética y disciplinada, una controlada y formal serie de movimientos. Los hombres en esta fila, las mujeres en esta otra; adelante, atrás, intercambio de parejas, los codos hacia arriba, la cabeza atrás, doblar las rodillas, ahora hop, media vuelta, formar hileras de nuevo, enlazar las manos. El paso se acelera constantemente, pero el ritmo sigue siendo distinto y coherente. Una progresión ritualizada de pautas. Los ojos muy abiertos, los labios apretados. No es una diversión, se da cuenta repentinamente; es una ceremonia religiosa. Los ritos de la gente de la comuna. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Es él el cordero para el sacrificio? ¿La providencia les ha proporcionado un hombre de las monurbs? Presa del pánico, mira hacia todos lados buscando señales de un caldero, un asador, una estaca, cualquier cosa que pueda servir para asarlo. Circulan tantas historias acerca de las comunas en la monurb; él nunca había creído en ellas, considerándolas mitos producidos por la ignorancia. Pero quizá no sea así.

Cuando vengan a por él, decide, se abalanzará contra ellos y les atacará. Será mejor terminar rápidamente que morir en la agonía del altar del poblado. Ha pasado ya media hora, y nadie ha mirado aún en dirección a su celda. La danza ha continuado sin la menor interrupción. Relucientes de sudor, los campesinos parecen figuras de pesadilla, inquietantes, grotescas. Senos agitándose, narices con las aletas distendidas, ojos desorbitados. Son añadidas nuevas ramas al fuego. Los músicos se animan unos a otros en una carrera hacia el frenesí. ¿Y qué está ocurriendo ahora? Figuras enmascaradas aparecen solemnemente en la plaza: tres hombres, tres mujeres. Sus rostros quedan ocultos tras estructuras esféricas, horripilantes, bestiales, extravagantes. Las mujeres arrastran cestos ovales en los que pueden verse productos de la comuna: granos, mazorcas secas, harinas. Los hombres rodean a una séptima persona, una mujer, dos de ellos sujetándola por los brazos y el otro empujándola desde atrás. Está en avanzado estado de gestación, en su sexto o quizá séptimo mes. No lleva máscara, y su rostro está tenso y rígido, los labios apretados, los ojos aterrados y enormemente abiertos. La arrojan al suelo al lado del fuego, y se inmovilizan a su lado, flanqueándola. Ella se pone de rodillas, la cabeza inclinada, el largo cabello rozando casi el suelo, los agitados senos oscilando al compás de su jadeante respiración. Uno de los hombres enmascarados —es imposible no pensar en ellos como sacerdotes— entona una resonante invocación. Una de las mujeres enmascaradas coloca una mazorca de maíz en cada mano de la embarazada. Otra esparce harina por su espalda, que se apelmaza sobre su sudorosa piel. La tercera echa grano sobre su pelo. Los otros dos hombres se unen al canto. Michael, apretando los barrotes de su celda, siente como si hubiera sido proyectado a miles de años atrás en el tiempo, a alguna ceremonia neolítica; le es casi imposible aceptar que a un solo día de marcha de allí se levante la magnitud de las mil plantas de la Monada Urbana 116.

Han terminado de ungir a la mujer encinta con productos. Ahora dos de los sacerdotes la levantan bruscamente hasta ponerla en pie, y una de las sacerdotisas arranca la única prenda que cubre su cuerpo. Los espectadores prorrumpen en un alarido. La hacen girar sobre sí misma. Mostrando a todos su desnudez. Su hinchado y tenso vientre, brillante a la luz del fuego. Sus amplias caderas y sólidos muslos, sus carnosas nalgas. Presintiendo la llegada de algo siniestro, Michael aprieta su rostro contra los barrotes, mirando aterrado afuera. ¿Es ella y no él la víctima del sacrificio? ¿Un destellante cuchillo, el feto aún no nacido arrancado del seno materno, una diabólica ofrenda a los dioses de las cosechas? No, por favor. Quizá le han escogido a él como verdugo. Su enfebrecida imaginación, espontáneamente, fantasea la escena: se ve así mismo arrastrado fuera de su celda, llevado hasta la plaza, una afilada hoz en su mano, la mujer yaciendo con las piernas separadas junto al fuego, su prominente vientre erguido hacia el cielo, los sacerdotes cantando, las sacerdotisas cabrioleando y diciéndole en una pantomima lo que tiene que hacer, señalándole la tensa curva del cuerpo yacente, marcando con su dedos el lugar preferido para la incisión, mientras la música sigue aumentando en su locura y el fuego asciende cada vez más alto… No. No. Se gira, tapándose los ojos con un brazo. Se estremece, siente náuseas. Cuando consigue dominarse y mirar de nuevo, ve que los espectadores se han levantado y están danzando alrededor del fuego, acercándose a la mujer encinta. Ella permanece de pie, perpleja, empuñando las mazorcas de maíz, con las piernas apretadas, encogiendo los hombros de una forma que da a entender sin lugar a dudas que se siente avergonzada por su desnudez. Y los demás dando saltos a su alrededor. Gritándole roncas injurias. Haciendo el insultante gesto con los cuatro dedos. Señalándola, burlándose de ella, acusándola. ¿Es una bruja condenada? ¿Una adúltera? La mujer se encoge sobre sí misma. Repentinamente, la multitud se cierra sobre ella. Les ve golpearla, empujarla, escupirle. ¡Dios bendiga, no!

—¡Dejadla! —grita—. ¡Inmundos mugros, quitad las manos de ella! —pero sus gritos son ahogados por la música. Ahora una docena de campesinos han formado un círculo en torno a la mujer y la están empujando de unos contra otros. La empujan con las dos manos; ella rebota de un lado para otro, da traspiés, tambaleándose a través del círculo, sintiendo que rudas manos se engarfian en sus senos antes de empujarla de nuevo hacia otro lado. Jadea, con el rostro contraído por el terror, buscando una huida, pero el círculo es infranqueable, e irremediablemente es empujada de nuevo. Cuando finalmente cae al suelo, la levantan de nuevo y prosiguen, sujetándola fuertemente por los brazos y pasándola de mano en mano a lo largo del círculo. Luego el círculo se abre. Otros aldeanos avanzan hacia ella. Más ultrajes. Los golpes son dados con la mano abierta, y ninguno parece ir dirigido a su vientre, aunque son dados con gran fuerza; un reguero de sangre empieza a manar de su mejilla y su mentón, una rodilla y una nalga están despellejadas de una de sus caídas. También cojea; debe haberse torcido un tobillo. Vulnerable en su desnudez, no intenta defenderse ni proteger su hinchado vientre. Con las manos crispadas sobre las mazorcas, simplemente acepta su tortura, dejándose empujar y maltratar, dejando que las vengativas manos la golpeen y pellizquen y arañen. La gente se apelotona a su alrededor, tomándose cada cual su turno. ¿Cuánto tiempo podrá aún resistir? ¿La intención es apalearla hasta la muerte? ¿Provocar un aborto a la vista de todos? Michael no puede imaginar nada más horrible. Siente los golpes como si fueran dados sobre su propio cuerpo. Si pudiera, mataría a aquella gente con un rayo purificador. ¿Dónde está su respeto hacia la vida? Esa mujer tendría que ser sagrada, y en cambio la están torturando. La mujer desaparece bajo un horda de aullantes agresores.

Cuando se apartan de nuevo, uno o dos minutos más tarde, está de rodillas, semiinconsciente, próxima al colapso. Sus labios se agitan en histéricos sollozos. Todo su cuerpo se estremece convulsivamente. Su rostro está contorsionado. Alguien ha marcado cinco sangrientas huellas paralelas a lo largo del globo de su seno derecho. Todo su cuerpo está cubierto de polvo.

Y entonces la música se vuelve extrañamente suave, como si se estuviera acercando un clímax y se preparara para él. Ahora vendrán a por mí, piensa Michael. Se supone que tendré que matarla, o tomarla, o golpear su vientre, o dios sabe qué. Pero nadie se digna mirar hacia el edificio donde está encerrado. Los tres sacerdotes están cantando al unísono; la música gana gradualmente en intensidad; los aldeanos retroceden, agrupándose a lo largo del perímetro de la plaza. Y la mujer se levanta, dificultosamente, vacilando. Mira su ensangrentado y golpeado cuerpo. Su rostro es inexpresivo; ha ido más allá del sufrimiento, más allá de la vergüenza, más allá del terror. Lentamente, avanza hacia el fuego. Cae una vez al suelo. Se levanta de nuevo, con un tremendo esfuerzo. Ahora está junto a la hoguera, casi rozando las oscilantes lenguas de las llamas. Le da la espalda a Michael. Sus carnosas y caídas nalgas, marcadas con dos profundo hoyos. Rasguños en su espalda. Su amplia pelvis, con los huesos separándose a medida que se acerca el momento de la expulsión. La música es ahora ensordecedora. Los sacerdotes, silenciosos, aguardan. Obviamente éste es el gran momento. ¿Va a arrojarse a las llamas?

No. Levanta los brazos. Arroja al fuego, en un amplio arco, las mazorcas que aún sujeta en sus manos. Caen en él; se producen dos pequeñas explosiones llameantes, y luego nada. Un inmenso rugido surge de los espectadores, acompañado por un tremendo y discordante acorde de los músicos. La mujer desnuda se aleja vacilante del fuego, tambaleándose, exhausta. Cae, y su cadera izquierda resuena sordamente al golpear contra el suelo, y queda tendida allá, sollozando. Los sacerdotes y sacerdotisas desaparecen en la oscuridad con su paso rígido y pomposo. Los aldeanos simplemente se alejan en todas direcciones, dejando sola a la mujer encogida en mitad de la plaza. Y un hombre surge de entre ellos, alto y barbado; Michael recuerda haberlo visto en medio de la multitud mientras le estaban golpeando. Ahora se acerca a ella y la levanta. La abraza tiernamente contra él. Besa el desgarrado seno. Acaricia suavemente con su mano el distendido vientre, como asegurándose de que el niño no ha sufrido daño. Ella se agarra fuertemente a él. Él le dice suavemente algo; sus extrañas palabras llegan hasta la celda de Michael. Ella responde, tartamudeando, con su voz quebrada por el shock. El hombre carga con ella y la lleva suavemente en brazos hacia uno de los edificios del lado opuesto de la plaza. Todo está silencioso, ahora. Sólo el fuego sigue ardiendo, crepitando ásperamente, desmoronándose a medida que se va consumiendo. Cuando, tras un tiempo prolongado, no aparece nadie, Michael se aparta de la ventana, y aturdido, desconcertado, se envuelve de nuevo en sus mantas. Silencio. Oscuridad. Las imágenes de la extraña ceremonia se agitan en su mente. Se estremece; tiembla; está al borde de las lágrimas. Finalmente, se queda dormido.


La llegada del desayuno lo despierta. Estudia la bandeja durante unos minutos antes de obligarse a sí mismo a levantarse. Se siente envarado y dolorido por la caminata del día anterior, cada músculo protestando al menor esfuerzo. Doblado en dos, se acerca a la ventana: sólo queda un montón de cenizas donde ardiera el fuego; hay aldeanos moviéndose arriba y abajo en sus ocupaciones matutinas; las máquinas agrícolas han vuelto ya a los campos. Se echa agua abundante sobre el rostro, hace sus necesidades, busca automáticamente la ducha de partículas y, no hallándola, empieza a pensar en cómo podrá soportar la costra de suciedad que se ha ido acumulando sobre su piel. Nunca antes había pensado en lo profundamente arraigado de su costumbre de pasar bajo las oleadas ultrasónicas al iniciar cada día. Se acerca a la bandeja: jugo, pan, fruta fresca, vino. Servirá. Antes de que haya terminado de comer, la puerta de su celda se abre y entra una mujer, vestida con el atuendo tradicional. Se da cuenta instintivamente de que se trata de alguien importante; sus ojos tienen el frío brillo de la autoridad, y su expresión es inteligente y perceptiva. Tendrá unos treinta años, y como la mayor parte de las mujeres campesinas que ha visto su cuerpo es delgado y fibroso, con músculos flexibles, largos miembros, senos pequeños. Le recuerda en algunos aspectos a Micaela, aunque sus cabellos son castaños y cortos, no largos y negros. Lleva un arma sujeta a su muslo izquierdo.

—Cúbrase —dice enérgicamente—. La vista de su desnudez no es agradable. Cúbrase, y entonces podremos hablar.

¡Habla el lenguaje de la monurb! Su acento es extraño, de acuerdo, con el final de las palabras cortado bruscamente, como si hubieran sido limpiamente seccionadas por sus brillantes y puntiagudos dientes en el momento en que estaban cruzando su labios. Las vocales suenan confusas y distorsionadas. Pero es sin la menor duda el lenguaje de su edificio natal. Se siente inmensamente aliviado. Por fin podrá comunicarse.

Se viste apresuradamente. Ella le observa, con rostro impasible. Es una mujer difícil.

—En las monurbs —dice él— no nos preocupamos mucho por cubrir nuestros cuerpos. Vivimos en lo que se podría llamar una cultura postintimidad. No pensé que…

—Ahora no está en una monurb.

—Me doy cuenta de ello. Lamento haberla ofendido con mi ignorancia de sus costumbres.

Ahora está completamente vestido. Ella parece haberse apaciguado algo, quizá debido a su disculpa, quizá tan sólo al hecho de que él ha cubierto su desnudez. Dando unos pasos dentro de la estancia, dice:

—Hace mucho tiempo que no hemos tenido a un espía de su gente entre nosotros.

—Yo no soy un espía.

Una fría y escéptica sonrisa.

—¿No? Entonces, ¿por qué está usted aquí?

—No tenía intención de entrar ilegalmente en su comuna. Tan sólo quería pasar por ella para ir hacia el este. Estoy yendo en dirección al mar.

—¿De veras? —como si él hubiera dicho que estaba yendo en pie hasta Plutón—. ¿Quiere decir andando solo?

—Exactamente.

—¿Y cuándo comenzó ese maravilloso viaje?

—Ayer por la mañana, muy temprano —dice Michael. Soy de la Monada Urbana 116. Un analocomputador, si esto significa algo para usted. De repente me di cuenta de que no podía permanecer más tiempo en el interior del edificio, que lo que deseaba era salir al mundo exterior, y me las arreglé para obtener un pase de salida y me deslicé fuera antes del amanecer, y empecé a andar, y cuando llegué a su territorio supongo que sus máquinas me vieron, y fui detenido, y debido al problema de la lengua no pude explicar lo que…

—¿Qué espera conseguir espiándonos?

Sus hombros se desploman.

—Se lo repito —dice cansadamente—. No soy un espía.

—Las gentes de las monurbs no salen fuera de sus edificios. He tratado durante años con ellos; sé como funcionan sus mentes —sus ojos se cruzan con los de él. Son fríos, fríos—. Hubiera quedado paralizado por el terror apenas cinco minutos después de haber salido fuera — asegura—. Obviamente usted ha sido entrenado para esta misión, o de otro modo hubiera perdido el juicio tras todo un día en los campos. Lo que no puedo comprender es por qué le han enviado. Ustedes tienen su mundo y nosotros el nuestro; no estamos en guerra, por lo que sé; no hay necesidad de espionaje.

—Estoy completamente de acuerdo —dice Michael—. Y es por eso por lo que no soy un espía. —Se siente inclinado hacia aquella mujer, pese a lo severo de su actitud. Su competencia y confianza a sí misma le atraen. Y si tan sólo sonriera un poco sería mucho más hermosa—. Mire —dice—, ¿cómo puedo convencerla de que digo la verdad? Tan sólo quería ver como era el mundo fuera de la monurb. Toda mi vida dentro de ella. Nunca haber respirado el aire puro, nunca haber sentido el sol sobre mi piel. Miles de personas viviendo encima mío. Descubrí que realmente no estoy ajustado a la sociedad monurbana. Así que salí. No soy un espía. Todo lo que quiero es viajar. Particularmente hacia el mar. ¿Ha visto usted nunca el mar…? ¿No? Es mi sueño… pasear a lo largo de la costa, oír las olas a mi lado, sentir la arena húmeda bajo mis pies…

Probablemente el fervor de su tono está empezando a convencerla. Ella se encoge de hombros, con aire indiferente, y dice:

—¿Cuál es su nombre?

—Michael Statler.

—¿Edad?

—Veintitrés años.

—Podemos ponerlo a bordo del próximo correo de vegetales con la carga de champiñones. Estará usted de vuelta a su monurb en media hora.

—No —dice él suavemente—. No haga eso. Déjeme seguir hacia el este. Aún no estoy preparado para volver.

—¿Quiere decir que aún no ha recogido suficiente información? —Se lo repito, no soy… —se interrumpe, dándose cuenta de que ella se está burlando de él.

—De acuerdo. Quizá no sea usted un espía, quizá tan sólo un loco —Sonríe por primera vez, y retrocede hasta apoyarse en la pared, haciéndole frente. En un tono intrascendente, pregunta—: ¿Qué piensa usted de nuestro poblado, Statler?

—Ni siquiera sé cómo empezar a contestar a eso.

—¿Cómo nos encuentra usted? ¿Simples? ¿Complicados? ¿Diabólicos? ¿Aterradores? ¿Insólitos?

—Extraños —dice él.

—¿Extraños en comparación con la clase de gente con la que ha vivido habitualmente, o simplemente extraños en una forma absoluta?

—No estoy seguro de que pueda hacer la distinción. Es como si aquí fuera otro mundo. Yo… yo… a propósito, ¿cuál es su nombre?

—Artha.

—¿Arthur? Entre nosotros en un nombre masculino.

—A-R-T-H-A.

—Oh, Artha. Qué interesante. Qué hermoso —se mordisquea los nudillos—. La forma en que viven aquí, tan pegados al suelo, Artha. Es algo casi inimaginable para mí. Esas casas tan pequeñas. La plaza. Verles a ustedes andando al aire libre. El sol. Ese gran fuego. No tener que subir ni bajar peldaños. Y lo de esta noche: la música, la mujer encinta. ¿Qué significaba todo eso?

—¿Se refiere a la danza del no nacimiento?

—¿Entonces era eso? ¿Una especie de… —vacila— rito de esterilidad?

—Para garantizar una buena cosecha —dice Artha—. Para conseguir que las plantas crezcan altas y los nacimientos sean pocos. Comprenda, tenemos reglas al respecto.

—Y la mujer a la que todo el mundo golpeaba… quedó encinta ilegalmente, ¿no?

—Oh, no —Artha sonríe—. El chico de Mucha es completamente legal.

—Pero… atormentándola como lo hicieron… hubiera podido perder el niño…

—Alguien tenía que ser —dice Artha—. La comuna tiene actualmente a once mujeres encinta. Lo echaron a suertes, y Mucha perdió. O ganó. No se trata de un castigo, Statler. Es algo religioso: ella es la celebrante, el sagrado chivo expiatorio, el… la… no sé como expresarlo en su lengua. A través de su sufrimiento ha atraído la salud y la prosperidad sobre la comuna. Ha asegurado el que los niños no deseados no acudan a nuestras mujeres, para que todo siga en un perfecto equilibro. De acuerdo, para ella es algo doloroso. Y también vergonzoso, exhibiéndose desnuda frente a todos. Pero hay que hacerlo. Es un gran honor. Mucha no tendrá que volver a hacerlo nunca, y tendrá algunos privilegios durante todo el resto de su vida, y por supuesto todos le estamos agradecidos por haber aceptado nuestros golpes. Ahora estamos protegidos por otro año.

—¿Protegidos?

—Contra la furia de los dioses.

—Los dioses —dice él lentamente. Masticando la palabra e intentando comprenderla. Tras un instante, pregunta—: ¿Por qué intentan evitar el tener niños?

—¿Cree acaso que poseemos todo el mundo? —responde ella con sus ojos repentinamente encendidos—. Tenemos nuestra comuna. La zona de tierras que nos ha sido asignada. Tenemos que producir alimentos para nosotros y también para las monurbs, ¿sabe? ¿Qué les ocurriría a todos ustedes si nosotros simplemente procreáramos y procreáramos y procreáramos, hasta que nuestro poblado se extendiera a la mitad de nuestras actuales tierras, y hasta que nuestra producción de alimentos bastara apenas para nuestras propias necesidades? No quedaría nada para las monurbs. Los niños necesitan una casa que los albergue. Las casas ocupan tierra. ¿Cómo podemos cultivar una tierra cubierta por una casa? Hemos tenido que imponernos límites.

—Pero no es necesario extender su poblado por los campos. Pueden construir hacia arriba. Como nosotros. E incrementar diez veces su número, sin ocupar por ello más superficie. Claro que por supuesto necesitarán más alimentos y habrá menos de todo, eso es cierto, pero…

—No comprende absolutamente nada —corta Artha— ¿Pretende que convirtamos nuestra comuna en una monurb? Ustedes tienen su forma de vida, nosotros la nuestra. Y la nuestra requiere que seamos poco numerosos y vivamos en medio de fértiles campos. ¿Por qué deberíamos ser como ustedes? Precisamente intentamos por todos los medios no parecemos a ustedes. Si nos extendemos, nos extenderemos horizontalmente, ¿de acuerdo? Pero esto traerá consigo a lo largo del tiempo cubrir la superficie del mundo con una costra muerta de calles pavimentadas y carreteras, como en los tiempos antiguos. No. Ya hemos superado esas cosas. Nos imponemos nuestros propios límites, y vivimos al ritmo de nuestras convicciones, y somos felices así. Y siempre será así para nosotros. ¿Le parece algo demasiado horrible? Nosotros pensamos que lo realmente horrible es la gente de las monurbs, que no intentan controlar su procreación, que incluso estimulan esa procreación.—Nosotros no necesitamos controlarla —dice él—. Ha sido probado matemáticamente que aún no hemos comenzado a agotar las posibilidades del planeta. Nuestra población puede doblarse o incluso triplicarse, y mientras continuemos viviendo en ciudades verticales, en monadas urbanas, tendremos lugar para todos. Sin invadir las tierras cultivables. Construimos una nueva monurb cada pocos años, y nunca han disminuido los suministros de alimentos, nuestro ritmo no decae y…

—¿Cree que esto puede continuar indefinidamente?

—Bueno, no, no indefinidamente —concede Michael—. Pero sí por largo tiempo. Quinientos años quizá, al actual ritmo de crecimiento, antes de que empecemos a sentirnos apretados.

—¿Y entonces?

—Sabrán resolver el problema cuando llegue el momento.

Artha agita furiosamente su cabeza.

—¡No! ¡No! ¿Cómo puede decir tal cosa? Continuar procreando sin cesar, dejando a las futuras generaciones el trabajo de…

—Mire —dice él—, he hablado al respecto con mi cuñado, que es historiador. Especializado en el siglo XX. En aquella época se creía que se produciría una hambruna universal si la población del mundo superaba los cinco o seis mil millones de personas. Se hablaba mucho de la crisis de población, etc., etc. Bueno, entonces se produjo el colapso, y las cosas fueron reorganizadas: se erigieron las primeras monurbs, los viejos esquemas horizontales de utilización del suelo fueron prohibidos. ¿Y sabe por qué? Descubrimos que había espacio para diez mil millones de seres humanos. Y luego veinte. Y luego cincuenta. Y ahora setenta y cinco. Edificios más altos, producción más eficiente de alimentos, mayor concentración de la gente en las zonas improductivas. Sabiendo esto, ¿qué derecho tenemos a pensar que nuestros descendientes no puedan continuar aumentando su población hasta alcanzar los quinientos mil millones, el billón, quién sabe? El siglo XX nunca hubiera llegado a soñar que fuera posible albergar tanta gente en la Tierra. Si nos inquietamos por anticipado acerca de un problema que de hecho puede que nunca cause la menor preocupación, si blasfemamos contra dios limitando los nacimientos, pecamos contra la vida sin la menor seguridad de que…

—¡Bah! —gruñe Artha—. Ustedes nunca podrán comprendernos. Y supongo que nosotros nunca les comprenderemos a ustedes. —Levantándose, se dirige hacia la puerta—. Dígame entonces: si la vida monurbana es tan maravillosa, ¿por qué ha huido usted de ella para venir a vagar por nuestros campos? —Y ni siquiera espera a oír la respuesta. La puerta se cierra tras ella; Michael da unos pasos y comprueba que está trabada por fuera. Está de nuevo solo. Y prisionero.


Un largo y monótono día. Nadie acude, excepto la chica trayéndole la comida: entrar y salir. El hedor de la celda le oprime. La imposibilidad de lavarse empieza a hacerse intolerable; imagina que la mugre que se va pegando a su piel está pudriéndose y corroyéndola. A través de su estrecha ventana puede observar la vida de la comuna, aunque tiene que doblar el cuello para verla en su totalidad. Las máquinas agrícolas vienen y van. Los robustos aldeanos acarrean sacos repletos a una cinta rodante que se hunde en el suelo… en dirección, indudablemente al sistema de transporte que lleva los alimentos hasta los monurbs y los productos industriales a las comunas. El chivo expiatorio de la otra noche, Mucha, pasa por allí, cojeando ligeramente, magullada, liberada aparentemente de su trabajo por aquel día; todos la saludan con una obvia veneración. Ella sonríe y palmea su vientre. No ve a Artha por ningún lado. ¿Por qué no le sueltan? Está casi seguro de que la ha convencido de que él no es ningún espía. Y de cualquier modo no representa ningún peligro para la comuna. Y, sin embargo, aún sigue allí mientras la tarde se va desvaneciendo. En el exterior la gente se ajetrea, sudorosa, bronceada, en tareas bien definidas. Ve tan sólo una pequeña parte de la comuna: fuera del campo de su visión deben existir escuelas, un teatro, un edificio gubernamental, almacenes, talleres de reparaciones. Imágenes de la danza del no nacimiento de la otra noche brillan morbosamente en su memoria. Su barbarismo; la salvaje música; la agonía de la mujer. Pero sabe que es un error pensar en aquellos campesinos como en gente primitiva y simple, a pesar de tales cosas. Le parecen extraños, pero su salvajismo es sólo superficial, una máscara que utilizan para mantenerse apartados de la gente monurbana. Se trata de una sociedad compleja mantenida en un delicado equilibrio. Tan compleja como la suya propia. Una sofisticada maquinaria que cuidar. No duda de que hay un centro computador en alguna parte, controlando las plantaciones y atendiendo y recolectando los cultivos, y esto requiere un equipo de técnicos adiestrados. Hay necesidades biológicas que considerar: pesticidas, supresión de malas hierbas, todos los intrincados detalles ecológicos. Y los problemas del sistema de trueques que liga la comuna a las monurbs. Se da cuenta de que tan sólo percibe lo superficial de aquel lugar.

Al final de la tarde Artha regresa a su celda.

—¿Van a dejarme ir pronto? —pregunta él inmediatamente. Ella agita la cabeza.

—Se está discutiendo. He recomendado que se le deje marchar. Pero algunos de ellos son gente muy suspicaz.

—¿De quiénes está hablando?

—De los jefes. Ya sabe, la mayor parte son viejos, con una desconfianza natural hacia los extranjeros. Un par de ellos quieren sacrificarle al dios de las cosechas.

¿Sacrificar?

Artha sonríe. Ahora no se muestra rígida con él; está relajada, claramente amistosa. Está de su lado.

—Suena horrible, ¿no? Pero algunas veces ocurre. Nuestros dioses piden ocasionalmente vidas. ¿No sacrifican ustedes vidas en las monurbs?

—Cuando alguien amenaza la estabilidad de nuestra sociedad, sí — admite—. Los transgresores de la ley van a parar a las tolvas. A las cámaras de combustión en la parte baja del edificio. La masa de sus cuerpos contribuye a proporcionarnos energía. Pero…

—Así que ustedes matan para hacer que las cosas sigan yendo como han ido siempre. Bien, nosotros también lo hacemos, algunas veces. No a menudo. Realmente no creo que vayan a matarle. Pero la cosa aún no ha sido decidida.

—¿Cuándo lo será?

—Esta noche quizá. O mañana.

—¿Acaso represento una amenaza para la comuna?

—Nadie dice eso. No obstante, el ofrecer la vida de un hombre de una monurb tiene un valor positivo aquí. Incrementa nuestras bendiciones. Es algo filosófico, difícil de explicar: las monurbs son el consumidor último, y si nuestro dios de las cosechas consume simbólicamente una monurb (en una forma metafórica, puede considerársele a usted como el conjunto de la sociedad de donde viene), será una afirmación mística de la unidad de las dos sociedades, el lazo que une la comuna con la monurb y la monurb con la comuna y… Oh, olvídelo. Quizá ni siquiera piensen en ello. Ha pasado tan sólo un día desde la danza del no nacimiento; no necesitamos tan pronto ningún tipo de sagrada protección. Esto es lo que les he dicho. Creo que sus posibilidades de salir con bien son bastante buenas.

—Bastante buenas —repite él lúgubremente—. Maravilloso. —El distante mar. El ceniciento cono del Vesubio. Jerusalén. El Taj Mahal. Tan lejanos ahora como las estrellas. El mar. El mar. Aquella hedionda celda. Se ahoga en desesperación. Artha intenta animarle. Se acuclilla junto a él en el sucio suelo. Sus ojos son cálidos, afectuosos. Su primitiva brusquedad militar ha desaparecido. Manifiesta afecto hacia él. Como si deseara conocerle mejor, ahora que ha superado la barrera de las diferencias culturales que al principio habían hecho de él un extraño. Y lo mismo ocurre con él en relación a ella. Los obstáculos se van consumiendo. El mundo de ella no es el de él, pero Michael cree que puede aceptar algunas de sus poco familiares premisas. Intentar un acercamiento. Él es un hombre, ella una mujer, ¿no? Esto es lo fundamental. Todo lo demás es fachada. Pero a medida que ella habla, él se hunde cada vez más en una nueva convicción de lo distintos que son ambos, ella de él, él de ella. Le pregunta acerca de ella y ella le dice que no está casada. Sorprendido, él le explica que no hay gente no casada en las monurbs una vez superada la edad de doce o trece años. Ella le dice que ella tiene treinta y uno. ¿Cómo alguien tan atractivo no se ha casado nunca?

—Tenemos suficientes mujeres casadas aquí —responde ella—. No tengo ninguna razón para casarme.

¿Pero ella no quiere tener niños? No, en absoluto. La comuna tiene asignado un número determinado de madres. Ella tiene otras responsabilidades a que dedicarse. ¿Cuáles? Ella le explica que forma parte del equipo que mantiene las relaciones comerciales con las monurbs. Es por eso por lo que habla su lengua tan bien; mantiene frecuentes relaciones con las monurbs, discutiendo los intercambios de sus productos con objetos manufacturados, transmitiendo las peticiones de piezas de recambio para la maquinaria de la comuna e información técnica para los especialistas del poblado, y cosas así.

—Puede que ocasionalmente yo haya conectado alguna de sus llamadas —dice él—. Algunas de las conexiones que superviso corresponden al nivel de aprovisionamiento. Si algún día vuelvo a casa, la escucharé, Artha. —La sonrisa de ella es deslumbrante. Empieza a sospechar que el amor está floreciendo en aquella celda.

Ella le hace preguntas acerca de la monurb.

No ha penetrado nunca en ninguna de ellas; todos los contactos con las monadas urbanas se realizan a través de los canales de comunicación. Es evidente que siente una enorme curiosidad. Quiere que él le describa los apartamentos residenciales, los sistemas de transporte, los ascensores y descensores, las escuelas, las diversiones. ¿Quién prepara la comida? ¿Quién decide qué profesión elegirán los niños? ¿Puede uno ir de una ciudad a otra? ¿Dónde meten a toda la nueva gente? ¿Cómo se las arreglan para no odiarse los unos a los otros, viviendo tan apiñados?¿No se sienten como prisioneros? Miles de personas agitándose como abejas en una colmena… ¿cómo pueden soportarlo? Y el aire viciado, la pálida luz artificial, la separación del mundo natural. Algo incomprensible para ella: una vida tan apretada, tan comprimida. Y él intenta contarle cosas de la monurb, cómo incluso él, que ha elegido huir, la sigue amando pese a todo. El sutil equilibrio de necesidades y deseos, el elaborado sistema social diseñado para minimizar las fricciones y frustraciones, el sentido de comunidad en el interior de cada ciudad y pueblo, la glorificación de la paternidad, las colosales mentes mecánicas en la columna de servicios que aseguran la coordinación de la delicada interacción de los ritmos urbanos… todo lo que hace que el edificio aparezca como un poema sobre las relaciones humanas, un milagro de civilizada armonía. Sus palabras notan. Artha parece cautivada. El sigue hablando, en un arrebato narrativo, describiendo las áreas de limpieza y excreción, las plataformas de descanso, las pantallas y los terminales de datos, el reciclado y reprocesado de la orina y excrementos, la combustión de los desechos sólidos, los generadores auxiliares que producen energía eléctrica partiendo del excedente de calor corporal acumulado, los renovadores de aire y sistemas de circulación, la complejidad social de los distintos niveles del edificio, aquí la gente de mantenimiento, allí los trabajadores industriales, universitarios, artistas, ingenieros, técnicos computadores, administradores. Los dormitorios para ciudadanos de edad avanzada, los dormitorios para recién casados, las costumbres matrimoniales, la generosa tolerancia hacia los demás, los severos mandamientos contra todo egoísmo. Y Artha asiente, y cuando él deja un comentario a medio terminar acaba por él la frase en su prisa por oír la siguiente, y su rostro brilla enrojecido por la excitación, y se siente cautivada por el lirismo de su relato acerca del edificio. Se da cuenta por primera vez en su vida de que no es necesariamente brutal y antihumano amontonar cientos de miles de seres humanos en una única estructura para que pasen allí toda su vida. Mientras habla, Michael se pregunta si no se está dejando arrastrar excesivamente por su propia retórica; las palabras que surgen de él pueden sonar como las de un apasionado propagandista de un modo de vida acerca del cual, después de todo, siente serias dudas. Pero sigue describiendo, y con implicaciones ensalzadoras, la monurb. No puede condenarla. No hay ningún otro camino para el desarrollo de la humanidad. La necesidad de la ciudad vertical. La belleza de la monurb. Su maravillosa complejidad, su intrincada textura. Sí, de acuerdo, también hay belleza fuera de ella, lo admite, ha salido en busca de ella pero es una locura pensar que la monurb es algo repulsivo, algo que hay que deplorar. Es magnífica en sí misma. La única solución a la crisis de población. La heroica respuesta al inmenso desafío. Y Michael tiene la impresión de que está penetrando en Artha a través de sus palabras. La perspicaz, la fría mujer de la comuna, educada bajo el cálido sol. Su intoxicación verbal se transforma ahora en algo explícitamente sexual: se está comunicando con Artha está alcanzando su mente, están tan próximos el uno del otro en una forma que ninguno de los dos hubiera creído posible el día anterior, y él interpreta su nueva proximidad corno algo físico. El erotismo natural del habitante de la monurb; todos accesibles a todos en cualquier momento. Confirmar su proximidad con un abrazo directo. Le parece que esta es la más razonable extensión de su comunión espiritual, de la conversación a la copulación. Están ahora tan cerca el uno del otro. Sus brillantes ojos. Sus pequeños senos. Le recuerda a Micaela. Se inclina hacia ella. Su mano izquierda se desliza alrededor de sus hombros, sus dedos descienden por su piel y descubren su más próximo seno. Sus labios recorren la línea de su mandíbula, buscando el lóbulo de su oreja. Su otra mano se enreda en su cintura. Su cuerpo apretado contra el de ella, una congruente aproximación. Y entonces:

—No. Quieto.

—No lo impidas, Artha —apartando ahora la roja y brillante prenda. Apretando el pequeño y duro seno. Buscando su boca—. Estás tan tensa. ¿Por qué no te relajas? El amar es algo bendecido. El amar es…

—¡Quieto!

De nuevo inflexible. Una orden seca y tajante. Intentando liberarse de sus brazos.

¿Es está la manera habitual de hacer el amor en la comuna? ¿Pretender resistencia? Ella sujeta su ropa, le empuja con su codo, intenta levantar su rodilla. Él la rodea con sus brazos y la aplasta contra el suelo. Acariciándola. Besándola. Murmurando su nombre.

—¡Suélteme!

Es realmente una nueva experiencia para él. Una mujer reluctante, toda ella nervios y huesos, combatiendo sus avances. En la monurb podría ser llevada a la muerte por ello. Frustrando blasfemamente a un compañero ciudadano. Pero esto no es la monurb. Esto no es la monurb. Su resistencia le excita más; lleva ya varios días sin mujer, el mayor período de abstinencia que puede recordar, y esto le lleva hasta el paroxismo. No hay delicadeza posible; necesita tomarla, tan rápido como sea posible. Artha, Artha, Artha. El nombre es un gruñido primitivo en sus labios. Está luchando como un diablo. Afortunadamente esta vez ha venido desarmada. ¡Cuidado, los ojos! Resoplando y jadeando. Una ráfaga salvaje de golpes con los puños. El espeso y salado gusto de la sangre en sus labios. Mira en lo profundo de los ojos de ella y se siente asombrado. Hay un brillo rígidamente asesino en sus ojos. Cuanto más lucha, más la desea. ¡Una salvaje! Si es así como lucha, ¿cómo hará el amor? Introduce su rodilla entre sus piernas, forzándola lentamente a separarlas. Ella intenta gritar; él aplasta sus labios con su boca; los dientes de ella buscan su carne. Sus uñas arañan su espalda. Es sorprendentemente fuerte.

—Artha —suplica—, no me rechaces. Es una locura. Si solamente…

—¡Animal!

—Déjame mostrarte lo mucho que te amo…

—¡Lunático!

La rodilla de ella asciende repentinamente por entre sus piernas. El hace una finta, intentando evitar el golpe, pero sólo lo consigue en parte. No se trata de un juego. Si realmente desea tomarla, tendrá que vencer su resistencia. Inmovilizarla. ¿Tomar a una mujer inconsciente? No. No. No ha llevado bien las cosas. Se siente invadido por la tristeza. Su deseo le abandona repentinamente. Gira sobre sí mismo, soltándola, y queda de rodillas junto a la ventana, mirando al suelo, la respiración entrecortada. Anda, ve a decirles a los viejos lo que he intentado hacer. Ofréceme a tus dioses. Desnuda, de pie frente a él, el rostro ceñudo, ella recoge su ropa. Su respiración es jadeante.

—En una monurb —dice él—, cuando alguien inicia avances sexuales, es considerado como algo altamente impropio el rehusársele —su voz tiembla de vergüenza—. Me sentía atraído hacia usted, Artha. Pensé que usted también se sentía atraída por mí mismo. La sola idea de que alguien pudiera rehusárseme… No podía llegar a comprender…

—¡Qué clase de animales son ustedes!

Él es incapaz de sostener su mirada.

—En nuestro contexto, tiene sentido. No podemos tolerar situaciones explosivamente frustrantes. No hay lugar para los conflictos en una monurb. Pero aquí… aquí es diferente, ¿no?

—Mucho.

—¿Podrá perdonarme?

—Aquí nos unimos solamente con aquellos a quienes amamos realmente —dice ella—. No nos abrimos a cualquiera que nos lo pida. No es algo sencillo. Hay rituales de aproximación. Hay que emplear intermediarios. Es muy complicado. ¿Pero cómo podía saber usted todo esto?—Exacto. ¿Cómo podía saberlo?

La voz de ella vibra de irritación y exasperación.

—¡Nos estábamos comprendiendo tan bien! ¿Por qué ha tenido que tocarme?

—Usted misma lo ha dicho. No lo sabía. No lo sabía. Estábamos los dos juntos… me sentía atraído hacia usted… era lo más natural para mí que…

—Y era también natural para usted violarme cuando me he resistido.

—Me he detenido a tiempo, ¿no?

Una amarga sonrisa.

—Es una forma de hablar. Si usted llama a eso detenerse. Si usted llama a eso a tiempo.

—Es difícil para mí comprender su resistencia, Artha. Creía que estaba jugando su juego conmigo. Al principio no he creído que estuviera rechazándome. —Mira de nuevo hacia ella. Sus ojos la contemplan con una mirada a la vez despectiva y triste—. Ha sido un malentendido, Artha. ¿No podemos volver media hora atrás? ¿Intentar como si nada hubiera ocurrido?

—Siempre recordaré sus manos sobre mi cuerpo. Siempre recordaré sus manos desnudándome.

—No sea rencorosa. Intente verlo todo bajo mi punto de vista. El abismo cultural que existe entre los dos. La diferente apreciación de las cosas. Yo…

Ella agita lentamente la cabeza. No hay esperanza de que olvide.

—Artha…

Ella sale. Él se queda solo, sentado en el polvo. Una hora más tarde le traen la cena. Llega la noche; como sin prestarle atención a la comida, rumiando su amargura. Atormentado por la vergüenza. Y, sin embargo, insiste en que no es totalmente culpa suya. El choque de dos culturas irreconciliables. Era algo tan natural para él. Era tan natural. Y la melancolía. Estaban tan próximos el uno del otro antes de que todo aquello ocurriera. Tan cercanos.


Unas horas después de la puesta del sol se inicia la construcción de una nueva hoguera en la plaza. Observa torvamente aquella actividad. Así pues, ella ha ido a los viejos del poblado y les ha contado su ataque. Un ultraje; la consuelan y le prometen venganza. Ahora seguramente le sacrificarán a su dios. Su última noche de vida. Toda la agitación de su existencia convergiendo en aquel día. Nadie le preguntará por su último deseo. Morirá miserablemente, con su cuerpo sucio. Lejos del hogar. Tan joven. Vibrando con deseos insatisfechos. No haber visto nunca el mar.

¿Y qué está ocurriendo ahora? Una máquina agrícola se acerca al fuego, un gigante, nueve metros de altura, con ocho largos y articulados brazos, seis piernas con varios codos, una enorme boca. Algún tipo de recolectora tal vez. Su metálica piel de color marrón pulido refleja las oscilaciones de los rojos dedos del fuego. Como un poderoso ídolo. Moloch-Baal. Ve su propio cuerpo elevado entre aquellos grandes brazos. Su cabeza acercándose a la metálica boca. Los aldeanos cabrioleando a su alrededor en un frenético ritmo. La gruesa y maltratada Mucha cantando estáticamente mientras él es sumergido en la horrenda abertura. La glacial Artha regocijándose de su triunfo. Su pureza recuperada con el sacrificio. Los sacerdotes salmodiando. No, por favor. No. Pero quizá esté equivocado. La noche anterior, durante el rito de esterilidad, había creído que estaban castigando a la mujer encinta. Y, en cambio, era la que recibía el mayor honor. ¡Pero qué malévola se ve esa máquina! ¡Qué asesina!

La plaza está ahora llena de gente. Es un gran acontecimiento.

Escucha, Artha, todo ha sido tan sólo un malentendido. Creía que tú me deseabas, y estaba actuando en el contexto de las costumbres de mi sociedad, ¿puedes entenderlo? El sexo no es una cosa complicada entre nosotros. Es como intercambiar sonrisas. Un ligero toque de las manos. Cuándo dos personas están juntas y existe una atracción, hacen el amor, ¿por qué no? Realmente, yo tan sólo quería proporcionarte algo de placer. Nos estábamos comprendiendo tan bien. Realmente.

El sonido de tambores. Los atrozmente chillones gañidos de los desentonados instrumentos de viento. La danza orgiástica está empezando. ¡Dios bendiga, quiero vivir! Aparecen sacerdotes y sacerdotisas con sus máscaras de pesadilla. No hay la menor duda, la rutina acostumbrada. Y yo soy el plato fuerte esta noche.

Pasa una hora, y otra, y la escena en la plaza es cada vez más frenética, pero nadie viene a buscarle. ¿Se habrá equivocado de nuevo? ¿Le concierne el ritual de esta noche tan poco como el de la noche anterior?

Un ruido en su puerta. Oye girar la cerradura. La puerta se abre. Los sacerdotes vienen a por él. Así pues, el fin está cerca. Se anima a sí mismo, deseándose un fin indoloro. Morir por razones metafóricas, convertirse en un lazo místico entre la comuna y la monurb… le suena como algo improbable e irreal. Pero no puede dejar de creer un poco en ello. Artha entra en la celda.

Cierra apresuradamente la puerta y apoya la espalda contra ella. Lo único que ilumina la estancia es la vacilante luz de las llamas entrando a través de la ventana; puede ver su rostro tenso y decidido, su cuerpo rígido. Esta vez lleva un arma. No quiere dejarle ninguna oportunidad.

—¡Artha! Yo…

—Quieto. Si quiere seguir viviendo, baje la voz.

—¿Qué está ocurriendo fuera?

—Preparan al dios de las cosechas.

—¿Para mí?

—Para usted.

—Les ha dicho que he intentado… violarla, supongo. Y éste es mi castigo. Muy bien. Muy bien. No es justo, pero, ¿qué otra cosa puedo esperar?

—No les he dicho nada —murmura ella—. Ha sido su decisión. La han tomado al ponerse el sol. No ha tenido nada que ver conmigo.

Parece sincera. Se sorprende.

Ella continúa:

—Van a conducirle hasta el dios a medianoche. Ahora están rogando para que le reciba. Es una larga plegaria —pasa cuidadosamente a su lado, como temiendo que se eche de nuevo sobre ella, y mira a través de la ventana. Asiente ensimismada con la cabeza. Se gira—. Muy bien. Nadie se dará cuenta. Venga conmigo, y no haga el menor ruido. Si soy descubierta con usted, tendré que matarle y decir que estaba intentando escapar. De otro modo me matarán a mí también. Vamos. Vamos.

—¿Donde?

¿Vamos! —una orden susurrada con rabiosa impaciencia.

Le guía fuera de la celda. Maravillado, la sigue a través de un laberinto de pasillos, a través de húmedas salas subterráneas, a través de túneles apenas más amplios que su propio cuerpo, y finalmente emergen en la parte trasera del edificio. Se estremece: el aire nocturno es frío. La música y los cantos llegan apagadamente hasta ellos desde la plaza. Artha le hace un gesto, se asoma entre dos casas, mira en todas direcciones, hace un nuevo gesto. Corre tras ella. Tras varias de estas nerviosas etapas llegan al otro extremo de la comuna. Mira hacia atrás; desde aquí puede ver el fuego, el ídolo, las minúsculas figuras danzando, como imágenes en una pantalla. Ante él están los campos. Sobre él el plateado creciente de la luna, el parpadeante brillo de las estrellas. Un repentino ruido. Artha le empuja y le derriba al suelo, bajo un grupo de arbustos. El cuerpo de ella se aprieta contra el suyo. Michael no se atreve a moverse o hablar. Alguien se mueve cerca: un centinela quizá. Amplias espaldas, grueso cuello. Luego se aleja. Artha, temblando, le sujeta por las muñecas, manteniéndole echado en el suelo. Finalmente se levanta. Asiente. Diciéndole en silencio que el camino está libre. Se deslizan en los campos entre las gemadas hileras de altas plantas llenas de hojas. Durante quizá diez minutos avanzan así, alejándose del poblado, hasta que su desentrenado cuerpo le obliga a jadear. Cuando se detienen, la hoguera es solo un resplandor en el distante horizonte, y los cantos quedan ahogados por el chirrido de los insectos.

—Desde aquí deberá proseguir por sí mismo —dice ella—. Debo regresar. Si alguien nota mi ausencia sospecharán de mí.

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque he sido injusta con usted —dice ella, y por primera vez desde que ha venido aquella tarde esboza una sonrisa. Una sonrisa fantasmal, rápida y furtiva, un mero espectro de la cordialidad de aquella tarde—. Usted se ha sentido atraído hacia mí. No tenía modo de conocer nuestras actitudes acerca de estas cosas. He sido cruel. He sido odiosa… y usted tan sólo quería demostrar amor. Lo siento, Statler. Así he intentado reparar mi falta. Váyase.

—Si pudiera expresarle lo agradecido que…

Su mano toca ligeramente el brazo de ella. La siente estremecerse —¿deseo, disgusto?—, y en un repentino loco impulso la atrae hacia sí y la abraza. Ella se muestra tensa al principio, luego se relaja. Sus labios se unen. Acaricia su desnuda y musculada espalda. Ella se aprieta contra él. Tiene una rápida y salvaje visión de lo que podría haber ocurrido aquella tarde: Artha yaciendo de buen grado en la suave tierra, aquí, atrayéndole sobre ella y dentro de ella, la unión de sus cuerpos creando aquel metafórico lazo entre monurb y comuna que los viejos quieren forjar con su sangre. Pero no. Es una visión irrealista, aunque artísticamente satisfactoria. No copularán bajo la luz de la luna. Artha vive bajo su código. Obviamente los mismos pensamientos han pasado también por la mente de ella en estos escasos segundos, y ha considerado y rechazado las posibilidades de una adiós apasionado, pero ahora se aparta de él, rompiendo el contacto momentos antes de que él se dé cuenta de su parcial rendición. Sus ojos brillan en la oscuridad. Su sonrisa es forzada y ausente.

—Váyase ahora —susurra. Girándose. Corriendo una docena de pasos en dirección a la comuna. Girándose de nuevo, gesticulando con la palma de sus manos, intentando forzarle a moverse—. Váyase. Váyase. ¿A qué está esperando? Corriendo apresuradamente a través de la noche iluminada por la luna. Tambaleándose, tropezando, saltando. Ni siquiera se preocupa de ocultarse entre las hileras de altas plantas; en su precipitación, troncha los jóvenes tallos, los aplasta, dejando tras él un rastro de destrucción a través del cual podrá ser fácilmente perseguido. Sabe que debe salir del territorio de la comuna antes del alba. Cuando despeguen las fumigadoras podrán localizarle fácilmente y traerle de vuelta para entregarle al perverso Moloch. Posiblemente hayan enviado ya a las fumigadoras para cazarle en la noche, tan pronto se hayan dado cuenta de que había escapado. ¿Pueden esos amarillos ojos ver en la oscuridad? Hace un alto y escucha, esperando oír el horrísono rugido, pero todo está en calma. Y las máquinas agrícolas… ¿están ya en camino tras sus huellas? Debe apresurarse. Presumiblemente, si consigue salir de los dominios de la comuna, estará a salvo de los adoradores del dios de las cosechas.

¿Pero dónde ir?

Ahora sólo existe un destino concebible. Mirando hacia el horizonte, ve las imponentes columnas de las monurbs de Chipitts, ocho o diez de ellas visibles desde allí como brillantes faros, miles de ventanas llameantes. No puede distinguir individualmente las ventanas, pero es consciente de las constantes variaciones y oscilaciones de los esquemas de la luz cuando algunas de éstas se encienden o apagan. Están allí en plena velada. Conciertos, torneos somáticos, duelos de luces, todas las diversiones nocturnas en pleno apogeo. Stacion en su casa, preocupada, inquietándose por él. ¿Cuánto tiempo hace que está fuera? ¿Dos días, tres? Todo es confuso. Los niños llorando. Micaela alterada, probablemente discutiendo agriamente con Jasón para liberar su tensión. Y él está aquí, a muchos kilómetros de distancia, recién evadido de un mundo de ídolos y ritos, de danzas paganas, de frígidas y estériles mujeres. Con barro en sus pies, rastrojos entre sus cabellos. Debe tener un aspecto horrible y oler peor aún. No puede lavarse. ¿Qué bacteria estará ahora desarrollándose en su carne? Tiene que volver. Sus músculos están tan desesperadamente agotados que ha superado ya el estadio de la mera fatiga. El hedor de la celda sigue clavado aún en su pituitaria. Su lengua está seca y estropajosa. Tiene la impresión de que su piel se está cuarteando por la prolongada exposición al sol, a la luna, al aire.

¿Pero y el mar? ¿Pero y el Vesubio y el Taj Mahal?

Ésta no es la ocasión. Está empezando a admitir su fracaso. Ha ido tan lejos como se ha atrevido, y por tanto tiempo como se ha permitido a sí mismo; ahora está deseando con toda su alma regresar al hogar. Su condicionamiento, después de todo, se está imponiendo nuevamente. El medio ambiente crea una necesidad genética. Él ha tenido ya su aventura: algún día, si dios quiere, tendrá otra; pero su fantasía de cruzar el continente, yendo de comuna en comuna, debe ser abandonada. Hay demasiados ídolos de relucientes mandíbulas acechando, y no puede confiar en tener la suerte de hallar otra Artha en el próximo poblado. Así, pues, al hogar.


Su miedo disminuye a medida que pasan las horas. Nadie ni nada le persigue. Avanza ahora a un firme, mecánico ritmo de marcha, un paso y otro paso y otro paso y otro paso, obligándose a progresar, como un autómata, hacia las vastas torres de las monadas urbanas. No tiene ni idea de la hora que es, pero supone que ya es pasada medianoche; la luna cuelga lejos en el cielo, y las monurbs se van sumergiendo en la oscuridad a medida que la gente se va a dormir. Los rondadores nocturnos están empezando a merodear. Siegmund Kluver de Shanghai acudiendo quizá a ver a Micaela. Jasón hacia sus enamorados mugros en Varsovia o Praga. Unas pocas horas más, supone Michael, y estaré en casa. Sólo necesitó desde el amanecer hasta media tarde para alcanzar la comuna, y eso dando muchos rodeos; con las torres irguiéndose ante él todo el tiempo, no tendrá la menor dificultad en avanzar en línea recta hasta su destino.

Todo está en silencio. La estrellada noche tiene una mágica belleza. Bajo el cristalino cielo siente la atracción de la naturaleza. Tras quizá cuatro horas de marcha se detiene para bañarse en un canal de irrigación, y emerge desnudo y refrescado; lavarse con agua no es tan satisfactorio como meterse bajo el limpiador ultrasónico, pero al menos durante un tiempo no se sentirá obsesionado con las capas de suciedad e inmundicias corroyendo su piel. Más animado ahora, prosigue su camino. Su aventura está retirándose al estadio de historia: la está encapsulando y reviviendo retrospectivamente. Qué bueno haber realizado todo esto. Respirado el aire fresco, probado el rocío matutino, sentido la tierra bajo sus uñas. Incluso su encarcelamiento le parece ahora más bien una experiencia altamente excitante que una imposición. Observa la danza del no nacimiento. Su espasmódico e inconsumado amor hacia Artha. Su forcejeo y su dramática reconciliación. Las aterradoras mandíbulas del ídolo. El miedo a la muerte. Su escapatoria. ¿Qué otro hombre de la Monurb 116 ha conocido tales cosas?

Este acceso de autocomplaciencia le da nuevas fuerzas para reemprender su camino a través de los infinitos campos de la comuna con renovado vigor. Pero las monurbs parecen estar siempre a la misma distancia. Un efecto de la perspectiva. Sus cansados ojos. ¿Y se está dirigiendo realmente, piensa, hacia la 116? Sería una buena jugada de su sentido de la orientación penetrar en la constelación urbana a la altura de la 140 o 145 o algo así. Si, se dice a sí mismo, se está moviendo en ángulo en relación con su verdadero camino, la divergencia, por pequeña que sea, puede ser inmensa al final de su marcha, dejándole ante una espantosamente larga hipotenusa que recorrer. No tiene forma de saber cuál de las monurbs que tiene ante él es la suya propia. Simplemente tiene que seguir adelante.

La luna se esfuma. Las estrellas palidecen. El alba está próxima.

Ha alcanzado la zona de tierras no cultivadas que separan el borde de la comuna de la constelación Chipitts. Sus piernas arden, pero se fuerza a sí mismo a continuar. Está ya tan cerca de los edificios que éstos parecen flotar, sin base que los sustente, en el aire. Los cuidados jardines están a la vista. Los robots jardineros realizan serenamente sus tareas. Los capullos se abren a la primera luz del día. La suave brisa matutina está cargada de perfumes. El hogar. El hogar. Stacion. Micaela. Descansar un poco antes de acudir a la entrecara. Buscar una excusa plausible.

¿Cuál es la Monurb 116?

Las torres no llevan números. Los que viven en su interior saben muy bien dónde viven. Medio tambaleándose, Michael se acerca al edificio más próximo. Sus fachadas están iluminadas por la radiante luz del amanecer. Mira hacia arriba, a lo largo de mil pisos. La delicadeza, la complejidad de sus miríadas de diminutas estancias. Bajo sus pies yacen las misteriosas raíces, los generadores de energía, las enormes plantas de procesado, las recónditas computadoras, todas las ocultas maravillas que mantienen con vida a la monurb. Y sobre ellas, irguiéndose como el tallo de una inmensa planta, está la maravillosamente intricada monurb. Con sus centenares de miles de vidas entrelazadas, artistas e intelectuales, músicos y escultores, soldadores y conserjes. Sus ojos están húmedos. El hogar. El hogar. ¿Pero es esto? Avanza hacia la compuerta. Levanta su muñeca, mostrando el pase de salida. La computadora está autorizada a admitirle bajo su demanda.

—¡Si esta es la Monurb 116 —dice—, abre! Soy Michael Statler. — No ocurre nada. Los identificadores lo escrutan, pero todo sigue cerrado—. ¿Qué edificio es éste? —pregunta. Silencio—. ¡Vamos — exclama—, dime dónde estoy!—Ésta es la Monada Urbana 123 de la constelación Chipitts —dice la voz de un invisible amplificador.

¡123! ¡Tantos kilómetros aún hasta su hogar!

Pero no tiene otra alternativa que continuar. Ahora el sol está por encima del horizonte, y está pasando rápidamente del rojo al dorado. Si esto es el este, entonces ¿dónde está la Monurb 116? Intenta calcular con su entumecida mente. Debe ir hacia el este. ¿Sí? ¿No? Avanza fatigosamente a través de la interminable serie de jardines que separan la 123 de su vecina del este, e interroga al altavoz de la compuerta. Sí: está es la Monurb 122. Prosigue. Los edificios están situados formando diagonales, a fin de que no se hagan sombra mutuamente, y él avanza hacia el centro de la constelación, llevando cuidadosamene la cuenta, mientras el sol asciende en el cielo y derrama su calor sobre él. Se siente mareado por el hambre y el cansancio. ¿Es ésta la 116? No, debe haberse equivocado en su cuenta; permanece cerrada para él. ¿Ésta, entonces?

Sí. La compuerta se abre silenciosamente cuando él muestra su pase. Michael se encarama a su interior. Aguarda a que la puerta se cierra tras él. Ahora debe abrirse la interior. Aguarda. ¿Y bien?

—¿Por qué no te abres? —pregunta—. Aquí. Aquí. Identifica esto —muestra en alto su pase. Quizá se trate de algún proceso de descontaminación previa. Nunca se sabe lo que uno puede traer del exterior. Y finalmente la puerta se abre.

Luces en sus ojos. Un brillo cegador.

—Quédese donde está. No intente cruzar la puerta de entrada —la fría voz metálica le inmoviliza. Parpadeando, Michael avanza medio paso, entonces se da cuenta de su imprudencia y se detiene. Una nube de olor dulzón le rodea. Le están rociando con algo. Un producto que se fija rápidamente, formando sobre su cuerpo una película de seguridad. Las luces descienden de intensidad. Hay unas siluetas bloqueando su paso: cuatro, cinco. Policías.

—¿Michael Statler? —pregunta uno de ellos.

—Tengo un pase —dice Michael, inseguro—. Todo está en regla. Puede usted verificarlo. Yo…

—Está usted arrestado. Alteración del programa, salida ilegal del edificio, manifestación indeseable de tendencias antisociales. Tenemos órdenes de inmovilizarle inmediatamente después de su regreso al edificio. Llevarle con nosotros. Asegurarnos de que la sentencia se cumpla.

—Espere un minuto. Tengo derecho a apelar, ¿no? Solicito ver…

—Su caso ya ha sido considerado y transmitido a nosotros para las disposiciones finales —hay una nota de inexorabilidad en el tono del policía. Ahora están a su lado. No puede moverse. Se halla aprisionado bajo la película que se solidifica progresivamente. Y los microorganismos alienígenas que lleva consigo se hallan aislados con él. ¿Hacia la tolva? No. No. Por favor. ¿Pero qué otra cosa podía esperar? ¿Qué otra salida para él? ¿Creía que podía engañar a la monurb? ¿Puede uno repudiar toda una civilización y esperar reintegrarse tranquilamente a ella cuando lo desee? Ahora le están colocando en una especie de volquete. Empieza a ver las cosas borrosas a través de la película—. Bueno, no queda más que grabar todo el procedimiento, muchachos. Llevémosle junto a los identificadores. Así. Ya está.

—¿Puedo ver a mi esposa al menos? ¿A mi hermana? Creo que no hay ningún mal en que les hable por última vez…

—Amenazas a la armonía y estabilidad, peligrosas tendencias antisociales, extracción inmediata del medio ambiente a fin de prevenir la posible extensión de sus esquemas regresivos —como si llevara consigo una infección de rebeldía. Ha visto estas cosas antes: el juicio sumarísimo, la ejecución instantánea. Y nunca lo ha imaginado.

Micaela. Stacion. Artha.

Ahora la película se ha endurecido por completo. No puede ver nada a su través.

—Escúcheme —dice—, sea lo que sea lo que me ocurra, quiero que sepan que he estado allí fuera. He visto el sol y la luna y las estrellas. No era Jerusalén, no era el Taj Mahal, pero era algo. Ustedes nunca lo han visto. Ni lo verán jamás. Las posibilidades de afuera. La perspectiva de expandir el alma. ¿Qué pueden comprender ustedes de todo esto?

Oye apagados ruidos al otro lado de la membrana lechosa que lo contiene. Le están leyendo los artículos más importantes del código legal. Explicándole cómo ha traicionado la estructura de la sociedad. La necesidad de erradicar la fuente del peligro. Las palabras se funden y se mezclan hasta convertirse en ininteligibles. El volquete vuelve a ponerse en marcha.

Micaela. Stacion. Artha.

Os quiero.

—Adelante, abrid la tolva —claramente, inconfundiblemente, sin ambigüedades.

Oye el rumor de la marea. Siente el sonido de las olas estallando contra los brillantes granos de arena. Nota el gusto del agua salada. El sol está alto; el cielo es luminosamente claro, de un azul purísimo. No siente remordimientos. Le hubiera sido imposible abandonar de nuevo el edificio; si me hubieran dejado seguir viviendo, hubiera sido únicamente ba-jo las condiciones de constante vigilancia. Los miles de millones de ojos de la monurb espiándole. Todo el resto de su vida colgando en la entrecara. ¿Para qué? Esto es lo mejor. Haber vivido un poco, aunque haya sido sólo un poco. Haber visto. La danza, la hoguera, el olor de las cosas creciendo. Y ahora se siente tan cansado, desde todos los ángulos. De nuevo empujan el volquete. Hacia dentro, y luego hacia abajo. Adiós. Adiós. Desciende serenamente. Mentalmente ve las verdeantes escarpaduras de Capri, el muchacho, la cabra, la botella de fresco y dorado vino. Bruma y delfines, púas y guijarros. ¡Dios bendiga! Se ríe en el interior de su capullo. Yendo hacia abajo. Adiós. Micaela. Stacion. Artha. Una última visión del edificio llega hasta él, sus 885.000 personas moviéndose pálidas a través de los atestados corredores, flotando hacia arriba y hacia abajo en los ascensores y descensores, apretujándose en los centros sónicos y en los Centros de Realización Somática, enviando miríadas de mensajes a lo largo de los circuitos de comunicación, pidiendo sus comidas, hablando con los demás, haciendo reservas, negociando. Procreando. Creciendo y multiplicándose. Centenares de miles de personas en entrecruzadas órbitas, cada una de ellas describiendo su minúscula trayectoria en el interior de la gigantesca torre. Qué hermoso es este mundo y todo lo que contiene. Las monurbs al amanecer. Los campos de cultivos. Adiós.

Oscuridad.

El viaje ha terminado. La fuente del peligro ha sido erradicada. La monurb ha tomado las necesarias medidas protectoras, y un enemigo de la civilización ha sido eliminado.

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