Las ráfagas de viento esculpían diabólicas figuras con la nieve arremolinada. Rachas que parecían alzarse como espectros de los montículos grisáceos revoloteaban precipitándose, inducidas por el viento, bajo los árboles escarchados.
Una rama se quebró abrumada por su carga, incapaz de soportar el peso de un solo copo de nieve más. El crujido resonó como un sordo disparo de pistola por las angostas veredas del bosque.
La nieve cubrió delicadamente los ojos vidriados de un ciervo muerto por inanición y llenó los surcos entre los marcados perfiles de sus costillas. Los copos pronto ocultaron las tenues huellas en el helado suelo donde el animal había pisado por última vez, hacía sólo horas, en su infructuosa búsqueda de comida.
Sin hacer distinciones, las danzarinas ráfagas fueron a cubrir a otras víctimas, colocando suaves mantos blancos sobre las manchas carmesíes salpicadas en la nieve caída antes.
Pronto todos los cadáveres yacieron cubiertos, en paz, como dormidos.
La nueva tormenta había borrado la mayor parte de las señales de lucha cuando Gordon encontró el cuerpo de Tracy bajo la oscura sombra de un cedro blanqueado por el invierno. Para entonces una helada costra había detenido la hemorragia. Nada manaba ya de la garganta cercenada de la desdichada joven.
Gordon apartó de sí los recuerdos de la Tracy viva que había conocido superficialmente; siempre alegre y valerosa, con un entusiasmo un poco alocado a causa del desesperado trabajo que había asumido. Apretó los labios con pesar al rasgarle la camisa de lana y palpar con la mano bajo la axila.
El cuerpo aún estaba caliente. No hacía mucho que había ocurrido.
Gordon miró de soslayo hacia el sudoeste donde las huellas, casi borradas ya bajo la nieve que caía, se adentraban en el doloroso resplandor del hielo. Con un desvaído y casi silencioso avance, una figura vestida de blanco apareció a su lado.
—¡Maldita sea! —oyó susurrar a Philip Bokuto—. ¡Tracy era buena! Habría jurado que esos canallas no iban a ser capaces de…
—Lo han hecho —le interrumpió Gordon ásperamente—. Y no hace más de diez minutos.
Cogió la hebilla del cinturón de la chica y la alzó para mostrársela al otro. El rostro de piel oscura bajo la blanca capucha asintió en silencio, comprendiendo. Tracy no había sido violada, ni siquiera marcada con símbolos holnistas. Esta banda había tenido demasiada prisa incluso para detenerse y tomar sus acostumbrados y horribles trofeos.
—Podemos atraparlos —susurró Bokuto. La ira ardía en sus ojos—. Puedo recoger al resto de la patrulla y volver en tres minutos.
Gordon sacudió la cabeza.
—No, Phil. Ya nos hemos alejado demasiado de nuestro perímetro defensivo persiguiéndoles. Tendrán preparada una emboscada para cuando nos acerquemos.
Mejor será recoger el cuerpo de Tracy e irnos a casa ya.
Philip Bokuto apretó la mandíbula, sobresaliéndole los tendones. Por primera vez, su tono de voz superó el susurro.
—¡Podemos atrapar a esos bastardos!
A Gordon le invadió una oleada de irritación. «¿Qué derecho tiene Philip a hacerme esto?» Bokuto había sido sargento en la Marina, antes de que el mundo se arruinara casi dos décadas atrás. Debería haber sido asunto suyo, no de Gordon, tomar las decisiones prácticas desagradables… responsabilizándose.
Negó con la cabeza.
—No, no lo haremos. Y es definitivo. —Miró a la chica, que había sido hasta aquella tarde la segunda mejor exploradora del Ejército de Willamette… pero al parecer no lo bastante buena—. Necesitamos luchadores vivos, Phil. Necesitamos hombres con coraje, no cadáveres.
Durante unos instantes permanecieron en silencio sin mirarse. Después, Bokuto apartó a Gordon a un lado y avanzó hacia la figura que aún estaba sobre la nieve.
—Déme cinco minutos antes de llamar al resto de la patrulla —le dijo mientras arrastraba el cadáver bajo la sombra del cedro y sacaba el cuchillo—. Tiene razón, señor. Necesitamos hombres rabiosos. Tracy y yo nos ocuparemos de que pueda contar con ellos.
Gordon parpadeó.
—Phil —extendió la mano—. No.
Bokuto hizo caso omiso de la mano de Gordon mientras gesticulaba y rompía la camisa de Tracy. No levantó la vista, pero dijo con voz rota.
—¡He dicho que tiene razón! Hemos de hacer que nuestros granjeros de mirada vacía enloquezcan lo bastante para luchar. Y éste es uno de los caminos que Dena y Tracy nos dijeron que tomáramos si nos veíamos obligados…
Gordon no podía creer aquello.
—¡Dena está loca, Phil! ¿No te has dado cuenta aún? ¡Por favor, no hagas eso! —Aferró el brazo del hombre y lo torció, pero tuvo que retroceder ante el amenazante relucir del cuchillo de Bokuto. Su amigo le miró con ojos enfervorizados y angustiados.
—¡No me haga esto más difícil, Gordon! Es usted mi comandante, y le serviré en tanto sea ése el mejor método de matar a todos los bastardos holnistas posibles.
»¡Pero usted es demasiado civilizado en el peor de los tiempos! Ahí es donde pongo el límite. ¿Me oye? ¡No lo dejaré traicionar a Tracy, ni a Dena ni a mí con sus arrebatos de escrúpulos del Siglo Veinte!
»Ahora, váyase de aquí, Señor Inspector… señor —la voz de Philip Bokuto estaba cargada de emoción—. Y acuérdese de concederme cinco minutos antes de traer a los demás.
Miró hoscamente hasta que Gordon hubo retrocedido. Luego escupió en el suelo, se secó un ojo y volvió a inclinarse para realizar la repugnante tarea que le aguardaba.
Al principio Gordon se tambaleó, medio aturdido, al alejarse por la pradera bordeada de gris. Phil Bokuto nunca se había enfrentado a él de esa forma, blandiendo un cuchillo, con ojos salvajes, desobedeciendo sus órdenes…
Luego recordó.
«No he llegado a ordenarle que no lo hiciera. Se lo he pedido, le he rogado. Pero no se lo he ordenado…
»¿Estoy completamente seguro de que no tiene razón? ¿Será que hasta yo, en el fondo, creo algunas de esas cosas que Dena y su banda de mujeres lunáticas están predicando?»
Sacudió la cabeza. Phil estaba en lo cierto en una cosa: en la estupidez de filosofar en un campo de batalla. La supervivencia ya era un problema. La otra guerra, la que había estado librando cada noche en sus sueños, tendría que esperar su turno.
Prosiguió el camino, ladera abajo, con cuidado, aferrando la bayoneta calada, el arma más práctica para aquella clase de clima. La mitad de sus hombres habían sustituido los rifles y arcos por largos cuchillos… otro truco dolorosamente aprendido de su enemigo mortal.
Bokuto y él habían dejado al resto de la patrulla sólo quinientos metros atrás, pero le parecieron muchos más al recorrerlos buscando trampas con los ojos. Los remolinos de nieve parecían demonios en formación, vaporosos exploradores de un ejército fantasmal que aún no hubiese tomado partido. Etéreos neutrales en una callada guerra a muerte.
«¿Quién asumirá la responsabilidad…?», parecían susurrarle. Aquellas palabras no abandonaban a Gordon desde la fatídica mañana en que escogiera entre lo posible y una maldita charada de esperanza.
Al menos este grupo de ataque concreto de supervivencialistas de Holn lo había pasado peor de lo que solían, y los granjeros y aldeanos locales se habían comportado mejor de lo que se esperaba. Además, Gordon y su grupo de escolta en recorrido de inspección, se hallaban cerca. Habían podido participar en la lucha en un momento crítico.
En esencia, el Ejército de Willamette había obtenido una victoria menor, perdiendo sólo unos veinte hombres por cinco del enemigo. Era probable que no más de tres o cuatro de aquella banda holnista hubieran podido huir hacia el oeste.
De todas formas, tres o cuatro de estos monstruos humanos eran más que suficientes, aun cansados y escasos de munición. Su patrulla se componía ahora únicamente de siete hombres, y los refuerzos se encontraban lejos.
«Deja que se vayan. Volverán.»
El grito de un búho cornudo resonó justo delante de él. Reconoció el aviso de Leif Morrison. «Está mejorando —pensó—. Si todavía estamos vivos dentro de un año, puede que parezca lo bastante auténtico para engañar a alguien.»
Frunció los labios y trató de imitarlo, dos gritos a los tres de Morrison. Luego se lanzó a través de una estrecha cañada y se deslizó dentro de la hondonada donde la patrulla estaba esperando.
Morrison y otros dos hombres formaban un apretado grupo. Sus barbas y capas de piel de oveja estaban cubiertas de nieve seca, y manoseaban sus armas con nerviosismo.
—¿Joe y Andy? —preguntó Gordon.
Leif, el alto sueco, movió la cabeza a izquierda y derecha.
—Patrullando —repuso sucintamente.
Gordon asintió.
—Bien. —Bajo el gran abeto desató su fardo y sacó un termo. Uno de los privilegios del rango: no tenía que pedir permiso para servirse una taza de sidra caliente.
Los otros volvieron a sus puestos pero siguieron mirando atrás, evidentemente preguntándose qué estaría tramando esta vez «el Inspector». Morrison, un granjero que había escapado con dificultad del asalto a Green leaf Town el pasado septiembre, lo miró con los ardientes ojos de un hombre que ha perdido todo lo que amaba y ya no está del todo en este mundo.
Gordon consultó el reloj, un hermoso cronómetro de antes de la guerra suministrado por los técnicos de Corvallis. Bokuto habría tenido ya tiempo suficiente. Ahora estaría alejándose en círculos, cubriendo sus huellas.
—Tracy está muerta —les dijo a los otros. Sus caras palidecieron. Gordon prosiguió, midiendo sus reacciones—.
Supongo que pretendía cortar el paso a esos bastardos y retenerlos para entregárnoslos. No me había pedido permiso. —Se encogió de hombros—. La han cogido.
Las aturdidas expresiones se convirtieron en una ronda de maldiciones coléricas y guturales. «Mejor —pensó Gordon—. Pero la próxima vez los holnistas no esperarán a que recordéis la forma adecuada de reaccionar, muchachos. Os matarán mientras estáis decidiendo si hay motivos para estar asustados o no.
Con su gran práctica en el arte de mentir, Gordon continuó en tono uniforme:
—Cinco minutos antes habríamos podido salvarla. En realidad, han tenido tiempo para llevarse trofeos.
Esta vez la rabia sí que venció a la repulsión que reflejaban sus caras. Y una ardiente vergüenza se sobrepuso a ambas.
—¡Vayamos tras ellos! —urgió Morrison—. ¡No pueden estar muy lejos! —Los demás accedieron con un murmullo.
«No lo bastante deprisa» juzgó Gordon.
—No. Si habéis sido lentos para llegar aquí, lo seréis mucho más para enfrentaros a la inevitable emboscada. Avanzaremos en línea de guerrilla y recuperaremos el cuerpo de Tracy. Después nos iremos a casa.
Uno de los granjeros que más había exigido la persecución mostró un alivio inmediato. Aunque los otros miraron a Gordon, odiándolo por sus palabras.
«Tranquilizaos, muchachos —pensó él amargamente—. Si fuese un verdadero conductor de hombres, hubiera encontrado un medio mejor que éste para daros valor.»
Dejó el termo sin ofrecer sidra a los demás. Lo que ese gesto significaba estaba claro: no la merecían.
—Andando, —dijo, echándose un ligero fardo sobre los hombros.
Esta vez fueron más rápidos al recoger sus pertrechos y trepar por la nieve. De la izquierda y la derecha vio salir a Joe y a Andy y ocupar su sitio en los flancos. Los holnistas nunca se habrían expuesto tanto a ser vistos, por supuesto, pero ellos tenían mucha más práctica que estos renuentes soldados.
Los que llevaban rifles cubrían a los que iban armados con cuchillos, que corrían delante. Gordon mantuvo el paso con facilidad, exactamente tras la línea de guerrilla. Al cabo de un minuto sintió a Bokuto a su lado, que había surgido de repente de detrás de un árbol. A pesar de todo su celo, ninguno de los granjeros había advertido su presencia.
La expresión del explorador era de indiferencia, pero Gordon sabía lo que sentía. No le miró a los ojos.
De delante les llegó una exclamación repentina y colérica. El que encabezaba el grupo debía de haber encontrado el cuerpo mutilado de Tracy.
—Imagine cómo se sentirían si alguna vez descubrieran la verdad —dijo Philip a Gordon en voz baja—. O si averiguasen la verdadera razón por la que la mayoría de sus exploradores son muchachas.
Gordon se encogió de hombros. Había sido idea de una mujer, pero él la había aceptado. La culpa era sólo suya. Tanta culpa, en una causa que él sabía que estaba perdida.
Y aun así, no podía permitir que el cínico Bokuto conociera toda la verdad. Por su bien, Gordon mantuvo las apariencias.
—Tú conoces la razón principal —dijo a su ayudante—. Aparte de las teorías de Dena y la promesa de Cíclope, aparte de todo, tú sabes por qué lo hacemos.
Bokuto asintió, y por un breve instante hubo algo más en su voz.
—Por Estados Unidos Restablecidos —repuso quedamente, casi con reverencia.
«Mentiras sobre mentiras —pensó Gordon—. Si descubrieses alguna vez la verdad, amigo mío…»
—Por Estados Unidos Restablecidos —convino en voz alta—. Sí.
Se adelantaron juntos para observar a su ejército de hombres atemorizados, aunque ahora furiosos.
—No sirve, Cíclope.
Al otro lado del grueso panel de cristal, un ojo perlado y opalescente lo miraba desde un alto cilindro envuelto en bruma helada. Una doble hilera de lucecitas parpadeantes formaba ondas repitiendo una compleja pauta una y otra vez. Aquél era el fantasma de Gordon… el fantasma que llevaba meses acosándolo… la única mentira que había encontrado que era capaz de enfrentarse a su maldito fraude.
Parecía adecuado meditar allí, en aquella oscura habitación. Fuera, en la nieve, en las empalizadas de las aldeas, en los solitarios y lóbregos bosques, hombres y mujeres estaban muriendo por ellos dos. Por lo que él, Gordon, supuestamente representaba, y por la máquina situada al otro lado del cristal.
Por Cíclope y por Estados Unidos Restablecidos.
Sin esos dos pilares gemelos de esperanza, los habitantes de Willamette habrían podido derrumbarse ya. Corvallis yacería en ruinas, sus valiosas bibliotecas, su frágil industria, sus molinos de viento y vacilantes luces eléctricas habrían desaparecido para siempre en el fondo de la sombría edad oscura. Los invasores de Rogue River habrían establecido feudos por todo el valle, como ya habían hecho al oeste de Eugene.
Los granjeros y viejos técnicos luchaban contra un enemigo diez veces más experimentado y capaz. Pero luchaban no tanto por ellos mismos como por dos símbolos: por una máquina amable y sabia que en realidad había muerto muchos años atrás, y por una nación desaparecida que sólo existía en su imaginación.
Pobres necios.
—No funciona —dijo Gordon a su compañero en el engaño. La hilera de luces respondió danzando de la misma compleja forma que lo hacía en sus sueños—. De momento este invierno tan crudo ha frenado a los holnistas. Están preparándose en las ciudades que invadieron el otoño pasado. Pero en primavera volverán por nosotros, quemando y matando hasta que, una por una, las aldeas pidan «protección».
«Intentamos luchar. Pero cada uno de esos demonios vale por una docena de nuestros pobres aldeanos y granjeros.
Gordon se desplomó en una silla blanda frente al grueso muro de cristal. Incluso allí, en la Morada de Cíclope, el olor a polvo y a vejez era notorio.
«Si tuviésemos tiempo para entrenar, para preparar… si aquí las cosas no hubieran sido tan pacíficas durante tanto tiempo.
»Si tuviéramos un auténtico líder.
«Alguien como George Powhatan.»
A través de las puertas cerradas le llegó una suave música. En alguna parte del edificio sonaban los compases ligeros y conmovedores de la música de Pachelbel. Una grabación de hacía veinte años, en un estéreo.
Recordaba haberse emocionado cuando volvió a escuchar aquella música por primera vez. Tenía tantas ganas de creer que aún existía algo valioso y noble en el mundo, tantas ganas de creer que lo había hallado en Corvallis… Pero «Cíclope» resultó ser un engaño, igual que su mito de unos «Estados Unidos Restablecidos».
Aún le sorprendía que ambas fábulas prosperaran más que nunca a la sombra de la invasión supervivencialista. Se habían desarrollado entre la sangre y el terror hasta llegar a convertirse en algo por lo que la gente daba su vida a diario.
—No funciona —volvió a decir a la máquina estropeada, sin esperar respuesta—. Nuestra gente lucha. Muere. Pero esos bastardos camuflados estarán aquí en verano, hagamos lo que hagamos.
Escuchó la triste y dulce música y se preguntó si, tras caer Corvallis, en alguna parte alguien escucharía a Pachelbel de nuevo alguna vez.
Sonaron unos golpes suaves en la puerta doble situada a sus espaldas. Gordon se incorporó. Aparte de él, sólo a los Funcionarios de Cíclope les estaba permitido permanecer en el edificio por la noche.
—Adelante —contestó.
Penetró un estrecho trapezoide de luz. La sombra de una mujer alta y de larga cabellera se extendió sobre la alfombra.
Dena. Si había alguien a quien no deseaba ver en aquel momento…
Su voz sonó grave, apresurada.
—Siento molestarte, Gordon, pero pensé que querrías saberlo de inmediato. Johnny Stevens acaba de llegar.
Gordon se puso en pie, con el pulso acelerado.
—¡Dios mío!, lo ha conseguido.
Dena asintió.
—Hubo algún problema, pero Johnny llegó a Roseburg y volvió.
—¡Hombres! ¿Trae…? —Se interrumpió al ver que ella negaba con la cabeza. La esperanza se desvaneció al ver la expresión de sus ojos.
—Diez —repuso ella—. Llevó tu mensaje a los del sur, y envían diez hombres.
Extrañamente, la voz de Dena parecía denotar menos temor que vergüenza, como si todos de alguna manera la hubieran defraudado. Luego sucedió algo que Gordon nunca había presenciado: Se le quebró la voz.
—Oh, Gordon. ¡Ni siquiera son hombres! ¡Son muchachos, sólo son muchachos!
Dena había sido adoptada de muy pequeña por Joseph Lazarensky y los demás técnicos supervivientes de Corvallis, poco después de la guerra Fatal, y creció entre los Funcionarios de Cíclope. Gracias a ello había llegado a ser más alta que la mayoría de las mujeres de aquellos tiempos, y estaba mucho mejor instruida. Esta era una de las razones por las que había atraído a Gordon al principio.
Sin embargo, más adelante, Gordon llegó a desear que hubiese leído menos libros… o muchísimos más. Dena había desarrollado una teoría. Peor, era casi una fanática al respecto y la divulgaba entre su grupo de mujeres jóvenes e impresionables y más allá de este círculo.
Gordon temía que, inadvertidamente, él había desempeñado un papel en este proceso. Todavía no estaba seguro de por qué dejó que Dena le hablara de permitir a algunas de sus chicas unirse al Ejército como exploradoras.
«El cuerpo de la joven Tracy Smith, tendido bajo el viento… las huellas que se perdían en aquella nieve cegadora…»
Protegidos por sus gruesos abrigos, Dena y él pasaron ante los hombres que custodiaban la Morada de Cíclope y salieron a una noche amargamente clara. Dena dijo con voz suave:
—Si Johnny ha fallado, significa que sólo nos queda una posibilidad.
—No quiero hablar de eso. —Meneó la cabeza—. Ahora no. —Hacía frío y tenía prisa por llegar al refectorio para oír el informe del joven Stevens.
Dena lo cogió del brazo con fuerza y lo retuvo hasta que la miró.
—Gordon, tienes que creer que a nadie le desilusiona esto más que a mí. ¿Crees que mis chicas y yo queríamos que Johnny fallara? ¿Crees que estamos tan locas?
Gordon se contuvo para no responder al primer impulso. Ese mismo día había pasado junto a un grupo de reclutas de Dena: jóvenes procedentes de aldeas situadas al norte de Willamette Valley, chicas con voz apasionada y ojos febriles de conversas. Había resultado una extraña visión, con sus trajes de piel de los Exploradores del Ejército y cuchillos envainados colgados de la cadera, la muñeca y el tobillo, sentadas en círculo con libros abiertos sobre el regazo.
SUSANA: No, no, María. Te has hecho un lío. ¡La historia de Lisístrata no se parece en absoluto a la historia de las Danaides! Todas estaban equivocadas, pero por diferentes razones.
MARÍA: No lo comprendo. ¿Por qué un grupo se valía del sexo y el otro de las espadas?
GRACE: No, no es así. Ocurría que ambos grupos carecían de una visión, una ideología…
El debate cesó bruscamente cuando las mujeres vieron a Gordon. Se pusieron en pie, saludaron y lo observaron mientras él se apresuraba, incómodo. Todas tenían esa expresión extraña en sus ojos… que le hizo sentirse como si estuvieran examinándole como si fuera una importante muestra, un símbolo de algo que no lograba determinar.
Tracy tenía esa mirada. Cualquiera que fuese su significado, no quería conocerlo. Ya se sentía bastante mal a causa de los hombres que morían por sus mentiras. Pero estas mujeres…
—No. —Negó con la cabeza al responder a Dena—. No, no creo que estéis tan locas.
—Bien. Me conformaré con eso, por ahora —dijo ella mientras le apretaba el brazo.
Él sabía, sin embargo, que ése no era el final.
Dentro del refectorio, otro guardián tomó sus abrigos. Dena al menos tuvo el buen juicio de rezagarse entonces, mientras Gordon seguía solo para escuchar las malas noticias.
La juventud era algo maravilloso. Gordon se acordó de cuando aún no había cumplido los veinte años, justo antes de la Guerra Fatal. Entonces, nada menos importante que un accidente de coche habría podido retrasar sus planes.
Cosas peores les habían ocurrido a algunos de los chicos que abandonaron el sur de Oregón con Johnny Stevens, hacía casi dos semanas. El propio Johnny debía de haber pasado por un infierno.
Pero seguía aparentando diecisiete años, sentado junto al fuego y bebiendo de una humeante taza de caldo. El joven necesitaba un baño caliente y tal vez cuarenta horas de sueño. Su pelo largo y moreno y su rala barba cubrían innumerables pequeños arañazos, y sólo una parte de su uniforme estaba intacta: el emblema reparado con esmero que lucía la sencilla inscripción:
—¡Gordon! —Sonrió espontáneamente y se levantó:
—He rezado para que regresaras sin daño —dijo Gordon, abrazando a Johnny. Hizo a un lado el fajo de cartas que el joven sacó de su bolsa de cuero aceitado… por la que Johnny sin duda hubiera dado la vida—. Les echaré un vistazo dentro de un rato. Siéntate, y bébete el caldo.
Gordon se tomó un instante para mirar hacia la gran chimenea, donde los nuevos reclutas del sur estaban siendo atendidos por el personal del refectorio. Uno de los chicos tenía el brazo en cabestrillo. Otro, tendido sobre una mesa, estaba siendo curado de un corte en el cuero cabelludo por el doctor Pilch, el médico del Ejército.
El resto bebía en tazas humeantes y miraba a Gordon con franca curiosidad. Obviamente Johnny les había estado llenando la cabeza de historias. Parecían dispuestos, ansiosos por luchar.
Y ninguno tenía más de dieciséis años.
«Adiós a nuestra última esperanza», pensó Gordon.
La gente del sur de Oregón había luchado contra los supervivencialistas de Rogue River durante casi veinte años y, durante los últimos diez había logrado detenerlos. Al contrario de lo ocurrido con los norteños de Gordon, los años de paz no habían debilitado a los rancheros y granjeros de los alrededores de Roseburg. Eran rudos y conocían bien a su enemigo.
También tenían auténticos líderes. Gordon había oído hablar de un hombre que había rechazado un ataque holnista tras otro a pesar de la sangrienta confusión. Por ese motivo, sin duda, el enemigo había fraguado su nuevo plan. En un golpe audaz, los holnistas habían llegado al mar, bordeando la costa hasta Florence, muy al norte de sus tradicionales adversarios.
Fue una acción brillante. Y ahora no había nada que los detuviese. Los granjeros del sur habían enviado a diez muchachos para ayudar. Diez muchachos.
Los reclutas se levantaron cuando él se acercó. Gordon recorrió la hilera preguntando a cada uno su nombre y su pueblo natal. Los jóvenes le estrecharon la mano con entusiasmo y se dirigieron a él llamándole Señor Inspector. Sin duda todos esperaban merecer el más alto honor: convertirse en carteros… funcionarios de una nación que eran demasiado jóvenes para haber conocido.
Ni eso, ni el hecho de que la nación ya no existiera, les impediría morir por ella; Gordon lo supo.
Reparó en Phil Bokuto, sentado en un rincón, afilando un trozo de madera. El ex marine negro permanecía callado, pero Gordon se dio cuenta de que estaba calibrando ya a los sureños, y le pareció bien. ¡Si alguno de ellos poseía alguna habilidad sería nombrado explorador, dijeran lo que dijesen Dena y sus mujeres!
Gordon percibía que ella le observaba desde la parte trasera de la habitación. Tendría que saber que él nunca aceptaría su nuevo plan. No mientras estuviese al mando del Ejército de la Baja Willamette.
No mientras le quedase un hálito de vida en el cuerpo.
Pasó unos minutos hablando con los reclutas. Cuando volvió a mirar hacia la puerta, Dena se había ido, quizá para llevar la noticia a su camarilla de pretendidas amazonas. Gordon se había resignado a una inevitable confrontación.
Johnny Stevens manoseaba la bolsa de cuero cuando Gordon regresó a la mesa. Esta vez no dejaría al joven para más tarde. Le tendió el paquete que había transportado desde tan lejos.
—Lo siento, Gordon —habló en voz baja—. ¡Hice lo que pude, pero no me escucharon! Entregué sus cartas, pero… —Sacudió la cabeza.
Gordon hojeó las respuestas a las peticiones de ayuda que había escrito hacía más de dos meses.
—Todos querían unirse a la red postal —añadió Johnny con ironía—. Aunque aquí caigamos, supongo que quedará un pedazo de Oregón libre y preparado cuando la nación se extienda hasta aquí.
En los amarillentos sobres Gordon reconoció nombres de poblaciones situadas en los alrededores de Roseburg, algunas legendarias incluso allí. Examinó varias de las contestaciones. Eran corteses, interesadas, incluso entusiastas respecto a las historias sobre unos EE UU Restablecidos. Pero no contenían ninguna promesa. Y, desde luego, no hablaban de tropas.
—¿Qué hay de George Powhatan?
Johnny se encogió de hombros.
—Todos los alcaldes, comisarios y jefes de allí están pendientes de él. No harán nada si él no lo hace primero.
—No veo la respuesta de Powhatan. —Había revisado todas las cartas.
Johnny negó con la cabeza.
—Powhatan dijo que no confiaba en el papel, Gordon. De todas formas, su respuesta constaba de sólo dos palabras. Me pidió que se la comunicase directamente —se le quebró la voz—. Las palabras son: «Lo siento».
La luz brillaba bajo la puerta cuando Gordon regresó a su habitación mucho más tarde aquella noche. Su mano titubeó a centímetros del pomo. Recordaba claramente que había apagado las velas antes de salir para conversar con Cíclope.
Un suave perfume de mujer resolvió el enigma antes de que acabara de abrir la puerta. Vio a Dena en su cama, las piernas entre las sábanas. Vestía una holgada camisa de hilo blanco y sostenía en alto un libro junto al candelabro de la mesilla.
—Eso te perjudica la vista —le dijo a la vez que dejaba la bolsa de cartas de Johnny sobre el escritorio.
Dena replicó sin alzar la vista del libro.
—Estoy de acuerdo. Pero debo recordarte que eres tú el único que ha hecho retroceder su habitación a la Edad de Piedra, mientras que el resto de este edificio dispone de electricidad. Supongo que los tipos de antes de la guerra todavía tenéis en vuestras tontas cabezas la idea de que la luz de las velas es algo romántico, ¿verdad?
Gordon no estaba del todo seguro de por qué había quitado las bombillas de su habitación y las había guardado cuidadosamente. Durante sus primeras semanas en Corvallis había sentido una inmesa alegría cada vez que apretaba un interruptor y hacía que los electrones volviesen a fluir, como en la época de su juventud.
Ahora, en su propio dormitorio al menos, no podía soportar la dulzura de semejante luz.
Gordon vertió agua y luego polvos de soda en el cepillo de dientes.
—Tienes una buena bombilla de cuarenta vatios en tu habitación —le recordó—. Podrías leer allí.
Dena hizo caso omiso de la observación y golpeó el libro abierto con la palma de la mano.
—¡No entiendo esto! —declaró, exasperada—. Según este libro, América estaba teniendo un renacimiento cultural, justo antes de la guerra Fatal. También estaba Nathan Holn, que predicaba su descabellada doctrina del supermachismo, y había problemas con los misteriosos eslavos de ultramar, ¡pero en su mayor parte fue una época de esplendor! En arte, música, ciencia, todo parecía avanzar a la vez.
»Y sin embargo, estos estudios hechos a finales de siglo dicen que la mayoría de las mujeres americanas de aquel tiempo todavía desconfiaba de la tecnología.
»¡No puedo creerlo! ¿Es cierto? ¿Eran todas idiotas?
Gordon escupió en la palangana y miró la cubierta del libro. El título era una brillante impresión holográfica:
Escurrió el cepillo de dientes.
—No era tan simple, Dena. La tecnología se había considerado una tarea masculina durante miles de años. Incluso en los noventa, sólo una pequeña fracción de los ingenieros y científicos eran mujeres, aunque su número aumentaba y eran muy buenas.
—¡Eso no tiene importancia! —interrumpió Dena. Cerró el libro y sacudió su pelo castaño claro para dar énfasis—. ¡Lo que importa es a quién beneficia! ¡Aunque fuera un trabajo realizado por hombres, la tecnología ayudaba mucho más a las mujeres! Compara la América de tu tiempo con la de hoy, y dime que estoy equivocada.
—El presente es un infierno para las mujeres —convino él. Levantó el jarro y vertió agua en la manopla. Se sentía muy fatigado—. La vida es mucho peor para ellas que para los hombres. Es brutal, dolorosa y breve. Y para mi vergüenza, dejo que me persuadas para situar chicas en el peor y más peligroso…
Dena parecía decidida a no dejarle acabar una sola frase. ¿O era que percibía su dolor por la muerte de la joven Tracy Smith y quería cambiar de tema?
—¡Bien! —exclamó ella—. Pero lo que quiero saber es por qué las mujeres temían a la tecnología antes de la guerra, si este estúpido libro tiene razón, cuando la ciencia había hecho tanto por ellas, ¡cuando la alternativa era tan terrible!
Gordon volvió a colgar la manopla. Meneó la cabeza. Hacía mucho tiempo de todo aquello. Desde entonces, en sus viajes, había visto horrores que dejarían a Dena sin habla, si alguna vez decidía contárselos.
Ella sólo era una niña cuando la civilización se derrumbó. Excepto por los terribles días anteriores a su adopción en la Morada de Cíclope, sin duda olvidados desde hacía mucho, había crecido en un lugar que quizás era el único en el mundo donde quedaban vestigios de las viejas comodidades. No era de extrañar que todavía no tuviera los cabellos grises, a su avanzada edad de veintidós años.
—Hay quienes afirman que la tecnología fue lo que hundió a la civilización —sugirió él. Se sentó en una silla junto a la cama y cerró los ojos, esperando que ella recogiese la indirecta y se marchara pronto. Habló sin moverse—. Esa gente quizá tenga algo de razón. Las bombas y los microbios, el Invierno de los Tres Años, las redes en ruinas de una sociedad interdependiente…
Esta vez no lo interrumpió. Fue su propia voz la que decidió pararse. No podía recitar aquella letanía.
«… hospitales… universidades… restaurantes… brillantes aeroplanos que llevaban a ciudadanos libres a cualquier parte adonde quisiesen ir…
»… niños de ojos claros riendo bajo las salpicaduras de los aspersores del césped… fotografías enviadas desde las lunas de Júpiter y Neptuno… el sueño de las estrellas… y máquinas maravillosas, sabias, que urdían deliciosos juegos de palabras y nos enorgullecían…
»… conocimiento…»
—Bazofia antitecnológica —dijo Dena, descartando su sugerencia con dos palabras—. Fue la gente, no la ciencia, lo que hundió al mundo. Lo sabes, Gordon. Fue cierta clase de gente.
Cuando ella volvió a hablar su voz era más suave.
—Ven aquí. Quítate esa ropa sudada.
Gordon iba a protestar. Aquella noche sólo deseaba ovillarse y aislarse del mundo, posponer las decisiones del día siguiente y hundirse en un sopor de inconsciencia. Pero Dena era fuerte e implacable. Sus dedos se ocuparon de sus botones y lo empujó para que se echara en las almohadas.
Estaban impregnadas de su perfume.
—Sé por qué todo se vino abajo —declaró Dena entre tanto—. ¡El libro está en lo cierto! Las mujeres simplemente no prestaron suficiente atención. El feminismo se desvió hacia cuestiones periféricas, y pasaron por alto el auténtico problema: los hombres.
«Vosotros hacíais vuestro trabajo bastante bien. Proyectando, fabricando y construyendo cosas. Los varones pueden ser brillantes en ese sentido. Pero cualquiera con un poco de juicio puede ver que de una cuarta parte a la mitad de vosotros sois unos lunáticos, violadores y asesinos. Vigilaros era cosa nuestra, cultivar a los mejores y apartar a los bastardos.
Asintió, absolutamente satisfecha con su lógica.
—Fuimos las mujeres quienes fallamos, quienes dejamos que ocurriese.
Gordon murmuró:
—Dena, estás completamente loca, ¿lo sabes? —Ya se había dado cuenta de lo que ella estaba maquinando. Este era otro intento de influir en él para que accediese a cualquier descabellado proyecto para ganar la guerra. Pero esta vez no iba a funcionar.
En el fondo de su mente, lo único que deseaba era que la pretendida amazona se fuese y lo dejara solo. Pero su perfume se le había metido en la cabeza. E incluso con los ojos cerrados fue consciente de ello cuando su camisa de hilo cayó al suelo sin ruido y ella apagó la vela.
—Puede que esté loca —dijo—. Pero sé de qué estoy hablando. —Se deslizó a su lado—. Lo sé. Nosotras tuvimos la culpa.
El suave roce de su piel fue como una descarga eléctrica en el costado de Gordon. Su cuerpo pareció despertar aun cuando, tras los párpados, procuró aferrarse a su orgullo y a la huida que proporcionaba el sueño.
—Pero las mujeres no permitirán que suceda otra vez —susurró Dena. Le acarició el cuello con la nariz y deslizó las yemas de los dedos por su hombro—. Hemos aprendido respecto a los hombres; sobre los héroes y los bastardos y cómo apreciar la diferencia.
»Y estamos aprendiendo respecto a nosotras, también.
Su piel era cálida. Gordon la rodeó con los brazos y la atrajo a su lado.
—Esta vez —suspiró Dena—, será diferente.
Gordon le tapó la boca con la suya, aunque sólo fuese para que al fin dejara de hablar.
—Cómo demostrará el joven Mark, incluso un niño puede usar nuestro nuevo visor nocturno de infrarrojos, combinado con un rayo láser localizador, para captar un objetivo en una oscuridad casi absoluta.
El Consejo de Defensa de Willamette Valley se hallaba sentado a una larga mesa, sobre el estrado de la mayor sala de lectura en el viejo recinto de la Universidad Estatal de Oregón, obsevando cómo Peter Aage exhibía la última «arma secreta» salida de los laboratorios de los Funcionarios de Cíclope.
Gordon apenas pudo distinguir al larguirucho técnico cuando se apagaron las luces y se cerraron las puertas. Pero la voz de Peter Aage era estentóreamente clara.
—En la parte trasera de la sala hemos colocado un ratón en una jaula, que representará a un enemigo infiltrado. Mark conecta ahora el disparador del visor. —Se oyó un leve chasquido en la oscuridad—. Ahora busca la radiación térmica emitida por el ratón…
—¡Lo veo! —silbó la voz del niño.
—Buen muchacho. Ahora, Mark hace oscilar el láser para que caiga sobre el animal…
—¡Lo conseguí!
—… y una vez que el rayo está en la posición correcta, nuestro localizador cambia las frecuencias láser para que un punto visible nos muestre a los demás… el ratón.
Gordon escrutó la oscura zona del final de la sala.
Nada había sucedido. Seguía habiendo solamente una densa oscuridad.
Alguien soltó una risita.
—¡Tal vez se lo han comido! —dijo una voz.
—Sí. ¡Quizá sus técnicos deban afinar esa cosa para que busque un gato! —Alguien profirió un ronroneante «miau».
Aunque el Presidente del Consejo estaba golpeando con su martillo, Gordon se unió a los tipos listos de atrás en sus risas. Estuvo tentado de efectuar alguna observación propia, pero todos conocían su voz. Su papel allí era irrelevante, y probablemente heriría los sentimientos de alguien.
Un bullicio a la izquierda indicó una reunión de técnicos, que hablaban en susurros con nerviosismo. Al fin, alguien pidió que encendieran las luces. Los fluorescentes parpadearon y los miembros del Consejo de Defensa pestañearon mientras sus ojos se readaptaban a la luz.
Mark Aage, el niño de diez años al cual Gordon había rescatado de los supervivencialistas en las ruinas de Eugene unos meses atrás, se quitó el casco de visión nocturna y miró hacia arriba.
—He visto el ratón —insistió—. Muy bien. Y le he dado con el rayo láser. ¡Pero no ha desprendido colores!
Peter Aage parecía azorado. El hombre rubio vestía la misma túnica blanca con ribetes negros que los técnicos todavía inclinados sobre el fallido invento.
—Ayer funcionó en cincuenta pruebas —explicó—. Puede que el convertidor paramétrico se haya atascado. Lo hace a veces.
»Por supuesto, eso no es más que un prototipo, y nadie en Oregón ha intentado construir nada semejante en casi veinte años. Pero hemos de eliminar el defecto antes de iniciar la producción.
Tres grupos diferentes formaban el Consejo de Defensa. Los dos hombres y una mujer que vestían como Peter ropas de Funcionario asintieron comprensivamente. El resto de los consejeros parecían menos comprensivos.
Dos hombres a la derecha de Gordon llevaban camisas azules y chaquetas de cuero similares a la suya. En la manga tenían cosidos retales de tela que representaban un águila alzándose desafiante en una pira, orlada por la inscripción:
Los carteros, compañeros de Gordon, se miraron, y uno de ellos apartó los ojos con disgusto.
En medio se sentaban dos mujeres y tres hombres, incluido el Presidente del Consejo, en representación de las distintas regiones que pertenecían a la alianza: jurisdicciones que habían estado unidas por su acatamiento a Cíclope, más recientemente por una creciente red postal y ahora por el miedo a un enemigo común. Su indumentaria era variada, pero todos lucían un brazalete con un brillante emblema: una W y una V superpuestas, por Willamette Valley. Los símbolos cromados eran un artículo lo suficientemente abundante para proveer a todo el Ejército, sacados de automóviles largo tiempo abandonados.
Fue uno de aquellos representantes civiles quien habló primero.
—¿Cuántos de estos artefactos cree que podrían reconstruir sus técnicos para la primavera?
Peter meditó.
—Bueno, si vamos a toda marcha, supongo que podríamos tener casi una docena arreglados para finales de marzo.
—Y todos necesitan electricidad, supongo.
—Suministraremos generadores manuales, desde luego. El equipo completo no debe pesar más de veintidós kilos, todo incluido.
Los granjeros se miraron unos a otros. La mujer que representaba a las comunidades de Cascade Indian pareció hablar por todos ellos.
—Estoy segura de que estos visores nocturnos pueden servir para defender algunos lugares importantes contra el ataque de las serpientes. Pero quiero saber de qué forma nos ayudarán cuando la nieve se funda, cuando vengan esos holnistas destripadores, asaltando y quemando todas las aldeas y pueblos uno por uno. No podemos refugiar a toda la población en Corvallis. Nos moriríamos de hambre en cuestión de semanas.
—Sí —añadió otro granjero—. ¿Dónde están todas esas armas de precisión que ustedes, los grandes cerebros, nos iban a dar? ¿Han desenchufado a Cíclope o qué?
Ahora fueron los Funcionarios los que se miraron unos a otros. Su jefe, el doctor Taigher, comenzó a protestar.
—¡Eso no es justo! Apenas hemos tenido tiempo. Cíclope fue construido para fines pacíficos y tiene que reprogramarse a sí mismo para tratar de cosas referentes a la guerra. De todas formas, puede proyectar grandes planes, ¡pero son hombres falibles los que han de ejecutarlos!
Gordon estaba maravillado. Allí, en público, el hombre parecía realmente ofendido, defendiendo a su oráculo mecánico… al que la gente del valle reverenciaba aún como el gran Oz. La representante de las poblaciones del norte movió la cabeza, respetuosa pero obstinada.
—Yo sería la última en criticar a Cíclope. Estoy segura de que está buscando ideas con tanta rapidez como puede. Pero no consigo ver por qué este visor nocturno es mejor que el globo del que no paran de hablar, o que las bombas de gas o las pequeñas minas trucadas. ¡Y no hay bastantes para organizar una maldita defensa!
»Y aunque hicieran cientos, miles, serían muy útiles si tuviéramos que luchar contra un auténtico ejército, como en Vietnam o Kenia antes del Tiempo Final. ¡Pero casi inútiles contra esos endemoniados supervivencialistas!
Aunque se mantuvo en silencio, Gordon no pudo por menos de estar de acuerdo. El doctor Taigher se miró las manos. Tras dieciséis años de pacífico y benigno engaño, repartiendo como limosna un pequeño surtido de prodigios del Siglo Veinte reciclados para mantener embelesados a los granjeros del sector, a él y a sus técnicos se les exigía obrar milagros auténticos. Los juguetes reparados y los generadores eléctricos movidos por el viento ya no bastarían para impresionar a los lugareños.
El hombre que estaba sentado a la derecha de Gordon se movió con nerviosismo. Era Eric Stevens, abuelo del joven Johnny Stevens. El anciano llevaba el mismo uniforme que Gordon y representaba a la región de la Alta Willamette, esos pocos pueblos al sur de Eugene que se habían unido a la alianza.
—Así que hemos vuelto al punto de partida —dijo Stevens—. Los artefactos de Cíclope pueden servir de ayuda aquí y allá. Sobre todo harán un poco más fuertes algunos puntos. Pero creo que todos estamos de acuerdo en que eso sólo constituirá un ligero inconveniente para el enemigo.
»Por otra parte, Gordon nos ha dicho que no podemos esperar ayuda del este civilizado en breve plazo. Falta una década o más para que EE UU Restablecidos llegue aquí con alguna fuerza. Tenemos que resistir al menos ese tiempo, quizás hasta que se establezca verdadero contacto.
El anciano miró a los demás con furia.
—Sólo hay un modo de hacerlo, ¡y es luchar! —golpeó la mesa—. Todo se reduce a lo básico, una vez más. Son los hombres lo que importa.
Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa. Pero Gordon observaba con atención a Dena, que se hallaba sentada abajo, entre el público, esperando su oportunidad para dirigirse al Consejo. Movía la cabeza en gesto de negación y a Gordon le pareció que podía leer su mente.
No exactamente los hombres… estaba pensando. La joven y alta mujer vestía ropa de Funcionario, pero Gordon sabía dónde yacía su auténtica lealtad. Estaba sentada con tres de sus discípulas, exploradoras ataviadas con piel de ante del Ejército de Willamette, todas ellas miembros de su excéntrica camarilla.
Hasta ahora el Consejo había rechazado su proyecto. A las chicas les había costado que les permitieran unirse al Ejército, y entonces había aflorado un latente sentimiento de feminismo fin de siglo que perduraba en este valle todavía civilizado.
Pero Gordon captó una creciente desesperación en la mesa. Las noticias traídas del sur por Johnny Stevens habían hecho mella. Pronto, cuando cesaran de caer las nieves y las cálidas lluvias comenzaran de nuevo, los consejeros se aferrarían a cualquier plan. A cualquier idiotez.
Gordon decidió intervenir en aquella discusión antes de que las cosas se escaparan de las manos. El Presidente le otorgó rápidamente la palabra cuando la pidió con un gesto.
—Estoy seguro de que el Consejo desea expresar a Cíclope, y a sus técnicos, nuestra gratitud por sus incesantes esfuerzos.
Hubo un murmullo de asentimiento. Ni Taigher ni Peter Aage lo miraron.
—Nos quedan tal vez otras seis u ocho semanas de mal tiempo hasta que quepa esperar que el enemigo reanude su actividad. Tras escuchar los informes de los comités de instrucción y defensa, está claro que tenemos mucha cantidad de trabajo que hacer.
En efecto, el sumario de Philip Bokuto había iniciado la letanía matutina de malas noticias. Gordon suspiró.
—Cuando comenzó la invasión holnista el verano pasado, os dije a todos que no esperaseis ninguna ayuda del resto de la nación. Establecer una red postal, como yo he estado haciendo con vuestra ayuda, es sólo el primer paso de un largo proceso hasta que el continente pueda ser reunificado. En los próximos años, Oregón esencialmente estará solo.
Se las arregló para mentir por implicación pronunciando palabras que eran la verdad literal, una habilidad que había desarrollado, aunque no estuviera orgulloso de ella.
—No emplearé palabras suaves con vosotros. El fracaso de la gente de la región de Roseburg al no enviar más que una mínima ayuda ha sido el peor de los golpes. Los del sur poseen la experiencia, la destreza y, sobre todo, el liderazgo que nosotros necesitamos. En mi opinión, persuadirlos de que nos ayuden debe tener prioridad sobre todo lo demás.
Hizo una pausa.
—Por tanto, iré al sur personalmente y trataré de hacerles cambiar de idea.
Aquello produjo un inmediato tumulto.
—¡Gordon, eso es una locura!
—No puedes…
—¡Te necesitamos aquí!
Cerró los ojos. En cuatro meses había logrado una alianza lo bastante sólida para retrasar y frustrar a los invasores. La había forjado empleando principalmente su habilidad de cuentista, de simulador… de mentiroso.
Gordon no se hacía la ilusión de ser un auténtico líder. Era su imagen lo que mantenía unido al Ejército de Willamette… su legendaria autoridad como el Inspector, una manifestación del renacimiento de la nación.
«Una nación cuyo último pedernal pronto se convertirá en una piedra muerta y fría si no se hace algo con endemoniada rapidez. ¡Yo no puedo guiar a esta gente! ¡Necesitan un General! ¡Un guerrero!
«Necesitan a un hombre como George Powhatan.»
Puso fin a la algarabía alzando la mano.
—Voy a ir. Y quiero que todos me prometáis que no daréis vuestro consentimiento a ninguna empresa descabellada y desesperada mientras yo esté lejos. —Miró directamente a Dena. Por un instante ella le sostuvo la mirada. Tenía los labios apretados y al cabo de un momento sus ojos se nublaron e inclinó la cabeza.
«¿Está preocupada por mí? —se preguntó Gordon—. ¿O por su plan?»
—Volveré antes de la primavera —prometió—. Volveré con ayuda.
Y agregó para sí mismo:
—O moriré en el empeño.
Los preparativos ocuparon tres días. Gordon estuvo irritado todo el tiempo, deseando estar ya fuera de allí.
Pero aquello se había convertido en una expedición. El Consejo insistió en que Bokuto y otros cuatro hombres lo acompañaran al menos hasta Cottage Grove. Johnny Stevens y uno de los voluntarios del sur les precederían para preparar el camino. Después de todo, era conveniente que el Inspector fuese bien anunciado.
Para Gordon todo esto era una sarta de sinsentidos. Una hora con Johnny, repasando un mapa de carreteras de antes de la guerra, habría sido suficiente para indicarle cómo llegar al lugar a donde se dirigía. Un caballo veloz y otro de repuesto lo protegerían tanto como un escuadrón completo.
A Gordon le fastidiaba particularmente tener que llevar a Bokuto. El hombre era necesario allí. Pero el Consejo fue implacable. Tenía que aceptar sus condiciones o no le autorizarían a partir.
El grupo salió de Corvallis por la mañana temprano; los caballos echaban vapor debido al crudo frío mientras dejaban atrás la vieja pista de atletismo de la UEO. Pasó un columna de reclutas en marcha. Aunque iban embozados, no era difícil deducir por las voces que cantaban que se trataba de las chicas soldado de Dena.
Oh, no me casaré con un hombre que fume,
Que raspe, eructe o cuente chistes malos.
Puede que no me case con nadie, que no me case,
¡Puede que no me case!
Oh, preferiría sentarme a la sombra,
Y ser una solterona remilgada y quisquillosa,
Oh, puede que no me case con nadie, que no me case,
¡Puede que no me case!
La tropa volvió la vista a la derecha cuando pasaron los hombres. La expresión de Dena quedó desdibujada por la distancia; pero pese a ello él sintió su mirada.
Su despedida había sido físicamente apasionada y emocionalmente tensa. Gordon no estaba seguro de que en la América de antes de la guerra, con todas sus variantes sexuales, hubiera existido un nombre para la clase de relación que mantenían. Era un alivio alejarse de ella. Sabía que la perdería.
Mientras las voces de las mujeres iban alejándose Gordon sentía un nudo en la garganta. Trató de atribuirlo al orgullo que le producía su valor. Pero no le era posible descartar por completo el miedo.
El grupo cabalgó veloz ante huertos estériles y campos escarchados para llegar a la empalizada de Rowland al atardecer. Así de cerca estaban las líneas, a un día de viaje del frágil centro de lo que se consideraba civilización. A partir de allí, entrarían en el territorio de los bandidos.
En Rowland oyeron nuevos rumores: un contingente de holnistas había establecido ya una avanzadilla en las ruinas de Eugene. Los refugiados hablaron de bandas de bárbaros camuflados de blanco que erraban por la campiña, quemando aldehuelas y robando comida, mujeres y esclavos.
Si aquello era cierto, Eugene presentaba un problema. Tenían que cruzar la destruida ciudad.
Bokuto insistió en no correr riesgos. Gordon lo miró hoscamente y apenas habló mientras la expedición malgastaba tres días en carreteras de asfalto heladas y embrozadas, desviándose muy al este de Springfield y luego hacia el sur de nuevo para llegar al fin a la ciudad fortificada de Cottage Grove.
Había transcurrido poco tiempo desde que unas cuantas ciudades al sur de Eugene se reunieran con las más prósperas comunidades del norte. Ahora los invasores casi las habían separado otra vez.
En el mapa mental de Gordon del que fuera el gran Estado de Oregón, las dos terceras partes orientales eran yermos, desiertos, ríos de antigua lava y las murallas montañosas de las Cascadas.
El gris Pacífico bordeaba al oeste la cordillera costera amortajada por la lluvia.
Los límites nordeste y sudeste del Estado eran también, en apariencia, zonas tranquilas. En el norte de Columbia Valley se veían los estrasgos causados por las bombas que habían arrasado Portland y destrozado las presas del gran río.
La otra zona se internaba unos ciento cincuenta kilómetros en el extremo sur del Estado desde la desconocida California y confluía en el cañón montañoso conocido como el Rogue.
Incluso en tiempos más felices, el área en torno a Medford había tenido fama de poseer un cierto elemento «extraño». Antes de la guerra Fatal se estimaba que Rogue River Valley guardaba más escondrijos secretos y más ametralladoras ilegales que cualquier otro lugar fuera de los pantanos.
Mientras la autoridad civil luchaba aún para permanecer como tal, hacía dieciséis años, fue la plaga supervivencialista la que asestó el golpe final sobre todo el mundo civilizado. En el sur de Oregón los partidarios de Nathan Holn habían sido especialmente violentos. El destino de los pobres ciudadanos de esa región nunca se conoció.
Entre el desierto y el mar, entre la radiación y los dementes holnistas, dos pequeñas zonas habían superado el Invierno de los Tres Años y les quedó lo suficiente para hacer algo más que escarbar como animales… Willamette al norte y los pueblos en torno a Roseburg al sur. Pero al principio, la zona sur parecía condenada a la esclavitud o a algo peor en manos de los nuevos bárbaros.
Sin embargo, en alguna parte entre el Rogue y el Umpqua sucedió algo imprevisto. El cáncer fue controlado. El enemigo fue detenido. La desesperada esperanza de Gordon era descubrir cómo se había podido lograr, antes de que la enfermedad transplantada invadiera totalmente el vulnerable Willamette Valley.
En el mapa mental de Gordon una horrenda incursión roja se había extendido tierra adentro desde las cabezas de playa establecidas al oeste de Eugene. Y Cottage Grove estaba ahora casi aislada.
Tuvieron un primer atisbo de lo mal que habían ido las cosas a menos de un kilómetro del pueblo: los cuerpos de seis hombres colgados junto a la carretera, crucificados sobre rotos postes de teléfonos. No habían dejado de marcar los cuerpos.
—Bajadlos —ordenó.
El corazón le latía con fuerza y su boca estaba seca; era la reacción exacta que el enemigo había deseado provocar en este ejercicio de terror calculado. Evidentemente, los hombres de Cottage Grove ya ni siquiera llegaban tan lejos con sus patrullas. No era un buen augurio.
Una hora después vio cuánto había cambiado la ciudad desde su última visita. Había vigilantes en las esquinas de nuevas murallas de adobe. En el exterior, edificios anteriores a la guerra habían sido demolidos para hacer una amplia zona de cortafuego.
La población se había triplicado a causa de los refugiados, la mayor parte de los cuales vivían en atestadas chabolas junto a la entrada principal. Los niños se aferraban a las faldas de mujeres de rostro demacrado y miraban pasar a los jinetes del norte. Los hombres formaban grupos, calentándose las manos en fogatas al aire libre. El humo se mezclaba con las emanaciones de los sucios cuerpos formando una neblina desagradable y pestilente.
Algunos de los hombres daban la impresión de estar habituados a aquellas condiciones. Gordon se preguntó cuántos de ellos serían holnistas que se hacían pasar por refugiados. Había ocurrido antes.
Las noticias que les aguardaban eran aún peores. Por el Consejo del Pueblo supieron que el alcalde Peter von Kleek había muerto en una emboscada sólo unos días atrás, cuando encabezaba una patrulla en auxilio de una aldea sitiada. La pérdida era incalculable y afectó mucho a Gordon. También contribuía a explicar el preocupado silencio reinante en las frías calles.
Aquella noche pronunció su mejor arenga, a la luz de una antorcha en la plaza llena de gente. Pero esta vez las aclamaciones de la multitud fueron hastiadas y escasas. Su discurso fue interrumpido dos veces por el eco de detonaciones de escopetas, contra los muros, procedentes de las boscosas colinas exteriores.
—No les doy dos meses, después de que se funda la nieve —susurró Bokuto al día siguiente cuando cabalgaban alejándose de Cottage Grove—. Dos semanas, si los malditos supervivencialistas se esfuerzan.
Gordon no supo qué responder. El pueblo era el cerrojo del sur de la alianza. Cuando fuera destruido, no habría nada que se opusiera a que las fuerzas del enemigo dieran un giro hacia el norte hasta el corazón del valle y Corvallis mismo.
Cabalgaron hacia el sur bajo una leve nevisca, remontando la confluencia costera del río Willamette hacia su origen. El verde oscuro de los pinos del bosque resplandecía bajo su blanco manto. De vez en cuando la brillante corteza roja de la madera del mirto se destacaba sobre las grises orillas del río semihelado.
Sin embargo, unos cuantos obstinados gallipatos pescaban en las heladas aguas, tratando de sobrevivir por sus propios medios hasta la primavera.
Al sur de la abandonada ciudad de Londres se separaron del reducido río. Allí había una gran extensión deshabitada, marcada únicamente por las granjas en ruinas y una gasolinera desmantelada.
Hasta el momento había sido una jornada silenciosa. Pero ahora, al fin, se sintieron seguros e incluso el suspicaz Philip Bokuto se convenció de que se hallaban fuera del probable alcance de las patrullas holnistas. Pudieron hablar. Hasta reír.
Todos los hombres tenían más de treinta años, así que se dedicaron al Juego del Recuerdo… contando viejos chistes que no tendrían significado alguno para nadie perteneciente a la nueva generación y discutiendo con despreocupación sobre antiguos deportes que recordaban vagamente. Gordon estuvo a punto de caerse de la montura a causa de la risa que le provocó Aaron Schimmel al imitar con voz nasal a personajes populares de la televisión de los noventa.
—Es asombroso cómo gran parte de nuestra juventud queda almacenada, lista para ser recordada —le comentó a Philip—. Solían decir que una de las señales de que se estaba envejeciendo era recordar cosas ocurridas veinte años atrás con más facilidad que hechos recientes.
—Sí —repuso Bokuto, sonriendo, y su voz adoptó un quejumbroso tono de falsete—. ¿De qué estábamos hablando?
Gordon le dio una palmadita en la cabeza.
—¿Eh? No te oigo, colega… Demasiado rock and roll.
Los hombres se acostumbraron a las frías dentelladas de las mañanas invernales y a la suave pisada de los cascos de los caballos por la interestatal cubierta de hierba. La tierra se había recuperado, los ciervos pastaban en los bosques una vez más, pero los hombres serían demasiado escasos durante largo tiempo para regresar y tomar todas las aldeas abandonadas. Los afluentes de la confluencia costera quedaron lejos al fin. Los viajeros cruzaron una estrecha línea de colinas y un día más tarde se hallaron junto a un nuevo río.
—El Umpqua —identificó el guía.
Los del norte lo contemplaron. Este helado torrente no desembocaba en el plácido Willamette, ni por consiguiente en el gran Columbia. En vez de ello se abría su propio y montaraz camino en dirección oeste hacia el mar.
—Bienvenidos al soleado sur de Oregón —murmuró Bokuto, otra vez deprimido.
El cielo se mostraba amenazador. Incluso los árboles parecían más salvajes que en el norte.
Esa impresión se repitió cuando volvieron a encontrar pequeños asentamientos amurallados. Hombres silenciosos de ojos desconfiados los observaban desde sus elevados puestos en las vertientes de las colinas y los dejaban pasar sin hablarles. La noticia de su llegada les había precedido, y estaba claro que aquellas gentes no tenían nada en contra de los carteros. Pero también resultaba obvio que sentían muy poco aprecio por los extranjeros.
Durante una noche que pasaron en la aldea de Sutherlin, Gordon vio de cerca cómo vivían los sureños.
Sus casas eran sencillas y austeras, con pocas de las comodidades que aún poseían las del norte. No había apenas nadie que no mostrase señales visibles de enfermedades, malnutrición, exceso de trabajo o lucha.
Aunque no hicieron ni dijeron nada descortés, no era difícil imaginar lo que pensaban de los habitantes de Willamette.
«Blandos.»
Sus líderes expresaron simpatía, pero sus pensamientos ocultos eran evidentes. «Si los holnistas están abandonando el sur, ¿por qué habríamos de intervenir?»
Un día más tarde, en el centro comercial de Roseburg, Gordon se reunió con un comité de jefes del área circundante. Las ventanas agujereadas por las balas presidían perspectivas que recordaban la terrible guerra contra los bárbaros del Rogue River que duró siete años. Un Denny's quemado, con su letrero de plástico amarillo colgado de un ángulo y fundido, mostraba el lugar donde se había hecho retroceder al enemigo en su incursión más profunda, casi una década atrás.
Desde entonces los salvajes supervivencialistas nunca habían llegado tan lejos. Gordon estaba seguro de que el lugar del encuentro había sido elegido deliberadamente.
La diferencia de actitud y personalidad era inconfundible. Había poca curiosidad por el legendario Cíclope, o por el vacilante renacimiento de la tecnología. Incluso la historia de una nación que renacía de sus cenizas en tierras lejanas del este provocaba escaso interés. No era que pusiesen en duda las historias. Los hombres de Glide, Winston y Lookinglass no daban la impresión de estar tan interesados.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo Philip a Gordon—. Estos palurdos han estado haciendo su propia guerra durante tanto tiempo que sólo les preocupa la subsistencia diaria.
«¿Los hace más listos, quizá?», se preguntó Gordon.
Pero Philip tenía razón. En realidad, lo que los jefes, alcaldes o comisarios pensaran carecía de importancia. Fanfarroneaban, jactándose de su autonomía, pero estaba claro que en aquellos lugares sólo contaba la opinión de un hombre.
Dos días más tarde, Johnny Stevens llegó del oeste sobre una humeante montura. No miró ni a izquierda ni a derecha; saltó del caballo y corrió hacia Gordon, sin aliento. Esta vez el mensaje constaba de tres palabras:
«Venga a verme.»
George Powhatan había accedido a sus ruegos.
Las Montañas Callahan bordeaban Camas Valley desde Roseburg hasta el mar en ciento doce kilómetros. Bajo ellas, el afluente principal del pequeño río Coquille discurría hacia el oeste atravesando los destrozados esqueletos de puentes derruidos antes de reunir a sus ramas norte y sur en la sombría mañana de Sugarloaf Peak.
Aquí y allá, a lo largo del norte del valle, nuevos cercados delimitaban pastos ahora cubiertos de nieve en polvo. De vez en cuando se veía el humo de una chimenea que surgía de una prisión militar en la cumbre de alguna colina.
En la orilla sur, sin embargo, no había nada. Sólo ruinas chamuscadas y hundidas que sucumbían lentamente a las implacables zarzas.
Ninguna fortificación dominaba los vados del río. Esta ausencia desconcertó a los viajeros, pues se suponía que era en aquel valle donde la defensa contra el enemigo holnista se había atrincherado y resistido.
Calvin Lewis trató de explicarlo. El musculoso joven de ojos oscuros había guiado a Johnny Stevens desde su primer viaje al sur de Oregón. Cal señaló con la mano a derecha e izquierda mientras hablaba.
—No se protege un río construyendo puntos fortificados —les dijo con el grave y lánguido acento local—. Protegemos la orilla norte cruzando nosotros mismos, de vez en cuando, y sabiendo todo lo que se mueve al otro lado.
Philip Bokuto gruñó, con un gesto de asentimiento como aprobación. Obviamente aquello era lo que él habría hecho. Johnny Stevens no expresó ninguna opinión, puesto que ya lo había oído con anterioridad.
Gordon siguió mirando entre los árboles, preguntándose dónde estarían los vigilantes. Sin duda los había a ambos lados, situados en intervalos a lo largo del camino y observando al grupo. Ocasionalmente captaba un vislumbre de movimiento o un destello de lo que podían haber sido unos prismáticos situados a cierta altura. Pero los rastreadores eran buenos. Muchísimo mejores que cualquiera del Ejército de Willamette, excluido, quizás, Phil Bokuto.
En el sur la guerra no parecía ser de ejércitos y compañías, de asedios y movimientos estratégicos. Era algo que recordaba las batallas que se habían librado entre los indios americanos… cuyas victorias se medían con ataques rápidos y sangrientos, y con el número de cabelleras conseguidas.
Los supervivencialistas eran expertos en esta clase de combate. Los habitantes de Willamette, que no estaban acostumbrados a semejante terror, eran su presa ideal.
Allí, sin embargo, los granjeros habían logrado detenerlos. No era tarea suya criticar sus tácticas, así que delegó en Bokuto para que formulara la mayor parte de las preguntas. Gordon sabía que se precisaba toda una vida para aprender aquellas habilidades. Estaba allí sólo y exclusivamente por una razón. No para aprender, sino para persuadir.
Cuando subieron por la vieja carretera de la montaña de Sugarloaf la vista era espectacular, dominando la unión de los afluentes del Coquille. La nieve cubría los bosques de pinos dándoles la apariencia que debían de tener antes de que llegase el hombre, como si el horror de los últimos diecisiete inviernos fuera un asunto que sólo afectara a criaturas efímeras, carente de importancia para la perdurable Tierra.
—A veces esos bastardos tratan de colarse en grandes canoas —les dijo Cal Lewis—. El afluente sur sigue este camino casi en línea recta desde territorio del Rogue, y cuando se une a la corriente principal, aquí, trae ya mucha velocidad. —El joven sonrió—. Pero George siempre parece saber lo que traman. George siempre los ve venir.
Allí estaba de nuevo, aquel afecto mezclado con temor al mencionar al líder de las comunidades de Camas Valley. ¿Comía aquel hombre clavos para desayunar? ¿Lanzaba rayos contra sus enemigos? Después de todas las historias que había oído contar, Gordon estaba dispuesto a creer cualquier cosa sobre George Powhatan.
Las anchas ventanas de la nariz de Bokuto se abocinaron cuando de súbito tiró de las riendas, deteniendo a Gordon en gesto protector con el brazo izquierdo. El ex marine sacó la pistola en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué pasa, Phil? —Gordon cogió la carabina mientras escudriñaba las boscosas laderas. Los caballos brincaron y bufaron, captando la agitación de sus jinetes.
—Es… —Bokuto husmeó. Entrecerró los ojos con expresión de incredulidad—. Huelo a grasa de oso.
Cal Lewis miró hacia los árboles situados junto a la carretera y sonrió. Procedente de la parte superior de la ladera llegó una risa grave y gutural.
—¡Muy bien, hombre! ¡Tienes los sentidos muy aguzados!
Ante la mirada de Gordon y los demás, una enorme figura en sombras se movió entre los abetos Douglas, recortada sobre el sol de la tarde. Gordon sintió un leve estremecimiento mientras una parte de él se preguntaba, por un instante, si se trataba de un ser humano o tal vez del legendario Sasquatch, Pies-grandes del noroeste.
Entonces la silueta avanzó y se reveló como un hombre de mediana edad, de cara angulosa y pelo cano, largo hasta los hombros, sujeto por una cinta ancha cubierta de abalorios. Una camisa sin mangas, tejida a mano, dejaba al descubierto unos brazos como muslos; pero, al menos en apariencia, el frío no le molestaba.
—Soy George Powhatan —dijo el hombre, risueño—. Bienvenidos a la montaña de Sugarloaf, caballeros.
Gordon tragó saliva. ¿Qué había en la voz de aquel hombre que encajaba con su apariencia física? Esta indicaba un poder asumido con tanta naturalidad que no tenía necesidad de jactarse o de hacer ostentación. Powhatan extendió las manos.
—¡Vamos, tú, el del olfato agudo! ¡Y los demás, con vuestros fantásticos uniformes! ¿Has captado olor a grasa de oso? ¡Bien, entonces, venid a mi refugio de invierno! Y sabréis para qué sirve.
Los visitantes se relajaron y dejaron las armas, tranquilizados por su buena disposición. «No es Sasquatch —se dijo Gordon—. Sólo un cordial hombre de la montaña.»
Dio unas palmadas a su nervioso caballo del norte y se dijo para sus adentros que también él debería haber reaccionado al olor a grasa de oso derretida.
El Señor de la Montaña de Sugarloaf usaba tarros de grasa de oso para predecir el tiempo, perfeccionando una técnica tradicional con un meticuloso y científico archivo de datos. Criaba vacas para que dieran mejor leche, y corderos para conseguir una lana de más calidad. Sus invernaderos, calentados con metano biogenerado, producían verduras frescas todo el año, incluso en los inviernos más crudos.
George se mostró especialmente orgulloso al mostrar su cervecería, con fama de producir la mejor cerveza de cuatro condados.
Los muros de su gran refugio, la sede de su imperio, estaban bellamente cubiertos de colgaduras tejidas y trabajos artísticos de niños exhibidos con orgullo. Gordon esperaba ver armas y trofeos de batalla, pero no había ninguno. En efecto, cuando se cruzaba la alta empalizada apenas se veían señales de la larga guerra.
Aquel primer día, Powhatan no habló de negocios. Lo pasó entero mostrando a sus invitados el entorno y supervisando los preparativos para un festejo en su honor. Después, entrada la tarde, cuando les hubo indicado cuáles eran sus habitaciones para descansar, el anfitrión se esfumó.
—Creo que lo he visto dirigirse hacia el oeste —respondió Bokuto cuando Gordon le preguntó—. Hacia ese promontorio de allí.
Gordon le dio las gracias y se encaminó en aquella dirección por un sendero cubierto de grava que discurría entre los árboles. Durante horas Powhatan había evitado con habilidad cualquier conversación seria, distrayéndolos con algo nuevo que ver o con su reserva aparentemente infinita de sabiduría campesina.
La noche podía transcurrir de idéntica manera, pues llegaba mucha gente para conocerlos. Podría no presentarse la oportunidad de tratar la cuestión que los había llevado allí.
Desde luego sabía que no era oportuno mostrarse tan impaciente. Pero no deseaba reunirse con más gente. Quería hablar con George Powhatan a solas.
Encontró al hombre alto sentado, de cara al borde de un pronunciado declive. Mucho más abajo, las aguas rugían al confluir los afluentes del Coquille con el propio río. Al oeste, las montañas de la cadena costera rielaban en una neblina púrpura que se oscurecía rápidamente fundiéndose en un crepúsculo anaranjado y ocre. Las nubes siempre presentes, ardían con matices otoñales.
George Powhatan estaba sentado con las piernas cruzadas ante sí sobre una sencilla estera de juncos; sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban sobre las rodillas. Gordon había visto algunas veces aquella expresión, antes de la guerra. La había llamado, a falta de otro nombre, «La Sonrisa de Buda».
«Bueno, parece el último de los neohippies —pensó—. ¿Quién lo hubiera creído?»
La túnica sin mangas del hombre de la montaña dejaba ver un descolorido tatuaje azul en su enorme hombro: un puño poderoso con un dedo extendido con delicadeza sobre el cual estaba posada una paloma. Debajo podían leerse cuatro palabras, LLEVADA POR EL AIRE.
La yuxtaposición no sorprendió verdaderamente a Gordon. Ni la pacífica expresión del rostro de Powhatan. De alguna manera parecían adecuadas.
Sabía que la cortesía no lo obligada a marcharse, sólo a no interferir en la situación del otro hombre. En silencio, limpió un sitio a pocos metros a la derecha de Powhatan y se sentó en el suelo mirando en la misma dirección que él. Gordon ni siquiera intentó la postura del loto. No había practicado esa técnica desde los diecisiete años. Pero se sentó con la espalda erguida y trató de despejar su mente mientras los colores resplandecían y cambiaban en la dirección del mar.
Al principio sólo pudo pensar en lo envarado que se sentía. En lo penoso que era cabalgar y dormir sobre el duro y frío suelo. Cuando el calor del sol se escondió tras las montañas, las ráfagas de viento lo helaron. Sus pensamientos eran una mezcla confusa de sonidos, preocupaciones y recuerdos.
Pronto, sin quererlo, sus párpados se hicieron más pesados. Se estabilizaron, microscópicamente, y se pararon a medio camino, incapaces de subir o bajar más.
Si no hubiera sabido lo que estaba ocurriendo, seguramente lo habría invadido el pánico. Pero aquello no era más que un apacible éxtasis de meditación; reconoció las sensaciones. «Qué demonios», pensó, y dejó que prosiguiera.
¿Hacía esto por un sentimiento de rivalidad con Powhatan? ¿O para demostrarle que él no era el único hijo del renacimiento que todavía recordaba?
¿O se debía simplemente a que estaba muy cansado y la puesta de sol era hermosa?
Gordon experimentó una sensación de vacío en su interior, como si una cavidad de cada uno de sus pulmones estuviera cerrada y lo hubiese estado durante muy largo tiempo. Trató de inspirar enérgica y profundamente, pero su ritmo respiratorio no se alteró lo más mínimo, como si su cuerpo poseyera una sabiduría de la que carecía él. La calma que le cruzó el rostro con la adormecedora brisa pareció rezumar y resbalarle por la garganta como dedos de mujer, recorriéndole los tensos hombros y acariciándole los músculos hasta que se relajaron por decisión propia.
«Los colores…», pensó, viendo sólo el cielo. El corazón le mecía el cuerpo suavemente.
¿Había transcurrido toda una vida desde que se sentó allí?
«Ellos son…»
En un sosiego que de ninguna forma podía haber sido forzado, la sensación de obstrucción en sus pulmones pareció diluirse y respiró. Escapó el aire viciado y fue arrastrado por el viento del oeste. La siguiente bocanada le supo tan dulce que volvió a salir como un suspiro.
—Los colores…
Hubo un movimiento a su izquierda, una agitación. Se oyó una voz tranquila.
—Solía preguntarme si estos crepúsculos son el último don de Dios…, algo semejante al arco iris que dio a Noé, sólo que esta vez era su forma de decir… «Hasta luego»… a todos nosotros.
Gordon no respondió a Powhatan. No era preciso.
—Pero después de muchos años de contemplarlos, supongo que la atmósfera se está purificando lentamente. Ya no son lo que eran después de la guerra.
Gordon asintió. ¿Por qué la gente de la costa siempre quería tener el monopolio de los crepúsculos? Recordó cómo habían sido en la pradera después del Invierno de los Tres Años, cuando los cielos estaban lo bastante claros para que se viera el sol. Parecía que el Cielo hubiera derramado su paleta en una deslumbrante lluvia de colores, gloriosos aunque letales en su belleza.
Sin volverse para mirar, Gordon supo que Powhatan no se había movido. Se hallaba en la misma posición, sonriendo levemente.
—Una vez —dijo el hombre canoso—, hace diez años quizás estaba sentado aquí, exactamente igual que ahora, recuperándome de una herida reciente y contemplando el ocaso, cuando entreví algo, o a alguien, moviéndose junto al río, muy abajo. Al principio creí que eran hombres. Dejé la meditación rápidamente y bajé para verlo desde más cerca. Y sin embargo algo me decía que no era el enemigo, incluso a esta distancia.
»Me acerqué con tanto sigilo como pude, hasta encontrarme a unos centenares de metros, y utilicé el pequeño monocular que suelo llevar en la bolsa.
»No eran seres humanos. Imagina mi sorpresa cuando los vi vagando por la orilla del río de la mano; él la ayudaba en las zonas pedregosas, ella murmuraba suavemente y llevaba una especie de envoltorio.
»Una pareja de chimpancés, santo Cielo. O puede que uno fuese un chimpancé y el otro un simio más pequeño o incluso un mono. Desaparecieron en el bosque, bajo la lluvia, antes de que pudiera asegurarme.
Por primera vez en diez minutos, Gordon pestañeó. La imagen era tan nítida en su imaginación como si estuviese mirando por encima del hombro de Powhatan dentro de sus recuerdos de aquel lejano día. «¿Por qué me cuenta esto?»
Powhatan continuó.
—Debían de haberse escapado del zoológico de Portland, junto con esos leopardos que ahora corren libres por las Cascadas. Era la explicación más sencilla… que llevaban años caminando hacia el sur, comiendo lo que encontraban y escondiéndose, ayudándose el uno al otro mientras se dirigían a lo que esperaban que fuese un territorio más cálido.
»Me di cuenta de que bajaban por el afluente sur del Coquille, directamente hacia territorio holnista.
»¿Qué podía hacer? Pensé seguirlos. Tratar de cogerlos, o al menos de desviarlos. Pero era dudoso que lograra hacer algo más que darles un susto. Y de todas formas, si habían llegado hasta tan lejos, ¿qué necesidad tenían de que les advirtiese de los peligros que entrañaba el estar cerca del hombre?
»Habían estado enjaulados, ahora estaban libres. Oh, no era tan estúpido como para pensar que eran más felices, pero al menos ya no estaban sujetos a la voluntad de otros.
La voz de Powhatan bajó de tono.
—Eso puede ser algo importante, yo lo sé.
Hubo otra pausa.
—Los dejé ir —añadió, terminando su historia—. Con frecuencia, al sentarme aquí a contemplar estos crepúsculos, me pregunto qué fue de ellos.
Al fin, Gordon cerró los ojos completamente. El silencio se extendió. Tomó aire y con cierto esfuerzo se desprendió del entumecimiento. Powhatan había intentado decirle algo con esa extraña historia. El, a cambio, tenía algo que decirle a Powhatan.
—El deber de ayudar a los demás no es necesariamente lo mismo que estar sujeto a la voluntad de…
Se interrumpió al sentir que algo había cambiado.
Abrió los ojos y, cuando se giró, vio que Powhatan se había ido.
Aquella noche llegó gente de todas partes, más hombres y mujeres de los que Gordon había creído que vivieran aún en los desparramados asentamientos del valle. Organizaron una gran fiesta familiar para el cartero que los visitaba y sus acompañantes. Los niños cantaron y pequeños grupos representaron ingeniosas sátiras.
Al contrario de lo que ocurría en el norte, donde las canciones populares eran con frecuencia las que se recordaban de los días de la radio y la televisión, allí no había estribillos comerciales cariñosamente repetidos, y pocas melodías de rock and roll hacían vibrar el banjo y la guitarra fónica. En vez de ello, la música había retrocedido a una tradición más antigua.
Hombres barbudos, mujeres con vestidos largos sirviendo la mesa, cantos junto al fuego y a la luz de las velas. Aquélla podía haber sido una reunión de hacía casi dos siglos, cuando el valle se pobló por primera vez de hombres blancos que se congregaban para hacerse compañía y para quitarse de encima el intenso y desapacible frío del invierno.
Johnny Stevens representó a los del norte en la fiesta. Había llevado su valiosa guitarra y deslumbre a la gente con su talento, animándoles a batir palmas y seguir el ritmo con los pies.
En situación normal habría sido una diversión maravillosa y Gordon habría podido colaborar alegremente con piezas de su viejo repertorio, antes de adoptar el papel de «cartero», cuando era un juglar errante que había cambiado canciones e historias por comida a lo largo de medio continente.
Pero él había escuchado jazz y a Debussy la noche antes de partir de Corvallis. No pudo evitar preguntarse si por última vez.
Gordon sabía lo que George Powhatan intentaba de llevar a cabo con aquella fiesta. Estaba retrasando la confrontación… haciendo que los de Willamette se sentaran y se expresaran… para calibrarlos.
La impresión que le había causado a Gordon en el risco no había cambiado. Con sus largos rizos y sus bromas siempre a punto, Powhatan era la imagen auténtica del neohippy envejecido. El movimiento de los noventa, muerto mucho tiempo atrás, parecía encajar con el estilo de liderazgo del Hacendado.
Por ejemplo, en Camas Valley estaba claro que todos eran independientes e iguales.
Sin embargo, cuando George reía, todos los demás lo imitaban. Era algo natural. No daba órdenes. Nadie parecía pensar que lo hiciese. En el refugio no ocurría nada que le disgustara lo bastante siquiera para enarcar una ceja.
En lo que en otra época había sido denominado artes «blandas», las que no requerían ni metales ni electricidad, aquella gente estaba tan avanzada como los atareados artesanos de Willamette. En ciertos aspectos, quizá, más aún. Ése, sin duda, era el motivo de que Powhatan hubiera insistido en mostrarles su granja, dejando que vieran que no estaban tratando con una sociedad de retrasados, sino con gente que a su modo era tan civilizada como ellos. Parte del plan de Gordon consistía en demostrar que Powhatan estaba equivocado.
Por fin llegó el momento de presentar los «regalos de Cíclope» que habían llevado consigo.
La gente miró con ojos muy abiertos a Johnny Stevens cuando probó un juego gráfico en una pantalla de color que había sido amorosamente reparada por los técnicos de Corvallis. Les proporcionó un espectáculo de marionetas en vídeo sobre un dinosaurio y un robot. Las brillantes imágenes y sonidos pronto deleitaron a todos, a los adultos tanto como a los niños.
Y sin embargo Gordon detectó una vez más ese algo misterioso en su comportamiento. La gente exclamaba y reía, pero parecía que aplaudían en honor de un «truco ingenioso». Les habían llevado las máquinas para abrirles el apetito, para hacerles desear alta tecnología nuevamente. Pero Gordon no vio ningún brillo codicioso en los espectadores, ningún ansia reavivada de volver a poseer aquellos prodigios.
Algunos hombres se incorporaron cuando le llegó el turno a Bokuto. El ex marine negro se adelantó con una maltrecha maleta de cuero y extrajo de ella muestras de las nuevas armas.
Mostró las bombas de gas y las minas, y les explicó cómo podían ser utilizadas para proteger las plazas fuertes en un ataque. Philip describió los visores nocturnos, disponibles en breve, salidos de los talleres de Cíclope. Una oleada de incertidumbre inundó a aquellos veteranos de una prolongada guerra contra un enemigo terrible. Mientras Bokuto hablaba, miraban al hombre corpulento que se había situado en un rincón.
Powhatan no dijo ni hizo nada. Era la viva imagen de la cortesía; sólo bostezó en una ocasión, disimuladamente, cubriéndose la boca. Sonreía con indulgencia cada vez que un arma era exhibida, y Gordon quedó asombrado al ver cómo, sólo con su actitud física, aquel hombre parecía indicar que aquellos regalos eran curiosos, incluso ingeniosos quizá… pero en realidad inútiles.
«Qué bastardo.» Gordon no sabía cómo contraatacar. Pronto aquella sonrisa se propagó por la estancia, y se dio cuenta de que era el momento de que la situación cambiara.
Dena le había insistido para que llevase su propia lista de regalos. Agujas e hilo, jabón de base neutra, muestras de esa nueva línea de ropa interior de semialgodón que habían empezado a tejer de nuevo en Salem, justo antes de la invasión.
«Convencerán a las mujeres, Gordon. Darán mejores resultados que todas tus pirotecnias. Confía en mí.»
La última vez que había confiado en Dena se había encontrado un esbelto y trágico cadáver bajo un cedro cubierto de nieve. Gordon ya había tenido más que suficiente de pseudofeminismo en versión de Dena.
«Sin embargo, ¿habría sido peor que esto? ¿Me precipité? Tal vez deberíamos haber traído algunas de aquellas cosas. Polvo dentrífico, compresas higiénicas, alfarería y sábanas de lino.»
Meneó la cabeza; todo eso era agua pasada. Hizo un gesto a Bokuto para que guardara las armas y recurrió a su tercer as. Cogió su alforja y se la entregó a Johnny Stevens.
La multitud se calmó. Gordon y Powhatan se miraron a través de la estancia mientras Johny se situaba, orgulloso de su uniforme, frente al vacilante fuego. Barajó sobres y empezó a leer nombres en voz alta para repartir el correo.
La llamada a todos los lugares aún civilizados de Willamette había llegado. A cualquiera que hubiese conocido a alguien en el sur se le pidió que le escribiese. La mayoría de los pretendidos destinatarios llevarían mucho tiempo muertos, por supuesto. Pero era probable que algunas cartas llegaran a las manos adecuadas, o a las de sus familiares. Era posible que se reanudaran viejas relaciones, continuaba la teoría. La petición de ayuda debería convertirse en algo menos abstracto, más personal.
Había sido una buena idea, pero una vez más su resultado no fue el que se esperaba. El montón de cartas sin entregar iba aumentando. Y mientras Johnny pronunciaba nombre tras nombre sin que nadie contestara, una nueva lección quedó clara: a las gentes de Camas se les estaba recordando cuántos habían muerto. Qué pocos habían sobrevivido a los amargos tiempos.
Y ahora que por fin la paz parecía haber llegado a ellos, era fácil ver que se resentían de que unos casi desconocidos que habían tenido una vida menos dura durante años les pidieran que se sacrificaran de nuevo. Los pocos que recibieron cartas parecieron cogerlas con desgana, guardándolas sin leerlas.
George Powhatan se mostró sorprendido cuando fue anunciado su nombre. Pero su perplejidad se desvaneció al instante cuando se encogió de hombros y cogió un paquete y un delgado sobre.
Gordon era consciente de que las cosas no estaban yendo bien en absoluto. Johnny terminó su tarea y dirigió a su jefe una mirada que parecía decir: «¿Y ahora qué?»
A Gordon sólo le quedaba una carta, la que más detestaba, y la que mejor sabía utilizar.
«Maldita sea. Pero no tengo elección.»
Se situó frente a la chimenea, de cara a la gente enmudecida y con el fuego a la espalda. Respiró hondo y… empezó a mentirles.
—He venido a contaros una historia —dijo—. Quiero hablaros de un país de otro tiempo. Quizás os resulte familiar, pues muchos de vosotros nacisteis allí. Pero no obstante, la historia os asombrará. A mí siempre me asombra.
»Es un extraño relato de una nación de doscientos cincuenta millones de habitantes que una vez llenaron el cielo e incluso los espacios entre los planetas con sus voces, al igual que vosotros habéis llenado este hermoso salón con vuestras canciones esta noche.
»Era un pueblo fuerte, el más fuerte que el mundo había conocido. Pero eso apenas parecía importarles. Cuando tuvieron ocasión de conquistar el mundo entero, se limitaron a dejar pasar la oportunidad, como si tuviesen cosas mucho más interesantes que hacer.»Estaban maravillosamente locos. Reían, construían cosas y discutían… Les encantaba acusarse de terribles crímenes como pueblo: una práctica que resulta extraña hasta que se comprende que su finalidad oculta era hacerse mejores, mejores unos para otros, mejores para la Tierra, mejores que las precedentes generaciones de hombres.»Todos sabéis que mirar a la Luna por la noche o a Marte, es ver las huellas donde unos pocos de esos hombres caminaron. Algunos recordáis haber estado sentados cómodamente en casa contemplando cómo dejaron esas huellas.
Por primera vez aquella noche, Gordon percibió que captaba toda su atención. Vio que el público tenía los ojos fijos en las insignias de su uniforme y en el jinete de latón de la visera de su gorra de cartero.
—Los habitantes de esa nación estaban locos, de acuerdo —les dijo—. Pero estaban locos de una manera magnífica… con unas características que jamás se habían dado antes.
El rostro lleno de cicatrices de un hombre se destacó entre la muchedumbre. Gordon reconoció viejas heridas de cuchillo mal cicatrizadas. Miró al hombre mientras hablaba.
—Hoy vivimos matando —dijo—. Pero en esa tierra de fábula, la mayor parte de la gente solía zanjar sus diferencias pacíficamente.
Se volvió a las mujeres, hundidas en sus asientos, cansadas de cocinar, de limpiar, de servir comida para tanta gente. A la luz del fuego sus arrugados rostros eran como riscos vacilantes. Algunas tenían marcas de viruelas, de las Grandes Paperas, de enfermedades producidas por la guerra o simplemente de viejas plagas que habían vuelto con nueva fuerza a causa de la falta de higiene.
—Ellos consideraron que tenían garantizada una vida limpia y saludable —agregó, haciéndoles recordar—. Una vida más suave y placentera de lo que ninguna había sido hasta entonces.
»O, tal vez —siguió, quedamente—, más placentera que ninguna de las que vendrán jamás.
La gente ahora le miraba a él, no a Powhatan. Y los ojos húmedos no brillaban únicamente en los rostros de más edad. Un muchacho de apenas quince años sollozaba audiblemente.
Gordon extendió las manos.
—¿A quiénes se parecían esas personas, esos americanos? Recordáis cómo se criticaban a sí mismos, a menudo con razón. Eran arrogantes, discutidores, con frecuencia cortos de miras…
»¡Pero no merecían lo que les sucedió!
«Habían comenzado a poseer poderes de dioses, a crear máquinas pensantes, a dotar a sus cuerpos de nuevas facultades, a moldear la misma Vida; pero no fue el orgullo por sus logros lo que los hizo caer.
Sacudió la cabeza.
—¡No puedo creer eso! No puede ser cierto que fuésemos castigados por soñar, por alargar la mano.
Su puño apretado se tornó blanco.
—¡No estaba escrito que los hombres y las mujeres debieran vivir siempre como animales! Ni que aprendiesen tanto en vano…
Completamente sorprendido, Gordon sintió que se le quebraba la voz, a media frase. Le falló justo en el momento en que debía empezar a contar la mentira… de darle a Powhatan una historia de su propiedad.
Pero el corazón le latía con fuerza y la boca de repente se le quedó demasiado seca para hablar. Parpadeó. ¿Qué estaba sucediendo? «Háblales —pensó—. ¡Háblales ahora!»
—En el este… —empezó Gordon, consciente de que Bokuto y Stevens lo miraban—. En el este, al otro lado de las montañas y desiertos, renaciendo de las cenizas de esa gran nación…
Se detuvo de nuevo, jadeando. Era como si una mano le estuviese asiendo el corazón, amenazando con apretar si proseguía. Algo le estaba impidiendo iniciar su muy practicado discurso, su cuento de hadas.
Todos esperaban. Los tenía en las manos. ¡Estaban maduros!
Fue entonces cuando vio el semblante de George Powhatan, sus facciones marcadas e impenetrable como una superficie rocosa a la vacilante luz del fuego. Y* supo entonces, por una súbita intuición, cuál era el problema.
Por vez primera estaba intentando transmitir su mito de unos «Estados Unidos Restablecidos» ante un hombre que, evidentemente, era mucho más fuerte que él.
Gordon comprendió que no sólo estaba en juego la credibilidad de una historia, sino también la personalidad que había tras ella. Podía convencerlos a todos de la existencia de una nación que resurgía, en algún lugar más allá de las montañas del este, y eso no importaría al final… no si George Powhatan podía ponerlo todo en entredicho con una sonrisa, un gesto de asentimiento indulgente, un bostezo.
Se convertiría en algo de una época pasada. Un anacronismo. Inútil.
Gordon cerró la boca que tenía entreabierta. Hileras de rostros lo miraban expectantes. Pero meneó la cabeza, abandonando la fábula y, con ella, la batalla perdida.
—El este queda muy lejos —dijo con voz suave.
Luego levantó la cabeza y su voz recobró parte de su fuerza.
—Lo que está ocurriendo allí puede afectarnos a todos, si vivimos lo suficiente. Pero entre tanto está el problema de Oregón. Oregón, que se sustenta por sí misma, como si sólo ella fuese América todavía.
»La nación de la cual hablo es un rescoldo bajo las cenizas y está dispuesta, si la ayudáis, a difundir su luz de nuevo. A conducir un mundo silencioso de nuevo a la esperanza. Creedlo, y el futuro se decidirá aquí, esta noche. Porque si América fue grande una vez, se debió a las personas que supieron superarse en los malos tiempos y se ayudaron unos a otros cuando fue necesario.
Gordon se volvió y miró directamente a George Powhatan. Bajó el tono de voz, pero no por debilidad.
—Y si habéis olvidado eso, si nada de lo que he dicho os importa, sólo me queda decir que os compadezco.
Ese instante pareció flotar en una solución supersaturada de tiempo. Powhatan permanecía inmóvil, semejaba la imagen tallada de un atribulado patriarca. Los tendones del cuello le sobresalían, rígidos, como nudosas cuerdas.
Cualquiera que fuese el conflicto que tenía en su mente, lo resolvió en segundos. Powhatan sonrió tristemente.
—Comprendo —dijo—. Y puede que tenga razón, señor Inspector. No logro encontrar ninguna respuesta fácil, sólo puedo decir que la mayoría de nosotros hemos servido y servido hasta el punto que no tenemos nada más que dar. Puede volver a pedir voluntarios, por supuesto. No se lo prohibiré a nadie. Aunque dudo que haya muchos.
Meneó la cabeza.
—Espero que nos crea cuando decimos que lo lamentamos. Lo hacemos, profundamente.
»Pero pide demasiado. Nos hemos ganado nuestra paz. Ahora ésta es, para nosotros, más valiosa que el honor, e incluso que la compasión.
«Todo este camino —pensó Gordon—. Hemos recorrido todo este camino para nada.»
Powhatan alzó dos hojas de papel de su regazo y se las tendió a Gordon.
—Ésta es la carta que he recibido de Corvallis esta noche, traída por ustedes mismos. Aunque lleva mi nombre en el sobre, no va dirigida a mí. Fue escrita para que se la entregara a usted…, eso dice en la parte superior de la primera cuartilla.
»Sin embargo, espero que me perdonará, me he tomado la libertad de leer el texto.
Había simpatía en la voz del hombre cuando Gordon extendió la mano para coger las amarillentas hojas. Por vez primera oyó a Powhatan hablar consigo mismo en un tono demasiado bajo para que lo oyeran los demás.
—Estoy apenado —dijo—. Y también estoy muy sorprendido.
Mi querido Gordon:
Cuando leas esta carta será ya demasiado tarde para detenernos, así que por favor mantén la calma mientras trato de explicarme. Luego, si todavía no puedes disculpar lo que hemos hecho, espero que encuentres algo en tu corazón que te induzca a perdonarnos.
Lo he discutido una y otra vez con Susanna, Jo y las demás mujeres del Ejército. Hemos leído tantos libros como nos permitían nuestros deberes. Hemos asaeteado a preguntas a nuestras madres y tías sobre sus recuerdos. Finalmente, nos vimos obligadas a llegar a dos conclusiones.
La primera es obvia. Está claro que no debería haberse dejado a los seres humanos varones el control del mundo durante todos estos siglos. Muchos de vosotros sois increíblemente maravillosos, pero existen demasiados lunáticos sanguinarios.
Vuestro sexo simplemente es así. Su mejor parte nos dio poder y luz, ciencia y razón, medicina y filosofía. Mientras tanto, la mitad oscura se dedicaba a imaginar infiernos horribles y a hacerlos realidad.
Algunos de los viejos libros apuntan RAZONES para esta extraña división, Gordon. La ciencia puede incluso haber estado en el umbral de una respuesta antes de la guerra Fatal. Había sociólogos (la mayoría mujeres) que estudiaban el problema y daban respuesta a preguntas difíciles.
Pero todo lo que aprendieron se perdió para nosotros, excepto las verdades más simples.
Oh, puedo OÍRTE, Gordon, diciéndome que exagero de nuevo, que simplifico al máximo y «generalizo a partir de datos demasiado escasos».
Por una parte, muchas mujeres participaron en los grandes logros del «varón», y también en las grandes maldades.
Asimismo, es obvio que la mayor parte de los hombres se hallaba entre esos extremos de bien y de mal de los que hablo.
Pero éstos no poseen ningún poder. No cambian el mundo, ni para mejor ni para peor. Resultan inútiles.
¿Ves? ¡Puedo contestar a tus objeciones como si estuvieses aquí! Aunque nunca olvido que la vida me ha privado de muchas cosas, es cierto que he recibido una buena educación para una mujer de estos tiempos. Este último año he aprendido más incluso, gracias a ti. Conocerte me ha convencido de que estoy en lo cierto con respecto a los hombres.
Afróntalo, amor mío. No quedan suficientes tipos buenos para ganar este asalto. ¡Tú y los que son como tú sois nuestros héroes, pero esos bastardos están ganando! Están a punto de traer la noche que sucede al crepúsculo, y tú solo no puedes detenerlos.
HAY otra fuerza en la humanidad, Gordon. Ésta podía haber inclinado la balanza en vuestra vieja lucha, en la época anterior a la guerra Fatal. Pero era perezosa o distraída… No lo sé. Por algún motivo, sin embargo, no intervino. No de una forma eficaz.
Ésa es la segunda cosa que nosotras, las mujeres del Ejército de Willamette, hemos entendido: que tenemos una última oportunidad para realizar lo que las mujeres dejaron de hacer en el pasado.
Vamos a detener a esos bastardos, Gordon. Vamos a cumplir con nuestra misión por fin… ELEGIR entre los hombres y rechazar a los perros rabiosos.
Perdóname, por favor. Las demás me pidieron que te dijese que siempre te querremos. Tuya para siempre.
¡Alto!… Oh, Dios… ¡No!
Cuando Gordon despertó bruscamente, ya estaba levantado. Los rescoldos de la fogata de la noche ardían muy cerca de sus pies desnudos. Tenía los brazos extendidos, como si entre ellos hubiese habido algo o alguien.
Tambaleándose, sintió que los flecos de su sueño se deshilachaban en la noche del bosque. Su fantasma había vuelto a visitarlo, hacía sólo unos momentos, mientras dormía. La voz de la máquina muerta le había hablado a través de las décadas, acusando con creciente impaciencia.
«… ¿quién asumirá la responsabilidad… por estos niños estúpidos…?»
Hileras de luces rutilantes y una voz llena de triste sabiduría, desesperanzada por los interminables fracasos de los seres humanos con vida.
—¿Gordon? ¿Qué pasa?
Johnny Stevens se incorporó en su saco de dormir, restregándose los ojos. Se veía muy poco bajo el cielo encapotado, sólo con los rescoldos del fuego y unas cuantas estrellas descoloridas aquí y allá, titilando débilmente a través de las ramas que sobresalían.
Gordon sacudió la cabeza, en parte para ocultar su temblor.
—Pensaba en ir a ver cómo están los caballos y los que hacen guardia —dijo—. Vuelve a dormirte, Johnny.
El joven cartero asintió.
—De acuerdo. Dígale a Philip y a Cal que me despierten cuando me toque a mí. —Volvió a echarse y se cubrió con el saco de dormir—. Tenga cuidado, Gordon.
Poco después su respiración era un suave silbido, su expresión apacible y confiada. La vida dura parecía sentarle bien a Johnny, algo que nunca dejaba de asombrar a Gordon. Después de diecisiete años de llevar esa vida, él aún no había podido aceptarla del todo. Pese a que se acercaba a la edad madura, imaginaba cada vez con más frecuencia que iba a despertar en su dormitorio de estudiante de Minnesota, y toda la suciedad, la muerte y la locura sólo serían una pesadilla, un mundo alternativo que nunca había existido.
Junto a las brasas se extendía una hilera de sacos de dormir, muy próximos unos a otros para compartir el calor. Había ocho figuras además de Johnny. Aaron Schimmel, más todos los luchadores que habían conseguido reclutar en Camas Valley.
Cuatro de los voluntarios eran muchachos, de apenas edad para afeitarse. Los otros eran viejos.
Gordon no deseaba pensar, pero los recuerdos lo asaltaron mientras se ponía las botas y el poncho de lana.
A pesar de su victoria casi total, George Powhatan parecía muy ansioso por ver partir a Gordon y su grupo. Los visitantes incomodaban al patriarca de la montaña de Sugarloaf. Su dominio no sería el mismo hasta que se marcharan.
Resultó que Dena había hecho dos envíos, uno además de su loca carta. En él se las había arreglado para enviar regalos a las mujeres de la casa de Powhatan a pesar de Gordon, despachándolos vía «Correo de EE UU». Diminutas pastillas de jabón, agujas y ropa interior iban acompañadas de pequeños panfletos mimeografiados. Había frascos de píldoras y ungüentos que Gordon reconoció como procedentes de la farmacia central de Corvallis. Y vio copias de la carta que le había enviado a él.
Todo el asunto confundió a Powhatan. Al menos tanto como el discurso de Gordon. La carta de Dena le había puesto enfermo.
—No lo comprendo —dijo, sentado a horcajadas en una silla mientras Gordon se preparaba para partir—. ¿Cómo puede una mujer obviamente inteligente haber concebido ideas tan estrambóticas? ¿No se ha preocupado nadie lo bastante de inculcarle un poco de sentido común? ¿Qué creen ella y su pandilla de jovencitas que pueden hacer contra los holnistas?
Gordon no se molestó en responder, pues sabía que su respuesta irritaría a Powhatan. De todas formas, tenía prisa. Aún esperaba contar con tiempo para regresar y detener a las Exploradoras antes de que llevasen a cabo la mayor idiotez desde la guerra Fatal misma.
A pesar de ello, Powhatan siguió indagando. El hombre parecía sinceramente perplejo. Y no estaba acostumbrado a quedar marginado. Por último, Gordon se encontró hablando en defensa de Dena.
—¿Qué clase de «sentido común» habría hecho que le inculcasen, George? ¿La lógica de desaliñadas e insignificantes mujeres que cocinan para hombres satisfechos, aquí en Camas? ¿O quizá debería hablar sólo cuando le hablaran, como esas pobres mujeres que viven como ganado en Rogue, y ahora en Eugene?
»Quizá estén equivocadas. Tal vez incluso estén locas. Pero al menos Dena y sus compañeras se preocupan por algo más importante que ellas mismas, y tienen agallas para luchar por eso. ¿Lo haces tú, George? ¿Lo haces tú?
Powhatan bajó la mirada al suelo. Gordon apenas oyó su respuesta.
—¿Dónde está escrito que uno deba preocuparse sólo por grandes cosas? Yo luché por grandes cosas, hace mucho tiempo…, por modos de vida, por principios, por un país. ¿Dónde está todo eso ahora?
Los acerados ojos grises estaban entrecerrados y entristecidos cuando volvieron a mirar a Gordon.
—Averigüé algo. Descubrí que las grandes cosas no corresponden al amor que les dedicas. Toman y toman y jamás dan nada a cambio. Se apoderan de tu sangre y de tu alma, si las dejas, y nunca sueltan la presa.
»Perdí a mi mujer y a mi hijo, mientras estaba lejos luchando por Grandes Cosas. Me necesitaban, pero yo tenía que irme a intentar salvar el mundo. —Powhatan suspiró en la última frase—. Hoy lucho por mi gente, por mi granja, por cosas más pequeñas, cosas que puedo retener.
Gordon observó a Powhatan cerrar la mano, grande y encallecida, como esforzándose por agarrar la vida misma. No se le había ocurrido hasta entonces que aquel hombre temiera a algo en el mundo; pero ahí estaba, visible sólo durante un breve instante.
Un extraño terror en sus ojos.
Powhatan se volvió en el umbral de la puerta de la habitación de Gordon, recortado su rostro de facciones afiladas en la oscilante luz de las velas de sebo.
—Creo que sé por qué su loca mujer está empeñada en llevar a cabo ese disparatado malabarismo que ha tramado, y que no tiene relación alguna con esos grandes «héroes y villanos» sobre los que escribe.
»Las otras mujeres la siguen porque ella es una líder innata para tiempos desesperados. Las ha atrapado en su estela, pobres chicas. Pero ella… —Powhatan meneó la cabeza—. Ella cree que lo está haciendo por grandes razones, pero debajo yace una de las cosas pequeñas.
»Lo hace por amor, señor Inspector. Creo que lo está haciendo únicamente por usted.
Se miraron el uno al otro, aquella última vez, y Gordon se dio cuenta entonces de que Powhatan estaba devolviendo con intereses al cartero la responsabilidad que le había sido entregada sin que él la hubiera solicitado.
Gordon había inclinado la cabeza ante el Señor de la Montaña de Sugarloaf, aceptando la carga, sin gastos de envío.
Dejando el calor de los rescoldos, Gordon se dirigió hacia los caballos y comprobó cuidadosamente sus cinchas. Todas parecían estar bien, aunque los animales daban la impresión de sentirse inquietos aún. Después de todo, habían cabalgado mucho aquel día. Habían dejado atrás las ruinas de la ciudad de antes de la guerra Remote y los viejos Campamentos de Bear Creek. Si en realidad el grupo reanudaba el camino al día siguiente, Calvin Lewis calculaba que llegarían a Roseburg poco después del anochecer.
George Powhatan había sido generoso con las provisiones para el viaje. Les había dado lo mejor de sus establos. Cualquier cosa que quisieran los del norte, les sería entregada. A excepción de George Powhatan, por supuesto.
Mientras Gordon daba unas palmadas al último de los nerviosos caballos y se alejaba bajo los árboles, una parte de él todavía era incapaz de creer que hubiesen recorrido aquel camino para nada. El fracaso tenía un amargo sabor en su boca.
«… ondulantes luces… la voz de una máquina muerta hace mucho tiempo…»
Gordon sonrió sin alegría.
—Si hubiera podido contagiarlo de tu espíritu, Cíclope, ¿crees que lo hubiera logrado? ¡Pero no es tan sencillo llegar a un hombre como él! Está hecho de una materia más fuerte que la mía.
«¿… quién asumirá la responsabilidad…?»
—¡No lo sé! —susurró rápidamente, quedamente, en la oscuridad que lo rodeaba—. ¡Ya ni siquiera me importa!
Se encontraba ahora a unos trece metros del campamento. Se le ocurrió que podía irse al lugar que quisiera. Si desaparecía en el bosque, justamente ahora, aún se hallaría en mejor situación que hacía dieciséis meses cuando, robado e injuriado, se había topado con aquel viejo y destrozado jeep de Correos en un bosque alto y polvoriento.
Había cogido el uniforme y la bolsa únicamente para sobrevivir, pero algo había penetrado dentro de él aquella extraña noche, el primero de muchos fantasmas.
En la pequeña Pine View había comenzado la leyenda que él no buscaba. Aquel Johnny el Eficiente, «cartero» sin sentido, llevaba mucho tiempo fuera de control, cargando con la responsabilidad de una civilización entera. Desde entonces su vida ya no le pertenecía. ¡Pero ahora se dio cuenta de que eso podía cambiar!
«Márchate ya», pensó.
Gordon emprendió la marcha en la densa negrura, usando la única habilidad que nunca le había fallado: su sentido de la orientación y su percepción del terreno. Caminó con paso seguro, captando dónde debían de estar las raíces de los árboles y las pequeñas hondonadas, empleando la lógica de alguien que ha llegado a conocer bien los bosques.
Andar por aquel camino en la casi total oscuridad requería una especial y extraña clase de concentración… algo semejante a un ejercicio de zen que estuviera haciendo efecto, tan absorbente pero más activo que la meditación al atardecer de dos días atrás, sobre la rugiente confluencia de los afluentes del Coquille. Mientras avanzaba parecía distanciarse cada vez más de sus problemas.
¿Quién necesitaba ojos para ver, u oídos para escuchar? Sólo el roce del viento lo guiaba. Eso y el aroma de los rojos cedros y las tenues señales salinas del lejano y expectante mar.
«Márchate ya…» Se dio cuenta con placer de que había hallado un antídoto contra el hechizo. Uno que se oponía y neutralizaba el ondear de las lucecitas en su mente. Un antídoto contra los fantasmas.
Apenas sentía el suelo bajo sus pies mientras caminaba en la oscuridad, repitiendo con creciente entusiasmo: «¡Márchate!»
El exaltado recorrido terminó de forma abrupta y contundente cuando tropezó con algo del todo inesperado, algo que no tenía que estar sobre el terreno del bosque.
Gordon cayó al suelo sin apenas hacer ruido; una capa de agujas de pino cubiertas de nieve paró el golpe. Gordon gateó en torno, pero no pudo identificar en un primer momento el obstáculo que le había hecho caer. Aunque era blando y dúctil al tacto. Retiró la mano pegajosa y caliente.
Las pupilas de Gordon no habrían podido dilatarse más, pero el repentino miedo lo consiguió. Se inclinó y de súbito logró enfocar el rostro de un hombre muerto.
El joven Cal Lewis lo miraba con una helada expresión de sorpresa. El muchacho tenía la garganta rota, cercenada con precisión.
Gordon retrocedió hasta chocar contra el tronco de un árbol cercano. Aturdido, se dio cuenta de que ni siquiera llevaba su cuchillo o su bolsa. De alguna forma, quizás a causa de la fascinación que había ejercido en él George Powhatan, había permitido que un peligroso retazo de confianza se introdujera en él. Tal vez había sido su último error.
Oía en la oscuridad las impetuosas aguas de la corriente principal del Coquille. Tras ella se hallaba la tierra del enemigo. Pero debían de haber cruzado el río.
«Los emboscados no saben que estoy aquí», dedujo. No parecía posible después del modo en que se había movido, absorto, hablando consigo mismo, pero quizás el cerrado cerco del enemigo tenía un agujero.
Tal vez se habían distraído.
Gordon comprendió bien el sistema. Primero se eliminaban los vigilantes, después, en una embestida, se precipitan sobre el desprevenido campamento. Esos muchachos y viejos que dormían junto a la fogata no tenían ahora con ellos a George Powhatan. No deberían haber dejado su montaña.
Gordon se agachó. Los incursores nunca lo encontrarían allí, en las raíces de aquel árbol. No si permanecía inmóvil. Cuando comenzara la carnicería, mientras los holnistas se ocupaban en recoger trofeos, podía ir hacia el interior del bosque sin dejar rastro.
Dena había dicho que existían dos clases de hombres que contaban… y los situados entre ellos carecían de importancia. «Bien —pensó—. Déjame ser uno de ésos. Conservar la vida impone "condiciones" algún día.»
Se agachó, tratando de hacer el menor ruido posible.
Una ramita crujió, apenas el más leve de los chasquidos llegó de la dirección del campamento. Un minuto después ululó un «pájaro nocturno», un poco más lejos. La imitación fue aceptable y completamente creíble.
Ahora que estaba escuchando, Gordon pensó que en aquellos momentos la envoltura mortal podía estar cerrándose. Su árbol había quedado atrás, fuera del anillo de muerte que se estrechaba.
«Quieto —se dijo—. Espera.»
Trató de no imaginar el aspecto del enemigo oculto, sus caras pintarrajeadas para camuflarse sonriendo con anticipación mientras acariciaban sus engrasados cuchillos.
«¡No pienses en eso!» Cerró los ojos con fuerza, tratando de oír únicamente el latir de su corazón mientras palpaba la fina cadena que rodeaba su cuello. La había llevado siempre, junto con el pequeño silbato que Abby le diera, desde que dejó Pine View.
«Eso es, piensa en Abby.» Intentó imaginarla, sonriendo alegre y amorosa, pero el pensamiento anterior siguió rondando en su cabeza.
Los holnistas querrían cerciorarse de que habían acabado con todos los que hacían guardia antes de cerrar la trampa. Si no se habían ocupado ya del otro vigilante, Phil Bokuto, lo harían pronto.
Agarró con fuerza el regalo de Abby. La cadena le apretó en la nuca.
«Bokuto…» custodiando a su comandante aun cuando desaprobaba… haciendo el trabajo sucio por Gordon bajo la nieve… dedicando todos sus esfuerzos a la causa de un mito… de una nación que había muerto y que nunca podría renacer.
«Bokuto…»
Por segunda vez esa noche, Gordon se halló de pie sin recordar cómo había ocurrido. No intervino su voluntad, únicamente un estridente pitido que horadó la noche cuando sopló con fuerza el silbato de Abby; luego su propia voz, gritando con las manos en cuenco.
«¡Philip! ¡Cuidado!»
… ado… ado… ado… El eco se expandió y dio la impresión de ocupar todo el bosque.
Durante un largo segundo se mantuvo la quietud; después, seis fuertes detonaciones en rápida sucesión sacudieron el aire y, repentinamente, la noche se llenó de gritos.
Gordon parpadeó. Fuera lo que fuese aquello que le había caído encima, era demasiado tarde para retroceder. Tenía que jugar hasta el final.
—¡Se han metido en tu trampa! —gritó tan fuerte como pudo—. ¡George dice que los cogerá en la orilla del río! ¡Phil, cubre la derecha!
¡Qué improvisación! Aunque sus palabras probablemente se habían perdido entre los alaridos, las detonaciones y los gritos de guerra de los supervivencialistas, la algarabía debía de estar truncándoles los planes. Gordon siguió gritando y dando pitidos con el silbato para confundir a los emboscados.
Los hombres daban alaridos y rodaban por la maleza en lucha desesperada. Las llamas de la avivada fogata se elevaban a gran altura, proyectando sombras que forcejeaban a través de los árboles.
Si la lucha continuaba aún pasados dos minutos, Gordon sabría que había una posibilidad después de todo. Gritó como si estuviese dirigiendo a toda una compañía de refuerzos.
—¡No dejéis que esos bastardos escapen por el río! —aulló. Y, en efecto, parecía haber movimientos apresurados por ese lado. Gordon fue de árbol en árbol hacia la lucha, aunque no tenía ningún arma—. ¡Mantenedlos bloqueados! No los dejéis…
Fue entonces cuando de pronto apareció una figura cerca del siguiente árbol. Gordon se detuvo a unos tres metros de los desiguales trazos en blanco y negro que hacían que la cara pintada resultara difícil de distinguir. Una boca como una cuchillada se abrió en una amplia mueca burlona que mostraba una dentadura llena de huecos. El cuerpo que había debajo de la hostil sonrisa era inmenso.
—Un tipo muy ruidoso —comentó el supervivencialista—. Tienes que quedarte callado un rato, eh, ¿Nate? —Los ojos oscuros miraron por encima del hombro de Gordon.
Por un breve instante Gordon empezó a volverse, aunque se dijo a sí mismo que aquello era un truco, que probablemente aquel bastardo estaba solo.
Su atención sólo fluctuó un segundo, pero fue suficiente. La figura camuflada se movió como una exhalación. El golpe de un puño del tamaño de un martillo y duro como una roca hizo que Gordon rodara por el suelo.
El mundo era un torbellino de estrellas y dolor. «¿Cómo había alguien capaz de moverse con tanta rapidez?», se preguntó con los últimos residuos de conciencia.
Fue el último pensamiento claro de Gordon.
Una helada y neblinosa lluvia convirtió el embarrado camino en un lodazal que succionaba los entumecidos pies de los prisioneros. Sujetos por el cuello luchaban contra el barro, esforzándose por mantenerse al nivel de los caballos y sus jinetes. Después de tres días, lo único que importaba en el reducido mundo de los cautivos era seguir la marcha y evitar que los golpearan más.
Los vencedores no parecían menos temibles ahora, sin la pintura de guerra. Vestidos con sus ropas de camuflaje de invierno, cabalgaban imperiosamente sobre las monturas de que se habían apropiado en Camas Valley. El holnista más joven que iba en la retaguardia, con un anillo de oro colgado de la oreja, se volvía de vez en cuando para increpar a los prisioneros y tirar de la cuerda atada en la muñeca del que iba en cabeza, haciendo que toda la fila caminara más deprisa.
A lo largo del camino había rastros de desperdicios dejados por las sucesivas oleadas de refugiados. Tras incontables pequeñas batallas y masacres, los más fuertes se quedaron las tierras altas de este territorio. Éste era el paraíso de Nathan Holn.
La caravana pasó varias veces a través de pequeños grupos de casuchas, sucias conejeras hechas con fragmentos y enseres rescatados de antes de la guerra. En cada miserable caserío una población de menesterosas criaturas salía a presentar sus respetos, con la mirada baja. De vez en cuando algún desgraciado se doblaba bajo los indolentes golpes asestados sin motivo aparente por los que iban a caballo.
Hasta que los guerreros habían pasado los aldeanos no volvían a levantar la vista. Sus fatigados ojos no reflejaban odio, sólo hambre, mientras observaban los cuartos traseros de los caballos bien alimentados que se alejaban.
Los siervos apenas miraban a los nuevos prisioneros. Su falta de atención les era devuelta.
La caminata llenó las horas diurnas con pocas paradas. Por la noche los cautivos fueron separados para evitar que hablaran. Cada uno atado a un caballo trabado para que se calentaran sin fuego. Después, con el alba y un caldo poco espeso, la larga caminata empezó de nuevo.
Al llegar al cuarto día, dos de los prisioneros habían muerto. Dos más, que estaban demasiado débiles para continuar, fueron entregados al holnista barón de un pequeño feudo, para que sustituyeran a los siervos cuyos cadáveres crucificados aún colgaban en el camino para lección de cualquiera que se sintiera tentado a desobedecer.
Durante todo este tiempo, Gordon vio poco más que la espalda del hombre que le precedía. Llegó a odiar al prisionero que iba atado detrás de la cintura. Cada vez que éste tropezaba, la súbita sacudida le desgarraba los torturados músculos de los brazos y costados. Sin embargo, durante un rato casi no notó que el hombre también había desaparecido y que sólo dos cautivos seguían a los nerviosos caballos. Envidió al que había quedado atrás, sin saber siquiera si el tipo había muerto.
El viaje parecía interminable. Había despertado cuando éste ya se había iniciado días atrás, y desde entonces no había alcanzado la plena conciencia. A pesar del sufrimiento, una pequeña parte de él dio la bienvenida al atontamiento y la monotonía. Ningún fantasma lo molestaba allí. Ninguna complicación, ninguna culpa. Todo era muy sencillo. Uno pone un pie delante de otro, come lo poco que le dan y mantiene la cabeza gacha.
En algún momento observó que el prisionero acompañante le estaba ayudando, acarreando parte de su peso sobre sus hombros cuando se debatían en el barro. Semiconscientemente, se preguntó por qué haría alguien una cosa así.
Al fin llegó un momento en el que parpadeó y vio que le habían desatado las manos. Se hallaban junto a una estructura revestida de madera, situada a cierta distancia de un laberinto de cabañas inestables y apestosas. Desde no muy lejos llegaba un ruido de un torrente de agua.
—Bienvenidos a Agnes Town —dijo uno de los hombres con voz áspera.
Alguien le puso una mano en la espalda y empujó. Hubo carcajadas cuando los prisioneros entraron dando tumbos y se desplomaron en un sucio jergón de paja.
Gordon ni se molestó en moverse del punto exacto hasta el que había rodado. Era una oportunidad para dormir. Por el momento, eso era todo lo que le importaba. Tampoco ahora hubo sueños, sólo una ocasional contracción espasmódica cuando los cansados músculos fallaron durante el resto de aquel día, su noche y la mañana siguiente.
Gordon no despertó hasta que la brillante luz del sol alcanzó la suficiente altura para resplandecer a través de sus párpados. Rodó hacia un lado, gimiendo. Una sombra pasó sobre él y sus párpados vacilaron como postigos oxidados.
Tardó varios segundos en enfocar la vista. Tardó un poco en comprender. Lo primero que captó fue la falta de un diente en la familiar sonrisa.
—Johnny —dijo con voz ronca.
La cara del joven tenía ampollas y contusiones. Aun así, Johnny Stevens sonrió alegremente.
—Hola Gordon. Bienvenido de vuelta entre los desafortunados, los vivos.
Ayudó a Gordon a sentarse y le dio un cazo de fría agua de río para que bebiera. Entretanto, Johnny habló.
—Hay comida en el rincón. Y he oído a un guardián decir algo sobre que podremos lavarnos pronto. Así que tal vez haya alguna razón para que nuestras cabezas no estén colgando ya del cinturón de trofeos de algún asno. Supongo que nos han traído aquí para que conozcamos a algún pez gordo. —Johnny rió, secamente—. Espere y verá, Gordon. Con nuestra oratoria, le daremos cien vueltas al tipo, quienquiera que sea. Tal vez podamos ofrecerle una jefatura postal, o algo. ¿Es eso lo que me quería decir cuando me sermoneó sobre la importancia de aprender política práctica?
Gordon estaba demasiado débil para estrangular a Johnny por su increíble e irritante buen humor. En vez de ello intentó devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió que le doliesen los agrietados labios.
Un movimiento apresurado en el rincón opuesto a ellos evidenció que no estaban solos. Había otros tres prisioneros en la celda. Sucios, con los ojos salvajes y esperpénticos que evidenciaban que llevaban allí mucho tiempo. Los miraban con una expresión que ya no era humana.
—¿Es… escapó alguien a la emboscada? —fue la primera pregunta lúcida que Gordon pudo formular.
—Eso creo. Su aviso debió de alterar los planes de esos bastardos. Nos dio la posibilidad de plantarles cara. Estoy seguro de que nos cargamos a un par de ellos antes de que nos aplastaran. —A Johnny le brillaban los ojos. Si era posible, la admiración del muchacho parecía haber aumentado. Gordon desvió la mirada. No quería alabanzas por su conducta de esa noche—. Estoy seguro de que me cargué al hijo de puta que me rompió la guitarra. Otro…
—¿Y Phil Bokuto? —lo interrumpió Gordon.
—No lo sé. No vi orejas negras u… otras cosas… entre los «trofeos» que recogieron los canallas. Puede que lo consiguiera —dijo Johnny, meneando la cabeza.
Gordon se recostó contra los tablones de la guarida. El ruido de agua turbulenta, que no habían dejado de oír en toda la noche, venía del otro lado. Se volvió y escudriñó por las rendijas entre los toscos tablones.
A unos ocho metros se hallaba el borde de un escarpado risco. Más allá, a través de la niebla, vio el muro de un desfiladero profusamente cubierto de vegetación, cortado por una estrecha y rápida corriente de agua.
Johnny pareció leer sus pensamientos. Por vez primera la voz del joven fue grave, seria.
—Es cierto, Gordon. Estamos justo en el corazón de ello. Ahí abajo está la propia arpía. El sanguinario Rogue River.
La niebla y la helada llovizna se convirtieron en rachas de nieve durante la semana siguiente. Con comida y descanso, los dos prisioneros recobraron lentamente algunas fuerzas. Por compañía sólo se tenían el uno al otro. Ni los guardianes ni los compañeros de cautiverio intercambian con ellos más que monosílabos.
Sin embargo, no les resultó difícil averiguar algunas cosas sobre la vida en el reino holnista. Las comidas se las traían silenciosos y acobardados mandaderos del cercano poblado de chozas. Las únicas figuras que vieron con algo más que huesos, además de los supervivencialistas mismos, fueron las mujeres que servían a su placer. E incluso ellas durante el día trabajaban: acarreando agua del frío río o limpiando el establo de los bien alimentados caballos.
El sistema parecía bien establecido, como si fuera un modo de vida habitual. Y sin embargo Gordon llegó a convencerse de que la comunidad neofeudal se hallaba en un estado de agitación.
—Se están preparando para una gran jugada —dijo a Johnny una tarde que observaban la llegada de una caravana. Siervos aún más aterrorizados entraron cansadamente en Agnes, empujando carretas y levantando un campamento en la atestada conejera. Era obvio que el valle no podía alojar por mucho tiempo a tan numerosa población—. Están utilizando este lugar como zona de organización.
—Esta multitud podría proporcionarnos una ventaja, si encontrásemos una manera de salir de aquí —sugirió Johnny.
—Mmm —respondió Gordon. Pero no albergaba muchas esperanzas de obtener ayuda de ninguno de los esclavos. No les quedaban ánimos, y ya tenían bastantes problemas propios.
Un día, tras el almuerzo, ordenaron a Gordon y a Johnny que salieran del cobertizo y se desnudaran. Un par de mujeres silenciosas y harapientas fueron a recoger sus ropas. Mientras los del norte estaban vueltos de espaldas, les arrojaron cubos de fría agua del río. Gordon y Johnny boquearon y farfullaron. Los guardianes rieron, pero las mujeres ni siquiera pestañearon al marcharse, cabizbajas.
Los holnistas, vestidos con ropa de camuflaje verde y negra, y anillos dorados en las orejas, compitieron en indolentes prácticas de cuchillo, lanzando las hojas formando veloces arcos por debajo del hombro. Los dos del norte se ciñeron grasientas sábanas ante un pequeño fuego, tratando de conservar el calor.
Aquella tarde les devolvieron la ropa lavada y remendada. Esta vez una de las mujeres alzó la vista brevemente, dando a Gordon la oportunidad de verle la cara. Podía tener veinte años, aunque las arrugas en torno a sus ojos la hacían parecer mucho más vieja. Su cabello castaño estaba entreverado de gris. Miró a Gordon sólo un momento mientras se vestía. Pero cuando él aventuró una sonrisa, se volvió rápidamente y huyó sin volver la vista.
La comida de la noche fue mejor que las acostumbradas gachas agrias. Había trocitos de algo parecido a carne de venado entre el trigo tostado. Tal vez fuese carne de caballo.
Johnny se aventuró a pedir una segunda ración. Los demás prisioneros parpadearon atónitos y se acurrucaron aún más en sus rincones. Uno de los silenciosos guardianes gruñó y se llevó sus platos. Pero para su sorpresa volvió con otro lleno para cada uno.
Era noche cerrada cuando tres guerreros holnistas con la boina ladeada subieron marchando tras un encorvado sirviente que llevaba una antorcha.
—Vamos —les dijo el jefe—. El General quiere veros.
Gordon miró a Johnny, de pie y orgulloso otra vez con su uniforme. Los ojos del joven demostraban segundad. A pesar de todo, parecían decir: ¿qué tienen estos patanes que pueda compararse con la autoridad de Gordon como oficial de la República Restablecida?
Gordon recordó la ayuda que le había prestado el muchacho durante el largo viaje hacia el sur desde el Coquille. Ya le quedaba poco valor para seguir fingiendo, pero por el honor de Johnny intentaría emplear su viejo truco una vez más.
—De acuerdo, cartero —dijo a su joven amigo, haciéndole un guiño—. Ni la nieve, ni el granizo, ni la oscuridad de la noche…
Johnny le devolvió la sonrisa.
—A través del infierno de los bandidos, a través del fuego…
Se volvieron juntos y salieron del cobertizo-prisión delante de sus guardianes.
—Bienvenidos, caballeros.
Lo primero que Gordon advirtió fue la chisporroteante chimenea. La cómoda casita de guardabosques de antes de la guerra era de piedra sólida y cálida. Casi había olvidado aquella sensación.
Lo segundo que advirtió fue un frufrú de sedas cuando una rubia de piernas largas se levantó de un cojín situado junto al fuego. La muchacha contrastaba notoriamente con casi todas las demás mujeres que habían visto allí. Pulcra, erguida, cubierta de destellantes piedras que hubieran valido una fortuna antes de la guerra.
No obstante, tenía arrugas alrededor de los ojos, y miró a los del norte como podía haber contemplado a criaturas del lado oculto de la Luna. En silencio, se puso en pie y salió de la habitación a través de una cortina hecha de tiras de abalorios.
—He dicho bienvenidos, caballeros. Bienvenidos al Reino Libre.
Al fin Gordon se volvió y reparó en un hombre delgado y calvo con una barba esmeradamente recortada, que se levantó de un desordenado escritorio para saludarlos. Cuatro anillos de oro refulgían en el lóbulo de una oreja y tres en el de la otra, símbolos del rango. Se aproximó tendiendo la mano.
—Coronel Charles Westin Bezoar, a su servicio, antiguamente miembro de la curia del Estado de Oregón y Comisionado Republicano por el Distrito de Jackson.
Actualmente tengo el honor de ser abogado juez del Ejército de Liberación Americano.
Gordon enarcó una ceja, haciendo caso omiso de la mano extendida.
—Ha habido un montón de «ejércitos» desde la Caída. ¿A cuál dice usted que pertenece?
Bezoar sonrió y dejó caer la mano como por casualidad.
—Sé que algunos nos aplican otros nombres. Dejemos eso por ahora y digamos que sirvo como ayuda de campo al General Volsci Macklin, su anfitrión. El General se reunirá con nosotros en breve. Entretanto, ¿puedo ofrecerles licor de malta de nuestras colinas? —Sacó una botella de vidrio labrado del aparador de roble tallado—. Sea lo que fuere que hayan oído decir sobre la ruda vida de aquí, creo que se darán cuenta de que al menos hemos refinado algunas de las viejas artes.
Gordon negó con un gesto. Johnny miró por encima de la cabeza del hombre. Bezoar se encogió de hombros.
—¿No? Lástima. Quizás en otro momento. Espero no les importe que yo beba. —Bezoar se sirvió un vaso de licor color castaño y señaló dos sillas junto al fuego—. Por favor, caballeros, todavía deben de estar fatigados del viaje. Pónganse cómodos. Hay mucho que me gustaría saber.
»Por ejemplo, señor Inspector, ¿cómo van las cosas en los Estados del este, más allá de los desiertos y las montañas?
Gordon se sentó sin parpadear siquiera. Así que el «Ejército de Liberación» tenía un servicio secreto. No era de extrañar que Bezoar supiese quiénes eran… o al menos quién creía el norte de Oregón que era Gordon.
—Las cosas van de forma muy similar a las del oeste, señor Bezoar. La gente trata de vivir y reconstruir donde puede.
Gordon trataba de recrear mentalmente la visión soñada, la fantasía de St. Paul City, de Odessa y Green Bay; imágenes de ciudades vivas a la cabeza de una nación valerosa y resurgente, no las ciudades fantasmales barridas por el viento que recordaba, saqueadas por harapientas bandas de cautos supervivientes.
Habló por las ciudades tal como las había soñado. Su voz fue dura.
—En algunos lugares los ciudadanos han sido más afortunados que en otros. Han recuperado mucho, y esperan más para sus hijos. En otras áreas, la recuperación se ha visto entorpecida. Algunos de los que casi arruinaron nuestro país, una generación atrás, siguen destruyendo, asaltando a nuestros mensajeros e interrumpiendo nuestras comunicaciones.
»Y al hablar de esto —continuó Gordon fríamente—, no puedo posponer por más tiempo preguntarle qué han hecho con el correo que sus hombres han robado a Estados Unidos.
Bezoar se puso unas gafas de montura metálica y levantó un grueso archivador de la mesa que estaba junto a él.
—Supongo que se refiere a estas cartas —abrió el paquete. Docenas de grisáceas y amarillentas hojas crujieron secamente—. ¿Lo ve? No me molesto en negarlo. Estimo que debemos ser abiertos y francos el uno con el otro, si ha de salir algo de esta reunión.
»Sí, un equipo de nuestros exploradores de vanguardia halló un caballo de carga en las ruinas de Eugene, suyo, imagino, cuyas alforjas contenían este extrañísimo fardo. Irónicamente, creo que en el instante mismo en que nuestros exploradores estaban cogiendo estas muestras, usted estaba matando a dos de nuestros camaradas en otra parte de la desierta ciudad.
Bezoar alzó la mano antes de que Gordon pudiese hablar.
—No tema represalias. Nuestra filosofía holnista no cree en ellas. Derrotó a dos supervivencialistas en una lucha justa. Eso le hace un igual a nuestros ojos. ¿Por qué cree que han sido tratados como hombres después de ser capturados, y no castrados como un esclavo o un carnero?
Bezoar sonrió afablemente, pero Gordon hervía por dentro. La pasada primavera había visto en Eugene lo que los holnistas habían hecho con los cuerpos de los indefensos rebuscadores a los que habían asesinado. Recordó a la madre del joven Mark Aage, que salvó su vida y la de su hijo gracias a un heroico gesto. Estaba claro que Bezoar creía lo que decía, pero para Gordon su lógica era enfermiza, amargamente irónica.
El supervivencialista calvo extendió las manos.
—Admitimos haber cogido su correo, señor Inspector. ¿Podemos mitigar nuestra culpa alegando ignorancia? Después de todo, hasta que estas cartas llegaron a mis manos, ninguno de nosotros había oído hablar nunca de los Estados Unidos Restablecidos.
»Imagine nuestro asombro cuando vimos esto… cartas llevadas de pueblo en pueblo, autorizaciones para nuevos jefes de correos, y esto —levantó un fajo de cuartillas de aspecto oficial—, estas declaraciones del gobierno provisional de St. Paul City.
Sus palabras eran conciliatorias y parecían serias. Pero había algo en el tono de voz del hombre… Gordon no pudo definirlo, pero fuera lo que fuese le inquietó.
—Usted lo conoce —puntualizó—. Y sin embargo continúa. Dos de nuestros mensajeros postales han desaparecido sin dejar rastro desde su invasión del norte. Su «Ejército de Liberación Americano» está en guerra con Estados Unidos desde hace muchos meses, Coronel Bezoar. Y en eso no puede alegar ignorancia.
Las mentiras le salían fácilmente ahora. En lo esencial, después de todo, sus palabras eran ciertas.
Desde aquellas pocas semanas, justo después de que se «ganara» la Gran Guerra, cuando EE UU aún tenía un gobierno y los alimentos y materiales todavía se transportaban con seguridad por las autopistas, el verdadero problema no había sido el maltrecho enemigo sino el caos interior.
El grano se pudría en rebosantes silos mientras los granjeros se arruinaban a causa de plagas leves contra las que existían vacunas. En las ciudades se disponía de ellas, y allí la inanición mataba a multitudes. Moría más gente debido al desorden y a la anarquía (la destruida red de comercio y asistencia médica) que a todas las bombas y gérmenes, o incluso a los tres años de semioscuridad.
Hombres como aquél dieron el golpe de gracia, acabaron con cualquier posibilidad que tuvieran esos millones de personas.
—Quizá, quizá —Bezoar tomó un trago del amargo licor. Y sonrió—. Desde entonces, muchos han afirmado ser los auténticos herederos de la soberanía americana. Así sus «Estados Unidos Restablecidos» controlan grandes áreas y poblaciones, y así entre sus líderes se incluyen algunos viejos zoquetes que una vez compraron un cargo electo con dinero en metálico y una sonrisa televisiva. ¿Los convierte eso en la verdadera América?
Por un instante la actitud calmada y razonable pareció romperse, y Gordon vio al fanático que había dentro, inmutable excepto quizá por la radicalización de los años. Gordon había oído ese tono… hacía mucho, en la voz de Nathan Holn retransmitida por radio, antes de que el «santo» supervivencialista fuese colgado, tras lo cual tuvo que hablar a través de sus partidarios.
Era la misma filosofía solipsista del ego que había espoleado la violencia del nazismo, del estalinismo. Hegel, Horbiger, Holn; las raíces eran idénticas. Verdades deducidas, pretenciosas y ciertas, pero no para ser examinadas a la luz de la realidad.
En Norteamérica, el holnismo fue una regresión en un tiempo que, por otra parte, había sido de una incomparable brillantez, una vuelta a los egoístas ochenta. Pero otra versión del mismo mal, el «Misticismo Eslavo», ostentaba actualmente el poder en el otro hemisferio. Aquella demencia finalmente arrastró al mundo a la guerra Fatal.
Gordon sonrió con gravedad.
—¿Quién puede decir lo que es legítimo, después de todos estos años? Pero una cosa es cierta, Bezoar, el «verdadero espíritu de América» parece haberse convertido en una pasión por cazar holnistas. Su culto a la fuerza es detestado, no sólo en EE UU Restablecidos sino en casi todos los lugares por donde he viajado. Aldeas rivales se unían ante el rumor de haber visto una de sus bandas. Cualquier hombre que vista el traje de camuflaje del Ejército es colgado sin tardanza.
Sabía que había dado en el clavo. Las ventanas nasales del oficial aletearon.
—Coronel Bezoar, por favor. Y apostaría a que hay zonas en la que eso no ocurre, señor Inspector. ¿Florida, tal vez? ¿Y Alaska?
Gordon se encogió de hombros. Ambos Estados habían quedado silenciados el día después de que cayeran las primeras bombas. También hubo otros lugares, como el sur de Oregón, donde la milicia no se había atrevido a entrar, ni siquiera armada.
Bezoar se levantó y fue hasta una estantería. Extrajo un grueso volumen.
—¿Ha leído a Nathan Holn? —preguntó, afable la voz una vez más.
Gordon negó con la cabeza.
—¡Pero, señor! —protestó Bezoar—. ¿Cómo puede conocer a su enemigo sin saber lo que piensa? Por favor, tome este ejemplar del Imperio Perdido… La biografía, de ese gran hombe que fue Aaron Burr, escrita por Holn. Puede hacerle cambiar de parecer.
»Creo, señor Krantz, que usted es la clase de hombre que podría convertirse en holnista. A menudo los fuertes sólo necesitan que les abran los ojos para ver que han sido atrapados por la propaganda de los débiles, que podrían tener el mundo, sólo con extender las manos y cogerlo.
Gordon reprimió la primera respuesta que se le ocurrió y cogió el libro que le ofrecía. Probablemente no sería sensato provocar demasiado a aquel tipo. Después de todo, una sola palabra suya bastaba para que los matasen.
—De acuerdo. Me ayudará a pasar el rato mientras dispone nuestro traslado a Willamette —dijo con gran calma.
—Sí —coincidió Johnny Stevens, que habló por primera vez—. Y de paso, ¿qué le parece pagar el franqueo extra necesario para terminar de repartir ese correo robado que transportaremos con nosotros?
Bezoar devolvió a Johnny la fría sonrisa, pero antes de que acertara a replicar, se oyeron pasos en el porche de madera de la antigua estación de guardabosques. La puerta se abrió y entraron tres hombres barbudos vestidos con los tradicionales atuendos en verde y negro.
Uno de ellos, el más bajo aunque con mucho el más imponente, lucía un único pendiente en la oreja, en el que brillaban unas grandes gemas engastadas.
—Caballeros —dijo Bezoar, levantándose—. Permítanme presentarles al General de Brigada Macklin, Reserva del Ejército de EE UU, unificador de los clanes holnistas de Oregón y comandante de las Fuerzas de Liberación Americanas.
Gordon se puso en pie, aturdido. Por un instante no pudo hacer otra cosa que mirar. El General y sus dos ayudantes eran los seres humanos de aspecto más extraño que había visto nunca.
No había nada desacostumbrado en sus barbas o pendientes… o en la corta ristra de mustios trofeos que cada uno llevaba como adorno ceremonial. Pero los tres tenían cicatrices terribles, dondequiera que los uniformes permitían verles el cuello y los brazos. Y bajo las tenues líneas dejadas por la cirugía mucho tiempo atrás, los músculos y tendones parecían combarse y formar nudos de una forma insólita.
Era increíble, y sin embargo Gordon tuvo la impresión de haber visto algo similar en el pasado. Aunque no acertó a recordar dónde ni cuándo.
¿Habían padecido aquellos hombres una de las plagas de después de la guerra? ¿Superpaperas, quizás? ¿O alguna clase de hipertrofia de la glándula tiroides? No lo podía precisar.
Gordon advirtió de repente que el más corpulento de los ayudantes de Macklin era el atacante que lo había golpeado con tanta rapidez la noche de la emboscada, junto a las riberas del Coquille, y lo había tirado al suelo de un contundente puñetazo antes de que pudiese siquiera empezar a moverse.
Ninguno de los hombres pertenecía a la nueva generación de supervivencialistas feudales, toscos jóvenes reclutados por todo el sur de Oregón. Como Bezoar, los recién llegados parecían lo bastante viejos para haber sido adultos antes de la guerra Fatal. Sin embargo, el tiempo no parecía haber mermado sus facultades. El General Macklin se movía con una agilidad felina que intimidaba. No perdió tiempo en cortesías. Con una inclinación de cabeza y una mirada a Johnny, hizo conocer sus deseos a Bezoar.
Bezoar unió los dedos.
—Ah. Sí, señor Stevens, ¿sería tan amable de acompañar a estos señores de vuelta a su mmm, alojamiento? Parece ser que el General desea hablar a solas con su superior.
Johnny miró a Gordon. Era evidente que a una palabra suya, pelearía.
Gordon se acobardó interiormente al ver la intensidad de la expresión de los ojos del joven. Él nunca había pretendido semejante devoción de nadie.
—Vuelve, John —dijo a su joven amigo—. Me reuniré contigo más tarde.
Los dos corpulentos ayudantes acompañaron a Johnny afuera. Cuando la puerta se hubo cerrado y los pasos se perdieron en la noche, Gordon se volvió para mirar de frente al comandante de los holnistas unidos. En su corazón sentía una fuerte determinación. No había ningún pesar, ningún temor a la hipocresía. Si era capaz de mentir lo bastante bien para engañar a estos bastardos, lo haría. Se sintió pletórico en su uniforme de cartero y se preparó para iniciar la mejor representación de su vida.
—Ahórreselo —masculló Macklin. El hombre de la barba negra le apuntó con una mano grande y fuerte—. ¡Una palabra sobre esa farsa de unos «Estados Unidos Restablecidos» y le haré tragar su «uniforme»!
—Me temo que no he sido del todo franco con usted, señor Inspector. —Había un evidente tono sarcástico en las dos últimas palabras de Bezoar. El Coronel holnista se inclinó para abrir un cajón de su escritorio—. En cuanto oí hablar de usted, envié de inmediato grupos para seguir sus pasos. A propósito, tiene razón en que el holnismo no es muy popular en ciertas áreas. Al menos aún no. Dos de los equipos nunca regresaron.
El General Macklin chasqueó los dedos.
—No alargue esto, Bezoar. Estoy ocupado. Haga entrar al sujeto.
Bezoar asintió rápidamente y retrocedió para tirar de un Gordon que colgaba en el muro, dejando a Gordon preguntándose qué había pretendido encontrar en el cajón.
—De todas formas, uno de nuestros grupos exploradores halló a una banda de espíritus afines en las Cascadas, en un paso al norte de Cráter Lake. Hubo una serie de malentendidos y me temo que la mayoría de los pobres lugareños murieron. Pero logramos persuadir a un superviviente…
Se oyó ruido de pasos; luego, la cortina de abalorios se abrió. La esbelta rubia la mantuvo abierta con actitud fría mientras un hombre de aspecto maltrecho y con un vendaje en la cabeza entraba en la estancia. Llevaba un uniforme de camuflaje remendado y desteñido, un cuchillo al cinto y un único y diminuto pendiente. Miraba al suelo. Aquel supervivencialista no parecía muy contento de estar allí.
—Le presentaré a nuestro último reclutado, señor Inspector —dijo Bezoar—. Aunque creo que ya se conocen.
Gordon meneó la cabeza, completamente perdido. ¿Qué estaba pasando allí? ¡Que él supiera nunca en su vida había visto a aquel hombre!
Bezoar dio un codazo al abatido recién llegado, que alzó la mirada.
—No puedo decirlo con seguridad —repuso el desfallecido recluta, escrutando a Gordon—. Podría ser él. Fue un incidente realmente de tan… tan poca trascendencia en su momento…
Gordon apretó los puños. Esa voz.
—¡Eres tú; tú, bastardo!
No llevaba la airosa gorra alpina, pero Gordon reconoció ahora las patillas entrecanas, la tez cetrina. Roger Septien parecía mucho menos dueño de sí mismo que cuando lo viera por última vez en las laderas de una reseca montaña, ayudando a acarrear casi todo lo que Gordon había poseído en el mundo, jovialmente, sarcásticamente, abandonándolo a una muerte casi segura.
Bezoar asintió con satisfacción.
—Puedes irte, soldado Septien. Creo que tu oficial tiene una tarea apropiada dispuesta para ti, esta noche.
El antiguo ladrón y en otro tiempo agente de cambio y bolsa asintió fatigosamente. Ni siquiera volvió a mirar a Gordon, sino que salió sin volver a hablar.
Gordon se dio cuenta de que había cometido un desatino al actuar tan deprisa. Tenía que haberle hecho caso omiso, fingir que no lo reconocía.
Aunque ¿habría servido de algo? Macklin parecía ya tan seguro…
—Adelante —dijo el General a su subordinado.
Bezoar volvió a meter la mano en el cajón y esta vez sacó un pequeño cuaderno de notas negro y estropeado. Se lo tendió a Gordon.
—¿Reconoce esto? Lleva su nombre.
Gordon parpadeó. Era sin lugar a dudas su diario, robado —junto con todas sus pertenencias— por Roger Septien y los demás asaltantes sólo horas antes de que tropezase con la furgoneta de correos y comenzase su nueva carrera.
En su momento lamentó la pérdida, pues el diario detallaba sus viajes desde que había salido de Minnesota, hacía diecisiete años… sus cuidadosas observaciones sobre la América de después del holocausto.
Ahora, sin embargo, el delgado volumen era la última cosa en la Tierra que hubiese querido ver. Se sentó pesadamente, cansado de súbito, consciente de cómo aquellos diablos habían estado jugando con él. La mentira al fin lo había atrapado.
En las páginas de ese pequeño diario no había ni una sola palabra sobre carteros, o recuperación, o unos «Estados Unidos Restablecidos».
Había únicamente la verdad.
IMPERIO PERDIDO
por Nathan Holn
Hoy, cuando nos aproximamos al final del Siglo Veinte, se dice que las grandes luchas de nuestro tiempo se producen entre la llamada «Izquierda» y la llamada «Derecha», esos grandes monstruos de un espectro político artificial, ficticio. Muy poca gente parece darse cuenta de que los llamados «contrarios» son, en realidad, dos caras de la misma bestia enferma. Existe una extendida ceguera, que impide a millones de personas ver como han sido engañadas por esta maquinación.
Pero no siempre ha sido así. Ni siempre lo será.
Anteriormente he hablado de otros tipos de sistemas… del honor del Japón medieval, de los gloriosos y salvajes indios americanos y de la radiante Europa durante el período que obsoletos eruditos denominan hoy su «Edad Oscura».
Una cosa nos dice la historia, una y otra vez. En todas las épocas, unos han mandado mientras otros han obedecido. Es una pauta de lealtad y poder honorable y natural a la vez. El feudalismo ha sido siempre nuestro sistema, como especie, desde que comíamos hierbas en grupos salvajes y nos desafiábamos a gritos unos a otros desde cimas opuestas.
Ese fue siempre nuestro proceder hasta que los hombres fueron pervertidos, debilitándose los fuertes por la gimoteante propaganda de los débiles.
Pensad en cómo eran las cosas en América cuando comenzaba el Siglo Diecinueve. Entonces parecía clara la oportunidad de invertir las enfermizas tendencias de la llamada «Ilustración». Los victoriosos soldados de la Guerra Revolucionaria habían expulsado la decadencia inglesa de la mayor parte del continente. La frontera estaba abierta, y un tosco espíritu de individualismo reinaba con supremacía por toda la recién nacida nación.
Aaron Burr sabía esto cuando partió para apoderarse de los nuevos territorios situados al oeste de las trece colonias iniciales. Su sueño era el de todos los verdaderos machos, ¡dominar, conquistar, ganar un imperio!
¿Cómo habría sido el mundo si él hubiera vencido? ¿Podría haber evitado el desarrollo de esas dos malnacidas obscenidades gemelas, el socialismo y el capitalismo?
¿Quién sabe? Os diré, sin embargo, lo que yo creo. ¡Creo que la Era de la Grandeza estaba al alcance de la mano, dispuesta a salir a la luz!
Pero Burr fue abatido antes de que pudiera llevar a cabo mucho más que el castigo de aquel instrumento de los traidores que fue Alexander Hamilton. Aparentemente, su principal adversario debería haber sido Jefferson, el confabulador que le robó la Presidencia. Pero en realidad la conspiración fue mucho más profunda.
Ese genio maléfico, Benjamín Franklin, estaba en el núcleo… de esa intriga para matar al Imperio antes de que naciera. Sus instrumentos fueron muchos, demasiados incluso para que un hombre tan fuerte como Burr los combatiera.
Y el principal de esos instrumentos fue la Orden de Cincinatus…
Gordon cerró de golpe el libro y lo dejó en el suelo, junto al jergón de paja. ¿Cómo podía nadie haber leído basura como ésa, y mucho menos publicarla?
Después de la comida de la tarde aún había luz suficiente para leer, y el sol lucía por vez primera en muchos días. No obstante, un helado estremecimiento le recorrió la espalda cuando aquella descabellada dialéctica se repitió dentro de su cabeza.
«Ese genio maléfico, Benjamín Franklin…»
Nathan Holn argumentaba bien que el «Pobre Richard» había sido mucho más que un inteligente impresor filósofo, que jugaba a ser embajador entre experimentos científicos y rameras. Si una pequeña fracción de las citas de Holn eran correctas, Franklin estaba ciertamente en el centro de hechos inusuales. Algo extraño sucedió después de la Guerra Revolucionaria, algo que de alguna forma obstaculizó a hombres como Aaron Burr y dio lugar a la nación que Gordon Krantz había conocido.
Pero aparte de eso, estaba tremendamente impresionado por la magnitud de la locura de Nathan Holn. ¡Bezoar y Macklin tenían que estar completamente chiflados si pensaban que esos desvaríos lo convencerían para acatar sus planes!
El libro tuvo, en realidad, exactamente el efecto contrario. Si un volcán entrara en actividad allí, en Agnes, él moriría contento sabiendo que aquel nido de serpientes se iría también al infierno.
No muy lejos, un bebé estaba llorando. Gordon miró pero apenas pudo distinguir un grupo de harapientas figuras que se movían junto al cercano bosquecillo de alisos. La noche anterior habían llegado nuevos cautivos. Gemían y se acurrucaban alrededor del pequeño fuego que les habían permitido, sin merecer siquiera el cobijo de un cobertizo techado.
Gordon y Johnny podían reunirse pronto con aquellos miserables esclavos si Macklin no obtenía la respuesta que deseaba. El «General» estaba perdiendo la paciencia. Al fin y al cabo, desde el punto de vista de Macklin la oferta hecha a Gordon debía de parecer bastante razonable.
A Gordon le quedaba poco tiempo para decidirse. La ofensiva holnista recomenzaría con el primer deshielo, con o sin su colaboración.
No veía que tuviera mucho donde elegir.
De modo inesperado, acudió a su mente el recuerdo de Dena. Se sorprendió añorándola, preguntándose si aún estaría viva, deseando poder abrazarla y estar con ella… con preguntas fastidiosas y todo.
Ahora, desde luego, ya debía de ser demasiado tarde para detener el disparatado proyecto que ella y sus seguidoras habían tramado. Gordon se preguntaba por qué Macklin no había fanfarroneado ante él por aquel otro desastre sufrido por el desventurado Ejército de Willamette.
«Tal vez sólo sea cuestión de tiempo», pensó sombríamente.
Johnny terminó de enjuagar el gastado cepillo de dientes que era su única posesión común. Se sentó junto a Gordon y cogió la biografía de Burr. El joven leyó un rato; después, alzó la vista, claramente atónito.
—Sé que nuestra escuela de Cottage Grove no era gran cosa comparada con las de antes de la guerra, Gordon, pero mi abuelo solía darme montones de cosas para leer, y me hablaba mucho de historia y cosas similares. Hasta yo sé que este Holn se está inventando la mitad de esta basura.
»¿Cómo se las arregló para sacar adelante un libro como éste? ¿Cómo es posible que alguien le creyera alguna vez?
Gordon se encogió de hombros.
—A eso se le dio el nombre de técnica de «la Gran Mentira», Johnny. Se da la impresión de que se sabe de qué se está hablando, de que se citan hechos reales. Se habla a gran velocidad, alternando las propias mentiras con una aparente teoría de conspiración y repitiendo las mismas aseveraciones una y otra vez. Los que desean una excusa para odiar o maldecir, los que poseen un ego exagerado pero débil, aceptarán de inmediato una explicación simple y sencilla de cómo es el mundo. Esos tipos nunca exigirán hechos.
»Hitler lo hizo con brillantez. Igual que el Místico de Leningrado. Holn fue otro maestro de la Gran Mentira.
«¿Y tú que?», se preguntó Gordon para sus adentros. ¿Tenía él, inventor de una fábula de unos «Estados Unidos Restablecidos», colaborador en la farsa de Cíclope, derecho a tirar alguna piedra?
Johnny leyó unos cuantos minutos más. Luego volvió a cerrar el libro.
—Entonces, ¿quién fue este Cincinatus? ¿También Holn se lo ha sacado de la manga?
Gordon se tendió en la paja. Tenía los ojos cerrados.
—No. Si recuerdo bien, fue un gran general de la antigua Roma, en la época de la República. Según la leyenda, se cansó de luchar y se retiró del ejército para cultivar la tierra en paz.
»Sin embargo, un día llegaron emisarios procedentes de la ciudad. Los ejércitos de Roma estaban derrotados; sus jefes habían demostrado su incompetencia. El desastre parecía inevitable.
»La delegación se acercó a Cincinatus, lo hallaron detrás de su arado y le suplicaron que tomase el mando de la última defensa.
—¿Qué les dijo Cincinatus a los de Roma?
—Oh, bien —Gordon bostezó—. Accedió. Contra su voluntad. Reunió a los romanos, combatió a los invasores y les hizo retirarse hasta su propia ciudad. Fue una gran victoria.
—Apuesto a que le hicieron rey o algo así —sugirió Johnny.
Gordon negó con la cabeza.
—El ejército quería hacerlo. El pueblo también… Pero Cincinatus se negó. Regresó a su granja y nunca más la abandonó.
Johnny se rascó la cabeza.
—Pero… ¿por qué hizo eso? No lo entiendo.
Gordon sí. Comprendía muy bien la historia, ahora que pensaba en ella. Le habían explicado las razones, no hacía mucho tiempo, y jamás las olvidaría.
—¿Gordon?
No respondió. Se volvió al escuchar un débil ruido en el exterior. Atisbo por las rendijas y vio a un grupo de hombres que se aproximaban por el sendero que subía desde el embarcadero del río. Un bote acababa de atracar.
Johnny parecía no haberlo advertido aún. Siguió preguntando, como hacía siempre desde que se habían recobrado de su captura. Como Dena, el joven nunca parecía dispuesto a perder una oportunidad de mejorar su educación.
—Roma existió mucho antes de la Revolución Americana, ¿verdad, Gordon? Bien, ¿entonces qué era esa —tomó el libro de nuevo—, esa Orden de Cincinatus de que habla este tipo?
Gordon observó la procesión que se acercaba al cobertizo-prisión. Dos siervos llevaban una camilla, vigilados por varios soldados supervivencialistas vestidos de caqui.
—George Washington fundó la Orden de los Cincinnati después de la Guerra Revolucionaria —contestó distraído—. Sus antiguos oficiales eran los principales miembros…
Gordon calló cuando su guardián salió y abrió la puerta, observaron cuando los siervos entraron y dejaron su carga sobre la paja. Ellos y sus escoltas dieron media vuelta y se marcharon sin pronunciar palabra.
—Está muy mal herido —dijo Johnny cuando se acercaron a examinar al hombre herido—. Hace días que no le cambian el vendaje.
Gordon había visto muchos heridos desde los años en que, siendo un alumno de segundo curso, fue llamado a la milicia. Había aprendido a hacer muchos diagnósticos aproximados mientras servía en el pelotón del teniente Van. Una ojeada le mostró que las heridas de bala de aquel hombre podían haberse curado, muy probablemente, con un tratamiento adecuado. Pero el olor de la muerte pendía ahora sobre la inmóvil figura, procedente de miembros supurados con marcas de tortura.
—Espero que les mintiera —murmuró Johnny mientras se afanaba en poner cómodo al prisionero moribundo. Gordon ayudó a abrigarle con sus mantas. Le intrigaba la procedencia del tipo. No parecía de Willamette. Y, al contrario que la mayoría de los habitantes de Camas y Roseburg, había ido pulcramente afeitado hasta hacía poco. A pesar de los malos tratos, tenía demasiada carne sobre los huesos para haber sido un esclavo.
De pronto Gordon se detuvo y se agachó. Sus ojos parpadeaban mientras miraba con fijeza.
—Johnny, observa esto. ¿Es lo que yo creo que es?
Johnny miró hacia donde le señalaba; luego, quitó las mantas para ver mejor.
—Bueno, yo… ¡Gordon, esto parece un uniforme!
Gordon asintió. Un uniforme… y claramente confeccionado en la posguerra. El corte y el color eran completamente distintos a los que llevaban los holnistas y a todos los que habían visto en Oregón anteriormente.
Sobre un hombro, el moribundo llevaba un parche bordado con un símbolo que Gordon conocía desde mucho tiempo atrás: un oso pardo andando sobre una franja roja… en contraste con un campo dorado.
Poco más tarde llegó un mensaje requiriendo la presencia de Gordon otra vez. La acostumbrada escolta fue a buscarlo a la luz de una antorcha.
—Ese hombre de ahí se está muriendo —le dijo al que mandaba la guardia.
El taciturno holnista con tres pendientes se encogió de hombros.
—¿De veras? Mandaré a una mujer para que lo atienda. Ahora, vamos. El General espera.
Cuando subían por el sendero iluminado por la luna se encontraron con alguien que iba en dirección contraria. La figura de hombros caídos se apartó y esperó a que pasaran los hombres, con los ojos puestos en la bandeja de rollos de vendas y ungüentos que llevaba. Niguno de los indiferentes guardianes pareció reparar en ella.
En el último momento, sin embargo, levantó sus ojos hacia Gordon. Éste reconoció a la mujer menuda de pelo castaño entreverado de gris, la que había cogido y arreglado su uniforme unos días atrás. Trató de sonreír —le mientras pasaban, pero sólo pareció inquietarla. Ella agachó la cabeza y se perdió entre las sombras rápidamente.
Entristecido, Gordon continuó sendero arriba con su escolta. Ella le había recordado un poco a Abby. Una de sus preocupaciones se refería a sus amigos de Pine View. Los exploradores holnistas que encontraron su diario habían estado muy cerca de la amistosa y pequeña aldea. La frágil civilización de Willamette no era lo único que estaba en peligro.
Comprendió que nadie estaba ya a salvo en parte alguna. Excepto, quizá, George Powhatan, que vivía en la seguridad que le proporcionaba la cima de la montaña de Sugarloaf, atendiendo a sus abejas y cerveza mientras el resto del mundo ardía.
—Me estoy cansando de sus evasivas, Krantz —dijo el General Macklin cuando los guardianes abandonaron la biblioteca de la antigua estación de guardabosques.
—Me pone en una situación difícil, General. Estoy estudiando el libro que el Coronel Bezoar me dejó, tratando de comprender…
—Cállese. —Macklin se aproximó hasta que su cara estuvo a dos palmos de la de Gordon. Incluso visto desde arriba, el semblante extrañamente deformado del holnista intimidaba—. Conozco a los hombres, Krantz. Usted es fuerte, de acuerdo, y sería un buen vasallo. Pero está contaminado por el sentido de culpa y otros venenos «civilizados». Tanto es así que estoy empezando a creer que tal vez no podamos sacar provecho de usted, después de todo.
La insinuación era directa. Gordon hizo esfuerzos por disimular la debilidad de sus rodillas.
—Usted podría ser el Barón de Corvallis, Krantz. Un señor importante en nuestro nuevo imperio. Podría conservar incluso algunos de sus extravagantes y anticuados sentimientos, si lo desea… y es lo bastante fuerte para imponerlos. ¿Quiere ser amable con sus propios vasallos? ¿Quiere estafetas postales?
»Podemos incluso encontrar una utilidad para esos "Estados Unidos Restablecidos" suyos. —Macklin sonrió a Gordon mostrando sus dientes—. Por eso sólo Charlie y yo sabemos de su pequeño diario negro, hasta que podamos descartar la idea.
»No es porque usted me agrade, comprenda. Es porque nos beneficiaríamos un poco si colaborase. Podría entenderse con esos técnicos de Corvallis mejor que ninguno de mis muchachos. Hasta podríamos dejar que esa máquina, Cíclope, siguiera funcionando, si pagara su propio mantenimiento.
Así que los holnistas aún no estaban enterados de la falsedad que rodeaba a la gran computadora. No era que importase mucho. Nunca se habían preocupado realmente por la tecnología, excepto por la necesaria para hacer la guerra. La ciencia beneficiaba demasiado a todo el mundo, especialmente a los débiles.
Macklin cogió el atizador de la chimenea y se dio unos golpecitos en la palma de la mano izquierda.
—La alternativa, por supuesto, es que tomaremos Corvallis de todas formas, esta primavera. Sólo que si hemos de hacerlo a nuestro modo, arderá. Y no habrá estafetas en ningún sitio, muchacho. Y nada de ridículas máquinas inteligentes.
Acercó el atizador a una hoja de papel que había sobre el escritorio, junto a una pluma y un tintero. Gordon sabía bien lo que aquel hombre esperaba de él.
Si todo lo que tenía que hacer hubiera sido acceder al proyecto, Gordon lo habría hecho de inmediato. Hubiera seguido el juego hasta encontrar una oportunidad de dejarlo.
Pero Macklin era demasiado astuto. Quería que Gordon escribiese al Consejo de Corvallis y convenciera a sus miembros de que rindieran algunas poblaciones clave como acto de buena voluntad antes de que él fuese liberado.
Desde luego, únicamente tenía la promesa del General de que sería nombrado «Barón de Corvallis» después de aquello. Dudaba de que la palabra de Macklin valiese más que la suya propia.
—Quizá crea que no somos lo bastante fuertes para vencer a su patético «Ejército de Willamette» sin su ayuda. —Macklin rió. Se volvió hacia la puerta—. ¡Shawn!
El fornido guardaespaldas de Macklin apareció en la habitación tan rápida y sigilosamente como un fantasma. Se acercó al General y se puso firme dando un golpe seco.
—Voy a revelarle algo, Krantz: Shawn, yo y ese arisco gato que lo capturó, somos los últimos de nuestra especie. —Y, confidencialmente, agregó—: En realidad fue un asunto muy secreto, pero puede que haya oído algunos rumores. Los experimentos condujeron a ciertas unidades especiales de lucha, distintas a todo lo conocido hasta entonces.
Gordon parpadeó. De pronto todo adquirió sentido, la extraña agilidad del General, la red de cicatrices bajo su piel y la de sus dos ayudantes.
—¡Aumentos!
Macklin asintió.
—Chico listo. Prestó buena atención, para ser un joven estudiante que debilitaba su mente con psicología y ética.
—¡Pero todos pensamos que sólo eran rumores! Quiere decir que realmente cogieron a soldados y los modificaron para…
Se interrumpió, mirando los músculos extrañamente nudosos en los brazos desnudos de Shawn. Por imposible que pareciera, la historia tenía que ser cierta. No existía ninguna otra explicación racional.
—Nos probaron por primera vez en Kenia. Y al gobierno le gustaron los resultados mientras estuvimos en combate. Pero supongo que no se sintió muy feliz cuando fue informado de lo que sucedió cuando llegó la paz y nos trajeron a casa.
Gordon observó como Macklin le tendía el atizador a su guardaespaldas, que lo cogió por un extremo, no con toda la mano sino entre dos dedos y el pulgar. Macklin asió el otro extremo de la misma forma.
Tiraron. Sin que su respiración se alterara lo más mínimo, Macklin siguió hablando.
—El experimento prosiguió a finales de los ochenta y principios de los noventa. Sobre todo en las Fuerzas Especiales. Escogieron a tipos entusiastas como nosotros. Nacidos para ello, en otras palabras.
El atizador de acero no tembló ni se agitó. Casi totalmente rígido, comenzó a alargarse.
—Oh, vapuleamos bien a esos cubanos. —Macklin rió entre dientes, mirando sólo a Gordon—. Pero al Ejército no le gustó cómo actuaron algunos veteranos cuando terminó la acción y volvimos a casa.
»Tenían miedo de Nate Holn, ya ve, incluso entonces. El apelaba a la fuerza, y ellos lo sabían. El programa de aumento fue interrumpido.
El atizador adquirió un tono rojo desvaído en el centro. Se había alargado en casi la mitad de su longitud cuando comenzó a retorcerse y desmenuzarse como una pastilla de café con leche. Gordon dirigió una rápida mirada a Charles Bezoar, que estaba de pie al otro lado de los dos hombres aumentados. El coronel holnista se mordisqueaba los labios nerviosamente, con aire disgustado. Gordon habría podido decir lo que Bezoar estaba pensando.
Había allí una fuerza que él nunca podría conseguir. Los científicos llevaban mucho tiempo muertos y los hospitales donde el trabajo se había hecho habían desaparecido. De acuerdo con las creencias de Bezoar, estos hombres tenían que ser sus amos.
Las puntas del destrozado atizador se separaron con un fuerte chasquido, desprendiendo calor de fricción que se percibía a cierta distancia. Ninguno de los soldados se sobresaltó siquiera.
—Eso es todo, Shawn. —Macklin arrojó los trozos a la chimenea mientras su ayudante giraba marcialmente y abandonaba la estancia. El General miró a Gordon con sorna—. ¿Aún duda de que estemos en Corvallis para mayo? ¿Con o sin usted? Cualquiera de los chicos «no aumentados» de mi ejército equivale a veinte de sus torpes granjeros o de sus alocadas mujeres soldado.
Gordon alzó la mirada rápidamente, pero Macklin siguió hablando.
—Pero aunque los bandos estuvieran más igualados, usted seguiría sin tener ninguna posibilidad. ¿Cree que los aumentados no podríamos colarnos en cualquiera de sus plazas fuertes y destruirlas? Podríamos despedazar sus ridículas defensas sólo con las manos. No lo dude ni un segundo.
Empujó el papel escrito hacia adelante e hizo rodar la pluma hasta Gordon.
Gordon miró la hoja amarillenta. ¿Qué importaba? Entre todas aquellas revelaciones, creía saber cómo estaban las cosas. Sus ojos se encontraron con los de Macklin.
—Estoy impresionado. De veras. Ha sido una demostración convincente.
»Pero dígame, General, si son ustedes tan buenos, ¿por qué no están ya en Roseburg?
Mientras Macklin enrojecía, Gordon dirigió al jefe holnista una leve sonrisa.
—Y siguiendo con el tema, ¿quién los está arrojando de sus propios dominios? Debería haber adivinado antes por qué están promoviendo esta guerra con tanta dedicación y prisa. Por qué su gente está preparando a los siervos y sus posesiones para trasladarse al norte, en masa. En el curso de la historia, la mayoría de las invasiones bárbaras empezaron de ese modo, como fichas de dominó derrumbadas por otras fichas.
»Dígame, General, ¿quién está jugando tan fuerte que les obliga a salir del Rogue?
La cara de Macklin era una tempestad. Dobló sus nudosas manos y apretó los puños. Gordon esperaba pagar en cualquier momento el último precio por su satisfactoria explosión.
Casi fuera de sus órbitas, los ojos de Macklin no se apartaban de Gordon.
—¡Sáquelo de aquí! —le gritó a Bezoar.
Gordon se encogió de hombros y dio la espalda al furioso hombre aumentado.
—¡Y cuando vuelva usted quiero investigar esto, Bezoar! ¡Quiero saber quién rompió la seguridad! —La voz de Macklin persiguió a su jefe de inteligencia hasta las escaleras, donde los guardianes se situaron tras ellos.
La mano de Bezoar se mantuvo sobre el codo de Gordon durante todo el camino de vuelta al cobertizo-prisión.
—¿Quién puso aquí a este hombre? —gritó el Coronel holnista cuando vio al prisionero moribundo en el jergón de paja entre Johnny y la atónita mujer.
Un guardián parpadeó.
—Isterman, creo. Acababa de llegar del frente de Salmón River…
«… el frente de Salmón River…». Gordon reconoció el nombre de un arroyo del norte de California.
—¡Cierra la boca! —Bezoar casi gritó. Pero Gordon vio confirmadas sus teorías. En esa guerra había más de lo que ellos sabían hasta aquella tarde.
—¡Sacadlo de aquí! ¡Después llevad a Isterman a la casa grande en seguida!
Los guardianes se movieron con premura.
—¡Eh, tened cuidado con él! —gritó Johnny cuando cogieron al hombre inconsciente como un saco de patatas. Bezoar le dirigió una mirada fulminante. El Coronel holnista desfogó su rabia lanzando una patada hacia la encogida mujer, pero ella tenía buenos reflejos. Cruzó la puerta antes de que la tocara.
—Lo veré mañana —dijo Bezoar a Gordon—. Creo que más le valdría recapacitar y escribir esa carta a Corvallis mientras tanto. Lo que ha hecho esta noche no es sensato.
Gordon apenas miró al hombre, como si no mereciese atención.
—Lo que ocurre entre el General y yo no le concierne a usted —le dijo a Bezoar—. Sólo los iguales tienen derecho a intercambiar amenazas, o desafíos.
La cita de Nathan Holn pareció empujar hacia atrás a Bezoar, como si hubiese sido golpeado. Observó a Gordon mientras éste se sentaba en la paja con los brazos detrás de la cabeza, haciendo caso omiso al antiguo abogado.
Sólo cuando Bezoar se hubo marchado, cuando el lóbrego cobertizo se quedó tranquilo de nuevo, Gordon se levantó y corrió hacia Johnny.
—¿Ha dicho algo el soldado que lleva la insignia del oso?
Johnny negó con la cabeza.
—No ha recobrado la conciencia, Gordon.
—¿Qué hay de la mujer? ¿Ha dicho algo ella?
Johnny miró a derecha e izquierda. Los demás prisioneros estaban en sus rincones, de cara a la pared como habían estado durante semanas.
—Ni una palabra. Pero me ha dado esto.
Gordon cogió un sobre manoseado. Reconoció las cuartillas en cuanto las sacó.
Era la carta de Dena, la que había recibido de manos de George Powhatan, en la montaña de Sugarloaf. Debía de estar en el bolsillo de sus pantalones cuando la mujer se llevó su ropa para lavarla. Debía de haberla guardado.
¡No era de extrañar que Macklin y Bezoar no la hubieran mencionado!
Gordon tomó la determinación de que el General nunca consiguiera aquella carta. Por muy locas que Dena y sus amigas estuviesen, merecían una oportunidad. Comenzó a romperla, dispuesto a comerse los trazos, pero Johnny lo detuvo.
—¡No, Gordon! Ha escrito algo en la última página.
—¿Quién? ¿Quién ha escrito…? —Gordon acercó el papel a la tenue luz de la luna que se introducía entre los tablones. Al fin vio unos garabatos hechos con lápiz, toscas letras de molde que contrastaban fuertemente bajo la culta escritura de Dena.
¿es verdad?
¿son las mujeres tan libres en el norte?
¿son algunos hombres buenos y fuertes a la vez?
¿morirá ella por ti?
Gordon estuvo largo rato mirando las sencillas y tristes palabras. Sus fantasmas lo seguían a todas partes, a pesar de la resignación recién hallada. Aún le inquietaba lo que George Powhatan había dicho sobre los motivos de Dena.
Las Grandes Cosas no sueltan sus presas.
Masticó la carta despacio. No dejaría que Johnny compartiese su particular comida. Cada trozo se convirtió en una expiación, en un sacramento.
Aproximadamente una hora más tarde, se produjo una conmoción… una ceremonia de alguna clase. Al otro lado del claro, en el viejo almacén general de Agnes, una doble columna de soldados holnistas marchaban con un lento y sordo redoble de tambores. En medio de ellos caminaba un hombre alto y rubio. Gordon lo reconoció como uno de los holnistas con uniforme de camuflaje que habían acompañado a los siervos que dejaron al prisionero moribundo en su prisión.
—Debe de ser Isterman —comentó Johnny, fascinado—. Esto le enseñará a no olvidarse de informar a G-2.
Gordon advirtió que Johnny debía de haber visto demasiadas películas viejas sobre la Segunda Guerra Mundial, en la videoteca de Corvallis.
Al final de la línea de escoltas reconoció a Roger Septien. Pese a la oscuridad apreció que el antiguo bandolero montañés temblaba tanto que era casi incapaz de sostener el rifle.
La cultivada voz de Charles Bezoar sonó nerviosa, también, al leer los cargos. Isterman tenía la espalda apoyada en un gran árbol, el rostro impasible. Llevaba la ristra de trofeos sobre el pecho en bandolera…, como un repugnante fajín de medallas al valor.
Bezoar se hizo a un lado y Macklin se adelantó para hablar con el condenado. Macklin estrechó la mano a Isterman, lo besó en ambas mejillas y luego fue a situarse junto a su ayudante para contemplar el final. Un sargento con dos pendientes dio las escuetas órdenes. Los ejecutores se arrodillaron, levantaron los rifles y dispararon a la vez.
Excepto Roger Septien, que se desmayó.
El alto y rubio holnista yacía ahora sobre un charco de sangre al pie del árbol. Gordon pensó en el prisionero moribundo que había compartido su cautiverio durante tan poco tiempo y les había dicho tanto sin abrir siquiera los ojos.
—Que duermas bien, californiano —musitó—. Te has llevado a uno más de ellos contigo. Todos deberíamos hacerlo tan bien como tú.
Aquella noche Gordon soñó que estaba mirando a Benjamín Franklin jugar al ajedrez con una estufa de hierro cuadrada.
—Es un problema de equilibrio —dijo el canoso científico y hombre de estado a su contrincante, haciendo caso omiso de Gordon mientras contemplaba el tablero—. He pensado en ello. ¿Cómo podemos establecer un sistema que aliente a los individuos a esforzarse y destacar, y sin embargo muestre compasión con el débil y cribe a los dementes y tiranos?
Las llamas oscilaban tras la brillante rejilla de la estufa, como hileras de luces ondeantes. Con palabras más vistas que oídas, la estufa preguntó:
—¿… Quién asumirá la responsabilidad…?
Franklin movió un caballo blanco.
—Buena pregunta —repuso él echándose hacia atrás—. Una pregunta muy buena.
»Por supuesto, podemos establecer frenos y equilibrios constitucionales, pero no significarán nada a menos que los ciudadanos estén seguros de que las salvaguardas se toman en serio. Los codiciosos y sedientos de poder siempre buscarán la manera de romper las reglas, o de manipularlas a su conveniencia.
Las llamas vacilaron; y de alguna forma, mientras esto ocurría, un peón rojo cambió de sitio.
—¿Quién…?
Franklin sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
—Los aspirantes a tiranos tienen… tienen una vieja reserva de métodos para manipular al hombre común, mintiéndole, o aplastando su fe en sí mismo.
—Los cuerdos generalmente se ven atraídos por cosas distintas al poder. Cuando lo poseen, piensan en él como en un servicio, que tiene sus límites. El tirano, sin embargo, pretende el dominio, para el cual es insaciable, implacable.
—… estúpidos niños… —Las llamas oscilaron.
—Sí —Franklin asintió, limpiando sus gafas—. Sin embargo, creo que ciertas innovaciones podrían ayudar. Los mitos adecuados, por ejemplo.
»Y luego, si el Bien predispone a hacer sacrificios… —Alargó la mano, al coger a su reina, titubeó por un instante, y luego trasladó la delicada pieza de marfil por todo el tablero, hasta casi debajo de la caliente rejilla.
Gordon quiso lanzar un grito de advertencia. La posición de la reina era muy expuesta. Ni siquiera tenía un peón cerca para protegerla.
Sus peores temores se confirmaron casi al instante. Las llamas avanzaron. En un parpadeo, un rey rojo se irguió sobre un montón de cenizas donde la esbelta figura blanca había estado sólo un momento antes.
—Oh, señor, no —rogó Gordon. Incluso en su estado de duermevela supo lo que estaba ocurriendo, y lo que aquello simbolizaba.
—¿Quién asumirá la responsabilidad…? —preguntó de nuevo la estufa.
Franklin no respondió. En lugar de ello, cambió de postura y se retrepó en la silla. La estufa crujió cuando él lo hizo. Miró directamente a Gordon por encima de sus gafas.
«¿También tú? —Gordon se acobardó—. ¿Qué queréis todos de mí?»
El rojo hizo un movimiento ondulante. Y Franklin sonrió.
Despertó sobresaltado, con la mirada fija, hasta que vio a Johnny Stevens inclinado sobre él, a punto de tocarle el hombro.
—Gordon, creo que será mejor que eche un vistazo. Algo ocurre con los guardianes.
Gordon se incorporó, restregándose los ojos.
—Enséñamelo.
Johnny lo condujo hasta la pared este del cobertizo, junto a la puerta. Los ojos de Gordon tardaron un momento en adaptarse a la luz de luna. Luego distinguió a los dos soldados supervivencialistas a quienes había sido asignada su custodia.
Uno estaba tendido sobre un banco hecho de troncos; tenía la boca abierta, floja, y miraba con los ojos en blanco hacia las bajas y amenazantes nubes.
El otro holnista todavía respiraba. Se aferraba al suelo, tratando de arrastrase hacia el rifle. En una mano tenía su afilado cuchillo, que brillaba a la escasa luz del fuego. Junto a sus rodillas había una jarra volcada de cerveza negra; una mancha oscura se derramaba desde sus labios rotos.
Segundos después de que hubiesen empezado a observar, la cabeza del último guardia se desplomó. Sus esfuerzos se desvanecieron tras un leve estertor.
Johnny y Gordon se miraron el uno al otro. Juntos, se apresuraron a comprobar la puerta, pero el cerrojo estaba bien corrido, como siempre. Johnny metió el brazo por un hueco que había entre las tablas, intentando agarrar alguna parte del uniforme de los guardias. Las llaves…
—¡Maldita sea! ¡Están demasiado lejos!
Gordon empezó a escudriñar las tablas. La choza era lo bastante frágil para ser derribada con las manos. Pero cuando empujó, los oxidados clavos chirriaron, lo que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.
—¿Qué hacemos? —preguntó Johnny—. Si empujamos con fuerza, todos a la vez, podemos romperla y correr sendero abajo hasta las canoas…
—¡Chsss! —Gordon le hizo callar. Había visto una figura que se movía en la oscuridad exterior.
Una figura menuda y harapienta se movió con rapidez, cautelosa, hacia el claro iluminado por la luna justo desde la cabaña, procedente del lugar donde yacían los guardianes.
—¡Es ella! —susurró Johnny. También Gordon reconoció a la sirvienta de pelo oscuro, la que había escrito el patético y breve mensaje en la carta de Dena. Observó como superaba el terror y se disponía a acercarse a cada uno de los guardianes, por turno, para comprobar si respiraban y vivían.
Todo su cuerpo se estremeció y dejó escapar sordos gemidos mientras buscaba el manojo de llaves bajo el cinturón del segundo hombre. Para cogerlas tenía que pasar los dedos a través de la cuerda que sujetaba los horribles trofeos, pero cerró los ojos y lo consiguió, aunque tintinearon levemente.
Cada segundo era una agonía mientras forcejeaba con el cerrojo. Su liberadora se apartó para que los dos hombres salieran. Corrieron hacia los guardianes y los despojaron de los cuchillos, las cananas y los rifles. Arrastraron los cuerpos hacia el cobertizo, cerraron y trabaron la puerta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Gordon a la agazapada mujer, agachándose ante ella. Respondió con los ojos cerrados.
—Heather.
—Heather. ¿Por qué nos has ayudado?
Abrió los ojos. Eran de un sorprendente color verde.
—Su… su mujer escribió… —Hizo un visible esfuerzo por sobreponerse—. Nunca creí lo que las viejas contaban de los tiempos de antes… Pero luego algunos de los nuevos prisioneros hablaron de cómo eran las cosas en el norte… y ahí estaba usted… No me pegará demasiado fuerte por leer la carta, ¿verdad?
La mujer se encogió cuando Gordon alargó la mano para acariciarle la mejilla, por lo que la retiró. La ternura era algo demasiado extraño para ella. Acudieron a su mente toda clase de argumentos para tranquilizarla, pero optó por la declaración más sencilla, la que ella entendería:
—No voy a pegarte —le dijo—. Nunca.
Johnny apareció a su lado.
—Sólo hay un guardián abajo, vigilando las canoas. Creo que he descubierto la manera de acercarnos sin peligro. Aunque sea un Rogue, ahora no está sobre aviso. Podemos cogerlo desprevenido.
Gordon mostró su acuerdo con un movimiento de cabeza.
—Tendremos que llevarla con nosotros —dijo.
Johnny pareció debatirse entre la compasión y lo práctico. Evidentemente, consideraba que su primer deber era sacar a Gordon de aquel lugar.
—Pero…
—Sabrán quién envenenó a los guardianes. Si se queda la crucificarán.
Johnny parpadeó, luego asintió, contento en apariencia de tener el dilema resuelto de modo tan inmediato.
—De acuerdo. ¡Pero vamonos ya!
Hicieron ademán de levantarse, pero Heather cogió a Gordon de la manga.
—Tengo una amiga —dijo, y se volvió para hacer señas hacia la oscuridad.
De entre las sombras de los árboles surgió una delgada figura vestida con pantalones y camisa varias tallas mayor de lo que le correspondía, fruncida y ceñida por un gran cinturón. Pese a su indumentaria, la segunda mujer era inconfundible. La amante de Charles Bezoar llevaba el rubio cabello recogido en la nuca y un pequeño paquete. Parecía aún más nerviosa que Heather.
Al fin y al cabo, pensó Gordon, ella tenía mucho que perder en el intento de escapar. Exponerse con dos pintorescos extranjeros de un norte casi mítico demostraba cuán desesperada estaba.
—Se llama Marcia —dijo la mujer mayor—. No estábamos seguras de que quisieran llevarnos, así que hemos traído algunos regalos con el objeto de convencerlos.
Con las manos temblorosas, Marcia desató un hule negro.
—A-aquí está su co-correo —dijo. La muchacha extrajo los papeles con delicadeza, como si temiera profanarlos con su tacto.
Gordon estuvo a punto de echarse a reír al ver el fajo de cartas casi sin valor. Pero se detuvo en seco cuando vio el otro objeto que le ofrecía: un librito encuadernado en negro y muy deteriorado. Entonces, Gordon sólo pudo pestañear pensando en los riesgos que habría corrido para conseguir aquello.
—De acuerdo —dijo; cogió el paquete y lo ató de nuevo—. ¡Seguidnos y guardad silencio! Cuando haga señas con la mano, os agacháis y esperáis.
Ambas mujeres asintieron solemnemente. Gordon se volvió, como si encabezara el grupo, pero Johnny ya se había adelantado, enfilando el sendero que bajaba hasta el río.
«No discutas esta vez. Él tiene razón, maldita sea.»
La libertad era más maravillosa de lo que cabía imaginar. Pero con ella siempre iba otra cosa: el Deber.
Aunque detestaba el hecho de volver a ser «importante», siguió a Johnny, agazapado, guiando a las mujeres hacia las canoas.
No cabía elegir qué dirección tomar. El deshielo de la primavera había comenzado y el Rogue ya era un torrente impetuoso. Lo único que se podía hacer era ir corriente abajo y rezar.
Johnny todavía estaba exultante por su proeza. El centinela no se había vuelto hasta que estuvo a dos pasos, y cayó casi sin producir ruido cuando Johnny se abalanzó sobre él, terminando sus forcejeos con tres rápidas cuchilladas. El joven de Cottage Grove estaba embriagado por su hazaña cuando ayudaron a las mujeres a subir al bote y partieron, dejándose arrastrar hacia el centro de la corriente.
Gordon no había tenido valor para decírselo a su joven amigo. Pero había visto la cara del guardián antes de arrojarlo al río. El pobre Roger Septien parecía sorprendido, herido; no daba la imagen del superhombre holnista.
Gordon recordó la primera vez que él mató, hacía casi dos décadas, disparando contra saqueadores e incendiarios cuando todavía quedaba una cadena de mando, antes de que las unidades de la milicia se disolvieran en las revueltas que habían ido a sofocar. No recordaba haberse enorgullecido entonces. Aquella noche lloró por el hombre al que había matado.
Pero los tiempos habían cambiado, y un holnista muerto era algo bueno, sin tener en cuenta los métodos empleados.
Habían inutilizado todas las canoas del embarcadero. Cada instante de retraso había sido una agonía, pero teman que estar seguros de que no serían perseguidos con demasiada facilidad. En contrapartida, aquello proporcionó a las mujeres algo que hacer y ellas se dedicaron al trabajo con gusto. Después, Marcia y Heather parecieron un poco menos acobardadas e inquietas.
Se acurrucaron en el centro de la canoa cuando Gordon y Johnny levantaron los remos y se esforzaron por realizar aquella desacostumbrada tarea. La luna se ocultaba y salía de entre las nubes mientras ellos sumergían y sacaban los remos, tratando de aprender sobre la marcha el ritmo apropiado.
No se habían alejado mucho cuando llegaron a la primera serie de espumosos rápidos. El tiempo para practicar finalizó en el momento en que se vieron metidos en ellos, teniendo que hacer esfuerzos por esquivar las relucientes rocas, que a menudo no veían hasta el último momento.
El río estaba furioso, impulsado por la nieve fundida. Su rugido llenaba el aire y sus salpicaduras difractaban la intermitente luz de la luna. Era imposible luchar contra él, había que halagarlo, persuadirlo, distraerlo y guiar la frágil barca a través de los peligros apenas entrevistos.
En el primer momento de calma, Gordon los condujo hasta un remolino. Johnny y él reposaron sobre los remos, se miraron y ambos lanzaron una carcajada al mismo tiempo. Marcia y Heather miraron a los dos hombres, que reían hasta la extenuación a causa de la adrenalina acumulada y del rugido de libertad que zumbaba en sus oídos y su sangre. Johnny gritó y golpeó el agua con el remo.
—Vamos, Gordon. ¡Ha sido divertido! Sigamos con ello.
Gordon recuperó el aliento y se secó los ojos salpicados de espuma del río.
—De acuerdo —repuso, moviendo la cabeza—. Pero con cuidado, ¿eh?
Remaron al unísono y se ladearon pronunciadamente cuando la corriente los cogió de nuevo.
—Oh, mierda —maldijo Johnny—. Creí que el último…
Sus palabras quedaron ahogadas, pero Gordon acabó la frase.
«¡Y creía que el último había sido malo!»
Los huecos entre las rocas eran estrechas y mortales tolvas. La canoa recibió horribles arañazos con la primera; después se golpeó y se inclinó peligrosamente.
—¡Aguanta con todas tus fuerzas! —gritó Gordon. Ahora no se reía, sino que luchaba por sobrevivir.
«Deberíamos haber ido andando… deberíamos haber ido andando… deberíamos haber ido andando…»
Lo inevitable sucedió pronto, incluso antes de lo que él esperaba… a menos de seis kilómetros corriente abajo. Un tronco sumergido, un tocón oculto justo al otro lado de la dura superficie rocosa de un recodo en la pared del cañón, una franja de agua arremolinada hundida en la oscuridad, hasta que fue demasiado tarde para que pudiera hacer algo más que maldecir y clavar su remo intentando virar.
Una canoa de aluminio habría podido sobrevivir a la colisión, pero ya no quedaba ninguna después de tantos años de guerra. El modelo de madera y corteza de fabricación casera se partió con un alarido de agonía que armonizaba con los gritos de las mujeres cuando todos cayeron en el agua helada.
El repentino frío los entumeció. Gordon tomó aire y se aferró a la destrozada canoa con un brazo. Lanzó la otra mano para agarrar el oscuro pelo de Heather, segundos antes de que fuese arrastrada. Luchó para contener su desesperado forcejeo y mantener la cabeza fuera del agua… mientras hacía esfuerzos por respirar entre la agitada espuma.
Al fin notó que había arena bajo sus pies. Y empleó sus últimas fuerzas en resistir el empuje del río y la succión del lodo hasta que fue capaz de izar a su jadeante carga y dejarse caer sobre la capa de putrefacta vegetación de la empinada orilla.
Heather tosía y sollozaba a su lado. Oyó a Johnny y Marcia no muy lejos y supo que también lo habían conseguido. Sin embargo, no le quedaba ni un ápice de energía para celebrarlo. Yació con la respiración entrecortada, incapaz de moverse, durante lo que le parecieron horas.
Johnny habló al fin.
—En realidad no teníamos ningún objeto que perder. Aunque supongo que mi munición se ha mojado. ¿Ha perdido su rifle, Gordon?
—Sí.
Se incorporó con un gruñido, palpándose un leve corte que se había producido en el lugar donde la canoa rota le había golpeado la frente.
Al parecer, no se habían producido heridas graves, aunque las toses estaban empezando a convertirse en un tiritar general. La ropa de que se apropiara Marcia se pegaba a la rubia amante de un modo que Gordon habría hallado interesante de no estar tan agotado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.
Gordon se encogió de hombros.
—Para empezar, volver y eliminar cualquier cosa que pueda delatar que hemos estado por aquí. —Lo miraron—. Si no encuentran nada —explicó, probablemente pensarán que hemos llegado hasta más lejos esta noche. Eso podría ser nuestra única ventaja. Después, cuando lo hayamos hecho, continuaremos por tierra.
—Nunca he estado en California —sugirió Johnny, y Gordon tuvo que sonreír. Desde que descubrieron que los holnistas tenían otro enemigo, el muchacho casi no había hablado de otra cosa.
La idea era tentadora. Sus perseguidores no esperarían que siguiesen en dirección sur.
Pero eso significaría cruzar el río. Y de todas formas, si Gordon recordaba correctamente, el Salmón River se hallaba muy al sur de allí. Aunque pudieran cruzar unos trescientos kilómetros de baronías supervivencialistas, no había tiempo. Con la primavera ya presente, lo más importante era volver a casa.
—Esperaremos en las colinas hasta que pasen nuestros perseguidores —dijo—. Luego, tendremos que intentarlo por el Coquille.
Johnny, siempre risueño y voluntarioso, no se dejó abatir por sus escasas posibilidades.
—Entonces, vamos a buscar la canoa. —Saltó a las heladas aguas, que le llegaban hasta la cintura. Gordon tomó una fuerte rama arqueada para usarla como garfio y lo siguió con más cautela. El agua le pareció tan desagradablemente helada como antes. Los pies empezaban a entumecérsele.
Casi habían alcanzado la volcada canoa, cuando Johnny gritó:
—¡El correo!
Casi en los límites del remolino se veía un brillante paquete de hule que era impulsado hacia afuera, hacia el veloz centro de la corriente.
—¡No! —gritó Gordon—. ¡Déjalo!
Pero Johnny ya se había tirado de cabeza en las impetuosas aguas. Nadó con energía hacia el paquete que se alejaba, a pesar de los gritos de Gordon.
—¡Vuelve aquí. Johnny, estás loco. Es inútil!
«¡Johnny!»
Observó desesperado cómo el bulto y el muchacho que lo seguía eran arrastrados hasta doblar la siguiente curva del río. Exactamente de allí les llegaba el fuerte y despiadado rugir de los rápidos.
Maldiciendo, Gordon se dirigió hacia la helada corriente y nadó con todas sus fuerzas para alcanzarlo. Su pulso palpitaba e inhalaba agua helada en cada ejercicio de respiración. Estuvo a punto de seguir a Johnny alrededor de la curva, pero en el último instante se asió a una rama que sobresalía y le sostuvo… en el momento preciso.
A través de la cortina de espuma vio a su joven amigo caer detrás del paquete negro en una cascada aún peor, un horrible revoltijo de dientes de ébano y salpicaduras.
—No —murmuró Gordon roncamente. Observó cómo Johnny y el paquete pasaban rápidamente sobre un saliente y desaparecían en una depresión.
Siguió mirando, a través del pelo que se le pegaba a los ojos y las cegadoras y atormentadoras gotas, pero pasaron unos minutos sin que nada emergiera de aquel terrible torbellino.
Por último, Gordon resbaló de su asidero y tuvo que retroceder. Se izó anteponiendo una mano a la otra por la inestable rama hasta que llegó a la lenta y poco profunda agua de la orilla del río. Después, mecánicamente, hizo que sus pies lo llevasen corriente arriba y se dirigió con paso cansado ante las atónitas mujeres, a la destrozada canoa de cortezas de árbol.
Usó la rama en forma de gancho para arrastrarla hasta un saliente del muro del cañón, y allí golpeó el bote hasta hacerlo pedazos, hasta convertirlo en astillas irreconocibles.
Sollozando, siguió golpeando y acuchillando el agua hasta mucho después de que los trozos se hubiesen hundido o hubieran sido arrastrados lejos.
Pasaron el día entre zarzas y maleza bajo un derruido bunker de hormigón. Antes de la guerra Fatal debía de haber sido el preciado refugio de algún supervivencialista, pero ahora era una ruma. Estaba destrozado, lleno de agujeros de bala y saqueado.
En una ocasión, antes de la guerra, Gordon leyó que en el campo había zonas plagadas de escondrijos como éste, habitados por hombres cuyo pasatiempo consistía en pensar en la caída de la sociedad y fantasear sobre lo que harían después de que se produjese. Habían existido clases, talleres, revistas especializadas… toda una industria para abastecer «necesidades» que iban más allá de las del leñador o el campesino medio.
A algunos les gustaba simplemente soñar despiertos, o disfrutaban con una pasión relativamente inofensiva por los rifles. Pocos eran partidarios de Nathan Holn, y la mayoría probablemente se horrorizaron cuando sus fantasías al fin se convirtieron en realidad.
Al llegar ese momento, gran parte de aquellos solitarios «supervivencialistas» murieron en sus búnkers, muy solos.
La batalla y las lluvias del bosque habían erosionado los escasos restos dejados por las oleadas de saqueadores. La fría lluvia repiqueteaba en los bloques de hormigón mientras los tres fugitivos hacían turnos para montar guardia y dormir.
En una ocasión oyeron gritos y el resonar de cascos de caballo en el barro. Gordon se esforzó por aparentar confianza ante las mujeres. Había tenido cuidado en dejar el menor rastro posible, pero ellas ni siquiera tenían la experiencia de las exploradoras en el Ejército de Willamette. No estaba en absoluto seguro de poder despistar a los mejores rastreadores del bosque habidos desde Cochise.
Los jinetes se alejaron, y al cabo de un rato los fugitivos consiguieron relajarse un poco. Gordon dormitó.
Esta vez no soñó. Estaba demasiado exhausto para gastar energías en obsesiones.
Esa noche tuvieron que esperar a que saliese la luna para ponerse en camino. Había varios senderos, que se entrecruzaban con frecuencia, pero Gordon consiguió seguir la dirección correcta, sirviéndose del semipermanente hielo en el lado norte de los árboles como guía.
Tres horas después del crepúsculo llegaron a las ruinas de una pequeña aldea.
—Illahee. —Heather identificó el lugar.
—Está abandonada —observó él. Aquel pueblo fantasmal iluminado por la luna resultaba inquietante. Desde la antigua propiedad del Barón a la más inmunda choza parecía haber sido evacuado.
—Todos los soldados y sus siervos fueron enviados al norte —explicó Marcia—. En las últimas semanas se han desalojado muchas aldeas de ese modo.
Gordon asintió.
—Están luchando en tres frentes. Macklin no bromeaba cuando dijo que estaría en Corvallis para mayo. Tienen que tomar Willamette o morir.
La campiña parecía un paisaje lunar. Había arbolitos por todas partes, pero pocos árboles altos. Gordon pensó que aquél debía de ser uno de los lugares donde los holnistas había intentado la agricultura de rozas y quema. Pero aquella región no era tan fértil como el valle de Willamette. El experimento debía de haber sido un fracaso.
Heather y Marcia andaban cogidas de la mano, con el miedo pintado en la mirada. Gordon no pudo por menos de compararlas con Dena y sus valientes y orgullosas amazonas, o con Abby, feliz y optimista en Pine View. La verdadera edad oscura no sería una época dichosa para las mujeres, decidió. Dena tenía razón en eso.
—Vamos a echar un vistazo alrededor de la casa grande —dijo—. Quizá haya comida.
Eso consiguió interesarlas. Corrieron delante de él hacia la hacienda abandonada con su valla de madera y espinos circundando una sólida casa de antes de la guerra.
Cuando las alcanzó estaban acuclilladas sobre un par de oscuras formas que se hallaban junto a la puerta. Gordon vaciló al ver que estaban desollando a dos grandes pastores alemanes. Su dueño no habría podido llevarlos en un viaje por mar, pensó con cierta tristeza. Sin duda el Barón holnista de Illahee se dolió más por sus preciados animales que por los esclavos que morirían durante el masivo éxodo a la tierra prometida del norte.
La comida olía un poco a podrido. Gordon decidió que aguardaría un rato, con la esperanza de encontrar algo mejor. Las mujeres, sin embargo, no fueran tan melindrosas.
Hasta aquel momento habían tenido suerte. Al menos, la búsqueda parecía haberse dirigido hacia el oeste, lejos de la dirección que seguían los fugitivos. Tal vez los hombres del General Macklin habían encontrado ya el cuerpo de Johnny, confirmándoles engañosamente que habían seguido el camino hacia el mar.
Sólo el tiempo diría cuánto iba a durarles la suerte.
Cerca de la abandonada Illahee discurría hacia el norte un arroyo angosto y veloz. Gordon dedujo que sólo podía ser el afluente sur del Coquille. Por supuesto, por allí no había ninguna canoa. La corriente no parecía navegable, de todas formas. Tendrían que andar.
Una vieja carretera discurría junto a la orilla este, en la dirección en que deseaban ir. No había más remedio que seguirla, a pesar de los evidentes peligros. Las montañas se alzaban justo enfrente, recortándose sobre las nubes iluminadas por la luna y bloqueando cualquier otro sendero concebible.
Al menos la marcha sería más rápida que por los fangosos caminos. O al menos, eso esperaba Gordon. Instó a las estoicas mujeres a que mantuvieran un paso lento y regular. Ni una sola vez se quejaron o se pararon Marcia y Heather, ni hubo reproche en sus ojos. Gordon Kranz no pudo decidir si era coraje o resignación lo que les permitió seguir avanzando, kilómetro tras kilómetro.
A decir verdad, tampoco estaba seguro de por qué perseveraba él. ¿Con qué finalidad? ¿Para vivir en el oscuro mundo que seguramente estaba por venir? Al ritmo que iba acumulando fantasmas, el «trayecto» sería algo así como la Semana de Regreso al Hogar.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Soy el único idealista del Siglo Veinte que queda vivo?
«Quizás. Quizás el idealismo sea una enfermedad, el desastre que Charles Bezoar dijo que era.»
George Powhatan tenía razón. No era bueno luchar por las Grandes Cosas… por la civilización, por ejemplo. Todo lo que conseguías era que las muchachas y los muchachos creyeran en ti, para perder la vida en inútiles gestos, sin lograr nada.
Bezoar estaba en lo cierto. Powhatan estaba en lo cierto. Incluso Nathan Holn, un monstruo como fue, había dicho la verdad esencial sobre Ben Franklin y sus compinches constitucionalistas, al afirmar que habían vendado los ojos a un pueblo para que creyese en tales cosas. Habían sido tan grandes propagandistas que a su lado Himmler y Trotsky parecían unos aficionados.
«… Sostenemos estas verdades porque son evidentes en sí mismas…»
¡Ja!
En aquella época existía la Orden de Cincinnati, compuesta por oficiales de George Washington quienes, una noche en que estaban medio embarcados en un amotinamiento, fueron obligados por su austero jefe a que pronunciaran su lloroso y solemne voto de que en primer lugar serían granjeros y ciudadanos, y soldados sólo cuando su país los necesitara y llamara.
¿De quién había sido la idea de ese juramento sin precedentes? La promesa fue mantenida durante una generación, él tiempo suficiente para que el ideal se asentara. En esencia, duró hasta la era de los ejércitos profesionales y la guerra tecnológica. Hasta el final del Siglo Veinte. Es decir, hasta que ciertos poderes decidieron que los soldados deberían convertirse en algo más que meros hombres.
La idea de que Macklin y sus aventajados veteranos cayeran sobre los desprevenidos habitantes de Willamette ponía enfermo a Gordon. Pero ni él ni nadie podía hacer nada para impedirlo.
«No se puede hacer ni lo más mínimo —pensó con desazón—. Pero eso no evita que los malditos fantasmas me acosen.»
El Coquille South se hacía más caudaloso a cada kilómetro que recorrían, al írsele uniendo los arroyuelos procedentes de las colinas circundantes. Comenzó a caer una lóbrega llovizna, y un trueno resonó en contrapunto al rugido del torrente situado a su izquierda. Cuando tomaban una curva en la carretera, el cielo del norte se iluminó con lejanos fulgores de relámpagos.
Mirando hacia las amenazantes nubes, Gordon por poco no tropezó contra la espalda de Marcia cuando ella se detuvo en seco. Alargó la mano para darle un amable empujón, como se había visto obligado a hacer cada vez con más frecuencia en los últimos kilómetros. Pero esta vez la mujer no se movió.
Se volvió a él, y en sus ojos había una desolación mayor que todo cuanto Gordon había visto en diecisiete años de guerra. Invadido por un negro presagio, la adelantó y miró hacia la carretera.
A unos quince metros se encontraban las ruinas de una tienda de carretera. Un descolorido letrero anunciaba esculturas en madera de mirto a precios fabulosos. Dos oxidados automóviles se hallaban enfrente, medio hundidos en el barro.
Había cuatro caballos y carretas de dos ruedas atados a un lado de la derruida cabaña. Bajo el inclinado techo del porche, el General Macklin estaba de pie con los brazos cruzados y sonreía a Gordon.
—¡Corred! —gritó Gordon a las mujeres, y se lanzó a la espesura que bordeaba la carretera, rodando hasta detrás de un tronco cubierto de musgo con el rifle de Johnny en las manos. Mientras actuaba, se daba cuenta de que se estaba comportando como un tonto. Macklin aún podía desear mantenerlo vivo, pero si se producía un tiroteo ya podía darse por muerto.
Sabía que había saltado por instinto; para alejarse de las mujeres, para atraer sobre sí la atención y darles una oportunidad de escapar. «Estúpido idealista», maldijo. Marcia y Heather se quedaron en la carretera, demasiado cansadas o resignadas para moverse.
—Eso no ha sido muy inteligente —dijo Macklin, con su voz más afable y peligrosa—. ¿Cree que conseguirá dispararme, señor Inspector?
A Gordon se le había ocurrido una idea. Dependía, desde luego, de que el otro le dejara acercarse lo suficiente para intentarlo. Y de si la munición de hacía veinte años se hallaba todavía en buen estado tras el remojón en el Rogue.
Macklin permanecía inmóvil. Gordon levantó la cabeza y vio a través de las hojas que Charles Bezoar estaba junto al General. Ambos parecían blancos fáciles. Pero cuando deslizó el perno del rifle y comenzó a reptar hacia adelante, se dio cuenta, angustiado, de que había cuatro caballos.
De pronto oyó un crujido justo sobre su cabeza. Antes de que pudiera reaccionar, un peso aplastante le cayó sobre la espalda e hizo que se le clavara la culata del rifle en el esternón.
Gordon abrió la boca, ¡pero no le entraba el aire! Apenas pudo crispar un músculo al sentirse alzado en vilo por el cuello. El rifle se le escurrió de los dedos casi insensibles.
—¿Este tipo se cargó de verdad a dos de los nuestros el año pasado? —gritó una voz áspera detrás de su oído izquierdo con escarnecedor regocijo—. A mí más bien me parece un infeliz.
Le pareció una eternidad, pero al fin algo volvió a abrise en su interior y pudo respirar de nuevo. Jadeó ruidosamente, de momento más preocupado por el aire que por la dignidad.
—No olvides a esos tres soldados de Agnes —le gritó Macklin a su hombre—. Él puede reclamarlos también.
Eso le proporciona cinco orejas holnistas para su cinturón, Shawn. Nuestro señor Krantz merece respeto.
»Ahora tráele aquí, por favor. Estoy seguro de que a él y a sus damas les gustaría tener la oportunidad de calentarse.
Los pies de Gordon apenas tocaron el suelo cuando su captor lo llevó cogido del cuello a través de la maleza y por la carretera. El hombre aumentado ni siquiera jadeaba cuando tiró a Gordon sin ceremonias sobre el porche.
Bajo el agrietado techo, Charles Bezoar miró con dureza a Marcia; los ojos del Coronel holnista ardían de vergüenza y prometían venganza. Pero Marcia y Heather sólo miraban a Gordon, en silencio.
Macklin se agachó junto a Gordon.
—Siempre he admirado a un hombre con atractivo para las mujeres. Tengo que admitirlo, parece que le va bien con ellas, Krantz. —Sonrió entre dientes. Después hizo señas a su corpulento ayudante—. Llévale dentro, Shawn. Las mujeres tienen trabajo que hacer, y el Inspector y yo hemos de discutir algunos asuntos.
—Ahora lo sé todo sobre sus mujeres.
La visión de Gordon del mohoso y destrozado establecimiento comercial no paraba de girar. Le resultaba difícil enfocar algo en particular, y mucho menos al hombre que le estaba hablando.
Gordon colgaba de una cuerda atada a los tobillos y las manos caían hasta medio metro del deteriorado suelo de madera. El General Macklin se hallaba junto al fuego, afilando un trozo de madera. Miraba a Gordon Krantz cada vez que el movimiento del cuerpo de su prisionero los ponía cara a cara. La mayor parte del tiempo sonreía.
La opresión que sentía en los tobillos y el dolor en la frente y el esternón no eran nada comparados con el peso de la sangre que se agolpaba en su cerebro. A través de la puerta trasera, Gordon oía un leve gimoteo, un sonido en sí bastante patético, pero que resultaba un alivio después de los gritos que había soportado durante la última media hora. Al fin, Macklin había ordenado a Bezoar que parara y dejase a las mujeres hacer algún trabajo. Había un prisionero en la habitación contigua que quería fuese atendido, y no deseaba que Marcia y Heather perdiesen el conocimiento a causa de los golpes cuando aún podían ser de utilidad.
Macklin también deseaba mantener su entrevista con Gordon en paz y tranquilidad.
—Algunos de esos chiflados espías de Willamette vivieron lo suficiente para ser interrogados —le dijo apaciblemente el jefe holnista—. El que está en la habitación contigua no ha cooperado mucho todavía, pero también tenemos informes de nuestra fuerza invasora, así que el cuadro está muy claro. He de reconocer su mérito, Krantz. Fue un plan muy imaginativo. ¡Lástima que no funcionase!
—No tengo ni idea de qué demonios está diciendo, Macklin—. Gordon tenía la lengua tan entumecida que le era difícil hablar.
—Ah, pero por su cara veo que comprende —repuso su captor—. Ya no hay necesidad de mantener el secreto. No necesita preocuparse más por sus mujeres soldado. Debido a su especial modo de atacar, sufrimos algunas bajas. Pero apostaría a que muchas menos de las que usted esperaba. En estos momentos, desde luego, todas sus «Exploradoras de Willamette» estarán muertas o encadenadas. No obstante, lo felicito por su inteligente intento.
A Gordon el corazón le latía desbocado.
—Bastardo. No me atribuya a mí el mérito. ¡Fue idea de ellas! ¡Yo ni siquiera sabía lo que planeaban hacer!
Fue la segunda vez que Gordon vio que la sorpresa cruzaba la cara de Macklin.
—Bien, bien —dijo el jefe bárbaro al fin—. Imagíneselo. Feministas, todavía por ahí en estos días y en esta época. ¡Mi querido Inspector, parece que hemos llegado justo a tiempo para salvar a la pobre gente de Willamette! —Volvió a sonreír.
La vanidad que mostraba aquella cara era excesiva para soportarla. Gordon se aferró a cualquier cosa para intentar borrarla.
—Jamás vencerá, Macklin. ¡Aunque quemase Corvallis, arrasara cada aldea e hiciera pedazos a Cíclope, el pueblo nunca dejará de luchar contra ustedes!
La sonrisa no se borró, imperturbable. El General ladeó la cabeza.
—¿Piensa que carecemos de experiencia? Mi querido amigo, ¿cómo se impusieron los normandos a los orgullosos y numerosos sajones? ¿Qué secreto utilizaron los romanos para dominar a los galos?
»Es usted de veras un romántico, señor, si subestima el poder del miedo.
»De todas formas —prosiguió Macklin mientras se recostaba y volvía a afilar la madera—, olvida que no seguiremos marginados mucho tiempo. Incontables jóvenes se darán cuenta de las ventajas de ser señores y no siervos. Y al contrario que los nobles de la Edad Media, nosotros, los nuevos feudales, creemos que todos los varones deberían tener derecho a luchar por su primer aro en la oreja.
»Esa es la verdadera democracia, amigo mío. Hacia la que América se estaba encaminando antes de la Traición Constitucionalista. Mis propios hijos deben matar para llegar a ser holnistas, o morderán el polvo para apoyar a aquellos que lo logren.
«Tendremos reclutas. Muchísimos, créalo. Con la asombrosa cantidad de gente que hay en el norte, podemos poseer, dentro de una década, un ejército como no se ha visto desde la «Civilización de Franklinstein» aplastada por su propia hipocresía.
—¿Qué le hace pensar que sus otros enemigos le darán esa década? —masculló Gordon—. ¿Cree que los californianos los dejarán sentarse sobre sus conquistas dándoles el tiempo suficiente para curar sus heridas y formar ese ejército?
Macklin se encogió de hombros.
—Habla con muy pocos conocimientos, mi querido amigo. Una vez que nos hayamos retirado, la débil confederación del sur se debilitará y nos olvidará. Y aunque pudieran dejar de lado sus perpetuas rencillas y unirse, esos «californianos» de los que habla precisarían toda una generación para alcanzarnos en nuestro nuevo reino. Entonces estaremos más que preparados para contraatacar.
»Por otro lado, y ésta es la parte divertida, aunque nos persiguieran, tendrían que pasar por entre sus amigos de la montaña de Sugarloaf para llegar hasta nosotros.
Macklin rió ante la expresión en el rostro de Gordon.
—¿Pensaba que no conocía su misión? Oh, señor Krantz, ¿por qué imagina que tendí una emboscada a su grupo e hice que lo trajeran hasta mí? Lo sé todo sobre la negativa del terrateniente a ayudar a nadie situado más allá de la línea que va desde Roseburg hasta el mar.
»¿No es maravilloso? La «Muralla de las Montañas Callahan» y el famoso George Powhatan defenderán su valle, y de paso, también a nuestro flanco mientras nos consolidamos en el norte… hasta que al fin estemos preparados para iniciar la Gran Campaña.
El General sonrió con aire pensativo.
—A menudo he lamentado no haberle puesto las manos encima a Powhatan. Siempre que nuestros bandos se han encontrado, él ha sido demasiado escurridizo y ha estado incordiando en otro lado. ¡Pero creo que es mejor que haya sucedido así! Que disfrute diez años más en su granja, mientras yo conquisto el resto de Oregón. Entonces le llegará el turno.
«Incluso usted, señor Inspector, estará de acuerdo en que merece lo que le ocurrirá.
No había forma de responder a eso salvo con el silencio. Macklin tocó a Gordon con la madera que estaba afilando con la fuerza suficiente para hacer que se moviera de nuevo. Como consecuencia de ello a Gordon le resultó difícil enfocar la mirada cuando la puerta principal se abrió y un par de pesados mocasines entraron en su campo de visión.
—Bill y yo hemos registrado la ladera de la montaña —oyó que el enorme Shawn le decía a su jefe—. Hemos encontrado las mismas huellas que hemos visto antes, río arriba. Estoy seguro de que es el mismo bastardo negro que rajó a aquellos centinelas.
«Bastardo negro…»
Gordon musitó una palabra en silencio. «¿Phil?»
Macklin rió.
—Ahí está. ¿Entiendes, Shawn? Nathan Holn no fue racista y tú tampoco deberías serlo. Siempre he lamentado que las minorías raciales estuvieran en tal desventaja en las revueltas y el caso de la posguerra. Incluso los fuertes que hay en ellos tuvieron pocas posibilidades de sobresalir.
»Ahora considera a ese soldado negro objetivamente. Le ha cortado la garganta a tres de los guardianes del río. Es fuerte y habría sido un excelente recluta.
Pese a estar boca abajo y girando, Gordon percibió la amarga expresión de Shawn. Pero el hombre aumentado, no contradijo a su comandante en voz alta.
—Lástima que no tengamos tiempo para jugar con este tipo —continuó Macklin—. Ve y mátalo ya, Shawn.
Hubo movimiento de aire y el fornido veterano se encontró junto a la puerta de nuevo, sin decir una palabra y casi sin hacer ruido.
—Realmente habría preferido advertir a su explorador —confió Macklin a Gordon—. Hubiera sido más deportivo que su hombre supiera que se enfrentaba a algo… anormal. —Macklin rió otra vez—. Sí, en estos tiempos no siempre se puede jugar limpio.
Gordon pensó que no era la primera vez que odiaba. Pero la fría cólera que sentía ahora era distinta de cualquier cosa que recordara.
—¡Philip! ¡Corre! —gritó tan fuerte como pudo, rogando por que el sonido de su voz se impusiera al repiqueteo de la lluvia—. Cuidado, están…
El palo de Macklin restalló, golpeando a Gordon en la mejilla y haciéndole doblar la cabeza hacia atrás. El mundo se enturbió y casi desapareció en la oscuridad. Sus ojos tardaron mucho tiempo en aclararse, cegados por las lágrimas. Notó el sabor de la sangre.
—Sí —asintió Macklin—. Es usted un hombre. Le concederé eso. Cuando llegue el momento, procuraré que muera como tal.
—No me haga ningún favor —contestó Gordon entre ahogos. Macklin se limitó a hacer un gesto y continuar afilando su palo.
Unos minutos después, la puerta trasera del almacén en ruinas se abrió.
—¡Vuelve a ocuparte de las mujeres! —ordenó Macklin.
Bezoar cerró rápidamente la puerta que daba a la habitación sin ventanas que había servido de almacén, donde Marcia y Heather debían de estar atendiendo al otro prisionero que Gordon aún no había visto.
—Esto le demostrará que no todos los hombres fuertes son agradables —comentó Macklin agriamente—. Aunque él es útil. Por ahora.
Gordon no tenía ni idea de si habían pasado horas o minutos cuando escuchó un gorjeo que atravesó las ventanas tapadas con tablas. Creyó que era sólo el trino de un pájaro de río pero Macklin reaccionó rápidamente, apagando la lamparilla de aceite y echando arena al fuego.
—Esto es demasiado bueno para perdérselo —dijo a Gordon—. Parece que los muchachos están efectuando una buena cacería. Espero que me excusará durante algunos minutos. —Cogió a Gordon del pelo—. Por supuesto, si hace un solo ruido mientras estoy fuera, lo mataré en cuanto vuelva. Se lo prometo.
Gordon no pudo encogerse de hombros dada su posición.
—Vaya a reunirse con Nathan Holn en el Infierno —espetó.
Macklin sonrió.
—Indudablemente, algún día. —Un instante después el hombre aumentado ya había traspuesto el umbral de la puerta y corría a través de la oscuridad y la lluvia.
Gordon siguió colgado mientras poco a poco iba girando más despacio. Luego respiró hondo y puso manos a la obra.
Tres veces intentó izarse para alcanzar la cuerda que le rodeaba los tobillos. Cada vez volvió a caer, gruñendo por la desgarradora agonía que le producía la súbita sacudida de la gravedad. La tercera fue casi insoportable. Le zumbaron los oídos y llegó a pensar que oía voces.
Con los ojos llenos de lágrimas le pareció entrever a varios espectadores de su lucha. Todos los fantasmas que había ido acumulando con los años parecieron alinearse en las paredes. Se le ocurrió que estaban haciendo balance de su situación.
«… Toma… —lo…», dijo Cíclope hablando por todos ellos en un código de luces ondulantes en los carbones de la chimenea.
—Marchaos —murmuró Gordon colérico, resentido con su imaginación. No tenía ni tiempo ni energías que perder en tales juegos. Suspiró con fuerza preparándose para realizar un intento más; luego, se elevó con todas sus fuerzas.
En esta ocasión logró coger la cuerda, resbaladiza por la lluvia que goteaba, y la aferró fuertemente con ambas manos. Todo su cuerpo se resintió por el esfuerzo, doblado como una navaja cerrada, pero sabía que no la dejaría escapar. Ya no le quedaba nada para efectuar otro intento.
Como tenía ambas manos ocupadas no podía desatarse. Tampoco tenía con qué cortar la cuerda. «Arriba —se concentró—. Será mejor que resistas.»
Se izó despacio por la cuerda, una mano después de otra. Le temblaban los músculos que amenazaban con sufrir calambres, y tenía un intenso dolor en el pecho y en la espalda; pero al fin «se puso en pie», los tobillos rodeados por la cortante soga, sosteniéndose con fuerza y oscilando como un incensario.
Junto a la pared, Johnny Stevens lo aclamaba desvergonzadamente. Tracy Smith y las demás Exploradoras del Ejército sonreían. «Muy bien, para ser un macho», parecían decir.
Cíclope estaba en su nube de bruma superfría, jugando a las damas con la humeante estufa de Franklin. Ellos también parecían dar su aprobación.
Gordon trató de descender para llegar a los nudos, pero esto apretó tanto la cuerda de los tobillos que casi se desmayó de dolor. Tuvo que enderezarse de nuevo.
«De esa forma no.» Ben Franklin meneó la cabeza. El Gran Manipulador lo miró por encima de las gafas.
—Por encima de los… encima de… —Gordon miró la recia viga de la que colgaba la cuerda.
«Arriba y por encima, entonces.»
Levantó los brazos y pasó la soga en torno de ellos. «Hacías esto en clase de gimnasia, antes de la guerra», se dijo mientras empezaba a tirar.
«Sí. Pero ahora eres viejo.»
Cuando comenzó a ascender se le saltaron las lágrimas aunque se ayudaba donde podía con las rodillas. En su visión borrosa, sus fantasmas parecían más reales cuanto más se esforzaba. Habían pasado poco a poco de imaginaciones a alucinaciones de primera clase.
—¡Vamos, Gordon! —le animó Tracy.
El teniente Van alzó los pulgares. Johnny Stevens sonrió alentadoramente junto con la mujer que le había salvado la vida en las ruinas de Eugene.
Una sombra esquelética con una camisa de franela y una chaqueta de cuero le hizo un gesto y le mostró los descarnados pulgares levantados. Sobre su cráneo pelado llevaba una gorra azul con visera, en la que brillaba una insignia de latón.
Incluso Cíclope cesó su machaqueo cuando Gordon puso en la interminable escalada todo cuanto tenía.
«Arriba…», gimió, asiendo el resbaladizo cáñamo y luchando contra el abrumador empuje de la gravedad. «Arriba, intelectual inútil… Muévete o muere…»
Pasó un brazo por encima de la tosca viga de madera. Gordon se sostuvo y obligó al otro brazo a unirse con el que ya había pasado.
Y eso fue todo. No había nada más que dar. Se quedó colgado de las axilas incapaz de moverse. Con los ojos entrecerrados y empañados por las lágrimas vio que todos aquellos fantasmas lo miraban, claramente decepcionados.
—Oh, id y perseguios unos a otros —les dijo en su interior, incapaz incluso de hablar en voz alta.
«… ¿Quién asumirá la responsabilidad…?» Centellearon los carbonesen la chimenea.
—Estás muerto, Cíclope. ¡Todos estáis muertos! ¡Dejadme en paz! —Extenuado, Gordon cerró los ojos para escapar de ellos.
Solo allí, en la negrura, encontró al único espectro que se había quedado. Aquel al que había utilizado con mayor desvergüenza, aquel que lo había utilizado a él.
Era una nación. Un mundo.
Detrás de sus párpados aparecieron y desaparecieron rostros… millones de rostros, traicionados y arruinados pero esforzándose aún…
… Por unos Estados Unidos Restablecidos.
… por un Mundo Restablecido.
… por una fantasía… por una fantasía que se negaba obstinadamente a morir, que no podía morir… mientras él viviera.
Se preguntó, asombrado, si era ésa la razón que le había hecho mentir durante tanto tiempo, que le había obligado a relatar semejantes cuentos de hadas. Porque él los necesitaba, porque no podía desprenderse de ellos.
«Sin ellos, me habría ovillado y muerto.»
Tenía gracia que no lo hubiese visto antes de ese modo, con tan pasmosa claridad. En la oscuridad de su interior el sueño resplandeció, aunque no existiera en ninguna otra parte del Universo, fluctuando como una diatomea, como una brillante partícula revoloteando en un tenebroso mar.
En medio de la total oscuridad, le pareció que estaba frente a él y lo cogía en su mano, asombrado por la luz. La joya aumentó de tamaño. Y en sus facetas vio a más gente, a más generaciones.
Un futuro cobró forma a su alrededor, envolviéndolo, penetrando en su corazón.
Cuando volvió a abrir los ojos estaba sobre la viga, incapaz de recordar cómo había llegado hasta allí. Se incorporó, parpadeando de incredulidad. Una luz espectral parecía salir de él en todas direcciones y atravesar los muros del ruinoso edificio como si éstos fueran la substancia del sueño y los rayos radiantes la verdadera realidad. La luminosidad se extendió cada vez más, sin límites. Durante un breve lapso de tiempo sintió como si pudiera ver para siempre en aquel fulgor.
Después, tan misteriosamente como había llegado, se fue. La energía pareció volver hacia el misterioso pozo que él había destapado. Con su marcha regresó la sensación física, la realidad de la extenuación y el dolor.
Temblando, Gordon forcejeó con los nudos que le apretaban los tobillos. Los pies, desgarrados y desnudos, resbalaban a causa de la sangre. Cuando al fin desató las cuerdas, el regreso de la ciculación fue como si un millón de furiosos insectos corrieran sin rumbo por su piel.
Al menos, sus fantasmas se habían ido; el coro que lo animaba parecía haber sido absorbido por el extraño resplandor, fuera lo que fuese. Gordon se preguntó si regresarían alguna vez.
Cuando deshizo el último nudo oyó disparos a lo lejos, los primeros desde que Macklin lo había dejado. Esperaba que eso significara que Phil Bokuto no estaba muerto aún. En silencio le deseó suerte a su amigo.
Se agazapó en la viga cuando se aproximaron unos pasos a la puerta del almacén. Ésta se abrió despacio y Charles Bezoar observó la habitación, vacía, la cuerda que colgaba fláccida. El pánico inundó los ojos del antiguo abogado cuando sacó su automática y retrocedió.
Gordon hubiera preferido aguardar hasta que el hombre estuviera directamente bajo él, pero Bezoar no era ningún idiota. Una expresión de oscura sospecha cubrió su cara y comenzó a alzar la mirada…
Gordon saltó. La 45 subió y disparó en el mismo instante en que chocaron.
En el torrente hormonal que el combate produjo Gordon no pudo saber adonde fue la bala o de quién era el hueso que se quebró con tanto ruido a causa del impacto. Cuando rodaron juntos por el suelo intentó coger el arma.
—Te mataré —bramó el holnista, inclinando la 45 hacia el rostro de Gordon. Este tuvo que echarse a un lado cuando el arma volgió a rugir, y sintió un escozor en el cuello producido por la ardiente pólvora—. ¡Quédate quieto! —masculló Bezoar, acostumbrado a que le obedecieran—. Déjame…
Gordon forcejeó con todas sus fuerzas contra su enemigo y de pronto trató de hacer caer el arma con una mano dando golpes. Cuando la automática bajó hacia él, lanzó el puño derecho contra la base de la mandíbula de Bezoar. El cuerpo del holnista calvo sufrió una convulsión cuando su cabeza golpeó contra el suelo. La 45 disparó dos veces a la pared.
Entonces Bezoar quedó inmóvil.
En esta ocasión el peor dolor lo sentía Gordon en la mano. Se puso en pie despacio, con cautela, percatándose semiconscientemente de que debía de tener una costilla rota, además de otras muchas heridas.
—Nunca hables mientras peleas —le dijo al hombre inconsciente—. Es una mala costumbre.
Marcia y Heather salieron del almacén y le quitaron a Bezoar los cuchillos. Cuando Gordon vio lo que harían después, estuvo a punto de decirles que se detuvieran, que en lugar de ello ataran al hombre.
Sin embargo, no lo hizo. Se volvió para dejarlas actuar como quisieran y cruzó la puerta trasera hacia el almacén.
Dentro, la oscuridad era aún mayor, pero cuando sus ojos se adaptaron, distinguió una esbelta figura tendida sobre una sucia sábana en el rincón. Una mano se levantó hacia él y una débil voz dijo:
—Gordon, sabía que vendrías por mí… ¿Verdad que es ridículo?… Parece… parece un cuento de hadas, pero… pero de alguna forma lo sabía.
Se arrodilló junto a la mujer agonizante. Habían intentado limpiar y vendar sus heridas, pero su enredado cabello y las prendas manchadas de sangre cubrían más lesiones de las que se atrevió incluso a mirar.
—Oh, Dena. —Volvió la cabeza y cerró los ojos. Ella le cogió la mano.
—Les dimos su merecido, cariño —le dijo con un hilo de voz—. Yo y las demás exploradoras… ¡En algunos sitios realmente cogimos a esos bastardos con los pantalones bajados! Es… —Dena hubo de parar cuando un acceso de tos casi la hizo doblarse y expulsó un fluido ocre. Tenía manchas oscuras en las comisuras de la boca; al parecer, de sangre seca.
—No hables —le dijo él—. Encontraremos un medio de sacarte de aquí.
Dena se aferró a la destrozada camisa de Gordon.
—Descubrieron nuestro plan, no sé cómo… en más de la mitad de los sitios estaban advertidos antes de que pudiésemos atacar…
»Quizás alguna de las chicas se enamoró de su violador, como dicen las leyendas que le ocurrió a Hipermnestra… —Dena meneó la cabeza, incrédula—. Tracy y yo estábamos preocupadas por esa posibilidad, porque Tía Susan dijo que algunas veces solía pasar, en los viejos tiempos…
Gordon no tenía ni idea de a qué se refería Dena. Balbuceaba. Interiormente hacía esfuerzos para hallar algún medio, cualquier medio, de trasladar a una mujer gravemente herida y delirante a través de kilómetros y kilómetros de líneas enemigas antes de que Macklin y los otros holnistas volvieran.
—Supongo que hicimos una chapuza, Gordon… ¡Pero lo intentamos! Intentamos… —Dena meneó la cabeza y las lágrimas se le derramaron cuando Gordon la tomó en sus brazos.
—Sí, lo sé, cariño. Sé que lo intentaste.
Se le empañaron los ojos. Por debajo de la suciedad y las heridas, reconoció su perfume. Y se dio cuenta, demasiado tarde, de lo que significaba para él. La estrechó con más fuerza de lo que sabía que debía hacer, pues no quería permitir que se marchara.
—Todo saldrá bien Dena. Te quiero. Estoy aquí y cuidaré de ti.
Dena suspiró.
—Estás aquí. Estás… —Dena se desplomó en su brazo—. Tú…
De pronto su cuerpo se arqueó y se estremeció.
—¡Oh, Gordon! —exclamó ella—. Veo… ¿Ves tú…?
Por un instante sus ojos se encontraron con los de Gordon. En ellos había una luz que él reconoció.
Después, todo terminó.
—Sí, la he visto —dijo él, sosteniendo aún su cuerpo en los brazos—. No con tanta claridad como tú, quizá. Pero también la he visto.
En un rincón de la habitación exterior, Heather y Marcia estaban ocupadas, vueltas de espaldas, en algo que Gordon no quiso mirar.
Más adelante, lo lamentaría. Precisamente en aquel momento había cosas de las que tenía que ocuparse, como sacar a aquellas mujeres de allí. Las posibilidades eran escasas, pero si lograba llevarlas hasta las Callahan, estarían a salvo.
Eso solo ya era bastante difícil, pero además tenía otras obligaciones. Regresaría a Corvallis, de alguna forma, si era humanamente posible, e intentaría dar vida a la ridícula y hermosa imagen que Dena había tenido de lo que se suponía era un héroe: morir defendiendo a Cíclope, tal vez, o dirigir una última carga de «carteros» contra el invencible enemigo. Se preguntó si le quedarían bien los zapatos de Bezoar, o si, como tenía los tobillos tan hinchados, no sería mejor que anduviera descalzo.
—Dejad de perder el tiempo —increpó a las mujeres—. Hemos de salir de aquí.
Pero cuando se inclinó para recoger del suelo la automática de Bezoar, una voz baja y áspera dijo:
—Muy buen consejo, mi joven amigo. Y, ¿sabe?, me gustaría llamar amigo a un hombre como usted.
»Por supuesto, eso no significa que no le mate si intenta coger ese arma.
Gordon dejó la pistola donde estaba y se irguió pesadamente. El General Macklin ocupaba el umbral, con una daga en la mano, en posición de lanzamiento.
—Déle una patada —dijo con calma.
Gordon obedeció. La automática fue girando hasta un polvoriento rincón.
—Eso está mejor. —Macklin envainó el cuchillo. Hizo ademán con la cabeza hacia las mujeres—. Marchaos —les indicó—. Corred. Intentad vivir, si queréis y sois capaces.
Con los ojos muy abiertos, Marcia y Heather pasaron esquivamente ante Macklin. Huyeron en la noche. Gordon no dudaba de que correrían bajo la lluvia hasta caer al suelo.
—Supongo que eso no me incluye a mí —observó cansinamente.
Macklin sonrió y sacudió la cabeza.
—Quiero que venga conmigo. Necesito su ayuda aquí.
Una linterna cubierta iluminaba parte del claro al otro lado de la carretera, ayudado de vez en cuando por un distante relámpago y un ocasional destello de la luna entre las nubes de tormenta. La lluvia torrencial había empapado a Gordon al cabo de pocos minutos de cojear siguiendo a Macklin. Los tobillos le sangraban aún y dejaban un tinte rosáceo en los charcos que pisaba.
—Su hombre negro es mejor de lo que yo creía —dijo Macklin, situando a Gordon a un lado del círculo de luz de la lámpara—. O eso o cuenta con ayuda, lo cual es muy improbable. Mis muchachos que patrullan el río hubieran visto otras huellas además de las suyas, si estuviese acompañado.
»En cualquier caso, Shawn y Bill merecieron lo que recibieron por ser descuidados.
Por primera vez, Gordon vislumbró lo que estaba sucediendo.
—¿Quiere decir…?
—No se alegre todavía —masculló Macklin—. Mis tropas están a menos de un kilómetro de aquí, y hay una gran pistola en mi alforja. Y no me ve vocear pidiendo socorro, ¿verdad? —Volvió a sonreír—. Ahora voy a mostrarle todo lo que ocurre en esta guerra. Tanto usted como su explorador pertenecen a la clase de hombres fuertes que deberían haber sido holnistas. Usted no lo es porque fue educado en la propaganda de la debilidad. Voy a aprovechar esta oportunidad para demostrarle lo débiles que les hace.
Macklin asió a Gordon del bruzo casi con la presión de un torniquete y gritó en la noche:
—¡Negro! Soy el General Volsci Macklin. Tengo aquí a tu comandante… ¡tu Inspector Postal de los Estados Unidos! —se burló.
»¿No te preocupa su libertad? Mis hombres estarán aquí al amanecer, así que tienes muy poco tiempo. ¡Acércate! ¡Lucharemos por él! ¡Tú mismo escogerás las armas!
—¡No lo hagas, Philip! Es un aum…
La advertencia de Gordon se convirtió en un quejido cuando Macklin le tiró del brazo, casi dislocándole el hombro. Aquello le hizo caer de rodillas. Las costillas le palpitaban y emitieron ondas de choque a través de todo su cuerpo.
—Vamos, vamos. Si su hombre no sabe todo lo referente a Shawn, eso significa que se cargó a mi guardaespaldas de un disparo afortunado. Si es así, ahora no merece ningún tipo de consideración especial, ¿está de acuerdo?
Le costó un poderoso esfuerzo de voluntad, pero Gordon levantó la cabeza jadeando a través de los dientes apretados. Superando las oleadas de náuseas, que llegaban una tras otra, logró ponerse en pie. Aunque el mundo le daba vueltas alrededor, no quería que le vieran arrodillado junto a Macklin.
Éste le dedicó un gruñido en voz baja, como diciéndole que no esperaba menos de un auténtico hombre. El cuerpo del hombre aumentado estaba arqueado como el de un gato, crispado de expectación. Aguardaron juntos, fuera de los límites del círculo iluminado por la linterna. Transcurrieron los minutos mientras llovía y dejaba de llover de forma intermitente.
—¡Última oportunidad, negro! —En un instante el cuchillo de Macklin estuvo en la garganta de Gordon. Una garra de fuerza semejante a la de una boa le dobló el brazo izquierdo detrás de la espalda—. ¡Tu Inspector morirá en treinta segundos, a menos que te dejes ver! ¡Empiezan ya!
El medio minuto transcurrió más lentamente que ninguno de los vividos por Gordon. De forma extraña, él se sentía ajeno, casi resignado.
Al fin Macklin meneó la cabeza y su voz sonó decepcionada.
—Mal asunto, Krantz. —Le puso el cuchillo bajo la oreja izquierda—. Supongo que es más listo de lo que…
Gordon ahogó un grito. No había oído nada, pero de pronto advirtió que había otro par de mocasines en el borde de la luz, a menos de cinco metros.
—Me temo que sus hombres mataron a ese bravo soldado al que llamaba a gritos. —La suave voz del recién llegado continuó hablando mientras Macklin se volvía, poniendo a Gordon entre ambos—. Philip Bokuto fue un buen hombre —prosiguió la misteriosa voz—. Yo vengo en su lugar, para responder a su desafío como él habría hecho.
Una cinta de abalorios brilló en la cabeza del fornido hombre cuando éste penetró en el círculo iluminado. Llevaba el pelo canoso recogido en una cola de caballo.
Los angulosos rasgos de su cara expresaban una triste serenidad.
Gordon casi pudo sentir el júbilo de Macklin transmitido mediante la poderosa garra que lo asía.
—Bien, bien. Por la descripción que he oído, sólo puede ser el Propietario del Refugio de Sugarloaf, que ha bajado solo de su montaña al fin. El gusto es mayor de lo que puede pensar, señor. Bienvenido sea, ciertamente.
—Powhatan —masculló Gordon, incapaz siquiera de imaginar cómo o por qué estaba allí… —¡Lárgate, imbécil! ¡No tienes ninguna posibilidad! ¡El es un hombre aumentado!
Phil Bokuto había sido uno de los mejores luchadores que Gordon había conocido. Si él a duras penas había conseguido atrapar al más débil de aquellos demonios y había muerto en el intento, ¿qué posibilidad tenía este hombre viejo?
Powhatan escuchó la revelación de Gordon y frunció el entrecejo.
—¿Sí? ¿Te refieres a esos experimentos que se llevaron a cabo a principios de los noventa? Creía que todos habían sido normalizados o asesinados en la época en que estalló la guerra de los eslavos contra los turcos. Fascinante. Esto explica muchas cosas de las dos últimas décadas.
—Entonces ha oído hablar de nosotros —dijo Macklin con ironía.
Powhatan asintió.
—Oí hablar, antes de la guerra. También sé por qué se interrumpió ese experimento; principalmente porque habían reclutado la peor clase de hombres que existía como sujetos.
—Eso dijeron los débiles —convino Macklin—. Porque cometieron el error de aceptar voluntarios de entre los fuertes.
Powhatan negó con la cabeza. De las palabras podía deducirse que estaba manteniendo una cortés discusión sobre semántica. Sólo su pesada respiración parecía delatar algún signo de emoción.
—Aceptaron a guerreros —enfatizó—, esos tipos admirablemente locos tan valiosos cuando son necesarios, y tan problemáticos cuando no lo son. En los noventa se aprendió la lección. Tuvieron muchos quebraderos de cabeza con los hombres aumentados que volvieron a casa conservando su amor a la guerra.
—Problemas es la palabra —rió Macklin—. Permítame presentarle al Problema, Powhatan. —Echó a un lado a Gordon como si acabara de darse cuenta que se interponía entre ellos, y envainó el cuchillo antes de avanzar hacia el hombre que era su enemigo desde hacía tanto tiempo.
Chapoteando en una zanja por segunda vez, Gordon únicamente pudo tenderse en el lodo y gruñir. Sentía todo el costado izquierdo arañado y ardiente, como si se hubiera rozado con carbones encendidos. La conciencia fluctuó y se quedó sólo porque él se negó por completo a dejarla ir. Cuando, al fin, fue capaz de elevar la mirada a través de un túnel distorsionado por el dolor, vio a los otros dos hombres agarrándose el uno al otro, dentro del pequeño oasis de luz proporcionado por la lámpara.
Por supuesto, Macklin estaba jugando con su adversario. Powhatan era impresionante, para ser un hombre de su edad, pero los monstruosos bultos que sobresalían en el cuello, brazos y muslos de Macklin lograban que los músculos de un hombre normal parecieran patéticos en comparación. Gordon se acordó del atizador de la chimenea de Macklin que se había partido como un caramelo.
George Powhatan aspiraba con fuertes y rápidas bocanadas y tenía el rostro enrojecido. A pesar de lo desesperado de la situación, a Gordon le sorprendió profundamente ver señales tan evidentes de miedo en el rostro del Propietario.
«Todas las leyendas deben de estar basadas en mentiras —pensó—. Exageramos, e incluso llegamos a creerlo después de un tiempo.»
Únicamente en la voz de Powhatan parecía quedar un resto de calma. De hecho, casi sonó indiferente.
—Hay algo que debería considerar, General —dijo entre rápidas aspiraciones.
—Después —rezongó Macklin—. Después podremos conversar sobre crianzas y destilerías, Propietario. Ahora voy a enseñarle un arte más práctico.
Veloz como un gato, Macklin atacó. Powhatan saltó a un lado, justo a tiempo. Pero Gordon sintió un estremecimiento cuando se revolvió y lanzó una patada que Macklin esquivó sólo por centímetros.
Gordon comenzó a concebir esperanzas. Quizá Powhatan fuese un natural cuya rapidez —incluso en la mediana edad— pudiera casi igualarse a la de Macklin. De ser así, y con su mayor envergadura, podía lograr mantenerse a distancia de la terrible garra de su enemigo…
El hombre aumentado se abalanzó de nuevo, consiguiendo aferrar la camisa de su oponente. Esta vez Powhatan escapó por menos margen aún, deshaciéndose de la bordada prenda y asestando una serie de golpes, cualquiera de los cuales podía haber matado a un novillo. Casi colocó un salvaje puñetazo en el riñón de Macklin, pero éste lo esquivó. Entonces, como una exhalación, el holnista se giró y asió la muñeca de Powhatan en el aire.
Tentando a la suerte, Powhatan se aproximó y consiguió liberarse con un revés.
Pero Macklin parecía esperar la maniobra. El General pasó de largo de su oponente, y cuando Powhatan se giró para seguirlo, lo asió velozmente y lo mantuvo sujeto por el otro brazo. Macklin sonrió cuando Powhatan trató de zafarse de nuevo, esta vez sin resultado.
A la distancia de un brazo, el hombre de Camas Valley tiró hacia atrás y jadeó. A pesar de la lluvia helada parecía acalorado.
«Ya está», pensó Gordon, perdiendo los ánimos. A pesar de sus pasadas diferencias con Powhatan, trató de pensar en algo que hacer para ayudarle. Miró alrededor en busca de cualquier cosa que arrojar al monstruo aumentado, aunque sólo fuera para distraerlo a fin de que el otro pudiera alejarse.
Pero sólo había barro y varias ramitas mojadas. Y él apenas tenía fuerzas para salir de la zanja adonde había sido empujado. Únicamente pudo quedarse allí y contemplar el desenlace, esperando su turno.
—Ahora —dijo Macklin a su nuevo cautivo—. Ahora diga lo que tenga que decir. Pero más le vale que sea divertido. Mientras yo sonría, usted vivirá.
Powhatan hizo una mueca y tiró, poniendo a prueba la férrea garra de Macklin. Incluso después de un minuto entero no había dejado de respirar profundamente. Ahora la expresión de su rostro parecía distante, como resignada. Su voz resonó extrañamente rítmica cuando respondió al fin:
—Yo no deseaba esto. Les dije que no podría… demasiado viejo… la suerte se acaba… —inspiró profundamente y suspiró—. Les rogué que no me hicieran. Y ahora, ¿para terminar aquí…? —Los grises ojos chispearon —… Pero esto jamás termina… excepto con la muerte.
«Está deshecho —pensó Gordon—. Está destrozado.» No quería presenciar aquella humillación. «Y dejé a Dena para ir a buscar a este famoso héroe…»
—No me está divirtiendo, Propietario —dijo Macklin, fríamente—. No me aburra, si valora los momentos que le quedan.
Pero Powhatan parecía distraído, como si de hecho estuviera pensando en otra cosa, concentrándose en recordar algo, quizás, y manteniendo la conversación sólo por cortesía.
—Yo únicamente… creía que debía saber que las cosas cambiaron un poco… después de que ustedes dejaran el programa.
Macklin meneó la cabeza y frunció el entrecejo.
—¿De qué diablos está hablando?
Powhatan parpadeó. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, lo que hizo sonreír a Macklin.
—Me refiero a que… a que ellos no estaban dispuestos a abandonar algo tan prometedor como el proyecto de los hombres aumentados… porque hubiera habido fallos la primera vez.
Macklin rezongó.
—Estaban demasiado asustados para continuar. ¡Demasiado asustados de nosotros!
Las pestañas de Powhatan se movieron ligeramente. Su respiración aún era acelerada. Algo le estaba ocurriendo a aquel hombre. El sudor relucía formando oleosas cuentas en sus hombros y pecho que eran arrastradas por la torrencial y pesada lluvia. Sus músculos se crispaban como si tuviera calambres.
Gordon se preguntó si se estaría desmoronando ante sus ojos.
La voz de Powhatan sonó remota, casi atontada.
—… las nuevas implantaciones no fueron ni tan grandes ni tan potentes… pretendían que fueran un suplemento del adiestramiento en ciertas artes orientales… en biorregeneración…
Macklin echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada.
—¿Neohippies aumentados? ¡Oh! Bien, Powhatan. ¡Qué farol! ¡Magnífico!
Sin embargo, Powhatan no pareció haberlo oído. Se estaba concentrando, moviendo los labios como si recitara algo memorizado mucho tiempo atrás.
Gordon miró, parpadeó para eliminar las gotas de lluvia y volvió a mirar con mayor fijeza. Sobre los brazos y hombros de Powhatan parecían estar dibujándose tenues líneas, que le cruzaban cuello y pecho. Los temblores habían aumentado hasta alcanzar un ritmo uniforme que ahora ya no parecía caótico sino… deliberado.
—El proceso también requiere mucho aire —dijo Powhatan afablemente, coloquialmente. Inspirando todavía con profundidad, comenzó a erguirse.
Por entonces Macklin ya había dejado de reír. El holnista le miraba con franca incredulidad.
Powhatan siguió hablando.
—Estamos prisioneros en jaulas similares… aunque usted parece disfrutar mucho de la suya… También, ambos estamos atrapados por la arrogancia de una época arrogante…
—Usted no está…
—Vamos, General. —Powhatan sonrió a su captor sin malicia—. No se sorprenda… No creerá que usted y su generación fueron los últimos.
Macklin debía de haber sacado la misma conclusión que antes Gordon, al pensar que George Powhatan sólo hablaba para ganar tiempo.
—¡Macklin! —gritó Gordon. Pero el holnista no se distrajo. En un momento, su largo cuchillo, similar a un machete, estuvo a la vista, brillando húmedo a la luz de la lámpara antes de bajar hacia la inmovilizada mano derecha de Powhatan.
Inclinado aún y desprevenido, Powhatan reaccionó con un rapidísimo movimiento. El golpe sólo le arañó el brazo cuando sujetó la muñeca de Macklin con la otra mano.
Forcejearon y el holnista lanzó un grito. La fuerza superior del General empujaba la goteante hoja cada vez más cerca.
Con un repentino paso y un movimiento de la cadera, Powhatan cayó hacia atrás, lanzando a Macklin por encima de su cabeza. El General cayó de pie, todavía sujeto, y tiró con fuerza a su vez. Girando como los dos brazos de un molinete, se midieron mutuamente, ganando momentos, hasta que desaparecieron en la negrura más allá del círculo de luz. Se oyó ruido de algo que se rompía. Luego otro. Gordon tenía la impresión de que eran elefantes aplastando la maleza.
Venciendo el dolor que le producía el mero movimiento, se arrastró fuera de la luz lo suficiente para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad y se incorporó bajo un cedro rojo empapado por la lluvia. Escudriñó en la dirección en que se habían ido los dos hombres, pero era incapaz de hacer algo más que seguir la lucha por su fragor y por los ruidos que producían las diminutas criaturas del bosque al apartarse del camino de destrucción.
Cuando las dos siluetas que luchaban volvieron a aparecer en el claro, sus ropas estaban hechas trizas. Por sus cuerpos corrían rojos regueros desde veintenas de cortes y arañazos. El cuchillo había desaparecido, pero incluso desarmados los dos guerreros eran impresionantes. En su camino ninguna zarza ni vástago resistían. Una zona de devastación los seguía a dondequiera que fueran.
No había ritual ni elegancia en aquel combate. La figura más pequeña y poderosa se acercaba con ferocidad y trataba de agarrar a su enemigo. La más alta luchaba por mantener la distancia y lanzaba golpes que parecían cortar el aire.
«No exageres —se dijo Gordon—. Sólo son hombres, y viejos, además.»
Y aun así, una parte de Gordon se sentía emparentada con aquellos antiguos pueblos que creían en gigantes, en hombres iguales a los dioses, cuyas batallas hacían hervir los mares y derribaban cadenas de montañas. Cuando los combatientes volvieron a desaparecer en la oscuridad, experimentó una oleada de aquella abstracta sorpresa que siempre afloraba a su mente cuando menos lo esperaba. Pensó con imparcialidad en cómo el acrecentamiento, como tantos otros poderes descubiertos recientemente, había visto su primera utilidad en la guerra. Pero siempre se hacía así, antes de que se encontraran otros usos… con la química, las aeronaves, los vuelos espaciales… Aunque más tarde llegaba su verdadera utilidad.
¿Qué hubiera ocurrido, de no producirse la guerra Fatal? ¿Se habría fusionado esta tecnología con los ideales mundiales del Nuevo Renacimiento, siendo asequible a todos los ciudadanos?
¿De qué hubiera sido capaz la humanidad? ¿Qué podía haber quedado fuera de su alcance?
Gordon se apoyó en el áspero tronco del cedro y consiguió ponerse en pie. Se balanceó inseguro un instante; luego, puso un pie delante del otro y, paso a paso, cojeó en dirección al estrépito. No pensó en escapar, sólo en presenciar el gran último milagro de la ciencia del Siglo Veinte destruyéndose a sí mismo bajo la lluvia y los relámpagos en un bosque de la edad oscura.
La linterna arrojaba tenebrosas sombras sobre las aplastadas zarzas, pero pronto salió de la zona iluminada. Se guió por los ruidos hasta que, de pronto, éstos cesaron. No hubo más gritos, ni más choques violentos, sólo el retumbar de los truenos y el rugir del río.
Sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Protegiéndolos de la lluvia, finalmente vio, recortadas sobre las grises nubes, dos rígidas figuras rojizas en la cumbre de un promontorio que dominaba el río. Una, achaparrada, con cuello de toro, como el legendario Minotauro. La otra parecía más un hombre, con el pelo largo ondeando al viento como una bandera hecha jirones. Completamente desnudos ahora, los dos hombres aumentados frente a frente se bamboleaban jadeantes bajo el bramar de la tormenta.
Entonces, como a una señal, se atacaron por última vez.
Resonó un trueno. Una cegadora escalera de luz golpeó la montaña en la orilla opuesta del río, vapuleando las ramas del bosque con su bramido.
En ese instante, Gordon vio una figura que se destacaba contra la dentada escalera eléctrica, sosteniendo con los brazos extendidos otra figura que se debatía sobre su cabeza. El cegador resplandor duró sólo lo suficiente para que Gordon viera a la sombra erguida tensarse, flexionarse y arrojar a la otra al vacío. La negra silueta permaneció en el aire un instante antes de que el resplandor eléctrico se desvaneciera y la oscuridad cayera otra vez.
La inesperada imagen desapareció. Gordon sabía que aquella silueta tenía que caer de nuevo, al cañón y al helado torrente que discurría mucho más abajo. Pero en su imaginación vio que la sombra continuaba ascendiendo, como proyectada desde la Tierra.
Grandes cortinas de lluvia eran impulsadas hacia el sur por el angosto desfiladero. Gordon volvió a tientas hasta el tronco de un árbol caído y se sentó pesadamente. Allí se limitó a esperar, incapaz incluso de pensar en moverse; sus recuerdos se agitaban como un río caudaloso y lleno de remolinos.
Por último, oyó un crujido de ramas rotas a su izquierda. Una figura emergió lentamente en la oscuridad y avanzó hacia él con cansancio.
—Dena decía que sólo contaban dos clases de hombres —comentó Gordon—. Siempre me pareció una idea descabellada. Pero nunca me di cuenta de que el gobierno también pensaba de ese modo, antes del final.
El hombre se desplomó en el tronco roto junto a él. Bajo su piel palpitaban un millar de pequeñas hebras. La sangre manaba de cientos de rasguños por todo su cuerpo. Respiraba pesadamente, mirando al vacío.
—Ellos cambiaron su política, ¿verdad? —preguntó Gordon—. Al final, redescubrieron la sabiduría.
Sabía que George Powhatan le había oído, y había comprendido. Pero no hubo respuesta.
Gordon se enojó. Necesitaba una respuesta. Por alguna razón, muy profunda, tenía que saber si Estados Unidos había sido regido, en aquellos últimos años antes de la Calamidad, por hombres y mujeres de honor.
—¡Dime, George! Antes te he oído decir que dejaron de utilizar el tipo guerrero. ¿Quién más había allí, entonces? ¿Seleccionaron a los contrarios? ¿A los que sentían aversión por el poder? ¿A hombres que lucharan bien, pero sólo por cumplir su cometido?
Recordó a un estupefacto Johnny Stevens, siempre ansioso por aprender, siempre tratando de comprender el enigma de un gran líder que despreció una corona de oro por un arado. Nunca se lo había explicado del todo al chico. Y ahora era demasiado tarde.
—¿Y bien? ¿Revivieron el viejo ideal? ¿Buscaron soldados que se vieran a sí mismos principalmente como ciudadanos?
Asió los palpitantes hombros de Powhatan.
—¡Maldito seas! ¿Por qué no me lo dijiste, cuando hice todo el camino desde Corvallis para suplicarte?
¿No crees que yo, al menos, lo hubiera comprendido?
El Propietario de Camas Valley parecía hundido. Cruzó la mirada con Gordon brevemente; luego la apartó otra vez, estremeciéndose.
—Oh, suponías que yo lo comprendería, Powhatan. Sabía a lo que te referías cuando dijiste que las Grandes Cosas son insaciables —Gordon apretó los puños—. Las Grandes Cosas te arrebatarán todo lo que amas, y aún exigirán más. Tú lo sabes, yo lo sé… ese podre idiota de Cincinatus lo sabía, cuando les dijo que podían quedarse con su estúpida corona.
»¡Pero tu error fue creer que eso puede acabar alguna vez, Powhatan! —Gordon se puso en pie, gritando al otro su ira—. ¿Crees sinceramente que tu responsabilidad terminó alguna vez?
Cuando Powhatan habló al fin, Gordon hubo de inclinarse para oírlo debido al rugido de la tormenta.
—Esperaba… estaba tan seguro de que podría…
—¡Tan seguro de que podrías decir no a todas las grandes mentiras! —Gordon rió sarcástica y amargamente—. ¿Seguro de que podías decir no al honor, a la dignidad y a la patria?
»Entonces, ¿qué te hizo cambiar de opinión?
»Te reíste de Cíclope y de la promesa de tecnología. ¡Ni Dios, ni la compasión, ni Estados Unidos Restablecidos hubieran podido moverte! Dime pues, Powhatan, ¿qué poder fue lo bastante fuerte para hacer que siguieras a Phil Bokuto hasta aquí y me buscaras?
Sentado con las manos juntas, el más poderoso hombre vivo, la única reliquia de una época de semidioses, parecía replegarse en sí mismo como un muchacho, exhausto, avergonzado.
—Tienes razón —gruñó—. Nunca acaba. ¡Yo he cumplido mi parte, lo he hecho más de un millar de veces…! Lo único que quería era que me dejaras envejecer en paz. ¿Era demasiado pedir? ¿Lo es? —Tenía los ojos empañados—. Pero nunca, jamás acaba.
Powhatan alzó la mirada, encontró la de Gordon por primera vez y la sostuvo.
—Fueron las mujeres —prosiguió con voz baja, respondiendo al fin a la pregunta de Gordon—. Desde tu visita y aquellas condenadas cartas, no dejaron de hablar, de hacer preguntas.
»Luego llegó la historia de esa locura del norte, incluso a mi valle. Intenté… intenté explicarles que era un disparate lo que hicieron tus amazonas, pero ellas…
A Powhatan se le quebró la voz. Meneó la cabeza.
—Bokuto armó gran revuelo al venir aquí solo… y cuando eso sucedió ellas siguieron mirándome… Me acosaron y me acosaron y me acosaron…
Gimió y se cubrió la cara con las manos.
—Dios del Cielo, perdóname. Las mujeres me empujaron a hacerlo.
Gordon parpadeó atónito. Entre las gotas de lluvia, las lágrimas corrían por el rostro anguloso y preocupado del último hombre aumentado. George Powhatan se estremecía y sollozaba dolorosamente.
Gordon se dejó caer en el áspero tronco junto a él; una gran pesadumbre lo inundaba como el cercano Coquille, crecido a causa de las nieves invernales. Al cabo de otro minuto, sus propios labios estaban temblando.
Los relámpagos destellaban. Rugía el río. Y lloraron juntos bajo la lluvia, lamentándose como únicamente los hombres pueden lamentarse de sí mismos.