INTERLUDIO

Arriba, sobre las grises y onduladas cumbres cubiertas de espuma, la corriente en chorro vibraba. El invierno había vuelto y los vientos salmodiaban helados recuerdos sobre el norte del Pacífico.

Menos de cincuenta ciclos atrás, las pautas normales del aire fueron perturbadas por grandes y oscuros embudos; como si ejércitos de coléricos volcanes hubieran escogido el mismo momento para lanzar tierra contra cielo.

Si el episodio no hubiera terminado rápidamente, quizá habría desaparecido toda clase de vida y regresado el hielo para siempre. Incluso en la forma que sucedió, nubes de ceniza habían envuelto a la Tierra durante semanas antes de que las partículas mayores cayeran del cielo como lluvia sucia. Los fragmentos más pequeños de roca y hollín se dispersaron en las altas corrientes de la estratosfera, desaparramando la luz solar.

Transcurrieron años hasta que volvió la primavera.

Pero lo hizo. El Océano, lento y adaptable, desprendió el calor suficiente para detener la espiral cercana a lo irreversible. A la vez, templadas nubes empapadas de mar limpiaron el continente. Crecieron altos árboles y la hierba brotó con vigor, sin obstáculos, en las grietas del pavimento roto.

Sin embargo, quedaba mucha ceniza cabalgando en los altos vientos. De vez en cuando el aire frío se aventuraba hacia el sur, acarreando residuos de la Larga Helada. El vapor cristalizado en torno a las partículas formaba complejos hexaedros reflectantes. Los copos de nieve crecían y caían.

Obstinado, el Invierno llegó una vez más para reclamar una tierra oscura.

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