CAPÍTULO TERCERO

Esta noche tocan en Roma, en el nuevo centro sónico en el 530° nivel. Dillon Chrimes hace semanas que no ha subido tan alto en el edificio. Últimamente, él y su grupo han estado en las partes bajas: Reykjavik, Praga, Varsovia, abajo entre los mugros. Bueno, ellos tienen también derecho a un poco de diversión. Dillon vive en San Francisco, no demasiado reluciente tampoco: la planta 370, el corazón del ghetto cultural. Pero eso no le preocupa. No se siente desprovisto de variedad. No deja de viajar en todo el año, desde lo más profundo hasta la mismísima cima, y es tan sólo una anomalía estadística el que últimamente no hayan subido más arriba. Es probable que el próximo mes vayan a Shanghai, Chicago, Edimburgo. Con todos aquellos sofisticados encantos aguardándoles tras el espectáculo.

Dillon tiene diecisiete años. Es más bajo que la media, con sedosos cabellos rubios que le llegan hasta los hombros. Un pedacito del viejo Orfeo tradicional. Tiene ojos azules. Le gusta mirárselos en el círculo de poliespejos, viendo intersectarse las glaciales esferas. Marido feliz, con tres dichosos hijos, dios bendiga. El nombre de su esposa es Electra. Pinta tapices psicodélicos. Algunas veces le acompaña cuando se halla de gira con el grupo, pero no a menudo. No ahora. Sólo ha conocido a otra mujer que le guste tanto. En el refinado Shanghai, la esposa de un cabezagrande a las mismas puertas de Louisville. Su nombre es Mamelón Kluver. Las otras chicas de la monurb son tan sólo para pasar el rato, pero Mamelón conecta. Nunca le ha hablado de ella a Electra. Los celos esterilizan.

Toca el vibrastar en un grupo cósmico. Esto lo valora personalmente. «Soy único, como una escultura fluida», se vanagloria a veces. Actualmente hay otro hombre que toca el vibrastar en el edificio. Pero ser uno de un total de dos es un decente logro. Hay sólo dos grupos cósmicos en la Monurb 116; el edificio no puede permitirse realmente tener muchas redundancias en sus diversiones. Dillon no tiene en muy alto concepto al grupo rival, aunque su opinión está basada en prejuicios más que objetividad… tan sólo ha tenido oportunidad de oírlos en tres ocasiones. Se ha hablado algunas veces de que ambos grupos podrían tocar juntos en un superconcierto maratoniano, quizá en Louisville, pero nadie se lo ha tomado nunca muy en serio. De todos modos, ambos grupos tienen sus propias actuaciones programadas, ascendiendo y descendiendo a través de la monurb según los dictados de las corrientes espirituales. El contrato habitual es de cinco noches en una ciudad. Esto permite que todos los aficionados de dicha ciudad, Bombay por ejemplo, puedan acudir a oírles dentro de la misma semana, dando así ocasión de discutir entre ellos sobre el tema y contrastar impresiones. A este ritmo, y teniendo en cuenta las noches de descanso, teóricamente pueden hacer una gira por todo el edificio en unos seis meses. Pero a veces los contratos son prorrogados. Los niveles inferiores necesitan un incremento de pan y circo, así que el grupo tiene que quedarse catorce noches en Varsovia. Los niveles superiores, por su parte, necesitan igualmente un laxante psíquico del mismo tipo: doce noches en Chicago, quizá. O el propio grupo es quien necesita un poco de descanso, o sus instrumentos un reglaje y ajuste general… una pausa de dos o más semanas. Todos estos factores son los que hacen que existan dos grupos recorriendo la monurb, si es que cada ciudad quiere tener al menos una vez al año la oportunidad de presenciar un show cósmico. En la actualidad, piensa Dillon, el otro grupo se halla actuando en Boston por tercera semana consecutiva. Debe haber por allí algún tipo de problema en las relaciones sexuales o algo parecido.

Se despierta al mediodía. Electra se halla lealmente acostada a su lado; los chicos están ya en la escuela, excepto el más pequeño, que se agita y balbucea en su alvéolo de mantenimiento. Los artistas y los músicos pueden escoger sus propios horarios. Los labios de Electra se posan en los suyos. Una cascada de llameantes cabellos cae sobre su rostro. Las manos de ella recorren su espalda, errantes, acariciadoras. Las yemas de sus dedos cosquillean su piel.

—¿Me quieres? —canturrea—. ¿No me quieres? ¿Me quieres? ¿No me quieres?

—Eres una bruja medieval.

—Y tú eres tan hermoso mientras duermes, Dill. Tus largos cabellos. Tu piel suave. Como una chica. Me siento lesbiana.

—¿De verás? —el ríe—. ¡Entonces, tómame! —Aprieta sus brazos contra sus costados y contrae el pecho, mostrando dos imitaciones de senos—. Adelante —dice roncamente—. Esta es tu oportunidad.—¡Tonto! ¡Basta!

—Creía que yo era tan hermoso como una chica.

—Tus caderas son demasiado estrechas —dice ella. Pero aquél no es momento para el sexo. Nunca acostumbran a hacer el amor a aquella hora del día, y menos antes de una actuación. Y además el ambiente no es el correcto: demasiado alegre, demasiado juguetón. Ella salta de la plataforma de descanso y la deshincha con un talonazo sobre el pedal antes de que él pueda salirse. Un soplo de aire. Éste es el ambiente: presexual, infantil, Dillon la contempla mientras ella se aleja danzando hacia el baño. El bebé empieza a lanzar grititos. Dillon lo observa por encima de su hombro.

—¡Dios bendiga, dios bendiga, dios bendiga! —canta, primero con voz de bajo, luego ascendiendo hasta un falsete. Qué feliz vida, piensa. Qué hermosa puede ser la existencia.

—¿Quieres fumar algo? —pregunta Electra, mientras se viste, ciñendo su pecho con una banda transparente. Dillon está contento de que haya dejado de amamantar al bebé; el alimentar naturalmente a los niños es algo tremendamente emocionante, de acuerdo, pero aquellas manchas de un blanco sucio por todas partes le molestaban. Otro prejuicio que hay que erradicar. ¿Es algo tan fastidioso como eso? A Electra le gusta dar el pecho al niño. Incluso ahora que ya no tiene leche todavía le deja chupar su pezón, diciendo que aunque no extraiga nada esto le proporciona placer al bebé… aunque Dillon sabe que es ella quien obtiene la mayor parte del mismo. Pero no le importa.

—¿Vas a pintar hoy? —pregunta.

—Esta noche. Mientras tú actúes.

—No has trabajado mucho últimamente.

—Las vibraciones no eran adecuadas.

Éste es su idioma particular. Para practicar su arte debe sentirse en consonancia con la tierra. Las vibraciones emitidas por el núcleo del planeta deben empapar su cuerpo, traspasarlo de parte a parte, llegar hasta lo más íntimo, y fluir luego por las aberturas de sus pezones. Y arrastrarla con ellas. Las imágenes surgirán entonces de su ardiente y distendido cuerpo al ritmo de la rotación del planeta. Eso al menos es lo que ella dice; Dillon nunca se atreverá a poner en duda el proceso de creación de un artista, principalmente si esta arista es su esposa. Además, admira su obra. Hubiera sido una locura casarse con alguna otra componente del grupo cósmico, y sin embargo estuvo a punto de hacerlo cuando tenía once años. Con una chica que tocaba el arpa cometaria. Ahora estaría viudo… ella había terminado en las tolvas. ¡Las tolvas! En qué clase de neuro se había convertido. Y había arrastrado con ella a un perfectamente maravilloso encantador, Peregrun Connelly. Hubiera podido ser yo. Hubiera podido ser yo. Nunca os caséis con alguien que practique vuestro mismo arte, muchachos; es algo que roza la blasfemia.

—¿No fumar? —pregunta Electra. Últimamente ha estado estudiando lenguas antiguas—. ¿Por qué?

—Esta noche trabajo. Desperdiciaré fluido galáctico si me abandono demasiado pronto.

—¿Te molesta si yo lo hago?

—En absoluto, por favor.

Ella toma un porro, pellizcando la punta con un experto movimiento de uñas. Muy pronto su rostro enrojece, sus pupilas se dilatan. Una de sus más loables cualidades es la facilidad con que se desenvuelve. Sopla volutas de humo hacia el bebé, que gorjea alegremente, mientras el alvéolo zumba solemnemente al tiempo que purifica la atmósfera alrededor del niño.

¡Grazie mille, mama! —dice Electra, usando las ventriloquia— ¡E molto bello! ¡E delicioso! ¡ Was fur shanes Wetter! ¡Quella gioia! — baila en torno a la estancia, cantando fragmentos de exclamaciones en extrañas lenguas, y se deja caer, riendo, en la deshinchada plataforma de descanso. Su rizada túnica se levanta; Dillon se siente tentado pese a su resolución, pero se domina y se contenta con enviarle un beso desde lejos. Como captando las fases de su proceso mental, ella tira castamente de su túnica y la baja. Dillon conecta la pantalla, seleccionado el canal abstracto, y los motivos de color danzan en la pared.

—Te quiero —dice—. ¿Puedo comer algo?

Ella le prepara algo. Luego se marcha, diciendo que tiene concertada una visita con el santificador aquella tarde. En el fondo Dillon se siente contento de quedarse solo, pues en estos momentos la vitalidad de ella es demasiado fuerte para él. Necesita deslizarse lentamente en el ambiente del concierto, lo cual requiere algunas concesiones espartanas por su parte. Cuando ella se ha ido, programa en el terminal oscilaciones reverberantes y, mientras los resonantes tonos se introducen en su cráneo, se sumerge suavemente en la atmósfera mental apropiada. El bebé, mientras tanto, permanece en su alvéolo, alegre y perfectamente atendido. Dillon no se preocupa en absoluto cuando, a las 1600 horas, tiene que dejarlo solo para irse a Roma para el concierto de la noche: el alvéolo de mantenimiento cuidará perfectamente de él.

El ascensor lo proyecta 160 plantas más arriba. Cuando sale de él, se halla en Roma. Corredores atestados, rostros adustos, Las gentes de aquí son en su mayor parte burócratas menores, el escalón intermedio de funcionarios fracasados, aquellos que nunca irán a Louisville salvo para entregar un informe. Ni siquiera son lo suficientemente listos o ambiciosos para trepar hasta Chicago o Shanghai o Edimburgo. Permanecerán toda su vida en esta apacible ciudad gris, sumergidos en un sagrado éxtasis, realizando un deshumanizado trabajo que cualquier computadora realizaría cuarenta veces mejor. Dillon siente una piedad cósmica para cualquiera que no sea un artista, pero la piedad que siente hacia los habitantes de Roma es mucho mayor. Porque no son nada. Porque no pueden utilizar ni sus cerebros ni sus músculos. Mentes inválidas; cerebros andantes; buenos para las tolvas. Un romano le empuja inadvertidamente mientras permanece de pie junto a la puerta del ascensor, pensando en todo aquello. Un hombre de unos cuarenta años, con su vacía mente fluyendo por sus ojos. Un muerto andante. Un muerto apresurado.

—Perdón —murmura el hombre, sin detener su marcha.

—¡La verdad! —grita Dillon tras él—. ¡El amor! ¡Levantaos! ¡Tomad! —Se echa a reír. ¿Pero para qué sirve aquello? El romano ni siquiera le ha oído. Aparecen otros por el corredor, apresurándose, todos iguales, con sus cuerpos absorbiendo las últimas vibraciones de las exclamaciones de Dillon. ¡La verdad! ¡El amor! —El sonido queda apagado, amortiguado, ahogado. Está bien. Yo os haré vibrar esta noche, murmura silenciosamente. Yo os conduciré fuera de vuestras miserables mentes, y me amaréis por ello. ¡Si tan sólo pudiera inflamar vuestros cerebros! ¡Si tan sólo pudiera encender vuestras almas!

Piensa en Orfeo. Me despedazarían, se dice, si realmente pudiera comunicarme con ellos.

Se dirige paseando hacia el centro sónico.

Haciendo un alto a mitad del camino del auditorio, un cruce de corredores, Dillon se da cuenta repentinamente, en una estática conciencia, del esplendor de la monurb. Es una frenética aparición: la ve como un mástil suspendido entre el cielo y la tierra. Y él se halla ahora casi en su mismo centro, con algo más de quinientas plantas sobre su cabeza, un poco menos de quinientas plantas bajo sus pies. Y la gente moviéndose a su alrededor, copulando, comiendo, dando a luz, realizando un millón de benditas cosas, cada uno de los 800 mil y algo más que describen su propia órbita. Dillon ama el edificio. Se da cuenta de que podría emborracharse con la multiplicidad de todas aquellas vidas al igual que otros se remontan con drogas. Yacer en el ecuador, beber el divino equilibrio… ¡oh, sí, sí! Porque existe por supuesto un medio de experimentar toda la salvaje complejidad de la monurb en un solo destello de información. Nunca antes lo ha intentado; fuma de tanto en tanto, pero siempre se ha mantenido lejos de las drogas más elaboradas, aquellas que abren la mente de uno a todas las cosas que pueden penetrar en ella. Ahora sin embargo, aquí, en medio de la monurb, se da cuenta de pronto de que es la noche en que debe probar el multiplexor. Tras la actuación. Tomar una píldora, y dejar que se derrumben todas las barreras mentales, dejar que toda la inmensidad de la Monada Urbana 116 se interpenetre con su conciencia. Sí. Irá a la planta 500 para hacerlo. Si la actuación tiene éxito. Hará su ronda nocturna por Bombay. Claro que quizá fuera preferible quedarse en la ciudad donde debe celebrarse el concierto de esta noche, pero Roma termina en la planta 521, y él debe alcanzar la 500. Para conseguir la mística simetría de la experiencia. Aunque esto también sea inexacto. ¿Dónde se halla el auténtico punto medio de un edificio de un millar de plantas? En algún lugar entre la 499 y la 500, ¿no? Pero la planta 500 servirá. Hay que aprender a vivir en la aproximación.

Entra en el centro sónico.

Es un magnífico auditorio, de tres plantas de altura, con un escenario en forma de hongo en el centro y las gradas formando círculos concéntricos a su alrededor. Globos luminosos errantes en el aire. Miles de altavoces en las ornamentadas bóvedas, llenas de alvéolos y hendiduras sónicas. Una cálida sala, una buena sala, erigida allí por la divina bondad de Louisville para llevar un poco de alegría a las vidas de aquellos tristes y resecos romanos. No hay otra sala mejor en toda la monurb para un grupo cósmico. Los otros miembros del grupo están ya allí, probando sus instrumentos. El arpa cometaria, el encantador, el buceador orbital, el absortor gravitatorio, el inversor doppler, el domador espectral. El auditorio resuena ya con las vibraciones sonoras y las danzantes manchas de color, y un torbellino de materia impalpable, abstracta e inmanente, está surgiendo del cono central del inversor doppler. Todos le saludan.

—Llegas tarde —dicen. Y—: ¿Por dónde andabas? —Y—: Creíamos que te habías largado.

—Estaba por los corredores, gritándoles mi amor a los romanos — dice él, y todos se echan a reír. Sube al escenario. Su instrumento se halla en el mismo borde, con sus flácidas tramas colgando, su barroca superficie apagada. Una máquina elevadora se halla a su lado, esperando el momento de colocarlo en su lugar. La máquina es la que ha llevado el instrumento hasta el auditorio; podría también ajustado si se le ordenara, pero por supuesto no va a hacerlo. Los músicos tienen la mística costumbre de ajustar personalmente sus instrumentos. Aunque él va a necesitar dos horas para hacerlo, mientras que la máquina podría realizar el mismo trabajo en diez minutos. El personal de mantenimiento y la demás gente mugro y de las clases bajas tienen la misma mística. No es extraño: uno debe luchar constantemente contra su propia obsolescencia si quiere mantener su dignidad y su razón de vivir.

—Por aquí encima —dice Dillon a la máquina.

Delicadamente, esta conduce el vibrastar hasta la toma de energía y hace las conexiones. Dillon no hubiera podido mover nunca el inmenso instrumento. La verdadera misión de la máquina es mover las tres toneladas hasta su emplazamiento, pero ahí termina su trabajo. Dillon coloca sus manos sobre el manipulatrix y siente la energía vibrando a través del teclado. Estupendo.

—Vete —le dice a la máquina, y ésta se aleja deslizándose silenciosamente. Luego acaricia y pulsa los proyectrones del manipulatrix. Es como si lo estuviera ordeñando. Hay un placer sensual en el contacto con la máquina. Un pequeño orgasmo en cada crescendo. Más. Más. Más.

—¡Sintonicemos! —avisa a los demás músicos.

Todos practican los últimos ajustes a sus instrumentos; de lo contrario, la alteración electrónica producida por su entrada podría dañar tanto a los instrumentos como a ellos mismos. Uno tras otro indican con sus cabezas que están preparados, el del absortor gravitatorio el último, y finalmente Dillon puede desembragar. ¡Adelante! La sala se llena de luz. Surgen estrellas de las paredes. La bóveda se cubre de destilantes nebulosas. El es el instrumento básico del grupo, la piedra angular, la base sobre la cual los demás podrán construir sus improvisaciones. Observa el ajuste con ojo experto. Espléndido. Nat, el domador espectral, dice:

—Marte está un poco apagado, Dill.

Dillon busca Marte. Sí. Sí. Le añade un impacto extra de naranja. ¿Y Júpiter? Una brillante esfera de fuego blanco. Venus. Saturno. Y todas las estrellas. Se siente satisfecho de las visuales.

—Y ahora adelante con el sonido —dice.

Sumerge sus manos en el panel de control. De las profundidades de los reproductores de sonido surge un suave lamento de voz neutra. La música de las esferas. Empieza a darle un toque de color, incrementando su volumen galáctico, acordándolo con el tono e intensidad de la luminosidad estelar. Luego, con un golpe seco sobre los proyectrones, introduce los sonidos planetarios. Saturno silba como un agitar de afilados puñales. Júpiter retumba.

—¿Qué tal? —grita—. ¿Cómo marcha la intensidad?

—Sube un poco los asteroides, Dill —dice Sophro, el buceador orbital. Obedece, y Sophro asiente con la cabeza, en trance, con sus mejillas temblando de placer.

Tras media hora de pruebas preliminares Dillon ha terminado con los ajustes primarios. Pero esta es tan sólo su parte de solista. Ahora hay que coordinarla con los demás. Un trabajo difícil, delicado: lograr una completa reciprocidad con todos los demás instrumentos, uno por uno, hasta lograr una perfecta trama de interrelaciones, una comunión heptagonal. Una tarea difícil ya que, debido al Efecto Heisenberg, la entrada de cada nuevo instrumento requiere toda una nueva gama de ajustes y reglajes. El cambio de un solo factor significa el cambio de todo el conjunto, y hay que ir haciendo nuevos ajustes una vez, y otra vez, y otra vez. Empieza con el domador espectral. Sencillo. Dillon extrae un racimo de cometas y Nat los modula agradablemente en soles. Entonces se les une el encantador. Una ligera estridencia inicial, fácilmente corregida. Estupendo. Luego el absortor gravitatorio. Sin problemas. Ahora el arpa cometaria. ¡Cras! ¡Cras! Los receptores se enturbian y todo el conjunto se desajusta. Dillon y el encantador tienen que acordarse de nuevo separadamente, unirse, y dejar que el arpa cometaria entre de nuevo. Esta vez la cosa funciona. Amplios arcos sonoros se curvan bajo la bóveda. Entonces el buceador orbital. Durante quince interminables minutos, el equilibrio oscila locamente. Dillon espera que el conjunto se derrumbe de un momento a otro, pero no, se mantiene, y finalmente alcanza un nivel de estabilidad. Y entonces entra el más difícil de todos ellos el inversor doppler, que está clasificado como un instrumento doble debido a que no solamente actúa en el plano visual y audio, sino que es también generador y no tan sólo modulador de las frecuencias emitidas por los demás, lo cual hace que a veces entre en fase consigo mismo. Casi consiguen la fusión. Pero entonces el arpa cometaria se pierde. Lanza un sonido quejumbroso y se corta en seco. Retroceden dos pasos y comienzan de nuevo. El equilibrio es precario, y amenaza con romperse en cualquier momento. Hace apenas cinco años los grupos cósmicos estaban formados tan sólo por cinco instrumentos; era demasiado difícil acordar ninguno más. Algo parecido a añadir un cuarto actor a una tragedia griega: una proeza técnicamente imposible, o al menos eso es lo que pretendía Esquilo. Ahora es posible acordar razonablemente bien hasta seis instrumentos, y un séptimo con mucho esfuerzo, conectando el circuito con el complejo computador de Edimburgo, aunque es un trabajo alucinante el conseguir sincronizarlos todos. Dillon gesticula locamente con su hombro izquierdo, animando al inversor doppler a unírseles.

—Ven, ven, ven, ¡ven! —y esta vez lo consiguen.

—Lancémonos ahora de lleno —canta Nat en voz alta—. A fondo. Danos el tono, maestro.

Dillon se inclina adelante y empuña los proyectrones. Les transmite su energía. Siente un estremecimiento sensual; los pulsadores se le aparecen repentinamente como las redondeces de las nalgas de Electra bajo sus manos. Sonríe ante esta sensación. Firmes, suaves, fríos. ¡Adelante, a fondo! Y lanza todo el universo en un estallido de luz y de sonido. La sala se inunda de imágenes. Las estrellas saltan y se entrecruzan y se unen. El hombre del encantador pulsa sus sónicos y entra de lleno, aumentando, multiplicando, intensificando, hasta hacer retemblar toda la monurb. El arpa cometaria se desliza en vertiginosos contrapuntos de estridentes y sincopados arabescos, proponiendo a Dillon un nuevo esquema de constelaciones. El buceador orbital, inactivo hasta entonces, se sumerge bruscamente en el momento más inesperado, y los diales giran locamente en todos los paneles de control, pero su entrada es tan devastadora que Dillon le aplaude interiormente. Con suavidad, el absortor gravitatorio absorbe el tono. Luego entra en juego el inversor doppler, proyectando su propio esquema luminoso, con chisporroteos y hervores durante unos treinta segundos antes de que el domador espectral lo capture y juegue con él y entonces los siete instrumentos participan en la improvisación, cada uno de ellos intentando empujar a los demás todavía más lejos, lanzando su amasijo de señales con tanta intensidad que seguramente deben ser visibles desde Boshwash hasta Sansan.

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto! —grita Nat—. ¡No nos vaciemos! ¡Muchachos, no nos vaciemos!

Y cortan bruscamente su impulso y descienden lentamente, y se sientan silenciosamente, sudorosos, con los nervios en tensión. Es doloroso apartarse de tanta belleza. Pero Nat tiene razón: no deben desgastarse inútilmente antes del concierto.

Comen frugalmente, en el mismo escenario. Ninguno de ellos tiene demasiada hambre. Por supuesto, los instrumentos no son ni desconectados ni desajustados. Sería una locura romper la sincronía tras haber trabajado tan duro para conseguirla. Ocasionalmente, alguno de los instrumentos, sobrecargándose, emite por sí mismo una mancha de luz o un agudo sonido. Tocarían por sí mismos si les dejásemos, piensa Dillon. Qué ironía si ellos pudieran permanecer sentados allí, sin hacer nada, mientras los instrumentos, auto programados, daban el concierto. Quizá ocurrieran cosas realmente sorprendentes. La mentalidad de la máquina. Por otro lado, sería infernalmente frustrante descubrir que uno es en el fondo superfluo. Qué frágil es nuestro prestigio. Hoy somos artistas consagrados, pero si el secreto se difunde, mañana nos veremos empujados como chatarra hacia los mugros que pueblan Reykjavik.

El público empieza a llegar a las 1945. Son todos viejos; para el estreno en Roma, las invitaciones han sido distribuidas según la edad, y los menores de veinte años se han quedado fuera. Dillon, en mitad del escenario, no intenta ocultar su desprecio hacia aquella gente gris y flácida que se va sentando dispersamente a su alrededor. ¿Les alcanzará realmente la música? ¿Acaso hay algo que pueda alcanzarles? ¿O bien permanecerán sentados pasivamente, sin intentar entrar en el concierto? Pensando en hacer más niños. Ignorando a los exaltados artistas; con sus gordas posaderas cómodamente descansando en un buen asiento, sin ver nada de los fuegos artificiales dirigidos a ellos. Os proyectaremos todo el universo, y vosotros no lo captaréis. ¿Acaso porque sois viejos? ¿Qué puede sentir una gordezuela madre de varios hijos, de treinta y tres años de edad, ante el empuje de un show cósmico? No, no es la edad. En las ciudades más sofisticadas no hay ningún problema con la respuesta del auditorio, sea joven o viejo. No, es un problema de actitud básica en relación con el mundo del arte. En las profundidades del edificio, los mugros responden con sus ojos, sus entrañas… Se sienten fascinados por las luces de colores y los alucinantes sonidos, o se muestran desconcertados y hostiles, pero nunca indiferentes. En los niveles superiores, donde el usar la inteligencia está no tan sólo permitido sino también estimulado, penetran activamente en el espectáculo, sabiendo que cuanto más aporten más recibirán a cambio. ¿Y el mayor objetivo de la vida no es extraer las mayores percepciones sensoriales posibles de los acontecimientos con los que uno se enfrenta? ¿Existe acaso alguna otra cosa? Pero aquí, aquí, en los niveles intermedios, todas las respuestas son apagadas. Muertos andantes. Para ellos lo más importante es estar presente en el auditorio, no dejar que otro utilice su entrada, quedándose ellos fuera. El espectáculo en sí no tiene importancia. Es tan sólo algo de ruido y luces, unos chicos locos de San Francisco que hacen cosas raras en el escenario. A eso es a lo que vienen estos romanos, con su sesera desconectada de todo lo que no sea ellos mismos. ¿Qué clase de broma es esa, romanos? La auténtica Roma no era así, por supuesto. Llamarle a esta ciudad Roma es un crimen contra la historia. Dillon les mira ceñudamente. Luego, desenfocando sus ojos, los borra deliberadamente de su alrededor; se niega a ver sus flácidas y grises caras, temiendo que puedan pervertir su inspiración. Está aquí para dar. Aunque ellos no sean capaces de tomar nada de lo que se les ofrezca.

—Adelante, muchachos —murmura Nat—. ¿Estás preparado, Dill?

Está preparado. Levanta sus manos para un virtuoso arranque, y las abate sobre los proyectrones. ¡La vieja sensación de estallido! La luna y el sol y los planetas y las estrellas surgen tempestuosamente de su instrumento. Todo el centelleante universo hace irrupción en la sala. No se atreve a mirar al público. ¿Se balancean? ¿Se humedecen o mordisquean sus gruesos labios inferiores? Venid, venid, ¡venid! Sus compañeros, sintiendo su especial estado de ánimo, le dejan ejecutar un solo de introducción. Las furias revolotean por su cerebro. Golpea el manipulatrix. ¡Plutón! ¡Saturno! ¡Betelgeuse! ¡Deneb! Mirad, todos vosotros que estáis sentados, gentes que desperdiciaréis todas vuestras vidas encerrados en el interior de un único edificio; mirad todas las estrellas en una única exaltante impulsión. ¿Quién ha dicho que nunca podía empezarse con un clímax? El consumo de energía debe ser inmenso; las luces deben brillar hasta Chicago. ¿Y qué? ¿Acaso Beethoven se preocupaba por el consumo de energía? Adelante. Adelante. Adelante. Dispersión de estrellas a todo nuestro alrededor. Hagámoslas estremecerse y vibrar. Un eclipse de sol… ¿por qué no? Dejad que la corona se quiebre y estalle. Hagamos que la luna baile. Y aumentemos también la intensidad del sonido, exhalemos una gran nota de pedal que los envuelva en sonido, una gran pica de vibraciones de cincuenta ciclos que los empale sobre sus gordos traseros. Ayudémosles a digerir su cena. Dillon ríe. Lamenta no poder ver su propio rostro en este momento; debe ser algo demoníaco. ¿Y cuándo va a terminar este solo? ¿Qué esperan los otros para entrar? Se está consumiendo, dándose por entero. Pero no le importa agotarse completamente a través de su máquina, excepto por el paranoico temor de que, los demás estén demorándose deliberadamente con el fin de que se queme se desgaste se desmorone por completo más allá de sus fuerzas. El resto de su vida convertido en una babosa inútil, balbuceando balbuceando balbuceando. ¡No yo! Se lanza más allá de todos los límites. ¡Fantástico! Nunca antes había llegado tan lejos. Debe ser la rabia que le inspiran esos estúpidos romanos. Todos ellos inmóviles e insensibles. Pero no importa; lo que cuenta es lo que ocurre dentro de él mismo, su propia realización como artista. Si pudiera aporrear sus cabezas sería mejor, por supuesto. Pero esto es el éxtasis. Todo el universo vibra a su alrededor. Un gigantesco solo. El propio dios debió conocer la misma sensación al realizar su trabajo el primer día. Afiladas agujas de sonido brotan de los altavoces. Un potente crescendo de luz y sonido. Siente la energía surgiendo a su alrededor; está tan eufórico que se nota crecer en lo más íntimo, y se echa hacia atrás en su silla para que este crecimiento sea claramente visible para todo el mundo a través de sus ropas. ¿Alguien ha hecho antes algo semejante, una improvisada sinfonía como aquélla para vibrastar solo? ¡Hola, Bach! ¡Hola, Mick! ¡Hola, Wagner! ¡Adelante! ¡Volvemos todos juntos! Ha alcanzado la cúspide, y empieza a descender, no siendo ya el impetuoso torrente sino un riachuelo más sutil, moteando Júpiter de manchas doradas, cambiando las estrellas a gélidos puntos blancos, reemplazando las rugientes sonoridades con sincopadas frases melódicas. Hace trinar a Saturno: una señal para los demás. ¿Quién ha oído nunca abrir un concierto con una cadenza? Pero todos se unen a él.

Ah, por fin. Aquí están. Suavemente, el inversor doppler improvisa sobre uno de sus temas, captando algo del menguante fervor de los esquemas estelares de Dillon. E inmediatamente el arpa cometaria lo cubre con una sensacional serie de vibrantes tonos que se transmutan inmediatamente en entrecruzados estallidos de luz verde. Es alcanzada por el domador espectral, que los eleva hasta el límite y, con un gemido de placer, los lanza hacia el ultravioleta en un haz de silbantes destellos. El viejo Sophro introduce su buceador orbital, con un pizzicato seguido por un punteado y de nuevo otro pizzicato, en contrapunto con el domador espectral pero de un modo tan sutil que tan sólo alguien del grupo puede apreciar su virtuosismo. Entonces entra el encontador, portentoso, rugiente, enviando sus reverberaciones contra las paredes, empujando el significado de los esquemas tonales y astronómicos hacia una convergencia de una belleza casi insoportable. Esto es lo que estaba esperando el absortor gravitatorio, que rompe toda estabilidad con un maravilloso y alucinante estallido de energía. En este momento Dillon ha recuperado su lugar como coordinador y unificador del grupo, transmitiendo un conjunto melódico aquí, un destello de luces allá, embelleciendo todo lo que surge a su alrededor. Ahora toca en un tono medio. Su febril excitación ha pasado; actuando de un modo puramente mecánico, es más espectador que músico, apreciando tranquilamente las variaciones y divagaciones que producen sus compañeros. Ya no experimenta la necesidad de llamar de nuevo la atención. Puede continuar así, ump, ump, ump, todo el resto de la noche. Pero es imposible; toda la edificación se desmoronaría si él no siguiera proporcionando nuevos datos cada diez o quince minutos. Pero éste es su turno de deslizarse. Uno tras otro, sus compañeros van efectuando su solo. Dillon ya no ve al público. Se balancea, gira, transpira, solloza; acaricia furiosamente los proyectrones; se encierra a sí mismo en un capullo de ardiente luz; hace juegos malabares con las alternancias de luz y oscuridad. Su excitación sexual ha pasado. Se siente calmado en mitad de la tormenta, un auténtico profesional, realizando tranquilo su trabajo. Piensa que este mismo momento de éxtasis le ha ocurrido ya otro día, en otra actuación, aunque quizá se trate de otro hombre. ¿Cuánto tiempo ha durado su solo? Ha perdido el sentido del tiempo. Pero la actuación continúa todavía, y sabe que Nat el metódico sabrá controlar el horario.

Tras su frenética obertura, el concierto se ha vuelto rutinario. El centro de la acción se ha centrado en el inversor doppler, que está ejecutando series de flashes convencionales. Es hermoso, pero parece mecánico, ejecutado muchas veces, carente de espontaneidad. Su sencillez ha contagiado a los demás, y todo el grupo prosigue tocando rutinariamente por quizá veinte minutos, repitiendo los mismos esquemas que entumecen los ganglios y atrofian el alma, hasta que finalmente Nat los despierta espectacularmente con un salvaje grito luminoso que atraviesa el espectro desde algún punto al sur de los infrarrojos hasta tan lejos como lo que podría ser la frecuencia de los rayos X, si alguien pudiera decirlo, y su brusca arrancada no sólo estimula un renacer de la inventiva sino que señala también el final del show. Todos se unen a él en una explosiva improvisación, girando y flotando y derivando, formando una sola entidad con siete cabezas mientras bombardean con montañas de sobrecargas a su flácida y amorfa audiencia. Sí sí sí sí. Uau uau uau uau uau. Flash flash flash flash flash. Oh oh oh oh oh. Ven ven ven ven ven. Dillon se halla en el centro de aquel remate, brillando con destellos púrpura, absorbiendo soles y masticándolos y sintiéndose más realizado que en su gran solo, porque ahora se trata de una obra común, una mezcla, una fusión, y sabe que lo que está sintiendo ahora es la explicación de todo: esta es la finalidad de la vida, esta es la razón de todo. Sintonizar con la belleza, sumergirse directamente en la ardiente fuente de la creación, abrirse y dejar que todo penetre en el interior de uno y darlo también todo, dar dar dar dar

dar

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y terminar. Rematarlo todo. Da el acorde final y corta bruscamente con una impresionante nota, una conjunción planetaria pentagonal y una triple fuga, un último paroxismo que no dura más de diez segundos. Entonces corta el contacto y se produce un muro de silencio de noventa kilómetros de altura. Esta vez lo ha conseguido. Ha vaciado todos los cerebros. Permanece inmóvil, temblando ligeramente, mordiéndose los labios, cegado por las luces, reprimiendo sus deseos de gritar. No se atreve a mirar a sus compañeros del grupo. ¿Cuánto tiempo transcurre en esta situación? ¿Cinco minutos, cinco meses, cinco siglos, cinco milenios? Y, finalmente, la reacción. Un estampido de aplausos. Toda Roma está de pie, aullando, palmeándose las mejillas —el mayor tributo, 4.000 personas extirpándose de sus confortables sillas para palmear sus rostros con sus manos abiertas—, y Dillon se echa a reír a carcajadas, echando hacia atrás su cabeza, levantándose, saludando, señalando con la mano a Nat, Sophro, a todos sus seis compañeros. Por alguna razón, esta noche hemos estado mejor que nunca. Incluso esos romanos se han dado cuenta de ello. ¿Pero por qué motivo se lo han merecido? Quizá ha sido su propia indolencia, piensa Dillon, la que ha extirpado de nosotros lo mejor. Para hacerles vibrar con algo. Y se lo hemos dado. Les hemos vapuleado sus miserables y aburridas mentes.

Los aplausos continúan.

Estupendo. Estupendo. Somos grandes artistas. Ahora tengo que salir de aquí antes de que caiga demasiado bajo.

Nunca se relaciona con el resto del grupo tras una actuación. Todos ellos han descubierto que cuanto menos se vean en sus horas libres, mejor será su colaboración profesional; no existe la amistad entre los miembros del grupo, ni tampoco las relaciones sexuales. Se dan cuenta de que cualquier clase de copulación, homo, hetero y múltiple, sería su muerte: esto queda para terceros. Ellos tienen su música para unirles. Así que se retira silenciosamente. El público se dirige en oleadas hacia las salidas y, sin decirle nada a nadie, Dillon se dirige a la puerta de artistas y huye al nivel inferior. Sus ropas están arrugadas y empapadas de transpiración, húmedas e inconfortables. Hay que hacer aprisa algo al respecto. Yendo por la planta 529 en busca de un descensor, abre la primera puerta de apartamento que encuentra y tropieza con una pareja, dieciséis y diecisiete años, acurrucados frente a la pantalla. Él está desnudo, ella lleva tan sólo caperuzas sobre sus senos, ambos viajan bajo los efectos de una de las drogas más duras, pero esto no impide que le reconozcan.

—¡Dillon Chrimes! —jadea la chica, y su exclamación despierta a dos o tres niños.

—Ah, hola —dice Dillon—. Sólo quiero utilizar el baño, ¿de acuerdo? No quiero molestaros. Ni siquiera quiero hablar, ¿comprendéis? Aún estoy flotando. Se quita sus empapadas ropas y se mete bajo la ducha. Las partículas limpiadoras zumban y murmuran y crepitan contra él. Luego se dedica a sus ropas. La chica se arrastra hacia él. Se ha quitado sus caperuzas; las blancas huellas del metal en su oscilante y rosada carne están adquiriendo rápidamente un tono rojizo. Se arrodilla ante él.

—No —dice él—. No.

—¿No?

—Aquí no puedo.

—¿Pero por qué?

—Sólo quería usar el limpiador. Hedía. Esta noche he de realizar mi ronda nocturna por la planta 500.

Se viste de nuevo; la chica se queda mirándole, atónita, mientras él ajusta sus ropas.

—¿No quieres?. —pregunta.

—No aquí No aquí.

Ella sigue mirándole aún cuando sale del apartamento. Su mirada tiene un aire afligido. Esta noche él tiene que ir al centro del edificio, pero mañana, seguro, volverá a ella y se lo explicará todo. Toma nota del número de la estancia. 52908. Se supone que las rondas nocturnas se realizan siempre al azar, pero le importa un cuerno; le debe aquello. Mañana.

Afuera, se dirige a un distribuidor de éxtasis y solicita su píldora, marcando en la consola su coeficiente metabólico. La máquina realiza los cálculos necesarios y suministra una dosis para cinco horas, ajustada para comenzar su efecto dentro de veinte minutos. La engulle y se dirige al descensor.

Planta 500.

Es lo más semejante al centro que puede conseguir. Una fantasía metafísica, pero, ¿por qué no? No ha agotado su capacidad de entregarse a nuevos juegos. Nosotros los artistas seguimos siendo felices porque nunca dejamos de ser niños. Le quedan quince minutos para el momento. Toma un corredor y va abriendo puertas. En la primera estancia descubre a un hombre, una mujer, otro hombre.

—Perdón —dice, y cierra la puerta.

En el segundo hay tres chicas. Se siente momentáneamente tentado, pero sólo momentáneamente. De todos modos, parecen muy ocupadas entre ellas.

—Perdón, perdón, perdón.

En la tercera estancia hay una pareja de mediana edad; se muestran esperanzados, pero no se queda. La cuarta vez tiene suerte. Una chica de cabello oscuro, sola, ligeramente triste. Obviamente su marido ha salido a su ronda nocturna y nadie ha acudido a ella, un azar estadístico que parece disgustarla. Debe tener unos veinte años, calcula Dillon, observando su estilizada y recta nariz, sus brillantes ojos, sus elegantes senos, su olivácea piel. La piel sobre sus párpados es gruesa, quizá dentro de diez años afeará su rostro, pero ahora le confiere una mirada profunda y sensual. Debe haber permanecido rumiando su soledad durante horas, piensa Dillon, porque su mal humor no se desvanece hasta unos quince segundos después de su entrada; tarda en darse cuenta de que él la ha tomado como punto final de su ronda nocturna.

—Hola —dice él—. ¿Una sonrisa? ¿No quieres sonreír un poquito?

—Te conozco —dice ella—. ¿Del grupo cósmico?

—Dillon Chrimes, sí. El vibrastar. Esta noche hemos actuado en Roma.

—¿Actuado en Roma, y vienes de ronda a Bombay?

—¿Y qué importa? Tengo razones filosóficas. Quiero estar en el centro del edificio, ¿comprendes? O al menos lo más cerca posible de él. No me pidas que te lo explique —mira a su alrededor en la estancia. Seis niños. Uno de ellos, despierto, tiene casi nueve años, y la misma piel olivácea que la mujer. Entonces, su madre no es tan joven como parece a primera vista. Quizá veinticinco años. Dillon no se preocupa por ello. Muy pronto intentará estar en contacto con toda la monurb, con todos sus habitantes, de todas las edades, sexos, condiciones.

—Tengo que decirte que voy a viajar —dice—. Estoy bajo la acción de una multiplexer. Va a empezar a hacer efecto en seis minutos.

Ella apoya la mano sobre sus labios.

—Entonces no tenemos mucho tiempo. Has de estar en mí antes de que despegues.

—¿Es así como funciona?

—¿No lo sabías?

—Nunca lo he intentado antes —confiesa Dillon—. Nunca he tomado multiplexer.

—Yo tampoco. Ni siquiera sabía que se siguieran haciendo multiplexers. Pero he oído lo que se supone que hay que hacer.

Se desviste mientras habla. Sus piernas son sorprendentemente delgadas; cuando están rectas, su cara interna forma unos huecos pronunciados. Existe una leyenda acerca de las chicas construidas así, pero Dillon no consigue recordarla. Se desviste también. La droga está empezando a hacerle efecto unos minutos antes de lo previsto… las paredes empiezan a estremecerse, las luces parecen nebulosas. Extraño. Sin embargo, el hecho es que la dosis ha sido calculada en función de su estado de excitación tras el concierto. Quizá su metabolismo haya variado ligeramente, principalmente en lo que se refiere a la percepción de la luz y el sonido. Bueno, no es grave. Avanza hacia la plataforma de descanso.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta.

—Alma Clune.

—Me gusta como suena. Alma —la abraza. Teme que para ella no vaya a ser una extraordinaria experiencia erótica. Cuando esté completamente bajo los efectos del multiplexer, duda que pueda concentrarse correctamente en las exigencias de ella, y de todos modos el elemento tiempo hace necesario el prescindir de cualquier preámbulo. Pero ella parece darse cuenta. No lastrará su viaje.

—Adelante —dice—. Todo va bien. Ya estoy lo suficientemente estimulada.

Sus labios se buscan; sus cuerpos se abrazan.

—¿Despegas? —pregunta ella.

—Creo que estoy despegando —dice finalmente—. Es como si estuviera con dos chicas a la vez. Percibo ecos.

Tensión. No quiere alcanzar el clímax antes de que la droga haga efecto en él y todavía faltan unos noventa segundos. Todos estos cálculos lo enfrían. Y entonces todo deja de tener importancia.

Yendo y viniendo. Yendo y viniendo. Y de nuevo multiplicándose. Su mente se dilata. La droga lo vuelve psicosensitivo; anula las defensas químicas de su cerebro que bloquean la recepción telepática, de modo que ahora puede percibir las informaciones sensoriales de aquellos que están a su alrededor. Y se amplía cada vez más, momento a momento. En el clímax, se dice, todos los ojos y todos los oídos son los tuyos; pueden captar infinidad de respuestas, eres todo el mundo en todo el edificio. ¿Es cierto? ¿Hay otras mentes entreverándose con la suya? Empieza a creerlo. Nota como el ardiente manto de su alma engloba y absorbe a Alma, y ahora es él y ella a la vez, y cada vez que se sumerge en ella puede sentir también la gruesa daga penetrando en sus propias entrañas. Y esto es sólo el principio. Ahora es también los hijos de Alma. El impúber niño de nueve años. El balbuceante bebé. Es los seis niños y la madre. ¡Qué sencillo es todo! Es la familia de la puerta contigua. Ocho hijos, la madre, un rondador nocturno de la planta 495, Extiende su alcance al nivel superior. Y al inferior. Y a lo largo de los corredores. En una maravillosa multiplicación va tomando posesión de todo el edificio. Estratos de derivantes imágenes le envuelven: 500 plantas por encima de su cabeza, 499 por debajo, y ve la totalidad de las 999 como una columna de estratos horizontales. Pequeñas estrías en una enorme lanza. Con hormigas. Y él es todas las hormigas a la vez. ¿Por qué no lo ha intentado nunca antes? ¡Convertirse en toda una monurb!

Ahora es capaz de abarcar veinte plantas en cada una de las dos direcciones. Y sigue expandiéndose. Prolongando zarcillos en todas direcciones. Apenas comenzando. Mezclando su sustancia con la totalidad del edificio.

Alma está debajo de él, pero sólo uno de sus átomos está pendiente de la mujer. El resto está vagando por los corredores de las ciudades que forman la Monada Urbana 116. Entrando en cada estancia. Parte de él arriba en Boston, parte de él abajo en Londres, y todo él en Roma y Bombay. Centenares de estancias. Miles. Un enjambre de abejas bípedas. Es cincuenta lactantes chillando en tres estancias londinenses. Es dos bostonianos de avanzada edad en su 5.000 congreso sexual. Es un rondador nocturno de trece años, de sangre caliente, rondando la planta 483. Es seis parejas intercambiándose en un dormitorio de Londres. Se prolonga de nuevo, alcanzando San Francisco, luego Nairobi. El proceso se acelera, cada vez más aprisa, cada vez más fácil. La colmena. La vigorosa colmena. Abraza Tokio. Abraza Chicago. Abraza Praga. Toca Shanghai. Toca Viena. Toca Varsovia. Toca Toledo. ¡París! ¡Reykjavik! ¡Louisville! ¡Louisville! La cima, ¡la cima! Ahora es todos los 881.000 habitantes en todas las mil plantas. Su alma se ha distendido hasta el límite. Su cerebro está absorbiendo. Las imágenes van y vienen a través de su mente, flujos de realidad, oleosos jirones de nubes arrastrando rostros, ojos, dedos, sonrisas, lenguas, codos, perfiles, sonidos, texturas. Suavemente, se unen, se engranan, luego se separan. Ahora es todo el mundo y en todos los lugares. ¡Dios bendiga! Por primera vez comprende la naturaleza del delicado organismo que es la sociedad; ve el control y el equilibrio, el sutil juego de los compromisos que mantienen unido el conjunto. Y todo ello es maravillosamente hermoso. Armonizar aquella vasta ciudad formada por muchas otras ciudades es idéntico a acordar el grupo cósmico: todo debe ser ajustado entre sí, cada cosa debe encajar con todo lo demás. El poeta en San Francisco es parte del cargador mugro en Reykjavik. El pequeño arribista ambicioso en Shanghai es parte del plácido fracasado en Roma. ¿Qué quedará de todo esto, se pregunta Dillon, cuando yo aterrice? Su mente es un torbellino. Se ve transportado por miles de otras almas.

Y el acto sexual. Los centenares de miles de transacciones copulatorias que tienen lugar a su alrededor. Pierde su virginidad, y la arrebata al mismo tiempo; se entrega a hombres, mujeres, muchachos, chicas; es agresor y agredido; entra en éxtasis, ofrece placer, recibe placer, solicita placer, niega placer.

Su mente es como un vertiginoso ascensor. ¡Subiendo, subiendo! 501, 502, 503, 504, ¡505!, ¡600!, ¡700!, ¡800!, ¡900! Está ahora en el área de aterrizaje en la cima de la monurb, mirando a la noche. Torres a su alrededor, las monadas vecinas, la 115, 117, 118, todo el conjunto de ellas. Ocasionalmente se ha preguntado cómo será la vida en los restantes edificios que forman la constelación Chipitts. Ahora ya no le importa. Hay tantas maravillas en la 116. Más de 800.000 vidas entrecruzándose. Ha oído algunos de sus amigos decir, en San Francisco, que fue un crimen cambiar así el mundo, apilar de ese modo miles de personas en un único edificio colosal, crear esa vida de colmena. ¡Pero qué equivocados están esos maledicientes! Si tomaran tan sólo un multiplexer y vieran la auténtica perspectiva. Si paladearan la rica complejidad de nuestra existencia vertical. ¡Y ahora abajo! 480, 479, 476, ¡475! Ciudad bajo ciudad. Cada planta albergando un millar de acertijos de pura felicidad. Hola, soy Dillon Chrimes, ¿puedo estar un momento con vosotros? ¿Y con vosotros? ¿Y con vosotros? ¿Y con vosotros? ¿Sois felices? ¿No? ¿Habéis visto ese espléndido mundo en que vivís?

¿Qué? ¿Querríais una estancia mayor? ¿Querríais viajar? ¿No queréis a vuestro hijos? ¿No os gusta vuestro trabajo? ¿Experimentáis un vago e impreciso descontento? Esto es estúpido. Venid conmigo, volad de planta en planta, ¡ved! Deleitaos con ello. Amadlo.

—¿Es realmente tan bueno? —pregunta Alma—.¡Tus ojos están brillando!

—No puedo describirlo —murmura Dillon, planeando, deslizándose por la columna de servicios hasta los niveles más bajos de Reykjavik, remontándose luego de nuevo hasta Louisville, e intersectando simultáneamente cada punto entre la base y la cúspide. Un océano de cálidas mentes. Un crepitar de zumbantes identidades. Se pregunta qué hora debe ser. Se supone que su viaje debe durar cinco horas. Su cuerpo sigue acoplado al de Alma, lo cual le hace suponer que no han transcurrido más de diez o quince minutos, pero puede que haga más tiempo. Las cosas están empezando a hacerse más tangibles ahora. Mientras planea a través del edificio empieza a tocar paredes, suelos, pantallas, rostros, telas. Sospecha que está descendiendo. Pero no. No. Sigue subiendo. La simultaneidad se acrecienta. Se siente inundado por las percepciones. Gente moviéndose, hablando, durmiendo, bailando, copulando, inclinándose, tocando, comiendo, leyendo. Soy todos vosotros. Todos vosotros sois parte de mí. Puede concentrarse agudamente en identidades individuales. Aquí está Electra, aquí está Nat el domador espectral, aquí está Mamelón Kluver, aquí está un inquieto sociocomputador llamado Charles Mattern, aquí está un administrador de Louisville, aquí está. Aquí está. Aquí está. Aquí estoy yo. Todo el bendito edificio.

Oh, qué hermoso lugar. Oh, cómo lo amo. Oh, esta es la realidad. ¡Oh!


Cuando aterriza de nuevo, ve a una mujer de cabello oscuro acurrucada en un rincón de la plataforma de descanso, durmiendo. No puede recordar su nombre. Toca su muslo y ella se despierta, parpadeando.

—Hola —dice—. Buen regreso.

—¿Cuál es tu nombre?

—Alma. Clune. Tus ojos están completamente rojos.

Él asiente. Siente el peso de todo el edificio sobre él: 500 plantas apoyadas sobre su cabeza, 499 plantas presionando bajo sus pies. Ambas fuerzas se unen en un lugar muy preciso cerca de su páncreas. Si no se mueve rápidamente, seguramente sus órganos internos estallarán. Sólo quedan jirones de su viaje. Hilachas dispersas de impresiones oscurecen su mente. Vagamente, recuerda columnas de hormigas emigrando ante sus ojos de nivel en nivel.

Alma se le acerca. Le conforta. Él se desprende de su abrazo y se precipita hacia sus ropas. Un cono de silencio lo aísla. Correrá hacia Electra, piensa, e intentará explicarle dónde ha estado y lo que le ha ocurrido, y entonces quizá pueda llorar y se sienta mejor. Deja a Alma sin siquiera darle las gracias por su hospitalidad y busca un descensor. Sin embargo toma un ascensor y, pretendiendo que es un accidente, se remonta a la planta 530. Se dirige al centro sónico de Roma. Está oscuro. Los instrumentos siguen en el escenario. Calmadamente, se dirige hacia el vibrastar. Lo conecta. Sus ojos están húmedos. Intenta buscar en él algunas imágenes fantasmales de su viaje. Los rostros, las mil plantas. El éxtasis. Oh, qué lugar maravilloso. Oh, cómo lo amo. Oh, ésta es la realidad. ¡Oh! Seguramente ha sentido todo esto. Pero ya no está. Sólo queda un ligero sedimento de duda. Se pregunta a sí mismo. ¿Es así como fue? ¿Es así como debe ser? ¿Es esto lo mejor? Este edificio. Esta enorme colmena. Las manos de Dillon acarician los proyectrones, vibrantes y cálidos; los pulsa al azar y un áspero flujo de colores surge del instrumento. Conecta el audio, y los sonidos le hacen pensar en el crujir de viejos huesos bajo blandas carnes. ¿Qué ha ido mal? Hubiera debido esperar algo así. Uno sube y sube, y luego ha de bajar en picado. ¿Pero por qué hay que bajar en picado? Ya no siente deseos de tocar. A los diez minutos desconecta el vibrastar y sale. Irá andando hasta San Francisco. 160 plantas hacia abajo. No son demasiadas plantas; estará allí antes del amanecer.

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