Enterré con mis propias manos
a cinco hijos en una sola tumba…
No hubo campanas. Ni lágrimas.
Esto es el fin del mundo.
Agniola di Tura Siena, 1347
Dunworthy pasó los dos días siguientes llamando a la lista de técnicos de Finch y a guías de pesca escoceses, e instalando otro pabellón en Bulkeley-Johnson. Quince retenidos más habían caído con la gripe, entre ellos la señora Taylor, que se había desplomado cuando sólo faltaban cuarenta y nueve toques para completar un repique.
– Se desmayó y soltó la campana -informó Finch-. Dio la vuelta con un ruido infernal y la cuerda se agitó como si estuviera viva. Se me enrolló al cuello y por poco me estrangula. La señora Taylor quiso continuar cuando volvió en sí, pero naturalmente ya era demasiado tarde. Me gustaría que hablara usted con ella, señor Dunworthy. Está muy deprimida. Dice que nunca se perdonará por haber dejado tiradas a las otras. Le dije que no era culpa suya, que a veces las cosas escapan a nuestro control, ¿no le parece?
– Sí -dijo Dunworthy.
No había conseguido encontrar a un técnico, mucho menos convencerlo de que fuera a Oxford, ni había encontrado a Basingame. Finch y él habían telefoneado a todos los hoteles de Escocia, a todos los albergues y chalets de alquiler. William había conseguido los registros de las tarjetas de crédito de Basingame, pero no había compras de equipo de pesca ni alquileres en algún pueblo escocés perdido, como Dunworthy esperaba, ni entradas después del quince de diciembre.
El sistema telefónico era cada vez más precario. El visual se cortó otra vez, y la voz grabada, anunciando que debido a la epidemia todos los circuitos estaban ocupados, interrumpía casi todas las llamadas que intentaba hacer después de sólo dos dígitos.
No se preocupaba tanto por Kivrin, puesto que la llevaba consigo, una pesada carga, mientras marcaba una y otra vez los números, esperaba ambulancias, escuchaba las quejas de la señora Gaddson. Andrews no había vuelto a telefonear, o tal vez no había conseguido comunicar. Badri murmuraba incesantemente acerca de la muerte, y las enfermeras apuntaban todos sus delirios. Mientras Dunworthy esperaba a los técnicos, a los guías de pesca, a alguien que respondiera al teléfono, repasó las palabras de Badri, en busca de alguna pista. «Negra», había dicho Badri, y «laboratorio», y «Europa».
El sistema telefónico empeoró. La voz grabada interrumpía en cuanto marcaba el primer número, y varias veces no obtuvo línea. Decidió dejarlo de momento y trabajó en las listas de contactos. William había conseguido los archivos médicos confidenciales del Ministerio, y Dunworthy los repasó, buscando tratamientos de radiación y visitas al dentista. A uno de los primarios le habían examinado la mandíbula por rayos X, pero había sido el día veinticuatro, después de que comenzara la epidemia.
Fue al hospital para preguntar a los primarios que no deliraban si tenían animales de compañía o habían cazado patos últimamente. Los pasillos estaban atestados de camillas, cada una con un paciente. Se apoyaban contra las puertas de Admisiones y delante del ascensor. No había manera de pasar. Fue por las escaleras.
La estudiante de enfermería rubia se reunió con él en la puerta de Aislamiento. Llevaba una bata blanca y una mascarilla.
– Me temo que no puede entrar -dijo levantando una mano enguantada.
Badri ha muerto, pensó él.
– ¿Ha empeorado el señor Chaudhuri?
– No. Parece que descansa un poco mejor. Pero nos hemos quedado sin RPE. Londres prometió enviar equipo mañana, y el personal se las arregla con trajes de tela, pero no tenemos suficiente para las visitas -rebuscó en su bolsillo una tira de papel-. He anotado todo lo que ha dicho. Me temo que la mayor parte es ininteligible. Dijo su nombre y… ¿Kivrin?… ¿Es correcto?
Él asintió, mirando el papel.
– Y a veces palabras sueltas, pero casi todo carece de sentido.
Había intentado anotarlo fonéticamente, y cuando entendía una palabra, la subrayaba. Badri había dicho «no puedo», y «ratas», y «muy preocupado».
Más de la mitad de los retenidos había caído el domingo por la mañana, y todos los que no estaban enfermos los atendían. Dunworthy y Finch habían renunciado a ponerlos en pabellones, y en cualquier caso se habían quedado sin colchones. Los dejaban en sus propias camas, o los trasladaban, con cama y todo, a las habitaciones de Salvin, para que sus enfermeros improvisados no se agotaran.
Las campaneras fueron cayendo una por una, y Dunworthy ayudó a acostarlas en la vieja biblioteca. La señora Taylor, que todavía podía andar, insistió en ir a visitarlas.
– Es lo menos que puedo hacer -dijo, jadeando por el esfuerzo de cruzar el pasillo-, después de haberlas abandonado de aquel modo.
Dunworthy la ayudó a acostarse en el colchón hinchable que había traído William y la tapó con una sábana.
– El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil -dijo.
Él mismo se sentía débil, agotado por la falta de sueño y las constantes decepciones. Mientras hervía agua para el té y limpiaba cuñas, por fin consiguió contactar con una de los técnicos de Magdalen.
– Está en el hospital -dijo su madre. Parecía triste y cansada.
– ¿Cuándo cayó enferma?
– El día de Navidad.
La esperanza brotó en él.
Tal vez la técnico de Magdalen era la fuente.
– ¿Qué síntomas tiene su hija? -preguntó ansiosamente-. ¿Dolor de cabeza? ¿Fiebre? ¿Desorientación?
– Apendicitis.
El lunes por la mañana las tres cuartas partes de los retenidos estaban enfermos. Como Finch había predicho, se les acabaron las sábanas limpias y las mascarillas, y algo mucho más urgente, también se quedaron sin temps, antimicrobiales y aspirinas.
– Intenté llamar al hospital para pedir más -dijo Finch, quien tendió una lista a Dunworthy-, pero los teléfonos están todos fuera de servicio.
Dunworthy fue caminando al hospital a buscar los suministros. La calle delante de Admisiones estaba abarrotada con un buen número de ambulancias, taxis y manifestantes con un gran cartel que proclamaba: «El primer ministro nos ha dejado para que muramos.» Mientras Dunworthy conseguía pasar entre ellos y llegaba a la puerta, Colin salió de allí corriendo. Iba mojado, como de costumbre, y con la cara y la nariz rojas de frío. Llevaba la chaqueta abierta.
– Los teléfonos no funcionan. Las líneas están saturadas. Estoy transmitiendo mensajes -del bolsillo de su chaqueta sacó un desordenado montón de hojas dobladas-. ¿Quiere que le lleve un mensaje a alguien?
Sí, pensó él. A Andrews. A Basingame. A Kivrin.
– No -respondió.
Colin se guardó en el bolsillo los papeles ya mojados.
– Pues me marcho. Si busca a mi tía Mary, está en Admisiones. Acaban de llegar cinco casos más. Una familia. El hijo menor estaba muerto.
Se internó corriendo entre el atasco de tráfico.
Dunworthy se abrió paso hasta Admisiones y mostró su lista a la encargada, quien le envió a Suministros. Los corredores seguían llenos de camillas, aunque ahora estaban alineadas a ambos lados, de modo que quedaba un estrecho pasillo entre ellas. Inclinada sobre una de las camillas había una enfermera con una mascarilla rosa y una bata leyendo algo a uno de los pacientes.
– «El Señor hará que la peste caiga sobre vosotros -decía, y de repente Dunworthy reconoció a la señora Gaddson. Estaba intensamente concentrada en su lectura y no levantó la cabeza-. Hasta que os haya hecho desaparecer de la tierra.»
La peste caerá sobre vosotros, dijo él en silencio, y pensó en Badri. «Fueron las ratas -había dicho-. Los mató a todos. Media Europa.»
Ella no puede estar en la Peste Negra, pensó mientras se dirigía a Suministros. Andrews había dicho que el deslizamiento máximo era de cinco años. En 1325 la peste ni siquiera había comenzado en China. Andrews había asegurado que las dos únicas cosas que no habrían abortado automáticamente el lanzamiento eran el deslizamiento y las coordenadas, y Badri, cuando podía contestar a las preguntas de Dunworthy, insistía en que había comprobado las coordenadas de Pulhaski.
Entró en Suministros. No había nadie en el mostrador. Llamó al timbre.
Cada vez que Dunworthy le preguntaba, Badri decía que las coordenadas del estudiante eran correctas, pero empezaba a mover los dedos nerviosamente sobre la sábana, tecleando, tecleando el ajuste. Esto no puede estar bien. Algo falla.
Volvió a llamar al timbre y una enfermera salió de entre los estantes. Era evidente que había abandonado la jubilación expresamente para la epidemia. Tenía al menos noventa años, y su uniforme blanco estaba amarillento, pero aún seguía tieso por el almidón. Crujió cuando cogió la lista.
– ¿Tiene una autorización?
– No.
Le tendió su lista y un impreso de tres páginas.
– Todas las órdenes deben ser autorizadas por la enfermera jefa del pabellón.
– No tenemos ninguna enfermera de pabellón -dijo él, controlando su mal genio-. No tenemos ningún pabellón. Tenemos cincuenta retenidos en dos dormitorios y ningún suministro.
– En ese caso el médico que está al cargo debe firmar la autorización.
– La médica al cargo está en un hospital atestado de enfermos. No tiene tiempo para firmar autorizaciones. ¡Estamos en plena epidemia!
– Soy bien consciente de ello. Todas las órdenes deben estar firmadas por el médico al cargo -dijo la enfermera gélidamente, y se marchó crujiendo entre los pasillos.
Dunworthy volvió a Admisiones. Mary ya no estaba allí. La encargada lo envió a Aislamiento, pero tampoco estaba allí. Jugueteó con la idea de falsificar la firma de Mary, pero quería verla, quería contarle su fracaso en localizar a los técnicos, su fracaso para encontrar una forma de esquivar a Gilchrist y abrir la red. Ni siquiera podía conseguir una miserable aspirina, y ya era tres de enero.
Finalmente encontró a Mary en el laboratorio. Hablaba por teléfono, que por lo visto volvía a funcionar, aunque en la visual sólo aparecía nieve. Mary no lo miraba. Contemplaba la consola, donde aparecían las gráficas de contactos.
– ¿Qué problema hay? -preguntó-. Ustedes dijeron que estaría aquí hace dos días.
Hubo una pausa mientras la persona perdida en la nieve ponía algún tipo de excusa.
– ¿Cómo que fue rechazado? -exclamó ella, incrédula-. Aquí hay mil personas con gripe.
Hubo otra pausa. Mary tecleó algo en la consola y apareció una gráfica diferente.
– Bien, pues vuelvan a enviarlo -gritó-. ¡La necesito ahora mismo! ¡Mis pacientes se están muriendo! Lo quiero aquí para… ¿oiga? ¿Está usted ahí?
La pantalla se volvió negra. Mary se volvió para pulsar el interruptor y vio a Dunworthy.
Le indicó que entrara en el despacho.
– ¿Está usted ahí? -dijo al teléfono-. ¿Oiga? -colgó-. ¡Los teléfonos no funcionan, la mitad de mi personal ha caído con el virus, y los análogos no han llegado porque algún idiota no los dejó pasar a la zona de cuarentena!
Se sentó ante la consola y se frotó los pómulos con los dedos.
– Lo siento -suspiró-. Ha sido un mal día. Hubo tres ingresos cadáveres esta mañana. Uno de ellos tenía seis meses.
Todavía llevaba la ramita de acebo en la bata. Tanto la bata como la ramita estaban completamente arrugadas, y Mary parecía exhausta. Las líneas alrededor de la boca y los ojos surcaban profundamente su cara. Dunworthy se preguntó cuánto tiempo llevaba sin dormir, y si lo sabría siquiera.
Se frotó los párpados con dos dedos.
– Nunca me acostumbraré a la idea de que no hay nada que hacer -dijo.
– Claro.
Ella le miró, casi como si no hubiera advertido que estaba allí.
– ¿Necesitabas algo, James?
Ella no había dormido, ni había recibido ninguna ayuda, y había visto tres ingresos cadáveres, uno de ellos un bebé. Ya tenía bastantes problemas sin preocuparse por Kivrin.
– No -dijo él, levantándose. Le tendió el impreso-. Únicamente tu firma.
Ella lo firmó sin mirarlo.
– Fui a ver a Gilchrist esta mañana -dijo al devolvérselo.
Él la miró, demasiado sorprendido y conmovido para hablar.
– Fui a verlo para ver si lograba convencerlo de que abriera la red antes. Le expliqué que no hay necesidad de esperar a que haya inmunización plena. Cierto porcentaje de inmunización reduce las posibilidades de contagio.
– Y ninguno de tus argumentos tuvo el más mínimo efecto.
– No. Está plenamente convencido de que el virus vino del pasado -Mary suspiró-. Ha dibujado gráficas de las pautas de mutación cíclica de los mixovirus tipo A. Según su teoría, uno de los mixovirus tipo A existente en 1318-1319 era un H9N2 -volvió a frotarse la frente-. No abrirá el laboratorio hasta que se haya completado la inmunización plena y se levante la cuarentena.
– ¿Y cuándo será eso? -preguntó él, aunque tenía una ligera idea.
– La cuarentena tiene que permanecer en efecto hasta siete días después de la inmunización total o cuarenta días después de la incidencia final -dijo ella, como si le estuviera dando malas noticias.
Incidencia final. Dos semanas sin ningún nuevo caso.
– ¿Cuánto tardará la inmunización a toda la nación?
– Cuando consigamos suficientes suministros de la vacuna, no mucho. La Pandemia sólo duró dieciocho días.
Dieciocho días. Después de que se fabricaran suficientes suministros de la vacuna. Finales de enero.
– Demasiado tarde -dijo él.
– Sí, lo sé. Debemos identificar positivamente la fuente, eso es todo -se volvió a mirar la consola-. La respuesta está ahí. Simplemente, no sabemos mirar en el lugar adecuado -recuperó una nueva gráfica-. He estado haciendo correlaciones, buscando estudiantes de veterinaria, primarios que vivan cerca de zoos, direcciones rurales. Ésta es de los secundarios que estuvieron en DeBrett, cazando pájaros y todo eso. Pero lo más parecido que tenemos a un ave son los que comieron ganso en Navidad.
Recuperó la gráfica de contactos. El nombre de Badri seguía apareciendo en cabeza. Se sentó y la contempló durante un largo rato, tan absorta como Montoya mirando sus huesos.
– Lo primero que tiene que aprender un médico es a no ser demasiado duro consigo mismo cuando pierde a un paciente -dijo, y Dunworthy se preguntó si se refería a Kivrin o a Badri.
– Tengo que abrir la red.
– Eso espero.
La respuesta no se encontraba en las gráficas de contacto ni en los encuentros comunes. Había que buscarla en Badri, cuyo nombre, a pesar de todas las preguntas que habían hecho a los primarios, a pesar de todas las falsas pistas, seguía siendo la fuente. Badri era el caso índice, y en algún momento de cuatro a seis días antes del lanzamiento había entrado en contacto con un portador.
Subió a verlo. Había un enfermero distinto ante la habitación, un joven alto y nervioso que no parecía tener más de diecisiete años.
– ¿Dónde está…? -empezó a preguntar Dunworthy, y entonces advirtió que no sabía el nombre de la enfermera rubia.
– Lo ha pillado. Ayer. Ya hay veinte enfermos entre el personal, y se han quedado sin sustitutos. Pidieron a los estudiantes de tercero que ayudaran. Yo sólo estoy en primero, pero he recibido formación en primeros auxilios.
Ayer. Entonces había pasado todo un día sin que nadie registrara lo que decía Badri.
– ¿Recuerda algo de lo que haya dicho Badri mientras estaba con él? -preguntó sin esperanza. Un estudiante de primero-. ¿Alguna palabra o frase que fuera inteligible?
– Usted es el señor Dunworthy, ¿verdad? -dijo el muchacho. Le tendió un paquete de RPE-. Eloise me advirtió que quería usted saber todo lo que dijera el paciente.
Dunworthy se puso las RPE recién llegadas. Eran blancas y estaban marcadas con pequeñas cruces negras en la abertura trasera de la bata. Se preguntó de dónde las habrían sacado.
– Estaba muy enferma y no paraba de repetir lo importante que era.
El muchacho condujo a Dunworthy a la habitación de Badri, miró a las pantallas y luego al enfermo. Al menos ha mirado al paciente, pensó Dunworthy.
Badri yacía con los brazos por fuera de las sábanas y tironeaba de ellas con manos que parecían sacadas de la ilustración de la tumba del caballero en el libro de Colin. Sus ojos hundidos estaban abiertos, pero no miró al enfermero ni a Dunworthy, ni siquiera a las sábanas, que sus manos inquietas no parecían poder agarrar.
– Había leído sobre esto, pero nunca lo había visto -comentó el muchacho-. Es un síntoma terminal común en casos respiratorios -se dirigió a la consola, tecleó algo y señaló la pantalla superior izquierda-. He anotado todo esto.
Lo había hecho. Incluso los galimatías. Lo había escrito fonéticamente, con elipses para representar las pausas, y (sic) después de las palabras dudosas. «Media», había escrito, y «atrás» (sic) y «¿Por qué no viene?».
– Eso es casi todo de ayer -dijo. Movió el cursor al tercio inferior de la pantalla-. Habló un poco esta mañana. Ahora, como ve, no dice nada.
Dunworthy se sentó junto a Badri y le cogió la mano. La notó helada, incluso a través del guante impermeable. Miró la pantalla de la temperatura. Badri ya no tenía fiebre ni el color oscuro que la acompañaba. Parecía haber perdido todo color. Su piel tenía el tono de la ceniza mojada.
– Badri. Soy el señor Dunworthy. Tengo que hacerte algunas preguntas.
No hubo respuesta. Su mano fría yació flácida en la de Dunworthy, y la otra siguió tirando en vano de la sábana.
– La doctora Ahrens piensa que podrías haber contraído tu enfermedad por algún animal, un pato silvestre o un ganso.
El enfermero miró interesado a Dunworthy y luego a Badri, como si esperara que mostrara otro fenómeno médico que aún no había observado.
– Badri, ¿lo recuerdas? ¿Tuviste algún contacto con patos o gansos la semana anterior al lanzamiento?
La mano de Badri se movió. Dunworthy la miró con el ceño fruncido, preguntándose si intentaba comunicarse, pero cuando aflojó un poco la mano, los delgadísimos dedos sólo intentaron tirar de su palma, de sus dedos, de su muñeca.
Se sintió súbitamente avergonzado por estar allí torturando a Badri con preguntas, aunque no le oía, aunque no sabía que Dunworthy estaba allí, ni le importaba.
Colocó la mano de Badri sobre la sábana.
– Descansa -dijo, palmeándola amablemente-, intenta descansar.
– Dudo que pueda oírle -declaró el enfermero-. En este estado ya no son conscientes.
– Sí, lo sé -asintió Dunworthy, pero continuó sentado allí.
El enfermero ajustó el gotero, lo miró nerviosamente, y volvió a ajustarlo. Observó a Badri, ajustó el gotero por tercera vez, y por fin salió de la habitación. Dunworthy continuó sentado, viendo cómo Badri tiraba a ciegas de la sábana, intentando agarrarla pero incapaz de hacerlo. Quería incorporarse. De vez en cuando murmuraba algo, con voz demasiado baja para que resultara audible. Dunworthy le frotó el brazo amablemente, arriba y abajo. Al cabo de un rato, los movimientos del enfermo se hicieron más lentos, aunque Dunworthy no sabía si eso era un buena señal.
– Cementerio -dijo Badri.
– No. No.
Dunworthy se quedó un rato más, acariciando el brazo de Badri, pero su agitación pareció empeorar poco después. Se levantó.
– Intenta descansar -dijo, y salió.
El enfermero estaba sentado ante el mostrador, leyendo un ejemplar de Patient Care.
– Por favor, avíseme cuando… -dijo Dunworthy, y advirtió que no era capaz de terminar la frase-. Por favor, avíseme.
– Sí, señor. ¿Dónde estará usted?
Dunworthy rebuscó en su bolsillo un pedazo de papel para anotarlo y se encontró con la lista de suministros. Casi lo había olvidado.
– Estoy en Balliol, envíe un mensajero -pidió, y regresó a Suministros.
– No lo ha rellenado del todo -señaló la anciana almidonada cuando le tendió el impreso.
– Lo tengo firmado -contestó él, tendiéndole la lista-. Rellénelo usted.
Ella miró la lista con expresión de desaprobación.
– No tenemos temps ni mascarillas -sacó un frasquito de aspirinas-. Nos hemos quedado sin sintamicina y AZL.
El frasco de aspirinas contenía unas veinte tabletas. Dunworthy se lo guardó en el bolsillo y recorrió la High hasta la farmacia. Un grupito de manifestantes esperaba bajo la lluvia, empuñando pancartas que decían: ¡injusto! y «¡Abusón!». Dunworthy entró. No tenían mascarillas, y los temps y las aspirinas habían subido espantosamente de precio. Compró todas las existencias.
Se pasó toda la noche administrando los medicamentos y estudiando la gráfica de Badri, buscando alguna pista que indicara la fuente del virus. Badri había dirigido un lanzamiento in situ para Siglo Diecinueve en Hungría el diez de diciembre, pero la gráfica no decía dónde, y William, que coqueteaba con las retenidas que aún seguían en pie, no lo sabía. Los teléfonos habían vuelto a estropearse.
Seguían sin funcionar por la mañana cuando Dunworthy intentó llamar para saber del estado de Badri. Ni siquiera consiguió línea, pero en cuanto colgó, el teléfono sonó.
Era Andrews. Dunworthy apenas podía oír su voz a través de la estática.
– Lamento haber tardado tanto -se disculpó, y luego dijo algo que se perdió por completo.
– No le oigo -dijo Dunworthy.
– He dicho que he tenido dificultades para ponerme en contacto. Los teléfonos… -más estática-. Hice las comprobaciones de parámetros. Usé tres L-y-L diferentes y triangulé la… -el resto se perdió.
– ¿Cuál fue el deslizamiento máximo? -gritó al teléfono.
La línea se despejó momentáneamente.
– Seis días. Eso fue con un L-y-L de… -más estática-. Calculé las probabilidades, y el máximo posible para cualquier L-y-L en una circunferencia de cincuenta kilómetros seguía siendo de cinco años -la estática interrumpió de nuevo la conversación, y la línea se cortó.
Dunworthy colgó. La noticia tendría que haberle tranquilizado, pero no parecía capaz de experimentar ninguna emoción. Gilchrist no tenía ninguna intención de abrir la red el seis de enero, estuviera allí Kivrin o no. Fue a coger el teléfono para llamar a la Oficina de Turismo Escocesa, y entonces volvió a sonar.
– Diga, soy Dunworthy -miró la pantalla, pero las visuales sólo mostraban nieve.
– ¿Quién? -preguntó una voz de mujer que parecía ronca o agotada-. Lo siento -murmuró-. Quería llamar… -añadió algo más, demasiado confuso para que pudiera entenderse, y la visual se volvió negra.
Dunworthy esperó por si volvían a llamar, y luego se dirigió a Salvin. La campana de Magdalen daba la hora. Sonaba como un toque de difuntos en medio de la incesante lluvia. Al parecer, la señora Piantini también había oído la campana. Estaba de pie en el patio, vestida con una bata, levantando solemnemente los brazos para seguir un compás insólito.
– Al centro, mal, y a la caza -dijo mientras Dunworthy intentaba conducirla al interior.
Finch apareció, con aspecto agotado.
– Son las campanas, señor -dijo, agarrando a la mujer por el otro brazo-. La perturban. Dadas las circunstancias, creo que no deberían sonar.
La señora Piantini se libró de la mano de Dunworthy.
– Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción -declaro, furiosa.
– Estoy de acuerdo -asintió Finch, agarrando su brazo con tanta fuerza como si fuera la cuerda de una campana, y la condujo a su jergón.
Colin llegó corriendo, empapado como de costumbre y casi azul por el frío. Tenía la chaqueta abierta y llevaba la bufanda gris de Mary inútilmente colgada del cuello. Le tendió a Dunworthy un mensaje.
– Es del enfermero de Badri -dijo. Abrió un paquete de pastillas de jabón y se metió una celeste en la boca.
La nota también estaba empapada. Decía «Badri pregunta por usted», aunque la palabra «Badri» estaba tan borrosa que sólo se distinguía la B.
– ¿Dijo el enfermero si Badri estaba peor?
– No, sólo me pidió que le diera el mensaje. Y tía Mary dice que cuando llegue usted, vaya a recibir su potenciación. Me ha comentado que no sabe cuándo recibirá el análogo.
Dunworthy ayudó a Finch a acostar a la señora Piantini y corrió al hospital y luego a Aislamiento. Había una enfermera nueva, una mujer de mediana edad con los pies hinchados. Estaba sentada y los apoyaba en las pantallas. Estaba mirando un vidder portátil, pero se levantó inmediatamente cuando él entró.
– ¿Es usted el señor Dunworthy? -preguntó, bloqueándole el paso-. La doctora Ahrens dijo que fuera usted a verla inmediatamente.
Lo dijo en voz baja, incluso con amabilidad, y Dunworthy pensó que se compadecía de él. No quiere que entre a ver qué hay dentro. Quiere que Mary me lo diga primero.
– Es Badri, ¿verdad? Ha muerto.
Ella pareció genuinamente sorprendida.
– Oh, no, está mucho mejor esta mañana. ¿No ha recibido mi nota? Se ha sentado.
– ¿Sentado? -Dunworthy la miró fijamente, preguntándose si deliraba de fiebre.
– Todavía está muy débil, claro, pero su temperatura es normal y está despierto. Tiene que ver usted a la doctora Ahrens en Admisiones. Dijo que era urgente.
Él miró hacia la puerta de la habitación de Badri.
– Dígale que vendré a verlo en cuanto pueda -salió corriendo por la puerta.
Casi chocó con Colin, que al parecer iba a entrar.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó-. ¿Ha llamado alguno de los técnicos?
– Me han asignado a usted. Tía Mary dice que no se fía de que vaya a recibir su potenciación de leucocitos-T. Se supone que he de llevarlo a que se la pongan.
– No puedo. Hay una emergencia en Admisiones -alegó él, andando rápidamente por el pasillo.
Colin lo alcanzó.
– Bueno, pues entonces iremos después de la emergencia. Tía Mary me advirtió que no le dejara salir del hospital sin la potenciación.
Cuando el ascensor se abrió, Mary estaba allí para recibirlo.
– Tenemos otro caso -anunció, sombría-. Es Montoya -se dirigió a Admisiones-. La traen de Witney.
– ¿Montoya? Eso es imposible. Ha estado sola en la excavación.
Ella empujó las puertas dobles.
– Pues parece que no.
– Pero ella dijo… ¿estás segura de que es el virus? Ha estado trabajando en medio de la lluvia. Tal vez sufra alguna otra enfermedad.
Mary sacudió la cabeza.
– El equipo de la ambulancia realizó un chequeo preliminar. Encaja con el virus -se detuvo en el mostrador de Admisiones y preguntó al encargado-. ¿Ha llegado ya?
Él negó con la cabeza.
– Acaban de atravesar el perímetro.
Mary se acercó a las puertas y se asomó, como si no le creyera.
– Recibimos una llamada suya esta mañana. Estaba muy confundida. Llamé a Chipping Norton, que es el hospital más cercano, y les pedí que enviaran una ambulancia, pero me dijeron que la excavación estaba oficialmente en cuarentena. Y no pude conseguir una de las nuestras para que fuera a buscarla. Al final tuve que convencer al ministerio de que enviaran una dispensa para mandar una ambulancia -se asomó de nuevo a las puertas-. ¿Cuándo se marchó a la excavación?
– Yo… -Dunworthy intentó recordar. Montoya le había telefoneado para preguntarle por los guías de pesca escoceses el día de Navidad y luego aquella misma tarde para decir «No importa», porque había decidido falsificar la firma de Basingame-. El día de Navidad. Si las oficinas del ministerio estaban abiertas. O el veintiséis. No, ése fue el día del aguinaldo. El veintisiete. Y no ha visto a nadie desde entonces.
– ¿Cómo lo sabes?
– Cuando hablé con Montoya, se quejó de que no podría secar la excavación ella sola. Quería que yo llamara al ministerio para que le enviara ayudantes.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos… no, tres días -respondió él, frunciendo el ceño. Los días se unían unos a otros cuando uno no se acostaba.
– ¿Podría haber encontrado a alguien en la granja después de hablar contigo?
– No hay nadie allí en invierno.
– Que yo recuerde, Montoya recluta a cualquiera que se le ponga a tiro. Tal vez alistó a alguien que estaba de paso.
– Dijo que no había nadie. La excavación está muy aislada.
– Bueno, pues tiene que haber encontrado a alguien. Lleva siete días en la excavación, y el período de incubación es sólo de cuarenta y ocho horas.
– ¡La ambulancia ya está aquí! -informó Colin.
Mary empujó las puertas, con Dunworthy y Colin siguiéndola. Los hombres de la ambulancia, protegidos con mascarillas, levantaron una camilla y la colocaron sobre unas ruedas. Dunworthy reconoció a uno de ellos. Había ayudado a entrar a Badri. Colin se inclinó sobre la camilla, mirando interesado a Montoya, que yacía con los ojos cerrados. Su cara tenía el mismo tono rojo que la señora Breen. Colin se inclinó más y ella le tosió directamente en la cara.
Dunworthy agarró a Colin por el cuello de la chaqueta y lo apartó de ella.
– Apártate de ahí. ¿Quieres pillar el virus? ¿Por qué no llevas puesta tu mascarilla?
– No queda ninguna.
– No deberías estar aquí. Vete directamente a Balliol y…
– No puedo. Me han asignado a usted para que me asegure de que recibe su potenciación.
– Entonces siéntate por aquí -ordenó Dunworthy, y lo arrastró a una silla en la zona de recepción-. No te acerques a los pacientes.
– Será mucho mejor que no intente escapar de mí -advirtió Colin, pero se sentó, sacó su chicle del bolsillo, y lo frotó en la manga de la chaqueta.
Dunworthy regresó a la camilla.
– Lupe -decía Mary-, tenemos que hacerle algunas preguntas. ¿Cuándo cayó enferma?
– Esta mañana -Montoya estaba afónica, y Dunworthy advirtió de repente que debía ser la persona que le había telefoneado-. Anoche tuve mucho dolor de cabeza… -levantó una mano sucia y se frotó las cejas-, pero pensé que era porque estaba forzando demasiado la vista.
– ¿Quién había con usted en la excavación?
– Nadie -dijo Montoya. Parecía sorprendida.
– ¿Y los repartos? ¿No le llevó suministros alguien de Witney?
Empezó a sacudir la cabeza, pero al parecer eso le dolió, y se detuvo.
– No. Me lo llevé todo conmigo.
– ¿Y no había nadie ayudándola en la excavación?
– No, le pedí al señor Dunworthy que se pusiera en contacto con el Ministerio para pedir ayuda, pero no lo hizo -Mary miró a Dunworthy, y Montoya siguió su mirada-. ¿Van a enviar a alguien? -le preguntó a él-. Nunca lo encontrarán si no mandan a alguien.
– ¿Qué tienen que encontrar? -dijo él, preguntándose si debían fiarse de la respuesta de Montoya o si estaba delirando.
– La excavación está medio sumergida -dijo ella.
– ¿Qué deben encontrar?
– El grabador de Kivrin.
Él recordó de repente a Montoya junto a la tumba, rebuscando en la caja de huesos en forma de piedra. Huesos de muñeca. Eran huesos de muñeca, y estaba examinando los bordes irregulares, buscando un espolón óseo que era en realidad una pieza del equipo grabador. El grabador de Kivrin.
– Aún no he excavado todas las tumbas -dijo Montoya-, y sigue lloviendo. Tienen que enviar a alguien enseguida.
– ¿Tumbas? -preguntó Mary, mirándolo sin comprender-. ¿De qué habla?
– Ha estado excavando en el cementerio de la iglesia medieval buscando el cuerpo de Kivrin -explicó él amargamente-, buscando el grabador que le implantaste en la muñeca.
Mary no estaba escuchando.
– Quiero las gráficas de contacto -pidió al encargado. Se volvió hacia Dunworthy-. Badri estuvo en la excavación, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– El dieciocho y el diecinueve.
– ¿En el cementerio?
– Sí. Montoya y él abrieron la tumba de un caballero.
– Una tumba -dijo Mary, como si ésa fuera la respuesta a una pregunta. Se inclinó hacia Montoya-. ¿De cuándo era la tumba?
– De 1318 -contestó Montoya.
– ¿Ha estado trabajando en la tumba del caballero esta semana?
Montoya intentó asentir, pero se detuvo.
– Me mareo mucho cuando muevo la cabeza… Tuve que trasladar el esqueleto. Entraba agua en la tumba.
– ¿Qué día trabajó en la tumba?
Montoya frunció el ceño.
– No lo recuerdo. El día antes de las campanas, creo.
– El treinta y uno -intervino Dunworthy. Se inclinó hacia ella-. ¿Ha trabajado en la tumba desde entonces?
Ella intentó sacudir la cabeza otra vez.
– Las gráficas de contacto están aquí -anunció el encargado.
Mary se acercó rápidamente al mostrador y cogió el teclado. Pulsó varias teclas, miró la pantalla, volvió a teclear.
– ¿Qué pasa? -preguntó Dunworthy.
– ¿Cómo está el cementerio?
– ¿El cementerio? Hay barro. Ella lo ha cubierto con toldos, pero entraba mucha lluvia.
– ¿Hacía calor?
– Sí. Al menos eso dijo ella. Tenía varios calefactores eléctricos conectados. ¿Qué ocurre?
Ella pasó el dedo por la pantalla, buscando algo.
– Los virus son organismos extraordinariamente resistentes. Pueden permanecer latentes durante largos períodos de tiempo y revivir. Se han encontrado virus vivos en las momias egipcias -su dedo se detuvo en una fecha-. Lo que sospechaba. Badri estuvo en la excavación cuatro días antes de contraer el virus.
Se volvió hacia el encargado.
– Quiero que un equipo vaya a la excavación inmediatamente. Consiga permiso del Ministerio. Dígales que tal vez hayamos encontrado la fuente del virus -recuperó una nueva pantalla, pasó el dedo por los nombres, tecleó algo más y se echó hacia atrás, contemplando la pantalla-. Teníamos cuatro primarios sin ninguna conexión positiva con Badri. Dos de ellos estuvieron en la excavación cuatro días antes de pillar el virus. El otro visitó el lugar tres días antes.
– ¿El virus está en la excavación? -preguntó Dunworthy.
– Sí -Mary sonrió tristemente-. Me temo que, después de todo, Gilchrist tenía razón. El virus vino del pasado: de la tumba del caballero.
– Kivrin estuvo en la excavación.
Ahora fue Mary quien le miró sin comprender.
– ¿Cuándo?
– La tarde del domingo antes del lanzamiento. El diecinueve.
– ¿Estás seguro?
– Sí, me lo dijo antes de marcharse. Quería estropearse un poco las manos para que no parecieran tan cuidadas.
– Oh, Dios mío. Si estuvo expuesta cuatro días antes del lanzamiento, no había recibido aún su potenciación de leucocitos-T. Es posible que el virus se replicara e invadiera su sistema. Puede que lo haya pillado.
Dunworthy la agarró por el brazo.
– Pero eso es imposible. La red no la habría dejado pasar si hubiera el menor peligro de contagiar a los contemporáneos.
– No habría nadie a quien contagiar si el virus salió de la tumba del caballero -objetó Mary-. No si éste murió en 1318. Los contemporáneos ya lo habrían tenido. Serían inmunes -se acercó rápidamente a Montoya-. Cuando Kivrin visitó la excavación, ¿trabajó en la tumba?
– No lo sé, yo no estaba. Tuve una reunión con Gilchrist.
– ¿Quién podría saberlo? ¿Quién más estuvo allí ese día?
– Nadie. Todo el mundo se fue a casa por vacaciones.
– ¿Cómo sabía Kivrin lo que tenía que hacer?
– Los voluntarios se dejan notas unos a otros cuando se marchan.
– ¿Quién estuvo allí esa mañana? -intervino Mary.
– Badri -respondió Dunworthy, y se dirigió a Aislamiento.
Entró directamente en la habitación de Badri. Pilló desprevenida a la enfermera, que tenía los pies sobre las pantallas.
– No puede entrar sin RPE -advirtió.
Le siguió, pero Dunworthy ya estaba dentro.
Badri yacía reclinado en una almohada. Parecía débil y muy pálido, como si la enfermedad le hubiera quitado todo el color de la piel, pero levantó la cabeza cuando entró Dunworthy y empezó a hablar.
– ¿Trabajó Kivrin en la tumba del caballero? -le preguntó Dunworthy.
– ¿Kivrin? -su voz era tan débil que apenas se oía.
La enfermera llamó a la puerta.
– Señor Dunworthy, no puede entrar aquí…
– El lunes -insistió Dunworthy-. Fuiste a dejarle un mensaje donde le especificabas qué debía hacer. ¿Le pediste que trabajara en la tumba?
– Señor Dunworthy, se está usted exponiendo al virus…
Mary entró, poniéndose un par de guantes.
– No puedes estar aquí sin RPE, James.
– Se lo he dicho, doctora Ahrens, pero no me hizo caso y…
– ¿Le dejaste a Kivrin un mensaje en la excavación para que trabajara en la tumba? -insistió Dunworthy.
Badri asintió débilmente.
– Estuvo expuesta al virus -dijo Dunworthy a Mary-. El domingo. Cuatro días antes de partir.
– Oh, no -susurró Mary.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? -preguntó Badri, e intentó incorporarse en la cama-. ¿Dónde está Kivrin? -miró de Dunworthy a Mary-. La sacaron, ¿verdad? Advirtieron lo sucedido y la rescataron, ¿no?
– Lo sucedido… -repitió Mary-. ¿A qué se refiere?
– Tienen que sacarla de allí -dijo Badri-. No está en 1320, sino en 1348.
– Eso es imposible -jadeó Dunworthy.
– ¿1348? -preguntó Mary, incrédula-. Pero qué dices. Ése es el año de la Peste Negra.
No puede estar en 1348, pensó Dunworthy. Andrews aseguró que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años, y Badri confirmó las coordenadas de Puhalski.
– ¿1348? -repitió Mary. Dunworthy la vio mirar las pantallas tras Badri, como si esperara que estuviese delirando-. ¿Está seguro?
Badri asintió.
– Supe que algo fallaba en cuanto vi el deslizamiento… -parecía tan asombrado como Mary.
– No pudo producirse un deslizamiento tan importante como para que esté en 1348 -intervino Dunworthy-. Le pedí a Andrews que comprobara los parámetros. Dijo que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años.
Badri sacudió la cabeza.
– No fue el deslizamiento. Eso fue sólo de cuatro horas. Era demasiado pequeño. El deslizamiento mínimo de un lanzamiento tan lejano al pasado tendría que haber sido al menos de cuarenta y ocho horas. El deslizamiento no había sido demasiado grande, sino demasiado pequeño. No le pregunté a Andrews cuál era el deslizamiento mínimo, sólo el máximo.
– No sé qué sucedió -prosiguió Badri-. Me dolía muchísimo la cabeza. Todo el tiempo que estuve atendiendo la red, me dolió la cabeza.
– Era el virus -asintió Mary. Parecía aturdida-. Los primeros síntomas son dolor de cabeza y desorientación -se hundió en la silla que había junto a la cama-. 1348.
1348. Dunworthy no podía creerlo. Le había preocupado que Kivrin contrajera el virus, que se hubiera producido demasiado deslizamiento, y desde el principio la pobre había estado en 1348. La plaga alcanzó Oxford en 1348. En Navidad.
– En cuanto vi lo pequeño que era el deslizamiento, comprendí que algo fallaba -murmuró Badri-, así que calculé las coordenadas…
– Dijiste que habías comprobado las coordenadas de Puhalski -le acusó Dunworthy.
– Era sólo un estudiante de primer curso. Nunca había hecho ni siquiera un remoto. Y Gilchrist no tenía la menor idea de lo que tenía entre manos. Intenté decírselo. ¿No estuvo Kivrin en el encuentro? -miró a Dunworthy-. ¿Por qué no la sacaron de allí?
– No lo sabíamos -dijo Mary, todavía aturdida-. Usted no logró decirnos nada. Deliraba.
– La plaga mató a cincuenta millones de personas -sentenció Dunworthy-. Mató a media Europa.
– James -dijo Mary.
– Intenté decírselo. Por eso fui a verlo -prosiguió Badri-. Para que pudiéramos recuperarla antes de que abandonara el lugar de encuentro.
Había intentado decírselo. Había corrido hasta el pub en mitad de la lluvia y sin abrigo para decírselo, abriéndose paso entre los transeúntes de Navidad y sus bolsas de compras y paraguas como si no estuvieran allí, y llegó mojado y medio congelado, castañeando los dientes de fiebre. Algo falla.
Intenté decírselo. «Mató a media Europa», había dicho, y «Fueron las ratas», y «¿Qué año es?». Había intentado advertirlo.
– Si no fue el deslizamiento, tuvo que tratarse de un error en las coordenadas -dijo Dunworthy, agarrado a los pies de la cama.
Badri se hundió contra las almohadas como un animal acorralado.
– Dijiste que las coordenadas de Pulhaski eran correctas.
– James -advirtió Mary.
– Las coordenadas son lo único que podría fallar -gritó él-. Todo lo demás habría abortado el lanzamiento. Dijiste que las habías comprobado dos veces. Dijiste que no habías encontrado ningún error.
– No pude -suspiró Badri-. Pero tampoco me fiaba. Temía que el estudiante hubiera cometido un error en los cálculos sidéreos que hubiera pasado inadvertido -su cara se puso gris-. Las volví a calcular la mañana del lanzamiento.
La mañana del lanzamiento. Cuando tenía aquel terrible dolor de cabeza. Cuando ya estaba febril y desorientado. Dunworthy lo recordó tecleando en la consola, frunciendo el ceño ante las pantallas. Le vi hacerlo, pensó. Me quedé allí plantado y vi cómo enviaba a Kivrin a la Peste Negra.
– No sé qué sucedió -añadió Badri-. Debo de haber…
– La peste arrasó pueblos enteros -dijo Dunworthy-. Murió tanta gente que no quedó nadie para enterrarlos.
– Déjalo en paz, James. No es culpa suya. Estaba enfermo.
– Enfermo. Kivrin quedó expuesta a tu virus. Está en 1348.
– James -le regañó Mary.
Él no quería oírlo. Abrió la puerta y salió.
Colin hacía equilibrios en una silla del pasillo, echado hacia atrás de forma que las dos patas delanteras quedaban al aire.
– Ya está usted aquí.
Dunworthy pasó rápidamente de largo.
– ¿Adónde va? -exclamó Colin, y lanzó la silla hacia delante con gran estrépito-. Tía Mary me ordenó que no le dejara marchar hasta que recibiera la potenciación -se dejó caer de lado, se apoyó en las manos, y se incorporó-. ¿Por qué no lleva la RPE?
Dunworthy atravesó las puertas del pabellón.
Colin le siguió.
– Tía Mary dijo que no le dejara marchar de ninguna manera.
– No tengo tiempo para potenciaciones. Ella está en 1348.
– ¿Tía Mary?
Dunworthy empezó a recorrer el pasillo.
– ¿Kivrin? -preguntó Colin, corriendo para alcanzarlo-. No puede ser. Es la fecha de la Peste Negra, ¿no?
Dunworthy empujó la puerta que conducía a las escaleras y empezó a bajar los escalones de dos en dos.
– No comprendo -continuó Colin-. ¿Cómo ha ido a parar a 1348?
Dunworthy empujó la puerta al pie de las escaleras y se dirigió al teléfono público que había al fondo del pasillo, rebuscando en su bolsillo la agenda que Colin le había regalado.
– ¿Cómo la sacará de allí? -preguntó Colin-. El laboratorio está cerrado.
Dunworthy sacó la agenda y empezó a pasar páginas.
Había escrito el número de Andrews por detrás.
– El señor Gilchrist no le dejará pasar. ¿Cómo piensa entrar en el laboratorio? Dijo que no se lo permitiría.
El número de Andrews estaba en la última página. Cogió el receptor.
– Y si le deja, ¿quién dirigirá la red? ¿El señor Chaudhuri?
– Andrews -replicó Dunworthy secamente, y empezó a marcar el número.
– Creía que no quería venir por lo del virus.
Dunworthy se llevó el receptor al oído.
– No pienso dejarla allí.
Una mujer contestó.
– Aquí el 24837 -dijo-. H. F. Shepherd's Limited.
Dunworthy miró aturdido la agenda en su mano.
– Quisiera hablar con Ronald Andrews -dijo-. ¿A qué número he llamado?
– Al 24837 -respondió ella, impaciente-. Aquí no hay nadie con ese nombre.
Colgó.
– Estúpido servicio telefónico.
Volvió a marcar el número.
– Aunque acceda a venir, ¿cómo va a encontrarla? -preguntó Colin, mirando el receptor por encima de su hombro-. No estará allí, ¿verdad? El encuentro no será hasta dentro de tres días.
Dunworthy escuchó la señal de llamada, preguntándose qué habría hecho Kivrin al advertir dónde estaba. Volver al lugar de encuentro y esperar allí, sin duda. Si podía hacerlo. Si no estaba enferma. Si no la habían acusado de llevar la peste a Skendgate.
– Aquí el 24837 -respondió la misma voz de mujer-. H. F. Shepherd's Limited.
– ¿Qué número ha dicho? -gritó Dunworthy.
– El 24837 -dijo ella, exasperada.
– 24837 -repitió Dunworthy-. Es el número al que intento llamar.
– No, se equivoca -dijo Colin, extendiendo la mano para señalar el número de Andrews en la página-. Ha confundido usted los números -le quitó el receptor-. Traiga, déjeme intentarlo.
Marcó el número y le tendió el receptor a Dunworthy.
El timbre sonaba distinto, más lejano. Dunworthy pensó en Kivrin. La peste no había golpeado en todas partes a la vez. Estaba en Oxford en Navidad, pero no había forma de saber si había alcanzado Skendgate.
No obtuvo respuesta. Dejó sonar el teléfono diez veces, once. No recordaba qué camino había seguido la peste. Procedía de Francia. Seguramente eso significaba que venía del Canal, del este. Y Skendgate estaba al oeste de Oxford. Tal vez no hubiera llegado allí hasta después de Navidad.
– ¿Dónde está el libro? -le preguntó a Colin.
– ¿Qué libro? ¿Se refiere a su agenda? Aquí la tiene.
– El libro que te regalé por Navidad. ¿Por qué no lo tienes?
– ¿Aquí? -dijo Colin, asombrado-. Pesa una tonelada.
Seguía sin haber respuesta. Dunworthy colgó, recogió la agenda y se dirigió a la puerta.
– Espero que lo tengas contigo en todo momento. ¿No sabes que hay una epidemia?
– ¿Se encuentra bien, señor Dunworthy?
– Ve y tráelo.
– ¿Qué? ¿Quiere decir ahora?
– Vuelve a Balliol y tráelo. Quiero saber cuándo llegó la peste a Oxfordshire. No a la ciudad, sino a las aldeas. Y de qué dirección vino.
– ¿Adónde va usted? -preguntó Colin, que corría a su lado.
– A hacer que Gilchrist abra el laboratorio.
– Si no lo abre por la gripe, mucho menos lo abrirá para la peste -observó Colin.
Dunworthy abrió la puerta y salió. Llovía intensamente. Los manifestantes contra la CE estaban acurrucados bajo el alero del hospital. Uno se dirigió hacia ellos, tendiéndoles un panfleto. Colin tenía razón. Decirle a Gilchrist la fuente no serviría de nada. Seguiría convencido de que el virus había llegado a través de la red. No querría abrirla por miedo a que la peste la atravesara.
– Dame una hoja de papel -pidió al tiempo que buscaba su bolígrafo.
– ¿Una hoja de papel? ¿Para qué?
Dunworthy cogió el panfleto del manifestante y empezó a escribir por detrás.
– El señor Basingame va a autorizar la apertura de la red.
Colin miró lo que escribía.
– Nunca se lo creerá, señor Dunworthy. ¿En la parte de atrás de un panfleto?
– ¡Entonces tráeme una hoja de papel! -gritó.
Colin abrió mucho los ojos.
– Lo haré. Espere aquí, ¿de acuerdo? No se marche, por favor.
Corrió al interior del hospital y salió inmediatamente con varias hojas de papel continuo. Dunworthy las cogió y garabateó las órdenes y el nombre de Basingame.
– Ve a buscar tu libro. Me reuniré contigo en Brasenose.
– ¿Y su abrigo?
– No hay tiempo -dobló el papel en cuatro y se lo guardó en la chaqueta.
– Está lloviendo. ¿No debería coger un taxi?
– No hay taxis -Dunworthy se marchó calle abajo.
– Tía Mary va a matarme, ¿sabe? -gritó Colin tras él-. Dijo que era mi responsabilidad encargarme de que recibiera su potenciación.
Tendría que haber cogido un taxi. Cuando llegó a Brasenose caía un chaparrón, un aguacero helado que se convertiría en nieve al cabo de otra hora. Dunworthy se sentía calado hasta los huesos.
Al menos la lluvia había repelido a los manifestantes. Delante de Brasenose sólo quedaban unos cuantos panfletos que habían dejado olvidados. Habían colocado una reja de metal delante de la entrada. El portero se había retirado al interior de su casa, y los postigos estaban bajados.
– ¡Abra! -gritó Dunworthy. Sacudió la puerta ruidosamente-. ¡Abra inmediatamente!
El portero abrió el postigo y se asomó. Al ver que era Dunworthy, pareció primero alarmado y luego beligerante.
– Brasenose está en cuarentena. Está restringido.
– Abra esta puerta ahora mismo.
– Lo siento, pero no puedo hacerlo. El señor Gilchrist ha dado órdenes de que no se admita a nadie en Brasenose hasta que no se haya descubierto la fuente del virus.
– Conocemos la fuente -declaró Dunworthy-. Abra la puerta.
El portero cerró el postigo; un instante después salió de la casa y se dirigió a la puerta.
– ¿Eran los adornos de Navidad? -preguntó-. Dijeron que estaban infectados.
– No. Abra la puerta y déjeme entrar.
– No sé si debería hacerlo, señor -dudó, parecía incómodo-. El señor Gilchrist…
– El señor Gilchrist ya no está al cargo -Dunworthy sacó el papel doblado y lo introdujo a través de la reja de metal.
El portero lo desplegó y lo leyó, de pie bajo la lluvia.
– El señor Gilchrist ya no es decano en funciones -dijo Dunworthy-. El señor Basingame me ha autorizado a hacerme cargo del lanzamiento. Abra la puerta.
– El señor Basingame -dijo el portero, examinando la firma ya corrida-. Iré a buscar las llaves.
Entró en la casa, llevándose el papel consigo. Dunworthy se acurrucó contra la puerta, intentando mantenerse a salvo de la fría lluvia, tiritando.
Le había preocupado que Kivrin durmiera en el frío suelo, y estaba en medio de un holocausto, donde la gente moría congelada porque no quedaba nadie en pie para cortar leña, y los animales agonizaban en los campos porque no quedaba nadie vivo para hacerlos entrar en los corrales. Ochenta mil muertos en Siena, trescientos mil en Roma, más de cien mil en Florencia. Media Europa.
El portero salió por fin con un gran llavero y se acercó a la puerta.
– Enseguida abro, señor -le dijo, mientras rebuscaba entre las llaves.
Sin duda Kivrin habría regresado al punto de encuentro en cuanto advirtió que estaba en 1348. Habría aguardado allí todo el tiempo, esperando a que abrieran la red, frenética porque no habían ido a buscarla.
Si se había dado cuenta. No tendría ningún modo de saber que estaba en 1348. Badri le había dicho que el deslizamiento sería de varios días. Ella habría comprobado la fecha con los días sagrados de Adviento y habría pensado que estaba exactamente donde se suponía que debía estar. Nunca se le ocurriría preguntar el año. Pensaría que estaba en 1320, y todo el tiempo la peste iría avanzando hacia ella.
La cerradura de la puerta se abrió con un chasquido, y Dunworthy la empujó para poder pasar.
– Traiga las llaves -ordenó-. Necesito que abra el laboratorio.
– Esa llave no está aquí -objetó el portero, y desapareció de nuevo en la casa.
El túnel de comunicación estaba helado y la lluvia entraba de lado, todavía más fría. Dunworthy se acurrucó junto a la puerta, intentando recibir algo del calor de la vivienda, y hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta para detener el temblor.
Le habían preocupado los asesinos y ladrones, y desde el principio ella había estado en 1348, donde apilaban a los muertos en las calles, donde quemaban a judíos y forasteros en la hoguera, presas del pánico.
Le había preocupado que Gilchrist no hubiera hecho comprobaciones de parámetros, tanto que había contagiado a Badri su ansiedad, y Badri, ya febril, había vuelto a calcular las coordenadas. Muy preocupado.
De repente se dio cuenta de que el portero tardaba demasiado, que debía de estar advirtiendo a Gilchrist.
Se dirigió a la puerta, y en aquel momento el portero salió, con un paraguas y haciendo comentarios acerca del frío. Ofreció la mitad del paraguas a Dunworthy.
– Ya estoy mojado del todo -dijo Dunworthy, y se encaminó hacia el patio.
La puerta del laboratorio tenía una banda de plástico amarillo cruzándola. Dunworthy la arrancó mientras el portero buscaba en sus bolsillos la llave de la alarma, pasándose el paraguas de una mano a otra.
Dunworthy miró hacia las habitaciones de Gilchrist, que daban al laboratorio. Había luz en la sala de estar, pero no detectó ningún movimiento.
El portero encontró la tarjeta magnética que desconectaba la alarma. Luego empezó a buscar la llave de la puerta.
– Sigo sin estar convencido de que deba abrir el laboratorio sin la autorización del señor Gilchrist -murmuró.
– ¡Señor Dunworthy! -gritó Colin desde el otro lado del patio. Los dos se volvieron. El muchacho venía corriendo, calado hasta los huesos con el libro bajo el brazo, envuelto en su bufanda-. No… alcanzó… zonas de Oxfordshire… hasta… marzo -jadeó, deteniéndose entre palabras para recuperar el aliento-. Lo siento. He venido… corriendo todo el camino.
– ¿Qué zonas? -preguntó Dunworthy.
Colin le tendió el libro y se dobló, con las manos en las rodillas, inspirando ruidosamente.
– No… lo… dice.
Dunworthy deslió la bufanda y abrió el libro por la página que Colin había señalado, pero tenía las gafas demasiado mojadas por la lluvia para poder leer, y las páginas abiertas se empaparon rápidamente.
– Dice que empezó en Melcombe y se dirigió al norte, a Bath, y luego al este -informó Colin-. Llegó a Oxford por Navidad y a Londres en octubre del año siguiente, pero partes de Oxfordshire no la tuvieron hasta final de primavera, y unas cuantas aldeas aisladas se salvaron hasta julio.
Dunworthy miró las páginas ilegibles, sin verlas.
– Eso no nos dice nada.
– Lo sé -asintió Colin. Se enderezó, todavía respirando con dificultad-, pero al menos no dice que la peste se extendiera por todo Oxfordshire en Navidad. Tal vez Kivrin está en una de esas aldeas que no cayeron hasta julio.
Dunworthy secó las páginas mojadas con la bufanda y cerró el libro.
– Se desplazó hacia el este desde Bath -dijo en voz baja-. Skendgate está al sur de la carretera de Oxford a Bath.
El portero se había decidido al fin por una llave. La insertó en la cerradura.
– Volví a llamar a Andrews, pero no contestaron.
El portero abrió la puerta.
– ¿Cómo piensa dirigir la red sin un técnico? -dijo Colin.
– ¿Dirigir la red? -preguntó el portero, con la llave todavía en la mano-. Pensé que quería obtener datos del ordenador. El señor Gilchrist no le permitirá dirigir la red sin un permiso previo -cogió la autorización de Basingame y la examinó.
– Yo lo autorizo -replicó Dunworthy, y entró en el laboratorio.
El portero se le quedó mirando, con el paraguas abierto, buscando el cierre en el mango.
Colin se agachó para pasar por debajo del paraguas y siguió a Dunworthy.
Gilchrist debía de haber desconectado la calefacción. El laboratorio estaba tan frío como el exterior, pero las gafas de Dunworthy, a pesar de estar mojadas, se empañaron. Se las quitó y trató de limpiarlas con su chaqueta empapada.
– Tome -le ofreció Colin, y le tendió un pedazo de papel-. Es papel higiénico. Lo he estado recogiendo para el señor Finch. De todas formas, será difícil encontrarla aunque aterricemos en el lugar adecuado, y usted mismo dijo que conseguir el tiempo y lugar exactos era sumamente complicado.
– Ya tenemos el tiempo y lugar exactos -declaró Dunworthy, quien se estaba limpiando las gafas con el papel higiénico. Volvió a ponérselas. Todavía estaban sucias.
– Me temo que tendré que pedirle que se marche -intervino el portero-. No puedo permitir que entre sin la autorización del señor Gilchrist… -se interrumpió.
– Oh, vaya -murmuró Colin-. Es el señor Gilchrist.
– ¿Qué significa esto? -barbotó Gilchrist-. ¿Qué está haciendo aquí?
– Voy a traer a Kivrin de vuelta.
– ¿Con qué permiso? Esta red es de Brasenose, y usted ha entrado ilegalmente -Gilchrist se volvió hacia el portero-. Le di órdenes de que el señor Dunworthy no entrara.
– El señor Basingame lo autorizó -alegó el portero. Mostró el papel mojado.
Gilchrist se lo arrancó de la mano.
– ¡Basingame! -lo miró-. Ésta no es su firma -exclamó furiosamente-. Entrada ilegal y ahora falsificación, señor Dunworthy. Voy a presentar cargos. Y cuando regrese el señor Basingame, pienso informarle de su…
Dunworthy dio un paso hacia él.
– Y yo pienso informar al señor Basingame de cómo su decano de Historia en funciones se negó a abortar un lanzamiento, que intencionadamente puso en peligro a una historiadora, que se negó a permitir el acceso a este laboratorio, y como resultado de eso no se pudo determinar la localización temporal de la historiadora -indicó la consola-. ¿Sabe qué dice este ajuste? ¿Este ajuste que durante diez días usted ha impedido leer a mi técnico por culpa de un montón de imbéciles que no entienden de viajes en el tiempo, incluido usted? ¿Sabe lo que dice? Kivrin no está en 1320, sino en 1348, en plena Peste Negra -se volvió y señaló las pantallas-. Y lleva allí dos semanas. Por culpa de su estupidez. Por culpa de… -se interrumpió.
– No tiene derecho a hablarme de esa forma -sostuvo Gilchrist-. Y ningún derecho a estar en este laboratorio. Le exijo que se marche inmediatamente.
Dunworthy no respondió. Avanzó hacia la consola.
– Llame al censor -ordenó Gilchrist al portero-. Quiero que los echen.
La pantalla no sólo estaba en blanco, sino apagada, igual que las luces de funcionamiento de la consola. El interruptor general estaba desconectado.
– Ha desconectado la energía -dijo Dunworthy, y su voz sonó tan cascada como la de Badri-. Ha apagado la red.
– Sí -asintió Gilchrist-, y veo que hice bien, ya que por lo visto se cree usted con derecho a manipularla sin autorización.
Dunworthy extendió una mano hacia la pantalla apagada, a ciegas, temblando un poco.
– Ha apagado la red -repitió.
– ¿Se encuentra bien, señor Dunworthy? -dijo Colin, y dio un paso al frente.
– Pensé que podría intentar entrar y abrir la red -prosiguió Gilchrist-, ya que no parece tener ningún respeto por la autoridad de Medieval. Corté la energía para impedir que eso pasara, y parece que hice bien.
Dunworthy había oído hablar de gente anonadada por las malas noticias. Cuando Badri le dijo que Kivrin estaba en 1348, no logró absorber lo que significaba, pero esta noticia pareció golpearlo con fuerza física. No podía respirar.
– Ha desconectado la red -jadeó-. Ha perdido el ajuste.
– ¿Perder el ajuste? Tonterías. Sin duda hay archivos de seguridad y todo eso. Cuando se conecte de nuevo la energía…
– ¿Significa eso que no sabemos dónde está Kivrin? -preguntó Colin.
– Sí -respondió Dunworthy, y mientras caía pensó «voy a golpear la consola como Badri», pero no fue así. Cayó casi suavemente, como un hombre sin aliento, y se desplomó como un amante en los brazos extendidos de Gilchrist.
– Lo sabía -oyó decir a Colin-. Esto le ha pasado por no haber recibido la potenciación. Tía Mary me va a matar.
– Eso es imposible -dijo Kivrin-. No puede ser 1348.
Pero de repente todo encajaba; la muerte del capellán de Imeyne, y que no tuvieran ningún criado, el hecho de que Eliwys no quisiera enviar a Gawyn a Oxford para averiguar quién era ella. «Hay mucha enfermedad allí», había dicho lady Yvolde, y la Peste Negra golpeó Oxford en la Navidad de 1348.
– ¿Qué ha pasado? -exclamó, y su voz escapó al control-. ¿Qué ha pasado? Se suponía que debía ir a 1320. ¡1320! ¡El señor Dunworthy me dijo que no debería venir, que en Medieval no sabía lo que se llevaban entre manos, pero no han podido enviarme al año equivocado! -se detuvo-. ¡Tenéis que marcharos! ¡Es la Peste Negra!
Todos la miraron tan asombrados que pensó que el intérprete había vuelto a hablar en inglés.
– Es la Peste Negra -repitió-. ¡El mal azul!
– No -dijo Eliwys en voz baja.
– Lady Eliwys, debéis llevar a lady Imeyne y al padre Roche al salón.
– No puede ser -murmuró ella, pero cogió a lady Imeyne por el brazo y la condujo fuera. Imeyne se abrazaba a su pócima como si fuera un relicario. Maisry corrió tras ellas, con las manos sobre las orejas.
– Debéis salir también -le dijo Kivrin a Roche-. Yo me quedaré con el clérigo.
– Poooor… -murmuró el clérigo desde la cama, y Roche se volvió a mirarlo. El clérigo luchaba por levantarse, y Roche se acercó a él.
– ¡No! -exclamó Kivrin, y le agarró por la manga-. No os acerquéis -se interpuso entre el sacerdote y la cama-. La enfermedad del clérigo es contagiosa -dijo, esperando que el intérprete lo tradujera-. Infecciosa. Se propaga por las pulgas y… -se interrumpió, intentando describir la infección por vaporización-, por los humores y exhalaciones de los afectados. Es una enfermedad letal, que mata a casi todos lo que se acercan.
Lo miró ansiosamente, preguntándose si había comprendido algo de lo que le había dicho, si podría comprenderlo. En el siglo XIV no se sabía nada de los gérmenes, ni cómo se propagaban las enfermedades. Los contemporáneos creían que la Peste Negra era un juicio de Dios. Pensaban que se propagaba por las brumas venenosas que flotaban por el campo, por la mirada de un muerto, por arte de magia.
– Padre -llamó el clérigo, y Roche trató de acercarse a él, pero Kivrin se lo impidió.
– No podemos dejarlo morir -objetó el sacerdote.
Pero ellos sí lo han hecho, pensó Kivrin. Huyeron y lo han dejado allí. La gente abandonaba a sus propios hijos, y los médicos se negaban a acudir, y todos los sacerdotes huían.
Se agachó y cogió una de las tiras de tela que lady Imeyne había rasgado para su pócima.
– Cubrios la nariz y la boca con esto -dijo.
Se la tendió y él la miró, frunciendo el ceño, y luego la dobló y se la llevó a la cara.
– Atadla -indicó Kivrin, y cogió otra tira. La dobló en diagonal y se la colocó sobre la nariz y la boca como si fuera la máscara de un bandido, y se la ató por detrás-. Así.
Roche obedeció y miró a Kivrin. Ella se hizo a un lado y el sacerdote se inclinó sobre el clérigo y le colocó la mano sobre el pecho.
– No le toquéis más de lo necesario -advirtió ella.
Contuvo la respiración mientras Roche lo examinaba, temiendo que se sobresaltara de nuevo y agarrara a Roche, pero el enfermo no se movió. De las bubas de la axila había empezado a manar sangre y un lento pus verdoso.
Kivrin cogió a Roche por el brazo.
– No le toquéis -dijo-. Debe de haberse reventado mientras luchábamos con él.
Secó la sangre y el pus con una tercera tira de tela de Imeyne y vendó la herida con otra, sujetándola con fuerza al hombro. El clérigo no se quejó, y cuando ella le miró vio que estaba contemplando el techo, inmóvil.
– ¿Está muerto? -preguntó.
– No -dijo Roche. Le colocó de nuevo la mano sobre el pecho, y Kivrin comprobó que se alzaba y caía lentamente-. Debo traer los sacramentos -dijo a través de la máscara, y sus palabras resultaron casi tan confusas como las del clérigo.
No, pensó Kivrin, presa de pánico otra vez. No vayas. ¿Y si se muere? ¿Y si vuelve a levantarse?
Roche se incorporó.
– No temáis. Volveré.
Salió rápidamente, sin cerrar la puerta, y Kivrin se acercó a cerrarla. Oyó sonidos procedentes de abajo: las voces de Eliwys y Roche. Tendría que haberle dicho que no hablara con nadie.
– Quiero ir con Kivrin -lloriqueó Agnes y Rosemund le contestó con furia, gritando por encima del llanto.
– Se lo diré a Kivrin -la amenazó la niña pequeña, furiosa, y Kivrin empujó la puerta y la cerró por dentro.
Agnes no debe entrar aquí, ni Rosemund, ni nadie. No deben quedar expuestos. No había cura para la Peste Negra. La única manera de protegerlos era impedir que la contrajeran. Intentó recordar frenéticamente lo que sabía acerca de la peste. La había estudiado en Siglo Catorce, y la doctora Ahrens habló sobre el tema cuando la vacunó.
Había dos tipos distintos, no, tres: uno iba directamente a la sangre y mataba a la víctima en cuestión de horas. La peste bubónica se propagaba por las pulgas de las ratas, y ésa era la que producía las bubas. El otro tipo era neumónica, y no tenía bubas. La víctima tosía y vomitaba sangre, y ese tipo se propagaba por el aire y era sumamente contagiosa. Pero el clérigo tenía la peste bubónica, y ésa no era tan contagiosa. No se contagiaría por simple contacto: la pulga tenía que saltar de una persona a otra.
Tuvo una vívida imagen del clérigo cayendo sobre Rosemund, arrastrándola al suelo. ¿Y si cae enferma?, pensó. No puede, no puede contraerla. No hay cura.
El clérigo se agitó en la cama, y Kivrin se acercó a él.
– Tengo sed -dijo, humedeciéndose los labios con la lengua hinchada. Kivrin le trajo un cuenco de agua, y él dio unos cuantos sorbos ansiosos, luego se atragantó y se la escupió encima.
Kivrin retrocedió y se arrancó la máscara empapada. Es la bubónica, se dijo, frotándose frenéticamente el pecho. Este tipo no se contagia por la saliva. Además, no puedes contraer la peste, te han vacunado. Pero también había recibido las antivirales y su potenciación de leucocitos-T. Tampoco tendría que haber contraído el virus ni haber aterrizado en 1348.
– ¿Qué ha pasado? -susurró.
No podía ser el deslizamiento. Al señor Dunworthy le preocupó que no hicieran comprobaciones, pero incluso en el peor de los casos, el lanzamiento sólo se habría desviado unas semanas, no años. Algo tenía que haber fallado en la red.
El señor Dunworthy dijo que Gilchrist no sabía qué estaba haciendo: algo había salido mal y ella había aparecido en 1348, ¿pero por qué no habían abortado el lanzamiento en cuanto advirtieron que la fecha estaba equivocada?
Él señor Gilchrist tal vez no tuviera el sentido común necesario para sacarla de allí, pero Dunworthy sí. Ni siquiera quería que hiciera el salto. ¿Por qué no había vuelto a abrir la red?
Porque yo no estaba allí, pensó. Habrían tardado al menos dos horas en conseguir el ajuste. Para entonces ya se había perdido en el bosque. Pero Dunworthy habría mantenido la red abierta. No la habría vuelto a cerrar y esperado al encuentro. La habría mantenido abierta para ella.
Casi corrió a la puerta y levantó la barra. Tenía que encontrar a Gawyn. Tenía que obligarlo a decirle dónde estaba el lugar.
El clérigo se incorporó y pasó la pierna desnuda por encima de la cama como si quisiera seguirla.
– Ayudadme -murmuró, y trató de mover la otra pierna.
– No puedo ayudaros -contestó ella, furiosa-. No pertenezco a este lugar -sacó la barra de sus huecos-. Debo encontrar a Gawyn.
Pero en cuanto lo dijo, recordó que no estaba allí, que había ido a Courcy con el enviado del obispo y sir Bloet.
Con el enviado del obispo, que tenía tanta prisa que por poco se lleva a Agnes por delante.
Soltó la barra y se volvió hacia él.
– ¿Tenían los otros la peste? -inquirió-. ¿La tenía el enviado del obispo?
Recordó su cara gris y cómo tiritaba cuando se arrebujó en su capa. Los contagiaría a todos: a Bloet y su regañona hermana y las muchachas charlatanas. Y también a Gawyn.
– Sabíais que estabais enfermo cuando llegasteis, ¿verdad? ¿Lo sabíais?
El clérigo le tendió los brazos, como un niño.
– Ayudadme -pidió, y cayó hacia atrás, con la cabeza y el hombro casi fuera de la cama.
– No merecéis ninguna ayuda. Habéis traído la peste aquí.
Llamaron a la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó, airada.
– Roche -contestó él a través de la puerta, y Kivrin sintió una oleada de alivio, de alegría por su regreso, pero no se movió. Miró al clérigo, todavía tendido a medias en la cama. Tenía la boca abierta, y su lengua hinchada le ocupaba toda la boca.
– Dejadme entrar. He de oír su confesión.
Su confesión.
– No -dijo Kivrin.
Él volvió a llamar, esta vez con más fuerza.
– No puedo dejaros entrar. Es contagioso. Podríais caer enfermo.
– Está en peligro de muerte -insistió Roche-. Debe ser perdonado para poder entrar en el cielo.
No va a ir al cielo, pensó Kivrin. Ha traído la peste.
El clérigo abrió los ojos. Los tenía inflamados e inyectados en sangre, y había un leve rumor en su respiración. Se está muriendo, pensó ella.
– Katherine -rogó Roche.
Se está muriendo, y tan lejos de casa. Como yo. También había traído una enfermedad consigo, y si nadie había sucumbido a ella, no era porque ella se hubiera esforzado en evitarlo. Todos la habían ayudado: Eliwys, Imeyne y Roche. Podría haberlos contagiado a todos. Roche le había administrado los últimos sacramentos, le había sostenido la mano.
Kivrin levantó amablemente la cabeza del clérigo y lo acomodó en la cama. Luego se dirigió a la puerta.
– Os dejaré administrarle los últimos sacramentos -dijo, abriéndola una rendija-, pero primero he de hablaros.
Roche se había puesto sus vestiduras y se había quitado la máscara. Llevaba el santo óleo y el viático en una cesta. Los depositó en el cofre al pie de la cama, sin dejar de observar al clérigo, cuya respiración se volvía cada vez más dificultosa.
– He de oír su confesión.
– ¡No! Primero debéis escucharme -Kivrin respiró hondo-. El clérigo tiene la peste bubónica -dijo, escuchando atentamente la traducción-. Es una enfermedad terrible. Casi todos los que la contraen mueren. Se propaga por las ratas y el aliento de los enfermos, y sus ropas y pertenencias.
Le miró con ansiedad, deseando que comprendiera. Él también parecía ansioso, y no menos asombrado.
– Es una enfermedad terrible. No es como el tifus o el cólera. Ya ha matado a centenares de miles de personas en Italia y Francia, a tantas que en algunos sitios no queda nadie para enterrar a los muertos.
El sacerdote permaneció inexpresivo.
– Habéis recordado quién sois y de dónde venís -dijo, y no era una pregunta.
Cree que huía de la peste cuando Gawyn me encontró en el bosque, pensó ella. Si lo admito, pensará que he sido yo quien la ha traído. Pero no había nada acusador en su mirada, y tenía que hacerle comprender.
– Sí -dijo, y esperó.
– ¿Qué debemos hacer?
– Tenéis que impedir que los demás entren en esta habitación, y decidles que se queden en la casa y que no dejen entrar a nadie. Advertid a los aldeanos que se queden también en sus casas, y si ven una rata muerta que no se acerquen a ella. No se celebrarán más fiestas ni bailes en el prado. Los aldeanos no deben acercarse a la mansión, al patio ni a la iglesia. No deben reunirse en ninguna parte.
– Le pediré a lady Eliwys que mantenga a Agnes y Rosemund en casa, y les diré a los aldeanos que no salgan.
El clérigo emitió un sonido estrangulado desde la cama, y los dos se volvieron a mirarlo.
– ¿No podemos hacer nada para ayudar a los que ya tienen esta peste? -preguntó él, pronunciando torpemente la palabra.
Kivrin había intentado recordar qué remedios usaban los contemporáneos. Llevaban ramilletes de flores y bebían esmeraldas en polvo y aplicaban sanguijuelas a las bubas, pero nada de eso servía, y la doctora Ahrens había dicho que no importaba con qué lo hubieran intentado, porque sólo los antimicrobiales como la tetraciclina o la estreptomicina habrían funcionado, y eso no se descubrió hasta el siglo XX.
– Debemos darle líquido y mantenerlo caliente -dijo.
Roche miró al clérigo.
– Seguramente Dios le ayudará.
No lo hará, pensó ella. No lo hizo. Media Europa.
– Dios no puede ayudarnos contra la Peste Negra.
Roche asintió y cogió el santo óleo.
– Debéis poneros la máscara -señaló Kivrin, y se arrodilló para recoger el último trozo de tela. Se lo colocó a Roche sobre la nariz y la boca-. Llevadlo siempre cuando lo atendáis -dijo, esperando que Roche no advirtiera que ella no llevaba la suya.
– ¿Es Dios quien nos ha enviado esto? -preguntó Roche.
– No. No.
– ¿El Diablo entonces?
Era tentador decir que sí. La mayor parte de Europa creyó que el responsable de la Peste Negra era Satán. Y buscaron a los agentes del Diablo, torturaron a judíos y leprosos, lapidaron a ancianas, quemaron a niñas en la hoguera.
– Nadie lo ha enviado -respondió Kivrin-. Es una enfermedad. No es culpa de nadie. Dios nos ayudaría si pudiera, pero…
¿Pero qué? ¿No puede oírnos? ¿Se ha marchado? ¿No existe?
– No puede venir -terminó Kivrin mansamente.
– ¿Y nosotros debemos actuar en Su nombre? -dijo Roche.
– Sí.
Roche se arrodilló ante la cama. Inclinó la cabeza sobre las manos y luego volvió a alzarla.
– Sabía que Dios os había enviado entre nosotros por una buena causa.
Ella también se arrodilló y cruzó las manos.
– Mittere digneris sanctum Angelum -rezó Roche-. Envíanos a Tu santo ángel del cielo para guardarnos y proteger a todos los que se reúnen en esta casa.
– No dejes que Roche la contraiga -murmuró Kivrin al grabador-. No dejes que Rosemund se ponga enferma. Que el clérigo muera antes de que alcance sus pulmones.
La voz de Roche entonando los ritos era igual que cuando ella estuvo enferma, y esperó que reconfortara al clérigo como la había consolado a ella. No podía decirlo. El enfermo era incapaz de confesarse, y la unción pareció hacerle daño. Dio un respingo cuando el aceite le tocó las palmas y su respiración pareció hacerse más fuerte mientras Roche rezaba. El clérigo levantó la cabeza y lo miró. Sus brazos mostraban las diminutas magulladuras purpúreas que indicaban que las venas bajo la piel se estaban rompiendo, una por una.
Roche se volvió y miró a Kivrin.
– ¿Son estos los últimos días, el fin del mundo que los apóstoles de Dios predijeron?
Sí, pensó Kivrin.
– No -dijo-. No. Son sólo malos tiempos. Tiempos terribles, pero no todo el mundo morirá. Y vendrán tiempos maravillosos después de esto. El Renacimiento y la reforma de clases y la música. Tiempos maravillosos. Se inventarán nuevas medicinas, y la gente no tendrá que morir de esto ni de viruela o neumonía. Y todo el mundo tendrá comida suficiente, y sus casas serán cálidas incluso en invierno -pensó en Oxford, decorado para la Navidad, las calles y tiendas iluminadas-. Habrá luces por todas partes, y campanas que no habrá que tocar.
Sus palabras habían calmado al clérigo. Su respiración se tranquilizó, y se quedó dormido.
– Ahora debéis apartaros de él -ordenó Kivrin, y condujo a Roche a la ventana. Le acercó el cuenco-. Lavaos las manos siempre después de tocarlo.
Apenas había agua en el cuenco.
– Debemos lavar los cuencos y cucharas que usemos para darle de comer -prosiguió mientras él se lavaba las manazas-, y debemos quemar las ropas y vendas. La peste está en ellas.
Roche se secó las manos en la falda de su sotana y bajó para decirle a Eliwys lo que tenía que hacer. Volvió con una pieza de lino y un cuenco de agua fresca. Kivrin rasgó el lino en tiras y se ató una sobre la nariz y la boca.
El cuenco de agua no duró mucho. El clérigo despertó de su sueño y pidió de beber varias veces. Kivrin le sostuvo la copa, intentando mantener a Roche apartado de él cuanto fuera posible.
Roche fue a decir vísperas y a tocar la campana. Kivrin cerró la puerta tras él y prestó atención a los sonidos de abajo, pero no oyó nada. Tal vez están dormidas, pensó, o enfermas. Pensó en Imeyne inclinada sobre el clérigo con su pócima, en Agnes de pie ante la cama, en Rosemund bajo él.
Es demasiado tarde, pensó, caminando arriba y abajo junto a la cama, todos han quedado expuestos. ¿De cuánto era el período de incubación? ¿Dos semanas? Eso era el tiempo que tardaba la vacuna en hacer efecto. ¿Tres días? ¿Dos? No lo recordaba. ¿Y cuánto tiempo había sido contagioso el clérigo? Trató de recordar junto a quién se había sentado en el banquete de Navidad, con quién había hablado, pero Kivrin no le había prestado atención. Observaba a Gawyn. El único recuerdo claro que tenía era de que había agarrado la falda de Maisry.
Fue a la puerta y la abrió.
– ¡Maisry! -llamó.
No obtuvo respuesta, pero eso no significaba nada. Maisry probablemente estaba dormida o escondida, y el clérigo tenía la peste bubónica, que se propagaba por las pulgas, no la neumónica. Era posible que no hubiera contagiado a nadie, pero en cuanto Roche regresó, lo dejó con el clérigo y llevó el brasero abajo para coger carbones calientes. Y para asegurarse de que todas seguían sanas.
Rosemund y Eliwys estaban sentadas junto al fuego, con el bordado en el regazo, y lady Imeyne estaba junto a ellas, leyendo el Libro de las Horas. Agnes jugaba con su carrito, empujándolo de un lado a otro sobre las losas de piedra y hablándole. Maisry dormía en uno de los bancos cerca de la mesa, con la cara enfurruñada incluso en sueños.
Agnes atropelló el pie de Imeyne con el carrito y la anciana la miró de mal talante.
– Te quitaré el juguete si no sabes jugar tranquila, Agnes -la regañó, y lo brusco de su reprimenda, la sonrisita rápidamente reprimida de Rosemund, el sano tono sonrosado de sus caras a la luz del fuego resultaron inefablemente tranquilizadores para Kivrin. Era como cualquier otro día en la mansión.
Eliwys no cosía. Cortaba el lino en largas tiras con las tijeras y miraba constantemente hacia la puerta. La voz de Imeyne, al leer el Libro de las Horas, tenía un tono de preocupación, y Rosemund, mientras rasgaba el lino, miraba ansiosamente a su madre. Eliwys se levantó y se dirigió a la puerta. Kivrin se preguntó si había oído llegar a alguien, pero un momento después volvió a su asiento y continuó su tarea con el lino.
Kivrin bajó las escaleras en silencio, pero no lo suficiente. Agnes abandonó su carrito y se le acercó corriendo.
– ¡Kivrin! -gritó, y se abalanzó hacia ella.
– ¡Cuidado! -advirtió Kivrin, manteniéndola a raya con la mano libre-. Son carbones calientes.
No estaban calientes, por supuesto. Si lo hubiesen estado, no habría bajado para cambiarlos por otros, pero Agnes retrocedió unos cuantos pasos.
– ¿Por qué lleváis una máscara? ¿Me contaréis una historia?
Eliwys se había levantado también, e incluso Imeyne se volvió a mirarla.
– ¿Cómo está el clérigo del obispo? -preguntó Eliwys.
En pleno tormento, quiso decir.
– La fiebre le ha bajado un poco -respondió en cambio-. Todas debéis manteneros apartadas de mí. La infección podría estar en mi ropa.
Las mujeres se levantaron, incluso Imeyne, que cerró el Libro de las Horas sobre su relicario, y se apartaron del hogar para observarla.
El tronco de Navidad estaba todavía en el fuego. Kivrin usó su falda para quitar la tapa del brasero y arrojó los carbones grises al borde del hogar. Se levantó ceniza, y uno de los carbones golpeó el tronco, rebotó y rodó por el suelo.
Agnes se echó a reír, y todas observaron cómo rodaba el carbón por el suelo hasta quedar bajo un banco, excepto Eliwys, que se había vuelto hacia la puerta.
– ¿Ha regresado Gawyn con los caballos? -preguntó Kivrin, y entonces se arrepintió de haberlo hecho. Ya sabía la respuesta por la expresión forzada de Eliwys, y la pregunta hizo que Imeyne se volviera a mirarla fríamente.
– No -contestó Eliwys sin volver la cabeza-. ¿Creéis que los otros miembros de la partida del obispo estaban también enfermos?
Kivrin pensó en la tez grisácea del obispo, en la expresión abotargada del fraile.
– No lo sé.
– El tiempo empeora -observó Rosemund-. Tal vez Gawyn prefirió pasar allí la noche.
Eliwys no respondió. Kivrin se arrodilló junto al fuego y agitó los carbones con el pesado atizador, sacando las ascuas a la superficie. Intentó pasarlas al brasero, usando el atizador, y luego renunció a ello y los recogió con la tapa del brasero.
– Tú nos has traído esto -la acusó Imeyne.
Kivrin levantó la cabeza. El corazón le latía con fuerza, pero Imeyne no se dirigía a ella. Miraba a Eliwys.
– Son tus pecados los que nos han traído este castigo.
Eliwys se volvió a mirar a Imeyne, y Kivrin esperó que en su rostro asomara la sorpresa o la furia, pero no fue así. Miraba a su suegra sin interés, como si su mente estuviera en otra parte.
– El Señor castiga a los adúlteros y a toda su casa -manifestó Imeyne-, y ahora te castiga -agitó el Libro de las Horas delante de su cara-. Es tu pecado lo que ha traído la peste.
– Fuisteis vos quien mandó llamar al obispo -adujo Eliwys fríamente-. No estabais contenta con el padre Roche. Fuisteis vos quien los trajo aquí, y a la peste con ellos.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
Imeyne permaneció en pie, envarada, como si hubiera recibido un golpe, y regresó al banco donde estaba sentada. Se puso de rodillas y sacó el relicario de su libro y se pasó la cadena por los dedos.
– ¿Me contaréis una historia ahora? -le preguntó Agnes a Kivrin.
Imeyne apoyó los codos en el banco y apretó la frente contra sus manos.
– Contadme una historia de la doncella valiente.
– Mañana. Te contaré una historia mañana -prometió Kivrin, y se llevó el brasero escaleras arriba.
Al clérigo le había vuelto a subir la fiebre. Deliraba, gritando los versículos de la misa de difuntos como si fueran obscenidades. Pedía agua incesantemente, y Roche primero, y luego Kivrin, fueron al patio para traer más.
Kivrin bajó de puntillas las escaleras, llevando el cubo y una vela. Esperaba que Agnes no la viera, pero todas estaban dormidas excepto lady Imeyne. Estaba de rodillas rezando, con la espalda recta e inmisericorde. Tú nos has traído esto.
Kivrin salió al oscuro patio. Sonaban dos campanas, levemente descompasadas, y se preguntó si eran vísperas o si anunciaban un funeral. Había un cubo medio lleno de agua junto al pozo, pero lo vació y sacó agua fresca. Dejó el cubo junto a la puerta de la cocina y entró a buscar algo de comer. Las gruesas telas que usaban para cubrir la comida cuando la transportaban a la casa yacían en un extremo de la mesa. Recogió en una pan y un trozo de carne fría y la ató por las esquinas, y después recogió el resto y lo llevó todo escaleras arriba. Comieron sentados en el suelo delante del brasero y al primer bocado Kivrin se sintió reconfortada.
El clérigo también parecía haber mejorado. Volvió a quedarse dormido, y luego lo asaltó un sudor frío. Kivrin lo lavó con uno de los burdos paños de cocina; él suspiró como si le sentara bien, y acabó durmiéndose. Cuando volvió a despertar, le había bajado la fiebre. Acercaron el cofre a la cama y colocaron una lámpara de sebo encima, y Roche y ella se sentaron junto al enfermo por turnos, y descansaron en el asiento de la ventana. Hacía demasiado frío para dormir, pero Kivrin se acurrucó contra el alféizar de piedra y echó una cabezada, y cada vez que despertaba el clérigo parecía algo más recuperado.
Había leído en Historia de la Medicina que si se abrían las bubas a veces se salvaba al paciente. A él ya no le supuraba la herida y tampoco hacía ruido al respirar. Tal vez no moriría después de todo.
Algunos historiadores pensaban que la Peste Negra no había matado a tanta gente como indicaban los registros. El señor Gilchrist opinaba que las estadísticas habían sido muy exageradas por el miedo y la ignorancia, e incluso si eran correctas, la peste no había matado a la mitad de cada aldea. Algunos lugares sólo tuvieron uno o dos casos. En algunas aldeas no había muerto nadie.
Habían aislado al clérigo en cuanto comprendió qué enfermedad era, y ella había conseguido que Roche no se acercara demasiado. Habían tomado todas las precauciones posibles. Y no se había convertido en neumónica. Tal vez con eso bastaría, y lo habían detenido a tiempo. Tenía que decirle a Roche que cerrara la aldea, que impidiera que entrara nadie, y tal vez la peste pasaría de largo. Había sucedido. Aldeas enteras habían quedado intactas, y en algunas partes de Escocia la peste no llegó jamás.
Debió de quedarse dormida. Cuando despertó, amanecía y Roche se había marchado. Miró hacia la cama. El clérigo yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos, y ella pensó ha muerto y Roche ha ido a cavar su tumba, pero vio que las mantas subían y bajaban sobre el pecho del enfermo. Le buscó el pulso. Era tan rápido y débil que apenas lo sintió.
La campana empezó a sonar y Kivrin advirtió que Roche debía de haber ido a decir maitines. Se puso la máscara sobre la nariz y se inclinó sobre la cama.
– Padre -dijo suavemente, pero él no dio ninguna muestra de oírla. Le puso la mano en la frente. La fiebre había vuelto a bajarle, pero el tacto de la piel no parecía normal. Estaba seca, como de papel, y las hemorragias de las piernas y brazos se habían oscurecido y extendido. Su lengua hinchada asomaba entre los dientes, horriblemente amoratada.
Olía fatal, un hedor nauseabundo que ella percibía incluso a través de la máscara. Kivrin se subió al asiento de la ventana y desató el lino encerado. El aire fresco olía maravillosamente, fresco y penetrante, y se asomó al alféizar e inhaló profundamente.
No había nadie en el patio, pero mientras se embebía del aire fresco y límpido, Roche apareció en la puerta de la cocina, con un cuenco humeante. Se dirigió a la puerta de la casa, y al hacerlo, apareció lady Eliwys. Le dijo algo a Roche, y él se dirigió a la dama y entonces se detuvo y se puso la máscara antes de responderle. Intenta mantenerse apartado de la gente por todos los medios, pensó Kivrin. Entró en la casa, y Eliwys se dirigió al pozo.
Kivrin ató la tela a un lado de la ventana y buscó algo para agitar el aire. Se bajó del alféizar, cogió uno de los trapos que había traído de la cocina y se subió de nuevo.
Eliwys estaba todavía junto al pozo, llenando el cubo. Se detuvo, agarrada a la cuerda, y se volvió a mirar hacia el portón. Gawyn estaba entrando, llevaba a su caballo de la brida.
Se detuvo al verla; Gringolet chocó con él y sacudió la cabeza, molesto. La expresión de Gawyn era la misma de siempre, llena de esperanza y anhelo, y Kivrin sintió un arrebato de furia porque no había cambiado, ni siquiera ahora. No lo sabe, pensó. Acaba de regresar de Courcy. Sintió piedad por él, de que tuviera que enterarse, de que Eliwys debiera decírselo.
Eliwys subió el cubo hasta el borde del pozo y Gawyn dio un paso más hacia ella, sujetando la brida de Gringolet, y entonces se detuvo.
Lo sabe, pensó Kivrin. Sí que lo sabe. El enviado del obispo ha caído, y él ha vuelto a casa para advertirlas. De pronto se dio cuenta de que no había traído los caballos consigo. El fraile tiene la peste, y los demás han huido.
Vio cómo Eliwys colocaba el pesado cubo en el borde de piedra del pozo, sin moverse. Gawyn haría cualquier cosa por ella, pensó Kivrin, cualquier cosa, la rescataría de un centenar de asesinos en el bosque, pero no puede salvarla de esto.
Gringolet, por llegar al establo, sacudió la cabeza. Gawyn le acarició el hocico para tranquilizarlo, pero era demasiado tarde. Eliwys ya lo había visto.
Soltó el cubo, que aterrizó con un golpe que incluso Kivrin oyó, y se arrojó en sus brazos. Kivrin se llevó la mano a la boca.
Llamaron a la puerta. Kivrin fue a abrirla. Era Agnes.
– ¿No me contaréis una historia ahora? -dijo. Estaba muy desaliñada. Nadie la había peinado desde el día anterior. El cabello le asomaba por debajo de la gorrita de lino, y era evidente que había dormido junto al hogar. Llevaba una mancha de ceniza en una manga.
Kivrin resistió la urgencia de limpiarla.
– No puedes entrar -advirtió, manteniendo la puerta apenas entreabierta-. Te pondrías enferma.
– No hay nadie para jugar conmigo. Madre ha salido y Rosemund todavía duerme.
– Tu madre sólo ha ido a buscar agua. ¿Dónde está tu abuela?
– Rezando -extendió la mano hacia su falda, y Kivrin se apartó.
– No me toques -ordenó bruscamente.
Agnes hizo un puchero.
– ¿Por qué estáis enfadada conmigo?
– No estoy enfadada contigo -dijo Kivrin, con más amabilidad-. Pero no puedes entrar. El clérigo está muy enfermo, y todos los que se acerquen a él pueden… -no había ninguna posibilidad de explicar el contagio a Agnes-…pueden enferman también.
– ¿Morirá? -preguntó Agnes, intentando asomarse a la puerta.
– Creo que sí.
– ¿Y vos?
– No -contestó, y advirtió que ya no estaba asustada-. Rosemund despertará pronto. Pídele a ella que te cuente una historia.
– ¿Morirá el padre Roche?
– No. Ve y juega con tu carrito hasta que despierte Rosemund.
– ¿Me contaréis una historia cuando se muera el clérigo?
– Sí. Vete abajo.
Agnes bajó tres escalones de mala gana, agarrándose a la pared.
– ¿Moriremos todos? -preguntó.
– No -respondió Kivrin. No si puedo evitarlo. Cerró la puerta y se apoyó contra ella.
El clérigo continuaba inconsciente, todo su ser volcado hacia el interior en una batalla con un enemigo completamente desconocido para su sistema inmunológico, y contra el que no tenía defensas.
Volvieron a llamar a la puerta.
– Vete abajo, Agnes -dijo Kivrin, pero era Roche, con el cuenco de comida que había cogido en la cocina y un puñado de ascuas. Las echó al brasero y se arrodilló para soplarlas.
Le tendió el cuenco a Kivrin. Estaba tibio y olía fatal. Se preguntó qué le había puesto para bajar la fiebre.
Roche se levantó y cogió el cuenco, y trataron de darle de comer al clérigo, pero el guiso le resbalaba por la lengua hinchada y por las comisuras de la boca.
Alguien llamó a la puerta.
– Agnes, te he dicho que no puedes entrar aquí -espetó Kivrin impaciente, tratando de limpiar las mantas.
– Abuela me envía para deciros que vayáis.
– ¿Está enferma lady Imeyne? -preguntó Roche. Se dirigió a la puerta.
– No. Es Rosemund.
El corazón de Kivrin empezó a latir desbocado.
Roche abrió la puerta, pero Agnes no entró. Se quedó en el rellano, mirándole la máscara.
– ¿Está enferma Rosemund? -preguntó Roche con ansiedad.
– Se ha caído.
Kivrin bajó corriendo las escaleras.
Rosemund estaba sentada en uno de los bancos junto al hogar, y lady Imeyne le hacía compañía.
– ¿Qué ha pasado? -demandó Kivrin.
– Me he caído -dijo Rosemund, atónita-. Me he hecho daño en el brazo -lo mostró. Tenía el codo extrañamente doblado.
Lady Imeyne murmuró algo.
– ¿Qué? -dijo Kivrin, y advirtió que la anciana estaba rezando. Buscó a Eliwys. No estaba allí. Sólo Maisry se agazapaba aterrada junto a la mesa, y Kivrin pensó que a lo mejor Rosemund había tropezado con ella.
– ¿Tropezaste con algo? -preguntó.
– No -contestó Rosemund, todavía aturdida-. Me duele la cabeza.
– ¿Te diste un golpe?
– No -se subió la manga-. Me golpeé el codo con las piedras.
Kivrin le subió la manga hasta el codo. Tenía una magulladura, pero no había sangre. Se preguntó si se lo habría roto. Lo sujetaba en un ángulo extraño.
– ¿Duele? -preguntó, moviéndolo con suavidad.
– No.
Dobló el brazo.
– ¿Y esto?
– No.
– ¿Puedes mover los dedos?
Rosemund los movió uno por uno, con el brazo todavía torcido. Kivrin frunció el ceño, asombrada. Podía ser una luxación, pero no creía que pudiera moverlo tan fácilmente.
– Lady Imeyne, ¿podéis llamar al padre Roche?
– No será de ninguna ayuda -despreció Imeyne, pero se encaminó hacia las escaleras.
– No creo que esté roto -le dijo Kivrin a Rosemund.
La niña bajó el brazo, jadeó, y volvió a subirlo. El color desapareció de su rostro y unas perlas de sudor aparecieron en el labio superior.
Tiene que estar roto, pensó Kivrin, e intentó cogerlo de nuevo. Rosemund lo retiró y, antes de que Kivrin se diera cuenta de lo que sucedía, se cayó al suelo.
Esta vez se dio en la cabeza. Kivrin la oyó golpear la piedra. Se arrodilló junto a ella.
– Rosemund, Rosemund. ¿Me oyes?
Ella no se movió. Había movido el brazo herido al caer, como para protegerse, y cuando Kivrin se lo tocó, la jovencita dio un respingo, pero no abrió los ojos. Kivrin buscó a Imeyne, pero la anciana no estaba en las escaleras.
Rosemund abrió los ojos.
– No me dejéis -sollozó.
– Debo traer ayuda.
Rosemund sacudió la cabeza.
– ¡Padre Roche! -llamó Kivrin, aunque sabía que no la oiría a través de la pesada puerta. Lady Eliwys entró en ese momento y corrió hacia ellas.
– ¿Tiene el mal azul?
No.
– Se ha caído -dijo Kivrin. Puso la mano sobre el brazo extendido y desnudo de Rosemund. Lo tenía caliente. Rosemund había vuelto a cerrar los ojos y respiraba despacio, regularmente, como si se hubiera quedado dormida.
Kivrin le subió la pesada manga hasta el hombro. Le alzó el brazo para examinar la axila, y Rosemund trató de retirarlo, pero Kivrin la sujetó con fuerza.
No le pareció tan grande como la del clérigo, pero era de un color rojo intenso y ya estaba dura al contacto. No, pensó Kivrin. No. Rosemund gimió y trató de retirar el brazo, y Kivrin lo soltó amablemente, arreglando la manga.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Agnes desde las escaleras-. ¿Está Rosemund enferma?
No puedo dejar que pase esto, pensó Kivrin. Tengo que conseguir ayuda. Todos han quedado expuestos, incluso Agnes, y aquí no hay nada para ayudarlos. Las antimicrobiales no se descubrirán hasta dentro de seiscientos años.
– Tus pecados han provocado esto -acusó Imeyne.
Kivrin alzó la cabeza. Eliwys miraba a Imeyne, pero parecía ausente, como si no la hubiera oído.
– Tus pecados y los de Gawyn.
– Gawyn -dijo Kivrin. Él podía enseñarle dónde estaba el lugar de encuentro, y entonces iría a buscar ayuda. La doctora Ahrens sabría qué hacer. Y también el señor Dunworthy. La doctora Ahrens le daría vacunas y estreptomicina para que las trajera-. ¿Dónde está Gawyn?
Eliwys la miraba ahora, el rostro lleno de ansia, lleno de esperanza. El nombre de Gawyn por fin la ha hecho reaccionar, pensó Kivrin.
– Gawyn. ¿Dónde está?
– Se ha ido -dijo Eliwys.
– ¿Adónde? Debo hablar con él. Tenemos que ir a buscar ayuda.
– No hay ninguna ayuda -replicó lady Imeyne. Se arrodilló junto a Rosemund y cruzó las manos-. Es el castigo de Dios.
Kivrin se levantó.
– ¿Adónde ha ido?
– A Bath -dijo Eliwys-. A buscar a mi esposo.
He decidido que lo mejor es anotar todo esto. El señor Gilchrist dijo que con la apertura de Medieval esperaba obtener información de primera mano acerca de la Peste Negra, y supongo que de esto se trata.
El primer caso fue el clérigo que vino con el enviado del obispo. No sé si al llegar estaba ya enfermo. Tal vez sí, y por eso vinieron aquí en vez de ir a Oxford, para deshacerse de él antes de que los contagiara. Estaba decididamente enfermo la mañana de Navidad cuando se fueron, lo cual significa que la noche antes, cuando entró en contacto con al menos la mitad de la aldea, ya era contagioso.
Ha transmitido la enfermedad a la hija de lord Guillaume, Rosemund, que cayó enferma el… ¿veintiséis? He perdido el sentido del tiempo. Los dos muestran las típicas bubas. La del clérigo se ha reventado y supura. La de Rosemund es dura y crece. Es casi del tamaño de una castaña. La zona de alrededor está inflamada. Los dos tienen fiebres altas y deliran intermitentemente.
El padre Roche y yo los hemos aislado en la habitación y le hemos dicho a todos que se queden en sus casas y eviten contactar con los demás, pero me temo que es demasiado tarde. Casi todos los de la aldea estuvieron en el banquete de Navidad, y toda la familia estuvo aquí dentro con el clérigo.
Ojalá supiera si la enfermedad es contagiosa antes de que aparezcan los síntomas y de cuánto es el período de incubación. Sé que la peste tiene tres formas: bubónica, neumónica y septicémica, y sé que la forma neumónica es la más contagiosa, ya que puede transmitirse por la tos o la respiración y por el contacto. El clérigo y Rosemund parecen tener la bubónica.
Estoy tan asustada que apenas puedo pensar. Me abruma. Me controlo durante un rato, y de repente el temor me domina y tengo que agarrarme al marco de la puerta para no salir corriendo de la habitación, de la casa, de la aldea, para alejarme de todo.
Sé que he recibido vacunación contra la peste, pero también recibí la potenciación de leucocitos-T y las antivirales, y pillé no sé qué, y cada vez que el clérigo me toca, doy un respingo. El padre Roche olvida constantemente ponerse la máscara, y tengo miedo de que se ponga enfermo, o Agnes. Y temo que el clérigo se muera. Y Agnes. Y tengo miedo de que alguien de la aldea contraiga la peste neumónica, y de que Gawyn no regrese, y de no poder localizar el lugar de recogida antes del encuentro.
(Pausa)
Estoy un poco más calmada. Parece que el hablar con usted me ayuda, aunque no pueda oírme. Rosemund es joven y fuerte. Y la peste no mató a todo el mundo. En algunas aldeas no murió nadie.
Subieron a Rosemund a la habitación, y le prepararon un jergón en el suelo en el estrecho espacio junto a la cama. Roche la cubrió con una sábana de lino y se encaminó al altillo del granero para traer mantas.
Kivrin temía que Rosemund quisiera huir al ver al clérigo, con su grotesca lengua y la piel ennegrecida, pero apenas lo miró. Se quitó la saya y los zapatos y se tendió graciosamente en el estrecho jergón. Kivrin quitó de la cama la manta de piel de conejo y la tapó con ella.
– ¿Gritaré y atacaré a la gente como el clérigo? -preguntó Rosemund.
– No -dijo Kivrin, y trató de sonreír-. Intenta descansar. ¿Te duele algo?
– El estómago -respondió Rosemund, y se llevó la mano a la cintura-. Y la cabeza. Sir Bloet me dijo que la fiebre hace danzar a los hombres. Pensé que era una patraña para asustarme. Dijo que bailaban hasta que les salía sangre por la boca y se morían. ¿Dónde está Agnes?
– En el desván, con tu madre.
Kivrin le había dicho a Eliwys que se llevara a Agnes e Imeyne al desván y se encerraran allí, y Eliwys lo hizo sin dirigir siquiera otra mirada a Rosemund.
– Mi padre vendrá muy pronto -murmuró Rosemund.
– Ahora debes callar y descansar.
– Abuela dice que es un pecado mortal temer a tu marido, pero yo no puedo evitarlo. Me toca de forma indecorosa y me cuenta relatos de cosas que no pueden ser verdad.
Espero que tenga una larga agonía, pensó Kivrin. Espero que ya esté contagiado.
– Mi padre ya está en camino.
– Intenta dormir.
– Si sir Bloet estuviera aquí ahora, no se atrevería a tocarme -musitó la niña, y cerró los ojos-. Sería él quien tendría miedo.
Roche entró con un puñado de mantas y volvió a marcharse. Kivrin las apiló encima de Rosemund, la arropó, y devolvió al clérigo la piel que le había quitado de la cama.
El clérigo permanecía tranquilo, pero el rumor que hacía al respirar había comenzado de nuevo, y de vez en cuando tosía. Tenía la boca abierta, y la parte inferior de la lengua estaba cubierta de espuma blanca.
No puedo dejar que Rosemund acabe así, pensó Kivrin, sólo tiene doce años. Tengo que hacer algo. Algo. El bacilo de la peste era una bacteria. La estreptomicina y las sulfamidas eran eficaces, pero Kivrin no podía fabricarlas, y no sabía dónde estaba el lugar de recogida.
Y Gawyn se había marchado a Oxford. Claro. Eliwys había corrido hacia él, lo había abrazado, y él habría ido a cualquier sitio, habría hecho cualquier cosa por ella, aunque significara traer a su marido a casa.
Intentó calcular cuánto tiempo tardaría Gawyn en ir a Bath y volver. Estaba a setenta kilómetros de distancia. Cabalgando rápido, podría llegar en un día y medio. Tres días, ida y vuelta. Si no se retrasaba, si lograba encontrar a lord Guillaume, si no caía enfermo. La doctora Ahrens había dicho que las víctimas de la peste que no recibían atención morían al cabo de cuatro o cinco días, pero no imaginaba que el clérigo fuera a durar tanto. La fiebre le volvía a subir.
Había metido el cofre de lady Imeyne bajo la cama cuando subieron a Rosemund. Lo sacó y buscó entre las hierbas y polvos. Los contemporáneos usaban remedios caseros como verrugas de san Juan y dulcamara durante la peste, pero resultaron tan inútiles como el polvo de esmeraldas.
La coniza podría ayudar, pero no encontró ninguna de las flores rosas o moradas en las bolsitas de lino.
Cuando Roche volvió, Kivrin le pidió que fuera a buscar ramas de sauce del arroyo, y las puso en un té amargo.
– ¿Qué es esto? -le preguntó Roche, tras probarlo y hacer una mueca.
– Aspirina -dijo Kivrin-. Al menos eso espero.
Roche le dio una taza al clérigo, a quien no le importaba ya el sabor, y eso pareció bajarle un poco la temperatura, pero Rosemund estuvo con fiebre toda la tarde, hasta que tiritó con escalofríos. Para cuando Roche se marchó a decir vísperas, casi estaba demasiado caliente para tocarla.
Kivrin la destapó e intentó bañarle los brazos y piernas en agua fría para que le bajara la temperatura, pero Rosemund se apartó de ella, furiosa.
– No me parece digno que me toquéis de esta forma, señor -dijo, mientras le castañeteaban los dientes-. Tened por seguro que se lo diré a mi padre cuando regrese.
A la mortecina luz parecía peor: con la cara pálida y atormentada. Murmuraba, repitiendo el nombre de Agnes incesantemente, y una vez preguntó temerosa:
– ¿Dónde está? Ya tendría que haber llegado.
Tienes razón, pensó Kivrin. La campana había anunciado vísperas hacía media hora. Seguramente Roche estará en la cocina, se dijo, preparándonos sopa. O habrá ido a decirle a Eliwys cómo se encuentra Rosemund. Pero se levantó y se subió a la ventana y se asomó al patio. Empezaba a hacer frío, y el cielo oscuro estaba nublado. No había nadie en el patio, ninguna luz ni sonido en ninguna parte.
Roche abrió la puerta, y Kivrin se bajó de la ventana con una sonrisa.
– ¿Dónde habéis estado? Me… -se interrumpió.
Roche llevaba sus hábitos y traía el aceite y el viático. No, pensó ella, mirando a Rosemund. No.
– He estado con Ulf el molinero -dijo-. Le he oído en confesión.
Gracias a Dios que no es Rosemund, pensó Kivrin, y entonces advirtió lo que él estaba diciendo. La peste ya había llegado a la aldea.
– ¿Estáis seguro? ¿Tiene los bultos de la peste?
– Sí.
– ¿Cuántos más viven en su casa?
– Su esposa y dos hijos -respondió él, cansado-. Le ordené a ella que se pusiera una máscara y envié a sus hijos a cortar sauces.
– Bueno -dijo ella. No había nada de bueno en todo aquello. No, eso no era cierto. Al menos era peste bubónica y no neumónica, así que seguía habiendo una posibilidad de que la mujer y los dos hijos no la contrajeran. ¿Pero a cuántas otras personas había contagiado Ulf, y quién le había contagiado a él? Ulf no habría tenido ningún contacto con el clérigo. Debía de haberla contraído a través de uno de los criados.
– ¿Hay más enfermos?
– No.
Eso no significaba nada. Sólo mandaban llamar a Roche cuando estaban muy graves, cuando tenían miedo. Ya podía haber tres o cuatro casos más en la aldea. O tal vez una docena.
Se sentó junto a la ventana, intentando decidir qué hacer. Nada, pensó. No hay nada que puedas hacer. La peste barrió una aldea tras otra, mató a familias enteras, a ciudades enteras. Entre un tercio y la mitad de Europa.
– ¡No! -gritó Rosemund, y se esforzó por levantarse.
Kivrin y Roche se lanzaron hacia ella, pero ya se había tendido. La cubrieron, aunque Rosemund volvió a destaparse.
– Se lo diré a madre, Agnes, niña mala -murmuró-. Déjame salir.
Hizo más frío durante la noche. Roche trajo más carbones para el brasero, y Kivrin se subió de nuevo a la ventana para colocar el lino encerado, pero seguía haciendo frío. Kivrin y Roche se acurrucaron por turnos ante el brasero, intentando dormir un poco, y despertaron tiritando como Rosemund.
El clérigo no tiritaba, pero se quejaba de frío, con palabras pastosas y confusas, como de borracho. Tenía los pies y las manos fríos, inertes.
– Deben acercarse al fuego -dijo Roche-. Debemos llevarlos al salón.
No lo entiendes, pensó ella. Su única esperanza estribaba en mantener a los pacientes aislados, en no dejar que la infección se extendiera. Pero ya se había extendido, pensó, y se preguntó si las extremidades de Ulf se estaban enfriando y en cómo encendería un fuego. Ella misma se había sentado en una de sus chozas, junto a una de sus hogueras. No serviría ni para calentar a un gato.
Los gatos también murieron, pensó, y miró a Rosemund. Los temblores sacudían su pobre cuerpecillo, y ya parecía más delgada, más agotada.
– La vida se les escapa -observó Roche.
– Lo sé -asintió ella, y empezó recoger las mantas-. Decidle a Maisry que esparza paja sobre el suelo del salón.
El clérigo pudo bajar las escaleras, con la ayuda de Kivrin y Roche, pero el sacerdote tuvo que bajar a Rosemund en brazos. Eliwys y Maisry colocaban paja al otro lado del salón. Agnes aún dormía, e Imeyne se arrodillaba en el mismo lugar de la noche anterior, con las manos cruzadas ante el rostro.
Roche acostó a Rosemund y Eliwys empezó a taparla.
– ¿Dónde está mi padre? -preguntó Rosemund roncamente-. ¿Por qué no está aquí?
Agnes se agitó. Despertaría de un momento a otro y se acercaría al jergón de Rosemund, para observar al clérigo. Kivrin tenía que idear algún sistema para mantener a la niña apartada. Miró las vigas, pero eran demasiado altas, incluso bajo el altillo, para colgar cortinas, y todas las colchas y mantas disponibles ya estaban siendo utilizadas. Empezó a volcar los bancos para formar una separación.
Roche y Eliwys fueron a ayudarla, y volcaron la mesa y la apoyaron contra los bancos.
Eliwys regresó junto a Rosemund y se sentó a su lado. La niña dormía, con el rostro enrojecido por la luz del fuego.
– Debéis poneros una máscara -dijo Kivrin.
Eliwys asintió, pero no se movió. Le apartó a Rosemund el pelo enmarañado de la cara.
– Era la preferida de mi esposo -dijo.
Rosemund estuvo durmiendo casi toda la mañana. Kivrin apartó el tronco de Navidad del hogar y apiló leños cortados en el fuego. Destapó los pies del clérigo para que le llegara el calor.
Durante la Peste Negra, el médico del Papa le hizo sentarse en una habitación entre dos grandes hogueras, y no contrajo la enfermedad. Algunos historiadores pensaban que el calor había matado al bacilo de la peste. Lo más probable era que el hecho de permanecer apartado de su contagioso rebaño le hubiera salvado, pero merecía la pena intentarlo. Merecía la pena intentar cualquier cosa, pensó, mirando a Rosemund. Apiló más madera.
El padre Roche fue a decir maitines, aunque ya era más de media mañana. La campana despertó a Agnes.
– ¿Quién ha volcado los bancos? -preguntó, corriendo a la separación.
– No debes pasar esta barrera -advirtió Kivrin, manteniéndose bien lejos-. Debes quedarte junto a tu abuela.
Agnes se subió a un banco y se asomó por encima de la mesa volcada.
– Veo a Rosemund. ¿Está muerta?
– Está muy enferma -dijo Kivrin seriamente-. No te acerques a nosotros. Ve y juega con tu carrito.
– Quiero ver a Rosemund -la niña pasó una pierna por encima de la mesa.
– ¡No! -gritó Kivrin-. ¡Ve y siéntate con tu abuela!
Agnes pareció sorprendida y de repente se echó a llorar.
– ¡Quiero ver a Rosemund! -gimió, pero se dio la vuelta y se sentó malhumorada junto a Imeyne.
Roche entró.
– El hijo de Rulf está enfermo. Tiene los bultos.
Se manifestaron dos casos más durante la mañana y uno por la tarde, incluyendo a la esposa del senescal. Todos tenían bubas o pequeños bultos como semillas en las glándulas linfáticas, excepto la mujer del senescal.
Kivrin fue con Roche a verla. Estaba amamantando al bebé, su cara fina y delgada parecía aún más afilada que de costumbre. No tosía ni vomitaba, y Kivrin esperaba que las bubas simplemente no se hubieran desarrollado todavía.
– Poneos máscaras -le dijo al senescal-. Dad al bebé leche de la vaca. Mantened a los niños apartados de ella.
Lo dijo sin ninguna esperanza. Seis niños en dos habitaciones. No dejes que sea peste neumónica, rezó. No dejes que todos se contagien.
Al menos Agnes estaba a salvo. No se había acercado a la barricada desde que Kivrin le gritó. Permaneció sentada durante un rato, mirándola con una expresión tan feroz que habría resultado cómica en otras circunstancias, y luego subió al altillo a coger su carrito. Lo había colocado en la mesa, y ahora estaba jugando.
Rosemund estaba despierta. Pidió de beber a Kivrin con voz ronca, y en cuanto Kivrin le dio agua, se quedó dormida. Incluso el clérigo dormitaba, y el rumor de su respiración ya no era tan fuerte. Kivrin se sentó agradecida junto a Rosemund.
Tendría que salir y ayudar a Roche con los hijos del senescal, asegurarse al menos de que llevaba puesta la máscara y se lavaba las manos, pero de pronto se sintió demasiado cansada para moverse. Si pudiera acostarme un ratito, lograría pensar en algo.
– Quiero ver a Blackie -dijo Agnes.
Kivrin sacudió la cabeza, al despertar sobresaltada.
Agnes se había puesto la capa roja y la capucha y se encontraba lo más cerca de la barricada que se atrevía.
– Prometisteis que me llevaríais a ver la tumba de mi perro.
– Calla, despertarás a tu hermana.
Agnes empezó a llorar, pero no era el fuerte gemido que empleaba cuando quería salirse con la suya, sino unos sollozos silenciosos. También ha llegado al límite, pensó Kivrin. Sola todo el día, con Rosemund y Roche fuera de su alcance, todo el mundo ocupado, distraído y asustado. Pobrecilla.
– Lo prometisteis -insistió Agnes con labios temblorosos.
– No puedo llevarte a ver a tu perro ahora -dijo Kivrin amablemente-, pero te contaré una historia. Pero debes estarte muy callada -se llevó un dedo a los labios-. No querrás despertar a Rosemund o al clérigo, ¿verdad?
Agnes se frotó con la mano la nariz mojada.
– ¿Me contaréis una historia de la doncella del bosque? -murmuró.
– Sí.
– ¿Puede escuchar Carro?
– Sí -susurró Kivrin, y Agnes cruzó el salón para coger el carrito, regresó corriendo y se sentó en el banco, dispuesta a franquear la barricada.
– Debes sentarte en el suelo contra la mesa -indicó Kivrin-, y yo me pondré al otro lado.
– No oiré nada -repuso Agnes, haciendo un puchero otra vez.
– Claro que sí, si te estás callada.
Agnes se bajó del banco y se sentó, apoyándose en la mesa. Colocó el carro en el suelo a su lado.
– Debes estar muy callada -le advirtió.
Kivrin se acercó a examinar rápidamente a sus pacientes y luego se sentó apoyada contra la mesa, sintiéndose agotada.
– Érase una vez en una tierra lejana -apuntó Agnes.
– Érase una vez en una tierra lejana, una doncella. Vivía junto a un gran bosque…
– Su padre le decía: «No vayas al bosque», pero ella era mala y no hacía caso -apuntó Agnes.
– Era mala y no hacía caso -repitió Kivrin-. Se puso su capa…
– Su capa roja con una capucha -dijo Agnes-. Y se fue al bosque, aunque su padre le advirtió que no lo hiciera.
Aunque su padre le advirtió que no lo hiciera. «Estaré perfectamente bien -le había dicho ella al señor Dunworthy-. Sé cuidar de mí misma.»
– No se fue al bosque, ¿verdad? -le preguntó Agnes.
– Quería ver qué había allí. Pensó en caminar sólo un ratito.
– No tendría que haberlo hecho -juzgó Agnes-. Yo no lo haría. El bosque está oscuro.
– El bosque está oscuro y lleno de sonidos aterradores.
– Lobos -deslizó Agnes, y Kivrin oyó cómo se acercaba a la mesa, para estar lo más cerca posible de ella. Se la imaginaba acurrucada contra la madera, con las rodillas dobladas, abrazada al carrito.
– La doncella se dijo, «No me gusta estar aquí», y trató de volver, pero no encontró el camino, pues estaba muy oscuro. De pronto, algo saltó hacia ella.
– Un lobo -jadeó Agnes.
– No, no. Era un oso. Y el oso dijo: «¿Qué estás haciendo en mi bosque?»
– La doncella se asustó -añadió Agnes con voz temerosa.
– Sí. «Oh, por favor, no me comas, oso», dijo la doncella. «Me he perdido y no encuentro el camino a casa.» El oso era un oso bueno, aunque parecía malo, y dijo: «Te ayudaré a encontrar la salida del bosque», y la doncella dijo: «¿Cómo? Está muy oscuro.» «Se lo preguntaremos al búho», dijo el oso. «Él ve en la oscuridad.»
Siguió hablando, inventando el cuento sobre la marcha, extrañamente reconfortada por ello. Agnes dejó de interrumpir, y después de un rato Kivrin se levantó, sin dejar de hablar, y se asomó a la barricada.
– «¿Sabes dónde está la salida del bosque?», le preguntó el oso al cuervo. «Sí», dijo el cuervo.
Agnes estaba dormida contra la mesa, con la capa arrugada a sus pies, abrazada al carrito.
Tendría que taparla, pero no se atrevió. Todas las mantas estaban llenas de gérmenes de la peste. Miró a lady Imeyne, que seguía rezando en el rincón, de cara a la pared.
– Lady Imeyne -llamó en voz baja, pero la anciana no dio muestras de haberla oído.
Kivrin echó más leña al fuego y se sentó contra la mesa, apoyando la cabeza en ella.
– «Sé el camino de salida», dijo el cuervo. «Te lo mostraré», pero se marchó volando sobre las copas de los árboles, tan rápido que no pudieron seguirlo.
Debió de quedarse dormida, porque cuando abrió los ojos el fuego se había apagado y le dolía el cuello. Agnes seguía durmiendo, pero el clérigo estaba despierto. Llamó a Kivrin con palabras ininteligibles. La borra blanca le cubría toda la lengua, y su aliento hedía tanto que Kivrin tuvo que apartar la cabeza para poder respirar. La buba había empezado a supurarle de nuevo, un líquido denso y oscuro que olía a podredumbre. Kivrin le cambió el vendaje, apretando los dientes para no vomitar, y llevó el vendaje sucio al otro extremo del salón. Luego salió y se lavó las manos en el pozo, vertiendo el agua helada del pozo sobre una mano y luego la otra, tomando a sorbos el aire frío.
Roche entró en el patio.
– Ulric, el hijo de Hal -dijo, camino de la mansión-, y uno de los hijos del senescal, Walthef -se desplomó en el banco más cercano a la mesa.
– Estáis agotado -dijo Kivrin-. Tendríais que descansar.
Al otro lado del salón, Imeyne se levantó torpemente, como si se le hubieran quedado dormidas las piernas, y cruzó el salón hacia ellos.
– No puedo quedarme. He venido a coger un cuchillo para cortar sauces -dijo Roche, pero permaneció sentado junto al fuego, contemplándolo abstraído.
– Descansad al menos un minuto. Os traeré un poco de cerveza -Kivrin apartó el banco a un lado y se marchó.
– Habéis traído esta enfermedad -le dijo lady Imeyne.
Kivrin se volvió. La anciana se encontraba en medio del salón, mirando a Roche. Apretaba el libro contra su pecho. El relicario colgaba de sus manos.
– Vuestros pecados han traído la enfermedad.
Se volvió hacia Kivrin.
– Dijo la letanía de san Martín el día de san Eusebio. Lleva el alba sucia -hablaba como lo había hecho al quejarse a la hermana de sir Bloet, y sus manos jugueteaban con el relicario, contando sus pecados en los eslabones de la cadena-. Apagó las velas con los dedos y rompió los pabilos.
Kivrin la miró, pensando que trataba de justificar su propia culpa. Le escribió al obispo pidiendo un nuevo capellán, le dijo dónde estaban. No puede soportar la idea de haber contribuido a traer la peste, pero tampoco es capaz de sentir piedad. No tienes ningún derecho a culpar a Roche, pensó, ha hecho todo lo que puede. Y tú te has arrodillado a rezar en el rincón.
– Dios no ha enviado esta plaga como castigo -le dijo a Imeyne con frialdad-. Es una enfermedad.
– Olvidó el Confiteor Deo -Imeyne regresó a su rincón y se arrodilló-. Puso las velas del altar en la reja.
Kivrin se acercó a Roche.
– Nadie tiene la culpa.
Él contemplaba el fuego.
– Si Dios nos castiga, debe de ser por algún terrible pecado.
– Ningún pecado. No es un castigo.
– Dominus! -gritó el clérigo, intentando sentarse. Volvió a toser, una tos terrible y seca que parecía capaz de romperle el pecho, aunque no escupió nada. El sonido despertó a Rosemund, que empezó a gemir. Si no es un castigo, pensó Kivrin, desde luego lo parece.
Rosemund no había mejorado durante el sueño. Otra vez tenía mucha fiebre, y sus ojos empezaban a parecer hundidos. Se sacudía por el menor movimiento como si la hubieran golpeado.
La está matando, pensó Kivrin. Tengo que hacer algo.
Cuando Roche volvió a entrar, ella subió a la habitación y cogió el cofre de las medicinas de Imeyne. La anciana la observó, moviendo los labios en silencio, pero cuando Kivrin lo colocó delante de ella y le preguntó qué había en las bolsas de lino, se llevó las manos a la cara y cerró los ojos.
Kivrin reconoció algunas cosas. La doctora Ahrens le había hecho estudiar hierbas medicinales, y reconoció la consuelda y la pulmonaria, y las hojas aplastadas de la balsamita. Había una bolsita de sulfato de mercurio en polvo, que nadie en su sano juicio ofrecería, y un paquete de dedalera, que era casi igual de pernicioso.
Hirvió agua y echó en ella todas las hierbas que reconoció. Olía a gloria, como un soplo de verano, y no sabía peor que el té de corteza de sauce, pero tampoco sirvió de nada.
Al anochecer, el clérigo tosía continuamente, y en el estómago y los brazos de Rosemund empezaron a aparecer manchas rojas. Su buba tenía el tamaño y la dureza de un huevo. Cuando Kivrin la tocó, la niña gritó de dolor.
Durante la Peste Negra los médicos pusieron emplastos en las bubas o las abrían. También sangraban a la gente y las dormían con arsénico, aunque el clérigo pareció mejorar cuando se le reventaron las bubas, y estaba todavía vivo. Pero si la rompía podía extender la infección o, aún peor, llevarla a la sangre.
Calentó agua y trapos mojados para colocarlos sobre las bubas, pero aunque el agua estaba tibia, Rosemund gritó al primer contacto. Kivrin tuvo que volver a buscar agua fría, que no sirvió de nada. Nada sirve, pensó, sosteniendo el trapo mojado contra la axila de Rosemund. Nada.
Debo encontrar el lugar, pensó. Pero el bosque se extendía durante kilómetros, con cientos de robles, docenas de claros. Nunca lo encontraría. Además, no podía dejar a Rosemund.
Tal vez Gawyn regresaría. Habían cerrado las puertas de algunas ciudades: posiblemente no podría entrar, o tal vez hablaría con alguien por el camino y advertiría que lord Guillaume debía de estar muerto. Vuelve, suplicó, rápido. Vuelve.
Kivrin rebuscó de nuevo en el cofre de Imeyne, probando el contenido de las bolsas. El polvo amarillo era azufre. Los médicos lo usaban durante las epidemias: lo quemaban para fumigar el aire, y recordó haber aprendido en Historia de la Medicina que el azufre mataba algunas bacterias, aunque no recordaba cuáles. Sin embargo, era menos arriesgado que abrir las bubas.
Esparció un poco en el fuego para probarlo, y el azufre se convirtió en una nube amarilla que le irritó la garganta incluso a través de la máscara. El clérigo jadeó buscando aire, e Imeyne, en su rincón, entonó una salmodia continua.
Kivrin esperaba que el olor a huevos podridos se dispersara al cabo de unos minutos, pero el humo amarillo gravitó en el aire como un palio, irritándole los ojos. Maisry salió corriendo al exterior, tosiendo en su delantal, y Eliwys llevó a Imeyne y a Agnes al desván para escapar del humo.
Kivrin abrió la puerta y agitó el aire con uno de los paños de la cocina, y poco después el ambiente se despejó un poco, aunque la garganta seguía molestándole.
El clérigo continuó tosiendo, pero Rosemund calló, y su pulso se redujo hasta que Kivrin apenas lo percibió.
– No sé qué hacer -dijo Kivrin, sujetando su muñeca seca y caliente-. Lo he intentado todo.
Roche entró, tosiendo.
– Es el azufre -dijo Kivrin-. Rosemund ha empeorado.
Él la miró y le tomó el pulso, luego volvió a salir. Kivrin lo interpretó como una buena señal. No se habría marchado si Rosemund estuviera realmente mal.
Volvió unos minutos después, con sus vestiduras, los óleos y el viático de los últimos sacramentos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Kivrin-. ¿Ha muerto la mujer del senescal?
– No -contestó él, mirando a Rosemund.
– No -Kivrin se levantó para interponerse entre los dos-. No os dejaré.
– No debe morir sin confesión -dijo él, sin apartar la mirada de Rosemund.
– Rosemund no se está muriendo -declaró Kivrin, y siguió su mirada.
Ya parecía muerta, con los labios entreabiertos, los ojos ciegos y sin parpadear. Su piel había cobrado un tono amarillento y tenía la carita tensa. No, pensó Kivrin, desesperada. Debo hacer algo para impedir esto. Solo tiene doce años.
Roche avanzó con el cáliz y Rosemund levantó el brazo como si suplicara, y lo dejó caer.
– Debemos abrir el bulto de la peste -dijo Kivrin-. Así saldrá el veneno.
Pensó que el sacerdote se negaría, que insistiría en oír primero la confesión de Rosemund, pero no fue así. Depositó los óleos y el cáliz sobre el suelo de piedra y fue a coger un cuchillo.
– Que esté afilado -dijo Kivrin-, y traed vino.
Puso la olla al fuego otra vez. Cuando Roche volvió con el cuchillo, lo lavó con agua del cubo, frotando la suciedad del mango con las uñas. Lo tendió al fuego, con el mango envuelto en la saya; luego le echó agua hirviendo encima, después vino y otra vez agua.
Acercaron a Rosemund al fuego, con la buba expuesta para tener la mejor luz posible, y Roche se arrodilló ante la cabeza de la niña. Kivrin le pasó la mano amablemente por encima y dobló las mantas para prepararle una almohada. Roche la cogió por el brazo y lo volvió para que la hinchazón quedara al descubierto.
Tenía casi el tamaño de una manzana, y toda la articulación del hombro estaba inflamada y tumefacta. Los bordes de la buba era suaves y casi gelatinosos, pero el centro seguía duro.
Kivrin abrió la botella de vino que había traído el sacerdote, vertió un poco en un trapo y frotó suavemente la buba. Parecía como si hubiese una piedra dentro de la piel. No estaba segura de que el cuchillo fuera capaz de cortarla.
Levantó el cuchillo sobre la hinchazón, temiendo cortar una arteria, extender la infección, empeorar la situación de la enferma.
– Ni siquiera siente el dolor -declaró Roche.
Kivrin la miró. No se había movido, ni siquiera cuando Kivrin presionó la hinchazón. Miraba más allá de ellos, a algo terrible. No puedo empeorarlo, pensó. Aunque la mate, no puede ser peor.
– Sujetadle el brazo -indicó, y Roche le sujetó la muñeca y el antebrazo contra el suelo. Rosemund siguió sin moverse.
Dos cortes rápidos y limpios, pensó Kivrin. Inspiró profundamente y acercó el cuchillo a la hinchazón.
El brazo de Rosemund se sacudió, retorció el hombro para apartarse del cuchillo, con la mano convertida en una garra.
– ¿Qué hacéis? -exclamó roncamente-. ¡Se lo diré a mi padre!
Kivrin volvió a acercar el cuchillo. Roche cogió a Rosemund por el brazo y lo apoyó de nuevo contra el suelo, y ella le golpeó débilmente con la otra mano.
– Soy la hija de lord Guillaume d'Iverie. No podéis tratarme así.
Kivrin se retiró y se levantó, procurando que el cuchillo no tocara nada. Roche la cogió fácilmente por las muñecas, pero Rosemund se debatió débilmente. El cáliz se cayó y el vino se derramó en un charco oscuro.
– Debemos atarla -dijo Kivrin, y advirtió que sujetaba el cuchillo en alto, como una asesina. Lo envolvió en una de las telas que había rasgado Eliwys y rompió otra en tiras.
Roche ató las muñecas de Rosemund por encima de su cabeza mientras Kivrin le ataba los tobillos a la pata de uno de los bancos volcados. Rosemund no se resistió, pero cuando Roche le subió la camisa para descubrir su pecho, la niña dijo:
– Os conozco. Sois el asesino que asaltó a lady Katherine.
Roche se inclinó hacia delante y apoyó todo su peso sobre el antebrazo. Kivrin cortó la hinchazón.
La sangre manó y luego borboteó. He seccionado una arteria, pensó Kivrin. Roche y ella rebuscaron en el montón de trapos, y cogió unos cuantos gruesos y los apretó contra la herida. Enseguida quedaron empapados, y cuando Kivrin apartó la mano para coger el que Roche le tendía, salió sangre del pequeño corte. Kivrin lo cubrió con su falda y Rosemund gimió, un sonido ahogado e indefenso que le recordó al perrillo de Agnes, y pareció desplomarse, aunque no había ningún sitio donde caer.
La he matado, pensó Kivrin.
– No puedo detener la hemorragia -dijo, pero ya había cesado. Apretó la falda de su saya contra la herida, contó hasta cien y luego hasta doscientos, y levantó con precaución una esquina.
Todavía manaba sangre del corte, pero estaba mezclada con un pus denso, grisáceo y amarillento. Roche se inclinó para limpiarlo, pero ella se lo impidió.
– No, está lleno de gérmenes de la plaga -dijo, quitándole el paño-. No lo toquéis.
Limpió el repulsivo pus. Volvió a manar, seguido de un suero acuoso.
– Ya está, creo. Acercadme el vino.
Buscó un trapo limpio alrededor.
No había ninguno. Los habían usado todos, intentando contener la hemorragia. Volcó la botella con cuidado y dejó que el líquido oscuro goteara en el corte.
Rosemund no se movió. Tenía la cara macilenta, como si le faltara la sangre. Y no puedo hacerle una transfusión. Ni siquiera tengo un trapo limpio.
Roche desató a Rosemund. Cogió su mano flácida.
– Ahora su corazón late con más fuerza.
– Necesitamos más lino -dijo Kivrin, y se echó a llorar.
– Mi padre os ahorcará por esto -murmuró Rosemund.
Rosemund está inconsciente. Intenté desbridarle la buba anoche para sacar la infección, pero me temo que sólo he empeorado las cosas. Ha perdido mucha sangre. Está muy pálida y su pulso es tan débil que apenas se lo encuentro.
El clérigo también está peor. Sigue teniendo hemorragias en la piel, y salta a la vista que se encuentra cerca del final.
Recuerdo que la doctora Ahrens dijo que la peste bubónica sin tratar mata a la gente en cuatro o cinco días, pero no creo que dure tanto.
Lady Eliwys, lady Imeyne y Agnes aún no han caído enfermas, aunque lady Imeyne parece haberse vuelto medio loca en su afán de encontrar a alguien a quien echar la culpa. Le tiró a Maisry de las orejas esta mañana y le dijo que Dios nos castigaba a todos por su pereza y estupidez.
Desde luego, Maisry es perezosa y estúpida. No se puede confiar en que vigile a Agnes cinco minutos seguidos, y cuando la envié a buscar agua para lavar la herida de Rosemund esta mañana volvió sin ella más de media hora después.
No dije nada. No quería que lady Imeyne volviera a pegarle, y es sólo cuestión de tiempo antes de que me eche las culpas a mí. La vi observándome por encima de su Libro de las Horas cuando fui a por el agua que Maisry olvidó, y ya me imagino lo que está pensando: que sé demasiado acerca de la peste para no haber estado huyendo de ella, que se supone que he perdido la memoria, que no estaba herida sino enferma.
Si hace esas acusaciones, me temo que acabará convenciendo a lady Eliwys de que soy la causa de la peste y que no debería escucharme, que deberían derribar la separación y rezar todos juntos a Dios para que les perdone.
¿Y cómo me defenderé? ¿Diciendo que vengo del futuro, donde sabemos todo lo necesario acerca de la Peste Negra excepto cómo curarla sin estreptomicina y cómo regresar allí?
Gawyn no ha vuelto aún. Eliwys está frenética de preocupación. Cuando Roche fue a decir vísperas se quedó en la puerta, sin capa, sin cofia, mirando el camino. Me pregunto si se le habrá ocurrido pensar que él tal vez estuviera ya infectado cuando se marchó hacia Bath. Cabalgó hasta Courcy con el grupo del obispo, y cuando volvió ya sabía de la peste.
(Pausa)
Ulf el molinero no tardará en morir, y su mujer y sus hijos tienen la peste. No tienen bubas, pero a la mujer le han salido varios bultitos como semillas en la parte interior del muslo.
Tengo que recordar constantemente a Roche que se ponga la máscara y no toque a los pacientes más de lo necesario.
Los vids de historia dicen que los contemporáneos se comportaron con pánico y cobardía durante la Peste Negra, que huyeron y no atendieron a los enfermos, y que los sacerdotes fueron los peores de todos, pero no es así en absoluto.
Todo el mundo está asustado, pero se hace todo lo posible, y Roche es maravilloso. Se sentó y sostuvo la mano de la mujer del molinero todo el tiempo que la estuve examinando, y no vacila ante los trabajos más repulsivos: lavar la herida de Rosemund, vaciar orinales, limpiar al clérigo.
Nunca parece tener miedo. No sé de dónde saca el valor.
Sigue diciendo maitines y vísperas y rezando, hablándole a Dios de Rosemund y de quién tiene la peste ahora, informando de los síntomas y contando qué hacemos por ellos, como si Él de verdad pudiera oírle. Es como cuando yo le hablo a usted.
No dejo de preguntarme si Dios está aquí también, pero separado de nosotros por algo peor que el tiempo, incapaz de atravesar la barrera, incapaz de encontrarnos.
(Pausa)
Oímos la peste. Las aldeas tocan a muerto después de un enterramiento, nueve golpes por un hombre, tres por una mujer, uno por un bebé, y luego una hora de firmes tañidos. Esthcote tuvo dos esta mañana, y Osney ha estado tocando continuamente desde ayer. La campana del sureste, la que le dije que oí cuando atravesé, ha callado. No sé si eso significa que la peste ha terminado o si no queda nadie con vida para tocar la campana.
(Pausa)
Por favor, no dejes que Rosemund muera. No dejes que Agnes se ponga enferma. Envía a Gawyn de vuelta.
El niño que huyó de Kivrin el día que ella intentó encontrar el lugar de recogida contrajo la peste por la noche. Su madre esperaba al padre Roche cuando fue a decir maitines. El niño tenía una buba en la espalda, y Kivrin la abrió mientras Roche y la madre sostenían al pequeño.
No quería hacerlo. El escorbuto lo había dejado ya débil, y Kivrin no sabía si había alguna arteria bajo los omóplatos. Rosemund no parecía haber mejorado, aunque Roche sostenía que su pulso era más fuerte. Estaba tan pálida que parecía que la habían dejado sin sangre, y permanecía inmóvil. Y no parecía que el niño pudiera soportar perder sangre.
Pero apenas sangró, y el color regresó a sus mejillas antes de que Kivrin terminara de lavar el cuchillo.
– Dadle una infusión de pétalos de rosa -dijo Kivrin, pensando que al menos eso ayudaría al escorbuto-. Y corteza de sauce.
Sostuvo la hoja del cuchillo sobre la hoguera. El fuego no era mayor que el día que ella se sentó a su lado, demasiado agotada para encontrar el lugar de recogida. No mantendría caliente al niño, y si le decía a la mujer que fuera a recoger madera, tal vez contagiaría a alguien más.
– Os traeremos leña -dijo, y se preguntó cómo.
Todavía quedaba comida del banquete de Navidad, pero se estaban quedando rápidamente sin todo lo demás. Habían usado casi toda la madera cortada para mantener calientes a Rosemund y el clérigo, y no había nadie a quien pedirle que cortara los leños que había apilados en la cocina. El molinero estaba enfermo, el senescal atendía a su mujer y su hijo.
Kivrin recogió un montón de madera ya cortada y algunos pedazos de corteza suelta para hacer leña y lo llevó a la choza, deseando poder trasladar al niño a la casa, pero Eliwys tenía que atender a su hija y al clérigo, y ya parecía al borde del agotamiento.
Eliwys permaneció sentada junto a Rosemund toda la noche, dándole sorbos de infusión de sauce y vendando la herida. Se habían quedado sin tela, de forma que se quitó la cofia y la rasgó en tiras. Se sentó en un sitio donde podía ver la puerta, y de vez en cuando se levantaba y se asomaba, como si oyera venir a alguien. Con el cabello oscuro suelto sobre los hombros, no parecía mayor que Rosemund.
Kivrin llevó la leña a la mujer y la dejó en el suelo, junto a la jaula de la rata. El animal había desaparecido. La habían matado, sin duda, y ni siquiera era culpable.
– El Señor nos bendice -le dijo la mujer. Se arrodilló junto al fuego y empezó a añadirle cuidadosamente madera con esmero.
Kivrin volvió a examinar al niño. Su buba seguía supurando un fluido claro y acuoso, lo cual era bueno. La de Rosemund había sangrado durante la noche y luego empezó a hincharse y a crecer otra vez. Y no puedo abrirla otra vez, pensó Kivrin. No puede perder más sangre.
Regresó al salón, preguntándose si debería relevar a Eliwys o intentar cortar más leña. Roche, que salía de la casa del senescal, le dio la noticia de que otros dos hijos del senescal estaban enfermos.
Eran los dos hijos menores y era sin lugar a dudas la peste neumónica. Los dos tosían y la madre expulsaba intermitentemente un esputo acuoso. El Señor nos bendice.
Kivrin volvió al salón. Todavía estaba brumoso por el azufre, y el brazo del clérigo parecía casi negro bajo la luz amarillenta. El fuego no era mejor que el de la choza de la mujer. Kivrin trajo los restos de madera cortada y le dijo a Eliwys que se acostara, pues ella atendería a Rosemund.
– No -dijo Eliwys, mirando hacia la puerta-. Lleva tres días en camino -añadió, casi para sí misma.
Había setenta kilómetros a Bath, un día y medio al menos a caballo y el mismo tiempo para regresar, si había podido encontrar un caballo fresco en Bath. Tal vez volvería aquel mismo día, siempre que hubiese encontrado a lord Guillaume inmediatamente. Si es que vuelve, pensó Kivrin.
Eliwys miró de nuevo hacia la puerta, como si oyera algo, pero el único sonido era Agnes, que le canturreaba a su carrito. Le había puesto un pañuelo encima como si fuera una manta y hacía como si le estuviera dando de comer.
– Tiene el mal azul -le dijo a Kivrin.
Kivrin pasó el resto del día haciendo tareas de la casa: trayendo agua, haciendo un guiso con los restos del asado, vaciando los orinales. La vaca del senescal, con las ubres hinchadas a pesar de las órdenes de Kivrin, entró en el patio y la siguió, empujándola con los cuernos hasta que Kivrin se rindió y la ordeñó. Roche cortó madera entre sus visitas al senescal y al niño, y Kivrin deseaba haber aprendido a cortar madera mientras golpeaba torpemente los grandes leños.
El senescal fue a buscarlos antes del anochecer. Ahora era su hija pequeña. Ya van ocho casos hasta ahora, pensó Kivrin. Sólo había cuarenta personas en la aldea. Se suponía que entre un tercio y la mitad de Europa habían contraído la peste y muerto, y el señor Gilchrist pensaba que este cálculo era una exageración. Un tercio serían trece casos, sólo cinco más. Incluso con el cincuenta por ciento, sólo la contraerían doce más, y los hijos del senescal ya habían sido todos expuestos.
Los contempló, la niña mayor gruesa y morena como su padre, el niño menor con el rostro afilado como su madre, el bebé tan delgadito. Todos os pondréis enfermos, pensó, y eso dejará a ocho.
No parecía poder sentir nada, ni siquiera cuando el bebé empezó a llorar y la niña se lo sentó sobre las rodillas y le metió el dedo sucio en la boca. Trece, rezó. Veinte como máximo.
Tampoco podía sentir nada por el clérigo, aunque estaba claro que no pasaría de esa noche. Tenía los labios y la lengua cubiertos de una costra marrón, y tosía una baba acuosa veteada de sangre. Le atendía automáticamente, sin sentir nada.
Es la falta de sueño, pensó, nos está aturdiendo a todos. Se tumbó junto al fuego y trató de dormir, pero parecía encontrarse más allá del sueño, más allá del cansancio. Ocho personas más, pensó, sumándolas mentalmente. La madre la contraerá, y la mujer del molinero y también sus hijos. Eso deja a cuatro. No dejes que uno de ellos sea Agnes o Eliwys. Ni Roche.
Por la mañana Roche encontró a la cocinera tendida en la nieve delante de su choza, medio helada y tosiendo sangre.
Nueve, pensó Kivrin.
La cocinera era viuda y no tenía nadie que la cuidara, así que la llevaron al salón y la colocaron junto al clérigo, que extrañamente, horriblemente, seguía vivo todavía.
Las hemorragias se le habían extendido ahora por todo el cuerpo, y tenía el pecho cruzado por marcas azules y amoratadas, los brazos y piernas eran casi negros. Tenía las mejillas cubiertas por una barba negra que de algún modo también parecía un síntoma, y debajo su rostro se iba oscureciendo.
Rosemund yacía pálida y silenciosa, debatiéndose entre la vida y la muerte, y Eliwys la atendía en silencio, con cuidado, como si el más leve movimiento, el menor sonido, pudieran empujarla a la muerte. Kivrin caminaba de puntillas entre los jergones, y Agnes, advirtiendo la necesidad de silencio, se sentía completamente aparte.
Gemía, se colgaba de la separación, le suplicaba a Kivrin una docena de veces que la llevara a ver a su perro, o a su pony, que le trajera algo de comer, que terminara de contarle la historia de la niña mala en el bosque.
– ¿Cómo acaba? -preguntó con un tono que a Kivrin le crispaba los nervios-. ¿Se comen los lobos a la niña?
– No lo sé -respondió Kivrin después de la cuarta vez-. Ve y siéntate junto a tu abuela.
Agnes miró desdeñosa a lady Imeyne, que estaba todavía arrodillada en el rincón, de espaldas a todos. Había pasado allí toda la noche.
– Abuela no jugará conmigo.
– Bueno, pues entonces juega con Maisry.
Lo hizo durante cinco minutos, molestándola tan implacablemente que la criada contraatacó y Agnes regresó llorando, quejándose de que Maisry la había pellizcado.
– No se lo reprocho -dijo Kivrin, y las envió a las dos al desván.
Fue a ver al niño, que había mejorado tanto que incluso se había incorporado, y cuando regresó encontró a Maisry sentada en el sillón, profundamente dormida.
– ¿Dónde está Agnes?
Eliwys miró aturdida a su alrededor.
– No lo sé. Estaban en el desván.
– Maisry -llamó Kivrin, acercándose al dosel-. Despierta. ¿Dónde está Agnes?
Maisry parpadeó estúpidamente.
– No tendrías que haberla dejado sola.
Kivrin subió al desván, pero Agnes no estaba allí, así que comprobó en la habitación. Tampoco la encontró.
Maisry se llevó una mano a la oreja, a la defensiva, y la miró boquiabierta.
– Eso es -la amenazó Kivrin-. Te tiraré de las orejas si no me dices dónde está.
Maisry enterró el rostro en su falda.
– ¿Dónde está? -Kivrin la cogió por el brazo-. Se suponía que tenías que vigilarla. ¡Era tu responsabilidad!
Maisry empezó a aullar, un alarido agudo como el de un animal.
– ¡Basta! ¡Dime por dónde se marchó! -Kivrin la empujó hacia la puerta.
– ¿Qué pasa? -preguntó Roche al entrar.
– Es Agnes. Tenemos que encontrarla. Puede haber ido a la aldea.
Roche sacudió la cabeza.
– No la he visto. Es probable que esté en uno de los edificios externos.
– El establo -apuntó Kivrin-. Dijo que quería ver a su pony.
No estaba allí.
– ¡Agnes! -llamó Kivrin en medio de la oscuridad que olía a estiércol-. ¡Agnes!
El pony relinchó y trató de salir del establo, y Kivrin se preguntó cuándo le habrían dado de comer por última vez, y dónde estarían los perros.
– Agnes.
Miró en cada uno de los establos y detrás del pesebre, en todos los rincones donde podía esconderse una niña pequeña, donde se hubiera podido quedar dormida.
Puede que esté en el granero, pensó Kivrin, y salió del establo, protegiéndose los ojos de la súbita claridad. Roche salía de la cocina.
– ¿La habéis encontrado? -preguntó Kivrin, pero él no la oyó. Miraba hacia la puerta con la cabeza ladeada, como si intentara escuchar algo.
Kivrin prestó atención, pero no percibió nada.
– Es el señor -dijo él, y corrió hacia la puerta.
Oh, no, Roche no, pensó Kivrin, y corrió tras él. Se había detenido y abría la puerta.
– Padre Roche -llamó Kivrin, y oyó el caballo.
Galopaba hacia ellos, el sonido de los cascos era fuerte sobre el suelo helado. Kivrin comprendió que Roche se refería al señor de la casa. Cree que el marido de Eliwys ha llegado por fin, pensó, y entonces, con un destello de esperanza, pensó es el señor Dunworthy.
Roche alzó la pesada barra y la deslizó a un lado.
Necesitamos estreptomicina y desinfectante, y tiene que llevarse a Rosemund a un hospital. Necesitará una transfusión.
Roche había descorrido ya la barra. Abrió la puerta.
Una vacuna, pensó ella descabelladamente. Será mejor que traiga la oral. ¿Dónde está Agnes? Tiene que sacarla de aquí.
El caballo casi había llegado a la puerta antes de que ella recuperara el sentido.
– ¡No! -exclamó, pero era demasiado tarde. Roche ya había terminado de abrir la puerta.
– No puede entrar aquí -gritó Kivrin, y buscó alrededor algo con que advertirle-. Contraerá la peste.
Había dejado la pala junto al corral de los cerdos después de enterrar a Blackie. Corrió a cogerla.
– No le dejéis entrar -gritó. Roche agitó los brazos en signo de advertencia, pero él ya había entrado en el patio.
Roche bajó los brazos.
– ¡Gawyn! -dijo. El corcel negro parecía el de Gawyn, pero lo montaba un niño. No sería mayor que Rosemund, y llevaba la cara y la ropa manchadas de barro. También el caballo estaba sucio, respiraba con dificultad y salpicaba espuma, y el muchacho parecía igual de agotado.
Tenía la nariz y las orejas enrojecidas por el frío. Empezó a desmontar, mirándolos.
– No entres -advirtió Kivrin, pronunciando con cuidado para no volver al inglés-. Hay peste en esta aldea -levantó la pala, apuntando con ella como si fuera un rifle.
El niño se detuvo, a medio desmontar, y volvió a sentarse en la silla.
– El mal azul -añadió ella, por si no lo había entendido, pero él asintió.
– Está en todas partes -dijo, y se volvió para coger algo de la alforja-. Traigo un mensaje -tendió una bolsa de cuero hacia Roche, quien se adelantó a cogerla.
– ¡No! -intervino Kivrin, y dio un paso al frente, agitando la pala en el aire-. ¡Déjala caer al suelo! No nos toques.
El niño sacó un rollo de pergamino y lo tiró a los pies de Roche.
El sacerdote lo recogió y lo desenrolló.
– ¿Qué dice el mensaje? -preguntó al niño, y Kivrin pensó, claro, no sabe leer.
– No lo sé -contestó el niño-. Es del obispo de Bath. Tengo que llevarlo a todas las parroquias.
– ¿Me dejáis leerlo? -preguntó Kivrin.
– Tal vez sea del señor -aventuró Roche-. Tal vez nos envía la noticia de que se ha retrasado.
– Sí -dijo Kivrin, cogiendo el pergamino, pero ya sabía que no se trataba de eso.
Estaba en latín, escrito con letras tan elaboradas que resultaban difíciles de leer, pero no importaba. Lo había leído antes. En el Bodleian.
Se echó la pala al hombro y leyó el mensaje, traduciéndolo.
– La contagiosa pestilencia de estos días, que se extiende con rapidez, ha dejado a muchas parroquias y otras casas de nuestra diócesis sin personas ni sacerdotes para cuidar de sus feligreses.
Miró a Roche. No, pensó. Aquí no. No dejaré que suceda aquí.
– Ya que no se puede encontrar ningún sacerdote que esté dispuesto…
Los sacerdotes habían muerto o huido, y no se podía persuadir a nadie para que ocupara su lugar, y la gente moría «sin el sacramento de la Penitencia».
Siguió leyendo, viendo no las letras negras sino las marrones ajadas que había descifrado en el Bodleian. Entonces le pareció que la carta era pomposa y ridícula
– Moría gente a diestro y siniestro, y al obispo sólo le importaba el protocolo de la Iglesia -le había comentado al señor Dunworthy.
Pero ahora, al leerla al chico agotado y al padre Roche, ella parecía también agotada. Y desesperada.
– Si están al borde de la muerte y no pueden asegurarse los servicios de un sacerdote, entonces deben confesarse unos a otros. Con la presente os instamos, en nombre de Jesucristo, a hacer esto.
Ni el niño ni Roche dijeron nada cuando Kivrin terminó de leer. La joven se preguntó si el niño sabía lo que llevaba. Enrolló el pergamino y se lo devolvió.
– Llevo cabalgando tres días -dijo él, y se desplomó exhausto en la silla-. ¿No puedo descansar un poco?
– Este sitio no es seguro -contestó Kivrin, apiadándose de él-. Te daremos comida para que te la lleves.
Roche se volvió hacia la cocina y Kivrin recordó de pronto a Agnes.
– ¿Has visto una niña pequeña por el camino? ¿Una niña de cinco años, con capa y capucha rojas?
– No, pero hay mucha gente en los caminos. Huyen de la peste.
Roche volvió con un saco de arpillera. Kivrin dio media vuelta y cogió avena para el caballo, y Eliwys pasó ante ellos con las faldas recogidas entre las piernas y el cabello suelto a la espalda.
– ¡No…! -gritó Kivrin, pero Eliwys ya había cogido el caballo por la brida.
– ¿De dónde vienes? -le preguntó, y cogió al niño de la manga-. ¿Has visto al valido de mi esposo, Gawyn?
El niño parecía asustado.
– Vengo de Bath, con un mensaje del obispo -le respondió, tirando de las riendas. El caballo relinchó y sacudió la cabeza.
– ¿Qué mensaje? -preguntó Eliwys, histérica-. ¿Es de Gawyn?
– No conozco al hombre del que habláis.
– Lady Eliwys… -dijo Kivrin, y avanzó un paso.
– Gawyn cabalga un corcel negro con una silla repujada en plata -insistió Eliwys, tirando de la brida del caballo-. Ha ido a Bath para traer a mi esposo, que es testigo en los juicios.
– Nadie va a Bath. Todos los que pueden huyen de allí.
Eliwys se tambaleó, como si el caballo hubiera retrocedido, y pareció caer contra su flanco.
– No hay tribunales, ni leyes -prosiguió el niño-. Los muertos yacen en las calles, y todos los que los ven también mueren. Hay quien dice que es el fin del mundo.
Eliwys soltó la brida y retrocedió un paso. Se volvió y miró esperanzada a Kivrin y Roche.
– Entonces seguramente volverán pronto. ¿Estás seguro que no los has visto por el camino? Cabalga un corcel negro.
– Había muchos caballos -hizo avanzar a su montura hacia Roche, pero Eliwys no se movió.
Roche se adelantó con el saco de comida. El chico se inclinó, la recogió, y cuando hizo girar al caballo estuvo a punto de atropellar a Eliwys. Ella no hizo ademán de apartarse.
Kivrin avanzó y cogió una de las riendas.
– No regreses junto al obispo -le aconsejó.
El chico tiró de las riendas. Parecía más asustado de ella que de Eliwys.
Kivrin no las soltó.
– Ve al norte -le conminó-. La peste no ha llegado allí todavía.
Él liberó las riendas de un tirón, espoleó al caballo y salió al galope del patio.
– Apártate de los caminos principales -le gritó Kivrin-. No hables con nadie.
Eliwys se quedó donde estaba.
– Venid -le dijo Kivrin-. Tenemos que encontrar a Agnes.
– Mi esposo y Gawyn habrán cabalgado primero a Courcy para advertir a sir Bloet -aventuró Eliwys, y dejó que Kivrin la condujera de regreso a la casa.
Kivrin la dejó junto al fuego y se fue al granero. Agnes no estaba allí, pero encontró su propia capa, que había dejado el día de Nochebuena. Se la puso y subió al altillo. Miró en el lagar y Roche buscó en los otros edificios, pero fue en vano. Un frío viento se levantó mientras hablaban con el mensajero, y olía a nieve.
– Tal vez está en la casa -suspiró Roche-. ¿Habéis mirado tras el sillón alto?
Ella registró de nuevo la casa, mirando tras el sillón y bajo la cama. Maisry yacía gimiendo donde la había dejado, y tuvo que resistir la tentación de pegarle una buena patada. Le preguntó a lady Imeyne, que estaba arrodillada de cara a la pared, si había visto a Agnes.
La anciana la ignoró y siguió moviendo las cuentas de su rosario y los labios en silencio.
Kivrin la sacudió por el hombro.
– ¿La visteis salir?
Lady Imeyne se volvió y la miró, echando chispas por los ojos.
– La culpa es de ella.
– ¿De Agnes? -preguntó Kivrin, furiosa-. ¿Cómo puede ser culpa suya?
Imeyne sacudió la cabeza y miró a Maisry.
– Dios nos castiga por la maldad de Maisry.
– Agnes se ha perdido y ya está anocheciendo -dijo Kivrin-. Tenemos que encontrarla. ¿No habéis visto adónde fue?
– Su culpa -susurró la anciana, y se volvió hacia la pared.
Se hacía tarde y el viento silbaba contra los muros. Kivrin recorrió el pasaje y salió al prado.
Era como el día que había intentado encontrar por su cuenta el lugar de recogida. No había nadie en el prado cubierto de nieve, y el viento agitaba sus ropas al correr. Una campana tañía al noreste, lentamente, anunciando un funeral.
A Agnes le encantaba el campanario. Kivrin entró y la llamó, aunque distinguía claramente la campana. Salió y se quedó mirando las chozas, tratando de pensar adónde habría ido la niña.
A las chozas no, a menos que hubiera tenido frío. El perrito. Quería ver la tumba. Kivrin no le había dicho que lo había enterrado en el bosque. Agnes le había dicho que había que enterrarlo en el cementerio. Ya veía que la niña no estaba allí, pero de todas formas atravesó la valla.
Agnes había estado allí. Las huellas de sus botitas iban de tumba en tumba y luego se dirigían a la parte norte de la iglesia. Kivrin se volvió hacia la colina y la linde del bosque, pensando. ¿Y si ha ido al bosque? Nunca la encontraremos.
Rodeó la iglesia. Las huellas se detenían y volvían al otro lado. Kivrin abrió la puerta. Dentro casi estaba oscuro y hacía más frío que en el patio sacudido por el viento.
– ¡Agnes! -llamó.
No obtuvo respuesta, pero un leve sonido llegó de junto al altar, como una rata huyendo.
– ¿Agnes? -dijo Kivrin, escrutando la penumbra tras la tumba, los pasillos laterales-. ¿Estás aquí?
– ¿Kivrin? -respondió una vocecita temblorosa.
Estaba junto a la imagen de santa Catalina, acurrucada entre las velas de la peana. Se había apretujado contra las burdas faldas de piedra de la estatua, con los ojos aterrados, envuelta en su capa. Tenía la cara roja y surcada por las lágrimas.
– ¿Kivrin? -gimió, y se abalanzó a sus brazos.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Agnes? -dijo Kivrin, furiosa de puro alivio. La abrazó con fuerza-. Te hemos estado buscando por todas partes.
Ella enterró el rostro contra el cuello de Kivrin.
– Me escondía -dijo-. Llevé a Carro a ver a mi perro, y me caí -se frotó la nariz-. Os llamé muchas veces, pero vos no veníais.
– No sabíamos dónde estabas, cariño -la consoló Kivrin, acariciándole el pelo-. ¿Por qué has venido a la iglesia?
– Me escondía del hombre malo.
– ¿Qué hombre malo? -Kivrin frunció el ceño.
La puerta de la iglesia se abrió, y Agnes se apretó contra el cuello de Kivrin.
– Es el hombre malo -susurró, histérica.
– ¡Padre Roche! -llamó Kivrin-. La he encontrado. Está aquí -la puerta se cerró y oyó los pasos del sacerdote-. Es el padre Roche. También te ha estado buscando. No sabíamos dónde te habías metido.
La niña aflojó un poco su abrazo.
– Maisry dijo que el hombre malo vendría y me cogería.
Roche llegó jadeando, y Agnes volvió a enterrar la cabeza contra Kivrin.
– ¿Está enferma? -preguntó ansiosamente.
– No lo creo. Está helada. Ponedle mi capa.
Roche desabrochó torpemente la capa de Kivrin y envolvió con ella a Agnes.
– Me escondía del hombre malo -le explicó a Kivrin, volviéndose.
– ¿Qué hombre malo?
– El hombre malo que os persiguió en la iglesia. Maisry dijo que viene y te coge y te da el mal azul.
– No hay ningún hombre malo -replicó Kivrin, pensando que cuando volviera a la casa sacudiría a Maisry hasta que le castañetearan los dientes. Se levantó. Agnes la abrazó con más fuerza.
Roche fue tanteando la pared hasta llegar a la puerta y la abrió. Una luz azulina los asaltó.
– Maisry dijo que él se llevó a mi perro -prosiguió Agnes, tiritando-. Pero a mí no. Me escondí.
Kivrin pensó en el cachorro negro, flácido en sus manos, con sangre en la boca.
No, pensó, y caminó rápidamente sobre la nieve. La niña tiritaba porque había estado demasiado tiempo en la iglesia helada. Notó su carita caliente contra el cuello. Es de tanto llorar, pensó, y le preguntó si le dolía la cabeza.
Agnes asintió o sacudió la cabeza contra Kivrin, pero no respondió. No, pensó Kivrin, y apretó el paso seguida de Roche. Dejó atrás la casa del senescal hasta llegar al patio.
– No fui al bosque -dijo Agnes cuando llegaron a la casa-. La niña mala sí fue, ¿verdad?
– Sí -contestó Kivrin, acercándola al fuego-. Pero no pasó nada. El padre la encontró y la llevó a casa. Y vivieron felices y comieron perdices -sentó a Agnes en el banco y le desabrochó la capa.
– Y nunca volvió al bosque.
– Nunca -Kivrin le quitó los zapatos mojados y las calzas-. Acuéstate -le ordenó al tiempo que extendía la capa junto al fuego-. Te traeré un poco de sopa caliente -Agnes se tendió dócilmente y Kivrin la cubrió con la capa.
Le trajo sopa, pero Agnes la rechazó, y se quedó dormida casi de inmediato.
– Ha cogido frío -le dijo a Eliwys y Roche casi ferozmente-. Ha estado fuera toda la tarde. Ha cogido frío.
Pero después de que Roche se marchara a decir vísperas, destapó a Agnes y le palpó bajo los brazos y en la ingle. Incluso le dio la vuelta, buscando un bulto como el del niño entre sus omóplatos.
Roche no tocó la campana. Volvió con una colcha ajada, sin duda de su propia cama, la tendió en el suelo y trasladó a Agnes a ella.
Las otras campanas de vísperas sonaban. Oxford, Godstow y la campana del suroeste. Kivrin no oyó la doble campana de Courcy. Miró ansiosamente a Eliwys, pero ella no parecía estar escuchando. Miraba hacia la puerta.
Las campanas cesaron, y la de Courcy comenzó. Parecía extraña, apagada y lenta. Kivrin miró a Roche.
– ¿Es un funeral?
– No -respondió él, mirando a Agnes-. Es un día sagrado.
Kivrin había perdido cuenta de los días. El enviado del obispo se había marchado la mañana de Navidad y por la tarde ella descubrió que se trataba de la peste, y después de eso todo pareció un único día interminable.
Cuatro días, pensó, han sido cuatro días.
Había querido venir por Navidad porque había tantos días de fiesta que incluso los campesinos sabían qué día era, y así no perdería el encuentro.
Gawyn fue a Bath por ayuda, señor Dunworthy, pensó, y el obispo se llevó todos los caballos, y no sabía dónde estaba.
Eliwys se había levantado y escuchaba las campanas.
– ¿Son las campanas de Courcy?
– Sí -dijo Roche-. No temáis. Es la Matanza de los Santos Inocentes.
La matanza de los inocentes, pensó Kivrin, mirando a Agnes. Dormía, y había dejado de temblar, aunque aún estaba caliente.
La cocinera gimió algo y Kivrin se acercó a ella. Estaba encogida en su jergón, intentando levantarse.
– Debo ir a casa -murmuró.
Kivrin la obligó a acostarse y le llevó un poco de agua. El cubo estaba casi vacío, así que lo cogió y salió con él.
– Decidle a Kivrin que quiero que venga -prorrumpió Agnes. Estaba sentada.
Kivrin soltó el cubo.
– Estoy aquí -dijo, arrodillándose junto a la niña-. Aquí mismo.
Agnes la miró, la cara roja y distorsionada por la furia.
– El hombre malo me cogerá si Kivrin no viene -gimoteó-. Pedidle que venga ahora mismo.
No fui al encuentro. Perdí la cuenta de los días, cuidando de Rosemund, y no encontraba a Agnes, y no sabía dónde estaba el lugar.
Debe de estar usted muy preocupado, señor Dunworthy. Probablemente pensará que he caído entre asesinos y ladrones. Bueno, así ha sido. Y ahora tienen a Agnes.
Tiene fiebre, pero no le han salido bubas, y no tose ni vomita. Sólo fiebre. Es muy alta… no me conoce y sigue pidiendo que yo vaya. Roche y yo intentamos bajarle la fiebre lavándola con compresas frías, pero sigue aumentándole la temperatura.
(Pausa)
Lady Imeyne está enferma. El padre Roche la encontró esta mañana en el suelo. Tal vez llevaba allí toda la noche. Las dos últimas noches se negó a acostarse y permaneció de rodillas en el rincón, rezándole a Dios para que la protegiera a ella y al resto de los piadosos de la peste.
No lo ha hecho. Tiene la neumónica. Tose y vomita mucosidad manchada de sangre.
No quiere que Roche ni yo la atendamos.
– Ella tiene la culpa de esto -le dijo a Roche, y me señaló-. Miradle el cabello. No es una doncella. Mirad su ropa.
Mi ropa son una pelliza de chico y unas calzas de cuero que encontré en uno de los cofres del desván. Mi saya se estropeó cuando lady Imeyne me vomitó encima, y tuve que romper mi camisa para hacer vendas.
Roche intentó darle a Imeyne un poco de infusión de corteza de sauce, pero ella lo escupió.
– Mintió cuando dijo que la habían asaltado en el bosque. La han enviado para matarnos -dijo ella.
Una baba ensangrentada le resbalaba por la barbilla mientras hablaba, y Roche se la secó.
– El mal os hace creer esas cosas -dijo amablemente.
– La enviaron para que nos envenene -prosiguió Imeyne-. Ved cómo ha envenenado a las hijas de mi hijo. Y ahora quiere envenenarme a mí también, pero no permitiré que me dé nada de comer ni de beber.
– Shhh -dijo Roche amablemente-. No debéis hablar mal de quien pretende ayudaros.
Ella sacudió la cabeza violentamente, de un lado a otro.
– Pretende matarnos a todos. Es una sierva del diablo.
Yo nunca había visto a Roche enfadado. Casi volvió a parecer un asesino.
– No sabéis lo que decís. Es Dios quien la ha enviado para ayudarnos.
Ojalá fuera cierto que estoy aquí para servir de ayuda, pero se equivoca. Agnes grita para que yo vaya y Rosemund yace como hechizada, y el clérigo se vuelve negro y yo no puedo hacer nada para ayudarlos. Nada.
(Pausa)
Toda la familia del senescal la tiene. El hijo menor, Lefric, era el único con bubas, y lo he traído aquí para desbridárselas. No puedo hacer nada por los demás. Todos tienen peste neumónica.
(Pausa)
El bebé del senescal ha muerto.
(Pausa)
Las campanas de Courcy doblan. Nueve golpes. ¿Cuál de ellos es? ¿El enviado del obispo? ¿El monje gordo que ayudó a robarnos los caballos? ¿O sir Bloet?
Espero que así sea.
(Pausa)
Un día aciago. La mujer del senescal y el niño que huyó de mí cuando fui a buscar el lugar de encuentro han muerto esta tarde.
El senescal está cavando sus tumbas, aunque el suelo está tan congelado que no sé cómo puede hacerle siquiera una mella. Rosemund y Lefric han empeorado. Rosemund apenas puede tragar y su pulso es débil e irregular.
Agnes no está tan mal, pero no consigo que le baje la fiebre.
Roche dijo vísperas aquí esta noche.
– Buen Jesús -rezó después de las oraciones establecidas-, sé que has enviado la ayuda que has podido, pero me temo que no podemos prevalecer contra esta oscura plaga. Tu santa servidora Katherine dice que este terror es una enfermedad, ¿pero cómo es posible? Pues no se mueve de hombre a hombre, sino que está en todas partes a la vez.
Así es.
(Pausa)
Ulf el molinero ha muerto.
También Sibbe, hija del senescal.
Joan, hija del senescal.
La cocinera (no sé su nombre).
Walthef, hijo mayor del senescal.
(Pausa)
Más del cincuenta por ciento de la aldea la sufre. Por favor, no dejes que Eliwys la contraiga. Ni Roche.
Pidió ayuda pero nadie vino y pensó que todos habían muerto y que él era el último superviviente, como el monje John Clyn en el monasterio de Friars Minor.
– Heme aquí, esperando a la muerte cuando llegue.
Intentó pulsar el botón para llamar a la enfermera, pero no pudo encontrarlo. Había una campana en la mesilla de noche, junto a la cama, e intentó alcanzarla, pero no tenía fuerza suficiente en los dedos y cayó al suelo. Produjo un ruido horrible e interminable. como una pesadilla del Gran Tom, pero nadie acudió.
Sin embargo, cuando volvió a despertarse, la campana estaba nuevamente en la mesilla de noche, de modo que alguien debió venir mientras dormía. Echó una ojeada a la campana y se preguntó cuánto tiempo llevaba durmiendo. Mucho rato.
No había forma de saberlo; la habitación no le daba ninguna pista. Era luminosa pero no se veía de dónde provenía la luz, no había sombras. Tanto podía ser la tarde como media mañana. No había ningún reloj, ni en la mesilla de noche ni en la pared y él se sentía sin fuerzas para darse la vuelta y mirar a los monitores que estaban detrás de él, en la pared. Sin embargo, había una ventana, y, aunque no tenía fuerzas para incorporarse y ver el exterior, podía ver lo suficiente como para saber que estaba lloviendo. Había estado lloviendo cuando fue a Brasenose. Podía haber sido esa misma tarde. Quizás tan sólo se había desmayado y lo habían llevado allí para ponerlo bajo observación.
– Os haré esto -dijo alguien.
Dunworthy abrió mucho los ojos y buscó las gafas, pero no estaban allí.
– Os enviaré terror, destrucción, y fiebre ardiente.
Era la señora Gaddson. Estaba sentada en la silla junto a su cama, leyendo la Biblia. No tenía puesta la mascarilla ni la bata, aunque la Biblia parecía cubierta de politeno. Dunworthy la miró con el ceño fruncido.
– Y cuando estéis congregados en vuestras ciudades, os enviaré la peste.
– ¿Qué día es? -preguntó Dunworthy.
Ella hizo una pausa, le observó y continuó plácidamente.
– Y seréis entregados a las manos del enemigo.
No podía llevar allí mucho tiempo. La señora Gaddson estaba leyendo a los pacientes cuando fue a ver a Badri. Tal vez era la misma tarde, y Mary aún no había acudido para echarla.
– ¿Puede tragar? -preguntó la enfermera. Era la anciana de Suministros-. Tengo que darle un temp -gruñó-. ¿Puede tragar?
Él abrió la boca y la enfermera le puso el temp en la lengua. Le inclinó la cabeza hacia delante para que pudiera beber y Dunworthy oyó el crujido del delantal.
– ¿La ha tragado? -preguntó, y dejó que se recostara un poco.
La cápsula se le había atascado en algún lugar de la garganta, pero asintió. El esfuerzo hizo que le doliera la cabeza.
– Bien. Entonces me llevaré esto -le quitó algo del antebrazo.
– ¿Qué hora es? -preguntó él, tratando de no escupir la cápsula.
– Hora de descansar -replicó ella, mirando miope las pantallas tras su cabeza.
– ¿Qué hora es? -repitió él, pero la enfermera ya se había marchado-. ¿Qué día es hoy? -le preguntó a la señora Gaddson, pero también ella se había marchado.
No podía llevar allí mucho tiempo. Todavía tenía fiebre y dolor de cabeza, que eran los primeros síntomas de la gripe. Tal vez sólo llevaba enfermo unas horas. Tal vez todavía era la misma tarde y había despertado al trasladarlo a la habitación, antes de tener tiempo de conectar el botón de llamada o darle un temp.
– Hora de su temp -dijo la enfermera. Era una distinta, la rubia guapa que le había preguntado por William Gaddson.
– Ya he tomado uno.
– Eso fue ayer. Vamos, tómeselo.
El estudiante de primer curso le había dicho que había contraído el virus.
– Creía que estaba enferma -comentó él.
– Lo estuve, pero ya me he curado. Y usted también se curará -le puso la mano detrás de la cabeza para que pudiera tomar un sorbo de agua.
– ¿Qué día es?
– Once -respondió ella-. He tenido que pensarlo un poco. Al final las cosas se volvieron un poco confusas. Casi todo el personal cayó, y tuvimos que trabajar turnos dobles. Perdí la cuenta de los días -tecleó algo en la consola y contempló las pantallas con el ceño fruncido.
Él ya lo sabía antes de que se lo dijera, antes de intentar coger la campana para pedir ayuda. La fiebre había convertido las noches delirantes y las mañanas drogadas en una interminable tarde lluviosa, pero su cuerpo había seguido computando el tiempo, los días. Lo sabía antes incluso de que ella se lo dijera: había perdido el encuentro.
En realidad no hubo ningún encuentro, se dijo amargamente. Gilchrist desconectó la red. No habría importado que hubiera estado allí o que no hubiera estado enfermo. La red estaba cerrada y él no podría haber hecho nada.
Once de enero. ¿Cuánto tiempo había esperado Kivrin ante el lugar de recogida? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres antes de empezar a pensar que se había equivocado de fecha o de lugar? ¿Había esperado toda la noche en la carretera de Oxford a Bath, acurrucada en su inútil capa blanca, reacia a encender fuego por miedo a que la luz atrajera a lobos, o ladrones, o campesinos huyendo de la peste? ¿Cuándo comprendió por fin que nadie iría a rescatarla?
– ¿Puedo traerle algo? -preguntó la enfermera. Introdujo una jeringuilla en la cánula.
– ¿Ahí hay algo para hacerme dormir?
– Sí.
– Bien -murmuró él, y cerró los ojos, agradecido.
Durmió unos cuantos minutos, o un día, o un mes. La luz, la lluvia, la falta de sombras seguían igual cuando despertó. Colin estaba sentado junto a la cama, leyendo el libro que Dunworthy le había regalado por Navidad y chupando algo. No puede haber pasado tanto tiempo, pensó Dunworthy, todavía tiene el chicle.
– Vaya -dijo Colin y cerró el libro de golpe-. Esa horrible enfermera dijo que sólo podía quedarme si prometía no despertarlo, y no lo he hecho, ¿verdad? Le dirá que se ha despertado solo, ¿verdad?
Se sacó el chicle, lo examinó y se lo guardó en el bolsillo.
– ¿La ha visto? Debió de vivir durante la Edad Media. Es casi tan necrótica como la señora Gaddson.
Dunworthy le observó. La chaqueta donde se había guardado el chicle era nueva, verde, y la bufanda a cuadros grises que llevaba al cuello resultaba aún más sombría contra el verdor. Colin parecía mayor, como si hubiera crecido mientras Dunworthy dormía.
Colin frunció el ceño.
– Soy yo, Colin. ¿Me conoce?
– Sí, claro que te conozco. ¿Por qué no llevas una mascarilla?
Colin sonrió.
– No tengo por qué. Y en cualquier caso ya no es usted contagioso. ¿Quiere las gafas?
Dunworthy asintió, con cuidado, para que el dolor de cabeza, no comenzara otra vez.
– Cuando se despertó las otras veces, no me reconoció -rebuscó en el cajón de la mesilla de noche y le tendió a Dunworthy sus gafas-. Estuvo usted fatal. Pensé que iba a palmarla. No dejaba de llamarme Kivrin.
– ¿Qué día es?
– Doce -replicó Colin, impaciente-. Esta mañana ya me lo ha preguntado. ¿No lo recuerda?
Dunworthy se puso las gafas.
– No.
– ¿Recuerda algo de lo que ha pasado?
Recuerdo cómo le fallé a Kivrin. Recuerdo que la he dejado en 1348.
Colin acercó la silla y dejó el libro sobre la cama.
– La enfermera me dijo que no se acordaría por culpa de la fiebre -dijo, pero parecía casi furioso con Dunworthy, como si él fuera responsable-. No me dejó entrar a verlo ni me decía nada. Creo que es una injusticia. Te hacen sentarte en una sala de espera, y no paran de decirte que te vayas a casa, que no puedes hacer nada aquí, y cuando les preguntas te dicen: «Enseguida vendrá el doctor», y no te dicen nada. Te tratan como a un niño. Quiero decir que hay que enterarse alguna vez, ¿no? ¿Sabe lo que hizo la enfermera esta mañana? Me echó. Dijo: «El señor Dunworthy ha estado muy enfermo. No quiero que le molestes.» Como si fuera a hacerlo.
Parecía indignado, pero también cansado, preocupado. Dunworthy lo imaginó acechando en los pasillos y sentado en la sala de espera, aguardando noticias. No era extraño que pareciera mayor.
– Y ahora la señora Gaddson me dice que sólo le diga buenas noticias, porque las malas noticias pueden hacerle recaer, y si se muriera sería por mi culpa.
– Ya veo que la señora Gaddson sigue elevando la moral -sonrió Dunworthy-. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que contraiga el virus, ¿no?
Colin pareció sorprendido.
– La epidemia ha acabado -dijo-. Van a levantar la cuarentena la semana que viene.
El análogo había llegado, después de todas las súplicas de Mary. Se preguntó si habría llegado a tiempo para ayudar a Badri, y entonces pensó cuáles serían las malas noticias que la señora Gaddson no quería que le dijeran. Ya me la han dicho. Se ha perdido el ajuste y Kivrin está en 1348.
– Dame alguna buena noticia -pidió.
– Bueno, nadie ha caído enfermo desde hace dos días, y los suministros por fin han pasado, así que ya tenemos algo decente para comer.
– Ya veo que llevas ropa nueva.
Colin miró la chaqueta verde.
– Es uno de los regalos de Navidad de mi madre. Los envió después… -se detuvo y frunció el ceño-. Me envió más vids, y un juego de máscaras también.
Dunworthy se preguntó si habría esperado a que la epidemia hubiera pasado efectivamente antes de molestarse en enviar los regalos de Colin, y qué habría dicho Mary al respecto.
– Mire -dijo Colin, incorporándose-. La chaqueta se cierra automáticamente. Sólo hay que tocar el botón, así. Ya no tendrá que volver a decirme que me abroche.
La enfermera llegó entre crujidos.
– ¿Le ha despertado? -demandó.
– ¿Lo ve? -murmuró Colin-. Yo no he sido, hermana. Estuve tan callado que ni siquiera se oía cómo pasaba las páginas.
– No me despertó, y no me está molestando -intervino Dunworthy antes de que ella pudiera hacerle la siguiente pregunta-. Sólo me está contando las buenas noticias.
– No tendrías que decirle nada al señor Dunworthy. Debe descansar -advirtió ella, y colgó una bolsa de líquido claro en el gotero-. El señor Dunworthy sigue demasiado enfermo para que lo molesten las visitas -empujó a Colin hacia la salida.
– Si le preocupan tanto las visitas, ¿por qué no impide que la señora Gaddson le lea la Biblia? -protestó Colin-. Eso pondría enfermo a cualquiera -se detuvo en la puerta, mirando a la enfermera-. Volveré mañana. ¿Quiere que le traiga algo?
– ¿Cómo está Badri? -preguntó Dunworthy, y se preparó para la respuesta.
– Mejor. Estaba casi recuperado, pero tuvo una recaída. Ahora está mucho mejor. Quiere verle.
– No -dijo Dunworthy, pero la enfermera ya había cerrado la puerta.
«No es culpa de Badri», había dicho Mary, y por supuesto tenía razón. La desorientación era uno de los primeros síntomas. Recordó que había sido incapaz de marcar el número de Andrews, que la señora Piantini cometía un error tras otro con las campanillas, y murmuraba «Lo siento» sin cesar.
– Lo siento -murmuró. No fue culpa de Badri. Fue suya. Le preocupaban tanto los cálculos del estudiante que contagió a Badri sus temores, tanto que Badri decidió volver a introducir las coordenadas. Colin había dejado su libro en la cama. Dunworthy lo acercó. Parecía imposiblemente pesado, tanto que el brazo le tembló por el esfuerzo de abrirlo, pero lo apoyó contra la baranda de la cama y pasó las páginas, casi ilegibles desde el ángulo en que se hallaba, hasta que encontró lo que buscaba. La Peste Negra había golpeado Oxford en Navidad. Por ello habían cerrado las universidades y los que pudieron huir a las aldeas vecinas llevaron la epidemia consigo. Los que no pudieron marcharse cayeron a miles, de modo que «no quedó nadie para hacerse cargo ni para enterrar a los muertos». Y los pocos que quedaron se atrincheraron en los colegios, escondiéndose y buscando a alguien a quien echar la culpa.
Se quedó dormido con las gafas puestas, pero cuando la enfermera se las quitó, se despertó. Era la enfermera de William, y le sonrió.
– Lo siento -dijo, guardándolas en el cajón-. No quería despertarlo.
Dunworthy la miró.
– Colin dice que la epidemia ha pasado.
– Sí -confirmó ella, sin perder de vista las pantallas que había tras él-. Descubrieron la fuente del virus y consiguieron el análogo al mismo tiempo; menos mal. Probabilidad estimaba una tasa de incidencia del ochenta y cinco por ciento y del treinta y dos por ciento de mortalidad incluso con antimicrobiales y potenciación de leucocitos-T, y eso sin tener en cuenta la escasez de suministros y el elevado número de miembros del personal enfermos. Tuvimos casi el diecinueve por ciento de mortalidad y un buen número de casos siguen siendo críticos.
Le cogió la muñeca y miró la pantalla.
– Le ha bajado un poco la fiebre -anunció-. Tiene mucha suerte, ¿sabe? El análogo no funcionó en todo el mundo que estaba ya infectado. La doctora Ahrens… -dijo, y entonces se interrumpió. Él se preguntó qué habría dicho Mary. Que la palmaría-. Tiene usted mucha suerte -repitió-. Ahora intente dormir.
Durmió, y cuando volvió a despertar, la señora Gaddson estaba junto a él, preparada para arremeter con su Biblia.
– «Caerán sobre ti todas las plagas de Egipto -leyó en cuanto Dunworthy abrió los ojos-. También cada enfermedad y cada epidemia, hasta que seas destruido.»
– «Y serás entregado a las manos del enemigo» -murmuró Dunworthy.
– ¿Qué? -preguntó la señora Gaddson.
– Nada.
Había perdido por dónde iba. Pasó las páginas de un lado a otro, buscando las pestes, y empezó a leer.
– … por eso Dios envió a Su único Hijo al mundo.
Dios nunca le habría enviado si hubiera sabido lo que sucedería. Herodes y la matanza de los inocentes y Getsemaní.
– Léame a san Mateo -pidió-. Capítulo 26, versículo 39.
La señora Gaddson se interrumpió, irritada, y luego buscó a Mateo entre las páginas.
– «Y avanzando un poco más, cayó sobre su rostro y oraba, diciendo: "Padre mío, si es posible, haz que pase de mí este cáliz."»
Dios no sabía dónde estaba Su Hijo, pensó Dunworthy. Había enviado a Su único Hijo al mundo, y algo había salido mal con el ajuste, alguien había desconectado la red, y no pudo recuperarlo; lo arrestaron, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y lo clavaron en una cruz.
– Capítulo 27, versículo 46.
Ella frunció los labios y pasó la página.
– Realmente no creo que estas Lecturas sean apropiadas para…
– Lea.
– «Y hacia la hora nona, gritó Jesús con fuerte voz, diciendo: "Eloi, Eloi, lama sabacthani?", que quiere decir: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"»
Kivrin no sabría lo qué había sucedido. Pensaría que había equivocado el lugar o el momento, que de algún modo había perdido la cuenta de los días durante la peste, que algo había ido mal con el lanzamiento. Pensaría que la habían olvidado.
– ¿Bien? -dijo la señora Gaddson-. ¿Alguna otra petición?
– No.
La señora Gaddson volvió al Antiguo Testamento.
– «Pues caerán por la espada, por el hambre y por la peste -siguió leyendo-. El mayor pecador morirá de peste.»
A pesar de todo, Dunworthy se durmió, y cuando despertó por fin ya no era la tarde interminable. Seguía lloviendo, pero ahora había sombras en la habitación y las campanas daban las cuatro. La enfermera de William le ayudó a ir al cuarto de baño. El libro había desaparecido y se preguntó si William había vuelto sin que lo recordara, pero cuando la enfermera abrió la puerta de la mesilla de noche para coger sus zapatillas, lo vio allí. Le pidió que le levantara la cama para estar más incorporado, y cuando ella se marchó se puso las gafas y sacó el libro.
La peste se había extendido de forma tan aleatoria, tan implacable, que los contemporáneos no pudieron creer que se trataba de una enfermedad natural. Acusaron a los leprosos, a las viejas y a los enfermos mentales de envenenar pozos y echarles maldiciones. Todos los forasteros y desconocidos se convirtieron inmediatamente en sospechosos. En Sussex lapidaron a dos viajeros. En Yorkshire quemaron a una joven en la hoguera.
– Por fin le encuentro -dijo Colin, entrando en la habitación-. Creía que lo había perdido.
Llevaba la chaqueta verde y estaba muy mojado.
– Tuve que llevar las fundas de las campanillas a Santa Re-Formada para la señora Taylor, y está lloviendo a mares.
El alivio inundó a Dunworthy al oír el nombre de la señora Taylor, y advirtió que no había preguntado por ninguno de los retenidos por miedo a recibir malas noticias.
– ¿Está bien entonces la señora Taylor?
Colin tocó el botón de su chaqueta, y la prenda se abrió de golpe, salpicando agua por todas partes.
– Sí. Van a tocar en Santa Re-Formada el día quince -se inclinó hacia delante para poder ver qué estaba leyendo Dunworthy.
Dunworthy cerró el libro y se lo tendió.
– ¿Y el resto de las campaneras? ¿La señora Piantini?
Colin asintió.
– Está todavía en el hospital. Ha adelgazado tanto que no la reconocería -abrió el libro-. Ha estado leyendo sobre la Peste Negra, ¿verdad?
– Sí. El señor Finch no contrajo el virus, ¿verdad?
– No. Sustituye como tenor a la señora Piantini. Está muy preocupado. No recibimos papel higiénico en el envío de Londres, y dice que casi nos hemos quedado sin existencias. Tuvo una discusión con la fiera al respecto -puso el libro sobre la cama-. ¿Qué le va a pasar a su chica?
– No lo sé.
– ¿No puede hacer nada para sacarla de allí?
– No.
– La Peste Negra fue terrible. Murió tanta gente que ni siquiera los enterraban. Sólo los dejaban amontonados.
– No puedo ir a buscarla, Colin. Perdimos el ajuste cuando Gilchrist desconectó la red.
– Lo sé, pero de todas formas, ¿no podemos hacer nada?
– No.
– Pero…
– Intenté hablar con su médico para que restringiera sus visitas -dijo la enfermera, y agarró a Colin por el cuello de la chaqueta.
– Empiecen por la señora Gaddson -replicó Dunworthy-, y dígale a Mary que quiero verla.
Mary no vino, pero sí Montoya, obviamente desde la excavación. Tenía barro hasta las rodillas, y su cabello oscuro y rizado también estaba manchado. Colin la acompañaba, con la chaqueta verde toda salpicada.
– Hemos tenido que colarnos cuando ella no miraba -jadeó Colin.
Montoya había perdido mucho peso. Sus manos parecían muy delgadas, y el digital en su muñeca le quedaba suelto.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó.
– Mejor -mintió él, mirándole las manos. Tenía barro bajo las uñas-. ¿Y usted?
– Mejor.
Debía de haber ido directamente a la excavación a buscar el grabador en cuanto le dieron de alta en el hospital. Y ahora había venido directamente aquí.
– Está muerta, ¿verdad?
Sus manos soltaron la barandilla.
– Sí.
Kivrin estaba en el lugar correcto, después de todo. Las situacionales sólo habían cambiado unos pocos kilómetros, unos pocos metros, y había conseguido encontrar la carretera de Oxford a Bath, había encontrado Skendgate. Y había muerto allí, víctima de la gripe que había contraído antes del salto. O de hambre después de la peste, o de desesperación. Llevaba muerta setecientos años.
– Lo encontró entonces -dijo, y no era una pregunta.
– ¿Encontrar el qué? -intervino Colin.
– El grabador de Kivrin.
– No -respondió Montoya.
Sus manos temblaron un poco, aferradas a la barandilla.
– Kivrin me lo pidió -explicó-. El día del lanzamiento. Fue ella quien sugirió que el grabador pareciera un espolón óseo, para que la grabación sobreviviera aunque ella no lo hiciera. «El señor Dunworthy se preocupa en vano -dijo-, pero si algo va mal, intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia para que no tengan que excavar por media Inglaterra.» -le tembló la voz.
Dunworthy cerró los ojos.
– Pero no saben que está muerta si no han encontrado el grabador -estalló Colin-. Usted dijo que ni siquiera sabían dónde estaba Kivrin. ¿Cómo pueden estar tan seguros de que ha muerto?
– Hemos hecho experimentos con ratas de laboratorio en la excavación. Sólo una exposición de un cuarto de hora al virus basta para que se produzca el contagio. Kivrin estuvo directamente expuesta a la tumba durante más de tres horas. Hay un setenta y cinco por ciento de probabilidades de que contrajera el virus, y con el limitado apoyo médico del siglo XIV, es casi seguro que desarrolló complicaciones.
Limitado apoyo médico. Era un siglo que había suministrado a la gente sanguijuelas y estricnina, que nunca había oído hablar de esterilización, gérmenes ni leucocitos-T. Le habrían puesto apestosas cataplasmas y murmurado oraciones, o le habrían abierto las venas. «Y los médicos los sangraban -decía el libro de Gilchrist, dijo Montoya-, la tasa de mortalidad del virus es del cuarenta y nueve por ciento. Probabilidad…
– Probabilidad -dijo Dunworthy-. ¿Son cifras de Gilchrist?
Montoya miró a Colin y frunció el ceño.
– Hay una probabilidad del setenta y cinco por ciento de que Kivrin haya contraído el virus, y un sesenta y ocho por ciento de que quedara expuesta a la peste. La tasa de contagio de la peste bubónica es del noventa y uno por ciento, y la de mortalidad…
– No ha contraído la peste -dijo Dunworthy-. Recibió su inmunización. ¿No se lo dijeron la doctora Ahrens o Gilchrist?
Montoya volvió a mirar a Colin.
– Me advirtieron que no debía decírselo -alegó Colin, mirándola desafiante.
– ¿Decirme qué? ¿Está enfermo Gilchrist? -recordó que había mirado las pantallas y luego se desplomó en sus brazos. Se preguntó si lo habría contagiado al caer.
– El señor Gilchrist murió de gripe hace tres días.
Dunworthy miró a Colin.
– ¿Qué más te ordenaron que no me contaras? -exigió-. ¿Quién más ha muerto mientras yo estaba enfermo?
Montoya alzó la mano para silenciar a Colin, pero ya era demasiado tarde.
– Tía Mary.
Maisry ha huido. Roche y yo la hemos buscado por todas partes, por miedo de que hubiera caído enferma y se hubiera arrastrado hasta algún rincón, pero el senescal dijo que cuando cavaba la tumba de Walthef la había visto dirigirse al bosque. Cabalgaba el pony de Agnes.
Sólo propagará la peste, o llegará a una aldea que ya la tenga. Ahora está en todas partes. Las campanas suenan como a vísperas, pero desacompasadas, como si los campaneros se hubieran vuelto locos. Es imposible distinguir si son nueve golpes o tres. Las campanas dobles de Courcy sólo han tocado una vez esta mañana. Me pregunto si es el bebé. O una de las muchachas charlatanas.
Rosemund sigue inconsciente y su pulso es muy débil. Agnes grita y se debate en su delirio. Sigue llamándome a gritos, pero no deja que me acerque. Cuando intento hablarle, patalea y chilla como si tuviera una rabieta. Eliwys se esfuerza intentando atender a Agnes y lady Imeyne, que me grita «¡Diablo!» cuando la atiendo y casi me puso un ojo morado esta mañana. El único que me deja acercarme es el clérigo, que está más allá de los cuidados. No creo que pase de hoy. Huele tan mal que tuvimos que trasladarlo al fondo de la habitación. La buba le ha empezado a supurar otra vez.
(Pausa)
Gunni, segundo hijo del senescal.
La mujer con las cicatrices de escrófula en el cuello.
El padre de Maisry.
El monaguillo de Roche, Cob.
(Pausa)
Lady Imeyne está muy mal. Roche intentó administrarle los últimos sacramentos, pero se negó a confesarse.
– Debéis hacer las paces con Dios antes de morir -insistió Roche, pero ella volvió el rostro a la pared y dijo:
– Él tiene la culpa de todo esto.
(Pausa)
Treinta y un casos. Más del setenta y cinco por ciento. Roche ha consagrado parte del prado esta mañana porque el cementerio está casi lleno.
Maisry no ha vuelto. Probablemente está durmiendo en el sillón de alguna mansión abandonada por sus habitantes, y cuando todo esto se acabe se convertirá en antepasada de alguna rancia familia de abolengo.
Tal vez eso es lo malo de nuestra época, señor Dunworthy: fue fundada por Maisry, el enviado del obispo y sir Bloet. Y toda la gente que se quedó e intentó ayudar contrajo la peste y murió.
(Pausa)
Lady Imeyne ha caído inconsciente y Roche le está administrando los últimos sacramentos. Yo se lo pedí.
– Es la enfermedad la que habla. Su alma no se ha vuelto contra Dios -afirmé, lo cual no es cierto, y quizás ella no se merezca el perdón, pero tampoco se merece esto, su cuerpo envenenado, pudriéndose, y apenas puedo condenarla por culpar a Dios cuando yo la culpo a ella. Y nadie es responsable. Es una enfermedad.
El vino consagrado se ha acabado y no queda aceite de oliva. Roche utiliza aceite de cocinar. Huele a rancio. Cuando le toca las sienes y las palmas de las manos, su piel se vuelve negra.
Es una enfermedad.
(Pausa)
Agnes ha empeorado. Es horrible mirarla, allí tendida y jadeando como su pobre cachorrito.
– ¡Decidle a Kivrin que venga a buscarme! ¡No me gusta estar aquí! -grita.
Ni siquiera Roche puede soportarlo.
– ¿Por qué nos castiga así Dios? -me preguntó.
– No lo hace. Es una enfermedad -repetí. Pero no es ninguna enfermedad, y él lo sabe.
Toda Europa lo sabe, y la Iglesia lo sabe también. Continuará durante unos cuantos siglos más, poniendo excusas, pero no puede ocultar el hecho esencial: que Él dejó que esto pasara. No viene a rescatar a nadie.
(Pausa)
Las campanas han cesado. Roche me preguntó si creía que era un signo de que la epidemia ha terminado.
– Después de todo, quizá Dios ha podido venir a ayudarnos -aventuró.
No lo creo. En Tournai las autoridades eclesiásticas ordenaron que cesaran las campanas porque el sonido asustaba a la gente. Tal vez el obispo de Bath ha hecho lo mismo.
Desde luego, el sonido era pavoroso, pero el silencio es aún peor. Es como el fin del mundo.
Mary murió al principio de la enfermedad de Dunworthy. Contrajo la gripe el día en que llegó el análogo. Desarrolló neumonía casi inmediatamente, y al segundo día su corazón se detuvo. El seis de enero. Epifanía.
– Tendrías que habérmelo dicho -se lamentó Dunworthy.
– Se lo dije -protestó Colin-. ¿No lo recuerda?
Él no recordaba nada, no había visto ninguna advertencia ni siquiera en el hecho de que la señora Gaddson tuviera libre acceso a su habitación, ni cuando Colin dijo que no le permitían decirle nada. No le había parecido extraño que ella no hubiera venido a verlo.
– Se lo dije cuando se puso enferma -aseguró Colin-, y también cuando se murió, pero estaba usted demasiado débil para importarle.
Pensó en Colin esperando ante la habitación de ella, aguardando noticias y luego velándolo junto a su cama, deseando que le dijera «Lo siento, Colin».
– No pudo evitar estar enfermo -añadió el muchacho-. No fue culpa suya.
Dunworthy le había dicho lo mismo a la señora Taylor, y ella no le creyó más que él a Colin ahora. No creía que Colin lo creyera tampoco.
– No importa -prosiguió Colin-. Todo el mundo fue muy amable excepto la enfermera jefa. No me dejó decírselo ni siquiera cuando se puso usted mejor, pero todo el mundo fue amable excepto la fiera. Se pasaba las horas leyéndome las Escrituras sobre cómo Dios castiga a los malvados. El señor Finch llamó a mi madre, pero ella no pudo venir y Finch se encargó de todos los preparativos del funeral. Fue muy amable. Las americanas también. Me dieron un montón de dulces.
– Lo siento -dijo Dunworthy entonces, y después de que Colin se marchara, expulsado por la vieja enfermera-. Lo siento.
Colin no volvió, y Dunworthy no sabía si la enfermera le había prohibido acceder al hospital o si, a pesar de lo que decía, Colin no lo perdonaba.
Había abandonado al muchacho, lo había dejado a merced de la señora Gaddson, de la enfermera y de los médicos que no querían decirle nada. Había ido a un sitio donde nadie podía alcanzarlo, tan incomunicado como Basingame, que seguía pescando salmones en algún río de Escocia. Y no importaba lo que dijera Colin, el muchacho pensaba que si Dunworthy lo hubiera deseado realmente, con enfermedad o sin ella, podría haber estado allí para ayudarlo.
– Usted también cree que Kivrin ha muerto, ¿verdad? -le preguntó después de que se marchara Montoya.
– Me temo que sí.
– Pero dijo usted que no podía contraer la peste. ¿Y si no está muerta? ¿Y si está en el lugar de encuentro ahora mismo, esperándolo?
– Estaba contagiada por la infección, Colin.
– Usted también, y no se ha muerto. Tal vez ella tampoco. Creo que debería ir a ver a Badri por si se le ocurre alguna idea. Tal vez pueda conectar la máquina de nuevo o algo así.
– No lo comprendes. No es como una linterna de bolsillo. El ajuste no puede ser conectado otra vez.
– Bueno, pero a lo mejor podría hacer otro. Un ajuste nuevo, a la misma época.
A la misma época. Un lanzamiento, incluso cuando las coordenadas ya eran conocidas, tardaba días en ser establecido. Y Badri no tenía las coordenadas, sólo tenía la fecha. Podía establecer un nuevo grupo de coordenadas basándose en la fecha, si las situacionales habían permanecido igual, si Badri en su fiebre no las había confundido también y si las paradojas permitían un segundo lanzamiento.
No había forma de explicárselo a Colin, no había forma de decirle que Kivrin no podría haber sobrevivido a la influenza en un siglo donde el tratamiento habitual era hacer sangrías.
– No funcionará, Colin -suspiró, demasiado cansado para explicar nada-. Lo siento.
– ¿Entonces, la va a dejar allí, aunque no esté muerta? ¿Ni siquiera piensa preguntárselo a Badri?
– Colin…
– Tía Mary lo hizo todo por usted. ¡No se rindió!
– ¿Qué está pasando aquí? -profirió la enfermera, que entró con una serie de crujidos-. Si continúas molestando al paciente, tendré que pedirte que te marches.
– Me marchaba ya de todas formas -replicó Colin, y se fue.
No había vuelto esa tarde ni por la noche, ni tampoco a la mañana siguiente.
– ¿Se me permiten visitas? -le preguntó Dunworthy a la enfermera de William cuando le tocó el turno.
– Sí -dijo ella, mirando las pantallas-. Una persona está esperando para verle.
Era la señora Gaddson. Ya tenía la Biblia abierta.
– Lucas, capítulo 23, versículo 33 -dijo, mirándolo pestíferamente-. Ya que está tan interesado en la crucifixión. «Y cuando llegaron al lugar llamado Calvario, lo crucificaron.»
Si Dios hubiera sabido dónde estaba Su Hijo, nunca habría dejado que le hicieran eso. Le habría salvado, habría ido y le habría rescatado.
Durante la Peste Negra, los contemporáneos pensaban que Dios les había abandonado. «¿Por qué nos vuelves el rostro? -habían escrito-. ¿Por qué ignoras nuestros lamentos?» Pero tal vez Él no los había oído. Tal vez estaba inconsciente, enfermo en el cielo, indefenso e incapaz de acudir.
– «Y hacia el mediodía las tinieblas cubrieron la tierra hasta las tres de la tarde -leyó la señora Gaddson-. Y el sol se eclipsó…»
Los contemporáneos creyeron que era el fin del mundo, que había llegado el Armageddon, que Satán había triunfado por fin. Lo hizo, pensó Dunworthy. Cerró la red. Perdió el ajuste.
Pensó en Gilchrist. Se preguntó si había advertido lo que había hecho antes de morir o si falleció inconsciente y ajeno, ignorando que había asesinado a Kivrin.
– «Y Jesús los llevó hasta cerca de Betania, alzó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y subió al cielo.»
Se separó de ellos y subió al cielo. Dios fue a buscarlo, pensó Dunworthy. Pero demasiado tarde. Demasiado tarde.
Ella siguió leyendo hasta que la enfermera de William entró en el turno.
– Hora de dormir -anunció cortante, y echó a la señora Gaddson. Se acercó a la cama, le quitó la almohada de debajo de la cabeza y le dio unos golpes.
– ¿Ha venido Colin? -preguntó él.
– No lo he visto desde ayer -dijo ella, y volvió a colocarle la almohada bajo la cabeza-. Ahora tiene que dormir un poco.
– ¿No ha estado aquí la señora Montoya?
– Desde ayer, no -le tendió una cápsula y un vaso de papel.
– ¿Ha habido algún mensaje?
– Ninguno -recogió el vaso vacío-. Trate de dormir.
Ningún mensaje. «Intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia», le había dicho Kivrin a Montoya, pero en las iglesias ya no cabía ningún cadáver. Acabaron enterrando a las víctimas de la peste en zanjas, en trincheras. Las arrojaban al río. Al final, ni siquiera las enterraban. Las amontonaban y les prendían fuego.
Montoya nunca encontraría el grabador. Y si lo hacía, ¿cuál sería el mensaje? «Fui al lugar de recogida, pero no se abrió. ¿Qué ha pasado?» La voz de Kivrin alzándose llena de pánico, de reproche, gimiendo: «Eloi, Eloi, ¿por qué me has abandonado?»
La enfermera de William le hizo sentarse en una silla para que comiera el almuerzo. Mientras se terminaba unas ciruelas escarchadas, llegó Finch.
– Casi nos hemos quedado sin fruta en lata -dijo, señalando la bandeja de Dunworthy-. Y papel higiénico. No tengo ni idea de cómo esperan que empecemos el trimestre -se sentó al pie de la cama-. La Universidad ha dispuesto el principio del trimestre para el día veintiuno, pero no podremos estar listos para esa fecha. Todavía tenemos cincuenta pacientes en Salvin, las vacunas en masa apenas han comenzado, y no estoy tan seguro de que hayamos visto el último caso de gripe.
– ¿Y Colin? ¿Está bien?
– Sí, señor. Estuvo un poco melancólico cuando la doctora Ahrens murió, pero se ha animado bastante desde que usted se ha recuperado.
– Quiero darle las gracias por haberle ayudado. Colin me dijo que usted se encargó del funeral.
– Oh, me alegré de hacerlo, señor. No tiene a nadie más, ¿sabe? Estaba convencido de que su madre vendría cuando el peligro pasó, pero ella le dijo que le resultaba demasiado complicado hacer los preparativos con tan poco tiempo. Ni siquiera envió flores bonitas. Lirios y flores láser. Celebramos el servicio en la capilla de Balliol -se rebulló en la cama-. Oh, hablando de Balliol, espero que no le importe, pero le he dado permiso a la Santa Re-Formada para que lo utilice para un concierto de campanillas el día quince. Las campaneras americanas van a interpretar When at Last My Savior Cometh de Rimbaud, y el ministerio ha requerido Santa Re-Formada como centro de vacunación. Espero que no le importe.
– No -dijo Dunworthy, pensando en Mary. Se preguntó cuándo habría sido el funeral, y si habrían tocado las campanas después.
– Puedo llamarlas para decirles que prefiere usted que utilicen St. Mary's -apuntó Finch ansiosamente.
– No, claro que no. La capilla está perfectamente bien. Veo que ha hecho usted un gran trabajo en mi ausencia.
– Bueno, lo he intentado, señor. Ha sido difícil, con la señora Gaddson -se levantó-. No quiero privarle de su descanso. ¿Hay algo que pueda traerle, algo que pueda hacer?
– No -respondió Dunworthy-, nada.
Finch se dirigió a la puerta y entonces se detuvo.
– Espero que acepte mis condolencias, señor Dunworthy -dijo. Parecía incómodo-. Sé la estrecha relación que le unía a la doctora Ahrens.
Estrecha relación, pensó después de que Finch se marchara. No estuve con ella en los momentos importantes. Intentó recordar a Mary inclinada sobre él, dándole su temp, mirando ansiosamente las pantallas, a Colin de pie junto a su cama con la chaqueta nueva y la bufanda, diciendo «Tía Mary ha muerto. Muerto. ¿No me oye?», pero no le quedaba ningún recuerdo. Nada.
La enfermera anciana vino y enganchó otro gotero que lo dejó dormido, y cuando despertó se sintió mejor.
– Es su potenciación de leucocitos-T, que empieza a responder -le dijo la enfermera de William-. Se ha dado en bastantes casos. Algunos hacen recuperaciones milagrosas.
Le hizo caminar hasta el cuarto de baño, y después de almorzar, por el pasillo.
– Cuanto más lejos llegue, mejor -le dijo, arrodillada para ponerle las zapatillas.
No voy a ir a ninguna parte, pensó él. Gilchrist desconectó la red.
Ella le colgó el suero al hombro, conectó el motor portátil y le ayudó con la bata.
– No debe preocuparse por la depresión -dijo, ayudándole a ponerse en pie-. Es un síntoma habitual después de la gripe. Desaparecerá en cuanto su equilibrio químico quede restaurado.
Caminó con él hasta el pasillo.
– Tal vez le apetezca visitar a algunos de sus amigos. Hay dos pacientes de Balliol en el pabellón al fondo del pasillo. La señora Piantini está en la cuarta cama. Le vendrá bien un poco de alegría.
– ¿El señor Latimer…? -preguntó él, y se interrumpió-. ¿El señor Latimer está todavía aquí?
– Sí -contestó ella, y Dunworthy comprendió por su tono de voz que Latimer no se había recuperado del infarto-. Está dos puertas más abajo.
Recorrió el pasillo hasta la puerta de Latimer. No había ido a verle después de que cayera enfermo, primero porque tenía que esperar la llamada de Andrews y luego porque el hospital se quedó sin RPE. Mary le había dicho que sufría parálisis total y pérdida de funciones.
Abrió la puerta de la habitación. Latimer yacía con las manos a los costados, el izquierdo ligeramente doblado para acomodar los enganches y el gotero. Tenía tubos en la nariz y en la garganta, y fibras-op que le conectaban la cabeza y el pecho con las pantallas situadas sobre la cama. Su cara quedaba medio oculta por ellas, pero no daba muestras de que le molestaran.
– ¿Latimer? -preguntó Dunworthy, acercándose a la cama.
No dio ninguna señal de haberle oído. Tenía los ojos abiertos, pero no los movió ante el sonido, y su cara bajo la maraña de tubos no cambió. Parecía vago, distante, como si intentara recordar un verso de Chaucer.
– Señor Latimer -llamó, con más fuerza, y miró las pantallas. Tampoco cambiaron.
No es consciente de nada, pensó. Se apoyó en el respaldo de la silla.
– No sabe nada de lo que ha pasado, ¿verdad? Mary ha muerto. Kivrin está en 1348 -declaró, mirando las pantallas-, y usted ni siquiera se ha enterado. Gilchrist desconectó la red.
Las pantallas no cambiaron. Las líneas siguieron moviéndose firmemente, ajenas.
– Gilchrist y usted la enviaron a la Peste Negra -gritó-, y se queda ahí tendido…
Se detuvo y se desplomó en la silla.
«Intenté decirle que tía Mary había muerto -había dicho Colin-, pero usted estaba demasiado enfermo.» El muchacho había intentado decírselo, pero él permaneció acostado, como Latimer, ajeno, sin preocuparse por nada.
Colin nunca me perdonará, pensó. No más de lo que perdonará a su madre por no venir al funeral. ¿Qué había dicho Finch? ¿Que le resultaba demasiado difícil hacer los preparativos con tan poco tiempo? Pensó en Colin solo en el funeral, mirando los lirios y flores láser que su madre había enviado, a merced de la señora Gaddson y las campaneras.
«Mi madre no pudo venir», había dicho, pero no lo creía.
Por supuesto que podía haber venido, si de verdad lo hubiera querido.
Nunca me perdonará, pensó. Ni Kivrin. Es mayor que Colin, imaginará todo tipo de circunstancias atenuantes, tal vez incluso la auténtica. Pero en el fondo de su corazón, dejada a merced de quién sabe qué asesinos, ladrones y pestilencias, no creerá que no pude ir a buscarla. Si de verdad lo hubiera querido.
Dunworthy se levantó con dificultad, agarrado al respaldo de la silla, sin mirar a Latimer ni a las pantallas, y volvió al pasillo. Había una camilla vacía contra la pared y se apoyó en ella durante un instante.
La señora Gaddson salió del pabellón.
– Por fin le encuentro, señor Dunworthy. Iba a leerle -abrió la Biblia-. ¿Tiene que estar levantado?
– Sí.
– Bien, he de decir que me alegro de que se esté recuperando. Las cosas han sido un desastre mientras usted ha estado enfermo.
– Sí.
– Debe hacer algo con el señor Finch. Permite que las americanas ensayen con sus campanas a cualquier hora del día o de la noche, y cuando me quejé fue bastante descortés. Y ha asignado a mi Willy labores de enfermería. ¡Labores de enfermería! Cuando Willy siempre ha sido muy enfermizo. Es un milagro que no contrajera el virus.
Desde luego, pensó Dunworthy, considerando el número de jóvenes probablemente infecciosas con las que había contactado durante la epidemia. Se preguntó qué porcentaje habría dado Probabilidad al hecho de que quedara inmune.
– ¡Mira que asignarle labores de enfermería! -machacaba la señora Gaddson-. No lo permití, por supuesto. «No pienso permitir que ponga en peligro la salud de Willy de esta manera irresponsable -le dije-. No puedo permanecer impasible mientras mi pequeñín está en peligro mortal.»
Peligro mortal.
– Debo ir a ver a la señora Piantini -dijo Dunworthy.
– Tendría que regresar a la cama. Tiene muy mal aspecto -agitó la Biblia ante él-. Es un escándalo la forma en que dirigen este hospital, como eso de permitir a los pacientes ir de paseo. Tendrá una recaída y morirá, y no podrá echarle la culpa a nadie más que a sí mismo.
– No -dijo Dunworthy. Empujó la puerta del pabellón y entró.
Esperaba que el pabellón estuviera casi vacío, que los pacientes hubieran sido enviados a casa, pero todas las camas estaban ocupadas. La mayoría de los pacientes estaban sentados, leyendo o viendo vidders portátiles, y había uno sentado en una silla de ruedas junto a la cama, contemplando la lluvia.
Dunworthy tardó un momento en reconocerlo. Colin le había dicho que había sufrido una recaída, pero no esperaba esto. Parecía un anciano, su rostro oscuro estaba escuálido y arrugado a ambos lados de la boca. Tenía el pelo completamente blanco.
– Badri -llamó.
Él se volvió.
– Señor Dunworthy.
– No sabía que estabas en este pabellón.
– Me trasladaron aquí después… -se interrumpió-. Oí decir que estaba usted mejor.
– Sí.
No puedo soportar esto, pensó Dunworthy. ¿Cómo te encuentras? Mejor, gracias. ¿Y tú? Voy tirando. Claro, que es la depresión, un síntoma posviral habitual.
Badri giró la silla para mirar la ventana y Dunworthy se preguntó si tampoco él podía soportarlo.
– Cometí un error en las coordenadas cuando volví a introducirlas -manifestó Badri, contemplando la lluvia-. Los datos eran erróneos.
Dunworthy debería decirle que tenía fiebre, que estaba enfermo. Debería decirle que la confusión mental era uno de los primeros síntomas. Debería decirle que no fue culpa suya.
– No me di cuenta de que estaba enfermo -prosiguió Badri, tirando de la bata como había tirado de las sábanas en su delirio-. Tuve dolor de cabeza toda la mañana, pero no le hice caso y fui a trabajar en la red. Tendría que haber advertido que algo iba mal y abortado el lanzamiento.
Y yo tendría que haberme negado a tutorarla, tendría que haber insistido a Gilchrist para que hiciera comprobaciones de parámetros, tendría que haberle hecho abrir la red en cuanto dijiste que algo fallaba.
– Tendría que haber abierto la red el día que usted cayó enfermo y no haber esperado al encuentro -se lamentó Badri, retorciendo el cinturón entre los dedos-. Tendría que haberla abierto enseguida.
Dunworthy miró automáticamente la pared sobre la cabeza de Badri, pero no había ninguna pantalla sobre la cama. Badri ni siquiera llevaba un parche de temp. Se preguntó si era posible que no supiera que Gilchrist había desconectado la red, si en su preocupación por que sanara no se lo habían dicho, igual que a él le habían ocultado la noticia de la muerte de Mary.
– Se negaron a dejarme salir del hospital. Tendría que haberlos obligado a dejarme ir.
Tendré que decírselo, pensó Dunworthy, pero no lo hizo. Permaneció allí en silencio, viendo a Badri torturar el cinturón, sintiéndose infinitamente apenado por él.
– La señora Montoya me mostró las estadísticas de Probabilidad. ¿Cree que Kivrin está muerta?
Eso espero, pensó. Espero que muriera del virus antes de darse cuenta de dónde estaba. Antes de advertir que la abandonamos allí.
– No fue culpa tuya -dijo.
– Sólo abrí la red dos días más tarde. Estaba convencido de que ella estaría allí, esperando. Sólo llegué dos días tarde.
– ¿Qué? -dijo Dunworthy.
– Intenté conseguir permiso para salir del hospital el seis, pero se negaron a darme de alta hasta el ocho. Abrí la red en cuanto pude, pero ella no estaba allí.
– ¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo pudiste abrir la red? Gilchrist la desconectó.
Badri le miró.
– Usamos el backup.
– ¿Qué backup?
– El ajuste que yo hice en nuestra red -explicó Badri. Parecía asombrado-. Estaba usted tan preocupado por la forma en que Medieval dirigía el lanzamiento, que decidí hacer una copia de seguridad, por si algo fallaba. Fui a Balliol a pedirle permiso el martes por la tarde, pero usted no estaba allí. Le dejé una nota diciendo que necesitaba hablarle.
– Una nota.
– El laboratorio estaba abierto. Hice un ajuste redundante a través de la red de Balliol. Usted estaba tan preocupado…
De pronto la fuerza pareció abandonar las piernas de Dunworthy. Se sentó en la cama.
– Intenté decírselo -prosiguió Badri-, pero estaba demasiado enfermo para hacerme entender.
Había habido un backup todo el tiempo. Había malgastado días intentando obligar a Gilchrist a que abriera el laboratorio, buscando a Basingame, esperando que Polly Wilson encontrara una forma de entrar en el ordenador de la Universidad, y mientras tanto el ajuste estaba en la red de Balliol.
«Tan preocupado», había dicho Badri en su delirio. «¿Está abierto el laboratorio?» «Atrás.» «Backup.»
– ¿Puedes volver a abrir la red?
– Claro, pero aunque ella no haya contraído la peste…
– No, no -cortó Dunworthy-. La inmunizaron.
– … ya no estará allí. Han pasado ocho días desde el encuentro. No podrá haber esperado todo este tiempo.
– ¿Puede atravesar alguien más?
– ¿Alguien más? -se extrañó Badri, aturdido.
– Para ir a buscarla. ¿Podría alguien más usar el mismo lanzamiento?
– No lo sé.
– ¿Cuánto tiempo tardarías en establecerlo para que pudiéramos intentarlo?
– Dos horas como mucho. Las temporales y situacionales están ya establecidas, pero no sé cuánto deslizamiento habría.
La puerta del pabellón se abrió de golpe y entró Colin.
– Está usted aquí -dijo-. La enfermera dijo que había ido a dar un paseo, pero no le encontraba por ninguna parte. Creí que se había perdido.
– No -dijo Dunworthy, mirando a Badri.
– Ella dijo que le hiciera regresar -Colin cogió a Dunworthy del brazo y le ayudó a levantarse-, y que no se agotara.
Le acompañó hasta la puerta.
Dunworthy se detuvo.
– ¿Qué red utilizaste cuando abriste la red el día ocho?
– La de Balliol -dijo Badri-. Temía que parte de la memoria permanente se hubiera borrado cuando la de Brasenose fue desconectada, y no había tiempo de realizar una rutina de evaluación de daños.
Colin abrió la puerta.
– La hermana entra de servicio dentro de media hora. No querrá usted que le encuentre levantado, ¿eh? -dejó que la puerta se cerrara-. Lamento no haber vuelto antes, pero tuve que llevar a Godstow los planes de vacunación.
Dunworthy se apoyó contra la puerta. Podría haber demasiado deslizamiento, y el técnico estaba en una silla de ruedas, y él no estaba seguro de poder llegar al fondo del pasillo, mucho menos hasta su habitación. Tan preocupado. Creía que Badri había vuelto a introducir las coordenadas, pero en realidad había hecho un backup. Un backup.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Colin-. No tendrá una recaída o algo de eso, ¿verdad?
– No.
– ¿Le ha podido preguntar al señor Chaudhuri si podía rehacer el ajuste?
– No. Había un backup.
– ¿Un backup? -exclamó él, excitado-. ¿Quiere decir, otro ajuste?
– Sí.
– ¿Significa eso que puede rescatarla?
Dunworthy se detuvo y se apoyó en la camilla.
– No lo sé.
– Le ayudaré. ¿Qué puedo hacer? Quiero serle útil. Iré a hacer encargos, o traerle cosas. No tendrá que preocuparse por nada.
– Tal vez no funcione. El deslizamiento…
– Pero lo intentará, ¿verdad? ¿Verdad?
Una cadena se tensaba en su pecho con cada paso, y Badri ya había tenido una recaída, y aunque lo intentaran, la red tal vez no lo enviaría.
– Sí -decidió-. Voy a intentarlo.
– ¡Apocalíptico! -exclamó Colin.
Lady Imeyne, madre de Guillaume D'Iverie.
(Pausa)
Rosemund se hunde. No le encuentro el pulso en la muñeca, y su piel está amarillenta, cerúlea, y sé que eso es una mala señal. Agnes lucha con fuerza. Todavía no tiene ninguna buba ni vomita, lo cual es un buen signo, creo. Eliwys tuvo que cortarle el pelo. No paraba de tirarse de él, y gritaba para que yo acudiera a trenzárselo.
(Pausa)
Roche ha dado los sacramentos a Rosemund. Ella no pudo confesar, por supuesto Agnes parece mejor, aunque tuvo una hemorragia nasal hace un ratito. Pidió su campana.
(Pausa)
¡Cabrona! No dejaré que te la lleves. Es sólo una niña Pero ésa es tu especialidad, ¿no? Matar a los inocentes. Ya has matado al bebé del senescal y al perrito de Agnes y al niño que fue a buscar ayuda mientras yo estaba en la choza, y eso ya es suficiente. ¡No dejaré que la mates a ella también, hija de puta! ¡No te dejaré!
Agnes murió el día después de Año Nuevo, todavía gritando para que Kivrin acudiera.
– Está aquí -dijo Eliwys, apretándole la mano-. Lady Katherine está aquí.
– ¡No está! -gimió Agnes, con la voz ronca pero todavía enérgica-. ¡Decidle que venga!
– Lo haré -prometió Eliwys, y entonces miró a Kivrin con una expresión levemente aturdida-. Id a buscar al padre Roche.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Kivrin.
El sacerdote había administrado los últimos sacramentos la primera noche, mientras Agnes se agitaba y pataleaba como si tuviera un berrinche, y desde entonces la niña no había permitido que se le acercara.
– ¿Estáis enferma, señora?
Eliwys sacudió la cabeza, todavía mirando a Kivrin.
– ¿Qué le diré a mi esposo cuando venga? -dijo entonces, y le colocó a Agnes la mano en el costado. Sólo en ese momento advirtió Kivrin que estaba muerta.
Kivrin lavó el cuerpecito, que estaba casi cubierto de magulladuras púrpuras. Donde Eliwys le había sostenido la mano, la piel estaba completamente negra.
Parecía que la habían golpeado. Y así era, pensó Kivrin, golpeado y torturado. Y asesinado. La matanza de los inocentes.
La saya y la camisa de Agnes estaban totalmente estropeadas, una masa seca de sangre y vómito, y su camisa de lino de diario hacía tiempo que había sido rota a tiras. Kivrin envolvió el cadáver con su propia capa blanca, y Roche y el senescal la enterraron.
Eliwys no acudió.
– Debo quedarme con Rosemund -dijo cuando Kivrin le comunicó que era la hora. No había nada que Eliwys pudiera hacer por Rosemund, la niña yacía inmóvil, como hechizada, y Kivrin pensaba que la fiebre debía de haberle causado alguna lesión cerebral-. Además, Gawyn puede venir -añadió Eliwys.
Hacía mucho frío. Roche y el senescal exhalaban grandes nubes de vapor mientras bajaban a Agnes a la tumba, y la vista de su blanco aliento enfureció a Kivrin. No pesa nada, pensó amargamente, podrían sostenerla con una mano.
La vista de todas las tumbas la enfureció también. El cementerio estaba lleno, y casi todo el prado que había consagrado Roche. La tumba de lady Imeyne estaba casi en el sendero, y el bebé del senescal no tenía ninguna: el padre Roche había dejado que lo enterraran a los pies de su madre, aunque no había sido bautizado. El cementerio seguía lleno.
¿Y el hijo menor del senescal, pensó Kivrin furiosamente, y el clérigo? ¿Dónde piensas ponerlos? Se suponía que la Peste Negra había matado entre un tercio y la mitad de Europa, no a toda.
– Requiescat in pace. Amén -dijo Roche, y el senescal empezó a echar tierra helada sobre el pequeño bulto.
Tenía usted razón, señor Dunworthy, pensó Kivrin amargamente. El blanco sólo se ensucia. Tenía razón en todo, ¿verdad? Me advirtió que no viniera, que sucederían cosas terribles. Bien, pues tenía razón. Y le faltará tiempo para decirme que me avisó. Pero no tendrá esa satisfacción, porque no sé dónde está el lugar de recogida, y la única persona que lo sabe probablemente está muerta.
No esperó a que el senescal terminara de echar tierra sobre Agnes ni a que Roche terminara su charla de amigos con Dios. Cruzó el prado, furiosa con todos ellos: con el senescal por estar allí con la pala, dispuesto a cavar más tumbas; con Eliwys por no haber ido; con Gawyn por no regresar. No viene nadie, pensó. Nadie.
– Katherine -llamó Roche.
Se volvió, y él casi corrió hasta alcanzarla, su aliento formó como una nube a su alrededor.
– ¿Qué pasa? -barbotó ella.
Él la miró con solemnidad.
– No debemos renunciar a la esperanza.
– ¿Por qué no? -estalló Kivrin-. Hemos llegado al ochenta y cinco por ciento, y esto no ha hecho más que empezar. El clérigo se está muriendo, Rosemund también, todos habéis quedado expuestos. ¿Por qué no iba a renunciar a la esperanza?
– Dios no nos ha abandonado por completo. Agnes está a salvo en Sus brazos.
A salvo, pensó ella con amargura. En la tierra. En el frío. En la oscuridad. Se cubrió el rostro con las manos.
– Está en el cielo, donde la plaga no puede alcanzarla. El amor de Dios siempre nos acompaña -dijo él-, y nada puede separarnos de eso: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las cosas presentes…
– Ni las cosas por venir.
– Ni las alturas, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura -le puso la mano en el hombro, amablemente, como si le estuviera dando la unción-. Fue Su amor el que os envió para que nos ayudarais.
Ella le cogió la mano y la sostuvo con fuerza contra su hombro.
– Debemos ayudarnos mutuamente.
Se quedaron allí durante un largo instante, y entonces Roche dijo:
– Debo ir a tocar la campana para que el alma de Agnes tenga un tránsito seguro.
Ella asintió y retiró la mano.
– Iré a ver cómo están Rosemund y los demás -murmuró, y entró en el patio.
Eliwys había dicho que tenía que quedarse con Rosemund, pero cuando Kivrin regresó a la casa, no la encontró junto a la niña, sino acurrucada en el jergón de Agnes, envuelta en su capa, mirando fijamente la puerta.
– Tal vez los que huyen de la peste le han robado el caballo -dijo-, y por eso tarda tanto en volver.
– Hemos enterrado a Agnes -declaró Kivrin fríamente, y fue a ver a Rosemund.
Estaba despierta. Miró solemnemente a Kivrin cuando se arrodilló a su lado y le cogió la mano.
– Oh, Rosemund -suspiró Kivrin, y las lágrimas le quemaron la nariz y los ojos-. Cariño, ¿cómo te encuentras?
– Tengo sed. ¿Ha venido mi padre?
– Todavía no -respondió Kivrin; no parecía posible que pudiera hacerlo-. Te traeré un poco de guiso. Debes descansar hasta que vuelva. Has estado muy enferma.
Rosemund cerró obedientemente los ojos. Parecían menos hundidos, aunque seguía teniendo oscuras ojeras.
– ¿Dónde está Agnes? -preguntó.
Kivrin le apartó el cabello oscuro y enmarañado del rostro.
– Está durmiendo.
– Bien -murmuró Rosemund-. No quiero que esté por ahí gritando y jugando. Hace demasiado ruido.
– Te traeré el guiso -Kivrin se dirigió a Eliwys-. Lady Eliwys, tengo buenas noticias -anunció ansiosamente-. Rosemund está despierta.
Eliwys se incorporó apoyándose en un codo y miró a Rosemund, pero apáticamente, como si estuviera pensando en otra cosa, y enseguida volvió a tenderse.
Kivrin, alarmada, le puso la mano en la frente. Parecía caliente, pero Kivrin tenía las manos frías por haber estado fuera, y no estaba segura.
– ¿Estáis enferma? -preguntó.
– No -dijo Eliwys, pero como si su mente siguiera en otra parte-. ¿Qué le diré?
– Podéis decirle que Rosemund está mejor -sugirió ella, y esta vez Eliwys pareció comprender. Se levantó, se acercó a Rosemund y se sentó a su lado. Pero cuando Kivrin regresó de la cocina con el guiso, la mujer había vuelto al jergón de Agnes y yacía acurrucada bajo su capa de piel.
Rosemund estaba dormida, pero no era el sueño aterrador de antes, tan similar a la muerte. Tenía mejor color, aunque la piel seguía tensa alrededor de los pómulos.
Eliwys dormía también, o fingía hacerlo. No importaba. Mientras Kivrin estaba en la cocina, el clérigo se había levantado del jergón y se había arrastrado hasta la separación, y cuando ella intentó arrastrarlo de vuelta, la golpeó violentamente. Tuvo que ir a buscar al padre Roche para que le ayudara a someterlo.
El ojo derecho se le había ulcerado. La plaga se abría camino royendo desde dentro, y el clérigo se rascaba sañudamente con ambas manos.
– Domine Jesu Christe -juraba-, fidelium defunctorium de poenis infermis.
Salva a las almas de los fieles de las penas del infierno.
Sí, rezó Kivrin, mientras luchaba contra las manos del enfermo convertidas en garras, sálvalo ahora.
Buscó de nuevo en el zurrón de las medicinas de Imeyne, intentando encontrar algo para combatir el dolor. No había polvo de opio, ¿existía la adormidera en la Inglaterra de 1348? Encontró unas tiras anaranjadas y secas que se parecían remotamente a las semillas de adormidera y las metió en agua caliente, pero el clérigo no quiso beber. Su boca era un horror de llagas abiertas, tenía los dientes y la lengua cubiertos de sangre seca.
No se merece esto, pensó Kivrin. Aunque trajera la peste. Nadie se merece esto.
– Por favor -rezó, sin estar segura de qué pedía.
Fuera lo que fuese, no le fue concedido. El clérigo empezó a vomitar una bilis oscura, manchada de sangre. Estuvo nevando durante dos días; y Eliwys empeoró a ojos vistas. No parecía ser la peste. No tenía bubas, no tosía ni vomitaba, y Kivrin se preguntaba si era enfermedad o simplemente sentimiento de pena o culpa.
– ¿Qué le diré? -repetía Eliwys hasta la saciedad-. Nos envió aquí para que estuviéramos a salvo.
Kivrin le palpó la frente. Estaba caliente. Todos acabarán enfermos, pensó. Lord Guillaume los envió aquí para que estuvieran a salvo, pero todos acabarán enfermos, uno por uno. Tengo que hacer algo. Pero no se le ocurría nada. La única protección contra la peste era huir, pero ya habían huido aquí, y eso no los había protegido; además, no podían escapar con Rosemund y Eliwys enfermas.
Pero Rosemund recupera fuerzas cada día, pensó Kivrin, y Eliwys no tiene la peste. Es sólo una fiebre. Tal vez tengan otras posesiones a las que podamos ir. Al norte.
La peste no había llegado todavía a Yorkshire. Podría encargarse de que se mantuvieran apartadas de otras gentes en los caminos, de que no quedaran expuestas.
Le preguntó a Rosemund si tenían una casa en Yorkshire.
– No -respondió Rosemund, apoyada en uno de los bancos-. En Dorset.
Eso no servía de nada. La peste ya estaba allí. Y Rosemund, aunque se iba recuperando, estaba aún demasiado débil para permanecer sentada más de unos pocos minutos. Nunca podría montar a caballo. Si tuviéramos caballos, pensó Kivrin.
– Mi padre tenía una casa en Surrey también -prosiguió Rosemund-. Nos alojamos allí cuando nació Agnes -miró a Kivrin-. ¿Ha muerto Agnes?
– Sí.
Ella asintió, como si la noticia no le sorprendiera.
– La oí gritar.
Kivrin no supo qué decir.
– Mi padre ha muerto, ¿verdad?
Tampoco había nada que decir a eso. Era casi seguro que lord Guillaume había muerto, y Gawyn también. Habían transcurrido ocho días desde que partió a Bath.
– Vendrá ahora que ha pasado la tormenta -dijo Eliwys, todavía febril, esta mañana. Pero ni siquiera ella parecía creerlo.
– Puede que venga -asintió Kivrin-. La nieve tal vez lo ha retrasado.
El senescal entró con su pala al hombro y se detuvo ante la separación. Iba todos los días a ver a su hijo, lo contemplaba aturdido desde el otro lado de la mesa volcada, pero esta vez se limitó a observarlo y luego se volvió a mirar a Kivrin y Rosemund, apoyado en su pala.
Llevaba la gorra y los hombros cubiertos de nieve, y la hoja de la pala estaba mojada. Ha estado abriendo otra tumba, pensó Kivrin. ¿Para quién?
– ¿Ha muerto alguien?
– No -respondió él, y siguió mirando especulativamente a Rosemund.
Kivrin se levantó.
– ¿Queréis algo?
Él la miró sin expresión, como si no hubiera entendido la pregunta, y luego volvió a mirar a Rosemund.
– No -dijo, y recogió la pala y se fue.
– ¿Va a cavar la tumba de Agnes? -preguntó Rosemund, mirándole marchar.
– No -contestó Kivrin amablemente-. Ya ha sido enterrada en el cementerio.
– ¿Entonces va a cavar la mía?
– No -estalló Kivrin, sorprendida-. ¡No! No vas a morir. Has estado muy enferma, pero lo peor ha pasado. Ahora debes descansar y tratar de dormir para que puedas recuperarte.
Rosemund se tendió dócilmente y cerró los ojos, pero al cabo de un instante volvió a abrirlos.
– Si mi padre ha muerto, la corona dispondrá de mi dote. ¿Creéis que sir Bloet vive aún?
Espero que no, pensó Kivrin. Pobrecilla, ¿ha estado preocupada por su matrimonio todo este tiempo? El hecho de que él haya muerto es lo único bueno de esta epidemia. Si es que ha muerto.
– No te preocupes por él ahora. Debes descansar y recuperar fuerzas.
– El rey a veces respeta un compromiso matrimonial si las dos partes están de acuerdo -dijo Rosemund, tirando de las mantas con sus finas manos.
No tienes que estar de acuerdo con nada, pensó Kivrin. Está muerto. El obispo los mató.
– Si no están de acuerdo, el rey me ordenará casarme con quien él quiera -añadió Rosemund-, y al menos a sir Bloet ya lo conozco.
No, pensó Kivrin, y supo que eso era probablemente lo mejor. Rosemund había estado conjurando horrores peores que sir Bloet, monstruos y asesinos, y Kivrin sabía que existían.
Rosemund sería vendida a algún noble con quien el rey estuviera en deuda o con quien quisiera establecer una alianza, uno de los problemáticos partidarios del Príncipe Negro, tal vez, y la llevaría Dios sabía dónde a Dios sabía qué situación.
Había cosas peores que un viejo lascivo y una cuñada mandona. El barón Garnier había mantenido a su esposa encadenada durante veinte años. El conde de Anjou había quemado a la suya viva. Y Rosemund no tendría familia, ni amigos para protegerla, para atenderla si se ponía enferma. Me la llevaré, pensó Kivrin de repente, a algún lugar donde Bloet no la encuentre y donde estemos a salvo de la peste.
No había un lugar así. La peste ya había llegado a Bath y Oxford, y se movía hacia el sureste, a Londres, y luego a Kent, al norte a través de las Tierras Medias hasta Yorkshire y de vuelta al canal hasta Alemania y los Países Bajos. Incluso había llegado a Noruega, flotando en un barco de cadáveres. No había ningún lugar que estuviera a salvo.
– ¿Está aquí Gawyn? -preguntó Rosemund, y habló como su madre, como su abuela-. Quiero que vaya a Courcy y le diga a sir Bloet que me reuniré con él.
– ¿Gawyn? -dijo Eliwys desde su jergón-. ¿Ha venido?
No, pensó Kivrin. No ha venido nadie. Ni siquiera el señor Dunworthy.
No importaba que hubiera perdido el encuentro. Ellos no habrían estado allí, porque no sabían que se encontraba en 1348. Si lo supieran, nunca la habrían abandonado a su suerte.
Algo debía haber fallado en la red. Al señor Dunworthy le preocupaba que la enviaran tan atrás en el tiempo sin hacer comprobaciones de parámetros. «A esa distancia, podría haber complicaciones imprevistas», había dicho.
Tal vez una complicación imprevista había marrado el ajuste o los había hecho perderlo, y la estaban buscando en 1320. He perdido el encuentro por casi treinta años, pensó.
– ¿Gawyn? -repitió Eliwys, y trató de levantarse.
Fue en vano. Empeoraba a ojos vista, aunque seguía sin tener ninguna de las marcas de la peste.
– Ahora no vendrá hasta que la tormenta haya pasado -dijo aliviada cuando empezó a nevar, y se levantó y fue a sentarse junto a Rosemund, pero por la tarde tuvo que volver a acostarse, y la fiebre le subió.
Roche la oyó en confesión. Parecía agotado. Todos estaban agotados. Si se sentaban a descansar, se dormían en cuestión de segundos. El senescal, cuando entró a mirar a su hijo Lefric, permaneció junto a la separación, roncando, y Kivrin se quedó dormida mientras atendía el fuego y se quemó la mano.
No podemos seguir así, pensó, mientras veía cómo el padre Roche hacía el signo de la cruz sobre Eliwys. Morirá de agotamiento. Contraerá la peste.
Tengo que sacarlos de aquí, pensó de nuevo. La peste no llegó a todas partes. Hubo aldeas que quedaron completamente intactas. No afectó a Polonia y Bohemia, y hubo partes del norte de Escocia que no fueron afectadas.
– Agnus dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis -rezó el padre Roche, y su voz fue tan reconfortante como cuando ella se estaba muriendo, y de repente Kivrin comprendió que no serviría de nada.
Nunca dejaría a sus feligreses. La historia de la Peste Negra estaba llena de sacerdotes que habían abandonado a su gente, que se habían negado a celebrar funerales, que se habían encerrado en sus iglesias y monasterios o bien habían huido. Ahora Kivrin se preguntó si aquellas estadísticas eran también erróneas.
Y aunque encontrara un medio de llevárselos a todos, Eliwys, que se volvía hacia la puerta incluso mientras se confesaba, insistiría en que esperaran a Gawyn y a su esposo, ya que estaba convencida de que llegarían en cualquier momento, ahora que había dejado de nevar.
– ¿Ha ido el padre Roche a recibirlo? -le preguntó a Kivrin cuando Roche se marchó a devolver los sacramentos a la iglesia-. Estará aquí pronto. Sin duda ha ido primero a Courcy para advertirlos de la peste, y desde allí sólo hay medio día de viaje -insistió en que Kivrin le colocara el jergón delante de la puerta.
Mientras Kivrin ordenaba la separación para protegerla de la corriente de la puerta, el clérigo empezó a gritar y a convulsionarse. Todo su cuerpo se retorció en espasmos, como si recibiera una descarga eléctrica, y su cara adquirió un rictus terrible, con el ojo ulcerado mirando hacia arriba.
– No le hagas esto -gritó Kivrin, intentando meterle la cuchara de Rosemund entre los dientes-. ¿No ha tenido suficiente?
El clérigo se sacudió.
– ¡Basta! -gimió Kivrin-. ¡Basta!
Su cuerpo se aflojó bruscamente. Ella le metió la cuchara entre los dientes y un hilillo de baba negra manó por la comisura de su boca.
Está muerto, pensó, y no pudo creerlo. Le miró, tenía el ojo ulcerado medio abierto, la cara abotargada y ennegrecida bajo la barba de varios días. Mantenía los puños cerrados a los costados. No parecía humano, allí tendido, y Kivrin le cubrió el rostro con una burda manta, por miedo a que Rosemund lo viera.
– ¿Está muerto? -preguntó la niña, incorporándose curiosa.
– Sí. Gracias a Dios -Kivrin se levantó-. Debo ir a decírselo al padre Roche.
– No quiero que me dejéis sola.
– Tu madre está aquí, y también el hijo del senescal. Yo sólo estaré fuera unos minutos.
– Tengo miedo -dijo Rosemund.
Yo también, pensó Kivrin, contemplando la burda manta. Él estaba muerto, pero ni siquiera eso había aliviado su sufrimiento. Todavía parecía angustiado, aterrorizado, aunque su rostro ni siquiera parecía humano.
Los dolores del infierno.
– Por favor, no me dejéis -gimió Rosemund.
– He de decírselo al padre Roche -contestó Kivrin, pero se sentó entre el clérigo y la niña y esperó a que se durmiera antes de ir a buscarlo.
No lo encontró en el patio ni en la cocina. La vaca del senescal estaba en el pasaje, comiendo el heno del fondo del corral, y la siguió al prado.
El senescal estaba en el cementerio, cavando una tumba, hundido hasta el pecho en el suelo nevado. Ya lo sabe, pensó ella, pero era imposible. El corazón le empezó a latir con fuerza.
– ¿Dónde está el padre Roche? -preguntó, pero el senescal no le respondió ni la miró. La vaca se acercó a ella y mugió-. Márchate -le dijo, y corrió hacia el senescal.
– ¿Qué hacéis? -exigió-. ¿Para quién son estas tumbas?
El senescal arrojó una paletada de tierra al montón. Los terrones helados producían un sonido chasqueante, como piedras.
– ¿Por qué caváis tres tumbas? ¿Quién ha muerto? -la vaca le empujó el hombro con su cuerno. Ella se apartó-. ¿Quién ha muerto?
El senescal clavó la pala en el duro suelo, como de hierro.
– Son los últimos días, chico -replicó, pisando con fuerza la hoja, y Kivrin sintió un arrebato de miedo, pero entonces advirtió que no la había reconocido con sus ropas de muchacho.
– Soy yo, Katherine.
Él la miró y asintió.
– Es el final de los tiempos -dijo-. Los que no han muerto, pronto lo harán -se inclinó hacia delante, apoyando todo el peso en la pala.
La vaca trató de meter la cabeza bajo el brazo de Kivrin.
– ¡Márchate! -exclamó ella, y la golpeó en el morro. EÍ animal retrocedió torpemente, sorteando las tumbas, y Kivrin advirtió que no todas tenían el mismo tamaño.
La primera era grande, pero la de al lado no era mayor que la de Agnes, y la tumba donde se encontraba el senescal no era mucho más larga. Le dije a Rosemund que no estaba cavando su tumba, pensó, pero le mentí.
– ¡No tenéis derecho a hacer esto! Vuestro hijo y Rosemund están mejorando. Y lady Eliwys sólo está agotada por la pena. No van a morir.
El senescal la miró, con el rostro tan inexpresivo como cuando se plantó ante la separación, midiendo a Rosemund para su tumba.
– El padre Roche dice que habéis sido enviada para que nos ayudéis, ¿pero cómo podréis prevalecer contra el fin del mundo? -pisó de nuevo la pala-. Necesitaréis estas tumbas. Todos, todos morirán.
La vaca trotó hasta el otro lado de la tumba, con la cabeza al nivel de la cara del senescal, pero él no pareció advertirlo.
– No cavéis más tumbas -exigió ella-. Lo prohíbo
Él siguió cavando, como si tampoco la hubiera advertido.
– No van a morir. La Peste Negra sólo mató entre un tercio y la mitad de los contemporáneos. Ya hemos tenido nuestra cuota.
Él siguió cavando.
Eliwys murió por la noche. El senescal tuvo que ampliar la tumba de Rosemund para ella, y cuando la enterraron, Kivrin vio que ya había empezado otra para Rosemund.
Debo sacarlos de aquí, pensó, mirando al senescal. Tenía la pala al hombro, y en cuanto terminó de llenar la tumba de Eliwys, empezó de nuevo con la de Rosemund. Debo sacarlos de aquí antes de que se contagien.
Porque acabarían contagiándose. La enfermedad les esperaba en los bacilos de sus ropas, en las mantas, en el mismo aire que respiraban. Y si por algún milagro no la contraían, la peste barrería todo Oxfordshire en primavera, mensajeros y aldeanos y enviados del obispo. No podían quedarse.
Escocia, pensó, y se dirigió a la casa. Podría llevarlos al norte de Escocia. La peste no llegó tan lejos. El hijo del senescal podría montar el burro, y ella fabricaría una litera para Rosemund.
La niña estaba sentada en su jergón.
– El hijo del senescal os ha estado llamando -le anunció en cuanto Kivrin entró.
Había vomitado un moco sanguinolento. El jergón estaba completamente manchado, y cuando Kivrin lo limpió, vio que el niño estaba demasiado débil para levantar la cabeza. Aunque Rosemund pueda cabalgar, él no puede, pensó desesperada. No podemos marcharnos a ninguna parte.
Por la noche, pensó en la carreta que había traído consigo. Tal vez el senescal la ayudaría a repararla, y Rosemund podría viajar en ella. Encendió una linterna con las brasas del fuego y fue al establo. El burro de Roche le rebuznó cuando abrió la puerta, y hubo un sonido de roce y huida cuando alzó la humeante luz.
Las cajas aplastadas se alzaban contra la carreta como una barricada, y en cuanto las retiró supo que aquello no funcionaría. Era demasiado grande.
El burro no podría tirar de ella, y faltaba el eje de madera, que algún contemporáneo emprendedor se habría llevado para reparar una cerca o para alimentar una hoguera. O para empalarse y librarse de la peste, pensó Kivrin.
El patio estaba negro como la boca de un lobo cuando salió y las estrellas titilaban afiladas y brillantes, como en Nochebuena. Pensó en Agnes dormida contra su hombro, en la campanita que llevaba en la muñeca, y el sonido de las campanas, tocando el repique del Diablo. Prematuramente, pensó Kivrin. El Diablo no ha muerto todavía. Campa a sus anchas por el mundo.
Permaneció despierta largo rato, intentando idear otro plan. Tal vez podrían construir una especie de litera para que las arrastrara el burro si la nieve no era demasiado profunda. O montar a los dos niños en el burro y llevar el equipaje en mochilas a la espalda.
Por fin se quedó dormida y se despertó de nuevo casi de inmediato, o eso le pareció. Todavía estaba oscuro, y Roche se hallaba inclinado sobre ella. El fuego moribundo le iluminaba el rostro desde abajo, de modo que tenía el mismo aspecto que en el claro, cuando ella pensó que era un asesino, y todavía medio dormida extendió la mano y la colocó amablemente en su mejilla.
– Lady Katherine -llamó él, y Kivrin despertó.
Es Rosemund, pensó, y se dio la vuelta para verla, pero la niña dormía tranquilamente, con la manita bajo la mejilla.
– ¿Qué ocurre? ¿Estáis enfermo?
Él sacudió la cabeza. Abrió la boca y volvió a cerrarla.
– ¿Ha venido alguien? -preguntó ella, y se puso en pie.
Él volvió a sacudir la cabeza.
No puede ser alguien enfermo, pensó. No queda nadie. Miró al montón de mantas junto a la puerta donde dormía el senescal, pero no estaba allí.
– ¿Está enfermo el senescal?
– El hijo del senescal ha muerto -anunció él con voz extraña y aturdida, y Kivrin vio que Lefric tampoco estaba allí-. Fui a la iglesia a decir maitines… -la voz se le apagó-. Venid conmigo -dijo, y salió.
Kivrin cogió su ajada manta y lo siguió al patio.
No podían ser más de las seis. El sol apenas despuntaba por el horizonte, tiñendo de rosa el cielo nublado y la nieve. Roche se dirigía ya al prado. Kivrin se echó la manta sobre los hombros y le siguió.
La vaca del senescal estaba en el pasaje, con la cabeza metida en una grieta de la valla del corral, mordisqueando la hierba. Levantó la cabeza y le mugió a Kivrin.
– ¡Eh! -gritó ella, agitando las manos, pero el animal tan sólo sacó la cabeza de la valla y se dirigió hacia ella.
– No tengo tiempo para ordeñarte -murmuró Kivrin. Le dio una palmada en los cuartos traseros y continuó su camino.
El padre Roche ya había recorrido la mitad del prado cuando lo alcanzó.
– ¿Qué pasa? ¿No podéis decírmelo? -preguntó ella, pero él no se detuvo ni la miró. Tomó hacia la fila de tumbas en el prado, y ella pensó con súbito alivio, que el senescal había intentado enterrar a su hijo solo, sin un sacerdote.
La tumba pequeña estaba cubierta, con la tierra nevada amontonada encima; también había terminado la tumba de Rosemund y había cavado otra, más grande. De ella asomaba la pala, apoyada contra el borde.
Roche no fue a la tumba de Lefric. Se detuvo ante la más nueva, y repitió, con la misma voz aturdida:
– Fui a la iglesia a decir maitines…
Kivrin miró la tumba.
Al parecer el senescal había intentado enterrarse con la pala, pero no pudo hacerlo en tan estrecho espacio, de forma que la había apoyado en el extremo de la tumba y empezó a atraer tierra con las manos. Tenía un gran terrón en la mano congelada.
Sus piernas estaban casi cubiertas, y aquello le daba un aspecto indecente, como si estuviera tendido en el baño.
– Debemos enterrarle adecuadamente -dijo Kivrin, y trató de coger la pala.
Roche sacudió la cabeza.
– Es suelo santo -objetó aturdido, y ella comprendió que el padre Roche pensaba que el senescal se había suicidado.
No importa, pensó, y advirtió que a pesar de todo, a pesar de todos los horrores, Roche seguía creyendo en Dios. Iba a la iglesia a decir maitines cuando encontró al senescal, y si todos murieran, seguiría diciéndolos y no encontraría nada incongruente en sus oraciones.
– Es la enfermedad -apuntó Kivrin, aunque no tenía ni idea de si estaba en lo cierto-. La peste septicémica. Infecta la sangre.
Roche la miró sin comprender.
– Debió de caer enfermo mientras cavaba. La peste septicémica envenena el cerebro. No estaba en su sano juicio.
– Como lady Imeyne -asintió él. Parecía casi alegre.
No quería tener que enterrarlo fuera del suelo santo, pensó Kivrin, a pesar de lo que cree.
Ayudó a Roche a enderezar un poco el cuerpo del senescal, aunque ya estaba rígido.
No intentaron moverlo ni envolverlo en una mortaja. Roche le colocó una tela negra sobre el rostro, y se turnaron para cubrirlo de tierra. La tierra negra chasqueaba como piedras.
Roche no fue a la iglesia a buscar sus vestimentas o el misal. Se acercó primero a la tumba de Lefric y luego a la del senescal y dijo las oraciones por los muertos. Kivrin, tras él, con las manos cruzadas, pensó: no estaba en su sano juicio. Había enterrado a su esposa y seis hijos, había enterrado a casi todos los que conocía, y aunque no hubiera tenido fiebre, si se había arrastrado hasta la tumba para morir allí congelado, la peste había sido la culpable de su muerte.
No se merecía una tumba de suicida. No se merece ninguna tumba, pensó Kivrin. Se suponía que iba a venir con nosotros a Escocia, y se horrorizó ante la súbita alegría que sintió.
Ahora podemos irnos a Escocia, pensó, mirando la tumba que había cavado para Rosemund. Ella puede montar el burro, y Roche y yo llevaremos la comida y las mantas. Abrió los ojos y miró al cielo, pero ahora que el sol estaba alto, las nubes parecían más claras, como si pudieran disolverse a media mañana. Si se marchaban esa misma mañana, podrían haber salido del bosque a mediodía y llegado a la carretera de Oxford a Bath. Por la noche estarían camino de York.
– Agnus dei, qui tollis peccata mundi, dona eis réquiem -oró Roche.
Debemos coger avena para el burro, pensó ella, y el hacha para cortar leña. Y mantas.
Roche terminó las oraciones.
– Dominus vobiscum et cum spiritu tuo. Requiescat in pace Amén.
Se marchó a tocar la campana.
No hay tiempo para eso, pensó Kivrin, y se dirigió a la casa. Cuando Roche hubiera terminado de doblar a difuntos, casi habría terminado de empaquetar y le contaría. Entonces él cargaría el burro y se marcharían. Cruzó corriendo el patio y entró en la casa. Tendrían que llevarse carbones para alimentar el fuego. Podrían utilizar el cofre de las medicinas de Imeyne.
Entró en el salón. Rosemund aún dormía. Eso era bueno. No era necesario despertarla hasta que estuvieran listos para partir. Pasó junto a ella de puntillas y cogió el cofre y lo vació. Lo colocó junto al fuego y se dirigió a la cocina.
– Me desperté y no estabais aquí -dijo Rosemund. Se sentó en el jergón-. Temía que os hubieseis ido.
– Nos vamos todos -explicó Kivrin-. Iremos a Escocia -se acercó a ella-. Debes descansar para el viaje. Volveré enseguida.
– ¿Adónde vais?
– Sólo a la cocina. ¿Tienes hambre? Te traeré unas gachas. Ahora tiéndete y descansa.
– No me gusta estar sola -protestó Rosemund-. ¿No podéis quedaros conmigo un poco?
No tengo tiempo para esto, pensó Kivrin.
– Sólo voy a la cocina. Y el padre Roche está aquí. ¿No lo oyes? Está tocando la campana. Sólo tardaré unos minutos. ¿De acuerdo? -le sonrió alegremente a Rosemund y ella asintió, de mala gana-. Volveré pronto.
Casi corrió al exterior. Roche seguía tocando a difuntos, lenta, firmemente. Venga, pensó, no nos queda mucho tiempo. Registró la cocina, colocando la comida sobre la mesa. Había una pieza de queso y bastantes panes planos. Los metió como si fueran platos en un saco de arpillera, junto con el queso, y lo llevó todo junto al pozo.
Rosemund se encontraba en la puerta de la casa, agarrada al quicio.
– ¿No puedo sentarme en la cocina con vos? -preguntó. Se había puesto la saya y los zapatos, pero tiritaba en el aire helado.
– Hace demasiado frío -objetó Kivrin-. Tienes que descansar.
– Cuando os vais, me da miedo de que no regreséis.
– Estoy aquí -declaró Kivrin, pero entró con ella y cogió la capa de Rosemund y un puñado de pieles-. Puedes sentarte en los escalones mientras yo hago los paquetes -echó la capa sobre los hombros de Rosemund y la sentó, apilando las pieles a su alrededor como si fueran un nido-. ¿De acuerdo?
El broche que sir Bloet le había regalado a Rosemund estaba todavía en el cuello de la capa. La niña jugueteó con el cierre, las manos le temblaban un poco.
– ¿Vamos a Courcy? -preguntó.
– No -respondió Kivrin, y le prendió el broche. Io suiicien lui dami amo. Estás aquí en el lugar del amigo que amo-. Nos vamos a Escocia. Allí estaremos a salvo de la peste.
– ¿Creéis que mi padre ha muerto?
Kivrin vaciló.
– Mi madre dijo que sólo se había retrasado o que no podía venir. Dijo que tal vez mis hermanos estaban enfermos, y que vendría cuando se hubieran recuperado.
– Y tal vez tuviera razón -dijo Kivrin, colocando una piel alrededor de sus pies-. Le dejaremos una carta para que sepa adónde hemos ido.
Rosemund sacudió la cabeza.
– Si viviera, habría venido a buscarme.
Kivrin la envolvió con una colcha.
– Tengo que coger comida -dijo amablemente.
Rosemund asintió, y Kivrin fue a la cocina. Había un saco de cebollas contra una pared y otro de manzanas. Estaban arrugadas, y la mayoría tenía manchas marrones, pero Kivrin arrastró el saco afuera. No habría que cocerlas y todos necesitarían vitaminas antes de la primavera.
– ¿Te apetece una manzana? -le preguntó a Rosemund.
– Sí -respondió la niña, y Kivrin rebuscó en el saco, tratando de encontrar una que estuviera sana y sin arrugas. Limpió de tierra una marrón rojiza, la frotó contra sus calzas de cuero, y se la dio, sonriendo ante el recuerdo de lo buena que le habría sabido una manzana cuando estuvo enferma.
Pero después del primer mordisco, Rosemund pareció perder interés. Se apoyó contra el marco de la puerta y miró en silencio al cielo escuchando el rítmico repique de la campana de Roche.
Kivrin siguió rebuscando entre las manzanas, escogiendo las que merecía la pena llevar, y preguntándose cuántas podría cargar el burro. Tenían que llevar avena para el animal. No habría pasto, aunque cuando llegaran a Escocia encontrarían brezo que le serviría de alimento. No era necesario que llevaran agua. Había arroyos de sobra. Pero necesitarían una olla para hervirla.
– Vuestra gente no vino a recogeros -dijo Rosemund.
Kivrin levantó la cabeza. La niña estaba todavía apoyada en la puerta, con la manzana en la mano.
Sí vinieron, pensó, pero yo no estaba allí.
– No -dijo.
– ¿Creéis que la peste los ha matado?
– No -respondió Kivrin, y pensó, al menos no tengo que preocuparme por si están muertos o indefensos en alguna parte. Al menos sé que se encuentran bien.
– Cuando vaya con sir Bloet, le diré cómo nos habéis ayudado -dijo Rosemund-. Le pediré que el padre Roche y vos os quedéis conmigo -alzó la cabeza con orgullo-. Se me permiten mis propios sirvientes y un capellán.
– Gracias -dijo Kivrin, solemne.
Colocó el saco de manzanas buenas junto al de queso y pan. La campana se detuvo y su eco se difundió todavía en el aire frío. Cogió el cubo y lo bajó al pozo.
Cocinaría unas gachas y le añadiría las manzanas pasadas. Sería una buena comida para el viaje.
La manzana de Rosemund rodó ante sus pies hasta la base del pozo y se detuvo allí.
Kivrin se agachó para recogerla. Sólo tenía un bocadito, blanco contra la roja piel. Kivrin la frotó contra su pelliza.
– Se te ha caído la manzana -señaló, y se volvió para dársela.
Todavía tenía la mano abierta, como si se hubiera inclinado a cogerla cuando cayó.
– Oh, Rosemund.
El padre Roche y yo nos vamos a Escocia. A decir verdad no tiene sentido contarle esto, supongo, puesto que nunca oirá lo que hay en este grabador, pero quizás alguien lo encuentre en algún páramo un día, o la señora Montoya haga una excavación en el norte de Escocia cuando termine en Skendgate, y si eso sucede, quiero que sepa usted lo que nos ha pasado.
Sé que huir es probablemente lo peor que podemos hacer, pero tengo que sacar al padre Roche de aquí. Toda la casa está contaminada por la peste: camas, ropa, el aire, y las ratas campan por todas partes. Vi una en la iglesia cuando fui a coger el alba y la estola de Roche para el funeral de Rosemund. Y aunque no la contraiga por ellas, la plaga se cierne a nuestro alrededor, y nunca podré convencerle de que se quede aquí. Querrá ir y ayudar.
Nos mantendremos apartados de los caminos y los poblados. Tenemos comida suficiente para una semana, y entonces estaremos lo bastante lejos al norte para poder comprar comida en alguna aldea. El clérigo tenía una bolsa con monedas de plata. Y no se preocupe. Estaremos bien. Como diría el señor Gilchrist: «He tomado todas las precauciones posibles.»
Era más que probable que apocalíptico fuera el término adecuado para definir la posibilidad de rescatar a Kivrin. Dunworthy estaba agotado cuando Colin lo llevó de regreso a su habitación y volvía a tener fiebre.
– Descanse -dijo Colin, y le ayudó a meterse en la cama-. No puede tener una recaída si quiere ir a rescatar a Kivrin.
– Necesito ver a Badri y a Finch.
– Yo me encargaré de todo -le prometió Colin, y se marchó corriendo.
Necesitaría conseguir su alta y la de Badri, y equipo médico para la recogida, por si Kivrin estaba enferma. Necesitaría una vacuna contra la peste. Se preguntó cuánto tiempo haría falta para que surtiera efecto. Mary había dicho que había inmunizado a Kivrin mientras estaba en el hospital para que le implantaran el grabador. Eso fue dos semanas antes del lanzamiento, pero tal vez no era necesario tanto tiempo para conferir inmunidad.
La enfermera entró para comprobar su temperatura.
– Estoy terminando el turno -dijo, leyendo su parche.
– ¿Cuándo me darán de alta?
– ¿De alta? -ella se sorprendió-. Vaya, veo que se encuentra mucho mejor.
– Sí. ¿Cuándo?
Ella frunció el ceño.
– No es lo mismo dar un paseíto que marcharse a casa -ajustó el gotero-. No se agote.
Salió, y después de unos minutos Colin entró con Finch y el libro de la Edad Media.
– Se me ocurrió que a lo mejor lo necesitaría para disfraces y esas cosas -lo dejó caer sobre las piernas de Dunworthy-. Voy a buscar a Badri -se marchó corriendo.
– Tiene usted mucho mejor aspecto, señor -observó Finch-. Me alegro muchísimo. Me temo que es usted necesario en Balliol. Es la señora Gaddson. Ha acusado a Balliol de minar la salud de William. Dice que la tensión combinada de la epidemia y los estudios de Petrarca han acabado con su salud. Amenaza con acudir al decano de Historia.
– Dígale que lo intente. Basingame está en alguna parte de Escocia. Necesito que averigüe cuánto tiempo se necesita para una vacuna contra la peste bubónica, y que el laboratorio esté preparado para un lanzamiento.
– Lo estamos utilizando como almacén -objetó Finch-. Nos han llegado varios envíos de suministros desde Londres, aunque no de papel higiénico, a pesar de que solicité específicamente…
– Trasládelo todo al salón -ordenó Dunworthy-. Quiero que la red esté lista cuanto antes.
Colin abrió la puerta con el codo y empujó la silla de ruedas de Badri, usando el otro brazo y la rodilla para mantenerla abierta.
– Tuve que esquivar a la hermana -dijo, sin aliento. Acercó la silla a la cama.
– Quiero… -empezó a decir Dunworthy, y se detuvo al ver a Badri. Era imposible. Badri no estaba en condiciones de dirigir la red. Parecía agotado por el mero esfuerzo de haberse trasladado desde su pabellón, y tiraba del bolsillo de su bata como lo había hecho con el cinturón.
– Necesitamos dos RTN, un medidor de luz, y un portal -dijo Badri, y su voz también sonó agotada, pero la desesperación había desaparecido de ella-. Y necesitaremos autorizaciones para el lanzamiento y la recogida.
– ¿Y los manifestantes que había ante Brasenose? -preguntó Dunworthy-. ¿Intentarán impedir el lanzamiento?
– No -respondió Colin-. Están en la sede del Fondo Nacional. Pretenden clausurar la excavación.
Bien, pensó Dunworthy. Montoya estará demasiado ocupada intentando defender su iglesia contra los piquetes para interferir. Demasiado ocupada para buscar el grabador de Kivrin.
– ¿Qué más necesitarás? -le preguntó a Badri.
– Una memoria insular y un redundante para el backup -sacó una hoja de papel del bolsillo y la miró-. Y un enlace remoto para poder hacer comprobaciones de parámetros.
Seguidamente le tendió la lista a Dunworthy, quien a su vez se la pasó a Finch.
– También necesitaremos apoyo médico para Kivrin -añadió Dunworthy-, y quiero que instalen un teléfono en esta habitación.
Finch frunció el ceño ante la lista.
– Y no me diga que nos hemos quedado sin algo de eso -apuntó Dunworthy antes de que pudiera protestar-. Suplique, tómelo prestado o róbelo -se volvió a Badri-. ¿Necesitarás algo más?
– Sí, que me den de alta. Y me temo que eso será el mayor obstáculo.
– Tiene razón -dijo Colin-. La hermana nunca le dejará salir. Tuve que colarlo aquí.
– ¿Quién es tu médico? -preguntó Dunworthy.
– El doctor Gates, pero…
– Seguro que podremos explicarle la situación -le interrumpió Dunworthy-, explicarle que se trata de una emergencia.
Badri sacudió la cabeza.
– Lo último que puedo hacer es contarle las circunstancias. Le pedí que me diera de alta para abrir la red cuando estaba usted enfermo. No creía que estuviera bien, pero accedió, y entonces tuve la recaída…
Dunworthy le miró ansiosamente.
– ¿Estás seguro de que eres capaz de dirigir la red? Tal vez pueda conseguir a Andrews ahora que la epidemia está bajo control.
– No nos queda tiempo -alegó Badri-. Y fue culpa mía. Quiero dirigir la red. Tal vez el señor Finch pueda encontrar otro médico.
– Sí. Y dígale al mío que necesito hablar con él -cogió el libro de Colin-. Necesitaré un disfraz.
Pasó las páginas, buscando una ilustración de ropas medievales.
– Nada de correas, ni cremalleras, ni siquiera botones -encontró un retrato de Boccaccio y se lo mostró a Finch-. No creo que Siglo Veinte tenga nada. Llame a la Sociedad Dramática y mire a ver si tienen algo.
– Haré lo que pueda, señor -asintió Finch, contemplando la ilustración con el ceño fruncido.
La puerta se abrió de golpe y entró la hermana, airada.
– Señor Dunworthy, esto es un disparate -dijo con un tono que sin duda había causado bajas entre los terrores de la Segunda Guerra de las Malvinas-. Si no cuida de su propia salud, al menos podría respetar la de los otros pacientes -clavó sus ojos en Finch-. El señor Dunworthy no puede tener visitas.
Miró a Colin y le quitó la silla de ruedas de las manos.
– ¿En qué estaba pensando, señor Chaudhuri? -dijo, e hizo girar la silla con tanto ímpetu que la cabeza de Badri osciló hacia atrás-. Ya ha sufrido una recaída. No voy a permitir que tenga otra -lo empujó hasta la puerta.
– Ya le dije que no nos permitirían sacarlo -dijo Colin.
Ella abrió la puerta.
– No quiero visitas -le advirtió a Colin.
– Volveré -susurró el niño y pasó esquivándola.
Ella lo miró fijamente.
– No, si yo tengo algo que decir.
Al parecer, lo tenía. Colin no regresó hasta después que terminara su turno, y sólo para traerle a Badri el enlace remoto e informarle a Dunworthy sobre las vacunas contra la peste. Finch había telefoneado al ministerio. La vacuna tardaba dos semanas en dar inmunidad total, y siete días para la parcial.
– Y el señor Finch quiere saber si no debería ser vacunado contra el cólera y el tifus.
– No hay tiempo -dijo él. Tampoco lo había para vacunarse contra la peste. Kivrin ya llevaba allí más de tres semanas, y cada día que pasaba reducía sus posibilidades de sobrevivir. Y a él no iban a darlo de alta.
En cuanto Colin se marchó, llamó a la enfermera de William y le dijo que quería ver a su médico.
– Estoy listo para que me den de alta -aseguró.
Ella se echó a reír.
– Estoy completamente recuperado. Esta mañana he recorrido el pasillo tres veces.
Ella sacudió la cabeza.
– Las recaídas en este virus son enormemente altas. No puedo correr el riesgo -le sonrió-. ¿Adónde está tan decidido a ir? Sea lo que fuere, seguro que puede pasar otra semana sin usted.
– Es el principio del trimestre -alegó él, y advirtió que era cierto-. Por favor, dígale a mi médico que quiero verlo.
– El doctor Warden sólo le dirá lo mismo que yo.
Pero al parecer transmitió el mensaje, porque el médico volvió después del té.
Obviamente, era un jubilado que había vuelto al trabajo para ayudar con la epidemia. Contó una larga y absurda historia acerca de estados médicos durante la Pandemia y luego dijo, temblequeando:
– En mis tiempos manteníamos a la gente en el hospital hasta que se recuperaban del todo.
Dunworthy no intentó discutir con él. Esperó hasta que el médico y la vieja enfermera se perdieron tambaleándose pasillo abajo, compartiendo recuerdos de la Guerra de los Cien Años, y entonces se enganchó su sonda portátil y se dirigió a la cabina telefónica junto a Admisiones para que Finch le informara de sus progresos.
– La hermana no dejará instalar un teléfono en su habitación -dijo Finch-, pero tengo noticias sobre la peste. Una aplicación de inyecciones de estreptomicina junto con gammaglobulina y potenciación de leucocitos-T proporcionará inmunidad temporal y puede iniciarse doce horas antes de la exposición.
– Bien, búsqueme a un médico que me las aplique y autorice mi alta. Un médico joven. Y envíeme a Colin. ¿Está preparada la red?
– Casi, señor. He conseguido las autorizaciones necesarias para el lanzamiento y la recogida, y he localizado un enlace remoto. Iba a buscarlo ahora.
Colgó y Dunworthy regresó a la habitación. No le había mentido a la enfermera. Se encontraba más recuperado a cada momento, aunque sentía una presión en las costillas inferiores cuando llegó a la habitación. La señora Gaddson estaba allí, buscando ansiosamente en su Biblia plagas, fiebres y pestilencias.
– Léame Lucas 11, versículo 9 -pidió Dunworthy.
Ella lo buscó.
– «Y yo os digo: Pedid y se os dará -leyó, mirándolo con recelo-; buscad, y encontraréis, llamad y se os abrirán las puertas.»
La señora Taylor llegó al final de la hora de visita, con una cinta métrica.
– Colin me envió a tomarle las medidas -dijo-. La vieja bruja de ahí fuera no le deja entrar en la planta -le pasó la cinta alrededor de la cintura-. Tuve que decirle que iba a visitar a la señora Piantini. Extienda el brazo -ella estiró la cinta-. Se encuentra mucho mejor. Puede que incluso toque When at Last My Savior Cometh de Rimbaud con nosotras el día quince. Actuaremos para Santa Re-Formada, ya sabe, pero el ministerio ha ocupado su iglesia, así que el señor Finch ha sido tan amable de cedernos la capilla de Balliol. ¿Qué número de zapatos usa?
Ella anotó sus medidas, le aseguró que Colin iría a visitarlo al día siguiente y le dijo que no se preocupara, que la red estaba casi lista. Se marchó, posiblemente para visitar a la señora Piantini, y volvió unos minutos después con un mensaje de Badri.
«Señor Dunworthy, he hecho veinticuatro comprobaciones de parámetros -decía-. Las veinticuatro muestran un deslizamiento mínimo, once muestran un deslizamiento de menos de una hora, cinco de menos de cinco minutos. Voy a hacer comprobaciones de divergencia y DAR para intentar averiguar qué pasa.»
Yo ya sé lo que pasa, pensó Dunworthy. Es la Peste Negra. La función del deslizamiento era impedir interacciones que pudieran afectar la historia. Un deslizamiento de cinco minutos significaba que no había anacronismos, ningún encuentro crítico que el continuo debiera impedir. Significaba que el lanzamiento se realizaba a una zona deshabitada. Significaba que la peste había estado allí y que todos los contemporáneos habían muerto.
Colin no fue a verlo por la mañana, y después del almuerzo Dunworthy se acercó a la cabina telefónica y llamó a Finch.
– No he podido encontrar a un médico dispuesto a aceptar nuevos casos. He llamado a todos los médicos y enfermeros del perímetro. Muchos de ellos siguen con gripe -se disculpó Finch-, y varios…
Se interrumpió, pero Dunworthy supo qué había querido decir. Varios han muerto, incluyendo la que sin duda habría ayudado, la que le habría administrado las vacunas y dado el alta a Badri.
«Tía Mary no habría abandonado», había dicho Colin. No lo habría hecho, a pesar de la hermana y la señora Gaddson y el dolor bajo las costillas. Si estuviera aquí, le habría ayudado en todo lo posible.
Regresó a su habitación. La hermana había colocado en su puerta un enorme cartel que decía: «No se permite ninguna visita», pero ella no estaba en su mesa, ni en su habitación. Dentro le esperaba Colin, con un gran paquete mojado.
– La enfermera está en el pabellón -sonrió el niño-. La señora Piantini se desmayó muy convenientemente. Tendría que haberla visto. Es muy hábil -jugueteó con la cuerda-. La otra enfermera acaba de entrar en su turno, pero no tiene que preocuparse tampoco por ella. Está en la habitación de las sábanas con William Gaddson -abrió el paquete. Estaba lleno de ropa: un largo jubón negro y polainas negras, que no parecían ni remotamente medievales, y unas medias negras de mujer.
– ¿De dónde has sacado esto? ¿De un montaje de Hamlet?
– Ricardo III -dijo Colin-. Keble lo representó el trimestre pasado. Le quité la joroba.
– ¿Hay una capa? -preguntó Dunworthy, rebuscando entre las ropas-. Dile a Finch que me consiga una capa. Una capa larga que lo oculte todo.
– Vale -asintió Colin, ausente. Estaba distraído con la cinta de su chaqueta verde. Se abrió, y Colin se la quitó de los hombros-. ¿Bien? ¿Qué le parece?
Lo había hecho considerablemente mejor que Finch. Las botas no eran adecuadas (parecían un par de Wellingtons de jardinero), pero la saya de arpillera marrón y los pantalones grises e informes parecían la ilustración de un siervo del libro.
– Los pantalones tienen cremallera -señaló-, pero debajo de la camisa no se ve. Lo copié de un libro. Se supone que soy su escudero.
Dunworthy tendría que haberlo esperado.
– Colin, no puedes venir conmigo.
– ¿Por qué no? Yo le ayudaré a encontrarla. Soy muy hábil encontrando cosas.
– Es imposible. La…
– Oh, ahora va a decirme lo peligrosa que es la Edad Media, ¿no? Bueno, esto también es bastante peligroso, ¿no? Mire qué le pasó a tía Mary. Habría estado más segura en la Edad Media, ¿no? He estado haciendo montones de cosas peligrosas. Llevando medicinas a la gente y colocando carteles en los pabellones. Mientras usted estuvo enfermo, hice todo tipo de cosas peligrosas que ni siquiera sabe…
– Colin…
– Es usted demasiado viejo para ir solo. Y tía Mary me pidió que le cuidara. ¿Y si sufre una recaída?
– Colin…
– A mi madre no le importa que vaya.
– Pero a mí sí. No puedo llevarte conmigo.
– Entonces tengo que sentarme aquí a esperar -se lamentó amargamente-, y nadie me dirá nada, y no sabré si está usted vivo o muerto -cogió su chaqueta-. Es una injusticia.
– Lo sé.
– ¿Puedo ir al laboratorio, al menos?
– Sí.
– Todavía pienso que debería dejarme ir -insistió. Empezó a doblar los leotardos-. ¿Dejo aquí su disfraz?
– Será mejor que no. La hermana podría confiscarlo.
– ¿Qué está pasando aquí, señor Dunworthy? -preguntó la señora Gaddson.
Los dos dieron un respingo. La mujer entró en la habitación con su Biblia en ristre.
– Colin ha estado recogiendo ropa -explicó Dunworthy, ayudándole a hacer un paquete-. Son para los retenidos.
– Pasar ropa de una persona a otra es un modo excelente de propagar la infección -le dijo ella a Dunworthy.
Colin recogió el paquete y se marchó.
– ¡Y permitir que un niño entre aquí y pille algo! Se ofreció a venir y acompañarme a casa desde el hospital anoche, y le dije: «¡No permitiré que arriesgues tu salud por mí!»
Se sentó junto a la cama y abrió la Biblia.
– No me parece prudente que ese jovencito le visite. Pero supongo que es lo que cabría esperar dada la manera en que dirige su colegio. En su ausencia, el señor Finch se ha convertido en un auténtico tirano. Me echó con malos modos ayer, cuando solicité otro rollo de papel higiénico…
– Quiero ver a William -dijo Dunworthy.
– ¡Aquí! -estalló-. ¿En el hospital? -cerró la Biblia de golpe-. No lo permitiré. Sigue habiendo muchos casos infecciosos y el pobre Willy…
Está en la habitación de las sábanas con mi enfermera, pensó él.
– Dígale que deseo verlo cuanto antes.
Ella agitó la Biblia ante Dunworthy. Era la viva imagen de Moisés anunciando las plagas de Egipto.
– Pienso informar al decano de Historia de su fría indiferencia por el bienestar de sus alumnos -amenazó, y se marchó.
La oyó quejarse en voz alta a alguien en el pasillo, presumiblemente la enfermera, porque William apareció casi de inmediato, ordenándose el pelo.
– Necesito inyecciones de estreptomicina y gammaglobulina -le dijo Dunworthy-. También necesitaré que me den de alta, igual que Badri Chaudhuri.
El asintió.
– Lo sé. Colin me dijo que intentaría recuperar a su historiadora -pareció reflexionar-. Conozco a una enfermera…
– Una enfermera no puede poner una inyección sin la autorización de un médico, y en Altas también necesitarán autorización.
– Conozco a una chica en Archivos. ¿Para cuándo lo quiere?
– Cuanto antes.
– Me pondré en marcha. A lo mejor tardo un par o tres de días -dijo, y se marchó-. Vi a Kivrin una vez. Fue a Balliol para verle. Es muy bonita, ¿verdad?
Tengo que acordarme de advertirle sobre él, pensó Dunworthy, y se dio cuenta de que había empezado a confiar en poder rescatarla a pesar de todo. Aguanta, pensó, ya voy. Sólo dos o tres días.
Pasó la tarde caminando arriba y abajo por el pasillo, intentando recuperar fuerzas. El pabellón de Badri tenía un cartel de «No se permite ninguna visita» en cada puerta, y la hermana le miraba con un ojo azul acuoso cada vez que se acercaba a ellas.
Colin entró, empapado y sin aliento, con un par de botas para Dunworthy.
– Tiene guardias por todas partes -dijo-. El señor Finch dice que la red está lista, pero no encuentra a nadie para proveer ayuda médica.
– Pídele a William que se encargue de eso. Se ocupa de las altas y de la inyección de estreptomicina.
– Lo sé. Tengo que entregarle un mensaje suyo a Badri. Enseguida vuelvo.
No volvió, ni tampoco apareció William. Cuando Dunworthy se acercó al teléfono para llamar a Balliol, la hermana lo cogió a medio camino y lo escoltó de regreso a su habitación. O sus defensas reforzadas incluían a la señora Gaddson, o ésta todavía estaba enfadada con Dunworthy por causa de William. No apareció en toda la tarde.
Justo después del té, una bonita enfermera a la que nunca había visto antes entró con una jeringuilla.
– Han llamado a la hermana a una emergencia.
– ¿Qué es eso? -preguntó él, señalando la jeringuilla.
Ella tecleó en la consola con un dedo de su mano libre. Miró la pantalla, tecleó unos cuantos caracteres más, y se acercó para inyectarlo.
– Estreptomicina -dijo.
No parecía nerviosa o furtiva, lo cual significaba que de algún modo William debía de haber conseguido la autorización. Inyectó la larga jeringuilla en la cánula, le sonrió, y salió. Había dejado la consola conectada. Dunworthy se levantó de la cama y fue a leer lo que había en la pantalla.
Era su historial. Lo reconoció porque se parecía al de Badri y era igual de ilegible. La última entrada decía: «ICU15802691 14-1-55 1805 150/RPT 1800 CRS IMSTMC 4ML/q6h NHS40-211-7 M. AHRENS.»
Se sentó en la cama. Oh, Mary.
William debía de haber obtenido su código de acceso, quizá gracias a su amiga de Archivos, y lo había introducido en el ordenador. Sin duda Archivos iba retrasado, atascado con el papeleo de la epidemia, y todavía no había recibido la noticia de la muerte de Mary. Encontrarían el error algún día, aunque sin duda el ingenioso William ya habría dispuesto que se borrara.
Corrió hacia atrás la pantalla de su historial. Había entradas de M. Ahrens hasta el 8-1-55, el día en que ella murió. Debía de haberle atendido hasta que ya no pudo más. No le extrañaba que su corazón se hubiera detenido.
Desconectó la pantalla para que la hermana no pudiera ver la entrada y volvió a la cama. Se preguntó si William había preparado firmar también las altas con el mismo nombre. Eso esperaba. Ella habría querido ayudar.
No fue a verlo nadie en toda la noche. La hermana entró para comprobar su taquiobrazalete y darle el temp de las ocho, e introdujo los datos en la consola, pero no pareció advertir nada. A las diez entró una segunda enfermera, también muy guapa, repitió la inyección de estreptomicina y le dio una de gammaglobulina.
Dejó la pantalla conectada, y Dunworthy se tumbó y vio el nombre de Mary. No se creía capaz de dormir, pero lo hizo. Soñó con Egipto y el Valle de los Reyes.
– Señor Dunworthy, despierte -susurró Colin. Le estaba apuntando a la cara con una linterna de bolsillo.
– ¿Quién es? -dijo Dunworthy, parpadeando contra la luz. Buscó sus gafas a tientas-. ¿Qué pasa?
– Soy yo, Colin -volvió la linterna sobre sí mismo. Por algún motivo desconocido, llevaba una gran bata blanca de laboratorio, y su expresión parecía forzada, siniestra bajo la luz de la linterna.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Dunworthy.
– Nada -susurró Colin-. Tiene usted el alta.
Dunworthy se enganchó las gafas tras las orejas. Seguía sin ver nada.
– ¿Qué hora es?
– Las cuatro -le tendió las zapatillas y apuntó al armario con la linterna-. Dése prisa -cogió la bata de Dunworthy y se la entregó-. Ella puede volver en cualquier momento.
Dunworthy se puso torpemente la bata y las zapatillas, intentando despertarse, preguntándose por qué le daban de alta a aquella hora tan extraña y dónde estaba la hermana.
Colin fue a la puerta y se asomó. Apagó la linterna, se la guardó en el bolsillo de su bata demasiado grande, y cerró la puerta. Tras un largo momento de tensión, la abrió ligeramente y miró.
– Todo está despejado -dijo, haciendo señas a Dunworthy-. Se la ha llevado a la habitación de las sábanas.
– ¿A quién, a la enfermera? -preguntó Dunworthy, todavía adormilado-. ¿Por qué está ella de servicio?
– A la enfermera joven no. A la hermana. William la entretendrá allí mientras nos vamos.
– ¿Y la señora Gaddson?
Colin pareció tímido.
– Le está leyendo al señor Latimer -dijo a la defensiva-. Tenía que hacer algo con ella, y de todas formas el señor Latimer no la oye -abrió del todo la puerta. Había una silla de ruedas fuera. Cogió los manillares.
– Puedo andar -protestó Dunworthy.
– No hay tiempo. Y si alguien nos ve, siempre puedo decir que le llevo a Rayos.
Dunworthy se sentó y dejó que Colin lo empujara pasillo abajo, más allá del cuarto de las sábanas y de la habitación de Latimer. Oyó tenuemente la voz de la señora Gaddson a través de la puerta, una lectura del Éxodo.
Colin continuó de puntillas hasta el fondo del pasillo y luego emprendió una carrera que no podría interpretarse como que llevara a nadie a Rayos; recorrió otro pasillo, dobló una esquina y salió por la puerta lateral donde les había asaltado el tipo del cartel «El fin del mundo se acerca».
El callejón estaba completamente oscuro y llovía intensamente. Dunworthy sólo distinguió la ambulancia aparcada al fondo de la calle. Colin llamó a la puerta trasera con el puño y una camillera se bajó. Era la auxiliar que había ayudado a entrar a Badri y que formó parte del piquete ante Brasenose.
– ¿Puede subir? -preguntó, ruborizada.
Dunworthy asintió y se levantó.
– Cierra las puertas -le indicó a Colin, y rodeó la ambulancia.
– No me lo digas, es amiga de William -dijo Dunworthy, mirándola.
– Por supuesto -contestó Colin-. Me preguntó qué tipo de suegra pensaba yo que sería la señora Gaddson -lo ayudó a subir a la ambulancia.
– ¿Dónde está Badri? -preguntó Dunworthy, secándose la lluvia de las gafas.
Colin cerró las puertas.
– En Balliol. Lo llevamos primero, para que preparara la red -miró ansiosamente por la ventana trasera-. Espero que la hermana no haga sonar la alarma antes de que nos vayamos.
– Yo no me preocuparía por eso -dijo Dunworthy. Evidentemente, había subestimado los poderes de William. La vieja hermana probablemente estaría sentada en el regazo de William, bordando sus iniciales conjuntas en las toallas.
Colin encendió la linterna y apuntó a la camilla.
– He traído su disfraz -informó y tendió a Dunworthy el jubón negro.
Dunworthy se quitó la bata y se lo puso. La ambulancia aceleró y estuvo a punto de caerse. Se sentó en el banco, preparándose contra el traqueteo del viaje, y se puso los leotardos negros.
La auxiliar de William no había conectado la sirena, pero conducía a tal velocidad que debería haberlo hecho. Dunworthy se agarró a la correílla con una mano y se puso las polainas con la otra, y Colin, que cogía las botas, por poco da una voltereta.
– Le encontramos una capa. El señor Finch la pidió prestada a la Sociedad de Teatro Clásico -la sacó. Era victoriana, negra y forrada de seda roja. La pasó sobre los hombros de Dunworthy.
– ¿Qué estaban montando? ¿Drácula?
La ambulancia frenó de golpe y la auxiliar abrió las puertas. Colin ayudó a Dunworthy a bajar, sujetando la cola de la enorme capa como si fuera un paje. Corrieron a la puerta. La lluvia golpeteaba con fuerza sobre las piedras, pero por debajo se oía un sonido metálico.
– ¿Qué es eso? -le preguntó Dunworthy, observando el oscuro patio.
– When at Last My Savior Cometh -dijo Colin-. Las americanas están ensayando. Necrótico, ¿verdad?
– La señora Gaddson dijo que practicaban a todas horas, pero no tenía ni idea de que fuera a las cinco de la mañana.
– El concierto es esta noche.
– ¿Esta noche? -se extrañó Dunworthy, y advirtió que era día quince. El seis del calendario juliano. Epifanía. La llegada de los Reyes Magos.
Finch corrió hacia ellos con un paraguas.
– Lamento llegar tarde, pero no encontraba ningún paraguas. No tiene usted ni idea de cuántos de los retenidos se van y los olvidan por ahí. Sobre todo las americanas…
Dunworthy empezó a cruzar el patio.
– ¿Está todo preparado?
– El apoyo médico no ha llegado todavía -dijo Finch, intentando sostener el paraguas sobre la cabeza de Dunworthy-, pero William Gaddson acaba de llamar para decir que todo estaba listo y que vendría dentro de poco.
Dunworthy no se sorprendería si le hubiera dicho a la hermana que se presentara voluntaria para el trabajo.
– Espero que William nunca decida consagrar su vida al crimen -dijo.
– Oh, no lo creo, señor. Su madre nunca lo permitiría -corrió unos pocos pasos, intentando no quedarse rezagado-. El señor Chaudhuri está estableciendo las coordenadas preliminares. Y la señora Montoya está aquí.
Dunworthy se detuvo.
– ¿Montoya? ¿Qué pasa?
– No lo sé, señor. Dijo que tenía información para usted.
Ahora no, pensó. No cuando estaban tan cerca.
Entró en el laboratorio. Badri se encontraba ante la consola, y Montoya, con su cazadora y sus vaqueros embarrados, estaba a su lado, contemplando la pantalla. Badri le dijo algo, y ella sacudió la cabeza y miró su digital. Levantó la cabeza, y cuando vio a Dunworthy, una expresión de compasión asomó a su rostro. Se levantó y rebuscó en el bolsillo de su camisa.
No, pensó Dunworthy.
Se acercó a él.
– No sabía que planeaba usted esto -dijo, sacando un papel doblado-. Quiero ayudar -le tendió el papel-. Es la información con que contaba Kivrin cuando atravesó.
Él miró el papel. Era un mapa.
– Éste es el lugar de llegada -Montoya señaló una cruz sobre una línea negra-. Y esto es Skendgate. Lo reconocerá por la iglesia. Es normanda, con murales sobre la reja y una imagen de san Antón -le sonrió-. El santo patrón de los objetos perdidos. Encontré la imagen ayer.
Señaló otras cruces.
– Si por alguna circunstancia no fue a Skendgate, las aldeas más probables son Esthcote, Henefelde y Shrivendun. He apuntado sus características distintivas por detrás.
Badri se levantó y se acercó. Parecía aún más frágil que en el hospital, aunque parecía imposible, y se movía despacio, como el anciano en que se había convertido.
– Sigo recibiendo un deslizamiento mínimo, sean cuales sean las variables que introduzca -dijo. Se llevó una mano a las costillas-. Estoy haciendo un intermitente, abriendo a intervalos de cinco minutos a dos horas. De esa forma podremos mantener la red abierta hasta veinticuatro horas, treinta y seis con un poco de suerte.
Dunworthy se preguntó cuántos de aquellos intervalos de dos horas soportaría Badri. Ya parecía agotado.
– Cuando vea el titilar o los principios de la condensación de humedad, entre en la zona de encuentro -prosiguió Badri.
– ¿Y si está oscuro? -preguntó Colin. Se había quitado la bata de laboratorio, y Dunworthy vio que llevaba su disfraz de escudero.
– De todas formas vería el titilar, y además le llamaríamos -dijo Badri. Emitió un gruñido y volvió a llevarse la mano al costado-. ¿Ha sido inmunizado?
– Sí.
– Bien. Entonces sólo nos falta el apoyo médico -Miró intensamente a Dunworthy-. ¿Está seguro de que se encuentra bien para hacer esto?
– ¿Y tú? -preguntó Dunworthy.
La puerta se abrió y entró la enfermera de William, vestida con un impermeable. Se ruborizó al ver a Dunworthy.
– William dijo que necesitarían apoyo médico. ¿Dónde quieren que me coloque?
Desde luego, tengo que acordarme de advertir a Kivrin contra él, pensó Dunworthy. Badri le mostró a la enfermera dónde quería que estuviese y Colin fue corriendo a buscar su equipo.
Montoya condujo a Dunworthy a un círculo de tiza bajo los escudos.
– ¿Piensa llevarse las gafas?
– Sí. Podrá excavarlas en su cementerio.
– Estoy segura de que no estarán allí -declaró ella solemnemente-. ¿Quiere estar sentado o tendido?
Él pensó en Kivrin, tendida con el brazo sobre el rostro, indefensa y ciega.
– Estaré de pie -decidió.
Colin volvió con un baúl. Lo colocó junto a la consola y se acercó a la red.
– No tiene sentido que vaya solo.
– Tengo que ir solo, Colin.
– ¿Por qué?
– Es demasiado peligroso. No puedes imaginar cómo fue la Peste Negra.
– Sí que puedo. Me he leído todo el libro dos veces, y me han puesto la… -se interrumpió-. Sé todo lo necesario sobre la Peste Negra. Además, si fuese tan peligroso, usted no debería ir tampoco. Le prometo que no le daré la lata.
– Colin, estás bajo mi custodia. No puedo correr el riesgo.
Badri se acercó a la red con un medidor de luz.
– La enfermera necesita ayuda con el resto del equipo -dijo.
– Si no vuelve usted, nunca sabré qué le ha pasado -insistió Colin. Dio media vuelta y salió corriendo.
Badri hizo un lento circuito alrededor de Dunworthy, tomando medidas. Frunció el ceño, lo cogió por el codo, tomó más medidas. La enfermera se acercó con una jeringuilla. Dunworthy se subió la manga del jubón.
– Quiero que sepa que no apruebo nada de esto -advirtió, pinchando el brazo de Dunworthy-. Ustedes dos tendrían que estar en el hospital -retiró la jeringuilla y volvió a su baúl.
Badri esperó mientras Dunworthy se bajaba la manga y entonces movió el brazo, tomó más medidas, lo movió de nuevo.
Colin entró con una unidad sean y salió sin mirar a Dunworthy.
Éste vio que las pantallas cambiaban una y otra vez. Oía a las campaneras, un sonido casi musical con la puerta cerrada.
Colin abrió la puerta y las campanas tañeron salvajemente por un instante mientras el muchacho introducía un segundo baúl.
Colin lo arrastró hasta la enfermera y entonces se acercó a la consola y se colocó junto a Montoya, viendo cómo las pantallas generaban números. Dunworthy deseó haberles dicho que atravesaría sentado. Las botas le lastimaban los pies y estaba cansado por el esfuerzo de permanecer de pie.
Badri volvió a hablar al oído y los escudos bajaron, tocaron el suelo, se alzaron un poco. Colin le dijo algo a Montoya, y ella alzó la cabeza, frunció el ceño y luego asintió, finalmente se volvió hacia la pantalla. Colin se acercó a la red.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Dunworthy.
– Una de las cortinas se ha enganchado -dijo Colin. Se acercó al otro lado y tiró del pliegue.
– ¿Listo? -preguntó Badri.
– Sí -dijo Colin, y volvió hacia la puerta-. No, espere -se acercó a los escudos-. ¿No debería quitarse las gafas, por si alguien le ve atravesar?
Dunworthy se quitó las gafas y se las guardó en el jubón.
– Si no vuelve, iré a buscarle -prometió Colin, y retrocedió-. Listo -exclamó.
Dunworthy miró las pantallas. Sólo eran un borrón, igual que Montoya, que se apoyaba en el hombro de Badri. Miró el digital.
Badri le habló al oído.
Dunworthy cerró los ojos.
Oía a las campaneras tocando When at Last My Savior Cometh.
Los abrió de nuevo.
– Ahora -indicó Badri. Pulsó un botón y Colin saltó hacia los escudos, justo a los brazos de Dunworthy.
Enterraron a Rosemund en la tumba que el senescal había cavado para ella. «Necesitaréis estas tumbas», había dicho, y tuvo razón. Nunca habrían conseguido cavarla ellos solos. Ya les resultó bastante difícil sacar a la niña al prado.
La colocaron en el suelo junto a la tumba. Parecía imposiblemente delgada, consumida casi hasta la nada. Los dedos de la mano derecha, todavía en el rictus de coger la manzana que había dejado caer, no eran más que huesos.
– ¿La oísteis en confesión? -preguntó Roche.
– Sí -dijo Kivrin, y le pareció que no faltaba a la verdad. Rosemund había confesado tener miedo de la oscuridad, de la peste y a estar sola, dijo que amaba a su padre y era consciente de que nunca volvería a verlo. Todas las cosas que ella misma no se atrevía a confesar.
Kivrin desabrochó el alfiler que sir Bloet le había regalado a Rosemund y la envolvió en la capa hasta cubrirle la cabeza, y Roche la cogió en brazos como si fuera una niña dormida y bajó a la tumba.
Tuvo problemas para salir, y Kivrin tuvo que agarrar sus grandes manos y tirar de él. Y cuando empezó las oraciones por los muertos, Roche dijo:
– Domine, ad adjuvandum me festina.
Kivrin le miró ansiosamente. Debemos salir de aquí antes de que también él la contraiga, pensó, y no le corrigió. No tenemos ni un momento que perder.
– Dormiunt in somno pacis -concluyó Roche, y cogió la pala y empezó a llenar la tumba.
Le pareció que tardaba una eternidad. Kivrin le ayudó, arrojando tierra al montón que se había convertido en una sólida masa congelada y tratando de calcular hasta dónde llegarían antes del anochecer. Todavía no era mediodía. Si se marchaban pronto, podrían atravesar Wychwood y cruzar la carretera de Oxford a Bath para dirigirse a la meseta central. Podrían estar en Escocia en menos de una semana, cerca de Invercassley o de Dornoch, donde nunca llegó la peste.
– Padre Roche -dijo en cuanto él empezó a alisar la tierra con el plano de la pala-. Tenemos que marcharnos a Escocia.
– ¿Escocia? -se extrañó él, como si nunca hubiera oído hablar de aquel lugar.
– Sí. Tenemos que irnos de aquí. Debemos coger el burro e ir a Escocia.
Él asintió.
– Bien, nos llevaremos los sacramentos. Pero antes tengo que tocar la campana por Rosemund, para que su alma pase al cielo.
Kivrin quiso decirle que no, que no había tiempo, que debían marcharse enseguida, inmediatamente, pero asintió.
– Recogeré a Balaam -dijo.
Roche se dirigió al campanario y ella corrió al granero antes de que el sacerdote llegara siquiera. Quería ponerse en marcha a toda prisa, antes de que sucediera nada más, como si la peste esperara para saltarles encima como el hombre del saco que se escondía en la iglesia o el lagar o el granero.
Cruzó corriendo el patio, entró en el establo y sacó al burro. Empezó a atarle las alforjas.
La campana sonó una vez y luego guardó silencio. Kivrin se detuvo, con la cincha en la mano, y prestando atención, esperando a que volviera a sonar. Tres golpes por una mujer, pensó, y comprendió por qué Roche se había detenido. Uno por cada niño. Oh, Rosemund.
Ató la cincha y empezó a llenar las alforjas. Eran demasiado pequeñas para contenerlo todo. Tendría que atar también sacos. Llenó una bolsa con avena para el burro, apilándola del montón con las dos manos y derramándola por el suelo sucio, y la ató con una burda cuerda que colgaba del establo del pony de Agnes. La cuerda estaba atada al establo con un grueso nudo que no consiguió soltar. Acabó corriendo hacia la cocina en busca de un cuchillo y regresó, con los sacos de comida que había recogido antes.
Cortó la cuerda y luego volvió a cortarla en secciones más pequeñas, soltó el cuchillo, y salió a buscar el burro. El animal intentaba mordisquear el saco de avena. Kivrin ató el saco junto con las otras bolsas en el lomo del burro con los trozos de cuerda y condujo al animal hasta la iglesia.
Roche no aparecía por ninguna parte. Kivrin todavía tenía que coger las mantas y las velas, pero quería meter los sacramentos en las alforjas primero. Comida, avena, mantas, velas. ¿Qué más debía llevarse?
Roche apareció en la puerta. No traía nada.
– ¿Dónde están los sacramentos? -preguntó ella.
Él no respondió. Se apoyó un instante contra la puerta de la iglesia, mirándola, y la expresión de su rostro era la misma que cuando fue a hablarle del molinero. Pero todos han muerto, pensó, ya no queda nadie.
– Voy a tocar la campana -dijo, y se dirigió al campanario.
– Ya la habéis tocado. No hay tiempo para un funeral. Tenemos que marcharnos a Escocia -ató al burro a la puerta, sus dedos helados maniobrando torpemente con la burda cuerda, y corrió tras él. Lo cogió por la manga-. ¿Qué pasa?
Roche se volvió casi violentamente, y la expresión de su rostro la asustó. Parecía un asesino.
– Debo tocar vísperas -adujo, y se liberó bruscamente de su mano.
Oh, no, pensó Kivrin.
– Sólo es mediodía. Aún no es hora de vísperas.
Sólo está cansado, pensó. Los dos estamos tan cansados que lo confundimos todo. Volvió a agarrarlo por la manga.
– Venid, padre. Debemos partir si queremos haber salido del bosque al anochecer.
– Ya ha pasado la hora, y no las he tocado todavía. Lady Imeyne se enfadará.
Oh, no, pensó ella, oh, no, no.
– Yo la tocaré -manifestó, y se plantó ante él para detenerlo-. Entrad en la casa y descansad.
– Está oscureciendo -barbotó él, furioso. Abrió la boca como para gritarle, y expulsó un gran borbotón de vómito y sangre que manchó la pelliza de Kivrin.
Oh, no, oh, no, oh, no.
Él contempló asombrado la pelliza empapada. La violencia había desaparecido de su rostro.
– Vamos, debéis acostaros -dijo Kivrin, pensando que nunca llegaría a la casa.
– ¿Estoy enfermo? -preguntó él, todavía mirando la pelliza cubierta de sangre.
– No. Sólo estáis agotado; debéis descansar.
Lo condujo a la iglesia.
El sacerdote tropezó, y Kivrin pensó que si se caía, nunca conseguiría levantarlo. Lo ayudó a entrar, manteniendo la puerta abierta con la espalda, y lo sentó contra la pared.
– Temo que el trabajo me ha agotado -murmuró él y apoyó la cabeza contra las piedras-. Me gustaría dormir un poco.
– Sí, dormid.
En cuanto cerró los ojos, Kivrin corrió a la casa a buscar mantas y un almohadón para hacerle un jergón. Cuando regresó, él ya no estaba allí.
– ¡Roche! -llamó, tratando de ver en la oscura nave-. ¿Dónde estáis?
No hubo respuesta. Salió de nuevo, todavía apretando las mantas contra su pecho, pero no lo encontró en el campanario ni en el patio de la iglesia, y sin duda no podría haber llegado a la casa. Regresó corriendo a la iglesia y lo encontró allí, arrodillado delante de la imagen de santa Catalina.
– Deberíais acostaros -dijo y extendió las mantas en el suelo.
Él se tumbó obediente, y Kivrin le colocó el almohadón detrás de la cabeza.
– Es la peste, ¿verdad? -preguntó, mirándola.
– No -contestó Kivrin, arropándolo-. Estáis cansado, eso es todo. Intentad dormir.
Se tendió de lado, apartándose de ella, pero unos pocos minutos después se sentó y se quitó las mantas. La expresión asesina había regresado.
– Debo tocar la campana de vísperas -declaró, acusador, y Kivrin apenas pudo impedir que se levantara. Cuando volvió a dormirse, ella hizo tiras con su ajada pelliza y le ató las manos a la reja.
– No le hagas esto -murmuraba Kivrin una y otra vez, sin ser consciente de ello-. ¡Por favor! ¡Por favor! No le hagas esto.
Él abrió los ojos.
– Sin ninguna duda Dios oirá tan fervientes plegarias -musitó, y se sumergió en un sueño más profundo y tranquilo.
Kivrin salió, descargó al burro y lo desató, recogió los sacos de comida y la linterna y lo llevó todo a la iglesia. El padre Roche dormía aún. Kivrin salió de nuevo, cruzó corriendo el patio y llenó un cubo de agua.
Él seguía sin despertar, pero cuando Kivrin rasgó una tira del mantel del altar y le lavó la frente con ella, dijo, sin abrir los ojos:
– Temía que os hubierais ido.
Ella le limpió la sangre seca de la boca.
– No me iría a Escocia sin vos.
– A Escocia no. Al cielo.
Kivrin comió un poco del pan rancio y el queso del saco y trató de dormir, pero hacía demasiado frío. Cuando Roche se volvió y suspiró en sueños, vio que su aliento formaba una nube.
Encendió una hoguera, tras derribar la valla de una de las chozas y apilar los palos delante de la reja, pero la iglesia se llenó de humo, incluso con las puertas abiertas. Roche tosió y vomitó de nuevo. Esta vez era casi todo sangre. Ella apagó el fuego e hizo otros dos viajes apresurados en busca de tantas pieles y mantas como pudo hallar, y formó una especie de nido con ellas.
Por la noche, el sacerdote tuvo más fiebre. Pataleó y maldijo a Kivrin, casi siempre con palabras que ella no comprendía, aunque una vez dijo claramente:
– ¡Vete, maldito seas! -y luego repitió varias veces, furiosamente-: ¡Está oscuro!
Kivrin trajo las velas del altar y de lo alto de la reja y las colocó delante de la imagen de santa Catalina. Cuando sus delirios sobre la oscuridad arreciaban, las encendía y volvía a taparlo, y eso parecía aliviarlo un poco.
La fiebre le subió y los dientes le castañetearon a pesar de las mantas. A Kivrin le pareció que su tez estaba ya oscura por las venas que reventaban bajo la piel. No le hagas esto. Por favor.
Por la mañana mejoró. Descubrió que su piel no se había ennegrecido, era sólo la débil luz de las velas lo que le había dado una apariencia moteada. La fiebre le bajó un poco y estuvo durmiendo durante toda la mañana y casi toda la tarde, sin vomitar. Kivrin salió a por más agua antes de que oscureciera.
Algunas personas se recuperaban espontáneamente y algunas se salvaban con sus oraciones. No todos los contagiados morían.
La tasa de mortalidad de la peste neumónica era sólo del noventa por ciento.
Roche estaba despierto cuando ella entró, tendido en un charco de luz. Kivrin se arrodilló y le acercó un cuenco de agua, sosteniéndole la cabeza para que pudiera beber.
– Es el mal azul -murmuró él cuando ella le soltó la cabeza.
– No vais a morir -aseguró Kivrin. Noventa por ciento. Noventa por ciento.
– Debéis oír mi confesión.
No. No podía morir. Se quedaría allí sola. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.
– Bendígame, padre, pues he pecado -empezó a decir él, en latín.
No había pecado. Había atendido a los enfermos, confesado a los moribundos, enterrado a los muertos. Era Dios quien tendría que suplicar perdón.
– … de pensamiento, palabra, obra y omisión. Me enfadé con lady Imeyne. Le grité a Maisry -tragó saliva-. Tuve pensamientos carnales con una santa del Señor.
Pensamientos carnales.
– Pido humildemente perdón a Dios, y vuestra absolución, padre, si me consideráis digno.
No hay nada que perdonar, quiso decir ella. Tus pecados no son tales. Pensamientos carnales. Sostuvimos a Rosemund, impedimos que entrara en la aldea un niño inofensivo, enterramos a un bebé de seis meses. Es el fin del mundo. Sin duda se te pueden permitir unos cuantos pensamientos carnales.
Alzó la mano, indefensa, incapaz de pronunciar las palabras de la absolución, pero él no pareció advertirlo.
– Oh, Dios mío -oró-. Lamento de todo corazón el haberos ofendido.
Ofendido. Tú eres el santo del Señor, quiso decirle, ¿y dónde demonios está Él? ¿Por qué no viene y te salva?
No quedaba aceite. Kivrin introdujo los dedos en el cubo y le hizo la señal de la cruz sobre los ojos y oídos, la nariz y la boca, sobre las manos que habían sostenido las suyas cuando estaba muriéndose.
– Quid quid deliquiste -dijo él, y ella metió de nuevo la mano en el agua y le hizo la señal de la cruz sobre las plantas de los pies.
– Libera nos, quaesumus, Domine -instó él.
– Ab omnibus malis -rezó Kivrin-, praeteritis, praesentibus, et futuris.
Te pedimos, Señor, que nos libres de todo pecado, presente, pasado y futuro.
– Perducat te ad vitam aeternam -murmuró él.
Y llévanos a la vida eterna.
– Amén -dijo Kivrin, y se inclinó hacia delante para detener la sangre que le brotaba de la boca.
Roche estuvo vomitando el resto de la noche y casi todo el día siguiente, y luego se hundió en la inconsciencia por la tarde, respirando de forma inestable y entrecortada. Kivrin se sentó a su lado, lavándole la frente ardiente.
– No te mueras -rogó cuando su respiración se interrumpió y luego continuó, más forzada-. No te mueras -dijo en voz baja-. ¿Qué haré sin ti? Me quedaré sola.
– No debéis permanecer aquí -dijo él. Abrió un poco los ojos. Los tenía rojos e hinchados.
– Creía que estabais dormido -lamentó ella-. No pretendía despertaros.
– Debéis regresar al cielo, y rezad por mi alma en el purgatorio, para que mi tiempo allí sea corto.
Purgatorio. Como si Dios quisiera hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo.
– No necesitaréis mis oraciones -le sonrió.
– Debéis regresar al lugar de donde vinisteis -prosiguió él, y su mano hizo un movimiento rápido y vago ante su rostro, como si intentara esquivar un golpe.
Kivrin le cogió la mano y la sostuvo, pero con cuidado, para no magullar la piel, y la colocó contra su mejilla.
Debéis regresar al lugar de donde vinisteis. Lo haría si pudiera, pensó. Se preguntó cuánto tiempo habrían mantenido abierta la red antes de desistir. ¿Cuatro días? ¿Una semana? Tal vez todavía estaba abierta. El señor Dunworthy no los habría dejado cerrarla mientras quedara la menor esperanza. Pero no la hay, pensó. No estoy en 1320. Estoy aquí, en el fin del mundo.
– No puedo -dijo-. No conozco el camino.
– Debéis intentar recordar -Roche liberó su mano y la agitó-. Agnes, tras la bifurcación.
Estaba delirando. Kivrin se puso de rodillas, temiendo que intentara levantarse de nuevo.
– Donde caísteis -prosiguió él, sujetándose el codo tembloroso, y Kivrin advirtió que intentaba señalar-. Tras la bifurcación.
Tras la bifurcación.
– ¿Qué hay tras la bifurcación?
– El lugar donde os encontré cuando bajasteis del cielo -dijo, y dejó caer los brazos.
– Creía que me había encontrado Gawyn.
– Sí -afirmó él, como si no viera ninguna contradicción en lo que decía-. Lo encontré en el camino cuando os llevaba a la casa.
Roche había encontrado a Gawyn en el camino.
– El lugar donde cayó Agnes -repitió, intentando ayudarla a recordar-. El día que fuimos a buscar acebo.
¿Por qué no me lo dijiste cuando estuvimos allí?, pensó Kivrin, pero enseguida comprendió por qué. Él estaba muy ocupado con el burro, que se había atascado en la cima de la colina y se negaba a continuar.
Porque me vio atravesar, pensó, y comprendió que Roche se encontraba junto a ella en el claro, mientras yacía allí tendida con el brazo sobre el rostro. Lo vi, pensó. Vi su huella.
– Debéis regresar a ese lugar, y de allí al cielo -dijo él, y cerró los ojos.
La había visto atravesar, la había contemplado mientras yacía allí con los ojos cerrados, la había montado en su burro cuando estuvo enferma. Y ella nunca lo había sospechado, ni siquiera cuando le vio en la iglesia, ni siquiera cuando Agnes le dijo que él pensaba que era una santa.
Porque Gawyn le había dicho que la había encontrado él. Gawyn, a quien gustaba alardear y sólo quería impresionar a lady Eliwys. «Os encontré y os traje aquí», le había dicho, y tal vez ni siquiera lo consideraba una mentira. A fin de cuentas, el cura de la aldea no era nadie. Y todo el tiempo, mientras Rosemund estaba enferma y Gawyn se marchaba a Bath y la red se abría y luego volvía a cerrarse para siempre, Roche sabía dónde estaba el lugar.
– No es necesario que me esperéis. Sin duda anhelan vuestro regreso.
– Callad -dijo ella amablemente-. Intentad descansar.
Él volvió a hundirse en un sueño preocupado, moviendo las manos con inquietud, intentando señalar y tirando de las mantas. Se destapó y se llevó la mano a la entrepierna. Pobre hombre, pensó Kivrin, no se le perdonaba ninguna indignidad.
Ella volvió a colocarle las manos sobre el pecho y lo tapó, pero él apartó de nuevo las mantas y se subió la túnica. Volvió a agarrarse la entrepierna y de pronto se estremeció y retiró las manos, y algo en el movimiento hizo que Kivrin pensara en Rosemund.
Frunció el ceño. Había vomitado sangre. Eso y el estado que había alcanzado la epidemia le habían sugerido que Roche tenía peste neumónica; además no le había visto ninguna buba bajo los brazos cuando le quitó la casulla. Le apartó la túnica y dejó al descubierto sus calzas de lana burdamente tejidas. Estaban tensas en el centro y enmarañadas con la cola de su alba. Le resultaría imposible quitárselas sin levantarlo, y había tanta tela que no pudo ver nada.
Le puso con suavidad la mano sobre el muslo, recordando lo sensible que era el brazo de Rosemund. Él dio un respingo pero no despertó, y Kivrin deslizó la mano hasta el interior y la subió, tocando apenas la tela. Estaba caliente.
– Perdóname -dijo, y deslizó la mano entre sus piernas.
Roche gritó e hizo un movimiento convulsivo, alzando las rodillas bruscamente, pero Kivrin ya se había apartado, la mano en la boca. La buba era gigantesca y ardía al contacto. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Roche no había despertado, ni siquiera cuando gritó. Tenía la cara oscura, y su respiración era firme, ruidosa. Su movimiento espasmódico había vuelto a destaparlo. Kivrin se detuvo y lo cubrió. Roche alzó las rodillas, pero ya con menos violencia, y ella le arropó. Luego cogió la última vela de la reja y la colocó en la linterna, y la encendió con una de las velas de santa Catalina.
– Enseguida vuelvo -dijo, y salió de la iglesia.
La luz de fuera la hizo parpadear, aunque ya casi había anochecido. El cielo estaba nublado, pero había un poco de viento, y parecía más cálido fuera que dentro de la iglesia. Cruzó corriendo el prado, protegiendo con la mano la parte abierta de la linterna.
Había un cuchillo afilado en el granero. Lo había utilizado para cortar la cuerda cuando empaquetaba. Tendría que esterilizarlo antes de abrir la buba. Tenía que desbridar el nódulo linfático inflamado antes de que reventara. Cuando las bubas se encontraban en la ingle, estaban peligrosamente cerca de la artería femoral. Aunque Roche no muriera desangrado, cuando se rompiera el ganglio, todo aquel veneno iría directo a su corriente sanguínea. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Corrió entre el granero y el corral vacío y llegó al patio. La puerta del establo estaba abierta y oyó a alguien dentro. Su corazón dio un respingo.
– ¿Quién anda ahí? -llamó, alzando la linterna.
La vaca del senescal se encontraba en uno de los establos, comiendo la avena derramada. Levantó la testa y miró a Kivrin, y se dirigió a ella al trote.
– No tengo tiempo -dijo Kivrin. Cogió el cuchillo del suelo y salió. La vaca la siguió, avanzando con torpeza a causa de sus ubres repletas, mugiendo penosamente.
– Márchate -ordenó Kivrin, a punto de llorar-. Tengo que ayudarlo o morirá.
Contempló el cuchillo. Estaba sucio. Cuando lo encontró en la cocina, ya lo estaba, y lo había dejado caer en el estiércol del granero mientras cortaba las cuerdas.
Se acercó al pozo e izó el cubo. Sólo quedaban unos centímetros de agua en el fondo, y tenía una ligera capa de hielo. No había suficiente para cubrir siquiera el cuchillo, y tardaría una eternidad en encender fuego y hacerla hervir. No quedaba tiempo para eso. La buba podía haber reventado ya. Lo que necesitaba era alcohol, pero habían empleado todo el vino para perforar las bubas y administrar los sacramentos a los moribundos. Pensó en la botella que tenía el clérigo en la habitación de Rosemund.
La vaca se apretujó contra ella.
– No -dijo firmemente, y abrió la puerta de la casa, con la linterna en la mano.
La antesala estaba oscura, pero la luz del sol se filtraba en el salón a través de las estrechas ventanas, creando largas y neblinosas lanzas doradas que iluminaban el frío hogar, la alta mesa y el saco de manzanas que Kivrin había vaciado.
Las ratas no escaparon corriendo. La miraron cuando entró, retorciendo sus orejitas negras, y luego volvieron a dedicarse a las manzanas.
Había casi una docena sobre la mesa, y una estaba sentada en el taburete de Agnes, con las patitas ante la cara como si estuviera rezando.
Kivrin depositó la linterna en el suelo.
– Marchaos -estalló.
Las ratas de la mesa ni siquiera la miraron. La que estaba rezando sí lo hizo, por encima de las patas cruzadas, una mirada fría y calculadora, como si la intrusa fuese Kivrin.
– ¡Fuera de aquí! -gritó, y corrió hacia los animales.
Siguieron sin escapar. Dos de ellas se colocaron detrás del salero, y otra soltó la manzana que sujetaba, que rodó hasta el borde de la mesa y cayó al suelo.
Kivrin levantó el cuchillo.
– ¡Fuera!
Lo descargó sobre la mesa y las ratas se dispersaron.
– ¡Fuera de aquí!
Volvió a alzarlo. Tiró al suelo las manzanas, que rebotaron y salieron rodando. Debido a la sorpresa o al miedo, la rata que se encontraba en el taburete de Agnes echó a correr directamente hacia Kivrin.
– ¡Fuera!
Kivrin le lanzó el cuchillo; la rata volvió a correr bajo el taburete y desapareció entre la paja.
– ¡Marchaos de aquí! -gritó Kivrin, y se cubrió el rostro con las manos.
La vaca mugió en la antesala.
– Es una enfermedad -susurró Kivrin, temblorosa, con las manos todavía sobre la boca-. No es culpa de nadie.
Recogió el cuchillo y la linterna. La vaca se había quedado atascada en la puerta. La miró suplicante.
Kivrin la dejó allí y subió a la habitación, ignorando los ruidos de roces a su alrededor. La habitación estaba helada. El lino que Eliwys había atado sobre la ventana se había soltado y colgaba de una esquina. Los colgantes de la cama también se hallaban a un lado, donde el clérigo había intentado apoyarse, y el colchón de plumas yacía medio fuera de la cama. Había pequeños sonidos bajo la cama, pero no intentó averiguar de dónde procedían. El cofre aún seguía abierto, con la tapa tallada apoyada contra el pie de la cama, y la gruesa capa púrpura del clérigo estaba doblada en su interior.
La botella de vino había rodado bajo la cama. Kivrin se echó al suelo y palpó. La botella rodó escapando a su contacto, y tuvo que arrastrarse bajo la cama para alcanzarla.
El tapón se había salido, probablemente cuando rodó bajo la cama. Un poco de vino reposaba pegajoso en el gollete.
– No -sollozó, desesperanzada, y permaneció allí durante un largo minuto, sosteniendo la botella vacía.
No quedaba vino en la iglesia. Roche lo había usado todo para los últimos sacramentos.
De pronto recordó la botella que el sacerdote le había dado para que curara la rodilla de Agnes. Se arrastró bajo la cama y barrió con cuidado el brazo, temiendo volcarla. No recordaba cuánto vino quedaba, pero le parecía que no lo había gastado todo.
A pesar de su cuidado, estuvo a punto de volcarla, y la agarró por el grueso cuello cuando ya se tambaleaba.
La sacó de debajo de la cama y la agitó. Estaba casi medio llena. Se guardó el cuchillo en el cinturón de la pelliza, se puso la botella bajo el brazo, cogió la capa del clérigo, y bajó las escaleras. Las ratas habían vuelto y se entretenían con las manzanas, pero esta vez echaron a correr cuando ella bajó las escaleras de piedra, y Kivrin no intentó ver dónde se escondían.
La vaca había conseguido introducir medio cuerpo por la puerta y ahora bloqueaba el camino. Kivrin despejó el suelo para poder depositar la botella sin que se volcara, y empujó a la vaca hacia atrás. El animal gimió tristemente todo el tiempo.
Una vez fuera, intentó volver enseguida junto a Kivrin.
– No. No hay tiempo -dijo ella, pero volvió al granero, subió al altillo y arrojó un puñado de heno. Luego lo recogió todo y corrió de vuelta a la iglesia.
Roche se había quedado inconsciente. Su cuerpo se había relajado. Tenía las piernas separadas y las manos a los costados, con las palmas vueltas hacia arriba. Parecía un hombre derribado por un puñetazo. Su respiración era pesada y trémula, como si estuviera tiritando.
Kivrin lo cubrió con la gruesa capa púrpura.
– He vuelto, Roche -dijo, y le palmeó el brazo extendido, pero él no dio ninguna señal de haber oído.
Quitó la caperuza de la linterna y usó la llama para encender todas las velas. Sólo quedaban tres de las velas de lady Imeyne, todas medio quemadas ya. Encendió también las velas de sebo, y la gruesa vela del nicho de la imagen de santa Catalina, y las acercó a las piernas de Roche para tener luz.
– Tengo que quitaros las calzas -advirtió mientras retiraba las mantas-. Hay que abrir la buba.
Desató las calzas y Roche no se agitó ante su contacto, pero gimió un poco, un sonido líquido.
Kivrin tiró de las calzas, intentando bajarlas hasta las piernas, pero eran demasiado estrechas. Tendría que cortarlas.
– Voy a cortaros las calzas -anunció, y se arrastró hasta donde había dejado el cuchillo y la botella de vino-. Intentaré no haceros daño.
Olisqueó la botella, luego dio un sorbito y se atragantó. Bien. Era añejo, bastante alcohólico. Lo vertió sobre la hoja del cuchillo, secó el filo en su pierna, vertió un poco más, cuidando de dejar suficiente para echarlo sobre la herida cuando la hubiera abierto.
– Beata -murmuró Roche. Acercó la mano a la ingle.
– Tranquilo -dijo Kivrin. Agarró una de las perneras y cortó la lana-. Sé que ahora duele, pero voy a perforar la buba.
Con las dos manos tiró del tejido, que afortunadamente se rasgó, produciendo un fuerte ruido. Las rodillas de Roche se contrajeron.
– No, no, bajad las piernas -Kivrin intentó empujar las rodillas-. Tengo que abrir la buba.
No consiguió hacerle bajar las piernas. Las soltó un momento y terminó de rasgar la pernera, metiendo la mano por debajo para romper el resto y así poder ver la buba. Era el doble de grande de la de Rosemund y estaba completamente negra. Tendría que haberla perforado hacía horas, días.
– Roche, por favor, bajad las piernas -rogó, apoyándose en las rodillas con todas sus fuerzas-. Tengo que abrir el furúnculo de la peste.
No le respondió. No estaba segura de que él pudiera contestar, de que sus músculos no se estuvieran contrayendo solos, como había hecho el clérigo, pero no podía esperar a que el espasmo pasara, si se trataba de eso. Podía reventar en cualquier momento.
Se retiró un instante y luego se arrodilló junto a sus pies, e introdujo la mano entre sus piernas dobladas, sujetando el cuchillo. Roche gimió; Kivrin bajó un poco el cuchillo y lo hizo avanzar despacio, con cuidado, hasta que tocó la buba.
La patada la alcanzó de lleno en las costillas y la derribó. Soltó el cuchillo, que resbaló ruidosamente sobre el suelo de piedra. La patada la dejó sin aliento, y Kivrin permaneció allí tendida, jadeando en busca de aire. Intentó sentarse. El dolor le acuchillaba el costado derecho, y cayó hacia atrás, sujetándose las costillas.
Roche gritaba, un sonido largo e imposible, como un animal torturado. Kivrin rodó lentamente sobre el costado izquierdo, apretándose las costillas, para poder verlo. El se mecía adelante y atrás como un niño, sin dejar de gritar, con las piernas encogidas protectoramente contra el pecho. No pudo ver la buba.
Kivrin intentó levantarse, apoyando la mano en el suelo hasta que quedó sentada a medias, y luego tanteó hasta que consiguió arrodillarse. Gritó, débiles gemidos que se perdían entre los gritos de Roche. Seguramente le había roto varias costillas. Escupió sobre la mano, temiendo ver sangre.
Cuando por fin consiguió arrodillarse, se sentó sobre los pies durante un minuto, intentando contener el dolor.
– Lo siento -susurró-. No pretendía haceros daño.
Avanzó de rodillas hacia él, usando la mano derecha para sostenerse. El esfuerzo la hizo respirar más profundamente, y cada inspiración le apuñalaba el costado.
– Tranquilo, Roche -susurró-. Ya voy. Ya voy.
Él levantó las piernas espasmódicamente ante el sonido de su voz, y Kivrin se retiró a un lado, colocándose entre él y la pared, fuera de su alcance.
Al darle la patada, había derribado una de las velas de Santa Catalina, que ahora yacía en un charquito amarillo junto al sacerdote, todavía ardiendo.
Kivrin la enderezó y le puso la mano en el hombro.
– Shh, Roche -dijo-. Tranquilo. Estoy aquí.
Él dejó de gritar.
– Lo siento -murmuró Kivrin, inclinándose sobre él-. No quería haceros daño. Sólo intentaba abrir la buba.
Roche levantó las rodillas con más ímpetu que antes. Kivrin cogió la vela roja y la sostuvo sobre su trasero desnudo. Veía la buba, negra y dura a la luz de la vela. No la había perforado. Levantó más la vela, intentando ver adonde había ido a parar el cuchillo. Se había perdido en dirección a la tumba. Extendió la vela, esperando distinguir un destello metálico. No vislumbró nada.
Empezó a levantarse, moviéndose con mucho cuidado para protegerse del dolor, pero a mitad de camino la asaltó, y ella gritó y se inclinó adelante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Roche. Había abierto los ojos y tenía un poco de sangre en la comisura de los labios. Kivrin se preguntó si se habría mordido la lengua al gritar-. ¿Os he hecho daño?
– No -contestó ella, y volvió a arrodillarse a su lado-. No, no me habéis hecho daño -le limpió los labios con la manga de la pelliza.
– Debéis… -empezó él, y cuando abrió la boca brotó más sangre. Tragó saliva-. Debéis decir las oraciones para los muertos.
– No. No moriréis -volvió a limpiarle la boca-. Pero he de perforaros la buba antes de que reviente.
– No -respondió él, y Kivrin no supo si quería decir que no lo hiciera o que no se marchara. El sacerdote apretaba los dientes, y entre ellos manaba sangre.
Kivrin se sentó, con cuidado para no gritar, y le apoyó la cabeza en su regazo.
– Requiem aeternam dona eis -Roche emitió un sonido borboteante, le alzó la cabeza, colocó debajo la capa púrpura, y le secó la boca y la barbilla con la pelliza. Estaba empapada en sangre. Extendió la mano para coger su alba.
– No -dijo él.
– No me iré. Estoy aquí.
– Rezad por mí -pidió, y trató de unir las manos sobre el pecho-. Rec… -se atragantó con la palabra que intentaba pronunciar, que terminó en un sonido borboteante.
– Requiem aeternam -rezó Kivrin. Cruzó las manos-. Requiem aeternam dona eis, Domine.
– Et lux…
La vela roja se apagó y la iglesia se llenó del penetrante olor a humo. Kivrin se volvió hacia las otras velas. Sólo quedaba una encendida, la última de las velas de cera de lady Imeyne, casi consumida ya.
– Et lux perpetua.
– Luceat eis -prosiguió Roche. Se detuvo y trató de lamerse los labios ensangrentados. Tenía la lengua hinchada y rígida-. Dies irae, dies illa -deglutió de nuevo e intentó cerrar los ojos.
– No le hagas sufrir más -susurró ella en inglés-. Por favor. No es justo.
– Beata -le pareció que decía, y Kivrin intentó pensar la siguiente línea, pero no comenzaba con «bendita».
– ¿Qué? -preguntó, inclinándose.
– En los últimos días -dijo, con la voz nublada por la lengua hinchada.
Kivrin se acercó más.
– Temía que Dios nos olvidara por completo -jadeó él.
Y lo ha hecho, pensó Kivrin. Le limpió la boca y la barbilla con la punta de la pelliza. Lo ha hecho.
– Pero en Su gran misericordia no nos olvidó -volvió a deglutir-. Envió a Su santa para que viviera entre nosotros.
Levantó la cabeza y tosió, y la sangre los manchó a ambos, empapando el pecho de él y las rodillas de Kivrin. Ella la frotó frenéticamente, intentando detenerla, intentando levantarle la cabeza, y no pudo ver nada entre las lágrimas.
– Y no sirvo de nada -se lamentó.
– ¿Por qué lloráis?
– Me salvasteis la vida, y yo no puedo hacer nada para salvar la vuestra -contestó, la voz prendida en un sollozo.
– Todos los hombres deben morir -dijo Roche-, y nadie, ni siquiera Cristo, tiene poder para salvarlos.
– Lo sé.
Kivrin se llevó la mano al rostro, intentando contener el llanto. Las lágrimas se acumularon en su mano y cayeron goteando sobre el cuello de Roche.
– Sin embargo, me habéis salvado -suspiró él, y su voz sonó más clara-. Del miedo -inspiró, borboteando-. Y de la falta de fe.
Kivrin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y cogió la del padre Roche. La sintió fría, ya rígida.
– Soy el más bendito de los hombres por teneros aquí conmigo -murmuró él, y cerró los ojos.
Kivrin se movió un poco para apoyar la espalda contra la pared. Fuera estaba oscuro, no entraba luz ninguna por las estrechas ventanas. La vela de lady Imeyne borboteó y luego prendió otra vez. Kivrin movió la cabeza de Roche para que no le lastimara las costillas. El sacerdote gimió y sacudió la mano como para liberarse de la de Kivrin, pero ella le sujetó. La vela aleteó, adquiriendo un súbito brillo, y los dejó sumidos en la oscuridad.
Creo que no conseguiré volver, señor Dunworthy. Roche me ha dicho dónde está el lugar, pero me he roto algunas costillas, creo, y todos los caballos han desaparecido. Me parece que no podré montar el burro de Roche sin silla.
Voy a intentar que la señora Montoya encuentre esto. Dígale al señor Latimer que la inflexión adjetiva era aún considerable en 1348. Y dígale al señor Gilchrist que se equivocaba. Las estadísticas no eran exageradas.
(Pausa)
No quiero que se sienta culpable de lo sucedido. Sé que habría venido a buscarme si hubiese podido, pero de todas formas no me habría marchado, no con Agnes enferma.
Quise venir, y si no lo hubiera hecho, habrían estado solos, y nadie habría sabido jamás lo asustados y valientes e insustituibles que eran.
(Pausa)
Es extraño. Cuando no encontraba el lugar y llegó la peste, me resultaba usted tan lejano que me parecía que nunca volvería a encontrarlo. Pero ahora sé que estuvo usted aquí todo el tiempo, y que nada, ni la Peste Negra, ni setecientos años, ni la muerte ni las cosas venideras ni ninguna otra criatura podría separarme jamás de su cuidado y preocupación. Ha estado conmigo en todo momento.
– ¡Colin! -gritó Dunworthy, agarrando el brazo del niño mientras se zambullía bajo la gasa y entraba en la red, boca abajo-. En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo?
Colin se soltó de su tenaza.
– ¡No debería ir usted solo!
– ¡No puedes atravesar la red! Esto no es un perímetro de cuarentena. ¿Y si la red se hubiera abierto? ¡Te podrías haber matado! -cogió de nuevo a Colin por el brazo y se dirigió hacia la consola-. ¡Badri! ¡Detén el lanzamiento!
Badri no estaba allí. Dunworthy observó miope el lugar donde se hallaba la consola. Estaban en un bosque, rodeados de árboles. Había nieve en el suelo y el aire chispeaba con cristales de condensación.
– Si va usted solo, ¿quién le cuidará? -prosiguió Colin-. ¿Y si sufre una recaída? -miró más allá de Dunworthy, y se quedó boquiabierto-. ¿Estamos allí?
Dunworthy soltó el brazo del niño y rebuscó sus gafas en la pelliza.
– ¡Badri! -gritó-. ¡Abre la red! -se puso las gafas. Estaban cubiertas de escarcha. Se las quitó de nuevo y frotó las lentes-. ¡Badri!
– ¿Dónde estamos? -preguntó Colin.
Dunworthy se caló las gafas y miró alrededor. Los árboles eran viejos, la hiedra que cubría sus troncos estaba plateada por la escarcha. No había ni rastro de Kivrin.
Había esperado que estuviera allí, lo cual era ridículo. Ya habían abierto la red y no la habían encontrado, pero tenía la esperanza de que cuando advirtiera dónde estaba, volvería al lugar de encuentro y esperaría. Pero no estaba allí, y no había el menor rastro de que hubiera ido en algún momento.
La nieve estaba lisa, sin ninguna huella. Era lo bastante profunda para ocultar cualquier pisada que Kivrin hubiera podido dejar antes de la nevada, pero no lo bastante para cubrir totalmente el carro aplastado y las cajas dispersas. Tampoco había rastro de la carretera de Oxford a Bath.
– No sé dónde estamos.
– Bueno, sé que no es Oxford -comentó Colin, que pisoteaba la nieve-, porque no está lloviendo.
Dunworthy levantó la cabeza y contempló a través de los árboles el cielo pálido y despejado. Si se había producido el mismo deslizamiento que en el lanzamiento de Kivrin, tenía que ser media mañana.
Colin corrió hasta un macizo de sauces rojizos.
– ¿Adónde vas? -preguntó Dunworthy.
– A encontrar una carretera. Se supone que el lugar está cerca de una carretera, ¿no? -se internó en el bosquecillo y desapareció.
– ¡Vuelve aquí! -gritó Dunworthy.
Colin apareció, separando los sauces.
– Ven aquí -ordenó Dunworthy, más calmado.
– Sube hasta una colina -informó el niño, que regresó al claro a través de los sauces-. Podemos subirla y ver dónde estamos.
Ya se había mojado, su traje marrón aparecía cubierto de nieve de los sauces, y parecía alerta, preparado para las malas noticias.
– Va a enviarme de vuelta, ¿no?
– Debería hacerlo -dijo Dunworthy, pero el corazón se le encogió ante la perspectiva. Como mínimo faltaban dos horas para que Badri abriera la red, y no estaba seguro de cuánto tiempo permanecería abierta. No podía malgastar dos horas esperando para enviar de vuelta a Colin, ni tampoco dejarlo atrás-. Eres mi responsabilidad.
– Y usted es responsabilidad mía -replicó Colin, testarudo-. Tía Mary me dijo que cuidara de usted. ¿Y si sufre una recaída?
– No lo entiendes. La Peste Negra…
– Tranquilo. No se preocupe. Recibí la estreptomicina y todo eso. Hice que William le pidiera a su enfermera que me inyectara. No puede enviarme de regreso ahora; la red no está abierta y hace demasiado frío para quedarnos aquí y esperar una hora. Si vamos a buscar a Kivrin ahora, puede que la hayamos encontrado para entonces.
Tenía razón: no podían quedarse allí. El frío empezaba ya a calar la chillona capa victoriana, y el traje de arpillera de Colin le daba aún menos protección que su antigua chaqueta, y ya estaba igual de mojado.
– Subiremos a la cima de la colina -dijo-, pero primero debemos marcar el claro para poder encontrarlo después. Y no vayas por ahí corriendo de esa forma. Quiero tenerte a la vista en todo momento. No tendré tiempo para ir a buscarte a ti también.
– No me perderé -aseguró Colin, rebuscando en su bolsa. Mostró un rectángulo plano-. He traído un localizador. Ya está preparado para rastrear el claro.
Separó los sauces para que Dunworthy pasara, y salieron a la carretera. Apenas era un sendero de cabras y estaba cubierto de nieve y sin marca alguna a excepción de huellas de ardillas y un perro, o posiblemente un lobo. Colin caminó dócilmente junto a Dunworthy hasta que estuvieron a mitad de la colina, entonces no pudo contenerse y echó a correr.
Dunworthy trotó tras él, luchando con la tensión que ya sentía en el pecho. Los árboles se detenían en mitad de la colina, y entonces empezó a soplar viento. Era dolorosamente frío.
– Veo la aldea -le gritó Colin.
Llegó junto a Colin. El viento era peor allí, atravesaba la capa, a pesar del forro, y empujaba largas cadenas de nubes por el cielo pálido. A lo lejos, al sur, una columna de humo ascendía directa al cielo, y entonces, capturada por el viento, giró bruscamente hacia el este.
– ¿Ve? -señaló Colin.
Una llanura se extendía bajo ellos, cubierta de nieve y casi demasiado brillante para poder mirarla. Los árboles pelados y los caminos se extendían oscuros sobre la nieve, como marcas en un mapa. La carretera de Oxford a Bath era una línea recta y negra, que dividía la llanura nevada, y Oxford era un dibujo a lápiz. Vislumbró los tejados nevados y la torre cuadrada de St. Michael's sobre las oscuras murallas.
– No parece que la Peste Negra haya llegado todavía, ¿verdad? -dijo Colin.
Tenía razón. Todo parecía sereno, intacto, el antiguo Oxford de leyenda. No lo imaginaba asolado por la peste: los carros de muertos llenos de cadáveres arrastrados por las estrechas callejas, los colegios cerrados y abandonados, y en todas partes los moribundos y los ya muertos. No imaginaba a Kivrin allí, en alguna de aquellas aldeas que no podía ver.
– ¿No lo ve? -le preguntó Colin, señalando al sur-. Tras aquellos árboles.
Él se esforzó por distinguir edificios entre el macizo de árboles. Vislumbró una sombra más oscura entre las ramas grises, la torre de una iglesia, tal vez, o el alero de una mansión.
– Hay un camino que conduce hasta allí -señaló Colin, mostrando una estrecha línea gris que comenzaba en alguna parte bajo ellos.
Dunworthy examinó el mapa que le había dado Montoya. No había forma de adivinar qué aldea era, ni siquiera con las notas, sin saber a qué distancia estaban del sitio de llegada. Si se encontraban directamente al sur, la aldea que estaba al este tenía que ser Skendgate, pero donde pensaba que tendrían que haber árboles no encontró nada, sólo una llanura de nieve.
– ¿Qué? -dijo Colin-. ¿Vamos?
Era la única aldea visible, si era una aldea, y no parecía estar a más de un kilómetro de distancia. Si no era Skendgate, al menos estaba en la dirección adecuada, y si tenía una de las «características distintivas» de Montoya, podrían usarla para decidir dónde se hallaban.
– No te apartes de mi lado y no hables con nadie, ¿me entiendes?
Colin asintió, aunque estaba claro que no le escuchaba.
– Creo que la carretera está por aquí -dijo, y corrió al otro lado de la colina.
Dunworthy le siguió, intentando no pensar cuántas aldeas había, el poco tiempo que les quedaba, lo cansado que se sentía después de sólo una colina.
– ¿Cómo convenciste a William para que te inyectaran la estreptomicina? -preguntó cuando alcanzó a Colin.
– Me pidió el número de médico de tía Mary para poder falsificar las autorizaciones. Estaba en su maletín.
– ¿Y te negaste a dárselo a menos que accediera?
– Sí, y además le amenacé con contarle a su madre lo de sus novias -contestó el niño, y de nuevo echó a correr.
El camino que había visto era un sendero vallado. Dunworthy se negó a atravesar el campo que rodeaba.
– Debemos ceñirnos a los caminos -dijo.
– Por aquí es más rápido -protestó Colin-. No nos perderemos. Tenemos el localizador.
Dunworthy se negó a discutir. Continuó adelante, buscando un giro. Los estrechos campos daban paso a bosques y el camino se dirigía al norte.
– ¿Y si no hay un camino a la aldea? -preguntó Colin después de medio kilómetro, pero a la siguiente curva lo encontraron.
Era más estrecho que el anterior, y nadie lo había surcado desde la nevada. Avanzaron a trancas y barrancas, hundiendo los pies en la capa de hielo a cada paso. Dunworthy intentó ansiosamente divisar la aldea, pero el bosque era demasiado denso.
La nieve los obligaba a avanzar despacio y ya se había quedado sin aliento. La tensión en su pecho era como una correa de hierro.
– ¿Qué haremos cuando lleguemos allí? -preguntó Colin, avanzando sin esfuerzo sobre la nieve.
– Tú te quitas de en medio y me esperas. ¿Queda claro?
– Sí. ¿Está seguro de que éste es el camino correcto?
Dunworthy no estaba seguro de nada. El camino se curvaba hacia el oeste, apartándose del lugar donde creía que se encontraba la aldea, y por delante volvía a curvarse hacia el norte. Escrutó ansiosamente los árboles, intentando así avistar un destello de piedra o un techo de paja.
– Estoy seguro de que la aldea no estaba tan lejos -añadió Colin, frotándose los brazos-. Llevamos horas caminando.
No era tanto, pero sí al menos una hora, y no habían llegado siquiera a una choza, mucho menos a un aldea. Había varias, ¿pero dónde?
Colin sacó su localizador.
– Mire -indicó a Dunworthy la lectura-. Nos hemos desviado demasiado al sur. Creo que deberíamos volver al otro camino.
Dunworthy miró la lectura y luego el mapa. Estaban al sur del lugar de llegada, a más de tres kilómetros de distancia. Tendrían que desandar casi todo el camino, sin esperanza ninguna de encontrar a Kivrin en ese tiempo, y al final, no estaba seguro de poder llegar más lejos. Ya se sentía agotado, la tensión en su pecho aumentaba a cada paso, y sentía un brusco dolor en las costillas. Se giró y contempló la curva que tenían delante, intentando decidir qué debían hacer.
– Se me están congelando los pies -protestó Colin. Pisoteó la nieve y un pájaro salió volando, asustado. Dunworthy alzó la cabeza y frunció el ceño. El cielo se estaba nublando.
– Tendríamos que haber seguido ese sendero -se quejó Colin-. Habría sido mucho más…
– Calla.
– ¿Qué pasa? ¿Viene alguien?
– Shh -susurró Dunworthy. Retrocedió con Colin al borde del camino y volvió a prestar atención. Le había parecido oír un caballo, pero ahora no percibía nada. Tal vez había sido el pájaro.
Condujo a Colin detrás de un árbol.
– Quédate aquí -susurró, y se arrastró hasta que divisó la curva.
El caballo negro estaba atado a un matorral. Dunworthy retrocedió rápidamente hasta un grupo de abetos y se quedó quieto, intentando ver al jinete. No había nadie en el camino. Esperó, tratando de acallar su propia respiración para atender cualquier ruido, pero no vino nadie, y no captaba más que los pasos del caballo.
Estaba ensillado y la brida estaba repujada de plata, pero parecía delgado: las costillas se le marcaban contra la cincha, que estaba suelta, y la silla se ladeó un poco mientras el animal retrocedía. El caballo agitó la cabeza, tirando enérgicamente de las riendas. Era evidente que intentaba liberarse, y cuando Dunworthy se acercó descubrió que no estaba atado, sino enganchado en las zarzas.
Salió al camino. El caballo volvió la cabeza hacia él y empezó a relinchar salvajemente.
– Tranquilo, tranquilo -murmuró, acercándose con cuidado a su flanco izquierdo. Le puso la mano en el cuello, y el caballo dejó de relinchar y empujó a Dunworthy con el hocico, buscando comida.
Él buscó hierba entre la nieve, pero la zona alrededor del matorral estaba casi pelada.
– ¿Cuánto tiempo llevas atrapado aquí, amigo? -preguntó. ¿Había caído su jinete alcanzado por la plaga mientras cabalgaba, o había muerto, y el caballo había echado a correr, presa del pánico, hasta que las riendas se quedaron enganchadas en los matorrales?
Se internó un poco en el bosque, buscando huellas, pero no encontró ninguna. El caballo empezó a relinchar de nuevo, y Dunworthy regresó a liberarlo, arrancando de paso las briznas de hierba que asomaban entre la nieve.
– ¡Un caballo! ¡Apocalíptico! -exclamó Colin, que se acercó corriendo-. ¿Dónde lo ha encontrado?
– Te dije que te quedaras donde estabas.
– Lo sé, pero oí relinchar al caballo, y pensé que tal vez tenía problemas.
– Razón de más para que me obedecieras -le tendió la hierba a Colin-. Dale de comer esto.
Se inclinó sobre el matorral y cogió las riendas. En sus esfuerzos por liberarse, el caballo había retorcido las riendas alrededor de las zarzas. Dunworthy tuvo que retirar las ramas con una mano y extender la otra para desatarlas. Se llenó de arañazos en cuestión de segundos.
– ¿De quién es este caballo? -preguntó Colin, mientras ofrecía al animal un puñado de hierba desde una distancia de varios pasos. El caballo, hambriento, intentó morderla y Colin saltó hacia atrás-. ¿Está seguro de que es manso?
Dunworthy acababa de hacerse un profundo corte cuando el caballo se abalanzó hacia la hierba, pero logró liberar la rienda. Se la envolvió en la mano sangrante y cogió la otra.
– Sí -dijo.
– ¿De quién es este caballo? -repitió Colin, acariciándole tímidamente el hocico.
– Nuestro -tensó la cincha y aupó a Colin tras la silla, pese a sus protestas, luego montó él.
El caballo, sin advertir todavía que estaba libre, volvió la cabeza con aire acusador cuando Dunworthy lo espoleó amablemente, pero luego comenzó a trotar por el camino nevado, feliz de encontrarse libre.
Colin se agarró con fuerza a la cintura de Dunworthy, justo donde le dolía, pero cuando avanzaron un centenar de metros se enderezó y preguntó:
– ¿Cómo lo guía? ¿Y si quiere que vaya más rápido?
No tardaron nada en llegar a la carretera principal. Colin quería volver al sendero y cortar a campo través, pero Dunworthy hizo girar al caballo hacia el otro lado. La carretera se bifurcaba un kilómetro más allá, y tomó por el camino de la izquierda.
Parecía más transitado que el primero, aunque el bosque al que conducía era aún más tupido. El cielo estaba ahora completamente nublado y empezaba a soplar viento.
– ¡La veo! -exclamó Colin, y se soltó de una mano para señalar más allá de un grupito de fresnos un destello de piedra gris oscura. Una iglesia, tal vez, o un granero. Se encontraba al este, y casi inmediatamente un estrecho sendero se bifurcaba del camino. Una plancha de madera cruzaba un arroyo, y al otro lado se extendía un pequeño prado.
El caballo no irguió las orejas ni intentó avivar el paso, y Dunworthy llegó a la conclusión de que no debía ser de aquella aldea. Menos mal, pensó, o nos ahorcarán por robar caballos antes de poder preguntar dónde está Kivrin. Entonces descubrió las ovejas.
Yacían de costado, montones de lana de un gris sucio, aunque algunas de ellas estaban acurrucadas cerca de los árboles, al abrigo del viento y la nieve.
Colin no las había visto.
– ¿Qué haremos cuando lleguemos allí? ¿Nos colamos sin que nos vean, o le preguntamos a alguien si la han visto?
No habrá nadie a quien preguntar, pensó Dunworthy. Espoleó el caballo y entraron al trote en la aldea.
No se parecía a las ilustraciones del libro de Colin, edificios alrededor de un claro central. Las chozas estaban esparcidas entre los árboles, casi fuera de la vista unas de otras. Vio techos de paja, y más allá, en un bosquecillo de fresnos, la iglesia, pero aquí, en un claro tan pequeño como en del lanzamiento, sólo había una casa de troncos y un cobertizo bajo.
Era demasiado pequeña para ser la casa del señor: sin duda era la del senescal, o la del molinero. La puerta de madera del cobertizo estaba abierta y había entrado nieve. Del techo no salía humo. No se oía ningún ruido.
– Tal vez han huido -apuntó Colin-. Muchas personas huyeron cuando se enteraron de que venía la peste. Así se extendía.
Tal vez habían huido. La nieve ante la casa estaba plana y dura, como si hubiera habido muchas personas y caballos en el patio.
– Quédate con el caballo -ordenó Dunworthy, y se acercó a la casa. La puerta tampoco estaba cerrada, aunque lo habían intentado.
El interior de la casa estaba helado y tan oscuro después de la brillante nieve que sólo vio una imagen roja. Abrió del todo la puerta, pero apenas había luz, y todo parecía teñido de rojo.
Debía de ser la casa del senescal. Había dos habitaciones separadas por una partición de troncos, y alfombras en el suelo. La mesa estaba vacía y el fuego del hogar llevaba días apagado. La habitación pequeña olía a cenizas frías. El senescal y su familia habían huido, y tal vez todos los demás aldeanos también, llevando sin duda la peste consigo. Y Kivrin.
De pronto, la tensión de su pecho se convirtió en dolor y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Pese a todas sus preocupaciones sobre Kivrin, nunca se le había ocurrido esto: que ella se hubiera marchado.
Miró en la otra habitación. Colin se asomó a la puerta.
– El caballo quiere beber de un cubo que hay aquí fuera. ¿Le dejo?
– Sí -dijo Dunworthy, y se levantó para que Colin no pudiera ver lo que había tras la partición-. Pero no dejes que se atraque. Hace días que no bebe agua.
– No hay mucha en el cubo -contempló la habitación, interesado-. Ésta es una de las chozas de los siervos, ¿verdad? Eran muy pobres, ¿no? ¿Ha encontrado algo?
– No. Ve y vigila al caballo. Y no dejes que se escape.
Colin salió, y rozó con la cabeza la parte superior de la puerta.
El bebé yacía en una bolsa de plumas en el rincón. Al parecer todavía estaba vivo cuando su madre murió; ella yacía sobre el suelo de barro, con las manos extendidas hacia él. Las tenía oscuras, casi negras, y la ropita del bebé estaba rígida por la sangre seca.
– ¡Señor Dunworthy! -llamó Colin, alarmado, y Dunworthy se volvió, temiendo que hubiera regresado, pero continuaba fuera con el caballo, que tenía la nariz dentro del cubo.
– ¿Qué pasa?
– Hay algo allí en el suelo -señaló hacia las chozas-. Creo que es un cuerpo -tiró de las riendas del caballo con tanta fuerza, que el cubo se volcó y se formó un charquito de agua sobre la nieve.
– Espera -dijo Dunworthy, pero Colin ya corría hacia los árboles, seguido por el caballo.
– Es un ca… -empezó Colin, y su voz se apagó bruscamente. Dunworthy le alcanzó, sujetándose el costado.
Era el cadáver de un joven. Yacía boca arriba en la nieve, en medio de un charco congelado de líquido negro. Había una capa de polvo de nieve sobre su rostro. Se le habrán reventado las bubas, pensó Dunworthy, y miró a Colin, pero el muchacho no observaba el cadáver, sino el claro que había más allá.
Era más grande que el que había delante de la casa del senescal. Alrededor se alzaba una media docena de chozas, y al fondo la iglesia normanda. En el centro, sobre la nieve pisoteada, se amontonaban los cadáveres.
No habían hecho ningún intento por enterrarlos, aunque junto a la iglesia había una zanja, y un montón de tierra cubierta de nieve al lado. Parecía que habían arrastrado algunos hasta el patio de la iglesia (había largas marcas en la nieve), y uno al menos se había arrastrado hasta la puerta de su choza. Yacía medio dentro, medio fuera.
– «Temed a Dios, pues la hora del Juicio ha llegado» -murmuró Dunworthy.
– Parece como si se hubiese librado una batalla aquí.
– La hubo.
Colin dio un paso al frente, contemplando el cuerpo.
– ¿Cree que todos están muertos?
– No los toques -advirtió Dunworthy-. No te acerques siquiera.
– Recibí la gammaglobulina -dijo él, pero se apartó del cuerpo, tragando saliva.
– Respira hondo -aconsejó Dunworthy, apoyándole una mano sobre el hombro-, y mira otra cosa.
– En el libro decían que era así -comentó el niño, observando fijamente un roble-. En realidad, temía que fuera mucho peor. Quiero decir que no huele mal ni nada de eso.
– Sí.
Tragó saliva otra vez.
– Ya estoy bien -contempló el claro-. ¿Dónde cree que puede estar Kivrin?
Aquí no, rogó Dunworthy.
– Tal vez esté en la iglesia -se dirigió hacia allí con el caballo-. Además, necesitamos ver si la tumba está allí. Puede que ésta no sea la aldea.
El caballo dio dos pasos y echó atrás la cabeza, con las orejas retraídas. Relinchó asustado.
– Llévalo al cobertizo -dijo Dunworthy, cogiendo las riendas-. Huele la sangre, y está asustado. Átalo.
Apartó al caballo de la vista del cuerpo y le tendió las riendas a Colin, quien las cogió con aspecto preocupado.
– Tranquilo -dijo, guiándolo hacia la casa del senescal-. Sé cómo te sientes.
Dunworthy se dirigió rápidamente al patio de la iglesia. Había cuatro cuerpos en el pozo y dos tumbas al lado, cubiertas de nieve, los primeros en morir tal vez, cuando todavía se celebraban funerales. Se encaminó hacia la parte delantera de la iglesia.
Había dos cuerpos más ante la puerta. Yacían boca abajo, uno encima de otro; el de arriba era un anciano. El cadáver de debajo era una mujer. Vio los faldones de su burda capa y una de sus manos. Los brazos del hombre cubrían la cabeza y los hombros de la mujer.
Dunworthy alzó torpemente la mano del hombre, y el cuerpo resbaló hacia el lado, tirando de la capa. La saya de debajo estaba sucia y manchada de sangre, pero vio que había sido azul. Retiró la capucha. Había una cuerda alrededor del cuello de la mujer. Su largo pelo rubio se había enredado en las ásperas fibras.
La ahorcaron, pensó, sin sorprenderse en absoluto.
Colin llegó corriendo.
– He descubierto qué son esas marcas del suelo. Por ahí arrastraron los cuerpos. Hay un niño pequeño tras el granero con una cuerda alrededor del cuello.
Dunworthy miró la cuerda y la maraña de pelo. Estaba tan sucio que apenas era rubio.
– Apuesto a que los arrastraron hasta el patio de la iglesia porque no podían con ellos -añadió Colin.
– ¿Dejaste al caballo en el cobertizo?
– Sí. Lo até a una viga. Quería venir conmigo.
– Tiene hambre. Vuelve al cobertizo y dale un poco de heno.
– ¿Ha pasado algo? No estará sufriendo una recaída, ¿verdad?
Dunworthy no creía que Colin distinguiera el vestido azul desde donde se encontraba.
– No -respondió-. Debe de haber algo de heno en el granero. O avena. Ve a darle de comer al caballo.
– Muy bien -dijo Colin, a la defensiva, y corrió hacia el cobertizo. Se detuvo a mitad del prado-. No tengo que darle el heno, ¿verdad? -gritó-. ¿Puedo ponerlo en el suelo delante de él?
– Sí -dijo Dunworthy, mirándose la mano. Había sangre en la mano de la mujer también, y en el interior de su muñeca. Tenía el brazo doblado, como si hubiera intentado detener la caída. Dunworthy podía cogerla y darle la vuelta fácilmente. Sólo tenía que cogerla del codo.
Le levantó la mano. Estaba rígida y fría. Bajo la suciedad estaba roja y agrietada, con la piel levantada en una docena de sitios. No podía ser de Kivrin, y si lo fuera, ¿qué había vivido durante las dos últimas semanas para acabar en este estado?
Todo estaría en el grabador. Le volvió la mano suavemente, buscando la cicatriz del implante, pero la muñeca estaba demasiado sucia para distinguirla, si la había.
Y si la encontraba, ¿entonces qué? ¿Debía llamar a Colin y decirle que buscara un hacha en la cocina del senescal? ¿Debía cortar la mano muerta para poder oír la voz de Kivrin contando los horrores que le habían sucedido? No podría hacerlo, desde luego, como tampoco podía darle la vuelta al cuerpo y averiguar de una vez por todas si era Kivrin.
Colocó la mano junto al cuerpo, la cogió por el codo y le dio la vuelta.
Había muerto de una variedad bubónica. Descubrió una repugnante mancha amarilla en el costado de su saya azul, donde la buba de su brazo se había reventado. Tenía la lengua negra y tan hinchada que le llenaba toda la boca, como un objeto obsceno introducido entre sus dientes para ahogarla, y la cara pálida estaba abotargada y tumefacta.
No era Kivrin. Intentó levantarse, tambaleándose un poco, y entonces pensó, demasiado tarde, que debía haber cubierto el rostro de la mujer.
– ¡Señor Dunworthy! -gritó Colin, corriendo desesperadamente, y él lo miró a ciegas, indefenso.
– ¿Qué ha pasado? -acusó el niño-. ¿La ha encontrado?
– No -respondió él, bloqueándole el paso. No vamos a encontrarla.
Colin miró a la mujer. Su cara era de un azul pálido contra la nieve blanca y el brillante traje azul.
– La ha encontrado, ¿verdad? ¿Es ella?
– No -repitió Dunworthy. Pero podía serlo. Podía serlo. Y no podía dar la vuelta a más cuerpos, a pesar de que debería hacerlo. Sentía las rodillas de trapo, como si no pudieran soportar más su peso-. Ayúdame a regresar al cobertizo.
Colin permaneció donde estaba, obstinado.
– Si es ella, puede decírmelo. Lo soportaré.
Pero yo no, pensó Dunworthy. No podré soportarlo si está muerta. Volvió hacia la casa del senescal, apoyando una mano en la fría pared de piedra de la iglesia y preguntándose qué haría cuando llegara a espacio abierto.
Colin saltó a su lado, le cogió el brazo y lo miró ansiosamente.
– ¿Qué pasa? ¿Sufre una recaída?
– Sólo necesito descansar un poco -dijo él, y continuó, casi sin darse cuenta-: Kivrin llevaba un vestido azul cuando partió.
Cuando partió, cuando se tendió en el suelo y cerró los ojos, indefensa y confiada, y desapareció para siempre en esta cámara de los horrores.
Colin abrió la puerta del cobertizo y ayudó a entrar a Dunworthy, sujetándole el brazo con ambas manos. El caballo, que mordisqueaba un saco de avena, irguió la cabeza.
– No encontré heno -dijo Colin-, así que le di grano. Los caballos comen grano, ¿verdad?
– Sí -contestó Dunworthy, apoyándose en los sacos-. No dejes que se lo coma todo. Se atiborrará y acabará reventando.
Colin se acercó al saco y empezó a apartarlo del alcance del caballo.
– ¿Por qué creyó que era Kivrin?
– Vi el vestido azul. El vestido de Kivrin era de ese mismo color.
El saco era demasiado pesado para Colin. Tiró de él con las dos manos y la tela se partió por el lado, esparciendo avena sobre la paja. El caballo la mordisqueó ansiosamente.
– No, quiero decir que toda esa gente murió de peste, ¿no? Y ella fue inmunizada. Así que no pudo contagiarse. ¿De qué más podría morirse?
De esto, pensó Dunworthy. Nadie podría sobrevivir a esto, viendo a niños y bebés morir como animales, apilados en zanjas y cubiertos de tierra, arrastrados con una cuerda pasada alrededor de sus cuellos muertos. ¿Cómo podría haber sobrevivido a semejante horror?
Colin consiguió apartar el saco del alcance del caballo. Lo dejó caer junto a un pequeño cofre y se plantó ante Dunworthy, algo cansado.
– ¿Está seguro de que no sufre una recaída?
– No -dijo él, pero empezaba a tiritar.
– Quizá sólo está cansado. Repose, ahora mismo vuelvo.
Salió y cerró tras él la puerta del cobertizo. El caballo mordisqueaba la avena derramada, con bocados ruidosos y voraces. Dunworthy se levantó, agarrándose al travesaño, y se inclinó sobre el pequeño cofre. Los cierres de metal habían perdido el brillo y el cuero de la tapa tenía un pequeño arañazo, pero por lo demás parecía nuevo.
Se sentó y abrió la tapa.
El senescal lo usaba para guardar las herramientas. Había un rollo de cuerda de cuero y una cabeza de pico oxidada. El forro azul del que Gilchrist había hablado en el pub estaba rasgado donde se había apoyado el pico.
Colin regresó, cargando con el cubo.
– Le he traído un poco de agua. La cogí del arroyo -soltó el cubo y buscó un frasquito en el bolsillo-. Sólo tengo diez aspirinas, así que no puede sufrir una recaída. Se las escatimé al señor Finch.
Cogió dos.
– Conseguí también sintamicina, pero temía que no se hubiera inventado todavía. Supuse que tendrían que contentarse con aspirina -le tendió las pastillas a Dunworthy y acercó el cubo-. Tendrá que usar la mano. Me pareció que los cuencos de los contemporáneos estarían llenos de gérmenes de la peste.
Dunworthy tragó la aspirina y cogió con la mano agua del cubo para tragársela.
– Colin -dijo.
El muchacho acercó el cubo al caballo.
– Creo que ésta no es la aldea. Fui a la iglesia y la única tumba que encontré es de una dama -sacó el mapa y el localizador de otro bolsillo-. Hemos ido demasiado al este. Creo que estamos aquí -señaló una de las marcas de Montoya-, de manera que si volvemos al otro sendero y cortamos camino hacia el este…
– Vamos a volver al lugar del lanzamiento -dijo Dunworthy. Se levantó con cuidado, para no tocar la pared ni el cofre.
– ¿Por qué? Badri dijo que teníamos un día como mínimo, y sólo hemos comprobado una aldea. Hay muchas más. Podría estar en cualquiera de ellas.
Dunworthy desató al caballo.
– Podría coger el caballo e ir a buscarla -propuso Colin-. Podría cabalgar muy rápido, mirar en todas esas aldeas y volver y decírselo en cuanto la encontrara. O podríamos dividirnos las aldeas y encargarnos de la mitad cada uno, y quien la encontrara primero enviaría algún tipo de señal. Podríamos encender un fuego o algo así, y el otro lo vería y acudiría.
– Está muerta, Colin. No la encontraremos.
– ¡No diga eso! -exclamó Colin, y su voz sonó aguda e infantil-. ¡No está muerta! ¡Se vacunó!
Dunworthy señaló el cofre de cuero.
– Éste es el cofre que se llevó.
– ¿Bueno, y qué? Podría haber montones de cofres iguales. O podría haber huido cuando llegó la peste. ¡No podemos irnos y dejarla aquí! ¿Y si fuera yo quien estuviera perdido, y esperara días y más días a que alguien viniera, y no llegara nadie?
Empezó a gimotear.
– Colin, a veces se hace cuanto se puede, y no se les salva.
– Como tía Mary -dijo Colin. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. Pero no siempre.
No siempre, pensó Dunworthy.
– No -admitió-. No siempre.
– A veces se les puede salvar -insistió Colin, testarudo.
– Sí. De acuerdo -Dunworthy volvió a atar al caballo-. Iremos y la buscaremos. Dame dos aspirinas más, y déjame descansar un poco hasta que me hagan efecto, y luego iremos a buscarla.
– Apocalíptico -dijo Colin. Apartó el cofre del caballo, que había empezado a lamerlo-. Traeré más agua.
Salió corriendo y Dunworthy se sentó contra la pared.
– Por favor -rezó-. Por favor, déjanos encontrarla.
La puerta se abrió lentamente. Colin se recortaba contra la luz.
– ¿La oye? -preguntó-. Escuche.
Era un sonido lejano, ahogado por las paredes del cobertizo. Había una larga pausa entre los repiques, lo oyó claramente. Se levantó y salió.
– Procede de allí -dijo Colin, señalando hacia el suroeste.
– Trae el caballo.
– ¿Está seguro de que es Kivrin? Está en dirección opuesta.
– Es Kivrin.
La campana calló antes de que terminaran de ensillar el caballo.
– ¡Rápido! -dijo Dunworthy, apretando la cincha.
– Tranquilo -contestó Colin, mirando el mapa-. Ha tocado tres veces. La tengo localizada. Está al suroeste, ¿no? Y esto es Henefelde, ¿verdad? -alzó el mapa ante Dunworthy, señalando cada sitio-. Entonces tiene que ser esta aldea de aquí.
Dunworthy observó el mapa y luego se volvió hacia el suroeste, intentando mantener la dirección de la campana en su mente. Ya estaba inseguro, aunque aún sentía las reverberaciones del tañido. Deseó que la aspirina actuara pronto.
– Vamos -dijo Colin, tirando del caballo hasta la puerta del cobertizo-. Monte y en marcha.
Dunworthy puso el pie en el estribo y pasó la otra pierna. Se mareó al instante. Colin le miró.
– Será mejor que yo lo guíe -sugirió, y se sentó delante de Dunworthy.
Colin aguijó al caballo con demasiada amabilidad y tiró de las riendas con excesiva violencia, pero el animal, sorprendentemente, se puso en marcha.
– Sabemos dónde está la aldea -declaró Colin, confiado-. Ahora sólo tenemos que encontrar un camino que vaya en esa dirección.
Casi inmediatamente anunció que lo había encontrado. Era un sendero bastante ancho, bajaba por una pendiente y se internaba en un bosquecillo de pinos, pero apenas unos metros más allá se dividía en dos, y Colin miró a Dunworthy, indeciso.
El caballo no vaciló. Se encaminó al sendero de la derecha.
– Mire, sabe adónde va -se sorprendió Colin, deleitado.
Menos mal que uno de nosotros lo sabe, pensó Dunworthy, y cerró los ojos para protegerse del bamboleante paisaje y del dolor de cabeza. Era evidente que el caballo regresaba a casa y sabía que debería decírselo a Colin, pero la enfermedad volvía a cebarse en él y tenía miedo de soltar la cintura del niño aunque fuera por un momento, por miedo a que la fiebre se apoderara de su cuerpo. Tenía mucho frío. Era la fiebre, claro; el mareo, el dolor, todo se debía a la fiebre, y eso era buen síntoma: el cuerpo hacía acopio de fuerzas para combatir el virus, reunía a la tropa. El escalofrío era sólo un efecto secundario de la fiebre.
– Caray, cómo aprieta el frío -dijo Colin, cerrándose el abrigo con una mano-. Espero que no nieve.
Soltó las riendas y se cubrió la nariz y la boca con la bufanda. El caballo ni siquiera lo notó. Se internaba decididamente en el bosque cada vez más profundo. Llegaron a otra bifurcación y luego a otra, y cada vez Colin consultó el mapa y el localizador, pero Dunworthy ignoraba si el muchacho elegía la dirección o si era el caballo quien simplemente continuaba el rumbo que había escogido.
Empezó a nevar, copos pequeños que cubrieron el sendero y se fundieron en las gafas de Dunworthy.
La aspirina empezó a hacer efecto. Dunworthy se enderezó en la silla y se arrebujó en la capa. Se limpió las gafas con una punta. Tenía los dedos entumecidos y rojos. Se frotó las manos y las sopló. Todavía estaban en el bosque y el sendero era ahora más estrecho.
– El mapa dice que Skendgate está a cinco kilómetros de Henefelde -comentó Colin, limpiando la nieve del localizador-, y ya hemos recorrido casi cuatro; ya falta poco.
Saltaba a la vista que no estaban en ninguna parte. Se encontraban en medio de Wychwood, en un sendero de vacas o de ciervos. Terminaría en la choza de un campesino o una salina, o un matorral con bayas que el caballo recordaría con agrado.
– ¿Ve? Ya lo decía yo -entre los árboles asomó la cima de un campanario. El caballo inició un trote-. Alto -le dijo Colin, y tiró de las riendas-. Espera un momento.
Dunworthy cogió las riendas y redujo el paso del caballo mientras salían del bosque, dejaban atrás un prado cubierto de nieve, y llegaban a la cima de la colina.
La aldea se extendía ante ellos, tras un bosquecillo de fresnos. No era la aldea adecuada (Skendgate no tenía campanario), pero si Colin se dio cuenta, no dijo nada. Espoleó al caballo sin conseguir nada unas cuantas veces, y bajaron lentamente la colina, Dunworthy todavía sujetando las riendas.
No había cadáveres a la vista, pero tampoco gente, y no salía humo de las chozas. El campanario parecía silencioso y desierto, y no había huellas de pisadas a su alrededor.
– He visto algo -anunció Colin a la mitad de la colina. Dunworthy también lo había visto. Un leve movimiento que podía deberse a un pájaro o a una rama-. Por allí.
Colin señaló la segunda choza. Una vaca salió de entre las cabañas, suelta, con las ubres repletas, y Dunworthy tuvo la seguridad de que, como temía, la peste había asolado también aquel lugar.
– Es una vaca -dijo Colin, decepcionado.
La vaca alzó la cabeza ante el sonido de su voz y empezó a caminar hacia ellos, mugiendo.
– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Colin-. Alguien tuvo que tocar la campana.
Están todos muertos, pensó Dunworthy, mirando hacia el patio de la iglesia. Había tumbas nuevas allí, con la tierra amontonada sobre ellas, y la nieve no las había cubierto por completo todavía. Afortunadamente, todos están enterrados en ese patio, pensó, y vio el primer cuerpo. Era un muchachito. Estaba sentado con la espalda apoyada en una lápida, como si descansara.
– Mire, ahí hay alguien -dijo Colin, tirando de las riendas y señalando el cuerpo-. ¡Hola!
Se volvió para mirar a Dunworthy.
– ¿Cree que entenderán lo que digamos?
– Está… -dijo Dunworthy.
El muchachito se levantó, incorporándose dolorosamente, se apoyó con una mano en la lápida como si buscara un arma alrededor.
– No te haremos daño -exclamó Dunworthy, intentando pensar cómo sería el inglés medio. Bajó del caballo, agarrándose a la silla ante el súbito asalto del mareo. Se enderezó y extendió la mano, con la palma hacia arriba.
La cara del muchachito estaba sucia, manchada de tierra y sangre, y la parte delantera de su túnica y de sus pantalones remangados estaba empapada y rígida. Se agachó, sujetándose el costado como si el movimiento le doliera, cogió un palo que yacía enterrado en la nieve y avanzó para impedirle el paso.
– Kepe from haire. Der fevreblau hast bifallen us.
– Kivrin -dijo Dunworthy, y se dirigió hacia ella.
– No se acerque -exclamó ella en inglés, alzando el palo como si fuera una escopeta. El extremo estaba roto.
– Soy yo, Kivrin, el señor Dunworthy -anunció él, todavía acercándose.
– ¡No! -Kivrin retrocedió, agitando la pala rota-. No comprende. Es la peste.
– No importa, Kivrin. Hemos sido vacunados.
– Vacunados -dijo ella, como si no supiera lo que significaba la palabra-. Fue el clérigo del obispo. Ya la tenía cuando vino.
Colin llegó corriendo y ella volvió a levantar el palo.
– No importa -repitió Dunworthy-. Éste es Colin. También le han puesto la vacuna. Hemos venido para llevarte a casa.
Ella le miró fijamente durante un largo minuto. La nieve caía a su alrededor.
– Para llevarme a casa -dijo, sin ninguna entonación en la voz, y miró la tumba a sus pies. Era más pequeña que las demás, y más estrecha, como si albergara a un niño.
Miró a Dunworthy, y tampoco había ninguna expresión en su rostro. Llego demasiado tarde, pensó él, desesperado, mirándola allí de pie con la ropa ensangrentada, rodeada de tumbas. Ya la han crucificado.
– Kivrin -dijo.
Ella dejó caer la pala.
– Tiene que ayudarme -pidió. Se volvió y se dirigió a la iglesia.
– ¿Está seguro de que es ella? -susurró Colin.
– Sí.
– ¿Qué le pasa?
Llego demasiado tarde, pensó Dunworthy, y se apoyó en el hombro de Colin. Nunca me perdonará.
– ¿Qué pasa? -se inquietó Colin-. ¿Se siente enfermo otra vez?
– No -contestó, pero esperó un momento antes de retirar la mano.
Kivrin se había detenido ante la puerta de la iglesia y se sujetaba de nuevo el costado. Un escalofrío recorrió a Dunworthy. La tiene, pensó. Tiene la peste.
– ¿Estás enferma? -preguntó.
– No -Kivrin retiró la mano y la miró, como si esperara encontrarla cubierta de sangre-. Me dio una patada -intentó abrir la puerta de la iglesia, dio un respingo, y dejó que lo hiciera Colin-. Creo que me rompió algunas costillas.
Colin abrió el pesado portón de madera, y entraron juntos. Dunworthy parpadeó contra la oscuridad, deseando que sus ojos se acostumbraran a ella.
Por las estrechas ventanas no entraba ninguna luz, aunque vio dónde se encontraban. Distinguió una forma baja y pesada a la izquierda (¿un cuerpo?), y las masas más oscuras de las primeras columnas, pero más allá estaba completamente oscuro. A su lado, Colin rebuscaba en sus abultados bolsillos.
Por delante, una llama aleteó, iluminando sólo a sí misma. Luego se extinguió. Dunworthy se dirigió hacia ella.
– Espere un momento -advirtió Colin, y sacó una linterna de bolsillo. Cegó a Dunworthy, haciendo que todo lo que rodeaba su difuso haz se volviera tan negro como cuando entraron. Colin apuntó con ella las paredes pintadas, las gruesas columnas, el suelo irregular. La luz reveló la forma que Dunworthy había confundido con un cuerpo. Era una tumba de piedra.
– Ella está allí -dijo Dunworthy, señalando hacia el altar, y Colin apuntó la linterna en esa dirección.
Kivrin estaba arrodillada junto a alguien que yacía en el suelo delante de la reja. Era un hombre, según vio Dunworthy mientras se acercaban. La parte inferior de su cuerpo estaba cubierta por una manta púrpura, y tenía las grandes manos cruzadas sobre el pecho. Kivrin intentaba encender una vela con un carbón, pero la vela se había consumido y no prendía. Pareció agradecida cuando Colin se acercó con la linterna. Los iluminó a los dos.
– Tienen que ayudarme con Roche -dijo ella, parpadeando ante la luz. Se inclinó hacia el hombre y le cogió la mano.
Cree que todavía está vivo, pensó Dunworthy, pero ella añadió, con aquella voz inexpresiva e indiferente:
– Murió esta mañana.
Colin iluminó el cuerpo. Las manos cruzadas estaban casi tan púrpuras como la manta, pero su rostro aparecía pálido y completamente sereno.
– ¿Quién era, un caballero? -preguntó Colin, asombrado.
– No. Un santo.
Colocó la mano sobre la mano de él, ya rígida. Sus dedos eran callosos y ensangrentados, con las uñas negras de suciedad.
– Tienen que ayudarme.
– ¿Ayudarte a qué? -preguntó Colin.
Quiere que la ayudemos a enterrarlo, pensó Dunworthy, y no podemos. El hombre al que había llamado Roche era corpulento. Aunque consiguieran cavar una tumba, los tres no serían capaces de levantarlo, y Kivrin nunca los dejaría ponerle una cuerda alrededor del cuello para arrastrarlo hasta el patio de la iglesia.
– ¿Ayudarte a qué? -repitió Colin-. No nos queda mucho tiempo.
No les quedaba nada de tiempo. Ya era tarde, y les resultaría imposible encontrar el camino en el bosque después de oscurecer. No había forma de saber cuánto tiempo podría mantener Badri el intermitente en marcha. Había dicho veinticuatro horas, pero no parecía lo bastante recuperado para durar dos, y ya habían transcurrido casi ocho. Y el suelo estaba congelado, y Kivrin tenía las costillas rotas, y los efectos de la aspirina se estaban acabando. Empezó a tiritar de nuevo en la gélida iglesia.
No podemos enterrarlo, pensó, mirándola allí arrodillada. ¿Cómo voy a decírselo cuando he llegado tarde para todo lo demás?
– Kivrin -dijo.
Ella palmeó amablemente la mano rígida.
– No podremos enterrarlo -dijo con aquella voz tranquila, inexpresiva-. Tuvimos que poner a Rosemund en su tumba, después de que el senescal… -miró a Dunworthy-. Intenté cavar otra esta mañana, pero el suelo está demasiado duro. Rompí la pala. Dije la misa de difuntos por él y traté de tocar la campana.
– Te oímos -asintió Colin-. Fue así como te encontramos.
– Deberían haber sido nueve golpes, pero tuve que parar -se llevó la mano al costado, como si recordara el dolor-. Tienen que ayudarme a tocar el resto.
– ¿Por qué? -se extrañó Colin-. No creo que quede nadie vivo para oírla.
– No importa -dijo Kivrin, y miró a Dunworthy.
– No tenemos tiempo. Pronto oscurecerá, y el lugar de encuentro está…
– Yo la tocaré -dijo Dunworthy. Se levantó-. Quédate aquí -ordenó, aunque ella no hizo ningún ademán por levantarse-. Yo tocaré la campana.
– Está oscureciendo -insistió Colin y echó a correr para alcanzarlo. La luz de su linterna bailaba locamente sobre las columnas y el suelo mientras corría-. Usted dijo que no sabía cuánto tiempo podrían mantener la red abierta. Espere un momento.
Dunworthy abrió la puerta, parpadeó para protegerse del brillo de la nieve, pero había oscurecido mientras estaban en la iglesia, el cielo era gris y olía a nieve. Cruzó rápidamente el patio en dirección al campanario. La vaca que Colin había visto cuando entraron en la aldea se coló entre la valla y se dirigió hacia ellos, hundiendo las pezuñas en la nieve.
– ¿Qué sentido tiene tocar la campana cuando no hay nadie para oírla? -preguntó Colin, y se detuvo para apagar su linterna. Luego corrió para volver a alcanzarlo.
Dunworthy entró en la torre. Estaba tan fría y oscura como la iglesia, y olía a ratas.
La vaca asomó la cabeza y Colin pasó por su lado y se apoyó contra la pared curva.
– Usted es el que no para de decir que tenemos que volver, que la red va a cerrarse y dejarnos aquí -insistió-. Usted es el que dijo que no teníamos tiempo ni para encontrar a Kivrin.
Dunworthy permaneció allí un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz y tratando de recuperar el aliento. Había caminado demasiado rápido y la tensión en su pecho había vuelto. Miró a la cuerda. Colgaba por encima de sus cabezas en la oscuridad, y había un nudo de aspecto grasiento a un palmo del extremo deshilachado.
– ¿Puedo tocarla yo? -preguntó Colin, contemplándola.
– Eres demasiado pequeño.
– No lo soy -replicó, y saltó hacia la cuerda. Cogió el extremo, bajo el nudo, y colgó de allí varios segundos antes de caer, pero la cuerda apenas se movió, y la campana sólo dobló débilmente, desafinada, como si alguien la hubiera golpeado con una piedra-. Sí que es pesada.
Dunworthy levantó los brazos y agarró la áspera cuerda. Estaba fría y resbaladiza. Tiró bruscamente hacia abajo, sin estar seguro de poder hacerlo mejor que Colin, y la cuerda le hirió las manos. Bong.
– ¡Qué fuerte suena! -exclamó Colin, tapándose los oídos con las manos y mirando deleitado hacia arriba.
– Una -contó Dunworthy. Una y arriba. Recordando a las americanas, dobló las rodillas y tiró recto de la cuerda. Dos. Y arriba. Y tres.
Se preguntó cómo había podido tocar Kivrin con las costillas lastimadas. La campana era mucho más pesada, más fuerte de lo que había imaginado, y parecía reverberar en su cabeza, en su tenso pecho. Bong.
Pensó en la señora Piantini, doblando sus gruesas rodillas y contando para sí. Cinco. Desde luego, no había apreciado lo difícil que era. Cada tirón parecía arrancarle el aire de los pulmones. Seis.
Quiso detenerse y descansar, pero no quería que Kivrin, que estaría escuchando en la iglesia, pensara que se había rendido, que sólo pretendía terminar los golpes que ella había comenzado. Agarró con más fuerza la cuerda y se apoyó contra la pared de piedra un instante, tratando de aliviar la tensión del pecho.
– ¿Se encuentra bien, señor Dunworthy?
– Sí -contestó él, y tiró con tanta fuerza que pareció que los pulmones se le abrían. Siete.
No tendría que haberse apoyado contra la pared. Las piedras estaban frías como el hielo. Ahora volvía a tiritar. Pensó en la señora Taylor, intentando terminar su Chicago Surprise Minor, contando los golpes que le quedaban, intentando no ceder a las pulsaciones que sentía en la cabeza.
– Puedo terminarlo yo -dijo Colin, y Dunworthy apenas lo oyó-. Si quiere iré a buscar a Kivrin, y entre los dos daremos los últimos golpes. Los dos podemos tirar de la cuerda.
Dunworthy sacudió la cabeza.
– Cada hombre debe ceñirse a su campana -dijo sin aliento, y tiró de la cuerda. Ocho. No debía soltarla. La señora Taylor se había desmayado y la soltó, y la campana dio la vuelta, y la cuerda coleteó como un ser vivo. Se enroscó en el cuello de Finch y por poco lo estrangula. Tenía que aguantar, a pesar de todo.
Tiró de la cuerda hacia abajo y se agarró a ella hasta que estuvo seguro de que podría soportarla y entonces la dejó subir.
– Nueve -dijo.
Colin le miraba con el ceño fruncido.
– No tendrá una recaída, ¿verdad? -preguntó, temeroso.
– No -contestó Dunworthy, y soltó la cuerda.
La vaca estaba asomada a la puerta. Dunworthy empujó bruscamente al animal a un lado y regresó a la iglesia.
Kivrin seguía arrodillada junto a Roche, sosteniendo su mano rígida.
Dunworthy se detuvo ante ella.
– He tocado la campana -dijo.
Ella levantó la cabeza, sin asentir.
– ¿No cree que deberíamos irnos ya? -intervino Colin-. Está oscureciendo.
– Sí -concedió Dunworthy-. Creo que será mejor… -el mareo lo cogió completamente desprevenido; se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre el cuerpo de Roche.
Kivrin extendió la mano y Colin se abalanzó para sujetarlo. La linterna destelló errática por el techo cuando le agarró la mano. Dunworthy detuvo su caída con una mano, apoyándose en una rodilla, y extendió la otra mano hacia Kivrin, pero ella estaba en pie, retrocediendo.
– ¡Está enfermo! -era una acusación-. Tiene la peste, ¿verdad? -preguntó, y por primera vez su voz mostró alguna emoción-. ¿Verdad?
– No, es…
– Tiene una recaída -explicó Colin, y apoyó la linterna en el codo de la estatua para poder ayudar a Dunworthy a sentarse-. No prestó atención a mis carteles.
– Es un virus -dijo Dunworthy, quien se sentó de espaldas a la estatua-. No es la peste. Los dos hemos recibido estreptomicina y gammaglobulina. No podemos contraer la peste.
Apoyó la cabeza contra la estatua.
– Es un virus. Me pondré bien. Sólo necesito descansar un momento.
– Le advertí que no tocara la campana -le regañó Colin, vaciando el saco de arpillera en el suelo. Cubrió con el saco vacío los hombros de Dunworthy.
– ¿Quedan aspirinas?
– Se supone que tiene que tomárselas cada tres horas -dijo Colin-, y siempre con agua.
– Entonces ve a buscar agua -replicó Dunworthy.
Colin miró a Kivrin en busca de apoyo, pero ella se encontraba al otro lado del cuerpo de Roche, observando a Dunworthy recelosamente.
– Vamos -ordenó Dunworthy, y Colin se marchó corriendo. Sus botas resonaron sobre el suelo de piedra. Dunworthy miró a Kivrin, que retrocedió un paso-. No es la peste -aseguró-. Es un virus. Temíamos que hubieras quedado expuesta a él antes de atravesar. ¿Lo contrajiste?
– Sí -contestó ella, y se arrodilló junto a Roche-. Él me salvó la vida.
Alisó la manta púrpura y Dunworthy advirtió que se trataba de una capa de terciopelo. Tenía una gran cruz de seda bordada en el centro.
– Me dijo que no tuviera miedo -añadió ella. Le subió la capa hasta el pecho, sobre las manos cruzadas, pero la acción dejó sus pies descubiertos. Roche calzaba unas sandalias bastas e incongruentes. Dunworthy se quitó el saco de arpillera de los hombros y lo extendió amablemente sobre los pies, y entonces se levantó, con cuidado, aferrándose a la estatua para no caer otra vez.
Colin volvió con un cubo medio lleno de agua que debía de haber encontrado en un charco. Respiraba entrecortadamente.
– ¡La vaca me atacó! -protestó y sacó un sucio cazo del cubo.
Depositó las aspirinas en la mano de Dunworthy. Quedaban cinco tabletas.
Dunworthy tomó dos de ellas, tragando la menor cantidad de agua posible, y tendió las otras a Kivrin. Ella las cogió con solemnidad, todavía arrodillada en el suelo.
– No he encontrado ningún caballo -informó Colin, mientras tendía el cazo a Kivrin-. Sólo una mula.
– Un burro -rectificó Kivrin-. Maisry robó el pony de Agnes -le devolvió el cazo y volvió a coger la mano de Roche-. Él tocó la campana por todos, para que sus almas pudieran ir seguras al cielo.
– ¿No le parece mejor que nos vayamos? -susurró Colin-. Fuera está casi oscuro.
– Incluso por Rosemund -prosiguió Kivrin, como si no lo hubiera oído-. Ya estaba enfermo. Le dije que no nos quedaba tiempo, que debíamos marcharnos a Escocia.
– Tenemos que irnos ahora, antes de que se haga de noche -dijo Dunworthy.
Ella no se movió ni soltó la mano de Roche.
– Me sostuvo la mano mientras yo me estaba muriendo.
– Kivrin -insistió él amablemente.
Ella colocó la mano sobre la mejilla de Roche, lo miró un largo instante, y entonces se puso de rodillas. Dunworthy le ofreció la mano, pero ella se levantó sola, sujetándose el costado, y recorrió la nave.
Se volvió en la puerta y contempló la oscuridad.
– Cuando ya agonizaba, me dijo dónde estaba el lugar de recogida para que pudiera volver al cielo. Me dijo que quería que lo dejara y me fuera, para que cuando él llegara yo ya estuviera allí -dijo, y salió a la nieve.
La nieve caía silenciosa, pacíficamente sobre el caballo y el burro que esperaban junto al vallado. Dunworthy ayudó a Kivrin a montar en el caballo; ella no se apartó ante su contacto como había temido, pero en cuanto estuvo sentada a lomos del animal, se retiró de él y agarró las riendas. Cuando Dunworthy apartó las manos, Kivrin se desplomó contra la silla, sujetándose el costado.
Dunworthy tiritaba, apretando los dientes para que Colin no se diera cuenta.
Subió al burro al tercer intento, y pensó que se resbalaría de un momento a otro.
– Será mejor que guíe su mula -apuntó Colin, mirándolo con aire de desaprobación.
– No hay tiempo. Está oscureciendo. Monta detrás de Kivrin.
Colin condujo al caballo hasta la valla, se subió al dintel de la puerta, y montó tras Kivrin.
– ¿Tienes el localizador? -le preguntó Dunworthy, tratando de espolear al burro sin caerse.
– Conozco el camino -dijo Kivrin.
– Sí -respondió Colin. Lo alzó-. Y también la linterna -la encendió, iluminando el patio, como si buscara algo que hubieran dejado olvidado. Por primera vez pareció reparar en las tumbas-. ¿Es ahí donde enterraste a todo el mundo?
– Sí -dijo Kivrin.
– ¿Murieron hace mucho tiempo?
Ella hizo girar al caballo y empezó a subir la colina.
– No.
La vaca los siguió un trecho, bamboleando las ubres hinchadas, y entonces se detuvo y empezó a mugir penosamente. Dunworthy la miró. El animal volvió a mugirle, indeciso, y luego regresó a la aldea. Casi habían llegado a la cima de la colina y la nevada remitía, pero abajo, en la aldea, seguía nevando intensamente. Las tumbas quedaban completamente cubiertas y la iglesia estaba oscura. El campanario apenas era visible.
Kivrin ni siquiera miró atrás. Cabalgó decididamente hacia delante, muy erguida, con Colin detrás, que no se agarraba a su cintura, sino al respaldo de la silla. La nieve caía a ráfagas, y luego en copos sueltos, y cuando volvieron a internarse en el bosque, casi había cesado de nevar por completo.
Dunworthy siguió al caballo, procurando mantener su vivo ritmo, intentando no ceder a la fiebre. La aspirina no hacía efecto (la había tomado con demasiado poca agua), y notaba que la fiebre empezaba a apoderarse de él, aislándolo del bosque, del huesudo lomo del burro y de la voz de Colin.
El niño le hablaba alegremente a Kivrin, contándole sobre la epidemia, y por la forma en que lo exponía, parecía una aventura.
– Dijeron que había cuarentena y que teníamos que volver a Londres, pero yo no quise. Quería ver a tía Mary. Así que me colé a través de la barrera, y el guardia me vio y dijo: «¡Eh! ¡Alto!», y empezó a perseguirme, y yo corrí calle abajo hasta el pasaje.
Se detuvieron, y Colin y Kivrin desmontaron. Colin se quitó la bufanda; ella se subió la casaca manchada de sangre y se la ató alrededor de las costillas. Dunworthy sabía que el dolor debía de ser aún peor de lo que pensaba, que al menos debería intentar ayudarla, pero temía que si bajaba del burro no sería capaz de volver a subir en él.
Kivrin y Colin volvieron a montar y se pusieron en marcha de nuevo, frenando el ritmo en cada intersección y camino lateral para comprobar su dirección, Colin encogido sobre la pantalla del localizador y señalando, Kivrin asintiendo su conformidad.
– Aquí fue donde me caí del burro la primera noche -indicó Kivrin cuando se detuvieron en una bifurcación-. Estaba enferma. Creía que era un asesino.
Llegaron a otra bifurcación. Ya no nevaba, pero las nubes eran oscuras y pesadas.
Colin tuvo que enfocar la linterna sobre el localizador para leerlo. Señaló el sendero con la mano derecha, montó de nuevo tras Kivrin, y prosiguió el relato de sus aventuras.
– «Ha perdido el ajuste», dijo el señor Dunworthy, y entonces se lanzó sobre el señor Gilchrist y los dos cayeron. El señor Gilchrist actuaba como si lo hubiera hecho a propósito, y ni siquiera me ayudó a taparlo. Tiritaba como un poseso, y tenía fiebre, y yo no dejaba de gritar: «¡Señor Dunworthy! ¡Señor Dunworthy!»,pero él no me oía. Y el señor Gilchrist decía todo el rato: «Le considero personalmente responsable.»
Empezó a nevar de nuevo y el viento arreció. Dunworthy se aferró a la rígida crin del burro, tiritando.
– No querían decirme nada -proseguía Colin-, y cuando intenté ver a tía Mary, me dijeron que no se permitía la entrada a los niños.
Cabalgaban contra el viento, la nieve levantaba la capa de Dunworthy en frías ráfagas. Se inclinó hacia delante, hasta quedar casi tendido sobre el cuello del animal.
– El doctor salió -dijo Colin-, y empezó a susurrarle a la enfermera, y supe que estaba muerta.
Dunworthy sintió una súbita puñalada de pena, como si lo oyera por primera vez. Oh, Mary, pensó.
– No supe qué hacer, así que me quedé allí sentado, y la señora Gaddson, que es una persona necrótica, llegó y empezó a leerme la Biblia y a decirme que era la voluntad de Dios. ¡Odio a la señora Gaddson! -declaró Colin violentamente-. ¡Ella sí que se merecía la gripe!
Sus voces empezaron a resonar en el bosque, de forma que Dunworthy no tendría que haber captado las palabras, pero extrañamente le parecían cada vez más claras en el aire frío, y le pareció que deberían poder oírlos hasta Oxford, a setecientos años de distancia.
De pronto se le ocurrió que Mary no estaba muerta, que en aquel terrible año, en aquel siglo que era peor que un diez, aún no había muerto, y le pareció una bendición superior a nada que tuviera derecho a esperar.
– Y entonces oímos la campana -concluyó Colin-. El señor Dunworthy dijo que eras tú pidiendo ayuda.
– Lo era -asintió Kivrin-. Esto no funcionará. Se caerá.
– Tienes razón -contestó Colin, y Dunworthy advirtió que habían vuelto a desmontar y se encontraban junto al burro. Kivrin sujetaba la brida de cuerda.
– Tenemos que ponerle en el caballo -dijo Kivrin, y agarró a Dunworthy por la cintura-. Va a caerse del burro. Vamos. Baje. Le ayudaré.
Los dos tuvieron que ayudarle, Kivrin lo sujetó de una forma que por fuerza tenía que lastimarle las costillas, y Colin casi lo sostenía en vilo.
– Si pudiera sentarme un momento -jadeó Dunworthy, los dientes castañeteando.
– No hay tiempo -dijo Colin, pero lo ayudaron a llegar a un lado del camino y lo sentaron contra una roca.
Kivrin rebuscó bajo la camisa y sacó tres aspirinas.
– Tenga. Tómeselas -le ofreció ella, y se las tendió en la palma abierta.
– Eran para ti. Tus costillas…
Ella le miró fijamente, sin sonreír.
– Me pondré bien -dijo, y fue a atar al caballo a un matorral.
– ¿Quiere un poco de agua? -preguntó Colin-. Podría encender una hoguera y derretir nieve.
– Estaré bien -murmuró Dunworthy. Se metió las aspirinas en la boca y las tragó.
Kivrin ajustaba las cinchas, desatando las tiras de cuero con habilidad. Las sujetó y volvió junto a Dunworthy para ayudarlo a montar.
– ¿Listo? -dijo, y puso la mano bajo el brazo de Dunworthy.
– Sí -contestó él, y trató de levantarse.
– Esto ha sido un error -se lamentó Colin-. Nunca conseguiremos auparlo.
Pero lo lograron, le pusieron los pies en los estribos y las manos alrededor del pomo de la silla, luego lo empujaron, y al final Dunworthy incluso los ayudó un poco, al tender una mano para que Colin se sentara delante de él.
Ya no tiritaba, pero no estaba seguro de que eso fuera una buena señal.
Cuando volvieron a ponerse en marcha, Kivrin por delante a lomos del burro mientras Colin empezaba a charlar de nuevo, Dunworthy se apoyó en la espalda del muchacho y cerró los ojos.
– Pues he decidido que cuando acabe el colegio, voy a ir a Oxford para ser historiador como tú -decía Colin-. No quiero venir a la Peste Negra, sino a las Cruzadas.
Él los escuchaba, apoyado contra Colin. Oscurecía, y se encontraban en la Edad Media, en mitad de un bosque, dos enfermos y un niño, y Badri, otro enfermo, intentando mantener la red abierta, a pesar de que en cualquier momento podría sufrir una nueva recaída. Pero Dunworthy no parecía capaz de experimentar pánico ni preocupación. Colin tenía el localizador y Kivrin sabía dónde estaba el lugar. Estarían bien.
Aunque no encontraran el sitio y quedaran atrapados allí para siempre, aunque Kivrin no le perdonara, se curaría. Les llevaría a Escocia, donde nunca había llegado la peste, y Colin sacaría anzuelos y una sartén de su bolsa de trucos y pescarían truchas y salmones para comer. Tal vez incluso encontrarían a Basingame.
– He visto peleas a espada en los vids, y sé montar a caballo -dijo Colin-. ¡Alto!
Colin tiró de las riendas, y el caballo se detuvo, con la nariz contra la cola del burro. El burro se había detenido en seco. Se encontraban en la cima de una pequeña colina. Al pie había un charco congelado y una hilera de sauces.
– Espoléalo -dijo Colin, pero Kivrin ya había desmontado.
– No irá más lejos. Es como la otra vez. Me vio atravesar. Creía que había sido Gawyn, pero fue Roche -pasó la brida por encima de la cabeza del burro, y el animal regresó inmediatamente por el estrecho sendero.
– ¿Quieres montar? -le preguntó Colin, y descabalgó.
Ella sacudió la cabeza.
– Me duele más montar y desmontar que caminar.
Contemplaba la colina. Los árboles sólo la cubrían hasta la mitad, y más allá la colina estaba blanca debido a la nieve. Debía de haber dejado de nevar, aunque Dunworthy no se había dado cuenta de ello. Las nubes iban separándose, y entre ellas el cielo era de un lavanda pálido y claro.
– Pensó que era santa Catalina -prosiguió Kivrin -. Me vio atravesar, como usted temía que sucediera. Creyó que Dios me había enviado para ayudarlos en su hora de necesidad.
– Bueno, y lo hiciste, ¿no? -dijo Colin. Tiró de las riendas torpemente, y el caballo empezó a bajar la colina, mientras Kivrin caminaba a su lado-. Tendrías que haber visto el desorden que había en el otro sitio adonde fuimos. Cadáveres por todas partes, y creo que nadie los ayudó.
Le tendió las riendas a Kivrin.
– Iré a ver si la red está abierta -dijo, y echó a correr por delante-. Badri tenía que abrirla cada dos horas.
Se internó en un matorral y desapareció.
Kivrin hizo que el caballo se detuviera al pie de la colina y ayudó a desmontar a Dunworthy.
– Será mejor que le quitemos la silla y la brida -dijo Dunworthy-. Cuando lo encontramos, estaba enganchando a un matorral.
Se ocuparon de ello juntos. Kivrin le quitó la brida y extendió la mano para acariciar la cabeza del caballo.
– Estará bien -la tranquilizó Dunworthy.
– Tal vez.
Colin apareció entre los sauces, esparciendo nieve por todas partes.
– No está abierta.
– Se abrirá pronto -aseguró Dunworthy.
– ¿Vamos a llevarnos el caballo? Creía que no se permitía a los historiadores llevarse nada al futuro. Pero sería magnífico si pudiéramos llevárnoslo. Podría montarlo cuando vaya a las Cruzadas.
Volvió a internarse entre los sauces, esparciendo nieve.
– Vamos, chicos, podría abrirse en cualquier momento.
Kivrin asintió. Palmeó al caballo en el flanco. El animal se retiró unos cuantos pasos y luego se detuvo y los miró, vacilante.
– Vamos -urgió Colin desde alguna parte, pero Kivrin no se movió.
Se llevó la mano al costado.
– Kivrin -dijo Dunworthy, y se acercó a ayudarla.
– Me pondré bien -dijo, y se apartó de él para retirar las enmarañadas ramas del bosquecillo.
Ya estaba oscuro entre los árboles. El cielo entre las ramas negras del roble era de un color azul lavanda. Colin arrastraba un tronco caído al centro del claro.
– Por si lo perdemos y tenemos que esperar otras dos horas -explicó. Dunworthy se sentó, agradecido.
– ¿Cómo sabremos dónde debemos colocarnos cuando se abra la red? -le preguntó Colin a Kivrin.
– Veremos la condensación -se acercó al roble y se inclinó para limpiar la nieve de la base.
– ¿Y si oscurece?
Ella se sentó contra el árbol, mordiéndose los labios mientras se acomodaba entre las raíces.
Colin se sentó entre ellas.
– No traje cerillas, si no encendería un fuego.
– No importa -dijo Dunworthy.
Colin encendió su linterna de bolsillo y luego volvió a apagarla.
– Creo que es mejor ahorrarla por si algo sale mal.
Hubo un movimiento en los sauces. Colin se incorporó.
– Creo que ya empieza.
– Es el caballo -dijo Dunworthy-. Está comiendo.
– Oh -Colin volvió a sentarse-. No cree usted que la red ya se abrió y no la vimos porque estaba oscuro, ¿verdad?
– No.
– Tal vez Badri tuvo otra recaída y no pudo abrirla -insistió, parecía más nervioso que asustado.
Esperaron. El cielo se convirtió en un azul púrpura, y las estrellas empezaron a despuntar entre las ramas del roble. Colin se sentó en el tronco junto a Dunworthy y habló de las Cruzadas.
– Tú lo sabes todo acerca de la Edad Media -le dijo a Kivrin-, y se me ha ocurrido que a lo mejor me ayudarías a prepararme, ya sabes, a enseñarme cosas.
– Eres demasiado joven. Es muy peligroso.
– Lo sé. Pero quiero ir. Tienes que ayudarme. Por favor.
– No se parecerá a nada de lo que esperas -dijo ella.
– ¿Es necrótica la comida? Leí en el libro que me regaló el señor Dunworthy cómo comían carne podrida, cisnes y cosas así.
Kivrin se contempló las manos durante un largo minuto.
– La mayor parte era terrible -dijo en voz baja-, pero había algunas cosas maravillosas.
Cosas maravillosas. Dunworthy pensó en Mary, apoyada contra la puerta de Balliol, hablando del Valle de los Reyes, diciendo: «Nunca lo olvidaré.» Cosas maravillosas.
– ¿Y las coles de Bruselas? -preguntó Colin-. ¿Comían coles de Bruselas en la Edad Media?
Kivrin casi sonrió.
– Creo que no se habían inventado todavía.
– ¡Magnífico! -se levantó de un salto-. ¡Oigan! Creo que está empezando. Parece una campana.
Kivrin alzó la cabeza, escuchando.
– Cuando vine sonaba una campana -recordó.
– Vamos -dijo Colin, y obligó a Dunworthy a ponerse en pie-. ¿No la oye?
Era una campana, débil y lejana.
– Viene de allí -indicó Colin. Corrió hacia el borde del claro-. ¡Vamos!
Kivrin apoyó una mano en el suelo para sostenerse y se puso de rodillas.
Su mano libre se dirigió involuntariamente a sus costillas.
Dunworthy le tendió la mano, pero ella no la aceptó.
– Estaré bien -musitó.
– Lo sé -contestó él, y dejó caer la mano.
Kivrin se levantó con cuidado, apoyándose en el tronco del roble, y luego se enderezó y lo soltó.
– Lo tengo todo en el grabador -dijo-. Todo lo que sucedió.
Como John Clyn, pensó él, mirándole el pelo rapado, la cara sucia. Un verdadero historiador, escribiendo en la iglesia vacía, rodeado de tumbas. Yo, al ver tantos males, he puesto por escrito todas las cosas de las que he sido testigo. Para que las cosas que merecen ser recordadas no perezcan con el tiempo.
Kivrin volvió sus manos hacia arriba y se miró las palmas en la penumbra.
– El padre Roche, Agnes, Rosemund y todos los demás -dijo-. Lo tengo todo.
Trazó una línea por su muñeca con un dedo.
– Io suuicien lui damo amo -dijo en voz baja-. Estás aquí en lugar de los amigos que amo.
– Kivrin.
– ¡Vamos! -exclamó Colin-. Ya empieza. ¿No oye las campanas?
– Sí -dijo Dunworthy. Era la señora Piantini con el tenor, tocando la introducción a When at Last My Savior Cometh.
Kivrin se acercó y se colocó junto a Dunworthy. Unió las manos, como si rezara.
– ¡Ya veo a Badri! -estalló Colin. Hizo bocina con las manos alrededor de la boca-. ¡Ella está bien! -gritó-. ¡La hemos salvado!
El tenor de la señora Piantini tañó, y las otras campanas se le unieron alegremente. El aire empezó a titilar, como si cayeran copos de nieve.
– ¡Apocalíptico! -dijo Colin, la cara iluminada.
Kivrin cogió la mano de Dunworthy y la agarró con fuerza contra la suya.
– Sabía que vendría -afirmó, y la red se abrió.