CAPÍTULO CUARTO

Jasón Quevedo vive en Shanghai, si bien en su extremo: su apartamento se halla en la planta 761, y si viviera tan sólo una planta más abajo estaría en Chicago, que no es lugar para un intelectual. Su esposa Micaela le dice que su bajo status en Shanghai está en relación directa con su trabajo. Micaela es el tipo de esposa que repite con frecuencia esa clase de cosas a su esposo.

Jasón pasa la mayor parte de su tiempo de trabajo abajo en Pittsburgh, donde se hallan los archivos. Es historiador y necesita consultar los documentos, los informes de todo lo ocurrido a través del tiempo. Realiza sus investigaciones en un pequeño, húmedo y frío cubículo en la planta 185 de la monurb, casi en el centro de Pittsburgh. En realidad no necesita trabajar allí, ya que cualquier dato de los archivos podría ser fácilmente transmitido al terminal de datos de su propio apartamento. Pero considera que es asunto de dignidad profesional el poseer una oficina propia donde uno pueda registrar, estudiar y analizar las fuentes de material. Eso fue lo que dijo cuando hizo la petición de que le fuera asignada una oficina personal:

—La tarea de recrear eras anteriores es delicada y compleja, y debe ser realizada bajo circunstancias óptimas o de lo contrario…

La verdad es que si no conseguía una buena razón para escapar cada día de Micaela y sus cinco hijos acabaría neuro. Las frustraciones y humillaciones acumuladas lo empujarían a cometer actos asocíales, algunos quizá violentos. Y es bien sabido que no hay lugar para las gentes asocíales en una monada urbana. Sabe que si en alguna ocasión se deja arrastrar a una conducta blasfema simplemente lo echarán a las tolvas y recuperarán su masa en forma de energía. Es por eso por lo que se muestra prudente.

Es un hombre bajo y afable de ojos verdes y escasos cabellos color arena.—Tu tranquilo aspecto externo es engañoso —le dijo la encantadora Mamelón Kluver con su ronca voz en una fiesta, el verano pasado—. Tu tipo es el de un volcán dormido. De pronto estalla brutalmente, apasionadamente. Piensa que quizá tenga razón. Teme esta posibilidad.

Está desesperadamente enamorado de Mamelón Kluver desde hace quizá tres años, y con seguridad desde la noche de aquella fiesta. Nunca se ha atrevido a tocarla. El esposo de Mamelón es el célebre Siegmund Kluver, que a pesar de no tener aún quince años es reconocido universalmente como uno de los futuros líderes de la monurb. Jasón no teme que Siegmund haga alguna objeción a sus pretensiones. En una monada urbana, naturalmente, ningún hombre tiene el derecho de rehusar su esposa a cualquiera que la desee. No teme tampoco lo que Micaela pueda decir. Conoce sus privilegios. Simplemente tiene miedo de Mamelón. Y quizá de sí mismo.


Sólo como ref. Sexo en la monurb.

Accesibilidad univ. sex. Declive del sentimiento de propiedad en el matrimonio, fin del concepto de adulterio. Rondadores nocturnos: ¿cuándo empezaron a ser aceptados socialmente? Límite de la tolerancia a ¡a frustración: ¿cómo se determina? El sexo como panacea. El sexo como compensación a la mermada calidad de la vida bajo las condiciones de la monurb. Pregunta: ¿ha mermado realmente la cualidad de la vida con el triunfo del sistema monurbano? (Atención… ¡cuidado con las tolvas!). Separación de sexos procreación. Evaluación marx. del intercambio de parejas en una cultura densamente poblada. Problema: ¿qué es lo que está aún prohibido? (¿nada?). Examinar tabú en rondas nocturnas extraciudad. ¿Cuál es su fuerza? ¿Hasta qué punto es observado? Verificar efectos de la permisiv. univ. en la ficción contemp. ¿Descenso de la tensión dramática? ¿Erosión del material en bruto de los conflictos narr? Pregunta: ¿es la monurb una estruc. moral, amoral, postmoral, per-, in?


Jasón dicta memorándums como éste, no importa dónde ni en qué momento, desde el instante mismo en que una nueva hipótesis estructural penetra en su mente. Pensamientos que pueden ocurrírsele, por ejemplo, durante la excursión de una ronda nocturna por la planta 155, en Tokio. Está con una joven y corpulenta morenita llamada Gretl cuando llega la secuencia de ideas. Llevan trabajando durante algunos minutos y ella está jadeante, preparada, los labios húmedos, los ojos casi cerrados.

—Perdón —dice él, y pasa por encima de sus desarrollados senos para tomar un punzón—. Tengo que tomar nota de algo. —Activa la entrada del terminal de datos y, mientras se ilumina la pantalla, pulsa el botón que remitirá una copia impresa de su memorándum al escritorio de su cubículo de investigaciones en Pittsburgh. Tras lo cual, moviendo silenciosamente sus labios mientras busca las palabras adecuadas, empieza a escribir sus anotaciones.

Realiza frecuentes rondas nocturnas, pero nunca en su propia ciudad de Shanghai. Es la única audacia de Jasón: violar deliberadamente la tradición que dice que uno debe permanecer cerca de casa mientras realiza una de sus rondas nocturnas. Nadie podrá castigarle nunca por su poco convencional proceder, porque se trata únicamente de la violación de una costumbre aceptada, no de una ley urbana. Nadie le criticará cara a cara lo que está haciendo. De todos modos, sus vagabundeos le proporcionan el placentero estremecimiento de estar realizando algo prohibido. Jasón se explica a sí mismo este hábito diciendo que prefiere el enriquecimiento transcultural que obtiene acostándose con mujeres de otras ciudades. Previamente sospecha que es debido únicamente a que se siente incómodo mezclándose con mujeres que conoce, como Mamelón Kluver. Especialmente Mamelón Kluver.

Es por eso por lo que en las noches de ronda nocturna toma los descensores y se sumerge en las profundidades del edificio, hacia ciudades como Pittsburgh o Tokio, o incluso la escuálida Praga o la mugro Reykjavik. Empuja extrañas puertas abiertas, tradicionalmente sin cerradura, y ocupa su lugar en las plataformas de descenso de mujeres desconocidas que huelen a misteriosos vegetales propios de las clases inferiores. La ley dice que lo acojan de buen grado. Soy de Shanghai, les dice, y ellas exclaman un ¡Oooooh! de admiración, y él las toma desdeñosa, condescendientemente, orgulloso de su status.

Gretl, la de los enormes senos, aguarda pacientemente mientras Jasón anota sus últimas ideas. Luego se gira de nuevo hacia ella. Su esposo, atiborrado de un equivalente local de estimulante o relajante, yace con la barriga al aire en el extremo más alejado de la plataforma, ignorándolos. Los grandes ojos oscuros de Gretl le observan con admiración.

—Vosotros, los chicos de Shanghai, tenéis el cerebro lleno de cosas —dice, mientras Jasón se echa encima de ella y la posee.

Luego regresa a la planta 761. Otras sombras se deslizan como él a lo largo de los corredores: otros ciudadanos de Shanghai, regresando de sus propias rondas nocturnas. Entra en su apartamento. Jasón posee cuarenta y cinco metros cuadrados de espacio útil, no mucho realmente para un hombre con una esposa y cinco hijos, pero no se queja. Dios bendiga, conténtate con lo que tienes: hay otros que poseen menos. Micaela está durmiendo, o lo pretende. Es una mujer de veintitrés años de edad, de largas piernas y piel atezada, aún atractiva pese a las arrugas que empiezan a aparecer en su rostro. Frunce excesivamente el ceño. Yace medio desnuda, con sus largos cabellos negros formando como una aureola a su alrededor. Sus senos son pequeños pero perfectos; Jasón los compara favorablemente con las ubres de Gretl, de Tokio. Él y Micaela llevan casados nueve años. La había amado apasionadamente, antes de descubrir el pozo de amargo carácter dominante que yace en el fondo de su alma.

Ella se sonríe en su sueño, apartando los cabellos que cubren sus ojos. Tiene el aire de una mujer que acaba de vivir una experiencia sexual satisfactoria. Jasón no tiene forma de saber si algún rondador nocturno ha visitado a Micaela aquella noche mientras él estaba fuera y, por supuesto, no puede preguntárselo. (¿Buscar alguna evidencia? ¿Arrugas en la plataforma de descanso? ¿Huellas en su cuerpo? ¡Qué vulgaridad!). Sabe que, aunque nadie haya venido aquella noche, ella intentará hacerle creer que sí ha venido alguien, y si ha venido alguien y le ha proporcionado tan sólo un modesto placer, ella sonreirá en beneficio de su marido como si hubiera sido abrazada por el propio Zeus. Conoce el estilo de su esposa.

Los chicos parecen calmados. Su edad se escalona entre los dos y los ocho años. Pronto tendrán que pensar en tener otro. Cinco hijos ya es una buena familia, pero Jasón es consciente de su deber de servir a la vida creando nueva vida. Cuando uno deja de crecer empieza a morir; esto es cierto para la vida humana, y lo es también para la población de una monada urbana, o una constelación de monurbs, o un continente, o un planeta. Dios es la vida y la vida es dios.

Se tiende al lado de su esposa.

Duerme.

Sueña que Micaela ha sido sentenciada a las tolvas por conducta antisocial.

¡Y es arrojada! Mamelón Kluver acude a darle el pésame.

—Pobre Jasón —murmura. Su pálida piel, le hace estremecerse. Su almizcleña fragancia. La elegancia de sus rasgos. La impresión de total autodominio. Aún no tiene diecisiete años; y cuan imperiosamente completa puede llegar a ser—. Ayúdame a librarme de Siegmund, y seremos el uno para el otro —dice Mamelón. Sus ojos brillan maquiavélicamente, invitándole a ser su criatura—. Jasón —susurra—. Jasón, Jasón, Jasón. —Su tono es una caricia. Su mano se posa en su hombro. Se despierta, tembloroso, empapado, aterrado, al borde del éxtasis. Se sienta y practica uno de los antiguos métodos para alejar los malos pensamientos. Dios bendiga, piensa, dios bendiga, dios bendiga, dios bendiga. No quería pensar en esas cosas. Ha sido mi mente. Mi mente monstruosa liberada de sus cadenas. Completa el ejercicio espiritual y se tiende de nuevo.

Vuelve a dormirse, y esta vez sus sueños son más inofensivos.

Por la mañana, los niños corren tumultuosamente a la escuela y Jasón se prepara para ir a su oficina. Micaela dice de pronto:

—¿No te has parado nunca a pensar que tú desciendes 600 plantas para ir a tu trabajo, mientras que Siegmund Kluver sube hasta la cima, hasta Louisville?

—Dios bendiga, ¿qué quieres decir con eso?

—Veo algo simbólico en ello.

—Nada de simbólico. Siegmund trabaja en la administración urbana; va arriba donde están los administradores. Yo soy historiador; voy abajo, donde está la historia. ¿Comprendido?

—¿No te gustaría vivir algún día en Louisville?

—No.

—¿Acaso no tienes ninguna ambición?

—¿Es tu vida tan miserable aquí? —pregunta él, haciendo un esfuerzo por controlarse.

—¿Por qué Siegmund ha alcanzado el lugar que ocupa a los catorce o quince años, mientras que tú que tienes veintitrés sigues siendo un aprieta botones?

—Siegmund es ambicioso —responde Jasón suavemente—, mientras que yo soy más bien contemporizador. No lo niego. Quizá sea algo genético. Siegmund es feliz luchando y abriéndose camino constantemente. Otros hombres no pueden. El luchar esteriliza, Micaela. El luchar es primitivo. Dios bendiga, ¿qué hay de malo en mi carrera? ¿Qué hay de malo en vivir en Shanghai?—Una planta más abajo y viviríamos en…

—…Chicago —dice él—. Lo sé. Pero no estamos allí. Y ahora, ¿puedo irme a mi oficina?

Se marcha. Por el camino va pensando si no es tiempo de enviar a Micaela al consultor para un reajuste a la realidad. Su umbral de aceptación ha descendido alarmantemente, mientras que su nivel de aspiración ha subido de una forma turbadora. Jasón es consciente de que hay que tratar esas cosas antes de que empiecen a ser incontrolables y arrastren a una conducta antisocial y a las tolvas. Probablemente Micaela necesita los servicios de los ingenieros morales. Pero abandona la idea de llamar al consultor. No me gusta la idea de que alguien hurgue en la mente de mi esposa, se dice compasivamente, y otra voz interior le dice burlonamente que se resiste a actuar con la secreta esperanza de que su falta de acción lleve a Micaela a cometer actos antisociales y que por lo tanto termine en las tolvas.

Entra en el descensor y programa la planta 185. Desciende hacia Pittsburgh. Sintiendo la ligereza de la inercia, pasa a través de las ciudades que forman la Monurb 116. Pasa a través de Chicago, a través de Edimburgo, a través de Nairobi, a través de Colombo.

Mientras desciende, siente la confortable solidez del edificio a su alrededor. La monurb es su mundo. Nunca ha salido de ella. ¿Para qué habría de salir? Sus amigos, su familia, toda su vida está aquí. Su monurb está adecuadamente provista de teatros, terrenos de juego, escuelas, hospitales, casas de culto. Su terminal de datos le da acceso a cualquier obra de arte considerada como bendecida por el consumo humano. Nadie que conozca ha salido nunca del edificio, excepto los que fueron elegidos por sorteos para habitar la recientemente abierta Monurb 158 unos meses antes, y esos, por supuesto, no volverán jamás. Se rumorea que los administradores urbanos viajan de vez en cuando de edificio a edificio por asuntos de negocios, pero Jasón no está seguro de que esto sea cierto, y no acaba de comprender que ese tipo de viajes puedan ser necesarios o deseables. ¿Acaso no hay sistemas de comunicación instantánea entre las monurbs, capaces de transmitir cualquier dato necesario?

Es un espléndido sistema. Como historiador, privilegiado para explorar los documentos del mundo premonurbano, se da cuenta de una forma mucho más intensa que los demás de su espléndida perfección. Conoce el alucinante caos del pasado. Las terribles libertades; la atroz necesidad de tener que elegir constantemente. La inseguridad. La confusión. La falta de planificación. Lo amorfo de los contextos. Llega a la planta 185. Sigue su camino a lo largo de los soñolientos corredores de Pittsburgh hasta su oficina. Una estancia modesta, pero que es de su agrado. Paredes espejeantes. Un fresco mural en el techo. Los imprescindibles terminales y pantallas.

Sobre su escritorio hay cinco pequeños cubos brillantes. Cada uno de ellos equivale al contenido de varias bibliotecas. Lleva trabajando con estos cubos desde hace dos años. Su tema es: La Monada Urbana como Evolución Social: Parámetros del Espíritu Definidos por la Estructura Comunitaria. Espera demostrar que la transición a una sociedad monurbana ha traído emparejada una transformación fundamental del alma humana. Del alma de los hombres occidentales, como mínimo. Una orientalización de Occidente, que ha conseguido que este agresivo pueblo acepte el yugo de su nuevo medio ambiente. Formas de respuestas más doblegadas, más aquiescentes a los acontecimientos, un giro diametral a partir de la antigua filosofía expansionista-individualista, definida por una ambición territorial, una mentalidad de conquistador y un modo de actuar como pioneros, en beneficio de una expansión comunal centrada en un ordenado e ilimitado crecimiento de la raza humana. En definitiva, una especie de evolución psíquica, una aceptación total del nuevo modo de vida. Los descontentos fueron extirpados del sistema hace muchas generaciones. Los que no hemos merecido las tolvas aceptamos las inexorabilidades. Sí. Sí. Jasón está convencido de que es un tema enormemente significativo. Aunque Micaela no fue de la misma opinión cuando se lo anunció:

—¿Quieres decir que vas a escribir un libro para demostrar que las gentes que viven en distintas partes de las ciudades son distintas entre sí? ¿Que la gente de las monurbs muestra una actitud completamente distinta a la gente de la jungla? Es algo que cae por su propio peso. Puedo probar lo mismo con seis frases.

Tampoco encontró mucho entusiasmo hacia su idea cuando la propuso al consejo de administración, aunque consiguió obtener luz verde para su proyecto. Su técnica de investigación consiste en sumergirse en las imágenes del pasado, para volverse él mismo, tanto como sea posible, en ciudadano de la sociedad premonurbana. Confía en conseguir así el necesario paralelismo, la perspectiva sobre su propia sociedad que necesita para empezar a escribir su estudio. Espera poder comenzar la redacción dentro de dos a tres años.

Consulta un memorándum, elige un cubo, lo inserta en la ranura de un reproductor. Su pantalla se ilumina.

Una especie de éxtasis le invade cuando las primeras escenas del mundo antiguo se materializan. Conecta el micrófono de entrada y empieza a dictar. Frenéticamente, furiosamente, Jasón Quevedo empieza a transmitir a la máquina las notas que luego deberá usar.


Casas y calles. Un mundo horizontal. Unidades individuales de refugios familiares: esta es mi casa, este es mi castillo. ¡Fantástico! Tres personas viviendo sobre casi mil metros cuadrados de superficie. Calles. El concepto de calle, difícil de comprender para nosotros. Como un corredor yendo lejos y más lejos. Vehículos privados. ¿Hacia dónde están yendo? ¿Por qué tan aprisa? ¿Por qué no se quedan en sus casas? ¡Crash! Sangre. Una cabeza surgiendo a través del cristal. ¡Crash de nuevo! En la parte de atrás. Oscuro combustible líquido fluyendo en la calle. Mediodía, primavera, una gran ciudad. Una escena callejera. ¿Qué ciudad? Chicago, Nueva York, Estambul, El Cairo. Gente andando AL AIRE LIBRE. Calles pavimentadas. Aquí los peatones, aquí los conductores. Suciedad. Estimación de densidad: 10.000 peatones tan sólo en este sector, en una franja de ocho metros de ancho por ochenta de largo. ¿Es correcta esta apreciación? Verificarlo. Codo contra codo. ¿ Y pensaban que nuestro mundo estaba superpoblado? Al menos nosotros no nos tropezamos los unos contra los otros de esa forma. Hemos aprendido a mantener nuestras distancias dentro del conjunto de la estructura de nuestra vida monurbana. Vehículos moviéndose en medio de la calle. El buen viejo caos. Actividad principal: la búsqueda de bienes. Consumo personal. Cubo 11Ab8 muestra interior vectorial de una tienda. Intercambio de dinero por mercancías. No muy diferente de ahora excepto por la naturaleza circunstancial de la transacción. ¿Necesitan realmente lo que compran? ¿Dónde lo PONEN?


El cubo no le muestra nada nuevo. Jasón ha visto ya escenas ciudadanas parecidas en muchas otras ocasiones. Pero la fascinación es siempre nueva. Está tenso, transpira, intenta comprender un mundo en el que todos pueden vivir donde les place, donde la gente se desplaza a pie o en vehículo al aire libre, donde nada está planeado, donde no hay orden, donde no hay restricciones. Necesita realizar un doble acto de imaginación: necesita ver aquel mundo desaparecido como si viviera en él, y debe intentar ver la sociedad monurbana con los ojos de un hombre del siglo XX. La magnitud de su tarea le abruma. Sabe aproximadamente cuáles serían los sentimientos de un antiguo habitante de las ciudades con respecto a la Monurb 116: un lugar diabólico, diría, donde la gente vive horriblemente confinada una vida brutal, donde toda filosofía civilizada es desviada en sus cabezas, donde los nacimientos incontrolados son oscuramente animados para servir a algún increíble concepto de una deidad exigiendo eternamente más adoradores, donde la disidencia es formalmente atajada y los disidentes perentoriamente destruidos. Jasón conoce las frases exactas, el tipo de palabras que un inteligente americano liberal de, digamos, 1958, usaría. Pero en su fuero interno no puede aceptarlas. Intenta ver su propio mundo como una especie de infierno, y fracasa. Para él no es infernal. El es un hombre lógico; sabe que la sociedad vertical es una evolución lógica de la horizontal, y el motivo por el que es obligado eliminar —preferentemente antes de que tengan edad de reproducirse— a todos aquellos que no se adapten o no puedan adaptarse al esquema de la sociedad. ¿Cómo es posible permitir que los causantes de problemas permanezcan en el interior de una estructura tan ajustada, tan sutil, tan cuidadosamente equilibrada como la de una monurb? Sabe que el resultado probable de arrojar a los neuros a las tolvas durante un par de siglos ha sido el de la creación de un nuevo estilo de hombre a través de la adaptación selectiva. ¿Es éste el Homo Urbmonensis, plácido, ajustado, satisfecho? Esos son tópicos que ha de explorar intensamente cuando escriba su libro. ¡Pero es tan difícil, tan absurdamente difícil, ver todo esto desde el punto de vista de un hombre antiguo!

Jasón lucha por intentar comprender el miedo a la superpoblación existente en el mundo antiguo. Ha descubierto en los archivos montañas de ensayos que versaban sobre la demografía incontrolada… rabiosas polémicas escritas cuando tan sólo 4.000.000.000 de personas habitaban el mundo. No ignora por supuesto que los seres humanos amenazaban con asfixiar rápidamente todo el planeta extendiéndose horizontalmente como lo hacían; ¿pero por qué temían tanto al futuro? ¡Era imposible que no previeran ya las bellezas de la sociedad vertical!

No. No. Este es precisamente el punto, se dice tristemente a sí mismo. Ellos no querían prever absolutamente nada. En lugar de ello, hablaban del control de la natalidad, impuesto por las autoridades gubernamentales si era necesario. Jasón se estremece.

—¿No veis —pregunta a sus cubos— que sólo un régimen totalitario puede hacer respetar tales límites? Decís que nosotros somos una sociedad represiva. ¿Pero qué clase de sociedad habríais edificado vosotros, si las monurbs no se hubieran desarrollado?

—Prefiero que se limiten los nacimientos —responde la voz del hombre antiguo— y respetar completamente las libertades en los demás campos. Vosotros habéis aceptado la libertad de multiplicaros, pero a costa de todas vuestras demás libertades. No veis…

—Sois vosotros los que no veis —corta bruscamente Jasón—. Una sociedad que no puede mantener su ímpetu más que explotando la fertilidad que dios le ha dado. Hemos logrado un medio de conseguir espacio para todo el mundo en la Tierra de modo que pueda sustentar a una población diez o veinte veces mayor de la que vosotros imaginabais que era el máximo absoluto. Vosotros veis en ello represión y autoritarismo. ¿Pero qué hay acerca de los miles de millones de vidas que nunca hubieran existido bajo vuestro sistema? ¿No es esto acaso la peor de las supresiones… el prohibir a los seres humanos existir?

—¿Pero qué tiene de bueno el permitir que existan, si lo mejor que se les puede ofrecer es una caja dentro de otra caja dentro de otra caja? ¿Qué hay acerca de la calidad de la vida?

—No veo defectos en la calidad de nuestra vida. Nos realizamos en el libre juego de las interrelaciones humanas. ¿Por qué necesito ir a China o a África por placer, cuando puedo encontrar lo mismo en el interior de un solo edificio? ¿No es un signo de trastorno interno el sentirse compelido a vagar por todo el mundo? En vuestros días todo el mundo viajaba, lo sé, mientras que en los míos nadie lo hace. ¿Cuál es la sociedad más estable? ¿Cuál es la más feliz?

—¿Cuál es la más humana? ¿Cuál explota mejor el potencial humano? ¿No está en nuestra naturaleza el aspirar, el esforzarse, el intentar alcanzar…?

—¿Y qué hay acerca de la búsqueda en uno mismo? ¿La exploración de la vida interior?

—¿Pero no ves que…?

—¿Pero no ves que…?

—Si tan sólo quisieras escuchar,…

—Si tan sólo quisieras escuchar…

Jasón no quiere ver. El hombre antiguo no quiere ver. Ninguno de los dos quiere escuchar. No hay comunicación. Jasón pasa otro deprimente día luchando con su intratable material. Sólo cuando ya está a punto de irse recuerda el memorándum de la noche anterior. Estudiará las antiguas costumbres sexuales en un nuevo intento de penetrar más profundamente en aquella sociedad desaparecida. Teclea su petición. Los cubos estarán en su escritorio cuando vuelve mañana a la oficina.

Regresa a su casa en Shanghai, a su casa y a Micaela.


Aquella noche los Quevedo tienen invitados a cenar: Michael, el hermano gemelo de Micaela, y su esposa Stacion. Michael es un analocomputador; él y Stacion viven en Edimburgo, en la planta 704. Jasón aprecia su vital y tonificante compañía, aunque el parecido físico entre su cuñado y su esposa, que antes le divertía, ahora le alarma y le turba. Michael lleva el cabello largo hasta los hombros, y es tan sólo un centímetro más alto que su alta y esbelta hermana. Tan sólo son, por supuesto, hermanos gemelos, pero sus rasgos faciales son virtualmente idénticos. Y la identidad es aún mayor cuando hacen muecas, sonríen o fruncen el entrecejo. Incluso el propio Jasón tiene dificultad en distinguirlos, a menos que estén juntos lado a lado; sus posturas son idénticas, los brazos en jarras, las cabezas erguidas. Y como Micaela tiene senos pequeños, la posibilidad de confusión existe también de perfil, y a veces, mirando de frente a uno de ellos, Jasón se ha sentido momentáneamente confuso, sin saber si era Michael o Micaela. ¡Si tan sólo Michael se dejara crecer la barba! Pero sus mejillas son lampiñas.

Jasón siente de nuevo una cierta atracción sexual hacia su cuñado. En cierto modo es una atracción natural, considerando el deseo físico que siempre ha ejercido Micaela sobre él. Viéndola a través de la estancia, ligeramente inclinada con respecto a él, su desnuda y tersa espalda, el pequeño globo de uno de sus senos visibles bajo sus brazos mientras pulsa el terminal de datos, siente la urgente necesidad de ir hacia ella y acariciarla. ¿Y si fuera Michael? ¿Y si deslizara su mano hacia su seno y lo hallara plano y duro? ¿Y si se confundieran en un apasionado abrazo? Se estremece. No. Jasón rechaza aquellas imágenes de su mente. Nuevamente no. Desde los buenos años de su infancia no ha tenido ningún contacto sexual con miembros de su propio sexo. No se lo permitirá. Estas cosas no están penadas, por supuesto, en la sociedad de la monurb, donde todos los adultos son igualmente accesibles. Muchos utilizan esta ventaja. Por lo que él sabe, el propio Michael lo hace. Si Jasón desea a Michael no tiene más que pedírselo. El rehusar es un pecado. Pero no se lo pide. Lucha contra la tentación. No es correcto, un hombre que se parece tanto a mi propia esposa. Es una trampa del diablo. ¿Pero por qué resisto? Si lo deseo, ¿por qué no tomarlo? Pero no. No lo deseo realmente. Es un derivativo, una rama colateral de mi deseo por Micaela. Y la fantasía surge de nuevo. Él y Michael, enlazados. La imagen es tan definida que Jasón se levanta con un movimiento tenso, estando a punto de volcar una botella de vino que Stacion les ha traído para aquella noche, y, mientras Stacion la sujeta en el último momento, cruza la estancia, intentando ocultar la turbación que le domina. Llega junto a Micaela y estruja con la mano uno de sus senos. Se aprieta contra ella, besando su nuca. Ella tolera esta atención en una forma remota, sin interrumpir su programación de la cena. Pero cuando, ansiosamente, él introduce su mano izquierda por la abertura de su sarong, ella se libera con un brusco movimiento y exclama roncamente:

¡Estáte quieto! ¡No con ellos aquí!

Bruscamente, él se dirige al fumador y ofrece a los demás. Stacion rehúsa: está embarazada. Es una plácida chica rubia, complaciente, amable. Fuera de lugar en aquella reunión de hipertensos. Jasón aspira profundamente el humo y nota como en su interior todos sus nudos se van desanudando. Ahora puede mirar a Michael y no sentir innaturales urgencias. Éste es el momento de las especulaciones. ¿Sospecha algo Michael? ¿Se echaría a reír si se lo dijera? ¿Se sentiría ofendido? ¿Irritado por haberme refrenado? Supongamos que él me lo preguntara: ¿qué haría yo? Jasón toma un segundo porro.

—¿Para cuándo el niño? —pregunta, con fingida jovialidad.

—Dios bendiga, dentro de catorce semanas —dice Michael—. El número cinco. Una chica, esta vez.

—La llamaremos Celeste —dice Stacion, palmeándose la barriga. Su traje prenatal es un corto bolero amarillo y una banda marrón que ciñe su talle. Su distendido vientre está desnudo. El salido ombligo parece el mango de aquel deforme fruto. Sus senos henchidos de leche aparecen y desaparecen bajo la abierta chaqueta—. Estamos pensando en solicitar gemelos para el año próximo —añade—. Un chico y una chica. Michael me ha hablado siempre tanto de los buenos tiempos en que él y Micaela eran jóvenes. Como si existiera un mundo especial para los gemelos.

Jasón se siente presa de una serie de visiones eróticas, y se ve hundido de nuevo en sus febriles fantasías de antes. Ve las extendidas piernas de Micaela agitándose bajo el bombeante cuerpo de Michael, ve su extática cara infantil mirando un punto indeterminado por sobre el hombro de su hermano. Los buenos ratos que debieron pasar juntos. Michael, el primero en tomarla. ¿A los nueve años, a los diez quizá? ¿Cuan jóvenes? Sus primeros e inexpertos intentos. Déjame que sea yo esta vez quien esté encima, Michael. Oh, de este modo parece distinto. ¿Crees que esto que hacemos está mal? No, tonta, ¿no hemos estado durmiendo juntos durante nueve meses enteros? Pon tu mano aquí. Sí. Me haces daño Michael. Oh. Oh, así es estupendo. Pero espera, unos segundos tan sólo. Qué buenos ratos debieron pasar.

—¿Te ocurre algo, Jasón? —es la voz de Michael—. Te ves tan crispado.

Jasón se esfuerza por dominarse. Sus manos tiemblan. Toma otro porro. Raramente fuma tres antes de la cena.

Stacion está ayudando a Micaela a sacar la comida del distribuidor.

—He oído que has iniciado una nueva investigación —le dice Michael a Jasón—. ¿Sobre qué tema base?

Qué delicadeza. Se da cuenta de que estoy alterado. Intenta apartarme de mis mórbidos pensamientos. De estas pesadillas que me asaltan.

—Estoy investigando la noción de que esta vida monurbana está creando un nuevo tipo de hombre —responde Jasón—. Un tipo que se adapta completamente al relativamente poco espacio vital de que dispone y al pequeño cociente de intimidad.

—¿Quieres decir una mutación genética? —pregunta Michael, frunciendo el ceño—. ¿Literalmente, una característica social hereditaria?

—Eso es lo que pienso.

—¿Crees que algo así es posible? ¿Puedes hablar realmente de un rasgo genético, cuando la gente decide voluntariamente reunirse en una sociedad como la nuestra y…?

—¿Voluntariamente?

—¿No es así?

Jasón sonríe.

—Dudo de que lo haya sido nunca. Al principio, sabes, fue la necesidad. Debido al caos que imperaba en el mundo. Enciérrese en su edificio o expóngase a los ladrones de alimentos. Estoy hablando de los años de hambruna. Y luego, cuando todo se estabilizó, ¿crees que hubo alguna vez intervención de la voluntad? ¿Crees que hay alguien que tenga realmente la posibilidad de elegir dónde vivir?

—Supongo que podríamos salir afuera si realmente lo deseáramos —dice Michael—, y vivir en lo que pueda existir en el exterior.

—Pero no lo hacemos. Porque reconocemos que esto sería una absurda fantasía. Nos quedamos aquí, nos guste o no. Y aquellos a quienes no les gusta, aquellos que eventualmente no pueden soportarlo más… Bueno, tú ya sabes lo que les ocurre.

—Pero…

—Espera. Dos siglos de adaptación selectiva. Michael. Las tolvas para los neuros. E indudablemente algunos que consiguieron huir de los edificios, al menos al principio. Los que se quedaron se ajustaron a las circunstancias. Les gusta la vida monurbana. Les parece natural.

—¿Pero es eso realmente genético? ¿No se le podría llamar más simplemente condicionamiento psicológico? Por ejemplo, en los países asiáticos, ¿acaso la gente no ha vivido siempre apretada como lo estamos nosotros, sólo que mucho peor, sin condiciones sanitarias, sin regulación… y lo han aceptado siempre como una cosa natural?

—De acuerdo —dice Jasón—. Porque el rebelarse contra el orden natural de las cosas es algo que fue extirpado de sus cerebros hace muchos miles de años. Los que se quedaban, los que se reproducían, eran los que aceptaban este estado de cosas. Lo mismo que aquí.

—¿Cómo puedes establecer la línea divisoria —dice dubitativamente Michael— entre el condicionamiento psicológico y la selección educativa a largo término? ¿Cómo puedes saber lo que resultó de una cosa y de otra?

—Nunca he enfocado el problema desde este ángulo —admite Jasón.

—¿No has pensado en trabajar en colaboración con un genético?

—Quizá lo haga más tarde. Cuando haya establecido los parámetros de mi investigación. Ya sabes que aún no estoy preparado para defender esta tesis. Tan sólo estoy reuniendo datos para descubrir si puede ser defendida. El método científico. No quiero elaborar primero hipótesis y luego mirar a mi alrededor en busca de pruebas; primero examino las pruebas y luego…

—Sí, sí, entiendo. Sin embargo, entre nosotros, crees que esto es lo que ocurrió realmente, ¿no? Una nueva especie monurbana.

—Lo creo, sí. Dos siglos de adaptación selectiva drásticamente ejercida. Y todos nosotros nos hemos ajustado perfectamente a este modo de vida.

—Ah. Sí. Todos nosotros perfectamente ajustados.

—Con algunas excepciones —dice Jasón, echándose un poco hacia atrás. Él y Michael intercambian miradas circunspectas. Jasón se pregunta qué pensamientos se ocultan tras los fríos ojos de su cuñado—. Pero una aceptación general, de todos modos. ¿Dónde ha ido a parar la vieja filosofía expansionista occidental? Yo digo: ha sido extirpada de la raza. ¿El instinto del poder? ¿El ansia de nuevos espacios y bienes? Extirpados. Extirpados. Extirpados. Pienso que ha sido un proceso de condicionamiento. Sospecho que se ha despojado a la raza de algunos genes que la conducían a…

—La cena, profesor —llama Micaela.

Una espléndida comida. Filetes de proteínas, ensalada de raíces, budín, sazones, sopa de pescado. Nada reconstituido y casi nada sintético. Durante las dos próximas semanas Micaela y él tendrán que disminuir sus raciones para nivelar el déficit de su cuota de lujo. Oculta su irritación. Michael es siempre recibido cuando viene de visita con gran boato gastronómico; Jasón se pregunta por qué, teniendo en cuenta que Micaela no tiene por costumbre mostrarse tan pródiga con sus otros siete hermanos y hermanas. Tan sólo ha invitado a dos o tres, y muy raramente. Pero Michael viene al menos cinco veces al año, y cada vez es recibido con un festín. Las sospechas de Jasón renacen. ¿Existe todavía algo inconfesable entre ellos dos? ¿Las pasiones infantiles siguen aún encendidas? Quizá sea algo encantador el que dos gemelos de doce años copulen, ¿pero sigue siéndolo a los veintitrés años y ambos casados? ¿Michael un rondador nocturno en mi plataforma de descanso? Jasón se siente molesto consigo mismo. No basta con tener que luchar contra aquella estúpida fijación homosexual hacia Michael; ahora tiene que atormentarse a sí mismo con el miedo a un asunto de incesto a sus espaldas. Envenenando sus horas de relajación. ¿Pero y si fuera cierto? No hay nada socialmente objetable en ello. Tomad vuestro placer allá donde queráis. En el cuerpo de vuestra hermana si éste es vuestro deseo. ¿Todos los hombres de la Monada Urbana 116 tienen acceso a Micaela Quevedo, salvo el infortunado Michael? ¿Puede su condición de haber compartido el mismo seno materno excluirle? Sé realista, se dice a sí mismo Jasón. Los tabúes incestuosos sólo tienen sentido cuando se mezcla con ellos la procreación. Por otro lado, probablemente quizá no lo hayan cometido, quizá no lo cometan nunca. Se pregunta cómo su cerebro ha podido imaginar tal bajeza. Es culpa de las fricciones de mi vida con Micaela, decide. Su frialdad está empujándome hacia todo tipo de actitudes impías, la muy zorra. Si no pone término a esto voy a…

¿A qué? ¿A seducir a Michael para quitárselo? Se sonríe ante lo tortuoso de sus planteamientos.

—¿Qué es tan divertido? —pregunta Micaela—. Cuéntanoslo, Jasón.

Él levanta los ojos, desconcertado. ¿Qué puede decir?

—Una tontería —improvisa—. Respecto a ti y a Michael, y a lo mucho que os parecéis. Estaba pensando en la posibilidad de que quizá alguna noche tú y él cambiarais de habitaciones, y entonces algún rondador nocturno podría llegar hasta aquí buscándote, meterse bajo las sábanas esperando encontrarte, y descubrir entonces que estaba en la cama con un hombre y que… que… —Jasón se da cuenta de que no puede continuar, y murmura algunas inconexidades antes de apagarse en un mustio silencio.

—Vaya extravagencia —dice Micaela.

—Y de todos modos, ¿qué hay con ello? —pregunta Stacion—. No veo por ningún lado qué tiene la situación de divertida.

—Déjalo correr —gruñe Jasón—. Ya os he dicho que era algo idiota. Micaela ha insistido en saber lo que pasaba por mi cabeza, y se lo he dicho, pero yo no soy responsable si es algo que no tiene el menor sentido, ¿no? ¿No? —Toma bruscamente la botella de vino y se echa en su copa casi todo el que queda—. Es bueno —murmura.

Tras la cena, comparten un expansivo, todos menos Stacion. Flotan silenciosamente durante un par de horas. Poco antes de medianoche, Michael y Stacion se van. Jasón prefiere no observar como su esposa y su hermano se despiden con un fuerte abrazo. Tan pronto como sus huéspedes se han marchado, Micaela se despoja de su sarong y le mira con una ardiente y feroz mirada, como desafiándole a tomarla esta noche. Pero aunque Jasón sabe lo poco amable que es ignorar su muda invitación, se siente tan deprimido por la experiencia interior que ha vivido que prefiere huir.

—Lo siento —dice—. Estoy inquieto.

La expresión de ella cambia: el deseo se esfuma y es reemplazado por la perplejidad, y luego por la rabia. Pero él no espera. Se marcha apresuradamente, precipitándose hacia un descensor y sumergiéndose hasta la planta 59. Varsovia. Entra en un apartamento y halla a una mujer de unos treinta años, de rizado cabello rubio y blando y carnoso cuerpo, durmiendo sola en una revuelta plataforma de descanso. A su alrededor, ocho niños duermen en sus camitas en los rincones. La despierta.

—Jasón Quevedo —dice—. De Shanghai.

Ella parpadea. Parece como si le costara enfocar su mirada.

—¿Shanghai? ¿Qué se supone que estás haciendo aquí?

—¿Quién dice que no puedo estar?

Ella pondera la pregunta.

—Nadie lo dice. Pero los de Shanghai nunca vienen hasta aquí. ¿Eres realmente de Shanghai? ¿Tú?

—¿Tengo que mostrarte mi placa de identidad? —pregunta él rudamente.

Las educadas inflexiones de su voz derriban la resistencia de la mujer. Empieza a acicalarse, arreglándose el cabello, buscando un spray de cosmético para vaporizar su rostro, mientras él se desviste. Jasón sube a la plataforma. Ella dobla sus rodillas hasta su pecho, ofreciéndose. Crudamente, impacientemente, Jasón se abalanza sobre ella. Michael, piensa. Micaela. Michael. Micaela. Gruñendo, la inunda con su fluido.


Por la mañana, en su oficina, inicia su nueva línea de investigación, estudiando los datos acerca de las costumbres sexuales de los tiempos antiguos. Como es habitual, se concentra en el siglo XX, que considera el apogeo de la edad antigua, y por ello el más significativo, revelando todo un conjunto de actitudes y respuestas que se fueron acumulando en la era industrial premonurbana. El siglo XXI es menos utilizable para sus propósitos, ya que es un período de transición, esencialmente caótico y confuso, y el siglo XXII forma ya parte de los tiempos modernos, con el inicio de la era monurbana. Así que el siglo XX es su área preferida de estudio. Semillas del desastre, portentos del destino, lo recorren de extremo a extremo, como los hilos multicolores de un tapiz psicodélico.

Jasón está atento a no caer víctima de la trampa de los historiadores, la falsa perspectiva. Puesto que el siglo XX, visto a tal distancia, parece ana entidad simple y sabe que esto es un error de evaluación causado por una excesiva esquematización; de acuerdo en que existen unos esquemas aparentes que trazan una curva continua a través de las diez décadas, pero hay que tener en cuenta que existen también una serie de cambios cualitativos en la sociedad que engendran discontinuidades históricas de orden mayor entre década y década. La liberación de la energía atómica creó una de estas discontinuidades. El desarrollo de los transportes intercontinentales rápidos formó otra. En la esfera moral, la posibilidad de obtener rápidos y sencillos contraceptivos originó un cambio fundamental en las actitudes sexuales, una revolución que no puede ser adscrita a la simple insubordinación. La llegada de la era psicodélica, con sus especiales problemas y alegrías, marcó otro nuevo gran vértice, dividiendo todo ello el siglo en apartados señalados con un antes y un después. Así 1910 y 1930 y 1950 y 1970 y 1990 forman cúspides individuales dentro del siglo a las que Jasón puede referirse particularmente.

Montones de evidencias están a su disposición. Pese a las dislocaciones causadas por el colapso, existe una enorme cantidad de datos relativos a las eras premonurbanas, almacenadas en alguna bóveda subterránea cuya ubicación ignora Jasón. Naturalmente, el banco central de datos (si es que existe realmente tan sólo uno, y no una serie de ellos repartidos alrededor del mundo) no se halla en la Monurb 116, y duda que esté en el interior de la constelación Chipitts. Pero esto no le interesa. Puede tener acceso a ese enorme depósito de información general siempre que lo necesite, y de forma casi instantánea. El único problema es formular correctamente la petición para recibir los datos solicitados.

Sin embargo, Jasón ya se ha familiarizado con la operativa de solicitar los datos de forma adecuada. Pulsa los controles correspondientes, y poco después aparecen los nuevos cubos. Novelas. Films. Programas de televisión. Carteles. Folletos. Sabe que durante casi medio siglo las actitudes de la gente en relación con los temas sexuales se desarrollaron a dos niveles, el lícito y el ilícito: las novelas y los films de explotación comercial, y una corriente subterránea clandestina, las obras eróticas «prohibidas». Jasón investiga ambos grupos. Debe tener en cuenta las distorsiones del erotismo subterráneo frente a las distorsiones del material legitimado: sólo prescindiendo de este newtoniano juego de fuerza es posible conseguir una visión objetiva. Y hay que vigilar también los códigos legales, con su serie de leyes en vigor únicamente en determinadas zonas. Ésta es, por ejemplo, la ley en Nueva York: «Cualquier persona que exhiba lúbrica y complacientemente, toda ella o alguna de sus partes íntimas, en cualquier lugar público o en cualquier lugar donde se hallen presentes otras personas, o incite a otro a exhibirse en idéntica forma, será culpable de…» En el estado de Georgia, lee, cualquier pasajero de coche cama que permanezca en otro compartimiento distinto del que le ha sido asignado es culpable de delito menor y será castigado con una multa máxima de 1.000 dólares o dos meses de prisión. La ley del estado de Michigan dice «Cualquier persona que trate médicamente a otra persona del sexo femenino, y en el curso de este tratamiento le haga creer que es necesario o beneficioso para su salud tener relaciones sexuales con un hombre, y cualquier hombre que no sea el esposo de dicha mujer, que tenga relaciones sexuales con ella en razón de dicho dictamen, serán culpables de felonía, y castigados con una pena máxima de diez años.» Extraño. Y extraño también: «Cualquier persona que conozca carnalmente, o tenga relaciones sexuales de cualquier tipo con un animal o pájaro, es culpable de sodomía…» ¡No es extraño que todo eso se haya extinguido! ¿Y esto?: «Cualquiera que tenga trato carnal con cualquier persona, de sexo masculino o femenino, contranatura, o intente acto carnal con un cadáver… 2.000 dólares y/o cinco años de prisión…» Y lo más estremecedor de todo: en Connecticut el uso de artículos contraceptivos estaba prohibido, bajo pena de una multa máxima de 50 dólares o sesenta días a un año de prisión, y en Massachusetts «cualquiera que venda, alquile o exponga (u ofrezca) cualquier instrumento o droga, o medicina, o cualquier artículo destinado a prevenir la concepción, será merecedor de una pena máxima de 1.000 dólares». ¿Qué? ¿Qué? ¿Meter a un hombre en prisión por media década por practicar cunnilingus con su esposa, e imponer una sentencia tan ligera a los propagadores de la contracepción? Y de todos modos, ¿dónde estaba Connecticut? ¿Dónde estaba Massachusetts? Pese a ser historiador, no está seguro de ello. Dios bendiga, piensa, esos desgraciados se merecieron el apocalipsis que les cayó encima. ¡Qué extrañas leyes, tan clementes hacia los partidarios de la limitación de la natalidad!

Hojea algunos libros y revisa unos cuantos films. Aunque se halla tan sólo en el primer día de su investigación, detecta algunas pautas, una especie de relajación de algunos tabúes a lo largo del siglo, acelerándose fuertemente entre 1920 y 1930 y después de 1960. Tímidos experimentos que se inician mostrando el tobillo hasta llegar al seno desnudo. La curiosa costumbre de la prostitución se erosiona a medida que las libertades empiezan a ser comúnmente aceptadas. La desaparición de tabúes en el vocabulario popular sexual. Jasón apenas puede creer en lo que está aprendiendo. ¡Qué comprimidas estaban sus almas! ¡Qué frustrados sus deseos! ¿Y por qué? ¿Por qué? Por supuesto, no se puede negar una cierta evolución. Pero terribles restricciones siguen prevaleciendo a lo largo de aquel siglo oscurantista, excepto en sus postrimerías, cuando el colapso está cerca y los límites se desgarran. Pero incluso entonces hay algo retorcido en su liberación. Jasón ve allí una forzada y semiconsciente moda de amoralidad intentando ver la luz. Los tímidos nudistas. Los libertinos con complejo de culpabilidad. Los adúlteros intentando justificarse. Extraño, extraño, extraño. Se siente irresistiblemente fascinado por los conceptos sexuales del siglo XX. La esposa como una propiedad del marido. El premio a la virginidad: bueno, parece que intentaban liberarse de eso. La intervención del estado, dictando posiciones con respecto a las relaciones sexuales y prohibiendo algunos actos suplementarios. ¡Restricciones incluso en las palabras! Una frase en una supuestamente seria obra de crítica social del siglo XX le llama la atención: «Entre los progresos más significativos de la década hay que señalar la consecución, por fin, de libertad para los escritores responsables de usar palabras tales como joder y coño cuando son necesarias para su obra.» ¿Cómo puede ocurrir algo así? ¿Cómo puede darse tanta importancia a unas simples palabras? Jasón pronuncia las viejas palabras prohibidas en su cubículo de investigación: «Joder. Coño. Joder. Coño. Joder». Suenan anticuadas. E inofensivas, por supuesto. Busca los equivalentes modernos. «Tomar. Hendidura. Tomar. Hendidura. Tomar.» No tienen mayor impacto. ¿Cómo pueden haber tenido nunca unas palabras un contexto tan inflamatorio que hayan conducido a una mente en apariencia inteligente a celebrar la libertad de usarlas públicamente? Jasón se siente consciente de sus limitaciones como historiador cuando tropieza con tales cosas. Simplemente no puede comprender la obsesión del siglo XX hacia simples palabras. El insistir en escribir Dios con mayúscula, ¡cómo si Él fuera a sentirse disgustado si le llamaran sencillamente dios! ¡Suprimir libros por imprimir palabras como c…, j… y p…!

Cuanto más avanza en su trabajo del día, más convencido está de la validez de su tesis. Ha habido un cambio monumental en la moralidad sexual en los últimos trescientos años, y no puede ser explicado tan sólo a través de argumentos culturales. Somos diferentes, se dice a sí mismo. Hemos cambiado, y es un cambio celular, una transformación corporal tanto como espiritual. Ellos no hubieran permitido nunca, ni siquiera animado, nuestra sociedad de total accesibilidad. Nuestras rondas nocturnas, nuestra desnudez, nuestra libertad con respecto a los tabúes, nuestro desprecio a todo tipo de celos irracionales, todo ello les parecería extraño, repugnante, abominable. Incluso aquellos que vivían en una forma aproximada a la nuestra, y eran muy pocos, lo hacían por razones equivocadas. Respondían no a una necesidad social positiva sino a la existencia de un sistema represivo. Nosotros somos distintos. Básicamente distintos.

Cansado, satisfecho de lo que ha establecido, abandona su oficina una hora antes de lo habitual. Cuando regresa a su apartamento, Micaela no está.

Eso le sorprende. A aquella hora ella siempre está allí. Los niños están solos, jugando con sus juguetes. Claro que él ha llegado antes de lo acostumbrado, aunque no demasiado. ¿Habrá salido a charlar con alguien? No lo entiende. No ha dejado ningún mensaje.

—¿Dónde está mami? —pregunta a su hijo mayor.

—Ha salido.

—¿Dónde?

Un encogimiento de hombros.

—De visita.

—¿Hace mucho rato?

—Una hora. Quizá dos.

Es una ayuda. Nervioso, alterado, Jasón llama a un par de mujeres de la misma planta, amigas de Micaela. No la han visto. El chico mira a su padre y dice resueltamente.—Ha ido a visitar a un hombre.

Jasón le mira con el ceño fruncido.

—¿Un hombre? ¿Eso es lo que ha dicho? ¿Qué hombre?

Pero el chico ha agotado toda su información. Temeroso de que haya ido a verse con Michael, duda sin llamar a Edimburgo. Sólo para saber si ella está allí. Se debate interiormente. Furiosas imágenes cruzan su cabeza. Micaela y Michael estrechamente unidos, indistinguibles, inflamados. Confundidos en un incestuosa pasión. Como quizá todas las tardes. ¿Cuánto tiempo hace que esto dura? Y luego viene de nuevo a mí para la cena, cada noche, caliente y húmeda de él. Llama a Edimburgo, y Stacion aparece en la pantalla. Calmada en su protuberancia.

—¿Micaela? No, claro que no está aquí. ¿Se supone que tenía que haber venido?

—Creí que quizá… tal vez había pasado por ahí…

—No hemos sabido de ella desde que nos vimos en vuestra casa.

Jasón duda. Sólo se decide cuando ve que ella va a cortar la comunicación.

—¿Tienes idea de dónde puede estar Michael en este momento?

—¿Michael? Trabajando. Equipo Interfacial Nueve.

—¿Estás segura?

Stacion le mira con visible sorpresa.

—Por supuesto que estoy segura. ¿Dónde podría estar si no? Su equipo termina a las 1730. —Sonríe—. ¿Estás sugiriendo que Michael… que Micaela…?

—Por supuesto que no. ¿Qué clase de idiota crees que soy? Sólo pensaba que… quizá… si… —no sabe cómo continuar—. Olvídalo, Stacion. Dale un abrazo de mi parte a Michael cuando vuelva a casa. — Jasón corta la comunicación. Su cabeza zumba, sus ojos están llenos de indeseadas visiones. Los largos dedos de Michael acariciando a su hermana, dos imágenes frente a frente como el reflejo de un espejo. Las bocas uniéndose. No. ¿Dónde está Micaela, pues? Se siente tentado a intentar la comunicación con el Equipo Interfacial Nueve. Saber si Michael está realmente allí. O quizá en algún oscuro cubículo tomando a su hermana. Jasón se echa de bruces en la plataforma de descanso para considerar su posición. Se dice a sí mismo que no tiene la menor importancia que Micaela se deje tomar por su hermano. En absoluto. No va a dejarse atrapar en una primitiva actitud moral propia del siglo XX. Por otro lado, es una considerable violación de costumbres para Micaela salir a media tarde con tales propósitos. Si desea a Michael, piensa Jasón, que le deje acudir decentemente después de medianoche, como un rondador nocturno. Que se deje de esas simulaciones y fingimientos. ¿Piensa realmente que me sentiré escandalizado de saber que es su amante? ¿Debe ocultarse de mí de esta manera? Hace cien años que ya no debe ocultar uno esas cosas. Hacerlo introduce una nota de decepción. El adulterio a la antigua; la cita secreta.

¡Qué vergüenza! Tengo ganas de decirle…

La puerta se abre y entra Micaela. Está desnuda bajo su ligera y translúcida ropa, y se la ve alterada, con el rostro enrojecido. Le sonríe a Jasón. Él percibe la aversión bajo aquella sonrisa.

—¿Y bien? —pregunta.

—¿Y bien?

—Me he sorprendido al no encontrarte en casa cuando he vuelto.

Micaela se desviste fríamente. Se mete bajo la ducha. El modo como frota su cuerpo no deja ninguna duda acerca de lo que ha estado haciendo. Tras unos instantes, dice:

—Me he retrasado un poco, ¿no? Lo siento.

—¿De dónde vienes?

—Siegmund Kluver.

Jasón se siente sorprendido y aliviado al mismo tiempo. ¿Pero qué significa eso? ¿Una ronda diurna? ¿Y una mujer tomando la iniciativa? Pero de todos modos no se trata de Michael. No se trata de Michael. Si es que puede creer en sus palabras.

—¿Siegmund? —dice—. ¿Qué quieres decir con Siegmund?

—He ido a visitarle. ¿No te lo han dicho los chicos? El tenía un poco de tiempo libre hoy, y he subido a verle. Algo glorificante, debo reconocerlo. Un experto en la materia. No es la primera vez con él, por supuesto, pero desde luego la mejor de todas.

Sale de la ducha, toma a dos de los niños, los desnuda y los mete bajo el chorro de partículas para su baño de la noche. Sin prestarle a Jasón la menor atención. El contempla con desánimo su esbelto y desnudo cuerpo. Siente deseos de echarle un sermón sobre ética sexual monurbana, pero se muerde los labios, frustrado y ansioso al mismo tiempo. Habiéndose ajustado trabajosamente a aceptar la inaceptable noción de su incestuoso amor, ahora le resulta difícil cambiar los términos hacia el otro asunto de Siegmund. Correr tras él. Una ronda diurna. Una ronda diurna. ¿Acaso no tiene el menor pudor? ¿Por qué lo ha hecho? Tan sólo por despecho, se dice a sí mismo. Para burlarse de mí. Para irritarme. Para demostrarme lo poco que le importo. Usando el sexo como un arma contra mí. Pavoneándose de su ilícita hora pasada con Siegmund. Pero Siegmund tendría que tener un poco más de buen sentido. ¿Un hombre con sus ambiciones, violando las costumbres? Quizá Micaela le ha abrumado de tal modo que no ha podido resistirla. Puede hacerlo. Incluso con Siegmund. ¡La perra! ¡La muy perra! Se da cuenta de que ella le está mirando, con los ojos brillantes, la boca curvada en una sonrisa hostil. Intentando provocarle. Intentando crearle problemas. No, Micaela, no voy a seguir tu juego. Mientras ella baña a los niños, pregunta con voz serena:

—¿Qué piensas programar para la cena de esta noche?


En su trabajo, al día siguiente, decubica un film de 1969, ostensiblemente una comedia, imagina, con dos parejas californianas que deciden intercambiar compañeras por una noche, pero que terminan descubriendo que no tienen el suficiente valor como para llegar hasta el final. Jasón se siente sumergido en el film, arrastrado no sólo por las escenas en interiores y el aire libre sino por la absoluta alienación de la psicología de los personajes… sus obvias fanfarronadas, su intensa angustia sobre algo tan trivial como quién va a tomar a quién, su última cobardía. Le es más fácil comprender la nerviosa hilaridad que les sacude cuando experimentan lo que supone debe ser cannabis, puesto que el film, después de todo, data de los inicios de la era psicodélica. Pero sus actitudes sexuales son prodigiosamente grotescas. Visiona el film dos veces, tomando copiosas notas. ¿Por qué es esa gente tan tímida? ¿Por qué temen tanto un embarazo no deseado? ¿Una enfermedad vergonzosa? No, el film es posterior a la época venérea. ¿Es al placer en sí mismo a lo que tienen miedo? ¿Al castigo tribal por la violación del monopolista concepto del matrimonio en el siglo XX? ¿Incluso si la violación es cometida en el más absoluto secreto? Debe ser esto, concluye Jasón. Temen las leyes contra las relaciones extramatrimoniales. El potro y las empulgueras, el palo y la silla de zambullida, según lo que dicen. Ojos ocultos espiando. La vergonzosa verdad descubierta indefectiblemente. Y así hacen marcha atrás; y así se encierran en las células de sus matrimonios individuales.

Estudiando a sus antepasados, ve repentinamente a Micaela en el contexto de la moralidad burguesa del siglo XX. No una tonta tímida como las cuatro personas del film, por supuesto. Cínica, desafiante… pavoneándose de su visita a Siegmund, usando el sexo como un medio para rebajar a su marido. Una actitud auténticamente siglo XX, en el lado opuesto a la fácil aceptación característica del mundo monurbano. Sólo alguien que considere el sexo como un medio para conseguir otras cosas puede actuar como lo ha hecho Micaela. ¡Ha reinventado el adulterio en una sociedad donde tal concepto carece de significado! Su irritación aumenta. Entre las 800.000 personas de la Monada Urbana 116, ¿por qué ha tenido que casarse con una morbosa así? Flirteando con su hermano porque sabe que esto me molesta y no porque esté realmente interesada en él. Yendo a Siegmund en lugar de esperar a que Siegmund venga a ella. ¡La bárbara insaciable! Pero le demostraré quién soy yo. ¡Va a saber lo que es jugar a su pequeño juego sádico!

A mediodía abandona su cubículo, habiendo trabajado tan sólo cinco horas. El ascensor le lleva hasta la planta 787. Ante el apartamento de Siegmund y Mamelón Kluver sucumbe a un terrible vértigo y está a punto de caer. Recupera el equilibrio; pero su terror es tan grande que se siente tentado a huir. Argumenta consigo mismo, en un esfuerzo por extirpar su timidez. Piensa en los personajes del film. ¿Por qué tiene miedo? Mamelón en tan sólo una mujer más. Ha tomado a cientos de otras tan atractivas como ella. Pero ella es inteligente. Es capaz de hacerme perder la cabeza con un par de sus sutilezas. Y sin embargo, la deseo. Me la he negado durante tanto años. Mientras Micaela se iba tranquilamente con Siegmund en plena tarde. La perra. La muy perra. ¿Por qué tengo que sufrir? Se supone que no tenemos que sentir ninguna frustración dentro de la monurb. Y puesto que deseo a Mamelón… Abre la puerta.

El apartamento de los Kluver está vacío. Excepto un bebé en el alvéolo de mantenimiento, no hay ninguna otra señal de vida.

—¿Mamelón? —llama. Su voz está a punto de quebrarse.

La pantalla se ilumina, y la preprogramada imagen de Mamelón aparece. Tan hermosa, piensa. Tan radiante. Y su sonrisa.

—Hola —dice la imagen—. Estoy en mi clase de polirritmo de la tarde. Volveré a las 1500. Los mensajes urgentes pueden serme transmitidos al Centro de Realización Somática de Shanghai, o a mi esposo Siegmund en la Conexión de Acceso de Louisville. Gracias —la imagen desaparece.

A las 1500. Casi dos horas de espera. ¿Qué hacer?

Seguir contemplando su espléndida belleza.

—¿Mamelón? —llama.

Ella reaparece en la pantalla. La estudia. Sus aristocráticos rasgos, sus misteriosos ojos oscuros. Una mujer segura de sí misma, libre de los demonios. Una personalidad firme, no como Micaela, una neurótica arrastrada por vientos psíquicos.—Hola. Estoy en mi clase de polirritmo de la tarde. Volveré a casa a las 1500. Los mensajes urgentes pueden serme transmitidos…

Esperará.

El apartamento, que ha visto ya otras veces, le sigue impresionando con su elegancia. Los ricos tejidos de las cortinas y las tapicerías, los seleccionados objetos de arte. Las huellas de su status; Siegmund avanzará muy pronto hacia Louisville, no hay duda, y esas posesiones personales son los heraldos de su próximo ascenso a la clase dirigente. Para tranquilizar su impaciencia, Jasón juega con los paneles murales, inspecciona el mobiliario, programa olores. Observa al bebé, que patalea alegremente en su alvéolo. Va arriba y abajo. El potro chico de los Kluver debe tener unos dos años. ¿Regresará pronto del jardín de infancia? No está dispuesto a entretener a un chico toda la tarde mientras espera a Mamelón.

Conecta la pantalla y sigue uno de los programas abstractos de la tarde. El flujo de formas y colores le arrastra a lo largo de otra impaciente hora. Mamelón debe llegar pronto.

Las 1450. Ella entra, llevando a su hijo de la mano. Jasón se levanta, vacilante, con la garganta seca. Va vestida simple y sobriamente con una amplia túnica azul que le llega hasta las rodillas, y su aspecto es desusadamente desaliñado. ¿Y por qué no? Ha pasado la tarde realizando ejercicios físicos; no puede esperar que se presente impecable, luciendo tan esplendorosamente como la Mamelón de las veladas nocturnas.

—¿Jasón? ¿Ocurre algo? ¿Por qué…?

—Sólo una visita —dice él, casi incapaz de reconocer su propia voz.

—¡Pareces medio neuro, Jasón! ¿Estás enfermo? ¿Puedo ayudarte en algo? —Abre su túnica y se la quita, echándola bajo la ducha. Bajo ella tan sólo lleva una malla transparente; él desvía los ojos de la deslumbrante desnudez. Y permanece de pie, inmóvil, en un rincón, mientras ella se desprende también de la malla, se ducha y se echa encima una brillante bata. Girándose hacia él, dice:

—Actúas de una forma muy extraña.

Debe lanzarse a fondo.

—¡Déjame tomarte, Mamelón!

—¿Ahora? —hay una sorprendida sonrisa en sus labios—. ¿A media tarde?

—¿Es eso tan degradante?

—Es poco común —dice ella—. Especialmente viniendo de un hombre que nunca me ha visitado como rondador nocturno. Pero supongo que no hay nada que se oponga a ello. De acuerdo: vamos. Tan simple como eso. Ella se desprende de su bata e hincha la plataforma de descanso. Ella no va a negarse, por supuesto; hacer lo contrario sería algo maldecido. La hora es extraña, pero Mamelón conoce los códigos que rigen su vida, y sigue estrictamente las reglas. No hay que frustrar a nadie. La blanca piel, los altos y llenos senos. El profundo ombligo. El oscuro triángulo de placer. Le atrae hacia ella desde la plataforma, sonríe, se acomoda. Él se desviste, doblando cuidadosamente toda su ropa. Se tiende a su lado. Desea desesperadamente decirle que la ama. Pero sería una infracción a las costumbres mucho más seria de las que ya ha cometido hasta ahora. En un cierto sentido, no el sentido propio del siglo XX, ella pertenece a Siegmund, y no es correcto interponer sus emociones entre ellos. Con un tenso movimiento se sitúa sobre ella. Como siempre, el pánico le hace apresurarse. Estoy tomando a Mamelón Kluver, piensa. En este momento. Por fin. Consigue controlarse y relajar sus movimientos. Se fuerza a abrir sus ojos y es premiado con la visión de que los de ella están cerrados. Las aletas de su nariz tiemblan, sus labios están entreabiertos. Qué blanco perfecto el de sus dientes. Parece como si estuviera murmurando algo. Se mueve un poco más aprisa. La estruja entre sus brazos, sintiendo sus senos clavarse en su pecho. Y todo termina. Exhausto, siente como ella acaricia suavemente su espalda empapada en sudor. Luego, analizando en la subsiguiente frialdad aquellos álgidos momentos, se da cuenta de que no ha sido tan diferente de lo que ha experimentado con otras mujeres. Quizá un instante algo más salvaje, pero aparte esto la misma rutina familiar. Incluso con Mamelón Kluver, el objeto de su incandescente imaginación durante tres años, tan sólo ha sido el viejo proceso: yo empujo, tú empujas, y los dos partimos. Nada de romanticismo. En la oscuridad, todos los gatos son pardos, dice un viejo proverbio del siglo XX. Ahora ya la he tomado, eso es todo. Se levanta, y ambos se meten juntos bajo la ducha.

—¿Te sientes mejor ahora? —dice ella.

—Creo que sí.

—Estabas tan terriblemente tenso cuando he llegado.

—Lo siento —dice él.

—¿Quieres que hagamos algo?

—No.

—¿Quieres que charlemos un poco?

—No. No. —Se da cuenta de que desvía de nuevo su mirada del cuerpo de ella. Busca sus ropas. Mamelón no muestra ninguna intención de vestirse—. Creo que debo irme —dice él.

—Vuelve alguna otra vez. Quizá en horas de ronda nocturna. No quiero decir que me molesta el que vengas por la tarde, Jasón, pero estaremos más relajados por la noche. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Habla de una forma tan fríamente casual. ¿Se da cuenta de que es la primera vez que él toma a una mujer de su propia ciudad? ¿Qué ocurriría si le contara que todas sus demás aventuras han ocurrido en Varsovia y Reykjavik y Praga y los otros niveles mugros? Se pregunta de qué tiene miedo. Volverá otra vez a ella, está seguro. Marca su salida con una confusa ráfaga de sonrisas, asentimientos, medias palabras y furtivas e intencionadas miradas. Mamelón le envía un beso.

De nuevo en el corredor. Es aún pronto. El objetivo de su excursión se perderá si vuelve a casa a la hora. Toma el descensor hasta su oficina y consume allí fútilmente dos horas. A pesar de ello sigue siendo aún demasiado pronto. Regresa a Shanghai poco después de las 1800, entra en el Centro de Realización Somática y se sumerge en un baño de imágenes; las cálidas corrientes ondulatorias son sedantes, pero él responde negativamente a las vibraciones psicodélicas inferiores, y su mente se llena de visiones de destrozadas y renegridas monurbs, yacentes bloques de retorcido hormigón. Cuando sale son las 1920, y la pantalla de los vestuarios, captando sus emanaciones, dice:

—Jasón Quevedo, su esposa le busca.

Estupendo. Ya es tarde para la cena. Dejemos que se retuerza un poco. Asiente con la cabeza en dirección a la pantalla y sale. Tras pasear por los corredores durante una hora, empezando en la planta 770 y terminando en la 792, se dirige a su propio nivel en dirección a su casa. Una pantalla en el corredor capta su presencia y le recuerda que le están buscando.

—Ya voy, ya voy —murmura irritado.

—¿Dónde estabas? —pregunta Micaela apenas le ve aparecer. Parece inquieta.

—Oh, por ahí. Por ahí.

—No has trabajado hasta tarde. Te he llamado allí. He puesto rastreadores tras de ti.

—Como si fuera un chico que se hubiera perdido.

—Tú no sueles hacer esas cosas. Tú no acostumbras a desaparecer repentinamente a media tarde.

—¿Has cenado ya?

—Te estaba esperando —dice ella amargamente.

—Cenemos entonces. Estoy hambriento.

—¿No tienes que darme ninguna explicación?

—Más tarde —su expresión es de calculado misterio. Apenas se da cuenta de lo que come. Tras la cena, dedica el tiempo acostumbrado a los chicos. Luego los envía a dormir. Se repite una y otra vez lo que le dirá a Micaela, disponiendo las palabras según distintos esquemas. Ensaya también una sonrisa de autosatisfacción. Por una vez él será el agresor. Por una vez él será quien la hiera a ella.

Micaela parece absorta en la pantalla. La primera ansiedad por su desaparición parece haberse desvanecido. Finalmente, se ve obligado a decir:

—¿Quieres que hablemos de lo que he hecho hoy?

Ella gira la vista hacia él.

—¿Lo que has hecho? Oh, ¿esta tarde quieres decir? —Parece como si se burlara—. ¿Y bien?

—He estado con Mamelón Kluver.

—¿Una ronda diurna? ¿Tú?

—Yo.

—¿Ha valido la pena?

—Ha sido soberbio —dice él, sorprendido por el aire de indiferencia de Micaela—. Ha sido como siempre imaginé que sería.

Micaela se echa a reír.

—¿Es esto divertido? —pregunta él.

No. Tú lo eres.

—Explícame lo que quieres decir.

—Durante todos estos años te has prohibido a ti mismo las rondas nocturnas por Shanghai, y has preferido ir con los mugros. Y ahora, por la razón más estúpida posible, te ofreces finalmente el lujo de Mamelón…

—¿Cómo sabes que nunca he practicado la ronda nocturna aquí?

—Las mujeres hablan. He preguntado a mis amigas. Tú nunca has tomado a ninguna de ellas. Así que he empezado a hacerme preguntas. He hecho algunas verificaciones. Varsovia, Praga. ¿Por qué has ido allí tan abajo, Jasón?

—Eso ya no tiene ninguna importancia.

—¿Qué es lo que la tiene, ahora?

—Que he pasado la tarde en la plataforma de descanso de Mamelón Kluver.

—Idiota.

—Puta.

—Fracasado.

—¡Esterilizadora!

—¡Mugro!—Espera —dice él—. Espera. ¿Por qué fuiste con Siegmund?

—Para fastidiarte —admite ella—. Porque él es un hombre con futuro, y tú no. Quería excitarte. Obligarte a que te movieras.

—Y así has violado todas las costumbres y rondado agresivamente de día hacia el hombre al que habías elegido. Esto no está bien, Micaela. No es en absoluto femenino, me atrevería a añadir.

—Entonces formamos una pareja ideal. Un marido femenino y una esposa masculina.

—Eres rápida con los insultos, ¿en?

—¿Por qué has ido con Mamelón?

—Para ponerte furiosa. Para pagarte por lo de Siegmund. No porque me importe que te hayas dejado tomar por él. Hemos superado este tipo de inhibiciones, creo. Pero tus motivos. Usando el sexo como un arma. Jugando deliberadamente el papel equivocado. Intentando incitarme. Ha sido repugnante, Micaela.

—¿Y tus motivos? ¿El sexo como venganza? Se supone que las rondas nocturnas reducen las tensiones, no las crean. Y sin tener en cuenta el momento del día en que lo hacías. Deseabas a Mamelón, de acuerdo: es una chica encantadora. Pero entrar aquí y jactarte de ello, como si realmente te importara el excavar esa hendidura…

—No seas obscena, Micaela.

—¡Escuchadle! ¡Escuchadle! ¡Puritano! ¡Moralista!

Los chicos empiezan a llorar. Nunca antes han oído semejantes gritos. Micaela hace un gesto apaciguador para que se callen.

—Al menos yo tengo una cierta moralidad —dice él—. ¿Pero qué tienes que decirme de ti y de tu hermano Michael?

—¿Qué pasa con nosotros?

—¿Cuántas veces te habrá tomado?

—Cuando éramos niños sí, un par de veces —dice ella, enrojeciendo—. ¿Acaso tú nunca has tomado a tus hermanas?

—No tan sólo cuando erais niños. Habéis seguido haciéndolo.

—Creo que estás enfermo, Jasón.

—Michael no me ha tocado en diez años. No quiero decir que lo hayamos considerado como algo que no debemos hacer, sino que simplemente no ha ocurrido. ¡Oh, Jasón, Jasón, Jasón! Has pasado tanto tiempo hundido en tus archivos que te has convertido en un hombre del siglo XX. Estás celoso, Jasón. Nada menos que atormentado ante la idea de un incesto. Y ante el hecho de que yo no obedezca las reglas acerca de la iniciativa de la mujer. ¿Qué ocurre contigo y con tus rondas nocturnas por Varsovia? ¿Estás imponiendo un doble standard, Jasón?

¿Tú puedes hacer lo que quieres, y yo debo observar las costumbres? Y trastornado acerca de Siegmund. Y Michael. Estás celoso, Jasón. Celoso. ¡Abolimos los celos hace ciento cincuenta años!

—Y tú eres una arribista social. Una supuesta tramposa. No estás satisfecha con Shanghai, quieres Louisville. Bien, la ambición también ha sido abolida, Micaela. Y no olvides que has sido tú quien ha empezado ese asunto de utilizar el sexo para marcar puntos al contrario. Yendo con Siegmund y asegurándote de que yo lo supiera. ¿Piensas que yo soy un puritano? Tú eres una reaccionaria, Micaela. Estás henchida de moralidad premonurbana.

—¡Si yo soy así es por tu culpa! —grita ella.

—No. Yo me he contaminado de ti. ¡Tú derramas el veneno a tu alrededor! Cuando tú…

La puerta se abre. Un hombre aparece en ella. Charles Mattern, de la 799. El atildado sociocomputador de rápida palabra; Jasón ha trabajado con él en algunos proyectos de Investigación evidentemente ha oído algo de la agria y blasfema conversación, pues su aspecto es de profundo embarazo.

—Dios bendiga —dice en un murmullo—. Estaba haciendo mi ronda nocturna, y había pensado que…

—No —chilla Micaela—. ¡No ahora! ¡Vete!

Mattern muestra su sorpresa. Empieza a decir algo, luego agita la cabeza y sale de la estancia, murmurando una excusa por su intrusión.

Jasón se siente aterrado. ¿Echar de aquel modo a un legítimo rondador nocturno? ¿Ordenarle que se vaya?

—¡Salvaje! —grita, y la abofetea furiosamente—. ¿Cómo has podido hacer eso?

Ella retrocede, frotándose la mejilla.

—¿Salvaje? ¿Yo? ¿Y tú golpeándome? Podría llevarte a las tolvas por…

—Yo podría llevarte a ti a las tolvas por…

Se calla. Ambos quedan silenciosos, mirándose.


—No tendrías que haber echado a Mattern —dice él suavemente, un poco más tarde.

—Y tú no tendrías que haberme golpeado.

—Estaba fuera de mí. Algunas reglas son inviolables. Si él te denuncia a…—No lo hará. Ha visto bien que estábamos discutiendo. Que yo no estaba realmente disponible para él.

—Y discutir de este modo —dice él—. Gritando así. Los dos. Esto podría llevarnos a los ingenieros morales.

—Arreglaré las cosas con Mattern, Jasón. Déjame a mí. Le pediré que venga y le daré una explicación, y le proporcionaré el placer de su vida —sonríe suavemente—. Especie de neuro. —Hay afecto en su voz—. Seguramente hemos esterilizado la mitad de la planta con nuestros gritos. ¿A qué venía esto, Jasón?

—Intentaba hacerte comprender algo acerca de ti misma. Tu esencialmente arcaica personalidad psicológica, Micaela. Si pudieras tan sólo verte a ti misma objetivamente, la mezquindad de tus últimas motivaciones… no, no quiero iniciar otra discusión. Tan sólo intento explicarte…

—¿Y tus motivaciones, Jasón? Tú eres tan arcaico como yo. Ambos pertenecemos a otra época. Nuestras cabezas están llenas de primitivos reflejos moralistas. ¿No lo crees así? ¿No te das cuenta de ello?

Él se aparta de ella. Dándole la espalda, apoya los dedos contra el dispositivo relajante situado en la pared junto al baño, y siente como las tensiones fluyen de él hacia el aparato.

—Sí —dice tras una larga pausa—. Sí, me doy cuenta. Llevamos encima un barniz de monurbanidad. Pero bajo él… los celos, la envidia, el deseo de posesión…

—Sí. Sí.

—¿E imaginas lo que representa esto para mi trabajo? —se encoge ligeramente de hombros—. ¿Mi tesis según la cual la adaptación selectiva ha producido una nueva especie de hombre en las monurbs? Quizá sea así, pero en este caso yo no pertenezco a tal especie. tampoco perteneces a ella. Quizá ellos sí, algunos de ellos. ¿Pero cuántos? ¿Cuántos realmente?

Ella se le acerca y se aprieta contra él. Siente su pecho presionando su espalda.

—La mayor parte de ellos, quizá —dice ella—. Tu tesis sigue siendo válida. Pero nosotros estamos fuera de ella. No encajamos aquí.

—Sí.

—Pertenecemos a una repulsiva era ya pasada.

—Sí.

—Así que tenemos que dejar de torturarnos el uno al otro, Jasón. 'Tenemos que camuflarnos mejor. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí. De otro modo, terminaremos en las tolvas. Somos blasfemos, Micaela.—Ambos. —Ambos.

Se gira. Sus brazos la rodean. Él sonríe. Ella sonríe. —Bárbaro vengativo —dice ella tiernamente. —Salvaje resentida —susurra él, besando el lóbulo de su oreja. Se deslizan juntos a la plataforma de descanso. Los rondadores nocturnos tendrán que esperar.

Nunca la ha amado tanto como en este preciso instante.

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