La bala de fusil pasó tan cerca de la cabeza de Laurence que le despeinó; a su espalda sonó el estruendo de la descarga de réplica y Temerario hirió al dragón francés al pasar, acuchillando la piel de intenso color azul con cortes profundos, a la vez que regateaba con gracia para evitar las garras del adversario.
—A juzgar por el colorido, parece un Fleur-de-Nuit, señor —gritó Granby con el viento alborotándole el cabello, mientras el dragón azul se zafaba con un bramido y giraba para situarse en posición antes de intentar otro ataque contra la formación.
La dotación del dragón francés se deslizó desde el lomo hacia abajo para restañar la sangre, aunque las heridas no le habían dejado incapaz de volar.
Laurence asintió.
—Bien. ¡Señor Martin! —llamó ahora en voz más alta—, prepare la bengala, les vamos a dar algo que ver en la próxima pasada.
La raza francesa era de complexión pesada y fuerte, además de peligrosa, pero se trataba de animales nocturnos por naturaleza y sus ojos eran muy sensibles a los ramalazos repentinos de luz brillante.
—Señor Turner, dé la señal de bengala, por favor.
Llegó la rápida confirmación del alférez de señales de Messoria. El mismo Tanator Amarillo estaba enfrascado en el intento de rechazar el enérgico ataque de un peso medio francés contra el frente de la formación. Laurence se inclinó y palmeó el cuello de Temerario para llamar su atención.
—Vamos a darle al Fleur-de-Nuit una buena dosis de luz de bengala —gritó—. Manten la posición y espera la señal.
—Sí, estoy preparado —contestó Temerario, con una profunda nota de excitación vibrando en su voz; de hecho, casi temblaba.
—Procura ser cuidadoso —no pudo evitar añadir Laurence, ya que, a tenor de las numerosas cicatrices, el dragón francés era uno de los más veteranos y no quería que Temerario resultara herido por un exceso de confianza.
El Fleur-de-Nuit enfiló hacia su posición e intentó situarse entre Temerario y Nitidus con un claro objetivo: dividir la formación y herir a un dragón u otro en el proceso. Eso dejaría expuesta a Lily a un ataque desde la retaguardia en una pasada posterior. Sutton estaba ya señalando una nueva maniobra, que los obligaría a virar y le abriría a Lily un nuevo ángulo de ataque contra el Fleur-de-Nuit, sin duda el mayor de los asaltantes franceses, pero antes de que se pudiera llevar a cabo, primero habría que rechazar esta acometida.
—¡Todos preparados, tened lista la bengala! —dijo Laurence, que se servía de la bocina para amplificar su voz y hacer llegar sus órdenes mientras la enorme criatura azul y negra se abalanzaba sobre ellos.
La velocidad del combate era mucho mayor de lo que nunca antes había experimentado. En la Armada, un intercambio de fuego podía durar un mínimo de cinco minutos. En el aire, una pasada había terminado en menos de uno, y la segunda se producía casi de inmediato. En este momento, el dragón francés se le echaba encima en un ángulo que le acercaba más a Nitidus; al parecer, no deseaba tener nuevos encuentros con las garras de Temerario. El pequeño Azul de Pascal no podría mantener su posición contra aquella gran masa.
—¡Todo a estribor, vamos a acercarnos! —gritó a Temerario.
El animal respondió al instante; sus grandes alas negras los hicieron girar e inclinarse hacia el Fleur-de-Nuit, y Temerario se acercó con más rapidez de lo que un dragón de combate pesado normal habría sido capaz. El enorme dragón enemigo se volvió para mirarlos de forma instintiva. En ese momento, cuando captó un atisbo de los pálidos ojos blancos, el aviador gritó:
—¡Prended la bengala!
Apenas pudo cerrar sus propios ojos a tiempo; el brillante destello fue visible incluso a través de sus párpados y el Fleur-de-Nuit bramó de dolor. Laurence volvió a abrir los ojos para encontrar a Temerario acuchillando con fiereza al otro dragón, clavando profundamente las garras en su vientre, mientras sus fusileros hacían trizas a los ventreros del otro lado.
—Temerario, manten la posición —le pidió Laurence, viendo que corría peligro de caer, llevado por su entusiasmo por acabar con el dragón enemigo.
Temerario dio un respiro, batió las alas de forma aturullada y se apresuró a ocupar su posición en la formación. El alférez de señales de Sutton alzó la bandera verde y todos ellos viraron en un rizo cerrado como si fueran un solo cuerpo, mientras Lily abría ya las quijadas y siseaba. El Fleur-de-Nuit aún volaba a ciegas y vertía sangre al aire mientras su tripulación intentaba alejarle.
—¡Enemigo arriba!, ¡enemigo arriba!
El vigía de estribor de Maximus señalaba frenéticamente hacia arriba. Mientras aún resonaba en sus oídos el chillido del muchacho, les sacudió los tímpanos un rugido sordo y ensordecedor como el trueno que sofocó el grito de aviso: un Grand Chevalier caía en picado sobre ellos. El pálido vientre del dragón le había permitido pasar inadvertido en la densa capa de nubes, por lo que los vigías no le habían visto. Ahora se precipitaba sobre Lily con las grandes fauces completamente abiertas. Doblaba a ésta en tamaño e incluso sobrepasaba en peso a Maximus.
Laurence se sobresaltó cuando vio caer de pronto a Messoria y a Immortalis, y se dio cuenta un poco más tarde de que era el acto reflejo del que Celeritas le había hablado hacía tiempo: una reacción que tenía lugar cuando se les atacaba desde arriba. Nitidus había dado una brusca sacudida a sus alas, pero se había recuperado y Dulcía había conseguido mantener la posición, aunque Maximus había arrancado velozmente y rebasado a los otros. La misma Lily, alarmada, había comenzado a girar por instinto. La formación se había disuelto en el caos, dejándola expuesta por completo.
—¡Preparad todas las armas! ¡Ve derecho por él! —rugió, señalando frenéticamente a Temerario la posición del dragón francés.
La orden resultó innecesaria, ya que, tras haberse quedado detenido en el aire un momento, Temerario ya se había lanzado en defensa de Lily. El Chevalier estaba demasiado cerca para poder rechazarle por completo, pero si ellos conseguían golpearle antes de que él se hiciera con Lily, podrían salvarla de un asalto fatal, y darle ocasión de contraatacar.
Los otros cuatro dragones franceses atacaban de nuevo. Temerario aceleró con súbita velocidad y por poco consiguió pasar ante las zarpas estiradas de un Pécheur-Couronné para colisionar con todas sus garras extendidas contra la gran bestia francesa, que en ese momento hería a Lily en el lomo.
La dragona se retorció y bramó de dolor y rabia; los tres alados estaban ahora enredados y batían las alas con furia en direcciones opuestas, desgarrando y cortando. Lily no podía escupir ácido hacia arriba; tenían que conseguir liberarla de alguna manera, pero Temerario era demasiado pequeño en comparación con el Chevalier. Entretanto, Laurence veía cómo las enormes garras del dragón se hundían profundamente en la carne de Lily, incluso a pesar de que su tripulación respondía golpeando con hachas las garras, duras como el hierro.
—Arroje allí arriba una bomba —ordenó Laurence con brusquedad a Granby.
Debían probar suerte y arrojar una bomba al aparejo del vientre del Chevalier, a pesar del riesgo de errar y terminar hiriendo sin querer a Lily o a Temerario, que continuaba lanzando zarpazos con pasión ciega mientras los ijares se le dilataban en el esfuerzo por tomar aliento; bramaba con tanta fuerza que su cuerpo vibraba y a Laurence incluso le dolían los oídos. El Chevalier temblaba por el dolor, y en algún lugar, al otro lado, Maximus bramaba también, bloqueado a la vista de Laurence por la masa del dragón francés. El ataque empezaba a surtir efecto: el Chevalier rugía con voz profunda y ronca y sus garras soltaron la presa.
—¡Sepáralo! —gritó Laurence—. ¡Temerario, sepáralo, colócate entre él y Lily!
En respuesta, Temerario se soltó a su vez y se dejó caer. Lily gemía, derramando sangre, y perdía altura con rapidez. No bastaba haber conseguido sacarse de encima al Chevalier, los otros dragones eran un peligro igual de grande para ella hasta que pudiera volver a colocarse en posición de combate. Laurence oyó a la capitana Harcourt dar órdenes, aunque no pudo entender las palabras; súbitamente, el aparejo del vientre de Lily cayó como una gran red que se hundió en las nubes. Las bombas, los suministros y el equipaje se precipitaron dando vueltas y se desvanecieron en las aguas del canal; la tripulación se sujetaba ahora al arnés principal en vez de al aparejo.
Aligerada de esta manera, Lily se estremeció e hizo un titánico esfuerzo para volver a batir las alas y subir hacia el cielo. Le estaban envolviendo las heridas en vendas blancas, pero incluso a esta distancia, Laurence podía ver que requerían puntos. Maximus mantenía entretenido al Chevalier, pero el Pécheur-Couronné y el Fleur-de-Nuit bajaban en una pequeña formación de cuña con los otros pesos medios franceses, listos para atacar a Lily otra vez. Temerario mantuvo su posición justo sobre Lily y siseaba de forma amenazante con las ensangrentadas garras flexionadas, pero la dragona ganaba altura muy despacio.
La batalla había degenerado en una melé salvaje, pero ahora los otros dragones británicos, aunque no mantenían orden de ningún tipo, se habían recuperado de su sorpresa inicial. Harcourt estaba ocupada por completo con las dificultades de Lily, y el último dragón francés, un Pécheur-Rayé, luchaba con Messoria un poco más abajo. Los franceses habían identificado con claridad a Sutton como comandante de la formación e intentaban mantenerle apartado de la batalla, una estrategia que, lamentablemente, Laurence tuvo que admirar. Él carecía de autoridad para asumir el mando, ya que era el capitán más joven del grupo, pero sin duda había que hacer algo.
—Turner —tronó, llamando la atención de su alférez de banderas, mientras los otros dragones británicos estaban ya girando y en movimiento antes de que él diera alguna orden.
—Hay una señal, señor: «formad alrededor del líder» —dijo el interpelado al tiempo que señalaba con el brazo extendido.
Laurence miró hacia atrás y vio a Praecursoris describiendo una curva hacia el lugar habitual de Maximus con las banderas de señales ondeando. Choiseul y el gran dragón se habían adelantado al no verse limitados por el ritmo de la formación, pero seguramente sus vigías habían visto la batalla y volvían ahora. Laurence palmeó la cruz de Temerario para llamar su atención hacia la señal.
—Ya lo veo —indicó el dragón, que batió las alas hacia atrás y se colocó en su posición habitual.
Ondeó otra señal, y Laurence hizo que el dragón ganara altura y se acercara a los demás. Nitidus también se ciñó más al grupo y juntos rellenaron el hueco de la formación, donde, en otras circunstancias, hubiera estado Messoria. Apareció la siguiente señal: «formación, subid en grupo». Lily recobró los ánimos al verse rodeada de los otros dragones y fue capaz de batir las alas con más energía: al fin había dejado de sangrar. El trío de dragones franceses se había separado; sin duda, no podían esperar tener éxito con una carga colectiva, al menos no en una carga frontal hacia las mandíbulas de Lily; la formación iba a llegar a la altura del Chevalier en un momento.
La señal flameó de nuevo: «Maximus, suéltate». Éste seguía enzarzado en una pelea cuerpo a cuerpo con el Chevalier, y los disparos de los fusileros resonaban con estrépito por ambos lados. El gran Cobre Regio propinó un tajo final con las garras y empujó a su enemigo, aunque lo hizo un instante antes de lo debido, porque la formación aún no se había elevado lo suficiente y se necesitaban todavía algunos momentos más para que Lily fuera capaz de golpear.
La tripulación del Chevalier se dio cuenta ahora del nuevo peligro e hizo retroceder al gran dragón en medio de un inmenso griterío. Aunque sangraba por muchas heridas, el dragón francés era tan grande que éstas no le dificultaban en exceso, y todavía era más capaz de elevarse que la malherida Lily. Después de un momento, Choiseul envió la señal «formación, mantenga la altitud», y renunciaron a la persecución.
A lo lejos, los dragones franceses se acercaron unos a otros en un grupo poco compacto y giraban mientras consideraban su próximo ataque, pero entonces todos dieron media vuelta al unísono y volaron rápidamente hacia el noreste; incluso el Pécheur-Rayé se soltó de Messoria. Los vigías de Temerario gritaban y señalaban hacia el sur. Cuando Laurence miró a su espalda, vio a diez dragones que se dirigían hacia ellos a gran velocidad, con las banderas británicas ondeando en el Largario que lideraba la formación.
El Largario era Excidium, sin duda; él y su formación los acompañaron el resto del viaje hasta la base de Dover y los dos ejemplares pesados de Abrojo Espinoso se turnaron en la tarea de apoyar a Lily por el camino. La dragona avanzaba a un ritmo razonable, pero llevaba la cabeza gacha e hizo un aterrizaje bastante brusco. Las patas le temblaban tanto que la dotación consiguió saltar del arnés poco antes de que se desplomara en el suelo. El rostro de la capitana Harcourt estaba inundado de lágrimas; lloraba sin reparo alguno mientras corría hasta la cabeza de Lily. Permaneció acariciándola y musitando dulces palabras de ánimo mientras los cirujanos realizaban su trabajo.
Laurence ordenó a Temerario que tomara tierra en el extremo de la pista de aterrizaje de la base con el fin de que los dragones heridos dispusieran de más espacio. En el curso de la batalla, Maximus, Immortalis y Messoria habían recibido heridas dolorosas, aunque no realmente serias, nada en comparación con las que había sufrido Lily, cuyos débiles gemidos de dolor apenas eran audibles. Laurence reprimió un estremecimiento y palmeó de nuevo las elegantes líneas del cuello de Temerario; le estaba profundamente agradecido a su rapidez y gracilidad, que le habían evitado el destino de los otros.
—Señor Granby, descarguemos pronto. Luego, si le place, veamos qué podemos hacer para acomodar a la tripulación de Lily; tengo la impresión de que no les ha quedado nada de equipaje.
—Muy bien, señor —contestó Granby, que giró para dar las órdenes enseguida.
Llevó varias horas acomodar a los dragones, descargarlos y alimentarlos. Por fortuna, la base era enorme, abarcaba un terreno de casi cien acres que incluía los pastos del ganado y no hubo ninguna dificultad para encontrar un claro grande y cómodo para Temerario. Éste aún temblaba por la excitación de haber asistido a su primera batalla y por la profunda tensión sufrida por el bienestar de Lily. Fue la primera vez que comió sin apetito y Laurence al final dio orden de retirar los restos de las reses.
—Podemos cazar mañana —le explicó al dragón—. No es preciso que comas a la fuerza.
—Gracias. Lo cierto es que en este momento no tengo demasiado apetito —reconoció Temerario, que apoyó la cabeza en el suelo con cuidado.
Permaneció tranquilo mientras le limpiaban hasta que los tripulantes se fueron y lo dejaron a solas con Laurence. Sus ojos estaban cerrados y apenas se le veían unas ranuras, y durante un momento Laurence se preguntó si se había quedado dormido; entonces los abrió un poco más y preguntó bajito:
—Laurence, ¿siempre es así después de una batalla?
Laurence no necesitó preguntar a qué se refería; la tristeza y la pena del dragón eran evidentes. Resultaba difícil tener claro qué contestar. Deseaba tranquilizarlo a toda costa, pero también él se sentía todavía tenso y airado, y aunque la sensación le era familiar, su persistencia, no. Había tomado parte en muchos lances bélicos no menos letales y peligrosos, pero este último había diferido de los anteriores en un aspecto crucial: cuando el enemigo cargó hacia ellos, no amenazaban a su barco, sino a su dragón, que ya era para él la criatura más querida del mundo. Tampoco podía contemplar las heridas de Lily o de Maximus o cualquier otro integrante de la formación con distancia; aunque no se trataba de Temerario, eran auténticos camaradas de armas. No era lo mismo, en absoluto, y el ataque por sorpresa le había pillado sin haber sido capaz aún de hacerse a la idea de ello.
—Me temo que en muchas ocasiones suele ser más difícil después, en especial cuando un amigo ha resultado herido o ha muerto —respondió al fin—. He de reconocer que esta acción es especialmente difícil de soportar, ya que por nuestra parte no había nada que ganar, ni tampoco lo buscábamos.
—Sí, eso es cierto —comentó el dragón, con el collar colgando suelto en torno al cuello— Ayudaría poder pensar que hemos peleado tan duro y que Lily ha resultado herida por una causa, pero ellos acudieron a abatirnos y ni siquiera fuimos capaces de protegernos.
—Eso no es del todo cierto, tú protegiste a Lily —le contradijo Laurence—. Míralo de este modo: los franceses efectuaron un ataque muy inteligente y habilidoso. Nos tomaron por sorpresa con una fuerza que nos igualaba en número, pero nos aventajaba en experiencia. Los derrotamos y los rechazamos. Eso es algo de lo que enorgullecerse, ¿no?
—Supongo que sí —contestó Temerario, acomodando los hombros mientras se relajaba; luego, añadió—: Sólo deseo que Lily se recupere.
—Esperemos que así sea. Ten la certeza de que se hará todo lo humanamente posible por ella —contestó Laurence al tiempo que le acariciaba el hocico—. Ahora, venga, debes estar cansado, ¿no quieres dormir un poco? ¿Te leo algo?
—Dudo que pueda dormir —contestó Temerario—, pero sí me gustaría que me leyeras. Voy a tumbarme aquí tranquilo y así descanso.
Bostezó en cuanto terminó de hablar y se quedó dormido antes de que a Laurence le diera tiempo de tomar el libro. El tiempo había cambiado al fin, y las cálidas y cadenciosas espiraciones de su nariz levantaban pequeñas nubéculas en el aire frío.
Laurence le dejó dormido y se encaminó deprisa hacia los cuarteles generales de la base. Linternas colgadas iluminaban el camino que atravesaba los campos de los dragones, aunque más adelante se podían ver las luces de las ventanas. Un viento de levante traía el aire salado desde el puerto, mezclado con el olor cúprico de los cálidos dragones, que apenas percibía de tan familiar que le resultaba. En el segundo piso tenía una habitación caldeada, con una ventana que daba a los jardines traseros. Ya habían desempaquetado su equipaje. Miró los trajes arrugados con pesar; era evidente que los criados de la base tenían los mismos conocimientos en empaquetado que los aviadores.
A pesar de lo tardío de la hora, oyó un gran alboroto de voces exaltadas cuando se acercó al comedor de los oficiales de mayor rango. Los otros capitanes de la formación estaban reunidos en torno a la gran mesa donde apenas habían probado bocado.
—¿Se sabe algo de Lily? —preguntó mientras tomaba la silla vacía entre Berkley y el capitán de Dulcía, Chenery.
Únicamente faltaban la capitana Harcourt y el capitán Little, de Immortalis.
—La ha rajado hasta llegar al hueso, el muy cobarde, eso es todo lo que sabemos —dijo Chenery—. Todavía la están cosiendo, pero no ha querido comer nada.
Laurence sabía que eso era una mala señal; los dragones heridos solían tener un apetito voraz, a menos que sintieran un dolor muy grande.
—¿Y Maximus y Messoria? —preguntó, mirando hacia Berkley y Sutton.
—Maximus ha comido bien, y ya se ha dormido —dijo Berkley. Su rostro habitualmente plácido parecía demacrado y ojeroso, y tenía una línea de sangre reseca que comenzaba en la frente y se adentraba en su hirsuto cabello—. Estuviste muy rápido hoy, Laurence, si no habríamos perdido a Lily.
—No lo suficiente —respondió Laurence con un hilo de voz, adelantándose al murmullo de asentimiento.
No tenía el más mínimo deseo de que le alabaran por el trabajo de aquella jornada, aunque se sentía orgulloso de lo que Temerario había hecho.
—Más rápido que el resto de nosotros —admitió Sutton antes de vaciar el vaso de vino, que, a juzgar por la apariencia de sus mejillas y su nariz, no había sido el primero—. Nos pillaron totalmente desprevenidos, desde luego, malditos gabachos. Me gustaría saber qué demonios estaban haciendo ahí de patrulla.
—La ruta de Laggan a Dover no es precisamente un secreto, Sutton —dijo Little, acercándose. Todos movieron sus sillas para hacerle un hueco al fondo de la mesa—, A propósito, Immortalis está estable y ahora come, y ya que mencionamos el tema, pásame ese pollo de ahí.
Arrancó un muslo con las manos y se lo comió con avidez.
Al verle, Laurence notó los primeros pinchazos del hambre. Los otros capitanes parecían sentir lo mismo, porque reinó un profundo silencio en los siguientes diez minutos mientras se pasaban los platos y se concentraban en la comida. Ninguno de ellos había probado bocado desde aquel apresurado desayuno antes del amanecer en el puesto cercano a Middlesbrough. El vino no era demasiado bueno, pero de todos modos Laurence bebió varios vasos.
—Imagino que han estado merodeando entre Felixtowe y Dover sólo para ver si se nos podían echar encima —dijo Little al cabo del rato, limpiándose la boca para continuar con la idea que había apuntado—. Por el amor de Dios, no me veréis llevar a Immortalis otra vez a esa altura… Desde este momento nos tocará ir pegados a tierra, a menos que vayamos buscando batalla.
—Llevas razón —dijo Chenery, asintiendo de corazón—. Hola, Choiseul, toma asiento.
Se apartó un poco más para que el recién llegado pudiera sentarse con ellos.
—Señores, me siento feliz de comunicarles que Lily ha empezado a comer, acabo de dejarla con la capitana Harcourt —informó mientras alzaba una copa—. ¿Puedo proponer un brindis a su salud?
—Bien, bien —dijo Sutton, rellenándose la suya.
Todos se unieron al brindis y se escuchó un suspiro colectivo de alivio.
—De modo que aquí están todos. ¿Comiendo, supongo? Bien, muy bien.
Se trataba del almirante Lenton, comandante en jefe de la División del Canal y de todos aquellos dragones que se encontraban en la base de Dover, que llegaba para reunirse con ellos.
—No, se lo ruego, no se levanten —dijo con impaciencia, al ver cómo Laurence y Choiseul comenzaban a alzarse y los otros les seguían un poco después—. Después del día que han tenido, ¡por todos los cielos! Páseme esa botella, Sutton. ¿De modo que ya saben todos que Lily ha comenzado a comer? Así es, los cirujanos creen que podrá empezar a volar distancias cortas en un par de semanas, en tanto que ustedes les han dado un buen vapuleo, al menos a un par de sus animales de combate pesado. Caballeros, ¡un brindis por su formación!
Laurence notaba que la tensión y la intranquilidad empezaban a ceder. Suponía un gran alivio saber que Lily y los otros estaban fuera de peligro, y el vino había soltado el duro nudo que se le había formado en la garganta. Los otros parecían sentirse del mismo modo y la conversación se hizo plana y fragmentaria. Muchos ya sólo asentían por encima de sus copas.
—Estoy casi seguro de que el Grand Chevalier era Triumphalis —le decía en voz baja Choiseul al almirante Lenton—. Lo he visto antes, y es uno de los luchadores más peligrosos de Francia. Supongo que se hallaba en la base de Dijon, cerca del Rin, cuando Praecursoris y yo abandonamos Austria. Debo expresarle, señor, que eso confirma mis peores temores: Bonaparte no le habría enviado aquí si no confiara por completo en su victoria sobre Austria, y estoy seguro de que hay más dragones franceses de camino en apoyo de Villeneuve.
—Antes sólo me inclinaba a estar de acuerdo con usted, capitán, pero ahora lo estoy por completo —contestó Lenton—, pero de momento lo único que podemos hacer es esperar que Mortiferus alcance a la flota de Nelson antes de que los dragones franceses lleguen en apoyo de la de Villeneuve para que el comodoro pueda hacer el trabajo. No podemos prescindir de Excidium si no disponemos de Lily. No me sorprendería que ése fuera el propósito de este ataque, ésa es la astucia con la que piensa ese maldito emperador corso.
Laurence ni siquiera era capaz de pensar en el Reliant, que quizás estuviera en estos momentos bajo la amenaza de un ataque aéreo francés a gran escala, así como los otros barcos de la gran flota que normalmente bloqueaba Cádiz. Allí se encontraban buena parte de sus amigos y conocidos. Tendría lugar una gran batalla naval incluso aunque los dragones franceses no llegaran los primeros, y ¿a cuántos de ellos perdería sin haber vuelto a oírles pronunciar una palabra? Había estado tan ocupado en esos últimos meses que no le había dedicado demasiado tiempo a la correspondencia, y ahora lamentaba en el alma tan negligente actitud.
—¿Ha llegado algún despacho del bloqueo de Cádiz? —preguntó—. ¿Se ha producido allí alguna acción?
—No que yo sepa —dijo Lenton—.Ah, claro, ya veo, usted es nuestro chico de la Armada, ¿no? Bueno, aquellos de ustedes cuyo dragón no esté herido, y mientras se recuperan los demás, comenzarán a patrullar sobre la flota del canal. Podrán aterrizar de vez en cuando en el buque insignia para enterarse de las noticias. Nuestros combatientes estarán endemoniadamente contentos de verlos, no hemos podido apartar a nadie de su trabajo durante el tiempo suficiente para enviarles el correo desde hace un mes.
—Entonces, ¿quiere que estemos listos mañana? —preguntó Chenery, reprimiendo sin conseguirlo un bostezo.
—No, puedo concederles un día. Vean cómo están sus dragones y disfruten del descanso mientras dure —contestó Lenton, con una risa aguda, parecida a un rebuzno—. Les tendré a todos fuera de la cama al alba de pasado mañana.
Al día siguiente, Temerario durmió profundamente hasta bien entrada la mañana, lo cual permitió a Laurence ocuparse de sus cosas durante algunas horas después del desayuno. Se encontró con Berkley en la mesa, y caminaron juntos para ver a Maximus. El Cobre Regio todavía estaba comiendo una procesión continua de ovejas recién sacrificadas que tragaba una detrás de otra. Con la boca llena, emitió un mudo y sordo saludo de bienvenida cuando se acercaron al claro.
Berkley sacó una botella de un vino bastante malo, y se bebió la mayor parte en tanto que Laurence, por pura cortesía, daba pequeños sorbos de su vaso mientras comentaban la batalla otra vez, para lo cual trazaron diagramas en el polvo del suelo y emplearon guijarros para representar a los dragones.
—Si pudiéramos conseguirlo, nos vendría bien incorporar un dragón ligero a la formación, un Abadejo Gris. Situado en lo alto, desempeñaría funciones de vigía —sostuvo Berkley, sentándose pesadamente sobre una roca—. Éste es el problema de que todos nuestros dragones sean tan jóvenes; cuando les entra el pánico a los grandes, los más pequeños se sobresaltan aunque estén más al tanto de lo que pasa.
—Espero que esta escaramuza sirva al menos para que adquieran cierta experiencia a la hora de controlar el miedo —dijo Laurence—. En otras circunstancias, los franceses no deberían contar con tener unas condiciones tan propicias. Nunca hubieran conseguido emboscarnos sin la capa de nubes.
—Señores, ¿están reflexionando sobre la disposición de vuelo de ayer? —Choiseul pasaba por allí hacia los cuarteles; se les reunió y se agachó junto al diagrama—. Lamento mucho no haber llegado al comienzo.
Su abrigo estaba lleno de polvo y el pañuelo de cuello muy manchado de sudor; parecía como si no se hubiera cambiado de ropa desde el día anterior y una fina red de venas rojas se extendía por el blanco de sus ojos. Se frotó la cara mientras miraba atentamente el dibujo.
—¿Ha estado en pie toda la noche? —preguntó Laurence.
Choiseul sacudió la cabeza.
—No, aunque me he turnado con Catherine… con Harcourt… para atender a Lily y poder dormir un poco; de otro modo, ella no habría descansado.
El francés cerró los ojos con un enorme bostezo y casi se cayó.
—Mera —dijo, agradeciendo la mano firme de Laurence, que le sujetó, y se levantó lentamente hasta ponerse de pie—. Siento verme obligado a dejarles. Debo llevarle algo de comida a Catherine.
—Procure descansar un poco —le aconsejó Laurence—. Yo se la llevaré. Temerario está dormido, y yo no tengo nada que hacer.
Harcourt, pálida a causa de la ansiedad, estaba ya levantada y bastante despierta, dando órdenes a la tripulación y alimentando a Lily con trozos de filete de buey aún humeantes, que le daba con su propia mano, sin parar de musitar palabras de ánimo. Laurence le había traído un poco de pan con tocino; ella pretendió tomar el sandwich con las manos ensangrentadas, ya que no quería interrumpir lo que hacía, pero él logró con paciencia que se aseara un poco y comiera mientras la reemplazaba un miembro de su tripulación. Lily continuó comiendo con un ojo dorado puesto en Harcourt, para asegurarse de que no se iba.
Choiseul regresó antes de que a la aviadora le quedara poco para terminar, sin el pañuelo ni el abrigo y con un criado tras él que traía un tazón de café, fuerte y caliente.
—Su teniente le anda buscando, Laurence; Temerario ha comenzado a desperezarse —dijo, dejándose caer pesadamente al lado de la aviadora—. No consigo dormirme; el café me ha sentado bien.
—Gracias, Jean Paul, le agradecería mucho que me hiciera compañía si no está demasiado cansado —respondió ella, casi apurando ya su segunda taza—. Procure no entretenerse mucho, Laurence: estoy segura de que Temerario debe de sentirse angustiado. Le agradezco mucho que haya venido.
Laurence se despidió de ellos con una leve inclinación. Se sintió incómodo por primera vez desde que había empezado a tratar con Harcourt. Ella se había reclinado, al parecer sin darse cuenta, contra el hombro de Choiseul, y él la miraba sin disimular su afecto. A la postre, era bastante joven y no pudo evitar echar de menos la ausencia de una buena carabina.
Se consoló al pensar que no iba a ocurrir nada estando Lily y toda la dotación presentes, incluso aunque ninguno de los dos estuviera molido, como era el caso. De todos modos, en las actuales circunstancias, no podía quedarse allí. Se encaminó a toda prisa hacia el claro donde se hallaba Temerario.
Pasó el resto del día gratamente sumido en la holgazanería, cómodamente sentado en su lugar habitual en el pliegue del codo de la pata delantera de Temerario, escribiendo cartas. Había mantenido una extensa correspondencia con sus conocidos durante su estancia en alta mar, al disponer de muchas horas sin nada que hacer, y ahora muchos de ellos eran devotos corresponsales. También su madre se había aficionado a escribirle cartas rápidas y escuetas, evidentemente sin el conocimiento de su padre; al menos no habían sido franqueadas, por lo que no le quedaba otro remedio que pagar por el franqueo al recibirlas.
Temerario se había atiborrado para compensar la falta de apetito de la noche anterior. Ahora atendía a las cartas que Laurence escribía y le dictaba sus propias contribuciones, enviando saludos a lady Allendale y a Riley.
—No te olvides de decirle al capitán Riley que le dé mis mejores deseos a la tripulación del Reliant —dijo—. Parece que ha pasado tanto tiempo, Laurence, ¿no te parece? No he tomado pescado desde hace meses.
Laurence sonrió ante esta peculiar forma de medir el paso del tiempo.
—Han ocurrido muchas cosas, eso es cierto. Me resulta extraño pensar que aún no ha transcurrido un año —comentó mientras sellaba el sobre y escribía la dirección—. Sólo espero que estén todos bien.
Aquélla era la última misiva y, con satisfacción, la puso sobre una pila bastante grande; ahora se sentía mucho mejor consigo mismo.
—Roland —llamó. Ella se aproximó corriendo desde el lugar donde los cadetes estaban jugando a las tabas—. Ve y entrega esto en el despacho de correos —le ordenó mientras le entregaba el montón.
—Señor —dijo ella con cierto nerviosismo al recoger las cartas—. Cuando termine, ¿puedo tomarme libre la tarde?
A él le asombró la petición. Varios alféreces y suboficiales habían efectuado la misma solicitud y estaba seguro de que deseaban ese permiso para visitar la ciudad, pero se le antojaba absurda la idea de que una cadete de diez años vagabundeara por Dover, incluso aunque no se hubiera tratado de una chica.
—¿Es para irte tú sola, o irás con alguno de los otros? —preguntó, pensando que quizá la habría invitado alguno de los oficiales mayores para una excursión respetable.
—No, señor, sólo yo —contestó ella.
Parecía tan esperanzada que, por un momento, Laurence pensó concedérselo e incluso llevarla él mismo, pero no quería dejar solo a Temerario para que le diera vueltas a lo acaecido el día anterior.
—Quizás en otro momento, Roland —replicó con delicadeza—. A partir de ahora, vamos a pasar mucho tiempo en Dover, y te prometo que habrá otras oportunidades.
—¡Vaya! —exclamó ella, alicaída—. Sí, señor.
Se alejó con el ánimo tan decaído que Laurence se sintió culpable. Temerario la observó marcharse e inquirió:
—Laurence, ¿hay algo que sea particularmente interesante en Dover, tanto que debamos ir a verlo? Mucha gente de nuestra tripulación se está preparando para hacer una visita.
—Bueno… —repuso Laurence. Se sentía bastante incómodo ante la perspectiva de tener que explicarle que la principal atracción de la ciudad consistía en las prostitutas y el licor barato del puerto. Probó suerte—. Bien, en una ciudad hay mucha gente y se ofrecen algunos entretenimientos de una cierta intimidad.
—¿Te refieres a algo parecido a los libros? —preguntó Temerario—. Aunque yo nunca he visto leer a Dunne o a Collins, parecían muy excitados con la perspectiva de la visita. No hablaron de otra cosa en toda la tarde de ayer.
Laurence maldijo silenciosamente a los dos desafortunados suboficiales por complicarle tanto la tarea y empezó ya a planear la larga lista de encargos de ambos durante la próxima semana con ánimo vengativo.
—También hay conciertos y teatro —continuó sin convicción, pero esto ya era llevar el disimulo demasiado lejos. Le desagradaba el hedor de la mentira y no soportaba la idea de engañar al dragón, que después de todo, ya estaba bastante crecido—. Aunque me temo que algunos van allí a beber y mantener contactos con compañías poco recomendables —aseguró con más franqueza.
—Ah, quieres decir con prostitutas —apostilló Temerario, sorprendiendo tanto al aviador que éste estuvo a punto de caerse—. Ignoraba que las hubiera también en las ciudades, pero ahora lo entiendo.
—¿Dónde diablos has oído hablar de ellas? —preguntó Laurence, tranquilizándose; ahora que se veía aliviado de la tarea de explicárselo, se sintió ofendido irracionalmente por el hecho de que alguien más hubiera decidido ilustrar a Temerario.
—Bueno, Vindicatus me lo contó en Loch Laggan, porque yo me preguntaba por qué bajaban al pueblo los oficiales si ellos no tenían allí familia —contestó Temerario—. Sin embargo, tú nunca fuiste, ¿estás seguro de que no te habría gustado? —añadió, casi esperanzado.
—Mi querido amigo, no digas esas cosas —replicó Laurence, ruborizándose y sacudiendo la cabeza de las risotadas a la vez—. No es un tema de conversación respetable, en absoluto, y si no se puede evitar que los hombres abandonen el hábito, al menos no se les debe estimular. Voy a hablar con Dunne y Collins, desde luego; no deberían alardear de ello, especialmente donde puedan oírles los jóvenes alféreces.
—No lo entiendo —dijo Temerario—. Vindicatus sostenía que realmente era algo beneficioso para los hombres, e incluso deseable, ya que, de otra manera, se empeñarían en casarse y esto sí que no parecía nada aconsejable. Aunque, si tú lo desearas mucho, de verdad, supongo que a mí no me importaría.
El dragón pronunció la última parte de su discurso con una falta de sinceridad evidente, mirando a Laurence de reojo, como si quisiera comprobar el efecto causado por su propuesta.
La vergüenza y las risas de Laurence desaparecieron de repente.
—Me temo que te han dado una información algo incompleta —dijo amablemente—. Perdóname, debería haberte hablado antes de estos temas. Te ruego que no te inquietes: tú eres mi primera preocupación y siempre lo serás, incluso si me casara alguna vez, y dudo que lo haga.
Se detuvo un momento para sopesar si abundar en el tema preocuparía aún más a Temerario, pero al final decidió que si tenía que equivocarse en algo, mejor que fuera por mostrar exceso de confianza y añadió:
—Antes de que te conociera hubo algo parecido a un cierto entendimiento entre una dama y yo, pero después, ella me ha dejado en libertad.
—¿Te refieres a que te ha rechazado? —dijo Temerario, totalmente indignado, de modo que así demostraba que los dragones podían expresar el rechazo de la misma manera que los hombres—. Lo siento muchísimo, Laurence, y si algún día quieres casarte, estoy seguro de que podrás encontrar a alguien mucho mejor.
—Eso suena muy halagador, pero te aseguro que no tengo el menor deseo de buscar una sustituta —comentó Laurence.
Temerario agachó un poco la cabeza y no puso más reparos; en realidad, parecía bastante complacido.
—Pero Laurence… —comenzó, para pararse luego—. Si no es un tema apropiado, ¿eso quiere decir que no debería hablar de él nunca más?
—Debes procurar no mencionarlo cuando estemos en compañía de otras personas, pero siempre debes hablarme de lo que quieras —dijo Laurence.
—Sólo estoy siendo algo curioso pero, si eso es todo lo que hay en Dover… —replicó Temerario—, la cadete Roland parece demasiado joven para andar con prostitutas, ¿no crees?
—Estoy empezando a sentir la necesidad de beber un vaso de vino para tomar fuerzas si vamos a seguir con esta conversación —contestó Laurence con aspecto compungido.
Por fortuna, Temerario se dio por satisfecho con algunas explicaciones adicionales sobre lo que eran los conciertos, el teatro y otras atracciones de la ciudad. Centró su atención de buen grado en la discusión sobre la ruta más adecuada para su patrulla, que un mensajero había traído esa mañana, e incluso preguntó sobre la posibilidad de tomar algo de pescado para cenar. Laurence estaba contento de verle con el ánimo tan recuperado después de los desgraciados acontecimientos del día anterior y acababa de decidir que, si Temerario no ponía ninguna objeción, llevaría a Roland a la ciudad de todos modos. Cuando la vio regresar, iba en compañía de otro capitán: una mujer.
Permanecía sentado sobre la pata delantera de Temerario cuando tuvo repentina conciencia de cuan desarreglado iba. Se deslizó apresuradamente al lado opuesto para que el cuerpo de Temerario le ocultara por completo. Aunque no dispuso de tiempo para ponerse la chaqueta que colgaba de la rama de un árbol a una cierta distancia, sí consiguió remeterse la camisa dentro de los pantalones y se anudó el pañuelo a toda prisa alrededor del cuello.
Se acercó para saludarlas con una reverencia y estuvo a punto de trastabillar cuando la pudo ver con claridad, ya que, aunque no era poco agraciada, el rostro estaba marcado por una grave herida, una cicatriz que sólo podía haber hecho una espada. El ojo izquierdo daba la sensación de estar un poco caído en la esquina externa, ya que la hoja parecía haber errado por poco y a partir de ahí, la carne mostraba un surco bermejo e hinchado que recorría toda la cara y se desvanecía en una fina cicatriz blanca al cruzar el cuello. La mujer tendría aproximadamente su edad, tal vez un poco más, la cicatriz hacía difícil saberlo; pero de cualquier modo, lucía las triples barras que la identificaban como un capitán de alto rango, incluso llevaba una pequeña medalla de oro del Nilo en la solapa de su abrigo.
—Laurence, ¿no es así? —afirmó sin esperar ningún tipo de presentación mientras él aún luchaba para ocultar su sorpresa—. Soy Jane Roland, la capitana de Excidium; me gustaría que me concediera el favor personal de llevarme a Emily esta tarde, si ella no tiene nada pendiente que hacer…
Miró con intención hacia los cadetes y alféreces que haraganeaban por allí; hablaba con tono sarcástico y parecía claramente ofendida.
—Le pido perdón —rogó Laurence, dándose cuenta de su error—. Creía que ella quería quedarse libre para ir a visitar la ciudad. No sabía que… —Apenas pudo detenerse en este punto antes de decir algo inconveniente; estaba bastante seguro de que eran madre e hija, no sólo debido al apellido, sino también por un cierto parecido en los rasgos y la expresión, aunque sencillamente le costaba asumirlo—. Por supuesto que puede llevársela —finalizó en lugar de continuar con el pensamiento anterior.
Al escuchar su explicación, la capitana Roland se relajó de pronto.
—¡Ja! Ya veo, en menudas diabluras habrá pensado usted que iba a meterse —comentó, al tiempo que soltaba una risa campechana y poco femenina—. Bien, le prometo que no dejaré que se desmande y la tendré aquí de vuelta a las ocho de la tarde. Gracias. Excidium y yo no la hemos visto en casi un año y corremos el riesgo de olvidar cómo es.
Laurence volvió a inclinarse y las vio marchar. Emily se esforzaba para mantener la zancada masculina de su madre, hablando todo el tiempo con una excitación y entusiasmo evidentes, y despidiéndose con la mano de sus amigos mientras se marchaba. Mirándolas alejarse, Laurence se sintió un poco estúpido; había terminado por acostumbrarse a la capitana Harcourt, y debería haber sido capaz de llegar por sí solo a la conclusión natural de que eran madre e hija. Después de todo, Excidium era otro Largario y, posiblemente, también habría insistido en tener una capitana, tal como había hecho Lily, y con todos sus años de servicio, su capitán apenas podría haber evitado el combate. Aun así, Laurence tuvo que reconocer que estaba sorprendido, incluso algo aturdido, al ver una mujer tan atrevida. Harcourt, su otro ejemplo de una capitana, era, sin duda, femenina, pero también bastante joven y consciente de su reciente promoción, por lo cual aún no se sentía segura.
Con el tema de su matrimonio todavía fresco en la mente después de la conversación con Temerario, no pudo evitar preguntarse por el padre de Emily. Si el matrimonio era un asunto incómodo para un aviador, parecía casi inconcebible en el caso de una mujer. Lo único que se le ocurría era que Emily fuera una hija ilegítima pero, tan pronto la idea surgió en su mente, se reprendió a sí mismo por pensar así de una mujer tan perfectamente respetable como la que acababa de encontrar.
Sin embargo, llegado el momento, aquella intuición se vería confirmada.
La capitana le había invitado a reunirse con ella para una cena a última hora en el club de oficiales cuando volvió con Emily. Tras unos cuantos vasos de vino, él no había sido capaz de resistirse a la idea de hacer una pregunta tentativa sobre la salud del padre de Emily, a lo que la capitana respondió:
—Me temo que no tengo la más ligera idea, no le he visto desde hace diez años. Ya sabe, no es como si estuviéramos casados. Dudo siquiera que sepa el nombre de Emily.
No parecía sentir el menor asomo de culpa y, después de todo, Laurence ya se había percatado de que una situación de mayor legitimidad habría resultado imposible. Sin embargo, se sentía incómodo; por suerte ella se dio cuenta y, lejos de tomárselo a mal, dijo con tono amable:
—Juraría que nuestra forma de vida le resulta incómoda, pero se puede casar si lo desea. Nadie tomará represalias contra usted por ese motivo en la Fuerza Aérea. El único problema es lo duro que resulta para la esposa ocupar siempre un papel secundario a favor de un dragón. En lo que a mí se refiere, nunca he echado nada de menos; no habría querido tener hijos de no ser por el bien de Excidium, aunque Emily es un encanto y me siento feliz por haberla tenido. Aunque claro, fue un triste inconveniente, por todo lo que lo rodeaba.
—¿Emily le sucederá como capitana de Excidium? —preguntó Laurence—. Me gustaría preguntarle si los dragones, al menos los muy longevos, se heredan de este modo.
—Cuando podemos arreglarlo, sí. Mire, reaccionan muy mal ante la pérdida del cuidador y se muestran más proclives a aceptar a uno nuevo si es alguien con quien han mantenido cierta relación o con quien sientan que comparten su pérdida —contestó ella—. De ese modo, nos criamos igual que ellos. Espero que algún día le pidan que tenga usted un par de hijos para la Fuerza Aérea.
—¡Santo cielo! —exclamó él, sorprendido por la ocurrencia.
Desde el mismo momento del rechazo de Edith, había descartado tener hijos igual que había hecho con sus planes de boda, y seguía con la misma intención ahora que era consciente de las objeciones de Temerario al respecto. No podía imaginarse cómo resolver el dilema.
—Supongo que ha resultado algo chocante para usted, pobre hombre. Lo siento. Me ofrecería yo misma, pero debe esperar al menos hasta que el dragón tenga diez años, y de todos modos, ahora no estoy disponible.
Laurence necesitó un momento para comprender lo que ella quería decir y entonces aferró la copa de vino con mano temblorosa e intentó por todos los medios ocultar su rostro detrás de ella. Sintió cómo el arrebol le subía por las mejillas a pesar de que puso todo su empeño en evitarlo.
—Muy amable —dijo, hablando desde dentro de la copa, abochornado, entre la mortificación y la carcajada.
Nunca se hubiera imaginado que recibiría tal oferta, aunque sólo se la hubieran hecho a medias.
—Catherine podrá servirle entonces, supongo —continuó Roland, empleando aún aquel apabullante tono práctico—. Ella lo hará muy bien, estoy segura; podrían tener uno para Lily y otro para Temerario.
—¡Gracias! —contestó él, con firmeza, pero intentando cambiar el tema por todos los medios—. ¿Puedo ofrecerle algo para beber?
—Oh, sí, un oporto me iría muy bien, gracias —respondió ella.
En este momento él estaba ya más allá del aturdimiento, y cuando volvió con los dos vasos, la capitana le ofreció un cigarro ya encendido; Laurence lo compartió encantado con ella.
Ambos estuvieron charlando varias horas más, hasta quedarse los últimos en el club y que los criados dejaran ver intencionadamente sus bostezos. Subieron juntos las escaleras.
—Tampoco es tan tarde —comentó ella, mirando al precioso gran reloj que había al final del rellano superior—. ¿Estás muy cansado? Podríamos echar una o dos manos de naipes en mis habitaciones.
A estas alturas Laurence se sentía tan cómodo con ella que no pensó que la sugerencia encubriera nada. Cuando al fin la dejó, mucho más tarde, para volver a sus propias habitaciones, un criado que bajaba por el vestíbulo se le quedó mirando; sólo entonces consideró lo inapropiado de su comportamiento y sintió ciertos escrúpulos. Pero el daño, si había cometido alguno, ya estaba hecho; se lo sacó de la cabeza y se fue a la cama de una vez.
Laurence tenía ya experiencia suficiente para no sorprenderse cuando, a la mañana siguiente, descubrió que lo ocurrido la última noche no había suscitado ningún comentario. En vez de eso, la capitana Roland le saludó efusivamente en el desayuno y les presentó a sus tenientes como si no hubiera pasado nada entre ellos. Después, salieron juntos para ver a sus respectivos dragones.
Tras contemplar cómo Temerario daba cuenta a su vez de un contundente desayuno, Laurence se tomó un rato para reprender en privado a Collins y Dunne por su indiscreción. No pretendía comportarse como un capitán puritano ni predicar templanza y castidad a todas horas, pero no le parecía mojigatería desear que los oficiales más veteranos dieran buen ejemplo a los jóvenes.
—Si su idea es seguir frecuentando esas compañías, les diré esto: no voy a consentir que se conviertan en unos putañeros e inculquen a los alféreces y cadetes la idea de que es así como deben comportarse —los amonestó mientras los dos guardiadragones se movían inquietos en el sitio.
Dunne incluso abrió la boca y por un momento pareció a punto de protestar, pero la gélida mirada de Laurence le hizo reprimir su comentario. No podía permitirse tal grado de insubordinación.
Tras terminar el sermón y despacharlos de vuelta a sus tareas, Laurence descubrió que él también sentía cierta desazón al recordar que su comportamiento de la noche anterior no había sido del todo irreprochable. Se consoló a sí mismo diciéndose que Roland era oficial y colega. Su compañía no podía compararse a la de unas prostitutas, y además ellos no habían dado un espectáculo público, lo cual era la clave del asunto. Sin embargo, su propio razonamiento le sonaba un tanto falso, así que se alegró de la distracción que el trabajo suponía. Emily y los otros dos mensajeros aguardaban ya al lado de Temerario con las pesadas sacas del correo acumulado para la flota que llevaba a cabo el bloqueo.
El gran poder de la flota británica hacía que las naves del bloqueo se encontraran en un extraño aislamiento. En contadas ocasiones había que enviar a un dragón para que les ayudara. Salvo los mensajes y suministros más urgentes, una fragata se encargaba de brindarles lo necesario, y debido a eso apenas tenían ocasión de escuchar noticias recientes o recibir el correo. Los franceses podían tener veintiuna naves en Brest, pero no se atrevían a salir para enfrentarse con los marineros ingleses, mucho más experimentados. Sin apoyo naval, los franceses no podían arriesgarse a un bombardeo ni siquiera con un ala pesada de combate, pues en las cofas había francotiradores preparados a todas horas, y los arpones y los cañones de pimienta estaban siempre listos en cubierta. De vez en cuando se producía un ataque de noche, pero normalmente lo llevaba a cabo un solo dragón de raza nocturna y en esas circunstancias los fusileros solían arreglárselas bien. Incluso en el caso de que llegaran a lanzar un ataque masivo, los dragones que patrullaban al norte podían divisar fácilmente una bengala de aviso.
El almirante Lenton había decidido reorganizar a todos los dragones de la formación de Lily que aún seguían ilesos y asignarles misiones cada día según las necesidades, con la idea de mantenerlos ocupados y a la vez patrullar un área más extensa. Aquel día había ordenado que Temerario volara en cabeza, con Nitidus y Dulcia a sus flancos. Tenían que seguir el rastro de la formación de Excidium en el primer tramo de la patrulla del canal y después escindirse de ella para hacer una pasada sobre el escuadrón principal de la flota del canal, que en aquellos momentos acababa de salir de Ushant y estaba bloqueando el puerto francés de Brest.
El aire de la mañana era tan claro y fresco que no se había levantado niebla: el cielo brillaba con nitidez y debajo de él las aguas se veían casi negras. Mientras entornaba los ojos para no deslumhrarse, sentía envidia de los alféreces y los guardiadragones, que se estaban untando polvo de galena negro bajo los ojos; como jefe de la vanguardia, él estaría al mando del pequeño grupo mientras siguieran separados de los demás, y era muy probable que al posarse en el buque insignia le ordenaran presentarse ante el almirante lord Gardner.
Gracias al buen tiempo, fue un vuelo agradable, aunque no del todo tranquilo. Una vez sobre mar abierto, las corrientes de aire variaban de forma impredecible y Temerario obedecía un instinto inconsciente que le llevaba a elevarse y dejarse caer para aprovechar las mejores rachas de viento. Después de una hora de patrulla, llegaron al punto donde debían separarse. La capitana Roland se despidió de ellos con la mano mientras Temerario viraba hacia el sur y adelantaba a Excidium. El sol estaba casi sobre sus cabezas y su luz rielaba sobre el océano.
—Laurence, ya veo los barcos delante de nosotros —dijo Temerario después de una media hora.
Laurence tomó el telescopio, pero tuvo que hacerse sombra con la mano y entrecerrar los ojos contra el sol para distinguir las velas sobre el agua.
—Bien divisado —respondió Laurence, y añadió—: Por favor, señor Turner, hágales la señal confidencial.
El alférez de señales empezó a levantar en orden las banderas que los identificarían como una patrulla inglesa. En su caso, gracias al aspecto inconfundible de Temerario, se trataba de una mera formalidad.
Los avistaron e identificaron poco después. La nave insignia británica disparó una elegante salva de nueve cañonazos, tal vez más de los que, en estricta justicia, le correspondían a Temerario, pues no era el jefe oficial de formación. Mas se debiera a un malentendido o a simple generosidad, a Laurence le complació aquel detalle, y ordenó a los fusileros que dispararan una salva de respuesta mientras planeaban sobre los barcos.
La flota ofrecía una vista impresionante. Las goletas surcaban las olas arremolinándose alrededor de la nave insignia para recoger el correo, mientras que los grandes barcos de guerra orzaban hacia el viento norte para mantener sus posiciones. Sus velas blancas se perfilaban brillantes sobre el agua y en cada palo mayor ondeaba una gallarda exhibición de colores. Laurence no resistió la tentación de asomarse sobre el hombro de Temerario, y se inclinó tanto que tensó las correas del mosquetón.
—Una señal del buque insignia, señor —dijo Turner, mientras se acercaban para que los otros pudieran leer las banderas—. Quieren que el capitán suba a bordo cuando nos posemos.
Laurence asintió. Esperaba aquello.
—Devuelva acuse de recibo, señor Turner. Señor Granby, creo que vamos a dar una pasada hacia el sur sobre el resto de la flota mientras hacen los preparativos.
La tripulación del Hibernia y del vecino Agincourt había empezado a botar las plataformas flotantes que luego atarían entre sí para formar una superficie de aterrizaje para los dragones. Una pequeña goleta se movía entre ellas, recogiendo las sogas de remolque. Laurence sabía por experiencia que aquella operación requería cierto tiempo y que no se iba a acelerar por el hecho de que los dragones sobrevolaran directamente la zona.
Una vez completada la pasada, volvieron para comprobar que las plataformas ya estaban listas.
—Que suban los hombres de abajo, señor Granby —ordenó Laurence.
Los tripulantes del pescante inferior se apresuraron a trepar al lomo de Temerario. Los pocos marineros que aún quedaban sobre la plataforma la despejaron cuando el dragón descendió, seguido de cerca por Nitidus y Dulcia. El armazón de madera se balanceó y su línea de flotación bajó al recibir el enorme peso de Temerario, pero las cuerdas aguantaron. Nitidus y Dulcia se posaron en las esquinas opuestas una vez que Temerario terminó de acomodarse, y Laurence desmontó de su lomo.
—Mensajeros, lleven el correo —ordenó, y él mismo tomó el sobre sellado que contenía los despachos enviados por el almirante Lenton al almirante Gardner.
Laurence trepó con facilidad hasta la cubierta de la goleta que le aguardaba, mientras los mensajeros Roland, Dyer y Morgan se apresuraban a entregar las sacas con el correo a los marineros que estiraban las manos sobre la borda. Laurence se dirigió a popa. Temerario se había repantigado sobre la plataforma para no desequilibrarla. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tablazón, muy cerca de la goleta, para gran inquietud de los marineros.
—Volveré enseguida —le dijo Laurence—. Si necesitas algo, haz el favor de decírselo al teniente Granby.
—De acuerdo, aunque no creo que me haga falta nada. Estoy perfectamente —respondió Temerario ante las miradas perplejas de los tripulantes de la goleta, que aún se asombraron más cuando añadió—: Pero después me gustaría ir de pesca. He visto unos atunes enormes mientras veníamos.
La goleta era un barco elegante, de líneas afiladas. Le llevó hasta el Hibernia a un ritmo que, en otros tiempos, habría considerado el summum de la velocidad. Ahora, asomado sobre el bauprés y corriendo en las alas del viento, Laurence apenas notaba la brisa que soplaba en su rostro.
Habían tendido una guindola junto al costado del Hibernia, pero Laurence la desdeñó. Aún no había perdido su equilibrio de marino, y en cualquier caso escalar por la borda no representaba ninguna dificultad para él. El capitán Bedford estaba esperando para saludarle. Cuando Laurence saltó a bordo se quedó sorprendido, pues ambos habían servido juntos en el Goliath, en el Nilo.
—¡Dios santo, Laurence! No tenía ni idea de que estabas aquí, en el canal —le dijo, olvidándose de formalidades y recibiéndole con un efusivo apretón de manos—. ¿Así que ésa es tu bestia? —preguntó, mirando a Temerario, cuya mole no era mucho menor que la de un barco de setenta y cuatro cañones como el Agincourt, que asomaba por detrás del hombro de Bedford—. Tenía entendido que salió del huevo hace sólo seis meses.
Laurence no pudo evitar pavonearse. Esperaba que no se le notara mucho cuando respondió:
—Sí, ése es Temerario. Aún no tiene ocho meses, pero ya casi ha alcanzado su tamaño de adulto.
Se reprimió a duras penas para no alardear más. Estaba convencido de que no había nada más irritante que esos tipos que no dejaban de presumir de la belleza de sus amantes o la inteligencia de sus niños. En cualquier caso, Temerario no necesitaba alabanzas: a ningún observador le resultaba indiferente su figura elegante y distinguida.
—Oh, ya veo —dijo Bedford, contemplándole con gesto divertido. En ese momento, el teniente que había a su lado carraspeó. Bedford le miró de soslayo y después dijo—: Perdón. Me ha sorprendido tanto verle que le estoy entreteniendo aquí de pie, señor Laurence. Por favor, venga por aquí. Lord Gardner quiere verle.
El almirante lord Gardner llevaba poco tiempo al mando de las fuerzas del canal, un puesto que había ocupado tras el retiro de Cornwallis. La presión de suceder a un líder de tanto éxito en un cargo tan comprometido le estaba pasando factura. Unos años antes, Laurence había servido como teniente en la flota del canal. Aunque nunca los habían presentado formalmente, Laurence, que había visto al almirante en varias ocasiones, observó que había huellas de envejecimiento en su rostro.
—Ya veo. Laurence, ¿no es así? —dijo Gardner una vez que los presentó su asistente, y después musitó unas palabras que Laurence no alcanzó a escuchar—. Por favor, siéntese. He de leer estos despachos cuanto antes, y después escribiré una nota para que se la lleve a Lenton de mi parte —añadió, rompiendo el sello y estudiando su contenido.
Lord Gardner se dedicó a gruñir y asentir para sí mientras leía los mensajes. La aguzada vista de Laurence captó el momento en que el almirante llegaba al relato de la última escaramuza.
—Bien, Laurence, supongo que ya ha recibido una buena dosis de acción —dijo, apartando al fin los papeles—. Espero que les haya venido bien a todos para acostumbrarse. Creo que no pasará mucho tiempo sin que nos den alguna otra sorpresa. Por cierto, quiero que se lo diga a Lenton de mi parte. Me he dedicado a mandar de patrulla costera a todos los bergantines, corbetas y goletas que me he atrevido a poner en peligro, y gracias a eso sé que en las afueras de Cherburgo los franceses están atareados como abejas en una colmena. No podemos precisar aún lo que están haciendo, pero lo más fácil es que se trate de preparativos para la invasión. Y, a juzgar por su actividad, pretenden hacerlo pronto.
—Pero Bonaparte no puede tener más noticias de la flota de Cádiz que nosotros… —apuntó Laurence, inquieto por la información que acababa de oír.
El grado de confianza que tales preparativos auguraban era aterrador, y aunque Bonaparte sin duda era arrogante, su arrogancia casi siempre tenía fundamento.
—De los hechos más inmediatos, no. Ahora, gracias a Dios, estoy seguro de eso. Usted me ha traído la confirmación de que nuestros correos han estado yendo y viniendo con regularidad —dijo Gardner, tabaleando sobre el haz de papeles que reposaba sobre la mesa—. Sin embargo, Bonaparte no puede ser tan insensato de pensar que puede cruzar sin la flota, y eso sugiere que espera su llegada a no mucho tardar.
Laurence asintió. Esas expectativas podían ser infundadas o demasiado optimistas, pero el hecho de que Bonaparte las albergara significaba que un peligro inminente se cernía sobre la flota de Nelson.
Gardner selló el fajo con los mensajes de respuesta y se lo tendió a Laurence.
—Tome. Le estoy muy agradecido por esto, Laurence, y también por traernos el correo. Ahora supongo que querrá comer con nosotros, junto con sus colegas capitanes —dijo, levantándose de la mesa—. Creo que el capitán Briggs, del Agincourt, también se unirá a nosotros.
Toda una vida de adiestramiento naval había inculcado en Laurence el precepto de que una invitación de un oficial superior equivalía a una orden. Aunque Gardner ya no era su superior en sentido estricto, ni se le pasó por la cabeza la idea de rechazarla, pero no dejaba de inquietarse un poco por Temerario, y aún más por Nitidus. El Azul de Pascal era una criatura nerviosa que en circunstancias ordinarias requería grandes dosis de cuidados por parte del capitán Warren. Laurence estaba seguro de que Nitidus sufría una gran ansiedad ante la perspectiva de quedarse a bordo de aquella plataforma flotante improvisada, lejos de su cuidador y de cualquier oficial por encima del rango de teniente.
Y sin embargo, los dragones esperaban en condiciones similares en muchas ocasiones. Si la amenaza de un ataque aéreo contra la flota hubiera sido más grave, varios de ellos habrían tenido que permanecer estacionados a todas horas sobre las plataformas mientras sus capitanes se reunían con los oficiales navales para trazar planes. A Laurence no le gustaba someter a los dragones a esa espera por un motivo tan fútil como una cita para comer; pero honradamente, tampoco podía asegurar que existiera ningún peligro real para ellos.
—Señor, nada me complacería más, y estoy seguro de que hablo también en nombre de los capitanes Warren y Chenery —contestó.
No había nada más que hacer. De hecho, Gardner ni siquiera esperó su respuesta y se fue hacia la puerta para llamar a su teniente.
Sin embargo, el único que acudió en respuesta a las banderas que les invitaron a comer fue Chenery, que traía con él disculpas sinceras y a la vez algo tibias.
—Nitidus se pone muy nervioso si se queda solo, por lo que Warren ha pensado que era mejor quedarse con él —fue la única explicación que, en tono jovial, le ofreció a Gardner.
No parecía consciente de que estaba saltándose los modales reglamentarios.
Laurence hizo una mueca para sí al notar las miradas perplejas y un tanto ofendidas provocadas por las palabras de Chenery, no sólo en Gardner, sino también en su ayudante y los demás capitanes. Aunque al mismo tiempo se sintió aliviado por Nitidus. Sin embargo, la comida ya había empezado con un incidente embarazoso, y así continuó.
Era obvio que el almirante se sentía agobiado pensando en su tarea, de modo que hacía largas pausas entre comentario y comentario. En la mesa habría reinado un espeso silencio de no ser porque Chenery se comportaba de su forma habitual. Con su buen humor y su facilidad para trabar diálogo, hablaba con toda libertad, saltándose las convenciones navales que reservaban a lord Gardner la iniciativa de la conversación.
Cuando Chenery les dirigía la palabra, los oficiales navales hacían una pausa intencionada, le respondían por fin de la forma más escueta posible y enseguida abandonaban el tema. Al principio Laurence se sintió incómodo por Chenery, pero después empezó a sentirse enojado. Debería estar claro, incluso para el más quisquilloso, que Chenery desconocía aquellas normas y que los temas que elegía eran inofensivos. A Laurence le parecía que asentarse en aquel silencio tétrico y acusador era una falta de educación mucho más grave.
Chenery no pudo evitar reparar en la fría respuesta que recibían sus palabras. No obstante, parecía más perplejo que ofendido, aunque aquello no podía durar. Cuando, inasequible al desaliento, probó a iniciar una nueva conversación, Laurence le respondió de forma deliberada. Los dos discutieron entre ellos durante varios minutos, hasta que Gardner, apartando por un momento sus escrúpulos, levantó la mirada y aportó un comentario. De este modo, la conversación recibió su bendición, y los demás oficiales se unieron por fin a ella. Laurence hizo un gran esfuerzo y mantuvo el tema vivo durante el resto de la comida.
Lo que debería haber sido un placer se convirtió así en un trabajo. Laurence se sintió aliviado cuando quitaron la mesa y se les invitó a subir a cubierta para tomar café y fumar unos puros. Tomando su taza, se acercó a la borda de estribor para disfrutar de mejor vista de la plataforma flotante. Temerario dormía plácidamente, con el sol reflejándose en sus escamas, una de las patas delanteras colgando sobre el agua, y Nitidus y Dulcia recostados sobre él.
Bedford se le acercó y miró a los dragones en lo que Laurence consideró una silenciosa muestra de camaradería. Pero, tras unos instantes, dijo:
—Supongo que es un animal muy valioso y que hemos de estar contentos por tenerlo con nosotros, pero es abrumador pensar que está encadenado a una vida y a una compañía como ésas.
Durante unos momentos, a Laurence le faltó la elocuencia necesaria para contestar a aquel comentario tan preñado de lástima. Media docena de respuestas se agolparon en sus labios. Respiró hondo con tal intensidad que la garganta le tembló, y después dijo con voz baja y brutal:
—Señor, no permitiré que me hable en esos términos, ya sea refiriéndose a Temerario o a mis colegas. Me asombra que piense usted que esa forma de hablar es aceptable.
Su vehemencia hizo que Bedford diera un paso atrás. Laurence se volvió y dejó su taza de café tintineando sobre la bandeja del camarero.
—Señor, creo que debemos partir —le dijo a Gardner, controlando el tono de su voz—. Como ésta es la primera vez que Temerario vuela siguiendo este rumbo, es mejor que volvamos antes de que oscurezca.
—Desde luego —repuso Gardner, tendiéndole la mano—. Vaya con Dios, capitán. Espero volver a verle pronto.
Pese a las excusas de Laurence, no estuvieron de vuelta en la base hasta después de anochecer. Tras ver cómo Temerario atrapaba unos cuantos atunes de gran tamaño, Nitidus y Dulcia manifestaron deseos de probar también ellos con la pesca, mientras que Temerario se mostraba más que contento de proseguir con su exhibición. Los tripulantes más jóvenes no estaban del todo preparados para la experiencia de ir a bordo de un dragón en plena cacería. Pero después de la primera bajada en picado se acostumbraron a la sensación, cesaron en sus gritos de pavor y no tardaron en tomarse todo aquello como un juego.
Laurence descubrió que ni su mal humor era capaz de sobreponerse al entusiasmo de los muchachos, que gritaban como locos cada vez que Temerario levantaba el vuelo con otro atún retorciéndose entre sus garras. Algunos de ellos incluso le pidieron permiso para descolgarse por los costados del dragón y así zambullirse cuando Temerario capturaba a su presa.
El vuelo de regreso a la costa fue algo más lento, pues Temerario se había atiborrado de atún. Mientras canturreaba feliz y satisfecho, volvió la cabeza y, con un brillo de agradecimiento en los ojos, le dijo a Laurence:
—¿No te parece que ha sido un día agradable? Hacía mucho tiempo que no teníamos un vuelo tan espléndido como éste.
Laurence descubrió que su enojo se había esfumado, por lo que no necesitó disimularlo al responder.
Las lámparas de la base empezaban a encenderse como enormes luciérnagas que se recortaban contra las oscuras siluetas de las arboledas dispersas, y la dotación de tierra movía sus antorchas entre ellas al tiempo que Temerario descendía al suelo. La mayoría de los oficiales jóvenes seguían empapados y empezaron a tiritar cuando se deslizaron a tierra por los costados del cálido corpachón del dragón. Laurence les dio permiso para que se retiraran a descansar y se quedó de guardia junto al propio Temerario, mientras los asistentes terminaban de desenganchar los arneses. Hollin le dirigió una mirada de reproche cuando los hombres le trajeron las cinchas del cuello y los hombros, que estaban incrustadas de escamas, espinas y entrañas de pez, y que ya empezaban a oler mal.
Temerario estaba tan contento y bien alimentado que Laurence no se molestó en pedir disculpas. Tan sólo dijo en tono alegre:
—Me temo que por nuestra culpa tendrá un trabajo muy pesado, señor Hollin, pero al menos no habrá que darle de comer esta noche.
—Sí, señor —dijo Hollin, en tono fúnebre, y organizó a sus hombres para la tarea.
Tras quitarle el arnés, los miembros del equipo limpiaron la piel del dragón. Habían desarrollado la técnica de pasarse cubos en cadena como una brigada de bomberos para lavarlo después de las comidas. Más tarde, Temerario dio un enorme bostezo, eructó y se tumbó en el suelo con una expresión tan plácida que Laurence se rió al verlo.
—Tengo que ir a entregar estos despachos —dijo—. ¿Vas a dormir, o quieres que te lea esta noche?
—Perdóname, Laurence, pero creo que tengo demasiado sueño —respondió Temerario, bostezando de nuevo—. Me es difícil entender a Laplace incluso cuando estoy muy espabilado, y no quiero correr el riesgo de perderme algo.
Como Laurence ya tenía bastantes problemas leyendo el francés en el que estaba redactado el tratado sobre mecánica celeste de Laplace y pronunciándolo de forma que Temerario lo entendiese —y eso que no hacía el menor esfuerzo por captar los principios que él mismo leía en voz alta—, aceptó las palabras del dragón de buen grado.
—Muy bien, amigo mío. En ese caso, te veré por la mañana —accedió, y se quedó acariciando la nariz de Temerario hasta que los ojos del dragón se cerraron y su pausada respiración reveló que se había quedado profundamente dormido.
Al recibir los despachos y el mensaje de viva voz, el almirante Lenton frunció el ceño con preocupación.
—Esto no me gusta nada, nada —dijo—. Así que Bonaparte está trabajando tierra adentro… Laurence, ¿cree que puede estar construyendo más barcos en la costa para agregarlos a su flota sin nuestro conocimiento?
—Tal vez consiga fabricar algunas naves de transporte toscas, señor, pero nunca buques de guerra —repuso Laurence enseguida, muy convencido—. Y ya dispone de transportes grandes y en abundancia en todos los puertos de la costa. Me cuesta imaginar que pueda querer más.
—Y todo eso es en las cercanías de Cherburgo, no de Calais, aunque la distancia es mayor y nuestra flota está más cerca. No lo entiendo, pero Gardner tiene razón: estoy convencido de que Bonaparte planea alguna jugada, pero no podrá llevarla a cabo hasta que su armada llegue.
Lenton se puso en pie de repente y salió de la oficina. Sin saber muy bien si debía considerar que con aquel gesto le había despedido, Laurence le siguió. Así atravesaron el cuartel general, salieron al exterior y llegaron al claro donde Lily convalecía tendida en el suelo.
La capitana Harcourt estaba sentada junto a la cabeza de su dragona y le acariciaba todo el rato la pata delantera. Choiseul estaba con ella y leía en voz baja para ambos. El dolor seguía nublando los ojos de Lily. Pero había una señal más esperanzadora: era evidente que Lily había comido, ya que los asistentes aún estaban limpiando una gran pila de huesos reducidos a astillas.
Choiseul apartó la mirada del libro y, después de susurrar algo al oído de Harcourt, acudió junto a ellos.
—Está casi dormida. Les ruego que no la despierten —dijo en tono muy suave.
Lenton asintió e indicó con una seña a Choiseul y Laurence que se apartaran unos pasos con él.
—¿Qué tal se recupera? —preguntó.
—Según los médicos, muy bien, señor. Dicen que su curación está siendo todo lo rápida que cabía esperar —respondió Choiseul—. Catherine no se ha apartado de su lado.
—Estupendo —dijo Lenton—. En ese caso, serán tres semanas, si es que el cálculo inicial sigue siendo acertado. Bien, caballeros, he cambiado de opinión. En vez de hacer que Temerario se turne con Praecursoris, voy a enviarlo a patrullar todos los días. Usted no necesita esa experiencia, Choiseul, pero Temerario sí. Tendrá que ejercitar a Praecursoris por su cuenta.
Choiseul hizo una reverencia. Si estaba en desacuerdo, no dio muestra de ello.
—Me complace servirle en lo que pueda, señor. Tan sólo tiene que indicarme la forma.
Lenton asintió.
—Por ahora, quédese con Harcourt todo el tiempo posible. Estoy seguro de que usted sabe bien lo que es tener una bestia herida —dijo.
Choiseul volvió con Harcourt y Lily, que se había quedado dormida. Lenton, frunciendo el ceño por algún pensamiento privado, se alejó con Laurence.
—Laurence —dijo—, quiero que practique maniobras de formación con Nitidus y Dulcia mientras patrulla. Sé que no ha recibido entrenamiento en formaciones reducidas, pero Warren y Chenery le pueden ayudar. Si es necesario, quiero que Temerario sepa dirigir a un par de combatientes ligeros para luchar por separado del grupo.
—Muy bien, señor —dijo Laurence, un tanto perplejo.
Estaba ávido por pedir una explicación, y le resultaba difícil reprimir la curiosidad.
Llegaron al claro de Excidium, que se estaba adormilando. La capitana Roland conversaba con la dotación de tierra mientras inspeccionaba una pieza del arnés. Los saludó inclinando la cabeza y se unió a ellos en su paseo de regreso al cuartel.
—Roland, ¿puede arreglárselas sin Auctoritas ni Crescendium? —le espetó Lenton.
Ella enarcó una ceja.
—Si tengo que hacerlo, claro que sí —repuso—. ¿De qué se trata?
A Lenton no pareció molestarle aquella pregunta tan directa.
—Tenemos que pensar en enviar a Excidium a Cádiz en cuanto Lily empiece a volar bien —contestó—. No estoy dispuesto a dejar que el reino se pierda por no tener un dragón en el sitio apropiado. Aquí, con la ayuda de la flota del canal y las baterías costeras, podemos resistir las incursiones aéreas durante mucho tiempo. En cambio, no debemos permitir que la flota enemiga escape.
Si Lenton se decidía a alejar a Excidium y a su formación, su ausencia dejaría el canal vulnerable a los ataques aéreos. Pero si las flotas francesa y española escapaban de Cádiz, acudían al norte y se unían a las naves amarradas en Brest y Calais, la ventaja, aunque tan sólo durara un día, sería lo bastante avasalladora para que Napoleón se decidiese a embarcar su ejército de invasión.
Laurence no envidiaba la responsabilidad de Lenton. No sabía si las divisiones aéreas de Bonaparte estaban a medio camino de Cádiz por tierra o seguían aún en la frontera austríaca, por lo que su decisión sólo podía basarse en conjeturas. Aun así, tenía que tomarla, aunque fuese eligiendo no hacer nada, y era obvio que Lenton estaba dispuesto a arriesgarse.
Ahora era evidente el sentido de las órdenes que Temerario había recibido. El almirante quería tener a mano una segunda formación, aunque fuese pequeña, y hubiese recibido un entrenamiento incompleto. Laurence creía recordar que Auctoritas y Crescendium, del grupo de apoyo de Excidium, eran dragones de combate de peso medio. Quizá Lenton pretendía combinarlos con Temerario para convertirlos a los tres en una fuerza de choque con capacidad de maniobra.
—Tratar de superar en astucia a Bonaparte. La idea hace que se me hiele la sangre en las venas —dijo la capitana Roland, haciendo eco de los sentimientos de Laurence—. Pero estaremos listos para partir en cuanto usted lo ordene. Y mientras nos quede tiempo, haré maniobras de vuelo sin Auctor ni Cressy.
—Bien, póngase a ello —dijo Lenton, mientras subían las escaleras que llevaban al vestíbulo—. Ahora he de dejarles. Por desgracia, aún tengo que leer diez despachos más. Buenas noches, señores.
—Buenas noches, Lenton —dijo Roland, que se estiró y bostezó una vez se hubo ido el almirante—. Bueno, volar en formación puede ser mortalmente aburrido si no se introducen cambios de vez en cuando, del tipo que sean. ¿Qué le parece si cenamos algo?
Tomaron sopa y pan tostado, y también queso azul de Stilton con oporto, y después volvieron a la habitación de Roland para jugar al piquet. Tras unas cuantas manos y un rato de conversación superficial, ella, con la primera nota de timidez que Laurence había escuchado en su voz, le preguntó:
—Laurence, ¿me permite un atrevimiento?
Él se quedó mirándola de hito en hito, pues Roland nunca dudaba a la hora de tomar la iniciativa en cualquier materia.
—Desde luego —respondió, tratando de imaginar qué iba a pedirle Roland.
De pronto fue consciente de lo que les rodeaba: la cama grande y arrugada, a menos de diez pasos; el cuello abierto del camisón que ella se había puesto cuando entraron en la alcoba, después de quitarse la chaqueta y los calzones detrás de un biombo. Laurence bajó la vista hacia sus cartas. El rostro le ardía y las manos le temblaban un poco.
—Si tiene alguna reticencia, le ruego que me lo diga cuanto antes —añadió.
—No —se apresuró a responder Laurence—. Me encantará complacerla. Estoy seguro —añadió con retraso al darse cuenta de que ella aún no le había preguntado nada.
—Es muy amable —dijo ella. Su cara se iluminó con una sonrisa amplia, aunque algo torcida, pues la comisura derecha de su boca se levantaba más que la parte quemada que tenía a la izquierda. Después prosiguió—: Le agradecería que me dijera con total sinceridad qué opina del trabajo de Emily, y de su interés por esta forma de vida.
Laurence se concentró para no ruborizarse, pues se había imaginado lo que no era, mientras ella añadía:
—Ya sé que es una ruindad pedirle que me hable mal de ella, pero he comprobado más de una vez lo que sucede cuando se confía demasiado en la herencia familiar sin un entrenamiento adecuado. Si tiene algún motivo para dudar de que esté capacitada, le ruego que me lo diga ahora que aún queda tiempo para poner una solución.
Ahora su desazón era evidente. Al pensar en Rankin y el trato tan indigno que le daba a Levitas, Laurence se puso en el lugar de Roland. La empatia le ayudó a sobreponerse de la situación tan embarazosa en que él mismo se había metido.
—Le puedo jurar que hablaría con franqueza si apreciara señales de algo así. De hecho, jamás la habría elegido como mensajera si no me sintiera seguro de que es una muchacha de fiar y está consagrada a su deber. Sin duda, es joven, pero también prometedora.
Roland resopló, se retrepó en la silla y dejó caer las cartas, sin molestarse en fingir que les estaba prestando atención.
—Dios, cuánto me alivia oírle decir eso —dijo—. Yo también esperaba lo mismo, pero he descubierto que en este asunto no puedo confiar en mí misma —se rió, desahogada, y se levantó a buscar otra botella de vino en el escritorio.
Laurence le tendió el vaso para que se lo llenara.
—Por el éxito de Emily —brindó, y ambos bebieron.
Después, ella se acercó, le quitó el vaso de la mano y le besó. Ciertamente, Laurence se había equivocado de medio a medio: en este asunto, Roland no mostró la menor vacilación.
Laurence no pudo evitar una mueca al ver el descuido con el que Jane sacaba sus cosas del guardarropa y las arrojaba sobre la cama en un confuso montón.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó por fin, desesperado, al tiempo que se apoderaba de su equipaje—. No, te lo ruego, permíteme este atrevimiento. Mientras yo hago esto puedes estudiar el itinerario de vuelo —añadió.
—Gracias, Laurence, eres muy amable. —Ella lo dejó y se sentó con sus mapas—. Será un vuelo sencillo, espero —añadió mientras se dedicaba a garabatear cálculos y mover las piezas de madera con las que representaba las naves de transporte dispersas que proporcionarían a Excidium y a su formación lugares de descanso en su viaje a Cádiz—. Si el tiempo sigue igual, deberíamos llegar allí en menos de dos semanas.
La situación era apremiante, por lo que los dragones no iban a viajar a bordo de un solo transporte. El plan era volar de un transporte a otro, usando las corrientes y el viento para intentar vaticinar sus posiciones.
Laurence asintió con cierta gravedad. Sólo faltaba un día para octubre, y en aquella época del año lo más probable era que el tiempo cambiara. En tal caso, la capitana tendría que enfrentarse con una alternativa muy peligrosa: encontrar un transporte que bien podía haberse desviado de su curso, o buscar refugio tierra adentro, delante mismo de la artillería española. Eso, por supuesto, dando por sentado que una tormenta no rompiera la formación. A veces un ventarrón o un relámpago podían derribar a un dragón; si caía sobre un mar picado, era probable que se ahogara con toda la tripulación.
Pero no había alternativa. Lily se había recuperado con gran rapidez en las últimas semanas. De hecho, la víspera había guiado a la formación durante una patrulla completa y había aterrizado sin dolores ni rigidez. Lenton la había examinado, había intercambiado unas cuantas palabras con ella y con la capitana Harcourt, y después había acudido directamente a entregar a Jane las órdenes para ir a Cádiz. Laurence ya se lo esperaba, desde luego; pero no podía evitar sentirse preocupado tanto por los dragones que iban a partir como por los que iban a permanecer en la base.
—Ya está, esto servirá —dijo ella, y tras terminar con la carta de navegación soltó la pluma.
Laurence levantó la vista del equipaje, sorprendido. Se hallaba tan absorto en sus pensamientos que había estado empacando de forma mecánica, sin reparar en lo que hacía. Ahora se dio cuenta de que llevaba callado cerca de veinte minutos y de que tenía en las manos un corsé de Jane. Se apresuró a meterlo en la pequeña maleta, encima de las demás cosas que había guardado meticulosamente, y cerró la tapa.
La luz del sol empezaba a entrar por la ventana. El tiempo se les acababa.
—No estés tan serio, Laurence. He hecho el vuelo a Gibraltar una docena de veces —dijo Jane a la vez que le daba un sonoro beso—. Me temo que aquí lo vais a pasar peor. Cuando sepan que hemos partido intentarán jugaros alguna mala pasada.
—Confío plenamente en ti —dijo Laurence, tocando la campanilla para avisar a los sirvientes—. Sólo espero que no nos hayamos equivocado.
Era la peor crítica que se atrevería a hacerle a Lenton, sobre todo en un asunto en el que no podía ser imparcial. Con todo, tenía la sensación de que, aunque no tuviera un motivo personal para oponerse a que Excidium y su formación corrieran peligro, le habría seguido preocupando la falta de información sobre el enemigo.
Tres días antes, Volly había llegado con un informe plagado de malas noticias. Un puñado de dragones franceses había llegado a Cádiz. Bastaban para evitar que Mortiferus obligara a salir a la flota, pero no eran ni la décima parte de los dragones apostados a lo largo del Rin. Para mayor inquietud de Laurence, aunque todos los dragones ligeros y rápidos que no servían como mensajeros estaban siendo empleados en labores de exploración y espionaje, el mando inglés aún no había averiguado nada más sobre los preparativos de Bonaparte al otro lado del canal.
Caminó con Roland hasta el claro de Excidium y la vio embarcar. Era curioso, pero tenía la impresión de que debería sentir algo más. Habría preferido pegarse un tiro en la cabeza antes de permitir que Edith afrontara el peligro mientras él se quedaba atrás, y sin embargo era capaz de despedirse de Roland sin sentir más congoja que cuando le decía adiós a cualquier otro camarada. Ella, una vez embarcada su tripulación, le lanzó un beso amistoso desde el lomo de Excidium.
—Te veré dentro de pocos meses, estoy segura. O incluso antes, si conseguimos sacar a los franchutes del puerto —le dijo—. Que tengas vientos propicios, y no dejes que Emily se desmande.
Laurence la saludó con la mano.
—¡Buena suerte! —exclamó, y se quedó mirando cómo Excidium batía sus enormes alas y alzaba el vuelo.
Los demás dragones de la formación despegaron para unirse a él, hasta que todos se perdieron más allá de la vista hacia el sur.
Aunque seguían vigilando con cautela los cielos del canal, las primeras semanas después de la partida de Excidium fueron tranquilas y no se produjeron ataques aéreos. Según Lenton, los franceses creían que Excidium aún seguía en la base, lo que los hacía más reacios a emprender cualquier aventura.
—Cuanto más tiempo hagamos que lo crean, mejor —les confío a los capitanes en una reunión tras otra patrulla sin incidentes—. Aparte de que eso nos beneficia a nosotros, conviene que ignoren que hay otra formación acercándose a su preciosa flota de Cádiz.
Todos se sintieron muy aliviados al saber que Excidium había llegado a salvo, noticia que les trajo Volly casi dos semanas después de su partida.
—Cuando partí, ya habían entrado en acción —les dijo el capitán James a los demás capitanes al día siguiente, mientras tomaba un rápido desayuno antes de emprender el viaje de regreso—. Se pueden oír los alaridos de los españoles a kilómetros de distancia. Sus naves mercantes se desintegran bajo las llamas de un dragón tan rápido como cualquier barco de guerra, al igual que sus casas y sus tiendas. Creo que no tardarán en abrir fuego contra los franceses si Villeneuve no aparece pronto, sean aliados o no.
El ambiente se relajó tras estas noticias alentadoras. Lenton acortó un poco las patrullas y les concedió unas horas de asueto: un descanso bien acogido por unos hombres que llevaban tiempo trabajando a un ritmo frenético. Los más dinámicos fueron a la ciudad, pero la mayoría aprovechó para dormir un poco, al igual que hicieron sus exhaustos dragones.
Laurence aprovechó la ocasión para disfrutar con Temerario de una velada tranquila. Se quedaron levantados juntos hasta bien entrada la noche, leyendo a la luz de las linternas. Laurence se quedó adormilado y se despertó poco después de que saliera la luna. La cabeza de Temerario se recortaba oscura sobre el cielo iluminado, con una mirada inquisitiva hacia el norte del claro.
—¿Pasa algo? —preguntó Laurence.
Al enderezarse en el asiento, pudo escuchar débilmente un sonido extraño y agudo.
Pero mientras ambos prestaban atención para escucharlo, se interrumpió.
—Laurence, creo que es Lily —dijo Temerario, poniendo el cuello rígido.
Laurence bajó al suelo al instante.
—Quédate aquí. Volveré lo más rápido que pueda —dijo, y Temerario asintió sin apartar la mirada.
Los senderos que recorrían la base estaban desiertos y sin iluminar. La formación de Excidium había partido, todos los dragones ligeros estaban fuera en misiones de exploración, y la noche era tan fría que hasta los asistentes más dedicados a su trabajo se habían retirado a los barracones. El suelo se había congelado tres días antes y estaba tan duro y compacto que los tacones de Laurence resonaban como un tambor hueco al caminar.
No había nadie en el claro de Lily. Se oía a lo lejos un tenue murmullo que provenía de los barracones; Laurence alcanzó a vislumbrar entre los árboles la luz de sus ventanas. No había nadie junto a los edificios. La propia Lily estaba agazapada e inmóvil. Los ojos de la dragona, amarillos y rodeados por un borde rojo, permanecían abiertos mientras clavaba las garras silenciosamente en el suelo. Laurence oyó voces que cuchicheaban, y también el gemido de alguien que lloraba. Se preguntó si estaba violando la intimidad de alguien, pero la zozobra de Lily era tan evidente que se decidió a entrar en el claro, mientras llamaba en voz alta:
—¿Harcourt? ¿Está usted ahí?
—No siga —le llegó la voz de Choiseul, baja y áspera.
Laurence rodeó la cabeza de Lily y una terrible sorpresa le hizo quedarse clavado en el sitio. Choiseul tenía agarrada a Harcourt por el brazo, y en su rostro se leía un gesto de absoluta desesperación.
—No haga ruido, Laurence —le advirtió. Sostenía una espada en la mano. Detrás de él, Laurence pudo ver a un joven guardiadragón tendido en el suelo, con manchas de sangre oscura que empezaban a extenderse por la parte posterior de su chaqueta—. No haga el menor ruido.
—Dios santo, ¿se puede saber qué pretende? —dijo Laurence—. Harcourt, ¿está bien?
—Ha matado a Wilpoys —dijo ella con voz confusa, tambaleándose en el sitio. Cuando la luz de la antorcha le iluminó el rostro, Laurence vio que tenía una contusión que le cubría media frente y empezaba ya a amoratarse—. No se preocupe por mí, Laurence. Tiene que buscar ayuda: ¡quiere hacerle daño a Lily!
—No, nunca, nunca —dijo Choiseul—. No pretendo hacerle daño ni a ella ni a ti, Catherine, lo juro. Pero si usted se interpone, Laurence, no respondo de mis actos. No haga nada.
Choiseul levantó la espada. En su filo, no muy lejos del cuello de Harcourt, brillaba la sangre. Lily volvió a emitir aquel sonido tenue y fantasmal, un gemido agudo que rechinaba en los oídos. Choiseul estaba pálido, su rostro adquiría un tinte verdoso a la luz y parecía lo bastante desesperado para hacer cualquier cosa. Laurence se quedó donde estaba, esperando a que llegara su oportunidad.
Choiseul le miró en silencio durante un rato, hasta que se convenció de que Laurence no pretendía irse. Después dijo:
—Vamos a ir todos juntos hasta donde está Praecursoris. Lily, tú te quedarás aquí, y cuando veas que estamos en el aire nos seguirás. Te prometo que Catherine no sufrirá ningún daño mientras tú obedezcas.
—¡Tú, miserable! ¡Cobarde, perro traidor! —estalló Harcourt—. ¿Piensas que voy a ir a Francia contigo para lamerle las botas a Bonaparte? ¿Cuánto tiempo llevas planeando esto?
La joven luchó por apartarse del francés, aunque apenas se tenía en pie, pero Choiseul la sacudió y a punto estuvo de hacerle caer al suelo.
Lily soltó un gruñido, se incorporó a medias y desplegó las alas. Laurence pudo ver el ácido negro que brillaba en los bordes de sus espuelas de hueso.
—¡Catherine! —siseó con un silbido que sonó distorsionado a través de sus dientes.
—¡Silencio! ¡Ya basta! —dijo Choiseul, que tiró de Harcourt para acercarla a él y le inmovilizó los brazos. En la otra mano seguía aferrando la espada, mientras Laurence, que acechaba su oportunidad, no dejaba de vigilarla—. Tú nos seguirás, Lily. Vas a hacer lo que te he dicho. Ahora nos vamos. Usted diríjase hacia allí, monsieur.
Choiseul le señaló la dirección con la punta de la espada. Pero en vez de darse la vuelta, Laurence fue caminando de espaldas hasta que, al llegar bajo la sombra de los árboles, refrenó aún más su paso. De esa manera, sin saberlo, Choiseul se acercó a él más de lo que era su intención.
Hubo unos segundos de lucha salvaje, cuerpo a cuerpo. Después, los tres cayeron en un lío de brazos y piernas, la espada voló por los aires y Harcourt quedó apretujada entre los dos hombres. El golpe contra el suelo fue duro, pero Choiseul había quedado debajo y por un momento Laurence se vio en ventaja. Sin embargo, tuvo que sacrificarla y apartarse un poco para que Harcourt quedara libre y el francés no pudiera hacerle daño. En cuanto la joven se quitó de en medio, Choiseul descargó su puño en el rostro de Laurence y lo derribó.
Rodaron por el suelo, golpeándose como podían mientras, sin dejar de pelear, ambos trataban de llegar a la espada. Choiseul tenía una complexión fuerte y era más alto, y aunque Laurence poseía mucha más experiencia en el combate cuerpo a cuerpo, el peso del francés empezaba a inclinar la balanza. Lily bramaba con rugidos estridentes y a lo lejos ya se oían voces acercándose, lo que hizo que Choiseul sacara nuevas fuerzas de su propia desesperación. El francés hundió el puño en el estómago de Laurence y se abalanzó hacia la espada mientras su rival se acurrucaba jadeando de dolor.
Entonces un rugido ensordecedor se cernió sobre ellos. El suelo retembló, las ramas cayeron en medio de una lluvia de hojas secas y agujas de pino, y un árbol gigantesco y centenario fue arrancado de raíz ante sus ojos. Temerario estaba sobre ellos, apartando con sus terribles golpes los árboles que los cubrían. Luego sonó otro bramido, esta vez de Praecursoris, y Laurence entrevio las alas marmóreas del dragón francés acercándose en la oscuridad. Temerario se retorció sobre sí mismo y extendió las garras para enfrentarse a él. Laurence logró levantarse y se arrojó sobre el francés, al que consiguió derribar recurriendo a todo su peso. Aunque sentía náuseas tras el puñetazo, siguió peleando, espoleado por el peligro que corría su dragón.
Choiseul consiguió ponerse encima de él, apoyó el brazo contra la garganta de Laurence y apretó con fuerza. Laurence se estaba ahogando, pero captó de refilón un movimiento borroso, y de pronto Choiseul se desplomó, flácido. Harcourt había cogido una barra de hierro de entre los aparejos de Lily y había golpeado al francés en la nuca.
La capitana estaba a punto de desmayarse por el esfuerzo, mientras Lily trataba de abrirse paso entre los árboles para llegar hasta ella. Sin embargo, en el claro ya se había congregado una multitud, y no faltaron manos para ayudar a Laurence a incorporarse.
—Vigilen a ese hombre y traigan antorchas —ordenó Laurence—. Y busquen también una bocina y a alguien que tenga buenos pulmones. ¡Rápido, maldita sea! —exclamó, pues sobre sus cabezas Temerario y Praecursoris seguían volando en círculos el uno alrededor del otro, amenazándose mutuamente con las garras.
El primer teniente de Harcourt era un hombre de pecho amplio y una voz tan potente que no necesitaba bocina. En cuanto comprendió lo que estaba pasando, se llevó las manos a la boca a modo de altavoz y llamó a gritos a Praecursoris. El gran dragón francés se retiró de la pelea y durante unos instantes voló en círculos mientras veía con desesperación cómo amarraban a Choiseul. Después agachó la cabeza y volvió al suelo, mientras Temerario revoloteaba sobre él sin dejar de vigilarlo hasta que tomó tierra.
Maximus dormía no muy lejos de allí, y Berkley había acudido al claro al oír los ruidos. Tomando entonces el control de la situación, ordenó a un grupo de hombres que encadenaran a Praecursoris y a otros que llevaran a Harcourt y Choiseul al médico; por último, otros recibieron el encargo de llevarse al pobre Wilpoys para enterrarlo.
—No, gracias, puedo arreglármelas —respondió Laurence, apartando las manos voluntariosas que también querían llevárselo a él.
Mientras terminaba de recuperar el aliento, caminó lentamente hacia el claro donde Temerario había aterrizado junto a Lily, para reconfortar a ambos dragones y tratar de tranquilizarlos.
Choiseul siguió inconsciente la mayor parte del día, y cuando despertó tenía la lengua de trapo y no se entendía lo que decía. Pero a la mañana siguiente, nuevamente dueño de sus actos, se negó a contestar a ninguna pregunta.
Todos los demás dragones habían formado un círculo alrededor de Praecursorís y le habían ordenado que se quedara en el suelo, so pena de matar a Choiseul. Una amenaza a su cuidador era lo único que podía retener a un dragón contra su voluntad, y los mismos medios con los que Choiseul había intentado obligar a Lily a que desertara a Francia estaban siendo ahora empleados contra él. Praecursorís no hizo ningún intento de desobedecer la orden, sino que se acurrucó miserablemente bajo sus cadenas sin comer nada, limitándose a emitir de vez en cuando un débil gemido.
—Harcourt —dijo Lenton cuando entró por fin en el comedor, donde se habían congregado todos a la espera de noticias—. De veras que lo siento, pero he de pedirle que lo intente. Choiseul no quiere hablar con nadie, pero aunque no tenga más honor que una rata, debe pensar que le debe a usted una explicación. ¿Está dispuesta a interrogarle?
Ella asintió, y después apuró su vaso. Pero su cara seguía tan pálida que Laurence le preguntó en voz baja:
—¿Quiere que la acompañe?
—Sí, si no le molesta —se apresuró a responder ella, agradecida.
Laurence la siguió hasta la celda pequeña y oscura donde habían encarcelado a Choiseul. El francés era incapaz de sostenerle la mirada ni hablar con ella. Tan sólo meneó la cabeza y se estremeció, e incluso empezó a sollozar mientras la capitana le hacía preguntas con voz vacilante.
—¡Oh, maldita sea! —estalló Harcourt por fin, hirviendo de furia—. ¿Cómo… cómo has podido tener corazón para hacerme esto? Todo lo que me dijiste era mentira. Dime: ¿fuiste tú quien planeó esa emboscada cuando veníamos hacia aquí? ¡Dímelo!
Su voz estaba a punto de quebrarse. Choiseul, con la cara tapada con las manos, se levantó y gritó a Laurence:
—¡Por el amor de Dios, sáquela de aquí! Le diré todo lo que quiera, pero llévesela. —Después, volvió a desplomarse.
A Laurence no le apetecía en absoluto ser su interrogador, pero tampoco quería prolongar sin necesidad el sufrimiento de Harcourt. Cuando la tocó en el hombro, ella huyó de la celda al instante. Al capitán le resultó muy desagradable tener que hacerle preguntas a Choiseul, y aún más enterarse de que había sido un traidor desde que llegó de Austria.
—Ya veo lo que piensa de mí —añadió Choiseul, percibiendo el gesto de disgusto de Laurence—. Está en su derecho, pero debe saber que no tenía más alternativa.
Hasta entonces Laurence se había limitado estrictamente a hacer preguntas, pero aquel patético intento de excusarse hizo que la sangre le hirviera en las venas. Sin poder reprimir su desprecio, dijo:
—Podía elegir ser honrado. Podía elegir cumplir con su deber en el puesto que tanto nos suplicó.
Choiseul soltó una carcajada en la que no había rastro de alegría.
—Tiene razón. Pero ¿qué ocurrirá en navidades cuando Bonaparte entre en Londres? No hace falta que me mire de esa manera. Estoy convencido de que va a ocurrir como le digo, pero le aseguro que, si hubiese creído que alguno de mis actos podía evitarlo, habría obrado en consecuencia.
—En lugar de eso, se ha convertido usted en traidor por partida doble y ha ayudado a Bonaparte, mientras que su primera traición podría haber tenido excusa si se hubiese mantenido fiel a sus propios principios —dijo Laurence.
La certeza de Choiseul sobre lo que iba a ocurrir le había llenado de inquietud, aunque se guardó mucho de permitir que se le notara.
—Ah, los principios —dijo Choiseul. Su jactancia le había abandonado, y ahora sólo parecía resignado y exhausto—. Francia no está tan corta de bestias como ustedes, y Bonaparte ya ha ejecutado a varios dragones por traición. ¿Qué importan los principios cuando la sombra de la guillotina se cierne sobre Praecursoris? ¿Dónde podía llevarlo? ¿A Rusia? El me sobrevivirá dos siglos, y ya sabe usted cómo tratan allí a los dragones. En cuanto a volar con él a América, me resultaba prácticamente imposible sin un barco de transporte. Mi única esperanza era el perdón, y Bonaparte me lo ofreció, aunque a cambio de un precio.
—Se refiere a Lily —atajó Laurence, con voz fría.
Para su sorpresa, Choiseul negó con la cabeza.
—No, su precio no era el dragón de Catherine, sino el de usted. —Ante el gesto inexpresivo de Laurence, añadió—: El trono imperial mandó a Bonaparte aquel huevo chino como presente. Él me envió para que lo recuperara. No sabía que Temerario ya había eclosionado. —Choiseul se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas abiertas—. Pensé que tal vez si lo mataba…
Laurence le golpeó de lleno en la cara, con tal fuerza que derribó al francés sobre el suelo de piedra de la celda y la silla se volcó con estrépito. Choiseul tosió y su labio se manchó de sangre. El guardián abrió la puerta y se asomó al interior.
—¿Va todo bien, señor? —preguntó, mirando directamente a Laurence y sin prestarle la menor atención a la herida de Choiseul.
—Sí. Puede irse —respondió Laurence con voz terminante, y cuando la puerta volvió a cerrarse se limpió la sangre de la mano con el pañuelo.
En circunstancias normales se sentiría avergonzado de haber pegado a un prisionero, pero en aquel momento no albergaba el menor remordimiento. El corazón aún le seguía latiendo como un tambor.
Choiseul enderezó su silla con parsimonia y volvió a sentarse. En voz más baja, dijo:
—Lo siento. Al final no tuve valor para hacerlo, y pensé que a cambio… —dijo, pero se interrumpió al ver que el rostro de Laurence recobraba el color.
La idea de que durante todos esos meses la traición hubiese acechado tan de cerca a Temerario y de que se había salvado tan sólo por el repentino remordimiento de conciencia de Choiseul bastaba para helarle la sangre en las venas. Laurence dijo con desprecio:
—A cambio intentó usted seducir y raptar a una chica que apenas acaba de dejar atrás sus años de escuela.
Choiseul no replicó. De hecho, Laurence era incapaz de imaginar qué podría haber alegado en su defensa. Tras una pausa momentánea, añadió:
—Ya no puede seguir fingiendo que tiene honor. Dígame qué planea Bonaparte, y tal vez Lenton ordene que envíen a Praecursoris a los campos de cría de Terranova. Eso, si es cierto que el motivo de sus actos ha sido salvarle la vida a su dragón, y no conservar su miserable pellejo.
Choiseul palideció, pero intentó defenderse:
—Apenas sé nada, pero se lo contaré todo si Lenton me da su palabra.
—No —repuso Laurence—. Lo único que puede hacer es confesar y esperar una clemencia que no se merece. No pienso negociar con usted.
Choiseul agachó la cabeza. Cuando habló, lo hizo con la voz rota, tan bajo que Laurence tuvo que aguzar el oído para escucharle.
—No sé qué pretende exactamente Bonaparte. Pero sí que quería que yo contribuyera a debilitar esta base en particular, haciendo que enviaran al Mediterráneo tantos dragones como fuera posible.
Laurence sintió que el alma se le venía a los pies. Aquel objetivo, al menos, se había cumplido con brillantez.
—¿Tiene algún medio para conseguir que su flota escape de Cádiz? —preguntó—. ¿Acaso imagina que puede traer aquí sus barcos sin enfrentarse con Nelson?
—¿Cree que Bonaparte confía en mí? —dijo Choiseul, sin levantar la mirada—. Para él también soy un traidor. Se me indicó qué misión debía llevar a cabo, y nada más.
Tras unas cuantas preguntas, Laurence se convenció de que era cierto que Choiseul no sabía nada más. Salió de la estancia sintiéndose a la vez sucio y alarmado, y se presentó al momento ante Lenton.
Las noticias cayeron como una pesada mortaja sobre toda la base. Los capitanes no habían difundido los detalles, pero hasta el más humilde de los cadetes o de los asistentes de tierra sabía que una sombra se cernía sobre ellos. Choiseul había calculado bien el momento de su ataque: el mensajero no regresaría hasta dentro de seis días, y después harían falta dos semanas o más para que al menos parte de las fuerzas del Mediterráneo estuviera de vuelta en el canal. Ya se habían solicitado refuerzos de las milicias y de varios destacamentos de la Armada, que llegarían en el plazo de unos días para situar más baterías de artillería a lo largo de la costa.
Laurence, que tenía aún más motivos de inquietud que los demás, habló con Granby y Hollín para que extremaran las medidas de protección sobre Temerario. Si Bonaparte estaba tan celoso porque le hubieran arrebatado aquel regalo personal, era probable que enviase a otro agente, más dispuesto esta vez a matar a un dragón que ya no podía reclamar como suyo.
—Debes prometerme que tendrás cuidado —le dijo también a Temerario—. No comas nada a no ser que alguno de nosotros esté cerca y dé su aprobación. Si alguien a quien yo no te haya presentado intenta acercarse a ti, no se lo permitas bajo ningún concepto, aunque para ello tengas que levantar el vuelo hasta otro claro.
—Tendré cuidado, Laurence, te lo prometo —dijo Temerario—. Aun así, no entiendo por qué el emperador de Francia quiere verme muerto. ¿En qué mejorará eso su situación? Lo mejor que puede hacer es pedirles otro huevo a los chinos.
—Amigo mío, es muy difícil que ellos accedan a entregarle un segundo huevo cuando los franceses extraviaron el primero de mala manera mientras lo tenían bajo su custodia —repuso Laurence—. La verdad es que sigue intrigándome que le dieran tan siquiera ese huevo. Bonaparte debe de tener a un genio de la diplomacia en la corte china. Me imagino que se siente herido en su orgullo al pensar que un humilde capitán inglés ocupa el lugar que él mismo pretendía para sí.
Temerario resopló con desdén.
—Estoy seguro de que, aunque hubiese salido del huevo en Francia, Bonaparte no me habría caído bien —dijo—. Tengo entendido que es una persona muy desagradable.
—Oh, no sabría decirlo. Se cuentan muchas cosas sobre su soberbia, pero no se puede negar que se trata de un gran hombre, aunque también sea un tirano —admitió Laurence a regañadientes; habría preferido convencerse a sí mismo de que Bonaparte no era más que un demente.
Lenton ordenó que a partir de aquel momento sólo patrullara a la vez la mitad de la formación, mientras el resto de hombres y bestias permanecían en la base para entrenamiento de combate intensivo. Al amparo de la noche, varios dragones de refuerzo llegaron volando en secreto desde los refugios de Inverness y Edimburgo, incluyendo a Victoriatus, el Parnasiano al que habían rescatado anteriormente; un hecho que ahora a Laurence se le antojaba muy lejano en el tiempo. Su capitán, Richard Clark, tuvo el detalle de acudir a saludarles a él y a Temerario.
—Espero que me disculpe por no haberle presentado antes mi gratitud y mis respetos —dijo—. Confieso que en Laggan apenas pensé en otra cosa que en la recuperación de Victoriatus. Después nos volvieron a embarcar sin previo aviso, y creo que a usted también le pasó lo mismo.
Laurence le estrechó la mano efusivamente.
—Olvídese de eso, por favor —dijo—. Espero que su dragón se haya recuperado ya.
—Por completo, gracias al cielo. Y, además, justo a tiempo —añadió Clark en tono sombrío—. Por lo que sé, el asalto se espera en cualquier momento.
La espera hacía los días dolorosamente largos, pero el ataque no se producía. Llegaron a la base tres Winchesters más para reforzar a los exploradores, pero cuando regresaban de sus peligrosas expediciones a las costas francesas, todos ellos informaban de que había patrullas pesadas en la costa enemiga día y noche: no había forma de penetrar tierra adentro para obtener más información.
Entre los dragones exploradores se encontraba Levitas, pero la base era lo bastante grande y Laurence no tenía por qué ver demasiado a Rankin, algo que agradecía. Intentaba no ver las señales de aquellos maltratos que ya no podía aliviar. Presentía que no sería capaz de visitar al pequeño dragón sin provocar un altercado con Rankin que sería desastroso para la moral de todo el puesto. Sin embargo, llegó a un compromiso con su conciencia y no dijo nada cuando, a la mañana siguiente, muy temprano, vio cómo Hollín volvía al claro de Temerario con un cubo lleno de trapos sucios y expresión culpable.
Los ánimos se helaron en el campamento cuando llegó la noche del domingo. Había pasado la primera semana de espera y Volatilus no había llegado en la fecha prevista. Hacía buen tiempo y no había razones para aquella demora. Pasaron dos días más, y después un tercero, pero el dragón seguía sin aparecer. Laurence intentaba no mirar al cielo, y fingía no ver que sus hombres hacían lo mismo, hasta que esa noche encontró a Emily fuera del claro, llorando quedamente. La muchacha se había escabullido lejos de los barracones para tener algo de intimidad.
Estaba muy avergonzada de que la hubieran sorprendido, y fingió que le había entrado arenilla en los ojos. Laurence se la llevó a sus aposentos e hizo que le trajeran chocolate caliente. Después le dijo:
—Yo tenía dos años más que usted cuando me hice por primera vez a la mar, y me dedicaba a llorar una noche por semana. —Emily parecía tan escéptica ante su relato que Laurence soltó una carcajada—. No, no me estoy inventando esto por ayudarla —dijo—. Cuando sea capitana y descubra que uno de sus cadetes atraviesa una situación parecida, me imagino que le contará lo mismo que yo acabo de contarle a usted.
—No estoy asustada —dijo ella. El efecto combinado del cansancio y el chocolate hacían que estuviera soñolienta y con la guardia baja—. Sé que Excidium nunca permitirá que le pase nada a mi madre. Es el mejor dragón de toda Europa… —Se espabiló al reparar en aquel desliz y añadió a toda prisa—. Aunque Temerario es casi tan bueno como él, claro.
Laurence asintió con gravedad.
—Temerario es mucho más joven. Tal vez algún día, cuando tenga más experiencia, iguale a Excidium.
—Sí, así es —dijo ella, muy aliviada.
Laurence disimuló una sonrisa.
Cinco minutos después Emily se había quedado dormida. La dejó allí, en su cama, y se fue a dormir con Temerario.
—¡Laurence! ¡Laurence!
Se revolvió y parpadeó mirando hacia arriba. Temerario le estaba dando empujoncitos para despertarlo, aunque el cielo aún estaba oscuro. Laurence fue vagamente consciente de un rugido bajo, una multitud de voces y después el seco restallido de un disparo. Se puso en pie al instante. En el claro no había nadie de la dotación, ni tampoco ninguno de sus oficiales.
—¿Qué está pasando? —preguntó Temerario, levantándose y desplegando las alas mientras Laurence bajaba al suelo—. ¿Nos están atacando? No veo ningún dragón en el aire.
—¡Señor, señor! —Morgan llegaba corriendo al claro y el ímpetu y las prisas casi le hicieron trastabillar—. ¡Ha llegado Volly, señor! ¡Se ha producido una gran batalla, y Napoleón ha resultado muerto!
—¡Oh! ¿Eso quiere decir que la guerra ha terminado ya? —preguntó Temerario, decepcionado—. Aún no he participado en ninguna batalla de verdad.
—Tal vez las noticias han crecido como una bola de nieve según las iban contando. Me sorprendería enterarme de que Bonaparte está realmente muerto —dijo Laurence. Pero había identificado el rugido como gritos de alegría, así que las noticias debían de ser buenas, aunque no llegaran a un calibre tan descabellado—. Morgan, vaya a despertar al señor Hollin y a los asistentes de tierra, pídales disculpas de mi parte por la hora y dígales que traigan el desayuno a Temerario. Amigo mío —añadió, dirigiéndose al dragón—, voy a averiguar lo que pueda. Volveré con noticias lo antes posible.
—Sí, por favor. Date prisa —contestó Temerario en tono apremiante al tiempo que se erguía sobre las patas traseras para asomarse por encima de los árboles y ver qué estaba pasando.
En el cuartel general se habían encendido muchas luces. Volly estaba sentado en la plaza de armas, delante del edificio, desgarrando hambriento el cuerpo de una oveja. Mientras, un par de asistentes del servicio de mensajeros mantenían a raya a la multitud que se estaba congregando desde los barracones. Algunos oficiales jóvenes de la Armada y la milicia disparaban sus armas, llevados por la emoción, y Laurence se vio oblgado a abrirse paso prácticamente a empujones para lograr acercarse hasta las puertas.
El despacho de Lenton se encontraba cerrado, pero el capitán James estaba sentado en el club de oficiales, comiendo casi con tanta voracidad como su dragón. El resto de los capitanes lo rodeaban, escuchando las noticias.
—Nelson me ordenó que esperara. Dijo que saldría del puerto antes de que me diera tiempo a trazar otro circuito —explicaba James con voz amortiguada, pues tenía la boca llena de tostada. Mientras, Sutton intentaba dibujar la escena en una hoja de papel—. Yo no le creí del todo, pero lo cierto es que el domingo por la mañana los franceses salieron, y el lunes temprano nos topamos con ellos en el cabo de Trafalgar.
James se bebió de golpe una taza de café, mientras toda la compañía aguardaba impaciente a que terminase. Después apartó el plato por un instante para tomar el papel de Sutton.
—A ver —dijo, y dibujó unos círculos pequeños para señalar las posiciones de cada nave—. Veintisiete y doce dragones de los nuestros, contra treinta y tres y diez de ellos.
—¿En dos columnas? ¿Rompieron sus líneas dos veces? —preguntó Laurence, estudiando con satisfacción el diagrama.
Era el tipo de estrategia capaz de desorganizar a los franceses, pues sus tripulaciones, mal entrenadas, difícilmente podrían haber rehecho la formación.
—¿Cómo? Ah, ya, los barcos. Sí, estaban a barlovento con Excidium y Laetificat, y a sotavento con Mortiferus —dijo James—. En la vanguardia tuvieron que bregar duro, os lo aseguro. Las nubes de humo eran tan densas que no conseguía distinguir los mástiles desde arriba. En un momento dado di por seguro que la Victona había estallado. Los españoles habían enviado contra ella a uno de esos pequeños dragones Flecha de Fuego, y venía a tal velocidad que los cañones no podían repelerlo. La Victoria ya tenía todas las velas en llamas cuando Laetificat lo hizo huir con el rabo entre las piernas.
—¿Cuáles han sido nuestras pérdidas? —preguntó Warren; y su voz calmada penetró como un cuchillo entre la emoción y el ardor de los hombres.
James meneó la cabeza.
—Fue un auténtico baño de sangre, no exagero —respondió en tono sombrío—. Estimo unas bajas cercanas al millar de hombres, y el pobre Nelson ha estado a un tris de morir: el dragón de fuego prendió una de las velas de la Victoria, que le cayó encima cuando estaba en el alcázar. Un par de tipos rápidos de mente le echaron un barril de agua encima, pero según dicen las medallas se le han fundido sobre la piel, así que a partir de ahora tendrá que llevarlas encima a todas horas.
—Mil hombres… Que Dios los acoja —dijo Warren.
Las conversaciones cesaron. Después se reanudaron, y aunque al principio sonaban un tanto apagadas, la emoción y la alegría se sobrepusieron paulatinamente a otras emociones que tal vez habrían sido más apropiadas para aquel momento.
—Espero que me disculpen, caballeros —dijo Laurence, casi a gritos, pues las voces habían vuelto a subir de tono, lo que le impedía por el momento recopilar más información—. Le he prometido a Temerario que volvería enseguida. James, supongo que los informes sobre el fallecimiento de Bonaparte son falsos.
—Sí, y es una pena. A menos que haya sufrido una apoplejía al recibir las noticias —respondió James, lo que provocó una gran carcajada en todos que, siguiendo la progresión general, se convirtió en una ronda de Corazón de roble; el himno oficial de la Armada británica acompañó a Laurence mientras salía por la puerta y después por toda la base, ya que los hombres del exterior se unieron al canto.
Cuando el sol se levantó, el refugio estaba medio vacío. Casi nadie había podido dormir. Era inevitable que el estado de ánimo dominante fuera una alegría que rozaba el punto de la histeria, pues los nervios que habían llegado al límite de la tensión se habían relajado de golpe. Lenton ni siquiera intentó llamar al orden a los hombres, e hizo la vista gorda cuando salieron de la base para desparramarse por la ciudad, llevar las buenas noticias a aquellos que aún no las habían escuchado y entremezclar sus voces con el regocijo general.
—Sea cual sea el plan de invasión que Bonaparte tenía planeado, seguro que esto le ha puesto fin —dijo Chenery esa misma tarde, exultante. Estaban juntos en la balconada y observaban cómo los hombres que regresaban se apiñaban en una confusa multitud en el patio de armas. Todos estaban borrachos, pero demasiado felices para organizar peleas, y de cuando en cuando se oían retazos de canciones que llegaban flotando hasta ellos—. ¡Cómo me gustaría verle la cara!
—Creo que le hemos estado otorgando demasiado crédito —dijo Lenton. Sus mejillas estaban coloradas por el oporto y por la satisfacción, y razones tenía: su decisión de enviar a Excidium se había demostrado acertada y había contribuido de forma material a la victoria—. Ahora veo claro que no entiende la Armada tan bien como el Ejército o la Fuerza Aérea. Hasta un civil se daría cuenta de que treinta y tres buques de guerra no tienen excusa alguna para sufrir una derrota tan aplastante contra veintisiete.
—Pero ¿cómo es posible que sus divisiones aéreas hayan tardado tanto tiempo en alcanzarlos? —preguntó Harcourt—. Sólo había diez dragones, y por lo que ha dicho James, más de la mitad eran españoles. Eso no supone ni la décima parte del contingente que Bonaparte tenía en Austria. ¿Y si al final no llegó a desplazarlos del Rin?
—Tengo entendido que el paso sobre los Pirineos es muy difícil, aunque nunca lo he comprobado por mí mismo —apuntó Chenery—, pero lo más probable es que Bonaparte no haya llegado a enviarlos al creer que Villeneuve ya contaba con todas las fuerzas que necesitaba. Esos dragones deben de haber pasado todos estos meses en sus bases, cebándose y haraganeando. Sin duda, todo este tiempo ha estado convencido de que Villeneuve atravesaría las líneas de Nelson, perdiendo a lo sumo una o dos naves. Y mientras, nosotros esperándolos todos los días, preguntándonos dónde estaban y mordiéndonos las uñas sin ningún motivo.
—Y ahora su ejército no puede cruzar el canal —concluyó Harcourt.
—Citando a lord St. Vincent, «no digo que no puedan venir, pero al menos no podrán hacerlo por mar» —dijo Chenery con una sonrisa—. Si Bonaparte piensa tomar Inglaterra con cuarenta dragones y sus dotaciones, podemos invitarle a que lo intente y pruebe el sabor de los cañones que han instalado los chicos de la milicia. Sería una pena desperdiciar un trabajo tan duro.
—Confieso que no me importaría darle otro correctivo a ese bergante —dijo Lenton—, pero dudo que sea tan insensato. Nos contentaremos con haber cumplido con nuestro deber y les dejaremos a los austríacos la gloria de acabar con él. Sus esperanzas de invasión se han terminado. —Apuró el resto de su oporto y dijo de repente—: Me temo que no podemos aplazarlo más. Ya no necesitamos a Choiseul.
En el silencio que se hizo entre ellos, la respiración contenida de Harcourt era casi un sollozo. Pero la capitana no hizo ninguna objeción y preguntó con voz admirablemente firme:
—¿Ha decidido usted qué va a hacer con Praecursoris?
—Lo enviaremos a Terranova, si es que él quiere ir. Necesitan otro semental para completar su dotación, y no puede decirse que ese dragón se haya comportado de forma depravada —dijo Lenton—. La culpa ha sido de Choiseul, no suya —meneó la cabeza—. Es una lástima, desde luego. Todas nuestras bestias estarán deprimidas unos cuantos días, pero no podemos hacer otra cosa. Lo mejor es terminar cuanto antes. Mañana por la mañana.
Le concedieron a Choiseul unos momentos con Praecursoris. El gran dragón estaba prácticamente cubierto de cadenas y Maximus y Temerario le vigilaban de cerca, uno a cada lado. Laurence sentía cómo los escalofríos recorrían el cuerpo de Temerario mientras aguantaba en su desagradable misión de guardia, obligado a observar mientras Praecursoris movía la cabeza a uno y otro lado en señal de negativa y Choiseul hacía un intento desesperado de convencerle para que aceptara el refugio que le ofrecía Lenton. Al fin, el dragón agachó su enorme cabeza como si asintiera y Choiseul se acercó a él para apretar la mejilla contra la suave superficie de su nariz.
Después, los guardias se adelantaron. Praecursoris trató de arañarlos con sus garras, pero la maraña de cadenas le mantuvo a raya. Cuando se llevaron a Choiseul, el dragón chilló. Era un sonido espantoso. Temerario se encorvó, se apartó desplegando las alas y emitió un débil gemido. Laurence se acercó a él y se abrazó a su cuello, acariciándolo una y otra vez.
—No mires, amigo mío —dijo, luchando para pronunciar aquellas palabras pese al nudo que tenía en la garganta—. Todo habrá terminado dentro de un momento.
Praecursoris chilló una vez más, ya al final. Después se desplomó pesadamente, como si toda su fuerza vital hubiera abandonado su cuerpo. Lenton les hizo una señal para indicarles que podían irse, y Laurence tocó el costado de Temerario.
—Vamonos lejos de aquí —dijo, y el dragón voló lejos del patíbulo, batiendo las alas sobre el mar límpido y vacío.
—Laurence, ¿puedo traer a Maximus y a Lily? —preguntó Berkley con su habitual tosquedad, tras abordarle sin previo aviso—. Su claro es lo bastante grande para todos, creo yo.
Laurence levantó la cabeza y lo miró sin comprender. Temerario seguía acurrucado, con la cabeza escondida entre las alas, y no había forma de consolarle. Habían volado durante horas, sólo ellos dos y el océano bajo sus pies, hasta que Laurence le suplicó que regresaran a tierra, por miedo a que el vuelo dejara completamente exhausto al dragón. Él mismo se sentía enfermo y dolorido, como si tuviera fiebre. Había asistido antes a otras ejecuciones, una lúgubre realidad de la vida naval, y Choiseul se merecía aquel destino mucho más que otros hombres a los que Laurence había visto balancearse al extremo de una soga. Ni él mismo sabía decir por qué sentía tanta congoja.
—Como quieras —dijo sin entusiasmo, agachando la cabeza de nuevo.
Ni siquiera levantó la mirada cuando el batir de las alas y el juego de sombras le avisaron de que Maximus estaba sobre el claro, tapando el sol con su enorme masa hasta que aterrizó pesadamente junto a Temerario. Lily llegó después. Los dos se acurrucaron sobre el cuerpo de Temerario. Pasados unos momentos, éste se desenroscó lo suficiente como para entrelazarse en un abrazo más estrecho con los otros dos, y Lily desplegó sus grandes alas sobre los tres.
Berkley llevó a Harcourt junto a Laurence, que estaba apoyado en el costado de Temerario, y la empujó para que se sentara sin que ella opusiera resistencia. Después acomodó con torpeza su fornido corpachón frente a ellos y les pasó una botella oscura. Laurence la agarró y bebió sin curiosidad. Era ron fuerte y sin aguar. No había probado bocado en todo el día, así que el ron se le subió a la cabeza enseguida; Laurence agradeció que aquel licor embotara sus emociones.
Pasado un rato, Harcourt empezó a sollozar. Cuando estiró el brazo para agarrar su hombro, Laurence se horrorizó al descubrir que él también tenía la cara húmeda.
—Era un traidor, nada más que un embustero y un ladrón —dijo Harcourt, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. No lo siento en lo más mínimo. No, no lo siento en absoluto —insistió, aunque hablaba con esfuerzo, como si tratara de convencerse a sí misma.
Berkley le volvió a pasar la botella.
—No es por él. Esa maldita sabandija se lo merecía —dijo—. Usted lo siente por su dragón, lo mismo que ellos. Ya saben, los dragones no entienden demasiado de reyes ni naciones. Praecursoris no tenía ni puñetera idea de lo que pasaba, sólo iba adonde le decía Choiseul.
—Dígame —saltó de repente Laurence—. ¿De verdad Bonaparte habría sido capaz de ejecutar al dragón por alta traición?
—Es bastante probable. Los continentales lo hacen de cuando en cuando. Más por meter miedo a los jinetes que porque les echen la culpa a las bestias —respondió Berkley.
Laurence lamentó haberlo preguntado y enterarse de que Choiseul le había dicho la verdad al menos en eso.
—Seguramente la Fuerza Aérea le habría garantizado refugio en las colonias de haberlo pedido —dijo, enojado—. Seguía sin tener excusa. Él quería recuperar su posición en Francia. Para ello, estaba dispuesto a arriesgar la vida de Praecursoris, pues también nosotros podríamos haber condenado a muerte a su dragón.
Berkley sacudió la cabeza.
—Sabe que andamos demasiado cortos de sementales para hacer eso —dijo—. No es que disculpe a ese tipo. Es probable que tenga usted razón. Él creía que Bonaparte nos iba a aplastar, y no le apetecía irse a vivir a las colonias. —Berkley se encogió de hombros—. Aun así, ha sido muy duro para el dragón. Él no ha hecho nada malo.
—Eso no es cierto. Sí que lo ha hecho —dijo inesperadamente Temerario, y los tres levantaron la mirada hacia él. Maximus y Lily también irguieron sus cabezas para escucharle—. Choiseul no podía obligarle a huir de Francia ni a venir aquí para hacernos daño. Yo no creo que fuera menos culpable que él, en absoluto.
—Es probable que no entendiera lo que le pedía Choiseul —aventuró Harcourt para rebatir aquel argumento.
Temerario dijo:
—Entonces debería haberse negado hasta entenderlo. Praecursoris no es tan simple como Volly. Podría haber salvado la vida de su jinete, y también su propio honor. A mí me avergonzaría dejar que ejecutasen a mi cuidador y que a mí, siendo culpable de lo mismo, me dejaran con vida —y añadió en tono venenoso, azotando el aire con su cola—: En cualquier caso, no permitiría que nadie ejecutara a Laurence. Que alguien lo intente si quiere.
Maximus y Lily emitieron un grave gruñido de asentimiento.
—Yo nunca dejaré que Berkley cometa una traición. Nunca —dijo Maximus—. Pero si llega a hacerlo, pisotearé a quien intente ahorcarlo.
—Yo creo que me limitaría a coger a Catherine y llevármela lejos —intervino Lily—. Pero a lo mejor a Praecursoris le habría gustado hacer lo mismo. Supongo que no podía romper esas cadenas. Es más pequeño que vosotros dos y no puede escupir fuego. Además, sólo era uno, y estaba vigilado. Yo no sé lo que habría hecho en su lugar de no haber podido escapar.
Lily terminó de hablar con voz suave. Los tres volvieron a abatir sus cuellos con renovada tristeza y se acurrucaron juntos, hasta que Temerario se enderezó y dijo en un arrebato de decisión:
—Os diré lo que haremos. Si alguna vez necesitas rescatar a Catherine, o tú, Maximus, tienes que salvar a Berkley, yo os ayudaré, y vosotros haréis lo mismo por mí. Así no tendremos que preocuparnos. No creo que nadie sea capaz de detenernos a los tres juntos, al menos no antes de que consigamos escapar.
Los tres parecieron inmensamente contentos por tan magnífico plan. Laurence se arrepintió de haber bebido tanto ron, pues era incapaz de expresar de forma apropiada la protesta que creía que debía formular cuanto antes.
Por suerte, Berkley acudió en su ayuda:
—Dejad eso ya, malditos conspiradores. Sólo conseguiréis que nos ahorquen mucho antes. ¿No queréis comer algo? Nosotros no vamos a probar bocado hasta que vosotros lo hagáis, y ya que os preocupa tanto protegernos, podéis empezar por salvarnos de morir de hambre.
—No creo que estés en peligro de morir de inanición —repuso Maximus—. El médico te dijo hace sólo dos semanas que estás demasiado gordo.
—¡Maldito diablo! —dijo Berkley, enderezándose indignado.
Maximus bufó, divertido por haber logrado provocar a su cuidador, pero poco después los tres dragones se dejaron convencer para comer algo, y Maximus y Lily regresaron a sus propios claros para ser alimentados.
—Sigo sintiéndolo por Praecursoris, aunque haya actuado mal —comentó Temerario cuando terminó de comer—. No entiendo por qué no podían dejar que Choiseul se fuera a las colonias con él.
—Las acciones como ésas deben tener un precio. De lo contrario, los hombres las cometerían más a menudo. En cualquier caso, merecía ser castigado por lo que hizo —dijo Laurence, que se había despejado gracias a la comida y el café cargado—. Choiseul pretendía que Lily sufriera lo mismo que está sufriendo ahora Praecursoris. Imagínate que los franceses me hicieran prisionero y, para salvarme la vida, te obligaran a volar para ellos contra tus antiguos amigos y camaradas.
—Sí, ya lo veo —dijo Temerario, aunque en tono insatisfecho—. Aun así, me sigue pareciendo que podían haberlo castigado de otra forma. ¿No habría sido mejor tenerlo prisionero y obligar a Praecursoris a volar para nosotros?
—Veo que tienes un agudo sentido de la justicia —apuntó Laurence—, pero me temo que la traición no puede recibir un castigo más leve. Es un crimen tan despreciable que no se puede sancionar sólo encarcelando al culpable.
—Sin embargo, a Praecursoris no le van a castigar de la misma forma porque no resulta práctico, ya que se le necesita como semental, ¿no es así? —dijo Temerario.
Laurence pensó en ello, pero no encontró una respuesta.
—Supongo que, para ser sinceros, como nosotros mismos somos cuidadores no nos gusta la idea de condenar a muerte a un dragón, así que hemos encontrado una excusa para dejarlo con vida —dijo por fin—. Y como nuestras leyes están hechas para hombres, quizá no sea del todo justo aplicárselas a un dragón.
—Oh, en eso sí que estoy de acuerdo —reconoció Temerario—. Algunas leyes que conozco tienen muy poco sentido y, si no fuera por complacerte a ti, no sé si las obedecería. Me parece que si queréis aplicarnos vuestras leyes, lo más razonable sería consultarnos sobre ellas. Pero por lo que me has leído sobre el Parlamento, creo que nunca han invitado a acudir a ningún dragón.
—Lo próximo que harás será negarte a pagar impuestos si no te dejan votar y arrojar un cargamento de té a las aguas del puerto —bromeó Laurence—. Veo que tienes un alma jacobina, así que me temo que debo renunciar a cuidarte. Lo único que puedo hacer es lavarme las manos y negar mi responsabilidad.
A la mañana siguiente, Praecursoris ya se había ido. Lo enviaron a un transporte de dragones que zarpaba desde Portsmouth hacia la pequeña base de Nueva Escocia, desde donde lo llevarían a Terranova. Allí, por último, sería confinado en un criadero de reciente construcción. Laurence había procurado evitar ver de nuevo al afligido dragón, y la noche anterior había mantenido en vela a Temerario para asegurarse de que estuviese dormido cuando se produjera la partida.
Lenton había elegido el momento con sabiduría. El regocijo general por la victoria de Trafalgar aún duraba, y eso servía para contrarrestar de alguna manera las desdichas privadas. Ese mismo día los carteles anunciaron que en la desembocadura del Támesis se iba a celebrar un espectáculo de fuegos artificiales. Lily, Temerario y Maximus, los dragones más jóvenes de la base y, por tanto, los más afectados por lo ocurrido, fueron enviados como observadores por orden de Lenton.
Mientras presenciaba aquella brillante exhibición que alumbraba el cielo y escuchaba la música que llegaba desde las barcazas surcando el agua, Laurence se sintió muy agradecido a Lenton por lo acertado de su decisión. Los ojos de Temerario estaban dilatados de la emoción. Los brillantes estallidos de colores se reflejaban en sus pupilas y en sus escamas, y el dragón ladeaba la cabeza a uno y otro lado para oír con más claridad. Mientras volvían a la base sólo habló de la música, las explosiones y los fuegos.
—Entonces, ¿eso es un concierto como los de Dover? —preguntó—. Laurence, ¿no podemos volver otro día y ponernos un poco más cerca? Puedo sentarme muy callado para no molestar a nadie.
—Me temo que unos fuegos artificiales como ésos son para ocasiones especiales. En los conciertos normales sólo hay música —dijo Laurence, evitando una respuesta directa.
De sobra se imaginaba cómo reaccionarían los habitantes de la ciudad si un dragón aparecía entre ellos para asistir a un concierto.
—Oh —dijo Temerario, aunque no por eso se desanimó—. Aun así, me gustaría mucho ir. Esta noche no he podido oír la música demasiado bien.
—No sé si en la ciudad podrían construir algún alojamiento adecuado —respondió Laurence, a regañadientes. Pero por suerte tuvo una inspiración repentina y añadió—: A lo mejor puedo contratar a unos músicos para que vengan a la base y toquen para vosotros. Ésa sería una solución mucho más cómoda.
—Sí, es cierto, sería magnífico —dijo Temerario, emocionado.
Después, en cuanto aterrizaron todos, comunicó la idea a Maximus y Lily, que se mostraron tan interesados como él.
—Maldita sea, Laurence, debería aprender a decir que no —protestó Berkley—. Siempre nos está metiendo en líos absurdos. Ahora, a ver si algún músico quiere venir aquí, sea por dinero o por amor al arte.
—Por amor al arte tal vez no. Pero estoy seguro de que, a cambio de la paga de una semana y una buena comida, la mayor parte de los músicos se dejaría convencer para tocar en un manicomio —dijo Laurence.
—Me parece una buena idea —dijo Harcourt—. A mí también me gustaría. Sólo he ido a un concierto una vez, cuando tenía dieciséis años. Me tuve que poner una falda, y cuando no había pasado ni media hora, un tipo asqueroso se sentó a mi lado y empezó a susurrarme groserías, hasta que tuve que tirarle un puchero de café caliente entre las piernas. Me chafó el concierto, y eso que él salió corriendo de allí.
—¡Dios santo, Harcourt! Si alguna vez se me ocurre ofenderla, me aseguraré antes de que no tenga nada caliente a mano —dijo Berkley, mientras Laurence se debatía entre dos sensaciones desagradables, pensando en el insulto que había sufrido Harcourt y también en cómo había reaccionado en aquella ocasión.
—Bueno, hubiera podido pegarle, pero para eso habría tenido que levantarme. No tienen ni idea de lo difícil que es colocarte bien la falda cuando te sientas. La primera vez tardé cinco minutos en hacerlo —dijo ella, en tono razonable—, así que no me apetecía repetirlo todo de nuevo. En ese momento llegó el camarero, y pensé que eso sería más fácil, y además se trataba de una reacción más apropiada para una chica.
Todavía algo pálido por imaginarse la escena, Laurence les dio las buenas noches y se llevó a Temerario para que descansara. Volvió a dormir junto al dragón, en la pequeña tienda de campaña, aunque estaba convencido de que Temerario ya había superado su trauma. Como recompensa, a la mañana siguiente le despertó muy temprano. Temerario asomó uno de sus enormes ojos dentro de la tienda y le preguntó a Laurence si no le importaría ir a Dover para organizar el concierto ese mismo día.
—Me gustaría seguir durmiendo hasta una hora civilizada, pero como es evidente que eso es imposible, le puedo pedir permiso a Lenton —dijo Laurence, bostezando y arrastrándose fuera de la tienda—. ¿Te importa que desayune primero?
—Oh, claro que no —respondió Temerario con magnanimidad.
Rezongando un poco, Laurence se puso la chaqueta y caminó de vuelta al cuartel. Cuando se encontraba a medio camino del edificio, estuvo a punto de chocar con Morgan, que venía corriendo a buscarle. Laurence lo sujetó para que no se cayera y el muchacho, jadeante de emoción, le dijo:
—Señor, el almirante Lenton quiere verle. Y también ha ordenado que Temerario se ponga el arnés de combate.
—Muy bien —dijo Laurence, disimulando su sorpresa—. Vaya a decirles al teniente Granby y al señor Hollín que se presenten enseguida, y después siga las instrucciones del teniente Granby. No hable de esto con nadie más.
—A la orden, señor —dijo el chico, y se fue hacia los barracones corriendo como una exhalación.
Laurence aceleró el paso.
—Entre, Laurence —respondió Lenton cuando llamó a la puerta.
Al parecer, todos los capitanes de la base estaban reunidos en su despacho. Para sorpresa de Laurence, Rankin estaba sentado de cara a los demás, junto al escritorio de Lenton. Por acuerdo tácito, ambos habían evitado dirigirse la palabra desde que el aristócrata llegó, trasladado de Loch Laggan. Laurence no sabía nada de sus actividades ni de las de Levitas. Era evidente que debían de ser más peligrosas de lo que había imaginado: un vendaje ensangrentado rodeaba el muslo de Rankin, y su ropa también estaba manchada. Su rostro afilado estaba pálido y tenía un rictus de dolor.
Lenton esperó a que la puerta se cerrara tras los últimos rezagados, y después empezó en tono sombrío:
—Es probable que ya se hayan dado cuenta, caballeros. Nos hemos apresurado al celebrar la victoria. El capitán Rankin acaba de regresar de un vuelo sobre la costa. Ha conseguido infiltrarse tras la frontera enemiga y ha podido ver en qué anda trabajando ese maldito corso. Pueden verlo por ustedes mismos.
Lenton deslizó sobre la mesa una hoja de papel, manchada de polvo y gotas de sangre, que aun así no impedían ver un elegante dibujo trazado con precisión por la mano de Rankin. Laurence frunció el ceño, tratando de adivinar qué era aquello. Parecía un buque de guerra, pero no tenía balaustrada en la cubierta superior, ni tampoco mástiles. Había unas gruesas vigas de extraño aspecto que sobresalían por ambos costados a proa y a popa, y no tenía portillas para los cañones.
—¿Para qué es esto? —preguntó Chenery, dando la vuelta al papel—. Pensaba que ya tenía barcos de sobra.
—Tal vez quedará más claro si les explico que había dragones transportando estas cosas sobre el suelo —dijo Rankin.
Laurence lo comprendió al momento. Las vigas estaban diseñadas para ofrecer un asidero a los dragones. Napoleón pretendía hacer volar a sus tropas por encima de los cañones de la Armada, mientras la mayor parte de la Fuerza Aérea inglesa seguía ocupada en el Mediterráneo.
Lenton dijo:
—No estamos seguros de cuántos hombres puede transportar cada uno…
—Discúlpeme, señor. ¿Puedo preguntar qué eslora tienen esas embarcaciones? —le interrumpió Laurence—. ¿El dibujo está a escala?
—Según mi apreciación, sí —dijo Rankin—. El que he visto suspendido en el aire llevaba dos Tanatores a cada lado, y entre ambos había sitio de sobra. Tal vez mida unos setenta metros de proa a popa.
—Entonces deben de tener tres cubiertas en el interior —concluyó Laurence con voz seria—. Si han instalado hamacas, cada uno puede alojar a dos mil hombres para un trayecto corto, siempre que no lleven provisiones.
Un murmullo de alarma recorrió la sala. Lenton dijo:
—Menos de dos horas para cruzar en cada viaje, incluso en el caso de que partan desde Cherburgo. Y Bonaparte tiene sesenta dragones, o más.
—¡Dios santo! ¡Puede hacer que aterricen cincuenta mil hombres antes de media mañana! —dijo un capitán al que Laurence no conocía, un hombre que había llegado hacía poco tiempo.
Todos estaban haciendo el mismo cálculo. Era imposible no echar un vistazo a la habitación y calcular las fuerzas de su propio bando: menos de veinte hombres, y la cuarta parte de ellos capitanes de mensajeros y exploradores cuyas bestias servirían de poco en combate.
—Pero debe de ser casi imposible manejar esta cosa en el aire. Además, ¿pueden los dragones levantar tanto peso? —preguntó Sutton, estudiando con atención el diseño.
—Probablemente los ha hecho construir con madera ligera. Al fin y al cabo, sólo tienen que durar un día, y no tienen por qué ser estancos —repuso Laurence—. Bonaparte tan sólo necesita que sople viento del este. Con esa forma tan estrecha deben de ofrecer muy poca resistencia. Pero serán muy vulnerables en el aire, y es de suponer que Excidium y Mortiferus vienen ya de regreso…
—Aún están a cuatro días de aquí, en el mejor de los casos, y Bonaparte ha de saberlo tan bien como nosotros —dijo Lenton—. Ha sacrificado prácticamente toda su flota y también la flota española para librarse de la presencia de nuestros dragones. No desperdiciará la oportunidad.
Todos captaron la verdad evidente de aquellas palabras. Un silencio grave y expectante cayó sobre la sala. Lenton bajó la mirada hacia su escritorio y después se puso en pie, con una lentitud que no le era propia. Laurence reparó por primera vez en lo canoso y ralo que tenía el cabello.
—Caballeros —se dirigió a ellos Lenton en tono formal—, hoy sopla viento del norte, así que, si Bonaparte prefiere esperar un viento más propicio, aún disponemos de un período de gracia. Todos nuestros exploradores patrullarán por turnos los alrededores de Cherburgo. Así al menos podremos recibir aviso con una hora de antelación. No es necesario decir que la superioridad numérica del enemigo será abrumadora. Haremos todo lo que podamos, y si no conseguimos detenerlos, al menos los retrasaremos.
Nadie habló. Después de unos instantes, el almirante añadió:
—Necesitaremos a todas las bestias pesadas o medianas. Actuarán de forma independiente y su misión será destruir las naves de transporte. Chenery, Warren, ustedes dos formarán con Lily a media ala, y dos de nuestros exploradores ocuparán los extremos. Capitana Harcourt, sin duda Bonaparte reservará algunos dragones para la defensa. Su misión será mantenerlos ocupados lo mejor que pueda.
—Sí, señor —respondió ella, mientras los demás asentían.
Lenton respiró hondo y se frotó la cara.
—No tengo nada más que decir, caballeros. Hagan preparativos.
No tenía sentido ocultárselo a los hombres. Los franceses habían estado a punto de capturar a Rankin en el viaje de vuelta y sabían ya que su secreto había salido a la luz. Con voz calmada, Laurence informó a sus tenientes y acto seguido les ordenó que hicieran su trabajo. Pudo ver cómo la noticia corría por las filas: los hombres se inclinaban para escuchar a los demás, sus gestos se endurecían al comprender lo que pasaba y las conversaciones insustanciales y cotidianas de cada mañana se interrumpían al momento. Laurence se sintió orgulloso al comprobar que incluso los oficiales más jóvenes se tomaban la situación con gran coraje y volvían al trabajo.
Aparte de las prácticas, era la primera vez que Temerario iba a utilizar el equipo completo de combate pesado. Para patrullar se usaba un correaje mucho más ligero, y en el enfrentamiento anterior el dragón llevaba puesto el arnés de viaje. Temerario se dejó hacer, muy tieso y sin moverse. Tan sólo giró la cabeza para observar emocionado cómo los hombres le ajustaban un arnés de cuero más pesado, con remaches triples, y empezaban a enganchar los enormes paneles de eslabones trenzados que le servirían de armadura.
Laurence llevó a cabo su propia inspección del equipo, y sólo entonces se dio cuenta de que Hollín no estaba a la vista. Registró tres veces todo el claro antes de aceptar que realmente no estaba allí. Llamó al armero Pratt, que dejó de trabajar con las grandes placas protectoras que cubrirían el pecho y los hombros de Temerario durante la batalla para presentarse ante él.
—¿Dónde está el señor Hollin? —preguntó Laurence.
—Vaya, creo que no le he visto esta mañana, señor —contestó Pratt, rascándose la cabeza—. Pero anoche sí que estaba.
—Muy bien —dijo Laurence, despachándole—. Roland, Dyer, Morgan —llamó, y cuando los tres mensajeros acudieron, les ordenó—: Intenten localizar al señor Hollín y díganle que le espero aquí enseguida, por favor.
—Sí, señor —respondieron casi al unísono, y tras una breve deliberación entre ellos, se alejaron corriendo en distintas direcciones.
Laurence siguió supervisando el trabajo de sus hombres, con el ceño fruncido. Se sentía atónito y disgustado al descubrir que Hollín había abandonado su puesto, y más aún dadas las circunstancias. Pensó que tal vez se había puesto enfermo y había acudido al médico. Parecía la única excusa posible, pero en ese caso seguramente se lo habría contado a sus compañeros. Pasó más de una hora. Temerario ya tenía puesto todo el equipo y los miembros de la dotación practicaban maniobras de abordaje bajo la severa mirada del teniente Granby, cuando la joven Roland llegó corriendo al claro.
—Señor —dijo, jadeando y con gesto poco feliz—. El señor Hollín está con Levitas, por favor, no se enfade —dijo de un tirón, sin tomar aliento.
—Ah —dijo Laurence, un tanto abochornado. No podía admitir ante Roland que había estado haciendo la vista gorda con las visitas de Hollín, así que era natural que ella fuese reacia a delatar a un compañero aviador—. Tendrá que responder por ello, pero eso puede esperar. Vaya a decirle que se requiere su presencia enseguida.
—Señor, ya se lo he dicho, pero me ha contestado que no puede dejar a Levitas. También me ha dicho que viniera enseguida para decirle a usted que le pide que vaya a verle, si es posible —dijo ella a toda velocidad, y después se le quedó mirando nerviosa para ver cómo se tomaba aquella insubordinación.
Laurence la miró fijamente. No se explicaba el porqué de aquella insólita respuesta, pero tras reflexionar un instante, y conociendo la forma de ser de Hollín, se decidió.
—Señor Granby —dijo en voz alta—, debo ausentarme un momento. Lo dejo todo en sus manos. Roland, quédese aquí y venga a avisarme si pasa cualquier cosa —le dijo a la mensajera.
Caminó con paso rápido, sin saber si debía enfadarse o preocuparse, reacio a exponerse a una nueva queja de Rankin, y aún más en las circunstancias presentes. Nadie podía negar que el hombre acababa de cumplir su deber con valentía, y ofenderle directamente después de aquello sería una grosería enorme. Pero al mismo tiempo, mientras seguía las indicaciones que le había dado Roland, Laurence no podía evitar sentir un gran enojo hacia él.
El claro en el que se encontraba Levitas era pequeño y estaba muy cerca del cuartel general, pues sin duda Rankin lo había escogido pensando en su propia comodidad y no en la del dragón. El suelo estaba muy descuidado, y cuando Laurence vio a Levitas descubrió que estaba tendido sobre un círculo de arena pelada y tenía la cabeza apoyada en el regazo de Hollín.
—Bien, señor Hollin, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Laurence, en tono agudo e irritado. Después, al rodear el cuerpo del dragón, comprobó que tenía el costado y el vientre cubiertos de vendas empapadas de sangre negruzca. Desde el otro lado, no las había visto—. Dios mío —se le escapó.
Al escuchar a Laurence, Levitas entreabrió los ojos y los volvió hacia él con esperanza. Su mirada era vidriosa y brillante de dolor, pero pasado un instante, con un destello de reconocimiento, el pequeño dragón suspiró y los cerró de nuevo, sin pronunciar palabra.
—Señor —dijo Hollín—. Lo siento, sé que tengo mis propios deberes, pero no podía abandonarlo. El médico se ha ido. Dice que ya no puede hacer nada más por él y que no durará mucho. Aquí no hay nadie, ni siquiera alguien que pueda traer agua. —Hollin hizo una pausa y luego repitió—: No podía abandonarlo.
Laurence se arrodilló junto a él y puso la mano en la cabeza de Levitas, rozándola apenas por temor a hacerle más daño aún.
—No —dijo—. Claro que no.
Se alegró de estar tan cerca del cuartel general. Había unos asistentes haraganeando junto a la puerta y comentando las noticias, así que los envió para que ayudaran a Hollin. Rankin se encontraba en el club de oficiales, donde era fácil de localizar. Estaba bebiendo vino, tenía mucho mejor color y se había cambiado las ropas manchadas de sangre por otras limpias. Lenton y dos capitanes exploradores estaban sentados con él, discutiendo las mejores posiciones para defender la costa.
Laurence se acercó y dijo con voz serena:
—Si puede andar, póngase de pie. De lo contrario, le llevaré yo mismo.
Rankin dejó el vaso en la mesa y le miró con ojos gélidos.
—¿Puede repetirlo, por favor? —dijo—. Supongo que está volviendo a entrometerse, como…
Sin prestarle atención, Laurence agarró el respaldo de su silla y empujó. Rankin cayó hacia delante, manoteando para tratar de sujetarse al suelo. Laurence le asió por el cuello de la chaqueta y tiró de él para ponerlo en pie, haciendo caso omiso de sus quejas de dolor.
—Laurence, ¿se puede saber qué…? —dijo Lenton, levantándose con gesto atónito.
—Levitas se está muriendo. El capitán Rankin desea despedirse de él —dijo Laurence, mirando a los ojos a Lenton mientras sujetaba a Rankin del brazo y del cuello—. Le ruega que le disculpe, señor.
Los demás capitanes, que se habían incorporado a medias de sus sillas, se le quedaron mirando. Lenton observó a Rankin y después volvió a sentarse con toda la intención.
—Muy bien —dijo, extendiendo la mano para agarrar la botella.
Los otros capitanes se sentaron también con gesto parsimonioso.
Rankin caminó a trompicones, sin intentar librarse de la presa de Laurence, aunque ofreció una débil resistencia por el camino. Al borde del claro, Laurence se detuvo y le miró de frente.
—Va a ser generoso con él, ¿me entiende? —le dijo—. Le va a dedicar todas las alabanzas que se merecía y que nunca le dijo. Va a decirle que ha sido bravo y leal, y mucho mejor compañero de lo que usted se merece.
Rankin no decía nada, sólo miraba a Laurence como si se tratara de un lunático peligroso. Laurence le zarandeó de nuevo.
—Por Dios, va a hacer esto y mucho más, y rece para que me dé por satisfecho con eso —concluyó en tono salvaje y tiró de él.
Hollín seguía sentado, con la cabeza de Levitas en el regazo y un cubo a su lado. Estaba escurriendo agua de un trapo limpio en la boca entreabierta del dragón. Miró a Rankin sin molestarse en disimular su desprecio, pero después se inclinó sobre el dragón y dijo:
—Levitas, mira quién ha venido.
Levitas abrió los ojos, pero ya los tenía lechosos y no podía ver.
—¿Mi capitán? —dijo en tono inseguro.
Laurence empujó a Rankin y le obligó a arrodillarse sin miramientos. Rankin jadeó y se apretó el muslo, pero dijo:
—Sí, estoy aquí. —Levantó la mirada hacia Laurence, tragó saliva y añadió con torpeza— Has sido muy valiente.
No había nada de natural ni de sincero en su voz, que no podía sonar más forzada. Pero Levitas sólo respondió, muy suavemente:
—Has venido…
Después lamió las gotas de agua que tenía en la comisura de la boca. La sangre seguía manando perezosa, lo bastante espesa para diferenciar los vendajes de ambos: los de Rankin estaban relucientes, y los del dragón, negros. Rankin se removió inquieto. Se estaba empapando las calzas y las medias, pero miró de nuevo a Laurence y renunció a levantarse.
Levitas suspiró tenuemente, y después incluso el débil movimiento de sus costados cesó. La mano encallecida de Hollín le cerró los ojos.
Los dedos de Laurence seguían apretando el cogote de Rankin. Ahora le soltó por fin. Su rabia había desaparecido, sustituida por un silencioso aborrecimiento.
—Vayase —dijo—. Nosotros, los que le apreciábamos, nos encargaremos de todo, no usted. —Cuando Rankin salió del claro, ni se molestó en mirarle—. No puedo quedarme —le dijo a Hollín con voz queda—. ¿Puede arreglárselas usted?
—Sí —dijo Hollin, acariciando la pequeña cabeza—. Con una batalla inminente no se puede hacer gran cosa, pero me aseguraré de que se lo lleven y lo entierren como es debido. Gracias, señor. Esto ha significado mucho para él.
—Más de lo que debería —repuso Laurence.
Durante un rato se quedó mirando a Levitas. Después, se dirigió al cuartel general y se presentó ante el almirante Lenton.
—¿Y bien? —preguntó Lenton, ceñudo, cuando Laurence entró en su despacho.
—Señor, pido disculpas por mi comportamiento —dijo Laurence—. Aceptaré de buen grado las medidas que usted juzgue oportuno tomar.
—No, no, ¿de qué me está hablando? Me refería a Levitas —dijo Lenton, impaciente.
Laurence hizo una pausa, y después dijo:
—Ha muerto. Ha sufrido mucho, pero al menos al final se fue en paz.
Lenton meneó la cabeza.
—Es una verdadera lástima —dijo, sirviendo sendas copas de brandy para él y para Laurence. Apuró su propia bebida de dos tragos y después exhaló un profundo suspiro—. Y el momento más desafortunado para que Rankin quede descabalgado —añadió—. En Chatham tenemos un Winchester que está a punto de eclosionar, antes de lo previsto. A juzgar por el endurecimiento de la cascara, puede hacerlo en cualquier momento. He estado bregando para encontrar a alguien que pueda llegar a tiempo, sea digno de ese puesto y no le importe ser asignado a un Winchester. Ahora Rankin ha quedado libre y el hecho de haber traído la información le ha convertido en un héroe. Si no le envío a él y la bestia acaba sin arnés, tendremos que soportar las airadas protestas de toda su condenada familia, y probablemente una interpelación en el Parlamento.
—Preferiría ver a un dragón muerto antes que en sus manos —dijo Laurence, dejando su vaso con brusquedad—. Señor, si quiere a un hombre que honre al Cuerpo, envíe al señor Hollín. Apostaría mi propia vida por él.
—¿Cómo? ¿El jefe de su dotación de tierra? —Lenton frunció el ceño, pensativo—. Es una idea, si es que de verdad lo considera apropiado para el puesto. Él no pensará que perjudica su carrera dando ese paso. Supongo que no es un caballero…
—No, señor, a no ser que por caballero se refiera usted a un hombre de honor y no a uno de alcurnia.
Lenton soltó un bufido.
—Bueno, no somos tan quisquillosos como para perder el tiempo pensando en eso —dijo—. Lo más probable es que Hollin responda bien. Si es que cuando se abra el huevo no estamos todos muertos o nos han hecho prisioneros.
Cuando Laurence le relevó de sus deberes, Hollin le miró con los ojos muy abiertos y preguntó con voz algo trémula:
—¿Mi propio dragón?
Tuvo que darse la vuelta y esconder la cara. Laurence fingió no darse cuenta.
—Señor, no sé cómo darle las gracias —dijo Hollin en susurros, para evitar que se le quebrara la voz.
—He prometido que honrará usted al Cuerpo. Procure no dejarme por mentiroso, y con eso quedaré satisfecho —repuso Laurence, tendiéndole la mano—. Debe partir cuanto antes. La eclosión se espera en cualquier momento. Hay un carruaje esperando para llevarlo a Chatham.
Con aspecto aturdido, Hollin estrechó la mano de Laurence, recogió la bolsa en la que sus compañeros del equipo de tierra habían empaquetado a toda prisa sus escasas pertenencias, y después dejó que el joven Dyer lo llevara hasta el carruaje que ya le estaba esperando. El personal no hacía más que sonreír y saludarle a su paso. Hollin tuvo que estrechar muchas manos, hasta que Laurence, temiendo que no llegara a ponerse en camino nunca, puso a todos a trabajar.
—Caballeros, el viento sigue soplando del norte —informó—. Vamos a quitarle algo de blindaje a Temerario para pasar la noche.
Temerario le vio irse con cierta tristeza.
—Estoy muy contento de que ese nuevo dragón esté con él, y no con Rankin. Pero ojalá le hubieran entregado antes a Levitas. A lo mejor Hollin habría evitado que muriera —le comentó a Laurence, mientras el personal trabajaba en él.
—No podemos saber lo que habría sucedido —dijo Laurence—, pero no estoy muy seguro de que Levitas hubiese sido feliz con el cambio. Hasta el último momento, lo único que quiso era el cariño de Rankin, por extraño que pueda parecer.
Esa noche, Laurence volvió a dormir con Temerario, refugiado entre sus brazos y envuelto en varias mantas de lana para protegerse de la escarcha de la madrugada. Despertó antes de que asomaran las primeras luces y descubrió que los árboles inclinaban sus copas desnudas alejándolas de la aurora: se había levantado un viento del este que soplaba desde Francia.
—Temerario —llamó con voz queda.
La enorme cabeza se alzó sobre él para olisquear el aire.
—El viento ha cambiado —anunció el dragón, y dobló el cuello para acariciar a su cuidador.
Laurence se permitió el lujo de descansar cinco minutos más, tumbado al calor de los brazos del dragón y con las manos apoyadas en las escamas suaves y estrechas de su nariz.
—Espero no haberte dado nunca motivo para ser infeliz, amigo mío.
—Nunca, Laurence —le respondió Temerario, en voz muy baja.
En cuanto Laurence hizo sonar la campana, la dotación de tierra acudió a toda prisa desde sus barracones. Habían dejado la armadura de cadenas en el claro, debajo de una lona, y Temerario había dormido por esta vez con el arnés pesado. No tardaron en equipar al dragón, mientras que al otro lado del calvero Granby revisaba las correas y mosquetones de cada hombre. Laurence dejó que le pasara la inspección a él también, y después se tomó unos instantes para limpiar y recargar sus pistolas y ceñirse la espada.
El cielo se veía frío y despejado, salvo por algunas nubes grises que desfilaban como sombras. Aún no había llegado ninguna orden. A petición de Laurence, Temerario lo encaramó sobre su hombro y se puso de pie sobre los cuartos traseros. Más allá de los árboles, el aviador alcanzó a ver la oscura línea del océano y las naves que se mecían en el puerto. Un viento fresco y salado azotó su cara.
—Gracias, Temerario —dijo, y el dragón volvió a ponerlo en el suelo—. Señor Granby, embarque a la tripulación —ordenó.
Cuando Temerario alzó el vuelo, el equipo de tierra le dedicó un ruidoso saludo más parecido a un rugido que a una aclamación. Laurence lo escuchó repetido a lo largo de toda la base conforme las demás bestias batían las alas hacia el cielo. Maximus, con su brillo entre rojizo y dorado, era una presencia enorme y deslumbrante que empequeñecía a los demás. Victoriatus y Lily también destacaban entre la multitud de pequeños Tanatores Amarillos.
La bandera de Lenton ondeaba sobre su dragona Obversaria, la Ninfálida Dorada. Tan sólo era un poco mayor que los Segadores, pero atravesó la multitud de dragones y se puso en cabeza con fácil elegancia, haciendo girar las alas casi de la misma forma que Temerario. Como a los dragones más grandes se les había ordenado actuar por su cuenta, Temerario no tenía por qué mantener la velocidad del resto de la formación, y no tardó en hacerse sitio junto a la cuña que encabezaba aquella fuerza.
El viento frío y húmedo azotaba sus rostros, y el grave silbido de su vuelo arrastraba lejos los demás ruidos, salvo los crujidos del arnés y el restallido coriáceo de las alas de Temerario, que en cada batida sonaban como una vela henchida por el viento. Nada más rompía el forzado y pesado silencio de la tripulación. Ya estaban a la vista del enemigo: a aquella distancia, los dragones franceses parecían una bandada de gaviotas o de pequeños gorriones, tal era su número y con tal sincronía aleteaban.
Los franceses mantenían una altura considerable, a unos trescientos metros sobre la superficie del agua, lejos del alcance de los cañones de pimienta más potentes. Bajo ellos se extendía una formación de velas blancas, hermosa e inútil: la flota del canal. Muchos barcos que habían probado fortuna en vano con sus disparos se veían coronados por guirnaldas de humo. La mayoría de las naves había tomado posiciones cerca de tierra, pese al terrible peligro que suponía acercarse tanto a una costa que quedaba a resguardo del viento. Así, si los franceses se veían obligados a tomar tierra junto al borde de los acantilados, aún podrían quedar a tiro de los largos cañones de la Armada, aunque fuera por un breve lapso.
Excidium, Mortiferus y sus respectivas formaciones volvían de Trafalgar a una velocidad frenética, pero nadie esperaba que llegaran antes del fin de la semana. No había un solo hombre entre ellos que no supiera al dedillo los números del contingente que los franceses podían reunir contra ellos. Racionalmente nunca habían tenido motivo para la esperanza.
Aun así, era muy diferente ver cómo esos minino se convertían en alas y carne. Había doce transportes de madera ligera como los que había descubierto Rankin, cada uno llevado por cuatro dragones y defendido por otros tantos. En la guerra moderna, Laurence no había oído hablar nunca de una fuerza tan numerosa. Aquellas cifras eran más típicas de las cotizadas, cuando los dragones eran más pequeños y la tierra más silvestre, por lo que resultaba más fácil alimentarlos.
Al pensar en eso, Laurence se volvió hacia Granby y le dijo en tono tranquilo, lo bastante alto para que su voz llegara a los hombres:
—Alimentar a tantos dragones juntos requiere una logística que sólo puede ser viable durante un período de tiempo muy corto. Bonaparte tardará en intentarlo de nuevo.
Granby le miró durante unos instantes y después, con un respingo, se apresuró a contestar:
—Así es. Tiene usted razón. ¿No deberíamos permitir a los hombres un poco de ejercicio? Creo que disponemos de al menos media hora de gracia antes de encontrarnos con ellos.
—Muy bien —dijo Laurence, poniéndose en pie.
Aunque el viento soplaba con fuerza, apuntalado en sus correas se pudo dar la vuelta. A los hombres no les gustaba demasiado toparse con su mirada, pero lo cierto fue que causó efecto. Los hombros se irguieron y los susurros cesaron. Ninguno de ellos quería mostrar miedo o desánimo ante los ojos de su capitán.
—Señor Johns, cambio de posiciones, por favor —ordenó Granby por la bocina.
Al momento, los hombres del lomo y del vientre se apresuraron a intercambiar posiciones bajo la dirección de los tenientes. La dotación entró en calor al recibir el mordisco del viento y los rostros parecieron un poco menos atribulados. Tan cerca de otras tripulaciones no podían dedicarse a prácticas de artillería con fuego real; pero con un despliegue de energía encomiable, el teniente Riggs hizo que sus fusileros dispararan cartuchos de fogueo para soltar los dedos. Dunne tenía unas manos largas y finas, que ahora se veían blancas de frío. Mientras se esforzaba por recargar, el cuerno de pólvora se le resbaló de los dedos y estuvo a punto de caer por el costado del dragón. Collins consiguió recuperarlo inclinándose casi en ángulo recto fuera de la espalda de Temerario, apenas sujeto por una cuerda.
Al oír los disparos, Temerario volvió la cabeza para mirar, pero después la enderezó de nuevo sin mayor comentario. Volaba con facilidad, a un ritmo que podría haber sostenido durante casi un día entero. Su respiración no era trabajosa, ni siquiera se había acelerado. Su único problema era el exceso de entusiasmo: al ver a los dragones franceses más de cerca, se dejó llevar por la emoción y aceleró de golpe su vuelo. Pero un toque de la mano de Laurence le hizo retroceder de vuelta a la formación.
Los defensores franceses habían formado en una línea de batalla muy difusa. Los dragones más grandes volaban arriba y los más pequeños abajo, en una masa rápida y cambiante, formando un muro que protegía a las naves de transporte y a sus porteadores. Laurence pensó que si conseguían abrir brecha en aquella línea aún tendrían alguna esperanza. Los porteadores, la mayoría de los cuales eran Pécheur-Rayé, una raza de tamaño mediano, estaban haciendo un gran esfuerzo. Sobrellevar la carga desacostumbrada sin duda hacía mella en el, y Laurence estaba convencido de que serían vulnerable ante un ataque.
Pero contaban con veintitrés dragones contra los cuarenta y tantos defensores franceses, y casi una cuarta parte de la fuerza inglesa estaba compuesta por Abadejos Grises y Winchesters, que no eran rivales contra los dragones pesados de combate. Atravesar su línea se antojaba casi imposible, y en caso de conseguirlo, los atacantes se encontrarían aislados y serían vulnerables a su vez.
A lomos de Obversaria, Lenton desplegó las banderas que daban la señal para atacar: «entablar contacto con el enemigo». Laurence sintió que el corazón se le aceleraba, con ese temblor nervioso que sólo desaparecería tras los primeros momentos del combate. Tomó la bocina y dijo:
—Elige tu objetivo, Temerario. Si consigues llevarnos hasta uno de esos transportes, mejor que mejor.
En la confusión de aquella enorme multitud de dragones, confiaba en el instinto de Temerario más que en el suyo propio. Si había algún hueco en la línea francesa, Laurence estaba seguro de que Temerario lo vería.
Por toda respuesta, el dragón se dirigió de inmediato contra uno de los transportes más apartados del centro de la formación, como si tuviera la intención de ir directamente a por él. Después, de repente, plegó las alas de golpe y se lanzó en picado, y los tres dragones franceses que habían cerrado filas frente a él se lanzaron en su persecución. Girando las alas, Temerario se detuvo a mitad de su vuelo mientras los otros tres pasaban de largo como una exhalación. Con apenas unas batidas de sus poderosas alas, el dragón empezó a subir, derecho hacia el vientre desprotegido del primer transporte, por el lado de babor. Laurence comprobó que la bestia de aquel flanco, una pequeña hembra Pécheur-Rayé, estaba visiblemente cansada y aleteaba con gran esfuerzo, aunque aún seguía manteniendo un ritmo regular.
—¡Bombas preparadas! —gritó Laurence.
En el momento en que Temerario hacía una pasada junto a la Pécheur-Rayé y lanzaba un zarpazo contra el costado de la dragona francesa, los tripulantes arrojaron sus bombas sobre la cubierta del transporte. Sobre el lomo de la Pécheur sonó una detonación, y Laurence oyó un grito a sus espaldas. Collins levantó los brazos al cielo y quedó colgando inerte de su arnés, mientras su fusil caía a las aguas que se extendían bajo ellos. Momentos más tarde, su cuerpo lo siguió: estaba muerto, y alguien había cortado sus correas.
En el transporte no había cañones, pero su cubierta había sido construida con la inclinación de un tejado. Tres de las bombas rodaron antes de estallar, dejando un reguero de humo mientras caían sin haber cumplido si misión. Sin embargo, dos explotaron a tiempo. La nave entera se balanceó en el aire cuando la conmoción hizo que la Pécheur perdiera el ritmo por un instante, lo que abrió una serie de boquetes en la tablazón del transporte. Laurence tuvo un atisbo de una cara pálida que le miraba desde el interior, manchada de polvo y con un gesto de terror inhumano. Después, Temerario viró hacia un lado y se apartó de allí.
Había sangre que caía goteando de algún lugar, un chorro fino y negro. Laurence se inclinó para comprobarlo, pero no vio ninguna herida. Temerario estaba volando bien.
—¡Granby! —gritó, señalando a la sangre.
—¡Es de sus garras! ¡De la otra bestia! —le gritó Granby un momento después, y Laurence asintió.
Pero no hubo ocasión para hacer una segunda pasada. Dos dragones franceses venían directamente hacia ellos. Temerario batió las alas y se elevó hacia el cielo a toda velocidad, seguido por las bestias enemigas. Ya habían visto su truco y se acercaron a él a un ritmo más precavido para no pasarse de largo.
—¡Media vuelta, directo hacia abajo y a por ellos! —le indicó Laurence a Temerario.
—¡Armas preparadas! —gritó Riggs a su espalda.
Temerario expelió una profunda bocanada y giró en redondo a mitad del vuelo. Sin tener que luchar ya contra la gravedad, se precipitó en picado hacia los dragones franceses con un feroz rugido. Su tremendo volumen hizo vibrar los huesos de Laurence, a pesar del ulular del viento en su rostro. El dragón que iba delante retrocedió con un chillido y enredó sus alas contra la cabeza del segundo.
Temerario pasó volando entre ambos, atravesando la humareda acre de los disparos enemigos, mientras los fusiles ingleses ladraban su respuesta. Varios de los adversarios muertos ya tenían las correas cortadas y se precipitaban al vacío. Temerario lanzó un zarpazo al pasar y abrió una herida en el costado del segundo dragón. Un chorro de sangre salpicó los pantalones de Laurence, que sintió su contacto cálido y febril contra la piel.
Mientras se alejaban, sus dos atacantes seguían esforzándose por enderezarse. El primero estaba volando muy mal y emitía agudos chillidos de dolor. Laurence miró hacia atrás y vio cómo el dragón volvía grupas hacia Francia: con tal superioridad numérica, los aviadores de Bonaparte no tenían por qué exigir más a los dragones heridos.
—¡Bravo! —dijo Laurence, incapaz de reprimir la alegría.
Su orgullo era evidente en su tono de voz, por absurdo que fuese permitirse esos sentimientos en el apogeo de una batalla tan desesperada. Tras él, los tripulantes prorrumpieron en vítores cuando el segundo dragón francés se alejó para buscar a otro adversario, sin atreverse a atacar él solo a Temerario. Éste se dirigió de nuevo hacia su objetivo original, irguiendo la cabeza con orgullo: por el momento, no había sufrido ni un rasguño.
Messoria, su compañera de formación, estaba atacando al transporte. La dragona y Sutton, su cuidador, habían adquirido una gran astucia tras treinta años de servicio, y la habían aprovechado para abrirse paso a través de la línea de batalla y proseguir el ataque contra la Pécheur que, herida por Temerario, estaba ya debilitada. Una pareja de Pou-de-Ciels, de menor tamaño, estaba defendiendo a la Pécheur. Juntos superaban el peso de Messoria, pero ella estaba recurriendo a todos los trucos que conocía y trataba de atraerlos para abrir un hueco por el que lanzarse contra la dragona francesa. De la cubierta del transporte salía más humo: era evidente que la tripulación de Sutton había conseguido alcanzarlo con unas cuantas bombas más.
Cuando se acercaron a Messoria, Sutton les indicó desde su lomo la maniobra «flanquear a babor». Messoria atacó a los dos defensores para atraer su atención, mientras Temerario se lanzaba hacia delante y clavaba sus garras en el costado de la Pécheur, haciendo un ruido espantoso al desgarrar los eslabones de su armadura. La sangre brotó negra. La dragona rugió e instintivamente trató de arañar a Temerario en defensa propia, lo que hizo que una de sus patas delanteras soltara la barra. El transporte estaba asegurado al cuerpo del dragón por gruesas cadenas, pero aun así se escoró visiblemente hacia abajo, y Laurence oyó gritar a los hombres que iban dentro.
Temerario aleteó con rapidez y esquivó el golpe con un movimiento poco elegante, pero eficaz, sin apartarse apenas de la dragona. Sus zarpas volvieron a desgarrar la armadura y a herir a la Pécheur.
—¡Lanzad una andanada! —rugió Bellows, y los fusileros acribillaron cruelmente la espalda de la bestia.
Laurence vio cómo un oficial francés apuntaba a la cabeza de Temerario. Disparó sus pistolas, y al segundo disparo el francés cayó agarrándose la pierna.
—¡Señor, permiso para abordar! —le dijo Granby.
Los tripulantes y fusileros que viajaban en la parte superior de la Pécheur habían sufrido severas pérdidas. Su espalda estaba prácticamente despejada y la oportunidad era ideal. Granby ya estaba preparado con una docena de hombres, todos ellos con las espadas desenvainadas y las manos listas para abrir sus mosquetones.
Aquélla era la posibilidad que más horrorizaba a Laurence. Con una profunda desconfianza, dio la orden a Temerario e hizo que se pusiera junto al costado de la dragona francesa.
—¡Al abordaje! —gritó.
Al hacerle a Granby la señal de que tenía permiso para la maniobra, sintió cómo el estómago se le encogía. Nada podría haber sido más desagradable que ver cómo sus hombres llevaban a cabo aquel terrorífico salto sin arnés y se arrojaban de frente hacia los enemigos, mientras él mismo tenía que permanecer en su puesto.
Un terrible alarido sonó cerca de ellos. Lily acababa de rociar con ácido el hocico de un dragón francés, y éste, frenético de dolor, se estaba clavando sus propias garras, tirando de la carne primero a un lado y luego a otro. Temerario encorvó los hombros en un gesto de compasión, al igual que la Pécheur. El propio Laurence dio un respingo al escuchar aquel sonido insoportable. Después el chillido se interrumpió de súbito. Un alivio deprimente: el capitán había reptado por el cuello para hundir una bala en la cabeza de su propio dragón y no tener que contemplar cómo la criatura agonizaba lentamente mientras el ácido le corroía el cráneo y se abría paso hasta el cerebro. Muchos de sus tripulantes habían saltado a otros dragones para salvarse; algunos de ellos incluso se habían lanzado sobre la espalda de Lily. Pero el capitán había sacrificado su oportunidad de hacerlo. Laurence vio cómo resbalaba por el costado del dragón y ambos se precipitaban juntos hacia el océano.
Se obligó a apartarse de la horrible fascinación de aquel espectáculo. La sangrienta lucha que se libraba sobre la espalda de la Pécheur se estaba inclinando a favor de los ingleses, y Laurence pudo ver cómo dos de sus guardiadragones trabajaban sobre las cadenas que aseguraban el transporte a la dragona. Pero los problemas de la Pécheur no habían pasado inadvertidos: otro dragón francés se acercaba a ellos a gran velocidad, y un puñado de hombres extraordinariamente valerosos había salido por los agujeros del transporte dañado y trepaba por las cadenas para llegar a la espalda de la Pécheur y ayudar a los suyos. Bajo la mirada de Laurence, dos de ellos resbalaron sobre la cubierta inclinada y cayeron al vacío. Pero había más de una docena intentándolo, y si llegaban a su objetivo, las tornas de la batalla se volverían contra Granby y sus hombres.
En ese momento Messoria dejó escapar un largo y penetrante gemido de dolor. Laurence oyó cómo Sutton gritaba:
—¡Retrocede!
Messoria tenía un profundo corte en el esternón, del que manaba sangre oscura, y en el flanco se veía otra herida que ya le estaban cubriendo con vendas blancas. La dragona se dejó caer y viró, alejándose de allí y dejando a sus anchas a los dos Pou-de-Ciels que habían luchado contra ella. Aunque eran mucho más pequeños que Temerario, éste no podía enfrentarse a la Pécheur si le atacaban desde dos direcciones a la vez. Laurence debía elegir entre ordenar el regreso del equipo de abordaje o abandonarlos a su suerte y rezar para que se apoderaran de la Pécheur y se aseguraran de su rendición capturando con vida a su capitán.
—¡Granby! —gritó Laurence.
El teniente, sangrando por un corte en la cara, miró a su alrededor. Al ver la posición de Temerario, asintió con la cabeza y les hizo un gesto para que se alejaran. Laurence tocó el costado de su dragón y le dio una orden. Tras un último zarpazo que dejó al descubierto los blancos huesos del flanco de la Pécheur, Temerario giró en el aire para alejarse y, cuando cobró cierta distancia, se quedó sobrevolando a la dragona para permitir que los tripulantes vieran lo que pasaba. En lugar de perseguirle, las dos bestias más pequeñas se quedaron revoloteando cerca de la dragona. No se atrevían a acercarse lo suficiente para lanzar a sus hombres sobre Temerario, pues éste podía aplastarlos fácilmente si se ponían en una situación tan arriesgada.
Pero el propio Temerario también estaba corriendo cierto peligro. Los fusileros y la mitad de los tripulantes de la parte inferior habían saltado en el grupo de abordaje. Un riesgo que merecía la pena, pues si se apoderaban de la Pécheur, el transporte no podría seguir adelante: lo más probable era que, si la nave no caía, al menos los tres dragones se vieran forzados a regresar a Francia. Pero eso significaba que ahora Temerario estaba corto de personal y que ellos mismos eran vulnerables a un abordaje. No podían arriesgarse a otro combate cuerpo a cuerpo.
El grupo de abordaje estaba haciendo firmes progresos en su lucha contra los últimos hombres que resistían a bordo de la dragona, y sin duda conseguiría apoderarse de ella antes de que los hombres del transporte llegaran. Uno de los Pou-de-Ciels se lanzó sobre ellos y trató de colocarse al lado de la Pécheur.
—¡A por ellos! —exclamó Laurence.
Temerario se lanzó en picado, usando uñas y dientes como un rastrillo y obligando a la bestia más pequeña a retirarse a toda prisa. Laurence tuvo que ordenar a Temerario que se alejara de nuevo, pero había sido suficiente. Los franceses habían perdido su oportunidad y, mientras, la Pécheur estaba lanzando un grito de alarma y retorciendo la cabeza, pues Granby, en pie sobre el cuello de la dragona francesa, estaba apuntando con su pistola a la cabeza del hombre. Habían capturado al capitán.
A una orden de Granby, sus hombres soltaron las cadenas de la Pécheur y obligaron a la dragona prisionera a dirigirse a Dover. La bestia volaba despacio y de mala gana, y a cada momento volvía la cabeza, preocupada por su capitán. Pero se alejó de allí, mientras el transporte colgaba terriblemente escorado y los tres porteadores que aún quedaban luchaban desesperados por aguantar su peso.
Laurence tuvo poco tiempo para disfrutar del triunfo. Dos dragones de refresco bajaban en picado hacia ellos: un Petit Chevalier considerablemente más grande que Temerario, a pesar de su nombre, y un Pécheur-Couronné de peso medio que se apresuró a aferrar la barra de soporte que había quedado libre. Los hombres que seguían encaramados en el tejado arrojaron las cadenas sueltas a los tripulantes de los dragones de refresco, y unos momentos después el transporte enderezó su posición y reanudó su camino.
Los Pou-de-Ciels cargaban contra ellos de nuevo desde direcciones opuestas, mientras el Petit Chevalier maniobraba en ángulo para rodearlos por detrás. Su posición era muy expuesta y a cada momento se volvía más desesperada.
—¡Retirada, Temerario! —ordenó Laurence, por más amarga que aquella orden resultara.
Temerario giró y se apartó al instante, pero los dragones que lo perseguían le ganaron distancia. Llevaba peleando cerca de media hora y empezaba a estar cansado.
Actuando coordinados, los dos Pou-de-Ciels trataban de conducir a Temerario hacia el gran dragón, interponiéndose en su trayectoria para reducir su velocidad. De repente, el Petit Chevalier dio un terrible acelerón, y cuando pasó junto a Temerario un puñado de hombres saltó sobre él.
—¡Cuidado! ¡Nos abordan! —gritó el teniente Johns con su áspera voz de barítono.
Temerario volvió la vista, alarmado. El miedo le dio energías renovadas y consiguió distanciar a sus perseguidores. El Chevalier quedó rezagado, y cuando Temerario lanzó un zarpazo que alcanzó a uno de los Pou-de-Ciels, éstos también abandonaron la caza.
No obstante, ocho hombres habían saltado sobre su lomo y se habían asegurado a él. Con gesto torvo, Laurence recargó sus pistolas, las enganchó en el cinturón, aflojó las correas de su mosquetón y se puso de pie. Los cinco tripulantes superiores bajo el mando del teniente Johns trataban de contener a los atacantes en la parte central del lomo de Temerario. Laurence se dirigió hacia allí lo más rápido que se atrevió. Su primer disparo salió desviado, pero el segundo alcanzó a un francés en pleno pecho. El hombre cayó escupiendo sangre y su cuerpo colgó flácido del arnés.
Lo que vino a continuación fue un combate a espada, encarnizado y frenético. El cielo desfilaba tan rápido a su lado que Laurence sólo veía a los hombres que tenía delante. Un teniente francés estaba en pie frente a él. Cuando el hombre vio sus galones dorados, le apuntó con la pistola. Laurence apenas pudo oír lo que trataba de decirle. En cualquier caso, sin prestarle atención, le quitó la pistola con el brazo que empuñaba la espada y le dio un culatazo en la sien. El teniente se desplomó. El hombre que estaba tras él se abalanzó sobre Laurence, pero la corriente de aire que provocaba su movimiento soplaba en su contra, y su estocada apenas consiguió penetrar en la chaqueta de cuero de éste.
Laurence cortó las correas del arnés de su enemigo y lo arrojó al vacío de una patada. Después miró a su alrededor en busca de más atacantes. Por suerte, los otros estaban muertos y desarmados; de los suyos sólo habían caído Challoner y Wright, aparte del teniente Johns, que colgaba de sus mosquetones mientras la sangre manaba a borbotones por una herida de bala en pleno pecho. Antes de que pudieran atenderle, se quedó inmóvil con un último estertor.
Laurence se inclinó sobre Johns, cerró sus ojos, que se habían quedado fijos, y después se colgó la espada del cinturón.
—Señor Martin, tome el mando aquí arriba y actúe como teniente. Quite de en medio todos esos cadáveres.
—Sí, señor —contestó Martin, jadeando. Tenía un tajo en la mejilla, y la sangre había salpicado de rojo sus cabellos rubios—. ¿Qué tal está su brazo, Laurence?
El aludido lo comprobó. Por el desgarrón de l;i chaqueta salía un poco de sangre, pero podía mover bien el brazo y no sentía ninguna debilidad.
—Es sólo un arañazo. Ya me lo vendo yo.
Gateó sobre un cadáver, volvió a su puesto en el cuello del dragón y se aseguró apretando las correas. Después se quitó la corbata y la usó para vendar la herida.
—¡Hemos repelido el abordaje! —informó.
Los hombros de Temerario se relajaron tras la tensión nerviosa que habían sufrido. El dragón se había alejado del centro de la lucha, como era preceptivo al ser abordado. Ahora se dio la vuelta, y cuando Laurence alzó la mirada pudo contemplar en toda su extensión el campo de batalla allí donde el humo y las alas de los dragones no lo ocultaban.
Todos los transportes, salvo tres, estaban a salvo de los ataques ingleses. Los defensores franceses se habían empleado a fondo con los británicos. Lily volaba prácticamente sola, tan sólo acompañada por Nitidus, y no veía por ningún lado a los demás miembros de su formación. Buscó a Maximus con la mirada y lo encontró luchando enconadamente con su viejo enemigo, el Grand Chevalier. Los dos meses transcurridos se notaban en el cuerpo de Maximus, que, en estos momentos, casi había alcanzado su tamaño definitivo. Ambos se habían enzarzado en un enfrentamiento terrible y brutal.
Los sonidos de la batalla llegaban amortiguados por la distancia, aunque desde su posición se oía con toda claridad un ruido más peligroso: el del impacto de las olas rompiendo al pie de los acantilados blancos. Se habían acercado tanto a la playa que se podían ver las levitas rojas y blancas de los soldados formados en tierra firme. Aún no era mediodía.
De pronto, una falange de seis dragones pesados salió de entre las líneas francesas y se dirigió a la costa. Bramaban con toda la potencia de sus pulmones mientras sus tripulaciones arrojaban bombas. Las delgadas líneas de casacas rojas flaquearon de inmediato y la masa de milicianos casi rompió la línea por el centro. Los hombres caían de rodillas y se cubrían las cabezas con los brazos, aunque apenas habían sufrido daño alguno. Dispararon una docena de tiros a la buena de dios; «disparos perdidos», pensó Laurence con desesperación, de modo que el transporte principal pudo descender casi sin oposición.
Los cuatro dragones de tiro se acercaron más unos a otros y volaron en grupo cerrado directamente encima del transporte. Dejaron que la quilla del navio abriera en el suelo una amplia zanja con el impulso de su propia velocidad para que le sirviera de acomodo en tierra. Los soldados británicos de las primeras filas alzaron las armas cuando una inmensa nube de polvo les golpeó los rostros y entonces, de pronto, casi más de la mitad cayeron muertos. Toda la parte frontal del transporte se desplomó al suelo como la puerta de un granero y desde el interior dispararon una descarga cerrada de fusilería que acribilló a las primeras líneas inglesas.
Se oyó un grito de «Vive l’Empereur!» mientras la infantería francesa salía del humo en tropel. Eran más de mil hombres, que llevaban con ellos un par de cañones de dieciocho libras. Formaron en líneas para proteger los cañones mientras los artilleros aprestaban las cargas. Los casacas rojas respondieron con otra descarga cerrada y pocos momentos después la milicia disparó por su parte otra andanada con escasa puntería. Sin embargo, los franceses eran veteranos endurecidos. Aunque sucumbían por docenas, las filas se cerraron con firmeza para rellenar los huecos y los soldados mantuvieron la posición.
Los cuatro dragones de tiro del transporte soltaron sus cadenas y, libres de ese estorbo, se elevaron de nuevo para incorporarse a la lucha contra las fuerzas británicas, ahora en una inferioridad más acusada. En breve, aterrizaría otro transporte bajo la protección de sus compañeros, más reforzada, y los dragones de tiro de ese transporte se unirían a la batalla aérea y empeorarían más la situación.
Maximus rugió con furia, se desenganchó de las garras del Grand Chevalier y lanzó un ataque desesperado contra el segundo transporte cuando éste comenzaba a descender. Actuó sin preparación ni maniobras previas, simplemente volando hacia abajo. Dos dragones más pequeños intentaron cortarle el paso, pero él se había lanzado en picado con todo su empeño y, aunque al pasar recibió algunos embates de sus garras y dientes, los apartó a un lado por pura fuerza. Uno sólo recibió un golpe de refilón, pero el otro, un Honneur-d’Or a rayas rojas y azules, se estrelló contra los acantilados y una de las alas le quedó inutilizada. Intentó aferrarse con desesperación a la irregular pared de piedra, levantando rocas y nubes de polvo a su alrededor en el intento de sujetarse y subir hasta alcanzar terreno firme.
Una fragata ligera de veinticuatro cañones y poco calado se había atrevido a permanecer cerca de la costa. Ahora aprovechó la circunstancia y disparó una doble andanada con todos sus cañones de una banda, que sonaron como un trueno, antes de que el dragón consiguiera asirse al borde del acantilado. Los gritos del dragón francés sólo se oyeron una vez por encima del fragor del combate; luego, cayó deshecho. El despiadado oleaje empujó los cadáveres del animal y de su tripulación contra las rocas.
Alzándose por encima de todos, Maximus había aterrizado sobre el segundo transporte y daba fuertes tirones a las cadenas que lo sostenían. El peso añadido era excesivo para que los dragones de tiro pudieran aguantarlo, pero lucharon con denuedo. Realizaron un gran esfuerzo coordinado, gracias al cual lograron mantener el transporte sobre el borde del acantilado hasta que al fin se rompieron las sujeciones. El casco de madera se desplomó desde de unos siete metros de altura y estalló contra el suelo como si fuera un huevo a causa del impacto. Hombres y armas de fuego salieron despedidos por todos lados, pero como la caída no había sido demasiado fuerte, los supervivientes se incorporaron casi al momento y se vieron a salvo, detrás de las posiciones francesas ya consolidadas.
Maximus, por su parte, había aterrizado pesadamente detrás de las líneas británicas. Los costados le humeaban en el aire frío, sangraba con profusión por más de una docena de heridas, y las alas le colgaban hasta el suelo. Se esforzó por volver a batirlas en un infructuoso intento de despegar, y cayó sobre la grupa con todas las extremidades temblorosas.
Los franceses tenían ya en tierra tres o cuatro mil hombres y cinco cañones; las tropas británicas contaban con veinte mil efectivos, pero en su mayor parte eran milicianos poco dispuestos a atacar de frente con todos esos dragones pululando en el alto; muchos intentaban huir ya en aquellos momentos. Si el comandante francés tenía una pizca de sentido común, esperaría a que llegaran tres o cuatro transportes más a lo sumo antes de lanzar una carga. Si sus soldados sobrepasaban los emplazamientos de los cañones enemigos, podrían volver la artillería contra los dragones británicos, lo cual permitiría el acceso de los demás transportes de forma definitiva.
—Laurence —dijo Temerario, volviéndose hacia él—. Hay dos más de esos navios a punto de aterrizar.
—Sí —contestó el interpelado en voz baja—. Debemos intentar detenerlos; la batalla en tierra estará perdida si aterrizan.
Temerario se quedó callado un momento, mientras cambiaba su itinerario de vuelo en un ángulo que le permitiera situarse delante del transporte más adelantado; entonces, preguntó:
—Laurence, ¿no podemos ganar, verdad?
Los dos vigías delanteros, unos alféreces muy jóvenes, también estaban a la escucha, así que Laurence tuvo que hablar tanto para él como para ellos.
—Quizá no de manera definitiva —contestó—, pero seguramente podemos hacer lo suficiente para ayudar a proteger Inglaterra. La milicia los podrá contener durante cierto tiempo si los obligamos a aterrizar de uno en uno o en peores posiciones.
Temerario asintió, pero Laurence creyó que había captado lo que él no había expresado con palabras: que la batalla estaba perdida, y que incluso aquello no pasaba de ser una maniobra simbólica.
—Y aun así, hemos de intentarlo o estaríamos dejando a nuestros amigos luchando a solas —replicó Temerario—. Creo que te referías a esto cuando hablabas de «deber» durante todo este tiempo; ahora lo entiendo, en su mayor parte al menos.
—Sí —reconoció Laurence, con la garganta dolorida.
Habían adelantado a los transportes y ahora sobrevolaban tierra firme. Allí abajo, la milicia parecía un borroso mar carmesí. Temerario dio la vuelta para recibir de frente al primero de los transportes; apenas hubo tiempo suficiente de que Laurence pusiera su mano en el cuello de Temerario en signo de silenciosa compenetración.
La visión de la costa había insuflado coraje a los dragones franceses, tanto que habían aumentado su velocidad. Dos Pécheur lideraban el transporte. Eran aproximadamente del mismo tamaño que Temerario y seguían ilesos. Laurence confió a su dragón la decisión de elegir el rival y recargó sus pistolas.
Temerario se detuvo y permaneció suspendido en el aire delante de los dragones que se acercaban. Desplegó las alas como si intentara bloquearles el paso, y la gorguera se alzó de forma instintiva, con la palmeada piel gris translúcida a la luz del sol. Mientras tomaba aliento, experimentó un estremecimiento lento y profundo a lo largo de todo el cuerpo y sus costados se hincharon aún más contra los enormes costillares, realzando el contorno de los huesos. Su piel tenía un aspecto muy tirante, tanto que Laurence empezó a alarmarse; sentía el aire moviéndose debajo, creando ecos resonantes en las cámaras de los pulmones de Temerario.
La carne del dragón parecía emitir una sorda reverberación, como el retumbar de un tambor o un latido.
—Temerario —le llamó Laurence, o al menos lo intentó, ya que ni siquiera oía su voz.
Sintió cómo un tremendo temblor recorría el cuerpo del dragón, que en ese movimiento había contenido del todo el aliento. Acto seguido, abrió las mandíbulas y profirió un rugido que era más pura fuerza que sonido, una terrible onda sonora tan grande que parecía distorsionar el aire delante de él.
Una neblina repentina cegó al aviador. Luego, cuando se aclaró la visión, no comprendió la escena que se presentaba ante sus ojos. Frente a ellos, el transporte temblaba como si lo hubiera barrido una andanada de cañonazos de la banda de un barco. La madera ligera se astillaba igual que si hubiera soportado el fuego de los cañones, y los hombres y las armas se precipitaban hacia el oleaje espumoso al pie de los acantilados. Le dolían la mandíbula y los oídos como si le hubieran propinado un golpe en la cabeza, y el cuerpo de Temerario todavía temblaba bajo sus piernas.
—Laurence, me temo que he sido yo quien ha provocado eso —dijo Temerario.
Su voz sonaba más sorprendida que complacida. También Laurence compartía sus sentimientos, por lo que ni siquiera tuvo voz para contestar.
Los cuatro dragones seguían atados aún a las bordas del destrozado transporte, el primer dragón de estribor sangraba por los orificios nasales, ahogándose y bramando de dolor. La tripulación se deshizo de las cadenas y arrojó lejos los fragmentos en un rápido intento de salvar a la criatura, que consiguió recorrer a duras penas los últimos trescientos metros y aterrizar detrás de las líneas francesas. El capitán y la tripulación se bajaron de inmediato mientras el dragón herido se acurrucaba, quejándose al tiempo que se tocaba la cabeza con la pata.
Después de esto, se elevó un clamor salvaje desde las filas británicas a la vez que se producía una descarga de fusilería procedente de las francesas: los soldados en tierra disparaban a Temerario.
—Señor, estamos al alcance de aquellos cañones si los recargan a tiempo —advirtió Martin con una nota de urgencia en la voz.
Temerario lo oyó y se precipitó como un dardo sobre el agua, alejándose por un momento de su alcance, y se quedó suspendido en el aire. La avanzada francesa se vio frenada por un momento, con algunos de los soldados aturullados, recelando de acercarse y tan confusos como Temerario y Laurence. Sin embargo, esto iba a durar poco, ya que los capitanes franceses en el aire terminarían dándose cuenta, o al menos recobrarían la calma. Incluso podrían planear un ataque concertado sobre Temerario y hacerle caer. Les quedaba muy poco tiempo para aprovechar la sorpresa.
—Temerario —dijo con voz apremiante—, vuela más bajo e intenta si puedes golpearles desde abajo, a la altura del acantilado. Señor Turner —añadió volviéndose hacia el oficial de señales—. Deles un disparo de aviso a esos barcos de ahí abajo y muéstreles la señal de «comprometer al enemigo en lucha a corta distancia», creo que entenderán lo que quiero decir.
—Lo intentaré —respondió Temerario con cierta inseguridad.
Luego, voló más bajo, mientras volvía a concentrarse para realizar esa tremenda aspiración de aire.
Esta vez se situó bajo la parte inferior de otro de los transportes que aún se encontraban por encima del agua, y curvando la cabeza hacia arriba, rugió de nuevo. La distancia era mayor y el navio no resultó totalmente destruido, pero sufrió grandes grietas en las planchas del casco. Los cuatro dragones que lo llevaban tuvieron que emplearse de forma desesperada en evitar que reventara durante todo el resto del camino.
Una formación francesa en forma de punta de flecha encabezada por el Grand Chevalier, al que seguían seis dragones pesados, se lanzó a por ellos. Temerario se alejó a gran velocidad y cuando Laurence le avisó, perdió altura hasta volar a ras del mar, donde aguardaban media docena de fragatas y tres buques de línea. Cuando pasaron por encima de ellos, los cañones pesados lanzaron una retumbante andanada por la borda, un cañón tras otro, dispersando a los dragones franceses en una confusión frenética mientras intentaban evitar la metralla y las balas de cañón.
—Ahora, rápido, a por el siguiente —instó Laurence a Temerario, aunque la orden apenas fue necesaria; Temerario ya había girado sobre sí mismo.
Se situó justo sobre la parte inferior del siguiente transporte en línea, el más grande de todos. Lo sostenían cuatro dragones pesados, y las enseñas de las águilas doradas flameaban en la cubierta.
—Ésas son las banderas imperiales, ¿no? —preguntó Temerario, volviendo la cabeza hacia atrás—. ¿Está ahí Bonaparte?
—Más bien será uno de sus mariscales —gritó Laurence contra el viento, aunque de cualquier modo, también se sentía terriblemente alborotado.
Los defensores recuperaban otra vez la formación a mayor altura, preparados para perseguirles de nuevo, aunque Temerario batió las alas con denuedo y consiguió distanciarlos. Este transporte de mayor tamaño estaba hecho de madera más recia, por lo que no se rompió con la misma facilidad que los anteriores, pero aun así, la madera estalló con el sonido de un disparo y las astillas saltaron por doquier.
Temerario se lanzó en picado con el propósito de efectuar una segunda pasada. De pronto, vio que Lily volaba a un lado y Obversaria al otro, mientras Benton gritaba a voz en cuello a través de su bocina:
—¡Ve a por ellos, directamente a por ellos, nosotros nos haremos cargo de estos malditos granujas!
Los otros dos giraron para interceptar a los defensores franceses que volvían en persecución de Temerario, pero cuando éste comenzaba el ascenso, el transporte dañado cambió su rumbo. Los cuatro dragones que lo acarreaban giraron a la vez y lo apartaron de la lucha. Todos los transportes que se encontraban aún sobre el campo de batalla se retiraron también y se dieron la vuelta para emprender el largo y penoso viaje de retirada hacia Francia.
—Laurence, sé buen chico y tráeme un vaso de vino —pidió Jane Roland en cuanto se dejó caer en la silla contigua a la suya sin preocuparse por arrugar la falda—. Me basta y sobra con bailar dos canciones. No pienso levantarme de esta mesa hasta que sea la hora de irme.
—¿No preferirías irte ya? —le preguntó él a la par que se levantaba—. Me encantaría llevarte.
—Si insinúas que me muevo con tal torpeza vestida así que me consideras incapaz de andar cuatrocientos metros sin caerme, dilo, y entonces te atizaré en la cabeza con este encantador bolso —dijo con una profunda carcajada—. No me he puesto mis mejores galas para estropearlas y luego escabullirme tan pronto. Dentro de una semana, Excidium y yo volveremos a Dover, y sólo Dios sabe cuánto tiempo va a transcurrir antes de que asista a otro baile, y mucho menos a uno que, supuestamente, se celebra en nuestro honor.
—Yo vendré a buscaros y os llevaré —contestó Chennery, quien también se levantó de su silla—. Si no nos van a dar de comer más que estos bocaditos franceses, voy a traer más.
—¡Eso, eso! —apuntó Berkley—. Trae la fuente.
Se abrió paso entre las mesas hasta llegar al tremendo gentío, que había crecido enormemente a medida que pasaba el tiempo. La sociedad londinense estaba a punto de alcanzar el delirio después de la alegría de las victorias de Trafalgar y Dover, y en ese momento sentía tanto entusiasmo por los aviadores como desdén había sentido en el pasado. La chaqueta y las barras le granjearon bastantes sonrisas e invitaciones al pasar, que Laurence aprovechó para conseguir un vaso de vino sin demasiada dificultad. Renunció a llevarse un cigarro para él a regañadientes. Hubiera sido el colmo de la mala educación permitirse ese capricho cuando Roland y Harcourt no podían fumar. En vez de eso, tomó un segundo vaso de vino al suponer que a alguno de los que se sentaban a la mesa le apetecería.
Por suerte, tenía ambas manos ocupadas y forzosamente sólo podía saludar con una inclinación de cabeza cuando se dirigía de vuelta a la mesa.
—Capitán Laurence —dijo miss Montagu, que le sonrió con bastante más simpatía de la que le había mostrado en la casa de sus padres; parecía decepcionada al no poder ofrecerle su mano—. ¡Cuánto me alegra volver a verle! Han pasado siglos desde que estuvimos juntos en Wollaton Hall. ¿Cómo está el querido Temerario? Se me encogió el corazón cuando me enteré de las noticias. Estaba segura de que usted estaba en lo más reñido de la batalla, y, por supuesto, allí estaba.
—El se encuentra muy bien, gracias —contestó Laurence con la mayor amabilidad posible.
El «querido Temerario» se hallaba extremadamente dolorido, pero no iba a comportarse de manera abiertamente grosera con una mujer a la que había conocido como huésped de sus padres, incluso aunque la aprobación social que había merecido tras la batalla no había suavizado la postura de su padre; carecía de sentido agravar la disputa y tal vez poner a su madre en una situación más comprometida sin necesidad.
—¿Puedo presentarle a lord Winsdale? —inquirió al tiempo que se volvía hacia su acompañante—. Éste es el capitán Laurence. —En voz baja, tanto que Laurence apenas la podía oír, agregó—: Ya sabes, es el hijo de lord Allendale.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Winsdale, asintiendo levemente con la cabeza en lo que en su opinión debía ser una muestra de enorme condescendencia—. Es usted el hombre del momento, Laurence. Se habla muy bien de usted. Todos debemos considerarnos muy afortunados de que consiguiera hacerse con ese animal para Inglaterra.
—Sus palabras son muy amables, Winsdale —respondió, tratándole de igual a igual—. Deben disculparme, el vino se va a calentar enseguida.
Miss Montagu difícilmente podía pasar por alto el tono tajante de su voz. Pareció enfadarse durante un momento, pero luego respondió con súbita dulzura:
—¡Por supuesto! Tal vez vaya a ver a miss Galman, ¿puede llevarle mis saludos? ¡Ay, qué tonta soy! Ya debería llamarla señora Woolvey, y además, ahora no se encuentra en la ciudad, ¿verdad?
La contempló con desagrado y se maravilló que la combinación de intuición y maldad de la joven le hubiera permitido descubrir la verdad de la antigua relación entre Edith y él.
—No. Tengo entendido que ella y su marido se encuentran en la actualidad al noroeste de Inglaterra, en Lake District —contestó él, e hizo una reverencia al alejarse, profundamente agradecido de que no hubiera tenido la oportunidad de sorprenderle con la noticia.
Su madre le había puesto al corriente del enlace en una carta que le había enviado poco después de la batalla y que recibió cuando aún estaba en Dover. Después de anunciarle el compromiso, le había escrito: «Espero que mis palabras no te causen mucho pesar. Sé que la has admirado durante mucho tiempo y siempre la he considerado un verdadero encanto, aunque su decisión en este asunto me parece un error».
El verdadero golpe se había producido mucho antes de la llegada de la carta. La noticia del matrimonio de Edith con otro hombre no suponía una sorpresa para Laurence, quien había sido capaz de tranquilizar a su madre sin faltar a la verdad. Es más, no cuestionaba el criterio de Edith. Mirando hacia atrás, veía lo desastroso que el matrimonio hubiera sido para ambas partes. No había dispuesto de tiempo para pensar en ella en los últimos nueve meses, ni tampoco antes. No existía motivo alguno para creer que Woolvey no fuera a ser un buen marido, cosa que él mismo no podía ser, sin duda, y creía que, si volvía a verla, sería perfectamente capaz de desearle que fuera feliz.
Pero las insinuaciones de miss Montagu le habían irritado y sus facciones se habían vuelto algo adustas. Jane debió de darse cuenta, ya que tomó los vasos y le dijo:
—Has estado mucho tiempo por ahí. ¿Te han molestado? No les hagas caso. Ve a dar una vuelta, ve a ver cómo se divierte Temerario. Eso te mejorará el humor.
La idea le atrajo enormemente.
—Creo que voy a hacerlo, con vuestro permiso —dijo saludando a la concurrencia.
—Échale un ojo a Maximus por mí, mira a ver si quiere algo más para cenar —gritó Berkley a sus espaldas.
—¡Y a Lily! —añadió Harcourt, que luego miró con aire de culpabilidad al resto de los invitados de las mesas próximas por si alguno la había oído.
Por supuesto, los participantes en la fiesta no se habían dado cuenta de que las mujeres que estaban en compañía de los aviadores eran ellas mismas capitanas, y daban por sentado que se trataba de sus esposas. Las cicatrices del rostro de Roland habían atraído unas cuantas miradas de sorpresa que ella había ignorado con absoluta naturalidad.
Laurence buscó el camino de salida al aire libre y dejó que la mesa volviera a su vehemente y bulliciosa conversación. Hacía tiempo que la ciudad había invadido el antiguo puesto cerca de Londres y la Fuerza Aérea lo había abandonado, y ahora servía sólo para el uso de los mensajeros. No obstante, lo habían reclamado para la ocasión y se había erigido un gran pabellón en la ribera norte, donde antaño estuvo el cuartel general.
A petición de los aviadores, los músicos se habían situado al borde mismo del pabellón, donde los dragones podían reunirse y asomarse. Al principio, la perspectiva los había atemorizado y se sentaron al borde de las sillas, listos para huir, pero conforme pasaba la velada, los dragones resultaron ser una audiencia mucho más agradecida que el ruidoso gentío de la alta sociedad, y la vanidad de los intérpretes poco a poco disipó su miedo. Al llegar, descubrió que el primer violinista se había desentendido totalmente de la orquesta e interpretaba para los dragones fragmentos de diferentes estilos de una forma pedagógica con el fin de mostrar a éstos la obra de diferentes compositores.
Maximus y Lily se hallaban entre el grupo de los interesados que escuchaban con fascinación y formulaban un sinnúmero de preguntas. Laurence vio después de un momento, no sin cierta sorpresa, que Temerario se había aovillado en un claro a cierta distancia de un lateral del pabellón, lejos de los otros, y conversaba con un caballero cuyo rostro no podía ver.
Eludió al grupo y se aproximó pronunciando en voz baja el nombre de su dragón. El hombre se dio la vuelta al oírle. Laurence dio un respingo de sorpresa al reconocer a sir Edward Howe y se apresuró a ir a su encuentro para saludarle.
—Me alegro mucho de verle, señor —dijo Laurence mientras le estrechaba la mano—. Ignoraba que hubiera vuelto a Londres, aunque lo primero que hice al llegar fue preguntar por usted.
—Estaba en Irlanda cuando me enteré de las noticias. Acabo de venir a Londres —respondió sir Edward; sólo entonces se percató Laurence de que el caballero aún vestía ropas de viaje y calzaba unas botas polvorientas—. Espero que sepa disculparme. Abusé de nuestra relación y acudí aquí a pesar de no tener una invitación formal, con la esperanza de hablar con usted. Cuando he visto la multitud que había en el interior, he pensado que sería mejor venir y aguardar junto a Temerario a que usted apareciera en vez de intentar encontrarle ahí dentro.
—Sin duda, estoy en deuda con usted por soportar tantos inconvenientes —repuso Laurence—. Confieso que tenía muchas ganas de charlar con usted desde que descubrimos la habilidad de Temerario, ya que imagino que ésa es la noticia que le ha hecho venir. Todo lo que sabe decirnos es que la sensación es la misma que la de proferir un bramido. Ni imaginábamos que un simple sonido podría producir un efecto tan extraordinario, y ninguno de nosotros había oído jamás algo parecido.
—No, no lo habían oído —confirmó sir Edward—. Laurence… —Se calló y lanzó una mirada a la multitud de dragones que había entre ellos y el pabellón, que proferían un murmullo de aprobación ahora que se acercaba el final de la primera actuación—. ¿Podríamos hablar en algún otro sitio con más privacidad?
—Si desea estar en un lugar más tranquilo, siempre podemos ir a mi propio claro —sugirió Temerario—. Estaré encantado de llevarles a los dos; volar hasta allí sólo será un momento.
—Tal vez eso sería lo mejor, si no tiene nada que objetar —respondió sir Edward. Temerario los tomó con cuidado con las patas delanteras y los depositó en un claro abandonado antes de tumbarse cómodamente—. He de pedirle perdón por causarle esta molestia e interrumpirle la velada —dijo luego sir Edward.
—Señor, le aseguro que, en este caso, me alegra que me haya interrumpido —contestó Laurence, que estaba impaciente por enterarse de lo que sir Edward pudiera saber. No había desaparecido de su ánimo la preocupación ante la aparición de un posible agente de Napoleón, tal vez incluso había aumentado después de la victoria—. Le ruego que no se preocupe a ese respecto.
—No le voy a mantener en ascuas por más tiempo —dijo sir Edward—. Aunque no pretendo comprender siquiera los principios mecánicos a los que se debe la habilidad de Temerario, los libros han descrito esos efectos, por lo que puedo identificarlo para usted. Los chinos, y en especial los japoneses, lo denominan «viento divino». Me temo que esto le dice poco más de lo que ya sabía, visto lo visto, pero lo realmente importante reside en esto: se trata de una habilidad única y sólo una raza, sólo una, la posee, la de los Celestiales.
El nombre flotó suspendido en el aire durante una eternidad. Laurence no supo qué pensar en un primer momento. El dragón los miraba a ambos con aire vacilante.
—¿Hay mucha diferencia con un Imperial? —preguntó—. ¿No son chinas ambas razas?
—Mucha, mucha diferencia —Contestó sir Edward—. Los dragones Imperiales son realmente escasos, pero los Celestiales sólo se entregan a los mismísimos emperadores o a familiares muy cercanos. Me sorprendería que hubiera más de un centenar en todo el mundo.
—A los mismísimos emperadores —repitió Laurence maravillado, y lentamente empezó a comprender—. No tendría que saber esto, señor, pero atrapamos a un espía francés en la base de Dover poco antes de la batalla. Nos reveló que el huevo de Temerario no estaba destinado solamente para Francia, sino para Bonaparte en persona.
Sir Edward asintió con la cabeza.
—Esas noticias no me sorprenden nada. El Senado aprobó la coronación de Bonaparte como emperador el pasado mes de mayo. El momento de vuestro encuentro con la embarcación francesa sugiere que los chinos le enviaron el huevo en cuanto se enteraron. No logro imaginar por qué tendrían que darle semejante presente. Ellos mismos no han mostrado ninguna señal de alianza con Francia, pero la coincidencia de fechas es demasiado exacta para que exista otra explicación…
—… Y si sabían algo del momento en que se esperaba la eclosión, eso bien podría explicar también la forma de transportarlo —concluyó Laurence por él—. Siete meses de China a Francia doblando el cabo de Hornos… Los franceses sólo podían tener esperanzas de conseguirlo con una veloz fragata sin tener en cuenta el riesgo que con ello corrían.
—Laurence —repuso sir Edward con acusada tristeza—, he de pedirle de todo corazón que me perdone por inducirle a un error. No puedo alegar el pretexto de la ignorancia. He leído descripciones de Celestiales y he visto numerosos dibujos de ellos. Simplemente, jamás se me ocurrió que con la madurez desarrollara la gorguera y los tirabuzones. El cuerpo y la forma de las alas de los Celestiales son iguales a los de los Imperiales.
—No le dé vueltas, por favor. No hay nada que disculpar —respondió el aviador—. Eso apenas hubiera supuesto mucha diferencia en el entrenamiento y, al fin y al cabo, hemos sabido de su habilidad en el momento más oportuno. —Alzó el rostro hacia el dragón para sonreírle y le acarició la reluciente pata delantera mientras Temerario demostraba su acuerdo resoplando jubiloso—. Bueno, amigo, eres un Celestial. No debería sorprenderme tanto. No me maravilla que Bonaparte se llevara semejante disgusto por perderte.
—Imagino que seguirá furioso —comentó sir Edward—, y lo que es peor, tal vez se nos echen encima los chinos cuando se enteren. Se muestran terriblemente quisquillosos allí donde el prestigio del emperador se pueda ver en entredicho, y no cabe la menor duda de que les va a molestar ver a un oficial británico de servicio en posesión de uno de sus tesoros.
—No veo por qué el asunto les preocupa lo más mínimo a ellos ni a Napoleón —intervino Temerario irritado—. Ya no estoy en el huevo y no me preocupa que Laurence no sea emperador. Derrotamos a Napoleón en batalla y le hicimos huir a pesar de que él sí lo es. No veo que haya nada especialmente interesante en ese título.
—No te inquietes, amigo. Carecen de base sobre la que presentar una protesta —intervino Laurence—. No te tomamos de una embarcación china, que sin ninguna duda hubiera sido una nave neutral, sino de un buque de guerra francés. Fueron ellos quienes eligieron entregar tu huevo a nuestro enemigo y tú eres una captura totalmente legal.
—Me alegra oír eso —dijo sir Edward, aunque parecía dubitativo—. Puede que opten por discrepar a ese respecto, ya que valoran en muy poco las leyes de los demás países, y en nada con lo que ellos consideran un comportamiento adecuado. ¿Tiene alguna idea de cuál es su postura respecto a nosotros?
—Es posible que metan un poco de ruido, supongo —respondió Laurence con inseguridad—. Sé que no tienen una Armada digna de tal nombre, pero se oye hablar mucho de sus dragones. Informaré de estas noticias al almirante Lenton. Estoy seguro de que él sabrá mejor que yo cómo resolver cualquier posible diferencia de opinión que surja sobre la materia.
Desde lo alto provino un apresurado batir de alas y el suelo tembló con el golpe. Maximus acababa de regresar volando a su propio claro, a escasa distancia de allí. Laurence podía entrever su piel roja y dorada entre los árboles. Varios dragones más pequeños los sobrevolaron en su viaje de regreso a sus respectivos lugares de descanso. Parecía evidente que el baile había finalizado y Laurence comprendió, a juzgar por lo bajo que ardía la llama de sus faroles, que se había hecho muy tarde.
—Debe de estar fatigado después de su viaje —dijo, volviéndose hacia sir Edward—. He contraído una gran deuda con usted, señor, por haberme traído esa información. ¿Puedo pedir un favor más? ¿Comería conmigo mañana? No quiero que permanezca por más tiempo aquí con el frío que hace, pero le confieso que tengo muchas preguntas, y me encantaría que me enseñara algo más sobre los Celestiales.
—El placer será mío —respondió sir Edward, que hizo una reverencia a Laurence y a Temerario. Se anticipó cuando el aviador hizo ademán de acompañarle—. No, gracias. Puedo encontrar la salida por mis propios medios. Crecí en Londres y vagabundeaba por estos alrededores cuando era un joven que soñaba con dragones. Si bien sólo lleva aquí unos cuantos días, me atrevería a decir que conozco el lugar mejor que usted.
Se despidió de ellos después de haber convenido los detalles de la cita.
Laurence había planeado pasar la noche en un hotel cercano en el que la capitana Roland había alquilado una habitación, pero descubrió que no le apetecía abandonar la compañía del dragón, por lo que en lugar de irse, buscó algunas viejas mantas en el establo que empleaba la dotación de tierra y se preparó un polvoriento nido en las patas del animal, con la chaqueta enrollada a modo de almohada. Le presentaría sus disculpas a Jane por la mañana. Ella lo entendería.
—Laurence, ¿cómo es China? —preguntó Temerario despreocupadamente después de que se hubieran tumbado ambos, con las alas del dragón protegiéndolos del viento invernal.
—Nunca he estado allí, amigo, sólo en la India —contestó—, pero tengo entendido que es un país maravilloso. Es la nación más antigua del mundo, ya lo sabes; es incluso anterior a Roma, y, sin lugar a dudas, sus dragones son los mejores de la tierra —agregó.
Vio cómo Temerario se henchía de satisfacción.
—Bueno, tal vez podamos visitarla alguna vez, cuando acabe la guerra y hayamos ganado. Me gustaría conocer a otro Celestial algún día —dijo el dragón—, pero eso que hicieron de enviarme a Napoleón fue una soberana estupidez. No voy a dejar que nadie te aparte de mí.
—Ni yo, amigo —respondió Laurence al tiempo que sonreía.
A pesar de todas las complicaciones que él sabía que se podrían producir si China presentaba una queja, en el fondo de su corazón compartía la simplicidad del punto de vista de Temerario. Casi de inmediato se quedó dormido, confiado en la seguridad del palpitar cadencioso, profundo y acompasado del corazón del dragón, tan parecido al infinito sonido del mar.