PRELUDIO Trece años de deshielo

Aún soplaban helados vientos. Caía una nieve cenicienta. Pero el antiguo mar no tenía prisa.

La Tierra había girado seis mil veces desde que florecieron las llamas y murieron las ciudades. Ahora, tras dieciséis recorridos del Sol, ya no se elevaban volutas de hollín en los bosques incendiados, transformando el día en noche.

Seis mil ocasos habían llegado y se habían ido brillantes, anaranjados, glorificados por el polvo en suspensión desde que los altos y ardientes embudos perforaron la estratosfera y la llenaron de diminutas partículas de roca y tierra. La oscurecida atmósfera dejó pasar menos luz solar y el frío hizo su aparición.

Apenas importaba ya qué lo había provocado: un gigantesco meteorito, un enorme volcán o una guerra atómica. Las temperaturas y las presiones se descompensaron y soplaron grandes vientos.

Por todo el norte caía una nieve sucia y, en algunos lugares, ni siquiera el verano la hacía desaparecer.

Sólo el Océano, atemporal y obstinado, resistente al cambio, importaba realmente. Oscuros cielos habían venido y desaparecido. Los vientos producían atardeceres ocres y sombríos. En algunos lugares el hielo se acumulaba, y los mares menos profundos empezaban a descender.

Pero la decisión del Océano era lo único importante, y aún no había sido expresada.

La Tierra giraba. Los hombres seguían luchando, aquí y allá.

Y el Océano exhaló un suspiro de invierno.

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