La nave avanzó lentamente por el extremo de un campo tensor que tenía tres millones de kilómetros de longitud igualando poco a poco su velocidad. La estructura de metal grisáceo dejó atrás un muro monocristalino y empezó a descender a través de la cada vez más espesa atmósfera de la Placa. Desde quinientos kilómetros de altura las dos masas de tierra y mar —la que había más allá de donde estaban era roca medio oculta por las nubes y la que se encontraba a continuación era tierra aún en proceso de formación— resultaban perfectamente visibles en la noche despejada.
La Placa que había al otro lado del muro de cristal era muy nueva. La masa de oscuridad que unos ojos humanos habrían creído estaba vacía era inmensa, y la nave podía distinguir los haces emitidos por los radares de las máquinas que iban creando el paisaje cuando llegaban del espacio con sus cargamentos de rocas. La nave contempló como un asteroide gigantesco estallaba en la oscuridad produciendo un perezoso surtidor rojo de roca fundida que fue cayendo lentamente sobre la nueva superficie o fue atrapada por los campos para ir cobrando forma en el vacío antes de que se le permitiera posarse encima de la Placa.
La Placa contigua también estaba sumida en la oscuridad, y cerca del final de su embudo cuadrado había un manto de nubes que ocultaba el proceso que iba dando forma a su tosquedad inicial.
Las otras dos Placas eran mucho más antiguas y estaban repletas de luces que parpadeaban. Chiark se encontraba en su afelio; Gevant y Osmolon eran dos manchas blancas sobre la negrura; islas de nieve que flotaban en la oscuridad de los mares. La vieja nave de guerra se fue sumergiendo lentamente en la atmósfera y bajó por la curvatura del muro de la Placa hasta llegar a las primeras capas de aire digno de ese nombre. Después avanzó por encima del océano disponiéndose a tomar tierra.
Una embarcación repleta de luces que surcaba las aguas del océano hizo sonar sus sirenas y saludó el paso de la Factor limitativo a un kilómetro por encima de ella con una exhibición de fuegos artificiales. La nave devolvió el saludo produciendo una falsa aurora con sus efectores. Los pliegues de luz se retorcieron en el aire límpido e inmóvil que tenía encima. Las dos naves se alejaron la una de la otra y siguieron moviéndose por la noche.
El trayecto de vuelta había transcurrido sin ninguna clase de incidentes. Gurgeh había viajado en el interior de un depósito de almacenamiento. El hombre insistió en que no quería estar despierto. Necesitaba dormir, descansar y un período de olvido. La nave tenía el equipo preparado, pero insistió a su vez en que lo pensara bien antes de hacerlo. La Factor limitativo acabó rindiéndose pasados diez días y el hombre, que había ido volviéndose más silencioso y malhumorado durante ese tiempo, lanzó un suspiro de alivio y se sumió en el sopor sin sueños del metabolismo reducido al mínimo.
No había jugado ni una sola partida de cualquier juego durante esos diez días, apenas había dicho una palabra, ni tan siquiera se tomaba la molestia de vestirse y pasaba la mayor parte del tiempo inmóvil con los ojos clavados en las paredes. La unidad había estado de acuerdo en que dormirle probablemente fuese lo mejor para él.
Atravesaron la Nube Menor y se encontraron con el VGS clase Cordillera Al cuerno la sutileza que volvía a la galaxia principal. El viaje de vuelta había sido un poco más largo que el de ida, pero no había ninguna prisa. La nave se separó del VGS cerca de las primeras estrellas de un miembro de la galaxia y fue abriéndose paso por él dejando atrás estrellas, campos de polvo y nebulosas hasta llegar allí donde el hidrógeno emigraba y se formaban los soles y al dominio de espacio irreal de las naves donde los Agujeros eran columnas de energía, pasando de la textura del universo a la Rejilla.
Fue despertando al hombre poco a poco cuando faltaban dos días para llegar a casa.
Gurgeh siguió observando las paredes, y no se distrajo con ningún juego. No quiso ver las noticias para irse poniendo al día y ni tan siquiera prestó atención a su correspondencia. A petición suya, la nave no avisó de su regreso a ninguna de sus amistades y se limitó a enviar una breve transmisión al Cubo de Chiark solicitando el permiso de entrada.
La nave descendió unos cuantos centenares de metros y fue siguiendo la línea del fiordo, deslizándose silenciosamente entre las montañas cubiertas de nieve. El liso metal de su casco reflejó un poco de luz grisazulada mientras flotaba sobre la tranquila negrura de las aguas. Unas cuantas personas la vieron pasar sin hacer ningún ruido desde yates o casas cercanas, y observaron como maniobraba delicadamente su masa entre orilla y orilla moviéndose entre las aguas y los retazos de nubes.
Ikroh estaba a oscuras, atrapada en la sombra que los trescientos cincuenta metros de nave silenciosa suspendidos sobre la casa proyectaban al obstruir la luz de las estrellas.
Los ojos de Gurgeh recorrieron por última vez el camarote en el que había estado durmiendo —bastante mal— durante las dos últimas noches del trayecto. Salió de él y fue lentamente por el pasillo hasta la protuberancia del módulo. Flere-Imsaho le siguió transportando una pequeña bolsa de viaje pensando cómo le gustaría que decidiera quitarse de una vez aquella horrible chaqueta.
Le acompañó hasta el módulo y bajó con él. La extensión de césped que había delante de la casa sumida en las tinieblas era una mancha blanca en la que no se veía ni la más mínima señal. El módulo fue bajando hasta inmovilizarse a un centímetro de ella y abrió las puertas traseras.
Gurgeh salió del módulo y pisó la hierba. La atmósfera era más bien fría y olía a vegetación; su perfumada limpidez casi resultaba tangible. Sus pies se movieron sobre la nieve haciéndola crujir suavemente. Se volvió hacia el interior iluminado del módulo. Flere-Imsaho le dio su bolsa de viaje y el hombre clavó los ojos en la máquina.
—Adiós —dijo.
—Adiós, Jernau Gurgeh. No creo que volvamos a vernos.
—No, supongo que no volveremos a vernos.
Las puertas empezaron a cerrarse. Gurgeh retrocedió un poco y el módulo fue subiendo muy despacio. Retrocedió rápidamente un par de pasos hasta que apenas pudo ver a la unidad por encima de los bordes de las puertas que estaban a punto de cerrarse.
—Una última cosa —gritó—. Cuando Nicosar disparó esa arma y el rayo rebotó en el campo espejo y le dio en la frente… ¿Fue una coincidencia o lo hiciste a propósito?
Creyó que la unidad no iba a contestar, pero oyó su voz un segundo antes de que las puertas acabaran de cerrarse y la cuña de luz que brotaba por el hueco desapareciera con el módulo.
—No voy a decírtelo.
Gurgeh se quedó inmóvil y vio como el módulo volvía a la nave. El módulo desapareció dentro de la protuberancia, ésta se cerró y la Factor limitativo se convirtió en una masa negra. Gurgeh pensó que su casco parecía una sombra perfecta más oscura que la noche. Una hilera de luces intermitentes apareció sobre la negrura y los parpadeos formaron la palabra «Adiós» en marain. La nave se puso en movimiento y se alejó hacia el cielo sin hacer ningún ruido.
Gurgeh la observó hasta que las luces se convirtieron en un grupito de estrellas que se movían velozmente alejándose por un cielo repleto de nubes fantasmales y bajó la mirada hacia la nieve que brillaba con un débil resplandor entre gris y azulado. Cuando volvió a alzar los ojos la nave ya había desaparecido.
Permaneció en aquella posición durante unos minutos, como si esperara algo. Acabó girando sobre sí mismo y cruzó el césped cubierto de nieve yendo hacia la casa.
El interior de la casa estaba caliente y Gurgeh tembló violentamente dentro del aura de frío de sus ropas durante unos segundos. Las luces se encendieron de repente.
—¡Bu!
Yay Meristinoux emergió de detrás del sofá junto al fuego que había escogido como escondite.
Chamlis Amalk-Ney cruzó el umbral de la cocina con una bandeja.
—Hola, Jernau. Espero que no te importe…
El pálido y tenso rostro de Gurgeh se fue relajando poco a poco. Sonrió. Dejó la bolsa de viaje en el suelo y les miró. Yay saltó por encima del sofá sonriendo y Chamlis puso la bandeja sobre la mesa que había delante del fuego. Los campos de la vieja unidad brillaban con un resplandor rojo y naranja. Yay se lanzó sobre él, le rodeó con los brazos y le apretó con mucha fuerza sin dejar de reír. Después retrocedió un poco.
—¡Gurgeh!
—Yay… Hola —dijo, y le devolvió el abrazo.
—¿Cómo estás? —preguntó Yay volviendo a abrazarle—. ¿Te encuentras bien? Le hicimos la vida imposible al Cubo hasta que nos dijo cuando ibas a volver, pero te has pasado todo el viaje durmiendo, ¿no? Ni tan siquiera leíste mis cartas.
Gurgeh apartó la mirada.
—No. Las recibí, pero no he… —Meneó la cabeza y bajó los ojos—. Lo siento.
—No te preocupes.
Yay le dio una palmadita en el hombro y le llevó hacia el sofá sin dejar de rodearle la cintura con un brazo. Gurgeh se sentó y les miró. Chamlis extendió un campo e hizo un agujero en la capa de aserrín húmedo que había esparcida sobre los troncos liberando las llamas que se encontraban debajo. Yay extendió los brazos enseñándole su falda corta y su chaquetilla.
—He cambiado mucho, ¿no?
Gurgeh asintió. Yay tenía un aspecto tan atractivo como siempre, incluso en su estado de andrógina actual.
»Acabo de empezar el proceso —dijo—. Unos cuantos meses más y volveré al punto de partida. Ah, Gurgeh, tendrías que haberme visto cuando era un hombre… ¡Estaba irresistible!
—Estaba insoportable —dijo Chamlis.
La unidad sirvió un poco de ponche del recipiente que había traído en la bandeja. Yay se dejó caer sobre el sofá junto a Gurgeh, volvió a abrazarle y emitió un gruñido gutural. Chamlis les entregó dos cuencos de los que brotaban hilillos de humo.
Gurgeh se apresuró a aceptar el suyo y tomó un sorbo.
—No esperaba verte —dijo volviéndose hacia Yay—. Creía que te habías ido.
—Sí, estuve fuera una temporada. —Yay asintió y se llevó el cuenco a los labios—. Volví el verano pasado. Chiark está preparando otro par de Placas. Presenté algunos planos… y ahora soy coordinadora de la segunda Placa.
—Te felicito. ¿Alguna isla flotante?
Yay puso cara de no entenderle y acabó ahogando una carcajada en su cuenco.
—No, Gurgeh… Nada de islas flotantes.
—Pero habrá montones de volcanes —dijo Chamlis.
Lanzó un bufido y sus campos aspiraron un hilillo de ponche de un recipiente que tendría el tamaño de un dedal.
—Puede que decida incluir uno pequeñito —admitió Yay. Llevaba el cabello más largo que cuando Gurgeh la vio por última vez, pero seguía teniéndolo igual de rizado. Yay le golpeó suavemente en el hombro—. Estoy muy contenta de que hayas vuelto, Gurgeh.
Gurgeh le apretó la mano y se volvió hacia Chamlis.
—Yo también me alegro de haber vuelto —dijo.
Se quedó callado y clavó los ojos en los troncos que ardían dentro de la chimenea.
—Todos nos alegramos de que hayas vuelto, Gurgeh —dijo Chamlis pasado un tiempo—. Pero… No te enfades conmigo, pero no tienes muy buen aspecto. Nos enteramos de que has pasado estos dos últimos años en un depósito de almacenamiento, pero hay algo más, ¿no? ¿Qué ocurrió? Hemos oído toda clase de rumores contradictorios. ¿Quieres hablar de ello?
Gurgeh vaciló. Contempló el baile de las llamas que iban consumiendo los leños amontonados en la chimenea y suspiró.
Dejó su cuenco sobre la mesa y empezó a hablar.
Les contó todo lo ocurrido, desde los primeros días a bordo de la Factor limitativo hasta los últimos días, nuevamente a bordo de la nave, cuando dejaron atrás el Imperio de Azad sumido en un proceso de desintegración tan rápido como espectacular.
Chamlis guardó silencio y sus campos fueron cambiando lentamente de color. La expresión de Yay se fue haciendo más preocupada a medida que pasaba el tiempo. Meneó la cabeza con frecuencia, dejó escapar varios jadeos ahogados y hubo dos momentos en que pareció iba a vomitar.
Aparte de eso, aprovechó las pausas en el relato de Gurgeh para añadir más leños al fuego.
Gurgeh tomó un sorbo de ponche tibio.
—Y… Dormí todo el trayecto de vuelta y desperté hace dos días. Y ahora todo me parece… No sé cómo expresarlo. ¿Congelado? No está fresco, pero…, aún no ha empezado a corromperse. No ha desaparecido. —Hizo girar el ponche dentro del cuenco. Dejó escapar una carcajada no demasiado convincente que hizo temblar sus hombros—. Oh, bueno…
Apuró su cuenco.
Chamlis cogió el recipiente que había dejado entre las cenizas delante del fuego y volvió a llenar el cuenco de Gurgeh.
—Jernau, no sé cómo expresar lo mucho que lo lamento. Todo esto ha sido culpa mía. Si no hubiese…
—No —dijo Gurgeh—. No ha sido culpa tuya. Fui yo quien tomó la decisión, ¿recuerdas? Tú me advertiste. No vuelvas a decir eso y no pienses nunca más que hay algún otro responsable de lo ocurrido.
Se puso en pie y fue hacia los ventanales que daban al fiordo. Contempló la pendiente cubierta de nieve que terminaba en los árboles y las negras aguas, y fue girando lentamente la cabeza hasta ver las montañas y las luces dispersas de las casas que había en la otra orilla.
—Ayer le pregunté a la nave qué hicieron con el Imperio —dijo como si hablara con su reflejo en el cristal—. Quería saber qué tipo de acción habían emprendido… La nave me dijo que no hizo falta mover ni un dedo. El Imperio se desplomó como un castillo de naipes.
Pensó en Hamin y Monenine, en Inclate y At-sen, Bermoiya, Za, Olos y Krowo y la chica cuyo nombre había olvidado.
Meneó la cabeza sin apartar los ojos del cristal de la ventana.
—Bueno… Se acabó. —Se volvió hacia Yay, Chamlis y la habitación calentada por las llamas de la chimenea—. ¿Cuáles son los últimos cotilleos de Chiark?
Pasaron el rato poniéndole al día… Le dijeron que los gemelos de Hafflis ya hablaban; que Boruelal había decidido pasar unos cuantos años viajando en un VGS; que Olz Hap —quien ya había destrozado los corazones de varios jóvenes— había sido concienzudamente acosada / halagada / avergonzada hasta que acabó aceptando el puesto de Boruelal; que Yay había engendrado un niño el año pasado —probablemente conocería a la madre y al niño el año próximo cuando vinieran a pasar una temporada en Chiark—; que uno de los amigos de Shuro había muerto durante un juego de combate hacía dos años; que Ren Myglan se estaba convirtiendo en hombre; que Chamlis seguía trabajando en la historia de su planeta; y que el Festival de Tronze del año pasado había tenido un final tan caótico como desastroso porque unos fuegos artificiales estallaron dentro del lago e inundaron todas las terrazas del risco, lo que produjo centenares de heridos y dos muertos cuyos sesos acabaron esparcidos sobre las piedras. El anterior Festival no había sido ni la mitad de emocionante.
Gurgeh escuchó todas las noticias sin dejar de pasear por la habitación. Quería volver a familiarizarse con ella. Aparte de lo que le contaban, no parecía haber muchos cambios.
—Cuántas cosas me he per… —empezó a decir.
Entonces vio el estante de madera atornillado en la pared y el objeto que había sobre él. Alargó la mano, lo acarició y lo cogió.
—Ah… —dijo Chamlis, y emitió una especie de tosecilla—. Espero que no te importe… Quiero decir que… Bueno, espero que no te parezca demasiado irreverente o que lo encuentres de mal gusto. Pensé que…
Los labios de Gurgeh se curvaron en una sonrisa melancólica y sus dedos resiguieron las superficies sin vida del cuerpo que en tiempos había sido Mawhrin-Skel. Se volvió hacia Yay y Chamlis y fue hacia la vieja unidad.
—No, no me importa, pero… No lo quiero. ¿Te apetecería quedártelo?
—Sí, por favor.
Gurgeh entregó el pequeño pero pesado trofeo a Chamlis. Los campos de la vieja unidad enrojecieron de placer.
—Viejo horror vengativo —bufó Yay.
—Esto significa mucho para mí —replicó Chamlis en su mejor tono de dignidad ofendida mientras sostenía la placa metálica junto a su parte delantera.
Gurgeh dejó su cuenco sobre la bandeja.
Un leño se derrumbó en la chimenea creando un surtidor de chispas que salieron despedidas hacia arriba. Gurgeh se acuclilló delante de las llamas y removió los leños con el atizador. Bostezó.
Yay y la unidad intercambiaron una rápida mirada. Después Yay se inclinó hacia adelante y rozó a Gurgeh con la punta de un pie.
—Vamos, Jernau… Estás cansado. Chamlis tiene que volver a casa para asegurarse de que sus nuevos peces no se han devorado entre sí. ¿Te importa si me quedo?
Gurgeh alzó los ojos, contempló su rostro sonriente con una cierta sorpresa y acabó devolviéndole la sonrisa.
Después de que Chamlis se marchara Yay puso la cabeza sobre el hombro de Gurgeh y le dijo que le había echado mucho de menos, que cinco años era mucho tiempo, y que ahora parecía un poco más dispuesto a dejarse querer que cuando se había marchado, y que… si le apetecía…, si no estaba demasiado cansado…
Yay utilizó su boca y Gurgeh fue trazando movimientos lentos y sinuosos sobre su cuerpo en formación, volviendo a descubrir sentimientos que casi había olvidado. Acarició su piel color oro viejo y los extraños y casi cómicos brotes de sus genitales en su nueva forma cóncava provocada por el proceso que acabaría volviendo a convertirla en mujer, la hizo reír y rió con ella, y también gozó con ella durante el largo momento del clímax. Después llegaron la inmovilidad y el silencio, y cada célula táctil de su cuerpo se dejó dominar por una pulsación de energía y pareció inflamarse.
Seguía sin poder dormir y acabó levantándose de la cama. Fue hasta la ventana y la abrió. El frío aire de la noche entró en el dormitorio. Gurgeh se estremeció y se puso los pantalones, la chaqueta y los zapatos.
Yay se movió y emitió un suspiro ahogado. Gurgeh cerró la ventana, volvió a la cama y se puso en cuclillas junto a ella. Tiró de las mantas para taparle la espalda y el hombro y deslizó con mucha delicadeza una mano entre sus rizos. Yay soltó un par de ronquidos, se removió y volvió a respirar con regularidad.
Gurgeh fue hasta la ventana y salió de la casa cerrando los batientes a su espalda sin hacer ningún ruido.
Cruzó el balcón cubierto de nieve y contempló las hileras de árboles que iban descendiendo hasta llegar a la negrura surcada por cabrilleos casi invisibles del fiordo. Las montañas de la otra orilla estaban aureoladas por un débil resplandor y tenues áreas de luz se movían sobre ellas vagando por la oscuridad, ocultando las Placas más alejadas y los campos de estrellas. Las nubes avanzaban lentamente cruzando la inmensidad del cielo, pero todo lo que rodeaba a Ikroh estaba inmóvil y en silencio. No hacía viento.
Gurgeh alzó los ojos y vio las Nubes entre las nubes. Su vieja luz apenas temblaba en aquella atmósfera fría y no turbada por el viento. Vio como su aliento se extendía ante él, y pensó en un puente casi impalpable hecho de humo y vapor de agua que intentara ir desde su boca hasta aquellas estrellas lejanas. Tenía las manos heladas, y se las metió en los bolsillos de la chaqueta para calentarlas un poco. Una mano encontró algo más suave que la nieve y Gurgeh la sacó del bolsillo. Era un puñadito de polvo.
Apartó la mirada del polvo para volver a contemplar las estrellas, y su imagen quedó deformada y distorsionada por el líquido que se interpuso entre sus ojos y aquellos puntitos luminosos tan lejanos. Tardó unos segundos en comprender que no estaba lloviendo.