CAPÍTULO SEGUNDO

La ciudad de Chicago limita al norte con Shanghai y al sur con Edimburgo. Normalmente Chicago tiene 37.402 personas, pero actualmente está atravesando una ligera crisis de población que deberá ser resuelta de la forma acostumbrada. La profesión dominante es la ingeniería. Arriba, en Shanghai, la mayoría es universitaria, mientras que abajo, en Edimburgo, la dominante corresponde a los informáticos.

Áurea Holston nació en Chicago en 2368, y ha vivido allí toda su vida. Áurea tiene ahora catorce años. Su marido, Memnon, tiene casi quince. Llevan dos años casados. Dios no los ha bendecido con hijos, Memnon ha viajado a través de todo el edificio, pero Áurea ha salido raramente de Chicago. Una vez para visitar al especialista en fertilidad, una vieja y experimentada mujer de Praga, y otra para visitar a su importante tío, un administrador urbano, en Louisville. A menudo ella y Memnon van a visitar a su amigo Siegmund Kluver a su apartamento 46 Shanghai. Aparte de esto, no conoce gran cosa del edificio. A Áurea no le entusiasman los viajes. Ama tanto a su ciudad.

Chicago es la ciudad que ocupa las plantas 721 a 760 de la Monada Urbana 116. Memnon y Áurea Holston viven en un dormitorio para parejas jóvenes sin hijos en la planta 735. El dormitorio está ocupado normalmente por treinta y una pareja, ocho más de lo ideal.

—Pronto habrá una reducción —dice Memnon—. Comenzamos a estar un poco apretados. Algunos tendrán que irse.

—¿Muchos? —pregunta Áurea.

—Tres parejas aquí, cinco allá… un poco en cada dormitorio. Calculo que unas dos mil parejas deberán irse de la Monurb 116. Eso es más o menos lo que ocurrió en la última reducción.

Áurea se estremece.

—¿Y a dónde irán?

—He oído decir que la nueva monurb está ya casi terminada. La número 158.Ella se estremece de piedad y terror en lo más profundo de sí misma.

—¡Qué horrible debe ser el ser enviado a otra parte! Memnon, ellos no nos enviarán, ¿verdad?

—Por supuesto que no. ¡Dios bendiga, somos gente de valía! Pertenezco a una categoría que…

—Pero no tenemos niños. Ésos son los que marchan primero, ¿no?

Dios nos bendecirá muy pronto —Memnon la toma entre sus brazos. Es fuerte y alto y enjuto, con ondulado pelo escarlata y tensa y solemne expresión. Áurea se siente débil y frágil junto a él, aunque de hecho sea fuerte y flexible. Su pelo rubio se oscurece a medida que desciende por su espalda. Sus ojos son verde claro. Sus pechos son llenos y su cadera amplia. Siegmund Kluver dice que se parece a una diosa de la fertilidad. Muchos hombres la desean y vienen a menudo en sus rondas nocturnas a su plataforma de descanso. Sin embargo, su vientre sigue estéril. Últimamente aquello la ha afectado mucho. Qué ironía que tanta voluptuosidad se pierda en nada.

Memnon la suelta y ella da media vuelta y atraviesa el dormitorio. Es una estancia larga y estrecha que forma un ángulo recto en torno a la columna central de servicios de la monurb. Sus paredes brillan con cambiantes motivos policromos azules, dorados y verdes. Hileras de plataformas de descanso, algunas deshinchadas, otras en servicio, cubren el suelo. El mobiliario es escaso y sobrio y la luz, difundida indirectamente por todo el suelo y techo, es demasiado brillante. Varias pantallas y tres terminales de datos están empotrados en la pared este de la estancia. Hay cinco áreas de excreción, tres áreas de diversión comunal, dos estaciones de lavado, y dos áreas de intimidad.

La costumbre informulada es que las pantallas de intimidad no sean nunca conectadas en aquel dormitorio. Lo que uno hace, lo hace delante de los demás. La total accesibilidad de todo el mundo a todo el mundo es la única regla que permite que la civilización de la monurb pueda sobrevivir, y esta regla es vital para el desenvolvimiento de la vida en comunidad.

Áurea se detiene junto a la enorme ventana del extremo este del dormitorio, y mira afuera. Empieza a atardecer. Al otro lado del cristal, la magnífica masa de la Monada Urbana 117 parece encendida en un rojo brillante. Áurea sigue lentamente el borde de la gran torre con sus ojos, desde el área de aterrizaje en la cima de la planta mil y hacia abajo hasta aproximadamente su mitad. Desde aquel ángulo no puede ver más abajo de la planta 400 de la estructura vecina.

¿Cómo debe ser, se pregunta, vivir en la Monurb 117? ¿O en la 115,o en la 110, o en la 140? Nunca ha salido de la monurb desde su nacimiento. A todo su alrededor, hasta el horizonte, se yerguen las torres de la constelación Chipitts, cincuenta agujas de cemento de tres kilómetros de alto cada una, todas ellas entidades autosuficientes albergando una población de 800.000 almas. En la Monurb 117, se dice Áurea, hay gente exactamente igual a nosotros. Andan, hablan, se visten, piensan, aman, exactamente igual que nosotros. La Monurb 117 no es otro mundo. Sólo es el edificio de enfrente. Nosotros no somos únicos. Nosotros no somos únicos. Nosotros no somos únicos.

De pronto se siente invadida por el miedo.

—Memnon —dice roncamente—, dentro de poco vamos a ser enviados a la Monurb 158.


Siegmund Kluver forma parte de los afortunados. Su fertilidad le ha valido una inatacable posición en la Monurb 116. Su status está seguro.

Aunque apenas ha cumplido los catorce años. Siegmund ha tenido ya dos hijos. Su hijo se llama Janus y su recién nacida hermanita Perséfona. Siegmund vive en un elegante hogar de cincuenta metros cuadrados en la planta 787, ligeramente por encima del ecuador de Shanghai. Su especialidad es la teoría de la administración urbana, y a pesar de su juventud es llamado a menudo a consulta cerca de los administradores, en Louisvílle. Es bajo, bien parecido, bastante fuerte, con amplia cabeza y rizados cabellos. De pequeño había vivido en Chicago, y era uno de tos mejores amigos de Memnon. Se ven aún muy a menudo; el hecho de que ahora vivan en diferentes ciudades no ha enfriado en nada su amistad.

Las reuniones sociales entre los Holston y los Kluver tienen lugar siempre en el apartamento de Siegmund. Los Kluver no han bajado nunca a Chicago para visitar a Áurea y Memnon. Siegmund afirma que no hay nada de esnobismo en ello.

—¿Por qué tendríamos que estar en medio de todo ese ruido de vuestro dormitorio —dice—, cuando podemos estar confortablemente en la tranquila intimidad de mi apartamento?

Áurea no comparte esta actitud. Se supone que las gentes de la monurb no conceden tanto valor a la intimidad. ¿Acaso el dormitorio no es un lugar lo suficiente bueno para Kluver?

Siegmund había vivido antes en aquel mismo dormitorio, como Áurea y Memnon. Esto ocurría dos años antes, cuando los cuatro eran todos recién casados. Por aquel entonces, a lo largo del tiempo que estuvieron juntos, Áurea había compartido a menudo su cuerpo con Siegmund. Se sentía halagada por sus atenciones. Pero la esposa de Siegmund había quedado en seguida encinta, cualificando a los Kluver para obtener un apartamento personal, y la promoción obtenida en su profesión les permitió trasladarse a la ciudad de Shanghai. Áurea no ha vuelto a compartir su plataforma de descanso con Siegmund desde que éste abandonó el dormitorio. Se siente algo decepcionada por ello, nota a faltar las efusiones de Siegmund, pero no puede hacer nada al respecto. Las posibilidades de que venga de nuevo en sus rondas nocturnas son prácticamente nulas. Las relaciones sexuales entre gentes de distintas ciudades son consideradas como impropias, y Siegmund no es de las personas que vaya contra las reglas. Rondará algunas veces en sus excursiones por las ciudades superiores a la suya, pero nunca por las inferiores.

Evidentemente, Siegmund será llamado a más altas funciones. Memnon dice que cuando tenga diecisiete años ya no será un especialista en la teoría de la administración urbana, sino simplemente un administrador, y que vivirá en Louisville. Siegmund pasa ya ahora gran parte de su tiempo con los dirigentes de la monurb. Y también con sus mujeres, por lo que Áurea ha oído.

Es un excelente anfitrión. Su apartamento es cálido y confortable, y dos de sus paredes lucen con paneles de uno de los nuevos materiales decorativos, que emiten un suave murmullo armonizado con el espectro visual elegido. Esta noche Siegmund ha ajustado los paneles al ultravioleta, y la emisión sonora alcanza casi los ultrasonidos: el efecto resultante es sensibilizar los sentidos, empujándolos hacia un máximo de receptividad y estimulándolos. Tiene también un gusto exquisito para dosificar los estimulantes olfativos: jazmín y jacinto.

—¿Un poco de espumante? —pregunta—. Acabado de traer de Venus. Muy bendecible.

Áurea y Memnon sonríen y asienten. Siegmund llena una amplia ponchera de plata grabada con un burbujeante fluido y la coloca sobre la mesa de pedestal. Un roce al pedal en el suelo, y la mesa asciende hasta una altura de ciento cincuenta centímetros.

—¿Memnon? —dice—. ¿Nos acompañas?

La esposa de Siegmund acuesta al bebé en el alvéolo de mantenimiento junto a la plataforma de descanso y cruza la estancia para reunirse con sus invitados. Mamelón Kluver es más bien alta, morena y de cabello oscuro, hermosa, distinguida y de aire lánguido. Su frente es amplia, sus pómulos prominentes, su mentón afilado; sus ojos, alertas, brillantes y muy redondos, parecen demasiado dominantes en su pálido y triangular rostro. La exquisitez de la belleza de Mamelón crea en Áurea una especie de reflejo defensivo respecto a sus propios blandos rasgos: su nariz respingona, sus redondas mejillas, sus carnosos labios, su piel moteada de pecas. Mamelón es la de mayor edad de los cuatro, tiene casi dieciséis años. Sus senos están henchidos de leche; hace tan sólo once días que nació su hijo, y lo amamanta. Áurea nunca ha conocido a nadie más que alimente personalmente a su hijo. Mamelón es en todo tan diferente a las demás. Áurea se siente en cierto modo asustada ante la esposa de Siegmund, tan fría, tan segura de sí misma, tan madura. También tan apasionada. A los doce años, recién casada, Áurea había sido despertada muchas veces por los gritos de éxtasis de Mamelón resonando a través del dormitorio.

Ahora Mamelón se inclina y apoya sus labios en el borde de la ponchera. Los cuatro beben al mismo tiempo. Pequeñas burbujas danzan en los labios de Áurea. El aroma la aturde. Se inclina hacia el centro de la ponchera y ve danzar y fragmentarse motivos abstractos. El espumante es ligeramente enervante, ligeramente alucinógeno, un excitante de la visión, un inhibidor de los conflictos internos. Proviene de los estanques aromáticos de las tierras bajas de Venus; el servido por Siegmund contiene miles de millones de microorganismos alienígenas que continúan fermentando y desarrollándose incluso después de haber sido digeridos y absorbidos. Áurea los siente hormiguear por todo su cuerpo, tomar posesión de sus pulmones, sus ovarios, su hígado. Hace que sus labios se humedezcan. Se siente despegada de sus preocupaciones. Pero la ascensión tiene también su descenso; atraviesa unos momentos de intensa visión y luego emerge tranquila y resignada. Se siente poseída por una ficticia felicidad mientras las últimas espirales de brillantes colores giran bajo sus párpados y desaparecen.

Tras el ritual de la bebida, hablan. Siegmund y Memnon discuten acerca de los acontecimientos mundiales: las nuevas monurbs, las estadísticas agrícolas, el rumor de que van a crearse zonas no urbanizadas ajenas a las comunas, y cosas así. Mamelón muestra a Áurea su bebé. La pequeña está acostada en su alvéolo de mantenimiento, babeando, balbuceando y gesticulando. Áurea dice:

—¡Qué alivio debe representar el no tener que acarrearla por más tiempo!

—Oh, sí, es un encanto poder ver por fin sus piececitos —dice Mamelón.—¿Es muy molesto el estar encinta?

—Tiene sus inconvenientes.

—¿El hincharse una? ¿Cómo es posible soportar el engordar de esa manera? La piel parece querer estallar de un momento a otro —Áurea se estremece—. Y todo este alboroto dentro de tu cuerpo. Cada vez que pienso en ello me veo con mis riñones en el lugar de los pulmones. Perdona. Temo que exagero. Quiero decir, no sé realmente nada de todo eso.

—No es tan malo —dice Mamelón—. Claro que es algo extraño y a veces un tanto molesto. Pero también tiene sus aspectos positivos. El instante del nacimiento, por ejemplo…

—¿Es tan terriblemente doloroso como dicen? —pregunta Áurea—. Imagino que sí. Algo tan grande, rasgando a través de tu cuerpo, abriéndose camino…

—Algo benditamente glorioso. Todo el sistema nervioso de una se despierta. Un niño naciendo es algo parecido a un hombre penetrándote, sólo que veinte veces más intenso. Es imposible describir la sensación. Hay que experimentarla personalmente.

—Espero poder hacerlo algún día —dice Áurea, repentinamente deprimida, intentando recuperar los últimos destellos de su excitación. Introduce la mano en el alvéolo para tocar al bebé de Mamelón. Un rápido estallido de iones purifica su piel antes de que entre en contacto con la delicada mejilla de la pequeña Perséfona—. Dios bendiga —dice—, espero poder cumplir con mi deber. Los médicos dicen que no existe ningún impedimento por parte de ninguno de los dos. Sin embargo…

—Hay que ser paciente querida —Mamelón besa suavemente a Áurea—. Dios bendiga, ya llegará vuestro momento.

Áurea es escéptica. Durante veinte meses ha vigilado su plano vientre, buscando la menor hinchazón. Sabe que es bendito el crear vida. Si todo el mundo fuera estéril como ella, ¿quién llenaría las monurbs? Tiene una repentina y aterradora visión de colosales torres casi vacías, ciudades enteras casi desiertas, la energía fallando, las paredes agrietándose, y tan sólo unas pocas mujeres viejas y resecas cruzando las estancias hasta entonces repletas de felices muchedumbres.

Una obsesión deja paso a la otra, y se gira hacia Siegmund, interrumpiendo su conversación para preguntar:

—Siegmund, ¿es cierto que pronto van a abrir la Monurb 158?

—Por lo que he oído, sí.

—¿Cómo va a ser?

—Muy parecida a la 116, imagino. Mil plantas, los servicios habitúales. Supongo que setenta familias por planta al principio, aproximadamente unas 250.000 personas en total, pero calculo que la proporción óptima será alcanzada muy rápidamente.

Áurea crispa sus manos.

—¿Cuánta gente de aquí será enviada a ella, Siegmund?

—No tengo ni idea.

—Pero irá alguien, ¿no?

—Áurea —dice suavemente Memnon—, hablemos de algo más agradable.

—Alguna gente de aquí va a ser enviada a ella —insiste Áurea—. Vamos, Siegmund. Tú pasas mucho tiempo en Louisville, con las altas personalidades. ¿Cuántos?

Siegmund se echa a reír.

—Tienes una idea un tanto exagerada de mi importancia aquí, Áurea. Nadie me ha dicho ni una palabra acerca de cómo va a ser llenada la Monurb 158.

—De todos modos, tú conoces la teoría de esos procesos. Puedes imaginar los datos.

—Oh, sí, claro —Siegmund se muestra frío; aquel tema tiene un interés puramente impersonal para él. Parece no darse cuenta de las causas de la agitación de Áurea—. Naturalmente, si nuestra sagrada obligación para con dios es crear la vida, debemos asegurarnos de que haya un lugar para todo nuevo ser viviente —dice. Se echa hacia atrás un mechón rebelde de pelo. Sus ojos brillan; le gusta escucharse a sí mismo—. Por eso construimos nuevas monadas urbanas, y, naturalmente, si es añadida una nueva monurb a la constelación Chipitts, lo lógico es que sea poblada por la gente de los otros edificios de Chipitts. Hay en ello un motivo de buen sentido genético. Aunque cada monurb es lo suficiente grande como para proveer a una adecuada mezcla genética, nuestra tendencia a estratificarnos en ciudades y pueblos dentro del edificio conduce a una cierta consanguinidad, que según se dice puede llegar a ser perjudicial a largo término para la especie. Pero si tomamos cinco mil personas de cada una de cincuenta monurbs, dicen, y las mezclamos en una nueva monurb, esto nos proporciona una base genética de 250.000 individuos para empezar de nuevo. Actualmente, de todos modos, el estabilizar la presión demográfica es nuestra más urgente razón de erigir nuevos edificios.

—Creo que exageras un poco —gruñe Memnon.

—No, hablo en serio —Siegmund hace una mueca—. Oh, de acuerdo, es un imperativo cultural el que nos ordena procrear y procrear. Es natural, tras la agonía de los días premonurbanos, cuando nadie sabia dónde hacinar a la gente que atiborraba nuestro planeta. Pero incluso en un mundo de monadas urbanas tenemos que planificar ordenadamente el futuro. El exceso de nacimientos con respecto a las defunciones es algo que hay que tener en cuenta. Cada monurb está diseñada para albergar confortablemente a 800.000 personas, con espacio para casi 100.000 más, pero éste es el límite. En este momento, como sabéis muy bien, cada monurb con más de veinte años de existencia en la constelación Chipitts está unas 10.000 personas por encima del máximo, y un par de ellas están más arriba de esa cifra. Las cosas no están tan mal aquí en el 116, pero todos vosotros sabéis que hay indicios significativos. Chicago, por ejemplo tiene 38.000…

—37.402 esta mañana —dice Áurea.

—De acuerdo. Esto representa un millar de personas por planta. La densidad óptima programada para Chicago es tan sólo de 32.000. Esto hace que la lista de espera en vuestra ciudad para un apartamento privado alcance la longitud de una generación. Los dormitorios están llenos a rebosar, y la gente no se muere tan rápidamente como para dejar espacio a las nuevas familias, y es por eso por lo que Chicago está dejando irse a algunos de sus mejores elementos a lugares como Edimburgo y Boston y… bueno, Shanghai. Una vez sea abierto el nuevo edificio…

—¿Cuántos de la 116 van a ser enviado allá? —dice Áurea con voz crispada.

—En teoría unos 5.000 de cada monada, repartidos entre todos los niveles —dice Siegmund—. Esta cantidad será ajustada ligeramente para compensar las variaciones de población en los distintos edificios, pero por término medio puede calcularse unos 5.000. Ahora bien, teniendo en cuenta que casi un millar de personas en la 116 van a presentarse voluntarios para ir…

iVoluntarios? —jadea Áurea. Para ella es inconcebible que alguien quiera abandonar su monurb natal.

Siegmund sonríe.

—Gente mayor, querida. De veinte a treinta años. Casados, algunos encallados en sus carreras, hastiados de su entorno, ¿entiendes? Suena obsceno, sí. Pero habrá un millar de voluntarios. Esto nos deja aproximadamente unos 4.000 que deberán ser elegidos por sorteo.

—Es lo que te he dicho esta mañana —dice Memnon.

—Esos 4.000, ¿serán elegidos al azar de entre toda la monurb? —pregunta Áurea.

—Al azar, exacto —responde suavemente Siegmund—. En los dormitorios de recién casados. Entre los que no tienen hijos.

Finalmente. La verdad ha sido revelada.

—¿Por qué entre nosotros? —gime Áurea.

—Es el modo más equitativo y más digno —dice Siegmund—. Uno no puede arrancar a los niños pequeños de su matriz monurbana. Las parejas de los dormitorios no poseen el mismo tipo de lazos comunales que nosotros… que los demás… que… —titubea, como si se diera cuenta por primera vez de que no está hablando de hipotéticos individuos, sino de Áurea y de su drama. Áurea empieza a sollozar. Enes dice—: Lo siento querida. Es el sistema, y es un buen sistema. De hecho, es el ideal.

—¡Memnon, vamos a ser echados!

Siegmund intenta tranquilizarla. Ella y Memnon tienen tan sólo una pequeña posibilidad de ser elegidos en el sorteo, insiste. En la monurb hay miles y miles de personas en situación de ser elegidas para el traslado. Y existen muchos factores variables, hace notar… sin conseguir aliviarla. Inconteniblemente, un geiser de crudas emociones se desparrama por la estancia, y de pronto Áurea siente vergüenza. Se da cuenta de que ha estropeado la velada de todos. Pero Siegmund y Mamelón se muestran cariñosos con ella, y durante el regreso en el descensor, cincuenta y dos plantas hacia abajo hasta su hogar en Chicago, Memnon no la riñe.

Aquella noche, pese al intenso deseo que siente, le gira la espalda a Memnon cuando éste se acerca a ella. Permanece durante largo tiempo tendida con los ojos abiertos, escuchando los jadeos y los suspiros de placer de las parejas en las plataformas a su alrededor, y luego el sueño la vence. Áurea sueña que nace de nuevo. Está en la planta de energía de la Monada Urbana 116, a 400 metros bajo el suelo, y es encerrada en una cápsula ascensora. El edificio vibra. Atraviesa las cálidas profundidades y la planta procesadora de orina y los trituradores de residuos y todos los demás servicios que mantienen con vida toda la estructura, todos ellos oscuros, horribles sectores de la monurb que tuvo que visitar en sus tiempos de escuela. Ahora la cápsula la conduce hacia arriba, hacia arriba a través de Reykjavik, donde vive el personal de mantenimiento, hacia arriba a través de la ruidosa Praga, donde todo el mundo tiene diez hijos, hacia arriba a través de Roma, Boston, Edimburgo, Chicago, Shanghai, incluso a través de Louisville, donde viven los administradores, rodeados de un lujo inimaginable, y ahora está en la cúspide del edificio, en el área de aterrizaje donde llegan las naves rápidas procedentes de las torres distantes, y de repente se abre una trampa en la plataforma de aterrizaje y Áurea es eyectada. Se eleva por los aires, protegida en su cápsula, al abrigo del soplo de los fríos vientos de la alta atmósfera. Está a seis kilómetros por encima del suelo, mirando hacia abajo por primera vez a la totalidad del mundo de las monurbs Así es pues, piensa. Tantos edificios. ¡Y pese a ello tanto espacio libre!

Deriva a través de la constelación de torres. La primavera se halla en sus inicios, y Chipitts está verdeando. Bajo ella se extienden las escalonadas estructuras que albergan a más de 40.000.000 de personas en aquel enjambre humano. Se siente maravillada por el riguroso trazado de la constelación, el geométrico emplazamiento de los edificios formando series de hexágonos en el interior de un área más vasta. Amplios espacios verdes separan los edificios. Nadie cruza nunca aquellos espacios, pero la visión de su cuidada superficie es una delicia para todo aquel que los contempla desde las ventanas de la monurb, y a aquella altitud parecen maravillosamente interrumpidos, como sí hubiesen sido pintados en el suelo. La gente de las clases inferiores que viven en los niveles bajos son quienes tienen las mejores panorámicas de los jardines y estanques, lo cual es una compensación en cierto modo. Desde su enormemente alto punto de observación, Áurea no espera apreciar bien los detalles de las áreas, pero su mente sumida en el sueño adquiere repentinamente una intensa claridad de visión y discierne pequeños parterres de doradas flores; puede oler la fragancia de cada especie floral.

Su cerebro sufre una conmoción cuando piensa en la terrible complejidad de Chipitts. ¿Cuántas ciudades hay en ella, a razón de veinticinco por monada urbana? 1.250. ¿Cuántos pueblos, a razón de siete u ocho por ciudad? Más de 10.000. ¿Cuántas familias? ¿Cuántos rondadores nocturnos están ahora merodeando, deslizándose en lechos disponibles? ¿Cuántos nacimientos en un día? ¿Cuántas muertes? ¿Cuántas alegrías? ¿Cuántas tristezas?

Se eleva sin el menor esfuerzo hasta una altura de diez kilómetros. Observa las comunas agrícolas que se extienden alrededor de la constelación urbana.

Allí están, extendiéndose hasta el horizonte, amplias franjas de color verde bordeadas de marrón. Siete octavas partes de la tierras emergidas del continente, es decir casi la totalidad, son usadas para la producción de alimentos. ¿O serán las nueve décimas partes? ¿O las cinco octavas? ¿O las doce treceavas? Minúsculas figuras de hombres y mujeres se agitan alrededor de las máquinas, trabajando las fértiles tierras. Áurea ha oído historias acerca de los terribles ritos de la gente campesina, las extrañas y primitivas costumbres de los que viven fuera del civilizado mundo urbano. Quizá todo ello no sea más que fantasía; nadie que conozca ha visitado nunca las comunas. Nadie que conozca ha salido nunca a pie fuera de la Monada Urbana 116. Los convoyes de transportes entran y salen constantemente de las monurbs, acarreando sus productos a través de galerías subterráneas: introduciendo alimentos, sacando maquinaria y productos manufacturados. Una economía equilibrada. Áurea se siente arrastrada hacia arriba por su propia alegría. ¡Qué milagro que 75.000.000.000 de almas puedan vivir armoniosamente en un mundo tan pequeño! Dios bendiga, piensa. Todo un hogar para cada familia. Una vida ciudadana significativa y enriquecedora. Amigos, amantes, compañeros, hijos.

Hijos. El desánimo la invade, y empieza a girar sobre sí misma.

En su vértigo le parece que asciende hasta los confines del espacio, tanto que puede ver la totalidad del planeta; todas las constelaciones urbanas apuntan hacia ella como lanzas. Puede ver no tan sólo Chipitts, sino también Sansan y Boswash, y Berpar, Wienbud, Shankong, Bocarac, todas ellas erizadas de inmensas torres. Y puede ver también las llanuras llenas de cultivos, los antiguos desiertos, las antiguas sabanas, los antiguos bosques. Todo es maravilloso, pero también terrible, y por un momento duda si el hombre ha escogido el mejor camino para remoldear su medio ambiente de entre todas las posibilidades que se le ofrecen. Sí, se dice a sí misma, sí; hemos escogido el mejor camino para servir a dios, hemos conseguido eliminar las luchas, y el egoísmo y el desorden, creamos nuevas vidas en todo el mundo, prosperamos, nos multiplicamos. Nos multiplicamos. Nos multiplicamos. Y la duda regresa, y ella empieza a caer, y la cápsula se abre y la suelta, y su cuerpo desnudo e indefenso cae girando vertiginosamente a través del frío aire. Y ve las afiladas cúspides de las cincuenta torres de Chipitt bajo ella, pero ahora hay una nueva torre, la cincuenta y uno, y cae hacia la esbelta aguja de bronce peligrosamente puntiaguda que la remata, y grita fuertemente cuando la aguja penetra en ella y la empala. Y se despierta, temblorosa y empapada, la boca seca, la mente sacudida por la horrible visión que la aferra, y se abraza desesperadamente a Memnon, que murmura algo, aún dormido, y dormido también la toma.


Ahora se empieza a hablar del nuevo edificio entre la gente de la Monada Urbana 116. Áurea lo escucha en las pantallas de la pared y en los corros matutinos del dormitorio. Bajo los diseños de luz y color de la pared aparece la imagen de una torre inacabada. Máquinas constructoras se ciernen sobre ella, con los brazos metálicos moviéndose frenéticamente, los arcos de soldadura brillando vacilantemente al extremo de los octogonales torsos de acero. La voz familiar de la pantalla dice:

—Amigos, lo que veis en la Monurb 158, que será terminada dentro de un mes y quince días. Dios lo quiera, dentro de poco será el hogar de un gran número de felices chipittenses que tendrán el honor de establecer allí la primera generación. Las noticias de Louisville nos informan que 802 residentes de nuestra propia Monurb 116 han firmado ya su traslado al nuevo edificio tan pronto como…

Luego, al día siguiente, es una entrevista con el señor y la señora Dismas Cullinan de Boston que, con sus nueve hijos, son los primeros en la 116 que solicitaron el traslado. El señor Cullinan, un hombre grueso, de cara redonda, es especialista en equipo sanitario.

—Para mí —explica—, veo en este traslado una auténtica oportunidad de elevar el nivel de mi status en la 158. Calculo que puedo dar un salto de ochenta o noventa plantas hacia arriba en un abrir y cerrar de ojos.

La señora Cullinan palmea complacida su vientre. Está esperando al número diez. Ronronea algo acerca de las inmensas ventajas sociales que el traslado reportará a sus hijos. Sus ojos son demasiado brillantes; su labio superior es mucho más grueso que el inferior, y su nariz muy afilada.

—Se parece a una ave de presa —comenta alguien en el dormitorio. Y otro añade:

—Obviamente se siente miserable aquí. Está esperando subir allí los peldaños de dos en dos y lo más rápidamente posible.

Los hijos de los Cullinan se alinean entre los dos y los trece años de edad. Desgraciadamente, se parecen a sus padres. Una chica de goteante nariz muerde a su hermano, sin preocuparse por el hecho de estar en pantalla.

—El edificio ganará sin gente como ellos —dice firmemente Áurea.

Siguen entrevistas con otros peticionarios del traslado. Al cuarto día de la campaña, la pantalla ofrece una completa visita al interior del 158, mostrando las ultramodernas comodidades que ofrece. Irrigación térmica para todo, ascensores y descensores ultrarrápidos, pantallas de tres paredes, un nuevo sistema de programación para la entrega de comidas desde las cocinas centrales, y muchas otras maravillas, representativas de los últimos perfeccionamientos del progreso urbano. El número de voluntarios es ya de 914.Quizá piensa Áurea esperanzadamente, se presenten suficientes voluntarios como para cubrir la cuota.

—Están engañándonos —dice Memnon—. Siegmund me ha dicho que hasta ahora sólo tienen once voluntarios.

—Pero, entonces…

—Quieren animar a la gente.

La segunda semana, las transmisiones acerca del nuevo edificio indican que el número de voluntarios se ha elevado a 1.062. Siegmund admite entre ellos que las cifras actuales se hallan por debajo de las que declaran, pero no mucho. Sin embargo, no se espera que se presenten muchos más voluntarios. Las pantallas empiezan a introducir suavemente la posibilidad de que sea necesario acudir al sorteo para cubrir el resto. Dos administradores de Louisville y un par de genéticos de Chicago aparecen en la pantalla discutiendo las necesidades de que se aporte una apropiada mezcla genética en el nuevo edificio. Un ingeniero moral de Shanghai habla sobre la importancia de mostrarse conscientes de las necesidades de todos en cualquier circunstancia. Es bendecido el obedecer los planes divinos y a sus representantes en la Tierra, dice. Dios es vuestro hermano y quiere vuestro bien. Dios ama a los puros de corazón. La calidad de la vida en el Monurb 158 amenaza con verse disminuida si su población inicial no alcanza los porcentajes previstos. Sería un crimen hacia aquellos que se han presentado voluntarios para ir a la 158. Un crimen hacia tu prójimo es crimen hacia dios, ¿y quién quiere injuriarle a él? Es por ello por lo que el deber de cada uno de nosotros hacia la sociedad es aceptar el traslado, si este traslado nos es ofrecido.

Luego hay una entrevista con Kimon y Freya Kurtz, de catorce y trece años de edad, en un dormitorio de Bombay. Acaban de casarse. No se han presentado voluntarios, admiten, pero no lo lamentarán si son escogidos.

—En lo que a nosotros respecta —declara Kimon Kurtz—, podría ser una gran oportunidad. Porque, cuando tengamos niños, podremos alcanzar fácilmente un buen status para ellos. Aquello es un mundo totalmente nuevo… no hay nadie ya establecido que pueda frenar tu ascensión. Se necesitará un período de adaptación, por supuesto, pero no será muy largo. Y cuando nuestros niños estén en edad de casarse tendremos la certeza de que no necesitarán meterse en un dormitorio hasta que tengan su primer hijo. Tendrán derecho automáticamente a un alojamiento personal incluso antes de tener familia. Es por eso por lo que, aunque no deseemos abandonar a nuestros amigos y a todos los demás que nos une a este lugar, no lamentaremos irnos si la suerte nos designa.—Sí, es cierto —dice Freya Kurtz a su lado, soñadora, sumida en éxtasis.

El proceso de condicionamiento continúa con una relación del número de los que van a ser elegidos: 3.878 en total, no más de 200 por ciudad ni treinta por dormitorio. Serán elegidos entre los hombres y mujeres casados comprendidos entre los doce y los diecisiete años que no tengan hijos, teniendo en cuenta que un estado de gestación, por avanzado que esté, no será considerado como un hijo. La selección se hará por sorteo.

Y finalmente aparece la lista de los elegidos por la suerte.

La voz jovial de la pantalla anuncia:

—Dos dormitorio de la planta 735, en Chicago, han sido elegidos los siguientes hermanos, a quienes dios les dé fertilidad en su nueva vida:

«Brock, Aylward y Alison.

«Feuermann, Sterling y Natasha.

« Holston , Memnon y Áurea…»


Va a ser arrancada de su matriz. Va a ser separada de todo lo que constituye sus recuerdos, sus afectos, todo lo que define su identidad. Se siente aterrada.

Luchará contra aquella orden.

—¡Memnon, apela contra esto! ¡Haz algo, aprisa! —sus uñas arañan las brillantes paredes del dormitorio. Él la mira inexpresivamente, como sin comprender; debe ir a su trabajo. Por otro lado, ya le ha dicho que no hay nada que puedan hacer. Se marcha.

Áurea le sigue al corredor. Es la hora punta de la mañana; los ciudadanos de la planta 735 pasan a su alrededor. Áurea solloza. Los ojos de los demás parecen no fijarse en ella. Los conoce a casi todos desde hace tiempo. Ha pasado toda su vida entre ellos. Tira a Memnon de la mano.

— ¡No me dejes! —susurra quedamente—. ¡No pueden echarnos fuera de la 116!

—Es la ley, Áurea. La gente que no obedece la ley va a parar a las tolvas. ¿Es eso lo que quieres? ¿Terminar como una contribución a la masa combustible para los generadores?

—¡No quiero irme, Memnon! ¡Siempre he vivido aquí! Yo…

—Estás hablando como un neuro —dice él, bajando el tono de su voz. La arrastra de nuevo hacia el dormitorio. Mirando hacia arriba, ella tan sólo ve las oscuras cavernas de sus fosas nasales—. Tómate una píldora, Áurea. Ve a ver al consultor de la planta, ¿quieres? Cálmate y confórmate.

—Quiero que hagas una apelación.

—No se puede apelar.

—Me niego a irme.

Él la sujeta por los hombros.

—Míralo racionalmente, Áurea. Ningún edificio es diferente de los demás. Habrá también algunos de nuestros amigos allí. Y haremos nuevos amigos. Nosotros…

—No.

—No hay alternativa —dice él—. Excepto las tolvas.

—¡Entonces me quedo con las tolvas!

Por primera vez desde su boda, ella observa un movimiento de repulsa en él. Memnon no tolera el irracionalismo.

—No seas estúpida —dice—. Ve a ver al consultor, toma una píldora, piensa en ello tranquilamente. Ahora tengo que irme.

Se va, y esta vez ella no corre tras él. Se deja deslizar hasta el suelo, notando el plástico frío contra su ardiente piel. Los demás, en el dormitorio, la ignoran tácitamente. Ve las imágenes deslizarse ante ella: su escuela, su primer amante, sus padres, sus hermanas y hermanos, todos ellos mezclándose y confundiéndose a su alrededor, una deslumbrante mezcolanza de acres fluidos. Aprieta los puños contra sus ojos. No, no será echada de allí. Se va calmando gradualmente. Tiene influencia, se dice a sí misma. Si Memnon no actúa, ella actuará por él. Se pregunta si será capaz de perdonarle a Memnon alguna vez su cobardía, su transparente oportunismo. Irá a ver a su tío.

Se quita su ropa matutina, y se enfunda una casta y juvenil túnica gris. Selecciona una cápsula del armario de hormonas que hará que su cuerpo desprenda un olor que inspire en los hombres sentimientos de protección hacia ella. Tiene aspecto dulce, tímido, virginal; excepto por la madurez de su cuerpo, cualquiera diría que tiene tan sólo diez u once años.

El ascensor la lleva hasta la planta 975, el corazón mismo de Louisville.

Allí todo es acero y cristal expandido. Los corredores son espaciosos y bien iluminados. No hay gente apretujándose por todos lados; las ocasionales figuras humanas parecen incongruentes y superfluas entre las silenciosas máquinas sumergidas en sus interminables cálculos. Aquél es el reino de los administradores. Designado para infundir respeto; calculado para abrumar; el permisible maná de las clases dirigentes. Qué selecto. Qué autosuficiente. Suprimid el noventa por ciento inferior del edificio, y Louisville seguirá en una órbita serena, sin olvidar nunca nada.

Áurea se detiene ante una deslumbrante puerta de brillante metal blanco constelada de franjas de color autocambiante incrustadas en él. Invisibles sensores la registran, preguntan su nombre y el motivo de su visita, la evalúan, luego la dejan pasar a una sala de espera. Finalmente, el hermano de su madre consiente en recibirla.

Su despacho es casi tan grande como una suite residencial privada. Su tío está sentado tras un enorme escritorio poligonal de donde emerge una consola de brillantes indicadores de control. Lleva la ropa ritual reservada a las altas esferas, una túnica gris de amplios pliegues con hombreras radiando en la gama de los infrarrojos. Áurea nota las oleadas de calor desde el lugar donde se encuentra. Su tío se muestra frío, distante, formal. Su bien formado rostro parece estar hecho de cobre bruñido.

—Hace tantos meses que no nos vemos, Áurea —dice. Una sonrisa protectora aletea en su boca—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, tío Lewis.

—¿Y tu marido?

—Bien.

—¿Todavía no tenéis niños?

Bruscamente, Áurea dice:

—¡Tío Lewis, vamos a ser transferidos a la 158!

La sonrisa plástica no vacila en lo más mínimo.

—¡Qué suerte! ¡Dios bendiga, podréis empezar una nueva vida llena de mayores oportunidades!

—Yo no quiero ir. Quítame de la lista. De alguna manera. De cualquier manera —se precipita hacia él, una niña asustada, llorando intensamente, tropezando y vacilando. Un campo de fuerza la detiene cuando se halla a dos metros del otro lado del escritorio. Sus senos son los que golpean primero, dolorosamente, luego su cabeza. Cae al suelo de rodillas, gimiendo, sintiendo un intenso ardor en su mejilla.

Su tío acude hacia ella. La levanta. Le dice que debe ser valiente, que debe cumplir su deber para con dios. Al principio se muestra complaciente y calmado, pero a medida que ella sigue protestando su voz se hace fría, con un duro asomo de irritación, y repentinamente Áurea empieza a sentirse indigna de su atención. Él le recuerda sus obligaciones para con la sociedad. Delicadamente, le recuerda que las tolvas esperan a aquellos que persisten en querer corromper la equilibrada textura de la vida comunitaria. Entonces sonríe de nuevo, y sus azules ojos se posan en ella y la subyugan, y él dice nuevamente que debe mostrarse valiente e ir. Ella se levanta y se va. Se siente avergonzada de su debilidad.

Mientras se aleja de Louisville con el descensor, la fascinación emanada de su tío desaparece y su indignación resurge. Quizá pueda encontrar a algún otro que la ayude. El futuro se está derrumbando a su alrededor, como torres desmoronándose sobre ella y enterrándola en una nube de polvo color ladrillo. Un terrible viento provinente del mañana hace vacilar los altos edificios. Regresa al dormitorio y cambia sus ropas. Cambia también su equipo hormonal. Una o dos gotas de un fluido dorado, que se deslizan hasta las misteriosas profundidades del mecanismo femenino. Ahora viste una malla iridiscente que deja visibles intermitentemente sus senos, sus muslos y su vientre, y exhala un olor de sensualidad destilada. Notifica al terminal de datos que solicita una entrevista privada con Siegmund Kluver de Shanghai. Pasea arriba y abajo por el dormitorio mientras espera. Uno de los jóvenes esposos que hay allí se acerca a ella, con los ojos brillantes. La toma de las caderas y señala hacia una de las plataformas de descanso.

—Lo siento —murmura ella—. Tengo que salir.

Se permiten algunas negativas. El joven se encoge de hombros y se aparta, haciendo una pausa para dirigirle una mirada llena de frustrados reproches. Ocho minutos más tarde llega la respuesta de que Siegmund consiente en reunirse con ella en uno de los cubículos de citas en la planta 790. Ella sube hasta allá.

El rostro de él es hermético, y una agenda de trabajo crea un bulto prominente en su bolsillo de pecho. Parece contrariado e impaciente.

—¿Por qué me has hecho interrumpir mi trabajo? —pregunta.

—Tú sabes que Memnon y yo hemos sido…

—Sí, por supuesto —su tono es brusco—. Mamelón y yo lamentaremos perder unos amigos como vosotros.

Áurea intenta asumir una actitud provocativa. Sabe que no puede ganarse a Siegmund simplemente ofreciéndosele; no es hombre que se deje influenciar fácilmente. Los cuerpos son fácilmente obtenibles aquí, mientras que las oportunidades profesionales son pocas y están muy disputadas. Sus armas son triviales. Presiente el rechazo que va a surgir de ¿un momento a otro. Pero quizá consiga atraerse la influencia de Siegmund. Quizá pueda conseguir que lamente su partida de modo que se decida a ayudarles. Susurra:

—Haz algo para que no tengamos que irnos, Siegmund.—¿Cómo puedo yo…?

—Tú tienes contactos. Cambia el programa tan sólo un poco. Apoya nuestra apelación. Estas ascendiendo en el edificio. Tienes amigos bien situados. Puedes hacerlo.

—¡Nadie puede hacer nada semejante.

—Por favor, Siegmund. —Se acerca a él, echando hacia atrás los hombros. Inútil. ¿Cómo puede convencerlo con dos turgencias de carne rosada emergiendo por entre las mallas? Se humedece los labios, frunce los ojos. Demasiado teatral. Él se va a echar a reír. Roncamente, dice—: ¿No quieres que me quede? ¿No quieres divertirte un poco conmigo? Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa si nos ayudas a borrarnos de esa lista. Cualquier cosa —con el rostro encendido, las aletas de su nariz palpitantes, ofreciendo la promesa de inigualables delicias eróticas, brindándole cosas aún no inventadas.

Observa una momentánea sonrisa en el rostro de él, y se da cuenta de que ha fracasado; Siegmund se siente divertido, no tentado, por su audacia. Su rostro se contrae. Da media vuelta.

—No me deseas —murmura.

—¡Áurea, por favor! Estás pidiendo algo imposible. —La retiene por los hombros y la atrae hacia él. Sus manos se deslizan bajo la malla y acarician su carne. Ella sabe que no es una manifestación de su deseo, sino tan sólo un intento de consolarla. Él añade—: Si hubiera alguna manera en que pudiera arreglar las cosas para vosotros, lo haría. Pero lo único que conseguiría sería que todos nosotros fuéramos a parar a las tolvas. —Ella se siente excitada pese a su voluntad. Pero no, no quiere, de esta manera no. Intenta liberarse con un movimiento de caderas. El abrazo se relaja y él se aparta ligeramente. Ella se gira, envarada.

—No —dice, y entonces se da cuenta de lo desesperado de su intento, y se gira de nuevo y se deja tomar por él, ya que sabe que no tiene ninguna otra posibilidad.


—Siegmund me ha explicado lo que ha ocurrido hoy —dice Memnon—. Y he sabido también lo de tu tío. Tienes que parar esto, Áurea.

—Vayamos a las tolvas, Memnon.

—Ven conmigo al consultor. Nunca te había visto actuar así antes.

—Nunca me había sentido tan amenazada.

—¿Por qué no aceptas las cosas tal como son? —pregunta él—.Realmente es una gran oportunidad para nosotros.

— No puedo. No puedo —se desmorona de repente, deshecha, rota.

— Cállate — restalla él — . El pensar esteriliza. ¿Quieres animarte un poco?

Ella no hace caso de su reprimenda, por muy razonable que sea. Él pregunta a la computadora; la respuesta es ir al consultor. Suaves y almohadilladas máquinas color naranja la toman apresuradamente de los brazos y la conducen a través de los corredores. En la oficina del consultor es examinada y su metabolismo comprobado. El consultor le saca su historia. Es un hombre de mediana edad, amable, gentil, a veces pareciendo un poco cansado, con un mechón de cabellos blancos colgando sobre su rosada cara. Áurea se pregunta si tras su máscara de amabilidad la estará odiando. Finalmente, el consultor dice:

— Los conflictos esterilizan. Tienes que cumplir con los deberes que |e impone la sociedad, porque de otro modo la sociedad te dará la espalda si tú no juegas el mismo juego que ella. — Y le recomienda un tratamiento.

— No necesito ningún tratamiento — dice ella con voz apagada, pero Memnon lo autoriza y Áurea es llevada afuera—. ¿Adónde me llevan? —pregunta — . ¿Por cuánto tiempo?

— A la planta 780, por unas semanas aproximadamente.

— ¿Con los ingenieros morales?

— Sí — le dicen.

— Allí no. Por favor, allí no.

— Son amables. Curan a todos los que están enfermos.

— Van a cambiarme.

— Te mejorarán. Vamos. Vamos. Vamos.

Durante una semana vive incomunicada en una cámara sellada llena de cálidos y brillantes fluidos. Flota suavemente en una pulsante calma, pensando en la enorme monurb como en un maravilloso pedestal donde ella está sentada. Las imágenes fluyen de su mente y todo se convierte en algo deliciosamente nebuloso. Le hablan a través de terminales auditivos encajados en las paredes de la cámara. Ocasionalmente nota un Ojo observándola a través de un objetivo óptico situado sobre ella. Están drenando de su interior las tensiones y resistencias. Al octavo día Memnon viene hacia ella. Abren la cámara y ella se encuentra de pronto desnuda y chorreante, con gotas de fluido brillando y deslizándose por su cuerpo. La cámara está llena de hombres extraños. Todos ellos van vestidos; es como un sueno hallarse desnuda ante ellos, pero en realidad, no le preocupa. Sus senos están henchidos, su vientre es plano, ¿de qué debería avergonzarse? Terminales mecánicos la secan y la visten. Memnon la toma de la mano. Áurea sonríe sin cesar. —Te quiero —le dice en voz baja a Memnon.

—Dios bendiga —dice él—. Te he echado tanto de menos.

Ha llegado el día, y Áurea ya se ha despedido de todo el mundo. Ha tenido dos meses para decir adiós, primero a su familia, luego a sus amigos en su propio pueblo, luego a los otros que viven también en Chicago, y finalmente a Siegmund y Mamelón Kluver, sus únicos amigos más allá de su ciudad natal. Ha revivido su pasado en un amplio vistazo. Ha visitado de nuevo el hogar de sus padres y la antigua escuela, y ha dado una vuelta por toda la monurb, como un visitante venido de fuera, y por última vez en su vida ha visto la planta de energía y el núcleo de servicios y las estaciones de reconversión.

Mientras tanto, Memnon ha estado también atareado. Cada noche informa a Áurea de las tareas realizadas durante el día. Los 5.202 ciudadanos de la Monada Urbana 116 que han sido escogidos para ser trasladados a la nueva estructura han elegido doce delegados para formar el comité de la Monurb 158, y Memnon es uno de los doce. Es un gran honor. Noche tras noche, los delegados se reúnen en conexión simultánea a través de multipantallas con todos los demás delegados de Chipitts para planificar las estructuras sociales del nuevo edificio que van a compartir. Ha quedado decidido, le cuenta Memnon, que haya cincuenta ciudades de veinte plantas cada una, y que el nombre de las ciudades no sea elegido de los nombres de las desaparecidas ciudades de la antigua Tierra, como es costumbre general, sino de los nombres de distinguidas personalidades del pasado: Newton, Einstein, Platón, Galileo, y así. Memnon tendrá la responsabilidad de todo un sector de ingeniería dedicado a la difusión del calor. Su tarea será un trabajo más administrativo que técnico, y por ello Áurea y él vivirán en Newton, la ciudad más alta.

Memnon se mueve y vibra al son de su creciente importancia. Está esperando con impaciencia la hora en que llegue el traslado.

—Vamos a ser gente realmente importante —le dice exultante a Áurea—. Y en diez o quince años seremos figuras legendarias en la 158. Los primeros pobladores. Los fundadores, los pioneros. En otro siglo o así, se escribirán baladas sobre nosotros.

—Y yo no queriendo ir —dice suavemente Áurea—. ¡Qué extraño me resulta ahora pensar en mí misma actuando de ese modo!

—Es un error reaccionar por el miedo antes de que uno perciba la realidad de las cosas —responde Memnon—. Los antiguos pensaban que sería una calamidad el que existieran más de 5.000.000.000 de almas en el mundo. ¡Hoy somos más de quince veces esa cantidad, y fíjate en lo felices que somos!

—Sí. Muy felices. Y siempre seremos felices, Memnon.

Finalmente llega la señal. Las máquinas aguardan en la puerta para recogerlos. Memnon señala la caja que contiene sus escasas pertenencias. Áurea está radiante. Da una última mirada al dormitorio, dándose cuenta por primera vez con asombro de lo atiborrado que está, el hacinamiento de tantas parejas en tan poco espacio. Tendremos nuestro propio hogar privado en la 158, se recuerda a sí misma.

Los miembros del dormitorio que no se marchan forman una hilera y ofrecen a Memnon y Áurea su última despedida.

Memnon sigue a las máquinas hacia afuera, y Áurea sigue a Memnon. Suben hasta el área de aterrizaje en la planta mil. Hace ya más de una hora que ha amanecido, y el brillante sol de verano hace destellar con explosiones de cegadora luz las inmensas torres de Chipitts. La operación de traslado ya ha comenzado: naves rápidas capaces de transportar cada una de ellas cien pasajeros pasarán todo el día haciendo viajes constantes entre las Monurbs 116 y 158.

—Vamos a dejar este lugar —dice Memnon—. Empezamos una nueva vida. ¡Dios bendiga!

—¡Dios bendiga! —grita Áurea.

Entran en la nave y ésta despega inmediatamente. Los pioneros de la Monurb 158 contienen el aliento a medida que van viendo, por primera vez, cómo es realmente su mundo visto desde arriba. Las torres son realmente hermosas, piensa Áurea. Resplandecen. Se extienden, lejos y más lejos, cincuenta y una de ellas, como una corona de erguidas lanzas clavadas en un inmenso prado verde. Se siente realmente feliz. Memnon une sus manos con las de ella. Áurea se pregunta cómo ha podido llegar a tener miedo de un día como éste. Desearía poder pedirle perdón a todo el universo por su locura.

Suelta una de sus manos y la apoya en la ligera curva que empieza a tomar su vientre. Una vida nueva eclosionará muy pronto de ella. A cada momento las células se dividen y crecen. Fue concebida la noche en que el consultor le dio el alta definitiva. Realmente, los conflictos esterilizan. Ahora el veneno de la actitud negativa ha sido extirpado de ella; está preparada para cumplir con su verdadero destino de mujer.

—Va a ser tan diferente —le dice a Memnon— el vivir en un edificio vacío. ¡Tan sólo 250.000 personas! ¿Cuánto tiempo necesitaremos para llenarlo?

—Doce o trece años —responde él—. Tendremos pocas defunciones, puesto que todos nosotros somos jóvenes. Y cantidad de nacimientos.

Ella se echa a reír.

—Estupendo. No me gusta una casa vacía.

—Estamos girando ahora hacia el sudeste —dice la voz de la nave—, y para aquellos que deseen verla, ésta es la última oportunidad de echarle una ojeada a la Monurb 116.

Algunos pasajeros se giran para mirar. Áurea no se molesta en hacerlo. La Monurb 116 ha dejado de concernirle.

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