Segunda Parte

Capítulo 4

—No, saca más el pecho, como yo.

Laetificat se puso en cuclillas e hizo una demostración. La enorme circunferencia de la panza de color rojo y oro aumentó cuando inspiró.

Temerario imitó el movimiento. Su dilatación fue visualmente menos espectacular al carecer de marcas tan vividas y, por supuesto, al pesar una quinta parte de lo que pesaba la hembra de Cobre Regio, pero esta vez consiguió proferir un rugido mucho más fuerte.

—Listo —dijo complacido mientras volvía a apoyarse sobre las cuatro patas.

Las vacas recorrían el redil despavoridas.

—Mucho mejor —concedió Laetificat, que rozó con suavidad el lomo de Temerario en señal de aprobación—. Practica a la hora de las comidas. Te ayudará a mejorar tu capacidad pulmonar.

—Supongo que ya no es noticia lo mucho que lo necesitamos a tenor de cómo se desarrollan los acontecimientos. —Portland se volvió hacia Laurence. Ambos se hallaban junto a un lateral del campo, donde no llegaría el ensordecedor estruendo que los dragones estaban a punto de provocar—. La mayor parte de los dragones de Bonaparte se encuentran estacionados a lo largo del Rin, y él, por supuesto, ha estado muy ocupado en Italia. Eso y nuestro bloqueo naval es lo único que frena la invasión, pero ya nos podemos despedir del bloqueo sobre Toulon si resuelve las cosas satisfactoriamente en el continente y libera unas cuantas divisiones. No tenemos suficientes dragones en el Mediterráneo para proteger a la flota de Nelson, que deberá retirarse, y entonces Villeneuve irá directo hacia el canal de la Mancha.

Laurence asintió con gravedad. Había leído las noticias de los movimientos de Bonaparte con gran alarma desde que el Reliant había atracado.

—Sé que Nelson ha intentado atraer a la flota francesa a una batalla, pero Villeneuve, sin ser marino, tampoco es tonto. Un bombardeo aéreo es la única esperanza de hacerle salir de ese puerto seguro.

—Eso significa que no hay esperanza, no con las fuerzas que podemos brindarle en este momento —dijo Portland—. La División Local tiene un par de Lárganos capaces de llevarlo a cabo, pero no podemos prescindir de ellos: Bonaparte cruzaría el estrecho de inmediato.

—¿No valdría un bombardeo convencional?

—No es lo bastante preciso a tanta distancia, y los franceses han infestado Toulon de cañones con metralla envenenada. Los aviadores no valdrían ni un chelín si acercasen las monturas a esas fortificaciones. —Portland negó con la cabeza—. No, pero se está adiestrando a un joven Largado y si Temerario fuera tan amable de darse prisa en crecer, entonces, tal vez podrían los dos juntos sustituir a Excidium y Mortiferus en el canal de la Mancha dentro de poco, y puede que sólo necesitáramos a uno de los dos para Toulon.

—Estoy seguro de que hará todo lo posible por complacerle —contestó Laurence echando una mirada al dragón en cuestión, que iba por su segunda vaca—, y puede decirse lo mismo de mí. Sé que no soy el hombre que desearía para este puesto ni puedo rebatir el argumento de que prefiera a un aviador experimentado en un puesto tan decisivo, pero espero que mi experiencia naval demuestre no ser del todo inútil en este campo.

Portland suspiró y contempló el paisaje.

—Carajo. —Era una respuesta extraña, pero Portland parecía más preocupado que enojado. Después de unos momentos añadió—: Es un hecho insoslayable: usted no es un aviador; ya sería bastante difícil si fuera una mera cuestión de destreza o conocimientos, pero… —se calló.

A juzgar por el tono, Laurence no creyó que se refiriera al coraje. Esta mañana le había tratado de forma más amistosa. Por ahora, tenía la impresión de que los aviadores eran un grupo muy cerrado y sus fríos modales desaparecían una vez que habían aceptado a alguien dentro del grupo, por lo que no se ofendió y dijo:

—Señor, no logro imaginar dónde más cree que puede residir el problema.

—No, no puede —replicó Portland, reservado—. Bueno, no voy a buscarme complicaciones. Tal vez decidan enviarle a un lugar totalmente diferente, no a Loch Laggan, pero me estoy anticipando. La realidad es que usted y Temerario deben llegar a Inglaterra para su entrenamiento lo antes posible. Una vez allí, el Mando Aéreo decidirá la mejor forma de ocuparse de usted.

—Pero ¿puede alcanzar Inglaterra desde aquí sin ningún lugar en el que detenerse a lo largo de todo el camino? —inquirió Laurence, que, preocupado por Temerario, desvió su atención—. Hay más de mil quinientos kilómetros y lo máximo que ha volado es de un extremo a otro de la isla.

—Son casi dos mil kilómetros, y no: jamás lo arriesgaríamos —contestó Portland—. Viene hacia aquí un transporte desde Nueva Escocia. Un par de dragones se unieron a nuestra división hace tres días, por lo que tenemos la posición del transporte bien fijada. Creo que se halla a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Os escoltaremos. Si Temerario se cansa, Laetificat puede sostenerlo el tiempo necesario para que recupere el aliento.

Laurence se tranquilizó al oír el plan propuesto, pero la conversación le hizo tomar consciencia de lo incómoda que iba a ser su situación hasta que corrigiera su ignorancia. No tenía forma de juzgar por sí mismo si Portland había despejado sus temores. Ciento cincuenta kilómetros seguía siendo una distancia considerable, y recorrerla les llevaría tres horas o más; pero, al menos, confiaba en poder manejarlo. Hacía poco, el día que habían visitado a sir Edward, habían sobrevolado la isla tres veces sin que, al finalizar, Temerario pareciera fatigado.

—¿Cuándo propone salir?

—Cuanto antes, mejor. Después de todo, el transporte se aleja de nosotros —respondió Portland—. ¿Podría estar listo en media hora?

Laurence le clavó los ojos.

—Eso creo si envío de vuelta mis cosas al Reliant para su transporte —contestó Laurence de forma dubitativa.

—No veo por qué ha de hacerlo. Laet puede llevar cualquier cosa que usted tenga. No vamos a poner ningún lastre a Temerario.

—No, me refería a que no he empacado mis bártulos —precisó Laurence—. Estoy acostumbrado a esperar a la marea. Veo que voy a tener que moverme un poco más acorde con el mundo a partir de ahora.

Portland seguía teniendo un aspecto perplejo y contempló sin disimulo el baúl de marino que Laurence había movido cuando entró en su habitación. No había tenido tiempo para llenar ni la mitad. Se interrumpió en la tarea de colocar un par de mantas con el fin de que ocuparan el espacio vacío de la parte superior.

—¿Algo va mal? —preguntó bajando la mirada.

El cofre no era tan grande como para pensar que le diera algún problema a Laetificat.

—No me maravilla que necesitase ese tiempo. ¿Siempre empaca con tanto esmero? —inquirió Portland—. ¿No podría limitarse a meter las demás cosas en bolsas? Se sujetan con más facilidad.

Laurence se tragó la primera respuesta; ya no necesitaba preguntarse por qué los aviadores lucían vestidos arrugados. Había imaginado que se debía a alguna maniobra avanzada de vuelo.

—No, gracias. Fernáo va a llevar mis restantes cosas al Reliant y me las podré arreglar a la perfección con lo que tengo aquí —respondió mientras terminaba de colocar las mantas; las fijó empujándolas hacia abajo apresuradamente y luego cerró el baúl.

—¡Hecho! Estoy a su disposición.

Portland llamó a un par de guardiadragones para que llevaran el baúl. Laurence los siguió al exterior y presenció por vez primera el funcionamiento de toda una dotación aérea. Desde un lateral, Temerario y él observaron con interés cómo Laetificat aguantaba pacientemente en pie a la nube de alféreces, que subía y bajaba por sus ijadas a toda prisa, con la misma facilidad con la que colgaba debajo de su vientre o se encaramaba a la espalda. Los jóvenes levantaron dos recintos de lona, uno arriba y otro abajo, similares a pequeñas tiendas con los lados en talud construidas con muchas finas tiras metálicas flexibles. Los paneles frontales que formaban el cuerpo de la tienda eran largos e inclinados, evidentemente para presentar la menor resistencia posible al viento, y los laterales y el dorso estaban hechos con redes.

Todos los alféreces parecían tener menos de doce años mientras que los guardiadragones eran de mayor edad, lo mismo que los guardiamarinas a bordo de una nave, y los cuatro mayores acudieron tambaleándose bajo el peso de una cadena cubierta de cuero firmemente ceñido que arrastraron delante de Laetificat. El dragón la alzó y la colocó sobre su lomo, enfrente de la tienda, y los alféreces se apresuraron a asegurar el resto del arnés con multitud de cinchas y cadenas más pequeñas.

Usando esa cincha, colgaron una especie de coy confeccionado con eslabones de cadenas debajo del vientre de Laetificat, en cuyo interior vio su propio baúl zarandeado junto a un grupo de otras bolsas y paquetes. Se estremeció por la forma irregular en que estaban estibando el equipaje, por lo que agradeció doblemente el cuidado con el que lo había empaquetado. Estaba seguro de que aunque el baúl diera mil vueltas no se iba a abrir y sus cosas no caerían en un completo caos.

Una enorme almohadilla de piel y lana, tal vez del grosor del brazo de un hombre, yacía en lo más alto; entonces alzaron los bordes del coy y los abrocharon al arnés lo más holgadamente posible, extendiendo el peso de los contenidos y acercándolos tanto como se pudo al vientre del dragón. Laurence experimentó una sensación de insatisfacción ante tales medidas. En su fuero interno se propuso encontrar una disposición mejor para Temerario cuando llegara el momento.

Sin embargo, el proceso ofrecía una ventaja significativa sobre los preparativos navales: se invirtieron quince minutos desde el principio al final, y después se vio a un dragón que lucía todo el liviano equipo de servicio. Laetificat se encabritó sobre las patas traseras, sacudió las alas y las batió media docena de veces. Levantó un vendaval tan fuerte que hizo tambalear a Laurence, pero el equipaje ensamblado no se movió de forma apreciable.

—Todo está bien sujeto —afirmó Laetificat mientras se dejaba caer de nuevo sobre las cuatro patas.

El suelo tembló a causa del impacto.

—Vigías a bordo —ordenó Portland.

Cuatro alféreces subieron y tomaron posiciones en los hombros y las caderas, arriba y abajo, enganchándose ellos mismos al arnés.

—¡Ventreros y lomeros, a bordo!

Treparon dos grupos de ocho guardiadragones, uno se dirigió al receptáculo de arriba y el otro al de abajo. Laurence se sorprendió al percibir la gran capacidad de ambos recintos, parecían pequeños sólo en comparación con el inmenso tamaño de Laetificat.

Los siguientes en seguir a la tripulación fueron una docena de fusileros, que habían permanecido revisando y cargando las armas mientras el resto instalaba el equipamiento. Laurence se percató de que los conducía el teniente Dayes y torció el gesto. Con las prisas, se había olvidado de aquel tipo. No se había disculpado y ahora lo más probable era que no volvieran a verse uno a otro durante mucho tiempo. Tal vez eso fuera lo mejor. Laurence no estaba muy seguro de poder aceptar la disculpa después de haber escuchado el relato de Temerario y, como era imposible desafiar a un compañero, la situación hubiera sido de lo más incómoda, por decirlo con suavidad.

Portland anduvo una vuelta completa repasando los flancos y el vientre del dragón después de que hubieran subido los fusileros.

—Muy bien, ¡personal de tierra, suban a bordo!

El puñado de hombres restantes subió por las jarcias de la panza del dragón y se ataron al arnés. Sólo entonces subió Portland en persona. Laetificat lo alzó directamente. Repitió la inspección en lo alto, desenvolviéndose por el arnés con la misma facilidad que los pequeños alféreces y al final se dirigió a su posición en la base del cuello del dragón.

—Creo que estamos preparados. ¿Capitán Laurence?

Tardíamente comprendió que seguía en tierra. El proceso le había interesado tanto que no había montado. Se dio la vuelta, pero Temerario extendió una pata con cuidado y lo izó a bordo, imitando la acción de Laetificat, antes de que tuviera ocasión de encaramarse al arnés. Laurence sonrió para sí y palmeó el cuello del dragón.

—Gracias, Temerario —dijo sujetándose al arnés. Portland había dictaminado, aunque con aire de desaprobación, que aquel arnés improvisado era adecuado para el viaje. Le llamó—: Estamos listos, señor.

Laurence asintió. Temerario se preparó y saltó, y el mundo se disipó debajo de ellos.

El Mando Aéreo estaba situado en la campiña al sureste de Chatham, lo bastante cerca de Londres para permitir las consultas diarias con el Almirantazgo y la Oficina de Guerra. Había sido una hora de cómodo vuelo desde Dover, con los ondulantes campos verdes que tan bien conocía extendidos a sus pies como si fuera un tablero de ajedrez y en lontananza Londres, una púrpura e imprecisa insinuación de torres.

No le convocaron a las oficinas hasta la mañana siguiente, a pesar de que los despachos a Inglaterra le habían precedido hacía mucho tiempo y debían de aguardarle. Incluso después, le tuvieron esperando delante de la puerta del despacho del almirante Powys durante cerca de dos horas. No se pudo contener cuando aquélla se abrió al fin y su mirada pasó del almirante Powys al almirante Bowden, sentado a la derecha del escritorio. Fuera, en el vestíbulo de la entrada, no se oían con claridad las palabras, aunque sí se escuchaban las fuertes voces. Bowden estaba colorado y tenía cara de pocos amigos.

—Sí, capitán Laurence, entre —invitó el almirante, moviendo una mano de dedos regordetes—. ¡Qué magnífico aspecto tiene Temerario! Lo he visto comer esta mañana y diría que ya debe de andar cerca de las nueve toneladas. Merece los mayores elogios. ¿Y lo alimentó exclusivamente de pescado las dos primeras semanas y también durante el transporte? Sorprendente, sorprendente. Debemos considerar la posibilidad de corregir la dieta general.

—Ya, ya. Eso no viene al caso —interrumpió Bowden con impaciencia.

Powys le frunció el ceño y continuó, quizás algo más efusivamente.

—En cualquier caso, está preparado sin duda alguna para comenzar a entrenarse y, por supuesto, debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que alcance usted el nivel necesario. Le confirmamos el rango, por descontado. De todos modos, se le hubiera nombrado capitán al ser un cuidador, pero va a tener que hacer un gran esfuerzo. Diez años de entrenamiento no se logran en un día.

Laurence hizo una reverencia y contestó con reserva:

—Temerario y yo estamos a su servicio, señor.

Percibía en ambos hombres la misma extraña contención mostrada por Portland acerca de su adiestramiento. Se le habían ocurrido muchas posibles explicaciones, casi todas poco gratas, durante las dos semanas que había pasado a bordo del transporte. Se podría forzar fácilmente a un niño de siete años a aceptar un tratamiento que un adulto jamás toleraría; después de todo, se le había sacado del hogar antes de que se formara de verdad su carácter, lo cual, por supuesto, los aviadores consideraban requisito indispensable después de haberlo sufrido ellos mismos. No se le ocurría otra razón por la que se mostraran tan evasivos sobre el tema.

Se le cayó el alma a los pies cuando Powys dijo: —En fin. Le vamos a enviar a Loch Laggan. Resulta innegable que es el lugar idóneo para usted.

Aquél era el lugar que Portland, mostrándose muy ansioso, le había mencionado.

—No podemos desperdiciar un instante en prepararles para el deber —prosiguió Powys—, y no me sorprendería que Temerario alcanzase el peso para un combate de verdad a finales del verano.

—Señor, disculpe. Nunca he oído hablar de ese lugar. ¿Me equivoco al pensar que está en Escocia? —preguntó Laurence con la esperanza de sonsacarle a Powys.

—Sí. Se encuentra en el condado de Inverness. Es uno de los centros secretos más grandes y no hay duda de que es el mejor para un entrenamiento intensivo —explicó Powys—. El teniente Greene le aguarda fuera: él le mostrará el camino y le señalará un refugio para pernoctar a lo largo de la ruta. Estoy seguro de que no va a tener ninguna dificultad en alcanzar el lugar.

Era una orden bastante clara de que se retirase y supo que no debía formular nuevas preguntas. En todo caso, tenía una petición más urgente, por lo que dijo:

—Hablaré con el teniente, señor, pero, si no tiene inconveniente, me gustaría detenerme a pasar la noche en la casa que mi familia tiene en el condado de Nottingham. Hay espacio de sobra para Temerario y podremos ofrecerle un ciervo como cena.

En aquella época del año, sus padres estarían allí, y los Galman se encontraban a menudo en el país, de modo que tendría una oportunidad de ver a Edith, aunque fuera por poco tiempo.

—Sin duda, ¡cómo no! —contestó Powys—. Lamento no poder concederle un permiso más largo; se lo merece, pero creo que no debemos perder tiempo. Una semana podría marcar una diferencia decisiva.

—Gracias, señor. Lo entiendo perfectamente —respondió Laurence, antes de saludar con una inclinación de cabeza y marcharse.

Inició los preparativos en cuanto el teniente Greene le proveyó de un excelente mapa en el que figuraba la ruta. Se había pasado bastante tiempo en Dover en busca de sombrereras livianas. Creía que la forma cilíndrica se ajustaría mejor al cuerpo de Temerario y ahora iba a transferir sus pertenencias a las mismas. Sabía que constituía una imagen poco habitual llevar una docena de cajas más adecuadas para los sombreros de las damas que para Temerario. No logró contener cierta sensación de suficiencia una vez que las hubo sujetado a la panza de Temerario y vio lo poco que alteraban su contorno.

—Resultan bastante cómodas y apenas las noto —aseguró el dragón, al tiempo que se alzaba sobre las patas traseras y aleteaba varias veces para cerciorarse de que estaban bien sujetas, tal y como había hecho Laetificat en Madeira—. ¿No podríamos conseguir uno de esos entoldados? Desviaría el viento y montar resultaría mucho más cómodo.

—No tengo ni idea de cómo armarlo —contestó Laurence, sonriendo ante su preocupación—, pero estaré bien. No tendré frío con este sobretodo de cuero que me han proporcionado.

—En cualquier caso, ha de esperar a disponer del arnés adecuado. Los entoldados requieren mosquetones de cierre. Ya está casi listo para partir, ¿no, Laurence? —Bowden se les había acercado y se incorporó a la conversación sin previo aviso. Se reunió con Laurence, que estaba de pie frente al pecho de Temerario, y se agachó levemente para examinar las sombrereras—. Mmm, ya veo que se inclina por subvertir todas nuestras costumbres a su conveniencia.

—No, señor, espero que no —repuso Laurence, refrenando el genio. No servía de mucho marcar las distancias con aquel hombre, ya que era uno de los comandantes de grado superior de la Fuerza Aérea y bien podría tener algo que decir sobre los futuros destinos de Temerario—, pero mi baúl de marino era difícil de llevar y me parecía que las sombrereras eran el mejor sustituto posible a tan corto plazo.

—Servirán —admitió Bowden, envarándose—. Espero que se libre de su forma de pensar de marino con la misma facilidad que del baúl, Laurence. Ahora, es usted un aviador.

—Lo soy, señor, y de buen grado, pero no puedo fingir que pretendo desprenderme de los hábitos y la forma de ser de toda una vida. Lo intente o no, dudo incluso que eso sea posible.

Por fortuna, Bowden no se enojó, aunque movió la cabeza.

—No, no lo es, y así lo dije… En fin. He venido a aclarar algo. Comprenderá que no debe comentar ningún aspecto de su adiestramiento con nadie que no forme parte de la Fuerza Aérea. Su Majestad considera apropiado que utilicemos el cerebro para lograr el mayor rendimiento posible en el servicio, pero nos disgusta tomar en consideración las opiniones de quienes no pertenecen al cuerpo. ¿Me he explicado con claridad?

—Completamente —contestó de manera forzada. La peculiar orden parecía confirmar sus peores sospechas, pero resultaba difícil formular alguna objeción si ninguno de ellos se abría y hablaba con claridad; era exasperante—. Señor —dijo mientras se devanaba los sesos para intentar sonsacarle de nuevo—, le quedaría muy agradecido si fuera tan amable de decirme qué hace del centro de Escocia un lugar tan apropiado para mi entrenamiento; de ese modo sabría qué esperar.

—Se le ha ordenado ir allí. Eso es lo que convierte al lugar en el único apropiado —contestó Bowden con acritud. Luego pareció sosegarse, ya que añadió con tono menos áspero—: El director de entrenamiento de Laguán está especialmente capacitado para adiestrar con rapidez a cuidadores novatos.

—¿Novatos? —repitió Laurence, mirándolo sin comprender—. Creía que un aviador se incorporaba al servicio a los siete años. No querrá decir que los niños empiezan a cuidar a los dragones a esa edad…

—No, por supuesto que no —dijo Bowden—, pero usted no es el primer cuidador que viene de fuera de nuestras filas o sin tanto entrenamiento como el que podríamos ofrecer. De vez en cuando un dragón recién salido del huevo sufre un ataque de mal humor y hemos de aceptar a cualquier voluntario. —Soltó una risotada—. Los dragones son criaturas extrañas, no hay forma de entenderlos. Algunos incluso les toman cariño a oficiales de la Marina.

Dio una palmada a la ijada de Temerario y se marchó tan inopinadamente como había aparecido, sin una palabra de despedida, pero en apariencia de mejor humor, y dejando a Laurence casi tan desconcertado como antes.

El vuelo al condado de Nottingham duró varias horas y le concedió el lujo de disfrutar de más tiempo libre del que esperaba disponer en Escocia. Prefería no imaginar qué era lo que Bowden, Powys y Portland esperaban que rechazara intensamente, y aún menos suponer, lo que tendría que hacer si descubría que la situación era insostenible.

Había tenido una única experiencia verdaderamente desagradable a lo largo de su carrera en la Armada, a los diecisiete años, cuando al poco de ser nombrado teniente, le habían asignado al Shorwise a las órdenes del capitán Barstowe, un hombre bastante mayor, una reliquia de los viejos tiempos de la Armada, cuando no se exigía que los oficiales fueran también caballeros. Barstowe era el hijo de un mercader de escasa riqueza y una mujer de menos reputación. Se había embarcado siendo niño en uno de los barcos de su padre y había perseverado hasta entrar en la Armada como gaviero. Hizo gala de un gran valor en la batalla y demostró tener buena cabeza para los números, lo cual le valió la primera promoción a sobrecargo y luego a teniente, y gracias a un golpe de suerte incluso llegó a capitán de fragata, pero jamás perdió la ordinariez de sus orígenes.

Y lo que era peor, Barstowe era consciente de no saber desenvolverse en sociedad y albergaba resentimiento hacia quienes, en su mente, le hacían sentir esa carencia. No era un resentimiento inmerecido, pues había muchos oficiales que le miraban con recelo y murmuraban de él, pero el trato fácil y desenvuelto de Laurence constituía un insulto intencionado y no tuvo misericordia a la hora de castigarle. El capitán murió de neumonía a los tres meses de viaje. Probablemente, eso había salvado la vida a Laurence, y al menos, le había liberado del continuo agotamiento, consecuencia de hacer dobles y triples guardias, una dieta a base de galleta y agua y el riesgo que entrañaba tener que dar órdenes a los encargados de los cañones, los peores tripulantes, los más torpes.

Laurence aún sentía un terror atávico cuando pensaba en la experiencia. No estaba preparado en lo más mínimo para obedecer a otro hombre de aquellas características y veía una indirecta en las ominosas palabras de Bowden sobre el hecho de que la Fuerza Aérea aceptaría a cualquiera que tomara un dragón recién salido del huevo, en el sentido de que su entrenador o tal vez sus compañeros de adiestramiento se parecieran a Barstowe. Era cierto que ya no tenía diecisiete años ni estaba indefenso, pero ahora debía tomar en consideración los intereses de Temerario y el deber que compartían.

De forma involuntaria, las manos sujetaron con más fuerza las riendas; Temerario le buscó con la vista y preguntó:

—¿Te encuentras bien, Laurence? Estás muy callado.

—Perdona, tenía la mente en otro sitio —contestó el jinete al tiempo que palmeaba el cuello del dragón—. No es nada. ¿No estás cansado? ¿Te apetece que nos detengamos a descansar un poco?

—No, no estoy cansado, pero me estás mintiendo. Tu voz suena muy desdichada —repuso Temerario con ansiedad—. ¿No es bueno que vayamos a empezar a entrenar o echas de menos tu nave?

—Veo que empiezo a ser transparente para ti —comentó Laurence arrepentido—. No, no añoro para nada mi nave, pero he de admitir que me preocupa un poco lo relativo a nuestro adiestramiento. Powys y Bowden se han comportado de forma muy extraña al respecto, y no estoy seguro de qué clase de recepción nos aguarda en Escocia ni si nos gustará.

—Si no queremos, siempre podemos volver a irnos, ¿no? —replicó Temerario.

—No es tan fácil. Ya sabes, no somos libres —respondió Laurence—. Soy un oficial del rey y tú eres un dragón del rey. No podemos hacer lo que nos plazca.

—No conozco al rey, y no le pertenezco como si fuera una oveja —contestó Temerario—. Si le pertenezco a alguien, es a ti, y tú a mí. No voy a quedarme en Escocia si eres desgraciado allí.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Laurence.

No era la primera vez que el dragón mostraba una inquietante tendencia a la independencia, que parecía ir en aumento a medida que crecía y empezaba a pasar despierto la mayor parte del tiempo. El propio Laurence no estaba muy interesado en filosofía política y descubría con tristeza que era desconcertante tener que idear explicaciones para lo que tan natural y obvio le resultaba.

—No es exactamente un tema de propiedad, pero le hemos prometido nuestra lealtad. Además —añadió—, lo íbamos a pasar mal para alimentarte si la Corona no paga la cuenta.

—Las vacas son muy sabrosas, pero no me importa comer pescado —dijo Temerario—. Tal vez debiéramos apoderarnos de un barco grande, como el del transporte, y regresar al mar.

Laurence se rió de la idea.

—¿Debo convertirme en un pirata del rey e ir saqueando las Antillas hasta llenar un refugio con el oro arrebatado para ti a las naves mercantes?

Acarició el cuello de Temerario.

—Parece emocionante —contestó el dragón; era obvio que la posibilidad había estimulado su imaginación—. ¿No podemos hacerlo?

—No. Hemos nacido demasiado tarde. Ya no hay piratas. Los españoles quemaron a la última banda de piratas fuera de la isla Tortuga el siglo pasado. Ahora solo hay unas pocas naves independientes o tripulaciones de dragones a lo sumo, y ésos siempre corren peligro de que los derriben. No te gustaría luchar por pura codicia, de veras. No es lo mismo que hacerlo cumpliendo tu deber con el rey y tu país, con el convencimiento de que estás protegiendo Inglaterra.

—¿Necesita que la protejan? —inquirió Temerario mirando hacia abajo—. Todo está en calma hasta donde alcanza la vista.

—Sí, porque es tarea nuestra y de la Armada hacer que sea así —contestó Laurence—. Los franceses cruzarían el canal de la Mancha si no hiciéramos nuestro trabajo. Están ahí, al este, no muy lejos, y Bonaparte dispone de un ejército de cien mil hombres a la espera de cruzarlo en cuanto se lo permitamos. De ahí que debamos cumplir nuestro deber. Ocurre lo mismo con los marineros del Reliant: el barco no navegaría si hicieran siempre su capricho.

En respuesta a esto, Temerario rumió para sus adentros al tiempo que emitía un sonido gutural desde lo más profundo. Laurence sintió la vibración a través de su propio cuerpo. El ritmo del dragón se aminoró ligeramente. Planeó sin batir alas durante un tiempo y luego volvió a aletear para recuperar altura, subiendo en espiral antes de estabilizarse otra vez. Aquella forma de volar se asemejaba bastante a alguien que pasea impaciente de un lado para otro. El dragón se volvió hacia él de nuevo.

—Laurence, he estado pensando… Si debemos dirigirnos a Loch Laggan, no hay que tomar ninguna decisión ahora, ya que no sabemos qué es lo que puede ir mal allí, y ahora no podemos pensar en nada. No deberías preocuparte hasta que hayamos llegado y veamos cómo están las cosas.

—Amigo, es un consejo excelente y lo tendré en cuenta —contestó Laurence, aunque luego añadió—: pero no estoy seguro de conseguirlo. Se me hace difícil no pensar en nada.

—Podrías volver a contarme historias de la Armada, sobre cómo sir Francis Drake y Conflagrada destruyeron a la flota española —sugirió Temerario.

—¿Otra vez? Bueno, pero a este paso empezaré a dudar de tu memoria.

—Recuerdo la historia perfectamente —replicó el dragón, indignado—, pero me gusta oírte contarla.

El resto del vuelo transcurrió sin que volviera a tener un momento libre para preocuparse. Temerario le obligaba a repetir sus fragmentos favoritos y le formulaba preguntas sobre dragones y naves a las que ni siquiera un erudito podría haber respondido, al menos a juicio de Laurence. Finalmente, se acercaron a la mansión familiar en Wollaton Hall a última hora de la tarde; el crepúsculo brillaba en los numerosos ventanales.

Con las pupilas muy dilatadas, Temerario sobrevoló en círculos la casa un par de veces, alejado de posibles curiosos. Laurence miró hacia abajo e hizo recuento de las ventanas iluminadas y comprendió que la casa no podía estar vacía. Había dado por hecho que sí lo estaría, pues la temporada aún estaba en su apogeo en Londres, pero ahora ya era demasiado tarde para buscar otro lugar para el dragón.

—Temerario, ha de haber un prado vacío ahí abajo, a la derecha, detrás de los establos.

—Sí, lo rodea una cerca —contestó el dragón después de mirar—. ¿Aterrizo ahí?

—Sí, te lo ruego. Me temo que debo pedirte que te quedes ahí. A los caballos les va a dar un ataque si te ven rondar cerca de los establos.

Después de que Temerario tomara tierra, Laurence se bajó, le acarició el cálido hocico y le dijo, como disculpándose:

—Me las arreglaré para traerte algo de comida en cuanto haya hablado con mis padres, si es que de verdad están en casa, pero eso puede llevarme un tiempo.

—No necesitas darme de cenar esta noche. Me alimenté bien antes de salir y tengo sueño. Me comeré alguno de esos venados de ahí por la mañana —respondió Temerario mientras se tumbaba y curvaba la cola alrededor de las piernas—. Deberías quedarte dentro. Aquí hace más frío que en Madeira y no quiero que enfermes.

—Resulta muy curioso que una criatura de seis semanas juegue a ser la niñera —repuso Laurence, divertido; incluso mientras hablaba, le costaba creer que Temerario fuera tan joven.

En muchos aspectos, el dragón parecía totalmente maduro desde que salió del huevo, y desde la eclosión había absorbido enseñanzas del mundo circundante con tal entusiasmo que las lagunas de su conocimiento desaparecían a una velocidad asombrosa. No lo consideraba ya una criatura de la que se sentía responsable, sino más bien un amigo íntimo, el más apreciado, alguien con cuyo apoyo se podía contar sin vacilación. Al contemplar al dragón, ya adormecido, perdía parte del miedo al adiestramiento y desterró a Barstowe de su mente como si fuera una pesadilla. Lo más seguro era que no les aguardara nada que no pudieran afrontar juntos.

Pero tenía que enfrentarse solo a su familia. Se acercó a la casa desde los establos y verificó que la primera impresión aérea había sido correcta: el salón estaba intensamente iluminado y se veía luz de velas en muchos de los dormitorios. Era una reunión social de varios días a pesar de la época del año.

Envió a un lacayo para informar a su padre de que estaba en casa y subió a su habitación por la escalera de atrás para cambiarse. Le hubiera gustado darse un baño, pero creía que debía bajar pronto para ser cortés, cualquier otra cosa se podría interpretar como un intento de eludir la situación. Se conformó con lavarse la cara y las manos en la jofaina. Por fortuna, había traído el uniforme de gala. Su imagen en el espejo le resultaba extraña. Llevaba la nueva chaqueta de color verde botella de la Fuerza Aérea con las barras doradas en lugar de las charreteras, que había adquirido en Dover. Una parte la habían confeccionado para otro hombre y permaneció a la espera mientras se lo ajustaban apresuradamente, aunque de hecho le sentaba bastante bien.

Además de sus padres, se había reunido en el salón más de una docena de personas. La frívola conversación se apagó en cuanto él entró para continuar luego en cuchicheos que le siguieron a través de la sala. Su madre acudió a su encuentro con el rostro sereno pero la expresión petrificada; notó lo tensa que estaba cuando se inclinó para besarle en la mejilla.

—Lamento aparecer de esta guisa sin avisar —se disculpó—. No esperaba encontrar a nadie en casa. Sólo me voy a quedar esta noche, salgo hacia Escocia por la mañana.

—¡Oh, cuánto lo lamento, cielo! Estamos muy contentos de tenerte aquí, aunque sea por tan poco tiempo —dijo—. ¿Conoces a miss Montagu?

Los invitados eran en su mayoría amigos de toda la vida de sus padres a quienes no conocía demasiado bien, pero tal y como había sospechado que podría suceder, todos sus vecinos habían asistido a la fiesta, y Edith Galman había acudido con sus padres. No estaba seguro de si alegrarse o lamentarlo. Sentía que debía alegrarse de verla, ya que de otro modo la oportunidad hubiera tardado mucho en presentarse. Las miradas que le lanzaban todos los huéspedes, profundamente incómodos, daban la sensación de chismorreo soterrado y se sintió totalmente incapaz de enfrentarse a la joven en un escenario tan público.

La expresión de Edith cuando se había inclinado para besarle la mano no revelaba indicio alguno de sus sentimientos. Por temperamento, no se alteraba con facilidad, y si las noticias de su llegada la habían perturbado, ya había recuperado el aplomo.

—Me alegro de verte, Will —dijo llena de calma.

Aunque no descubrió ninguna nota de afecto en su voz, al menos tampoco parecía enojada ni ofendida.

Por desgracia, no tuvo ocasión de conversar con ella en privado de manera inmediata, ya que había trabado conversación con Bertram Woolvey y le dio la espalda en cuanto terminaron de saludarse con sus acostumbrados buenos modales. Woolvey le saludó amablemente con la cabeza, pero no hizo ademán de cederle su lugar. Aunque sus padres se movían en los mismos círculos, Woolvey era el único heredero de su progenitor, de modo que no necesitaba dedicarse a ningún tipo de ocupación. Pasaba el tiempo cazando en la campiña o arriesgando grandes sumas en el juego, ya que en modo alguno se sentía atraído por la política. Laurence encontraba su conversación aburrida y jamás habían sido amigos.

En cualquier caso, no podía dejar de presentar sus respetos al resto de los invitados. Resultó difícil encontrar miradas francas y ecuánimes, y lejos de una buena acogida, lo único con lo que se encontró fue con la reprobación de muchos y la lástima de otros. El peor momento con diferencia se produjo al llegar a la mesa donde su padre jugaba al whist. Lord Allendale miró la chaqueta de su hijo con manifiesta desaprobación y no le dirigió la palabra.

El incómodo silencio que se hizo en aquel rincón de la habitación resultó muy violento. Su madre lo salvó al pedirle que fuera el cuarto jugador en otra mesa Se sentó agradecido y se zambulló en las complejidades de la partida. Sus compañeros de mesa eran caballeros mayores, lord Calman y otros dos amigos y aliados políticos de su padre. Se consagraron al juego y no le importunaron con ninguna conversación que rebasara lo correcto.

No pudo evitar mirar de soslayo a Edith de vez en cuando, aunque no logró oír el sonido de su voz. Woolvey continuaba monopolizando su compañía, y no sintió sino desagrado al ver lo mucho que se inclinaba sobre ella y que le hablaba tan de cerca. Lord Galman consiguió con tacto que se centrara en las cartas para evitar que su distracción los demorara de nuevo Laurence se disculpó avergonzado con los jugadores e inclinó la cabeza para examinar la mano de naipes.

—Supongo que se dirigirá a Loch Laggan —dijo el almirante McKinnon, concediéndole unos momentos para retomar el hilo del juego—. De niño, viví no muy lejos de allí y un amigo mío reside cerca del pueblo. Solía ver los vuelos por encima de nuestras cabezas.

—Sí, señor. Nos entrenamos allí —contestó Laurence mientras descartaba una carta.

El vizconde Hale, a su izquierda, continuó el juego, y lord Galman se hizo con la baza.

—La gente de allí es un poco rara. La mitad del pueblo entra en el Cuerpo. Los lugareños suben, pero los aviadores no bajan, excepto alguna vez, cuando van al pub a ver a alguna de las chicas. Al menos, es más fácil que en el mar. Ja, ja!

Después de haber efectuado aquel grosero comentario, McKinnon recordó de pronto la presencia de Laurence. Miró de reojo con cierta vergüenza para ver si alguna de las damas lo había captado y abandonó el tema.

Woolvey llevó a Edith a la cena. Laurence estorbaba en aquella mesa con su presencia, por lo que tuvo que sentarse en el extremo opuesto, donde tuvo el dolor de verlos conversar sin el placer de participar. Miss Montagu, sentada a su derecha, estaba muy guapa, pero tenía aspecto malhumorado y lo desatendió hastla llegar casi a la grosería al dirigirle exclusivamente la palabra al caballero que estaba al otro lado, un renombrado tahúr a quien Laurence conocía más por su reputación que como persona.

Ser rechazado de esa manera suponía una experiencia nueva y desagradable para él. Sabía que ya no era un hombre casadero, pero no había esperado que esto repercutiera de manera tan negativa en la acogida que se le había dispensado, y resultaba especialmente vergonzoso descubrir que valía menos que un manirroto de aspecto abotargado y con el rostro rubicundo salpicado de pecas. El vizconde Hale, sentado a su derecha, sólo se interesaba en su comida, por lo que Laurence se encontró sentado en medio de un silencio casi absoluto.

Al no estar inmerso en una conversación, resultaba aún más desagradable no tener más alternativa que escuchar a Woolvey hablar largo y tendido, y con escasa precisión, sobre el estado de la guerra y la preparación de Inglaterra para la invasión. Woolvey se mostró ridículamente entusiasta mientras hablaba de cómo la milicia le iba a dar una lección a Bonaparte si se atrevía a cruzar con su ejército. Laurence se vio obligado a clavar la vista en el plato para ocultar su expresión. ¿La milicia obligando a retirarse a Napoleón, el dueño y señor de Europa, con cien mil hombres a su disposición? ¡Qué disparate! Por supuesto, era la clara muestra de insensatez que fomentaba la Oficina de Guerra para mantener alta la moral, pero resultaba sumamente desagradable ver a Edith escuchar con aprobación semejante discurso.

Laurence sospechaba que ella mantenía el rostro vuelto de forma intencionada. No se esforzaba en que sus miradas se encontrasen, eso desde luego. La mayor parte del tiempo permaneció atento al plato, comiendo de forma mecánica y sumiéndose en un desacostumbrado silencio. La cena se hizo interminable; menos mal que su padre se levantó poco después de que las damas los hubieran dejado y de inmediato Laurence vio en el regreso al salón la ocasión de excusarse ante su madre y escaparse, alegando el pretexto del viaje que le aguardaba.

Pero uno de los criados, sin aliento, le alcanzó en los aledaños de la puerta de su dormitorio: su padre quería verle en la biblioteca. Laurence vaciló. Podía darle una excusa y posponer la entrevista, pero no tenía sentido demorar lo inevitable. Volvió a bajar la escalera, aunque muy despacio, y dejó la mano sobre la puerta demasiado tiempo, hasta que una de las doncellas se acercó. Ya no pudo seguir jugando a hacerse el cobarde, de modo que empujó la puerta, ésta se abrió y él entró.

—Su llegada me asombra —dijo lord Allendale en cuanto se cerró la puerta, sin intercambiar el más mínimo cumplido de rigor—. Me asombra de verdad. ¿Qué pretendía viniendo aquí?

Laurence se envaró, pero respondió con serenidad:

—Sólo pretendía hacer una pausa en mi viaje. Voy de camino a mi próximo destino. No tenía idea de que estuvieran aquí, señor, ni de que tuvieran huéspedes. Lamento mucho haber irrumpido sin avisarlos.

—Ya veo. ¿Creía que nos íbamos a quedar en Londres después de que la noticia nos hubiera convertido en la atracción del momento, en un espectáculo? Desde luego que se va a su siguiente destino, aquí no se queda.

Examinó con desdén la chaqueta de Laurence, que enseguida se sintió tan desastrado y sucio como en las inspecciones que, siendo niño, tuvo que soportar cuando acababa de entrar después de jugar en los jardines.

—No me voy a molestar en reprochártelo. Sabe perfectamente lo que pienso de todo este asunto, por lo que no le voy a abrumar. Muy bien. Le agradecería, señor, que en lo sucesivo evitara esta casa y nuestra residencia de Londres, si es que se puede permitir abandonar la cría de animales el tiempo suficiente como para poner un pie en la ciudad.

Laurence sintió que le embargaba una gran indiferencia. De pronto, se notó muy cansado y le faltó ánimo para discutir. Su propia voz parecía sonar muy lejana y no había emoción alguna en nada de lo que decía:

—Muy bien, señor. Me iré ahora mismo.

Tendría que llevar a Temerario a dormir a algún prado comunal, a pesar de que, sin duda, asustaría al ganado del pueblo. Por la mañana le compraría unas cuantas ovejas pagadas de su propio bolsillo, en el caso de que fuera posible; de lo contrario, le pediría que volara aun teniendo hambre. Ya se las arreglarían.

—No seas absurdo —replicó lord Allendale—. No te estoy repudiando, no lo mereces, pero he elegido no representar un melodrama para que se rían todos. Pasarás aquí la noche y te irás por la mañana, tal y como anunciaste. Eso será lo mejor. Me parece innecesario decir nada más. Puedes irte.

Laurence subió las escaleras lo más deprisa que pudo; se sentía como si se hubiera librado de una carga después de cerrar la puerta de su dormitorio tras de sí. Tenía la intención de llamar para que le prepararan un baño, pero se sentía incapaz de hablar con nadie, ni aunque fuera una doncella o un criado. Lo único que quería era estar a solas y en silencio. No iba a soportar otra comida protocolaria con invitados ni a hablar más con su padre, que ni siquiera en la campiña se levantaba antes de las once.

Contempló la cama durante un prolongado momento; luego, sacó de pronto una vieja levita y unos gastados pantalones del ropero, se los puso en lugar de su traje de etiqueta y salió al exterior. Temerario ya dormía, bien aovillado sobre sí mismo, pero entreabrió un ojo antes de que Laurence pudiera escabullirse y alzó el ala en un gesto instintivo de bienvenida. Laurence había tomado una manta en los establos. Se puso tan cómodo y abrigado como le fue posible, estirado sobre la enorme pata delantera del dragón.

—¿Va todo bien? —preguntó bajito Temerario mientras rodeaba a Laurence con la otra pata en un gesto protector, y le cubría con las alas parcialmente desplegadas para protegerle—. Algo te aflige. ¿Nos vamos ahora mismo?

La idea era tentadora, pero no tenía sentido. Lo mejor que podían hacer ambos era pasar una noche tranquila y desayunar por la mañana; en cualquier caso, no se iba a ir de tapadillo, como si hubiera cometido alguna indignidad.

—No, no —dijo Laurence, que le acarició hasta que volvió a plegar las alas—. No es preciso, te lo aseguro. Sólo he tenido unas palabras con mi padre.

Él enmudeció. No debía revolver los recuerdos de la entrevista ni la fría despedida de su padre. Encorvó los hombros.

—¿Se ha enfadado por nuestra llegada? —preguntó el dragón.

Esta muestra de rápida comprensión por parte de Temerario y la preocupación que mostraba su voz fueron como un tónico para su fatiga y su desdicha, y consiguieron que hablara con más franqueza de la que pretendía.

—En el fondo, es una vieja disputa —dijo—. Él hubiera deseado que yo entrara en la Iglesia, como mi hermano. Jamás consideró que la Armada fuera una ocupación honorable.

—En ese caso, ¿ser aviador es peor? —inquirió Temerario, ahora demasiado perceptivo—. ¿Es por eso por lo que no querías dejar la Armada?

—A sus ojos, quizá la Fuerza Aérea sea peor, pero no a los míos. También tiene grandes compensaciones. —Estiró el brazo para acariciar el hocico de Temerario, que le devolvió la caricia con cariño—. Lo cierto es que nunca aprobó la carrera que elegí. Me tuve que escapar de casa cuando era crío para que me dejara embarcarme. No puedo permitir que su voluntad me gobierne, porque entiendo mi deber de una forma diferente a la suya.

Temerario resopló. Su cálido aliento levantó pequeñas estelas de humo en el frío aire de la noche.

—Pero ¿no va a dejarte dormir dentro?

—Ah, no —repuso Laurence, que sintió cierta vergüenza al confesar la debilidad que le había llevado a buscar consuelo en el dragón—. Es que… prefería estar contigo a tener que dormir solo.

A Temerario le chocó la respuesta.

—A condición de que te abrigues —repuso mientras volvía a tumbarse con cuidado y adelantaba ligeramente las alas para protegerse ambos del viento.

—Estoy muy a gusto. Te ruego que no te preocupes —contestó Laurence mientras se estiraba sobre la enorme y firme pata y se envolvía con la manta—. Buenas noches, amigo.

Se sintió repentinamente agotado, pero era un cansancio físico. Aquel doloroso hastío que se le metía en los huesos había desaparecido.

Abrió los ojos a primera hora de la mañana, cuando las tripas de Temerario sonaron con la suficiente fuerza como para despertar a ambos.

—Vaya, tengo hambre —comentó el dragón mientras se incorporaba con ojos brillantes y miraba con avidez la manada de ciervos que pululaba nerviosamente en el parque, apiñada contra el muro más lejano.

Laurence descendió de la pata y después de dar una última palmadita en la ijada, dijo:

—Te dejo para que vayas por tu desayuno y yo haré lo mismo con el mío.

No estaba presentable pero, por fortuna, los invitados no se habían levantado tan temprano, y alcanzó su dormitorio sin encontrarse a nadie; de lo contrario hubiera aumentado aún más su descrédito.

Se aseó con brío, se puso la ropa de vuelo mientras un sirviente volvía a empaquetar la única bolsa de su equipaje y descendió tan pronto como consideró que la hora era aceptable. Las criadas aún estaban sacando del aparador los primeros platos del desayuno y acababan de colocar la cafetera en la mesa. Esperaba evitar a todos los invitados pero, para su sorpresa, Edith ya se hallaba en la mesa del desayuno a pesar de no ser madrugadora.

Su rostro estaba aparentemente en calma, la ropa impoluta y el dorado pelo sedoso sujeto en un recogido, pero las manos crispadas en el vientre la delataban. No había tomado nada de comida, sólo una taza de té que descansaba intacta enfrente de ella.

—Buenos días —saludó con una alegría que sonaba a falsa; miró a los sirvientes mientras hablaba—. ¿Te sirvo?

—Gracias —contestó con la única posible respuesta y se sentó junto a ella.

Le sirvió un café y le añadió media cucharada de azúcar y otra de crema, exactamente como a él le gustaba. Permanecieron sentados juntos muy envarados sin comer ni hablar hasta que los criados terminaron los preparativos y abandonaron la habitación.

—Esperaba tener la ocasión de hablar contigo antes de que te fueras —dijo en voz baja mientras al fin le miraba—. ¡Cuánto lo siento, Will! Supongo que no había otra alternativa.

Necesitó unos instantes para comprender que se refería al asunto del enjaezado del dragón. A pesar de la ansiedad que sentía por lo del adiestramiento, ya no consideraba su nueva situación como un mal.

—No. Mi deber estaba claro —respondió de forma tajante.

Podía tolerar las críticas de su padre sobre ese tema, pero no lo aceptaría de nadie más.

Aunque, llegado el momento, Edith se limitó a asentir y dijo:

—Supe que tenía que ser algo parecido en cuanto me enteré.

Volvió a agachar la cabeza e inmovilizó las manos, que había estado retorciendo sin sosiego.

—Mis sentimientos siguen siendo los mismos a pesar de las circunstancias —dijo al fin Laurence, cuando estuvo claro que ella no iba a decir nada más. Aunque su respuesta había evidenciado la falta de afecto, no quería, sin embargo, que más adelante Edith le reprochara que no había sido fiel a su palabra; iba a dejar que fuera ella quien pusiera fin a su acuerdo—. Si los tuyos han cambiado, basta una palabra tuya para que me calle.

No pudo evitar guardarle rencor incluso mientras le hacía el ofrecimiento, y detectó en su propia voz una desacostumbrada frialdad; era un tono poco habitual para una proposición.

Ella respiró de forma acelerada, sobresaltada, y replicó casi con fiereza:

—¿Cómo me puedes hablar así? —Se sintió esperanzado durante un instante, aunque luego Edith continuó para decir—: ¿He sido interesada? ¿Te he reprochado que hayas seguido la forma de vida que habías elegido con todos los peligros y molestias que conlleva? Si hubieras entrado en la Iglesia, no hay duda de que ya te habrías establecido para vivir bien. A estas alturas ya podríamos estar cómodamente juntos en nuestra propia casa, con hijos, y no habría tenido que pasar tantas horas temiendo por ti, mientras estabas lejos, en el mar.

Habló muy deprisa, con más sentimiento del que Laurence estaba acostumbrado a ver en ella y con las mejillas arreboladas. Había mucha razón en sus palabras, no podía dejar de reconocerlo, y se avergonzó de su propio resentimiento. Casi había empezado a extender la mano hacia ella cuando Edith ya proseguía hablando:

—No me he quejado, ¿verdad? He aguardado, he sido paciente, pero he esperado para algo mejor que una vida solitaria, lejos de la compañía de todos mis amigos y de mi familia, con poco más que una pequeña parte de tu atención. Mis sentimientos son los mismos de siempre, pero no soy tan imprudente ni tan sentimental como para aceptar que voy a estar sola ante cada dificultad.

Se detuvo llegado a este punto.

—Perdóname —dijo Laurence, apesadumbrado. Cada palabra parecía un reproche cuando se había complacido en pensar en sí mismo como el maltratado—. No debería haber hablado así, Edith. Hubiera sido mejor que te hubiera pedido perdón por haberte puesto en una situación tan espantosa. —Se levantó de la mesa e hizo una reverencia; no podía seguir allí junto a ella, por supuesto—. He de pedirte que me disculpes. Acepta mis mejores deseos para tu felicidad.

Ella también se levantó, negando con la cabeza.

—No, debes quedarte y terminar el desayuno —dijo—. Tienes un largo viaje por delante. No tengo nada de apetito. No, te lo aseguro. Me voy.

Le alargó la mano y le dedicó una sonrisa trémula. Él pensó que Edith quería despedirse de forma educada, pero si era ésa su intención, le falló en el último momento cuando dijo con un hilo de voz:

—Te ruego que no pienses mal de mí.

Salió de la sala lo más deprisa posible.

No tenía de qué preocuparse. Laurence no podía pensar mal de Edith; al contrario, se sentía culpable por haberse dirigido a ella con frialdad aunque sólo fuera por un momento y por haber fracasado en sus obligaciones hacia ella. El compromiso se había cerrado entre la hija de un caballero con una respetable dote y un oficial de la Armada con escasas expectativas pero interesantes posibilidades. Sus propios actos habían aminorado su posición y era innegable que casi todo el mundo discrepaba sobre el valor que él otorgaba al deber en aquel asunto.

Y no era poco razonable al pedir más de lo que un aviador le podía dar. Le bastaba con pensar en el grado de atención y afecto que Temerario le exigía para comprender lo poco que podía ofrecer a una esposa, incluso en aquellas raras ocasiones en que estuviera de permiso. Había sido muy egoísta al proponerle nada a Edith, al pedir que sacrificara su propia felicidad a su comodidad.

Le quedaba poco ánimo y menos apetito para desayunar, pero no quería tener que detenerse durante el viaje, por lo que llenó su plato y se obligó a comer. No permaneció solo durante mucho tiempo. Muy poco después de que Edith se hubiera marchado, miss Montagu bajó las escaleras vistiendo un traje de montar demasiado elegante, más propio de un paseo a medio galope por Londres que para cazar por la campiña, pero que, a cambio, realzaba su figura. Sonreía cuando entró en la habitación, expresión que se torció en cuanto vio que él era el único que estaba allí. Se sentó en el otro extremo de la mesa. Al poco, Woolvey, también vestido para montar a caballo, se reunió con ella. Laurence los saludó con una inclinación de cabeza por estricta cortesía y no prestó atención a su frívolaa conversación.

Su madre bajó cuando él ya había terminado de desayunar. Mostraba signos de haberse vestido de modo apresurado y tenía ojeras de cansancio debajo de los ojos. Ella le miró a la cara con ansiedad y su hijo le sonrió con la esperanza de tranquilizarla, aunque sin éxito, comprobó. En el rostro de Laurence se reflejaban la desdicha y la cautela con las que denodadamente se había protegido contra la desaprobación paterna y la curiosidad de la concurrencia.

—He de marcharme enseguida. ¿Vienes a conocer a Temerario? —le preguntó; de ese modo, al menos dispondrían de unos pocos minutos para pasear.

—¿Temerario? —repitió lady Allendale sin comprender—. William, no querrás decir que has traído aquí tu dragón, ¿verdad? Cielo santo, ¿dónde está?

—Claro que está aquí. ¿De qué otro modo podría viajar? Le he dejado fuera, detrás de los establos, en el prado de los potros —respondió Laurence—. Ahora habrá terminado de comer. Le he autorizado a comerse un ciervo.

—¡Vaya! —exclamó miss Montagu, que estaba escuchando. Parecía obvio que la curiosidad había modificado sus objeciones respecto a la compañía de un aviador—. Nunca he visto un dragón. ¿Os puedo acompañar? ¡Sería todo un acontecimiento para mí!

Era imposible negarse, aunque le hubiera gustado hacerlo, por lo que después de llamar para que le trajeran el equipaje, acompañados también por Woolvey, los tres salieron juntos hacia la pradera. Temerario permanecía acuclillado contemplando cómo la niebla matutina se levantaba del campo. Incluso a una considerable distancia, su figura surgió imponente, recortada contra el frío cielo gris.

Laurence se detuvo durante unos instantes para recoger un balde y trapos de los establos y luego condujo a sus acompañantes, poco dispuestos de repente a juzgar por las escasas ganas con que Woolvey y miss Montagu arrastraban los pies. Su madre también estaba asustada, pero no lo demostraba, salvo por el hecho de apretar con más fuerza de lo normal el brazo de Laurence. Retrocedió varios pasos cuando se acercó a las ijadas de Temerario.

El dragón examinó a los desconocidos con interés mientras agachaba la cabeza para que Laurence le lavara. Tenía el morro ensangrentado con los restos del ciervo y abrió las fauces para que Laurence pudiera limpiarle la sangre de las comisuras de la boca. Había tres o cuatro astas en el suelo.

—Intenté lavarme en aquella laguna, pero es demasiado poco profunda y el barro me llegaba enseguida a la nariz —dijo el animal en tono de disculpa.

—¡Vaya, habla! —exclamó miss Montagu mientras se colgaba del brazo de Woolvey.

Ambos habían retrocedido varios pasos a la vista de las hileras de centelleantes dientes blancos. Los afilados incisivos del dragón ya eran mayores que el puño de un hombre.

Temerario se sorprendió al principio, pero luego sus pupilas se ensancharon y respondió con amabilidad.

—Sí, hablo. —Luego se dirigió a Laurence—. ¿Crees que le gustaría montar en mi lomo y ver los alrededores?

Laurence no pudo reprimir un destello de malicia.

—Estoy seguro de que sí. Adelante, miss Montagu, por favor. Veo que usted no es de esas personas apocadas que temen a los dragones.

—No, no —respondió retrocediendo muy pálida—, ya he abusado demasiado del tiempo del señor Woolvey. Debemos ir a montar.

Woolvey tartamudeó unas excusas igual de transparentes, y de inmediato se alejaron juntos, tropezando en su prisa por alejarse.

Temerario pestañeó levemente sorprendido.

—Vaya, estaban asustados —comentó—. Al principio pensé que ella era corta de entendederas, como Volly. No lo entiendo. Ellos no son vacas, y de todos modos acabo de comer.

Laurence ocultó para sí la sensación de victoria e hizo avanzar a su madre.

—No tengas ningún miedo. No hay motivo alguno —le dijo con suavidad—. Temerario, te presento a mi madre, lady Allendale.

—Una madre… Eso es especial, ¿verdad? —contestó Temerario mientras agachaba la cabeza para mirarla más de cerca—. Me siento honrado de conocerte.

Laurence guió la mano de su madre hacia el hocico de Temerario. Ella comenzó a acariciarlo con más confianza después de la primera tentativa de tocar la cálida piel.

—¡Caramba! El placer es mío —contestó—. ¡Qué suave! Jamás lo hubiera pensado.

Temerario emitió un ruido sordo de complacencia ante el cumplido y la caricia. Laurence los miró a los dos con buena parte de su alegría recuperada. Pensó en lo poco que debía importarle el resto del mundo cuando estaba seguro de la buena opinión de quienes más valoraba y en la certeza de estar cumpliendo con su deber.

—Temerario es un Imperial Chino —le explicó a su madre sin ocultar su orgullo—, una de las razas menos comunes. El único de toda Europa.

—¿De verdad? Es magnífico, cielo. Recuerdo haber oído en alguna ocasión que los dragones chinos son algo muy poco frecuentes —dijo, pero seguía mirando a su hijo con ansiedad, con una pregunta muda en los ojos.

—Sí —dijo Laurence en un intento de contestarla—. Me considero muy afortunado, te lo prometo. Tal vez algún día podamos ir a volar juntos tú y yo, cuando dispongamos de más tiempo —agregó—. Es algo extraordinario. No hay nada comparable.

—¿Volar? ¡Ni lo sueñes! —respondió ella con indignación, aunque en su interior parecía satisfecha—. Sabes perfectamente que ni siquiera soy capaz de sostenerme encima de un caballo. No sé, no estoy segura. ¿Qué iba a hacer encima de un dragón?

—Irías sujeta con correas, como voy yo —le explicó Laurence—. Temerario no es un caballo, no intentaría tirarte.

—Desde luego que no —intervino Temerario con total seriedad—, y si te cayeras, me atrevo a decir que te podría recoger.

Tal vez aquél no fuera el comentario más tranquilizador, pero el deseo de agradar era muy obvio y lady Atiéndale le sonrió de todos modos.

—¡Qué amable! No tenía ni idea de que los dragones fueran tan instruidos —dijo—. Cuidarás mucho de William, ¿verdad? Siempre me ha dado el doble de quebraderos de cabeza que el resto de mis hijos, y siempre anda metiéndose en líos.

Laurence se indignó un poco al oír que le describían de esa manera y que Temerario se viera obligado a responder:

—Te lo prometo, nunca dejaré que le causen ningún daño.

—Veo que he esperado demasiado; de un momento a otro me vais a envolver entre algodones y vais a darme de comer gachas —replicó mientras se inclinaba para besar a su madre en la mejilla—. Madre, puedes escribirme a la dirección de la Fuerza Aérea en la base de Loch Laggan, en Escocia. Es el sitio en que recibiremos la instrucción. Temerario, ¿puedes sentarte sobre las patas traseras? Voy a poner otra vez esta sombrerera.

—¿No puedes sacar ese libro de Duncan? —inquirió Temerario mientras se alzaba—. Ese de El tridente naval. Nunca has terminado de leerme la batalla del Glorioso Primero. Me la podrías leer de camino…

—¿Te lee? —preguntó lady Allendale a Temerario, divertida.

—Sí. Como ves, no puedo sostener los libros por mi cuenta ni volver las hojas demasiado bien, ya que son demasiado pequeños —contestó Temerario.

—La estás malinterpretando. Únicamente le sorprende el hecho de que me hayan persuadido para que abra un libro. Siempre intentó que me sentara a leer cuando era niño —intervino Laurence al tiempo que removía las otras sombrereras para encontrar el volumen— Te sorprendería saber en qué intelectual me he convertido, madre. Es insaciable. Estoy listo, Temerario.

Ella rompió a reír y retrocedió hasta el borde del campo mientras el dragón subía a Laurence. Se puso la mano encima de los ojos a modo de visera y se quedó observándolos mientras subían en el cielo. Era una figura diminuta que se empequeñecía con cada batir de las grandes alas, y luego los jardines y las torres de la casa se perdieron detrás de la curva de una colina.

Capítulo 5

El cielo de Loch Laggan rebosaba de nubes de color gris que volaban a baja altura y se reflejaban en las oscuras aguas del lago. La primavera aún no había llegado; una capa de hielo y nieve cubría la orilla, que aún conservaba las ondulaciones de arena amarillenta de una marea otoñal. La mañana, fría y despejada, olía a pino y madera recién cortada del bosque. Un camino de grava subía serpenteando desde la orilla septentrional del lago hacia el complejo de la base, y Temerario giró para seguirlo por el cerro.

Varios enormes barracones de madera estaban dispuestos unos junto a otros cerca de la cima hasta formar en una zona despejada un cuadrángulo abierto por delante; la mitad parecían establos. Había hombres trabajando con metal y cuero, se trataba obviamente del personal de tierra, responsable del mantenimiento del equipo de los aviadores. Ninguno de ellos alzó los ojos para mirar dos veces la sombra del dragón mientras cruzaba sobre su lugar de trabajo ni cuando Temerario sobrevoló el cuartel general.

El edificio principal era una de esas fortificaciones de aspecto medieval: cuatro torres desnudas unidas por gruesos muros de piedra que abarcaban un enorme patio por delante y una imponente casona achaparrada que se hundía directamente en la cima de la montaña y parecía provenir de ella. El patio estaba lleno hasta los topes. Un joven ejemplar de Cobre Regio, que doblaba el tamaño de Temerario, dormitaba despatarrado sobre las losas; justo detrás, sesteaban un par de Winchesters de colores marrón y púrpura, más pequeños aún que Volatilus. Tres Tanatores Amarillos de tamaño medio se apiñaban en un amasijo en el lado opuesto del patio, sus costados de estrías blancas subían y bajaban de forma acompasada.

Al desmontar, Laurence descubrió la razón por la que los dragones habían elegido ese sitio para descansar: las losas estaban calientes, como si las caldearan desde abajo. Temerario ronroneó de placer y se estiró sobre las piedras junto a los Tanatores en cuanto Laurence terminó de descargar.

Un par de sirvientes habían acudido a su encuentro y tomaron el equipaje de sus manos. Le condujeron a la parte posterior del edificio a través de un angosto corredor oscuro que olía a moho hasta desembocar en otro patio abierto que salía de la ladera de la montaña y terminaba sin ningún tipo de barandilla, cortado a pico hacia otro valle con pequeñas zonas nevadas. Había cinco dragones en el aire dando media vuelta en elegante formación, como una bandada de pájaros. En cabeza iba un Largario, reconocible al instante por las franjas blanquinegras que delimitaban sus puntiagudas alas naranjas, que a lo largo de su considerable longitud se iban oscureciendo hasta llegar a un azul intenso. Había una pareja de Tanatores a los flancos y al final volaban como si estuvieran anclados a ellos un Cobre Gris y ala derecha un dragón gris plateado moteado de manchas azules y negras, cuya raza Laurence no identificó de inmediato.

Aunque batían las alas a diferente ritmo, apenas cambiaron sus posiciones relativas hasta que el oficial de señales del Largario ondeó una bandera. Entonces, dejaron de aletear y, moviéndose con la gracia de unas bailarinas, invirtieron el sentido, de forma que el Largario pasó a ocupar el último lugar. En respuesta a otra señal que no vio, todos echaron las alas hacia atrás y avanzaron en vuelo invertido para realizar un rizo perfecto y volver a la formación original. Laurence vio enseguida que la maniobra hacía que la pasada del Largario cerca del suelo durase más tiempo y, entretanto, permanecía bajo la protección de la formación. El animal era la mayor amenaza ofensiva del grupo.

—Nitidus, aún haces muy despacio el rizo de la pasada. Prueba a cambiar a un ritmo de seis aleteos durante el mismo.

Por encima de su cabeza llegaba una voz grave y rotunda de dragón. Laurence se giró y a la derecha del patio vio encaramado a un afloramiento rocoso a un dragón de tonalidades doradas con las manchas de color verde claro de un Tanator y el borde de las alas de intenso naranja. No llevaba ni jinete ni arnés, a menos que mereciera tal nombre el enorme anillo dorado del cuello tachonado de piedras redondeadas de color verde.

Laurence le clavó los ojos. Lejos, en el valle, el ala repetía el movimiento del rizo.

—Mejor —gritó el dragón con aprobación. Luego ladeó la cabeza y miró hacia abajo—. ¿Capitán Laurence? El almirante Powys me anunció su llegada. Llega en buen momento. Soy Celeritas, el director de prácticas de la base.

Extendió las alas para impulsarse y luego se dejó caer con facilidad hacia el patio.

Laurence saludó de forma maquinal con una inclinación de cabeza. Celeritas era un dragón de peso medio que tal vez alcanzaría la cuarta parte del tamaño de un Cobre Regio y era más pequeño que Temerario en su actual estadio infantil.

—Mmm —musitó mientras bajaba la cabeza para examinar a Laurence de cerca—. Tiene bastantes más años que la mayoría de los cuidadores, pero a menudo eso resulta bueno cuando debemos apresurarnos con un dragón joven, como me parece que es el caso de Temerario.

Alzó la cabeza y volvió a dirigirse a grito pelado hacia el valle.

—Lily, acuérdate de mantener el cuello recto en el rizo. —Se volvió hacia Laurence—. Vamos a ver. Tengo entendido que no ha demostrado ninguna capacidad ofensiva especial.

—No, señor —la respuesta y el tratamiento salieron de forma automática, el tono y la actitud eran acordes al rango declarado por el dragón, un hábito que había continuado, para su sorpresa—. Sir Edward Howe, que ha identificado su especie, era de la opinión de que resulta altamente improbable que las desarrollara, aunque no lo descartaba…

—Sí, sí —le interrumpió Celeritas—. He leído la obra de sir Edward. Es un experto en razas orientales y en esa materia confío en su juicio más que en el mío. Es una pena, ya que nos hubiera venido muy bien uno de esos escupidores de veneno o lanzatrombas. Nos hubiera sido muy útil contra un Flamme-de-Gloire francés. Pero tengo entendido que tiene cuerpo para el combate pesado, ¿no?

—En la actualidad, ronda las nueve toneladas, y eso que eclosionó apenas hace seis semanas —respondió Laurence.

—Bien, eso es estupendo. Podría doblar ese peso —dijo Celeritas. Se frotó la frente con el lado de una garra con gesto pensativo—. Bueno. Todo es como me han dicho. Excelente. Vamos a emparejar a Temerario con Maximus, el Cobre Regio que en estos momentos se adiestra aquí. Los dos juntos servirán de refuerzo libre a la formación en arco de Lily, que es la Largario de ahí arriba. —Indicó con un gesto a la formación que describía vueltas en el valle; Laurence, todavía atónito, se dio la vuelta para mirarla. El dragón prosiguió—: Por supuesto, he de ver a Temerario antes de determinar el plan específico de vuestra instrucción, pero necesito finalizar este entrenamiento y, de todos modos, no le va a ser posible demostrar ninguna de sus habilidades después del viaje. Pida al teniente Granby que le muestre el lugar y le guíe a los lugares de alimentación de los dragones. Lo encontrará en el club de oficiales. Vuelva mañana con Temerario una hora después del alba.

Aquello era una orden que exigía un acuse de recibo, por lo que Laurence ocultó su frialdad detrás del formalismo y contestó:

—Muy bien, señor.

Por fortuna, Celeritas no pareció percatarse, pues ya volvía a su altísimo mirador.

Laurence se alegraba de no saber la ubicación del club de oficiales. Tuvo la impresión de que se acostumbraría más fácilmente a una semana de silencio para poner en orden sus pensamientos que a los quince minutos de ajetreo que le llevó encontrar a un criado que le indicara la dirección correcta. Ahora le venía a la mente todo cuanto había oído sobre los dragones: que no servían de nada sin sus cuidadores, que un dragón sin enjaezar sólo valía para la cría. Ahora ya no le sorprendía nada aquella inquietud por parte de los aviadores. ¿Qué pensaría la gente si se enterara de que una de las criaturas, en teoría controlada por ellos, era quien entrenaba e impartía órdenes?

Por supuesto, considerado desde una perspectiva racional, Temerario le había dado pruebas de inteligencia e independencia desde hacía mucho. Pero éstas se habían desarrollado de forma gradual con el paso del tiempo, y había llegado a pensar de él que era un caso único sin extender dicha conclusión al resto de los dragones. Después de la primera sorpresa, aceptó la idea de tener a un dragón como instructor sin demasiada dificultad pero, sin duda, crearía un escándalo de dimensiones colosales entre quienes no habían gozado de esa experiencia personal.

No había pasado mucho tiempo desde que, poco antes de que la Revolución francesa volviera a sumir a Europa en la guerra, se formulara al gobierno la propuesta de sacrificar a todos los dragones desenjaezados en vez de obligar al erario público a soportar el gasto de alimentarlos para la crianza. El fundamento de esta posición se basaba en que no eran necesarios en aquel momento y que lo más probable fuera que la obstinación por mantener a dragones sin domesticar sólo perjudicase a los linajes de combate. El Parlamento había calculado un ahorro estimado en más de diez millones de libras anuales y la idea se sopesó muy seriamente hasta que se desestimó de repente sin dar ninguna explicación pública. Sin embargo, se rumoreaba que todos los almirantes de la Fuerza Aérea destinados en Londres se le habían echado encima al primer ministro y le habían informado de que la Fuerza Aérea en bloque se amotinaría si se aprobaba aquella ley.

Había oído antes esa historia sin creérsela, no en cuanto a la propuesta sino a la simple idea de que altos oficiales —en realidad, cualquier oficial— se comportaran de esa manera. La propuesta siempre le había parecido mal concebida, pero sólo era otra más de esas estupideces con poca visión de futuro tan comunes entre los burócratas, que preferían ahorrar diez chelines en lona de vela y arriesgar todo un barco valorado en seis mil libras. Ahora valoraba su propia indiferencia con un sentimiento de mortificación. Por supuesto que se hubieran amotinado.

Traspasó la entrada al club de oficiales sin prestar atención, aún sumido en sus pensamientos, y sólo atrapó la pelota que pasaba volando junto a su cabeza gracias a sus reflejos. Un grito en el que se entremezclaban júbilo y protesta se alzó de inmediato.

—Era un tanto claro. ¡Él no es de vuestro equipo! —se quejó un joven de pelo intensamente rubio que apenas acababa de abandonar la infancia.

—Tonterías, Martin. Claro que lo es, ¿verdad? —preguntó otro de los participantes, que acudió a recoger la pelota con una sonrisa de oreja a oreja.

Era un tipo alto y larguirucho de pelo oscuro y pómulos quemados por el sol.

—Eso parece —respondió Laurence divertido mientras le entregaba la pelota.

Estaba un poco sorprendido de encontrarse a un grupo de oficiales muy desaliñados practicando juegos de niños en el interior. Él iba vestido más formalmente que el resto por el solo hecho de llevar la chaqueta y el pañuelo de lazo del cuello; un par de ellos incluso se habían quitado del todo las camisetas. Habían empujado los muebles sin orden ni concierto a los rincones de la habitación y habían enrollado la alfombra para apartarla en una esquina.

—Teniente John Granby, pendiente de asignar —se presentó el hombre de pelo oscuro—. ¿Acaba de llegar?

—Sí. Capitán Will Laurence, de Temerario —contestó Laurence.

Se sobresaltó y se consternó al ver cómo la sonrisa desaparecía del rostro de Granby y se desvanecía la abierta simpatía.

—¡El Imperial!

El grito fue casi generalizado y al instante la mitad de los muchachos y hombres de la habitación desaparecieron para lanzarse como locos hacia el patio. Laurence, desconcertado, pestañeó detrás de ellos.

—¡No se preocupe! —El joven de pelo amarillo se acercó a presentarse e intentó tranquilizar a Laurence al verle alarmado—. Todos sabemos perfectamente que no se debe molestar a un dragón. Sólo han ido a echar una ojeada, aunque podría tener algún problema con los cadetes. Pululan por aquí alrededor de una docena y parece que les han encomendado la misión de hacernos la vida imposible. Soy el guardiadragón Ezekiah Martin. Ahora que le he dicho mi nombre, agradecería que lo olvidara.

Resultaba evidente que el modo de tratarse entre ellos era informal, por lo que Laurence difícilmente podía ofenderse, aunque no fuera ni de lejos algo a lo que estuviera acostumbrado.

—Gracias por el aviso. Iré a comprobar que Temerario no les molesta a ellos —contestó.

Le alivió no ver indicio alguno de la actitud de disgusto de Granby en el saludo de Martin. Deseó poder pedirle al más amistoso de los dos que le guiara. Sin embargo, no albergaba propósito alguno de desobedecer órdenes, ni siquiera las de un dragón, por lo que se volvió hacia Granby y le dijo ceremoniosamente:

—Celeritas me ha remitido a usted para que me muestre el lugar. ¿Sería tan amable…?

—Cómo no —respondió Granby intentando imitar su formalidad, que en él sonaba artificial y acartonada—. Por aquí, si hace el favor.

Laurence agradeció que Martin se uniera a ellos mientras Granby subía primero las escaleras. La fácil conversación del guardiadragón, que no decaía ni un segundo, hizo la atmósfera mucho menos incómoda.

—De modo que usted es el tipo de la Armada que robó un Imperial de las garras de los franceses. Cielos, es una historia famosa. Los gabachos aún deben de estar tirándose de los pelos y rechinando los dientes —comentó Martin exultante de alegría—. Tengo entendido que le arrebató el huevo a una nave de cien cañones. ¿Duró mucho la batalla?

—Me temo que las habladurías han magnificado mucho mis logros —respondió Laurence—. El Amitié no era un buque de guerra de primera, sino una fragata de treinta y seis cañones, y la mayoría de su dotación se estaba muriendo de sed. Su capitán ofreció una heroica resistencia, pero no tuvo ninguna oportunidad. La mala suerte y las inclemencias hicieron el trabajo por nosotros. Sólo puedo reclamar como mérito mío haber tenido suerte.

—¡Vaya! En fin, tener suerte tampoco es desdeñable. No llegaríamos muy lejos de no ser por ella —siguió hablando Martin—. ¡Pero bueno! ¿Os han puesto en esta esquina? El viento va a estar ululando a todas horas.

Laurence entró en la habitación circular de la torre y contempló complacido su nuevo alojamiento. A un hombre acostumbrado a lo limitado del camarote de un barco le parecía espacioso, y las grandes ventanas curvas, un gran lujo. Daban al lago, donde había comenzado a caer una fina lluvia. Un olor a frío y humedad entró de golpe cuando las abrió; no era tan diferente al del mar, a excepción de la ausencia de sal.

Habían apilado de cualquier manera las sombrereras debajo del guardarropa. Miró dentro con cierta preocupación, pero habían sacado sus cosas con bastante cuidado. Además de la sencilla pero espaciosa cama, completaban el mobiliario un escritorio y una silla.

—Me resulta perfectamente tranquila. Estoy seguro de que estaré muy cómodo —dijo mientras desabrochaba el tahalí y depositaba la espada encima de la cama.

No se sentía cómodo desprendiéndose de la chaqueta, pero al menos así tendría un aire más informal.

—¿Debo mostrarle ahora la zona de alimentación? —inquirió Granby con fría formalidad; era su primera aportación a la conversación desde que habían abandonado el club.

—Primero debemos enseñarle los baños y el comedor —intervino Martin—. Los baños son algo digno de ver —agregó dirigiéndose a Laurence—. Ya sabe, los construyeron los romanos. Son la razón por la que todos estamos aquí.

—Gracias, me encantaría verlos —respondió; no podía decir otra cosa sin pecar de grosero, aunque le hubiera encantado perder de vista al mal dispuesto teniente.

Granby podía ser maleducado, pero Laurence no albergaba la intención de caer en la misma conducta.

Cruzaron el comedor de camino. Martin, sin cesar su parloteo, le contó que los capitanes y los tenientes cenaban en la mesa redonda más pequeña mientras que los guardiadragones y los alféreces lo hacían en otra mayor de forma rectangular.

—Gracias a Dios, los cadetes entran y comen antes, ya que el resto nos moriríamos de hambre si tuviéramos que oírles berrear durante toda la comida. El personal de tierra cena después —concluyó.

—¿Nunca hacen las comidas por separado? —preguntó Laurence.

Un comedor común resultaba bastante extraño para los oficiales. Pensó con nostalgia que iba a echar de menos invitar a los amigos a su mesa. Había sido uno de sus mayores placeres, y más aún desde que ganaba suficiente dinero con las capturas de naves y podía permitírselo.

—Se envía una bandeja a quien enferma, por supuesto —respondió Martin—. ¿Tiene apetito? Supongo que no ha comido. Eh, Tolly —gritó. Un sirviente que cruzaba la habitación llevando un montón de manteles se volvió para mirarlos. Enarcó una ceja—. Este es el capitán Laurence. Acaba de aterrizar. ¿Puedes conseguirle algo o ha de esperar hasta la cena?

—No, no, gracias. No tengo hambre. Hablaba por pura curiosidad —dijo Laurence.

—Oh, no es problema —dijo el hombre respondiéndole directamente—. Me atrevería a decir que uno de los cocineros puede cortar un par de rebanadas y servirle algunas patatas. Le preguntaré a Nan. Está en la habitación de la torre del piso tercero, ¿verdad?

Saludó con la cabeza y continuó su camino sin esperar siquiera una respuesta.

—¡Listo! Tolly cuidará de usted —aseguró Martin, evidentemente sin tener la menor conciencia de haber hecho nada fuera de lo normal—. Es el mejor de todos. Jenkins nunca está dispuesto a hacer un favor y Marvell lo hubiera hecho, pero se habría estado quejando tanto tiempo que desearíais no habérselo pedido.

—Imagino que será difícil encontrar criados a quienes no les asusten los dragones —aventuró Laurence.

Empezaba a amoldarse al estilo informal que tenían los aviadores de dirigirse unos a otros, pero descubrir un grado de confraternización tan similar con un sirviente le había desconcertado de nuevo.

—Oh, no. Todos han nacido y crecido en los pueblos de los alrededores, por lo que están acostumbrados a los dragones y a nosotros —explicó Martin mientras cruzaban el gran salón—. Supongo que Tolly lleva trabajando aquí desde que era un crío. No se inmutaría delante de un Cobre Regio enrabietado.

Una puerta de metal cerraba la escalera que descendía hacia los baños; una ráfaga de aire caliente y húmedo salió y se convirtió en vapor en el frío moderado del pasillo cuando Granby la abrió de un tirón. Laurence siguió a los otros por la angosta escalera de caracol. Después de cuatro vueltas, desembocó abruptamente en una gran habitación con pocos muebles y baldas de piedra que sobresalían de las paredes en las que había pinturas desvaídas y desconchadas en algunas partes, evidentes reliquias de la época romana. En un costado había montones de mantas de lino; en el de enfrente, unos cuantos montones de ropas desechadas.

—Deje sus cosas en las baldas —animó Martin—. Los baños son un circuito, por lo que volveremos aquí al salir.

El y Granby ya se estaban quitando la ropa.

—¿Tenemos tiempo para bañarnos ahora? —preguntó Laurence un poco receloso.

Martin se detuvo en su intento de quitarse las botas.

—Esto sólo era un paseo, ¿no, Granby? No es como si hubiera necesidad de apresurarse. La cena no se va a servir hasta dentro de unas horas.

—A menos que tenga algo urgente que atender —dijo Granby a Laurence de forma tan poco cortés que Martin los miró sorprendido, como si acabara de darse cuenta en ese momento de la tensión existente entre ellos.

Laurence frunció los labios y se tragó unas duras palabras. No podía controlar a todos los aviadores hostiles a un miembro de la Armada, y en cierto modo comprendía el resentimiento. Tendría que salir adelante igual que si fuera un guardiadragón recién llegado a bordo.

—No, en absoluto —fue todo lo que dijo.

Laurence los imitó, salvo que dispuso las ropas con más cuidado en dos ordenados montones y depositó la chaqueta encima de ambos en lugar de arrugarla al doblarla, aunque no estaba muy seguro de por qué se tenían que desnudar para recorrer los baños.

Luego, salieron de la sala hacia la izquierda por un pasillo al término del cual cruzaron otra puerta metálica. Vio que servía para desvestirse en cuanto la traspasaron. La habitación siguiente estaba tan llena de vapor que apenas podía ver a más de un brazo de distancia, y nada más entrar empezó a chorrear. La chaqueta y las botas se hubieran estropeado y todo lo demás se hubiera empapado de haber entrado vestido. El efecto del vapor sobre la piel desnuda era muy agradable, le faltaba poco para quemar, y los músculos se relajaban después del largo viaje de una forma muy confortable.

La estancia estaba enlosada, con bancos que salían de la pared a intervalos regulares. Había unos pocos hombres más tumbados en medio del vapor. Granby y Martin saludaron a un par con sendos asentimientos de cabeza mientras se dirigían a la estancia oscura del fondo. Era una sala más calurosa, pero se trataba de un calor seco, y una piscina recorría la práctica totalidad de su extensión.

—Ahora estamos debajo del patio —dijo Martin a la vez que señalaba con el dedo— y por este motivo la Fuerza Aérea posee este lugar.

Había profundos nichos a lo largo del gran muro a intervalos regulares. Un enrejado de hierro forjado los separaba del resto de la habitación, dejándolos no obstante a la vista. La mitad de los huecos estaban vacíos, pero los demás estaban acolchados con telas; cada uno de estos nichos contenía un único y enorme huevo.

—Ya sabe, hay que mantenerlos calientes; ya que no podemos tener a los dragones ocupados en empollar los huevos, les permitimos que los entierren cerca de volcanes y otros lugares similares, tal y como harían si vivieran en la naturaleza.

—¿Y no hay espacio para hacer una cámara separada para ellos? —inquirió Laurence, sorprendido.

—Naturalmente que lo hay —espetó Granby con brusquedad.

Martin le lanzó una mirada e intervino veloz, antes de que Laurence pudiera reaccionar.

—Como ve, todos entramos y salimos de aquí bastante a menudo —dijo apresuradamente—, por lo que podemos darnos cuenta de si alguno de los huevos comienza a parecer un poquito más duro.

Laurence, que aún seguía conteniendo su mal humor, dejó pasar el comentario de Granby y asintió a Martin con un movimiento de cabeza. Había leído en los libros de sir Edward cuan impredecible era un dragón recién salido del huevo. Los criadores eran capaces de acortar muy poco el proceso de la incubación, que llevaba meses, o años en el caso de las especies más grandes, incluso a pesar de conocerlas de antemano.

—Creemos que el Caza Alado de ahí podría eclosionar pronto, eso sería memorable —continuó Martin mientras señalaba con el dedo un huevo dorado oscuro moteado de lunares de amarillo más brillante y contornos débilmente perlados—. Ése es el que puso Obversaria, la dragona insignia del canal de la Mancha. Fui alférez de banderas con ella nada más terminar mi adiestramiento. No hay criatura de su clase que la iguale en las maniobras.

Los dos aviadores contemplaron los huevos con expresiones de ansia y nostalgia. Cada uno de aquellos huevos representaba una rara posibilidad de promoción, incluso más insegura que el favor del Almirantazgo, que se podía buscar con halagos o ganar por el valor demostrado en el campo de batalla.

—¿Ha servido a bordo de muchos dragones? —le preguntó Laurence a Martin.

—Sólo en Obversaria y luego en Inlacrimas, que resultó herido en una escaramuza sobre el canal hace un mes, y aquí estoy, en tierra —contestó Martin—, pero se habrá recuperado para el servicio en un mes y obtuve un ascenso sirviendo a bordo de él, por lo que no me puedo quejar. Me acaban de hacer guardiadragón. Y Granby ha estado con más. Cuatro, ¿no es verdad? ¿Con quién estuviste antes de Laetificat?

—Excursius, Fluitare y Actionis —respondió Granby, escueto.

El primer nombre bastó. Laurence comprendió al fin y su rostro se endureció. Aquel tipo era probablemente amigo del teniente Dayes; en cualquier caso, ambos habían sido el equivalente a camaradas de a bordo hasta hacía poco y ahora le resultaba claro que el comportamiento ofensivo de Granby no respondía al resentimiento general de un aviador hacia un miembro de la Armada, sino también a una cuestión personal y, de ese modo, era una extensión del insulto original de Dayes.

Laurence estaba lejos de tolerar cualquier desaire por tal causa.

—Continuemos, caballeros —dijo con brusquedad.

No permitió nuevos retrasos durante el resto de la visita y dejó que Martin llevara el peso de la conversación como hasta el momento sin responder nada que revelase información alguna. Volvieron al vestidor tras completar el circuito de las termas y, después de que se hubieron vestido, Laurence dijo con voz tranquila pero firme:

—Señor Granby, ahora me va a llevar a la zona de alimentación y luego podrá irse. —Debía dejarle claro a aquel joven que no iba a tolerar la falta de respeto. Tendría que frenar a Granby si cometía otra tontería, y era mucho mejor que eso ocurriera en privado—. Señor Martin, le quedo muy agradecido por su compañía y sus explicaciones. Han sido de lo más valioso.

—No hay nada que agradecer —respondió Martin mirando alternativamente a Laurence y Granby con desconfianza, como si temiera que fuera a pasar algo si los dejaba a solas, pero Laurence había dejado clara su indirecta y, a pesar de la informalidad, Martin apreció que tenía casi la fuerza de una orden—. Supongo que los veré a los dos en la cena. Hasta entonces.

Laurence continuó en silencio junto a Granby hacia el área de alimentación, o más bien a un saliente desde el que se divisaba el final del valle de adiestramiento. La boca de aquel callejón sin salida natural se veía en el lejano confín del valle y Laurence alcanzaba a ver a varios pastores trabajando. Granby le explicó con voz inexpresiva que, cuando se les hacían señales desde el saliente, éstos recogían el número aproximado de animales para cada dragón y los enviaban al valle, donde cada uno los podía cazar y comer en tanto en cuanto no se desarrollara ningún vuelo de entrenamiento.

—Es bastante sencillo, o eso espero —dijo Granby, concluyendo con un tono que resultaba harto desagradable, otro paso más allá de la raya, tal y como había temido Laurence.

—Señor —le corrigió Laurence en voz baja. Granby parpadeó confuso durante un momento y Laurence repitió—: Es bastante sencillo, señor.

Esperaba que supusiera un aviso para Granby de cara a futuras faltas de respeto, pero de forma casi inconcebible, el teniente le replicó:

—No estamos en ningún acto oficial, sea lo que sea a lo que estuviera acostumbrado en la Armada.

—Estoy acostumbrado a la cortesía. Donde no la recibo, insisto al menos en obtener el respeto debido al rango —contestó Laurence sin contener ya su mal genio; lanzó una mirada feroz a Granby y sintió que le subían los colores—. Va a corregir el tratamiento de inmediato, teniente Granby, o por Dios que haré que le degraden por insubordinación. Dudo que la Fuerza Aérea se lo tome tan a la ligera a la luz de lo que se podría deducir de su comportamiento.

Granby se puso muy pálido. El arrebol sobresalió por encima de la piel quemada por el sol de los pómulos.

—Sí, señor —dijo, y de pronto se puso en posición de firmes.

—Retírese, teniente —ordenó de inmediato, y se dio la vuelta para mirar el campo con los brazos sujetos a la espalda mientras Granby se alejaba.

No quería ni volver a ver a aquel tipo.

Cuando se le pasó el arrebato de justa cólera, se sintió fatigado y abatido por haber sido tratado de semejante forma. Además, ahora debía atenerse a las consecuencias que sabía que traería el haber reprendido a aquel hombre. En el primer instante de su encuentro, Granby le había parecido bastante amigable y simpático por naturaleza, e incluso aunque no lo fuera, seguía siendo un aviador y él, un intruso. Los compañeros de Granby le apoyarían, por descontado, y su hostilidad hacia él haría más desagradable su situación.

Pero no había alternativa, no se podía tolerar una manifiesta falta de respeto, y Granby sabía perfectamente que su comportamiento era inaceptable. Laurence seguía alicaído cuando regresó al interior. Su humor mejoró sólo cuando descubrió al entrar al patio que Temerario se había despertado y le esperaba.

—Lamento haberte abandonado durante tanto tiempo —dijo Laurence al tiempo que se apoyaba contra su ijada y le daba unas palmadas, más para confortarse a sí mismo que para contentar al dragón—. ¿Te has aburrido mucho?

—No, en absoluto —dijo Temerario—. Se acercó mucha gente y estuvieron hablando conmigo. Algunos me tomaron medidas para un nuevo arnés. También he estado hablando con Maximus y me ha dicho que vamos a practicar juntos.

Laurence saludó con una inclinación de cabeza al Cobre Regio, que momentáneamente había abierto un ojo soñoliento al oír mencionar su nombre y que de inmediato lo volvió a cerrar.

—¿Tienes hambre? —preguntó Laurence después de volverse hacia Temerario—. Debemos levantarnos a primera hora para volar para Celeritas, el director de prácticas de la base —agregó—. Lo más probable es que no tengas tiempo de desayunar por la mañana.

—Sí, me gustaría comer —contestó Temerario, que no parecía nada sorprendido por tener a un dragón como director de prácticas.

Laurence se sintió un poco absurdo por su primera reacción de sorpresa ante la pragmática respuesta del dragón. Temerario, por supuesto, no veía nada extraño en aquello.

No se molestó en atarse del todo al arnés para el corto trayecto hasta el saliente, donde desmontó para permitir a Temerario cazar sin pasajero. El sencillo placer de verle remontar el vuelo y lanzarse en picado con tanta gracilidad le fue de gran ayuda para sosegar los pensamientos de Laurence. No importaba cómo reaccionaran los aviadores ante él, su posición estaba tan segura como ningún capitán de barco podía esperar. Había tenido experiencia a la hora de enfrentarse a hombres mal predispuestos si su tripulación llegaba a ese extremo, y el ejemplo de Martin al menos demostraba que no todos los oficiales iban a tener prejuicios contra él desde el principio.

Había otro motivo de consuelo. Laurence escuchó un murmullo entusiasta mientras Temerario caía en picado y levantaba del suelo una pesada vaca de pelaje enmarañado para luego sentarse a comérsela. Alzó la vista y vio asomar una hilera de pequeñas cabezas en las ventanas superiores.

—Ése es el Imperial, ¿verdad, señor? —le preguntó uno de los muchachos de pelo color arena y cara redonda.

—Sí, ése es Temerario —respondió.

Laurence siempre se había esforzado en la educación de los jóvenes a su cargo, lo que había permitido que su nave fuera considerada un lugar excelente para cualquier rapazuelo. Procedía de una familia numerosa y había tenido muchos camaradas en la Marina, por lo que había gozado de mucho trato con niños, con buenos resultados en su mayoría. A diferencia de muchos adultos, no se sentía del todo a disgusto en su compañía, incluso aunque fueran más jóvenes que la mayoría de sus guardiamarinas.

—¡Mira, mira, fantástico! —gritó otro más pequeño de pelo negro mientras señalaba con el dedo.

Temerario volaba casi rozando el suelo y recogía las tres ovejas que habían liberado para él antes de detenerse para volver a comer.

—Me atrevería a decir que tenéis más experiencia sobre el vuelo de dragones que yo. ¿Demuestra habilidad?

—Oh, sí —fue la respuesta general y entusiasta—. Los acorrala en un abrir y cerrar de ojos —contestó el muchacho de pelo color arena adoptando un tono profesional—, y se despliega bien, sin malgastar un batido de alas. Caray, es estupendo —agregó recuperando su condición de niño pequeño cuando el dragón echó las alas hacia atrás para atrapar la última vaca.

—Señor, aún no ha elegido a sus mensajeros, ¿verdad? —preguntó expectante el muchacho de pelo negro, lo cual despertó un clamor entre los demás.

Todos pregonaron su valía para que Laurence tuviera información suficiente cuando pidiera que asignaran a la tripulación del dragón a los cadetes más idóneos.

—No, e imagino que lo haré siguiendo el consejo de vuestros instructores —contestó con simulada severidad—, por lo que me atrevería a decir que deberíais prestarles toda vuestra atención en las próximas semanas. Listo, ¿ya has saciado el apetito? —preguntó cuando Temerario se reunió con él en el saliente, aterrizando al borde del mismo con un perfecto equilibrio.

—Oh, sí. Estaban muy ricas, pero estoy todo manchado de sangre. ¿Podemos ir a que me laves?

Laurence se dio cuenta tarde de que habían omitido ese detalle en la visita. Alzó la vista hacia los muchachos.

—Caballeros, he de pedirles una dirección para poder llevarle al lago a que se bañe.

Todos le clavaron las miradas con ojos redondos como platos.

—Nunca he oído que un dragón se bañe —apuntó uno.

—¿Se imagina intentando lavar a un Regio? —agregó el de pelo color arena—. Llevaría siglos. Por lo general, se lamen los hocicos y se limpian las garras, como los gatos.

—Eso no suena demasiado bien. Me gusta estar aseado aunque lleve mucho trabajo —dijo Temerario, que miraba a Laurence con desasosiego.

El contuvo una exclamación y dijo con serenidad:

—Lleva mucho trabajo, sin duda, pero así son muchas de las cosas que hay que hacer. Iremos al lago enseguida. Aguarda sólo un momento, Temerario. Voy a buscar algunos trapos.

—¡Yo le traigo algunos!

El chico de pelo color arena desapareció de las ventanas y el resto lo siguió de inmediato. Cinco minutos escasos más tarde, media docena de ellos irrumpió en el saliente con un montón de trapos mal doblados de cuya procedencia Laurence sospechó.

Los aceptó de todos modos y les dio las gracias con gravedad antes de encaramarse encima del dragón, tomó nota mentalmente del muchacho de pelo color arena. Tenía la clase de iniciativa que a él le gustaba y le pareció un oficial en potencia.

—Mañana podríamos traer nuestros arneses de fusilero para subir a bordo y ayudar —añadió el muchacho con expresión demasiado candida.

Laurence le observó y se preguntó si debería poner lieno a aquel desparpajo, pero en el fondo le encantaba su entusiasmo, por lo que se contentó con responder con voz firme:

—Ya veremos.

Permanecieron observando en el saliente. Laurence vio sus ávidos rostros hasta que el dragón giró al llegar al castillo y los perdió de vista. Una vez en el lago, dejó que Temerario nadara para limpiarse la mayor parte de la sangre y luego lo secó con especial mimo. Para un hombre que había crecido pisando cubiertas fregadas a diario con arena resultaba vergonzoso que los aviadores dejaran que los dragones se limpiaran ellos mismos.

—Temerario, ¿te rozan? —preguntó al tiempo que tocaba las cinchas.

—Ahora menos —respondió volviéndose para mirar—. Mi piel se endurece cada vez más, y las muevo un poco cuando me molestan. Entonces, noto el alivio enseguida.

—Amigo, me he cubierto de oprobio —dijo Laurence—. Nunca debí dejártelo puesto. De ahora en adelante, no lo llevarás ni un instante más de lo necesario para que volemos juntos.

—Pero ¿no son obligatorias, como tus ropas? —inquirió el dragón—. No quisiera que nadie pensara que no estoy educado.

—Te pondré una gran cadena alrededor del cuello, y eso servirá —contestó a Temerario al pensar en el collar de oro que lucía Celeritas—. No voy a hacerte sufrir por una costumbre que hasta donde logro entender es pura pereza. Y tengo intención de quejarme en términos enérgicos al próximo almirante que vea.

Cumplió lo dicho y le quitó el arnés a Temerario en cuanto aterrizaron en el patio. El dragón miró con cierto nerviosismo a los demás dragones, que los habían observado con interés desde el momento en que regresaron, con Temerario aún goteando agua del lago. Ninguno de ellos parecía sorprendido, sólo curioso. Temerario se relajó por completo y se tumbó sobre las cálidas losas después de que Laurence le quitara la cadena de oro y perlas y la envolviera en torno a una de sus garras, como si fuera un anillo.

—Es más agradable no llevarlo puesto. No me había dado cuenta de cuánto molestaba —le confesó a Laurence en voz baja.

Se rascó en un punto oscuro de su pelaje donde el roce de una hebilla había aplastado varias escamas hasta hacer una callosidad.

Laurence se entretuvo limpiando el arnés y lo acarició en señal de disculpa.

—Te pido perdón —dijo con remordimiento mientras miraba la zona irritada—. Voy a intentar encontrar un emplasto para esas marcas.

—Yo también me quiero quitar el mío —gorjeó de repente uno de los Winchesters, que bajó de un salto del lomo de Maximus para aterrizar delante de Laurence—. ¿Lo hará usted?, por favor.

Laurence vaciló. No le parecía correcto tocar la criatura de otro hombre.

—Creo que el único que te lo puede quitar es tu cuidador —respondió—. No deseo ofenderle.

—No viene desde hace tres días —explicó el Winchester con voz triste y dejó caer la cabeza.

El Winchester tenía el tamaño de un par de caballos de tiro y su hombro apenas si sobresalía por encima de la cabeza de Laurence. Al examinarlo más de cerca, vio en la piel marcas con regueros de sangre seca. Su arnés, a diferencia del de otros dragones, no parecía especialmente limpio ni bien cuidado; había manchas y remiendos muy toscos.

—Acércate y deja que te eche un vistazo —dijo Laurence en voz baja mientras retomaba los trapos, aún húmedos con el agua del lago, y comenzó a limpiar al pequeño dragón.

—Gracias —dijo el Winchester mientras se inclinaba felizmente hacia la tela. Luego, añadió con timidez—: Me llamo Levitas.

—Yo soy Laurence, y él, Temerario.

—Laurence es mi capitán —dijo Temerario con un dejo de beligerancia en el tono de su voz y enfatizando el posesivo.

Laurence alzó los ojos hacia él con sorpresa e interrumpió el proceso de limpieza para dar una palmada al costado de Temerario, que se dejó caer y contempló con los ojos entrecerrados cómo el antiguo marino terminaba de limpiar al pequeño dragón.

—¿Quieres que averigüe qué le ha pasado a tu cuidador? —le preguntó a Levitas con una última palmada—. Tal vez no se sienta bien, pero estoy seguro de que se recuperará pronto.

—Oh, no creo que esté enfermo —contestó Levita con aquella misma tristeza—. Pero la limpieza hace que ya me sienta mucho mejor —agregó mientras frotaba la cabeza contra el hombro de Laurence en gesto de gratitud.

Temerario emitió un murmullo de desaprobación y dobló las garras contra la piedra. Levitas voló directamente detrás de Maximus con un grito de alarma y se acurrucó de nuevo junto al otro Winchester. Laurence se volvió hacia Temerario y le dijo bajito:

—Vamos, ¿por qué esos celos? No te va a molestar que le limpie un poco cuando su cuidador no lo atiende.

—Eres mío —dijo con obstinación Temerario. Después de un momento, sin embargo, escondió la cabeza como si estuviera avergonzado y añadió con un hilo de voz—: Él sería más fácil de limpiar.

—No dejaría un centímetro de tu piel sin limpiar aunque tuvieras dos veces el tamaño de Laetificat —dijo Laurence—, pero tal vez vea mañana si a alguno de los chicos le gustaría lavarle.

—Oh, eso estaría bien —dijo Temerario, animándose—. No termino de comprender por qué no ha acudido su cuidador. Tú nunca te ausentarías tanto tiempo, ¿verdad?

—Nunca, a menos que me retuvieran por la fuerza —dijo Laurence.

Él mismo no lo entendía. Le parecía plausible que el hombre que enjaezaba a una criatura corta de luces no encontrara intelectualmente satisfactoria su compañía, pero lo menos que hubiera esperado era el afecto sencillo con el que James trataba a Volatilus, y aunque más pequeño, Levitas era sin lugar a dudas más inteligente que Volly. Tal vez eso explicara que hubiera menos hombres entregados al trabajo entre los aviadores que en las demás ramas del servicio, aunque dada la escasez de animales, era una verdadera lástima ver a un dragón reducido al abandono, lo cual forzosamente debía de afectar al rendimiento del animal.

Laurence se llevó consigo el arnés fuera del patio del castillo y se dirigió hacia uno de los grandes galpones donde trabajaba el personal de mantenimiento. Varios hombres seguían sentados enfrente de los barracones, fumando cómodamente, a pesar de ser ya última hora del día. Lo miraron con curiosidad, sin saludarlo, pero tampoco con una actitud hostil.

—Ah, usted debe de ser el cuidador de Temerario —dijo uno de ellos mientras extendía la mano para recoger el arnés—. ¿Se ha roto? Tendremos preparado un arnés como Dios manda para su dragón en unos cuantos días, pero entretanto lo podemos remendar.

—No, sólo necesita una limpieza —repuso Laurence.

—Aún no tiene un encargado de arneses. No nos pueden asignar como vuestro personal de tierra hasta que sepamos cómo se va a entrenar el dragón —explicó el hombre—, pero nos haremos cargo. Hollin, limpia un poco eso, ¿de acuerdo? —gritó para atraer la atención de otro hombre más joven que trabajaba una pequeña pieza de cuero dentro del barracón.

Hollin salió limpiándose la grasa en el mandil y tomó el arnés con unas manazas de apariencia capacitada.

—Enseguida lo tendrá. ¿Me dará algún problema el animal cuando se lo vuelva a poner?

—Eso no va a ser necesario, gracias. Está más cómodo sin arnés. Limítese a dejarlo junto a él —contestó Laurence con voz firme, ignorando las miradas que se ganaba con esas palabras—. Ah, el arnés de Levitas requiere también atención.

—¿Levitas? Bueno, hombre, yo diría que es su capitán quien debe hablar del tema con su tripulación —apuntó el primer hombre mientras chupaba la pipa con gesto pensativo.

Aquello era totalmente cierto. No obstante, era una respuesta decepcionante. Laurence dirigió una mirada prolongada y gélida, y dejó que el silencio hablara por él. El hombre se removió al sentirse algo incómodo bajo el escrutinio de aquella mirada.

—Si hay que reprenderles para que hagan su trabajo, se hace. Creía que tener la certeza de que el bienestar de un dragón corre peligro bastaría para que cualquier miembro de la Fuerza Aérea procurara remediar esa situación.

—Yo me encargaré cuando deje el arnés junto a Temerario —contestó apresuradamente Hollín—. No me importa. Es tan pequeño que lo haré en un periquete.

—Gracias, señor Hollín. Me alegra ver que no estaba en un error —dijo Laurence, que se dio la vuelta para regresar al castillo.

Escuchó murmurar a sus espaldas:

—Es una verdadera fiera. No me gustaría formar parte de su tripulación.

Oír ese comentario no resultaba nada agradable. Nunca le habían considerado un capitán duro y se enorgullecía de que su tripulación hubiera acatado sus órdenes más por respeto que por el miedo o la mano dura. La mayoría de su dotación estaba integrada por voluntarios.

También era consciente de que él había tenido su parte de culpa. En verdad, se había pasado de la raya al hablar con tal dureza del capitán de Levitas, y éste tendría todo el derecho del mundo a quejarse, pero Laurence no se arrepentía. Había desatendido a Levitas de forma flagrante y no había forma de conciliar su sentido del deber con dejar al animal abandonado en su malestar. Por una vez, la informalidad de la Fuerza Aérea podría jugar a su favor. La insinuación no se tomaría como una interferencia directa ni como un verdadero ultraje si había un poco de suerte, algo que hubiera sucedido si siguiera en la Armada.

No había tenido un primer día muy prometedor. Se sentía cansado y desanimado. No había nada realmente inaceptable como había temido, nada tan malo que resultara insoportable, pero tampoco nada fácil ni familiar. No podía sino añorar las reconfortantes restricciones de la Armada que habían rodeado toda su vida, y albergó el deseo imposible de que él y Temerario pudieran volver a la cubierta del Reliant, con el vasto océano a su alrededor.

Capítulo 6

Le despertó el sol que entraba a raudales por las ventanas de la pared este. El olvidado plato frío le estaba esperando la noche anterior cuando al fin había subido a su dormitorio. Al parecer, Tolly había sido fiel a su palabra. Un par de moscas se habían posado sobre la comida, pero aquello no era nada para un marino. Laurence las había espantado de un manotazo y se había comido hasta las migajas. Sólo pretendía descansar un rato antes de la cena y de darse un baño. Se pasó casi un minuto parpadeando y mirando al techo antes de darse cuenta de que se le había hecho tarde.

Entonces, se acordó del adiestramiento y se incorporó con urgencia. Se había dormido con la camisa y los pantalones de montar puestos, pero por fortuna tenía una muda de cada, y su chaqueta estaba razonablemente limpia. Tenía que acordarse de encontrar un sastre en la zona al que le pudiera encargar otra. Se debatió un poco al ponérselas sin ayuda de un criado, pero se las arregló y se sintió presentable cuando descendió al fin.

La mesa de oficiales de alto rango estaba casi vacía. Granby no se encontraba allí, pero notó el efecto de su presencia en las miradas de soslayo de dos jóvenes que se sentaban juntos en la esquina desocupada de la mesa. Casi en un extremo de la habitación, un hombretón rechoncho de rostro rubicundo, sin chaqueta, comía a buen ritmo un plato lleno de huevos, morcilla y tocino. Laurence, con aire de inseguridad, miró a su alrededor en busca de un aparador.

—Buenos días, capitán. ¿Café o té? —preguntó Tolly, que estaba pegado a él, sosteniendo una tetera y una cafetera a la altura de su codo.

—Café, gracias —contestó Laurence con gratitud. Vació la taza y la extendió para que le sirviera más sin darle tiempo a que se alejara—. ¿Nos servimos nosotros mismos? —le preguntó.

—No. Ahí viene Lacey con huevos y tocino para usted. Si le apetece algo más, sólo tiene que pedirlo —respondió Tolly, que siguió su camino.

La sirvienta llevaba un grueso vestido hilado a mano. Dijo «buenos días», y a Laurence le pareció tan agradable ver un rostro amistoso que se descubrió devolviendo el saludo. Llevaba un plato tan caliente que humeaba, y no le importaron nada las convenciones sociales en cuanto probó el espléndido tocino, curado de una forma inusual y muy sabroso. Las yemas de los huevos eran de un naranja casi resplandeciente. Comió a toda prisa, con un ojo puesto en las áreas del suelo iluminadas por los haces de luz que penetraban por las altas ventanas.

—No se vaya a atragantar —dijo el hombre regordete, que le miró de arriba abajo—. Tolly, más té —bramó. Su voz era tan potente como para hacerse oír en medio de una tormenta—. ¿Es usted Laurence? —quiso saber mientras volvían a llenarle la taza.

El interpelado terminó de tragar y contestó:

—Sí, señor, pero usted me lleva ventaja…

—Me llamo Berkley —dijo el otro—. Escuche un momento, ¿qué clase de tonterías le está metiendo a su dragón en la cabeza? Mi Maximus ha estado rezongando toda la mañana algo de que quería bañarse y de que le quitara el arnés. Todo estupideces…

—No lo veo de ese modo, señor. Para mí, eso es preocuparme por la comodidad de mi dragón —contestó Laurence en voz baja, sujetando con fuerza los cubiertos.

Berkley le devolvió una mirada iracunda.

—¡Anda! Maldita sea, ¿sugiere que desatiendo a Maximus? Nadie ha lavado jamás a los dragones. No les importa ir un poco sucios, para eso tienen esa piel…

Laurence contuvo el genio y la lengua. Sin embargo, había perdido el apetito, por lo que depositó en la mesa cuchillo y tenedor.

—Evidentemente, su dragón está en desacuerdo. ¿Se considera usted mejor juez que él para determinar lo que le desagrada?

Berkley le puso cara de pocos amigos y luego soltó una risotada.

—Bueno, es usted un verdadero escupefuegos, no cabe duda. ¡Y yo que pensaba que los tipos de la Armada eran todos tan estirados y prudentes! —Vació la taza de té y se levantó de la mesa—. Le veré más tarde. Celeritas quiere evaluar cómo vuelan juntos Maximus y Temerario.

Saludó con un asentimiento, al parecer con sincera simpatía, y se marchó.

Laurence se quedó un poco perplejo ante aquel cambio de humor tan brusco. Entonces, se dio cuenta de que se iba a retrasar y no quiso dedicar más tiempo al incidente. Temerario le aguardaba con impaciencia. Laurence pagó entonces el precio de su virtud al tener que ponerle de nuevo el arnés, y estuvo a punto de llegar con retraso al patio a pesar de la ayuda de dos miembros del personal de tierra a los que hizo acudir.

Celeritas aún no había llegado al patio cuando ellos aterrizaron, pero poco después de su entrada, Laurence vio emerger al dragón de las aberturas talladas en la pared del risco. Evidentemente, aquéllos eran aposentos privados, tal vez para los dragones de más edad o mayor reputación. Celeritas desplegó las alas y sobrevoló el patio para aterrizar limpiamente sobre las patas traseras. Examinó a Temerario con gesto pensativo.

—Mmm. Sí, excelente capacidad torácica. Aspira, por favor. Sí, sí. —Se apoyó sobre las cuatro patas—. Vamos a ver… Déjame echarte un vistazo. Da dos vueltas completas al valle, la primera vuelta en horizontal y la segunda en vuelo invertido. Ve a un ritmo cómodo. Pretendo evaluar tu forma de volar, no tu velocidad.

Le empujó con la cabeza con suavidad y Temerario saltó hacia atrás para subir a lo alto rápidamente.

—Con cuidado —gritó Laurence a la vez que daba un tirón a las riendas para recordárselo. Temerario voló a un ritmo más moderado a regañadientes. Planeó con facilidad para hacer los giros y luego los rizos. Celeritas lo llamó cuando regresaban de dar la segunda vuelta—. Ahora hazlo de nuevo, pero deprisa.

Laurence se pegó al cuello de Temerario cuando empezó a batir las alas a un ritmo frenético. Al pasar, el viento le silbó en los oídos con fuerza. Iba más rápido de lo que habían volado jamás, y resultaba estimulante. No pudo evitar proferir un pequeño chillido al oído del dragón cuando entraron en la curva a toda velocidad.

Se dirigieron de regreso al patio una vez completada la segunda vuelta. La respiración de Temerario apenas se había acelerado, pero un bramido estruendoso y repentino llegó de lo alto, y una enorme sombra negra les cayó encima cuando habían cruzado la mitad del valle. Laurence alzó la vista alarmado y vio a Maximus lanzándose en picado hacia su trayectoria de tal modo que creyó que les iba a embestir. Temerario se tensó y se detuvo bruscamente para mantenerse suspendido en el aire. Maximus pasó volando cerca de ellos para remontar el vuelo otra vez cuando estaba rozando el suelo.

—¿Qué diablos pretendía con eso, Berkley? —rugió Laurence con toda la fuerza de sus pulmones mientras se alzaba sobre el arnés. Estaba hecho un basilisco y agitaba las manos con que sujetaba las riendas—. Señor, va a explicarse ahora mismo o…

—¡Dios mío! ¿Cómo ha hecho eso? —le contestó Berkley con total normalidad, aunque a Laurence no le parecía haber hecho nada fuera de lo corriente. Maximus seguía volando con calma de vuelta al patio—. Celeritas, ¿has visto eso?

—Sí. Haz el favor de venir y aterrizar, Temerario —dijo Celeritas, llamándole desde el patio—. Se le han echado encima cumpliendo órdenes, capitán. No se sulfure —le explicó a Laurence en cuanto Temerario aterrizó limpiamente en el borde—. Es de vital importancia verificar la reacción natural de un dragón cuando se le sorprende desde arriba, desde donde no podemos ver. A menudo, es un instinto que no se puede superar con ningún tipo de entrenamiento.

Laurence seguía aún bastante agitado, al igual que Temerario, quien le dijo a Celeritas con tono de reproche:

—Ha sido muy desagradable.

—Sí, lo sé. También me lo hicieron a mí cuando comencé a entrenar —intervino Maximus con tono jovial, sin señal de arrepentirse—. ¿Cómo has conseguido quedarte suspendido en el aire de esa manera?

—Ni lo he pensado —respondió Temerario, que se había aplacado un poco—. Supongo que me limité a batir las alas de otro modo.

Laurence acarició el cuello de su dragón para confortarlo mientras Celeritas examinaba de cerca la articulación de sus alas.

—Había asumido que se trataba de una habilidad normal, señor. Entonces, ¿es algo inhabitual? —preguntó Laurence.

—Sólo en el sentido de que es la única vez que lo he visto en mis doscientos años de experiencia —contestó secamente Celeritas mientras volvía a sentarse—. Un Caza Alado puede describir círculos cerrados, pero no mantenerse inmóvil en el aire de esa manera. —Se rascó la frente—. Hay que pensar la forma de darle utilidad a esa habilidad; al menos podremos convertirte en un bombardero infalible.


Cuando entraron a cenar, Laurence y Berkley seguían hablando del asunto y de cómo abordar el modo de ajustar los movimientos de Temerario y de Maximus. Celeritas los había tenido trabajando el resto del día, explorando las capacidades de maniobra de Temerario y haciendo que ambos dragones se marcasen el ritmo el uno al otro. Laurence ya sabía que Temerario era extraordinariamente rápido y habilidoso en el aire, por supuesto, pero resultó un gran placer y una satisfacción oírselo decir a Celeritas y ver con qué facilidad dejaba atrás a Maximus, de más edad y envergadura.

Celeritas había sugerido que incluso sería posible doblar la velocidad de vuelo de Temerario si conservaba la maniobrabilidad al crecer, que tal vez fuera capaz de salir de la formación y hacer una carrera en solitario para bombardear y volver a su posición a tiempo para efectuar un segundo vuelo con el resto de los dragones.

Berkley y Maximus se habían encargado de mantener a Temerario volando en círculos alrededor de ellos durante bastante tiempo. Los Cobres Regios eran los dragones de primer orden de la Fuerza Aérea, y Temerario jamás igualaría a Maximus en fuerza pura y potencia, sin duda, por lo que no había ninguna justificación para tener celos. De todos modos, Laurence se inclinaba a interpretar la ausencia de hostilidad como una victoria después de la tensión del primer día. El propio Berkley gastaba un humor extraño; era algo mayor para ser un capitán recién nombrado y se comportaba de forma peculiar, normalmente con una imperturbabilidad extrema, rota por ocasionales estallidos.

Pero a pesar de su peculiar forma de ser, parecía un oficial serio y entregado a su trabajo, y bastante amigable. De pronto, mientras se sentaban en la mesa vacía a la espera de que se le unieran los demás oficiales, le dijo a Laurence:

—Va a tener que enfrentarse a los celos, por supuesto, ya que no ha tenido que esperar para obtener una recompensa como todos los demás. Me pasé seis años esperando a Maximus. Ha merecido la pena, pero de seguir él en el cascarón, no sé si hubiera sido capaz de no odiarle al verle hacer cabriolas en un Imperial delante de mis narices.

—¿Esperar? —preguntó Laurence—. ¿Le asignaron a Maximus antes de que eclosionara?

—Desde el momento en que el huevo estuvo lo bastante frío para poder tocarlo —contestó Berkley—. Tenemos cuatro o cinco ejemplares de Cobre Regio por generación. La Fuerza Aérea no deja al azar quién se ocupa de ellos. Estaba en tierra cuando dije «Sí, gracias», y me senté aquí a contemplar el huevo y dar clase a esos rapaces con la esperanza de que no tardara demasiado en salir, y vaya si tardó, por Dios.

Berkley soltó una risotada y vació su vaso de vino.Laurence ya se había formado una alta opinión de la destreza de Berkley en el aire después de su mañana de trabajo, y parecía en verdad la clase de tipo a quien se le puede confiar un dragón poco común y valioso. No había duda de que sentía un gran afecto por Maximus y lo demostraba de un modo campechano. Al separarse de Maximus y Temerario en el patio, Laurence no pudo evitar oír que le decía:

—Supongo que no me vas a dejar en paz hasta que te haya quitado el arnés también, ¡diantre! —exclamó mientras ordenaba a la dotación de tierra que se encargara de ello.

Maximus estuvo a punto de derribarlo al tocarle para hacerle una caricia.

Los demás oficiales comenzaron a desfilar por la habitación. Casi todos eran más jóvenes que él y Berkley. Sus voces alegres y agudas llenaron rápidamente de bullicio el salón. Laurence estuvo un poco tenso al principio, pero sus miedos no se materializaron. Unos cuantos tenientes lo miraron con desconfianza y Granby se sentó lo más lejos posible, pero otros muchos le prestaron muy poca atención.

Un hombre alto, rubio y de nariz aguileña dijo en voz baja:

—Con su permiso, señor.

Se deslizó en el asiento contiguo al de Laurence. Aunque en la cena todos los oficiales de alto rango llevaban chaquetas y lazos de nudo, el recién llegado contrastaba de manera notable por lucir un lazo hecho con esmero y la chaqueta sin arrugas.

—Capitán Jeremy Rankin a su servicio —dijo cortesmente al tiempo que le tendía la mano—. Creo que no nos conocemos.

—No. Llegué ayer mismo. Soy el capitán Will Laurence, a su servicio —respondió Laurence.

Rankin estrechaba la mano con fuerza y se comportaba de manera agradable y natural. Laurence encontró muy grato conversar con él y no se sorprendió al saber que era uno de los hijos del conde de Kensington.

—Mi familia siempre ha enviado al tercer hijo a la Fuerza Aérea, y en los viejos tiempos, antes de que se constituyese el Cuerpo, cuando los dragones estaban reservados a la Corona, el bisabuelo de mi bisabuelo acostumbraba a enviar a dos hijos —le explicó Rankin—. Por eso, no tengo dificultades en ir a casa. Seguimos manteniendo una pequeña base para las escalas. Iba allí a menudo, incluso durante mi adiestramiento. Es una ventaja. Me gustaría que tuviéramos más aviadores —agregó en voz baja, mirando alrededor de la mesa.

Laurence no deseaba decir nada que se pudiera interpretar como una crítica. Rankin podía insinuarlo al ser uno de ellos; sin embargo, si él hacía un comentario, sólo podría considerarse ofensivo.

—Debe de ser duro para los niños dejar el hogar a una edad tan temprana —repuso con más tacto—. En la Armada, nosotros… Es decir, la Armada no admite muchachos hasta los doce años, e incluso entonces se les envía a tierra entre viajes y pasan un tiempo en casa. ¿Ya usted qué le parece, señor? —añadió, volviéndose a Berkley.

—Mmm —respondió Berkley mientras tragaba. Dirigió una mirada algo dura a Rankin antes de responder a Laurence—. No sabría decirle. Supongo que berrean un poco, pero se acaban acostumbrando y los tenemos todo el día de un lado para otro para que no sientan nostalgia de sus hogares.

Volvió a concentrar su atención en la comida sin hacer intento alguno de mantener viva la conversación y Laurence tuvo que volverse y continuar su discusión con Rankin.

—Llego tarde… ¡Vaya!

Era un joven espigado cuya voz aún no había cambiado, aunque era alto para su edad, quien se acercaba con prisa a la mesa presentando cierto desaliño. La mitad de su melena pelirroja se había salido de la trenza. Se detuvo de forma brusca al borde de la mesa; luego tomó asiento al otro lado de Rankin con lentitud y a regañadientes ya que aquél era el único sitio vacío. Era capitán a pesar de su juventud. Lucía una chaqueta con dos barras doradas en los hombros.

—¡Anda, Catherine! No, no, llegas a tiempo. Permíteme que te escancie un poco de vino —dijo Rankin.

Aunque ya había mirado al muchacho con sorpresa, Laurence pensó que había oído mal. Luego comprobó que no era así. El muchacho era en realidad una joven dama. Laurence miró a su alrededor sin comprender: no parecía preocuparle a nadie y desde luego no era un secreto. Rankin se dirigía a ella con amabilidad y tonos formales, sirviéndole de las fuentes.

—Permitid que os presente —agregó Rankin, volviéndose hacia el marino—. Capitán Laurence, de Temerario, miss… Oh, no, lo olvidaba, es decir, capitana Catherine Harcourt, de… esto… Lily.

—Hola —murmuró la joven sin levantar la vista.

Laurence notó cómo le enrojecían las mejillas. Ella se sentaba ahí con unos pantalones de amazona que mostraban la forma de sus piernas y una blusa sujeta sólo por un lazo en el cuello. Fijó su mirada en el recatado cogote de la joven y consiguió decir:

—A su servicio, miss Harcourt.

Al menos, sus palabras le hicieron alzar la cabeza.

—No: es capitana Harcourt —puntualizó.

Era pálida, y esa blancura exponía muy a la vista una miríada de pecas, pero estaba claramente resuelta a defender sus derechos. Lanzó a Rankin una mirada desafiante mientras hablaba.

Laurence había utilizado el tratamiento de forma automática, sin intención de ofender, aunque según parecía lo había hecho.

—Le pido perdón, capitana —apostilló de inmediato al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de disculpa. Sin embargo, resultaba verdaderamente difícil dirigirse a ella de aquella forma; al pronunciarlo, el título se trababa en la lengua y le resultaba extraño. Temía que hubiera sonado forzado y artificioso—. No pretendía faltarle al respeto.

Ahora identificaba también el nombre del dragón. Aunque había muchas más consideraciones que hacer en lo concerniente a la inusual jornada de ayer, le vino a la mente aquel detalle y dijo con cortesía:

—Creo que tiene una dragona Largario.

—Sí, ésa es mi Lily —contestó.

—Tal vez no esté al tanto, capitán Laurence, de que los Lárganos no aceptan cuidadores masculinos. Es una de esas raras singularidades suyas, a las cuales debemos estarles agradecidos, de lo contrario nos veríamos privados de tan encantadora compañía —dijo Rankin mientras hacía un gesto de asentimiento a la chica.

Había un timbre irónico en su voz que hizo torcer el gesto a Laurence. Era evidente que la joven se hallaba muy a disgusto y Rankin la hacía sentir peor. Había vuelto a agachar la cabeza y miraba su plato con los labios exangües y fruncidos por el descontento.

—Hace falta mucho valor por su parte para asumir tal deber, m… capitana Harcourt. Un vaso… esto es, un vaso a su salud —dijo Laurence, que después de corregirse en el último momento, hizo el brindis y tomó un sorbito.

No le parecía apropiado obligar a beber una copa entera de vino a una chiquilla.

—No más que el de cualquier otra persona —contestó en un hilo de voz; luego, con cierto retraso, tomó su propia copa y la alzó en correspondencia—. A la vuestra, quería decir.

Repitió en su fuero interno el nombre y el rango de la muchacha. Sería de mala educación volver a equivocarse de nuevo después de que ya le habían corregido una vez, pero era muy extraño que aún no confiara enteramente en sí mismo. Procuró mirarle sólo al rostro, y nada más. Le ayudaba un poco a cumplir ese propósito su aspecto aniñado, con el pelo recogido y tirante, así como las ropas masculinas que le habían llevado a confusión en un primer momento. Supuso que eso se debía a que se la obligaba a ir vestida de hombre, aunque eso no sólo le parecía vergonzoso, sino también ilegal.

Le hubiera gustado hablarle, aunque hubiera sido difícil no formularle preguntas, pero no podía llevar una conversación paralela a la de Rankin. Se permitió maravillarse en privado de sus propios pensamientos. Resultaba sorprendente pensar que todos los Lárganos estaban capitaneados por mujeres. Después de estudiar la menuda figura de la muchacha, se preguntó cómo soportaba el trabajo. Él mismo se encontraba maltrecho y fatigado después de todo un día de vuelo, y aunque quizás un arnés adecuado disminuiría los esguinces, le resultaba difícil creer que una mujer se las pudiera arreglar un día tras otro. Aquello era una crueldad pero, por supuesto, no se podía prescindir de los Lárganos. Eran probablemente los dragones ingleses más letales, sólo comparables con los Cobres Regios, y sin ellos las defensas aéreas de Inglaterra serían terriblemente vulnerables.

Su primera cena pasó de forma mucho más grata de lo esperado con aquella curiosidad ocupando su mente y la cortés conversación de Rankin. Se levantó de la mesa animado, a pesar de que la capitana Harcourt y Berkley se habían mostrado silenciosos y poco comunicativos durante toda la cena. Cuando ya estaban de pie, Rankin se volvió hacia él y le preguntó:

—Si no tiene ningún otro compromiso, ¿puedo invitarle a que se reúna conmigo en el club de oficiales para jugar una partida de ajedrez? Pocas veces tengo la oportunidad de jugar una partida, y confieso que he esperado con impaciencia aprovechar la ocasión desde que usted mencionó que jugaba.

—Le agradezco la invitación, y me supondría un gran placer también —contestó Laurence—, pero he de pedirle que me excuse por el momento. Debo ver a Temerario, y luego he prometido leerle.

—¿Leerle? —repitió Rankin con una expresión de diversión que no ocultaba su sorpresa ante semejante idea—. Su dedicación es admirable y totalmente natural en un cuidador novato. Sin embargo, permítame asegurarle que la mayoría de los dragones son capaces de arreglárselas por su cuenta. Conozco la costumbre de varios de nuestros compañeros capitanes de pasar mucho tiempo libre con sus monturas; me disgustaría que, siguiendo su ejemplo, llegara a considerarlo una necesidad o un deber por el que deba renunciar al placer de la compañía humana.

—Le agradezco la gentileza de su preocupación, pero le aseguro que se equivoca en mi caso —repuso Laurence—. Por mi parte, no podría desear mejor compañía que la de Temerario, y soy yo quien ha escogido mi compromiso con él, pero me encantaría reunirme con usted esta noche más tarde, a menos que deba levantarse pronto.

—Me alegra oír ambas cosas —respondió Rankin—. En cuanto a mi horario, en absoluto. No me estoy entrenando, por supuesto, sólo estoy aquí como mensajero, por lo que no necesito tener un horario de estudiante. Me avergüenza admitir que la mayoría de los días no se me ve el pelo por aquí abajo hasta poco antes del mediodía pero, por otra parte, eso me garantiza el placer de verle a usted esta noche.

Se separaron después de estas palabras y Laurence salió en busca de Temerario. Le divirtió sorprender acechando por la puerta del comedor a tres cadetes, el de pelo de color arena y otros dos, cada uno aferrando con firmeza un puñado de trapos blancos limpios.

—Señor —dijo el chico saltando en cuanto vio salir a Laurence—. ¿Va a necesitar más trapos para Temerario? —preguntó ansiosamente—. Pensamos que tal vez sí, de modo que trajimos algunos cuando le vimos comer.

—Un momento, Roland. ¿Qué crees que haces merodeando por ahí? —Tolly, que sacaba una carga de platos sucios del comedor, se detuvo a mirar a los muchachos que abordaban a Laurence—. Haríais mejor en no molestar a un capitán.

—No le molesto, ¿verdad? —preguntó el niño al tiempo que miraba esperanzado a Laurence—. Sólo pensé que tal vez le pudiéramos ayudar un poco. Después de todo, el dragón es muy grande, y Morgan, Dyer y yo tenemos nuestros cintos con mosquetones de muelle. Nos podemos anclar sin ningún tipo de problema —continuó muy serio mientras desplegaba un extraño arnés de cuya existencia Laurence no se había percatado antes.

Se trataba de un grueso cinto de cuero firmemente sujeto a la cintura con un par de correas que terminaban en lo que a primera vista parecía ser un gran eslabón de cadena hecho de acero. En un examen más detenido, Laurence vio que tenía una parte que se podía cerrar, por lo que el eslabón abierto se podía enganchar a cualquier cosa.

Irguiéndose, Laurence dijo:

—No creo que podáis sujetaros a las cinchas con esto, ya que Temerario aún no tiene un arnés de verdad. Sin embargo —agregó, ocultando una sonrisa al ver sus rostros alicaídos—, acompañadme y veremos qué se puede hacer. Gracias, Tolly —dijo, e hizo una señal con la cabeza al criado—. Los podré controlar.

Tolly no se molestó en ocultar una ancha sonrisa al oír aquello.

—Tiene razón —contestó, y continuó con sus quehaceres.

—Roland, ¿verdad? —le preguntó al muchacho mientras continuaba caminando hacia el patio con los tres niños al trote para seguir su paso.

—Sí, señor, la cadete Emily Roland a su servicio. —Se volvió hacia sus compañeros, ignorando de ese modo alegremente la sorpresa del rostro de Laurence—. Y éstos son Andrew Morgan y Peter Dyer. Todos llevamos tres años aquí.

—Sí, es cierto. A todos nos gustaría ayudar —afirmó Morgan.

Dyer, de menor edad que los otros dos y con ojos redondeados, se limitó a asentir.

—Muy bien —consiguió decir Laurence mientras lanzaba una mirada furtiva a la chica, que llevaba cortado el pelo estilo tazón, igual que el de los chicos; era baja y tenía una constitución robusta; su voz apenas era más aguda que las de los otros, por lo que su equivocación era lógica.

Ahora que disponía de un momento para meditarlo, tenía todo el sentido del mundo. La Fuerza Aérea entrenaría a unas cuantas chicas, por supuesto, en previsión de necesitarlas cuando los Largarios salieran del cascarón, y probablemente la capitana Harcourt era el fruto de aquel adiestramiento, pero no pudo evitar preguntarse qué clase de padres entregarían a una niña a la tierna edad de diez años a los rigores del servicio.

Salieron al patio, donde se encontraron con una escena de estruendosa actividad. Una gran confusión de alas y voces de dragón llenaban el aire. La mayoría, si no todos los dragones, acababa de llegar de alimentarse y en ese momento eran atendidos por su personal, muy ocupado limpiando los arneses. A pesar de las palabras de Rankin, Laurence apenas vio un dragón al que su capitán no estuviera acariciando la cabeza o habiéndole. Evidentemente, aquél era el interludio habitual que los dragones y sus cuidadores tenían de asueto.

No vio a Temerario al primer golpe de vista. Después de buscarlo en el atestado patio durante unos segundos, comprendió que se había tumbado fuera de los muros, probablemente con el fin de evitar el ajetreo y el estrépito. Antes de salir en su busca, Laurence enseñó Levitas a los cadetes. El pequeño dragón se había aovillado solo dentro de los muros del patio y contemplaba al resto de los dragones con sus oficiales. Aún llevaba arnés, pero éste tenía mucho mejor aspecto que el día anterior. Parecía que le habían sacado la mugre y lo habían frotado con aceite para que fuera más fino y flexible, y los aros metálicos de las cinchas estaban brillantemente pulidos.

Laurence intuyó que los aros tenían el propósito de ofrecer a los mosquetones un lugar al que engancharse. Aunque Levitas era pequeño en comparación con Temerario, seguía siendo una criatura enorme y Laurence estimó que podría soportar fácilmente el peso de los tres cadetes para el corto trayecto. Al dragón, impaciente y feliz por la atención recibida, los ojos le relucieron cuando Laurence formuló la sugerencia.

—Oh, sí, os puedo llevar sin problema —dijo mientras miraba a los tres cadetes, que le devolvieron la mirada con no menos entusiasmo.

Los tres se encaramaron con la agilidad de las ardillas y cada uno se sujetó de dos aros separados con un movimiento obviamente bien estudiado.

Laurence dio unos tirones a las correas para comprobarlas. Parecían bastante seguras.

—Muy bien, Levitas. Llévalos a la orilla. Temerario y yo nos reuniremos contigo enseguida —dijo a la vez que palmeaba la ijada del dragón.

Una vez que se alejaron, Laurence zigzagueó entre los demás dragones y se abrió camino hacia la puerta. Se detuvo en cuanto vio a Temerario; aunque costaba creerlo, el dragón tenía aspecto alicaído y guardaba una notoria diferencia con la actitud feliz que tenía al finalizar el trabajo de la mañana. Laurence acudió rápido a su lado:

—¿No te sientes bien? —le preguntó mientras examinaba las quijadas. El dragón estaba manchado de sangre y con restos de comida como siempre, parecía haber comido bien—. ¿Te ha sentado mal la cena?

—No, me encuentro perfectamente —respondió Temerario—. Es sólo que… Laurence, soy un dragón de verdad, ¿no?

Laurence le clavó los ojos. La nota de incertidumbre en la voz de Temerario era totalmente nueva.

—Tan verdadero como cualquier otro dragón de este mundo. ¿Qué diablos te hace preguntarme eso? ¿Alguien te ha soltado alguna inconveniencia al respecto?

Le invadió una ola de cólera sólo con pensarlo. Los aviadores podrían mirarle con recelo y decirle lo que les apeteciera, pero no iba a tolerar que nadie hiciera comentarios sobre Temerario.

—Oh, no —contestó Temerario, pero habló de tal forma que le hizo dudar—. Nadie ha sido cruel conmigo, pero no han podido evitar darse cuenta todos, mientras estábamos comiendo, de que no me parezco mucho al resto. Los demás tienen una piel de colores más brillantes que los míos, y sus alas no tienen tantas nervaduras. Además, todos tienen esa especie de caballón a lo largo de sus espaldas mientras que la mía es plana, y tengo más garras en las patas. —Se volvió y se examinó mientras enumeraba las diferencias—. Por eso, me miran de forma un poco rara, pero todos se han mostrado correctos. Supongo que eso es porque soy un dragón chino, ¿no?

—Sí, cierto. Recuerda siempre que los chinos se cuentan entre los criadores más reputados del mundo —contestó Laurence con firmeza—. En todo caso, los demás deberían mirarte como su ideal, y no al revés. Te ruego que no dudes de ti ni por un momento. Limítate a tener en cuenta lo bien que Celeritas habló de tu vuelo esta mañana.

—Pero no arrojo fuego ni escupo ácido —repuso Temerario, tumbándose otra vez, aún con cierto aire de decepción—, y no soy tan grande como Maximus. —Permaneció en silencio durante un momento y luego agregó—: Él y Lily comieron primero, los demás tuvimos que esperar a que terminaran y entonces se nos permitió cazar en grupo.

Laurence torció el gesto. No se le había ocurrido que hubiera una jerarquía entre los propios dragones.

—Amigo, jamás ha habido un dragón de tu especie en Inglaterra, por lo que aún no se ha establecido tu valía —contestó en un intento de hallar una explicación que consolara al dragón—. Además, tal vez guarde alguna relación con el rango de los capitanes: debes recordar que tengo menos antigüedad que el resto.

—Eso es una estupidez. Eres mayor que ellos y cuentas con mucha experiencia —replicó Temerario, cuyo descontento quedó ahogado por la idea de que fuera un desaire hacia Laurence—. Tú has ganado batallas y la mayoría de ellos siguen entrenando.

—Sí, pero eso era en alta mar; las cosas son muy diferentes en el aire —le atajó Laurence—, aunque es muy cierto que la antigüedad y el rango no garantizan ni la sabiduría ni la educación. Te ruego que no lo tomes como algo personal. Estoy seguro de que recibirás el reconocimiento que mereces cuando llevemos uno o dos años de servicio, pero por el momento, ¿has comido bastante? De lo contrario, podemos regresar a la zona de alimentación.

—No, la comida no escaseaba —contestó el dragón—. Logré atrapar a todos los animales que me apetecieron, y los demás no se interpusieron en mi camino en modo alguno.

Se sumió en silencio, aún con el ánimo sombrío. Laurence le dijo:

—Venga, vamos a darte un baño.

El dragón se entusiasmó ante la perspectiva, y su ánimo mejoró de manera notable después de pasar casi una hora jugando con Levitas en el lago y dejar que los cadetes le frotaran. Después, se acurrucó felizmente junto a Laurence en el cálido patio donde se sentaron juntos a leer. En apariencia, el dragón estaba mucho más alegre, pero Laurence aún veía que el animal observaba la cadena de oro y joyas y la tocaba con la punta de la lengua, un gesto que empezaba a reconocer como un signo de querer obtener respuestas. Intentó introducir afecto en su voz al leer y le acarició la pata delantera sobre la que estaba cómodamente sentado.

Mantuvo el gesto preocupado cuando aquella misma noche, más tarde, entró en el club de oficiales, lo cual fue en parte una ayuda, ya que el momentáneo silencio reinante en la habitación al entrar le molestó bastante menos de lo que lo hubiera hecho de otro modo. Granby permanecía en pie junto al pianoforte cercano a la puerta. Se llevó la mano a la frente de forma harto elocuente al saludarle y dijo «señor» cuando Laurence entró.

Había en su voz una peculiar nota de insolencia a duras penas contenida. Laurence eligió responder como si el saludo hubiera sido sincero y contestó «señor Granby» de buenos modos, con un asentimiento que hizo extensivo a toda la sala, y continuó caminando todo lo rápido que la prisa podía justificar. Rankin leía un periódico sentado junto a una mesita en un rincón de la estancia, al fondo. Laurence se reunió con él y poco después ambos habían preparado el tablero de ajedrez que Rankin bajó de una balda.

El zumbido de la conversación ya se había reanudado. Laurence observó la habitación entre movimiento y movimiento de piezas hasta donde le era posible sin llamar la atención. Ahora que prestaba más interés, también aquí vio a unas cuantas mujeres oficiales diseminadas entre el gentío. Su presencia no parecía imponer compostura a la mayoría de los asistentes. La conversación, aunque de tono afable, no era del todo refinada, y las interrupciones hacían que fuese ruidosa y confusa.

No obstante, había un claro sentido de compañerismo por doquier y no pudo evitar sentir un poco el deseo de pertenecer al grupo, cuya exclusión se debía en parte a ellos y en parte a él mismo al considerar que no encajaba allí, lo que le produjo una sensación de soledad, pero la superó fácilmente casi de inmediato; un capitán de la Armada debía estar acostumbrado a una existencia solitaria y a menudo sin la camaradería que él tenía con Temerario. Ahora, también podía buscar la compañía de Rankin. Volvió a concentrar su atención en el tablero sin mirar de nuevo a los demás.

Tal vez Rankin estuviera algo desentrenado, pero no le faltaba habilidad, y estaban bastante parejos, porque aquel juego no era uno de los pasatiempos favoritos de Laurence. Mientras jugaban, Laurence mencionó a su compañero que le preocupaba Temerario. Rankin le escuchó con pena y dijo:

—Es realmente vergonzoso que no le hayan dado preferencia a él. Es como se comportan en estado salvaje. Las especies más letales exigen los primeros frutos de la caza y las más débiles ceden. Lo más probable es que deba hacerse valer ante los otros para que le muestren más respeto.

—¿Se refiere a que realice algún tipo de desafío? Seguramente, eso no sea una buena política —respondió Laurence, alarmado por la idea misma; había oído las viejas historias de dragones salvajes luchando entre ellos y matándose unos a otros en tales duelos—. ¿Dejar que peleen con desesperación animales de tanto valor por tal nimiedad?

—Casi nunca degenera en una pelea de verdad. Conocen las posibilidades del otro. Le prometo que en cuanto se sienta seguro de su fortaleza, ni lo tolerará ni encontrará gran resistencia —sentenció Rankin.

Laurence no podía confiar mucho en aquello. Estaba seguro de que no era la falta de valor lo que impedía a Temerario imponerse a los demás, sino una sensibilidad más delicada, la misma que, por desgracia, le permitía sentir la falta de aprobación de los demás dragones.

—Me gustaría encontrar algún otro medio para tranquilizarle —repuso Laurence con tristeza.

Veía que en lo sucesivo cada comida iba a ser fuente de nuevo descontento para Temerario; no se podía evitar, a menos que le alimentara a horarios diferentes, y esto sólo le haría sentirse más aislado de los demás.

—Bueno, regálele alguna chuchería y se calmará —dijo Rankin—. Resulta sorprendente cómo les devuelve el ánimo; siempre que mi animal se enfurruña, le entrego una bagatela e inmediatamente todo vuelve a ser dicha, igual que una amante temperamental.

Laurence no logró reprimir una sonrisa ante lo absurdo de la jocosa comparación; luego, ya hablando en serio, dijo:

—Da la casualidad de que me proponía traerle un collar como el de Celeritas, creo que le haría muy feliz; pero supongo que no hay sitio alguno por los alrededores donde se pueda encargar esa clase de artículos.

—En todo caso, le puedo ofrecer un remedio para eso. Voy a Edimburgo con regularidad debido a mis obligaciones como correo; allí hay varios joyeros excelentes, algunos de los cuales incluso disponen de objetos ya preparados para dragones, debido a la abundancia en el norte de bases que se hallan a un vuelo de distancia. Estaré encantado de llevarle allí si desea acompañarme —dijo Rankin—. Mi próximo vuelo será este sábado, y le puedo traer de vuelta perfectamente a la hora de la cena si partimos por la mañana.

—Gracias, se lo agradezco mucho —contestó Laurence, sorprendido y agradecido a un tiempo—. Presentaré una petición de permiso a Celeritas.

El dragón instructor torció el gesto ante la petición que le formuló a la mañana siguiente y se aproximó a mirarle de cerca.

—¿Desea ir con el capitán Rankin? Bueno, éste va a ser el último día libre que tenga en mucho tiempo, porque ha de estar presente, y lo estará, cada segundo de los vuelos de entrenamiento de Temerario.

Se había mostrado casi violento en su reacción. Su vehemencia sorprendió a Laurence.

—Le aseguro que no tengo ninguna objeción —dijo mientras se preguntaba con asombro si el director de prácticas creía que pretendía eludir sus deberes—. Sin duda, no lo imaginaba de otra forma. Soy perfectamente consciente de la urgencia del entrenamiento. Si mi ausencia va a causar alguna dificultad, le ruego que no vacile en rechazar la petición.

Cualquiera que fuera el origen de su inicial desaprobación, aquella afirmación aplacó a Celeritas.

—Da la casualidad de que el personal de tierra va a necesitar un día para ajustar el nuevo equipo a Temerario y estará listo aproximadamente para esa fecha —comentó con tono menos severo—. Supongo que podemos prescindir de usted siempre y cuando Temerario no se ponga muy melindroso en cuanto a que le enjaecen sin estar usted presente; entonces, podrá ir a esa última excursión.

Temerario le aseguró a Laurence que no le importaba, por lo que el plan se hizo firme y, a partir de ese momento, el aviador pasó la mayor parte de las pocas tardes que quedaban tomándole medidas del cuello y también al de Maximus, al suponer que las dimensiones actuales del Cobre Regio podrían ser una buena referencia para las que Temerario podría alcanzar en el futuro. Fingió ante éste que todo aquello era para el arnés, porque quería que el regalo fuera una sorpresa y que al verlo se le pasara parte de aquella callada aflicción que aún perduraba, apagando el buen humor que solía tener.

Rankin miraba divertido los apuntes y dibujos de Laurence. Los dos tenían por costumbre jugar juntos al ajedrez por las noches y sentarse juntos durante las comidas. Por ahora, Laurence mantenía poca conversación con los demás aviadores. Lo lamentaba, pero veía poco sentido a intentarlo, ya que se sentía cómodo con su situación actual y, por otro lado, carecía de cualquier tipo de invitación. Le resultaba claro que Rankin estaba tan excluido de la vida social de los aviadores como él, quizás a causa de la elegancia de sus modales, y si ambos eran igual que dos parias por el mismo motivo, al menos podrían tener el placer de la compañía mutua como compensación.

Él y Berkley se encontraban durante el desayuno y en los entrenamientos todos los días. Siguió considerando al otro capitán un aviador astuto y un estratega del aire, pero permanecía en silencio tanto en la comida como en presencia de compañía. Laurence tampoco estaba seguro de desear alcanzar cierta intimidad con aquel hombre o de si un gesto en esa dirección sería bienvenido, por lo que se contentaba con ser educado y discutir de asuntos técnicos. Por ahora, se conocían de unos pocos días, sobraría el tiempo para tomarle mejor la medida al carácter de ese hombre.

Se había armado de valor para reaccionar debidamente ante su próximo encuentro con la capitana Harcourt, pero ella se mostraba tímida en su compañía, por lo que la veía casi siempre a distancia, aunque Temerario pronto estuvo volando en compañía de su dragón, Lily. Sin embargo, una mañana ella se encontraba sentada a la mesa cuando Laurence llegó a desayunar y, deseando mantener una conversación normal, le preguntó por qué había llamado Lily a su dragón, creyendo que podría ser un apodo, como el de Volly. Se sonrojó intensamente y contestó con frialdad:

—Me gusta el nombre. ¿Y cómo se le ocurrió el nombre de Temerario, si se puede saber?

—Para ser totalmente sincero, no tenía ni idea de cómo dar un nombre adecuado a un dragón ni había forma de poder averiguarlo en aquel momento —respondió Laurence, que tenía la impresión de haber cometido una equivocación; nadie había mencionado el nombre poco corriente del dragón hasta ese momento, y sólo ahora que ella le había empujado a hacer lo mismo supuso que tal vez había tocado alguna fibra sensible de la joven—. Lo llamé así en honor a un barco, el primer Téméraire capturado a los franceses. El único actualmente en servicio es una nave de noventa y ocho cañones y tres cubiertas, uno de nuestros mejores barcos de combate.

Pareció más relajada después de que él hubo hecho aquella confesión y dijo con más franqueza:

—Como ha revelado tanto, no me importa admitir que sucedió algo parecido en mi caso. No se esperaba que Lily eclosionara como pronto hasta al cabo de cinco años, y no sabía nada de nombres. Me despertaron en mitad de la noche en la base de Edimburgo y me hicieron volar en cuanto el huevo endureció. Apenas había conseguido llegar a las termas antes de que rompiera el cascarón. Me quedé boquiabierta cuando se me invitó a darle un nombre y, simplemente, no se me ocurrió ningún otro.

—Es un nombre precioso y le cuadra a la perfección, Catherine —intervino Rankin mientras se sentaba con ellos a la mesa—. Buenos días, Laurence. ¿Ha leído el periódico? Lord Pugh finalmente ha conseguido casar a su hija. Ferrold debe de estar pelado.

Aquel pequeño cotilleo se refería a personas que Harcourt no conocía de nada y la dejó fuera de la conversación. Sin embargo, antes de que Laurence pudiera cambiar de tema, ella se disculpó y se escabulló de la mesa. Perdía así la oportunidad de propiciar la relación entre ellos.

Los pocos días restantes de la semana previa a la excursión transcurrieron rápidamente. El entrenamiento consistió en todavía más pruebas sobre las habilidades voladoras de Temerario y probar de qué modo él y Maximus podían volar en la formación, que giraba en torno a Lily. Celeritas les había hecho dar incontables vueltas alrededor del valle de adiestramiento, otras intentando reducir el número de aleteos, otras intentando aumentar la velocidad, y siempre manteniéndolos alineados unos a otros. Pasaron una mañana memorable en vuelo invertido, cabeza abajo, al final de la cual Laurence se encontró mareado y colorado. El corpulento Berkley echaba chispas cuando bajó tambaleándose de lomos de Maximus después de la última vuelta, y Laurence se adelantó de un salto para facilitarle bajar al suelo cuando le fallaron las piernas.

—Gracias —dijo mientras tomaba el vaso de brandy que le ofreció Laurence, y lo sorbió; entretanto, Laurence se soltó el lazo del cuello.

—Lamento tener que someterlos a tanta presión —se disculpó Celeritas cuando Berkley aún no había dejado de jadear y seguía colorado—. Habitualmente, estas pruebas durarían en torno a medio mes. Tal vez les esté presionando demasiado al ir tan deprisa.

—Tonterías, me habré recuperado en un santiamén —replicó Berkley de inmediato—. Sé perfectamente que no podemos desperdiciar ni un segundo, Celeritas, así que no se retrase por mi culpa.

—Laurence, ¿por qué hay asuntos tan urgentes? —le preguntó Temerario aquella tarde después de haber comido, mientras volvían a tumbarse juntos fuera de los muros del patio para leer—. ¿Va a haber una gran batalla pronto? ¿Nos van a necesitar?

Laurence cerró el libro, dejando un dedo entre las páginas para indicar el lugar donde se había quedado.

—No. Siento decepcionarte, pero estamos demasiado verdes como para que nos destinen al lugar de mayor acción. Aun así, lo más probable es que lord Nelson no sea capaz de destruir la flota francesa sin la ayuda de una formación de Largarios, en este momento estacionados en Inglaterra. Nuestra tarea consistirá en reemplazarlos para que se puedan ir. Se va a producir una batalla realmente importante, y te aseguro que nuestra participación no va a ser de menor importancia aunque no intervengamos en ella de manera directa.

—Sí, aunque no parece muy emocionante —contestó Temerario—, pero tal vez Francia nos invada. —Parecía más esperanzado que cualquier otra cosa—. ¿Tendremos que luchar en ese caso?

—Esperemos que no —repuso Laurence—. Si Nelson destruye la flota francesa, echaría por tierra cualquier oportunidad de que el ejército de Bonaparte cruzase el canal de la Mancha. Aunque he oído decir que tiene miles de barcos para transportar a sus hombres, son sólo transportes, y la Armada los hundiría a cientos si intentaran cruzar sin la protección de la flota.

Temerario suspiró y metió la cabeza entre las dos patas delanteras.

—Vaya —dijo.

Laurence se echó a reír y le acarició el hocico.

—¡Menuda sed de sangre! —exclamó divertido—. No temas. Te prometo que vamos a ver mucha acción en cuanto haya concluido el adiestramiento. Para empezar, se está produciendo un gran número de escaramuzas sobre el canal, y luego, tal vez nos envíen en apoyo de alguna operación naval o a hostigar el transporte marítimo por nuestra cuenta.

Aquellas palabras alentaron mucho a Temerario, que, habiendo recuperado ya el buen humor, prestó atención al libro de nuevo.

Maximus y él pasaron el viernes haciendo una prueba de resistencia para determinar cuánto tiempo aguantaban en el aire. Los miembros más lentos de la formación iban a ser los dos ejemplares de Tanator Amarillo, por lo que, para la prueba, tanto Temerario como Maximus debían ajustar a ellos su ritmo, así que estuvieron dando vueltas y más vueltas alrededor del valle en un círculo sin fin mientras encima de ellos el resto de la formación llevaba a cabo las maniobras bajo la supervisión de Celeritas.

Una lluvia constante desdibujaba todo el paisaje de abajo en un monótono manto gris y hacía la tarea más aburrida. Temerario volvía la cabeza a menudo para preguntar de modo lastimero cuánto tiempo llevaban volando; por lo general, Laurence se veía obligado a informarle de que apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la última vez que lo preguntó. Al menos él podía contemplar las vueltas y las bajadas en picado de la formación, cuyos vividos colores destacaban contra el pálido gris del cielo. El pobre Temerario, en cambio, debía tener recta la cabeza y aguantarla de forma lo más estable posible para mantener una postura de vuelo aerodinámica.

El ritmo de Maximus comenzó a decaer después de unas tres horas; cada vez aleteaba con mayor lentitud y avanzaba con la cabeza gacha. Berkley le hizo regresar y Temerario se quedó dando vueltas, completamente en solitario. El resto de la formación descendió al suelo describiendo una espiral. Laurence vio a los dragones saludar a Maximus con asentimientos de cabeza en señal de respeto. A semejante distancia no entendía las palabras, pero era obvio que todos los dragones conversaban animadamente entre ellos mientras sus capitanes se arremolinaban en torno a Celeritas para estudiar la valoración de sus movimientos. Temerario también los vio, emitió un débil suspiro, pero no dijo nada. Laurence se inclinó hacia delante y le acarició el cuello; se prometió traerle la más elegante de las joyas que encontrara en todo Edimburgo aunque tuviera que dejarse la mitad de su capital en el empeño.

Al día siguiente, Laurence salió hacia el patio a primera hora de la mañana para despedirse de Temerario antes de partir con Rankin. Se detuvo en seco al salir del vestíbulo. Un pequeño grupo del personal de tierra le ponía a Levitas el equipo. Rankin leía un periódico delante de él sin prestar apenas atención al proceso.

—Hola, Laurence —le saludó el pequeño dragón con júbilo—. Mira, éste es mi capitán. ¡Ha venido! Hoy volamos a Edimburgo.

—¿Ha hablado con él? —le preguntó Rankin al tiempo que alzaba la vista—. Veo que no exageraba, que disfruta en verdad de la compañía de los dragones. Espero que no acabe aburriéndose —continuó, dirigiéndose a Levitas—. Hoy me vas a llevar a mí y al capitán Laurence. Debes esforzarte por demostrarle lo veloz que eres.

—Lo haré, lo prometo —respondió enseguida el dragón, subiendo y bajando la cabeza con ansiedad.

Laurence dio una respuesta cortés y se encaminó a toda prisa hacia Temerario para ocultar su malestar. No sabía qué hacer. No había ninguna forma posible de evitar el viaje sin mostrarse verdaderamente insultante, pero se sentía casi enfermo. Durante los últimos días había comprobado en suficientes ocasiones la tristeza y desatención de Levitas. El pequeño dragón esperaba con ansiedad a un cuidador que no aparecía, y si él o el arnés había gozado de algo más que una limpieza por encima se debía a que Laurence había animado a los cadetes a verle y le había pedido a Hollín que continuara ocupándose del arnés. Descubrir que Rankin era el único responsable de semejante negligencia era decepcionantemente amargo; ver a Levitas pagar la mínima y fría atención de su jinete con tal servilismo y gratitud, penoso.

Al darse cuenta de la negligencia con que se ocupaba de su dragón, los comentarios de Rankin sobre los dragones tomaban un cariz de desdén que a oídos de un aviador sólo podían resultar extraños y desagradables. Su aislamiento entre sus compañeros oficiales era también un indicativo del buen juicio de los cuidadores. Cuando se presentaban, todos los demás aviadores tenían el nombre de su dragón en la punta de la lengua. Sólo Rankin había considerado más importante el apellido de la familia, dejando que Laurence averiguara por accidente que Levitas le estaba asignado. Pero él no se había dado cuenta de nada, y ahora se encontraba con que, de la forma más insospechada, había fomentado la amistad de un hombre al que jamás podría respetar.

Dio unas palmadas a Temerario y le susurró unas palabras tranquilizadoras dedicadas casi todas a su propio consuelo.

—Laurence, ¿qué te pasa? —preguntó preocupado el dragón, interesándose amablemente—. No tienes buen aspecto.

—Me encuentro muy bien, te lo aseguro —contestó, haciendo un esfuerzo para parecer normal—. ¿Estás totalmente convencido de que no te importa que me vaya? —inquirió con una débil esperanza.

—En absoluto. Estarás de vuelta por la noche, ¿verdad? —preguntó Temerario—. Ahora que hemos terminado de leer a Duncan, esperaba que tal vez me leyeras algo más sobre matemáticas. Se me ocurrió que sería interesante que me explicaras cómo podías determinar la posición cuando navegabas solo durante mucho tiempo gracias a la hora y algunas ecuaciones.

Laurence, que había entendido a duras penas los conceptos básicos de la trigonometría, abandonaría encantado el tema de las matemáticas.

—¡Faltaría más! Si quieres… —contestó, procurando que no se le notara la consternación en la voz—, pero se me había ocurrido que tal vez disfrutarías leyendo algo sobre dragones chinos.

—Ah, sí, eso también sería estupendo. Podemos leer eso a continuación —dijo Temerario—. Es realmente maravilloso la cantidad de libros que hay, y sobre tantas materias.

Si daba al dragón algo en lo que pensar y le quitaba la pena, estaba dispuesto a llegar hasta donde se lo permitiera su deficiente latín y leerle la versión original de los Principia Mathematica; por ello, se limitó a suspirar en su fuero interno.

—De acuerdo, entonces te voy a dejar en manos de la tripulación de tierra. Ahora la veo llegar.

Hollin lideraba el grupo. El joven había reparado tan bien el arnés de Temerario y había atendido a Levitas con tan buena voluntad que Laurence había hablado de él a Celeritas y le había pedido que le asignaran como jefe de los asistentes en tierra de Temerario. Le complacía que se lo hubieran concedido, ya que aquel paso suponía un avance de cierto significado donde antes había habido cierta incertidumbre. Saludó al joven con un asentimiento y le preguntó:

—Señor Hollin, ¿sería tan amable de presentarme al resto de los hombres?

Después de que se presentaran todos, Laurence repitió en silencio sus nombres hasta memorizarlos. Cruzó con ellos sus miradas uno a uno de forma intencionada y luego dijo con voz firme:

—Estoy seguro de que Temerario no os va a causar ninguna dificultad, pero confío en que le consultéis a la hora de efectuar los ajustes. Temerario, te pido que no vaciles en informar a estos hombres si notas la menor molestia o limitación de movimientos.

El caso de Levitas le había demostrado la evidencia de que algunos miembros del personal de asistencia podían descuidar el equipo del dragón asignado si el capitán no estaba atento; de hecho, poco más se podía esperar. Aunque no temía una posible negligencia de Hollín, quería advertir al resto de los hombres que no iba a tolerar ningún tipo de descuido en lo que concernía a Temerario. Si esa severidad le granjeaba la reputación de ser un capitán duro, que así fuera. Tal vez lo era en comparación con otros aviadores. No iba a renunciar a lo que consideraba su deber en aras de que le apreciaran más.

Le llegó un murmullo de «Muy bien» y «Lo que usted diga» como respuesta. Se las arregló para ignorar las cejas enarcadas y el intercambio de miradas.

—En ese caso, adelante —dijo con un asentimiento final.

Se alejó para unirse a Rankin con no poca renuencia.

Había desaparecido todo el gozo del viaje. Resultó extremadamente desagradable mantenerse al margen mientras Rankin se dirigía a Levitas con brusquedad y le ordenaba que se agachara de forma muy incómoda para que ellos subieran a bordo. Laurence se encaramó lo más deprisa que pudo e hizo todo lo posible por sentarse donde su peso causara menos dificultad al dragón.

Al menos, el vuelo fue breve. Levitas era muy rápido y el suelo pasó a sus pies a un ritmo increíble. Se alegró de que la velocidad de crucero hiciera prácticamente imposible la conversación y se las arregló para dar respuestas breves a los pocos comentarios que Rankin se aventuró a gritar. Aterrizaron en menos de dos horas desde la salida en un gran puesto amurallado que se extendía a la vista del imponente castillo de Edimburgo.

—Quédate aquí en silencio. Que a mi vuelta no me entere de que has molestado al personal de la base —ordenó con acritud Rankin a Levitas después de desmontar. Ató las riendas del arnés a un poste, como si el dragón fuera un caballo al que hubiera que amarrar—. Comerás cuando regresemos a Loch Laggan.

—No deseo molestaros y puedo esperar a comer, pero tengo un poco de sed —dijo el dragón en voz baja—. He intentado volar lo más rápido posible —agregó.

—El viaje ha sido muy rápido, Levitas, y te lo agradezco. Te darán de beber, por supuesto —intervino Laurence; aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Eh, ustedes! —llamó a los miembros del personal de tierra que haraganeaban al borde del claro, ninguno de los cuales se había movido cuando aterrizó Levitas—. Traigan un bebedero ahora mismo y échenle un vistazo al arnés ya que se acercan.

Los hombres le miraron sorprendidos, pero se pusieron a trabajar ante la dura mirada de Laurence. Rankin no puso objeción alguna, aunque mientras subían la escalinata de la base y se adentraban hacia las calles de la ciudad le dijo:

—Veo que es demasiado bondadoso con los dragones. No me sorprende mucho al ser lo habitual entre los aviadores, pero he de decirle que considero bastante más adecuadas las medidas disciplinarias que los mimos que se ven tan a menudo. Levitas, por ejemplo, debe estar listo para un vuelo largo y peligroso. Por su bien, debe estar acostumbrado a vivir sin ellos.

Laurence advirtió lo embarazoso de la situación. Era el invitado de Rankin y tenía que volver a volar con él por la tarde. De todos modos, no se pudo contener y le contestó:

—No voy a ocultar mi afecto hacia todos los dragones. Hasta donde llega mi experiencia, los he encontrado agradables por igual y dignos de respeto. Sin embargo, estoy totalmente en desacuerdo con usted en que proporcionarles un cuidado habitual y razonable sea consentirlos en modo alguno. Siempre he considerado que los hombres soportan mejor las penurias y las penalidades cuando es necesario si previamente no se les ha sometido a ellas sin necesidad.

—Bueno, pero los dragones no son hombres, ya lo sabe. En todo caso, no voy a discutir con usted —dijo Rankin dándose por vencido.

Contra toda lógica, aquello hizo que Laurence se enojara más. Podría haber sido un hombre obcecado en una postura si hubiera estado dispuesto a defender su posición, pero era obvio que no era así. Rankin sólo tenía en consideración su propia comodidad y aquellos comentarios eran meros pretextos para justificar la negligencia con que se comportaba.

Laurence ya no soportaba la compañía de aquel aristócrata por más tiempo. Por fortuna, habían llegado a un cruce en el que sus caminos divergían. Rankin, debía efectuar su ronda por las oficinas militares de la ciudad; acordaron reunirse de nuevo en la base antes de salir y él se escabulló con sumo gusto.

Vagabundeó por la ciudad sin rumbo ni propósito durante la siguiente hora, sin más fin que aclarar su mente y sosegarse. No existía forma evidente de mejorar la situación de Levitas, y Rankin se había acostumbrado a la desaprobación. Entonces, recordó el silencio de Berkley, la evidente incomodidad de Harcourt, la forma en que le evitaban los demás aviadores y la desaprobación de Celeritas. Resultaba muy desagradable pensar que a sus ojos parecía un manifiesto partidario de Rankin y que aprobaba el comportamiento del aristócrata al haberse mostrado tanto en su compañía.

Esa era una de las razones por las que se había ganado las miradas despectivas de los demás oficiales. De nada servía decir que no lo sabía: debía haberlo sabido. En lugar de molestarse en aprender los métodos de sus nuevos compañeros de armas, se había arrojado felizmente a la compañía del único al que esquivaban y miraban con desaprobación. Resultaba difícil excusarse diciendo que no había tenido en cuenta una opinión unánime.

Se calmó con dificultad. No podía deshacer con facilidad el daño ocasionado durante unos días de irreflexión, pero podía y debía cambiar de comportamiento en lo sucesivo. Demostraría que no aprobaba ni practicaba aquella clase de negligencia si dejaba patente en cada momento su dedicación y esfuerzo a las necesidades de Temerario. Por cortesía y deferencia a aquellos aviadores con los que entrenaba, como Berkley y los demás capitanes de la formación, dejaría claro que ya no frecuentaba a Rankin. Poner en práctica esas medidas exigiría mucho tiempo hasta que lograra reparar su reputación, pero era todo cuanto podía hacer. Lo mejor era que las aplicara de inmediato y se preparara para mantenerlas durante mucho tiempo una vez tomadas.

Después de haberse dejado abrumar por sus recriminaciones, recobró la compostura y se apresuró hacia las oficinas del Royal Bank. Sus banqueros habituales en Londres eran los Drummonds, pero había escrito al agente que le gestionaba el cobro de las primas por los barcos capturados para que le remitieran su parte del Amitiéa Edimburgo en cuanto supo que lo iban a destinar a Loch Laggan. Comprobó que habían recibido sus instrucciones y las habían obedecido, ya que lo condujeron a un despacho privado en cuanto se identificó y le saludaron con especial calidez.

El señor Donnellson, el banquero, respondió encantado a sus preguntas. Su parte del Amitié incluía una prima por Temerario del mismo importe que si se hubiera capturado un huevo sin eclosionar de la misma raza.

—La cifra exacta resultaba difícil de determinar, ya que ignoramos cuánto pagaron por el huevo los franceses, pero al menos se ha equiparado al valor de un huevo de Cobre Regio y me alegra informarle de que su veinticinco por ciento asciende a casi catorce mil libras —concluyó, dejando mudo a Laurence.

Después de haberse tomado un vaso de excelente brandy, Laurence vio detrás de aquella extraordinaria cifra el interesado esfuerzo del almirante Croft, pero difícilmente podía objetar algo. Después de una breve deliberación, firmó una autorización para que el banco invirtiera la mitad del dinero en fondos públicos y estrechó la mano del señor Donnellson con entusiasmo. Se llevó un buen puñado de billetes de banco y oro, así como una carta de crédito generosamente ofrecida para demostrar ante los comerciantes cuál era su capital. Aquellas buenas nuevas le devolvieron el ánimo en cierta medida y le permitieron comprar una gran cantidad de libros y examinar varias alhajas de gran valor, mientras imaginaba la felicidad de Temerario al recibir ambas cosas.

Al fin, se decidió por un amplio colgante de platino parecido a un peto, tachonado de zafiros alrededor de una única y enorme perla. La pieza estaba diseñada para abrocharla alrededor del cuello del dragón con una cadena que se podía alargar cuando creciera Temerario. El precio era exorbitante, pero aunque suponía un derroche de dinero, firmó el cheque impávido y luego esperó a que un muchacho certificara el importe en el banco para poderse llevar de inmediato la pieza envuelta, no sin ciertas dificultades debido al peso.

Dirigió sus pasos directamente al puesto aéreo, a pesar de que faltaba una hora para el momento concertado del encuentro. Levitas continuaba desatendido en la misma polvorienta pista de aterrizaje con la cola enroscada a su alrededor. Parecía cansado y solitario. Había un rebaño de ovejas encerradas en un redil contiguo al puesto. Laurence ordenó que mataran una y se la llevaran al dragón, con quien se sentó y habló en voz baja hasta la vuelta de Rankin.

El viaje de regreso fue algo más lento que el de la ida. Rankin habló con frialdad al dragón cuando tomaron tierra. Laurence colmó de elogios y palmadas a Levitas, sin importarle ya que pudiera parecer maleducado al hacerlo. No sirvió de mucho, y se sintió abatido al ver al pequeño Winchester acurrucarse silencioso en un rincón del patio después de que su cuidador hubiera entrado en el edificio. El Mando Aéreo había entregado Levitas a Rankin y Laurence carecía de autoridad para corregir al aviador, que tenía más rango que él.

El nuevo arnés de Temerario estaba cuidadosamente colocado sobre un par de bancos junto a un lateral del patio. La amplia abrazadera del cuello lucía su nombre con remaches de plata. El dragón volvía a estar sentado fuera, mirando el tranquilo valle del lago, que gradualmente se sumía en sombras conforme el sol vespertino se hundía en el oeste. Tenía ojos pensativos y un poco tristes. Laurence acudió a su lado de inmediato con los pesados paquetes.

El júbilo de Temerario al ver el colgante fue tan grande que sólo verlo le levantó también los ánimos al propio Laurence. El platino relucía deslumbrante sobre su piel oscura. Una vez que lo tuvo puesto, lo ladeó con un golpe de la pata derecha para contemplar la gran perla con enorme satisfacción. Sus pupilas se ensancharon enormemente para poder examinarla mejor.

—Me encantan las perlas, Laurence —dijo, acariciándole con agradecimiento—. Son preciosas, pero ¿no son demasiado caras?

—Cada penique invertido merece la pena por verte tan guapo —le aseguró Laurence; lo que realmente quería decir es que cada penique merecía la pena por verle feliz—. Me han entregado mi parte por la captura del Amitié, por lo que voy bien de dinero. La verdad es que todo esto es por ti, ya sabes, la mayor parte procede de la prima por haber arrebatado tu huevo a los franceses.

—Bueno, no tuve nada que ver, aunque me alegra mucho que fuera así —contestó Temerario—. Estoy seguro de que ningún capitán francés me hubiera gustado la mitad que tú. Laurence, qué contento estoy; ninguno de los dragones tiene nada que sea tan bonito.

Se abrazó a Laurence con un hondo suspiro de satisfacción.

Laurence se subió al pliegue del codo de una pata y se sentó a darle unas palmaditas y disfrutar de cómo Temerario se regodeaba con su pendiente. Por supuesto, algún aviador francés tendría ahora a Temerario si la fragata no se hubiera retrasado y la hubieran apresado. Laurence no se había detenido a pensar hasta entonces en lo que podría haber sucedido. Lo más probable es que aquel piloto estuviera maldiciendo la buena suerte que él había tenido. Sin duda, los franceses ya se habían enterado de la captura del huevo aun cuando ignorasen que del mismo había salido un Imperial y que lo habían enjaezado con éxito.

Alzó la vista para contemplar al dragón, que no dejaba de pavonearse, y sintió cómo se aliviaba el pesar y la ansiedad. En comparación con aquel infeliz aviador, no se podía quejar de lo que le había deparado aquel giro del destino.

—También te he traído algunos libros —anunció—. ¿Empiezo a leerte algo de Newton? He encontrado una traducción de su libro sobre principios matemáticos, aunque ya te aviso de que lo más probable es que sea incapaz de encontrar sentido alguno a lo que lea. Nunca se me dieron bien las matemáticas más allá de lo que mis profesores consiguieron hacerme comprender para la navegación.

—Por favor, lee —le animó Temerario, que apartó la vista de su nuevo tesoro durante un instante—. Estoy seguro de que juntos podremos desentrañar las dificultades, sean las que sean.

Capítulo 7

A la mañana siguiente, Laurence se levantó temprano y desayunó solo para disponer de un poco de tiempo antes del comienzo de los entrenamientos. La noche anterior había examinado con detenimiento el nuevo arnés, estudiando cada puntada, comprobando si estaba bien hecha o no, y revisando cada una de las sólidas anillas. Temerario le había asegurado también que el nuevo equipo era muy cómodo y que los operarios habían atendido con sumo celo sus deseos. Se sentía obligado a tener un detalle, por lo que había hecho algunos cálculos y ahora se dirigía hacia los talleres.

Hollin ya se había levantado y estaba trabajando en su compartimiento. Salió en cuanto atisbo a Laurence.

—Buenos días, señor. Espero que no haya ningún problema con el arnés —dijo el joven.

—No, al contrario. He de felicitarles encarecidamente a usted y sus colegas —respondió Laurence—. Tiene un aspecto espléndido y Temerario me ha dicho que se siente muy a gusto con él. Gracias. Haga el favor de decirles a todos de mi parte que he añadido a sus pagas media corona de mi peculio para cada uno.

—¡Caray! Es muy amable de su parte, señor —contestó Hollin, que parecía sorprendido y feliz de oírlo.

Esa reacción complació a Laurence. Una ración extra de ron o de grog no era una recompensa deseable para unos hombres que podían comprar bebidas en la villa a pie del valle, y se pagaba mejor a los aviadores y soldados que a los marineros, por lo que le había dado vueltas a la cantidad adecuada de la gratificación. Deseaba recompensar su diligencia sin dar la impresión de que compraba la lealtad de sus hombres.

—También quería felicitarle a usted personalmente —añadió Laurence, ahora más relajado—. El arnés de Levitas tiene ahora un aspecto mucho mejor y el dragón parece más cómodo. Estoy en deuda con usted, sé que no era su obligación.

—No importa —dijo Hollin, que sonreía de oreja a oreja—. El animalito se sintió tan feliz que me alegré de haberlo hecho. Le echaré un ojo de vez en cuando para asegurarme de que sigue en buen estado. Me parece que está un poco solo —agregó.

Laurence nunca iba a ir tan lejos como para criticar a un oficial delante de un operario. Se contentó con limitarse a decir:

—Creo que está verdaderamente agradecido por la atención y me alegraría que os encargarais cuando tuvierais tiempo.

Aquél fue el último momento que tuvo para preocuparse de Levitas o de cualquier otra cosa que no fueran las tareas que debían realizar de inmediato. Celeritas había quedado satisfecho al comprobar la capacidad voladora de Temerario y el entrenamiento en serio comenzó ahora que el dragón disponía de su estupendo arnés nuevo. Desde el primer día, Laurence se marchaba a la cama tambaleándose nada más cenar y los criados le despertaban con la primera luz del alba. Apenas disfrutaba de una conversación en la mesa durante las comidas y pasaba todos los momentos libres sesteando al sol junto al dragón o sudando con el calor de las termas.

Celeritas era inmisericorde e incansable. Repitieron un sinnúmero de veces los movimientos de giro o la pauta de los descensos abruptos y las caídas en picado; luego realizaban vuelos cortos a toda velocidad durante los cuales los ventreros hacían prácticas de tiro sobre objetivos colocados en el suelo del valle. Se sucedieron largas horas de prácticas de artillería hasta que Temerario fue capaz de oír una descarga cerrada de ocho rifles detrás de los oídos sin parpadear; ya no se movía con brusquedad cuando la tripulación o los fusileros maniobraban y se encaramaban a él o el arnés se movía, y terminaba el día de trabajo con otra larga sesión para aumentar su resistencia, que le obligaba a dar más y más vueltas hasta que casi llegó a duplicar el tiempo que podía pasar en el aire a máxima velocidad.

Incluso cuando Temerario se desplomaba jadeante en el patio de entrenamiento para recuperar el aliento, el director de prácticas obligaba a Laurence a realizar movimientos en el arnés, a lomos del dragón, y en las anillas que había en la pared del risco para aumentar su habilidad en una tarea que otros aviadores llevaban haciendo desde sus primeros años en el servicio. No difería tanto de moverse en las cofas durante un temporal si uno se imaginaba que estaba a bordo de una nave que se desplazaba a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora y que podía volverse de costado o bocabajo en cualquier momento. Las manos se le resbalaban constantemente durante la primera semana, y hubiera caído a plomo y se hubiera matado una docena de veces sin la ayuda de un par de mocetones.

El viejo capitán Joulson los tomaba a su cargo para instruirles en la señalización aérea en cuanto salían del entrenamiento diario de vuelo. Había muchas señales generales de comunicación con banderas y bengalas comunes con las de la Armada, por lo que Laurence no tuvo dificultad alguna con las más básicas, pero la necesidad de una rápida coordinación entre dragones en vuelo hacía impracticable la técnica habitual de deletrear los mensajes. Como resultado, existía una lista infinita de señales más grandes, algunas de las cuales requerían hasta seis banderas, y debía memorizarlas todas, ya que un capitán no podía confiar exclusivamente en su alférez de banderas: una señal vista y ejecutada una centésima antes podía significar la diferencia entre la victoria y la derrota. El oficial de señales era una simple salvaguarda, su deber consistía más en enviar las señales a Laurence y llamar su atención sobre otras nuevas en el fragor del combate, que en ser la única fuente de traducción.

Para vergüenza de Laurence, Temerario demostró ser más rápido que él a la hora de aprender las señales. Incluso Joulson estaba más que desconcertado ante el rendimiento del dragón.

—Y eso que ya es mayor para aprenderlas —le dijo a Laurence—. Por lo general, solemos empezar con las banderas el mismo día que rompen el cascarón. No me pareció oportuno revelarlo antes para no desalentarle, pero esperaba tener un montón de problemas. Lamentablemente, un dragón pequeño pasa muchos apuros con las últimas señales si es un poco lento y no se las ha aprendido todas al final de la quinta o sexta semana. Pero Temerario ya tiene más edad y las ha aprendido con la misma facilidad que si acabara de eclosionar.

Pero aunque el dragón no pasara apuros, el esfuerzo de memorización y repetición era aún más agotador que las restantes actividades físicas. De esta guisa transcurrieron cinco semanas de riguroso trabajo sin ni siquiera descansar los domingos. Hicieron progresos junto a Maximus y Berkley en maniobras más complejas que las que habían aprendido antes de poder unirse a la formación. Los dragones siguieron creciendo muchísimo durante todo ese tiempo. Al final de ese período, Maximus casi había alcanzado su tamaño adulto. Temerario apenas llegaba a la altura de un hombre, salvo en la cruz, aunque era mucho más enjuto, y concentraba su crecimiento en la corpulencia y el desarrollo de las alas más que en la altura.

No obstante, estaba bellamente proporcionado. Su cola era larga y grácil; las alas hacían juego con el cuerpo y parecían tener el tamaño idóneo cuando las desplegaba; sus colores se habían intensificado, la negra piel se había endurecido, salvo en el hocico, y era más lustrosa, y el azul y gris claro de los bordes de las alas se había extendido y había adquirido un toque opalino. A juicio de Laurence —parcial, por supuesto—, era el dragón más agraciado de toda la base, incluso sin la gran perla reluciente que lucía sobre el pecho.

El constante ajetreo y el rápido crecimiento habían suavizado, al menos temporalmente, la tristeza de Temerario. Ningún dragón era más largo que él, salvo Maximus; superaba incluso a Lily, a pesar de que ésta seguía teniendo una envergadura mayor. Aunque no se hizo valer ni los alimentadores le concedieron preferencia alguna, Laurence tuvo ocasión de ver que la mayoría de los restantes dragones le cedía el paso a la hora de comer, y aunque no se hallara en términos demasiado amistosos con alguno de ellos, estaba demasiado ocupado como para prestarles atención; en buena medida, algo muy similar a lo que le ocurría a Laurence con el resto de los aviadores.

La mayor parte del tiempo se hacían compañía el uno al otro y rara vez se separaban, excepto para comer y dormir. En verdad, Laurence sentía poca necesidad de otra compañía. Sin duda, le alegraba bastante ese pretexto, que le permitía evitar casi por completo compartir las veladas con Rankin. Aunque, con reserva, cruzaba palabras con él en todas las ocasiones en que le era imposible evitarlo, y sentía que al menos había frenado su amistad si no la había deshecho del todo. Al menos, la relación de Temerario y Laurence con Maximus y Berkley se estrechó, lo cual impedía que estuvieran totalmente aislados entre sus compañeros, aunque Temerario continuó prefiriendo dormir fuera, en el campo, en lugar de en el patio con los demás dragones.

Les habían asignado la tripulación de tierra para Temerario. Además de Hollín como jefe, Pratt y Bell, armero y curtidor respectivamente, formaban el núcleo junto a Calloway, el soldado de artillería. Muchos dragones no tenían más dotación, pero los maestros le fueron concediendo a regañadientes más asistentes cuando continuó creciendo; primero uno y luego otro, hasta que la dotación de Temerario tuvo sólo unos pocos hombres menos que la de Maximus. El encargado del arnés respondía al nombre de Fellowes. Era un hombre silencioso, pero digno de confianza, con unos diez años de experiencia en el puesto y mucha mano izquierda a la hora de conseguir hombres adicionales que no eran de la Fuerza Aérea. Se las ingenió para conseguir ocho hombres para atender el arnés, ya que los del Cuerpo no querían servir con Temerario bajo ningún concepto porque Laurence insistía en que siempre que fuera posible el dragón no llevara puesto el equipo, por lo que le debían quitar y poner el arnés con más frecuencia que a los demás dragones.

A excepción de estos hombres, el resto de la dotación de Temerario estaba compuesta en su totalidad por oficiales, hijos de caballeros, e incluso los operarios venían avalados por los oficiales o por sus compañeros. A Laurence le costó acostumbrarse a dar órdenes a aquellos diez novatos en lugar de a marinos avezados. En la Fuerza Aérea no había vestigio alguno de la brutal disciplina del contramaestre, no se podía azotar ni amedrentar a esos hombres; el máximo castigo era la expulsión. Laurence no podía negar que aquello le gustaba más, aunque se sentía desleal al admitir cualquier fallo de la Armada, incluso aunque lo hiciera en su fuero interno.

Como había supuesto, los oficiales no tenían defectos de gravedad o, al menos, no más que en su experiencia anterior. La mitad de los fusileros eran guardiadragones totalmente inexpertos que apenas diferenciaban la boca del rifle de la culata. Sin embargo, parecían bastante voluntariosos y se superaban con rapidez. Collins era demasiado entusiasta, pero tenía buen ojo; si Fonnel y Dunne seguían teniendo problemas a la hora de acertar al blanco, al menos recargaban con notoria rapidez. Su teniente, Riggs, resultaba un tanto lamentable; era un tipo nervioso, precipitado, y además gritaba al cometer pequeños errores, pero disparaba bien y conocía el oficio, aunque Laurence hubiera preferido a un hombre con más aplomo para guiar a los demás. No obstante, no podía elegir libremente a su equipo; Riggs tenía jerarquía y se había distinguido en el servicio, por lo que al menos se merecía el puesto, aspecto que lo hacía superior a unos cuantos oficiales con los que Laurence se había visto obligado a servir en la Armada.

Todavía no se había designado a la tripulación aérea permanente, los ventreros y lomeros que se responsabilizaban del equipo de Temerario durante el vuelo, así como los oficiales de mayor rango y los vigías. Se daría una oportunidad de conseguir un puesto en Temerario a la mayoría de oficiales subalternos de la base actualmente sin destino durante el curso de su adiestramiento, antes de que se hiciera la asignación definitiva. Celeritas le había explicado que ésa era una práctica muy extendida para asegurar que los aviadores sirvieran en el mayor número posible de dragones diferentes, ya que las técnicas variaban muchísimo de una especie a otra. Martin lo había hecho bien en su ciclo y Laurence albergaba la esperanza de que el joven guardiadragon consiguiera un puesto permanente bajo su mando. Otros jóvenes prometedores también se habían recomendado a sí mismos.

La única cuestión preocupante de verdad era la del teniente primero. Los tres primeros candidatos asignados le habían decepcionado; todos eran adecuados, pero ninguno le había dado la impresión de tener verdadero talento, y por el bien de Temerario, más que por el suyo, se mostraba quisquilloso. Lo más desagradable era que le habían asignado a Granby en su turno, y aunque el teniente desempeñaba todos sus deberes a la perfección, siempre se dirigía a Laurence como «señor», mostrando así su animadversión cada vez que cumplía órdenes. Era un contraste tan evidente con la conducta de los demás oficiales que hacía sentir incómodos a todos. Laurence no podía sino pensar con pena en Tom Riley.

Dejando a un lado ese aspecto, estaba satisfecho, aunque cada vez sentía más deseos de realizar maniobras de instrucción. Por fortuna, Celeritas había dictaminado que Temerario y Maximus estaban ya casi preparados para unirse a la formación. Sólo faltaban por dominar las últimas maniobras complejas, en las que se volaba completamente bocabajo. Ambos dragones se encontraban en mitad de estas prácticas cuando Temerario comentó a Laurence:

—Por ahí viene Volly, se dirige directo hacia nosotros.

Laurence ladeó la cabeza para ver una pequeña mota gris que aleteaba en su rápido camino hacia la base.

Volly penetró directamente en el valle y tomó tierra en el patio de entrenamiento —una violación de las reglas del puesto mientras se desarrollaba una práctica— y el capitán James bajó de la espalda del dragón de un salto para hablar con Celeritas. Interesado, Temerario se enderezó y permaneció suspendido en el aire para observar, zarandeando a toda la dotación a excepción de Laurence, que para entonces ya se había acostumbrado a ese movimiento. Maximus siguió volando un poco más, hasta que se dio cuenta de que estaba solo; entonces, dio la vuelta y voló de regreso a pesar de los gritos de protesta de Berkley.

—¿Qué se supone que pasa? —preguntó Maximus con voz sorda; al ser incapaz de mantenerse en el aire, debía volar en círculos.

—Escucha, torpón —gritó Berkley—, ya te lo dirán si es de tu incumbencia. ¿Vas a regresar a las maniobras?

—No lo sé. Tal vez deberíamos preguntar a Volly —contestó Temerario—. Y ya no tiene sentido que sigamos ejercitando los movimientos, ya nos los sabemos todos —agregó.

Sonó tan obstinado que Laurence se sobresaltó. Se inclinó hacia delante con cara de pocos amigos, pero Celeritas los llamó urgentemente antes de que pudiera hablar.

—Ha habido una gran batalla en el mar del Norte, a las afueras de Aberdeen —informó sin más preámbulos en cuanto aterrizaron—. Varios dragones del puesto de Edimburgo respondieron a las señales de socorro de la ciudad. Aunque han repelido el ataque francés, Victoriatus ha resultado herido. Se encuentra muy débil y tiene dificultades para mantenerse en el aire. Vosotros dos sois lo bastante grandes para ayudarle a sostenerse y traerle con más rapidez. Volatilus y el capitán James os guiarán. Id enseguida.

Volly tomó la delantera y salió volando a una velocidad de vértigo, dejándoles atrás con suma facilidad. Se mantenía al alcance de la vista a duras penas. Maximus ni siquiera podía mantener el ritmo de Temerario; sin embargo, valiéndose de banderas de señales y unos cuantos gritos precipitados a través de las bocinas, Berkley y Laurence acordaron que el Imperial Chino se adelantaría y su tripulación iría enviando señales luminosas regulares para guiar a Maximus.

Temerario se lanzó a tumba abierta en cuanto se acordó el plan. En opinión de Laurence iba demasiado deprisa. Aberdeen estaba a poco menos de doscientos kilómetros y los otros dragones irían hacia ellos, acortando así la distancia que los separaba. Aun así, iban a tener que ser capaces de volar la misma distancia para traer a Victoriatus, e incluso aunque sobrevolaran tierra firme y no el océano, no podrían aterrizar y descansar con el dragón herido reposando sobre ellos, ya que no lograrían hacerlo despegar después. Iba a ser necesario moderar la velocidad.

Laurence lanzó una mirada al cronómetro sujeto al arnés del dragón y esperó a que la manecilla del minuto cambiara para empezar a contar los golpes de ala. Veinticinco nudos. Demasiado deprisa.

—Temerario —le llamó—, tómatelo con calma, por favor. Tenemos mucho trabajo por delante.

—No estoy cansado en absoluto —respondió el dragón, pese a lo cual redujo la velocidad.

Laurence consiguió fijar la nueva marcha en quince nudos, un buen ritmo que Temerario podía mantener casi de manera indefinida.

—Pasen la orden de que quiero ver al señor Granby —dijo Laurence; poco después, el teniente, que soltó los mosquetones rápidamente para poder avanzar, se encaramó a la base del cuello de Temerario—. En su opinión, ¿cuál es la velocidad máxima a la que pueden traer al dragón herido? —le preguntó Laurence.

Por una vez, Granby no respondió con fría formalidad, sino pensativamente. Todos los aviadores se mostraban muy circunspectos en cuanto se mencionaba que un dragón estaba herido.

—Victoriatus es un Parnasiano —dijo—. Un dragón de peso medio bastante grande, más pesado que un Tanator. El puesto de Edimburgo no tiene dragones de combate pesado, por lo que los que le traen deben de ser también de peso medio. No pueden avanzar a más de veinte kilómetros por hora.

Laurence se detuvo para convertir los kilómetros en nudos y hacerse una idea. Luego asintió. En tal caso, Temerario doblaba esa velocidad. Si se tenía en cuenta la velocidad de Volly al traer el mensaje, les quedaban unas tres horas antes de que hubiera que empezar a buscar al otro grupo.

—Muy bien. También podemos aprovechar el tiempo. Haga que lomeros y ventreros intercambien su posición para entrenar. Luego, creo que vamos a hacer unas prácticas de tiro.

Se sentía bastante tranquilo y se arrellanó en su asiento. Se percató de la excitación de Temerario por el débil temblor que palpitaba en la parte posterior de su cuello. En cierto modo, era la primera acción de combate del dragón, por supuesto. Laurence le acarició la protuberancia del lomo con suavidad. Ordenó intercambiar de posición a los fusileros y se volvió para observar los movimientos que había mandado. Por orden, un lomero descendía hacia el entoldado inferior a la par que un ventrero subía al superior por el otro costado, de forma que los pesos respectivos de ambos se equilibraban. Cuando un hombre culminaba el ascenso, se aseguraba en su posición y daba un tirón a la correa indicadora, que alternaba secciones blancas y negras, para que avanzara un tramo. Poco después, volvía a avanzar otro tramo, lo que indicaba que el hombre que había descendido también se había sujetado. Todo se desarrolló sin complicaciones. En ese momento, Temerario llevaba tres guardiadragones en los entoldados superior e inferior, el intercambio les llevó menos de cinco minutos en total.

—Señor Alien —dijo Laurence con brusquedad llamando al orden, por descuidar su deber de vigilar a los demás hombres en su tarea, a uno de los vigías, el cadete de más edad, al que pronto ascenderían a alférez—. ¿Me podría decir quién está ahora arriba, por el noroeste? No, no se vuelva a mirar. Debe ser capaz de responder a esa pregunta en el momento que se le formula. Hablaré con su instructor, ¡ponga cuidado en su trabajo!

Los fusileros ocuparon sus posiciones y Laurence asintió con la cabeza para que Granby diera la orden. Quienes estaban en el lomo del dragón empezaron a arrojar los finos discos de cerámica empleados como blancos y los tiradores se turnaban al disparar intentando alcanzarlos en el aire al pasar. Laurence observó y frunció el ceño.

—Señor Granby, señor Riggs, he contado doce aciertos de los veinte discos. ¿Coincide esa cifra con sus cuentas…? Caballeros, espero que no sea necesario recordarles que esto no valdrá contra los tiradores de élite franceses. Empecemos de nuevo a un ritmo más lento. Buscamos primero la precisión; luego, la velocidad. Señor Collins, haga el favor de no apresurarse tanto.

Los tuvo disparando durante casi una hora y luego puso a la dotación a efectuar los complicados ajustes del arnés propios de cuando estallaba una tormenta durante el vuelo. Después de eso, él mismo descendió para observar a los hombres situados debajo mientras volvían a disponer el equipo para el buen tiempo. No llevaban pescantes a bordo, por lo que no les pudo ordenar que hicieran prácticas de acomodación en las grupas para desmontar todo el equipo, y pensó que lo hubieran hecho igual de bien incluso con el equipo adicional.

Temerario se volvía de vez en cuando para seguir cada maniobra con ojos relucientes, pero la mayor parte del trayecto estuvo abstraído. Ganaba o perdía altura para aprovechar las corrientes más idóneas, que le permitían avanzar con algún esporádico aleteo, lo suficiente para mantener el vuelo. Laurence colocó la mano sobre los grandes y nudosos músculos del cuello de Temerario y percibió la suavidad con la que se movían, como si debajo de la piel hubiera aceite. No sintió la tentación de distraerlo hablando por ser innecesario. Sin necesidad de palabras, sabía que Temerario compartía su satisfacción de encauzar al fin el entrenamiento conjunto hacia un objetivo real. Hasta ahora, que de nuevo se veía ocupado en el servicio activo, Laurence no había comprendido del todo su propia y callada frustración por haber sido degradado de oficial en activo a mero cadete.

Las tres horas transcurrieron deprisa según el cronómetro. Era el momento de prepararse para ayudar al dragón herido. Maximus estaba quizás a una media hora detrás de ellos, por lo que Temerario tendría que cargar con Victoriatus sólo hasta que el Cobre Regio les diera alcance.

—Señor Granby —dijo Laurence mientras se sujetaba de nuevo en su posición en la base del cuello—, despejemos el lomo. Que bajen todos los hombres, salvo el oficial de señales y los vigías de delante.

—Muy bien, señor —asintió Granby, y de inmediato se volvió para organizado todo.

Laurence le vio trabajar con una mezcla de satisfacción e irritación. Por vez primera en la última semana, Granby llevaba a cabo sus obligaciones sin ese aire de envaramiento y resentimiento, y Laurence notaba fácilmente los efectos: aumentaba la velocidad de casi todas las operaciones; ahora se corregían una miríada de pequeños defectos en la ubicación y posicionamiento de la dotación en el arnés, que no había percibido antes por su inexperiencia; la atmósfera entre los hombres se relajó. Así era como un buen teniente primero facilitaba la vida de la tripulación, y Granby estaba demostrando en esta ocasión que era perfectamente capaz de hacerlo, lo cual hacía más lamentable su actitud.

Volatilus dio la vuelta y regresó volando hacia ellos poco antes de que terminaran de despejar la parte superior. James se estiró e hizo bocina con las manos para informar a Laurence:

—¡Los he avistado! ¡Dos puntos hacia el norte, doce grados por debajo! —Enfatizaba los números con gestos de la mano mientras hablaba—. Vas a tener que bajar para luego volver a subir a su altura, ya que dudo que el dragón herido pueda elevarse más.

—Muy bien —contestó Laurence a través de la bocina, y ordenó al alférez de banderas que lo confirmara con las mismas.

Temerario se había hecho demasiado grande para que Volly pudiera acercarse lo suficiente para una comunicación verbal inteligible.

El dragón se curvó para lanzarse en picado a una rápida indicación de Laurence, que muy pronto vio en el horizonte una mota que creció enseguida hasta convertirse en un grupo de dragones. Se identificaba a Victoriatus en el acto. Era con diferencia más grande que cualquiera de los dos Tanatores que se esforzaban por mantenerlo en el aire. Aunque la tripulación ya había aplicado gruesos vendajes a las heridas, la sangre los había empapado y mostraba las marcas de éstas, donde era evidente que el dragón había recibido los golpes de los alados franceses. Las propias garras del Parnasiano eran inusualmente largas y estaban ensangrentadas, al igual que las mandíbulas. Los dragones más pequeños que volaban debajo iban atestados y encima de la criatura herida no había nadie, salvo el capitán y tal vez media docena de hombres.

—Señal: «porteadores preparados para apartarse» —ordenó Laurence; el joven alférez de banderas ondeó los coloridos banderines en una rápida secuencia y obtuvo una pronta respuesta.

Temerario ya había volado alrededor del grupo y se había posicionado adecuadamente. Ahora se hallaba justo debajo y detrás del segundo dragón que soportaba el peso.

—Temerario, ¿estás preparado? —gritó Laurence.

Habían practicado aquella maniobra en los entrenamientos, pero iba a ser inusualmente difícil llevarla a cabo allí. El dragón herido apenas batía las alas y tenía los ojos entrecerrados de dolor y fatiga. Los dos dragones de apoyo estaban también extenuados. Tendrían que apartarse con suavidad y Temerario debía situarse allí a la velocidad de un rayo para impedir que Victoriatus se desplomase en una caída mortal imposible de evitar.

—Sí, démonos prisa, por favor. Parecen demasiado cansados —respondió Temerario mirando hacia atrás.

Temerario ya estaba preparado y había igualado el ritmo de los otros dos dragones; no se ganaba nada por esperar más.

—Señal: «intercambio en la posición delantera» —indicó.

Flamearon las banderas y llegó la confirmación. Entonces aparecieron banderas rojas a ambos costados de la parte delantera de los dragones de apoyo que luego fueron sustituidas por otras verdes.

La retaguardia del dragón bajaba rápidamente y se salía de la formación cuando Temerario entró a fondo, pero el dragón de delante fue un poco lento y batió las alas con torpeza, por lo que Victoriatus comenzó a caer sobre el Tanator que intentaba descender para hacer sitio a su sustituto.

—¡En picado, maldita sea, baja en picado! —bramó Laurence lo más alto que pudo.

La cola del Tanator golpeaba como un látigo y estaba demasiado cerca de la cabeza de Temerario, de modo que no le podían reemplazar.

El Tanator terminó la maniobra y se limitó a plegar las alas, por lo que se apartó cayendo a plomo.

—Temerario, has de levantar un poco a Victoriatus para poder avanzar —gritó Laurence de nuevo, pegado contra el cuello del dragón.

El Parnasiano había apoyado los cuartos traseros sobre la cruz de Temerario en lugar de sujetarse más atrás, y la gran panza estaba a menos de un metro por encima. El dragón malherido mantenía la distancia a duras penas con las fuerzas menguadas.

Temerario cabeceó para indicar que había escuchado y comprendido la orden de Laurence. Batió las alas deprisa para subir en ángulo empujando al derrengado dragón hacia arriba y hacia atrás y luego, por pura fuerza, cerrar las alas de repente. Desplegó las alas otra vez después de una breve pero vertiginosa caída. Con un único gran empujón, Temerario consiguió situarse de forma adecuada y Victoriatus cayó pesadamente sobre ellos de nuevo.

Laurence tuvo un momento de respiro, y entonces Temerario aulló de dolor. Se volvió y contempló aterrado cómo Victoriatus, confuso y dolorido, hundía y removía las garras en el lomo y los ijares del Imperial. Arriba, apagados, escuchó los gritos del otro capitán. Victoriatus se detuvo, pero Temerario ya sangraba y algunas cinchas del arnés estaban cortadas y flameaban al viento.

Estaban perdiendo altura con gran rapidez. Temerario forcejeaba por mantenerse en vuelo bajo el peso del otro dragón. Laurence luchaba contra los mosquetones que le sujetaban mientras ordenaba a voz en grito al alférez de banderas que informara a los hombres de debajo. El muchacho descendió dificultosamente una parte del camino y ondeó como un poseso la bandera rojiblanca. Un momento después, vio agradecido cómo Granby y otros dos hombres trepaban para vendar las heridas, llegando a los cortes más profundos más deprisa de lo que él hubiera sido capaz. Acarició a Temerario y lo tranquilizó mientras se esforzaba para que no se le quebrara la voz. Temerario no podía desperdiciar fuerzas volviéndose para contestarle y continuó su batir de alas con bravura, aunque mantenía la cabeza gacha a causa del esfuerzo.

—No son profundas —gritó Granby desde donde trabajaban para cubrir las desgarraduras.

Laurence pudo respirar y empezó a pensar con claridad. El arnés se movía sobre el lomo del dragón. Además de una parte poco importante del aparejo, la cincha mayor del cuello estaba casi cortada, sostenida sólo por los alambres interiores, pero el cuero estaba seccionado y se precipitarían al vacío tan pronto como los cables se debilitaran bajo el peso de todos los hombres y el equipo.

—Todos vosotros —ordenó a los vigías y al alférez de banderas; los tres muchachos eran los únicos que quedaban arriba, además de él mismo— quitaos los arneses y pasádmelos. Sujetaos con fuerza al arnés principal y meted por dentro brazos y piernas.

El cuero de los arneses personales era grueso, sólidamente cosido y bien engrasado. Los mosquetones eran de acero sólido, no tan fuerte como el arnés principal, pero casi.

Se puso los tres arneses en el brazo y, por la cincha que recorría el lomo, trepó a la parte más ancha de los hombros. Granby y los dos guardiadragones seguían trabajando en las heridas de la ijada de Temerario. Le dedicaron una mirada confusa y Laurence comprendió que no veían la cercana cincha seccionada, oculta por la pata delantera de Temerario. En cualquier caso, no quedaba tiempo para pedirles ayuda; la cincha comenzaba a deshacerse muy deprisa.

No se podía acercar de forma normal. Sin duda, la cincha del lomo se rompería de inmediato si intentaba apoyar su peso en cualquiera de las anillas que pendían de ella. Moviéndose lo más deprisa que podía bajo el rugiente azote del viento, enganchó dos de los arneses con los mosquetones y luego hizo una lazada alrededor de la cincha.

—Temerario, muévete lo menos posible al volar —gritó.

Luego, colgando de los extremos de los arneses, abrió sus propios mosquetones y se encaramó cautelosamente hacia los hombros, sin otra seguridad que la fuerza con la que agarraba el cuero.

Granby le gritaba algo, pero el viento se llevó sus palabras sin que lograra distinguirlas. Laurence intentó mantener la vista fija en las correas. El suelo de debajo tenía el precioso verdor de comienzos de la primavera; aunque resultara extraño, era bucólico y estaba en silencio: volaban lo bastante bajo como para que viera las ovejas como puntitos blancos. Ahora tenía las correas al alcance de la mano. Con pulso tembloroso, abrochó el primer mosquetón abierto del tercer arnés en la anilla que había encima del corte y el segundo en la de debajo. Tensó las correas echando el cuerpo hacia atrás y apoyando en ellas su peso hasta donde se atrevía. Le dolían los brazos y temblaba como si fuera presa de una fiebre alta. Centímetro a centímetro, tensó el pequeño arnés hasta que al fin la separación entre los mosquetones tuvo el mismo tamaño que la zona cortada de la cincha y soportó buena parte de su peso. El cuero dejó de deshilacharse.

Alzó la vista y vio a Granby trepando lentamente en su dirección. Las anillas chasqueaban bajo su peso. La tensión no era un peligro tan inmediato ahora que había puesto el arnés en su sitio, por lo que Laurence no le hizo señales de que se alejara y se limitó a decir a voz en grito:

—Llame al señor Fellowes.

Después de hacer llamar al encargado del arnés, señaló el lugar a Granby, que abrió unos ojos como platos cuando cruzó la pata delantera y vio la cincha rota.

La deslumbrante luz del sol le dio de lleno en el rostro cuando Granby se volvió para hacer señales de petición de ayuda a los ventreros. Encima de ellos, Victoriatus daba bandazos mientras las alas le temblaban. Su pecho cayó pesadamente sobre la espalda de Temerario, que se tambaleó en el aire, con un hombro desequilibrado a causa del golpe. Laurence se estaba resbalando a lo largo de las cintas de los arneses unidos, ya que las palmas húmedas le impedían agarrarse bien. El mundo verde daba vueltas a sus pies y su presa sobre las correas empezaba a fallar al tener las manos cansadas y resbaladizas a causa del sudor.

—¡Laurence, aguanta! —gritó Temerario con la cabeza vuelta para mirarle.

Los músculos y las articulaciones de las alas empezaron a moverse mientras se preparaba para atrapar al aviador en el aire.

—No debes dejar caer al dragón —gritó Laurence aterrado. Temerario sólo le podía atrapar si dejaba caer a Victoriatus de su espalda y enviaba al Parnasiano a su muerte—. ¡No debes hacerlo, Temerario!

—¡Laurence! —gritó el dragón con las garras flexionadas, los ojos abiertos y afligidos y moviendo la cabeza de un lado a otro en señal de negación.

Laurence supo que no tenía intención de obedecer. Se afanó por sujetarse a las correas de cuero e intentó subir. No era sólo su vida la que estaba en juego si se caía, sino las del dragón herido y todos los tripulantes a bordo del mismo.

Granby apareció de pronto para sujetar el arnés de Laurence con ambas manos.

—Acóplese a mí —gritó.

Laurence vio de inmediato a qué se refería. Aferrándose todavía a los arneses unidos con una mano, cerró sus mosquetones sueltos a las anillas del arnés de Granby y luego se agarró a las correas que cruzaban el pecho de éste. Entonces, los guardiadragones los alcanzaron y enseguida numerosas manos firmes sujetaron y subieron a Laurence y Granby hasta el arnés principal. Sostuvieron a Laurence hasta un lugar donde pudo asegurar sus mosquetones a las anillas adecuadas.

Apenas era capaz de respirar aún, pero se apoderó de la bocina y gritó con urgencia.

—Todo está en orden.

Su voz apenas se oyó. Respiró hondo y volvió a intentarlo, esta vez con voz más clara:

—Estoy bien, Temerario. Sigue volando.

Los tensos músculos que había debajo de él se relajaron lentamente y el dragón volvió a aletear, recuperando un poco de la altura que habían perdido. Todo el proceso había durado alrededor de unos quince minutos, pero sentía un tembleque tal que parecía que había hecho frente a una galerna de tres días en cubierta, y el corazón le palpitaba desbocado a punto de salírsele del pecho.

Granby y los guardiadragones tampoco parecían mucho más serenos.

—Bien hecho, caballeros —les dijo Laurence en cuanto confió en que no se le iba a quebrar la voz—. Dejemos espacio para que trabaje el señor Fellowes. Señor Granby, haga el favor de enviar a alguien al capitán de Victoriatus para saber qué ayuda nos pueden prestar. Hemos de adoptar todas las precauciones posibles para evitar nuevos sustos.

Le miraron boquiabiertos durante unos instantes. Granby fue el primero en poner en orden las ideas y comenzó a dar órdenes. Para cuando Laurence, con suma cautela, se hubo abierto camino de vuelta a su puesto en la base del cuello de Temerario, los guardiadragones ya habían envuelto con vendas las garras de Victoriatus para evitar que volviera a herir al Imperial y Maximus apareció en lontananza, apresurándose a prestar su ayuda.

El resto del vuelo transcurrió sin acontecimientos dignos de mención, siempre y cuando se considerase normal el esfuerzo de llevar por el aire a un dragón casi inconsciente. Los cirujanos acudieron apresuradamente para examinar a Victoriatus y a Temerario en cuanto depositaron sano y salvo al primero en el suelo del patio. Para gran alivio de Laurence, los cortes resultaron ser en efecto de poca profundidad. Los limpiaron y examinaron para luego diagnosticarlos de poca gravedad y colocar encima unas gasas sueltas para impedir que se irritara la piel herida. Luego, dejaron libre a Temerario y a Laurence le dijeron que el dragón durmiera y comiese lo que quisiera durante una semana.

No era la mejor vía para conseguir unos pocos días de asueto, pero agradecieron infinitamente el respiro. De inmediato, Laurence llevó andando al animal a un claro despejado cercano a la base, sin querer forzarle a que hiciera otro vuelo en el aire. Aunque el claro se encontraba en la cima de la montaña, no estaba a demasiada altura, y lo cubría una capa de suave hierba verde. Estaba orientado al sur y lo bañaba el sol casi todo el día. Allí durmieron los dos desde aquella tarde hasta última hora del día siguiente. Laurence permaneció tendido sobre el lomo caliente de Temerario hasta que el hambre los despertó a ambos.

—Me siento mucho mejor. Estoy seguro de que puedo cazar casi con toda normalidad —dijo Temerario.

El aviador no quiso ni oír hablar de ello; en su lugar, anduvo de vuelta a los talleres y movilizó a toda la dotación de tierra. En muy poco tiempo, condujeron a un pequeño grupo de ganado desde el redil y lo sacrificaron. El dragón se comió hasta el último trozo de carne y luego se fue directamente a dormir de nuevo.

Con cierta inseguridad, Laurence le pidió a Hollín que hiciera que los criados le llevaran algo de comida. Se sentía muy incómodo por tener que pedirle al joven un favor personal, pero era reacio a dejar a Temerario solo. Hollín no se ofendió, pero volvió con el teniente Granby, Riggs y otro par de tenientes.

—Debería ir a comer algo caliente y darse un baño, y luego dormir en su propia cama —dijo Granby en voz baja después de haber hecho señal a los otros para que aguardaran a cierta distancia—. Está cubierto de sangre de la cabeza a los pies y aún no hace tiempo como para dormir a la intemperie sin poner en riesgo su salud. Los demás oficiales y yo nos turnaremos para velarlo. Le iremos a buscar si despierta o sobreviene algún cambio.

Laurence pestañeó y se miró a sí mismo. No se había percatado de que tenía las ropas salpicadas y bañadas por sangre de dragón, casi negra. Se pasó la mano por el rostro sin afeitar. Estaba claro que estaba dando una imagen bastante poco presentable. Alzó la mirada hacia el dragón, que permanecía totalmente ignorante de cuanto sucedía a su alrededor. Las ijadas subían y bajaban con un estruendo bajo y acompasado.

—Diría que está en lo cierto —contestó—. De acuerdo, y muchas gracias —agregó.

Granby asintió. Laurence se dirigió de regreso al castillo después de echar una última ojeada a Temerario que seguía durmiendo. Ahora que era consciente, tenía una desagradable sensación de suciedad y sudor por todo el cuerpo. El lujo de un baño diario lo había reblandecido. Se detuvo en su habitación lo justo para cambiar sus ropas manchadas por otras nuevas y se dirigió directamente a las termas.

Era poco después de comer, y muchos oficiales tenían el hábito de bañarse a esa hora. Después de que se hubiera dado un rápido chapuzón en la piscina, descubrió que la sauna estaba repleta, pero varias personas le hicieron sitio en cuanto entró. Aceptó con mucho gusto el espacio despejado y devolvió los asentimientos de saludo antes de dejarse caer. Estaba tan cansado que sólo después de haber cerrado los ojos en medio del gozoso calor cayó en la cuenta de que las atenciones habían sido inesperadas y deliberadas. Estuvo a punto de ponerse en pie de un salto a causa de la sorpresa.

—Buen vuelo, excelente vuelo —le dijo Celeritas aquella tarde con tono de aprobación cuando acudió a informarle con retraso—. No, no ha de disculparse por llegar tarde. El teniente Granby me ha dado una explicación preliminar; con eso y el informe del capitán Berkley sé perfectamente qué ha pasado. Preferimos capitanes más preocupados por su dragón que por nuestra burocracia. Confío en que Temerario se encuentre bien.

—Gracias, señor, sí —respondió Laurence agradecido—. Los cirujanos me dijeron que no había motivo de alarma y él asegura que se encuentra bastante cómodo. ¿Manda algo mientras dure su convalecencia?

—Nada, salvo que lo mantenga con la mente ocupada, lo cual puede resultar todo un desafío —dijo Celeritas con un bufido que Laurence interpretó como una risita—. Bueno, eso no es del todo cierto. Tengo una tarea para usted. En cuanto Temerario se haya recobrado, él y Maximus se incorporarán inmediatamente a la formación de Lily. No hacen sino llegar malas noticias de la guerra, y la última ha sido la peor. Villeneuve y su flota han salido de Toulon aprovechando la cobertura que le proporcionó una incursión aérea contra la flota de Nelson. Hemos perdido su rastro. No podemos esperar más a tenor de las circunstancias y esta semana está ya pérdida. Por consiguiente, es hora de que nombre la tripulación de vuelo de Temerario, y me gustaría oír sus peticiones. Considere a los hombres que han servido a sus órdenes durante estas últimas semanas y mañana discutiremos el asunto.

Después de aquello y sumido en sus pensamientos, Laurence anduvo a paso lento hasta las inmediaciones del claro. Había pedido una tienda a la dotación de tierra y se la habían traído, además de una manta. Pensó que estaría más cómodo una vez que la hubiera armado junto a Temerario, ya que le gustaba más esa idea que pasar toda la noche alejado de él. Se encontró al dragón durmiendo aún, plácidamente. La carne circundante a la zona vendada estaba cálida al tacto, pero no febril.

Después de haber quedado satisfecho a ese respecto, Laurence dijo:

—Deseo hablar con usted, señor Granby. —Lo llevó a un aparte a escasa distancia—. Celeritas me ha pedido que le dé los nombres de mis oficiales —anunció sin quitar los ojos de encima a Granby. El joven enrojeció y bajó la vista. Laurence prosiguió—: No le voy a poner en el brete de rehusar un puesto. Ignoro qué significa en la Fuerza Aérea, pero sé que en la Armada sería una seria mancha en contra suya. Si va a tener la más mínima objeción, hable con franqueza y eso zanjará el asunto.

—Señor —comenzó Granby. Entonces, se calló bruscamente. Parecía consternado. Había empleado el término demasiado a menudo con velada insolencia. Volvió a empezar—. Capitán, soy consciente de que he hecho muy poco para merecer esa consideración. Sólo puedo decir que estaría encantado de aceptar la oportunidad si está dispuesto a pasar por alto mi anterior comportamiento.

El discurso parecía un poco forzado en sus labios, como si necesitara ensayarlo.

El aviador asintió satisfecho. Su decisión era repentina. No estaba del todo seguro, a pesar de las recientes hazañas de Granby, de exponerse a soportar a alguien que se había comportado con tan poco respeto a su persona de no ser por el bien de Temerario. Pero Laurence había decidido asumir el riesgo porque Granby era notoriamente el mejor de los posibles candidatos. La respuesta le complacía mucho. Era bastante sincera y respetuosa, aunque la hubiera expresado con cierta torpeza.

—Muy bien —se limitó a contestar.

Habían comenzado a caminar otra vez cuando Granby dijo de repente:

—¡Maldita sea! Tal vez no sea capaz de decirlo de la forma adecuada, pero no es mi deseo dejar las cosas así. He de decirle cuánto lo lamento. Sé que me he comportado como un necio.

Esa franqueza sorprendió a Laurence, aunque no le desagradó. Jamás hubiera rechazado una disculpa ofrecida con tanta sinceridad y sentimiento como se evidenciaban en el tono de Granby.

—Me alegra poder aceptar su disculpa —contestó en voz baja, pero con verdadero afecto—. Por mi parte, le aseguro que todo está olvidado. Espero que en lo sucesivo seamos mejores compañeros de armas que hasta ahora.

Se detuvieron y estrecharon las manos. Granby parecía aliviado y feliz al mismo tiempo. Cuando Laurence le tanteó con cautela para que le recomendara otros oficiales, le respondió con gran entusiasmo mientras recorrían el camino de regreso al lado de Temerario.

Capítulo 8

Temerario empezó a quejarse y quiso bañarse de nuevo incluso antes de que le quitaran las vendas. Se le formaron costras en las heridas, que empezaron a sanar durante el fin de semana, y los cirujanos le dieron de alta a regañadientes. Después de haber reunido a los que ya consideraba como sus cadetes, Laurence salió hacia el patio, donde Temerario estaba a la espera de que le quitaran el arnés, y lo encontró hablando con la Largario, a cuya formación iban a incorporarse.

—¿Te duele al escupirlo? —preguntó Temerario con mucha curiosidad.

Laurence vio a Temerario inspeccionar las huecas protuberancias óseas que la dragona tenía a ambos lados de la mandíbula, por donde aparentemente expulsaba el ácido.

—No, apenas si lo siento —contestó Lily—. Sólo lo expulso al agachar la cabeza, por lo que tampoco puedo salpicarme, aunque, por supuesto, todos vosotros debéis tener cuidado cuando volamos en formación.

La dragona llevaba recogidas a la espalda las alas de color café con pliegues traslúcidos azules y naranjas que se montaban unos sobre otros. Sólo los extremos blanquinegros destacaban recortados contra sus ijares. Las pupilas de los ojos eran rasgadas, como las de Temerario, pero de un amarillo anaranjado. Las protuberancias óseas al descubierto le conferían una apariencia muy feroz, aunque ella permanecía pacientemente en pie mientras su tripulación de tierra se encaramaba con cierta dificultad para limpiar y pulir con gran esmero hasta el último rincón del arnés. La capitana Harcourt caminaba de un lado para otro a su alrededor e inspeccionaba el trabajo.

Lily bajó los ojos para mirar a Laurence cuando se colocó junto a Temerario. Algo parecido a la alarma daba un aspecto torvo a su mirada, pero la dragona sólo sentía curiosidad.

—¿Eres el capitán de Temerario? Catherine, ¿no vamos a acompañarlos al lago? No estoy segura de querer entrar en el agua, pero me gustaría verlo.

—¿Ir al lago?

La sugerencia hizo que la capitana Harcourt dejara de examinar el arnés y mirara a Laurence con manifiesto asombro.

—Sí, voy a llevar a Temerario al lago para que se bañe —explicó él con voz firme—. Señor Hollin, haga el favor de usar el arnés ligero y compruebe si es posible no aparejarlo para que las correas no presionen las heridas.

El aludido estaba limpiando el arnés de Levitas, que acababa de regresar de comer.

—¿Nos acompañas? —preguntó Hollin a Levitas—. En ese caso, señor —agregó, dirigiéndose a Laurence—, tal vez no fuera necesario enjaezar a Temerario.

—Me encantaría —contestó Levitas al tiempo que miraba expectante a Laurence, como si pidiera permiso.

—Gracias, Levitas —dijo Laurence por toda respuesta—. Es una solución excelente, caballeros. Levitas va a llevarlos en esta ocasión —anunció a los cadetes. Hacía mucho que había dejado de intentar variar el tratamiento en atención a Roland. Resultaba más sencillo dirigirse a ella igual que a los demás, dado que, dijera lo que dijese, parecía perfectamente capaz de sentirse incluida—. Temerario, ¿monto con ellos o me llevas tú?

—Te llevo yo, por supuesto —contestó el dragón.

Laurence asintió.

—Señor Hollin, ¿tiene otra ocupación? Su ayuda resultaría útil, y Levitas le puede llevar si Temerario carga conmigo.

—¡Vaya! Me encantaría, señor, pero no tengo arnés —contestó Hollin mientras miraba a Levitas—. Nunca he volado, quiero decir, no sin los avíos de la tripulación de tierra, claro, aunque supongo que puedo improvisar algo con los que no están en uso si me concede un momento.

Mientras Hollin trataba de equiparse, Maximus descendió sobre el patio. El suelo tembló cuando él aterrizó.

—¿Estás listo? —preguntó el dragón a Temerario, que parecía complacido.

Berkley estaba a lomos de Maximus junto a un par de guardiadragones.

—Lleva quejándose tanto tiempo que he cedido —dijo Berkley en respuesta a la mirada inquisitiva y divertida de Laurence—. ¡Dragones nadando! Una idea de lo más estúpida si quiere saber mi opinión, una gran tontería. —Golpeó cariñosamente la cruz del dragón, desdiciendo sus palabras.

—Nosotras también vamos —anunció Lily.

La dragona y la capitana Harcourt habían mantenido una discusión en privado mientras se reunía el resto del grupo. Luego, el animal levantó en vilo a la capitana hasta dejarla en el arnés. Temerario recogió a Laurence con cuidado. A pesar de las grandes garras, Laurence no se preocupó lo más mínimo. Estaba muy cómodo entre sus curvos dedos; se sentaba en la palma y estaba tan protegido como si estuviera dentro de una caja metálica.

Cuando llegaron a la orilla, sólo Temerario se dirigió directamente a las aguas profundas y comenzó a nadar. Maximus se aproximó con timidez a las zonas poco profundas, pero no fue más allá de donde hacía pie. Lily permaneció en la orilla mirando y olfateando el agua, pero sin entrar. Levitas, tal y como acostumbraba, levantó primero olas cerca de la orilla y enseguida salió disparado, salpicando y agitándose como un loco con los ojos cerrados con fuerza, hasta llegar a aguas profundas, donde comenzó a chapotear con entusiasmo.

—Nosotros no tenemos que entrar con ellos, ¿verdad? —inquirió uno de los guardiadragones de Berkley con cierta nota de alarma en la voz.

—No, ni siquiera contemplarlo de cerca —respondió Laurence—. La nieve fundida de la montaña llega a este lago y nos íbamos a amoratar de frío en cuestión de segundos. Pero la natación se lleva la mayor parte de la sangre y los restos de la comida y será mucho más fácil limpiarlos después de que se hayan empapado un poco.

—Mmm —dijo Lily al oír aquello, y se deslizó en el agua muy lentamente.

—¿Estás segura de que el agua no está demasiado fría para ti, cielo? —preguntó la capitana a sus espaldas—. Nunca se ha sabido de un dragón que haya contraído las fiebres palúdicas, por lo que supongo que la pregunta está fuera de lugar —les dijo a Laurence y Berkley.

—No, el frío sólo los despierta a menos que sean temperaturas por debajo de cero, por las que tampoco se preocupen —contestó Berkley, que luego alzó la voz hasta bramar—: Maximus, grandísimo cobarde, entra de una vez si es lo que pretendes. No voy a quedarme aquí todo el día.

—No tengo miedo —replicó Maximus indignado, y arremetió hacia delante, levantando una gran ola de agua que inmediatamente se tragó a Levitas y bañó a Temerario.

Levitas resurgió barbotando y Temerario bufó y hundió la cabeza en el agua para salpicar a Maximus. En cuestión de segundos, los dos se enzarzaron en una batalla campal que fue un buen intento para que las aguas del lago parecieran las del océano Atlántico en plena tormenta.

Levitas salió revoloteando del lago y goteó agua helada sobre todos los aviadores que estaban a la espera. Hollín y los cadetes se pusieron a secarle. El pequeño dragón dijo:

—Me encanta nadar. Gracias por dejarme venir de nuevo.

—No veo por qué no puedes venir tan a menudo como desees —le replicó Laurence, que, al mirar a Berkley y Harcourt, observó que ambos estaban pendientes de sus asuntos y que ninguno de los dos parecía dispuesto a preocuparse del tema lo más mínimo ni tomar en cuenta su oficiosa injerencia.

Lily se había adentrado lo suficiente para que las aguas la cubrieran casi por completo, o al menos tanto como su flotabilidad natural le permitía. Se mantuvo bien alejada de las salpicaduras del par de dragones más jóvenes y se frotó la piel con la cabeza. A continuación, más interesada en la higiene que en la natación, salió y ronroneó de placer cuando Harcourt y los cadetes comenzaron a limpiar las manchas que ella les indicaba.

Maximus y Temerario se cansaron finalmente y también salieron para que los secaran. Maximus requirió el máximo esfuerzo de Berkley y sus guardiadragones, dos hombres hechos y derechos. Los cadetes se encaramaron al lomo de Temerario mientras Laurence frotaba la delicada piel de su hocico. No pudo reprimir una sonrisa al oír refunfuñar a Berkley sobre el tamaño de su dragón.

Dejó el trabajo por un momento simplemente para disfrutar de la escena. Temerario hablaba con los demás dragones de buen grado, con ojos relucientes y la cabeza erguida con orgullo, sin indicios ya de que dudara de sí mismo. Incluso aunque aquella variopinta y extraña compañía no tenía nada que ver con lo que había querido para sí, aquella camaradería natural le reconfortó. Era consciente de haberse probado a sí mismo y haber ayudado a Temerario a obrar de igual modo, y de la profunda satisfacción de haber encontrado un lugar auténtico y digno para ambos.

El júbilo duró hasta que regresaron al patio. Rankin se hallaba en un lateral del mismo. Vestía un traje de aviador y se golpeaba la pierna con las correas de su arnés personal con evidente irritación. Levitas dio un pequeño salto de alarma al aterrizar.

—¿Qué te propones al irte volando de esa manera? —espetó Rankin sin esperar siquiera a que Hollín y los cadetes se bajaran—. Cuando no estés comiendo, tienes que estar aquí a la espera, ¿comprendido? ¿Y quién les ha dicho a ustedes que podían montar en él?

—Levitas fue sumamente amable al hacerme el favor de llevarlos, capitán Rankin —dijo Laurence, que salió de entre la dotación de Temerario y habló con brusquedad para distraer la atención del hombre—. Sólo hemos bajado al lago, y nos podían haber hecho una señal en cualquier momento.

—No voy a preocuparme de andar corriendo detrás de un encargado de señales para tener disponible mi dragón, capitán Laurence. Le agradecería que se preocupara de su propio animal y me dejara a mí el mío —repuso Rankin fríamente. Luego, dirigiéndose a Levitas, agregó—: Supongo que ahora estarás empapado, ¿no?

—No, no. Estoy casi seco, seguro. No tardaré mucho en estarlo del todo, lo prometo —dijo Levitas, que se encorvó sobre sí mismo hasta empequeñecerse.

—Esperemos que así sea —dijo Rankin—. Agáchate, deprisa. Y en cuanto a todos vosotros, ¡permaneced lejos de él a partir de ahora! —les dijo a los cadetes mientras se encamaraba a su posición haciendo a un lado a Hollin de un empellón.

Laurence se quedó observando al Winchester mientras éste se alejaba volando con Rankin montado sobre su lomo. Berkley y la capitana Harcourt permanecieron en silencio, igual que los demás dragones. De pronto, Lily ladeó la cabeza y profirió un airado siseo. Sólo cayeron unas gotas de ácido, pero crepitaron y humearon sobre la piedra, dejando un profundo boquete negro.

—¡Lily! —le reprendió la capitana Harcourt, pero había cierto alivio en su voz por el hecho de romper el silencio—. Peck, trae un poco de aceite para el arnés —ordenó a un miembro de la tripulación de tierra de Lily mientras descendía. Lo vertió con prodigalidad sobre las gotas de ácido hasta que dejaron de humear—. Listo, cubridlas con un poco de arena y mañana ya será seguro lavarlas.

Laurence también agradeció aquella pequeña interrupción. No confiaba en sí mismo lo suficiente como para hablar de inmediato. Temerario le acarició con el hocico con suavidad y los cadetes le miraron preocupados.

—No debería haberlo sugerido, señor —dijo Hollín—. Por descontado, le pediré perdón a usted y al capitán Rankin.

—En absoluto, señor Hollin —contestó Laurence. Oyó su propia voz, fría y muy severa, por lo que intentó mitigar el efecto causado al añadir—: Nada de cuanto ha hecho está mal.

—No veo razón alguna por la que debamos permanecer lejos de Levitas —susurró Roland.

Laurence no vaciló ni un segundo en responder. Fue algo tan intenso y automático como su propia e inútil ira contra Rankin.

—Señorita Roland, un superior jerárquico le ha dado una orden. Si ése no es motivo suficiente, se ha equivocado de trabajo —replicó con brusquedad—. Que no vuelva a escucharle otro comentario de ese tipo. Hagan el favor de llevar esos trapos a la lavandería ahora mismo. Si me disculpan, caballeros, iré a dar un paseo antes de la cena —agregó dirigiéndose a los demás.

Temerario era demasiado grande para deslizarse detrás de él con éxito, por lo que el dragón recurrió a sobrepasarle volando y esperarle en el primer claro que había junto al camino. Laurence estaba convencido de que deseaba estar solo, pero descubrió que se alegraba de entrar en el círculo de las patas del dragón y apoyarse sobre su cálido corpachón, escuchando el palpitar casi musical y la continua reverberación de su respiración. Le entraron unas ganas terribles de llamar a Rankin.

—No sé por qué lo soporta. Aunque es pequeño, sigue siendo más grande que Rankin —dijo Temerario tiempo después.

—¿Por qué lo soportas tú cuando te pido que te pongas el arnés y realices algunas maniobras peligrosas? —le contestó Laurence—. Es su deber y su costumbre. Le han educado para obedecer y ha sufrido ese tratamiento desde que salió del huevo. Lo más probable es que no se le ocurra otra alternativa.

—Pero te ve a ti y a los demás capitanes. A nadie se le trata de ese modo —replicó Temerario. Abrió surcos en el suelo al flexionar las garras—. No te obedezco porque sea un hábito y no sea capaz de pensar por mí mismo. Lo hago porque sé que mereces esa obediencia. Nunca me tratarías con crueldad ni me pedirías que hiciera algo peligroso o desagradable sin motivo.

—No, no sin motivo —admitió el aviador—, pero tenemos un trabajo duro, amigo mío, y a veces debemos estar dispuestos a soportar mucho —vaciló, pero luego añadió con tacto—: Quería hablar contigo de ello, Temerario. Has de prometerme que en el futuro no antepondrás mi vida a todo lo demás. Seguramente sabías que Victoriatus es más necesario que yo para la Fuerza Aérea, incluso aunque no tuviéramos en cuenta a la tripulación. Nunca deberías haber contemplado la posibilidad de arriesgar sus vidas para salvar la mía.

Temerario se enroscó aún más cerca de él y dijo:

—No, Laurence, no puedo prometerte tal cosa. Lo siento, pero no te voy a mentir. No podía haberte dejado caer. Tal vez valores sus vidas más que la tuya, pero yo no, ya que tú eres más valioso para mí que todos los demás. No te obedeceré en tal caso. Y en lo que se refiere al deber no me preocupa mucho el concepto, ya que cuanto más sé de él, menos me interesa.

Laurence no estaba demasiado seguro sobre cómo responder a aquello. No podía negar cuánto significaba para él lo mucho que le valoraba Temerario, aunque también resultaba alarmante que el dragón expresara sin rodeos que seguiría o no sus órdenes en función de su propio criterio. Laurence confiaba mucho en ese juicio, pero volvía a sentir que no había hecho el suficiente esfuerzo para enseñar al dragón el valor de la disciplina ni el deber.

—Desearía saber explicártelo correctamente —dijo con cierta desesperación—. Tal vez encuentre algunos libros sobre el tema.

—Ya imagino —contestó el dragón, que por una vez se mostraba dubitativo sobre la lectura de un libro—. Dudo que haya algo que me persuada de comportarme de otra manera. En todo caso, preferiría evitar que volviera a suceder. Fue terrible y temía no ser capaz de recogerte.

Laurence podía sonreír a esas palabras.

—Al menos en ese punto estamos de acuerdo, y te prometo con mucho gusto que haré todo lo posible para evitar que se repita.

Roland acudió corriendo en su busca a la mañana siguiente. Laurence había dormido junto a Temerario en la pequeña tienda.

—Celeritas os quiere ver, señor —anunció la niña, que volvió al castillo junto a él, después de que se hubiera puesto la chaqueta y anudado el lazo del cuello. Temerario le despidió adormilado, sin apenas abrir un ojo antes de volver a dormirse. Mientras caminaban, Roland aventuró—: ¿Sigue enfadado conmigo, capitán?

—¿Qué? —preguntó él, mirándola sin comprender. Entonces, se acordó y le respondió—: No, Roland. No estoy enfadado contigo. Espero que hayas comprendido por qué te equivocaste al hablar de ese modo.

—Sí —le contestó la cadete. El aviador fue capaz de ignorar la poca convicción con la que lo decía—. No le he hablado a Levitas, pero no he podido evitar ver el mal aspecto que tiene esta mañana.

Laurence lanzó una mirada al Winchester mientras cruzaban el patio. Levitas se había aovillado en una esquina al fondo del patio, lejos de los demás dragones, y no dormía a pesar de lo temprano de la hora, sino que miraba el suelo con desánimo. Laurence desvió la mirada, no había nada que hacer.

—Retírate, Roland —ordenó Celeritas cuando ella llevó al aviador a su presencia—. Capitán, lamento haberle hecho llamar a primera hora. Antes que nada, ¿cree que Temerario se ha recuperado lo suficiente para reanudar el entrenamiento?

—Eso creo, señor. Se está recuperando con suma rapidez y ayer bajó al lago y regresó sin dificultad —contestó Laurence.

—Bien, bien. —Celeritas enmudeció, después suspiró y agregó—: Capitán, me veo obligado a ordenarle que no vuelva a entrometerse en lo que a Levitas concierne.

Laurence sintió cómo le ardían las mejillas. De modo que Rankin se había quejado de él. Aun así, era lo menos que se merecía. Él jamás hubiera tolerado una intervención oficiosa en el gobierno de su nave ni en el manejo de Temerario. Aquello no había estado bien, con independencia de las justificaciones que se diera a sí mismo, y la ira quedó subsumida bajo la vergüenza.

—Señor, le pido perdón por haberle puesto en el compromiso de tener que decírmelo. Le aseguro que el problema no se presentará de nuevo.

Celeritas bufó. Después de haber pronunciado la reprimenda, no parecía poner mucho empeño en reforzarla.

—No me dé garantías. Se rebajaría ante mis ojos si las diera con sinceridad —contestó—. Es una gran pena y tengo tanta culpa como los demás. Cuando fui incapaz de soportar más a Rankin, el Mando Aéreo pensó que él podría actuar como mensajero y le envió un Winchester. No me decidí a hablar contra él por consideración a su abuelo a pesar de saber que hubiera sido lo mejor.

Se sintió reconfortado cuando se suavizó la reprimenda y sintió curiosidad al comprender que Celeritas sugería que tampoco le soportaba. Seguramente, el Mando Aéreo nunca hubiera impuesto como aviador de un dragón tan extraordinario como el director de prácticas a un tipo como Rankin.

—¿Conoció bien a su abuelo? —preguntó Laurence, incapaz de resistirse a formular una pregunta de prueba.

—Fue mi primer cuidador, y también su hijo sirvió conmigo —contestó Celeritas lacónicamente al tiempo que apartaba el rostro y dejaba caer la cabeza. Se recuperó después de un momento y añadió—: Bueno, yo tenía esperanzas en el chico, pero la madre insistió en que no creciera aquí y su familia le inculcó ideas extrañas. Nunca debería haber sido aviador, y menos aún capitán. Pero ahora lo es, y se quedará mientras Levitas le obedezca. No puedo permitir que interfiera. Imagine lo que ocurriría si se dejara a unos oficiales inmiscuirse en los animales de otros. Los tenientes desesperados por llegar a capitán apenas podrían resistir la tentación de acaramelar a cualquier dragón que no estuviera del todo satisfecho. Eso sería el caos.

Laurence agachó la cabeza.

—Lo entiendo perfectamente, señor.

—En cualquier caso, le voy a dar asuntos más urgentes que atender. Hoy vamos a empezar la integración de Temerario en la formación de Lily —dijo Celeritas—. Vaya en su busca. Los otros estarán aquí dentro de poco.

Laurence caminó de regreso muy pensativo. Siempre supo, por supuesto, que las razas de mayor tamaño sobrevivían a sus cuidadores siempre que no los mataran en el combate. No había ponderado que eso dejaba a los dragones solos y sin compañero después ni había pensado cómo éstos o el Mando Aéreo resolvían la situación. Por supuesto, el interés de Inglaterra era que el dragón continuara en activo con un nuevo cuidador, y no pudo evitar el pensamiento de que de ese modo, con la mente ocupada en otros deberes, el animal sería más feliz y se evitaría la clase de pesar que estaba claro que Celeritas aún sentía.

Miró al dormido Temerario con preocupación una vez que regresó al claro. Les quedaban muchos años por delante y los caprichos de la guerra podían hacer baladíes todas aquellas preguntas, pero la felicidad futura del dragón era su responsabilidad, y con diferencia, más pesada que cualquier propiedad. En algún momento no demasiado lejano tendría que considerar qué previsiones tomaba para asegurar su futuro. Quizás un primer teniente bien elegido podría ocupar su lugar cuando el dragón se hiciera a la idea con el transcurso de los años.

—Temerario —le llamó, acariciando el hocico del dragón, que abrió los ojos y profirió un sonido sordo.

—Estoy despierto. ¿Volvemos a volar hoy? —preguntó mientras alzaba la cabeza, bostezaba al cielo y movía un poco las alas.

—Sí, amigo —contestó el aviador—. Vamos, debemos ponerte el arnés de nuevo. Estoy seguro de que el señor Hollin nos lo habrá preparado.

Habitualmente, la formación volaba en una cuña que recordaba mucho a una bandada migratoria de ocas con Lily en cabeza. Messoria e Immortalis, los Tanatores Amarillos, proporcionaban el obstáculo físico que impedía un ataque de cerca contra Lily mientras que Dulcia, un Cobre Gris más pequeño y ágil, y Nitidus, un Azul de Pascal, defendían los extremos. Todos ellos eran dragones adultos y, salvo Lily, tenían experiencia en el combate. Se les había elegido para aquella vital formación con el fin de apoyar a la joven e inexperta Largario, y sus capitanes y tripulaciones se sentían con razón orgullosos de su habilidad.

Laurence tuvo motivos para agradecer el incesante trabajo y las repeticiones del último mes y medio. Si las maniobras que habían practicado durante tanto tiempo no se hubieran convertido ahora en una segunda naturaleza para Temerario y Maximus, jamás hubieran podido igualar las estudiadas acrobacias, realizadas sin esfuerzo aparente, de los demás. Habían situado a los dos dragones más grandes de modo que formaran una segunda fila detrás de Lily, cerrando la formación con forma de triángulo. En batalla, su tarea sería rechazar cualquier intento de romper la formación, defenderla del ataque de otros dragones de combate pesado y acarrear el peso de las bombas que sus tripulaciones arrojarían sobre los objetivos ya debilitados por el ácido de Lily.

Laurence se alegró al ver que los otros dragones admitían plenamente a Temerario en la formación, aunque ninguno de los dragones adultos tenía ni la energía ni las ganas para jugar fuera del trabajo. La mayor parte del tiempo haraganeaban durante las escasas horas de ocio y se limitaban a entretenerse contemplando con condescendencia cómo hablaban Temerario, Lily y Maximus, y, de vez en cuando, cómo jugaban al corre que te pillo en el aire. Por su parte, Laurence también se sentía mucho mejor acogido entre los demás aviadores y descubrió que, sin haberlo advertido, se había acomodado a la informalidad de sus costumbres. La primera vez que se encontró dirigiéndose a la capitana Harcourt como simplemente «Harcourt» en una deliberación posterior al entrenamiento, ni siquiera se dio cuenta hasta al cabo de un rato.

Los capitanes y los tenientes primeros acostumbraban a mantener debates de estrategia y táctica a la hora de las comidas o a última hora de la noche, después de que los dragones se hubieran dormido. Rara vez le pedían opinión durante estas conversaciones, pero no le afectaba demasiado, ya que, aunque comenzaba a dominar los principios de la guerra aérea, se seguía considerando un neófito en el tema y difícilmente se podía ofender porque los aviadores hicieran lo mismo. Se mantenía en silencio y no intentaba pronunciarse en las conversaciones, salvo cuando podía contribuir con alguna información sobre las habilidades singulares de Temerario; prefería escuchar con el propósito de aprender.

De vez en cuando, la conversación giraba hacia el tema más general de la guerra. Estaban en un lugar apartado y la información tenía varias semanas de desfase, por lo que era difícil resistirse a la tentación de especular. Laurence se unió a los pilotos una velada en la que Sutton dijo:

—La maldita flota francesa podría estar en cualquier lugar. —Sutton era el capitán de Messoria y el más curtido de todos, un veterano de cuatro guerras muy dado al pesimismo y a un lenguaje subido de tono—. Ahora, se han escabullido de Toulon y por lo que sabemos esos bastardos ya deben de estar de camino hacia el canal. No me sorprendería encontrar mañana a un ejército invasor a nuestras puertas.

Laurence difícilmente podía dejar pasar por alto esas palabras y dijo al sentarse:

—Les aseguro que se equivocan. Villeneuve y su flota han zarpado de Toulon, sí, pero no se trata de ninguna operación de envergadura, sólo de huir. Nelson ha estado siguiéndole sin parar todo el camino.

—Caramba, ¿tiene noticias, Laurence? —preguntó Chenery, el capitán de Dulcía, levantando la vista de una desganada partida a las veintiuna que estaban jugando él y Little, el capitán de Immortalis.

—He tenido cartas, sí, y una de ellas la remitía el capitán Riley, del Reliant —contestó Laurence—. Navega con la flota de Nelson. Han cruzado el Atlántico en pos de Villeneuve y me cuenta que lord Nelson tiene esperanzas de alcanzar a los franceses en las Antillas.

—¡Vaya, y nosotros aquí, sin tener ni idea de lo que está pasando! —exclamó Chenery—. Por el amor de Dios, vaya a buscar esas cartas y léanoslas. No es de recibo que se calle todo esto y nos deje a todos en la ignorancia.

Habló con demasiado entusiasmo como para ofender a Laurence, que, al comprobar que los demás capitanes se mostraban del mismo parecer, envió un criado a su habitación para traerle el montoncito de cartas enviadas por los antiguos camaradas de la Marina. Se vio obligado a omitir varios pasajes en los que le compadecían por el cambio de estatus, pero se las arregló para saltárselos con bastante soltura y todos oyeron con gran curiosidad los fragmentos y retazos de noticias.

—De modo que Villeneuve tiene diecisiete naves por las doce de Nelson, ¿no? —dijo Sutton—. Entonces, dudo que ese tío vaya a correr mucho, pero ¿qué ocurre si da la vuelta? Nelson no puede contar con ningún apoyo aéreo al cruzar el Atlántico a esa velocidad, no hay transporte de dragones que aguante ese ritmo ni tenemos animales estacionados en las Antillas.

—Me atrevería a decir que la flota puede frenarle aun disponiendo de menos naves —insistió Laurence con ánimo—. Acuérdese del Nilo, señor, y de la batalla del cabo de San Vicente antes de eso. Hemos estado en desventaja numérica a menudo y el saldo ha sido victorioso.

Se contuvo con cierta dificultad y calló en ese momento. No deseaba parecer demasiado entusiasta.

Los demás sonrieron, pero no con condescendencia, y Little dijo con sus ademanes sosegados:

—En ese caso, debemos esperar que Nelson pueda acabar con ellos. Lo triste del asunto es que estamos en un terrible peligro mientras la flota francesa siga intacta de alguna forma. La Armada no va a poder atraparlos siempre y Napoleón sólo necesita controlar el canal de la Mancha durante dos días, tal vez tres, para conducir a su ejército al otro lado.

Era un pensamiento amenazador e hizo mella en el ánimo de todos. Berkley rompió al fin el subsiguiente silencio con un gruñido, se llevó un vaso de vino a los labios y lo vació.

—Podéis seguir aquí sentados viéndolo todo negro. Yo me voy a la cama —anunció—. Tenemos mucho trabajo como para imaginar más problemas.

—Y yo he de levantarme a primera hora —dijo Harcourt poniéndose en pie—. Celeritas quiere que Lily practique el lanzamiento de ácido sobre objetivos por la mañana, antes de las maniobras.

—Sí, todos debemos irnos a dormir —concluyó Sutton—. En cualquier caso, lo mejor que podemos hacer es mantener el orden en esa formación. Estad seguros de que llamarán a una de las formaciones de Lárganos si se presenta la oportunidad de aplastar la flota de Bonaparte, y será una de las nuestras o de las dos de Dover.

El grupo se deshizo y Laurence subió pensativo a su habitación en la torre. Un Largario podía lanzar ácido con una enorme puntería. El primer día de entrenamiento había visto a Lily destruir blancos de un simple y rápido salivazo desde unos ciento veinte metros. No había cañón en tierra capaz de disparar a tanta altura. Los cañones de pimienta podían dificultar su tarea, pero el único peligro real vendría del aire: ella sería el objetivo de todos los dragones enemigos y la formación era una unidad destinada a protegerla. Laurence se daba cuenta perfectamente de que el grupo sería una formidable amenaza en cualquier campo de batalla y la perspectiva de aportar mucho a la salvaguardia de Inglaterra le insuflaba renovado interés en el trabajo.

Por desgracia, a medida que pasaban las semanas veía con mayor claridad que a Temerario le resultaba difícil mantener la concentración. El primer requisito del vuelo en formación era la precisión y el mantenimiento de la posición relativa de uno respecto a los demás. Temerario se veía limitado ahora que volaba con el grupo y pronto comenzó a sentir la restricción al tener mucha más velocidad y maniobrabilidad que la media. Una tarde, Laurence no pudo evitar oírle preguntar a Messoria:

—¿Hacéis algo más interesante que volar?

Messoria era una dragona curtida de treinta años con muchas y grandes cicatrices de combate que la convertían en objeto de admiración. Soltó una risotada indulgente y le contestó:

—Lo interesante no tiene por qué ser bueno. Resulta difícil hallar algo interesante en mitad de una batalla. No temas, te acostumbrarás.

Temerario suspiró y volvió al trabajo sin proferir nada similar a una queja, pero, aunque nunca fallaba a la hora de responder a una petición o llevar a cabo un esfuerzo, no estaba muy entusiasmado y Laurence no podía dejar de preocuparse. Hizo todo lo posible por consolar al dragón y proporcionarle otros temas que atrajeran su interés. Continuaron practicando el hábito de leer juntos y Temerario escuchaba con gran atención cada artículo matemático o científico que Laurence conseguía encontrar. Los entendía sin dificultad y el aviador se encontraba en la extraña posición de hacer que el dragón le explicara lo que él acababa de leer en voz alta.

Una semana después de haber reanudado las maniobras les llegó un paquete postal de sir Edward Howe, que resultó de gran utilidad. Venía dirigido enigmáticamente a Temerario, a quien le entusiasmó recibir correo para él. Laurence lo desempaquetó para el dragón y halló un magnífico libro recién publicado de historias sobre dragones orientales traducido por el propio sabio.

Temerario dictó una elegante nota de agradecimiento a la cual Laurence añadió el suyo. Los cuentos de dragones orientales resultaron ser el plato final de cada día. Leyeran lo que leyesen, siempre terminaban con una de aquellas historias. Incluso después de haberlas leído todas, al dragón le hacía muy feliz releerlas de nuevo, aunque de forma ocasional pedía alguna en concreto de sus favoritas, como la historia de Emperador Amarillo de China, el primer dragón Celestial, cuyos servicios permitieron la instauración de la dinastía Han, o la de Raijin, el dragón japonés que rechazó la flota de Kublai Khan cuando ésta intentaba la invasión de la isla nación. Esta última le gustaba en particular a causa del paralelismo existente con Inglaterra, amenazada por la Grande Armée de Napoleón al otro lado del canal.

También escuchaba con aire soñador la historia de Xiao Sheng, el ministro del emperador, que se tragó la perla del tesoro de un dragón y se convirtió él mismo en dragón. Laurence no comprendió la especial atención que Temerario mostraba hacia la historia hasta que el dragón preguntó:

—Supongo que eso no es real, ¿verdad? ¿No hay forma de que los hombres se conviertan en dragones ni a la inversa?

—No, me temo que no —respondió el aviador lentamente; la idea de que a Temerario le gustara cambiar le afligía, ya que al hacerlo sugería una desdicha muy profunda.

Pero el dragón se limitó a suspirar y dijo:

—En fin, eso me parecía, aunque hubiera sido agradable ser capaz de leer y escribir por mi cuenta cuando quisiera y también que tú pudieras volar junto a mí.

Laurence rió tranquilizado.

—Lamento de verdad que no sea posible semejante placer, pero incluso aunque lo fuera, a juzgar por el cuento, el proceso no parece muy cómodo ni reversible.

—No, y no me gustaría nada dejar de volar, ni siquiera por la lectura —apostilló Temerario—. Además, es muy agradable tenerte a ti para que me leas. ¿Me lees una más? ¿Puede ser la del dragón que inventó la lluvia durante la sequía tomando agua del océano?

Las historias eran mitos, obviamente, pero la traducción de sir Edward incluía un buen número de anotaciones en las que se describían las bases reales de las leyendas de conformidad al conocimiento moderno más avanzado. Laurence sospechaba que quizás estuvieran levemente exageradas. Sir Edward sentía demasiado entusiasmo por los dragones orientales, pero las leyendas cumplieron su propósito de forma admirable. Las historias fantásticas sólo consiguieron que Temerario se empeñara en demostrar unos méritos similares y le llevaron a preocuparse más por los entrenamientos.

El libro resultó útil por otra razón. La apariencia de Temerario empezó a diferir aún más de la de los demás dragones poco después de recibir el paquete. Le salieron unos finos tirabuzones alrededor de las fauces y una gorguera de delicado tejido ondulado que se desplegaba entre los flexibles cuernos alrededor del rostro. Todo ello le confería un aspecto serio y espectacular, aunque no desfavorecedor, pero resultaba innegable que su apariencia difería cada vez más de la del resto, e indudablemente Temerario se hubiera sentido desdichado de nuevo al verse con un aspecto que lo separaba aún más de sus compañeros, de no haber sido por el hermoso frontispicio del libro de sir Edward, un grabado de Emperador Amarillo en el que se mostraba a aquel gran dragón luciendo el mismo tipo de gorguera.

Seguía sintiendo ansiedad ante el cambio de su apariencia y Laurence le sorprendió examinando su reflejo en la superficie del lago poco después de que hubiera aparecido la gorguera. Volvía la cabeza a uno y otro lado y entrecerraba los ojos para verse a él y a la gorguera desde diferentes ángulos.

—Vamos, vas a hacer creer a todos que eres un vanidoso —le regañó Laurence mientras le acariciaba las ondulantes vellosidades de las fauces—. De verdad, te sientan muy bien. Haz el favor de no pensar más en eso.

Temerario profirió un ruidito de sobresalto y se inclinó hacia la zona acariciada.

—Es una sensación extraña —afirmó.

—¿Te hago daño? ¿Son demasiado sensibles?

Inquieto, Laurence se detuvo automáticamente. Aunque no le había dicho nada a Temerario, al leer los cuentos se había percatado de que los dragones chinos, al menos los Imperiales y los Celestiales, no parecían entrar demasiado en combate, excepto en los grandes momentos de crisis entre sus países. Parecían más afamados por su belleza y sabiduría, y si los chinos cruzaban a los dragones primando aquellas cualidades, no había que descartar que las vellosidades fueran una zona de tal sensibilidad que las convirtiera en un punto vulnerable en la batalla.

El dragón le empujó suavemente y contestó:

—No, no duelen. ¿Lo puedes seguir haciendo? —Temerario emitió un sonido inusual, similar a un ronroneo, y se estremeció del hocico a la cola—. Me parece que me gusta bastante —añadió con la mirada cada vez más pérdida y los ojos entrecerrados.

—Ay, Dios. —El aviador apartó la mano de inmediato y miró a su alrededor terriblemente avergonzado. Por fortuna, no había ningún otro dragón ni aviador en ese momento—. Lo mejor será que hable enseguida con Celeritas. Creo que vas a entrar en celo por primera vez. Tendría que haberlo comprendido cuando te salieron las vellosidades; eso debe de significar que ya te has desarrollado del todo.

—Ah, muy bien —Temerario parpadeó—. Pero ¿tienes que pararte? —preguntó lastimeramente.

—Es una noticia excelente —dijo Celeritas cuando Laurence le transmitió la información—. Aún no le podemos cruzar, ya que no podemos prescindir de él tanto tiempo, pero aun así estoy muy contento. Siempre me preocupo cuando envío a la batalla a un dragón inmaduro. Informaré a los criadores para que piensen en el mejor de los potenciales cruces posibles. La adición de sangre de Imperial Chino a nuestros linajes sólo puede generar grandes mejoras.

—¿Hay algo para calmarlo…? —Laurence se calló al no estar seguro de la manera de formular la pregunta sin resultar atrevido.

—Ya lo veremos, pero creo que no debe preocuparse —contestó Celeritas secamente—. No nos parecemos a los perros ni a los caballos. Somos capaces de controlarnos, al menos tanto como vosotros los humanos.

Laurence se sintió aliviado. Había temido que a Temerario le resultara difícil estar en compañía de Lily, Messoria u otras dragonas, mientras que Dulcía seguramente era demasiado pequeña como para atraerle como compañera. Pero Temerario no expresó interés en ninguna de ellas. Laurence se aventuró a preguntarle un par de veces de forma indirecta y el dragón parecía más que nada desconcertado ante la idea.

Siguieron los cambios, sin duda, algunos de los cuales se hicieron perceptibles de forma gradual. Lo primero de todo, Laurence se percató de que la mayoría de las mañanas el dragón se despertaba sin necesidad de que le avisaran. También cambiaron sus costumbres alimenticias: comía con menor frecuencia, pero en mayor cantidad y de forma voluntaria podía estar dos o tres días sin probar bocado.

Laurence estaba un tanto preocupado por que Temerario pasara hambre para evitar la desagradable situación de que no le dieran preferencia al comer o tener que soportar las miradas de soslayo de los demás dragones ante su nueva apariencia. Sin embargo, todos sus miedos se desvanecieron drásticamente apenas un mes después de que le hubiera crecido la gorguera. Acababa de aterrizar con Temerario en la zona de alimentación y permaneció atento, lejos de la masa de dragones congregados, cuando llamaron a Lily y Maximus a los campos. En esta ocasión invitaron a otro dragón con ellos, un recién llegado de una raza que Laurence no conocía. Tenía unas alas marfileñas veteadas y marcadas venas naranjas y amarillas con un toque marrón entreverado muy próximo al marfil translúcido, pero no era de mayor tamaño que Temerario.

Los demás dragones de la base se apartaron y los vieron alejarse, pero de forma inesperada, Temerario profirió un ruido sordo y bajo, que ni siquiera llegaba a ser un gruñido, desde lo más profundo de la garganta, lo más parecido que se puede imaginar al croar de una rana toro de unas doce toneladas, y saltó detrás de ellos sin que le invitaran.

Laurence no vio los rostros de los pastores al estar demasiado lejos la hondonada, pero se movieron alrededor de la cerca como si estuvieran desconcertados. Sin embargo, resultaba evidente que a ninguno le apetecía intentar ahuyentar a Temerario, lo cual tampoco resultaba sorprendente al considerar que ya había hundido las fauces en su primera vaca. Lily y Maximus no hicieron objeción alguna, y el dragón nuevo ni siquiera notó el cambio, por supuesto. Un momento después, los pastores soltaron otra media docena de animales en la zona, para que los cuatro dragones comieran hasta saciarse.

—Es un ejemplar magníficamente proporcionado. Es suyo ¿verdad?

Laurence se volvió para encontrarse con que le hablaba un extranjero que vestía unos pantalones de gruesa lana y una sencilla chaqueta de civil, ambas con motivos de dragones salteados. Era un aviador, sin duda, y un oficial también a juzgar por el porte y los modos de caballero, pero hablaba con marcado acento francés. Laurence se quedó sin habla al verlo.

El francés no estaba solo. Le acompañaba Sutton, que entonces se adelantó para efectuar las presentaciones. El francés se llamaba Choiseul.

—Llegué de Austria la pasada noche con Praecursoris —dijo Choiseul, que señaló con un gesto al dragón marmóreo que comía con delicadeza un cordero abajo, en el valle, al tiempo que evitaba limpiamente el surtidor de sangre de la tercera víctima de Maximus.

—Nos ha traído buenas noticias, aunque él les pone mala cara —informó Sutton—. Austria se está movilizando y va a enfrentarse a Bonaparte de nuevo. Me atrevería a decir que muy pronto va a tener que fijar en ellos su atención en vez de en el canal.

—No deseo en modo alguno poner freno a sus esperanzas y me desolaría darles innecesarias preocupaciones, pero no voy a decir que confíe mucho en sus posibilidades. No deseo parecer ingrato. El ejército austriaco fue bastante generoso al proporcionarnos asilo político a mí y a Praecursoris durante la Revolución, y he contraído con ellos una profunda deuda, pero los archiduques son necios y no van a prestar oído a los pocos generales competentes que les quedan. ¿El archiduque Fernando luchando contra el genio de Marengo y Egipto? Es un absurdo.

—Yo no diría que Marengo fue una batalla tan bien dirigida, en absoluto —intervino Sutton—. Hubiéramos visto un final muy diferente si los austriacos hubieran hecho avanzar a tiempo a la Segunda División aérea desde Verona. Fue más suerte que otra cosa.

Laurence no se consideraba lo bastante ducho en estrategia terrestre para ofrecer una opinión propia, pero las palabras de Sutton tenían pinta de ser una fanfarronada. En cualquier caso, él respetaba la buena suerte, y Bonaparte parecía atraerla más que ningún otro general.

Choiseul por su parte esbozó una imperceptible sonrisa y no contradijo a Sutton, se limitó a decir:

—Tal vez mis temores sean excesivos. Aun así, es el miedo el que nos ha traído hasta aquí, ya que nuestra posición en un Imperio austriaco derrotado sería insostenible. Hay muchos antiguos camaradas míos que me la tienen jurada por haberme llevado un dragón tan valioso como Praecursoris —explicó en respuesta a la pregunta que había implícita en la mirada de Laurence—. Los amigos me han avisado de que Bonaparte se propone exigir nuestra entrega como cláusula de cualquier tratado que se vaya a cerrar con el fin de acusarnos de traición. Por eso, hemos tenido que escapar de nuevo y ahora nos ponemos en vuestras manos confiando en la generosidad inglesa.

Era un hombre de verbo fácil y agradable, pero las profundas arrugas que le surcaban el rostro revelaban su infortunio. Laurence le miró con compasión. Había conocido a esa clase de oficiales franceses con anterioridad, marinos que habían huido de Francia después de la Revolución para languidecer en las costas inglesas. Laurence intuía que la posición de estos hombres era más triste y amarga que la de los nobles desposeídos que simplemente habían huido para salvar la vida, ya que experimentaban todo el dolor de sentarse ociosos mientras su país estaba en guerra. Cada victoria que se celebraba en Inglaterra era una terrible pérdida para su propia flota.

—Claro, es raro que seamos hospitalarios a la hora de alojar a un Chanson-de-Guerre como aquél —intervino Sutton, lanzando una de sus toscas puyas con la mejor intención—. Después de todo, tenemos tantos dragones de combate pesado que no sé cómo vamos a hacer sitio a otro, en especial si es tan bueno, veterano y bien entrenado.

Choiseul hizo una leve reverencia de agradecimiento y miró a su dragón con afecto.

—Acepto con mucho gusto los cumplidos sobre Praecursoris, pero ya disponen aquí de algunos animales magníficos. Ese Cobre Regio tiene un aspecto fabuloso y a juzgar por los cuernos aún no ha terminado de crecer, y su dragón, capitán Laurence, lo más probable es que sea una nueva raza. No he visto ninguno como él.

—No, ni es probable que vuelva a verlo —contestó Sutton— a menos que dé media vuelta al mundo.

—Es un Imperial, señor, una especie china —respondió Laurence, dubitativo entre el deseo de no lucirse y el innegable placer de hacerlo.

La reacción del atónito Choiseul, aunque bien contenida, resultó altamente satisfactoria, pero entonces Laurence tuvo que explicar las circunstancias de la adquisición de Temerario y no logró evitar cierta incomodidad al describir la exitosa captura de una nave francesa y un huevo francés a los franceses.

Pero Choiseul estaba claramente acostumbrado a la situación y escuchó la historia con al menos cierta apariencia de complacencia, sin efectuar ningún comentario. Aunque Sutton se inclinaba a detenerse en la pérdida de los franceses con cierta suficiencia, Laurence se apresuró a preguntarle al recién llegado qué iba a hacer en la base.

—Tengo entendido que aquí se entrena un ala y que Praecursoris y yo nos vamos a incorporar a las maniobras. Creo que nuestros servicios pueden ser de ayuda cuando las circunstancias lo permitan. Celeritas también espera que Praecursoris sea de ayuda en los entrenamientos de vuelo en formación de vuestros animales más grandes. Llevamos volando así casi catorce años, siempre hemos volado así.

Un estrepitoso batir de alas interrumpió la conversación cuando los pastores llamaron al resto de los dragones para que se alimentaran en los campos de caza ahora que los cuatro primeros habían terminado. Temerario y Praecursoris habían intentado aterrizar en el mismo afloramiento rocoso, que era cómodo y estaba muy cerca. Laurence se sorprendió al ver a Temerario enseñando los dientes y la gorguera hacia el dragón adulto.

—Le ruego que me perdone —dijo Laurence precipitadamente, y se apresuró a encontrar otro lugar para luego llamar a su dragón.

Vio con alivio cómo Temerario daba la vuelta y acudía a su reclamo.

—Tenías que llamarme ahora… —le reprochó Temerario al tiempo que lanzaba una mirada a Praecursoris con los ojos entrecerrados.

El dragón nuevo había ocupado ahora la posición objeto de disputa y hablaba en voz baja con Choiseul.

—Aquí son invitados. Ceder el paso es cuestión de cortesía —le explicó Laurence—. No tenía ni idea de que te tomaras tan a pecho el orden de preferencia, amigo.

Temerario hundió las garras en el suelo delante de él y levantó surcos en el mismo. Luego, contestó:

—No es más grande que yo. Tampoco es un Largarío, por lo que no escupe veneno, ni hay dragones en Inglaterra que echen fuego por la boca. No veo nada en que me supere.

—No te supera en nada, en absoluto —admitió Laurence mientras le acariciaba una de las patas delanteras, que el dragón mantenía en tensión—. La preferencia es una mera cuestión de formalidad, y estás en tu perfecto derecho de comer con los otros. Sin embargo, te pido que no te pongas pendenciero. Han escapado de Europa huyendo de Bonaparte.

—¿Sí? —La gorguera de Temerario se fue plegando poco a poco alrededor de su cuello y Temerario miró al otro dragón con renovado interés—. Pero hablan francés. ¿Por qué temen a Bonaparte si son franceses?

—Son monárquicos, leales a la dinastía Borbón —dijo Laurence—. Supongo que escaparon de Francia antes de que los jacobinos acabaran con el rey. Me temo que el Terror reinó allí durante un tiempo, y aunque Bonaparte al menos ya no anda cortando cuellos en la guillotina, para los monárquicos no es mucho mejor que los jacobinos. Te aseguro que le desprecian todavía más que nosotros.

—Bueno, lo siento si he sido descortés —murmuró Temerario, que se fue por Praecursoris para hablar con él y, para asombro de Laurence, le dijo—: Veuillez m’excuser, si je vous ai dérangé[2].

Praecursoris se giró.

—Mais non, pas du tout[3] —respondió gentilmente, e hizo una inclinación de cabeza; luego, agregó—: Permettez que je vous présente Choiseul, mon capitaine[4].

—Et voici Laurence, le mien[5] —contestó Temerario—. Laurence, haz una reverencia, por favor —agregó el dragón hablando en voz baja cuando el aviador se le quedó mirando petrificado.

El aviador bajó la rodilla. No interrumpió el formal intercambio de frases, pero le consumía la curiosidad y en cuanto bajaron volando al lago para que el dragón se bañara quiso saber:

—¿Cómo diablos has aprendido a hablar francés?

Temerario volvió la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Es extraño hablar francés? Es muy fácil.

—Bueno —repuso Laurence—, es un fenómeno bastante peculiar, ya que hasta ahora no habías oído ni una palabra de francés. De mí no, desde luego, que me puedo considerar afortunado si soy capaz de decir bonjour sin avergonzarme.

—No me sorprende que hable francés —admitió Celeritas cuando Laurence se lo comentó aquella tarde en el campo de entrenamiento—, pero sí no habérselo oído antes. ¿Quiere decir que no habló en francés después de que rompió el cascarón? ¿Habló en inglés directamente?

—Pues, sí —respondió Laurence—. Admito nuestra sorpresa general, pero sólo porque empezara a hablar tan pronto. ¿Es insólito?

—Que hable, no. Aprendemos el lenguaje a través de la cáscara del huevo —le explicó Celeritas—. Estuvo a bordo de una nave francesa durante los meses previos a la eclosión, por lo que no me sorprende nada que conozca ese idioma. Me choca más que sea capaz de hablar inglés después de una sola semana a bordo del Reliant. ¿Se desenvolvía con fluidez?

—Desde el primer momento —contestó Laurence, complacido de la nueva evidencia de los dones únicos de Temerario—. Nunca dejas de sorprenderme, amigo —añadió dirigiéndose al dragón mientras le palmeaba el cuello.

Temerario se hinchó de satisfacción.

Sin embargo, el Imperial continuó mostrándose un poco quisquilloso, en especial en lo que concernía a Praecursoris. No se trataba de una abierta animosidad ni tampoco una especial hostilidad, pero se conducía con la intención manifiesta de demostrar que era tan bueno como el dragón veterano, en especial una vez que Celeritas incluyó al Chanson-de-Guerre en las maniobras.

Laurence se complacía en secreto al ver la fluidez y gracilidad de los movimientos de Temerario en el aire, Praecursoris no tanto; pero la experiencia del dragón y de su capitán pesaban mucho, y los dos conocían y dominaban ya muchas de las maniobras. El interés de Temerario en el trabajo creció de forma considerable. En algunas ocasiones, Laurence salía de comer y encontraba al dragón sobrevolando el lago, practicando las maniobras que antes había encontrado tan aburridas, y en más de una ocasión le pidió que sacrificaran una parte del tiempo de lectura para realizar un trabajo adicional. Se hubiera obligado a entrenar hasta la extenuación todos los días si Laurence no le hubiera contenido.

Al final, Laurence fue en busca de Celeritas para pedirle consejo. Albergaba la esperanza de que existiera una forma de aminorar la intensidad del esfuerzo, o tal vez de persuadir al director de prácticas para que separase a los dos dragones, pero aquél, después de escuchar sus objeciones, repuso con calma:

—Capitán Laurence, le preocupa la felicidad de su dragón, y así es como debe ser, pero ha de pensar primero en su adiestramiento y las necesidades de la Fuerza Aérea. ¿Me va a rebatir que no ha progresado más deprisa y que ha alcanzado niveles de destreza mayores desde la llegada de Praecursoris?

Laurence se le quedó mirando fijamente. La idea de que Celeritas hubiera promovido de manera intencionada la rivalidad entre los dragones para estimular a Temerario resultó primero asombrosa y luego casi ofensiva.

—Señor, Temerario siempre ha dado buen rendimiento, se ha esforzado todo lo que ha podido —comenzó a replicar con enojo.

Sólo se detuvo cuando Celeritas le interrumpió con una risotada.

—Alto ahí, capitán —dijo con tono brusco pero divertido—. No le estoy insultando. Lo cierto es que es un dragón demasiado listo para ser un combatiente de formación ideal. Si la situación fuera diferente, le haríamos líder de formación o un luchador independiente, y lo haría muy bien. Pero tal y como están las cosas, y dado su peso, debemos ponerle en la formación, y eso implica que ha de conocer las maniobras al dedillo. Son muy simples y no bastan para retener su atención. No ocurre muy a menudo, pero lo he visto antes y los signos son inconfundibles.

Por desgracia, Laurence no podía replicar a esa argumentación. Los comentarios de Celeritas eran perfectamente ciertos. Al ver al aviador sumido en el silencio, el director de prácticas continuó:

—Esa rivalidad añade el suficiente sabor para que se sobreponga al lógico aburrimiento que, en breve, se hubiera convertido en frustración. Aliéntele, alábele, que se sepa querido por usted y de ese modo las rencillas con otro macho no le van a afectar. A su edad, es muy natural, y es mejor que se enemiste con Praecursoris y no con Maximus. Praecursoris tiene la edad suficiente para no tomarse el asunto en serio.

Laurence no compartía ese optimismo. Celeritas no había visto hasta qué punto se inquietaba Temerario. Por otra parte, tampoco podía negar que el egoísmo motivaba sus comentarios: le desagradaba ver a Temerario ser tan duro consigo mismo. Pero todos debían ser duros, absolutamente todos.

Allí, en aquella helada pradera septentrional, era demasiado fácil olvidar que Inglaterra estaba en grave peligro. De acuerdo con los partes, Villeneuve y la Armada francesa andaban sueltos. Nelson les había ido dando caza durante todo el camino hacia las Antillas, sólo para ver cómo los esquivaba de nuevo, y ahora los buscaba desesperadamente por el océano Atlántico. Sin duda, la intención de Villeneuve era reunirse con la flota a las afueras de Brest y a continuación intentar apoderarse del estrecho de Dover. Bonaparte tenía un gran número de transportes en cada puerto a lo largo de la costa francesa, a la espera de abrir una brecha en las defensas del canal para hacer cruzar un numeroso ejército de invasión.

Laurence había servido en las tareas de bloqueo durante largos meses y sabía bien lo difícil que resultaba mantener la disciplina durante interminables y monótonos días sin ver al enemigo. Las distracciones —disfrutar de más compañía, un paisaje más amplio, libros y juegos— hacían el deber de entrenar mucho más llevadero, pero ahora sabía que en su camino había tanta insidia como aburrimiento.

Por eso, se limitó a saludar con una reverencia y despedirse diciendo:

—Comprendo su plan, señor. Gracias por la explicación.

No obstante, regresó junto a Temerario decidido a poner freno a aquel entrenamiento casi obsesivo y, si era posible, hallar medios alternativos para distraer su interés de las maniobras.

Fueron estas circunstancias las que le dieron la idea de explicar a Temerario tácticas de formación. El aviador lo hizo más pensando en el interés del dragón que en el suyo propio, con la esperanza de proporcionar un mayor interés intelectual a las maniobras, pero Temerario comprendió las lecciones con facilidad y enseguida las clases se convirtieron en verdaderos debates, tan útiles para uno como para otro, y compensaban sobradamente su falta de participación en las discusiones que los capitanes mantenían.

Aprovechando la inusitada capacidad voladora de Temerario, se embarcaron juntos en la preparación de una serie de maniobras propias que pudieran encajar con el ritmo más lento y metódico de la formación. El propio Celeritas había mencionado el ensayo de esa clase de estrategias, pero las apremiantes necesidades de la formación le habían forzado a relegar el plan a un futuro todavía sin determinar.

Laurence rescató una vieja mesa de vuelo en un desván, recabó la ayuda de Hollin para reparar la pata rota y la llevó al claro reservado a Temerario bajo la atenta mirada del dragón. Era una especie de gran diorama fijado sobre un tablero con un entramado en lo alto. Laurence no disponía de un juego adecuado de dragones a escala para situar sobre la mesa, pero los sustituyó atando tallas y trozos de madera coloreados a los zarcillos de la celosía, de modo que fueran capaces de representar posiciones en tres dimensiones para que el otro las comprendiera y evaluara.

Desde el principio, Temerario desplegó una rápida comprensión de los movimientos aéreos. Era capaz de descubrir enseguida si la maniobra era o no factible, y de no serlo, describía los movimientos necesarios para que lo fuera. La inspiración inicial de cada nueva maniobra era del dragón en la mayor parte de los casos. Laurence, por su lado, tenía más en cuenta la eficacia militar de las diferentes posiciones, y sugería aquellas modificaciones que ayudaban a administrar mejor la fuerza que debía utilizarse en cada ocasión.

Eran unas discusiones animadas, de las que se oían, y llamaron la atención del resto de su tripulación. Granby pidió tímidamente permiso para asistir y en cuanto Laurence se lo concedió, le siguió el segundo teniente, Evans, y muchos de los guardiadragones. Sus años de entrenamiento y experiencia les proporcionaron un poso de conocimiento del que tanto Laurence como Temerario carecían, y sus sugerencias refinaron más y más el plan.

—Señor, los demás me han pedido que le proponga que probemos algunas de las nuevas maniobras —le dijo Granby a las pocas semanas de haberse incorporado al proyecto—. No nos importaría nada dedicar nuestras tardes al trabajo. Sería triste no poder demostrar lo que el dragón puede hacer.

Laurence se sintió profundamente conmovido, no sólo por el entusiasmo de los oficiales, sino al ver que tanto Granby como la tripulación sentían el mismo deseo de ver que se reconocía la valía de Temerario. Se alegró mucho de encontrar a otros que estaban tan orgullosos del dragón como él mismo.

—Tal vez sea posible si tenemos suficientes tripulantes mañana por la tarde —contestó Laurence.

Todos los oficiales, cada uno en compañía de tres o más mensajeros, se hallaban presentes diez minutos antes de la hora. Laurence los miró con un ligero desconcierto mientras bajaba de su vuelo diario al lago. Entonces, al tenerlos a todos formados y a la espera, se percató de que la dotación de vuelo vestía el uniforme completo incluso en aquel improvisado ejercicio. Era habitual ver a las otras tripulaciones sin las chaquetas ni los lazos anudados al cuello, en especial después del calor de los últimos días. No pudo evitar considerarlo un halago a su propio hábito.

El señor Hollín y la dotación de tierra también esperaban preparados. Incluso Temerario era capaz de estarse quieto en medio de tanto entusiasmo. Enseguida le pusieron el arnés reglamentario de combate y la dotación de vuelo subió en tropel.

—Todos a bordo y sujetos, señor —informó Granby mientras se sentaba en su posición de despegue sobre el hombro derecho de Temerario.

—Muy bien. Temerario, vamos a comenzar haciendo dos veces el vuelo de patrulla normal para tiempo despejado —dijo Laurence—. Luego, a mi señal, cambiaremos a la versión modificada.

El dragón asintió con ojos centelleantes y se lanzó a los cielos. Era la más sencilla de las nuevas maniobras y Temerario apenas tuvo dificultad en realizarla. Laurence vio enseguida su principal inconveniente cuando el dragón salió de la última vuelta en espiral y regresó a la posición normal, a la que estaba acostumbrada la tripulación. Los fusileros habían errado al menos la mitad de los blancos y las ijadas de Temerario estaban manchadas allí donde los sacos de ceniza, que en las maniobras representaban a las bombas, habían golpeado al dragón en lugar de caer.

—Bien, señor Granby, nos queda mucho trabajo por delante antes de poder hacer una demostración encomiable —dijo Laurence.

Granby asintió con pesar, y luego sugirió:

—Sin duda, señor. Tal vez si volara un poco más despacio al principio…

—Creo que probablemente también deberíamos sincronizar nuestras reacciones —comentó al estudiar los regueros de cenizas—. No podemos arrojar bombas mientras describe esos rápidos giros, por lo que si nos es imposible trabajar a un ritmo constante, debemos esperar y lanzar los simulacros de bomba de una sola andanada en los momentos en que él esté nivelado. El mayor riesgo que podemos correr es no acertarle al objetivo, y ese riesgo se puede asumir, pero el otro, no.

Temerario describió una vuelta sencilla en el aire mientras los lomeros y ventreros ajustaban a toda prisa el equipo de bombardeo. En esta ocasión, cuando repitieron la maniobra, Laurence vio caer los sacos sin marcas apreciables en los ijares de Temerario. Los fusileros, que aprovechaban los momentos de vuelo nivelado para disparar, también mejoraron su registro y después de media docena de repeticiones Laurence estuvo muy satisfecho de los resultados.

—Cuando logremos arrojar toda la carga de bombas y alcancemos en torno a un ochenta por ciento de aciertos al disparar, consideraré que nuestro trabajo, esto y las otras cuatro maniobras nuevas, merece la atención de Celeritas —concluyó después de que todos hubieron descendido y la dotación de tierra le quitara el arnés al dragón y le limpiara la suciedad del pelaje—. Y me parece una meta perfectamente alcanzable. Los felicito a todos ustedes, caballeros, por un comportamiento tan ejemplar.

Antes, se había mostrado poco dado a prodigar elogios, ya que no deseaba dar la sensación de querer ganarse el favor de la tripulación, pero ahora difícilmente se podía sentir más eufórico y le complacía ver la sincera respuesta de sus oficiales a la prueba. Todos por igual tenían deseos de continuar, de modo que, después de otras cuatro semanas de práctica, Laurence empezó a pensar de verdad que estaban listos para realizar una demostración ante un mayor número de espectadores; entonces, la decisión se le fue de las manos.

—La variante de vuelo de ayer por la tarde era muy interesante, capitán —le dijo Celeritas al final de la jornada matutina cuando los dragones de la formación tomaron tierra y desembarcaron las tripulaciones—. Permítanos verle volar mañana en formación.

Dicho esto, asintió con la cabeza y les ordenó retirarse. Laurence salió para reunir a su tripulación y a Temerario para una apresurada práctica final.

Al término de la jornada, después de que los demás hubieran vuelto a la base, él y Laurence se sentaron sin hablar en la oscuridad, demasiado extenuados para hacer otra cosa que no fuera descansar el uno junto al otro, y entonces el dragón mostró esa tendencia a preocuparse que le caracterizara.

—Venga, tranquilízate —le animó Laurence—. Mañana lo vas a hacer muy bien. Dominas todas las maniobras de principio a fin. Sólo hemos de ir despacio para que la tripulación dé la talla.

—No me preocupa el vuelo de mañana, pero ¿qué ocurre si Celeritas no aprueba las maniobras? —preguntó Temerario—. Habremos malgastado todo nuestro tiempo para nada.

—Jamás nos hubiera pedido una demostración si pensara que las maniobras son una completa insensatez —contestó el aviador—, y en cualquier caso no hemos desperdiciado nuestro tiempo en absoluto. Todos los miembros de la tripulación han aprendido mejor su cometido porque han tenido que prestar más atención y sopesar más el alcance de sus maniobras, e incluso aunque Celeritas lo desaprobara todo, seguiría considerando que hemos invertido provechosamente todas estas tardes.

Al menos, aquellas palabras hicieron desaparecer los temores del dragón y permitieron que éste se durmiera. El mismo se quedó dormido junto a Temerario. No sintió frío; aunque era a primeros de septiembre, todavía persistía el calor del verano. A pesar de lo mucho que sus palabras habían conseguido tranquilizar a Temerario, él estaba despierto y alerta con las primeras luces del alba y sentía una opresión en el pecho que no lograba disipar. La mayoría de su tripulación acudió a desayunar tan pronto como él, por lo que tuvo que detenerse a hablar con varios y comer con apetito, aunque por su gusto no hubiera tomado más que una taza de café.

Al llegar al patio de adiestramiento, encontró a Temerario luciendo su equipo e inspeccionando el valle con la mirada. Daba coletazos al aire con inquietud. Celeritas no había llegado todavía. Transcurrieron quince minutos antes de que apareciera el primer dragón de la formación y para ese momento Laurence ya se había acercado a Temerario y a la tripulación para sobrevolar la zona. Los alféreces y guardiadragones más jóvenes tenían una particular tendencia a gritar, por lo que tuvo a los miembros de la dotación intercambiando sus posiciones para aplacar sus nervios.

Cuando aterrizó Dulcía, y Maximus detrás de ella, toda la formación estuvo reunida al fin. Laurence hizo regresar a Temerario al patio, pero Celeritas seguía sin aparecer. Lily bostezaba de forma ostensible. Praecursoris hablaba en voz baja con Nitidus, el Azul de Pascal, que también hablaba francés, ya que habían comprado el huevo a un criadero francés muchos años antes del comienzo de la guerra, cuando las relaciones eran lo bastantes amistosas para permitir ese tipo de intercambios. Temerario seguía teniendo enfilado a Praecursoris, pero por una vez, a Laurence no le preocupaba si eso servía para distraerle.

Atisbo un reluciente aleteo y, al alzar la mirada, vio a Celeritas descender para aterrizar, mientras en lontananza las menguantes figuras de varios Winchester y Abadejos Grises se alejaban rápidamente en diferentes direcciones. A menor altura, dos Tanatores se dirigían hacia el sur en compañía de Victoriatus, aunque la convalecencia del herido Parnasiano no había terminado del todo. Antes de que Celeritas tocase el suelo, los dragones se sentaron alerta sobre las patas traseras, las voces de los capitanes se apagaron y las tripulaciones se sumieron en un silencio expectante.

—Han alcanzado a Villeneuve y su flota —anunció Celeritas alzando la voz para hacerse oír por encima de la algarabía—. La han acorralado en el puerto de Cádiz junto a la Armada española.

Conforme hablaba, los criados aparecían corriendo por el pasillo, acarreando bolsas llenas y cajas. Se apresuraban a realizar la tarea incluso las doncellas y los cocineros. Temerario se incorporó sobre las cuatro patas sin que nadie se lo hubiera ordenado, tal y como hicieron los demás dragones. Las dotaciones de tierra ya estaban desenrollando las telas de los entoldados del vientre y subían a los animales para armarlos.

—Han enviado a Mortiferus a Cádiz. La formación de Lily debe ir al canal de la Mancha de inmediato para reemplazarlo. Capitana Harcourt —dijo Celeritas volviéndose a ella—, Excidium continúa allí y goza de ochenta años de experiencia. Usted y Lily deberán entrenar con él cada segundo libre que tengan. Por el momentó, le entrego el mando de la formación al capitán Sutton. Esta decisión no obedece a una valoración de su trabajo, sino a la brevedad de su entrenamiento. Debemos contar con la mayor experiencia posible en ese puesto.

Lo más habitual era que el capitán del dragón jefe de una formación fuera también el comandante, en buena parte porque ese dragón tenía que empezar todas las maniobras, pero Harcourt asintió sin dar muestras de sentirse ofendida:

—Sí, sin duda —contestó con voz aguda.

Laurence le dedicó una rápida mirada de compasión. Lily había roto el huevo inesperadamente pronto y Harcourt había alcanzado el rango de capitán sin apenas haber concluido su propio adiestramiento. Ésta podría ser su primera misión de guerra, y era posible que lo fuera.

Celeritas le hizo una señal de aprobación con la cabeza.

—Capitán Sutton, usted, por supuesto, consultará con la capitana Harcourt hasta donde sea posible.

—Por supuesto —contestó Sutton, que saludó a la capitana con una inclinación desde su posición en el lomo de Messoria.

Los equipajes ya estaban bien sujetos. Celeritas se tomó unos momentos para inspeccionar cada uno de los arneses.

—¡Comprobad las cargas! Maximus, empieza tú.

Uno por uno, los dragones se alzaron sobre los cuartos traseros. El viento azotó el patio mientras batían las alas y se agitaban para comprobar si había cinchas sueltas. Se dejaron caer uno tras otro e informaron:

—Todo está bien sujeto.

—Dotaciones de tierra, ¡suban a bordo! —ordenó Celeritas.

Laurence estuvo observando mientras Hollín y sus hombres se apresuraban a alcanzar el aparejo del vientre y se amarraban con correas, listos para un vuelo de larga duración. Desde abajo le hicieron la señal de que estaban preparados y él asintió a su oficial de banderas, Turner, quien alzó la banderola verde. Las dotaciones de Maximus y Praecursoris hicieron lo mismo apenas un segundo después. Los dragones mas pequeños ya los aguardaban.

Celeritas se sentó sobre los cuartos traseros, mirándolos a todos y luego se limitó a desear: —Buen vuelo.

No hubo nada más, ninguna otra ceremonia ni preparativo alguno. El alférez de banderas del capitán Sutton alzó la bandera de «formación, gane altura» y Temerario saltó hacia el cielo con los demás para ocupar su posición al lado de Maximus. Soplaba viento del noroeste, casi directamente desde sus espaldas, y subieron cruzando la capa de nubes. Lejos, al este, Laurence atisbo la luz del sol cabrilleando sobre las aguas del océano.

Загрузка...