TERCERA PARTE Todo cambiado

Todo cambiado, cambiado del todo:

Una terrible belleza ha nacido.

WILLIAM BUTLER YEATS, «Pascua, 1916»

18 Raziel

«¿Clary?»

Simon se hallaba sentado en los escalones del porche trasero de la casa de la granja, mirando hacia el camino que atravesaba el manzanar y llevaba al lago. Isabelle y Magnus estaba en el sendero; Magnus miraba hacia el lago y luego hacia las colinas que rodeaban la zona. Estaba tomando notas con una pluma cuya punta brillaba de un chisporroteante verde azul. Alec estaba un poco más lejos, mirando los árboles que bordeaban la cresta de las colinas que separaban la granja de la carretera. Parecía querer estar lo más lejos de Magnus, pero manteniéndose a una distancia que le permitiera oírlos. A Simon le parecía, aunque era el primero en admitir que no resultaba ser un gran observador en esos temas, que a pesar de las bromas en el coche, desde hacía poco existía una perceptible distancia entre Alec y Magnus; era algo que no podía explicar, pero que sabía que estaba ahí.

La mano derecha de Simon estaba apoyada en la izquierda, y los dedos sobre el anillo de oro.

«Clary, por favor.»

Había tratado de contactar con ella cada hora desde que recibió el mensaje de Maia sobre Luke. No había conseguido nada. Ni la más leve sensación de respuesta.

«Clary. Estoy en la granja. Me acuerdo de ti aquí, conmigo.»

Era un día sorprendentemente cálido para la estación, y un leve viento removía las últimas hojas en las ramas de los árboles. Después de pasar mucho rato preguntándose qué ropa debía ponerse para un encuentro con los ángeles (un traje le parecía excesivo, aunque tuviera uno de la fiesta de compromiso de Jocelyn y Luke), iba en vaqueros y camiseta, con los brazos al aire bajo la luz del sol. Tenía tantos recuerdos felices en aquel lugar, en aquella casa. Clary y él habían ido allí con Jocelyn casi todos los veranos desde que podía recordar. Se bañaban en el lago. Simon se bronceaba, y la pálida piel de Clary se quemaba una y otra vez. Le salían un millón más de pecas en los hombros y los brazos. Jugaban al «béisbol manzana» en el manzanar, que era pringoso y divertido, y al Scrabble y al póquer en la casa, y Luke siempre ganaba.

«Clary, estoy a punto de hacer algo estúpido, peligroso y quizá suicida. ¿Tan malo es que quiera hablar contigo por última vez? Hago esto para que estés a salvo, y ni siquiera sé si sigues viva para ayudarte. Pero si estás muerta lo sabría, ¿verdad? Lo sentiría.»

—Muy bien. Vamos —dijo Magnus, que apareció al pie de los escalones. Miró el anillo que Simon llevaba en el dedo, pero no hizo ningún comentario.

Simon se puso en pie y se sacudió los vaqueros; luego fue en cabeza por el serpenteante camino a través del manzanar. El lago relucía por delante como una fría moneda azul. Al acercarse, Simon vio el viejo muelle que se metía en el agua, donde en un tiempo se ataban kayaks, antes de que un gran trozo del muelle se rompiera y se fuera a la deriva. Pensó que casi podía oír el perezoso zumbido de las abejas y notar el peso del verano en los hombros. Cuando llegaron a la orilla del lago, se volvió y miró la casa, de listones pintados de blanco con contraventanas verdes y un viejo porche cubierto con cansados muebles de mimbre blanco.

—Te gusta esto, ¿eh? —comentó Isabelle. Su cabello negro ondeaba como una bandera bajo la brisa del lago.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu expresión —contestó ella—. Como si estuvieras recordando algo bueno.

—Fue bueno —afirmó Simon. Se fue a subir las gafas por la nariz, recordó que ya no las llevaba y bajó la mano—. Fui muy afortunado.

Isabelle miró el lago. Llevaba unos pequeños pendientes dorados de aro; en uno se le había enredado un poco de pelo, y Simon tuvo ganas de soltárselo y de tocarle el rostro con los dedos.

—¿Y ahora ya no?

Simon se encogió de hombros. Estaba observando a Magnus, que sujetaba lo que parecía una vara larga y flexible, y estaba dibujando en la arena mojada al borde del lago. Tenía abierto un libro de hechizos y salmodiaba mientras tanto. Alec lo contemplaba, con la expresión de alguien que mira a un desconocido.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Isabelle, mientras se acercaba a Simon.

Él notó el calor del brazo de ella contra el suyo.

—No lo sé. Gran parte de estar asustado consiste en la sensación física. El corazón se acelera, sudas y el pulso late con fuerza. No tengo nada de eso.

—Es una pena —murmuró Isabelle, mirando al agua—. Los tíos sudados son sexis.

Él le dedicó una media sonrisa; era más difícil de lo que había pensado que sería. Quizá sí estuviera asustado.

—Ya basta de tu descaro e impertinencia, señorita.

A Isabelle le tembló el labio como si fuera a sonreír. Luego suspiró.

—¿Sabes lo que nunca se me pasó por la cabeza que pudiera querer? —preguntó—. Un tío que me hiciera reír.

Simon se volvió hacia ella y le cogió la mano, sin importarle en ese momento que su hermano los estuviera mirando.

—Izzy…

—Muy bien —exclamó Magnus—. Ya he acabado. Simon, ven aquí.

Se volvieron. Magnus estaba dentro del círculo, que relucía con una leve luz blanca. En realidad eran dos círculos concéntricos, uno un poco más pequeño dentro del mayor, y en el espacio entre ellos, había docenas de símbolos dibujados. Éstos también relucían, de un color azul blanquecino acerado, como el reflejo del lago.

Simon oyó inspirar a Isabelle, y se alejó procurando no mirarla. Eso sólo lo haría todo más difícil. Avanzó, cruzó el borde del círculo y se situó en el centro, junto a Magnus. Mirar hacia fuera desde el centro del círculo era como mirar a través de agua. El resto del mundo resultaba confuso y parecía agitarse.

—Toma. —Magnus le puso el libro en las manos. El papel era fino, cubierto con runas dibujadas, pero Magnus había pegado una copia impresa de las palabras, tal y como se pronunciaban, sobre el propio encantamiento—. Limítate a decir esto —masculló—. Debería funcionar.

Simon sujetó el libro contra el pecho, se sacó el anillo de oro que lo conectaba con Clary y se lo pasó a Magnus.

—Si no… —dijo, preguntándose de dónde le venía esa extraña tranquilidad—, alguien debe tener esto. Es nuestra única conexión con Clary y con lo que sabe.

Magnus asintió y se puso el anillo en el dedo.

—¿Preparado, Simon?

—¡Eh! —exclamó éste—. Te has acordado de mi nombre.

Magnus le lanzó una mirada indescifrable desde sus ojos verde dorado, y salió del círculo. Al instante, él también fue una mancha confusa. Alec se puso a un lado de él e Isabelle al otro; ésta se cogía por los codos y, aun a través del ondulante aire, Simon vio lo triste que parecía.

Simon carraspeó para aclararse la garganta.

—Supongo que será mejor que os marchéis, chicos.

Pero no se movieron. Parecían estar esperando a que él dijera algo más.

—Gracias por venir aquí conmigo —añadió finalmente, después de haberse estrujado el cerebro para decir algo trascendente; parecían estar esperándolo. No era de los que hacían grandes discursos de despedida o decían adiós de una manera dramática. Primero miró a Alec.

»Hum, Alec. Siempre me has caído mejor que Jace. —Se volvió hacia Magnus—. Magnus, me gustaría tener el valor de ponerme pantalones como los que tú llevas.

Y la última, Izzy. La podía ver observándolo a través de aquella especie de bruma, con los ojos tan negros como la obsidiana.

—Isabelle —comenzó Simon. La miró. Vio la pregunta en sus ojos, pero no parecía haber nada que pudiera decir delante de Alec y Magnus, nada que pudiera expresar todo lo que sentía. Retrocedió hacia el centro del círculo, inclinando la cabeza—. Adiós, supongo.

Le pareció que le contestaban, pero la ondulante neblina entre ellos apagó sus palabras. Les observó volverse, retroceder por el camino cruzando el manzanar e ir hacia la casa, hasta que se convirtieron en motitas oscuras. Hasta que no pudo verlos más.

No acababa de aceptar no hablar con Clary una última vez antes de morir; ni siquiera podía recordar las últimas palabras que se habían dicho. Y sin embargo, si cerraba los ojos, podía oír su risa flotando sobre el manzanar; recordaba cómo había sido entonces, antes de que crecieran y todo cambiara. Si moría ahí, quizá resultara apropiado. Algunos de sus mejores recuerdos estaban en ese lugar, a fin de cuentas. Si el Ángel lo abatía con fuego, sus cenizas se esparcirían por el manzanar y sobre el lago. Algo en esa idea le resultó tranquilizador.

Pensó en Isabelle. Luego en su familia: su madre, su padre y Becky.

«Clary —pensó por último—. Dondequiera que estés, eres mi mejor amiga. Siempre serás mi mejor amiga.»

Alzó el libro de hechizos y comenzó a recitar.


—¡No! —Clary se puso en pie, y dejó caer la toalla mojada—. Jace, no puedes hacerlo. Te matarán.

Él cogió la camisa limpia y se la puso sin mirarla, mientras se abrochaba los botones.

—Primero tratarán de separarme de Sebastian —dijo él, aunque no parecía creerlo realmente—. Pero si eso no funciona, entonces me matarán.

—No me vale. —Fue a cogerle, pero él se apartó y se puso las botas. Cuando se volvió hacia ella, su expresión era sombría.

—No tengo elección, Clary. Es lo que debo hacer.

—Es una locura. Aquí estás seguro. No puedes tirar tu vida por…

—Salvarme es traición. Es poner una arma en manos del enemigo.

—¿A quién le importa la traición? ¿O la Ley? —quiso saber Clary—. A mí me importas tú. Solucionaremos esto juntos…

—Nosotros no podemos solucionarlo. —Jace se metió en el bolsillo la estela que estaba en la mesilla, y luego cogió la Copa Mortal—. Porque yo sólo voy a ser yo un rato más. Te amo, Clary. —Inclinó el rostro y le dio un prolongado beso—. Hazlo por mí —le susurró.

—Ni hablar —replicó ella—. No voy a ayudarte a que hagas que te maten.

Pero él ya estaba yendo hacia la puerta. La arrastró con él, y juntos avanzaron a trompicones por el pasillo, hablando en susurros.

—Esto es una locura —siseó Clary—. Ponerte así en peligro…

Él soltó un resoplido exasperado.

—Como si tú no lo hicieras.

—Vale, y a ti te pone furioso —le susurró ella mientras corría tras él por la escalera—. Recuerda lo que me dijiste en Alacante…

Habían llegado a la cocina. Él dejó la Copa sobre la barra y sacó la estela.

—No tenía ningún derecho a decirte aquello —le aseguró—. Clary, esto es lo que somos. Somos cazadores de sombras. Esto es lo que hacemos. Corremos riesgos que no son sólo los inherentes a la lucha.

Clary negó con la cabeza, y lo agarró por ambas muñecas.

—No te lo permitiré.

Una expresión de dolor cruzó el rostro de Jace.

—Clarissa…

Ella respiró hondo, casi incapaz de creer lo que estaba a punto de hacer. Pero en su cabeza estaba la imagen de la morgue de la Ciudad Silenciosa, los cadáveres de los cazadores de sombras sobre losas de mármol, y no pudo soportar que Jace fuera uno de ellos. Todo lo que había hecho: ir ahí, aguantar todo lo que había soportado, había sido para salvarle la vida, y no sólo para sí. Pensó en Alec e Isabelle, que la habían ayudado, y en Maryse, que lo quería y, casi sin saber lo que estaba a punto de hacer, alzó la voz y llamó:

—¡Jonathan! —gritó—. ¡Jonathan Cristopher Morgenstern!

Los ojos de Jace se abrieron como esferas.

—Clary… —comenzó, pero ya era demasiado tarde. Ella lo había soltado y estaba retrocediendo. Sebastian podría estar llegando; no había manera de decirle a Jace que no era que ella confiara en Sebastian, sino que Sebastian era la única arma de la que disponía que podía lograr que se quedara.

Hubo un destello de movimiento, y Sebastian apareció allí. No se molestó en bajar corriendo la escalera saltó por el lado y aterrizó entre ellos. Tenía el cabello desordenado por haber estado durmiendo; llevaba una camiseta oscura y pantalones negros, y Clary se preguntó sin pensar si habría estado durmiendo vestido. Él miró a su hermana y luego a Jace, mientras sus ojos negros valoraban la situación.

—¿Una pelea de amantes? —preguntó. Algo le brilló en la mano. ¿Un cuchillo?

—Su runa está dañada —dijo Clary con voz trémula. Le puso la mano sobre el corazón a Jace—. Está tratando de volver, para entregarse a la Clave…

Como un rayo, Sebastian le arrebató a Jace la Copa de la mano. La dejó con fuerza sobre la barra de la cocina. Jace, aún blanco por la sorpresa, lo observó; no movió ni un músculo cuando Sebastian se acercó a él y lo agarró por la pechera de la camisa. Los botones altos saltaron, y el cuello le quedó al descubierto; Sebastian pasó el punto a su estela por él, grabándole un iratze en la piel. Jace se mordió el labio, con los ojos cargados de odio mientras Sebastian lo soltaba y daba un paso atrás, estela en mano.

—La verdad, Jace —dijo Sebastian—. Me sorprende que llegaras a pensar que podrías conseguirlo.

Jace apretó los puños mientras el iratze, negro como el carbón, comenzó a hundírsele en la piel. Las palabras le fueron saliendo con gran esfuerzo, sin aliento.

—La próxima vez… que quieras sorprenderte… me encantará ayudarte. Quizá con un ladrillo.

Sebastian chasqueó la lengua.

—Más tarde me lo agradecerás. Incluso tú tienes que admitir que ese deseo de suicidarte es un poco exagerado.

Clary esperaba que Jace le replicara de nuevo. Pero no lo hizo. Su mirada recorrió el rostro de Sebastian. Por un momento, estuvieron los dos solos en la habitación, y cuando Jace habló, las palabras le salieron claras y frías.

—Más tarde no recordaré esto —repuso—. Pero tú sí. Esa persona que actúa como si fuera tu amigo… —Dio un paso adelante y cubrió el espacio que lo separaba de Sebastian—. Esa persona que actúa como si tú le gustaras… Esa persona no es real. Esto es real. Esto soy yo. Y te odio. Te odiaré siempre. Y no hay magia ni hechizos en este mundo, ni en ningún otro, que pueda cambiar eso.

Por un momento, la sonrisita de suficiencia de Sebastian se desdibujó. Jace, sin embargo, seguía impertérrito. Apartó la mirada de Sebastian y miró a Clary.

—Necesito que sepas la verdad —le explicó—: No te la he dicho toda.

—La verdad es peligrosa —intervino Sebastian, con la estela sujeta ante él como un cuchillo—. Ten cuidado con lo que dices.

Jace hizo una mueca de dolor. El pecho le subía y bajaba con rapidez; era evidente que la curación de la runa del pecho le estaba causando dolor.

—El plan… —consiguió decir—. Invocar a Lilith, hacer una nueva Copa, crear un ejército oscuro… no se le ocurrió a Sebastian. Se me ocurrió a mí.

Clary se quedó helada.

—¿Qué?

—Sebastian sabía lo que quería —contestó Jace—. Pero yo ideé cómo hacerlo. Una nueva Copa Mortal. Yo le di la idea. —Se sacudió de dolor; Clary podía imaginar lo que estaba ocurriendo bajo la tela de la camisa: la carne uniéndosele, sanando, la runa de Lilith entera y brillante una vez más—. ¿O debería decir que se la dio él? ¿Esa cosa que es como yo pero no soy yo? Él arrasará el mundo con fuego si Sebastian quiere que lo haga, y se reirá mientras lo hace. Eso es lo que estás salvando, Clary. Eso. ¿No lo entiendes? Preferiría estar muerto…

Se le estranguló la voz mientras se doblaba por la mitad. Los músculos de los hombros se le tensaron mientras ondas de lo que parecía dolor lo recorrían. Clary recordó la vez que lo había sujetado en la Ciudad Silenciosa mientras los Hermanos le rebuscaban respuestas en la mente… Y, de repente, Jace alzó los ojos, con una expresión de sorpresa.

Sus ojos fueron primero hacia Sebastian, no hacia ella. Clary sintió que el corazón se le caía a los pies, aunque sabía que ella se lo había buscado.

—¿Qué está pasando? —preguntó Jace.

Sebastian le sonrió.

—Bienvenido a casa.

Jace parpadeó, confuso por un momento; y luego su mirada pareció ir hacia dentro, como lo hacía siempre que Clary sacaba algún tema que él no podía procesar: el asesinato de Max, la guerra en Alacante, o el dolor que estaba causando a su familia.

—¿Es la hora? —preguntó.

Sebastian se miró el reloj de forma exagerada.

—Casi. ¿Por qué no vas delante y nosotros te seguimos? Puedes comenzar a prepararlo todo.

Jace miró alrededor.

—La Copa… ¿Dónde está?

Sebastian la cogió de la barra.

—Aquí. Estás un poco despistado.

La boca de Jace se curvó en la comisura y cogió la Copa. Con buen humor. No había ni rastro del chico que había estado ante Sebastian unos minutos antes y le había dicho que lo odiaba.

—Muy bien. Nos veremos allí. —Se volvió hacia Clary, que seguía parada por la impresión, y la besó en la mejilla—. Y a ti también.

Jace se apartó y le guiñó el ojo. Había cariño en su mirada, pero no importaba. Ése no era su Jace, en absoluto su Jace, y lo observó como atontada mientras cruzaba la sala. Su estela destelló, y una puerta se abrió en la pared; Clary captó un vistazo de cielo y una planicie rocosa, y luego él cruzó la puerta y desapareció.

Ella se clavó las uñas en las palmas.

«¿Esa cosa que es como yo pero no soy yo? Él arrasará el mundo con fuego si Sebastian quiere que lo haga, y se reirá mientras lo hace. Eso es lo que estás salvando, Clary. Eso. ¿No lo entiendes? Preferiría estar muerto.»

Las lágrimas le quemaban en la garganta, e hizo todo lo que pudo por contenerlas mientras su hermano se volvía hacia ella, con ojos muy brillantes.

—Me has llamado —dijo.

—Quería entregarse a la Clave —susurró, sin saber muy bien ante quién se estaba justificando. Había hecho lo que tenía que hacer, había usado la única arma que tenía disponible, aunque fuera una que despreciaba—. Lo habrían matado.

—Me has llamado a mí —repitió él, y dio un paso hacia ella. Tendió la mano, le apartó un largo rizo del rostro y se lo puso tras la oreja—. Entonces, ¿te lo ha contado? ¿El plan? ¿Entero?

Ella contuvo un escalofrío de asco.

—No todo. No sé qué va a ocurrir esta noche. ¿Qué quería decir Jace con «Es la hora»?

Él se inclinó y le besó la frente; ella notó que le quemaba el beso, como una marca de fuego entre los ojos.

—Ya lo verás —contestó él—. Te has ganado el derecho a estar ahí, Clarissa. Puedes verlo desde tu lugar a mi lado, esta noche, en el Séptimo Sitio Sagrado. Los dos hijos de Valentine, juntos… por fin.


Simon mantuvo los ojos sobre el papel, repitiendo las palabras que Magnus había escrito para él. Tenían un ritmo que era como música, ligero, aguado, fino. Le recordó a cuando leía en voz alta su parte de haftará durante su bar mitzvá, aunque entonces había sabido lo que significaban las palabras, y en ese momento no.

Mientras proseguía con el cántico, notó una tensión a su alrededor, como si el aire se estuviera volviendo más denso y pesado. Le presionaba el pecho y los hombros. Cada vez se sentía más sofisticado. De haber sido humano, el calor en aumento le habría resultado insoportable. Pero tal como era, podía notar el ardor en la piel, cómo le chamuscaba las pestañas y la camisa. Siguió con los ojos fijos en el papel que tenía ante sí mientras una gota de sangre le resbalaba por el nacimiento del pelo y caía sobre el libro.

Y entonces acabó. La última palabra, «Raziel», fue pronunciada, y Simon alzó la cabeza. Notaba que le corría sangre por la cara. La niebla alrededor había aclarado y delante de sí vio el agua del lago, azul y brillante, tan plana como un cristal.

Y entonces estalló.

El centro del lago se volvió dorado, y luego negro. El agua se apartó de él, vertiéndose hacia las orillas, derramándose a los lados y volando por el aire, hasta que Simon quedó mirando a un anillo de agua, como un círculo de cascadas continuas, todas brillando y vertiendo agua de arriba abajo, un efecto raro y extrañamente hermoso. Gotitas de agua se estremecían sobre él y le enfriaban la piel ardiente. Echó la cabeza hacia atrás, justo cuando el cielo se oscurecía; todo el azul se había ido, tragado por un súbito impacto de oscuridad y grises nubes clamorosas. El agua volvió a caer al lago, y de su centro, de la mayor densidad de su plata, se alzó una figura de oro.

A Simon se le secó la boca. Había visto incontables cuadros de ángeles, creía en ellos, había oído la advertencia de Magnus. Y aun así, se sintió como si lo hubiera atravesado una lanza cuando un par de alas se desplegaron ante él. Parecían cubrir todo el cielo. Eran enormes, blancas, doradas y plateadas; las plumas con ardientes ojos dorados, que lo miraron con desprecio. Luego las alas se agitaron, deshaciendo las nubes, y se volvieron a plegar; un hombre, o mejor, una forma humana, de varios pisos de alto, se desplegó sobre sí mismo y se alzó.

A Simon le habían comenzado a castañetear los dientes. No estaba seguro de por qué. Pero oleadas de poder, y de algo más que poder, de las fuerzas elementales del universo, parecían manar del Ángel cuando éste se alzó en toda su altura. El primer pensamiento de Simon, algo extravagante, fue que parecía como si alguien hubiera cogido a Jace y lo hubiera ampliado al tamaño de una valla publicitaria. Sólo que no se parecía en nada a Jace. Era dorado por todas partes: las alas, la piel y los ojos, que no tenían blanco, sino sólo un brillo de oro, como una membrana. Su cabello era oro y parecía hecho de piezas de metal cortado que se curvaban como hierro forjado. Era ajeno y terrorífico. «Demasiado de cualquier cosa puede acabar contigo», pensó Simon. Demasiada oscuridad podría matar, pero demasiada luz podría cegar.

«¿Quién osa invocarme?», dijo el Ángel sobre la cabeza de Simon, con una voz que era como de grandes campanas repicando.

«Pregunta complicada», pensó Simon. Si fuera Jace, diría: «Uno de los nefilim», y si fuera Magnus, podría decir que era uno de los hijos de Lilith y Gran Mago. Clary y el Ángel ya se conocían, así que supuso que se tutearían. Pero él era Simon, sin ningún título que unir a su nombres o grandes gestas en el pasado.

—Simon Lewis —contestó finalmente, mientras dejaba el libro en el suelo y se erguía—. Hijo de la Noche y… tu sirviente.

«¿Mi sirviente? —La voz de Raziel estaba cargada de helada desaprobación—. ¿Me haces acudir como a un perro y osas llamarte mi sirviente? Serás borrado de este mundo, y tu destino servirá de advertencia para otros que pretendan hacer lo mismo. Está prohibido que mis propios nefilim me invoquen. ¿Por qué iba a ser diferente contigo, vampiro diurno?»

Simon supuso que no debía sorprenderle que el Ángel supiera quien era él, pero de todas formas era asombroso, tan asombroso como el tamaño del Ángel. De alguna manera, había pensado que Raziel sería más humano.

—Yo…

«¿Crees que por el hecho de llevar la sangre de uno de mis descendientes debo mostrarte piedad? En tal caso, has jugado y has perdido. La misericordia del Cielo es para quien la merece. No para aquellos que violan nuestras Leyes de Alianza.»

El Ángel alzó la mano, y apuntó a Simon directamente con un dedo.

Simon se preparó. Esa vez no trató de decir las palabras, sólo las pensó.

«¡Escucha, oh, Israel! El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno…»

«¿Qué Marca es ésa? —Raziel sonaba confundido—. En tu frente, criatura.»

—Es la Marca —tartamudeó Simon—. La primera Marca. La Marca de Caín.

El gran brazo de Raziel descendió lentamente.

«Te mataría, pero la Marca me lo impide. Esa Marca debería haber sido colocada en tu ceño por la mano del Cielo, mas sé que no es así. ¿Cómo es posible?»

La evidente perplejidad del Ángel envalentonó a Simon.

—Una de tus hijos, los nefilim —contestó—. Una con un don especial. Ella la puso ahí para protegerme. —Dio un paso hacia el borde del círculo—. Raziel, he venido a pedirte un favor, en nombre de esos nefilim. Se enfrentan a un grave peligro. Uno de ellos ha… ha sido vuelto hacia la oscuridad y amenaza al resto. Necesitan tu ayuda.

«Yo no intervengo.»

—Pero sí interviniste —replicó Simon—. Cuando Jace estaba muerto, lo volviste a la vida. No es que no te lo agradezcamos, pero si no lo hubieras hecho, nada de esto habría ocurrido. Así que, en cierto modo, te toca a ti arreglarlo.

«Quizá no pueda matarte —planteó Raziel—, pero no hay ninguna razón por la que deba prestarte la ayuda que me pides.»

—Ni siquiera he dicho lo que pido —indicó Simon.

«Quieres una arma. Algo que pueda separar a Jonathan Morgenstern de Jonathan Herondale. Matarías a uno y preservarías la vida del otro. El modo más fácil es matarlos a los dos. Jonathan estuvo muerto, y quizá la muerte aún lo ansía, y él a ella. ¿Se te ha pasado por la cabeza?»

—No —contestó Simon—. Sé que no somos mucho comparado contigo, pero no matamos a nuestros amigos. Intentamos salvarlos. Si el Cielo no lo quiere así, nunca debería habernos dado la capacidad de amar. —Se echó el pelo hacia atrás para dejar al descubierto toda la Marca—. No, no tienes por qué ayudarme. Pero si no lo haces, nada me impide llamarte una y otra vez, ahora que sé que no puedes matarme. Piensa en mí apoyado en tu puerta celestial… por toda la eternidad.

Por increíble que pareciera, Raziel pareció reír por lo bajo.

«Eres obstinado —afirmó—. Un auténtico guerrero de tu gente, como aquel cuyo nombre llevas, Simón Macabeo. Y al igual que él lo dio todo por su hermano Jonathan, todo lo darás tú por tu Jonathan. ¿O acaso no estás dispuesto?»

—No es sólo por él —respondió Simon, un poco sorprendido—. Pero sí, lo que quieras. Te lo daré.

«Si te doy lo que quieres, ¿me juras también que no volverás a molestarme?»

—No creo que eso vaya a ser ningún problema —contestó Simon.

—Muy bien —repuso el Ángel—.Te diré lo que deseo. Deseo esa Marca blasfema de tu frente. Te borraré la Marca de Caín, porque nunca fuiste quién para llevarla.

—Pero… si me sacas la Marca, entonces puedes matarme —replicó Simon—. ¿No es lo único que se interpone entre mí y tu furia divina?

El Ángel se lo pensó un momento.

«Juraré no herirte. Tanto si llevas la Marca como si no.»

Simon vaciló. La expresión del Ángel se volvió tormentosa.

«El juramento de un Ángel del Cielo es lo más sagrado que existe. ¿Te atreves a no fiarte de mí, subterráneo?»

—Yo… —Simon calló durante un penoso momento. Ante sus ojos tenía el recuerdo de Clary de puntillas, con la estela sobre su frente; la primera vez que había visto funcionar a la Marca, cuando se había sentido como el conductor de un rayo, energía pura atravesándolo con una fuerza letal. Era una maldición, una que lo había aterrorizado y lo había convertido en objeto de deseo y de miedo. La odiaba. Y sin embargo, en ese momento, ante la idea de renunciar a ella, a lo que le hacía especial…

Respiró hondo.

—Bien. Sí, acepto.

El Ángel sonrió, y su sonrisa fue terrible, como mirar directamente al sol.

«Entonces, juro que no te haré ningún daño, Simón Macabeo.»

—Lewis —corrigió Simon—. Mi apellido es Lewis.

«Pero eras de la sangre y la fe de los Macabeos. Algunos dicen que los Macabeos fueron marcados por la mano de Dios. En cualquier caso, eres un guerrero del Cielo, vampiro diurno, te guste o no.»

El Ángel se movió. A Simon se le humedecieron los ojos, porque Raziel parecía llevar el cielo consigo como una capa, en remolinos negros, plateados y blancos como nubes. El aire alrededor se estremeció. Algo destelló en lo alto como el reflejo de la luz sobre el metal, y un objeto cayó sobre la arena y las rocas junto a Simon, con un ruido metálico.

Era una espada; nada muy llamativo a simple vista: sólo una gastada espada de hierro viejo con un mango ennegrecido. Los bordes estaban dentados, como comidos por ácido, aunque la punta era afilada. Parecía algo que un arqueólogo podría haber desenterrado y aún no hubiera acabado de limpiar.

El Ángel habló.

«En una ocasión, cuando Josué estaba cerca de Jericó, alzó la mirada y vio a un hombre ante él con una espada desenvainada en la mano. Josué fue a él y le dijo: “¿Eres uno de los nuestros, o uno de nuestros adversarios?” Él contestó: “Ninguno, sino un comandante del ejército del Señor, y he venido ahora”.»

Simon miró el modesto objeto que tenía a los pies.

—¿Y ésta es esa espada?

—Es la espada del Arcángel Miguel, comandante de los ejércitos del Cielo. Posee el poder del fuego celestial. Hiere a tu enemigo con esta arma y le quemará la maldad. Si es más malo que bueno, más del Infierno que del Cielo, también le quemará la vida. Sin duda cortará el lazo de tu amigo, y sólo puede herir a cada uno por separado.

Simon se agachó y recogió la espada. Ésta pareció enviarle una descarga por la mano, por el brazo, hasta su inmóvil corazón. Instintivamente, la alzó, y las nubes en lo alto parecieron abrirse durante un instante, y un rayo de luz cayó sobre el apagado metal de la espada y la hizo cantar.

El Ángel lo miró con ojos fríos.

«El nombre de la espada no puede ser pronunciado por tu lengua humana. Puedes llamarla Gloriosa.

—Te… —comenzó Simon—. Te doy las gracias.

«No me lo agradezcas. Yo te habría matado, vampiro diurno, pero tu Marca, y ahora mi voto, me lo impiden. La Marca de Caín era para que Dios la impusiera, y no fue así. Te la borraré de la frente y su protección desaparecerá. Y si me llamas de nuevo, no te ayudaré.»

Al instante, el rayo de luz que caía entre las nubes se intensificó, cayó sobre la espada como un látigo de fuego y rodeó a Simon en una jaula de luz brillante y calor. La espada ardía; Simon gritó y cayó al suelo, mientras el dolor le atravesaba la cabeza. Era como si alguien le estuviera clavando un hierro al rojo vivo entre los ojos. Se cubrió el rostro, ocultó la cabeza entre los brazos, y dejó que le traspasara el dolor. Era la peor agonía que había sentido desde la noche en que murió.

El dolor fue cediendo lentamente, y se alejó como la marea. Simon se volvió para ponerse de espaldas, mirando a lo alto, con la cabeza aún dolorida. Las nubes negras comenzaban a deshacerse, y cada vez se veía más azul; el Ángel había desaparecido; el lago se hinchaba bajo la creciente luz como si el agua hirviera.

Simon comenzó a sentarse lentamente, y guiñó los ojos dolorosamente para protegerlos del sol. Vio a alguien que corría por el camino que llevaba de la casa al lago. Alguien con largo cabello negro y una chaqueta púrpura que se le abría hacia atrás como las alas. Llegó al final del camino y saltó a la orilla del lago, levantando arena con las botas tras ella. Llegó a él y se tiró al suelo, rodeándolo con los brazos.

—Simon —susurró.

Éste notó el fuerte y firme latido del corazón de Isabelle.

—Pensaba que estabas muerto —continuó ella—. Te vi caer, y… pensaba que habías muerto.

Simon la dejó abrazarlo mientras se incorporaba apoyado en las manos. Se dio cuenta de que se escoraba como un barco con un agujero en el casco, y trató de no moverse. Temía que si lo hacía, se caería.

—Ya estoy muerto.

—Lo sé —replicó Izzy—. Me refería a más muerto de lo normal.

—Izzy —Alzó el rostro hacia ella. Isabelle estaba arrodillada sobre él, con una pierna a cada lado, y le rodeaba el cuello con los brazos. Parecía una posición incómoda. Él se dejó caer de nuevo sobre la arena, llevándola consigo. Cayó sobre la espada en la fría arena con ella encima y miró a sus negros ojos. Parecía ocupar todo el cielo.

Ella le tocó la frente, maravillada.

—Tu Marca ya no está.

—Raziel me la ha quitado. A cambio de la espada. —Hizo un gesto hacia el arma. En la casa, vio dos manchas negras de pie en el porche, observándolos. Alec y Magnus—. Es la espada del Arcángel Miguel. Se llama Gloriosa.

—Simon… —Isabelle le besó en la mejilla—. Lo has logrado. Has visto al Ángel. Has conseguido la espada.

Magnus y Alec habían comenzado a recorrer el camino hacia el lago. Simon cerró los ojos, agotado. Isabelle se inclinó sobre él, con el cabello rozándole las mejillas.

—No hables. —Isabelle olía a lágrimas—. Ya no estás maldito —susurró—. No estás maldito.

Simon entrelazó los dedos con los de ella. Se sentía como si estuviera flotando en un río negro, con las sombras cerrándose sobre él. Sólo la mano de Isabelle lo anclaba a la tierra.

—Lo sé.

19 Amor y sangre

Metódica y cuidadosamente, Clary estaba registrando de arriba abajo la habitación de Jace. Aún llevaba el top, pero se había puesto unos vaqueros; se había recogido el cabello en un moño hecho de cualquier manera, y las uñas se le habían llenado de polvo. Había buscado bajo la cama y el escritorio, en todos los cajones y armarios, y en los bolsillos de todas las prendas en busca de una segunda estela, pero no había encontrado nada.

Le había dicho a Sebastian que estaba exhausta, que necesitaba ir arriba y tumbarse un rato; él había parecido despistado y la había despedido con un gesto de la mano. No paraban de pasarle imágenes de Jace ante lo ojos en cuanto los cerraba: la forma en que la había mirado traicionado, como si ya no la conociera.

Pero era inútil darle vueltas. Podía quedarse sentada en la cama y llorar todo lo que quisiera, pensando en lo que había hecho, pero no serviría de nada. Tenía que hacer algo; se lo debía a Jace, y a sí misma. Si encontrara una estela…

Estaba levantando el colchón, rebuscando en el espacio que quedaba entre los muelles, cuando llamaron a la puerta.

Dejó caer el colchón, aunque no antes de ver que no había nada debajo. Apretó los puños, respiró hondo, fue hasta la puerta y la abrió.

Sebastian estaba en el umbral. Por primera vez iba vestido con algo que no fuera blanco o negro. Los mismos pantalones y botas, sí, pero también una túnica escarlata de cuero con intrincados adornos de runas en plata y oro sujeta por delante con una fila de cierres de metal. En ambas muñecas lucía brazaletes de plata repujados y llevaba el anillo Morgenstern.

Ella parpadeó al mirarlo.

—¿Rojo?

—Ceremonial —repuso él—. Los colores tienen significados diferentes para los cazadores de sombras que para los humanos. —Dijo la palabra «humanos» con desprecio—. Conoces el viejo verso infantil nefilim, ¿no?

Para cazar en la noche es el negro

Para la muerte y el dolor, el blanco.

En un vestido de novia, oro,

Y los encantamiento, en rojo.

—¿Los cazadores de sombras se casan de oro? —preguntó Clary. No le importaba especialmente, pero estaba tratando de meterse en el espacio entre la puerta y el marco, para que él no pudiera ver el lío que había organizado en la habitación de Jace, normalmente tan ordenada.

—Lamento chafarte el sueño de una boda en blanco. —Le sonrió—. Y hablando de eso, te he traído algo para que te pongas.

Sacó la mano de la espalda. Llevaba una prenda doblada. Clary la cogió y la desplegó. Era una larga columna de tela escarlata con un tono dorado, como el borde de una llama. Los tirantes eran dorados.

—Nuestra madre solía llevar esto en las ceremonias del Círculo antes de traicionar a nuestro padre —explicó Sebastian—. Póntelo. Quiero que lo luzcas esta noche.

—¿Esta noche?

—Bueno, no puedes ir a la ceremonia tal como vas vestida. —La recorrió con la mirada, desde los pies descalzos hasta el top, que se le había pegado al cuerpo por el sudor, y los pantalones polvorientos—. Tu aspecto esta noche, la impresión que puedas causar a nuestros nuevos acólitos, es importante. Póntelo.

Clary le estaba dando vueltas a la cabeza. «La ceremonia es esta noche. Nuestros nuevos acólitos.»

—¿De cuánto rato dispongo para… arreglarme? —preguntó.

—Como una hora —contestó él—. Debemos estar en el lugar sagrado a medianoche. Los otros ya se estarán reuniendo allí. No querría llegar tarde.

«Una hora.»

Con el corazón golpeándole dentro del pecho, Clary tiró el vestido sobre la cama, donde destelló como una cota de mallas. Cuando se volvió, él seguía en la puerta, con una medio sonrisa en el rostro, como si pretendiera esperar mientras ella se cambiaba.

Clary fue a cerrar la puerta. Él la agarró por la muñeca.

—Esta noche me llamarás Jonathan. Jonathan Morgenstern. Tu hermano.

Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y bajó la mirada, esperando que él no pudiera verle el odio en los ojos.

—Lo que tú digas.

En cuanto él se fue, ella cogió una de las chaquetas de cuero de Jace. Se la puso, reconfortada por el calor y por el olor a él. Se calzó las botas y salió sigilosamente al pasillo, deseando una estela y una nueva runa de insonoridad. Oyó como el agua corría abajo, y a Sebastian, silbando desafinado, pero sus propios pasos aún le sonaban como cañonazos. Avanzó en silencio, contra la pared, hasta que llegó a la habitación de Sebastian y se metió dentro.

Había poca luz; la única iluminación procedía de las luces de la ciudad que entraban por la ventana, que tenía las cortinas corridas. La habitación era un caos, igual que la primera vez que la había visto. Comenzó por el armario, lleno de ropa cara: camisas de seda, chaquetas de cuero, trajes de Armani, zapatos de Bruno Magli. En el suelo del armario había una camisa blanca, hecha un lío y manchada con sangre, sangre tan vieja como para haberse vuelto marrón. Clary la miró durante un largo instante y luego cerró la puerta.

Después fue a por el escritorio, sacando cajones y revolviendo papeles. Prefería encontrar algo simple, como un papel arrancado de una libreta con «MI MALVADO PLAN» escrito como título, pero no tuvo suerte. Había docenas de papeles con complicados cálculos numéricos y alquímicos, e incluso un papel que comenzaba con «Mi hermosa», en la apiñada letra de Sebastian. Gastó un momento en pensar quién sería la «hermosa» de Sebastian; nunca había pensado en él como alguien capaz de tener sentimientos románticos hacia nada. Luego pasó a registrar la mesilla junto a la cama.

Abrió un cajón. Dentro había una pila de notas. Sobre ellas, algo brilló. Algo metálico y circular.

El anillo de las hadas.


Isabelle rodeaba a Simon con los brazos mientras regresaban a Brooklyn en la camioneta. Él estaba agotado, le dolía la cabeza y sentía todo el cuerpo magullado. Aunque Magnus le había devuelto el anillo en el lago, no había podido contactar con Clary a través de él. Y lo peor: tenía hambre. Le gustaba lo cerca que Isabelle estaba de él, la manera en que le apoyaba una mano sobre el interior del codo, acariciándolo con los dedos, a veces bajándoselos hasta la muñeca. Pero el olor de ella, a perfume y sangre, le hacía rugir el estómago.

Estaba oscureciendo; el ocaso de finales de otoño seguía de cerca al día, y reducía la iluminación del interior de la cabina. Las voces de Alec y de Magnus eran murmullos en la oscuridad. Simon dejó que se le cerraran los ojos; veía al Ángel contra los párpados, una explosión de luz blanca.

«¡Simon! —La voz de Clary estalló dentro de su cabeza, despertándolo al instante—. ¿Dónde estás?»

Un grito ahogado se le escapó de entre los labios.

«¿Clary? Estaba tan preocupado…»

«Sebastian me quitó el anillo. Simon, no tenemos mucho tiempo. Tengo que contártelo. Tienen una segunda Copa Mortal. Planean invocar a Lilith y crear un ejército de cazadores de sombras oscuros, con los mismos poderes de los nefilim, pero aliados con el mundo de los demonios.»

—Estás de broma —exclamó Simon. Tardó un instante en darse cuenta de que había hablado en voz alta; Isabelle se movió a su lado, y Magnus lo miró con curiosidad.

—¿Te encuentras bien, vampiro?

—Es Clary —contestó Simon. Los tres lo miraron con idéntica expresión de sorpresa—. Está hablándome. —Se cubrió las orejas con las manos, se arrellanó en el asiento e intentó concentrarse en las palabras de Clary.

«¿Cuándo lo van a hacer?»

«Esta noche. Pronto. No sé dónde exactamente…, pero aquí son como las diez de la noche.»

«Entonces nos sacas unas cinco horas. ¿Estás en Europa?»

«No tengo ni idea. Sebastian mencionó algo llamado el Séptimo Sitio Sagrado. No sé lo que es, pero he encontrado unas notas y, al parecer, es una tumba antigua. Parece una especie de puerta, y se puede invocar a los demonios a través de ella.»

«Clary, nunca había oído hablar de nada de eso…»

«Pero Magnus o los otros igual sí. Por favor, Simon. Díselo en cuanto puedas. Sebastian va a resucitar a Lilith. Quiere la guerra. La guerra total contra los cazadores de sombras. Tiene unos cuarenta o cincuenta nefilim dispuestos a seguirle. Todos estarán allí. Simon, quiere arrasar el mundo. Tenemos que hacer todo lo que podamos para detenerlo.»

«Si las cosas están tan mal, necesitas salir de ahí.»

Clary sonó cansada.

«Lo estoy intentando. Pero puede que sea demasiado tarde.»

Simon era vagamente consciente de que todos en la camioneta lo estaban mirando con cara de preocupación. No le importó. La voz de Clary en su cabeza era como una cuerda tendida sobre un abismo, y si podía agarrar el extremo en ese lado, quizá pudiera tirar de ella y ponerla a salvo, o al menos evitar que siguiera cayendo.

«Clary, escucha. No te puedo decir cómo, es una larga historia, pero tenemos una arma. Se puede usar con Jace o con Sebastian sin que hiera al otro, y según… la persona que nos la ha dado, puede que corte su conexión.»

«¿Cortar su conexión? ¿Cómo?»

«Dijo que quemaría la maldad del que la recibiera. Si la empleamos con Sebastian, supongo que quemará el lazo que lo une a Jace, porque ese lazo es maligno. —Simon sintió como si le palpitara la cabeza y esperó sonar más seguro de lo que lo estaba—. No estoy seguro. De todas formas, es muy poderosa. Se llama Gloriosa

«¿Y la quieres emplear contra Sebastian? ¿Quemaría su unión sin matarlos?»

«Bueno, ésa es la idea. Quiero decir, puede que quizá acabe con Sebastian. Depende de cuánto bien quede dentro de él. “Si más del Infierno que del Cielo.” Creo que eso es lo que dijo el Ángel…»

«¿El Ángel? —Su alarma era palpable—. Simon, ¿qué has…?»

Su voz se cortó de repente, y Simon notó un clamor de emociones: sorpresa, furia, terror. Dolor. Gritó, y se incorporó de golpe.

«¿Clary?»

Pero sólo silencio, resonándole en la cabeza.

«¡Clary!», gritó, y luego exclamó en voz alta:

—Mierda. Se ha vuelto a ir.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Isabelle—. ¿Está bien? ¿Qué está ocurriendo?

—Creo que tenemos mucho menos tiempo del que pensábamos —dijo Simon en una voz mucho más tranquila de lo que se sentía—. Magnus, para el coche. Tenemos que hablar.


—Bien —dijo Sebastian, llenando el hueco de la puerta con su presencia mientras miraba a Clary—, ¿sería un déjà vu si te preguntara qué estás haciendo en mi dormitorio, hermanita?

Clary tragó saliva que casi se le atoró en la garganta, repentinamente seca. La luz del pasillo brillaba detrás de Sebastian y lo transformaba en una silueta. No podía verle la expresión del rostro.

—¿Buscarte? —aventuró Clary.

—Estás sentada en mi cama —repuso él—. ¿Pensabas que me escondía debajo?

—Yo…

Sebastian entró en la habitación, con una curiosa tranquilidad, como si supiera algo que ella ignoraba. Algo que nadie más sabía.

—Y ¿por qué me estás buscando? ¿Y por qué no te has cambiado para la ceremonia?

—El vestido —repuso ella—. No me cabe.

—Claro que te cabe —replicó él, mientras se sentaba a su lado en la cama. Se apoyó en el cabezal y volvió el rostro hacia Clary—. Toda la otra ropa te cabe. El vestido debería ser de tu talla.

—Es de seda y chiffon; no se da.

—Eres una cosita delgaducha. No tendrías que tener problema. —Le cogió la muñeca, y ella cerró los dedos, tratando desesperadamente de ocultar el anillo—. Mira, te puedo rodear la muñeca con los dedos.

Notó la piel de él caliente contra la suya; se le erizó la piel. Recordó que, en Idris, su contacto la había quemado como ácido.

—El Séptimo Sitio Sagrado —dijo, sin mirarlo—. ¿Es ahí adonde ha ido Jace?

—Sí. Lo he enviado por delante. Está preparando las cosas para nuestra llegada. Nos reuniremos con él allí.

El corazón le dio un vuelco.

—¿No va a volver?

—No antes de la ceremonia —contestó él. Y ella captó el asomo de la sonrisa de Sebastian—. Lo que ya está bien, porque se decepcionará mucho cuando le hable de esto. —De un rápido gesto le cubrió la mano con la suya y le abrió los dedos. El anillo dorado le relució en la palma, como una señal de fuego—. ¿Creíste que no reconocería el trabajo de las hadas? ¿Crees que la reina es tan tonta que te enviaría a recuperar esos anillos sin saber que te los quedarías? Ella quería que lo trajeras aquí, donde yo lo encontraría. —Le sacó el anillo del dedo con una sonrisita de suficiencia.

—¿Has estado en contacto con la reina? —preguntó Clary—. ¿Cómo?

—Con el anillo —ronroneó Sebastian, y Clary recordó a la reina diciendo en su voz dulce y aguda: «Jonathan Morgenstern puede ser un poderoso aliado. Los seres mágicos son gente vieja; no tomamos decisiones precipitadas, sino que esperamos primero a ver en qué dirección sopla el viento.»—. ¿De verdad te creías que la reina te iba a dejar poner las manos sobre algo que te permitiera comunicarte con tus amiguitos sin poder escuchar ella? Desde que te lo cogí, he hablado con ella y ella ha hablado conmigo. Has sido una tonta al confiar en ella, hermanita. A la reina Seelie le gusta estar del lado del vencedor. Y ese lado será el nuestro, Clary. El nuestro. —Su voz era baja y suave—. Olvida a tus amigos cazadores de sombras. Tu lugar está con nosotros. Conmigo. Tu sangre ansía poder, al igual que la mía. Sea lo que sea que tu madre haya hecho para lavarte el cerebro, sabes bien quién eres. —La volvió a coger por la muñeca y tiró de ella hacia sí—. Jocelyn se equivocó en todas sus decisiones. Se puso del lado de la Clave y contra su familia. Ésta es tu oportunidad de rectificar su error.

Clary trató de zafarse de él.

—Suéltame, Sebastian. Lo digo en serio.

Él le subió la mano y la cogió por el brazo.

—Eres una cosita muy menudita. ¿Quién iba a pensar que serías tan fogosa? Sobre todo en la cama…

Ella se puso en pie de un bote y se soltó de él.

—¿Qué has dicho?

Él también se levantó, y las comisuras de la boca se le curvaron en una sonrisa irónica. Era mucho más alto que ella, casi tan alto como Jace. Él se inclinó sobre ella al hablar, y su voz era grave y áspera.

—Todo lo que marca a Jace, me marca a mí —dijo él—. Hasta tus uñas. —Sonreía burlón—. Ocho arañazos paralelos en mi espalda, hermanita. ¿No me vas a decir que no me los hiciste tú?

Clary sintió una suave explosión en la cabeza, como un apagado petardo de rabia. Miró el sonriente rostro de Sebastian y pensó en Jace, y en Simon, y en las palabras que habían intercambiado. Si la reina realmente podía oír su conversación, entonces ya sabría que tenían a Gloriosa. Pero Sebastian no lo sabía. No podía saberlo.

Clary le arrebató el anillo y lo tiró al suelo. Lo oyó gritar, pero ella ya lo estaba pisoteando; notó que cedía, y el oro se convirtió en polvo.

Él la miró incrédulo mientras ella apartaba el pie.

—Tú…

Ella echó hacia atrás la mano derecha, la más fuerte, y le dio un puñetazo en el estómago.

Él era más alto, más ancho y más fuerte que ella, pero Clary contaba con el elemento sorpresa. Él se dobló en dos, sin aire, y ella le arrancó la estela del cinturón de armas. Luego echó a correr.


Magnus dio un volantazo con tal rapidez que las ruedas chirriaron. Isabelle chilló. Traquetearon hasta el arcén, bajo la sombra de un bosquecillo de árboles parcialmente desnudos.

Antes de que Simon se diera cuenta, las puertas estaban abiertas y los demás estaban saltando al asfalto. El sol se estaba poniendo, y los faros de la camioneta estaban encendidos, iluminándolos con un tenebroso resplandor.

—Muy bien, chico vampiro —dijo Magnus, meneando la cabeza con fuerza suficiente para repartir purpurina—. ¿Qué diablos está pasando?

Alec se apoyó en la camioneta mientras Simon se explicaba, y repetía la conversación con Clary con tanta exactitud como podía antes de que todo se le fuera de la cabeza.

—¿Ha dicho algo sobre salir de ahí con Jace? —preguntó Isabelle cuando Simon acabó, pálida bajo el resplandor amarillento de los faros.

—No —contestó Simon—. E Izzy no creo que Jace quiera salir. Quiere estar donde esté ella.

Isabelle se cruzó de brazos y miró hacia el suelo; el negro cabello le cayó sobre la cara.

—¿Qué es el Séptimo Sitio Sagrado? —preguntó Alec—. Conozco las siete maravillas del mundo, pero ¿siete sitios sagrados?

—Son más interesantes para lo brujos que para los nefilim —contestó Magnus—. Cada uno es un lugar donde las antiguas líneas de fuerza convergen y forman una matriz, una especie de red dentro de la cual los hechizos mágicos resultan amplificados. El séptimo es una tumba de piedra en Irlanda, en Poll na mBrón; el nombre significa «la cueva de las penas». Se halla en una zona muy árida y deshabitada llamada el Burren. Un buen lugar para invocar a un demonio, si es grande. —Se tiró de una de las puntas del cabello—. Eso es malo. Muy malo.

—¿Crees que puede hacerlo? ¿Crear… cazadores de sombras oscuros? —preguntó Simon.

—Todo tiene una adscripción, Simon. La adscripción de los nefilim es seráfica, pero si fuera demoníaca, aún serían tan fuertes y poderosos como ahora. Pero se dedicarían a la erradicación de la humanidad en vez de a su salvación.

—Tenemos que ir allí —apremió Isabelle—. Debemos detenerlos.

—«Lo», quieres decir —le corrigió Alec—. Debemos detenerlo. A Sebastian.

—Ahora Jace es su aliado. Tienes que aceptarlo, Alec —dijo Magnus. Una fina llovizna había comenzado a caer. Las gotas relucían como oro bajo el brillo de los faros.

—Irlanda va con cinco horas de adelanto. Van a realizar la ceremonia a medianoche. Aquí son las cinco. Tenemos una hora y media, quizá dos como mucho, para detenerlos.

—Entonces, no deberíamos esperar. Debemos irnos —dijo Isabelle, con un tono de pánico en la voz—. Si vamos a detenerlo…

—Izzy, sólo somos cuatro —indicó Alec—. Ni siquiera sabemos a qué cantidades nos enfrentamos…

Simon miró a Magnus, quien observaba la discusión de ambos hermanos con una expresión de desapego.

—Magnus —comenzó—. ¿Por qué no fuimos a la granja a través de un Portal? Tú trasladaste así a medio Idris a la llanura de Brocelind.

—Quería darte tiempo suficiente para que cambiaras de opinión —contestó el brujo, sin quitarle la vista de encima a su novio.

—Pero puedes usar un Portal desde aquí —repuso Simon—. Quiero decir…, puedes hacerlo por nosotros.

—Sí —respondió Magnus—. Pero, como dice Alec, no sabemos a qué número nos enfrentamos. Soy un mago bastante pacífico, pero Jonathan Morgenstern no es un cazador de sombras cualquiera, ni tampoco Jace, pensándolo bien. Y si consiguen invocar a Lilith… será mucho más débil de lo que era, pero sigue siendo Lilith.

—Pero está muerta —exclamó Isabelle—. Simon la mató.

—Los Demonios Mayores no mueren —replicó Magnus—. Simon… la repartió entre los mundos. Le llevaría mucho tiempo recuperar una forma y sería débil durante años. A no ser que Sebastian la llame de nuevo. —Se pasó la mano por el cabello mojado y en punta.

—Tenemos la espada —le recordó Isabelle—. Podemos derrotar a Sebastian. Te tenemos a ti, y a Simon…

—Ni siquiera sabemos si la espada funcionará —replicó Alec—. Y no nos servirá de nada si no podemos coger a Sebastian. Y Simon ya no es el señor Indestructible. Puede morir como el resto de nosotros.

Todos miraron al vampiro.

—Tenemos que intentarlo —afirmó él—. Mirad… no, no sabemos cuántos van a estar allí; pero tenemos algo de tiempo. No mucho, pero si usamos un Portal, es el suficiente para conseguir refuerzos.

—¿Refuerzos de dónde? —quiso saber Isabelle.

—Yo iré a hablar con Maia y Jordan en el apartamento —respondió Simon, pensando rápidamente las posibilidades—. A ver si Jordan consigue ayuda del Praetor Lupus. Magnus, ve a la comisaría de policía e intenta enrolar a cualquier miembro de la manada que esté por ahí. Isabelle y Alec…

—¿Nos estás separando? —preguntó Isabelle, alzando la voz—. ¿Y si usamos mensajes de fuego o…?

—Nadie va a confiar en un mensaje de fuego sobre algo como esto —respondió Magnus—. Además, los mensajes de fuego son para los cazadores de sombras. ¿De verdad quieres comunicar esta información a la Clave con un mensaje de fuego en vez de ir en persona al Instituto?

—Muy bien. —Isabelle se fue al otro lado de la camioneta. Abrió la puerta de golpe, pero no entró: en vez de eso, metió la mano y sacó a Gloriosa. Ésta brillaba bajo la tenue luz como un rayo oscuro, y las palabras grabadas en la hoja destellaron bajo los faros. «Quis ut Deus?»

A Isabelle, la lluvia estaba comenzando a pegarle el cabello a la nuca. Tenía un aspecto inponente cuando fue a reunirse con el grupo.

—Entonces, dejamos el coche aquí. Nos separamos, pero nos volveremos a encontrar en el Instituto en una hora. Luego nos marcharemos, tengamos a quien tengamos con nosotros. —Miró a sus compañeros a los ojos, uno a uno, retándolos a que se atrevieran a desafiarla—. Simon, coge esto.

Le tendió a Gloriosa, con la empuñadura por delante.

—¿Yo? —Simon se quedó sorprendido—. Pero yo no… nunca he usado espadas antes.

—Tú la invocaste —replico Isabelle—. El Ángel te la dio a ti, Simon, y tú serás el que la portará.


Clary se lanzó por el pasillo y bajó los escalones haciendo mucho ruido, corrió hacia abajo y hacia el punto de la pared que Jace le había dicho que era la única entrada y salida del apartamento.

No se hacía ilusiones sobre poder escapar. Sólo necesitaba unos instantes para hacer lo que debía hacer. Oyó las botas de Sebastian resonando en la escalera de vidrio, y se dio más prisa, casi estrellándose contra la pared. Clavó la estela y comenzó a dibujar muy rápido: «un dibujo tan simple como una cruz y tan nuevo en el mundo…».

Sebastian la agarró por la espalda de la chaqueta y tiró de ella hacia atrás; la estela salió volando. Clary ahogó un grito cuando él la alzó del suelo y la tiró contra la pared, dejándola sin respiración. Sebastian miró la Marca que ella había hecho en la pared, y sus labios se curvaron en una sonrisa despectiva.

—¿La runa de apertura? —preguntó. Se inclinó hacia delante y le siseó en la oreja—: Y no la has acabado. Aunque no importa. ¿De verdad crees que existe algún lugar en este mundo donde yo no pueda encontrarte?

Clary le respondió con un epíteto que habría conseguido que la echaran de clase en una universidad privada. Cuando él comenzó a reír, ella le cruzó la cara con una bofetada tan fuerte que le dolió la mano. Sorprendido, él relajó la fuerza con la que la agarraba y ella se soltó de él, saltó por encima de la mesa y corrió hacia el dormitorio de abajo, que al menos tenía un pestillo en la puerta…

Y él estaba ante ella; la agarró por las solapas de la chaqueta y la volteó. Ella perdió pie, y se habría caído si él no la hubiera aplastado contra la pared con su cuerpo, un brazo a cada lado, creando una jaula alrededor de ella.

La sonrisa de Sebastian era diabólica. El elegante chico que había paseado por el Sena con ella, había bebido chocolate caliente y le había hablado sobre sus orígenes había desaparecido. Sus ojos eran totalmente negros, sin pupilas, como túneles.

—¿Qué te pasa, hermanita? Pareces preocupada.

Ella casi no podía respirar.

—Me… he… estropeado… la laca de uñas… al cruzarte… tu asquerosa cara. ¿Lo ves? —Ella le mostró el dedo, sólo uno.

—Muy mono —bufó él—. ¿Sabes por qué supe que nos traicionarías? ¿Cómo supe que no podrías evitarlo? Porque eres exactamente como yo.

Él la apretó con más fuerza contra la pared. Clary notaba el pecho de Sebastian hinchándose y vaciándose contra el suyo. Sus ojos estaban a la altura de la recta línea de su clavícula. Su cuerpo era como una prisión alrededor de ella, inmovilizándola.

—No soy para nada como tú. Suéltame…

—Eres como yo en todo —le gruñó a la oreja—. Te infiltraste entre nosotros. Fingiste amistad, fingiste cariño.

—Nunca he tenido que fingir cariño con Jace.

Ella vio que algo destellaba en los ojos de Sebastian, unos celos negros, y ella no estuvo segura de quién estaba celoso. Le puso los labios en la mejilla, tan cerca que ella los notó moverse contra su piel cuando él habló.

—Nos has jodido —murmuró. Le apretaba el brazo izquierdo con fuerza; lentamente comenzó a bajarlo—. Lo más probable es que jodieras literalmente a Jace…

Ella no pudo evitar una mueca. Lo notó aspirar con fuerza.

—Lo hiciste —dijo él—. Te acostaste con él. —Sonaba como si se sintiera traicionado.

—Eso no asunto tuyo.

Él le cogió el rostro y se lo volvió para que lo mirara, clavándole los dedos en la mejilla.

—No puedes joder a alguien para hacerlo bueno. Un agradable truco cruel, debo reconocerlo. —Su bonita boca se curvó en una fría sonrisa—. Sabes que no recuerda nada, ¿verdad? ¿Te lo hizo pasar bien, al menos? Porque yo sí lo habría hecho.

Ella notó el sabor a bilis en el cuello.

—Eres mi hermano.

—Esas palabras no significan nada para nosotros. No somos humanos. Sus reglas no se nos aplican. Leyes estúpidas sobre qué ADN puede mezclarse con cuál. Muy hipócritas, la verdad, si se piensa bien. Nosotros ya somos experimentos. Los faraones del antiguo Egipto solían casarse con sus hermanas. Cleopatra se casó con su hermano. Refuerza la línea de sangre.

Ella lo miró con desprecio.

—Sabía que estabas loco —dijo—. Pero no me había dado cuenta de que habías perdido la cabeza de una forma tan absoluta y espectacular.

—Oh, yo no creo que haya nada de locura en eso. ¿A quién pertenecemos sino el uno al otro?

—Jace —replicó ella—. Yo pertenezco a Jace.

Él hizo un sonido de menosprecio.

—Puedes quedarte con él.

—Pensaba que lo necesitabas.

—Es cierto. Pero no para lo que lo necesitas tú. —De repente, le puso las manos en la cintura—. Podemos compartirlo. No me importa lo que hagas. Mientras sepas que me perteneces a mí.

Ella alzó las manos con la intención de apartarlo de un empujón.

—No te pertenezco. Me pertenezco a mí.

La mirada en los ojos de Sebastian la dejó helada.

—Creo que eres más lista que todo eso —replicó él, y puso la boca sobre la de ella, con fuerza.

Por un momento, Clary se halló de vuelta en Idris, delante de las ruinas quemadas de la mansión Fairchild; Sebastian estaba besándola y ella se sentía como si estuviera cayendo hacia la oscuridad, por un túnel infinito. En aquel momento había pensado que algo no iba bien en ella. Que no podía besar a nadie más que a Jace. Que estaba averiada.

Pero ya sabía la verdad. Sebastian movió la boca sobre la de ella, tan dura y fría como un navajazo en la oscuridad; ella se puso de puntillas y le mordió los labios con fuerza.

Él gritó y se apartó de ella, mientras se llevaba la mano a la boca. Clary notó el sabor de su sangre, a cobre amargo; le caía por la barbilla mientras la miraba incrédulo.

—Tú…

Ella giró y le dio una patada en el estómago, con fuerza, esperando que aún lo tuviera resentido del puñetazo de antes. Cuando él se dobló en dos, ella salió corriendo hacia la escalera. Estaba a medio camino cuando notó que la cogía por detrás del cuello de la chaqueta. Él la movió en un arco como si fuera un bate de béisbol y la lanzó contra la pared. Se golpeó con fuerza y cayó de rodillas, sin aliento.

Sebastian fue hacia ella, flexionando los puños a los costados, mientras los ojos relucían negros como los de un tiburón. Era terrorífico; Clary sabía que debería estar asustada, pero un distanciamiento frío y vidrioso se apoderó de ella. El tiempo parecía ir más despacio. Recordó luchar en la tienda de Praga, cómo se había perdido en su propio mundo donde cada movimiento era tan preciso como el de un reloj. Sebastian se agachó hacia ella, y Clary se apoyó en el suelo, tomó impulsó y lanzó las piernas de lado; le golpeó en las pantorrillas y le hizo perder el equilibrio.

Sebastian cayó hacia delante; ella rodó sobre sí misma, se apartó y se puso en pie de un salto. Esta vez no se molestó en correr, sino que cogió un jarrón de porcelana de la mesa y, cuando Sebastian se levantaba, se lo estrelló en la cabeza. El jarrón se hizo añicos, salpicando agua y hojas, y Sebastian se tambaleó hacia atrás, mientras la sangre comenzaba a mancharle el cabello blanco plateado.

Él rugió y saltó sobre ella. Fue como ser golpeada por una bola de demolición. Clary voló de espaldas, se estrelló contra el tablero de la mesa, lo atravesó y golpeó el suelo en un estallido de vidrios rotos y dolor. Gritó cuando Sebastian aterrizó sobre ella, empujándole el cuerpo contra los añicos de vidrio, con los labios contraídos en un rugido. Él le cruzó la cara de un guantazo. La sangre la cegó; se atragantó con su sabor en la boca, y la sal le picó en los ojos. Clary alzó la rodilla y le dio en el estómago, pero era como golpear una pared. Él le agarró las manos y se las inmovilizó a los lados.

—Clary, Clary, Clary —dijo él. Jadeaba. Al menos lo había dejado sin aliento. La sangre le caía en un lento hilillo del corte que tenía a un lado de la cabeza, y le teñía el cabello de rojo—. No está mal. En Idris no eras una gran luchadora.

—Sal de encima…

Él acercó el rostro al de ella. Sacó la lengua. Ella trató de apartarse, pero no se movió con suficiente rapidez. Él le lamió la sangre que ella tenía en el rostro y sonrió. La sonrisa le partió el labio, y por la barbilla le cayó más sangre.

—Me preguntaste a quién pertenecía yo —susurró él—. Te pertenezco a ti. Tu sangre es mi sangre; tus huesos, mis huesos. La primera vez que me viste, te resulté conocido, ¿verdad? Igual que tú me resultaste familiar a mí.

Ella lo miró con ojos muy abiertos.

—Estás como una regadera.

—Está en la Biblia —continuó él—. El Cantar de los Cantares. «Me has robado el corazón, hermana y novia mía, me has robado el corazón, con una sola mirada, con una vuelta de tu collar.» —Le rozó el cuello con los dedos, enredándolos en la cadena que llevaba ahí, la cadena de la que había colgado el anillo de los Morgenstern. Clary se preguntó si le aplastaría la tráquea—. «Yo dormía, velaba mi corazón. ¡La voz de mi amado que llama!: “¡Ábreme, mi hermana, mi amor!”» —La sangre de él le goteaba en la cara a Clary. Se quedó quieta, con el cuerpo vibrándole por el esfuerzo, mientras él le bajaba la mano del cuello, por el costado, hasta la cintura. Metió los dedos en la cintura del pantalón. Tenía la piel ardiendo; Clary notaba que él la deseaba.

—Tú no me amas —dijo ella. Su voz era un hilillo; él le estaba chafando los pulmones. Recordó lo que su madre había dicho: que cualquier emoción que mostraba Sebastian era fingida. Clary tenía la cabeza clara como el cristal; en silencio, agradeció a la euforia de la pelea por mantenerla concentrada mientras Sebastian la asqueaba con sus caricias.

—Y a ti no te importa que sea tu hermano —repuso él—. Sé lo que sentías por Jace, incluso cuando pensabas que era tu hermano. A mí no puedes mentirme.

—Jace es mejor que tú.

—Nadie es mejor que yo. —Sonrió con superioridad, todo él dientes blancos y sangre—. «Un jardín escondido es mi hermana. Arroyo cerrado, fuente sellada.» Pero ya no, ¿verdad? Jace se encargó de eso. —Él trató de desabrochar el botón de los vaqueros, y ella aprovechó su distracción para agarrar un trozo de vidrio triangular de buen tamaño del suelo y clavarle la quebrada punta en el hombro.

El vidrio se le resbaló por los dedos y le hizo un corte. Él lanzó un alarido y se echó hacia atrás, pero más por la sorpresa que por el dolor; el uniforme lo protegía. Clary le volvió a clavar el vidrio, esta vez con más fuerza y en el muslo, y cuando él se echó hacia atrás, le golpeó con el otro codo en el cuello. Sebastian se fue de lado, ahogándose, y ella rodó sobre él mientras le arrancaba el vidrio ensangrentado de la pierna. Bajó el vidrio hacia la vena que le palpitaba a Sebastian en el cuello, y se detuvo.

Él reía. Estaba bajo ella, y reía; y su risa le hacía vibrar todo el cuerpo a Clary. La piel de Sebastian estaba salpicada de sangre; de la sangre de Clary, que le goteaba encima; de su propia sangre allí donde ella lo había golpeado, con el blanco cabello pegado con ella. Sebastian dejó caer los brazos a ambos lados, abiertos como alas, como un ángel roto, caído del cielo.

—Mátame, hermanita —la desafió—. Mátame y matarás también a Jace.

Ella bajó el trozo de vidrio.

20 Una puerta a la oscuridad

Clary gritó de pura frustración mientras el trozo de vidrio se hundía en el suelo de madera, a unos centímetros del cuello de Sebastian.

Lo notó reír debajo de ella.

—No puedes hacerlo —dijo él—. No puedes matarme.

—Vete a la mierda —gruñó ella—. No puedo matar a Jace.

—Es lo mismo —repuso él, y se sentó a tal velocidad que ella casi ni lo vio moverse; la golpeó en la cara con tal fuerza que la envió deslizándose por el suelo lleno de vidrios. Su viaje terminó cuando se topó contra la pared, tuvo arcadas y tosió sangre. Hundió la cabeza en el antebrazo; el sabor y el olor metálicos de su propia sangre estaban por todas partes, le provocaban náuseas. Un momento después, Sebastian la agarró por la chaqueta y la puso en pie.

Ella no se resistió. ¿Qué sentido tendría? ¿Por qué luchar contra alguien que estaba dispuesto a matarte y sabía que tú no estabas dispuesto a matarlo a él, o incluso a herirlo de gravedad? Se quedó quieta mientras él la examinaba.

—Podría ser peor —comentó él—. Parece que la chaqueta te ha protegido de daños mayores.

¿Daños mayores? Clary se sentía como si la hubieran cortado por todas partes con finos cuchillos. Lo miró con ojos entrecerrados y furiosa, mientras él la cogía en brazos. Era como había sido en París, cuando él la alejó de los demonios dahak, pero entonces ella había estado… si no agradecida, al menos confusa; pero en ese momento estaba ardiendo de odio. Ella mantuvo el cuerpo tenso mientras él la llevaba arriba. Clary estaba tratando de no pensar que era él quien la tocaba, que no era su brazo el que tenía bajo los muslos, sus manos posesivas en la espalda.

«Lo mataré —pensó—. Encontraré la manera, y lo mataré.»

Sebastian entró en la habitación de Jace y la dejó en el suelo sin contemplaciones. Ella se tambaleó dando un paso hacia atrás. Él la cogió y le arrancó la chaqueta. Debajo, ella sólo llevaba una camiseta. Estaba hecha jirones, como si se hubiera pasado un rallador por encima, y manchada de sangre por todas partes.

Sebastian soltó un silbido.

—Estás hecha un asco, hermanita —dijo—. Será mejor que te metas en el cuarto de baño y te limpies esa sangre.

—No —replicó ella—. Déjalos que me vean así. Déjalos que vean lo que has tenido que hacerme para que vaya contigo.

Él la agarró por la barbilla y la obligó a alzar el rostro. Sus caras quedaron sólo a unos centímetros. Ella quiso cerrar los ojos, pero se negó a darle esa satisfacción. Le devolvió la mirada, a los lazos de plata de sus ojos negros; la sangre en el labio, donde ella le había mordido.

—Me perteneces —repitió él—. Y te tendré a mi lado, tenga lo que tenga que hacer para que estés allí.

—¿Por qué? —preguntó ella, notando la rabia tan amarga en la lengua como el sabor de la sangre—. ¿Y qué te importa? Sé que no puedes matar a Jace, pero podrías matarme a mí. ¿Por qué no lo haces?

Por un instante, los ojos de Sebastian se volvieron distantes, vidriosos, como si estuviera viendo algo que a ella le resultaba invisible.

—Este mundo será consumido por el fuego —contestó—. Pero, si haces lo que te digo, yo os llevaré a Jace y a ti entre las llamas sin que os ocurra nada malo. Es una gracia que no le concedo a nadie más. ¿No ves lo tonta que eres al rechazarla?

—Jonathan —repuso Clary—. ¿No ves lo estúpido que resulta pedirme que luche a tu lado cuando lo que quieres es reducir el mundo a cenizas?

Él enfocó de nuevo los ojos y la miró.

—Pero ¿por qué? —Era casi un ruego—. ¿Qué le ves de valioso a este mundo? Sabes que hay otros. —Su sangre destacaba muy roja contra su pálida piel—. Dime que me amas. Dime que me amas y que lucharás conmigo.

—No te amaré nunca. Te equivocas cuando dices que tenemos la misma sangre. Tu sangre es veneno. Veneno de demonio. —Escupió las últimas palabras.

Él se limitó a sonreír, con los ojos reluciéndole sombríos. Ella notó que algo le quemaba en el brazo, y pegó un bote antes de darse cuenta de que era una estela; Sebastian le estaba trazando un iratze en la piel. Le odió incluso cuando el dolor desapareció. El brazalete le resonó sobre la muñeca cuando movió la mano ágilmente, acabando la runa.

—Sabía que mentías —le dijo ella de repente.

—Digo muchas mentiras, cariño —repuso él—. ¿Cuál en concreto?

—Tu brazalete —contestó ella—. «Acheronta movebo.» No significa «Así siempre a los tiranos»: eso es «Sic semper tyrannis». Esto es de Virgilio. «Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo.» «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos.»

—Tu latín es mejor de lo que pensaba.

—Aprendo rápido.

—No lo suficiente. —Le soltó la barbilla—. Y ahora, métete en el baño y límpiate —le ordenó a empujones. Cogió el vestido de ceremonias de su madre de la cama y se lo puso en los brazos—. Queda poco tiempo, y mi paciencia se agota. Si no sales en diez minutos, iré a buscarte. Y te aseguro que no te gustará.


—Me muero de hambre —dijo Maia—. Parece como si hiciera días que no como. —Abrió la puerta de la nevera y miró—. Oh, aj.

Jordan la apartó, la rodeó con los brazos y le rozó la nuca con los labios.

—Podemos pedir algo. Pizza, tailandés, mexicano…, lo que prefieras. Mientras no cueste más de veinte dólares.

Ella se volvió entre sus brazos, riendo. Llevaba una de las camisas de Jordan; a él le iba un poco grande, y a ella le llegaba casi a las rodillas. Se había recogido el pelo en un moño en la nuca.

—Derrochador —bromeó ella.

—Por ti, lo que sea. —La alzó por la cintura y la sentó en uno de los taburetes de la barra de la cocina—. Puedes comerte un taco. —La besó. Los labios de Jordan eran dulces, con un leve sabor a menta de la pasta de dientes. Ella notó la excitación que le provocaba tocarlo, que le comenzaba en la base de la columna y se le extendía por todos los nervios.

Rió en la boca de él, echándole los brazos al cuello. Un seco timbre atravesó el zumbido de su sangre, mientras Jordan se apartaba, frunciendo el ceño.

—Mi móvil. —Sin soltarla, palpó la barra con la otra mano hasta que encontró el teléfono. Había dejado de sonar, pero de todas formas lo abrió, y frunció el ceño—. Es el Praetor.

El Praetor no llamaba nunca, o al menos lo hacía muy rara vez. Sólo cuando algo era de una importancia vital. Maia suspiró y se apartó de él.

—Cógelo.

Él asintió, mientras ya se llevaba el móvil a la oreja. Su voz se convirtió en un suave murmullo en el fondo de la conciencia de Maia mientras saltaba de la barra e iba a la nevera, donde estaban enganchados los menús de la comida a domicilio. Los fue mirando hasta que encontró el del restaurante tailandés cercano que a ella le gustaba; se volvió con el papel en la mano.

Jordan estaba de pie en medio del salón, pálido, con el teléfono olvidado en la mano. Maia podía oír una vocecita distante que salía de él, llamándolo.

Maia dejó caer el menú y corrió hacia él. Le cogió el teléfono de la mano, cortó la llamada y lo dejó en la barra.

—¿Jordan? ¿Qué ha pasado?

—Mi compañero de cuarto, Nick, ¿recuerdas? —contestó él, con la incredulidad marcada en sus ojos de color avellana—. No lo llegaste a conocer, pero…

—Vi fotos suyas —repuso ella—. ¿Le ha pasado algo?

—Está muerto.

—¿Cómo?

—El cuello abierto, y toda la sangre desaparecida. Creen que localizó a su misión y ella lo mató.

—¿Maureen? —Maia estaba sorprendida—. Pero si sólo es una niña.

—Ahora es una vampira. —Tragó aire—. Maia…

Ella se lo quedó mirando. Tenía los ojos vidriosos y el cabello revuelto. Un pánico inesperado se despertó en su interior. Besarse, acariciarse y practicar sexo era una cosa. Consolar a Jordan afectado por la muerte de alguien era algo muy diferente. Significaba compromiso. Significaba cariño. Significaba querer aliviar el dolor y, al mismo tiempo, dar gracias porque lo malo que hubiera pasado, no les hubiera pasado a ellos.

—Jordan —dijo con suavidad, se puso de puntillas y lo abrazó—. Lo siento.

Notó el corazón del chico latiendo con fuerza contra el de ella.

—Nick sólo tenía diecisiete años.

—Pero era un Praetor, como tú —repuso ella en voz baja—. Sabía que era peligroso. Tú sólo tienes dieciocho. —Él la abrazó con más fuerza, pero no dijo nada—. Jordan —continuó ella—. Te amo. Te amo y lo siento.

Notó que él se quedaba parado. Era la primera vez que decía esas palabras desde unas semanas antes de que la mordiera. Él parecía estar aguantando la respiración. Finalmente soltó un pequeño grito ahogado.

—Maia —dijo con voz quebrada. Y luego, increíblemente, antes de que él pudiera decir nada más… sonó el móvil de ella.

—No importa —dijo ella—. No lo cojo.

Él la soltó, mirándola con ternura; su rostro estaba desconcertado de pena y sorpresa.

—No —repuso él—. No, podría ser importante. Cógelo.

Maia suspiró y fue a la barra. Cuando llegó, el móvil había dejado de sonar, pero había un mensaje de texto parpadeando en la pantalla. Notó que se le tensaban los músculos del estómago.

—¿Quién es? —preguntó Jordan, como si hubiera notado la repentina tensión de Maia. Tal vez así fuera.

—El 911. Una emergencia. —Se volvió hacia él, sujetando el móvil—. Una llamada a la lucha. Han avisado a todos los de la manada. De Luke… y Magnus. Tenemos que marcharnos inmediatamente.


Clary se hallaba sentada en el suelo del cuarto de baño de Jace, con la espalda contra la bañera y las piernas estiradas al frente. Se había lavado la sangre de la cara y el cuerpo, y se había enjuagado el cabello en el lavabo. Llevaba el vestido de ceremonias de su madre remangado hasta los muslos y notaba las losetas del suelo frías contra las pantorrillas y los pies descalzos.

Se miró las manos. Pensó que deberían ser diferentes. Pero eran las mismas manos que siempre había tenido, con dedos delgados, uñas cuadradas (una artista no quería tener uñas largas) y pecas en los nudillos. Su rostro también era el mismo. Toda su cuerpo seguía siendo igual, pero ella no. Esos últimos días la habían cambiado de maneras que ni ella misma llegaba a entender del todo.

Se levantó y se miró en el espejo. Estaba pálida, en contraste con los intensos colores de su cabello y del vestido. Tenía el cuello y los hombros decorados con morados.

—¿Admirándote?

No había oído abrir la puerta a Sebastian, pero ahí estaba, apoyado en el marco. Llevaba un tipo de traje de cazador de sombras que ella no había visto nunca: el material duro de siempre, pero del color escarlata de la sangre fresca. También había añadido un accesorio a su indumentaria: una ballesta curvada. La sostenía tranquilamente en una mano, aunque debía de ser pesada.

—Estás encantadora, hermana. Una compañera adecuada para mí.

Clary se tragó lo que le iba a contestar, acompañado del sabor a sangre que aún le permanecía en la boca, y fue hacia él. Sebastian la cogió por el brazo cuando ella trató de pasar entre él y la puerta. Le pasó la mano por el hombro desnudo.

—Bien —dijo él—. No estás Marcada aquí. No me gusta que las mujeres destrocen su piel con cicatrices. Ponte Marcas sólo en los brazos y las piernas.

—Preferiría que no me tocaras.

Él soltó un bufido y alzó la ballesta. Tenía el dardo colocado, listo para ser disparado.

—Camina —le ordenó—. Estaré detrás de ti.

Clary tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de él. Se volvió y fue hacia la puerta, notando un ardor entre los omoplatos, en el punto donde suponía que le apuntaba la ballesta. Bajaron así la escalera de vidrio y atravesaron la cocina y el salón. Sebastian gruñó al ver la runa que Clary había trazado en la pared, pasó la mano ante ella y apareció una puerta. La hoja de la puerta se abrió a un cuadrado de oscuridad.

La ballesta empujó con fuerza a Clary por la espalda.

—Camina.

Clary respiró hondo y avanzó hacia las sombras.


Alec golpeó el botón de la pequeña jaula del ascensor, y se apoyó en la pared.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Isabelle miró la pantalla de su móvil.

—Unos cuarenta minutos.

El ascensor comenzó a subir. Isabelle miró de reojo a su hermano. Parecía cansado, tenía grandes ojeras. A pesar de su fuerza y su altura, Alec, con sus ojos azules y su suave cabello negro hasta los hombros, parecía más frágil de lo que era.

—Estoy bien —repuso él, contestando la silenciosa pregunta de Isabelle—. Tú eres la que se va a meter en un lío por pasar las noches fuera de casa. Yo tengo dieciocho años. Puedo hacer lo que quiera.

—Le he enviado mensajes a mamá todas las noches que me he quedado contigo y con Magnus —dijo Isabelle mientras el ascensor paraba—. Tampoco es que ella no supiera dónde estaba yo. Y hablando de Magnus…

Alec pasó ante ella y abrió la puerta del ascensor.

—¿Qué?

—¿Estáis bien? Me refiero a si os va bien juntos.

Alec le lanzó una mirada incrédula mientras salía del ascensor.

—¿Todo se está yendo a la porra y tú quieres saber cómo va mi relación con Magnus?

—Siempre me ha sorprendido esa expresión —repuso Isabelle pensativa, mientras corría detrás de su hermano por el pasillo. Alec tenía unas piernas muy, muy largas y, aunque ella era rápida, era difícil seguirle el paso cuando él lo quería—. ¿Por qué una porra? ¿Qué es una porra, y qué tiene de especial para que haya que ir allí?

—Magnus y yo estamos bien, supongo —contestó Alec, que había sido el parabatai de Jace durante el tiempo suficiente para aprender a prescindir de las tangentes en la conversación.

—Uy, uy —repuso Isabelle—. ¿Bien, supones? Ya sé lo que significa cuando dices eso. ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis peleado?

Alec toqueteaba la pared con los dedos mientras corrían, una señal segura de que estaba incómodo.

—Deja de meterte en mi vida amorosa, Izzy. Y tú ¿qué? ¿Por qué Simon y tú no sois novios? Es evidente que te gusta.

Isabelle soltó un graznido.

—No es tan evidente.

—Lo es, la verdad —replicó Alec, que parecía como si eso también le sorprendiera—. Lo miras con ojos de cordero degollado. La forma en que te pusiste cuando el Ángel apareció en el lago…

—¡Creí que Simon estaba muerto!

—¿Qué?, ¿más muerto? —replicó Alec sin ninguna compasión. Al ver la expresión en el rostro de su hermana, se encogió de hombros—. Mira, si te gusta, está bien. Pero no veo por qué no estáis saliendo.

—Porque yo no le gusto.

—Claro que le gustas. Les gustas a todos los chicos.

—Perdóname si pienso que tu opinión es parcial.

—Isabelle —dijo Alec, y en ese momento sí había cariño en su voz, un tono que ella asociaba con su hermano: amor y exasperación mezclados—. Sabes que eres muy hermosa. Los tíos te han ido detrás desde… siempre. ¿Por qué iba a ser Simon diferente?

Isabelle se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero lo es. Supongo que la pelota está en su tejado. Sabe lo que siento. Pero no parece que esté corriendo para hacer nada al respecto.

—Para ser justos, tiene otras cosas en que pensar.

—Lo sé, pero… siempre ha sido así. Clary…

—¿Crees que sigue enamorado de Clary?

Isabelle se mordisqueó el labio.

—Esto… No exactamente. Creo que ella es lo único que conserva de su vida humana, y no puede dejarla ir. Y mientras no la deje ir, no sé si habrá espacio para mí.

Casi habían llegado a la biblioteca. Alec miró de reojo a su hermana a través de las pestañas.

—Pero si sólo son amigos…

—Alec. —Isabelle alzó una mano para indicarle que se callara. Se oían voces procedentes de la biblioteca; la primera, estridente, y la reconocieron inmediatamente como la de su madre.

—¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?

—Nadie la ha visto en los últimos dos días —dijo otra voz, suave, femenina y con un ligero tono de disculpa—. Vive sola, así que la gente no estaba segura; pero pensamos que ya que conoces a su hermano…

Sin detenerse, Alec abrió de golpe la puerta de la biblioteca. Isabelle pasó ante él y vio a su madre sentada detrás del enorme escritorio de caoba situado en el centro de la sala. Frente a ella había dos personas conocidas: Aline Penhallow, vestida de uniforme, y junto a ella, Helen Blackthorn, con su rizado cabello revuelto. Ambas se volvieron, sorprendidas, cuando la puerta se abrió. Helen estaba pálida bajo las pecas; también iba de uniforme, lo que aún la hacía más pálida.

—Isabelle —exclamó Maryse mientras se ponía en pie—. Alexander. ¿Qué ha ocurrido?

Aline le cogió la mano a Helen. Anillos de plata destellaron en ambas manos. El anillo Penhallow, con su dibujo de montañas, brillaba en el dedo de Helen, mientras que el dibujo de espinos entrelazados del anillo de la familia Blackthorn adornaba el de Aline. Isabelle notó que se le alzaban las cejas: intercambiar anillos era un asunto serio.

—Si estamos interrumpiendo, podemos irnos… —comenzó Aline.

—No, quedaos —repuso Isabelle dirigiéndose hacia ellos—. Podemos necesitaros.

Maryse volvió a sentarse.

—Bien —dijo—. Mis hijos me honran con su presencia. ¿Dónde habéis estado?

—Ya te lo dije —contestó Isabelle—. En casa de Magnus.

—¿Por qué? —preguntó Maryse—. Y no te lo pregunto a ti, Alec. Se lo pregunto a mi hija.

—Porque la Clave dejó de buscar a Jace —respondió Isabelle—. Pero nosotros no.

—Y Magnus ha querido ayudarnos —añadió Alec—. Se ha pasado las noches en vela, rebuscando en libros de hechizos, tratando de averiguar dónde podría estar Jace. Incluso invocó a…

—No. —Maryse alzó la mano para silenciarlo—. No me lo digas. No quiero saberlo. —El teléfono negro de su escritorio comenzó a sonar. Todos lo miraron. Una llamada por el teléfono negro era una llamada de Idris. Nadie fue a contestar, y al cabo de un momento dejó de sonar—. ¿Por qué estáis aquí? —preguntó Maryse, volviendo la atención hacia sus hijos.

—Estábamos buscando a Jace… —comenzó Isabelle de nuevo.

—Eso es trabajo de la Clave —replicó Maryse. Isabelle notó que parecía cansada, con la piel tirante bajo los ojos. Unas arrugas en los extremos de la boca le tensaban los labios. Estaba tan delgada que los huesos de las muñecas le sobresalían—. No el vuestro.

Alec dio una palmada en la mesa, tan fuerte que los cajones repicaron.

—¿Quieres escucharnos? La Clave no ha encontrado a Jace, pero nosotros sí. Y a Sebastian con él. Y ahora sabemos qué están planeando, y tenemos… —miró hacia el reloj de la pared— casi nada de tiempo para detenerlos. ¿Vas a ayudarnos o no?

El teléfono negro sonó de nuevo. Y de nuevo Maryse no contestó. Miraba a Alec, pálida por la impresión.

—¿Que habéis hecho qué?

—Sabemos dónde está Jace, mamá —contestó Isabelle—. O, al menos, dónde va a estar. Y lo que va a hacer. Conocemos el plan de Sebastian, y hay que detenerlo. Oh, y sabemos cómo matar a Sebastian y no a Jace…

—Para. —Maryse negó con la cabeza—. Alexander, explícate. Conciso y sin histeria. Gracias.

Alec explicó la historia, omitiendo, en opinión de Isabelle, todo lo mejor, aunque así consiguió resumir las cosas adecuadamente. Y pese a que su versión fuera abreviada, tanto Aline como Helen estaban boquiabiertas al final. Maryse permanecía muy quieta, con los rasgos inmóviles.

—¿Por qué habéis hecho todo eso? —preguntó ella cuando Alec acabó, en una voz apagada.

Su hijo parecía perplejo.

—Por Jace —contestó Isabelle—. Para recuperarlo.

—¿Os dais cuenta de que, al ponerme en esta posición, no me dais más elección que notificarlo a la Clave? —preguntó Maryse con la mano sobre el teléfono negro—. Ojalá no hubierais venido aquí.

A Isabelle se le secó la boca.

—¿Estás muy enfadada porque al final te hemos explicado qué está pasando?

—Si informo a la Clave, enviarán refuerzos. Jia no tendrá más remedio que ordenar que maten a Jace en cuanto lo vean. ¿Tenéis idea de cuántos cazadores de sombras siguen al hijo de Valentine?

Alec negó con la cabeza.

—Parece que unos cuarenta.

—Digamos que llevamos el doble. Podremos estar bastante seguros de derrotar a sus fuerzas, pero ¿qué posibilidades tendrá Jace? No tenemos ninguna certeza de que acabe vivo. Lo matarán sólo para asegurarse.

—Entonces no podemos decírselo —repuso Isabelle—. Iremos nosotros. Tendremos que hacerlo sin la Clave.

Pero Maryse, mirándola, ya negaba con la cabeza.

—La Ley dice que tenemos que informar.

—A la porra con la Ley… —comenzó Isabelle enfadada. Se fijó en que Aline la estaba mirando y cerró la boca.

—No te preocupes —dijo Aline—. No voy a decirle nada a mi madre. Os lo debo. Sobre todo a ti, Isabelle. —Alzó el mentón, e Isabelle recordó la oscuridad bajo un puente en Idris, y su látigo clavándose en un demonio, cuyas garras se cerraban sobre Aline—. Además, Sebastian mató a mi primo. El auténtico Sebastian Verlac. Tengo mis propias razones para odiarle.

—De todas formas —repuso Maryse—, si no se lo decimos, estaremos violando la Ley. Nos podrían sancionar, o algo peor.

—¿Algo peor? —preguntó Alec—. ¿De qué estamos hablando? ¿Exilio?

—No lo sé, Alexander —respondió su madre—. Corresponderá a Jia Penhallow, y a quien consiga el cargo de Inquisidor, decidir el castigo.

—Tal vez será papá —mascullo Izzy—. Quizá no sea muy duro con nosotros.

—Si no le informamos de esta situación, Isabelle, tu padre no tendrá ninguna posibilidad de conseguir el puesto de Inquisidor. Ninguna —afirmó Maryse.

Isabelle respiró hondo.

—¿Podrían quitarnos las Marcas? —inquirió—. ¿Podríamos… perder el Instituto?

—Isabelle —respondió Maryse—. Podríamos perderlo todo.


Clary parpadeó mientras los ojos se le iban adaptando a la oscuridad. Se hallaba en una planicie pedregosa, azotada por el viento, sin nada que rompiera la fuerza del vendaval. Parches de hierba crecían entre losas de piedra negra. En la distancia, colinas calizas, erosionadas, pedregosas y sombrías, se recortaban, de negro y hierro, contra el cielo nocturno. Había luces más adelante. Clary reconoció el resplandor blanco e irregular de la luz mágica. La puerta del apartamento se cerró tras ellos.

Se oyó una explosión apagada. Clary se volvió y vio que la puerta había desaparecido; había un pedazo de tierra y hierba chamuscado, aún humeante, donde ella había estado. Sebastian lo miraba con total perplejidad.

—¿Qué…?

Clary rió. Sintió una oscura alegría al ver la expresión del rostro de su hermano. Nunca lo había visto tan sorprendido; toda su seguridad se había desvanecido, tenía la expresión descarnada y horrorizada.

Volvió a alzar la ballesta, a centímetros del corazón de Clary. Si disparaba a esa distancia, el dardo le atravesaría el corazón y la mataría al instante.

—¿Qué has hecho?

Clary lo miró con una sombría expresión de triunfo.

—Aquella runa. La que pensaste que era una runa de apertura sin acabar. No lo era. Era algo que no habías visto nunca. Una runa que yo he creado.

—¿Una runa de qué?

Clary recordó haber puesto la estela contra la pared, la forma de la runa que había inventado la noche que Jace había ido a por ella a casa de Luke.

—Para destruir el apartamento en cuanto alguien abriera la puerta. El apartamento ya no está. No puedes volver a usarlo. Nadie puede.

—¿No está? —La ballesta tembló; a Sebastian se le tensaban nerviosos los labios y tenía los ojos enloquecidos—. Zorra. Maldita…

—Mátame —lo retó ella—. Va, mátame. Y explícaselo después a Jace. Te desafío.

Él la miró, respirando agitado, con los dedos temblando sobre el disparador. Lentamente apartó la mano de él. Tenía los ojos entrecerrados y furiosos.

—Hay cosas peores que morir —afirmó—. Y te las haré todas, hermanita, después de que hayas bebido de la Copa. Y te gustarán.

Ella le escupió. Él le golpeó con fuerza en el pecho con la punta de la ballesta.

—Date la vuelta —rugió, y ella lo hizo, mareada por una mezcla de terror y triunfo, mientras Sebastian la empujaba por una subida rocosa. Clary llevaba unos zapatos finos, y notaba cada piedra y grieta de las rocas. A medida que se acercaban a la luz mágica, Clary fue viendo el panorama que se abría ante ella.

Por delante, el suelo se alzaba formando una colina baja. En lo alto, mirando al norte, se hallaba un enorme túmulo de piedra. Le recordó un poco a Stonehenge: había dos estrechos menhires que sujetaban una piedra plana; el conjunto parecía una puerta. Frente a la tumba, una losa, como el suelo de un escenario, se extendía sobre la pizarra y la hierba. Agrupados ante la losa había un semicírculo de unos cuarenta nefilim, con túnicas rojas, portando antorchas de luz mágica. En medio del semicírculo, contra el oscuro fondo, relucía un pentagrama azul y blanco.

Sobre la losa se hallaba Jace. Llevaba un uniforme escarlata como el de Sebastian; nunca se habían parecido tanto.

Clary veía el brillo de su cabello incluso en la distancia. Iba de un lado a otro sobre el borde de la losa, y a medida que se fueron acercando, Clary, empujada por Sebastian, que la seguía, consiguió oír lo que decía.

—… gratitud por vuestra lealtad, incluso en estos últimos años tan difíciles, y también os agradezco vuestra lealtad hacia nuestro padre, y ahora hacia sus hijos. Y su hija.

Un murmullo se extendió por la plaza. Sebastian volvió a empujar a Clary hacia delante; avanzaron entre las sombras y luego subieron a la piedra por detrás de Jace. Éste los vio e inclinó la cabeza antes de volverse hacia su público; sonreía.

—Sois aquellos que se salvarán —dijo—. Hace mil años, un ángel nos dio su sangre para hacernos especiales, para hacernos guerreros. Pero no fue suficiente. Han pasado mil años, y aún nos escondemos entre las sombras. Protegemos a mundanos a quienes no amamos de fuerzas cuya existencia ellos siguen ignorando, y una Ley antigua y anquilosada nos impide mostrarnos a ellos como sus salvadores. Morimos a cientos, sin recibir ningún agradecimiento, sin que nos lloren más que los nuestros y sin poder recurrir al ángel que nos creó. —Se acercó más al borde de la plataforma de roca. Su cabello parecía fuego pálido—. Sí. Me atrevo a decirlo. El ángel que nos creó no nos ayudará, y estamos solos. Más solos que los mundanos, porque como dijo uno de sus grandes científicos, ellos son como niños jugando con guijarros en la orilla, mientras que a su alrededor, el gran océano de la verdad permanece sin descubrir. Pero nosotros sabemos la verdad. Somos los salvadores de esta tierra, y nosotros deberíamos gobernarla.

Con una especie de dolor en el corazón, Clary pensó que Jace era un buen orador, como lo había sido Valentine. Sebastian y ella ya estaban detrás de él, ante la llanura y la multitud concentrada ahí; Clary notó que los cazadores de sombras reunidos los miraban.

—Sí. Gobernarlo. —Jace sonrió, una bonita sonrisa llena de encanto, bordeada de tinieblas—. Raziel es cruel e indiferente a nuestros sufrimientos. Es hora de volvernos contra él. Volvernos hacia Lilith, la Gran Madre, que nos dará poder sin castigo, liderazgo sin la Ley. Nuestro derecho de nacimiento es el poder. Es hora de reclamarlo. —Miró de reojo, sonriendo a Sebastian cuando se ponía junto a él.

»Y ahora, os dejaré oír el resto de boca de Jonathan, de quien es este sueño —dijo Jace, y retrocedió, dejando que Sebastian tomara su puesto. Dio otro paso atrás y se quedó junto a Clary; su mano se enlazó en la de ella.

—Buen discurso —masculló la chica. Sebastian estaba hablando; pero ella sólo prestó atención a Jace—. Muy convincente.

—¿Eso crees? Iba a empezar con «Amigos, romanos, malhechores…», pero no creo que le hubieran visto la gracia.

—¿Crees que son malhechores?

Jace se encogió de hombros.

—La Clave lo creería. —Apartó la vista de Sebastian y la miró a ella—. Estás muy hermosa —le dijo, pero su voz era extrañamente plana—. ¿Qué ha ocurrido?

Pilló por sorpresa a Clary.

—¿Qué quieres decir?

Se abrió la chaqueta. Debajo llevaba una camisa blanca. El costado y la manga estaban manchados de sangre. Clary notó que llevaba cuidado de dar la espalda a la gente mientras le enseñaba la sangre—. Siento lo que él siente. ¿O lo habías olvidado? He tenido que ponerme un iratze sin que nadie lo notara. Era como si alguien me estuviera rajando la piel con una navaja.

Clary lo miró a los ojos. No servía de nada mentir. No había vuelta atrás, tanto figurativa como literalmente.

—Sebastian y yo nos hemos peleado.

Él le escrutó el rostro con los ojos.

—Bueno —dijo, y dejó que se le cerrara la chaqueta—. Espero que lo hayáis solucionado, fuera lo que fuese.

—Jace… —comenzó Clary, pero él ya estaba pendiente de Sebastian. Su perfil se dibujaba, frío y claro, bajo la luz de la luna como una silueta recortada en papel oscuro. Delante de ellos estaba Sebastian, que había dejado la ballesta y alzaba los brazos.

—¡¿Estáis conmigo?! —gritó.

Un murmullo recorrió la plaza, y Clary se tensó. Uno de los del grupo de nefilim, un anciano, se echó la capucha atrás y lo miró con el ceño fruncido.

—Tu padre nos hizo promesas. Ninguna se cumplió. ¿Por qué debemos confiar en ti?

—Porque yo os traeré el cumplimiento de mis promesas ahora. Esta noche —respondió Sebastian, y sacó la imitación de la Copa Mortal, que relució suavemente bajo la luna.

El murmullo ganó intensidad.

—Espero que esto no se complique —dijo Jace, bajo la cobertura del murmullo—. Me parece que anoche no pude dormir nada.

El chico estaba mirando hacia la multitud y el pentagrama, con una expresión de profundo interés en el rostro. Sus rasgos eran delicadamente angulares bajo la luz mágica. Clary le veía la cicatriz de la mejilla, los hoyuelos de la sien y la bonita forma de la boca.

«No recordaré esto —había dicho él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo.»

Y era cierto. Había olvidado hasta el último detalle. De algún modo, aunque ella había sabido que pasaría y le había visto olvidar, el dolor de la realidad le resultaba muy intenso.

Sebastian bajó de la losa y fue hacia el pentagrama. En el borde comenzó a salmodiar:

Abyssum invoco. Lilith invoco. Mater mea, invoco.

Se sacó una fina daga del cinturón. Se colocó la Copa bajo la curva del brazo, y con la hoja se hizo un corte en la palma de la mano. Corrió la sangre, negra bajo la luz de la luna. Volvió a meterse el cuchillo en el cinturón y colocó la mano sangrante sobre la copa, aún recitando en latín.

Era entonces o nunca.

—Jace —susurró Clary—. Sé que éste no eres tú en realidad. Sé que hay una parte de ti que no puede estar de acuerdo con esto. Intenta recordar quién eres, Jace Lightwood.

Él volvió la cabeza de golpe y la miró atónito.

—¿De qué estás hablando?

—Por favor, Jace, trata de recordar. Te amo. Tú me amas…

—Sí que te amo, Clary —dijo él con la voz tensa—. Pero dijiste que lo entendías. Esto es la culminación de todo por lo que hemos trabajado.

Sebastian lanzó el contenido de la Copa al centro del pentagrama.

Hic est enim calix sanguinis mei.

—No «hemos» —susurró Clary—. Yo no soy parte de esto. Ni tú tampoco…

Jace aspiró secamente. Por un momento, Clary pensó que era por lo que le había dicho; que tal vez, de alguna manera, estaba llegando a él, pero siguió su mirada y vio que en el centro del pentagrama había aparecido una bola rodante de fuego. Era del tamaño de una pelota de béisbol, pero mientras la miraba, comenzó a crecer, alargándose y formándose, hasta que se convirtió en la silueta de una mujer, hecha de llamas.

—Lilith —dijo Sebastian en una voz resonante—. Como tú me invocaste, te invoco yo. Como tú me diste vida, así te doy vida yo.

Lentamente, las llamas se fueron oscureciendo. Ella estaba ante ellos ahora, Lilith, de la mitad de la altura que un humano corriente, desnuda, con el cabello negro cayéndole por la espalda hasta los tobillos. Su cuerpo era gris como la ceniza, agrietado, con líneas negras como lava volcánica. Miró a Sebastian, y sus ojos eran unas serpientes negras que se removían.

—Mi hijo —susurró.

Sebastian parecía relucir como la propia luz mágica: piel pálida, cabello pálido y su ropa que parecía negra bajo la luz de la luna.

—Madre, te he llamado como deseabas de mí. Esta noche, no sólo serás mi madre sino la madre de una nueva raza. —Señaló a los cazadores de sombras reunidos, que estaban inmóviles, seguramente por la impresión. Una cosa era saber que se iba a invocar a un Demonio Mayor, y otra verlo ahí—. La Copa —continuó Sebastian, y se la tendió a ella, con el blanco borde manchado de sangre.

Lilith rió por lo bajo. Sonó como unas enormes piedras que rascasen la una contra la otra. Cogió la Copa y, con toda la naturalidad con que alguien puede coger un insecto de una hoja, con los dientes se abrió una brecha en la cenicienta muñeca. Muy lentamente, una sangre negra y espesa fue manando, y salpicó la Copa, que pareció cambiar y oscurecerse bajo su mano, mientras su limpio traslucimiento se convertía en barro.

—Al igual que la Copa Mortal ha sido para los cazadores de sombras tanto un talismán como un medio de transformación, así será esta Copa Infernal para ti —dijo ella con su voz quemada y perdida en el viento. Se arrodilló y tendió la Copa a Sebastian—. Toma mi sangre y bebe.

Sebastian cogió la Copa de sus manos. Se había vuelto negra, un negro brillante como la hematites.

—Como crece tu ejército, igual hará mi fuerza —siseó Lilith—. Pronto tendré la fuerza suficiente para regresar de verdad, y compartiremos el fuego del poder, hijo mío.

Sebastian inclinó la cabeza.

—Te proclamamos Muerte, madre mía, y manifestamos tu resurrección.

Lilith rió mientras alzaba los brazos. El fuego le lamió el cuerpo; ella se lanzó al aire y estalló en docenas de partículas de luz giratorias que se fueron apagando como las brasas de un fuego muerto. Cuando hubieron desaparecido por completo, Sebastian rompió la continuidad del pentagrama con el pie, y alzó la cabeza. Había una horrible sonrisa en su rostro.

—Cartwright —dijo—. Haz avanzar al primero.

El gentío se apartó, y un hombre dio un paso adelante, con una mujer tambaleándose a su lado. Una cadena la ligaba al brazo del hombre, y el cabello largo y enredado le ocultaba el rostro. Clary se puso tensa.

—Jace, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?

—Nada —contestó él, mirando al frente concentrado—. No van a hacer daño a nadie. Sólo Cambiarán. Mira.

Cartwright, cuyo nombre Clary recordaba vagamente de su estancia en Idris, puso la mano en la cabeza de su prisionera y la obligó a arrodillarse. Luego se inclinó, la agarró por el pelo y le hizo alzar la cabeza. Ella miró a Sebastian, parpadeando de terror y desafío, con el rostro claramente iluminado por la luna.

Clary tragó aire.

«Amatis.»

21 Al infierno

La hermana de Luke alzó la mirada. Sus ojos azules, tan parecidos a los de Luke, se clavaron en Clary. Parecía mareada y aturdida, y su expresión estaba un poco descentrada, como si la hubieran drogado. Trató de ponerse en pie, pero Cartwright la sujetó de nuevo. Sebastian los miró, con la copa en la mano.

Clary intentó avanzar, pero Jace la cogió por el brazo y tiró de ella hacia atrás. Ella le dio una patada, pero él ya la había cogido en brazos y le tapaba la boca con la mano. Sebastian estaba hablando a Amatis con un tono de voz grave e hipnótico. Ésta sacudía la cabeza violentamente, pero Cartwright la cogió por el largo cabello y le tiró la cabeza hacia atrás. Clary la oyó gritar; fue un sonido agudo sobre el viento.

Clary pensó en la noche que se había quedado despierta viendo a Jace dormir tranquilamente, pensando en cómo podría acabar con todo aquello con una simple cuchillada. Pero «todo aquello» no había tenido ninguna cara, ninguna voz, ningún plan. Sin embargo, en ese momento en que tenía la cara de la hermana de Luke, en ese momento en que Clary sabía el plan, ya era demasiado tarde.

Sebastian agarraba a Amatis por el pelo y le metía la Copa contra la boca. Mientras la obligaba a beber, ella sufría arcadas y tosía, y un líquido negro le caía por la barbilla.

Sebastian apartó la Copa de golpe, pero ya había hecho su trabajo. Amatis hizo un horrible sonido áspero y seco, y su cuerpo se irguió de golpe. Los ojos le sobresalían, tan negros como los de Sebastian. Se golpeó el rostro con las manos, mientras un agudo gemido se le escapaba, y Clary vio atónita que la runa de visión le iba palideciendo en la mano y luego desaparecía.

Amatis bajó las manos. Su expresión se había suavizado, y sus ojos volvían a ser azules. Los clavó en Sebastian.

—Suéltala —le dijo el hermano de Clary a Cartwright, mirando a Amatis—. Déjala que venga conmigo.

Cartwright abrió la cadena que lo unía a Amatis y dio un paso atrás, con una curiosa mezcla de aprensión y fascinación en el rostro.

Amatis permaneció inmóvil durante un momento, balanceando las manos a los costados. Luego se puso en pie y fue hacia Sebastian. Se postró ante él, con el cabello rozando el suelo.

—Señor —dijo—. ¿Cómo puedo serviros?

—Levántate —contestó Sebastian, y Amatis se levantó ágilmente del suelo. De repente, parecía moverse de una manera diferente. Todos los cazadores de sombras eran ágiles, pero ella se movía con una gracilidad silenciosa que Clary encontró extrañamente escalofriante. Amatis se quedó de pie ante Sebastian. Por primera vez, Clary vio que lo que había tomado por un largo vestido blanco era un camisón, como si la hubieran despertado y se la hubieran llevado de la cama. Qué pesadilla, despertarse allí, entre aquellas siluetas encapuchadas, en aquel lugar amargo y abandonado.

—Ven aquí conmigo —la llamó Sebastian, y Amatis avanzó hacia él. Era, al menos, una cabeza más baja que él, y tuvo que echar la cabeza hacia atrás mientras él le susurraba algo. Una fría sonrisa se dibujó en el rostro de Amatis.

Sebastian alzó la mano.

—¿Te gustaría luchar contra Cartwright?

Cartwright tiró la cadena que había estado sujetando y se llevó la mano al cinturón de las armas a través de una abertura en la capa. Era un hombre joven, con el cabello claro y un rostro ancho y cuadrado.

—Pero yo…

—Sin duda sería adecuada una demostración de su poder —repuso Sebastian—. Vamos, Cartwright, es una mujer, y mayor que tú. ¿Tienes miedo?

Cartwright parecía perplejo, pero sacó una larga daga de su cinturón.

—Jonathan…

Los ojos de Sebastian destellaron.

—Lucha contra él, Amatis.

Ella curvó los labios.

—Estaré encantada —repuso, y se lanzó. Su velocidad era increíble. Dio un salto en el aire, lanzó el pie hacia delante y le sacó la daga de las manos a Cartwright. Clary la observó atónita mientras Amatis le subía por el cuerpo y le clavaba una rodilla en el estómago. Él se tambaleó hacia atrás, y ella le golpeó en la cabeza con la suya; luego se le puso a la espalda y lo agarró con fuerza por la parte de atrás de la túnica, tirándolo al suelo. Él cayó a sus pies con un desagradable crujido, y gimió de dolor.

—Y esto es por sacarme de la cama en medio de la noche —dijo Amatis, y le dio un tortazo de revés en la boca, que ya le sangraba ligeramente.

Un leve murmullo de risas contenidas recorrió la muchedumbre.

—Y ya lo veis —dijo Sebastian—. Incluso un cazador de sombras sin grandes habilidades ni fuerza, con perdón, Amatis, se puede volver más fuerte y más rápido que su homólogo con adscripción seráfica. —Se dio con el puño en la palma de la otra mano—. Poder. Auténtico poder. ¿Quién está preparado para tenerlo?

Hubo un momento de vacilación, y luego Cartwright se puso trabajosamente en pie.

—Yo —contestó, mientras le lanzaba una venenosa mirada a Amatis, que tan sólo sonrió.

Sebastian alzó la Copa Infernal.

—Entonces, acércate.

Cartwright fue hacia Sebastian y, mientras lo hacía, los otros cazadores de sombras rompieron la formación, fueron hacia donde se hallaba Sebastian y formaron una cola irregular. Amatis se quedó tranquilamente a un lado, con las manos cogidas. Era la hermana de Luke. Si las cosas hubieran ido según lo planeado, en ese momento habría sido la tía de Clary.

Amatis. Clary pensó en su casita del canal en Idris, en lo amable que había sido con ella, lo mucho que había amado al padre de Jace.

«Por favor, mírame —pensó—. Por favor, muéstrame que sigues siendo tú.»

Como si Amatis hubiera oído su silencioso ruego, alzó la cabeza y miró directamente a Clary.

Y sonrió. No era una sonrisa tranquilizadora, sino oscura, fría y ligeramente burlona. Era la sonrisa de alguien que mira cómo te ahogas, pensó Clary, y no levanta un dedo para ayudarte. No era la sonrisa de Amatis. No era Amatis en absoluto. Amatis ya no estaba.

Jace le había sacado la mano de la boca, pero Clary no sintió ningún deseo de gritar. Nadie allí la ayudaría, y la persona que la rodeaba con los brazos, aprisionándola con su cuerpo, no era Jace. Del mismo modo que las ropas retenían la forma de su dueño aunque éste no las hubiera llevado durante años, o que una almohada conservaba el contorno de la cabeza de quien había dormido sobre ella incluso si hacía tiempo que había muerto, Jace conservaba su exterior. Pero eso era todo lo que había, una cáscara vacía que ella había llenado con sus deseos, su amor y sus sueños.

Y al hacerlo, le había causado un gran daño al auténtico Jace. En su intento de salvarlo, casi había olvidado a quién estaba salvando. Y recordó lo que él había dicho durante aquellos breves momentos en que había sido él mismo: «Odio la idea de que él esté contigo». Él. «Ese otro Jace.» Jace había sabido que eran dos personas diferentes, y que él, con su alma borrada, no era él en absoluto.

Había tratado de entregarse a la Clave, y ella no le había dejado. No había prestado atención a lo que él quería. Había decidido por él, sin darse cuenta de que su Jace preferiría morir que estar así, y que en realidad no le había salvado la vida sino que lo había condenado a una existencia que él despreciaría.

Ella se dejó caer sobre él, y Jace, que tomó ese repentino cambio como una señal de que ella había dejado de luchar, aflojó la fuerza con que la sujetaba. El último de los cazadores de sombras estaba ante Sebastian, esperando ansioso la Copa Infernal que éste le tendía.

—Clary… —comenzó Jace.

Ella nunca supo lo que él le habría dicho. Se oyó un grito, y el cazador de sombras que esperaba la Copa se tambaleó hacia atrás, con una flecha en el cuello. Sin poder creérselo, Clary volvió la cabeza y vio, en lo alto del dolmen, a Alec, uniformado, sujetando su arco. Éste sonrió satisfecho y se llevó la mano a la espalda para coger otra flecha.

Y entonces, detrás de él, el resto de ellos fueron apareciendo sobre la llanura. Una manada de lobos, corriendo cerca del suelo, con el moteado pelaje brillando bajo la luz cambiante. Clary supuso que Maia y Jordan estarían entre ellos. Detrás caminaban varios cazadores de sombras en una línea continua, todos conocidos suyos: Isabelle y Maryse Lightwood, Helen Blackthorn y Aline Penhallow, y Jocelyn, con su cabello rojo visible incluso a esa distancia. Con ellos se hallaba Simon, con la empuñadura de una espada plateada sobresaliéndole del hombro, y Magnus, con un fuego azul crepitándole en las manos.

El corazón le saltó en el pecho.

—¡Estoy aquí! —gritó hacia ellos—. ¡Estoy aquí!


—¿La ves? —preguntó Jocelyn—. ¿Está ahí?

Simon trató de centrar la vista en la moviente oscuridad que tenía delante; sus sentidos vampíricos se aguzaron al notar el claro olor de la sangre, diferentes tipos de sangre mezclada: sangre de cazador de sombras, sangre de demonio y el amargor de la sangre de Sebastian.

—La veo —exclamó—. Jace la está sujetando. La está arrastrando detrás de esa fila de cazadores de sombras de allí.

—Si son leales a Jonathan como el Círculo lo era a Valentine, harán un muro de cuerpos para protegerlos, y a Clary y a Jace junto con él. —Jo celyn era toda una fría furia maternal; sus ojos verdes ardían—. Tendremos que atravesarlo para llegar a ellos.

—Lo que necesitamos es llegar a Sebastian —dijo Isabelle—. Simon, nosotros te abriremos paso. Tú ve hasta Sebastian y atraviésalo con Gloriosa. Cuando él caiga…

—Es posible que los otros se dispersen —concluyó Magnus—. O, dependiendo de lo unidos que estén a Sebastian, puede que mueran o caigan con él. Al menos, podemos albergar esa esperanza. —Echó la cabeza atrás—. Y hablando de esperanza, ¿habéis visto el disparo de Alec con su arco? ¡Ése es mi novio! —Sonrió de oreja a oreja y agitó los dedos; chispas azules le salieron de ellos. Todo él brillaba. Sólo Magnus, pensó Simon con resignación, podría tener acceso a una armadura de combate de lentejuelas.

Isabelle se desenrolló el látigo de la cintura. Lo hizo restallar ante ella en una lengua de fuego dorado.

—Muy bien, Simon. —Preguntó—: ¿Estás preparado?

A Simon se le tensaron los hombros. Aún los separaba cierta distancia de la línea del ejército contrario (no sabía de qué otra manera pensar en ellos), que mantenía su posición con túnicas rojas y uniformes, con las manos erizadas de armas. Algunos de ellos se exclamaban en voz alta, confusos. Simon no pudo contener una sonrisa.

—En el nombre del Ángel, Simon —exclamó Izzy—. ¿Por qué estás sonriendo?

—Sus cuchillos serafines ya no les funcionan —contestó Simon—. Están tratando de averiguar por qué. Sebastian acaba de gritarles que usen otras armas.

Se oyó un grito en la línea cuando otra flecha descendió desde la tumba y se hundió en la espalda de un corpulento cazador de sombras, que se desplomó hacia delante. La línea se movió y se abrió ligeramente, como una grieta en una pared. Simon, viendo una oportunidad, corrió hacia delante, y los otros le siguieron.

Era como lanzarse a un océano negro en la noche, un océano lleno de tiburones y criaturas de grandes dientes chocando unos contra otros. No era la primera batalla en la que Simon participaba, pero durante la Guerra Mortal acababa de recibir la Marca de Caín. Aún no había comenzado a funcionar, pero muchos demonios se habían echado atrás con sólo verla. Simon nunca había pensado que llegaría a echarla de menos, pero en ese momento, mientras trataba de avanzar entre los apiñados cazadores de sombras, que lo atacaban con sus cuchillos, lo hacía. Tenía a Isabelle a un lado y a Magnus al otro, protegiéndolo, protegiendo a Gloriosa. El látigo de Isabelle estallaba certero y fuerte, y las manos de Magnus escupían fuego rojo, verde y azul. Látigos de fuego coloreado golpeaban a los nefilim oscuros, abrasándolos allí mismo. Otros cazadores de sombras gritaron cuando los lobos de Luke se metieron entre ellos, mordiendo y arañando, saltándoles al cuello.

Una daga cortó el aire con una velocidad increíble, y rasgó a Simon en el costado. Éste gritó pero continuó avanzando, sabiendo que la herida se le cerraría en segundos. Siguió adelante…

Y se quedó helado. Un rostro conocido estaba ante él. La hermana de Luke. Amatis. Cuando ella lo vio, Simon notó que lo reconocía. ¿Qué estaba haciendo ella allí? ¿Había ido a luchar con ellos? Pero…

Ella se lanzó contra él, con una daga destellando oscura en la mano. Era rápida, pero no tanto como para que sus reflejos de vampiro no lo salvaran, si no hubiera estado demasiado atónito para moverse. Amatis era la hermana de Luke, la conocía, y ese momento de incredulidad bien podría haber sido su perdición si Magnus no hubiera saltado frente a él y lo hubiera empujado hacia atrás. De la mano de Magnus salió fuego azul, pero Amatis fue más rápida que el brujo. Esquivó la llama y pasó bajo el brazo de Magnus, y Simon captó el destello de luna de la hoja de su cuchillo. Magnus abrió los ojos de sorpresa cuando la hoja negra bajó sobre él, traspasándole la armadura. Ella la arrancó de golpe, con la hoja pegajosa de sangre reflectante, e Isabelle gritó mientras Magnus caía de rodillas. Simon trató de ir hacia él, pero el impulso y la presión de los guerreros lo estaban alejando. Gritó el nombre de Magnus mientras Amatis se inclinaba sobre el brujo caído y alzaba la daga por segunda vez, buscándole el corazón.


—¡Suéltame! —gritó Clary, forcejeando y lanzando patadas para tratar de liberarse del abrazo de Jace. Casi no podía ver nada por encima de la marea de cazadores de sombras vestidos de rojo que se hallaban ante ella, Jace y Sebastian, bloqueando el paso a su familia y amigos. Los tres se encontraban a unos cuantos pasos de la línea de batalla. Jace la agarraba con fuerza mientras ella se debatía, y Sebastian, junto a ellos, observaba cómo se desarrollaban los acontecimientos con una expresión de sombría furia en el rostro. Movía los labios. Clary no podía decir si estaba maldiciendo, rezando o salmodiando las palabras de algún hechizo—. Suéltame, cab…

Sebastian se volvió, con una expresión pavorosa en el rostro, algo entre una sonrisa y una mueca de furia.

—Hazla callar, Jace.

—¿Nos vamos a quedar aquí —preguntó Jace, aún sujetando a Clary— dejando que nos protejan? —indicó con la barbilla la línea de cazadores de sombras.

—Sí —contestó Sebastian—. Tú y yo somos demasiado importantes como para arriesgarnos a que nos hieran.

Jace negó con la cabeza.

—No me gusta. Hay muchos del otro lado. —Estiró el cuello para mirar por encima del gentío—. ¿Y qué hay de Lilith? ¿No la puedes volver a llamar, hacer que nos ayude?

—¿Dónde?, ¿aquí? —Había desprecio en la voz de Sebastian—. No. Además, está demasiado débil para ser de gran ayuda. Hubo un tiempo en que podría haber aplastado a un ejército, pero esa mierda de subterráneo con su Marca de Caín esparció su esencia por los vacíos entre los mundos. Ya ha hecho mucho consiguiendo aparecer y dándonos su sangre.

—Cobarde —le escupió Clary—. Has convertido a esa gente en esclavos, y ni siquiera piensas luchar para protegerlos…

Sebastian alzó la mano como si fuera a abofetearla. Clary deseó que lo hiciera, deseó que Jace pudiera verlo si lo hacía, pero una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de su hermano. Bajó la mano.

—Y si Jace te soltara, ¿debo suponer que lucharías?

—Claro que sí…

—¿De qué lado? —Sebastian dio un rápido paso hacia ella y alzó la Copa Infernal. Clary pudo ver lo que había dentro. Aunque muchos habían bebido de ella, la sangre permanecía al mismo nivel—. Levántale la cabeza, Jace.

—¡No! —Clary redobló sus esfuerzos por soltarse. Jace le puso la mano bajo la barbilla, aunque ella creyó notar cierta vacilación en su acción.

—Sebastian —dijo Jace—. No…

—Ahora —ordenó Sebastian—. No tenemos por qué seguir aquí. Nosotros somos los importantes, no esa carne de cañón. Ya hemos comprobado que la Copa Infernal funciona. Eso es lo que importa. —Agarró a Clary por el vestido—. Será mucho más fácil escapar —continuó— sin ésta pataleando, gritando y pegándote a cada paso que demos.

—Podemos hacer que beba después…

—No —rugió Sebastian—. Sujétala. —Alzó la copa y se la metió a Clary en los labios, tratando de abrirle la boca. Ella se resistió, apretando los dientes—. Bebe —le ordenó Sebastian en un susurro maligno, tan bajo que ella dudó de que Jace lo hubiera oído—. Ya te dije que al final de esta noche harías lo que yo quisiera. —Los ojos se le oscurecieron, y le apretó más la Copa, cortándole el labio inferior.

Clary notó sabor a sangre mientras echaba las manos hacia atrás, agarraba a Jace por los hombros y se apoyaba en él para lanzar una patada con ambas piernas. Notó que se le rompía la costura del vestido por el lado, y sus pies se estrellaron con fuerza contra las costillas de Sebastian. Él se tambaleó hacia atrás sin aliento, justo cuando ella echaba la cabeza hacia atrás y golpeaba a Jace en el rostro con el cráneo. Él gritó y aflojó su abrazo lo suficiente para que ella consiguiera soltarse. Se apartó de él y se lanzó a la batalla sin mirar atrás.


Maia corrió por el suelo rocoso, con la luz de las estrellas arañándole con sus fríos dedos el pelaje, y los intensos olores de la batalla asaltando su sensible nariz: sangre, sudor y el hedor a goma quemada de la magia negra.

La manada se había desplegado por el campo, saltando y matando con dientes y garras letales. Maia se mantenía al lado de Jordan, no porque necesitara su protección, sino porque acababa de descubrir que juntos luchaban mejor y con más eficacia. Sólo había estado en una batalla antes, en la llanura de Brocelind, y aquello había sido un caótico remolino de demonios y subterráneos. Había muchos menos combatientes ahí, en el Burren, pero los cazadores de sombras oscuros eran formidables, y blandían sus espadas y dagas con una fuerza veloz y terrible. Maia había visto a un hombre delgado usar una daga corta para segar la cabeza a un lobo a medio salto; lo que había caído al suelo había sido un cuerpo humano sin cabeza, ensangrentado e irreconocible.

Mientras pensaba en eso, un nefilim en túnica roja se alzó ante ellos, con una espada de doble filo agarrada con ambas manos. La hoja estaba manchada de rojo oscuro. Junto a Maia, Jordan rugió, pero fue ella la que se lanzó contra el hombre. Éste la esquivó y blandió la espada. Maia notó un agudo pinchazo en el hombro y cayó al suelo sobre las cuatro patas, mientras el dolor se le clavaba por todo el cuerpo. Se oyó un repiqueteo metálico y supo que le había sacado al hombre la espada de la mano. Gruñó de satisfacción y se dio la vuelta, pero Jordan ya estaba saltando hacia el cuello del hombre…

Y el hombre lo agarró en pleno salto, como si sujetara a un cachorro rebelde.

—Escoria subterránea —espetó, y aunque no era la primera vez que Maia había oído esos insultos, algo en el gélido odio del tono la hizo estremecerse—. Deberías ser un abrigo. Debería estar llevándote.

Maia le clavó los dientes en la pierna. Su sangre cobriza le estalló en la boca mientras el hombre gritaba de dolor y se tambaleaba hacia atrás, lanzándole una patada y soltando a Jordan. Maia siguió apretando los dientes con fuerza mientras Jordan saltaba de nuevo, y esa vez el grito de rabia del cazador de sombras se cortó de golpe cuando las garras del licántropo le destrozaron el cuello.


Amatis bajaba el cuchillo hacia el corazón de Magnus justo cuando una flecha silbó cortando el aire y se le clavó en el hombro, haciéndola caer de lado con tal fuerza que le hizo dar media vuelta y acabar boca abajo sobre el suelo rocoso. Ella gritó, pero el sonido pronto quedó apagado por el entrechocar de armas a su alrededor. Isabelle se arrodilló junto a Magnus; Simon alzó los ojos y vio a Alec sobre la tumba de piedra, inmóvil con el arco en la mano. Seguramente estaba demasiado lejos como para ver a Magnus con claridad; Isabel tenía las manos sobre el pecho del brujo, pero Magnus, Magnus, siempre en movimiento, siempre cargado de energía, estaba totalmente inmóvil. Isabelle alzó los ojos y vio a Simon mirándolos; ella tenía las manos rojas de sangre, pero agitó la cabeza violentamente en su dirección.

—¡Sigue! —le gritó—. ¡Encuentra a Sebastian!

Simon se volvió y se lanzó de nuevo a la lucha. La apretada línea de cazadores de sombras vestidos de rojo había comenzado a deshacerse. Los lobos atacaban aquí y allí, separando a los cazadores de sombras. Jocelyn estaba espada contra espada con un hombre que rugía y por cuyo brazo libre manaba la sangre, y Simon se dio cuenta de algo muy extraño mientras avanzaba, colándose por los estrechos espacios entre los duelos: ninguno de los nefilim vestidos de rojo estaba Marcado. Su piel estaba libre de toda decoración.

Y mientras con el rabillo del ojo veía a un cazador de sombras enemigo ir a por Aline con una maza, y a Helen destriparlo, también se dio cuenta de que eran mucho más rápidos que cualquier nefilim que hubiera visto antes, excepto Jace y Sebastian. Se movían con la rapidez de los vampiros, pensó, mientras uno de ellos lanzaba un tajo a un lobo que saltaba hacia él y le abría la barriga de arriba abajo. El licántropo muerto se estrelló contra el suelo, transformado en el cadáver de un hombre corpulento con cabello claro rizado.

«Ni Maia ni Jordan», pensó aliviado, y luego se sintió culpable; avanzó dando traspiés, con el olor a sangre cubriéndolo todo, y de nuevo echó en falta la Marca de Caín. Si aún la portara, podría haber hecho arder a todos esos nefilim enemigos ahí mismo…

Uno de los nefilim oscuros se plantó frente a él blandiendo una espada ancha de un solo filo. Simon la esquivó, pero no le habría hecho falta. Cuando el hombre estaba a punto de atacarlo, una flecha se le clavó en el cuello y cayó, borbotando sangre. Simon alzó la cabeza y vio a Alec, aún sobre la tumba; su rostro era una máscara pétrea, y estaba disparando flechas con la precisión de una máquina; echaba atrás la mano para coger una, la ponía en el arco y la dejaba volar. Cada una daba en el blanco, pero Alec casi no parecía notarlo. Mientras una flecha volaba, ya estaba cogiendo otra. Simon oyó otro silbido pasar ante él y otra flecha atravesar un cuerpo. Se lanzó hacia delante, hacia una parte abierta del campo de batalla…

Se quedó helado. Ahí estaba Clary, una pequeña figura que se abría paso entre los luchadores con las manos desnudas, pegando patadas y empujando. Llevaba un vestido roto, y el cabello era una masa revuelta. Cuando lo vio, una mirada de incrédula sorpresa le cruzó el rostro. Formó el nombre de Simon con los labios.

Justo detrás estaba Jace. Tenía el rostro ensangrentado. La gente se apartaba mientras él avanzaba, dejándolo pasar. Tras de sí, en el espacio que dejaba al pasar, Simon vio un destello de rojo y plata; una silueta conocida, coronada por cabello blanco dorado como el de Valentine.

Sebastian. Aún escondido detrás de la última línea de defensa de los cazadores de sombras oscuros. Al verlo, Simon se llevó la mano al hombro y sacó a Gloriosa de su vaina. Un momento después, el oleaje de la multitud empujó a Clary hacia él. Ésta tenía los ojos casi negros de adrenalina, pero era evidente su alegría al verlo. Simon sintió que el alivio le recorría el cuerpo, y se dio cuenta de que se había estado preguntando si ella seguiría siendo ella o habría Cambiado, como Amatis.

—¡Dame la espada! —gritó ella, y su voz casi apagó el estruendo del metal contra metal. Ella alargó el brazo para cogerla, y en ese momento ya no era Clary, su amiga de la infancia, sino una cazadora de sombras, un ángel vengador al que correspondía blandir esa espada.

Él se la tendió por el mango.


La batalla era como un remolino, pensó Jocelyn, mientras se abría paso a tajos a través de los enemigos, blandiendo el kindjal de Luke hacia cada punto rojo que veía. Todo se acercaba y luego se alejaba con tal velocidad que sólo se podía ser consciente de una sensación de peligro incontrolable, de la lucha por mantenerse a flote y no ahogarse.

Sus ojos iban de un lado a otro entre la masa de luchadores, buscando a su hija, buscando un destello de cabello rojo, o incluso a Jace, porque donde estuviera él, también estaría Clary. Había grandes rocas que salpicaban la planicie, como icebergs en un mar inmóvil. Se subió a una, tratando de tener una visión mejor del campo de batalla, pero sólo pudo distinguir cuerpos apiñados, el destello de las armas y las oscuras siluetas de los lobos que corrían entre los guerreros.

Se volvió para bajar de la roca…

Y se encontró con alguien esperándola abajo. Jocelyn se quedó parada, mirándolo.

Llevaba una túnica escarlata y tenía una pálida cicatriz en una de las mejillas, un recuerdo de alguna batalla que ella desconocía. Tenía el rostro chupado y ya no era joven, pero resultaba inconfundible.

—Jeremy —dijo ella lentamente, con la voz casi inaudible entre el clamor de la batalla—. Jeremy Pontmercy.

El hombre que fuera el miembro más joven del Círculo la miró con ojos inyectados en sangre.

—Jocelyn Morgenstern. ¿Has venido a unirte a nosotros?

—¿Unirme a vosotros? Jeremy, no…

—Una vez formaste parte del Círculo —dijo él y se acercó más a ella. Un larga daga con un filo tan afilado como una navaja de afeitar le colgaba de la mano derecha—. Fuiste una de los nuestros. Y ahora seguimos a tu hijo.

—Rompí con vosotros cuando seguisteis a mi esposo —replicó Jocelyn—. ¿Por qué crees que os seguiré ahora que os manda mi hijo?

—O estás con nosotros o contra nosotros, Jocelyn. —Su rostro se endureció—. No puedes luchar contra tu propio hijo.

—Jonathan —repuso ella lentamente— es el mayor mal que jamás cometió Valentine. Nunca podría estar con él. Al final, dejé a Valentine. Por lo tanto, ¿qué esperanza tienes de convencerme ahora?

Él negó con la cabeza.

—Me malinterpretas —afirmó—. Me refiero que no puedes luchar contra él. Contra nosotros. La Clave no puede. No están preparados. No para lo que podemos hacer. Lo que estamos dispuestos a hacer. La sangre correrá en las calles de todas las ciudades. El mundo arderá. Todo lo que conoces será destruido. Y nosotros nos alzaremos de las cenizas de vuestra derrota, como un fénix triunfal. Ésta es tu única oportunidad. Dudo que tu hijo te dé otra.

—Jeremy —dijo Jocelyn—, eras muy joven cuando Valentine te reclutó. Podrías volver, incluso regresar a la Clave. Serían clementes…

—Nunca podré volver a la Clave —dijo con satisfacción—. ¿No lo entiendes? Aquellos de nosotros que estamos con tu hijo ya no somos nefilim.

«Ya no somos nefilim.» Jocelyn iba a responderle, pero antes de que pudiera decir nada, él comenzó a sacar sangre por la boca. Se desplomó y, mientras lo hacía, Jocelyn vio, tras él y armada con una espada ancha, a Maryse.

Las dos mujeres se miraron durante un momento sobre el cadáver de Jeremy. Luego Maryse se dio la vuelta y regresó a la batalla.


En cuanto Clary aferró la empuñadura, la espada estalló con una luz dorada. El fuego ardió por la hoja desde la punta, iluminó las palabras que estaban grabadas en la hoja: «Quis ut Deus?», e hizo brillar la empuñadura como si contuviera la luz del sol. Clary casi la dejó caer, pensando que se le había prendido fuego, pero la llama parecía contenida dentro de la espada, y el metal estaba frío bajo sus manos.

Después de eso, todo pareció ocurrir muy despacio. Se volvió, con la espada ardiendo en su mano. Buscó desesperadamente a Sebastian entre la gente. No pudo verlo, pero sabía que estaba detrás del estrecho nudo de cazadores de sombras que ella había tenido que apartar para llegar allí. Agarró la espada con fuerza y fue hacia ellos, pero se encontró el camino bloqueado.

Por Jace.

—Clary —dijo éste. Parecía imposible que pudiera oírlo; el ruido alrededor era ensordecedor: gritos y rugidos, y el estruendo del metal contra metal. Pero la marea de luchadores parecía haberse abierto a ambos lados, como el mar Rojo, y dejaba un espacio vacío alrededor de Jace y de ella.

La espada ardía, resbaladiza en su mano.

—Jace. Apártate de mi camino.

Clary oyó a Simon gritar algo a su espalda; Jace estaba negando con la cabeza. Sus ojos dorados eran neutros, inescrutables. Tenía la cara ensangrentada por el cabezazo que ella le había dado en el pómulo, y la piel se le estaba hinchando y amoratando.

—Dame esa espada, Clary.

—No. —Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso. Gloriosa iluminaba el espacio en el que se hallaban, iluminaba la hierba pisoteada y manchada de sangre que la rodeaba e iluminaba el rostro de Jace mientras se acercaba a ella—. Jace. Puedo separarte de Sebastian. Puedo matarlo sin matarte a ti.

Él hizo una mueca. Sus ojos eran del mismo color que el fuego de la espada, o lo estaban reflejando, Clary no estaba segura de qué, pero cuando lo miró se dio cuenta de que no importaba. Estaba viendo a Jace y no a Jace; sus recuerdos de él, el guapo muchacho que había conocido, temerario consigo mismo y con los demás, aprendiendo a ser cuidadoso y a pensar en la gente. Recordó la noche que habían pasado juntos en Idris, con las manos cogidas en la estrecha cama, y el chico cubierto de sangre que la había mirado con ojos angustiados y le había confesado que era un asesino en París.

—¿Matarlo? —preguntó Jace que no era Jace—. ¿Estás loca?

Y también recordó la noche en el lago Lyn, Valentine atravesándolo con la espada, y el modo en que la propia vida de Clary pareció desangrarse junto con la sangre de él.

Y lo había visto morir, allí en la orilla del lago en Idris. Y después, cuando lo había vuelto a la vida, él se había arrastrado hasta ella y la había mirado con aquellos ojos que ardían como la Espada, como la sangre incandescente de un ángel.

«Estaba perdido en la oscuridad —había dicho él—. No había nada excepto sombras, y yo era una sombra. Y entonces oí tu voz.»

Pero esa voz se mezcló con otra, más reciente: Jace frente a Sebastian en el salón del apartamento de Valentine, diciéndole que preferiría morir que vivir de aquella manera. Lo oía perfectamente en ese momento, hablando, diciéndole a ella que le diera la espada y que, si no, se la arrebataría. Su voz era dura, impaciente, la voz de alguien hablándole a un niño. Y supo que, en ese momento, igual que él no era Jace, la Clary que él amaba no era ella. Era sólo un recuerdo de ella, desvaído y distorsionado: la imagen de alguien dócil y obediente, alguien que no entendía que el amor dado sin libre albedrío o sinceridad no era amor en absoluto.

—Dame la espada. —Él tenía la mano extendida, la barbilla alzada y el tono imperioso—. Dámela, Clary.

—¿La quieres?

Alzó Gloriosa, de la forma en que él le había enseñado a hacerlo, equilibrando su peso, aunque la notaba pesada en la mano. La llama se hizo más brillante, hasta que pareció llegar a lo alto y tocar las estrellas. Jace estaba sólo a la distancia de la espada, con los ojos dorados mirándola incrédulos. Incluso en ese momento, él no creía que ella fuera a hacerle daño, daño de verdad. Incluso en ese momento.

Ella inspiró hondo.

—Tómala.

Clary vio que los ojos de Jace se encendían de la misma manera que lo habían hecho el día del lago, y entonces lo atravesó con la espada, de la misma forma que lo había hecho Valentine. En ese momento entendió que así era como debía ser. Él había muerto así, y ella se lo había arrancado a la muerte. Pero ésta había vuelto de nuevo.

«No puedes engañar a la muerte. Al final, tendrá lo que es suyo.»

Gloriosa se le hundió en el pecho, y Clary notó que la mano ensangrentada le resbalaba en la empuñadura cuando la hoja chocó contra las costillas y se fue hundiendo hasta que el puño de Clary chocó con el cuerpo de él y se quedó inmóvil. Él no se había movido, y ella estaba pegada a él, aferrando Gloriosa mientras la sangre comenzaba a manar de la herida del pecho.

Se oyó un grito, un alarido de furia, dolor y terror: el sonido de alguien a quien estaban despedazando brutalmente.

«Sebastian», pensó Clary. Sebastian gritando al cortarse el lazo que lo unía a Jace.

Pero Jace no. Jace no hizo ningún ruido. A pesar de todo, su rostro estaba aclamado y tranquilo, como el rostro de una estatua. Miró a Clary, y los ojos le brillaron, como si estuvieran llenos de luz.

Y entonces, Jace comenzó a arder.


Alec no recordaba haber bajado de lo alto de la piedra de la tumba, o abrirse paso por la planicie rocosa entre los cuerpos caídos: cazadores de sombras oscuros, licántropos muertos y heridos. Sus ojos buscaban sólo a una persona. Tropezó y casi cayó; cuando alzó la mirada y barrió el campo que tenía delante, vio a Isabelle, arrodillada junto a Magnus sobre el suelo pedregoso.

Alec se sintió como si no tuviera aire en los pulmones. Nunca había visto a Magnus tan pálido, tan quieto. Había sangre en el cuero de su armadura, y también en el suelo bajo él. Pero era imposible, Magnus hacía tanto tiempo que vivía… Era permanente. Un hito. Magnus no moría antes que él en ningún mundo que la imaginación de Alec pudiera concebir.

—Alec. —Era la voz de Izzy, que nadaba hacia él como si estuviera en el agua—. Alec, Magnus respira.

Alec dejó escapar el aliento en una especie de suspiro tembloroso. Le tendió la mano a su hermana.

—Daga.

Ella se la pasó en silencio. Nunca había prestado tanta atención como él a las clases de primeros auxilios; siempre había dicho que las runas ya harían el trabajo. Alec abrió por delante la armadura de cuero de Magnus, y luego la camisa que llevaba debajo, apretando los dientes. Podría ser que la armadura fuera lo que lo estaba manteniendo vivo.

Luego apartó los lados con sumo cuidado, sorprendido ante la firmeza de sus propias manos. Había mucha sangre, y una amplia herida de cuchillo bajo el lado derecho de las costillas de Magnus. Pero por el ritmo con que respiraba, era evidente que no le había perforado el pulmón. Alec se sacó la chaqueta, la enrolló y la presionó sobre la herida, que aún sangraba.

Magnus abrió los ojos con dificultad.

—Au —dijo con voz débil—. Deja de apoyarte en mí.

—¡Por Raziel! —exclamó Alec, agradecido—. Estás bien. —Pasó la mano libre bajo la cabeza de Magnus, acariciándole la mejilla con el pulgar—. Pensab…

Miró a su hermana antes de decir algo demasiado embarazoso, pero ella se había alejado en silencio.

—Te vi caer —dijo Alec en voz baja. Se inclinó y le dio un ligero beso en la boca, no queriendo hacerle daño—. Pensaba que habías muerto.

Magnus sonrió de medio lado.

—¿Qué? ¿de un arañazo? —Miró a la chaqueta de Alec, que se iba enrojeciendo bajo la mano—. Vale, un arañazo profundo. Como de un gato muy, muy grande.

—¿Estás delirando? —preguntó Alec.

—No. —Magnus juntó las cejas—. Amatis buscaba el corazón, pero no me ha alcanzado en ningún punto vital. El problema es que la pérdida de sangre me está quitando la energía y mi capacidad para curarme a mí mismo. —Respiró hondo y acabó tosiendo—. Ven, dame la mano—. Alzó la mano y Alec entrelazó sus dedos con los de él, la palma de Magnus dura contra la suya—. ¿Recuerdas la noche de la batalla en el barco de Valentine, cuando necesité parte de tu fuerza?

—¿La necesitas de nuevo? —preguntó Alec—. Porque puedes tenerla.

—Siempre necesito tu fuerza, Alec —repuso Magnus, y cerró los ojos mientras sus dedos unidos comenzaban a brillar, como si entre ambos sujetaran una estrella.


El fuego estalló a través de la empuñadura y por la hoja de la espada del Ángel. La llama lanzó a Clary una especie de descarga eléctrica que la tiró al suelo. El calor del rayo le ardió corriéndole por la venas, y ella se retorció de dolor, agarrándose como si así pudiera evitar que el cuerpo le estallara en pedazos.

Jace cayó de rodillas. Aún tenía clavada la espada, pero ésta ardía con una llama blanco dorada, y el fuego le llenaba el cuerpo como agua coloreada llenando una jarra de cristal. Llamas doradas lo recorrían y le volvían la piel traslúcida. Su cabello era de bronce; sus huesos eran yesca dura y brillante, visibles bajo la piel. La propia Gloriosa estaba quemándose, se disolvía en gotas líquidas como el oro fundiéndose en un crisol. Jace tenía la cabeza echada hacia atrás y el cuerpo tirante formando un arco, mientras el incendio seguía en su interior. Clary trató de acercase a él por el suelo pedregoso, pero el calor que salía del cuerpo de Jace era excesivo. Él se apretaba las manos contra el pecho, y un río de sangre dorada se le derramaba entre los dedos. La piedra en la que se arrodillaba se estaba ennegreciendo, quebrándose, convirtiéndose en cenizas. Y luego Gloriosa se consumió como el final de una hoguera, soltando una lluvia de chispas, y Jace se desplomó hacia delante sobre la piedra.

Clary trató de ponerse en pie, pero las piernas no le aguantaron. Aún sentía las venas como si el fuego las estuviera atravesando, y el dolor se le disparaba por la superficie de la piel como si fueran atizadores ardientes. Se arrastró hacia delante, ensangrentándose los dedos y oyendo como se le rajaba el vestido de ceremonias, hasta que llegó a a donde estaba Jace.

Éste yacía de lado con la cabeza apoyada en un brazo, y el otro extendido. Ella se desplomó junto a él. El calor manaba del cuerpo de Jace como si fuera un lecho de ascuas, pero a ella no le importó. Podía verle la raja en la espalda del uniforme, donde Gloriosa lo había atravesado. Había cenizas de las rocas quemadas mezcladas con su cabello dorado, y sangre.

Despacio, con cada movimiento doliéndole como si fuera muy anciana, como si hubiera envejecido un año por cada segundo que Jace había estado ardiendo, Clary tiró de él, y acabó poniéndolo de espaldas sobre la piedra manchada de sangre y ennegrecida. Le miró el rostro, ya no de oro, pero aún hermoso.

Clary le puso la mano en la mejilla, donde el rojo de la sangre de él contrastaba con el rojo más oscuro de su vestimenta. Ella había notado los filos de la espada rasgarle los huesos de las costillas. Había visto la sangre derramársele entre los dedos, tanta sangre que había manchado las rocas bajo él de negro y le había endurecido las puntas del cabello.

Y sin embargo…

«No, si en él hay más Cielo que Infierno.»

—Jace —susurró ella. Por todas partes a su alrededor había pies que corrían. Los destrozados restos del pequeño ejército de Sebastian estaban huyendo por el Burren, dejando caer las armas mientras escapaban. Clary no les prestó atención—. Jace.

Él no se movió. Su rostro estaba inmóvil, en paz bajo la luz de la luna. Las pestañas parecían finas sombras de telaraña sobre lo alto de los pómulos.

—Por favor —rogó ella, y le pareció que la voz le rasgaba el cuello al salir. Cuando respiró, los pulmones le ardieron—. Mírame.

Clary cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, su madre estaba arrodillada junto a ella, tocándole el hombro. Las lágrimas caían por el rostro de Jocelyn. Pero eso no podía ser… ¿Por qué iba a estar llorando su madre?

—Clary —susurró Jocelyn—. Suéltalo. Está muerto.

En la distancia, Clary vio a Alec junto a Magnus.

—No —contestó—. La espada… quema la maldad. Aún podría estar vivo..

Su madre le pasó una mano por la espalda, y los dedos se le engancharon en los sucios rizos de Clary.

—Clary, no…

«Jace —pensó ésta con fiereza, apretándole los brazos con las manos—. Eres más fuerte que todo esto. Si eres tú, realmente tú, abrirás los ojos y me mirarás.»

De repente, Simon estaba allí, arrodillado al otro lado de Jace, con el rostro manchado de sangre y suciedad. Fue a coger a Clary. Ella movió la cabeza secamente para mirarlo, a él y a su madre, y vio a Isabelle acercándose tras ellos, con los ojos muy abiertos, caminando despacio. La parte delantera de su traje estaba manchada de sangre. Incapaz de enfrentarse a Izzy, Clary torció la cabeza y clavó los ojos en el cabello dorado de Jace.

—Sebastian —exclamó Clary, o trató de exclamar. La voz le salió como un graznido—. Alguien debería buscarlo.

«Y dejarme en paz.»

«…y»

—Ya lo están buscando. —Su madre se inclinó hacia ella, con ojos abiertos y ansiosos—. Clary, suéltalo. Clary, cariño…

—Déjala —oyó Clary que decía, cortante, Isabelle. Oyó también la protesta de su madre, pero todo lo que hacían parecía suceder a una gran distancia, como si Clary estuviera contemplando una obra de teatro desde la última fila. Nada importaba excepto Jace. Jace ardiendo. Las lágrimas le abrasaron los ojos.

—Jace, maldita sea —exclamó con una voz que le salía a trompicones—. No estás muerto.

—Clary —repuso Simon con suavidad—. Si hubiera una oportunidad…

«Apártate de él.» Eso era lo que le estaba pidiendo Simon, pero ella no podía. No pensaba hacerlo.

—Jace —susurró. Era como un mantra, de la misma forma que una vez él la había abrazado en Renwick y había repetido su nombre una y otra vez—. Jace Lightwood…

Se quedó helada. Allí. Un movimiento tan minúsculo que casi no era movimiento. La agitación de una pestaña. Se inclinó sobre él, casi perdiendo el equilibrio, y le apretó con la mano la rajada tela escarlata que le cubría el pecho, como si pudiera sanarle la herida que ella le había abierto. En vez de eso, notó bajo los dedos, y tan maravilloso que por un momento no pareció tener sentido, que era imposible que fuera, el ritmo del corazón de Jace.

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