Epílogo

Al principio, Jace no era consciente de nada. Luego hubo oscuridad y, en la oscuridad, un dolor ardiente. Era como si hubiera tragado fuego, y lo ahogara y le quemara la garganta. Trató desesperadamente de tragar aire, un aliento que le refrescara, y abrió los ojos.

Vio sombras y oscuridad; una habitación poco iluminada, conocida y desconocida, con filas de camas y una ventana que dejaba entrar una luz azul sin fuerza, y él estaba en una de las camas, con las mantas y las sábanas enredadas en su cuerpo como cuerdas. El pecho le dolía tanto como si tuviera un peso muerto encima, y con la mano fue palpando para averiguar qué era. Sólo encontró un grueso vendaje que le envolvía la piel desnuda. Tragó aire de nuevo, otro aliento refrescante.

—Jace. —La voz le resultaba tan conocida como la suya propia, y entonces notó una mano que lo cogía, unos dedos entrelazados con los suyos. Con un reflejo nacido de años de amor y familiaridad, él los apretó.

—Alec —dijo, y casi le sorprendió el sonido de su propia voz. No había cambiado. Se sentía como si se hubiera quemado, derretido y recreado, como oro en un crisol, pero ¿como qué? ¿Podría volver a ser sí mismo? Miró a los ansiosos ojos azules de Alec, y supo dónde estaba. La enfermería de Instituto. En casa—. Lo siento…

Una mano delgada y callosa le acarició la mejilla, y oyó una segunda voz conocida.

—No te disculpes. No tienes nada de lo que disculparte.

Jace entrecerró los ojos. El peso en su pecho seguía ahí: medio herida, medio culpa.

—Izzy.

Ella tragó aire antes de preguntar:

—Eres tú de verdad, ¿no?

—Isabelle —comenzó Alec, como si fuera a advertirle de que no alterara a Jace, pero éste le tocó la mano. Podía ver los oscuros ojos de Izzy brillando en la luz del amanecer, su rostro cargado de esperanza. Ésa era la Izzy a quien sólo su familia conocía, cariñosa y preocupada.

—Soy yo —contestó Jace, y se aclaró la garganta—. Podría entender que no me creyeras, pero te lo juro por el Ángel, Iz: soy yo.

Alec no dijo nada, pero apretó con más fuerza la mano de Jace.

—No hace falta que lo jures —repuso, y con su mano libre se tocó la runa de parabatai junto a la clavícula—. Lo sé. Lo noto. Ya no me siento como si me faltara una parte.

—Yo también lo sentía. —A Jace le costaba respirar—. Que me faltaba algo. Lo notaba, incluso con Sebastian, pero no sabía qué era. Eras tú. Mi parabatai. —Miró a Izzy—. Y tú. Mi hermana. Y… —De repente, los párpados le escocieron con una fuerte luz: la herida del pecho le palpitó, y vio «su» rostro, iluminado por las llamas de la espada. Un extraño ardor se le extendió por la venas, como fuego blanco—. Clary. Por favor, decidme…

—Se encuentra perfectamente —se apresuró a contestar Isabelle. Había algo más en su voz: sorpresa e inquietud.

—Júrame que no me lo estás diciendo sólo porque no quieres preocuparme.

—Ella te atravesó con la espada —indicó Isabelle.

Jace soltó una ahogada carcajada; le dolió.

—Me salvó.

—Lo hizo —afirmó Alec.

—¿Cuándo puedo verla? —Jace trató de no parecer muy ansioso.

—Realmente eres tú —repuso Isabelle, con voz divertida.

—Los Hermanos Silenciosos han estado entrando y saliendo, comprobando cómo estabas —le contó Alec. Tocó el vendaje del pecho de Jace—, y para ver si te habías despertado. Cuando sepan que lo estás, seguramente querrán hablar contigo antes de permitirte ver a Clary.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Unos dos días —contestó Alec—. Desde que te trajimos del Burren y estuvimos bastante seguros de que no ibas a morir. Resulta que no es tan fácil que la herida de una espada de un arcángel se cure por completo.

—Lo que estás diciendo es que me va a quedar una cicatriz.

—Y una bien grande y fea —dijo Isabelle—. Por todo el pecho.

—Bueno, mierda —soltó Jace—. Y yo que contaba con el dinero de ese desfile para hacer de modelo de ropa interior… —Hablaba con ironía, pero pensaba que, en cierto modo, era bueno que le quedara una cicatriz: debía estar marcado por lo que le había ocurrido, tanto física como mentalmente. Casi había perdido el alma, y la cicatriz le serviría para recordarle cuán frágil era la voluntad, y cuán difícil la bondad.

Y cosas más tenebrosas. Lo que había por delante, y lo que no podría permitir que pasara. Estaba recuperando la fuerza; lo notaba, y la pondría toda contra Sebastian. Pensar en eso le hizo sentirse mejor, como si parte del peso se le hubiera quitado del pecho. Volvió la cabeza, lo suficiente para mirar a Alec a los ojos.

—Nunca pensé que lucharía en el bando opuesto a ti en una batalla —dijo con voz ronca—. Nunca.

—Y nunca más lo harás —repuso Alec, muy serio.

—Jace —comenzó Isabelle—. Trata de mantener la calma, ¿vale? Es que…

—¿Hay alguna otra cosa mala?

—Bueno, brillas un poco —contestó Isabelle—. Quiero decir, sólo un pelín. De brillo.

—¿Brillo?

Alec alzó la mano con que sujetaba la de Jace. Éste lo vio, en la oscuridad, un leve resplandor en su antebrazo que parecía trazarle las líneas de las venas como un mapa.

—Creemos que es un efecto residual de la espada del arcángel —explicó Alec—. Probablemente desaparezca pronto, pero los Hermanos Silenciosos sienten curiosidad. Claro.

Jace suspiró y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Estaba demasiado agotado para sentir mucho interés por su nuevo estado de iluminación.

—¿Significa eso que tenéis que iros? —preguntó—. ¿Tenéis que ir a buscar a los Hermanos?

—Nos dijeron que los llamáramos en cuanto te despertaras —respondió Alec, pero negaba con la cabeza incluso mientras lo decía—. Pero no si no quieres que lo hagamos.

—Me siento muy cansado —confesó Jace—. Si pudiera dormir unas cuantas horas más…

—Claro. Claro que sí. —Isabelle le echó el cabello hacia atrás, y se lo apartó de los ojos. Su tono era firme, absoluto, feroz como una madre osa protegiendo a su osezno.

Jace comenzó a cerrar los ojos.

—¿Y no me dejaréis solo?

—No —contestó Alec—. No, no te dejaremos solo. Ya lo sabes.

—Nunca. —Isabelle le cogió la mano libre, y se la apretó con fuerza—. Lightwood, juntos —susurró.

De repente, la mano de Jace estaba húmeda por donde se la cogía, y éste se dio cuenta de que Isabelle estaba llorando, y sus lágrimas le salpicaban. Lloraba por él, porque lo quería; incluso después de todo lo que había sucedido, aún lo quería.

Ambos lo querían.

Se quedó dormido así, con Isabelle a un lado y Alec al otro, mientras el sol se alzaba con el alba.


—¿Qué quieres decir con que aún no puedo verlo? —quiso saber Clary. Estaba sentada en el borde del sofá en el salón de Luke; tenía el cordón del teléfono enrollado tan apretado en los dedos que las yemas se le estaban poniendo blancas.

—Sólo han pasado tres días, y ha estado inconsciente dos —contestó Isabelle. Había voces tras ella, y Clary aguzó el oído para saber quién estaba hablando. Pensó que distinguía la voz de Maryse, pero ¿estaría hablando con Jace? ¿Alec?—. Los Hermanos Silenciosos siguen examinándolo. Dicen que aún no debe tener visitas.

—¡Jódete… con los Hermanos Silenciosos!

—No, gracias. Una cosa son los tíos fuertes y silenciosos, y otra, que seas un friki.

—¡Isabelle! —Clary se dejó caer contra los blandos cojines. Era un brillante día de otoño, y el sol entraba a raudales por las ventanas de la sala, aunque eso no servía de nada para ponerla de buen humor—. Sólo quiero saber si está bien. Que no tiene ninguna lesión permanente, que no se ha hinchado como un melón…

—Claro que no se ha hinchado como un melón, no seas ridícula.

—¡Y yo qué sé! No lo sé porque nadie me cuenta nada.

—Se encuentra bien —explicó Isabelle, aunque había un deje en su voz que le dijo a Clary que se estaba guardando algo—. Alec ha estado durmiendo en la cama junto a la suya, y mamá y yo hemos hecho turnos para estar todo el día con él. Los Hermanos Silenciosos no lo están torturando. Sólo tienen que averiguar lo que sabe. Sobre Sebastian, el apartamento…, todo eso.

—Pero no me puedo creer que Jace no me haya llamado. A no ser que no quiera verme.

—Igual no quiere —repuso Isabelle—. Puede haber sido todo eso de que le clavaras una espada.

—Isabelle…

—Sólo estaba bromeando, lo creas o no. En el nombre del Ángel, Clary, ¿por qué no tienes un poco de paciencia? —Isabelle suspiró—. No importa. Me olvido de con quién estoy hablando. Mira, Jace dijo…, aunque se supone que no debo repetir esto, tenlo en cuenta; dijo que necesitaba hablar contigo en persona. Si pudieras esperar…

—Eso es todo lo que he estado haciendo —replicó Clary—. Esperar.

Era cierto. Se había pasado las dos últimas noches tumbada en su habitación de la casa de Luke, esperando noticias sobre Jace y reviviendo la última semana de su vida una y otra vez, con doloroso detalle. La Cacería Salvaje; la tienda de anticuarios de Praga; peceras llenas de sangre; los túneles que eran los ojos de Sebastian; el cuerpo de Jace contra el suyo; Sebastian pegándole la Copa Infernal a los labios, tratando de que los abriera, y el hedor amargo del icor de demonio. Gloriosa ardiendo en su mano, atravesando a Jace como un rayo de fuego, y el calor del corazón de Jace bajo sus dedos. Ni siquiera había abierto lo ojos, pero Clary había gritado que estaba vivo, que le latía el corazón, y su familia se lanzó sobre ellos, incluso Alec, que había estado sujetando a medias a un Magnus excepcionalmente pálido.

—No paro de darle vueltas a la cabeza. Me estoy volviendo loca.

—Y en eso estamos todos de acuerdo. ¿Sabes qué, Clary?

—¿Qué?

Hubo un silencio.

—No necesitas mi permiso para venir a ver a Jace —contestó Isabelle—. No necesitas el permiso de nadie para hacer nada. Eres Clary Fray. Te lanzas a la carga en toda situación sin saber qué diablos va a pasar, y luego la superas por puras narices y locura.

—No en lo que se refiere a mi vida personal, Izzy.

—Hum —masculló Isabelle—. Bueno, pues quizá deberías. —Y colgó el teléfono.

Clary se quedó mirando el auricular, oyendo el distante pitido de marcar. Luego, con un suspiro, colgó y se fue a su dormitorio.

Simon estaba tumbado en la cama, con los pies sobre los cojines y la barbilla apoyada en las manos. Su portátil estaba abierto a los pies de la cama, detenido en una escena de Matrix. Alzó la mirada cuando Clary entró.

—¿Ha habido suerte?

—No exactamente. —Clary fue al armario. Ya se había vestido para la posibilidad de ir a ver a Jace ese día, con vaqueros y un suave jersey azul que le gustaba a él. Se puso una chaqueta de pana y se sentó en la cama junto a Simon; luego se puso las botas—. Isabelle no me dice nada. Los Hermanos Silenciosos no quieren que Jace reciba visitas, pero me da igual. Voy a ir de todos modos.

Simon cerró el portátil y rodó hasta ponerse de espaldas.

—Ésa es mi valiente acosadora.

—Cierra el pico —replicó ella—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Ver a Isabelle?

—Voy a ver a Becky —contestó él—. En el apartamento.

—Bien. Dale un beso de mi parte. —Acabó de abrocharse los cordones de las botas y se inclinó para apartarle a Simon el flequillo de la frente—. Primero tuve que acostumbrarme a que tuvieras la Marca. Ahora tendré que acostumbrarme a que no la tengas.

Él le recorrió el rostro con sus oscuros ojos.

—Con o sin ella, sigo siendo yo.

—Simon, ¿recuerdas qué había escrito en la hoja de la espada? ¿De Gloriosa?

—«Quis ut Deus?»

—Es latín —dijo ella—. Lo he buscado. Significa: «¿Quién es como Dios?». Es una pregunta con trampa. La respuesta es que nadie: nadie es como Dios. ¿No lo ves?

Él la miró.

—¿Ver qué?

—Lo has dicho. Deus. Dios.

Simon abrió la boca y luego volvió a cerrarla.

—Yo…

—Y sé que Camille te dijo que ella podía decir el nombre de Dios porque no creía en Dios, pero me parece que tiene que ver lo que crees sobre ti mismo. Si crees que estás maldito, entonces lo estás. Pero si no lo crees…

Le tocó la mano; él le apretó los dedos brevemente y se los soltó, preocupado.

—Necesito tiempo para pensar en esto.

—Lo que necesites. Pero aquí estoy si necesitas hablar.

—Y yo aquí, si lo necesitas tú. Lo que fuera que pasó entre Jace y tú en el Instituto… Sabes que puedes venir a casa si quieres hablar.

—¿Cómo está Jordan?

—Bastante bien —contestó Simon—. Maia y él están saliendo juntos. Están en esa fase babosa en la que creo que debo dejarles espacio todo el tiempo. —Arrugó la nariz—. Cuando ella no está, él no para de darle vueltas a que se siente inseguro, porque ella ha salido con un puñado de tíos, y él se ha pasado los últimos tres años entrenando al estilo militar para el Praetor, y tratando de creer que era asexual.

—Oh, vamos. Dudo mucho que a ella le importe eso.

—Ya sabes cómo somos los hombres. Tenemos el ego muy delicado.

—No describiría el ego de Jace como delicado.

—No, Jace es una especie de tanque de artillería antiaérea de los egos masculinos —admitió Simon. Estaba estirado con la mano derecha sobre el estómago, y el anillo de oro de las hadas relucía en su dedo. Como el otro había sido destruido, ya no parecía tener ningún poder, pero de todas maneras, Simon lo llevaba. Clary se inclinó de manera impulsiva, y lo besó en la frente.

—Eres el mejor amigo que nadie podría tener, ¿lo sabes?

—Lo sabía, pero siempre es agradable volver a oírlo.

Clary se echó a reír y se puso en pie.

—Bueno, será mejor que vayamos juntos hasta el metro. A no ser que quieras quedarte por aquí con mis padres en vez de estar en tu pisito de soltero del centro.

—Bien. Con mi compañero enamorado y mi hermana. —Se levantó de la cama y la siguió al salón—. ¿No vas a usar ningún Portal?

Clary se encogió de hombros.

—No sé. Parece… un gasto inútil. —Cruzó el pasillo, y después de llamar, metió la cabeza en el cuarto principal—. ¿Luke?

—Pasa.

Clary entró, con Simon a su lado. Luke estaba sentado en la cama. El bulto del vendaje que le cubría el pecho se notaba bajo la camisa de franela. Había una pila de revistas en la cama frente a él. Simon cogió una.

Brilla como una Princesa del Hielo: La novia de invierno —leyó en voz alta—. No sé, tío. No sé si una tiara de copos de nieve te quedaría muy bien.

Luke miró la cama y suspiró.

—Jocelyn pensó que planear la boda nos sentaría bien. Volver a la normalidad y todo eso. —Tenía bolsas bajo los ojos. Jocelyn había sido la encargada de informarle sobre Amatis, mientras él aún estaba en la comisaría. Aunque Clary lo había recibido con un abrazo cuando volvió a casa, él no había mencionado ni una vez a su hermana, y ella tampoco—. Si por mí fuera, me escaparía a Las Vegas y tendríamos una boda temática de piratas por quince dólares con Elvis presidiendo.

—Y yo podría ser la buscona de honor —sugirió Clary. Miró a Simon expectante—. Y tú podrías ser…

—Oh, no —repuso él—. Soy moderno. Soy demasiado guay para bodas temáticas.

—Juegas a Dragones y Mazmorras. Eres un friki —le corrigió Clary con cariño.

—Ser friki mola —afirmó Simon—. A las damas les encantan los frikis.

Luke carraspeó.

—Supongo que habéis entrado para decirme algo, ¿no?

—Me voy al Instituto a ver a Jace —dijo Clary—. ¿Quieres que te traiga algo?

Él negó con la cabeza.

—Tu madre está en la tienda, cargando. —Se inclinó para alborotarle el cabello e hizo una mueca de dolor. Se estaba curando, pero poco a poco—. Que te diviertas.

Clary pensó en lo que seguramente le esperaba en el Instituto: una Maryse enfadada, una Isabelle cansada, un Alec despistado y un Jace que no quería verla; suspiró.

—¿Qué te apuestas?


El túnel del metro olía al invierno que por fin había llegado a la ciudad: metal frío, humedad, suciedad mojada y un ligero toque de humo. Alec, caminando por las vías, vio que el aliento se le condensaba ante el rostro formando nubecillas blancas, y se metió la mano libre en el bolsillo del chaquetón marinero para mantenerla caliente. La luz mágica que sujetaba con la otra mano iluminaba el túnel: azulejos verdes y crema, descoloridos por el tiempo, y cables sueltos, que colgaban de la pared como telarañas. Ese túnel llevaba mucho sin ver ningún tren en movimiento.

Alec se había levantado antes de que Magnus se despertara, de nuevo. Esos últimos días, Magnus había estado durmiendo hasta tarde; estaba descansando de la batalla en el Burren. Había empleado una gran cantidad de energía para curarse, pero aún no estaba del todo bien. Los brujos eran inmortales, pero no invulnerables, y «un par de centímetros más arriba, y todo se habría acabado para mí», como había dicho Magnus, compungido, mientras examinaba la herida de cuchillo. «Me habría parado el corazón.»

Había habido unos instantes, incluso minutos, en los que Alec había creído realmente que Magnus había muerto. Y después de perder tanto tiempo preocupándose de que envejecería y moriría antes de Magnus. ¡Qué amarga ironía habría sido! La clase de cosa que merecía reflexionar seriamente, aunque fuera por un segundo, en la oferta que le había hecho Camille.

Veía luz más adelante: la estación de City Hall, iluminada por arañas y claraboyas. Estaba a punto de apagar su luz mágica cuando oyó tras él una voz que conocía.

—Alec —oyó—. Alexander Gideon Lightwood.

Alec notó que el corazón le daba un brinco. Se volvió lentamente.

—¿Magnus?

Magnus entró en el círculo iluminado que creaba la luz mágica de Alec. Parecía sombrío, algo poco habitual en él, con los ojos oscurecidos. Las puntas de su cabello estaban revueltas. Sólo llevaba una americana sobre una camiseta, y Alec no pudo evitar pensar si tendría frío.

—Magnus —repitió Alec—. Pensaba que estabas dormido.

—Evidentemente —replicó Magnus.

Alec tragó con fuerza. Nunca había visto a Magnus enfadado, no de verdad. No así. Los ojos de gato del brujo miraban remotos, imposibles de descifrar.

—¿Me has seguido? —preguntó Alec.

—Podría decirlo así. Aunque me ha ayudado saber adónde ibas. —Con un rápido movimiento, Magnus sacó un papel doblado del bolsillo. Bajo la tenue luz, Alec vio que estaba cubierto por una escritura minuciosa y elegante—. ¿Sabes?, cuando me dijo dónde habías estado y me habló del trato que había hecho contigo, no la creí. No quería creerla, pero aquí estás.

—Camille te ha dicho…

Magnus alzó una mano para que callara.

—Mejor para ella —dijo con tono cansado—. Claro que me lo ha dicho. Te advertí que era una maestra de la manipulación y las intrigas, pero no quisiste escucharme. ¿A quién crees que prefiere tener a su lado? ¿a ti o a mí? Tú tienes dieciocho años, Alexander. No eres exactamente un aliado de gran poder.

—Ya se lo dije —repuso Alec—. No iba a matar a Raphael. Vine y le dije que no había trato, que no podría hacerlo…

—¿Y tuviste que venir hasta aquí, a esta estación de metro abandonada, para darle ese mensaje? —Magnus alzó las cejas—. ¿No crees que podrías haberle dado básicamente el mismo mensaje si tan sólo, quizá, te hubieras mantenido alejado de ella?

—Era…

—Y aunque hubieras venido aquí, que no era necesario, para decirle que no había trato —siguió Magnus con una calma letal—, ¿por qué estás aquí ahora? ¿Una visita de compromiso? ¿Te iba de camino? Explícame, Alexander, si hay algo que se me esté escapando.

Alec tragó saliva. Sin duda debía de haber alguna manera de explicárselo. Había estado yendo ahí abajo, a visitar a Camille, porque era la única persona con la que podía hablar de Magnus. La única persona que conocía a Magnus, como él, no sólo como el Gran Mago de Brooklyn, sino como a alguien que podía amar y ser amado, que tenía fragilidades humanas, peculiaridades y diferentes humores, extraños e irregulares, que Alec no sabía cómo manejar sin consejo.

—Magnus… —Alec dio un paso hacia su novio, y por primera vez (que recordara), Magnus se apartó de él. Su postura era erguida y hostil. Miraba a Alec como si estuviera mirando a un desconocido, a alguien que no le cayera muy bien—. Lo siento mucho —continuó Alec. Su voz le sonó rasposa e insegura—. Nunca pretendí…

—Basta con pensar en ello, ¿sabes? —repuso Magnus—. Eso explica en parte por qué quería el Libro de lo Blanco. La inmortalidad puede ser una carga. Piensas en los días que se extienden ante ti, cuando ya has estado en todas partes y lo has visto todo. Lo único que no he vivido ha sido envejecer con alguien, con alguien a quien amara. Pensé que quizá podrías ser tú. Pero eso no te da derecho a decidir por mí la extensión de mi vida.

—Lo sé. —El corazón de Alec latía desbocado—. Lo sé, y no iba a hacerlo…

—Estaré fuera todo el día —dijo Magnus—. Ve y recoge tus cosas del apartamento. Deja la llave en la mesa del comedor. —Sus ojos escrutaron el rostro de Alec—. Se ha acabado. No quiero volver a verte, Alec. Ni a ti, ni a ninguno de tus amigos. Estoy harto de ser un brujo mascota.

A Alec le habían comenzado a temblar las manos, con tal fuerza que se le había caído la luz mágica. La luz se apagó, y él cayó de rodillas, palpando el suelo entre la basura y la porquería. Al final, algo se iluminó delante de él, y al levantarse vio a Magnus ante sí, con la luz mágica en la mano. Brillaba y parpadeaba con una luz de un extraño color.

—No debería encenderse así —dijo Alec, automáticamente—. Para nadie excepto para un cazador de sombras.

Magnus la alzó. El corazón de la piedra de luz mágica brillaba de un color rojo oscuro, como el carbón en el fuego.

—¿Es por tu padre? —preguntó Alec.

Magnus no respondió. Se limitó a ponerle la piedra mágica a Alec en la palma. Cuando sus manos se tocaron, el rostro de Magnus cambió.

—Estás helado.

—¿Sí?

—Alexander… —Magnus lo acercó a sí, y la luz mágica parpadeó entre ellos, cambiando de color rápidamente. Alec nunca había visto una piedra de luz mágica hacer eso. Puso la cabeza en el hombro de Magnus y le dejó que lo cogiera. El corazón de Magnus no latía como un corazón humano. Latía más lento, pero con mayor firmeza. A veces, Alec pensaba que era la cosa más firme que había en su vida.

—Bésame —pidió Alec.

Magnus le puso la mano en el costado del rostro y con ternura, casi perdido en sus pensamientos, le acarició la mejilla con el pulgar. Cuando se inclinó para besarlo, olía a madera de sándalo. Alec agarró la manga de la chaqueta de Magnus, y la luz mágica, entre sus cuerpos, lanzó colores rosa, azul y verde.

Fue un beso lento y triste. Cuando Magnus se separó, Alec encontró que, de algún modo, sólo él sujetaba la luz mágica.

Alu cinta kamu —dijo Magnus en voz baja.

—¿Qué quiere decir?

Magnus se soltó del abrazo de Alec.

—Quiere decir que te amo. Pero eso no cambia nada.

—Pero si me amas…

—Claro que te amo. Más de lo que pensé que podría. Pero aun así hemos acabado —repuso Magnus—. No cambia lo que has hecho.

—Pero fue sólo un error —susurró Alec—. Un error…

Magnus rió secamente.

—¿Un error? Eso es como decir que el viaje del Titanic fue un pequeño accidente en un bote. Alec, trataste de acortarme la vida.

—Era que… Ella me lo ofreció, pero lo pensé y no pude hacerlo… No podía hacerte eso.

—Pero tuviste que pensártelo. Y nunca me lo mencionaste. —Magnus meneó la cabeza—. No confiabas en mí. Nunca lo has hecho.

—Sí que confío —replicó Alec—. Lo haré… Lo intentaré. Dame otra oportunidad…

—No —contestó Magnus—. Y si te puedo dar un consejo, evita a Camille. Hay una guerra en ciernes, Alexander, y no quieres que se cuestione tu lealtad, ¿cierto?

Se volvió y se alejó lentamente, con las manos en los bolsillos, caminando despacio, como si estuviera herido, y no sólo por el corte del costado. Pero se alejaba de todos modos. Alec lo observó hasta que traspasó el brillo de la luz mágica y se perdió de vista.


Dentro del Instituto la temperatura había sido fresca durante el verano, pero en ese momento, con el invierno ya encima, Clary pensó que se estaba bastante caliente. La nave brillaba con filas de candelabros, y las vidrieras coloreadas refulgían suavemente. Dejó que la puerta principal se cerrara tras ella y fue hacia el ascensor. Estaba a mitad del pasillo principal cuando oyó reír a alguien.

Se volvió. Isabelle estaba sentada en uno de los viejos bancos de iglesia, con las largas piernas apoyadas en el respaldo del banco que tenía enfrente. Llevaba botas que le llegaban a medio muslo, vaqueros ajustados y un jersey rojo que le dejaba un hombro al descubierto. En la piel tenía dibujos negros; Clary recordó que Sebastian había dicho que no le gustaba que las mujeres se desfiguraran la piel con las Marcas, y se estremeció por dentro.

—¿No me has oído llamarte? —preguntó Izzy—. La verdad es que puedes ser increíblemente obcecada.

Clary se detuvo y se apoyó en un banco.

—No he pasado de ti a propósito.

Isabelle bajó las piernas y se puso en pie. Los tacones de las botas eran altos, y hacían que le pasara un buen trozo a Clary.

—Oh, ya lo sé. Por eso no he dicho «grosera» sino «obcecada».

—¿Estás aquí para decirme que me vaya? —A Clary le complació que no le temblara la voz. Quería ver a Jace. Quería verlo más que nada en el mundo. Pero después de todo por lo que había pasado ese mes, sabía que lo que importaba era que estuviera vivo, y que fuera él mismo. Todo lo demás era secundario.

—No —contestó Izzy, y comenzó a caminar hacia el ascensor. Clary fue con ella—. Creo que todo esto es ridículo. Le salvaste la vida.

Clary tragó para sacarse la sensación fría que tenía en la garganta.

—Antes has dicho que había cosas que yo no entendía.

—Y las hay. —Isabelle apretó el botón del ascensor—. Jace podrá explicártelas. He bajado porque creo que hay otras cosas que debes saber.

Clary escuchó esperando los familiares crujidos, gruñidos y traqueteos del viejo ascensor.

—¿Como cuáles?

—Mi padre ha vuelto —contestó Isabelle, sin mirarla a los ojos.

—¿De visita o para quedarse?

—Para quedarse. —Isabelle parecía calmada, pero Clary recordaba lo dolida que se había sentido Isabelle al descubrir que Robert se había presentado para el cargo de Inquisidor—. Básicamente, Aline y Helen nos salvaron de meternos en un auténtico lío por lo que pasó en Irlanda. Cuando fuimos a ayudarte, lo hicimos sin decírselo a la Clave. Mi madre estaba segura de que, si se lo decíamos, enviarían guerreros para matar a Jace. No podía hacerlo. Me refiero a que ésta es nuestra familia.

El ascensor se paró con un repiqueteo y un golpe antes de que Clary pudiera decir nada. Siguió adentro a la otra chica, mientras contenía el extraño impulso de abrazar a Isabelle. Dudaba que a Izzy le gustara.

—Así que Aline le explicó a la Cónsul, ya que a fin de cuentas es su madre, que no había habido tiempo de avisar a la Clave, que a ella la habíamos dejado aquí con órdenes estrictas de avisar a Jia, pero que había pasado algo con los teléfonos y no habían funcionado. Básicamente, mintió todo lo que pudo. De todas formas, ésa es nuestra historia y nos mantenemos en ella. No creo que Jia la creyera, pero no importa; tampoco es que Jia fuera a castigar a mamá. Pero tenía que tener alguna explicación a la que aferrarse para no tener que sancionarnos. Después de todo, la operación no fue ningún desastre. Fuimos, recuperamos a Jace, matamos a la mayoría de los nefilim oscuros e hicimos huir a Sebastian.

El ascensor dejó de subir y se paró con una buena sacudida.

—Hicimos huir a Sebastian —repitió Clary—. Así que no tenemos ni idea de dónde está, ¿verdad? Pensé que, como destruí el apartamento, el agujero dimensional, lo podríais localizar.

—Lo hemos intentado —explicó Isabelle—. Dondequiera que esté, sigue hallándose más allá de nuestras capacidades de rastreo. Y según los Hermanos Silenciosos, la magia que hizo Lilith… Bueno, Sebastian es fuerte, Clary. Muy fuerte. Tenemos que suponer que está por ahí, con la Copa Infernal, planeando su siguiente paso. —Abrió la puerta del ascensor y salió—. ¿Crees que volverá a por ti, o Jace?

Clary pensó un momento.

—No ahora mismo —contestó por fin—. Para él éramos las últimas piezas de un puzzle. Primero querrá tenerlo todo organizado. Querrá un ejército. Querrá estar preparado. Nosotros somos… como los premios que puede ganar. Para no tener que estar solo.

—La verdad es que debe de sentirse muy solo —dijo Isabelle. No había compasión en su voz; era únicamente una observación.

Clary pensó en él, en el rostro que había tratado de olvidar, que le perseguía en sus pesadillas nocturnas y sus ensoñaciones diurnas.

«Me preguntaste a quién pertenecía yo.»

—No tienes ni idea.

Llegaron a la escalera que daba a la enfermería. Isabelle se detuvo, con la mano en el cuello. Clary vio la silueta cuadrada de su colgante con el rubí bajo el jersey.

—Clary…

De repente, Clary se sintió incómoda. Se enderezó, sin querer mirar a Isabelle.

—¿Cómo es? —preguntó Isabelle de repente.

—¿Cómo es qué?

—Estar enamorada —contestó Isabelle—. ¿Cómo sabes si lo estás? ¿Y cómo sabes si la otra persona te ama?

—Hum…

—Como Simon —añadió Isabelle—. ¿Cómo viste que estaba enamorado de ti?

—Bueno —respondió Clary—. Eso me dijo.

—Eso te dijo.

Clary se encogió de hombros.

—Y antes de eso, ¿no tenías ni idea?

—No, la verdad es que no —contestó Clary, recordando el momento—. Izzy… Si sientes algo por Simon, o si quieres saber si él siente algo por ti… quizá deberías decírselo.

Isabelle jugueteó con un inexistente hilillo en el puño del jersey.

—¿Decirle qué?

—Lo que sientes por él.

Isabelle pareció rebelarse.

—No debería tener que hacerlo.

Clary meneó la cabeza.

—¡Dios! ¡Alec y tú os parecéis mucho!

Isabelle la miró abriendo mucho los ojos.

—¡No es cierto! Somos totalmente diferentes. Yo salgo con diferentes chicos, y él nunca había salido con nadie antes de Magnus. Él es celoso, y yo no.

—Todo el mundo es celoso —sentenció Clary—. Y ambos sois muy estoicos. Es amor, no la batalla de las Termópilas. No tenéis por qué tomároslo todo como si fuera el último bastión. No tenéis que guardároslo todo dentro.

Isabelle alzó las manos.

—Y de repente, tú eres la experta, ¿no?

—No soy experta —replicó Clary—. Pero conozco a Simon. Si no le dices nada, él supondrá que no estás interesada, y se dará por vencido. Te necesita, Izzy, y tú a él. Sólo que él también necesita que seas tú quien lo diga.

Isabelle suspiró y comenzó a subir la escalera. Clary la oía mascullar mientras avanzaban.

—Es culpa tuya, ¿sabes? Si no le hubieras roto el corazón…

—¡Isabelle!

—Bueno, se lo rompiste.

—Sí, y me parece recordar que cuando se convirtió en rata fuiste tú quien sugirió que lo dejáramos en forma de rata, permanentemente.

—No lo hice.

—Sí que lo hiciste… —Clary se calló de golpe. Habían llegado al piso siguiente, donde un largo pasillo se abría en ambos sentidos. Ante la puerta doble de la enfermería se hallaba un Hermano Silencioso, en su hábito de color pergamino, con las manos juntas y la cabeza gacha como en una postura meditativa.

Isabelle lo señaló con un gesto exagerado.

—Aquí estás —dijo—. Buena suerte. Te hará falta para pasar ante él y ver a Jace.

Y se fue por el pasillo, con los tacones repiqueteando sobre el suelo de madera.

Clary suspiró por dentro y se sacó la estela del cinturón. Dudaba que existiera alguna runa de glamour que pudiera engañar a un Hermano Silencioso pero, quizá, si podía acercarse lo suficiente para marcarle una runa de sueño sobre la piel…

«Clary Fray.» La voz que sonó en su cabeza era divertida, y también conocida. No tenía sonido, pero Clary reconoció la forma de los pensamientos, igual que se puede reconocer a alguien por el modo en que ríe o respira.

—Hermano Zachariah. —Resignada, volvió a guardar la estela y se acercó a él, deseando que Isabelle se hubiera quedado con ella.

«Supongo que estás aquí para ver a Jonathan —dijo él alzando la cabeza de su postura de meditación. Su rostro seguía bajo las sombras de la capucha, aunque Clary le alcanzaba a ver el contorno anguloso del pómulo—. A pesar de las órdenes de la Hermandad.»

—Por favor, llámalo Jace. De otro modo resulta muy confuso.

«Jonathan es un buen nombre para un cazador de sombras; fue el primer nombre. Los Herondale siempre han mantenido los nombres en la familia…»

—No fue un Herondale quien le puso ese nombre —indicó Clary—. Aunque tiene una daga de su padre. Pone S. W. H. en la hoja.

«Stephen William Herondale.»

Clary dio otro paso hacia la puerta, y hacia Zachariah.

—Sabes mucho de los Herondale —comentó—. Y de todos los Hermanos Silenciosos, pareces el más humano. La mayoría de ellos no muestran ninguna emoción. Son como estatuas. Pero tú pareces sentir las cosas. Recuerdas tu vida.

«Ser un Hermano Silencioso es mi vida, Clary Fray. Pero si te refieres a mi vida antes de la Hermandad, es cierto.»

Clary respiró hondo.

—¿Alguna vez estuviste enamorado? ¿Antes de la Hermandad? ¿Hubo alguna vez alguien por quien habrías muerto?

Sobrevino un largo silencio.

«Dos personas —contestó el hermano Zachariah finalmente—. Son recuerdos que el tiempo no borra, Clarissa. Pregunta a tu amigo Magnus Bane, si no me crees. La eternidad no hace que se olvide la pérdida, sólo la hace soportable.»

—Bueno, yo no tengo una eternidad —repuso Clary en voz baja—. Por favor, déjame ver a Jace.

El hermano Zachariah no se movió. Clary seguía sin poder verle el rostro, sólo sombras y planos bajo la capucha de su hábito. Sólo las manos, cogidas ante sí.

—Por favor —rogó Clary.


Alec saltó al andén de la estación de metro de City Hall y fue hacia la escalera. Había bloqueado en su mente la imagen de Magnus marchándose de él con un pensamiento y sólo uno: iba a matar a Camille Belcourt.

Subió la escalera mientras sacaba un cuchillo serafín del cinturón. La luz era tenue y vacilante; llegó a vestíbulo bajo el City Hall Park, donde unas claraboyas tintadas permitían el paso a la luz invernal. Se metió la piedra de luz mágica en el bolsillo y alzó el cuchillo serafín.

Amriel —susurró, y la hoja se encendió como un rayo en sus manos. Alzó la barbilla y pasó la mirada por todo el vestíbulo. El sofá de respaldo alto estaba allí, pero Camille no se hallaba en él. Le había enviado un mensaje diciéndole que iría, así que no debía sorprenderle que ella no se hubiera quedado a esperarlo. Furioso, cruzó el vestíbulo y le dio una patada al sofá, con fuerza. Éste se volcó con un crujido de madera y una nube de polvo; una de las patas se quebró.

Desde un rincón de la estancia le llegó una tintineante risita plateada.

Alec se volvió en redondo, con el cuchillo serafín ardiéndole en la mano. Las sombras de los rincones eran profundas y densas; incluso la luz de Amriel no podía penetrarlas.

—¿Camille? —llamó, con una voz peligrosamente tranquila—. Camille Belcourt. Ven aquí ahora.

Otra risita, y una forma salió de la oscuridad. Pero no era Camille.

Era una niña, seguramente de no más de doce o trece años, muy delgada, con un par de vaqueros gastados y una camiseta rosa de manga corta con un brillante unicornio. También llevaba una larga bufanda rosa, con los extremos manchados de sangre. La sangre le cubría la parte inferior del rostro y le manchaba el cuello de la camiseta. Miró a Alec con ojos muy abiertos y alegres.

—Te conozco —susurró ella, y cuando habló, Alec vio un destello de sus afilados incisivos. Vampira—. Alec Lightwood. Eres amigo de Simon. Te he visto en los conciertos.

Él se la quedó mirando. ¿La había visto antes? Quizá; el paso de un rostro entre las sombras de un bar, una de esas actuaciones a las que Isabelle lo arrastraba. No estaba seguro. Pero eso no significaba que no supiera quién era.

—Maureen —dijo—. Eres la Maureen de Simon.

Ella se miró las manos, que estaban enguantadas en sangre, como si las hubiera hundido en un charco de ella. Y tampoco era sangre humana, pensó Alec. Era la sangre oscura, roja como un rubí, de un vampiro.

—Estás buscando a Camille —dijo en un sonsonete—. Pero ella ya no está aquí. Oh, no. Se ha ido.

—¿Se ha ido? —preguntó Alec—. ¿Qué quieres decir con que se ha ido?

Maureen soltó una risita.

—Ya sabes cómo funcionan las leyes de los vampiros, ¿no? Quien mata al jefe del clan se convierte en su jefe. Y Camille era la jefa del clan de Nueva York. Oh, sí, era.

—¿Al… alguien la ha matado?

Maureen se puso a reír alegremente.

—No alguien, tonto —repuso ella—. He sido yo.


El techo arqueado de la enfermería estaba pintado de azul, con un dibujo rococó de querubines extendiendo cintas de oro, y nubes blancas al viento. Filas de camas de metal se alineaban contra las paredes de la izquierda y la derecha, dejando un pasillo en medio. Dos altas claraboyas permitían pasar la luz del sol invernal, aunque eso de poco servía para calentar la fría habitación.

Jace se hallaba sentado en una de las camas, apoyado en un montón de almohadas que había cogido de las otras camas. Llevaba unos vaqueros con los bajos deshilachados y una camiseta gris. Tenía un libro sobre las rodillas. Alzó la mirada cuando Clary entró en la sala, pero no dijo nada mientras ésta se acercaba a la cama.

El corazón de Clary había comenzado a latirle con fuerza. El silencio era casi opresivo; Jace la siguió con la mirada mientras ella llegaba a los pies de la cama y se detenía allí, con las manos en el metal de la estructura. Ella le observó el rostro. En muchas ocasiones había tratado de dibujarlo, había tratado de capturar aquella inefable cualidad que hacía que Jace fuera Jace, pero sus dedos nunca habían sido capaces de plasmar en el papel lo que ella veía. Ahí estaba ahora, donde no había estado cuando él se hallaba bajo el control de Sebastian, o como quisieran llamarlo, alma o espíritu, mirándola desde sus ojos.

Ella apretó la mano en la cama.

—Jace…

Él se puso un mechón de cabello tras la oreja.

—Es… ¿Te han dicho los Hermanos Silenciosos que puedes estar aquí?

—No exactamente.

La comisura de la boca de Jace le tironeó.

—¿Así que los has noqueado con un leño y te has colado? La Clave no ve nada bien esa clase de cosas, ¿sabes?

—Guau. De verdad que no me dejas pasar ni una, ¿no? —Se sentó en la cama junto a él, en parte para estar a la misma altura, y en parte para disimular que le temblaban las rodillas.

—He aprendido a no hacerlo —repuso él, y dejó el libro a un lado.

Clary sintió como si la hubiera abofeteado.

—No quería hacerte daño —dijo en una voz que le salió casi como un susurro—. Lo siento.

Él se irguió y pasó las piernas sobre el borde de la cama. No estaban muy apartados, compartiendo la cama, pero él se retenía; Clary lo veía. Podía ver que había secretos tras sus ojos, notaba su vacilación. Deseaba tenderle la mano, pero se mantuvo inmóvil y con la voz tranquila.

—Nunca he tratado de hacerte daño. Y no me refiero sólo en el Burren. Me refiero al momento en que tú, el auténtico tú, me dijiste lo que querías. Debería haberte escuchado, pero en lo único que pensaba era en salvarte, en sacarte de allí. No te escuché cuando dijiste que querías entregarte a la Clave y, por eso, ambos casi acabamos como Sebastian. Y cuando hice lo que hice con Gloriosa… Alec e Isabelle deben de haberte explicado que la espada estaba destinada a Sebastian. Pero no pude llegar a él en medio de la batalla. No pude. Y pensé en lo que me habías dicho, en que preferías morir que vivir bajo el influjo de Sebastian. —Se le cortó la voz—. El auténtico tú, me refiero. No podía preguntártelo. Tuve que suponerlo. Tienes que saber que fue terrible herirte así. Saber que podrías haber muerto y que habría sido mi mano la que había sostenido la espada que te mató, pero arriesgué tu vida porque pensaba que era lo que me habrías pedido y, después de traicionarte una vez, pensé que te lo debía. Pero si me equivoqué… —Se calló, pero él siguió en silencio. El estómago se le retorció de inquietud—. Entonces, lo lamento. No puedo hacer nada para compensarte. Pero quería que supieras que lo siento.

Se calló de nuevo, y esta vez el silencio se alargó más y más, como un hilo tensado al máximo.

—Ya puedes hablar —soltó ella finalmente—. La verdad es que sería magnífico que lo hicieras.

Jace la miraba incrédulo.

—Déjame ver si lo he entendido bien —comenzó—. ¿Has venido aquí a disculparte conmigo?

Ella se sorprendió.

—Claro que sí.

—¡Clary, me salvaste la vida!

—Te apuñalé. Con una enorme espada. Te pusiste a arder.

Los labios de Jace se curvaron de manera casi imperceptible.

—De acuerdo —dijo él—. Quizá nuestros problemas no sean como los de las otras parejas. —Alzó una mano como si fuera a acariciarle el rostro, pero la bajó rápidamente—. Te oí, ¿sabes? —continuó más bajo—. Diciéndome que no estaba muerto. Pidiéndome que abriera los ojos.

Se miraron el uno al otro en medio de un silencio que seguramente sólo durara unos instantes, pero que a Clary le parecieron horas. Se alegraba tanto de verlo así, completamente él, que casi olvidó el miedo de que todo iba a ir fatal en los próximos minutos.

—¿Por qué crees que me enamoré de ti? —preguntó Jace finalmente.

Eso era lo que ella menos esperaba que le preguntara.

—No lo sé… Ésa no es una pregunta justa.

—A mí me lo parece —replicó él—. ¿Crees que no te conozco, Clary? ¿La chica que entró en un hotel lleno de vampiros porque su mejor amigo estaba allí y necesitaba que lo salvaran? ¿Que abrió un Portal y se transportó a Idris porque no soportaba la idea de no participar en la acción?

—Me gritaste por eso…

—Me estaba gritando a mí —repuso él—. Nos parecemos mucho en algunos aspectos. Somos temerarios. No pensamos antes de actuar. Hacemos lo que sea por la gente a la que queremos. Y nunca pensé lo que eso asustaba a la gente que me quería hasta que lo vi en ti y me aterrorizó. ¿Cómo podía protegerte si no me dejabas? —Se inclinó hacia ella—. Eso, por cierto, es una pregunta retórica.

—Bien. Porque no necesito que me protejan.

—Sabía que dirías eso. Pero la cuestión es que, a veces, sí. Y, a veces, yo también. Se supone que debemos protegernos el uno al otro, pero no de todo. No de la verdad. Eso es lo que significa amar a alguien pero dejar que sea quien es.

Clary se miró las manos. Deseaba tanto tocarlo. Era como visitar a alguien en prisión, donde se podía ver al otro claramente, pero había un cristal irrompible de separación.

—Me enamoré de ti —continuó él— porque eras una de las personas más valientes a quienes había conocido. Entonces, ¿cómo podía pedirte que dejaras de ser valiente sólo porque te amaba? —Se pasó las manos por el cabello, que le quedó revuelto y de punta con rizos que Clary ansiaba alisar—. Viniste a buscarme. Me salvaste cuando casi todos los demás se habían rendido, e incluso los que no se habían rendido no sabían qué hacer. ¿Crees que no sé por lo que pasaste? —Se le velaron los ojos—. ¿Cómo puedes creer que podría estar enfadado contigo?

—Entonces, ¿por qué no has querido verme?

—Porque… —Jace sacó aire—. Muy bien, buena observación, pero hay algo que no sabes. La espada que empleaste, la que Raziel le dio a Simon…

Gloriosa —repuso Clary—. La espada del Arcángel Miguel. Se destruyó.

—No se destruyó. Volvió a su lugar de procedencia una vez que el fuego celestial la consumió. —Jace sonrió levemente—. De otro modo, nuestro Ángel habría tenido que dar muchas explicaciones cuando Miguel se enterara de que su colega Raziel había prestado su espada favorita a un puñado de humanos descuidados. Pero me voy por las ramas. La espada…, la forma en que ardía… no era fuego normal.

—Eso ya lo supuse. —Clary deseaba que Jace la rodeara con los brazos y la apretara contra sí. Pero él parecía querer mantener el espacio entre ellos, así que se quedó donde estaba. Era como un dolor físico, estar tan cerca de él y no poder tocarlo.

—Ojalá no te hubieras puesto ese jersey —murmuró Jace.

—¿Qué? —Ella se miró—. Creía que te gustaba.

—Y me gusta —respondió él, y sacudió la cabeza—. No importa. Ese fuego… era fuego celestial. El matorral ardiente, el fuego y el azufre, la columna de fuego que guió a los hijos de Israel… ése es el fuego del que estamos hablando. «Porque un fuego se ha encendido en mi ira, y arderá hasta las profundidades del Infierno; devorará la tierra y sus frutos, y abrasará las bases de los montes.» Ése es el fuego que abrasó lo que Lilith me había hecho. —Cogió el borde de la camiseta y se la levantó. Clary tragó aire, porque sobre el corazón, en la fina piel del pecho, ya no había Marca, sólo una cicatriz blanca cerrada donde la espada le había penetrado.

Clary extendió la mano, queriendo tocarlo, pero él se apartó, negando con la cabeza. Ella notó la expresión dolida apareciendo en su rostro antes de poder esconderla. Él se bajó la camiseta.

—Clary, ese fuego… aún está dentro de mí.

Ella lo miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

Jace respiró hondo y tendió las manos, con las palmas arriba. Ella las miró, delgadas y conocidas, con la runa de visión en su mano derecha desdibujada y cicatrices blancas sobre ella. Mientras ambos las miraban, las manos comenzaron a temblarle ligeramente, y luego, bajo la mirada incrédula de Clary, se fueron volviendo transparentes. Como si la hoja de Gloriosa hubiera comenzado a arder, la piel de Jace pareció volverse de cristal, cristal que contenía en su interior un oro que se movía, se oscurecía y ardía. Clary vio el contorno de su esqueleto a través de la piel trasparente, huesos dorados conectados a tendones de fuego.

Lo oyó tragar aire secamente. Entonces, él alzó la cabeza y la miró a los ojos. Los de él eran dorados. Siempre habían sido dorados, pero Clary podría jurar que ese dorado también vivía y ardía. Jace respiraba pesadamente, y el sudor le relucía sobre las mejillas y la clavícula.

—Tienes razón —dijo Clary—. Nuestros problemas no son como los de las otras parejas.

Jace la miró incrédulo. Lentamente, cerró los puños, y el fuego se desvaneció, dejando sólo sus manos de siempre, intactas.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó él, medio ahogado por la risa.

—No, tengo mucho más que decir. ¿Qué está pasando? ¿Ahora tus manos son armas? ¿Eres la Antorcha Humana? ¿Qué diablos…?

—No sé qué es la Antorcha Humana, pero… Muy bien, mira, los Hermanos Silenciosos me han dicho que ahora porto dentro el fuego celestial. En mis venas. En mi alma. Cuando me desperté, sentí como si respirara fuego. Alec e Isabelle pensaron que sería un efecto temporal de la espada, pero al ver que no desaparecía, llamaron a los Hermanos Silenciosos. El hermano Zachariah me dijo que no sabría cuán temporal sería. Y lo quemé; me estaba tocando con la mano cuando lo dijo, y sentí una descarga de energía pasando a través de mí.

—¿Una quemadura grave?

—No. Menor, pero aun así…

—Por eso no quieres tocarme. —Clary se dio cuenta de repente—. Tienes miedo de quemarme.

Él asintió.

—Nadie ha visto nunca nada igual, Clary. Ni antes, ni nunca. La espada no me mató. Pero me dejó esto…, esta parte de algo letal dentro de mí. A veces es tan fuerte que probablemente mataría a un humano corriente, quizá incluso a un cazador de sombras. —Exhaló un profundo suspiro—. Los Hermanos Silenciosos están trabajando para ver cómo podría controlarlo, o librarme de ello. Pero como puedes imaginar, no soy su principal prioridad.

—Porque lo es Sebastian. Has oído que destruí el apartamento. Sé que tiene otras maneras de ir por ahí, pero…

—¡Ésa es mi chica! Pero tiene reservas. Otros escondites. No sé cuáles son. No me lo dijo nunca. —Se inclinó hacia ella, tan cerca que Clary pudo ver los colores cambiantes de sus ojos—. Desde que desperté, los Hermanos Silenciosos no han dejado de acompañarme. Tuvieron que realizar de nuevo la ceremonia, la que les hacen a los cazadores de sombras al nacer para mantenerlos a salvo. Y luego se me metieron en la cabeza. Buscando, tratando de sacar el más mínimo detalle de información sobre Sebastian, cualquier cosa que yo haya podido saber pero que no recuerdo. Pero… —Jace movió la cabeza, frustrado—. No hay nada. Conocía sus planes hasta la ceremonia en el Burren. Más allá de eso, no tengo ni idea de lo que va a hacer ahora. Dónde puede atacar. Saben que ha estado trabajando con demonios, así que están reforzando las salvaguardas, sobre todo alrededor de Idris. Pero me siento como si nos hubiéramos olvidado de algo importante en todo este asunto, algún conocimiento secreto que yo tengo…, y ni siquiera tenemos eso.

—Pero si supieras algo, Jace, él cambiaría sus planes —objetó Clary—. Sabe que te ha perdido. Los dos estabais atados. Oí un grito terrible cuando te clavé la espada. —Se estremeció—. Era un terrible sonido de pérdida. De algún modo extraño, sí que le importabas, creo. Y aunque todo fuera horroroso, ambos sacamos algo que puede resultar útil.

—¿Que es…?

—Lo entendemos. Quiero decir, tanto como alguien pueda llegar a entenderlo. Y eso no se puede borrar con un cambio de planes.

Jace asintió lentamente.

—¿Sabes a quién creo que entiendo ahora también? A mi padre.

—Valen… No —dijo Clary, observando su expresión—. Te refieres a Stephen.

—He estado leyendo sus cartas. Las cosas de la caja que me dio Amatis. Escribió una carta para mí, ¿sabes?, que pretendía que leyera después de su muerte. Me dijo que fuera un hombre mejor de lo que él había sido.

—Lo eres —repuso Clary—. Es esos momentos, en el apartamento, cuando eras tú, te importaba más hacer lo que debías hacer que tu propia vida.

—Lo sé —dijo Jace, mirándose los marcados nudillos—. Eso es lo raro. Lo sé. Tenía muchas dudas sobre mí mismo, siempre, pero ahora entiendo la diferencia entre Sebastian y yo. Entre Valentine y yo. Incluso la diferencia entre ellos dos. Valentine creía de verdad que estaba haciendo lo correcto. Odiaba a los demonios. Pero para Sebastian, la criatura que considera su madre es uno. Gobernaría contento sobre una raza de cazadores de sombras oscuros que obedecieran a los demonios, mientras éstos masacraran a su voluntad a los humanos corrientes de este mundo. Valentine aún creía que la misión de los cazadores de sombras era proteger a los seres humanos; Sebastian los considera cucarachas. Y no quiere proteger a nadie. Sólo quiere lo que quiere en el momento en que lo quiere. Y lo único que siente es enfado cuando se frustra.

Clary no estaba tan segura. Había visto a Sebastian mirar a Jace, incluso a sí misma, y sabía que había algo en él tan solitario como el más oscuro vacío del espacio. La soledad lo guiaba tanto como el deseo de poder; la soledad y la necesidad de ser amado sin tener la comprensión correspondiente de que el amor era algo que uno se ganaba. Sin embargo, se calló esas ideas.

—Bueno, entonces vamos a frustrarlo —dijo en su lugar.

Una sonrisa asomó en el rostro de Jace.

—Sabes que te quiero rogar que te quedes al margen de esto, ¿verdad? Va a ser una batalla despiadada. Más despiadada de lo que creo que la Clave ni siquiera comienza a comprender.

—Pero no vas a hacerlo —repuso Clary—. Porque eso te convertiría en un idiota.

—¿Te refieres a que necesitamos tu poder con las runas?

—Bueno, eso y… ¿Has escuchado algo de lo que acabas de decir? ¿Todo eso de protegernos el uno al otro?

—Te informo de que he practicado ese discurso. Delante del espejo, antes de que llegaras.

—¿Y qué crees que significa?

—No estoy seguro —admitió Jace—, pero sé que he quedado de lo mejor soltándotelo.

—Dios, había olvidado lo irritante que eres cuando no estás poseído —masculló Clary—. ¿Necesito recordarte que has dicho que tienes que aceptar que no me puedes proteger de todo? La única manera en que podemos protegernos es si estamos juntos. Si nos enfrentamos juntos a lo que sea. Si confiamos el uno en el otro. —Lo miró directamente a los ojos—. No debería haberte impedido que fueras a la Clave llamando a Sebastian. Debería haber respetado tu decisión. Y tú debes respetar la mía. Porque vamos a estar juntos mucho tiempo, y ésta es la única manera de que funcione.

Él acercó la mano hacia ella sobre la manta.

—Estar bajo la influencia de Sebastian… —dijo él con voz ronca—. Ahora me parece una pesadilla. Aquel lugar de locos, aquellos armarios llenos de ropa para tu madre…

—Así que lo recuerdas —susurró ella.

Jace le rozó las yemas de los dedos con las suyas, y Clary casi dio un bote. Ambos contuvieron el aliento mientras él la acariciaba; ella no se movió, pues observaba cómo a Jace poco a poco se le iban relajando los hombros y desaparecía la mirada ansiosa de su rostro.

—Lo recuerdo todo —contestó él—. Recuerdo el bote en Venecia, el club en Praga. Aquella noche en París, cuando era yo.

Clary notó que la sangre se le aceleraba bajo la piel, y le ardió la cara.

—En cierto sentido, hemos pasado por algo que nadie más puede entender —continuó él—. Y me ha hecho darme cuenta de algo. Siempre hemos estado absolutamente mejor juntos. Alzó el rostro hacia ella. Estaba pálido, y el fuego le destellaba en los ojos—. Voy a matar a Sebastian. Voy a matarlo por lo que me hizo, por lo que te hizo a ti, y por lo que le hizo a Max. Voy a matarlo por lo que ha hecho y por lo que hará. La Clave lo quiere muerto, y ellos lo perseguirán. Pero quiero que sea mi mano la que acabe con él.

Entonces ella tendió la mano y se la puso en la mejilla. Él se estremeció y entrecerró los ojos. Clary se esperaba que tuviera la piel caliente, pero la notó fría bajo la mano.

—¿Y si soy yo quien lo mata?

—Mi corazón es tu corazón —contestó él—. Mis manos son tus manos.

Sus ojos eran del color de la miel y se deslizaron tan lentamente como la miel sobre el cuerpo de Clary cuando él la miró de arriba abajo por primera vez desde que ella había entrado en la enfermería, desde el cabello alborotado hasta las botas de los pies. Cuando sus ojos se encontraron de nuevo, Clary tenía la boca seca.

—¿Recuerdas —preguntó él— cuando nos conocimos y te dije que estaba seguro, al noventa por ciento, de que dibujarte la runa no te mataría, y tú me diste una bofetada y me dijiste que era por el otro diez por ciento?

Clary asintió con la cabeza.

—Siempre había supuesto que me mataría algún demonio —prosiguió Jace—. Un subterráneo renegado. Una batalla. Pero entonces me di cuenta de que podía morirme si no lograba besarte, y pronto.

Clary chasqueó los secos labios.

—Bueno, lo hiciste —dijo ella—. Lo de besarme, me refiero.

Él le cogió un rizo entre los dedos. Estaba tan cerca como para que ella notara el calor de su cuerpo, el olor a jabón, piel y cabello.

—No lo suficiente —replicó él, mientras dejaba que el rizo se le escapara de la mano—. Si te besara todo el día durante todos los días que me quedan de vida, no sería suficiente.

Él inclinó la cabeza. Ella no pudo evitar inclinar también la suya. Los recuerdos de París le llenaban la cabeza: abrazarlo como si fuera a ser la última vez que lo abrazaba; y casi lo había sido. Su sabor, su respiración, sus caricias. Lo oyó respirar. Las pestañas de Jace le cosquillearon la mejilla. Sólo unos milímetros separaban sus labios, y luego ya no fueron ni milímetros; se rozaron levemente primero, y luego con mayor presión. Se acercaron el uno al otro…

Y Clary notó una chispa; no dolorosa, sino más bien como una ligera sacudida de electricidad estática. Pasó entre ellos, y Jace se apartó rápidamente. Estaba sonrojado.

—Quizá tengamos que trabajar esto un poco.

A Clary aún le daba vueltas la cabeza.

—De acuerdo.

Él miraba hacia delante, aún jadeante.

—Quiero darte una cosa.

—Ya me lo imagino.

Él la miro de golpe y, casi sin querer, sonrió.

—Eso no. —Se metió la mano por el cuello de la camiseta y sacó el anillo Morgenstern con la cadena. Se lo sacó por la cabeza y se lo puso en la mano a Clary. Conservaba el calor de su piel.

—Alec se lo pidió a Magnus para mí. ¿Volverás a llevarlo?

Ella cerró el puño sobre el anillo.

—Siempre.

Su sonrisa irónica se suavizó. Ella se atrevió a ponerle la mano en el hombro. Notó que él contenía el aliento, pero permaneció inmóvil. Al principio Jace se tensó, pero el cuerpo se le fue relajando lentamente, y se quedaron así. Era duro y caliente, pero dulce y amigable.

Jace carraspeó.

—¿Sabes que esto significa que lo que hicimos…, lo que casi hicimos en París…?

—¿Subir a la Torre Eiffel?

Él le puso un mechón tras la oreja.

—No me dejas pasar ni una, ¿verdad? No importa. Eso es una de las cosas que me gustan de ti. Bueno, pues la otra cosa que casi hicimos en París…, seguramente eso quede aparcado durante un tiempo. A no ser que quieras que ese rollo de «me consumo de pasión y ardo en deseos por ti» se convierta en algo literal de un modo bastante desagradable.

—¿Nada de besos?

—Bueno…, besos, quizá. Pero el resto…

Ella rozó la mejilla contra la de él.

—Me parece bien si te lo parece a ti.

—Claro que no me parece bien. Soy un adolescente. Por lo que a mí respecta, es lo peor que ha pasado desde que descubrí por qué Magnus tiene prohibida la entrada en Perú. —Los ojos se le suavizaron—. Pero eso no cambia lo que somos el uno para el otro. Es como si siempre me faltara un trozo de alma, y está dentro de ti, Clary. Sé que una vez te dije que tanto si Dios existe como si no, estamos solos. Pero cuando estoy contigo, no estoy solo.

Ella cerró los ojos para que él no le viera las lágrimas; lagrimas de alegría por primera vez en mucho tiempo. A pesar de todo, a pesar de que las manos de Jace seguían en su regazo, Clary sintió un alivio tan intenso que apagó todo lo demás: la inquietud por dónde estaría Sebastian, y el miedo al futuro incierto pasaron a un segundo plano. Nada importaba. Estaban juntos, y Jace volvía a ser él. Notó que él volvía el rostro y la besaba suavemente en la cabeza.

—De verdad me gustaría que no te hubieras puesto ese jersey —le susurró al oído.

—Es para que practiques —replicó ella, moviendo los labios contra la piel de él—. Mañana, medias de rejilla.

A su lado, cálido y reconfortante, Clary lo notó reír.


—Hermano Enoch —saludó Maryse mientras se levantaba detrás del escritorio—. Gracias por reunirte con el hermano Zachariah y conmigo habiéndote avisado con tan poco tiempo.

«¿Tiene esto que ver con Jace? —preguntó Zachariah y, si Maryse no hubiera sabido que era imposible, le habría parecido que había un toque de ansiedad en su voz mental—. Lo he visitado varias veces hoy. Su estado no ha variado.»

Enoch se removió bajo su hábito.

«Y yo he estado revisando los archivos y los documentos antiguos relativos al fuego celestial. Hay alguna información sobre el modo en que puede liberarse, pero debes ser paciente. No hay motivo para llamarnos. Si tenemos alguna novedad, nosotros te llamaremos.»

—No es sobre Jace —repuso Maryse, y salió de detrás del escritorio, con los tacones resonando sobre el suelo de piedra de la biblioteca—. Es sobre algo totalmente diferente. —Miró hacia abajo. Habían colocado una alfombra de cualquier manera en el suelo, donde no solía haber ninguna alfombra. Cubría en parte el delicado dibujo hecho con losetas que formaba la silueta de la Copa, la Espada y el Ángel. Se agachó, cogió una punta de la alfombra y estiró.

Los Hermanos Silenciosos no ahogaron un grito, claro; no podían emitir ningún sonido. Pero una cacofonía llenó la cabeza de Maryse, el eco psíquico de su impresión y su horror. El hermano Enoch retrocedió un paso, mientras que el hermano Zachariah alzó una mano de largos dedos para cubrirse el rostro, como si pudiera impedir que sus ojos vieran lo que tenían delante.

—No estaba aquí esta mañana —explicó Maryse—. Pero cuando volví esta tarde, estaba esperándome.

Al primer vistazo había pensado que era algún pájaro grande que había encontrado la manera de colarse en la biblioteca y había muerto ahí, quizá al romperse el cuello contra uno de los altos ventanales. No dijo nada de la desesperación visceral que la había traspasado como una flecha, ni de la manera en que había llegado tambaleándose a la ventana y había vomitado por ella en cuanto se había dado cuenta de lo que estaba viendo.

Un par de alas blancas; no blancas del todo, sino una amalgama de colores que se movían y parpadeaban al mirarlas: plata claro, reflejos violeta, azul oscuro, ambas alas delineadas en oro. Y luego, en la raíz, un feo corte que había mutilado hueso y tendón. Alas de ángel: las alas seccionadas de un ángel vivo. Icor de angélico, del color del oro líquido, manchaba el suelo.

Sobre las alas, un trozo de papel doblado, dirigido al Instituto de Nueva York. Después de echarse agua en la cara, Maryse había cogido la nota y la había leído. Era corta: una única frase, y estaba firmada con un nombre en una escritura que le resultaba extrañamente familiar, porque era un eco de la cursiva de Valentine: las florituras de las letras, la mano fuerte y firme. Pero no era el nombre de Valentine. Era el nombre de su hijo.

Jonathan Christopher Morgenstern.

Le pasó la nota al hermano Zachariah. Él la cogió y la abrió; leyó, al igual que ella, la única palabra de griego clásico trazada en una complicada escritura en lo alto de la página.

Erchomai, decía.

Voy de camino.

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