Libro segundo

En el frío invierno el viento helado me hizo gemir,

la tierra era dura como el hierro, el agua como una piedra;

había caído nieve, nieve sobre nieve, nieve sobre nieve,

en el frío invierno hace mucho tiempo.

Christina Rosetti


10

El fuego se había apagado. Kivrin aún olía el humo en la habitación, pero sabía que se trataba de un fuego que ardía en un hogar. No le extrañaba, pues las chimeneas no aparecieron en Inglaterra hasta finales del siglo XIV, y estaba sólo en 1320. En cuanto formó los pensamientos, fue consciente de todo lo demás: estoy en 1320, y he pasado una enfermedad. He tenido fiebre.

Durante un rato no pensó en nada más. Se sentía bien allí tendida, descansando. Estaba extenuada, como si hubiera realizado un terrible esfuerzo que hubiera requerido todas sus energías. Creí que iban a quemarme en la hoguera, pensó. Recordó haberse debatido contra ellos y las llamas saltando, lamiendo sus manos, quemándole el cabello.

Me cortaron el pelo, pensó, y se preguntó si era un recuerdo o algo que había soñado. Estaba demasiado cansada para llevarse la mano a la cabeza, demasiado cansada incluso para intentar recordar. He estado muy enferma, pensó. Me administraron los últimos sacramentos.

– No hay nada que temer -había dicho el hombre-. Volveréis a casa.

Requiescat in pace. Y durmió.

Cuando volvió a despertarse, la habitación estaba a oscuras, y una campana repicaba a lo lejos. Kivrin pensó que llevaba soñando mucho rato, igual que tañía la campana solitaria cuando se desmayó, pero un momento después otra campana empezó a sonar, tan cerca que debía de estar ante la ventana, apagando las demás. Maitines, pensó, y le pareció recordar haberlas oído antes, un repique entrecortado y desfasado que seguía el ritmo de los latidos de su corazón, pero eso era imposible.

Debía de haberlo soñado. Había soñado que la quemaban en la hoguera. Había soñado que le cortaban el pelo. Había soñado que los contemporáneos hablaban un idioma que no comprendía.

La campana más cercana se calló, y las otras continuaron durante un rato, como si se alegraran ante la oportunidad de hacerse oír, y Kivrin recordó eso también. ¿Cuánto tiempo llevaba en este sitio? Al principio era de noche, y ahora era de día. Parecía una sola noche, pero entonces recordó los rostros inclinados sobre ella. Cuando la mujer volvió a traerle la taza y de nuevo cuando llegó el sacerdote, y el asesino con él, pudo verlos claramente, sin el fluctuar de la inquieta vela. Y en medio recordaba la oscuridad y la luz brumosa de las lámparas de sebo y las campanas, sonando y callando y sonando otra vez.

Sintió una súbita puñalada de pánico. ¿Cuánto tiempo llevaba allí tendida? ¿Y si había estado enferma semanas y había pasado ya el encuentro? Pero eso era imposible. La gente no deliraba durante semanas, aunque tuviera fiebre tifoidea, y ella no podía tenerla. Le habían puesto las vacunas.

Hacía frío en la habitación, como si el fuego se hubiera apagado durante la noche. Palpó en busca de las mantas, y unas manos surgieron inmediatamente de la oscuridad y las colocaron suavemente sobre sus hombros.

– Gracias -dijo Kivrin, y se durmió.

El frío volvió a despertarla, y tuvo la sensación de que sólo había dormido unos minutos, aunque ahora había un poco de luz en la habitación. Entraba por una estrecha ventana ubicada en la pared de piedra. Alguien había abierto los postigos y por ahí entraba también el frío.

Había una mujer de puntillas en lo alto del asiento de piedra situado bajo la ventana, colocando un paño en la abertura. Llevaba una túnica negra, una saya blanca y una cofia, y por un instante Kivrin pensó que estaba en un convento, pero entonces recordó que las mujeres del siglo XIV se cubrían el pelo cuando estaban casadas. Sólo las muchachas solteras llevaban el cabello suelto y sin cubrir.

La mujer no parecía lo bastante mayor para estar casada, ni tampoco para ser una monja. Había una mujer en la habitación cuando Kivrin estuvo enferma, pero era mucho mayor. Cuando Kivrin le aferró las manos en su delirio, las manos eran ásperas y arrugadas, y la voz de la mujer sonaba cascada por la edad, aunque tal vez aquello también formara parte del delirio.

La mujer se asomó a la luz desde la ventana. La cofia blanca era amarillenta y no se trataba de una túnica, sino de una saya como la de Kivrin, con un sobretodo verde oscuro encima. Estaba mal teñida y parecía confeccionada con tela de arpillera, el tejido tan basto que Kivrin lo distinguía fácilmente a pesar de la tenue luz. Debía de ser una criada, entonces, pero las criadas no llevaban tocas de lino ni manojos de llaves como el que colgaba del cinto de la mujer. Tenía que ser una persona de cierta importancia, el ama de llaves, tal vez.

Y éste era un lugar de importancia. Probablemente no se trataba de un castillo, porque la pared contra la que se situaba la cama no era de piedra, sino de madera sin debastar. Sin duda era un caserón de al menos la primera orden de nobleza, un barón menor, o posiblemente un rango más alto. La cama donde yacía era una cama de verdad, con un dosel de madera, colgantes y gruesas sábanas de lino, no un simple jergón, y las mantas eran de piel. El asiento de piedra bajo la ventana tenía cojines bordados.

La mujer ató el paño a las pequeñas proyecciones de piedra situadas a cada lado de la ventanita, bajó del asiento de la ventana y se agachó hacia algo. Kivrin no distinguió qué era porque los colgantes de la cama le impedían verlo. Eran pesados, casi como alfombras, y habían sido retirados y atados con una cuerda.

La mujer se enderezó de nuevo, sosteniendo un cuenco de madera, y entonces, alzando sus faldas con la mano libre, se subió al asiento de la ventana y empezó a frotar el paño con algo denso. Aceite, pensó Kivrin. No, cera. Utilizaban lino frotado con cera en vez de cristal en las ventanas. Se suponía que el cristal era de uso común en las mansiones del siglo XIV. Se suponía que la nobleza llevaba los cristales junto con el equipaje y los muebles cuando viajaban de casa en casa.

Debo grabar esto, pensó Kivrin, que algunas mansiones no tenían ventanas de cristal, y levantó las manos y las unió, pero el esfuerzo fue excesivo, y las dejó caer sobre las sábanas.

La mujer miró hacia la cama y luego se volvió hacia la ventana y empezó a pintar la tela con largos brochazos. Debo de estar mejorando, pensó Kivrin. Ella permaneció junto a la cama todo el tiempo que estuve enferma. Se preguntó de nuevo cuánto tiempo había transcurrido. Tendré que averiguarlo, y luego he de encontrar el lugar del lanzamiento.

No podía estar muy lejos. Si ésa era la aldea a la que pretendía ir, el lugar no quedaba a más de dos kilómetros. Intentó recordar cuánto tiempo había durado el viaje a la aldea. Le pareció que duraba mucho rato. El asesino la había subido a su caballo blanco, que tenía campanillas en el arnés. Pero no era un asesino. Era un joven pelirrojo de aspecto agradable.

Tendría que preguntar el nombre de la aldea adonde la habían llevado, y esperaba que se tratara de Skendgate. Pero aunque no lo fuera, gracias al nombre sabría dónde se encontraba en relación con el lugar del lanzamiento. Y, por supuesto, en cuanto se sintiera un poco más fuerte, podrían mostrarle dónde se hallaba.

¿Cuál es el nombre de la aldea a la que me habéis traído? No había podido pensar las palabras la noche anterior, pero eso se debió a la fiebre, por supuesto. Ahora no tenía ningún problema. El señor Latimer había empleado meses en enseñarle la pronunciación. Ciertamente, podrían comprender In whatte londe am I? o incluso Whatte be thisse holding?, y aunque hubiera alguna variación en el dialecto local, el intérprete lo corregiría automáticamente.

Whatte place hast thou brotte me? -preguntó Kivrin.

La mujer se volvió, sorprendida. Se bajó del asiento, todavía con el cuenco en una mano y el cepillo en la otra, sólo que no era un cepillo, según descubrió Kivrin mientras se acercaba a la cama. Era una especie de cuchara de madera con el cuenco casi plano.

Gottebae plaise tthar tleve -dijo la mujer, uniendo cuchara y cuenco ante ella-. Beth naught agast.

Se suponía que el intérprete debía traducir lo que se decía inmediatamente. Tal vez la pronunciación de Kivrin era defectuosa, tanto que la mujer pensaba que hablaba un idioma extranjero e intentaba responderle en su torpe francés o alemán.

Whatte place hast thou brotte me? -dijo lentamente, para que el intérprete tuviera tiempo de traducir lo que decía.

Wick londebay yae comen lawdayke awtreen godelae deynorm andoar sic straunguwlondes. Spekefaw eek waenoot awfthy taloorbrede.

Lawyes sharess loostee? -intervino una voz.

La mujer se volvió a mirar una puerta que Kivrin no podía ver, y entró otra mujer, mucho mayor, de rostro arrugado. Sus manos eran las que Kivrin recordaba de su delirio, ásperas y viejas. Llevaba una cadena de plata y un pequeño cofre de cuero. Se parecía al cofre que Kivrin había llevado consigo, pero era más pequeño y con cierres de hierro en vez de bronce. Colocó el cofre en el asiento de la ventana.

Auf specheryit darmayt?

Kivrin recordaba también la voz, áspera y casi airada. Hablaba a la otra mujer como si fuera una criada. Bueno, tal vez lo era, y ésta era la señora de la casa, aunque su cofia no se veía más blanca, ni su vestido mejor. Pero no llevaba ninguna llave en el cinturón, y ahora Kivrin recordó que no era el ama de gobierno quien llevaba las llaves, sino la señora de la casa.

La señora de la mansión con lino amarillento y arpillera mal teñida, lo cual significaba que el vestido de Kivrin era un error, tanto como la pronunciación de Latimer, como las afirmaciones de la doctora Ahrens de que no contraería ninguna enfermedad medieval.

– Me pusieron todas las vacunas -murmuró, y las dos mujeres se volvieron a mirarla.

Ellavih swot wardesdoor feenden iss? -preguntó bruscamente la mujer mayor. ¿Era la madre de la mujer más joven, o su suegra, o su criada? Kivrin no tenía ni idea. Ninguna de las palabras que había dicho, ni siquiera un nombre propio o una forma de dirigirse, se lo aclararon.

Maetinkerr woun dahest wexe hoordoumbe -contestó la otra mujer, y la más mayor respondió:

Nor nayte bawcows derouthe.

Nada. Se suponía que las frases más cortas eran más fáciles de traducir, pero Kivrin ni siquiera podía discernir si había dicho una palabra o varias.

La mujer joven irguió la barbilla, furiosa.

Certessan, shreevadwomn wolde nadae seyvous -dijo bruscamente.

Kivrin se preguntó si estarían discutiendo sobre qué debían hacer con ella. Tiró de las mantas con sus débiles manos, como para apartarse de ellas, y la joven soltó la cuchara y el cuenco y acudió inmediatamente.

Spaegun yovor tongawn glais? -dijo, y podía ser «Buenos días» o «¿Te encuentras mejor?» o «Te quemaremos al amanecer», por lo que Kivrin sabía. Quizá su enfermedad impedía un correcto funcionamiento del traductor. Tal vez cuando la fiebre bajara, comprendería todo lo que decían.

La mujer mayor se arrodilló junto a la cama, sosteniendo una pequeña caja de plata al final de la cadena entre las manos cruzadas, y empezó a rezar. La joven se inclinó hacia delante para mirar la frente de Kivrin y luego palpó tras su cabeza, haciendo algo que tiró del pelo de Kivrin. Entonces advirtió que debían de haberle vendado la herida de la frente. Se llevó la mano a la tela y luego al cuello, buscando sus rizos, pero no encontró nada. Su cabello terminaba en un mechón irregular justo debajo de las orejas.

Vae motten tiyez thynt -dijo la mujer joven, preocupada-. Far thotyiwort wount sorr.

Le estaba dando algún tipo de explicación, pensó Kivrin. Aunque no la entendía, sí comprendía que había estado muy enferma, tanto que pensó que su pelo estaba ardiendo. Recordó a alguien (¿la mujer mayor?) intentando agarrarle las manos y a sí misma debatiéndose salvajemente ante las llamas. No habían tenido ninguna alternativa.

Y Kivrin que odiaba su maraña de pelo y todo el tiempo que tardaba en peinárselo, y lo mucho que se había preocupado por cómo llevaban el cabello las mujeres medievales, si se recogían en trenzas o no, y cómo demonios iba a soportar dos semanas sin lavárselo. Tendría que alegrarse de que se lo hubieran cortado, pero en ese momento sólo pudo pensar en Juana de Arco, que llevaba el cabello corto, y a la que habían quemado en la hoguera.

La joven retiró las manos del vendaje y observaba a Kivrin, con aspecto asustado. Kivrin le sonrió, algo temblorosa, y ella le devolvió la sonrisa. Le faltaban dos dientes en la parte derecha de la boca, y el diente situado junto a la abertura era marrón, pero cuando sonrió no pareció mayor que una estudiante de primer año.

Terminó de desatar el vendaje y lo depositó sobre las mantas. Era el mismo lino amarillento de su cofia, pero hecho tiras, y manchado de sangre oscura. Había más sangre de lo que Kivrin había creído en un principio. Por lo visto la herida del señor Gilchrist había empezado a sangrar de nuevo.

La mujer tocó la sien de Kivrin, nerviosa, como si no estuviera segura de qué hacer.

Vexeyaw hongroot? -preguntó, y puso una mano tras el cuello de Kivrin y la ayudó a levantar la cabeza.

Se sintió muy mareada. Debe de ser por mi pelo, pensó Kivrin.

La anciana tendió a la joven un cuenco de madera, y ella lo acercó a los labios de Kivrin, quien sorbió con cuidado, pensando confundida que era el mismo cuenco que contenía la cera. No lo era, ni tampoco la bebida que le habían dado antes. Era una papilla fina y granulosa, menos amarga que la bebida de la noche anterior, pero con un regusto grasiento.

Thasholde nayive gros vitaille towayte -dijo la anciana, la voz áspera por la impaciencia y el reproche.

Definitivamente, la suegra, pensó Kivrin.

Shimote lese hoor fource -respondió la joven mansamente.

La papilla estaba buena. Kivrin intentó tomársela toda, pero después de unos cuantos sorbos, se sintió agotada.

La mujer joven tendió el cuenco a la otra, que había rodeado la cama, y ayudó a Kivrin a apoyar la cabeza en la almohada. Recogió el vendaje ensangrentado, tocó de nuevo la sien de Kivrin como si estuviera decidiendo si debía poner el vendaje otra vez, y luego lo entregó a la otra mujer, quien lo colocó junto con el cuenco en el cofre que debía de estar al pie de la cama.

Lo, liggethsteallouw -dijo la joven, mostrando su sonrisa mellada, y su tono resultaba inconfundible, aunque Kivrin no comprendía las palabras. La mujer le había dicho que durmiera. Cerró los ojos.

Durmidde shoalausbrekkeynow -dijo la anciana. Las dos se marcharon de la habitación, y cerraron tras ellas la pesada puerta.

Kivrin repitió lentamente las palabras para sí, intentando captar algún sonido familiar. Se suponía que el intérprete ampliaba su habilidad para separar fonemas y reconocer pautas sintácticas, no sólo almacenar vocabulario del inglés medieval, pero para el caso bien podría haber estado escuchando servo-croata.

Y tal vez sea así, pensó. ¿Quién sabe dónde me han traído? Estaba febril. Tal vez el asesino me embarcó y me hizo cruzar el Canal. Sabía que eso no era posible. Recordaba gran parte del viaje nocturno, aunque había una cualidad deslabazada e inconexa en todo aquello. Me caí del caballo, y el pelirrojo me recogió. Y pasamos ante una iglesia.

Frunció el ceño, intentando recordar más sobre la dirección que habían tomado. Se habían internado en el bosque, alejándose del claro, y salieron a un camino, y el camino se bifurcó, y ahí fue donde ella se cayó del caballo. Si pudiera encontrar la bifurcación en la carretera, tal vez sería capaz de localizar el lugar del lanzamiento desde allí. Estaba casi al lado de la torre.

Pero si el lugar del lanzamiento estaba tan cerca, se encontraba en Skendgate y las mujeres hablaban inglés medieval. Y si hablaban inglés medieval, ¿por qué no entendía nada de lo que decían?

Tal vez me di un golpe en la cabeza al caer del caballo, y le ha pasado algo al intérprete, pensó, pero no se había golpeado la cabeza. Se había soltado y se había ido deslizando hasta que quedó sentada en el suelo. Es la fiebre, pensó. Algo impide que el intérprete reconozca las palabras.

Reconoció el latín, pensó, y un nudo de miedo empezó a formarse en su pecho. Reconoció el latín, y no puedo estar enferma. Me pusieron las vacunas. Recordó de repente que la vacuna antiviral le picaba y le formó un bultito bajo el brazo, pero la doctora Ahrens lo comprobó antes de su partida. La doctora aseguró que no importaba. Y ninguna de las otras vacunas le había picado, excepto la vacuna de la peste. No puedo tener la peste, pensó. No tengo ninguno de los síntomas.

Las víctimas de la peste tenían grandes bultos bajo los brazos y en la parte interior de los muslos. Vomitaban sangre, y las venas bajo la piel se rompían y se volvían negras. No era la peste, ¿pero qué era, y cómo lo había contraído? Había sido vacunada contra todas las enfermedades importantes que existían en 1320, y por otra parte, no había estado expuesta a ninguna enfermedad. Había empezado a tener síntomas en cuanto atravesó, antes de encontrarse con nadie. Los gérmenes no gravitaban sin más cerca de un sitio de lanzamiento, esperando a que alguien atravesara. Tenían que propagarse por contacto, o por estornudos, o por las pulgas. La peste había sido extendida por las pulgas.

No es la peste, se dijo firmemente. La gente que tiene la peste no se pregunta si la tiene. Están demasiado ocupados muriéndose.

No era la peste. Las pulgas que la habían propagado vivían en ratas y humanos, no en mitad de un bosque, y la Peste Negra no alcanzó Inglaterra hasta 1348. Debe de ser alguna enfermedad medieval de la que la doctora Ahrens no tenía conocimiento. Había todo tipo de enfermedades extrañas en la Edad Media: el mal del rey y el baile de san Vito y un sinfín de fiebres. Debía de ser una de ellas, y su sistema inmunológico aumentado había tardado en descubrir qué era y en empezar a combatirla. Pero ahora lo había hecho, y su temperatura bajaba y el intérprete empezaría a funcionar. Sólo tenía que descansar y esperar y recuperarse. Reconfortada por este pensamiento, volvió a cerrar los ojos y se durmió.


Alguien la tocaba. Abrió los ojos. Era la suegra. Estaba examinando las manos de Kivrin, volviéndolas una y otra vez en las suyas, frotando su calloso índice por los dorsos, escrutando las uñas. Cuando vio que Kivrin tenía los ojos abiertos soltó las manos, como disgustada, y dijo:

Sheavost ahvheigh parage attelest, baht hoore der wikkonasshae haswfolletwe?

Nada. Kivrin había esperado que de algún modo, mientras dormía, los ampliadores del intérprete hubieran clasificado y descifrado todo lo que había oído, y que despertaría para descubrir que ya funcionaba. Pero las palabras seguían resultándole ininteligibles. Sonaba un poco a francés, con sus entonaciones y sus delicadas inflexiones, pero Kivrin conocía el francés normando (el señor Dunworthy le había hecho aprenderlo), y no distinguía ninguna de las palabras.

Hastow naydepesse? -dijo la anciana.

Parecía una pregunta, pero todo el francés lo parecía.

La mujer cogió el brazo de Kivrin con una ruda mano y la rodeó con el otro brazo, como para ayudarla a levantarse. Estoy demasiado enferma, pensó Kivrin. ¿Por qué quiere hacerme levantar? ¿Para interrogarme? ¿Para quemarme?

La mujer más joven entró en la habitación, llevando una palangana. La colocó sobre el asiento y se acercó a coger el otro brazo de Kivrin.

Hastontee natour yowrese? -preguntó, mostrando su sonrisa desdentada, y Kivrin pensó que tal vez la llevarían al lavabo, e hizo un esfuerzo por sentarse y pasar las piernas por el lado de la cama.

Se mareó inmediatamente. Se sentó, las piernas desnudas colgando por el lado de la alta cama, esperando a que pasara. Llevaba su muda de lino y nada más. Se preguntó dónde estaría su ropa. Al menos le habían dejado la muda. En la Edad Media, la gente normalmente no llevaba nada al acostarse.

La gente de la Edad Media tampoco tenía agua corriente, pensó, y esperó no tener que salir a un retrete. Los castillos a veces tenían guardarropas cerrados, o esquinas sobre un conducto que tenía que ser limpiado al fondo, pero esto no era un castillo.

La mujer joven colocó una fina manta doblada sobre los hombros de Kivrin, como un chal, y las dos la ayudaron a levantarse de la cama. El suelo de tablas de madera estaba helado. Kivrin dio unos cuantos pasos y se mareó de nuevo. Nunca llegaré al exterior, pensó.

Wotan shay wootes nawdaor youse der jordane? -dijo la mujer mayor bruscamente, y a Kivrin le pareció reconocer la palabra francesa jardin, ¿pero por qué iban a discutir de jardines?

Thanway maunhollp anhour -replicó la joven, quien rodeó a Kivrin con el brazo y pasó un brazo de Kivrin por encima de sus hombros. La anciana agarró el otro brazo con ambas manos. Apenas le llegaba a Kivrin al hombro, y la mujer joven no parecía pesar más de cuarenta kilos, pero entre las dos la llevaron al final de la cama.

Kivrin se mareó a cada paso. Nunca llegaré al exterior, pensó, pero se detuvieron al final de la cama. Había un cofre allí, una baja caja de madera con un pájaro o tal vez un ángel toscamente tallado en lo alto. Encima había una bacina de madera llena de agua, el vendaje ensangrentado de la frente de Kivrin, y un cuenco vacío y más pequeño. Kivrin, concentrándose en no caer, no advirtió lo que era hasta que la mujer mayor habló.

Swoune nawmaydar oupondre yorresette -con las manos hizo gestos de levantar sus pesadas faldas y sentarse.

Un orinal, pensó Kivrin, agradecida. Señor Dunworthy, los orinales existían en las mansiones rurales en 1320. Asintió para demostrar que comprendía y las dejó colocarla encima, aunque estaba tan mareada que tuvo que aferrarse a los pesados postes de la cama para no caer, y el pecho le dolió tanto cuando intentó levantarse de nuevo que se dobló.

Maisry! -gritó la anciana, volviéndose hacia la puerta-. Maisry, com undtvae holpoon!

La inflexión indicaba claramente que estaba llamando a alguien-¿Marjorie? ¿Mary?-, para que acudiera y ayudara, pero no apareció nadie, así que tal vez Kivrin también se equivocaba en eso.

Se enderezó un poco, tanteando el dolor, y luego trató de levantarse, y el dolor se había reducido un poquito, pero tuvieron que ayudarla a regresar a la cama, y cuando volvió a estar tapada, se encontraba exhausta. Cerró los ojos.

Slaeponpon donu paw daton -dijo la mujer más joven, y tenía que estar diciendo «descansa» o «duerme», pero seguía sin poder descifrarlo. El intérprete está estropeado, pensó, y el pequeño nudo de pánico empezó a formarse de nuevo, peor que el dolor en su pecho.

No puede estar estropeado, se dijo. No es una máquina. Es un ampliador químico sintáctico y memorístico. Sin embargo, sólo podía funcionar con las palabras de su memoria, y el inglés medieval del señor Latimer era inútil. Whan that Aprille with his shoures sote. La pronunciación del señor Latimer era tan diferente que el intérprete no reconocía lo que oía como las mismas palabras; sin embargo eso no significaba que estuviera estropeado. Sólo significaba que tenía que recopilar nuevos datos, y las pocas frases que había oído de momento no bastaban.

Reconoció el latín, pensó, y el pánico volvió a apuñalarla, pero lo resistió. Había podido reconocer el latín porque el rito de la extremaunción era un conjunto establecido. Ella ya sabía qué palabras estarían presentes. Las palabras que pronunciaban las mujeres no eran un conjunto establecido, pero seguían siendo descifrables. Nombres propios, fórmulas de vocativo, sustantivos y adverbios y proposiciones subordinadas aparecerían en posiciones fijas que se repetían una y otra vez. Se separarían entre sí rápidamente, y el intérprete podría usarlas como clave para el resto del código. Ahora lo que necesitaba era recopilar datos, escuchar lo que se decía sin intentar comprender, y dejar que el intérprete trabajara.

Thin keowre hoorwoun desmoortale? -preguntó la mujer joven.

Got tallon wottes -respondió la anciana.

Una campana empezó a sonar. Kivrin abrió los ojos. Las dos mujeres se habían vuelto hacia la ventana, aunque no podían ver nada a través del lino.

Bere wichebay gansanon -dijo la joven.

La anciana no respondió. Miraba la ventana, como si pudiera ver más allá del rígido lino, las manos unidas como en una oración.

Aydreddit ister fayve riblaun -dijo la joven, y a pesar de su decisión, Kivrin trató de convertirlo en «Es hora de vísperas» o «Es la campana de vísperas», pero no era eso. La campana siguió doblando, y ninguna otra campana se le unió. Se preguntó si se trataba de la campana que había oído antes, sonando sola a última hora de la tarde.

La mujer mayor se apartó bruscamente de la ventana.

Nay, Elwiss, itbahn diwolffin -recogió el orinal del cofre de madera-. Gawynha thesspyd

Hubo un súbito roce ante la puerta, un sonido de pasos subiendo las escaleras, y una voz infantil gritando:

Modder! Eysmertemay!

Una niña pequeña entró en la habitación, las trenzas rubias revoloteando, y estuvo a punto de chocar con la anciana y el orinal. La carita redonda de la niña estaba roja y surcada de lágrimas.

Wol yadothoos forshame ahnyous! -gruñó la anciana, quitando de su alcance el traicionero cuenco-. Yowe maun naroonso inhus.

La niña no le prestó atención. Corrió directo hacia la mujer joven, sollozando.

Rawzamun hattmay smerte, Modder!

Kivrin abrió la boca. Modder. Eso tenía que ser «madre».

La niñita alzó los brazos, y su madre, oh, sí, definitivamente su madre, la cogió. La niña pasó los brazos alrededor del cuello de la mujer y empezó a aullar.

Shh, ahnyous, shh -murmuró la madre. Esa gutural es una G, pensó Kivrin. Una G alemana inspirada. Shh, Agnes.

Todavía abrazándola, la mujer joven se sentó junto a la ventana. Secó las lágrimas con una punta de la cofia.

Spekenaw dothass bifel, Agnes.

Sí, decididamente Agnes. Y speken era «dime». Dime qué ha pasado.

Shayoss mayswerte! -respondió Agnes, señalando a otra niña que acababa de entrar en la habitación. La segunda niña era considerablemente mayor, tendría nueve o diez años al menos. Tenía el cabello largo y castaño que le caía por la espalda y quedaba sujeto por un pañuelo azul.

Itgan naso, ahnyous -dijo-. Tha pighte rennin gawn derstayres.

No había posibilidad de confusión en la combinación de afecto y desdén. No se parecía a la niñita rubia, pero Kivrin estaba dispuesta a apostar a que esta niña morena era la hermana mayor de la otra.

Shay pighte renninge ahndist eyres, modder.

Otra vez «madre», y shay era «ella», y pighte debía de ser «caer». Parecía francés, pero la clave era el alemán. Tanto la pronunciación como las construcciones eran alemanas. Poco a poco todo iba encajando.

Na comfitte horr thusselwys -dijo la mujer mayor-. She hathnau woundes. Hoor teres been fornaught mais gain thy pitye.

Hoor nay ganful bloody -respondió la joven, pero Kivrin no la oyó. En cambio oía la traducción del intérprete, aún torpe y obviamente retrasado, pero traducción al fin y al cabo:

– No la mimes, Eliwys. No está herida. Sólo llora para llamar tu atención.

Y la madre, que se llamaba Eliwys:

– Le sangra la rodilla.

Rossmunt brangund oorwarsted frommecofre -dijo, señalando al pie de la cama, y el intérprete la siguió-: Rosemund, acércame el paño del cofre.

La niña de diez años se dirigió inmediatamente al cofre al pie de la cama.

La niña mayor era Rosemund, la pequeña Agnes, y la madre imposiblemente joven con su toca y su cofia se llamaba Eliwys.

Rosemund tendió un paño ajado que era sin duda el que Eliwys le había quitado a Kivrin de la frente.

– ¡No lo toques! ¡No lo toques! -gritó Agnes, y Kivrin no habría necesitado el intérprete para entenderlo. Seguía un poco retrasado.

– Te pondré una venda para que no te salga más sangre -dijo Eliwys, cogiendo el trapo de Rosemund. Agnes intentó apartarlo-. El paño no te… -hubo un espacio en blanco, como si el intérprete no supiera la palabra, y luego: Agnes. La palabra obviamente era «hará daño» o «dolerá», y Kivrin se preguntó si el intérprete no tenía la palabra en su memoria y por qué no había ofrecido una aproximación por el contexto.

– … me dolerá -gritó Agnes, y el intérprete repitió: «Me…» y luego el espacio en blanco. El espacio debía de ser para que ella oyera la palabra real y dedujera su significado. No era mala idea, pero el intérprete iba tan retrasado con respecto al original que Kivrin no pudo oír la palabra en cuestión. Si el intérprete hacía esto cada vez que no reconocía una palabra, tendría graves problemas.

– Dolerá -gimió Agnes, apartando la mano de su madre de su rodilla.

– Duelerá -susurró a continuación el intérprete, y Kivrin se sintió aliviada de que hubiera encontrado algo, aunque «dueler» no era exactamente un verbo.

– ¿Cómo te has caído? -preguntó Eliwys para distraer a Agnes.

– Subía corriendo las escaleras -intervino Rosemund-. Corría para darte la noticia de que… ha llegado.

El intérprete volvió a dejar un espacio, pero esta vez Kivrin captó la palabra, Gawyn, probablemente un nombre propio, y el intérprete llegó al parecer a la misma conclusión, porque para cuando Agnes gritó «¡Yo tendría que haberle dicho a mamá que ha llegado Gawyn!», lo incluyó en su traducción.

– Se lo tendría que haber dicho yo -repitió Agnes, llorando de verdad ahora, y hundió la cara en su madre, quien aprovechó la ocasión para vendar la rodilla de la niña.

– Puedes decírmelo ahora -sugirió.

Agnes sacudió la cabeza.

– Pones la venda demasiado floja, nuera -observó la anciana-. Se le caerá.

El vendaje le pareció a Kivrin bastante tenso, y era evidente que cualquier intento por tensarlo más provocaría nuevos llantos. La mujer mayor sujetaba todavía el orinal con las dos manos. Kivrin se preguntó por qué no iba a vaciarlo.

– Shh, shh -murmuró Eliwys, meciendo a la niña y palmeándola en la espalda-. Habría preferido que tú me lo hubieras dicho.

– El orgullo provoca la caída -rezongó la anciana, al parecer decidida a hacer llorar a Agnes otra vez-. Si te caíste, la culpa es tuya. No tendrías que haber subido corriendo las escaleras.

– ¿Cabalgaba Gawyn una yegua blanca? -preguntó Eliwys.

Una yegua blanca. Kivrin se preguntó si Gawyn sería el hombre que la había ayudado a subir a su caballo y la había traído al caserón.

– No -respondió Agnes, en un tono que indicaba que su madre había hecho algún tipo de chiste-. Montaba su caballo negro, Gringolet. Y se acercó a mí y me dijo: «Bella lady Agnes, quisiera hablar con tu madre.»

– Rosemund, tu hermana se ha hecho daño por tu descuido -dijo la anciana. No había conseguido molestar a Agnes, así que decidió buscar otra víctima-. ¿Por qué no la estabas cuidando?

– Estaba con mi bordado -intentó justificarse Rosemund, buscando apoyo en su madre-. Maisry tenía que cuidarla.

– Maisry salió a ver a Gawyn -dijo Agnes, quien se sentó en el regazo de su madre.

– Y a charlar con el mozo del establo -refunfuñó la anciana. Se acercó a la puerta y gritó-: ¡Maisry!

Maisry. Ése era el nombre que la anciana había dicho antes, y ahora el intérprete ni siquiera dejaba ya espacios en blanco cuando se trataba de nombres propios. Kivrin no sabía quién era Maisry, probablemente una criada, pero si la forma en que se desarrollaban las cosas era una indicación, Maisry iba a tener un buen número de problemas. La anciana estaba decidida a encontrar un culpable, y la desaparecida Maisry parecía la persona ideal.

– ¡Maisry! -volvió a gritar, y el nombre hizo eco.

Rosemund aprovechó la oportunidad para colocarse al lado de su madre.

– Gawyn nos pidió que te transmitiéramos su súplica de venir a hablar contigo.

– ¿Espera abajo? -preguntó Eliwys.

– No. Primero fue a la iglesia para hablar de la dama con el padre Piedra.

El orgullo provoca la caída. El intérprete obviamente se estaba confiando demasiado. Padre Rolfe, tal vez, o padre Peter. Pero seguro que no padre Piedra.

– Tal vez ha descubierto algo de la dama -aventuró Eliwys, mirando a Kivrin. Por primera vez daban alguna indicación de que recordaban que Kivrin estaba presente en la habitación. Kivrin cerró rápidamente los ojos para hacerles creer que estaba dormida y así siguieran hablando acerca de ella.

– Gawyn salió esta mañana a buscar a los bandidos -dijo Eliwys. Kivrin abrió un poquito los ojos, pero ya no la estaba mirando-. Tal vez los ha encontrado -se inclinó y ató las tiras de la gorrita de lino de la niña pequeña-. Agnes, ve a la iglesia con Rosemund y dile a Gawyn que hablaremos con él en el salón. La dama duerme. No debemos molestarla.

Agnes corrió hacia la puerta, gritando.

– ¡Se lo diré yo, Rosemund!

– Rosemund, deja que tu hermana se lo diga -ordenó Eliwys tras ellas-. Agnes, no corras.

Las niñas desaparecieron por la puerta y bajaron unas escaleras invisibles, obviamente corriendo.

– Rosemund es casi una mujer -comentó la anciana-. No está bien que corra detrás de los hombres de tu marido. Tus hijas se malcriarán si no están bien atendidas. Harías bien en mandar a buscar una aya a Oxenford.

– No -contestó Eliwys con una firmeza que Kivrin no habría imaginado-. Maisry puede cuidar de ellas.

– Maisry no sirve ni para cuidar ovejas. No tendríamos que haber venido de Bath con tanta prisa. Podríamos haber esperado hasta… -Algo.

El intérprete volvió a dejar un espacio en blanco, y Kivrin no reconoció la frase, pero había entendido lo principal. Habían venido de Bath. Estaban cerca de Oxford.

– Deja que Gawyn busque una aya. Y una curandera para la dama.

– No llamaremos a nadie -dijo Eliwys.

– A… -otro nombre de lugar que el intérprete no supo descifrar-. Lady Yvolde tiene fama de saber curar las heridas. Y nos cedería alegremente una de sus mujeres como aya.

– No. La atenderemos nosotras. El padre Roche…

– El padre Roche no sabe nada de medicina.

Pero yo comprendí todo lo que dijo, pensó Kivrin. Recordó su voz amable cantando los últimos sacramentos, su suave contacto en las sienes, las palmas, las plantas de los pies. Le había dicho que no tuviera miedo y le preguntó su nombre. Y le sostuvo la mano.

– Si la dama es de noble cuna, ¿dejarías que un ignorante cura de pueblo la atendiera? Lady Yvolde…

– No llamaremos a nadie -repitió Eliwys, y por primera vez Kivrin advirtió que tenía miedo-. Mi marido nos dijo que la tuviéramos aquí hasta que él volviera.

– Tendría que haber venido antes con nosotras.

– Sabes que no podía. Vendrá cuando pueda. He de ir a hablar con Gawyn -dijo Eliwys, dirigiéndose hacia la puerta-. Gawyn me dijo que exploraría el lugar donde encontró a la dama para buscar pistas de sus atacantes. Tal vez haya encontrado algo que nos diga quién es.

El lugar donde encontró a la dama. Gawyn era el hombre que la había encontrado, el hombre pelirrojo y el rostro amable que la había subido a su caballo y la había llevado allí. Al menos eso no lo había soñado, aunque debía haber imaginado al caballo blanco. La había llevado allí, y sabía dónde era el sitio del lanzamiento.

– Esperad -dijo Kivrin. Se apoyó en las almohadas-. Esperad. Por favor. Quisiera hablar con Gawyn.

Las mujeres se detuvieron. Eliwys se acercó a la cama, alarmada.

– Quisiera hablar con el hombre llamado Gawyn -repitió Kivrin con cuidado, esperando antes de cada palabra hasta que tuvo la traducción. Con el tiempo el proceso sería automático, pero por ahora pensaba la palabra y esperaba a que el intérprete la tradujera y la repetía en voz alta-. Tengo que descubrir el lugar donde me encontró.

Eliwys le puso la mano en la frente y Kivrin la apartó, impaciente.

– Quiero hablar con Gawyn -insistió.

– No tiene fiebre, Imeyne -le dijo Eliwys a la anciana-, y sin embargo intenta hablar, aunque sabe que no podemos comprenderla.

– Habla en una lengua extranjera -observó Imeyne, haciendo que pareciera un acto criminal-. A lo mejor es una espía francesa.

– No estoy hablando francés -dijo Kivrin-. Estoy hablando inglés medieval.

– Tal vez es latín -opinó Eliwys-. El padre Roche dijo que había hablado en latín cuando la confesó.

– El padre Roche apenas sabe decir el Padrenuestro -bufó lady Imeyne-. Tendríamos que llamar a… -el nombre irreconocible otra vez. ¿Kersey? ¿Courcy?

– Quiero hablar con Gawyn -dijo Kivrin en latín.

– No -contestó Eliwys-. Esperaremos a mi marido.

La anciana se volvió, furiosa, y acabó derramándose sobre la mano el contenido del orinal. Se la secó en la falda, salió por la puerta y la cerró de golpe tras ella. Eliwys se la quedó mirando.

Kivrin la agarró por las manos.

– ¿Por qué no me comprendéis? Yo os entiendo. Tengo que hablar con Gawyn. Tiene que decirme dónde está el lugar.

Eliwys se zafó de la mano de Kivrin.

– No lloréis -dijo amablemente-. Intentad dormir. Debéis descansar, para poder volver a casa.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(000915-001284)

Estoy en un buen lío, señor Dunworthy. No sé dónde estoy, y no puedo hablar el idioma. Algo falla con el intérprete. Comprendo parte de lo que dicen los contemporáneos, pero ellos no me entienden en absoluto. Y eso no es lo peor.

He contraído algún tipo de enfermedad. No sé qué es. No es la peste, porque no tengo ninguno de los síntomas y porque voy mejorando. Además, recibí una vacuna contra la peste. Recibí todas las vacunas, y la potenciación de leucocitos-T y todo eso, pero una de las inyecciones no debe de haber funcionado o bien se trata de alguna enfermedad de la Edad Media para la que no existen vacunas.

Los síntomas son dolor de cabeza, fiebre y mareo, y me duele el pecho cuando intento moverme. Estuve delirando durante algún tiempo, y por eso no sé dónde estoy. Un hombre llamado Gawyn me trajo en su caballo, pero no recuerdo gran cosa del viaje, excepto que estaba oscuro y pareció tardar horas. Espero haberme equivocado y que la fiebre lo haya hecho parecer más largo, y que esté en la aldea de la señora Montoya después de todo.

Podría ser Skendgate. Recuerdo una iglesia, y creo que esto es un caserón. Estoy en un dormitorio o un solario, y no es sólo un desván porque hay escaleras, así que eso significa que es la casa de un barón menor como mínimo. Hay una ventana, y en cuanto el mareo remita me subiré al asiento que hay debajo e intentaré localizar la iglesia. Tiene una campana… acaba de llamar a vísperas. La de la aldea de la señora Montoya no tenía campanario, y eso me hace temer que no estoy en el lugar adecuado. Sé que estamos cerca de Oxford, porque una de las contemporáneas habló de traer a un médico de allí. También está cerca de una aldea llamada Kersey, o Courcy, que no es una de las aldeas del mapa de la señora Montoya que memoricé, pero también podría ser el nombre del propietario.

Como perdí el conocimiento, tampoco estoy segura de mi localización temporal. He estado intentando recordar, y creo que sólo he estado enferma dos días, pero es posible que sean más. Y no puedo preguntarles qué día es porque no me comprenden, y no puedo levantarme de la cama sin caerme, y me han cortado el pelo, y no sé qué hacer. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no funciona el intérprete? ¿Por qué no funcionó la potenciación de leucocitos-T?

(Pausa)

Hay una rata bajo mi cama. La oigo arrastrarse en la oscuridad.

11

No la entendían. Kivrin había intentado comunicarse con Eliwys, hacerla comprender, pero ella se había limitado a sonreír amablemente, ajena al significado, y le dijo que descansara.

– Por favor -rogó Kivrin mientras Eliwys se dirigía a la puerta-. No te marches. Es importante. Gawyn es el único que sabe dónde es el sitio.

– Dormid -sonrió Eliwys-. Volveré pronto.

– Tenéis que dejarme verlo -suplicó Kivrin, desesperada, pero Eliwys ya estaba junto a la puerta-. No sé dónde es el sitio.

Hubo un ruido en las escaleras. Eliwys abrió la puerta y dijo:

– Agnes, te dije que fueras a decirle…

Se interrumpió a mitad de la frase y retrocedió un paso. No parecía asustada o inquieta, pero su mano en el dintel se agitó un poco, como si hubiera preferido cerrar la puerta de golpe, y el corazón de Kivrin empezó a redoblar. Ya está, pensó descabelladamente. Han venido a llevarme a la hoguera.

– Buen día, mi señora -dijo una voz de hombre-. Vuestra hija Rosemund me dijo que os encontraría en el salón, pero no os hallé.

El hombre entró en la habitación. Kivrin no pudo verle la cara. Estaba al pie de la cama, oculto por los colgantes. Intentó doblar la cabeza para poder verlo, pero el movimiento hizo que todo girara violentamente. Volvió a tenderse.

– Pensé que os encontraría con la dama herida -dijo el hombre. Llevaba una pelliza acolchada y botas de cuero. Y una espada. Kivrin la oía resonar cada vez que daba un paso-. ¿Cómo se encuentra?

– Parece mejor hoy -contestó Eliwys-. La madre de mi esposo ha ido a prepararle una cocción de vulneraria para las heridas.

Había retirado la mano de la puerta, y el comentario del hombre sobre «vuestra hija Rosemund» indicaba con toda seguridad que se trataba de Gawyn, el hombre que había enviado a buscar a los atacantes de Kivrin, pero Eliwys retrocedió otros dos pasos mientras él hablaba, y su cara parecía alerta. La idea de peligro fluctuó de nuevo en la mente de Kivrin, y de repente se preguntó si tal vez, después de todo, el asesino no había sido un sueño, si ese hombre, con su rostro cruel, podría ser Gawyn.

– ¿Habéis encontrado algo que pueda indicarnos la identidad de la dama? -preguntó Eliwys, con cuidado.

– No. Sus bienes y sus caballos habían sido robados. Esperaba que la dama me dijera algo de sus atacantes, cuántos eran y desde qué dirección la asaltaron.

– Me temo que no puede deciros nada.

– ¿Es muda, pues? -se extrañó él, y se colocó en un lugar donde Kivrin pudo verlo.

No era tan alto como lo recordaba, y su cabello parecía menos rojo y más rubio a la luz del día, pero su rostro seguía pareciendo tan amable como cuando la colocó sobre su caballo. Su caballo negro Gringolet, después de que la encontrara en el claro. No era el asesino (ella había imaginado al asesino, lo había conjurado con su delirio y los temores del señor Dunworthy, junto con el caballo blanco y los villancicos), y debía de estar malinterpretando las reacciones de Eliwys igual que se había equivocado cuando la levantaron de la cama para que usara el orinal.

– No es muda, pero habla en una extraña lengua que no comprendo -explicó Eliwys-. Temo que sus heridas han nublado su entendimiento -se acercó al lecho y Gawyn la siguió-. Buena señora. He traído al valido de mi esposo, Gawyn.

– Buen día, mi señora -saludó Gawyn, hablando despacio y en voz alta, como si pensara que Kivrin era sorda.

– Él es quien os encontró en el bosque -informó Eliwys.

¿En el bosque dónde?, pensó Kivrin desesperadamente.

– Me complace saber que vuestras heridas están sanando -dijo Gawyn, recalcando cada palabra-. ¿Podéis hablarme de los hombres que os atacaron?

No sé si puedo decirte nada, pensó Kivrin, temerosa de que él no la entendiera tampoco.

Tenía que hacerlo. Sabía dónde estaba el lugar.

– ¿Cuántos hombres eran? ¿Iban a caballo?

¿Dónde me encontraste?, pensó ella, recalcando las palabras como hacía Gawyn. Esperó a que el intérprete pronunciara toda la frase, prestando atención a las entonaciones, comparándolas con las lecciones de lenguaje que le había impartido el señor Dunworthy.

Gawyn y Eliwys esperaban, observándola con suma atención. Kivrin inspiró profundamente.

– ¿Dónde me encontrasteis?

Ellos intercambiaron rápidas miradas, la de él sorprendida, la de ella diciendo claramente: «¿Veis?»

– También habló así esa noche -dijo Gawyn-. Pensé que se debía a la herida.

– Y yo también -asintió Eliwys-. La madre de mi esposo piensa que es de Francia.

Él sacudió la cabeza.

– No habla francés -se volvió hacia Kivrin-. Buena señora -dijo, casi gritando-, ¿venís de otra tierra?

Sí, pensó Kivrin, otra tierra, y la única forma de volver es a través del lugar de lanzamiento, y sólo tú sabes dónde está.

– ¿Dónde me encontrasteis? -repitió.

– Se llevaron todas sus pertenencias -dijo Gawyn-, pero su carreta era de buena calidad, y tenía muchas cajas.

Eliwys asintió.

– Me temo que es de noble cuna y los suyos la estarán buscando.

– ¿En qué parte del bosque me encontrasteis? -insistió Kivrin, alzando la voz.

– La estamos asustando -observó Eliwys. Se inclinó sobre Kivrin y le palmeó la mano-. Shh. Descansad.

Se retiró de la cama y Gawyn la siguió.

– ¿Queréis que cabalgue hasta Bath a buscar a lord Guillaume? -preguntó Gawyn, fuera de la vista, más allá de los colgantes.

– No -contestó Eliwys, mirándose las manos-. Mi señor ya tiene suficientes motivos de preocupación, y no puede marcharse hasta que el juicio haya terminado. Y os dijo que os quedarais con nosotras y nos protegierais.

– Con vuestro permiso, entonces, regresaré al lugar donde hallé a la dama e investigaré un poco más.

– Sí -dijo Eliwys, todavía sin mirarlo-. Puede que alguna prenda cayera al suelo y nos diga algo de ella.

El lugar donde hallé a la dama, recitó Kivrin para sí, intentando oír las palabras de Gawyn bajo la traducción del intérprete y memorizarlas. El lugar donde me encontraron.

– Me pondré en camino de nuevo -dijo Gawyn.

Eliwys lo miró.

– ¿Ahora? Está oscureciendo.

– Mostradme el lugar donde me hallasteis -dijo Kivrin.

– No temo a la oscuridad, lady Eliwys -replicó él, y dio un paso, la espada colgando.

– Llevadme con vos -terció Kivrin, pero no sirvió de nada. Ya se habían marchado, y el intérprete estaba roto. Se había engañado a sí misma al creer que funcionaba.

Había comprendido lo que decían por las lecciones de lengua que le había dado el señor Dunworthy, no gracias al intérprete, y tal vez sólo se estaba engañando a sí misma al creer que los comprendía.

Tal vez la conversación no había tratado sobre quién era ella, sino sobre algo completamente distinto: una oveja perdida, o llevarla a juicio.

Lady Eliwys había cerrado la puerta al salir, y Kivrin no oyó nada más. Incluso la campana había cesado, y la luz a través del lino encerado era levemente azulada. Anochecía.

Gawyn había dicho que iba a regresar al lugar. Si la ventana daba al patio, al menos vería en qué dirección se marchaba. No está lejos, había dicho. Si pudiera averiguar en qué dirección cabalgaba, lograría encontrar el lugar ella sola.

Se incorporó en la cama, pero incluso ese pequeño esfuerzo hizo que el dolor del pecho la apuñalara de nuevo. Pasó los pies por el lado, pero la acción la mareó. Se tendió contra la almohada y cerró los ojos.

Mareo, fiebre y dolor en el pecho. ¿De qué eran síntomas? La viruela empezaba con fiebre y escalofríos, y las pústulas no aparecían hasta el segundo o el tercer día. Levantó el brazo para comprobar si tenía algún indicio. No sabía cuánto tiempo había estado enferma, pero no podía ser viruela, porque el período de incubación era de diez a veintiún días. Diez días antes se encontraba en el hospital de Oxford, donde el virus de la viruela llevaba extinguido casi cien años.

Estaba en el hospital, recibiendo vacunas contra todo: viruela, fiebre tifoidea, cólera, peste. ¿Entonces cómo podría ser nada de eso? Y si no era ninguna de estas enfermedades, ¿qué era? ¿El baile de san Vito? Sí, eso era algo contra lo que no había sido vacunada, pero de todas formas habían potenciado su sistema inmunológico para combatir cualquier infección.

Hubo un sonido de carrera en las escaleras.

– ¡Madre! -gritó una voz que reconoció como perteneciente a Agnes-. ¡Rosemund no esperó!

No entró en la habitación con tanta violencia como antes porque la pesada puerta estaba cerrada y tuvo que empujarla, pero en cuanto la atravesó, corrió hacia el asiento de la ventana, gimiendo.

– ¡Madre! ¡Yo se lo tendría que haber dicho a Gawyn! -gimoteó, y entonces se detuvo al ver que su madre no estaba en la habitación. Las lágrimas cesaron también, según advirtió Kivrin.

Agnes permaneció un instante junto a la ventana, como si decidiera intentar su escena una última vez, y luego corrió hacia la puerta. A la mitad del camino, espió a Kivrin y se detuvo nuevamente.

– Sé quién sois -dijo, acercándose a la cama. Apenas era lo bastante alta para ver por encima de la ropa. Las cintas de su gorrito se habían soltado de nuevo-. Sois la dama que Gawyn encontró en el bosque.

Kivrin temía que su respuesta, confusa como la haría el intérprete, asustara a la niñita. Se incorporó un poco contra las almohadas y asintió.

– ¿Qué le ha pasado a vuestro cabello? -preguntó Agnes-. ¿Lo robaron los ladrones?

Kivrin sacudió la cabeza, sonriendo ante la extraña idea.

– Maisry dice que los ladrones os robaron la lengua -Agnes señaló la frente de Kivrin-. ¿Os hirieron en la cabeza?

Kivrin asintió.

– Yo me hice daño en la rodilla -dijo la niña, y trató de levantarla con ambas manos para que Kivrin pudiera ver el vendaje sucio. La anciana tenía razón. Ya se estaba aflojando. Kivrin vio la herida debajo. Había supuesto que sería sólo una rodilla despellejada, pero la herida parecía bastante profunda.

Agnes dio unos saltitos a la pata coja, soltó su rodilla y se apoyó contra la cama otra vez.

– ¿Os vais a morir?

No lo sé, pensó Kivrin, recordando el dolor de su pecho. La tasa de mortandad de la viruela era del setenta y cinco por ciento en 1320, y su sistema inmunológico potenciado no funcionaba.

– El hermano Hubard murió -dijo Agnes sabiamente-. Y también Gilbert. Se cayó del caballo. Yo lo vi. Se le quedó la cabeza toda roja. Rosemund dijo que el hermano Hubard murió del mal azul.

Kivrin se preguntó qué sería el mal azul, asfixia tal vez, o apoplejía, y supuso que se refería al capellán que la suegra de Eliwys quería sustituir con tanta premura.

Era habitual que las casas nobles viajaran con sus propios sacerdotes. Al parecer el padre Roche era el cura local, probablemente sin educación e incluso analfabeto, aunque ella había comprendido su latín perfectamente. Y había sido amable. Le había sostenido la mano y le había dicho que no tuviera miedo. También hay buena gente en la Edad Media, señor Dunworthy, pensó. El padre Roche y Eliwys y Agnes.

– Mi padre dijo que me traería una cotorra cuando vuelva de Bath. Adeliza tiene un azor. A veces me deja cogerlo -dobló el brazo y lo alzó, el puño cerrado como si hubiera un halcón encaramado en el guantelete imaginario-. Yo tengo un perro.

– ¿Cómo se llama tu perro? -preguntó Kivrin.

– Lo llamo Blackie -respondió Agnes, aunque Kivrin estaba segura de que se trataba sólo de la versión del intérprete. Lo más probable era que hubiera dicho Blackamon o Blakkin-. Es negro. ¿Tenéis vos un perro?

Kivrin estaba demasiado sorprendida para responder. Había hablado y se había hecho entender. Agnes ni siquiera había reaccionado como si su pronunciación fuera extraña. Kivrin había hablado sin pensar en el intérprete ni esperar a que tradujera, y tal vez ése era el secreto.

– No, no tengo perro -contestó por fin, intentando reproducir lo que había hecho antes.

– Enseñaré a hablar a mi cotorra. Le enseñaré a decir, «Buenos días, Agnes».

– ¿Dónde está tu perro? -dijo Kivrin, intentándolo otra vez. Las palabras le sonaron diferentes, más ligeras, con aquella inflexión francesa que había oído en el habla de la mujer.

– ¿Deseáis ver a Blackie? Está en el establo -contestó Agnes. Parecía una respuesta directa, pero por la forma en que hablaba la niña era difícil asegurarlo. A lo mejor sólo le estaba ofreciendo información. Para cerciorarse, Kivrin tendría que preguntarle algo completamente apartado del tema, algo que sólo tuviera una respuesta.

Agnes acariciaba la suave piel de la manta y tarareaba una cancioncilla.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Kivrin, intentando que el intérprete controlara sus palabras. Tradujo su frase moderna a algo parecido a How are youe cleped?, cosa que estaba segura no era correcta, pero Agnes no vaciló.

– Agnes -contestó la niñita al instante-. Mi padre dice que podré tener un azor cuando sea lo bastante mayor para montar una yegua. Tengo un pony-dejó de acariciar la piel, apoyó los codos en el borde de la cama y descansó la barbilla en sus manitas-. Sé vuestro nombre -dijo, como si estuviera orgullosa y contenta-. Os llamáis Katherine.

– ¿Qué? -dijo Kivrin, completamente aturdida. Katherine. ¿Cómo se les había ocurrido eso? Se suponía que se llamaba Isabel. ¿Era posible que creyeran saber quién era?

– Rosemund dijo que nadie sabía vuestro nombre -continuó la niña, orgullosa-, pero oí al padre Roche decirle a Gawyn que os llamabais Katherine. Rosemund dijo que no podíais hablar, pero sí podéis.

Kivrin tuvo una súbita imagen del sacerdote inclinado sobre ella, su rostro oscurecido por las llamas que parecían arder constantemente delante, diciendo en latín: «¿Cuál es vuestro nombre, para que podáis confesaros?»

Y ella, intentando formar la palabra aunque tenía la boca tan seca que apenas podía hablar, temerosa de morir sin que supieran qué había sido de ella.

– ¿Os llamáis Katherine? -insistía Agnes, y Kivrin oyó claramente la voz de la niñita bajo la traducción del intérprete. Se parecía a Kivrin.

– Sí -contestó, y le entraron ganas de llorar.

– Blackie tiene un… -dijo Agnes. El intérprete no captó la palabra. ¿Karette?¿Chavette?-. Es rojo. ¿Queréis verlo?

Antes de que Kivrin pudiera detenerla, echó a correr hacia la puerta, todavía entornada.

Kivrin esperó, deseando que volviera y que el karette no estuviera vivo, deseando haber preguntado dónde estaba y cuánto tiempo llevaba en ese sitio, aunque probablemente Agnes era demasiado joven para saberlo. No parecía tener más de tres años, aunque, por supuesto, sería mucho más pequeña que una niña de tres años moderna. Cinco, entonces, o tal vez seis. Tendría que haberle preguntado la edad, pensó Kivrin, y entonces recordó que tal vez tampoco lo supiera. Juana de Arco no sabía su edad cuando los inquisidores la interrogaron en el juicio.

Al menos podía hacer preguntas, pensó Kivrin. El intérprete no estaba estropeado después de todo. Debía de haber quedado temporalmente entorpecido por la extraña pronunciación, o afectado de algún modo por su fiebre, pero ahora el problema se había solucionado, y Gawyn sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento y podría mostrárselo.

Se incorporó un poco más para poder ver la puerta. El esfuerzo le lastimó el pecho y la mareó, y le hizo doler la cabeza. Se palpó ansiosamente la frente y luego las mejillas. Parecían calientes, pero podía deberse a que tuviera las manos frías. La habitación estaba helada, y en su excursión hasta el orinal no había visto ningún brasero, ni siquiera una copa.

¿Se habían inventado ya las copas? Posiblemente. De lo contrario, ¿cómo podría haber sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo? Hacía muchísimo frío.

Empezaba a tiritar. La fiebre debía de estar volviéndole. ¿Otra vez le subía la temperatura? En la Historia de la Medicina había leído sobre los cortes de las fiebres, y que después el paciente se sentía débil, pero la fiebre no volvía, ¿verdad? Por supuesto que sí. ¿Y la malaria? Temblores, dolor de cabeza, sudor, fiebre recurrente. Por supuesto que volvía.

Bueno, evidentemente no era malaria. La malaria nunca había sido endémica de Inglaterra, los mosquitos no vivían en Oxford en pleno invierno y nunca lo habían hecho, y los síntomas eran distintos. No había experimentado sudor, y los temblores se debían a la fiebre.

El tifus producía dolor de cabeza y fiebre alta, y se transmitía por los piojos y las pulgas de las ratas, que sí eran endémicas en Inglaterra en la Edad Media y probablemente en la cama donde ahora yacía, pero el período de incubación era demasiado largo, casi de dos semanas.

El período de incubación de la fiebre tifoidea era de sólo unos pocos días, y causaba dolor de cabeza, en las articulaciones, y también fiebre alta. No creía que fuera fiebre recurrente, pero recordaba que por lo general era más alta de noche, así que eso debía de significar que bajaba durante el día y luego subía durante la noche.

Kivrin se preguntó qué hora sería. «Anochece», había dicho Eliwys, y la luz de la ventana cubierta de lino era levemente azulada, pero los días eran cortos en diciembre. Tal vez sólo fuera media tarde. Tenía sueño, pero eso tampoco era ninguna señal. Había dormido intermitentemente todo el día.

El mareo era un síntoma evidente de la fiebre tifoidea. Intentó recordar los otros síntomas del «cursillo» de medicina medieval de la doctora Ahrens. Hemorragias nasales, lengua hinchada, sarpullidos rosáceos. Se suponía que los sarpullidos no salían hasta el séptimo u octavo día, pero Kivrin se levantó la camisa y se miró el estómago y el pecho. No había ningún sarpullido, así que no podía ser tifoidea. Ni viruela. Con la viruela, las pústulas empezaban a aparecer al segundo o tercer día.

Se preguntó qué le habría sucedido a Agnes. Tal vez alguien había tenido el buen sentido de prohibirle que entrara en el cuarto, o tal vez la poco fiable Maisry la estaba vigilando de verdad. O, más probable, se había ido a ver a su cachorrito en el establo y se había olvidado de ir a enseñarle su chavette a Kivrin.

La peste empezaba con dolor de cabeza y fiebre. No puede ser la peste, pensó Kivrin. No tienes ninguno de los síntomas. Bubas que crecen hasta el tamaño de naranjas, una lengua que se hincha hasta llenar toda la boca, hemorragias subcutáneas que oscurecían todo el cuerpo. No tienes la peste.

Debía de ser algún tipo de gripe. Era la única enfermedad que aparecía tan repentinamente, y la doctora Ahrens estaba molesta porque el señor Gilchrist había adelantado la fecha y los antivirales no harían pleno efecto hasta el día quince, y Kivrin sólo tendría inmunidad parcial. Tenía que ser la gripe. ¿Cuál era el tratamiento para la gripe? Antivirales, descanso y líquido.

Entonces descansa, se dijo, y cerró los ojos.

No recordaba haberse quedado dormida, pero al parecer lo había hecho, porque las dos mujeres estaban de nuevo en la habitación, hablando, y Kivrin no recordaba haberlas visto entrar.

– ¿Qué dijo Gawyn? -preguntó la anciana. Hacía algo con un cuenco y una cuchara, batiendo la cuchara contra el lado. El cofre estaba abierto a su lado, y metió la mano dentro, sacó una pequeña bolsa, vertió su contenido en el cuenco, y volvió a batir.

– Entre sus pertenencias no encontró nada que pudiera decirnos los orígenes de la dama. Le robaron todos los bienes, abrieron sus cofres y los vaciaron de todo lo que pudiera identificarla. Pero Gawyn dijo que la carreta era de buena calidad. En efecto, procede de buena familia.

– Y desde luego, su familia la estará buscando -dijo la anciana. Había soltado el cuenco y rasgaba una tela haciendo mucho ruido-. Debemos enviar a alguien a Oxenford y decirles que está a salvo con nosotras.

– No -repitió Eliwys, y Kivrin pudo oír la resistencia en su voz-. A Oxenford, no.

– ¿Qué has oído?

– No he oído nada, excepto que mi señor nos indicó que nos quedáramos aquí. Volverá esta semana si todo va bien.

– Si todo hubiera ido bien, ya estaría aquí.

– El juicio apenas ha comenzado. Tal vez ya está en camino.

– O tal vez… -otro de aquellos nombres intraducibles, ¿Torquil?-, espera a ser ahorcado, y mi hijo con él. No tendría que haber mediado en ese asunto.

– Es su amigo, e inocente de los cargos.

– Es un idiota, y mi hijo aún más idiota por testificar a su favor. Un amigo le habría hecho dejar Bath -volvió a meter la cuchara en el cuenco-. Necesito mostaza para esto -dijo, y se dirigió a la puerta-. ¡Maisry! -llamó, y siguió rompiendo la tela-. ¿Encontró Gawyn algo de los sirvientes de la dama?

Eliwys se sentó junto a la ventana.

– No, ni sus caballos ni el de ella.

Una muchacha con la cara picada de viruelas y el pelo grasiento entró en la habitación. Seguro que no podía ser Maisry, que tonteaba con los muchachos del establo en vez de vigilar a las niñas. Dobló la rodilla en una cortesía que casi fue un tropezón y dijo:

Wotwardstu, Lawttymayeen?

Oh, no, pensó Kivrin. ¿Qué le pasa al intérprete ahora?

– Tráeme el bote de mostaza de la cocina y no tardes -dijo la anciana, y la muchacha se encaminó hacia la puerta-. ¿Dónde están Agnes y Rosemund? ¿Por qué no están contigo?

Shiyrouthamay -respondió la muchacha hoscamente.

Eliwys se levantó.

– Habla -dijo con brusquedad.

– Ocultan (algo) de mí.

No era el intérprete después de todo. Era simplemente la diferencia del inglés normando que hablaban los nobles y el dialecto aún sajón de los campesinos, ninguno de los cuales sonaba como el inglés medieval que el señor Latimer le había enseñado tan alegremente. Era sorprendente que el intérprete entendiera algo.

– Las estaba buscando cuando lady Imeyne llamó, buena señora -se justificó Maisry, y el intérprete lo captó todo, aunque tardó varios segundos. Aquello le daba un tono de estupidez a las palabras de Maisry, lo cual podía ser apropiado, o tal vez no.

– ¿Dónde las has buscado? ¿En el establo? -dijo Eliwys, y unió las dos manos a cada lado de la cabeza de Maisry como si fueran un par de címbalos. Maisry aulló y se llevó una mano sucia a la oreja izquierda. Kivrin se encogió contra las almohadas.

– Ve y trae la mostaza para lady Imeyne y encuentra a Agnes.

Maisry asintió; no parecía particularmente asustada pero todavía se sujetaba la oreja. Hizo otra torpe reverencia y salió no más rápidamente de lo que había entrado. Parecía menos trastornada por la súbita violencia que Kivrin, quien se preguntó si lady Imeyne recibiría pronto la mostaza.

Lo que la había sorprendido era la rapidez y tranquilidad de la violencia. Eliwys ni siquiera parecía furiosa, y en cuanto Maisry se fue, volvió al asiento junto a la ventana.

– La dama no podría moverse aunque viniera su familia -dijo-. Puede quedarse con nosotras hasta que regrese mi esposo. Seguro que estará aquí para Navidad.

Hubo un ruido en las escaleras. Al parecer se había equivocado, pensó Kivrin, y el tirón de orejas había servido de algo. Agnes entró corriendo, apretando algo contra el pecho.

– ¡Agnes! -dijo Eliwys-. ¿Qué haces aquí?

– He traído mi… -el intérprete no lo entendió. ¿Charette?-, para enseñárselo a la señora.

– Eres una niña mala por esconderte de Maisry y venir aquí a molestar a la señora -la regañó Imeyne-. Sufre mucho por sus heridas.

– Pero me dijo que deseaba verlo -Agnes alzó un carrito de juguete de dos ruedas, pintado de rojo y dorado.

– Dios castiga a quienes dan falso testimonio con tormentos eternos -dijo lady Imeyne, agarrando bruscamente a la niñita-. La dama no puede hablar. Lo sabes muy bien.

– Me habló -replicó Agnes, obstinada.

Bien por ti, pensó Kivrin. Tormentos eternos. Qué cosa tan horrible con la que amenazar a una niña pequeña. Pero esto era la Edad Media, cuando los sacerdotes hablaban constantemente de los últimos días y el Juicio Final, y los tormentos del infierno.

– Me dijo que deseaba ver mi carro -insistió Agnes-. Dijo que no tenía perro.

– Te estás inventando historias -la reprendió Eliwys-. La dama no puede hablar.

Tengo que detener esto, pensó Kivrin. Le darán también un tirón de orejas.

Se incorporó sobre los codos. El esfuerzo la dejó sin aliento.

– Hablé con Agnes -dijo, rezando para que el intérprete hiciera lo que se suponía que debía hacer. Si elegía apagarse de nuevo en este momento y Agnes acababa recibiendo un pescozón, sería el colmo-. Le pedí que me trajera el carro.

Las dos mujeres se volvieron y la miraron. Eliwys abrió mucho los ojos. La anciana pareció asombrada y luego furiosa, como si pensara que Kivrin las había engañado.

– ¿Lo veis? -sonrió Agnes, y se acercó a la cama con el carro.

Kivrin volvió a tenderse contra las almohadas, agotada.

– ¿Dónde estoy? -preguntó.

Eliwys tardó un instante en recuperarse.

– Descansáis a salvo en la casa de mi esposo y señor… -el intérprete tuvo problemas con el nombre. Parecía algo así como Guillaume D'Iverie o posiblemente Deveraux.

Eliwys la miraba con ansiedad.

– El valido de mi esposo os encontró en el bosque y os trajo aquí. Habéis sido asaltada y malherida. ¿Quién os atacó?

– No lo sé -respondió Kivrin.

– Me llamo Eliwys, y ésta es la madre de mi esposo, lady Imeyne. ¿Cómo os llamáis?

Y éste era el momento de contarles toda la historia cuidadosamente estudiada. Le había dicho al sacerdote que se llamaba Katherine, pero lady Imeyne ya había dejado claro que no confiaba en nada de lo que él hacía. Ni siquiera creía que supiera hablar latín. Kivrin podría decir que se había confundido, que su nombre era Isabel de Beauvrier. Podía decirles que había llamado a su madre o a su hermana en su delirio. Podía decirles que había estado rezando a Santa Catalina.

– ¿De qué familia sois? -preguntó lady Imeyne.

Era una historia muy buena. Establecería su identidad y posición en sociedad y aseguraría que no intentaran contactar con su familia. Yorkshire quedaba muy lejos, y el camino al norte era infranqueable.

– ¿Adonde os dirigíais? -terció Eliwys.

Medieval había estudiado a conciencia el clima y las condiciones de las carreteras. Había llovido durante dos semanas seguidas en diciembre, y hubo hielo en las carreteras hasta finales de enero. Pero ella había visto la carretera que conducía a Oxford. Estaba seca y despejada. Y Medieval había estudiado también a conciencia el color de su traje, y la prevalencia de las ventanas de cristal entre las clases superiores. Habían estudiado a conciencia el lenguaje.

– No recuerdo, no -dijo Kivrin.

– ¿No? -preguntó Eliwys, y se volvió hacia lady Imeyne-. No recuerda nada.

Piensan que estoy diciendo «nada» en vez de «no». En inglés medieval la pronunciación de las dos palabras no se diferenciaba. Piensan que no recuerdo nada.

– Es su herida -asintió Eliwys-. Ha aturdido su memoria.

– No… no… -dijo Kivrin. No se suponía que debiera fingir amnesia. Se suponía que era Isabel de Beauvrier, del East Riding. El hecho de que las carreteras estuvieran secas aquí no significaba que no fueran infranqueables más al norte, y Eliwys ni siquiera dejaría que Gawyn cabalgara hasta Oxford para recibir noticias de ella o a Bath para recoger a su marido. Sin duda, no lo enviaría al East Riding.

– ¿Recordáis vuestro nombre? -preguntó impaciente lady Imeyne, acercándose tanto a ella que Kivrin olió su aliento. Era muy agrio, un olor a podredumbre. Debía de tener los dientes picados también-. ¿Cómo os llamáis?

El señor Latimer había dicho que Isabel era el nombre de mujer más corriente en el siglo XIV. ¿Hasta qué punto era corriente Katherine? Y Medieval no sabía los nombres de las hijas. ¿Y si Yorkshire no estaba lo bastante lejos, después de todo, y lady Imeyne conocía a la familia? Lo tomaría como una prueba más de que era una espía. Era mejor que se ciñera al nombre corriente y les dijera que era Isabel de Beauvrier.

La anciana estaría encantada de pensar que el sacerdote había entendido mal su nombre. Sería una nueva prueba de su ignorancia, de su incompetencia, otro motivo para enviar a buscar un nuevo capellán a Bath. Pero él había sostenido la mano de Kivrin, le había dicho que no tuviera miedo.

– Me llamo Katherine -dijo.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(001300-002018)

No soy la única que tiene problemas, señor Dunworthy. Creo que los contemporáneos que me han recogido también los tienen.

El señor de la casa, lord Guillaume, no está aquí. Está en Bath, declarando en el juicio de un amigo suyo, lo que al parecer es algo peligroso. Su madre, lady Imeyne, le llamó idiota por mezclarse en ello, y lady Eliwys, su esposa, parece preocupada y nerviosa.

Han venido con prisa y sin criados. Las nobles del siglo XIV tenían al menos una dama de compañía particular, pero ni Eliwys ni Imeyne tienen ninguna, y dejaron detrás a la aya de sus hijas (las dos hijas pequeñas de Guillaume están aquí). Lady Imeyne quería traer a una nueva, y también a un capellán, pero lady Eliwys no la dejó.

Creo que lord Guillaume espera problemas y ha mandado a sus mujeres a donde piensa que pueden estar a salvo. O posiblemente los problemas ya han comenzado: Agnes, la hija menor, me habló de la muerte del capellán y de alguien llamado Gilbert, que tenía «la cabeza toda roja», así que tal vez ya haya habido derramamiento de sangre, y las mujeres han venido aquí para escapar de los conflictos. Uno de los validos de lord Guillaume ha venido con ellas, y está plenamente armado.

No hubo ningún levantamiento de importancia contra Eduardo II en Oxfordshire en 1320, aunque nadie estaba muy contento con el rey y su favorito, Hugh Despenser, y hubo conjuras y escaramuzas menores en todas partes. Dos de los barones, Lancaster y Mortimer, arrebataron sesenta y seis mansiones a los Despenser ese año… este año. Lord Guillaume, o su amigo, pueden haberse visto envueltos en alguna de esas conjuras.

Por supuesto, podría ser algo completamente distinto, una disputa por tierras o algo así. La gente del siglo XIV pasaba casi tanto tiempo en los tribunales como los contemporáneos de finales del siglo XX. Pero no lo creo. Lady Eliwys salta a cada ruido, y ha prohibido a lady Imeyne decirles a los vecinos que están aquí.

Supongo que en cierto modo es buena cosa. Si no le dicen a nadie que están aquí, no le hablarán a nadie de mí ni enviarán mensajeros para intentar averiguar quién soy. Por otro lado, existe la posibilidad de que hombres armados derriben la puerta a patadas en cualquier momento. O que Gawyn, la única persona que sabe dónde está el lugar de encuentro, muera en defensa de la mansión.

(Pausa)

15 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). El intérprete funciona ya, más o menos, y los contemporáneos parecen entender lo que digo. Yo puedo comprenderlos a ellos, aunque su inglés medio no se parece en nada al que el señor Latimer me enseñó. Está lleno de inflexiones y tiene un acento francés mucho más suave. El señor Latimer ni siquiera reconocería su «Whan that Aprille with his shoures sote».

El intérprete traduce lo que los contemporáneos dicen con la sintaxis y algunas otras palabras intactas, y al principio intenté ordenar las frases de la misma forma que ellos, diciendo «Aye» por «sí» y «Nay» por «no», y cosas como «Nada recuerdo de por dónde vine», pero pensarlo es horrible, el intérprete tarda una eternidad en encontrar una traducción, y me atasco y me debato con la pronunciación. Así que hablo inglés moderno y espero que lo que salga de mi boca sea más o menos correcto, y que el intérprete no esté masacrando los modismos y las inflexiones. Sólo el cielo sabe cómo hablo. Como una espía francesa, probablemente.

El idioma no es lo único distinto. Mi vestido es un error, el tejido de demasiada calidad, y el azul es demasiado brillante, teñido con glasto o no. No he visto ningún color brillante. Soy demasiado alta, tengo los dientes demasiado sanos, y mis manos son distintas, a pesar de haber escarbado la tierra. No sólo tendrían que estar más sucias, sino cubiertas de sabañones. Las manos de todo el mundo, incluso las de las niñas, están llenas de callos y sangran. Después de todo, es diciembre.

Quince de diciembre. He oído parte de una discusión entre lady Imeyne y lady Eliwys sobre conseguir un nuevo capellán, e Imeyne ha dicho: «Hay tiempo más que suficiente para traer uno. Faltan diez días para Navidad.» Así que dígale al señor Gilchrist que al menos he establecido mi emplazamiento temporal. Pero no sé a qué distancia del lugar estoy. He intentado recordar cómo me trajo Gawyn, pero toda aquella noche es un borrón, y parte de lo que recuerdo no sucedió realmente. Me acuerdo de un caballo blanco con campanillas en el arnés, y las campanillas tocaban villancicos, como el carillón de la torre de Carfax.

El quince de diciembre significa que allí es Nochebuena, y estarán ustedes tomando jerez y luego irán a St. Mary the Virgin's para la Misa del Gallo. Es difícil comprender que están a setecientos años de distancia. Sigo pensando que si me levantara de la cama (cosa que no puedo hacer, porque estoy demasiado mareada; creo que la temperatura me vuelve a subir), y abriera la puerta, no me encontraría en una mansión medieval, sino en el laboratorio de Brasenose, y les vería a todos ustedes esperándome, Badri y la doctora Ahrens y usted, señor Dunworthy, limpiándose las gafas y diciendo que ya me lo había advertido. Ojalá fuera así.

12

Lady Imeyne no creía la historia de la amnesia de Kivrin. Cuando Agnes le trajo su perro a Kivrin, que resultó ser un pequeño cachorrillo de patas grandes, dijo:

– Éste es mi perro, lady Kivrin -se lo tendió, agarrándolo por su abultado vientre-. Podéis acariciarlo. ¿Recordáis cómo?

– Sí -Kivrin cogió al perrito y acarició su suave pelaje de cachorro-. ¿No se supone que debes estar cosiendo?

Agnes recuperó el cachorro.

– Abuela fue a reñirle al senescal, y Maisry se fue al establo -volvió al cachorro para darle un beso-. Así que vine a hablar con vos. Abuela está muy enfadada. El senescal y toda su familia vivían en el salón cuando llegamos -le dio otro beso al cachorro-. Abuela dice que es su mujer quien le tienta para pecar.

Abuela. Agnes no había dicho nada que se pareciera a «abuela». La palabra ni siquiera existió hasta el siglo XVIII, pero el intérprete daba ahora grandes y desconcertantes saltos, aunque dejaba intacta la confusión de Agnes al pronunciar Katherine y a veces espacios en blanco donde el significado debería haber sido evidente por el contexto. Esperaba que su subconsciente supiera qué hacía.

– ¿Sois una daltriss, lady Kivrin? -le preguntó Agnes.

Obviamente, su subconsciente no lo sabía.

– ¿Qué?

– Una daltriss -repitió Agnes. El cachorrillo intentaba desesperadamente huir de sus brazos-. Abuela dice que lo sois. Dice que una mujer que huye con su amante tendría buenos motivos para no recordar nada.

Una adúltera. Bueno, al menos era mejor que una espía francesa. O tal vez lady Imeyne pensaba que era las dos cosas.

Agnes volvió a besar al cachorro.

– Abuela dice que una dama no tiene buenos motivos para viajar por los bosques en invierno.

Lady Imeyne tenía razón, pensó Kivrin, y también el señor Dunworthy. Todavía no había descubierto dónde estaba el lugar de encuentro, aunque había pedido hablar con Gawyn cuando lady Eliwys fue a curarle la sien por la mañana.

– Ha salido a buscar a los bandidos que os asaltaron -explicó Eliwys, mientras ponía en la sien de Kivrin una cataplasma que olía a ajo y picaba terriblemente-. ¿Recordáis algo de ellos?

Kivrin sacudió la cabeza, esperando que su falsa amnesia no acabara provocando el ahorcamiento de algún pobre campesino. No podría decir «No, éste no es el hombre» cuando se suponía que no podía recordar nada.

Tal vez no tendría que haberles dicho eso. La probabilidad de que conocieran a los Beauvrier era remota, y su falta de explicación había hecho que Imeyne desconfiara aún más de ella.

Agnes intentaba poner su gorrito al cachorro.

– Hay lobos en el bosque. Gawyn mató a uno con el hacha.

– Agnes, ¿te contó Gawyn cómo me encontró?

– Sí. A Blackie le gusta llevar mi gorra -sonrió, atando las cintas en un nudo asfixiante.

– Yo diría que no -dijo Kivrin-. ¿Dónde me encontró Gawyn?

– En el bosque -contestó Agnes. El cachorro escapó de la gorra y estuvo a punto de caerse de la cama. La niña lo depositó en mitad de la cama y lo alzó por las patas delanteras-. Blackie sabe bailar.

– Trae. Déjame cogerlo -pidió Kivrin, al rescate del animalito. Lo acunó lentamente en sus brazos-. ¿En qué parte del bosque me encontró Gawyn?

Agnes se puso de puntillas, intentando ver al cachorro.

– Blackie duerme -susurró.

El cachorro estaba dormido, agotado por las atenciones de la niña. Kivrin lo colocó junto a ella entre las mantas de piel.

– ¿Estaba lejos de aquí el lugar donde me encontró?

– Sí -dijo Agnes, pero Kivrin intuyó que no tenía ni idea.

Esto no servía de nada. Evidentemente, Agnes no sabía nada. Tendría que hablar con Gawyn.

– ¿Ha vuelto Gawyn?

– Sí -dijo Agnes, acariciando al cachorro dormido-. ¿Queréis hablar con él?

– Sí.

– ¿Entonces, sí que sois una daltriss?

Era difícil seguir los saltos que Agnes daba a la conversación.

– No -contestó, y entonces cayó en la cuenta de que en principio no recordaba nada-. No recuerdo nada sobre quién soy.

Agnes acarició a Blackie.

– Abuela dice que sólo una daltriss pediría tan descaradamente hablar con Gawyn.

La puerta se abrió, y entró Rosemund.

– Te están buscando por todas partes, tontorrona -dijo, con las manos en las caderas.

– Estaba hablando con lady Kivrin -respondió Agnes, con una ansiosa mirada hacia las mantas donde yacía Blackie, casi invisible entre la piel de marta. Al parecer, no se permitía a los animales dentro de la casa. Kivrin lo cubrió con la sábana para que Rosemund no lo descubriera.

– Madre dice que la dama debe descansar para que sus heridas sanen -dijo Rosemund formalmente-. Vamos. Tengo que decirle a la abuela que te he encontrado.

Sacó a la niñita de la habitación.

Kivrin las vio marchar, esperando fervientemente que Agnes no le dijera a lady Imeyne que Kivrin había pedido otra vez hablar con Gawyn. Pensaba que tenía una buena excusa para hablar con él, que comprenderían que estuviera ansiosa por saber de sus pertenencias y sus atacantes. Pero estaba mal visto que las nobles solteras del siglo XIV «pidieran descaradamente» hablar con hombres jóvenes.

Eliwys podía hablar con él porque era la señora de la casa en ausencia de su marido, y su patrona, y lady Imeyne era la madre de su señor, pero Kivrin tendría que esperar a que Gawyn hablara con ella y luego contestarle «con toda la modestia digna de una doncella». Pero tengo que hablar con él, pensó. Es el único que sabe dónde está el lugar.

Agnes volvió corriendo y recogió al cachorrillo dormido.

– Abuela estaba muy enfadada. Creyó que me había caído al pozo -dijo, y se marchó corriendo.

Y sin duda «abuela» le había dado a Maisry un tirón de orejas por ello, pensó Kivrin. Maisry ya había tenido problemas aquel mismo día por haber perdido a Agnes, que había ido a mostrarle a Kivrin la cadena de plata de lady Imeyne, que era un «relicario», una palabra que derrotó al intérprete. Dentro de la cajita había un pedazo de la mortaja de san Esteban. Imeyne había abofeteado a Maisry por haber dejado que Agnes cogiera el relicario y por no vigilarla, aunque no por dejar entrar a la niña en el cuarto de la enferma.

Ninguna de ellas parecía preocupada porque las pequeñas estuvieran cerca de Kivrin, ni eran conscientes de que podían contagiarse de su enfermedad. Ni Eliwys ni Imeyne tomaban precaución alguna al cuidar de ella.

Los contemporáneos no comprendían el mecanismo de la transmisión de enfermedades, por supuesto: creían que era una consecuencia del pecado y consideraban las epidemias un castigo de Dios, pero sí sabían de contagios. El lema de la Peste Negra era «Márchate rápidamente y vete muy, muy lejos» y había habido cuarentenas antes de eso.

Aquí no, pensó Kivrin, ¿y si las niñas pequeñas caen enfermas? ¿O el padre Roche?

El sacerdote había estado con ella durante la fiebre, tocándola, preguntándole su nombre. Kivrin frunció el ceño, tratando de recordar esa noche. Se había caído del caballo, y luego hubo un incendio. No, eso lo había imaginado en su delirio. Y el caballo blanco. El caballo de Gawyn era negro.

Habían cabalgado por el bosque y bajaron una colina ante una iglesia, y el asesino le… Era absurdo. La noche era un sueño informe de rostros aterradores, campanas y fuegos. Incluso el lugar del lanzamiento era brumoso, confuso. Había un roble y sauces, y ella se sentó contra la rueda de la carreta porque se sentía mareada, y el asesino le… No, había imaginado al asesino. Y también al caballo blanco. Tal vez la iglesia era otra visión del delirio.

Tendría que preguntarle a Gawyn dónde estaba el lugar, pero no delante de lady Imeyne, que pensaba que era una daltriss. Tenía que restablecerse, recuperar fuerzas para levantarse de la cama y bajar al pasillo, salir al establo, encontrar a Gawyn y hablarle a solas. Tenía que mejorar.

Se sentía un poco más fuerte, aunque estaba aún demasiado débil para caminar hasta el orinal sin ayuda. El mareo había desaparecido, y también la fiebre, pero seguía teniendo problemas para respirar. Por lo visto ellas también pensaban que estaba mejorando. La habían dejado sola casi toda la mañana, y Eliwys sólo se había quedado el tiempo suficiente para untarle el apestoso ungüento. Y para impedir que haga avances indecentes hacia Gawyn, pensó Kivrin.

Intentó no pensar en lo que Agnes le había dicho o por qué las antivirales no habían funcionado o a qué distancia quedaba el lugar de recogida, y decidió concentrarse en recuperar fuerzas. Nadie fue a verla en toda la tarde, y practicó para sentarse y pasar los pies por el lado de la cama. Cuando Maisry acudió con una vela para ayudarla a llegar al orinal, pudo caminar sola.

Hizo más frío por la noche, y cuando Agnes fue a verla por la mañana, llevaba una capa roja, una capucha de lana muy gruesa y mitones de piel blanca.

– ¿Queréis ver mi hebilla de plata? Me la regaló sir Bloet. Os la traeré mañana. Hoy no puedo venir, pues vamos a cortar el tronco de Nochebuena.

– ¿El tronco de Nochebuena? -preguntó Kivrin, alarmada.

El tronco ceremonial se cortaba tradicionalmente el día veinticuatro, y se suponía que sólo estaban a diecisiete. ¿Había entendido mal a lady Imeyne?

– Sí. En casa no vamos hasta Nochebuena, pero es probable que haya una tormenta, y abuela quiere que vayamos a buscarlo mientras haga buen tiempo.

Una tormenta, pensó Kivrin. ¿Cómo iba a reconocer el lugar de encuentro si nevaba? La carreta y las cajas estaban todavía allí, pero si nevaba más de unos pocos centímetros le resultaría imposible reconocer la carretera.

– ¿Va todo el mundo a recoger el tronco? -preguntó Kivrin.

– No. El padre Roche llamó a madre para que atendiera a un campesino enfermo.

Eso explicaba por qué Imeyne se comportaba como una tirana, incordiando a Maisry y al senescal y acusando a Kivrin de adulterio.

– ¿Irá tu abuela con vosotras?

– Sí. Montaré en mi pony.

– ¿Irá Rosemund?

– Sí.

– ¿Y el senescal?

– Sí -dijo ella, impaciente-. Irá todo el pueblo.

– ¿Y Gawyn?

– Nooo -respondió la niña, como si estuviera clarísimo-. Tengo que ir al establo a despedirme de Blackie.

Se marchó corriendo.

Lady Imeyne iba a ir, y también el senescal, y lady Eliwys estaba en alguna parte, atendiendo a un campesino enfermo. Y Gawyn, por algún motivo que era evidente para Agnes pero no para ella, no iría. Tal vez había acompañado a Eliwys. Pero si no lo había hecho, si se quedaba para proteger la mansión, podría hablar con él a solas.

Maisry se marcharía también. Cuando le trajo a Kivrin el desayuno, llevaba un basto poncho marrón y tenía tiras de tela envueltas alrededor de las piernas. Ayudó a Kivrin a llegar al orinal, lo sacó y trajo un brasero lleno de carbones calientes, moviéndose con más rapidez e iniciativa de lo que Kivrin había visto antes.

Kivrin esperó una hora después de que Maisry se marchara, hasta asegurarse de que todos se habían ido, y entonces se levantó de la cama, se acercó a la ventana y retiró la cobertura de lino. Sólo vio ramas y cielo gris oscuro, pero el aire era aún más frío que en la habitación. Se subió al asiento.

Se hallaba sobre el patio. Estaba vacío, y el gran portón de madera aparecía abierto. Las piedras del patio y de los tejados a su alrededor parecían mojadas. Extendió la mano, temiendo que ya hubiera empezado a nevar, pero no notó ninguna humedad. Bajó del banco, agarrándose a las piedras heladas, y se acurrucó junto al brasero.

Casi no daba calor alguno. Kivrin se cruzó de brazos, tiritando con su fina camisa. Se preguntó qué habrían hecho con su ropa. En la Edad Media la ropa colgaba de palos junto a la cama, pero en esta habitación no había ninguno, ni tampoco colgadores.

Su ropa estaba en el cofre al pie de la cama, perfectamente doblada. La sacó, agradecida de que sus botas estuvieran aún allí, y entonces se sentó sobre la tapa cerrada del cofre durante largo rato, intentando recuperar el aliento.

Tengo que hablar con Gawyn esta mañana, pensó, deseando que su cuerpo estuviera lo suficientemente recuperado. Es el único momento en que todo el mundo estará fuera, y va a nevar.

Se vistió, sentándose todo lo posible y apoyándose contra los postes de la cama para ponerse las calzas y las botas, y luego volvió a la cama. Descansaré un poco, pensó, sólo hasta que entre en calor, y se quedó dormida inmediatamente.

La campana, la del suroeste que había oído cuando llegó, la despertó. El día anterior estuvo sonando todo el día, y Eliwys se acercó a la ventana y permaneció allí durante un rato, como si intentara averiguar qué había pasado. La luz de la ventana era más tenue, pero sólo porque las nubes eran más espesas, más bajas. Kivrin se puso la capa y abrió la puerta. Las escaleras eran empinadas, talladas en el lado de piedra del salón, y no tenían barandilla. Agnes había tenido suerte al despellejarse sólo la rodilla. Podría haber caído directamente al suelo. Kivrin mantuvo la mano en la pared y descansó a medio camino, para contemplar el salón.

Estoy aquí de verdad, pensó. Es realmente 1320. El hogar en el centro de la habitación brillaba con un rojo oscuro, y había un poco de luz del tiro para el humo y las altas y estrechas ventanas, pero la mayor parte del salón estaba en sombras.

Se detuvo donde estaba, contemplando la penumbra, intentando distinguir si había alguien allí. El alto sillón, con su respaldo y sus brazos tallados, estaba en la pared del fondo, y al lado se hallaba el sillón de lady Eliwys, un poco más bajo y menos adornado. Vio tapices colgando de las paredes y una escalerilla al fondo que debía de conducir a un desván. Apoyadas sobre las otras paredes se extendían pesadas mesas de madera y anchos bancos, y un banco más estrecho ocupaba el espacio junto a la pared situada debajo de las escaleras. El banco de los mendigos, apoyado contra un tabique de separación.

Kivrin bajó el resto de las escaleras y se dirigió de puntillas hacia los tabiques; sus pasos resonaban en la paja reseca esparcida por el suelo. Los tabiques formaban una división, una pared interna que aislaba la corriente de la puerta.

A veces formaban una habitación separada, con camas a cada lado, pero aquí sólo había un estrecho corredor, con ganchos donde colgar la ropa. Ahora no había ninguna. Bien, pensó Kivrin, se han ido todos.

La puerta estaba abierta. En el suelo había un par de viejas botas, un cubo de madera y el carrito de Agnes. Kivrin se detuvo en la pequeña antesala para recuperar el aliento, ya jadeante, deseando poder sentarse un instante, y luego se asomó con sumo cuidado a la puerta y salió.

No había nadie en el patio. Estaba enlosado con piedras planas amarillas, pero el centro, donde había una fuente, estaba cubierto de barro. Había huellas de cascos y de pisadas, y varios charcos de agua fangosa. Una gallina escuálida y de aspecto roñoso bebía intrépidamente en uno de los charcos. Las gallinas sólo se criaban por los huevos. Los palomos y pichones eran las principales aves comestibles del siglo XIV.

Y allí estaba el palomar junto a la puerta, y el edificio con tejado de paja de al lado debía de ser la cocina, y los otros edificios más pequeños los almacenes. El establo, con sus amplias puertas, se encontraba al otro lado, y luego había un estrecho pasaje, y el gran granero de piedra.

Probó primero con el establo. El cachorrito de Agnes salió trotando a recibirla, ladrando feliz, y ella tuvo que volver a meterlo dentro rápidamente y cerrar el pesado portón de madera. Evidentemente, Gawyn no estaba allí dentro. Tampoco estaba en el granero, ni en la cocina o los otros edificios, el mayor de los cuales resultó ser el lagar. Agnes había dicho que él no iba a ir a la procesión para cortar el tronco de Nochebuena como si fuera algo sabido, y Kivrin había supuesto que se quedaría para proteger la casa, pero ahora se preguntó si habría acompañado a Eliwys a visitar al campesino.

Si lo ha hecho, tendré que buscar yo sola el lugar del lanzamiento, pensó. Se dirigió de nuevo hacia el establo, pero a mitad de camino se detuvo. No podría subirse a un caballo ella sola, sintiéndose tan débil, y si llegaba a conseguirlo, estaría demasiado mareada para sostenerse. Y demasiado mareada para ir a buscar el lugar. Pero tengo que hacerlo, pensó. Todos se han ido, y va a nevar.

Miró hacia la puerta y luego al pasaje entre el granero y el establo, preguntándose qué camino debía tomar. Habían venido bajando por una colina, y habían dejado atrás una iglesia; recordaba el tañido de la campana. No se había fijado en la puerta ni en el patio, pero ése era probablemente el camino que habían seguido.

Cruzó el empedrado, haciendo que la gallina huyera frenéticamente al refugio del pozo, y contempló el camino desde la puerta. Cruzaba un estrecho arroyo con un puente de troncos y se perdía hacia el sur entre los árboles. Pero no había ninguna colina, ninguna iglesia, ninguna indicación de que ése fuera el camino hacia el lugar del lanzamiento.

Tenía que haber una iglesia. Había oído la campana cuando estaba tendida en la cama. Volvió a entrar en el patio y siguió el sendero fangoso. El sendero pasaba por una pocilga con dos cerdos sucios, y el excusado, inconfundible por su hedor, y Kivrin temió que el senderito fuera sólo el camino hacia el retrete, pero por suerte rodeaba el excusado y daba a un prado.

Y allí estaba la aldea. Y también la iglesia, al fondo del prado, tal como Kivrin la recordaba, y tras ella se encontraba la colina por donde habían bajado.

El prado no parecía tal. Era un espacio despejado con cabañas a un lado y el arroyo flanqueado de sauces al otro, pero había una vaca pastando lo que quedaba de hierba y una cabra atada a un gran roble sin hojas.

Las cabañas se alzaban entre pilas de heno y montones de barro, cada vez más pequeñas y deformes a medida que se alejaban de la mansión, pero incluso la más cercana a ella, que debía de ser la del senescal, no era más que una choza. Todo era más pequeño y sucio y destartalado que las ilustraciones de los vids de historia. Sólo la iglesia tenía el aspecto que se le suponía.

El campanario estaba separado, entre el patio de la iglesia y el prado. Era evidente que lo habían construido después que la iglesia, con sus ventanas normandas de medio punto y su piedra gris. La torre era alta y redonda, y la piedra de construcción era más amarilla, casi dorada.

Un sendero, no mucho más ancho que la trocha del lugar de lanzamiento, se perdía colina arriba, hacia el bosque.

Por ahí vinimos, pensó Kivrin, y cruzó el prado, pero en cuanto dejó atrás el granero, el viento la asaltó. Le atravesó la capa como si no llevara nada, y pareció apuñalarle el pecho. Se apretó la capa en torno al cuello, la sostuvo con la mano plana contra el pecho y continuó.

La campana del suroeste empezó a sonar otra vez. Se preguntó qué significaba. Eliwys e Imeyne habían hablado al respecto, pero eso fue antes de que Kivrin pudiera comprender lo que decían, y cuando comenzó a sonar de nuevo el día anterior, Eliwys actuó como si no la oyera. Tal vez tenía que ver con el Adviento. Se suponía que las campanas tenían que sonar al anochecer en Nochebuena y luego durante una hora antes de la medianoche, según sabía Kivrin. Tal vez sonaban también en otros momentos durante el Adviento.

El sendero estaba embarrado y resbaladizo. A Kivrin empezó a dolerle el pecho. Apretó la mano con más fuerza y continuó, intentando darse prisa. Distinguió movimiento más allá de los campos. Serían campesinos que volvían con el tronco de Nochebuena, o de recoger a los animales. No lo veía bien. Parecía que allí ya estaba nevando. Debía apresurarse.

El viento le agitó la capa y levantó hojas muertas a su paso. La vaca se marchó, la cabeza gacha, hacia el refugio de las chozas. No eran ningún refugio. Apenas parecían más altas que Kivrin, como si hubieran sido hechas con estacas y puestas en ese sitio, y no detenían al viento en absoluto.

La campana siguió sonando, un repique lento y firme, y Kivrin advirtió que había reducido el paso para seguir su compás. No debía hacer eso. Tenía que darse prisa. Pero correr hacía que el dolor fuera tan intenso que empezó a toser. Se detuvo, se dobló por la tos.

No lo conseguiría. No seas tonta, se dijo, tienes que encontrar el sitio. Estás enferma. Tienes que volver a casa. Llega hasta la iglesia y descansa dentro un momentito.

Reemprendió la marcha, deseando no toser, pero no le fue posible. No podía respirar. No podía llegar a la iglesia, mucho menos al lugar de recogida. Tienes que hacerlo, se gritó por encima del dolor. Esfuérzate.

Se detuvo otra vez, doblada de dolor. Antes le preocupaba que algún campesino saliera de una de las chozas, pero ahora deseaba que alguien lo hiciera para que la ayudara a volver a la casa. No había nadie. Todos estaban lejos, cogiendo el tronco de Nochebuena y reuniendo a los animales. Miró hacia los campos. Las distantes figuras de antes habían desaparecido.

Estaba frente a la última cabaña Tras ella había un puñado de cobertizos ruinosos donde no esperaba que viviera nadie. Debían de ser graneros y corrales, y tras ellos, seguramente no muy lejos, estaba la iglesia. Tal vez si voy despacio, pensó, y se encaminó hacia la iglesia de nuevo. Todo el pecho le dolía a cada paso. Se detuvo, tambaleándose un poco, pensando no debo desmayarme. Nadie sabe que estoy aquí.

Se volvió y miró hacia la mansión. Ni siquiera podría regresar al salón. Tengo que sentarme, pensó, pero no había ningún sitio donde hacerlo en el sendero embarrado. Lady Eliwys estaba atendiendo al campesino; lady Imeyne, las niñas y toda la aldea estaban cortando el tronco de Nochebuena. Nadie sabe que estoy aquí.

El viento arreciaba; ahora no soplaba a ráfagas, sino con un impulso intenso y sostenido. Debo intentar volver a la casa, pensó Kivrin, pero tampoco pudo hacerlo. Incluso permanecer de pie le suponía un gran esfuerzo. Si hubiera algún sitio donde sentarse lo haría, pero el espacio entre las cabañas, hasta las verjas, era todo barro. Entraría en la choza.

Tenía una valla desvencijada alrededor, hecha de ramas verdes entretejidas entre estacas. La valla apenas le llegaba a la altura de la rodilla y no habría mantenido a un gato a raya, mucho menos a las ovejas y vacas contra las que se suponía que la habían alzado. Sólo la puerta tenía sujeciones hasta la altura de la cintura, y Kivrin se apoyó agradecida en una de ellas.

– Hola -gritó al viento-, ¿hay alguien aquí?

La puerta principal de la choza estaba sólo a unos pocos pasos de la valla, y la choza no podía ser a prueba de ruidos. Ni siquiera era a prueba de viento. Vio un agujero en la pared donde el barro amasado y la paja se habían resquebrajado y caído a las enmarañadas ramas de abajo. Seguramente podían oírla. Levantó la tira de cuero que sujetaba la valla, entró, y llamó a la baja puerta de madera.

No hubo respuesta, aunque Kivrin tampoco esperaba ninguna. Volvió a gritar.

– ¿Hay alguien en casa?

No se molestó en escuchar siquiera cómo lo traducía el intérprete, y trató de alzar la barra de madera que cruzaba la puerta. Era demasiado pesada. Intentó sacarla por las ranuras que sobresalían de los dinteles, pero no pudo. Aunque parecía como si la choza pudiera salir volando de un momento a otro, ella no era capaz de abrir la puerta. Tendría que decirle al señor Dunworthy que las cabañas medievales no eran tan endebles como parecían. Se apoyó contra la puerta, sujetándose el pecho.

Algo sonó a su espalda, y se volvió.

– Lamento haber entrado en su jardín -dijo al momento.

Era la vaca, que se apoyaba casualmente contra la valla y mordisqueaba las hojas marrones, a las que apenas llegaba.

Kivrin tendría que volver a la mansión. Se apoyó en la valla, asegurándose de que quedaba cerrada; pasó la tira de cuero sobre la estaca, y luego se apoyó en el huesudo lomo de la vaca. El animal la siguió unos pocos pasos, como si pensara que Kivrin la llevaba a ordeñar, pero después volvió al jardín.

La puerta de uno de los cobertizos donde no podía vivir nadie se abrió, y un niño descalzo se asomó. Se detuvo. Parecía asustado.

Kivrin intentó enderezarse.

– Por favor -dijo, jadeando-, ¿puedo descansar un momento en tu casa?

El niño la miró aturdido, con la boca abierta. Estaba patéticamente delgado, sus brazos y piernas no eran más gruesos que las ramas de las vallas.

– Por favor, corre y dile a alguien que venga. Diles que estoy enferma.

No puede correr mejor que yo, pensó en cuanto lo hubo dicho. Los pies del niño estaban azules de frío. Su boca parecía ulcerada, y las mejillas y el labio superior estaban manchados de sangre seca de una hemorragia nasal. Tiene escorbuto, pensó Kivrin, está peor que yo, pero repitió:

– Corre a la mansión y pídeles que vengan.

El niño se persignó con una mano huesuda y agrietada.

Bighaull emeurdroud ooghattund enblastbardey -dijo, y volvió a la choza.

Oh, no, pensó Kivrin desesperada. No me entiende, y yo no tengo fuerzas para intentarlo.

– Por favor, ayúdame -suplicó, y pareció que el niño casi entendía eso. Avanzó un paso hacia ella y luego corrió súbitamente en dirección a la iglesia.

– ¡Espera! -llamó Kivrin.

Dejó atrás a la vaca, sorteó la valla y desapareció tras la cabaña. Kivrin miró el cobertizo. Apenas merecía este nombre. Más parecía una hacina de heno, hierba y trozos de paja metidos en los espacios situados entre los postes, pero la puerta era un tejido de palos unidos por cuerda negra, el tipo de puerta que se puede derribar de un soplido, y el niño la había dejado abierta. Kivrin atravesó el umbral y entró en la choza.

El interior estaba oscuro, y había tanto humo que no distinguió nada. Olía fatal, como un establo. Peor.

Mezclado con los olores de corral había humo, moho y el desagradable olor de las ratas. Kivrin casi tuvo que doblarse para poder pasar por la puerta. Se enderezó, y su cabeza chocó con los palos que servían de vigas.

No había ningún lugar donde sentarse en la choza, si realmente era eso. El suelo estaba cubierto de sacos y herramientas, como si efectivamente fuera un cobertizo, y no había muebles excepto una mesa irregular cuyas toscas patas se desplegaban desde el centro. Pero la mesa tenía un cuenco de madera y una hogaza de pan, y en el centro de la choza, en el único espacio despejado, ardía un pequeño fuego en un agujero poco profundo.

Por lo visto era la fuente de todo el humo, aunque en el techo había un agujero que hacía las veces de tiro. El fuego era pequeño, sólo unos pocos palos, pero los otros agujeros de las irregulares paredes y el techo tiraban también del humo, y el viento, que entraba por todas partes, lo arremolinaba. Kivrin empezó a toser, lo cual fue un terrible error. Sentía como si el pecho fuera a partírsele con cada espasmo.

Apretando los dientes para no toser, se sentó en un saco de cebollas, aferrándose a la azada que había al lado y luego a la pared de frágil aspecto. En cuanto se hubo sentado se sintió inmediatamente mejor, aunque hacía tanto frío que su aliento formaba nubéculas. Me pregunto cómo olerá este sitio en verano, pensó. Se arrebujó en la capa, doblando las puntas como si fuera una manta sobre sus rodillas.

Había una corriente fría en el suelo. Envolvió la capa en sus pies y luego cogió un atizador que yacía junto al saco y removió el exiguo fuego. Las llamas se animaron un poco, iluminando la choza y haciendo que pareciera un cobertizo más que nunca. Una pequeña valla había sido construida en un lado, probablemente para un establo, porque estaba separada del resto de la choza por una valla aún más pequeña que la que tenía la cabaña de antes. El fuego no proporcionaba luz suficiente para que Kivrin pudiera ver el rincón, pero un sonido de roce llegaba desde allí.

Un cerdo, pensó, aunque se suponía que los cerdos de los campesinos habrían sido sacrificados ya por estas fechas, o tal vez una cabra. Volvió a avivar el fuego, intentando iluminar el rincón.

El sonido de roce se produjo delante de la patética valla, procedente de una gran jaula en forma de cúpula. Parecía fuera de lugar en la sucia esquina, con su banda de metal lisa, su complicada puerta y su bonita asa. Dentro de la jaula, con los ojos brillantes a la luz del fuego, había una rata.

Estaba sentada sobre los cuartos traseros, y entre sus patas como manos sujetaba un trozo de queso que la había hecho caer en la trampa. Contemplaba a Kivrin. Había otros pedazos de queso probablemente mohosos en el suelo de la jaula. Más comida que en toda la choza, pensó Kivrin, sentada muy quieta sobre el saco de cebollas. No parecía que tuvieran nada que mereciera la pena proteger de una rata.

Kivrin había visto a una rata antes, por supuesto, en Historia de la Psicología y cuando hicieron pruebas sobre sus fobias en primer curso, pero no de este tipo. Nadie las había visto de este tipo, en Inglaterra al menos, desde hacía cincuenta años. Era una rata bonita, con pelaje negro brillante, no mucho mayor que las ratas blancas de laboratorio, no tan grande como la rata marrón con la que le habían hecho la prueba.

También parecía mucho más limpia que la rata marrón. Ésa parecía pertenecer a las alcantarillas y tuberías de las que sin duda había salido, con su pelaje marrón mugriento y su larga cola obscenamente pelada. Cuando estudió por primera vez la Edad Media, Kivrin no comprendió cómo los contemporáneos habían tolerado a aquellos bichos repugnantes en sus graneros, mucho menos en las casas. La idea de que había una en la pared junto a su cama la llenó de repulsión. Pero esta rata tenía un aspecto bastante limpio, con sus ojillos negros y su lustroso pelaje. Desde luego, estaba mucho más limpia que Maisry, y probablemente era más inteligente. Parecía inofensiva.

Como para demostrar su razonamiento, la rata mordisqueó de nuevo el queso.

– Pero no eres inofensiva -señaló Kivrin-. Eres el azote de la Edad Media.

La rata soltó el trozo de queso y avanzó un paso, cimbreando los bigotes. Se agarró a dos de los barrotes de metal con sus manitas rosadas y miró suplicante a través de ellos.

– Sabes que no puedo dejarte salir -dijo Kivrin, y el animal irguió las orejas como si la comprendiera-. Te comes el grano que es precioso, contaminas la comida, tienes pulgas y dentro de veintiocho años tú y tus amigas acabaréis con media Europa. Lady Imeyne debería preocuparse por ti, y no por espías franceses o curas analfabetos -la rata la miró-. Me gustaría dejarte salir, pero no puedo. La Peste Negra ya fue bastante mala. Mató a la mitad de Europa. Si te dejo salir, tus descendientes podrían hacer que fuera aún peor.

La rata soltó los barrotes y empezó a correr por la jaula, chocando contra ellos, dando vueltas con movimientos frenéticos y aleatorios.

– Te dejaría salir si pudiera -repitió Kivrin.

El fuego casi se había apagado. Kivrin volvió a removerlo, pero ya no había más que cenizas. La puerta que había dejado abierta con la esperanza de que el niño trajera a alguien se cerró de golpe, sumiendo la choza en la oscuridad.

No sabrán dónde buscarme, pensó, aunque era consciente de que ni siquiera lo estaban haciendo. Todos pensaban que estaba en su habitación, dormida. Lady Imeyne ni siquiera iría a echarle un vistazo hasta que le llevara la cena. Ni siquiera empezarían a buscarla hasta después de vísperas, y para entonces ya habría anochecido.

La choza estaba en silencio. El viento debía de haber cesado. No oía a la rata. Una rama del fuego chasqueó, y las chispas volaron por el suelo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó, y se llevó la mano al pecho, como si hubiera sido apuñalada. Nadie sabe dónde estoy. Ni siquiera el señor Dunworthy.

Pero seguramente eso no era cierto. Lady Eliwys podría haber vuelto y subido a ponerle más ungüento, o Maisry habría vuelto a casa enviada por Imeyne, o el niño podría haber ido a traer a los hombres de los campos, y llegarían allí de un momento a otro, aunque la puerta estuviera cerrada. Y aunque no advirtieran que se había ido hasta después de vísperas, tenían antorchas y linternas, y los padres del niño con escorbuto volverían a preparar la cena y la encontrarían y llamarían a alguien de la mansión. No importa lo que pase, se dijo, no estás completamente sola, y eso la reconfortó.

Porque estaba completamente sola. Había intentado convencerse de lo contrario, de que alguna lectura en las pantallas de la red le había dicho a Gilchrist y Montoya que algo había salido mal, que el señor Dunworthy había hecho que Badri comprobara y volviera a comprobarlo todo, que de algún modo sabían lo que había sucedido y mantendrían abierto el lugar de recogida. Pero se equivocaba. No sabían dónde estaba más que Agnes o lady Eliwys. Creían que estaba a salvo en Skendgate, estudiando la Edad Media, con el lugar claramente localizado y el grabador medio lleno ya de observaciones acerca de costumbres curiosas y la rotación de las cosechas. Ni siquiera se darían cuenta de que había desaparecido hasta que abrieran la red al cabo de dos semanas.

– Y para entonces estará oscuro -murmuró Kivrin.

Permaneció inmóvil, contemplando el fuego. Casi se había apagado, y no había más leña en ninguna parte. Se preguntó si habían dejado al niño en casa para recoger leña y qué fuego harían esta noche.

Estaba completamente sola, y el fuego se extinguía, y nadie sabía dónde se encontraba excepto la rata que iba a matar a media Europa. Se levantó, volvió a darse un golpe en la cabeza, abrió la puerta de la choza y salió.

Seguía sin haber nadie en los campos. El viento había cesado, y oía la campana del suroeste doblando claramente. Unos cuantos copos de nieve caían del cielo gris. El pequeño promontorio donde se alzaba la iglesia estaba completamente oscurecido por la nieve. Kivrin se dirigió hacia la iglesia.

Otra campana empezó a sonar. Estaba más al sur y más cerca, pero con un tono más agudo y metálico que indicaba que se trataba de una campana más pequeña. Doblaba con decisión, pero un poco retrasada con respecto a la primera campana, de manera que parecía un eco.

– ¡Kivrin! ¡Lady Kivrin! -llamó Agnes-. ¿Dónde habéis estado?

Corrió junto a ella, con la carita encendida por el esfuerzo y el frío. O la excitación.

– Os hemos estado buscando por todas partes -corrió en la dirección por donde había llegado, gritando-. ¡La he encontrado! ¡La he encontrado!

– ¡No, no lo has hecho! -intervino Rosemund-. Todos la hemos visto.

Corrió delante de lady Imeyne y Maisry, que tenía el poncho sobre los hombros. Tenía las orejas de un rojo brillante. Parecía enfadada, probablemente porque le echaban la culpa de la desaparición de Kivrin o porque pensaba que iban a hacerlo, o tal vez era sólo el frío. Lady Imeyne parecía furiosa.

– No sabías que era lady Kivrin -gritó Agnes, corriendo de vuelta hacia ella-. Dijiste que no era seguro que fuera Kivrin. Yo la he encontrado.

Rosemund la ignoró. Agarró a Kivrin por el brazo.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué os habéis levantado? -preguntó ansiosamente-. Gawyn fue a hablar con vos y descubrió que os habíais marchado.

Gawyn vino, pensó Kivrin débilmente. Gawyn, que podría haberme dicho exactamente dónde está el lugar, y no me encontró.

– Sí, vino a deciros que no había encontrado rastro alguno de vuestros atacantes, y que…

Lady Imeyne se acercó.

– ¿Adónde os dirigíais? -preguntó, y pareció una acusación.

– No encontraba el camino de vuelta -respondió Kivrin, intentando pensar qué decir para explicar su paseo por la aldea.

– ¿Queríais encontraros con alguien? -demandó lady Imeyne, y era claramente una acusación.

– ¿Cómo podía ir a encontrarse con alguien? -le preguntó Rosemund-. No conoce a nadie aquí ni recuerda nada de antes.

– Quería ir al lugar donde me encontraron -dijo Kivrin, tratando de no apoyarse en Rosemund-. Pensé que tal vez si veía mis pertenencias podría…

– Recordar algo -terminó Rosemund-. Pero…

– No tendríais que haber arriesgado vuestra salud para hacerlo -dijo lady Imeyne-. Gawyn lo ha traído todo.

– ¿Todo? -preguntó Kivrin.

– Sí -dijo Rosemund-, la carreta y todas vuestras cajas.

La segunda campana guardó silencio, y la primera continuó sola, firme, lentamente, como si se tratara de un funeral. Sonaba como la muerte de la propia esperanza. Gawyn lo había traído todo a la casa.

– No está bien hablar con lady Katherine con este frío -señaló Rosemund, hablando como una madre-. Ha estado enferma. Debemos llevarla dentro, no vaya a resfriarse.

Ya me he resfriado, pensó Kivrin. Gawyn lo había traído todo a la casa, todas las huellas de donde se encontraba el lugar de recogida. Incluso la carreta.

– Es culpa tuya, Maisry -dijo lady Imeyne, empujando a Maisry para que cogiera a Kivrin por el brazo-. No tendrías que haberla dejado sola.

Kivrin se apartó de la sucia Maisry.

– ¿Podéis caminar? -preguntó Rosemund, doblada ya por el peso de Kivrin-. ¿Debemos traer la yegua?

– No -contestó Kivrin. De algún modo no podía soportar la idea de regresar como una prisionera capturada a lomos de un caballo trotón-. No -repitió-. Puedo caminar.

Tuvo que apoyarse en los brazos de Rosemund y Maisry, y fue algo lento, pero lo consiguió. Dejaron atrás las chozas y la casa del criado y los curiosos cerdos, y entraron en el patio. El tocón de un gran fresno yacía sobre el empedrado ante el granero; las raíces retorcidas aparecían cubiertas de copos de nieve.

– Con su conducta habrá atraído la muerte -refunfuñó lady Imeyne, quien indicó a Maisry que abriera la pesada puerta de madera-. Sin duda sufrirá una recaída.

Empezó a nevar con fuerza. Maisry abrió la puerta. Tenía un pestillo como la puertecita de la jaula de la rata. Tendría que haberla soltado, pensó Kivrin. Tendría que haberla dejado ir.

Lady Imeyne dirigió un gesto a Maisry, que regresó para coger a Kivrin del brazo.

– No -dijo ella, y se zafó de su mano y de la de Rosemund y caminó sola sin ayuda hacia la puerta y la oscuridad del interior.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(005982-013198)

18 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). Creo que tengo neumonía. Intenté encontrar el lugar de recogida, y he sufrido algún tipo de recaída. Siento un dolor agudo bajo las costillas cada vez que respiro, y cuando toso, cosa que es constante, noto como si por dentro todo se me rompiera en pedazos. Intenté sentarme en la cama hace un rato y al instante quedé bañada en sudor, y creo que la temperatura me ha vuelto a subir.

Por lo que me enseñó la doctora Ahrens, ésos son los síntomas que indican neumonía.

Lady Eliwys no ha vuelto todavía. Lady Imeyne me puso en el pecho una pócima de olor horrible y luego mandó llamar a la esposa del senescal.

Pensé que quería reprenderla por usurpar la mansión, pero cuando llegó la mujer, llevando en brazos a su hijo de seis meses, lady Imeyne le dijo: «La herida ha enfebrecido sus pulmones», y la esposa del senescal me miró la sien y luego salió y regresó sin el bebé, con un cuenco lleno de una infusión de sabor amargo. Debía tener corteza de sauce o algo porque la temperatura me bajó, y las costillas no me duelen tanto.

La mujer del senescal es delgada y menuda, con cara afilada y cabello color ceniza. Creo que lady Imeyne tiene razón cuando dice que ella es la que tienta «a pecar» al senescal. Entró vestida con una saya forrada de piel con mangas tan largas que casi las arrastraba por el suelo, y el bebé envuelto en una hermosa manta de lana, y habla con un acento extraño que me parece un intento de imitar el habla de lady Imeyne.

«Un embrión de la clase media», como diría el señor Latimer, nouveau riche y esperando su oportunidad, que llegará dentro de treinta años, cuando la Peste Negra golpee y un tercio de la nobleza sea aniquilado.

– ¿Es ésta la dama que encontraron en el bosque? -le preguntó a lady Imeyne cuando entró, y no había ninguna «modestia aparente» en sus modales. Sonrió a Imeyne como si fueran viejas amigas y se acercó a la cama.

– Sí -replicó lady Imeyne, consiguiendo expresar impaciencia, desdén y disgusto en una sola sílaba.

La mujer del senescal la ignoró. Se acercó a la cama y luego se apartó, la primera persona que mostró alguna indicación de que yo podía ser contagiosa.

– ¿Tiene la fiebre (algo)?

El intérprete no entendió la palabra, ni yo tampoco, dado su peculiar acento. ¿Fluorina? ¿Florentina?

– Tiene una herida en la cabeza -señaló Imeyne con brusquedad-. Ha enfebrecido sus pulmones.

La mujer del senescal asintió.

– El padre Roche nos contó cómo Gawyn y él la encontraron en el bosque.

Imeyne se envaró ante el uso familiar del nombre de Gawyn, y la esposa del senescal sí captó este detalle y corrió a cocer la corteza de sauce. Incluso hizo una reverencia a lady Imeyne cuando se marchó por segunda vez.

Rosemund entró para sentarse conmigo después de que Imeyne se fuera. Creo que le habían encomendado que me vigilara para que no intentara escapar de nuevo, y le pregunté si era verdad que el padre Roche estaba con Gawyn cuando me encontró.

– No -respondió-. Gawyn se encontró al padre Roche en el camino mientras os traía y os dejó a su cuidado para poder buscar a vuestros atacantes, pero no los encontró, y el padre Roche y él os trajeron aquí. No tenéis que preocuparos por eso. Gawyn ha traído vuestras cosas a la mansión.

No recuerdo que el padre Roche estuviera allí, excepto en la habitación, pero si fuera cierto, y Gawyn no me encontró demasiado lejos del lugar de recogida, tal vez sepa dónde es.

(Pausa)

He estado pensando en lo que dijo lady Imeyne. «La herida de la cabeza le ha enfebrecido sus pulmones.» No creo que nadie aquí se dé cuenta de que estoy enferma. Dejaron a las niñas en la habitación sin preocuparse, y ninguno de ellos parece tener miedo, excepto la mujer del senescal, y en cuanto lady Imeyne le dijo que tenía los «pulmones enfebrecidos» se acercó a la cama sin vacilación.

Pero obviamente le preocupaba la posibilidad de que mi enfermedad fuera contagiosa, y cuando le pregunté a Rosemund por qué no había ido con su madre a ver al campesino, me contestó, como si estuviera muy claro: «Me prohibió ir. El campesino está enfermo.»

No creo que sepan que sufro una enfermedad. No tengo ninguno de los síntomas en forma de marcas, como sarpullidos o bubas, y supongo que achacan mi fiebre y mis delirios a mis heridas. Las heridas a menudo se infectaban, y había casos frecuentes de gangrena. No habría ningún motivo para mantener a raya a los niños si se tratara de una persona herida.

Por otra parte, ninguno de ellos se ha contagiado. Han transcurrido cinco días, y si es un virus, el período de incubación debería ser sólo de doce a cuarenta y ocho horas. La doctora Ahrens me dijo que el momento más contagioso es antes de que aparezca ningún síntoma, así que tal vez no era contagioso cuando las niñas empezaron a venir. O tal vez es algo que ya han tenido, y son inmunes. La mujer del senescal preguntó si yo había tenido la fiebre ¿florentina? ¿flantina?, y el señor Gilchrist está convencido de que hubo una epidemia de influenza en 1320. Tal vez eso es lo que tengo.

Es por la tarde. Rosemund está sentada junto a la ventana, cosiendo una pieza de lino con lana roja oscura, y Blackie está a mi lado. He estado pensando en cuánta razón tenía usted, señor Dunworthy. Yo no estaba preparada en absoluto, y todo es completamente distinto a lo que yo me había imaginado. Pero se equivocaba al afirmar que no es como un cuento de hadas.

Donde quiera que miro veo cosas de cuento de hadas. La caperuza roja de Agnes, y la jaula de la rata, y cuencos de gachas, y las casitas de paja y estacas de los campesinos que podrían ser derribadas a soplidos por un lobo si se lo propusiera.

El campanario se parece al lugar donde estuvo prisionera Rapunzel; y Rosemund, inclinada sobre su bordado, con su cabello negro y su gorra blanca y sus mejillas arreboladas parece clavadita a Blancanieves.

(Pausa)

Creo que la fiebre me ha vuelto a subir. Huelo a humo en la habitación. Lady Imeyne está rezando, arrodillada junto a la cama con su Libro de las Horas. Rosemund me dijo que habían vuelto a llamar a la esposa del senescal. Lady Imeyne la desprecia. Debo de estar muy grave para que Imeyne tenga que mandarla llamar. Me pregunto si irán a buscar al sacerdote. Si lo hacen, debo preguntarle si sabe dónde me encontró Gawyn. Hace mucho calor aquí dentro. Esta parte no se parece en nada a un cuento de hadas. Sólo mandan llamar a un sacerdote cuando alguien se está muriendo, pero Probabilidad dice que había una posibilidad del setenta y dos por ciento de morir de neumonía en el siglo XIV. Espero que venga pronto, para decirme dónde está el lugar y cogerme de la mano.

13

Dos casos más, ambas estudiantes, llegaron mientras Mary interrogaba a Colin para saber cómo había atravesado el perímetro.

– Fue muy fácil -dijo Colin, indignado-. Intentan impedir que la gente salga, no que entre.

Estaba a punto de contar los detalles cuando llegó la administradora.

Mary había hecho que Dunworthy la acompañara al Pabellón de Admisiones para ver si podía identificarlos.

– Y tú quédate aquí -le advirtió a Colin-. Ya has causado bastantes problemas por una noche.

Dunworthy no reconoció a ninguno de los otros dos casos, pero no importaba. Estaban conscientes y lúcidas, y ya estaban dando al encargado los nombres de sus contactos cuando Mary y él llegaron. Dunworthy las observó detenidamente y sacudió la cabeza.

– Puede que estuvieran entre la multitud de High Street, no podría asegurarlo.

– No importa. Puedes irte a casa si quieres.

– Pensaba esperar a hacerme el análisis de sangre.

– Oh, pero si todavía no son… -dijo ella, mirando su digital-. Santo Dios, son más de las seis.


– Iré a ver a Badri, y luego volveré a la sala de espera.

Badri estaba dormido, según informó la enfermera.

– Yo no lo despertaría.

– No, claro que no -dijo Dunworthy, y volvió a la sala de espera.

Colin estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, rebuscando en su mochila.

– ¿Dónde está mi tía Mary? Está un poco enfadada porque he venido, ¿verdad?

– Creía que estabas a salvo en Londres -explicó Dunworthy-. Tu madre le dijo que habían detenido tu tren en Barton.

– Es verdad. Hicieron que todo el mundo se bajara y se subiera a otro tren que volvía a Londres.

– ¿Y te perdiste en el trasbordo?

– No. Oí a esa gente hablando de la cuarentena, y cómo había una horrible enfermedad y que todo el mundo se iba a morir y todo… -se interrumpió para seguir rebuscando en la mochila. Sacó y volvió a meter un montón de cosas, vids y un vidder de bolsillo, y un par de zapatillas sucias y gastadas. Desde luego, era pariente de Mary-. Y no quería quedarme con Eric y perderme lo más emocionante.

– ¿Eric?

– El compañero de mi madre -sacó un enorme chicle rojo, arrancó unos trocitos de papel, y se lo metió en la boca. Formó un bulto como de paperas en su mejilla-. Es la persona más necrótica del mundo -dijo alrededor del chicle-. Tiene un apartamento en Kent y no hay absolutamente nada que hacer.

– Así que te bajaste del tren en Barton. ¿Qué hiciste entonces? ¿Venir andando hasta Oxford?

Se sacó el chicle de la boca. Ya no era rojo. Tenía un tono azul verdoso. Colin lo miró con ojo crítico y volvió a metérselo en la boca.

– ¡Pero qué dice! Barton está muy lejos de Oxford. Cogí un taxi.

– Sí, claro -dijo Dunworthy.

– Le dije al conductor que iba a informar de la cuarentena para el periódico de mi colegio y que quería sacar vids del bloqueo. Tenía mi vidder encima, ya ve, así que pareció lo más lógico -alzó el vidder de bolsillo para ilustrarlo, y luego lo volvió a guardar en la mochila y empezó a rebuscar de nuevo.

– ¿Te creyó?

– Eso creo. Me preguntó a qué colegio iba, pero yo le respondí, muy ofendido, «Tendría que saberlo», y él dijo que St. Edward's, y yo dije, «Por supuesto». Supongo que me creyó. Me llevó al perímetro, ¿no?

Y yo preocupado por lo que haría Kivrin si no aparecía ningún viajero amistoso, pensó Dunworthy.

– ¿Qué hiciste entonces, contarle a la policía la misma historia?

Colin sacó un jersey de lana verde, formó una bola con él, y lo puso encima de la mochila abierta.

– No. Cuando lo pensé, me pareció una historia muy pobre. ¿De qué hay que tomar imágenes, después de todo? No es como un incendio, ¿no? Así que me dirigí al agente como si fuera a preguntarle algo sobre la cuarentena, y luego me escabullí y me deslicé bajo la barrera.

– ¿No te persiguieron?

– Pues claro que sí. Pero sólo unas cuantas calles. Intentan impedir que la gente salga, no que entre. Y luego caminé un rato hasta que encontré una cabina.

Al parecer había estado lloviendo sin parar, pero Colin no lo mencionó, y no había ningún paraguas plegable entre los artículos que sacó de su mochila.

– Lo difícil fue encontrar a la tía Mary -suspiró. Se tumbó y apoyó la cabeza en la mochila-. Fui a su apartamento, pero no estaba allí. Se me ocurrió que a lo mejor aún estaba en la estación de metro esperándome, pero la habían cerrado -se sentó en el suelo, manoseó el jersey de lana, y volvió a tumbarse-. Y luego recordé que es médica, y pensé que estaría en el hospital.

Volvió a sentarse, ahuecó la mochila de nuevo, se tumbó y cerró los ojos. Dunworthy se recostó en su incómoda silla, envidiando al joven. Probablemente Colin estaba ya dormido, sin asustarse en lo más mínimo por su aventura.

Había paseado por todo Oxford en plena noche, o tal vez había cogido nuevos taxis o sacado una bicicleta plegable de su mochila, completamente solo en medio de una helada lluvia de invierno, y ni siquiera estaba nervioso por la aventura.

Kivrin se encontraba bien. Si la aldea no estaba donde se suponía que debía estar, caminaría hasta encontrarla, o cogería un taxi, o se tumbaría en alguna parte con la cabeza sobre la capa doblada, y dormiría el imperturbable sueño de los jóvenes.

Llegó Mary.

– Las dos fueron a un baile en Headington anoche -dijo, y bajó la voz cuando vio a Colin.

– Badri estuvo allí también -susurró Dunworthy.

– Lo sé. Una de ellas bailó con él. Estuvieron allí desde las nueve hasta las dos, lo cual nos da entre veinticinco y treinta horas dentro de un período de incubación de cuarenta y ocho. Si Badri es quien las infectó.

– ¿No crees que fuera él?

– Creo que lo más probable es que los tres fueran contagiados por la misma persona, probablemente alguien a quien Badri vio antes, por la tarde, y las dos chicas después.

– ¿Un portador?

Ella sacudió la cabeza.

– La gente normalmente no transmite los mixovirus sin contraer también la enfermedad, pero podría tener una manifestación leve o haber estado ignorando los síntomas.

Dunworthy pensó en Badri desplomándose contra la consola y se preguntó cómo era posible ignorar los síntomas.

– Y si esa persona estuvo en Carolina del Sur hace cuatro días… -continuó Mary.

– Ahí tienes tu enlace con el virus americano.

– Y puedes dejar de preocuparte por Kivrin. No asistió al baile en Headington. Por supuesto, es más probable que la conexión esté a varios enlaces de distancia.

Frunció el ceño, y Dunworthy pensó que varios enlaces no habían acudido al hospital o llamado al médico. Varios enlaces que habían ignorado todos los síntomas.

Al parecer, Mary estaba pensando lo mismo.

– Esas campaneras tuyas… ¿cuándo llegaron a Inglaterra?

– No lo sé. Pero no llegaron a Oxford hasta esta tarde, después de que Badri estuviera en la red.

– Bueno, pregúntaselo de todas formas. Cuándo aterrizaron, dónde han estado, si alguna de ellas ha sufrido alguna enfermedad. Alguna podría tener conocidos en Oxford y haber llegado antes. ¿No tienes ningún estudiante americano en el colegio?

– No. Montoya es americana.

– No lo había pensado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Todo el trimestre. Pero podría haber estado en contacto con algún americano de visita.

– Se lo preguntaré cuando venga a hacerse el análisis de sangre -dijo ella-. Me gustaría que interrogaras a Badri sobre los americanos que conoce, o sobre estudiantes que hayan estado en Estados Unidos de intercambio.

– Está dormido.

– Y tú deberías dormir también. No me refiero a ahora mismo -le palmeó el brazo-. No hay necesidad de esperar hasta las siete. Enviaré a alguien para que te extraiga sangre y te haga un PB, así podrás irte a dormir -le cogió la muñeca y miró el monitor temp-. ¿Escalofríos?

– No.

– ¿Dolor de cabeza?

– Sí.

– Eso es porque estás agotado -le soltó la muñeca-. Enviaré a alguien ahora mismo.

Miró a Colin, tendido en el suelo.

– Habrá que hacerle análisis a Colin también, al menos hasta que estemos seguros de que se transmite por vaporización.

Colin dormía con la boca abierta, pero todavía tenía el chicle en la mejilla. Dunworthy se preguntó si podría ahogarse.

– ¿Qué hay de tu sobrino? ¿Quieres que me lo lleve a Balliol?

Ella se lo agradeció sinceramente.

– ¿De verdad? Me sabe mal que tengas que cargar con él, pero dudo que pueda llegar a casa hasta que esto quede bajo control -suspiró-. Pobrecillo. Espero no estropearle demasiado las Navidades.

– Yo no me preocuparía demasiado al respecto.

– Bueno, te lo agradezco mucho. Me encargaré de las pruebas inmediatamente.

Se marchó. Colin se sentó en el suelo al instante.

– ¿Qué tipo de pruebas? -preguntó-. ¿Significa eso que tengo el virus?

– Sinceramente, espero que no -dijo Dunworthy, pensando en la cara roja de Badri, su respiración entrecortada.

– Pero podría ser.

– Las posibilidades son muy remotas. Yo no me preocuparía.

– No estoy preocupado -Colin extendió el brazo-. Creo que tengo un sarpullido -dijo ansiosamente, señalando una peca.

– Eso no es un síntoma del virus. Recoge tus cosas. Te llevaré conmigo a casa después de las pruebas -recogió la bufanda y el abrigo de las sillas donde los había colocado.

– ¿Cuáles son los síntomas, entonces?

– Fiebre y dificultad para respirar -dijo Dunworthy. La bolsa de la compra de Mary estaba en el suelo, junto a la silla de Latimer. Decidió que lo mejor sería llevársela.

Entró la enfermera, con su bandeja de muestras.

– Me noto caliente -dijo Colin. Se agarró la garganta dramáticamente-. No puedo respirar.

La enfermera dio un sobresaltado paso hacia atrás, haciendo tintinear la bandeja.

Dunworthy agarró a Colin por el brazo.

– No se alarme -le dijo a la enfermera-. Es sólo un caso de envenenamiento por chicle.

Colin sonrió y se levantó la manga intrépidamente para someterse al análisis de sangre, luego metió el jersey en la mochila y sacó la chaqueta, todavía mojada, mientras Dunworthy pasaba su análisis.

– La doctora Ahrens ha dicho que no tienen que esperar a los resultados -anunció la enfermera, y se marchó.

Dunworthy se puso el abrigo, recogió la bolsa de Mary y guió a Colin pasillo abajo. No vio a Mary en ninguna parte, pero había dicho que no tenían que esperar, y de pronto se sintió tan cansado que apenas se mantenía en pie.

Salieron. Empezaba a amanecer y todavía llovía. Dunworthy vaciló bajo el porche del hospital, preguntándose si debería llamar a un taxi, pero no tenía ganas de que Gilchrist apareciera para hacerse los análisis mientras ellos esperaban y tener que escuchar sus planes para enviar a Kivrin a la Peste Negra y la batalla de Agincourt. Sacó el paraguas plegable de Mary de su bolsa y lo abrió.

– Gracias a Dios que todavía está aquí -exclamó Montoya, que frenaba su bicicleta, salpicando agua-. Tengo que encontrar a Basingame.

Eso nos pasa a todos, pensó Dunworthy, preguntándose dónde había estado durante todas aquellas conversaciones telefónicas.

Se bajó de la bici, la colocó en la barra, y echó el candado.

– Su secretaria dijo que nadie sabe dónde está. ¿Se imagina?

– Sí. Llevo todo el día de hoy… de ayer, intentando localizarlo. Está de vacaciones en algún lugar de Escocia, nadie sabe exactamente dónde. Según su mujer, se ha ido a pescar.

– ¿En esta época del año? ¿Quién querría ir a pescar a Escocia en diciembre? Seguro que su mujer sabe dónde está o tiene un número donde se le podrá localizar.

Dunworthy sacudió la cabeza.

– ¡Esto es ridículo! ¡Me tomé la molestia de contactar con el Consejo Nacional de Salud para que me permitieran acceder a mi excavación, y Basingame está de vacaciones! -buscó bajo su impermeable y sacó un fajo de impresos de colores-. Accedieron a darme permiso si el decano de Historia firmaba una instancia declarando que la excavación era un proyecto necesario y esencial para el bien de la Universidad. ¿Cómo pudo marcharse así sin decírselo a nadie? -golpeó los papeles contra su pierna, y algunas gotas de lluvia salieron volando por todas partes-. Tengo que conseguir que firme esto antes de que toda la excavación se pierda. ¿Dónde está Gilchrist?

– Tiene que venir dentro de poco para hacerse los análisis de sangre -dijo Dunworthy-. Si consigue encontrar a Basingame, dígale que tiene que volver inmediatamente. Dígale que tenemos una cuarentena en marcha, no sabemos dónde está una historiadora, y el técnico está demasiado enfermo para decírnoslo.

– Pescando -bufó Montoya, disgustada, dirigiéndose a Admisiones-. Si mi excavación se echa a perder, tendrá que responder de muchas cosas.

– Vamos -le dijo Dunworthy a Colin, ansioso por marcharse antes de que apareciera alguien más. Levantó el paraguas para que cubriera también a Colin, y luego desistió. Colin caminaba rápidamente por delante, consiguiendo pisar casi todos los charcos, y luego se quedó rezagado para mirar los escaparates.

No había nadie en las calles, aunque Dunworthy no sabía si se debía a la cuarentena o a que era muy temprano.

A lo mejor todos estarán dormidos, pensó, y podremos entrar e ir directamente a la cama.

– Creí que pasarían más cosas -suspiró Colin, decepcionado-. Sirenas y todo eso.

– Y carros con cadáveres por las calles, y gritos de «Traed a vuestros muertos», ¿eh? -rió Dunworthy-. Tendrías que haber ido con Kivrin. Las cuarentenas en la Edad Media eran mucho más emocionantes que ésta, con sólo cuatro casos y una vacuna que ya está en camino desde Estados Unidos.

– ¿Quién es esa Kivrin? ¿Su hija?

– Mi alumna. Acaba de ir a 1320.

– ¿Viaje en el tiempo? ¡Apocalíptico!

Doblaron la esquina hacia Broad.

– La Edad Media -dijo Colin-. Eso es Napoleón, ¿no? ¿Trafalgar y todo eso?

– Es la Guerra de los Cien Años -explicó Dunworthy, y Colin puso cara de no enterarse de nada. ¿Qué enseñan en los colegios hoy en día? -pensó-. Caballeros, damas y castillos.

– ¿Las Cruzadas?

– Las Cruzadas son un poco antes.

– Ahí es donde quiero ir. A las Cruzadas.

Llegaron a la puerta de Balliol.

– Ahora, silencio -murmuró Dunworthy-. Todo el mundo estará dormido.

No encontraron a nadie en la portería, ni en el patio principal. Había luz en el salón; las campaneras desayunando, probablemente; pero no había luces en el comedor sénior, ni en Salvin. Si pudieran subir las escaleras sin que nadie los viera y sin que Colin anunciara que tenía hambre, podrían llegar a salvo a sus habitaciones.

– Shh -dijo Dunworthy, volviéndose para advertir al niño, que se había detenido en el patio para sacarse el chicle y examinar su color, que era ahora de un púrpura negruzco-. No queremos despertar a todo el mundo -susurró, con el dedo en los labios. Se volvió, y chocó con una pareja en la puerta.

Llevaban impermeables y se abrazaban entusiásticamente. El joven pareció ajeno a la colisión, pero la muchacha se soltó, asustada. Tenía el cabello corto y rojo, y llevaba un uniforme de estudiante de enfermería bajo el impermeable.

El joven era William Gaddson.

– Su conducta es inapropiada tanto para el momento como para el lugar -dijo Dunworthy, muy formal-. Las muestras públicas de afecto están estrictamente prohibidas en el colegio. También es desaconsejable, puesto que su madre puede llegar de un momento a otro.

– ¿Mi madre? -exclamó él, tan angustiado como Dunworthy cuando la vio acercarse por el pasillo con la maleta-. ¿Aquí? ¿En Oxford? ¿Qué está haciendo aquí? Pensaba que había una cuarentena.

– La hay, pero el amor de una madre no conoce barreras. Le preocupa su salud, igual que a mí, considerando las circunstancias -frunció el ceño ante William y la muchacha, quien soltó una risita-. Sugeriría que acompañara a su pareja a casa y luego hiciera los preparativos para la llegada de su madre.

– ¿Preparativos? -dijo él, verdaderamente preocupado-. ¿Quiere decir que piensa quedarse?

– Me temo que no tiene más remedio. Hay una cuarentena en marcha.

Las luces se encendieron de pronto en las escaleras, y al instante apareció Finch.

– Gracias a Dios que está usted aquí, señor Dunworthy -suspiró.

Tenía también un fajo de impresos de colores, que agitó ante Dunworthy.

– El Ministerio de Sanidad acaba de enviar a otros treinta retenidos. Les dije que no teníamos sitio, pero no quisieron escuchar, y no sé qué hacer. No tenemos los suministros necesarios para tanta gente.

– Papel higiénico -dijo Dunworthy.

– ¡Sí! -exclamó Finch, agitando los impresos-. Y comida. Esta mañana ya acabamos con la mitad de los huevos y bacon.

– ¿Huevos y bacon? -se interesó Colin-. ¿Queda algo?

Finch miró interrogante a Colin y luego a Dunworthy.

– Es el sobrino de la doctora Ahrens -explicó Dunworthy, y antes de que Finch pudiera empezar de nuevo, añadió-: Se quedará en mis habitaciones.

– Bien, porque le aseguro que no puedo encontrar espacio para otra persona.

– Los dos hemos estado despiertos toda la noche, señor Finch, así que…

– Aquí hay una lista de los suministros de esta mañana -le tendió a Dunworthy un papel azulado-. Como puede ver…

– Señor Finch, aprecio su preocupación por los suministros, pero seguro que este asunto puede esperar a que…

– Esto es una lista de sus llamadas telefónicas, junto con las que tiene que contestar, marcadas con asteriscos. Esto es una lista de sus citas. El vicario desea que esté en St. Mary's mañana a las seis y cuarto para ensayar la ceremonia de Nochebuena.

– Responderé a todas esas llamadas, pero después de…

– La doctora Ahrens telefoneó dos veces. Quería saber si había averiguado algo acerca de las campaneras.

Dunworthy se rindió.

– Asigne los nuevos retenidos a Warren y Basevi, tres por habitación. Hay colchones extra en el sótano del salón.

Finch abrió la boca para protestar.

– Tendrán que soportar el olor a pintura.

Tendió a Colin la bolsa de la compra de Mary y el paraguas.

– Ese edificio de las luces encendidas es el salón -dijo, señalando la puerta-. Diles a los encargados que quieres desayunar y que uno te acompañe luego a mis habitaciones.

Se volvió hacia William, que hacía algo con las manos bajo el impermeable de la estudiante de enfermería.

– Señor Gaddson, encuentre un taxi para su acompañante; luego localice a los estudiantes que hayan estado aquí durante las vacaciones y pregúnteles si han viajado a América durante la semana pasada o han tenido contactos con alguien que haya estado allí. Haga una lista. Usted no ha ido recientemente a Estados Unidos, ¿verdad?

– No, señor -contestó William, retirando las manos de la enfermera-. He estado aquí todas las vacaciones, estudiando a Petrarca.

– Ah, sí, Petrarca. Pregúntele a los estudiantes qué saben acerca de las actividades de Badri Chaudhuri desde el lunes e interrogue al personal. Necesito averiguar dónde estuvo y con quién. Quiero el mismo tipo de informe sobre Kivrin Engle. Haga el trabajo a fondo, absténgase de nuevas muestras públicas de afecto, y yo me encargaré de que su madre reciba una habitación lo más lejos posible de usted.

– Gracias, señor -suspiró William-. Eso significaría mucho para mí, señor.

– Ahora, señor Finch, ¿quiere decirme dónde puedo encontrar a la señora Taylor?

Finch le tendió más impresos, donde aparecían las asignaciones de habitaciones, pero la señora Taylor no estaba allí, sino en la sala común júnior con sus campaneras y los retenidos que aún no tenían sitio donde alojarse.

Una de ellas, una mujer enorme con abrigo de pieles, le cogió del brazo en cuanto entró.

– ¿Usted es quien manda en este sitio? -barbotó.

Está claro que no, pensó Dunworthy.

– Sí -respondió.

– Bien, ¿qué piensa hacer para buscarnos un sitio donde dormir? Llevamos despiertos toda la noche.

– Yo también, señora -repitió Dunworthy, temeroso de que fuera la señora Taylor. Parecía más delgada y menos peligrosa por teléfono, pero los visuales podían ser decepcionantes y el acento y la actitud eran inconfundibles-. No será usted la señora Taylor, ¿verdad?

– Yo soy la señora Taylor -intervino una mujer sentada en una de las sillas. Se levantó. Parecía aún más delgada que por teléfono, y aparentemente menos furiosa-. Hablé con usted por teléfono antes -dijo, y por el tono en que se expresó podrían haber mantenido una agradable charla sobre las complicaciones de hacer redobles-. Ésta es la señora Piantini, nuestra tenor -dijo, indicando a la mujer del abrigo de pieles.

La señora Piantini parecía capaz de arrancar al Gran Tom de sus cimientos. Saltaba a la vista que no había sufrido ningún virus últimamente.

– ¿Podría hablar con usted en privado un momento, señora Taylor? -la condujo al pasillo-. ¿Pudieron cancelar su concierto en Ely?

– Sí. Y en Norwich. Se mostraron muy comprensivos -se inclinó hacia delante, ansiosa-. ¿Es verdad que es cólera?

– ¿Cólera? -se extrañó Dunworthy, aturdido.

– Una de las mujeres que estuvo en la estación dijo que era cólera, que alguien lo había traído de la India y que la gente estaba muriendo como moscas.

Por lo visto no había sido una buena noche de sueño lo que había operado el cambio en sus modales, sino el miedo. Si le decía que sólo había cuatro casos, era muy probable que exigiera que las llevaran a Ely.

– La enfermedad parece un mixovirus -dijo, con cuidado-. ¿Cuándo vino su grupo a Inglaterra?

Los ojos de ella se ensancharon.

– ¿Cree que somos quienes lo trajimos? No hemos estado en la India.

– Hay una posibilidad de que sea el mismo mixovirus que apareció en Carolina del Sur. ¿Alguna de sus miembros es de allí?

– No. Todas somos de Colorado, excepto la señora Piantini, que procede de Wyoming. Y ninguna de nosotras ha estado enferma.

– ¿Cuánto tiempo llevan en Inglaterra?

– Tres semanas. Hemos estado visitando todas las capillas del Traditional Council y hemos dado conciertos. Tocamos un Boston Treble Bob en St. Katherine's y Post Office Caters con tres de los campaneros de la capilla de St. Edmund's, pero por supuesto, nada de eso fue nuevo. Un Chicago Surprise Minor

– ¿Y llegaron ustedes a Oxford ayer por la mañana?

– Sí.

– ¿Ninguna de ustedes llegó antes, para ver las vistas o visitar a algún amigo?

– No -aseguró ella; parecía sorprendida-. Estamos de gira, señor Dunworthy, no de vacaciones.

– ¿Y dice que ninguna ha estado enferma?

Ella sacudió la cabeza.

– No podemos permitirnos el lujo de estar enfermas. Sólo somos seis.

– Gracias por su ayuda -se despidió Dunworthy, y la envió de vuelta a la sala.

Llamó a Mary, pero no pudo localizarla; dejó un mensaje y empezó con los asteriscos de Finch. Llamó a Andrews, al Jesús College, a la secretaria de Basingame, y a St. Mary's sin conseguir comunicación. Colgó, esperó cinco minutos, y lo intentó de nuevo. Durante uno de los intervalos, llamó Mary.

– ¿Por qué no estás acostado ya? -preguntó-. Pareces agotado.

– He estado interrogando a las campaneras. Llevan tres semanas en Inglaterra. Ninguna de ellas llegó a Oxford antes de ayer por la tarde y ninguna de ellas ha estado enferma. ¿Quieres que vuelva e interrogue a Badri?

– Me temo que no serviría de nada. No es coherente.

– Estoy intentando ponerme en contacto con el Jesús College para ver si saben de sus idas y venidas.

– Bien. Pregúntale también a su casera. Y duerme un poco. No quiero que caigas enfermo -hizo una pausa-. Tenemos seis casos más.

– ¿Alguien de Carolina del Sur?

– No, y nadie que no pudiera haber tenido contacto con Badri. Así que sigue siendo el caso índice. ¿Está bien Colin?

– Ha ido a desayunar. Se encuentra bien. No te preocupes por él.

Dunworthy no se acostó hasta la una y media de la tarde. Tardó dos horas en contactar con todos los teléfonos marcados en la lista de Finch, y otra hora en descubrir dónde vivía Badri. Su casera había salido, y cuando Dunworthy regresó, Finch insistió en hacer un inventario completo de los suministros.

Dunworthy finalmente se libró de él prometiendo telefonear al Ministerio de Sanidad para pedir papel higiénico adicional. Se dirigió a sus habitaciones.

Colin se había acurrucado ante la ventana, con la cabeza apoyada en la mochila y una colcha encima. No le llegaba hasta los pies. Dunworthy sacó una manta de los pies de la cama y lo cubrió, y se sentó en el Chesterfield de enfrente para quitarse los zapatos.

Casi estaba demasiado cansado para descalzarse, aunque sabía que lo lamentaría si se acostaba vestido. Eso era terreno de los jóvenes y los no artríticos. Colin se despertaría tan fresco a pesar de haberse clavado botones y mangas arrugadas. Kivrin podría envolverse en su fina capa y apoyar la cabeza en el tocón de un árbol sin nada que temer, pero si él dormía sin almohada o se dejaba la camisa puesta, despertaría entumecido y con calambres. Y si se quedaba allí sentado con los zapatos en la mano, no se acostaría nunca.

Se levantó del sillón, todavía con los zapatos en la mano, apagó la luz, y se dirigió al dormitorio. Se puso el pijama y abrió la cama. Le pareció imposiblemente seductora.

Me dormiré antes de que mi cabeza toque la almohada, pensó, mientras se quitaba las gafas. Se acostó y se arropó. Antes de apagar la luz siquiera, pensó, y apagó la luz.

Apenas llegaba luz de la ventana, sólo un gris sombrío que asomaba entre las enredaderas. La débil lluvia golpeaba levemente las hojas correosas. Tendría que haber echado las cortinas, pensó, pero estaba demasiado cansado para volver a levantarse.

Al menos Kivrin no tendría que enfrentarse a la lluvia. Era la Pequeña Era del Hielo. En todo caso, estaría nevando. Los contemporáneos dormían todos juntos y acurrucados al lado del hogar, hasta que a alguien se le ocurrió por fin inventar la chimenea, que no existió en las aldeas de Oxfordshire hasta mitad del siglo XV. Pero a Kivrin no le importaría. Se acurrucaría como Colin y dormiría el sueño fácil y despreocupado de los jóvenes.

Se preguntó si habría dejado de llover. No oía el golpeteo de la lluvia en el cristal. Tal vez había escampado o se preparaba para volver a llover. Estaba muy oscuro, y era demasiado temprano. Sacó la mano de debajo de las mantas y miró los números iluminados del digital. Sólo las dos. Serían las seis de la tarde donde estaba Kivrin. Tenía que volver a telefonear a Andrews de nuevo cuando se despertara y le haría leer el ajuste para que supieran exactamente dónde y cuándo estaba ella.

Badri le había dicho a Gilchrist que había un deslizamiento mínimo, que comprobó dos veces las coordenadas del estudiante de primero y que eran correctas, pero quería asegurarse. Gilchrist no había tomado ninguna precaución, e incluso con todas las reservas las cosas podían salir mal. El día de hoy lo había demostrado.

Badri había recibido la dosis completa de antivirales. La madre de Colin le había enviado a salvo en el metro y le había dado dinero extra. La primera vez que Dunworthy fue a Londres estuvo a punto de no regresar, y habían tomado todo tipo de precauciones.

Fue una simple ida y vuelta para probar la red en el sitio. Sólo treinta años. Dunworthy tenía que atravesar Trafalgar Square, coger el metro desde Charing Cross hasta Paddington y luego el tren de las 10.48 a Oxford, donde se abriría la red principal. Habían concedido tiempo de sobra, comprobado y vuelto a comprobar la red, investigado los horarios del metro y el ABC, comprobado las fechas y el dinero. Y cuando Dunworthy llegó a Charing Cross, la estación de metro estaba cerrada. Las luces de las taquillas estaban apagadas, y una verja de hierro cruzaba la entrada, delante de los torniquetes de madera.

Se subió las mantas hasta los hombros. Un montón de cosas podían haber ido mal con el lanzamiento, cosas que nadie habría imaginado. Probablemente a la madre de Colin nunca se le había ocurrido que su tren se detendría en Barton. A ninguno de ellos se le había ocurrido que Badri pudiera desplomarse de pronto sobre la consola.

Mary tiene razón, pensó, eres un grave caso de señora Gaddsonitis. Kivrin superó todo tipo de obstáculos para llegar a la Edad Media. Aunque algo vaya mal, se las arreglará. Colin no dejó que una bobada como la cuarentena le cerrara el paso. Y el propio Dunworthy había regresado a salvo de Londres.

Golpeó la verja cerrada y luego subió corriendo las escaleras para leer los carteles, pensando que tal vez había entrado por un sitio equivocado. No era eso. Buscó un reloj. Tal vez se había producido un deslizamiento mayor del que indicaban las pruebas, y el metro estaba cerrado durante la noche. Pero el reloj de la entrada anunciaba las nueve y cuarto.

– Un accidente -explicó un hombre desagradable con una gorra sucia-. Han cerrado hasta que puedan despejarlo todo.

– P-pero tengo que coger la línea de Bakerloo -tartamudeó Dunworthy, pero el hombre se marchó.

Se quedó allí mirando la estación oscura, incapaz de pensar qué debía hacer. No llevaba dinero suficiente para tomar un taxi, y Paddington estaba en la otra punta de Londres. No conseguiría llegar a las 10.48.

– ¿Qué passa, tronco? -dijo un joven con una chaqueta de cuero negro y el pelo verde como un grillo. Dunworthy apenas pudo comprenderlo. Un punk, pensó. El joven se acercó, amenazador.

– Paddington -dijo, poco más que un gemido.

El punk buscó en el bolsillo de su chaqueta lo que Dunworthy estaba seguro sería una navaja, pero sacó un plano del metro plastificado y empezó a leer.

– Puedes coger las líneas District o Circle en la estación de Embankment. Baja por Craven Street y gira a la izquierda.

Echó a correr, seguro de que la banda del punk le asaltaría y le robaría el dinero históricamente exacto en cualquier momento, y cuando llegó a Embankment no tenía ni idea de cómo funcionaba la máquina expendedora de billetes.

Una mujer con dos bebés le ayudó, le pulsó su destino y cantidad y le mostró cómo insertar el billete en la ranura. Llegó a Paddington justo a tiempo.

– ¿No hay gente agradable en la Edad Media? -le había preguntado Kivrin, y por supuesto que la había. Jóvenes con navajas y mapas de metro habían existido en todas las épocas. Y las madres con bebés y señoras Gaddson y Latimer. Y también Gilchrist.

Se dio la vuelta.

– Estará perfectamente bien -dijo en voz alta, pero suavemente, para no despertar a Colin-. La Edad Media no es nada para mi mejor alumna.

Se subió la manta por encima de los hombros y cerró los ojos, pensando en el joven con el pelo verde que consultaba el mapa. Pero la imagen que flotó ante él era la verja de hierro, extendida ante él y los torniquetes, y la estación oscura al otro lado de las barras.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(015104-016615)

19 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). Me encuentro mejor. Puedo hacer tres o cuatro inspiraciones seguidas sin toser, y esta mañana tenía hambre, aunque no me apetecían las gachas grasientas que me trajo Maisry.

No sé qué daría por un plato de huevos con bacon.

Y un baño. Estoy hecha una guarrería. No me han lavado nada desde que llegué aquí, a excepción de la frente, y los dos últimos días lady Imeyne me ha puesto en el pecho emplastos hechos con tiras de lino cubiertas de una pasta que huele fatal. Con eso, los sudores intermitentes que sigo teniendo, y la cama (que no han cambiado desde el siglo pasado), apesto a rayos, y el cabello, aunque corto, me pica. Soy la persona más limpia que hay aquí.

La doctora Ahrens tenía razón al querer cauterizar mi nariz. Todo el mundo huele fatal, incluso las niñas pequeñas, a pesar de que es pleno invierno y hace un frío terrible. No puedo imaginar cómo será en agosto. Todos tienen pulgas. Lady Imeyne se para en mitad de los rezos para rascarse, y cuando Agnes se bajó las calzas para enseñarme la rodilla, tenía marcas rojas por toda la pierna.

Eliwys, Imeyne y Rosemund tienen la cara relativamente limpia, pero no se lavan las manos, ni siquiera después de vaciar el orinal, y la idea de lavar los platos o cambiar las sábanas no se ha inventado todavía. Bien mirado, todos deberían de haber muerto de infección hace mucho tiempo, pero excepto por el escorbuto y un montón de dientes cariados, todo el mundo parece gozar de buena salud. Incluso la rodilla de Agnes sana bien. Viene a mostrarme la costra cada día. Y su cinturón de plata, y su caballero de madera, y el pobre y mimado Blackie.

Es un auténtico tesoro como fuente de información, que me ofrece sin que yo tenga que preguntar siquiera. Rosemund está en su «decimotercer año», lo cual significa que ha cumplido doce, y la estancia donde me atienden es su habitación de soltera. Es difícil imaginar que pronto estará en edad casadera, y por eso tiene una «habitación de doncella», pero en el siglo XIV las muchachas se casaban con catorce o quince años. Eliwys no podía ser mucho mayor cuando se casó. Agnes también me ha dicho que tiene tres hermanos mayores, que se han quedado en Bath con su padre.

La campana del suroeste es Swindone. Agnes distingue las campanas por el sonido. La más lejana que siempre suena primero es la campana de Osney, la antepasada del Gran Tom. Las campanas dobles están en Courcy, donde vive sir Bloet, y las dos más cercanas son Witenie y Esthcote. Eso significa que estoy cerca de Skendgate, que bien podría ser este sitio. Tiene los fresnos, es aproximadamente del mismo tamaño, y la iglesia está en el lugar adecuado. La señora Montoya tal vez no haya encontrado el campanario todavía. Por desgracia, el nombre de la aldea es la única cosa que Agnes ignora.

Sí sabía dónde estaba Gawyn. Me dijo que estaba persiguiendo a mis atacantes. «Y cuando los encuentre, los matará con su espada. Así», dijo, haciendo la demostración con Blackie. No estoy segura de que las cosas que me dice sean siempre dignas de crédito. Me dijo que el rey Eduardo está en Francia, y que el padre Roche había visto al Diablo, todo vestido de negro y cabalgando un corcel negro.

Esto último es posible (que el padre Roche se lo dijera, no que viera al Diablo). La línea entre el mundo espiritual y el físico no se dibujó claramente hasta el Renacimiento, y los contemporáneos tenían constantemente visiones de ángeles, el Juicio Final y la Virgen María.

Lady Imeyne se queja constantemente de lo ignorante, inculto e incompetente que es el padre Roche. Aún intenta convencer a Eliwys para que envíe a Gawyn a Osney y traiga a un monje. Cuando le pregunté si quería enviármelo para que pudiera rezar conmigo (decidí que esa petición no podría ser considerada «osada») me dio un recital de media hora sobre cómo había olvidado parte del Venite, soplaba las velas en vez de apagarlas con los dedos de forma que «malgasta mucha cera» y llenaba las cabezas de los criados con charla supersticiosa (sin duda lo del Diablo y su caballo).

Los curas rurales del siglo XIV eran simples campesinos que se aprendían la misa de memoria y sabían un poco de latín. Todo el mundo me huele igual, pero la nobleza veía a sus siervos como una especie completamente diferente, y estoy seguro de que Imeyne se siente ofendida en su alma aristocrática al tener que confesarse a este «villano».

Sin duda es tan supersticioso e inculto como ella dice. Pero no es incompetente. Me sostuvo la mano cuando me estaba muriendo. Me dijo que no tuviera miedo. Y no lo tuve.

(Pausa)

Me estoy recuperando a pasos agigantados. Esta tarde me senté durante media hora, y por la noche bajé para cenar. Lady Eliwys me trajo una saya marrón de guata y un sobretodo color mostaza, y una especie de pañuelo para cubrir mi cabello rapado (no una toca y una cofia, así que Eliwys debe de seguir pensando que soy una doncella, a pesar de toda la charla de Imeyne sobre «daltrisses»).

No sé si mis ropas eran inadecuadas o simplemente demasiado bonitas para llevarlas todos los días, Eliwys no dijo nada. Imeyne y ella me ayudaron a vestirme. Quise preguntar si podría lavarme antes de ponerme la ropa nueva, pero me temo que una cosa así haría que Imeyne sospechara aún más.

Me vio ajustar las cintas y atarme los zapatos, y no dejó de observarme durante toda la cena. Me senté entre las niñas y compartí una fuente de comida con ellas.

El senescal estaba relegado al extremo de la mesa, y no se veía a Maisry por ninguna parte. Según el señor Latimer, los párrocos comían en la mesa del señor, pero a lady Imeyne probablemente tampoco le gustan los modales a la mesa del padre Roche.

Comimos carne, creo que venado, y pan. El venado sabía a canela, sal y falta de refrigeración, y el pan estaba duro como una piedra, pero era mejor que las gachas, y no creo haber cometido ningún error. Sin embargo, estoy segura de que debo de cometerlos constantemente, y por eso lady Imeyne desconfía tanto de mí. Mi ropa, mis manos, probablemente mi forma de hablar, son un poco (o bastante) diferentes, y todo se combina para hacerme parecer extraña, peculiar… sospechosa.

Lady Eliwys está demasiado preocupada con el juicio de su marido para darse cuenta de mis errores, y las niñas son demasiado jóvenes. Pero lady Imeyne se fija en todo y probablemente está confeccionando una lista como la que tiene del padre Roche. Gracias a Dios que no les dije que era Isabel de Beauvrier. Habría cabalgado hasta Yorkshire, a pesar del mal tiempo, para descubrirme.

Gawyn vino después de la cena. Maisry, que al final apareció con una oreja al rojo vivo y un cuenco de cerveza, acercó los bancos al hogar y puso varios leños de pino en el fuego, y las mujeres se pusieron a coser a la luz amarillenta.

Gawyn se detuvo ante la puerta; era evidente que acababa de llegar después de una dura cabalgada, y durante un ratito nadie se fijó en él. Rosemund estaba enfrascada en su bordado. Agnes tiraba de su carrito con el caballero de madera dentro, y Eliwys hablaba con Imeyne acerca del campesino, que por lo visto no se encuentra muy bien. El humo del fuego hacía que me doliera el pecho, y aparté la cabeza, intentando no toser; entonces lo vi allí de pie, mirando a Eliwys.

Un momento después Agnes atropello con su coche el pie de Imeyne, y la abuela le dijo que era hija del propio Diablo, y Gawyn entró en el salón. Bajé los ojos y recé para que me dirigiera la palabra.

Lo hizo, hincando una rodilla delante del banco donde yo me sentaba.

– Buena señora -dijo-, me alegra ver que habéis mejorado.

Yo no tenía ni idea de lo que era apropiado decir, si es que había algo que decir. Bajé aún más la cabeza.

Él permaneció de rodillas, como un servidor.

– Me han dicho que no recordáis nada de vuestros atacantes, lady Katherine. ¿Es cierto?

– Sí -murmuré.

– ¿Ni de vuestros sirvientes, de adónde podrían haber huido?

Sacudí la cabeza, los ojos todavía bajos.

Él se volvió hacia Eliwys.

– Tengo noticias de los renegados, lady Eliwys. He encontrado su pista. Había muchos, y tenían caballos.

Temí que anunciara que había capturado a algún pobre campesino que recogía leña y lo había ahorcado.

– Os pido permiso para perseguirlos y vengar a la dama -prosiguió Gawyn, mirando a Eliwys.

Eliwys parecía incómoda, alerta, como había estado antes.

– Mi esposo nos ordenó que permaneciéramos aquí hasta que él regresara, y que vos os quedarais con nosotras para protegernos. No.

– No habéis cenado -señaló lady Imeyne, con un tono que zanjaba el asunto.

Gawyn se levantó.

– Os agradezco la amabilidad, señor -dije rápidamente-. Sé que fuisteis vos quien me encontró en el bosque -inspiré, y tosí-. Os lo suplico, ¿podéis decirme el lugar donde me hallasteis, dónde está?

Intenté decir muchas cosas y demasiado rápido. Empecé a toser, jadeé para tomar aliento, y me doblé de dolor.

Para cuando pude controlar la tos, Imeyne había colocado carne y queso en la mesa para Gawyn, y Eliwys había vuelto a coser, así que sigo sin saber nada.

No, eso no es cierto. Sé por qué Eliwys parecía tan alerta cuando él entró y por qué Gawyn inventó una historia acerca de una banda de renegados. Y también sé qué significaba toda aquella conversación acerca de «daltrisses».

Lo vi de pie en la puerta, contemplando a Eliwys, y no necesité un intérprete para descifrar la expresión de su rostro. Salta a la vista: está enamorado de la esposa de su señor.

14

Dunworthy durmió hasta el día siguiente.

– Su secretario quería despertarlo, pero no le dejé -dijo Colin-. Me pidió que le diera esto -le tendió un arrugado montón de papeles.

– ¿Qué hora es? -preguntó Dunworthy, sentándose en la cama con dificultad.

– Las ocho y media. Todas las campaneras y los retenidos están en el salón, desayunando. Gachas de avena -hizo un sonido de asco-. Fue absolutamente necrótico. Su secretario dice que debemos racionar los huevos con bacon por la cuarentena.

– ¿Las ocho y media de la mañana? -preguntó Dunworthy, parpadeando ciegamente ante la ventana. Estaba tan oscuro como cuando se quedó dormido-. Santo Dios, se suponía que debía haber regresado al hospital para interrogar a Badri.

– Lo sé -asintió Colin-. Tía Mary dijo que le dejara dormir, que no podría interrogarlo de todas formas porque le están haciendo pruebas.

– ¿Llamó por teléfono? -preguntó Dunworthy, buscando a tientas sus gafas en la mesilla de noche.

– Yo fui esta mañana para que me hicieran un análisis de sangre. Tía Mary me pidió que le dijera que sólo tenemos que ir una vez al día para los análisis.

Dunworthy se caló las gafas y miró a Colin.

– ¿Te dijo si han identificado el virus?

– Ah-ah -respondió Colin, alrededor de un trozo de chicle. Dunworthy se preguntó si lo había tenido en la boca toda la noche, y en ese caso por qué no había disminuido de tamaño-. Le envió las gráficas de contacto -le tendió los papeles-. La señora que vimos en el hospital también llamó. La de la bici.

– ¿Montoya?

– Sí. Preguntó si sabía usted cómo ponerse en contacto con la esposa del señor Basingame. Le dije que la llamaría usted. ¿Cuándo llega el correo?

– ¿El correo? -dijo Dunworthy, rebuscando entre los impresos.

– Mi madre no me compró los regalos a tiempo para que me los trajera en el metro. Prometió que me los enviaría por correo. La cuarentena no lo retrasará, ¿verdad?

Algunos de los papeles que le había tendido Colin estaban pegados, sin duda por los periódicos exámenes que el joven hacía de su chicle, y la mayoría de ellos no parecían gráficas de contacto, sino informes de Finch: uno de los conductos de calefacción de Salvin estaba estropeado.

El Ministerio de Sanidad ordenaba a todos los habitantes de Oxford y alrededores que evitaran el contacto con las personas infectadas. La señora Basingame estaba en Torquay durante la Navidad. Se estaban quedando sin papel higiénico.

– No lo cree, ¿verdad? ¿Piensa que lo retrasará? -preguntó Colin.

– ¿Retrasar qué?

– ¡El correo! -repitió Colin, disgustado-. La cuarentena no lo retrasará, ¿eh? ¿A qué hora se supone que debe llegar?

– A las diez -Dunworthy agrupó todos los informes en un montón y abrió un gran sobre marrón-. Normalmente llega un poco más tarde en Navidad, por todos los paquetes y tarjetas.

Las hojas grapadas del sobre tampoco eran las gráficas de contactos, sino el informe de William Gaddson sobre los paraderos de Badri y Kivrin, claramente mecanografiados y organizados según la mañana, tarde y noche de cada día. Parecía mucho más ordenado que ningún trabajo que hubiera entregado en su vida. Era sorprendente lo que la influencia de una madre podía conseguir.

– No veo por qué -prosiguió Colin-. Quiero decir que no es como si fueran personas, ¿eh? Así que no puede ser contagioso. ¿Adonde lo traen, al salón?

– ¿Qué?

– El correo.

– A la casa del portero -respondió Dunworthy, al tiempo que leía el informe sobre Badri.

Había vuelto a la red el martes por la tarde, después de estar en Balliol. Finch habló con él a las dos, cuando le preguntó dónde estaba el propio Dunworthy, y otra vez un poco después de las tres, cuando le dio la nota. Entre las dos y las tres, John Yi, un estudiante de tercer curso, le vio cruzar el patio hacia el laboratorio, al parecer buscando a alguien.

A las tres, el portero de Brasenose dejó entrar a Badri. Trabajó en la red hasta las siete y media, luego volvió a su apartamento y se vistió para el baile.

Dunworthy telefoneó a Latimer.

– ¿Cuándo estuvo usted en la red el martes por la tarde?

Latimer parpadeó asombrado desde la pantalla.

– El martes… -dijo, mirando alrededor como si hubiera pasado algo por alto-. ¿Eso fue ayer?

– El día antes del lanzamiento. Fue usted al Bodleian por la tarde.

Él asintió.

– Ella quería saber cómo se dice: «Socorredme, pues unos ladrones me han asaltado.»

Dunworthy supuso que se refería a Kivrin.

– ¿Se reunió Kivrin con usted en el Bodleian o en Brasenose?

Él se llevó las manos a la barbilla, reflexionando.

– Estuvimos trabajando hasta tarde, decidiendo la forma de los pronombres. En el siglo XIV la decadencia de las inflexiones pronominales estaba avanzada, pero no era completa.

– ¿Fue Kivrin a la red para reunirse con usted?

– ¿La red? -preguntó Latimer, dubitativo.

– Al laboratorio de Brasenose -estalló Dunworthy.

– ¿Brasenose? El servicio de Nochebuena no es en Brasenose, ¿verdad?

– ¿El servicio de Nochebuena?

– El vicario me dijo que deseaba que yo leyera la bendición. ¿Se celebra en Brasenose?

– No. Se reunió usted con Kivrin el martes por la tarde para trabajar en su pronunciación. ¿Dónde se reunió con ella?

– La palabra «ladrones» fue muy difícil de traducir…

Era inútil.

– El servicio de Navidad es en St. Mary the Virgin's a las siete -espetó Dunworthy, y colgó.

Telefoneó al portero de Brasenose, que todavía estaba decorando su árbol, y le pidió que buscara a Kivrin en el libro de entradas. No había estado allí el martes por la tarde.

Introdujo la gráfica de contactos en la consola y las adiciones del informe de William. Kivrin no había visto a Badri el martes. Por la mañana estuvo en el hospital y luego con Dunworthy. Por la tarde, estuvo con Latimer y Badri se marcharía al baile en Headington antes de que salieran del Bodleian.

A partir de las tres del lunes estuvo en la enfermería, pero seguía habiendo un agujero entre las doce y las dos y media del lunes en que podría haber visto a Badri.

Escrutó las hojas de contacto que habían vuelto a rellenar. La de Montoya sólo tenía unas cuantas líneas. Había marcado sus contactos del miércoles por la mañana, pero ninguno para el lunes y el martes, y no había introducido ninguna información acerca de Badri. Dunworthy se preguntó por qué, y recordó que había llegado después de que Mary diera las instrucciones para rellenar los impresos.

Tal vez Montoya había visto a Badri antes del miércoles por la mañana, o sabía dónde había pasado el lapso entre el mediodía y las dos de la tarde del lunes.

– Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dio su número de teléfono? -le preguntó a Colin. No hubo respuesta. Alzó la cabeza-. ¿Colin?

No estaba en la habitación, ni en la salita, aunque su mochila sí estaba, con el contenido esparcido por la alfombra.

Dunworthy buscó el número de Montoya en Brasenose y llamó, sin esperar ninguna respuesta. Si ella aún estaba buscando a Basingame, eso significaba que no había recibido permiso para ir a la excavación y sin duda se encontraba en el Ministerio o el Fondo Nacional, insistiéndoles para que lo declararan «de valor irreemplazable».

Se vistió y se dirigió al salón, buscando a Colin. Seguía lloviendo, el cielo era del mismo gris oscuro que las piedras del pavimento y la corteza de los fresnos. Esperaba que las campaneras y los demás retenidos hubieran desayunado temprano y hubieran regresado a sus habitaciones, pero era una falsa esperanza. Oyó el agudo parloteo de las voces femeninas antes de cruzar medio patio.

– Gracias a Dios que está usted aquí, señor -suspiró Finch, quien se reunió con él en la puerta-. Acaban de llamar del Ministerio. Quieren que aceptemos otros veinte retenidos más.

– Dígales que no podemos -Dunworthy estudió la multitud-. Tenemos órdenes de evitar contacto con personas infectadas. ¿Ha visto al sobrino de la doctora Ahrens?

– Estaba aquí -respondió Finch, mirando por encima de las cabezas de las mujeres, pero Dunworthy ya le había localizado. Se encontraba de pie al fondo de la mesa donde estaban sentadas las campaneras, untando de mantequilla varias tostadas.

Dunworthy se dirigió a él.

– Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dijo dónde podría localizarla?

– ¿La de la bicicleta? -preguntó Colin, mientras esparcía mermelada sobre las tostadas.

– Sí.

– No.

– ¿Quiere desayunar, señor? -dijo Finch-. Me temo que no quedan huevos ni bacon, y nos estamos quedando sin mermelada -miró a Colin-, pero hay gachas de avena y…

– Sólo té -replicó Dunworthy-. ¿No mencionó desde dónde telefoneaba?

– Siéntese -invitó la señora Taylor-. Quería hablar con usted sobre nuestra Chicago Surprise.

– ¿Qué dijo Montoya exactamente? -preguntó Dunworthy a Colin.

– Que a nadie le importaba que su excavación se estropeara y se perdiera un vínculo de valor incalculable con el pasado, y qué tipo de persona se iba a pescar en pleno invierno -respondió Colin, rebañando mermelada de los lados del cuenco.

– Nos estamos quedando sin té -se lamentó Finch, al tiempo que servía a Dunworthy una taza muy clara.

Dunworthy se sentó.

– ¿Quieres un poco de cacao, Colin? ¿O un vaso de leche?

– No necesito nada, gracias -contestó Colin, pegando las tostadas por la parte de la mermelada-. Voy a llevarme esto a la puerta mientras espero el correo.

– Telefoneó el vicario -dijo Finch-. Me pidió que le recordara que no tiene que ir a repasar la ceremonia hasta las seis y media.

– ¿Van a mantener el servicio de Nochebuena? -dijo Dunworthy-. No creo que venga nadie, dadas las circunstancias.

– Dijo que el Comité Intereclesiástico votó por mantenerlo de todas formas -dijo Finch, sirviendo un cuarto de cucharada de leche en el pálido té y tendiéndoselo-. Consideran que si se celebra la ceremonia como de costumbre, servirá para elevar la moral.

– Vamos a tocar varias piezas con las campanas -dijo la señora Taylor-. No es un buen sustituto para un repique, claro, pero algo es algo. El sacerdote de Santa Re-Formada va a leer la Misa en Tiempos de Peste.

– Ah -dijo Dunworthy-. Eso ayudará a elevar la moral.

– ¿Tengo que ir?-preguntó Colin.

– No tienes nada que hacer fuera con este tiempo -dijo la señora Gaddson, que apareció como una arpía con un gran cuenco de gachas grises. Lo colocó delante de Colin-. Y no tienes nada que hacer quedando expuesto a los gérmenes en una iglesia llena de corrientes de aire -le puso una silla detrás-. Siéntate y cómete las gachas.

Colin miró a Dunworthy, implorante.

– Colin, me he dejado el número de la señora Montoya en la habitación -dijo Dunworthy-. ¿Podrías ir a buscarlo?

– ¡Sí! -exclamó Colin, y se levantó de la silla como una bala.

– Cuando ese niño venga con la gripe hindú -refunfuñó la señora Gaddson-, espero que recuerde usted que fue quien le animó con sus pobres hábitos alimenticios. Está claro cuál es la causa de esta epidemia: una nutrición deficiente y una completa falta de disciplina. Es una desgracia la forma en que está dirigido este colegio. Pedí que me pusieran con mi hijo William y en cambio me han asignado una habitación en otro edificio completamente distinto y…

– Me temo que tendrá que hablarlo con Finch -dijo Dunworthy. Se levantó y envolvió las tostadas con mermelada de Colin en una servilleta-. Me esperan en el hospital -anunció, y escapó antes de que la señora Gaddson empezara otra vez.

Volvió a sus habitaciones y llamó a Andrews. La línea estaba ocupada. Llamó a la excavación, por si Montoya había recibido el permiso para abandonar la cuarentena, pero no hubo respuesta. Llamó de nuevo a Andrews. Sorprendentemente, la línea estaba libre. Sonó tres veces antes de que atendiera el contestador automático.

– Soy el señor Dunworthy -dijo. Vaciló y luego dio el número de sus habitaciones-. Necesito hablar con usted urgentemente. Es importante.

Colgó, se metió el disco en el bolsillo, recogió el paraguas y la tostada de Colin, y atravesó el patio.

Colin estaba acurrucado al abrigo de la puerta, mirando ansiosamente calle abajo, hacia Carfax.

– Voy al hospital a ver a mi técnico y tu tía -le dijo Dunworthy, al tiempo que le tendía la tostada envuelta-. ¿Quieres acompañarme?

– No, gracias. No quiero perderme el correo.

– Bueno, y por el amor de Dios, ve y coge tu chaqueta no sea que venga la señora Gaddson y empiece a regañarte.

– Ya ha estado aquí -dijo Colin-. Ha intentado que me ponga una bufanda. ¡Una bufanda! -dirigió otra ansiosa mirada hacia la calle-. No le hice caso.

– Qué cosas -dijo Dunworthy-. Volveré para almorzar, espero. Si necesitas algo, pídeselo a Finch.

– Umm -dijo Colin; obviamente, no estaba escuchando. Dunworthy se preguntó qué le enviaría su madre que requería tanta devoción. Desde luego, no sería una bufanda.

Se puso la suya alrededor del cuello y se dirigió al hospital a través de la lluvia. Sólo había unas cuantas personas en la calle, y se mantenían apartadas unas de otras. Una mujer se bajó de la acera para no toparse con Dunworthy.

Sin el carillón martilleando It Came Upon the Midnight Clear, nadie habría dicho que era Nochebuena. Nadie llevaba regalos, adornos ni paquetes. Era como si la cuarentena hubiera arrancado de las cabezas el recuerdo de la Navidad.

Bueno, ¿y no lo había hecho? Él ni siquiera había pensado en comprar regalos o un árbol. Recordó a Colin acurrucado en la puerta de Balliol y esperó que su madre al menos no hubiera olvidado enviarle sus regalos. De vuelta a casa le compraría un regalito, un juguete o un vid o algo que no fuera una bufanda.

En el hospital, lo llevaron inmediatamente a Aislamiento y se marcharon a interrogar los nuevos casos.

– Es esencial que establezcamos una conexión americana -dijo Mary-. Hay un contratiempo en el WIC. Debido a las vacaciones no hay nadie de servicio que pueda secuenciar el virus. Se supone que deben estar disponibles en todo momento, claro, pero por lo visto cuando tienen problemas es después de Navidad: intoxicaciones alimenticias y atracones disfrazados de virus, así que cogen las vacaciones antes. En cualquier caso, el CDC de Atlanta acordó enviar un prototipo de la vacuna al WIC sin una identificación positiva, pero no pueden empezar a fabricarla sin una conexión clara.

Le condujo por un pasillo acordonado.

– Todos los casos siguen el perfil del virus de Carolina del Sur: fiebre alta, dolor generalizado, complicaciones pulmonares secundarias, pero por desgracia eso no es ninguna prueba -se detuvo ante el pabellón-. No has encontrado ninguna conexión americana con Badri, ¿verdad?

– No, pero sigue habiendo muchos huecos. ¿Quieres que lo interrogue también?

Ella vaciló.

– Está peor -supuso Dunworthy.

– Ha desarrollado neumonía. No sé si podrá decirte gran cosa. Su fiebre es todavía muy alta, cosa que sigue el perfil. Le hemos administrado las antimicrobiales y los potenciadores a los que responde el virus de Carolina del Sur -abrió la puerta-. Las gráficas incluyen todos los casos que tenemos. Pregúntale a la enfermera de guardia en qué cama están.

Tecleó algo en la consola de la primera cama. Una gráfica se iluminó, tan enrevesada y con tantas ramas como el gran fresno del patio.

– No te importa que Colin se quede contigo otra noche, ¿no?

– No me importa en absoluto.

– Oh, bien. Dudo mucho que pueda regresar a casa antes de mañana, y me preocupa que esté solo en el apartamento. Por lo visto, soy la única que lo hace -dijo, enfadada-. Por fin localicé a Deirdre en Kent, y ni siquiera estaba preocupada. «Oh, ¿hay una cuarentena en marcha?», dijo. «He estado tan ocupada, que no he tenido tiempo de escuchar las noticias», y luego me contó los planes que tenían ella y su novio, con la clara implicación de que no tendría tiempo para Colin y que se alegraba de haberse librado de él. A veces pienso que no puede ser sobrina mía.

– ¿Sabes si le envió a Colin sus regalos de Navidad? Él dijo que planeaba enviárselos por correo.

– Estoy segura de que ha estado demasiado ocupada para comprarlos, mucho menos para enviárselos. La última vez que Colin pasó las Navidades conmigo, sus regalos no llegaron hasta el día de Reyes. Oh, eso me recuerda… ¿sabes qué ha sido de mi bolsa de la compra? Tenía allí mis regalos para Colin.

– La tengo en Balliol.

– Oh, bien. No terminé mis compras, pero si envuelves la bufanda y las otras cosas, tendrá algo bajo el árbol, ¿no? -se levantó-. Si encuentras alguna posible relación, ven a decírmelo enseguida. Como ves, ya hemos relacionado varios secundarios con Badri, pero tal vez se trate sólo de conexiones cruzadas, y la auténtica podría ser otra persona.

Se marchó, y Dunworthy se sentó junto a la cama de la mujer del paraguas lavanda.

– ¿Señora Breen? -dijo-. Me temo que debo hacerle algunas preguntas.

Ella tenía la cara arrebolada, y su respiración sonaba como la de Badri, pero respondió a sus preguntas con claridad y precisión. No, no había estado en Estados Unidos en los últimos seis meses. No, no conocía a ningún americano o a nadie que hubiera estado en América. Pero había cogido el metro en Londres para ir de compras. «En Blackwell's, ya sabe», y había estado comprando por todo Oxford y luego en la estación de metro, y allí había al menos quinientas personas que podrían ser la conexión que Mary andaba buscando.

A Dunworthy le llevó hasta más de las dos terminar de interrogar a los primarios y añadir los contactos a la gráfica, ninguno de los cuales era la conexión americana, aunque descubrió que dos más habían estado en el baile de Headington.

Subió a Aislamiento, aunque no albergaba muchas esperanzas de que Badri pudiera contestar a sus preguntas, pero el técnico parecía algo mejor. Dormía cuando Dunworthy entró, pero cuando le tocó la mano, abrió los ojos y fue capaz de enfocar la mirada.

– Señor Dunworthy -dijo. Su voz sonaba débil y ronca-. ¿Qué está haciendo aquí?

Dunworthy se sentó.

– ¿Cómo te encuentras?

– Es raro, las cosas que uno sueña. Pensé… tenía un dolor de cabeza tan grande…

– Tengo que hacerte algunas preguntas, Badri. ¿Recuerdas a quién viste en el baile de Headington?

– Había tanta gente… -suspiró él, y deglutió como si le doliera la garganta-. No conocía a la mayoría.

– ¿Recuerdas con quién bailaste?

– Elizabeth… -croó Badri-. Sisu no sé qué, no recuerdo su apellido. Y Elizabeth Yakamoto.

La enfermera de aspecto ceñudo entró.

– Es la hora de los rayos X -dijo, sin mirar a Badri-. Tendrá que marcharse, señor Dunworthy.

– ¿Puedo quedarme un momento? Es importante -dijo Dunworthy, pero la enfermera ya estaba pulsando las teclas de la consola.

Se inclinó sobre la cama.

– Badri, cuando obtuviste el ajuste, ¿cuánto deslizamiento hubo?

– Señor Dunworthy -insistió la enfermera.

Dunworthy la ignoró.

– ¿Hubo más deslizamiento del que esperabas?

– No -respondió Badri roncamente.

Se llevó la mano a la garganta.

– ¿Cuánto deslizamiento hubo?

– Cuatro horas -susurró Badri, y Dunworthy dejó que lo condujeran fuera de la habitación.

Cuatro horas. Kivrin había atravesado a las doce y media. Eso la habría hecho llegar a las cuatro y media, casi al atardecer, pero con luz suficiente para ver dónde estaba, con tiempo de sobra para caminar hasta Skendgate, si era necesario.

Fue a buscar a Mary y le dio los dos nombres de las chicas con las que Badri había bailado. Mary comprobó la lista de nuevas admisiones. No figuraba ninguna de ellas, y Mary le dijo que volviera a casa, pero antes comprobó su temperatura y su sangre para que no tuviera que volver. Estaba a punto de marcharse cuando trajeron a Sisu Fairchild. No llegó a casa hasta casi la hora del té.

Colin no estaba en la puerta ni en el salón, donde Finch se había quedado casi sin azúcar y mantequilla.

– ¿Dónde está el sobrino de la doctora Ahrens? -le preguntó Dunworthy.

– Esperó junto a la puerta toda la mañana -dijo Finch, quien contaba ansiosamente los terrones de azúcar-. El correo no vino hasta más de la una, y luego se fue al apartamento de su tía a ver si habían enviado los paquetes allí. Supongo que no lo han hecho, porque volvió con muy mala cara, y hace más o menos media hora dijo de repente: «Se me ocurre una idea», y salió disparado. Tal vez pensó en algún otro sitio al que hubieran podido enviar sus paquetes.

Pero no era así, pensó Dunworthy.

– ¿A qué hora cierran hoy las tiendas?

– ¿En Nochebuena? Oh, ya han cerrado, señor. Siempre cierran temprano en Nochebuena, y algunas de ellas cerraron a mediodía debido a la falta de ventas. Tengo varios mensajes, señor…

– Tendrán que esperar -replicó Dunworthy, cogió su paraguas y se marchó otra vez.

Finch tenía razón. Las tiendas estaban todas cerradas. Se dirigió a Blackwell's, pensando que estarían abiertos, pero habían cerrado también. Pero se habían aprovechado de la situación. En el escaparate, entre las casitas cubiertas de nieve del poblado Victoriano de juguete, había libros de medicina, compendios de medicamentos y un libro en rústica de vivos colores titulado Ríase y tenga una salud perfecta.

Finalmente, encontró abierto un estanco a la salida de High, pero sólo tenía cigarrillos, chucherías y un estante de postales navideñas, nada que pareciera un regalo apropiado para un niño de doce años. Salió sin comprar nada y luego volvió a entrar y compró una libra de toffees, un chicle del tamaño de un pequeño asteroide, y varios paquetes de un caramelo que parecían pastillas de jabón. No era mucho, pero Mary había dicho que le había comprado otras cosas.

Las otras cosas resultaron ser un par de calcetines de lana grises, aún más feos que la bufanda, y un vid para mejorar el vocabulario. Había petardos con sorpresa, al menos, y láminas de papel de envolver, pero un par de calcetines y algunas chucherías apenas hacían una Navidad. Buscó en el estudio, intentando pensar qué tenía que pudiera valer.

«¡Apocalíptico!», había dicho Colin cuando Dunworthy le contó que Kivrin estaba en la Edad Media. Sacó La era de la caballería. Sólo tenía ilustraciones, no holos, pero era lo mejor que pudo improvisar. Lo envolvió rápidamente, junto con el resto de los regalos, se cambió de ropa y se dirigió rápidamente a St. Mary the Virgin's bajo un auténtico aguacero.

Atajó por el patio desierto del Bodleian y trató de evitar los charcos.

Nadie en su sano juicio saldría con aquel tiempo. El año pasado el clima fue seco, y la iglesia estaba sólo medio llena. Kivrin le acompañó. Se había quedado durante las vacaciones para estudiar, y Dunworthy la encontró en el Bodleian e insistió en que fuera a su fiesta del jerez y luego a la iglesia.

– No debería estar haciendo esto -dijo ella, de camino a la iglesia-. Tendría que estar investigando.

– Puedes hacerlo en St. Mary the Virgin's. Se construyó en 1139 y nada ha cambiado desde la Edad Media, ni siquiera el sistema de calefacción.

– El servicio interiglesias también será auténtico, supongo.

– No tengo ninguna duda de que en espíritu tiene tan buenas intenciones y está tan cargado de tonterías como cualquier misa medieval.

Cruzó corriendo el estrecho sendero que corría junto a Brasenose y abrió la puerta de St. Mary's para recibir una bocanada de aire caliente. Se le empañaron las gafas. Se detuvo en el pórtico y se las limpió con la punta de la bufanda, pero se le volvieron a empañar al instante.

– El vicario le está buscando -dijo Colin. Llevaba una camisa y una chaqueta, y se había peinado. Le tendió a Dunworthy un programa de actos de un gran fajo que llevaba.

– Creía que ibas a quedarte en casa.

– ¿Con la señora Gaddson? ¡Qué idea tan necrótica! Incluso la iglesia es mejor que eso, así que le dije a la señora Taylor que ayudaría a traer las campanas.

– Y el vicario te dio algo que hacer -adivinó Dunworthy, todavía intentando limpiar sus gafas-. ¿Has tenido trabajo?

– ¿Bromea? La iglesia está a tope.

Dunworthy se asomó a la nave. Los bancos estaban ya llenos, y habían colocado sillas plegables al fondo.

– Oh, bien, ya está aquí -dijo el vicario, ocupado con un puñado de himnos-. Lamento el calor. Es la caldera. El Fondo Nacional no nos deja poner una instalación nueva por aire, pero es casi imposible conseguir componentes para una caldera de combustible fósil. Ahora se ha averiado el termostato. El calor viene o se va -sacó dos papeles del bolsillo de su sotana y los miró-. No ha visto al señor Latimer todavía, ¿no? Tiene que leer la bendición.

– No -dijo Dunworthy-. Le recordé la hora.

– Sí, bueno, el año pasado se confundió y llegó una hora antes -le tendió a Dunworthy uno de los papeles-. Aquí tiene sus Escrituras. Es de la Biblia del Rey Jaime. La Iglesia del Milenio insistió, pero al menos no es del Común del Pueblo, como el año pasado.

El Rey Jaime puede ser arcaica, pero al menos no es criminal.

La puerta exterior se abrió y entró un grupo de gente, todos con paraguas y sombreros. Colin les dio el programa de actos y entraron en la nave.

– Sabía que tendríamos que haber utilizado Christ Church -suspiró el vicario.

– ¿Qué están haciendo todos aquí? ¿No se dan cuenta de que estamos en medio de una epidemia?

– Siempre es así. Recuerdo el principio de la Pandemia. Más gente que nunca. Luego nadie podrá hacerles salir de sus casas, pero ahora quieren estar juntos para consolarse.

– Y es emocionante -terció el sacerdote de Santa Re-Formada. Llevaba un jersey de cuello alto negro, y una alba roja y verde a cuadros-. Ocurre lo mismo en tiempo de guerra. Vienen por el dramatismo de la cosa.

– Y a extender la infección el doble de rápido, diría yo. ¿No les ha dicho nadie que el virus es contagioso?

– Lo intenté -asintió el vicario-. Su Escritura viene justo después de las campaneras. Iglesia del Milenio de nuevo. Lucas, 2,1-19 -se marchó a distribuir los libros de himnos.

– ¿Dónde está su alumna, Kivrin Engle? -preguntó el sacerdote-. No la vi en la misa en latín de esta tarde.

– Está en el año 1320, esperemos que en la aldea de Skendgate y a salvo de la lluvia.

– Ah, muy bien. Tenía muchas ganas de ir. Y ha tenido suerte de librarse de todo esto.

– Sí -dijo Dunworthy-. Supongo que debería leer las Escrituras al menos una vez.

Entró en la nave. Dentro hacía aún más calor, y olía intensamente a lana mojada y piedra húmeda. Velas láser fluctuaban en las ventanas y sobre el altar. Las campaneras colocaban dos grandes mesas delante del altar y las cubrían con gruesos tapetes de lana roja. Dunworthy subió al atril y abrió la Biblia por Lucas.

– «Y aconteció que por aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase» -leyó.

El Rey Jaime es arcaica, pensó. Y donde está Kivrin no ha sido escrita todavía.

Regresó junto a Colin. Seguía entrando gente. El sacerdote de la Santa Re-Formada y el imán musulmán fueron al Oriel por más sillas, y el vicario toqueteó el termostato de la caldera.

– He reservado dos asientos para nosotros en la segunda fila -dijo Colin-. ¿Sabe qué hizo la señora Gaddson en el té? Tiró mi chicle. Dijo que estaba lleno de gérmenes. Me alegro de que mi madre no sea así -enderezó el fajo de programas, que se había reducido considerablemente-. Supongo que sus regalos no han podido llegar por culpa de la cuarentena, ¿sabe? Quiero decir que probablemente tuvieron que enviar provisiones y otras cosas primero -volvió a enderezar el delgado fajo.

– Es muy probable. ¿Cuándo te gustaría abrir tus otros regalos? ¿Esta noche o por la mañana?

Colin intentó parecer indiferente.

– La mañana de Navidad, por favor.

Ofreció un programa de actos y una deslumbrante sonrisa a una mujer con un impermeable amarillo.

– Bien -exclamó ella, arrancándoselo de la mano-. Me alegra ver que alguien conserva el espíritu navideño, aunque haya una epidemia mortal.

Dunworthy entró y se sentó. Las atenciones del vicario a la caldera no parecían servir de nada. Se quitó la bufanda y el abrigo y los colocó en la silla que tenía al lado.

El año anterior hacía un frío helador.

– Sumamente auténtico -le susurró Kivrin-, igual que las Escrituras. «Entonces los políticos cargaron un censo a los contribuyentes» -dijo, citando al Común del Pueblo. Sonrió-. La Biblia de la Edad Media estaba escrita en una lengua que tampoco entendían.

Colin entró y se sentó sobre el abrigo y la bufanda de Dunworthy. El sacerdote de Santa Re-Formada se levantó y pasó entre las mesas de las campaneras hasta llegar al altar.

– Oremos.

Hubo un rumor de reclinatorios sobre el suelo de piedra, y todo el mundo se arrodilló.

– «Oh, Dios, que nos has enviado esta aflicción, dile a tu Ángel destructor: Detén tu mano y no dejes que la tierra sea aniquilada, y no destruyas a todos los seres vivos.»

Vaya con la moral, pensó Dunworthy.

– «Como en aquellos días en que el Señor envió una plaga a Israel y murieron del pueblo de Dan a Bersabee setenta mil hombres, ahora nos encontramos en medio de la aflicción y te pedimos que retires la plaga de Tu ira.»

Las tuberías de la antigua caldera empezaron a crujir, pero eso no inmutó al sacerdote. Continuó durante unos buenos cinco minutos, mencionando un montón de ejemplos en que Dios había aniquilado a los malvados y «llevado plagas entre ellos», y luego pidió a todo el mundo que se levantaran y cantaran God Rest Ye Merry, Gentlemen, Let Nothing You Dismay.

Montoya se sentó junto a Colin.

– He pasado todo el día en el Ministerio intentando que me concedan una dispensa -susurró-. Al parecer creen que pretendo ir por ahí corriendo y esparciendo el virus. Les dije que iría directa a la excavación, que allí no hay nadie a quien infectar, ¿pero creen que me hicieron el menor caso?

Se volvió hacia Colin.

– Si consigo la dispensa, necesitaré voluntarios que me ayuden. ¿Te gustaría desenterrar cadáveres?

– No puede -dijo Dunworthy rápidamente-. Su tía no le dejará -se inclinó sobre Colin y susurró-: Estamos intentando decidir el paradero de Badri Chaudhuri desde el lunes a mediodía hasta las dos y media. ¿Lo vio usted?

– Shh -dijo la mujer que había replicado a Colin.

Montoya sacudió la cabeza.

– Estuve con Kivrin, repasando el mapa y la situación de Skendgate -susurró.

– ¿Dónde? ¿En la excavación?

– No, en Brasenose.

– ¿Y Badri no estaba allí? -preguntó Dunworthy, pero no había ningún motivo para que Badri estuviera en Brasenose. Él no le había pedido a Badri que dirigiera el lanzamiento hasta que se reunió con él a las dos y media.

– No.

– ¡Shh! -siseó la mujer.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con Kivrin?

– Desde las diez hasta que tuvo que presentarse en el hospital, a eso de las tres, creo -susurró Montoya.

– ¡Shh!

– Tengo que leer una «Oración al Gran Espíritu» -Montoya se levantó y avanzó por la fila de sillas.

Leyó su cántico indio americano, y después las campaneras, con sus guantes blancos y expresiones decididas, tocaron O Christ Who Interfaces with the World, que sonó muy parecido al golpeteo de las tuberías.

– Son absolutamente necróticas, ¿verdad? -susurró Colin tras su programa de actos.

– Es un atonal de finales del siglo XX -contestó Dunworthy-. Se supone que debe sonar fatal.

Cuando las campaneras parecieron terminar, Dunworthy subió al atril y leyó las Escrituras.

– «Y aconteció que por aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase.»

Montoya se levantó, se abrió paso hasta el pasillo lateral y salió por la puerta. Dunworthy hubiese deseado preguntarle si había visto a Badri el lunes o el martes, o si sabía de algún americano con quien pudiera haber tenido contacto.

Podría preguntárselo al día siguiente, cuando fueran a hacerse sus análisis de sangre. Había averiguado lo más importante: Kivrin no había visto a Badri el lunes por la tarde. Montoya había dicho que había estado con ella desde las diez hasta las tres, cuando se marchó al hospital. Para entonces Badri estaba ya en Balliol hablando con él, y no había llegado de Londres hasta las doce, así que no podía haberla contagiado.

– «Y el ángel les dijo: "No tengáis miedo, pues os traigo una gran alegría, que será para todo el pueblo"…»

Nadie parecía estar prestando atención. La mujer que había reprendido a Colin se desembarazó del abrigo; todo el mundo se había quitado ya el suyo y se abanicaba con los programas.

Dunworthy pensó en Kivrin durante la ceremonia del año anterior, arrodillada sobre el suelo de piedra, mirándole absorta mientras leía. Tampoco escuchaba. Imaginaba la Nochebuena en 1320, cuando las Escrituras eran en latín y las velas fluctuaban en las ventanas.

Me pregunto si es como ella lo imaginaba, pensó; y luego recordó que allí no era Nochebuena. Donde estaba Kivrin faltaban aún dos semanas. Si estaba realmente allí. Si estaba bien.

– «… María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» -terminó Dunworthy, y regresó a su asiento.

El imán anunció las horas de las misas el día de Navidad en todas las iglesias, y leyó el boletín del Ministerio de Sanidad sobre evitar el contacto con las personas infectadas. El vicario empezó su sermón.

– Hay quienes piensan que las enfermedades son un castigo de Dios, y sin embargo Cristo se pasó la vida curando a los enfermos, y aquí estamos nosotros, y sin duda él también curaría a los afligidos por este virus, igual que curó al samaritano leproso -dijo, mirando fijamente al sacerdote de Santa Re-Formada, y se lanzó a un sermón de diez minutos sobre cómo protegerse de la gripe. Enumeró los síntomas y explicó la transmisión por el aire.

– Bebed mucho líquido y descansad -aconsejó, extendiendo las manos sobre el púlpito como si fuera una bendición-, y a la primera señal de alguno de los síntomas, telefonead al médico.

Las campaneras volvieron a ponerse los guantes blancos y acompañaron al órgano con Angels of the Realm of Glory, que sonó reconocible.

El ministro de la Iglesia Unitaria Convertida subió al púlpito.

– Esta misma noche, hace más de dos mil años, Dios envió a Su Hijo, Su precioso Hijo, a nuestro mundo. ¿Podéis imaginar qué clase de increíble amor fue necesario para ello? Esa noche Jesús dejó su hogar celestial y entró en un mundo lleno de peligros y enfermedades. Entró como un bebé ignorante e indefenso, sin saber nada del mal, de la traición que encontraría. ¿Cómo pudo Dios enviar a Su único Hijo, Su precioso Hijo, a tal peligro? La respuesta es amor. Amor.

– O incompetencia -murmuró Dunworthy.

Colin dejó de investigar el chicle y le miró.

Y después de dejarle ir, se preocupó por Él cada minuto, pensó Dunworthy. Me pregunto si intentó detenerlo.

– Cristo llegó a este mundo por amor, y por amor él estaba dispuesto, no, ansioso por venir.

Ella está bien, pensó Dunworthy. Las coordenadas eran correctas. Sólo había un deslizamiento de cuatro horas. No estaba expuesta a la infección. Se encontraba a salvo en Skendgate, con la fecha de encuentro determinada y su grabador medio lleno ya de observaciones, sana y nerviosa y maravillosamente inconsciente de todo esto.

– Fue enviado al mundo para ayudarnos en nuestras dudas y tribulaciones -prosiguió el ministro.

El vicario hacía señas a Dunworthy, que se inclinó sobre Colin.

– Acabo de enterarme de que el señor Latimer está enfermo -susurró el vicario. Le tendió a Dunworthy una hoja doblada-. ¿Quiere leer usted las bendiciones?

– … un mensajero de Dios, un emisario del amor -concluyó el ministro, y se sentó.

Dunworthy subió al atril.

– ¿Quieren ponerse en pie para las bendiciones? -dijo. Abrió la hoja de papel y la miró. «Oh, Señor, detén tu mano airada», empezaba.

Dunworthy la arrugó.

– Padre Piadoso -rogó-, protege a los que están ausentes, y tráelos sanos y salvos a casa.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(035850-037745)

20 de diciembre de 1320. Ya estoy casi recuperada. Los leucocitos-T potenciados o las antivirales o algo debe de haber funcionado por fin. Ya no me duele al respirar, la tos ha desaparecido, y me siento como si pudiera caminar hasta el lugar de encuentro, si supiera dónde está.

La herida de la frente también ha sanado. Lady Eliwys la miró esta mañana y luego salió y trajo a Imeyne para que la examinara.

– Es un milagro -exclamó Eliwys, encantada, pero Imeyne sólo pareció desconfiar. Sólo le falta decidir que soy una bruja.

Enseguida ha quedado claro que ahora que ya no soy una inválida, represento un problema. Aparte de que Imeyne piensa que soy una espía o que les robo las cucharas, está la dificultad de quién soy, cuál es mi estatus y cómo debo ser tratada, y Eliwys no tiene el tiempo ni la energía suficientes para tratar del tema.

Ya tiene bastantes problemas. Lord Guillaume sigue sin venir, su valido está enamorado de ella, y se acerca la Navidad. Ha reclutado a la mitad de la aldea como sirvientes y cocineros, y se han quedado sin tantos suministros que Imeyne insiste en que manden a buscarlos a Oxford o Courcy. Agnes añade el problema de ser muy traviesa, pues se escapa constantemente de Maisry.

– Debes llamar a sir Bloet para que envíe a una mujer de espera -dijo Imeyne cuando la encontraron jugando en el desván del granero-. Y por azúcar. No tenemos ambrosías ni dulces.

Eliwys parecía exasperada.

– Mi esposo nos ordenó…

– Yo cuidaré de Agnes -dije, esperando que el intérprete hubiera traducido bien «mujer de espera» y que los vids de historia fueran correctos, y que el puesto de aya de las niñas lo ocuparan a veces mujeres de noble cuna. Por lo visto, así era. Eliwys pareció inmediatamente agradecida, e Imeyne no protestó más que de costumbre. Así que estoy a cargo de Agnes. Y al parecer de Rosemund, que pidió ayuda con su bordado esta mañana.

Las ventajas de ser su aya es que puedo preguntarles por su padre y la aldea, y que puedo salir al establo y a la iglesia, y encontrar al sacerdote y a Gawyn. El inconveniente es que a las niñas se les ocultan muchas cosas. En una ocasión Eliwys ha dejado de hablar con Imeyne cuando Agnes y yo hemos entrado en el salón, y cuando le pregunté a Rosemund por qué habían venido aquí para quedarse, me contestó: «Mi padre considera que el aire es más saludable en Ashencote.»

Es la primera vez que alguien menciona el nombre de la aldea. No figura ningún Ashencote en el mapa ni en el Libro del Día del Juicio Final. Supongo que existe la posibilidad de que sea otro «pueblo perdido». Con una población de cuarenta habitantes, bien podría haber sido aniquilada fácilmente durante la Peste Negra o absorbida por uno de los pueblos cercanos, pero sigo pensando que es Skendgate.

Le pregunté a las niñas si conocían una aldea llamada Skendgate, y Rosemund dijo que nunca lo había oído mencionar, lo cual no demuestra nada, ya que no son de por aquí, pero por lo visto Agnes se lo preguntó a Maisry, quien tampoco había oído ese nombre. La primera referencia escrita a la «puerta», gate, a que alude su nombre (en realidad era una verja) no se produjo hasta 1360, y muchos de los gentilicios anglosajones fueron sustituidos por nombres normandos o por los de sus nuevos propietarios. Lo cual es mala señal para Guillaume d'Iverie, y para el juicio del que aún no ha vuelto. A menos que se trate de otra aldea. Lo cual sería una mala señal para mí.

(Pausa)

Los sentimientos de amor cortés de Gawyn hacia Eliwys no se ven alterados, al parecer, por sus escarceos con las criadas. Le pedí a Agnes que me acompañara al establo para ver a su pony por si Gawyn estaba allí. Y estaba, en uno de los corrales, con Maisry, haciendo sonidos guturales menos que corteses. Maisry no parecía más alterada que de costumbre, y sus manos se sujetaban las faldas por encima de la cintura en vez de cubrirse las orejas, así que en principio no parecía una violación. Tampoco era l'amour courtois.

Tenía que distraer rápidamente a Agnes y sacarla del establo, así que le dije que quería cruzar el prado para ver el campanario. Entramos y contemplamos la pesada cuerda.

– El padre Roche toca la campana cuando muere alguien -explicó Agnes-. Si no lo hace, el Diablo viene y se lleva su alma, y no pueden ir al cielo.

Supongo que forma parte de la cháchara supersticiosa que tanto irrita a lady Imeyne.

Agnes quiso tocar la campana, pero la convencí para que fuéramos a la iglesia a buscar al padre Roche.

No estaba allí. Agnes me dijo que probablemente acompañaría aún al campesino, «que no muere aunque ha sido confesado», o estaría en algún lugar rezando.

– Al padre Roche le gusta mucho rezar en el bosque -observó, contemplando el altar desde la reja.

La iglesia es normanda, con un pasillo central y pilares de arenisca, y un ajado suelo de piedra. Las vidrieras son muy estrechas, pequeñas y de colores oscuros. Casi no dejan entrar la luz. Hacia la mitad de la nave hay una sola tumba, que puede ser aquella en la que trabajé en la excavación. Tiene encima la efigie de un caballero con armadura, las manos enfundadas en guanteletes, cruzadas sobre el pecho, y la espada al lado. La inscripción reza: «Requiescat cum Sanctis tuis in aeternum». Descanse eternamente con Tus santos. La tumba de la excavación tenía una inscripción que empezaba con «Requiescat»; cuando estuve allí aún no se había excavado nada más.

Agnes me contó que es la tumba de su abuelo, que murió de fiebre «hace mucho tiempo», aunque parece casi nueva y por lo tanto me resulta muy distinta de la tumba de la excavación. Tiene varias decoraciones de las que carece la otra tumba, pero podrían haberse roto o simplemente gastado.

A excepción de la tumba y una burda estatua, la nave está completamente vacía. Los contemporáneos permanecían de pie en la iglesia, así que no hay bancos, y la práctica de llenar la nave de monumentos e imágenes no se afianzó hasta el siglo XVI.

Una reja de madera tallada, del siglo XII, separa la nave de los oscuros huecos del presbiterio y el altar. Encima, a cada lado del crucifijo, hay dos burdas pinturas del Juicio Final. Una es de los fieles entrando en el cielo y la otra de los pecadores siendo confinados al infierno, pero parecen casi iguales. Las dos están pintadas con rojos chillones y sus expresiones parecen igualmente compungidas.

El altar es sencillo, cubierto con una tela de lino blanco, con dos candelabros de plata a cada lado. La estatua mal tallada no es, como había supuesto, la Virgen, sino santa Catalina de Alejandría. Tiene el cuerpo corto y la cabeza grande de la escultura prerrenacentista, y una cofia extraña y cuadrada que se acaba justo bajo las orejas. Con un brazo rodea a un niño del tamaño de un muñeco y con el otro sostiene una rueca. Delante, en el suelo, había una pequeña vela amarillenta y dos lámparas de aceite.

– Lady Kivrin, el padre Roche dice que sois un ángel -dijo Agnes cuando volvimos al exterior.

Era fácil comprender a qué se debía la confusión esta vez, y me pregunté si había pasado lo mismo con la campana y el Diablo con el caballo negro.

– Me pusieron el nombre por santa Catalina de Alejandría -expliqué-, igual que a ti por santa Ana, pero no somos santas.

Ella sacudió la cabeza.

– El padre dice que en los últimos días Dios enviará a Sus santos al hombre pecador. Dice que cuando vos rezáis, habláis en la lengua de Dios.

He intentado tener cuidado al hablar al grabador, registrar mis observaciones sólo cuando no hay nadie en la habitación, pero no sé qué pasó cuando estuve enferma. Recuerdo que pedía que me ayudaran, y que usted viniera y me rescatara. Y si el padre Roche me oyó hablar en inglés moderno, bien pudo creer que hablaba otra lengua. Al menos piensa que soy una santa, y no una bruja, pero lady Imeyne estaba también presente en la habitación. Tendré que ir con más cuidado.

(Pausa)

Volví al establo (después de asegurarme de que Maisry estaba en la cocina), pero Gawyn no estaba allí, ni Gringolet. Pero sí estaban mis cajas y los restos desmantelados de la carreta. Gawyn debió de hacer una docena de viajes para traerlo todo. Estuve rebuscando, pero no encontré el cofre. Espero que Gawyn lo pasara por alto y esté todavía en la carretera, donde lo dejé. En ese caso, probablemente ahora estará completamente sepultado bajo la nieve, pero hoy ha salido el sol, y está empezando a derretirse un poco.

15

Kivrin se había recuperado de la neumonía tan rápidamente, que estaba convencida de que finalmente algo había activado su sistema inmunológico. El dolor de su pecho se desvaneció de la noche a la mañana, y la herida de la frente desapareció como por arte de magia.

Imeyne la examinó recelosa, como si sospechara que Kivrin había falsificado la herida, y Kivrin se alegró de que no hubiera sido fingida.

– Debéis dar gracias a Dios de que os haya sanado en este día de Sabbath -desaprobó Imeyne, y se arrodilló junto a la cama.

Había ido a misa y llevaba su relicario de plata. Lo enrolló entre las palmas («como el grabador», pensó Kivrin) y recitó el Paternoster. Luego se levantó.

– Ojalá hubiera podido ir con vos a misa -suspiró Kivrin.

Imeyne esbozó una mueca.

– Consideré que estabais demasiado enferma -dijo, con insinuante énfasis en la palabra «enferma»-, y fue una misa pobre.

Se lanzó a recitar los defectos del padre Roche: había leído el Evangelio antes del Kirie, llevaba el alba manchada de cera, había olvidado parte del Confiteor Deo. Enumerar sus fallos pareció ponerla de mejor humor, y cuando terminó palmeó la mano de Kivrin y dijo:

– Aún no os habéis recuperado del todo. Quedaos en cama un día más.

Kivrin lo hizo, aprovechando el tiempo para grabar sus observaciones, describiendo la mansión y la aldea y todo el mundo a quien había conocido hasta el momento. El senescal la visitó y le llevó otro cuenco del amargo té de su esposa. Era un hombre ceñudo y cetrino, que parecía incómodo con su mejor pelliza de los domingos y un cinturón de plata demasiado elaborado. Un muchacho de la edad de Rosemund fue a decirle a Eliwys que la herradura de su yegua se había perdido. Pero el sacerdote no regresó.

– Ha ido a confesar al campesino -le dijo Agnes.

La niña seguía siendo una excelente fuente de información, contestaba al momento todas las preguntas de Kivrin, supiera las respuestas o no, y ofrecía voluntariamente todo tipo de información acerca de la aldea y sus ocupantes. Rosemund era más silenciosa y le preocupaba mucho parecer adulta.

– Agnes, es una chiquillería hablar así. Debes aprender a tener la boca cerrada -decía constantemente, un comentario que por fortuna no tenía ningún efecto sobre su hermana. Rosemund hablaba acerca de sus hermanos y su padre, que «ha prometido venir para Navidad sin tardanza». Obviamente, le quería mucho y lo echaba de menos-. Ojalá yo fuera un chico -dijo cuando Agnes mostraba a Kivrin el penique de plata que sir Bloet le había dado-. Entonces me habría quedado con padre en Bath.

Entre las dos niñas, los fragmentos de las conversaciones de Eliwys e Imeyne, más sus propias observaciones, Kivrin consiguió recoger muchos datos acerca de la aldea. Era más pequeña de lo que Probabilidad había predicho que sería Skendgate, incluso para una aldea medieval. Kivrin supuso que no tenía más de cuarenta habitantes, incluyendo a la familia de lord Guillaume y la del senescal, que tenía cinco hijos además del bebé.

Había dos pastores y varios granjeros, pero era «la más pobre de todas las posesiones de Guillaume», según comentó Imeyne, quien se quejó de tener que pasar la Navidad allí. La mujer del senescal era la arribista social del lugar, y la familia de Maisry los inútiles locales. Kivrin lo grabó todo, estadísticas y cotilleos, uniendo las manos en oración cada vez que tenía la oportunidad.

La nieve había empezado a caer cuando la llevaron de vuelta a la casa y continuó durante toda la noche hasta la tarde siguiente, cubriendo casi un palmo de terreno. El primer día que Kivrin se levantó, estuvo lloviendo, y Kivrin esperó que la lluvia derritiera la nieve, pero sólo convirtió la superficie en hielo.

Temía no poder encontrar el lugar de recogida sin la carreta y las cajas. Tendría que pedir a Gawyn que se lo mostrara, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Gawyn sólo iba al salón para comer o pedirle algo a Eliwys, e Imeyne estaba siempre allí, vigilando, así que Kivrin no se atrevía a abordarlo.

Kivrin empezó a llevar a las niñas a dar pequeñas excursiones (alrededor del patio, a la aldea), con la esperanza de encontrarse con él, pero no estaba en el granero ni en el establo. Gringolet tampoco. Kivrin se preguntó si había ido tras sus atacantes a pesar de las órdenes de Eliwys, pero Rosemund dijo que había salido a cazar.

– Caza ciervos para el banquete de Navidad -dijo Agnes.

A nadie parecía importarle adónde llevaba a las niñas o cuánto tiempo pasaban fuera. Lady Eliwys asentía distraída cuando Kivrin le preguntaba si podía llevarlas al establo, y lady Imeyne ni siquiera le decía a Agnes que se cerrara la capa o se pusiera los guantes. Era como si hubieran entregado las niñas al cuidado de Kivrin y se hubieran olvidado de ellas.

Estaban muy ocupadas con los preparativos de la Navidad. Eliwys había reclutado a todas las niñas y ancianas de la aldea, y las había puesto a hornear y cocinar.

Sacrificaron los dos cerdos y la mitad de las palomas. El patio estaba lleno de plumas y del olor a pan en el horno.

En el siglo XIV la Navidad era una celebración de dos semanas, con banquetes, juegos y bailes, pero a Kivrin le sorprendía que Eliwys hiciera todos aquellos preparativos dadas las circunstancias. Debía de estar convencida de que lord Guillaume regresaría para la Navidad, tal como había prometido.

Imeyne supervisaba la limpieza del salón, quejándose constantemente de las pobres condiciones y la falta de ayuda decente. Aquella mañana trajo al senescal y a otro hombre para que ayudaran a retirar las grandes mesas de las paredes y las colocaran sobre dos bastidores. Supervisó a Maisry y a una mujer con las cicatrices blancas de la escrófula mientras frotaban la mesa con arena y gruesos cepillos.

– No hay lavanda -le dijo a Eliwys-. Ni sebo suficiente para el suelo.

– Tendremos que arreglarnos con lo que tenemos, entonces -dijo Eliwys.

– No tenemos azúcar para las ambrosías, ni canela. En Courcy hay de sobra. Nos recibirían bien.

Kivrin le estaba poniendo las botas a Agnes, preparándose para llevarla a ver de nuevo su pony en el establo. Levantó la cabeza, alarmada.

– Sólo está a medio día de viaje -dijo Imeyne-. El capellán de lady Yvolde dirá la misa y…

Kivrin no oyó el resto porque Agnes dijo:

– Mi pony se llama Sarraceno.

– Um -murmuró Kivrin, intentando oír la conversación. La Navidad era una época en que la nobleza hacía visitas. Tendría que haber pensado eso antes. Cogían todas sus pertenencias y se marchaban durante semanas, al menos hasta la Epifanía. Si iban a Courcy, podrían quedarse allí hasta mucho después del encuentro fijado.

– Padre le llamó Sarraceno porque tiene corazón de pagano.

– Sir Bloet se ofenderá cuando descubra que hemos estado aquí tan cerca de la Navidad y no le hemos hecho una visita -continuó lady Imeyne-. Pensará que el compromiso se ha roto.

– No podemos ir a Courcy para Navidad -replicó Rosemund. Estaba sentada en el banco frente a Kivrin y Agnes, cosiendo, pero ahora se levantó-. Mi padre prometió que vendría sin falta para Navidad. Se enfadará si viene y no nos encuentra aquí.

Imeyne se volvió y miró a Rosemund.

– Se enfadará cuando descubra que sus hijas son tan maleducadas que hablan cuando quieren e intervienen en asuntos que no les conciernen -se volvió de nuevo hacia Eliwys, que parecía preocupada-. Mi hijo seguramente tendrá el sentido común de buscarnos en Courcy.

– Mi esposo nos ordenó que esperáramos aquí hasta que llegara. Le complacerá que hayamos seguido sus órdenes -se dirigió al hogar y recogió la costura de Rosemund, zanjando claramente el asunto.

Pero no por mucho tiempo, pensó Kivrin, observando a Imeyne.

La anciana frunció los labios, enfadada, y señaló una mancha en la mesa. La mujer con las cicatrices de escrófula la limpió inmediatamente.

Imeyne no olvidaría el tema. Lo sacaría a colación una y otra vez, ofreciendo un argumento tras otro sobre por qué deberían ir con sir Bloet, que tenía azúcar y velas y canela. Y un capellán educado para decir las misas de Navidad. Lady Imeyne estaba decidida a no escuchar la misa del padre Roche. Y Eliwys estaba cada vez más preocupada. Podría decidir de repente ir a buscar ayuda a Courcy, o incluso a Bath. Kivrin tenía que encontrar el lugar de recogida.

Ató las rebeldes cintas de la gorra de Agnes y le colocó la capucha de la capa sobre la cabeza.

– Montaba a Sarraceno todos los días en Bath -prosiguió Agnes-. Ojalá pudiéramos ir a cabalgar allí. Me llevaría a mi perro.

– Los perros no montan a caballo -objetó Rosemund-. Corren al lado.

Agnes frunció el labio, testaruda.

– Blackie es demasiado pequeño para correr.

– ¿Por qué no podéis cabalgar aquí? -preguntó Kivrin, para evitar una discusión.

– No hay nadie que nos acompañe -contestó Rosemund-. En Bath nuestra aya y uno de los secretarios de nuestro padre cabalgaban con nosotras.

Uno de los secretarios de nuestro padre. Gawyn las acompañaría, y entonces ella podría preguntarle no sólo dónde estaba el lugar, sino que también le pediría que se lo mostrara. Gawyn estaba allí. Lo había visto en el patio esa mañana, y por eso había sugerido el viaje al establo, pero hacer que cabalgara con ellas era aún mejor idea.

Imeyne se acercó al lugar donde Eliwys estaba sentada.

– Si vamos a quedarnos aquí, debemos tener carne para el pastel de Navidad.

Lady Eliwys soltó su costura y se levantó.

– Le ordenaré al senescal y a su hijo mayor que vayan a cazar -dijo tranquilamente.

– Entonces no habrá nadie para recoger la hiedra y el acebo.

– El padre Roche ha ido a recogerlo hoy.

– Lo recoge para la iglesia -replicó lady Imeyne-. ¿No tendremos ninguno en el salón, entonces?

– Nosotras lo recogeremos.

Eliwys e Imeyne se volvieron a mirarla. Un error, pensó Kivrin. Estaba tan pendiente de buscar una forma de hablar con Gawyn que se había olvidado de todo lo demás, y ahora había hablado sin que le dirigieran antes la palabra y había «intervenido en asuntos» que obviamente no le concernían. Lady Imeyne estaría más convencida que nunca de que deberían ir a Courcy y encontrar una aya adecuada para las niñas.

– Lamento si he hablado de más, buena señora -dijo, inclinando la cabeza-. Sé que hay mucho trabajo y muy pocos para hacerlo. Agnes y Rosemund y yo podríamos cabalgar hasta el bosque para recoger el acebo.

– Sí -dijo Agnes ansiosamente-. Yo podría montar a Sarraceno.

Eliwys empezó a hablar, pero Imeyne la interrumpió.

– ¿No tenéis miedo al bosque, pues, aunque apenas habéis sanado de vuestras heridas?

Un error tras otro. Se suponía que la habían atacado y la habían dado por muerta, y ahora se ofrecía voluntaria para llevar a dos niñas pequeñas al mismo bosque.

– No pretendía que fuéramos solas -dijo Kivrin, esperando no estar empeorando las cosas-. Agnes me dijo que cuando cabalgaba, siempre iba uno de los hombres de vuestro esposo para protegerla.

– Sí -intervino Agnes-. Gawyn puede cabalgar con nosotras, y mi perro Blackie.

– Gawyn no está aquí -dijo Imeyne, y en el silencio que siguió se volvió rápidamente hacia las mujeres que frotaban las mesas.

– ¿Adónde ha ido? -preguntó Eliwys con suavidad, pero sus mejillas se habían vuelto de un rojo brillante.

Imeyne le quitó un trapo a Maisry y empezó a frotar una mancha en la mesa.

– Ha ido a cumplir un encargo para mí.

– Lo habéis enviado a Courcy -dijo Eliwys. Era una declaración, no una pregunta.

Imeyne se volvió hacia ella.

– No es digno de nosotros estar tan cerca de Courcy y no enviar un saludo. Él dirá que lo hemos ignorado, y en estos tiempos que corren no podemos de ningún modo permitirnos desairar a un hombre tan poderoso como…

– Mi esposo nos ordenó que no dijéramos a nadie que estamos aquí -cortó Eliwys.

– Mi hijo no nos ordenó que insultáramos a sir Bloet y perdiéramos su buena voluntad, ahora que tal vez le necesitemos más que nunca.

– ¿Qué le ordenasteis decir a sir Bloet?

– Le pedí que le enviara nuestros más cordiales saludos -dijo Imeyne, retorciendo el trapo en sus manos-. Le ordené decir que nos alegraría recibirlos para Navidad -alzó la barbilla, desafiante-. No podíamos hacer otra cosa, con nuestras dos familias a punto de unirse en matrimonio. Traerán provisiones para el banquete de Navidad, y criados…

– ¿Y al capellán de lady Yvolde para decir misa? -preguntó Eliwys fríamente.

– ¿Van a venir aquí? -preguntó Rosemund. Había vuelto a ponerse en pie, y su costura había resbalado hasta el suelo.

Eliwys e Imeyne la miraron sin expresión, como si hubieran olvidado que había alguien más en el salón, y entonces Eliwys se volvió hacia Kivrin.

– Lady Katherine -exclamó-, ¿no ibais a llevar a las niñas a recoger flores para el salón?

– No podemos ir sin Gawyn -adujo Agnes.

– El padre Roche puede cabalgar con vosotras -dijo Eliwys.

– Sí, buena señora -respondió Kivrin. Cogió a Agnes de la mano para sacarla de la habitación.

– ¿Van a venir aquí? -repitió Rosemund, y sus mejillas estaban casi tan arreboladas como las de su madre.

– No lo sé -dijo Eliwys-. Ve con tu hermana y lady Katherine.

– Voy a montar a Sarraceno -anunció Agnes, y se soltó de la mano de Kivrin y salió corriendo del salón.

Rosemund pareció a punto de decir algo y entonces cogió su capa del pasillo tras los tabiques.

– Maisry -dijo Eliwys-. La mesa ya está bien. Ve y trae el salero y las fuentes de plata del cofre del desván.

La mujer con las cicatrices de escrófula salió de la sala e incluso Maisry no se demoró en subir las escaleras. Kivrin se puso la capa y la ató rápidamente, temerosa de que lady Imeyne dijera algo más acerca de ser atacada, pero ninguna de las dos mujeres volvió a hablar. Permanecieron de pie, Imeyne todavía retorciendo el trapo entre las manos, esperando obviamente a que Kivrin y Rosemund se marcharan.

– ¿Van a…? -dijo Rosemund, y entonces echó a correr detrás de Agnes.

Kivrin corrió tras ellas. Gawyn no estaba, pero tenía permiso para ir al bosque y también medios de transporte. Y el sacerdote las acompañaría. Rosemund había dicho que Gawyn se había encontrado con él en el camino, cuando la traía a la casa. Tal vez Gawyn lo había llevado al claro.

Cruzó prácticamente corriendo el patio hasta el establo, temiendo que en el último instante Eliwys la llamara para decirle que había cambiado de idea, que Kivrin no estaba lo bastante recuperada, y que el bosque era demasiado peligroso.

Por lo visto las niñas habían pensado lo mismo. Agnes estaba ya montada en su pony, y Rosemund ataba la cincha de la silla de su yegua. El pony no era tal, sino un rechoncho alazán más pequeño que la yegua de Rosemund, y Agnes parecía imposiblemente alta sobre la silla con respaldo. El muchacho que le había dicho a Eliwys que su yegua había perdido una herradura sujetaba las riendas.

– ¡No te quedes ahí mirando con la boca abierta, Cob! -le gritó Rosemund-. ¡Ensilla el ruano para lady Katherine!

Obediente, el muchacho soltó las riendas. Agnes se inclinó hacia delante para cogerlas.

– ¡La yegua de madre no! -exclamó Rosemund-. ¡El rocín!

– Cabalgaremos hasta la iglesia, Sarraceno -informó Agnes-, y le pediremos al padre Roche que nos acompañe, y luego iremos de paseo. A Sarraceno le encanta ir de paseo -se inclinó demasiado hacia delante para acariciar la crin rizada del pony, y Kivrin tuvo que contenerse para no agarrarla.

Obviamente, era perfectamente capaz de montar a caballo (ni Rosemund ni el muchacho que ensillaba el caballo de Kivrin le dirigieron una mirada), pero parecía diminuta en lo alto de la silla con sus botas de suela blanda en el estribo, y no parecía más capaz de cabalgar despacio que de caminar despacio.

Cob ensilló al ruano, lo sacó del establo, y se quedó allí de pie, esperando.

– ¡Cob! -dijo Rosemund bruscamente. El muchacho se agachó y unió las manos para formar un escalón. Rosemund lo pisó y montó en la silla-. No te quedes ahí como un idiota sin seso. Ayuda a lady Katherine.

El muchacho se apresuró torpemente para ayudar a Kivrin. Ella vaciló, preguntándose qué le pasaba a Rosemund. Era evidente que la había preocupado la noticia de que Gawyn había ido a ver a sir Bloet. Parecía que la niña no sabía nada del juicio de su padre, pero tal vez estaba más enterada de lo que Kivrin, o su madre y su abuela, creían.

«Un hombre tan poderoso como sir Bloet», había dicho Imeyne, y «su buena voluntad, ahora que tal vez la necesitemos más que nunca». Tal vez la invitación de Imeyne no era tan egoísta como parecía. Tal vez significaba que lord Guillaume tenía más problemas de los que Eliwys imaginaba, y Rosemund, sentada en silencio ante su costura, lo había calculado.

– ¡Cob! -exclamó Rosemund, aunque el muchacho estaba esperando claramente a que Kivrin montara-. ¡Por tu culpa no encontraremos al padre Roche!

Kivrin sonrió a Cob para tranquilizarlo, y puso las manos sobre el hombro del muchacho. Una de las primeras cosas en las que el señor Dunworthy había insistido era en lecciones de equitación, y ella se las había arreglado bastante bien. La silla de amazona no había sido introducida hasta 1390, lo cual era una suerte, y las sillas medievales tenían un alto fuste delantero y arzón trasero.

Esta silla era aún más alta que la que le sirvió para aprender a montar.

Probablemente seré yo la que se caiga, no Agnes, pensó, mirando a la niña cómodamente aupada a su silla. Ni siquiera se sujetaba, sino que estaba vuelta, tratando con algo que tenía en la alforja tras ella.

– ¡Vámonos! -dijo Rosemund, impaciente.

– Sir Bloet dice que me regalará una brida de plata para Sarraceno -comentó Agnes, todavía luchando con la alforja.

– ¡Agnes, deja de hacer el tonto y vámonos!

– Sir Bloet dice que me la traerá cuando venga por Pascua.

– ¡Agnes! ¡Vamos! ¡Parece que va a llover!

– No, no lloverá -replicó Agnes, sin preocuparse en lo más mínimo-. Sir Bloet…

Rosemund se volvió furiosa hacia su hermana.

– Oh, ¿ahora entiendes del tiempo? ¡Si sólo eres una cría! ¡Una cría llorona!

– ¡Rosemund! -dijo Kivrin-. No hables a tu hermana de esa forma -avanzó hasta la yegua de Rosemund y agarró las riendas-. ¿Qué te pasa, Rosemund? ¿Estás preocupada por algo?

Rosemund tensó las riendas, furiosa.

– ¡Sólo que nos retrasamos aquí mientras la cría charla!

Kivrin soltó las riendas, con el ceño fruncido, y dejó que Cob uniera las manos para ayudarla a montar. Nunca había visto a Rosemund actuar de esta forma.

Salieron del patio y dejaron atrás los corrales ahora vacíos mientras se dirigían al prado. Era un día plomizo, con una capa de densas nubes y ni el menor soplo de viento. Rosemund tenía razón: parecía que iba a llover. Había una sensación húmeda y brumosa en el aire frío. Kivrin espoleó su caballo.

La aldea se preparaba para la Navidad. Salía humo de todas las cabañas, y había dos hombres al fondo del prado, cortando madera y formando una gran pila. Un trozo de carne, grande y renegrido (¿la cabra?) se asaba en una espeta junto a la casa del senescal. Su mujer estaba delante, ordeñando a la huesuda vaca en la que Kivrin se había apoyado el día que intentó encontrar el lugar de recogida. El señor Dunworthy y ella habían discutido sobre la necesidad de aprender a ordeñar. Ella le había dicho que nadie ordeñaba a las vacas en los inviernos del siglo XIV, que los contemporáneos dejaban que se secaran y usaban la leche de cabra para hacer queso. También le había dicho que las cabras no se comían.

– ¡Agnes! -gritó Rosemund, furiosa.

Kivrin levantó la cabeza. La niña se había detenido y se había vuelto en la silla otra vez. Avanzó obediente.

– ¡No te esperaré más, mocosa! -amenazó Rosemund, y salió al trote, asustando a las gallinas y atropellando a una niñita descalza con una carga de leña.

– ¡Rosemund! -llamó Kivrin, pero ya estaba demasiado lejos para que pudiera oírla, y no quería dejar sola a Agnes para seguirla-. ¿Está enfadada tu hermana porque vamos a recoger acebo? -le preguntó a Agnes, sabiendo que no era así, pero con la esperanza de que la niña le contara algo más.

– Siempre está enfadada. Abuela se enfadará porque cabalga como una niña -hizo trotar a su pony decorosamente por el prado, un modelo de madurez, saludando con la cabeza a los aldeanos.

La niña que Rosemund había estado a punto de arrollar se detuvo y las miró con la boca abierta. La mujer del senescal levantó la cabeza y sonrió cuando pasaron, y luego continuó ordeñando, pero los hombres que cortaban leña se quitaron los gorros y se inclinaron.

Cabalgaron ante la choza donde Kivrin se había refugiado, la choza donde se había sentado mientras Gawyn traía sus cosas a la mansión.

– Agnes -dijo Kivrin-, ¿fue el padre Roche con vosotros cuando fuisteis a por el tronco de Nochebuena?

– Sí. Tenía que bendecirlo.

– Oh -dijo Kivrin, decepcionada. Esperaba que tal vez hubiera ido con Gawyn a traer sus cosas y supiera dónde estaba el lugar de recogida-. ¿Ayudó alguien a Gawyn a traer mis cosas a la casa?

– No -respondió Agnes, y Kivrin se dio cuenta de que en realidad no lo sabía-. Gawyn es muy fuerte. Mató a cuatro lobos con su espada.

Eso parecía improbable, pero también lo parecía el hecho de rescatar a una doncella en los bosques. Y estaba claro que él haría cualquier cosa si pensaba que eso le granjearía el amor de Eliwys, incluso arrastrar la carreta con sus manos desnudas.

– El padre Roche es fuerte -dijo Agnes.

– El padre Roche se ha ido -anunció Rosemund, que ya había descabalgado. Había atado el caballo a la valla, y se encontraba en el patio de la iglesia, con las manos en las caderas.

– ¿Has mirado dentro de la iglesia? -preguntó Kivrin.

– No -le respondió Rosemund, hosca-. Pero mirad qué frío hace. El padre Roche tendrá el buen tino de no esperar aquí hasta que nieve.

– Miraremos en la iglesia -sugirió Kivrin. Cogió a la niña pequeña y la bajó del caballo-. Vamos, Agnes.

– No -dijo Agnes, y parecía casi tan testaruda como su hermana-. Esperaré aquí con Sarraceno -palmeó la crin del pony.

– Sarraceno estará bien. Vamos, miraremos en la iglesia primero -la cogió de la mano y empujó la valla que daba a la iglesia.

Agnes no protestó, pero siguió mirando ansiosamente a los caballos por encima del hombro.

– A Sarraceno no le gusta estar solo.

Rosemund se detuvo en mitad del patio de la iglesia y se dio la vuelta, con los brazos en jarras.

– ¿Qué estás escondiendo, niña mala? ¿Robaste manzanas y las guardaste en tus alforjas?

– ¡No! -exclamó Agnes, alarmada, pero Rosemund se dirigía ya hacia el pony-. ¡No te acerques! ¡No es tu pony! ¡Es mío!

Bueno, no tendremos que ir a buscar al cura, pensó Kivrin. Si está aquí, vendrá a ver qué es todo este jaleo.

Rosemund soltó las correas de la alforja.

– ¡Mirad! -dijo, y cogió al cachorrito de Agnes por el pelaje del cuello.

– Oh, Agnes.

– Eres una niña mala -la regañó Rosemund-. Tendría que llevarlo al río y ahogarlo -se volvió en esa dirección.

– ¡No! -gimió Agnes, y corrió hacia la valla. Rosemund alzó inmediatamente el cachorrito fuera del alcance de su hermana.

Esto ya ha llegado demasiado lejos, pensó Kivrin. Dio un paso al frente y cogió al cachorro.

– Agnes, deja de llorar. Tu hermana no le hará daño al perrito.

El cachorrillo se debatió contra el hombro de Kivrin, intentando lamerle la mejilla.

– Agnes, los perros no pueden cabalgar. Blackie no podría respirar en tu alforja.

– Puedo llevarlo en brazos -apuntó Agnes, pero sin mucha convicción-. Quería cabalgar en mi pony.

– Ya ha cabalgado hasta la iglesia -dijo Kivrin-. Y cabalgará de vuelta al establo. Rosemund, lleva a Blackie de regreso -el perro intentaba morderle la oreja. Se lo dio a Rosemund, que lo cogió por la base del cuello-. Es muy pequeñín, Agnes. Ahora debe volver con su madre y dormir.

– ¡Tú eres la pequeñina, Agnes! -dijo Rosemund, tan furiosamente que Kivrin no estuvo segura de que fuera a llevar al cachorrito de regreso-. ¡Subir un perro a un caballo! ¡Y ahora perderemos aún más tiempo llevándolo de vuelta! ¡Me alegraré cuando sea mayor y ya no tenga que tratar con crías!

Montó, todavía agarrando al cachorro por el cuello, pero una vez estuvo sobre la silla, lo envolvió tiernamente con una esquina de su capa y lo abrazó contra su pecho. Cogió las riendas con la mano libre e hizo volverse al caballo.

– ¡Seguro que el padre Roche se ha ido ya! -repitió furiosa, y se marchó galopando.

Kivrin temió que tuviera razón. El alboroto que habían formado era suficiente para despertar a los muertos de sus tumbas de madera, pero nadie había salido de la iglesia. Sin duda se había marchado antes de que llegaran, pero Kivrin cogió a Agnes de la mano y la condujo a la iglesia.

– Rosemund es una niña mala -protestó Agnes.

Kivrin se sintió inclinada a darle la razón, pero no podía decirlo, y tampoco le apetecía defender a Rosemund, así que no dijo nada.

– Y yo no soy una cría -prosiguió Agnes, mirando a Kivrin en busca de confirmación, pero no había nada que decir a eso tampoco. Kivrin abrió la pesada puerta y contempló la iglesia.

No había nadie dentro. La nave estaba oscura, casi negra, y el día gris del exterior apenas proyectaba ninguna luz a través de las estrechas vidrieras, pero la puerta entornada permitía ver que estaba vacía.

– Tal vez está en el presbiterio -aventuró Agnes. Entró en la oscura nave, se arrodilló, se persignó, y luego miró impaciente a Kivrin por encima del hombro.

Tampoco había nadie en el presbiterio. Desde allí Kivrin vio que no había velas encendidas en el altar, pero Agnes no iba a darse por satisfecha hasta que hubieran recorrido toda la iglesia. Kivrin se arrodilló y se persignó junto a ella, y avanzaron hacia la reja en la oscuridad. Las velas delante de la imagen de santa Catalina se habían apagado. Percibió el intenso aroma del sebo y el humo. Se preguntó si el padre Roche las había apagado antes de marcharse. El fuego habría sido un gran problema, incluso en una iglesia de piedra, y no había palmatorias para que las velas ardieran sin problemas.

Agnes se dirigió a la reja, apretó la cara contra la madera tallada, y llamó:

– ¡Padre Roche!

Se volvió inmediatamente y anunció:

– No está aquí, lady Kivrin. Tal vez se haya ido a su casa -dijo, y salió corriendo por la puerta.

Kivrin estaba segura de que la niña no debería hacer eso, pero no pudo hacer más que seguirla por el patio hasta la casa más cercana.

Tenía que pertenecer al sacerdote, porque Agnes se encontraba ya ante la puerta gritando «¡Padre Roche!» y por supuesto la casa del cura estaba siempre junto a la iglesia, pero Kivrin no dejó de sorprenderse.

La casa era tan destartalada como la choza donde había descansado, y no mucho más grande. Se suponía que el sacerdote obtenía un diezmo de todas las cosechas y ganados, pero no había ningún animal en el estrecho patio a excepción de unas cuantas gallinas escuálidas, y un poco de madera apilada delante.

Agnes había empezado a aporrear la puerta, que parecía tan frágil como la de la choza, y Kivrin tuvo miedo de que la abriera de golpe y entrara, pero antes de que pudiera alcanzarla, la niña se volvió.

– Tal vez esté en el campanario.

– No, no lo creo -dijo Kivrin, cogiendo la mano de Agnes para que no volviera a escaparse. Se dirigieron juntas hacia la valla-. El padre Roche no toca la campana hasta vísperas.

– Podría estar -insistió Agnes, ladeando la cabeza como si quisiera escuchar la campana.

Kivrin prestó atención también, pero no había ningún sonido, y de repente advirtió que la campana del suroeste había cesado. Había estado tocando de forma casi ininterrumpida mientras tuvo neumonía, y la había oído cuando salió al establo la segunda vez, buscando a Gawyn, pero no recordaba si la había vuelto a oír desde entonces.

– ¿Habéis oído eso, lady Kivrin? -preguntó Agnes. Se zafó de la mano de Kivrin y echó a correr, no hacia el campanario, sino alrededor de la iglesia, hacia la cara norte-. ¿Veis? -dijo, señalando lo que había encontrado-. No se ha marchado.

Era el burro blanco del sacerdote, que pastaba plácidamente entre la nieve. Tenía una cuerda a modo de brida y varias bolsas de arpillera al lomo, obviamente vacías y destinadas a la hiedra y el acebo.

– Está en el campanario, lo sé -dijo Agnes, y regresó corriendo por donde había venido. Kivrin la siguió por el patio, hasta verla desaparecer en la torre. Esperó, preguntándose dónde si no deberían buscar. Tal vez el sacerdote estaba atendiendo a algún enfermo en una de las chozas.

Captó un destello de movimiento a través de la ventana de la iglesia. Una luz. Tal vez el sacerdote había regresado mientras ellas miraban al burro. Abrió la puerta y se asomó al interior. Habían encendido una vela delante de la imagen de santa Catalina. Distinguió su leve brillo a los pies de la estatua.

– ¿Padre Roche? -llamó en voz baja. No hubo respuesta. Entró, dejando que la puerta se cerrara tras ella, y se dirigió a la imagen.

La vela estaba colocada entre los pies de la talla, que parecían bloques. El burdo rostro de santa Catalina y su pelo estaban en sombras, inclinado de forma protectora sobre la pequeña figura adulta que se suponía era una niña pequeña. Kivrin se arrodilló y cogió la vela. Acababan de encenderla. Ni siquiera había tenido tiempo de derretir el sebo en el hueco alrededor del pabilo.

Kivrin contempló la nave. No distinguió nada. La vela iluminaba el suelo y el tocado de santa Catalina y dejaba el resto de la nave en total oscuridad.

Dio unos cuantos pasos, todavía sosteniendo la vela.

– ¿Padre Roche?

La iglesia se hallaba en completo silencio, como estaba el bosque el día que lo atravesó. Demasiado silencio, como si hubiera alguien allí, de pie junto a la tumba o tras una de las columnas, esperando.

– ¿Padre Roche? -llamó claramente-. ¿Estáis ahí?

No hubo respuesta, sólo aquel silencio acechante. No había nadie en el bosque, se dijo Kivrin, y avanzó unos cuantos pasos más en la oscuridad. No había nadie junto a la tumba. El esposo de Imeyne yacía con las manos cruzadas sobre el pecho y su espada al lado, pacífico y silencioso. No había nadie junto a la puerta tampoco. Ahora lo veía, a pesar del resplandor cegador de la vela. No había nadie allí.

Sentía su corazón latiendo como en el bosque, tan fuerte que podía acallar el sonido de pasos, o de respiración, o de alguien que esperara tras ella. Se dio la vuelta, y la vela dibujó un feroz trazo en el aire.

Él estaba justo detrás. La vela casi se apagó. La llama se dobló, fluctuando, y entonces se reafirmó, iluminando su cara de asesino desde abajo, como había hecho con la linterna.

– ¿Qué queréis? -dijo Kivrin, tan sobresaltada que casi no emitió ningún sonido-. ¿Cómo habéis entrado aquí?

El asesino no le respondió. Simplemente se la quedó mirando como había hecho en el claro. No fue un sueño, pensó Kivrin asustada. Estaba allí. Había pretendido… ¿qué? ¿Robarle? ¿Violarla? y Gawyn le había hecho huir.

Dio un paso atrás.

– ¿Qué quieres? ¿Quién eres?

Estaba hablando en inglés. Oyó su voz resonando huecamente en el frío espacio de piedra. Por favor, pensó, que el intérprete no se estropee ahora.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -dijo, obligándose a hablar más despacio, y oyó su propia voz decir-: Whette wolde thou withe me?

Él extendió la mano, una mano grande, sucia y enrojecida, la mano de un asesino, como si quisiera tocar su pelo rapado.

– Marchaos -dijo Kivrin. Retrocedió otro paso y tropezó con la tumba. La vela se apagó-. No sé quién eres o qué quieres, pero será mejor que te vayas.

Era inglés otra vez, ¿pero qué diferencia había? Él quería robarle, matarla, ¿y dónde estaba el sacerdote?

– ¡Padre Roche! -gritó, desesperada-. ¡Padre Roche!

Hubo un sonido en la puerta, un golpe y luego el roce de madera sobre piedra, y Agnes abrió la puerta.

– Aquí estáis -exclamó felizmente-. Os he buscado por todas partes.

El asesino miró la puerta.

– ¡Agnes! -gritó Kivrin-. ¡Corre!

La niñita se quedó inmóvil, la mano todavía en la pesada puerta.

– ¡Sal de aquí! -gritó Kivrin, y advirtió con horror que seguía hablando en inglés. ¿Cuál era la palabra para «correr»?

El asesino avanzó otro paso hacia Kivrin. Ella se encogió contra la tumba.

Renne! ¡Huye, Agnes! -gritó, y entonces la puerta se cerró y Kivrin echó a correr tras ella, dejando caer la vela.

Agnes casi había llegado a la valla, pero se detuvo en cuanto Kivrin salió por la puerta y luego corrió hacia ella.

– ¡No! -le gritó Kivrin, agitando los brazos-. ¡Corre!

– ¿Es un lobo? -preguntó Agnes, con los ojos muy abiertos.

No había tiempo de explicar ni de obligarla a correr. Los hombres que cortaban leña habían desaparecido. Cogió a Agnes en brazos y corrió hacia los caballos.

– ¡Había un hombre malo en la iglesia! -explicó, colocando a Agnes sobre su pony.

– ¿Un hombre malo? -preguntó Agnes, ignorando las riendas que Kivrin le tendía-. ¿Fue uno de los que os asaltaron en el bosque?

– Sí -dijo Kivrin, desatando las riendas-. Debes cabalgar tan rápido como puedas hasta la mansión. No te detengas por nada.

– No le vi -dijo Agnes.

Era bastante normal. Al venir del exterior, no podría haber visto nada en la oscuridad de la iglesia.

– ¿Era el hombre que robó vuestras posesiones y os pegó en la cabeza?

– Sí -Kivrin cogió sus riendas y empezó a desatarlas.

– ¿Estaba el hombre malo oculto en la tumba?

– ¿Qué? -dijo Kivrin. No podía desatar el tenso cuero. Miró ansiosamente hacia la puerta de la iglesia.

– Os vi al padre Roche y a vos junto a la tumba. ¿Estaba el hombre malo escondido en la tumba del abuelo?

16

El padre Roche.

Las tensas riendas se aflojaron de pronto en su mano.

– ¿El padre Roche?

– Fui al campanario, pero no estaba allí. Estaba en la iglesia -asintió Agnes-. ¿Por qué se escondía el hombre malo en la tumba del abuelo, lady Kivrin?

El padre Roche. Pero no podía ser. El padre Roche le había administrado los últimos sacramentos. Le había uncido las sienes y las palmas de las manos.

– ¿Hará daño el hombre malo al padre Roche?

No podía ser el padre Roche. El padre Roche le había sostenido la mano. Le había dicho que no tuviera miedo. Intentó recordar el rostro del sacerdote. Se había inclinado sobre ella y le había preguntado su nombre, pero no pudo ver su cara debido al humo.

Y mientras le administraba los últimos sacramentos, ella vio al asesino, y tuvo miedo porque le habían dejado entrar en la habitación, había intentado huir de él.

Pero no era un asesino. Era el padre Roche.

– ¿Viene el hombre malo? -preguntó Agnes, mirando ansiosamente hacia la puerta de la iglesia.

Todo encajaba. El asesino inclinado sobre ella en el claro, colocándola sobre el caballo. Kivrin había supuesto que era una visión provocada por su delirio, pero se equivocaba. Fue el padre Roche, que fue a ayudar a Gawyn a llevarla a la mansión.

– El hombre malo no va a venir -suspiró Kivrin-. No hay ningún hombre malo.

– ¿Se esconde todavía en la iglesia?

– No. Me he equivocado. No hay ningún hombre malo.

Agnes no parecía convencida.

– Pero habéis gritado.

Kivrin ya imaginaba cómo le diría a su abuela: «Lady Kivrin y el padre Roche estaban juntos en la iglesia y ella gritó.» Lady Imeyne se sentiría encantada por añadir esto a la letanía de pecados del padre Roche. Y a la lista de la sospechosa conducta de Kivrin.

– Sé que grité. La iglesia estaba oscura. El padre Roche apareció de repente y me asusté.

– Pero era el padre Roche -insistió Agnes, como si no alcanzara a imaginar que nadie pudiera tener miedo de él.

– Cuando Rosemund y tú jugáis al escondite y ella salta de pronto desde detrás de un árbol, tú también gritas -alegó Kivrin, desesperada.

– Una vez Rosemund se escondió en el desván cuando yo buscaba a mi perro, y saltó sobre mí. Me asusté tanto que grité. Así -dijo Agnes, y dejó escapar un alarido espantoso-. Y otra vez estaba oscuro en el salón y Gawyn apareció por detrás de la puerta y dijo «¡Bu!» y yo grité y…

– Eso es. La iglesia estaba oscura.

– ¿Saltó el padre Roche sobre vos y dijo «Bu»?

Sí, pensó Kivrin. Saltó sobre mí, y pensé que era un asesino.

– No. No hizo nada.

– ¿Vamos a ir con el padre Roche a buscar acebo?

Si no lo he asustado, pensó Kivrin. Si no se ha marchado mientras nosotras hablábamos aquí.

Bajó a Agnes del caballo.

– Vamos. Tenemos que encontrarlo.

No sabría qué hacer si se había marchado ya. No podía llevar a Agnes de vuelta a la mansión y decirle a lady Imeyne cómo había gritado. Y no podía regresar sin darle una explicación al padre Roche. ¿Una explicación de qué? ¿De que había pensado que era un ladrón, un violador? ¿Que lo había confundido con una pesadilla de su delirio?

– ¿Debemos entrar en la iglesia otra vez? -preguntó Agnes, reticente.

– No pasa nada. No hay nadie más que el padre Roche.

A pesar de las palabras de Kivrin, Agnes no tenía ningún deseo de volver a la iglesia. Escondió la cabeza en las faldas de Kivrin cuando ésta abrió la puerta, y se aferró a su pierna.

– No pasa nada -la tranquilizó Kivrin, quien contempló la nave. El padre Roche ya no estaba junto a la tumba. La puerta se cerró tras ella, y se quedó allí, con Agnes apretujada contra ella, esperando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad-. No hay nada que temer.

No es un asesino, se dijo. No hay nada que temer. Te administró los últimos sacramentos. Te sostuvo la mano. Pero su corazón latía desbocado.

– ¿Está ahí el hombre malo? -susurró Agnes, con la mano apretada contra la rodilla de Kivrin.

– No hay ningún hombre malo -repitió ella, y entonces lo vio. Estaba de pie ante la imagen de santa Catalina. Tenía en la mano la vela que Kivrin había dejado caer, se inclinó y la depositó delante de la talla, y luego se incorporó.

Kivrin pensó que tal vez fuera algún engaño de la oscuridad y la llama de la vela, al iluminar su cara desde abajo, y que acaso no fuera el asesino, pero sí lo era. Tenía una capucha en la cabeza aquella noche, así que ella no pudo verle la tonsura, pero se inclinaba ante la estatua como se había inclinado ante ella. El corazón volvió a latirle con fuerza.

– ¿Dónde está el padre Roche? -preguntó Agnes, irguiendo la cabeza-. Allí -corrió hacia él.

– No -dijo Kivrin, y la siguió-. No…

– ¡Padre Roche! -gritó Agnes-. ¡Padre Roche! ¡Os hemos estado buscando! -obviamente, se había olvidado del hombre malo-. ¡Buscamos en la iglesia y en la casa, pero no estabais allí!

Corría hacia él a toda velocidad. Él se volvió, se agachó y la cogió en brazos en un solo movimiento.

– ¿Os escondíais? -preguntó Agnes. Le pasó un brazo alrededor del cuello-. Una vez Rosemund se escondió en el granero y me sorprendió. Grité muy fuerte.

– ¿Por qué me buscabas, Agnes? ¿Hay alguien enfermo?

Pronunció Agnes como «Agnus», y tenía casi el mismo acento que el niño con escorbuto. El intérprete tardó un instante en traducir lo que había dicho, y Kivrin se sorprendió al no poder entenderlo. Había entendido todo lo que le dijo en la habitación.

Debió de hablarme en latín, pensó, porque su voz era la misma. Era la voz que había pronunciado los últimos ritos, la voz que le había dicho que no tuviera miedo. Y ya no tuvo miedo. Con el sonido de su voz, su corazón recobró un ritmo acompasado.

– No, no hay nadie enfermo -sonrió Agnes-. Queremos que nos acompañéis a recoger hiedra y acebo para el salón. Lady Kivrin, Rosemund, Sarraceno y yo.

Ante las palabras «lady Kivrin», Roche se volvió y la vio allí de pie, junto a la columna. Soltó a Agnes.

Kivrin apoyó la mano en la columna para sostenerse.

– Os pido perdón, santo padre -dijo-. Lamento haber gritado y huido. Estaba oscuro y no os reconocí…

El intérprete, todavía retrasado, lo tradujo como «no os supe».

– No sabe nada -interrumpió Agnes-. El hombre malo la golpeó en la cabeza, y sólo recuerda su nombre.

– Eso he oído -asintió él, todavía mirando a Kivrin -. ¿Es cierto que no tenéis memoria de por qué habéis venido entre nosotros?

Ella experimentó la misma necesidad de decirle la verdad que sintió cuando le preguntó su nombre. Soy historiadora, quiso decir. He venido a observaros, y caí enferma, y no sé dónde está el lugar de recogida.

– No recuerda nada de quien es -insistió Agnes-. No recordaba cómo hablar. Tuve que enseñarle.

– ¿No recordáis nada de quién sois?

– No.

– ¿Y nada de vuestra venida aquí?

Al menos podía ser sincera al respecto.

– No -dijo-. Excepto que vos y Gawyn me trajisteis a la mansión.

Agnes se cansó de la conversación.

– ¿Podemos ir con vos a recoger acebo?

Él no actuó como si la hubiera oído. Extendió la mano como si fuera a bendecir a Kivrin, pero en cambio le tocó la sien, y ella advirtió que era eso lo que había pretendido hacer antes, junto a la tumba.

– No tenéis ninguna herida -observó.

– Ha sanado.

– Queremos marcharnos ya -adujo Agnes, tirando del brazo de Roche.

Él levantó la mano, como para volver a tocarle la sien, y entonces la retiró.

– No debéis tener miedo -dijo-. Dios os ha enviado entre nosotros para algún buen propósito. No, no lo ha hecho, pensó Kivrin. Él no me ha enviado. Me envió Medieval. Pero se sintió reconfortada.

– Gracias -sonrió.

– ¡Quiero irme ahora! -exclamó Agnes, tirando del brazo de Kivrin-. Id a coger a vuestro burro -le dijo al padre Roche-, y nosotras recogeremos a Rosemund.

Agnes echó a andar, y Kivrin no tuvo más remedio que seguirla para que no corriera. La puerta se abrió de golpe antes de que la alcanzaran, y Rosemund se asomó, parpadeando.

– Está lloviendo. ¿Habéis encontrado al padre Roche? -demandó.

– ¿Has llevado a Blackie al establo? -preguntó Agnes.

– Sí. ¿Habéis llegado demasiado tarde, y el padre Roche ya se ha ido?

– No. Está aquí, y nos acompañará. Estaba en la iglesia, y lady Kivrin…

– Ha ido a coger su burro -la interrumpió Kivrin, para impedir que Agnes contara lo sucedido.

– Me asusté aquella vez que saltaste del desván, Rosemund -dijo Agnes, pero Rosemund ya se había vuelto hacia su caballo.

No llovía, pero una fina bruma flotaba en el aire. Kivrin ayudó a Agnes a montar y luego montó en su ruano, usando la valla para auparse. El padre Roche llegó con su burro, y siguieron el sendero hasta dejar atrás la iglesia y un puñado de árboles, cruzaron un prado cubierto de nieve y se internaron en el bosque.

– Hay lobos en el bosque -comentó Agnes-. Gawyn mató a uno.

Kivrin apenas la oía. Observaba al padre Roche caminar junto a su burro, intentando recordar la noche en que la llevó a la mansión. Rosemund había dicho que Gawyn se lo había encontrado en el camino y le había ayudado a llevarla a la casa, pero no podía ser cierto.

Roche se había inclinado sobre ella mientras estaba sentada contra la rueda de la carreta. Kivrin distinguió su cara a la fluctuante luz del fuego. Él le dijo algo que no comprendió, y ella le pidió: «Dígale al señor Dunworthy que venga a buscarme.»

– Rosemund no cabalga de forma apropiada para una doncella -señaló Agnes, presuntuosa.

Se había adelantado al burro y casi se había perdido de vista en la curva del camino, esperando impaciente a que la alcanzaran.

– ¡Rosemund! -llamó Kivrin, y Rosemund regresó al galope, casi chocó con el burro y luego tiró de las riendas de su yegua.

– ¿No podemos ir más rápido? -demandó, dio media vuelta, y avanzó otra vez-. Ya veréis, empezará a llover antes de que hayamos terminado.

Se encontraban ahora en pleno bosque, y el camino no era más que un estrecho sendero. Kivrin contemplaba los árboles, intentando recordar si los había visto antes. Pasaron ante un grupito de sauces, pero estaba demasiado apartado de la carretera, y un hilillo de agua helada corría a su lado.

Había un gran sicómoro al otro lado del sendero. Se alzaba en un pequeño espacio abierto, cubierto de muérdago. Detrás había una hilera de árboles, tan distanciados que debían de haber sido plantados. No recordaba haberlos visto con anterioridad.

La habían llevado por este camino, y ella esperaba que algo disparara su memoria, pero nada le resultaba familiar. Estaba demasiado oscuro y ella demasiado enferma.

Todo lo que recordaba en realidad era el lugar del lanzamiento, aunque tenía la misma cualidad brumosa e irreal que el viaje a la mansión. Había un claro, un roble y un grupito de sauces. Y la cara del padre Roche inclinándose sobre ella mientras se apoyaba en la rueda del carro.

Debía de estar con Gawyn cuando la encontraron, o bien Gawyn lo había llevado de vuelta al lugar. Ella distinguió su rostro claramente a la luz de la llama. Y luego se cayó del caballo en la encrucijada.

Todavía no habían llegado a ninguna encrucijada. Ni siquiera había visto ninguna trocha, aunque sabía que tenían que estar por allí, enlazando una aldea con otra para conducir a los campos y la choza del campesino enfermo que Eliwys había ido a ver.

Subieron una loma, y en la cima el padre Roche se volvió para comprobar que lo seguían. Sabe dónde está el lugar de recogida, pensó Kivrin. Esperaba que tuviera alguna idea de dónde estaba, que Gawyn se lo hubiera descrito o le hubiera dicho junto a qué camino se encontraba, pero no. El padre Roche ya sabía dónde estaba el lugar. Ya había estado allí.

Agnes y Kivrin llegaron a la cima de la colina, pero lo único que divisó fueron árboles y más árboles. Tenían que estar en el bosque de Wychwood, pero en ese caso, había más de cien kilómetros cuadrados donde podía esconderse el lugar de recogida. Por su cuenta, nunca daría con él. Apenas podía ver a diez metros entre la maleza.

Le sorprendía la espesura del bosque. Desde luego, allí no corrían senderos entre los árboles. Apenas había espacio, y el que había estaba ocupado por ramas caídas, arbustos retorcidos y nieve.

Se equivocaba en lo de no reconocer nada: después de todo aquel bosque le resultaba familiar. Era el bosque donde se había perdido Blancanieves, y Hansel y Gretel, y todos aquellos príncipes. Había lobos en él, y osos, y tal vez incluso casas de brujas, y de ahí venían todas esas historias, ¿no?, de la Edad Media. No le extrañaba. Cualquiera podía perderse allí.

Roche se detuvo y esperó junto a su burro mientras Rosemund volvía a su lado y ellas los alcanzaban; Kivrin se preguntó amargamente si se habrían perdido.

Pero en cuanto lo alcanzaron, él se desvió hacia un sendero aún más estrecho que no era visible desde el camino.

Rosemund no podía adelantar al padre Roche y su burro sin empujarlos a un lado, pero los siguió casi pisando los cascos del animal, y Kivrin volvió a preguntarse por qué estaba tan molesta. «Sir Bloet tiene muchos amigos poderosos», había dicho lady Imeyne. Lo llamó aliado, pero Kivrin se preguntó si en realidad lo era, o si el padre de Rosemund le había contado algo acerca de él que la había inquietado sobre la perspectiva de que viniera a Ashencote.

Avanzaron un poco por el sendero, dejaron atrás un grupito de sauces que se parecía al del lugar del lanzamiento, y luego se desviaron, internándose entre un puñado de abetos hasta salir a un bosquecillo de fresnos.

Kivrin esperaba encontrar arbustos como los que había en el patio de Brasenose, pero era un árbol. Se alzaba sobre ellos, extendiéndose sobre los confines de las hojas, y sus bayas rojas brillaban entre las masas de hojas satinadas.

El padre Roche empezó a coger los sacos, y Agnes intentó ayudarle. Rosemund sacó un cuchillo corto de hoja plana de su cinturón y empezó a tirar de las ramas inferiores.

Kivrin chapoteó entre la nieve hasta llegar al otro lado del árbol. Había advertido un destello blanco que podría ser el grupito de abedules, pero sólo era una rama, medio caída entre dos árboles y cubierta de nieve.

Agnes apareció, con Roche tras ella llevando una daga de temible aspecto. Kivrin pensaba que saber quién era produciría algún tipo de transformación, pero cuando lo vio allí de pie detrás de la niña, le siguió pareciendo un asesino.

Le tendió a Agnes una de las toscas bolsas.

– Debes mantener abierta la bolsa de esta forma -le explicó, inclinándose para enseñarle cómo doblar hacia atrás la parte superior de la bolsa-, y yo iré metiendo las ramas.

Empezó a cortar ramas, sin hacer caso a las afiladas hojas. Kivrin cogía las ramas y las ponía con cuidado sobre la bolsa, para que no se rompieran.

– Padre Roche -dijo-. Quería daros las gracias por ayudarme cuando estuve tan enferma y por haberme llevado a la mansión cuando…

– Cuando caísteis -la interrumpió él, tirando de una rama que se resistía.

Ella quiso decir «cuando me asaltaron los ladrones», y su intervención la sorprendió. Recordó que se había caído del caballo y se preguntó si fue entonces cuando él apareció. Pero en ese caso, ya estaban bastante lejos del lugar del lanzamiento, y no podría saber dónde se encontraba. Y ella le recordaba allí, en el lugar mismo.

No tenía sentido especular.

– ¿Sabéis dónde me encontró Gawyn? -preguntó, y contuvo la respiración.

– Sí -dijo él, mientras cortaba la gruesa rama.

Kivrin se sintió súbitamente enferma de alivio. Él sabía dónde estaba el lugar.

– ¿Queda lejos de aquí?

– No -dijo. Arrancó la rama.

– ¿Me llevaríais allí?

– ¿Por qué queréis ir? -preguntó Agnes, con los brazos bien extendidos para mantener la bolsa abierta-. ¿Y si los hombres malos están allí todavía?

Roche la miraba como si se estuviera preguntando lo mismo.

– Pensé que si veía el lugar, quizá recordaría quién soy y de dónde vengo -adujo Kivrin.

Él le tendió la rama, sosteniéndola de forma que ella pudiera cogerla sin pincharse.

– Os llevaré -dijo.

– Gracias -respondió Kivrin. Gracias. Metió la rama junto a las demás y Roche cerró la bolsa y se la cargó al hombro.

Rosemund apareció, arrastrando su bolsa por la nieve.

– ¿No habéis terminado todavía?

Roche cogió también su bolsa, y las ató ambas a lomos del burro. Kivrin subió a Agnes a su pony y ayudó a montar a Rosemund, y el padre Roche se arrodilló y unió sus grandes manos para que Kivrin subiera al estribo.

La había ayudado a montar en el caballo blanco cuando se cayó. Cuando cayó. Recordaba sus grandes manos sujetándola. Pero entonces estaban ya bastante lejos del lugar, ¿y por qué iba Gawyn a llevar a Roche de vuelta hasta allí? No recordaba haber regresado, pero todo era confuso y oscuro. En su delirio, seguramente le pareció más lejos de lo que era.

Roche guió al burro entre los abetos y regresó al sendero. Rosemund le dejó ir delante y luego dijo, con una voz igual que la de Imeyne:

– ¿Adónde va? La hiedra no está por ahí.

– Vamos a ver el lugar donde encontraron a lady Kivrin -dijo Agnes.

Rosemund miró a Kivrin con desconfianza.

– ¿Por qué queréis ir allí? Vuestras posesiones ya han sido llevadas a la mansión.

– Cree que si ve el lugar recordará algo -dijo Agnes-. Lady Kivrin, si recordáis quién sois, ¿volveréis a casa?

– En efecto, lo hará -respondió Rosemund-. Debe regresar con su familia. No puede quedarse con nosotros para siempre.

Sólo lo hacía para provocar a Agnes, y funcionó.

– ¡Sí puede! Será nuestra aya.

– ¿Por qué querría quedarse con una cría llorona? -dijo Rosemund, espoleando a su caballo para ponerlo al trote.

– ¡No soy una cría! -gritó Agnes tras ella-. ¡La cría eres tú! -se volvió hacia Kivrin-. ¡No quiero que me dejéis!

– No te dejaré. Vamos, el padre Roche espera.

Estaba en el camino, y en cuanto le alcanzaron, volvió a ponerse en marcha. Rosemund ya estaba muy adelantada, avanzando por el sendero cubierto de nieve.

Cruzaron un pequeño arroyo y llegaron a una encrucijada. La parte donde se encontraban se curvaba a la derecha, la otra continuaba recta durante un centenar de metros y luego hacía un brusco giro a la izquierda. Rosemund se encontraba en la encrucijada, dejando que su caballo pastara y sacudiera la cabeza para expresar su impaciencia.

Me caí del caballo blanco en una encrucijada, pensó Kivrin, intentando recordar los árboles, el camino, el arroyuelo, cualquier cosa. Había docenas de encrucijadas en los caminos que surcaban el bosque de Wychwood y ningún motivo para pensar que ésta era la que buscaba, pero por lo visto lo era. El padre Roche giró a la derecha y avanzó unos cuantos metros, y luego se internó en el bosque, guiando al burro.

No había ningún sauce donde dejó el camino, ninguna colina. Debe de estar siguiendo el camino por donde la había traído Gawyn. Kivrin recordaba que habían recorrido un buen trecho de bosque antes de llegar a la encrucijada.

Lo siguieron entre los árboles, Rosemund en último lugar, y casi inmediatamente tuvieron que desmontar y guiar a sus caballos. Roche no seguía ningún sendero. Se abría paso entre la nieve, esquivando las ramas bajas que le arrojaban nieve al cuello, y sorteando un matorral de espinos.

Kivrin intentó memorizar el escenario para poder encontrar el camino de vuelta, pero todo parecía igual. En cuanto hubiera nieve podría seguir las huellas. Tendría que volver antes de que se derritiera y marcar el camino con ramas o trozos de tela o algo. O migas de pan, como Hansel y Gretel.

Ahora comprendía cómo ellos, Blancanieves, y los distintos príncipes, se habían perdido en los bosques. Sólo habían avanzado unos cientos de metros y al mirar atrás Kivrin ya no estaba segura de en qué dirección se encontraba el camino, incluso las huellas. Hansel y Gretel podrían haber vagado durante meses sin encontrar el camino de vuelta a casa, ni la casa de la bruja tampoco.

El asno del padre Roche se detuvo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Kivrin.

El padre Roche condujo al burro a un lado y lo ató a un aliso.

– Éste es el lugar.

No era el sitio del lanzamiento. Ni siquiera había un claro, sólo un espacio donde un roble había extendido sus ramas e impedido que crecieran otros árboles. Casi formaba una tienda, y debajo el terreno estaba tan sólo espolvoreado de nieve.

– ¿Podemos encender fuego? -preguntó Agnes, caminando bajo las ramas hasta los restos de una hoguera. Un tronco caído había sido arrastrado encima. Agnes se sentó sobre él-. Tengo frío -dijo, empujando las piedras renegridas con el pie.

No había ardido mucho tiempo. Los palos apenas estaban chamuscados. Alguien le había echado tierra encima para apagarla. El padre Roche se había arrodillado ante ella, la luz de la hoguera fluctuaba en su rostro.

– ¿Bien? -dijo Rosemund, impaciente-. ¿Recordáis algo?

Ella había estado aquí. Recordaba el fuego. Había creído que lo encendían para quemarla. Pero eso era imposible. Roche había estado en el lugar del lanzamiento. Le recordaba inclinado sobre ella mientras estaba apoyada en la rueda de la carreta.

– ¿Estáis totalmente seguro de que éste es el lugar donde me encontró Gawyn?

– Sí -dijo él, frunciendo el ceño.

– Si viene el hombre malo, le atacaré con mi daga -dijo Agnes, sacando de la hoguera uno de los palos medio consumidos y blandiéndolo en el aire. El extremo ennegrecido se rompió. Agnes se agachó junto al fuego y cogió otro palo, y luego se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco, y golpeó los dos palos juntos. Pedazos de carbón salieron volando en todas direcciones.

Kivrin miró a Agnes. Se había sentado contra el tronco mientras los hombres encendían el fuego, y Gawyn se inclinó sobre ella, su cabello rojo a la luz de la hoguera, y dijo algo que Kivrin no comprendió. Entonces apagó el fuego con sus botas, y el humo la cegó.

– ¿Habéis recordado quién sois? -preguntó Agnes, tirando los palos entre las piedras.

Roche todavía la miraba con el ceño fruncido.

– ¿Estáis enferma, lady Katherine? -preguntó.

– No -Kivrin trató de sonreír-. Es que… Esperaba que si veía el lugar donde me atacaron, lograría recordar.

Él la miró solemnemente durante un instante, como había hecho en la iglesia, y entonces se volvió hacia su burro.

– Venid -dijo.

– ¿Habéis recordado? -insistió Agnes, dando una palmada. Tenía los guantes cubiertos de hollín.

– ¡Agnes! -exclamó Rosemund-. Mira cómo te has ensuciado los guantes -puso a la niña bruscamente en pie-. Y también te has estropeado la capa, al sentarte en la nieve fría. ¡Niña mala!

Kivrin separó a las dos hermanas.

– Rosemund, desata el pony de Agnes -ordenó-. Es hora de recoger la hiedra -limpió la nieve de la capa de Agnes y frotó la piel blanca, pero fue en vano.

El padre Roche estaba de pie junto al asno, esperándolas, todavía con aquella expresión extraña y sobria.

– Te limpiaremos los guantes cuando lleguemos a casa -dijo Kivrin rápidamente-. Vamos, debemos ir con el padre Roche.

Kivrin cogió las riendas de la yegua y siguió a las niñas y al padre Roche por donde habían venido durante unos cuantos metros, y luego en otra dirección que los llevó casi de inmediato a un camino. No pudo ver la bifurcación, y se preguntó si estaban más lejos o en un camino completamente distinto. Todo le parecía igual: sauces y pequeños calveros y robles.

Estaba claro lo que había sucedido. Gawyn había intentado llevarla a la casa, pero ella estaba demasiado enferma. Se cayó del caballo, él la llevó al bosque, encendió una hoguera y la dejó allí, apoyada contra el tronco caído, mientras buscaba ayuda.

O tal vez había intentado encender una hoguera y quedarse allí con ella hasta la mañana, y el padre Roche vio el fuego y se acercó a ayudar, y entre los dos la llevaron a la casa. El padre Roche no sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento. Había asumido que Gawyn la encontró allí, bajo el roble.

La imagen de él inclinado mientras Kivrin estaba apoyada contra la rueda de la carreta formaba parte de su delirio. Lo había soñado mientras yacía en la habitación, igual que había soñado las campanas, la hoguera y el caballo blanco.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Rosemund, irritada, y Kivrin sintió ganas de abofetearla-. Hay hiedra más cerca de casa. Y está empezando a llover.

Tenía razón. La niebla se estaba convirtiendo en llovizna.

– ¡Podríamos haber terminado ya, y ahora estaríamos en casa si esta cría no hubiera traído a su cachorro! -se adelantó galopando otra vez, y Kivrin ni siquiera intentó detenerla.

– Rosemund es una idiota -refunfuñó Agnes.

– Sí. Lo es. ¿Sabes qué le pasa?

– Es por culpa de sir Bloet. Va a casarse con él.

– ¿Qué? -exclamó Kivrin. Imeyne había comentado algo acerca de una boda, pero ella había supuesto que una de las hijas de sir Bloet iba a casarse con uno de los hijos de lord Guillaume-. ¿Cómo puede sir Bloet casarse con Rosemund? ¿No está casado ya con lady Yvolde?

– No -dijo Agnes; parecía sorprendida-. Lady Yvolde es su hermana.

– Pero Rosemund no es lo bastante mayor -adujo Kivrin, aunque sabía que lo era. Las niñas en el siglo XIV normalmente se prometían antes de la mayoría de edad, a veces incluso al nacer. El matrimonio en la Edad Media era un acuerdo comercial, una forma de unir tierras y aumentar el estatus social, y sin duda Rosemund había sido educada desde la edad de Agnes para casarse con alguien como sir Bloet. Pero todas las historias medievales de niñas virginales casadas con viejos arrugados y desdentados acudieron de inmediato a su mente.

– ¿Le gusta sir Bloet a Rosemund? -preguntó Kivrin. Por supuesto que no. Se había mostrado desagradable, malhumorada, casi histérica desde que oyó que iba a venir.

– A mí me cae bien -dijo Agnes-. Va a regalarme una brida de plata cuando se casen.

Kivrin miró a Rosemund, muy adelantada ya en el camino. Sir Bloet tal vez no fuera viejo y arrugado. Eran sólo suposiciones, igual que había supuesto que lady Yvolde era su esposa. Podía ser joven, y el mal humor de Rosemund tal vez se debía sólo a los nervios. Y Rosemund podría cambiar de opinión sobre él antes de la boda. Las muchachas normalmente no se casaban hasta que tenían catorce o quince años, no antes de que empezaran a mostrar signos de maduración.

– ¿Cuándo van a casarse? -le preguntó a Agnes.

– En Pascua.

Habían llegado a otra encrucijada. Ésta era mucho más estrecha, y los dos caminos corrían casi paralelos durante un centenar de metros antes de que el que había seguido Rosemund subiera por una loma.

Doce años, y se iba a casar al cabo de tres meses. No era extraño que lady Eliwys no quisiera que sir Bloet supiera que estaban allí. Tal vez no aprobaba que Rosemund se casara tan joven, y el compromiso había sido dispuesto sólo para sacar a su padre del lío en el que estaba metido.

Rosemund subió a lo alto de la loma y galopó de vuelta junto al padre Roche.

– ¿Adónde nos lleváis? -preguntó-. Pronto llegaremos a terreno descubierto.

– Ya casi hemos llegado -dijo el padre Roche mansamente.

Ella hizo girar a su yegua y se perdió de vista colina arriba, volvió a aparecer, regresó junto a Kivrin y Agnes, hizo girar a la yegua bruscamente, y se adelantó de nuevo. Como una rata en la trampa, pensó Kivrin, buscando frenéticamente una salida.

La lluvia arreciaba. El padre Roche se cubrió la cabeza con la capucha y condujo al burro colina arriba. El animal avanzó con dificultad y luego se detuvo. El padre Roche tiró de las riendas, pero el burro se resistió.

Kivrin y Agnes le alcanzaron.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Kivrin.

– Vamos, Balaam -dijo el padre Roche, y agarró las riendas con las dos manos, pero el burro no se movió. Se debatió contra el cura, clavando en el suelo los cascos traseros y casi sentándose.

– Tal vez no le gusta la lluvia -observó Agnes.

– ¿Podemos ayudar? -preguntó Kivrin.

– No -respondió él, indicándoles que siguieran-. Continuad. Será mejor si los caballos no están aquí.

Se envolvió las riendas en la mano y se colocó detrás del animal como si intentara empujarlo. Kivrin remontó la cima con Agnes, y miró hacia atrás para asegurarse de que el burro no le coceaba en la cabeza. Empezaron a descender por el otro lado.

El bosque de abajo quedaba velado por la lluvia. La nieve del camino se estaba fundiendo ya, y el pie de la colina era un charco de barro. Había matorrales a ambos lados, cubiertos de nieve. Rosemund esperaba en lo alto de la siguiente colina. Había árboles sólo hasta la mitad de la ladera, y en la cima había nieve. Y más allá, pensó Kivrin, hay una llanura despejada y se ve la carretera, y Oxford.

– ¿Adónde vais, Kivrin? ¡Esperad! -gritó Agnes, pero Kivrin ya había desmontado de su caballo y bajaba la colina, agitando los matorrales cubiertos de nieve, intentando ver si había sauces. Los había, y tras ellos distinguió la cima de un gran roble. Lanzó las riendas del caballo sobre las ramas rojizas de los sauces y se internó en el bosquecillo. La nieve había congelado las ramas de los sauces, uniéndolas. Las agitó y la nieve le cayó encima. Una bandada de pájaros echó a volar, graznando. Kivrin se abrió paso entre las ramas nevadas y llegó al claro. Allí estaba.

Y el roble, y detrás, al otro lado de la carretera, el grupito de abedules de tronco blanco que parecía un claro. Tenía que ser el lugar del lanzamiento.

Pero no lo parecía. El claro era más pequeño, ¿no? Y el roble tenía más hojas, más nidos. Había un matorral de espinos a un lado, sus capullos púrpura oscuro asomaban entre los espinos. No recordaba que estuviera allí.

Es la nieve, pensó, hace que todo parezca más grande. Tenía casi medio metro de profundidad, y estaba lisa, intacta. No parecía que aquí hubiera habido nadie.

– ¿Éste es el lugar donde el padre Roche quiere que recojamos hiedra? -preguntó Rosemund, abriéndose paso entre los matorrales. Contempló el claro, con las manos en las caderas-. Aquí no hay hiedra.

Sí la había, ¿verdad?, en la base del roble, y también setas. Es la nieve, pensó Kivrin. Ha cubierto todos los puntos de referencia. Y las huellas, donde Gawyn había arrastrado la carreta y las cajas.

El cofre… Gawyn no había llevado el cofre a la mansión. No lo había visto porque ella lo había escondido entre unos matojos junto al camino.

Se abrió paso entre los sauces, sin intentar siquiera evitar la nieve que caía. El cofre estaría enterrado bajo la nieve también, pero no era tan profunda junto al camino, y el cofre tenía casi cuarenta centímetros de altura.

– ¡Lady Katherine! -gritó Rosemund, tras ella-. Pero ¿adónde vais ahora?

– ¡Kivrin! -dijo Agnes, un eco patético. Había intentado desmontar de su pony en medio del camino, pero se le había enganchado el pie en el estribo-. ¡Lady Kivrin, regresad!

Kivrin la miró un instante, aturdida, y luego se volvió hacia la colina.

El padre Roche estaba todavía en la cima, debatiéndose con el burro. Tenía que encontrar el cofre antes de que llegara.

– Quédate ahí, Agnes -ordenó, y empezó a escarbar la nieve bajo los sauces.

– ¿Qué buscáis? -dijo Rosemund-. ¡Aquí no hay hiedra!

– ¡Lady Kivrin, volved! -gritó Agnes.

Tal vez la nieve había doblado los sauces, y el cofre estaba más hundido. Se agachó, agarrándose a las ramas finas y quebradizas, y trató de apartar la nieve. Pero el cofre no estaba allí. Lo supo en cuanto empezó a trabajar. Los sauces habían protegido los matojos y el suelo bajo ellos. Sólo había unos pocos centímetros de nieve. Pero si éste es el lugar, debe estar aquí, pensó Kivrin, aturdida. Si éste es el lugar.

– ¡Lady Kivrin! -gritó Agnes, y Kivrin se volvió a mirarla. Había conseguido desmontar del pony y corría hacia ella.

– No corras -empezó a decir Kivrin, pero no había acabado de decirlo cuando Agnes metió el pie en uno de los surcos y cayó.

Se quedó sin aliento, y Kivrin y Rosemund la alcanzaron antes de que empezara a llorar. Kivrin la cogió en brazos y le colocó la mano en la cintura para ayudarla a incorporarse y hacerla respirar.

Agnes jadeó, y tras inspirar largamente empezó a berrear.

– Ve y llama al padre Roche -le dijo Kivrin a Rosemund-. Está en lo alto de la colina. Su burro se ha atascado.

– Ya viene -dijo Rosemund. Kivrin volvió la cabeza. El cura bajaba torpemente la colina, sin el burro, y Kivrin estuvo a punto de gritarle que no corriera también, pero él no podría oírle con el llanto de Agnes.

– Shh -dijo Kivrin-. No pasa nada. Te has quedado sin aliento, eso es todo.

El padre Roche las alcanzó, y Agnes corrió inmediatamente a sus brazos. Él la abrazó.

– Calla, Agnus -murmuró con su voz maravillosa y reconfortante-. Calla.

Sus gritos se convirtieron en sollozos.

– ¿Dónde te has hecho daño? -preguntó Kivrin, apartando la nieve de la capa de Agnes-. ¿Te has arañado las manos?

El padre Roche la volvió en sus brazos para que Kivrin pudiera quitarle los guantes blancos. Las manos estaban rojas, pero no arañadas.

– ¿Dónde te has hecho daño?

– No se ha hecho daño -dijo Rosemund-. ¡Llora porque es una cría!

– ¡No soy una cría! -estalló Agnes, con tanta fuerza que casi se zafó de los brazos del padre Roche-. Me di un golpe en la rodilla contra el suelo.

– ¿Cuál? -preguntó Kivrin-. ¿La que te lastimaste antes?

– ¡Sí! ¡No miréis! -gritó cuando Kivrin extendió la mano hacia la pierna.

– De acuerdo, no lo haré.

La rodilla estaba sanando. Probablemente se había arrancado la costra. A menos que sangrara tanto que empapara las calzas de cuero, no tenía sentido hacer que la niña pasara más frío desnudándola allí en la nieve.

– Pero debes dejarme mirarla en casa.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Agnes.

Kivrin contempló el claro, indefensa. Éste tenía que ser el lugar. Los sauces, el claro, la cima sin árboles. Tal vez había enterrado el cofre más de lo que creía, y la nieve…

– ¡Quiero irme a casa ahora! -exigió Agnes, y empezó a sollozar-. ¡Tengo frío!

– Muy bien -asintió Kivrin. Los guantes de Agnes estaban demasiado mojados para que volviera a ponérselos. Kivrin se quitó los suyos y se los dio. A la niña le llegaban hasta los brazos, cosa que le encantó, y Kivrin empezó a pensar que ya se había olvidado de la rodilla, pero cuando el padre Roche la ayudó a subir a su pony, sollozó.

– Prefiero ir con vos.

Kivrin volvió a asentir y montó en su ruano. El padre Roche le tendió a la niña y condujo el pony colina arriba. El burro estaba allí, junto al camino, mordisqueando las hierbas que asomaban entre la fina nieve.

Kivrin se volvió hacia el bosquecillo, intentando divisar el claro. Sin duda es el lugar, se dijo, pero no estaba segura. Incluso la colina parecía distinta desde allí.

El padre Roche cogió las riendas del burro; el animal se envaró de inmediato y clavó los cascos en tierra, pero en cuanto el cura le hizo volver la cabeza y empezó a bajar la colina con el pony de Agnes, obedeció.

La lluvia estaba derritiendo la nieve, y la yegua de Rosemund resbaló un poco mientras galopaba hacia la encrucijada. Redujo su paso al trote.

En la siguiente encrucijada, Roche tomó por el camino de la izquierda. Había sauces por todas partes, y robles, y surcos de barro al pie de cada colina.

– ¿Nos vamos a casa ya, Kivrin? -preguntó Agnes, tiritando contra ella.

– Sí -Kivrin cubrió a la niña con su capa-. ¿Aún te duele la rodilla?

– No. No hemos recogido hiedra -se enderezó y se volvió para mirar a Kivrin-. ¿Recordasteis algo cuando visteis el lugar?

– No.

– Bien -sonrió Agnes, apoyándose contra ella-. Ahora tendréis que quedaros con nosotras para siempre.

17

Andrews no telefoneó a Dunworthy hasta últimas horas de la tarde del día de Navidad. Colin, naturalmente, había insistido en levantarse a una hora intempestiva para abrir su montoncito de regalos.

– ¿Va a quedarse en la cama todo el día? -preguntó mientras Dunworthy buscaba a tientas sus gafas-. Son casi las ocho.

De hecho, eran las seis y cuarto, y fuera estaba tan oscuro que ni siquiera se veía si aún estaba lloviendo. Colin había dormido bastante más que él. Después del servicio ecuménico, Dunworthy lo envió de vuelta a Balliol y fue al hospital a interesarse por el estado de Latimer.

– Tiene fiebre, pero de momento los pulmones no han sido afectados -le dijo Mary-. Ingresó a las cinco, dijo que había empezado a sentir dolor de cabeza y confusión a eso de la una. Cuarenta y ocho horas, fijo. Obviamente, no hay necesidad de preguntarle de quién lo contrajo. ¿Cómo te encuentras tú?

Mary le hizo quedarse para los análisis de sangre y entonces ingresó un nuevo caso. Dunworthy esperó por si podía identificarlo. No se acostó hasta casi la una.

Colin tendió a Dunworthy un petardo sorpresa e insistió en que lo rompiera, se pusiera la corona de papel amarillo, y leyera en voz alta el mensaje. Decía: «¿Cuándo es más probable que entren los renos de Noel? Cuando la puerta está abierta.»

Colin ya tenía puesta su corona roja. Se sentó en el suelo y abrió los regalos. Las pastillas de jabón fueron un gran éxito.

– Mire -dijo Colin, sacando la lengua-, cambian de color.

Lo mismo le pasaba a sus dientes y a las comisuras de sus labios.

Pareció satisfecho con el libro, aunque saltaba a la vista que hubiese deseado que hubiera holos. Lo hojeó, buscando las ilustraciones.

– Mire esto -exclamó, y lanzó el libro a Dunworthy, que aún intentaba despertarse.

Era la tumba de un caballero, con la típica efigie de la armadura tallada en lo alto. El rostro y la postura eran la viva imagen del eterno descanso, pero en el lado, en un friso que parecía una ventana a la tumba, el cadáver del caballero muerto se debatía en su ataúd, la carne ajada se desprendía como envoltorios secos, sus manos de esqueleto se retorcían en frenéticas garras, su cara era un cráneo horrible de cuencas vacías. Entre sus piernas corrían los gusanos, y también sobre su espada. «Oxfordshire, h. 1350 -decía el texto-. Un ejemplo de la macabra decoración de tumbas que siguió a la peste bubónica.»

– ¿No es apocalíptico? -dijo Colin, encantado.

Se mostró incluso amable respecto a la bufanda.

– Supongo que la intención es lo que cuenta, ¿no? -dijo, cogiéndola por un extremo, y luego, un minuto después añadió-: Tal vez pueda llevarla cuando visite a los enfermos. No les importará qué aspecto tenga.

– ¿A qué enfermos piensas visitar? -preguntó Dunworthy.

Colin se levantó del suelo, se dirigió a su mochila y empezó a rebuscar en ella.

– El vicario me pidió anoche si quería hacerle algunos encargos, comprobar el estado de la gente, y llevarles medicinas y cosas.

Sacó un papel de la mochila.

– Esto es su regalo -dijo, tendiéndoselo a Dunworthy-. No está envuelto -señaló innecesariamente-. Finch dijo que debíamos ahorrar papel para la epidemia.

Dunworthy abrió la caja y sacó un librito plano y rojo.

– Es una agenda -explicó Colin-. Así podrá marcar los días que faltan para que vuelva su chica -la abrió por la primera página-. Mire, me aseguré de que tuviera diciembre.

– Gracias -respondió Dunworthy, abriéndola. Navidad. Los Santos Inocentes. Año Nuevo. Epifanía-. Has sido muy amable.

– ¡Quería regalarle el modelo de la torre de Carfax que toca I Heard the Bells on Christmas Day, pero costaba veinte libras!

Sonó el teléfono, y Colin y Dunworthy saltaron hacia él.

– Seguro que es mi madre.

Era Mary, que llamaba desde el hospital.

– ¿Cómo te encuentras?

– Medio dormido -dijo Dunworthy.

Colin le sonrió.

– ¿Cómo está Latimer?

– Bien -respondió Mary. Todavía llevaba la bata de laboratorio, pero se había peinado y estaba contenta-. Parece ser un caso muy leve. Hemos establecido una conexión con el virus de Carolina del Sur.

– ¿Latimer estuvo en Carolina del Sur?

– No. Uno de los estudiantes que te hice interrogar anoche… santo Dios, quiero decir hace dos noches. Estoy perdiendo el sentido del tiempo. Uno de los que estuvieron en el baile en Headington. Mintió al principio porque se escapó de su residencia para ver a una joven y dejó a un amigo para hacerse pasar por él.

– ¿Se escapó a Carolina del Sur?

– No, a Londres. Pero la joven era americana. Venía de Texas e hizo transbordo en Charleston, Carolina del Sur. El CDC está trabajando para averiguar qué casos había en el aeropuerto. Déjame hablar con Colin. Quiero desearle feliz Navidad.

Dunworthy lo pasó, y el joven se lanzó a recitar sus regalos, incluyendo el mensaje del petardo.

– El señor Dunworthy me ha regalado un libro sobre la Edad Media -lo levantó ante la pantalla-. ¿Sabías que le cortaban el cuello a la gente y colgaban las cabezas del puente de Londres?

– Dale las gracias por la bufanda, y no le digas que vas a hacerle encargos al vicario -susurró Dunworthy, pero Colin ya le estaba tendiendo el receptor-. Quiere hablar con usted otra vez.

– Ya veo que estás cuidando bien de él -dijo Mary-. Te lo agradezco mucho. No he ido a casa todavía, y no quisiera que pasara la Navidad solo. Supongo que los regalos que prometió su madre no habrán llegado todavía, ¿eh?

– No -dijo Dunworthy, con cautela, mirando a Colin, que observaba las ilustraciones del libro de la Edad Media.

– Tampoco habrá telefoneado -dijo Mary, disgustada-. Esa mujer no tiene ni una gota de sangre maternal en las venas. Por lo que sabe, Colin podría estar ingresado con una temperatura de cuarenta grados, ¿verdad?

– ¿Cómo está Badri? -preguntó Dunworthy.

– La fiebre le bajó un poco esta mañana, pero sigue teniendo los pulmones afectados. Vamos a administrarle sintamicina. Los casos de Carolina del Sur han respondido muy bien a este tratamiento -prometió que intentaría asistir a la cena de Navidad y colgó.

Colin levantó la cabeza.

– ¿Sabía que en la Edad Media solían quemar a la gente en la hoguera?

Mary no vino ni telefoneó, ni tampoco lo hizo Andrews. Dunworthy envió a Colin al salón para desayunar y trató de llamar al técnico, pero todas las líneas estaban ocupadas, «debido a las vacaciones», dijo la voz del ordenador, que obviamente no había sido reprogramado desde el principio de la cuarentena. Aconsejó retrasar todas las llamadas que no fueran absolutamente necesarias hasta el día siguiente. Dunworthy lo intentó dos veces más, con el mismo resultado.

Finch llegó con una bandeja.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó con ansiedad-. ¿No se siente enfermo?

– No me siento enfermo. Estoy esperando una llamada.

– Oh, gracias a Dios, señor. Cuando no vino a desayunar me temí lo peor -quitó la tapa salpicada de lluvia de la bandeja-. Me temo que es un desayuno de Navidad muy pobre, pero casi nos hemos quedado sin huevos. No sé qué cena de Navidad tendremos. No queda un solo ganso dentro del perímetro.

En realidad parecía un desayuno bastante respetable: un huevo pasado por agua, salmón ahumado y panecillos con mermelada.

– Intenté preparar pudding de Navidad, señor, pero casi nos hemos quedado sin coñac -dijo Finch, mientras sacaba un sobre de plástico de debajo de la bandeja y se lo tendía.

Dunworthy lo abrió. En la parte superior había una directriz del Ministerio de Sanidad que decía: «Primeros síntomas de infección: 1) Desorientación. 2) Dolor de cabeza. 3) Dolores musculares. Evite contraerla. Lleve su mascarilla reglamentada en todo momento.»

– ¿Mascarillas? -preguntó Dunworthy.

– El Ministerio las repartió esta mañana -aclaró Finch-. No sé cómo vamos a conseguir lavarnos. Porque casi nos hemos quedado sin jabón.

Había otras cuatro directrices, todas acerca de lo mismo, y una nota de William Gaddson con una copia de la cuenta corriente de Badri el lunes, 20 de diciembre. Por lo visto, Badri había pasado el tiempo que faltaba desde el mediodía hasta las dos y media haciendo compras de Navidad. Había adquirido cuatro libros en Blackwell's, una bufanda roja, un carillón digital en miniatura, en Debenham's. Pues vaya. Eso significaba docenas y docenas de contactos más.

Colin llegó con un puñado de panecillos envueltos en una servilleta. Todavía llevaba puesta su corona de papel, lo cual no era gran cosa para protegerlo de la lluvia.

– Todo el mundo estará mucho más tranquilo, señor -dijo Finch-, si después de recibir su llamada acude usted al salón. Sobre todo la señora Gaddson, que está convencida de que usted ha contraído el virus. Dice que lo ha contraído por la deficiente ventilación de los dormitorios.

– Iré -prometió Dunworthy.

Finch se dirigió a la puerta y entonces se volvió.

– Respecto a la señora Gaddson, señor. Se está comportando de un modo horrible; no para de criticar al colegio y exige que sea trasladada con su hijo. Está minando completamente la moral.

– Es verdad -intervino Colin, quien depositaba los panecillos sobre la mesa-. Me dijo que los panes calientes eran malos para mi sistema inmunológico.

– ¿No hay algún tipo de trabajo voluntario que pueda hacer para el hospital o algo así? ¿Para mantenerla apartada del colegio? -preguntó Finch.

– No podemos endilgársela a las pobres víctimas de la infección. Podría matarlas. ¿Y si se lo preguntamos al vicario? Estaba buscando voluntarios para hacer encargos.

– ¿El vicario? -dijo Colin-. Tenga piedad, señor Dunworthy. Yo trabajo para él.

– El sacerdote de Santa Re-Formada, entonces -dijo Dunworthy-. Le gusta recitar la Misa en Tiempos de Peste para levantar la moral. Se llevarán bien.

– Le telefonearé ahora mismo -asintió Finch, y se marchó.

Dunworthy se comió el desayuno, a excepción del salmón, del que se apropió Colin, y luego llevó la bandeja vacía al salón, dejando órdenes para que Colin fuera a buscarlo inmediatamente si llamaba el técnico. Aún llovía, los árboles goteaban y las luces del árbol de Navidad estaban manchadas.

Todo el mundo estaba a la mesa excepto las campaneras, que se encontraban a un lado con sus guantes blancos y las campanas sobre la mesa, ante ellas. Finch hacía demostraciones sobre cómo llevar las mascarillas ordenadas por el ministerio, quitaba las cintas a cada lado y se las pegaba a las mejillas.

– No tiene muy buen aspecto, señor Dunworthy -comentó la señora Gaddson-. Y no me extraña. Las condiciones de este colegio son sorprendentes. Lo raro es que no haya habido una epidemia antes. Deficiente ventilación y personal extremadamente poco cooperativo. Su señor Finch fue bastante brusco cuando le dije que me trasladara a las habitaciones de mi hijo. Me dijo que yo había elegido estar en Oxford durante una cuarentena, y que tenía que aceptar lo que me ofrecieran.

Colin llegó corriendo.

– Hay alguien al teléfono para usted -dijo.

Dunworthy se puso en marcha, pero la señora Gaddson le bloqueó el paso.

– Le dije al señor Finch que él podría quedarse tan tranquilo en casa cuando su hijo corría peligro, pero que yo no.

– Me temo que me requieren al teléfono.

– Le dije que ninguna madre de verdad podía quedarse tan tranquila cuando su hijo estaba solo y enfermo en un lugar lejano.

– Señor Dunworthy -dijo Colin-. ¡Vamos!

– Por supuesto, usted no tiene ni idea de lo que estoy hablando. ¡Mire a este niño! -agarró a Colin por el brazo-. ¡Va por ahí corriendo bajo la lluvia y sin abrigo!

Dunworthy se aprovechó de que había cambiado de posición para pasar.

– Desde luego, no le importa en absoluto que este pobre niño pille la gripe hindú -insistió ella. Colin se zafó-. Le deja que se atiborre con panecillos y que vaya por ahí empapado hasta los huesos.

Dunworthy cruzó corriendo el patio, con Colin pegado a sus talones.

– No me extrañaría que este virus se hubiera originado aquí en Balliol -gritó la señora Gaddson tras ellos-. Pura negligencia, ni más ni menos. ¡Pura negligencia!

Dunworthy entró en la habitación y agarró el teléfono. No había imagen.

– Andrews -gritó-. ¿Está usted ahí? No le veo.

– El sistema telefónico está saturado -le dijo una voz-. Han cortado el visual. Soy Lupe Montoya. ¿Qué prefiere el señor Basingame: el salmón o las truchas?

– ¿Qué? -dijo Dunworthy, frunciendo el ceño ante la pantalla en blanco.

– Llevo toda la mañana llamando a los guías de pesca de Escocia. Cuando he podido establecer comunicación. Dicen que estará según prefiera el salmón o las truchas. ¿Y sus amigos? ¿Hay alguien en la universidad con quien vaya a pescar y pueda saberlo?

– No lo sé. Señora Montoya, me temo que estoy esperando una importantísima…

– Lo he intentado en todas partes: hoteles, albergues, alquileres de barcos, incluso su barbero. Localicé a su esposa en Torquay, y me dijo que no le había comentado adonde iba. Espero que eso no signifique que estará por ahí con una mujer en vez de en Escocia.

– No creo que el señor Basingame…

– Sí, bueno, ¿entonces por qué nadie sabe dónde está? ¿Y por qué no ha llamado ahora que la epidemia aparece en todos los periódicos y vids?

– Señora Montoya, yo…

– Supongo que tendré que llamar a los guías del salmón y también a los de la trucha. Si le encuentro, se lo haré saber.

Colgó por fin, y Dunworthy soltó el receptor y se quedó mirándolo, convencido de que Andrews había intentado llamar mientras estaba hablando con Montoya.

– ¿No dijo que hubo un montón de epidemias en la Edad Media? -preguntó Colin. Estaba sentado junto a la ventana con el libro en las rodillas, comiendo panecillos.

– Sí.

– Bueno, pues no las encuentro. ¿Cómo se escribe?

– Prueba con Peste Negra.

Dunworthy esperó un ansioso cuarto de hora y luego trató de llamar a Andrews otra vez. Las líneas seguían colapsadas.

– ¿Sabía que hubo Peste Negra en Oxford? -le dijo Colin. Se había ventilado los panecillos y había vuelto a las pastillas de jabón-. En Navidad. Igual que nosotros.

– La infección no puede compararse con la peste -respondió él mirando el teléfono como si pudiera hacerlo sonar con la fuerza de su voluntad-. La Peste Negra mató entre un tercio y la mitad de la población europea.

– Lo sé. Y la peste era mucho más interesante. La transmitían las ratas, y te salían esos enormes bobos…

– Bubas.

– ¡Bubas bajo los brazos, y se volvían negras y se hinchaban hasta que eran enormes y entonces te morías! La infección no hace nada de todo eso -se lamentó. Parecía decepcionado.

– No.

– Y la gripe es sólo una enfermedad. Había tres tipos de peste. La bubónica, que es la de las bubas, la neumónica, que se te metía en los pulmones y tosías sangre, y la septiescénica…

– Septicemia.

– La septicemia que se te metía en la sangre y te mataba en tres horas y el cuerpo se te ponía todo negro. ¿No es apocalíptico?

– Sí.

El teléfono sonó justo después de las once, y Dunworthy lo cogió de nuevo, pero era Mary, diciendo que no podría ir a cenar.

– Hemos tenido cinco nuevos casos esta mañana.

– Iremos al hospital en cuanto reciba mi llamada -prometió Dunworthy-. Estoy esperando que telefonee uno de mis técnicos. Voy a hacer que venga y lea el ajuste.

Mary parecía cansada.

– ¿Lo has aclarado con Gilchrist?

– ¡Gilchrist! ¡Está muy ocupado planeando enviar a Kivrin a la Peste Negra!

– De todos modos, creo que deberías decírselo. Es el decano en funciones, y sería absurdo enfrentarte con él. Si algo ha salido mal, y Andrews tiene que abortar el lanzamiento, necesitarás su cooperación -le sonrió-. Lo discutiremos cuando vengas. Y cuando estés aquí, quiero que te vacunes.

– Creía que estabais esperando el análogo.

– Sí, pero no me acaba de convencer cómo responden los casos primarios al tratamiento recomendado por Atlanta. Unos pocos muestran una leve mejoría, pero Badri está peor. Quiero que la gente de alto riesgo reciba potenciación de leucocitos-T.

A mediodía, Andrews no había llamado todavía. Dunworthy envió a Colin al hospital para que se vacunara. Regresó con aspecto dolorido.

– ¿Tan malo fue? -preguntó Dunworthy.

– Peor -dijo Colin, aupándose al asiento de la ventana-. La señora Gaddson me pilló al entrar. Me estaba frotando el brazo, y exigió saber dónde había estado y por qué me vacunaban a mí en vez de a William -miró a Dunworthy con aire de reproche-. ¡Bueno, pues duele! Ella dijo que si alguien era alto riesgo era el pobre Willy y que era absoluta necrofilia que me inyectaran a mí en vez de a él.

– Nepotismo.

– Nepotismo. Espero que el cura le encuentre un trabajo absolutamente cadavérico.

– ¿Cómo estaba tu tía Mary?

– No la vi. Estaban muy ocupados, con camas en los pasillos y todo el follón.

Colin y Dunworthy fueron por turnos a la cena de Navidad. Colin volvió al cabo de un cuarto de hora escaso.

– Las campaneras empezaron a tocar. El señor Finch me pidió que le dijera que se ha terminado el azúcar y la mantequilla, y casi no queda nata -sacó un pastelito del bolsillo de su chaqueta-. ¿Por qué nunca se quedan sin coles de Bruselas?

Dunworthy le dijo que lo avisara enseguida si llamaba Andrews y que anotara cualquier otro mensaje, y se fue a cenar. Las campaneras estaban en plena euforia, destrozando un canon de Mozart.

Finch le tendió un plato que parecía consistir casi exclusivamente en coles de Bruselas.

– Me temo que casi nos hemos quedado sin pavo, señor. Me alegro de que haya venido. Casi es la hora del mensaje de la Reina.

Las campaneras terminaron el Mozart entre aplausos entusiastas, y la señora Taylor se acercó, todavía con los guantes blancos puestos.

– Por fin le encuentro, señor Dunworthy -dijo-. No le vi en el desayuno, y el señor Finch dijo que tenía que hablar con usted. Necesitamos una sala de prácticas.

Dunworthy estuvo tentado de decir «No sabía que practicaban ustedes». Comió una col de Bruselas.

– ¿Una sala de prácticas?

– Sí. Para que podamos practicar nuestro Chicago Surprise Minor. He acordado con el capellán de Christ Church que tocaremos nuestro repique allí el día de Año Nuevo, pero tenemos que ensayar en algún sitio. Le dije al señor Finch que la sala grande de Beard sería perfecta…

– La sala común sénior.

– Pero el señor Finch dijo que la estaban utilizando como almacén de suministros.

¿Qué suministros?, pensó él. Según Finch, apenas quedaba nada, aparte de coles de Bruselas.

– Y dijo que las salas de conferencias se habilitarían como enfermería. Necesitamos un sitio tranquilo donde podamos concentrarnos. El Chicago Surprise Minor es muy complicado. Los cambios de entrada y salida y las alteraciones del final requieren una completa concentración. Y por supuesto, está el requiebro extra.

– Sí, claro.

– La sala no tiene por qué ser grande, pero sí debe estar apartada. Hemos estado practicando aquí en el comedor, pero la gente entra y sale constantemente, y el tenor no para de perder el ritmo.

– Estoy seguro de que ya encontraremos algo.

– Naturalmente, con siete campanas podríamos tocar triples, pero el North American Council tocó Triples de Filadelfia aquí el año pasado, e hizo un trabajo horrible, según he oído decir. El tenor quedó desfasado y tocó fatal. Ésa es otra de las razones por las que necesitamos una buena sala de prácticas. El compás es muy importante.

– Sí, claro -repitió Dunworthy.

La señora Gaddson apareció al fondo, con aspecto fiero y maternal.

– Me temo que estoy esperando una conferencia muy importante -dijo, poniéndose en pie para que la señora Taylor quedara entre él y la señora Gaddson.

– ¿Una conferencia? -dijo la señora Taylor, sacudiendo la cabeza-. Oh, se refiere a una llamada de larga distancia. ¡Ingleses! ¡La mitad de las veces no entiendo lo que dicen!

Dunworthy escapó por la puerta trasera, prometiendo encontrar una sala de ensayos para que pudieran perfeccionar sus redobles, y volvió a sus habitaciones. Andrews no había llamado. Había un mensaje de Montoya.

– Me pidió que le dijera «No importa» -informó Colin.

– ¿Eso es todo? ¿No dijo nada más?

– No. Sólo esta frase: «Dile al señor Dunworthy que no importa.»

Dunworthy se preguntó si por algún milagro Montoya había localizado a Basingame y conseguido su firma, o si simplemente había descubierto si prefería el salmón o las truchas. Pensó en llamarla, pero temió que las líneas escogieran ese momento para quedar libres y que Andrews telefoneara.

No lo hizo, o no lo hicieron, hasta casi las cuatro.

– Lamento muchísimo no haber llamado antes -dijo Andrews.

Seguía sin haber imagen, pero Dunworthy oía música y conversación de fondo.

– Estuve fuera hasta anoche, y he tenido muchísimos problemas para localizarle -dijo Andrews-. Las líneas estaban saturadas, por cosa de las vacaciones, ya sabe. He estado intentando todo…

– Necesito que venga a Oxford -interrumpió Dunworthy-. Necesito que lea un ajuste.

– Por supuesto, señor -dijo Andrews al instante-. ¿Cuándo?

– En cuanto sea posible. ¿Esta noche?

– Oh -dijo, menos dispuesto-. ¿Le importa que sea mañana? Mi pareja no vendrá hasta esta noche, y habíamos planeado celebrar la Navidad mañana, pero podría coger un tren por la tarde o por la noche. ¿Servirá eso, o hay un límite para calcular el ajuste?

– El ajuste ya está calculado, pero el técnico ha contraído un virus, y necesito que alguien lo lea -dijo Dunworthy. Hubo un súbito estallido de risas al otro lado de la conexión-. ¿A qué hora cree que puede estar aquí?

– No estoy seguro. ¿Puedo llamarle mañana y decirle cuándo llegaré en el metro?

– Sí, pero sólo se puede coger el metro hasta Barton. Tendrá que coger un taxi hasta el perímetro. Me encargaré de que le dejen pasar. ¿De acuerdo, Andrews?

No contestó, aunque Dunworthy seguía oyendo la música.

– ¿Andrews? ¿Está todavía ahí? -era enloquecedor no poder ver.

– Sí, señor -respondió Andrews, pero con tono alerta-. ¿Qué dijo que quería que hiciera?

– Que leyera un ajuste. Ya se ha hecho, pero el técnico…

– No, lo otro. Lo de coger el metro hasta Barton.

– Coja el metro hasta Barton -dijo Dunworthy, en voz alta y con cuidado-. Llega hasta ahí. A partir de entonces, tendrá que coger un taxi hasta el perímetro de la cuarentena.

– ¿Cuarentena?

– Sí -replicó Dunworthy, irritado-. Me encargaré de que le dejen pasar.

– ¿Qué tipo de cuarentena?

– Un virus. ¿No se ha enterado?

– No, señor. He estado dirigiendo un lanzamiento en Florencia. He llegado esta misma tarde. ¿Es grave? -no parecía asustado, sólo interesado.

– Ochenta casos hasta el momento.

– Ochenta y dos -puntualizó Colin desde el asiento de la ventana.

– Pero lo han identificado, y la vacuna ya está en camino. No ha habido ninguna muerte.

– Pero apuesto a que sí un montón de gente desdichada que quería pasar las Navidades en casa. Le llamaré por la mañana, entonces, en cuanto sepa a qué hora llegaré.

– Sí. Estaré aquí -gritó Dunworthy para asegurarse de que Andrews le oiría sobre el ruido de fondo.

– Bien -dijo Andrews. Hubo otro estallido de risa y entonces silencio cuando colgó.

– ¿Va a venir? -preguntó Colin.

– Sí. Mañana -Dunworthy marcó el número de Gilchrist.

Apareció Gilchrist, sentado ante su mesa y con aspecto beligerante.

– Señor Dunworthy, si lo que pretende es poder sacar a la señorita Engle…

Lo haría si pudiera, pensó Dunworthy, y se preguntó si Gilchrist era consciente de que Kivrin ya había dejado el lugar del lanzamiento y no estaría allí si abrían la red.

– No -lo interrumpió-. He localizado a un técnico que podrá venir a leer el ajuste.

– Señor Dunworthy, he de recordarle…

– Soy plenamente consciente de que está usted al cargo de este lanzamiento -añadió Dunworthy, tratando de controlar su temperamento-. Sólo intentaba ayudar. Como conocía la dificultad de encontrar técnicos durante las vacaciones, telefoneé a uno en Reading. Puede estar aquí mañana.

Gilchrist frunció los labios en una mueca de desaprobación.

– Nada de esto sería necesario si su técnico no hubiera caído enfermo, pero como lo ha hecho, supongo que tendré que aceptarlo. Haga que se presente ante mí en cuanto llegue.

Dunworthy consiguió despedirse de forma civilizada, pero en cuanto la pantalla se quedó en blanco, colgó de golpe, volvió a descolgar el receptor y empezó a marcar números. Encontraría a Basingame aunque le llevara toda la tarde.

Pero el ordenador intervino y le informó de que todas las líneas estaban ocupadas. Colgó y se quedó mirando la pantalla en blanco.

– ¿Espera otra llamada? -preguntó Colin.

– No.

– Entonces, ¿podemos ir al hospital? Tengo un regalo para mi tía Mary.

Y yo he de encargarme de que dejen entrar a Andrews en la zona de cuarentena, pensó Dunworthy.

– Buena idea. Puedes llevar tu bufanda nueva.

Colin se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Me la pondré cuando lleguemos -sonrió-. No quiero que nadie me vea por el camino.

No había nadie para verlos. Las calles estaban desiertas, ni siquiera había bicicletas o taxis. Dunworthy recordó la observación del vicario de que cuando la epidemia se afianzara, la gente se atrincheraría en sus casas. Se trataba de eso, o bien se habían quedado en casa por el sonido del carillón de Carfax, que no sólo estaba masacrando The Carol of the Bells, sino que parecía más fuerte, resonando en las calles vacías. O a lo mejor estaban durmiendo después de cenar demasiado. O no eran tontos y permanecían a salvo de la lluvia.

No vieron a nadie hasta que llegaron al hospital. Una mujer con una gabardina Burberry esperaba delante del Pabellón de Admisiones con una pancarta que decía «Prohíban las enfermedades extranjeras». Un hombre con mascarilla les abrió la puerta y le tendió a Dunworthy un folleto húmedo.

Dunworthy preguntó por Mary en el mostrador de admisiones y entonces leyó el folleto. En letra negrita decía: «combata la influenza, vote por salir de la C.E…» Debajo había un párrafo: «¿Por qué esta separado de sus seres queridos esta Navidad? ¿Por qué se ve obligado a quedarse en Oxford? ¿Por qué corre peligro de caer enfermo y morir? Porque la C.E. permite que extranjeros infectados entren en Inglaterra, e Inglaterra no dice nada al respecto. Un inmigrante hindú con un virus letal…»

Dunworthy no leyó el resto. Dio la vuelta al papel. Decía: «Votar por la Secesión es votar por la salud. Comité por una Gran Bretaña Independiente.»

Mary llegó, y Colin sacó la bufanda del bolsillo y se la puso rápidamente alrededor del cuello.

– Feliz Navidad -dijo-. Gracias por la bufanda. ¿Quieres que abra tu petardo?

– Sí, por favor -contestó Mary. Parecía cansada. Llevaba la misma bata que hacía dos días. Alguien le había prendido una ramita de acebo en la solapa.

Colin abrió el petardo sorpresa.

– Ponte el sombrero -dijo, desplegando una gran corona de papel azul.

– ¿Has conseguido descansar algo? -preguntó Dunworthy.

– Un poco -asintió ella, mientras se ponía la corona sobre el pelo canoso y despeinado-. Hemos tenido treinta nuevos casos desde mediodía, y he pasado la mayor parte del día intentando que el WIC me dé las secuencias, pero las líneas están ocupadas.

– Lo sé. ¿Puedo ver a Badri?

– Sólo un par de minutos -ella frunció el ceño-. No responde a la sintamicina, ni tampoco las dos estudiantes del baile de Headington. Beverly Breen ha mejorado un poco. Eso me preocupa. ¿Has recibido tu potenciación de leucocitos-T?

– Todavía no. Colin sí.

– Y dolió un montón -protestó el niño, que estaba desplegando el papel del interior del petardo-. ¿Quieres que lea tu mensaje?

Ella asintió.

– Necesito que un técnico entre en la zona de cuarentena mañana para que lea el ajuste de Kivrin -dijo Dunworthy-. ¿Qué debo hacer para conseguirlo?

– Nada, que yo sepa. Intentan que la gente no salga, pero no impiden que entre.

La encargada de Admisiones llevó a Mary a un lado, y le habló en voz baja y urgente.

– Debo irme -dijo Mary-. No te marches hasta que recibas tu potenciación. Vuelve aquí cuando hayas visto a Badri. Colin, espera aquí al señor Dunworthy.

Dunworthy subió a Aislamiento. No había nadie en el mostrador, así que se puso un equipo de RPE, recordando dejar los guantes para lo último, y entró.

La enfermera guapa que estaba tan interesada en William tomaba el pulso a Badri, con los ojos fijos en las pantallas. Dunworthy se detuvo al pie de la cama.

Mary había dicho que Badri no respondía al tratamiento, pero de todos modos Dunworthy se sorprendió al verlo. Tenía la cara más oscura por efecto de la fiebre, y los ojos parecían hinchados, como si alguien le hubiera golpeado. Tenía el brazo derecho torcido. Estaba púrpura en la parte interior del codo. El otro brazo estaba peor, negro.

– ¿Badri? -dijo, y la enfermera sacudió la cabeza.

– Sólo puede quedarse un momento.

Dunworthy asintió.

Ella colocó la mano de Badri a un lado, tecleó algo en la consola, y salió.

Dunworthy se sentó junto a la cama y observó las pantallas. Parecían igual, todavía indescifrables, las gráficas y puntas y números no le decían nada. Contempló a Badri, que yacía con aspecto derrotado. Le palmeó la mano suavemente y se levantó para marcharse.

– Fueron las ratas -murmuró Badri.

– ¿Badri? Soy el señor Dunworthy.

– Señor Dunworthy… -dijo Badri, pero no abrió los ojos-. Me estoy muriendo, ¿verdad?

Dunworthy sintió un retortijón de miedo.

– No, claro que no -dijo roncamente-. ¿De dónde has sacado esta idea?

– Siempre es fatal.

– ¿El qué?

Badri no contestó. Dunworthy se sentó con él hasta que llegó la enfermera, pero no dijo nada más.

– ¿Señor Dunworthy? -dijo ella-. Necesita descansar.

– Lo sé.

Dunworthy se dirigió a la puerta y luego miró a Badri. Abrió la puerta.

– Los mató a todos -dijo Badri-. A media Europa.

Colin esperaba junto al mostrador de Admisiones cuando Dunworthy volvió abajo.

– Los regalos de mi madre no han llegado por culpa de la cuarentena. El cartero no los dejó pasar.

Dunworthy le habló a la enfermera de Admisiones de la potenciación de leucocitos-T y la mujer asintió.

– Sólo será un momento.

– No pude leerle su mensaje -le dijo Colin-. ¿Quiere oírlo? -no esperó una respuesta-. «¿Dónde estaba Papá Noel cuando se apagó la luz?»

Esperó, ansioso.

Dunworthy sacudió la cabeza.

– En la oscuridad.

Se sacó el chicle del bolsillo, le quitó el envoltorio, y se lo metió en la boca.

– Está preocupado por su chica, ¿eh?

– Sí.

Dobló el envoltorio del chicle en un paquete diminuto.

– Lo que no comprendo es por qué no va a buscarla.

– No está allí. Debemos esperar al encuentro.

– No, quiero decir por qué no va al mismo tiempo en que la envió y la encuentra mientras está allí. Antes de que suceda nada. Puede ir a cualquier tiempo que quiera, ¿no?

– No. Puedes enviar a un historiador a cualquier momento, pero una vez está allí, la red sólo puede operar en tiempo real. ¿Estudiaste las paradojas en el colegio?

– Sí -dijo Colin, pero parecía inseguro-. ¿Son como las reglas de los viajes en el tiempo?

– El continuum espacio-tiempo no permite paradojas. Sería una paradoja si Kivrin hiciera que sucediera algo que no pasó, o si provocara un anacronismo.

Colin seguía pareciendo inseguro.

– Una de las paradojas es que nadie puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Ella lleva ya en el pasado cuatro días. No hay nada que podamos hacer para cambiar eso. Ya ha sucedido.

– ¿Entonces, cómo vuelve?

– Cuando atravesó, el técnico hizo lo que llamamos un ajuste. Eso le dice exactamente dónde está, y actúa como… um… -buscó una palabra comprensible-. Una cuerda. Ata los dos tiempos para que la red pueda volver a ser abierta en un momento determinado, y podamos recogerla.

– Como «¿Nos veremos en la iglesia a las seis y media?»

– Exactamente. Eso se llama encuentro. El de Kivrin ocurrirá dentro de dos semanas. El veintiocho de diciembre. Ese día, el técnico abrirá la red, y Kivrin volverá a atravesar.

– Creí que había dicho que allí era el mismo tiempo. ¿Cómo puede ser el veintiocho dentro de dos semanas?

– En la Edad Media se regían por un calendario distinto. Allí es diecisiete de diciembre. La fecha de nuestro encuentro es el seis de enero.

Si ella está allí. Si puedo encontrar un técnico que abra la red.

Colin se sacó el chicle de la boca y lo miró, pensativo. Tenía puntitos blancos y azules y parecía un mapa de la luna. Volvió a metérselo en la boca.

– Así que si yo fuera a 1320 el veintiséis de diciembre, podría pasar la Navidad dos veces.

– Sí, supongo que sí.

– Apocalíptico -desplegó el envoltorio del chicle y lo volvió a plegar en un paquete aún más diminuto-. Creo que se han olvidado de usted, ¿no?

– Eso parece -suspiró Dunworthy. Cuando pasó un enfermero, Dunworthy lo detuvo y le dijo que estaba esperando una potenciación de leucocitos-T.

– ¿Sí? -se extrañó el hombre. Parecía sorprendido-. Intentaré averiguar qué pasa -desapareció en Admisiones.

Esperaron un poco más. «Fueron las ratas», había dicho Badri. Y la primera noche le preguntó a Badri por el año que era. Pero había dicho que se produjo un deslizamiento mínimo. Había dicho que los cálculos del estudiante eran correctos.

Colin se sacó el chicle y lo examinó varias veces para ver si cambiaba de color.

– Si sucediera algo terrible, ¿no podrían quebrantar las reglas? -preguntó, mirando el chicle-. ¿Si ella se cortara el brazo, o muriera, o una bomba la hiciera volar, o algo así?

– No son reglas, Colin. Son leyes científicas. No podríamos quebrantarlas aunque lo intentáramos. Si quisiéramos dar marcha atrás a hechos que hayan sucedido, la red simplemente no se abriría.

Colin escupió el chicle en el envoltorio y dobló cuidadosamente el papelito arrugado a su alrededor.

Se guardó el chicle envuelto en el bolsillo de su chaqueta y sacó un grueso paquete.

– Me olvidé de darle a tía Mary su regalo de Navidad.

Se levantó de un salto y se asomó a Admisiones antes de que Dunworthy le pidiera que esperase, se dirigió a la puerta opuesta y volvió rápidamente.

– ¡Mierda! ¡La gorda está aquí! ¡Viene para acá!

Dunworthy se levantó.

– Lo que nos faltaba.

– Por aquí -dijo Dunworthy-. Entré por la puerta trasera la noche que llegué -salió corriendo en dirección contraria-. ¡Vamos!

Dunworthy no pudo echar a correr, pero recorrió velozmente el laberinto de pasillos que Colin indicaba y salió por una entrada de servicio a una calle lateral. Un hombre con un tablón de anuncios esperaba bajo la lluvia. El tablón decía: «La condena que temíamos ha llegado», lo cual parecía extrañamente adecuado.

– Me aseguraré de que no nos ve -murmuró Colin, y corrió hacia la parte delantera del edificio.

El hombre le tendió a Dunworthy un folleto. «¡EL FINAL DE LOS TIEMPOS ESTÁ CERCA!», decía en feroces letras mayúsculas. «"Temed a Dios, pues la hora del Juicio ha llegado." Apocalipsis, 14.7.»

Colin le hizo señas desde la esquina.

– Todo va bien -jadeó Colin, casi sin aliento-. Está dentro gritándole a la enfermera.

Dunworthy le devolvió el folleto al hombre y siguió a Colin, quien le guió hasta Woodstock Road. Dunworthy miró ansiosamente hacia la puerta de Admisiones, pero no vio a nadie, ni siquiera a los piquetes contra la CE.

Colin recorrió otra manzana, y luego redujo la marcha. Sacó el paquete de pastillas de jabón de su bolsillo y ofreció una a Dunworthy, quien declinó la oferta.

Colin se metió una pastilla rosa en la boca y dijo, no demasiado claramente:

– Es la mejor Navidad que he pasado en mi vida.

Dunworthy reflexionó sobre aquel comentario durante varias manzanas.

El carillón estaba masacrando In the Bleak Midwinter, cosa que también parecía adecuada, y las calles seguían desiertas, pero cuando salieron a Broad, una figura conocida corrió hacia ellos, encogida contra la lluvia.

– Ahí viene el señor Finch -anunció Colin.

– Vaya por Dios. ¿Qué se nos habrá acabado ahora?

– Espero que sean las coles de Bruselas.

Finch alzó la cabeza al oír sus voces.

– Por fin le encuentro, señor Dunworthy. Gracias a Dios. Le he estado buscando por todas partes.

– ¿Qué pasa? Le dije a la señora Taylor que me encargaría de su sala de ensayos.

– No es eso, señor. Son los retenidos. Dos de ellos han contraído el virus.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(032631-034122)

21 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). El padre Roche no sabe dónde está el lugar de recogida. Le pedí que me llevara a donde lo encontró Gawyn, pero aunque estuve en el claro no recuperé la memoria. Está claro que Gawyn no se topó con él hasta que estuvo bastante lejos del lugar, y para entonces yo deliraba por completo.

Y hoy me he dado cuenta de que nunca daré con el sitio yo sola. El bosque es demasiado grande, y está lleno de claros y robles y grupitos de sauces que parecen iguales ahora que ha nevado. Tendría que haber marcado el lugar con algo más que el cofre.

Gawyn tendrá que mostrarme dónde está el lugar, y todavía no ha vuelto. Rosemund me dijo que sólo hay medio día de viaje hasta Courcy, pero que probablemente pasará allí la noche debido a la lluvia.

Ha estado lloviendo mucho desde que regresamos, y supongo que debería alegrarme, porque eso tal vez derrita la nieve, pero me imposibilita salir y buscar el lugar, y hace mucho frío en la casa. Todo el mundo lleva la capa puesta y se acurruca junto al fuego.

¿Qué hacen los aldeanos? Sus chozas ni siquiera pueden protegerlos del viento, y en la que yo estuve no había ni mantas. Deben de estar congelándose literalmente, y según me contó Rosemund, el senescal dijo que iba a llover hasta Nochebuena.

Rosemund pidió disculpas por su mala conducta en el bosque y me dijo que estaba enfadada con su hermana.

Agnes no tenía nada que ver: sin duda lo que la irritaba era la noticia de que su prometido había sido invitado para Navidad, y cuando tuve la oportunidad de estar con ella a solas, le pregunté si le preocupaba el matrimonio.

– Mi padre lo ha dispuesto así -dijo, ensartando su aguja-. Nos prometimos en san Martín. Vamos a casarnos en Pascua.

– ¿Y tú consientes? -pregunté.

– Es una buena boda. Sir Bloet goza de muy buena situación, y tiene posesiones que se unirán a las de mi padre.

– ¿Te gusta?

Ella clavó la aguja en el lino enmarcado en madera.

– Mi padre nunca dejaría que me ocurriera nada malo -afirmó, y sacó el largo hilo.

No añadió nada más, y todo lo que pude sacarle a Agnes fue que sir Bloet es simpático y que le había regalado un penique de plata, sin duda como parte de los regalos del compromiso.

Agnes estaba demasiado preocupada por su rodilla para decirme nada más. Dejó de quejarse a medio camino de regreso a casa, y luego cojeó exageradamente cuando se bajó del caballo. Pensé que sólo intentaba llamar la atención, pero cuando le miré la rodilla, la costra había desaparecido casi por completo. La zona alrededor estaba roja e hinchada.

La lavé, la envolví en la tela más limpia que encontré (me temo que fue una de las cofias de Imeyne, la encontré en el cofre al pie de la cama), e hice que permaneciera sentada junto al fuego y jugara con su caballero, pero estoy preocupada. Si se infecta, podría ser grave. No había antimicrobiales en el siglo XIV.

Eliwys está muy preocupada también. A todas luces, esperaba que Gawyn regresara esta noche, y ha ido a asomarse a la puerta continuamente. A veces, como hoy, creo que le ama, y tiene miedo de lo que eso significa para ambos. El adulterio era un pecado mortal a los ojos de la Iglesia, y a menudo resultaba peligroso. Pero casi todo el tiempo pienso que el amour de él no es correspondido en lo más mínimo, que ella está tan preocupada por su marido que ni siquiera se da cuenta de su existencia.

La dama pura e inconquistable era el ideal de los amores corteses, pero está claro que él no sabe si ella le corresponde. Su rescate y su historia de los renegados en el bosque era sólo un intento de impresionarla (hubiera sido mucho más impresionante si hubiera habido veinte renegados, todos armados con espadas y mazas y hachas de batalla). Es evidente que haría cualquier cosa por conseguirla, y lady Imeyne lo sabe. Y por eso creo que lo ha enviado a Courcy.

18

Cuando volvieron a Balliol, otros dos retenidos habían contraído el virus. Dunworthy envió a Colin a la cama y ayudó a Finch a acostar a los retenidos y telefoneó al hospital.

– Todas nuestras ambulancias están fuera -le dijo la encargada-. Enviaremos una en cuanto nos sea posible.

Eso fue a medianoche. Dunworthy no regresó y se acostó hasta pasada la una.

Colin estaba dormido en el jergón que Finch le había preparado, con La Era de la Caballería junto a la cabeza. Dunworthy pensó en guardar el libro, pero no quería arriesgarse a despertarlo. Se metió en la cama.

Kivrin no podía estar en la peste. Badri había dicho que había un deslizamiento de cuatro horas, y la peste no alcanzó Inglaterra hasta 1348. Kivrin había sido enviada a 1320.

Se dio la vuelta y cerró los ojos. No podía estar en la peste. Badri deliraba. Había dicho todo tipo de cosas, habló de tapas, porcelana rota y ratas. Nada de aquello tenía el menor sentido. Era puro delirio. Le había dicho a Dunworthy que lo siguiera. Le había dado notas imaginarias. Nada de aquello significaba nada.

«Fueron las ratas», había dicho. Los contemporáneos no sabían que se transmitía por las pulgas de las ratas. No tenían ni idea de qué la causaba. Habían acusado a todo el mundo, a los judíos, a las brujas y a los locos. Habían murmurado conjuros y colgado a las viejas. Habían quemado a los forasteros en la hoguera.

Se levantó de la cama y se dirigió al salón. Caminó de puntillas alrededor del colchón de Colin y quitó La Era de la Caballería de debajo de su cabeza. Colin se agitó, pero no se despertó.

Dunworthy se sentó junto a la ventana y buscó la Peste Negra. Empezó en China en 1333, y se propagó al oeste en los barcos mercantes que iban a Mesina en Sicilia y de ahí pasó a Pisa. Se extendió por Italia y Francia (ochenta mil muertos en Siena, cien mil en Florencia, trescientos mil en Roma) antes de cruzar el Canal. Alcanzó Inglaterra en 1348, «un poco antes de la fiesta de San Juan», el veinticuatro de junio.

Eso significaba un deslizamiento de veintiocho años. A Badri le preocupaba que se hubiera producido mucho deslizamiento, pero se refería a semanas, no a años.

Extendió la mano hacia la estantería y cogió Pandemias, de Fitzwiller.

– ¿Qué hace? -preguntó Colin, adormilado.

– Leyendo sobre la Peste Negra -susurró él-. Duérmete.

– No la llamaban así entonces -murmuró Colin alrededor de su chicle. Se dio la vuelta, arrebujándose en las mantas-. La llamaban el mal azul.

Dunworthy se llevó los dos libros a la cama. Según Fitzwiller, la peste llegó a Inglaterra el día de san Pedro, el veintinueve de junio de 1348. Alcanzó Oxford en diciembre, Londres en octubre de 1349, y luego se movió hacia el norte y volvió a cruzar el Canal hacia los Países Bajos y Noruega. Llegó a todas partes excepto a Bohemia, y Polonia, que tenía establecida una cuarentena, y, extrañamente, tampoco alcanzó algunas zonas de Escocia.

Dondequiera que fue, barrió el territorio como el Ángel de la Muerte, devastando pueblos enteros, sin dejar a nadie con vida para administrar los últimos sacramentos o enterrar los cuerpos putrefactos. En un monasterio, murieron todos los monjes menos uno.

El único superviviente, John Clyn, dejó un registro: «Y para que las cosas que deben ser recordadas no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes nos sucedan -había escrito-, yo, al ver tantos males y a todo el mundo al alcance del Maligno, como si ya estuviera entre los muertos, yo, que espero a la muerte, he puesto por escrito todas las cosas que he presenciado.»

Lo había anotado todo, un auténtico historiador, y luego al parecer murió, completamente solo. Su escritura en el manuscrito se acababa, y luego, con otra letra, alguien había escrito: «Aquí parece que murió el autor.»

Alguien llamó a la puerta. Era Finch, en bata y con aspecto preocupado y agotado.

– Otra de las retenidas, señor -dijo.

Dunworthy se llevó un dedo a los labios y salió al pasillo con Finch.

– ¿Ha telefoneado al hospital?

– Sí, señor, pero pasarán varias horas antes de que puedan enviar a una ambulancia. Dijeron que la aisláramos, y le diéramos dimantadina y zumo de naranja.

Dunworthy hizo que Finch esperara fuera mientras se vestía y encontraba su mascarilla, y fueron juntos a Salvin. Un grupo de retenidos esperaba junto a la puerta, vestidos con una extraña mezcla de ropa interior, abrigos y mantas. Sólo unos pocos llevaban puestas las mascarillas. Pasado mañana todos habrán caído, pensó Dunworthy.

– Gracias a Dios que está usted aquí -dijo fervientemente una de las retenidas-. No podemos hacer nada con ella.

Finch le condujo a la retenida, que estaba sentada en su cama. Era una mujer mayor de pelo cano y algo escaso, y tenía los mismos ojos brillantes de fiebre, la misma expresión alerta de Badri la primera noche.

– ¡Márchese! -dijo cuando vio a Finch, e hizo ademán de abofetearlo. Volvió sus ojos ardientes hacia Dunworthy-. ¡Papi! -gritó, e hizo un puchero-. He sido muy mala -dijo con voz infantil-. Me comí todo el pastel de cumpleaños, y ahora me duele la barriga.

– ¿Ve a qué me refería, señor? -intervino Finch.

– ¿Vienen los indios, papi? No me gustan los indios. Tienen arcos y flechas.

Hasta el amanecer no pudieron llevarla a una de las salas de conferencias y acostarla en un colchón. Dunworthy acabó por decirle:

– Tu papi quiere que su niña buena se acueste.

Justo después de que la calmaran, llegó la ambulancia.

– ¡Papi! -gimió ella cuando cerraron las puertas-. ¡No me dejes aquí sola!

– Dios mío -exclamó Finch cuando la ambulancia se hubo marchado-. Ya ha pasado la hora del desayuno. Espero que no se hayan comido todo el bacon.

Se dirigió al almacén de suministros, y Dunworthy volvió a sus habitaciones a esperar la llamada de Andrews. Colin bajaba las escaleras, comiendo una tostada y poniéndose la chaqueta al mismo tiempo.

– El vicario quiere que ayude a recoger ropa para los retenidos -dijo, con la boca llena-. Tía Mary ha telefoneado. Tiene que volver a llamarla.

– ¿Pero Andrews no?

– No.

– ¿Ha sido restaurado el visual?

– No.

– Ponte la mascarilla -gritó Dunworthy a sus espaldas-. ¡Y la bufanda!

Llamó a Mary y esperó impaciente durante casi cinco minutos hasta que ella se puso al teléfono.

– ¿James? -dijo la voz de Mary-. Es Badri. Pregunta por ti.

– ¿Está mejor, entonces?

– No. La fiebre sigue siendo muy alta, y está muy inquieto; no para de decir tu nombre, insiste en que tiene algo que decirte. Está muy mal. Si pudieras venir y hablar con él, tal vez se calmaría.

– ¿Ha dicho algo acerca de la peste?

– ¿La peste? -preguntó ella, molesta-. No me digas que tú también has hecho caso a esos rumores ridículos que van corriendo por ahí, James… que si es cólera, que si es dengue, que si es una recurrencia de la Pandemia…

– No. Es Badri. Anoche dijo: «Mató a media Europa» y «Fueron las ratas».

– Está delirando, James. Es la fiebre. No significa nada.

Tiene razón, se dijo él. La retenida hablaba de indios con arcos y flechas, y no te pusiste a buscar guerreros sioux. Había mencionado el pastel de cumpleaños como explicación a su enfermedad, y Badri había hablado de la peste. No significaba nada.

Sin embargo, dijo que iría para allá inmediatamente y fue a buscar a Finch. Andrews no había especificado a qué hora llamaría, pero Dunworthy no podía dejar el teléfono desatendido. Deseó haber hecho quedarse a Colin mientras hablaba con Mary.

Finch estaría probablemente en el salón, protegiendo el bacon con su vida. Descolgó el receptor de la horquilla para que pareciera que estaba comunicando y cruzó el patio hasta el salón.

La señora Taylor lo encontró en la puerta.

– Estaba buscándole -dijo-. He oído que algunos de los retenidos contrajeron el virus anoche.

– Sí -contestó él, buscando a Finch en el salón.

– Oh, cielos. Supongo que todos hemos quedado expuestos.

No encontró a Finch por ninguna parte.

– ¿De cuánto es el período de incubación? -preguntó la señora Taylor.

– Entre doce y cuarenta y ocho horas -respondió él. Estiró el cuello, intentando ver por encima de las cabezas de los retenidos.

– Eso es horrible. ¿Y si una de nosotras cae en medio del recital? Pertenecemos al Traditional, ya sabe, no al Council. Las reglas son muy explícitas.

Dunworthy se preguntó por qué Traditional, fuera lo que fuese aquello, había considerado necesario tener reglas referidas a los campaneros afectados por la gripe.

– Regla Número Tres -recitó la señora Taylor-. «Todo hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción.» No podemos poner a otra persona en medio de un recital aunque una de nosotras caiga. Y eso estropearía el ritmo.

Dunworthy tuvo una súbita imagen de una de las campaneras con sus guantecitos blancos desplomándose y siendo sacada a patadas para que no perturbara el ritmo.

– ¿Hay algún síntoma previo? -preguntó la señora Taylor.

– No.

– El papel que distribuyó el Ministerio de Sanidad hablaba de desorientación, fiebre y dolor de cabeza, pero eso no sirve de nada. Las campanas siempre dan dolor de cabeza.

Me lo imagino, pensó él, buscando a William Gaddson o a cualquiera de los otros estudiantes que pudiera atender el teléfono.

– Si perteneciéramos al Council, por supuesto, no habría ningún problema. Dejan que la gente sustituya a diestro y siniestro. Durante un concierto en Tittum Bob Maximus en York, tuvieron a diecinueve campaneros. ¡Diecinueve! No veo cómo pueden considerarlo siquiera un recital.

Ninguno de sus estudiantes parecía estar en el salón, Finch sin duda se había atrincherado en la despensa, y Colin se había marchado hacía un rato.

– ¿Siguen necesitando una sala para ensayar? -le preguntó a la señora Taylor.

– Sí, a menos que una de nosotras caiga con esa enfermedad. Por supuesto, podríamos hacer Stedmans, pero no sería lo mismo, ¿verdad?

– Les dejaré usar mi sala de estar si responden al teléfono y anotan los mensajes que haya para mí. Espero una conferencia importante… una llamada de larga distancia, así que es esencial que haya alguien en la habitación en todo momento.

La condujo a sus habitaciones.

– Oh, no es muy grande, ¿verdad? -observó ella-. No estoy segura de que haya espacio para ensayar nuestro crescendo. ¿Podemos apartar los muebles?

– Pueden hacer lo que quieran, siempre que atiendan al teléfono y anoten los mensajes. Espero una llamada del señor Andrews. Dígale que no necesita permiso para entrar en la zona de cuarentena. Que vaya directo a Brasenose, que yo me reuniré allí con él.

– Bueno, bien, de acuerdo -suspiró ella, como si le estuviera haciendo un favor-. Al menos es mejor que esa cafetería llena de corrientes de aire.

La dejó redistribuyendo sus muebles, no muy convencido de que fuera una buena idea encargarle aquella misión, y corrió a ver a Badri. Tenía que decirle algo. Los mató a todos. Media Europa.

La lluvia se había convertido en una pequeña bruma, y los piquetes contra la CE habían crecido en número delante del hospital. Un grupo de jóvenes de la edad de Colin se les había unido, llevando máscaras negras en la cara y gritando: «¡Dejad salir a mi pueblo!»

Uno de ellos agarró a Dunworthy por el brazo.

– El Gobierno no tiene derecho a mantenerle aquí en contra de su voluntad -dijo, acercando su cara pintarrajeada a la mascarilla de Dunworthy.

– No seas idiota. ¿Quieres empezar otra Pandemia?

El niño le soltó el brazo, confundido, y Dunworthy escapó al interior.

Admisiones estaba lleno de pacientes en camillas, y había una de pie junto al ascensor. Una figura de aspecto impresionante con voluminosas RPE leía algo al paciente de un libro envuelto en politeno.

– «¿Quién perecerá, siendo inocente? -dijo, y Dunworthy advirtió con horror que no era una enfermera, sino la señora Gaddson-. ¿O dónde estaban los justos?» -recitó ella.

Se detuvo y hojeó las finas páginas de la Biblia, buscando otro pasaje consolador, y Dunworthy se desvió hacia un pasillo lateral y las escaleras, eternamente agradecido al Ministerio de Sanidad por haber suministrado mascarillas.

– «El Señor los castigará a todos con consumición -entonó, su voz resonando en el pasillo mientras Dunworthy huía-, y con fiebre, y con inflamación».

Y los castigará con la señora Gaddson, pensó, y ella os leerá las Escrituras para levantaros la moral.

Subió las escaleras hasta Aislamiento, que al parecer ocupaba ahora casi toda la primera planta.

– Aquí está -dijo la enfermera. Era otra vez la estudiante rubia. Dunworthy se preguntó si tendría que advertirle sobre la señora Gaddson-. Casi le había dado por perdido. Le ha estado llamando toda la mañana.

Le tendió un paquete de RPE; él se las puso y la siguió.

– Hace media hora estaba completamente frenético, llamándole sin parar -murmuró la enfermera-. Insistía en que tenía que decirle una cosa. Ahora está un poco mejor.

De hecho, Badri parecía considerablemente recuperado. Había perdido el tono rojo y asustante, y aunque estaba un poco pálido, parecía casi como siempre. Estaba medio sentado contra unas cuantas almohadas, y sus manos yacían sobre la tela, con los dedos doblados. Tenía los ojos cerrados.

– Badri -llamó la enfermera, y colocó la mano enguantada sobre su hombro y se inclinó hacia él-. El señor Dunworthy está aquí.

Él abrió los ojos.

– ¿Señor Dunworthy?

– Sí -ella hizo una indicación con la cabeza-. Le dije que vendría.

Badri se enderezó, pero no miró a Dunworthy, sino hacia delante.

– Estoy aquí, Badri -dijo Dunworthy, y avanzó hasta quedar en su línea de visión.

Badri siguió mirando hacia delante y sus manos empezaron a moverse inquietas sobre las rodillas. Dunworthy miró a la enfermera.

– Lleva un rato haciendo eso -dijo ella-. Creo que está tecleando -miró las pantallas y salió.

Estaba tecleando, en efecto. Tenía las muñecas apoyadas en las rodillas, y sus dedos pulsaban la manta en una compleja secuencia. Sus ojos contemplaban algo ante él (¿una pantalla?), y tras un momento frunció el ceño.

– Eso no puede estar bien -dijo, y empezó a teclear rápidamente.

– ¿Qué es, Badri? ¿Qué anda mal?

– Debe de haber un error -dijo Badri. Se inclinó un poco hacia el lado-. Dame un línea-a-línea con la AAT.

Estaba hablando al oído de la consola, advirtió Dunworthy. Está leyendo el ajuste, pensó.

– ¿Qué no puede estar bien, Badri?

– El deslizamiento -respondió Badri, los ojos fijos en la pantalla imaginaria-. Comprueba los parámetros. Eso no puede estar bien.

– ¿Qué ocurre con el deslizamiento? ¿Hubo más del que esperabas?

Badri no respondió. Tecleó un instante, se detuvo, contempló la pantalla y empezó a teclear frenéticamente.

– ¿Cuánto deslizamiento hubo? ¿Badri? -preguntó Dunworthy.

Él tecleó durante un minuto entero y se detuvo y miró a Dunworthy.

– Estoy muy preocupado -dijo, pensativo.

– ¿Por qué estás preocupado, Badri?

Badri apartó de repente las mantas y se agarró a las barandillas de la cama.

– Tengo que encontrar al señor Dunworthy -exclamó. Agarró la cánula y tiró de la cinta.

Las pantallas tras él se volvieron locas, llenas de crestas y pitidos. En alguna parte sonó una alarma.

– No debes hacer eso -dijo Dunworthy, y extendió las manos para detenerlo.

– Está en el pub -jadeó Badri, rompiendo la cinta.

Las pantallas se quedaron súbitamente planas.

– Desconexión -dijo una voz de ordenador-. Desconexión.

La enfermera entró corriendo.

– Oh, cielos, ya es la segunda vez que lo hace. Señor Chaudhuri, no debe hacer eso. Se sacará la cánula.

– Vaya y traiga al señor Dunworthy. Ahora. Algo va mal -dijo Badri, pero se tendió y dejó que ella le tapara-. ¿Por qué no viene?

Dunworthy esperó a que la enfermera volviera a pegar la cánula y conectara nuevamente las pantallas, observando a Badri. Éste parecía agotado y apático, casi aburrido. Una nueva magulladura empezaba a formarse sobre la cánula.

– Creo que será mejor traer un sedante -dijo la enfermera, y se marchó.

– Badri -dijo Dunworthy en cuanto se hubo ido-, soy el señor Dunworthy. Querías decirme algo. Mírame, Badri. ¿Qué es? ¿Qué va mal?

Badri lo miró, pero sin interés.

– ¿Acaso hubo demasiado deslizamiento, Badri? ¿Está Kivrin en la peste?

– No tengo tiempo -dijo Badri-. Estuve fuera el sábado y el domingo -empezó a teclear de nuevo, moviendo los dedos incesantemente sobre las mantas-. Eso no puede estar bien.

La enfermera volvió con un frasco para el gotero.

– Oh, bien -dijo él, y su expresión se relajó y se suavizó, como si le hubieran quitado un gran peso de encima-. No sé qué sucedió. Tenía un dolor de cabeza terrible.

Cerró los ojos antes de que ella terminara de conectar la sonda a la cánula y empezó a roncar suavemente.

La enfermera condujo a Dunworthy al exterior.

– ¿Qué dijo exactamente antes de que yo llegara? -preguntó él mientras se quitaba el traje.

– No dejaba de llamarle y decía que tenía que encontrarle, que tenía que decirle algo importante.

– ¿Mencionó algo sobre ratas?

– No. Una vez dijo que tenía que encontrar a Karen… o Katherine…

– Kivrin.

Ella asintió.

– Sí. Dijo: «Tengo que encontrar a Kivrin. ¿Está abierto el laboratorio?» Y luego comentó algo acerca de un cordero, pero nada de ratas, no creo. No entendía muchas cosas de las que decía.

Dunworthy lanzó los guantes impermeables a la bolsa.

– Quiero que anote todo lo que diga. No las partes ininteligibles -añadió antes de que ella pudiera poner ninguna objeción-. Todo lo demás. Volveré esta tarde.

– Lo intentaré -dijo ella-. Casi todo son tonterías.

Dunworthy bajó las escaleras. Casi todo eran tonterías, delirios febriles que no significaban nada, pero salió a coger un taxi. Quería volver a Balliol cuanto antes, para hablar con Andrews y hacer que viniera a leer el ajuste.

«Eso no puede estar bien», había dicho Badri, y tenía que referirse al deslizamiento. ¿Podría haber malinterpretado la cifra, aunque sólo era de cuatro horas, y luego descubrió… qué? ¿Que era de cuatro años? ¿O veintiocho?

– Llegará más rápido caminando -dijo alguien. Era el muchacho con las pinturas negras en la cara-. Si espera un taxi, se quedará aquí eternamente. Todos han sido requisados por el maldito Gobierno.

Señaló uno que aparcaba junto a la puerta de Admisiones. Tenía una placa del Ministerio de Sanidad en la ventanilla.

Dunworthy dio las gracias al niño y regresó a Balliol. Volvía a llover, y caminó rápidamente, esperando que Andrews hubiera telefoneado ya, que estuviera ya en camino. «Vaya y traiga al señor Dunworthy inmediatamente -había dicho Badri-. Ahora. Algo va mal», y era evidente que estaba reviviendo sus acciones después de haber hecho el ajuste, cuando corrió bajo la lluvia hasta el Cordero y la Cruz para buscarlo. «Eso no puede estar bien.»

Casi cruzó corriendo el patio hasta sus habitaciones. Le preocupaba que la señora Taylor no hubiera oído el timbre del teléfono con el estruendo de sus campaneras, pero cuando abrió la puerta las encontró de pie en un círculo en medio de la habitación con las mascarillas puestas, los brazos levantados y las manos cruzadas como en súplica, bajando las manos y doblando las rodillas una tras otra en solemne silencio.

– Ha llamado el guía del señor Basingame -anunció la señora Taylor, levantándose e inclinándose-. Dijo que pensaba que el señor Basingame estaba en alguna parte de las Tierras Altas. Y el señor Andrews dijo que le telefoneara usted. Acaba de llamar.

Dunworthy llamó, sintiéndose inmensamente aliviado. Mientras esperaba a que Andrews contestara, observó la curiosa danza y trató de decidir la pauta. La señora Taylor parecía bambolearse en una base semirregular, pero las otras hacían sus extraños movimientos sin ningún orden aparente. La más corpulenta, la señora Piantini, contaba para sí, con el ceño fruncido en gesto de concentración.

– He obtenido permiso para que entre en la zona de cuarentena. ¿Cuándo va a venir? -preguntó en cuanto el técnico contestó.

– Ésa es la cuestión, señor -dijo Andrews. Había visual, pero era demasiado borroso para interpretar su expresión-. No creo que pueda. He estado viendo la cuarentena en los vids, señor. Dicen que esta gripe hindú es extremadamente peligrosa.

– No tiene por qué entrar en contacto con ninguno de los casos -observó Dunworthy-. Puedo disponer que vaya directamente al laboratorio de Brasenose. Estará completamente a salvo. Es muy importante.

– Sí, señor, pero los vids dicen que puede haber sido causada por el sistema de calefacción de la Universidad.

– ¿El sistema de calefacción? En la Universidad no hay sistema de calefacción, y las individuales de los colegios tienen más de cien años y no sirven ni para calentar, mucho menos podrán infectar -las campaneras se volvieron a una para mirarle, pero no alteraron su ritmo-. No tiene absolutamente nada que ver con el sistema de calefacción. Ni con la India, ni con la ira de Dios. Empezó en Carolina del Sur. La vacuna ya está en camino. Es perfectamente seguro.

Andrews parecía obstinado.

– De todas formas, señor, no me parece aconsejable trasladarme allí.

Las campaneras se detuvieron bruscamente.

– Lo siento -dijo la señora Piantini, y empezaron otra vez.

– Hay que leer el ajuste. Tenemos a una historiadora en 1320, y no sabemos cuánto deslizamiento ha habido. Me encargaré que le paguen un plus de peligrosidad -dijo Dunworthy, y entonces advirtió que ésa era exactamente la estrategia equivocada-. Puedo disponer que esté aislado, o que lleve RPE o…

– Podría leer el ajuste desde aquí -sugirió Andrews-. Tengo una amiga que establecerá la conexión de acceso. Es estudiante en Shrewsbury -hizo una pausa-. Es lo mejor que puedo hacer. Lo siento.

– Lo siento -repitió la señora Piantini.

– No, no, tocas en segundo lugar -dijo la señora Taylor-. Te mueves dos-tres-arriba y abajo y tres-cuatro abajo y luego conduces un tirón entero. Y mantén los ojos en las otras campaneras, no en el suelo. ¡Uno-dos-y-va! -empezaron su danza otra vez.

– Simplemente, no puedo correr el riesgo -se justificó Andrews.

Estaba claro que no se iba a dejar convencer.

– ¿Cómo se llama su amiga de Shrewsbury? -le preguntó Dunworthy.

– Polly Wilson -respondió Andrews, con tono aliviado. Le dio su número-. Dígale que necesita una lectura remota, solicitud IA, y transmisión puente. Me quedaré en este número -se dispuso a colgar.

– ¡Espere! -exclamó Dunworthy. Las compañeras le miraron, con expresión de desaprobación-. ¿Cuál podría ser el deslizamiento máximo en un lanzamiento a 1320?

– No tengo ni idea. Es difícil predecir los deslizamientos. Hay muchos factores.

– Una estimación. ¿Podrían ser veintiocho años?

– ¿Veintiocho años? -dijo Andrews, y el tono de sorpresa hizo que Dunworthy experimentara un arrebato de alivio-. Oh, no lo creo. Hay una tendencia general a deslizamientos mayores cuanto más atrás se viaja, pero el aumento no es exponencial. Las comprobaciones de parámetros se lo dirán.

– Medieval no hizo ninguna.

– ¿Enviaron a una historiadora sin hacer comprobaciones de parámetros? -Andrews parecía asombrado.

– Sin comprobaciones de parámetros, sin remotos, sin tests de reconocimiento. Por eso es esencial que consiga ese ajuste. Quiero que me haga un favor.

Andrews se envaró.

– No será necesario que venga aquí -aclaró Dunworthy rápidamente-. Jesús College tiene una instalación en Londres. Quiero que vaya y haga una comprobación de parámetros de un lanzamiento al mediodía del 13 de diciembre de 1320.

– ¿Cuáles son las coordenadas locales?

– No lo sé. Las obtendré cuando vaya a Brasenose. Quiero que me telefonee aquí en cuanto haya determinado el deslizamiento máximo. ¿Podrá hacerlo?

– Sí -contestó, pero parecía dubitativo otra vez.

– Bien. Llamaré a Polly Wilson. Lectura remota, solicitud IA, transmisión puente. Le llamaré en cuanto ella haya entablado contacto con Brasenose -dijo Dunworthy, y colgó antes de que Andrews pudiera cambiar de parecer.

Se quedó con el receptor en la mano, contemplando a las campaneras. El orden cambiaba continuamente, pero por lo visto la señora Piantini no volvió a perder la cuenta.

Llamó a Polly Wilson y le dio los datos específicos que había dictado Andrews, preguntándose si también ella había estado viendo los vids, y tendría miedo del sistema de calefacción de Brasenose, pero la joven dijo rápidamente:

– Necesito encontrar un acceso. Le veré allí dentro de tres cuartos de hora.

Dunworthy dejó a las campaneras haciendo flexiones y fue a Brasenose. La lluvia había menguado otra vez y por las calles circulaba más gente, aunque muchas de las tiendas estaban cerradas. Quienquiera que estuviera a cargo del carillón de Carfax había pillado la gripe o se había olvidado de él debido a la cuarentena. Seguía tocando Bring a Torch, Jeanette Isabella, o posiblemente O Tannenbaum.

Había un piquete formado por tres personas delante de una tienda hindú y media docena más ante Brasenose con una gran pancarta que decía: «LOS VIAJES EN EL TIEMPO SON UNA AMENAZA PARA LA SALUD.»

Reconoció a la joven que sujetaba uno de los extremos: era la auxiliar médico de la ambulancia.

Sistemas de calefacción, la CE y los viajes en el tiempo. Durante la Pandemia fueron el programa de guerra bacteriológica americano y el aire acondicionado. En la Edad Media responsabilizaron a Satán y a la aparición de cometas de sus epidemias. Sin duda cuando se descubriera el hecho de que el virus se había originado en Carolina del Sur, la Confederación o el pollo frito del sur serían los culpables.

Entró en la portería. El árbol de Navidad se encontraba en un extremo del mostrador, con su ángel en lo alto.

– Vendrá a verme una estudiante de Shrewsbury para establecer un equipo de comunicación -le dijo al portero-. Tendrá que dejarnos entrar en el laboratorio.

– El laboratorio está restringido, señor.

– ¿Restringido?

– Sí, señor. Lo han clausurado y no se permite entrar a nadie.

– ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

– Es debido a la epidemia, señor.

– ¿La epidemia?

– Sí, señor. Tal vez sea mejor que hable con el señor Gilchrist, señor.

– Bien. Dígale que estoy aquí y que necesito entrar en el laboratorio.

– Me temo que ahora mismo no se encuentra aquí.

– ¿Dónde está?

– En el hospital, creo. Fue…

Dunworthy no esperó a oír el resto. A mitad de camino se le ocurrió que Polly Wilson se quedaría esperando sin saber adónde había ido, y mientras llegaba al hospital, pensó que Gilchrist podría estar allí porque había contraído el virus.

Bien, pensó, es lo que se merece, pero Gilchrist estaba en la pequeña sala de espera, sano y salvo, con una mascarilla del ministerio, subiéndose la manga para recibir la vacuna que preparaba una enfermera.

– Su portero me dijo que el laboratorio está restringido -dijo Dunworthy, colocándose entre ellos-. Tengo que entrar. He encontrado un técnico para hacer un ajuste remoto. Necesitamos establecer un equipo transmisor.

– Me temo que eso será imposible. El laboratorio está en cuarentena hasta que la fuente del virus haya sido determinada.

– ¿La fuente del virus? -preguntó Dunworthy, incrédulo-. El virus se originó en Carolina del Sur.

– No estaremos seguros de eso hasta que obtengamos una identificación positiva. Hasta entonces, considero que lo mejor es minimizar cualquier riesgo posible para la Universidad restringiendo el acceso al laboratorio. Ahora, si me disculpa, estoy aquí para recibir mi potenciación del sistema inmunológico -se dirigió hacia la enfermera.

Dunworthy extendió el brazo para detenerlo.

– ¿Qué riesgos?

– Ha habido considerable preocupación pública de que el virus haya sido transmitido a través de la red.

– ¿Preocupación pública? ¿Se refiere a esos tres tarados con la pancarta que hay ante su puerta?

– Esto es un hospital, señor Dunworthy -advirtió la enfermera-. Por favor, no alce la voz.

Él la ignoró.

– Ha habido «considerable preocupación pública», como usted dice, de que el virus haya sido causado por las leyes de inmigración liberales -señaló-. ¿También pretende separarse de la CE?

Gilchrist levantó la barbilla y unas arruguitas aparecieron junto a su nariz, visibles incluso a través de la mascarilla.

– Como decano en funciones de la Facultad de Historia, es mi responsabilidad actuar en interés de la Universidad. Nuestra posición en la comunidad, como sin duda ya sabrá, depende del mantenimiento de la buena voluntad del pueblo. Me pareció importante calmar los temores del público cerrando el laboratorio hasta que llegue la secuencia. Si indica que el virus es de Carolina del Sur, entonces por supuesto el laboratorio volverá a ser abierto inmediatamente.

– ¿Y mientras tanto, qué será de Kivrin?

– Si no puede mantener un tono de voz normal -advirtió la enfermera-, me veré obligada a llamar a la doctora Ahrens.

– Excelente. Vaya y tráigala. Quiero que le diga al señor Gilchrist lo ridículo que está siendo. Este virus no puede haber llegado a través de la red.

La enfermera se marchó.

– Si sus manifestantes son demasiado ignorantes para entender las leyes de la física, seguro que podrán comprender el simple hecho de que fue un lanzamiento. La red se abrió a 1320, no desde allí. Nada la atravesó desde el pasado.

– Si ése es el caso, entonces la señorita Engle no corre ningún peligro, y no le hará ningún daño esperar a que llegue la secuencia.

– ¿Que no corre peligro? ¡Ni siquiera sabe dónde está!

– Su técnico obtuvo el ajuste, e indicó que el lanzamiento había sido un éxito y que se produjo un deslizamiento mínimo -replicó Gilchrist. Se bajó la manga y abrochó el puño cuidadosamente-. Estoy satisfecho de que la señorita Engle esté donde se supone que debe estar.

– Bien, pues yo no. Y no lo estaré hasta que me asegure de que Kivrin atravesó la red a salvo.

– Debo recordarle de nuevo que la señorita Engle es mi responsabilidad, no la suya, señor Dunworthy -se puso el abrigo-. He de hacer lo que considero mejor.

– Y cree que lo mejor es establecer una cuarentena alrededor del laboratorio para aplacar a un puñado de chalados. También hay «considerable preocupación pública» de que el virus sea un castigo de Dios. ¿Qué pretende hacer para mantener la buena voluntad de esa gente? ¿Volver a quemar mártires en la hoguera?

– Lamento mucho esa observación. Y lamento su constante interferencia en asuntos que no le conciernen. Desde el principio decidió boicotear Medieval, impedir que obtuviera acceso a los viajes en el tiempo, y ahora está decidido a socavar mi autoridad. He de recordarle que soy decano en funciones de Historia en ausencia del señor Basingame, y como tal…

– ¡Lo que es usted es un idiota ignorante y engreído al que nunca debería habérsele confiado Medieval, y mucho menos la seguridad de Kivrin!

– No veo ningún motivo para continuar con esta discusión -dijo Gilchrist-. El laboratorio está en cuarentena. Continuará así hasta que consigamos la secuencia.

Se marchó.

Dunworthy le siguió y estuvo a punto de chocar con Mary. Ella llevaba RPE y leía una gráfica.

– No te creerás lo que ha hecho Gilchrist ahora. Un puñado de manifestantes le ha convencido de que el virus llegó a través de la red, y ha clausurado el laboratorio.

Ella no dijo nada, ni siquiera levantó la cabeza de la gráfica.

– Badri dijo esta mañana que las cifras del deslizamiento no podían estar bien. Lo dijo varias veces: «Algo va mal.»

Ella le miró, distraída, y volvió a consultar la gráfica.

– Tengo a un técnico listo para leer el ajuste de Kivrin en modo remoto, pero Gilchrist ha cerrado las puertas. Tienes que hablar con él, decirle que se ha establecido firmemente que el virus procede de Carolina del Sur.

– Eso no sería cierto.

– ¿Qué quieres decir? ¿Ha llegado la secuencia?

Ella sacudió la cabeza.

– El WIC localizó a su técnico, pero todavía está trabajando en ello. Pero su lectura preliminar indica que no es el virus de Carolina del Sur -le miró-. Y ahora sé que no lo es -consultó de nuevo la gráfica-. El virus de Carolina del Sur tenía una tasa de mortalidad cero.

– ¿Qué quieres decir? ¿Le ha ocurrido algo a Badri?

– No -dijo ella, cerrando la gráfica y apretándola contra su pecho-. Beverly Green.

Dunworthy debió de quedarse blanco. Creía que iba a decir Latimer.

– La mujer del paraguas lavanda -dijo ella, y parecía furiosa-. Acaba de morir.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(046381-054957)

22 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). La rodilla de Agnes ha empeorado. Está roja y le duele (es una forma suave de decirlo, grita cuando intento tocarla), y apenas puede andar. No sé qué hacer, si se lo digo a lady Imeyne le pondrá uno de sus emplastos y aún será peor, y Eliwys está distraída y obviamente preocupada.

Gawyn no ha vuelto todavía. Tendría que haber llegado ayer a mediodía, y cuando no apareció para vísperas, Eliwys acusó a Imeyne de haberlo enviado a Oxford.

– Lo he enviado a Courcy, como te dije -repuso Imeyne, a la defensiva-. Sin duda la lluvia lo retiene allí.

– ¿Sólo a Courcy? -estalló Eliwys, enfadada-. ¿O lo habéis enviado a otra parte en busca de un nuevo capellán?

Imeyne se irguió.

– El padre Roche no es adecuado para decir las misas de Navidad si vienen sir Bloet y su séquito. ¿Quieres quedar en evidencia ante el prometido de Rosemund?

Eliwys palideció.

– ¿Dónde lo habéis enviado?

– Lo he mandado con un mensaje para el obispo, diciéndole que necesitamos un capellán.

– ¿A Bath? -exclamó Eliwys, y alzó la mano como si fuera a golpearla.

– No. Sólo a Cirencestre. El archidiácono iba a encontrarse en la abadía para Navidad. Ordené a Gawyn que le transmitiera el mensaje. Uno de sus sacerdotes vendrá. Aunque, sin duda, las cosas no estarán tan mal en Bath para que Gawyn no pueda llegar hasta allí sin recibir daños, o de lo contrario mi hijo se habría marchado.

– Vuestro hijo se enojará mucho cuando descubra que le hemos desobedecido. Nos ordenó, junto con Gawyn, que nos quedáramos en la casa hasta su regreso.

Todavía parecía furiosa, y mientras bajaba la mano la cerró en un puño, como si le hubiera gustado darle un pescozón a Imeyne en las orejas como hace con Maisry. Pero el color volvió a sus mejillas cuando Imeyne dijo «Cirencestre», y creo que al menos se sintió un poco aliviada.

Imeyne dijo que las cosas no podían estar tan mal en Bath para que Gawyn no pudiera ir hasta allí, pero es evidente que Eliwys no opina lo mismo.

¿Teme que le tiendan una trampa o que pudiera traer hasta aquí a los enemigos de lord Guillaume? ¿Tan mal están las cosas que Guillaume no puede salir de Bath?

Tal vez es todo eso. Eliwys se ha asomado a la puerta al menos una docena de veces esta mañana, y está de tan mal humor como Rosemund en el bosque. Ahora mismo acaba de preguntarle a Imeyne si está segura de que el archidiácono estaba en Cirencestre. Obviamente le preocupa que si no está allí, Gawyn haya llevado el mensaje hasta Bath.

Su temor ha contagiado a todo el mundo. Lady Imeyne se ha retirado a un rincón con su relicario a rezar, Agnes gimotea, y Rosemund está sentada con su bordado en el regazo, mirándolo sin verlo.

(Pausa)

He llevado a Agnes al padre Roche esta tarde. Tiene la rodilla mucho peor. No podía caminar, y tenía lo que me pareció el principio de una veta roja encima. No pude decirlo con seguridad (toda la rodilla está roja e inflamada), pero tuve miedo de esperar.

No había cura para la gangrena en 1320, y es culpa mía que se le haya infectado la rodilla. Si no hubiera insistido en ir a buscar el lugar de recogida, no se habría caído.

Se supone que las paradojas no pueden permitir que mi presencia aquí tenga ningún efecto sobre lo que le sucede a los contemporáneos, pero no puedo correr ese riesgo. Se suponía que yo tampoco podía caer enferma.

Así que cuando Imeyne subió al ático, llevé a Agnes a la iglesia para pedirle al sacerdote que la tratara. Lloviznaba cuando llegamos, pero Agnes no se quejaba por mojarse, y eso me asustó aún más que la veta roja.

La iglesia estaba a oscuras y olía a moho. Oí la voz del padre Roche en la parte delantera, y parecía que estaba hablando con alguien.

– Lord Guillaume no ha llegado aún de Bath. Temo por su seguridad.

Pensé que tal vez Gawyn había regresado, y quise oír qué decía acerca del juicio, así que no continué avanzando. Me quedé allí, con Agnes en brazos, y escuché.

– Ha llovido estos dos días -dijo Roche-, y sopla un desagradable viento del oeste. Hemos tenido que traer a las ovejas.

Tras intentar ver durante un minuto en la oscura nave, al fin lo divisé. Estaba de rodillas delante de la reja, sus grandes manos unidas en oración.

– El bebé del senescal tiene un cólico de estómago y no puede contener la leche. Tabord el campesino sigue enfermo.

No rezaba en latín, y en su voz no había nada del canturreo del cura de Santa Re-Formada ni de la oratoria del vicario. Parecía tranquilo y familiar, como yo hablo ahora.

Se suponía que Dios era muy real para los contemporáneos del siglo XIV, más vívido que el mundo físico que habitaban. «Ahora volveréis a casa», me dijo el padre Roche cuando me estaba muriendo, y eso es lo que creían los contemporáneos: que la vida del cuerpo es ilusoria, carente de importancia; y que la vida real es la del alma eterna, como si sólo estuviéramos de visita por la vida como yo estoy de visita en este siglo. Sin embargo, no he visto muchas pruebas de esta concepción del mundo. Eliwys murmura diligentemente sus ave en vísperas y maitines y luego se levanta y se sacude la saya como si sus oraciones no tuvieran nada que ver con sus preocupaciones por su marido, las niñas o Gawyn. Y a Imeyne, a pesar de su relicario y su Libro de las Horas, sólo le preocupa su posición social. No había visto ninguna prueba de que Dios fuera real para ellos hasta que me encontré en la iglesia húmeda, escuchando al padre Roche.

Me pregunto si ve a Dios y el cielo tan claramente como yo le veo a usted y a Oxford, la lluvia cayendo en el patio y sus gafas empañándose de forma que tiene que quitárselas y limpiarlas con la bufanda. Me pregunto si parecen tan cercanos como me lo parece usted, y tan difíciles de alcanzar.

– Salva a nuestras almas del mal y llévanos al cielo -rezó Roche, y como si eso fuera una entradilla, Agnes se enderezó en mis brazos.

– Quiero ir con el padre Roche -dijo.

El padre Roche se levantó y se acercó a nosotras.

– ¿Quién es? ¿Quién está ahí?

– Soy lady Katherine. He traído a Agnes. Su rodilla está…

– ¿Qué? ¿Infectada?

– Quiero que miréis su rodilla.

Él intentó hacerlo, pero la iglesia estaba demasiado oscura, así que la llevó a su casa. Allí apenas había más luz. La casa no era mucho mayor que la choza en la que me había refugiado, ni más alta. Tuvo que permanecer agachado todo el tiempo que estuvimos allí para no chocar con las vigas.

Abrió el postigo de la única ventana, que dejó entrar la lluvia, y luego encendió una vela y colocó a Agnes sobre una burda mesa de madera. Desató el vendaje, y ella se apartó del cura.

– Quédate quieta, Agnus, y te contaré cómo Cristo vino a la tierra desde el lejano cielo.

– El día de Navidad -dijo Agnes.

Roche examinó la herida, palpando las partes inflamadas, mientras hablaba con firmeza.

– «Y los pastores se asustaron, pues no sabían qué era aquella luz resplandeciente. Y oyeron sonidos como de campanas repicando en el cielo. Pero se trataba del ángel del Señor que se les presentó.»

Agnes gritó y me hizo retirar las manos cuando intenté tocarle la rodilla, pero dejó que Roche palpara la zona roja con sus grandes dedos. Definitivamente, aquello era el principio de una veta roja. Roche la tocó con cuidado y acercó la vela para ver mejor.

– «Y de una tierra lejana llegaron tres reyes cargados de regalos» -prosiguió, con el ceño fruncido. Tocó de nuevo la veta roja, torpemente, y luego unió las manos, como si fuera a rezar, y yo pensé, no pienses. Haz algo.

El bajó las manos y me miró.

– Me temo que la herida está envenenada. Haré una infusión de hisopo para sacar el veneno.

Se acercó al hogar, meneó unos carbones de aspecto tibio, y vertió agua de un cubo en una olla de hierro.

El cubo estaba sucio, la olla estaba sucia, las manos con las que había tocado la herida de Agnes estaban sucias, y mientras le veía colocar la olla al fuego y rebuscar en una sucia bolsa, lamenté haber acudido a él. No era mejor que Imeyne. Una infusión de hojas y semillas no curaría mejor la gangrena que uno de los emplastos de Imeyne, y sus oraciones tampoco serían de ayuda, aunque hablara con Dios como si realmente estuviera allí.

«¿Es eso todo lo que podéis hacer?», estuve a punto de decir, y entonces advertí que esperaba lo imposible.

La cura para la infección era la penicilina, potenciación de leucocitos-T, antisépticos; y él no tenía nada de eso en su bolsa de arpillera.

Recuerdo que el señor Gilchrist habló de médicos medievales en una de sus conferencias. Habló de lo idiotas que eran por sangrar a la gente y tratarlos con arsénico y orina de cabra durante la Peste Negra. ¿Pero qué esperaba que hicieran? No tenían análogos ni antimicrobiales.

Ni siquiera sabían qué la causaba. Allí de pie, aplastando hojas y pétalos secos entre sus dedos sucios, el padre Roche hacía todo lo que podía.

– ¿Tenéis vino? -le pregunté-. ¿Vino añejo?

Apenas hay alcohol en la cerveza, y poco más en el vino, pero cuanto más añejo es, más alto es el contenido alcohólico, y el alcohol es un antiséptico.

– He recordado de pronto que el vino viejo vertido sobre una herida puede detener las infecciones -le expliqué.

El padre Roche no me preguntó qué era una «infección» o cómo podía recordar eso cuando se suponía que no recordaba nada más. Fue inmediatamente a la iglesia y trajo una botella de barro llena de un vino de olor intenso, y lo vertí sobre la venda y lavé la herida con él.

Me traje la botella a casa. La he escondido bajo la cama en la habitación de Rosemund (por si es parte del vino sacramental; Imeyne no necesitaría más excusa para hacer quemar a Roche por hereje), para así poder seguir limpiándola. Antes de que se acostara, le eché un poco más.

19

Llovió hasta Nochebuena, una lluvia dura y arrastrada por el viento que se colaba por el tiro del techo y hacía que el fuego siseara y humeara.

Kivrin echaba vino sobre la rodilla de Agnes cada vez que podía, y la tarde del veintitrés pareció mejorar un poco. Todavía estaba inflamada, pero la veta roja desapareció. Kivrin corrió hasta la iglesia, cubriéndose la cabeza con la capa, para decírselo al padre Roche, pero no lo encontró allí.

Ni Imeyne ni Eliwys habían advertido que Agnes tenía una herida en la rodilla. Intentaban frenéticamente prepararlo todo para la familia de sir Bloet, por si venían, limpiando la habitación del desván para que las mujeres pudieran dormir allí, rociando pétalos de rosa sobre los pebeteros del salón, horneando una sorprendente cantidad de panes, tortas y pasteles, incluyendo uno algo grotesco con la forma de Niño Jesús en el pesebre, con pastas tejidas en vez de pañales.

Por la tarde, el padre Roche vino a la casa, empapado y tembloroso. Había salido a recoger hiedra para el salón en mitad de la lluvia. Imeyne no estaba allí (se encontraba en la cocina horneando al niño Jesús), y Kivrin hizo entrar a Roche para que secara sus ropas junto al fuego.

Llamó a Maisry, y como ésta no acudió tuvo que cruzar el patio hasta la cocina y traerle una copa de cerveza caliente. Cuando regresó, Maisry estaba sentada junto a Roche, apartándose el pelo sucio y enmarañado con una mano, y Roche le ponía grasa de ganso en la oreja. En cuanto vio a Kivrin se llevó la mano a la oreja, probablemente deshaciendo todo el bien del tratamiento de Roche, y se escabulló.

– La rodilla de Agnes está mejor -le dijo Kivrin al sacerdote-. La hinchazón ha bajado, y se está formando una nueva costra.

Él no pareció sorprenderse, y Kivrin se preguntó si se había confundido, si no se trataba de gangrena después de todo.

Durante la noche, la lluvia se convirtió en nieve.

– No vendrán -dijo lady Eliwys a la mañana siguiente. Parecía aliviada.

Kivrin tuvo que darle la razón. Habían caído casi treinta centímetros de nieve durante la noche, y todavía nevaba copiosamente. Incluso Imeyne parecía resignada a que no vinieran, aunque continuó con los preparativos, bajando jarras de peltre del ático y gritando a Maisry.

Alrededor de mediodía la nevada cesó bruscamente y a eso de las dos empezó a clarear. Eliwys ordenó que todo el mundo se pusiera sus mejores ropas. Kivrin vistió a las niñas, sorprendida de la belleza de sus trajes de seda. Agnes se puso una saya de terciopelo verde oscuro encima, y un cinturón de plata, y la saya verde hoja de Rosemund tenía largas mangas abiertas y un corpiño bajo que mostraba el bordado de su camisa amarilla. A Kivrin no le habían dicho qué debía ponerse, pero después de que les deshiciera las trenzas a las niñas y las peinara con el cabello suelto sobre los hombros, Agnes dijo:

– Debéis poneros vuestro vestido azul.

Sacó su vestido del cofre al pie de la cama. Entre las elegantes ropas de las niñas resultaba menos fuera de lugar, pero el tejido seguía pareciendo demasiado bueno, el color demasiado intenso.

No sabía qué debería hacerse en el pelo. Las muchachas solteras lo llevaban suelto en ocasiones festivas, sujeto por un lazo o una cinta, pero ella lo llevaba demasiado corto, y sólo las mujeres casadas se lo cubrían. No podía dejarlo descubierto sin más: el pelo recortado tenía un aspecto horrible.

Por lo visto, Eliwys estaba de acuerdo. Cuando Kivrin bajó a las niñas al salón, se mordió el labio y envió a Maisry al desván para que trajera un velo fino, casi transparente, que sujetó con la cinta hacia la mitad de su cabeza, dejando que los cabellos delanteros asomaran y ocultando las puntas mal cortadas.

El nerviosismo de Eliwys pareció regresar con la mejora del tiempo. Se sobresaltó cuando entró Maisry y luego le pegó por ensuciar el suelo de barro. De repente pensó en una docena de cosas que no estaban preparadas y le echó la culpa a todo el mundo. Cuando lady Imeyne dijo por enésima vez «Si hubiéramos ido a Courcy…», Eliwys casi le arrancó la cabeza.

Kivrin pensó que era una mala idea vestir a Agnes antes del último minuto posible, y efectivamente, a media tarde las mangas bordadas de la niña pequeña ya estaban sucias y se manchó de harina un lado de la falda de terciopelo.

A última hora de la tarde Gawyn seguía sin regresar, todo el mundo tenía los nervios de punta, y las orejas de Maisry habían cobrado un color rojo brillante. Cuando lady Imeyne le pidió a Kivrin que le llevara seis velas de cera al padre Roche, a la historiadora le encantó la idea de sacar a las niñas de la casa.

– Decidle que deben durar para todas las misas -advirtió Imeyne, irritada-, y serán pobres misas para el nacimiento de Nuestro Señor. Tendríamos que haber ido a Courcy.

Kivrin le puso a Agnes su capa y llamó a Rosemund, y se dirigieron a la iglesia. Roche no estaba allí. En medio del altar había una gran vela amarillenta con una serie de marcas, apagada. La encendería al anochecer y la usaría para contar las horas hasta media noche. De rodillas en la iglesia helada.

Tampoco lo encontró en su casa. Kivrin dejó las velas sobre la mesa. Al cruzar el prado de regreso, vieron al burro de Roche junto a la valla, lamiendo la nieve.

– Nos olvidamos de dar de comer a los animales -advirtió Agnes.

– ¿Dar de comer a los animales? -preguntó Kivrin, cansada, pensando en sus ropas.

– Es Nochebuena -advirtió Agnes-. ¿No dais de comer a los animales en casa?

– No lo recuerda -intervino Rosemund-. En Navidad damos de comer a los animales en honor a Nuestro Señor, que nació en un establo.

– ¿No recordáis nada de la Navidad, entonces?

– Un poco -respondió Kivrin, pensando en la Nochebuena en Oxford, en las tiendas de Carfax decoradas con hojas de plasteno y luces láser y repleta de compradores de última hora, la High llena de bicicletas, y Magdalen Tower asomando tenuemente a través de la nieve.

– Primero repican las campanas y luego comemos y después vamos a misa y después el tronco de Nochebuena -dijo Agnes.

– Lo has dicho todo al revés -reprendió Rosemund-. Primero encendemos el tronco de Nochebuena y luego vamos a misa.

– Primero las campanas -insistió Agnes, mirando a Rosemund-, y luego la misa.

Fueron al granero a buscar un saco de avena y un poco de heno y lo llevaron al establo para dar de comer a los caballos. Gringolet no estaba entre ellos, lo cual significaba que Gawyn no había vuelto todavía. Kivrin debía hablar con él en cuanto regresara.

Faltaba menos de una semana para el encuentro, y todavía no tenía ni idea de dónde estaba el lugar. Y con la llegada de lord Guillaume, todo podría cambiar.

Eliwys había pospuesto toda decisión respecto a ella hasta que llegara su esposo, y le había dicho a las niñas otra vez que esperaba que viniera hoy. Él podría decidir si debía llevar a Kivrin a Oxford, o a Londres, a buscar a su familia, o sir Bloet tal vez se ofrecería a llevarla con ellos a Courcy. Tenía que hablar con Gawyn pronto. Pero con los invitados en la mansión, sería mucho más fácil encontrarlo a solas, y con todo el jaleo de Navidad, tal vez incluso podría conseguir que le mostrara el lugar.

Kivrin se retrasó todo lo que pudo con los caballos, esperando que Gawyn volviera, pero Agnes se aburrió y quiso dar de comer a las gallinas. Kivrin sugirió que fueran a atender a la vaca del senescal.

– No es nuestra vaca -replicó Rosemund.

– Me ayudó aquel día que estuve enferma -dijo Kivrin, pensando en cómo se había apoyado contra la huesuda espalda del animal el día que intentó encontrar el lugar de recogida-. Querría darle las gracias por su amabilidad.

Dejaron atrás la porqueriza donde antes estuvieron los cerdos.

– Pobres cerditos -suspiró Agnes-. Me habría gustado darles una manzana.

– El cielo vuelve a oscurecerse por el norte -observó Rosemund-. Creo que no vendrán.

– Ah, pero lo harán -rió Agnes-. Sir Bloet me ha prometido un regalito.

La vaca del senescal estaba casi en el mismo sitio donde Kivrin la había encontrado, tras la antepenúltima choza, comiendo lo que quedaba de las mismas enredaderas negras.

– Feliz Navidad, señora Vaca -le deseó Agnes, sosteniendo un puñado de heno a un metro de la boca de la vaca.

– Sólo hablan a medianoche -dijo Rosemund.

– Podríamos venir a verla a medianoche, lady Kivrin -palmoteo Agnes. La vaca avanzó. Agnes retrocedió.

– No puedes, idiota -dijo Rosemund-. Estarás en misa.

La vaca alargó el cuello y dio un paso adelante. Agnes retrocedió de nuevo. Kivrin le dio al animal un puñado de heno.

Agnes la miró con envidia.

– Si todos estamos en misa, ¿cómo saben que los animales hablan? -preguntó.

Buen razonamiento, pensó Kivrin.

– Porque el padre Roche lo dice -contestó Rosemund.

Agnes salió de detrás de las faldas de Kivrin y cogió otro puñado de heno.

– ¿Qué dicen? -apuntó en la dirección general de la vaca.

– Dicen que no sabes darles de comer -respondió Rosemund.

– No dicen eso -replicó Agnes, alargando la mano. La vaca intentó coger el heno, con la boca muy abierta y mostrando los dientes. Agnes le lanzó el puñado de heno y corrió a protegerse detrás de Kivrin-. Alaban a Nuestro Señor bendito. El padre Roche lo dijo.

Hubo un sonido de caballos. Agnes corrió entre las chozas.

– ¡Han venido! -gritó, corriendo de vuelta-. Sir Bloet está aquí. Los he visto. Ahora están cruzando la puerta.

Kivrin dispersó rápidamente el resto del heno delante de la vaca. Rosemund sacó un puñado de avena y se la dio a la vaca, dejando que el animal mordisqueara el grano en su mano abierta.

– ¡Vamos, Rosemund! -gritó Agnes-. ¡Sir Bloet ha llegado!

Rosemund se limpió la mano de lo que quedaba de avena.

– Prefiero dar de comer al burro del padre Roche -dijo, y se dirigió hacia la iglesia, sin mirar siquiera hacia la casa.

– Pero han venido, Rosemund -gritó Agnes, corriendo tras ella-. ¿No quieres ver qué han traído?

Obviamente, no. Rosemund había llegado junto al burro, que había encontrado un puñado de hierba carricera junto a la valla. Se agachó y le puso bajo el hocico un puñado de avena, que el asno ignoró, y luego se quedó allí de pie con la mano en el lomo del animal; su largo cabello oscuro le ocultaba el rostro.

– ¡Rosemund! -exclamó Agnes, ruborizada de frustración-. ¿No me oyes? ¡Han venido!

El burro apartó la avena y mordisqueó un puñado de hierba. Rosemund siguió ofreciéndosela.

– Rosemund -dijo Kivrin-. Yo daré de comer al burro. Debes ir a saludar a vuestros invitados.

– Sir Bloet dijo que me traería un regalito -dijo Agnes.

Rosemund abrió las manos y dejó caer la avena.

– Si tanto te gusta, ¿por qué no le pides a padre que te deje casarte con él? -dijo, y se encaminó hacia la casa.

– Soy demasiado pequeña -respondió Agnes.

También lo es Rosemund, pensó Kivrin, quien cogió a la niña de la mano y siguió a su hermana mayor. Rosemund caminaba rápidamente por delante, la barbilla erguida, sin molestarse en levantarse las faldas que arrastraba por el suelo e ignorando las repetidas súplicas de Agnes para que esperase.

La partida había entrado en el patio y Rosemund ya había llegado a las pocilgas. Kivrin avivó el paso arrastrando a Agnes, y todas llegaron al patio al mismo tiempo. Kivrin se detuvo, sorprendida.

Esperaba una reunión formal, la familia en la puerta con discursos solemnes y sonrisas envaradas, pero esto era como el primer día de trimestre: todo el mundo llevaba cajas y bolsas, y se saludaban con exclamaciones y abrazos, hablando al mismo tiempo, riendo. Ni siquiera habían echado de menos a Rosemund. Una mujer corpulenta ataviada con una enorme cofia almidonada agarró a Agnes y la besó, y tres muchachas jóvenes rodearon a Rosemund entre chillidos de entusiasmo.

Unos criados, obviamente vestidos también con sus mejores ropas, llevaron a la cocina cestas cubiertas y un enorme ganso, y condujeron los caballos al establo. Gawyn, todavía montando a Gringolet, se inclinó para hablar con Imeyne.

– No, el obispo está en Wiveliscombe -le oyó decir Kivrin, pero Imeyne no parecía contrariada, así que debía de haber entregado el mensaje al archidiácono.

Imeyne se volvió a ayudar a bajar de su caballo a una joven que llevaba una vívida capa azul aún más brillante que la de Kivrin, y la condujo hacia Eliwys, sonriendo.

Eliwys sonreía también.

Kivrin trató de identificar a sir Bloet, pero había al menos media docena de hombres a caballo, todos con bridas de plata y capas forradas de piel. Ninguno de ellos parecía decrépito, gracias al cielo, y uno o dos tenían aspecto bastante presentable. Se volvió para preguntarle a Agnes quién era, pero la niña todavía estaba en las garras de la mujer de la cofia almidonada, que le palmeaba la cabeza.

– ¡Pero cómo has crecido! ¡Si casi no te reconozco! -decía la mujer. Kivrin reprimió una sonrisa. Algunas cosas no cambian nunca.

Varios de los recién llegados eran pelirrojos, incluyendo a una mujer casi tan vieja como Imeyne, que sin embargo llevaba el cabello descolorido suelto a la espalda como una muchachita joven. Tenía la boca fruncida en un gesto de descontento, y obviamente no estaba satisfecha con la manera en que los criados descargaban las cosas. Arrancó una cesta repleta de las manos de un criado que luchaba con ella y se la lanzó a un hombre gordo que vestía una saya de terciopelo verde.

También él era pelirrojo, igual que el más guapo de los hombres jóvenes. Tenía unos treinta años, pero su rostro era redondo, despejado y pecoso, y al menos su expresión parecía agradable.

– ¡Sir Bloet! -exclamó Agnes, y se abalanzó hacia las rodillas del hombre gordo.

Oh, no, pensó Kivrin. Había supuesto que el hombre gordo era el marido de la fiera del pelo rojo o de la mujer de la cofia almidonada. Tenía al menos cincuenta años, y debía de pesar casi cien kilos, y cuando sonrió a Agnes, Kivrin se fijó en que sus grandes dientes eran marrones, producto del deterioro.

– ¿No tenéis ningún regalo para mí? -le preguntaba Agnes, tirando del borde de su saya.

– Sí -dijo él, mirando hacia el lugar donde Rosemund charlaba con las otras muchachas-, para ti y para tu hermana.

– La traeré.

Agnes corrió hacia Rosemund antes de que Kivrin pudiera detenerla. Bloet la siguió. Las muchachas se rieron y se separaron mientras él se acercaba, y Rosemund dirigió una mirada asesina a Agnes, luego sonrió y extendió la mano.

– Buen día y bienvenido seáis, señor -dijo.

Alzaba la barbilla todo lo posible, y en sus pálidas mejillas aparecieron dos manchas de rojo febril, pero por lo visto Bloet tomó aquello por timidez y excitación. Cogió los deditos con sus gruesas manos y dijo:

– Sin duda no saludarás a tu marido con tanta formalidad esta primavera.

Ella se ruborizó aún más.

– Todavía es invierno, señor.

– Muy pronto será primavera -replicó él, y se echó a reír, mostrando sus dientes marrones.

– ¿Dónde está mi regalo? -exigió Agnes.

– Agnes, no seas tan codiciosa -dijo Eliwys, interponiéndose entre sus hijas-. ¡Vaya una bienvenida!: pedir regalos a un invitado -le sonrió, y si temía este matrimonio, no lo demostró. Kivrin no la había visto nunca tan relajada.

– Le prometí a mi cuñada un regalo -sonrió él, rebuscando en su apretado cinturón y sacando una bolsita de tela-, y otro a mi prometida.

Buscó en la bolsita y sacó un broche adornado con piedras preciosas.

– Una alianza de amor para mi prometida -dijo, abriendo el cierre-. Piensa en mí cuando lo lleves.

Avanzó resoplando para prendérselo en la capa. Espero que sufra un infarto, pensó Kivrin. Rosemund permaneció inmóvil, con las mejillas completamente ruborizadas, mientras los gruesos dedos del hombre le tocaban el cuello.

– Rubíes -observó Eliwys, complacida-. ¿No das las gracias a tu prometido por este magnífico regalo, Rosemund?

– Os agradezco el broche -murmuró Rosemund, inexpresiva.

– ¿Dónde está mi regalo? -terció Agnes, saltando sobre un pie y luego sobre el otro mientras él rebuscaba de nuevo en la bolsita y sacaba algo con el puño cerrado. Se agachó hasta la altura de la niña, respirando con dificultad, y abrió la mano.

– ¡Es una campana! -exclamó Agnes, encantada, tras cogerla y agitarla. Era metálica y redonda, como la campanita de un caballo, y tenía un aro en la parte superior.

Agnes insistió en que Kivrin la acompañara a la habitación para buscar un lazo con el que poder sujetársela alrededor de la muñeca como un brazalete.

– Mi padre me trajo este lazo de la feria -dijo, sacándolo del cofre donde estaban las ropas de Kivrin. Estaba teñido a parches y tan tieso que Kivrin tuvo problemas para ensartarlo en el aro. Incluso los lazos más baratos de Woolworth's o los lazos de papel que se usaban para envolver los regalos de Navidad eran mejores que aquél, aunque obviamente a la niña le encantaba.

Kivrin lo sujetó a la muñeca de Agnes y bajaron las escaleras. El jaleo se había trasladado al interior. Los criados trajeron al salón cofres, ropa de cama y lo que parecían ser versiones primitivas de alfombras. No tendría que haberse preocupado de que sir Bloet se la llevara. Parecía como si hubieran ido a pasar el invierno, como mínimo.

Tampoco tendría que haberse preocupado porque discutieran acerca de su destino. Ninguno de ellos la había mirado, ni siquiera cuando Agnes insistió en enseñarle el brazalete a su madre. Eliwys conversaba con Bloet, Gawyn, y el hombre guapo, que debía de ser un hijo o un sobrino, y volvía a retorcerse las manos. Las noticias de Bath debían de ser malas.

Lady Imeyne estaba al fondo del salón, hablando con la mujer gruesa y un hombre pálido con túnica de clérigo, y por la expresión de su rostro Kivrin comprendió que se estaba quejando del padre Roche.

Kivrin se aprovechó de la ruidosa confusión para apartar a Rosemund de las otras chicas y preguntarle quién era todo el mundo. El hombre pálido era el capellán de sir Bloet, cosa que ya había supuesto. La dama de la brillante capa azul era su hija adoptiva. La mujer gorda de la cofia almidonada era la mujer del hermano de sir Bloet, que había venido de Dorset para quedarse con él. Los dos jóvenes pelirrojos y las muchachas risueñas eran hijos suyos. Sir Bloet no tenía hijos.

Y por eso iba a casarse con una niña, por lo visto con la aprobación de todo el mundo. Continuar el linaje era la preocupación más importante en 1320.

Cuanto más joven fuera la mujer, más posibilidades había de producir herederos suficientes para que al menos uno sobreviviera hasta la edad adulta, aunque la madre no lo hiciera.

La furia de cabello rojo descolorido era, horror de horrores, lady Yvolde, su hermana soltera. Vivía con él en Courcy y, según descubrió Kivrin mientras le gritaba a la pobre Maisry por dejar caer una cesta, tenía un manojo de llaves en el cinturón. Eso significaba que dirigía la casa, o lo haría hasta Pascua. La pobre Rosemund no tendría ninguna oportunidad.

– ¿Quiénes son todos los demás? -preguntó Kivrin, esperando que al menos hubiera un aliado para Rosemund entre ellos.

– Criados -contestó Rosemund, como si eso fuera evidente, y corrió a reunirse de nuevo con las muchachas.

Había al menos veinte servidores, aparte de los palafreneros que atendían los caballos, y nadie, ni siquiera la nerviosa Eliwys, parecía sorprendida por el elevado número. Kivrin había leído que las casas nobles tenían docenas de sirvientes, pero consideraba que las cifras eran desproporcionadas. Eliwys e Imeyne apenas tenían criados, y habían tenido que poner prácticamente a trabajar a todo el pueblo para preparar la Navidad, y aunque había achacado parte de aquella situación al hecho de que se encontraran en problemas, también creía que el número de criados en las mansiones rurales debían de haber sido exagerado. Ahora veía que no era así.

Los criados atestaban el salón, sirviendo la cena. Kivrin no sabía si iban a cenar o no, puesto que la Nochebuena era un día de ayuno, pero en cuanto el pálido capellán terminó sus vísperas, siguiendo claramente las órdenes de lady Imeyne, la tropa de criados entró trayendo pan, vino aguado y bacalao seco que había sido empapado en vino y luego asado.

Agnes estaba tan nerviosa que no probó bocado, y después de que retiraran la cena, se negó a quedarse sentadita junto al fuego, y echó a correr por el salón, tocando la campana y molestando a los perros.

Los criados de sir Bloet y el senescal llevaron el tronco de Nochebuena y lo echaron al fuego, haciendo saltar chispas en todas direcciones. Las mujeres retrocedieron, riendo, y los niños chillaron de placer. Rosemund, como hija mayor de la casa, encendió el tronco con un trozo de leña salvado del árbol del año anterior, acercándolo torpemente a la punta de una de las raíces retorcidas. Hubo risas y aplausos cuando prendió, y Agnes agitó los brazos locamente para hacer que su campana sonara.

Rosemund había dicho antes que se permitía a los niños estar despiertos para la misa de medianoche, pero Kivrin esperaba poder convencer al menos a Agnes para que se acostara en el banco a su lado y diera una cabezada. En cambio, a medida que la velada avanzaba, Agnes se fue poniendo cada vez más frenética, chillando y haciendo sonar la campana, hasta que Kivrin tuvo que quitársela.

Las mujeres permanecían sentadas alrededor del hogar, charlando en voz baja. Los hombres se encontraban en grupos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y varias veces fueron al exterior, a excepción del capellán, y volvieron sacudiéndose la nieve de los pies y riendo. Estaba claro, por sus caras rubicundas y la mirada de desaprobación de Imeyne, que habían estado en el lagar con una jarra de cerveza, rompiendo el ayuno.

Cuando entraron por tercera vez, Bloet se sentó al otro lado del hogar y extendió las piernas, observando a las muchachas. Las tres risueñas y Rosemund jugaban a la gallinita ciega. Cuando Rosemund se acercó a los bancos con los ojos vendados, Bloet extendió las manos y la sentó en su regazo. Todo el mundo se rió.

Imeyne pasó la larga noche sentada junto al capellán, recitando sus objeciones al padre Roche. Era ignorante, era torpe, había dicho el Confiteor antes del Adjutorum durante la misa del domingo anterior. Y estaba en aquella iglesia helada de rodillas, pensó Kivrin, mientras el capellán se calentaba las manos en el fuego y sacudía la cabeza a modo de reproche.

El fuego se redujo a ascuas. Rosemund escapó del regazo de Bloet y corrió de vuelta al juego. Gawyn contó la historia de cómo había matado a seis lobos, mirando a Eliwys fijamente. El capellán contó la historia de una mujer moribunda que había hecho falsa confesión. Cuando el capellán le tocó la frente con el aceite sagrado, la piel humeó y se volvió negra ante sus ojos.

A mitad de la historia del capellán, Gawyn se levantó, se frotó las manos sobre el fuego, y se dirigió al banco de los mendigos. Se sentó y se sacó la bota.

Un minuto después Eliwys se levantó y se le acercó. Kivrin no oyó lo que le dijo, pero Gawyn se puso en pie, con la bota todavía en la mano.

– El juicio se ha retrasado una vez más -oyó decir a Gawyn-. El juez está enfermo.

No captó la respuesta de Eliwys, pero Gawyn asintió y dijo:

– Es una buena noticia. El nuevo juez es de Swindone y está menos dispuesto a favor del rey Eduardo.

No parecía que fuera una buena noticia para ellos dos. Eliwys estaba casi tan pálida como lo estuvo cuando Imeyne le dijo que había enviado a Gawyn a Courcy.

Retorció su pesado anillo. Gawyn volvió a sentarse, se sacudió las calzas, volvió a ponerse la bota, y luego levantó la cabeza y dijo algo. Eliwys se volvió y Kivrin no pudo ver su expresión en la penumbra, pero sí la de Gawyn.

Y también pudo verla todo el mundo en el salón, pensó Kivrin, y miró rápidamente alrededor para comprobar si habían observado a la pareja. Imeyne seguía quejándose al capellán, pero la hermana de sir Bloet estaba mirando, con un tenso gesto de reproche. Al otro lado del fuego estaban sir Bloet y los otros hombres.

Kivrin esperaba tener la oportunidad de hablar con Gawyn esta noche, pero obviamente no podría hacerlo entre tanta gente. Una campana sonó, y Eliwys se sobresaltó y miró hacia la puerta.

– Es el tañido del Diablo -dijo el capellán en voz baja, e incluso las niñas detuvieron sus juegos para escuchar.

En algunas aldeas los contemporáneos tocaban la campana una vez por cada año desde el nacimiento de Cristo. En la mayoría sólo lo hacían durante la hora antes de medianoche, y Kivrin dudaba que Roche, o incluso el capellán, supiera contar lo bastante para anunciar los años, pero empezó a llevar la cuenta de todas formas.

Entraron tres criados, llevando troncos y yesca, y volvieron a alimentar el fuego, que enseguida se animó y empezó a proyectar sombras grandes y distorsionadas sobre las paredes. Agnes saltaba y señalaba, y uno de los sobrinos de sir Bloet hizo un conejo con las manos.

El señor Latimer le había dicho que los contemporáneos leían el futuro en las sombras del tronco de Nochebuena. Kivrin se preguntó qué les depararía el futuro, con lord Guillaume en problemas y todos ellos en peligro.

El rey había confiscado las tierras y propiedades de los criminales convictos, que se veían obligados a vivir en Francia o aceptar caridad de sir Bloet y soportar desaires de la esposa del senescal.

O lord Guillaume podría llegar esa misma noche con buenas noticias y un halcón para Agnes, y todos vivirían felices para siempre jamás. Excepto Eliwys. Y Rosemund. ¿Qué les sucedería?

Ya ha sucedido, se dijo Kivrin. El veredicto ya está dado y lord Guillaume ha vuelto a casa y descubierto lo de Gawyn y Eliwys. Rosemund ya ha sido entregada a sir Bloet. Y Agnes ha crecido y se ha casado y murió al dar a luz, o de gangrena, o de cólera, o neumonía.

Todos han muerto, pensó, y no pudo obligarse a creerlo. Todos llevan muertos más de setecientos años.

– ¡Mirad! -chilló Agnes-. ¡Rosemund no tiene cabeza! -señaló las sombras distorsionadas que el fuego proyectaba sobre las paredes. Rosemund, extrañamente alargada, terminaba en los hombros.

Uno de los niños pelirrojos corrió hacia Agnes.

– ¡Yo tampoco tengo cabeza! -dijo, saltando de puntillas para cambiar la forma de la sombra.

– No tienes cabeza, Rosemund -gritó Agnes felizmente-. Morirás antes de que termine el año.

– No digas esas cosas -ordenó Eliwys, dirigiéndose hacia ella. Todo el mundo la miró.

– Kivrin tiene cabeza -insistió Agnes-. Yo tengo cabeza, pero la pobre Rosemund no.

Eliwys cogió a Agnes por los dos brazos.

– Sólo son juegos estúpidos. No digas esas cosas.

– La sombra… -repuso Agnes, como si fuera a llorar.

– Siéntate junto a lady Katherine y quédate quieta -ordenó Eliwys, y casi la arrastró al banco-. Te has vuelto demasiado maleducada.

Agnes se acurrucó junto a Kivrin, intentando decidir si ponerse a llorar o no. Kivrin había perdido la cuenta, pero continuó donde lo había dejado. Cuarenta y seis, cuarenta y siete.

– Quiero mi campana -lloriqueó Agnes, levantándose del banco.

– No. Debemos estar aquí sentaditas -respondió Kivrin. Sentó a Agnes en su regazo.

– Habladme de la Navidad.

– No puedo, Agnes. No lo recuerdo.

– ¿No recordáis nada que podáis contarme?

Lo recuerdo todo, pensó Kivrin. Las tiendas están llenas de lazos, satén y mylar y terciopelo, rojo y dorado y azul, más brillante aún que mi túnica teñida, y hay luces por todas partes y música. Las campanas del Gran Tom y Magdalen y los villancicos.

Pensó en el carillón de Carfax, intentando tocar It Came Upon the Midnight Clear, y los viejos villancicos en las tiendas de High Street. Esos villancicos ni siquiera han sido compuestos todavía, pensó Kivrin, y sintió una súbita oleada de añoranza.

– Quiero tocar mi campana -insistió Agnes, debatiéndose para librarse de ella-. Dádmela -extendió la muñeca.

– Te la ataré si te tiendes un ratito en el banco junto a mí.

Ella empezó a hacer un puchero.

– ¿Tengo que dormir?

– No. Te contaré una historia -dijo Kivrin, desatando la campana de su propia muñeca, donde la había puesto antes-. Érase una vez…

Se detuvo, preguntándose si «Érase una vez» se remontaba a 1320 y qué tipo de historias contaban los contemporáneos a los niños. Historias de lobos y brujas cuya piel se volvía negra cuando se les daba la extremaunción.

– Había una vez una doncella -le dijo, atando la campanita a la rechoncha muñeca de Agnes. El lazo rojo ya había empezado a pelarse por los bordes. No toleraría muchos más nudos-. Una doncella que vivía…

– ¿Es ésta la doncella? -dijo una voz de mujer.

Kivrin levantó la cabeza. Era Yvolde, la hermana de sir Bloet, e Imeyne estaba tras ella. Miró a Kivrin, con la boca torcida en una mueca de desaprobación, y entonces sacudió la cabeza.

– No, no es la hija de Uluric -dijo-. Esa doncella es morena y pequeña.

– ¿Ni la pupila de Ferrers? -preguntó Imeyne.

– Está muerta -contestó Yvolde-. ¿No recordáis nada de quién sois? -le preguntó a Kivrin.

– No, buena señora -respondió Kivrin, recordando demasiado tarde que se suponía que debía mirar modestamente al suelo.

– Le dieron un golpe en la cabeza -informó Agnes.

– Sin embargo, recordáis vuestro nombre y cómo hablar. ¿Procedéis de buena familia?

– No recuerdo a mi familia, buena señora -dijo Kivrin, intentando parecer mansa.

Yvolde hizo una mueca.

– Parece del oeste. ¿Habéis enviado la noticia a Bath?

– No -dijo Imeyne-. La esposa de mi hijo quiere esperar a su llegada. ¿No habéis oído nada de Oxenford?

– No, pero hay mucha enfermedad allí.

Rosemund se acercó.

– ¿Conocéis a la familia de lady Katherine, lady Yvolde?

Yvolde se volvió y la miró de mal talante.

– No. ¿Dónde está el broche que te dio mi hermano?

– Yo… está en mi capa -tartamudeó Rosemund.

– ¿No honras lo bastante sus regalos para llevarlos?

– Ve y tráelo -ordenó lady Imeyne-. Quiero ver ese broche.

Rosemund irguió la barbilla, pero se dirigió a la otra habitación donde colgaba la capa.

– Muestra tan poca disposición hacia los regalos de mi hermano como hacia su persona -protestó Yvolde-. No le habló ni una sola vez en la cena.

Rosemund regresó, trayendo su capa verde con el broche prendido. Lo mostró a Imeyne sin decir palabra.

– Quiero verlo -pidió Agnes, y Rosemund se inclinó para enseñárselo.

El broche tenía gemas rojas colocadas alrededor de un anillo rodado, y el alfiler en el centro. No tenía engarce, sino que tenía que ser sacado y puesto a través de la ropa. Por la parte exterior del anillo había letras: «Io suiicien lui dami amo

– ¿Qué dice? -Agnes señaló las letras.

– No lo sé -dijo Rosemund, con un tono que indicaba claramente «Ni me importa».

La mandíbula de Yvolde se tensó, y Kivrin dijo rápidamente:

– Dice: «Estás aquí en lugar del amigo al que amo», Agnes.

Entonces advirtió lo que había hecho. Miró a Imeyne, pero la mujer no pareció darse cuenta de nada.

– Esas palabras deberían estar en tu pecho en vez de colgar de una percha -declaró Imeyne. Cogió el broche y lo prendió en la saya de Rosemund.

– Y tendrías que estar junto a mi hermano, como corresponde a su prometida -añadió Yvolde-, en vez de estar jugando como una niña -extendió la mano en dirección al hogar, donde estaba sentado sir Bloet, casi dormido y en peor estado que los demás debido a sus frecuentes excursiones al lagar, y Rosemund miró implorante a Kivrin.

– Ve y dale las gracias a sir Bloet por tan generoso regalo -ordenó Imeyne fríamente.

Rosemund le tendió a Kivrin su capa y se dirigió al hogar.

– Vamos, Agnes -dijo Kivrin-. Tienes que descansar.

– Prefiero escuchar el tañido del Diablo.

– Lady Katherine -dijo Yvolde, y había un extraño énfasis en la palabra «lady»-, nos habéis dicho que no recordáis nada. Sin embargo habéis leído con facilidad el broche de lady Rosemund. ¿Sabéis leer, entonces?

Sé leer, pensó Kivrin, pero menos de un tercio de los contemporáneos sabían hacerlo, y menos aún las mujeres.

Miró a Imeyne, que la observaba como había hecho la primera mañana, al tocar sus ropas y examinar sus manos.

– No -dijo Kivrin, mirando a Yvolde directamente a los ojos-. Me temo que no sé leer ni siquiera el Paternóster. Vuestro hermano nos dijo lo que significaban las palabras cuando le entregó el broche a Rosemund.

– No, no lo hizo -replicó Agnes.

– Estabas mirando tu campana -adujo Kivrin, pensando que lady Yvolde nunca lo creería, que preguntaría a su hermano y éste diría que nunca había hablado con ella.

Pero Yvolde pareció satisfecha.

– No me parecía que alguien como ella supiera leer -le dijo a Imeyne. Le dio la mano, y se dirigieron hacia sir Bloet.

Kivrin se encogió en el banco.

– Quiero mi campana -dijo Agnes.

– No te la ataré si no te tiendes.

Agnes se acomodó en su regazo.

– Primero debéis contarme la historia. Había una vez una doncella…

– Había una vez una doncella -dijo Kivrin. Miró a Imeyne e Yvolde. Se habían sentado junto a sir Bloet y hablaban con Rosemund. La niña dijo algo, con la barbilla erguida y las mejillas muy rojas. Sir Bloet se echó a reír, y su mano se cerró sobre el broche y luego resbaló sobre el pecho de Rosemund.

– Había una vez una doncella… -insistió Agnes.

– … que vivía en la linde de un gran bosque. «No vayas nunca sola al bosque», le decía su padre…

– Pero ella no le hizo caso -dijo Agnes, bostezando.

– No, ella no le hizo caso. Su padre la quería y sólo le preocupaba su seguridad, pero ella no le hizo caso.

– ¿Qué había en el bosque? -inquirió Agnes, acurrucándose contra Kivrin.

Kivrin la cubrió con la capa de Rosemund. Ladrones y asesinos, pensó. Y viejos libidinosos y sus retorcidas hermanas. Y amantes ilícitos. Y maridos. Y jueces.

– Todo tipo de cosas peligrosas.

– Lobos -dijo Agnes, adormilada.

– Sí, lobos -Kivrin miró a Imeyne e Yvolde. Se habían apartado de sir Bloet y la miraban, susurrando.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Agnes, con los ojos ya cerrados.

Kivrin la acunó.

– No lo sé -murmuró-. No lo sé.

20

Agnes no podía llevar dormida más de cinco minutos cuando la campana cesó y luego empezó a sonar de nuevo, esta vez más rápidamente, llamándolos a misa.

– El padre Roche empieza demasiado pronto. Todavía no es media noche -protestó lady Imeyne, y no había terminado de decirlo cuando otras campanas sonaron: Wychlade y Bureford y, muy lejos al este, tan lejos que apenas era el suspiro de un eco, las campanas de Oxford.

Son las campanas de Osney, y ésa es Carfax, pensó Kivrin, y se preguntó si también sonarían esta noche en casa.

Sir Bloet se incorporó con dificultad y entonces ayudó a su hermana a levantarse. Uno de los criados entró con sus capas y un manto forrado de piel de ardilla. Las muchachas cogieron sus capas del montón y se las pusieron, sin dejar de charlar. Lady Imeyne despertó a Maisry que se había quedado dormida en el banco de los mendigos, y le pidió que trajera su Libro de las Horas, y Maisry se dirigió a las escaleras del desván, bostezando. Rosemund se acercó y cogió su capa, que había resbalado de los hombros de Agnes, con exagerado cuidado.

Agnes estaba completamente ajena al mundo, Kivrin vaciló, reacia a despertarla, aunque estaba convencida de que incluso las niñas agotadas de cinco años no estaban excluidas de esta misa.

– Agnes -llamó en voz baja.

– Tendréis que llevarla a la iglesia en brazos -dijo Rosemund, debatiéndose con el broche de oro de sir Bloet. El hijo menor del senescal entró y esperó ante Kivrin con su capa blanca en las manos, arrastrándola por el suelo.

– Agnes -repitió Kivrin, y la sacudió un poco, sorprendida de que la campana de la iglesia no la hubiera despertado. Sonaba más fuerte y más cercana que para maitines o vísperas, y sus ecos casi apagaban el tañido de las otras campanas.

Agnes abrió los ojos.

– No me has despertado -le dijo a Rosemund, adormilada-. Prometiste que me despertarías.

– Ponte la capa -dijo Kivrin-. Tenemos que ir a la iglesia.

– Kivrin, quiero llevar mi campana.

– Ya la llevas -dijo Kivrin, intentando abrocharle la capa roja sin clavarle el alfiler en el cuello.

– No, no la llevo -replicó Agnes, buscándose el brazo-. ¡Quiero llevar mi campana!

– Aquí está -declaró Rosemund, recogiéndola del suelo-. Se te habrá caído de la muñeca. Pero no está bien llevarla ahora. Esta campana nos llama a misa. Las campanas de Navidad vienen después.

– No la tocaré -aseguró Agnes-. Sólo la llevaré.

Kivrin no lo creyó ni por un minuto, pero todo el mundo estaba ya preparado. Uno de los hombres de sir Bloet encendía las linternas con una antorcha del fuego y se las tendía a los criados. Ató apresuradamente la campanita a la muñeca de Agnes y cogió a las niñas de la mano.

Lady Eliwys aceptó la mano tendida de sir Bloet.

Lady Imeyne indicó a Kivrin que las siguiera con las niñas, y los demás fueron andando solemnemente, como si fueran una procesión; lady Imeyne con la hermana de sir Bloet, y luego el resto del séquito de sir Bloet. Lady Eliwys y sir Bloet los guiaron a todos hacia el patio, atravesaron la verja y salieron al prado.

Había dejado de nevar y habían salido las estrellas. La aldea estaba silenciosa bajo su capa de nieve. Congelada en el tiempo, pensó Kivrin. Los destartalados edificios resultaban distintos, las débiles vallas y las sucias chozas parecían suavizadas y agraciadas por la nieve. Las linternas prendían las caras cristalinas de los copos de nieve y les arrancaban destellos, pero fueron las estrellas las que sorprendieron a Kivrin, cientos, miles de estrellas, todas ellas brillando como joyas en el aire helado.

– Brilla -dijo Agnes, y Kivrin no supo si se refería a la nieve o al cielo.

La campana redoblaba firmemente y sonaba distinta en el aire helado: un repique no más fuerte, sino más pleno, de algún modo más claro. Kivrin oyó ahora todas las otras campanas y las reconoció: Esthcote y Witenie y Chertelintone, aunque también sonaban distintas. Intentó oír la campana de Swindone, que había sonado todo este tiempo, pero no la captó. Tampoco percibió las campanas de Oxford. Se preguntó si sólo las habría imaginado.

– Estás haciendo sonar tu campana, Agnes -señaló Rosemund.

– No. Sólo estoy caminando.

– Mirad la iglesia -dijo Kivrin-. ¿No es hermosa?

Ardía como una bengala al otro lado del prado, encendida por dentro y por fuera; las vidrieras proyectaban luces de zafiro y rubí sobre la nieve. Había luces alrededor, llenando el patio hasta la torre del campanario. Antorchas. Kivrin olía su denso humo. Más antorchas se abrían paso desde los campos blancos, serpenteando desde la colina que se alzaba detrás de la iglesia.

Pensó de pronto en Oxford en Nochebuena, las tiendas abiertas para las compras de último momento y las ventanas de Brasenose iluminando el patio de amarillo. Y el árbol de Navidad de Balliol, encendido con cadenas multicolores de luces láser.

– Ojalá hubiéramos ido a pasar la Navidad a vuestra casa -le dijo lady Imeyne a lady Yvolde-. Entonces tendríamos un sacerdote adecuado para decir las misas. El cura de aquí apenas sabe decir el Paternóster.

El cura de aquí se ha pasado horas arrodillado en una iglesia helada, pensó Kivrin, horas arrodillado con calzas que tenían agujeros en las rodillas, y ahora está tocando una pesada campana que tiene que sonar durante una hora y luego ejecutar una elaborada ceremonia que ha tenido que aprenderse de memoria porque no sabe leer.

– Me temo que será un pobre sermón y una pobre misa -suspiró lady Imeyne.

– Desde luego, hay muchos que no aman a Dios en estos días -dijo lady Yvolde-, pero debemos rezar a Dios para que arregle el mundo y lleve de nuevo a los hombres a la virtud.

Kivrin dudaba de que esa respuesta fuera lo que lady Imeyne deseaba oír.

– He pedido al obispo de Bath que nos envíe un capellán -dijo Imeyne-, pero todavía no ha llegado.

– Mi hermano dice que hay muchos problemas en Bath.

Casi habían alcanzado el patio de la iglesia. Kivrin distinguió ahora rostros, iluminados por las humeantes antorchas y por pequeñas lámparas de aceite que llevaban algunas mujeres. Sus rostros, enrojecidos e iluminados desde abajo, parecían levemente siniestros. El señor Dunworthy creería que eran una turba enfurecida, pensó Kivrin, congregada para quemar en la hoguera a algún pobre mártir. Es la luz, pensó. Todo el mundo parece un asesino a la luz de las antorchas. No le extrañaba que al final inventaran la electricidad.

Entraron en el patio. Kivrin reconoció a algunas de las personas congregadas cerca del pórtico de la iglesia: el niño con escorbuto que había huido de ella, dos de las muchachitas que las habían ayudado a hornear pan, Cob. La esposa del senescal llevaba una capa con cuello de armiño y una linterna de metal con cuatro diminutas hojas de cristal de verdad. Charlaba animadamente con la mujer de las cicatrices de escrófula que había ayudado a recoger el acebo. Todos charlaban y se movían para entrar en calor, y un hombre de barba negra se reía tan fuerte que su antorcha se acercó peligrosamente a la toca de la esposa del senescal.

Con el tiempo, la jerarquía eclesiástica acabaría con la misa de medianoche debido a tanta bebida y jolgorio, recordó Kivrin, y algunos de estos feligreses decididamente parecía que se habían pasado la noche saltándose el ayuno. El senescal charlaba animadamente con un hombre de aspecto rudo a quien Rosemund señaló como el padre de Maisry. Sus rostros estaban rojos por el frío, la luz de las antorchas o el licor, o por las tres cosas a la vez, pero parecían alegres en vez de peligrosos. El senescal recalcaba cuanto decía con duros golpes en la espalda del padre de Maisry, y cada vez que lo hacía, éste reía con más fuerza, una risita feliz y tonta que hizo pensar a Kivrin que estaba mucho más alegre de lo que había supuesto.

La mujer del senescal le tiró de la manga, y el hombre se zafó de ella, pero en cuanto lady Eliwys y sir Bloet atravesaron la valla, se apartó rápidamente a un lado para dejar paso. Lo mismo hicieron todos los demás, guardando silencio mientras la procesión atravesaba el patio y franqueaba las pesadas puertas, y luego comenzaron a charlar de nuevo, pero en voz baja, mientras entraban en la iglesia tras ellos.

Sir Bloet se desprendió de la espada y se la tendió a un criado, y lady Eliwys y él hicieron una genuflexión, y se persignaron en cuanto llegaron a la puerta. Caminaron juntos hasta la reja que separaba el coro de la nave y volvieron a arrodillarse.

Kivrin y las niñas les siguieron. Cuando Agnes se persignó, su campanita resonó en la iglesia. Tendré que quitársela, pensó Kivrin, y se preguntó si debería salirse de la procesión y llevar a Agnes a un lado, junto a la tumba del esposo de lady Imeyne para desatar la cinta, pero lady Imeyne esperaba impaciente en la puerta con la hermana de sir Bloet.

Condujo a las niñas hasta el frente. Sir Bloet ya se había vuelto a poner en pie. Eliwys permaneció de rodillas un poco más, y luego se levantó, y sir Bloet la escoltó a la zona norte de la iglesia, hizo una leve reverencia, y se dirigió a ocupar su sitio en el lado de los hombres.

Kivrin se arrodilló con las niñas, rezando para que Agnes no hiciera demasiado ruido cuando volviera a persignarse. No lo hizo, pero cuando se puso en pie, la niña se pisó el borde de la túnica y dio un traspié con un sonido tan fuerte como la campana que seguía doblando en el exterior. Lady Imeyne estaba, por supuesto, justo detrás de ellas. Miró a Kivrin.

Kivrin llevó a las niñas detrás de Eliwys. Lady Imeyne se arrodilló, pero lady Yvolde sólo hizo una reverencia. En cuanto Imeyne se levantó, un criado se adelantó con un prie-dieu tapizado de oscuro terciopelo, y lo colocó en el suelo junto a Rosemund para que lady Yvolde se arrodillara sobre él. Otro criado había colocado uno igual delante de sir Bloet en el lado de los hombres y le estaba ayudando a arrodillarse. Sir Bloet resopló y se agarró al brazo del criado mientras lo hacía, y se ruborizó intensamente.

Kivrin miró anhelante el prie-dieu de lady Yvolde, pensando en los reclinatorios de plástico que colgaban en la parte trasera de las sillas de St. Mary. Hasta entonces no se había dado cuenta de la bendición que era, la bendición que eran también las duras sillas de madera hasta que volvieron a levantarse y pensó en que tendría que permanecer de pie durante toda la ceremonia. El suelo estaba frío. La iglesia estaba fría, a pesar de todas las luces. Eran sobre todo lámparas de aceite, colocadas en las paredes y delante de la imagen de santa Catalina, aunque había una vela alta, fina y amarillenta situada en los adornos de cada ventana, pero el efecto no era probablemente lo que el padre Roche había pretendido. Las brillantes llamas sólo hacían que los cristales coloreados parecieran más oscuros, casi negros.

Había más velas amarillentas en los candelabros de plata situados a ambos lados del altar, y había acebo amontonado delante de ellos y en lo alto de la reja, y el padre Roche había colocado las velas de lady Imeyne entre las hojas puntiagudas y brillantes. Su trabajo al decorar la iglesia complacería a lady Imeyne, pensó Kivrin, y la miró.

Ella tenía el relicario entre las manos, pero sus ojos estaban abiertos, y contemplaba la parte superior de la reja. Su boca tensa expresaba desaprobación, y Kivrin supuso que no hubiese querido que colocara las velas allí, aunque era el lugar perfecto. Iluminaban el crucifijo y el Juicio Final y también iluminaban casi toda la nave.

Hacían que toda la iglesia pareciera distinta, más acogedora y familiar, como St. Mary en Nochebuena. Dunworthy la llevó el año pasado al servicio ecuménico.

Kivrin pensaba ir a la misa de medianoche de Santa Re-Formada para oírla en latín, pero no había misa del gallo. Le habían pedido al sacerdote que leyera el evangelio en el servicio ecuménico, así que la trasladó a las cuatro de la tarde.

Agnes jugueteaba de nuevo con su campana. Lady Imeyne se volvió y la miró por entre sus manos piadosamente cruzadas, Rosemund se inclinó hacia delante y Kivrin la hizo callar.

– No debes tocar la campana hasta que termine la misa -susurró Kivrin, inclinándose hacia Agnes para que nadie más la oyera.

– No la he tocado -susurró a su vez Agnes, con una voz que se pudo oír en toda la iglesia-. Los lazos están demasiado apretados. ¿Veis?

Kivrin no veía nada de eso. De hecho, si se hubiera tomado más tiempo en apretarlos más, la campanita no sonaría a cada instante, pero no iba a ponerse a discutir con una niña agotada cuando la misa iba a empezar de un momento a otro. Extendió la mano hacia el nudo.

Por lo visto Agnes había intentado sacar la campana por la muñeca. El lazo ya ajado se había tensado en un nudo de aspecto sólido. Kivrin tiró de los bordes con las uñas, alerta a la gente que tenía detrás. El servicio empezaría con una procesión, el padre Roche y sus monaguillos, si tenía alguno, que recorrerían el pasillo esparciendo agua bendita y cantando el Asperges.

Kivrin tiró del lazo y de ambos lados del nudo, y quedó tan tenso que ya no habría forma de quitárselo sin cortarlo, y encima estaba un poco más suelto. No logró soltar el lazo. Miró hacia la puerta de la iglesia. La campana había cesado, pero no vio la menor señal del padre Roche ni pasillo alguno para que pudiera pasar. Los aldeanos se habían congregado, llenando todo el fondo de la iglesia. Alguien había aupado a un niño a lo alto de la tumba del marido de Imeyne y lo sujetaba para que pudiera ver, pero no había nada que ver todavía.

Siguió trabajando con la campanita. Metió dos dedos bajo el lazo y tiró, intentando estirarlo.

– ¡No lo rompáis! -exclamó Agnes, con su fuerte susurro. Kivrin cogió la campanita y le dio la vuelta hasta depositarla en la palma de Agnes.

– Sujétala así -susurró, cerrando los dedos de Agnes sobre ella-. Con fuerza.

Agnes cerró el puño. Kivrin le hizo cerrar la otra mano encima del puño, en una copia aceptable de una actitud de rezo.

– Sujeta con fuerza la campana, y no sonará.

Agnes se llevó las manos a la frente en actitud de piedad angelical.

– Buena chica -asintió Kivrin, y la rodeó con el brazo. Miró hacia las puertas de la iglesia. Seguían cerradas. Suspiró aliviada y se volvió hacia el altar.

El padre Roche estaba allí de pie. Iba vestido con una estola blanca bordada y una alba blanca amarillenta con un dobladillo más ajado que el lazo de Agnes, y sostenía un libro en sus manos. Obviamente, la había estado esperando, la había estado observando mientras ella atendía a Agnes, pero no había ningún reproche en su rostro, ni tampoco impaciencia. Su cara tenía una expresión completamente distinta, y Kivrin recordó de pronto al señor Dunworthy, mientras la observaba a través de la partición de finocristal.

Lady Imeyne carraspeó, un sonido que fue casi un gruñido, y él pareció recuperarse. Tendió el libro a Cob, que llevaba una sotana sucia y un par de zapatos de cuero demasiado grandes, y se arrodilló delante del altar. Entonces volvió a coger el libro y empezó a recitar las oraciones.

Kivrin las dijo para sí al mismo tiempo que él, pensando en latín y oyendo el eco de la traducción del intérprete.

– «¿A quién visteis, oh, pastores? -recitó el padre Roche en latín, comenzando el acto responsorial-. «Responded: decidnos quién ha aparecido en la tierra.»

Se detuvo, mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

Se le ha olvidado, pensó ella. Miró ansiosamente a Imeyne, esperando que la mujer no advirtiera lo que iba a suceder, pero Imeyne ya había alzado la cabeza y le miraba de mal talante, con la mandíbula apretada.

Roche seguía mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

– «Responded, ¿a quién visteis? -dijo él, y Kivrin suspiró aliviada-. «Decidnos quién ha aparecido.»

Se había equivocado. Silabeó la siguiente línea, deseando que él la comprendiera.

– «Vimos al Niño recién nacido.»

Él no dio ninguna señal de haber visto lo que ella decía, aunque la miraba directamente.

– Vi… -dijo, y se interrumpió de nuevo.

– «Vimos al Niño recién nacido» -susurró Kivrin, y notó que lady Imeyne se volvía hacia ella.

– «Y ángeles cantando alabanzas al Señor» -prosiguió Roche, y eso tampoco era correcto, pero lady Imeyne se volvió hacia el frente para dirigir su mirada desaprobatoria hacia Roche.

Sin duda el obispo se enteraría de esto, y de las velas y la alba ajada, y quién sabía qué otros errores e infracciones había cometido.

– «Responded, ¿a quién visteis?» -articuló Kivrin, y Roche pareció recuperarse de pronto.

– «Responded, ¿a quién visteis? -dijo claramente-. Y habladnos del nacimiento de Cristo. Vimos al Niño recién nacido y a ángeles cantando alabanzas al Señor.»

Empezó el Confiteor Deo, y Kivrin lo susurró a la vez, pero él lo terminó sin ningún error, y Kivrin se relajó un poco, aunque lo observó atentamente mientras volvía al altar para el Orámus Te.

Llevaba una sotana negra bajo la alba, y ambas prendas parecían haber sido confeccionadas en rico paño. A Roche le quedaban demasiado cortas. Kivrin alcanzó a ver unos buenos diez centímetros de su gastada calza marrón por debajo del borde de la sotana cuando se inclinó sobre el altar. El alba y la sotana probablemente habían pertenecido al sacerdote que le precedió, o eran restos del capellán de Imeyne.

El sacerdote de la Santa Re-Formada llevaba una alba de poliéster sobre un jersey marrón y tejanos Le había asegurado a Kivrin que la misa era completamente auténtica, a pesar de que se celebrara a media tarde. La antífona databa del siglo VIII, y las burdas y detalladas estaciones de la cruz eran reproducciones exactas de las de Turín. Pero la iglesia era una papelería reformada, usaron una mesa plegable como altar, y el carillón de Carfax destrozaba fuera It Came Upon the Midnight Clear.

Kyrie eléison -dijo Cob, con las manos unidas en oración.

Kyrie eléison -repitió el padre Roche.

Christe eléison -dijo Cob.

Christe eléison -participó Agnes, animada.

Kivrin la hizo callar llevándose el dedo a los labios. Señor ten piedad. Cristo ten piedad. Señor ten Piedad.

Habían utilizado el Kyrie en el servicio ecuménico, probablemente por algún trato que el sacerdote de Santa Re-Formada había hecho con el vicario a cambio de haber adelantado la hora de la misa, y el ministro de la Iglesia del Milenio se negó a recitarlo y permaneció con un talante desaprobatorio todo el tiempo. Como lady Imeyne.

El padre Roche parecía bien ahora. Dijo el Gloria y el gradual sin equivocarse y empezó el evangelio.

Inituim sancti Envangelii secundum Luke -dijo, y empezó a leer entrecortadamente en latín-. «Y sucedió que en aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo el mundo.»

El vicario había leído los mismos versículos en St. Mary's. Lo leyó de la Biblia Común del Pueblo, según había insistido la Iglesia del Milenio, y comenzaba: «Por entonces los políticos cargaron un impuesto a los contribuyentes», pero era el mismo evangelio que el padre Roche recitaba laboriosamente.

– «Y enseguida se unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo, Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.»

El padre Roche besó el evangelio.

Per evangélica dicta deléantur nostro delícta.

A continuación vendría el sermón, si lo había. En la mayoría de las iglesias rurales el cura sólo predicaba en las misas importantes, e incluso entonces no era más que una lección de catecismo, el recitado de los siete pecados capitales o las siete virtudes teologales. El sermón sería probablemente durante la gran misa de la mañana de Navidad.

Pero el padre Roche avanzó hacia el pasillo central, que casi se había cerrado de nuevo mientras los aldeanos se apretujaban contra las columnas y entre sí, intentando encontrar una posición más cómoda, y empezó a hablar.

– En los días en que Cristo vino a la tierra desde los cielos, Dios envió signos para que los hombres conocieran su llegada, y en los últimos días también habrá signos. Habrá hambres y peste, y Satán cabalgará por la tierra.

Oh, no, pensó Kivrin, no digas que viste al Diablo montando en un caballo negro.

Miró a Imeyne. La anciana parecía furiosa, aunque lo de menos era lo que Roche dijera, pensó Kivrin. Estaba decidida a encontrar errores y fallos para poder contárselos al obispo. Lady Yvolde parecía medianamente irritada, y todos los demás tenían el aspecto de cansada paciencia que siempre adopta la gente cuando escucha un sermón, no importa en qué siglo. Kivrin había visto la misma expresión en St. Mary's la Navidad anterior.

El sermón del año anterior en St. Mary's trataba de los vertidos de basura, y el diácono de Christ Church lo comenzó diciendo: «El cristianismo empezó en un establo. ¿Terminará en un estercolero?»

Pero no importó. Era medianoche, y St. Mary's tenía un suelo de piedra y un altar de verdad, y cuando Kivrin cerró los ojos, pudo olvidar la nave alfombrada y los paraguas y las velas láser. Retiró el reclinatorio de plástico y se arrodilló en el suelo de piedra e imaginó cómo sería en la Edad Media.

El señor Dunworthy le dijo que no se parecería a nada que pudiera imaginar, y tenía razón, por supuesto. Pero se equivocó respecto a esta misa. La había imaginado justo así, el suelo de piedra y el Kyrie entre murmullos, el olor a incienso y velas y el frío.

– El Señor vendrá con fuego y peste, y todos perecerán -prosiguió Roche-, pero incluso en los últimos días, la piedad de Dios no nos olvidará. Nos enviará ayuda y consuelo y nos llevará a salvo al cielo.

A salvo al cielo. Kivrin pensó en el señor Dunworthy. «No vayas -le había rogado él-. Nada será como tú imaginas.» Y tenía razón. Siempre tenía razón.

Pero incluso él, con todos sus temores a la viruela, a los asesinos y a las quemas de brujas, nunca habría imaginado esto: que ella estaba perdida. Qué no sabía dónde se encontraba el lugar de recogida, y faltaba menos de una semana para la cita. Miró a Gawyn al otro lado del pasillo. Gawyn miraba a Eliwys. Tenía que hablar con él después de la misa.

El padre Roche se dirigió al altar para comenzar la misa propiamente dicha. Agnes se apoyó en Kivrin, y ésta la rodeó con el brazo. Pobrecilla, debe de estar agotada. Despierta desde antes del amanecer y además sin parar ni un momento. Se preguntó cuánto duraría la misa.

El servicio en St. Mary's duró una hora y cuarto, y hacia la mitad del ofertorio el blíper de la doctora Ahrens sonó.

– Es un parto -le susurró a Kivrin y a Dunworthy mientras se marchaba rápidamente-, qué apropiado.

Me pregunto si ahora estarán en la iglesia, pensó Kivrin, y entonces recordó que ya no era Navidad allí. Habían celebrado la Navidad tres días después de que ella llegara, mientras aún estaba enferma. ¿Sería, qué? Dos de enero, las vacaciones casi habrían terminado y todos los adornos habrían sido retirados.

Empezaba a hacer calor en la iglesia, y las velas parecían absorber todo el aire. Kivrin percibía los roces y movimientos tras ella mientras el padre Roche ejecutaba el ritual de la misa, y Agnes se fue apoyando cada vez más contra ella. Kivrin se alegró cuando llegaron al Sanctus y pudo arrodillarse.

Intentó imaginar Oxford el dos de enero: las tiendas anunciando las rebajas de Año Nuevo y el carillón de Carfax en silencio. La doctora Ahrens estaría en el hospital tratando con afecciones digestivas después de las vacaciones y el señor Dunworthy se estaría preparando para el segundo trimestre. No, pensó, y lo vio de pie ante el finocristal. Estará preocupándose por mí.

El padre Roche alzó el cáliz, se arrodilló, besó el altar. Hubo más roces y un susurro en la parte de los hombres. Gawyn estaba apoyado en los talones, con aspecto aburrido. Sir Bloet se había quedado dormido.

Y Agnes también. Se había desplomado por completo contra Kivrin, de forma que no podría levantarse para el Paternóster. Ni siquiera lo intentó. Cuando todos los demás lo hicieron, aprovechó la oportunidad para acercar a la niña y colocarle la cabeza en una postura más cómoda. A Kivrin le dolía la rodilla. Debía de haberse arrodillado en una depresión entre dos piedras. Se movió para levantarla un poco, y colocó un pliegue de la capa debajo.

El padre Roche metió un trozo de pan en el cáliz y dijo el Haec Commixtio, y todos se arrodillaron para el Agnus Dei.

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi: miserere nobis -cantó-. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Agnus Dei. Cordero de Dios. Kivrin sonrió a Agnes. Estaba completamente dormida, su cuerpo era un peso muerto contra el costado de Kivrin; tenía la boca abierta, pero su puño seguía cerrado sobre la campanita. Mi corderito, pensó Kivrin.

Arrodillada sobre el suelo de piedra de St. Mary's había imaginado las velas y el frío, pero no a lady Imeyne, esperando a que Roche cometiera un error en la misa, ni a Eliwys, Gawyn o Rosemund. Ni al padre Roche, con su cara de asesino y sus calzas gastadas.

Ni en cien años, ni en setecientos treinta y cuatro años habría podido imaginar a Agnes, con su perrito y sus insoportables pataletas, y su rodilla infectada. Me alegro de haber venido, pensó. A pesar de todo.

El padre Roche hizo el signo de la cruz con el cáliz y bebió de él.

Dominus vobiscum -dijo, y hubo una conmoción general detrás de Kivrin. La parte principal del espectáculo había acabado, y la gente se marchaba ya, para evitar las aglomeraciones. Por lo visto, no había ninguna deferencia a la familia del señor cuando se trataba de marcharse. Tampoco esperaron a llegar fuera para empezar a hablar. Apenas oyó la despedida.

Ite, Missa est -dijo el padre Roche por encima del clamor, y lady Imeyne llegó al pasillo antes de que el sacerdote pudiera bajar la cabeza. Parecía que quería llegar a Bath para hablar con el obispo inmediatamente.

– ¿Visteis las velas de sebo junto al altar? -le dijo a lady Yvolde-. Le ordené que pusiera las de cera que le di.

Lady Yvolde sacudió la cabeza y miró sombríamente al padre Roche, y las dos se marcharon con Rosemund pisándoles los talones.

Estaba claro que Rosemund no tenía ninguna intención de volver a la casa con sir Bloet si podía evitarlo, y esto le vendría bien. Los aldeanos se cerraron tras las tres mujeres, charlando y riendo. Para cuando sir Bloet consiguiera ponerse en pie, ellas ya estarían camino de la mansión.

Kivrin tenía problemas para levantarse. Se le había quedado un pie entumecido, y Agnes estaba profundamente dormida.

– Agnes. Despierta. Es hora de ir a casa.

Sir Bloet se había levantado, la cara casi púrpura por el esfuerzo, y se acercó a ofrecerle el brazo a Eliwys.

– Vuestra hija se ha quedado dormida -observó.

– Sí -respondió Eliwys, mirando a Agnes.

Ella cogió su brazo y salieron.

– Vuestro marido no ha venido como prometió.

– No -oyó Kivrin que decía Eliwys. Su tenaza se tensó mucho más en su brazo.

Fuera, las campanas empezaron a sonar de inmediato, y a destiempo, un repique salvaje e irregular. Parecía maravilloso.

– Agnes -llamó Kivrin, sacudiéndola-, es hora de tocar tu campana.

Ni siquiera se agitó. Kivrin intentó cargársela al hombro. Los brazos de la niña colgaron flácidos sobre su espalda, y la campana tintineó.

– Has esperado toda la noche para tocar la campanilla -dijo Kivrin, apoyándose en una rodilla-. Despierta, corderito.

Miró alrededor en busca de alguien que la ayudase. Apenas quedaba nadie en la iglesia. Cob hacía la ronda de las ventanas, apagando las velas con los dedos. Gawyn y los sobrinos de sir Bloet estaban al fondo de la nave, recogiendo sus espadas. El padre Roche no aparecía por ningún sitio. Kivrin se preguntó si era el que tocaba la campana con tanto entusiasmo.

Su pie dormido empezaba a hormiguearle. Lo flexionó y luego apoyó su peso sobre él. Le dolió mucho, pero pudo soportarlo. Se cargó a Agnes al hombro y trató de levantarse. Sin querer se pisó el borde de la falda y cayó hacia delante.

Gawyn la agarró.

– Buena dama Katherine, mi señora Eliwys me ordenó que viniera a ayudaros -dijo, sujetándola. Recogió fácilmente a Agnes y se la cargó al hombro, y salió de la iglesia, con Kivrin detrás.

– Gracias -dijo ella cuando salieron del patio abarrotado-. Sentía como si se me fueran a caer los brazos.

– Es una chica fuerte.

La campanita de Agnes le resbaló de la muñeca y cayó sobre la nieve, sonando con las otras campanas al hacerlo. Kivrin se agachó y la recogió. El nudo era casi demasiado pequeño para poder verlo, y los cortos extremos del lazo se habían convertido en finos hilillos, pero en el momento en que lo cogió, el nudo se soltó. Lo ató a la muñeca de Agnes con un lacito.

– Me alegro de ayudar a una dama en apuros -sonrió Gawyn, pero ella no le oyó.

Estaban solos en el prado. El resto de la familia casi había llegado a la puerta de la mansión. Kivrin distinguió al senescal alzando la linterna sobre lady Imeyne y lady Yvolde mientras entraban en el pasillo. Todavía había un nutrido grupo de gente en el patio de la iglesia; alguien había encendido una hoguera junto al camino y la gente se congregaba a su alrededor, calentándose las manos y pasándose un cuenco de madera con algo, pero aquí en medio del prado estaban completamente solos. La oportunidad que había creído que nunca se iba a presentar había llegado.

– Quería daros las gracias por intentar encontrar a mis asaltantes, y por rescatarme en el bosque y traerme aquí. ¿Me encontrasteis muy lejos de aquí? ¿Podéis acompañarme al lugar?

Él se detuvo y la miró.

– ¿No os lo dijeron? Llevé a la mansión todas las pertenencias vuestras que encontré. Los ladrones se llevaron todo lo demás, y aunque los perseguí, me temo que no encontré nada -echó a andar de nuevo.

– Sé que trajisteis mis cajas. Gracias. Pero no quería ver el lugar donde me encontrasteis por este motivo -dijo Kivrin rápidamente, temiendo que alcanzaran a los demás antes de haber terminado de pedírselo-. Perdí la memoria cuando fui herida en el ataque. Se me ocurrió que si podía ver el lugar donde me encontrasteis, tal vez recordaría algo.

Él se había detenido de nuevo y contempló el camino que conducía a la iglesia. Había luces que fluctuaban inestables y se acercaban rápidamente. ¿Gente que llegaba tarde a la misa?

– Sois el único que sabe dónde está el lugar -dijo Kivrin-, o de lo contrario no os molestaría, pero si tan sólo pudierais decirme dónde está, yo…

– Allí no hay nada -replicó él vagamente, todavía mirando las luces-. Llevé vuestra carreta y vuestras cajas a la mansión.

– Lo sé, y os lo agradezco, pero…

– Están en el granero -añadió él. Se volvió ante el sonido de caballos. Las luces oscilantes eran linternas que llevaban hombres a caballo. Pasaron de largo ante la iglesia y atravesaron la aldea. Eran al menos media docena, y se detuvieron junto a lady Eliwys y los demás.

Es su marido, pensó Kivrin, pero antes de que terminara de pensarlo, Gawyn le entregó a Agnes y echó a correr hacia ellos, desenvainando la espada.

Oh, no, pensó Kivrin, y echó a correr también, torpemente. No era su marido. Eran los hombres que los perseguían, el motivo de que se estuvieran escondiendo, la razón de que Eliwys se enfadara tanto con Imeyne por haberle dicho a sir Bloet que estaban aquí.

Los hombres de las antorchas habían desmontado. Eliwys avanzó hacia uno de los tres hombres que todavía estaban a caballo y luego cayó de rodillas como si hubiera sido golpeada.

No, oh, no, pensó Kivrin, sin aliento. La campanita de Agnes tintineaba salvajemente mientras corría.

Gawyn se dirigió hacia ellos, la espada destellando a la luz de las linternas, y entonces también cayó de rodillas. Eliwys se levantó y avanzó hacia los hombres a caballo, con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida.

Kivrin se detuvo, sin aliento. Sir Bloet avanzó, se arrodilló, se levantó. Los jinetes retiraron sus capuchas. Llevaban algún tipo de sombrero o coronas. Gawyn, todavía de rodillas, envainó la espada. Uno de los hombres a caballo levantó la mano y algo brilló.

– ¿Qué es eso? -preguntó Agnes, adormilada.

– No lo sé -respondió Kivrin.

Agnes se debatió en brazos de Kivrin para poder ver.

– Son los tres Reyes -suspiró, maravillada.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(064996-065537)

Nochebuena de 1320 (Calendario Antiguo). Ha llegado un enviado del obispo, junto con otros dos hombres. Llegaron justo después de la misa del gallo. Lady Imeyne no cabe en sí de gozo. Está convencida de que han venido en respuesta a su mensaje, en el que pedía a un nuevo capellán, pero yo no estoy tan segura de eso. Han venido sin séquito, y hay un aire de nerviosismo en ellos, como si estuvieran en alguna misión apresurada y secreta.

Tiene que estar relacionado con lord Guillaume, aunque los juicios son en un tribunal secular, no eclesiástico. Tal vez el obispo sea amigo de lord Guillaume, o del rey Eduardo II, y hayan venido a hacer algún tipo de trato con Eliwys por su libertad.

Sea cual fuese el motivo de su presencia aquí, lo han hecho con estilo. Agnes pensó que eran los Reyes Magos cuando los vio, y en efecto parecen pertenecer a la realeza. Uno de ellos lleva una capa de terciopelo púrpura con el dibujo de una cruz blanca bordado en seda.

Lady Imeyne le asaltó al instante con la triste historia de lo ignorante, torpe e imposible que es el padre Roche. «No se merece una parroquia», dijo. Por desgracia (y por suerte para el padre Roche), no era el enviado, sino sólo su clérigo. El enviado era el que vestía de rojo, también muy impresionante, con bordados dorados y ribetes de marta.

El tercero es un monje cisterciense. Al menos lleva los hábitos blancos, aunque están hechos de lana aún más fina que mi capa y tiene un cordón de oro por cíngulo. Lleva un anillo propio de un rey en cada uno de sus gruesos dedos y no actúa como un monje. El enviado y él pidieron vino antes de desmontar siquiera, y está claro que el clérigo ya había bebido bastante antes de llegar aquí. Acabó resbalando del caballo y el grueso monje tuvo que llevarlo al salón.

(Pausa)

Por lo visto me equivoqué respecto a los motivos de su venida. Eliwys y sir Bloet se retiraron a un rincón con el enviado del obispo en cuanto entraron en la casa, pero sólo hablaron con él durante unos minutos, y únicamente oí decirle a Imeyne: «No saben nada de Guillaume.»

Imeyne no pareció sorprendida ni especialmente preocupada por esta noticia. Evidentemente, piensa que han venido a traerle un nuevo capellán, y se desvive por ellos, insistiendo en que celebren de inmediato el banquete de Navidad y que el enviado del obispo ocupe el asiento principal. Ellos parecen más interesados en beber que en comer. La propia Imeyne les sirvió copas de vino, y aún no se las habían terminado cuando pidieron más. El clérigo agarró la falda de Maisry cuando ésta trajo las jarras, la atrajo hacia sí y le metió la mano por la camisa. Ella, naturalmente, se cubrió las orejas con las manos.

Lo único bueno que tiene su llegada es que han aumentado todavía más la confusión general. Únicamente tuve un momento para hablar con Gawyn, pero mañana o pasado seguramente podré hablar con él sin que nadie se dé cuenta (sobre todo ya que la atención de Imeyne está centrada en el enviado, que acaba de quitarle a Maisry la jarra de las manos y se está sirviendo el vino él mismo), y le pediré que me enseñe dónde está el lugar de recogida. Hay tiempo de sobra. Tengo casi una semana.

21

Dos personas más murieron el día veintiocho, ambas primarios que habían asistido al baile en Headington, y Latimer sufrió de repente un infarto.

– Desarrolló miocarditis, que a su vez causó una tromboembolia -dijo Mary cuando telefoneó-. En este momento, no responde absolutamente a nada.

Más de la mitad de los retenidos de Dunworthy habían caído con gripe, y en el hospital sólo había sitio para los casos más severos. Dunworthy y Finch, y una retenida que había encontrado William y que tenía un año de estudios de enfermería, daban temps y servían continuamente zumo de naranja. Dunworthy preparaba camas y daba medicaciones.

Y se preocupaba. Cuando le dijo a Mary que Badri había dicho «Eso no puede estar bien», y «Fueron las ratas», ella respondió:

– Es la fiebre, James. No tiene ninguna conexión con la realidad. Tengo un paciente que no para de hablar de los elefantes de la reina.

Pero Dunworthy no podía librarse de la idea de que Kivrin estaba en 1348.

«¿Qué año es?», dijo Badri la primera noche y «Eso no puede ser correcto».

Dunworthy telefoneó a Andrews después de su discusión con Gilchrist y le dijo que no podía acceder a la red de Brasenose.

– No importa -le respondió Andrews-. Las coordenadas de situación no son tan críticas como las temporales. Haré un L-y-L desde Jesús College. Ya les pedí permiso para hacer comprobaciones de parámetros, y no pusieron pegas.

Las visuales se habían perdido de nuevo, pero Andrews parecía nervioso, como si temiera que Dunworthy abordara de nuevo el tema de su venida a Oxford.

– He hecho algunas investigaciones sobre el deslizamiento -dijo-. No hay límites teóricos, pero en la práctica, el deslizamiento mínimo es siempre mayor que cero, incluso en las zonas deshabitadas. El deslizamiento máximo nunca ha sobrepasado los cinco años, y todos fueron sin tripulantes. El mayor deslizamiento de un lanzamiento tripulado fue un remoto al siglo XVII… doscientos veintiséis días.

– ¿Puede ser otra cosa? ¿Pudo salir mal algo más, aparte del deslizamiento?

– Si las coordenadas son correctas, nada -dijo Andrews, y prometió informarle en cuanto hiciera las comprobaciones de parámetros.

Cinco años implicaba 1325. La peste ni siquiera había comenzado en China entonces, y Badri le había dicho a Gilchrist que se produjo un deslizamiento mínimo. Tampoco podían ser las coordenadas. Badri las había comprobado antes de caer enfermo. Pero el miedo siguió royéndole, y pasaba los pocos momentos libres que podía telefoneando a técnicos, intentando encontrar a alguien dispuesto a venir para leer el ajuste cuando llegara la secuencia del virus y Gilchrist volviera a abrir el laboratorio. Se suponía que la secuencia debía haber llegado el día anterior, pero cuando Mary llamó, todavía la estaban esperando.

Volvió a llamar a últimas horas de la tarde.

– ¿Puedes prepararnos un pabellón? -preguntó. Las visuales habían vuelto. Parecía como si ella hubiera dormido con su RPE puesta, y llevaba la mascarilla colgando de un lazo.

– Ya he preparado uno. Está lleno de retenidos. Hasta el momento se han presentado treinta y un casos.

– ¿Tenéis espacio para preparar otro? No lo necesito todavía -dijo ella, cansada-, pero a este paso tendremos que recurrir a vosotros. Casi estamos a plena capacidad aquí, y varios miembros del personal han caído ya o se niegan a venir.

– ¿No ha llegado todavía la secuencia?

– No. El WIC acaba de llamar. Tuvieron un resultado defectuoso la primera vez y han tenido que empezar de nuevo. Se supone que llegará mañana. Ahora piensan que es un virus uruguayo -sonrió débilmente-. Badri no ha estado en contacto con nadie de Uruguay, ¿verdad? ¿Cuándo podrás tener las camas preparadas?

– Esta noche -respondió Dunworthy, pero Finch le informó de que casi se habían quedado sin colchones plegables, y tuvo que ir al Ministerio y discutir con ellos para que le dieran una docena más. No consiguieron terminar de preparar el pabellón, en dos aulas, hasta la mañana siguiente.

Finch, mientras le ayudaba a montar los colchones y hacer las camas, anunció que casi se habían quedado sin sábanas limpias, mascarillas, y papel higiénico.

– No tenemos suficiente para los retenidos -dijo, metiendo una sábana-, mucho menos para todos estos pacientes. Y tampoco tenemos vendas.

– No es una guerra -objetó Dunworthy-. Dudo de que haya heridos. ¿Ha averiguado si alguno de los otros colegios tienen un técnico aquí en Oxford?

– Sí, señor, los telefoneé a todos, pero no encontré a ninguno -se puso una almohada bajo la barbilla-. He colocado carteles pidiendo que todo el mundo ahorre papel higiénico, pero de momento no ha servido de nada. Las americanas son particularmente derrochonas -colocó la funda sobre la sábana-. Pero lo siento por ellas. Helen cayó anoche, y no tienen sustitutas.

– ¿Helen?

– La señora Piantini. La tenor. Tenía fiebre de treinta y nueve punto siete. Las americanas no podrán hacer su Chicago Surprise.

Lo cual es probablemente una bendición, pensó Dunworthy.

– Pídales que sigan atendiendo mi teléfono, aunque ya no estén ensayando -dijo-. Espero varias llamadas importantes. ¿Volvió a telefonear Andrews?

– No, señor, todavía no. Y las visuales no funcionan -ahuecó la almohada-. Es una lástima lo del concierto. Pueden hacer Stedmans, claro, pero eso ya no se lleva. Es una pena que no haya una solución alternativa.

– ¿Consiguió la lista de técnicos?

– Sí, señor -respondió Finch, luchando con un colchón que se resistía. Indicó con la cabeza-. Está junto a la pizarra.

Dunworthy recogió los papeles y miró el que encabezaba el grupo. Estaba lleno de columnas de números, todos ellos con los dígitos del uno al seis, en orden diverso.

– No es eso -advirtió Finch, recogiendo los papeles-. Son los cambios para el Chicago Surprise -le tendió a Dunworthy una sola hoja-. Aquí está. He apuntado los técnicos por colegios con sus respectivas direcciones y números de teléfono.

Colin entró. Llevaba la chaqueta mojada y traía un rollo de cinta y un bulto cubierto de plasteno.

– El vicario me pidió que pusiera esto en todos los pabellones -dijo, sacando una placa que decía: «¿Se siente desorientado? ¿Mareado? La confusión mental puede ser un primer síntoma de infección.»

Rasgó un trozo de cinta adhesiva y pegó el cartel en la pizarra.

– Los estaba colocando en el hospital, ¿y qué cree que hacía la fiera de la Gaddson? -dijo, mientras sacaba otro cartel de la caja. Decía: «Lleve puesta su mascarilla.» Lo pegó en la pared sobre el colchón que Finch estaba preparando-. Estaba leyendo la Biblia a los pacientes -se metió la cinta en el bolsillo-. Espero no pillarla -se guardó el resto de los carteles bajo el brazo y se marchó.

– Ponte la mascarilla -aconsejó Dunworthy.

Colin sonrió.

– Eso mismo me dijo la fiera. Y que el Señor aniquilaría a quienes no oyeran las palabras de los justos -se sacó la bufanda gris del bolsillo-. Llevo esto en vez de mascarilla -dijo, atándosela sobre la boca y la nariz al estilo bandolero.

– La tela no puede mantener a raya a los virus microscópicos -advirtió Dunworthy.

– Lo sé. Es el color. Los asusta -echó a correr.

Dunworthy llamó a Mary para decirle que el pabellón ya estaba listo, pero no pudo entablar comunicación, así que fue al hospital. La lluvia había remitido un poco y la gente había vuelto a salir, casi todos con mascarillas, y regresaban de la carnicería y hacían cola delante de las farmacias. Pero las calles parecían silenciosas de un modo innatural.

Alguien ha apagado el carillón, pensó Dunworthy. Casi lo lamentó.

Mary estaba en su despacho, observando una pantalla.

– La secuencia ha llegado -anunció, antes de que él pudiera informarla del pabellón.

– ¿Se lo has dicho a Gilchrist? -preguntó, ansioso.

– No. No es el virus uruguayo ni el de Carolina del Sur.

– ¿Qué es?

– Un H9N2. El uruguayo y el otro eran H3.

– ¿De dónde procede?

– El WIC no lo sabe. No es un virus conocido. No se ha secuenciado anteriormente -le tendió una copia impresa-. Tiene una mutación de siete puntos, lo cual explica por qué es letal.

Dunworthy miró el papel. Estaba cubierto con columnas de números, como la lista de cambios de Finch, y era igual de ininteligible.

– Tiene que venir de alguna parte.

– No necesariamente. Aproximadamente cada diez años se produce un cambio antigénico importante con potencial epidémico, así que puede haberse originado con Badri -ella volvió a coger el impreso-. ¿Sabes si vive cerca de ganado?

– ¿Ganado? No, vive en un apartamento en Headington.

– Las cadenas mutantes a veces se producen por la intersección de un virus avícola con una cadena humana. El WIC quiere que comprobemos posibles contactos avícolas y exposición a radiación. Las mutaciones virales a veces son causadas por los rayos-X -estudió el papel como si tuviera sentido-. Es una mutación inusitada. No hay recombinación de los genes hemaglutininos, sólo una mutación de punto extremadamente grande.

Ahora comprendía por qué no había informado a Gilchrist. Éste había dicho que abriría el laboratorio cuando llegara la secuencia, pero esta noticia sólo le reafirmaría en su decisión de mantenerlo clausurado.

– ¿Hay cura?

– La habrá en cuanto podamos crear un análogo. Y una vacuna. Ya han empezado a trabajar en el prototipo.

– ¿Cuánto?

– De tres a cuatro días para producir un prototipo, luego al menos otros cinco para fabricarlo, si no encuentran dificultades para duplicar las proteínas. Deberíamos empezar a poder inocular dentro de diez días.

Diez días. Entonces podrían empezar a suministrar las vacunas. ¿Cuánto tardarían en inmunizar la zona en cuarentena? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Antes de que Gilchrist y los idiotas manifestantes consideraran seguro abrir el laboratorio?

– Es demasiado.

– Lo sé -asintió Mary, y suspiró-. Dios sabe cuántos casos tendremos para entonces. Ha habido veinte nuevos esta mañana.

– ¿Crees que es una cadena imitante?

Ella reflexionó.

– No. Creo que es mucho más probable que Badri lo pillara de alguien en el baile de Headington. Tal vez hubiera neo-hindúes allí, o terranos, o alguien que no cree en las antivirales o en la medicina moderna. La gripe del ganso canadiense del 2010, si lo recuerdas, fue originada en una comuna de la Ciencia Cristiana. Hay una fuente. La encontraremos.

– ¿Y qué le pasará a Kivrin mientras tanto? ¿Y si no encontráis la fuente para el encuentro? Se supone que debe volver el seis de enero. ¿Habréis descubierto la fuente para entonces?

– No lo sé -suspiró ella, cansada-. Tal vez ella no quiera volver a un siglo que se está convirtiendo claramente en un diez. Puede que prefiera quedarse en el 1320.

Si está en 1320, pensó Dunworthy, y subió a ver a Badri. No había vuelto a mencionar las ratas desde la Nochebuena. Había regresado a la tarde en Balliol, cuando fue a buscar a Dunworthy.

– ¿Laboratorio? -murmuró cuando vio a Dunworthy. Intentó tenderle una nota, y luego pareció dormirse, agotado por el esfuerzo.

Dunworthy se quedó sólo unos minutos y luego fue a ver a Gilchrist.

Cuando llegó a Brasenose la lluvia había arreciado. Los miembros del piquete se acurrucaban bajo la pancarta, tiritando.

El portero estaba en el mostrador, quitando los adornos del arbolito de Navidad. Miró a Dunworthy y pareció súbitamente alarmado. Dunworthy pasó de largo ante él y se dirigió a la puerta.

– No puede entrar ahí, señor Dunworthy -advirtió el portero-. El colegio está restringido.

Dunworthy entró en el patio. Las habitaciones de Gilchrist estaban en el edificio situado tras el laboratorio. Corrió hacia ellas, esperando que el portero le alcanzara y tratara de detenerlo.

El laboratorio tenía un gran cartel amarillo que decía: «Prohibido el paso sin autorización», y una alarma electrónica unida al marco de la puerta.

– Señor Dunworthy -dijo Gilchrist, avanzando hacia él bajo la lluvia. Por lo visto el portero le había telefoneado-. El laboratorio está fuera de los límites.

– He venido a verle a usted.

El portero llegó, arrastrando una guirnalda de papel de plata.

– ¿Llamo a la policía universitaria? -preguntó.

– No será necesario. Venga a mis habitaciones -le dijo Gilchrist a Dunworthy-. Quiero que vea una cosa.

Condujo a Dunworthy a su despacho, se sentó ante la mesa abarrotada, y sacó una complicada mascarilla con alguna especie de filtros.

– Acabo de hablar con el WIC -dijo. Su voz sonaba hueca, como si llegara desde muy lejos-. El virus no ha sido secuenciado con anterioridad y su origen es desconocido.

– Se ha secuenciado ya, y el análogo y la vacuna llegarán dentro de unos cuantos días. La doctora Ahrens ha conseguido que se dé a Brasenose prioridad en la inmunización, y yo estoy intentando localizar a un técnico que pueda leer el ajuste en cuanto la inmunización se haya completado.

– Me temo que eso será imposible -dijo Gilchrist con tono hueco-. He estado estudiando la incidencia de la gripe en el siglo XIV. Hay claras indicaciones de que una serie de epidemias de influenza en la primera mitad de ese siglo debilitó gravemente a la población, reduciendo por tanto su resistencia a la Peste Negra.

Cogió un libro de aspecto antiguo.

– He encontrado seis referencias independientes a brotes de gripe entre octubre de 1318 y febrero de 1321 -levantó el libro y empezó a leer-. «Después de la cosecha hubo en todo Dorset una fiebre tan fiera que produjo muchos muertos. Esta fiebre comenzaba con dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo. Los médicos sangraban a los pacientes, pero muchos murieron a pesar de todo.»

Una fiebre. En una época de fiebres, tifoideas y cólera y paperas, donde todas ellas producían «dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo».

– Año 1319. Los juicios de Bath para el año anterior fueron cancelados -prosiguió Gilchrist, quien había cogido otro libro-. «Un mal del pecho cayó sobre el tribunal y ninguno, juez ni jurado, quedó para oír los casos.» -Gilchrist miró a Dunworthy por encima de la máscara-. Dijo usted que los temores públicos sobre la red eran histéricos y sin fundamento. Sin embargo, parece que se basan en datos históricos documentados.

Datos históricos documentados. Referencias a fiebres y males del pecho que podrían deberse a cualquier cosa, gangrena o tifus o un centenar de infecciones sin nombre.

– El virus no puede haber atravesado la red. Se han hecho lanzamientos a la Pandemia, a batallas de la Primera Guerra Mundial donde se usó gas mostaza, a Tel Aviv. Siglo Veinte envió equipo detector a St. Paul's dos días después de que cayera la bomba. Nada atravesó la red.

– Eso es lo que dice usted-levantó un papel-. Probabilidad indica un cero coma cero cero tres por ciento de posibilidades de que un microorganismo cruce la red y un veintidós coma uno de posibilidades de que un mixovirus viable esté dentro de la zona crítica cuando se abra la red.

– En nombre de Dios, ¿de dónde saca esas cifras? ¿De una chistera? Según Probabilidad -dijo, poniendo un énfasis desagradable en la palabra-, sólo había un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera presente cuando Kivrin atravesara la red, una posibilidad que usted consideró estadísticamente irrelevante.

– Los virus son organismos extraordinariamente resistentes -prosiguió Gilchrist-. Se sabe que permanecen latentes durante largos períodos de tiempo, expuestos a extremos de temperatura y humedad, y siguen siendo viables. Bajo ciertas condiciones, forman cristales que conservan su estructura indefinidamente. Cuando se les devuelve a una solución húmeda, siguen siendo infecciosos. Se han encontrado cristales del mosaico del tabaco que databan del siglo XVI. Hay un riesgo significativo de que los virus penetraran la red si se abriera, y dadas las circunstancias, no puedo permitir que eso suceda.

– El virus no puede haber atravesado la red.

– Entonces, ¿por qué está tan ansioso por leer el ajuste?

– Porque… -dijo Dunworthy, y se detuvo para controlarse-. Porque leer el ajuste nos dirá si el lanzamiento salió según lo planeado o si algo fue mal.

– Oh, ¿admite entonces que hay una posibilidad de error? Entonces, ¿por qué no puede producirse un error que permita que un virus atraviese la red? Mientras esa posibilidad exista, el laboratorio permanecerá clausurado. Estoy seguro de que el señor Basingame aprobará la decisión que he tomado.

Basingame, pensó Dunworthy, de eso se trata. No tiene nada que ver con el virus, los manifestantes o los «males del pecho» en 1318. Todo esto es para justificarse ante Basingame.

Gilchrist era rector en funciones en ausencia de Basingame, y se había apresurado a corregir el baremo, a hacer un lanzamiento, y sin duda pretendía presentarle a Basingame un brillante fait accompli. Pero no lo había hecho. En cambio, tenía una epidemia y una historiadora perdida, la gente se manifestaba delante del colegio, y ahora lo único que le importaba era justificar sus acciones, salvarse a sí mismo aunque eso significara sacrificar a Kivrin.

– ¿Qué hay de Kivrin? ¿Aprueba ella su decisión?

– La señorita Engle era plenamente consciente cuando se ofreció voluntaria para ir a 1320.

– ¿Era consciente de que pretendía usted abandonarla?

– Doy por terminada esta conversación, señor Dunworthy -Gilchrist se levantó-. Abriré el laboratorio cuando la fuente del virus haya sido localizada, y quede plenamente demostrado que no existe ninguna posibilidad de que atraviese la red.

Le mostró la puerta a Dunworthy. El portero esperaba fuera.

– No permitiré que abandone a Kivrin -dijo Dunworthy.

Gilchrist frunció los labios bajo la máscara.

– Y yo no permitiré que ponga en peligro la salud de esta comunidad -se volvió hacia el portero-. Acompañe al señor Dunworthy a la salida. Si intenta volver a entrar en Brasenose, llame a la policía.

Cerró de un portazo. El portero acompañó a Dunworthy mientras cruzaban el patio, observándole alerta, como si pensara que podría volverse repentinamente peligroso.

Podría hacerlo, pensó Dunworthy.

– Quisiera usar su teléfono -dijo cuando llegaron a la puerta-. Asuntos de la universidad.

El portero parecía nervioso, pero colocó el teléfono sobre el mostrador y se le quedó mirando mientras Dunworthy marcaba el número de Balliol.

– Tenemos que localizar a Basingame -dijo Dunworthy cuando Finch respondió-. Es una emergencia. Llame a la Oficina de Licencias de Pesca de Escocia y recopile una lista de hoteles y albergues. Y déme el número de Polly Wilson.

Anotó el número, colgó, y empezó a marcar. Cambió de idea y telefoneó a Mary.

– Quiero ayudar a localizar la fuente del virus.

– Gilchrist no quiere abrir la red -dijo ella.

– No. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

– Lo que hiciste antes con los primarios. Rastrea los contactos, busca las cosas que te dije: exposición a radiación, proximidad a aves o ganado, religiones que prohíban las antivirales. Necesitarás las tablas de contacto.

– Enviaré a Colin por ellas.

– Haré que alguien las prepare. Será mejor que compruebes los contactos de Badri entre cuatro y seis días, por si el virus se originó con él. El tiempo de incubación a partir de un portador no humano o de otro depósito, por ejemplo, puede ser más largo que el período de incubación de persona a persona.

– Pondré a trabajar a William -dijo. Devolvió el teléfono al portero, que inmediatamente rodeó el mostrador y le acompañó al exterior. A Dunworthy le sorprendió que no le escoltara hasta Balliol.

En cuanto llegó, telefoneó a Polly Wilson.

– ¿Hay algún medio de entrar en la consola de la red sin tener acceso al laboratorio? -le preguntó-. ¿Puede entrar directamente a través del ordenador de la Universidad?

– No lo sé. El ordenador de la Universidad está protegido. Tal vez pueda conseguir un ariete, o infiltrarme con un gusano desde la consola de Balliol. Tendré que ver qué medidas de seguridad hay. ¿Tiene un técnico para leerlo si consigo entrar?

– Buscaré uno -dijo él. Colgó.

Colin entró, goteando, para coger otro rollo de cinta.

– ¿Sabía que llegó la secuencia, y que el virus es un mutante?

– Sí. Quiero que vayas al hospital y me traigas las tablas de contactos.

Colin soltó su montón de carteles. El de encima decía: «No tenga una recaída.»

– Dicen que es una especie de arma biológica -añadió Colin-. Que ha escapado de un laboratorio.

No será del de Gilchrist, pensó Dunworthy amargamente.

– ¿Sabes dónde está William Gaddson?

– No -Colin esbozó una mueca-. Probablemente estará en las escaleras besándose con alguna chica.

Estaba en la despensa, besando a una de las retenidas. Dunworthy le pidió que averiguara el paradero de Badri desde el viernes hasta el domingo por la mañana y que consiguiera una copia de las compras mediante tarjeta de Basingame durante el mes de diciembre. Luego volvió a sus habitaciones para llamar a los técnicos.

Uno de ellos dirigía una red para Siglo Diecinueve en Moscú, y otros dos habían ido a esquiar. Los demás no estaban en casa, o tal vez, alertados por Andrews, no contestaban al teléfono.

Colin le llevó las tablas de contactos. Eran un desastre. No se había hecho ningún intento por conseguir correlaciones excepto posibles conexiones americanas, y había demasiados contactos. La mitad de los primarios estaban en el baile de Headington, dos tercios habían hecho compras de Navidad, y todos menos dos habían viajado en metro. Era como buscar una aguja en un pajar.

Dunworthy se pasó la mitad de la noche comprobando afiliaciones religiosas. Cuarenta y dos eran anglicanos, nueve de la Santa Re-Formada, diecisiete no tenían afiliación. Ocho eran estudiantes de Shrewsbury College, once guardaron cola en Debenham's para ver a Papá Noel, nueve habían trabajado en la excavación de Montoya, treinta habían comprado en Blackwell’s.

Veintiuno habían tenido contactos cruzados con al menos dos secundarios, y el Papá Noel de Debenham's había contactado con treinta y dos (todos menos once en un pub después de su turno), pero ninguno podía ser relacionado con todos los primarios excepto Badri.

Mary trajo los nuevos casos por la mañana. Llevaba RPE, pero no mascarilla.

– ¿Están preparadas las camas?

– Sí. Tenemos dos pabellones de diez camas cada uno.

– Bien. Las necesitaré todas.

Ayudaron a acostarse a los pacientes y los dejaron al cuidado de la estudiante de enfermería de William.

– Los que están en camillas se solucionarán en cuanto tengamos una ambulancia libre -declaró Mary, mientras cruzaba el patio con Dunworthy.

La lluvia había cesado por completo, y el cielo era más claro, como si fuera a despejar.

– ¿Cuándo llegará el análogo? -preguntó él.

– Tardará dos días como mínimo.

Llegaron a la puerta. Ella se apoyó contra el muro de piedra.

– Cuando todo esto acabe, voy a atravesar la red -dijo-. Iré a algún siglo donde no haya epidemias, donde no haya que esperar, ni preocuparse, ni sentirse indefenso.

Se pasó la mano por el pelo gris.

– A un siglo que no sea un diez -sonrió-. Pero no hay ninguno, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza.

– ¿Te he hablado alguna vez del Valle de los Reyes?

– Me contaste que lo habías visitado durante la Pandemia.

Ella asintió.

– El Cairo estaba en cuarentena, así que tuvimos que volar a Addis Abeba, y por el camino soborné al taxista para que nos llevara al Valle de los Reyes para poder ver la tumba de Tutankamon. Fue una tontería. La Pandemia ya había alcanzado Luxor, y por poco no nos pilla la cuarentena. Nos dispararon dos veces -sacudió la cabeza-. Podrían habernos matado. Mi hermana se negó a bajar del coche, pero yo descendí las escaleras y llegué hasta la puerta de la tumba, y pensé, así estaba cuando Cárter la encontró.

Miró a Dunworthy sin verlo, recordando.

– Cuando llegaron a la puerta de la tumba, estaba cerrada, y tuvieron que esperar a que las autoridades competentes la abrieran. Cárter abrió un agujero en la puerta, y metió una vela y se asomó -su voz era un susurro-. Carnarvon dijo: «¿Ves algo?», y Cárter contestó: «Sí, cosas maravillosas.»

Cerró los ojos.

– Nunca he olvidado eso, haber estado allí de pie ante aquella puerta cerrada. La veo claramente incluso ahora -abrió los ojos-. A lo mejor decido ir cuando se acabe todo esto. A la apertura de la tumba del rey Tut.

Atravesó la puerta.

– Oh, vaya, ya está lloviendo otra vez. Tengo que volver. Enviaré los casos de camillas en cuanto haya una ambulancia -lo miró con suspicacia-. ¿Por qué no tienes puesta tu mascarilla?

– Hace que se me empañen las gafas. ¿Por qué no llevas tú la tuya?

– Empiezan a escasear. Has recibido tu potenciación de leucocitos-T, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

– No he tenido tiempo.

– Búscalo -dijo ella-. Y ponte la mascarilla. No le servirás de nada a Kivrin si caes enfermo.

No le sirvo de nada a Kivrin ahora, pensó Dunworthy, mientras volvía a sus habitaciones. No me dejan entrar en el laboratorio. No consigo que un técnico venga a Oxford. No encuentro a Basingame. Intentó pensar con quién más podía ponerse en contacto. Había comprobado todas las agencias de viajes y guías de pesca y alquileres de botes de Escocia. No había ni rastro de Basingame. Tal vez Montoya tenía razón y no estaba allí, sino en los trópicos con alguna mujer.

Montoya. Se había olvidado por completo de ella. No la había visto desde la misa de Nochebuena. Estaba buscando a Basingame para que le firmara la autorización para ir a la excavación, y luego llamó el día de Navidad para preguntarle si Basingame prefería las truchas o el salmón. Y llamó de nuevo con el mensaje «No importa». Lo que podría significar que había descubierto no sólo si le gustaban las truchas o el salmón, sino también al propio hombre.

Subió a sus habitaciones. Si Montoya había localizado a Basingame y conseguido la autorización, habría ido directamente a la excavación. No habría esperado a decírselo a nadie. Dunworthy ni siquiera estaba seguro de que supiera que él también lo estaba buscando.

Basingame seguramente regresaría en cuanto Montoya le hablara de la cuarentena, a menos que se lo hubiera impedido el mal tiempo o las carreteras infranqueables. O Montoya tal vez no le hubiera dicho nada de la cuarentena. Obsesionada como estaba con la excavación, tal vez se limitó a pedirle su firma.

La señora Taylor, sus cuatro campaneras sanas y Finch estaban en sus habitaciones, formando un círculo y flexionando las rodillas. Finch tenía un papel en la mano y contaba en voz baja.

– Iba a ir al pabellón a asignar a las enfermeras -dijo mansamente-. Aquí está el informe de William -se lo entregó a Dunworthy y se marchó.

La señora Taylor y su cuarteto recogieron las campanillas.

– Ha llamado una tal señora Wilson -anunció la señora Taylor-. Me pidió que le dijera que un ariete no funcionaría, y que tendrá que entrar a través de la consola de Brasenose.

– Gracias.

Ella se marchó seguida de sus cuatro campaneras en fila india.

Dunworthy llamó a la excavación. No hubo respuesta. Llamó al apartamento de Montoya, a su despacho en Brasenose, otra vez a la excavación. No obtuvo respuesta en ningún sitio. Llamó de nuevo a su apartamento y dejó que el teléfono sonara mientras miraba el informe de William. Badri se había pasado todo el sábado y la mañana del domingo trabajando en la excavación. William debía de haber entrado en contacto con Montoya para averiguarlo.

De pronto, se preguntó por la excavación. Estaba en el campo, en Witney, una granja del Fondo Nacional. Tal vez tenía patos, o gallinas, o cerdos, o las tres cosas. Y Badri había pasado un día y medio trabajando allí, revolviendo en el barro, una ocasión perfecta para entrar en contacto con un portador no humano.

Colin llegó, calado hasta los huesos.

– Se han quedado sin carteles -dijo, rebuscando en la mochila-. Londres enviará más mañana -limpió el chicle y se lo metió en la boca, con suciedad y todo-. ¿Sabe quién está en su escalera? -preguntó. Se sentó en el asiento de la ventana y abrió su libro de la Edad Media-. William y una chica. Besándose y charlando de cursilerías. Por poco no puedo pasar.

Dunworthy abrió la puerta. William se separó de mala gana de una morenita menuda vestida con un Burberry y entró.

– ¿Sabe dónde está la señora Montoya? -preguntó Dunworthy.

– No. El Ministerio dijo que estaba en la excavación, pero no contesta al teléfono. Probablemente está en la iglesia o en alguna parte de la granja y no oye el teléfono. Pensé en utilizar un aullador, pero luego me acordé de esa chica que estudia arqueohistoria y… -señaló a la morenita-. Ella me dijo que había visto las hojas de asignaciones de la excavación, y que Badri aparecía el sábado y el domingo.

– ¿Un aullador? ¿Qué es eso?

– Lo enganchas a la línea y amplía la llamada al otro lado. Por si la persona está en el jardín, en la ducha o algún sitio de esos.

– ¿Puede poner uno en este teléfono?

– Son un poco complicados para mí. Conozco a una estudiante que podría hacerlo. Tengo su número en mi habitación -se marchó, cogido de la mano de la morenita.

– ¿Sabe? Si Montoya está en la excavación, puedo sacarle del perímetro -dijo Colin. Sacó el chicle y lo examinó-. Será fácil. Hay muchísimos sitios que no están vigilados. A los guardias no les gusta permanecer de pie bajo la lluvia.

– No tengo ninguna intención de quebrantar la cuarentena. Queremos detener esta epidemia, no extenderla.

– Así se extendía la plaga durante la Peste Negra -añadió Colin. Volvió a sacarse el chicle y lo examinó. Tenía un desagradable color amarillo-. Intentaban huir de ella, pero se la llevaban consigo.

William asomó la cabeza en la puerta.

– Dice que tardará dos días en colocarlo, pero tiene uno en su teléfono por si quiere utilizarlo.

Colin cogió su chaqueta.

– ¿Puedo ir?

– No -respondió Dunworthy-. Y quítate esas ropas mojadas. No quiero que pilles la gripe -bajó las escaleras con William.

– Ella estudia en Shrewsbury -informó William, abriendo el camino bajo la lluvia.

Colin los alcanzó a mitad del patio.

– No me pondré enfermo. Me pusieron la potenciación. No tenían cuarentenas en la Peste Negra, así que iba a todas partes -sacó su bufanda del bolsillo de la chaqueta-. Botley Road es un buen sitio para saltarse el perímetro. Hay un pub en la esquina junto a la barrera, y el guardia entra de vez en cuando a tomarse una copa para calentarse.

– Abróchate la chaqueta -dijo Dunworthy.

La muchacha resultó ser Polly Wilson. Le dijo a Dunworthy que había estado trabajando en un traidor óptico que pudiera irrumpir en la consola, pero no lo había conseguido todavía. Dunworthy telefoneó a la excavación, pero no obtuvo respuesta.

– Déjelo sonar -dijo Polly-. Tal vez tenga que recorrer un buen trecho para atenderlo. El aullador tiene un alcance de medio kilómetro.

Lo dejó sonar durante diez minutos, colgó, esperó cinco minutos, lo intentó de nuevo y lo dejó sonar un cuarto de hora antes de darse por vencido. Polly miraba amorosamente a William, y Colin tiritaba con su chaqueta mojada. Dunworthy se lo llevó a casa y lo acostó.

– Yo podría saltarme el perímetro y decirle que le telefonee -se ofreció Colin, guardando el chicle en la mochila-. Por si le preocupa ser demasiado viejo para hacerlo. Soy muy hábil saltándome perímetros.

Dunworthy esperó hasta que William regresó a la mañana siguiente y después volvió a Shrewsbury y lo intentó de nuevo, pero fue en vano.

– Haré que llame a intervalos de media hora -dijo Polly, mientras lo acompañaba a la puerta-. No sabrá usted si William sale con otras chicas, ¿verdad?

– No -respondió Dunworthy.

El sonido de campanas llegó de repente desde Christ Church, repicando con fuerza a través de la lluvia.

– ¿Ha conectado alguien ese horrible carillón otra vez? -preguntó Polly.

– No -contestó él-. Son las americanas -volvió la cabeza en dirección al sonido, intentando decidir si la señora Taylor se había decidido por los Stedmans, pero percibió seis campanas, las viejas campanas de Osney: Douce y Gabriel y Marie, una tras otra, Clement y Hautclerc y Taylor-. Y Finch.

Sonaban bastante bien, no como cuando el carillón digital tocaba O Christ Who Interfaces with the World. Sonaban clara y alegremente, y Dunworthy se imaginó a las campaneras formando un círculo en la torre, flexionando las rodillas y alzando los brazos, mientras Finch consultaba su lista de números.

«Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción», había dicho la señora Taylor. Él no había tenido más que interrupciones, pero se sentía extrañamente animado. La señora Taylor no había podido llevar a sus campaneras a Norwich para Nochebuena, pero se había ceñido a sus campanas, y sonaban ensordecedoramente, delirantemente fuertes, como una celebración, una victoria. Como la mañana de Navidad. Encontraría a Montoya. Y a Basingame. O a un técnico que no tuviera miedo de la cuarentena. Encontraría a Kivrin.

El teléfono sonaba cuando regresó a Balliol. Subió corriendo las escaleras, esperando que fuera Polly. Era Montoya.

– ¿Dunworthy? Hola. Soy Lupe Montoya. ¿Qué pasa?

– ¿Dónde está usted? -demandó él.

– En la excavación -contestó ella, pero eso saltaba a la vista. Se encontraba de pie delante de la arruinada nave de la iglesia en el patio medieval medio excavado. Dunworthy comprendió por qué estaba tan ansiosa por volver allí. En algunos lugares había hasta un palmo de agua. Montoya había colocado toldos y sábanas de plasteno por toda la excavación, pero la lluvia se filtraba por una docena de sitios, y donde las coberturas se encontraban, el agua caía en auténticas cascadas. Todo: las tumbas, las luces que había colocado en los toldos, las palas apoyadas contra la pared, absolutamente todo estaba cubierto de lodo.

También Montoya. Llevaba su cazadora y unas sucias botas de pescador hasta los muslos, como tal vez llevara Basingame, dondequiera que estuviese. La mano con la que sujetaba el teléfono estaba cubierta de barro seco.

– La he estado llamando durante días -dijo Dunworthy.

– No oigo el teléfono con el ruido de la bomba de succión -indicó algo más allá de la imagen, presumiblemente la bomba, aunque él sólo oía el tamborileo de la lluvia sobre los toldos-. Acabo de romper una correa, y no tengo otra. Oí las campanas. ¿Significa eso que la cuarentena se ha acabado?

– Lo dudo. Estamos en medio de una epidemia a gran escala. Setecientos ochenta casos y dieciséis muertos. ¿No ha visto los periódicos?

– No he visto a nadie desde que llegué aquí. He pasado los últimos seis días intentando secar esta maldita excavación, pero no puedo hacerlo sola. Y sin bomba -se apartó el pelo de la cara con una mano sucia-. ¿Por qué tocaban las campanas entonces, si la cuarentena no ha acabado?

– Un repique de Chicago Surprise Minor.

Ella parecía irritada.

– Si la cuarentena es tan mala, ¿por qué no se dedican a algo útil?

Ya lo han hecho, pensó Dunworthy. Gracias a ellas, tú has llamado.

– Desde luego, podría ponerlas a trabajar aquí -volvió a apartarse el pelo. Parecía casi tan cansada como Mary-. Esperaba que hubieran levantado la cuarentena, para que alguien viniera a ayudarme. ¿Cuánto tiempo cree que tardará?

Demasiado, pensó él, al observar cómo caía la lluvia en cascada entre los toldos. Nunca recibirás a tiempo la ayuda que precisas.

– Necesito cierta información acerca de Basingame y Badri Chaudhuri. Intentamos localizar el origen del virus y con quién ha tenido contacto Badri. Trabajó en la excavación el dieciocho y la mañana del diecinueve. ¿Quién más había?

– Yo.

– ¿Quién más?

– Nadie. Me resultó dificilísimo encontrar ayuda en diciembre. Todos mis estudiantes de arqueohistoria se marcharon el día que empezaban las vacaciones. Tuve que sacar voluntarios de donde pude.

– ¿Está segura de que sólo estaban ustedes dos?

– Sí. Lo recuerdo porque abrimos la tumba del caballero el sábado y nos costó mucho trabajo levantar la tapa. Gillian Ledbetter tenía que venir el sábado, pero llamó en el último momento diciendo que tenía una cita.

Con William, pensó Dunworthy.

– ¿Estuvo alguien con Badri el domingo?

– Sólo vino aquí por la mañana, y después no hubo nadie. Tuvo que marcharse a Londres. Mire, tengo que irme. Si no recibo ayuda pronto, tengo que volver a trabajar -empezó a retirar el receptor de la oreja.

– ¡Un momento! -gritó Dunworthy-. No cuelgue.

Ella volvió a llevarse el receptor al oído. Parecía impaciente.

– Tengo que hacerle algunas preguntas más. Es muy importante. Cuanto antes localicemos la fuente de este virus, más pronto se levantará la cuarentena y usted podrá recibir ayuda para la excavación.

Ella no parecía convencida, pero pulsó un código, colgó el receptor en la horquilla, y dijo:

– No le importa que trabaje mientras hablamos, ¿verdad?

– No -contestó Dunworthy, aliviado-. Hágalo, por favor.

Ella salió bruscamente de cuadro y regresó, después pulsó algo más.

– Lo siento. No alcanza -dijo, y la pantalla se nubló mientras ella movía el teléfono hasta su lugar de trabajo. Cuando volvió a aparecer la imagen, Montoya estaba agachada en un agujero lleno de barro junto a una tumba de piedra. Dunworthy supuso que era la que Badri y ella habían abierto.

La tapa mostraba la efigie de un caballero con armadura, con los brazos cruzados sobre el pecho acorazado de forma que las manos reposaban en unos pesados guanteletes y con la espada a sus pies. Estaba apoyado en un precario ángulo a un lado, oscureciendo las elaboradas letras talladas. Dunworthy sólo consiguió leer «Requiesc». Requiescat in pace. Descanse en paz, una bendición que el caballero no había conseguido. Su rostro dormido bajo el casco tallado tenía un aire desaprobatorio.

Montoya había colocado una fina sábana de plasteno sobre la tumba abierta. Estaba empapada de agua. Dunworthy se preguntó si el otro lado de la tumba también mostraba un morboso relieve del horror que guardaba dentro, como la que aparecía en la ilustración de Colin, y si era tan horrible como la realidad. El agua chorreaba sobre la cabecera de la tumba, hundiendo el plástico.

Montoya se enderezó y sacó una caja plana llena de barro.

– ¿Bien? -dijo, mientras la colocaba sobre la esquina de la tumba-. ¿No tenía más preguntas?

– Sí. Dijo usted que no había nadie más en la excavación cuando Badri estuvo allí.

– No lo había -contestó ella, secándose el sudor de la frente-. Vaya, hace calor aquí -se quitó la cazadora y la colgó de la tapa de la tumba.

– ¿Y los lugareños? ¿Gente no relacionada con la excavación?

– Si hubiera alguien aquí, los habría reclutado -empezó a rebuscar en el barro de la caja, y sacó varias piedras marrones-. La tapa pesaba una tonelada, y acabábamos de quitarla cuando empezó a llover. Habría reclutado a cualquiera que pasara por aquí, pero la excavación está demasiado lejos.

– ¿Y el personal del Fondo Nacional?

Ella sumergió las piedras en agua para limpiarlas.

– Sólo vienen durante el verano.

Dunworthy esperaba que alguien de la excavación resultara ser la fuente, que Badri hubiera entrado en contacto con un lugareño, un miembro del Fondo Nacional, o un cazador de patos que pasara por allí. Pero los mixovirus no tenían portadores. El misterioso lugareño tendría que sufrir la enfermedad también, y Mary había estado en contacto con todas las clínicas y hospitales de Inglaterra. No se había presentado ningún caso fuera del perímetro.

Montoya levantó las piedras una por una a la luz de la batería sujeta a uno de los postes, les dio la vuelta y examinó los bordes, todavía llenos de barro.

– ¿Y las aves?

– ¿Aves? -se extrañó ella, y Dunworthy advirtió que debía de parecer que estaba sugiriendo que reclutara a los gorriones para ayudarla a levantar la tapa de la tumba.

– El virus puede haber sido diseminado por las aves. Patos, gansos, gallinas -dijo, aunque no estaba seguro de que las gallinas pudieran ser portadores-. ¿Hay alguna en la excavación?

– ¿Gallinas? -preguntó ella, alzando una de las piedras a la luz.

– Los virus se producen a veces por la intersección de virus animales y humanos -explicó él-. Las aves son los portadores más comunes, pero los peces también pueden serlo. O los cerdos. ¿Hay algún cerdo en la excavación?

Ella seguía mirándole como si pensara que estaba chalado.

– La excavación está en una granja del Fondo Nacional, ¿no?

– Sí, pero la granja en sí queda a tres kilómetros de distancia. Nos encontramos en medio de un campo de cebada. No hay cerdos cerca, ni aves, ni peces -volvió a examinar las piedras.

No había aves. Ni cerdos. Ni gente que habitara en aquel lugar. La fuente del virus tampoco estaba allí. Posiblemente no estaba en ninguna parte, y la gripe de Badri había mutado de forma espontánea, como sucedía de vez en cuando, según dijo Mary; apareció de la nada y descendió sobre Oxford igual que la peste había descendido sobre los inconscientes residentes del cementerio.

Montoya alzó de nuevo las piedras a la luz, rascó con las uñas algún pegote ocasional de barro y luego frotó la superficie. De pronto Dunworthy advirtió que estaba examinando huesos. Vértebras, tal vez, o los dedos de los pies del caballero. Requiescat in pace.

Encontró lo que al parecer había estado buscando: un hueso irregular del tamaño de una castaña, con un lado curvo. Guardó el resto en la bandeja, sacó del bolsillo de su camisa un cepillo de dientes y empezó a frotar los bordes cóncavos, con el ceño fruncido.

Gilchrist nunca aceptaría la mutación espontánea como fuente. Estaba demasiado encantado con la teoría de que algún virus del siglo XIV había atravesado la red. Y demasiado encantado con su autoridad como rector en funciones de la Facultad de Historia para ceder, aunque Dunworthy hubiera encontrado patos nadando en los charcos del patio.

– Necesito ponerme en contacto con el señor Basingame. ¿Dónde está?

– ¿Basingame? -preguntó ella, mientras miraba aún el hueso con el ceño fruncido-. No tengo ni idea.

– Pero… creía que lo había encontrado. Cuando telefoneó el día de Navidad dijo que tenía que encontrarlo para que le firmara su dispensa ante el ministerio.

– Lo sé. Me pasé dos días enteros llamando a todos los guías de truchas y salmón de Escocia antes de decidir que no podía esperar más. Si quiere saber mi opinión, no está en ninguna parte de Escocia -sacó una navajita de sus vaqueros y empezó a rascar el áspero borde del hueso-. Hablando del ministerio, ¿podría hacerme un favor? No paro de llamar a su número pero siempre está comunicando. ¿Podría acercarse y decirles que necesito ayuda? Adviértales que la excavación tiene un valor histórico irreemplazable, y que se va a perder irremediablemente si no me envían al menos a cinco personas. Y una bomba -el cuchillo chasqueó. Ella frunció el ceño y rascó un poco más.

– ¿Cómo consiguió la autorización de Basingame, si no sabía dónde estaba? Creí que había dicho que el impreso necesitaba su firma.

– Pues sí -dijo ella. Un borde del hueso salió disparado y aterrizó en la mortaja de plasteno. Montoya examinó el hueso y lo dejó caer en la caja-. La falsifiqué.

Se agachó de nuevo junto a la tumba, buscando más huesos. Parecía tan absorta como Colin cuando examinaba su chicle. Dunworthy no estaba seguro de si recordaba que Kivrin estaba en el pasado, o si la había olvidado como parecía haber olvidado la epidemia.

Colgó, preguntándose si Montoya se daría cuenta, y regresó al hospital para decirle a Mary lo que había averiguado y empezar a interrogar de nuevo a los secundarios en busca de la fuente. Llovía intensamente y el agua rebosaba los desagües y estropeaba cosas de irreemplazable valor histórico.

Las campaneras y Finch seguían con lo suyo, tocando los cambios uno tras otro en su orden determinado, doblando las rodillas y ceñidas a sus campanas, como Montoya a su trabajo. El sonido se repetía insistentemente, plomizo, a través de la lluvia, como un rebato, como un grito de socorro.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final

(066440-066879)

Nochebuena de 1320 (Calendario Antiguo). No tengo tanto tiempo como creía. Acabo de regresar de la cocina y Rosemund me ha dicho que lady Imeyne quería verme. Conversaba animadamente con el enviado del obispo, y por su expresión supuse que estaba catalogando los pecados del padre Roche, pero cuando Rosemund y yo nos acercamos, me señaló y dijo:

– Ésta es la mujer.

Mujer, no doncella, y su tono sonaba crítico, casi acusador. Me pregunté si le había contado al obispo su teoría de que soy una espía francesa.

– Asegura que no recuerda nada -explicó lady Imeyne-, y sin embargo puede hablar y leer -ee volvió hacia Rosemund-. ¿Dónde está el broche?

– En mi capa. La dejé en el desván.

– Ve y tráelo.

Rosemund obedeció, de mala gana.

– Sir Bloet le regaló a mi nieta un hermoso broche con palabras en la lengua romana -dijo Imeyne en cuanto Rosemund se hubo ido. Me miró, triunfante-. Ella sabía qué significaban, y esta noche en la iglesia murmuró las palabras de la misa antes de que el cura las pronunciara.

– ¿Quién os enseñó a leer? -preguntó el enviado del obispo, la voz pastosa por el vino.

Pensé en decir que Sir Bloet me había contado lo que significaban las palabras, pero temí que ya lo hubiera negado.

– No lo sé -respondí-. No tengo ningún recuerdo de mi vida desde que me encontraron en el bosque, pues me golpearon en la cabeza.

– La primera vez que se despertó habló en una lengua que nadie comprendía -dijo Imeyne, como si eso fuera una nueva prueba, pero no supe de qué intentaba acusarme o cómo estaba implicado el enviado del obispo.

– Santo Padre, ¿iréis a Oxenford cuando nos dejéis? -le preguntó.

– Sí -contestó él, cansado-. Sólo nos quedaremos unos días aquí.

– Me gustaría que la llevarais con vosotros a las buenas hermanas de Godstow.

– No vamos a Godstow -objetó él. Evidentemente, era una excusa. El convento ni siquiera estaba a cinco millas de Oxford-. Pero a mi regreso pediré al obispo que haga averiguaciones acerca de la mujer y os lo haré saber.

– Supongo que es una monja que habla latín y conoce los pasajes de la misa -dijo Imeyne-. Me gustaría que la llevarais a Godstow para que ellas puedan preguntar entre los conventos quién puede ser.

El enviado del obispo pareció aún más nervioso, pero accedió. Así que tengo de tiempo hasta que se marchen. Unos pocos días, según dijo el enviado, y con suerte eso significa que no se marcharán hasta después del día de los Inocentes. Pero pienso acostar a Agnes y hablar con Gawyn en cuanto sea posible.

22

Kivrin no consiguió que Agnes se acostara hasta casi el amanecer. La llegada de los «tres reyes», como seguía llamándolos, la había desvelado por completo, y se negó incluso a considerar la idea de acostarse por miedo a perderse algo, aunque era evidente que estaba rendida.

Siguió a Kivrin mientras intentaba ayudar a Eliwys a traer la comida para el banquete, quejándose de que tenía hambre, y luego, cuando las mesas estuvieron ya dispuestas y el festín comenzó, se negó a comer nada.

Kivrin no tenía tiempo para discutir con ella. Había que traer plato tras plato desde la cocina a través del patio, bandejas de venado y cerdo asado, y una enorme tarta de la que Kivrin casi esperó que salieran pájaros volando cuando la cortaron. Según los sacerdotes de Santa Re-Formada, entre la misa de medianoche y la gran misa de la mañana de Navidad, se guardaba ayuno pero todos, incluyendo al enviado del obispo, devoraron el faisán asado y el ganso y el conejo guisado con salsa de azafrán. Y también bebieron. Los «tres reyes» pedían constantemente más vino.

Ya habían bebido más que suficiente. El monje miraba lascivamente a Maisry, y el clérigo, borracho ya cuando llegó, estaba casi debajo de la mesa. El enviado del obispo bebía más que ninguno, y llamaba constantemente a Rosemund para que le trajera el cuenco de vino mezclado con cerveza y especias; sus gestos se hacían más amplios y menos claros con cada trago.

Bien, pensó Kivrin. A lo mejor se emborracha tanto que se olvida de que ha prometido a lady Imeyne llevarme al convento de Godstow. Llevó el cuenco a donde estaba Gawyn, esperando tener la oportunidad para preguntarle dónde estaba el lugar, pero él reía con uno de los hombres de sir Bloet, y le pidieron cerveza y más carne. Para cuando regresó junto a Agnes, la niña estaba profundamente dormida, con la cabeza sobre el plato. Kivrin la cogió en brazos con cuidado y la llevó a la habitación de Rosemund.

La puerta se abrió ante ellas.

– Lady Katherine -dijo Eliwys, cargada de sábanas-. Menos mal que habéis venido. Necesito vuestra ayuda.

Agnes se agitó.

– Traed las sábanas de lino del desván -pidió Eliwys-. Los hombres de la Iglesia dormirán en esta cama, y la hermana de sir Bloet y sus mujeres en el desván.

– ¿Dónde voy a dormir yo? -preguntó Agnes, zafándose de los brazos de Kivrin.

– Dormiremos en el granero -contestó Eliwys-. Pero debes esperar a que hayamos hecho las camas, Agnes. Ve y juega.

No tuvo que decírselo dos veces. Agnes bajó las escaleras dando saltos y agitando el brazo para hacer sonar su campanita.

Eliwys tendió las sábanas a Kivrin.

– Llevadlas al desván y traed la colcha de armiño que está en el cofre tallado de mi esposo.

– ¿Cuántos días pensáis que se quedarán el enviado del obispo y sus hombres?

– No lo sé -suspiró Eliwys, con aspecto preocupado-. Rezo porque no sean más de quince días, o de lo contrario no tendremos suficiente carne. No os olvidéis de los almohadones buenos.

Quince días eran más que suficientes, pasado el encuentro, y desde luego de momento no parecían dispuestos a marcharse. Cuando Kivrin bajó del desván con las sábanas, el enviado del obispo estaba dormido en el alto asiento, roncando, y su clérigo tenía los pies sobre la mesa. El monje había acorralado a una de las ayas de sir Bloet en un rincón y jugueteaba con su pañuelo. Gawyn no estaba por ninguna parte.

Kivrin le dio las sábanas y la colcha a Eliwys, luego se ofreció a llevarlas al granero.

– Agnes está muy cansada -adujo-. La acostaré pronto.

Eliwys asintió, ausente, ahuecando uno de los pesados almohadones, y Kivrin corrió escaleras abajo y salió al patio. Gawyn no estaba en el establo ni en el lagar. Se retrasó junto a los excusados hasta que salieron dos de los jóvenes pelirrojos, quienes la miraron con curiosidad, y luego se dirigió al granero. Tal vez Gawyn se había marchado con Maisry otra vez, o se había unido a la fiesta de los aldeanos en el prado. Podía oír el sonido de las risas mientras extendía paja sobre el suelo de madera pelada del desván.

Colocó las pieles y las colchas sobre la paja y se asomó a la puerta por si lograba verlo. Los contemporáneos habían encendido una hoguera delante del patio de la iglesia y se calentaban las manos alrededor y bebían en grandes cuernos. Distinguió los rostros enrojecidos del padre de Maisry y del senescal a la luz del fuego, pero no a Gawyn.

No estaba en el patio tampoco. Rosemund esperaba junto a la puerta, envuelta en su capa.

– ¿Qué estás haciendo aquí, con el frío que hace? -preguntó Kivrin.

– Espero a mi padre. Gawyn me dijo que lo esperaba antes del amanecer.

– ¿Has visto a Gawyn?

– Sí. Está en el establo.

Kivrin miró ansiosamente en esa dirección.

– Hace demasiado frío para esperar aquí fuera. Entra en la casa, y yo le diré a Gawyn que te avise cuando llegue tu padre.

– No, esperaré aquí -se obstinó Rosemund-. Prometió que vendría por Navidad -la voz le tembló un poco.

Kivrin alzó la linterna. Rosemund no lloraba, pero tenía las mejillas arreboladas. Kivrin se preguntó qué habría hecho sir Bloet para que se escondiera de él. O tal vez era el monje quien la había asustado, o el clérigo borracho.

Kivrin la cogió del brazo.

– Puedes esperarlo igualmente en la cocina, y allí se está mucho más caliente.

Rosemund accedió.

– Mi padre me prometió que no tardaría.

¿Para qué?, pensó Kivrin. ¿Para echar a los eclesiásticos? ¿Para cancelar el compromiso de Rosemund con sir Bloet? «Mi padre nunca permitiría que me sucediera nada malo», le había dicho a Kivrin, pero no estaba en posición para cancelar el compromiso cuando el acuerdo de matrimonio ya había sido firmado. Eso podría molestar a sir Bloet, que tenía «muchos amigos poderosos».

Kivrin acompañó a Rosemund a la cocina y le dijo a Maisry que le calentara una copa de vino.

– Iré a decirle a Gawyn que venga a avisarte en cuanto llegue tu padre -dijo, y se dirigió al establo, pero Gawyn no estaba allí, ni en el lagar.

Entró en la casa, preguntándose si Imeyne le habría enviado a otro de sus encargos. Pero la anciana estaba sentada junto al enviado del obispo, al que obviamente había despertado, y le hablaba enérgicamente. Gawyn estaba junto al fuego, rodeado por los hombres de sir Bloet, incluyendo a los dos que habían salido del excusado. Sir Bloet estaba sentado cerca del hogar, con su cuñada y Eliwys.

Kivrin se sentó en el banco de los mendigos. No había forma de acercarse a Gawyn, mucho menos de preguntarle por el lugar de recogida.

– ¡Dámelo! -gimió Agnes. Ella y el resto de los niños se encontraban junto a las escaleras, y los niños se pasaban a Blackie, lo acariciaban y jugaban con sus orejas. Agnes debía de haber salido al establo a coger al cachorro mientras Kivrin estaba en el granero.

– ¡Es mi perro! -exclamó Agnes, agarrando a Blackie. El niño se lo quitó-. ¡Dámelo!

Kivrin se levantó.

– Cabalgando por el bosque, me encontré a una doncella -decía Gawyn en voz alta-. Unos ladrones la habían asaltado y estaba malherida, tenía la cabeza abierta y sangraba copiosamente.

Kivrin vaciló. Miró a Agnes, que golpeaba el brazo del niño, y entonces volvió a sentarse.

– «Bella dama», le dije. «¿Quién ha hecho esta felonía?» -relató Gawyn-. Pero ella no podía hablar por causa de sus heridas.

Agnes había recuperado al cachorro y lo abrazaba. Kivrin hubiese debido ir al rescate del pobre animalito, pero se quedó donde estaba, moviéndose un poco para poder ver más allá de la cofia de la cuñada. Diles dónde me encontraste, suplicó a Gawyn. Diles dónde estaba.

– «Soy vuestro vasallo y encontraré a esos malandrines», dije, «pero temo dejaros en tan triste situación» -continuó Gawyn, mirando a Eliwys-. Pero ella se había recuperado y me suplicó que fuera y encontrara a quienes la habían herido.

Eliwys se levantó y se dirigió a la puerta. Permaneció allí durante un instante, con aspecto algo ansioso, y luego volvió y se sentó de nuevo.

– ¡No! -chilló Agnes.

Uno de los sobrinos pelirrojos de sir Bloet tenía ahora a Blackie y lo levantaba por encima de su cabeza. Si Kivrin no lo rescataba pronto, asfixiarían al pobre perro, y no tenía sentido seguir escuchando el relato del Rescate de la Doncella en el Bosque, cuya intención no era contar lo que había sucedido, sino impresionar a Eliwys. Se acercó a los niños.

– Los ladrones se habían marchado hacía poco; encontré su pista con facilidad y la seguí, espoleando mi corcel tras ellos.

El sobrino de sir Bloet sostenía a Blackie por las patas delanteras, y el cachorro gemía patéticamente.

– ¡Kivrin! -gimió Agnes al verla, y se abalanzó hacia ella. El sobrino de sir Bloet le tendió inmediatamente el perro a Kivrin y retrocedió. Los demás niños se dispersaron.

– ¡Habéis rescatado a Blackie! -dijo Agnes, extendiendo las manos para cogerlo.

Kivrin sacudió la cabeza.

– Es hora de irse a la cama.

– ¡No estoy cansada! -protestó Agnes con un gemido que no fue muy convincente. Se frotó los ojos.

– Pues Blackie sí está cansado -Kivrin se agachó ante Agnes-, y no se irá a la cama a menos que tú te acuestes con él.

Ese argumento pareció interesarla, y antes de que encontrara alguna excusa, Kivrin le tendió a Blackie y lo colocó en los brazos de la niña como un bebé.

– A Blackie le gustaría que le contaras una historia -prosiguió Kivrin, dirigiéndose hacia la puerta.

– Pronto me encontré en un lugar que no conocía -relataba Gawyn-. Un bosque oscuro.

Kivrin atravesó el patio con la niña y el perro.

– A Blackie le gustan las historias de gatos -dijo Agnes, meciendo amablemente al perrito en sus brazos.

– Entonces debes contarle una historia de gatos -asintió Kivrin. Cogió al cachorro mientras Agnes subía las escaleras del altillo. Estaba ya dormido, agotado por tanto manoseo. Kivrin lo colocó en la paja cerca del camastro.

– Un gato malo -dijo Agnes, agarrándolo otra vez-. No voy a dormir. Sólo voy a echarme con Blackie, así que no tengo por qué quitarme la ropa.

– Es verdad -concedió Kivrin, cubriendo a Agnes y a Blackie con una tupida piel. Hacía demasiado frío en el granero para desnudarse.

– A Blackie le gustaría oír sonar mi campana -dijo la niña, e intentó poner el lazo sobre su cabeza.

– No, no le gustaría -contestó Kivrin. Confiscó la campana y les echó otra manta encima. Kivrin se tendió junto a la niña. Agnes se acurrucó contra ella.

– Había una vez un gato malo -dijo, bostezando-. Su padre le advirtió que no fuera al bosque, pero él no le hizo caso.

Luchó valientemente contra el sueño; se frotó los ojos e inventó aventuras del gato malo, pero la oscuridad y el calor de la piel finalmente la vencieron. Kivrin siguió allí tendida, esperando a que la respiración de Agnes se hiciera liviana y regular, y luego le quitó con cuidado a Blackie y lo colocó sobre la paja.

Agnes frunció el ceño en sueños y extendió la mano para cogerlo, y Kivrin la abrazó. Tendría que levantarse y buscar a Gawyn. Faltaba menos de una semana para el encuentro.

Agnes se agitó y se acurrucó más, el pelo contra la mejilla de Kivrin.

¿Y cómo voy a dejarte?, pensó Kivrin. ¿Y a Rosemund? ¿Y al padre Roche? Entonces se quedó dormida.

Cuando despertó, ya había amanecido y Rosemund se había acostado junto a Agnes.

Kivrin las dejó dormir; bajó del altillo y cruzó el patio gris, temiendo haberse perdido la campana que avisaba para la misa, pero Gawyn seguía junto al fuego, y el enviado del obispo aún estaba sentado en el alto asiento, escuchando a lady Imeyne.

Encontró al monje en la esquina, abrazado a Maisry, pero al clérigo no lo vio por ninguna parte. Tal vez había quedado inconsciente y lo habían acostado.

También los niños debían de haberse acostado, y al parecer algunas mujeres habían subido al desván a descansar. Kivrin no vio a la hermana de sir Bloet ni a la cuñada de Dorset.

– «¡Detente, malandrín!», exclamé -decía Gawyn-. «Lucharé contigo en buena lid.»

Kivrin se preguntó si sería aún la historia del rescate o una de las aventuras de sir Lancelot. Era imposible decirlo, y si su propósito era impresionar a Eliwys, no servía de nada, pues ella no se encontraba en el salón.

Lo que quedaba del público de Gawyn tampoco parecía impresionado. Dos hombres jugaban una aburrida partida de dados en el banco que había entre ellos, y sir Bloet dormía, con la barbilla hundida en su abultado pecho.

Desde luego, Kivrin no se había perdido ninguna oportunidad de hablar con Gawyn al quedarse dormida, y por el aspecto de las cosas tampoco tendría ninguna en algún tiempo. Bien podría haberse quedado en el altillo con Agnes.

Tendría que buscar una oportunidad, abordar a Gawyn camino del retrete o acercarse a él cuando fueran a misa y susurrarle: «Reuníos conmigo después, en el establo.»

Los sacerdotes no parecían dispuestos a marcharse a menos que se acabara el vino, pero era arriesgado reducirlo demasiado. A los hombres podría ocurrírseles ir de caza al día siguiente, o el tiempo podría cambiar, y tanto si se marchaba el enviado del obispo como si decidía quedarse, sólo faltaban cinco días para el encuentro. No, cuatro. Ya era Navidad.

– Lanzó un salvaje golpe -dijo Gawyn, quien se levantó para ilustrar su historia-, y si me hubiera alcanzado con la misma habilidad con que esquivó, me habría partido la cabeza en dos.

– Lady Katherine -dijo Imeyne. Se había levantado y la llamaba. El enviado del obispo la miraba con interés, y el corazón empezó a latirle con fuerza. Se preguntó qué se les habría ocurrido, pero antes de que Kivrin cruzara el salón, Imeyne se le acercó con un paquetito envuelto en lino en la mano.

– Quiero que llevéis esto al padre Roche para la misa -dijo, y desplegó el lino para que Kivrin viera las velas de cera que había en el interior-. Ordenadle que las ponga en el altar y decidle que no las apague con los dedos, pues se rompe el pabilo. Ordenadle que prepare la iglesia para que el enviado del obispo pueda decir la misa de Navidad. Quiero que la iglesia parezca la casa del Señor, no una pocilga. Y ordenadle que se ponga una túnica limpia.

Vaya, por fin has conseguido tener una misa apropiada, pensó Kivrin, mientras atravesaba el patio. Y te has librado de mí. Todo lo que necesitas ahora es deshacerte de Roche, convencer al enviado del obispo para que lo destituya o se lo lleve a la abadía de Bicester.

En el prado no había nadie. La hoguera moribunda fluctuaba pálidamente a la luz gris del amanecer, y la nieve que se había fundido a su alrededor volvía a congelarse en los charcos. Los aldeanos debían de haberse acostado, y Kivrin se preguntó si el padre Roche lo habría hecho también, pues de su casa no salía humo y no obtuvo respuesta cuando llamó a la puerta. Siguió el sendero y entró en la iglesia por la puerta lateral. El interior seguía oscuro y hacía más frío que durante la noche.

– Padre Roche -llamó Kivrin en voz baja, tanteando el camino mientras se acercaba a la imagen de santa Catalina.

Él no contestó, pero Kivrin oyó el murmullo de su voz. Estaba tras la reja, arrodillado ante el altar.

– Guía a quienes han viajado hasta tan lejos para que regresen a salvo a sus casas y protégelos del peligro y la enfermedad durante el camino -decía, y su suave voz le recordó la noche en que ella estuvo tan grave, firme y reconfortante a través de las llamas. También recordó al señor Dunworthy. No volvió a llamar al sacerdote, sino que se quedó donde estaba, apoyada contra la estatua helada, escuchando su voz en la oscuridad.

– Sir Bloet y su familia vinieron desde Courcy para la misa, y todos sus criados, y Theodulf Freeman de Henefelde. La nieve cesó anteayer, y los cielos se mostraron claros para la noche del Santo Nacimiento de Cristo.

Hablaba con aquella voz cotidiana, como cuando ella se dirigía al grabador. La lista de asistentes a la misa y el informe del tiempo.

La luz empezaba a filtrarse ahora por las ventanas y lo distinguió a través del entramado de la reja, con la túnica deshilachada y sucia por el dobladillo; tenía la cara tosca y de aspecto cruel comparada con el aristocrático enviado, el delgado clérigo.

– Esta bendita noche, cuando terminó la misa, llegó un enviado del obispo con dos sacerdotes, los tres de gran sabiduría y bondad -rezaba Roche.

No te dejes engañar por los oropeles y las ropas lujosas, pensó Kivrin. Tú vales por diez de ellos. «El enviado del obispo dirá la misa de Navidad», había dicho Imeyne, y no parecía preocupada en absoluto por el hecho de que no hubiera ayunado o se hubiera molestado en ir a la iglesia para prepararse para la misa. Vales por cincuenta de ellos. Por cien.

– Dicen que hay enfermedad en Oxenford. Tord el campesino se encuentra mejor, aunque le aconsejé que no viniera a la misa. Uctreda estaba demasiado débil para venir. Le llevé sopa, pero no se la tomó. Walthef cayó vomitando tras el baile por haber bebido demasiada cerveza. Gytha se quemó la mano al coger una rama de la hoguera. No temeré, aunque vengan los últimos días, los días de la ira y el juicio final, pues Tú has enviado mucha ayuda.

Mucha ayuda. No tendría ninguna ayuda si ella seguía allí escuchándole mucho más tiempo. El sol había salido ya y a la luz rosácea y dorada de las ventanas distinguió la cera derretida en los candelabros, sus bases deslucidas, un gran pegote de cera en el paño del altar. El día de la ira y el juicio final serían las palabras adecuadas para lo que sucedería si la iglesia tenía aquel mismo aspecto cuando Imeyne viniera a la misa.

– Padre Roche -llamó.

El sacerdote se volvió inmediatamente y entonces intentó levantarse, pero tenía las piernas entumecidas por el frío. Parecía sobresaltado, incluso asustado.

– Soy Katherine -le dijo Kivrin rápidamente, y avanzó a la luz de una de las ventanas para que él la viera.

Roche se santiguó, todavía con aspecto asustado, y ella se preguntó si se había quedado adormilado durante sus oraciones y no había despertado del todo aún.

– Lady Imeyne me envía con velas -explicó ella, mientras rodeaba la reja para acercarse a él-. Me ordenó que os dijera que las pusierais en los candelabros de plata a cada lado del altar. Me ordenó que os dijera…

Se detuvo, avergonzada de tener que comunicar los edictos de Imeyne.

– He venido a ayudaros a preparar la iglesia para la misa. ¿Qué queréis que haga? ¿Pulo los candelabros? -le tendió las velas.

Él no las cogió ni dijo nada, y ella frunció el ceño, preguntándose si en su ansiedad por protegerlo de la ira de Imeyne había quebrantado alguna regla. No se permitía que las mujeres tocaran los elementos o los cálices de la misa. Tal vez tampoco se les permitía tocar los candelabros.

– ¿No se me permite ayudar? ¿No debería haber entrado en el presbiterio?

Roche pareció recuperarse súbitamente.

– No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir -la tranquilizó. Cogió las velas y las colocó sobre el altar-. Pero alguien como vos no debería hacer un trabajo tan humilde.

– Es trabajo de Dios -sonrió ella, animada. Sacó las velas medio consumidas del pesado candelabro. La cera se había vertido por los lados-. Necesitaremos un poco de arena, y un cuchillo para rascar la cera.

Roche salió inmediatamente, y mientras estuvo fuera, Kivrin sacó las velas de la reja y las sustituyó por las velas de sebo.

El sacerdote llegó con la arena, un puñado de trapos sucios, y un pobre remedo de cuchillo. Pero servía para cortar la cera, y Kivrin empezó por el mantel del altar. Fue rascando la mancha de cera, preocupada porque no tenían mucho tiempo. No parecía que el enviado del obispo tuviera mucha prisa por levantarse del sillón y empezar a prepararse para la misa, pero quién sabía cuánto podría aguantar a Imeyne.

Yo tampoco tengo tiempo, pensó, cuando empezaba con los candelabros. Se había dicho que tenía tiempo de sobra, pero había pasado toda la noche persiguiendo a Gawyn y ni siquiera había conseguido acercarse a él. Y al día siguiente Gawyn bien podría decidir irse a cazar o rescatar damiselas en peligro, o el enviado del obispo y su cuadrilla tal vez acabarían con el vino y decidirían marcharse a buscar más, llevándosela consigo.

«No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir», había dicho el padre Roche. Excepto al lugar de recogida. Excepto a casa.


Frotó enérgicamente con la arena mojada la cera pegada en el borde del candelabro, y un pedazo salió volando y golpeó la vela que Roche estaba rascando.

– Lo siento -dijo-. Lady Imeyne… -se detuvo.

No tenía sentido contarle que iban a llevársela. Si intercedía por ella ante lady Imeyne sólo empeoraría las cosas, y no quería que lo desterraran a Osney por intentar ayudarla.

Él esperaba a que terminara la frase.

– Lady Imeyne me ordenó que os dijera que el enviado del obispo dirá la misa de Navidad.

– Será una bendición oír a su eminencia el día del Nacimiento de Cristo Jesús -dijo él, y soltó el cáliz pulido.

El día del nacimiento de Cristo Jesús. Intentó imaginar St. Mary's tal como estaría esa mañana: la música y el calor, las velas láser destellando en los candelabros de acero inoxidable, pero era como algo que hubiera imaginado, intangible e irreal.

Dispuso los dos candelabros uno a cada lado del altar. Brillaron sombríos con las luces multicolores de las velas. Colocó tres de las velas de Imeyne en ellos y movió el izquierdo un poco más cerca del altar para que quedaran simétricos.

No podía hacer nada con la sotana de Roche, pues Imeyne sabía bien que era la única que tenía. Tenía arena mojada en la manga, y se la frotó con la mano.

– Debo ir a despertar a Agnes y Rosemund para la misa -dijo ella, frotándole la parte delantera de la sotana, y luego continuó, casi sin querer-: Lady Imeyne ha pedido al enviado del obispo que me lleven con ellos al convento de Godstow.

– Dios os ha enviado a este lugar para que nos ayudéis. No permitirá que os aparten de aquí.

Ojalá pudiera creerte, pensó Kivrin mientras regresaba por el prado. Seguía sin haber señal de vida, aunque salía humo de un par de tejados y habían soltado a la vaca, que mordisqueaba la hierba cerca de la hoguera, donde la nieve se había derretido. Quizás están todos dormidos y pueda despertar a Gawyn y preguntarle dónde está el lugar, pensó, y vio que Rosemund y Agnes se dirigían hacia ella. Tenían un aspecto lamentable. El vestido de terciopelo verde de Rosemund estaba cubierto de briznas de paja, y Agnes tenía todo el cabello cubierto de polvo de heno. La pequeña se zafó de Rosemund en cuanto vio a Kivrin y salió corriendo hacia ella.

– Tendrías que estar dormida -dijo Kivrin, y le sacudió la saya para quitarle la paja.

– Han venido unos hombres. Nos han despertado.

Kivrin miró a Rosemund.

– ¿Ha llegado vuestro padre?

– No. No sé quiénes son. Creo que deben ser sirvientes del enviado del obispo.

Lo eran. Había cuatro monjes, aunque no eran de la orden cisterciense, y dos burros cargados. Era evidente que sólo ahora alcanzaban a su señor.

Mientras Kivrin y las niñas observaban, descargaron dos grandes cofres, varias bolsas de arpillera y un enorme barril de vino.

– Parece que piensan quedarse bastante tiempo -comentó Agnes.

– Sí -contestó Kivrin. Dios os ha enviado a este lugar. No permitirá que os aparten de aquí-. Vamos -dijo alegremente-. Te peinaré.

Llevó a Agnes dentro de la casa y la lavó. El sueño no había mejorado la disposición de la niña, que se negó a quedarse quieta mientras Kivrin la peinaba. Tardó hasta la misa en quitarle toda la paja y la mayoría de las marañas, y Agnes estuvo quejándose todo el camino hasta la iglesia.

Al parecer había ropa además de vino en el equipaje del enviado, pues ahora llevaba una casulla de terciopelo negro sobre sus deslumbrantes vestiduras blancas, y el monje resplandecía con adornos de seda y bordados de oro. El clérigo no estaba en ninguna parte, y tampoco el padre Roche, probablemente exiliado debido a su sotana sucia. Kivrin miró hacia el fondo de la iglesia, esperando que le hubieran permitido ver toda esta santidad, pero no lo localizó entre los aldeanos.

Tampoco tenían muy buen aspecto, y evidentemente alguno de ellos sufría una buena resaca. Como el enviado del obispo. Recitó las palabras de la misa sin entonación ninguna y con un acento que Kivrin apenas logró descifrar. No se parecía en nada al latín del padre Roche. Ni al que Latimer y el sacerdote de Santa Re-Formada le habían enseñado. Las vocales eran todas distintas y la «c» de excelsis sonaba casi como una «z». Pensó en Latimer insistiéndole en las vocales largas, en el sacerdote de Santa Re-Formada haciendo hincapié en la «c de casa», en «el verdadero latín».

Y esto era el verdadero latín, pensó. «No os dejaré», había dicho Roche. «No tengáis miedo», había dicho. Y yo le comprendí.

A medida que la misa avanzaba, el enviado fue cantando cada vez más rápido, como si estuviera deseando acabar de una vez. Lady Imeyne no dio muestras de darse cuenta.

Parecía muy tranquila, convencida de haber actuado correctamente, y asintió aprobando el sermón, que parecía tratar sobre olvidar las cosas terrenales.

Sin embargo, mientras salían, se detuvo en el pórtico y miró hacia el campanario, con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación. ¿Y ahora qué?, pensó Kivrin. ¿Una mota de polvo en la campana?

– ¿Habéis visto qué aspecto tenía la iglesia, lady Yvolde? -dijo Imeyne, airada, a la hermana de sir Bloet por encima del tañido de la campana-. No puso velas en las ventanas del presbiterio, sino sólo lámparas de aceite, como usan los campesinos -se detuvo-. Debo quedarme para hablar con él de esto. Ha desgraciado nuestra casa ante el obispo.

Se encaminó hacia el campanario, con el rostro fruncido de justa ira. Y si él hubiera puesto velas en las ventanas, pensó Kivrin, habrían sido del tipo equivocado o las habría colocado en un sitio erróneo. O las habría apagado de forma incorrecta.

Deseó que hubiera algún modo de avisarle, pero Imeyne ya casi estaba a medio camino de la torre, y Agnes le tiraba insistentemente de la mano.

– Estoy cansada -dijo-. Quiero irme a la cama.

Kivrin llevó a Agnes al granero, esquivando a los aldeanos que se preparaban para una segunda ronda de fiestas. Habían echado madera al fuego, y varias de las jóvenes se habían cogido de la mano y bailaban alrededor. Agnes se acostó en el altillo, pero se levantó de nuevo antes de que Kivrin llegara a la casa, y cruzó corriendo el patio en su busca.

– Agnes -reprendió Kivrin, las manos en las caderas-. ¿Qué haces levantada? Me dijiste que estabas cansada.

– Blackie está enfermo.

– ¿Enfermo? ¿Qué le pasa?

– Está enfermo -repitió Agnes. Cogió a Kivrin de la mano y la siguió hasta el granero y el altillo. Blackie yacía sobre la paja. Era un bultito sin vida-. ¿Le haréis una pócima?

Kivrin cogió al cachorro y lo soltó torpemente. Ya estaba rígido.

– Oh, Agnes, me temo que ha muerto.

Agnes se agachó y lo miró interesada.

– El capellán de la abuela murió -comentó-. ¿Tuvo Blackie fiebre?

Habían toqueteado demasiado a Blackie, pensó Kivrin. El animal había pasado de mano en mano, lo habían apretado, pisado, medio asfixiado. Muerto por un exceso de amabilidad. Y en Navidad, aunque Agnes no parecía especialmente afectada.

– ¿Habrá un funeral? -preguntó, tocando la oreja de Blackie.

No, pensó Kivrin. No había enterramientos en cajas de zapatos en la Edad Media. Los contemporáneos se libraban de los animales muertos tirándolos a los matorrales, o al río.

– Lo enterraremos en el bosque -dijo, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo, pues el suelo estaría congelado-. Bajo un árbol.

Por primera vez, Agnes pareció triste.

– El padre Roche tiene que enterrar a Blackie en el cementerio.

El padre Roche haría cualquier cosa por Agnes, pero Kivrin no podía imaginarlo accediendo a dar cristiana sepultura a un animal. La idea de que los animales de compañía eran criaturas con alma no se hizo popular hasta el siglo XIX, y ni siquiera los Victorianos exigieron enterramientos cristianos para sus perros y gatos.

– Yo diré las oraciones por los muertos -objetó Kivrin.

– El padre Roche debe enterrarlo en el cementerio -repitió Agnes, haciendo un puchero-. Y luego debe tocar la campana.

– No podemos enterrarlo hasta después de Navidad -dijo Kivrin rápidamente-. Después de Navidad le preguntaré al padre Roche qué hacemos.

Se preguntó dónde debería poner el cadáver de momento. No podía dejarlo allí tendido mientras las niñas dormían.

– Ven, llevaremos a Blackie abajo.

Cogió al cachorro, intentando no hacer muecas de desagrado, y lo llevó escaleras abajo.

Buscó una caja o una bolsa donde meter a Blackie, pero no encontró nada. Finalmente lo puso en un rincón bajo una hoz e hizo que Agnes llevara puñados de paja para cubrirlo.

Agnes lo cubrió con la paja.

– Si el padre Roche no toca la campana por Blackie, no irá al cielo -gimoteó, y se echó a llorar.

Kivrin tardó media hora en volver a calmarla. La meció y secó su cara llorosa.

– Shh, shh.

Había ruido en el patio. Se preguntó si la celebración de la Navidad se había trasladado allí, o si los hombres salían de caza. Oyó relinchar a los caballos.

– Vamos a ver qué ocurre en el patio. Tal vez tu padre esté allí.

Agnes se incorporó, frotándose la nariz.

– Le hablaré de Blackie -dijo, y se levantó del regazo de Kivrin.

Salieron. El patio estaba lleno de gente y caballos.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Agnes.

– No lo sé -respondió Kivrin, pero estaba claro lo que hacían. Cob sacaba del establo el corcel blanco del enviado, y los criados transportaban las bolsas y cajas que habían desempaquetado por la mañana temprano. Lady Eliwys estaba en la puerta, mirando ansiosamente el patio.

– ¿Se marchan? -preguntó Agnes.

– No -dijo Kivrin. No. No pueden marcharse. No sé dónde está el lugar.

El monje salió, vestido con el hábito blanco y la capa. Cob regresó al establo y volvió a salir, guiando a la yegua que Kivrin había montado cuando fueron a buscar acebo y cargado con una silla de montar.

– Se marchan -dijo Agnes.

– Lo sé. Ya lo veo.

23

Kivrin cogió a Agnes de la mano y comenzó a caminar de vuelta a la seguridad del granero. Debía ocultarse hasta que se hubiesen marchado.

– ¿A dónde vamos? -preguntó Agnes.

Kivrin esquivó a dos de los criados de sir Bloet, que cargaban un cofre.

– Al altillo.

Agnes se detuvo en seco.

– ¡No quiero acostarme! -gimió-. No estoy cansada.

– ¡Lady Katherine! -gritó alguien desde el patio.

Kivrin cogió a Agnes en brazos y corrió hacia el granero.

– ¡No estoy cansada! -chilló Agnes-. ¡No lo estoy!

Rosemund corrió junto a ella.

– ¡Lady Katherine! ¿No me oís? Madre os busca. El enviado del obispo se marcha -cogió a Kivrin por el brazo y la hizo volverse hacia la casa.

Eliwys estaba todavía en la puerta, mirándolas, y el enviado del obispo había salido y se encontraba junto a ella, con la capa roja. Kivrin no vio a Imeyne por ninguna parte. Probablemente estaba dentro, empaquetando la ropa de Kivrin.

– El enviado del obispo tiene asuntos urgentes en el priorato de Bernecestre -explicó Rosemund, mientras conducía a Kivrin a la casa-, y sir Bloet se va con ellos -sonrió feliz-. Sir Bloet dice que los acompañará a Courcy para que puedan descansan allí esta noche y llegar a Bernecestre mañana.

Bernecestre. Bicester. Al menos no era Godstow. Pero Godstow estaba de camino.

– ¿Qué asuntos?

– No lo sé -contestó Rosemund, como si eso careciera de importancia, y Kivrin supuso que para ella así era. Sir Bloet se marchaba, y eso era lo único que contaba. Rosemund se dirigió felizmente a través de la aglomeración de sirvientes, equipaje y caballos hacia su madre.

El enviado del obispo hablaba a uno de sus criados, y Eliwys le observaba, con el ceño fruncido. Ninguno de ellos la vería si se daba la vuelta y se metía rápidamente tras las puertas abiertas del establo, pero Rosemund seguía agarrándola de la manga y la empujaba hacia delante.

– Rosemund, debo volver al granero. He dejado mi capa…

– ¡Madre! -gritó Agnes. Salió corriendo hacia Eliwys y estuvo a punto de chocar con uno de los caballos. El animal relinchó y sacudió la cabeza, y un criado se lanzó para cogerle la brida.

– ¡Agnes! -gritó Rosemund y soltó la manga de Kivrin, pero ya era demasiado tarde. Eliwys y el enviado del obispo las habían visto y se dirigían hacia ellas.

– No debes correr entre los caballos -advirtió Eliwys, abrazando a Agnes.

– Mi perro ha muerto.

– Ésa no es razón para correr -la regañó Eliwys, y Kivrin comprendió que ni siquiera había oído lo que le dijo la niña. Eliwys se volvió hacia el enviado del obispo.

– Decidle a vuestro esposo que agradecemos que nos hayáis prestado vuestros caballos, para que los nuestros puedan descansar para el viaje a Bernecestre -dijo, y también parecía distraído-. Enviaré a un criado a buscarlos desde Courcy.

– ¿Quieres ver a mi perro? -preguntó Agnes, tirando de la falda de su madre.

– Silencio -exigió Eliwys.

– Mi clérigo no cabalgará con nosotros esta tarde. Me temo que se puso demasiado alegre ayer y ahora siente el dolor de tanta bebida. Apelo a vuestra indulgencia, buena señora, para que pueda quedarse y seguirnos cuando se haya recuperado.

– Por supuesto que puede quedarse. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarle? La madre de mi esposo…

– No. Dejadle tranquilo. No hay nada que pueda ayudar a una cabeza dolorida excepto un buen sueño. Estará bien por la noche -respondió. Parecía que también él había bebido demasiado. Se le veía nervioso, distraído, como si tuviera dolor de cabeza, y su rostro aristocrático tenía un tono grisáceo a la brillante luz de la mañana. Tiritó y se arrebujó en su capa.

Ni siquiera miró a Kivrin, y ella se preguntó si en su prisa había olvidado la promesa que le hizo a lady Imeyne. Miró ansiosamente hacia la puerta, esperando que Imeyne estuviera todavía regañando a Roche y no apareciera de repente para recordárselo.

– Lamento que mi esposo no esté aquí -dijo Eliwys-, y que no pudiéramos daros una bienvenida mejor. Mi esposo…

– Debo ver a mis criados -la interrumpió él. Extendió la mano y Eliwys se arrodilló y le besó el anillo. Antes de que pudiera levantarse, el enviado del obispo ya se había encaminado hacia el establo. Eliwys le miró, preocupada.

– ¿Quieres verlo? -preguntó Agnes.

– Ahora no. Rosemund, debes despedirte de sir Bloet y lady Yvolde.

– Está frío -insistió Agnes.

Eliwys se volvió hacia Kivrin.

– Lady Katherine, ¿sabéis dónde está lady Imeyne?

– Se quedó en la iglesia -dijo Rosemund.

– Quizás esté rezando todavía -aventuró Eliwys. Se puso de puntillas y escrutó el patio abarrotado-. ¿Dónde está Maisry?

Escondida, pensó Kivrin, que es como debería estar yo.

– ¿Quieres que la busque? -se ofreció Rosemund.

– No. Despídete de sir Bloet. Lady Katherine, id a la iglesia y traed a lady Imeyne para que pueda despedirse del enviado del obispo. Rosemund, ¿por qué estás todavía ahí? Ve a despedirte de tu prometido.

– Encontraré a lady Imeyne -dijo Kivrin, pensando: atravesaré el portalón, y si está todavía en la iglesia, me esconderé entre las chozas e iré al bosque.

Dio media vuelta. Dos de los sirvientes de sir Bloet se debatían con un pesado cofre.

Lo soltaron de golpe ante ella, y se volcó a un lado. Kivrin retrocedió y los rodeó, intentando ocultarse tras los caballos.

– ¡Esperad! -llamó Rosemund, alcanzándola. La cogió por la manga-. Debéis venir conmigo a despediros de sir Bloet.

– Rosemund… -dijo Kivrin, mirando hacia el portalón.

Lady Imeyne lo atravesaría de un momento a otro, aferrada a su Libro de las Horas.

– Por favor -Rosemund parecía pálida y asustada.

– Rosemund…

– Sólo será un momento, y luego podréis traer a la abuela -arrastró a Kivrin hacia el establo-. Venga. Vamos ahora que su cuñada está con él.

Sir Bloet esperaba a que ensillaran su caballo y charlaba con la dama de la cofia sorprendente. No era menos enorme esta mañana, pero era evidente que se la había puesto demasiado deprisa. Estaba bastante inclinada a un lado.

– ¿Qué es ese asunto urgente del enviado del obispo? -preguntaba. Sir Bloet sacudió la cabeza, frunció el ceño, y entonces sonrió a Rosemund y avanzó un paso. Ella retrocedió, agarrando con fuerza el brazo de Kivrin.

La cuñada inclinó la toca ante Rosemund y continuó hablando.

– ¿Ha recibido noticias de Bath?

– No llegó ningún mensajero anoche, ni tampoco esta mañana.

– Si no ha recibido ningún mensaje, ¿por qué no comentó este urgente asunto cuando llegó? -preguntó la cuñada.

– No lo sé -replicó él, impaciente-. Esperad. Debo despedirme de mi prometida -cogió la mano de Rosemund, y Kivrin advirtió el esfuerzo que ella hizo para no retirarla.

– Adiós, sir Bloet -dijo, envarada.

– ¿De esta manera te despedirías de tu esposo? ¿No le darás un beso?

Rosemund avanzó y le estampó un rápido beso en la mejilla, luego retrocedió de inmediato y se puso fuera de su alcance.

– Os doy las gracias por vuestro regalo -dijo.

Bloet dejó de mirar su pálida carita y contempló el cuello de la capa.

– «Estás aquí en lugar del amigo que amo» -dijo, acariciando la joya.

Agnes llegó corriendo y gritando.

– ¡Sir Bloet! ¡Sir Bloet!

Él la cogió y la alzó en brazos.

– He venido para despedirme. Mi perro ha muerto.

– Te traeré un perro nuevo como regalo de bodas si me das un beso.

Agnes le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un ruidoso beso en cada una de las rubicundas mejillas.

– No eres tan avara con tus besos como tu hermana -comentó él, mirando a Rosemund. Soltó a Agnes-. ¿O le darás a tu marido dos besos también?

Rosemund guardó silencio.

Él avanzó y acarició el broche.

– «Io suiicien lui dami amo» -dijo. Le colocó las manos sobre los hombros-. Piensa en mí cada vez que lleves el broche -se inclinó hacia delante y la besó en la garganta.

Rosemund no se apartó, pero el color desapareció de su rostro.

Él la soltó.

– Vendré a buscarte en Pascua -prometió, aunque sonó como una amenaza.

– ¿Me traeréis un perro negro? -preguntó Agnes.

Lady Yvolde llegó entonces, refunfuñando.

– ¿Qué han hecho tus criados con mi capa de viaje?

– Yo os la traeré -se ofreció Rosemund, y corrió hacia la casa. Kivrin la siguió.

– He de encontrar a lady Imeyne -dijo Kivrin, en cuanto estuvieron a salvo de sir Bloet-. Mira, están a punto de partir.

Era cierto. El grupo de sirvientes y cajas y caballos había formado una hilera, y Cob había abierto la puerta. Los caballos que los tres reyes habían montado la noche anterior estaban cargados de cofres y bolsas, las riendas atadas unas a otras. La cuñada de sir Bloet y sus hijas ya habían montado, y el enviado del obispo se encontraba de pie junto a la yegua de Eliwys, tensando la cincha.

Sólo unos cuantos minutos más, pensó Kivrin, que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, y ya se habrán ido.

– Tu madre me pidió que buscara a lady Imeyne.

– Primero debéis venir conmigo al salón -a Rosemund aún le temblaba la mano.

– Rosemund, no hay tiempo…

– Por favor. ¿Y si él entra en el salón y me encuentra?

Kivrin pensó en sir Bloet besándole la garganta.

– Te acompañaré, pero debemos darnos prisa.

Cruzaron corriendo el patio, atravesaron la puerta y estuvieron a punto de chocar con el monje gordo, que bajaba de la habitación de Rosemund y parecía furioso o con resaca. Salió al patio sin mirarlas siquiera.

No había nadie más en el salón. La mesa estaba todavía cubierta de copas y bandejas de comida, y el fuego humeaba, desatendido.

– La capa de lady Yvolde está en el desván -dijo Rosemund-. Esperadme.

Subió la escalerilla como si la persiguiera sir Bloet.

Kivrin se asomó a la puerta. No vio el pasaje. El enviado del obispo estaba de pie junto a la yegua de Eliwys, con una mano en el pomo de la silla, escuchando al monje, que le hablaba agitadamente. Kivrin miró las escaleras y la puerta cerrada de la habitación, preguntándose si sería verdad que el clérigo tenía resaca o si se había peleado con su superior. Los gestos del monje eran obviamente inquietos.

– Aquí está -dijo Rosemund, agarrando la capa con una mano y la escalerilla con la otra-. Tendré que llevársela a lady Yvolde. Sólo será un momento.

Era la oportunidad que Kivrin estaba esperando.

– Yo lo haré -dijo. Cogió la pesada capa y salió. En cuanto estuviera fuera, le daría la capa al sirviente más cercano para que se la entregara a la hermana de Bloet y se encaminaría directamente al pasaje. Que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, rezó. Así podré llegar al prado. Salió por la puerta y se topó con lady Imeyne.

– ¿Por qué no estáis preparada para marchar? -preguntó Imeyne, mirando la capa-. ¿Dónde está vuestra capa?

Kivrin observó al enviado del obispo. Tenía las dos manos sobre el pomo de la silla y se aupaba con la ayuda de Cob. El fraile ya había montado.

– Tengo la capa en la iglesia. La cogeré.

– No queda tiempo. Ya se marchan.

Kivrin miró desesperada al patio, pero todos se hallaban fuera de su alcance: Eliwys estaba con Gawyn junto al establo, Agnes charlaba animadamente con una de las sobrinas de sir Bloet, y no se veía a Rosemund por ninguna parte. Posiblemente estaba todavía escondida en la casa.

– Lady Yvolde me pidió que le llevara su capa -adujo Kivrin.

– Maisry puede llevársela -replicó Imeyne-. ¡Maisry!

Que esté todavía escondida, rezó Kivrin.

– ¡Maisry! -gritó Imeyne, y Maisry salió cojeando de la puerta del lagar, cubriéndose la oreja. Lady Imeyne le quitó a Kivrin la capa y se la entregó a Maisry-. Deja de hacer el vago y llévale esto a lady Yvolde -ordenó.

Cogió a Kivrin por la muñeca.

– Venid -indicó, y se dirigió al enviado del obispo-. Santo Padre, habéis olvidado a lady Katherine, a quien prometisteis llevar con vosotros a Godstow.

– No vamos a Godstow -contestó él, y se aupó con esfuerzo a la silla-. Nos dirigimos a Bernecestre.

Gawyn había montado a Gringolet y lo dirigía hacia la puerta. Se va con ellos, pensó Kivrin. Quizás en el camino de Courcy logre persuadirlo de que me lleve al lugar. Quizá consiga convencerlo de que me diga dónde está, y tal vez pueda escaparme de ellos y encontrarlo yo sola.

– ¿No puede cabalgar con vosotros hasta Bernecestre y que luego un monje la escolte a Godstow? Quisiera que regresara a su convento.

– No hay tiempo -adujo él, mientras cogía las riendas.

Imeyne agarró su capa escarlata.

– ¿Por qué os marcháis tan repentinamente? ¿Os ha ofendido alguien?

Él miró al fraile, que sujetaba las riendas de la yegua de Kivrin.

– No -hizo un vago signo de la cruz sobre Imeyne-. Dominus vobiscum, et cum spiritu tuo -murmuró, mirando claramente a la mano en su capa.

– ¿Y el nuevo capellán? -insistió Imeyne.

– Dejo a mi clérigo para que os sirva de capellán.

Está mintiendo, pensó Kivrin, y lo miró. Él intercambió otra mirada de inteligencia con el monje, y Kivrin se preguntó si sus urgentes asuntos eran tan sólo librarse de aquella vieja pesada.

– ¿Vuestro clérigo? -preguntó lady Imeyne, complacida, y soltó la capa.

El enviado del obispo espoleó su caballo y cruzó galopando el patio; estuvo a punto de atropellar a Agnes, quien lo esquivó, salió corriendo hacia Kivrin y enterró la cabeza en su falda. El monje montó en la yegua de Kivrin y lo siguió.

– Id con Dios, Santo Padre -dijo lady Imeyne, pero él ya había atravesado la puerta.

Y entonces todos se marcharon. Gawyn salió el último, al galope, para que Eliwys se fijara en él. Kivrin se sintió tan aliviada de que no se la hubieran llevado a Godstow, que ni siquiera le preocupó que Gawyn se hubiera marchado con ellos. Había menos de medio día a caballo hasta Courcy. Seguramente volvería al anochecer.

Todo el mundo parecía aliviado, o tal vez era sólo la resaca de la tarde de Navidad y el hecho de que estuvieran despiertos desde el día anterior por la mañana.

Nadie hizo ningún movimiento para limpiar las mesas, que estaban aún cubiertas de bandejas sucias y cuencos medio llenos. Eliwys se hundió en el alto sillón, con los brazos colgando por los lados, y miró a la mesa sin ningún interés. Tras unos minutos llamó a Maisry, pero la criada no contestó y ella no volvió a llamarla. Apoyó la cabeza en el respaldo tallado y cerró los ojos.

Rosemund subió al desván para acostarse; Agnes se sentó al lado de Kivrin junto al hogar y apoyó la cabeza en su regazo, jugando ausente con la campanita.

Sólo lady Imeyne se resistía a dejarse vencer por el sopor de la tarde.

– Me gustaría que mi nuevo capellán diga las oraciones -dijo, y subió a llamar a la puerta de la habitación.

Eliwys protestó perezosamente, con los ojos todavía cerrados, alegando que el enviado del obispo había ordenado que no molestaran al clérigo, pero Imeyne llamó varias veces con fuerza, sin resultado alguno. Esperó unos minutos, volvió a llamar, y luego bajó las escaleras y se arrodilló al pie para leer su Libro de las Horas, manteniendo un ojo en la puerta para abordar al clérigo en cuanto saliera.

Agnes golpeó su campanita con un dedo y bostezó.

– ¿Por qué no subes al desván y te acuestas con tu hermana? -sugirió Kivrin.

– No estoy cansada -replicó Agnes, incorporándose-. Contadme qué le sucedió a la doncella que no podía ir al bosque.

– Sólo si te acuestas -dijo Kivrin, y comenzó la historia. Agnes no aguantó dos frases.

A última hora de la tarde, Kivrin recordó al cachorro de Agnes. Todo el mundo estaba ya dormido, incluso lady Imeyne, que había renunciado a despertar al clérigo y había subido al desván para acostarse. Maisry había llegado en algún momento y se había tumbado bajo una de las mesas. Roncaba ruidosamente.

Kivrin se levantó con cuidado para no despertar a Agnes y fue a enterrar al perrito. No había nadie en el patio.

Los restos de una hoguera aún humeaban en el centro del prado, pero no había nadie alrededor. Los aldeanos también debían de estar echando una siesta.

Kivrin cogió el cadáver de Blackie y entró en el establo a coger una pala de madera. Allí sólo estaba el pony de Agnes, y ella lo miró con el ceño fruncido, preguntándose cómo iba a seguir el clérigo al enviado del obispo hasta Courcy. Tal vez no mentía después de todo, y el clérigo sería el nuevo capellán de buen grado o por la fuerza.

Kivrin llevó la pala y el cuerpo ya rígido de Blackie a la parte norte de la iglesia. Soltó al cachorro y empezó a cavar en la nieve.

El terreno estaba literalmente duro como una piedra. La pala de madera ni siquiera hizo una mella, ni siquiera cuando se apoyó en ella con los dos pies. Subió la colina hasta la linde del bosque, cavó en la nieve en la base de un fresno, y enterró al perrito en la tierra húmeda.

Requiescat in pace -dijo, para poder contarle a Agnes que el perrito había tenido una sepultura cristiana, y regresó.

Deseó que llegara Gawyn, para pedirle que la acompañara al lugar mientras todo el mundo dormía. Cruzó despacio el prado, prestando atención por si oía el caballo. Probablemente llegaría por el camino principal. Dejó la pala junto a la verja de zarzas de la pocilga y luego se dirigió a la puerta, pero no oyó nada.

La luz de la tarde empezaba a difuminarse. Si Gawyn no llegaba pronto, estaría demasiado oscuro para que la llevara al lugar de recogida. Faltaba media hora para que el padre Roche llamara a vísperas, y eso despertaría a todo el mundo. Pero Gawyn tendría que atender a su caballo, no importaba a qué hora volviera, y ella podría acercarse al establo y pedirle que la llevara al lugar por la mañana.

O tal vez él podría contarle simplemente dónde estaba, y dibujarle un mapa para que ella pudiera encontrarlo por su cuenta. De esa forma no tendría que ir al bosque con él a solas, y si lady Imeyne lo mandaba a otra misión el día del encuentro, Kivrin podría coger uno de los caballos y encontrar el sitio.

Esperó junto a la puerta hasta que le entró frío, y entonces volvió al patio siguiendo la pared de la pocilga. Todavía no había nadie en el patio, pero Rosemund estaba en la antesala, con la capa puesta.

– ¿Dónde habéis ido? Os he estado buscando por todas partes. El clérigo…

El corazón de Kivrin dio un brinco.

– ¿Qué pasa? ¿Se marcha?

Seguramente se había recuperado de la resaca y estaba dispuesto a marcharse, y lady Imeyne le había persuadido para que se la llevara con él a Godstow.

– No -contestó Rosemund, dirigiéndose al salón. Eliwys e Imeyne debían de estar en la habitación con él. La niña se quitó el broche de sir Bloet y la capa-. Está enfermo. El padre Roche me ha enviado a buscaros -subió las escaleras.

– ¿Enfermo?

– Sí. Abuela envió a Maisry a la habitación para que le llevara algo de comer.

Y para ponerlo a trabajar, pensó Kivrin, mientras la seguía.

– ¿Y Maisry lo encontró enfermo?

– Sí. Tiene fiebre.

Tiene resaca, pensó Kivrin, frunciendo el ceño. Pero sin duda Roche reconocería los efectos de la bebida, aunque lady Imeyne no supiera, o no quisiera.

Se le ocurrió una idea terrible. Ha estado durmiendo en mi cama, y se ha contagiado del virus.

– ¿Qué síntomas tiene? -preguntó.

Rosemund abrió la puerta.

Apenas había espacio para todos en la pequeña habitación. El padre Roche estaba junto a la cama, y Eliwys se encontraba tras él, con la mano sobre la cabeza de Agnes. Maisry se acurrucaba junto a la ventana. Lady Imeyne estaba arrodillada al pie de la cama, junto al cofre de las medicinas, atareada con una de sus malolientes cataplasmas. Había otro olor en la habitación, mareante y tan intenso que superaba el olor a mostaza y puerros de la pócima.

Todos, a excepción de Agnes, parecían asustados. La niña miraba interesada, como había hecho con Blackie, y Kivrin pensó está muerto, ha pillado mi enfermedad y ha muerto. Pero eso era ridículo. Llevaba allí desde mediados de diciembre. Eso significaría un período de incubación de casi dos semanas, y nadie más lo había pillado, ni siquiera el padre Roche, o Eliwys, que la habían atendido constantemente cuando estuvo enferma.

Miró al clérigo. Yacía destapado sobre la cama, vestido solamente con una camisa. El resto de su ropa estaba amontonado al pie de la cama y la capa púrpura yacía en el suelo. La camisa era de seda amarilla, y tenía los lazos abiertos hasta la mitad del pecho, pero Kivrin no se fijó en su piel lampiña ni en las bandas de armiño de la camisa. Estaba enfermo. Yo nunca estuve así, pensó Kivrin, ni siquiera cuando me estaba muriendo.

Se acercó a la cama. Su pie chocó con una botella de barro medio llena y la hizo rodar bajo la cama. El clérigo dio un respingo. Otra botella, con el sello todavía sin romper, se encontraba en la cabecera de la cama.

– Ha comido demasiado -dijo lady Imeyne, al tiempo que aplastaba algo en el cuenco de piedra, pero estaba claro que no se trataba de indigestión. Ni de un exceso de bebida, a pesar de las botellas de vino. Está enfermo, pensó Kivrin. Gravemente enfermo.

El clérigo respiraba entrecortadamente por la boca, jadeando como el pobre Blackie, con la lengua fuera. Era roja brillante y parecía hinchada. Tenía la cara de un rojo aún más oscuro, y sus facciones estaban distorsionadas, como si estuviera aterrado.

Kivrin se preguntó si lo habrían envenenado. El enviado del obispo tenía tanta prisa por marcharse que por poco atropella a Agnes, y le había dicho a Eliwys que no molestaran al clérigo. La iglesia hacía cosas así en el siglo XIV, ¿no? Muertes misteriosas en el monasterio y la catedral. Muertes convenientes.

Pero eso era absurdo. El enviado del obispo y el monje no se habrían marchado tan deprisa dando órdenes de que no molestaran a la víctima cuando el propósito del envenenamiento era hacer que pareciera botulismo, peritonitis o la otra docena de males inexplicables de los que moría la gente en la Edad Media. Y para qué querría el enviado del obispo envenenar a uno de sus propios servidores cuando podía destituirlo, tal como lady Imeyne quería que destituyera al padre Roche.

– ¿Es cólera? -preguntó lady Eliwys.

No, pensó Kivrin, tratando de recordar los síntomas. Diarrea aguda y vómitos con pérdida masiva de fluidos corporales. Expresión dolorida, deshidratación, cianosis, sed insaciable.

– ¿Tenéis sed? -preguntó.

El clérigo no dio ninguna señal de haberla oído. Tenía los ojos entornados, y los párpados también parecían abotargados.

Kivrin le puso una mano en la frente. Él dio un pequeño respingo. Abrió y cerró los ojos, enrojecidos.

– Está ardiendo de fiebre -dijo. Sabía que el cólera no causaba fiebre tan alta-. Traedme un paño empapado en agua.

– ¡Maisry! -ordenó Eliwys, pero Rosemund ya estaba a su lado con el mismo trapo sucio que habían usado con ella.

Al menos estaba fresco. Kivrin lo dobló en un rectángulo, sin dejar de observar el rostro del clérigo. Todavía jadeaba, y su cara se contorsionó cuando le puso el paño en la frente, como si le doliera. Se llevó la mano al vientre. ¿Apendicitis? No, por lo general eso no causaba una fiebre tan alta. Las fiebres tifoideas podían producir temperaturas de casi cuarenta grados, aunque normalmente no al principio. También producían hinchazón del bazo, lo cual frecuentemente causaba dolor abdominal.

– ¿Sentís dolor? -preguntó-. ¿Dónde os duele?

Abrió los ojos de nuevo y movió las manos sobre la colcha. Aquellos movimientos inquietos eran síntomas de fiebre tifoidea, pero sólo en las últimas etapas, a los ocho o nueve días de la enfermedad. Kivrin se preguntó si el sacerdote ya estaría enfermo cuando llegó.

Cuando llegaron, se tambaleó al desmontar del caballo y el monje tuvo que sujetarlo. Pero había comido y bebido más que bastante en el banquete, y agarró a Maisry. No estaría tan enfermo, y el tifus comenzaba gradualmente con dolor de cabeza y temperaturas poco altas. No alcanzaba los treinta y nueve grados hasta la tercera semana.

Kivrin se inclinó hacia delante y le apartó la camisa para ver los sarpullidos rosáceos del tifus. No encontró ninguno. Tenía los lados del cuello ligeramente hinchados, pero las glándulas linfáticas inflamadas acompañaban a casi todas las infecciones. Le subió la manga. Tampoco distinguió manchas rosadas en el brazo, pero las uñas tenían un color azul violáceo, lo cual significaba falta de oxígeno. Y la cianosis era un síntoma del cólera.

– ¿Ha vomitado o se le ha soltado el vientre? -preguntó.

– No -respondió lady Imeyne, esparciendo una pasta verdosa sobre un trozo de lino tieso-. Sólo ha tomado demasiados dulces y especias, y tiene fiebre.

No podía ser cólera si no había vómitos, y en cualquier caso la fiebre era demasiado alta. Tal vez era el virus que ella había sufrido pero Kivrin no había sentido ningún dolor estomacal, ni se le había hinchado la lengua de esta manera.

El clérigo levantó la mano, se apartó el paño de la frente y lo dejó caer sobre la almohada; luego dejó caer el brazo a un lado. Kivrin recogió el paño. Notó que estaba completamente seco. ¿Qué otra enfermedad podía causar una fiebre tan alta? Sólo se le ocurría el tifus.

– ¿Ha sangrado por la nariz? -le preguntó a Rosemund.

– No -dijo Rosemund, avanzando y recogiendo el paño-. No he visto ninguna mancha de sangre.

– Mójalo con agua fría pero no lo escurras -indicó Kivrin-. Padre Roche, ayudadme a levantarlo.

Roche sujetó al enfermo por los hombros y lo levantó. No había sangre bajo la cabeza.

Roche lo soltó con cuidado.

– ¿Pensáis que es fiebre tifoidea? -dijo, y había algo curioso en su voz, un tono casi esperanzado.

– No lo sé.

Rosemund le tendió el paño. Había obedecido la orden de Kivrin. El paño goteaba agua helada.

Kivrin se inclinó hacia adelante y lo colocó sobre la frente del clérigo.

El enfermo levantó los brazos de repente, en un gesto salvaje, y arrancó el paño de las manos de Kivrin. Luego se incorporó, pataleando y empujándola. Su puño la alcanzó en la pierna, y Kivrin estuvo a punto de caer sobre la cama.

– Lo siento, lo siento -dijo Kivrin, tratando de recuperar el equilibrio y sujetarle las manos-. Lo siento.

Sus ojos inyectados en sangre estaban ahora completamente abiertos y miraban al frente.

Gloriam tuam -dijo con una extraña voz aguda que era casi un grito.

– Lo siento -repitió Kivrin. Lo sujetó por la muñeca, pero su otra mano se disparó y la golpeó en el pecho.

Réquiem aeternam dona eis -rugió él, poniéndose primero de rodillas y luego de pie en la cama-. Et lux perpetu luceat eis.

De pronto Kivrin se dio cuenta de que intentaba cantar la misa por los muertos.

El padre Roche lo aferró por la camisa, y el clérigo se sacudió, liberándose a patadas, y luego siguió pataleando y dando vueltas como si bailara.

Miserere nobis.

Estaba demasiado cerca de la pared para que pudieran cogerlo, y golpeaba los maderos con los pies y los brazos involuntariamente.

– Cuando esté a nuestro alcance, tenemos que cogerlo por los tobillos y derribarlo -dijo Kivrin.

El padre Roche asintió, sin aliento. Los demás parecían transfigurados, ni siquiera trataban de detenerlo. Imeyne seguía de rodillas. Maisry se apartó de la ventana, con las manos sobre las orejas y los ojos cerrados. Rosemund había recuperado el trapo mojado y lo tenía en las manos extendidas como si pensara que Kivrin iba a intentar volver a ponérselo en la frente. Agnes miraba boquiabierta el cuerpo medio desnudo del clérigo.

El clérigo se volvió hacia ellos, tirando de los lazos de su camisa para intentar abrirlos.

– Ahora -dijo Kivrin.

El padre Roche y ella se abalanzaron hacia los tobillos del enfermo. El clérigo cayó sobre una rodilla, agitando los brazos, se liberó y se lanzó hacia Rosemund. Ella levantó las manos, todavía sosteniendo el trapo, y él la golpeó con fuerza en el pecho.

Miserere nobis -aulló, y los dos cayeron juntos.

– Cogedle los brazos antes de que le haga daño -dijo Kivrin, pero el clérigo ya no se agitaba. Yacía encima de Rosemund, inmóvil, con la boca casi junto a la de la niña, los brazos flácidos a los costados.

El padre Roche lo cogió y le hizo dar la vuelta. El clérigo respiraba entrecortadamente, pero ya no jadeaba.

– ¿Está muerto? -preguntó Agnes.

Como si su voz hubiera liberado a las demás mujeres de un hechizo, todas avanzaron. Lady Imeyne se puso en pie, agarrándose al poste de la cama.

– Blackie se murió -comentó Agnes, agarrada a las faldas de su madre.

– No está muerto -replicó Imeyne, arrodillada junto a él-, pero la fiebre de la sangre le ha subido al cerebro. Pasa a menudo.

Te equivocas, pensó Kivrin. Esto no es un síntoma de ninguna enfermedad de la que yo haya oído hablar. ¿Qué podría ser? ¿Meningitis? ¿Epilepsia?

Se inclinó hacia Rosemund. La niña yacía rígida en el suelo, con los ojos cerrados, las manos convertidas en puños blancos.

– ¿Te ha hecho daño?

Rosemund abrió los ojos.

– Me ha empujado -dijo con un hilo de voz.

– ¿Puedes levantarte? -preguntó Kivrin.

Rosemund asintió y Eliwys avanzó un paso, con Agnes todavía pegada a sus faldas. Ayudaron a Rosemund a levantarse.

– Me duele el pie -dijo, apoyándose en su madre, pero enseguida pudo sostenerse sola-. De repente…

Eliwys la acompañó hasta la cama y la hizo sentarse en el cofre de madera tallada. Agnes se le acercó.

– El clérigo del obispo te saltó encima -comentó la pequeña.

El clérigo murmuró algo, y Rosemund lo miró, temerosa.

– ¿Se levantará otra vez? -preguntó a Eliwys.

– No -la tranquilizó su madre, pero ayudó a Rosemund a levantarse y la guió hasta la puerta-. Acompaña a tu hermana al hogar y siéntate con ella -le dijo a Agnes.

Agnes cogió a Rosemund de la mano y la condujo fuera.

– Cuando el clérigo se muera, lo enterrarán en el cementerio -oyó Kivrin que decía-. Como a Blackie.

El clérigo parecía ya muerto, con los ojos entornados pero ciegos. El padre Roche se arrodilló junto a él y se lo cargó fácilmente al hombro. La cabeza y los brazos del enfermo colgaron flácidos, como Kivrin había llevado a Agnes a la mansión después de la misa del gallo. Kivrin destapó rápidamente la cama y Roche lo acostó.

– Tenemos que sacarle la fiebre de la cabeza -dijo lady Imeyne, quien regresó a su pócima-. Las especias le han enfebrecido el cerebro.

– No -susurró Kivrin, mirando al sacerdote. Yacía de espaldas con las manos en los costados, con las palmas hacia arriba. La fina camisa estaba abierta por delante y le había resbalado por el hombro izquierdo, de modo que el brazo extendido quedaba al descubierto. Bajo el brazo había una hinchazón roja-. No -jadeó.

La hinchazón era roja, brillante, y casi tan grande como un huevo. Fiebre alta, lengua hinchada, intoxicación del sistema nervioso, bubas bajo los brazos y en la ingle.

Kivrin se apartó de la cama.

– No puede ser -suspiró-. Será otra cosa.

Tenía que serlo. Un furúnculo o una úlcera de algún tipo. Extendió la mano para apartar la manga.

Las manos del clérigo se retorcieron. Roche lo agarró por las muñecas, sujetándolas contra la cama. La hinchazón era dura al tacto, y a su alrededor la piel estaba negra y violácea.

– No puede ser -repitió Kivrin-. Sólo estamos en 1320.

– Esto le quitará la fiebre -dijo Imeyne. Se levantó, entumecida, sosteniendo la pócima-. Quitadle la camisa para que pueda extenderle la pócima -se dirigió a la cama.

– ¡No! -exclamó Kivrin. Tendió las manos para detenerla-. ¡Apartaos! ¡No lo toquéis!

– No digáis insensateces -replicó Imeyne. Miró a Roche-. Es una simple fiebre de estómago.

– ¡No es fiebre! -gritó Kivrin. Se volvió hacia Roche-. Soltadle las manos y apartaos de él. No es fiebre. Es la peste.

Todos ellos, Roche, Imeyne y Eliwys la miraron tan estúpidamente como Maisry.

Ni siquiera saben lo que es, pensó desesperada, porque todavía no existe, la Peste Negra no existe todavía. Ni siquiera empezó en China hasta 1333. Y no alcanzó Inglaterra hasta 1348.

– Pero lo es -declaró-. Tiene todos los síntomas. Las bubas, la lengua hinchada y las hemorragias bajo la piel.

– Es una simple fiebre de estómago -repitió Imeyne, y se dirigió a la cama.

– No… -dijo Kivrin, pero Imeyne ya se había detenido y extendió el emplasto sobre el pecho del clérigo.

– Dios se apiade de nosotros -rezó, y retrocedió, todavía sujetando la pócima.

– ¿Es el mal azul? -preguntó Eliwys, asustada.

Y de repente Kivrin lo vio todo. No habían venido aquí a causa del juicio, porque lord Guillaume tuviera problemas con el rey. Él las había enviado aquí porque había peste en Bath.

«Nuestra aya murió», había dicho Agnes. Y también había muerto el capellán de lady Imeyne, el hermano Hubard. Murió del mal azul, según le había contado la niña. Y sir Bloet había dicho que el juicio de Bath se había suspendido porque el juez estaba enfermo.

Por eso Eliwys no quería mandar noticias a Courcy y se había enfadado tanto cuando Imeyne envió a Gawyn al obispo. Porque había peste en Bath. Pero no podía ser. La Peste Negra no llegó a Bath hasta el otoño de 1348.

– ¿Qué año es? -preguntó Kivrin.

Las mujeres la miraron aturdidas; Imeyne todavía sujetaba la pócima olvidada. Kivrin se volvió hacia Roche.

– ¿Qué año es?

– ¿Estáis enferma, lady Katherine? -preguntó él ansiosamente. La cogió por las muñecas como si temiera que fuera a sufrir uno de los ataques del clérigo.

Ella apartó las manos.

– Decidme el año.

– Es el vigésimo primer año del reinado de Eduardo III -dijo Eliwys.

Eduardo tercero, no segundo. En su pánico, no logró recordar cuándo había reinado.

– Decidme el año.

Anno Domine -murmuró el clérigo desde la cama. Intentó lamerse los labios con la lengua hinchada-. Mil trescientos cuarenta y ocho.

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