Cada paso creaba nubecillas de polvo. Avanzaba cojeando a través del desierto siguiendo a la silueta que caminaba delante de él. El arma guardaba silencio en sus manos. Debían de estar muy cerca. El distante ruido del oleaje retumbaba a través del campo sónico del casco. Estaban aproximándose a una duna de gran altura desde la que deberían poder ver la costa. Hasta aquel momento se las había arreglado para seguir con vida, cosa que no esperaba.
El calor, la luz y la sequedad reinaban a su alrededor, pero el traje le protegía del sol y de aquella atmósfera que le habría cocido en pocos minutos. Estaba cómodo y seguro. El lado del visor de su casco que había recibido un impacto se había puesto negro y la pierna derecha también estaba averiada —la articulación de la rodilla no funcionaba como debería, y le obligaba a cojear—, pero aparte de eso había tenido mucha suerte. El último ataque se había producido un kilómetro más atrás, y ahora ya casi estaban fuera de su alcance.
La salva de proyectiles apareció por encima del risco más cercano formando un arco resplandeciente. La avería del visor hizo que tardara un poco más de lo normal en detectarlos. Creyó que ya habían empezado a disparar, pero no eran más que los rayos de sol arrancando reflejos a las lisas superficies metálicas. Los proyectiles descendieron un poco y se reagruparon moviéndose con la fluida elegancia de una bandada de pájaros.
El momento en que empezaron a disparar fue indicado por un rojo destellar estroboscópico. Alzó su arma para devolver el fuego. Las otras siluetas del grupo ya habían empezado a disparar. Algunas se arrojaron de bruces sobre la polvorienta superficie del desierto, otras pusieron una rodilla en el suelo. Sólo él siguió en pie.
Los proyectiles volvieron a cambiar de dirección. Giraron al unísono y se separaron bruscamente para seguir rumbos distintos. Los primeros impactos levantaron nubecillas de polvo alrededor de sus pies. Intentó apuntar el cañón de su arma hacia una de las pequeñas máquinas, pero los proyectiles se movían con una rapidez asombrosa y el arma que sostenía en las manos le pareció tan pesada y difícil de manejar que jamás conseguiría acertarles. Su traje empezó a transmitirle el distante ruido de los disparos y los gritos de los demás. El interior del casco se llenó de lucecitas que indicaban los daños. El traje tembló y su pierna derecha quedó repentinamente insensible.
—¡Despierta, Gurgeh! —gritó Yay.
Gurgeh la oyó reír.
La joven giró velozmente sobre una rodilla y dos proyectiles cambiaron repentinamente de rumbo para dirigirse hacia su sección del grupo. Debían de haberse dado cuenta de que era la más débil. Gurgeh vio acercarse las máquinas, pero el arma zumbó locamente en sus manos y el cañón siempre parecía estar apuntando a un lugar en el que ya no estaban. Las dos máquinas se lanzaron velozmente hacia el hueco que había entre él y Yay. Un proyectil emitió un destello cegador y se desintegró. Yay dejó escapar un grito de júbilo. El otro proyectil trazó un arco entre ellos y Yay alzó una pierna intentando liquidarlo de una patada. Gurgeh giró torpemente sobre sí mismo, disparó y consiguió rociar de llamas el traje de Yay. Oyó su grito y las maldiciones que le siguieron. Yay se tambaleó, pero volvió a alzar el arma. Los surtidores de polvo hicieron erupción alrededor del segundo proyectil y Gurgeh vio cómo cambiaba de rumbo disponiéndose para un nuevo ataque. Los parpadeos rojos iluminaron el interior de su traje y llenaron de oscuridad el visor de su casco. Perdió la sensibilidad del cuello para abajo y cayó al suelo. El mundo se convirtió en una inmensidad negra donde sólo había silencio.
—Estás muerto —dijo secamente una vocecita.
Yacía sobre el suelo del desierto, pero no podía verlo. Podía oír ruidos distantes y ahogados, y captaba las vibraciones que hacían temblar el suelo. Podía oír el palpitar de su corazón y el susurro del aire entrando y saliendo de sus pulmones. Intentó contener la respiración y disminuir la velocidad de sus latidos, pero estaba paralizado. Atrapado… Había perdido el control.
Sintió un cosquilleo en la nariz. No había forma de aliviarlo rascándosela.
¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó.
Las sensaciones fueron volviendo. Oyó el sonido de las conversaciones, y descubrió que estaba mirando a través del visor. Podía ver la polvorienta superficie del desierto a un centímetro de su nariz. Alguien le cogió de un brazo y le incorporó antes de que pudiera moverse.
Desconectó los cierres del casco y se lo quitó. Yay Meristinoux estaba observándole y meneaba la cabeza. La joven también se había quitado el casco. Tenía las manos apoyadas en las caderas y el arma colgando de una muñeca.
—Has estado fatal —dijo.
Su tono de voz hizo que las palabras no sonaran tan hirientes. Tenía el rostro de una niña muy hermosa, pero la voz lenta y algo ronca estaba impregnada de una burlona sabiduría. La voz indicaba que Yay había estado metida en muchos líos y había logrado salir con bien de todos ellos.
Los demás estaban sentados sobre las rocas y el polvo del desierto hablando entre ellos. Algunos ya estaban yendo hacia los edificios del club. Yay cogió el arma de Gurgeh y se la alargó. Gurgeh se rascó la nariz y meneó la cabeza indicando que no la quería.
—Yay —le dijo—, esto es para niños.
Yay le observó en silencio durante unos momentos, apoyó el arma en la curva de su cuello y se encogió de hombros (y los cañones de las dos armas se movieron velozmente bajo los rayos de sol emitiendo un destello fugaz, y Gurgeh volvió a ver la hilera de proyectiles que aceleraba hacia ellos y sintió un leve mareo, pero la sensación sólo duró un segundo).
—¿Y qué? —replicó ella—. Al menos no es aburrido. Dijiste que te aburrías. Pensé que una buena sesión de tiros te animaría.
Gurgeh se quitó el polvo del traje y se volvió hacia los edificios del club. Yay ya se había puesto en movimiento. Los robots de recuperación pasaron junto a ellos y empezaron a recoger los fragmentos de las máquinas destruidas.
—Es terriblemente infantil, Yay. ¿Por qué pierdes el tiempo con estas tonterías?
Se detuvieron en lo alto de la duna. El conjunto de edificios del club estaba a cien metros de distancia interponiéndose entre ellos y la arena dorada y el oleaje blanco como la nieve. El mar cabrilleaba bajo los rayos del sol.
—No seas tan pomposo —dijo Yay.
El mismo viento que desintegraba las crestas de las olas y devolvía la espuma resultante al mar agitaba los mechones de su corta cabellera castaña. Yay se inclinó sobre los restos de un proyectil que yacían semienterrados en la arena, los cogió, sopló sobre las superficies relucientes para quitarles los granos de arena que se les habían pegado e hizo rodar los componentes en la palma de su mano.
—Porque me gusta —dijo—. Disfruto con la clase de juegos que tanto te gustan, pero… Esto también me divierte. —Parecía perpleja—. Esto es un juego. ¿No has obtenido ninguna clase de placer de él?
—No. Y en cuanto pase un tiempo tú también dejarás de encontrarlo divertido.
Yay se encogió despreocupadamente de hombros.
—Bueno… Lo disfrutaré mientras dure.
Le alargó los componentes de la máquina desintegrada. Gurgeh los inspeccionó mientras un grupo de jóvenes pasaba junto a ellos yendo hacia las zonas de tiro.
—¿Señor Gurgeh?
Un joven se había detenido y acababa de lanzarle una mirada interrogativa. Los rasgos de Gurgeh se fruncieron en una fugaz expresión de disgusto rápidamente sustituida por otra de tolerancia divertida que Yay le había visto emplear antes en situaciones parecidas.
—¿Jernau Morat Gurgeh? —preguntó el joven, aún no muy seguro de si le había reconocido o estaba equivocado.
—Culpable.
Gurgeh sonrió afablemente e irguió la espalda un par de grados para quedar más erguido, pero sólo Yay se dio cuenta del gesto. El rostro del joven se iluminó y dobló la cintura en una rápida reverencia. Gurgeh y Yay intercambiaron una rápida mirada de soslayo.
—Es un honor conocerle, señor Gurgeh —dijo el joven con una ancha sonrisa—. Me llamo Shuro… Soy… —Se rió—. No me pierdo ni una sola de sus partidas. Tengo todas las obras de teoría suyas que hay disponibles en los archivos y…
Gurgeh asintió.
—Qué exhaustivo por su parte.
—Las tengo todas, créame. Me sentiría muy honrado si quisiera jugar conmigo a… Bueno, a lo que fuese y cuando a usted le vaya bien. El Despliegue quizá sea el juego que se me da mejor; he llegado a los tres puntos, pero…
—Por desgracia mi eterno problema es la falta de tiempo —dijo Gurgeh—. Pero si alguna vez surge la ocasión, le aseguro que me encantará jugar con usted. —Movió la cabeza en un asentimiento casi imperceptible dirigido al joven—. Es un placer haberle conocido.
El joven se ruborizó y empezó a retroceder sin dejar de sonreír.
—El placer ha sido mío, señor Gurgeh… Adiós… Eh… Bueno, adiós.
Sonrió para ocultar su confusión, giró sobre sí mismo y fue a reunirse con sus compañeros.
Yay le siguió con la mirada.
—Este tipo de cosas te encantan, ¿verdad, Gurgeh?
Sonrió.
—En absoluto —se apresuró a replicar él—. Me resultan muy molestas.
Yay siguió observando al joven recorriéndole con los ojos de la cabeza a los pies mientras se alejaba caminando rápidamente sobre la arena. Suspiró.
—Pero ¿y tú? —Gurgeh contempló con cara de disgusto los fragmentos del proyectil que sostenía en el hueco de la mano—. ¿Disfrutas con toda esta… destrucción?
—Oh, vamos, si a esto le llamas destrucción… —dijo Yay—. Las explosiones separan los componentes de los proyectiles, pero no los destruyen. Soy capaz de volver a montar cualquiera de ellos en menos de media hora.
—Una gran mentira, ¿eh?
—¿Hay algo que no lo sea?
—Los logros intelectuales. Ejercitar las habilidades que posees. Los sentimientos humanos.
Los labios de Yay se curvaron en una sonrisita irónica.
—Creo que nos falta mucho para entendernos el uno al otro, Gurgeh —dijo.
—Deja que te ayude.
—¿Quieres que sea tu protegida?
—Sí.
Yay ladeó la cabeza hasta que sus ojos se posaron en las olas que se deslizaban sobre la playa dorada y se volvió hacia Gurgeh. Alargó lentamente el brazo hasta colocar la mano detrás de su cabeza, se puso el casco y activó los cierres. El viento soplaba y las olas embestían la playa. Gurgeh se encontró contemplando el reflejo de su rostro en el visor de Yay. Alzó una mano y la pasó por entre los rizos de su negra cabellera.
Yay se subió el visor.
—Te veré luego, Gurgeh. Habíamos quedado en que Chamlis y yo iríamos a tu casa pasado mañana, ¿no?
—Si quieres…
—Oh, claro que quiero.
Le guiñó el ojo y empezó a bajar por la pendiente de arena. Gurgeh la siguió con la mirada. Yay pasó junto a un robot de recuperación cargado de brillantes fragmentos metálicos y le entregó su arma.
Gurgeh permaneció inmóvil durante unos momentos sosteniendo los restos del proyectil en el hueco de su mano. Después separó los dedos y dejó que cayeran sobre la desnudez del desierto.
Podía oler la tierra y los árboles que había alrededor del lago situado debajo del balcón. La noche estaba nublada y muy oscura, y la única claridad visible en el cielo quedaba confinada a las partes de las nubes levemente iluminadas por los reflejos del distante lado diurno de las Placas del Orbital. Las olas se movían en la oscuridad chapoteando ruidosamente contra los cascos de embarcaciones invisibles. Las luces brillaban en las orillas del lago indicando la presencia de los edificios de poca altura medio escondidos entre los árboles que alojaban a los estudiantes. La fiesta era una presencia a su espalda, algo invisible que palpitaba como el sonido y el olor del falso trueno formado por la amalgama de música, risas, los olores de la comida y los perfumes y vapores tan inidentificables como exóticos que llegaban del edificio de la facultad.
La oleada de «Azul fuerte» fue invadiendo poco a poco todo su ser. Las fragancias del cálido aire nocturno que brotaban de la hilera de puertas abiertas que tenía detrás flotaron sobre la marea de ruidos provocados por el gentío y parecieron convertirse en hebras de aire, fibras que se iban separando de la cuerda que habían formado envueltas en un color y una presencia distintas para cada una. Las fibras sufrieron una nueva transformación y Gurgeh pensó en paquetitos de tierra. Algo que desmenuzar entre sus dedos; algo que absorber e identificar…
Ahí. Ése era el olor rojo y negro de la carne asada que aceleraba el pulso y estimulaba las glándulas salivares; tentador y vagamente desagradable al mismo tiempo según las partes de su cerebro que lo evaluaran. La raíz animal olisqueaba el combustible de un alimento rico en proteínas; el tronco y la parte media del cerebro captaban la presencia de células muertas e incineradas, y el dosel de la parte delantera del cerebro ignoraba ambas señales porque sabía que su estómago estaba lleno y la carne asada había salido de los tanques de cultivo.
También podía detectar la presencia del mar; un olor a sal que había recorrido diez kilómetros o más por encima de la llanura y las marismas, otra conexión de hebras parecida a la telaraña y la red de ríos y canales que unían la masa oscura del lago al incansable fluir del océano que se extendía más allá de los pastizales y los bosques perfumados por la resina.
Azul fuerte era una secreción de jugadores, un producto de las glándulas alteradas por la manipulación genética que se hallaban en la parte inferior del cráneo de Gurgeh, ocultas por las primeras y viejas capas cerebrales producto de la mera evolución animal. La panoplia de drogas manufacturadas por el organismo entre las que podían escoger la inmensa mayoría de individuos de la Cultura contaba con más de trescientos compuestos distintos cuya sofisticación y popularidad variaban considerablemente de unos a otros. Azul fuerte era uno de los menos utilizados porque no provocaba ningún placer inmediato y producirlo requería un notable esfuerzo de concentración, pero resultaba muy útil para los juegos. Lo que parecía complicado se volvía sencillo; los problemas que parecían insolubles se revelaban repentinamente fáciles de solucionar y lo que había parecido incognoscible se convertía en obvio. Era una droga utilitaria, un modificador de la abstracción cuyos efectos no tenían nada que ver con los de un intensificador sensorial, un estimulante sexual o un reforzante fisiológico.
Y no la necesitaba.
Ésa fue precisamente la revelación traída por la droga en cuanto los efectos iniciales se desvanecieron y la fase de meseta se hubo adueñado de su organismo. El hombre con el que se disponía a enfrentarse y a cuya partida anterior de Cuatro Colores había asistido como espectador tenía un estilo engañoso, pero eso no impedía que el comprenderlo y superarlo fuese relativamente sencillo. Su forma de jugar resultaba impresionante, pero casi todo era pura fachada; elegante e intrincada, de acuerdo, pero también muy hueca y delicada y, en última instancia, terriblemente vulnerable. Gurgeh escuchó los sonidos de la fiesta, el lento chapotear de las aguas del lago y los ruidos que llegaban desde los edificios de la universidad que había en la orilla de enfrente. El recuerdo del estilo de su joven contrincante seguía tan claro como antes.
«Olvídalo —decidió de repente—.Deja que el hechizo se derrumbe.»
Algo se relajó en su interior. Era un simple truco mental, como si un miembro fantasma hubiera dejado de estar tenso. El hechizo —el equivalente cerebral a un minúsculo y tosco subprograma circular que podía mantenerse en acción indefinidamente— se derrumbó y, sencillamente, dejó de ser pronunciado.
Se quedó un rato más en la terraza contemplando el lago, giró sobre sí mismo y volvió a la fiesta.
—Jernau Gurgeh… Creía que habías optado por la huida.
Gurgeh se volvió hasta quedar de cara a la pequeña unidad que había flotado hacia él apenas volvió a entrar en la sala elegantemente amueblada. Los invitados hablaban o formaban grupos alrededor de los tableros de juego y las mesas bajo los inmensos tapices de considerable antigüedad que hacían pensar en estandartes de guerras olvidadas. También había docenas de unidades, algunas jugando, algunas observando las partidas, otras hablando con seres humanos y unas cuantas envueltas en las austeras geometrías vagamente parecidas a celosías indicadoras de que estaban comunicándose mediante un transceptor. Mawhrin-Skel, la unidad que acababa de dirigirle la palabra, era con mucho la más pequeña de todas las presentes en la fiesta y habría cabido cómodamente en un par de manos extendidas. El campo de su aura contenía matices cambiantes de gris y marrón que teñían la banda del azul convencional. La unidad parecía el modelo a escala de una compleja nave espacial bastante antigua.
Gurgeh la observó frunciendo el ceño. La unidad le fue siguiendo mientras se abría paso hacia la mesa de Cuatro Colores.
—Pensé que el mocoso quizá te había asustado —dijo la unidad.
Gurgeh acababa de llegar a la mesa donde estaba jugando el joven y se dejó caer en la silla de madera repleta de tallas que acababa de ser abandonada a toda prisa por su recién derrotado predecesor. La unidad había hablado en un tono de voz lo suficientemente alto para que el «mocoso» —un hombre de cabellera desordenada que tendría treinta o treinta y pocos años como máximo— pudiera oírle. El joven puso cara de sentirse herido.
El volumen de las voces de quienes le rodeaban se debilitó un poco. Los campos del aura de Mawhrin-Skel pasaron a una mezcla de rojo y marrón, lo que indicaba placer divertido y disgusto juntos. La unidad acababa de emitir una señal contradictoria muy próxima a un insulto directo.
—No haga ningún caso de esta máquina —dijo Gurgeh volviéndose hacia el joven y devolviendo el asentimiento de cabeza con que acababa de saludarle—. Le encanta hacer enfadar a la gente. —Acercó su silla a la mesa e intentó alisar los pliegues de su vieja chaqueta de mangas anchas, una prenda tan holgada que ya no estaba de moda—. Me llamo Jernau Gurgeh. ¿Y usted?
—Stemli Fors —dijo el joven tragando saliva.
—Encantado de conocerle. Bien… ¿Con qué color juega?
—Ahhh… Con el verde.
—Estupendo. —Gurgeh se reclinó en la silla. Guardó silencio durante unos momentos y movió la mano señalando el tablero—. Bien… Después de usted.
El joven llamado Stemli Fors hizo su primer movimiento. Gurgeh se inclinó hacia adelante para hacer el suyo y Mawhrin-Skel se colocó sobre su hombro zumbando distraídamente. Gurgeh golpeó una de sus placas con la punta de un dedo y la unidad se apartó un poco. Mawhrin-Skel se pasó el resto de la partida imitando el sonido que hacían las pirámides con la punta sostenida por bisagras al ser cambiadas de posición sobre el tablero. Gurgeh dio las gracias al joven y se puso en pie.
No le había costado nada derrotarle e incluso se permitió unas cuantas florituras al final, aprovechando la confusión de Fors para producir una colocación de cierta belleza estética. Le bastó con mover velozmente una pieza cuatro diagonales con un traqueteo de pirámides en rotación parecido a una ráfaga de disparos y el brusco desplazamiento dibujó un cuadrado tan rojo como una herida sobre el tablero. Algunos espectadores aplaudieron; otros dejaron escapar murmullos de admiración.
—Es un truco de lo más barato —dijo Mawhrin-Skel lo bastante alto para que le oyeran todos—. Ese chico era presa fácil. Estás perdiendo la finura.
Su campo se iluminó con un brillante destello rojizo y la unidad hendió el aire hasta colocarse sobre las cabezas de los presentes y se alejó.
Gurgeh meneó la cabeza y se levantó de la mesa.
La pequeña unidad le irritaba y le divertía a partes casi iguales. Era grosera e insultante y solía hacerle enfadar, pero su presencia también suponía una agradable alteración de la norma. La gente siempre le trataba de una forma tan espantosamente cortés… Mawhrin-Skel ya debía de haber encontrado otro infortunado al que molestar. Gurgeh avanzó por entre el gentío saludando a unas cuantas personas con la cabeza. Vio a la unidad Chamlis Amalk-Ney junto a una mesa muy larga y no demasiado alta hablando con una de las profesoras menos insoportables de la universidad. Gurgeh fue hacia ellos y cogió una bebida de una bandeja de servicio que pasó flotando a su lado.
—Ah, amigo mío… —dijo Chamlis Amalk-Ney.
La unidad medía casi un metro y medio de altura por medio de anchura y otro tanto de profundidad, y las sencillas placas de su estructura mostraban las diminutas señales y la falta de brillo provocadas por el desgaste de los milenios. La unidad volvió su banda de percepción hacia él.
—La profesora y yo estábamos hablando de ti.
La habitual expresión de severidad de la profesora Boruelal quedó algo aliviada por una sonrisa irónica.
—¿Acaba de obtener otra victoria, Jernau Gurgeh?
—¿Se me nota? —replicó Gurgeh llevándose su bebida a los labios.
—He aprendido a reconocer los signos —dijo la profesora. Tendría dos veces la edad de Gurgeh y ya había dejado bastante atrás su segundo siglo de existencia, pero su digna hermosura seguía siendo impresionante. Tenía la piel bastante pálida y el cabello blanco, como siempre lo había tenido, y lo llevaba muy corto—. ¿Otro estudiante mío ha sido humillado?
Gurgeh se encogió de hombros. Apuró su bebida y miró a su alrededor buscando una bandeja donde depositarla.
—Permíteme —murmuró Chamlis Amalk-Ney.
Quitó delicadamente la copa de entre sus dedos y la colocó sobre una bandeja que pasaba a unos tres metros de distancia de ellos. Su campo teñido de matices amarillos se extendió hasta alcanzar una copa llena del mismo vino que acababa de beber y se la entregó.
Boruelal vestía un traje oscuro de tela muy suave adornado en la garganta y las rodillas por delicadas cadenitas de plata. Iba descalza, y Gurgeh pensó que sus pies desnudos no realzaban su atuendo tan bien como podrían haberlo hecho un par de botas de tacón, pero aquella excentricidad casi resultaba insignificante comparada con las que gustaban de exhibir algunos miembros del cuadro académico de la universidad. Gurgeh sonrió, bajó la vista hacia los dedos de sus pies y contempló el contraste de la piel morena sobre los tablones dorados del suelo.
—Es usted tan destructivo, Gurgeh… —dijo Boruelal—. ¿Por qué no nos ayuda? Conviértase en parte de la facultad y deje de ser el eterno conferenciante invitado que va de un lado a otro.
—Ya hemos hablado de eso muchas veces, profesora, y creo recordar que siempre le he dado la misma explicación. Estoy demasiado ocupado. Tengo montones de partidas que jugar, tesis y trabajos que escribir, cartas que contestar, invitaciones que me exigen viajar y aparte de eso… Bueno, ya sabe que me aburro con mucha facilidad.
Gurgeh apartó la mirada.
—Jernau Gurgeh sería un pésimo profesor —dijo Chamlis Amalk-Ney—. Si un estudiante no lograra comprender algo al momento, sin importar lo complejo y abstruso que fuese, Gurgeh perdería la paciencia y probablemente le derramaría lo que estuviese bebiendo por encima de la cabeza…, o quizá hiciera algo aún peor.
—Sí, he oído algunos rumores al respecto —dijo la profesora poniéndose muy seria.
—Ya hace un año de eso —dijo Gurgeh frunciendo el ceño—. Y Yay se lo merecía.
Contempló a la vieja unidad sin dejar de fruncir el ceño.
—Bueno —dijo la profesora lanzando una rápida mirada de soslayo a Chamlis—, quizá hayamos logrado encontrar un rival digno de usted, Gurgeh. Hay una joven que…
Hubo un estruendo lejano y el nivel del ruido de fondo aumentó repentinamente. Unos instantes después los gritos les hicieron volver la cabeza.
—Oh, no, otro jaleo no… —dijo la profesora con voz cansada.
A primera hora de la noche uno de los jóvenes conferenciantes había perdido el control de su mascota, un pájaro que se había dedicado a revolotear por toda la sala graznando frenéticamente y posándose en la cabeza de varias personas antes de que la unidad Mawhrin-Skel lo interceptara en pleno vuelo dejándolo inconsciente, con lo que la mayoría de asistentes a la fiesta perdieron una diversión con la que no contaban y que había estado pareciéndoles muy entretenida.
—¿Y ahora qué? —suspiró Boruelal—. Discúlpenme…
Dejó distraídamente su bebida y el canapé que había estado mordisqueando sobre la lisa parte superior de Chamlis Amalk-Ney y se fue abriendo paso entre el gentío dando codazos y pidiendo disculpas. Gurgeh vio cómo se alejaba en dirección al origen de la perturbación.
El aura de Chamlis emitió un breve destello gris blanquecino de incomodidad. La unidad dejó la copa sobre la mesa haciendo bastante ruido y arrojó el canapé a una papelera.
—Estoy seguro de que todo es culpa de Mawhrin-Skel. Esa máquina es insoportable —dijo Chamlis con irritación.
Gurgeh alargó el cuello intentando ver algo por encima de la multitud.
—¿De veras? —preguntó—. ¿Crees que toda esta conmoción es obra suya?
—Francamente, no comprendo qué encuentras de atractivo en ella —dijo la vieja unidad.
Volvió a coger la copa de Boruelal y derramó el vino de color oro encima de un campo dejándolo suspendido en el aire como si flotara en el interior de un recipiente invisible.
—Me divierte —replicó Gurgeh, y se volvió hacia Chamlis—. Boruelal dijo no sé qué de que había encontrado una rival digna de mí… ¿Estabais hablando de eso cuando llegué?
—Sí. Acaba de matricularse en la universidad… Tengo entendido que se ha pasado la vida en un VGS, y parece tener un don natural para el Acabado.
Gurgeh enarcó una ceja. El Acabado era uno de los juegos más complejos de su repertorio, y también uno de los que sabía jugar mejor. Había otros jugadores humanos en la Cultura que podían vencerle —aunque todos eran especialistas en el juego, no generalistas como él—, pero ni uno solo de ellos estaba en condiciones de garantizar que saldría triunfador de una partida, y aparte de eso eran muy pocos y se encontraban esparcidos por toda la Cultura…, probablemente sólo habría unos diez en toda la población.
—Bien, ¿quién es ese bebé que parece tener tanto talento?
Los ruidos que llegaban del otro extremo de la sala habían ido debilitándose poco a poco.
—Es una recién llegada —dijo Chamlis. Manipuló el campo que sostenía el vino y dejó que fuese goteando a lo largo de esbeltos haces huecos de energía invisible—. Acaba de desembarcar del Culto del cargamento, y creo que aún está terminando de instalarse.
El Vehículo General de Sistemas Culto del cargamento había llegado al Orbital Chiark hacía diez días y se había marchado hacía sólo dos. Gurgeh había estado en él para dar unas cuantas exhibiciones múltiples (y se había llevado la secreta alegría de haber ganado limpiamente en todas, ya que no le habían derrotado en ninguno de los varios juegos que componían la exhibición), pero no había jugado al Acabado. Algunos de sus oponentes habían hecho vagos comentarios sobre una jugadora supuestamente muy brillante (aunque bastante tímida) que viajaba en el Vehículo, pero la jugadora no había dado la cara —o, al menos, Gurgeh no se había enterado de que hubiera decidido hacerlo—, y acabó suponiendo que los informes sobre el talento de aquella joven prodigio habían sido groseramente exagerados. Los habitantes de las grandes naves tendían a sentirse extrañamente orgullosos de sus moradas. Les gustaba pensar que el hecho de que hubieran sido vencidos por el gran jugador no quería decir que en algún lugar de su habitáculo no hubiese alguien capaz de enfrentarse a él y derrotarlo (naturalmente, la nave sí habría podido vencerle con suma facilidad, pero eso no contaba; los que tanto presumían de su VGS se referían a seres humanos o a unidades cuyo valor fuera de 1 o superior).
—Eres un artefacto insoportable que siempre está armando jaleo —dijo Boruelal mirando fijamente a la unidad Mawhrin-Skel.
La unidad flotaba sobre su hombro con el aura teñida por el brillo anaranjado del bienestar, pero el campo estaba aureolado por motitas purpúreas que indicaban una contrición avergonzada no demasiado convincente.
—Oh —dijo Mawhrin-Skel con animación—, ¿de veras lo cree?
—Hable con esta máquina imposible, Jernau Gurgeh —dijo la profesora.
Se volvió hacia Chamlis Amalk-Ney, frunció el ceño al ver que la copa había desaparecido y cogió otra. (Chamlis echó el vino con el que había estado jugando en la copa que Boruelal dejó abandonada al marcharse y volvió a colocarla sobre la mesa).
—¿Qué has hecho ahora? —preguntó Gurgeh.
Mawhrin-Skel se acercó hasta quedar flotando junto a su cabeza.
—Acabo de dar una lección de anatomía —dijo la unidad, y sus campos se convirtieron en una mezcla de seriedad azulada y marrón sardónico.
—Alguien encontró un chirlip en la terraza —explicó Boruelal, lanzando una mirada acusatoria a la pequeña unidad—. Estaba herido. No se quién tuvo la idea de llevarlo dentro de la sala y Mawhrin-Skel se ofreció a tratarlo.
—No tenía nada urgente que hacer —dijo Mawhrin-Skel con mucha calma.
—Lo mató y lo diseccionó delante de todo el mundo. —La profesora suspiró—. Los que lo vieron… Bueno, quedaron bastante afectados.
—De todas formas habría muerto a causa del shock —dijo Mawhrin-Skel—. Los chirlips son unas criaturas muy interesantes… Esos encantadores plieguecitos de la piel ocultan un sistema de huesos muy complejo colocado a varios niveles y las ramificaciones del sistema digestivo son realmente fascinantes.
—Pero no cuando la gente está comiendo —dijo Boruelal escogiendo otro canapé de la bandeja—. Aún no había dejado de moverse —añadió con expresión lúgubre.
Engulló el canapé.
—Capacitancia sináptica residual —explicó Mawhrin-Skel.
—O «mal gusto», como lo llamamos las máquinas —dijo Chamlis Amalk-Ney.
—Eres todo un experto en ese tema, ¿verdad, Amalk-Ney? —preguntó Mawhrin-Skel.
—Me inclino ante la superioridad de tus talentos en ese campo —respondió secamente Chamlis.
Gurgeh sonrió. Chamlis Amalk-Ney era un viejo amigo y, aparte de eso, una auténtica antigüedad. La unidad había sido construida hacía más de cuatro mil años (Chamlis afirmaba haber olvidado la fecha exacta, y hasta el momento nadie había cometido la descortesía de buscar en los archivos para dar con ella). Gurgeh le había conocido toda la vida. La unidad era amiga de la familia desde hacía siglos.
Su relación con Mawhrin-Skel era mucho más reciente. La irascible y diminuta máquina de pésimos modales había llegado al Orbital Chiark hacía tan sólo unos doscientos días. Era otra personalidad fuera de lo corriente que se había sentido atraída por la exagerada reputación de excentricidad del planeta.
Mawhrin-Skel había sido diseñado como unidad de Circunstancias Especiales para la sección de Contacto de la Cultura, lo cual quería decir que en sustancia era una máquina militar con una amplia gama de sistemas sensoriales y de armamento tan sofisticados como potentes que habrían resultado totalmente innecesarios y carentes de objetivo en la mayoría de unidades. Su carácter y personalidad no habían sido definidos con anterioridad a la construcción, al igual que ocurría con todos los artefactos conscientes fabricados por la Cultura, y se había permitido que fueran desarrollándose libremente durante la estructuración de su mente. La Cultura consideraba que ese factor impredecible incorporado a su producción de máquinas conscientes era el precio que había que pagar a cambio de la individualidad, pero el resultado era que no todas las unidades a las que daba existencia podían considerarse totalmente adecuadas a las tareas para las que habían sido diseñadas en un principio.
Mawhrin-Skel era uno de esas unidades. Se decidió que no tenía la personalidad adecuada para Contacto, y ni siquiera para Circunstancias Especiales. Mawhrin-Skel era inestable, díscolo y carente de sensibilidad. (Y no había que olvidar que ésos eran los aspectos en que había decidido revelar su fracaso, y que podía haber unos cuantos más que seguían siendo ignorados por todos.) Se le había dado a escoger entre una alteración radical de la personalidad en la que tendría poco o nada que decir acerca del carácter que acabaría teniendo una vez finalizado el proceso o una vida fuera de Contacto con su personalidad intacta, pero con el armamento y los sistemas sensoriales y de comunicación más complejos eliminados para dejarlo a un nivel más cercano al de la unidad promedio.
Mawhrin-Skel había escogido la segunda opción y había puesto rumbo al Orbital Chiark con la esperanza de encontrar un sitio en el que pudiera encajar.
—Sesos de carne —dijo Mawhrin-Skel bailoteando delante de Chamlis Amalk-Ney.
La pequeña unidad salió disparada hacia la hilera de ventanas abiertas. El aura de la vieja unidad se encendió con un parpadeo blanco de ira y la ondulación de luz irisada que la recorrió reveló que estaba utilizando el haz de su transceptor para comunicarse con la máquina que acababa de alejarse. Mawhrin-Skel frenó en seco y giró sobre sí mismo. Gurgeh contuvo el aliento y se preguntó qué podía haberle dicho Chamlis y qué podía replicar la otra unidad. Sabía que Mawhrin-Skel no se tomaría la molestia de mantener sus observaciones en secreto como había hecho Chamlis.
—Lo que más me molesta no es lo que he perdido —dijo Mawhrin-Skel hablando muy despacio desde un par de metros de distancia—. No, lo que me irrita es aquello que he ganado durante el proceso de asemejarme aunque sólo sea remotamente a un caso de fatiga geriátrica como el tuyo al que los años han desgastado de tal forma que ni siquiera tiene la miserable decencia humana de morir cuando el tiempo le deja anticuado. Eres un desperdicio de materia, Amalk-Ney.
Mawhrin-Skel se convirtió en una esfera, alteró la superficie de ésta hasta volverla tan reflectante como un espejo y abandonó la sala para esfumarse en la oscuridad exhibiendo su ostentosa negativa a seguir comunicándose.
—Cretino —dijo Chamlis con los campos congelados en un frío resplandor azulado.
Boruelal se encogió de hombros.
—Confieso que me da un poco de pena.
—A mí no —dijo Gurgeh—. Creo que se lo está pasando en grande. —Se volvió hacia la profesora—. ¿Cuándo podré conocer a esa joven genio suya que juega tan bien al Acabado? No estará escondiéndola para que pueda entrenarse en paz, ¿verdad?
—No, sólo le estamos dando el tiempo necesario para que se adapte a su nueva situación. —Boruelal se hurgó entre los dientes con el palillo del canapé—. Por lo que me han contado de ella, esa chica ha crecido en un ambiente muy limitado. Parece ser que apenas si ha salido del VGS y todo esto debe resultarle bastante extraño. Aparte de eso, no ha venido aquí para estudiar la teoría de los juegos, Jernau Gurgeh, y creo que debo dejarlo bien claro. Quiere estudiar filosofía.
Gurgeh puso la cara de sorpresa que se esperaba de él.
—¿Un ambiente muy limitado? —exclamó Chamlis Amalk-Ney—. ¿En un VGS?
Su aura gris metálico indicaba perplejidad.
—Es bastante tímida.
—Sí, supongo que debe serlo.
—Tengo que conocerla —dijo Gurgeh.
—La conocerá —dijo Boruelal—, y puede que muy pronto. Dijo que quizá vendría conmigo a Tronze para el próximo concierto. Hafflis siempre celebra una partida allí, ¿no?
—Sí, tiene esa costumbre —dijo Gurgeh.
—Quizá juegue con usted en Tronze. Pero no se sorprenda demasiado si lo único que consigue es que le mire con cara de susto.
—Seré el epítome de la afabilidad y los buenos modales —le aseguró Gurgeh.
Boruelal asintió con expresión pensativa mientras recorría la multitud de invitados con la mirada. Un estallido de gritos procedente del centro de la sala pareció distraerla.
—Disculpe —dijo—. Creo haber detectado el comienzo de una nueva conmoción.
Se apartó de él. Chamlis Amalk-Ney se hizo a un lado para evitar el que volviera a utilizarle como mesa y la profesora se llevó su copa con ella.
—¿Viste a Yay esta mañana? —preguntó Chamlis.
Gurgeh asintió con la cabeza.
—Me hizo poner un traje especial y me dio un arma para que disparara contra proyectiles de juguete que se desmantelaban a sí mismos mediante explosiones controladas.
—Y no te gustó.
—En lo más mínimo. Tenía grandes esperanzas para esa chica, pero si continúa abusando de esa clase de tonterías… Bueno, creo que su inteligencia acabará sufriendo un proceso de desmantelamiento explosivo.
—Esa clase de diversiones no son para todos. Yay intentaba ayudarte, nada más… Dijiste que te sentías inquieto y que andabas buscando algo nuevo.
—Sí, pero parece que no se trataba de eso —dijo Gurgeh, y sintió una tan repentina como inexplicable oleada de tristeza.
Él y Chamlis observaron cómo los invitados empezaban a desfilar junto a ellos dirigiéndose hacia la hilera de ventanas que daban a la terraza. Gurgeh sintió una especie de zumbido ahogado dentro de su cabeza. Había olvidado que utilizar Azul fuerte requería un cierto grado de control y vigilancia interna si se querían evitar los desagradables efectos de la resaca. Vio pasar a los invitados con una ligera sensación de náuseas.
—Debe faltar poco para que empiecen los fuegos artificiales —dijo Chamlis.
—Sí… ¿Qué te parece si salimos a tomar el aire?
—Es justo lo que necesito —dijo Chamlis.
Su aura se había vuelto de un color rojo oscuro.
Gurgeh dejó su copa sobre la mesa. Él y la vieja unidad se unieron a los grupos de invitados que abandonaban el bien iluminado salón adornado con tapices para salir a la terraza que daba a las oscuras aguas del lago.
Las gotas de lluvia se estrellaban contra las ventanas con un ruido que recordaba el chisporroteo de los leños que ardían en la chimenea. La vista desde la casa de Ikroh —la pendiente boscosa que bajaba hasta el fiordo y las montañas que se alzaban al otro lado de él—, quedaba ligeramente distorsionada por los hilillos de agua que se deslizaban sobre los cristales, y de vez en cuando un grupo de nubes bajas pasaba velozmente enredándose en las tórrelas y cúpulas del hogar de Gurgeh como si fueran hilachas de humo mezcladas con vapor de agua.
Yay Meristinoux cogió un enorme atizador de hierro labrado que colgaba junto a la chimenea, apoyó una bota en las complejas tallas de las piedras que servían de marco a la chimenea y hundió la punta del atizador en uno de los troncos que crujía y siseaban mientras se consumían sobre la rejilla. Un chorro de chispas salió disparado hacia arriba y se esfumó por la chimenea para reunirse con la lluvia que caía del cielo.
Chamlis Amalk-Ney flotaba cerca de la ventana observando las nubes de un gris oscuro.
La puerta de madera que había en un rincón de la estancia giró sobre sus bisagras y Gurgeh apareció en el umbral trayendo consigo una bandeja encima de la que había bebidas calientes. Llevaba puesta una bata muy holgada de color claro sobre unos pantalones oscuros y bastante abolsados. Las zapatillas que calzaba chocaron contra las plantas de sus pies acompañando su caminar con un suave golpeteo cuando cruzó la habitación. Gurgeh dejó la bandeja sobre una mesita y miró a Yay.
—¿Aún no se te ha ocurrido ningún movimiento?
Yay fue hacia el tablero, lo contempló sin demasiado interés y acabó meneando la cabeza.
—No —dijo—. Creo que has ganado.
—Mira —dijo Gurgeh.
Cambió de posición unas cuantas piezas. Sus manos se movieron sobre el tablero con tanta rapidez como las de un prestidigitador, aunque Yay siguió cada movimiento.
—Sí, ya veo —dijo asintiendo con la cabeza—. Pero… —Dio unos golpecitos sobre el hexágono en el que Gurgeh acababa de colocar una de sus piezas—. Eso sólo serviría de algo si hubiese protegido esa pieza de bloqueo hace dos movimientos. —Cogió un vaso, tomó asiento en el sofá y lo alzó hacia el hombre que le sonreía en silencio desde el sofá colocado enfrente del suyo—. Brindo por el vencedor —dijo.
—Has estado a punto de ganar —dijo Gurgeh—. Cuarenta y cuatro movimientos… Estás mejorando mucho.
—Relativamente —dijo Yay, y tomó un sorbo de su bebida—. Sólo relativamente. —Se dejó absorber por las profundidades del sofá mientras Gurgeh colocaba las piezas en las posiciones iniciales y Chamlis Amalk-Ney se acercaba un poco para acabar flotando casi entre ellos, pero sin interponerse del todo—. ¿Sabes que siempre me ha gustado mucho el olor de esta casa, Gurgeh? —dijo Yay alzando los ojos hacia las tallas del techo. Se volvió hacia la unidad—. ¿Te gusta su olor, Chamlis?
El brillo del aura de la máquina se debilitó levemente en un extremo. Era el equivalente al encogimiento de hombros utilizado por las unidades de mayor edad.
—Sí. Probablemente porque lo que nuestro anfitrión está quemando en la chimenea es bonise, una madera especial desarrollada hace milenios por la vieja civilización waveriana porque les gustaba el perfume que desprendía al arder.
—Sí, ya… Bueno, huelen muy bien —dijo Yay, poniéndose en pie y yendo hacia las ventanas. Meneó la cabeza—. Este lugar tiene un clima jodidamente lluvioso, ¿eh, Gurgeh?
—Es cosa de las montañas —explicó Gurgeh.
Yay miró a su alrededor enarcando una ceja.
—No me digas…
Gurgeh sonrió y deslizó una mano sobre su barba pulcramente recortada.
—¿Qué tal andan los paisajes, Yay?
—No quiero hablar de eso. —Yay siguió observando el aguacero y volvió a menear la cabeza—. Menudo clima… —Apuró su bebida—. No me extraña que vivas solo, Gurgeh.
—Oh, eso no es culpa de la lluvia, Yay —dijo Gurgeh—. Es culpa mía. Aún no he encontrado a nadie que fuera capaz de aguantarme mucho tiempo.
—Lo que realmente quiere decir es que sería incapaz de vivir mucho tiempo con otra persona —aclaró Chamlis.
—Cualquiera de las dos explicaciones me parece verosímil —dijo Yay. Volvió a sentarse en el sofá, cruzó las piernas y empezó a juguetear con una de las piezas del tablero—. ¿Qué opinas de la partida, Chamlis?
—Has llegado a los límites probables de tu habilidad técnica, pero tu instinto sigue mejorando. Aun así, dudo que consigas vencer nunca a Gurgeh.
—Eh —dijo Yay, fingiendo que las palabras de la unidad habían herido su orgullo—. Soy una principianta. Ya mejoraré. —Hizo chocar las uñas de una mano con las de la otra y emitió un leve chasquido con la lengua—. Es exactamente lo mismo que me han dicho respecto a los paisajes.
—¿Estás teniendo problemas? —preguntó Chamlis.
Yay dio la impresión de no haberle oído, pero acabó suspirando y se reclinó en el sofá.
—Sí. Esa gilipollas de Elsrtrid y esa jodida máquina… Preashipleyl es un auténtico vejestorio. Son tan…, tan poco amantes de la aventura. Se niegan a escuchar.
—¿Qué es lo que se niegan a escuchar en concreto?
—¡Mis ideas! —gritó Yay alzando los ojos hacia el techo—. Algo distinto, algo que no fuera tan condenadamente conservador… Un poco de variedad. Soy joven y no me prestan atención.
—Creía que estaban muy contentos de tu trabajo —dijo Chamlis.
Gurgeh había vuelto a instalarse en su sofá. Movía el vaso lentamente haciendo girar el líquido que contenía y no apartaba los ojos de Yay.
—Oh, sí, les encanta que me encargue de todo lo que no plantea problemas —dijo Yay. Parecía repentinamente cansada—. Una meseta o dos, un par de lagos… Pero yo estoy hablando del plan de conjunto, de cosas realmente radicales. Nos estamos limitando a construir una nueva Placa idéntica a cualquier otra de las que ya existen. Podría ser cualquiera entre un millón de Placas esparcidas por la galaxia. ¿Qué objetivo tiene eso?
—¿El que la gente pueda vivir en ella? —sugirió Chamlis con el campo levemente teñido de rosa.
—¡La gente puede vivir en cualquier parte! —dijo Yay. Se incorporó en el sofá y clavó sus brillantes ojos verdes en la unidad—. Que yo sepa no hay escasez de Placas. ¡Estoy hablando de arte!
—¿Qué habías planeado? —preguntó Gurgeh.
—¿Qué te parecerían unos campos magnéticos debajo del material de base y unas cuantas islas imantadas flotando sobre los océanos? —replicó Yay—. Nada de tierra corriente; sólo montones de rocas flotando a la deriva con arroyos, lagos, vegetación y unas cuantas personas intrépidas… ¿No crees que resultaría mucho más emocionante?
—¿Más emocionante que qué? —preguntó Gurgeh.
—¡Más emocionante que esto! —Meristinoux se levantó de un salto, fue hacia la ventana y golpeó suavemente el cristal con la punta de los dedos—. Fíjate en lo que hay ahí fuera. Es como si estuvieras viviendo en un planeta… Mares, colinas y lluvia. ¿No preferirías vivir en una isla flotante que navega por los aires con el agua debajo?
—¿Y si las islas chocan? —preguntó Chamlis.
—¿Qué importa el que choquen? —Yay se volvió hacia el hombre y la unidad. El paisaje que se extendía al otro lado de las ventanas estaba cada vez más oscuro y la habitación aumentó levemente la intensidad de las luces. Yay se encogió de hombros—. Y siempre hay formas de impedir que puedan chocar… Pero ¿no os parece una idea magnífica? ¿Qué razón hay para que una vieja y una máquina puedan impedir que la convierta en realidad?
—Bueno —dijo Chamlis—, conozco a Preashipley y si pensara que tu idea es buena no se limitaría a ignorarla. Tiene muchísima experiencia y…
—Sí —dijo Yay—. Tiene demasiada experiencia.
—Eso es imposible, joven dama —replicó la unidad.
Yay Meristinoux tragó una honda bocanada de aire y pareció disponerse a discutir, pero acabó limitándose a extender los brazos, poner los ojos en blanco y volverse hacia la ventana.
—Ya veremos —dijo.
El atardecer había estado volviéndose más oscuro a cada momento que pasaba, pero de repente un chorro de sol se abrió paso por entre las nubes y la lluvia iluminando toda una punta del fiordo. Una claridad acuosa fue invadiendo lentamente la habitación y las luces de la casa volvieron a perder intensidad. El viento agitaba las copas de los árboles que goteaban agua.
—Ah —dijo Yay irguiendo la espalda y estirando los brazos—. No hay nada de qué preocuparse. —Inspeccionó el panorama que se extendía ante sus ojos con mucha atención—. Qué diablos… Voy a correr un rato —anunció. Fue hacia la puerta que había en el rincón de la estancia sacándose primero una bota y luego la otra. Arrojó la chaqueta sobre el respaldo de una silla y empezó a desabotonarse la blusa—. Ya lo veréis. —Alzó un dedo como si riñera a Gurgeh y Chamlis—. Islas flotantes… Su hora ha llegado.
La unidad no dijo nada. Gurgeh puso cara de escepticismo. Yay salió de la habitación.
Chamlis flotó hacia la ventana. Observó a la chica —que ahora sólo vestía unos pantalones cortos—, y la vio echar a correr por el sendero que se alejaba de la casa y bajaba haciendo pendiente por entre las praderas y el bosque. Yay alzó la mano en un breve saludo sin mirar hacia atrás y se internó en el bosque. Chamlis hizo parpadear sus campos en respuesta, aunque Yay estaba demasiado lejos para ver el destello.
—Es muy hermosa —dijo.
Gurgeh se reclinó en el sofá.
—Me hace sentir viejo.
—Oh, no empieces a compadecerte de ti mismo —dijo Chamlis apartándose de la ventana.
Gurgeh clavó la mirada en las piedras de la chimenea.
—Estoy pasando por un momento en el que todo me parece de color gris, Chamlis. A veces pienso que he empezado a repetirme a mí mismo, que incluso los juegos nuevos son meras variaciones sobre juegos ya conocidos y que no hay nada por lo que merezca la pena seguir jugando.
—Gurgeh… —dijo Chamlis con despreocupación, e hizo algo que rara vez hacía. Se colocó sobre el sofá y fue bajando lentamente hasta que éste soportó todo su peso—. Intenta ser un poco más claro. ¿Estamos hablando de los juegos o de la vida?
Gurgeh echó hacia atrás su cabeza aureolada de rizos oscuros y se rió.
—Puede que haya acabado hartándome de los juegos —dijo mientras hacía girar una pieza tallada a mano entre sus dedos—. Solía pensar que el contexto no importaba. Un buen juego era un buen juego y la manipulación de reglas que podían traducirse sin ningún error de una sociedad a otra encerraba cierta pureza indefinible, pero últimamente he empezado a tener mis dudas. Por ejemplo, fíjate en el Despliegue. —Movió la cabeza señalando el tablero que tenía delante—. Es un juego muy reciente, ¿sabes? Un planeta atrasado lo inventó hace pocas décadas. Ahora se juega aquí y la gente hace apuestas, con lo que consiguen que sea importante. Pero… ¿con qué podemos apostar? ¿Qué objeto tendría que yo apostara… digamos que Ikroh?
—Puedo asegurarte que Yay no aceptaría esa apuesta —dijo Chamlis con un fugaz parpadeo de diversión—. No para de repetir que aquí llueve demasiado.
—Pero… ¿comprendes a qué me refiero? Si alguien quisiera una casa como ésta ya la habría hecho construir; si quisiera algo de lo que hay en la casa… —Gurgeh movió el brazo en un arco que abarcó toda la habitación—. Bueno, lo habría encargado y ya lo tendría. Si no hay dinero y no hay posesiones, una parte muy considerable del placer y el disfrute que experimentaban quienes inventaron este juego cuando se enzarzaban en sus partidas… sencillamente desaparece.
—¿Llamas placer y disfrute a perder tu casa, tus títulos, tus propiedades, puede que incluso a tus hijos y el que los demás esperen que salgas a la terraza con un arma para volarte los sesos? ¿Eso es pasárselo bien? Creo que es una suerte que nos hayamos librado de todo eso. Deseas algo que no está a tu alcance, Gurgeh. Disfrutas viviendo en la Cultura, pero la Cultura no puede proporcionarte una gama de amenazas lo bastante amplia. El auténtico jugador necesita la emoción de la pérdida potencial e incluso de la ruina, y cuando esa emoción desaparece tiene la sensación de que no está vivo del todo. —Gurgeh guardó silencio. La claridad de las llamas y el suave brillo de las luces disimuladas por toda la habitación iluminaban sus rasgos—. Cuando completaste tu nombre escogiste llamarte «Morat», pero quizá no seas el jugador perfecto… Quizá tendrías que haberte llamado «Shequi», el-que-apuesta.
—¿Quieres saber una cosa? —dijo Gurgeh muy despacio. Su voz apenas podía oírse por encima del chisporroteo de los leños que ardían en la chimenea—. La idea de jugar con esa chica… Me da un poco de miedo. —Miró a la unidad—. Sí, de veras… Me da miedo porque me gusta ganar, porque poseo algo que nadie es capaz de imitar, algo que nadie más puede tener… Soy yo mismo, y soy uno de los mejores. —Volvió a alzar los ojos rápidamente hacia la máquina, como si se sintiera un poco avergonzado—. Pero de vez en cuando me preocupo pensando que puedo perder. ¿Y si ahí fuera hay algún mocoso (especialmente si se trata de algún mocoso, alguien más joven que posea un talento natural superior al mío), que espera su ocasión y que es capaz de arrebatarme todo cuanto poseo? Eso es lo que me preocupa, y cuanto mejor juego más me preocupo porque tengo más cosas que perder.
—Eres una auténtica regresión evolutiva —dijo Chamlis—. Lo importante es jugar. Eso es lo que afirma la sabiduría ancestral, ¿verdad? Lo importante es la diversión, no la victoria. Enorgullecerse de haber derrotado a tu contrincante, necesitar tan desesperadamente ese orgullo comprado… Eso sólo demuestra que eres un ser incompleto e inadecuado y que siempre lo has sido.
Gurgeh asintió lentamente.
—Eso dicen. Eso es lo que creen todos.
—Pero… ¿tú no opinas lo mismo?
—Yo… —Gurgeh pareció tener dificultades para encontrar las palabras adecuadas—. Cuando gano siento… siento un júbilo inmenso. Es mejor que el amor; es mejor que el sexo o que cualquier producto glandular. Es el único instante en que me siento… —Meneó la cabeza y apretó los labios— real. Soy yo mismo. El resto del tiempo… Siento algo parecido a lo que debe sentir esa pequeña unidad a la que nunca dejaron trabajar para Circunstancias Especiales. Siento lo mismo que Mawhrin-Skel… Es como si me hubiesen arrebatado algo que me pertenecía por derecho de nacimiento.
—Ah… ¿Ésa es la clase de afinidad que crees tener con Mawhrin-Skel? —dijo Chamlis fríamente, alterando su aura para que estuviera acorde con el tono de sus palabras—. Me preguntaba qué podías ver en esa maquinita repugnante.
—Amargura —dijo Gurgeh, y volvió a reclinarse en el sofá—. Eso es lo que veo en ella. Por lo menos la amargura tiene el atractivo de la novedad…
Se puso en pie y fue hacia la chimenea. Hurgó entre los leños con el atizador de hierro labrado, cogió las tenazas y depositó otro leño en el fuego, manipulándolo torpemente con el pesado instrumento.
—No vivimos en una edad heroica —dijo sin apartar la mirada del fuego—. El individuo se ha vuelto obsoleto. Ésa es la razón de que nuestras vidas resulten tan cómodas… No importamos, así que estamos a salvo. Ahora ya nadie puede producir un efecto real sobre los demás.
—Contacto utiliza individuos —observó Chamlis—. Infiltra a personas en sociedades más jóvenes donde tienen un efecto espectacular y decisivo sobre los destinos de meta-civilizaciones enteras. Normalmente son «mercenarios», no habitantes de la Cultura…, pero son seres humanos. Siguen siendo personas.
—Son seleccionados y utilizados igual que si fuesen piezas de un juego. No cuentan. —Gurgeh parecía impaciente. Se apartó de la chimenea y fue hacia el sofá—. Además, yo no soy uno de ellos.
—Bueno, hazte colocar en un depósito de almacenamiento y espera a que llegue una edad más heroica.
—Ya —dijo Gurgeh volviendo a sentarse—. Suponiendo que llegue alguna vez, claro… Pero creo que eso resultaría demasiado parecido al hacer trampas.
Chamlis Amalk-Ney guardó silencio y se dedicó a escuchar el sonido de la lluvia y el fuego.
—Bueno —dijo por fin—, si andas buscando novedades, Contacto es el sitio más adecuado para encontrarlas, y no hablemos ya de CE.
—No tengo ninguna intención de presentar una solicitud para que me admitan en Contacto —dijo Gurgeh incorporándose en el sofá—. Estar encerrado en una Unidad General de Contacto con un montón de filántropos fanáticos buscando bárbaros a los que educar no encaja con mi idea del disfrute o de la plenitud.
—No me refería a eso. Contacto tiene las mejores Mentes y la mejor información disponible. Quizá se les ocurra alguna idea nueva. Siempre que he mantenido alguna relación con ellos se las han arreglado para resolver los problemas. Aunque debo advertirte que se trata de un último recurso, claro…
—¿Por qué?
—Porque son una pandilla de tramposos llenos de argucias. Ellos también son jugadores, y están acostumbrados a ganar.
—Hmmm —dijo Gurgeh, y se acarició lentamente su oscura barba—. No sabría ni cómo empezar —murmuró.
—Tonterías —dijo Chamlis—. Y de todas formas yo tengo algunas conexiones en Contacto. Podría…
Una puerta se cerró de golpe.
—¡Joder, qué frío hace ahí fuera!
Yay irrumpió en la habitación sacudiéndose vigorosamente para entrar en calor. Tenía los brazos alrededor del torso y la delgada tela de sus pantalones cortos se le había pegado a los muslos. Todo su cuerpo temblaba. Gurgeh se levantó del sofá.
—Acércate a la chimenea —dijo Chamlis. Yay siguió inmóvil delante de la ventana, temblando y dejando caer gotitas de agua sobre el suelo—. No te quedes ahí mirándola —dijo Chamlis con un parpadeo de sus campos dirigido a Gurgeh—. Ve a buscar una toalla.
Gurgeh le lanzó una mirada de pocos amigos y salió de la habitación.
Cuando volvió Chamlis ya había persuadido a Yay de que se arrodillara delante del fuego. Un campo curvado sobre su nuca le mantenía la cabeza lo más cerca posible del calor de las llamas y otro campo estaba secándole el pelo. Las gotitas de agua caían de sus rizos empapados y se estrellaban sobre las piedras calientes de la chimenea esfumándose con un débil siseo.
Chamlis cogió la toalla y Gurgeh observó como la unidad la colocaba sobre el cuerpo de la joven. Gurgeh acabó apartando la mirada, meneó la cabeza y se dejó caer sobre el sofá lanzando un suspiro.
—Yay, tienes los pies sucios —dijo.
—Ah, sí. Fue una carrera magnífica.
La joven rió desde debajo de la toalla.
Yay acompañó la operación de secado con gran abundancia de bufidos, silbidos y «brr-brrs». Cuando estuvo seca se envolvió un poco mejor en la toalla y se sentó sobre el sofá doblando las piernas hasta dejarlas pegadas al pecho.
—Estoy muerta de hambre —anunció de repente—. ¿Os importa si me preparo algo para…?
—Deja, yo lo haré —dijo Gurgeh.
Salió por la puerta del rincón y apareció por el hueco el tiempo suficiente para colocar los pantalones de Yay sobre el respaldo de la silla en la que había dejado la chaqueta.
—¿De qué estabais hablando? —preguntó Yay volviéndose hacia Chamlis.
—Del por qué Gurgeh se siente a disgusto.
—¿Ha servido de algo?
—No lo sé —admitió la unidad.
Yay cogió su ropa y se vistió a toda velocidad. Después estuvo un rato sentada delante de la chimenea sin apartar los ojos de las llamas mientras la última claridad del día se iba desvaneciendo y las luces de la habitación aumentaban lentamente su intensidad.
Gurgeh entró trayendo una bandeja con bebidas y repostería.
En cuanto Yay y Gurgeh hubieron comido, los tres se embarcaron en un complejo juego de cartas del tipo que Gurgeh prefería, uno que dependía principalmente de la habilidad para farolear y muy poco de la suerte. Estaban a mitad de la partida cuando se presentaron unos amigos de Yay y Gurgeh. Su aeronave se posó sobre una extensión de césped que Gurgeh habría preferido que no fuese utilizada para aquellos fines. Los recién llegados irrumpieron en la habitación entre risas y gritos y Chamlis se retiró a un rincón cerca de la ventana.
Gurgeh se dedicó a representar el papel de buen anfitrión y se encargó de que sus invitados estuvieran lo suficientemente provistos de bebidas. Buscó a Yay con la mirada y la vio formando parte de un grupo que escuchaba a una pareja que estaba discutiendo sobre educación. Gurgeh cogió una copa de vino y fue hacia ella.
—¿Piensas acompañarles cuando se marchen? —le preguntó.
Se apoyó en el tapiz que cubría la pared y bajó la voz lo suficiente para que Yay tuviera que volverse hacia él y dejara de prestar atención a la pareja que discutía.
—Quizá —dijo ella. La luz del fuego iluminaba su rostro—. Vas a volver a pedirme que me quede, ¿no?
Yay hizo girar la copa y observó el movimiento circular del vino que contenía.
—Oh —dijo Gurgeh. Meneó la cabeza y alzó los ojos hacia el techo—. No, no lo creo… Uno acaba hartándose de repetir los mismos movimientos y oír las mismas respuestas.
Yay sonrió.
—Nunca se sabe —dijo—. Puede que algún día cambie de opinión. Vamos, Gurgeh, no deberías permitir que eso te afectara tanto… Casi estoy pensando en tomármelo como un honor.
—¿Te refieres a lo excepcional del caso?
—Mmm.
Yay tomó un sorbo de su copa.
—No te entiendo —dijo Gurgeh.
—¿Por qué? ¿Porque rechazo tus invitaciones?
—Porque nunca rechazas las invitaciones de nadie salvo las mías.
—No de una forma tan consistente.
Yay asintió y observó su copa con el ceño fruncido.
—Entonces… ¿Por qué no?
Bien. Por fin había logrado decirlo…
Yay apretó los labios.
—Porque… —dijo alzando los ojos hacia él—. Porque a ti parece importarte mucho.
—Ah. —Asintió, bajó la mirada y se frotó la barba—. Tendría que haber fingido indiferencia. —La miró a los ojos—. Yay, realmente…
—Tengo la sensación de que quieres… poseerme —dijo Yay—. Como si fuera un área o una pieza del juego. —Y, de repente, puso cara de perplejidad—. Hay en ti algo… No sé cómo expresarlo, Gurgeh. ¿Primitivo? Nunca has cambiado de sexo, ¿verdad? —Gurgeh meneó la cabeza—. Y supongo que tampoco te has acostado con ningún hombre. —Gurgeh volvió a menear la cabeza—. Ya me lo imaginaba —dijo Yay—. Eres muy extraño, Gurgeh.
Apuró su copa.
—¿Porque no encuentro atractivos a los hombres?
—Sí. —Yay dejó escapar una carcajada—. ¡Después de todo, eres un hombre!
—Entonces, ¿debería sentirme atraído hacia mí mismo?
Yay le observó en silencio durante unos momentos con una débil sonrisa aleteando en las comisuras de sus labios. Después se rió y bajó la vista.
—Bueno, físicamente no.
Sonrió y le entregó su copa vacía. Gurgeh volvió a llenarla y Yay le dio la espalda para concentrar nuevamente su atención en la pareja que seguía discutiendo.
Gurgeh dejó a Yay exponiendo apasionadamente sus opiniones sobre el lugar que la geología debería ocupar en la política educativa de la Cultura y fue a hablar con Ren Myglan, una joven a la que había conocido hacía poco. Gurgeh había albergado la esperanza de que Ren iría a visitarle aquella tarde.
Uno de los miembros del grupo había traído consigo una mascota, un enumerador proto-consciente estigliano que iba y venía por la habitación contando entre murmullos. El esbelto animal de tres miembros cubierto de vello rubio llegaba a la cintura de una persona normal y no tenía ninguna cabeza discernible, pero sí montones de abultamientos esparcidos por su cuerpo. El enumerador empezó contando personas y llegó a la conclusión de que había veintitrés humanos en la habitación. Después empezó a contar los artículos del mobiliario y acabó concentrándose en las piernas, tarea que le acabó llevando hasta donde estaban Gurgeh y Ren Myglan. Gurgeh bajó los ojos hacia el animal. El enumerador le estaba contemplando los pies mientras agitaba los miembros más o menos en dirección a sus zapatillas. Gurgeh lo apartó con la punta del pie.
—Digamos que seis —murmuró el enumerador, y se marchó.
Gurgeh siguió hablando con Ren.
Unos cuantos minutos de conversación aproximándose un poquito más a ella de vez en cuando hicieron que Gurgeh lograse estar lo bastante cerca para hablarle en susurros al oído, y no tardó en alargar el brazo por detrás de Ren para deslizar los dedos a lo largo de su columna vertebral, sintiendo la caricia sedosa de los pliegues del vestido que llevaba puesto.
—Dije que me iría con los demás —murmuró Ren.
Bajó la vista, se mordió el labio inferior y se llevó una mano a la espalda apretando la mano de Gurgeh, quien había empezado a acariciarle el comienzo de las nalgas.
—¿Un grupo de lo más aburrido y un cantante que actuará para todo el mundo? —la riñó suavemente Gurgeh sin alzar la voz. Apartó la mano y le sonrió—. Tú mereces un poco más de atención individualizada, Ren.
Ren rió en silencio y le apartó con el codo.
Acabó saliendo de la habitación y no volvió. Gurgeh fue hacia Yay, que estaba gesticulando animadamente mientras defendía los atractivos de la existencia en islas magnéticas flotantes, pero antes de llegar a ella vio a Chamlis inmóvil en un rincón ignorando concienzudamente a la mascota trípeda, que parecía fascinada por la unidad e intentaba rascarse uno de sus numerosos bultos sin caer de espaldas. Gurgeh alejó al enumerador y estuvo un rato hablando con Chamlis.
Los invitados acabaron marchándose blandiendo botellas y unas cuantas bandejas de golosinas requisadas. La aeronave despegó con un siseo y se perdió en la noche.
Gurgeh, Yay y Chamlis terminaron su partida de cartas. Gurgeh ganó.
—Bueno, tengo que irme —dijo Yay. Se puso en pie y se estiró voluptuosamente—. ¿Chamlis?
—Yo también. Iré contigo. Podemos compartir un vehículo.
Gurgeh les acompañó hasta el ascensor de la casa. Yay se abotonó la chaqueta y Chamlis se volvió hacia Gurgeh.
—¿Quieres que les diga algo a los de Contacto?
Gurgeh había estado contemplando con expresión distraída el tramo de escalones que llevaba a la parte principal de la casa y se volvió hacia Chamlis con cara de perplejidad. Yay hizo lo mismo.
—Oh, sí —dijo por fin, sonriendo. Se encogió de hombros—. ¿Por qué no? Veamos si quienes nos superan en ingenio saben dar con alguna solución que se nos haya pasado por alto. ¿Qué puedo perder?
Se rió.
—Me encanta verte feliz —dijo Yay, y le dio un breve beso en los labios. Entró en el ascensor y Chamlis la siguió. Yay miró a Gurgeh y le guiñó el ojo un segundo antes de que se cerrara la puerta—. Dale recuerdos a Ren —dijo sonriendo.
Gurgeh contempló la puerta del ascensor durante unos momentos, meneó la cabeza y sonrió. Volvió a la sala. Un par de robots manejados a control remoto por la casa ya se estaban encargando de la limpieza. Todo parecía encontrarse en su sitio, tal y como debía estar. Fue al tablero colocado entre los dos sofás donde había jugado la partida de Despliegue con Yay y colocó una de las piezas en el centro del hexágono de partida. Después se volvió hacia el sofá en el que se había sentado Yay cuando regresó de hacer ejercicio. Su cuerpo había dejado una mancha de humedad que ya se estaba desvaneciendo, un retazo de negrura casi imperceptible sobre la oscura superficie del sofá. Gurgeh alargó la mano lentamente, la puso sobre la mancha de humedad, se olisqueó los dedos y sonrió. Cogió un paraguas y fue a inspeccionar los daños producidos en el césped por el aterrizaje de la aeronave, y acabó volviendo a la casa. La luz que brillaba en la achaparrada torre principal le indicó que Ren estaba esperándole.
El ascensor bajó doscientos metros por la montaña y empezó a internarse en el lecho de roca que había debajo de ella. Redujo la velocidad para atravesar una compuerta rotatoria y fue descendiendo lentamente por el metro de material de base ultradenso hasta detenerse en una galería de tránsito situada debajo de la Placa Orbital. Un par de vehículos subterráneos esperaban el momento de ponerse en marcha y las pantallas sintonizadas con el exterior mostraban los rayos de sol que caían sobre la base de la Placa. Yay y Chamlis subieron a un vehículo, le dijeron dónde querían ir y se sentaron. El vehículo se activó, giró sobre sí mismo y empezó a acelerar.
—¿Contacto? —preguntó Yay volviéndose hacia Chamlis. El suelo del vehículo ocultaba el sol y las estrellas brillaban con su gélido resplandor más allá de las pantallas laterales. El vehículo dejó atrás varias estructuras del equipo vital pero casi siempre enigmático e incomprensible que se hallaba debajo de todas las Placas—. ¿Estoy equivocada o he oído mencionar el nombre del gran espantajo?
—Le sugerí la posibilidad de hablar con los de Contacto —replicó Chamlis.
La unidad flotó hacia una pantalla. La pantalla se desprendió sin dejar de mostrar el paisaje exterior y fue subiendo por la pared del vehículo hasta revelar el decímetro de espacio que su grosor había estado ocupando en la piel del vehículo. El sitio donde había estado la pantalla que fingía ser una ventana se convirtió en una auténtica ventana; una transparente superficie cristalina con el vacío y el resto del universo al otro lado. Chamlis contempló las estrellas.
—Pensé que quizá ellos tuvieran alguna idea… algo que pudiera distraerle.
—Creía que procurabas no mantener ningún tipo de relación con los de Contacto.
—Normalmente sí, pero conozco a varias de sus Mentes. Aún tengo algunas conexiones… Creo que puedo confiar en ellas.
—Yo no estoy tan segura —dijo Yay—. Todos nos estamos tomando este asunto terriblemente en serio. Ya se le pasará. Tiene amigos. Mientras siga rodeado de gente… Bueno, no creo que vaya a ocurrirle nada demasiado grave.
—Hmmm —dijo la unidad. El vehículo se detuvo junto a uno de los tubos que llevaban al pueblo donde vivía Chamlis Amalk-Ney—. ¿Te veremos en Tronze? —preguntó volviéndose hacia Yay.
—No, tengo que asistir a una reunión de paisajes esa tarde —dijo Yay—. Y aparte de eso está un chico al que conocí el otro día durante la sesión de tiro… Me las he arreglado para tropezarme casualmente con él esa noche.
Sonrió.
—Comprendo —dijo Chamlis—. Has vuelto a tus viejas costumbres depredadoras, ¿eh? Bueno, espero que disfrutes de tu encuentro casual.
—Lo intentaré.
Yay dejó escapar una carcajada. Se dieron las buenas noches y Chamlis salió por la compuerta del vehículo —el chorro de claridad que llegaba desde abajo hizo que su vieja estructura llena de señales y arañazos brillara durante una fracción de segundo—, y empezó a subir por el tubo sin esperar un ascensor. Aquella muestra de precocidad geriátrica hizo que Yay sonriera y meneara la cabeza. El vehículo volvió a ponerse en marcha y se alejó.
Ren seguía durmiendo medio cubierta por la sábana. Sus negros cabellos se esparcían sobre la almohada. Gurgeh estaba sentado detrás del escritorio que había junto a los ventanales de la terraza contemplando la noche. Había dejado de llover. Las nubes se fueron disipando y la luz de las estrellas y las cuatro Placas del extremo más alejado del Orbital Chiark —las Placas se encontraban a tres millones de kilómetros de distancia y sus partes internas quedaban iluminadas por la claridad diurna— proyectó un resplandor plateado sobre las hilachas de nubes que pasaban velozmente y llenaban de fugaces chispazos las oscuras aguas del fiordo.
Gurgeh se volvió hacia la terminal del escritorio, presionó el margen calibrado unas cuantas veces hasta encontrar las publicaciones que buscaba y estuvo leyendo un rato. Artículos sobre teoría de los juegos publicados por otros jugadores de primera categoría, críticas de algunas partidas suyas, análisis de nuevos juegos y jugadores que prometían…
Después abrió los ventanales y salió a la balconada circular. El fresco aire de la noche acarició su desnudez y Gurgeh sintió un escalofrío. Había cogido su terminal de bolsillo para dictar un nuevo artículo sobre juegos muy antiguos y desafió al frío durante un rato hablando en voz baja con las oscuras siluetas de los árboles y el silencioso fiordo como único público.
Cuando volvió a entrar Ren Myglan seguía durmiendo, pero su respiración se había vuelto más rápida y un poco irregular. Gurgeh sintió curiosidad y fue hacia ella. Se puso en cuclillas junto a la cama y clavó los ojos en su rostro viendo como sus rasgos temblaban y se contorsionaban durante el sueño. El aliento brotaba de su garganta y bajaba por su delicada nariz, y tenía las fosas nasales un poco dilatadas.
Gurgeh permaneció en aquella posición varios minutos. Su rostro había adoptado una expresión bastante extraña, una mueca a medio camino entre el sarcasmo y la sonrisa melancólica. Estaba preguntándose qué clase de pesadillas podían hacer que la joven se moviera con tanta violencia, y el que no hubiese forma de saber qué provocaba esos jadeos y gemidos casi inaudibles hizo que se sintiera invadido por una vaga frustración que casi rozaba la pena.
Los dos días siguientes fueron relativamente tranquilos. Gurgeh pasó la mayor parte del tiempo leyendo artículos publicados por otros jugadores y teóricos, y terminó el artículo que había empezado a dictar la noche que Ren Myglan pasó en su casa. Ren se marchó la mañana siguiente a mitad del desayuno después de que tuvieran una pelea. Gurgeh tenía la costumbre de trabajar durante el desayuno y Ren quería hablar. Gurgeh albergaba la sospecha de que estaba irritada porque no había dormido demasiado bien.
Tenía mucha correspondencia atrasada por revisar o contestar. La mayor parte eran peticiones. Le pedían que visitara otros mundos, que tomara parte en torneos de gran importancia, que escribiera artículos, que redactara algún comentario sobre un nuevo juego, que se convirtiera en profesor / conferenciante / catedrático en varias instituciones educativas, que aceptara la invitación de viajar a bordo de varios VGS, que se comprometiera a ser el tutor de tal o cual niño prodigio… La lista era muy larga.
Gurgeh rechazó todas las peticiones y, como siempre, el hacerlo le resultó bastante agradable.
También había un comunicado de una UGC que afirmaba haber descubierto un mundo en el que existía un juego basado en la topografía de los copos de nieve, razón por la que el juego nunca se desarrollaba dos veces en el mismo tablero. Gurgeh nunca había oído hablar de un juego semejante y no logró encontrar mención alguna de él en los archivos constantemente actualizados que Contacto se encargaba de compilar para las personas como él. Sospechaba que el juego no existía —las UGC eran conocidas por su afición a las travesuras y las bromas pesadas—, pero envió una réplica muy educada (y también un tanto irónica) porque la tomadura de pelo, si es que se trataba de eso, le había parecido bastante ingeniosa.
Vio una competición de vuelo planeado sobre las montañas y acantilados que había al otro extremo del fiordo.
Conectó la holopantalla de la casa y vio un programa de entretenimiento bastante reciente sobre el que había oído hablar a varias personas. El programa giraba en torno a un planeta cuyos habitantes eran glaciares conscientes y los icebergs eran sus niños. Gurgeh había supuesto que lo encontraría ridículo, pero se sorprendió al ver que le divertía. Inventó los rudimentos de un juego con los glaciares como piezas basado en la clase de minerales que podían extraerse de las rocas, las montañas que se destruirían, las presas que obstruirían el curso de los ríos, los paisajes que se crearían y los estuarios que quedarían bloqueados si los glaciares fuesen capaces de licuarse y volver a congelar partes de sí mismos a voluntad, tal y como ocurría en el programa. El juego era bastante divertido, pero no tenía nada de original y una o dos horas después Gurgeh decidió olvidarse de él.
Pasó gran parte del día siguiente nadando en la piscina del sótano de Ikroh, aprovechando los ratos en que practicaba la braza de espaldas para dictar. Su terminal de bolsillo le seguía por la piscina flotando a unos centímetros de su cabeza.
A finales de la tarde una mujer y su hija salieron del bosque y decidieron hacer una parada en Ikroh. Ninguna de las dos parecía haber oído hablar de él. La casualidad había hecho que pasaran por allí y decidieran descansar un rato. Gurgeh las invitó a tomar una copa y les preparó un almuerzo algo tardío. Las mujeres dejaron sus jadeantes monturas a la sombra junto a la casa y los robots se encargaron de darles agua. Gurgeh habló con la madre aconsejándole sobre cuál era la ruta más espectacular que podían seguir cuando ella y su hija reemprendieran la marcha y regaló a la niña una pieza de un juego Bátaos llena de tallas y adornos que no había dejado de admirar desde que la vio.
Cenó en la terraza con la pantalla de la terminal activada mostrándole las páginas de un viejo tratado bárbaro sobre los juegos. El libro —la civilización que lo produjo había sido contactada hacía dos milenios, y por aquel entonces la obra ya tenía mil años de antigüedad—, resultaba un tanto limitado en cuanto a sus apreciaciones, claro está, pero la forma en que los juegos de una sociedad revelaban gran cantidad de datos sobre su ética, su filosofía y su mismísima alma siempre conseguía fascinar a Gurgeh. Aparte de eso las sociedades bárbaras siempre le habían parecido especialmente intrigantes incluso antes de que hubiera empezado a interesarse por sus juegos.
El libro era muy interesante. Gurgeh descansó la vista contemplando la puesta de sol y volvió a concentrarse en la lectura apenas hubo anochecido. Los robots de la casa le trajeron algo de beber, una chaqueta más gruesa y un poco de comida, tal y como había pedido. Gurgeh ordenó a la casa que rechazara las llamadas.
La intensidad de las luces de la terraza fue aumentando lentamente. El lado más distante de Chiark brillaba con una claridad blanquecina sobre su cabeza cubriéndolo todo con una capa plateada. Las estrellas parpadeaban en un cielo sin nubes. Gurgeh siguió leyendo.
La terminal emitió un zumbido. Gurgeh se volvió hacia el ojo de la cámara incrustado en un rincón de la pantalla y frunció el ceño.
—Casa, ¿tienes problemas de audición o qué? —preguntó.
—Por favor, disculpe la anulación de su orden —dijo una voz de tono más bien oficial desde la pantalla. Gurgeh no la conocía y la entonación de las palabras les quitaba cualquier posible calidad de disculpa que hubieran podido tener—. ¿Estoy hablando con Chiark-Gevantsa Jernau Morat Gurgeh dam Hassease?
Gurgeh contempló el ojo de la cámara con expresión dubitativa. Hacía años que no oía pronunciar su nombre completo.
—Sí.
—Me llamo Loash Armasco-Iap Wu-Handrahen Xato Koum.
Gurgeh enarcó una ceja.
—Bueno, no creo que tenga problemas para recordarlo…
—Señor, ¿me permite que le interrumpa?
—Ya lo ha hecho. ¿Qué desea?
—Quiero hablar con usted. He anulado su orden pero no se trata de una emergencia, aunque sólo puedo hablar directamente con usted esta noche. Actúo en calidad de representante de la Sección de Contacto a petición de Dastaveb Chamlis Amalk-Ney Ep-Handra Thedreiskre Ostle-hoorp. ¿Me da su permiso para visitarle?
—Sí, a condición de que pueda prescindir de los nombres completos.
—Llegaré enseguida.
Gurgeh desactivó la pantalla. Dio unos cuantos golpecitos con la terminal en forma de pluma sobre el canto de la mesa de madera y alzó la cabeza hacia las oscuras aguas del fiordo. Sus ojos escrutaron las débiles lucecitas de las casas esparcidas al otro lado.
Oyó un rugido en el cielo, levantó la cabeza y vio una estela de vapor luminoso procedente del lado más distante de Chiark. La estela se desvió trazando un ángulo muy pronunciado y se dirigió hacia la pendiente que había junto a Ikroh. Un estruendo ahogado hizo vibrar los troncos de los árboles que se alzaban por encima de la casa y hubo un ruido semejante al que podría hacer una ráfaga de viento surgida de la nada. Un instante después Gurgeh vio a una unidad bastante pequeña que dobló a toda velocidad la esquina de la casa. Sus campos eran de un azul intenso surcado por franjas amarillas.
La unidad fue hacia Gurgeh. Su tamaño era bastante parecido al de Mawhrin-Skel y Gurgeh pensó que habría cabido perfectamente en la bandeja rectangular de bocadillos que tenía encima de la mesa. Las placas de un gris metalizado que formaban su estructura parecían un poco más complicadas que las de Mawhrin-Skel, y estaban cubiertas con todavía más remaches y protuberancias que las suyas.
—Buenas noches —dijo Gurgeh.
La unidad flotó por encima del muro de la terraza y se posó sobre la mesa junto a la bandeja de los bocadillos.
—Contacto, ¿eh? —dijo Gurgeh. Cogió la terminal y la guardó en un bolsillo de su albornoz—. Qué rapidez… Hablé de esa posibilidad con Chamlis hace sólo dos noches.
—Da la casualidad de que me encontraba en este volumen de espacio —explicó la unidad con su voz seca y desprovista de entonación—. Estaba en tránsito entre la UGC Conducta flexible y el VGS Lamentable conflicto de evidencias viajando a bordo de la Unidad de Ofensiva Rápida (Desmilitarizada) Fanático. Mi calidad de agente de Contacto más cercano me convirtió en la elección obvia para visitarle pero, como ya le he dicho, no puedo quedarme mucho tiempo.
—Oh, qué lástima —dijo Gurgeh.
—Sí. Su Orbital es realmente encantador… Bien, quizá en alguna otra ocasión.
—Bueno, espero que no haya perdido el tiempo viniendo hasta aquí, Loash… Debo confesar que no esperaba una audiencia con un agente de Contacto. Mi amigo Chamlis creía que Contacto quizá pudiese… Bueno, no sé exactamente qué esperaba. Chamlis parecía pensar que ustedes quizá dispusieran de algún dato interesante que no estuviera incluido en el flujo de información general. En cuanto a mí, no esperaba nada o, como mucho, sólo un poco de información. ¿Puedo preguntarle qué está haciendo aquí?
Gurgeh se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre la mesa acercando la cabeza a la pequeña unidad. La bandeja junto a la que se había posado aún contenía un bocadillo. Gurgeh lo cogió y empezó a masticarlo sin apartar los ojos de la unidad.
—Por supuesto. He venido para averiguar hasta qué punto desea cambiar de aires y si estaría dispuesto a aceptar nuestras sugerencias al respecto. Existen ciertas posibilidades de que Contacto pueda encontrar algo que quizá le interese.
—¿Un juego?
—Se me ha dado a entender que guarda cierta relación con un juego.
—Eso no quiere decir que deba jugar conmigo —dijo Gurgeh.
Puso las manos encima de la bandeja y las sacudió para quitarse las migajas del bocadillo. Algunas de ellas salieron despedidas hacia la unidad tal y como Gurgeh había esperado que ocurriría, pero sus campos interceptaron hasta la más diminuta desviándolas limpiamente y haciéndolas caer en el centro de la bandeja que tenía delante.
—Señor, lo único que sé es que Contacto ha encontrado algo que quizá pueda interesarle. Creo que está relacionado con un juego. Me han dado instrucciones de averiguar si está dispuesto a viajar, por lo que supongo que el juego —si es que se trata de un juego—, debe desarrollarse en algún lugar que se encuentra a cierta distancia de Chiark.
—¿Viajar? —exclamó Gurgeh. Se reclinó en su asiento—. ¿Adonde? ¿Queda muy lejos? ¿Cuánto duraría el viaje?
—No lo sé con exactitud.
—Bueno, intente darme una respuesta aproximada.
—Prefiero no hacer conjeturas aproximadas. ¿Cuánto tiempo estaría dispuesto a pasar lejos de su hogar?
Gurgeh entrecerró los ojos. Su estancia más prolongada fuera de Chiark había tenido lugar hacía ya treinta años, cuando se inscribió en un crucero. La experiencia no le había parecido demasiado agradable. Se había embarcado porque en aquellos tiempos ese tipo de viajes estaban de moda más que porque realmente le gustara la idea. Los distintos sistemas estelares habían sido espectaculares, desde luego, pero se podían ver igual de bien en una holopantalla, y Gurgeh seguía sin comprender qué extraño placer encontraba la gente en el hecho de haber estado físicamente en un sistema estelar determinado. Al principio había planeado pasar varios años de crucero, pero acabó volviendo a Ikroh cuando sólo llevaba un año de viaje.
Gurgeh se frotó la barba.
—Quizá… Medio año aproximadamente. Me resulta bastante difícil responder a esa pregunta sin conocer todos los detalles. Pero digamos que… Sí, medio año, aunque no veo la necesidad de hacer semejante desplazamiento. El ambiente local casi nunca añade nada realmente digno de interés al juego.
—Cierto…, normalmente. —La unidad guardó silencio durante unos momentos—. Tengo entendido que el juego es bastante complicado y quizá tarde un poco en comprenderlo. Es probable que deba consagrar cierto período de tiempo a su estudio…
—Oh, estoy seguro de que sabré arreglármelas —dijo Gurgeh.
El período de tiempo más largo que había necesitado para aprender un juego no llegaba a los tres días. No había olvidado una sola regla de un juego en toda su vida, y jamás había necesitado aprender una regla dos veces.
—Muy bien —dijo la unidad rompiendo bruscamente el silencio en que había vuelto a sumirse—. Informaré a mis superiores de lo que ha dicho. Adiós, Morat Gurgeh.
La unidad empezó a subir acelerando a cada centímetro.
Gurgeh alzó los ojos hacia ella y la contempló boquiabierto. Contuvo el impulso de levantarse dando un salto.
—¿Eso es todo? —preguntó.
La unidad frenó en seco a un par de metros por encima de la mesa.
—Mis instrucciones no me autorizan a revelarle nada más. Le he hecho las preguntas que se suponía debía hacerle e informaré de sus respuestas. ¿Desea saber alguna otra cosa que esté en condiciones de revelarle?
—Sí —dijo Gurgeh. Estaba empezando a enfadarse—. ¿Puedo saber algo sobre el cómo y el cuándo de ese enigma del que hemos estado hablando?
La unidad pareció oscilar en el aire. Sus campos no habían cambiado de color desde que llegó.
—¿Jernau Gurgeh? —dijo por fin.
Los dos guardaron silencio durante un momento que pareció prolongarse eternamente. Gurgeh clavó los ojos en la unidad, se puso en pie, apoyó las manos en las caderas e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Sí? —gritó.
—Probablemente no —dijo secamente la unidad.
Salió disparada hacia el cielo y el brillo de sus campos se esfumó. Gurgeh oyó el mismo rugido de antes y vio formarse la estela de vapor. Estaba directamente debajo de ella, por lo que al principio sólo fue una nubecilla. La nubecilla fue aumentando lentamente de tamaño durante unos segundos hasta que dejó de crecer. Gurgeh meneó la cabeza.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la terminal.
—Casa —dijo—. Ponte en contacto con esa unidad.
Siguió con los ojos clavados en el cielo.
—¿Qué unidad, Jernau? —preguntó la casa—. ¿Chamlis?
Gurgeh bajó la vista hacia la terminal.
—¡No! Ese saquito de basura de Contacto… ¡Loash Armasco-Iap Wu-Handrahen Xato Koum, maldita sea! ¡La unidad que acaba de estar aquí!
—¿Acaba de estar aquí? —preguntó la casa. Parecía perpleja.
Gurgeh relajó los hombros y se sentó.
—¿No has visto ni oído nada de particular hace unos momentos?
—Nada salvo silencio durante los últimos once minutos, Gurgeh, desde que me dijiste que rechazara todas las llamadas. He recibido un par de transmisiones desde entonces, pero…
—Olvídalo. —Dejó escapar un suspiro—. Ponme en contacto con el Cubo.
—Aquí Cubo; subsección Mente Makil Stra-Bey. Hola, Jernau Gurgeh. ¿Qué podemos hacer por ti?
Gurgeh seguía contemplando el cielo, en parte porque allí era donde había desaparecido la unidad de Contacto (la delgada estela de vapor estaba empezando a volverse borrosa y se iba deshilachando por los bordes), y en parte porque cuando mantenía una conversación con el Cubo todo el mundo tendía a alzar los ojos hacia el cielo.
Vio la nueva estrella justo antes de que empezara a moverse. El puntito luminoso se encontraba cerca del extremo iluminado de la estela que había dejado la diminuta unidad. El puntito luminoso se movió, al principio no demasiado deprisa y un segundo después a tal velocidad que los ojos de Gurgeh fueron incapaces de seguirlo.
El puntito desapareció. Gurgeh guardó silencio durante un par de segundos.
—Cubo —dijo por fin—, quiero que me informes de si alguna nave de Contacto ha salido hace poco de aquí.
—Se ha marchado mientras hablábamos, Gurgeh. La Unidad de Ofensiva Rápida (Desmilitarizada)…
—Fanático —dijo Gurgeh.
—¡Oh, oh! Así que eras tú, ¿eh? Creíamos que harían falta meses de fisgoneo para averiguar de quién diablos se trataba. Bien, jugador Gurgeh, acabas de presenciar una visita Privada. Asuntos de Contacto, nada que nos importe, chicas… Eso sí, puedo asegurarte que hemos hecho montones de preguntas. Ha sido de lo más emocionante, Jernau, créeme. Esa nave frenó en seco por lo menos a cuarenta kiloluces de aquí y se desvió veinte años…, aparentemente sólo para charlar cinco minutos contigo. Y te recuerdo que eso es un gasto de energía francamente alto, sobre todo teniendo en cuenta que se está largando a la misma velocidad con que llegó. Fíjate en cómo se mueve esa belleza… Oh, lo siento, olvidé que no puedes verla. Bien, acepta nuestra palabra al respecto: estamos realmente impresionados. Oye, ¿te importaría contarle a una humilde Mente encargada de una subsección del Cubo qué está pasando?
—¿Hay alguna posibilidad de hablar con la nave? —preguntó Gurgeh ignorando la pregunta de la Mente.
—¿Quieres hablar con una nave que se aleja a semejantes velocidades con su extremo más feo apuntando directamente a una humilde maquinita civil como nosotros? —La Mente del Cubo parecía divertida—. Sí… Suponemos que sí.
—Quiero hablar con una unidad llamada Loash Armasco-Iap Wu-Handrahen Xato Koum.
—Mierda santa, Gurgeh, ¿en qué clase de jaleo te has metido? ¿Quieres hablar con un Handrahen? ¿Quieres hablar nada menos que con un Xato? Oye, en equivalente tecnológico eso es puro nivel espionaje de la nomenclatura reservada de Circunstancias Especiales… Es como buscarle las cosquillas a los dioses, no sé si me explico… Mierda… Lo intentaremos… Espera un momento…
Gurgeh esperó en silencio durante varios segundos.
—Nada —dijo una voz distinta desde la terminal—. Oye, Gurgeh, la Totalidad del Cubo al habla, no una subsección… Estoy aquí al completo. La nave ha acusado recibo de la transmisión, pero dice que no lleva a bordo ninguna unidad ni nada con ese nombre.
Gurgeh se dejó caer en el asiento. Tenía el cuello envarado. Apartó la mirada de las estrellas y clavó los ojos en la mesa.
—Vaya, vaya… —dijo.
—¿Quieres que vuelva a intentarlo?
—¿Crees que servirá de algo?
—No.
—Entonces olvídalo.
—Gurgeh… Has conseguido ponerme nerviosa. ¿Qué está pasando?
—Ojalá lo supiera —dijo Gurgeh. Volvió a alzar los ojos hacia las estrellas. La estela de vapor dejada por la unidad ya casi se había esfumado—. Llama a Chamlis Amalk-Ney, ¿quieres?
—Enseguida… ¿Jernau?
—¿Qué, Cubo?
—Ten cuidado.
—Oh. Gracias. Muchísimas gracias.
—Debes haberla hecho enfadar —dijo la voz de Chamlis desde la terminal.
—Sí, es muy probable —dijo Gurgeh—. Pero… ¿Qué opinas de todo esto?
—Te han estado tomando las medidas para algo.
—¿Eso crees?
—Sí. Pero tú rechazaste su propuesta.
—Ah, ¿sí?
—Sí, y considérate afortunado de haberlo hecho.
—¿Qué quieres decir? Todo este asunto fue idea tuya.
—Oye, ahora ya estás fuera. Se acabó, ¿entiendes? Pero está claro que mi solicitud llegó mucho más arriba y mucho más deprisa de lo que me había imaginado. Hemos puesto en marcha algo, no sé el qué. Pero tú rechazaste su oferta. Has dejado de interesarles.
—Hmmmm… Supongo que tienes razón.
—Gurgeh… Lo siento.
—Oh, no te preocupes —dijo Gurgeh. Alzó los ojos hacia las estrellas—. ¿Cubo?
—Eh, estábamos tan interesadas que… Si hubiera sido puramente personal no habríamos escuchado ni una sola palabra. Lo juramos, y además en tu notificación de comunicaciones del día pondrá bien claro que hemos escuchado tu conversación.
—Olvídalo. —Gurgeh sonrió. El que la Mente Orbital hubiera estado escuchando la conversación le hizo sentir un extraño alivio que no habría sabido explicar—. Limítate a decirme a qué distancia se encuentra esa UOR.
—Cuando pronunciaste la palabra «encuentra» estaba a un minuto y cuarenta y nueve segundos de distancia, y nos alegra muchísimo poder decir que ya ha quedado fuera de nuestra jurisdicción. Está alejándose a toda velocidad en un rumbo que la llevará un poco por encima del Núcleo Galáctico. Parece estar dirigiéndose hacia el VGS Lamentable conflicto de evidencias, a menos que uno de los dos esté intentando engañar a alguien.
—Gracias, Cubo. Buenas noches.
—Buenas noches. Ah, y a partir de ahora podrás hablar sin que haya orejas invisibles escuchándote. Lo prometemos.
—Gracias, Cubo. ¿Chamlis?
—Puede que hayas dejado escapar una de esas ocasiones que sólo se presentan una vez en la vida, Gurgeh… pero hay muchas más probabilidades de que hayas logrado escapar por los pelos de una situación muy desagradable. Siento haberte sugerido lo de Contacto. Se presentaron demasiado deprisa y de una forma demasiado aparatosa… No puede haber sido una casualidad.
—No te preocupes demasiado, Chamlis —dijo Gurgeh. Volvió a alzar los ojos hacia las estrellas, se sentó y apoyó los pies en la mesa—. Todo ha salido bien, ¿no? ¿Te veré en Tronze mañana?
—Quizá. No lo sé. Pensaré en ello. Buena suerte… Me refiero a tu partida de Acabado con la niña prodigio por si no te veo mañana.
Gurgeh contempló la oscuridad que le rodeaba y sus labios se curvaron en una sonrisa algo melancólica.
—Gracias. Buenas noches, Chamlis.
—Buenas noches, Gurgeh.
El tren emergió del túnel y siguió avanzando bajo la brillante luz del sol. Recorrió el resto de la curva y empezó a cruzar la esbelta estructura del puente. Gurgeh se apoyó en la barandilla y vio el verdor de los pastos y las relucientes ondulaciones del río que se deslizaba por el suelo del valle medio kilómetro más abajo. Las sombras de las montañas acariciaban los campos; las sombras de las nubes puntuaban las colinas cubiertas de árboles. El viento creado por el movimiento del tren le agitó los cabellos mientras aspiraba el aire que olía a montañas y esperaba el regreso de su contrincante. Los pájaros trazaban círculos distantes por encima del valle moviéndose casi a ras del puente. Sus gritos hacían vibrar la atmósfera, y apenas si podían oírse por encima del vendaval que acompañaba el veloz desplazamiento del tren.
Normalmente Gurgeh habría esperado a que faltara poco para la hora acordada y habría ido a Tronze por un tubo subterráneo, pero despertó con ganas de marcharse de Ikroh lo más pronto posible. Se calzó las botas, se puso unos pantalones de un estilo bastante conservador y una chaqueta abierta, fue siguiendo los senderos montañosos hasta llegar a la cima y bajó por la pendiente del otro lado.
Estuvo un rato sentado junto a la vieja línea del ferrocarril disfrutando de una leve euforia glandular y se distrajo arrojando trocitos de magnetita hacia el campo magnético de la línea y viéndolos salir despedidos hacia afuera. Había estado pensando en las islas flotantes de Yay.
También había pensado en la misteriosa visita que la unidad de Contacto le había hecho la noche anterior, pero la visita y todo lo que la había rodeado parecían estar levemente borrosos, como si hubieran sido un sueño. Después repasó los sistemas de comunicación de la casa y echó un vistazo al informe general de situación. En cuanto concernía a la casa la visita no había existido, pero su conversación con el Cubo de Chiark figuraba en los archivos con indicación de la hora en que tuvo lugar, y había sido seguida por otras subsecciones del Cubo y, durante unos momentos, por la Totalidad del Cubo. No cabía ninguna duda de que todo había sido real.
Alzó la mano para detener el viejo tren en cuanto lo vio llegar, y apenas subió a él fue reconocido por un hombre de mediana edad llamado Dreltram que también iba a Tronze. El señor Dreltram consideraba que ser derrotado por el gran Jernau Gurgeh era una experiencia mucho más digna de ser recordada que el vencer a cualquier otro jugador. ¿Estaría dispuesto a concederle el honor de jugar una partida con él? Gurgeh estaba acostumbrado a ese tipo de halagos —normalmente ocultaban una ambición nada realista y ligeramente teñida de ferocidad—, y sugirió una partida de Posesión. Las reglas de ese juego compartían un cierto número de conceptos con las del Acabado, y la partida le serviría como ejercicio de precalentamiento.
Encontraron un tablero de Posesión en uno de los bares, fueron con él a la zona de recreo del techo y se sentaron detrás de una pantalla protectora para que el viento no se llevara las cartas. Gurgeh supuso que tendrían tiempo más que suficiente para la partida. El tren tardaría la mayor parte del día en llegar a Tronze, aunque un vehículo subterráneo podía recorrer ese trayecto en diez minutos.
El tren salió del puente y entró en una angosta cañada. El viento rebotó en las paredes de roca creando un extraño alarido repleto de ecos. Gurgeh bajó la vista hacia el tablero. Estaba jugando sin la ayuda de ninguna sustancia producida por sus glándulas, y su oponente usaba una mezcla de considerable potencia sugerida por el mismo Gurgeh. Aparte de eso Gurgeh le había dado una ventaja inicial de siete piezas, el máximo admitido. El señor Dreltram no era mal jugador, y al principio había sabido aprovechar aquella etapa inicial de la partida en que su ventaja numérica de piezas tenía un efecto más palpable, estando muy cerca de derrotar a Gurgeh, pero éste se había defendido bien y creía que Dreltram había perdido la ocasión de vencerle, aunque aún existía la posibilidad de que hubiera ocultado unas cuantas minas en sitios que podían darle problemas.
Pensar en aquellas sorpresas desagradables hizo que Gurgeh comprendiera que no se había tomado la molestia de ver dónde estaba su pieza oculta, lo cual había sido otra forma —ésta no oficial— de hacer que la partida resultara un poco más igualada. La Posesión se juega en un tablero de cuarenta casillas. Las piezas de los dos jugadores están distribuidas en un grupo principal y dos grupos más reducidos, y cada jugador puede ocultar hasta un máximo de tres piezas en otras tantas intersecciones que no estén ocupadas al principio del juego. Sus posiciones son registradas en tres delgadas tarjetas circulares hechas de cerámica a las que sólo se da la vuelta cuando el jugador desea utilizarlas. El señor Dreltram ya había revelado sus tres piezas ocultas (una de ellas se encontraba en la intersección donde Gurgeh, en otro alarde de espíritu deportivo, había colocado la totalidad de sus nueve minas, lo cual era un auténtico caso de mala suerte).
Gurgeh había hecho girar los diales de la tarjeta de su única pieza oculta y la había colocado boca abajo sobre la mesa sin mirarla, por lo que ni el señor Dreltram ni él tenían ni la más mínima idea de dónde se encontraba la pieza. Quizá estuviera en una posición ilegal, lo cual podía hacerle perder la partida o (y eso era menos probable) en un lugar de gran utilidad estratégica situado dentro del territorio de su oponente. Gurgeh utilizaba ese pequeño truco siempre que jugaba una partida con alguien a quien no consideraba un profesional. Aparte de proporcionar a su oponente un margen de ventaja que probablemente le hacía mucha falta, servía para que la partida resultase mucho más interesante y menos predecible y añadía un poco más de emoción al desarrollo del juego.
Pensó que ya iba siendo hora de que averiguara dónde estaba su pieza oculta, no sólo por curiosidad sino porque el límite de ochenta movimientos que se habían fijado como momento en el que era obligatorio revelar la posición de la pieza ya no tardaría en llegar.
Empezó a buscarla, pero no podía ver la tarjeta donde había registrado las coordenadas de su pieza oculta. Sus ojos recorrieron el desorden de cartas y tarjetas de cerámica que cubrían la mesa. El señor Dreltram era un jugador bastante desordenado. Sus cartas, tarjetas y piezas por usar o eliminadas estaban dispersas por encima de la mesa, y habían invadido la parte de ésta que se suponía correspondía a Gurgeh. La ráfaga de viento que se produjo cuando el tren entró en el túnel hacía una hora estuvo a punto de llevarse las cartas de menos peso, y las sujetaron con vasos y pisapapeles de cristal que aumentaron todavía más la impresión de confuso desorden, impresión ya reforzada por la pintoresca aunque un tanto afectada costumbre del señor Dreltram de anotar manualmente todos los movimientos en una tablilla (afirmaba que en una ocasión la memoria de un tablero de anotaciones se había borrado a causa de una extraña avería privándole de todos los datos sobre una de las mejores partidas que había jugado en su vida). Gurgeh empezó a levantar cosas canturreando para sí mismo mientras buscaba la tarjeta de cerámica con los ojos.
Y entonces oyó a su espalda una repentina inspiración de aire que casi parecía una tos de incomodidad. Giró sobre sí mismo y vio al señor Dreltram, quien parecía extrañamente a disgusto. Gurgeh frunció el ceño. El señor Dreltram —que acababa de volver del cuarto de baño y tenía las pupilas dilatadas por la mezcla de drogas que estaban produciendo sus glándulas— fue hacia la mesa seguido por una bandeja llena de bebidas, se sentó y clavó la mirada en las manos de Gurgeh.
Gurgeh no se dio cuenta de que las cartas que tenía en las manos y que acababa de levantar mientras buscaba la tarjeta de su pieza oculta eran las correspondientes a las minas del señor Dreltram hasta que la bandeja empezó a depositar las bebidas sobre la mesa. Gurgeh las contempló —las cartas seguían boca abajo, por lo que no había visto cuál era la posición de las minas—, y se imaginó los pensamientos que debían estar pasando por la mente del señor Dreltram.
Volvió a dejar las cartas en el sitio del que las había cogido.
—Lo siento mucho. —Se rió—. Estaba buscando mi pieza oculta.
Las palabras acababan de salir de su boca cuando la vio. La tarjeta circular estaba encima de la mesa casi delante de él.
»Ah —dijo, y sólo entonces sintió el calor de la oleada de sangre que invadió su rostro—. Aquí está. Hmmm… La estaba buscando con tanto entusiasmo que no la veía.
Volvió a reír y sintió una opresión muy extraña que recorrió velozmente todo su cuerpo, una presa de acero que se cerró sobre sus entrañas haciéndole sentir algo indefinible a medio camino entre el terror y el éxtasis. Nunca había experimentado algo semejante. La sensación que más se le aproximaba… Sí, pensó con una repentina claridad, lo más aproximado a esa sensación había sido el primer orgasmo de su adolescencia, su primera incursión en la sexualidad con una chica que le llevaba muy pocos años de ventaja. Había sido una experiencia tosca y con una base puramente humana, como si un instrumento hubiera ido desgranando una melodía muy sencilla nota por nota (era la comparación más adecuada, teniendo en cuenta que el paso del tiempo y el progresivo dominio de sus glándulas productoras de drogas harían que acabara disfrutando de auténticas sinfonías sexuales), pero aquella primera vez había sido una de sus experiencias más memorables; no sólo porque se trataba de una novedad absoluta sino porque pareció abrirle todo un mundo tan nuevo como fascinante que encerraba una gama de sensaciones y de vivencias totalmente distintas. La sensación fue muy parecida a la que acompañó su primer torneo de juegos cuando representó a Chiark contra el equipo juvenil de otro Orbital, y se repetiría cuando sus glándulas productoras de drogas alcanzaran la madurez definitiva pocos años después de la pubertad.
El señor Dreltram rió y se secó el rostro con un pañuelo.
Gurgeh concentró toda su atención en el juego, dejándose absorber por él hasta tal punto que su oponente tuvo que avisarle de que la partida ya había llegado al límite de los ochenta movimientos. Gurgeh dio la vuelta a su tarjeta sin haber comprobado la posición de la pieza oculta. Había decidido correr el riesgo de que ocupara el mismo cuadrado que una de las piezas reveladas.
La pieza oculta resultó estar justo en la misma posición que el Corazón, la pieza alrededor de la que giraba todo el juego; la pieza de la que estaba intentando apoderarse su oponente… Había seiscientas posibilidades contra una, pero allí estaba.
Gurgeh contempló la intersección ocupada por su bien defendido Corazón y movió lentamente la cabeza para comprobar las coordenadas que había marcado al azar en la tarjeta de cerámica dos horas antes. Eran las mismas. No cabía duda. Si hubiera echado un vistazo a la tarjeta un movimiento antes habría podido desplazar el Corazón hasta una posición donde no corriese peligro…, pero no lo había hecho. Había perdido las dos piezas, y haber perdido el Corazón significaba que la partida estaba perdida. Había perdido.
—Oh, qué mala suerte… —dijo el señor Dreltram carraspeando para aclararse la garganta.
Gurgeh asintió.
—Creo que es costumbre que el jugador derrotado se quede con el Corazón como recuerdo del momento en que la catástrofe se abatió sobre él —dijo, acariciando la pieza que acababa de perder.
—Eh… Sí, eso tengo entendido —dijo el señor Dreltram.
Su expresión dejaba bien claro que la imprevisible derrota de Gurgeh le hacía sentirse un tanto incómodo y, al mismo tiempo, que estaba encantado por su buena fortuna.
Gurgeh volvió a asentir. Dejó el Corazón sobre el tablero y cogió la tarjeta de cerámica que le había traicionado.
—Creo que prefiero quedarme con esta tarjeta —dijo.
La alzó ante el rostro del señor Dreltram, quien se apresuró a asentir.
—Bueno… Sí, por supuesto. Quiero decir… ¿Por qué no? No tengo nada que objetar, faltaría más.
El tren entró en un túnel y fue reduciendo la velocidad hasta detenerse en la estación que había dentro de la montaña.
—Toda la realidad es un juego. La física a su nivel más fundamental, la mismísima textura de nuestro universo… todo eso es un resultado directo de la interacción entre el azar y ciertas reglas bastante sencillas, y la misma descripción puede aplicarse a los mejores juegos, los más elegantes y satisfactorios tanto al nivel intelectual como al estético. El futuro es maleable porque es incognoscible y porque es el resultado de acontecimientos a un nivel subatómico que no pueden ser predecidos en su totalidad, y eso permite conservar la posibilidad del cambio y la esperanza de acabar imponiéndose… la posibilidad de la victoria, por utilizar una palabra que ya no está de moda. En ese aspecto el futuro es un juego; y el tiempo es una de las reglas. Generalmente los mejores juegos mecanicistas —aquellos que pueden ser Jugados «perfectamente» en algún sentido de la palabra, como por ejemplo la Rejilla, el Enfoque Pralliano, el 'Nkraytle, el Ajedrez o las Dimensiones Fárnicas—, pueden ser atribuidos a civilizaciones que carecían de una visión relativista del universo, y mucho más de la realidad. También podría añadir que esos juegos siempre se originan en sociedades donde aún no han aparecido las máquinas conscientes.
»Los juegos de primerísima categoría admiten el elemento del azar por mucho que impongan las restricciones más severas a la suerte pura y simple. Por muy complicadas y sutiles que sean las reglas y sin importar la escala y diferenciación del volumen de juego y la variedad de poderes y atributos de las piezas, cualquier intento de crear un juego basado en otros criterios acaba llevando inevitablemente a quedar aprisionado en una perspectiva que se encuentra varias eras por detrás de la nuestra, no sólo en el aspecto social sino incluso en el tecnofilosófico. Como ejercicio histórico puede que eso tenga cierto valor, lo admito, pero como obra del intelecto… Es una pérdida de tiempo pura y simple. Si quiere hacer algo anticuado, ¿por qué no construye una embarcación de madera o una máquina de vapor? Son artefactos tan complicados y que exigen tanto esfuerzo como un juego mecanicista, y también le servirán para mantenerse en forma.
Gurgeh obsequió con una reverencia levemente irónica al joven que se había aproximado a él para exponerle una idea en que basar un juego que se le había ocurrido hacía poco. El joven parecía no saber qué decir. Tragó una honda bocanada de aire y abrió la boca para hablar. Gurgeh estaba preparado para ello, tal y como lo había estado las últimas cinco o seis veces en que el joven había intentado decir algo, y reanudó su discurso antes de que éste hubiera podido pronunciar una sola palabra.
—No, le aseguro que no bromeo. Emplear sus manos para construir algo por oposición a utilizar únicamente su cerebro no es nada vergonzoso o intelectualmente inferior a esa segunda actividad. Le garantizo que permite aprender las mismas lecciones y adquirir las mismas habilidades precisamente a los únicos niveles que tienen una importancia real, y…
Gurgeh no llegó a completar la frase. Acababa de ver a Mawhrin-Skel. La unidad venía flotando hacia él por encima de las cabezas del gentío que atestaba la gran plaza.
El concierto principal ya había terminado. Las cimas de las montañas que se alzaban alrededor de Tronze resonaban con los ecos de los distintos grupos que habían empezado a actuar después, y los grupos de gente iban gravitando hacia sus formas musicales favoritas. Algunos optaban por la música seria, otros preferían la improvisación, algunos querían bailar y otros deseaban experimentar la música sometidos al trance provocado por cierta droga. La noche era cálida y estaba bastante nublada. La escasa luz que llegaba del lado más distante del Orbital creaba un halo lechoso que flotaba alrededor de las nubes que ocupaban la vertical del cielo por encima de Tronze. La ciudad, la más grande de la Placa y de todo el Orbital, había sido construida junto al gran macizo central de la Placa Gevant, allí donde el lago Tronze fluía por el borde de la meseta dejando caer sus aguas desde un kilómetro de altura para que se desparramaran por la llanura que había debajo. La cascada era como un diluvio permanente que regaba la jungla.
Tronze servía de hogar a menos de cien mil personas, pero aun así Gurgeh tenía la sensación de que la ciudad estaba demasiado llena de gente y sus espaciosas mansiones y encrucijadas, sus elegantes galerías, plazas y terrazas, sus miles de casas acuáticas y sus esbeltas torres unidas por puentes no lograban disipar aquella sensación de ahogo que le invadía a cada visita. Chiark era un Orbital de construcción bastante reciente —sólo tenía unos mil años de antigüedad—, pero Tronze ya casi había alcanzado el tamaño máximo al que podía aspirar cualquier comunidad orbital. Las auténticas ciudades de la Cultura se hallaban en sus inmensas naves, los Vehículos Generales de Sistemas. Los Orbitales eran una especie de suburbios rurales concebidos para las personas que querían disfrutar de mucho espacio en el que moverse. En términos de escala y si se lo comparaba con uno de los VGS de mayor magnitud capaces de albergar a miles de millones de personas, Tronze apenas si era una aldea.
Gurgeh tenía costumbre de asistir al concierto de los sesenta y cuatro días de Tronze, y normalmente siempre se veía acosado por los seguidores y entusiastas del juego. Gurgeh solía mostrarse educado, aunque de vez en cuando se permitía alguna brusquedad. Esta noche, después del desastre del tren y aquella extraña y casi vergonzosa oleada de emociones que había experimentado como resultado de que el señor Dreltram creyera que estaba intentando hacer trampas —por no mencionar el leve nerviosismo que sentía desde que se había enterado de que la chica del VGS Culto del cargamento estaba en Tronze y tenía muchas ganas de enfrentarse a él—, no se encontraba del humor adecuado para soportar impertinencias o estupideces.
Aquel joven no era un completo imbécil, claro está. Lo único que había hecho era exponerle lo que, después de todo, no era una idea tan mala para un juego, pero Gurgeh se había lanzado sobre él con toda la fuerza de una avalancha que se desprende de una cima. La conversación —si se la podía calificar de tal— se había convertido en un juego.
El objetivo era seguir hablando y no continuamente, cosa que cualquier idiota era capaz de hacer, sino callarse sólo cuando el joven no emitía señales de que quería intervenir. Las señales podían ir expresadas en lenguaje corporal o facial, y podían consistir en algo tan simple como abrir la boca y empezar a mover los labios. La táctica empleada por Gurgeh consistía en quedarse callado de repente a mitad de un argumento o después de haber emitido alguna observación levemente insultante, arreglándoselas para seguir dando la impresión de que iba a continuar hablando. Aparte de eso Gurgeh estaba citando casi textualmente uno de sus artículos más famosos sobre teoría de los juegos, lo cual añadía un insulto más a su ofensiva, pues había muchas probabilidades de que el joven conociera aquel texto tan bien como el mismo Gurgeh.
—La mera implicación —siguió diciendo Gurgeh en cuanto vio que el joven volvía a abrir la boca— de que es posible eliminar de la vida el elemento del azar, la suerte o la casualidad mediante…
—Hola, Jernau Gurgeh —dijo Mawhrin-Skel—. Espero no estar interrumpiendo nada importante.
—No, no interrumpes nada demasiado importante —dijo Gurgeh volviéndose hacia la pequeña unidad—. ¿Qué tal estás, Mawhrin-Skel? ¿Has hecho alguna travesura sonada últimamente?
—Nada importante —dijo la diminuta unidad.
El joven al que Gurgeh había estado torturando aprovechó la aparición de Mawhrin-Skel para alejarse. Gurgeh tomó asiento en una pérgola cubierta de enredaderas que estaba a un lado de la plaza, cerca de las plataformas de observación que se alzaban sobre el inmenso telón acuático de la cascada, allí donde los surtidores de espuma y vapor de agua brotaban de los rápidos que había entre la orilla del lago y la caída vertical que terminaba en el bosque situado un kilómetro más abajo. El rugido de las cascadas proporcionaba un telón de fondo sonoro hecho de la más pura estática imaginable.
—He conocido a tu joven adversaria —anunció la pequeña unidad.
Extendió un campo azul claro y arrancó una flor nocturna de una enredadera cercana.
—¿Hmmm? —exclamó Gurgeh—. Oh, la joven… Ah… ¿Te refieres a la jugadora de Acabado?
—Así es —dijo Mawhrin-Skel con voz átona—. He conocido a la joven… ah… jugadora de Acabado.
La unidad empezó a doblar hacia atrás los pétalos de la flor tensándolos lentamente sobre el tallo.
—He oído comentar que estaba aquí —dijo Gurgeh.
—Está en la mesa de Hafflis. ¿Quieres que vayamos allí para que puedas verla?
—¿Por qué no?
Gurgeh se puso en pie y la unidad se alejó unos centímetros para dejarle sitio.
—¿Nervioso? —preguntó Mawhrin-Skel.
Estaban abriéndose paso por entre el gentío en dirección a la terraza elevada del conjunto situado al nivel del lago donde se encontraba la morada de Hafflis.
—¿Nervioso? —repitió Gurgeh—. ¿Por qué iba a estarlo? Sólo es una niña, ¿no?
Mawhrin-Skel flotó en silencio durante unos momentos mientras Gurgeh subía un tramo de peldaños. Gurgeh saludó con la cabeza a varias personas y pronunció algunos «Hola». La unidad se acercó un poco más a él y empezó a hablar en voz baja mientras arrancaba los pétalos de la flor que ya se estaba marchitando.
—¿Quieres que te diga cuál es la velocidad de tu pulso, el nivel de receptividad de tu piel, la composición de la firma feromónica que estás emitiendo, el estado funcional de tus redes de neuronas…?
Gurgeh se detuvo en el centro del tramo de peldaños que estaba ascendiendo y la unidad se calló.
Gurgeh se volvió hacia la unidad, entrecerró los ojos y contempló a Mawhrin-Skel por la rendija de los párpados. Podía oír las notas musicales que llegaban del lago, y el aire nocturno estaba impregnado de los potentes perfumes de las flores. Las luces colocadas en las balaustradas de piedra iluminaban el rostro del jugador desde abajo. Los ocupantes de la terraza empezaron a bajar por el tramo de peldaños riendo y bromeando. El torrente humano se escindió al encontrar el obstáculo representado por Gurgeh como las aguas de un río cuando chocan con una roca, y las dos hileras de gente volvieron a unirse después de haberle dejado atrás. Mawhrin-Skel se dio cuenta de que quienes pasaban junto a Gurgeh se callaban de golpe y permanecían durante unos segundos sumidos en un extraño silencio. Gurgeh siguió tan inmóvil como una estatua respirando de forma lenta y regular y Mawhrin-Skel acabó rompiendo el silencio con una risita.
—No está mal —dijo la unidad—. No está nada mal… No sé qué cóctel de sustancias habrás hecho segregar a tus glándulas, pero el grado de control es realmente impresionante. Todas las funciones en el centro de los parámetros indicando la normalidad más absoluta… Salvo tus neuronas, claro, que están un poquito más alteradas de lo que es habitual en ti pero, naturalmente, las unidades civiles corrientes sin duda serían incapaces de detectar esa alteración. Magnífico… Te felicito, Gurgeh.
—No pierdas el tiempo conmigo, Mawhrin-Skel —dijo Gurgeh con voz gélida—. Estoy seguro de que puedes encontrar espectáculos mucho más divertidos que el de verme jugar una partida.
Reanudó la ascensión del tramo de peldaños.
—Oh, señor Gurgeh, le aseguro que nada de lo que ocurre en este Orbital me parece una pérdida de tiempo —dijo la unidad con despreocupación.
Arrancó el último pétalo de la flor y dejó caer el tallo en el canal que corría junto a la balaustrada.
—Gurgeh, qué alegría verte. Ven, siéntate.
Los invitados de Estray Hafflis —Gurgeh pensó que debía haber unas treinta personas—, estaban sentados a una enorme mesa rectangular de piedra en un balcón desde el que se dominaba la cascada y sobre el que se alzaban arcos de piedra adornados con enredaderas y farolillos de papel que emitían una tenue luz suavemente tamizada. Los músicos ocupaban todo un extremo del balcón. Gurgeh vio tambores, instrumentos de cuerda y de viento. Los músicos no paraban de reír y parecían tocar más para sí mismos que en beneficio de los invitados, y cada uno intentaba ir lo más deprisa posible para que los demás no pudieran seguir el ritmo.
En el centro de la mesa había una especie de canal lleno de ascuas al rojo vivo sobre el que se encontraba un teleférico en miniatura provisto de cubetas que transportaban trocitos de carne y verduras de un extremo de la mesa a otro. Uno de los hijos de Hafflis se encargaba de colocar las viandas en las cubetas y el más pequeño de los hijos del anfitrión, que sólo tenía seis años, estaba de pie al otro extremo de la línea y las iba sacando para envolverlas en papel comestible y arrojarlas con un loable grado de precisión a los invitados cada vez que éstos le hacían señas de que querían comer algo. Hafflis tenía siete hijos, lo cual era bastante raro pues normalmente la gente se conformaba con engendrar y dar a luz un solo descendiente. La Cultura tendía a fruncir el ceño ante semejantes excesos, pero Hafflis afirmaba adorar los embarazos, aunque actualmente se hallaba en una fase masculina que ya había durado varios años.
Gurgeh intercambió unas cuantas bromas con él y Hafflis le acompañó hasta un asiento libre junto a la profesora Boruelal, quien sonreía plácidamente y se balanceaba a un lado y a otro como si hubiese bebido demasiado. Vestía un traje largo negro y blanco y en cuanto vio a Gurgeh le besó ruidosamente en los labios. También intentó besar a Mawhrin-Skel, pero la unidad se apresuró a huir.
Boruelal rió y cogió un trozo de carne a medio asar del teleférico que corría por el centro de la mesa pinchándolo con un tenedor de gran tamaño.
—¡Gurgeh, te presento a la bella Olz Hap! Olz, Jernau Gurgeh… ¡Venga, daros la mano!
Gurgeh se sentó y tomó entre sus dedos la pálida manecita de la joven de aspecto asustado que estaba sentada a la derecha de Boruelal. Olz aún no había cumplido los veinte años y vestía un traje oscuro que no parecía tener ninguna forma definida. Gurgeh sonrió, frunció levemente el ceño y lanzó una burlona mirada de soslayo a la profesora intentando que la joven rubia sonriera ante su evidente estado de embriaguez, pero los ojos de Olz Hap estaban clavados en su mano, no en su rostro. La joven permitió que le cogiera la mano, pero la retiró casi inmediatamente. Olz escondió las manos debajo del cuerpo y se dedicó a contemplar su plato.
Boruelal tragó una honda bocanada de aire, pareció recobrar el control de sí misma y cogió la copa que tenía delante.
—Bien… —dijo contemplando a Gurgeh como si acabara de aparecer—. ¿Qué tal estás, Jernau?
—Bastante bien.
Gurgeh vio como Mawhrin-Skel se colocaba junto a Olz. La unidad flotó sobre la mesa hasta quedar suspendida encima de su plato. Sus campos brillaban con el azul de la seriedad educada y el verde de la afabilidad.
«Buenas noches» —le oyó decir Gurgeh con su mejor voz de abuelo simpático.
La chica alzó la cabeza para contemplar a la unidad y Gurgeh intentó escuchar su conversación mientras seguía hablando con Boruelal.
«Hola.»
—¿Lo bastante bien para jugar una partida de Acabado?
«Me llamo Mawhrin-Skel. Usted se llama Olz Hap, ¿verdad?»
—Creo que sí, profesora. ¿Y usted? ¿Se encuentra lo bastante bien para ejercer las funciones de monitor durante la partida?
«Sí. ¿Cómo está?»
—No, joder… Estoy más empapada que un desierto después de las lluvias primaverales. Tendréis que buscaros a otra persona. Supongo que si me lo propusiera podría hacer que se me pasara a tiempo, pero… Noooo.
«Oh, ah… Así que quiere estrechar mis campos, ¿eh? Qué encantador por su parte… Muy pocas personas se toman la molestia de hacerlo, ¿sabe? Es un placer conocerla. Todos hemos oído hablar mucho de usted.»
—¿Y la jovencita?
«Oh. Oh, yo…»
—¿Qué?
«¿Qué ocurre? ¿He dicho algo que no debería haber dicho?»
—¿Está preparada para jugar?
«No, es sólo que…»
—¿Jugar a qué?
«Ah, es tímida. No tiene por qué serlo. Nadie la obligará a jugar, y Gurgeh… Gurgeh sería el último en hacer semejante cosa, créame.»
—Al juego, Boruelal.
«Bueno, yo…»
—¿Cómo? Quieres decir… ¿Ahora?
«Si fuera usted no me preocuparía en lo más mínimo. De veras.»
—Ahora o en cualquier otro momento.
—Bueno… No tengo ni idea. ¡Pregúntaselo a ella! Eh, niña…
—Bor… —empezó a decir Gurgeh, pero la profesora ya se había vuelto hacia la joven.
—Olz, ¿quieres jugar o no?
La joven se volvió hacia Gurgeh y le miró a los ojos. El resplandor de las ascuas al rojo vivo esparcidas por el canal que corría a lo largo de la mesa se reflejó en sus pupilas.
—Si al señor Gurgeh le apetece jugar una partida… Sí.
Los campos de Mawhrin-Skel se encendieron con un brillo rojo de placer tan intenso que eclipsó durante unos segundos el resplandor de las ascuas.
—Oh, estupendo —dijo—. Vamos a tener una auténtica pelea…
Hafflis había prestado su viejo tablero de Acabado a unos amigos y hubo que esperar unos minutos a que un robot de aprovisionamiento trajera otro tablero de un almacén. Colocaron el tablero en una punta del balcón, en el extremo desde el que se podía ver la cascada blanca que se desplomaba con un rugido. La profesora Boruelal manipuló su terminal y solicitó la presencia de unas cuantas unidades enjuiciadoras para que se encargaran de supervisar la partida. La estructura del juego hacía que fuese susceptible de ser manipulado mediante ciertos trucos tecnológicos y toda partida seria necesitaba que se tomaran medidas para asegurarse de que ningún jugador hacía trampas. Una unidad del Cubo de Chiark se ofreció voluntaria para supervisar la partida, al igual que otra unidad de Manufacturación procedente del astillero que había debajo de las montañas. Olz Hap estaría representada por una de las máquinas de la Universidad.
Gurgeh se volvió hacia Mawhrin-Skel con la idea de pedirle que actuara como representante suyo, pero la unidad habló antes de que pudiera abrir la boca.
—Jernau Gurgeh, he pensado que quizá te gustaría ser representado por Chamlis Amalk-Ney.
—¿Está aquí?
—Llegó hace un rato. Ha estado evitándome. Hablaré con él y le preguntaré si desea actuar como representante tuyo.
La terminal de Gurgeh emitió un zumbido.
—¿Sí? —preguntó.
La voz de Chamlis surgió de la terminal.
—Esa cagada de mosca acaba de pedirme que te represente en una partida de Acabado. ¿Quieres que lo haga?
—Sí, me gustaría que fueras mi representante —dijo Gurgeh mientras veía como los campos de Mawhrin-Skel emitían un fugaz parpadeo de ira.
—Estaré allí dentro de veinte segundos —dijo Chamlis, y cortó la comunicación.
—Veintiuno coma dos —dijo Mawhrin-Skel con la voz impregnada de sarcasmo exactamente veintiún coma dos segundos después, cuando Chamlis apareció sobre la barandilla del balcón.
La catarata que tenía detrás hacía que las placas de su estructura parecieran mucho más oscuras de lo que eran en realidad. Chamlis dirigió su banda sensora hacia la pequeña unidad.
—Gracias —dijo Chamlis con afabilidad—. Había apostado conmigo mismo a que estarías contando los segundos hasta que me vieras llegar.
Los campos de Mawhrin-Skel emitieron un destello blanco de cegadora intensidad que iluminó todo el balcón durante un segundo. Los invitados dejaron de hablar y se volvieron hacia la máquina; las notas musicales vacilaron y acabaron perdiéndose en el silencio. La diminuta unidad estaba tan furiosa que toda su estructura parecía vibrar a causa de la rabia.
—¡Jódete! —dijo por fin.
Mawhrin-Skel pareció esfumarse dejando tras él una imagen residual de luz tan intensa y cegadora como la del sol que no tardó en desvanecerse. Las ascuas se avivaron, una ráfaga de viento tiró de ropas y cabelleras y unos cuantos farolillos de papel se estremecieron y acabaron desprendiéndose de los arcos de piedra. Las hojas y las flores cayeron lentamente de los dos arcos situados encima del punto en el que había estado flotando Mawhrin-Skel.
Chamlis Amalk-Ney giró sobre su eje vertical para observar el cielo nocturno y el pequeño agujero que acababa de aparecer en la capa nubosa. Sus campos brillaban con un resplandor rojizo de puro placer.
—Oh, cielos… —suspiró—. ¿Crees que he dicho algo que le ha molestado?
Gurgeh sonrió y tomó asiento delante del tablero.
—¿Lo habías planeado, Chamlis?
Amalk-Ney saludó a las demás unidades y a Boruelal con una reverencia.
—No exactamente. —Se volvió hacia Olz Hap, que estaba sentada enfrente de Gurgeh con la red del tablero de juego interponiéndose entre ambos—. Ah… Qué agradable sorpresa. Una humana rubia{N.d.T.: El juego de palabras inglés se pierde con la traducción. “A fair human” es tanto «una humana rubia» como «una humana hermosa».}.
La joven se ruborizó y bajó la vista.
Boruelal hizo las presentaciones.
El Acabado se juega en una red tridimensional que ocupa un metro cúbico de espacio. Los materiales tradicionales se obtienen de cierto animal del planeta en que se originó el juego. Los tendones curados se utilizan para la red y el marco está hecho con el marfil de sus colmillos. El tablero que Gurgeh y Olz Hap iban a utilizar era sintético. Los dos alzaron las pantallas que garantizaban su intimidad, cogieron las bolsitas que contenían los globos huecos y las cuentas de colores (cáscaras de nuez y piedras en el original) y escogieron las cuentas con las que querían jugar colocándolas dentro de los globos. Las unidades se aseguraron de que no había ninguna posibilidad de que vieran qué cuentas había dentro de cada globo. Después el hombre y la chica cogieron un puñado de esferitas cada uno y las fueron esparciendo por la red. La partida había empezado.
La chica era muy buena. Gurgeh no tardó en quedar impresionado. Olz Hap tenía un estilo de juego muy impetuoso, pero su temeridad y su afición a correr riesgos pertenecían a la variedad astuta y osada, no a la meramente estúpida. Aparte de eso Olz Hap también tenía mucha suerte pero, naturalmente, hay varias clases de suerte. A veces podías oler la presencia de la suerte, darte cuenta de que todo te iba bien y de que lo más probable era que siguiese yéndote bien y sacar el máximo provecho de ello. Si las cosas seguían así, podías conseguir beneficios exorbitantes. Si la suerte se esfumaba… Bueno, entonces tenías que ser más cauteloso y confiar en la sabiduría tradicional del juego.
Aquella noche la chica tenía esa clase de suerte. Hizo las conjeturas correctas sobre las piezas de Gurgeh y capturó varias cuentas importantes no muy bien disfrazadas; previo movimientos que Gurgeh había colocado en las cuentas de Profecía e ignoró todas las trampas y fintas tentadoras que Gurgeh le puso delante.
Gurgeh logró resistir y fue dando con defensas improvisadas fruto de la desesperación que oponer a cada nuevo ataque, pero estaba jugando de una forma demasiado apresurada, excesivamente táctica y supeditada a las circunstancias de cada momento. No conseguía acumular el tiempo que necesitaba para ir moviendo sus piezas o desarrollar una estrategia. Estaba limitándose a responder y a reaccionar, y Gurgeh siempre había preferido tomar la iniciativa del juego lo más pronto posible.
Necesitó algún tiempo para comprender hasta dónde llegaba la audacia de la chica. Olz quería conseguir una Red Completa, nada menos que la captura simultánea de todos los puntos disponibles que había en el espacio del juego. No se estaba limitando a intentar ganar, sino que intentaba ganar creando una configuración que sólo había sido materializada por un puñado de los mejores jugadores de Acabado y, que Gurgeh supiera, una que aún no había sido conseguida por ningún habitante de la Cultura. Casi no podía creerlo, pero eso era justamente lo que estaba intentando. Olz iba minando la disposición de sus piezas, pero no acababa con ellas. Retrocedía y atacaba utilizando las debilidades del despliegue de Gurgeh, pero no explotaba su ventaja para irle dejando sin piezas.
Estaba invitándole a responder, naturalmente, y le daba más posibilidades de alzarse con la victoria e incluso de lograr el mismo resultado portentoso que andaba buscando, aunque en el caso de Gurgeh sus esperanzas de conseguirlo eran bastante más reducidas que las de Olz. ¡Pero la increíble confianza en sí misma que implicaba aquella forma de jugar…! ¡La experiencia e incluso la arrogancia que revelaban eran pura y simplemente desmesuradas!
Gurgeh contempló el delgado y tranquilo rostro de la chica por entre la red de alambres y esferitas suspendidas que le separaba de ella y no pudo evitar el que su ambición, su presuntuosa habilidad y la fe que tenía en sí misma le hicieran sentir una cierta admiración. Olz se había fijado el objetivo de dar una exhibición e impresionar al público y no se conformaba con una simple victoria, pese a la innegable realidad de que la victoria significaría haber superado a un jugador tan famoso y respetado como él. ¡Y Boruelal había pensado que quizá la intimidaba! Bueno, mejor para ella…
Gurgeh se inclinó hacia adelante y se frotó la barba. Había dejado de prestar atención al gentío que se apelotonaba en el balcón observando el desarrollo de la partida en el más absoluto silencio.
Y Gurgeh logró mejorar sus posiciones, en parte por suerte y en parte usando una habilidad superior a la que incluso él mismo creía poseer. El juego seguía apuntando a una victoria con Red Completa y Olz era quien seguía teniendo más posibilidades de lograr la configuración, pero por lo menos la situación de Gurgeh ya no parecía tan desesperada como antes. Alguien le trajo un vaso de agua y un poco de comida. Después Gurgeh recordaría vagamente haberle dado las gracias.
La partida siguió. La gente iba y venía a su alrededor. La red contenía todo lo que le importaba en la vida. Las esferitas que encerraban sus tesoros y amenazas secretas se convirtieron en diminutas porciones de vida y muerte, puntos de probabilidad aislados sobre los que se podían hacer conjeturas pero que sólo revelarían su contenido cuando fueran desafiados, abiertos y escrutados. Toda la realidad parecía reposar sobre aquellos infinitesimales bultitos de significado.
Gurgeh ya no sabía qué drogas circulaban por su organismo, y no tenía ni idea de qué sustancias estaba utilizando la chica. El espacio y el tiempo habían dejado de existir para él.
Gurgeh y Olz relajaron su concentración durante unos movimientos y la partida volvió a cobrar vida de repente. Poco a poco y de forma muy gradual Gurgeh fue comprendiendo que su cabeza había creado un modelo imposiblemente complejo de la situación. El modelo encerraba tantos planes y variables distintas que resultaba prácticamente imposible de aprehender racionalmente.
Gurgeh contempló el modelo y lo alteró.
Y la partida sufrió un cambio repentino.
Había percibido una forma de ganar. La Red Completa seguía siendo una posibilidad…, y ahora la posibilidad era suya. Todo dependía de sus movimientos. Otra alteración. Sí, ganaría. Estaba casi seguro de ello.
Pero ya no le bastaba con eso. La Red Completa le hacía guiños y se balanceaba ante él ofreciéndole su seductora realidad…
—¿Gurgeh? —Boruelal le sacudió por los hombros. Gurgeh alzó la mirada. La primera luz del alba asomaba por encima de las montañas. Boruelal parecía sobria, y tenía la piel de un color grisáceo—. Gurgeh, un descanso… Lleváis seis horas jugando. ¿Estás de acuerdo? Un descanso… ¿Sí?
Los ojos de Gurgeh atravesaron la red y se posaron en el rostro de la chica. Estaba tan pálida que su piel parecía cera. Miró a su alrededor con cara de perplejidad. El balcón estaba casi vacío. Los farolillos de papel también habían desaparecido. Gurgeh lamentó vagamente haberse perdido el pequeño ritual de arrojarlos por el balcón y ver como bajaban flotando hasta esfumarse en la espesura del bosque.
Boruelal volvió a sacudirle por los hombros.
—Gurgeh…
—Sí, un descanso. Sí, claro… —graznó.
Se puso en pie. Tenía el cuerpo envarado y tenso. Sus músculos protestaron y oyó el crujir de sus articulaciones.
Chamlis tenía que seguir ejerciendo su función de controlador y no podía apartarse del tablero de juego. La claridad grisácea del alba se fue extendiendo por el cielo. Alguien le dio un poco de sopa caliente y Gurgeh la fue sorbiendo mientras comía unas galletas y paseaba durante un rato bajo las ahora silenciosas arcadas. Algunas personas dormían, seguían hablando o bailaban moviéndose lentamente al son de la música grabada. Gurgeh se apoyó en la balaustrada y contempló los rápidos que espumeaban un kilómetro más abajo. Sorbió la sopa y masticó las galletas sin salir del aturdimiento producido por los movimientos de la partida, que seguían desarrollándose una y otra vez dentro de su cabeza.
Las luces de los pueblos y aldeas esparcidos por la llanura cubierta de niebla que se extendía más allá del semicírculo de oscuridad ocupado por los pinares parecían débiles y temblorosas. Las cimas de las montañas brillaban con un leve resplandor rosado.
—Jernau Gurgeh… —dijo una voz.
Gurgeh siguió contemplando la llanura. Mawhrin-Skel surgió de la nada y se detuvo a un metro de su rostro.
—Mawhrin-Skel —dijo Gurgeh en voz baja.
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Qué tal va la partida?
—Muy bien, gracias. Creo que ganaré… De hecho, estoy casi seguro. Pero aparte de eso existe la posibilidad de que pueda conseguir… —Sintió que sus labios se curvaban en una sonrisa—. Bueno, puede que consiga algo más que una mera victoria.
—¿De veras?
Mawhrin-Skel siguió inmóvil flotando en el vacío delante de su cara. La unidad hablaba en voz muy baja aunque no había nadie cerca. Tenía los campos apagados. Sus placas eran una extraña mixtura de tonos grisáceos que variaban de un lugar a otro.
—Sí —dijo Gurgeh, y le explicó brevemente que creía poder conseguir una Red Completa.
La unidad pareció entenderlo.
—Así que vas a ganar la partida pero además quizá consigas la Red Completa, una configuración que ningún jugador de la Cultura ha logrado salvo en exhibiciones para demostrar que era posible, y no en una partida real.
—¡Así es! —Gurgeh asintió y siguió observando la llanura puntuada de luces—. Así es…
Terminó la última galleta y se frotó las manos muy despacio para quitarse las migajas. Dejó el cuenco de sopa encima de la balaustrada.
—¿Y tiene alguna importancia? —preguntó Mawhrin-Skel hablando muy despacio—. Me refiero a lo de ser el primero que consiga una Red Completa.
—¿Hmmmm? —replicó Gurgeh.
Mawhrin-Skel se acercó unos centímetros más a su rostro.
—¿Es realmente importante? Alguien acabará consiguiendo esa configuración pero… ¿Importa mucho quién sea? No soy un experto, pero me parece una eventualidad que es muy improbable llegue a producirse en una partida real… ¿Tiene mucho que ver con la habilidad del jugador o no?
—No más allá de cierto punto —admitió Gurgeh—. Requiere una combinación de suerte y genio.
—Pero tú podrías ser la persona que consiguiera esa configuración.
—Quizá. —Gurgeh contempló la llanura, sintió la fría caricia del aire de la mañana y tiró de los pliegues de su chaqueta—. Depende de que ciertas cuentas de colores se encuentren dentro de ciertas esferas metálicas. —Se rió—. Una victoria de la que se hablaría en todos los lugares de la galaxia donde se juega, y depende de que una niña haya colocado ciertas… —No llegó a completar la frase. Clavó los ojos en la diminuta unidad y frunció el ceño—. Lo siento, creo que me he puesto un poco melodramático. —Se encogió de hombros y se apoyó en la balaustrada de piedra—. Sería…, sería muy agradable, pero me temo que hay muy pocas posibilidades de conseguirlo. Alguien acabará consiguiéndolo más tarde o más temprano.
—Pero ese alguien podrías ser tú —siseó Mawhrin-Skel, y se acercó un poco más a su rostro.
Gurgeh tuvo que retroceder un poco para verle con claridad.
—Bueno…
—¿Por qué dejarlo al azar, Jernau Gurgeh? —preguntó Mawhrin-Skel retrocediendo unos centímetros—. ¿Por qué abandonarlo a la mera estupidez de la suerte?
—¿De qué estás hablando? —dijo Gurgeh muy despacio.
Entrecerró los ojos. El trance de las drogas se estaba disipando y el hechizo no tardaría en esfumarse. Tenía la sensación de que todo su organismo estaba funcionando al máximo de su capacidad. Se sentía entre nervioso y vagamente excitado.
—Puedo revelarte qué cuentas hay dentro de cada globo —dijo Mawhrin-Skel.
Gurgeh dejó escapar una leve carcajada.
—Tonterías.
La unidad volvió a acercarse a su rostro.
—Puedo hacerlo. Cuando me declararon inútil para el servicio activo y me echaron de CE… Bueno, no me quitaron todo el equipo que llevaba incorporado, ¿sabes? Poseo sentidos de los que imbéciles como Amalk-Ney ni tan siquiera han oído hablar. —La unidad se acercó un poco más—. Deja que los utilice, deja que te diga cuáles son las posiciones de cada cuenta. Deja que te ayude a conseguir la Red Completa.
Gurgeh se apartó de la balaustrada y meneó la cabeza.
—No puedes hacerlo. Las otras unidades…
—…son estúpidas, Gurgeh —insistió Mawhrin-Skel—. Oh, les he tomado bien la medida, créeme. Confía en mí. Si hubiera otra máquina de CE… Entonces decididamente no; si hubiese alguien de Contacto probablemente tampoco me atrevería, pero… ¿Ese montón de antiguallas? Puedo averiguar dónde ha puesto cada cuenta. ¡Puedo hacerlo!
—No haría falta que averiguaras dónde están todas las cuentas —dijo Gurgeh.
Movió la mano. Parecía inquieto.
—¡Mejor aún! ¡Deja que lo haga! ¡Sólo para demostrarte que soy capaz de hacerlo! ¡Para demostrármelo a mí mismo!
—Mawhrin-Skel, estás hablando de hacer trampas —dijo Gurgeh.
Sus ojos recorrieron la plaza. No había nadie cerca. Los farolillos de papel y los arcos de piedra de los que colgaban eran invisibles desde su posición actual.
—Vas a ganar. ¿En qué cambia eso las cosas?
—Sigue siendo hacer trampas.
—Tú mismo has dicho que todo es cuestión de suerte. Has ganado…
—Aún no.
—Oh, venga, estás casi seguro de que vas a ganar… Tienes mil posibilidades de ganar contra una de perder.
—Probablemente algunas menos —admitió Gurgeh.
—La partida ha terminado. La chica no puede perder más de lo que ya ha perdido, ¿verdad? Deja que forme parte de una partida que se convertirá en historia. ¡Dale eso por lo menos!
—Sigue… —dijo Gurgeh golpeando la balaustrada con la palma de la mano—, siendo… —otro golpe—, ¡hacer trampas!
Dio un último golpe sobre la balaustrada.
—Baja la voz —murmuró Mawhrin-Skel y retrocedió unos centímetros. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono tan bajo que Gurgeh tuvo que inclinarse hacia la unidad para oír sus palabras—. Es una pura cuestión de suerte. Cuando la habilidad ya ha desempeñado su papel todo lo que queda se reduce a la suerte, ¿no? La suerte fue la que me proporcionó una cara tan fea que no encajaba en Contacto, es la suerte la que te ha convertido en un gran jugador y es la suerte la que te ha traído aquí esta noche. Ninguno de los dos fuimos totalmente planeados, Jernau Gurgeh. Tus genes te han determinado y los genes manipulados de tu madre se aseguraron de que no nacerías lisiado o subnormal. El resto es suerte y azar. Se me creó con la libertad de ser yo mismo, y si lo que ese plan general y esa suerte en particular produjeron es algo que una mayoría —y recalco lo de mayoría, no la totalidad—, de la junta de admisión en CE decide no ser exactamente lo que desean en aquellos momentos… ¿Crees que eso es culpa mía? ¿Lo es?
—No.
Gurgeh suspiró y bajó la vista.
—Oh, la Cultura es maravillosa, ¿verdad, Gurgeh? Nadie se muere de hambre y nadie muere a causa de las enfermedades o los desastres naturales y no hay nadie ni nada que sea explotado, pero la suerte, el dolor y la alegría siguen existiendo. El azar, las ventajas y las desventajas… todo eso continúa existiendo.
La unidad se quedó callada y siguió flotando sobre el precipicio y la llanura que había debajo. Gurgeh observó el avance de la aurora que estaba emergiendo desde el borde del mundo para ir cubriendo el Orbital.
—Controla tu suerte, Gurgeh. Acepta lo que te estoy ofreciendo. Deja que los dos creemos nuestro propio destino aunque sólo sea por esta vez. Ya sabes que eres uno de los mejores jugadores de la Cultura. No estoy intentando halagarte. Lo sabes, ¿verdad? Pero esta victoria haría que tu fama viviera eternamente.
—Si es posible… —dijo Gurgeh.
Se calló y tensó las mandíbulas. La unidad se dio cuenta de que estaba intentando controlarse tal y como había hecho siete horas antes en el tramo de escalones que llevaba a la casa de Hafflis.
—Si no lo es por lo menos ten el valor de averiguarlo —dijo Mawhrin-Skel.
Su voz subió de tono hasta adquirir la intensidad de una súplica quejumbrosa.
El hombre alzó los ojos hacia los límpidos tonos azules y rosados del amanecer. Las ondulaciones de la llanura cubierta de niebla hacían pensar en una inmensa cama desordenada.
—Estás loca, unidad. Jamás podrás hacerlo.
—Sé muy bien lo que puedo hacer y lo que no puedo hacer, Jernau Gurgeh —dijo la unidad.
Retrocedió unos centímetros y le observó en silencio.
Gurgeh pensó en su viaje en tren de aquella mañana. La oleada de miedo delicioso que le había invadido… Ahora parecía un presagio.
Suerte. Azar puro y simple.
Sabía que la unidad tenía razón. Sabía que se equivocaba y, al mismo tiempo, sabía que tenía razón. Todo dependía de él.
Se apoyó en la balaustrada. Sintió que algo se le clavaba en el pecho. Metió la mano en el bolsillo y extrajo la tarjeta circular de cerámica que había decidido conservar como recuerdo después de la desastrosa partida de Posesión. Le fue dando vueltas lentamente entre los dedos. Alzó los ojos hacia la unidad y tuvo la extraña sensación de ser muy viejo y, al mismo tiempo, de ser un niño.
—Si algo va mal —dijo hablando muy despacio—. Si te descubren… Estaré acabado. Me suicidaré. Muerte cerebral completa y absoluta sin dejar ningún vestigio de mi personalidad.
—Todo irá bien. Te aseguro que averiguar lo que hay dentro de esos globos es lo más sencillo del mundo. No me costará nada.
—Pero… ¿y si te descubren? ¿Y si hay alguna unidad de CE rondando por aquí o si el Cubo está observando la partida?
La unidad guardó silencio durante unos momentos.
—Ya se habrían dado cuenta. He terminado.
Gurgeh abrió la boca para decir algo, pero la unidad se apresuró a flotar hacia adelante hasta quedar muy cerca de su rostro.
—Por mí misma, Gurgeh —siguió diciendo con mucha calma—. Por mi propia paz mental. Yo también quería saberlo. Volví hace mucho rato. He pasado las últimas cinco horas observando la partida. Era fascinante… La tentación de averiguar si podía hacerse acabó resultando irresistible. Si he de serte sincero sigo sin saberlo. La partida se encuentra más allá de lo que puedo comprender. Mi pobre mente ha sido configurada para seguir caminos y lograr objetivos mucho más sencillos, y la partida es excesivamente complicada para ella…, pero tenía que intentarlo. Tenía que hacerlo, ¿comprendes? El riesgo ya ha pasado, Gurgeh. Está hecho. Puedo decirte lo que necesitas saber… Y no te pido nada a cambio. Eso es cosa tuya. Quizá puedas hacer algo por mí algún día, pero no estás atado por ninguna obligación. Créeme…, por favor, créeme. No hay ninguna obligación. Hago esto porque quiero ver como tú… No, quiero ver como alguien lo consigue. Tú o quien sea, me da igual.
Gurgeh contempló a la unidad. Tenía la boca seca. Podía oír gritos lejanos. El botón de la terminal que había en el hombro de su chaqueta emitió un zumbido. Tragó aire para hablar, pero un instante después oyó su voz y tuvo la impresión de que pertenecía a otra persona.
—¿Si?
—¿Listo para seguir jugando, Jernau? —dijo la voz de Chamlis desde el botón.
—Voy para allá —le oyó decir Gurgeh a su voz.
Clavó los ojos en la unidad. La terminal emitió un zumbido más estridente para indicar el fin de la comunicación.
Mawhrin-Skel se acercó unos centímetros más.
—Ya te lo había dicho, Jernau Gurgeh. Puedo engañar a esas calculadoras estúpidas siempre que quiera. Es lo más sencillo del mundo… Y ahora, deprisa. ¿Quieres saberlo o no? La Red Completa… ¿Sí o no?
Gurgeh volvió la cabeza hacia la dirección en que estaba la casa de Hafflis. Después se volvió lentamente hacia la balaustrada y se inclinó hasta que su rostro quedó muy cerca de la unidad.
—Está bien —murmuró—. Sólo los cinco puntos primarios y los cuatro verticales que se encuentren más cerca del centro empezando por arriba. Nada más.
Mawhrin-Skel le dio los datos que le había pedido.
Estuvo a punto de ser suficiente. La chica luchó brillantemente hasta el final, y su último movimiento le impidió alcanzar el objetivo que se había fijado.
La Red Completa se desmoronó y Gurgeh ganó por treinta y un puntos de ventaja, dos menos del récord actual de la Cultura.
Mientras limpiaba debajo de la gran mesa de piedra bastante más avanzada la mañana uno de los robots domésticos de Estray Hafflis sintió una leve sorpresa al descubrir una tarjeta de cerámica retorcida y llena de grietas en cuya distorsionada superficie había incrustados unos diales.
La tarjeta no pertenecía al juego de Posesión de la casa.
El cerebro no consciente, mecanicista y perfectamente predecible del robot meditó en su hallazgo durante unos momentos y acabó decidiendo arrojar aquel resto misterioso con el resto de la basura.
Despertó por la tarde y el recuerdo de la derrota se adueñó de su mente. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que recordara que había ganado la partida de Acabado. La victoria nunca había sido tan amarga.
Desayunó a solas en la terraza viendo como una flotilla de veleros avanzaba por el fiordo con sus velas multicolores hinchadas por las frescas ráfagas de la brisa. Cada vez que cogía el cuenco o la taza sentía un leve dolor en la mano derecha. Cuando estrujó entre sus dedos la tarjeta del juego de Posesión al final de la partida faltó muy poco para que se hiciera sangre.
Se puso pantalones, un faldellín y un intermedio entre chaqueta y gabardina y fue a dar un largo paseo. Bajó hasta la orilla del fiordo y fue avanzando a lo largo de ella, dirigiéndose hacia el mar y las dunas barridas por el viento donde se encontraba Hassease, la casa en la que había nacido y en la que seguían viviendo algunos miembros de su numerosa familia. Caminó por el sendero de la costa que llevaba a la casa dejando atrás las siluetas retorcidas de los árboles deformados por el viento. La hierba suspiraba a su alrededor y las aves marinas lanzaban sus gritos melancólicos. La brisa era bastante fresca y las nubes se movían velozmente por el cielo. Si observaba el mar más allá de la aldea de Hassease podía ver las cortinas ondulantes de lluvia que caían precediendo al oscuro frente de las nubes tormentosas. El tiempo no tardaría en cambiar. Gurgeh se envolvió en su chaqueta-gabardina y apretó el paso dirigiéndose hacia la lejana silueta de la casa mientras pensaba que debería haber cogido un vehículo subterráneo. Las ráfagas de viento azotaban la playa y arrojaban la arena tierra adentro. Gurgeh parpadeó y sintió que empezaban a llorarle los ojos.
—Gurgeh.
La voz se impuso sin ninguna dificultad al suspirar de la hierba y el susurro de las ramas de los árboles. Gurgeh alzó una mano, se protegió los ojos con ella y miró a un lado.
—Gurgeh —repitió la voz.
Gurgeh se volvió hacia la sombra proyectada por un árbol de tronco nudoso que se inclinaba formando un ángulo muy pronunciado con el suelo.
—¿Mawhrin-Skel? ¿Eres tú?
—Has acertado —dijo la unidad.
Gurgeh la vio venir flotando por el sendero.
Se volvió hacia el mar. Dio un par de pasos por el sendero que llevaba hacia la casa, pero la unidad no le siguió.
—Bueno… —dijo Gurgeh volviéndose a mirarla—. Tengo que seguir. Si no me doy un poco de prisa me mojaré y…
—No —dijo Mawhrin-Skel—. No te vayas. Tengo que hablar contigo. Es muy importante.
—Cuéntamelo mientras camino —dijo Gurgeh sintiéndose repentinamente irritado.
Reanudó la marcha. La unidad se movió con la velocidad del rayo y se colocó delante de su rostro. Gurgeh tuvo que detenerse para no chocar con ella.
—Es sobre la partida de Acabado. Sobre lo que ocurrió anoche y esta mañana…
—Creo que ya te di las gracias —dijo Gurgeh.
Contempló en silencio a la máquina durante unos momentos, suspiró y dejó que sus ojos fueran más allá de ella. El frente lluvioso ya había llegado al pueblecito costero que se encontraba inmediatamente detrás de Hassease. Los nubarrones oscuros ya casi estaban encima de él y proyectaban sombras inmensas.
—Y yo creo haberte dicho que algún día quizá estuvieras en situación de poder ayudarme.
—Oh —dijo Gurgeh, y sus labios se curvaron en algo que tenía más de mueca burlona que de sonrisa—. ¿Y qué se supone que puedo hacer por ti?
—Puedes ayudarme —dijo Mawhrin-Skel en un tono de voz tan bajo que casi quedó ahogado por el estrépito de la tormenta—. Puedes ayudarme haciendo que vuelvan a aceptarme en Contacto.
—No digas estupideces —replicó Gurgeh.
Alargó la mano, apartó a la máquina de su camino y siguió andando.
Lo siguiente que supo fue que había caído de bruces sobre la hierba que cubría la cuneta. Era como si algo invisible le hubiese embestido por la espalda. Alzó los ojos hacia la diminuta unidad que flotaba sobre él y la contempló con expresión asombrada mientras sus manos sentían la humedad del suelo que tenía debajo y la hierba siseaba a su alrededor.
—Pequeña… —dijo.
Intentó ponerse en pie y la fuerza invisible volvió a empujarle. Gurgeh se quedó inmóvil contemplando con incredulidad a Mawhrin-Skel. No podía creerlo. Ninguna máquina había usado jamás la fuerza contra él. Era algo inaudito, inconcebible… Hizo un nuevo intento de levantarse sintiendo el grito de ira y frustración que empezaba a formarse en su garganta.
Todos los músculos de su cuerpo se aflojaron de repente. El grito murió en su garganta.
Sintió que caía de espaldas sobre la hierba.
Se quedó inmóvil con los ojos clavados en los nubarrones oscuros que se cernían sobre él. Sólo podía mover los ojos.
Recordó la ráfaga de proyectiles viniendo hacia él y la inmovilidad a la que le sometió su traje cuando los impactos excedieron la capacidad de resistencia programada. Aquello era peor.
Era la parálisis pura y simple. No podía hacer nada.
Empezó a preocuparse. Pensó en lo que ocurriría si dejaba de respirar, si su corazón dejaba de latir, si la lengua le obstruía la garganta, si perdía el control de sus vísceras…
Mawhrin-Skel entró en su campo visual.
—Escúchame, Jernau Gurgeh. —Las primeras gotas de lluvia repiquetearon sobre la hierba y cayeron en su rostro. Estaban muy frías—. Escúchame bien… Me ayudarás. Grabé nuestra conversación de esta mañana. He registrado todas tus palabras y tus gestos. Si no me ayudas la haré pública. Todo el mundo sabrá que hiciste trampas para vencer a Olz Hap. —La unidad guardó silencio durante unos momentos—. ¿Comprendes lo que te he dicho, Jernau Gurgeh? ¿Me he explicado con claridad? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Hay un nombre para lo que estoy haciendo, por si aún no lo has adivinado. Es una palabra muy antigua. Lo que estoy haciendo se llama chantaje.
Aquella máquina estaba loca. Cualquiera podía crear lo que le diera la gana. Sonido, imágenes en movimiento, olores, la sensación del contacto… Y eran precisamente las máquinas las que hacían todas esas cosas. Podías solicitar una de ellas del almacén más cercano y ordenarle que creara cualquier imagen que se te pasara por la cabeza, fija o en movimiento, y si invertías el tiempo y la paciencia suficientes podías conseguir que tuvieran una apariencia tan realista como si hubieran sido registradas mediante una cámara normal y comente. Podías crear cualquier secuencia de imágenes.
Algunas personas utilizaban esos aparatos para divertirse o con propósitos de venganza e inventaban historias protagonizadas por sus amigos o enemigos en las que les ocurrían cosas espantosas o, sencillamente, divertidas y risibles. Si no había forma de probar que algo era auténtico el chantaje se convertía en una cosa imposible y que carecía de objetivo. En una sociedad como la Cultura donde casi nada estaba prohibido y tanto el dinero como el poder individual prácticamente habían dejado de existir, el chantaje resultaba doblemente irrelevante.
Sí, aquella máquina debía estar loca… Gurgeh se preguntó si tendría intención de matarle. Fue dando vueltas a la idea en su mente e intentó convencerse de que era muy posible.
—Sé lo que estás pensando, Gurgeh —siguió diciendo la unidad—. Estás pensando que no puedo demostrarlo. Podría haber creado esa grabación partiendo de la nada; nadie me creería… Bueno, pues te equivocas. Establecí una conexión en tiempo real con una amiga mía, una Mente de CE que simpatiza con mi causa. Siempre ha estado convencida de que habría podido ser un magnífico agente y ya ha intentado ayudarme en el pasado. La conversación que mantuvimos esta mañana ha quedado registrada con todos sus detalles en la memoria de una Mente cuya credibilidad y reputación son absolutamente intachables, y a un nivel de fidelidad percibida que no puede alcanzarse con el tipo de instrumentos de los que dispone la gente corriente.
»La grabación que te incrimina no puede haber sido falsificada, Gurgeh. Si no me crees pregúntaselo a tu amigo Amalk-Ney. Él te confirmará cuanto he dicho. Puede que sea una máquina estúpida e ignorante, pero debería saber a qué sitios ha de acudir para comprobar que te estoy diciendo la verdad.
La lluvia empezó a caer sobre los fláccidos músculos del rostro de Gurgeh. Tenía la mandíbula totalmente relajada y la boca abierta, y se preguntó si podría acabar ahogándose a causa de la lluvia.
Las gotas fueron aumentando de tamaño y los impactos se hicieron más perceptibles. Los hilillos de agua empezaron a deslizarse sobre la carcasa de la diminuta unidad que flotaba encima de su cabeza.
—¿Te estás preguntando qué quiero de ti? —dijo la unidad. Gurgeh intentó mover los ojos para decir «no» con el único fin de hacerla enfadar, pero la unidad no pareció darse cuenta—. Quiero que me ayudes —dijo—. Necesito tu ayuda; necesito que hables en favor mío. Necesito que te presentes ante esos imbéciles de Contacto y que añadas tu voz a las que ya se han alzado pidiendo que se me devuelva al servicio activo.
La máquina se lanzó hacia su rostro y Gurgeh sintió un tirón en el cuello de su chaqueta-gabardina. Su cabeza y la parte superior de su torso fueron alzados del suelo con una brusca sacudida y se encontró contemplando las placas grisazuladas de la unidad. «Tamaño de bolsillo», pensó. Deseó poder parpadear para humedecerse los ojos y le alegró que estuviera lloviendo porque no podía hacerlo. Tamaño de bolsillo… La unidad cabría perfectamente en uno de los enormes bolsillos de su prenda.
Sintió deseos de reír.
—Maldita sea, hombre… ¿No comprendes lo que me han hecho? —preguntó la máquina sacudiéndole—. ¡Me han castrado, me han mutilado, me han paralizado! ¿Cómo te sientes ahora? Te sientes impotente porque sabes que tus miembros están allí pero no puedes hacerlos funcionar, ¿verdad? ¡Pues yo siento algo parecido, pero además sé que no están! ¿Puedes comprenderlo? ¿Puedes? ¿Sabías que hubo épocas de nuestra historia en que las personas perdían miembros y no podían recuperarlos? ¿Recuerdas algo de la historia social que aprendiste, pequeño Jernau Gurgeh? ¿Eh? —La máquina volvió a sacudirle. Gurgeh sintió la oscilación de su cabeza y el castañeteo de sus dientes—. ¿Recuerdas haber visto grabaciones de lisiados antes de que los brazos y las piernas les volvieran a crecer? Bueno, pues por aquel entonces los seres humanos perdían miembros porque una explosión o un accidente se los cercenaban o los hacían pedazos o porque era preciso amputárselos…, pero seguían creyendo que tenían esos miembros y seguían creyendo que podían sentirlos. «Miembros fantasma», así les llamaban… Esos brazos y piernas irreales podían producir dolor y picores, pero no podían ser utilizados. ¿Puedes imaginártelo? ¿Puedes imaginar eso, hombre de la Cultura con tu recrecimiento incluido en tus genes alterados y tu corazón retocado y tus glándulas manipuladas y tu cerebro que se depura y filtra a sí mismo, y tus dientes impecables y tu perfecto sistema inmunológico? ¿Puedes?
Mawhrin-Skel le dejó caer al suelo. Gurgeh sintió la vibración del impacto en su mandíbula y notó como sus dientes se clavaban en la punta de su lengua. Un sabor salado fue invadiendo su boca. «Ahora sí que voy a ahogarme», pensó. Acabaría ahogándose en su propia sangre. Esperó la llegada del temor. Tenía los ojos llenos de lluvia, pero no podía llorar.
—Bueno, pues imagínate eso pero ocho veces peor. Imagina lo que siento. ¡Estaba preparado para ser un buen soldado y luchar por todo lo que valoramos, quería buscar y aplastar a los bárbaros que se agitan a nuestro alrededor! Y todo eso desapareció, Jernau Gurgeh… Me lo arrebataron. Se esfumó sin dejar rastro. Mis sistemas sensoriales, mi armamento, incluso mi capacidad de memoria… Todo fue siendo degradado minuciosamente hasta convertirme en un lisiado. Puedo averiguar lo que hay dentro de los globitos de una partida de Acabado, te estoy empujando con un campo de fuerza ocho y te mantengo inmovilizado con lo que es una ridícula imitación del efector electromagnético que debería poseer… pero todo esto no es nada, Jernau Gurgeh. No es nada… Es un eco, una sombra… nada.
La unidad empezó a subir alejándose de él.
Le devolvió el control de sus músculos. Gurgeh intentó levantar su cuerpo del suelo empapado y se acarició la lengua con los dedos de una mano. La sangre había dejado de fluir y la herida ya se había cerrado. Gurgeh logró sentarse con cierta dificultad y se llevó la mano a la parte de su nuca que había chocado con el suelo. No le dolía. Se volvió hacia la pequeña máquina goteante que flotaba sobre el sendero.
—No tengo nada que perder, Gurgeh —dijo Mawhrin-Skel—. Ayúdame o destrozaré tu reputación, y no creas que bromeo. Puede que tu reputación no signifique mucho para ti, aunque lo dudo, pero lo haré aunque sólo sea porque causarte la más pequeña incomodidad imaginable ya me resultará terriblemente divertido. Y si tu reputación lo es todo para ti, y si hablabas en serio cuando dijiste que te suicidarías, cosa que también dudo… Bueno, aun así lo haría. Nunca he matado a un humano. Si me hubieran permitido entrar en CE quizá hubiera tenido ocasión de hacerlo más pronto o más tarde, pero… Creo que me conformaría con provocar un suicidio.
Gurgeh alzó una mano. Tenía la sensación de que su chaqueta-gabardina pesaba una tonelada. Los pantalones estaban empapados.
—Te creo —dijo—. Está bien, te creo… Pero ¿qué puedo hacer?
—Ya te lo he explicado —dijo la unidad, alzando la voz para hacerse oír por encima del viento que aullaba entre los árboles y las gotas de lluvia que se estrellaban contra los tallos de hierba—. Habla en favor mío. Tienes mucha más influencia de lo que crees. Utilízala.
—Pero yo no…
—He visto tu correo, Gurgeh —dijo la unidad con voz cansina—. ¿No sabes lo que significa que un VGS te mande una invitación? Es lo más cerca que puede llegar Contacto a ofrecer directamente un puesto. ¿Es que nadie te ha enseñado nunca nada aparte de a ganar en los juegos? Contacto quiere que trabajes para ellos. Oh, claro, ya sé que Contacto nunca solicita oficialmente los servicios de nadie. Tienes que mandar una solicitud, y cuando ya estás dentro el proceso para seguir adelante es justamente el inverso. Si quieres entrar en CE tienes que esperar a que ellos te manden una invitación… Pero puedes estar seguro de que te necesitan. Dios santo, ¿es que no eres capaz de comprender una indirecta?
—Aun suponiendo que tengas razón… ¿Qué he de hacer? ¿Quieres que me presente allí y diga «Eh, rehabiliten a esa unidad»? No seas estúpido. Ni tan siquiera sabría a quién he de acudir…
No quería decir nada sobre la noche anterior y la visita de la unidad de Contacto.
—Ya han hablado contigo, ¿no? —dijo Mawhrin-Skel—. Hace dos noches…
Gurgeh se puso en pie y se pasó las manos por la chaqueta-gabardina para quitar los granos de arena y la tierra que se habían pegado a la tela. El viento traía consigo ráfagas de lluvia que le azotaban. La aldea de la costa y la casa de su niñez casi habían desaparecido tras los oscuros telones del aguacero que caía del cielo.
—Sí, Jernau Gurgeh, te he estado vigilando —dijo Mawhrin-Skel—. Sé que Contacto se interesa por ti. No tengo ni idea de qué pueden querer de ti, pero te sugiero que lo averigües y aun suponiendo que no te guste el juego que te proponen… Bueno, más vale que intentes resultar convincente y que defiendas mi causa con todo el ardor de que seas capaz. Te estaré observando, y sabré si haces cuanto esté en tus manos o no. Te lo demostraré. Mira.
Una pantalla se fue desplegando delante de la unidad como una extraña flor plana y se expandió hasta formar un cuadrado que tendría unos veinticinco centímetros de arista. La pantalla se iluminó tiñendo la penumbra del aguacero con una débil claridad y mostró a Mawhrin-Skel emitiendo un cegador destello blanco sobre la mesa de piedra en casa de Hafflis. La escena estaba grabada desde arriba, probablemente desde un punto cercano a una de las nervaduras de piedra que se arqueaban sobre la terraza. Gurgeh volvió a ver como las ascuas ardían con más intensidad. Los farolillos de papel y las flores cayeron al suelo. «Oh, cielos —dijo Chamlis—.¿Crees que he dicho algo que le ha molestado?» Se vio sonreír y tomar asiento delante del tablero en el que se jugaría la partida de Acabado.
La escena se desvaneció y fue sustituida por otra escena desde el mismo punto de vista. Una cama. Su cama, en el dormitorio principal de Ikroh… Gurgeh reconoció las esbeltas manos llenas de anillos de Ren Myglan rodeando su cuerpo y acariciándole la espalda. También había sonido.
—… ah, Ren, mi niña, mi bebé, amor mío…
—… Jernau…
—Unidad, eres un saco de mierda —dijo Gurgeh.
La escena se desvaneció y el sonido se esfumó con ella. La pantalla se dobló rápidamente sobre sí misma y volvió a quedar oculta dentro de la unidad.
—Puedes estar totalmente seguro de que eso es justo lo que soy, y procura no olvidarlo, Jernau Gurgeh —dijo Mawhrin-Skel—. Falsificar esas pequeñas intimidades habría sido de lo más sencillo, pero tú y yo sabemos que eran reales, ¿verdad que sí? Ya te lo he dicho. Te he estado vigilando, y seguiré haciéndolo.
Gurgeh escupió un poco de sangre.
—No puedes hacerme esto. Nadie puede comportarse de esta manera. No te saldrás…
—¿No me saldré con la mía? Bueno, quizá no. Quizá acabe recibiendo mi justo castigo, pero lo que debes comprender es que no me importa lo que pueda ocurrir. No puedo estar peor de lo que estoy ahora, ¿verdad? Así que… Bueno, voy a intentarlo.
La unidad vibró rápidamente para quitarse el agua que le había caído encima y se envolvió en un campo esférico que disipó la humedad dejando su estructura limpia y reluciente y protegiéndola de la lluvia.
—Vamos, vamos… ¿Es que no puedes entender lo que me han hecho? Condenarme a vagabundear eternamente por la Cultura sabiendo que estoy perdido y que nunca encontraré un lugar en ella…, preferiría que no me hubieran dado la existencia. Arrancaron mis garras, me extirparon los ojos y me dejaron a la deriva en un paraíso hecho para quienes no son como yo. ¿Y a eso le llaman compasión? Yo lo llamo tortura. Es una obscenidad, Gurgeh. Es un acto de barbarie, es…, es diabólico. ¿Conoces el significado de esa vieja palabra? Sí, ya veo que sí. Bueno, pues intenta imaginar lo que puedo sentir y lo que podría llegar a hacer y piensa en ello, Gurgeh. Piensa en lo que puedes hacer por mí y en lo que yo puedo hacerte.
La unidad empezó a retroceder alejándose por entre las cortinas de lluvia. Las gotas chocaban contra la curvatura del globo invisible creado por sus campos y se iban acumulando hasta crear hilillos de agua que se deslizaban sobre la superficie transparente de la esfera para acabar cayendo al suelo y desaparecer entre los tallos de hierba.
—Ya tendrás noticias mías. Adiós, Gurgeh —dijo Mawhrin-Skel.
La unidad salió disparada hacia el cielo envuelta en un cono gris de lluvia y viento. Gurgeh la perdió de vista en cuestión de segundos.
Permaneció inmóvil durante un rato limpiándose la arena y los tallos de hierba que se habían pegado a sus ropas empapadas. Después se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección contraria a la que había seguido hasta su encuentro con Mawhrin-Skel, avanzando lentamente entre el rugir del viento y el aguacero que caía sobre él.
Se volvió durante unos momentos hacia la casa en que había crecido, pero la tormenta que ondulaba alrededor de las dunas apenas si le dejó ver los contornos del caótico conjunto de edificios esparcidos al azar en que había transcurrido su infancia.
—Pero, Gurgeh, ¿cuál es el problema?
—¡No puedo decírtelo!
Fue hacia la pared opuesta a la ventana de la habitación principal del apartamento de Chamlis, giró sobre sí mismo y volvió a cruzar la habitación. Llegó a la ventana y se detuvo delante de ella. Sus ojos recorrieron la plaza que se extendía debajo del edificio.
La gente paseaba o estaba sentada a las mesas que había debajo de los toldos y arcadas de las galerías de piedra color verde claro que circundaban la plaza principal del pueblo. Las fuentes lanzaban sus chorros de agua hacia el cielo, los pájaros volaban de un árbol a otro y un tzile negro azabache casi tan grande como un humano adulto yacía sobre el tejado del templete/escenario/holopantalla que había en el centro de la plaza, dejando colgar una pierna por el borde de las tejas. Su tronco, cola y orejas se movían convulsivamente mientras soñaba; el sol arrancaba destellos a sus anillos, brazaletes y pendientes. Gurgeh vio como el delgado tronco de la criatura se movía perezosamente tensándose sobre sus articulaciones para extenderse por encima de su cabeza hasta rascar indolentemente la base del cuello cerca de su collar terminal. Después la probóscide negra cayó hacia atrás como si estuviera exhausta y se movió de un lado a otro durante unos segundos. Las carcajadas de quienes estaban sentados en las mesas más próximas llegaron a sus oídos. Hacía calor. Un dirigible rojo flotaba sobre las distantes colinas como una gran mancha de sangre perdida en el azul del cielo.
—Gurgeh —dijo Chamlis intentando razonar con él—, ¿cómo puedo ayudarte si te niegas a explicarme en qué consiste el problema?
—Basta con que respondas a esta pregunta. ¿Existe alguna forma de averiguar algo más sobre lo que quería Contacto? ¿Puedo volver a hablar con ellos? Sin que se entere todo el mundo, evidentemente… O… —Meneó la cabeza y se llevó las manos a las sienes—. No, supongo que se enterarían, pero eso ya no importa demasiado…
Se detuvo junto a la pared y contempló los bloques de piedra arenisca que había entre los cuadros. Los apartamentos habían sido construidos al estilo antiguo y las junturas que había entre los bloques de arenisca eran de color negro y estaban adornadas con perlitas blancas. Gurgeh contempló las esferitas incrustadas en aquellas líneas e intentó pensar. Tenía que decidir lo que podía preguntar y lo que podía hacer para salir de aquel lío.
—Puedo ponerme en contacto con las dos naves que conozco —dijo Chamlis—. Puedo interrogar a las dos naves con las que hablé antes. Quizá tengan alguna idea de en qué consistía la oferta de Contacto. —Chamlis observó a los peces plateados que se alimentaban en silencio—. Si lo deseas puedo hacerlo ahora mismo.
—Sí, por favor —dijo Gurgeh—. Hazlo.
Se apartó de la pared dando la espalda a los bloques de arenisca y las perlas cultivadas. Sus zapatos repiquetearon sobre las baldosas del suelo. Volvió a contemplar la plaza iluminada por el sol. El tzile seguía durmiendo. Gurgeh podía ver el lento movimiento de las mandíbulas de la criatura, y se preguntó qué palabras estaría articulando en sueños.
—No sabré nada hasta dentro de algunas horas —dijo Chamlis. La tapa de la pecera se cerró. La unidad guardó el recipiente de la comida para peces en un cajón de la mesita de líneas esbeltas y frágiles que había junto a la pecera—. Las dos naves están bastante lejos… —Chamlis dio unos cuantos golpecitos en un lado de la pecera con un campo plateado y los peces fueron hacia allí para investigar la causa de aquel ruido—. Pero… ¿Por qué? —preguntó la unidad volviéndose hacia Gurgeh—. ¿Qué ha cambiado? ¿En qué clase de problema…, en qué clase de problema puedes haberte metido? Gurgeh, por favor… Cuéntame de qué se trata. Quiero ayudarte.
La máquina flotó en silencio hacia el humano. Gurgeh seguía inmóvil delante de la ventana contemplando la plaza con las manos unidas detrás de la espalda sin darse cuenta de que sus dedos se estrujaban lentamente los unos a los otros. La vieja unidad jamás le había visto tan nervioso y preocupado.
—Nada —dijo Gurgeh con desesperación. Meneó la cabeza sin mirar a la unidad—. Todo sigue igual. No hay ningún problema. Necesito averiguar unas cuantas cosas, nada más.
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El día anterior volvió directamente a Ikroh. Fue a la habitación principal —la casa había encendido la chimenea un par de horas antes en cuanto recibió el pronóstico meteorológico—, se quitó las ropas empapadas. Estaban tan sucias que las arrojó a las llamas. Se dio un baño caliente seguido por un baño de vapor, sudó, jadeó e intentó sentirse limpio. El baño de inmersión estaba tan frío que la superficie del agua se encontraba cubierta por una delgada capa de hielo. Gurgeh se zambulló medio esperando que la conmoción provocada por el brusco cambio de temperatura haría que su corazón dejase de latir.
Después fue a la habitación principal, se sentó delante de la chimenea y se dedicó a contemplar cómo ardían los troncos. Intentó calmarse y cuando se sintió capaz de pensar con claridad llamó al Cubo de Chiark.
—Gurgeh; Makil Stra-Bey de nuevo, a tu servicio. ¿Qué tal va todo? No habrás tenido otra visita misteriosa de Contacto, ¿verdad?
—No. Pero tengo la sensación de que dejaron algo escondido cuando estuvieron aquí…, algo cuya misión es observarme.
—Qué… ¿Te refieres a un sensor, un microsistema o algo parecido?
—Sí —dijo Gurgeh.
Se reclinó en el sofá. Sólo llevaba puesto un albornoz. Los baños le habían dejado la piel tan limpia que casi podía verla brillar. La voz afable y comprensiva del Cubo hizo que se sintiera mejor. Todo iría bien. Daría con alguna forma de salir de aquel atolladero. Probablemente se había asustado por nada. Mawhrin-Skel no era más que una máquina demente con delirios de poder y grandeza. No conseguiría probar nada, y si se limitaba a hacer afirmaciones que no podía apoyar con pruebas nadie la creería.
—¿Qué te hace pensar que estás siendo sometido a vigilancia?
—No puedo decírtelo —replicó Gurgeh—. Lo siento, pero… He visto algunas pruebas que me inducen a creerlo. ¿Puedes enviar algo a Ikroh para que registre la casa? Robots, lo que sea… Y suponiendo que hubieran dejado algo, ¿serías capaz de encontrarlo?
—Si funciona con tecnología corriente sí, pero depende de su nivel de sofisticación. Una nave de guerra puede ejercer la vigilancia pasiva utilizando su efector electromagnético. Pueden observarte escondidos debajo de cien kilómetros de roca desde el sistema estelar contiguo y decirte qué tomaste para cenar. Tecnología hiperespacial, ¿comprendes? Hay defensas contra ella, pero no existe ninguna forma de saber si se está utilizando.
—No creo que sea nada tan complicado. Debe tratarse de un sensor, una cámara o algo parecido.
—Supongo que debería poder detectarlo. Te enviaremos un equipo dentro de uno o dos minutos. ¿Quieres que protejamos este canal de comunicación? No podemos hacerlo totalmente invulnerable, pero podemos conseguir que les resulte bastante más difícil averiguar lo que decimos.
—Sí, por favor.
—No es problema. Coge el altavoz de la terminal y métetelo en la oreja. Protegeremos el exterior con un campo de sonido.
Gurgeh siguió las instrucciones. Ya se sentía mejor. El Cubo parecía saber lo que estaba haciendo.
—Gracias, Cubo —dijo—. Te estoy muy agradecido.
—Eh, Gurgeh, no hace falta que nos des las gracias… Estamos aquí precisamente para eso. ¡Además, es muy divertido!
Gurgeh sonrió. La suave vibración procedente del tejado le indicó que el equipo enviado por el Cubo acababa de llegar.
Los robots recorrieron la casa buscando sensores y protegieron los edificios y el terreno circundante en la medida de sus posibilidades. Polarizaron las ventanas y corrieron las cortinas; colocaron una alfombrilla especial debajo del sofá en el que estaba sentado e incluso instalaron una especie de filtro o válvula en el interior de la chimenea.
Gurgeh se sintió agradecido y mimado y tuvo la sensación de ser alguien importante y, al mismo tiempo, de estar haciendo el ridículo.
Puso manos a la obra. Usó su terminal para examinar los bancos de datos del Cubo. Los bancos contenían casi todas las informaciones de importancia, significado o utilidad entre vital y práctica que la Cultura había ido acumulando a lo largo de su existencia; un océano casi infinito de hechos, sensaciones, teorías y obras de arte al que la red de información de la Cultura iba añadiendo todo un torrente de datos nuevos cada segundo del día.
Si sabías formular las preguntas adecuadas podías dar con casi todas las respuestas necesarias, y aunque no estuvieras en condiciones de hacer esas preguntas los bancos eran tan perfectos que te permitían averiguar muchas cosas. La libertad de información en la Cultura era total, al menos teóricamente, pero la trampa estaba en considerar la consciencia como algo privado, por lo que las informaciones contenidas en una Mente —es decir, en lo que no era considerado un sistema inconsciente, como los bancos de memoria del Cubo— formaban parte del ser de la Mente y eran tan sacrosantas como el contenido de un cerebro humano. Una Mente podía estar informada de cualquier conjunto de hechos o mantener las opiniones que le diera la gana sin tener ninguna obligación de revelarle a nadie lo que sabía o pensaba o el porqué.
Y mientras el Cubo protegía su intimidad Gurgeh no necesitó interrogar a Chamlis para descubrir que lo que Mawhrin-Skel le había dicho podía ser cierto. Existían niveles de grabación de acontecimientos que resultaban muy difíciles de falsificar y que podían ser utilizados por las unidades cuyo potencial estuviera por encima del promedio. Ese tipo de grabaciones serían aceptadas como auténticas, sobre todo si venían avaladas por el testimonio de una Mente que hubiese presenciado los acontecimientos durante una conexión establecida en tiempo real. El optimismo que le había hecho sentir la llegada del equipo empezó a disiparse.
Aparte de eso, existía una Mente de CE —la de la Unidad de Ofensiva Limitada Cañonera diplomática, en concreto— que había apoyado la apelación presentada por Mawhrin-Skel contra la decisión que le había apartado definitivamente del servicio activo en Circunstancias Especiales.
La sensación de aturdimiento y horror volvió a adueñarse lentamente de él.
No logró averiguar cuándo tuvo lugar el último contacto entre Mawhrin-Skel y la UOL. Eso también se consideraba información confidencial. La intimidad… Gurgeh lanzó una carcajada llena de amargura y pensó en la nula intimidad de que había disfrutado durante los días y noches pasados.
Pero descubrió que a pesar de haber sido degradada a la condición de civil, una unidad como Mawhrin-Skel seguía siendo capaz de establecer una conexión en tiempo real de un solo sentido con una nave que se encontraba a milenios de distancia, siempre que la nave estuviera advertida de antemano y enfocara sus sistemas sensores hacia la dirección de la que iba a llegar esa señal. No logró averiguar cuál era la posición de la Cañonera diplomática —la rutina de CE exigía que sus naves mantuvieran el más absoluto secreto sobre sus desplazamientos—, pero envió un mensaje a la nave solicitando que le comunicara esos datos.
La información que había descubierto le hizo pensar que la afirmación hecha por Mawhrin-Skel de que la Mente había grabado su conversación no podría sostenerse si la nave se encontraba a más de veinte milenios de distancia. Si descubría que la nave se encontraba al otro extremo de la galaxia, por ejemplo, estaba claro que la unidad había mentido y en tal caso Gurgeh no corría ningún peligro.
Gurgeh intentó consolarse con la esperanza de que la nave estuviera al otro extremo de la galaxia, de que se encontrara a cien mil años luz de distancia o más o de que hubiera enloquecido y hubiese puesto rumbo hacia un agujero negro o hubiera decidido largarse a otra galaxia, o de que hubiera tropezado con una nave alienígena hostil lo bastante poderosa para borrarla de los cielos convirtiéndola en polvo cósmico… Cualquier cosa, siempre que la nave no hubiera podido establecer aquella conexión en tiempo real.
Por lo demás todo lo que Mawhrin-Skel le había dicho parecía factible. Podía hacerse. La unidad podía someterle a chantaje. Gurgeh se reclinó en el sofá mientras el fuego de la chimenea se iba apagando y los robots del Cubo flotaban por toda la casa comunicándose mediante chasquidos y zumbidos. Clavó los ojos en las cenizas grisáceas deseando que nada de todo aquello fuese real y que no hubiese ocurrido, y se maldijo por haber permitido que la diminuta unidad le convenciera de hacer trampas.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué lo hice? ¿Cómo puedo haber sido tan estúpido?» Oh, claro, en aquel momento le pareció algo tan atractiva y fascinantemente peligroso… Pero, después de todo, ¿acaso no era distinto a los demás? Era el gran jugador, y eso hacía que pudiera permitirse el lujo de tener ciertas excentricidades y le concedía la libertad de fijar sus propias reglas. No había deseado la gloria para sí mismo. Y ya había ganado la partida. Lo único que deseaba era que alguien de la Cultura lograra crear la Red Completa, ¿verdad? Gurgeh no era un tramposo. Nunca había hecho trampas en el juego y no volvería a hacerlas. Maldito Mawhrin-Skel… ¿Cómo podía hacerle esto? ¿Y por qué se había dejado convencer? Oh, ¿por qué no podía ser todo un mal sueño? ¿Por qué no conocían el secreto del viaje temporal para que pudiera volver al pasado e impedir que ocurriera? Naves capaces de recorrer toda la galaxia en unos cuantos años, que podían contar todas las células de tu cuerpo desde años luz de distancia, y Gurgeh no podía viajar por el tiempo ni un miserable día para volver al pasado y alterar una decisión estúpida, vergonzosa e insignificante…
Apretó los puños intentando aplastar la terminal que sostenía en su mano derecha, pero la estructura de la terminal era demasiado sólida. Sintió una punzada de dolor en la mano.
Intentó pensar con calma. Bien, suponiendo que ocurriera lo peor… La Cultura tenía una actitud más bien desdeñosa hacia la fama individual y eso hacía que el escándalo no le pareciese demasiado interesante —y, de todas formas, su conducta no había sido demasiado escandalosa—, pero estaba seguro de que si Mawhrin-Skel hacía pública la grabación que afirmaba poseer ésta no tardaría en extenderse. La gente se enteraría de que Gurgeh había hecho trampas.
La compleja estructura de comunicaciones que unía a cada habitat de la Cultura —nave, roca, Orbital o planeta— con el resto de la sociedad incluía muchas redes y servicios especializados en noticias de actualidad. En algún lugar habría alguien a quien le encantaría difundir la grabación de Mawhrin-Skel. Gurgeh conocía un par de servicios de juegos creados hacía poco tiempo cuyos editores, escritores y corresponsales estaban convencidos de que él y la inmensa mayoría de los jugadores y autoridades famosos eran una especie de jerarquía asfixiante con demasiados privilegios. Opinaban que el público prestaba demasiada atención a lo que hacían unos cuantos jugadores e intentaban desacreditar a lo que llamaban la vieja guardia (y Gurgeh, para gran sorpresa y diversión suya, había descubierto que estaba incluido en aquel grupo). La grabación de Mawhrin-Skel haría que diesen saltos de alegría. Gurgeh podía negarlo todo en cuanto se hubiera difundido y tenía la seguridad de que algunas personas le creerían pese a la solidez de las pruebas en su contra, pero los otros jugadores de primera categoría y los servicios responsables, sólidamente establecidos y que gozaban de una gran autoridad, sabrían que estaba mintiendo y eso era precisamente lo que Gurgeh no podría soportar.
Podría seguir jugando y se le permitiría publicar, registrar sus artículos en la categoría de acceso libre al público y probablemente muchos de ellos gozarían de una gran difusión. No tan amplia como antes, desde luego, pero no se le sometería a ninguna clase de ostracismo. Sería algo mucho peor que eso. Le tratarían con tolerancia, comprensión y compasión pero… Nunca le perdonarían lo que había hecho.
¿Podría acostumbrarse a semejante situación? ¿Podría soportar la tormenta de maledicencia y miradas maliciosas que caería sobre él, por no hablar de las burlonas expresiones de condolencia de sus rivales? El paso del tiempo quizá acabaría haciendo que todo quedase olvidado. Unos cuantos años y… No, no lo creía. No en su caso. Siempre estaría allí. No podía encararse con Mawhrin-Skel, reírse de él y decirle que difundiera la grabación. La unidad tenía razón. Una vez hecha pública la grabación arruinaría su reputación y le destruiría.
Contempló los troncos del hogar y vio como iban pasando del rojo oscuro al gris. Le dijo al Cubo que ya había terminado, y el Cubo hizo que la casa recobrara la normalidad con la mayor discreción posible y le dejó a solas con sus pensamientos.
Despertó a la mañana siguiente y descubrió que seguía estando en el mismo universo. No había sido una pesadilla y el tiempo no había corrido hacia atrás. Todo lo que había sucedido seguía siendo real.
Cogió un vehículo subterráneo y fue a Celleck, la aldea en la que Chamlis Amalk-Ney vivía envuelto en una extraña y anticuada aproximación a la domesticidad humana hecha de cuadros, muebles antiguos, paredes de piedra arenisca, peceras y terrarios de insectos.
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—Averiguaré cuanto pueda, Gurgeh. —Chamlis lanzó un suspiro y se puso junto a él para observar la plaza—. Pero no puedo garantizarte que lo consiga sin que quien estaba detrás de la misteriosa visita de Contacto se entere de ello. Quizá crean que te interesa su oferta.
—Quizá me interese —dijo Gurgeh—. Puede que quiera volver a hablar con ellos. No lo sé.
—Bueno, ya he enviado el mensaje a mis amigos, pero…
Y de repente Gurgeh tuvo una idea muy extraña y francamente paranoica. Se volvió hacia Chamlis.
—Esos amigos tuyos… ¿Alguno es una nave?
—Sí, los dos —dijo Chamlis.
—¿Cuáles son sus nombres?
—La Pues claro que sigo queriéndote y la Limítese a leer las instrucciones.
—¿No son naves de guerra?
—¿Con esos nombres? Son UGC, ¿qué otra cosa iban a ser si no?
—Bien —dijo Gurgeh. Se relajó un poco y volvió a mirar hacia la plaza—. Bien… Me alegro.
Tragó una honda bocanada de aire.
—Gurgeh, ¿no puedes…? Por favor, cuéntame qué te ocurre. —La voz de Chamlis casi parecía impregnada de tristeza—. Ya sabes que lo que me digas quedará entre nosotros, ¿verdad? Deja que te ayude. No sabes lo que me duele verte así. Si hay algo que…
—Nada —dijo Gurgeh, y se volvió hacia la máquina. Meneó la cabeza—. No puedes hacer nada más por mí. Si pudieras hacer alguna otra cosa… Ya te lo haría saber. —Empezó a cruzar la habitación. Chamlis le siguió con su banda sensorial—. Tengo que marcharme. Ya nos veremos, Chamlis.
Fue al conducto subterráneo. Se sentó en el vehículo y clavó los ojos en el suelo. El vehículo tuvo que pedirle cuatro veces que le indicara adonde quería ir antes de que Gurgeh se diera cuenta de que estaba hablando con él. Se lo dijo.
Gurgeh estaba contemplando una de las pantallas murales, viendo desfilar las estrellas, cuando la terminal emitió un zumbido.
—¿Gurgeh? Makil Stra-Bey otra vez de nuevo y una vez más.
—¿Qué ocurre? —preguntó secamente Gurgeh, algo irritado ante la jovialidad de la Mente.
—La nave acaba de contestar enviando la información que solicitaste.
Gurgeh frunció el ceño.
—¿Qué nave? ¿Qué información?
—La Cañonera diplomática, jugador nuestro. Su posición.
El corazón empezó a latirle más deprisa y sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—Sí —dijo, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para pronunciar la palabra—. ¿Y?
—Bueno, no ha sido una contestación directa. La envió a través del VGS Indiscreción juvenil y le pidió que confirmara su posición.
—Sí, sí… ¿Dónde se encuentra?
—En el macizo Altabien-Norte. Ha enviado las coordenadas, aunque el grado de precisión no es demasiado…
—¡Olvídate de las coordenadas! —gritó Gurgeh—. ¿Dónde está ese macizo? ¿A qué distancia se encuentra de aquí?
—Eh, cálmate. Está a unos dos milenios y medio de distancia.
Gurgeh se reclinó en el asiento y cerró los ojos. El vehículo empezó a disminuir la velocidad.
Dos mil quinientos años luz… Un largo paseo, como dirían los habitantes de un VGS, miembros de una sociedad urbana acostumbrada a todas las formas del viajar. Pero lo bastante cerca —con mucho—, para que una nave de guerra apuntara con gran precisión su efector, proyectara un campo sensorial de un segundo luz de diámetro a través del cielo y captara el débil pero inconfundible destello de luz hiperespacial enviado por una máquina lo suficientemente pequeña para caber en un bolsillo.
Intentó convencerse de que aquello seguía sin probar nada y de que Mawhrin-Skel podía haber estado mintiendo, pero apenas empezó a pensar en ello le pareció que el hecho de que la nave de guerra no hubiera contestado directamente resultaba vagamente ominoso. Había utilizado a su VGS para que confirmara su paradero, y un VGS era una fuente de información bastante más fiable que una simple nave.
—¿Quieres oír el resto del mensaje de la UOL o prefieres seguir chillándome? —preguntó el Cubo.
Gurgeh no entendía nada.
—¿Qué resto del mensaje? —preguntó.
El vehículo subterráneo tomó una curva y siguió reduciendo la velocidad. Gurgeh ya podía ver la galería de tránsito de Ikroh suspendida bajo la superficie de la Placa como un edificio puesto del revés.
—Esto cada vez huele más y más a misterio —dijo el Cubo—. ¿Te has estado comunicando con esa nave a espaldas mías, Gurgeh? El resto del mensaje dice: «Me alegra mucho volver a tener noticias tuyas».
Habían pasado tres días. Gurgeh no lograba concentrarse en nada. Intentó leer —artículos, libros antiguos, los esbozos en que había estado trabajando—, pero cada vez que lo intentaba no tardaba en descubrir que estaba releyendo una y otra vez el mismo párrafo de la página o la pantalla. Trataba de comprenderlo y no lo conseguía porque sus pensamientos se desviaban continuamente de las palabras, los diagramas y las ilustraciones que tenía delante de los ojos y se negaban a absorber nada de cuanto decían. Su mente volvía una y otra vez a la misma ronda interminable de preguntas y lamentaciones que se curvaban sobre sí mismas hasta formar una serpiente que se mordía la cola. ¿Por qué lo había hecho? ¿Cómo podía salir de aquel lío?
Intentó relajarse ordenando a sus glándulas que segregasen drogas sedantes, pero necesitaba producirlas en cantidades tan grandes que sólo consiguió atontarse. Utilizó Azul fuerte, Filo yFocal para obligarse a alcanzar el estado de concentración que se le escapaba, pero el esfuerzo le dejó exhausto y acabó haciendo que sintiera terribles punzadas de dolor en la base del cráneo. No valía la pena. Su cerebro quería preocuparse y sufrir, y tratar de impedírselo no serviría de nada.
Rechazó todas las llamadas. Llamó a Chamlis un par de veces, pero no tenía nada nuevo que contarle. En cuanto a Chamlis, lo único que pudo decirle fue que las dos naves de Contacto a las que conocía habían recibido su mensaje y las dos dijeron que habían transmitido el mensaje de Chamlis a unas cuantas Mentes más. Ambas se habían mostrado bastante sorprendidas ante la rapidez con que reaccionó Contacto y habían accedido a transmitir la petición de más datos al respecto hecha por Gurgeh. Ninguna de las dos tenía ni la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo.
No había tenido más noticias de Mawhrin-Skel. Llamó al Cubo y le pidió que localizara a la máquina sólo para saber dónde estaba, pero la Mente Orbital no logró encontrarla y dejó bien clara la irritación que le producía su fracaso. Gurgeh volvió a solicitar los servicios del equipo y los robots llevaron a cabo un nuevo registro de la casa. El Cubo dejó a una de sus máquinas en la casa para que se encargara de tenerla continuamente vigilada.
Gurgeh pasó mucho tiempo dando paseos por los bosques y las montañas que había alrededor de Ikroh, caminando, corriendo y trepando veinte o treinta kilómetros al día con el único fin de llegar a la noche muerto de cansancio y gozar de la anestesia natural que acompañaba al agotamiento.
Al cuarto día empezó a tener la sensación de que si no hacía nada, no hablaba con nadie, no se comunicaba, no escribía y no se alejaba demasiado de la casa no ocurriría nada. Intentó convencerse de que Mawhrin-Skel podía haber desaparecido para siempre. Quizá Contacto se lo había llevado o le había comunicado que podía volver al servicio activo. Quizá había sucumbido a la locura y se había internado en el espacio; quizá se había tomado muy en serio el viejo chiste sobre los enumeradores estiglianos y había decidido contar todos los granos de arena que había en una playa…
Hacía un día magnífico. Gurgeh estaba sentado en una de las gruesas ramas inferiores de un pan solar del jardín de Ikroh atisbando por entre el telón de hojas. Un pequeño rebaño de feiles había salido del bosque para devorar las moras de vino de los arbustos que había a un extremo del primer nivel de la pradera. Los tímidos animales flacos como palos estaban sacando el máximo provecho posible a las capacidades de camuflaje de su piel y tiraban nerviosamente de los tallos situados a menos altura. Sus mandíbulas se movían a toda velocidad y sus cabezas triangulares oscilaban continuamente a un lado y a otro.
Gurgeh volvió la cabeza hacia la casa, apenas visible por entre el lento ondular de las hojas del árbol.
Vio una máquina muy pequeña de un color gris blanquecino inmóvil junto a una ventana. Se quedó como paralizado. Se dijo que quizá no fuera Mawhrin-Skel. Estaba tan lejos que no podía estar seguro. Podía ser Loash y todo-lo-demás. Fuera quien fuese se encontraba a más de cuarenta metros de distancia, y su posición entre las hojas del árbol debía hacer que Gurgeh resultara casi invisible. No había forma de localizarle. Se había dejado la terminal en la casa, algo que hacía cada vez más frecuentemente en los últimos tiempos aunque era un acto de irresponsabilidad bastante peligroso, pues el no llevar encima la terminal le separaba de la red de información del Cubo y de todo el resto de la Cultura.
Contuvo el aliento e intentó no mover ni un músculo.
La máquina ascendió un par de metros, pareció vacilar y empezó a moverse en su dirección. Gurgeh vio como aceleraba y venía en línea recta hacia él.
No era Mawhrin-Skel y tampoco era Loash el charlatán. Ni tan siquiera se parecía a ellas. Esta unidad era un poco más grande y rechoncha, y carecía de aura. La unidad se detuvo justo debajo del árbol.
—¿El señor Gurgeh? —preguntó con voz afable.
Gurgeh bajó de un salto. El rebaño de feiles se asustó y huyó a grandes saltos hacia el bosque en una confusión de siluetas verdes que desaparecieron rápidamente por entre los árboles.
—¿Sí? —replicó Gurgeh.
—Buenas tardes. Me llamo Worthil y soy de Contacto. Encantado de conocerle.
—Hola.
—Qué sitio tan hermoso… ¿Hizo construir la casa?
—Sí —dijo Gurgeh.
Charla sin importancia. Un nanosegundo interrogando a los bancos del Cubo y la unidad habría podido saber la fecha exacta en que fue construido Ikroh y quién la había encargado.
—Es muy bonita. No pude evitar el fijarme en que todos los tejados tienen un ángulo bastante parecido al de las laderas de las montañas circundantes. ¿Fue idea suya?
—Sí, es una de mis teorías estéticas particulares —admitió Gurgeh, un poco más impresionado.
Jamás había comentado aquella particularidad de la casa con nadie. La máquina desprovista de campos giró lentamente sobre sí misma en una aparatosa inspección del lugar.
—Hmmmm… Sí, una casa soberbia y un paisaje de lo más impresionante. Y ahora… ¿Podemos pasar a la razón de mi visita?
Gurgeh se sentó junto al árbol y cruzó las piernas por los tobillos.
—Se lo ruego.
La unidad descendió unos centímetros hasta quedar a la altura de su rostro.
—En primer lugar, permita que le pida disculpas por el comportamiento de nuestro primer representante. Me temo que la unidad que le visitó anteriormente se tomó sus instrucciones demasiado al pie de la letra, aunque debo admitir que andaba muy escasa de tiempo… Bien, he venido aquí para responder a todas sus preguntas. Como probablemente ya sospecha, hemos encontrado algo que quizá le interese. Aun así… —La unidad volvió a girar sobre sí misma y contempló la casa y el jardín—. Si decide que no desea abandonar su hermosa casa le aseguro que no le culparé por ello.
—Entonces, ¿hay que viajar?
—Sí. Durante algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Gurgeh.
La unidad pareció vacilar.
—¿Me permite que empiece explicándole lo que hemos descubierto?
—Adelante.
—Me temo que todo esto debe quedar entre nosotros. Estrictamente confidencial, ¿comprende? —dijo la unidad en tono de disculpa—. El acceso a la información que he venido a revelarle deberá seguir estando restringido durante un tiempo. En cuanto se lo haya explicado comprenderá el porqué. ¿Puede darme su palabra de que no hablará de esto con nadie?
—¿Qué ocurriría si le respondiera con un no?
—Me marcharía y ahí habría acabado todo.
Gurgeh se encogió de hombros y quitó un trocito de corteza del dobladillo de la túnica que llevaba puesta.
—De acuerdo. Será un secreto.
Worthil ascendió unos centímetros y volvió su parte delantera hacia Ikroh durante unos momentos.
—Tardaré un poco en explicárselo. ¿Me permite sugerirle que vayamos a su casa?
—Naturalmente.
Gurgeh se puso en pie.
Gurgeh tomó asiento en un sofá de la habitación principal de Ikroh. Las ventanas estaban opacadas y la holopantalla mural activada. La unidad de Contacto había tomado el control de los sistemas de la habitación. Worthil apagó las luces. La pantalla permaneció sin imagen durante unos momentos, pero no tardó en activarse y mostró la galaxia principal en dos dimensiones vista desde una distancia considerable. La posición de Gurgeh hacía que las dos Nubes quedaran en primer plano y la de mayor tamaño era una media espiral con una cola muy larga que se alejaba de la galaxia. La forma de la Nube más pequeña recordaba vagamente a la de una Y.
—La Nube Mayor y la Nube Menor —dijo la unidad llamada Worthil—. Cada Nube se encuentra a unos cien mil años luz de distancia del lugar donde estamos ahora. Estoy seguro de que las ha admirado en muchas ocasiones desde Ikroh en el pasado. Son fáciles de ver, aunque usted se encuentra en el borde inferior de la parte principal de la galaxia con relación a ellas, y eso le obliga a contemplarlas a través de la masa galáctica. Hemos descubierto lo que creo puede parecerle un juego particularmente interesante…, aquí.
Un puntito verde apareció cerca del centro de la más pequeña de las dos Nubes.
Gurgeh se volvió hacia la unidad.
—Eso queda bastante lejos, ¿no? —preguntó—. Supongo que va a sugerirme que vaya allí.
—Está muy lejos y eso es precisamente lo que queremos sugerirle. El viaje exige casi dos años en las naves más rápidas. Es algo relacionado con la naturaleza de la rejilla, que se vuelve mucho más tenue entre los macizos estelares. En el interior de la galaxia un viaje semejante podría hacerse en menos de un año.
—Pero eso significa que estaría cuatro años fuera… —dijo Gurgeh sin apartar los ojos de la pantalla.
Tenía la boca seca.
—Más probablemente cinco —dijo la unidad como sin darle importancia.
—Eso es… Es mucho tiempo.
—Desde luego, y puede estar seguro de que si rechaza nuestra invitación lo comprenderemos perfectamente… aunque creemos que el juego le parecerá muy interesante. Pero antes debo explicarle algunas cosas sobre el entorno, ya que es precisamente eso lo que hace único al juego.
El puntito verde se expandió hasta convertirse en un círculo. La pantalla pasó a la máxima capacidad holográfica y la habitación quedó inundada de estrellas. El tosco círculo verde de soles se convirtió en una esfera aún más tosca. Gurceh experimentó la fugaz sensación de estar nadando que sentía en algunas ocasiones cuando se encontraba rodeado por la inmensidad del espacio o por alguna imitación holográfica de éste.
—Estas estrellas —dijo Worthil, y las estrellas de color verde (un mínimo de dos mil soles) parpadearon durante una fracción de segundo— se hallan bajo el control de lo que sólo podemos describir mediante la palabra imperio. Bien… —La unidad se volvió hacia Gurgeh. Worthil flotaba en el espacio como si fuese una nave de dimensiones imposibles, con estrellas delante y detrás de él—. El descubrimiento de un sistema de poder espacial tipo imperio es algo bastante raro. Esas formas de autoridad tan arcaicas suelen desvanecerse mucho antes de que las especies relevantes logren salir de su planeta natal y muchísimo antes de que consigan resolver el problema de la hipervelocidad que, naturalmente, es el requisito imprescindible para que un gobierno pueda controlar de forma efectiva cualquier volumen espacial digno de ser tomado en consideración.
»Pero de vez en cuando Contacto levanta un guijarro y encuentra algo especialmente desagradable debajo. Siempre hay una razón, claro está… alguna circunstancia especial gracias a la que esa regla general no ha conseguido imponerse. En el caso del conglomerado que está viendo —aparte de los factores obvios, como el hecho de que llevamos poco tiempo moviéndonos por esas coordenadas y la falta de cualquier otra influencia medianamente poderosa en la Nube Menor—, la circunstancia especial es un juego.
Gurgeh necesitó algún tiempo para comprender todas las implicaciones de lo que acababa de oír.
—¿Un juego? —preguntó mirando fijamente a la unidad.
—Los nativos lo llaman «Azad», y el juego es muy importante…, lo bastante como para que el imperio haya tomado su nombre de él. Está contemplando el imperio de Azad.
Gurgeh volvió a clavar los ojos en la pantalla y la unidad siguió hablando.
—La especie dominante es humanoide pero tiene tres sexos, lo cual no es nada corriente, y ciertos análisis afirman que ése ha sido otro factor que ha contribuido a la supervivencia del imperio como sistema social.
Gurgeh vio aparecer tres siluetas en el centro de su campo visual. Si la escala era correcta su estatura era bastante inferior a la de Gurgeh y los pies de cada una parecían apoyarse sobre la superficie del esferoide compuesto de estrellas. Cada silueta parecía tener alguna peculiaridad que la hacía extrañamente distinta, pero había un par de rasgos comunes presentes en todas: Gurgeh tuvo la impresión de que sus piernas eran muy cortas y sus rostros de nariz achatada y piel muy pálida tenían los rasgos bastante acusados.
—La de la izquierda es un macho —dijo Worthil—, y posee testículos y pene. La del centro está equipada con ovarios y una especie de vagina reversible. La vagina puede volverse del revés para implantar el huevo fertilizado en el tercer sexo… La silueta de la derecha, que posee un útero. La silueta del centro es el sexo dominante.
Gurgeh puso cara de perplejidad.
—¿El qué? —preguntó.
—El sexo dominante —repitió Worthil—. Los imperios son sinónimos de estructuras jerárquicas de poder centralizado —aunque susceptible de sufrir escisiones—, donde la influencia queda restringida a una clase con privilegios económicos que conserva sus ventajas mediante un uso moderado de la opresión y la hábil manipulación de los sistemas que diseminan la información dentro de la sociedad y de los sistemas secundarios de poder, que suelen ser nominalmente independientes. En resumen, todo gira alrededor de la dominación… El sexo intermedio o ápice que ocupa la posición central controla la sociedad y el imperio. Los machos suelen ser usados como soldados y las hembras como posesiones. Naturalmente el funcionamiento real del imperio es bastante más complicado, pero supongo que habrá captado la idea general.
—Bueno… —Gurgeh meneó la cabeza—. No entiendo cómo es posible que algo así funcione, pero si usted dice que funciona… De acuerdo, lo creo. —Se frotó la barba—. Supongo que eso significa que esas personas no pueden cambiar de sexo.
—Ha acertado. Hace varios centenares de años que adquirieron los conocimientos de ingeniería genética necesarios para practicar los cambios de sexo, pero están prohibidos. Son ilegales, no sé si recuerda el significado de esa palabra… —Gurgeh asintió y la unidad siguió hablando—. Evidentemente eso nos parece una perversidad y un desperdicio de recursos, pero la utilización eficiente de los recursos y el aumento del bienestar general de la población es algo que no figura en la lista de objetivos de los imperios. Lo típico es que esos objetivos se consigan pese a los cortocircuitos económicos —corrupción y favoritismo, sobre todo—, inherentes al sistema.
—De acuerdo —dijo Gurgeh—. Después tendré un montón de preguntas que hacerle, pero… ¿Y el juego?
—Desde luego. Voy a mostrarle uno de los tableros.
—… Está bromeando —logró decir Gurgeh pasados unos momentos.
Se inclinó hacia adelante y observó atentamente el holograma que tenía ante los ojos.
Las estrellas y los tres humanoides se habían esfumado y Gurgeh y la unidad llamada Worthil parecían encontrarse al extremo de una habitación inmensa muchas veces más grande que aquella en la que realmente estaban. Ante ellos se extendía un suelo cubierto con un mosaico asombrosamente complicado y, aparentemente, tan caótico como irregular. Algunos puntos del suelo subían de nivel formando colinas y se hundían bruscamente creando valles. Si se las observaba con más atención se podía ver que las colinas no eran sólidas sino que estaban compuestas por niveles superpuestos de aquel pasmoso metadibujo y que éste creaba pirámides de muchas capas unidas entre sí esparcidas por aquel paisaje fantástico, y una inspección aún más atenta revelaba que la abigarrada superficie multicolor de las pirámides estaba cubierta de lo que parecían piezas extrañamente esculpidas. El conjunto debía medir un mínimo de veinte metros de lado.
—¿Eso…, eso es un tablero? —preguntó Gurgeh.
Tragó saliva. Jamás había visto u oído hablar de nada semejante, y nunca había sospechado que pudiera existir un juego tan complicado como debía ser el que tenía delante de los ojos…, suponiendo que aquello fueran las piezas y las zonas utilizadas durante una partida, cosa de la que aún no estaba muy seguro.
—Uno de ellos.
—¿Cuántos hay?
No podía ser real. Tenía que ser una broma. Estaban tomándole el pelo. Ningún cerebro humano podía enfrentarse a un juego de tal escala. Era imposible. Tenía que serlo…
—Tres de ese tamaño, aparte de un número considerable de tableros secundarios en los que también se utilizan cartas especiales. Si me lo permite, le daré algunos datos sobre el origen y desarrollo del juego.
»Empecemos con el nombre. Azad quiere decir "máquina" o, quizá, "sistema" en el sentido más amplio de la palabra, aquel que incluiría a cualquier entidad capaz de funcionar, como por ejemplo un animal o una flor, y que también incluiría a un molino impulsado por el agua o algo como yo mismo. El juego ha ido evolucionando a lo largo de varios millares de años y alcanzó su forma actual hace unos ochocientos años, más o menos por la misma época en que se produjo la institucionalización del culto que sigue siendo la religión oficial del imperio. Desde aquel entonces el juego ha sufrido muy pocas alteraciones. Así pues su forma definitiva se remonta a la época en que Eá, el planeta donde se originó el imperio, alcanzó la hegemonía y a las primeras exploraciones del espacio circundante realizadas con medios relativistas.
La imagen pasó a mostrar un planeta suspendido ante los ojos de Gurgeh. El inmenso globo de color azul y blanco giraba muy, muy despacio contra un telón de fondo de espacio negro.
—Eá —dijo la unidad—. Sigamos… El juego es una parte vital del sistema de poder del imperio. Expresado en los términos más toscos y claros posibles, el que gana se convierte en emperador.
Gurgeh volvió la cabeza lentamente hacia la unidad y ésta le devolvió la mirada.
—No le estoy tomando el pelo —dijo secamente.
Pero Gurgeh no pudo contenerse.
—¿Habla en serio? —le preguntó.
—Totalmente en serio —dijo la unidad—. Convertirse en emperador es un «premio» muy poco corriente y, como ya puede imaginarse, la verdad es mucho más complicada. El juego se utiliza no tanto para decidir quién gobernará sino qué tendencia dentro de la clase dirigente del imperio se impondrá a las demás, qué rama de la teoría económica se va a seguir, qué credos obtendrán el reconocimiento dentro del aparato religioso y qué políticas generales se van a emplear. El juego también se utiliza como examen de admisión y prueba de ascenso en los aparatos administrativos, religiosos, educativos, judiciales y militares del imperio.
»Debe comprender que el Azad es considerado tan complejo, sutil, flexible y exigente que el imperio lo ha elevado a la categoría del modelo más exacto y amplio de la vida que se puede construir. Quien triunfe en el juego triunfará en la vida, pues las cualidades necesarias para salir vencedor en el juego son las mismas que se necesitan en la vida.
—Pero… —Gurgeh contempló a la unidad y creyó sentir la presencia del planeta que tenían delante como si fuera una fuerza casi física, algo hacia lo que se sentía atraído y que tiraba de él—. Pero… ¿Es verdad eso?
El planeta desapareció y se encontraron contemplando una vez más el inmenso tablero del juego. El holograma había cobrado movimiento, aunque no había sonido, y Gurgeh pudo ver como las siluetas se movían de un lado para otro cambiando la posición de las piezas o formaban grupos alrededor del tablero.
—No tiene por qué ser totalmente cierto —dijo la unidad—, pero en este caso el efecto y la causa no están perfectamente polarizados. La teoría oficial da por sentado que el juego y la vida son una sola cosa, y la naturaleza de la idea en que se basa el juego es tan insidiosa que basta con que la sociedad crea en ella para que esa creencia la convierta en realidad. La idea acaba volviéndose real porque la fuerza de todas las voluntades centradas en ella la hace real. De todas formas la idea debe contener una parte bastante considerable de verdad, pues de lo contrario el imperio habría dejado de existir hace mucho tiempo, ya que se trata de un sistema volátil e inestable por naturaleza. El Azad… El juego parece ser la fuerza que mantiene unido al conjunto.
—Espere un momento —dijo Gurgeh volviéndose hacia la unidad—. Ambos sabemos que Contacto se ha ganado la reputación de utilizar métodos bastante sutiles… No estarán esperando que vaya allí y me convierta en emperador o algo parecido, ¿verdad?
La unidad mostró por primera vez un aura, un breve parpadeo de color rojo que se desvaneció enseguida. Cuando volvió a hablar su tono de voz también dejó bien clara la diversión que le habían producido las palabras de Gurgeh.
—Creo que si lo intentara no llegaría muy lejos. No, el imperio está incluido en la definición general de la palabra «estado» y el único objetivo que los estados siempre intentan alcanzar es asegurar su propia existencia y convertirla en perpetua. La idea de alguien del exterior presentándose inopinadamente e intentando apoderarse del imperio les llenaría de horror. Si decide que quiere ir y si consigue aprender lo suficientemente bien el juego durante el curso del viaje… Bueno, creemos que teniendo en cuenta su historial como jugador hasta estos momentos quizá existan algunas posibilidades de que logre reunir las cualificaciones necesarias para entrar como funcionario en el aparato administrativo o conseguir el rango de teniente del ejército. No olvide que esas personas viven sumergidas en el juego desde que nacen y que éste impregna toda la sociedad que las rodea. Poseen drogas antiagáticas para contrarrestar los efectos del envejecimiento, y los mejores jugadores tienen el doble de su edad actual. Y, naturalmente, incluso ellos siguen aprendiendo…
»Lo que nos interesa no es lo que podría conseguir expresado en términos de las condiciones sociales de semibarbarie que el juego ha sido concebido para sostener, sino el si será capaz de dominar la teoría y práctica del juego. Contacto quiere averiguar si un simple curso acelerado en las reglas y la práctica del juego y un conocimiento de los principios generales de los juegos bastarán para permitir que incluso un jugador de su talla pueda tomar parte en el Azad haciendo un papel mínimamente digno. No voy a ocultarle que las opiniones al respecto están muy divididas.
Gurgeh observó a las siluetas silenciosas que se movían por el paisaje artificial del inmenso tablero. Era imposible. ¿Cinco años? Era una locura. ¿Por qué no permitir que Mawhrin-Skel divulgara su vergonzoso comportamiento por toda la Cultura? Cinco años era tiempo más que suficiente para forjarse una nueva existencia. Podía marcharse de Chiark, podía encontrar otra cosa que le interesara aparte de los juegos, podía alterar su aspecto físico…, quizá incluso pudiera cambiar de nombre. Nunca había oído hablar de nadie que lo hubiera hecho, pero debía ser posible.
No cabía duda de que el Azad era un juego realmente fascinante…, suponiendo que existiera, claro. Pero ¿por qué no había oído hablar de él hasta ahora? ¿Cómo se las había arreglado Contacto para mantener en secreto la existencia de algo semejante, y por qué? Gurgeh se frotó la barba sin dejar de observar las silenciosas siluetas alienígenas que se desplazaban por la inmensidad del tablero deteniéndose de vez en cuando para mover una pieza o dando la orden de que otro se encargara de moverla.
Pertenecían a una especie distinta, pero eran humanoides. Habían logrado dominar aquel juego cuya extrañeza rayaba en lo insultante.
—No son superinteligentes, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia la unidad.
—Evidentemente no, o de lo contrario no habrían llegado a su etapa actual de desarrollo tecnológico conservando semejante sistema social, con juego o sin él. El promedio de inteligencia en el sexo intermedio o ápice es un poquito inferior al del humano promedio de la Cultura.
Gurgeh puso cara de perplejidad.
—Eso implica que hay una diferencia entre los sexos.
—Ahora sí la hay —dijo Worthil.
Gurgeh no comprendió muy bien a qué se refería, pero la unidad siguió hablando antes de que pudiera hacer más preguntas.
—De hecho, albergamos la esperanza de que le bastará con estudiar durante los dos años que requiere el viaje hasta el imperio para poder desenvolverse razonablemente bien en el Azad. Naturalmente, eso exigiría un uso continuado y bastante intenso de secreciones glandulares para estimular la memoria y las capacidades de aprendizaje, y debo advertirle que la mera posesión de glándulas capaces de producir drogas bastaría para descalificarle y le impediría ocupar cualquier cargo imperial por muy bien que le fuese en el juego…, aun suponiendo que no perteneciera a otra especie, claro está. Las influencias «antinaturales» no pueden emplearse durante el juego, y el imperio utiliza todos los medios a su alcance para asegurarse de que la prohibición es observada. Todas las salas en que se juega están protegidas mediante sistemas electrónicos que evitan el uso de cualquier conexión con un ordenador, y después de cada partida los jugadores son sometidos a un análisis para detectar la presencia de drogas. Su química corporal, el pertenecer a una especie distinta y el hecho de que para ellos usted es un pagano significan que si decide ir sólo podrá participar en el Azad en calidad de jugador honorario.
—Unidad… Worthil —dijo Gurgeh volviéndose hacia ella—. Creo que no estoy dispuesto a recorrer toda esa distancia y a pasar tanto tiempo lejos de mi hogar…, pero me encantaría saber algo más sobre este juego. Quiero hablar de él y analizarlo junto con otros…
—No es posible —dijo la unidad—. Se me ha autorizado a revelarle lo que le estoy contando, pero todo esto debe seguir siendo un secreto. Me ha dado su palabra, Jernau Gurgeh.
—¿Y si falto a ella?
—Todo el mundo creería que el Azad es una invención suya. Los registros accesibles no contienen ninguna referencia al juego o al imperio de Azad.
—¿A qué viene todo ese secreto? ¿De qué tienen miedo?
—Bueno, Jernau Gurgeh, si he de serle sincero… No sabemos qué hacer. La complejidad y amplitud de este problema superan con mucho a la de los que Contacto resuelve normalmente. Lo habitual es que podamos seguir las instrucciones del manual, ¿me comprende? Nuestras relaciones con todos los tipos de sociedades bárbaras imaginables nos han permitido acumular la experiencia suficiente para saber lo que funciona y lo que no funciona cuando tratamos con un tipo de sociedad determinada. Observamos, utilizamos controles, correlacionamos los datos, hacemos que nuestras Mentes establezcan modelos y solemos tomar todas las precauciones posibles para asegurarnos de que estamos obrando de la forma correcta y más adecuada al caso…, pero algo como el Azad es único. No hay pautas por las que guiarse, no tenemos precedentes en los que podamos confiar. Tenemos que tocar de oído, y eso es una responsabilidad bastante considerable cuando estás tratando con todo un imperio estelar. Ésa es la razón de que Circunstancias Especiales se haya visto involucrada. Nosotros sí estamos acostumbrados a tratar con situaciones problemáticas y llenas de riesgos. Y, francamente, en este caso… Bueno, hemos decidido que debemos ser lo más discretos posible. Si dejamos que todo el mundo conozca la existencia del imperio de Azad puede que el simple peso de la opinión pública acabe presionándonos de tal forma que nos obligue a tomar una decisión…, lo cual quizá no suene demasiado mal, pero podría resultar desastroso.
—¿Para quién? —preguntó Gurgeh en un tono de voz más bien escéptico.
—Para los habitantes del imperio y para la Cultura. Podríamos vernos obligados a emprender una intervención bastante aparatosa contra el imperio. La intervención difícilmente llegaría a convertirse en guerra porque nuestra tecnología le lleva una delantera muy considerable a la suya, pero controlarles exigiría que nos convirtiéramos en una fuerza de ocupación y eso significaría que tanto nuestros recursos como nuestra moral se verían sometidos a un desgaste inmenso. Estamos casi seguros de que semejante aventura acabaría siendo considerada un error por mucho entusiasmo popular que despertara al comienzo. Los habitantes del imperio saldrían perjudicados porque se unirían contra nosotros en vez de unirse para acabar con el régimen corrupto que les controla, y eso haría que el reloj retrocediera un siglo o dos, y la Cultura saldría perjudicada porque imitaría la conducta de aquellos a quienes más despreciamos: los invasores, los ocupantes y los fanáticos de la hegemonía.
—Parece muy seguro de que la opinión popular se mostraría decididamente a favor de la intervención.
—Déjeme que le explique algo, Jernau Gurgeh —dijo la unidad—. El Azad es un juego que va acompañado de apuestas, y es frecuente que las apuestas lleguen a los niveles más altos imaginables. La forma que toman esas apuestas puede ser bastante macabra. Si accede a participar en el juego dudo mucho de que llegue a los niveles en que el desenlace de una partida puede depender de ese tipo de apuestas, pero es perfectamente normal apostar prestigio, honores, posesiones, esclavos, favores, tierra e incluso… la licencia física.
Gurgeh esperó en silencio durante unos momentos, pero acabó cansándose de esperar.
—Muy bien —suspiró—. ¿Qué es eso de la «licencia física»?
—Los jugadores acuerdan toda clase de torturas y mutilaciones a las que el perdedor de la apuesta debe someterse.
—¿Quiere decir que si pierdes… te… te hacen todas esas cosas?
—Exactamente. Por ejemplo, es perfectamente posible apostar la pérdida de un dedo contra una violación rectal de macho por ápice con violencia incluida.
Gurgeh contempló en silencio a la unidad durante varios segundos y acabó asintiendo lentamente con la cabeza.
—Bueno… Debo admitir que eso sí es barbarie.
—Es una incorporación bastante reciente al juego y la clase dirigente la considera como una especie de concesión liberal, pues en teoría permite que una persona pobre pueda mantener sus apuestas al mismo nivel que una persona rica. Antes de la introducción de lo que ellos llaman opción de la licencia física una persona rica siempre podía eliminar del juego a los pobres superando sistemáticamente sus apuestas.
—Oh.
Gurgeh podía comprender la lógica de aquella idea, pero por mucho que le dio vueltas no logró encontrarle ninguna moralidad.
—El imperio de Azad no es la clase de sitio sobre el que resulte fácil pensar con frialdad o emitir juicios mesurados, Jernau Gurgeh. Han hecho cosas que el habitante promedio de la Cultura consideraría… Bueno, cosas de las que ni tan siquiera querría oír hablar. Un programa de selección y manipulación genética ha rebajado el promedio de inteligencia del macho y la hembra; el control de los nacimientos mediante la esterilización selectiva, la hambruna por áreas, la deportación en masa y los sistemas impositivos basados en la raza han producido el equivalente de un genocidio, con el resultado de que casi todos los habitantes del planeta sede del imperio tienen el mismo color y la misma constitución física. Su forma de tratar a los cautivos de otras especies, sus sociedades y sus creaciones es igualmente…
—Oiga, ¿está seguro de que todo esto no es una broma? —Gurgeh se levantó del sofá y entró en el campo del holograma. Bajó la vista hacia aquel tablero fantásticamente complejo que parecía estar debajo de sus pies, pero del que se sabía separado por una distancia tremenda—. ¿Me está diciendo la verdad? Ese imperio… ¿Existe realmente?
—Le aseguro que existe, Jernau Gurgeh. Si quiere obtener una confirmación a cuanto le he dicho puedo hacer los arreglos necesarios para que se le conceda un derecho de acceso especial a los VGS y las Mentes que están involucradas en este asunto. Puede averiguar todo lo que desee sobre el imperio de Azad, desde el primer contacto hasta los informes más recientes en tiempo real. Todo es cierto.
—¿Y cuándo se produjo ese primer contacto? —preguntó Gurgeh volviéndose hacia la unidad—. ¿Cuánto tiempo llevan ocultando la existencia del imperio?
La unidad vaciló.
—No mucho —dijo por fin—. Setenta y tres años.
—Vaya, ya veo que no les gusta apresurarse, ¿eh?
—Sólo cuando no tenemos otra opción —dijo la unidad.
—¿Y qué opina el imperio de nosotros? —preguntó Gurgeh—. Deje que lo adivine… Les han contado unas cuantas cosas sobre la Cultura, pero se han callado otras muchas, ¿no?
—Admirable, Jernau Gurgeh —dijo la unidad, y el tono de su voz indicó que le había faltado muy poco para echarse a reír—. No, no se lo hemos contado todo. Eso es algo de lo que le informará más detalladamente la unidad que enviaremos con usted, si es que decide aceptar nuestra oferta. Hemos engañado al imperio desde el primer momento dándole datos falsos sobre nuestros recursos, distribución, número de habitantes, nivel tecnológico e intenciones finales…, aunque, naturalmente, eso sólo ha sido posible gracias a la relativa escasez de civilizaciones tecnológicamente avanzadas que se da en esa región de la Nube Menor. Por ejemplo, los azadianos no saben que la Cultura tiene su base en la galaxia principal. Creen que venimos de la Nube Mayor y que nuestra población sólo es aproximadamente el doble de la suya. Saben muy poco sobre el nivel de manipulación genética promedio existente en los humanos de la Cultura, no tienen ni idea de la sofisticación alcanzada por nuestras máquinas inteligentes y jamás han oído hablar de una Mente o visto un VGS.
»Han estado intentando averiguar más cosas sobre nosotros desde el primer contacto, naturalmente, pero no han tenido ningún éxito. Probablemente piensan que tenemos un planeta central o algo parecido, ya que ellos siguen siendo una especie considerablemente orientada hacia los planetas. Utilizan técnicas de planoformación para crear ecosferas utilizables o, y eso ocurre con bastante más frecuencia, se limitan a conquistar planetas ya ocupados. Son catastróficamente torpes tanto al nivel ecológico como al moral. La razón por la que quieren saber más cosas sobre nosotros es que les encantaría invadirnos. Quieren conquistar la Cultura. Su problema básico, como ocurre con todas las mentalidades tipo matón-de-escuela, es que están profunda y terriblemente asustados. Son una especie paranoica y, al mismo tiempo, xenófoba. No nos atrevemos a permitir que conozcan hasta dónde llega el poder de la Cultura porque tememos que todo el imperio podría autodestruirse…, ya sabe que ese tipo de cosas han ocurrido en el pasado aunque, naturalmente, sucedieron mucho antes de que se creara Contacto. Nuestras técnicas actuales son bastante más refinadas y eficaces. Aun así, es una solución muy tentadora —dijo la unidad, dando la impresión de que estaba pensando en voz alta y de que no hablaba con Gurgeh.
—Dan la impresión de ser unos… —dijo Gurgeh, y tardó un poco en completar la frase. Había estado a punto de utilizar la palabra «bárbaros», pero no le pareció lo suficientemente fuerte—. Son como animales, ¿no?
—Hmmm —dijo la unidad—. Cuidado, cuidado… ¿Sabe cómo llaman a los habitantes de los planetas que conquistan? Animales, así les llaman. Oh, naturalmente que son unos animales, de la misma forma que usted es un animal y de la misma forma que yo soy una máquina. Pero son animales que han llegado a un nivel de conciencia muy considerable, y poseen una sociedad que, como mínimo, es tan complicada como la nuestra…, más en algunos aspectos. El azar ha hecho que les conociéramos durante un momento de su historia en el que su civilización nos parece muy primitiva. Una era glacial menos en Eá y es muy posible que los primitivos fuéramos nosotros.
Gurgeh asintió con expresión pensativa y observó el silencioso desplazarse de las siluetas sobre el tablero de Azad bajo la luz reproducida de un sol muy lejano.
—Pero… —añadió Worthil con voz jovial—. Las cosas son como son y no tenemos por qué preocuparnos pensando en lo que podría haber ocurrido, ¿verdad? Bien… —dijo, y volvieron a encontrarse en la habitación de Ikroh. La holopantalla se desactivó y las ventanas recuperaron su transparencia habitual. El repentino diluvio de sol hizo que Gurgeh parpadeara deslumbrado—. Estoy seguro de que comprenderá que aún quedan muchas cosas por contarle, pero ahora ya sabe cuál es nuestra proposición expuesta en sus líneas más generales. Aún es pronto para pedirle que me responda con un sí, pero… ¿Vale la pena que siga hablando o ya ha tomado la decisión irrevocable de que no quiere ir?
Gurgeh se frotó la barba y se volvió hacia la ventana para contemplar el bosque que se extendía por encima de Ikroh. Lo que la unidad le había revelado era tan increíble que necesitaba algún tiempo para digerirlo. Si el juego era real… Bueno, entonces el Azad era el juego más maravilloso y más lleno de significado con el que se había encontrado en toda su existencia, y posiblemente tuviera más significado que todos los juegos que conocía juntos. Su cualidad de desafío definitivo le excitaba y, al mismo tiempo, le atemorizaba. Se sentía atraído instintivamente hacia él con una fuerza casi sexual, incluso ahora, incluso sabiendo tan poco sobre el juego…, pero no estaba seguro de poseer la autodisciplina necesaria para estudiar con tal intensidad durante dos años seguidos, y no tenía ni idea de si su cerebro sería capaz de contener un modelo mental de un juego tan asombrosamente complejo. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la evidencia de que los azadianos eran capaces de ello, pero tal y como había dicho la máquina los azadianos vivían sumergidos en el juego desde que nacían. El Azad quizá sólo pudiera ser dominado por alguien cuyos procesos cognoscitivos hubieran sido moldeados por el mismo juego…
¡Pero cinco años! Todo ese tiempo, y no por el mero hecho de estar lejos de su casa sino porque tendría que pasar la mitad o probablemente algo más de la mitad de esos cinco años sin disponer del tiempo necesario para mantenerse al comente de los progresos que se fueran produciendo en los demás juegos, sin tiempo para leer artículos o escribirlos, sin tiempo para nada salvo para aquel juego absurdo que ya empezaba a obsesionarle. Y todo eso supondría un cambio. Al final de aquellos cinco años sería una persona distinta. El cambio era inevitable, tan inevitable como el que acabaría llevando dentro una parte del juego, por pequeña que fuese. Y cuando volviera… ¿Conseguiría ponerse al día? Le habrían olvidado. Habría estado lejos durante tanto tiempo que aquellos habitantes de la Cultura cuya vida giraba alrededor de los juegos no le prestarían ninguna atención. Se habría convertido en una figura histórica. Y cuando volviera… ¿Le permitirían hablar de su experiencia? El manto de silencio impuesto por Contacto ya llevaba siete décadas de existencia, y quizá siguiera en vigor muchas más.
Pero si aceptaba… Podría conseguir que Mawhrin-Skel le dejara en paz. Podía exigir el precio que la unidad le había pedido a cambio de no divulgar la grabación, podía exigir que volvieran a admitirle en CE.
O —y la idea se le ocurrió en ese mismo instante—, podía exigir que le redujeran al silencio para siempre…
Una bandada de pájaros surcó el cielo, manchas blancas recortándose contra los telones verde oscuro del bosque esparcido sobre las faldas de la montaña. Los pájaros se posaron en el jardín y empezaron a ir lentamente de un lado para otro mientras picoteaban el suelo. Gurgeh se volvió nuevamente hacia la unidad y cruzó los brazos delante del pecho.
—¿Cuándo necesita que le dé una respuesta? —preguntó.
Aún no había tomado una decisión. Tenía que ganar algo de tiempo. Necesitaba disponer del máximo de datos posible antes de decidirse en un sentido o en otro.
—Tendría que saberlo en un plazo de tres o cuatro días como máximo. El VGS Bribonzuelo salió hace poco del centro de la galaxia y se dirige hacia aquí. Partirá con destino a las Nubes dentro de los cien días próximos. Si lo pierde el viaje duraría mucho más tiempo. Tal y como están las cosas, su nave tendrá que mantener la velocidad máxima hasta llegar a la cita con el VGS.
—¿Mi nave? —exclamó Gurgeh poniendo cara de sorpresa.
—Necesitará una nave, primero para llegar al Bribonzuelo a tiempo y después volverá a necesitarla al final del trayecto para ir desde el punto de mayor proximidad a la Nube Menor alcanzado por el VGS hasta el imperio propiamente dicho.
Gurgeh observó en silencio durante unos momentos a los pájaros blancos como la nieve que picoteaban el suelo del jardín. Se preguntó si debería sacar a relucir el tema de Mawhrin-Skel ahora o si sería mejor esperar. Una parte de su ser quería abordarlo en aquel mismo instante sólo para dejar de sufrir y por si se llevaba la improbable sorpresa de que Contacto accediera a su petición sin hacerse de rogar, lo cual le permitiría dejar de preocuparse por el chantaje a que le tenía sometido la máquina (y empezar a preocuparse pensando en las absurdas complicaciones de aquel juego de locos). Pero sabía que no debía hacerlo. La paciencia es otro nombre de la sabiduría, como decía el refrán. Tenía que esperar. Si acababa decidiendo ir (aunque, naturalmente, no accedería. No podía hacerlo, incluso el pensar en ello era una locura…), dejaría que creyeran que no deseaba nada a cambio; dejaría que hicieran todos los preparativos necesarios y dictaría sus condiciones en el último momento…, suponiendo que Mawhrin-Skel tuviese la paciencia necesaria para esperar todo ese tiempo antes de cumplir su amenaza.
—De acuerdo —dijo volviéndose hacia la unidad de Contacto—. No digo que vaya a ir, pero… Pensaré en ello. Y ahora, cuénteme más cosas sobre el Azad.
Las historias ambientadas en la Cultura pertenecientes a la variedad “Las Cosas Se Ponen Feas” solían empezar con un humano perdiendo, olvidando o prescindiendo deliberadamente de su terminal. Era un comienzo narrativo convencional, el equivalente a salirse del camino e internarse en la espesura del bosque tan socorrido en una era anterior o el de un coche averiándose de noche en una carretera solitaria de otra. Una terminal —en forma de anillo, botón, brazalete, pluma o lo que fuese— era la conexión que te mantenía unido a todo el resto de la Cultura. Con una terminal nunca estabas a más de una pregunta o un grito de casi cualquier cosa que desearas saber o casi cualquier tipo de ayuda que pudieras llegar a necesitar.
Todo el mundo conocía historias (reales) de personas que se habían caído por un acantilado y cuyo grito había sido transmitido por la terminal con la rapidez suficiente para que una unidad del Cubo se conectara a la cámara de esa terminal, comprendiera lo que estaba ocurriendo y enviara un robot que había interrumpido la caída con sus campos. También había historias sobre terminales que registraron el accidente que separó la cabeza de su propietario o propietaria del cuerpo y avisaron a una unidad médica que llegó justo a tiempo para salvar al cerebro, con lo que la persona tan bruscamente desprovista de cuerpo sólo tenía el problema de encontrar formas de distraerse durante los meses que el nuevo cuerpo tardaría en estar totalmente desarrollado.
Una terminal significaba la seguridad.
Y ésa era la razón de que Gurgeh se la llevara consigo durante sus paseos más largos.
Dos días después de la visita de Worthil, Gurgeh estaba sentado en un pequeño banco de piedra cerca de donde empezaba la arboleda a unos cuantos kilómetros de Ikroh. La ascensión por el sendero le había hecho jadear. Hacía un día muy soleado y la tierra desprendía un olor muy agradable. Gurgeh usó su terminal para tomar unas cuantas fotos del panorama que se divisaba desde el pequeño claro. Junto al banco había una masa metálica cubierta de óxido, un regalo de una antigua amante a la que ya casi había olvidado. Gurgeh acababa de tomarle unas cuantas fotos cuando la terminal emitió un zumbido.
—Aquí la casa, Gurgeh. Dijiste que te avisara cuando hubiese llamadas de Yay para que pudieras decidir si las aceptabas o no. Yay dice que es moderadamente urgente.
No había estado aceptando las llamadas de Yay, y la joven había intentado ponerse en contacto con él varias veces durante los últimos días. Gurgeh se encogió de hombros.
—Adelante —dijo.
Alzó la mano y dejó a la terminal flotando en el aire delante de su cara.
La pantalla se desplegó para revelar el rostro sonriente de Yay.
—Ah, el recluso… ¿Qué tal estás, Gurgeh?
—Bien.
Yay se inclinó hacia adelante acercando la cabeza unos centímetros más a su pantalla.
—¿Qué es esa cosa al lado de la que estás sentado?
Gurgeh contempló el objeto metálico que había junto al banco.
—Es un cañón —dijo.
—Eso es lo que me había parecido.
—Fue un regalo de una amiga —explicó Gurgeh—. Estaba muy interesada en la metalurgia. Las forjas y los moldes, ya sabes… Acabó pasando de los atizadores y los morillos de chimenea a los cañones. Pensó que disparar esferas metálicas de gran tamaño a las aguas del fiordo podía parecerme divertido.
—Comprendo.
—Pero necesitas un tipo de pólvora de ignición muy rápida para hacerlo funcionar, y nunca encontré el momento de encargarla.
—Me alegro. Lo más probable es que ese trasto hubiera estallado en mil pedazos llevándose tus sesos con él.
—Sí, confieso que también pensé en esa posibilidad…
—Hombre precavido, ¿eh? —La sonrisa de Yay se hizo un poco más ancha—. Bueno, ¿a que no lo adivinas?
—¿El qué?
—Me voy de crucero. Convencí a Shuro de que necesita ampliar un poco sus horizontes. Te acuerdas de Shuro, ¿no? Le conociste en la práctica de tiro.
—Oh. Sí, me acuerdo de él. ¿Cuándo os vais?
—Ya me he ido. Acabamos de salir del puerto de Tronze. Viajamos en el clíper Tornillo flojo. Es la última ocasión que tengo de llamarte en tiempo real y he decidido aprovecharla. El retraso significará que en el futuro tendré que conformarme con mandarte cartas.
—Ah. —Gurgeh empezó a desear no haber aceptado la llamada—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Un mes, puede que dos. —Los rasgos de Yay se fruncieron en un mohín que no borró la sonrisa—. Ya veremos… Puede que Shuro se canse de mí antes. Parece que al niño le interesan más los hombres, pero estoy intentando convencerle para que cambie de campo. Siento no haberme despedido antes de partir, pero no estaré mucho tiempo fuera y…
La imagen se desvaneció. La pantalla desapareció dentro de la terminal y ésta cayó al suelo y se quedó inmóvil y silenciosa sobre las agujas de pino que cubrían el suelo del claro. Gurgeh la contempló sin moverse durante unos momentos, se inclinó y la cogió. El proceso de enrollado de la pantalla había hecho que unas cuantas agujas de pino y tallos de hierba quedaran atrapados en la ranura. Gurgeh los sacó. La terminal había dejado de funcionar. La lucecita incrustada en la base estaba apagada.
—¿Y bien, Jernau Gurgeh? —preguntó Mawhrin-Skel.
La unidad apareció en un extremo del claro y flotó hacia él.
Gurgeh aferró la terminal con las dos manos. Se puso en pie y siguió con los ojos a la unidad mientras avanzaba hendiendo el aire. Los rayos de sol arrancaban destellos a sus placas. Gurgeh se obligó a relajarse, guardó la terminal en un bolsillo de su chaqueta, se sentó sobre el banco y cruzó las piernas.
—¿Y bien qué, Mawhrin-Skel?
—Quiero saber si has tomado una decisión. —La máquina se detuvo delante de su rostro. Sus campos brillaban con un leve resplandor azulado—. ¿Hablarás en favor mío?
—Supon que lo hago y que todo sigue igual.
—Tendrás que esforzarte un poco más. Si eres lo bastante persuasivo acabarán accediendo.
—Pero… ¿Y si estás equivocado y no se dejan convencer?
—Entonces tendré que pensar en si hago pública esa pequeña charada tuya o no. Sería divertido, desde luego… Pero quizá decida guardármela por si puedes serme útil de alguna otra forma. Nunca se sabe, ¿verdad?
—No, desde luego.
—Me he enterado de que el otro día tuviste una visita.
—Pensé que quizá te hubieras dado cuenta.
—Parecía una máquina de Contacto.
—Y lo era.
—Me encantaría fingir que sé lo que te dijo, pero tuve que dejar de escuchar cuando entraste en la casa. Creí oírte decir algo sobre un viaje…
—Una especie de crucero.
—¿Y eso es todo?
—No.
—Hmmm. Voy a decirte lo que creo. Creo que querían que trabajaras para Contacto, que te convirtieras en Arbitrador o que entraras a formar parte de su departamento de planificación…, algo así. ¿Me equivoco?
Gurgeh meneó la cabeza. La unidad osciló levemente de un lado a otro, un gesto cuyo significado Gurgeh no estaba muy seguro de entender.
—Ya veo. Y… ¿Aún no les has hablado de mí?
—No.
—Creo que deberías hacerlo. ¿No te parece?
—Aún no sé si accederé a hacer lo que me han pedido. Todavía no he tomado una decisión.
—¿Por qué no? ¿Qué quieren que hagas? ¿Puede compararse a la vergüenza que…?
—Haré lo que quiera hacer —dijo Gurgeh y se puso en pie—. Después de todo quizá sea el mejor curso de acción. Supongamos que consigo persuadir a Contacto de que vuelvan a aceptarte… Tú y tu amiga de la Cañonera diplomática seguiríais teniendo esa grabación. ¿Qué te impediría repetir el truquito del chantaje?
—Ah, así que te has familiarizado con el concepto… Me preguntaba qué estabais tramando tú y el Cubo de Chiark. Bueno, Gurgeh, hazte esta pregunta: ¿qué otra cosa puedo querer de ti? Esto es lo único que quiero. Quiero que se me permita ser aquello para lo que fui creado. Cuando se me devuelva a mi estado original tendré todo lo que puedo desear. No existe ninguna otra cosa que me afecte sobre la que puedas tener el más mínimo control. Quiero luchar, Gurgeh. Me diseñaron para eso, ¿comprendes? Me concibieron para usar la habilidad, la astucia y la fuerza con el fin de ganar batallas en nombre de nuestra vieja y querida Cultura. En cuanto a ejercer control sobre los demás o tomar decisiones estratégicas… Ese tipo de poder no me interesa. El único destino que quiero controlar es el mío.
—Hermosas palabras —dijo Gurgeh.
Sacó la terminal de su bolsillo y la hizo girar entre los dedos. Mawhrin-Skel se la arrancó desde un par de metros de distancia, la dejó suspendida debajo de su estructura y la fue doblando lentamente por la mitad. Después volvió a doblarla hasta una cuarta parte de su tamaño original. La terminal en forma de pluma se rompió. Mawhrin-Skel estrujó los restos hasta convertirlos en una bolita de la que asomaban pequeñas aristas metálicas.
—Me estoy impacientando, Jernau Gurgeh. Cuanto más deprisa piensas más despacio transcurre el tiempo, y te aseguro que pienso muy deprisa. Digamos… Cuatro días más, ¿te parece bien? Dispones de ciento veintiocho horas antes de que Cañonera reciba un mensaje mío diciéndole que te haga todavía más famoso de lo que ya eres.
Mawhrin-Skel le arrojó la terminal destrozada a la cara y Gurgeh la cogió al vuelo.
La pequeña unidad se alejó flotando hacia el extremo del claro.
—Estaré esperando tu llamada —dijo—. Aunque necesitarás otra terminal, claro… Y ten cuidado durante el trayecto de vuelta a Ikroh. Andar por estos lugares sin ningún medio de pedir ayuda puede resultar peligroso.
—¿Cinco años? —dijo Chamlis con voz pensativa—. Bueno, estoy de acuerdo en que parece un juego muy interesante, pero… Es mucho tiempo. ¿No te hará perder el contacto con lo que ocurra durante ese período? Gurgeh, ¿estás seguro de que lo has pensado bien? No permitas que te presionen para hacer algo de lo que luego podrías arrepentirte.
Estaban en el último sótano de Ikroh. Gurgeh había llevado a Chamlis hasta aquellas profundidades para hablarle del Azad, y antes de contarle nada le había hecho prometer que guardaría el secreto. Dejaron al robot antivigilancia que el Cubo había apostado en la casa montando guardia junto a la entrada del sótano, y Chamlis hizo cuanto estaba a su alcance para asegurarse de que no había nada ni nadie escuchándoles, y también produjo una imitación bastante buena de un campo de silencio a su alrededor. Su conversación se desarrolló con el telón de fondo sonoro de las cañerías y conductos de mantenimiento que gruñían y siseaban en la oscuridad. Las oscuras paredes de roca estaban cubiertas de gotitas de agua que las hacían relucir.
Gurgeh meneó la cabeza. No había ningún sitio donde sentarse, y el techo era tan bajo que no le permitía ponerse recto. Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada.
—Creo que voy a aceptar —dijo sin mirar a Chamlis—. Si lo encuentro demasiado difícil o si cambio de parecer siempre me queda el recurso de volver.
—¿Demasiado difícil? —repitió Chamlis. La vieja unidad parecía sorprendida—. Me extraña oírte decir eso. Estoy de acuerdo en que parece un juego muy complicado, pero…
—Bueno, lo importante es que siempre puedo volver —dijo Gurgeh.
Chamlis guardó silencio durante unos momentos.
—Sí. Sí, claro. Siempre puedes volver.
Gurgeh seguía sin estar demasiado seguro de haber tomado la decisión correcta. Había intentado pensar cuidadosamente en todo aquel embrollo aplicándole el mismo tipo de análisis frío y lógico que estaba acostumbrado a emplear en los momentos más difíciles de una partida, pero parecía incapaz de hacerlo. Era como si aquella habilidad suya sólo sirviera para los problemas lejanos y abstractos, y Gurgeh había acabado llegando a la conclusión de que no podía aplicarla a algo que estaba tan complejamente entremezclado con su propio estado emocional.
Quería alejarse de Mawhrin-Skel, pero —y no le quedaba más remedio que admitirlo— también se sentía muy atraído por el Azad, y no sólo por el juego. El juego seguía pareciéndole ligeramente irreal y excesivamente complicado para tomárselo en serio. No, lo que le interesaba era el imperio.
Y, naturalmente, también quería quedarse. Hasta aquella noche en Tronze su vida había sido muy agradable. Nunca se había sentido totalmente satisfecho, pero… Bueno, ¿había alguien que estuviera totalmente satisfecho de su existencia? Cuando pensaba en ella su vida le parecía casi idílica. Había perdido algunas partidas, había tenido la sensación ocasional de que otro jugador recibía una cantidad inmerecida de elogios, había deseado a Yay Meristinoux y le había molestado que Yay prefiriera la compañía de otros a la suya… Pero comparado con la amenaza que Mawhrin-Skel mantenía suspendida sobre su cabeza y con el exilio de cinco años al que se enfrentaba todo aquello parecía pequeñas molestias sin importancia.
—No —dijo. Meneó la cabeza sin apartar los ojos del suelo—. Creo que iré.
—Muy bien… Pero te repito que este comportamiento no me parece propio de ti, Gurgeh. Siempre has sido tan…, tan mesurado. Siempre has controlado la situación.
—Oyéndote cualquiera pensaría que soy una máquina —dijo Gurgeh con voz cansada.
—No, pero eres…, eras más predecible. Eras más fácil de comprender.
Gurgeh se encogió de hombros y contempló la superficie irregular del suelo de piedra.
—Chamlis —dijo—, soy un simple ser humano.
—Mi querido amigo, eso nunca ha sido una excusa válida.
Tomó asiento en el vehículo subterráneo. Había ido a la universidad para visitar a la profesora Boruelal y había llevado consigo una carta lacrada escrita a mano para entregársela diciéndole que sólo debía abrirla si moría. La carta explicaba todo lo ocurrido, pedía disculpas a Olz Hap e intentaba dejar claro lo que sentía en aquellos momentos y lo que le había impulsado a cometer un acto tan terrible y estúpido…, pero al final se había marchado sin entregarle la carta. La idea de que Boruelal podía abrirla aunque sólo fuera por accidente y leerla mientras Gurgeh seguía con vida le resultaba tan aterradora que le hizo volverse atrás.
El vehículo subterráneo estaba cruzando la base de la Placa llevándole a toda velocidad hacia Ikroh. Gurgeh usó su nueva terminal para llamar a Worthil. La unidad había abandonado el Orbital después de su última visita para explorar uno de los gigantes de gas del sistema estelar, pero en cuanto recibió la llamada de Gurgeh hizo que el Cubo de Chiark la trasladara a la base subterránea. Worthil apareció de repente por la escotilla del vehículo.
—Jernau Gurgeh… —dijo. La condensación empezó a formar escarcha sobre sus placas y su presencia se abrió paso por el cálido interior del vehículo como si fuese una ráfaga de aire frío—. ¿Ha tomado una decisión?
—Sí —dijo Gurgeh—. Iré.
—¡Magnífico! —exclamó la unidad. Colocó un pequeño recipiente que tendría la mitad de su tamaño sobre uno de los asientos acolchados del vehículo—. Flora del gigante gaseoso —explicó.
—Espero que mi llamada no le obligara a interrumpir su expedición antes de lo que había planeado.
—No, no, nada de eso. Permita que le felicite. Creo que ha tomado una decisión muy sabia y…, sí, incluso valerosa. Confieso que llegó a pasarme por la mente la idea de que Contacto le había ofrecido esta oportunidad con el único fin de conseguir que se sintiera más satisfecho de su vida actual. Si las grandes Mentes esperaban verle rechazar su oferta, me alegra ver que ha decidido sorprenderlas. Bien hecho.
—Gracias.
Gurgeh intentó sonreír.
—Su nave estará preparada lo más pronto posible. Debería ponerse en camino hoy mismo.
—¿Qué clase de nave es?
—Una vieja Unidad General de Ofensiva de la clase «Asesino» que sobrevivió a la guerra idirana. Ha estado en almacenamiento profundo a unas seis décadas-luz de aquí durante los últimos setecientos años. Se llama Factor limitativo. Sigue estando en condiciones de combatir, pero le quitarán el armamento e instalarán un conjunto de tableros y un módulo especial. Tengo entendido que su Mente no es nada del otro mundo. Esas naves de guerra no pueden permitirse el lujo de un ingenio brillante o el tener dotes artísticas, pero creo que es un artefacto bastante simpático y con el que es fácil llevarse bien. Le ayudará a estudiar el juego y será su oponente durante el viaje. Si lo desea puede llevarse a alguien con usted, aunque de todas formas enviaremos una unidad para que le acompañe. Hay un humano destacado en Groasnachek, la capital de Eá, y él será su guía así como su… ¿Estaba pensando en llevar consigo un acompañante?
—No —dijo Gurgeh.
De hecho había pensado en pedirle a Chamlis que le acompañara, pero sabía que en el curso de su larga vida la vieja unidad ya había tenido emociones —y aburrimiento— más que suficientes. No quería colocarla en una posición donde se viera obligada a responder con un no, y suponiendo que Chamlis deseara ir con él estaba seguro de que llevaban el tiempo suficiente siendo amigos y habían alcanzado un grado de intimidad y confianza suficientes para que le bastara con pedírselo.
—Probablemente es lo mejor. Bien, ¿y las posesiones personales? Si desea llevarse consigo algo más grande que un módulo pequeño o un ser vivo de tamaño superior al de un humano corriente quizá haya ciertos problemas que…
Gurgeh meneó la cabeza.
—Oh, no, no quiero llevarme nada tan grande, se lo aseguro. Unas cuantas cajas de ropa…, quizá uno o dos adornos…, nada más. ¿En qué clase de unidad habían pensado para que me acompañe?
—Habíamos pensado en una combinación de diplomático-traductor acostumbrado a toda clase de situaciones; probablemente será una veterana con experiencia que ya haya tenido alguna relación con el imperio. Deberá poseer un conocimiento bastante amplio de todas las costumbres y manierismos sociales del imperio, de sus formas de etiqueta y tratamiento…, ese tipo de cosas. No puede imaginarse lo fácil que resulta cometer errores en una sociedad semejante… La unidad se encargará de resolver todos los problemas de etiqueta a que pueda enfrentarse. También poserá una biblioteca, naturalmente, y tal vez un grado limitado de capacidad ofensiva.
—No quiero una máquina de combate, Worthil —dijo Gurgeh.
—Es por su propia seguridad y le aconsejo que la acepte. Estará bajo la protección de las autoridades imperiales, naturalmente, pero no son infalibles. El ataque físico es poco frecuente, pero se ha dado en el curso de algunas partidas y existen ciertos grupos que quizá deseen hacerle daño, y aparte de eso debe saber que la Factor limitativo no podrá quedarse cerca de usted para protegerle en cuanto le haya llevado a Eá. Los estamentos militares del imperio han dejado bien claro que no quieren tener ninguna nave de guerra flotando en los cielos de su planeta central. Permitirán que la Factor limitativo se acerque a Eá porque les hemos asegurado que no lleva ningún tipo de armamento. En cuanto la nave se haya marchado la unidad será la única protección totalmente fiable con que contará.
—Pero no me hará invulnerable, ¿verdad?
—No.
—Entonces correré el riesgo de confiar en la protección del imperio. Quiero una unidad tranquila y apacible. Nada de armas y nada…, nada de tiro al blanco y objetivos prioritarios.
—Le aconsejo fervorosamente que…
—Unidad —dijo Gurgeh—, si quiero hacer un buen papel en el Azad necesito sentir que mi situación es lo más aproximada posible a la de los nativos, con su vulnerabilidad y preocupaciones incluidas. No quiero que su artefacto me cubra las espaldas. Ir allí sabiendo que no necesito tomarme el juego tan en serio como los demás no serviría de nada.
La unidad guardó silencio durante unos momentos.
—Bueno, si está seguro de que eso es lo que desea… —dijo por fin.
No parecía muy convencida.
—Sí, estoy seguro.
—Muy bien. Si insiste… —La unidad emitió algo parecido a un suspiro—. Creo que eso es todo. La nave debería estar aquí dentro de…
—Hay una condición —dijo Gurgeh.
—¿Una… una condición? —exclamó la unidad.
Sus campos se volvieron visibles durante un segundo. La mezcla de azul, marrón y gris casi deslumbró a Gurgeh.
—Cierta unidad llamada Mawhrin-Skel… Está aquí, ¿no? —dijo Gurgeh.
—Sí —dijo Worthil—. Se me ha informado de que esa máquina vive aquí en la actualidad. ¿Qué pasa con ella?
—Fue exiliada de Circunstancias Especiales. La echaron. Desde que llegó aquí nos hemos… Nos hemos hecho amigos. Le prometí que si alguna vez llegaba a tener cualquier clase de influencia sobre Contacto haría cuanto pudiese para ayudarla. Me temo que sólo jugaré al Azad si la unidad vuelve a ser admitida en CE.
Worthil tardó unos segundos en responder.
—No tendría que haberle hecho esa promesa, señor Gurgeh.
—Admito que la hice pensando que jamás llegaría a poder cumplirla, pero ahora estoy en situación de hacerlo y eso me obliga a imponer como condición el que readmitan a Mawhrin-Skel.
—Pero no querrá que esa máquina vaya con usted, ¿verdad?
Worthil parecía perplejo.
—¡No! —exclamó Gurgeh—. Prometí que intentaría conseguir que volvieran a admitirla en el servicio activo, nada más.
—Ya… Bien, debo confesarle que no poseo la autoridad necesaria para hacer la clase de trato que me está pidiendo, Jernau Gurgeh. Esa máquina fue reducida a la condición de civil porque se la consideró peligrosa y porque no quiso someterse a la terapia de reconstrucción. Su caso no es algo sobre lo que pueda tomar decisiones. Es un asunto que concierne al departamento de admisión.
—Me da igual. Tengo que insistir.
Worthil volvió a emitir aquella especie de suspiro, alzó el recipiente esférico que había colocado sobre el asiento y pareció estudiar su lisa superficie.
—Haré todo cuanto esté a mi alcance —dijo con un tono de irritación casi imperceptible—, pero me temo que no puedo prometerle nada. Los departamentos de admisión y apelación no soportan que se ejerza ninguna presión sobre ellos, sea del tipo que sea, y pueden llegar a ponerse terriblemente moralistas.
—Necesito cumplir con la obligación que he adquirido hacia Mawhrin-Skel —dijo Gurgeh en voz baja—. No puedo marcharme de aquí sin estar en condiciones de jurar que he hecho cuanto estaba en mis manos para ayudarle.
La unidad de Contacto no pareció haber oído sus palabras.
—Hmmm —dijo por fin—. Bien, veremos qué se puede hacer al respecto.
El vehículo subterráneo siguió cruzando velozmente la base del mundo sin hacer ningún ruido.
—Por Gurgeh… ¡Un gran jugador y un gran hombre!
Hafflis estaba de pie sobre el parapeto a un extremo de la terraza con una botella en una mano y un cuenco lleno de una droga que desprendía vapores en la otra. El kilómetro de precipicio bostezaba detrás de él. La mesa de piedra estaba llena de personas que habían venido a despedirse de Gurgeh. El anuncio oficial explicaba que Gurgeh subiría al VGS Bribonzuelo mañana por la mañana para viajar hasta las Nubes, donde participaría en los Juegos Pardetilisianos representando a la Cultura. Los Juegos eran una gran celebración lúdica convocada por la Meritocracia Pardetilisi que tenía lugar en la Nube Menor cada veintidós años, año más o menos.
Gurgeh había sido invitado a aquel torneo igual que había sido invitado a los Juegos anteriores y a varios millares de competiciones y convocatorias de todos los tamaños y modalidades que se celebraban dentro de la Cultura y fuera de ella. Había rechazado aquella invitación tal y como hacía siempre, pero la historia que se había hecho circular era que había cambiado de parecer y que iría a los Juegos para representar a la Cultura. Los Juegos se inaugurarían dentro de tres años y medio, lo cual hacía que la necesidad de marcharse tan bruscamente resultara un poco difícil de explicar, pero Contacto había aplicado sus considerables dotes creativas a las tablas temporales, y eso más unas cuantas mentiras puras y simples había bastado para que el curioso que se tomara la molestia de hacer preguntas al respecto sacara la impresión de que el Bribonzuelo era la única nave que podía llevar a Gurgeh hasta las Nubes con el tiempo suficiente para que se sometiera al largo y complejo proceso de matriculación y pruebas preliminares.
—¡Brindo por Gurgeh!
Hafflis echó la cabeza hacia atrás y se llevó la botella a los labios. Todos los invitados se unieron al brindis bebiendo de una docena de tipos distintos de cuenco, copa, vaso y jarra. Hafflis fue oscilando sobre sus talones aumentando lentamente el ángulo de inclinación hacia atrás a medida que apuraba la botella. Algunos invitados gritaron advertencias o le arrojaron trocitos de comida. Hafflis tuvo el tiempo justo de apartar la botella de su boca y chasquear sus labios manchados de vino antes de perder el equilibrio y desaparecer detrás del parapeto.
—Oops —dijo su voz desde un poco más abajo.
Dos de sus hijos más jóvenes abandonaron la partida del juego de las tres tazas con que estaban entreteniendo a un enumerador estigliano considerablemente perplejo, fueron corriendo al parapeto y rescataron a su ebrio progenitor del campo de seguridad. Hafflis dio unos cuantos pasos tambaleantes por la terraza y se derrumbó en su asiento riendo a pleno pulmón.
Gurgeh estaba sentado entre la profesora Boruelal y uno de sus viejos amores, Vossle Chu, la mujer cuyas antiguas aficiones habían incluido la metalurgia. Vossle vivía en Rombree, en el extremo opuesto de Chiark desde Gevant, y había venido hasta allí sólo para despedir a Gurgeh. En la multitud que se apretujaba alrededor de la mesa había por lo menos diez ex-amantes suyas. Gurgeh se preguntó qué significado podía tener el que en los últimos años seis de las diez hubieran decidido convertirse en hombres y no hubieran vuelto a cambiar de sexo, pero el alcohol hizo que el enigma pronto dejara de interesarle.
Gurgeh y el resto de los invitados estaban emborrachándose concienzudamente, tal y como era tradicional en tales ocasiones. Hafflis había prometido que Gurgeh no sufriría el destino infligido a un joven amigo de ambos hacía unos cuantos años. El joven había sido aceptado en Contacto y Hafflis dio una fiesta para celebrar su admisión. Al final de la fiesta le desnudaron por la fuerza y le arrojaron al precipicio…, pero el campo de seguridad había sido desconectado previamente y el nuevo recluta de Contacto cayó novecientos metros —seiscientos de ellos con el estómago vacío—, antes de que los tres robots domésticos que Hafflis había ocultado en el bosque emergieran silenciosamente de entre los árboles para cogerle al vuelo y devolverle a la terraza.
La Unidad General de Ofensiva (Desmilitarizada) Factor limitativo había llegado a Ikroh aquella misma tarde y Gurgeh había bajado a la galería de tránsito para echarle un vistazo. La nave medía unos trescientos metros de longitud y su aspecto era tan esbelto como sencillo. Tenía el morro puntiagudo, tres protuberancias en forma de lágrimas vagamente parecidas a enormes carlingas que terminaban en el morro y cinco protuberancias bastante más gruesas que circundaban su parte central; la popa era una superficie plana. La nave le saludó, le dijo que había venido hasta allí para llevarle a bordo del VGS Bribonzuelo y le preguntó si tenía alguna exigencia especial en cuanto a la dieta.
Boruelal le dio una palmada en la espalda.
—Vamos a echarte de menos, Gurgeh.
—Lo mismo digo —replicó Gurgeh inclinándose hacia adelante a causa del impacto.
Estaba empezando a sentirse bastante emocionado. Se preguntó cuándo llegaría el momento de arrojar los farolillos de papel por encima del parapeto para que bajaran flotando hasta caer en el bosque. Las luces que había detrás de la cascada estaban apagadas y todo el precipicio se hallaba sumido en la oscuridad. Un dirigible cuya tripulación parecía estar formada casi exclusivamente por fanáticos de los juegos había echado el ancla en la llanura deteniéndose a la altura de Tronze y había prometido una exhibición de fuegos artificiales para más avanzada la noche. Todas aquellas muestras de respeto y afecto habían logrado conmover considerablemente a Gurgeh.
—Gurgeh… —dijo Chamlis. Gurgeh se volvió hacia la vieja máquina sin soltar la copa. Chamlis depositó un paquetito en su mano—. Es un regalo —dijo. Gurgeh contempló el paquetito de papel atado con una cinta—. No es más que una vieja tradición —le explicó Chamlis—. Ábrelo cuando estés a bordo.
—Gracias —dijo Gurgeh asintiendo lentamente con la cabeza. Guardó el regalo en un bolsillo de su chaqueta y después hizo algo que no tenía costumbre de hacer con las unidades. Se inclinó hacia la vieja máquina y rodeó los campos de su aura con los brazos—. Muchas, muchísimas gracias…
La noche se fue haciendo cada vez más oscura. Un breve chaparrón casi apagó las ascuas que había en el canal que corría por el centro de la mesa, pero Hafflis ordenó a unos cuantos robots de aprovisionamiento que trajeran más cajas de licores y todos se lo pasaron en grande rociando las ascuas con el contenido de las botellas para mantenerlas encendidas. Los charquitos de llamas azuladas acabaron con la mitad de los farolillos de papel, consumieron los pétalos de las flores, hicieron un considerable número de agujeros en las ropas de los invitados y chamuscaron el pelaje del enumerador estigliano. Los rayos brillaron sobre las montañas que dominaban el lago y la cascada se encendió con el fabuloso resplandor de las luces que había detrás de ella. Los fuegos artificiales del dirigible hicieron que todos aplaudieran y fueron respondidos con más fuegos artificiales y nubes-láser desde Tronze. Gurgeh fue desnudado y arrojado al lago, pero los hijos de Hafflis le sacaron de él sano y salvo antes de que hubiera tragado demasiada agua.
Despertó muy poco después del amanecer en la cama de Boruelal. Gurgeh se vistió y salió sigilosamente del recinto universitario.
Recorrió la habitación con la mirada. Los primeros rayos de sol empezaban a caer sobre el paisaje que rodeaba a Ikroh y se abrían paso por el vestíbulo entrando a chorros por las ventanas que daban al fiordo, cruzando la habitación y saliendo por las ventanas orientadas hacia las faldas de las montañas. Los trinos de los pájaros hacían vibrar el fresco aire del amanecer.
No había nada más que llevarse, ni una sola cosa más que recoger. La noche anterior había ordenado a los robots de la casa que transportaran el baúl lleno de ropa a la Factor limitativo, pero ahora se preguntaba por qué se había tomado esa molestia. El trayecto en la nave de guerra sería bastante corto y no tendría que cambiarse muchas veces de ropa, y cuando llegara al VGS podía encargar todo lo que deseara. Decidió llevarse consigo unos cuantos adornos personales e hizo que la casa transmitiera copias de todas sus imágenes fijas y en movimiento a la memoria de la Factor limitativo. Lo último que hizo fue quemar la carta que había escrito para confiarla a la custodia de Boruelal y remover las cenizas en la chimenea hasta convertirlas en polvo finísimo. No quedaba nada más que hacer.
—¿Listo? —preguntó Worthil.
—Sí —dijo Gurgeh. Tenía la cabeza despejada y ya no le dolía, pero se sentía un poco cansado y estaba seguro de que aquella noche no le costaría nada conciliar el sueño—. ¿Aún no ha llegado?
—Ya está en camino.
Estaban esperando a Mawhrin-Skel. La unidad había recibido la notificación oficial de que su caso iba a ser revisado como favor especial a Gurgeh, y se le comunicó que había muchas posibilidades de que acabara consiguiendo un puesto en Circunstancias Especiales. Mawhrin-Skel había enviado un acuse de recibo, pero no se había presentado. Iría a verles cuando Gurgeh estuviera a punto de partir.
Gurgeh se sentó para esperar su llegada.
La unidad bajó por la chimenea unos minutos antes de la hora fijada para la salida y quedó flotando sobre los morillos.
—Mawhrin-Skel… —dijo Worthil—. Justo a tiempo.
—Creo que voy a ser reincorporado al servicio activo —dijo la más pequeña de las dos unidades.
—Así es —dijo Worthil con voz jovial.
—Estupendo. Estoy seguro de que mi amiga, la UOR Cañonera diplomática, seguirá mi carrera futura con gran interés.
—Naturalmente —dijo Worthil—. Ya me imaginaba que lo haría.
Los campos de Mawhrin-Skel emitieron un destello rojo y anaranjado. La unidad fue hacia Gurgeh. Sus placas grises brillaban y los rayos del sol que invadían la habitación hacían que sus campos resultaran casi invisibles.
—Gracias —dijo Mawhrin-Skel—. Te deseo un buen viaje y mucha suerte.
Gurgeh se reclinó en el sofá y alzó los ojos hacia la diminuta unidad. Pensó en varias réplicas posibles, pero no utilizó ninguna de ellas. Lo que hizo fue ponerse en pie, tirar de los faldones de su chaqueta y volverse hacia Worthil.
—Creo que estoy listo —dijo.
Mawhrin-Skel les observó salir de la habitación, pero no intentó seguirles.
Gurgeh subió a bordo de la Factor limitativo.
Worthil le mostró los tres tableros primarios del Azad que ocupaban tres de las protuberancias del efector dispuestas alrededor de la parte central de la nave, y le acompañó al hangar del módulo instalado en la cuarta protuberancia y a la piscina que el astillero había instalado en la quinta porque la premura con que se les avisó hizo que no se les ocurriera nada mejor y no les gustaba la idea de dejarla vacía. Los tres efectores del morro seguían allí, pero estaban desconectados y desaparecerían cuando la Factor limitativo atracara en el muelle del Bribonzuelo. Worthil le enseñó sus aposentos, y Gurgeh los encontró más que aceptables.
La hora de la partida llegó con una sorprendente rapidez y Gurgeh se despidió de la unidad de Contacto. Tomó asiento en la sección de espera y observó como la pequeña unidad se alejaba flotando por el corredor que llevaba hasta la compuerta de la nave. Después se volvió hacia la pantalla y le ordenó que mostrara una imagen del exterior. El pasillo provisional que unía la nave a la galería de tránsito de Ikroh empezó a retroceder y el largo tubo que formaba parte de las entrañas de la nave fue retrayéndose hasta quedar encajado en el casco.
Un instante después la imagen de la base de la Placa empezó a encogerse sin ningún sonido o aviso previo. La nave siguió alejándose y la Placa se confundió con las otras tres Placas que formaban aquel lado del Orbital, pasó a ser un segmento más de una línea bastante gruesa que fue empequeñeciéndose rápidamente hasta convertirse en un puntito, y la estrella del sistema de Chiark apareció con toda su brillantez detrás del puntito. La luz de la estrella se fue debilitando muy deprisa y Gurgeh comprendió que su viaje al Imperio de Azad acababa de empezar.