Un campanero no necesita fuerza,
sino habilidad para llevar el tiempo…
Debes guardar estas dos cosas en tu mente
y retenerlas allí para siempre:
campanas y tiempo, campanas y tiempo.
RONALD BLYTHE
Akenfield
El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante.
– ¿Llego demasiado tarde? -preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.
– Cierra la puerta -respondió ella-. No puedo oírte con esos horribles villancicos.
Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del Adeste Fideles que se filtraba desde el patio.
– ¿Llego demasiado tarde? -repitió.
Mary sacudió la cabeza.
– Sólo te has perdido el discurso de Gilchrist -se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera ir a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero-. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?
– Sí -contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de finocristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.
Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.
– ¿Dónde está Kivrin? -preguntó Dunworthy.
– No la he visto -dijo Mary-. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.
Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.
– Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.
Rebuscó en la bolsa.
– Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí -dijo, sin dejar de buscar-. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.
Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.
– Le compré esto para Navidad -sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes-. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y sólo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.
Abrió la caja y desplegó el papel de seda.
– No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?
Él se volvió.
– ¿Qué? -había estado contemplando abstraído las pantallas.
– Decía que las bufandas son siempre un buen regalo de Navidad para los chavales, ¿no crees?
Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.
– Sí -dijo, y se volvió hacia el finocristal.
– ¿Qué pasa, James? ¿Algo va mal?
Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.
– ¿Dónde está Gilchrist? -dijo Dunworthy.
– Se fue por allí -contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red-. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.
– Preparándola -murmuró Dunworthy.
– James, ven y siéntate, y dime qué va mal -dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa-. Y dónde has estado. Esperaba que estuvieras aquí cuando llegué. Después de todo, Kivrin es tu alumna favorita.
– Estaba intentando localizar al decano de la Facultad de Historia -dijo Dunworthy, mirando a los monitores.
– ¿Basingame? Creí que estaba fuera en alguna parte, en vacaciones de Navidad.
– Lo está, y Gilchrist se las ha arreglado para que lo nombraran decano suplente durante su ausencia, con el fin de poder abrir la red de viajes en el tiempo a la Edad Media. Anuló la clasificación de diez y asignó calificaciones arbitrarias para cada siglo. ¿Sabes qué calificación le asignó al 1300? ¡Un seis! ¡Un seis! Si Basingame hubiese estado aquí jamás lo habría permitido. Pero el tipo está ilocalizable -miró esperanzado a Mary-. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?
– No. En alguna parte de Escocia, creo.
– En alguna parte de Escocia -repitió él amargamente-. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.
Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.
– Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?
– No lo sé -ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante-. Sólo soy doctora, no técnico. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?
Dunworthy asintió.
– El mejor técnico que tiene Balliol -dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes-. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.
Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.
– ¡Badri! -llamó Dunworthy.
Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.
– No te oye -dijo Mary.
– ¡Badri! -gritó él-. Necesito hablar contigo.
Mary se levantó.
– No te oye, James. La mampara es a prueba de sonidos.
Badri dijo algo a Latimer, quien todavía sostenía el cofre con cierres de metal. Parecía asombrado. Badri le quitó el cofre y lo colocó sobre la marca de tiza.
Dunworthy buscó un micrófono. No vio ninguno.
– ¿Cómo oíste el discurso de Gilchrist? -preguntó a Mary.
– Gilchrist pulsó un botón ahí dentro -dijo ella, señalando un panel junto a la red.
Badri había vuelto a sentarse ante la consola y hablaba a su oído. Los escudos de la red empezaron a descender. Badri dijo algo más, y volvieron a donde estaban antes.
– Le pedí a Badri que volviera a comprobarlo todo: la red, los cálculos del aprendiz, todo -dijo Dunworthy-. Y que abortara inmediatamente el lanzamiento si detectaba algún error, a pesar de lo que dijera Gilchrist.
– Pero supongo que Gilchrist no pondrá en peligro la seguridad de Kivrin -protestó Mary-. Me dijo que había tomado todas las precauciones…
– ¡Todas las precauciones! No ha realizado pruebas de reconocimiento ni comprobaciones de parámetros. Hicimos dos años de lanzamientos no tripulados al siglo XX antes de enviar a nadie. Él no ha hecho ninguno. Badri le dijo que debería retrasar el lanzamiento hasta que pudiera hacer al menos uno, y en vez de eso lo adelantó dos días. Ese tipo es un incompetente total.
– Pero explicó por qué el lanzamiento tenía que ser hoy -alegó Mary-. Dijo que los habitantes del siglo XIV no prestaban atención a las fechas, excepto a las siembras y las cosechas y los días festivos de la Iglesia. Dijo que la concentración de días sagrados era mayor en Navidad, y por eso Medieval ha decidido enviar a Kivrin ahora, para que pueda utilizar los días de Adviento para determinar su localización temporal y asegurarse de estar en el lugar de recogida el veintiocho de diciembre.
– Enviarla ahora no tiene nada que ver con el Adviento ni las festividades -protestó él, observando a Badri. Volvía a pulsar una tecla cada vez, con el ceño fruncido-. Podría enviarla la semana que viene y usar la Epifanía para la cita de encuentro. Podría hacer lanzamientos no tripulados durante seis meses y luego enviarla haciendo un bucle. Gilchrist la envía ahora porque Basingame está de vacaciones y no se encuentra aquí para detenerlo.
– Oh, cielos -suspiró Mary-. Ya me parecía a mí demasiada prisa. Cuando le pregunté cuánto tiempo tendría que estar Kivrin en el hospital, intentó convencerme de que no sería necesario internarla. Tuve que explicarle que las vacunas necesitaban un tiempo para hacer efecto.
– Un encuentro el veintiocho de diciembre -dijo Dunworthy con amargura-. ¿Te das cuenta de qué festividad es? La celebración de la matanza de los Santos Inocentes. Cosa que, dada la manera en que se está dirigiendo este lanzamiento, puede ser completamente apropiada.
– ¿Por qué no lo detienes? -dijo Mary-. Puedes prohibir a Kivrin que vaya, ¿no? Eres su tutor.
– No. No lo soy. Ella es estudiante en Brasenose. Su tutor es Latimer -señaló en dirección a Latimer, quien había vuelto a coger el cofre y lo contemplaba, ausente-. Vino a Balliol y me pidió que fuera su tutor extraoficialmente.
Se volvió y observó el finocristal, sin verlo.
– Entonces le dije que no podía ir.
Kivrin había ido a verle cuando era estudiante de primer curso.
– Quiero viajar a la Edad Media -le había dicho. Ni siquiera llegaba al metro y medio de altura, y llevaba el cabello rubio recogido en trenzas. No parecía tener edad suficiente para cruzar la calle sola.
– No puedes -le dijo él, su primer error. Tendría que haberla enviado de vuelta a Medieval, decirle que tratara el tema con su tutor-. La Edad Media está cerrada. Tiene un baremo de diez.
– Un diez prohibitivo que según el señor Gilchrist no se merece -replicó Kivrin-. Dice que ese baremo no se aguantaría con un análisis año por año. Se basa en la tasa de mortalidad de los contemporáneos, que se debía sobre todo a la mala nutrición y a la falta de apoyo médico. Ese baremo no sería tan alto para un historiador que hubiera sido vacunado contra las enfermedades. El señor Gilchrist piensa pedir a la Facultad de Historia que vuelva a evaluar el baremo y abran parte del siglo XIV.
– No puedo concebir que la Facultad de Historia abra un siglo que no sólo tenía la peste negra y el cólera, sino la Guerra de los Cien Años también -dijo Dunworthy.
– Pero podrían hacerlo, y en ese caso, quiero ir.
– Imposible -dijo él-. Aunque se abra, Medieval no enviaría a una mujer. Una mujer sola era algo inaudito en el siglo XIV. Sólo las mujeres de las clases inferiores iban sin compañía, y eran presa fácil para cualquier hombre o bestia que se encontraran en el camino. Las mujeres de la nobleza e incluso de la emergente clase media iban constantemente en compañía de sus padres, maridos o criados, normalmente los tres a la vez. Además, aunque no fueras mujer, todavía no te has graduado. El siglo XIV es demasiado peligroso para que Medieval considere enviar a un estudiante. Enviarían a un historiador experimentado.
– No es más peligroso que el siglo XX -objetó Kivrin-. Gas mostaza, accidentes de coche y otras minucias. Al menos no me tirarán una bomba encima. ¿Y quién tiene experiencia en historia medieval? Nadie tiene experiencia de campo, y sus historiadores del siglo XX aquí en Balliol no saben nada acerca de la Edad Media. Nadie sabe nada. Apenas hay archivos, excepto de los registros de las parroquias y las listas de impuestos, y nadie sabe cómo se vivía. Por eso quiero ir. Quiero averiguar datos acerca de ellos: cómo vivían, cómo eran. ¿No querrá ayudarme, por favor?
– Me temo que tendrás que hablar con Medieval -dijo él por fin, pero ya era demasiado tarde.
– Ya he hablado con ellos. Tampoco saben nada sobre la Edad Media. Quiero decir nada práctico. El señor Latimer me está enseñando inglés medieval, pero todo se reduce a inflexiones pronominales y cambios vocálicos. No me ha enseñado a decir nada.
Se inclinó sobre la mesa de Dunworthy.
– Necesito aprender el idioma y las costumbres, y el dinero y los modales en la mesa y todas esas cosas. ¿Sabe que no usaban platos? Usaban obleas de pan planas llamadas manchets, y cuando terminaban la comida, las rompían en pedacitos y se las comían. Necesito que alguien me enseñe cosas como ésas, para no cometer errores.
– Soy historiador del siglo XX, no medieval. Hace cuarenta años que no estudio la Edad Media.
– Pero sabe el tipo de cosas que necesito. Puedo estudiarlas y aprenderlas, si me dice cuáles son.
– ¿Qué hay de Gilchrist? -apuntó él, aunque consideraba a Gilchrist un idiota presuntuoso.
– Está trabajando en la reevaluación del baremo y no tiene tiempo.
¿Y de qué le servirá la reevaluación si no tiene historiadores que enviar?, pensó Dunworthy.
– ¿Y la profesora visitante americana, Montoya? Está trabajando en la excavación medieval cerca de Witney, ¿no? Debe de saber algo acerca de las costumbres de la época.
– La señora Montoya tampoco tiene tiempo, está demasiado ocupada tratando de reclutar gente para trabajar en la excavación de Skendgate. ¿No lo comprende? Todos son inútiles. Usted es el único que puede ayudarme.
Dunworthy tendría que haber dicho que todos eran miembros de la facultad de Brasenose y él no, pero en cambio se sintió maliciosamente halagado al oírle decir lo que siempre había pensado, que Latimer era un viejo chocho y Montoya una arqueóloga frustrada, que Gilchrist era incapaz de formar historiadores. Estaba ansioso por utilizarla para demostrar a Medieval cómo había que hacer las cosas.
– Te asignaremos un intérprete -decidió-. Y quiero que aprendas latín eclesiástico, francés normando y alemán antiguo, además del inglés medieval de Latimer.
Ella sacó inmediatamente un lápiz y un cuaderno de ejercicios de su bolsillo y empezó a hacer una lista.
– Necesitarás experiencia práctica en agricultura… ordeñar una vaca, recoger huevos, plantar verduras -prosiguió él, contando con los dedos-. Tendrías que llevar el pelo más largo; toma corticoides. Deberás aprender a tejer con un huso, no con un telar. El telar no se había inventado todavía. Y también tendrás que aprender a montar a caballo.
Se detuvo, recuperando por fin la cordura.
– ¿Sabes lo que tienes que aprender? -dijo, observándola, inclinado ansiosamente sobre la lista que ella garabateaba, las trenzas colgando sobre sus hombros-. Cómo tratar llagas abiertas y heridas infectadas, cómo preparar el cadáver de un niño para enterrarlo, cómo cavar una tumba. La tasa de mortalidad seguirá valiendo diez, aunque Gilchrist consiga que cambien el baremo. La esperanza media de vida en 1300 era de treinta y ocho años. No tienes nada que hacer allí.
Kivrin alzó la cabeza, con el lápiz sobre el papel.
– ¿Dónde puedo ir a buscar cadáveres? -preguntó ansiosamente-. ¿Al depósito? ¿O debo acudir a la doctora Ahrens en el hospital?
– Le dije que no podía ir -suspiró Dunworthy, todavía contemplando el cristal-, pero no quiso escucharme.
– Lo sé -asintió Mary-. A mí tampoco me hizo caso.
Dunworthy se sentó junto a ella, incómodo. La lluvia y la búsqueda de Basingame habían agravado su artritis. Todavía llevaba el abrigo puesto. Se lo quitó, junto con la bufanda que le colgaba del cuello.
– Quise cauterizarle la nariz -dijo Mary-. Le advertí que los olores del siglo XIV podrían ser completamente incapacitadores, que en la actualidad no estamos acostumbrados a los excrementos, a la carne podrida ni a la descomposición. Le dije que las náuseas interferirían de forma significativa con su habilidad para actuar.
– Pero no quiso escucharte -dijo Dunworthy.
– No.
– Intenté explicarle que la Edad Media era peligrosa y que Gilchrist no estaba tomando suficientes precauciones, y ella me aseguró que me estaba preocupando por nada.
– Quizá sea así -contestó Mary-. Después de todo, es Badri quien dirige el lanzamiento, no Gilchrist, y le ordenaste que lo abortara si detectaba algún error.
– Sí -dijo él, observando a Badri a través del cristal. Volvía a teclear, una tecla cada vez, los ojos fijos en las pantallas. Badri no era sólo el mejor técnico de Balliol, sino de la universidad entera. Y había dirigido docenas de lanzamientos remotos.
– Y Kivrin está bien preparada -añadió Mary-. Tú has sido su tutor, y yo he pasado el último mes en el hospital preparándola físicamente. Está protegida contra el cólera, el tifus y todas las demás enfermedades que existían en 1320; por cierto, la peste que temías no es una de ellas. No hubo ningún caso en Inglaterra hasta que llegó la Peste Negra en 1348. Le he extirpado el apéndice y aumentado su sistema inmunológico. Le he suministrado antivirales en todo el espectro y le he impartido un curso acelerado de medicina medieval. Además, ha trabajado un montón por su cuenta. Estudió hierbas medicinales mientras estuvo en el hospital.
– Lo sé -asintió Dunworthy. Ella había pasado las últimas vacaciones de Navidad memorizando misas en latín y aprendiendo a tejer y bordar, y él le había enseñado todo lo que pudo imaginar. ¿Pero bastaría eso para protegerla de ser arrollada por un caballo, o violada por un caballero borracho que volviera a casa de las Cruzadas? En 1320 todavía quemaban a gente en la hoguera. No existía ninguna vacuna para protegerla de eso, ni de que alguien la viera aparecer y decidiera que era una bruja.
Contempló de nuevo el finocristal. Latimer alzó el cofre por tercera vez y lo soltó. Montoya consultó de nuevo su reloj. El técnico pulsaba las teclas y fruncía el ceño.
– Tendría que haberme negado a ser su tutor -dijo él-. Sólo lo hice para demostrarle a Gilchrist lo incompetente que es.
– Tonterías. Lo hiciste porque ella es Kivrin. Eres tú de nuevo: inteligente, llena de recursos, decidida.
– Yo nunca fui tan insensato.
– Ya lo creo. Aún recuerdo la época en que no podías esperar viajar a los bombardeos de Londres para que te cayeran las bombas encima de la cabeza. Y me parece recordar cierto incidente relacionado con el viejo Bodleian…
La puerta de la habitación de preparativos se abrió, y Kivrin y Gilchrist salieron de la estancia. Kivrin se levantó la larga falda mientras pasaba por encima de las cajas dispersas. Llevaba la capa con el forro blanco de pelo de conejo y la brillante saya azul que había ido a enseñarle el día anterior. Le había dicho que la capa era tejida a mano. Parecía una vieja manta de lana que alguien le hubiera echado sobre los hombros, y las mangas de la saya le venían demasiado largas. Casi le cubrían las manos. Su cabello largo y rubio quedaba recogido por un rodete y le caía sobre los hombros. Seguía sin parecer lo bastante mayor para cruzar la calle sola.
Dunworthy se levantó, dispuesto a golpear de nuevo el cristal en cuanto ella mirara en su dirección, pero Kivrin se detuvo en mitad del desorden, todavía vuelta, miró las marcas del suelo, avanzó un poco, y se arregló la falda.
Gilchrist se acercó a Badri, le dijo algo y cogió un clasificador que había encima de la consola. Empezó a comprobar cada artículo con una breve sacudida del lápiz óptico.
Kivrin le dijo algo y señaló el cofre con cierres de metal. Montoya se enderezó impaciente y se acercó al lugar donde se encontraba Kivrin, sacudiendo la cabeza. Kivrin dijo algo más, decidida, y Montoya se arrodilló y acercó el cofre a la carreta.
Gilchrist comprobó otro artículo de su lista. Le dijo algo a Latimer y éste fue y cogió una caja plana de metal y se la tendió. Gilchrist le dijo algo a Kivrin, y ella unió las manos delante de su pecho. Inclinó la cabeza y empezó a hablar.
– ¿Está practicando sus rezos? -dijo Dunworthy-. Eso será útil, ya que la ayuda de Dios tal vez sea la única que reciba en este lanzamiento.
– Están comprobando el implante -le explicó Mary.
– ¿Qué implante?
– Un chip grabador especial para que pueda registrar su trabajo de campo. La mayoría de los contemporáneos no saben leer ni escribir, así que le implanté un oído y un A-a-D en una muñeca y una memoria en la otra. La activa presionando las palmas de las manos. Cuando habla, parece que está rezando. Los chips tienen una capacidad de 2,5 Gigabytes, así que podrá registrar sus observaciones durante las dos semanas y media completas.
– Tendrías que haber implantado también un localizador por si pide ayuda.
Gilchrist jugueteaba con la caja plana de metal. Sacudió la cabeza y levantó un poco más las manos cruzadas de Kivrin. La larga manga se replegó. Ella tenía un corte en la mano. Una fina línea marrón de sangre seca cubría el corte.
– Algo va mal -dijo Dunworthy, volviéndose hacia Mary-. Está herida.
Kivrin volvía a hablar a sus manos. Gilchrist asintió. Kivrin le miró, vio a Dunworthy, y le dirigió una sonrisa de alegría. También tenía la sien ensangrentada. Bajo el rodete, los cabellos aparecían manchados de sangre. Gilchrist levantó la cabeza, vio a Dunworthy, y se dirigió a toda prisa a la partición de finocristal, con aspecto irritado.
– ¡Todavía no ha partido, y ya está herida! -Dunworthy golpeó el cristal.
Gilchrist se acercó al panel de la pared, pulsó una tecla, y luego se dio la vuelta y se plantó ante Dunworthy.
– Señor Dunworthy -dijo. Saludó a Mary con un movimiento de cabeza-. Doctora Ahrens. Me complace mucho que hayan venido a despedir a Kivrin -hizo especial hincapié en las tres últimas palabras, para que parecieran una amenaza.
– ¿Qué le ha pasado a Kivrin? -dijo Dunworthy.
– ¿Pasado? -preguntó Gilchrist. Parecía sorprendido-. No sé a qué se refiere.
Kivrin se había acercado a la partición, sujetándose la falda con una mano ensangrentada. En la mejilla tenía una magulladura rojiza.
– Quiero hablar con ella -exigió Dunworthy.
– Me temo que no hay tiempo -contestó Gilchrist-. Tenemos un horario que cumplir.
– Tengo que hablar con ella.
Gilchrist arrugó los labios y dos líneas blancas aparecieron a cada lado de su nariz.
– He de recordarle, señor Dunworthy, que este lanzamiento es de Brasenose, no de Balliol. Por supuesto, agradezco la ayuda que nos ha ofrecido al prestarnos a su técnico, y respeto sus muchos años de experiencia como historiador, pero le aseguro que todo está bajo control.
– Entonces, ¿por qué está herida su historiadora antes de haber sido enviada siquiera?
– Oh, señor Dunworthy, me alegro mucho de que haya venido -dijo Kivrin, acercándose al cristal-. Temía no poder despedirme de usted. ¿No es emocionante?
Emocionante.
– Estás sangrando -señaló Dunworthy-. ¿Qué ha pasado?
– Nada -contestó Kivrin, tocando torpemente la sien y luego mirándose los dedos-. Forma parte del disfraz -miró a Mary-. Doctora Ahrens, ha venido también. Me alegro mucho.
Mary se había levantado, todavía con la bolsa de la compra en la mano.
– Quiero examinar tu vacuna antiviral -dijo-. ¿Has tenido alguna otra reacción además de la hinchazón? ¿Picores?
– Todo va bien, doctora Ahrens -aseguró Kivrin.
Se recogió la manga y la dejó caer antes de que Mary tuviera tiempo de echar un buen vistazo a la parte interior de su brazo. Había otra magulladura rojiza en el antebrazo de Kivrin, que ya empezaba a volverse negra y azul.
– Me gustaría volver al tema de por qué está sangrando -insistió Dunworthy.
– Ya le digo que forma parte del disfraz. Soy Isabel de Beauvrier, y se supone que he sido asaltada por unos ladrones mientras estoy de viaje -dijo Kivrin. Se volvió y señaló hacia las cajas y la carreta aplastada-. Me han robado mis cosas, y me han dado por muerta. Usted me dio la idea, señor Dunworthy -añadió, en tono de reproche.
– Desde luego, nunca he sugerido que comenzaras herida y sangrante.
– La sangre falsa no era práctica -señaló Gilchrist-. Probabilidad no pudo darnos estadísticas significativas de que fueran a atender su herida.
– ¿Y no se le ocurrió falsificar una herida realista? ¿Tuvo que golpearla en la cabeza? -estalló Dunworthy, furioso.
– Señor Dunworthy, debo recordarle…
– ¿Que este proyecto es de Brasenose, no de Balliol? Tiene toda la razón. Si fuera del siglo XX intentaríamos proteger al historiador de las heridas, no inflingírselas nosotros mismos. Quiero hablar con Badri. Quiero saber si ha vuelto a comprobar los cálculos del estudiante.
Gilchrist frunció los labios.
– Señor Dunworthy, el señor Chaudhuri puede ser su técnico de red, pero éste es mi lanzamiento. Le aseguro que hemos tenido en cuenta todas las contingencias posibles…
– Es sólo un arañazo -intervino Kivrin-. Ni siquiera me duele. Estoy bien, de verdad. Por favor, no se preocupe, señor Dunworthy. La idea de ser herida fue mía. Recordé lo que dijo usted sobre cómo las mujeres eran tan vulnerables en la Edad Media, y pensé que sería buena idea parecer más vulnerable de lo que soy.
Sería imposible que parecieras aún más vulnerable, pensó Dunworthy.
– Si finjo estar inconsciente, oiré todo lo que diga la gente acerca de mí, y no me harán muchas preguntas sobre quién soy, porque quedará claro que…
– Ya es hora de que te coloques en posición -la interrumpió Gilchrist, quien avanzó amenazadoramente hacia el panel de la pared.
– Ya voy -dijo Kivrin, sin pestañear.
– Estamos preparados para enviar la red.
– Lo sé -replicó ella con firmeza-. Iré en cuanto me despida del señor Dunworthy y de la doctora Ahrens.
Gilchrist asintió cortante y regresó junto al carro. Latimer le preguntó algo y le contestó con malos modos.
– ¿Qué implica colocarte en posición? -preguntó Dunworthy-. ¿Permitirle darte una paliza porque Probabilidad le ha dicho que existe una posibilidad estadística de que alguien no crea que estás de verdad inconsciente?
– Implica tenderme y cerrar los ojos -contestó Kivrin, sonriendo-. No se preocupe.
– No hay ninguna razón para que no puedas esperar a mañana y dar al menos tiempo para que Badri haga una comprobación de parámetros.
– Quiero volver a ver esa vacuna -dijo Mary.
– ¿Quieren dejar de preocuparse? No me pica la vacuna, no me duele el corte, Badri ha pasado toda la mañana haciendo comprobaciones. Sé que se interesan por mí, pero por favor, no lo hagan. El lanzamiento es en la carretera principal de Oxford a Bath, a sólo dos millas de Skendgate. Si no aparece nadie, caminaré hasta el pueblo y les diré que me han atacado y robado. Antes de nada determinaré mi localización para poder encontrar el punto de recogida -colocó la mano sobre el cristal-. Quiero darles las gracias a los dos por todo lo que han hecho. Quería ir a la Edad Media más que nada en el mundo, y ahora voy a hacerlo.
– Es probable que sientas dolor de cabeza y fatiga después del lanzamiento -advirtió Mary-. Es un efecto secundario normal del desplazamiento temporal.
Gilchrist volvió a acercarse al finocristal.
– Es hora de que te coloques en posición.
– Tengo que irme -dijo Kivrin, recogiendo sus pesadas faldas-. Muchísimas gracias a los dos. No me encontraría aquí si no fuera por su ayuda.
– Adiós -dijo Mary.
– Ten cuidado -recomendó Dunworthy.
– Lo haré -aseguró Kivrin, pero Gilchrist ya había pulsado el panel de la pared y Dunworthy no la oyó. Ella sonrió, agitó la mano y se dirigió a la carreta volcada.
Mary volvió a sentarse y empezó a buscar su pañuelo en la bolsa de la compra. Gilchrist leía los artículos anotados en el clasificador. Kivrin asintió ante cada uno de ellos, y él los fue tachando con el lápiz óptico.
– ¿Y si se le gangrena la herida de la sien? -dijo Dunworthy, todavía de pie ante el cristal.
– Imposible -dijo Mary-. Le aumenté el sistema inmunológico -se sonó la nariz.
Kivrin discutía con Gilchrist por algo. Las líneas blancas alrededor de la nariz del hombre estaban claramente definidas. Ella sacudió la cabeza, y después de un instante él tachó el siguiente artículo con un movimiento furioso y brusco.
Gilchrist y el resto de Medieval podrían ser unos incompetentes, pero Kivrin no lo era. Había aprendido inglés medieval y latín eclesiástico y anglosajón. Había memorizado las misas en latín y había aprendido a bordar y a ordeñar una vaca. Había ideado una identidad y un motivo para estar sola en el camino entre Oxford y Bath, y tenía el intérprete y le habían extirpado el apéndice y aumentado los anticuerpos.
– Lo hará maravillosamente -dijo Mary-, lo que sólo servirá para convencer a Gilchrist de que los métodos de Medieval no son chapuceros ni peligrosos.
Gilchrist se acercó a la consola y le tendió el clasificador a Badri. Kivrin volvió a cruzar las manos, más cerca de su cara esta vez, casi tocándolas con la boca, y empezó a hablarles.
Mary se acercó y se situó junto a Dunworthy, agarrando su pañuelo.
– Cuando yo tenía diecinueve años… cosa que fue, oh, Dios, hace cuarenta años, no parece tanto… mi hermana y yo viajamos por todo Egipto. Fue durante la Pandemia. Había cuarentena por todas partes, y los israelíes disparaban a los americanos en cuanto los veían, pero no nos importaba. No creo que ni siquiera se nos ocurriera la posibilidad de que corriéramos peligro, que pudieran secuestrarnos o confundirnos con americanas. Queríamos ver las pirámides.
Kivrin había terminado de rezar. Badri dejó su consola y se acercó al lugar donde se encontraba. Le habló durante varios minutos, siempre con el ceño fruncido. Ella se arrodilló y se tumbó de costado junto a la carreta, girando para quedar de espaldas con un brazo sobre el rostro y la falda enmarañada alrededor de las piernas. El técnico le arregló la falda, sacó el medidor y caminó a su alrededor; regresó a la consola y le habló al oído. Kivrin permaneció muy quieta, la sangre de su frente casi negra bajo la luz.
– Dios mío, qué joven parece -suspiró Mary.
Badri habló al oído, miró los resultados de la pantalla, regresó junto a Kivrin. Pasó sobre ella, esquivando sus piernas, y se inclinó para ajustarle la manga. Hizo una medición, le movió el brazo para que quedara situado sobre su rostro como si hubiese querido esquivar un golpe de sus atacantes, y volvió a medir.
– ¿Viste las pirámides? -preguntó Dunworthy.
– ¿Qué?
– Cuando estuviste en Egipto. Cuando recorriste Oriente Medio ajena al peligro. ¿Llegaste a ver las pirámides?
– No. El Cairo estaba en cuarentena el día que aterrizamos -Mary miró a Kivrin, tendida en el suelo-, pero sí vimos el Valle de los Reyes.
Badri movió el brazo de Kivrin una fracción de centímetro, la contempló con el entrecejo fruncido durante un instante, y luego regresó a la consola. Gilchrist y Latimer le siguieron. Montoya se apartó para dejarles sitio alrededor de la pantalla. Badri habló al oído de la consola, y los escudos semitransparentes empezaron a bajar, cubriendo a Kivrin como un velo.
– Nos alegramos de haber ido -dijo Mary-. Volvimos a casa sanas y salvas.
Los escudos tocaron el suelo, se liaron un poco alrededor de las faldas de Kivrin, demasiado largas, y se detuvieron.
– Ten cuidado -susurró Dunworthy. Mary le cogió la mano.
Latimer y Gilchrist se acurrucaron delante de la pantalla, contemplando la súbita explosión de números. Montoya miró su digital. Badri se inclinó hacia delante y abrió la red. El aire del interior de los escudos titiló con la súbita condensación.
– No vayas -dijo Dunworthy.
Primera entrada. 22 de diciembre, 2054. Oxford. Esto será una grabación de mis observaciones históricas de la vida en Oxfordshire, Inglaterra, desde el 13 de diciembre de 1320 hasta el 28 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo).
(Pausa)
Señor Dunworthy, llamo a esta grabación el Libro del Día del Juicio Final porque se supone que es un registro de la vida en la Edad Media, que es lo que resultó ser la investigación ordenada por Guillermo el Conquistador, aunque él lo pretendiera como método para asegurarse de obtener hasta la última libra de oro e impuestos que le debían sus vasallos. También he decidido llamarlo de esta forma porque imagino que es así como a usted le gustaría llamarlo, pues está convencido de que me pasará algo horrible. Le estoy viendo en la zona de observación ahora mismo, contándole a la pobre doctora Ahrens todos los temibles peligros del siglo XIV. No se preocupe. Ella ya me habló del desplazamiento temporal y de las enfermedades medievales con todo lujo de detalles, aunque se supone que soy inmune a todas ellas. También me advirtió sobre la vigencia de las violaciones en el siglo XIV. Y cuando le digo que estoy perfectamente bien, tampoco quiere hacerme caso. Estaré perfectamente bien, señor Dunworthy.
Por supuesto, usted ya lo sabrá, y que volví de una pieza según lo previsto, para cuando oiga esto, así que no le importará que le regañe un poco. Sé que sólo se preocupa por mí, y que sin toda su ayuda y preparación no habría vuelto sana y salva.
Por tanto, le dedico el Libro del Día del Juicio Final, señor Dunworthy. Si no fuera por usted, no estaría aquí con la saya y la capa, hablando a este grabador, esperando a que Badri y el señor Gilchrist finalicen sus interminables cálculos y deseando que se den prisa para poder partir.
(Pausa)
– Bueno -dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa.
– Creía que tenías que ir a recoger a tu sobrino nieto -contestó Dunworthy, todavía contemplando el lugar donde antes había estado Kivrin. El aire titilaba con partículas de hielo dentro del velo de escudos. Cerca del suelo, en el interior del finocristal, se había formado escarcha.
Los tres ineptos de Medieval todavía estaban contemplando las pantallas, aunque sólo mostraban la línea plana de la llegada.
– No tengo que recoger a Colin hasta las tres -dijo Mary-. Te sentaría bien algo que te animara, y el Cordero y la Cruz está calle abajo.
– Quiero esperar hasta que tenga la comprobación -dijo Dunworthy, observando al técnico.
Seguía sin haber ningún dato en las pantallas. Badri tenía el ceño fruncido. Montoya miró a su digital y dijo algo a Gilchrist, quien asintió, y ella recogió una bolsa que se encontraba debajo de la consola, se despidió de Latimer y se marchó por una puerta lateral.
– Muy al contrario que Montoya, quien está claro que se muere de ganas por regresar a su excavación, me gustaría quedarme hasta asegurarme de que Kivrin ha conseguido pasar sin más problemas -dijo Dunworthy.
– No te estoy sugiriendo que vuelvas a Balliol -contestó Mary, que tenía algún problema para ponerse el abrigo-, pero la comprobación tardará al menos una hora, si no dos, y el hecho de que te quedes aquí no acelerará las cosas. Ya sabes cómo es. El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales -le tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver aquí a abrir surcos en el suelo hasta que llegue la comprobación.
– Quiero esperar aquí -insistió él, todavía mirando la red vacía-. ¿Por qué no hizo Basingame que le implantaran un localizador en la muñeca? Y al rector de la Facultad de Historia no se le ocurre nada más que irse de vacaciones sin dejar siquiera un número donde poder localizarlo.
Gilchrist se apartó de la pantalla, que no mostraba ningún cambio todavía, y palmeó a Badri en los hombros. Latimer parpadeó como si no estuviera seguro de dónde se encontraba. Gilchrist le estrechó la mano con una amplia sonrisa. Se dirigió a la partición de finocristal con aspecto satisfecho.
– Vamos -dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta. Unos acordes de While Shepherds Watched Their Flocks By Night les alcanzaron. Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
– Mire por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino.
– El espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la farmacia -señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba de Jingle Bells.
Mary se encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
– ¿Qué se supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿O Little Town of Bethlehem?
– Jingle Bells -dijo Dunworthy, y bajó de la acera.
– ¡James! -exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en la pierna. El conductor esquivó, gritando.
– ¿No sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
– Ten cuidado, James -advirtió Mary.
Cruzaron la calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón había terminado de masacrar Jingle Bells u O Little Town of Bethlehem y se enzarzaba ahora con We Three Kings of Orient Are. Dunworthy reconoció la clave menor.
Mary seguía sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera. Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y bendito.
– ¡Señor! -suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En la esquina del bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
– Al menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa en el suelo-. No, yo traeré las bebidas. Tú siéntate. Ese ciclista casi te mata.
Sacó algunos billetes que estaban arrugados de la bolsa y se dirigió a la barra.
– Dos pintas de cerveza -le dijo al camarero-. ¿Quieres algo de comer? -preguntó a Dunworthy-. Hay sandwiches y también rollitos de queso.
– ¿Viste a Gilchrist contemplando la consola y sonriendo como el gato de Cheshire? Ni siquiera se volvió para ver si Kivrin había desaparecido o si todavía estaba allí tendida, medio muerta.
– Que sean dos pintas y un buen vaso de whisky -pidió Mary.
Dunworthy se sentó. Había un belén sobre la mesa, con sus ovejas de plástico y un bebé medio desnudo en una cuna.
– Gilchrist debería haberla enviado desde la excavación -añadió-. Los cálculos de un remoto son exponencialmente más complicados que para uno en el sitio. Supongo que tendría que darle las gracias por no haberla enviado en un bucle. El estudiante de primer año no podría haber hecho los cálculos. Cuando le conseguí a Badri, temí que Gilchrist quisiera un lanzamiento con bucle en vez de en tiempo real.
Acercó una de las ovejas de plástico al pastor.
– Si es consciente de que hay una diferencia. ¿Sabes qué respondió cuando le dije que debería hacer al menos un lanzamiento sin tripulante? Contestó: «Si ocurre alguna desgracia, podemos volver atrás en el tiempo y recoger a la señorita Engle antes de que suceda, ¿no?». Ese hombre no tiene ni idea de cómo funciona la red, ni idea de las paradojas, ni idea de que Kivrin está allí, y de que cualquier cosa que le suceda es real e irrevocable.
Mary se abrió paso entre las mesas, llevando el whisky en una mano y las dos pintas torpemente en la otra. Colocó el whisky ante él.
– Es mi receta estándar para las víctimas de atropello y padres sobreprotectores. ¿Te dio en la pierna?
– No.
– Tuve un accidente de bici la semana pasada. Uno de tus Siglo Veinte. Volvía de un lanzamiento a la Primera Guerra Mundial. Dos semanas sin recibir un arañazo en Belleau Wood y luego va y se topa con una bicicleta en la Broad -volvió a la barra para recoger su rollo de queso.
– Odio las parábolas -refunfuñó Dunworthy. Cogió la virgen de plástico. Iba vestida de azul, con una capa blanca-. Si la hubiera enviado haciendo un bucle, al menos no habría corrido el peligro de morir congelada. Debería haber llevado algo más cálido que una capa de piel de conejo, ¿o es que a Gilchrist no se le ocurrió que 1320 fue el principio de la Pequeña Era del Hielo?
– Ya sé a quién me recuerdas -saltó Mary, soltando su plato y una servilleta-. A la madre de William Gaddson.
Era una observación verdaderamente injusta. William Gaddson era uno de los estudiantes de primer curso. Su madre los había visitado en seis ocasiones aquel trimestre, la primera vez para llevarle a William un par de orejeras.
– Se resfría si no las lleva -le dijo a Dunworthy-. Willy siempre ha sido propenso a los catarros, y ahora está demasiado lejos de casa y todo eso. Su tutor no cuida bien de él, aunque le he hablado varias veces.
Willy tenía el tamaño de un roble y parecía tan propenso a resfriarse como uno de ellos.
– Estoy seguro de que sabrá cuidar de sí mismo -le dijo Dunworthy a la señora Gaddson, lo cual fue un error. La buena mujer añadió inmediatamente a Dunworthy en la lista de personas que se negaban a cuidar de Willy, pero eso no le impidió visitarle cada dos semanas para entregarle vitaminas e insistir en que quitaran a Willy del equipo de remo porque se estaba agotando.
– Yo no situaría mi preocupación por Kivrin en la misma categoría que el grado de sobreprotección de la señora Gaddson -dijo Dunworthy-. El siglo XIV está lleno de ladrones y asesinos. Y cosas peores.
– Eso es lo que la señora Gaddson dice de Oxford -contestó Mary plácidamente, sorbiendo su pinta de cerveza-. Le dije que no podía proteger a Willy de la vida. Tampoco tú puedes proteger a Kivrin. No te convertiste en historiador quedándote tan tranquilo en casa. Tienes que dejarla ir, aunque sea peligroso. Cada siglo es un diez, James.
– Este siglo no tiene la Peste Negra.
– Tuvo la Pandemia, que mató a sesenta y cinco millones de personas. Y la Peste Negra no existía en Inglaterra en 1320. No llegó allí hasta 1348 -dejó la jarra sobre la mesa, y la figurita de María se cayó-. Pero aunque existiera, Kivrin no podría contraerla. La inmunicé contra la peste bubónica -sonrió tristemente-. Tengo mis propios momentos de Gaddsonitis. Además, ella nunca contraerá la enfermedad porque los dos nos preocupamos al respecto. Ninguna de las cosas que nos preocupan suceden jamás. Siempre es algo en lo que nadie ha pensado.
– Todo un consuelo -colocó la figura azul y blanca de María junto a la de José. Se cayó. Volvió a enderezarla con cuidado.
– Debería serlo, James -dijo ella, animada-. Porque es evidente que has pensado en todas las desgracias que podrían sucederle a Kivrin, de forma que ella estará a salvo. Probablemente ya está sentada en un castillo almorzando pastel de pavo real, aunque supongo que allí no será el mismo día.
Él sacudió la cabeza.
– Habrá habido un deslizamiento… Sólo Dios sabe cuánto, ya que Gilchrist no hizo comprobación de parámetros. Badri pensaba que sería de varios días.
O varias semanas, pensó, y si era mediados de enero, no habría ningún día festivo para que Kivrin determinara la fecha. Incluso una discrepancia de varias horas podría ponerla en la carretera Oxford-Bath en mitad de la noche.
– Espero que el deslizamiento no signifique que se pierda Navidad -dijo Mary-. Tenía muchísimas ganas de asistir a una misa navideña medieval.
– Allí todavía faltan dos semanas para Navidad. Todavía utilizan el calendario juliano. El calendario gregoriano no se adoptó hasta 1752.
– Lo sé. Gilchrist trató el tema del calendario juliano en su discurso. Se extendió a sus anchas sobre la historia de la reforma del calendario y la discrepancia en las fechas entre el calendario antiguo y el calendario gregoriano. Por un momento pensé que iba a dibujar un diagrama. ¿A qué día están allí?
– A trece de diciembre.
– Quizá sea mejor que no sepamos la fecha exacta. Deirdre y Colin estuvieron en Estados Unidos durante un año, y yo estaba muerta de preocupación por ellos, pero desincronizada. Siempre me imaginaba que Colin era atropellado camino del colegio cuando en realidad era medianoche. Preocuparse no sirve de nada a menos que una pueda visualizar los desastres hasta el último detalle, incluyendo el clima y la hora del día. Me preocupaba no saber de qué preocuparme, y luego ya no me preocupé de nada. Quizás ocurra lo mismo con Kivrin.
Era cierto. Él había estado imaginando a Kivrin tal como la había visto por última vez, tendida entre los restos del carromato con la sien ensangrentada, pero eso era probablemente un error. Ella había partido hacía casi una hora. Aunque no hubiera aparecido ningún viajero todavía, haría frío en la carretera, y no podía imaginar a Kivrin tendida dócilmente en plena Edad Media con los ojos cerrados.
La primera vez que él viajó al pasado estuvo haciendo idas y vueltas mientras calibraban el ajuste. Lo enviaron al centro del patio en mitad de la noche, y se suponía que tenía que quedarse allí mientras hacían los cálculos del ajuste y lo recogían de nuevo. Pero estaba en Oxford en 1956, y la comprobación tardaría al menos diez minutos. Recorrió corriendo cuatro manzanas Broad abajo para ver el viejo Bodleian y a la técnico casi le dio un infarto cuando abrió la red y no lo encontró.
Kivrin no se quedaría allí tendida con los ojos cerrados, no con el mundo medieval abierto ante ella. De pronto se la imaginó, de pie con aquella ridícula capa blanca, escrutando la carretera Oxford-Bath en busca de viajeros desprevenidos, dispuesta para volver a tumbarse en un instante, grabándolo todo mientras tanto, las manos implantadas unidas en una plegaria de impaciencia y entusiasmo, y se sintió súbitamente tranquilizado.
Ella estaría perfectamente bien. Regresaría a la red al cabo de dos semanas, la capa blanca sucia más allá de todo lo imaginable, llena de historias sobre aventuras imposibles y escapadas en el último instante, cuentos para helar la sangre, sin duda, relatos que le producirían pesadillas durante semanas después de que se las narrara.
– Estará bien y tú lo sabes, James -dijo Mary, mirándole con el ceño fruncido.
– Lo sé -contestó él. Fue y trajo otra ronda de medias pintas-. ¿Cuándo dijiste que venía tu sobrino nieto?
– A las tres. Colin se quedará una semana, y no tengo ni idea de qué hacer con él. Supongo que podría llevarlo al Ashmolean. A los niños siempre les gustan los museos, ¿no? ¿La túnica de Pocahontas y todo eso?
Dunworthy recordaba la túnica de Pocahontas como un retazo tieso de materia gris muy parecido a la bufanda de Colin.
– Yo sugeriría el Museo de Historia Natural.
Hubo un tintineo y un poco de Ding Dong, Merrily on High y Dunworthy se volvió ansiosamente hacia la puerta. Su secretario se encontraba en el umbral, parpadeando.
– Tal vez debería enviar a Colin a la Torre de Carfax para que destroce el carillón -bufó Mary.
– Es Finch -dijo Dunworthy, y levantó la mano para que el otro los viera, pero Finch se dirigía ya hacia la mesa.
– Le he estado buscando por todas partes, señor -le dijo-. Algo va mal.
– ¿Con el ajuste?
El secretario pareció no comprenderle.
– ¿El ajuste? No, señor. Son las americanas. Han llegado temprano.
– ¿Qué americanas?
– Las campaneras. De Colorado. La Cofradía Femenina de Campaneras de los Estados del Oeste.
– No me digas que habéis importado más campanas navideñas -dijo Mary.
– Se suponía que debían llegar el veintidós -dijo Dunworthy a Finch.
– Estamos a veintidós -respondió Finch-. En principio iban a llegar esta tarde, pero su concierto en Exeter fue cancelado, así que han llegado antes de lo previsto. Llamé a Medieval, y el señor Gilchrist me dijo que habían salido a celebrarlo -miró la jarra vacía de Dunworthy.
– No estoy celebrando nada -replicó Dunworthy-. Estoy esperando el ajuste de uno de mis estudiantes -consultó su reloj-. Tardará al menos otra hora.
– Usted prometió que les enseñaría las campanas locales, señor.
– En realidad no eres necesario aquí -dijo Mary-. Puedo llamarte a Balliol en cuanto esté el ajuste.
– Iré cuando tengamos el ajuste -decidió Dunworthy, mirando a Mary-. Enséñeles el colegio y luego déles de almorzar. Eso les llevará una hora.
Finch no pareció muy satisfecho.
– Sólo estarán aquí hasta las cuatro. Tienen un concierto de campanas esta noche en Ely, y están ansiosas por ver las campanas de Christ Church.
– Entonces llévelas a Christ Church. Muéstreles el Gran Tom. Llévelas a la Torre de St. Martin o a dar un paseo por el New College. Yo iré en cuanto pueda.
Finch pareció a punto de preguntar algo más y entonces cambió de opinión.
– Les diré que estará usted dentro de una hora, señor -dijo, y se dirigió hacia la puerta. A mitad de camino, se detuvo y retrocedió-. Casi se me olvidaba, señor. El vicario llamó para preguntar si estaría usted dispuesto a leer el Evangelio en la misa de Nochebuena. Este año será en St. Mary the Virgin.
– Dígale que sí -contestó Dunworthy, agradecido porque hubiera cambiado el tema de las campaneras-. Y dígale también que tendremos que ir a la torre esta tarde para poder mostrar las campanas a esas americanas.
– Sí, señor. ¿Qué tal Iffley? ¿Cree que debería llevarlas a Iffley? Tienen un siglo XI muy bonito.
– Por supuesto. Llévelas a Iffley. Yo volveré en cuanto pueda.
Finch abrió la boca y volvió a cerrarla.
– Sí, señor -dijo, y salió por la puerta con el acompañamiento de The Holly and the Ivy.
– ¿No crees que has sido un poco duro con él? -preguntó Mary-. Después de todo, las americanas pueden ser terribles.
– Volverá dentro de cinco minutos para preguntarme si debe llevarlas primero a Christ Church. Ese chico no tiene la menor iniciativa.
– Creía que admirabas esta característica en los jóvenes -dijo Mary amargamente-. En cualquier caso, no se marchará corriendo a la Edad Media.
La puerta se abrió, y The Holly and the Ivy empezó otra vez.
– Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar.
– Carne hervida y verduras pasadas -le dijo Mary-. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío.
Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro.
– Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros.
Dunworthy recogió su abrigo.
– Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia.
– Vuelves a hablar como ya sabes quién -señaló Mary-. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste.
Al parecer, Gilchrist lo había visto cuando se levantaba. Estuvo a punto de volverse como para marcharse, pero Latimer ya estaba junto a la mesa. Gilchrist lo siguió, sin sonreír ya.
– ¿Está terminado el ajuste? -preguntó Dunworthy.
– ¿El ajuste? -preguntó Gilchrist, vagamente.
– El ajuste. La determinación de dónde y cuándo está Kivrin, lo que hace posible volver a recogerla.
– Su técnico dijo que tardaría al menos una hora en determinar las coordenadas -replicó Gilchrist, envarado-. ¿Siempre tarda tanto? Dijo que vendría a decírnoslo cuando hubiera terminado, pero que las lecturas preliminares indicaban que el lanzamiento había ido a la perfección y que el deslizamiento era mínimo.
– ¡Qué buena noticia! -suspiró Mary, aliviada-. Siéntense. También estamos esperando el ajuste y tomando una pinta mientras tanto. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Latimer, que había terminado de plegar el paraguas y abrochaba la cinta.
– Bueno, creo que sí -asintió Latimer-. Después de todo, éste es un gran día. Un poco de coñac, creo. «Strong was the wyn, and wel to drinke us leste» -dijo citando a Chaucer, y se debatió con la cinta, liándola en las varillas del paraguas-. Al fin tendremos la oportunidad de observar de primera mano la pérdida de inflexión adjetival y el cambio del nominativo singular.
Un gran día, pensó Dunworthy, pero se sentía aliviado a su pesar. El deslizamiento era su mayor preocupación.
Era la parte más impredecible de un lanzamiento, incluso con comprobaciones de parámetros.
La teoría decía que se trataba del propio mecanismo de seguridad e interrupción de la red, la forma que tenía el Tiempo de protegerse a sí mismo de las paradojas del continuum. El salto hacia delante en el tiempo se suponía que impedía colisiones, encuentros o acciones que pudieran afectar a la historia, deslizando al historiador más allá del momento crucial en que pudiera matar a Hitler o rescatar al niño ahogado.
Pero la teoría de la red nunca había podido decidir cuáles eran esos momentos críticos o cuánto deslizamiento produciría un lanzamiento determinado. Las comprobaciones de parámetros daban probabilidades, pero Gilchrist no había hecho ninguna. El lanzamiento de Kivrin podría haberse desviado en dos semanas o un mes. Por lo que Gilchrist sabía, ella bien podría haber llegado en abril, con su capa forrada de piel y su saya de invierno.
Pero Badri había dicho que el deslizamiento era mínimo. Eso significaba que Kivrin sólo se había desviado unos pocos días, con tiempo de sobra para averiguar la fecha y establecer el encuentro.
– ¿Señor Gilchrist? -decía Mary-. ¿Puedo invitarle a un coñac?
– No, gracias.
Mary rebuscó otro billete arrugado y se dirigió a la barra.
– Su técnico parece haber hecho un trabajo aceptable -dijo Gilchrist, volviéndose hacia Dunworthy-. A Medieval le gustaría contar con él para nuestro próximo lanzamiento. Enviaremos a la señorita Engle a 1355 para observar los efectos de la Peste Negra. Los relatos de los contemporáneos no son dignos de crédito, sobre todo en lo referente a la tasa de mortalidad. La cifra aceptada de cincuenta millones de muertes es claramente inexacta, y las estimaciones de que mató de entre un tercio hasta la mitad de la población europea son evidentes exageraciones. Estoy ansioso por que la señorita Engle haga observaciones entrenadas.
– ¿No se está precipitando un poco? -dijo Dunworthy-. Tal vez debería esperar a ver si Kivrin consigue sobrevivir a este lanzamiento a 1320.
La cara de Gilchrist asumió su expresión contraída.
– Me molesta que presuponga usted constantemente que Medieval es incapaz de llevar a cabo un lanzamiento con éxito. Le aseguro que hemos previsto cuidadosamente todos los aspectos. El método de la llegada de Kivrin ha sido estudiado con todo detalle.
»Probabilidad coloca la frecuencia de viajeros en la carretera Oxford-Bath en uno cada seis horas, e indica que hay un noventa y dos por ciento de posibilidades de que su historia del asalto sea creída, debido a la frecuencia de esos asaltos. Un viajero en Oxfordshire tenía un 42,5 por ciento de probabilidades de ser robado en invierno, y del 58,6 en verano. Es la media, por supuesto. Las posibilidades aumentaban en partes de Otmoor y Wychwood y en los caminos más pequeños.
Dunworthy se preguntó cómo demonios había obtenido Probabilidad esas cifras. El Libro del Día del Juicio Final no mencionaba a los ladrones, con la posible excepción de los propios agentes censales del rey, quienes a veces tomaban algo más que el censo, y los asesinos de la época seguro que no llevaban un registro de a quiénes habían robado y asesinado, marcando claramente su emplazamiento en un mapa. Las pruebas de las muertes fuera de casa eran enteramente de facto: la persona no regresaba. ¿Y cuántos cadáveres yacían en los bosques, sin ser descubiertos ni reconocidos por nadie?
– Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones posibles para proteger a Kivrin -repitió Gilchrist.
– ¿Como comprobaciones de parámetros? ¿Y tests de simetría y no tripulados?
Mary regresó.
– Aquí tiene, señor Latimer -dijo, colocando un vaso de coñac ante él. Colgó el paraguas mojado de Latimer en el respaldo del asiento y se sentó a su lado.
– Le estaba asegurando al señor Dunworthy que todos los aspectos de este lanzamiento se han estudiado exhaustivamente -dijo Gilchrist. Alzó la figurita de plástico de un rey mago con un cofre dorado-. El cofre de su equipaje es una reproducción exacta de un joyero que está en el Ashmolean -soltó al rey-. Incluso su nombre fue estudiado a conciencia. Isabel es el nombre de mujer que aparece listado con más frecuencia en los Pergaminos Jurídicos y el Regista Regum desde 1295 hasta 1320.
– En realidad es una derivación de Elizabeth -explicó Latimer, como si fuera una de sus conferencias-. Se cree que su extendido uso en Inglaterra a partir del siglo XII tiene por origen a Isabel de Angoulême, esposa del Rey Juan.
– Kivrin me dijo que le habían dado una identidad real, que Isabel de Beauvrier era una de las hijas de un noble de Yorkshire.
– Así es -confirmó Gilchrist-. Gilbert de Beauvrier tenía cuatro hijas de la edad adecuada, pero sus nombres no aparecían en los pergaminos. Era una práctica habitual. Las mujeres sólo aparecían por el apellido y el parentesco, incluso en los registros parroquiales y las tumbas.
Mary colocó una mano sobre el brazo de Dunworthy, conteniéndolo.
– ¿Por qué eligieron Yorkshire? -preguntó rápidamente-. ¿No estará un poco lejos de casa?
Está a setecientos años de casa, pensó Dunworthy, en un siglo que no valora a las mujeres lo suficiente para registrar sus nombres cuando morían.
– La señorita Engle fue quien lo sugirió. Le parecía que tener su casa tan lejos aseguraría que no se haría ningún intento de contactar con la familia.
O de llevarla de vuelta, a kilómetros del lugar del lanzamiento. Kivrin lo había sugerido. Probablemente lo había sugerido todo, tras haber estudiado los pergaminos y los registros parroquiales en busca de una familia con la edad adecuada y sin relaciones cortesanas, una familia lo bastante lejana en el East Riding para que la nieve y las carreteras intransitables hicieran imposible que un mensajero llegara a caballo y les comunicara que habían encontrado a su hija desaparecida.
– Medieval ha puesto la misma cuidadosa atención en todos los detalles de este lanzamiento -prosiguió Gilchrist-, incluso un pretexto para su viaje: la enfermedad de su hermano. Tuvimos cuidado de asegurarnos de que se produjo un brote de gripe en esa parte de Gloucestershire en 1319, aunque la enfermedad era frecuente durante la Edad Media, y bien podría haber contraído el cólera o gangrena.
– James -advirtió Mary.
– El traje de la señorita Engle fue cosido a mano. La tela azul de su vestido fue teñida a mano usando una fórmula medieval. Y la señora Montoya ha estudiado a fondo la aldea de Skendgate donde Kivrin pasará las dos semanas.
– Si llega allí -objetó Dunworthy.
– James -terció Mary.
– ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero que pasa cada una coma seis horas no decida llevarla al convento de Godstow o a un burdel en Londres, o la vea aparecer y decida que es una bruja? ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero es en efecto amistoso y no uno de los asesinos que mataban al cuarenta y dos coma cinco por ciento de los viajeros?
– Probabilidad indicó que no había más de un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera en ese lugar en el momento de la llegada.
– Oh, miren, aquí está Badri -señaló Mary, levantándose y colocándose entre Dunworthy y Gilchrist-. Ha sido un trabajo rápido, Badri. ¿Tienes ya el ajuste?
Badri había salido sin el abrigo. Su uniforme de laboratorio estaba húmedo y tenía la cara amoratada.
– Parece medio congelado -observó Mary-. Venga a sentarse -le acercó la silla vacía situada junto a Latimer-. Le traeré un coñac.
– ¿Tienes el ajuste? -preguntó Dunworthy.
Badri no sólo estaba húmedo, sino empapado.
– Sí -dijo, y sus dientes empezaron a castañetear.
– Muy bien -dijo Gilchrist, incorporándose y dándole una palmada en el hombro-. Pensaba que tardarías una hora. Esto requiere un brindis. ¿Tienen champán? -le preguntó al camarero, volvió a dar una palmada a Badri, y se acercó a la barra.
Badri se le quedó mirando, frotándose los brazos y tiritando. Parecía abstraído, casi aturdido.
– ¿Tienes definitivamente el ajuste? -preguntó Dunworthy.
– Sí -contestó él, todavía mirando a Gilchrist.
Mary volvió con el coñac.
– Esto le calentará un poco -dijo, tendiéndoselo-. Tome. Bébaselo. Ordenes del médico.
Él miró el vaso con el ceño fruncido, como si no supiera de qué se trataba. Los dientes aún le castañeteaban.
– ¿Qué pasa? -preguntó Dunworthy-. Kivrin está bien, ¿verdad?
– Kivrin -dijo él, todavía mirando el vaso, y entonces pareció recuperarse súbitamente. Soltó el vaso-. Tiene que venir -dijo y empezó a dirigirse hacia la puerta.
– ¿Qué ha pasado? -dijo Dunworthy, levantándose. Las figuras del belén se volcaron, y una de las ovejas rodó por la mesa y cayó al suelo.
Badri abrió la puerta al son de Good Christian Men, Rejoice.
– Badri, espere, tenemos que hacer un brindis -dijo Gilchrist, que volvía a la mesa con una botella y un puñado de vasos.
Dunworthy cogió su chaqueta.
– ¿Qué pasa? -dijo Mary, recogiendo su bolsa-. ¿No consiguió el ajuste?
Dunworthy no respondió. Cogió el abrigo y se marchó tras Badri. El técnico ya estaba en la calle, abriéndose paso entre los transeúntes como si ni siquiera estuviesen allí. Llovía intensamente, pero Badri también parecía ajeno a ese hecho. Dunworthy consiguió ponerse el abrigo, más o menos, y se zambulló en la multitud.
Algo había salido mal. Se había producido un deslizamiento, después de todo, o el estudiante de primer curso había cometido un error en los cálculos. Tal vez algo había ido mal con la propia red. Pero tenía sus modos de seguridad y de interrupción. Si algo hubiera ido mal con la red, Kivrin no habría logrado pasar. Y Badri había dicho que tenía el ajuste.
Tenía que ser el deslizamiento. Era lo único que podía haber fallado con el lanzamiento en marcha.
Ante él, Badri cruzó la calle, esquivando por los pelos una bicicleta. Dunworthy se deslizó entre dos mujeres que llevaban bolsas de compras aún más grandes que las de Mary, pasó por encima de un terrier blanco y su correa, y volvió a verlo dos puertas más allá.
– ¡Badri! -llamó. El técnico hizo ademán de volverse y chocó con una mujer de mediana edad con un gran paraguas floreado.
La mujer sostenía el paraguas ante ella, protegiéndose de la lluvia, y obviamente tampoco había visto a Badri. El paraguas, que estaba cubierto de violetas, pareció explotar hacia dentro, y luego cayó a la acera. Badri, todavía avanzando a ciegas, estuvo a punto de aterrizar encima.
– ¡Eh, mire por donde anda! -exclamó la mujer, furiosa, agarrada al filo de su paraguas-. Éste no es lugar para ir corriendo, ¿no?
Badri la miró con la misma expresión aturdida que tenía en el pub.
– Lo siento.
Dunworthy vio que se inclinaba a recoger el paraguas. Los dos parecieron luchar por encima de las violetas por un instante antes de que Badri agarrara el mango y enderezara el paraguas. Lo tendió a la mujer, cuyo redondo rostro estaba colorado por la furia, la fría lluvia o ambas cosas.
– ¿Lo siente? -espetó, alzando el mango por encima de su cabeza como si fuera a golpearlo con él-. ¿Es todo lo que tiene que decir?
Él se llevó la mano a la frente, inseguro, y entonces, como había hecho en el pub, pareció recordar dónde se hallaba y volvió a ponerse en marcha, prácticamente a la carrera. Entró en la puerta de Brasenose, y Dunworthy le siguió, cruzó el patio, entró por una puerta lateral al laboratorio, recorrió un pasillo y avanzó hasta la zona de la red. Badri estaba ya ante la consola, inclinado sobre ella, mirando la pantalla con el ceño fruncido.
Dunworthy tenía miedo de que estuviera llena de nieve, o aún peor, en blanco, pero mostraba las ordenadas columnas de cifras y matices de un ajuste.
– ¿Tienes el ajuste? -jadeó Dunworthy.
– Sí -contestó Badri. Se volvió y miró a Dunworthy. Había dejado de fruncir el ceño, pero tenía una expresión extraña y abstraída en el rostro, como si intentara concentrarse con esfuerzo-. ¿Cuándo fue…? -dijo, y empezó a tiritar. Su voz se apagó, como si hubiera olvidado qué iba a decir.
La puerta de finocristal se abrió de golpe, y entraron Gilchrist y Mary, seguidos de Latimer, que se debatía con su paraguas.
– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -les preguntó Mary.
– ¿Cuándo fue qué, Badri? -demandó Dunworthy.
– ¿Es esto? -intervino Gilchrist, inclinado sobre su hombro-. ¿Qué significan todos estos símbolos? Tendrá que traducirlos para los profanos.
– ¿Cuándo fue qué? -repitió Dunworthy.
Badri se llevó la mano a la frente.
– Algo falla -declaró.
– ¿Qué? -gritó Dunworthy-. ¿El deslizamiento? ¿Es el deslizamiento?
– ¿Deslizamiento? -dijo Badri, temblando tanto que apenas pudo pronunciar la palabra.
– Badri -dijo Mary-. ¿Se encuentra bien?
Badri puso de nuevo la expresión extraña y abstraída, como si estuviera considerando la respuesta.
– No -dijo, y se desplomó sobre la consola.
Oyó la campana mientras pasaba. Parecía débil y metálica, como la música ambiental que sonaba en la High en Navidad. Se suponía que la sala de control estaba insonorizada, pero cada vez que alguien abría la puerta de la antesala percibía el débil y espectral sonido de los villancicos.
La doctora Ahrens había llegado primero, y luego el señor Dunworthy, y las dos veces Kivrin estuvo convencida de que habían ido a decirle que no iba a hacer el viaje, después de todo. La doctora Ahrens casi había cancelado el lanzamiento en el hospital, cuando la vacuna antiviral de Kivrin se le inflamó en una gigantesca ampolla roja en la parte interior del brazo.
– No vas a ir a ninguna parte hasta que la hinchazón desaparezca -había dicho la doctora, y se negó a darle de alta. A Kivrin todavía le picaba el brazo, pero no estaba dispuesta a decírselo a la doctora Ahrens, porque ella bien podría decírselo al señor Dunworthy, quien estaba horrorizado desde que descubrió que iba a hacer el viaje.
Hace dos años le dije que quería ir, pensó Kivrin. Habían transcurrido dos años, y cuando el día anterior fue a mostrarle su disfraz, él todavía intentaba convencerla de lo contrario.
– No me gusta la forma en que Medieval está dirigiendo este lanzamiento -dijo-. Y aunque estuvieran tomando las precauciones adecuadas, una joven no tiene nada que hacer sola en la Edad Media.
– Todo está previsto -le dijo ella-. Soy Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, un noble que vivió en el East Riding de 1276 a 1332.
– ¿Y qué está haciendo la hija de un noble en el camino de Oxford a Bath, sola?
– No lo estaba. Iba con mis sirvientes, camino de Evesham, para recoger a mi hermano, que está enfermo en el monasterio de allí, cuando fuimos asaltados por ladrones.
– Por ladrones -asintió ella, impaciente-, y transmisores de enfermedades, y caballeros bandidos, y otra gentuza peligrosa. ¿Es que no había personas agradables en la Edad Media?
– Todos estaban muy ocupados quemando a las brujas en la hoguera.
Ella decidió que sería mejor cambiar de tema.
– He venido a mostrarle mi disfraz -dijo, volviéndose despacio para que él observara su saya azul y la capa forrada de piel blanca-. Durante el lanzamiento llevaré el cabello suelto.
– No tienes nada que hacer vestida de blanco en la Edad Media -dijo él-. Sólo te ensuciarás.
Él no se mostró más optimista esta mañana. Paseaba por la estrecha zona de observación como un padre expectante. Ella estuvo preocupada toda la mañana, temiendo que de repente interrumpiera todo el proceso.
Había habido retrasos y más retrasos. El señor Gilchrist tuvo que repetirle una y otra vez cómo funcionaba el grabador, como si fuera una estudiante de primer curso. Nadie tenía fe en ella, excepto tal vez Badri, e incluso él fue enloquecedoramente cuidadoso, midiendo y volviendo a medir la zona de la red y borrando en una ocasión toda una serie de coordenadas que tuvo que volver a introducir.
Kivrin pensaba que nunca llegaría el momento de colocarse en posición, y después de haberlo hecho, fue aún peor, tendida allí con los ojos cerrados, preguntándose qué sucedía. Latimer le dijo a Gilchrist que le preocupaba la forma ortográfica del nombre que habían escogido, como si la gente de aquella época supiera leer, ¡cómo iba a importarles la ortografía! Montoya se acercó y le dijo la forma de identificar Skendgate por sus frescos del Juicio Final en la iglesia, algo que había dicho a Kivrin al menos una docena de veces antes.
Alguien, le parecía que Badri porque era el único que no le daba instrucciones, se inclinó y le movió un poco el brazo hacia el cuerpo, y le tiró de la falda. El suelo estaba duro, y algo se le clavaba en el costado, justo por debajo de las costillas. El señor Gilchrist dijo algo, y la campana empezó a sonar de nuevo.
Por favor, por favor, pensó Kivrin, al tiempo que se preguntaba si la doctora Ahrens había decidido de pronto que necesitaba otra vacuna o si Dunworthy se había marchado corriendo a la Facultad de Historia y conseguido cambiar el baremo de nuevo a diez.
Fuera quien fuese debía de tener la puerta abierta, pues aún oía la campana, aunque no lograba identificar la canción. No se trataba de una canción. Era un lento y firme tañido que se detenía y continuaba, y Kivrin pensó, lo he conseguido.
Yacía sobre el costado izquierdo, con las piernas torpemente extendidas como si hubiera sido derribada por los hombres que la habían asaltado, el brazo cubriéndole a medias la cara para protegerse del golpe que le había manchado el rostro de sangre. La posición del brazo debería permitirle abrir los ojos sin ser vista, pero no los abrió todavía. Permaneció inmóvil, intentando escuchar.
A excepción de la campana, no había ningún otro sonido. Si se encontraba tendida en una carretera del siglo XIV, tendría que haber pájaros y ardillas, al menos. Probablemente su súbita aparición o el halo de la red, que dejaba en el aire durante varios minutos partículas parecidas a escarcha, los había hecho enmudecer.
Tras un largo minuto, un pájaro trinó, y luego otro. Algo se movió cerca, se detuvo y volvió a moverse. Una ardilla del siglo XIV o un ratón de campo. Hubo un movimiento más leve, probablemente el viento en las ramas de los árboles, aunque no notaba ninguna brisa en el rostro, y en lo alto, desde muy lejos, el distante sonido de la campana.
Se preguntó por qué doblaba. Podía estar llamando a vísperas. O a maitines. Badri le había advertido que no sabía cuánto deslizamiento habría. Había querido retrasar el lanzamiento mientras hacía una serie de comprobaciones, pero el señor Gilchrist aseguró que Probabilidad había predicho un deslizamiento medio de seis coma cuatro horas.
Kivrin no sabía a qué hora había llegado. Eran las once menos cuarto cuando salió de la sala de preparación (había visto a la señora Montoya mirar su digital y le preguntó qué hora era), pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado después. Le habían parecido horas.
El lanzamiento estaba previsto para mediodía. Si había saltado según lo previsto y Probabilidad tenía razón en lo del deslizamiento, debían de ser las seis de la tarde, lo cual era demasiado tarde para vísperas. Y por cierto, ¿por qué seguía doblando la campana?
Podía estar llamando a misa, o a un funeral o una boda. Las campanas repicaban casi constantemente en la Edad Media, para avisar de invasiones o incendios, para ayudar a un niño perdido a encontrar el camino de vuelta a la aldea, incluso para detener tormentas. Podía estar sonando por cualquier motivo.
Si el señor Dunworthy se encontrara aquí, estaría convencido de que se trataba de un funeral. «La esperanza de vida en el siglo XIV era de treinta y ocho años -le había dicho-, y sólo llegabas a esta edad si sobrevivías al cólera, la viruela y la gangrena; y si no comías carne podrida o bebías agua contaminada o te atropellaba un caballo. O te quemaban en la hoguera por bruja.»
O si te mueres congelada, pensó Kivrin. Empezaba a sentirse aterida, aunque sólo llevaba allí tendida un ratito. Fuera lo que fuese lo que la pinchaba en el costado, le había atravesado las costillas y le hería el pulmón. El señor Gilchrist le había indicado que permaneciera tendida durante varios minutos y luego se levantara tambaleándose, como si recuperara el sentido. A Kivrin le pareció que varios minutos no era suficiente, teniendo en cuenta la valoración que Probabilidad había hecho del número de personas en la carretera. Seguro que pasarían bastantes minutos antes de que un viajero pasara por allí, y ella no estaba dispuesta a renunciar a la ventaja que le proporcionaría el hecho de parecer inconsciente.
Y era una ventaja, a pesar de la idea del señor Dunworthy de que media Inglaterra se abalanzaría sobre una mujer inconsciente para violarla mientras la otra media esperaba cerca con la pira donde pretendían quemarla. Si estaba consciente, sus rescatadores le formularían preguntas. Si no lo estaba, discutirían acerca de ella y de otras cosas. Hablarían sobre dónde llevarla y especularían acerca de quién podría ser y de dónde podría venir, especulaciones que le proporcionarían mucha más información que un simple «¿Quién eres?».
Pero ahora sentía una abrumadora urgencia por hacer lo que el señor Gilchrist había sugerido: levantarse y echar un vistazo alrededor. El suelo estaba frío, le dolía el costado, y la cabeza empezaba a latirle al compás de la campana. La doctora Ahrens le había advertido que eso sucedería. Viajar hasta tan lejos en el pasado le daría síntomas de desplazamiento temporal: dolor de cabeza, insomnio y una alteración general de los ritmos circadianos. Estaba helada. ¿Era también un síntoma del desplazamiento temporal, o estaba el suelo tan frío que penetraba rápidamente su capa forrada de piel? ¿O era el deslizamiento peor de lo que el técnico pensaba y se encontraba realmente en mitad de la noche?
Se preguntó si estaría tendida en la carretera. En ese caso, no debería quedarse allí. Un caballo rápido o la carreta que había hecho los surcos podrían atropellada en la oscuridad.
Las campanas no suenan en mitad de la noche, se dijo, y a través de los párpados cerrados se filtraba demasiada luz para que estuviera oscuro. Pero si la campana que oía estaba tocando a vísperas, eso significaba que anochecía, y sería mejor que se levantara y echara un vistazo antes de que oscureciera.
Volvió a prestar atención, a los pájaros, al viento en las ramas, a un firme ruido de roce. La campana se detuvo, y el eco quedó resonando en el aire. Hubo un pequeño sonido, como un suspiro o el roce de un pie sobre el suelo, muy cerca.
Kivrin se tensó, esperando que el movimiento involuntario no se notara a través de la capa, y aguardó, pero no hubo pasos, ni voces. Ni pájaros. Había alguien, o algo, sobre ella. Estaba segura. Percibía su respiración, sentía su aliento encima. Permaneció allí durante largo rato, inmóvil. Después de lo que le pareció una eternidad, Kivrin advirtió que estaba conteniendo la respiración y soltó el aire lentamente. Escuchó, pero no oyó nada por encima del golpeteo de su propio pulso. Inspiró hondo, suspirando, y gimió.
Nada. Fuera lo que fuese no se movió, no hizo ningún ruido, y el señor Dunworthy tenía razón: fingir estar inconsciente no era forma de llegar a un siglo donde los lobos todavía merodeaban por los bosques. Y los osos. Los pájaros volvieron a cantar repentinamente, lo cual significaba que no se trataba de un lobo, o que el lobo se había marchado. Kivrin volvió a prestar atención, y abrió los ojos.
Sólo vio su propia manga pegada contra la nariz, pero el mero hecho de abrir los ojos hizo que la cabeza le doliera aún más. Los cerró, gimió, se agitó, moviendo el brazo lo suficiente para que cuando volviera a abrirlos pudiera ver algo. Gimió de nuevo y parpadeó.
No había nadie de pie junto a ella, y no era de noche. El cielo que aparecía más allá de las enmarañadas ramas de los árboles era de un pálido azul grisáceo. Kivrin se sentó y miró alrededor.
Casi lo primero que el señor Dunworthy le había dicho la primera vez que ella le confesó su deseo de ir a la Edad Media fue: «Eran sucios y estaban llenos de enfermedades, el estercolero de la historia, y cuanto antes te desprendas de cualquier noción de cuento de hadas al respecto, mejor.»
Tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Pero aquí estaba ella, en un bosque digno de hadas. Ella y la carreta y el resto de lo que había hecho el viaje en un pequeño espacio abierto demasiado diminuto y oscuro para ser llamado claro. Gruesos y altos árboles se alzaban alrededor.
Kivrin se encontraba bajo un roble. Vio unas cuantas hojas dispersas en las ramas peladas. El roble estaba lleno de nidos, aunque los pájaros habían vuelto a callar, acobardados por su movimiento. Los matorrales eran espesos, una alfombra de hojas muertas y hierbas secas que debería haber sido blanda pero no lo era. Lo que había estado molestando a Kivrin era la punta de una bellota. Setas blancas salpicadas de rojo se arracimaban cerca de las retorcidas raíces del roble. Como todo lo demás en el pequeño claro (los troncos de los árboles, la carreta, la hiedra) brillaban con el helado rocío.
Era obvio que allí no había nadie, que no lo había habido nunca; que aquello no era la carretera de Oxford a Bath y que ningún viajero iba a aparecer en una coma seis horas. Ni nunca. Los mapas medievales que habían utilizado para determinar el lugar del lanzamiento por lo visto eran tan inexactos como había predicho el señor Dunworthy. La carretera se encontraba más al norte de lo que indicaban los mapas, y ella estaba al sur, en el bosque de Wychwood.
– Asegure inmediatamente su emplazamiento temporal y espacial exacto -le había dicho el señor Gilchrist.
Cómo iba a hacerlo, ¿preguntándoselo a los pájaros? Estaban demasiado arriba para poder determinar a qué especie pertenecían, y las extinciones en masa no habían comenzado hasta la década de 1970. A menos que fueran palomas peregrinas o dodos, su presencia no indicaría ningún tiempo o lugar concreto de todas formas.
Empezó a sentarse en el suelo, y los pájaros estallaron en un salvaje aleteo. Permaneció inmóvil hasta que el ruido remitió y entonces se puso de rodillas. El aleteo comenzó de nuevo. Unió las manos, presionando la carne de sus palmas y cerrando los ojos para que el posible viajero que la viera al pasar pensara que estaba rezando.
– Estoy aquí -dijo, y entonces se detuvo. Si informaba que había aterrizado en mitad de un bosque, en vez de en la carretera de Oxford a Bath, sólo confirmaría los temores del señor Dunworthy: que Gilchrist no sabía lo que hacía y que ella no podía cuidar de sí misma, y entonces recordó que no importaría nada, pues él nunca oiría su informe hasta que hubiera regresado sana y salva.
Si regresaba, cosa que no haría si todavía se encontraba en este bosque cuando cayera la noche. Se levantó y miró alrededor. Eran las últimas horas de la tarde o las primeras de la mañana, no podía asegurarlo dentro del bosque, y tal vez no pudiera determinarlo por la posición del sol cuando viera el cielo. Dunworthy le había dicho que algunos historiadores pasaban toda su estancia en el pasado sin saber dónde se hallaban. Le había hecho aprender a ver usando sombras, pero tenía que saber qué hora era para hacerlo, y no había tiempo que perder preguntándose qué dirección era cada cual. Tenía que salir de aquel sitio. El bosque estaba casi enteramente cubierto por las sombras.
No había ni rastro de una carretera, ni de una senda siquiera. Kivrin rodeó la carreta y las cajas, buscando una abertura entre los árboles. Los matorrales parecían más escasos en lo que parecía ser el oeste, pero cuando se encaminó en esa dirección, mirando hacia atrás cada pocos pasos para asegurarse de que todavía podía ver el ajado azul del toldo de la carreta, se trataba sólo de un puñado de abedules cuyos blancos troncos daban impresión de espacio. Volvió a la carreta y se puso en marcha de nuevo en dirección contraria, aunque el bosque parecía más oscuro por ese lado.
La carretera se encontraba tan sólo a un centenar de metros de distancia. Kivrin pasó por encima de un tronco caído, atravesó un bosquecillo de sauces llorones, y llegó a la carretera. Así la había llamado Probabilidad, aunque no parecía una carretera. Ni siquiera parecía un camino, sino una trocha. Un sendero de vacas. Así que éstas eran las maravillosas carreteras de la Inglaterra del siglo XIV, las carreteras que estaban abriendo comercios y ensanchando horizontes.
Apenas era lo bastante ancha para un carromato, aunque estaba claro que los carros la usaban, o al menos un carro. Estaba llena de baches y cubierta de hojas. Había algunos charcos de lodo negro, y a lo largo del borde de la carretera se había formado hielo en los charcos.
Kivrin se encontraba en el fondo de una depresión. La carretera se extendía empinada en ambas direcciones y, en lo que parecía ser el norte, los árboles se detenían a mitad de la colina. Kivrin se volvió y miró atrás. Desde allí distinguió la carreta, una leve mancha azul, pero nadie la descubriría. La carretera se hundía en los bosques a cada lado, y se estrechaba, convirtiéndola en un punto perfecto para el acecho de ladrones y asesinos.
Era el lugar adecuado para dar credibilidad a su historia, pero nunca la verían al pasar por la estrecha carretera, y si llegaban a ver la pequeña mancha azul, pensarían que era alguien que esperaba para asaltarlos y espolearían a sus caballos para huir.
A Kivrin se le ocurrió de repente que, acechando entre los matorrales, parecía más un asesino que una doncella inocente que acababa de ser golpeada en la cabeza.
Salió a la carretera y se llevó la mano a la sien.
– ¡Socorredme, pues me hallo en gran necesidad! -exclamó.
Se suponía que el intérprete traduciría automáticamente lo que dijera en inglés medio, pero el señor Dunworthy había insistido en que memorizara sus primeras palabras. Latimer y ella habían trabajado en la pronunciación toda la tarde del día anterior.
– ¡Socorredme, pues he sido robada por unos alevosos villanos!
Pensó en tenderse en el camino, pero ahora que estaba al descubierto comprendió que era aún más tarde de lo que pensaba, casi la puesta de sol, y si quería ver qué había más allá de la colina, era mejor que no se retrasara. Pero primero tenía que marcar su punto de encuentro con algún tipo de señal.
No había nada distintivo en los sauces que flanqueaban la carretera. Buscó una piedra para colocarla en un lugar desde donde pudiera ver la carreta, pero no encontró ninguna entre los matorrales situados al borde del camino. Finalmente, volvió a abrirse paso entre la maleza, enganchándose el cabello y la capa en las ramas de los sauces, cogió el pequeño cofre que era copia del que había en el Ashmolean, y volvió con él al borde de la carretera.
No era perfecto (era lo bastante pequeño para que alguien que pasara se lo llevara), pero sólo iba a llegar a la cima de la colina. Si decidía dirigirse a la aldea más cercana, volvería y haría una señal más permanente. Y pronto no pasaría nadie. Los empinados lados de los surcos estaban congelados, las hojas no habían sido tocadas, y la capa de hielo de los charcos estaba intacta. No había pasado nadie por la carretera en todo el día, tal vez en toda la semana.
Disimuló el cofre con hierbas y empezó a subir la colina. La carretera, a excepción del congelado barrizal del fondo, era más lisa de lo que Kivrin esperaba, y plana, lo cual significaba que los caballos la usaban bastante a pesar de su aspecto desierto.
Fue una escalada fácil, pero Kivrin se sintió agotada antes de haber dado unos pocos pasos, y la sien empezó a latirle de nuevo. Esperaba que sus síntomas de desplazamiento temporal no empeoraran: comprobó que estaba muy lejos de ninguna parte. O tal vez se trataba sólo de una ilusión. Todavía no había «asegurado su emplazamiento temporal exacto», y el camino, el bosque, no contenían nada que indicara con seguridad que se trataba de 1320.
Los únicos signos de civilización eran aquellos surcos, que significaban que podía estar en cualquier época después de la invención de la rueda y antes de las carreteras asfaltadas, y tal vez ni siquiera eso. Había caminos exactamente igual que éste apenas a diez kilómetros de Oxford, amorosamente conservados por el Fondo Nacional para los turistas americanos y japoneses.
Tal vez no hubiera viajado a ningún sitio, y al otro lado de la colina encontraría la Ml o la excavación de la señora Montoya, o una instalación de Iniciativa de Defensa Estratégica. Odiaría certificar mi emplazamiento temporal siendo atropellada por una bicicleta o un automóvil, pensó, y se colocó torpemente junto a la carretera. Pero si no he ido a ninguna parte, ¿por qué tengo este horrible dolor de cabeza y siento que no puedo dar ni un paso más?
Llegó a la cima de la colina y se detuvo, sin aliento. No había necesidad de apartarse del camino. Ningún coche lo había recorrido todavía. Ni ningún caballo o carreta tampoco. Y se encontraba, como había pensado, muy lejos de cualquier lugar. Allí no había árboles, y veía a kilómetros de distancia. El bosque donde se encontraba la carreta estaba a mitad de la colina y se extendía al sur y al oeste. Si Kivrin hubiera aparecido más al interior del bosque, se habría perdido.
También había árboles al este, siguiendo un río del que vislumbraba ocasionales destellos azules y plateados (¿el Támesis?, ¿el Cherwell?), y un bosquecillo de árboles salpicando todo el paisaje intermedio, más árboles de los que había creído que pudieran existir en Inglaterra. El Libro del Día del Juicio Final de 1086 informaba que sólo el quince por ciento de la tierra era bosque, y Probabilidad había calculado que las tierras despejadas para crear prados y asentamientos lo habrían reducido al doce por ciento en el siglo XIV. Ellos, o los hombres que habían escrito el Libro del Día del Juicio Final, habían subestimado las cifras. Había árboles por todas partes.
Kivrin no vio ninguna aldea. Los bosques estaban pelados, las ramas grises y negras a la luz del ocaso, y debería poder ver las iglesias y mansiones a través de ellos, pero no avistó nada que pareciera una población.
Pero tenía que haber asentamientos, porque había prados, y estrechas franjas valladas que eran claramente medievales. Unas ovejas pastaban en uno de los prados, y eso también era medieval, pero no pudo ver a nadie cuidándolas. Al este, a lo lejos, había una mancha cuadrada gris que tenía que ser Oxford. Entornando los ojos, Kivrin casi distinguió las paredes y la forma achaparrada de la torre de Carfax, aunque no veía ningún indicio de las torres de St. Frideswide's o de Osney con la escasa luz.
Decididamente, estaba oscureciendo. El cielo era de un pálido azul violeta con una pincelada de rosa cerca del horizonte occidental, y no se sorprendió porque mientras contemplaba seguía oscureciendo.
Kivrin se persignó y cruzó las manos en una oración, acercando los dedos a su rostro.
– Bien, señor Dunworthy, aquí estoy. Al parecer me encuentro en el lugar adecuado, más o menos. No estoy justo en la carretera de Oxford a Bath, sino a unos quinientos metros al sur, en un camino lateral. Diviso Oxford. Queda a unos quince kilómetros de distancia.
Dio su estimación de la estación y la hora del día que era, y describió lo que le parecía ver, y luego se detuvo y se cubrió el rostro con las manos. Debería decir al Libro del Día del Juicio Final lo que pretendía hacer, pero estaba desorientada. Tendría que haber una docena de aldeas en la llanura al oeste de Oxford, pero no veía ninguna, aunque los terrenos cultivados que les pertenecían estaban allí, y también la carretera.
No había nadie en el camino, que se curvaba al otro lado de la colina y desaparecía inmediatamente en un denso bosquecillo, pero un kilómetro más allá estaba la carretera donde debería haberla dejado el lanzamiento, ancha y lisa y verde claro, a la que este camino conducía claramente. Por lo que alcanzaba a ver, no había nadie en la carretera tampoco.
A la izquierda, a mitad de camino de Oxford, atisbo un movimiento distante, pero sólo se trataba de una fila de vacas que volvía a casa ante un puñado de árboles que debían de ocultar una aldea. No era la aldea que la señora Montoya quería que buscara: Skendgate se encontraba al sur de la carretera.
A menos que estuviera en un lugar completamente equivocado, lo cual no era el caso. Oxford se encontraba definitivamente al este, y el Támesis se curvaba al sur, dirigiéndose a lo que tenía que ser Londres, pero nada de eso le indicaba dónde quedaba la aldea. Podía estar entre este lugar y la carretera, alejada de la vista, o al otro lado, o en otro camino o sendero lateral. No había tiempo de comprobarlo.
Oscurecía rápidamente. Al cabo de media hora habría luces con que guiarse, pero no podía esperar tanto. El color sonrosado ya se había convertido en un violeta oscuro al oeste, y el azul era casi púrpura. Empezaba a hacer frío. Se había levantado viento. Los pliegues de la capa se agitaban a su espalda, y se arrebujó en ella. No quería pasar una noche de diciembre en un bosque con un horrible dolor de cabeza y una carnada de lobos, pero tampoco quería pasarla en una carretera de frío aspecto, esperando a que apareciera alguien.
Podría encaminarse hacia Oxford, pero no había forma de llegar allí antes de que anocheciera. Si encontrara una aldea, cualquier aldea, podría pasar allí la noche y buscaría más tarde el poblado de la señora Montoya. Miró de nuevo hacia la carretera por la que había subido, intentando captar un destello de luz o de humo de una chimenea, pero no había nada. Empezaron a castañetearle los dientes.
Entonces las campanas empezaron a repicar. La campana de Carfax primero, sonando igual que siempre aunque debía de haber sido refundida al menos tres veces desde 1300, y luego, antes de que el primer golpe se apagara, las demás, como si hubieran estado esperando una señal de Oxford. Estaban llamando a vísperas, por supuesto, llamando a la gente de los campos, advirtiéndoles que dejaran de trabajar y fueran a rezar. Y diciéndoles dónde estaban las aldeas. Las campanas sonaban casi al unísono, aunque percibía cada una por separado, algunas tan lejanas que sólo un eco final y más profundo la alcanzaba. Allí, tras la fila de árboles, y allí, y allí. La aldea a la que se dirigían las vacas estaba allí, tras un promontorio bajo. Las vacas empezaron a caminar más rápido con el sonido de la campana.
Había dos aldeas prácticamente ante sus narices, una al otro lado de la carretera, la otra varios prados más allá, junto al arroyo flanqueado por los árboles. Skendgate, la aldea de la señora Montoya, se encontraba donde creía, por donde había venido, tras los surcos helados, tras la colina baja, a unos tres kilómetros.
Kivrin unió las manos.
– Acabo de descubrir dónde está la aldea -dijo, preguntándose si los tañidos de la campana llegarían al Libro del Día del Juicio Final-. Está en este camino lateral. Voy a recoger la carreta y la arrastraré hasta el camino, y luego iré tambaleándome a la aldea antes de que oscurezca y me desplomaré ante la puerta de alguien.
Una de las campanas sonaba muy lejos al suroeste, tan débil que apenas la oía. Se preguntó si era la que había escuchado antes, y por qué sonaba. Tal vez Dunworthy tuviera razón y se trataba de un funeral.
– Estoy bien, señor Dunworthy -dijo a sus manos-. No se preocupe por mí. Llevo aquí más de una hora y no me ha pasado nada malo.
Las campanas se apagaron lentamente, guiadas una vez más por la de Oxford, aunque curiosamente su sonido gravitó en el aire más tiempo que las demás. El cielo se volvió azul-violeta, y una estrella apareció en el suroeste. Las manos de Kivrin estaban todavía unidas en una plegaria.
– Es hermoso.
Bien, señor Dunworthy, aquí estoy. Al parecer me encuentro en el lugar adecuado, más o menos. No estoy justo en la carretera de Oxford a Bath, sino a unos quinientos metros al sur, en un camino lateral. Diviso Oxford. Queda a unos quince kilómetros de distancia.
No sé exactamente cuándo he aparecido, pero si era mediodía según lo previsto, ha habido unas cuatro horas de deslizamiento. Es la época del año adecuada. Los árboles están pelados, pero las hojas que cubren el suelo están más o menos intactas, y sólo un tercio de los prados han sido arados. No podré decir mi localización temporal exacta hasta que llegue a la aldea y le pregunte a alguien qué día es. Probablemente usted sabe más que yo acerca de dónde y cuándo estoy, o al menos lo sabrá después de hacer el ajuste.
Pero sé que estoy en el siglo adecuado. Desde la pequeña colina donde me encuentro veo prados. Hay las clásicas franjas medievales, con los finales redondeados donde giran los bueyes. Los pastos están limitados por setos, y una tercera parte son típicos setos sajones, mientras el resto son espinos normandos.
Probabilidad puso la ratio de 1300 entre el veinticinco y el setenta y cinco por ciento, pero basándose en Suffolk, que está más al este.
Al sur y al oeste se extiende un bosque (¿Wychwood?), todo helado, por lo que puedo ver. Al este veo el Támesis. Casi diviso Londres, aunque sé que es imposible. En 1320 tendría que estar a más de cincuenta millas, en vez de sólo a veinte. Sigo pensando que desde aquí lo veo. Distingo claramente las murallas de la ciudad de Oxford, y la torre de Carfax.
Es hermoso. No me parece que esté a setecientos años de usted. Oxford queda ahí mismo, a mi alcance, y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que si bajara de esta colina y me dirigiera a la ciudad, los encontraría a todos ustedes, todavía en el laboratorio de Brasenose esperando el ajuste; Badri con el ceño fruncido ante las pantallas y la señora Montoya ansiosa por volver a su excavación, y a usted, señor Dunworthy, cloqueando como una vieja gallina clueca. No me siento separada de ustedes, ni tampoco muy lejana.
La mano de Badri se retiró de su frente mientras se derrumbaba, y su codo golpeó la consola e interrumpió su caída durante un segundo, y Dunworthy miró ansiosamente a la pantalla, temiendo que hubiera golpeado alguna tecla e interferido los datos. Badri se desplomó en el suelo.
Latimer y Gilchrist no intentaron sujetarlo tampoco. Latimer ni siquiera pareció advertir que hubiera sucedido nada. Mary se abalanzó hacia Badri de inmediato, pero estaba detrás de los demás y sólo consiguió cogerlo por la manga. Se arrodilló al instante junto a él, lo puso de espaldas y se colocó un auricular en el oído.
Rebuscó en su bolsa, sacó un blíper, y pulsó el botón de llamada durante cinco segundos.
– ¿Badri? -dijo en voz alta, y sólo entonces Dunworthy advirtió lo silenciosa que se había quedado la sala. Gilchrist se encontraba de pie en su sitio. Parecía furioso. Le aseguro que hemos considerado todas las contingencias posibles. Evidentemente, no había considerado ésta.
Mary dejó de pulsar el botón del blíper y sacudió suavemente los hombros de Badri. No hubo respuesta. Le echó la cabeza atrás y se inclinó sobre su rostro, la oreja prácticamente en su boca abierta y la cabeza vuelta para poder ver su pecho. Badri no había dejado de respirar. Dunworthy comprobó que su pecho subía y bajaba, y Mary también. Ella alzó la cabeza inmediatamente, pulsando el blíper, y colocó dos dedos contra el cuello del hombre, los mantuvo allí durante lo que pareció una eternidad, y entonces se llevó el blíper a la boca.
– Estamos en Brasenose. En el laboratorio de Historia -dijo al aparato-. Cinco-dos. Colapso. Síncope. No hay evidencia de ataque -retiró la mano del botón de llamada y levantó el párpado de Badri.
– ¿Síncope? -preguntó Gilchrist-. ¿Qué es eso? ¿Qué ha sucedido?
Ella lo miró, irritada.
– Se ha desmayado -dijo-. Dame mi maletín -pidió a Dunworthy-. En la bolsa de las compras.
Ella había derribado la bolsa mientras sacaba el blíper. Yacía de lado. Dunworthy rebuscó entre las cajas y paquetes, encontró una dura caja de plástico que parecía del tamaño adecuado, y la abrió. Estaba llena de petardos sorpresa de Navidad rojos y verdes. Volvió a guardarlos en la bolsa.
– Vamos -urgió Mary, desabrochando la camisa de Badri-. No tengo todo el día.
– Es que no lo encuentro… -empezó a decir Dunworthy.
Ella le arrebató la bolsa y la volcó. Los petardos sorpresa rodaron por todas partes. La caja de la bufanda se abrió, y la prenda cayó al suelo. Mary cogió su bolso, lo abrió, y sacó un gran maletín plano. Lo abrió y sacó un taquiobrazalete. Lo abrochó alrededor de la muñeca de Badri y se volvió a mirar las lecturas de tensión sanguínea en el monitor del maletín.
La forma de la señal no dijo nada a Dunworthy, y por la reacción de Mary no supo lo que pensaba que significaba. Badri no había dejado de respirar, su corazón no había dejado de latir, y no estaba sangrando, por lo que Dunworthy podía ver. Tal vez sólo se había desmayado. Pero la gente no se caía sin más, excepto en los libros y los vids. Debía de estar herido o enfermo. Cuando llegó al pub parecía casi en estado de conmoción. ¿Le habría atropellado una bicicleta como la que había estado a punto de arrollar a Dunworthy, y no haberse dado cuenta al principio de que estaba herido? Eso explicaría su desconcierto, su peculiar agitación.
Pero no el hecho de que hubiera salido sin abrigo, que hubiera dicho: «Necesito que venga», que hubiera dicho: «Algo falla.»
Dunworthy se volvió y miró la pantalla de la consola. Todavía mostraba las matrices que tenía cuando el técnico se desplomó. No sabía interpretarlas, pero parecía un ajuste normal, y Badri había dicho que Kivrin había pasado bien. Algo falla.
Con la palma de las manos, Mary palpaba los brazos de Badri, los lados de su pecho, las piernas. Los párpados de Badri se agitaron, y entonces volvió a cerrar los ojos.
– ¿Saben si Badri tenía algún problema de salud?
– Es técnico del señor Dunworthy -acusó Gilchrist-. De Balliol. Nos lo prestó -añadió, haciendo que pareciera como si Dunworthy fuese de algún modo responsable de lo sucedido, como si hubiera preparado el colapso del técnico para sabotear el proyecto.
– No sé nada de problemas de salud -dijo Dunworthy-. Debió de pasar pruebas completas al principio del trimestre.
Mary no pareció satisfecha. Se puso el estetoscopio y escuchó el corazón del técnico durante un largo minuto, volvió a comprobar las lecturas de la tensión sanguínea, le tomó el pulso de nuevo.
– ¿Y no sabes nada de un historial de epilepsia? ¿Diabetes?
– No -dijo Dunworthy.
– ¿Ha tomado alguna vez drogas o endorfinas ilegales? -no esperó a que él le respondiera. Pulsó de nuevo el botón del blíper-. Aquí Ahrens. Pulso ciento diez. Tensión sanguínea sesenta, cien. Estoy haciendo un análisis -rasgó una gasa, clavó una aguja en el brazo donde no estaba el brazalete, abrió otro paquete.
Drogas o endorfinas ilegales. Eso explicaría su agitación, su habla inconexa. Pero si las tomaba, habrían aparecido en la prueba de principios de trimestre y no habría podido elaborar los complicados cálculos de la red. Algo falla.
Mary volvió a pinchar el brazo y deslizó una cánula bajo la piel. Badri abrió los ojos.
– Badri, ¿me oyes? -preguntó Mary. Buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó una brillante cápsula roja-. Tengo que darle un temp -dijo, y se la acercó a los labios, pero él no mostró ninguna señal de haber oído.
Ella volvió a guardarse la cápsula y empezó a rebuscar en el maletín.
– Avísame cuando las lecturas aparezcan en esa cánula -le dijo a Dunworthy, lo sacó todo del maletín y luego volvió a guardarlo. Soltó el botiquín y buscó en su bolso-. Creía que tenía un termómetro de piel.
– Las lecturas ya están -informó Dunworthy.
Mary alzó el blíper y empezó a leer los números.
Badri abrió los ojos.
– Tienen que… -dijo, y volvió a cerrarlos-. Tanto frío -murmuró.
Dunworthy se quitó el abrigo, pero estaba demasiado húmedo para ponérselo encima. Miró alrededor, buscando algo con lo que poder cubrirlo. Si esto hubiera sucedido antes de la marcha de Kivrin, podría haber usado aquella especie de capa que ella llevaba. La chaqueta de Badri estaba bajo la consola. Dunworthy se la tendió encima.
– Frío -murmuró Badri, y empezó a tiritar.
Mary, todavía recitando lecturas en el blíper, lo miró bruscamente.
– ¿Qué ha dicho?
Badri murmuró algo más y entonces dijo claramente:
– Me duele la cabeza.
– Dolor de cabeza -dijo Mary-. ¿Siente náuseas?
Él movió un poco la cabeza para indicar que no.
– ¿Cuándo fue…? -empezó, y la cogió por el brazo.
Ella le cogió el brazo a su vez, frunció el ceño, y le colocó la otra mano en la frente.
– Tiene fiebre -observó.
– Algo falla -murmuró Badri, y cerró los ojos. Le soltó el brazo y su mano cayó al suelo.
Mary la recogió, miró las lecturas y le palpó la frente una vez más.
– ¿Dónde está ese maldito termómetro? -exclamó, y empezó a buscar de nuevo en el maletín.
El blíper trinó.
– Ya están aquí -suspiró ella-. Que alguien vaya y les muestre el camino -dio una palmadita en el pecho de Badri-. Quédese quieto.
Dos auxiliares del hospital, hombre y mujer, estaban ya en la puerta cuando Dunworthy la abrió. Entraron cargando maletines del tamaño de baúles.
– Transporte inmediato -dijo Mary antes de que pudieran abrir los baúles. Se incorporó-. Trae la camilla -indicó a la doctora-. Y dame un termómetro y una sonda.
– Creía que el personal de Siglo Veinte habría sido investigado en busca de dorfinas y drogas -dijo Gilchrist.
Uno de los enfermeros pasó junto a él con una bomba de aire.
– Medieval nunca permitiría… -se apartó para dejar paso a la mujer, que traía la camilla.
– ¿Es una sobredosis? -preguntó el enfermero, mirando fijamente a Gilchrist.
– No -contestó Mary-. ¿Has traído el termómetro de piel?
– No tenemos -dijo él, insertando el tubo en la ranura-. Sólo un termistor y temps. Tendremos que esperar hasta que lo ingresemos -sostuvo la bolsa de plástico por encima de su cabeza durante un momento, hasta que el alimentador de grav puso el motor en marcha, y luego pegó la bolsa en el pecho de Badri.
La doctora le quitó la chaqueta a Badri y lo cubrió con una gran manta gris.
– Frío -musitó Badri-. Tiene que…
– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó Dunworthy.
– El ajuste…
– Una, dos y tres -contaron los enfermeros al unísono, y lo colocaron sobre la camilla.
– James, señor Gilchrist, tendrán que venir al hospital conmigo para rellenar los impresos de admisión -dijo Mary-. Y necesitaré su historial médico. Uno de ustedes puede venir en la ambulancia; que el otro nos siga.
Dunworthy no esperó a discutir con Gilchrist cuál de los dos viajaría en la ambulancia. Subió detrás de Badri, que respiraba con dificultad, como si el hecho de haber sido transportado a la camilla hubiera sido un esfuerzo demasiado grande.
– Badri -urgió-, dijiste que algo fallaba. ¿Te referías al ajuste?
– Conseguí el ajuste -dijo Badri, con el ceño fruncido.
El enfermero, que conectaba a Badri a un extraño conjunto de pantallas, parecía irritado.
– ¿Se equivocó el estudiante con las coordenadas? Es importante, Badri. ¿Cometió un error con las coordenadas remotas?
Mary subió a la ambulancia.
– Como jefe en funciones, yo debería ser quien acompañara al paciente en la ambulancia -oyó Dunworthy decir a Gilchrist.
– Reúnase con nosotros en Admisiones en el hospital -dijo Mary, y cerró las puertas-. ¿Tenéis ya su temperatura? -preguntó al enfermero.
– Sí. Treinta y nueve coma cinco grados. Tensión noventa, cincuenta y cinco; pulso ciento quince.
– ¿Hubo un error en las coordenadas? -preguntó Dunworthy a Badri.
– ¿Están seguros ahí atrás? -preguntó el conductor a través del interfono.
– Sí -respondió Mary-. Código uno.
– ¿Cometió Puhalski un error en las coordenadas de emplazamiento del remoto?
– No -dijo Badri. Agarró la solapa de la chaqueta de Dunworthy.
– ¿Es el deslizamiento entonces?
– Debo estar… -murmuró Badri-. Tan preocupado.
Las sirenas ulularon, apagando el resto de sus palabras.
– ¿Debes estar qué? -gritó Dunworthy por encima del gemido que subía y bajaba.
– Algo falla -repitió Badri, y volvió a desmayarse.
Algo fallaba. Tenía que ser el deslizamiento. Excepto las coordenadas, era lo único que podía haber ido mal en un lanzamiento ya efectuado, y Badri había dicho que las coordenadas de situación eran correctas. ¿Pero cuánto deslizamiento se había producido, entonces? Badri le había dicho que podía llegar a las dos semanas, y no habría ido corriendo hasta el pub sin el abrigo en medio de la lluvia a menos que fuera mucho más. ¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Tres meses? Sin embargo, le había dicho a Gilchrist que los preliminares mostraban un deslizamiento mínimo. Mary se abrió paso y colocó la mano sobre la frente de Badri otra vez.
– Añade tiosalicilato de sodio al gotero -ordenó-. Y empieza un test WBC. James, quítate de en medio.
Dunworthy se sentó en un banco, al fondo de la ambulancia.
Mary volvió a coger el blíper.
– Preparados para un CBC completo y serotipeo.
– ¿Pileonefritis? -dijo el enfermero, viendo cómo las lecturas cambiaban. Tensión noventa y seis, sesenta; pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco.
– No lo creo -respondió Mary-. En principio no hay dolores abdominales, pero es evidente que con esta temperatura se trata de una infección de algún tipo.
Las sirenas redujeron bruscamente su frecuencia y se apagaron. El auxiliar empezó a arrancar los cables de los enchufes de la pared.
– Ya estamos aquí, Badri -dijo Mary, dándole de nuevo un golpecito en el pecho-. Pronto le tendremos como una rosa.
Él no dio señal alguna de haberla oído. Mary le subió la manta hasta el cuello y colocó encima el manojo de llaves. El conductor abrió la puerta y sacaron la camilla.
– Quiero un hemograma completo -dijo Mary, agarrándose a la puerta mientras bajaba-. CF, HI e ID antigénica.
Dunworthy bajó tras ella y la siguió al Departamento de Bajas.
– Necesito un historial médico -le estaba diciendo ella a la encargada de registro-. De Badri… ¿cuál es su apellido, James?
– Chaudhuri.
– ¿Número de Seguridad Social? -preguntó la encargada.
– No lo sé -dijo Dunworthy-. Trabaja en Balliol.
– ¿Sería tan amable de deletrearme el nombre, por favor?
– C-H-A… -dijo él. Mary desaparecía ya hacia el interior de Admisiones. La siguió.
– Lo siento, señor -dijo la encargada, quien salió de detrás del mostrador para bloquearle el paso-. Debe esperar aquí…
– Tengo que hablar con el paciente que acaban de admitir.
– ¿Es usted pariente suyo?
– No. Soy su jefe. Es muy importante.
– Ahora mismo está en un cubículo de análisis -explicó ella-. Pediré permiso para que pueda usted verlo en cuanto hayan terminado el examen -volvió a sentarse torpemente tras el mostrador, como dispuesta a saltar de nuevo ante el menor movimiento por su parte.
Dunworthy pensó en colarse en la sala, pero no quería arriesgarse a que lo expulsaran del hospital, y en cualquier caso Badri no estaba en condiciones de hablar. Estaba claramente inconsciente cuando lo sacaron de la ambulancia. Inconsciente y con una fiebre de treinta y nueve coma cinco. Algo fallaba.
La encargada lo miraba con recelo.
– ¿Le importaría volver a deletrearme el nombre del paciente?
Él le deletreó Chaudhuri y luego le preguntó dónde podría encontrar un teléfono.
– Pasillo abajo. ¿Edad?
– No lo sé. ¿Veinticinco? Lleva cuatro años en Balliol.
Respondió como mejor pudo al resto de las preguntas y luego miró hacia la puerta para ver si Gilchrist había llegado ya, recorrió el pasillo hasta los teléfonos y llamó a Brasenose. Se puso el portero, que decoraba un árbol de Navidad artificial en el mostrador de la portería.
– Póngame con Puhalski -dijo Dunworthy, esperando que ése fuera el nombre del técnico de primer curso.
– No está aquí -contestó el portero, envolviendo una guirnalda plateada sobre las ramas con la mano libre.
– Bien, en cuanto vuelva, dígale por favor que necesito hablar con él. Es muy importante. Necesito que me lea un ajuste. Estoy en… -Dunworthy esperó a que el portero terminara de colocar la guirnalda y escribiera el número de la cabina, cosa que hizo por fin, en la tapa de una caja de adornos-. Si no me localiza en este número, dígale que llame al Departamento de Admisiones del hospital. ¿Cuándo cree que volverá?
– Es difícil de decir -dijo el portero, desenvolviendo un ángel-. Algunos vuelven unos días antes, pero la mayoría no aparece hasta el primer día del trimestre.
– ¿Qué quiere decir? ¿No está en el colegio?
– Lo estaba. Iba a dirigir la red para Medieval, pero cuando descubrió que no lo necesitaban, se fue a casa.
– Necesito su dirección y su número de teléfono.
– Está en algún lugar de Gales, creo, pero para conseguir estos datos tendría que hablar con la secretaria del colegio, y ahora mismo tampoco está aquí.
– ¿Cuándo volverá ella?
– No podría decírselo, señor. Se fue a Londres a hacer unas compras navideñas.
Dunworthy dio otro mensaje mientras el portero enderezaba las alas del ángel, y luego colgó y trató de pensar si había algún otro técnico en Oxford durante Navidad. Naturalmente que no, o Gilchrist no habría usado un estudiante de primer curso.
Llamó a Magdalen de todas formas, pero no obtuvo respuesta. Colgó, pensó un instante, y luego llamó a Balliol. Tampoco hubo respuesta allí. Finch debía de estar mostrando a las campaneras americanas las campanas del Gran Tom. Miró su digital. Sólo eran las dos y media. Parecía mucho más tarde. Tal vez sólo estarían almorzando.
Llamó al comedor de Balliol, pero siguió sin obtener respuesta. Volvió a la zona de espera, deseando que Gilchrist estuviera allí. No la encontró, pero sí a los dos auxiliares médicos, hablando con una enfermera. Gilchrist probablemente había vuelto a Brasenose para planear su siguiente lanzamiento. Tal vez enviaría a Kivrin directamente a la Peste Negra para que hiciera observaciones directas.
– Está usted aquí -dijo la enfermera-. Temía que se hubiera marchado. ¿Tendría la bondad de acompañarme?
Dunworthy había supuesto que le hablaba a él, pero los auxiliares lo siguieron.
– Aquí estamos, pues -dijo ella, abriéndoles una puerta. Los auxiliares entraron en fila-. Hay té en el carrito, y un aseo justo allí.
– ¿Cuándo podré ver a Badri Chaudhuri? -preguntó Dunworthy, sosteniendo la puerta para que ella no la cerrara.
– La doctora Ahrens le atenderá directamente -respondió la enfermera, y cerró la puerta de todas formas.
La auxiliar estaba ya sentada en una silla, las manos en los bolsillos. El hombre se hallaba junto al carrito de té, enchufando la tetera eléctrica. Ninguno de ellos había hecho ninguna pregunta a la encargada mientras recorrían el pasillo, de forma que todo aquello tal vez fuera asunto de rutina, aunque Dunworthy no podía imaginar por qué querían ver a Badri. O por qué los habían llevado a todos aquí.
La sala de espera estaba en un ala completamente distinta de Admisiones. Tenía las mismas sillas destrozaespaldas, las mismas mesas con inspirados panfletos encima, las mismas guirnaldas de papel de estaño colocadas sobre el carrito de té y aseguradas con puñados de acebo de plasteno. Sin embargo, no había ventanas, ni siquiera en la puerta. Era apartada y privada, el tipo de sala donde la gente esperaba malas noticias.
Dunworthy se sentó, súbitamente agotado. Malas noticias. Una infección de algún tipo. Tensión de noventa y seis, pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco. El otro único técnico de Oxford estaba en Gales y la secretaria de Basingame hacía sus compras de Navidad. Y Kivrin se encontraba en algún lugar de 1320, a días o incluso semanas de donde se suponía que debía estar. O meses.
El auxiliar médico sirvió leche y azúcar en una taza y la removió, esperando a que la tetera eléctrica se calentara. La mujer parecía haberse quedado dormida.
Dunworthy la miró, pensando en el deslizamiento. Badri había dicho que los cálculos preliminares indicaban un deslizamiento mínimo, pero sólo eran preliminares. Según pensaba Badri, dos semanas de deslizamiento era lo más probable, y eso sonaba bastante lógico.
Cuanto más atrás era enviado un historiador, mayor era el deslizamiento medio. Los lanzamientos de Siglo Veinte normalmente tenían sólo unos minutos, los de Siglo Dieciocho unas cuantas horas. Magdalen, que todavía estaba dirigiendo lanzamientos no tripulados al Renacimiento, tenía deslizamientos de entre tres y seis días.
Pero eran sólo promedios.
El deslizamiento variaba de una persona a otra, y era imposible predecirlo para un lanzamiento determinado. Siglo Diecinueve había tenido uno de cuarenta y ocho días, y en zonas deshabitadas normalmente no había deslizamiento ninguno.
Y con frecuencia la cantidad parecía arbitraria, caprichosa. Cuando hicieron las primeras comprobaciones de deslizamiento para Siglo Veinte allá en los años veinte, Dunworthy se colocó en el patio vacío de Balliol y fue enviado a las dos de la madrugada del catorce de septiembre de 1956, con un deslizamiento de sólo tres minutos. Pero cuando le enviaron de nuevo a las 2.08, el deslizamiento fue de casi dos horas, y apareció casi encima de un estudiante que volvía a hurtadillas después de una noche de juerga.
Kivrin podría estar a seis meses de donde se suponía que debía estar, completamente ajena a cuándo sería el encuentro. Y Badri había ido corriendo al pub para decirle que la rescataran.
Mary entró, aún con el abrigo puesto. Dunworthy se levantó.
– ¿Es Badri? -preguntó, temiendo la respuesta.
– Todavía está en Admisiones -dijo ella-. Necesitamos su número de la Seguridad Social, y no encontramos sus archivos en el registro de Balliol.
Su pelo gris estaba revuelto de nuevo, pero por lo demás parecía tan profesional como cuando discutía con Dunworthy sobre sus estudiantes.
– No es miembro del colegio -explicó Dunworthy, sintiéndose aliviado-. Los técnicos son asignados a colegios individuales, pero son empleados oficialmente por la Universidad.
– Entonces, sus archivos deberían estar en la oficina del administrador. Bien. ¿Sabes si ha salido de Inglaterra en el último mes?
– Hizo un trabajo para Siglo Diecinueve en Hungría hace dos semanas. Ha estado en Inglaterra desde entonces.
– ¿Ha recibido alguna visita de parientes de Paquistán?
– No tiene ninguno. Es tercera generación. ¿Has averiguado lo que tiene?
Ella no le estaba escuchando.
– ¿Dónde están Gilchrist y Montoya? -preguntó.
– Le dijiste a Gilchrist que se reuniera con nosotros, pero no había llegado todavía cuando me trajeron aquí.
– ¿Y Montoya?
– Se marchó en cuanto terminó el lanzamiento.
– ¿Tienes idea de dónde puede haber ido?
No más que tú, pensó Dunworthy. También la viste marcharse.
– Supongo que volvió a Witney, a su excavación. Casi siempre está allí.
– ¿Su excavación? -dijo Mary, como si nunca hubiera oído hablar de ello.
¿Qué pasa?, pensó él. ¿Qué va mal?
– En Witney -explicó-. La granja del Fondo Nacional. Está excavando una aldea medieval.
– ¿Witney? -dijo ella, con aspecto triste-. Tendrá que volver inmediatamente.
– ¿Intento llamarla? -preguntó Dunworthy, pero Mary ya se había acercado al auxiliar que esperaba junto al carrito de té.
– Tienes que recoger a una persona en Witney -le dijo. Él soltó la taza y el plato, y se encogió de hombros-. En la excavación del Fondo Nacional. Lupe Montoya.
Salió por la puerta con él.
Dunworthy esperaba que volviera en cuanto terminara de darle las instrucciones. Cuando no lo hizo, la siguió. Ella no estaba en el pasillo, ni tampoco el auxiliar, pero a quien sí encontró fue a la enfermera de Admisiones.
– Lo siento, señor -se disculpó, obstaculizándole el paso como había hecho la recepcionista-. La doctora Ahrens pidió que la esperara aquí.
– No voy a salir del hospital. Tengo que llamar a mi secretario.
– Le traeré un teléfono, señor -dijo ella con firmeza. Se volvió y miró pasillo abajo.
Gilchrist y Latimer se acercaban.
– … espero que la señorita Engle tenga la oportunidad de observar una muerte -decía Gilchrist-. Las actitudes hacia la muerte en el siglo XIV eran muy distintas a las nuestras. La muerte era una parte común y aceptada de la vida, y los contemporáneos eran incapaces de sentir pesar.
– Señor Dunworthy -lo llamó la enfermera, tirándole del brazo-, si quiere esperar dentro, le traeré un teléfono.
Se dirigió al encuentro de Gilchrist y Latimer.
– Si me acompañan, por favor -dijo, y los condujo a la sala de espera.
– Soy rector en funciones de la Facultad de Historia -dijo Gilchrist, mirando a Dunworthy-. Badri Chaudhuri es responsabilidad mía.
– De acuerdo, señor -dijo la enfermera, cerrando la puerta-. La doctora Ahrens tratará con usted directamente.
Latimer colocó su paraguas sobre una de las sillas y la bolsa de compras de Mary en la de al lado. Por lo visto, había recogido todos los paquetes que Mary había esparcido por el suelo. Dunworthy vio la caja de la bufanda y uno de los petardos sorpresa en lo alto.
– No encontramos ningún taxi -jadeó Latimer. Se sentó junto a los paquetes-. Tuvimos que coger el metro.
– ¿De dónde es el estudiante de primer curso que iban a usar en el lanzamiento… Puhalski? -dijo Dunworthy-. Necesito hablar con él.
– ¿Acerca de qué, si no es mucho preguntar? ¿O se ha apropiado completamente de Medieval en mi ausencia?
– Es esencial leer el ajuste y asegurarse de que ella está bien.
– Le encantaría que algo saliera mal, ¿verdad? Ha estado intentando obstaculizar este lanzamiento desde el principio.
– ¿Que algo saliera mal? -estalló Dunworthy, incrédulo-. Ya ha salido mal. Badri está hospitalizado, inconsciente, y no sabemos si Kivrin está cuando o donde se supone que debe estar. Ya oyó a Badri. Dijo que algo fallaba con el ajuste. Tenemos que encontrar un técnico para que averigüe qué es.
– Yo no daría mucho crédito a lo que dice una persona bajo la influencia de drogas, dorfinas o lo que quiera que esté tomando -dijo Gilchrist-. Y debo recordarle, señor Dunworthy, que lo único que ha salido mal en este lanzamiento es la intervención de Siglo Veinte. El señor Puhalski estaba llevando a cabo su trabajo a la perfección. Sin embargo, dada su insistencia, permití que su técnico lo sustituyera. Es evidente que no debería haberlo hecho.
La puerta se abrió y todos se volvieron a mirarla. La enfermera trajo un teléfono portátil, se lo tendió a Dunworthy, y se marchó.
– Tengo que llamar a Brasenose y decirles dónde estoy -dijo Gilchrist.
Dunworthy le ignoró, conectó la pantalla visual del teléfono, y llamó al Jesús.
– Necesito los nombres y teléfonos de sus técnicos -le dijo a la secretaria del director en funciones cuando apareció en la pantalla-. Ninguno está de vacaciones, ¿verdad?
Ninguno lo estaba. Dunworthy anotó los nombres y números en uno de los panfletos, le dio las gracias al tutor sénior, y comenzó a llamar a los teléfonos de la lista.
El primer teléfono que marcó estaba comunicando. Los otros le dieron tono de comunicando antes de terminar siquiera de teclear los prefijos, y en el último una voz computarizada le interrumpió y dijo:
– Todas las líneas están ocupadas. Por favor, llame más tarde.
Llamó a Balliol, tanto al salón como a su propio despacho. No recibió respuesta en ninguno de los dos números. Finch debía haber llevado a las americanas a Londres a escuchar el Big Ben.
Gilchrist estaba a su lado, esperando para usar el teléfono. Latimer se había acercado al carrito del té e intentaba conectar la tetera eléctrica. La auxiliar despertó de su modorra para ayudarle.
– ¿Ha terminado con el teléfono? -preguntó Gilchrist, de mal talante.
– No -replicó Dunworthy, y trató de localizar a Finch de nuevo. Seguía sin haber respuesta.
Colgó.
– Exijo que haga volver a su técnico a Oxford y que saque de allí a Kivrin. Ahora. Antes de que se marche del lugar del lanzamiento.
– ¿Usted lo exige? -exclamó Gilchrist-. Debo recordarle que este lanzamiento es de Medieval, no suyo.
– No importa de quién sea -dijo Dunworthy, intentando controlar su temperamento-. La política de la Universidad es abortar los lanzamientos si se presenta algún tipo de problema.
– Debo recordarle también que el único problema que hemos encontrado en este lanzamiento es que usted no hizo examinar a su técnico en busca de dorfinas -extendió la mano hacia el teléfono-. Yo decidiré si y cuándo hay que interrumpir este lanzamiento.
Sonó el teléfono.
– Aquí Gilchrist. Un momento, por favor -le tendió el teléfono a Dunworthy.
– Señor Dunworthy -dijo Finch, con voz apurada-. Gracias a Dios. Le he estado llamando a todas partes. No creerá las dificultades que he tenido.
– He estado ocupado -replicó Dunworthy, antes de que Finch pudiera hacer recuento de sus dificultades-. Ahora escuche con atención. Tiene que ir a recoger el archivo de Badri Chaudhuri a la oficina del administrador. La doctora Ahrens lo necesita. Llámela. Está aquí en el hospital. Insista en que desea hablar directamente con ella. Le dirá qué información quiere del archivo.
– Sí, señor -dijo Finch, quien cogió papel y lápiz y empezó a tomar rápidas notas.
– En cuanto lo haya hecho, vaya directamente al New College y vea al tutor sénior. Dígale que tengo que hablar con él de inmediato y déle este número de teléfono. Dígale que es una emergencia, que es esencial que localicemos a Basingame. Debe volver a Oxford de inmediato.
– ¿Cree que podrá, señor?
– ¿Qué quiere decir? ¿Ha habido algún mensaje de Basingame? ¿Le ha pasado algo?
– No que yo sepa, señor.
– Bien, por supuesto que tendrá que volver. Sólo está en viaje de pesca, no es un viaje de trabajo. Después de hablar con el tutor sénior, pregunte a todos los estudiantes y miembros del personal que pueda. Tal vez alguien tenga idea de dónde está Basingame. Y de paso, averigüe si alguno de sus técnicos está aquí en Oxford.
– Sí, señor. ¿Pero qué hago con las americanas?
– Tendrá que decirles que siento no haberlas podido atender, pero que me he visto en un compromiso ineludible. Se supone que se marcharán a Ely a las cuatro, ¿no?
– Sí, pero…
– ¿Pero qué?
– Bueno, señor, las llevé a ver el Gran Tom y la vieja iglesia de Marston y todo eso, pero cuando intenté llevarlas a Iffley, nos detuvieron.
– ¿Los detuvieron? ¿Quién?
– La policía, señor. Habían emplazado barricadas. Lo cierto es que las americanas están muy molestas con su concierto de campanas.
– ¿Barricadas? -se extrañó Dunworthy.
– Sí, señor. En la A4158. ¿He de alojar a las americanas en Salvin, señor? William Gaddson y Tom Gailey están en la escalera norte, pero están pintando Basevin.
– No entiendo nada -refunfuñó Dunworthy-. ¿Por qué los detuvieron?
– La cuarentena -explicó Finch, sorprendido-. Podría alojarlas en Fisher's. Han desconectado la calefacción durante las vacaciones, pero podrían encender las chimeneas.
He vuelto al punto de llegada. Está un poco apartado de la carretera. Voy a arrastrar la carreta hasta el camino para que las posibilidades de que me vean sean mayores, pero si no aparece nadie en la próxima media hora, pienso ir caminando a Skendgate, que he localizado gracias a las campanadas de vísperas.
Estoy experimentando un considerable desajuste temporal. Me duele mucho la cabeza y sigo teniendo escalofríos. Los síntomas son peores de lo que me habían advertido Badri y la doctora Ahrens. Sobre todo el dolor de cabeza. Me alegro de que la aldea no quede lejos.
Cuarentena. Por supuesto, pensó Dunworthy. El auxiliar médico enviado a recoger a Montoya, y las preguntas de Mary acerca de Paquistán, y todos ellos en aquella habitación aislada con una enfermera vigilando la puerta. Por supuesto.
– Entonces, ¿le parece bien Salvin para las americanas? -preguntaba Finch.
– ¿Dijo la policía el motivo de la cuaren…? -se interrumpió. Gilchrist le observaba, pero a Dunworthy no le parecía que pudiera ver la pantalla desde donde estaba. Latimer se encontraba junto al carrito de té, intentando abrir un paquete de azúcar. La auxiliar médico dormía-. ¿Dijo la policía por qué se habían tomado esas precauciones?
– No, señor. Sólo que se trataba de Oxford y sus inmediaciones, y que contactara con el Ministerio de Sanidad para recibir instrucciones.
– ¿Lo hizo usted?
– No, señor, lo he estado intentando. No puedo comunicar. Todas las líneas están ocupadas. Las americanas han intentado llamar a Ely para cancelar su concierto, pero las líneas están saturadas.
Oxford e inmediaciones. Eso significaba que habían detenido el metro también, y el tren bala a Londres, además de bloquear todas las carreteras. No era de extrañar que las líneas estuvieran saturadas.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Cuándo iban ustedes hacia Iffley?
– Fue un poco después de las tres, señor. He estado telefoneando desde entonces, intentando localizarle, y luego pensé que ya lo sabría. Llamé al hospital y luego empecé a hacerlo a todos los hospitales.
No lo sabía, pensó Dunworthy. Intentó recordar las condiciones necesarias para establecer una cuarentena. Las regulaciones originales la exigían en cada caso de «enfermedad no identificada o sospecha de contagio», pero habían sido aprobadas en la primera histeria tras la Pandemia, y desde entonces habían sufrido enmiendas y recortes, de modo que Dunworthy no tenía ni idea de dónde se encontraban ahora.
Sí sabía que unos años antes habría sido «identificación absoluta de una peligrosa enfermedad infecciosa», porque en los periódicos hubo un alboroto cuando la fiebre de Lasa se reprodujo durante tres semanas en un pueblo de España. Los médicos locales no habían identificado el virus, y todo se redujo a un incremento de las regulaciones, pero no sabía si habían tenido éxito.
– ¿Les asigno entonces habitaciones en Salvin, señor? -insistió Finch.
– Sí. No. Alójelas en la sala común júnior por ahora. Podrán practicar su ritmo o lo que quiera que hagan. Consiga el archivo de Badri y telefonee. Si las líneas están ocupadas, será mejor que llame a este número. Estaré aquí aunque la doctora Ahrens se vaya. Y luego averigüe qué ha sido de Brasingame. Localizarlo es más importante que nunca. Puede asignar más tarde las habitaciones a las americanas.
– Están muy molestas, señor.
Yo también, pensó Dunworthy.
– Dígale a las americanas que averiguaré lo que pueda sobre la situación y llamaré -vio cómo la pantalla se volvía gris.
– Se muere de ganas por informar a Basingame de lo que considera un fallo de Medieval, ¿eh? -masculló Gilchrist-. A pesar de que ha sido su técnico quien ha puesto en peligro este lanzamiento consumiendo drogas, un hecho del que puede estar seguro que informaré al señor Basingame a su retorno.
Dunworthy miró a su digital. Eran las cuatro y media. Finch había dicho que los habían detenido poco después de las tres. Una hora y media. Oxford sólo había tenido dos cuarentenas en los últimos años. Una había resultado ser una reacción alérgica a una inyección, y la otra nada más que una broma estudiantil. Las dos fueron canceladas en cuanto tuvieron los resultados de los análisis de sangre, que no habían tardado ni un cuarto de hora. Mary había extraído sangre en la ambulancia. Dunworthy había visto al auxiliar tender los frascos al encargado cuando llegaron a Admisiones. Había habido tiempo de sobra para obtener los resultados.
– Estoy seguro de que al señor Basingame también le interesará oír que fue su fallo en hacer los análisis a su técnico lo que puso en peligro este lanzamiento -prosiguió Gilchrist.
Dunworthy tendría que haber reconocido los síntomas como infección. La baja presión sanguínea de Badri, su respiración entrecortada, la elevada temperatura. Mary incluso había dicho en la ambulancia que tenía que ser una infección de algún tipo para tener una temperatura tan alta, pero él había supuesto que se refería a una infección localizada, estafilococos o inflamación del apéndice. ¿Y qué enfermedad podría ser? La viruela y el tifus habían sido erradicados ya en el siglo XX, y la polio en éste. Las bacteriales no tenían ninguna oportunidad contra los anticuerpos, y las antivirales funcionaban tan bien que nadie sufría ya ni un resfriado.
– Parece muy extraño que después de preocuparse tanto por las precauciones que tomaba Medieval, ni siquiera se le ocurriera examinar a su técnico en busca de drogas -machacó Gilchrist.
Tenía que ser una enfermedad del Tercer Mundo. Mary había hecho todas aquellas preguntas sobre si Badri había salido de la Comunidad, sobre sus parientes paquistaníes. Pero Paquistán no pertenecía al Tercer Mundo, y Badri no podría haber salido de la Comunidad sin ponerse toda una serie de vacunas. Y no había salido de la CEE. A excepción de aquel trabajo en Hungría, había pasado en Inglaterra todo el trimestre.
– Quisiera utilizar el teléfono -decía Gilchrist-. Estoy de acuerdo en que necesitamos a Basingame para encauzar las cosas.
Dunworthy aún tenía el teléfono en la mano. Lo miró parpadeando, sorprendido.
– ¿Pretende impedirme que telefonee a Basingame? -dijo Gilchrist.
Latimer se levantó.
– ¿Qué pasa? -dijo, los brazos extendidos como si pensara que Dunworthy podría abalanzarse hacia ellos-. ¿Qué ocurre?
– Badri no está drogado -respondió Dunworthy a Gilchrist-. Está enfermo.
– No comprendo cómo puede asegurarlo sin haber hecho un análisis -replicó Gilchrist, mirando el teléfono.
– Estamos en cuarentena -declaró Dunworthy-. Es una especie de enfermedad infecciosa.
– Es un virus -terció Mary desde la puerta-. No lo hemos secuenciado todavía, pero los resultados preliminares lo identifican como una infección viral.
Se había desabrochado el abrigo, que ahora ondeaba tras ella como la capa de Kivrin mientras entraba en la habitación. Llevaba una bandeja de laboratorio llena de equipo y bolsas de papel.
– Las pruebas indican que probablemente es un mixovirus -añadió, colocando la bandeja sobre una de las mesas del fondo-. Los síntomas de Badri coinciden con esta teoría: fiebre alta, desorientación, dolor de cabeza. Definitivamente, no es un retrovirus o un picornavirus, lo cual es una buena noticia, pero pasará algún tiempo antes de que lo identifiquemos plenamente.
Acercó dos sillas a la mesa y se sentó en una.
– Lo hemos notificado al World Influenza Centre de Londres y les hemos enviado muestras para que las identifiquen y secuencien. Hasta que tengamos una identificación positiva, se ha declarado una cuarentena temporal según especifican las regulaciones del Ministerio de Sanidad en casos de posibles condiciones epidémicas -se colocó un par de guantes impermeables.
– ¡Una epidemia! -exclamó Gilchrist, dirigiendo una furiosa mirada a Dunworthy, como si lo acusara de haber preparado la cuarentena para desacreditar a Medieval.
– Posibles condiciones epidémicas -corrigió Mary, abriendo una de las bolsas de papel-. Todavía no hay epidemia. Badri es el único caso hasta el momento. Hemos hecho una comprobación por ordenador en la Comunidad, y no se han detectado otros casos con el perfil de Badri, lo cual también es buena noticia.
– ¿Cómo puede tener una infección viral? -dijo Gilchrist, todavía mirando a Dunworthy-. Supongo que el señor Dunworthy no se molestó en comprobar eso tampoco.
– Badri es empleado de la Universidad -dijo Mary-. Debería haber pasado las habituales pruebas físicas y antivirales de principio de trimestre.
– ¿No lo saben? -se exasperó Gilchrist.
– Administración está cerrada por Navidad. No he podido contactar con el administrador, y no puedo conseguir los archivos de Badri sin su número de la Seguridad Social.
– He enviado a mi secretario a la oficina de nuestro administrador para ver si tenemos copias en papel de los archivos de la Universidad -dijo Dunworthy-. Al menos deberíamos tener su número.
– Bien -asintió Mary-. Podremos averiguar mucho más sobre el tipo de virus con el que estamos tratando cuando sepamos qué antivirales ha recibido Badri y cuándo. Puede que tenga un historial de reacciones anómalas, y también es posible que se le haya pasado por alto una inoculación de temporada. ¿Conoces su religión? ¿Es neohindú?
Dunworthy negó con la cabeza.
– Es anglicano -respondió, sabiendo adónde quería llegar Mary. Los neohindúes creían que toda vida era sagrada, incluyendo los virus. Se negaban a ser vacunados o inoculados para no matar a los virus, si matar era la palabra adecuada. La Universidad les dejaba en paz en el terreno religioso, pero no les permitía vivir en un colegio mayor-. Badri tenía su certificación de principios de trimestre. Nunca le habrían permitido trabajar en la red sin ella.
Mary asintió, como si ya hubiera llegado por su cuenta a la misma conclusión.
– Como decía, es muy probable que se trate de una anomalía.
Gilchrist empezó a decir algo, pero se interrumpió cuando se abrió la puerta. La enfermera de guardia entró, llevando una mascarilla y una bata, y lápices y papel en las manos enguantadas.
– Como precaución, debemos examinar a todas aquellas personas que han estado en contacto con el paciente, para buscar anticuerpos. Necesitaremos muestras de sangre y temperatura, y será conveniente que cada uno de ustedes haga una lista de sus contactos y de los del señor Chaudhuri.
La enfermera tendió varias hojas de papel y un lápiz a Dunworthy. La hoja superior era un impreso de ingreso en el hospital. La de debajo estaba titulada «Primarios», y estaba dividida en columnas marcadas «Nombre, lugar, hora». La última hoja era igual, pero indicaba «Secundarios».
– Ya que Badri es nuestro único caso -explicó Mary-, le consideramos el caso índice. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, así que deben apuntar ustedes a cualquier persona que haya tenido algún contacto con él, aunque fuese momentáneo. Todas aquellas personas con las que haya hablado, a las que haya tocado, o haya tenido algún contacto.
Dunworthy tuvo una súbita imagen de Badri inclinado sobre Kivrin, ajustándole la manga, moviéndole el brazo.
– Todos los que puedan haber quedado expuestos -concluyó Mary.
– Incluyéndonos a todos nosotros -dijo el auxiliar.
– Sí -afirmó Mary.
– Y Kivrin -señaló Dunworthy.
Por un momento, pareció como si ella no tuviese ni idea de quién era Kivrin.
– La señorita Engle recibió antivirales para todo el espectro, y potenciación de leucocitos-T -dijo Gilchrist-. No correrá ningún peligro, ¿verdad?
La doctora Ahrens vaciló sólo un instante.
– No. No tuvo ningún contacto con Badri antes de esta mañana, ¿verdad?
– El señor Dunworthy tan sólo me ofreció emplear a su técnico hace dos días -dijo Gilchrist, quien casi arrancó el lápiz y papel de las manos de la enfermera-. Por supuesto, yo asumí que el señor Dunworthy había tomado las mismas precauciones con sus técnicos que las que toma Medieval con los suyos. Sin embargo, es evidente que no lo hizo, y pueden estar seguros de que informaré al señor Basingame de su negligencia.
– Si el primer contacto de Kivrin con Badri fue esta mañana, ya estaba plenamente protegida -aseguró Mary-. Señor Gilchrist, si fuese tan amable… -indicó la silla; él se acercó y se sentó.
Mary cogió uno de los impresos de la enfermera y alzó la hoja marcada «Primarios».
– Toda persona con la que Badri haya tenido contacto es un contacto primario. Toda persona con la que ustedes hayan tenido contacto es un secundario. Me gustaría que hicieran una lista en esta hoja de todos los contactos que hayan tenido con Badri Chaudhuri durante los tres últimos días, y cualquier contacto de él que conozcan. En esta hoja -alzó el papel marcado «Secundarios»-, incluyan todos sus contactos con la hora en que se realizaron. Empiecen por el presente y vayan retrocediendo en el tiempo.
Metió un temp en la boca de Gilchrist, sacó un monitor portátil de su envoltorio de papel, y se lo pegó a la muñeca. La enfermera pasó los papeles a Latimer y la auxiliar. Dunworthy se sentó y empezó a llenar los suyos.
El impreso del hospital preguntaba su nombre, número de la Seguridad Social y un historial médico completo, cosa que sin duda el número de la Seguridad Social podía conseguir con más detalle que su memoria. Enfermedades. Operaciones. Vacunas. Si Mary no tenía el número de la Seguridad Social de Badri, eso significaba que seguía inconsciente.
Dunworthy no tenía ni idea de cuándo le habían puesto las últimas vacunas antivirales de principios de trimestre. Colocó un signo de interrogación al lado, pasó a la hoja de Primarios, y escribió su propio nombre en la parte superior de la columna. Latimer, Gilchrist, los dos auxiliares. No sabía sus nombres, y la mujer estaba todavía dormida. Sostenía los papeles en una mano, los brazos cruzados sobre el pecho. Dunworthy se preguntó si debería incluir en la lista los médicos y enfermeros que habían atendido a Badri a su llegada. Escribió: «Personal del Departamento de Admisiones», y luego un signo de interrogación. Montoya.
Y Kivrin, quien según Mary estaba plenamente protegida. «Algo falla», había dicho Badri. ¿Se refería a esta infección? ¿Había advertido que se ponía enfermo mientras intentaba hacer el ajuste y fue corriendo al pub para decirles que había contagiado a Kivrin?
El pub. No había nadie allí, excepto el camarero. Y Finch, pero se había marchado antes de que llegara Badri. Dunworthy levantó la hoja y escribió el nombre de Finch en «Secundarios», y luego volvió a la primera página y escribió «camarero de El Cordero y la Cruz». El pub estaba vacío, pero las calles no. Vio a Badri mentalmente, abriéndose paso entre la multitud navideña, chocando con la mujer del paraguas de flores y dejando atrás al anciano y el niñito del terrier blanco. «Toda persona con la que haya tenido contacto», había dicho Mary. Miró a Mary, quien sostenía la muñeca de Gilchrist y hacía cuidadosas entradas en un registro. ¿Intentaría tomar muestras de sangre y temperatura a todas las personas que aparecieran en las listas? Era imposible. Badri había tocado o rozado o respirado junto a docenas de personas en su larga carrera hacia Brasenose, y ni Dunworthy ni el propio Badri reconocerían a ninguna de ellas. Sin duda había entrado en contacto con muchas más camino del pub, y cada una de ellas habría entrado en contacto… ¿con cuántas más en las tiendas abarrotadas?
Después escribió: «Gran número de consumidores y peatones, High Street (?)», trazó una línea, y trató de recordar las otras ocasiones en que había visto a Badri. No le había pedido que dirigiera la red hasta hacía dos días, cuando supo por Kivrin que Gilchrist pretendía utilizar a un estudiante de primer curso.
Badri acababa de volver de Londres cuando Dunworthy le telefoneó. Kivrin estaba en el hospital ese día para su último examen, lo cual era un alivio. No pudo tener ningún contacto con él entonces, y Badri había estado en Londres antes de eso.
El martes, Badri fue a ver a Dunworthy para decirle que había revisado las coordenadas del estudiante de primero y hecho una comprobación total de sistemas. Dunworthy no estaba allí, así que le dejó una nota. Kivrin había ido a Balliol el martes también, para enseñarle su disfraz, pero eso fue por la mañana. En su nota, Badri decía que pasaría toda la mañana en la red. Y Kivrin comentó que iba a ver a Latimer en el Bodleian por la tarde. Pero podría haber vuelto a la red después, o estado allí antes de ir a enseñarle la ropa.
La puerta se abrió, y la enfermera hizo pasar a Montoya. Tenía la cazadora terrorista y los vaqueros empapados. Debía de estar lloviendo todavía.
– ¿Qué pasa? -le preguntó a Mary, quien estaba etiquetando una ampolla con la sangre de Gilchrist.
– Por lo visto -dijo Gilchrist, sujetando un algodón contra su brazo-, el señor Dunworthy no hizo que su técnico fuera debidamente inoculado antes de dirigir la red, y ahora está en el hospital con una temperatura de treinta y nueve coma cinco. Al parecer sufre algún tipo de fiebre exótica.
– ¿Fiebre? -preguntó Montoya, asombrada-. ¿No es treinta y nueve coma cinco una cifra baja?
– Son ciento tres grados Fahrenheit -explicó Mary, guardando la ampolla-. La infección de Badri probablemente sea contagiosa. Necesito hacerle algunas pruebas. Tendrá que anotar todos sus contactos y los de Badri.
– Muy bien -asintió Montoya. Se sentó en la silla que Gilchrist había dejado libre y se quitó la cazadora. Mary le pinchó el brazo y le insertó un nuevo vial y una jeringuilla desechable-. Acabemos pronto. Tengo que volver a la excavación.
– No puede volver -bufó Gilchrist-. ¿No se ha enterado? Estamos en cuarentena, gracias al descuido del señor Dunworthy.
– ¿Cuarentena? -dijo ella, y se sacudió de forma que la jeringuilla le saltó. La idea de contraer una enfermedad no la había afectado en absoluto, pero la mención de la cuarentena, sí-. Tengo que volver -suplicó a Mary-. ¿Significa eso que tengo que quedarme aquí?
– Hasta que tengamos los resultados de los análisis de sangre -dijo Mary, intentando encontrar una vena.
– ¿Cuánto tardará eso? -preguntó Montoya, intentando mirar su digital con el brazo en que trabajaba Mary-. El tipo que me trajo ni siquiera me dejó cubrir la excavación o conectar los calefactores, y allí está lloviendo a cántaros. La excavación se llenará de agua si no voy.
– Lo que se tarde en obtener las muestras de sangre de todos ustedes y hacer un recuento de anticuerpos -respondió Mary, y Montoya debió de captar el mensaje, porque enderezó el brazo y lo dejó quieto.
Mary llenó un vial con su sangre, le dio un temp, y le colocó un taquiobrazalete. Dunworthy la observó, preguntándose si se estaba ajustando a la verdad. No había dicho que Montoya pudiera marcharse después de los resultados de los análisis, sólo que tenía que quedarse allí hasta que estuvieran listos. ¿Y luego qué? ¿Los llevarían a un pabellón de aislamiento juntos o por separado? ¿O les administrarían algún tipo de medicación? ¿O harían más pruebas?
Mary le quitó a Montoya el taquiobrazalete y le tendió el último fajo de impresos.
– ¿Señor Latimer? Usted es el siguiente.
Latimer se levantó, con los papeles en la mano. Los miró confundido, luego los dejó sobre la silla en que había estado sentado y se dirigió a Mary. A mitad de camino, se dio la vuelta y regresó a por la bolsa de compras de Mary.
– Oh, gracias -dijo ella-. Déjela junto a la mesa, ¿quiere? Estos guantes están esterilizados.
Latimer soltó la bolsa, volcándola un poco. El extremo de la bufanda cayó al suelo. Metódicamente, la recogió.
– Me había olvidado por completo de que la había dejado allí -dijo Mary, observándole-. Con tanto ajetreo, yo… -se llevó a la boca la mano enguantada-. ¡Oh, Dios mío! ¡Colin! Me había olvidado de él. ¿Qué hora es?
– Las cuatro cero ocho -dijo Montoya, mirando su digital.
– Y él llegaba a las tres -exclamó Mary, levantándose y derribando los frascos de sangre.
– Al ver que no estabas allí, tal vez se haya ido a tu casa -dijo Dunworthy.
Mary sacudió la cabeza.
– Es la primera vez que visita Oxford. Por eso le dije que iría a recibirlo. No me he acordado de él hasta ahora -dijo, casi para sí.
– Bueno, entonces todavía estará en la estación de metro. ¿Voy y lo recojo?
– No. Has estado expuesto.
– Telefonearé a la estación, entonces. Puedes decirle que coja un taxi hasta aquí. ¿Adonde venía? ¿A Cornmarket?
– Sí, Cornmarket.
Dunworthy llamó a información, consiguió contactar a la tercera llamada, obtuvo el número en la pantalla, y llamó a la estación. La línea estaba ocupada. Pulsó la tecla de desconexión y volvió a marcar el número.
– ¿Colin es su nieto? -preguntó Montoya. Había apartado los papeles. Los demás no parecían prestar atención a este último incidente. Gilchrist iba llenando los impresos y ponía mala cara, como si todo aquello fuera un ejemplo más de negligencia e incompetencia. Latimer estaba pacientemente sentado junto a la bandeja, con la manga subida. La auxiliar seguía dormida.
– Colin es mi sobrino nieto -explicó Mary-. Venía en el metro para pasar la Navidad conmigo.
– ¿A qué hora se impuso la cuarentena?
– A las tres y diez -respondió Mary.
Dunworthy alzó la mano para indicar que había conseguido comunicar.
– ¿Es la estación de metro de Cornmarket? -dijo. Evidentemente, lo era. Se veían las puertas y a una muchedumbre tras un jefe de estación de aspecto irritado-. Es para informarme acerca de un chico que venía en el metro a las tres. Tiene doce años. Venía de Londres -Dunworthy colocó la mano sobre el receptor y preguntó a Mary-: ¿Qué aspecto tiene?
– Es rubio, con los ojos azules. Alto para su edad.
– Alto -dijo Dunworthy, intentando hacerse oír por encima del bullicio de la multitud-. Se llama Colin…
– Templer -añadió Mary-. Deirdre dijo que tomó el metro en Marble Arch a la una.
– Colin Templer. ¿Le ha visto?
– ¿Qué demonios quiere decir con eso? -gritó el jefe de estación-. Hay quinientas personas en esta estación y usted quiere saber si he visto a un niño pequeño. Mire este caos.
La visual mostró bruscamente una multitud congregada. Dunworthy la observó, buscando a un chico alto, con cabello rubio y ojos azules. Luego la imagen volvió al jefe de estación.
– Hay una cuarentena temporal -gritó por encima del rugido que parecía intensificarse por momentos-, y tengo la estación llena de gente que quiere saber por qué han parado los trenes y por qué no hago algo al respecto. Ya no sé cómo impedir que destrocen este lugar. No puedo ocuparme de un niño.
– Se llama Colin Templer -gritó Dunworthy-. Su tía abuela tenía que encontrarse allí con él.
– Bien, ¿entonces por qué no lo hace y me quita un problema de encima? Tengo una muchedumbre enfurecida que quiere saber cuánto tiempo va a durar la cuarentena y por qué no hago nada -la comunicación se cortó bruscamente. Dunworthy se preguntó si había colgado o si algún comprador furioso le había arrancado el teléfono de la mano.
– ¿Le ha visto el jefe de estación? -preguntó Mary.
– No. Tendrás que enviar a alguien a recogerlo.
– Sí, claro. Enviaré a un miembro del personal -suspiró ella, y se marchó.
– La cuarentena se impuso a las tres y diez, y el chico no debía llegar hasta las tres -intervino Montoya-. Tal vez llegó tarde.
Esta posibilidad no se le había ocurrido a Dunworthy. Si la cuarentena se había declarado antes de que el tren llegara a Oxford, habría sido detenido en la estación más cercana y los pasajeros desviados o devueltos a Londres.
– Vuelva a llamar a la estación -pidió, tendiéndole el teléfono. Le dio el número-. Dígales que su tren salió de Marble Arch a la una. Haré que Mary telefonee a su sobrina. Tal vez Colin ya haya vuelto.
Salió al pasillo para pedirle a la enfermera que localizara a Mary, pero no estaba allí. Mary debía de haberla enviado a la estación.
No había nadie en el pasillo. Miró en la cabina que había utilizado antes y luego marcó el número de Balliol. Después de todo, cabía la remota posibilidad de que Colin hubiera ido al apartamento de Mary. Enviaría a Finch allí y, si no lo encontraba, que se dirigiera a la estación. Era muy probable que hiciera falta más de una persona para localizar al chico en aquel lío.
– Hola -dijo una mujer.
Dunworthy miró con el ceño fruncido al número que había marcado, pero no se había equivocado.
– Estoy intentando localizar al señor Finch en Balliol College.
– No está aquí ahora mismo -respondió la mujer, obviamente americana-. Soy la señora Taylor. ¿Quiere dejarle un mensaje?
Debía de ser una de las campaneras. Era más joven de lo que esperaba, poco más de treinta años, y parecía muy delicada para dedicarse a tocar campanas.
– ¿Podría decirle que llame al señor Dunworthy al hospital en cuanto regrese, por favor?
– Señor Dunworthy -ella lo anotó, y entonces alzó bruscamente la cabeza-. Señor Dunworthy -repitió con un tono de voz absolutamente distinto-, ¿es usted la persona responsable de que estemos prisioneras aquí?
No había ninguna buena respuesta a eso. No tendría que haber llamado al salón común. Había enviado a Finch al despacho del administrador.
– El Ministerio de Sanidad instaura cuarentenas temporales en casos de enfermedad no identificada. Es una medida preventiva. Lamento que les haya causado inconveniencias. He dado instrucciones a mi secretario para que su estancia sea agradable, y si hay algo que pueda hacer por ustedes…
– ¿Hacer? ¿Hacer? Puede llevarnos a Ely, eso es lo que puede hacer. Mis campaneras tenían que dar un concierto en la catedral a las ocho, y mañana debemos estar en Norwich. Vamos a tocar un repique en Nochebuena.
Dunworthy no estaba dispuesto a ser quien le anunciara que no iban a estar en Norwich al día siguiente.
– Estoy seguro de que en Ely ya son conscientes de la situación, pero puedo telefonear a la catedral y explicar…
– ¡Explicar! Tal vez le gustaría explicármelo a mí también. No estoy acostumbrada a verme privada de mis libertades civiles de esta forma. En Estados Unidos, nadie soñaría con decir dónde puedes y no puedes ir.
Y más de treinta millones de norteamericanos murieron durante la Pandemia como resultado de esa forma de pensar.
– Le aseguro, señora, que la cuarentena es solamente para protegerlas, y que todas las fechas de sus conciertos volverán a fijarse. Mientras tanto, Balliol se enorgullece de tenerlas como invitadas. Deseo de todo corazón conocerla en persona. Su reputación la precede.
Y si eso fuera cierto, pensó, le habría dicho que Oxford estaba en cuarentena cuando escribió solicitando permiso para venir.
– No hay manera de volver a fijar un repique de Nochebuena. Íbamos a tocar un repique nuevo, el Chicago Surprise Minor. La Capilla de Norwich cuenta con que estemos allí, y le aseguro que…
Dunworthy pulsó el botón de desconexión.
Finch probablemente estaba en el despacho del administrador, buscando los archivos médicos de Badri, pero Dunworthy no pensaba arriesgarse a encontrarse con otra campanera. En cambio, buscó el número de Transportes Regionales y empezó a marcarlo.
La puerta del fondo del pasillo se abrió y apareció Mary.
– Estoy intentando con Transportes Regionales -anunció Dunworthy, mientras terminaba de marcar el número. Le pasó el teléfono.
Ella lo rechazó, sonriendo.
– No importa. Acabo de hablar con Deirdre. El tren de Colin fue detenido en Barton. Los pasajeros fueron llevados de vuelta a Londres. Ella va a ir a Marble Arch a recogerlo -suspiró-. Deirdre no parecía muy contenta. Pensaba pasar la Navidad con la familia de su nuevo compañero, y creo que prefería que el niño no estuviera presente, pero qué se le va a hacer. Me alegro de que no se vea mezclado en todo esto.
Él pudo percibir el alivio en su voz. Recogió el teléfono.
– ¿Tan malo es?
– Acabamos de recibir la identificación preliminar. Es un mixovirus tipo A, sin ninguna duda. Gripe.
Él esperaba algo peor, alguna fiebre del Tercer Mundo o un retrovirus. Había sufrido la gripe en los días anteriores a las antivirales. Se había sentido fatal, congestionado, febril y dolorido durante unos cuantos días, y luego se recuperó simplemente a base de descansar y tomar líquidos.
– ¿Retirarán la cuarentena, entonces?
– No, hasta que tengamos los archivos médicos de Badri. Sigo esperando que se haya saltado su última dosis de antivirales. De lo contrario, tendremos que esperar hasta que localicemos la fuente.
– Pero se trata sólo de la gripe.
– Si hay un pequeño cambio antigénico, de un punto o dos, es sólo la gripe -corrigió ella-. Si hay un cambio mayor, es influenza, que es un asunto completamente distinto. La pandemia de la Gripe Española de 1918 era un mixovirus. Mató a veinte millones de personas. Los virus mutan cada pocos meses. Los antígenos de su superficie cambian, de forma que los hace irreconocibles para el sistema inmunológico. Por eso las vacunas son necesarias en cada estación. A pesar de ello, no sirven de nada contra grandes cambios.
– ¿Y es éste el caso?
– Lo dudo. Las mutaciones importantes sólo suceden cada diez años o así. Creo que lo más probable es que Badri no recibiera su vacuna estacional. ¿Sabes si tuvo que trasladarse a principios de trimestre?
– No. Pero es posible.
– Si tuvo algún trabajo urgente, es probable que se le olvidara, y en ese caso lo único que tiene es la gripe de este invierno.
– ¿Y Kivrin? ¿Recibió las vacunas estacionales?
– Sí, y antivirales en todo el espectro y potenciación de leucocitos-T. Está plenamente protegida.
– ¿Aunque sea influenza?
Ella vaciló una fracción de segundo.
– Si estuvo expuesta al virus a través de Badri esta mañana, está plenamente protegida.
– ¿Y si se encontró con él antes?
– Si te respondo, sólo servirá para que te preocupes -respiró hondo-. La potenciación y las antivirales se le administraron para que tuviera inmunidad total al principio del lanzamiento.
– Y Gilchrist lo adelantó dos días -dijo Dunworthy amargamente.
– Yo no habría permitido que fuera si no creyera que se encontraba bien.
– Pero no contaste con la posibilidad de que estuviera expuesta a un virus de influenza antes de marcharse siquiera.
– No, pero eso no cambia nada. Tiene inmunidad parcial, y no estamos seguros de que estuviera expuesta. Badri apenas se le acercó.
– ¿Y si estuvo expuesta antes?
– Sé que no debería de habértelo dicho -suspiró Mary-. La mayoría de los mixovirus tienen un período de incubación de doce a cuarenta y ocho horas. Aunque Kivrin estuviera expuesta hace dos días, habría tenido suficiente inmunidad para impedir que el virus se replicara lo suficiente para causar más que síntomas menores. Pero no es influenza -le palmeó el brazo-. Y estás olvidando las paradojas. Si hubiera estado expuesta, habría sido altamente contagiosa. La red no la habría dejado pasar.
Tenía razón. Las enfermedades no podían atravesar la red si existía alguna posibilidad de que los contemporáneos las contrajeran. Las paradojas no lo permitirían. La red no se habría abierto.
– ¿Cuáles son las probabilidades de que la población de 1320 sea inmune? -preguntó.
– ¿A un virus actual? Casi ninguna. Hay mil ochocientos puntos posibles de mutación. Los contemporáneos tendrían que tener todos el virus exacto, o serían vulnerables.
Vulnerables.
– Quiero ver a Badri -dijo-. Cuando llegó al pub, dijo que algo fallaba. Lo estuvo repitiendo en la ambulancia camino del hospital.
– Algo falla -contestó Mary-. Sufre una grave infección vírica.
– O sabe que ha contagiado a Kivrin. O no hizo el ajuste.
– Dijo lo contrario -ella le miró, compasiva-. Supongo que es inútil decirte que no te preocupes por Kivrin. Ya has visto cómo acabo de actuar con respecto a Colin. Pero hablaba en serio cuando dije que los dos están a salvo. Kivrin está mucho mejor que aquí, incluso entre esos ladrones y asesinos que no paras de imaginar. Al menos no tendrá que tratar con las regulaciones de cuarentena del Ministerio de Sanidad.
Él sonrió.
– O con las campaneras americanas. América no ha sido descubierta todavía -extendió la mano hacia el pomo de la puerta.
La puerta de otro extremo del pasillo se abrió de golpe y una mujer corpulenta que llevaba una maleta la atravesó.
– Está usted ahí, señor Dunworthy -gritó desde la otra punta del pasillo-. Le he estado buscando.
– ¿Es una de tus campaneras? -preguntó Mary, volviéndose a mirarla.
– Peor -contestó Dunworthy-. Es la señora Gaddson.
Oscurecía bajo los árboles y al pie de la colina. A Kivrin empezó a dolerle la cabeza incluso antes de llegar a los surcos helados, como si eso tuviera algo que ver con cambios microscópicos en luz o altura.
No podía ver la carreta, a pesar de que se encontraba directamente delante del pequeño cofre, y si se esforzaba la cabeza le dolía aún más. Si esto era uno de los «síntomas menores» del desplazamiento temporal, se preguntó cómo serían los mayores.
Cuando vuelva, pensó mientras avanzaba entre los matorrales, pienso tener una charla al respecto con la doctora Ahrens. Creo que subestiman los efectos debilitadores que estos síntomas pueden tener sobre un historiador. Bajar la colina la había dejado más exhausta que subirla, y tenía mucho frío.
La capa y los cabellos se le enredaron en los sauces mientras se abría paso entre los matorrales, y se hizo un largo arañazo en el brazo que inmediatamente empezó a dolerle también. Resbaló una vez y estuvo a punto de caerse, y el efecto sobre su migraña fue que la cabeza dejó de dolerle y luego la sensación de molestia volvió con fuerza redoblada.
El claro estaba casi completamente oscuro, aunque lo poco que podía ver era aún muy diáfano; no era que los colores se apagaran, sino que se hacían más profundos hacia el negro. Los pájaros se disponían a dormir. Debían de haberse acostumbrado a ella. No hicieron tanta pausa en sus revoloteos y aleteos.
Kivrin recogió rápidamente las cajas dispersas y los barrilitos rotos, y los metió en el carro. Agarró el tiro de la carreta y empezó a empujarla hacia el camino. La carreta ofreció un poco de resistencia, luego se deslizó fácilmente sobre un puñado de hojas, y al final se atascó. Kivrin hizo palanca y tiró de nuevo. La carreta avanzó unos cuantos centímetros más y se ladeó. Una de las cajas se cayó.
Kivrin la recogió y rodeó la carreta, intentando ver dónde se había atascado. La rueda derecha estaba atascada contra una raíz de árbol, pero podría sacarla si conseguía una buena palanca. No podía hacerlo por aquel lado: Medieval había golpeado con un hacha el costado para que pareciera que se había roto al volcar, y habían hecho un buen trabajo: la dejaron reducida a astillas. Le dije al señor Gilchrist que debería haberme permitido traer guantes, pensó Kivrin.
Dio la vuelta hasta el otro lado, agarró la rueda y empujó. No se movió. Se apartó las faldas y la capa y se arrodilló junto a la rueda para poder empujarla con el hombro.
La pisada estaba delante de la rueda, en un pequeño espacio despejado de hojas, apenas de la anchura del pie. Las hojas se habían arremolinado contra las raíces de los robles a cada lado. No tenían ninguna huella que pudiera verse bajo la luz grisácea, pero la pisada en la tierra era perfectamente clara.
No puede ser una pisada, pensó Kivrin. El suelo está helado. Extendió la mano hacia la marca, pensando que podría tratarse de algún juego de luces y sombras. Los surcos helados de la carretera no tenían ninguna huella. Pero la tierra cedió fácilmente bajo su mano, y la huella era lo bastante profunda para poder palparla.
Había sido hecha por un zapato de suela blanda, sin tacón, y el pie era grande, más que el suyo. Un pie de hombre, pero los hombres del siglo XIV eran más menudos, más bajos, y sus pies ni siquiera eran tan grandes como el suyo. Aquél era el pie de un gigante.
Tal vez se trate de una pisada antigua, pensó descabelladamente. Tal vez es la pisada de un leñador, o de un campesino que buscaba a una oveja perdida. Tal vez es uno de los monteros del rey, y han estado cazando por aquí. Pero ésta no era la pisada de alguien que persiguiera un ciervo. Era la pisada de un hombre que había permanecido allí de pie durante largo rato, observándola. Le oí, pensó Kivrin, y un pequeño aleteo de pánico se alojó en su garganta. Le oí aquí de pie.
Todavía estaba arrodillada, sujetándose a la rueda para conservar el equilibrio. Si el hombre, fuera quien fuese, y tenía que ser un hombre, un gigante, estaba todavía en aquel claro, observando, debía de saber que ella había encontrado la huella. Se incorporó.
– ¿Hola? -llamó, y dio de nuevo un susto de muerte a los pájaros, que aletearon y piaron, hasta que volvió a reinar el silencio-. ¿Hay alguien ahí?
Esperó, escuchando, y le pareció que en el silencio percibía de nuevo la respiración.
– Hablad -dijo-. Hallóme en un apuro y mis siervos huyeron.
Magnífico, pensó. Dile que estás indefensa y completamente sola.
– ¡Holaaa! -gritó de nuevo, y empezó a recorrer cautelosamente el claro, escrutando los árboles.
Si el hombre se encontraba todavía allí, estaba tan oscuro que ella no lo vería. No distinguía nada más allá de los bordes del claro. Ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraba el bosquecillo y la carretera. Si esperaba más tiempo, estaría completamente oscuro y nunca podría llevar la carreta al camino.
Pero no podía moverla. Fuera quien fuese quien la había observado entre los dos árboles, sabía que la carreta estaba allí. Tal vez incluso la había visto aparecer, salida de la nada como un ser conjurado por un alquimista. Si ése era el caso, probablemente había salido corriendo para preparar la pira que Dunworthy estaba tan seguro era del agrado del populacho. Pero si así hubiera sido, el hombre habría dicho algo, aunque fuera sólo «¡Pardiez!» o «¡Padre celestial!», y ella le habría oído abrirse paso entre los matorrales mientras se marchaba corriendo.
No había corrido, lo cual significaba que no la había visto aparecer. La había encontrado más tarde, tendida de modo inexplicable en mitad del bosque junto a una carreta aplastada. ¿Qué había pensado? ¿Que la habían atacado en el camino y la habían arrastrado hasta allí para ocultar toda prueba?
¿Entonces, por qué no había intentado ayudarla? ¿Por qué había permanecido allí, silencioso como un roble, lo suficiente para dejar una marca de su pisada, y luego había vuelto a marcharse? Tal vez pensó que estaba muerta. La habría asustado su cuerpo yaciente. Hasta el siglo XV, la gente creía que los espíritus malignos tomaban posesión inmediata de cualquier cadáver que no hubiera sido adecuadamente enterrado.
O tal vez había ido en busca de ayuda, a una de aquellas aldeas que Kivrin había oído, tal vez incluso a Skendgate, y ahora estaba en camino con la mitad del pueblo, todos ellos con antorchas.
En tal caso, debería quedarse donde estaba y esperar su regreso. Debería incluso volver a tenderse. Cuando los aldeanos llegaran, tal vez especularían acerca de ella y luego la llevarían al pueblo, dándole muestras del idioma, tal como pretendía su plan original. ¿Pero, y si volvía solo, o con amigos que no tuvieran intención ninguna de ayudarla?
No podía pensar. El dolor de cabeza se había extendido desde las sienes a detrás de los ojos. Mientras se frotaba la frente, ésta empezó a latirle. ¡Y tenía tanto frío! La capa, a pesar de su forro de piel de conejo, no era nada cálida. ¿Cómo había sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo vestida tan sólo con ropas como aquélla? ¿Cómo habían sobrevivido los conejos?
Al menos podría hacer algo respecto al frío. Podría recoger madera y encender una fogata, y si la persona de la huella volvía con malas intenciones, podría mantenerlo a raya con una rama ardiente. Y si había ido a buscar ayuda y no encontraba el camino en la oscuridad, el fuego lo guiaría hasta ella.
Volvió a recorrer el claro, en busca de leña. Dunworthy había insistido en que aprendiera a encender fuego sin yesca o pedernal.
– ¿Gilchrist pretende que vayas por la Edad Media en pleno invierno sin saber encender fuego? -había dicho, enfurecido, y ella le defendió, le dijo que Medieval no esperaba que pasara tanto tiempo al aire libre. Pero tendrían que haber tenido en cuenta el frío que haría.
Los palos le enfriaban las manos, y cada vez que se agachaba para recoger uno, le dolía la cabeza. Por fin, dejó de agacharse y simplemente se detuvo y fue arrancando ramas secas, manteniendo la cabeza recta. Eso fue un ligero alivio, pero no mucho. Tal vez se sentía así porque tenía mucho frío. Tal vez el dolor de cabeza y la dificultad para respirar se debían al frío. Tenía que encender el fuego.
La madera parecía helada; nunca ardería. Y las hojas también estarían húmedas, demasiado para usarlas como yesca. Tendría que utilizar leña seca y un palo afilado. Formó un montoncito con la leña junto a las raíces de un árbol, cuidando de mantener la cabeza recta, y volvió a la carreta.
El lateral aplastado de la carreta tenía varios trozos rotos de madera que podría utilizar. Se clavó dos astillas en la mano antes de poder arrancar los pedazos, pero la madera al menos estaba seca, aunque también fría. Había un trozo grande y afilado justo sobre la rueda. Se inclinó para cogerlo y estuvo a punto de caerse, jadeando ante el súbito mareo.
– Será mejor que te tiendas -dijo en voz alta.
Se sentó, agarrándose a los lados de la carreta.
– Doctora Ahrens -murmuró, casi sin aliento-, deberían inventar algo que impida el desplazamiento temporal. Esto es horrible.
Si pudiera tumbarse un poquito, tal vez el mareo desaparecería y podría encender el fuego. Pero no podía hacerlo sin inclinarse, y la simple idea de intentarlo hacía que las náuseas regresaran.
Se cubrió la cabeza con la capucha y cerró los ojos, e incluso eso le dolió, pues la acción pareció concentrar el dolor en su cabeza. Algo fallaba. Esto no podía ser una reacción al desplazamiento temporal. Se suponía que debía tener unos pocos síntomas menores que desaparecerían en cuestión de un par de horas tras su llegada, no que empeorarían. Un poco de dolor de cabeza, había dicho la doctora Ahrens, un poco de fatiga. No había dicho nada de náuseas, ni de estar aterida de frío.
Tenía tanto frío… Se arrebujó en la capa, como si fuera una manta, pero la acción pareció hacer que sintiera aún más frío.
Los dientes le empezaron a castañetear, como le había pasado en lo alto de la colina, y grandes y convulsivos estertores sacudieron sus hombros.
Voy a morir congelada, pensó. Pero no se puede evitar. No puedo levantarme y encender la hoguera. No puedo. Tengo demasiado frío. Es una lástima que estuviera usted equivocado respecto a los contemporáneos, señor Dunworthy, pensó, e incluso el pensamiento fue difuso. Ser quemada en la hoguera me parece una idea excelente.
No habría creído que pudiera quedarse dormida, acurrucada en el gélido suelo. No había advertido ningún calor extendiéndose sobre ella, y si hubiera sido así, habría temido que se tratara del entumecimiento provocado por la hipotermia y habría intentado combatirlo. Pero debió de quedarse dormida, porque cuando abrió los ojos de nuevo era de noche en el claro, noche cerrada con estrellas heladas tras la red de ramas, y ella estaba tendida en el suelo, contemplándolas.
Había resbalado mientras dormía, de modo que tenía la cabeza apoyada contra la rueda. Todavía tiritaba de frío, aunque los dientes ya no le castañeteaban. La cabeza había empezado a latirle, redoblando como una campana, y le dolía todo el cuerpo, sobre todo el pecho, contra el que había sujetado la madera mientras recogía leña para el fuego.
Algo falla, pensó, y esta vez había auténtico pánico en el pensamiento. Tal vez experimentaba algún tipo de reacción alérgica al viaje en el tiempo. ¿Existía una cosa así? Dunworthy nunca había hablado de nada parecido, y le había advertido de todo: violación y cólera y tifus y peste.
Retorció la mano bajo la capa y palpó en su brazo en busca del lugar donde tenía la hinchazón provocada por la vacuna antiviral. Todavía estaba allí, aunque ya no le picaba ni le dolía al tocarla. Tal vez eso era mala señal. Tal vez el hecho de que hubiera dejado de picarle significaba que había dejado de funcionar.
Intentó levantar la cabeza. El mareo volvió al instante. Bajó la cabeza y sacó las manos del interior de la capa, cuidadosa y lentamente, la náusea cortando cada movimiento. Cruzó las manos y las unió contra su rostro.
– Señor Dunworthy, creo que será mejor que venga y me saque de aquí.
Volvió a quedarse dormida, y cuando despertó oyó el leve y distante sonido de música navideña. Oh, bien, pensó, han abierto la red, e intentó incorporarse y sentarse contra la rueda.
– Oh, señor Dunworthy, me alegro de que haya vuelto -dijo, combatiendo la náusea-. Tenía miedo de que no recibiera mi mensaje.
El sonido de campanas se intensificó y vio una luz fluctuante. Se incorporó un poco más.
– Ha encendido usted el fuego -suspiró-. Tenía razón con lo del frío.
Sentía la rueda de la carreta helada contra la capa. Los dientes empezaron a castañetearle de nuevo.
– La doctora Ahrens tenía razón. Debí esperar a que bajara la hinchazón. No sabía que la reacción sería tan mala.
No era un fuego, después de todo, sino una linterna. Dunworthy la portaba mientras se acercaba a ella.
– Esto no significa que he contraído un virus, ¿verdad? ¿O la peste? -tenía problemas para hablar, pues los dientes le castañeteaban con fuerza-. ¿No sería horrible? ¿Sufrir la peste en la Edad Media? Al menos sería adecuado.
Se echó a reír, una risa aguda y casi histérica que probablemente asustaría de muerte al señor Dunworthy.
– No pasa nada -dijo, y apenas pudo entender sus propias palabras-. Sé que estaba preocupado, pero me encuentro perfectamente bien. Sólo…
Él se detuvo ante Kivrin, la linterna iluminando un círculo bamboleante en el suelo. Vio los pies de Dunworthy. Llevaba zapatos de cuero, informes, como los que habían dejado la huella. Ella intentó decir algo acerca de los zapatos, preguntarle si el señor Gilchrist le había obligado a ponerse un auténtico traje medieval sólo para ir a rescatarla, pero los movimientos de la linterna volvieron a marearla.
Cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo, él estaba arrodillado ante Kivrin. Había soltado la linterna, y la luz le iluminaba la capucha y las manos cruzadas.
– No pasa nada -repitió ella-. Sé que estaba preocupado, pero me encuentro bien. De verdad. Sólo me siento un poco enferma.
Él levantó la cabeza.
– Certes, it been derlostuh dayes forgott foreto getest hissahntes im aller -dijo.
Tenía un rostro duro y arrugado, la cara de un asesino. La había visto allí tendida y luego se había marchado a esperar que oscureciera, y ahora había vuelto.
Kivrin intentó alzar una mano para repelerlo, pero de algún modo las manos se le quedaron enmarañadas dentro de la capa.
– Márchese -dijo, y los dientes le castañeteaban con tanta fuerza que apenas pudo pronunciar la palabra-. Márchese.
Él dijo algo más, con entonación ascendente esta vez, una pregunta. Ella no entendió lo que decía. Es inglés medio, pensó. Lo he estudiado durante tres años, y el señor Latimer me ha enseñado todo lo que hay que saber sobre inflexiones adjetivales. Tendría que poder comprenderlo. Es la fiebre, pensó. Por eso no entiendo lo que dice.
Él repitió la pregunta o hizo alguna otra, ni siquiera podía asegurar eso.
Es porque estoy enferma, pensó. No lo comprendo porque estoy enferma.
– Amable señor -empezó a decir, pero no pudo recordar el resto del discurso-. Ayúdeme -pidió, y trató de pensar cómo expresarlo en inglés medio, pero no pudo recordar más que el latín eclesiástico-. Domine, ad adjuvandum me festina.
Él inclinó la cabeza sobre las manos y empezó a murmurar tan bajo que ella no pudo oírlo, y entonces debió de perder el sentido de nuevo porque él la había levantado y la llevaba en brazos. Aún oía el sonido de las campanas de la red abierta, e intentó decidir de qué dirección procedían, pero los dientes le castañeteaban tanto que no podía oír bien.
– Estoy enferma -dijo, y él la colocó sobre el caballo blanco. Se desplomó hacia adelante, aferrándose a la crin del animal para no caerse. Él puso una mano en el costado y la sostuvo-. No sé cómo ha sucedido. Me pusieron todas las vacunas.
Él condujo al burro lentamente. Las campanillas de las riendas tintinearon débilmente.
Señor Dunworthy, creo que será mejor que venga y me saque de aquí.
– Lo sabía -dijo la señora Gaddson, recorriendo el pasillo hacia ellos-. Ha contraído alguna horrible enfermedad, ¿verdad? Ahora lo comprendo todo.
Mary avanzó un paso.
– No puede entrar aquí -dijo-. Es una zona aislada.
La señora Gaddson continuó su marcha. El impermeable transparente que llevaba por encima del abrigo salpicaba goterones de agua mientras caminaba hacia ellos, blandiendo la maleta como si fuera un arma.
– No puede echarme por las buenas. Soy su madre. Exijo verlo.
Mary levantó la mano como un policía.
– ¡Alto! -exclamó con su mejor voz autoritaria.
Sorprendentemente, la señora Gaddson se detuvo.
– Una madre tiene derecho a ver a su hijo -protestó. Su expresión se suavizó-. ¿Está muy enfermo?
– Si se refiere a su hijo William, no está enfermo en absoluto, al menos que yo sepa -contestó Mary. Volvió a levantar la mano-. Por favor, no se acerque más. ¿Por qué piensa que William está enfermo?
– Lo supe en el momento en que me enteré de la cuarentena. Un agudo dolor me atravesó cuando el jefe de estación dijo «cuarentena temporal» -soltó la maleta para poder indicar el emplazamiento del agudo dolor-. Es porque no se tomó sus vitaminas. Le pedí al colegio que se asegurara de dárselas -dirigió a Dunworthy una mirada que rivalizaba con las de Gilchrist-, y ellos me contestaron que podía cuidar de sí mismo. Bien, es evidente que se equivocaban.
– William no es el motivo de la cuarentena. Uno de los técnicos de la Universidad sufre una infección viral -explicó Mary.
Dunworthy advirtió, agradecido, que no había dicho «técnico de Balliol».
– El técnico es el único caso, y no hay ninguna indicación de que vaya a haber más. La cuarentena es una medida puramente preventiva, se lo aseguro.
La señora Gaddson no parecía convencida.
– Mi Willy siempre ha sido enfermizo, y no sabe cuidar de sí mismo. Estudia demasiado en esa habitación llena de corrientes de aire -se lamentó, con otra sombría mirada a Dunworthy-. Me sorprende que no haya sufrido antes una infección viral.
Mary bajó la mano y se la metió en el bolsillo donde llevaba el blíper. Espero que esté pidiendo ayuda, pensó Dunworthy.
– Al final de un trimestre en Balliol, la salud de Willy estaba completamente arruinada, y entonces su tutor le obligó a quedarse en Navidad y estudiar a Petrarca -gimoteó la señora Gaddson-. Por eso he venido. La idea de que pase solo la Navidad en este horrible lugar, comiendo Dios sabe qué y haciendo todo tipo de cosas para poner en peligro su salud, fue algo que el corazón de esta madre no pudo soportar.
Señaló el lugar que el dolor había atravesado cuando oyó las palabras «cuarentena temporal».
– Y desde luego, es providencial que viniera cuando lo hice. Providencial. Estuve a punto de perder el tren, porque la maleta me pesaba demasiado, y casi pensé, ah, bueno, ya vendrá otro, pero quería venir con mi Willy, así que grité para que sujetaran las puertas, y apenas me había bajado en Cornmarket cuando el jefe de estación dijo: «Cuarentena temporal. El servicio de trenes queda temporalmente suspendido.» Si hubiera perdido ese tren y cogido el siguiente, la cuarentena me habría detenido. Da miedo pensarlo.
Sí, daba miedo.
– Estoy seguro de que William se sorprenderá al verla -dijo Dunworthy, esperando que se fuera a buscarlo.
– Sí -respondió ella, sombría-. Posiblemente estará por ahí sin la bufanda puesta. Pillará esta infección viral, lo sé. Lo pilla todo. De pequeño le salían unos sarpullidos horribles. Seguro que acaba pillando esta enfermedad. Al menos su madre está aquí para cuidar de él.
La puerta se abrió y entraron corriendo dos personas que llevaban mascarillas, batas, guantes y una especie de bolsa que les cubría los zapatos. Redujeron el paso cuando vieron que no había nadie desplomado en el suelo.
– Necesito que se acordone esta zona y que coloquen un cartel de aislamiento -dijo Mary. Se volvió hacia la señora Gaddson-. Me temo que existe una posibilidad de que haya quedado usted expuesta al virus. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, y no podemos descartar la posibilidad de que esté en el aire -dijo, y por un horrible momento Dunworthy pensó que pretendía poner a la señora Gaddson en la sala de espera con ellos-. ¿Quieren escoltar a la señora Gaddson a un cubículo de aislamiento? -preguntó a uno de los recién llegados-. Necesitaremos hacerle análisis de sangre y una lista de sus contactos. Señor Dunworthy, si quiere acompañarme -dijo; lo condujo al interior de la sala de espera y cerró la puerta antes de que la señora Gaddson pudiera protestar.
– Podrán retenerla un rato y dar al pobre Willy unas cuantas horas de libertad.
– Esa mujer podría crearle sarpullidos a cualquiera -observó él.
Todos, excepto la auxiliar, se habían vuelto al verlos entrar. Latimer estaba sentado pacientemente junto a la bandeja, con la manga subida. Montoya hablaba todavía por teléfono.
– El tren de Colin regresó -informó Mary-. Ya está a salvo en casa.
– Oh, bien -contestó Montoya, y soltó el teléfono. Gilchrist saltó para cogerlo.
– Señor Latimer, siento haberle hecho esperar -le dijo Mary. Abrió un par de guantes impermeables, se los calzó, y empezó a preparar una hipodérmica.
– Aquí Gilchrist. Quiero hablar con el tutor sénior. Sí, intento contactar con el señor Basingame. Sí, esperaré.
El tutor sénior no tiene ni idea de dónde está, pensó Dunworthy, ni tampoco la secretaria. Ya había hablado con ellos cuando intentaba detener el lanzamiento. La secretaria ni siquiera sabía que estaba en Escocia.
– Me alegro de que encontraran al chico -dijo Montoya, mirando su digital-. ¿Cuánto tiempo cree que nos retendrán aquí? Tengo que volver a mi excavación antes de que se convierta en un lodazal. Ahora estamos excavando el patio de la iglesia de Skendgate. La mayoría de las tumbas son del siglo XV, pero tenemos algunas de la Peste Negra y unas cuantas anteriores a Guillermo el Conquistador. La semana pasada encontramos la tumba de un caballero. Me pregunto si Kivrin estará allí.
Dunworthy asumió que Montoya se refería a la aldea y no a una de las tumbas.
– Eso espero.
– Le pedí que empezara a grabar sus observaciones de Skendgate inmediatamente, de la aldea y la iglesia. Sobre todo de la tumba. La inscripción está borrada en parte, como algunos de los grabados. La fecha es legible, 1318.
– Es una emergencia -dijo Gilchrist. Puso mala cara mientras se producía una larga pausa-. Ya sé que está pescando en Escocia. Quiero saber dónde.
Mary puso un parche en el brazo de Latimer y se volvió hacia Gilchrist. Él negó con la cabeza. Entonces ella se dirigió a la auxiliar y la despertó. La auxiliar la siguió hasta la bandeja, parpadeando soñolienta.
– Hay muchas cosas que sólo podemos saber por observación directa -prosiguió Montoya-. Le dije a Kivrin que grabara cada detalle. Espero que haya espacio en el grabador. ¡Es tan pequeño! -volvió a consultar su reloj-. Por supuesto, tenía que serlo. ¿Tuvo oportunidad de verlo antes de que se lo implantaran? Es tan pequeño que parece un espolón óseo.
– ¿Espolón óseo? -se extrañó Dunworthy, mientras veía cómo la sangre de la auxiliar llenaba el vial.
– Es para que no pueda causar un anacronismo aunque lo descubran. Encaja contra la superficie palmar del hueso escafoides -frotó el hueso de la muñeca sobre el pulgar.
Mary se volvió hacia Dunworthy y la auxiliar se levantó, bajándose la manga. Dunworthy ocupó su lugar en la silla. Mary despegó la parte trasera de un monitor, lo pegó al interior de la muñeca de Dunworthy, y le tendió un temp para que lo tragara.
– Que el administrador me llame a este número en cuanto regrese -dijo Gilchrist, y colgó.
Montoya cogió el teléfono y marcó un número.
– Hola. ¿Podría decirme el perímetro de la cuarentena? Necesito saber si Witney está dentro. Mi excavación está allí -al parecer, le contestaron que no-. ¿Entonces con quién puedo hablar para que cambie el perímetro? Se trata de una emergencia.
Están tan preocupados por sus supuestas «emergencias», pensó Dunworthy, que a nadie le ha dado por preocuparse por Kivrin. Bien, ¿de qué había que preocuparse? Habían disimulado el grabador para que pareciera un espolón óseo y no causara un anacronismo cuando los contemporáneos decidieran cortarle las manos antes de quemarla en la hoguera.
Mary le tomó la tensión y luego le pinchó con la aguja.
– Si el teléfono vuelve a quedar disponible alguna vez -dijo, dándole un golpecito al apósito y volviéndose hacia Gilchrist, que se encontraba de pie junto a Montoya, con aspecto impaciente-, podrías llamar a William Gaddson y advertirle de que ha venido su madre.
– Sí -dijo Montoya-. El número del Fondo Nacional -colgó, y apuntó un número en uno de los folletos.
El teléfono sonó. Gilchrist, que se dirigía a Mary, se abalanzó hacia el aparato, agarrándolo antes de que Montoya pudiera cogerlo.
– No -dijo, y lo tendió a Dunworthy de mala gana.
Era Finch. Estaba en el despacho del administrador.
– ¿Tiene los archivos médicos de Badri?
– Sí, señor. La policía está aquí, señor. Están buscando sitio para meter a todos los retenidos que no viven en Oxford.
– Y quieren que los alojemos en Balliol -adivinó Dunworthy.
– Sí, señor. ¿A cuántos podemos aceptar?
Mary se había levantado, con el vial con la sangre de Gilchrist en una mano, y le hacía señas.
– Espere un momento, por favor -dijo Dunworthy, y cubrió el micrófono.
– ¿Os han pedido que alojéis a los retenidos? -preguntó Mary.
– Sí.
– No te comprometas a ocupar todas vuestras habitaciones. Puede que necesitemos espacio para los enfermos.
Dunworthy retiró la mano.
– Dígales que podemos alojarlos en Fisher y en las habitaciones que quedan en Savin. Si no ha asignado todavía habitaciones a las campaneras, dóblelas. Dígale a la policía que el hospital ha solicitado Bulkeley-Johnson como pabellón de emergencia. ¿Ha encontrado los archivos médicos de Badri?
– Sí, señor. Fue una odisea encontrarlos. El administrador los había archivado como Badri coma Chaudhuri, y las americanas…
– ¿Ha encontrado el número de la Seguridad Social?
– Sí, señor.
– Va a ponerse la doctora Ahrens -dijo antes de que Finch se embarcara a contar historias sobre las campaneras. Hizo un gesto a Mary-. Puede darle la información directamente.
Mary colocó un apósito sobre el brazo de Gilchrist y un monitor temp en el dorso de su mano.
– Llamé a Ely, señor -decía Finch-. Les informé de la cancelación del concierto de campanas y fueron bastante amables, pero las americanas todavía están muy molestas.
Mary terminó de introducir las lecturas de Latimer, se quitó los guantes y se acercó para recoger el teléfono.
– ¿Finch? Soy la doctora Ahrens. Dícteme el número de la Seguridad Social de Badri.
Dunworthy le tendió su lista de Secundarios y un lápiz, y ella lo apuntó y luego preguntó los registros de vacunas de Badri e hizo una serie de anotaciones que Dunworthy no supo descifrar.
– ¿Alguna reacción o alergia? -hubo una pausa -Muy bien, no. Puedo conseguir el resto del ordenador. Volveré a llamarle si necesito más información -le tendió el teléfono a Dunworthy-. Quiere hablar contigo otra vez -dijo, y se marchó, llevándose el papel.
– Están muy molestas -insistió Finch-. La señora Taylor amenaza con demandarnos por incumplimiento involuntario de contrato.
– ¿Cuándo fue la última dosis de antivirales de Badri?
Finch tardó bastante tiempo en buscarlo en sus documentos.
– Aquí está, señor. Catorce de septiembre.
– ¿Recibió la dosis completa?
– Así es, señor. Receptores análogos, impulsor de APM, y estacionales.
– ¿Ha tenido alguna vez una reacción a las antivirales?
– No, señor. No hay alergias en su historial. Ya se lo he dicho a la doctora Ahrens.
Badri había recibido todas las antivirales. No tenía historial de reacciones.
– ¿Ha ido ya al New College? -preguntó.
– No, señor. Voy para allá. ¿Qué hago con los suministros, señor? Tenemos jabón de sobra, pero andamos cortos de papel higiénico.
La puerta se abrió, pero no era Mary, sino el auxiliar que habían enviado a recoger a Montoya. Se dirigió al carrito y enchufó la tetera eléctrica.
– ¿Cree que debo racionar el papel higiénico, señor? -preguntó Finch-. ¿O coloco notas pidiendo a todo el mundo que modere el consumo?
– Lo que considere más oportuno -le respondió Dunworthy, y colgó.
Todavía debía de estar lloviendo. El médico llevaba el uniforme mojado, y cuando la tetera hirvió, colocó las manos enrojecidas sobre el vapor, como para calentarlas.
– ¿Ha terminado de usar el teléfono? -dijo Gilchrist.
Dunworthy se lo tendió. Se preguntó cómo sería el clima allí donde estaba Kivrin, y si Gilchrist había hecho que Probabilidad computara las posibilidades de que apareciera en medio de la lluvia. Su capa no era especialmente impermeable, y el viajero amistoso que en principio debía aparecer al cabo de una coma seis horas podría haberse guarecido en una hostería o un granero hasta que los caminos se secaran lo suficiente para ser transitables.
Dunworthy le había enseñado a Kivrin a encender fuego, pero le resultaría muy difícil con la leña mojada y las manos entumecidas. En el siglo XIV los inviernos eran fríos. Tal vez incluso estuviera nevando. La Pequeña Era del Hielo acababa de empezar en 1320, y el clima se fue haciendo tan frío que incluso el Támesis llegó a congelarse. Las bajas temperaturas y el clima variable habían causado tal desastre en las cosechas que algunos historiadores achacaban la Peste Negra a la desnutrición del campesinado. El clima fue malo, en efecto. En el otoño de 1348, en una parte de Oxfordshire llovió todos los días desde San Miguel hasta Navidad. Probablemente Kivrin yacía en una carretera mojada, medio muerta de hipotermia.
Y llena de sarpullidos, pensó, pues su chocho tutor se preocupaba demasiado por ella. Mary tenía razón. Parecía la señora Gaddson. Sólo le faltaba salir corriendo hacia 1320, abrir a viva fuerza las puertas de la red, como la señora Gaddson con el metro, y Kivrin se alegraría tanto de verle como William de ver a su madre. Y estaría tan necesitada de ayuda como él.
Kivrin era la estudiante más inteligente y llena de recursos que había tenido. Seguro que sabría guarecerse de la lluvia. Por lo que sabía, había pasado las últimas vacaciones con los esquimales, aprendiendo a construir un iglú.
Desde luego, había pensado en todos los detalles, incluso las uñas. Cuando fue a mostrarle su disfraz, le enseñó las manos. Tenía las uñas rotas, y había rastros de suciedad en las cutículas.
– Se que se supone que pertenezco a la nobleza, pero a la nobleza rural, y hacían muchas tareas de granja según los tapices de Bayeaux, y las damas del East Riding no tuvieron tijeras hasta el siglo XVII, así que me pasé la tarde del domingo en la excavación de Montoya, arañando entre los restos, para conseguir este efecto.
Sus uñas tenían un aspecto espantoso, muy auténtico. Desde luego, no había ningún motivo para preocuparse por un detalle menor como la nieve.
Pero no podía evitarlo. Si lograra hablar con Badri, preguntarle qué quiso decir con aquello de que «Algo falla», asegurarse de que el lanzamiento había salido bien y no se había producido demasiado deslizamiento, seguramente dejaría de preocuparse. Pero Mary no había podido conseguir el número de la Seguridad Social de Badri hasta que Finch telefoneó. Se preguntó si Badri estaría aún inconsciente. O algo peor.
Se levantó y se acercó al carrito y se preparó una taza de té. Gilchrist estaba otra vez al teléfono, al parecer hablando con el portero, que tampoco sabía dónde se encontraba Basingame. Cuando Dunworthy habló con él, le había dicho que le parecía recordar que Basingame había mencionado Loch Balkillan, un lago que no existía.
Dunworthy se tomó el té. Gilchrist llamó al administrador y al director del colegio, pero ninguno de los dos sabía dónde estaba Basingame. La enfermera que custodiaba la puerta antes entró y terminó de hacer las extracciones de sangre. El auxiliar cogió uno de los folletos y empezó a leerlo.
Montoya rellenó con rapidez el impreso de admisión y las listas de contactos.
– ¿Qué se supone que tengo que hacer? -preguntó a Dunworthy-. ¿Apuntar toda la gente con quien he estado en contacto hoy?
– Los últimos tres días.
Siguieron esperando. Dunworthy se tomó otra taza de té. Montoya llamó al Ministerio de Sanidad y trató de convencerlos de que la libraran de la cuarentena para poder regresar a la excavación. La auxiliar clínico volvió a dormirse.
La enfermera trajo un carrito con la cena.
– Grande alborozo produjo nuestro anfitrión en todos, y nos dispusimos a cenar -declamó Latimer, la única observación que había hecho en toda la tarde.
Mientras comían, Gilchrist contó a Latimer sus planes para enviar a Kivrin al período posterior a la Peste Negra.
– El punto de vista histórico aceptado es que destruyó por completo a la sociedad medieval -dijo mientras cortaba su asado-, pero mi investigación indica que fue un purgante más que una catástrofe.
¿Desde el punto de vista de quién?, pensó Dunworthy, inquieto porque ya tardaban demasiado. Se preguntó si en verdad estaban analizando la sangre o si esperaban simplemente que uno de ellos se desplomara sobre el carrito del té para tener una idea de cuál era el período de incubación.
Gilchrist volvió a llamar al New College y preguntó por la secretaria de Basingame.
– No está -dijo Dunworthy-. Ha ido a pasar la Navidad en Devonshire con su hija.
Gilchrist le ignoró.
– Sí. Necesito hacerle llegar un mensaje. Intento localizar al señor Basingame. Es una emergencia. Acabamos de enviar a una historiadora al siglo XIV, y Balliol no había analizado bien al técnico que dirigía la red. Como resultado, contrajo un virus contagioso -colgó el teléfono-. Si el señor Chaudhuri dejó de recibir las antivirales necesarias, le haré responsable, Dunworthy.
– Recibió la dosis completa en septiembre -declaró Dunworthy.
– ¿Tiene pruebas de eso?
– ¿Pasó? -preguntó la auxiliar.
Todos ellos, incluido Latimer, se volvieron hacia ella, sorprendidos. Hasta el momento de hablar, parecía profundamente dormida, con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, sujetando la lista de contactos.
– Ha dicho que enviaron a alguien a la Edad Media -dijo, con mal ceño-. ¿Pasó?
– Me temo que no… -dijo Gilchrist.
– El virus. ¿Pudo atravesar la máquina del tiempo?
Gilchrist miró a Dunworthy, nervioso.
– Eso no es posible, ¿verdad?
– No -dijo Dunworthy. Era evidente que Gilchrist no sabía nada de las paradojas del continuum o de la teoría de cuerdas. El hombre no servía para rector en funciones. Ni siquiera sabía cómo funcionaba la red en la que tan alocadamente había enviado a Kivrin-. El virus no pudo haber atravesado la red.
– La doctora Ahrens dijo que el hindú era el único caso -dijo la auxiliar-, y usted -señaló a Dunworthy-, que había recibido la dosis completa. Si recibió las antivirales, no pudo contagiarse a menos que fuera una enfermedad de algún otro lugar. Y la Edad Media estaba llena de enfermedades, ¿no? ¿Viruela y peste?
– Estoy seguro de que Medieval ha tomado los pasos necesarios para prevenir esa posibilidad… -dijo Gilchrist.
– Es imposible que un virus atraviese la red -saltó Dunworthy, enfadado-. El continuum espacio-temporal no lo permite.
– Han enviado a personas -insistió ella-, y un virus es más pequeño que una persona.
Dunworthy no había oído este argumento desde los primeros días de las redes, cuando la teoría se conocía sólo en parte.
– Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones -aseveró Gilchrist.
– Nada que pudiera afectar el curso de la historia puede atravesar una red -explicó Dunworthy, mirando a Gilchrist. El hombre no la estaba animando con su charla de precauciones y probabilidades-. Radiación, toxinas, microbios, nada de eso ha atravesado jamás una red. Si están presentes, la red simplemente no se abre.
La auxiliar no parecía convencida.
– Le aseguro… -repitió Gilchrist, y entonces entró Mary.
Llevaba un fajo con papeles de diferentes colores. Gilchrist se levantó inmediatamente.
– Doctora Ahrens, ¿hay alguna posibilidad de que esta infección viral que ha contraído el señor Chaudhuri pueda haber atravesado la red?
– Por supuesto que no -respondió ella, frunciendo el ceño como si la idea le pareciera ridícula-. En primer lugar, las enfermedades no pueden atravesar la red. Violaría las paradojas. En segundo lugar, si lo hiciera, que no puede, Badri se habría contagiado menos de una hora después de que pasara, lo cual significaría que el virus tendría un período de incubación de una hora, algo por completo imposible. Pero si lo hizo, y no pudo hacerlo, todos ustedes estarían ya enfermos -miró su digital-, ya que han transcurrido más de tres horas desde que quedaron expuestos.
Empezó a recoger las listas de contactos.
Gilchrist parecía irritado.
– Como rector en funciones de la Facultad de Historia tengo responsabilidades que atender -protestó-. ¿Cuánto tiempo pretende retenernos aquí?
– Sólo lo suficiente para recoger sus listas y darles instrucciones. Unos cinco minutos.
Recogió la lista de Latimer. Montoya cogió la suya y empezó a escribir rápidamente.
– ¿Cinco minutos? -preguntó la auxiliar-. ¿Quiere decir que podemos marcharnos?
– De momento -dijo. Puso las listas al fondo de su fajo de papeles y empezó a repartir las hojas, que eran de un rosa intenso. Parecían una especie de declaración que absolvía al hospital de cualquier tipo de responsabilidad-. Hemos terminado los análisis de sangre y ninguno muestra un nivel anormalmente alto de anticuerpos.
Tendió a Dunworthy una hoja azul que absolvía al Ministerio de Sanidad de cualquier responsabilidad y confirmaba su disposición a pagar todos los gastos no cubiertos por la Seguridad Social en el plazo de treinta días.
– Me he puesto en contacto con el WIC, y recomiendan que se siga una observación controlada, con comprobación continua de la fiebre y muestras de sangre cada doce horas.
La hoja que distribuía ahora era verde y tenía el título «Instrucciones para los contactos primarios». La primera de ellas decía: «Evite el contacto con otras personas.»
Dunworthy pensó en Finch y en las campaneras que estarían esperando, sin duda, en la puerta de Balliol con demandas y protestas, y en todas aquellas personas que estarían haciendo compras navideñas o se hallarían retenidas entre un sitio y otro.
– Contrólense la temperatura a intervalos de media hora -indicó Mary, mientras les tendía un impreso amarillo-. Vengan inmediatamente si su monitor -palmeó el suyo propio-, muestra un aumento notable en temperatura. Un poco de fluctuación es normal. La temperatura tiende a subir a últimas horas de la tarde y por la noche. La temperatura puede considerarse normal entre treinta y seis y treinta y siete coma cuatro. Vengan inmediatamente si su temperatura excede treinta y siete coma cuatro o sube de repente, o si empiezan a sentir algunos síntomas: dolor de cabeza, opresión en el pecho, confusión o mareo.
Todos miraron sus monitores y, sin duda, empezaron a sentir que se acercaba un dolor de cabeza. Dunworthy lo había tenido toda la tarde.
– Eviten entrar en contacto con otras personas tanto como sea posible. Cuiden todos los contactos que hagan. Todavía no estamos seguros del modo de transmisión, pero la mayoría de los mixovirus se extienden por vaporización y contacto directo. Lávense frecuentemente las manos con agua y jabón.
Tendió a Dunworthy otra hoja rosa. Se estaba quedando sin colores. Ésta era una tabla, titulada «Contactos», y debajo decía: «Nombre, Dirección, Tipo de contacto, Hora.»
Era una lástima que el virus de Badri no hubiera tenido que tratar con el Ministerio de Sanidad, el CDC y la WIC. Nunca habría pasado de la puerta.
– Tendrán que personarse aquí mañana a las siete. Mientras tanto, les recomiendo que tomen una buena cena y que se acuesten. El descanso es la mejor defensa contra cualquier virus. Están ustedes relevados del servicio mientras dure la cuarentena -dijo a los auxiliares. Tendió algunas otras hojas multicolores-. ¿Alguna pregunta?
Dunworthy miró a la auxiliar, esperando que le preguntara a Mary si la viruela había atravesado la red, pero ella miraba sin ningún interés sus papeles.
– ¿Puedo volver a mi excavación? -preguntó Montoya.
– No, a menos que esté dentro del perímetro de la cuarentena.
– Vaya, hombre -bufó, guardándose con enfado los papeles en los bolsillos de su cazadora-. Todo el pueblo se habrá inundado mientras estoy atrapada aquí -se marchó.
– ¿Alguna otra pregunta? -dijo Mary, imperturbable-. Muy bien, entonces. Les veré a todos a las siete.
Los auxiliares se marcharon, la mujer que había preguntado por el virus bostezaba y se desperezaba como si se dispusiera a echar otra cabezada. Latimer estaba todavía sentado, observando su monitor de temperatura. Gilchrist le dijo algo con mal tono, y él se levantó, se puso la chaqueta y recogió el abrigo y el fajo de papeles.
– Espero ser informado de todos los pasos -dijo Gilchrist-. Me pondré en contacto con Basingame y le pediré que regrese para hacerse cargo de este asunto -se marchó y luego tuvo que esperar, manteniendo la puerta abierta, a que Latimer recogiera dos hojas que se le habían caído.
– Recoja por la mañana a Latimer, ¿quiere? -pidió Mary, revisando las listas de contactos-. No se acordará de estar aquí a las siete.
– Quiero ver a Badri -exigió Dunworthy.
– «Laboratorio, Brasenose» -dijo Mary, leyendo los papeles-. «Despacho del decano. Laboratorio, Brasenose.» ¿Nadie vio a Badri más que en la red?
– Mientras veníamos de camino en la ambulancia dijo «Algo falla» -respondió Dunworthy-. Pudo haber un deslizamiento. Si es de más de una semana, Kivrin no tendrá ni idea de cuándo hacer el encuentro.
Mary no respondió. Volvió a repasar las hojas con el ceño fruncido.
– Necesito asegurarme de que no hubo ningún problema con el ajuste -insistió él.
Ella levantó la cabeza.
– Muy bien. Estas hojas de contacto no sirven de nada. Hay grandes agujeros en el paradero de Badri durante los últimos tres días. Él es la única persona que puede decirnos dónde estuvo y con quién estableció contacto -guió a Dunworthy pasillo abajo-. Hay una enfermera con él, haciéndole preguntas, pero está muy desorientado y le tiene miedo. Tal vez contigo no esté tan asustado.
Llegaron al ascensor.
– Planta baja, por favor -dijo ella, a su oído-. Badri está sólo consciente durante unos instantes. Es posible que tardemos toda la noche.
– No importa. No podré descansar hasta convencerme de que Kivrin está a salvo.
Subieron dos pisos en el ascensor, recorrieron otro pasillo y atravesaron una puerta que indicaba: «NO ENTRAR. PABELLÓN DE AISLAMIENTO.» Tras la puerta, una enfermera de aspecto sombrío estaba sentada ante una mesa, observando un monitor.
– Voy a llevar al señor Dunworthy a ver al señor Chaudhuri -dijo Mary-. Necesitaremos dos RPE. ¿Cómo se encuentra?
– Ha vuelto a subirle la fiebre… treinta y nueve coma ocho -respondió la enfermera, tendiéndoles las RPE, que eran batas de papel selladas en plastileno que abrochaban por detrás, gorras, mascarillas impermeables que eran imposibles de poner por encima de las gorras, patucos con aspecto de botas para colocarlos sobre los zapatos, y guantes impermeables. Dunworthy cometió el error de ponerse primero los guantes y tardó lo que parecieron horas en desplegar la bata y fijar la mascarilla.
– Tendrás que hacer preguntas muy concretas -dijo Mary-. Pregúntale qué hizo cuando se levantó esta mañana, si pasó la noche con alguien, dónde desayunó, quién había allí, todo eso. Estará desorientado por la fiebre; es posible que tengas que preguntarle varias veces -abrió la puerta de la habitación.
No era realmente una habitación: sólo había sitio para la cama y un estrecho taburete, ni siquiera una silla. La pared tras la cama estaba cubierta de pantallas y equipo médico. La otra pared tenía una ventana cubierta por una cortina y más equipo. Mary miró brevemente a Badri y luego empezó a observar las pantallas.
Dunworthy las miró. La más cercana estaba llena de números y de letras. La última línea decía «ICU 14320691-22-12-54 1803 200/RPT 1800CRS IMJPCLN 200MG/q6h NHS40- 211-7 M AHRENS.». Al parecer, las órdenes del doctor.
Las otras pantallas mostraban gráficas puntiagudas y columnas de cifras. Ninguna de ellas tenía sentido a excepción de un numero en mitad de la segunda pantallita de la derecha. Decía: «Temp.: 39,9.» Santo Dios.
Miró a Badri. Yacía con los brazos por encima de las sábanas, ambos conectados a goteros que colgaban de sendas perchas. Uno de los goteros tenía al menos cinco bolsas unidas al tubo principal. Tenía los ojos cerrados, y su rostro parecía delgado y demacrado, como si hubiera perdido peso desde la mañana. Su piel oscura tenía un extraño tinte purpúreo.
– Badri -llamó Mary, inclinándose sobre él-, ¿nos oye?
Él abrió los ojos y los miró sin reconocerlos, cosa que probablemente no se debía tanto al virus como al hecho de que iban cubiertos de papel de la cabeza a los pies.
– Es el señor Dunworthy -indicó Mary-. Ha venido a verle -su blíper empezó a sonar.
– ¿Señor Dunworthy? -dijo Badri roncamente, y trató de incorporarse.
Mary lo sujetó amablemente contra la almohada.
– El señor Dunworthy tiene que hacerle algunas preguntas -dijo, palmeándole el pecho con suavidad, como había hecho en el laboratorio de Brasenose. Se enderezó, observando los monitores en la pared-. Permanezca tendido. Ahora tengo que marcharme, pero el señor Dunworthy se quedará con usted. Descanse e intente responder a sus preguntas.
– ¿Señor Dunworthy? -repitió Badri, como si intentara encontrar sentido a las palabras.
– Sí -dijo Dunworthy. Se sentó en el taburete-. ¿Cómo te encuentras?
– ¿Cuándo esperan que vuelva? -preguntó Badri, y su voz sonó débil y forzada.
Trató de incorporarse otra vez. Dunworthy extendió la mano para impedírselo.
– Tengo que encontrarlo -dijo-. Algo falla.
La estaban quemando en una hoguera. Ya sentía las llamas. Debían de haberla atado al poste, aunque no lo recordaba. Sí recordaba que habían encendido el fuego. Se había caído del caballo blanco, y el asesino la recogió y volvió a montarla.
– Debemos volver al lugar -le había dicho.
El hombre se inclinó sobre ella, y Kivrin vio su cruel rostro bajo la fluctuante luz del fuego.
– El señor Dunworthy abrirá la red en cuanto se dé cuenta de que algo está fallando -le había advertido. No tendría que haberlo hecho. Él había pensado que era una bruja y la había llevado a aquel lugar para que la quemaran.
– No soy una bruja -dijo, y de inmediato una mano surgió de ninguna parte y se posó sobre su frente.
– Shh -dijo una voz.
– No soy una bruja -insistió ella, intentando hablar despacio para que la comprendieran. El asesino no la había entendido. Había intentado decirle que no debían marcharse de aquel lugar, pero él no le hizo caso. La colocó sobre su caballo blanco y la sacó del claro, atravesando el macizo de abedules de tronco blanco, hacia la parte más profunda del bosque.
Ella había intentado prestar atención a la dirección en la que iban para así poder encontrar el camino de vuelta, pero la oscilante antorcha del hombre sólo iluminaba unos cuantos centímetros de terreno a sus pies, y la luz la deslumbraba. Cerró los ojos, y eso fue un error, porque el molesto paso del caballo la mareó y se cayó al suelo.
– No soy una bruja -repitió-. Soy historiadora.
– Hawey fond enyowuh thissla dey? -dijo la voz de la mujer, muy lejana. Debía de haber avanzado para poner leña al fuego y luego se apartó del calor.
– Enwodes fillenun gleydund sore destrayste -replicó una voz de hombre, y parecía la del señor Dunworthy-. Ayeen mynarmehs hoor alle op hider ybar.
– Sweltes shay dumorte blauen? -preguntó la mujer.
– Señor Dunworthy, ¡he caído entre asesinos! -exclamó Kivrin, extendiendo los brazos hacia él. Pero a través del humo no pudo verlo.
– Shh -dijo la mujer.
Kivrin intuyó que era más tarde, que aunque pareciera imposible había dormido. ¿Cuánto se tarda en arder?, se preguntó. El fuego era tan caliente que ella ya debería ser cenizas, pero cuando levantó la mano parecía intacta, aunque pequeñas llamas rojas fluctuaban en los bordes de sus dedos. La luz de las llamas le hería los ojos. Los cerró.
Espero no volver a caerme del caballo, pensó. Se había estado agarrando al cuello del animal con los dos brazos, aunque su paso inestable hacía que la cabeza le doliera aún más, y no se soltó, pero se cayó, a pesar de que el señor Dunworthy había insistido en que aprendiera a cabalgar, se había encargado de que tomara lecciones en un picadero cerca de Woodstock. El señor Dunworthy le había advertido que todo aquello sucedería. Le había predicho que acabarían quemándola en la hoguera.
La mujer le acercó una copa a los labios. Debe de ser vinagre en una esponja, pensó Kivrin; se lo daban a los mártires. Pero no lo era. Se trataba de un líquido cálido y amargo. La mujer tuvo que inclinar la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera, y ella comprendió por primera vez que estaba tendida.
Tendré que decirle al señor Dunworthy que quemaban a la gente acostada, pensó. Intentó llevarse las manos a los labios en la posición de rezo para activar el grabador, pero el peso de las llamas se lo impidió.
Estoy enferma, pensó Kivrin, y comprendió que el líquido cálido era una poción medicinal de algún tipo, y que le había bajado un poco la fiebre. No estaba tendida en el suelo, después de todo, sino en una cama en una habitación oscura; y la mujer que le había mandado callar y le había dado el líquido estaba junto a ella. Oía su respiración. Kivrin intentó mover la cabeza para verla, pero el esfuerzo hizo que volviera a dolerle. La mujer debía de estar dormida. Su respiración era regular y ruidosa, casi como si roncara. A Kivrin le dolía la cabeza al escucharla.
Debo de estar en la aldea, pensó. El hombre pelirrojo me habrá traído aquí.
Se había caído del caballo y el asesino la había ayudado a montar de nuevo, pero cuando ella lo miró a la cara no le pareció un asesino. Era joven, con el cabello rojo y expresión amable, y se inclinó sobre ella cuando estaba sentada contra la rueda de la carreta, apoyándose sobre una rodilla a su lado, y preguntó:
– ¿Quién sois?
Ella le había comprendido perfectamente.
– Canstawd ranken derwyn? -dijo la mujer, e inclinó la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera más del amargo líquido. Apenas pudo tragarlo. El fuego estaba ahora dentro de su garganta. Sentía las pequeñas llamas anaranjadas, aunque el líquido debería haberlas extinguido. Se preguntó si el hombre la habría llevado a alguna tierra extranjera, España o Grecia, donde la gente hablaba un idioma que no habían incluido en el intérprete.
Había comprendido al pelirrojo perfectamente.
– ¿Quién sois? -le había preguntado, y ella pensó que el otro hombre debía de ser un esclavo que había traído de las Cruzadas, un esclavo que hablaba turco o árabe, y por eso no entendía sus palabras.
– Soy historiadora -respondió, pero cuando miró su amable rostro no era él. Era el asesino.
Buscó desesperadamente al hombre pelirrojo, pero no lo encontró. El asesino recogió trozos de madera y los colocó sobre algunas piedras para encender una hoguera.
– ¡Señor Dunworthy! -llamó Kivrin, desesperada, y el asesino se acercó y se arrodilló ante ella. La luz de su antorcha aleteó sobre su cara.
– No temáis -dijo-. Regresará pronto.
– ¡Señor Dunworthy! -gritó ella, y el pelirrojo volvió y se arrodilló de nuevo a su lado-. No tendría que haberme marchado del lugar -le dijo, observando su rostro para que no se convirtiera en el asesino-. Algo debe de haber fallado con el ajuste. Tengo que volver allí.
Él se desabrochó la capa, se la pasó por encima de los hombros, y la colocó sobre ella, y Kivrin supo que la comprendía.
– Tengo que ir a casa -le dijo mientras se inclinaba sobre ella. El hombre tenía una linterna que iluminaba su amable rostro y aleteaba como llamas sobre su cabello rojo.
– Godufadur -llamó, y ella pensó que ése era el nombre del esclavo: Gauddefaudre. Le pedirá al esclavo que le diga dónde me encontró, y entonces me llevará al lugar. Y el señor Dunworthy. El señor Dunworthy se pondría frenético cuando abrieran la red y no la encontraran allí. No pasa nada, señor Dunworthy, dijo en silencio. Ya voy.
– Dreede nawmaydde -dijo el pelirrojo, y la cogió en brazos-. Fawrthah Galwinnath coam.
– Estoy enferma, por eso no les entiendo -le dijo Kivrin a la mujer, pero esta vez nadie surgió de la oscuridad para apaciguarla. Tal vez se habían cansado de verla arder y se habían marchado. Desde luego, estaba tardando un buen rato, aunque el fuego parecía más caliente ahora.
El hombre pelirrojo la había colocado sobre el caballo blanco y se internó en el bosque, y ella supuso que la estaba llevando de regreso al lugar. El caballo tenía silla, y campanillas que sonaban mientras cabalgaba, tocando una canción. Era Adeste Fideles y las campanas sonaban más y más fuerte a cada verso, hasta que sonaron como las campanas de St. Mary the Virgin.
Cabalgaron largo rato, y ella pensó que seguramente ya estarían cerca del lugar del lanzamiento.
– ¿A qué distancia está? -le preguntó al pelirrojo-. El señor Dunworthy estará muy preocupado.
Pero él no le contestó. Salió del bosque y descendió una colina. La luna estaba alta en el cielo, brillando pálida sobre las ramas de un bosquecillo de estrechos árboles sin hojas, y sobre la iglesia al pie de la colina.
– Éste no es el lugar -señaló ella, y trató de tirar de las riendas del caballo para que volvieran por donde habían venido, pero no se atrevió a retirar los brazos del cuello del hombre pelirrojo por miedo a caer. Y entonces se encontraron ante una puerta, y ésta se abrió, y se abrió de nuevo, y había fuego y luz y el sonido de campanas, y ella supo que, después de todo, la habían llevado de vuelta al lugar del lanzamiento.
– Shay boyen syke nighonn tdeeth -dijo la mujer. Kivrin sintió sus manos ásperas y arrugadas sobre la piel. La arropó. Piel, Kivrin pudo sentir el suave pelaje contra el rostro, o tal vez era su pelo.
– ¿Dónde me habéis traído? -preguntó Kivrin. La mujer se inclinó un poco hacia delante, como si no la oyera bien, y Kivrin supuso que debía de haber hablado en inglés.
Su intérprete no funcionaba. Se suponía que tenía que pensar las palabras en inglés moderno y expresarlas en inglés medieval. Tal vez por eso no los comprendía, porque su intérprete no funcionaba.
Intentó pensar la forma de decirlo en inglés medieval.
– Where hast thou bringen me to?
La construcción era equivocada. Debería preguntar «¿Qué lugar es éste?», pero no podía recordar cómo se decía «lugar» en inglés medieval.
No podía pensar. La mujer seguía apilando mantas, y cuantas más pieles le caían encima, más frío sentía Kivrin, como si de algún modo la mujer estuviera apagando el fuego.
No comprenderían lo que quería decir si preguntaba: «¿Qué lugar es éste?» Estaba en una aldea. El hombre pelirrojo la había llevado a una aldea.
Habían cabalgado ante una iglesia, hasta una casa grande. Debía preguntar: «¿Cuál es el nombre de esta aldea?»
La palabra para «lugar» era demain, pero la construcción seguía siendo equivocada. Usarían la construcción francesa, ¿no?
– Quelle demeure avez vous m’apporté? -dijo en voz alta, pero la mujer se había ido, y además era un error. No había habido franceses aquí durante doscientos años. Debía formular la pregunta en inglés. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Pero cuál era la palabra para «aldea»?
El señor Dunworthy le había advertido que tal vez no podría confiar en el intérprete, que debía dar clases de inglés medieval, francés normando y alemán para contrarrestar discrepancias en pronunciación. Le había hecho memorizar páginas y más páginas de Chaucer. «Soun ye nought but eyr ybroken And every speche that ye spoken.» No. No. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Cuál era la palabra para «aldea»?
Él la había llevado a una aldea y llamó a una puerta. Un hombre corpulento acudió, llevando un hacha. Para cortar la leña de la hoguera, por supuesto. Un hombre corpulento y luego una mujer, y los dos pronunciaron palabras que Kivrin no logró comprender, y la puerta se cerró, y se quedaron fuera en la oscuridad.
– ¡Señor Dunworthy! ¡Doctora Ahrens! -había gritado ella, y el pecho le dolió-. No debe dejar que cierren el lugar de recogida -le dijo al hombre pelirrojo, pero él se había convertido de nuevo en un asesino, un ladrón.
– No -dijo él-. Sólo está herida -y entonces la puerta se abrió de nuevo, y él la llevó a que la quemaran.
Tenía muchísimo calor.
– Thawmot goonawt plersoun roshundt prayenum comth ithre -dijo la mujer, y Kivrin trató de alzar la cabeza para beber, pero la mujer no sostenía ninguna copa, sino una vela junto a su cara. Demasiado cerca. El pelo le prendería-. Der maydemot nedes dya.
La vela fluctuó cerca de la mejilla. Su cabello estaba ardiendo.
Llamas rojas y anaranjadas ardían en los bordes de su pelo, alcanzando rizos sueltos y convirtiéndolos en cenizas.
– Shh -dijo la mujer, y trató de capturar las manos de Kivrin, pero Kivrin se debatió contra ella hasta que consiguió librarse. Se llevó las manos al cabello, intentando apagar las llamas. Sus manos prendieron.
– Shh -dijo la mujer, y le sujetó las manos. No era la mujer. Las manos eran demasiado fuertes. Kivrin agitó la cabeza de un lado a otro, tratando de huir de las llamas, pero también le sujetaban la cabeza. El cabello le ardió en una nube de fuego.
Cuando despertó, la habitación estaba llena de humo.
El fuego debía de haberse apagado mientras dormía. Eso le había sucedido a uno de los mártires cuando lo quemaron en la hoguera. Sus amigos habían apilado leña verde para que muriera por el humo antes de que el fuego le alcanzara, pero eso casi apagó la hoguera, y estuvo ardiendo durante horas.
La mujer se inclinó sobre ella.
Había tanto humo que Kivrin no pudo ver si era joven o vieja.
El hombre pelirrojo debía de haber apagado el fuego. La había cubierto con su capa y luego se acercó al fuego y lo apagó, pisoteándolo con las botas, y el humo se alzó y la cegó.
La mujer le echó agua encima, y las gotas hirvieron sobre su piel.
– Hauccaym anchi towoem denswile? -le preguntó.
– Soy Isabel de Beauvrier -dijo Kivrin-. Mi hermano está enfermo en Evesham -no recordaba ninguna de las palabras. Quelle demeure. Perced to the rote-. ¿Dónde estoy? -dijo en inglés.
Una cara se acercó a la suya.
– Hau hightes towe? -dijo. Era la cara del asesino del bosque encantado. Ella se apartó, asustada.
– ¡Márchate! ¿Qué quieres?
– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti -recitó.
Latín, pensó ella, agradecida. Debe haber un sacerdote aquí.
Intentó levantar la cabeza para ver al sacerdote más allá del asesino, pero no pudo. Había demasiado humo en la habitación. Sé hablar latín, pensó. El señor Dunworthy me obligó a aprenderlo.
– ¡No deberían dejar que estuviera aquí! -dijo en latín-. ¡Es un asesino!
Le dolía la garganta, y parecía carecer de aliento para dar fuerza a sus palabras, pero por la manera en que el asesino se apartó sorprendido, comprendió que la habían oído.
– No temáis -dijo el sacerdote, y ella le entendió perfectamente-. Volvéis a estar en casa.
– ¿Al lugar de recogida? -preguntó Kivrin-. ¿Me lleváis allí?
– Asperges me, Domine, hyssope et mundabor -dijo el sacerdote. Rocíame con agua bendita, Señor, y quedaré limpio. Ella lo comprendió a la perfección.
– Ayudadme -dijo en latín-. Debo regresar al lugar del que vine.
– … nominus… -musitó el sacerdote, en voz tan baja que ella no pudo oírle. Nombre. Algo sobre su nombre. Levantó la cabeza. La sentía curiosamente liviana, como si todo el cabello hubiera ardido.
– ¿Mi nombre?
– ¿Podéis decirme vuestro nombre? -preguntó él en latín.
Se suponía que tenía que decirle que era Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, del East Riding, pero le dolía tanto la garganta que le pareció que no sería capaz.
– Tengo que volver -murmuró-. No sabrán adónde he ido.
– Confiteor deo omnipotenti -dijo el sacerdote desde muy lejos. Ella no lo veía. Cuando intentó mirar más allá del asesino, lo único que distinguió fueron llamas. Debían de haber vuelto a encender el fuego-. Beatae Mariae semper Virgini…
Está recitando el Confiteor Deo, pensó, la oración de la confesión. El asesino no debería estar aquí. No debería haber nadie en la habitación durante una confesión.
Era su turno.
Intentó unir las manos en una plegaria y no pudo, pero el sacerdote la ayudó, y cuando fue incapaz de recordar las palabras, las recitó con ella.
– Perdonadme, padre, pues he pecado. Confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vos, Padre, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión, por mi culpa.
– Mea culpa -susurró ella-, mea culpa, mea maxima culpa.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa; pero eso no estaba bien, no era lo que se suponía que tenía que decir.
– ¿Cómo habéis pecado? -dijo el sacerdote.
– ¿Pecado?
– Sí -respondió él amablemente, inclinándose tanto que prácticamente le susurró al oído-. Para que podáis confesar vuestros pecados y obtener el perdón de Dios, y entrar en el reino eterno.
Todo lo que quería hacer era ir a la Edad Media, pensó ella. Trabajé muchísimo, estudiando los idiomas, las costumbres y todo lo que el señor Dunworthy me aconsejó. Yo sólo quería ser historiadora.
Deglutió, una sensación como de llamas.
– No he pecado.
El sacerdote se retiró entonces, y Kivrin pensó que se había enfadado porque ella no quería confesar sus pecados.
– Tendría que haber escuchado al señor Dunworthy -dijo ella-. No tendría que haberme alejado del lugar.
– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancti, Amen -recitó el sacerdote. Su voz sonaba amable, tranquilizadora. Ella sintió su contacto refrescante en la frente-. Quid quid deliquisti -murmuró el sacerdote-. Por esta sagrada unción y por la divina misericordia…
Le tocó los ojos, las orejas, la nariz, de forma tan suave que ella no notó su mano, solamente el fresco contacto del aceite.
Esto no forma parte del sacramento de la penitencia, pensó Kivrin. Es el ritual de la extremaunción. Está diciendo los últimos sacramentos.
– No…
– No temáis. Que el Señor perdone las ofensas que hayáis podido cometer -dijo él, y apagó el fuego que quemaba las plantas de sus pies.
– ¿Por qué me administran los últimos sacramentos? -preguntó Kivrin, y entonces recordó que la estaban quemando en la hoguera. Voy a morir aquí, pensó, y el señor Dunworthy nunca sabrá lo que me ha sucedido-. Me llamo Kivrin. Dígale al señor Dunworthy…
– Que contempléis a vuestro Redentor cara a cara -prosiguió el sacerdote, sólo que era el asesino quien hablaba-. Y que al encontraros ante Él vuestra mirada sea bendita con la verdad hecha manifiesta.
– Me estoy muriendo, ¿verdad? -le preguntó al sacerdote.
– No hay nada que temer -la tranquilizó él, y le cogió la mano.
– No me deje -suplicó ella, y le agarró la mano con fuerza.
– No lo haré -prometió él, pero con todo aquel humo Kivrin no lo veía bien-. Que Dios Todopoderoso tenga piedad de vos, perdone vuestros pecados y os lleve a la vida eterna.
– Por favor, venga a rescatarme, señor Dunworthy -gimió ella, y las llamas rugieron entre ambos.
Domine, mittere digneris sanctum Angelum tuum de caelis, qui custodiat, foveat, protegat, visitet, atque defendat omnes habitantes in hoc habitaculo. *
(Pausa)
Exaudi orationim meam et clamor meus ad te veniat. *
– ¿Qué ocurre, Badri? ¿Qué va mal? -preguntó Dunworthy.
– Frío -dijo Badri. Dunworthy se inclinó sobre él y lo arropó hasta los hombros. La sábana parecía dolorosamente inadecuada, tan fina como la bata de papel que llevaba Badri. No le extrañaba que tuviera frío.
– Gracias -murmuró Badri. Sacó una mano de debajo de la sábana y agarró la de Dunworthy. Cerró los ojos.
Dunworthy miró ansiosamente las pantallas, pero eran tan inescrutables como siempre. La temperatura todavía era de treinta y nueve coma nueve. La mano de Badri estaba muy caliente, incluso a través del guante impermeable, y las uñas parecían extrañas, casi de color azul oscuro. La piel de Badri parecía también más oscura, y su cara, de algún modo, se veía más delgada que cuando lo habían traído.
La enfermera, cuya silueta bajo la bata de papel le recordaba desagradablemente a la de la señora Gaddson, entró y dijo a regañadientes:
– La lista de contactos primarios está en la gráfica.
Ahora se explicaba que Badri le tuviera miedo.
– CH1 -dijo ella, señalando el teclado bajo la primera pantalla a la izquierda.
Una gráfica dividida en dos bloques de una hora apareció en la pantalla. El nombre de Dunworthy, el de Mary y las encargadas de la planta aparecían en la parte superior con las letras RPE detrás, entre paréntesis, presumiblemente para indicar que llevaban ropa protectora especial cuando entraron en contacto con él.
– Avanza -dijo Dunworthy, y la gráfica se deslizó sobre la pantalla incluyendo la llegada al hospital, los auxiliares de la ambulancia, la red, los dos últimos días. Badri había estado en Londres el lunes por la mañana preparando un lanzamiento para el Jesús College. Había regresado a Oxford en metro a mediodía.
Había ido a ver a Dunworthy a las dos y media y permaneció allí hasta las cuatro. Dunworthy introdujo las horas en la gráfica. Badri le había dicho que el domingo fue a Londres, aunque no recordaba a qué hora. Introdujo: «Londres, telefonear a Jesús College para confirmar hora de llegada.»
– De vez en cuando se despierta -señaló la enfermera, con tono desaprobador-. Es la fiebre -comprobó los goteros, dio un tirón a las sábanas, y luego se marchó.
La puerta, al cerrarse, pareció despertar a Badri. Abrió los ojos.
– Tengo que hacerte algunas preguntas, Badri -dijo Dunworthy-. Necesitamos averiguar a quién has visto y hablado. No queremos que también se pongan enfermos, y necesitamos que nos digas quiénes son.
– Kivrin -dijo él. Su voz era débil, casi un susurro, pero su mano agarraba con fuerza la de Dunworthy-. En el laboratorio.
– ¿Esta mañana? ¿Viste a Kivrin antes de esta mañana? ¿La viste ayer?
– No.
– ¿Qué hiciste ayer?
– Comprobé la red -respondió débilmente, y su mano se aferró a la de Dunworthy.
– ¿Estuviste allí todo el día?
Él sacudió la cabeza, y el esfuerzo produjo toda una serie de pitidos y subidas en las pantallas.
– Fui a verle.
Dunworthy asintió.
– Me dejaste una nota. ¿Qué hiciste después? ¿Viste a Kivrin?
– Kivrin. Comprobé las coordenadas de Puhalski.
– ¿Eran correctas?
Badri frunció el ceño.
– Sí.
– ¿Estás seguro?
– Sí. Las comprobé dos veces -se interrumpió para tomar aliento-. Hice un chequeo interno y una comparación.
Dunworthy sintió un arrebato de alivio. No se había producido ningún error en las coordenadas.
– ¿Y el deslizamiento? ¿Cuánto hubo?
– Qué dolor de cabeza -murmuró Badri-. Esta mañana. Será que bebí demasiado en el baile.
– ¿Qué baile?
– Estoy cansado -murmuró.
– ¿A qué baile fuiste? -insistió Dunworthy, sintiéndose como un inquisidor-. ¿Cuándo fue? ¿El lunes?
– El martes. Bebí demasiado -volvió la cabeza en la almohada.
– Descansa ahora -aconsejó Dunworthy. Suavemente, retiró la mano-. Intenta dormir un poco.
– Me alegro de que haya venido -dijo Badri, y volvió a cogerle la mano.
Dunworthy la sostuvo, observando alternativamente a Badri y las pantallas mientras dormía. Estaba lloviendo. Oía el repiqueteo de las gotas tras las cortinas echadas.
No se había dado cuenta de lo enfermo que estaba Badri. Estaba demasiado preocupado por Kivrin para pensar en él. Tal vez no debería estar tan enfadado con Montoya y los demás. También tenían sus preocupaciones, y ninguno de ellos se había parado a pensar lo que significaba la enfermedad de Badri excepto en términos de las dificultades e inconveniencias que causaba. Incluso Mary, que hablaba de habilitar Bulkeley-Johnson para una enfermería y las posibilidades de una epidemia, no había captado la realidad de la enfermedad de Badri y lo que significaba. Había recibido las vacunas antivirales, y sin embargo yacía con una fiebre de treinta y nueve coma nueve.
Pasó la tarde. Dunworthy oyó la lluvia y el repicar de los cuartos de hora en St. Hilda y, más distante, los de Christ Church. La enfermera le informó sombríamente de que su turno acababa, y una enfermera rubia, mucho más alegre y más menuda, con las insignias de estudiante, entró a comprobar los goteros y observar las pantallas.
Badri se debatía entre la vigilia y el sueño con un esfuerzo que Dunworthy difícilmente habría calificado de «oscilante». Parecía cada vez más exhausto cuando recuperaba el conocimiento, y cada vez menos capaz de responder a las preguntas de Dunworthy.
Pero Dunworthy continuó haciéndolas, implacable. El baile de Navidad se había celebrado en Headington. Badri había ido a un pub después. No recordaba el nombre. La mañana del lunes había trabajado solo en el laboratorio, comprobando las coordenadas de Puhalski. Había llegado de Londres a mediodía. En metro. Era imposible. Pasajeros del metro y asistentes a la fiesta, y toda la gente con quien había contactado en Londres. Nunca podrían localizarlos y estudiarlos a todos, aunque Badri supiera quiénes eran.
– ¿Cómo llegaste a Brasenose esta mañana? -le preguntó Dunworthy la siguiente vez que Badri despertó.
– ¿Mañana? -dijo Badri, mirando la ventana corrida como si pensara que ya era de día-. ¿Cuánto tiempo he dormido?
Dunworthy no supo qué contestar. Había dormido de forma intermitente toda la tarde.
– Son las diez -dijo, mirando su digital-. Te trajimos al hospital a la una y media. Dirigiste la red esta mañana y enviaste a Kivrin. ¿Recuerdas cuándo empezaste a encontrarte mal?
– ¿Qué fecha es hoy? -dijo Badri, de pronto.
– Veintidós de diciembre. Sólo has estado aquí parte de un día.
– El año -replicó Badri, intentando incorporarse-. ¿Qué año es?
Dunworthy miró ansiosamente las pantallas. La temperatura era de casi cuarenta.
– El año es el 2054 -respondió, inclinándose para calmarlo-. Es veintidós de diciembre.
– Apártese -dijo Badri.
Dunworthy se enderezó y se apartó de la cama.
– Apártese -repitió Badri. Se incorporó más y contempló la habitación-. ¿Dónde está el señor Dunworthy? Tengo que hablar con él.
– Estoy aquí, Badri -Dunworthy avanzó un paso hacia la cama y luego se detuvo, temiendo sobresaltarlo-. ¿Qué querías decirme?
– ¿Sabe entonces dónde podría estar? ¿Quiere darle esta nota?
Le tendió una hoja de papel imaginaria, y Dunworthy advirtió que debía de estar reviviendo la tarde del martes, cuando fue a verle a Balliol.
– Tengo que volver a la red -consultó un digital imaginario-. ¿Está abierto el laboratorio?
– ¿De qué querías hablar con el señor Dunworthy? ¿Del deslizamiento?
– No. ¡Apártese! Va a dejarla caer. ¡La tapa! -miró fijamente a Dunworthy, con los ojos brillantes de fiebre-. ¿A qué espera? ¡Vaya y recójalo!
Entró la estudiante de enfermería.
– Está delirando -comentó Dunworthy.
Dirigió a Badri una rápida mirada y luego contempló las pantallas. A Dunworthy le parecían siniestras, veloces números que cruzaban frenéticamente las pantallas y zigzagueaban en tres dimensiones, pero la enfermera no parecía especialmente preocupada. Miró por turnos cada una de las pantallas y empezó a ajustar tranquilamente el flujo de los goteros.
– Tiéndase, ¿quiere? -dijo, todavía sin mirar a Badri, y sorprendentemente él obedeció.
– Creía que se había marchado -dijo él, recostado contra la almohada-. Gracias a Dios que está aquí -continuó, y pareció desplomarse de nuevo, aunque esta vez no había ningún sitio al que caer.
La estudiante de enfermería no se dio cuenta. Todavía estaba ajustando los goteros.
– Se ha desmayado -advirtió Dunworthy.
Ella asintió y empezó a leer la pantalla. Ni siquiera miró a Badri, que parecía mortalmente pálido bajo su piel oscura.
– ¿No cree que debería llamar a un médico? -dijo Dunworthy, y la puerta se abrió y entró una mujer alta vestida con RPE.
Tampoco miró a Badri. Leyó los monitores uno a uno, y entonces preguntó:
– ¿Indicaciones de implicación pleural?
– Cianosis y escalofríos -dijo la enfermera.
– ¿Qué le están dando?
– Mixabravina.
La doctora cogió un estetoscopio de la pared, y desenrolló la pieza del cable.
– ¿Alguna hemoptisis?
Ella sacudió la cabeza.
– Tengo frío -murmuró Badri desde la cama. Ninguna de ellas le prestó la más mínima atención. Badri empezó a tiritar-. No lo deje caer. Era de porcelana, ¿verdad?
– Cincuenta centímetros cúbicos de penicilina acuosa y una dosis de ASA -ordenó la doctora. Sentó a Badri en la cama y abrió las tiras de velero de su bata de papel. Badri tiritaba más que nunca. La doctora presionó el estetoscopio contra la espalda de Badri en lo que Dunworthy consideró un castigo cruel e inusitado.
– Respire hondo -dijo la doctora, los ojos fijos en la pantalla. Badri obedeció, castañeteando los dientes.
– Consolidación pleural menor inferior izquierda -anunció la doctora crípticamente, y movió el aparato un centímetro-. Otra vez -movió el aparato varias veces más-. ¿Tenemos ya una identificación?
– Mixovirus -respondió la enfermera, llenando una jeringuilla-. Tipo A.
– ¿Secuenciado?
– Todavía no -insertó la jeringuilla en la cánula y la vació. En el exterior sonó un teléfono.
La doctora cerró la bata de Badri, lo volvió a acostar y le cubrió las piernas descuidadamente.
– Déme un gramo -dijo, y se marchó. El teléfono siguió sonando.
Dunworthy ansiaba tapar bien a Badri, pero la estudiante de enfermería estaba colocando otro gotero en la percha. Esperó hasta que ella hubo terminado y se marchó, y luego alisó la sábana y arropó cuidadosamente a Badri hasta los hombros, remetiendo la tela por debajo de la cama.
– ¿Estás mejor? -preguntó, pero Badri ya había dejado de tiritar y se había quedado dormido. Dunworthy miró las pantallas. Su temperatura era ya de treinta y nueve coma dos, y las anteriores líneas frenéticas de las otras pantallas eran firmes y fuertes.
– Señor Dunworthy -dijo la voz de la estudiante de enfermería desde algún lugar de la pared-, hay una llamada para usted. Un tal señor Finch.
Dunworthy abrió la puerta. La enfermera, sin su RPE, le indicó que se quitara la bata. Él la obedeció, y tiró las ropas en la gran bolsa que ella le señaló.
– Sus gafas, por favor.
Se las tendió, y ella las roció con desinfectante. Dunworthy cogió el teléfono, entornando los ojos ante la pantalla.
– Señor Dunworthy, le he estado buscando por todas partes -dijo Finch-. Ha ocurrido algo terrible.
– ¿De qué se trata? -Dunworthy miró su digital. Eran las diez. Demasiado pronto para que alguien hubiera aparecido con el virus si el período de incubación era de doce horas-. ¿Hay alguien enfermo?
– No, señor. Mucho peor que eso: la señora Gaddson. Está en Oxford. De algún modo ha logrado cruzar el perímetro de la cuarentena.
– Lo sé. Cogió el último tren. Les hizo sujetar las puertas.
– Sí, bueno, llamó desde el hospital. Insiste en alojarse en Balliol, y me acusa de no haber cuidado adecuadamente de William porque fui quien designó a los tutores, y por lo visto su tutor le hizo quedarse durante las vacaciones para estudiar a Petrarca.
– Dígale que no tenemos sitio, que los dormitorios están siendo esterilizados.
– Ya se lo dije, señor, pero respondió que en ese caso se alojaría con William en su habitación. No me gusta hacerle eso, señor.
– No -dijo Dunworthy-. Hay algunas cosas que nadie debería tener que soportar, ni siquiera en una epidemia. ¿Le ha dicho a William que ha venido su madre?
– No, señor. Lo intenté, pero no está en el colegio. Tom Gailey me dijo que estaba visitando a una jovencita en Shrewsbury, así que la telefoneé, pero no me contestaron.
– Seguramente estarán estudiando a Petrarca en alguna parte -ironizó Dunworthy, preguntándose qué sucedería si la señora Gaddson se tropezara con la desprevenida pareja camino de Balliol.
– No comprendo por qué debe hacer eso, señor -comentó Finch, con voz preocupada-. O por qué su tutor le ha asignado Petrarca. Estudia literatura moderna.
– Sí, bueno, cuando llegue la señora Gaddson, alójela en Warren -la enfermera alzó la cabeza bruscamente mientras terminaba de limpiarle las gafas-. Está al otro lado del patio de todas formas. Ofrézcale una habitación que no dé a ningún sitio. Y compruebe nuestro suministro de pomada contra los sarpullidos.
– Sí, señor -dijo Finch-. Hablé con la administradora del New College. Dijo que antes de marcharse, el señor Basingame le comentó que quería estar «libre de distracciones», pero suponía que le habría dicho a alguien adonde iba y que intentaría telefonear a su mujer en cuanto las líneas queden libres.
– ¿Preguntó por sus técnicos?
– Sí, señor. Todos ellos se han ido a casa a pasar las vacaciones.
– ¿Cual de nuestros técnicos vive más cerca de Oxford?
Finch reflexionó durante un momento.
– Andrews, en Reading. ¿Quiere su número?
– Sí, y prepáreme una lista con los números y direcciones de los demás.
Finch recitó el número de Andrews.
– He tomado medidas para remediar la situación del papel higiénico. He colocado carteles con la siguiente frase: «El derroche conduce a la necesidad.»
– Maravilloso -dijo Dunworthy. Colgó e intentó llamar a Andrews. Comunicaba.
La estudiante de enfermería le tendió sus gafas y un nuevo fardo de RPE, y él se las puso, procurando colocarse la mascarilla antes que la gorra y dejar los guantes para lo último.
Con todo, tardó una considerable cantidad de tiempo en prepararse. Esperaba que la enfermera fuera muchísimo más rápida si Badri tocaba el timbre pidiendo ayuda.
Entró de nuevo. Badri estaba dormido, inquieto. Miró las pantallas. Su temperatura era de treinta y nueve coma cuatro.
Le dolía la cabeza. Se quitó las gafas y se frotó entre los ojos. Entonces se sentó en el taburete y miró la lista de contactos que había preparado hasta el momento. Apenas podía considerarse una lista, pues había muchos agujeros en ella. El nombre del pub al que había ido Badri después del baile. Dónde había estado Badri el lunes por la noche. Y el domingo por la tarde. Había llegado de Londres en metro a las doce, y Dunworthy le había llamado para pedirle que dirigiera la red a las dos y media. ¿Dónde había estado durante esas dos horas y media?
¿Y dónde había ido el martes por la tarde después de ir a Balliol y dejar una nota diciendo que había hecho una comprobación de sistemas en la red? ¿De vuelta al laboratorio? ¿O a otro pub? Se preguntó si tal vez alguien de Balliol había hablado con Badri mientras estuvo allí. Cuando Finch volviera a llamar para informarle de las últimas novedades acerca de las campaneras americanas y el papel higiénico, le diría que preguntara a todos los que estuvieran en el colegio si habían visto a Badri.
La puerta se abrió, y la estudiante de enfermería, enfundada en RPE, entró. Dunworthy miró automáticamente las pantallas, pero no detectó ningún cambio dramático. Badri seguía dormido. La enfermera introdujo algunas cifras en la pantalla, comprobó el gotero, y tiró de una esquina de las sábanas. Descorrió la cortina y se quedó allí, retorciendo el cordón en sus manos.
– No pude evitar oír lo que decía por teléfono -comentó-. Mencionó a la señora Gaddson. Sé que es una falta de educación por mi parte, ¿pero es posible que estuvieran hablando de la madre de William Gaddson?
– Sí -contestó él, sorprendido-. William estudia en Balliol. ¿Le conoce?
– Es amigo mío -asintió ella, sonrojándose tanto que él lo notó a través de la máscara impermeable.
– Ah -Dunworthy se preguntó cuándo tenía tiempo William para estudiar a Petrarca-. La madre de William está aquí, en el hospital -comentó, sintiendo que debía advertirla, pero sin tener muy claro el motivo-. Ha venido a visitarle durante la Navidad.
– ¿Está aquí? -preguntó la enfermera, sonrojándose todavía más-. Creía que estábamos en cuarentena.
– Su tren fue el último que llegó de Londres -explicó Dunworthy tristemente.
– ¿Lo sabe William?
– Mi secretario está intentando notificárselo -dijo él, omitiendo la parte de la joven de Shrewsbury.
– Está en el Bodleian, estudiando a Petrarca -dijo ella. Soltó el cordón de la cortina y salió, sin duda para telefonear al Bodleian.
Badri se agitó y murmuró algo que Dunworthy no pudo distinguir. Parecía acalorado y su respiración se había vuelto más dificultosa.
– ¿Badri? -llamó.
Badri abrió los ojos.
– ¿Dónde estoy?
Dunworthy miró los monitores. La fiebre le había bajado medio grado y parecía más alerta que antes.
– En el hospital -respondió-. Te desmayaste en el laboratorio de Brasenose mientras operabas la red. ¿Te acuerdas?
– Recuerdo que me notaba raro. Frío. Fui al pub para decirle que tenía el ajuste… -una expresión extraña y asustada asomó a su cara.
– Me dijiste que algo fallaba. ¿De que se trataba? ¿Del deslizamiento?
– Algo fallaba -repitió Badri. Intentó apoyarse en un codo-. ¿Qué me está pasando?
– Estás enfermo. Tienes la gripe.
– ¿Enfermo? Nunca he estado enfermo -se esforzó por sentarse-. Murieron, ¿verdad?
– ¿Quiénes?
– Los mató a todos.
– ¿Viste a alguien, Badri? Es muy importante. ¿Tenía alguien más el virus?
– ¿Virus? -dijo él, y había un claro alivio en su voz-. ¿Tengo un virus?
– Sí. Un tipo de gripe. No es fatal. Te han estado dando antimicrobiales, y un análogo viene de camino. Te recuperarás enseguida. ¿Sabes quién te la contagió? ¿Tenía alguien más el virus?
– No -volvió a acomodarse sobre la almohada-. Creía… ¡Oh! -miró a Dunworthy, alarmado-. Algo falla -repitió desesperadamente.
– ¿Qué es? -extendió la mano hacia el timbre-. ¿Qué va mal?
Los ojos de Badri estaban espantados.
– ¡Duele!
Dunworthy pulsó el timbre. La enfermera y un médico de guardia entraron inmediatamente y ejecutaron la misma rutina, sondeándolo con el estetoscopio helado.
– Se quejaba de frío -explicó Dunworthy-. Y de que le dolía algo.
– ¿Dónde le duele? -preguntó el médico, mirando la pantalla.
– Aquí -contestó Badri. Se llevó la mano a la parte derecha del pecho. Empezó a tiritar de nuevo.
– Pleuritis inferior derecha -dijo el médico.
– Me duele cuando respiro -añadió Badri. Los dientes les castañeteaban-. Algo falla.
Algo falla. No se refería al ajuste. Se refería a sí mismo. ¿Qué edad tenía? ¿La misma edad que Kivrin? Habían empezado a suministrar rinovirus antivirales rutinarios hacía casi treinta años. Era muy posible que cuando dijo que nunca había estado enfermo quisiera decir que no había sufrido ni siquiera un resfriado.
– ¿Oxígeno? -preguntó la enfermera.
– Todavía no -dijo el médico mientras salía-. Comience con doscientas unidades de cloramfenicol.
La enfermera volvió a acostar a Badri, unió una nueva bolsa al gotero, vio cómo la temperatura bajaba durante un momento, y se marchó.
Dunworthy contempló a través de la ventana la noche lluviosa. Recuerdo que me notaba raro, había dicho. No enfermo. Curioso. Alguien que nunca hubiera pasado un resfriado no sabría cómo reaccionar ante la fiebre o los escalofríos. Sólo habría sabido que algo iba mal y habría dejado la red y corrido hacia el pub para contárselo a alguien. Tenía que decírselo a Dunworthy. Algo fallaba.
Dunworthy se quitó las gafas y se frotó los ojos. El desinfectante hacía que le escocieran. Se sentía agotado. Había dicho que no podría relajarse hasta convencerse de que Badri se encontraba bien. Badri estaba descansando, el malestar de su respiración reducido por la magia impersonal de los médicos. Y Kivrin dormía también, en una cama infestada de chinches a setecientos años de distancia. O completamente despierta, impresionando a los contemporáneos con sus modales en la mesa y sus uñas sucias, o arrodillada sobre un sucio suelo de piedra, contándole a sus manos sus aventuras.
Debió de quedarse dormido. Soñó que oía sonar un teléfono. Era Finch. Le dijo que las americanas amenazaban con demandarlos por suministros insuficientes de papel higiénico y que el vicario había venido con las Escrituras.
– Es Mateo 2,11 -decía Finch-. El derroche conduce a la necesidad.
En ese momento la enfermera abrió la puerta y le dijo que Mary necesitaba verle en Admisiones.
Consultó su digital. Eran las cuatro y veinte. Badri dormía aún, con aspecto casi pacífico. La enfermera le esperaba fuera con el frasco de desinfectante y le indicó que cogiera el ascensor.
El olor a desinfectante de sus gafas le ayudó a despejarse. Cuando llegó a la planta baja estaba casi despierto del todo. Mary le esperaba con una mascarilla y el resto del atuendo.
– Tenemos otro caso -dijo, tendiéndole el fardo de RPE-. Es una de las retenidas. Debía de pertenecer a la multitud de compradores. Quiero que intentes identificarla.
Él se puso la ropa con tanta torpeza como la primera vez, y estuvo a punto de romper la bata con sus esfuerzos por separar las tiras de velero.
– Había docenas de compradores en la High -objetó, mientras se calzaba los guantes-. Y yo estaba observando a Badri. Dudo de que pueda identificar a nadie de esa calle.
– Lo sé -contestó Mary. Lo guió pasillo abajo y atravesó la puerta de Admisiones. Parecía que habían pasado años desde que él estuvo aquí.
Por delante, un puñado de personas, todos vestidos de anónimo papel, introducían una camilla. El médico de guardia, también cubierto de papel, tomaba los datos a una mujer delgada y de aspecto asustado con una gabardina Mackintosh mojada y un sombrero del mismo color.
– Se llama Beverly Breen -decía la mujer con voz débil-. Plover Way, doscientos veintiséis, Surbiton.
Supe que algo iba mal. No paraba de decir que tenía que coger el metro para Northampton.
Llevaba un paraguas y un gran bolso de mano, y cuando el médico de guardia le preguntó el número de la Seguridad Social de la paciente, apoyó el paraguas contra el mostrador de admisiones, abrió el bolso, y lo examinó.
– Acaban de traerla de la estación de metro quejándose de dolor de cabeza y escalofríos -explicó Mary-. Estaba en la cola, esperando ser alojada.
Indicó a los médicos que detuvieran la camilla y retiró la sábana del pecho y el cuello de la mujer para que él pudiera verla mejor, pero no fue necesario.
La mujer de la gabardina mojada había encontrado la tarjeta. Se la tendió al médico de guardia, recogió el paraguas, el bolso y un puñado de documentos multicolores, y se acercó con todo el pertrecho a la camilla. El paraguas era grande. Estaba cubierto de violetas color lavanda.
– Badri chocó con ella cuando volvía a la red -declaró Dunworthy.
– ¿Estás absolutamente seguro? -le preguntó Mary.
Él señaló a la amiga de la mujer, que se había sentado y rellenaba los impresos.
– Reconozco el paraguas.
– ¿A qué hora fue eso?
– No estoy seguro. ¿La una y media?
– ¿Qué tipo de contacto fue? ¿La tocó?
– Chocó con ella -dijo él, tratando de recordar la escena-. Chocó con el paraguas, y luego le pidió disculpas, y ella le gritó. Badri recogió el paraguas y se lo entregó.
– ¿Tosió o estornudó?
– No lo recuerdo.
La mujer fue conducida a Admisiones. Mary se levantó.
– Quiero que la pongan en Aislamiento -ordenó, y los siguió.
La amiga de la mujer se levantó, apretando torpemente los impresos contra su pecho. Uno se le cayó.
– ¿Aislamiento? -dijo, asustada-. ¿Qué le pasa?
– Venga conmigo, por favor -indicó Mary, y la condujo a alguna parte para que le hicieran un análisis de sangre y rociaran con desinfectante el paraguas de su amiga antes de que Dunworthy pudiera preguntarle si quería que la esperara.
Fue a preguntárselo a la celadora y entonces se sentó cansinamente en una de las sillas. Había un folleto educativo junto a él. El título rezaba: «La importancia de dormir bien de noche.»
Le dolía el cuello por haber dormido en el taburete, y los ojos volvían a escocerle. Supuso que debería volver a la habitación de Badri, pero no estaba seguro de tener ánimos para colocarse otra RPE. Y tampoco creía ser capaz de despertar a Badri y preguntarle quién más iba a ingresar pronto con una temperatura de treinta y nueve coma cinco.
En cualquier caso, Kivrin no sería uno de ellos. Eran las cuatro y media. Badri había chocado con la mujer del paraguas lavanda a la una y media. Eso significaba una incubación de quince horas, y quince horas atrás Kivrin estaba plenamente protegida.
Mary volvió, sin la gorra y con la mascarilla colgándole del cuello. Tenía el cabello despeinado, y parecía tan cansada como el propio Dunworthy.
– Voy a dar de alta a la señora Gaddson -le dijo a la celadora-. Tiene que volver a las siete para un análisis de sangre -se acercó a Dunworthy-. Me había olvidado de ella -sonrió-. Estaba bastante molesta. Amenazó con demandarme por retención ilegal.
– Se llevará bien con mis campaneras. Amenazan con ir a los tribunales por incumplimiento de contrato.
Mary se pasó la mano por el pelo.
– Tenemos un informe del World Influenza Centre sobre el virus de la influenza-se levantó como si hubiera recibido una súbita inyección de energía-. Me vendría bien una taza de té. Acompáñame.
Dunworthy miró a la celadora, que los observaba atentamente, y se levantó.
– Estaré en la sala de espera de cirugía -le dijo Mary.
– Sí, doctora. Sin querer oí su conversación… -dijo la celadora, vacilante.
Mary se envaró.
– Ha comentado usted que iba a dar de alta a la señora Gaddson, y luego le oí mencionar el nombre de William, y me preguntaba si por casualidad la señora Gaddson es la madre de William Gaddson.
– Sí -contestó Mary, sorprendida.
– ¿Es amiga suya? -intervino Dunworthy, preguntándose si se ruborizaría como la estudiante de enfermería rubia.
Lo hizo.
– He llegado a conocerlo bastante bien durante estas vacaciones. Se ha quedado para estudiar a Petrarca.
– Entre otras cosas -masculló Dunworthy. Dejó a la celadora todavía ruborizada y condujo a Mary tras el cartel de «prohibido el paso: zona de aislamiento» y pasillo abajo.
– ¿Qué diantres pasa aquí? -preguntó ella.
– El enfermizo William tiene muchos más recursos de lo que suponíamos en un principio -rió él, y abrió la puerta de la sala de espera.
Mary encendió la luz y se dirigió al carrito del té. Agitó la tetera eléctrica y desapareció con el aparato en el cuarto de baño. Él se sentó. Alguien se había llevado la bandeja con el equipo para tomar muestras de sangre y devuelto la mesa a su sitio, pero la bolsa de las compras de Mary estaba todavía en mitad del suelo. Se inclinó hacia delante y la acercó a las sillas.
Mary volvió a aparecer con la tetera. Se inclinó y la enchufó.
– ¿Has tenido suerte con los contactos de Badri?
– Si quieres llamarlo así… Fue a un baile de Navidad en Headington anoche. Cogió el metro las dos veces. ¿Cómo está la situación?
Mary abrió dos bolsas de té y las esparció sobre las tazas.
– Me temo que sólo hay leche en polvo. ¿Sabes si ha tenido contacto recientemente con alguien de Estados Unidos?
– No. ¿Por qué?
– ¿Tomas azúcar?
– ¿Cómo está la situación?
Ella sirvió leche en polvo en las tazas.
– La mala noticia es que Badri está muy enfermo -añadió azúcar-. Recibió las vacunas estacionales a través de la Universidad, que exige más protección de amplio espectro que el ministerio. Debería estar completamente protegido contra un cambio de cinco puntos, y parcialmente resistente a uno de diez. Sin embargo, muestra síntomas absolutos de influenza, lo cual indica una mutación importante.
La tetera silbó.
– Eso significa una epidemia.
– Sí.
– ¿Una pandemia?
– Posiblemente. Si el WIC no puede secuenciar el virus rápidamente, o el personal cae fulminado. O si no se mantiene la cuarentena.
Desenchufó la tetera y sirvió agua caliente en las tazas.
– La buena noticia es que el WIC opina que es una influenza que se originó en Carolina del Sur -le tendió una taza a Dunworthy-. En ese caso, ya ha sido secuenciada y se ha creado una vacuna y un análogo, responde bien a las antimicrobiales y al tratamiento sintomático, y no es mortal.
– ¿De cuánto es el período de incubación?
– Entre doce y cuarenta y ocho horas -se apoyó contra el carrito y tomó un sorbo de té-. El WIC va a enviar muestras de sangre al CDC de Atlanta para compararlas, y ellos nos mandarán las recomendaciones para el tratamiento.
– ¿A qué hora ingresó Kivrin en enfermería el lunes para recibir las antivirales?
– A las tres. Estuvo aquí hasta las nueve de la mañana. Le pedí que se quedara para asegurarme de que dormía bien.
– Badri dice que no la vio ayer, pero podía haber contactado con ella el lunes antes de que viniera.
– Tendría que haber quedado expuesta antes de su vacuna antiviral, y el virus disponer de una oportunidad de replicarse para que ella corra peligro, James. Aunque viera a Badri el lunes o el martes, tiene menos peligro de desarrollar los síntomas que tú -lo miró gravemente por encima de la taza de té-. Todavía estás preocupado por el ajuste, ¿verdad?
Él apenas sacudió la cabeza.
– Badri dice que comprobó las coordenadas del estudiante y que eran correctas, y que ya había dicho a Gilchrist que el deslizamiento era mínimo -dijo, deseando que Badri le hubiera contestado cuando le preguntó por el deslizamiento.
– ¿Qué más pudo haber salido mal?
– No lo sé. Nada. Excepto que ella está sola en la Edad Media.
Mary depositó su taza de té en el carrito.
– Es posible que esté más segura allí que aquí. Vamos a tener un montón de pacientes enfermos. La influenza se extiende como el fuego, y la cuarentena sólo la empeorará. El personal médico es siempre el primero en quedar expuesto. Si la contraen, o si el suministro de antimicrobiales se agota, este siglo podría ser el que tenga un diez.
Se pasó la mano por la cabeza, agotada.
– Lo siento, es el cansancio el que habla. Esto no es la Edad Media, después de todo. Ni siquiera es el siglo XX. Tenemos metabolizadores y adjutores, y si es el virus de Carolina del Sur, también disponemos de un análogo y una vacuna. Pero me alegro de que Colin y Kivrin estén a salvo de todo esto.
– Sí, a salvo en la Edad Media -rezongó Dunworthy.
Mary le sonrió.
– Con los asesinos.
La puerta se abrió de golpe. Un niño alto y rubito con pies grandes y camiseta de rugby entró, goteando agua.
– ¡Colin! -exclamó Mary.
– Vaya, así que estabas aquí -dijo el niño-. Te he estado buscando por todas partes.
Señor Dunworthy, ad adjuvandum me festina *