El navío francés cabeceaba en el oleaje picado. Su cubierta estaba resbaladiza a causa de la sangre. Un golpe de mar podía derribar a cualquier marino con la misma facilidad que un disparo intencionado. En el fragor de la batalla, Laurence no tuvo tiempo para sorprenderse de la notable resistencia del enemigo pero, a pesar del brutal aturdimiento en el ardor del combate, la confusión de espadas y el humo de las pistolas, se percató de la honda angustia del rostro del capitán francés mientras animaba a voz en grito a los suyos.
Después de aquello, aún pasó un breve lapso de tiempo hasta que se encontraron en cubierta y el hombre le entregó la espada a regañadientes. Hizo ademán de cerrar la mano sobre la hoja en el último momento, como si tuviera intención de retirarla. Laurence alzó la vista para asegurarse de que habían arriado el pabellón y entonces aceptó el acero con un asentimiento mudo. No hablaba francés, y un cruce de palabras más formal le hubiera obligado a esperar a que estuviera presente el tercer teniente, un joven que en aquel momento se hallaba bajo cubierta para asegurar la artillería francesa. Los franceses supervivientes se dejaron caer literalmente en sus puestos en cuanto cesaron las hostilidades. Laurence se percató de que eran menos de lo que cabía esperar en una fragata de treinta y seis cañones, y de que parecían enfermos y demacrados.
Muchos de ellos yacían muertos o agonizantes en la cubierta. Sacudió la cabeza a la vista de aquel despilfarro de vidas y dirigió una mirada de reprobación al capitán francés. Nunca debería haber presentado batalla. Dejando a un lado el simple hecho de que, en el mejor de los casos, el Reliant aventajaba ligeramente en cañones y hombres al Amitié, era obvio que la enfermedad o el hambre habían diezmado la tripulación. Para empezar, las velas que tenía sobre la cabeza eran un triste enredo, y aquello no era resultado de la batalla, sino de la tormenta que acababa de pasar esa misma mañana. Ni siquiera habían conseguido disparar una andanada antes de que el Reliant se hubiera acercado y los hubiera abordado. El capitán estaba manifiestamente afectado por la derrota, pero no era un hombre joven que se dejase llevar por la fogosidad. Debería haber hecho lo mejor para su tripulación en lugar de empujarla a un combate perdido de antemano.
—Señor Riley —llamó Laurence para atraer la atención de su alférez—, que nuestros hombres lleven abajo a los heridos. —Enganchó al cinto el sable del capitán francés. No creía que aquel hombre se mereciera la cortesía de que se lo devolviera, aunque lo habitual hubiera sido hacerlo así—. Haga venir al señor Wells.
—Muy bien, señor —respondió Riley mientras se volvía para dar las órdenes pertinentes.
Laurence anduvo hacia la balaustrada para mirar hacia abajo y evaluar los daños que había sufrido el casco. Parecía razonablemente intacto. Había ordenado a sus hombres que no dispararan por debajo de la línea de flotación. Pensó con satisfacción que no tendría por qué haber dificultad alguna en llevarlo a puerto.
Los cabellos se le habían soltado de la pequeña coleta y le cayeron sobre los ojos al agacharse a mirar. Los apartó con gesto impaciente cuando alzó la cabeza, dejando rastros de sangre en la frente y en el pelo descolorido por el sol; esto, añadido a los anchos hombros y la mirada severa, le confería una apariencia fiera de la que él no era consciente mientras inspeccionaba la nave apresada, una apariencia completamente opuesta a la habitual amabilidad de sus facciones.
Wells subió en respuesta a la llamada del capitán y llegó a su altura.
—Señor —dijo sin esperar a que le dirigiera la palabra—, le pido perdón, señor, pero el teniente Gibbs dice que hay algo raro en la bodega.
—¿Sí? Iré a mirar —respondió Laurence—. A ver si consigue que este caballero se comprometa a no intentar nada, ni él ni sus hombres, para poder dejarlos en libertad bajo palabra. —Señaló al capitán francés—. De lo contrario, los encerraremos.
Éste no respondió de forma inmediata; miró a sus hombres con gesto abatido. Les haría mucho bien poder permanecer en la cubierta inferior y cualquier recuperación de la nave era prácticamente imposible en las circunstancias actuales. Aun así, vaciló, flaqueó y al fin farfulló: «Je me rends»1, con un aspecto todavía más desdichado.
Laurence le dirigió una breve señal de asentimiento.
—Puede volver a su camarote —le dijo a Wells; luego, se volvió para bajar a la bodega—. Tora, ¿me acompaña? Perfecto.
Descendió con Riley pegado a los talones y encontró al primer teniente esperándole. El rostro orondo de Gibbs aún relucía por el sudor y la emoción. Sería él quien llevaría la presa a puerto y lo más probable es que asumiera también el cargo de capitán cuando la hubieran acondicionado para ser una fragata inglesa. Eso complacía sólo a medias a Laurence. Aunque Gibbs se había desenvuelto competentemente, era un oficial impuesto por el Almirantazgo y nunca habían llegado a intimar. Hubiera preferido a Riley en lugar del primer teniente y, si hubiera estado en su mano, sería Riley quien conseguiría ahora ese ascenso. Así era la naturaleza del servicio y no envidiaba la buena suerte de Gibbs pero, aun así, no se alegraba con el mismo entusiasmo que si hubiera visto a Tom conseguir su propio barco.
—Muy bien, ¿qué ocurre aquí?— preguntó Laurence a continuación.
La marinería se apiñaba alrededor de una mampara extrañamente orientada hacia el área de popa de la bodega, descuidando la tarea de catalogar los pertrechos de la nave apresada.
—Señor —contestó Gibbs—, haga el favor de venir por aquí. Abrid paso ahí delante —ordenó.
Cuando se apartaron los marinos, Laurence vio una entrada situada en un tabique que habían levantado en la parte posterior de la bodega hacía poco tiempo, ya que la madera era notablemente más ligera que la de los tablones circundantes.
Después de agacharse para cruzar la puerta baja, se encontró en una pequeña cámara de apariencia extraña. Habían reforzado las paredes con metal de verdad, lo cual había añadido a la nave un peso enorme e innecesario, y habían acolchado el suelo con lonas viejas. Además, en un rincón, había una pequeña estufa de carbón apagada en aquel momento. El único objeto guardado en el interior de la cámara era un gran cajón de embalaje —que, a simple vista, tendría la altura y anchura de la cintura de un hombre— amarrado al suelo por medio de gruesas guindalezas sujetas a anillos metálicos.
Laurence no pudo reprimir la más vivida curiosidad, la cual le venció después de intentar resistirse durante un momento. Apretó el paso y dijo:
—Señor Gibbs, creo que deberíamos echar un vistazo ahí dentro.
La tapa del cajón estaba concienzudamente asegurada con clavos, pero al fin cedió al empuje de varios voluntariosos marineros. La levantaron haciendo palanca y quitaron la parte superior del embalaje. Fueron muchos quienes estiraron el cuello al mismo tiempo para ver el contenido.
Nadie habló. Laurence contempló en silencio la centelleante curvatura de la cascara del huevo que sobresalía del montón de paja. Resultaba difícil de creer.
—Haga llegar al señor Pollitt la orden de que baje —ordenó al fin; la voz sonó sólo un poco tensa—. Señor Riley, cerciórese de que esas cuerdas son lo bastante seguras, por favor.
Riley no contestó de inmediato, estaba demasiado atareado mirando. Luego, prestó atención de repente y respondió con premura:
—Sí, señor.
A continuación se agachó para comprobar las sujeciones.
Laurence se acercó y bajó la vista para contemplar el huevo. No cabía duda alguna en cuanto a su naturaleza, aunque no era capaz de asegurarlo por su propia inexperiencia. Una vez pasada la sorpresa del primer momento, extendió la mano con vacilación y acarició la superficie con cautela; era lisa y dura al tacto. La retiró casi de inmediato para no arriesgarse a sufrir algún daño.
El señor Pollitt descendió a la bodega con su habitual torpeza, aferrando con ambas manos los laterales de la escalera, en los que dejó sus huellas impresas en sangre. No era marinero; se había hecho cirujano cuando frisaba los cuarenta después de sufrir alguna decepción en tierra que nunca había querido aclarar. No obstante, era un hombre magnífico, muy apreciado por la tripulación a pesar de que su mano no era la más firme en la mesa de operaciones.
—¿Sí, señor? —dijo. Entonces, vio el huevo—. ¡Padre Nuestro que estás en los cielos!
—Entonces, ¿es un huevo de dragón? —preguntó Laurence, esforzándose para refrenar una nota de triunfo en la voz.
—Oh, sí, sin duda, capitán. Sólo el tamaño ya lo demuestra. —El señor Pollitt se secó las manos en el mandil y se puso a quitar más paja de la parte superior del cajón en un intento de ver cuánto medía—. Caramba, está bastante endurecido. ¿En qué estarían pensando para estar tan lejos de tierra?
Las últimas palabras no parecían muy halagüeñas, por lo que Laurence preguntó con acritud:
—¿Endurecido? ¿Qué significa eso?
—Pues que pronto va a salir del cascarón. Tendré que consultar mis libros para asegurarme, pero creo que el Bestiario de Badke establece con rotundidad que la cría romperá el cascarón en la semana siguiente a que éste se haya endurecido del todo. ¡Qué espécimen tan espléndido! He de traer mi cinta métrica.
Se marchó con denodado afán. Laurence intercambió una mirada con Gibbs y Riley, y de inmediato los tres se reunieron lejos de los perseverantes espectadores para poder hablar sin ser oídos.
—¿Dirían ustedes que estamos al menos a tres semanas de Madeira si soplan vientos favorables?
—Como mínimo, señor —dijo Gibbs con un asentimiento.
—No logro imaginarme cómo vinieron aquí con él —repuso Riley—. ¿Qué se propone hacer, señor?
La satisfacción inicial de Laurence se iba convirtiendo poco a poco en consternación conforme comprendía la dificultad propia de la situación. Contempló el huevo con mirada ausente. Relucía con el acogedor lustre del mármol incluso a la tenue luz del farol.
—Que me zurzan si lo sé, Tom, pero supongo que voy a devolverle el sable al capitán francés. Después de todo, no me sorprende que luchara con tanto encono.
Pero sí sabía qué hacer, por supuesto; sólo había una posible solución, desagradable se mirara como se mirase. Laurence contempló con gesto pensativo cómo trasladaban el huevo, aún en el cajón, a bordo del Reliant; era el único hombre de semblante adusto, además de los oficiales franceses, a quienes había concedido libertad de movimiento en el alcázar, desde cuya barandilla contemplaban con desánimo el lento transbordo. Los marineros que los rodeaban esbozaban sonrisas de regodeo y reinaba un gran júbilo entre los tripulantes ociosos, que, de forma innecesaria, pedían precaución a gritos y daban consejos al sudoroso grupo de hombres que se ocupaba propiamente de la operación de traslado.
Laurence se despidió de Gibbs en cuanto el huevo estuvo instalado a salvo en la cubierta del Reliant.
—Le voy a confiar a los presos. No tiene sentido darles ninguna oportunidad de que intenten recuperar el huevo —dijo—. Naveguemos juntos mientras sea posible. No obstante, si nos separásemos, nos reuniremos en Madeira. Mis más sinceras felicitaciones, capitán —añadió al tiempo que estrechaba la mano de Gibbs.
—Gracias, señor. Soy del mismo parecer y le agradezco mucho…
En ese momento le falló a Gibbs la elocuencia, que, por otro lado, nunca tuvo en demasía. Desistió y sólo fue capaz de quedarse delante de Laurence con una gran sonrisa en los labios mientras todos le daban los parabienes.
Las naves se habían mantenido un costado junto al otro durante el traslado del cajón, por lo que Laurence no tuvo que subir a un bote, sino que saltó aprovechando la cresta de una ola. Riley y el resto de los oficiales ya habían regresado al Reliant. Dio orden de largar trapo y se fue directamente abajo para enfrentarse al problema en privado.
Pero durante la noche no se le presentó ninguna alternativa menos ardua. A la mañana siguiente cedió ante lo inevitable e impartió órdenes; al poco, los guardiamarinas y tenientes del barco se apiñaron en el camarote, acicalados y nerviosos, vistiendo sus mejores galas. Aquel tipo de convocatoria general no tenía precedentes y el camarote del capitán era demasiado pequeño para albergarlos a todos con comodidad. Laurence vio ansiedad en muchos rostros, fruto de algún remordimiento, sin duda, y curiosidad en otros. Sólo Riley parecía preocupado, tal vez porque sospechaba las intenciones de Laurence.
El capitán se aclaró la garganta. Se había quedado de pie después de ordenar el escritorio y retirar la silla para que hubiera más espacio; no obstante, había dejado el tintero y la pluma, así como varias cuartillas de papel que ahora reposaban detrás de él, encima del antepecho de las ventanas de popa.
—Caballeros, a estas alturas todos ustedes saben que hemos encontrado un huevo de dragón a bordo de la nave apresada. El señor Pollitt lo ha identificado con toda seguridad.
Se levantó una oleada de sonrisas y codazos furtivos.
—¡Felicidades, señor! —celebró con voz aguda el pequeño guardiamarina Battersea.
Un sordo ruido de satisfacción se extendió por la estancia. Laurence torció el gesto. Comprendía su alborozo, y lo hubiera compartido si las circunstancias hubieran sido sólo un poco diferentes. El huevo debería de valer mil veces su peso en oro una vez que lo hubiera llevado intacto a tierra; todos los tripulantes del barco recibirían su parte del botín, y él, como capitán, se llevaría la parte de más valor.
El capitán francés había arrojado por la borda el diario del Amitié, pero sus marineros habían sido menos discretos que los oficiales y a través de sus quejas Wells pudo conocer con toda claridad las causas que retrasaron la llegada al puerto: fiebres entre la dotación, total ausencia de viento en la zona de las calmas ecuatoriales durante casi un mes, una gotera en los tanques de agua que había menguado las reservas y, por último, la galerna que también ellos habían tenido que capear recientemente. Había sido una concatenación de hechos desafortunados, y Laurence era consciente de que la naturaleza supersticiosa de sus hombres se agitaría ante la idea de llevar el huevo, que, sin lugar a dudas, consideraban el causante de todo, a bordo del Reliant.
Por supuesto, procuraría que la tripulación lo ignorase; cuanto menos se supiera del largo rosario de desastres que había sufrido el Amitié, mejor. Por eso, después de que se hiciera el silencio de nuevo, se limitó a decir:
—Por desgracia, la presa ha tenido un viaje realmente malo. Esperaban haber llegado a puerto hace un mes, si no antes, y el retraso ha hecho que cuanto concierne al huevo sea más apremiante.
La perplejidad y la incomprensión presidían la mayoría de los rostros, aunque comenzaban a extenderse las miradas de preocupación, por lo que zanjó el asunto afirmando:
—En resumen, el dragón está a punto de romper el huevo, caballeros.
Se oyó otro murmullo, esta vez de decepción, e incluso unas pocas protestas en voz baja. Por lo general, hubiera tomado nota de los infractores para darles una leve reprimenda pero, tal y como estaban las cosas, lo dejó pasar. Pronto iban a tener más motivos de queja. Por el momento, no habían comprendido el significado de sus palabras; simplemente habían pensado que eso supondría una reducción del botín al pasar de un huevo intacto a lo que pagarían por un dragoncillo sin adiestrar, mucho menos valioso.
—Tal vez no todos ustedes sean conscientes —dijo al tiempo que silenciaba los susurros con una mirada— de que Inglaterra se encuentra en una situación grave en lo que se refiere a la Fuerza Aérea. Por supuesto, somos más hábiles y somos capaces de sobrevolar cualquier otro país, pero los franceses doblan nuestro número de crías y resulta innegable que tienen más variedad de especies. Un dragón correctamente enjaezado nos resulta más valioso que una nave de primera clase con cien cañones, incluso un simple Tanator Amarillo o un Winchester de tres toneladas. El señor Pollitt cree que esta cría es un espécimen de primera a juzgar por el tamaño y el color del huevo, y muy probablemente se trate de una de las especies grandes, que son muy raras.
—¡Vaya! —exclamó el guardiamarina Carver con tono horrorizado, como si hubiera comprendido el significado de las palabras de Laurence.
Se puso colorado de inmediato, cuando todas las miradas se clavaron en él, y cerró la boca.
Laurence ignoró la interrupción. Riley se cuidaría de retirarle el grog a Carver durante una semana sin necesidad de que él se lo ordenara. Al menos, la exclamación había predispuesto a los demás.
—Es nuestro deber intentar al menos ponerle un arnés al animal —informó—. Confío, caballeros, en que todos los aquí presentes estén dispuestos a cumplir su deber con Inglaterra. La Fuerza Aérea no es la clase de vida para la que ninguno de nosotros hemos sido educados, pero tampoco la Armada es una sinecura, y no hay ni uno solo de ustedes que no comprenda que es un servicio duro.
—Señor —intervino el teniente Fanshawe con ansiedad; era un joven de muy buena familia, hijo de un conde—, cuando dice «nosotros», esto… ¿Se refiere a todos nosotros?
Enfatizó la palabra todos con una insinuación claramente egoísta y Laurence notó cómo su rostro enrojecía de ira mientras contestaba con brusquedad:
—Todos, señor Fanshawe, ¡ya lo creo! A menos que haya aquí alguien que sea demasiado cobarde para hacer el intento, y en tal caso ese caballero podrá explicarse ante una corte marcial cuando desembarquemos en Madeira.
Recorrió la sala con una mirada de enojo y nadie más se atrevió a sostenerla ni protestar.
Era el que más furioso estaba de todos porque comprendía aquel sentimiento, él mismo lo compartía. Sin duda, ningún hombre crecía con la esperanza de convertirse en aviador, y odiaba tener que pedir a sus oficiales que afrontaran ese destino. Después de todo, aquello suponía el final de cualquier semejanza con una vida normal. No se parecía a la Marina, donde se podía conducir la nave de regreso, devolverla a la Armada y quedarse en tierra, independientemente de que te gustase o no.
No se podía dejar un dragón en un muelle o permitirle deambular suelto ni siquiera en tiempos de paz, y para impedir que un animal adulto de veinte toneladas campara a sus anchas se necesitaba casi la plena atención de un aviador y un equipo de asistentes. Además, el empleo de la fuerza era inútil con los dragones, que eran muy melindrosos con sus cuidadores; algunos no admitían cambio alguno, ni siquiera aunque acabaran de romper el huevo, y ninguno después de haberse alimentado por primera vez. Era posible retener a un dragón salvaje en los lugares de cría gracias al continuo suministro de comida, compañeros y un refugio cómodo, pero no se les podía mantener al aire libre ni tampoco hablarían con los hombres.
Por eso, si un recién salido del cascarón consentía que alguien le pusiera un arnés, el deber le vinculaba con el animal para siempre. Un aviador no podía administrar ninguna clase de patrimonio ni formar una familia ni entrar en sociedad en grado alguno. Vivían como hombres excluidos y en buena medida fuera del alcance de la ley, ya que resultaba imposible castigar al aviador sin perder así la posibilidad de emplear al dragón. En tiempos de paz, vivían en una suerte de escandaloso y atroz libertinaje en pequeños enclaves, por lo general situados en los lugares más remotos e inhóspitos de Gran Bretaña, donde al menos se les podía conceder cierta libertad a los dragones. Aunque se honraba a los hombres de la Fuerza Aérea sin cuestionar su valor y su entrega al deber, la perspectiva de entrar en sus filas no resultaba atractiva para ningún caballero que se hubiera educado en una sociedad respetable.
No obstante, ellos procedían de buenas familias, eran hijos de caballeros que comenzaron su adiestramiento en la Armada a los siete años; además, el que otra persona distinta a los oficiales de la Fuerza Aérea intentara poner el arnés al dragón constituía un insulto intolerable. Si había que pedir a uno que asumiera el riesgo, debía pedírselo a todos. Aun así, le hubiera gustado librar a Carver de todo aquello, y lo hubiera hecho si Fanshawe no hubiera hablado de forma tan improcedente, ya que sabía que el muchacho padecía de vértigo, lo cual suponía un grave impedimento para un aviador. Pero la lastimosa petición había creado una atmósfera en la que esa exclusión hubiera parecido favoritismo, y eso no era posible.
Inspiró hondo, aún hirviendo de rabia, y volvió a hablar:
—Ninguno de los aquí presentes ha sido entrenado para ese cometido, por lo que el único medio justo de encomendar esa tarea es echarlo a suertes. Naturalmente, todos los caballeros con familia están excusados. Señor Pollitt —ordenó al cirujano, que tenía esposa y cuatro hijos en Derbyshire—, usted extraerá por nosotros el nombre del elegido. Caballeros, escriban su nombre en uno de esos trozos de papel y métanlo en esta bolsa.
Predicando con el ejemplo, Laurence rasgó un trozo de cuartilla con su nombre escrito, lo dobló y lo introdujo en la bolsita.
Riley se adelantó de inmediato y los demás le imitaron obedientemente. Fanshawe escribió su nombre con pulso tembloroso y la cara colorada bajo la fría mirada de Laurence. Carver, sin embargo, escribió con resolución a pesar de la palidez de sus mejillas. El último fue Battersea, que, a diferencia de la práctica totalidad de sus compañeros, se descuidó en el momento de rasgar el papel, de modo que su trozo era inusualmente grande. El capitán llegó a oír el susurro de Carver:
—¿No se hacen famosos los jinetes de dragón?
Laurence sacudió levemente la cabeza ante la irreflexión de la juventud; sin embargo, sería mucho mejor que el elegido fuera uno de los oficiales jóvenes, ya que la adaptación sería más fácil. Aun así, resultaría duro ver cómo uno de los muchachos se sacrificaba en cumplimiento de la tarea y él tendría que afrontar la indignación de la familia. Pero eso mismo valdría para cualquiera de los presentes, él mismo incluido.
No conseguía reprimir del todo sus propios temores ahora que se aproximaba el momento crucial, aunque había hecho todo lo posible para no considerar las consecuencias desde una perspectiva egoísta. Un trocito de papel podría significar el hundimiento de su carrera, la perturbación de su vida, la desgracia a los ojos de su padre y, también, había que pensar en Edith Galman, pero no quedaría nadie si empezaba a excusar a sus hombres por algún vínculo en formación, en vez de por una atadura legal. En todo caso, no se imaginaba excluyéndose de esta selección por ningún motivo; no podía pedir a sus hombres que afrontaran aquello y excluirse él mismo.
Le tendió la bolsa al señor Pollitt e hizo un esfuerzo para permanecer en posición de descanso sin parecer preocupado, sujetándose las manos detrás de la espalda sin apretar demasiado. El cirujano agitó la saca dos veces, introdujo la mano sin mirar y extrajo una hoja doblada. Laurence se avergonzó de la sensación de profundo alivio incluso antes de que se leyera el nombre, el pliego elegido estaba doblado una vez más que el suyo.
La emoción duró sólo un momento.
—Jonathan Carver —leyó Pollitt.
Se escuchó resoplar con estrépito a Fanshawe y el suspiro de Battersea, mientras Laurence inclinaba la cabeza sin dejar de maldecir a Fanshawe en silencio. Carver era un oficial muy prometedor y lo más probable es que fuera un negado en la Fuerza Aérea.
—Bueno, ahí está —dijo; no había nada que pudiera hacer—. Señor Carver, queda relevado de sus deberes habituales hasta la eclosión. En vez de eso, se va a instruir con el señor Pollitt sobre el proceso que se ha de seguir para enjaezar al dragón.
—Señor, sí, señor —respondió el muchacho con un hilo de voz.
—Caballeros, retírense. Señor Fanshawe, deseo hablar con usted a solas. Señor Riley, tome el mando en cubierta.
Riley rozó el sombrero y los demás desfilaron detrás de él. Fanshawe permaneció rígido y pálido, con las manos firmemente apretadas detrás de la espalda. Tragó saliva. La prominente nuez subía y bajaba de forma ostensible. Laurence le hizo esperar sudando hasta que su ayudante colocó en su sitio todos los muebles del camarote; luego se sentó y le contempló desde su puesto oficial, entronizado delante de los ventanales de popa.
—Bueno —dijo—, ahora me gustaría que me explicara a qué se refería exactamente cuando ha hecho ese comentario, señor Fanshawe.
—Eh, no quise decir nada, señor —contestó el interpelado—. Es lo que se dice sobre los aviadores, señor…
Se le trabó la lengua y se detuvo ante el fulgor cada vez más agresivo de los ojos de Laurence.
—Me importa un bledo lo que digan, señor Fanshawe —replicó con frialdad—. Los aviadores son el escudo de Inglaterra desde el aire, como la Armada lo es por mar. Podrá criticarlos cuando haya conseguido al menos la mitad de sus logros. Hará las guardias del señor Carver y realizará tanto el trabajo de él como el suyo. Le retiro su ración de grog hasta nueva orden. Informe al oficial de intendencia. Puede retirarse.
A pesar de sus palabras, dio vueltas por el camarote después de la marcha de Fanshawe. Se había mostrado severo, y con toda razón, ya que era impropio hablar de esa forma de un compañero, y más aún insinuar que se le debería excluir a causa de su noble linaje, pero sin duda era un sacrificio, y le remordía profundamente la conciencia cada vez que pensaba en el aspecto del rostro de Carver. Se reprochó sus propios sentimientos de alivio; había condenado al muchacho a un destino que él mismo no deseaba afrontar.
Intentó consolarse con la idea de que aún existía la posibilidad de que el dragón rechazara a Carver, que carecía de adiestramiento, y rehusara el arnés. Entonces ya no habría reproche posible y podría repartir el botín con la conciencia tranquila. El dragón continuaría siendo de un valor incalculable para Inglaterra incluso aunque sólo pudiera emplearse en la cría, y habérselo arrebatado a Francia ya constituiría una victoria en sí misma. Personalmente, estaría más que satisfecho con aquella resolución, aunque el sentido del deber le obligaba a hacer cuanto estuviera en su mano para conseguir que ocurriera de otra forma.
La semana siguiente transcurrió con inquietud. Resultaba imposible no percibir la ansiedad de Carver, en especial a medida que pasaban los días y el arnés que el armero se esforzaba en hacer empezaba a cobrar forma reconocible, así como la desdicha de sus amigos y los servidores de los cañones, ya que era un tipo popular y su problema de vértigo no era ningún secreto. El señor Pollitt era el único que estaba de buen humor, pues desconocía el ambiente que reinaba a bordo y estaba muy interesado en el proceso de ponerle los arreos al dragón. Pasó mucho tiempo inspeccionando el huevo, hasta el extremo de comer y dormir junto al cajón de embalaje en el cuarto de oficiales, para gran disgusto de los oficiales que dormían allí: roncaba profundamente y las literas ya estaban atestadas. Pollitt no se enteró de la silenciosa desaprobación y continuó velando hasta la mañana en que con una lamentable falta de compasión anunció con júbilo la aparición de las primeras grietas.
Laurence ordenó que subieran a cubierta el huevo sin el cajón. Encima de un par de armarios unidos, le habían preparado un colchón hecho de lona y relleno de paja, y sobre él pusieron el huevo con sumo cuidado. El señor Rabson, el armero, subió el arnés. Era un modelo provisional de correas de cuero sujeto por docenas de hebillas, ya que él no tenía suficientes conocimientos acerca de las medidas que tenían los dragones para hacerlo exacto. Se hizo a un lado y permaneció a la espera con el arnés preparado mientras Carver se situaba delante del huevo. Laurence ordenó a la marinería que despejara el área circundante para dejar más espacio; la mayoría se subió a las jarcias o encima del tejado de la camareta alta, el mejor lugar para contemplar el proceso.
Era un día de sol radiante y tal vez el calor y la luz dieran fuerzas al dragón, tanto tiempo confinado, porque el huevo comenzó a resquebrajarse con más intensidad en cuanto lo depositaron en cubierta. Hubo una oleada de inquietud y bulliciosos susurros en lo alto, que Laurence prefirió ignorar, y algunos gritos sofocados la primera vez que se pudo atisbar lo que sucedía en el interior cuando asomó la punta de un ala y las garras buscaron a tientas otra grieta diferente por la que salir.
Todo terminó de repente. El cascarón se rompió casi por el medio y las dos mitades salieron disparadas sobre la cubierta, como si compartieran la impaciencia del ocupante. El pequeño dragón emergió de entre los fragmentos y trozos del cascarón y se agitó sobre el colchón con vigor. La mucosidad del interior aún le cubría y brillaba húmedo y lustroso a la luz del sol. El cuerpo era completamente negro del hocico a la cola. Una expresión de asombro recorrió las filas de la tripulación cuando desplegó las alas de seis nervaduras, igual que las varillas del abanico de una dama, cuya parte inferior estaba moteada de manchas ovaladas de color gris y resplandeciente azul oscuro.
El propio Laurence estaba impresionado. Nunca antes había presenciado una eclosión, aunque había estado en varias acciones de vuelo y presenciado varios ataques de apoyo protagonizados por dragones adultos de la Fuerza Aérea. Le faltaban los conocimientos necesarios para identificar la especie, pero sin duda ésta era extremadamente extraña. No recordaba haber visto un dragón negro en ningún bando y le parecía bastante grande para ser un recién nacido. Todo lo cual hacía que el asunto fuera más urgente.
—Señor Carver —dijo—, cuando esté listo…
El interpelado, extremadamente pálido, avanzó hacia la criatura con la mano extendida temblando de forma ostensible:
—Dragón bueno —empezó; las palabras parecían más una pregunta que una afirmación—. Dragón bonito.
El dragoncillo no le prestó la más mínima atención. Estaba ocupado examinándose y quitándose con sumo cuidado los restos del cascarón adheridos a la piel. Aunque no alcanzaba el tamaño de un perro grande, las cinco impresionantes uñas de cada garra medían más de dos centímetros de largo; Carver las miró con ansiedad y se detuvo a un brazo de distancia, donde continuó esperando en silencio. La criatura siguió ignorándolo, y al final, el oficial volvió la cabeza y lanzó una ansiosa mirada de súplica hacia donde se encontraban Laurence y el señor Pollitt.
—Quizá si volviera a hablarle… —apuntó el señor Pollitt de forma dubitativa.
—Inténtelo, por favor, señor Carver —le aconsejó Laurence.
El muchacho asintió, pero cuando se volvió, el dragón ya se le había adelantado, había bajado de un salto de la colchoneta y había pasado junto a él dando saltos. Carver se dio la vuelta con la mano aún extendida y una expresión de sorpresa que casi resultaba cómica mientras los demás oficiales, que se habían acercado entusiasmados por la rotura del cascarón, retrocedían alarmados.
—¡Permanezcan en sus puestos! —ordenó Laurence bruscamente—. Señor Riley, vigile la bodega.
Riley asintió y se colocó delante de la apertura para evitar que el pequeño dragón bajara, pero la criatura, en lugar de ir hacia allí, se giró para explorar la cubierta; al caminar, metía y sacaba una larga y estrecha lengua bífida con la que rozaba todo cuanto se hallaba a su alcance y miraba a su alrededor dando muestras evidentes de curiosidad y perspicacia. Continuó ignorando a Carver a pesar de los repetidos intentos de éste de llamar su atención, y mostraba el mismo desinterés por los demás oficiales. Aunque de vez en cuando se levantaba sobre las dos patas traseras para examinar más de cerca un rostro, se comportó igual que cuando examinaba una polea o el reloj de arena colgante: lo miraba con curiosidad, pero sin inmutarse.
A Laurence se le cayó el alma a los pies. A él precisamente no le podían culpar de que el joven dragón mostrase inclinación alguna por un oficial de la Marina sin adiestrar, pero era un verdadero revés haber permitido que, recién salido del cascarón, se asilvestrara un dragón tan poco común. Habían dispuesto todo en función de lo que todo el mundo sabía, fragmentos de los libros de Pollitt y los recuerdos difusos de una eclosión que éste había observado en una ocasión. Ahora, Laurence temía que se hubieran saltado algún paso esencial. Ciertamente, le resultaba anómalo que la criatura fuera capaz de hablar de inmediato, recién salida del huevo. No habían encontrado en los libros ninguna referencia que describiera una invitación específica ni una treta que lo indujera a hablar, pero sin duda le culparían, y se culparía, si se acababa descubriendo que había omitido algo.
El murmullo de las conversaciones aumentó cuando los oficiales y marineros sintieron que había pasado el gran momento. Pronto debería rendirse y pensar en confinar al animal para impedir que se fuera volando después de haberle dado de comer. El dragoncillo, que seguía explorando, se acercó hasta él y se sentó sobre los cuartos traseros para mirarlo de forma inquisitiva. Laurence bajó la vista sin disimular el pesar y la consternación.
El dragón parpadeó delante de él. Laurence se percató de que la criatura tenía los ojos de un profundo azul y las pupilas rasgadas. Entonces, el dragón le preguntó:
—¿Por qué ponéis mala cara?
Enseguida se hizo un silencio absoluto. A Laurence le resultó difícil no quedarse boquiabierto delante de la criatura. Carver, que hasta ese momento se había considerado indultado, permaneció anonadado detrás del animal y cruzó una mirada desesperada con Laurence, pero recuperó el coraje y se adelantó un paso, listo para dirigirse al dragón una vez más.
Laurence miró a la criatura y al chico lívido y asustado; luego, suspiró y dijo al dragón:
—Os pido perdón, ha sido sin querer. Me llamo Will Laurence, ¿y vos?
Ningún castigo hubiera logrado contener el murmullo de estupefacción que se levantó en cubierta. El pequeño dragón no pareció percatarse, la pregunta le dejó confuso durante unos momentos, y luego, con aire descontento, replicó:
—No tengo nombre.
Laurence había leído el suficiente número de libros de Pollitt como para saber qué debía responder.
—¿Os puedo dar uno? —le preguntó ceremoniosamente.
La criatura, que a juzgar por la voz era sin lugar a dudas un macho, volvió a examinar al marino, se entretuvo rascándose una zona en apariencia impecable de la espalda y luego repuso con poco convincente indiferencia:
—Si os place…
Laurence se quedó con la mente en blanco. No tenía la más mínima idea de cómo enjaezarlo —más allá de hacer cuanto estuviera en su mano y esperar a ver qué ocurría— ni cuál podría ser un nombre apropiado para un dragón. Después de un atroz momento de pánico, sin saber cómo, su mente relacionó dragones con naves y espetó:
—Temerario.
La elegancia con la que se movía el dragón le había recordado la botadura de un majestuoso acorazado que había visto muchos años atrás.
Se maldijo en silencio por no haber previsto aquella eventualidad, pero ya lo había soltado, y al menos era un nombre honorable. Después de todo, él era un hombre de la Armada y sólo valía para… En aquel momento interrumpió el hilo de sus pensamientos y contempló al joven dragón con creciente temor. Ya no pertenecía a la Armada, por supuesto; no con un dragón, y no podría desatar ese nudo en el momento en que la criatura aceptara el arnés.
El dragón, que obviamente no percibía ninguno de aquellos sentimientos, dijo:
—¿Temerario? Sí. Me llamo Temerario.
Asintió inclinando la cabeza con un extraño movimiento al final del largo cuello y dijo con mayor urgencia:
—Tengo hambre.
Si no lo refrenaban, el dragón recién nacido echaría a volar inmediatamente después de que le hubieran dado de comer. La criatura sólo sería controlable, y útil en batalla, si se la llegaba a persuadir de que aceptara de manera voluntaria que lo enjaezaran. Rabson seguía de pie, consternado, boquiabierto, sin acercarse con el arnés. Laurence tuvo que hacerle señas para que acudiera. Le sudaban las palmas de las manos, y el metal y el cuero se le resbalaban cuando Rabson se lo entregó. Lo sujetó con firmeza y, recordando en el último momento el nuevo nombre, dijo:
—Temerario, ¿serías tan amable de dejar que te pusiera esto? Luego, ya podremos irnos de la cubierta y traerte algo para comer.
El animal examinó el arnés que Laurence sostenía delante de él y sacó la fina lengua, con la que recorrió el equipo para reconocerlo.
—De acuerdo —dijo, y permaneció a la expectativa.
Laurence se arrodilló con resolución, sin pensar en nada más que su inmediata tarea, y abrochó con torpeza las correas y hebillas, pasándolas con cuidado sobre el cuerpo liso y caliente, procurando no obstaculizar las alas.
La cincha más amplia recorría la parte central del cuerpo, justo detrás de las patas delanteras, y se abrochaba debajo del vientre. Estaba cosida transversalmente a dos gruesas correas que corrían por las ijadas del dragón y el fornido pecho. Luego, daba la vuelta por debajo de los cuartos traseros y por debajo de la cola. Sobre las correas habían enhebrado varias lazadas pequeñas que se abrochaban alrededor de las piernas y la base del cuello y la cola para mantener fijo el arnés, y varias cintas más estrechas y finas lo sujetaban por el lomo.
El complejo ensamblaje requería bastante atención, algo que Laurence agradecía en grado sumo, ya que así podía sumergirse en esa tarea sin pensar en nada más. Mientras trabajaba, notó lo sorprendentemente finas que eran las escamas al tacto; había supuesto que los bordes metálicos cortarían.
—Señor Rabson, tenga la bondad de traerme un poco más de lona para envolver esas hebillas —dijo sin volverse.
Todo terminó poco después. El arnés y las envolturas blancas de las hebillas recortadas contra el pulcro cuerpo oscuro no quedaban bien ni hacían juego, pero Temerario no se quejó ni siquiera de la cadena —hecha de forma apresurada— que iba del arnés a un poste y estiró el cuello con avidez hacia la tina repleta de humeante carne roja recién troceada que Laurence había ordenado traer.
El joven dragón no era un comensal mañoso ni limpio. Arrancaba grandes trozos de carne a mordiscos y los tragaba enteros, desparramando sobre la cubierta sangre y pedacitos de carne; también pareció saborear con especial deleite los intestinos. Laurence permaneció bien lejos de aquella carnicería después de haberla observado de refilón durante unos breves momentos con una mezcla de náusea y admiración. La pregunta de Riley le trajo de nuevo a la realidad de la situación.
—¿Ordeno que los hombres rompan filas, señor?
Se volvió y miró a su teniente. Entonces, ante la mirada consternada de los guardiamarinas —ninguno de los cuales había despegado los labios ni se había movido desde la eclosión—, comprendió de pronto que aquello había sucedido hacía menos de media hora. El reloj de arena se había vaciado. Resultaba difícil de creer, y más aún asumir plenamente que ahora se había comprometido y, difícil o no, debía afrontarlo. Laurence supuso que debía renunciar a su rango hasta que llegaran a tierra; no existía normativa alguna que regulara una situación como aquélla. Pero si lo hacía, sin duda un nuevo capitán lo reemplazaría en cuanto llegaran a Madeira, y entonces Riley nunca conseguiría la promoción. Laurence no volvería a estar en posición de ayudarle.
—Señor Riley, la situación es delicada, sin duda —dijo armándose de valor; no estaba dispuesto a arruinar la carrera de su alférez por cobardía—. Creo que, por el bien del barco, debo dejarle a cargo del mismo de inmediato. Voy a necesitar consagrar casi toda mi atención a Temerario y no la puedo repartir.
—¡Vaya, señor! —se lamentó Riley sin protestar; resultaba evidente que había pensado lo mismo.
No obstante, su pena era manifiestamente sincera. Había navegado con Laurence durante años y había ascendido de simple guardiamarina a teniente sirviendo a sus órdenes. No sólo eran amigos, también eran camaradas.
—No nos comportemos como plañideras, Tom —atajó Laurence en voz baja y de forma más informal mientras dirigía una mirada de aviso hacia donde Temerario se estaba atracando.
La inteligencia de un dragón resultaba un misterio para los hombres consagrados al estudio de esas criaturas, y él no tenía ni idea de lo que era capaz de oír y comprender, pero pensaba que sería mejor evitar el riesgo de ofenderle. Alzó la voz una octava más y agregó:
—Estoy seguro de que lo hará a la perfección, capitán.
Después de suspirar profundamente, se quitó las doradas charreteras. Las había sujetado con firmeza; no era rico cuando había sido nombrado capitán y aún recordaba aquellos días en que tenía que cambiarlas de una chaqueta a otra. Aunque tal vez no fuera del todo apropiado entregarle a Riley el símbolo del rango sin confirmación del Almirantazgo, Laurence sabía que era necesario remarcar el cambio de poder de manera visible. Deslizó la charretera izquierda en su bolsillo y fijó la derecha en el hombro de Riley. Aunque fuera capitán, sólo podría llevar una hasta que tuviera tres años de antigüedad. La piel blanca y pecosa de Riley se puso colorada, se sentía feliz ante esta inesperada promoción a pesar de las circunstancias. Parecía que deseaba decir algo y no encontraba las palabras.
—Señor Wells —indicó Laurence al tiempo que lanzaba una mirada elocuente; ya que había empezado, quería hacerlo como Dios manda.
El tercer teniente dio un respingo y luego dijo con voz débil:
—Hurra por el capitán Riley.
Se alzó una ovación, escasa al principio, pero nítida y clara a la tercera vez. Riley era un oficial extremadamente competente y capaz, incluso para hacer frente a aquella espantosa situación.
Riley había controlado su vergüenza cuando los vítores acabaron y agregó:
—Y hurra también por Temerario, muchachos.
Los vítores ahora fueron a voz en grito, aunque con menor entusiasmo. Laurence estrechó la mano de Riley para dar por concluido el asunto.
A esas alturas, el dragón había terminado de comer y se había subido a un armario desde la barandilla para extender las alas al sol, plegándolas y desplegándolas sin cesar, pero miró a su alrededor con interés cuando oyó jalear su nombre. Laurence se colocó a su lado, era un buen pretexto para dejar a Riley la tarea de establecer su autoridad y permitir que la nave recuperara la normalidad.
—¿Por qué arman ese jaleo? —preguntó el dragón, que hizo sonar la cadena antes de que Laurence le respondiera—. ¿Vas a quitarme esto? Ahora me gustaría volar.
El marino vaciló. La descripción de la ceremonia del enjaezado del libro del señor Pollitt no mencionaba qué hacer una vez se había puesto el arnés al dragón y éste había empezado a hablar. En cierto modo, había dado por supuesto que Temerario se limitaría a quedarse donde estaba sin discutir más.
—Si no te importa, tal vez debamos dejarlo para otro momento —contemporizó—. Ya ves, estamos lejos de la costa y puede que no encontraras el camino de vuelta si te alejaras volando.
—Ah —respondió la criatura asomando el cuello por encima de la barandilla. El Reliant avanzaba a unos ocho nudos con viento favorable del oeste, y el agua revuelta, coronada de espuma blanca, se alejaba por ambos costados—. ¿Dónde estamos?
—En el mar. —Laurence se acomodó junto a él en el armario—. Estamos en el océano Atlántico, a unas dos semanas de tierra. Masterson —añadió a la vez que llamaba la atención de uno de los marineros ociosos que permanecían mirándolos embobados sin demasiada sutileza—, haga el favor de traerme un cubo de agua y algunos trapos.
Una vez que se los trajeron, intentó por todos los medios quitar los restos de la comida de su reluciente cuerpo. El dragón permitió que le limpiara con evidente placer y luego, agradecido, frotó con la cabeza la mano de Laurence, que se descubrió sonriéndole de forma involuntaria y acariciándole la piel oscura y caliente. Temerario se acomodó, escondió la cabeza en el regazo de Laurence y se durmió.
—Señor —dijo Riley, que se había acercado con sigilo—, le voy a dejar el camarote. No tendría sentido hacerlo de otro modo estando él —le indicó, haciendo referencia al dragón—. ¿Desea que alguien le ayude a llevarlo abajo?
—Gracias, Tom, pero no. Por el momento, me encuentro muy cómodo aquí fuera. Es mejor que no lo movamos mucho a menos que sea necesario. —Luego, demasiado tarde ya, se le ocurrió que a Riley tener al antiguo capitán en cubierta no le facilitaba las cosas. Aun así, prefería no trasladar al dragón dormido, por lo que añadió—: Le quedaría muy agradecido si ordenara que alguien me trajera un libro, tal vez uno de los del señor Pollitt.
Pronunció esas palabras en la creencia de que esto serviría tanto para mantenerle entretenido como para no parecer que estaba allí observándolos.
Temerario no despertó hasta que el sol se ocultó en el horizonte. Laurence dormitaba encima de un libro que describía los hábitos de los dragones de un modo francamente aburrido. La criatura le tocó la mejilla con el redondeado hocico para despertarlo y anunció:
—Vuelvo a tener hambre.
Laurence ya había reevaluado las reservas de la nave antes de la eclosión, pero debía revisar su estimación ahora que había visto a Temerario devorar, con huesos y todo, lo que quedaba de la cabra y dos pollos sacrificados apresuradamente. Hasta el momento, el dragón había consumido en dos ingestas el peso de su cuerpo en comida. Ya parecía haber crecido algo y movía la cabeza con ansiedad en busca de más alimento.
Laurence mantuvo una reunión urgente y privada con Riley y el cocinero de la nave. Si era necesario, podía llamar al Amitiéy hacer uso de las reservas del barco, que disponía de más de las que necesitaba para llegar a Madeira, ya que los infortunios acaecidos habían mermado de modo considerable el número de tripulantes. Sin embargo, andaban escasos de carne en salazón, y la situación del Reliant no era mucho mejor. A ese ritmo, Temerario devoraría toda la carne fresca en una semana, y Laurence ignoraba si un dragón comería carne curada o si, por el contrario, la sal no le sentaría bien.
—¿Come pescado? —sugirió el cocinero—. Tengo un atún estupendo, lo he pescado esta misma mañana, señor. Pensaba prepararlo para vuestra cena. Eh, esto, yo…
Se detuvo con torpeza, mirando a uno y otro lado, al antiguo y al nuevo capitán, sin saber a quién dirigirse como su superior.
—Si le parece bien, debemos hacer el intento, señor —dijo Riley, mirando a Laurence y sin prestar atención al cocinero.
—Gracias, capitán —contestó Laurence—. Se lo podemos ofrecer. Imagino que nos dirá si es o no de su gusto.
Temerario contempló el pescado con recelo y a continuación lo mordisqueó. Poco después se lo tragó entero de golpe. Debía de pesar cinco kilos y medio. Se relamió y dijo:
—Es muy crujiente, pero me gusta mucho.
Luego, un eructo suyo sobresaltó a los marinos y a él mismo.
—Bueno —comentó Laurence mientras estiraba el brazo para alcanzar el trapo de nuevo—, eso es realmente alentador. Capitán, tal vez podamos preservar el buey unos días más si fuera posible poner a pescar a unos cuantos hombres.
Más tarde hizo bajar a Temerario. La escalera presentó algunos problemas y al final hubo que bajarlo a pulso mediante un juego de poleas fijadas al arnés. El dragón olfateó con suma curiosidad el escritorio y la mesa, y asomó la cabeza por los ventanales para ver la estela del Reliant. Habían colocado el cojín de la incubación en un catre colgante que tenía dos veces su tamaño, cerca del de Laurence, al que saltó fácilmente desde el suelo.
Casi de inmediato, los somnolientos ojos del animal se cerraron por completo. Entonces, Laurence, libre de sus deberes y sin que pudiera ser visto por la tripulación, se dejó caer en la silla y se puso a contemplar al dragón dormido como a un instrumento del destino.
Dos hermanos y tres sobrinos mediaban entre él y la herencia paterna. Había invertido su propio capital en fondos, cuya administración no exigía esfuerzo alguno. Esa parte al menos no presentaba mayores dificultades. Había permanecido impertérrito en la cofa en una veintena de batallas y no se había mareado a pesar de haberse quedado en cubierta en plena galerna. No iba a amedrentarse por tener a bordo un dragón.
Pero, por lo demás, era un caballero, hijo de un caballero. Aunque se había embarcado a la edad de doce años, había tenido la suerte de servir en buques de guerra de primera o segunda categoría a las órdenes de capitanes adinerados que proporcionaban a sus oficiales finas viandas en la mesa y entretenimiento con regularidad. Le encantaba hacer vida social. Sus pasatiempos favoritos eran conversar, bailar y las amigables partidas de cartas. Cuando pensaba que jamás podría volver a ir a la ópera, sentía la urgencia manifiesta de arrojar por la ventana el catre con su ocupante.
Intentó no oír la voz de su padre en la cabeza, tachándole de imbécil. Se esforzó por no imaginar qué pensaría Edith cuando se enterara. Ni siquiera podía escribirle para informarla. Aunque se consideraba comprometido hasta cierto punto, no habían establecido ningún acuerdo formal debido en primer lugar a su falta de capital y más recientemente a su prolongada ausencia de Inglaterra.
Le había ido bien acumulando su parte en los botines de las naves apresadas, lo bastante para superar el primer problema, y lo más probable es que ya se hubiera formalizado el compromiso si hubiera pasado algún tiempo en tierra durante los últimos cuatro años. Le rondaba por la mente pedir un breve permiso para ir a Inglaterra al final de aquel periplo. Resultaba difícil desembarcar voluntariamente cuando no tenía la seguridad de conseguir después el mando de otra nave, y no era un candidato tan bueno como para suponer que Edith le iba a esperar, desdeñando a todos los demás aspirantes por la simple fuerza de un acuerdo medio en broma entre un joven de trece años y una niña de nueve.
Ahora sus perspectivas habían empeorado. No tenía la menor idea de cómo y dónde podría vivir como aviador ni la clase de hogar que podría ofrecer a una esposa. La familia de Edith podría oponerse si no lo hacía ella misma; sin duda, aquello no encajaba en lo que ella esperaba. Puede que la esposa de un oficial de la Armada debiera tener serenidad para encarar las frecuentes ausencias de su marido, pero no tenía que abandonar su casa e irse a vivir en algún lugar de la remota espesura cada vez que aparecía su marido, con un dragón a la puerta de casa y un montón de tipos rudos como única compañía.
Siempre había albergado en secreto el sueño de tener una casa propia, había imaginado los detalles durante las largas y solitarias noches en alta mar. Por supuesto, sería más pequeña que la mansión en la que había crecido, pero elegante, llevada por una esposa a quien pudiera confiar tanto la gestión de sus asuntos como la educación de los hijos; un refugio cómodo cuando estuviera en tierra y un cálido recuerdo al navegar.
Todos sus sentimientos clamaban ante el sacrificio de su sueño. A tenor de las circunstancias, ni siquiera estaba seguro de poder hacer una oferta honorable que Edith fuera incapaz de rechazar. El cortejo de cualquier otra mujer quedaba descartado; ninguna con el suficiente sentido común y personalidad entregaría a sabiendas su afecto a un aviador, a menos que fuera de las que preferían tener a un marido ausente y displicente que dejara la administración de la hacienda en sus manos, y vivir separadas de él aun cuando viviera en Inglaterra. Un arreglo de ese tipo no le atraía lo más mínimo.
El dragón dormido, que no paraba de dar vueltas en el catre y de vez en cuando movía la cola de forma inconsciente, constituía un sustituto muy pobre de un hogar y un amor. Laurence se incorporó y se dirigió hacia las ventanas de popa para contemplar la estela del Reliant, una corriente de espuma blanca a la luz de los faroles que surgía de debajo de la nave. Ver el flujo y reflujo de la marea resultaba agradablemente adormecedor.
Giles, el mayordomo, le trajo la cena con gran estrépito de platos y tenedores, procurando mantenerse bien alejado del catre del dragón. Las manos le temblaban mientras colocaba la bandeja. Laurence le despidió nada más servir la cena y suspiró débilmente cuando se hubo ido. Tenía pensado pedirle que le acompañara, en el supuesto de que un aviador pudiera tener un sirviente, pero no le servía de nada una persona a la que le aterraban estas criaturas. Tener cerca un rostro conocido hubiera sido de ayuda.
Comió una cena frugal, deprisa y sin compañía. Sólo se componía de carne de ternera en salmuera con un vaso de vino, ya que Temerario había devorado todo el pescado. En cualquier caso, tenía poco apetito. Más tarde, intentó escribir algunas cartas, pero resultó inútil. Su mente divagaba por lúgubres derroteros y debía esforzarse para concentrarse en cada línea. Al final, se rindió; se asomó para decirle a Giles que no cenaría nada más y se encaramó a su propia litera. Temerario se movió y se acurrucó más entre la ropa del catre. Después de un breve debate interior, lleno de resentimiento y encono, Laurence extendió el brazo y le cubrió mejor; el aire nocturno era algo frío. Luego se durmió con el sonido de la respiración profunda y acompasada del dragón, similar al subir y bajar de un fuelle.
A la mañana siguiente, Laurence se despertó con el ruido que hacía Temerario revolviéndose en el catre; se había enredado con la tela por dos veces al intentar bajar al suelo. Laurence tuvo que descolgarlo para desenredarlo. La criatura rompió la tela desenrollada para salir siseando con indignación. Hubo que arreglarle y acariciarle para atemperar su mal humor, igual que a un gato ofendido, y entonces volvió a sentir apetito.
Por fortuna, los marineros habían tenido tiempo de pescar. Les había sonreído la suerte: habían conseguido dieciocho kilos de atún para el dragón, y aún quedaban huevos para el desayuno de Laurence, por lo que reservaron las gallinas para otro día. Temerario se las arregló para devorarlo todo y entonces, sintiéndose demasiado pesado para volver al catre, se dejó raer hinchado sobre el suelo, donde se durmió.
El resto de la semana transcurrió de forma similar. El dragón dormía excepto si estaba comiendo, y tragaba y crecía a una velocidad alarmante. Al final de la semana, ya no pudo permanecer bajo cubierta por más tiempo, ya que Laurence albergaba el creciente temor de que llegara a ser imposible sacarlo de la nave. Temerario ya pesaba más que un caballo de tiro y del hocico a la cola medía más que el bote del barco. Después de estimar su futuro crecimiento, resolvieron llevar a proa los víveres y ponerlo en cubierta, en popa, como contrapeso.
El traslado se hizo justo a tiempo. El dragón consiguió salir fuera del camarote con muchísima dificultad, con las alas fuertemente encogidas. Según las medidas tomadas por el señor Pollitt, había crecido treinta centímetros de diámetro de la noche a la mañana. Afortunadamente, cuando descansó en popa, su corpachón no obstaculizó el camino en exceso, y allí dormitó durante la mayor parte del día, agitando la cola de forma ocasional y estirándose un poco cuando la marinería se veía obligada a subir gateando por encima de él para poder hacer su trabajo.
Por la noche, Laurence durmió junto a él en cubierta, considerando que aquél era su sitio. No le suponía grandes penalidades cuando el tiempo era bueno. La comida le preocupaba cada vez más; deberían sacrificar al buey en un par de días, pero él devoraría eso y todo el pescado que consiguieran. El dragón podría acabar con todos los víveres de a bordo antes de que llegaran a tierra si su apetito seguía creciendo a ese ritmo, incluso aunque estuviera dispuesto a comer carne en salmuera. Tenía la impresión de que iba a resultar difícil imponerle raciones más pequeñas, y, en cualquier caso, eso supondría poner en peligro a la dotación. A pesar de que habían enjaezado a Temerario y, al menos en teoría, estaba domesticado, incluso en aquellos tiempos un dragón salvaje que se hubiera escapado del lugar de cría podía —y de vez en cuando así lo hacían— comerse a un hombre si no se le ofrecía nada más apetitoso. Y nadie había pasado por alto las miradas hambrientas del dragón.
Cuando la brisa cambió por vez primera a mediados de la segunda semana, Laurence lo sintió de forma inconsciente y se despertó antes del alba, unas horas antes de que empezase a llover. No se veían por ningún lado las luces de posición del Amitié. Las naves se habían separado durante la noche bajo el creciente viento. El cielo apenas clareó al amanecer y enseguida los primeros goterones comenzaron a golpetear contra las velas.
Laurence sabía que no debía hacer nada; si Riley tenía que dar órdenes alguna vez, era ahora. Se ocupó de mantener a la criatura tranquila y evitar que distrajera a los hombres. Le resultó difícil, ya que la lluvia despertó una gran curiosidad en el dragón, que mantuvo las alas extendidas para sentir en ellas el impacto de las gotas.
Ni el trueno ni el relámpago lo asustaron.
—¿Qué es eso? ¿Cómo funciona? —se limitó a preguntar, y se sintió decepcionado cuando Laurence no le dio una explicación—. Podríamos ir a echar un vistazo —sugirió, volviendo a desplegar las alas, sólo en parte, y dando un paso hacia la barandilla de popa.
Laurence se asustó. La criatura no había hecho intentos de volar después de aquel del primer día, ya que comer le preocupaba más, y aunque habían agrandado el arnés tres veces, nunca habían cambiado la cadena por otra más resistente. Ahora advirtió que los eslabones de hierro estaban tensos y empezaban a abrirse sin que el dragón apenas hubiera forzado la cadena.
—Ahora no, Temerario. Debemos dejar que los demás trabajen y observar desde aquí —contestó al tiempo que aferraba la correa lateral del arnés más cercana y trababa el brazo izquierdo, aunque comprendió, cuando ya era tarde, que su peso ya no iba a ser un impedimento para que echase a volar.
Al menos, si estaban juntos en el aire, podría convencer finalmente al dragón de que regresara a la nave. Aunque también se podía caer. Desechó el pensamiento en cuanto se le ocurrió.
Aunque pesaroso, gracias a Dios, Temerario se acomodó de nuevo y volvió a contemplar el cielo. Laurence miraba a su alrededor con la pretensión de pedir una cadena más fuerte, pero la tripulación estaba ocupada y no podía interrumpir su trabajo. En cualquier caso, se preguntaba si habría a bordo alguna que fuera algo más que un estorbo inútil. De pronto, había tomado conciencia de que el hombro de Temerario le sacaba cerca de treinta centímetros y que las patas traseras, no hacía mucho delicadas como el talle de una dama, ahora eran más gruesas que su muslo.
Riley daba órdenes a gritos a través de una bocina. Laurence hizo todo lo posible por no oírlas. No podía intervenir y sería desagradable escuchar alguna orden que no le gustase. Los hombres ya habían sobrevivido a terribles tormentas y conocían bien su trabajo. Afortunadamente, el viento no soplaba en sentido contrarío, por lo que podían avanzar por delante del temporal, y habían recogido correctamente los juanetes de los mástiles. Todo iba bien por el momento, y más o menos seguían dirigiéndose hacia el este. Pero una impenetrable cortina de agua emborronaba el mundo y acortaba distancias con el Reliant.
La tromba de agua impactó contra la cubierta con el estrépito de una salva de cañonazos y le empapó el cuerpo de inmediato a pesar del chubasquero y el sueste[1]. Temerario resopló y sacudió la cabeza como si fuera un perro, despidiendo agua por todas partes, y se escondió y acurrucó debajo de sus alas, que había abierto a toda prisa. Laurence, todavía arropado contra el costado y aferrando el arnés, se encontró también a cubierto por aquella cúpula viviente. Resultaba extremadamente raro sentirse tan a gusto en el corazón de la tormenta. Aún podía atisbar a través de los huecos que dejaban las alas y sentía en el rostro una gélida salpicadura.
—El hombre que me trajo el tiburón ha caído al agua —anunció el dragón en ese momento.
Laurence siguió la dirección de la mirada de Temerario. A través de la tupida cortina del aguacero vio el borrón rojiblanco de una camisa a popa y un brazo agitándose a unos setenta grados a babor. Se trataba de Gordon, uno de los marineros que había ayudado en la pesca.
—¡Hombre al agua! —gritó al tiempo que hacía bocina con las manos para hacerse oír mejor, y señaló a la figura que se debatía en las olas.
Riley le dedicó una mirada angustiada. Arrojaron unos cuantos cabos, pero el marinero ya se hallaba demasiado lejos. La tormenta los empujaba y no existía la más mínima posibilidad de salvarlo con los botes.
—Se encuentra demasiado lejos para que lleguen los cabos —apuntó Temerario—. Iré por él.
Laurence se encontró colgando en el aire antes de poder oponerse. La cadena rota pendía libre del cuello del dragón junto a él. La atrapó con el brazo libre cuando se acercó y la anudó alrededor de las correas del arnés varias veces para impedir que sacudiera y golpeara el costado de Temerario como si fuera un látigo. Luego, se asió con todas las fuerzas en un intento de salvarse mientras las piernas colgaban en el aire sin otra cosa abajo que el océano, que le esperaba en el caso de soltarse.
El instinto los había empujado a lo alto, pero tal vez no fuera adecuado permanecer ahí. Temerario se veía forzado a alejarse hacia el este de la nave. Continuó luchando de frente contra el vendaval. Se produjo un espantoso momento de vértigo cuando dieron un tumbo al soplar una fuerte ráfaga de viento y, por un instante, Laurence creyó que estaban irremediablemente perdidos y que iban a caer sobre las olas.
—Con el viento —rugió con toda la potencia de que fue capaz su voz, muy desarrollada después de dieciocho años en el mar, con la esperanza de que Temerario pudiera oírle—. ¡Vuela a favor del viento, maldita sea!
Se le tensaron los músculos del cuello mientras Temerario se enderezaba y giraba rumbo este. De repente, la lluvia dejó de golpear el rostro del marino. Volaban a favor del viento a una velocidad vertiginosa. Laurence abrió la boca para respirar, los ojos le lloraban de lo deprisa que iban y tuvo que cerrarlos. Aquello superaba la experiencia de permanecer en el puente a una velocidad de diez nudos, suponía la misma diferencia que podía haber entre esta situación y encontrarse en el campo en un día tranquilo y soleado. Una risa alocada pugnaba por salir de su garganta, como la de un niño, hasta el punto de que apenas fue capaz de sofocarla para pensar con cordura.
—No nos podemos acercar a él en línea recta —gritó—. Debes ceñir por… Debes ir primero hacia el norte y luego hacia el sur, ¿lo entiendes, Temerario?
Si el dragón respondió, el viento se llevó la réplica, pero parecía haber captado la idea. De pronto, se orientó hacia el norte con las alas ahuecadas para recoger el viento; a Laurence le dio un vuelco el estómago similar al que sentía cuando navegaba en un bote de remos en medio de una fuerte marejada. La lluvia y el viento continuaban castigándolos, pero no con tanta dureza como antes. Temerario cambió de dirección y viró con la misma suavidad que un bote, zigzagueando en el aire y volviendo de forma gradual hacia el oeste.
A Laurence le ardían los brazos. Afianzó el derecho en la correa del pecho y abrió la mano para concederle un descanso. Vio a Gordon debatiéndose a lo lejos, primero cuando se acercaron y luego cuando pasaron por encima del barco. Por fortuna, el marinero sabía nadar un poco y, a pesar de la furia de la lluvia y el viento, la marejada no era tan fuerte como para arrastrarlo al fondo. Laurence contempló dubitativo las garras del dragón. Eran enormes. Si pretendía recoger a Gordon, la maniobra tenía las mismas posibilidades de matarlo que de salvarlo. Laurence tendría que posicionarse de forma que fuera él quien sujetara al desdichado marinero.
—Temerario, voy a recogerle. Espera a que esté listo, luego baja todo lo que puedas —gritó.
A continuación, descendió por el arnés despacio y con cuidado hasta colgar del vientre, sin dejar de mantener cruzado un brazo en una correa durante cada movimiento. Fue un avance aterrador, pero las cosas fueron más fáciles cuando llegó al vientre, ya que el cuerpo de Temerario le escudaba del viento y la lluvia. Se colgó de la amplia cincha que corría por la cintura del dragón. Por poco, daba de sí lo suficiente. Introdujo las piernas entre la cincha y el vientre del dragón una a una para poder tener libres ambas manos; luego, palmeó la ijada del dragón.
Temerario cayó en picado, como un águila. Laurence osciló al bajar, confiando en el acierto de la criatura, y levantó dos surcos en la superficie del agua durante un par de metros antes de alcanzar la ropa empapada y el cuerpo del marino. Lo agarró a ciegas nada más tocarlo y Gordon se aferró a él a su vez. El dragón volvió a ganar altura y se alejó con un furioso batir de alas; por fortuna, ahora podían avanzar a favor del viento, no contra él. El lastre de Gordon se hacía pesado en los brazos, hombros y muslos de Laurence, que tenía todos los músculos en tensión. La cincha le apretaba con tanta fuerza en las pantorrillas que ya no sentía las piernas por debajo de la rodilla, y tenía la desagradable sensación de que la sangre de todo el cuerpo se dirigía directamente al cerebro. Colgaron dando bandazos a uno y otro lado como un péndulo mientras el dragón regresaba al barco raudo como una flecha. Entonces, el mundo se inclinó peligrosamente a su alrededor.
Cayeron sobre la cubierta en un amasijo e hicieron estremecerse la nave. Temerario permaneció en pie de forma precaria sobre las patas traseras en un intento de plegar las alas y retirarlas del viento al tiempo que mantenía el equilibrio con los dos hombres colgando de la cincha del vientre. Gordon se soltó y se escabulló aterrado, dejando que Laurence se desatara por su cuenta mientras Temerario parecía a punto de caerle encima de un momento a otro. Los dedos agarrotados no eran capaces de soltar las hebillas, pero de repente apareció Wells cuchillo en mano y cortó la cincha.
Las piernas golpearon pesadamente en el suelo y sintió que la sangre volvía a circular por ellas. Asimismo, Temerario apoyó las cuatro patas junto a él, haciendo temblar toda la cubierta. Laurence yació de bruces jadeando, sin que por el momento le preocupara que la lluvia lo alcanzara de lleno. Los músculos se negaban a responderle. Wells vaciló. Laurence le indicó por señas que regresara a su trabajo y forcejeó por ponerse en pie. Las piernas le sostuvieron y el hormigueo producido al recuperar la circulación disminuyó cuando comenzó a andar.
El vendaval seguía soplando, pero la nave se había estabilizado y se deslizaba azotada por el viento con el velamen de las gavias cobrado con rizos, y en cubierta la sensación de caos había disminuido. Laurence dejó de prestar atención a la destreza de Riley con sentimientos enfrentados de orgullo y pesar, para convencer al dragón de que retrocediera hacia el centro de la popa de manera que su peso no desnivelase el barco. Lo consiguió justo a tiempo. Temerario bostezó de forma descomunal y escondió la cabeza bajo el ala, dispuesto a dormir sin que por una vez formulara su habitual petición de comida. Laurence se dejó caer lentamente en cubierta y se apoyó en el costado del dragón. El cuerpo le seguía doliendo profundamente a causa del esfuerzo.
Se mantuvo despierto por unos breves momentos más. Sentía la necesidad de hablar aunque notara la lengua espesa y adormecida a causa de la fatiga.
—Temerario —le llamó—, eso ha estado muy bien. Te has comportado con mucho valor.
El dragón asomó la cabeza y lo contempló, la línea de los ojos creció hasta ovalarse:
—Ah —dijo, parecía un poco inseguro.
Laurence tuvo que reconocer con una punzada de culpabilidad que apenas había dedicado una palabra amable al joven dragón. En cierto modo, podía ser cierto que toda su vida se hubiera desmoronado por culpa de la criatura, pero ésta sólo seguía su instinto y hacer sufrir al animal por ello no era nada noble.
Pero en ese momento estaba demasiado cansado para desagraviarlo de mejor modo que repetir:
—Muy bien hecho.
Le palmeó el negro y pulido lomo. Aquel gesto pareció funcionar, ya que, aunque no dijo nada más, Temerario se movió un poco y con timidez se aovilló en torno a Laurence, desplegando parcialmente un ala para protegerle de la lluvia. La furia de la tormenta quedó amortiguada bajo aquel dosel, y Laurence notó los fuertes latidos de su corazón en la mejilla. Al poco, se sintió confortado por el calor que desprendía el cuerpo del dragón; de pronto, cayó al suelo y se quedó dormido.
—¿De verdad cree que es seguro? —preguntó Riley con ansiedad—. Señor, estoy convencido de que podríamos coser una red. Tal vez sería mejor no seguir con esto. Laurence movió todo su peso y lo descargó sobre las correas que le envolvían cómodamente muslos y pantorrillas. No cedieron, ni tampoco la parte principal del arnés y se mantuvo equilibrado en su posición en lo alto del lomo de Temerario, justo detrás de las alas.
—No, eso no va a funcionar, y usted lo sabe. Esta nave no es un pesquero y no le sobran hombres. Podría suceder fácilmente que uno de estos días nos encontrásemos con un navío francés y, en ese caso, ¿dónde íbamos a estar?
Se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en el cuello del dragón, que había vuelto la cabeza hacia atrás para observar la reunión con interés.
—¿Estás preparado? ¿Nos podemos ir ya? —preguntó mientras apoyaba los cuartos delanteros en la barandilla. Los músculos ya se tensaban debajo de la piel lisa y en el tono de voz se evidenciaba una nota de impaciencia.
—¡Apártese, Tom! —exclamó Laurence apresuradamente mientras soltaba la cadena y sostenía la correa del cuello—. Muy bien, Temerario, vamos…
Estuvieron en el aire de un solo salto. Las anchas alas describieron grandes arcos a ambos lados del jinete y el corpachón se estiró y salió disparado hacia el cielo como una flecha. Laurence miró hacia abajo desde el hombro de Temerario. El Reliant ya había quedado reducido al tamaño de un juguete de niño que cabeceaba solitario en la vasta extensión del océano; incluso alcanzó a ver el Amitié a unos treinta kilómetros al este. El viento era fortísimo, pero las cinchas resistieron y de nuevo se encontró sonriendo como un idiota y comprendió que era incapaz de reprimirse.
—Seguiremos rumbo oeste, Temerario —dijo Laurence a voz en grito.
No deseaba acercarse demasiado a tierra y arriesgarse a un posible encuentro con una patrulla francesa. Una cincha rodeaba la parte más estrecha del cuello de Temerario por debajo de la cabeza, una cincha a la que habían sujetado las riendas para que Laurence pudiera indicar la dirección con mayor facilidad. En ese momento, consultó la brújula que había atado a la palma de la mano y dio un tirón a la rienda derecha. El dragón dejó de subir y giró de buen grado para estabilizarse después. Era un día límpido y despejado, con un moderado oleaje. Temerario batía las alas con menos rapidez ahora que no necesitaba ascender, pero devoraban los kilómetros incluso a ese ritmo y ya habían perdido de vista el Reliant y el Amitié.
—Ahí veo uno —anunció Temerario.
Bajaron en picado a mayor velocidad. Laurence sujetó las riendas con fuerza y contuvo un grito. No era lógico sentir un júbilo tan infantil. La distancia le indicó el alcance de la vista del dragón. Era una maravilla que avistara a las presas desde tan lejos. Apenas había pensado en ello cuando se produjo una enorme salpicadura. Temerario volvía a remontar vuelo chorreando agua y con una marsopa forcejeando en las garras.
Otro nuevo motivo de asombro: Temerario se detuvo y se mantuvo inmóvil en el aire para comer mientras batía las alas en perpendicular al cuerpo en arcos giratorios. Laurence no tenía ni idea de que los dragones pudieran llevar a cabo una maniobra semejante. No resultaba cómoda, ya que el dragón no era muy preciso en el control y oscilaba en el aire de forma errática, pero demostró ser muy práctica. Otro pez emergió a la superficie para alimentarse de los desechos conforme el dragón esparcía restos de visceras sobre el océano y cuando terminó con la marsopa pudo atrapar de inmediato a dos grandes atunes, uno con cada pata, a los que también devoró, antes de dar cuenta de un enorme pez espada.
Después de haber metido el brazo debajo de la cincha del cuello para no salir disparado, Laurence quedó libre de mirar a su alrededor y saborear la sensación de ser el amo de todo el océano, ya que no se avistaba a otra criatura ni otra nave. No pudo evitar enorgullecerse por el éxito de la operación y la emoción de volar era extraordinaria. Se sentía completamente feliz siempre y cuando no pensara en el precio que había tenido que pagar por ello.
Temerario tragó el último trozo del pez espada y descartó la parte superior de las mandíbulas, puntiaguda y afilada, después de examinarla con curiosidad.
Cuando terminó de esparcir restos de visceras sobre el océano, mientras batía las alas para ganar altura en el cielo, anunció:
—Estoy lleno. ¿Volamos un poco más?
Era una sugerencia tentadora, pero llevaban más de una hora en el aire y Laurence ignoraba cuál era la resistencia del animal.
—Volvamos al Reliant. Si te apetece, podremos volar un poco alrededor de la nave —contestó con pesar.
Entonces, sobrevolaron el océano a baja altura, cerca de las olas con las que el dragón jugueteaba alegremente de vez en cuando; las salpicaduras de agua le humedecían el rostro; el mundo parecía un borrón a aquella velocidad, salvo por la perenne presencia del dragón entre sus piernas. Sorbió grandes bocanadas de aire salado y se dejó llevar por el simple placer, deteniéndose sólo de forma ocasional para tirar de las riendas después de haber consultado la brújula, hasta que al fin regresaron al Reliant.
Finalmente, Temerario anunció que volvía a tener sueño, por lo que aterrizaron, aunque en esta ocasión todo fue mucho más elegante y la nave no se alteró, salvo por el hecho de que la línea de flotación se hundió un poco más en el agua. Laurence desató las correas de las piernas y descendió. Se sorprendió al comprobar lo dolorido que se sentía, pero comprendió de inmediato que era perfectamente normal que fuera así después de tanto montar. Riley acudió veloz a su encuentro con el alivio escrito con claridad en el rostro. Laurence asintió con la cabeza para tranquilizarlo.
—No hay de qué inquietarse. Se comportó magníficamente y me parece que no debe preocuparse de alimentarlo en el futuro. Nos las arreglamos bastante bien —dijo mientras acariciaba el costado del dragón.
Temerario, ya amodorrado, abrió un ojo e hizo un ruido sordo de complacencia antes de volver a cerrarlo otra vez.
—Me alegro mucho de oírlo —respondió Riley—, y no sólo porque esta noche tendremos una cena decente. Adoptamos la precaución de continuar con nuestros esfuerzos de conseguir comida en vuestra ausencia y tenemos un delicioso rodaballo que ahora podremos destinar a nuestra mesa. Con su consentimiento, tal vez invite a algunos miembros del comedor de oficiales.
—¡Por supuesto, con mucho gusto! —repuso Laurence, que estiraba las piernas para aliviar el agarrotamiento.
Había insistido en abandonar el camarote principal en cuanto Temerario se trasladó a la cubierta. Riley había accedido al fin, pero compensaba el sentimiento de culpabilidad por haber desalojado a su antiguo capitán invitándole a cenar prácticamente todas las noches. La tormenta había interrumpido esta costumbre, pero aunque se la hubieran saltado ayer, pretendían retomarla aquella noche.
Fue una cena opípara y alegre, en especial después de que la botella hubiera circulado unas cuantas veces y el guardiamarina más joven hubiera bebido lo suficiente para perder los modales en la mesa. Laurence tenía el don de la facilidad de palabra y su mesa siempre había sido un lugar alegre para los oficiales; las cosas continuaron igual: él y Riley estaban fraguando una verdadera amistad ahora que la barrera del rango había desaparecido.
Una reunión de aquella naturaleza tenía un marcado sabor informal, por lo que cuando Carver vio que era el único que había terminado, después de haber devorado su pudín más deprisa que sus superiores, se atrevió a dirigirse directamente a Laurence preguntando con timidez:
—Señor, si me permite el atrevimiento de preguntarle, ¿es cierto que los dragones pueden escupir fuego?
Laurence, muy a gusto después de haberse dado un festín de pasta de ciruelas, regada por varios vasos de buen Riesling, acogió la pregunta con buen humor.
—Eso depende de la raza, señor Carver —respondió al tiempo que depositaba el vaso en la mesa—. Sin embargo, tengo entendido que es una habilidad extremadamente inusual. Sólo he visto un caso con mis propios ojos: un dragón turco en la batalla del Nilo, y le puedo asegurar que me alegré muchísimo de que los turcos se hubieran puesto de nuestra parte cuando los vi en acción.
Todos los oficiales de la mesa se estremecieron y asintieron. Había pocas cosas más peligrosas para una embarcación que un fuego descontrolado en cubierta.
—Me hallaba a bordo del Goliath —dijo Laurence—. No estábamos ni a un kilómetro de distancia del Orient cuando la criatura se acercó como una antorcha. Habíamos barrido a cañonazos la nave enemiga y prácticamente habíamos liquidado a todos los tiradores de las cofas, por lo que el dragón pudo destruir el barco a placer.
Se sumió en el silencio al recordarlo: todas las velas ardían dejando un rastro de espeso humo negro; el gran alado de colores naranja y negro flotó suspendido en el aire y vertió más y más llamaradas por las fauces; sólo la explosión ahogó al fin el tremendo estruendo; el silencio había imperado durante cerca de un día después de todo aquello. Había estado una vez en Roma siendo niño y había visto en el Vaticano una representación del infierno por Miguel Ángel en la que los dragones quemaban con su fuego las almas de los condenados. Aquello se había parecido mucho.
Reinó un momento de silencio absoluto durante el cual la imaginación dibujó la escena para quienes no habían estado presentes. El señor Pollitt se aclaró la garganta y dijo:
—Por fortuna, creo que la habilidad para escupir veneno o ácido es más común entre ellos, y no es que no sean armas formidables por derecho propio.
—Dios santo, sí —contestó Wells a eso—. He visto cómo el ácido de dragón corroía toda la vela mayor en menos de un minuto, pero aun así, no le prendería fuego a la santabárbara ni la embarcación saltaría en pedazos bajo los pies.
—¿ Temerario va a ser capaz de hacer eso? —preguntó Battersea, con los ojos abiertos como platos al oír esas historias.
Laurence dio un respingo. Se sentaba a la derecha de Riley, parecía que era él quien había invitado a cenar a los oficiales y, por un momento, casi había olvidado que era un huésped en su antiguo camarote y a bordo de su antigua nave.
Por fortuna, el señor Pollitt respondió y le concedió un momento para ocultar su confusión.
—Debemos esperar a desembarcar para identificarlo correctamente y responder a esa pregunta, ya que su raza es una de las que no describen mis libros. Incluso aunque sea de la especie adecuada, lo más probable es que no manifieste esa habilidad hasta que haya terminado de crecer, lo cual no va a suceder en meses venideros.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Riley levantando carcajadas de asentimiento.
Laurence se las arregló para sonreír y levantar un vaso en honor a Temerario con los demás comensales.
Más tarde, después de haber dado las buenas noches en el camarote, Laurence caminó con paso vacilante hacia la popa, donde el dragón yacía con solitario esplendor, ya que la tripulación había abandonado aquella parte de la cubierta conforme él había ido creciendo. Temerario abrió un ojo centelleante cuando Laurence se aproximó y alzó un ala invitándole a acercarse. Al marino le sorprendió el gesto, pero recogió su camastro y se sentó sobre él, apoyando la espalda sobre la ijada del dragón, que creó un espacio cálido y abrigado a su alrededor cuando volvió a bajar el ala.
—¿Crees que seré capaz de lanzar llamas o escupir veneno? —preguntó Temerario—. No estoy seguro de que sea así. Lo he intentado, pero no soplo más que aire.
—¿Nos has oído hablar? —preguntó Laurence, sobresaltado.
Los ventanales de popa habían permanecido abiertos y la conversación podría haber sido perfectamente audible desde cubierta, pero no sabía por qué no había caído en la cuenta de que el animal pudiera estar a la escucha.
—Sí —afirmó Temerario—. La parte que has contado de la batalla era muy emocionante. ¿Has tomado parte en muchas?
—Bueno, supongo —repuso— que no más que muchos otros compañeros.
Eso no era del todo cierto. Había participado en un número inusualmente grande de acciones de guerra, lo cual le había valido para figurar en la lista de ascensos a una edad bastante temprana, y se le consideraba un aguerrido capitán.
—Y así fue como te encontramos a ti cuando eras sólo un huevo. Estabas a bordo de una nave cuando la abordamos —añadió mientras señalaba al Amitié con el brazo, cuyos faroles de popa podían verse en aquel momento como dos puntos a babor.
Temerario contempló la nave con interés.
—¿Me obtuvisteis en una batalla? No lo sabía. —La información parecía complacerle—. ¿Nos veremos pronto en otra? Me gustaría contemplar una; estoy seguro de que podría ayudar incluso aunque todavía no sea capaz de lanzar llamaradas por la boca.
Laurence sonrió ante su entusiasmo. Los dragones tenían fama de poseer un espíritu belicoso; en parte, era eso lo que los hacía tan valiosos en la guerra.
—Lo más probable es que no una vez hayamos llegado a puerto, pero me atrevería a decir que luego las vamos a ver de sobra. Inglaterra tiene pocos dragones, así que lo más probable es que nos convoquen para los grandes momentos en cuanto seas adulto —respondió.
Contempló la cabeza de Temerario, que en ese momento apartaba la vista del mar. Aliviado de la acuciante preocupación de alimentarlo, Laurence podía pensar de otra manera sobre toda la fuerza que albergaban aquellos ijares; ya había igualado el tamaño de los adultos de otras especies y, a su parecer totalmente inexperto, de forma muy rápida. Su recurso iba a ser inestimable para la Fuerza Aérea y para Inglaterra, vomitara fuego o no. En su fuero interno pensó, no sin orgullo, que no existía riesgo alguno de que Temerario resultara ser asustadizo; si le aguardaba una tarea arriesgada, difícilmente hubiera podido pedir un compañero mejor.
—Cuéntame algo más de la batalla del Nilo —pidió Temerario al tiempo que bajaba la mirada—. ¿Fue sólo entre tu barco, el otro y el dragón?
—Oh, no. Participaron trece naves de guerra por nuestro lado apoyadas por ocho dragones de la Tercera División de la Fuerza Aérea y otros cuatro de los turcos —respondió Laurence—. Los franceses tenían diecisiete y catorce respectivamente, por lo que nos superaban en número, pero la estrategia del almirante Nelson los sorprendió por completo…
Temerario agachó la cabeza y se aovilló más cerca del marino, mientras escuchaba con los enormes ojos centelleando en la oscuridad, y de ese modo siguieron hablando en voz baja hasta bien entrada la noche.
Después de que el vendaval hubiera acelerado su avance, llegaron a Funchal un día antes de las tres semanas inicialmente previstas por Laurence. El dragón, situado en la popa, lo miraba todo con avidez desde el momento en que avistaron la isla. En tierra, causó sensación de inmediato; por lo general, no se veía atracar en el embarcadero a dragones a bordo de una pequeña fragata. Había una reducida multitud de espectadores congregados en los muelles cuando entraron en el puerto, aunque de ningún modo se acercaron demasiado a la embarcación.
El buque insignia del almirante Croft estaba en el puerto. El Reliant navegaba de forma nominal bajo sus órdenes. Riley y Laurence habían acordado en privado que los dos juntos le pondrían al comente de lo insólito de la situación. El Commendable envió un mensaje transmitido mediante banderas de señales: «Capitán, acuda a informar», casi al mismo tiempo que echaban el ancla. Laurence se detuvo sólo un instante para hablar con Temerario, a quien aleccionó con inquietud:
—Recuerda, debes permanecer a bordo hasta mi regreso.
Aunque Temerario jamás le iba a desobedecer de forma voluntaria, cualquier novedad interesante le podía distraer y Laurence no confiaba en que el dragón fuese a permanecer en la nave cuando le estaba esperando todo un nuevo mundo por explorar.
—Te prometo que sobrevolaremos toda la isla a mi vuelta. Mira todo lo que quieras. Entretanto, el señor Wells te va a traer una ternera fresca y algún cordero, que nunca los has probado.
Temerario suspiró levemente, pero inclinó la cabeza.
—De acuerdo, pero date prisa —replicó—. Me gustaría volar hasta esas montañas y comerme uno de ésos —agregó sin perder de vista a los caballos de tiro de un carruaje cercano.
Los corceles patearon el suelo nerviosamente como si hubieran oído y entendido a la perfección sus palabras.
—Ah, no, Temerario. No puedes comerte cualquier cosa que veas en las calles —dijo Laurence alarmado—. Wells te traerá algo enseguida.
Atrajo la atención del tercer teniente, a quien le transmitió la urgencia de la situación; después de una última mirada dubitativa, bajó por la plancha y se reunió con Riley.
El almirante Croft los aguardaba con impaciencia. Al parecer, había oído parte del revuelo. Era un hombre alto y llamativo, especialmente por la notoria cicatriz y la mano falsa sujeta al muñón del brazo izquierdo; los dedos de hierro se movían gracias a una serie de muelles y gatillos. Había perdido la extremidad poco antes de su promoción al Almirantazgo, y había ganado mucho peso desde aquel momento. No se levantó cuando entraron en el gran camarote, se limitó a fruncir el ceño e indicar que se sentaran en las sillas con un movimiento del brazo.
—Muy bien, Laurence, explíquese. Supongo que todo este alboroto guarda relación con ese dragón salvaje que tiene ahí abajo.
—Señor, ese dragón se llama Temerario, y no es salvaje —contestó Laurence—. Ayer hizo tres semanas desde que apresamos una nave francesa, el Amitié. Encontramos un huevo en su bodega. Nuestro cirujano tiene ciertas nociones de dracología, fue él quien nos avisó de que iba a eclosionar en breve, por lo que fuimos capaces de arreglarlo… Es decir, le puse el arnés.
Croft se levantó de un repentino salto y miró a Laurence con los ojos entrecerrados, y luego a Riley; sólo entonces se percató del cambio de uniforme.
—¿Qué? ¿Por su cuenta y riesgo? Y, por tanto, usted… Cielo santo, ¿por qué no encomendó esa tarea a uno de los guardiamarinas? —exigió saber—. Esto es llevar el deber muy lejos, Laurence. Que un oficial de la Armada elija pasar a la Fuerza Aérea es un asunto delicado.
—Señor, mis oficiales y yo lo echamos a suertes —continuó Laurence, conteniendo un estallido de indignación. No albergaba deseo alguno de que lo alabaran por su sacrificio, pero que le reprendieran por ello era pasarse de la raya—. Confío en que nadie cuestione mi dedicación al servicio. Sentí que sólo podría ser justo si también yo compartía el riesgo y no eludí esa posibilidad, aunque, llegado el momento, mi papeleta no salió elegida. El dragón estableció un vínculo conmigo, y no podíamos permitirnos el lujo de que rehusara el arnés de la mano de otro.
—¡Caray! —exclamó Croft, que se dejó caer sobre la silla con expresión huraña.
Golpeteó la palma de metal de la izquierda con los dedos de la derecha en un tic nervioso y permaneció sentado en un mutismo absoluto a excepción del débil tintineo de las uñas al entrechocar con el hierro. Transcurrieron largos minutos durante los que Laurence alternó entre imaginar el millar de desastres que Temerario podría ocasionar en su ausencia y la preocupación por lo que Croft pudiera hacer con el Reliant y Riley.
Al fin, el almirante dio un respingo, como si despertara, y agitó la mano buena.
—Bueno, de todos modos, debe de ser un buen botín. Difícilmente van a dar menos por una criatura domesticada que por una salvaje —concluyó—. En cuanto a la fragata francesa, supongo que será una nave de guerra, no un mercante, ¿verdad? En fin, parece tener muchas posibilidades. Estoy seguro de que la podremos aprovechar —agregó; al parecer había recuperado el buen humor.
Laurence se percató con una mezcla de alivio e irritación de que aquel hombre sólo había estado haciendo un cálculo mental de a cuánto ascendería su parte.
—Desde luego, señor. Es una nave en muy buen estado. Tiene treinta y seis cañones —apuntó con amabilidad mientras se callaba unas cuantas cosas que le podría haber dicho.
Nunca más iba a tener que informar a aquel hombre, pero el futuro de Riley seguía en el aire.
—¡Mmm! Ha cumplido con su deber, Laurence, estoy seguro, aunque perderle es una pena. Espero que le guste ser aviador —comentó Croft en un tono que daba a entender que suponía justo lo contrario—. No tenemos ninguna división de la Fuerza Aérea en la zona, y el buque correo sólo viene una vez por semana. Imagino que tendrá que llevarlo a Gibraltar.
—Sí, señor. Pero ese viaje deberá esperar hasta que sea adulto. Es capaz de permanecer en el aire alrededor de una hora, pero no me gustaría arriesgarlo a hacer un viaje largo, aún no —contestó Laurence con determinación—, y entretanto deberemos alimentarlo. Sólo hemos conseguido llegar tan lejos gracias a la pesca y, por supuesto, no puede cazar aquí.
—En fin, Laurence, eso no es problema de la Armada, seguro —replicó Croft; pero antes de que Laurence contestara, el almirante comprendió lo mal que sonaban sus palabras y lo arregló—. Sin embargo, hablaré con el gobernador. Estoy convencido de que se nos ocurrirá algo. Bueno, ahora debemos pensar qué hacer con el Reliant y, por supuesto, con el Amitié.
—Me gustaría señalar que el señor Riley ha estado al mando del Reliant desde que enjaecé al dragón y que lo ha gobernado excepcionalmente bien, trayéndolo sano y salvo a puerto a pesar de un vendaval de dos días —dijo Laurence—. Y también combatió con gran valor en la captura de la presa.
—Oh, sí, estoy seguro, estoy seguro —repuso Croft mientras volvía mover los dedos—. ¿A quién ha puesto al mando del Amitié?
—A mi teniente primero, Gibbs —respondió.
—Sí, por supuesto —repuso Croft—. Bueno, usted mismo debe comprender que sería excesivo por su parte pretender colocar en ese puesto a su teniente primero y a su alférez de navío. No hay tantas buenas fragatas disponibles.
Laurence se contuvo a duras penas. Su superior estaba buscando a todas luces algún pretexto para quedarse con un chollo y concederlo a alguno de sus propios favoritos.
—Señor —replicó con frialdad—, no entiendo sus palabras. Espero que no esté sugiriendo que asumí la tarea de poner el arnés con el fin de generar una vacante. Le aseguro que mi único motivo fue lograr para Inglaterra un dragón muy valioso. Esperaba que Sus Señorías lo vieran de esa forma.
Insistió tanto como le fue posible a la hora de poner de manifiesto su propio sacrificio, bastante más de lo que le hubiera apetecido de no estar en juego el bienestar de Riley. Pero surtió efecto. El recordatorio y la alusión al Almirantazgo hicieron mella en Croft; al menos, carraspeó, canturreó, dio marcha atrás y los despidió sin mencionar otra vez la idea de privar a Riley del mando.
—Señor, estoy en deuda con usted —dijo Riley mientras caminaban juntos de vuelta al barco—. Sólo espero que no vaya a tener dificultades por haberle presionado de esa forma. Supongo que debe de tener mucha influencia.
En aquel momento, Laurence apenas cabía en sí de alivio, ya que habían llegado a la dársena del Reliant y el dragón aún seguía sentado en la popa del barco; en ese instante, se parecía a un matarife ensangrentado y la zona circundante al morro era más roja que negra. El gentío de observadores se había dispersado en su totalidad.
—Si hay algo de bueno en todo este asunto, es que ya no voy a tener que preocuparme mucho de las influencias. Dudo que representen mucha diferencia para un aviador —contestó—. Haga el favor de no preocuparse por mí. ¿Le importaría que fuéramos un poco más deprisa? Creo que ya ha terminado de comer.
Volar ayudó mucho a atemperarle los nervios. Era imposible permanecer enojado mientras toda la isla de Madeira se extendía ante él, el viento le alborotaba los cabellos y Temerario señalaba con excitación nuevos objetos de interés: animales, casas, carretas, árboles, rocas y cualquier cosa a la que le pusiera la vista encima. Desde hacía poco, había desarrollado una postura para volar con la cabeza vuelta parcialmente hacia atrás para poder hablar con Laurence incluso mientras volaban. De mutuo acuerdo, aterrizó en un camino vacío que discurría a lo largo del borde de un profundo valle; un denso banco de nubes se deslizaba por las verdes laderas del sur, ciñéndose al suelo de un modo muy peculiar, y se sentó a contemplar fascinado aquel movimiento.
Laurence desmontó. Todavía se estaba habituando a volar y le alegraba poder estirar las piernas después de una hora en el aire. Caminó por los alrededores durante un buen rato, disfrutando del paisaje. Pensó que al día siguiente se llevaría algo para comer y beber durante el vuelo. Le hubiera gustado tener ahora un bocadillo y un vaso de vino.
—Me gustaría comerme otro de esos corderos —dijo Temerario como si se hiciera eco de los pensamientos del jinete—. Son muy apetitosos. ¿Me puedo comer esos de ahí? Parecen incluso más grandes.
Un magnífico rebaño de ovejas pacía plácidamente en el extremo opuesto del valle, unas manchas blancas recortadas contra el verde.
—No, Temerario. Son ovejas, añojos —le contradijo Laurence—. No son tan buenos, y creo que son propiedad de alguien, por lo que no podemos llevárnoslos. Pero si te apetece venir aquí mañana, veré si puedo llegar a un acuerdo con el pastor para que te aparte uno.
—Me resulta muy extraño que el océano esté lleno de criaturas que uno puede comer a voluntad mientras que en la tierra parece que siempre hay que hablar con alguien —repuso Temerario, decepcionado—. No parece justo. Después de todo, el dueño no se las está comiendo y yo tengo hambre.
—A este paso, me temo que cualquier día van a arrestarme por enseñarte ideas sediciosas —comentó Laurence, divertido—. Pareces un verdadero revolucionario. Sólo debes pensar que tal vez el propietario del rebaño es el mismo tipo a quien le vamos a pedir que nos dé un cordero para tu cena de esta noche. Difícilmente podrá hacerlo si le robamos sus ovejas.
—Me gustaría comerme un buen cordero ahora —murmuró Temerario, pero no fue por ningún animal del rebaño y en vez de eso volvió a examinar el cielo—. ¿Me dejas que subamos por encima de esas nubes? Me gustaría ver por qué se mueven de esa forma.
Laurence contempló la ladera envuelta en un velo de nubes con gesto dubitativo, pero le disgustaba decirle «no» al dragón cuando no resultaba necesario; hacerlo ya era imprescindible con demasiada frecuencia.
—Podemos intentarlo si te apetece —contestó—, pero parece un poco arriesgado. Podríamos chocar fácilmente con la ladera de la montaña.
—Vale, aterrizaré debajo de las nubes y luego podemos subir a pie —dijo Temerario mientras se acuclillaba y bajaba el cuello hasta la altura del suelo para que el piloto pudiera volver a subir—. En cualquier caso, va a ser muy interesante.
Resultaba un poco extraño avanzar a pie en compañía de un dragón, y más aún dejarlo atrás; un paso de Temerario equivalía a diez de Laurence, pero el animal avanzaba despacio, interesado en mirar a uno y otro lado para comparar el nivel de la capa de nubes que cubría el suelo. Al final, Laurence se adelantó un poco y se dejó caer sobre la ladera para esperarle. Estaba muy a gusto a pesar de la densa niebla gracias a las gruesas ropas y el sobretodo impermeable que había aprendido a llevar siempre que volaba.
El dragón prosiguió subiendo a rastras y muy despacio por la colina. Interrumpía el escrutinio de las nubes una y otra vez para mirar una flor o un guijarro. Para sorpresa del jinete, se detuvo en un punto y sacó del suelo una piedra pequeña que llevó a Laurence —empujándola con la punta de la garra, ya que era demasiado pequeña para que la pudiera atrapar— con aparente entusiasmo.
Laurence la sopesó. Tenía casi el tamaño de su puño. Sin duda, resultaba curiosa: era pirita incluida en cristal de roca.
—¿Cómo has podido verla? —preguntó con interés; le dio la vuelta con las manos y la frotó para quitarle la suciedad.
—Sobresalía un poco del suelo y era brillante —explicó Temerario—. ¿Es oro? Me gusta su aspecto.
—No, es sólo pirita, pero es muy hermosa, ¿verdad? Supongo que eres una de esas criaturas acaparadoras —comentó Laurence mientras alzaba los ojos para mirar con afecto a Temerario. Muchos dragones sentían una fascinación innata por las joyas y los metales preciosos—. Me temo que no soy lo bastante rico para ser tu compañero y que no voy a poder darte un montón de oro sobre el que dormir.
—Te prefiero a ti antes que al montón de oro, incluso aunque sea muy cómodo dormir encima —replicó Temerario—. No me importa dormir en la cubierta.
Lo dijo con absoluta normalidad, no había el más mínimo indicio de que pretendiera hacer un cumplido. A continuación, siguió mirando las nubes. Laurence permaneció mirando hacia atrás con una sensación de asombro y extraordinario placer. Apenas podía concebir un sentimiento similar. El único paralelismo imaginable de su vida anterior sería que el Reliant hablara y le dijera que le había encantado tenerle como capitán. Un orgullo y afecto de inconcebible intensidad le embargaron, así como una intensa determinación de demostrar ser merecedor del elogio.
—Me temo que no puedo ayudarle, señor —contestó el anciano mientras se rascaba detrás de la oreja y se enderezaba tras el pesado libro que tenía delante de él—. Poseo una docena de libros sobre razas dragontinas y no puedo encontrarlo en ninguno de ellos. ¿Es posible que cambie la pigmentación cuando sea adulto?
Laurence torció el gesto. Aquél era el tercer naturalista que había consultado en la semana siguiente a la llegada a Madeira y ninguno de ellos había sido capaz de darle la más mínima ayuda al determinar la raza de Temerario.
—Sin embargo —continuó el librero—, puedo darle alguna esperanza. Sir Edward Howe, de la Royal Society, se encuentra en la isla tomando las aguas. Acudió a mi tienda la semana pasada. Creo que se ha instalado en Porto Moniz, en el extremo noroeste de la isla. Estoy convencido de que será capaz de identificar a su dragón. Ha escrito varias monografías sobre especies inusuales de América y Oriente.
—Muchas gracias, de verdad. Me alegra oírlo —respondió Laurence, radiante ante estas noticias.
El nombre de sir Edward le resultaba familiar. Se habían encontrado un par de veces en Londres, por lo que ni siquiera tendría que esforzarse en ser presentado.
Salió a la calle de buen humor, con un buen mapa de la isla y un libro de mineralogía para Temerario. Era un día estupendo y en ese momento el dragón permanecía tumbado en el prado que le habían reservado a cierta distancia de las afueras de la ciudad, tomando el sol después de un prolongado festín.
El gobernador había sido más complaciente que el almirante Croft, tal vez a causa de la ansiedad de la población al saber de la presencia en el centro del puerto de un dragón hambriento con demasiada frecuencia, y había abierto el tesoro público para alimentar a Temerario con una regular provisión de ovejas y reses. Éste se mostraba nada descontento ante el cambio de dicta, y continuaba creciendo. Era demasiado grande para caber en la popa del Reliant y prometía superar el tamaño de la embarcación. Laurence había alquilado una casita junto al campo a un módico precio, dado el súbito desinterés del propietario para quedarse por los alrededores. Los dos se encontraban de lo más tranquilos.
Lamentaba haber tenido que renunciar a la vida de a bordo cuando tenía tiempo de pensar en ello, pero ejercitar a Temerario exigía mucho trabajo y siempre podía acudir a la ciudad para las comidas. A menudo se reunía con Riley o algunos de sus oficiales; también había en la villa algunos otros conocidos de la Armada, por lo que era rara la tarde que pasaba solo. Las noches también le resultaban cómodas, incluso aunque estaba obligado a regresar pronto a la casa la debido a la distancia. Había encontrado un sirviente local, Fernáo, un hombre completamente adusto y taciturno al que no le asustaba el dragón y que sabía preparar un desayuno y una cena aceptables.
Por lo general, Temerario dormía durante las horas de más calor mientras él se iba y se despertaba de nuevo al ponerse el sol; después de la cena, Laurence acudía a sentarse fuera y leía para él a la luz de un farol. Nunca había sido aficionado a la lectura, pero Temerario disfrutaba tanto de los libros que resultaba contagioso; Laurence sólo podía pensar en el probable placer del dragón con el nuevo libro, que profundizaba con detalle en las gemas y su extracción, a pesar de que el tema no le interesaba nada. No era la clase de vida que había esperado llevar, pero no había sufrido en modo alguno por su cambio de estatus, al menos por el momento, y el dragón se estaba revelando como una compañía singularmente buena.
Laurence se detuvo en una taberna y escribió una rápida nota a sir Edward en la que incluía su dirección, le explicaba con brevedad sus actuales circunstancias y le pedía permiso para visitarle. Escribió la dirección de Porto Moniz y luego la envió con el chico de correo, añadiendo media corona para que fuera más deprisa. Podía haber sobrevolado la isla con mucha mayor rapidez, por supuesto, pero no le apetecía caerle encima a alguien sin previo aviso con un dragón a la zaga. Podía esperar, aún le quedaba al menos una semana de libertad antes de que llegara una respuesta de Gibraltar con instrucciones sobre cómo presentarse al servicio.
Pero al día siguiente se esperaba al barco correo y eso le recordó que había omitido el cumplimiento de un deber: todavía no había escrito a su padre. No podía permitir que sus padres se enteraran de su nueva situación por boca de terceros o en las noticias de la Gazette, que seguramente lo publicaría; a regañadientes, se acomodó para escribir esa ineludible carta con una cafetera de café recién hecho.
No se le ocurría cómo explicarlo. Lord Allendale no era un padre particularmente cariñoso y sí de trato puntilloso. Apenas consideraba la Armada y el Ejército como alternativas a la Iglesia para un hijo menor echado a perder. Hubiera sentido tanto rechazo al saber que su hijo se alistaba en la Fuerza Aérea como si éste se hubiera rebajado a ser comerciante; no lo aprobaría ni le compadecería. Era muy consciente de que su progenitor y él discrepaban en el cumplimiento del deber. Por supuesto, su padre diría que el deber que tenía con su apellido era mantenerse bien lejos del dragón y desechar la infeliz idea de servir en la Fuerza Aérea.
Le asustaba más la reacción materna, ya que su madre le profesaba un sincero afecto y la noticia iba a hacerla muy desdichada. Además, ella también mantenía una relación muy cordial con lady Galman y lo que dijera en la carta llegaría a oídos de Edith. Pero no podía escribir en términos que la tranquilizaran sin provocar la ira extrema de su padre, por lo que se contentó con redactar una nota rebuscada y formal que exponía los hechos sin ningún tipo de aderezo y evitó cualquier expresión que pudiera interpretarse como una queja. Debía hacerlo de ese modo. Selló la carta poco satisfecho antes de entregarla en mano en el puesto de correos.
Regresó al hotel en el que había alquilado una habitación después de haber concluido aquella ingrata tarea. Había invitado a comer a Riley, Gibbs y otros conocidos en compensación por su hospitalidad de los primeros días. Aún no eran las dos y las tiendas estaban abiertas. Contempló los escaparates mientras caminaba para distraerse de sus elucubraciones en cuanto a la reacción de su familia y amigos más cercanos, y se detuvo ante el pequeño establecimiento de un prestamista.
La cadena dorada era ridículamente pesada. Se trataba de la clase de objeto que ninguna mujer llevaría y resultaba demasiado chillona para un hombre. Tenía unos gruesos eslabones cuadrados con discos llanos de los que pendían perlas diminutas de forma alterna. Pero supuso que debía de ser cara sólo por el metal y las gemas, probablemente más de lo que se podía permitir, ya que gastaba con cautela ahora que no tenía la perspectiva futura de ingresar su parte por las naves apresadas. En cualquier caso, entró a preguntar. En efecto, era muy cara.
—Sin embargo, señor, ¿tal vez le valdría eso? —sugirió el propietario mientras ofrecía otra cadena; se parecía mucho a la anterior, sólo que sin discos, y con los eslabones más delgados.
Costaba casi la mitad que la primera; seguía siendo cara, pero la aceptó y luego se sintió un poco más tonto al hacerlo.
De todos modos, aquella noche se la regaló a Temerario y le sorprendió un poco la jovialidad con la que éste la recibió. El dragón sujetó con firmeza la cadena y no la soltó bajo ningún concepto. Mientras Laurence le leía, la mantuvo al reflejo de la vela y la ponía en la dirección de la luz para admirar el destello del oro y las perlas. Cuando al fin se durmió, la conservó entrelazada entre las garras y al día siguiente obligó a Laurence a sujetarla bien al arnés antes de dar su consentimiento a volar.
Esta peculiar reacción hizo que recibiera con más alegría la cálida invitación de sir Edward, que le esperaba al volver del vuelo matinal. Fernáo salió a entregarle la nota al prado en cuanto aterrizaron y Laurence se la leyó al dragón en voz alta. El caballero los recibiría en cualquier momento que desearan acudir; le podrían encontrar a orillas del mar, cerca de las pozas que se formaban durante la bajamar.
—No estoy cansado —aseguró Temerario; sentía tanta curiosidad como Laurence por saber cuál era su raza—. Si quieres, podemos ir ahora mismo.
Había desarrollado una resistencia cada vez mayor. Laurence resolvió que podían pararse y descansar con tranquilidad si era necesario y volvió a encaramarse al arnés sin ni siquiera haberse cambiado de ropa. Temerario efectuó un esfuerzo inusual y la isla pasó fugazmente gracias al enérgico movimiento de sus alas mientras Laurence se pegaba a su cuello y entrecerraba los ojos a causa del viento.
Descendieron en espiral hacia la costa menos de una hora después de la salida y espantaron a los bañistas y vendedores de playa al aterrizar sobre la rocosa orilla. El aviador miró a su espalda consternado durante un instante, pero luego torció el gesto; si eran tan necios como para imaginar que un dragón debidamente enjaezado les iba a hacer algún daño, era culpa suya. Palmeó el cuello de Temerario mientras se desataba y se deslizaba hacia el suelo.
—Voy a ver si consigo encontrar a sir Edward. Quédate aquí.
—Lo haré —contestó el dragón distraídamente, quien ya estaba escudriñando con interés las profundas pozas rocosas de la orilla, que tenían extraños afloramientos de roca y aguas transparentes.
No resultó difícil localizar a sir Edward, que había observado al gentío dándose a la fuga y se aproximaba ya hacia él. Laurence recorrió cuatrocientos metros y no veía a nadie más. Se estrecharon las manos e intercambiaron las cortesías de rigor, pero ambos estaban impacientes por ir al asunto que realmente tenían entre manos. Sir Edward asintió con entusiasmo en cuanto Laurence aventuró la idea de caminar hacia donde se encontraba Temerario.
—Un nombre precioso y poco habitual —comentó sir Edward mientras andaban; sin saberlo, hizo que a Laurence se le encogiera el corazón—. A la mayoría les dan extravagantes nombres en latín, pero la mayoría de los aviadores que ponen el arnés a un dragón son mucho más jóvenes que usted y muestran cierta tendencia a darse humos. Resulta ridículo llamar Imperatorius a una criatura de dos toneladas. Vaya, Laurence, ¿cómo le ha enseñado a nadar?
Laurence miró sobresaltado y luego contempló la escena fijamente. En su ausencia, Temerario se había adentrado en las aguas y ahora estaba chapoteando.
—Cielos, no. Nunca le he enseñado a hacerlo —explicó—. ¿Cómo sé que no se va a hundir? ¡Temerario, sal del agua! —le llamó, algo angustiado.
Sir Edward contempló con interés al dragón mientras nadaba hacia ellos y regresaba a la orilla.
—¡Extraordinario! Supongo que las bolsas pulmonares que les permiten volar convierten a un dragón en un elemento flotante por naturaleza y al haber crecido en el océano, como es su caso, tal vez no ha desarrollado un temor natural al agua.
Aquella mención anatómica era un nuevo fragmento de información para Laurence, pero se guardó para un momento posterior las preguntas que de inmediato se le ocurrieron al ver que el dragón se les unía.
—Temerario, te presento a sir Edward Howe —dijo Laurence.
—Hola —saludó Temerario mientras miraba hacia abajo con el mismo interés con el que le observaban—. Encantado de conocerte. ¿Me puedes decir a qué raza pertenezco?
Sir Edward no pareció desconcertarse por aquella aproximación tan directa e hizo una reverencia en respuesta.
—Espero ser capaz de darte alguna información, por supuesto. ¿Puedo pedirte que seas tan amable de alejarte de la orilla, tal vez junto a ese árbol que ves por ahí, y estirar las alas para que podamos examinar mejor toda tu figura?
Temerario se dirigió hacia allí de buen grado y sir Edward observó sus movimientos.
—Mmm. La forma en que sostiene la cola es muy rara y nada frecuente. Laurence, ¿dijo usted que el huevo se encontró en Brasil?
—Me temo que no puedo dar una respuesta exacta a eso —repuso Laurence al tiempo que estudiaba la cola del dragón sin ver nada inusual, aunque, por supuesto, él carecía de una base real sobre la que comparar. Temerario llevaba la cola erguida, lejos del suelo, y fustigaba el aire con elegancia al caminar—. Lo tomamos de una nave francesa que había recalado en Río de Janeiro muy recientemente a juzgar por las marcas de algunos de los toneles de agua, pero no puedo añadir nada más. Tiraron por la borda los diarios cuando los apresamos, y el capitán, por supuesto, se negó a revelarnos información alguna sobre el lugar donde se había descubierto el huevo, pero presumo que no debía de provenir de mucho más lejos dada la duración del viaje.
—Eso, sin lugar a dudas, es cierto —repuso sir Edward—. Hay algunas subespecies cuyos huevos tardan en madurar más de diez años, aunque la media normal son veinte meses. ¡Cielo santo!
Temerario acababa de desplegar las alas, que aún chorreaban agua.
—¿Sí? —preguntó Laurence expectante.
—Laurence, ¡Dios mío! Mire esas alas… —chilló sir Edward, que echó a correr literalmente por la orilla en dirección al dragón.
Laurence parpadeó y fue tras él, pero sólo lo alcanzó cuando estaba junto al costado del animal. Sir Edward acariciaba con delicadeza una de las seis nervaduras que dividían en partes las alas de Temerario, contemplándola con verdadera avidez. El dragón había estirado la cabeza para mirar, pero por lo demás permanecía inmóvil, sin importarle al parecer que alguien le tocara el ala.
—Entonces, ¿lo ha reconocido? —tanteó Laurence a sir Edward, que parecía notoriamente abrumado.
—¿Reconocerlo? Os aseguro que no, en el sentido que no había visto antes a ninguno de esta raza. A lo sumo habrá tres hombres en Europa que lo hayan hecho, pero me ha bastado una mirada para contar con suficiente material con que poder dirigirme a la Royal Sociery —respondió—. Las alas y el número de garras son irrefutables. Es un Imperial Chino, aunque no sabría decir con certeza de qué linaje. Vaya, Laurence, ¡menuda captura ha hecho!
El aludido contempló divertido las alas. Hasta ese momento no había reparado en que las nervaduras eran poco corrientes ni en las cinco garras de cada pata.
—¿Un Imperial? —repitió con una sonrisa vacilante.
Por un momento, se preguntó si sir Edward le estaba tomando el pelo. Los chinos habían criado dragones durante miles de años antes de que los romanos domesticaran las razas salvajes de Europa. Eran extraordinariamente celosos de su trabajo y rara vez permitían que abandonaran el país ni siquiera especimenes adultos de razas menores. Resultaba absurdo pensar que los franceses hubieran cruzado el océano Atlántico con un huevo de Imperial Chino en una fragata de treinta y seis cañones.
—¿Es una buena especie? —preguntó Temerario—. ¿Podré lanzar fuego por la boca?
—Adorable criatura, es la mejor de entre todas las especies posibles; sólo los Celestiales son más excepcionales y valiosos. Supongo que los franceses te hubieran empleado contra nosotros después de haberte enjaezado, por lo que podemos congratularnos de que no estés con ellos —dijo sir Edward—. Pero, aunque no lo descarto, me parece poco probable que seas capaz de arrojar fuego. Los chinos crían dragones ante todo por su inteligencia y armonía. Han alcanzado una superioridad aérea tan abrumadora que no necesitan buscar ese tipo de habilidades en sus linajes. Entre las especies orientales, los dragones japoneses son los que probablemente tengan más capacidades ofensivas especiales.
—Pues vaya… —contestó el dragón con desánimo.
—Temerario, no seas tonto. Estas noticias son más impresionantes de lo que nadie podía imaginar —le reprochó Laurence, que al fin empezaba a comprender; aquello había ido demasiado lejos para ser un chiste; no se pudo contener y preguntó—: ¿Está usted seguro?
—Sí —aseguró sir Edward mientras volvía a examinar las alas—. Basta observar la delicadeza de las membranas, la consistencia del color por todo el cuerpo y la coincidencia entre el color de los ojos y las manchas. Debería de haberme dado cuenta de que era un Imperial Chino de inmediato. Es imposible que proceda de la selva y no hay criador europeo capaz de conseguir un resultado tan exquisito —agregó—. Eso explica también lo de su capacidad para nadar. Si no recuerdo mal, los animales chinos sienten a menudo una gran inclinación por el agua.
—Un Imperial —murmuró Laurence mientras acariciaba maravillado la ijada de Temerario—. Es increíble. Tendrían que haberle enviado en un convoy, escoltado por la mitad de su flota, o enviar a un cuidador, en lugar de hacer lo contrario.
—Tal vez ignoraban qué se traían entre manos —repuso el caballero—. Los huevos de dragones chinos son notablemente difíciles de clasificar por la apariencia, si exceptuamos su textura de excelente porcelana. Por cierto, ¿no habrá guardado por un casual la cáscara del huevo? —preguntó.
—Yo no, pero tal vez algunos de mis marinos hayan guardado algún trozo —contestó Laurence—. Estaré encantado de hacer algunas indagaciones. Estoy en deuda con usted.
—En absoluto, soy yo quien queda muy obligado. ¡Pensar que he visto y he hablado con un Imperial Chino! —se inclinó ante Temerario—. En eso, seré único entre los ingleses, si bien es cierto que el conde de La Perouse reflejó en sus diarios que había hablado con uno en Corea, en el palacio del rey.
—Me gustaría leer eso —intervino Temerario—. Laurence, ¿puedes conseguir una copia?
—Lo intentaré, por supuesto —respondió el aviador—. Señor, le quedaría muy agradecido si me recomendara algunos textos de mi interés. Me alegraría obtener cualquier información de los hábitos y comportamientos de la especie.
—Bueno, me temo que escasean las fuentes valiosas. En breve, imagino que se va a convertir usted en el mayor experto de Europa —contestó sir Edward—, pero le prepararé una lista, por descontado, y poseo varios libros de texto que me encantaría prestaros, incluyendo los diarios de La Perouse. Si a Temerario no le importa aguardar aquí, podríamos regresar andando a mi hotel y recogerlos. Me temo que no iba a estar demasiado cómodo dentro de la villa.
—No me importa en absoluto. Seguiré nadando —respondió el dragón.
Después de haber tomado el té con sir Edward y haber recogido muchos libros en préstamo, Laurence encontró en la aldea a un pastor dispuesto a aceptar su dinero, de modo que podría dar de comer a Temerario antes de emprender el viaje de regreso. Sin embargo, se vio obligado a arrastrar a la oveja hasta la orilla él solo mientras el animal no dejaba de balar e intentaba alejarse mucho antes de que Temerario fuera visible. Tuvo que terminar llevándola a la fuerza y el animal se tomó cumplida venganza al defecarle encima antes de lanzarlo al fin frente al impaciente dragón.
Se lavó la piel y restregó la ropa con agua de mar lo mejor que pudo mientras Temerario se daba un festín. Luego, dejó a secar al sol sobre una roca las prendas húmedas mientras los dos se daban un baño. Laurence no era un buen nadador, pero podía adentrarse en aguas más profundas, donde el dragón podía nadar, siempre que lo tuviera cerca para agarrarse a él. El placer de Temerario en el agua resultaba contagioso y al final también Laurence se dejó llevar por las ganas de jugar, salpicándole y sumergiéndose debajo del agua para reaparecer frente a la otra ijada.
El agua estaba deliciosamente cálida y había muchas rocas salientes hasta las que podía llegar para descansar, algunas lo bastante grandes para que cupieran los dos. Habían transcurrido varias horas y el sol se hundía rápidamente en el horizonte cuando al fin condujo al dragón a la orilla. Sentía una alegría culpable por haber causado la ausencia de los demás bañistas. Le hubiera avergonzado que le vieran retozar como un chiquillo.
El sol les calentaba la espalda mientras cruzaban la isla de vuelta a Funchal, ambos desbordantes de satisfacción, con los valiosos libros envueltos en hule y sujetos con correas al arnés.
—Esta noche te leeré algunos pasajes de los diarios de La Perouse —anunciaba Laurence cuando una fuerte llamada de corneta que sonaba delante de ellos le interrumpió.
Temerario se sorprendió tanto que se detuvo en el aire y permaneció suspendido durante un momento. Luego, bramó en respuesta a esa llamada extraña y poco nítida. Se lanzó hacia delante y enseguida Laurence vio el origen del reclamo: un dragón gris claro moteado de manchas blancas en el vientre y estrías blancas en las alas, apenas visible en el manto de nubes. Estaba a bastante altura por encima de ellos.
Bajó en picado a toda velocidad y se puso en paralelo. Laurence vio que era más pequeño que Temerario, incluso al tamaño actual de éste, aunque se deslizaba en el aire más tiempo con un único batir de alas. El jinete lucía un uniforme de cuero gris a juego con la piel del dragón y una gruesa capucha. Se desabrochó varios broches de la misma y la retiró de forma que colgó sobre los hombros.
—Capitán James, a lomos de Volatilus, del servicio de reparto de despachos —se presentó, mirando a Laurence con abierta curiosidad.
Laurence vaciló. Esperaba una respuesta, por supuesto, pero dudaba sobre la forma correcta de presentarse, ya que oficialmente aún no le habían dado de baja en la Armada ni tampoco reclutado en la Fuerza Aérea.
—Capitán Laurence de la Armada de Su Majestad —contestó, aunque luego agregó—: a lomos de Temerario. En este momento estoy pendiente de destino. ¿Se dirige a Funchal?
—¿La Armada…? Sí, allí voy; y después de esa presentación espero que usted también —dijo James; tenía un rostro grande y agradable, pero la respuesta de Laurence le había hecho torcer el gesto—. ¿Qué tiempo tiene el joven dragón? ¿Dónde lo obtuvo?
—Llevo tres semanas y cinco días fuera del cascarón, y Laurence me ganó en una batalla —se adelantó a responder Temerario que, dirigiéndose al otro dragón, preguntó—: ¿Cómo conociste a James?
Volatilus abrió y cerró varias veces sus grandes ojos de color azul lechoso y dijo con voz clara:
—¡Me empollaron! ¡Nací de un huevo!
—¿Sí? —exclamó Temerario con aire vacilante, y volvió la cabeza hacia Laurence con aspecto sorprendido.
Rápidamente, éste negó con la cabeza para hacer que callara.
—Señor, podré responderle mejor en el suelo si desea preguntarme algo —replicó Laurence con cierta frialdad; había una nota autoritaria en la voz de aquel hombre que no le era agradable—. Temerario y yo debemos permanecer a las afueras del pueblo. ¿Le importaría acompañarme o le seguimos a su campo de aterrizaje?
James seguía mirando con sorpresa a Temerario y respondió a Laurence con algo más de calidez.
—Déjenos ir al suyo. En cuanto aterrice oficialmente, van a asediarme todos los que quieren enviar paquetes y no podremos hablar.
—Muy bien. Es un campo al suroeste de la ciudad —dijo Laurence—. Temerario, abre la marcha, por favor.
El dragón gris no tuvo dificultad alguna en seguirle, aunque Laurence llegó a pensar que Temerario intentaba distanciarlo en secreto. Era evidente que habían criado bien a Volatilus y habían tenido éxito en lograr que fuera veloz. Los criadores ingleses estaban muy capacitados para obtener resultados específicos con sus escasas especies, pero habían sacrificado la inteligencia de éstas en el proceso.
Tomaron tierra juntos levantando mugidos de ansiedad entre el ganado que habían enviado para la cena de Temerario.
—Temerario, pórtate bien con él —instruyó Laurence en voz baja—. Algunos dragones son cortos de entendederas, igual que las personas. Acuérdate de Bill Swallow, del Reliant.
—Ah, sí —replicó Temerario hablando también en voz baja—. Ahora lo comprendo. Seré prudente. ¿Crees que le gustaría comerse una de mis vacas?
—¿Querría comer algo? —le preguntó Laurence a James cuando ambos hubieron desmontado y se encontraron en el suelo—. Temerario ya ha comido esta tarde y podrían compartir una vaca.
—Vaya, es muy amable de su parte —contestó James, relajando su prevención de forma ostensible—. Estoy seguro de que te encantaría, ¿verdad, pozo sin fondo? —continuó afectuosamente mientras palmeaba el cuello de Volatilus.
—¡Vacas! —exclamó Volatilus, abriendo los ojos como platos.
—Acompáñame a elegir una. Podemos comer aquí —dijo Temerario al pequeño dragón gris, y se sentó para aferrar un par de vacas por encima del muro del redil.
Las depositó en una zona despejada del herboso campo y Volatilus trotó con entusiasmo para compartirlas cuando Temerario le hizo señas para que acudiera.
—Es extraordinariamente generoso por su parte y por la de su dragón —comentó James mientras Laurence le conducía a la casita—. Jamás he visto compartir comida a ninguno de los dragones grandes. ¿De qué raza es?
—No soy un experto en la materia, y nos llegó sin acreditación alguna de su origen, pero hoy mismo sir Edward Howe lo acaba de identificar como un Imperial —confesó Laurence con cierta vergüenza; parecía como si quisiera restarle importancia, pero por supuesto, era el hecho objetivo, y no podía eludir decírselo a la gente.
James trastabilló en el umbral al oír las noticias y estuvo a punto de caer encima de Fernáo.
—¿Está…? ¡Cielo santo, no bromea! —exclamó mientras recuperaba el equilibrio y entregaba al criado su sobretodo—. Pero ¿cómo lo encontró? ¿Cómo logró enjaezarlo?
Al anfitrión ni se le había pasado por la cabeza que el huésped pudiera interrogarle de esa manera, pero ocultó su parecer desfavorable sobre los modales de James. Seguramente, las circunstancias justificaban cierto margen de flexibilidad.
—Se lo contaré encantado —respondió mientras indicaba al invitado la dirección del salón—. De hecho, me gustaría oír su consejo sobre cómo he de proceder. ¿Le apetece un poco de té?
—Sí, aunque preferiría café si tiene —dijo James, que acercó un sillón al fuego y se retrepó en él, colgando una pierna del brazo—. Caray, es estupendo sentarse un minuto. Llevábamos siete horas de vuelo.
—¿Siete horas? Debe de estar destrozado —comentó Laurence sorprendido—. No tenía ni idea de que podían estar en el aire tanto tiempo.
—¡Válgame Dios! He soportado vuelos de catorce horas —dijo James—, aunque no lo intentaría con vuestro dragón. Si hace buen tiempo, Volly puede aguantar en el cielo batiendo las alas una sola vez por hora. —Dio un enorme bostezo—. Sin moverse, lo digo en serio. Aunque eso no vale con las corrientes de aire que soplan sobre el océano.
Fernáo acudió con café y té y se lo sirvió. Laurence describió brevemente la adquisición y el enjaezado de Temerario. James le escuchó con manifiesto asombro mientras se tomaba cinco tazas de café y devoraba dos platos de sandwiches.
—Como puede ver, soy algo parecido a una baja. El almirante Croft ha escrito un despacho al mando de la Fuerza Aérea de Gibraltar pidiendo instrucciones en lo que concierne a mi situación, las cuales espero que transporte usted, pero confieso —terminó— que agradecería si me dijera usted algo que me permitiera hacerme una idea de lo que me aguarda.
—Me temo que le pregunta a la persona equivocada —confesó James de buen humor después de haber vaciado una sexta taza—. Nunca he oído nada parecido a vuestra historia, y no le puedo dar otro consejo experto que el de que entrenen. Me asignaron al servicio de correos desde que tenía doce años y llevo a lomos de Volatilus desde los catorce, pero usted, a lomos de esa preciosidad, va a estar en lo más duro del combate. No obstante —agregó—, voy a acortar su espera. Me iré a toda prisa a la pista de aterrizaje, recogeré el correo y entregaré el despacho de su almirante hacia la noche. No me sorprendería que mañana, antes de la hora del almuerzo, tenga a un subcomandante pendiente de usted.
—¿Cómo?, ¿un sub qué…? —preguntó Laurence, forzado a preguntar con desesperación.
Con todo el café que había consumido, el habla de James se había avivado.
—Subcomandante —repitió James—. Aún no es aviador. Casi olvido que no estoy hablando con uno.
—Gracias, es un bonito cumplido —dijo Laurence, aunque en su fuero interno deseó que su interlocutor se hubiera esforzado más en recordarlo—, pero ¿no irá a volar esta noche, verdad?
—Por supuesto. No es necesario hacer noche aquí con este tiempo. Esos cafés me han devuelto la vida y Volly podría ir y volver volando a China después de comerse esa vaca. De todos modos, tendremos un lecho mejor en Gibraltar. Me marcho.
Después de efectuar aquel comentario, tomó el sobretodo del gabinete y salió del salón a grandes pasos, silbando, mientras Laurence, sorprendido, vaciló y lo acompañó con retraso.
Volly acudió junto a su jinete de un par de saltos, farfullando con excitación sobre vacas y «Temer», que era lo mejor que lograba pronunciar el nombre de Temerario. James lo acarició y subió encima.
—Gracias de nuevo. Os veré en alguna de mis rondas si entrenáis en Gibraltar —se despidió mientras agitaba una mano.
Sus figuras se empequeñecieron en el cielo crepuscular en medio del aleteo de unas alas grises.
—Le hizo muy feliz comerse la vaca —informó Temerario después de un momento mientras miraba a lo alto cerca de Laurence.
El antiguo marino se rió ante la parquedad del elogio y estiró la mano para frotar con suavidad el cuello.
—Lamento que tu primer encuentro con otro dragón no haya sido muy afortunado —dijo—. Pero él y James van a llevar a Gibraltar un mensaje del almirante Croft en que se nos menciona y en uno o dos días espero que te encuentres con otros que resulten más agradables.
Sin embargo, parecía que James no había exagerado en su estimación. Laurence acababa de salir hacia la ciudad cuando una gran sombra sobrevoló el puerto y al alzar la mirada descubrió a una enorme criatura de piel rojiza y dorada que pasaba por encima de su cabeza y tomaba tierra en el campo de aterrizaje sito en el extrarradio de la ciudad. Se dirigió de inmediato al Commendable con la esperanza de que hubiera algún mensaje para él y poco después, a mitad de camino, lo encontró un joven guardiamarina sin aliento que le informó de que el almirante Croft le había mandado llamar.
Dos aviadores le esperaban en el camarote de Croft: el capitán Portland, un hombre alto, enjuto, de facciones severas y nariz parecida a la de una tortuga «pico de halcón», lo que le hacía guardar cierta semejanza con un dragón, y el teniente Dayes, un joven de apenas veinte años, con una larga coleta pelirroja, cejas a juego y expresión poco amigable. La actitud distante estaba a la altura de la reputación de los aviadores y, a diferencia de Laurence, ninguno de los dos hizo ademán de saludarle con una inclinación.
—Bueno, Laurence, es un tipo muy afortunado —empezó Croft tan pronto como las forzadas presentaciones hubieron terminado—. Después de todo, vamos a tenerle de vuelta en el Reliant.
Laurence, que aún estaba evaluando a los aviadores, se detuvo al oír esto y dijo:
—¿Cómo dice?
Portland lanzó a Croft una mirada desdeñosa, ya que el comentario que terminaba de hacer había sido poco diplomático, si no ofensivo.
—Ha prestado un valioso servicio a la Fuerza Aérea, sin duda —dijo con fría formalidad mientras se volvía hacia Laurence—, pero espero no tener que pedirle que preste ese servicio por más tiempo. El teniente Dayes ha venido a relevarle.
Laurence miró confuso a Dayes, quien le devolvió la mirada con un punto de hostilidad en los ojos.
—Señor —dijo hablando con lentitud; pensaba con dificultad—. Tenía entendido que no se podía relevar al cuidador de un dragón; que debía estar presente desde el momento de la rotura del huevo. ¿Estoy equivocado?
—En circunstancias normales, tiene razón y es lo deseable —respondió Portland—. Sin embargo, en ocasiones el cuidador muere, por herida o enfermedad, y en más de la mitad de los casos somos capaces de convencer al dragón de que acepte a otro nuevo. En este caso, espero conseguirlo y que la juventud de Temerario —prosiguió, arrastrando el nombre con leve aire de disgusto— facilite el reemplazo.
—Ya veo —contestó Laurence.
No consiguió pronunciar ni una palabra más. Tres semanas atrás, la noticia le hubiera producido el mayor de los júbilos; ahora, por extraño que pareciera, le entristecía.
—Le estamos agradecidos, por supuesto —añadió Portland, tal vez sintiendo que necesitaba una respuesta más amable—, pero al dragón le irá mucho mejor en manos de un aviador adiestrado y estoy seguro de que la Armada no va a estar dispuesta a perder a un oficial tan abnegado.
—Es usted muy amable, señor —replicó Laurence ceremoniosamente con una inclinación de cabeza.
El cumplido no había sido espontáneo, pero vio que había hecho con sinceridad el resto de un comentario que tenía toda la sensatez del mundo. Sin duda, Temerario estaría mejor en manos de un aviador adiestrado, alguien que supiera manejarlo de forma adecuada, de igual modo que una nave estaría mejor en manos de un auténtico marino. Que Temerario hubiera acabado con él había sido un puro accidente y ahora que conocía la verdadera naturaleza del dragón, era aún más obvio que éste merecía un compañero con el mismo grado de destreza.
—Prefiere a un hombre entrenado en ese puesto, es lógico, claro, y me alegro de haberle sido de utilidad. ¿He de llevar al señor Dayes junto a Temerario ahora?
—¡No! —exclamó Dayes con acritud, sólo para enmudecer ante la mirada de Portland.
—No, gracias, capitán —respondió Portland con más amabilidad—. Al contrario, preferimos proceder exactamente como si el cuidador del dragón hubiera muerto para mantener el procedimiento lo más parecido a los métodos fijos que hemos aplicado para que la criatura se acostumbre al nuevo cuidador. Sería mejor que el dragón no volviera a verle nunca más.
Aquello supuso un revés. Laurence estuvo a punto de discutir, pero al final se calló y se limitó a hacer otra reverencia. Su único deber era retirarse si eso iba a facilitar el proceso de transición.
Aun así, era muy desagradable pensar que no iba a volver a ver a Temerario. Era su deber no despedirse ni pronunciar unas últimas palabras amables, sino limitarse a retirarse como un desertor. El pesar le abrumaba cuando abandonó el Commendable, y no se había disipado por la tarde. Se iba a reunir con Riley y Wells para cenar, que ya le esperaban en el salón del hotel cuando llegó. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:
—Bueno, caballeros, después de todo, parece que no se van a librar de mí.
Parecían sorprendidos. Poco después, le felicitaron con entusiasmo y brindaron por su libertad.
—Son las mejores noticias que he oído en la última quincena —aseguró Riley al tiempo que alzaba la copa—. A su salud, señor.
Estaba claro que se comportaba con total sinceridad, a pesar de que lo más probable era que su regreso le costara el ascenso. A Laurence le afectó sumamente. Tomar conciencia de su sincera amistad alivió un poco el pesar y fue capaz de devolver el brindis con ademanes muy similares a los que acostumbraba.
—Parece que llevaron el asunto de forma más bien extraña —comentó Wells algo más tarde, frunciendo el ceño cuando Laurence contó el encuentro con una breve descripción—. Casi parece un insulto para usted, señor, y también para la Armada, como si un oficial de la Marina no fuera lo bastante bueno para ellos.
—No, no del todo —dijo Laurence, aunque en su fuero interno no se sentía muy convencido de su interpretación—. Estoy seguro de que tanto a ellos como a la Fuerza Aérea les preocupaba Temerario, y con toda razón. No se puede esperar que les entusiasme la idea de tener a un novato a lomos de una criatura tan valiosa. A nosotros también nos gusta ver a un oficial de la Armada impartir órdenes en un buque de primera.
Lo dijo tal y como lo creía, pero eso no le consolaba demasiado. A pesar de la excelente compañía y la buena comida, tomó conciencia del dolor de la separación a medida que avanzaba la velada; ya se había convertido en un hábito arraigado pasar las noches leyendo con Temerario, o hablando con él, o durmiendo a su lado, y aquella interrupción era dolorosa. Era consciente de que no estaba ocultando adecuadamente sus sentimientos. Riley y Wells le dirigían miradas ansiosas y hablaban más para cubrir sus silencios, pero no conseguía fingir el despliegue de júbilo que los hubiera tranquilizado.
Les habían servido el pudín y mientras Laurence se esforzaba por tomar un poco, un muchacho acudió a la carrera con una nota del capitán Portland para él en la que le pedía que acudiera a la casita a la mayor brevedad. Laurence se levantó de la mesa de un salto, se excusó con una explicación de pocas palabras y se precipitó a la calle sin esperarse a recoger el sobretodo. La noche de Madeira era cálida y no le importaba ir sin él, en especial después de haber caminado a buen paso durante unos minutos. Cuando, sofocado, llegó a la casita de las afueras, le hubiera gustado tener una excusa para quitarse el pañuelo de lazo que llevaba en el cuello.
Las luces interiores estaban encendidas. Le había ofrecido el uso de la casa al capitán Portland para comodidad suya, y la de Dayes al estar cerca del campo. Entró cuando Fernáo le abrió la puerta y encontró a Dayes sentado a la mesa con el rostro entre las manos, rodeado por varios jóvenes que lucían el uniforme de la Fuerza Aérea mientras Portland permanecía junto a la chimenea, contemplando el fuego con rígida expresión de reproche.
—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Laurence—. ¿Está enfermo Temerario?
—No —replicó Portland con aspereza—. Se ha negado a aceptar el reemplazo.
De pronto, Dayes se levantó bruscamente de la mesa y avanzó un paso hacia Laurence.
—¡Es intolerable! Un Imperial en manos de un zoquete sin formación de la Armada, un auténtico bobo… —gritó.
Sus amigos le contuvieron antes de que dijera otra inconveniencia, pero la expresión seguía siendo terriblemente ofensiva, y de inmediato Laurence echó mano a la empuñadura de su sable.
—Señor, defiéndase —dijo airadamente—, esto es demasiado.
—Alto ahí. No hay duelos en la Fuerza Aérea —dijo Portland—. Andrews, por amor de Dios, llévale a la cama y adminístrale un poco de láudano.
El joven que aferraba el brazo izquierdo de Dayes asintió y en compañía de los otros tres arrastró fuera de la estancia al teniente, que no dejó de forcejear, y dejaron solos a Laurence y Portland, además de Fernáo, que permanecía con rostro inexpresivo en un rincón, sosteniendo una bandeja con una licorera de oporto.
Laurence giró sobre sus talones en dirección a Portland.
—No puede esperar que un caballero tolere un comentario como ése.
—La vida de un aviador no le pertenece del todo. No puede permitirse arriesgarla sin sentido —replicó con voz cansina—. No hay duelos en la Fuerza Aérea.
La repetida afirmación tenía el marchamo de ley, y Laurence se vio obligado a ver un sentido de justicia en ella. Su mano se relajó mínimamente, aunque el arrebol de la ira no abandonó su rostro.
—En ese caso, señor, él ha de disculparse ante mí y la Armada. Era un comentario indignante.
—Y supongo —repuso Portland— que usted jamás ha efectuado ni escuchado comentarios igualmente ultrajantes, pero referidos a los aviadores o la Fuerza Aérea.
Laurence enmudeció ante la manifiesta amargura de la voz de Portland. Jamás se le había ocurrido que seguramente los aviadores oían ese tipo de comentarios y les ofendían. Ahora caía en la cuenta de lo violento que debía de ser aquel resentimiento, dado que el código del Cuerpo ni siquiera les permitía responder.
—Capitán —dijo al fin, con más sosiego—, si esa clase de comentarios se han hecho en mi presencia, le aseguro que nunca he sido responsable de los mismos y me he manifestado contra ellos con la mayor contundencia posible. Jamás he oído de buen grado palabras despectivas contra ninguna división de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, ni lo haré.
Ahora le tocó el turno de callar a Portland, que finalmente, aunque a regañadientes, dijo:
—Le he acusado de manera injusta. Me disculpo. Espero que también Dayes le presente sus disculpas cuando se encuentre menos consternado. No hubiera hablado de ese modo de no haber sufrido una decepción tan amarga.
—Deduzco de sus palabras que conocía el riesgo —aventuró Laurence—. No debería haber albergado unas expectativas tan elevadas. Seguramente esperaba tener éxito con un dragón recién salido del cascarón.
—Aceptó el riesgo —replicó Portland—. Ha empleado su derecho a un ascenso. No se le permitirá hacer otro intento a menos que se gane otra oportunidad bajo fuego enemigo, y eso es poco probable.
De modo que Dayes se encontraba en la misma posición que Riley había ocupado antes del último viaje, salvo que tal vez tuviera incluso menos oportunidad dado lo poco numerosos que eran los dragones en Inglaterra. Seguía sin poder perdonar el insulto, pero comprendía mejor la emoción y no podía sino compadecer al pobre diablo, que, al fin y al cabo, sólo era un muchacho.
—Entiendo. Estaré encantado de aceptar una disculpa —dijo; no se podía permitir llegar más lejos.
Portland parecía tranquilizado.
—Me alegro de oír eso —admitió—. Ahora creo que sería mejor que fuera a hablar con Temerario. Le ha echado de menos y creo que no le ha complacido que le pidieran que aceptara a un sustituto. Espero que mañana hablemos de nuevo. No hemos tocado su dormitorio, por lo que no necesita cambiar de habitación.
Laurence necesitaba algo de ánimo mientras, momentos después, se dirigía dando grandes zancadas hacia el campo. Pudo distinguir la mole de Temerario a la luz de la media luna conforme se acercaba. El dragón permanecía aovillado sobre sí mismo y casi inmóvil.
—Temerario —le llamó mientras cruzaba la puerta.
La orgullosa cabeza se levantó de inmediato.
—¿Laurence?
Era doloroso oír aquella nota de duda en su voz.
—Sí, aquí estoy —contestó Laurence, que cruzaba el campo en dirección al dragón a tanta velocidad que al final casi corría.
Temerario dobló las patas delanteras y le rodeó con las alas estrechándole con cuidado mientras entonaba un débil y profundo canturreo. Laurence le acarició el reluciente hocico.
—Dijo que no te gustaban los dragones y que querías volver a tu barco. —Temerario hablaba muy despacio—. Dijo que volabas conmigo sólo en cumplimiento del deber.
Laurence se quedó sin aliento de la rabia. La hubiera emprendido a puñetazo limpio con Dayes de haberlo tenido delante.
—Mentía, Temerario —aseguró con dificultad, medio ahogado por la rabia.
—Sí, eso pensé —dijo el dragón—, pero no era agradable de oír, e intentó tirar de mi cadena. Eso me enfureció. No se marchó hasta que le expulsé y entonces seguías sin venir. Pensé que él te impedía acercarte, pero no sabía dónde ir en tu busca.
Laurence se inclinó hacia delante y frotó la suave y cálida piel contra su mejilla.
—Lo siento mucho. Me persuadieron para que dejara de cuidarte y él tuviera la oportunidad de hacerlo por tu propio bien, pero debería haber adivinado la clase de tipo que era.
Temerario se mantuvo en silencio durante varios minutos mientras permanecían cómodamente juntos. Luego dijo:
—Laurence, supongo que ya soy demasiado grande para estar a bordo de una nave.
—Sí, mucho, salvo para un barco de transporte de dragones —contestó el marino ladeando el rostro, perplejo por la pregunta.
—Permitiré que alguien me monte si deseas volver a tu barco —aseguró Temerario—, pero a él no, por haberme mentido. No te obligaré a quedarte.
Laurence se quedó petrificado durante unos instantes con las manos aún en la cabeza de Temerario y el cálido aliento del dragón envolviéndole.
—No, compañero —repuso al fin en voz baja, consciente de que no decía más que la verdad—. Te prefiero a ti antes que a cualquier nave de la Armada.