IV. Ningún caos

1

Una nueva leyenda recorrió Oregón, desde Roseburg por todo el norte hasta Columbia, desde las montañas hasta el mar. Viajó por carta y de boca en boca, creciendo cada vez que era contada.

Era una historia más triste que las dos que la precedieron, aquellas que hablaban de una máquina sabia y benevolente y de una nación renacida. También era más perturbadora. Y sin embargo esta nueva fábula poseía un importante elemento del que carecían sus predecesoras.

Era cierta.

La historia hablaba de una banda de cuarenta mujeres, de mujeres locas, al decir de muchos, que habían compartido un voto secreto: hacer lo imposible para terminar con una horrible guerra y hacerlo antes de que todos los hombres buenos muriesen tratando de salvarlas.

Actuaron por amor, explicaron algunos. Otros dijeron que lo hicieron por su país.

Incluso corría el rumor de que las mujeres consideraron su viaje al Infierno una forma de penitencia, para compensar algunas pasadas faltas cometidas por la mitad femenina de la humanidad.

Las interpretaciones variaban, pero la moraleja era siempre la misma, ya se transmitiese oralmente o mediante el Correo de EE UU. De aldea en aldea, de granja en granja, las madres, hijas y esposas leyeron las cartas o escucharon las palabras y las transmitieron.

Los hombres pueden ser brillantes y fuertes, se susurraron unas a otras. Pero los hombres también pueden estar locos. Y los locos pueden arrumar el mundo.

«Mujeres, vosotras debéis juzgarlos…»


Nunca más puede permitirse que las cosas lleguen a este punto, se dijeron unas a otras pensando en el sacrificio que habían hecho las Exploradoras.

Nunca más podemos consentir que la vieja lucha entre hombres buenos y malos continúe eternamente.

«Mujeres, debéis compartir la responsabilidad… y poner todo vuestro talento en la contienda…»


Y recordad siempre, concluía la moraleja: incluso los mejores hombres, los héroes, serán reacios a veces a cumplir con su trabajo.

«Mujeres, debéis recordarles, de cuando en cuando…»

2

28 de abril, 2012


Estimada Sra. Thompson:

Gracias por sus cartas. Me ayudaron inmensamente durante mi restablecimiento, en especial ya que estaba muy preocupado porque el enemigo pudiera haber invadido Pine View. Saber que Abby, Michael y usted estaban bien tuvo para mí mayor valor del que pueda imaginar.

Hablando de Abby: por favor, dígale que ayer vi a Michael. Llegó, sano y salvo, junto con los otros cinco voluntarios de Pine View enviados para ayudar en la guerra. Como tantos de nuestros reclutas, parecía impaciente por entrar en la lucha.

Espero no haberlo desanimado en exceso al contarle algunas de mis experiencias directas con los holnistas. Si bien creo que ahora prestará mayor atención al entrenamiento y estará un poco menos ansioso por ganar la guerra por su cuenta. Después de todo, queremos que Abby y la pequeña Carolina lo vean de nuevo.

Informe a Abby de que entregué su carta a algunos viejos profesores que han estado hablando de reiniciar las clases. Es posible que haya aquí una especie de universidad dentro de un año aproximadamente, suponiendo que la guerra vaya bien.

Por supuesto, esto último no es seguro en absoluto. Las cosas han cambiado, pero hemos de recorrer un larguísimo camino contra un terrible enemigo.

Su última pregunta es inquietante, señora Thompson, y ni siquiera sé si puedo contestarla. No me sorprende que la historia del Sacrificio de las Exploradoras llegase hasta usted, allá en las montañas. Pero debe saber, sin embargo, que ni siquiera aquí conocemos con exactitud los detalles.

Todo cuanto puedo decirle ahora es que sí, conocí bien a Dena Spurgen. Y no, no creo haberla comprendido en modo alguno. Sinceramente me pregunto si llegaré a conseguirlo alguna vez.


Gordon se hallaba sentado en un banco en el exterior de la estafeta de Corvallis. Apoyaba la espalda contra el tosco muro, recibiendo los rayos del sol matutino, y pensaba en las cosas que no podía mencionar en la carta a la señora Thompson… cosas para las que no acertaba a encontrar palabras.

Hasta que reconquistaron las aldeas de Chesire y Franklin, todo el pueblo de Willamette tuvo que contentarse con rumores, pues ninguna de las Exploradoras regresó nunca de esa aventura no autorizada, realizada en pleno invierno. No obstante, tras los primeros contraataques, esclavos recién liberados comenzaron a relatar partes de la historia. Poco a poco las piezas fueron encajando.

Un día de invierno, de hecho sólo dos días después de que Gordon dejase Corvallis para iniciar su largo viaje al sur, las Exploradoras empezaron a desertar de su ejército de granjeros y aldeanos. Varias de ellas se dirigieron al sur y al oeste, y se entregaron, desarmadas, al enemigo.

Algunas fueron asesinadas de inmediato. Otras violadas y torturadas por dementes que reían sin prestar atención a sus declaraciones cuidadosamente ensayadas.

Aunque la mayoría, como esperaban, fueron bien acogidas por el insaciable apetito de mujeres por parte de los holnistas.

Aquellas que pudieron expresarse con credibilidad, explicaron que estaban hartas de vivir como esposas de los granjeros y deseaban relacionarse con «hombres de verdad». Era una historia que los partidarios de Nathan Holn estuvieron dispuestos a aceptar, o así lo imaginaron quienes habían proyectado el plan.

Lo que siguió debió de ser duro, quizá más de lo que pueda imaginarse, pues las mujeres hubieron de fingir, y fingir convincentemente, hasta la programada noche roja de los cuchillos, la noche en la que se suponía iban a salvar los frágiles vestigios de la civilización de los monstruos que la estaban haciendo caer.

Todavía no estaba muy claro qué salió mal, cuando la contraofensiva de primavera se abrió paso por las primeras poblaciones reconquistadas. Tal vez algún invasor sospechó y torturó a alguna pobre muchacha hasta que consiguió que hablara. O quizás una de las mujeres se enamoró de su fiero bárbaro y abrió su corazón en traidora confesión. Dena estaba en lo cierto al decir que la historia cuenta que tales cosas ocurren. Podía haber sucedido aquí.

O tal vez algunas, simplemente, no pudieron mentir lo bastante bien u ocultar su repulsión cuando las tocaban sus nuevos amos.

Fuera lo que fuese, algo salió mal; la noche prevista fue roja, en efecto. Donde el aviso no llegó a tiempo, las mujeres robaron cuchillos de cocina, aquella noche, y se deslizaron de habitación en habitación, matando y volviendo a matar hasta que ellas mismas cayeron en la lucha.

En otras partes cayeron sin más, maldiciendo y escupiendo al fin a los ojos de sus enemigos.

Por supuesto fue un fracaso. Cualquiera podría haberlo vaticinado. Incluso donde el plan tuvo «éxito», murieron pocos invasores para que hubiese valido la pena. El sacrificio de las mujeres soldado no consiguió nada en sentido militar.

El gesto fue un trágico fracaso.

Pero la consigna se difundió, por los frentes y por los valles. Los hombres escucharon con estupor y menearon la cabeza con incredulidad. Las mujeres también escucharon, y hablaron entre sí rápidamente, privadamente. Discutieron, gesticularon y meditaron.

Con el tiempo, la consigna llegó incluso muy al sur. Como leyenda ya, la historia alcanzó finalmente la montaña de Sugarloaf.

Y allí, muy por encima de la confluencia del rugiente Coquille, las Exploradoras consiguieron al fin su victoria.


Todo cuanto puedo decirle es que espero que esto no se convierta en un dogma, una religión. En mis peores sueños veo a mujeres adoptando una tradición de ahogar a sus hijos, si éstos muestran signos de convertirse en rufianes. Me las imagino «cumpliendo con su deber», dando la vida y la muerte a un niño antes de que llegue a ser una amenaza para lo que le rodea.

Puede que una fracción de nosotros, los hombres, estemos «demasiado locos para que se nos permita vivir». Pero esta «solución», llevada al extremo, es algo que me aterroriza… como ideología, es algo que mi mente ni siquiera acierta a entender.

Por supuesto, probablemente se equilibrará por sí mismo. Las mujeres son demasiado sensatas para llegar a estos extremos. Ésa, quizá, es la solución en que tenemos puestas nuestras esperanzas.

Y ahora es el momento de echar esta carta al correo. Intentaré escribirles a Abby y a usted otra vez desde Coos Bay. Hasta entonces, afectuosamente,

Gordon


—¡Mensajero!

Gordon hizo señas a un joven que pasaba, con los pantalones de dril y la bolsa de cartero. El joven se apresuró y saludó. Gordon le tendió el sobre.

—¿Quieres echar esto en el apartado regular para el este por mí?

—Sí, señor. ¡Al instante, señor!

—Sin prisas —sonrió Gordon—. Es sólo personal…

Mas el chico ya había partido a todo correr. Gordon suspiró. Los viejos tiempos de estrecha camaradería, de conocer a todos los del «servicio postal» habían terminado. Estaba demasiado por encima de estos jóvenes mensajeros para compartir un gesto de indolencia y quizás un minuto de charla.

«Sí, definitivamente es la hora.»

Se puso de pie sintiendo sólo una leve contracción de dolor al levantar sus alforjas.

—¿Así que va a volver a la carga, después de todo?

Se volvió. Eric Stevens estaba junto a la puerta lateral de la estafeta, mascando una brizna de hierba y contemplando a Gordon con los brazos cruzados.

Gordon se encogió de hombros.

—Parece que lo mejor es marcharse. No quiero una fiesta en mi honor. Todo ese ajetreo es una pérdida de tiempo.

Stevens hizo un gesto de asentimiento. Su tranquila fuerza había sido una bendición durante la recuperación de Gordon, especialmente su burlona negativa a cualquier sugerencia de Gordon de que era responsable de la muerte de su nieto. Para Eric, Johnny había muerto de la mejor forma que cualquier hombre podía esperar. La contraofensiva había sido prueba suficiente para él, y Gordon había decidido no hablar más de aquel asunto.

El anciano se protegió los ojos con la mano y miró más allá del terreno ajardinado, hacia el extremo sur de la Autopista 99.

—Están llegando más sureños.

Gordon se giró y vio una columna de hombres que cabalgaba despacio desde el sur hacia el campamento principal.

—Vaya —dijo riendo entre dientes Stevens—. Mire sus ojos desorbitados. Parece que nunca hayan visto una ciudad.

En efecto, los fuertes hombres barbudos de Sutherlin y Roseburg, de Camas y Coos Bay entraban en el pueblo parpadeando, notablemente asombrados ante desacostumbradas visiones: molinos de viento que generaban electricidad y tendidos eléctricos, activas tiendas de maquinaria y montones de niños limpios y bulliciosos jugando en los patios de los colegios.

«Llamar a esto ciudad puede ser exagerar las cosas», se dijo Gordon. Pero Eric tenía parte de razón.

La Vieja Gloria ondeaba sobre una atareada estafeta central. Con intervalos, mensajeros uniformados saltaban sobre caballos y partían veloces hacia el este y el sur, con abultadas alforjas.

Procedente de la Morada de Cíclope llegaba una música melodiosa de otro tiempo, y en sus proximidades un pequeño dirigible con parches de color se balanceaba dentro de su andamiaje mientras unos trabajadores vestidos de blanco discutían en la antigua, arcana lengua de la ingeniería.

La diminuta aeronave llevaba pintada en un costado un águila que se alzaba sobre una pira. El otro lado lucía el penacho del soberano Estado de Oregón.

Finalmente, en los campos de entrenamiento, los recién llegados se encontrarían con grupos de mujeres soldado de ojos claros, voluntarias de las partes alta y baja del valle, que estaban allí para desempeñar un trabajo, el mismo que todos los demás.

Todo ello resultaba excesivo para que los rudos sureños lo asimilaran al instante. Gordon sonrió al contemplar a los fuertes y barbudos luchadores quedarse boquiabiertos e ir recordando lentamente cómo habían sido las cosas en otra época. Llegaban con la idea de que iban a salvar un norte exhausto y decadente. Pero regresarían a casa con otra distinta.

—Hasta luego, Gordon —dijo Eric Stevens, concisamente. Al contrario que algunos de los otros, tenía el buen gusto de hacer breves despedidas—. Buen viaje, y vuelva algún día.

—Lo haré —asintió Gordon—. Si puedo. Hasta luego, Eric. —Se echó al hombro las alforjas y comenzó a andar hacia los establos, dejando a sus espaldas el bullicio de la estafeta.

Los viejos campos de atletismo era un mar de tiendas de campaña cuando pasó. Los caballos relinchaban. Al otro lado de los campos, Gordon divisó la inconfundible figura de George Powhatan presentando sus nuevos oficiales a viejos camaradas de armas, reorganizando el débil Ejército de Willamette en la nueva Liga de Defensa de la Comunidad de Oregón.

Brevemente, al pasar Gordon, el hombre alto de pelo plateado alzó la cabeza y cruzó la mirada con él. Gordon hizo una inclinación de cabeza, diciéndole adiós sin palabras.

Después de todo, él había ganado, logrando que el Propietario, bajara de su montaña, aunque el precio de aquella victoria lo pagarían ambos durante el resto de sus vidas.

Powhatan le ofreció una leve sonrisa a cambio. Ambos sabían ya lo que puede hacer un hombre con cargas como aquéllas.

«Las sobrelleva», pensó Gordon.

Tal vez algún día pudieran sentarse los dos juntos en aquel pacífico refugio de montaña, con dibujos infantiles adornando las paredes, y hablar sobre la cría de caballos o el sutil arte de elaborar cerveza. Pero ese momento sólo llegaría cuando las Grandes Cosas se lo permitiesen. Ninguno de los dos hombres contendría la respiración hasta entonces.

Powhatan tenía su guerra que librar. Y Gordon otra extensa labor que realizar.

Se llevó la mano a la visera de la gorra de cartero y se volvió para seguir su camino.

El día anterior los había asombrado a todos al dimitir del Consejo de Defensa.

—Mis obligaciones son para con la nación, no para con un pequeño rincón de ella —les había dicho, dejándoles creer cosas que en el fondo no eran mentiras—. Ahora que Oregón está a salvo —había anunciado— debo proseguir con mi tarea principal. Hay que extender a otros lugares la red postal, a gentes que han estado demasiado aisladas de sus compatriotas.

»Podéis continuar muy bien sin mí.

Todas las protestas habían sido inútiles. Porque aquello era cierto. Ya había dado lo que tenía que dar. Ahora sería más útil en otra parte. De cualquier modo, no podía permanecer allí más tiempo. En aquel valle todas las cosas le recordarían perpetuamente el daño que había causado al hacer el bien.

Había decidido irse de la ciudad en vez de asistir a la fiesta organizada en su honor. Se había recobrado lo suficiente para viajar, siempre que se lo tomase con calma; y había dicho adiós a quienes se quedaban, a Peter Aage y al doctor Lazarensky, y al armazón de esa pobre máquina muerta a cuyo fantasma ya no temía.

El caballerizo le llevó la joven yegua que Gordon había escogido para la primera etapa del viaje. Aún sumido en pensamientos, aseguró las alforjas que contenían sus pertenencias y dos kilos de correo. Cartas dirigidas, por vez primera, a destinatarios de fuera de Oregón.

Se iba completamente tranquilo respecto a un punto. La guerra estaba ganada, aunque aún habían de vivirse meses y años de violencia. Parte de su actual misión consistía en buscar nuevos aliados, nuevos medios para acelerar el fin. Pero ese fin ahora era inevitable.

No tenía ningún temor de que George Powhatan se convirtiera en un tirano después de haber logrado una victoria absoluta. Cuando todos los holnistas hubiesen sido eliminados, les diría a las gentes de Oregón en términos incuestionables que se ocuparan de sus propios asuntos, o que se fueran al infierno. Gordon deseaba poder estar allí para contemplar el trueno, si alguien le ofrecía una corona a Powhatan.

Los Funcionarios de Cíclope seguirían difundiendo su propio mito, alentando el renacer de la tecnología. Los jefes de correos nombrados por Gordon seguirían mintiendo sin saberlo, sirviéndose del cuento de una nación restablecida para enlazar la tierra, hasta que ya no fuese necesario.

O hasta que, por realmente creerlo, la gente lo hiciese realidad.

Y, sí, las mujeres continuarían hablando sobre lo ocurrido allí, aquel invierno. Estudiarían las notas que Dena Spurgen había dejado, leerían los mismos viejos libros que leyeron las Exploradoras, y discutirían sobre las excelencias de juzgar a los hombres.

Gordon había resuelto que ahora apenas importaba si en realidad Dena había estado desequilibrada mentalmente. Los efectos perdurables no serían conocidos durante el tiempo que él viviera. Y ni siquiera tenía influencia para interferir en la leyenda en expansión ni deseaba hacerlo.

Tres mitos… y George Powhatan. Entre ellos, el pueblo de Oregón estaba en buenas manos. Del resto probablemente podrían ocuparse ellos mismos.

La briosa montura piafó cuando Gordon montó en la silla. Gordon dio unas palmadas a la yegua, que temblaba por la ansiedad de iniciar la marcha para tranquilizarla. La escolta de Gordon aguardaba ya en los límites del pueblo, dispuesta para llevarlo a salvo a Coos Bay y a la barca que lo transportaría el resto del camino.

«A California…», pensó.

Se acordó del emblema del oso, y del silencioso soldado moribundo que tanto les había dicho sin pronunciar palabra. Le debía algo a ese hombre. Y a Phil Bokuto. Y a Johnny, que había querido ir al sur.

«Y a Dena… ¡Cuánto deseo que hubieras podido recuperarte!»

Actuaría por ellos. Todos estaban ahora con él.

«Silenciosa California —preguntó—, ¿qué ha sido de ti durante todo estos años?»

Hizo girar a su montura y enfiló la carretera sur; dejaba atrás todo el ajetreo y los gritos de un ejército de hombres y mujeres libres, seguros de la victoria. Soldados que después regresarían alegremente a sus granjas y aldeas cuando su desagradable trabajo estuviese concluido al fin.

Su clamor era estrepitoso, irreverente, definido, impaciente.

Gordon pasó ante una ventana abierta de la que salía una fuerte música grabada. Alguien estaba siendo pródigo con la electricidad. ¿Quién sabía? Tal vez la estridente extravagancia fuera incluso en su honor.

Alzó la cabeza, y hasta el caballo levantó las orejas. Al fin reconoció que era una vieja balada de los Beach Boys, una que no había oído en veinte años… una melodía inocente, tremendamente optimista.

«Apostaría a que en California también tienen electricidad», pensó Gordon esperanzado.

Y tal vez…

La primavera estaba en el aire. Los hombres y las mujeres aplaudieron cuando el pequeño dirigible se elevó, chisporroteando, hacia el cielo.

Gordon hundió los talones y la yegua partió a medio galope. Una vez fuera de la población, no miró atrás.

Загрузка...