Mirad el ascenso de Proteo sobre el mar,
u oíd al viejo Tritón soplando su cuerno enguirnaldado.
El nuevo catálogo de otoño había llegado esa mañana. Behrooz Wolf, como millones de personas más, se había preparado para una velada de análisis y comparación de precios. Como de costumbre, había muchas variaciones sobre la mayoría de las viejas formas, más un atractivo conjunto de formas nuevas que la CEB lanzaba por primera vez. Bey pulsó las teclas para desplegar los catálogos, estudió las imágenes y los precios y marcó algunas formas para tenerlas en cuenta.
Al cabo de una hora perdió interés y prestó menos atención. Bostezó, dejó el catálogo y fue hasta su escritorio. Recogió un par de textos sobre teoría del cambio de formas, los hojeó y al fin, inquieto, registró sus anaqueles. Recogió de nuevo el catálogo de la CEB. Cuando sonó el holófono, soltó un instintivo gruñido de fastidio, pero se alegró de la interrupción. Apretó el control remoto de la muñeca.
—¿Bey? Conecta el enlace visual, por favor —dijo una voz desde la pantalla de la pared.
Wolf se tocó de nuevo la muñeca, y la jovial y rubicunda cara de John Larsen apareció en el holograma de la pared. Larsen miró el catálogo que Bey tenía en la mano y sonrió.
—No sabía que ya había salido, Bey. La fecha oficial de publicación es mañana. Aún no he podido ver si ha llegado el mío. Lamento llamarte a esta hora, pero todavía estoy en la oficina.
—No hay problema. De todos modos, no me podía interesar demasiado en esto. Es la lata de siempre. Las formas más atractivas requieren mil horas de trabajo con las máquinas, o bien tienen un promedio de vida bajo.
—O requieren gran cantidad de almacenamiento de datos, si se parecen a las ofertas de la primavera pasada. ¿Cómo andan los precios?
—De nuevo arriba. Y tienes razón, también necesitan más almacenamiento. Mira éste, John. —Wolf mostró el catálogo abierto—. Ya tengo mil millones de palabras de almacenamiento primario, y aún no puedo manejarlo. Necesitas cuatro mil millones de palabras para pedirlo.
Larsen soltó un silbido.
—Aun así, ése es nuevo. Es lo más parecido que he visto a una forma de ave. ¿Cuál es su promedio de vida? Apuesto a que malo.
Wolf consultó las tablas del catálogo y asintió.
—Menos de 0,2. Tendrías suerte si te durara diez años. Supongo que estaría bien en baja gravedad, pero de lo contrario no. De hecho, una nota al pie indica que puede servir para volar en gravedad lunar o más baja. Supongo que esperan tener buenas ventas en la FEU.
Cerró el catálogo.
—¿Qué dices, John? Creí que tenías una cita. ¿A qué viene esta llamada nocturna?
Larsen se encogió de hombros.
—Tenemos un misterio. Estoy desconcertado, y es uno de esos problemas ideales para ti. ¿Quieres volver esta noche a la oficina? Tú mandas, pero de veras me gustaría tener tu opinión.
Wolf titubeó.
—No planeaba salir. ¿No podemos resolverlo por la holopantalla?
—No lo creo. Pero quizá pueda mostrarte algo para persuadirte de que vengas. —Larsen alzó una hoja para que se viera en toda la pantalla—. Bey, ¿qué dices de este código de identificación?
Wolf lo estudió con mucha atención y miró inquisitivamente a Larsen.
—Parece bastante normal. ¿Conozco a esa persona? Déjame confirmarlo en mi ordenador personal.
Larsen calló mientras Wolf tecleaba los dígitos del código de identificación cromosómica, que había reemplazado a las huellas dactilares, las huellas de voz y los patrones retínales como método absoluto de identificación. El enlace entre su ordenador personal y los bancos centrales de datos era automático y casi instantáneo. Cuando llegó la respuesta, Wolf frunció el ceño y miró con fastidio a John Larsen.
—¿A qué juegas, John? No hay tal identificación en los archivos centrales. ¿Te la has inventado?
—Ojalá, pero no es tan sencillo.
Larsen estiró la mano y recibió un informe impreso.
—Te dije que era algo raro, Bey. Hace tres horas recibí la llamada de un estudiante de medicina. Esta tarde él estaba en el pabellón de trasplantes del Hospital Central cuando entró un caso de trasplante de hígado. El estudiante sigue un curso sobre análisis de cromosomas, y había faltado a una de las sesiones de laboratorio en que debían probar la técnica en un caso real. Así que tuvo la idea de hacer un chequeo de identificación con una muestra del hígado del donante, para comprobar si había aprendido bien la técnica.
—Eso es ilegal, John. No puede tener licencia para usar ese equipo.
—No la tiene. Lo hizo de todos modos. Cuando llegó a casa, entró el código de identificación en los archivos centrales y pidió la identificación del donante. Los archivos no tenían ninguna identificación similar.
Bey Wolf, escéptico pero intrigado, comentó:
—Habrá cometido un error de medición, John.
—Eso pensé al principio. Pero es un joven excepcional. Por lo pronto, llamó aun sabiendo que podría crearse problemas por hacer el análisis sin autorización. Le advertí que debía de haber cometido un error, pero dijo que lo había hecho tres veces, dos del modo habitual y una tercera con un método más rápido que quería poner a prueba. Obtuvo siempre el mismo resultado. Está seguro de haber manejado la técnica correctamente, y de no haber cometido errores.
—Pero no hay modo de falsear una identificación cromosómica, y todos los seres humanos están registrados en los archivos centrales. Tu estudiante nos está diciendo que analizó un hígado procedente de una persona que nunca existió.
John Larsen pareció complacido.
—Eso quería oírte decir. Yo llegué a la misma conclusión. ¿Bien, Bey? ¿Te veo dentro de una hora?
El chaparrón de esa noche había cesado, y las calles volvían a ser un colorido y salvaje caos. Bey salió de su apartamento y se dirigió hacia la acera móvil más veloz, abriéndose paso con experta facilidad entre la muchedumbre. Con una población que superaba los catorce mil millones de habitantes, el apiñamiento era habitual, de noche o de día, aun en las zonas más pudientes de la ciudad. Wolf, absorto en el problema de Larsen, apenas reparó en la multitud que lo rodeaba.
¿Cómo era posible que alguien hubiera eludido el registro de cromosomas? Se realizaba a los tres meses de edad, después de los tests de humanidad, y se había hecho así durante un siglo. ¿Era posible que el donante fuera viejo, un vejestorio moribundo? Eso era ridículo. Aunque el donante lo quisiera, nadie habría usado un hígado de un siglo para un trasplante. Bey contrajo el delgado rostro en una mueca de desconcierto. ¿Acaso el donante no era de la Tierra? No, eso tampoco lo explicaría. Las identidades de los habitantes de la Federación Espacial Unida estaban archivadas por separado, pero constaban en los registros de los bancos centrales de datos. La respuesta del ordenador habría tardado un poco, pero eso habría sido todo.
Empezaba a sentir esa vieja sensación, una mezcla de entusiasmo con temor a la desilusión. Le agradaba su trabajo en la Oficina de Control de Formas, y no conocía ninguno mejor. Pero aunque le había ido muy bien, no era del todo satisfactorio. Siempre estaba esperando el gran desafío, el problema que llevaría su aptitud al límite. Quizá su oportunidad había llegado. A los treinta y cuatro años, tenía que saber qué hacer de su vida. Era ridículo buscar quimeras como un adolescente.
En un intento de reprimir su ilógica ansiedad y de prepararse para el problema, Bey tecleó su implante de comunicaciones y sintonizó el noticiario. Aparecieron la nariz picuda y la frente curva de Laszlo Dolmetsch, simuladas directamente en los nervios ópticos de Bey. La gente y las aceras móviles eran imágenes tenues, fantasmales, superpuestas, pues la ley prohibía la exclusión total de los datos sensoriales directos. Las primeras muertes en las aceras móviles habían enseñado esa lección.
Dolmetsch, como de costumbre, exponía los últimos indicadores sociales para hacer sus profecías pesimistas. Si no se reducía la concentración industrial alrededor de los puntos de acceso al Enlace, habría problemas… Bey ya lo había oído antes, y el hábito había quitado fuerza al mensaje. Claro que había inestabilidad en los indicadores sociales, pero así había sido desde que los habían creado. Bey volvió a mirar el perfil de Dolmetsch y se preguntó si el rumor sería cierto. Se comentaba que en vez de usar el cambio de formas para reducir ese gran pico, Dolmetsch lo había aumentado para convertirse en una figura inconfundible en toda la Tierra. Y sin duda era inconfundible. Bey no podía recordar un momento en que Dolmetsch no hubiera sido un célebre profeta del desastre. ¿Qué edad tenía ahora ese hombre? ¿Ochenta, noventa?
Bey decidió cambiar de canal. Tuvo que regresar un instante al mundo real para dejar paso a dos enfermeros de chaqueta roja que iban a máxima velocidad por la acera más veloz. Luego sintonizó los otros canales. No encontró demasiado. Un accidente minero en Horus, tan lejos de la mayor parte de las actividades en el sistema solar que una patrulla de rescate tardaría meses en llegar; el prometedor descubrimiento de filones en el Halo, lo cual significaba una fortuna para un investigador afortunado y más energía gratuita para la FEU, y el perenne rumor de un cambio de forma que daría inmortalidad a quien la adoptara. Ese rumor surgía cada dos años, regular como las estaciones. Era un tributo al persistente poder de los deseos ilusorios. Nadie tenía detalles, sólo rumores vagos. Bey escuchó con desdén y se preguntó quién prestaba atención a esas habladurías. Volvió a sintonizar a Dolmetsch. Por lo menos las preocupaciones de ese hombre eran comprensibles y se basaban en datos sólidos. Era indudable que la escasez y la violencia estaban apenas controladas, y que la población seguía creciendo a pesar de todos los esfuerzos. ¿Llegaría alguna vez a quince mil millones? Bey recordaba una época en que catorce mil millones era una cifra intolerable.
Las multitudes que corrían por las aceras móviles no parecían compartir las preocupaciones de Wolf. Todos parecían felices, apuestos, jóvenes y saludables. Para las personas de dos siglos antes habrían sido modelos de perfección. Desde luego, éste era el lado oeste, más cerca del punto de entrada del Enlace, y eso ayudaba. En otras partes abundaban la fealdad y la pobreza. Pero al margen de los altos precios y la cantidad de almacenamiento de datos que se requerían, la CEB —Corporación de Equipos Biológicos— tenía derecho a afirmar que había transformado el mundo, al menos esa parte del mundo que podía darse el lujo de pagar. En el lado oeste la opulencia era la norma, y el uso de los sistemas CEB era una condición sine qua non.
Sólo los coordinadores generales compartían la visión de Laszlo Dolmetsch acerca de los problemas del equilibrio económico del mundo. La Tierra vivía al filo de recursos menguantes. Para mantenerla allí se necesitaban ajustes constantes y sutiles, calculados mediante la aplicación de las teorías de Dolmetsch. Cada semana había correcciones que tenían en cuenta los efectos de la sequía, las malas cosechas, los incendios forestales, las epidemias, los cortes energéticos y los suministros minerales. Cada semana los coordinadores generales examinaban los índices de violencia, enfermedad y hambruna, y esperaban temerosamente el momento en que las correcciones fallarían y el sistema se iría al traste en medio de un derrumbe mundial y un colapso económico. En un mundo unido, la quiebra de un sistema significaba la quiebra de todo. Sólo los habitantes de otros mundos, los tres millones de ciudadanos de la Federación Espacial Unidad, podían aferrarse a su inestable independencia, y la FEU observaba los indicadores económicos con la misma dosis de atención y nerviosismo que cualquier coordinador de la Tierra.
Mientras llegaba a destino, Bey Wolf se mantuvo alerta a la presencia de formas ilegales. El maquillaje y la carne plástica podían ocultar muchas cosas, pero en la Oficina de Control de Formas lo habían adiestrado especialmente para ver más allá de la apariencia exterior y detectar la forma de la estructura corporal subyacente.
Era improbable toparse con una forma ilegal en las aceras públicas, pero a veces Bey tenía pesadillas con la forma felina que había visto a poca distancia de allí dos años antes. Eso le había costado dos meses de inactividad en la sala de cambio y recuperación acelerada del hospital del Control de Formas.
Mientras se desplazaba hacia la acera móvil más lenta, reparó de nuevo en la gran cantidad de frentes redondeadas e isabelinas de los viandantes. Había sido una oferta especial del catálogo de primavera, y había tenido un éxito inesperado. Se preguntó cuál sería la atracción del otoño —¿hoyuelos, cicatrices, nariz egipcia?— mientras entraba en Control de Formas y subía al tercer piso, a la oficina de Larsen.
Mientras Bey Wolf subía la escalera, pocos kilómetros al este una solitaria figura de chaqueta blanca tecleaba un código de seguridad y entraba en la sala subterránea de experimentación, cuatro pisos por debajo del nivel de la ciudad. La cara y la figura habrían resultado familiares para cualquier científico. Era Albert Einstein a los cuarenta años, en el ápice de su potencial.
El hombre caminó despacio por la larga habitación, inspeccionando los monitores de cada uno de los grandes tanques. Miraba la mayoría de ellos al pasar, asustando un par de controles, pero en el undécimo puesto se detuvo. Examinó los datos, gruñó, meneó la cabeza. Se quedó inmóvil, sumido en sus pensamientos. Al fin continuó su ronda y entró en la zona de control general del otro extremo de la habitación.
Sentado ante la consola, requirió los registros detallados del undécimo puesto y los desplegó en la pantalla. Luego calló de nuevo varios minutos, anudándose un rizo de pelo largo y cano en el índice mientras examinaba tasas de alimentación, sustancias nutritivas y otros indicadores vitales. Los registros de diversos programas lo mantuvieron ocupado largos minutos, pero al final terminó. Emergió de su concentración, despejó la pantalla y sintonizó la modalidad de grabación de voz.
—Dos de noviembre. Deterioro continuo en tanque once. La intensidad de respuesta bajó un dos por ciento más, y hay una constante inestabilidad en los bucles de biorrealimentación. Esta noche se recalibraron los parámetros de cambio.
Hizo una pausa, negándose a dar el paso siguiente. Al fin continuó:
—Pronóstico: pobre. A menos que haya mejoras en los dos próximos días, será necesario abortar el experimento.
Permaneció sentado un instante, visiblemente conmocionado. Al fin se levantó. Avanzando deprisa por la habitación penumbrosa, reactivó los monitores y conectó los medidores de síntomas. Echó un último vistazo, cerró la bóveda y entró en el ascensor que lo llevaría al nivel del suelo. Más que nunca, la cara se parecía a la de Einstein. Sobre la calidez, el intelecto y la humanidad estaban tallados el dolor y el tormento de un hombre que sufría por el mundo entero.
John Larsen, aún lozano y alegre a pesar de la hora, miró de hito en hito a Bey cuando lo vio entrar.
—Trasnochar no te sienta bien —dijo—. Pareces cansado. ¿De nuevo has dejado de usar tu programa de acondicionamiento?
Wolf se encogió de hombros y pestañeó involuntariamente.
—Se nota, ¿verdad? Nací un poco miope, sabes. Si no hago ejercicios regularmente, sufro fatiga ocular. Haré una sesión completa con los bioprogramas… mañana por la mañana.
Larsen enarcó las cejas con escepticismo. Bey era famoso por sus «mañanas». Afirmaba que había heredado la sutileza y la astucia de su madre persa, junto con la tenacidad y la minuciosidad de su padre alemán. Pero su ascendencia persa también parecía haberle legado un don para la postergación. Bey juraba que en persa no había ninguna palabra que significara «mañana», sólo muchas palabras emparentadas, aunque ninguna con ese sentido de urgencia. Su tendencia a demorar las cosas no afectaba a su trabajo, en el cual era muy eficaz. Bey —de pelo oscuro y tez morena, altura y corpulencia medias— tenía una inquietante habilidad para pasar inadvertido en cualquier muchedumbre, un talento útil para un agente de investigación de la Oficina de Control de Formas.
Larsen cogió una hoja mecanografiada del escritorio y se la dio a Wolf.
—Aquí tienes. La declaración firmada y jurada de Luis Rad-Kato, el estudiante de medicina. Contiene toda la historia. Pone la hora, nos cuenta qué hizo, cita la identificación del hígado y muestra en qué parte de los bancos archivó sus datos.
Wolf cogió la hoja y le echó una ojeada.
—Supongo que ya la has cotejado con Datos Centrales para cerciorarte de que lo archivó tal como dijo.
—Desde luego. Lo hice en cuanto recibí su informe. Aún constaba en el archivo borrador. Te lo leeré de nuevo.
Pulsó el código de acceso y ambos esperaron mientras se realizaba la búsqueda.
La espera se prolongó. Al cabo de un minuto Larsen frunció el ceño, perplejo.
—No debería haber tanta demora. Cuando hice el último chequeo la respuesta fue casi instantánea. Quizá me equivoqué con el código de acceso.
Pulsó la tecla de interrupción y volvió a teclear el código. Esta vez parpadeó la luz de mensajes, y la pantalla dijo: CÓDIGO DE ACCESO NO CORRESPONDE A NINGÚN REGISTRO DE ARCHIVOS. COMPRUEBE REFERENCIA Y REINICIE.
—Maldición. No puede ser correcto, Bey. Usé el mismo código hace menos de una hora.
—Déjame intentarlo. Conozco los códigos de acceso de los supervisores de esa zona de almacenamiento central.
Wolf, mucho más familiarizado que Larsen con los ordenadores, se sentó a la consola. Tecleó, en lenguaje de control, los enunciados que le permitían el acceso al sistema operativo y empezó a examinar los archivos de almacenamiento. Al cabo de unos minutos congeló la imagen.
—Esa es la zona, John. ¡Mira qué mala suerte! El vaciado de datos muestra una disfunción de máquina en la sección de registros médicos, menos de una hora atrás. Se ha perdido todo un conjunto de registros… incluida la zona donde se almacenó el archivo que buscamos. Se borraron todos cuando falló el sistema.
El abatido Larsen meneó la cabeza.
—¡Qué accidente más inoportuno! Ahora será difícil hacer un seguimiento. Tendremos que llamar al Hospital Central y pedir un nuevo examen del trasplante de hígado. No les gustará, pero si buscamos al doctor Morris, del Departamento de Trasplantes, quizá nos arregle la situación.
—¿Esta noche?
—No —dijo Larsen, como disculpándose—. Hoy es imposible. Son casi las once, y Morris hace el turno de día. No podemos hacer nada hasta mañana. A lo sumo puedo llamar y dejar almacenada una solicitud para la mañana.
Se sentó ante el enlace de vídeo y se dispuso a llamar al hospital, pero se contuvo.
—A menos que desees ir allí por la mañana y cotejarlo personalmente… En realidad, eso sería más rápido.
Wolf se encogió de hombros.
—¿Por qué no? La noche está perdida de todos modos. Dejémoslo para mañana.
—Las probabilidades de perder así el registro que buscábamos debían de ser de un millón contra uno —dijo Larsen, aún queriendo disculparse.
—Más que eso, John. El disco borrador se copia a un archivo maestro poco después del acceso, así que siempre hay una copia de seguridad. El accidente debió de producirse antes de que pudieran obtener la copia para almacenamiento permanente. Nunca oí hablar de semejante cosa. Es una rareza. Mil millones de probabilidades contra una, quizás un billón contra una.
Estaba pensativo e insatisfecho cuando ambos se dirigieron hacia las atestadas calles.
—No he cenado y rompí una cita para seguir este asunto —dijo Larsen—. No he salido de la oficina desde que llegué esta mañana. ¿Qué hay de nuevo en las aceras móviles?
—Si hablas de mujeres, como de costumbre —dijo Wolf con aire divertido—, no me fijé demasiado cuando venía para aquí. Vi un par de tías nuevas esta tarde… parecían sacadas de la antigua Persia. Ojos fantásticos. Sería bueno que se pusieran de moda.
Se confundieron con los viandantes. Como la mayoría de los miembros de Control de Formas, Wolf y Larsen usaban formas simples, cercanas a las naturales. Tras años de adiestramiento en cambio de forma, reforzados por escalofriantes contactos con formas ilegales, el cambio de forma por placer o entretenimiento constituía una atracción dudosa para ellos. Sólo los tentaba experimentar una forma realmente extraña. Las máquinas de realimentación biológica de la Oficina de Control de Formas se usaban para el trabajo y la salud, casi nunca para la cosmética. Antes de acostarse, Bey trató su miopía con un programa propio, y resolvió someterse a un examen físico completo. Mañana.
La reunión había durado más de la hora programada. Eso ocurría a menudo. Cada año crecía la lista de solicitantes, y cada año el comité tenía que sopesar más factores para decidir las nuevas formas legales.
Robert Capman, presidente del comité, miró su reloj y llamó nuevamente al orden.
—Es tarde, damas y caballeros. Ésta debe ser nuestra decisión definitiva por hoy. Vean ustedes, por favor, la descripción de la vigésima petición. Intentaré resumirla, para acelerar el trámite.
»La forma básica es un mamífero acuático. También verán ustedes las catorce variaciones básicas que se solicitan en una petición simultánea. El creador de estas formas señala que una de estas variaciones tiene un promedio de vida mayor que 1, para mayor precisión, 1,02. Esto podría significar un par de años en el período de vida del usuario. La CEB ya ha anunciado que estaría dispuesta a manejar esta forma y sus variaciones como Programas Tipo 1, con plena certificación y garantía. Por favor, damas y caballeros, sus comentarios.
Capman hizo una pausa. Tenía un don —en parte instinto, en parte experiencia— que le permitía controlar totalmente el ritmo de la reunión. Hubo rumores en un extremo de la larga mesa.
—Sí, profesor Richter. ¿Algún comentario?
Richter se aclaró la garganta. Era un hombre flaco y atildado de pulcra barba negra.
—Una pregunta, sí. Veo que la forma básica se puede lograr con menos de doscientas horas de interacción de máquina. Sé que el principal cambio externo, aparte de la piel y los ojos, consiste sólo en la adición de agallas a la forma humana, pero me parece que ese tiempo de interacción es demasiado corto. Cuestiono la precisión del proceso.
Capman sonrió y asintió con un gesto de la cabeza.
—Una sagaz observación, Jacob. Yo pensé lo mismo al releer la petición.
Richter se sintió halagado por el comentario de Capman.
—Sin embargo —continuó Capman—, ahora creo que el enunciado es preciso. Este solicitante parece haber hecho un hallazgo muy novedoso. Como usted sabe, una forma suele ser más fácil de alcanzar cuando se corresponde con alguna otra que esté incluida en nuestra historia genética.
Richter asintió vigorosamente.
—Sí, por cierto. Siempre he pensado que ésa es la razón por la cual las formas de ave resultan tan difíciles. ¿Sugiere usted que el solicitante ha desarrollado una forma que se relaciona con nuestra propia ascendencia?
—Eso creo. Más aún, en su solicitud señala un nuevo uso del cambio de formas. Como el número de horas de interacción de máquina parece correlacionarse directamente con la cercanía de una forma a la herencia genética humana, podríamos explorar nuestra historia remota a través de la perturbación sistemática de formas. Cuando sospechamos que una nueva forma está emparentada con el linaje de nuestra especie, debemos buscar las perturbaciones que reducen el tiempo de interacción de máquina. Esos cambios nos llevarán más cerca de nuestra senda evolutiva. Así, este solicitante no sólo ha contribuido a la actual ciencia de la metamorfosis, sino que nos ha dado una nueva herramienta para examinar nuestra herencia evolutiva.
Hubo cuchicheos excitados alrededor de la mesa. Capman rara vez hacía comentarios personales sobre una petición. Dejaba que el comité realizara sus propias evaluaciones y recomendaciones. Sus elogios tenían peso. La nueva forma fue rápidamente aprobada, y el eufórico solicitante recibió las felicitaciones formales del comité.
Se fue flotando de alegría, y por buenas razones. La adopción de sus formas por parte de la CEB, como Programas Tipo 1, lo convertía instantáneamente en millonario, tanto en riyals terrícolas como en los nuevos dólares de la FEU.
En cuanto se fue el solicitante, Capman volvió a imponer orden.
—Por hoy hemos concluido con el examen de peticiones. Pero hay un asunto de excepción que quiero analizar con ustedes antes de irnos. No podemos resolverlo ahora, pero quiero que ustedes lo analicen durante estas semanas, antes de nuestra próxima reunión.
Hizo una seña a una secretaria, quien le entregó una pila de carpetas delgadas. Capman las distribuyó entre los miembros del comité.
—Éstas contienen algunos detalles de una petición excepcional que recibimos la semana pasada. No ha pasado por el proceso de selección convencional porque tras echarle un vistazo decidí que la analizáramos directamente en este comité. Tiene un promedio de vida cercano al 1,3.
Hubo un repentino silencio. Los miembros del comité que estaban ordenando sus papeles para irse se quedaron quietos y miraron a Capman.
—El solicitante no enfatiza esto —continuó Capman—, pero el uso constante de esta forma podría aumentar la expectativa de vida promedio a casi un siglo y medio. La apariencia de la forma es normal en lo exterior. Los cambios se producen principalmente en la médula oblonga y las glándulas endocrinas.
En el otro extremo de la mesa, Richter volvió a levantar la mano.
—Señor presidente, recomiendo gran cautela para hacer comentarios sobre esta forma fuera de este comité. No sabemos cómo reaccionaría el público ante la probabilidad de aumentar la expectativa de vida en un treinta por ciento. Se crearía un caos.
Capman asintió.
—A eso iba a referirme. Y hay otra razón más por la cual debemos encarar esta forma con sumo cuidado. Como muchos de ustedes saben, también trabajo como consultor y asesor técnico de los coordinadores generales. Poniéndome en ese papel, esta solicitud casi me preocupa. El uso difundido de cualquier forma con un promedio de vida tan alto podría elevar la población de la Tierra a más de veinte mil millones de habitantes. No podríamos resistir semejante nivel. Si Dolmetsch está en lo cierto, ya estamos llegando al límite absoluto de equilibrio demográfico.
Cerró su libreta.
—Por otra parte, no sé si tenemos derecho a anular una petición con tales argumentos. Supuestamente el solicitante conoce sus derechos legales. Me gustaría tener la opinión de ustedes el mes que viene, cuando todos hayan tenido tiempo de reflexionar. Se levanta la sesión.
Se despidió de los participantes con una sonrisa, recogió sus papeles y salió deprisa. Cuando se marcharon los demás miembros del comité, los secretarios se quedaron para ordenar y comparar sus notas. El más joven examinó sus grabaciones y las comparó con la transcripción escrita.
—Tengo una aceptación directa, dos aceptaciones condicionales sujetas a nuevas verificaciones, dos a ser continuadas con becas de investigación. Si mi cuenta es correcta, nos quedan quince rechazos.
—De acuerdo. Es curioso, pero los porcentajes siempre parecen ser iguales, no importa cuáles sean las peticiones. —La muchacha rubia intentó agitar las pestañas y fruncir los labios. Obtener la forma exterior de las variaciones Marilyn era bastante fácil, pero las afectaciones requerían mucha práctica—. ¿Cómo me ha salido?
—No está mal. Estás mejorando, pero aún no lo has logrado. Te avisaré cuando sea perfecto. Oye, ¿crees que deberíamos tomar notas sobre las formas rechazadas? Hay por lo menos una que merecería un comentario.
—Lo sé. El solicitante que intentaba desarrollar una forma con ruedas. No sé qué pondríamos en las transcripciones. ¿«Risa generalizada y mal disimulada entre los miembros del comité»? Les costó bastante dominarse cuando ese hombre se puso a brincar y rodar por la habitación. Quizá sea mejor no decir nada. Me pregunto por qué alguien se toma tanto trabajo para ponerse en ridículo.
—Vamos, Gina, ambos sabemos por qué.
—Oh, tienes razón. El dinero siempre tiene ese efecto.
Desde luego.
¿Le gustaría ser rico, rico de verdad? ¿Por qué no desarrolla una nueva forma que cautive al público? Cada usuario le pagará una regalía…
Parecía fácil, pero no lo era. Todas las formas simples habían sido exploradas tiempo atrás. Los especialistas exploraban constantemente variaciones más exóticas y dificultosas. Cada proposición tenía que satisfacer los exigentes requisitos del comité de peticiones, y sólo una en un millón daba en el clavo.
La CEB le venderá un paquete experimental de bajo coste. Incluye todo lo que usted necesita para crear su propio programa de cambio de formas…
Pocos de los entusiastas que firmaban un contrato para experimentar con cambios de forma se molestaban en leer la letra pequeña: La CEB no se responsabiliza por expectativas de vida reducidas, daños físicos o realimentación físico-mental inestable resultante de experimentos en cambio deforma realizados con equipo de la CEB.
Para el individuo en un millón que tenía la inteligencia o la suerte de dar con una forma destinada al éxito, aún quedaba una trampa oculta: esa forma sólo se podía comercializar a través de la CEB. Las regalías se incluían en los precios de la CEB, y la compañía ganaba más dinero que el creador del producto.
Rara vez se publicaban las estadísticas. Experimentadores licenciados en cambio de forma: 1.500.000. Personas que habían llegado a millonarias gracias a la invención de nuevas formas: 146. Muertes anuales causadas por experimentos en cambio de forma: 78.000. Los experimentos en cambio de forma eran un negocio arriesgado. Los secretarios no lo advertían, pero en la selección final ellos sólo veían a los más escogidos: los que aún podían hablar y caminar. Menos de uno de cada cincuenta llegaba al comité. Muchos de los fracasados terminaban en los bancos de órganos.
—Tendríamos que incluir una síntesis de la propuesta sobre el test de humanidad, Gina.
—Supongo que sí. Bosquejé una breve declaración mientras ellos debatían. ¿Qué te parece esto? «La propuesta de que el test de humanidad se realizara a los dos meses, y no a los tres meses, quedó pendiente de los nuevos resultados.»
—Creo que se requieren más detalles. El doctor Capman señaló el revuelo que el actual test de humanidad causó entre los grupos religiosos cuando se introdujo. La CEB tuvo que demostrar su éxito en cien mil casos experimentales antes de que el consejo pudiera aprobarlo.
El joven secretario examinó rápidamente sus registros.
—¿Por qué no usamos esta cita textual de Capman? «El test de humanidad sigue siendo controvertido. A menos que ahora se analice una muestra igualmente amplia, demostrando que los resultados de dos y tres meses son idénticos, no se podrá tener en cuenta la propuesta.»
Ambos eran demasiado jóvenes para recordar los grandes debates sobre el test de humanidad. ¿Qué era un humano? La respuesta había evolucionado despacio y se había tardado años en enunciarla con claridad, pero era bastante simple: una entidad era humana siempre y cuando pudiera lograr cambios de forma deliberados mediante los sistemas de realimentación biológica. La definición había prevalecido sobre el angustiado llanto de millones —miles de millones— de padres encolerizados.
La edad para el test se había reducido gradualmente: un año, seis meses, tres meses. Si la CEB se salía con la suya, la edad pronto sería de dos meses. Había una alta pena por no aprobar el test —la eutanasia—, pero la resistencia se había desvanecido poco a poco ante la implacable presión demográfica. No había recursos para alimentar niños que no podrían tener una vida normal. En los bancos nunca escaseaban los órganos infantiles.
Gina había apagado el grabador. Se acomodó el pelo rubio con el brazo torneado y echó una mirada provocativa a su compañero.
—Aún no das en el clavo —dijo él, críticamente—. Deberías bajar los párpados un poco más, y fruncir mejor el labio inferior.
—Demonios, es difícil. ¿Cómo sabré que lo estoy haciendo bien?
Él recogió su grabador.
—No te preocupes. Ya te lo he dicho. Lo sabrás por mi reacción.
—Debería probar con el doctor Capman… Él sería la prueba definitiva, ¿no crees?
—Imposible. Sabes que él sólo vive para su trabajo. No creo que le queden más de dos minutos libres por día. Pero oye —añadió, bromeando sólo a medias—, si esa forma tiene un índice hormonal demasiado alto, yo podría ayudarte.
La respuesta de Gina no estaba incluida en la base de datos convencional de la forma Marilyn.
Los indicadores de los tanques parpadeaban despacio. Sólo se oía el zumbido de los conductos de aire y los tubos alimentarios, y el chasquido de las válvulas de presión de los tanques. La figura solitaria que estaba sentada ante la consola volvió a mirar las lecturas de situación.
Había sido necesario abortar el fallido experimento del undécimo puesto. De nuevo el dolor, la pérdida de un viejo amigo. ¿Cuántos más? Afortunadamente, el sustituto andaba muy bien. Quizá se estuviera acercando, quizá pudiera concretar el sueño de un siglo.
El hombre no había escogido su forma exterior a la ligera. Era adecuado que el mayor científico del siglo XXII rindiera un homenaje al gigante del siglo XX. ¿Pero cómo había sobrellevado su ídolo la culpa por Hiroshima y Nagasaki? Habría dado mucho por conocer ese secreto.
La inesperada pérdida de los datos que contenían esa identificación de hígado lo había acuciado toda la noche como un anuncio publicitario subliminal. Cuando Bey Wolf llegó a las oficinas de Control de Formas la perplejidad se le notaba en la cara. Cuando ambos se dirigieron juntos al Hospital Central, Larsen confundió el mal ceño de Wolf con irritación por su llamada de la noche anterior.
—Son sólo un par de horas más, Bey —dijo—. Luego tendremos pruebas directas.
Wolf reflexionó un instante, mordiéndose el labio.
—Tal vez, John —dijo al fin—. Pero no estés tan seguro. No sé por qué, pero cada vez que consigo un caso interesante algo lo echa a perder. ¿Recuerdas la Cúpula del Placer?
Larsen asintió en silencio. Había sido un caso difícil, y ambos habían estado a punto de renunciar por él. En la Antártida se realizaban cambios de forma ilegales para estimular los ahitos apetitos sexuales de figuras políticas de primer orden. A partir de un segmento de piel de ofidio hallado en Madrid, Wolf y Larsen habían seguido el rastro poco a poco. Se acercaban a la revelación final cuando de pronto la oficina central les quitó el caso. El asunto se había silenciado y olvidado. Debía de haber jugadores muy importantes en esa partida.
Mientras las aceras móviles los trasladaban hacia el hospital, ambos sentían un creciente abatimiento. Era una reacción natural ante el entorno. A medida que la pátina azul de las paredes blindadas de la parte más nueva de la ciudad se volvía menos frecuente, los edificios aparecían lúgubres y derruidos. Los habitantes se movían con mayor sigilo, y la mugre y los desechos se volvían evidentes. El Hospital Central se erguía al borde de la Ciudad Vieja, donde la riqueza y el éxito eran reemplazados por la pobreza y el fracaso. Buena parte del mundo no podía costearse los programas y el equipo de la CEB. En las profundidades de la Ciudad Vieja, las viejas formas de la humanidad convivían con los peores fracasos que habían sobrevivido a los experimentos de cambios de forma.
La mole del hospital se alzó al fin frente a ellos. El viejo edificio de piedra gris parecía una maciza fortaleza destinada a proteger la ciudad nueva de la Ciudad Vieja. Dentro del hospital, los primeros hallazgos de la CEB se habían sometido a aplicaciones prácticas —mucho tiempo atrás, antes de la caída de la India—, pero la importancia de la tarea del hospital aún persistía en la memoria humana. Todos los intentos de derribarlo para reemplazarlo por un edificio nuevo habían fallado. Era casi un monumento al progreso del cambio de forma.
En el vestíbulo principal los dos hombres se detuvieron a mirar alrededor. El hospital funcionaba con el ritmo frenético y la implacable organización de un hormiguero. Las pantallas que había frente al recepcionista fluctuaban constantemente con todos los colores del arco iris, como las consolas del centro de control de un puerto espacial.
El joven sentado ante los controles ignoraba las pantallas. Estaba enfrascado en la lectura de un grueso libro de cubiertas azules, y había sintonizado las consolas en interrupción por audio por si se requería su atención. Alzó los ojos sólo cuando Wolf y Larsen se plantaron frente a él.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó.
Wolf asintió y lo miró atentamente. La cara, que ahora no estaba vuelta hacia las páginas del libro, le resultó de pronto conocida, aunque de un modo impersonal. Nunca había visto a ese hombre en persona, pero sí en una holografía.
—Tenemos una cita con el doctor Morris del Departamento de Trasplantes —dijo Larsen—. Lo llamé temprano por la mañana a propósito de ciertas pruebas de identificación. Nos dijo que viniéramos a las diez, pero llegamos antes.
Mientras Larsen hablaba, Wolf se las había ingeniado para echar un vistazo al libro que estaba apoyado en el escritorio. Hacía tiempo que no veía a nadie leyendo un volumen encuadernado. Miró las páginas abiertas; muy viejas, a juzgar por el aspecto, y probablemente hechas de pulpa de madera procesada. Bey leyó el título palabra por palabra, con cierta dificultad porque la página estaba al revés: La trágica historia del doctor Fausto, de Christopher Marlowe. De pronto pudo redondear la asociación. Miró de nuevo al empleado, que había cogido una guía electrónica, había pulsado unas teclas y se la había dado a Larsen.
—Siga las instrucciones a medida que aparezcan. Este aparato lo llevará hasta el consultorio del doctor Morris. Devuélvame la guía al salir, por favor. Para regresar aquí, apriete RETORNO y lo guiará hasta el vestíbulo principal.
Mientras Larsen cogía la guía, Wolf se inclinó sobre el escritorio y preguntó:
—¿William Shakespeare?
El recepcionista lo miró asombrado.
—Vaya, así es. Pero ni un visitante de cada diez mil me reconoce. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Es usted poeta o dramaturgo?
Wolf meneó la cabeza.
—Me temo que no. Sólo un estudioso de la historia, y muy interesado en rostros y formas. Supongo que usted recibe una realimentación positiva de esa forma, de lo contrario no la usaría. ¿Le ha servido?
El recepcionista arrugó el ceño reflexivamente, luego se encogió de hombros.
—Es demasiado pronto para saberlo. Me gustaría pensar que da resultado. Pensé que valía la pena intentarlo, aunque sé que los teóricos del cambio de forma son escépticos. A fin de cuentas, los atletas usan las formas corporales de viejas estrellas como modelo. ¿Por qué el mismo método no iba a servirle a un artista? Fue complicado hacer el cambio, pero he decidido conservar la forma al menos por un año. Si para entonces no observo ningún progreso en mi trabajo, volveré a mi forma anterior.
—¿Por qué no conserva la que tiene? —dijo el sorprendido Larsen—. La forma que tiene ahora es buena. Es…
Calló de repente al recibir un puntapié de Bey por debajo del escritorio. Miró a Wolf un segundo, luego se volvió al recepcionista.
—Lo lamento —dijo—. Estoy un poco indiscreto esta mañana.
El recepcionista lo miró entre divertido y embarazado.
—No se disculpe —dijo—. Sólo me sorprende que ustedes se dieran cuenta. ¿Es tan obvio?
Se miró el cuerpo con desánimo.
Bey agitó la mano.
—En absoluto —dijo con voz tranquilizadora—. No olvide que somos de la Oficina de Control de Formas. Es nuestro trabajo. Nos fijamos en las formas más que otras personas. Me di cuenta por los modales de usted. Aún no se ha adaptado del todo, y se portaba más como mujer que como hombre.
—Supongo que aún no estoy del todo acostumbrada a la forma masculina. Es más difícil de lo que parece. Una se acostumbra a las partes adicionales y las partes faltantes en pocas semanas, pero las relaciones humanas lo embarullan todo. Algún día, cuando tengan unas horas libres, les contaré cosas acerca de las adaptaciones de mi vida sexual. Para otros resultan divertidas y ahora, incluso yo las tomo a risa aunque en su momento no les veía la gracia.
La curiosidad de Wolf era muy amplia y a menudo superaba su sentido de la discreción. No pudo evitar una pregunta.
—Las personas que lo han intentado suelen decir que prefieren la forma femenina. ¿Está usted de acuerdo?
—Hasta ahora sí. Todavía estoy aprendiendo a controlar la forma masculina, pero no veo el fruto en mis escritos. Me agradará mucho recobrar mi forma anterior.
Hizo una pausa para mirar el panel, donde luces amarillas y violetas parpadeaban frenéticamente.
—Me gustaría hablar con ustedes acerca de su trabajo, pero ahora tengo que atender el panel. Hay una cinta transportadora atascada en el octavo nivel, y allí no hay mecánicos. Tendré que pedir un par de máquinas a Partenogénesis, que está dos pisos más abajo. —Empezó a pulsar teclas en el control—. Vayan adonde les indica la guía —dijo, ya totalmente absorto en su problema.
—Allá vamos. Buena suerte con sus escritos —dijo Wolf.
Se dirigieron hacia los ascensores. Mientras subían al quinto piso, Larsen vio una vaga sonrisa en el delgado rostro de Wolf.
—Vamos, Bey, ¿de qué se trata? Sólo pones esa cara cuando algo te divierte.
—Oh, nada importante —dijo Wolf, aunque aún estaba muy complacido consigo mismo—. Al menos, espero que no sea importante para nuestro amigo el recepcionista. Me pregunto si sabrá que durante mucho tiempo se han esgrimido teorías afirmando que, aunque la cara que él tiene perteneció a Shakespeare, las obras fueron escritas por otra persona. Quizás haría mejor en adoptar la forma de Bacon.
Bey Wolf era un individuo agradable, pero sólo celebraba las bromas complicadas. Aún parecía complacido consigo mismo cuando llegaron a la ofician del director de trasplantes. Un pequeño detalle que no le había mencionado a John Larsen era que varias teorías sostenían que las obras de Shakespeare habían sido escritas por una mujer.
—El hígado pertenecía a una obrera hidropónica de veinte años. Un accidente laboral le destrozó el cráneo.
El doctor Morris, delgado, intenso y desaliñado, extrajo la respuesta que acababa de leer de la máquina y se la entregó a John Larsen, quien la miró incrédulamente.
—¡Imposible! Ayer los tests de identificación daban un resultado muy distinto. Tiene que haber un error, doctor.
Morris meneó la cabeza.
—Usted vio todo el procedimiento. Estaba allí cuando hicimos la microbiopsia del hígado trasplantado. Usted me vio preparar el espécimen y someter la muestra al análisis de cromosomas. Usted vio el cotejo informático. Señor Larsen, aquí no hay otros pasos ni otras posibles fuentes de error. Creo que usted tiene razón, hubo una equivocación… la del estudiante que le pasó el informe.
—Pero me dijo que lo hizo tres veces.
—Entonces se equivocó tres veces. Repetir un error no es nada nuevo. Confío en que usted no haga lo mismo.
Larsen se sonrojó de furia y turbación. El pálido y demacrado Morris sentía fastidio ante lo que le parecía un desconsiderado derroche de su valioso tiempo. Wolf intervino para aplacar los ánimos.
—Hay algo que me intriga —dijo—. ¿Por qué usó usted un trasplante, doctor Morris? ¿No habría sido más fácil recrear un hígado sano, usando las máquinas de biorrealimentación y un programa adecuado?
Morris se aplacó. No parecía asombrarle que un especialista en cambio de forma hiciera una pregunta tan ingenua.
—Normalmente usted tendría razón, señor Wolf. Usamos trasplantes por dos razones. A veces el órgano original ha sufrido lesiones tan graves y repentinas que no tenemos tiempo para usar los programas de reproducción de órganos. En general es una cuestión de celeridad y comodidad.
—¿Se refiere usted al tiempo de convalecencia?
—Exactamente. Si yo le doy un hígado nuevo a partir de un trasplante, usted pasa un máximo de cien horas trabajando con las máquinas de realimentación. Tiene que adaptar sus reacciones inmunológicas y su equilibrio químico, y eso es todo. Con suerte, podría arreglarse con cincuenta horas de interacción. Si usted quiere regenerar un hígado nuevo, y no está dispuesto a esperar una regeneración natural (lo cual ocurriría eventualmente, en el caso del hígado), tiene que someterse a mil horas de trabajo con las máquinas.
Wolf asintió.
—Eso tiene sentido. ¿Pero no examinó usted la identificación de ese hígado antes de iniciar la operación?
—El sistema no funciona así. —Morris fue hasta una pantalla de pared y activó un gráfico del flujo operativo del hospital—. Lo entenderá mejor si lo sigue aquí. Cuando se reciben los órganos de los donantes, un humano los registra en este punto. Luego, como usted ve, el ordenador se hace cargo. Organiza las pruebas para determinar la identificación, registra los rasgos físicos del donante y el órgano, determina el sitio donde se lo almacenará y demás. Toda esa información va a los bancos de datos permanentes. Luego, cuando necesitamos un órgano, como un hígado, el ordenador compara la información acerca del tipo físico y la condición del paciente con los datos sobre todos los órganos disponibles. Escoge el órgano más adecuado para la operación. Después del registro inicial, todo es automático, así que nunca confirmamos la identificación.
Se apartó de la pantalla y miró inquisitivamente a Wolf, que aún reflexionaba.
—Eso significa, doctor, que en los bancos nunca hay órganos que no se hayan identificado en el momento de la recepción.
—Si son adultos. Desde luego, hay muchos órganos infantiles que no se identifican. Todo aquello que no haya aprobado el test de humanidad no recibe identificación. El ordenador crea otro archivo en el banco de datos para asentar la información sobre esos órganos.
—Conque sí es posible que un hígado esté en los bancos de órganos sin tener identificación.
—Un hígado de bebé, después de haber suspendido el test de humanidad. Mire, señor Wolf, sé adonde va usted, y le aseguro que no dará resultado. —Morris se acercó a la mesa y se sentó, enfrentado a Wolf y Larsen. Se acarició la larga mandíbula con la mano y miró el reloj—. Aunque estoy muy ocupado, les explicaré qué ocurre con este caso. La paciente que recibió el hígado, como usted mismo vio, era una mujer adulta y joven. El hígado que usamos estaba totalmente desarrollado, o casi. Lo vi yo mismo en el momento de la operación. Desde luego no venía de un bebé, y nunca usaríamos órganos infantiles excepto para operar niños.
Wolf se encogió de hombros con resignación.
—Eso es todo, entonces. No le haremos perder más tiempo. Lamento la molestia, pero tenemos que hacer nuestro trabajo.
Se levantaron para irse. No habían llegado a la puerta cuando un hombre canoso entró y saludó a Morris.
—Hola, Ernst —dijo—. No quiero interrumpir. En la lista de visitantes vi que tenías a gente de Control de Formas, así que pasé a ver qué ocurría.
—Estaban por irse —dijo Morris—. El señor Wolf y el señor Larsen. Les presento a Robert Capman, director del Hospital Central. Esta es una visita inesperada. Según el horario, esta mañana tienes una reunión con el Comité de Construcción y Edificios.
—En efecto. Iba hacia allá. —Capman clavó en Wolf y Larsen una mirada rápida y penetrante—. Espero, caballeros, que hayan obtenido la información que buscaban.
Wolf sonrió y se encogió de hombros.
—No era lo que esperábamos conseguir. Me temo que llegamos a un callejón sin salida.
—Lamento saberlo. —Capman también sonrió—. Si les sirve de consuelo, eso ocurre aquí todo el tiempo.
De nuevo clavó en Wolf y Larsen esa mirada fría y deliberada. Bey aguzó la atención. Estudió a Capman unos segundos, hasta que Capman señaló la pantalla de la pared con la cabeza y agitó la mano para despedirse.
—Tengo que irme. Debo hablar ante el comité dentro de cuatro minutos.
—¿Problemas? —preguntó Morris.
—Lo de siempre. Una nueva propuesta para derribar el Hospital Central y ponernos en el cinturón verde, lejos de la parte sórdida de la ciudad. Por si te interesa, emitirán la audiencia en circuito cerrado, por el canal veintitrés.
Dio media vuelta y se fue deprisa. Wolf enarcó las cejas.
—¿Siempre tiene tanta prisa?
Morris asintió.
—Siempre. Tiene una asombrosa capacidad de trabajo. La mejor combinación de teórico y experimentador que he conocido jamás. —Parecía haberse recobrado totalmente de su irritación—. No sólo eso. Tendrían que ver ustedes cómo sabe manejar un comité difícil.
—Me gustaría. —Wolf optó por aceptar la propuesta literalmente—. Siempre que a usted no le moleste que nos quedemos aquí a ver la emisión. Y algo más acerca del hígado —añadió con tono deliberadamente informal—. ¿Qué ocurre con los niños que aprueban el test de humanidad pero tienen alguna deformidad física? Usted mencionó que usan órganos infantiles cuando operan niños. ¿Los toman de los bebés que no aprueban el test?
—Habitualmente. ¿Pero a qué viene la pregunta?
—¿No es cierto que a veces ustedes cultivan los órganos que necesitan, en un medio ambiente artificial, hasta que alcanzan el tamaño requerido para el niño ?
—Tratamos de completar los trabajos de reparación antes de que los niños caminen o hablen. Más aún, comenzamos el trabajo apenas concluyen los tests de humanidad. Pero está usted en lo cierto; a veces cultivamos el órgano de un niño hasta darle el tamaño requerido, y lo hacemos a partir de material reprobado en los tests de humanidad. Sin embargo, todo eso se hace en el Hospital de Niños, en el lado oeste. Allí tienen máquinas de realimentación de tamaño especial. Además preferimos hacerlo allí por razones de control. Como usted sabe, hay penas muy severas por permitir que alguien use una máquina de biorrealimentación si tiene entre dos y dieciocho años… excepto, desde luego, para tareas de reparación médica, las cuales se realizan bajo supervisión estricta. Preferimos que aquí no haya niños, para impedir todo acceso accidental al equipo de cambio de forma.
Morris se volvió hacia la pantalla y pulsó el selector de canales.
—Admiro su perseverancia, señor Wolf, pero le aseguro que no lo llevará a ninguna parte. ¿Por qué enfatiza tanto la cuestión de los niños?
—Había otro dato en el informe de Luis Rad-Kato, el estudiante. Dice que no sólo sometió ese hígado a una prueba de identificación, sino a una prueba de edad. Determinó una edad de doce años.
—Pero eso no demuestra que él sepa lo que está haciendo. Aquí no se usan órganos de donantes infantiles. Ese trabajo se realiza en el Hospital de Niños. El comentario que le hizo usted a Capman fue atinado: ha llegado a un callejón sin salida. Le aconsejo que dedique su tiempo a otra cosa.
Mientras hablaba, el canal veintitrés cobró vida en la pantalla. Los tres hombres callaron para mirar.
—Por opción personal, uso la forma de la madurez temprana.
En los pocos minutos transcurridos desde que se habían marchado del Departamento de Trasplantes, Capman había encontrado tiempo para quitarse el uniforme del hospital y ponerse un traje. Los miembros del comité también usaban atuendos parecidos. La mayoría de ellos parecían hombres de negocios.
—Sin embargo —continuó Capman—, soy bastante viejo… mucho más que todos ustedes. Afortunadamente, soy de linaje longevo, y espero tener por lo menos veinte años productivos por delante. También tengo la suerte de contar con una buena memoria, lo cual da vividez a mis experiencias. Hoy deseo ofrecerles el beneficio de dicha experiencia.
—En plena pompa —murmuró Morris—. Nunca actúa con esa presuntuosidad cuando trabaja en el hospital. Conoce a su público.
—Quizá mi edad exacta sea irrelevante —continuó Capman—, pero aún recuerdo los días en que Lucy está en el agua no era una canción de cuna.
Hizo una pausa para permitir que el público manifestara su sorpresa. Larsen se volvió hacia Wolf.
—¿Cuándo fue eso, Bey?
Wolf parecía sorprendido.
—Si no me equivoco, hace casi un siglo. Sé que fue hace más de noventa años.
Wolf miró con creciente interés al hombre de la pantalla. Capman era viejo de veras. Lucy está en el agua, al igual que la muy anterior Ring-a-Ring-a-Rosy, hablaba de un hecho real. No de la peste negra, como en la otra canción infantil, sino de la matanza de Lucy, cuando los integrantes de la Liga por la Libertad de Alucinógenos —los lucies— habían arrojado drogas en los tanques de suministro de agua de las principales ciudades. Casi mil millones de personas habían muerto en el caos que se produjo mientras la hambruna, la contaminación, la epidemia y las insensatas batallas cobraban su tributo. En cuatrocientos años, era el único momento en que la población había dejado de aumentar, aunque había durado poco.
—Recuerdo los tiempos —continuó Capman— en que el cambio de forma cosmético era desconocido y el cambio de forma médico era aún difícil, peligroso y caro; cuando se tardaban meses de duro trabajo en lograr un cambio que hoy efectuamos en semanas o días; cuando aún se usaban las huellas digitales y de voz como forma legal de identificación, porque la ley aún no había aceptado el hecho elemental de que un hombre a quien le puede crecer un brazo nuevo puede alterarse la laringe o las yemas de los dedos.
Wolf frunció el ceño. El público al que se dirigía Capman parecía tragar el anzuelo, pero Wolf estaba casi seguro de que el orador se permitía ciertas licencias poéticas. Los primeros desarrollos a que se refería Capman habían comenzado aun antes de los lucies. En cierto sentido, se remontaban al siglo XIX, con los primeros experimentos sobre la regeneración de miembros en los anfibios. Muchos animales inferiores tenían la capacidad de regenerar los miembros perdidos. Un hombre no. ¿Por qué?
Nadie pudo responder a esa pregunta hasta que dos especialidades ya maduras y desarrolladas se unieron de manera sorprendente en la década de 1990: la realimentación biológica y el control computerizado de tiempo real.
En la década de 1960 ya se sabía que un humano podía usar dispositivos de realimentación para influir sobre su sistema nervioso autónomo, al extremo de modificar el ritmo de las ondas eléctricas del cerebro. Al mismo tiempo, se habían desarrollado instrumentos controlados por ordenadores, lo cual permitía la realimentación electrónica de señales computerizadas en forma continua y en tiempo real. Ergan Melford había tomado esas dos herramientas básicas y las había hecho trabajar juntas.
Al principio se habían producido éxitos menores, como el reemplazo del cabello y los dientes perdidos. Después de esos comienzos primitivos, los progresos habían sido lentos pero constantes. Al reemplazo de yemas dactilares perdidas pronto siguieron programas para la corrección de disfunciones congénitas, para el tratamiento de enfermedades y para el control de los aspectos degenerativos de la vejez. Eso habría sido suficiente para la mayoría, pero Ergan Melford había visto más allá. Al fundar la Corporación de Equipos Biológicos ya había definido sus objetivos a largo plazo.
El alboroto empezó cuando Melford publicó su primer catálogo general. Se ponían en venta programas que permitían al usuario aplicar el equipo de realimentación biológica para modificar su apariencia: y todos, como bien sabía Melford, querían ser más altos, más bajos, más apuestos o más proporcionados. De pronto se podían comprar programas de cambio de forma para permitir que los hombres y mujeres fueran lo que deseaban ser. Y la empresa de equipos biológicos CEB, propiedad de Ergan Melford en un setenta y cinco por ciento, tenía el monopolio del equipo y los programas, además de las patentes.
En la pantalla, Capman continuaba con su argumentación.
—Yo recuerdo algo que la mayoría de ustedes no recuerdan: los extraños resultados de los primeros días de experimentación en cambio de forma. Eso fue antes de que se definiesen y comprendieran las formas ilegales. Vimos monstruos sexuales, deformaciones físicas, todas las represiones de una generación liberadas en un gran diluvio.
«Ustedes no recuerdan cómo eran las cosas antes de que hubiera una Oficina de Control de Formas. Yo lo recuerdo bien. Era un caos.
Larsen notó que Morris lo miraba.
—En nuestra oficina no estamos lejos del caos. Aún vemos las formas más extravagantes que se puedan imaginar. Supongo que la política actual consiste en sacar el caos de las calles y llevarlo a la Oficina de Control de Formas.
Wolf le pidió silencio, temiendo que Larsen se pusiera a contar anécdotas de la oficina. Capman seguía en la pantalla, construyendo su persuasivo edificio lógico. Tenía gran presencia y convicción. Bey empezaba a comprender el respeto y la reverencia con que Morris y otras personas del hospital hablaban del director.
—Recuerdo todas estas cosas de manera personal, no de oídas. Tal vez ustedes, como miembros de este comité, se pregunten qué tiene que ver todo esto con la propuesta de derribar el Hospital Central y edificar nuevas instalaciones en las afueras de la ciudad. Tiene mucho que ver con ello. En cada uno de los episodios que he mencionado, este hospital, el Hospital Central, este singular edificio, desempeñó un papel clave y crucial. Para la mayoría de la gente este edificio es un monumento al pasado del desarrollo del cambio de forma. Buena parte de ese pasado ha sido inquietante y aterrador, pero debemos recordarlo. Si olvidamos la historia, quizá tengamos que repetirla. ¿Qué mejor recordatorio de nuestro espinoso pasado que la presencia continua de este edificio como centro activo de trabajo? ¿Qué mejor garantía de que el cambio de forma está bajo control y se maneja con prudencia?
Capman hizo una larga pausa y miró a los miembros del comité, enfrentando la mirada de cada hombre y mujer como pidiendo respaldo.
—Concluiré diciendo algo más —dijo—. Para mí, la idea de eliminar semejante monumento al progreso humano es impensable. Por mi parte, no me agradaría trabajar en ningún otro edificio. Gracias.
Capman había ordenado sus papeles y había saludado con un gesto. Ya salía de la sala cuando estallaron los aplausos.
—Ése fue el golpe de gracia —dijo Morris, que también parecía dispuesto a aplaudir—. Me preguntaba si se atrevería a decirlo. Los del comité tiemblan ante la posibilidad de que Capman renuncie si van demasiado lejos. No se atreverán a insistir porque sufrirían presiones de todas partes.
Obviamente había olvidado su irritación con Wolf y Larsen, y cuando se disponían a irse, aseguró a Wolf que colaboraría con él si surgía alguna novedad. Se despidieron cortésmente, pero una vez fuera del hospital manifestaron sus verdaderos sentimientos.
—Tohmir! ¿Qué hacemos ahora, John? Eso no nos llevó a ninguna parte.
—Lo sé. Supongo que tendremos que desistir. Rad-Kato cometió un error, y lo hemos seguido hasta el final. ¿No te parece?
—Casi. Lo único que aún no puedo tragar es lo de anoche, la pérdida de esos datos. Es demasiada mala suerte. Admito que las coincidencias son inevitables, pero prefiero examinarlas bien antes de aceptar que sólo se trata del azar. Hagamos un intento más. Llamemos de nuevo a Rad-Kato cuando regresemos a la oficina.
—Estoy seguro, señor Larsen. —El estudiante de medicina era joven y obviamente se sentía incómodo, pero su holoimagen mostraba una mandíbula firme y ojos enérgicos—. A pesar de lo que haya dicho el doctor Morris, cuyas opiniones creo adivinar, le aseguro que no cometí un error. La identificación que le di ayer era correcta. Además puedo probarlo.
Larsen frunció los labios y miró a Wolf, que estaba de pie a un lado.
—Lo lamento, Luis, pero ya lo revisamos todo en detalle. En nuestra presencia, sometieron el hígado de la paciente que recibió el trasplante a una microbiopsia. Estábamos allí, y presenciamos cada etapa del proceso. Encontramos otra identificación, y está en los archivos del banco central de datos.
Rad-Kato se sorprendió, pero se negó a ceder.
—Quizá se hayan equivocado de paciente, o quizás ellos cometieron un error.
—Imposible, Luis. —Larsen meneó la cabeza—. Te digo que presenciamos todo el procedimiento.
—Aun así, puedo demostrar que tengo razón. Verá usted, no mencioné esto anoche porque no creí que tuviera importancia, pero quería realizar un análisis de enzimas de la muestra que tomé, además de hacer la identificación cromosómica. No tuve tiempo para hacer todo el trabajo anoche. Así que guardé parte de la muestra en el refrigerador del hospital. Iba a terminar el trabajo esta noche.
Wolf aplaudió exaltado.
—¡Eso es, John! Era hora de tener un respiro. Hasta ahora sólo hemos tenido mala suerte con este asunto. Mira —le dijo a Rad-Kato—, ¿puedes quedarte donde estás hasta que lleguemos allí? Necesitamos parte de esa muestra.
—Claro. Estoy en Fertilidad. Pediré al recepcionista que los envíe a este departamento.
—No, no hagas eso. No digas a nadie, ni siquiera a tu madre, que tienes esa muestra. No hagas nada que sugiera que Control de Formas está interesado en ella. Alguien estará allí dentro de veinte minutos.
Wolf cortó y se volvió a Larsen.
—John, ¿puedes ir allí y traer la muestra de tejido? Trae también a Rad-Kato y haremos la prueba en nuestras propias instalaciones. Yo iría contigo, pero empiezo a tener ciertas ideas sobre lo que está ocurriendo. Necesito ir a un terminal y trabajar con los ordenadores. Si estoy en lo cierto, alguien se ha movido muy deprisa en las últimas veinticuatro horas. Quiero averiguar quién es.
Larsen aún no se había ido cuando Wolf ya se había sentado ante el terminal para invocar archivos de datos. Sería un trabajo largo y tedioso aunque estuviera en lo cierto… sobre todo si estaba en lo cierto. Aún se abría paso a través de las marañas de programación que protegían los archivos de toda interferencia exterior cuando Larsen regresó con los nuevos resultados. Rad-Kato tenía razón. No había cometido errores en su análisis anterior; la identificación del hígado no se correspondía con nada que constara en el banco central de datos. Wolf asintió satisfecho, agitó la mano y continuó su lenta y penosa búsqueda.
En las dieciocho horas siguientes se levantó de la silla una sola vez, para ir al botiquín del cuarto de baño y tragar cortamina suficiente para mantenerse despierto y despejado toda la noche. No sería tan malo. Volvía a sentir ese cosquilleo de excitación y ansiedad. Eso ayudaría más que las drogas.
En el laboratorio subterráneo clandestino que había a cinco kilómetros de la oficina de Wolf, dos luces rojas parpadearon en la sección de control mientras sonaba un zumbido suave e intermitente. Cuando el hombre solitario sentado a la consola invocó los mensajes de monitorización, la inferencia fue fácil. Se estaban utilizando ciertas secuencias para interrogar los archivos de datos médicos centrales. Los programas que él usaba para tales averiguaciones tenían más de cinco años y nunca habían sido invocados. Dio gracias por su espíritu previsor.
Había otra táctica disponible, pero quizá sólo sirviera para demorar las cosas, y no demasiado. La figura de chaqueta blanca suspiró y canceló los mensajes del monitor. Era el momento que había previsto, el punto en que una fase terminaba y otra empezaba. Necesitaba llamar a Ciudad Tycho para acelerar la transición. Afortunadamente, el hombre que necesitaba había regresado a la Luna.
—Siéntate, John. Cuando oigas esto necesitarás estar apoyado en algo.
Wolf tenía ojeras y barba crecida. Se movía de aquí para allá. Estaba descalzo, y lo rodeaban pilas de impresos de ordenador. Larsen se acomodó en uno de los pocos lugares desocupados que había cerca del terminal.
—Por lo que veo, quien necesita apoyo eres tú. Por Dios, Bey, ¿qué has estado haciendo? Parece que no hayas dormido en una semana. ¿Has trabajado sin parar?
—No es para tanto. Sólo un día. —Wolf se reclinó, exhausto pero satisfecho—. John, ¿qué pensaste cuando descubriste que Rad-Kato tenía razón?
—Estuve ocupado con otro caso todo el día de ayer y esta mañana, así que no pensé demasiado en ello. Llegué a sospechar que Morris había sustituido la muestra por otra. Cuanto más lo pensaba, más absurdo me parecía.
Wolf asintió.
—No seas tan exigente contigo mismo. Yo también lo sospeché. Ambos lo observábamos a él, así que era difícil ver cómo podría haberlo hecho, ni por qué. Por eso pensé en otra posibilidad. Empecé a preocuparme de nuevo por ese fallo informático y la pérdida de todos los archivos que necesitábamos la primera noche del caso. Hace dos días, ¿verdad?
De nuevo Wolf se reclinó en la silla.
—Parecen dos semanas —dijo—. De todos modos, usé el terminal para pedir las estadísticas sobre pérdida de registros médicos a causa de fallos de máquina. Allí tuve mi primera sorpresa. Había ochenta ejemplos. Eso significaba que la pérdida de datos médicos tenía un promedio diez veces mayor que la pérdida de otros datos.
—¿Quieres decir que los bancos de datos médicos son menos fiables que los demás, Bey? No parece plausible.
—De acuerdo, pero eso indicaban las estadísticas. Tampoco yo podía creerlo. Así que pedí las estadísticas médicas, año por año, yendo hacia atrás. Había una elevada pérdida de datos médicos todos los años, hasta que llegué a veintisiete años atrás. De pronto, la tasa de pérdida de datos médicos bajaba al nivel de todo lo demás.
Wolf se había levantado de la silla y caminaba por la atestada oficina.
—¿Cuál era la conclusión? Parecía que algunos registros médicos eran destruidos intencionadamente. Pedí al terminal una lista de las zonas específicas que se habían perdido en los registros médicos, año por año. El problema era, por definición, que la información sobre las zonas que faltan tenía que ser incompleta. De todos modos, obtuve lo que pude y traté de deducir cuáles eran los datos perdidos en los archivos.
Larsen meneó la cabeza dubitativamente.
—Bey, no parece un método muy fiable. No hay modo de confirmar las deducciones. Necesitarías una copia de los archivos que faltan, y han desaparecido para siempre.
—Lo sé. Sigue mi consejo, John, y nunca lo intentes. Es como tratar de deducir lo que piensa un hombre a partir de la forma de su sombrero. Es casi imposible, y sólo pude obtener generalidades. Obtuve cuatro referencias clave con veintidós horas de trabajo.
Calló para recobrar el aliento.
—Bien, aquí tienes un interesante tema de reflexión, John. ¿Alguna vez has oído hablar de proyectos de investigación con estos nombres: Proteo, Pez Con Pulmones, Jano y Regulación Temporal? ¿Puedes sugerir algo?
Larsen hizo una mueca y negó con la cabeza.
—No sé qué significan, pero te aseguro que nunca oí hablar de ellos.
—Bien, no me sorprende. Yo estoy en la misma situación. Obtuve los nombres yendo a los archivos que definen los contenidos de las zonas de datos, y preguntando luego por los archivos que faltan. Aparte de los nombres que descubrí, sólo averigüé otra cosa. Los cuatro tienen una característica común, el mismo investigador médico.
—¿Morris?
—No me habría sorprendido que fuera así, John. Pero es más alto: Capman. Creo que Robert Capman eliminó ciertos registros de los archivos y se las apañó para que la pérdida pareciera producto de un fallo. Te advertí que necesitarías estar sentado.
Larsen meneó la cabeza enérgicamente.
—No puede ser, Bey. No puede ser. Estás fuera de tus cabales. Capman es el director del hospital. Es lógico que su nombre figure en todas las referencias médicas.
—Claro que sí. Pero no es sólo el administrador de esos proyectos, John. Es el único investigador clave.
—Aun así, Bey, me cuesta creerlo. Se supone que Capman es una de las lumbreras del siglo… de todos los siglos. ¿De acuerdo? Es consejero de los coordinadores generales. Es asesor técnico de la FEU. Tendrás que presentar un motivo. ¿Por qué querría él destruir los datos, aun si pudiera hacerlo? ¿Puedes darme una razón?
Wolf suspiró.
—Ése es el problema. No te puedo dar una sola razón irrebatible. Sólo puedo darte una serie de datos que remiten a Capman. Si crees en la idea de las pruebas convergentes, el cuadro es bastante persuasivo. Primero… —Empezó a contar con los dedos—: Capman es un experto en informática. La mayoría de los médicos no lo son. Conoce mejor que nadie las máquinas y los programas que se usan en el Hospital Central. Te pregunté cómo podíamos tener una identificación errónea del hígado cuando Morris hizo el test. Sólo se me ocurre un modo. Morris puso la muestra correcta, pues lo vimos, pero los procedimientos de búsqueda de datos que se encargan de la identificación estaban alterados. Alguien puso una interferencia de programación que nos presentó una identificación errónea. Morris no tuvo nada que ver con ello. Bien, admito que eso no nos lleva a Capman… es mera conjetura.
«Segundo: Capman ha estado largo tiempo en el hospital, ocupando un alto cargo. Lo que ocurre, sea lo que fuere, ha empezado hace por lo menos veintisiete años.
—Bey —le interrumpió Larsen con impaciencia—, no puedes acusar a un hombre sólo porque ha ocupado un puesto mucho tiempo. Si trataras de presentar esto a otras personas, te aseguro que te echarían a carcajadas. No tienes una sola prueba.
—No para presentar en un tribunal. Pero déjame continuar. Todo es coherente.
Wolf mostraba una expresión que John Larsen había aprendido a respetar, una convicción interior que sólo se manifestaba tras un largo período de riguroso pensamiento analítico.
—Tercero: Capman tiene pleno acceso a los bancos de trasplante de órganos. No tendría problemas para poner órganos allí, o para sacarlos cuando quisiera. Podría haber eliminado órganos no deseados, con pocas probabilidades de que lo descubrieran. Se necesitaría un accidente insólito, como el análisis de Luis Rad-Kato la otra noche. Una mera coincidencia.
»Dos detalles más, y luego me darás tu opinión. Oficialmente, Robert Capman en persona hace la revisión final de los resultados de los tests de humanidad que se realizan en el Hospital Central. Sólo Capman podría falsificar esos resultados y salir bien librado del asunto, pues todos los demás correrían el riesgo de ser descubiertos por el mismo Capman. Por último: mira el gráfico de organización del hospital. Todas las actividades que he mencionado conducen a Capman.
Wolf desplegó un gráfico en la pantalla, con rayas rojas añadidas para mostrar los vínculos con Capman. Larsen lo miró con pétreo escepticismo.
—¿Y qué hay con eso, Bey? Claro que todas conducen a él. Demonios, es el director. Tienen que conducir a él. En definitiva, es responsable de todo lo que se hace allí.
Wolf meneó la cabeza fatigosamente.
—Estamos andando en círculos. Las rayas que añadí llevan a Capman, sí, pero no en su capacidad de director. Terminan muy por debajo de eso, en el nivel de proyectos. Parece que tuviera un interés directo y personal en esas actividades. ¿Por qué sólo en ésas?
»Y hay un par de cosas más que aún no he tenido tiempo de explorar. Una de ellas requeriría una nueva visita al hospital. Al parecer Capman tiene allí un laboratorio privado en el primer piso, cerca de su habitación. Nadie sabe qué hace allí, y nadie cuida el lugar salvo los limpiadores robot. Capman es un insomne que duerme dos o tres horas por noche, así que habitualmente trabaja a solas en el laboratorio hasta las tres o cuatro de la mañana. ¿Qué hace allí?
Wolf miró sus notas.
—Eso es todo, excepto un par de cosas que son menos tangibles.
—!Menos tangibles! —protestó Larsen, pero Wolf no estaba dispuesto a callar.
—¿No te pareció raro, John, que Capman «pasara por allí» cuando hablábamos con Morris? No tenía razones para hacerlo, a menos que quisiera comprobar personalmente para qué realizábamos la investigación. No sé si lo notaste, pero nos examinó como si nos tuviera bajo un microscopio. Nunca he tenido tal sensación de ser medido y evaluado por alguien.
»Una cosa más y termino. Hace cuarenta años que Capman tiene control absoluto del hospital. Allí todos saben que es un genio, y obedecen sus órdenes sin cuestionarlas demasiado. Si algo entiendo de psicología humana, a estas alturas él debe creer que está por encima de las leyes comunes.
Larsen lo miraba inquisitivamente.
—Todo eso es muy bonito, Bey. Ahora dame una prueba concreta. Sólo tienes argumentos circunstanciales. Con una sola prueba sólida, hasta podrías convencerme. Pero no has expuesto más que conjeturas e intuiciones. Soy el primero en admitir que rara vez te equivocas con estas corazonadas, pero…
Lo interrumpió el suave zumbido del intercomunicador. Wolf pulsó el control remoto de la muñeca y calló unos segundos, escuchando la línea privada que se conectaba con sus implantes telefónicos. Luego cortó la comunicación y se volvió a Larsen.
—¿Pruebas, John? Aquí tienes un dato sólido, incuestionable. El que llamó era Steuben, y retransmitía un mensaje que venía de dos niveles más arriba. Requieren nuestros servicios, los de nosotros dos, específicamente, para contribuir a la investigación de un problema de cambio de forma en la base Tycho de la FEU.
—¿Cuándo?
—De inmediato. Tenemos órdenes de abandonar cualquier otro caso en que estemos trabajando. Steuben no mencionó cuáles eran, y dudo que lo sepa. Debemos salir mañana para la Luna. En apariencia la solicitud vino directamente de la oficina de los coordinadores generales. ¿Cuándo llega una coincidencia a resultar increíble?
—Yo no conozco a nadie en la oficina de coordinadores generales, Bey, y estoy seguro de que ellos no me conocen a mí. ¿Tú conoces a alguien?
—En absoluto. Pero uno de ellos, o uno de sus consejeros especiales, como ya sabes quién, quiere que abandonemos este caso. Así que alguien sabe lo que estamos haciendo. ¿Quieres apostar?
Larsen tenía la cara roja. Miró de nuevo el gráfico con la organización del Hospital Central, cuyas líneas relucientes conducían a Capman, y soltó un juramento en voz baja.
—Bey, no voy a aguantarlo dos veces. El episodio de la Cúpula del Placer fue la última vez en que permití que me sacaran de un caso. Pero esta vez nos tienen atrapados. No podemos rechazar una asignación válida, y por lo que sabemos el trabajo en la base de Tycho es real. Si tan sólo tuviéramos más tiempo aquí… ¿Qué podemos hacer en un día?
Wolf palideció, pero estaba dispuesto a pelear. Se puso de pie.
—Al menos una cosa, John, antes de que nos detengan. Podemos echar un vistazo al laboratorio privado de Capman.
—Pero necesitamos una orden de registro de la jefatura.
—Déjalo de mi cuenta. Revelará en qué andamos, pero no se puede evitar. Tenemos que ir allá esta tarde, mientras Morris está de servicio. No sé lo lejos que llegaremos, pero quizá necesitemos alguna ayuda.
—¿Qué esperas encontrar, Bey?
—Si pudiera decírtelo, no tendríamos que ir. Me siento igual que tú… No estoy dispuesto a que esta vez me saquen del caso tan fácilmente, no importa de dónde venga la orden. Quiero saber cómo esos proyectos de los archivos que faltan, Proteo y todo lo demás, se relacionan con ese hígado no identificable del Departamento de Trasplantes. No tenemos mucho tiempo. Tratemos de salir dentro de media hora.
Camino del hospital, Larsen guardó un obstinado silencio. Wolf notó que escuchaba atentamente su implante telefónico y adivinó la razón.
—¿Algún cambio en la situación de tu hogar, John? —preguntó cuando Larsen cortó la comunicación. Creía saber la respuesta.
—Sólo el cambio que podrías esperar —dijo sombríamente Larsen—. Mi abuelo todavía está con ella. Se va deprisa, y lo sabe. Le quedan uno o dos días. Demonios, Bey, tiene ciento seis años… ¿Qué puedes esperar? Todavía usa las máquinas, pero no le sirven de nada.
Suspiró profundamente.
—Amamos a la abuela, ¿pero qué podemos decirle? ¿Cómo le dices a alguien que amas que lo atinado es irse airosamente?
Wolf no supo darle una respuesta. Era un problema temido por todas las familias. Así como el trabajo de la CEB había dado una solución al viejo problema de definir la humanidad, también daba una definición de la vejez. La expectativa de vida aún era de un siglo para la mayoría de la gente, años fértiles y saludables en óptimas condiciones físicas. Hasta que un día el cerebro perdía la capacidad para seguir el perfil de los regímenes de biorrealimentación. Entonces se producía un rápido deterioro físico y mental, y cada uno reforzaba al otro. La mayoría optaba por visitar el Club de la Eutanasia en cuanto advertía lo que ocurría. Unos pocos infortunados, temerosos de las incógnitas de la muerte, continuaban el viaje hasta el final.
Al fin Larsen rompió el silencio.
—¿Sabes, Bey? Nunca antes había visto la vejez. ¿Te imaginas cómo debía ser cuando la mitad del mundo era viejo? La pérdida del pelo, los dientes, la vista, el oído. —Se estremeció—. Supongo que era así hace un par de siglos. ¿Cómo lo soportaban? ¿Por qué no se volvían locos?
Wolf lo miró de hito en hito. Les esperaba una situación difícil en el Hospital Central, y quería estar seguro de que Larsen estuviera a la altura de las circunstancias.
—Tenían otra actitud en esos días, John —dijo—. El envejecimiento se consideraba algo normal, no una enfermedad degenerativa. De hecho, algunos síntomas se consideraban como ventajas, prueba de la experiencia. Si te quieres asustar de veras, imagina cómo sería la vida dos siglos antes de eso. Una expectativa de vida que promediaba los treinta años, sin anestesia, sin analgésicos decentes, sin cirugía eficaz.
—Claro, pero en cierta forma no puedes concebirlo. Sólo lo entiendes de verdad cuando lo ves. Es como si te dijeran que antes la gente vivía toda la vida ciega, con un defecto cardíaco congénito o con un miembro menos. No lo pones en duda pero no puedes imaginar cómo era.
Continuaron el viaje, y al fin Wolf habló de nuevo.
—Y no sólo había problemas físicos. Si tu cuerpo y tu apariencia se fijaban en el nacimiento, piensa cuántos problemas emocionales y sexuales podías tener.
El perfil del Hospital Central se erguía nuevamente ante ellos. Abandonaron las aceras móviles para detenerse ante las macizas columnas de granito que bordeaban la entrada principal. Cada vez que entraban, viejos temores parecían despertar. Ambos habían hecho allí sus tests de humanidad, aunque desde luego eran demasiado pequeños para tener un recuerdo. Larsen cogió a Wolf del brazo y avanzó hacia la puerta.
—Vamos, Bey. No nos volverán a hacer el test. Pero no sé si en tal caso aprobarías. Mucha gente de Control de Formas dice que en algo no eres humano. ¿Dónde obtuviste ese don para olfatear así las formas prohibidas? Todos me preguntan, pero nunca tengo una buena respuesta.
Wolf miró severamente a Larsen antes de relajarse y soltar una carcajada.
—Podrían hacerlo tan bien como yo si usaran los mismos métodos y trabajaran con el mismo empeño. Busco rarezas en el aspecto de la gente, en su voz, su ropa, sus movimientos y su olor… cosas que no concuerden. Al cabo de unos años se convierte en una evaluación subconsciente. A veces no sé qué detalle delató una forma prohibida. Tendría que pensarlo demasiado, una vez descubierta.
Atravesaron las grandes puertas con remaches. El recepcionista era el mismo de la vez anterior. Les saludó alegremente.
—Parece que el doctor Capman les tiene simpatía. Me dio este código para ustedes. Pueden usarlo en cualquier parte del hospital… Dijo que ustedes lo necesitarían al llegar aquí.
Sonriendo, entregó un código de ocho dígitos a Wolf, quien miró sorprendido a Larsen.
—John, ¿tú llamaste para decir que veníamos?
—No. ¿Y tú?
—Claro que no. ¿Cómo diablos…?
Wolf se interrumpió y se dirigió deprisa a una pantalla de pared. Tecleó el código, y un breve mensaje titiló de inmediato en la pantalla. EL SEÑOR WOLF Y EL SEÑOR LARSEN TENDRÁN ACCESO A TODAS LAS UNIDADES DEL HOSPITAL. SE REQUIERE A TODO EL PERSONAL QUE COLABORE PLENAMENTE CON LAS INVESTIGACIONES DE LA OFICINA DE CONTROL DE FORMAS. POR ORDEN DEL DIRECTOR, ROBERT CAPMAN.
Larsen frunció el ceño, desconcertado.
—No ha podido saber que vendríamos. Lo hemos decidido hace apenas media hora.
Wolf ya caminaba hacia el ascensor.
—Créase o no, John, lo sabía. En otra ocasión averiguaremos cómo. Vamos.
Estaban a punto de entrar en el ascensor cuando se toparon con el doctor Morris, quien de inmediato se puso a parlotear.
—¿Qué está pasando aquí? Capman canceló todos sus compromisos para hoy, hace sólo media hora. Me dijo que los esperara a ustedes aquí. Esto no tiene precedentes.
Wolf lo miró con ojos inquietos y turbados.
—Ahora no tenemos tiempo para dar explicaciones, pero necesitamos ayuda. ¿Dónde está el laboratorio privado de Capman? Está en este piso, ¿verdad?
—Sí, por este corredor. Pero usted no puede entrar allí, señor Wolf. El director ha dado órdenes estrictas de que no le molesten. Es una pauta de…
Se interrumpió cuando Wolf abrió la puerta, que daba a un estudio vacío. Los otros dos lo siguieron.
—¿Dónde está el laboratorio privado? —le preguntó Wolf a Morris.
—Por aquí.
Los condujo a un cuarto contiguo que estaba equipado como un pequeño pero sofisticado laboratorio. También estaba vacío. Examinaron deprisa ambos cuartos. Larsen descubrió un ascensor en un rincón del laboratorio.
—Doctor, ¿adonde lleva esto? —preguntó Wolf.
—Pues… no lo sé. Ni siquiera sabía que existía. Debe ser anterior a la instalación de los tubos ascensores. Pero hace más de treinta años de eso.
El ascensor tenía un solo botón. Larsen lo apretó, y los tres bajaron en silencio. Morris contaba en voz baja. Cuando se detuvieron, reflexionó un instante y cabeceó.
—Ahora estamos cuatro pisos bajo tierra, si he contado correctamente. No sé de ninguna instalación del hospital a esta profundidad. Tiene que ser muy vieja, anterior a mis tiempos.
Sin embargo, el cuarto donde entraron no revelaba indicios del paso del tiempo. Estaba recién pintado y no había polvo. En un extremo había una enorme puerta con una llave de combinación. Wolf la miró unos segundos y se volvió hacia Larsen.
—No tenemos muchas opciones. Por suerte no es un modelo nuevo. ¿Crees que podrás abrirla, John?
Larsen se acercó a la puerta y la estudió en silencio unos minutos, luego asintió. Movió delicadamente las llaves enjoyadas, deteniéndose en cada una. Al cabo de veinte minutos de intenso trabajo y frecuentes consultas a su ordenador personal, suspiró profundamente y tecleó una combinación. Tiró de la puerta, abriéndola de par en par. Entraron en un cuarto largo y oscuro.
Morris señaló la hilera de grandes tanques que había a lo largo de ambas paredes.
—¡Esos tanques no tendrían que estar aquí! Son tanques para cambios de forma especiales. Son como los que usamos para los niños con defectos de nacimiento, aunque diez veces más grandes. No tendría que haber unidades como éstas en este hospital.
Recorrió rápidamente la habitación, inspeccionando cada tanque y examinando los monitores. Luego regresó hacia Wolf y Larsen con los ojos desorbitados.
—Veinte unidades, y catorce de ellas ocupadas. —Le temblaba la voz—. No sé quiénes están dentro, pero estoy seguro de que esta unidad no forma parte del hospital. Es un laboratorio totalmente ilegal.
Wolf miró a Larsen con sombría satisfacción.
—¿Puede explicarnos qué clase de cambio de forma se está realizando aquí? —le preguntó a Morris.
Morris reflexionó un instante antes de responder.
—Si se trata del diseño habitual, tiene que haber una sala de control en alguna parte. Allí deberían estar todos los registros de trabajo: programas informáticos, diseños experimentales, todo. No está en este extremo.
Atravesaron juntos la larga habitación. Morris murmuró satisfecho cuando vio la sala de control. Fue hasta la consola y pidió los registros de cada puesto experimental. Mientras trabajaba, palidecía cada vez más. Tenía la frente perlada de sudor. Al fin habló, despacio y con voz queda:
—Faltan registros, pero puedo decirles que aquí ha sucedido algo terrible, y totalmente ilegal. Hay humanos en catorce de esos tanques. Se los está programando para que se adapten a formas especificadas previamente, incorporadas en los programas de control. Y puedo decirles algo más. Los sujetos de los tanques no tienen edad legal para el cambio de forma. Estimo que tienen entre dos y dieciséis años, todos ellos.
Tardaron unos segundos en digerir la novedad. Al fin Larsen dijo en voz baja:
—¿Nos dice usted que hay niños humanos en esos tanques? Eso es monstruoso. ¿Cómo puede un niño evaluar los riesgos del cambio de forma?
—No puede. En este caso, no se presenta la cuestión de conocer el riesgo. El arreglo es muy especial, y nunca se usa legalmente. Hace muchos años que sabemos cómo aplicarlo, en principio. El estímulo para alcanzar un cambio de forma programado se aplica directamente a los centros de placer del cerebro. De hecho, ellos no tienen ninguna opción. Se obliga a estos niños a alcanzar los cambios programados mediante fuertes estímulos.
Se reclinó en la silla de la consola de control y se llevó ambas manos a la transpirada frente. Al fin habló de nuevo, arrastrando la fatigada voz.
—No puedo creerlo. Simplemente no puedo creerlo, aunque lo esté viendo. En el Hospital Central, y con la complicidad de Capman. Él ha sido mi ídolo desde que me licencié como médico.
Parecía más interesado que nadie en los individuos y en el conjunto de la humanidad. No le interesaban el dinero ni los bienes materiales. Y ahora está involucrado en esto. No tiene sentido…
Se le quebró la voz, y se quedó inmóvil y arqueado en la silla. Al cabo de unos segundos, Wolf interrumpió sus turbadas reflexiones.
—Doctor, ¿hay algún modo de averiguar qué cambios de forma se usaban aquí?
Morris se irguió un poco y sacudió la cabeza.
—No sin los registros que faltan. Capman los habrá guardado en otra parte. Puedo obtener los listados informáticos desde aquí, pero deducir el propósito de los listados sería una tarea abrumadora. Uno puede tardar horas aun para comprender las subrutinas cortas. Aquí hay un código, por ejemplo, que se repite una y otra vez en dos de los experimentos. Pero su empleo es oscuro.
—¿Qué cree usted que es, doctor? —preguntó Bey—. Sé que no puede decirlo con exactitud, ¿pero puede darnos una idea aproximada?
Morris titubeó.
—Lo leeré fuera de contexto, desde luego. Parece un bucle de demora. El efecto consiste en que cada instrucción del programa se ejecuta un número predeterminado de veces antes de pasar a la siguiente. Así que todo se demoraría según el mismo factor, fijado por el usuario.
—¿Pero qué haría?
—Dios sabrá. Todos estos programas son interactivos y de tiempo real, así que no tendría sentido desacelerarlos. —Hizo una pausa y añadió—: Pero recordemos que estos programas deben ser obra de Robert Capman. Él es un genio de primera, y yo no. El hecho de que yo no entienda lo que se hace aquí no significa nada. Necesitamos las notas de Capman y el diseño experimental para saber qué se proponía.
Wolf se paseaba enérgicamente por la sala de control, los ojos turbios.
—Eso no será fácil. Apostaría mi cerebro a que Capman se ha ido del hospital. ¿Por qué otra razón nos ha permitido tener acceso a todo? No entiendo por qué lo hizo, aunque supiera que le seguíamos el rastro. De algún modo se enteró de nuestro propósito y supo que no podía detenernos. Pero a menos que lo encontremos, quizá nunca sepamos qué hacía aquí. —Se volvió hacia Larsen con súbita resolución—. John, consigue un sensor de rastros. Estoy seguro de que Capman estuvo en esta habitación en la última hora. Tenemos que encontrarlo, aunque sea por su propia seguridad. ¿Imaginas la reacción del público si la gente se entera de que ha robado bebés humanos para someterlos a experimentos en cambio de forma? Lo harían trizas. Se debió de adueñar de los niños falseando los tests de humanidad. Por eso sus identificaciones no figuran en los archivos.
Larsen se marchó deprisa. De pronto Morris pareció esperanzado.
—Un momento —dijo—. Supongamos que Capman estuviera trabajando con sujetos que no habían aprobado los tests de humanidad. Eso no sería tan grave como usar bebés humanos.
Wolf meneó la cabeza.
—Yo también lo pensé, pero la idea no funciona. Recuerde que el test de humanidad se basa en que los no humanos no pueden realizar cambios de forma. Así que Capman está usando humanos, por definición. No sólo eso, recuerde que el hígado que encontramos pertenecía a un niño de doce años. Capman no sólo tenía experimentos, sino también experimentos fallidos. Los bancos de órganos eran un modo conveniente de deshacerse de ellos con poco riesgo de que lo descubrieran.
Continuó caminando por la sala, mientras Morris se quedaba sentado, agobiado por la desesperación y el desconcierto.
—Por Dios, espero que John se dé prisa —dijo al fin Wolf—. Necesitamos el sensor. Si no averiguamos adonde fue Capman, estamos atascados.
Siguió caminando, mirando las instalaciones de la sala de control. El comunicador que había junto a la consola de control parecía una unidad de propósito específico, un modelo viejo. Todos los códigos de respuesta para organizar mensajes habían cambiado mucho, con lo cual cualquier código podía activar respuestas diferentes. Bey pensó un instante, luego tecleó el código de ocho dígitos que Capman le había dejado en el vestíbulo. Esta vez, en lugar del mensaje que requería colaboración con las investigaciones de Control de Formas, un mensaje mucho más largo se desplegó en la pantalla. Bey lo leyó con creciente asombro.
QUERIDO SEÑOR WOLF: SI USTED ESTÁ LEYENDO ESTO, SE ENCUENTRA EN MI LABORATORIO Y HA DEDUCIDO, COMO TEMÍ EN NUESTRO PRIMER ENCUENTRO, LA NATURALEZA DE MI LABOR. HACE MUCHOS AÑOS QUE SÉ QUE ESTE DÍA LLEGARÍA ALGUNA VEZ, Y ME HE RESIGNADO A LA IDEA DE QUE QUIZÁS ESTA LABOR NO SE COMPLETE BAJO MI DIRECCIÓN. SEÑOR WOLF, AUNQUE USTED NO LO SEPA TODAVÍA, USTED Y YO SOMOS ESPECÍMENES DE UNA RAZA MUY RARA. ADVERTÍ ENSEGUIDA QUE SU INVESTIGACIÓN PODRÍA FIN A ESTA LABOR. LO LAMENTO, PERO LO ACEPTO.
HACE MUCHO TIEMPO DECIDÍ QUE PREFERIRÍA VIVIR MI VIDA EN LA SERENIDAD DEL ANONIMATO, SI ESTE TRABAJO SE DESCUBRÍA, ANTES QUE SOPORTAR EL PROLONGADO Y BIEN INTENCIONADO PROGRAMA DE REHABILITACIÓN QUE SE ME INFLIGIRÍA COMO CASTIGO POR MIS ACTOS CRIMINALES. PARA LA MAYORÍA DE LA GENTE, ESTOS ACTOS RESULTARÁN ABORRECIBLES. PERMÍTAME DECIRLE QUE MI TRABAJO SIEMPRE HA PERSEGUIDO EL BENEFICIO DE LA HUMANIDAD. CON ESA FINALIDAD SE HA SACRIFICADO, LAMENTABLEMENTE, UN PEQUEÑO NÚMERO DE VIDAS HUMANAS. CREO PLENAMENTE QUE EN ESTE CASO EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS.
PARA ALCANZAR EL ANONIMATO QUE DESEO, SERÁ NECESARIO QUE ROBERT CAPMAN DESAPAREZCA DE LA FAZ DE LA TIERRA. ES IMPROBABLE QUE NOS VOLVAMOS A ENCONTRAR. PARA MÍ HABRÍA UN RIESGO DEMASIADO GRANDE, PUES SOSPECHO QUE USTED Y YO SIEMPRE NOS RECONOCERÍAMOS. COMO SEÑALA HOMERO, TALES GENTES SIEMPRE SE RECONOCEN. SEÑOR WOLF, APRENDA USTED MÁS SOBRE LA TEORÍA DEL CAMBIO DE FORMA. TIENE USTED UN ASOMBROSO DON PARA LO PRÁCTICO, PERO SU POTENCIAL SE DESPERDICIARÁ MIENTRAS NO DOMINE USTED LO TEÓRICO. HÁGALO, Y TODO ESTARÁ A SU ALCANCE.
ESTA MAÑANA CONCLUÍ LOS PLANES PARA MI PARTIDA, Y AHORA DEBO IRME. CRÉAME, LLEGA UN MOMENTO EN QUE LA FAMA ES UN CONTRAPESO, Y UNA VIDA TRANQUILA ENTRE MIS GRABACIONES Y HOLOCINTAS SE CONVIERTE EN EL MAYOR ANHELO. PARA Mí HA LLEGADO ESE MOMENTO. SINCERAMENTE, ROBERT CAPMAN.
Allí terminaba. Wolf y Morris miraron la pantalla intensamente, pero no apareció nada más.
—Empiezo a entender por qué en el hospital lo consideran omnisciente —dijo Wolf—. Pero comprenderá usted que no puedo dejarlo escapar. Si puedo rastrearlo, lo haré. En cuanto llegue aquí John Larsen, trataremos de seguirlo, no importa adonde haya ido.
Morris no respondió. Parecía haber sufrido más conmociones de las que podía resistir en un solo día. Se quedó sentado ante la consola, la boca abierta y el cuerpo flojo, hasta que Larsen atravesó la gran puerta.
—Lamento haber tardado tanto, Bey —dijo—. Decidí pasar primero por el apartamento de Capman y preparar el sensor con sus ropas. Así ha sintonizado su química corporal. Podemos ir en cualquier momento, en cuanto obtengamos un aroma tenue. El sensor apuntaba hacia aquí, así que Capman tiene que habérselas ingeniado para irse de este lugar. ¿Has visto indicios de una salida oculta?
Ambos registraron atentamente la pared, mientras Morris los miraba aturdido y sin comprender. Finalmente John Larsen encontró un panel flojo en una pared, detrás de una unidad de aire acondicionado. Lo corrieron a un lado y descubrieron que daba a un corredor largo y angosto, tenuemente iluminado por una fluorescencia verde. Larsen acercó el sensor a la apertura, y el monitor emitió una luz verde y brillante. La flecha viró señalando hacia el corredor.
—Fue por allí, Bey —dijo Larsen. Se volvió hacia Morris—. ¿Adonde conduce esto?
Morris recobró la compostura y miró alrededor.
—Tendré que pensarlo. El ascensor estaba en el rincón oeste del estudio. Eso significaría que usted está ahora orientado hacia el este.
Bey Wolf se pellizcó pensativamente el labio inferior.
—Lo que esperaba —dijo—. ¿A qué otra parte iba a ir? —Se volvió hacia Larsen—. Tendremos que ir por allí, John, si queremos capturar a Capman. ¿Ves adonde se dirige? Al corazón de la Ciudad Vieja.
Si tomamos el más violento y sórdido gueto urbano del siglo XX, lo envejecemos dos siglos, lo sazonamos con una maraña de estructuras elevadas y subterráneas, lo poblamos con los más pobres entre los pobres y le añadimos los peores fracasos de los experimentos de cambio de forma, tendremos la Ciudad Vieja, donde los agentes de la ley caminaban aprensivamente de día y rara vez de noche. Bey Wolf y John Larsen, armados con luces frías, armas de aturdimiento y el sensor, salieron del largo corredor subterráneo cuando empezaba a anochecer. Miraron cautelosamente en derredor y empezaron a seguir la flecha del sensor, internándose en la Ciudad Vieja.
Las evidencias de pobreza los rodeaban por todas partes: las aceras resquebrajadas y llenas de basura, los edificios derruidos, la total ausencia de aceras móviles. Allí se viajaba a pie, o en antiguos vehículos con ruedas sin control automático ni mecanismos de seguridad.
—Pongámonos de acuerdo en algo, John —dijo Wolf, mirando en derredor con gran interés—. Mientras perseguimos a Capman, no nos preocuparemos demasiado por las formas prohibidas habituales. Por lo pronto, creo que aquí veremos más de las que nunca vimos. Mira allí, por ejemplo.
Señaló el callejón frente al cual pasaban. Larsen vio una mole osuna de pie junto a un hombre redondo y diminuto de medio metro de altura. Tenían un carrete de hilo de monofilamento, y lo desenrollaban sujetándolo a una estructura de rejas metálicas. Wolf siguió caminando.
—Si tropiezas con eso, te cortaría en dos antes de que te dieras cuenta. Obviamente están tendiendo una trampa. No es para nosotros, pero será mejor que aquí andemos con cuidado.
Larsen no necesitaba que se lo recordaran. Miraba hacia todas partes, y mantenía la mano cerca de la pistola de aturdimiento.
—No parecen intentos fallidos con las formas comerciales habituales, Bey —dijo—. Supongo que eso es lo que ocurre cuando un pobre diablo de mente retorcida se adueña de una máquina de cambio de forma.
Wolf asintió.
—Quizás intentan luchar contra la adopción de esas formas con su mente consciente, pero por debajo algo se las impone. Quizá dentro de cien años lleguemos a entender qué compulsión los obliga a hacerlo.
Mientras hablaba, Wolf evaluaba fríamente lo que veía y lo memorizaba para futura referencia. La Ciudad Vieja estaba fuera de su jurisdicción excepto en verdaderas emergencias, y aprovechaba al máximo una rara oportunidad. Avanzaron deprisa por las calles oscuras, y por primera vez repararon en la ausencia de faroles. Pronto tuvieron que usar las luces frías para alumbrar el camino. La flecha del sensor siempre apuntaba en la misma dirección. Al caer la noche, empezaban a aparecer los habitantes de la Ciudad Vieja que se ocultaban de día. Larsen empuñó con más fuerza la pistola cuando las imágenes y sonidos se volvieron más exóticos.
Al fin llegaron a una larga rampa inclinada que los conducía nuevamente a un lugar subterráneo. Larsen miró el sensor, y bajaron despacio. Las luces alumbraban el túnel hasta diez metros de distancia. Más allá todo era negrura. Una forma gris y reptilesca con un tufo mohoso echó a correr por un pasaje lateral, y delante de ellos oyeron un chasquido y los pasos apresurados de alguien que se internaba en las sombras. Wolf se detuvo, sobresaltado.
—Eso es algo de lo que debemos informar en la oficina. A menos que me esté volviendo loco, acabamos de ver a alguien que ha desarrollado un exoesqueleto. Me pregunto si ha conservado la estructura de vertebrado.
Larsen no respondió. No tenía esa curiosidad clínica de Wolf, y se sentía incómodo. Continuaron la marcha, y el ambiente se volvió más húmedo y reluciente cuando la rampa se angostó en un túnel con paredes y piso de tierra. Delante, una figura gimió y se escurrió con movimientos de serpiente en otro pasaje lateral.
De pronto Wolf se detuvo y tocó la vara de metal del sensor.
—Demonios, John. ¿Es mi imaginación o esta cosa se está calentando?
—Es posible. Creo que lo mismo ocurre con la pistola y la linterna. Lo noté hace unos metros.
—Debemos de haber entrado en un campo de inducción. Si se vuelve más fuerte, no podremos llevar nada metálico. Avancemos unos metros más.
Caminaron despacio, pero pronto fue obvio que el campo de inducción se fortalecía. Retrocedieron para celebrar un consejo de guerra.
—La señal del sensor es muy fuerte ahora, John —dijo Wolf—. Capman no puede andar muy lejos. Dejemos aquí todos los objetos metálicos y avancemos otros cincuenta metros. Si no lo encontramos después de eso, tendremos que desistir.
Ambos hombres empezaban a sentir los efectos de la tensión. Con buena iluminación, Wolf habría visto la reacción que su sugerencia producía en Larsen. Sólo le oyó aceptar a regañadientes. Dejando las pistolas, las luces y el sensor, reanudaron la marcha en la oscuridad, andando cautelosamente metro tras metro.
De pronto Larsen se detuvo.
—Bey —susurró—, ¿oyes algo delante?
Wolf aguzó los oídos. No oía nada.
—Sonó como un gruñido, Bey. Allí, de nuevo. ¿Oyes?
—Creo que sí. Avancemos despacio. Está a pocos metros.
Siguieron avanzando en la mohosa oscuridad. Oyeron otro gruñido bajo, luego un doloroso jadeo. De pronto una voz débil les llegó desde las sombras.
—¿Quién está ahí? Quédese donde está. Por el amor de Dios, no se acerque más.
—¿Capman? Somos Wolf y Larsen. ¿Dónde está usted?
—Aquí abajo, en el pozo. Miren donde pisan. Esperen un segundo. Les mostraré por dónde ir.
Un delgado haz de luz brotó desde el piso. Avanzaron con titubeos y se encontraron al borde de un pozo de cuatro metros. En el fondo yacía Capman en una incómoda posición. Empuñaba una pequeña linterna y la enfocaba hacia ellos.
—Este pozo no estaba aquí hace un par de días —jadeó—. Sin duda lo cavó una de las formas modificadas que viven en estos túneles. Un espécimen grande, creo. Anduvo por aquí hace unos minutos y se marchó. Por allá.
Señaló con la linterna. Ambos vieron un gran túnel que partía desde la base del pozo. Capman parecía débil y dolorido, pero aún conservaba la calma y la racionalidad.
—Si sobrevive aquí abajo, ha de ser carnívoro —dijo—. Me pregunto cuál será la forma básica.
Wolf se asombró al captar una nota de curiosidad intelectual en la voz de Capman. Se acercó al borde y escudriñó el túnel.
—No sé qué pueden hacer ustedes para ayudarme —continuó serenamente Capman—. Si no pueden sacarme, es vital que les entregue mis registros. Tendría que haberlos dejado en el hospital. Son una parte crucial de la descripción de mis trabajos. Cerciórense de que caigan en las manos adecuadas.
Calló de golpe y enfocó la luz hacia la pared del pozo.
—Creo que está volviendo. Les arrojaré este carrete. Acérquense más al borde. No sé si podré lanzarlo bien desde esta posición.
Capman enfocó la linterna hacia la pared del pozo para proyectar una luz difusa hacia arriba y arrojó torpemente un pequeño carrete. Estirando el brazo, casi al extremo de perder el equilibrio, Larsen logró atajarlo. Capman suspiró de alivio y dolor y se desplomó de nuevo en el piso de la tierra. Oyeron un profundo gruñido, y un correteo en el túnel. Mientras ellos miraban horrorizados, Capman mantenía la calma.
—Pase lo que pase aquí—dijo—, recuerden que ustedes deben llevar esos registros al hospital. No pierdan tiempo.
Apuntó la linterna hacia el pozo. Wolf y Larsen entrevieron una enorme forma simiesca que se acercaba a Capman. Antes de que pudieran verla con claridad, la luz cayó al suelo y se apagó de golpe. Oyeron crujidos y un carraspeo, luego un silencio.
De pronto Wolf y Larsen comprendieron que estaban indefensos. Ambos dieron media vuelta y echaron a correr por el túnel. Recogieron las pistolas, las linternas y el sensor y continuaron a gran velocidad por las oscuras calles de la Ciudad Vieja. No rompieron el silencio hasta que estuvieron de nuevo en el ascensor del Hospital Central, camino al laboratorio de Capman.
—No sé qué hizo Capman en ese laboratorio —dijo Larsen—, pero sin duda esta noche pagó por ello.
Wolf, inusitadamente abatido, sólo pudo asentir y decir:
—Que en paz descanse.
Fueron de inmediato al Departamento de Trasplantes, donde Morris recibió el precioso carrete de microfilme. A requerimiento de Wolf, convino en designar un equipo para analizarlo de inmediato, mientras ellos le contaban las extrañas circunstancias en que lo habían recibido.
Una hora antes del amanecer, Wolf y Larsen desayunaban en la sección de visitantes del piso más alto del Hospital Central Por insistencia de Morris habían dormido tres horas y habían pasado otra hora con un programa de liberación de tensiones. Ambos se sentían descansados y habían aceptado una sustanciosa comida servida por los asistentes robot. No habían terminado cuando Morris reapareció. Por su aspecto, era evidente que no había dormido, pero los ojos le brillaban de excitación. Agitó un fajo de hojas impresas y se sentó frente a ellos.
—Fantástico —dijo—. No cabe otra palabra. Nos llevará años obtener todos los detalles. Capman fue más lejos de lo que soñábamos. Cada forma de ese laboratorio subterráneo explora un terreno nuevo en los experimentos de cambio de forma.
Se puso a hojear los listados.
—He aquí una forma anaeróbica —dijo—. Puede respirar aire, como de costumbre, pero si es necesario también puede descomponer otras sustancias químicas para sobrevivir. Podría operar bajo el agua o en el vacío, casi en cualquier parte. He aquí otra, con una epidermis gruesa e insensible… sería muy tolerante al calor y la radiación extremos.
»Luego tenemos esto. —Morris agitó el listado con entusiasmo. No podía quedarse sentado y se puso a caminar frente a la ventana, donde asomaba un pálido destello de alba falsa— Miren, tiene un sistema fotosintético completo, con bolsas de clorofila en el pecho, los brazos y la espalda. Podría sobrevivir en estando de semiletargo alimentándose de restos minerales, agua y bióxido de carbono. También puede vivir como una forma humané normal, comiendo comida normal.
»Aquí tenemos formas miniaturizadas, de sólo diez pulgadas de altura en plena adultez. Tienen una expectativa de vida normal y una estructura genética y cromosómica normal. Pueden procrear hijos de tamaño normal en un par de generaciones.
Wolf recordó algo.
—¿Estas formas tienen nombres de proyectos especiales? —preguntó.
—En efecto. Todas aparecen en los apuntes de Capman bajo el encabezamiento de Proyecto Proteo, excepto una forma que nos tiene desconcertados. Es la que comentábamos anoche en el laboratorio.
Hojeó los listados y separó uno que parecía más voluminoso que los demás.
—Es el que tiene el bucle de demora que se repite en todo el programa. Realizamos varios esfuerzos para revivir al sujeto, pero no podemos hacerlo. Parece estar en una suerte de trance catatónico, y cuando tratamos de calcular el promedio de vida con el ordenador, obtenemos un desbordamiento.
Wolf miró a Morris y pensó en la nota que Capman le había dejado en la laboratorio subterráneo. Quizá Capman tuviera razón y Wolf pensara del mismo modo que él. El propósito de la nueva forma le resultaba obvio, aunque desconcertaba a Morris y Larsen.
—Doctor, ¿alguna vez Capman le habló del futuro de la raza humana…? ¿Dónde estaremos dentro de un siglo, por ejemplo?
—No me habló personalmente, pero sus opiniones eran bien conocidas. En general compartía la visión de Laszlo Dolmetsch: la sociedad es inestable, y sin nuevas fronteras nos estancaremos y retrocederemos a una civilización inferior. La Federación Espacial Unida no puede impedirlo; sus integrantes están muy desperdigados y dominan el medio ambiente de modo muy precario.
Wolf se inclinó hacia atrás y miró el cielo raso.
—Me parece que el plan de Capman era claro. Necesitamos nuevas fronteras. La FEU no puede brindarlas sin ayuda. Capman estaba trabajando con miras a un objetivo simple y bien definido: crear formas que se adapten a la exploración del espacio. Las formas que usted acaba de describir son ideales para trabajar en el espacio, en la Luna o en Marte, o para realizar tareas de terraformación en Venus.
Morris lo miró asombrado.
—Tiene usted razón. ¿Pero qué me dice de las formas pequeñas, o del sujeto catatónico?
—No está catatónico. Está dormido. Todos sus procesos vitales están desacelerados según una pauta prefijada. No sé cómo, pero usted podría averiguarlo si mira el factor de demora del programa de biorrealimentación. Capman estableció ese bucle de demora para que el programa pudiera interactuar con el experimento en su propio «tiempo real».
Morris volvió a mirar los papeles que tenía en la mano.
—Mil doscientos —dijo al fin—. Cielos, está fijado en mil doscientos. Eso significa que…
Se quedó sin habla.
—Eso significa que dormirá durante una de sus noches —dijo Wolf—. Lo cual equivale a mil doscientas noches nuestras. Supongo que su expectativa de vida será proporcional: mil doscientas veces más larga. Eso significa unos ciento veinte mil años. Desde luego, ésa no es su expectativa de vida subjetiva, que probablemente es similar a la nuestra.
—¿Pero cómo nos comunicamos con él?
—Tal como hizo Capman en sus programas de cambio de forma. Tendrá que desacelerar todos los estímulos por un factor de mil doscientos. Suministrarle información al mismo ritmo que él está programado para recibirla.
—¿Pero con qué objeto? —preguntó Morris—. No puede trabajar en el espacio si no es capaz de comunicarse con nosotros.
—Nuevas fronteras —dijo Wolf—. Necesitamos nuevas fronteras, ¿verdad? ¿No ve que allí tiene una forma ideal para la exploración interestelar? Un viaje de un siglo sólo duraría un mes para él. Vivirá más de cien mil años de la Tierra. Si la nave llevara una máquina de cambio de forma, él podría volver al ritmo normal cuando llegara allá, para el trabajo de observación. Si lo combinamos con las formas miniaturizadas que usted encontró, tenemos gente que puede explorar las estrellas con las naves y la tecnología actuales.
—El factor de demora está fijado en el programa —dijo Morris—. No hay razones para pensar que mil doscientos es un límite. Tendré que analizar hasta dónde se puede elevar. ¿Cree que los programas le permitirían un ritmo más rápido que el normal?
—Eso es más difícil. No sé cómo aceleraría las señales nerviosas. Pero no soy experto en eso. Tendrá que analizarlo usted mismo. Ahora entenderá por qué el ordenador indicó una situación de desbordamiento cuando intentó computar un promedio de vida.
En términos subjetivos sigue siendo la unidad, pero para un observador externo es mil doscientos. Necesitamos una nueva definición de promedio de vida.
Morris aún se paseaba acaloradamente por la habitación, con los listados en la mano.
—Hay tantas cosas nuevas… Sin Capman tardaremos años en analizarlas. No tiene usted idea de cuánto se perdió con su muerte. Tendré que regresar para ayudar a los demás, pero ninguno de nosotros domina los datos fundamentales como Capman. Es una laguna que no se puede llenar.
Parecía haberse recobrado de la conmoción que había sufrido al descubrir que Capman utilizaba sujetos humanos. El potencial de las nuevas formas le hacía olvidar todo lo demás. Wolf le hizo una última pregunta.
—¿El experimento del sujeto catatónico tenía un nombre especial?
Morris asintió.
—Proyecto Regulación Temporal. Ahora, por cierto, el nombre tiene sentido. Debo estudiar cuan grande puede ser el factor de demora. No veo por qué no podría ser de diez mil o más. ¿Se imagina a un hombre capaz de vivir un millón de años?
Salió deprisa, y su partida pareció traer calma a la habitación. Al cabo de unos segundos, Wolf se levantó y caminó hacia la ventana, que daba a la Ciudad Vieja, al alba inminente. Miró en silencio la oscura mole de la ciudad que se extendía bajo él.
—Alégrate, Bey —dijo Larsen al cabo de unos minutos—. La muerte de Capman aún te tiene a mal traer, ¿verdad? No podíamos hacer nada para ayudarlo. Y creo que no debemos juzgarlo. Eso le corresponde al futuro. Hizo algo terrible, pero ha pagado por ello. De nada vale que andes cavilando.
Bey dio media vuelta, con ojos reflexivos e introspectivos.
—No es eso lo que me preocupa, John —respondió—. Me inquieta algo menos abstracto. Me cuesta creer que un hombre tan sagaz como Capman muriera tan estúpidamente.
Larsen se encogió de hombros.
—Todos tienen sus puntos débiles, Bey. Nadie es tan listo.
—Pero Capman nos dijo que siempre supo que lo descubrirían. No sabía cuándo, pero estaba alerta. Tenía un complejo sistema de vigilancia para ver si alguien descubría sus planes, y cuando supo que lo estábamos investigando se preparó para desaparecer.
—En efecto —convino Larsen—. Tenía todo preparado, pero no tuvo en cuenta la trampa de ese monstruo en la Ciudad Vieja.
Wolf meneaba la cabeza.
—John, Robert Capman tenía en cuenta todo. No creo que cayera en semejante trampa. Fuimos nosotros los que caímos en la trampa. ¿No ves que todo estaba preparado para llevarnos a él? Sabía que intentaríamos seguirlo… teníamos que hacerlo. Toda esa chachara sobre la desaparición y una vida tranquila eran puras patrañas. Esperaba que lo siguiéramos.
—Tal vez, Bey. Pero no esperaba encontrarse con esa forma ilegal en el túnel.
—¿De veras, John? Nos dejó seguir el rastro mientras estaba caliente… sólo nosotros dos, sin equipo especial ni preparativos. Y como un par de héroes tontos, fuimos detrás.
Wolf miró las calles de la Ciudad Vieja, donde se extendía una luminosidad verde y fosforescente; los depredadores callejeros salían en busca de las últimas presas.
—Tendríamos que haberlo sospechado —continuó— en cuanto nos topamos con ese campo de inducción. ¿Quién habría preparado semejante cosa? Alguien quería que alcanzáramos a Capman sin luces ni pistolas. Y, por cierto, Larsen y Wolf llegan a la escena sin luces ni pistolas.
—Pero vimos al monstruo, Bey, y vimos la muerte de Capman. ¿Insinúas que todo formaba parte del plan?
Wolf miró a Larsen escépticamente.
—¿De veras lo vimos? ¿Qué vimos? Una forma enorme y difusa. Luego Capman soltó la linterna y todo se oscureció. Echamos a correr. En realidad no vimos nada que probara que Capman murió allí. ¿Cuándo fue la última vez que huíste presa del pánico?
Larsen cabeceó.
—No estoy orgulloso de eso, Bey. Hace mucho tiempo que no huyo de nada. No sé qué nos pasó.
—Yo sí creo saberlo. Huimos, pero con un poco de ayuda. Apuesto a que había un proyector subsónico y algunos otros objetos cerca de ese foso, todo preparado para matarnos de miedo en cuanto tuviéramos el carrete de microfilme. Capman nos dijo dos veces que debíamos llevar el carrete al hospital, con lo cual podíamos justificar nuestra huida ante nosotros mismos. Capman dijo que «olvidó» dejarlo en el hospital, pero se habría requerido un acto consciente para llevárselo. Y aquí todos dicen que nunca olvidaba nada, por trivial que fuera.
Wolf suspiró y miró por la ventana.
—John, fue una trampa. Nos llevaron allí como un par de títeres. Capman está tan muerto como nosotros.
Larsen calló un par de minutos, digiriendo las palabras de Wolf. Al fin se acercó a la ventana y también miró.
—Conque piensas que está vivo en alguna parte. ¿Cómo podemos probarlo?
Wolf miró su propio reflejo en el vidrio. Vio a un hombre con el ceño fruncido y la boca apretada. Morris no había logrado contagiarle su satisfacción y entusiasmo ante los descubrimientos de Capman.
—Eso es lo peor, John. No podemos probarlo. Nadie creerá esta versión de los hechos. Si informamos de lo ocurrido, y tenemos que hacerlo, declararán muerto a Capman. No habrá más persecución. Quedará más libre que si no lo hubiéramos seguido.
Larsen también fruncía el ceño.
—Parte de lo que dices es difícil de aceptar, Bey. Capman vivía para su trabajo. Aquí nos lo han dicho muchas personas. Ahora lo ha perdido. ¿Qué iba a hacer con su vida?
Bey Woíf lo miró inquisitivamente.
—¿Lo ha perdido, John? Recuerda que hay veinte tanques en esa bóveda, y sólo catorce estaban ocupados. ¿Qué sucedió con los experimentos que había en los otros seis? Ahora sabemos a qué se referían dos códigos del índice, Proteo y Regulación Temporal. Pero también encontré otros dos allí. ¿Qué me dices del Proyecto Jano y el Proyecto Pez Con Pulmones? No sabemos qué eran ni qué ocurrió con ellos.
»Creo que Robert Capman tiene otro laboratorio. Tiene consigo esos otros seis experimentos, y todavía está trabajando en ellos. Apuesto a que esas seis formas son además las más interesantes.
—¿Insinúas que tiene un laboratorio en la Ciudad Vieja, Bey?
—Quizá, pero no lo creo. Si quisiéramos, podríamos seguirlo hasta la Ciudad Vieja. Declaró ante el Comité de Construcción que esperaba contar con veinte años productivos más. Creo que buscaría un sitio donde pudiera trabajar tranquilo, sin peligro de interrupción. Piensa en las formas de vida que podría crear en veinte años. No creo que la Ciudad Vieja pudiera albergarlas.
—Aunque él no esté allí, Bey, tendríamos que cerciorarnos. —Larsen se apartó de la ventana—. Permíteme presentar un informe sobre esto… Supongo que no iremos a la Luna, tal como esperaba Steuben. Solicitaré que envíen un grupo de exploración por la zona que recorrimos anoche. Quizás hallen alguna pista.
Se fue, dejando solo a Wolf. Impulsivamente, Bey fue a apagar todas las luces y regresó a la ventana que daba al lado este de la ciudad.
«Busca si quieres, John —pensó—. Estoy seguro de que no encontrarás rastros de Robert Capman. ¿Cómo decía su mensaje? “Será necesario que Robert Capman desaparezca de la faz de la Tierra.” Me inclino a interpretarlo literalmente.»
Wolf empezó a sentir abatimiento y frustración. Tras la excitación del descubrimiento y la persecución, llegaba a otro callejón sin salida, otro rastro que terminaba en el crimen y la futilidad.
¿O no? Algo no congeniaba. Bey miró la oscura ciudad, permitiendo que el instinto le guiara los pensamientos.
«Si Capman es lo que creo que es —y si yo soy lo que él cree que soy—, debo dar por sentado que él esperaba que yo entendería que no había muerto. ¿Y qué esperaba que hiciera? Que lo siguiese. Entonces también debe saber que tiene un escondrijo adonde yo no puedo seguirlo.»
Era otro callejón sin salida. Sólo quedaba la exhortación de Capman: aprender más sobre la teoría del cambio de forma. Tenía que haber una razón para ello. Capman no era hombre de dar consejos vagos.
Y aún quedaba esa gran incoherencia. Por una parte, Capman realizaba experimentos monstruosos con niños humanos; por la otra, era un gran humanitario que se preocupaba más que nadie por los seres humanos. Ambas afirmaciones eran inconciliables. Lo cual planteaba otra pregunta: ¿qué estaba haciendo Capman con sus experimentos?
Wolf no lo sabía, y Capman no quería revelarlo. Todavía no. Pero si alguna vez llegaba el momento de las explicaciones, Bey quería estar preparado para comprenderlas. ¿Sería ése el sentido del mensaje de Capman?
Proyecto Jano. Proyecto Pez Con Pulmones. Había allí algo inalcanzable. Wolf se sentía como un hombre a quien le permiten ver la tierra prometida y luego se la arrebatan. Tenía que regresar a la Oficina de Control de Formas, cuando en realidad hubiera preferido trabajar con Capman, estuviera donde estuviese. Vislumbraba allí un mundo nuevo, un ignorado mundo de cambios.
Wolf siguió pensando, preguntándose cuándo volvería a ver a Robert Capman. Los primeros rayos del alba atravesaban la alta ventana del hospital. Debajo, aún envuelta en la oscuridad, se extendía la imponente masa de la Ciudad Vieja. Behrooz Wolf miró en silencio hasta que el nuevo día iluminó las calles, luego se marchó del cuarto. Capman había desaparecido, pero los bancos de datos aún podían responder a algunas preguntas. Wolf estaba dispuesto a hacerlas.
Sol Poniente
Código postal 127/128/009
Colonia Libre
Querido señor Wolf:
Ante todo, lamento haber tardado tanto en responder. Recibí sus preguntas, luego se me traspapelaron y sólo las encontré hace un par de días. Iba a enviarle una respuesta hablada, pero me han dicho que tiendo a divagar y repetirme, así que pensé que este medio sería mejor. Oigan lo que digan de los programas de realimentación, cuando uno envejece no le conservan la memoria que tenía antes. La semana pasada no podía encontrar mi enchufe de implantes, y al fin un amigo me recordó que lo había enviado a reparar. Así que creí mejor responderle por escrito.
Bien, una cosa es segura. Por supuesto que recuerdo a Robert Capman, quizá porque lo conocí hace tiempo. La mayoría de las cosas que usted mencionaba en su carta son ciertas, y me sorprendió un poco que usted no pudiera confiar en lo que los registros públicos dicen acerca de la biografía de Capman. Aunque quizás usted sea como yo, y tiene problemas con los ordenadores y las secuencias de invocación.
Nunca olvidaré a Capman, y recuerdo la ocasión en que nos conocimos. Fuimos a estudiar a Hopkins en el mismo año, y llegamos allí el mismo día, en el otoño del 2105. Era antes de la identificación cromosómica, y tuvimos que firmar juntos en el libro cuando llegamos. Él firmó antes que yo, y miré su nombre mientras recogía su maletín, y dije, en broma: «Pues tendríamos que llevarnos bien. Entre los dos cubrimos toda la gama.» Quería decir que, como él se llamaba Capman y yo me llamaba Solé, entre ambos estaba el cuerpo entero, de la cabeza a los pies.{Capman: literalmente, «hombre de la gorra». Solé: «planta de los pies», o «suela de los zapatos». (N. del T.)} Luego me ofrecí a ayudarlo con su maletín, pues parecía enclenque comparado conmigo. Es decir, tenía casi diez años menos que yo. Yo tenía veinticinco, y él no había cumplido dieciséis y era menudo para su edad. Al principio no lo advertí, pero debí adivinar que era muy especial. Ése fue el año en que fijaron una edad tope de veintiséis para ingresar en la universidad, y yo estaba justo por debajo del límite legal. Él había hecho las pruebas de ingreso y no había puesto la edad, así que no la averiguaron hasta después de leer el examen. Para entonces, estaban dispuestos a infringir el reglamento para dejarlo entrar.
Usted sabe cómo son las cosas cuando se está en un sitio extraño; cualquier amistad parece muy importante. Después de esa primera presentación, anduvimos juntos una semana, y cuando llegó el momento de la asignación de cuartos convinimos en compartir el nuestro, al menos los primeros meses. Resultó que lo compartimos más de dos años, hasta que Capman se fue para un programa de estudios avanzados.
En cierto modo, supongo que nos habríamos visto con mayor frecuencia si no hubiéramos compartido el cuarto. Dada la situación, uno de nosotros tenía que estar en el turno de noche para usar la cama (Hopkins tenía entonces menos comodidades que hoy) y el otro tenía que dormir durante el día. Robert escogió el turno de día para dormir, aunque nunca dormía mucho. No parecía necesitarlo. Muchas veces lo veía al volver de mis clases. Él seguía sentado al escritorio después de trabajar el día entero en un problema que le interesaba, y no parecía preocupado por no haber dormido. «Dormiré media hora», decía, y tras media hora de sueño iba a sus clases, totalmente despejado.
Usted pregunta qué estudiaba Capman. Bien, estaba en bioquímica, igual que yo, pero era un demonio para las teorías. Se empecinaba en estudiar cosas que a nadie le importaban, que no figuraban en ningún examen. Yo ola las charlas entre los profesores. No sabían si estaban contentos de tenerlo como alumno, o si los intimidaba. Con él no podían escabullirse con una respuesta improvisada. Si no le daban buenas respuestas, al día siguiente él les recitaba los puntos oscuros con número de capitulo y versículo.
No sé si usted quiere descripciones detalladas. Básicamente, los datos que usted cita son correctos. Estuvo en Hopkins del 2105 al 2109 y luego fue dos años a una universidad europea, creo que a Cambridge. Regresó para actuar como asistente de investigación en la Fundación Melford. Allí fue donde alcanzó la fama, años después, al publicar la taxonomía de las formas permisibles. No lo habla empezado entonces, desde luego. Hacia tiempo que trabajaba en esa teoría, desde sus primeros años en Hopkins. Se nos acercaba con largas listas de símbolos en hojas grandes, y trataba de explicármelos a mi y a los demás estudiantes de bioquímica. No sé qué pasaba con los demás, pero yo no tenia idea de qué estaba hablando.
En cuanto a las relaciones intimas, no tuvo muchas en Hopkins, y supongo que yo fui el amigo más intimo que tuvo allí. No demostraba mayor interés sexual en hombres ni en mujeres, y creo que no tuvo esa clase de vinculo mientras yo lo conocí. Lo más cercano que tuvo a un vinculo contractual fue Betha Melford, cuando estaba trabajando para la Fundación Melford. Ella era bastante mayor, pero intimaron bastante. Ellos dos, junto con otros, que vivían en distintos lugares del mundo, formaron una especie de sociedad. La llamaban la Sociedad Lunar, aunque supongo que era una broma, porque no tenia nada que ver con la Luna. Habla en ese grupo personajes que eran o llegaron a ser importantes en el grupo, pero creo que ninguno de ellos tuvo una relación física intima que durara más de unas semanas. Los considerábamos un hatajo de asexuados.
No quiero que interprete mal este comentario. Robert Capman era un buen hombre, a quien le confiarla mi vida. Y digo esto aunque no nos hemos visto personalmente en cuarenta años. Oí todos esos rumores de la Tierra, acerca de las personas muertas en experimentos, pero no creo en ello. Es el sensacionalismo de siempre; los servicios de noticias dicen cualquier cosa con tal de causar impacto. Como siempre digo, son tan insustanciales como sus hologramas. No se puede creer en lo que dicen ahora, así como no se podía creer lo que decían sobre la desaparición de Yifter, allá por el año 90. Eso también lo recuerdo bien.
Desde luego, todas estas cosas sucedieron hace mucho tiempo, pero las recuerdo con claridad, tal como uno recuerda las cosas que le suceden cuando es muy joven. Hoy nada me resulta tan memorable, pero la semana que viene cumpliré ciento nueve años, y gozo de buena salud, así que no debo quejarme. Lamento haber tardado tanto en contestar, pero pensé que era mejor responderle por escrito, usted dijo que estaba interrogando a varios amigos de Robert acerca de él, y quería mencionarle que si alguno de ellos desea ponerse en contacto conmigo espero que usted les dé mi dirección. Sería agradable verlos de nuevo, y hablar de los viejos tiempos con gente que los vivió. Desde luego, no puedo ir a ningún sitio con alta gravedad, pero quizás algunos de ellos puedan visitarme aquí.
Espero que esta carta le resulte útil, y espero que se silencien esos rumores sobre Robert Capman.
Bey leyó la carta hasta el final y la puso sobre la pila. Era la última respuesta a sus preguntas, y había tenido suerte de recibirla. Junto con ella venía una breve nota del médico principal de la Colonia Libre, señalando que Ludwig Solé estaba perdiendo rápidamente la aptitud para utilizar las máquinas de realimentación biológica, de modo que la información de esa carta procedía de un hombre con las facultades en deterioro. Era improbable que recibiera más información de Sol Poniente. Afortunadamente, pensó Bey, no necesitaba más. La carta de Solé abarcaba el mismo terreno que algunas de las otras, aunque él había sido el mejor amigo de Capman durante los años de Hopkins.
En los ocho meses transcurridos desde la desaparición, Wolf había localizado penosamente a cuarenta y siete conocidos y coetáneos de Capman que aún estaban con vida. El más viejo tenía ciento diez años, el más joven casi noventa.
El resumen que tenía ante sí, una síntesis de todas las respuestas recibidas, era completo pero desconcertante. Ninguna descripción de Capman daba indicios de crueldad o megalomanía. Excentricidad, sí, pero una excentricidad que evocaba los viajes mentales de un Newton o un Arquímedes, la solitaria vida de un genio. ¿Algún acontecimiento fortuito habría roto ese equilibrio veintisiete años atrás? «Los grandes ingenios son casi aliados de la locura»; era innegable, pero Robert Capman no congeniaba con ese patrón.
Bey consultó la hoja amarillenta que estaba prendida al dorso de la carta de Solé. Era borrosa y casi ilegible, una reliquia de antaño, y necesitaría tratamiento especial para ser descifrada plenamente. Parecía una vieja transcripción de los antecedentes académicos de Capman, y era curioso que Solé no la hubiera mencionado en su carta. Bey aumentó la potencia de la iluminación y varió la composición de frecuencia de las fuentes lumínicas hasta que tuvo las condiciones óptimas para leer la fina letra azul.
Roben Samuel Capman. Nacido: 26 de junio de 2090.
Fecha de ingreso: 5 de septiembre de 2105.
Categoría: BIO/QUIM/FIS/MAT.
Bey se acercó más a la página. Debajo de los datos biográficos se veía una lista de números. No había visto nada semejante, pero parecía un perfil psicológico en otro formato. Se puso en contacto con el ordenador central de Control de Formas y añadió un lector de caracteres ópticos como periférico. El lector tuvo problemas con la página que Bey puso debajo, pero al cabo de varias repeticiones, con ayuda y correcciones de Bey para los caracteres dudosos, emitió un mensaje de confirmación y realizó la lectura final.
Bey pidió una ampliación de los caracteres. Esperó con impaciencia mientras el ordenador realizaba su ciclo de silenciosa introspección. Los meses transcurridos desde el descubrimiento y la fuga de Capman no habían aplacado su ansiedad de hallarlo; al contrario, la habían fortalecido. Bey estaba resignado a que la búsqueda quizá llevara años. Todas las pruebas sugerían que Capman no estaba en la Tierra, y no era práctico seguirlo a través del sistema solar, aunque la FEU hubiera ofrecido colaboración, lo cual no era así. Entretanto, debía estudiar la teoría del cambio de forma. Cada día era más evidente que el consejo de Capman había sido atinado. Nuevos panoramas se abrían ante Bey a medida que avanzaba, y sin embargo apenas estaba empezando. Al menos había aprendido cómo —y cuan bien— funcionaba la mente de Capman.
El ordenador quedó al fin satisfecho con su trabajo de reconocimiento de caracteres. Mientras Bey miraba con impaciencia, la interpretación final de la transcripción cubrió lentamente la pantalla. Todo estaba allí, en un formato ligeramente distinto de los modernos pero muy reconocible. Inteligencia, aptitudes, destreza mecánica, capacidad asociativa, proporciones subconsciente-consciente, paralógica, enlaces no lineales: todo estaba en la lista, con mediciones numéricas para cada ítem.
Bey las miró rápidamente, asombrado por el puntaje bajo en ciertas áreas. A mitad de camino, empezó a ver un patrón familiar. Se detuvo, de pronto obnubilado por las implicaciones. Conocía muy bien ese perfil general. Era diferente en detalle, tal como dos personas son diferentes, pero había puntos de semejanza con un perfil psicológico que Bey Wolf conocía de memoria, tanto como su propia cara en el espejo.
Wolf aún estaba inmóvil ante la pantalla cuando Larsen regresó del área de resolución de problemas. Ignoró la meditabunda actitud de Bey y se puso a hablar con entusiasmo.
—Ha ocurrido, hemos avanzado en la forma de la salamandra. La oficina de Victoria descubrió un grupo de ellas, todavía apareadas. Si nos vamos en seguida podemos conseguir el ingreso de enlace que nos reservó Transporte. Vamos, no te quedes allí sentado.
Bey reaccionó y se puso de pie. Como de costumbre, el trabajo era prioritario. Miró con amargura las letras de la pantalla y siguió a John Larsen.