Te amo como se aman ciertas cosas oscuras.
Maia nunca había estado mucho rato en Long Island, pero cuando lo pensaba, siempre lo recordaba como muy parecido a Nueva Jersey; sobre todo las urbanizaciones donde vivía la gente que trabajaba en Nueva York o Filadelfia.
Había dejado su bolsa en la parte trasera de la camioneta de Jordan, tan distinta al viejo Toyota rojo que él tenía cuando salían juntos, que siempre había estado lleno de vasos de café usados y bolsas de comida rápida, con el cenicero lleno de cigarrillos consumidos hasta el filtro. En cambio, la cabina de su camioneta estaba comparativamente limpia, la única basura era un montón de papeles en el asiento del pasajero. Él los apartó sin decir nada cuando ella subió.
No habían hablado mientras salían de Manhattan y cruzaban la autovía de Long Island, y finalmente Maia se había dormido, con la mejilla contra el frío vidrio de la ventanilla. Se había despertado al encontrar un bache, que la lanzó hacia delante. Parpadeó, frotándose los ojos.
—Perdón —se disculpó Jordan—. Iba a dejarte dormir hasta que llegáramos allí.
Ella se incorporó en el asiento y miró alrededor. Iban por una carretera de dos carriles, y el cielo comenzaba a iluminarse. Había campos a ambos lados de la carretera, con alguna que otra granja o silo, y casas de madera al fondo, rodeadas de vallas.
—Es bonito —exclamó ella sorprendida.
—Sí. —Jordan cambió de marcha, y carraspeó—. Ya que estás despierta… Antes de llegar a la Casa Praetor, ¿puedo enseñarte algo?
Ella dudó sólo un instante antes de asentir. Y ahí estaban, traqueteando por una carretera sin asfaltar, con árboles a ambos lados. La mayoría carecía de hojas; la carretera estaba embarrada, y Maia bajó la ventanilla para oler el aire. Árbol, agua de mar, hojas medio podridas y animalillos correteando por la hierba alta. Respiró hondo de nuevo justo cuando salían de aquella carreta a un pequeño espacio circular donde podían dar media vuelta. Frente a ellos estaba la playa, que se extendía hasta el agua, de un oscuro color azul acerado. El cielo era casi lila.
Maia miró a Jordan. Él tenía la mirada clavada al frente.
—Solía venir aquí cuando me estaba formando en la Casa Praetor —explicó él—. A veces sólo para mirar el mar y aclararme la cabeza. El amanecer aquí… Cada uno es diferente, pero todos son hermosos.
—Jordan.
Él no la miró.
—¿Sí?
—Lamento lo de antes. Lo de salir corriendo, en el astillero.
—No pasa nada. —Él soltó aire lentamente, pero Maia pudo notar por la rigidez en los hombros y la forma en que agarraba el cambio de marchas que eso no era cierto. Trató de no mirar la forma en que la tensión le acentuaban los músculos del brazo, marcando la curva del bíceps—. Era demasiado para ti; lo entiendo. Sólo que…
—Creo que debemos tomárnoslo con calma. Tratar de ser amigos.
—No quiero que seamos amigos —replicó él.
Ella no pudo ocultar su sorpresa.
—¿No quieres?
Jordan pasó la mano de la palanca de cambios al volante. La calefacción del coche sacaba aire caliente, que se mezclaba con el aire frío que entraba por la ventanilla de Maia.
—No deberíamos hablar de eso ahora.
—Pero quiero hacerlo —insistió ella—. Quiero hablarlo ahora. No quiero estar nerviosa por nosotros mientras estemos en la Casa Praetor.
Jordan se recostó en el asiento y se mordisqueó el labio. Su enredado cabello castaño le cayó sobre la frente.
—Maia…
—Si no quieres que seamos amigos, entonces ¿qué somos? ¿Otra vez enemigos?
Él volvió la cabeza y apoyó la mejilla en el respaldo de su asiento. Sus ojos… eran exactamente como Maia los recordaba, de color avellana con puntitos verdes, azules y dorados.
—No quiero que seamos amigos —explicó él—, porque sigo queriéndote. Maia, ¿sabes que ni siquiera he besado a nadie desde que rompimos?
—Isabelle…
—Quería emborracharse y hablar de Simon. —Apartó las manos del volante y estuvo a punto de cogerla, pero las dejó caer en el regazo, con una mirada de derrota—. Sólo te he amado a ti. Pensaba en ti durante toda mi formación. En la idea de que alguna vez pudiera compensarte por lo que te hice. Y lo haré, de cualquier forma que pueda excepto una.
—No serás mi amigo.
—No seré sólo tu amigo. Te amo, Maia. Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado, y siempre lo estaré. Ser sólo tu amigo me mataría.
Ella miró hacia el océano. El borde del sol comenzaba a surgir de entre las aguas, e iluminaba el mar con colores púrpura, dorado y azul.
—Este lugar es muy bonito.
—Por eso venía aquí. No podía dormir, y venía a ver salir el sol.
—¿Ahora puedes dormir? —preguntó ella, mirándolo.
Él cerró los ojos.
—Maia… si vas a decirme que no, que sólo quieres ser mi amiga… dilo de una vez. Arranca la tirita de golpe, ¿vale?
Él parecía como preparado para recibir el puñetazo. Las pestañas le proyectaban sombras sobre los pómulos. Tenía pálidas cicatrices en la piel olivácea del cuello, cicatrices que ella le había hecho. Maia soltó su cinturón de seguridad y se inclinó hacia él. Lo oyó tragar aire, pero Jordan no se movió cuando ella le besó en la mejilla. Maia aspiró su aroma. El mismo jabón, el mismo champú, pero ningún resto de olor a cigarrillos. El mismo chico. Lo fue besando por la mejilla, hasta la comisura del labio, y finalmente, acercándose aún más, puso la boca sobre la de él.
Jordan abrió los labios y emitió un gruñido grave. Los licántropos no eran tiernos unos con otros, pero él la cogió con suavidad para colocarla en su regazo, y la rodeó con los brazos mientras se besaban con más pasión. La sensación de él, el calor de sus brazos cubiertos de pana a su alrededor, el latido de su corazón, el sabor de su boca, la presión de sus labios, diente y lengua, la dejaron sin aliento. Le puso las manos en la nuca, y se fundió con él mientras notaba los espesos y suaves rizos de su cabello, iguales que siempre.
Cuando finalmente se apartaron, él tenía los ojos vidriosos.
—Llevo años esperando esto.
Ella le pasó el dedo por la clavícula. Notaba el latido de su propio corazón. Por unos momentos no habían sido dos licántropos con la misión de hablar con una organización secreta y peligrosa; habían sido sólo dos adolescentes besándose en un coche en la playa.
—¿Ha sido como te esperabas?
—Mucho mejor. —Esbozó una medio sonrisa—. ¿Significa esto que…?
—Bueno —contestó ella—. Esto no es exactamente lo que haces con tus amigos, ¿verdad?
—¿No? Se lo tendré que decir a Simon. Se va a quedar muy decepcionado.
—¡Jordan! —Le dio un golpecito en el hombro, pero sonreía. Y él también. Era una sonrisa poco habitual, amplia y tontorrona, que le cubría todo el rosto. Ella se acercó más a él y le puso la cara contra el cuello, aspirando su aroma junto al de la mañana.
Batallaban sobre el lago congelado, con la ciudad helada brillando como una lámpara en la distancia. El ángel de las alas doradas y el ángel con las alas como fuego negro. Clary se hallaba sobre el hielo mientras a su alrededor caían sangre y plumas. Las plumas doradas le quemaban como fuego donde le tocaban la piel, pero las plumas negras eran frías como el hielo.
Clary se despertó con el corazón desbocado, liada entre las mantas. Se sentó y se destapó hasta la cintura. Estaba en una habitación desconocida. Las paredes eran de yeso blanco, y se hallaba en una cama hecha de madera negra, aún vestida con la ropa que llevaba la noche anterior. Bajó de la cama. Sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra, y ella miró alrededor buscando su mochila.
La encontró en seguida, apoyada contra una silla de cuero negro. La habitación no tenía ventanas; la única luz procedía de una lámpara de cristal colgada en lo alto, hecha de vidrio negro tallado. Pasó la mano por dentro de la mochila y se dio cuenta, molesta pero sin sorprenderse, de que alguien ya había revisado su contenido. Su caja de pinturas había desaparecido, junto con su estela. Lo único que quedaba era el cepillo de pelo, unos vaqueros de recambio y la ropa interior. Al menos, el anillo de oro seguía en su dedo.
Lo tocó con suavidad y pensó «hacia» Simon.
«Estoy dentro.»
Nada.
«¿Simon?»
No obtuvo respuesta. Se tragó su inquietud. No tenía ni idea de dónde se hallaba, la hora que era o cuánto tiempo había estado inconsciente. Simon podría estar durmiendo. No podía dejarse llevar por el pánico y suponer que los anillos no funcionaban. Tendría que ponerse el piloto automático. Averiguar dónde se encontraba, enterarse de todo lo que pudiera. Probaría de nuevo a comunicarse con Simon más tarde.
Respiró hondo y trató de concentrarse en lo que la rodeaba. Había dos puertas en el dormitorio. Probó la primera y descubrió que daba a un pequeño cuarto de baño de vidrio y cromo, con una bañera de cobre con patas en forma de garras. Tampoco ahí había ventana. Se duchó rápidamente y se secó con una esponjosa toalla blanca; luego se puso los vaqueros limpios y un jersey, antes de volver al dormitorio, coger los zapatos y probar la segunda puerta.
Bingo. Ahí estaba el resto de… ¿la casa?, ¿el apartamento? Estaba en una sala grande, la mitad de la cual la ocupaba una larga mesa de vidrio. Más lámparas de cristal negro tallado colgaban del techo, y enviaban sombras bailarinas contra las paredes. Todo era muy moderno, desde las sillas de cuero negro hasta la gran chimenea, enmarcada de cromo. En ella ardía un hogar. Así que debía de haber alguien más en casa, o al menos lo habría habido hasta hacía muy poco.
La otra mitad de la habitación contenía una gran pantalla de televisión, una pulida mesa de centro sobre la que había esparcidos varios juegos y mandos, y unos sofás bajos de cuero. Una escalera de vidrio subía en espiral. Después de echar una mirada a la sala, Clary comenzó a subir. El vidrio era perfectamente transparente, y le dio la impresión de estar ascendiendo por una escalera invisible hacia el cielo.
El primer piso era muy parecido al anterior: paredes claras, suelo negro y un largo pasillo con puertas. La primera daba a lo que era sin duda el dormitorio principal. Una enorme cama de palisandro, con un dosel de cortinas de gasa blanca, ocupaba la mayor parte del espacio. Ahí sí había ventanas, tintadas de azul oscuro. Clary cruzó el dormitorio para mirar por ellas.
Por un momento, se preguntó si estaría de vuelta en Alacante. Estaba viendo otro edificio al otro lado de un canal, con las ventanas cerradas con persianas verdes. El cielo era gris; el canal, de un oscuro verde azulado, y se veía un puente a la derecha que lo cruzaba. Dos personas se hallaban sobre el puente. Una de ellas sujetaba una cámara ante el rostro y estaba ocupada en tomar fotos. Entonces, no era Alacante. ¿Ámsterdam? ¿Venecia? Miró por todas partes la forma de abrir la ventana, pero no parecía haber ninguna; golpeó el vidrio y gritó, pero los del puente no le prestaron atención. Pasados unos momentos, siguieron caminando.
Clary se volvió hacia el dormitorio, fue a uno de los armarios y lo abrió. Estaba lleno de ropa, ropa de mujer. Bonitos vestidos de encaje y satén, cuentas y flores. En los cajones había camisolas y ropa interior, blusas de algodón y seda, también faldas, pero ningún pantalón. Incluso había, alineados, zapatos de salón y sandalias y también pares de medias dobladas. Por un momento, se lo quedó mirando, preguntándose si habría otra chica viviendo allí, o si a Sebastian le daba por vestirse de mujer. Pero todas las prendas tenían la etiqueta del precio, y todas eran más o menos de su talla. Y no sólo eso; mientras las examinaba se fue dando cuenta de que también eran del color y las formas que le sentarían bien: azules, verdes y amarillas, de una talla pequeña. Al final, cogió una de las blusas más sencillas, verde oscuro, con mangas casquillo y encaje de seda en el frente. Después de dejar su gastado jersey en el suelo, se puso la otra y se miró en el espejo de la puerta del armario.
Le sentaba a la perfección. Sacaba lo mejor de su pequeña complexión, ajustándosele a la cintura y oscureciendo el verde de sus ojos. Arrancó la etiqueta del precio, sin querer ver cuánto había costado, y se apresuró a salir del dormitorio mientras la recorría un escalofrío.
La siguiente habitación era sin duda la de Jace. Lo supo en cuanto entró. Olía a él, a su colonia, su jabón y a su piel. La cama era de madera lacada de negro con sábanas y mantas blancas, hecha a la perfección. La habitación estaba tan ordenada como la que tenía en el Instituto. Junto a la cama había libros apilados, con títulos en italiano, francés y latín. La daga Herondale, con su grabado de pájaros, estaba clavada en la pared de yeso. Al mirar más de cerca, vio que estaba sujetando una fotografía. Una foto de Jace y ella que les había hecho Izzy. La recordaba; un claro día a principios de octubre, Jace sentado en los escalones delanteros del Instituto con un libro en el regazo. Ella estaba sentada un escalón por encima de él, con la mano en su hombro, inclinada hacia delante para ver qué estaba leyendo. La mano de Jace cubría la suya, casi distraídamente, y él sonreía. Aquel día no le había podido ver la cara, no había sabido que estaba sonriendo de ese modo, no hasta ese momento. Se le hizo un nudo en la garganta, y salió de la habitación, tratando de respirar.
No podía actuar así, se dijo con firmeza. Como si cada visión de Jace como era ahora fuera un puñetazo en el estómago. Tenía que fingir que no le importaba, como si no notara ninguna diferencia. Entró en la siguiente habitación, otro dormitorio muy parecido al anterior, pero éste, desordenado: en la cama, la colcha estaba hecha un revoltijo con las sábanas de seda negra, el escritorio de vidrio y acero estaba cubierto de libros y papeles, y había ropa de chico tirada por todas partes. Vaqueros, chaquetas, camisetas y complementos. Su mirada cayó sobre algo que brillaba como la plata, apoyado en la mesilla de noche junto a la cama. Fue hacia allí, mirando, incapaz de creer lo que veía.
Era la cajita de su madre, la que tenía las iniciales J. C. en la tapa. La que Jocelyn solía sacar una vez al año, todos los años, y llorar sobre ella en silencio, con lágrimas que le caían por el rostro y le salpicaban las manos. Clary sabía lo que había en la caja: un mechón de cabello, tan fino y blanco como un diente de león; trozos de una camisa de niño; un zapatito de bebé tan pequeño como para caberle en la palma de la mano. Cosas de su hermano, un collage del niño que su madre habría querido tener, que había soñado con tener, antes de que Valentine hiciera lo que había hecho para convertir a su propio hijo en un monstruo.
J. C.
Jonathan Christopher.
Se le retorció el estómago, y retrocedió rápidamente para salir de la habitación, y chocó contra una pared de carne viva. Unos brazos la rodearon con fuerza, y ella vio que eran delgados y musculosos, cubiertos de un fino vello pálido, y por un momento pensó que era Jace quien la cogía. Comenzó a relajarse.
—¿Qué estás haciendo en mi habitación? —le preguntó Sebastian al oído.
Isabelle había sido entrenada para despertarse siempre temprano por la mañana, lloviera o hiciera sol, y una ligera resaca no fue suficiente para impedir que eso ocurriera de nuevo. Se incorporó lentamente y parpadeó al ver a Simon.
Nunca había pasado una noche entera en la cama con alguien, a no ser que contara las veces que se había metido en la cama de sus padres a los cuatro años, asustada por alguna tormenta. No pudo evitar mirar a Simon como si perteneciera a alguna especie exótica de animal. Él estaba tumbado de espaldas, con los labios ligeramente entreabiertos y el cabello sobre los ojos. Un cabello castaño corriente y unos ojos marrones corrientes. La camiseta se le había subido un poco. No era musculoso como un cazador de sombras. Tenía un fino vientre plano, pero no abdominales marcados, y aún le quedaba un resto de suavidad en el rostro. ¿Qué tenía él que la fascinara? Era muy mono, pero ella había salido con caballeros hada y despampanantes y sexis cazadores de sombras…
—Isabelle —dijo Simon sin abrir los ojos—. Deja de mirarme.
Ella suspiró irritada y salió de la cama. Revolvió en su mochila buscando sus cosas, las cogió y se fue en busca de un cuarto de baño.
Se hallaba a mitad del pasillo, cuando se abrió una puerta. Alec surgió de una nube de vapor. Llevaba una toalla enrollada en la cintura y otras sobre el hombro, y se frotaba con energía el cabello mojado. Isabelle supuso que no debería sorprenderse de verlo; igual que a ella, también lo habían entrenado para despertarse temprano.
—Hueles a sándalo —dijo ella a modo de saludo. No le gustaba nada el olor a sándalo. Prefería lo olores dulces: vainilla, canela, gardenia.
Alec la miró.
—Nos gusta el sándalo.
Isabelle hizo una mueca.
—O bien es un «nos» mayestático o Magnus y tú os estáis volviendo una de esas parejas que creen ser una sola persona. «Nos gusta el sándalo.» «Nos encanta la sinfonía.» «Esperamos que te guste nuestro regalo de Navidad», lo que, si me preguntas, me parece una manera muy ruin de evitarse tener que comprar dos regalos.
Alex parpadeó con sus húmedas pestañas.
—Ya lo entenderás…
—Si me dices que ya lo entenderé cuando me enamore, te ahogaré con esa toalla.
—Y si sigues impidiéndome que vuelva a mi cuarto y me vista, haré que Magnus invoque a los duendecillos para que te aten nudos por toda la melena.
—Oh, sal de mi camino —dijo Isabelle dándole una patada en el tobillo a Alec, que éste ignoró siguiendo, sin prisa, por el pasillo. Tuvo la sensación de que si se volvía y lo miraba, él le estaría sacando la lengua, así que no miró. En vez de eso, se encerró en el baño y abrió la ducha al máximo. Luego miró el estante de los productos de ducha y soltó una palabra muy poco femenina.
Champú, suavizante y jabón, todo de sándalo. Agg.
Cuando finalmente salió, vestida de uniforme y con el cabello recogido en lo alto, se encontró a Alec, a Magnus y a Jocelyn esperándola en el salón. Había donuts, que ella no quería, y café, que sí quería. Se puso bastante leche en el café y se sentó, mirando a Jocelyn, que iba vestida, para su sorpresa, con el traje de los cazadores de sombras.
Eso era raro, pensó. La gente a menudo le decía que se parecía a su madre, aunque ella no lo veía, pero en ese momento se preguntó si ella se parecería a su madre de la misma manera que Clary se parecía a Jocelyn. El mismo color de pelo, sí, pero también la misma clase de rasgos, la misma inclinación de cabeza, el mismo mentón obstinado. La misma sensación de que esa persona podía parecer una muñeca de porcelana, pero con acero por debajo. Sin embargo, a Isabelle le habría gustado que, de la misma manera que Clary había sacado los ojos verdes de su madre, ella hubiera heredado los ojos azules de la suya. El azul era mucho más interesante que el negro.
—Al igual que con la Ciudad Silenciosa, sólo hay una Ciudadela Infracta, pero hay muchas puertas que se pueden encontrar —explicó Magnus—. La más cercana está en el viejo Monasterio Agustino de Grymes Hill, en Staten Island. Alec y yo iremos a través del Portal con vosotras hasta allí y esperaremos vuestro regreso, pero no podemos acompañaros a la Ciudadela.
—Lo sé —repuso Isabelle—. Porque sois chicos. Piojos.
Alec apuntó a su hermana con el dedo.
—Tómatelo en serio, Izzy. Las Hermanas de Hierro no son como los Hermanos Silenciosos. Son mucho menos amables y no les gusta que se les moleste.
—Prometo que me comportaré —contestó Isabelle, y dejó la taza vacía sobre la mesa—. Vamos.
Magnus la miró receloso durante un instante, luego se encogió de hombros. Llevaba el pelo engominado en un millón de puntas, y los ojos rodeados de negro, lo que les daba un aspecto más gatuno que nunca. Pasó ante ella yendo hacia la pared, ya murmurando en latín; entonces comenzó a materializarse la conocida silueta de un Portal, con su forma de puerta arcana rodeada de símbolos destellantes. Se alzó un viento, frío y cortante que echó hacia atrás los zarcillos sueltos del cabello de Isabelle.
Jocelyn se adelantó y cruzó el Portal. Era como ver a alguien desaparecer por el costado de una ola de mar: una neblina plateada pareció tragársela; el intenso color rojo de su cabello apagándose mientras se desvanecía tras un tenue resplandor.
Isabelle fue la siguiente. Estaba acostumbrada a la sensación de vértigo que producía viajar por un Portal. Oyó un silencioso rugido y notó la falta de aire en los pulmones. Cerró los ojos, y luego los volvió a abrir cuando el torbellino la soltó y cayó sobre unos matojos secos. Se puso en pie, sacudiéndose los pantalones, y vio a Jocelyn mirándola. La madre de Clary abrió la boca, y la volvió a cerrar al aparecer Alec, que cayó en los arbustos al lado de Isabelle, y por último, Magnus. El tenue brillo del Portal se cerró tras él.
Ni siquiera el viaje a través del Portal había estropeado el punzante peinado de Magnus. Se tiró con orgullo de unos afilados mechones.
—Compruébalo —le dijo a Isabelle.
—¿Magia?
—Gomina. Tres con noventa y nueve en Ricky’s.
Isabelle puso los ojos en blanco y se volvió para ver dónde estaban. Se hallaban en lo alto de una colina, con la cumbre cubierta de matojos secos y hierba marchita. Más abajo se veían árboles ennegrecidos por el otoño, y en la distancia, la chica vio el cielo despejado y el extremo del Puente Verrazano-Narrows, que conectaba Staten Island con Brooklyn. Al volverse, vio el monasterio que se alzaba entre la triste vegetación. Era un edificio grande de ladrillo rojo, con la mayoría de las ventanas rotas o tapiadas. Aquí y allí se veían grafitis. Buitres cabecirrojos, molestos por la llegada de los viajeros, volaban en círculos alrededor del ruinoso campanario.
Isabelle lo miró con los ojos entrecerrados, preguntándose si habría algún glamour. De haberlo, era uno muy potente. Por mucho que lo intentara, no veía nada diferente del edificio en ruinas que tenía delante.
—No hay ningún glamour —dijo Jocelyn, e Isabelle se sobresaltó—. Lo que ves es lo que hay.
Jocelyn comenzó a ir hacia el convento, haciendo que sus botas aplastasen la vegetación seca. Al cabo de un instante, Magnus se encogió de hombros y la siguió. Isabelle y Alec fueron tras él. No había camino; las ramas crecían enmarañadas, oscuras contra el aire claro, y la seca vegetación crujía bajo sus pies. Al acercarse al edificio, Isabelle vio secciones de hierba quemada donde alguien había pintado con espráis pentagramas y círculos rúnicos.
—Mundanos —informó Magnus, mientras apartaba una rama del camino de Isabelle—. Jugando tontamente con la magia, sin entenderla de verdad. A menudo les atraen los sitios así, los centros de poder, sin saber realmente por qué. Se reúnen aquí, beben y pintan las paredes con espráis, como si se pudiera dejar una marca humana en la magia. No se puede. —Habían llegado a la puerta, cerrada con tablas—. Ya estamos aquí.
Isabelle miró fijamente a la puerta. De nuevo no tuvo ninguna sensación de que la cubriera un glamour, aunque si se concentraba mucho, conseguía ver un leve resplandor, como el del sol bailando en el agua. Jocelyn y Magnus se miraron, y luego Jocelyn se volvió hacia la chica.
—¿Estás lista?
Isabelle asintió, y sin más preámbulos, Jocelyn avanzó y desapareció entre las tablas que cubrían la puerta. Magnus miró a Isabelle, expectante.
Alec se acercó a ella, e Isabelle notó el roce de su mano en el hombro.
—No te preocupes —le dijo—. Lo harás muy bien, Izzy.
Ella alzó la barbilla, desafiante.
—Lo sé —replicó, y siguió a Jocelyn a través de la puerta.
Clary tragó aire, pero antes de poder contestar, se oyó un paso en la escalera y Jace apareció al final del pasillo. Al instante, Sebastian la soltó y le hizo dar la vuelta. Con la sonrisa de un lobo, le alborotó el cabello.
—Me alegro de verte, hermanita.
Clary se quedó sin habla. Sin embargo, Jace no; fue hacia ellos sin hacer ruido. Llevaba una chaqueta negra de cuero, una camiseta y vaqueros, e iba descalzo.
—¿Estabas abrazando a Clary? —Miró a Sebastian sorprendido.
El otro se encogió de hombros.
—Es mi hermana. Me alegro de verla.
—Tú no abrazas a la gente —dijo Jace.
—No he tenido tiempo de prepararle un pastel.
—No ha sido nada —repuso Clary, restándole importancia con un gesto—. Me he tropezado. Él sólo me ha cogido para que no me cayera.
Si a Sebastian le sorprendió oír cómo ella lo defendía, no lo demostró. Su expresión era totalmente neutra mientras Clary iba por el pasillo hacia Jace, que la besó en la mejilla, con los dedos fríos sobre la piel de ella.
—¿Qué estabas haciendo aquí? —preguntó Jace.
—Buscándote. —Clary se encogió de hombros—. Me he despertado y no te encontraba. Pensé que tal vez estuvieras durmiendo.
—Ya veo que has descubierto el alijo de ropa. —Sebastian indicó la camisa con un gesto—. ¿Te gusta?
Jace le lanzó una mirada.
—Hemos salido a buscar comida —explicó a la chica—. Nada especial. Pan y queso. ¿Quieres comer?
Y unos minutos después, Clary se encontró instalada delante de la gran mesa de acero y vidrio. Por los comestibles que había sobre la mesa, entendió que su segunda suposición había sido la correcta. Estaban en Venecia. Había pan, quesos italianos, salami y jamón, uvas, mermelada de higos y botellas de vino italiano. Jace estaba sentado frente a ella y Sebastian en la cabecera de la mesa. A Clary todo aquello le trajo el inquietante recuerdo de la noche que había conocido a Valentine, en Renwick’s de Nueva York, en cómo se había puesto entre Jace y ella a la cabecera de la mesa, cómo les había ofrecido vino y les había dicho que eran hermanos.
Entonces lanzó una mirada disimulada a su verdadero hermano. Pensó en cómo se había puesto su madre al verlo. «Valentine.» Pero Sebastian no era una copia idéntica de su padre. Clary había visto fotos de Valentine a esa edad. El rostro de Sebastian suavizaba los duros rasgos de su padre con la hermosura de su madre; él era alto pero no tan ancho, y su aspecto resultaba un poco más ágil y felino. Tenía los pómulos y la boca de Jocelyn, los ojos oscuros de Valentine y su cabello rubio casi blanco.
Entonces, él alzó los ojos y la pilló mirándolo.
—¿Vino? —le ofreció.
Ella asintió, aunque nunca le había gustado demasiado el vino, y desde Renwick’s, lo odiaba. Carraspeó mientras Sebastian le llenaba la copa.
—¿Y bien? —comenzó—. ¿Este sitio es tuyo?
—Era de nuestro padre —contestó Sebastian, mientras volvía a dejar la botella sobre la mesa—. De Valentine. Se traslada, entra y sale de los mundos, del nuestro y de otros. Lo solíamos emplear como un lugar de retiro además de como un medio de transporte. Me trajo aquí unas cuantas veces y me enseñó a entrar y a salir y a hacer que vaya de un sitio a otro.
—No tiene puerta al exterior.
—La hay, si sabes cómo encontrarla —explicó Sebastian—. Papá fue muy listo creando este sitio.
Clary miró a Jace, que negó con la cabeza.
—A mí nunca me lo enseñó. Ni siquiera habría supuesto que existiera.
—Es muy… pisito de soltero —dijo Clary—. Nunca habría pensado en Valentine como alguien con…
—¿Un televisor de pantalla plana? —Jace le sonrió—. Aunque no es que pille los canales, pero puedes ver DVD. En la mansión habíamos tenido una vieja heladera que funcionaba con luz mágica. Aquí se puso una nevera de las más modernas.
—Eso fue por Jocelyn —indicó Sebastian.
—¿Qué? —preguntó Clary, mirándolo.
—Todos los trastos modernos. Los electrodomésticos. Y la ropa. Como la camisa que llevas. Eran para nuestra madre. Por si se decidía a volver. —Los oscuros ojos de Sebastian se encontraron con los suyos. Clary se sintió mareada.
«Éste es mi hermano, y estamos hablando de nuestros padres.»
La cabeza le daba vueltas; estaban pasando demasiadas cosas en muy poco tiempo para poder asimilarlas, procesarlas. Nunca había tenido tiempo de pensar en Sebastian como su hermano vivo. Para cuando había descubierto quién era él realmente, Sebastian ya estaba muerto.
—Perdona que todo esto te resulte raro —dijo Jace disculpándose, mientras señalaba la camisa—. Te podemos comprar otra ropa.
Clary tocó la manga. La tela era sedosa, elegante y cara. Bueno, eso lo explicaba todo: la ropa de su talla, los colores que le sentaban bien. Porque ella se parecía mucho a su madre.
Respiró hondo.
—Ya está bien —contestó—. Sólo que… ¿Qué hacéis exactamente? Viajáis por ahí dentro de este apartamento y…
—¿Vemos mundo? —aportó Jace animado—. Hay cosas peores.
—Pero no podéis hacer eso eternamente.
Sebastian no había comido mucho, pero se había bebido dos copas de vino. Estaba en la tercera, y le brillaban los ojos.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque… porque la Clave os está buscando, y no podéis estar huyendo y ocultándoos eternamente… —La voz de Clary se fue apagando mientras miraba al uno y luego al otro. Compartían una mirada… la mirada de dos personas que saben algo que nadie más sabe. No era una mirada que Jace hubiera compartido con nadie más delante de ella desde hacía mucho tiempo.
—¿Estás formulando una pregunta o haciendo una observación? —preguntó Sebastian en un tono lento y bajo.
—Tiene derecho a conocer nuestros planes —repuso Jace—. Ha venido conmigo sabiendo que no podría volver.
—Un acto de fe —dijo Sebastian, pasando el dedo por el borde de la copa. Clary había visto hacer lo mismo a Valentine—. En ti. Te ama. Por eso está aquí. ¿No es cierto?
—¿Y qué si lo es? —replicó ella. Supuso que podría fingir que existía alguna otra razón, pero los ojos de Sebastian eran penetrantes y oscuros, y Clary dudó que la creyera—. Confío en Jace.
—Pero no en mí —concluyó Sebastian.
Clary escogió sus siguientes palabras con gran cuidado.
—Si Jace confía en ti, entonces quiero confiar en ti —aseguró—. Y eres mi hermano. Eso cuenta para algo. —La mentira le supo amarga—. Pero lo cierto es que no te conozco.
—Entonces, quizá deberías pasar algún tiempo conociéndome —respondió Sebastian—. Y luego te contaremos nuestros planes.
«Contaremos.» «Nuestros» planes. En su mente estaban Jace y él; no había Jace y Clary.
—No me gusta dejarla en ascuas —protestó Jace.
—Se lo diremos dentro de una semana. ¿Qué diferencia puede haber en una semana?
Jace lo miró muy serio.
—Hace dos semanas, tú estabas muerto.
—Bueno, no estaba proponiendo dos semanas —replicó Sebastian—. Eso sería de locos.
Jace hizo una mueca de fastidio con la comisura de la boca.
—Estoy dispuesta a esperar a que confíes en mí —repuso Clary, sabiendo que eso era lo correcto, lo mejor que podía decir. Aunque odiase decirlo—. Por mucho que tardes.
—Una semana —dijo Jace.
—Una semana —aceptó Sebastian—. Y eso significa que se queda aquí, en el apartamento. No se comunicará con nadie. Nada de abrirle la puerta, nada de entrar y salir.
Jace se recostó en la silla.
—¿Y qué pasa si estoy con ella?
Sebastian lo miró durante un largo instante con los ojos entrecerrados. Su mirada era calculadora. Clary se dio cuenta de que estaba decidiendo qué le iba permitir hacer a Jace. Estaba decidiendo cuánta rienda suelta le daba a su «hermano».
—Bien —contestó finalmente, con la voz cargada de condescendencia—. Si tú estás con ella.
Clary miró su copa de vino. Oyó a Jace responder en un murmullo, pero no pudo mirarlo. La idea de un Jace al que se le «permitía» hacer cosas, a Jace, que siempre había hecho lo que había querido, le revolvió el estómago. Tuvo ganas de levantarse y romperle la botella de vino en la cabeza a Sebastian, pero sabía que eso era imposible.
«Hiere a uno, y el otro sangra.»
—¿Qué tal el vino? —Era la voz de Sebastian, con un tonillo de diversión evidente.
Ella vació la copa, soportando su amargo sabor.
—Delicioso.
Isabelle emergió en un paisaje extraño. Una llanura de verde intenso se abría ante ella bajo un pesado cielo gris oscuro. Se subió la capucha y miró alrededor, fascinada. Nunca había visto una extensión de cielo tan amplia, o una llanura tan vasta; despedía un resplandor trémulo, del tono del musgo. Cuando Isabelle dio un paso, vio que sí era musgo, que crecía alrededor y por encima de las rocas negras esparcidas sobre la tierra de color del carbón.
—Es una llanura volcánica —explicó Jocelyn. Se hallaba junto a Isabelle, y el viento le estaba sacando mechones de cabello pelirrojo del apretado moño. Resultaba casi inquietante lo mucho que se parecía a Clary—. Hace mucho, esto eran lechos de lava. Seguramente, toda la zona es volcánica hasta cierto punto. Al trabajar con adamas, las Hermanas necesitan un calor increíble para sus forjas.
—Pues pensaba que haría más calor —masculló la chica.
Jocelyn le lanzó una mirada seca, y comenzó a caminar en lo que a Isabelle le pareció una dirección cualquiera. Se apresuró a seguirla.
—A veces te pareces tanto a tu madre que me sorprendes, Isabelle.
—Me tomaré eso como un cumplido. —La chica entrecerró los ojos. Nadie insultaba a su familia.
—No lo he dicho como un insulto.
Isabelle clavó los ojos en el horizonte, donde el oscuro cielo se encontraba con el suelo verde esmeralda.
—¿Conocías bien a mis padres?
Jocelyn la miró de reojo.
—Bastante bien, cuando todos estábamos juntos en Idris. Pero hacía años que no los veía, hasta hace poco.
—¿Los conocías cuando se casaron?
El camino que Jocelyn había tomado comenzaba a subir, así que su respuesta fue un poco jadeante.
—Sí.
—¿Estaban… enamorados?
Jocelyn se detuvo de golpe y miró a la chica.
—Isabelle, ¿de qué va esto?
—¿Del amor? —sugirió la otra después de un corto silencio.
—No sé por qué puedes creer que yo sea una experta en eso.
—Bueno, básicamente has conseguido que Luke se haya pasado toda la vida colgado de ti, antes de acceder a casarte con él. Eso es impresionante. Me gustaría tener tanto poder sobre un tío.
—Lo tienes —repuso Jocelyn—. Sí que lo tienes. Y no es algo que se deba desear. —Se pasó las manos por el cabello, e Isabelle se sobresaltó. Por mucho que Jocelyn se pareciera a su hija, tenía las manos largas, flexibles y delicadas de Sebastian. Izzy recordaba haber cortado una de esas manos, en el valle de Idris; su látigo había penetrado la piel y el hueso—. Tus padres no son perfectos, Isabelle, porque nadie es perfecto. Son gente complicada. Y acaban de perder a un hijo. Así que si esto tiene que ver con que tu padre se quede en Idris…
—Mi padre engañó a mi madre —soltó la chica, y casi se cubrió la boca con la mano. Había guardado ese secreto durante años, y decírselo en voz alta a la madre de Clary le parecía como una traición, a pesar de todo.
El rostro de Jocelyn cambió. Se volvió compasivo.
—Lo sé.
Isabelle inspiró con fuerza.
—¿Lo sabe todo el mundo?
—No. —La mujer negó con la cabeza—. Unos cuantos. Yo estaba… en una situación privilegiada para saberlo. No puedo decirte más.
—¿Con quién fue? —preguntó Isabelle—. ¿Con quién engañó a mi madre?
—Con nadie a quien conozcas, Isabelle…
—¡Tú no sabes a quién conozco! —La chica alzó la voz—. Y deja de decir mi nombre así, como si fuera una niña pequeña.
—No me corresponde a mí decírtelo —replicó Jocelyn tajante, y siguió caminando.
Isabelle corrió tras ella, incluso aunque la pendiente del camino se hizo más pronunciada, como una pared verde alzándose hacia el tormentoso cielo.
—Tengo todo el derecho a saberlo. Son mis padres. Y si no me lo dices, voy…
Se detuvo, ahogando un grito. Habían llegado a lo alto de la colina, y, de alguna manera, ante ellas había surgido una fortaleza del suelo, como una seta. Estaba tallada de adamas de color plata claro, y reflejaba el cielo nuboso. Torres culminadas de electrum se elevaban hacia lo alto. La fortaleza estaba rodeada de una muralla alta, también de adamas, en la que había una única puerta, compuesta por dos grandes hojas clavadas en el suelo formando ángulo, por lo que parecían unas monstruosas tijeras.
—La Ciudadela Infracta —susurró Jocelyn.
—Gracias —replicó la chica—. Ya lo había supuesto.
Jocelyn hizo un chasquido como el que Isabelle había oído tantas veces a sus propios padres. Estaba bastante segura de que significaba «adolescentes» en lenguaje de padres. Cuando Jocelyn comenzó a bajar la colina hacia la fortaleza, Isabelle, cansada de seguirla, se puso delante de ella. Era más alta que la madre de Clary y tenía las piernas más largas, así que no vio ninguna razón para esperar a Jocelyn si ésta iba a insistir en tratarla como a una niña. Bajó la colina con pasos decididos, aplastando el musgo con las botas, y se agachó para cruzar por la puerta en forma de tijeras…
Y se quedó inmóvil. Se hallaba en un pequeño saliente de roca. Ante ella, se abría un gran abismo, en el fondo del cual hervía un río de lava roja y dorada que rodeaba la fortaleza. Al otro lado del abismo, muy lejos para poder saltar incluso para un cazador de sombras, se hallaba la única entrada visible a la fortaleza: un puente levadizo.
—Algunas cosas —dijo Jocelyn, apareciendo a su lado— no son tan sencillas como parecen.
Isabelle pegó un brinco, y luego la miró enfadada.
—¡Vaya sitio para pegarle un susto a alguien!
Jocelyn sólo se cruzó de brazos y arqueó las cejas.
—Sin duda Hodge te enseñó el método adecuado para acercarte a la Ciudadela Infracta —replicó ella—. Después de todo, está abierta a todas las cazadoras de sombras que estén bien consideradas por la Clave.
—Claro que lo hizo —repuso Isabelle en tono altivo, mientras trataba de recordarlo. «Sólo aquellas con sangre de nefilim…» Se llevó la mano a la cabeza y cogió uno de los palillos metálicos que llevaba en el pelo. Cuando giró la base, se abrió, chasqueó y se desdoblo formando una daga con una runa de coraje en la hoja.
La chica alzó las manos sobre el abismo.
—Ignis aurum probat —recitó, y con la daga se hizo un corte en la palma; sintió un dolor penetrante y rápido, y la sangre manó del corte, un torrente de rubí que cayó al abismo que se abría ante ella. Se vio un destello de luz azul y se oyó un fuerte crujido. El puente comenzó a bajar lentamente.
Isabelle sonrió y se limpió la hoja de la daga en los pantalones. Con otro giro, la daga volvió a ser un palillo de metal. Se lo metió de nuevo entre el cabello.
—¿Sabes lo que significa eso? —preguntó Jocelyn sin apartar los ojos del puente.
—¿El qué?
—Lo que acabas de decir. El lema de las Hermanas de Hierro.
El puente casi había bajado del todo.
—Significa: «El fuego prueba al oro».
—Correcto —dijo Jocelyn—. No se refiere sólo a las forjas y la metalurgia. Se refiere a que la adversidad prueba la fuerza del carácter. En momentos difíciles, en tiempos oscuros, alguna gente reluce.
—Oh, ¿sí? —replicó Izzy—. Bueno, estoy harta de tiempos difíciles y oscuros. Quizá yo no quiera brillar.
El puente cayó a sus pies.
—Si te pareces en algo a tu madre —advirtió Jocelyn—, no podrás evitarlo.
Alec alzó la mano con la piedra de la luz mágica y unos rayos brillantes manaron entre sus dedos, iluminando un rincón de la estación de City Hall y luego otro. Pegó un bote cuando un ratón chilló mientras corría por el polvoriento andén. Alec era un cazador de sombras; había estado en muchos lugares oscuros, pero el aire abandonado de aquella estación tenía algo que lo hacía estremecer.
Quizá fuera la desazón de la deslealtad que había sentido al abandonar su puesto de guardia en Staten Island y dirigirse hacia el ferry en cuanto Magnus se había marchado. No había pensado lo que estaba haciendo; simplemente lo había hecho, como si estuviera en piloto automático. Si se daba prisa, seguro que podría estar de vuelta allí antes de que Jocelyn e Isabelle regresaran, antes de que nadie se diera cuenta de que se había marchado.
Alec alzó la voz.
—¡Camille! —llamó—. ¡Camille Belcourt!
Oyó una suave risa, que reverberó en las paredes de la estación. Y luego ella estaba allí, en lo alto de la escalera, mientras el brillo de la luz mágica perfilaba su silueta.
—Alexander Lightwood —dijo ella—. Sube.
Desapareció. Alec siguió su luz mágica escaleras arriba y encontró a Camille donde la vez anterior, en el vestíbulo de la estación. Ella iba vestida a la moda de una época pasada: un largo vestido de terciopelo pinzado en la cintura, el cabello crepado con rizos de rubio pálido, los labios de un rojo oscuro. Alec supuso que era hermosa, aunque él no era el mejor juez del atractivo femenino, y tampoco ayudaba que la odiase.
—¿A qué viene el disfraz? —preguntó él.
Camille sonrió. Su piel era muy fina y blanca, sin líneas oscuras; se había alimentado hacía poco.
—Un baile de disfraces en el centro. He comido muy bien. ¿Por qué estás aquí, Alexander? ¿Hambriento de buena conversación?
Alec pensó que si él fuera Jace, tendría la respuesta perfecta, alguna ironía o comentario sarcástico astutamente camuflado. Alec sólo se mordió el labio.
—Te dije que volvería si me interesaba lo que me ofrecías.
Camille pasó una mano por el respaldo del diván, el único mueble de la estancia.
—Y has decidido que te interesa.
Alec asintió con la cabeza.
Camille soltó una risita.
—¿Entiendes lo que me estás pidiendo?
A Alec el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Se preguntó si Camille podría oírlo.
—Me dijiste que podía hacer a Magnus mortal. Como yo.
Los carnosos labios de Camille se afinaron.
—Así fue —repuso—. Debo admitir que dudaba que te interesara. Te marchaste con bastante precipitación.
—No juegues conmigo —replicó él—. No tengo tanto interés en lo que me ofreces.
—Mentiroso —dijo ella como si nada—. O no estarías aquí. —Rodeó el diván y se acercó a él, recorriéndole el rostro con la mirada—. Así de cerca, no te pareces tanto a Will como pensaba. Tienes su tono de piel, pero la forma del rostro es distinta… Quizá, una ligera debilidad en el mentón…
—Cierra el pico —dijo él. De acuerdo, no era una ironía al nivel de Jace, pero era algo—. No quiero oírte hablar de Will.
—Muy bien. —Camille se estiró perezosamente, como un gato—. Hace muchos años de eso, cuando Magnus y yo éramos amantes. Estábamos juntos en la cama, después de una noche bastante apasionada. —Vio que Alec se tensaba y sonrió—. Ya sabe de qué se habla en la cama. Se confiesan las debilidades. Magnus me habló de la existencia de un hechizo, uno que se podía emplear para arrebatarle la inmortalidad a un brujo.
—¿Y por qué no busco yo qué hechizo es y lo hago? —La voz de Alec se alzó y se quebró—. ¿Para qué te necesito?
—Primero, porque eres un cazador de sombras; no tienes ni idea de cómo realizar un hechizo —contestó ella, muy tranquila—. Segundo, porque si tú lo haces, él sabrá que has sido tú. Si lo hago yo, supondrá que se trata de una venganza. Por despecho. A mí no me importa lo que piense Magnus, pero a ti sí.
Alec la miró fijamente.
—¿Y lo vas a hacer como un favor personal hacia mí?
Ella se rió, haciendo un sonido como de campanillas.
—Claro que no —contestó—. Tú me haces un favor, y yo te hago otro. Así es como se hacen estas cosas.
Alec apretó la mano alrededor de la piedra de luz mágica hasta que los bordes se le clavaron.
—¿Y qué favor quieres que te haga?
—Es muy sencillo —respondió ella—. Quiero que mates a Raphael Santiago.
El puente que cruzaba el abismo hasta la Ciudadela Infracta estaba cubierto de cuchillos. Estaban hundidos, con la punta hacia arriba, a intervalos irregulares a lo largo del puente, por lo que sólo se podía cruzar muy despacio, eligiendo diestramente el camino. A Isabelle le costó poco, pero sorprendía ver la agilidad con la que Jocelyn, que llevaba quince años sin ser una cazadora de sombras en activo, avanzaba.
Para cuando Isabelle había llegado al otro lado del puente, su runa dexterita ya se le había borrado de la piel y sólo quedaba una tenue marca blanca. Jocelyn sólo iba un paso por detrás de ella, y por muy irritante que Isabelle encontrase a la madre de Clary, se alegró al momento cuando Jocelyn alzó la mano y una piedra de luz mágica resplandeció, iluminando el espacio en el que se hallaban.
Las paredes estaban talladas en adamas, por lo que una tenue luz parecía brillar desde ellas. El suelo también era de piedra demoníaca, y en el centro había un círculo negro. Dentro del círculo estaba grabado el símbolo de las Hermanas de Hierro: un corazón atravesado por un cuchillo.
Unos susurros hicieron a Isabelle apartar la mirada del suelo y alzar los ojos. Una sombra apareció dentro de una de las lisas paredes blancas; una sombra que se fue haciendo más nítida, más cercana. De repente, una parte de la pared se deslizó hacia un lado y salió una mujer.
Llevaba un vestido blanco, largo y holgado, ajustado a las muñecas y bajo los pechos por una atadura plateada clara de cordón demoníaco. Su rostro era al mismo tiempo terso y antiguo. Podría ser de cualquier edad. Llevaba el largo cabello oscuro recogido en una gruesa trenza, que le caía por la espalda. Sobre los ojos y las sienes tenía tatuada una intrincada máscara de florituras del color naranja de las llamas al bailar.
—¿Quién visita a las Hermanas de Hierro? —preguntó—. Decid vuestros nombres.
Isabelle miró a Jocelyn, que le hizo un gesto para que hablara primero. La chica carraspeó.
—Soy Isabelle Lightwood, y ésta es Jocelyn Fr… Fairchild. Hemos venido a pediros ayuda.
—Jocelyn Morgenstern —repuso la mujer—. Nacida Fairchild, pero no puedes borrar tan fácilmente la mancha de Valentine de tu pasado. ¿No le volviste la espalda a la Clave?
—Es cierto —contestó Jocelyn—. Soy una renegada. Pero Isabelle es una hija de la Clave. Su madre…
—Dirige el Instituto de Nueva York —concluyó la mujer—. Aquí estamos apartadas, pero no carecemos de fuentes de información; no soy tonta. Mi nombre es hermana Cleophas, y soy una Hacedora. Modelo el adamas para que las otras hermanas lo tallen. Reconozco ese látigo que te enrollas tan astutamente en la muñeca. —Señaló a Isabelle—. Y en cuanto al adorno que llevas al cuello…
—Si tanto sabes —la interrumpió Jocelyn, mientras Isabelle se llevaba la mano al rubí que le colgaba del cuello—, entonces ¿sabes por qué estamos aquí? ¿Por qué hemos acudido a vosotras?
La hermana Cleophas entrecerró los ojos y sonrió lentamente.
—A diferencia de nuestros hermanos mudos, en la Fortaleza no podemos leer el pensamiento. Por lo tanto, dependemos de una red de información, por lo general muy eficaz. Supongo que esta visita tiene algo que ver con la situación relacionada con Jace Lightwood, ya que su hermana está aquí, y con tu hijo, Jonathan Morgenstern.
—Tenemos un enigma —repuso Jocelyn—. Jonathan Morgenstern conspira contra la Clave, al igual que hizo su padre. La Clave lo ha condenado a muerte. Pero Jace, es decir, Jonathan Lightwood, es muy querido por su familia, que no han hecho ningún mal, y por mi hija. El enigma es que Jace y Jonathan están unidos por una magia de sangre muy antigua.
—¿Magia de sangre? ¿Qué clase de magia de sangre?
Jocelyn sacó las notas dobladas de Magnus del bolsillo de su uniforme y se las entregó. Cleophas las revisó con su feroz mirada fija. Isabelle se sorprendió al ver que los dedos de sus manos eran muy largos, no elegantemente largos sino grotescamente, como si los huesos se le hubieran estirado tanto que cada mano parecía una araña albina. Las uñas estaban limadas en punta, cada una acabada con electrum.
La hermana Cleophas meneó la cabeza.
—Las Hermanas tenemos poco que ver con la magia de sangre.
El color de llamas de sus ojos pareció bailotear y luego atenuarse, y un momento después apareció otra sombra desde detrás de la superficie como vidrio empañado de la pared de adamas. Esa vez, Isabelle observó más fijamente mientras la segunda Hermana de Hierro salía por el agujero. Era como ver a alguien surgir de una nube de humo blanco.
—Hermana Dolores —dijo Cleophas, y le entregó las notas de Magnus a la recién llegada. Ésta se parecía mucho a Cleophas; la misma constitución alta y estrecha, el mismo vestido blanco, el mismo cabello largo, aunque en su caso era gris y sujeto al final de sus dos trenzas por un hilo de oro. A pesar del cabello gris, su rostro no mostraba ninguna arruga; sus ojos, del color del fuego, eran brillantes—. ¿Puedes entender esto?
Dolores echó un vistazo a las páginas.
—Un hechizo de unión —contestó—. Muy parecido a nuestra propia ceremonia de parabatai, pero su adscripción es demoníaca.
—¿Qué lo hace demoníaco? —preguntó Isabelle—. Si el hechizo de parabatai es inocuo…
—¿Lo es? —intervino Cleophas, pero Dolores le lanzó una mirada para acallarla.
—El ritual de parabatai une a dos individuos pero deja libres sus voluntades independientes —explicó Dolores—. Éste une a dos, pero subordina uno a otro. Lo que crea el primario, el otro lo creerá; lo que quiere el primero, el otro lo querrá. Básicamente elimina el libre albedrío del socio secundario del hechizo, y por eso es demoníaco. Porque el libre albedrío es lo que nos convierte en criaturas del Cielo.
—También parece querer decir que cuando se hiere a uno, el otro también resulta herido —dijo Jocelyn—. ¿Podemos presumir lo mismo respecto a la muerte?
—Sí. Ninguno sobrevive a la muerte del otro. Esto tampoco forma parte de nuestro ritual de parabatai, porque es demasiado cruel.
—La pregunta que queremos plantearos es ésta —continuó Jocelyn—. ¿Existe alguna arma forjada, o que podáis crear, que pueda dañar a uno sin dañar al otro? ¿O que pueda separarlos?
La hermana Dolores volvió a mirar las notas, y luego se las devolvió a Jocelyn. Sus manos, como las de su colega, eran largas y delgadas, y tan blancas como la nieve.
—Ninguna arma que hayamos forjado o podamos forjar jamás tiene ese poder.
Isabelle apretó los puños en los costados, clavándose las uñas.
—¿Quieres decir que no hay nada?
—Nada en este mundo —respondió Dolores—. Una hoja del Cielo o del Infierno tal vez lo hiciera. La espada del Arcángel Miguel, con la que Josué luchó en Jericó, porque está insuflada con el fuego celestial. Y hay hojas forjadas en la oscuridad del Pozo que podrían ayudaros, aunque cómo se podría obtener alguna, es algo que desconozco.
—Y la Ley nos impediría decíroslo si lo supiéramos —añadió Cleophas con aspereza—. Comprenderéis, naturalmente, que también tendremos que informar a la Clave de vuestra visita…
—¿Y qué hay de la espada de Josué? —la interrumpió Isabelle—. ¿Podéis conseguirla? ¿O podemos nosotras?
—Sólo un ángel puede donaros esa espada —contestó Dolores—. Y convocar a un ángel representa ser condenado con el fuego celestial.
—Pero Raziel… —comenzó Isabelle.
Los labios de Cleophas se convirtieron en una delgada línea.
—Raziel nos dejó los Instrumentos Mortales para que pudiéramos llamarlo en un momento de gran necesidad. Esa única oportunidad se perdió cuando Valentine lo invocó. Nunca seremos capaces de emplear su poder de nuevo. Fue un crimen emplear los Instrumentos de esa manera. La única razón por la que Clarissa Morgenstern evita la culpabilidad es porque fue su padre quien lo invocó, no ella.
—Mi esposo también invocó a otro ángel —repuso Jocelyn. Habló en voz baja—. El ángel Ithuriel. Lo mantuvo prisionero durante muchos años.
Ambas Hermanas vacilaron antes de que Dolores hablara.
—Hacer caer a un ángel en una trampa es el más negro de los delitos —afirmó—. La Clave no lo aprobaría nunca. Incluso si invocaras a alguno, nunca podrías obligarlo a cumplir tu voluntad. No existe ningún hechizo para eso. Nunca conseguirías que un ángel te diera la espada del Arcángel: Puedes arrebatarle algo a un ángel a la fuerza, pero no hay crimen mayor. Es mejor que tu Jonathan muera antes que mancillar así a un ángel.
Ante eso, Isabelle, que se había ido enfureciendo, estalló.
—Ése es el problema que tenéis vosotros, todos vosotros, las Hermanas de Hierro y los Hermanos Silenciosos. Sea lo que sea que os hagan para cambiaros de cazadores de sombras a lo que sois, os elimina todo sentimiento. Podemos ser en parte ángeles, pero también somos humanos. Vosotros no entendéis el amor, o lo que la gente hace por amor, por la familia…
La llama saltó en los ojos naranja de Dolores.
—Tuve una familia —dijo—. Un esposo e hijos, todos asesinados por los demonios. No me quedó nada. Siempre había sido hábil formando cosas con las manos, así que me convertí en una Hermana de Hierro. La paz que eso me ha proporcionado es una paz que no creo que hubiera hallado en ningún otro lugar. Por esa razón elegí el nombre de Dolores. Así que no quieras decirnos lo que sabemos o no sabemos sobre el dolor, o sobre la humanidad.
—No sabéis nada —soltó Isabelle—. Sois tan duras como la piedra demoníaca. No me sorprende que os rodeéis de ella.
—El fuego templa el oro, Isabelle Lightwood —dijo Cleophas.
—Oh, cierra el pico —replicó Isabelle—. Ambas habéis sido una pésima ayuda.
Se volvió sobre los talones y volvió a cruzar el puente, casi sin fijarse en los cuchillos que convertían el camino en una trampa mortal, dejándose guiar por su entrenamiento. Llegó al otro lado y cruzó la puerta; sólo cuando estuvo fuera se dejó vencer por el pesar. Cayó de rodillas sobre el musgo y las rocas volcánicas, bajo el enorme cielo gris, y tembló en silencio, aunque ninguna lágrima acudió.
Le pareció que pasaban siglos hasta que oyó un suave paso a su lado y Jocelyn se arrodilló junto a ella, rodeándola con los brazos. Curiosamente, Isabelle descubrió que no le importaba. Aunque nunca le había caído muy bien Jocelyn, había algo tan universalmente maternal en ella que Isabelle se dejó llevar, casi contra su voluntad.
—¿Quieres saber qué han dicho después de que te fueras? —le preguntó Jocelyn, cuando Isabelle dejó de temblar.
—Estoy segura de que algo sobre que soy una deshonra para los cazadores de sombras de todas partes, etcétera.
—Lo cierto es que Cleophas ha dicho que serías una excelente Hermana de Hierro, y que si alguna vez estás interesada, se lo hagas saber. —Jocelyn le acarició el cabello.
A pesar de todo, Isabelle contuvo una carcajada. Miró a Jocelyn.
—Dímelo.
La mano de la mujer se detuvo.
—¿Que te diga qué?
—Quién fue. Con quién tuvo mi padre una aventura. No lo entiendes. Siempre que veo a una mujer de la edad de mi madre, me pregunto si fue con ella. La hermana de Luke. La Cónsul. Tú…
Jocelyn suspiró.
—Fue con Annamarie Highsmith. Murió durante el ataque de Valentine a Alacante. Dudo que la hayas conocido.
Isabelle abrió la boca, luego la cerró de nuevo.
—Ni siquiera había oído su nombre nunca.
—Bien. —Jocelyn le sujetó un mechón suelto—. ¿Te sientes mejor, ahora que lo sabes?
—Claro —mintió Izzy, mirando al suelo—. Me siento mucho mejor.
Después de la comida, Clary había vuelto al dormitorio de abajo con la excusa de que estaba muy cansada. Con la puerta bien cerrada, había tratado de conectar con Simon de nuevo, aunque se dio cuenta de que, dada la diferencia horaria entre donde se hallaba, Venecia, y Nueva York, era muy posible que estuviera durmiendo. Al menos, rogó por que estuviera dormido. Era mucho más preferible esperar eso que considerar la posibilidad de que los anillos no funcionaran.
Sólo llevaba una media hora en el dormitorio cuando llamaron a la puerta. Dijo: «Entra», mientras se apoyaba sobre las manos, con los dedos doblados como si así pudiera esconder el anillo.
La puerta se abrió despacio, y Jace la miró desde el umbral. Clary recordó otra noche, el calor de verano y una llamada en la puerta.
«Jace. Limpio, en vaqueros y una camisa gris; el cabello recién lavado, un halo de oro húmedo. Los hematomas de su rostro ya pasando del morado a un tenue gris, y las manos a la espalda.»
—Hola —saludó él. En esta ocasión tenía las manos a la vista y llevaba un jersey suave del color del bronce que resaltaba el dorado de sus ojos. No tenía morados en el rostro, y las ojeras que casi se había acostumbrado a verle bajo los ojos habían desaparecido.
«¿Él es feliz así? ¿Realmente feliz? Y si lo es, ¿de qué lo estás salvando?»
Clary apartó la vocecita de su cabeza y se obligó a sonreír.
—¿Qué pasa?
Él sonrió. Era una sonrisa pícara, de las que hacían que la sangre se le acelerara a Clary.
—¿Quieres que tengamos una cita?
—¿Una qu… qué? —tartamudeó ella, pillada desprevenida.
—Una cita —repitió Jace—. A menudo «una cosa aburrida que tienes que memorizar en una clase de literatura», pero, en este caso, «una oferta de una noche de romance al rojo vivo con un servidor».
—¿De verdad? —Clary no estaba muy segura de cómo tomárselo—. ¿Al rojo vivo?
—Soy yo —repuso Jace—. Verme jugar al Scrabble es suficiente para que algunas mujeres se desmayen. Así que imagínate si hago un pequeño esfuerzo.
Clary se incorporó y se miró. Vaqueros, blusa de seda verde. Pensó en los cosméticos que había en la especie de santuario que era el dormitorio de arriba. No podía evitarlo; estaba deseando ponerse un poco de pintalabios.
Jace le tendió la mano.
—Estás fabulosa —le dijo—. Vámonos.
Ella le cogió la mano y le dejó que la pusiera en pie.
—No sé…
—Vamos. —La voz de Jace tenía ese tono seductor y como burlándose de sí mismo que ella recordaba de cuando empezaban a conocerse, cuando él la había llevado al invernadero para enseñarle la flor que florecía a medianoche—. Estamos en Italia. Venecia. Una de las ciudades más hermosas del mundo. Sería una vergüenza no verla, ¿no te parece?
Jace tiró de ella, que chocó contra su pecho. La tela de su camisa era suave, y él olía a su jabón y champú de siempre. El corazón de Clary latía fuerte.
—O podríamos quedarnos —propuso él, en un tono ligeramente entrecortado.
—¿Para que me desmaye viéndote hacer una palabra que puntúe triple? —Con un esfuerzo, se apartó de él—. Y evítame los chistes sobre marcarte tantos.
—Maldita sea, me lees el pensamiento —replicó él—. ¿Es que no hay ningún juego de palabras guarro que no puedas prever?
—Es mi magia especial. Cuando tienes malos pensamientos, te los puedo leer.
—O sea, el noventa y cinco por ciento del tiempo.
Ella alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—¿Noventa y cinco por ciento? ¿Y qué pasa con el otro cinco por ciento?
—Oh, ya sabes, lo normal: demonios que tengo que matar, runas que debo aprender, gente que me ha cabreado recientemente, gente que me ha cabreado no tan recientemente, patos.
—¿Patos?
Él le quitó importancia con un gesto.
—Muy bien. Ahora mira eso.
La cogió por los hombros y la hizo volverse para que ambos miraran hacia el mismo lado. Un momento después, y sin que Clary supiera cómo, las paredes de la habitación parecieron deshacerse alrededor de ellos, y se encontró encima de unos adoquines. Soltó un grito ahogado de sorpresa mientras se volvía para mirar hacia atrás, y sólo vio una pared vacía con ventanas en lo alto, de un viejo edificio de grandes carreos. Filas de casas similares se alineaban por el canal junto al que se hallaban. Si inclinaba la cabeza hacia la izquierda, conseguía ver a lo lejos que el canal se abría hacia otro más grande, flanqueado por grandiosos edificios. Por todas partes olía a agua y piedra.
—Guay, ¿eh? —dijo Jace con orgullo.
Ella lo miró.
—¿Patos? —repitió.
Una sonrisa tironeó de los labios de Jace.
—Odio los patos. No sé por qué; siempre los he odiado.
Por la mañana temprano, Maia y Jordan llegaron a la Mansión Praetor, el cuartel general del Praetor Lupus. La camioneta traqueteó y botó sobre el largo camino blanco entre jardines recortados hasta dar a una enorme casa que se alzaba en la distancia como la proa de un barco. Tras ella, Maia veía filas de árboles, y más atrás aún, el agua azul del Sound en la distancia.
—¿Fue aquí donde te entrenaste? —preguntó—. Este lugar es maravilloso.
—No te dejes engañar —repuso Jordan sonriendo—. Es un campo de entrenamiento.
Ella lo miró de reojo. Él seguía sonriendo. Lo había estado haciendo, casi sin parar, desde que ella lo había besado junto a la playa al amanecer. En parte, Maia se sentía como si una mano la hubiera lanzado volando al pasado, cuando amaba a Jordan más de lo que se podía imaginar, pero por otra parte se sentía totalmente a la deriva, como si se hubiera despertado en medio de un paraje totalmente desconocido, lejos de la cotidianeidad de su vida normal y del calor de la manada.
Resultaba muy peculiar. No malo, pensó. Sólo… peculiar.
Jordan detuvo la camioneta en la plazoleta circular que se abría ante la casa que, de cerca, Maia pudo ver que estaba construida con bloques de piedra dorada, del color de la piel del lobo. Una puerta doble negra se hallaba en lo alto de una enorme escalera de piedra. En el centro de la plazoleta había un gran reloj de sol, y en su esfera vio que eran las siete de la mañana. Alrededor del borde del reloj había unas palabras grabadas: «SÓLO MARCO LAS HORAS QUE BRILLAN».
Maia abrió la puerta y saltó de la cabina justo cuando las puertas de la casa se abrían.
—¡Praetor Kyle! —se oyó decir a una voz.
Jordan y Maia alzaron la mirada. Por la escalera descendía un hombre maduro en un traje negro carbón; tenía el rubio cabello mechado de gris. Jordan eliminó toda expresión de su rostro y se dirigió a él.
—Praetor Scott —saludó—. Te presento a Maia Roberts, de la manada de Garroway. Maia, éste es Praetor Scott. Él dirige el Praetor Lupus.
—Desde 1800, los Scott siempre han dirigido el Praetor —explicó el hombre, mirando a Maia, que inclinó la cabeza en señal de sumisión—. Jordan, debo admitir que no te esperaba tan pronto de vuelta. La situación con el vampiro diurno en Manhattan…
—Está controlada —se apresuró a decir el chico—. Pero no es por eso que estamos aquí. Esto tiene que ver con algo totalmente diferente.
Praetor Scott arqueó las cejas.
—Ahora me has picado la curiosidad.
—Es un asunto bastante urgente —intervino Maia—. Luke Garroway, el líder de nuestra manada…
Praetor Scott la miró con dureza, silenciándola. Aunque no tuviera manada, era un macho dominante; eso resultaba evidente en todo él. Los ojos, bajo unas espesas cejas, eran gris verdoso; en el cuello, bajo la camisa, destellaba el colgante de bronce de los Praetor, con sus marcas de patas de lobo.
—El Praetor decide qué asuntos considera urgentes —replicó él—. Y tampoco estamos en un hotel, abierto a huéspedes que no han sido invitados. Jordan ha cometido un atrevimiento al traerte aquí, y de no ser porque es uno de nuestros graduados más prometedores, os podría haber dicho que os fuerais.
Jordan se colgó los pulgares de la cintura de los vaqueros y miró al suelo. Un momento después, Praetor Scott le puso la mano en el hombro.
—Pero —continuó éste— eres uno de nuestros graduados más prometedores. Y parecéis agotados; veo que os habéis pasado toda la noche en vela. Entrad, y discutiremos este asunto tranquilamente en mi despacho.
El despacho resultó estar al fondo de un pasillo largo y sinuoso, forrado de elegante madera oscura. En la casa se oían animadas voces, y un letrero, donde ponía REGLAS DE LA CASA, estaba clavado en la pared junto a la escalera.
REGLAS DE LA CASA
• No se permiten transformaciones en los pasillos.
• No se permite aullar.
• No se permite plata.
• Se debe permanecer vestido en todo momento. EN TODO MOMENTO.
• No se permite luchar ni morder.
• Etiquetar toda la comida antes de meterla en el refrigerador comunitario.
El aroma de la preparación del desayuno colgaba en el aire, e hizo que a Maia le rugiera el estómago. Praetor Scott pareció divertirse.
—Haré que alguien prepare un plato con algo, si tenéis hambre.
—Gracias —murmuró la chica. Habían llegado al final del pasillo, y Praetor Scott abrió una puerta donde ponía «DESPACHO».
El licántropo de más edad frunció el cejo.
—Rufus —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Maia miró más allá de él. El despacho era una sala grande, cómodamente revuelta. Había una ventana rectangular que daba a los amplios jardines, donde un grupo de jóvenes estaban realizando lo que parecían maniobras de entrenamiento, vestidos con ropa de ejercicio. Las paredes de la sala estaban cubiertas de libros sobre licantropía, muchos en latín, aunque Maia pudo reconocer la palabra «lupus». El escritorio era una losa de mármol colocada sobre las esculturas de dos lobos rugiendo.
Ante él había dos sillas. Encorvado en una de ellas y con las manos agarradas se hallaba sentado un hombre de buen tamaño, otro licántropo.
—Praetor —dijo en una voz chirriante—. Esperaba poder hablar contigo sobre el incidente de Boston.
—¿El incidente en el que le rompiste la pierna al joven de quien debías encargarte? —preguntó el Praetor con sequedad—. Ya hablaremos de eso, Rufus, pero no ahora. Algo más urgente me requiere.
—Pero Praetor…
—Eso será todo por ahora, Rufus —dijo Scott en el tono vibrante de un lobo alfa cuyas órdenes son incuestionables—. Recuerda, éste es un lugar de rehabilitación. Parte de ella es aprender a respetar la autoridad.
Mascullando para sí, Rufus se levantó de la silla. Sólo cuando estuvo en pie, Maia se dio cuenta de su enorme tamaño y reaccionó. Rufus se alzaba por encima de Jordan y de ella, con la camiseta negra tirante sobre el pecho, con las mangas a punto de rajarse alrededor del bíceps. Llevaba el cabello cortado al cero; tenía marca de garras cruzándole una mejilla, como surcos en un campo. Les lanzó una fea mirada al pasar ante ellos y salir al pasillo.
—Claro que algunos de nosotros —comentó Jordan— somos más fáciles de rehabilitar que otros.
Cuando los pesados pasos de Rufus dejaron de oírse, Scott se sentó en el sillón detrás del escritorio y apretó el botón de un intercomunicador sorprendentemente moderno. Después de pedir el desayuno con una voz clara, se recostó con las manos tras la cabeza.
—Soy todo oídos —dijo.
Mientras Jordan explicaba la historia y su petición a Praetor Scott, Maia no pudo evitar que los ojos y la cabeza se le fueran de un lado a otro. Se preguntó cómo habría sido criarse allí, en esa elegante casa de reglas y normas, en vez de en la comparativa libertad de la manada. En algún momento, un licántropo vestido de negro, que parecía ser el color oficial del Praetor, entró con lonchas de asado, queso y bebidas proteínicas en una bandeja de alpaca. Maia miró el desayuno con cierto desánimo. Era cierto que los licántropos necesitaban más proteínas que la gente normal, muchas más, pero ¿asado para desayunar?
—Encontrarás —dijo Praetor Scott mientras Maia tomaba su bebida proteínica con cautela— que, en realidad, el azúcar refinado es malo para los licántropos. Si dejas de consumirlo durante un cierto tiempo, dejarás de echarlo en falta. ¿No te ha explicado eso el jefe de tu manada?
Maia trató de imaginarse a Luke, al que le gustaba hacer creps de formas divertidas, echándoles un sermón sobre el azúcar, pero no lo consiguió. Sin embargo, ése no era el momento de mencionarlo.
—Sí, claro que lo ha hecho —contestó ella—. Yo suelo…, ah…, tener un desliz en momentos de tensión.
—Entiendo tu preocupación por tu jefe de manada —repuso Scott. Un rolex le brilló en la muñeca—. Por lo general, mantenemos una estricta política de no intervención en asuntos que no tengan que ver con subterráneos recientes. En realidad, no damos prioridad a los licántropos sobre otros subterráneos, aunque en el Praetor sólo se acepten licántropos.
—Pero por eso es exactamente por lo que necesitamos tu ayuda —explicó Jordan—. Por su carácter, las manadas están siempre en movimiento, son nómadas. No tienen la oportunidad de crear cosas como bibliotecas donde almacenar conocimientos. No estoy diciendo que no tengan saber, pero todo está en forma de tradición oral y cada manada sabe cosas diferentes. Podríamos ir de manada en manada, y quizá alguien supiera cómo curar a Luke, pero no tenemos tiempo. Esto —hizo un gesto hacia los libros que cubrían las paredes— es lo más parecido que tienen los licántropos a, digamos, los archivos de los Hermanos Silenciosos o el Laberinto Espiral de los brujos.
Scott no parecía convencido. Maia dejó su bebida proteínica.
—Y Luke no es sólo un jefe más —añadió—. Es el representante licántropo en el Consejo. Si le ayuda a curarse, el Praetor siempre tendrá una voz a su favor en el Consejo.
A Scott le brillaron los ojos.
—Interesante —repuso—. Muy bien. Echaré una ojeada a los libros. Seguramente me llevará unas cuantas horas. Jordan, te sugiero que descanses un poco, si vas a regresar a Manhattan. No nos gustaría que estrellaras tu camioneta contra un árbol.
—Puedo conducir yo… —comenzó Maia.
—Los dos parecéis agotados. Jordan, como sabes, siempre habrá una habitación para ti en la Casa Praetor, aunque te hayas graduado. Y Nick está en una misión, así que hay una cama también para Maia. ¿Por qué no descansáis los dos un poco, y os llamo cuando haya acabado? —Se volvió en la silla para examinar los libros de las paredes.
Jordan hizo un gesto a Maia para indicarle que tenían que salir; ésta se puso en pie y se sacudió las migas de los pantalones. Estaba a medio camino de la puerta cuando Praetor Scott habló de nuevo.
—Oh, y, Maia Roberts —dijo en una voz que contenía un cierto tono de advertencia—: Espero que entiendas que cuando haces promesas en nombre de otros, es tu responsabilidad asegurarte de que las cumplan.
Al despertar, Simon seguía sintiéndose agotado, y parpadeó en la oscuridad. Las gruesas cortinas sobre las ventanas dejaban pasar muy poca luz, pero su reloj interno le dijo que era de día. Eso y que Isabelle no estuviera; su lado de la cama estaba revuelto y las sábanas apartadas.
Era de día, y no había hablado con Clary desde que ésta se fue. Sacó la mano de debajo de las sábanas y miró el anillo de oro en su mano derecha. Era muy delicado, y estaba grabado con lo que parecían o dibujos o palabras en un alfabeto que él desconocía.
Apretó los dientes, se sentó en la cama y tocó el anillo.
«¿Clary?»
La respuesta fue inmediata y clara. Simon casi se cayó de la cama de alivio.
«Simon. Gracias a Dios.»
«¿Puedes hablar?»
«No —fue la respuesta. Simón notó más que oyó una tensa inquietud en la voz que sonaba en su cabeza—. Me alegro de que me hayas hablado, pero ahora no me va bien. No estoy sola.»
«Pero ¿estás bien?»
«Sí. No ha pasado nada aún. Estoy tratando de reunir información. Te hablaré en cuanto oiga algo.»
«De acuerdo. Cuídate.»
«Tú también.»
Y se fue. Simon pasó las piernas por el borde de la cama, hizo lo que pudo para alisarse el revuelto cabello y fue a ver si alguien más estaba despierto.
Lo estaban. Alec, Magnus, Jocelyn e Isabelle estaban sentados alrededor de la mesa del salón del brujo. Mientras que Alec y Magnus iban en vaqueros, tanto Jocelyn como Isabelle llevaban el uniforme; la chica con el látigo enrollado en el brazo derecho. Alzó la mirada cuando él entró, pero no le sonrió; tenía los hombros tensos y la boca apretada en una fina línea. Todos tenían tazas de café delante.
—Hay una razón para que el ritual de los Instrumento Mortales fuera tan complicado. —Magnus se acercó el azucarero haciéndolo flotar y se echó azúcar en el café—. Los ángeles actúan a instancias de Dios, no de los humanos, ni siquiera de los cazadores de sombras. Invoca a uno, y lo más fácil es que caiga sobre ti la ira divina. La idea del ritual de los Instrumentos Mortales no era permitir a alguien invocar a Raziel. Era proteger al invocador de la ira del Ángel una vez apareciera.
—Valentine… —comenzó Alec.
—Sí, Valentine también invocó a un ángel menor. Y nunca le habló, ¿no? Nunca le dio ninguna ayuda, aunque recolectara su sangre. E incluso así, debía de estar empleando hechizos increíblemente poderosos para retenerlo. Según lo entiendo, enlazó su vida a la mansión Wayland, de forma que cuando el ángel murió, la mansión se convirtió en ruinas. —Tamborileó su taza con una uña pintada de azul—. Y se condenó a sí mismo. Tanto si crees en el Cielo y en el Infierno como si no, seguro que se condenó. Cuando invocó a Raziel, éste lo mató. En parte como venganza por lo que Valentine había hecho a su hermano ángel.
—¿Por qué estáis hablando de invocar a ángeles? —preguntó Simon, sentándose en el extremo de la larga mesa.
—Isabelle y Jocelyn han ido a ver a las Hermanas de Hierro —explicó Alec—. En busca de una arma que se pueda usar contra Sebastian sin que afecte a Jace.
—¿Y no hay ninguna?
—Nada en este mundo —contestó Isabelle—. Una arma celestial podría servir, o algo con una gran adscripción demoníaca. Estábamos considerando la primera opción.
—¿Invocar a un ángel para que os dé una arma?
—Ha pasando antes —dijo Magnus—. Raziel le dio la Espada Mortal a Jonathan Cazador de Sombras. En las viejas historias, la noche antes de la batalla de Jericó apareció un ángel y le dio una espada a Josué.
—Uh —masculló Simon—. Habría pensado que los ángeles se dedicaban a la paz, no a las armas.
Magnus resopló.
—Los ángeles no son sólo mensajeros. Son soldados. Se dice que Miguel levantó ejércitos. Los ángeles no son pacientes. Sobre todo, con las vicisitudes de los seres humanos. Si alguien tratara de invocar a Raziel sin los Instrumentos Mortales para protegerse, seguramente caería muerto al instante. Los demonios son más fáciles de invocar. Hay más, y muchos son débiles. Pero claro, un demonio débil no puede ayudarte mucho…
—No podemos invocar a un demonio —exclamó Jocelyn, horrorizada—. La Clave…
—Creía que hacía años que había dejado de importarte lo que la Clave pensara de ti —replicó Magnus.
—No es lo mismo —repuso Jocelyn—. El resto de vosotros. Luke. Mi hijo. Si la Clave supiera…
—Bueno, pues no lo sabrán, ¿verdad? —dijo Alec, con un cierto tono cortante en su voz, normalmente amable—. A no ser que se lo digas.
Jocelyn pasó la mirada del serio rostro de Isabelle al inquisitivo de Magnus, y luego a los obstinados ojos azules de Alec.
—¿Lo estáis pensando en serio? ¿Invocar a un demonio?
—Bueno, no a cualquier demonio —contestó Magnus—. Azazel.
Jocelyn sacó chispas por los ojos.
—¿Azazel? —Miró a todos los otros, como si buscara apoyo, pero Izzy y Alec miraban sus tazas, y Simon sólo se encogió de hombros.
—No sé quién es Azazel —dijo éste—. ¿No es el gato de Los pitufos? —Miró alrededor, pero Isabelle lo miró poniendo los ojos en blanco.
«¿Clary?», pensó.
Su voz le llegó, teñida de alarma.
«¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha descubierto mi madre que no estoy?»
«Aún no —pensó él, respondiendo—. ¿Azazel es el gato de Los pitufos?»
Un largo silencio.
«Eso es Azrael, Simon. Y no vuelvas a usar los anillos mágicos para preguntar por Los pitufos.»
Se fue. Simon alzó la mirada de su mano y vio a Magnus mirándolo inquisitivo.
—No es un gato, Silvestre —respondió—. Es un Demonio Mayor. Teniente del Infierno y Forjador de Armas. Era el ángel que enseñó a los humanos a hacer armas, cuando antes había sido un conocimiento que sólo los ángeles poseían. Eso causó su caída, y ahora es un demonio. «Y toda la Tierra se corrompió por las obras que Azazel enseñó. Impútale todo pecado.»
Alec miró asombrado a su novio.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Es amigo mío —contestó Magnus, y al ver sus expresiones, suspiró—. De acuerdo, no es cierto. Pero está en el Libro de Enoc.
—Parece peligroso. —Alec frunció el ceño—. Incluso suena como si fuera más que un Demonio Mayor. Como Lilith.
—Por suerte, ya está sometido —explicó Magnus—. Si lo invocas, su forma espiritual vendrá a ti, pero su yo corpóreo permanecerá atado a las quebradas rocas de Duduael.
—La quebradas rocas de… O, lo que sea —replicó Isabelle, mientras se recogía su larga cabellera en un moño—. Es un demonio de armas. Muy bien. Yo digo que lo intentemos.
—No puedo creer que ni os lo estéis planteando —protestó Jocelyn—. Viendo a mi esposo, aprendí lo que puede pasar si se juega a invocar demonios. Clary… —Se calló de golpe, como si notara la mirada de Simon sobre ella, y se volvió—. Simon, ¿sabes si ya está despierta? La he dejado dormir, pero son casi las once.
Simon vaciló un instante.
—No lo sé. —Eso, razonó, era cierto. Dondequiera que se hallara, Clary podría estar durmiendo. Aunque acababa de hablar con ella.
Jocelyn pareció desconcertada.
—Pero ¿no estabas en la habitación con ella?
—No. Estaba… —Simon se interrumpió, al darse cuenta de que había metido la pata. Había tres habitaciones de invitados. Jocelyn había dormido en una. Clary en la otra. Por lo tanto, él debía de haber dormido en la tercera con…
—¿Isabelle? —preguntó Alec, alzando las cejas—. ¿Has dormido en el cuarto de mi hermana?
Isabelle agitó una mano.
—No te preocupes, hermano mayor. No ha pasado nada. Por supuesto —añadió mientras Alec relajaba los hombros—. Yo tenía una borrachera de miedo, así que él podría haber hecho lo que quisiera y yo ni me habría despertado.
—Oh, por favor —exclamó Simon—. Lo único que hice fue contarte toda la trama de La guerra de las galaxias.
—Pues creo que no la recuerdo —repuso Isabelle, y cogió una galleta del plato que había sobre la mesa.
—Ah, ¿sí? ¿Quién era el mejor amigo de la infancia de Luke Skywalker?
—Biggs Darklighter —contestó Isabelle de inmediato, y luego dio una fuerte palmada en la mesa—. ¡Eso es trampa! —Aun así, le sonrió, con la galleta ya en la boca.
—Ah —repuso Magnus—. Amor friki. Es algo muy hermoso, al mismo tiempo que un objeto de burla e hilaridad para los que somos más sofisticados.
—Muy bien, ya basta. —Jocelyn se puso en pie—. Voy a buscar a Clary. Si vais a invocar a un demonio, no quiero seguir aquí, y tampoco quiero que esté mi hija. —Fue hacia el pasillo.
Simon le cortó el paso.
—No lo hagas —advirtió.
Jocelyn lo miró muy seria.
—Sé que vas a decir que éste es el lugar más seguro para nosotras, Simon, pero si invocan a un demonio, yo…
—No es eso. —El vampiro respiró hondo, lo que no le sirvió de nada, puesto que su sangre ya no procesaba el oxígeno. Se notó ligeramente mareado—. No puedes ir a despertarla porque… porque no está.
La antigua habitación de Jordan en la Casa Praetor era igual que el dormitorio de cualquier universidad. Había dos camas de hierro, cada una en una pared. Por la ventana que las separaba se veían los campos verdes tres pisos más abajo. El lado de Jordan estaba bastante vacío; parecía que se había llevado la mayoría de las fotos y los libros a Manhattan con él, pero aún quedaban algunas fotos de playas y del mar clavadas con chinchetas, y una tabla de surf apoyada contra una pared. Maia se sobresaltó un poco al ver que en la mesilla de noche había una foto de Jordan y de ella en un marco dorado, tomada en Ocean City, con el paseo y la playa tras ellos.
Jordan miró la foto y luego a ella, y se sonrojó. Dejó su mochila en la cama y se sacó la chaqueta, de espaldas a la chica.
—¿Cuándo regresará tu compañero de cuarto? —preguntó Maia después de un silencio, repentinamente incómodo. No estaba segura de por qué ambos se sentían violentos. Juntos en la camioneta, no lo habían estado en absoluto, pero allí, en el espacio de Jordan, los años que habían pasado sin hablarse parecían apartarlos.
—¿Quién sabe? Nick está en una misión. Son peligrosas. Podría no volver. —Jordan parecía resignado. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla—. ¿Por qué no te acuestas? Yo me voy a duchar. —Se dirigió al cuarto de baño, el cual, como Maia vio con alivio, estaba adosado a la habitación. No le habría gustado tener que emplear uno de eso baños compartidos situados al final del pasillo.
—Jordan… —comenzó, pero él ya había cerrado la puerta tras de sí.
Maia oyó correr el agua. Suspirando, se sacó los zapatos y se tumbó sobre la cama del ausente Nick. La manta era de cuadros azul oscuro y olía a piñas. Miró hacia arriba y vio que el techo estaba empapelado de fotos. El mismo chico rubio simpático, que aparentaba unos diecisiete años, le sonreía en todos los retratos. Nick, supuso. Parecía feliz. ¿Habría sido Jordan feliz allí, en la Casa Praetor?
Ella estiró el brazo y volvió hacia sí la foto de ellos dos juntos. Se la habían tomado hacía años, cuando Jordan era delgado, con unos grandes ojos castaños que le dominaban en el rostro. Estaban cogidos, y parecían bronceados y felices. El verano les había oscurecido la piel a ambos y había puesto mechas en el cabello de Maia; Jordan tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia ella, como si fuera a decirle algo o a besarla. Maia no podía recordar qué. Ya no.
Pensó en el chico en cuya cama estaba tumbada, el chico que podría no regresar. Pensó en Luke, muriendo lentamente, y en Alaric, Gretel, Justine, Theo y todos los demás de la manada que habían perdido la vida en la guerra contra Valentine. Pensó en Max y en Jace; dos Lightwood perdidos, porque, tenía que admitirlo aunque sólo fuera para sí, no creía que llegaran a recuperar a Jace. Y al final, curiosamente, pensó en Daniel, el hermano al que nunca había llorado, y para su sorpresa, notó que las lágrimas le ardían en los ojos.
Se sentó de golpe. Notaba como si el mundo estuviera tambaleándose y ella estuviera aferrándose a él impotente, tratando de impedir que se hundiera en un abismo negro. Notaba las sombras cubriéndolo. Con Jace perdido y Sebastian por ahí, las cosas sólo podían empeorar. Sólo habría más pérdidas, más muerte. Tenía que admitir que lo más viva que se había sentido en semanas había sido durante esos momento del amanecer, besando a Jordan en la camioneta.
Como si fuera un sueño, se encontró poniéndose en pie. Cruzó la habitación y abrió la puerta del cuarto de baño. La ducha era un rectángulo de vidrio empañado; podía distinguir la silueta de Jordan a través de él. Dudó que pudiera oírla bajo el agua, mientras se sacaba el jersey, y dejaba caer los pantalones y la ropa interior. Respiró hondo, atravesó la estancia, abrió la mampara de la ducha y se metió dentro.
Jordan se dio la vuelta, apartándose el cabello mojado de los ojos. La ducha estaba caliente, y él tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes, como si el agua se los hubiera pulido. O tal vez sólo era el agua haciendo que le corriera la sangre bajo la piel mientras la miraba, a toda ella. Maia lo miró fijamente, sin vergüenza, observando la forma en que el medallón de Praetor Lupus le relucía en el hueco del cuello y cómo le caía la espuma por los hombros y el pecho mientras él seguía mirándola, parpadeando para que no le entrara el agua en los ojos. Era hermoso, pero eso ella ya lo había pensado siempre.
—¿Maia? —dijo él inseguro—. ¿Estás…?
—Shhh. —Ella le puso un dedo sobre los labios mientras cerraba la mampara de la ducha con la otra mano. Luego se acercó más a él, lo rodeó con los brazos y dejó que el agua les limpiara a los dos la oscuridad—. No hables. Sólo bésame.
Y él lo hizo.
—En el nombre del Ángel, ¿qué quieres decir con que Clary no está? —exigió saber Jocelyn, pálida—. ¿Cómo lo sabes, si te acabas de despertar? ¿Adónde ha ido?
Simon tragó saliva. Había crecido con Jocelyn siendo como una segunda madre para él. Estaba acostumbrado a que fuera muy protectora con su hija, pero la mujer siempre lo había visto como un aliado en aquello, alguien que se interpondría entre Clary y los peligros del mundo. Sin embargo, en ese momento lo miraba como a un enemigo.
—Me envió un mensaje anoche… —comenzó Simon, pero calló al ver que Magnus le hacía un gesto para que se acercara a la mesa.
—Más vale que te sientes —le dijo. Isabelle y Alec lo miraban asombrados, uno a cada lado del brujo, pero éste no parecía especialmente sorprendido—. Explícanos qué está pasando. Tengo la sensación de que nos va a llevar un rato.
Y así fue, aunque no tanto como Simon habría deseado. Cuando acabó de explicarse, encorvado en la silla y mirando la rascada mesa de Magnus, alzó la cabeza y vio a Jocelyn clavándole una mirada verde más fría que el agua ártica.
—¿Has dejado que mi hija se fuera… con Jace… a algún lugar inidentificable e ilocalizable adonde ninguno de nosotros puede acceder?
Simon se miró las manos.
—Yo puedo contactar con ella —contestó, y alzó la mano derecha con el anillo de oro en el dedo—. Ya te lo he dicho. He hablado con ella esta mañana. Me ha dicho que estaba bien.
—Para empezar, ¡nunca deberías haberla dejado marchar!
—No la dejé. Pero iba a ir de todas maneras. Pensé que sería mejor que tuviera algún tipo de contacto, ya que tampoco podía detenerla.
—Para ser justos —intervino Magnus—, dudo que nadie hubiera podido. Clary hace lo que quiere. —Miró a Jocelyn—. No puedes tenerla en una jaula.
—Confiaba en ti —le replicó Jocelyn—. ¿Y cómo salió de aquí?
—Abrió un Portal.
—Pero me dijiste que había palabras…
—Para impedir que entren las amenazas, no para mantener dentro a los invitados. Jocelyn, tu hija no es estúpida, y hace lo que cree correcto. No puedes detenerla. Nadie puede detenerla. Se parece muchísimo a su madre.
La mujer miró a Magnus durante un momento, con la boca ligeramente entreabierta, y Simon se dio cuenta de que el mago debía de haber conocido a la madre de Clary cuando ésta era joven, cuando había traicionado a Valentine y al Círculo, y casi había muerto en el Levantamiento.
—Sólo es una niña —replicó ella, y se volvió hacia Simon—. ¿Has hablado con ella? ¿Con esos anillos? ¿Desde que se fue?
—Esta mañana —contestó el vampiro—. Ha dicho que estaba bien. Que todo iba bien.
En vez de tranquilizarse, Jocelyn sólo pareció más enfadada.
—Estoy segura de que eso es lo que ella dijo. Simon, no puedo creer que le hayas permitido hacerlo. Deberías haberla retenido…
—¿Cómo, atándola? —replicó el chico sin poder creérselo—. ¿Esposándola a la mesa?
—Si eso era lo que hacía falta. Eres más fuerte que ella. Me has decepcionado…
Isabelle se levantó.
—Bien, ya basta. —Miró enfadada a Jocelyn—. Es total y completamente injusto que le grites a Simon por algo que Clary ha decidido hacer por su cuenta. Y si él la hubiera atado, ¿qué? ¿La ibas a dejar atada eternamente? En algún momento la tendrías que soltar, y entonces, ¿qué? Ya nunca volvería a confiar en Simon, y no confía en ti porque le robaste los recuerdos. Y eso, si no me equivoco, fue porque estabas tratando de protegerla. Quizá si no la hubieras protegido tanto, sabría mejor lo que es peligroso y lo que no, ¡y tampoco se lo callaría todo, ni sería tan temeraria!
Todos se quedaron mirando a Isabelle, y Simon recordó algo que Clary le había dicho una vez: que Izzy soltaba discursos pocas veces, pero que cuando lo hacía, tenían peso. Jocelyn tenía los labios blancos de tan apretados.
—Me voy a la comisaría para estar con Luke —dijo finalmente—. Simon, espero que me informes cada veinticuatro horas de que mi hija está bien. Si no me dices algo todas las noches, acudiré a la Clave.
Salió furiosa del apartamento, dando un portazo tan fuerte que apareció una grieta en el yeso junto a la puerta.
Isabelle volvió a sentarse, esta vez junto a Simon. Él no dijo nada, pero le tendió la mano, y ella se la cogió, entrelazando los dedos.
—¿Y bien? —dijo Magnus finalmente, rompiendo el silencio—. ¿Quién se apunta a invocar a Azazel? Porque vamos a necesitar un montón de velas.
Jace y Clary se pasaron el día paseando por las estrechas calles laberínticas que corrían junto a los canales, cuyas aguas iban desde el verde oscuro hasta el azul sucio. Se metieron entre los turistas de la plaza de San Marcos, pasaron por el Puente de los Suspiros y bebieron tacitas de café fuerte en el Café Florian. El confuso laberinto de calles le recordó a Clary un poco a Alacante, aunque Alacante carecía de la sensación de elegante decadencia de Venecia. Ahí no había calzadas ni coches, sólo pequeños callejones retorcidos y puentes que se arqueaban sobre canales con agua tan verde como la malaquita. Mientras el cielo se oscurecía con el profundo azul del ocaso de finales de otoño, las luces comenzaron a encenderse en pequeñas boutiques, en bares y restaurantes que parecían salir de ninguna parte y volver a desaparecer después de que Jace y ella los sobrepasaran, dejando detrás luz y risas.
Cuando Jace preguntó a Clary si quería cenar, ella asintió con firmeza. Empezaba a sentirse culpable porque no había conseguido extraerle ninguna información y, además, lo cierto era que se estaba divirtiendo. Mientras cruzaban el puente hacia el Dorsoduro, una de las zonas más tranquilas de la ciudad, lejos de la multitud de turistas, Clary decidió que esa noche iba a sacarle algo que valiera la pena comunicar a Simon.
Jace le cogía la mano con firmeza mientras pasaban por el último puente y la calle se abría a una gran plaza junto a un enorme canal del tamaño de un río. La cúpula de una basílica se alzaba a la derecha. Al otro lado del canal, otra parte de la ciudad iluminaba la tarde, reflejando los destellos de luz en el agua. Las manos de Clary ansiaban el carboncillo y los lápices, para dibujar la luz mientras se apagaba en el cielo, el agua al oscurecerse, las quebradas siluetas de los edificios, y sus reflejos atenuados por el canal. Todo parecía lavado con un tono azul acerado. Las campanas de algunas iglesias tocaban.
Tensó la mano que cogía la de Jace. Allí se sentía muy lejos de todo lo que era su vida, distante de una manera que no se había sentido en Idris. Venecia compartía con Alacante la misma sensación de ser un lugar fuera del tiempo, arrancado del pasado, como si hubiera entrado en el dibujo de las páginas de un libro. Pero también era un lugar real, uno del que Clary había oído hablar toda su vida, que había deseado visitar. Miró de reojo a Jace, que estaba contemplando el canal. La luz azul acerada también estaba sobre él, oscureciéndole los ojos, las sombras bajo los pómulos y las líneas de la boca. Cuando él se dio cuenta de que lo miraba, le devolvió la mirada y le sonrió.
Él la guió alrededor de la iglesia y por una escalera de peldaños mohoso hasta un sendero junto al canal. Todo olía a piedra mojada, a agua, a humedad y a años. Mientras el cielo se oscurecía, algo cortó la superficie del agua a unos pasos de Clary. Oyó la salpicadura y miró a tiempo de ver a una mujer de pelo verde alzarse del agua y sonreírle; tenía un rostro hermoso, pero dientes de tiburón y ojos amarillos de pez. Llevaba el cabello entrelazado de perlas. Se volvió a hundir en el agua, sin hacer ninguna onda.
—Sirena —explicó Jace—. Hay varias viejas familias que viven en Venecia desde hace mucho, mucho tiempo. Son un poco raras. Por lo general, viven mejor en el agua limpia, mar adentro, alimentándose de peces en vez de basura. —Miró hacia el sol poniente—. Toda la ciudad apesta —comentó—. Estará bajo el agua en cien años. Imagínate nadar y tocar la punta de la basílica de San Marcos. —Señaló sobre el agua.
Clary sintió un destello de tristeza al pensar en la pérdida de tanta belleza.
—¿No pueden hacer nada?
—¿Para alzar toda la ciudad? ¿O para detener el mar? No mucho —contestó Jace. Habían llegado a unos escalones que subían. El viento soplaba desde el mar y le alzaba el cabello dorado oscuro de la frente y la nuca—. Todo tiende hacia la entropía. El propio universo se expande, las estrellas se separan unas de otras, y sólo Dios sabe lo que cae por las grietas que se abren entre ellas. —Calló un momento—. De acuerdo, eso ha sonado un poco raro.
—Quizá sea todo el vino del almuerzo.
—Aguanto bien el alcohol. —Torcieron una esquina, y un paisaje encantado de luces destelló ante ellos. Clary parpadeó, ajustando la visión. Era un pequeño restaurante con mesas fuera y dentro, con focos de calor rodeados de luces de Navidad como un bosque de árboles mágicos entre las mesas. Jace se soltó de ella el tiempo justo para conseguir una mesa, y en seguida estuvieron sentados junto al canal, oyendo al agua salpicar contra la piedra y el ruido de las barcas cabeceando con la marea.
Clary comenzaba a sentir oleadas de cansancio, semejantes a las del agua rompiendo contra los costados del canal. Le dijo a Jace lo que quería y dejó que él lo pidiera en italiano; se sintió aliviada cuando el camarero se marchó y ella pudo apoyar los codos en la mesa y la cabeza en las manos.
—Creo que tengo jet lag —comentó—. Jet lag interdimensional.
—¿Sabes?, el tiempo es una dimensión —repuso Jace.
—Pedante. —Le lanzó una miga de pan de la cestita que tenía delante.
Él sonrió.
—El otro día estaba tratando de recordar todos los pecados capitales —dijo él—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería…
—Estoy segura de que la ironía no es un pecado capital.
—Estoy seguro de que sí.
—Lujuria —dijo ella—. La lujuria es un pecado capital.
—Y azotar.
—Creo que eso forma parte de la lujuria.
—Creo que debería tener su propia categoría —repuso Jace—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería, lujuria y azotes. —Las luces navideñas blancas se le reflejaban en los ojos. Estaba más guapo que nunca, pensó Clary, y por lo tanto más distante, más difícil de tocar. Pensó en lo que había dicho sobre que la ciudad se hundía y sobre los espacios entre las estrellas, y recordó la letra de una canción de Leonard Cohen de la que el grupo de Simon solía hacer una versión no demasiado buena. «Hay una grieta en todo / Así es como entra la luz.» Tenía que haber una grieta en la calma de Jace, alguna manera en que ella pudiera acceder al Jace real que creía que aún estaba ahí dentro.
Los ojos ambarinos la observaron. Le tocó la mano, y sólo un momento después, Clary se dio cuenta de que él tenía los dedos sobre el anillo de oro.
—¿Qué es esto? —preguntó—. No recuerdo que tuvieras un anillo hecho por las hadas.
Lo dijo en un tono neutro, pero a Clary el corazón le dio un vuelco. Mentirle a Jace a la cara era algo en lo que no tenía demasiada práctica.
—Era de Isabelle —contestó encogiéndose de hombros—. Estaba tirando todo lo que le había regalado su ex novio hada, Meliorn, y me gustó, así que me dijo que podía quedármelo.
—¿Y el anillo Morgenstern?
Ahí parecía adecuado decir la verdad.
—Se lo di a Magnus para que tratara de localizarte por medio de él.
—Magnus —repitió Jace como si el nombre le resultara desconocido, y exhaló—. ¿Aún sigues creyendo que venir conmigo ha sido la decisión correcta?
—Sí. Me alegro de estar contigo. Y… bueno, siempre he querido visitar Italia. Nunca he viajado mucho. Nunca había salido del país…
—Estuviste en Alacante —le recordó él.
—Sí, vale, aparte de visitar tierras mágicas que nadie más puede ver, no he viajado mucho. Simon y yo teníamos planes. Íbamos a viajar de mochileros por Europa después de graduarnos en el Instituto… —Clary fue bajando la voz—. Ahora parece una tontería.
—No, no lo parece. —Le puso un mechón de pelo tras la oreja—. Quédate conmigo. Podemos ver el mundo entero.
—Estoy contigo. No me voy a ninguna parte.
—¿Hay algún lugar especial que quieras ver? ¿París? ¿Budapest? ¿La torre inclinada de Pisa?
«Sólo si se le cae a Sebastian a la cabeza», pensó Clary.
—¿Podemos ir a Idris? Quiero decir, supongo, ¿puede ir allí el apartamento?
—No puede traspasar las salvaguardas. —Le acarició la mejilla—. ¿Sabes?, te he echado mucho de menos.
—¿Quieres decir que no has salido en citas románticas con Sebastian mientras estabas lejos de mí?
—Lo intenté —contestó Jace—, pero por mucho que lo emborraches, no acaba de colaborar.
Clary cogió su copa de vino. Estaba comenzando a gustarle. Lo notaba ardiéndole por la garganta, calentándole las venas, añadiendo una calidad de sueño a la noche. Estaba en Italia con su guapo novio, en una hermosa noche, comiendo alimentos deliciosos que se le deshacían en la boca. Ésos eran la clase de momentos que se recordaban toda la vida. Pero se sentía como si sólo consiguiera rozar la felicidad; siempre que miraba a su amado, la felicidad se le volvía a escapar. ¿Cómo podía a la vez ser Jace y no ser Jace? ¿Cómo se podía tener el corazón roto y ser feliz al mismo tiempo?
Yacían en la estrecha cama que era sólo para una persona, abrazados bajo la sábana de franela de Jordan. Maia apoyaba la cabeza en el brazo de él; el sol que entraba por la ventana le calentaba el rostro y los hombros. Jordan estaba apoyado en el codo. Inclinado sobre ella, con la mano libre acariciándole el cabello, estirándole los rizos y dejándolos escapar de nuevo de entre los dedos.
—He echado de menos tu cabello —dijo él, y la besó en la frente.
La risa surgió de algún lugar dentro de Maia, esa clase de risa que da cuando uno se siente atontado por el amor.
—¿Sólo mi cabello?
—No. —Él sonreía, con sus ojos avellana iluminados de verde y su cabello castaño totalmente revuelto—. Tus ojos. —Los besó, uno después de otro—. Tu boca. —La besó también, y ella enganchó los dedos en la cadena que le caía sobre el pecho desnudo y sujetaba el colgante de Praetor Lupus—. Todo de ti.
Maia se enredó la cadena en el dedo.
—Jordan… Lamento lo de antes. Molestarme por lo del dinero, y Stanford. Fue todo demasiado para mí.
Los ojos del chico se oscurecieron y agachó la cabeza.
—No es que no me guste lo independiente que eres. Es que… quería hacer algo bueno por ti.
—Lo sé —susurró ella—. Sé que te preocupa que te necesite, pero no debería estar contigo porque te necesite. Debería estar contigo porque te amo.
A Jordan se le iluminaron los ojos, incrédulos y esperanzados.
—¿Quieres… quieres decir que crees que es posible que puedas sentir eso por mí de nuevo?
—Nunca he dejado de amarte, Jordan —contestó ella, y él la besó con tal intensidad que fue casi doloroso. Ella se acercó más a él, y seguramente las cosas habrían ido como en la ducha de no ser por una seca llamada a la puerta.
—¡Praetor Kyle! —gritó una voz desde el otro lado de la puerta—. ¡Despierte! Praetor Scott desea verlo en su despacho.
Abrazado a Maia, Jordan maldijo por lo bajo. Riendo, ella le pasó lentamente la mano por la espalda y le metió los dedos por el cabello.
—¿Crees que Praetor Scott puede esperar? —susurró ella.
—Creo que tiene una llave de esta habitación y que la usará si le parece.
—No pasa nada —repuso ella, rozándole la oreja con los labios—. Tenemos mucho tiempo, ¿verdad? Todo el tiempo que podamos necesitar.
Presidente Miau estaba tumbado en la mesa frente a Simon, profundamente dormido, con las cuatro patas estiradas hacia arriba. Eso, pensó Simon, era una especie de logro. Desde que se había convertido en vampiro, solía no agradar a los animales; le evitaban si podían, y se erizaban o ladraban si se acercaba demasiado. Para Simon, al que siempre le habían gustado los animales, era una gran pérdida. Pero suponía que si ya eras la mascota de un brujo, quizá no te costaría aceptar a criaturas extrañas en tu vida.
Resultó que Magnus no había estado bromeando sobre las velas. Simon estaba descansando un momento y tomándose un café; lo aceptaba bien y la cafeína le aliviaba el incipiente aguijoneo del hambre. Durante toda la tarde, habían estado ayudando a Magnus a preparar el escenario para invocar a Azazel. Habían recorrido las tiendas de la zona buscando velas calientaplatos y cirios, que habían colocado cuidadosamente formando un círculo. Isabelle y Alec estaban salpicando las planchas del suelo con una mezcla de sal y belladona seca mientras Magnus les daba instrucciones, leyendo en voz alta de Ritos prohibidos. Manual del nigromante del siglo XV.
—¿Qué le has hecho a mi gato? —preguntó el brujo, que volvía al salón cargado con una cafetera y un círculo de tazas flotando alrededor de la cabeza, como un modelo de los planetas alrededor del sol—. Te has bebido su sangre, ¿no? ¡Has dicho que no tenías hambre!
Simon se indignó.
—No me he bebido su sangre. ¡Está bien! —Le apretó el estómago a Presidente. El gato bostezó—. Además, me has preguntado si tenía hambre cuando estabas pidiendo pizzas, así que he dicho que no, porque no puedo comer pizza. Estaba siendo educado.
—Eso no te da derecho a comerte a mi gato.
—¡A tu gato no le pasa nada! —Simon fue a coger al gato, que saltó enfadado sobre sus patas y se fue de la mesa—. ¿Lo ves?
—Lo que tú digas. —Magnus se dejó caer sobre la silla a la cabecera de la mesa; las tazas cayeron en sus sitios mientras Alex e Izzy se incorporaban, acabada su tarea. El brujo dio una palmada—. ¡Venid aquí todos! Es hora de reunirnos. Os voy a enseñar a invocar a un demonio.
Praetor Scott los estaba esperando en la biblioteca, aún en la misma silla giratoria, con una pequeña caja de bronce sobre el escritorio, entre ellos. Maia y Jordan se sentaron frente a él. Y Maia no pudo evitar preguntarse si se le notaría en la cara lo que Jordan y ella habían estado haciendo. Aunque tampoco era que el Praetor los estuviera mirando con mucho interés.
Éste empujó la caja hacia Jordan.
—Es un ungüento —dijo—. Aplicado sobre la herida de Garroway, debería filtrarle el veneno de la sangre y permitir que el acero demoníaco salga de él. Debería sanar en unos días.
A Maia le dio un brinco el corazón; al fin buenas noticias. Cogió la caja antes que Jordan y la abrió. Estaba llena con un ungüento oscuro y ceroso con un penetrante olor a hierbas, como hojas de laurel chafadas.
—Yo… —comenzó Praetor Scott, mirando a Jordan.
—Ella debe cogerlo —dijo el chico—. Es más cercana a Garroway y forma parte de su manada. Confían en ella.
—¿Estás diciendo que no confían en el Praetor?
—La mitad de ellos piensan que el Praetor es un cuento de hadas —repuso Maia, y luego añadió—: señor.
Praetor Scott parecía molesto, pero antes de que pudiera decir nada, sonó el teléfono de su mesa. Pareció vacilar, luego se llevó el auricular a la oreja.
—Scott —dijo, y luego, pasado un momento—: Sí…, sí, eso creo. —Colgó; su boca se curvó en una sonrisa no del todo agradable—. Praetor Kyle —dijo—. Me alegro de que te hayas pasado por aquí justamente hoy. Espera un momento. En cierto modo, este asunto te concierne.
A Maia le sorprendió esa afirmación, pero no tanto como se sorprendió un momento después, cuando comenzó a verse un resplandor trémulo en el rincón del despacho y lentamente fue apareciendo una silueta (era como ver las imágenes aparecer en la película en un cuarto oscuro) que fue tomando la forma de un joven. Tenía el cabello castaño, corto y liso, y un collar de oro le relucía contra la oscura piel del cuello. Se le veía pequeño y etéreo, como un niño del coro, pero había algo en sus ojos que le hacía parecer mucho más viejo.
—Raphael —exclamó Maia, al reconocerlo. Por la ligera transparencia se dio cuenta de que era una proyección. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una de cerca.
Praetor Scott la miró sorprendido.
—¿Conoces al jefe del clan de vampiros de Nueva York?
—Nos vimos una vez, en el bosque de Brocelind —contestó Raphael, mirándola sin demasiado interés—. Es amiga del vampiro diur no.
—Tu misión —le dijo Praetor Scott a Jordan, como si éste pudiera haberlo olvidado.
Jordan frunció el cejo.
—¿Le ha pasado algo a Simon? —preguntó—. ¿Está bien?
—Esto no se refiere a él —respondió Raphael—, sino a la vampira renegada, Maureen Brown.
—¿Maureen? —exclamó Maia—. Pero si sólo tiene… ¿cuántos?, ¿trece años?
—Un vampiro renegado es un vampiro renegado —sentenció Raphael—. Y Maureen ha ido dejando todo un rastro por TriBeCa y el Lower East Side. Múltiples heridos y al menos seis muertos. Hemos conseguido cubrirlo, pero…
—Es la misión de Nick —informó Praetor Scott frunciendo el ceño—. Pero ha sido incapaz de localizarla. Quizá tengamos que enviar a alguien con más experiencia.
—Te insto a que lo hagas —repuso Raphael—. Si en este momento los cazadores de sombras no estuvieran tan concentrados en su propia… emergencia, sin duda ya se habrían implicado. Y lo que menos necesita el clan después del asunto con Camille son más críticas de los cazadores de sombras.
—¿Debo suponer que Camille también sigue sin aparecer? —preguntó Jordan—. Simon nos contó todo lo que había pasado la noche que Jace desapareció, y Maureen parecía estar cumpliendo la voluntad de Camille.
—Camille no ha sido creada recientemente, y por lo tanto no es de nuestra incumbencia —dijo Scott.
—Lo sé, pero… encontradla a ella y tal vez encontréis a Maureen, eso es lo único que digo —repuso Jordan.
—Si estuviera con Camille, no estaría matando al ritmo que lo hace —replicó Raphael—. Camille se lo impediría. Es sanguinaria, pero conoce al Cónclave y la Ley. Mantendría a Maureen y sus actividades lejos de su vista. No, el comportamiento de Maureen tiene todas las señales de un vampiro salvaje.
—Entonces, creo que tienes razón. —Jordan se apoyó en el respaldo de la silla—. Nick debería tener refuerzos para ocuparse de ella, o…
—¿O algo podría pasarle a él? En ese caso, quizá eso te ayude a centrarte más en el futuro —dijo Praetor Scott—. En tu propia misión.
Jordan se quedó boquiabierto.
—Simon no fue el responsable de transformar a Maureen —replicó—. Te dije…
Praetor Scott lo cortó con un gesto de la mano.
—Sí, ya lo sé, o te habríamos apartado de tu misión, Kyle. Pero tu sujeto la mordió, y durante tu vigilancia. Y fue su relación con el vampiro diurno, por distante que fuera, la que condujo finalmente a su transformación.
—El diurno es peligroso —dijo Raphael, con ojos brillantes—. Eso es lo que llevo diciendo desde siempre.
—No es peligroso —replicó Maia ferozmente—. Tiene buen corazón. —Vio que Jordan la miraba de reojo, pero fue tan rápido que se preguntó si lo habría imaginado.
—Bla, bla, bla —soltó Raphael, desdeñoso—. Vosotros, los licántropos, no podéis centraros en el asunto que nos ocupa. Confiaba en ti, Praetor, porque los subterráneos nuevos son tu departamento. Pero permitir que Maureen corra por ahí hace quedar mal a mi clan. Si no la encontráis pronto, llamaré a todos los vampiros de que pueda disponer. A fin de cuentas —sonrió y sus delicados incisivos refulgieron—, nos corresponde a nosotros matarla.
Una vez acabada la cena, Clary y Jace regresaron andando hacia el apartamento a través de una noche cubierta de niebla. Las calles estaban desiertas y el agua del canal brillaba como el cristal. Al torcer una esquina, se encontraron junto a un silencioso canal, flanqueado por casas cerradas. Las barcas cabeceaban suavemente sobre las ondas del agua, una media luna negra cada una.
Jace rió en silencio y avanzó, soltando la mano de la de Clary. Sus ojos se veían grandes y dorados bajo la luz de las farolas. Se arrodilló junto al canal, y ella vio un destello de plata blanca, una estela; una de las barcas se soltó de sus amarras y comenzó a ir hacia el centro del canal. Jace se volvió a guardar la estela en el cinturón, saltó y aterrizó suavemente sobre el asiento de madera en la proa de la barca. Le tendió la mano a Clary.
—Ven.
Ella le miró a él y luego a la barca, y negó con la cabeza. Sólo era un poco mayor que una canoa, pintada de negro, aunque la pintura estaba húmeda y levantada. Parecía tan ligera y frágil como un juguete. Se imaginó volcándola y acabando ambos en el canal.
—No puedo. La volcaré.
Jace meneó la cabeza con impaciencia.
—Sí que puedes —insistió—. Yo te he entrenado. —Para demostrarlo dio un paso atrás. Y se quedó de pie sobre el fino borde de la barca, al lado del soporte del remo. Miró a Clary con una sonrisa de medio lado. Según todas las leyes de la física, pensó ella, la barca, desequilibrada, debería estar volcándose de lado hacia el agua. Pero Jace se equilibraba allí, con la espalda recta, como si estuviera hecho de humo. Tras él estaba el fondo de agua y piedra, canales y puentes, ni un solo edificio moderno a la vista. Con su brillante cabello y su pose, podría haber sido algún príncipe del Renacimiento.
Le volvió a tender la mano.
—Recuerda. Eres tan ligera como quieras serlo.
Ella recordó. Horas de entrenamiento en cómo caer, cómo mantener el equilibrio, cómo aterrizar como había hecho Jace, igual que si fueras un poco de ceniza descendiendo suavemente. Clary tragó aire y saltó; el agua verdosa volaba bajo ella. Cayó sobre la proa de la barca, y se bamboleó un poco sobre el asiento de madera, pero se mantuvo firme.
Soltó el aire con un soplido de alivio y oyó a Jace reír mientras saltaba al fondo plano de la barca. Hacía agua. Una fina capa de agua cubría la madera. Él era como un palmo más alto que ella, y al estar ella sobre el asiento de la proa, sus cabezas estaban al mismo nivel.
Él le puso las manos en la cintura.
—¿Y adónde quieres ir? —le preguntó Jace.
Ella miró alrededor. Se habían alejado del margen del canal.
—¿Estamos robando una barca?
—Robar es una palabra muy fea —repuso él.
—¿Y cómo quieres llamarlo?
Él la alzó y le dio una vuelta antes de bajarla de nuevo.
—Un caso extremo de ir de tiendas.
Él la acercó más, y ella se tensó. Resbaló, y ambos acabaron sobre el fondo de la barca, que era plano y mojado, y olía a agua y madera mojada.
Clary se encontró sobre Jace, con una rodilla a cada lado de sus caderas. El agua empapaba la camisa del chico, pero a él no parecía importarle. Le rodeó el cuello con los brazos, y la camisa se le subió.
—Literalmente me has tumbado con la fuerza de tu pasión —observó él—. Buen trabajo, Fray.
—Sólo te has caído porque has querido. Te conozco —repuso ella. La luna brillaba sobre ellos como un foco, como si fueran las únicas personas bajo su luz—. No resbalas nunca.
Él le acarició el rostro.
—Quizá no resbale, pero caigo.
A Clary, el corazón le saltaba dentro del pecho, y tuvo que tragar antes de poder contestar, como si estuviera bromeando.
—Ésa puede ser tu peor chorrada de todos los tiempos.
—¿Y quién dice que sea una chorrada?
La barca cabeceó, y Clary se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el pecho de Jace. Su cadera presionaba contra la de él, y le miró a los ojos, que perdieron su pícaro brillo dorado y se oscurecieron, al tiempo que la pupila se tragaba el iris. Podía verse a sí misma y el cielo nocturno en ellos.
Él se alzó apoyándose en un codo y le puso la otra mano en la nuca. Clary lo notó arquearse contra ella, rozándole los labios con los suyos, pero ella se apartó, sin aceptar el beso. Lo deseaba, lo deseaba tanto que sentía un agujero en su interior, como si el deseo la hubiera consumido por dentro. Por mucho que su cabeza dijera que ése no era Jace, no era su Jace, su cuerpo lo recordaba, su forma y su tacto, el olor de su piel y su cabello, y lo quería recuperar.
Ella sonrió contra la boca de él, como si lo estuviera tentando, y se movió de lado, acurrucándose junto a él sobre el fondo mojado de la barca. Él no protestó. La rodeó con un brazo. El balanceo de la barca bajo ellos era suave y arrullador. Clary tuvo ganas de apoyarle la cabeza en el hombro, pero no lo hizo.
—Vamos a la deriva —dijo.
—Lo sé. Quiero que veas una cosa.
Jace estaba mirando al cielo. La luna era una gran nube blanca, como una vela. El pecho de Jace subía y bajaba acompasadamente; enredó los dedos en el cabello de Clary. Ella estaba a su lado, esperando y observando mientras las estrellas se movían como un reloj astrológico, y se preguntó a qué estarían esperando. Al final lo oyó: un largo y lento ruido fluido, como el agua manando de un dique roto. El cielo se oscureció y se arremolinó mientras unas siluetas lo cruzaban a gran velocidad. Clary casi no podía distinguirlas a través de las nubes y la distancia, pero parecían hombres, con largos cabellos como cirros, montando caballos cuyos cascos relucían con el color de la sangre. El sonido de un cuerno de caza resonó en la noche, las estrellas temblaron y el cielo se plegó sobre sí mismo mientras los hombres se desvanecían tras la luna.
Clary dejó escapar el aliento lentamente.
—¿Qué ha sido eso?
—La Cacería Salvaje —contestó Jace. Su voz parecía distante y soñadora—. Los Sabuesos de Gabriel. La Multitud Furiosa. Tiene muchos nombres. Son hadas que desdeñan las cortes terrenales. Cabalgan por el cielo, en una cacería eterna. Una noche al año, un mortal puede unirse a ellos, pero una vez te has unido a la Cacería, no puedes dejarla.
—¿Y por qué querría alguien hacer eso?
Jace rodó sobre sí y de repente estuvo sobre Clary, presionándola contra el fondo de la barca. Ella casi ni se fijó en la humedad; notaba el calor manando de él en oleadas y vio que le ardían los ojos. Tenía una manera de apoyarse sobre ella que no la aplastaba, pero que al mismo tiempo le permitía notar todas las partes de él contra sí: la forma de las caderas, las costuras de los vaqueros y la marca de las cicatrices.
—Hay algo muy atractivo en esa idea —respondió él—. En perder totalmente el control, ¿no te parece?
Ella abrió la boca para responder, pero él ya la estaba besando. Clary lo había besado muchas veces, con besos suaves, intensos y desesperados, leves roces de labios que decían adiós, y besos que parecían durar horas, y ése no era diferente. De la misma manera que el recuerdo de alguien que ha vivido en una casa puede permanecer después de que esa persona se haya ido, como una especie de huella psíquica, su cuerpo «recordaba» a Jace. Recordaba su sabor, el ángulo de su boca sobre la de ella, las cicatrices de él bajo sus dedos y la forma del cuerpo bajo sus manos. Ella se olvidó de sus dudas y lo cogió para apretarlo contra sí.
Él rodó hacia un lado, sujetándola, al tiempo que la barca se balanceaba bajo ellos. Clary oía la salpicadura del agua mientras las manos de Jace le bajaban por el costado hasta la cintura y le acariciaba suavemente la sensible piel del final de la espalda. Trascurrieron infinitas eras, y sólo existía la boca de Jace sobre la de ella, el movimiento arrullador de la barca, las manos de él sobre su piel. Finalmente, después de lo que podrían haber sido horas o minutos, ella oyó a alguien gritar, una voz italiana enfadada, alzándose en la noche y cortando el silencio.
Jace se apartó, con una mirada perezosa y pesarosa.
—Será mejor que nos vayamos.
Clary lo miró, despistada.
—¿Por qué?
—Porque ése es el tipo al que le hemos robado la barca. —Jace se sentó y se bajó la camisa—. Y va a llamar a la policía.
Magnus dijo que no se podía utilizar electricidad durante la invocación de Azazel, así que el loft estaba iluminado únicamente con velas. Éstas ardían en un círculo en el centro de la sala, con diferentes alturas y brillos, aunque compartían una llama azul clara similar.
Dentro del círculo, Magnus había dibujado un pentagrama usando un palo de serbal, con el que había quemado triángulos solapados en el suelo. Entre los espacios formados por el pentagrama había símbolos diferentes de todos los que Simon había visto antes; no eran letras exactamente, ni tampoco runas, pero exudaban una fría sensación de amenaza, a pesar del calor de las llamas de las velas.
En el exterior había oscurecido, la clase de oscuridad que producían los atardeceres tempranos del inminente invierno. Isabelle, Alec, Simon y finalmente Magnus, que estaba salmodiando en alto lo que leía en Ritos prohibidos, se hallaban cada uno situado en un punto cardinal alrededor del círculo. La voz de Magnus subía y bajaba, y las palabras en latín parecían una plegaria, pero invertida y siniestra.
Las llamas se alzaron y los símbolos tallados en el suelo comenzaron a arder negros. Presidente Miau, que había estado observando desde un rincón de la habitación, se erizó y huyó entre las sombras. Las llamas azul claro crecieron, y Simon casi no podía ver a Magnus a través de ellas. La sala se estaba calentando; el brujo salmodiaba más de prisa, el cabello oscuro se le rizaba con el calor húmedo, el sudor le brillaba en los pómulos.
—Quod tumeraris: per Jehovam, Gehennam, et consecratam aquam quam nunc spargo, signumque crucis quod nunc facio, et per vota nostra, ipse nunc surgat nobis dicatus Azazel!
Hubo un estallido de fuego en el centro del pentagrama, y se alzó una espesa columna de humo negro, que se fue disipando lentamente por la sala, haciendo que todos menos Simon tosieran y se atragantaran. Giró como un torbellino, y se fue fusionando lentamente en el centro del pentagrama hasta que adoptó la forma de un hombre.
Simon parpadeó. No estaba seguro de qué se esperaba, pero no era eso. Un hombre alto de cabello de color caoba, ni joven ni viejo; un rostro sin edad, inhumano y frío. De espalda ancha, vestido con un traje negro de buen corte y lustrosos zapatos negros. Alrededor de cada muñeca tenía un surco rojo oscuro, las marcas de algún tipo de sujeción, cuerda o metal, que le había ido mordiendo la piel durante muchos años. En sus ojos danzaban llamas rojas.
Habló.
—¿Quién invoca a Azazel? —Y su voz era como de metal que rascase contra metal.
—Yo. —El brujo cerró con firmeza el libro que sujetaba—. Magnus Bane.
Azazel inclinó lentamente la cabeza hacia él. La cabeza pareció girarle de una forma antinatural sobre el cuello, como la de una serpiente.
—Brujo —dijo—. Sé quién eres.
Magnus arqueó las cejas.
—¿Lo sabes?
—Invocador. Represor. Destructor del demonio Marbas. Hijo de…
—Bueno —lo interrumpió el otro rápidamente—. No hace falta entrar en todo eso.
—Pero ahí está. —Azazel parecía razonable, incluso divertido—. Si lo que requieres es asistencia infernal, ¿por qué no invocas a tu padre?
Alec miró a su novio boquiabierto. Simon se compadeció de él. No creía que ninguno hubiera pensado que Magnus supiera quién era su padre, aparte de que habría sido algún demonio que habría engañado a su madre haciéndole creer que era su esposo. Era evidente que Alec no sabía más de eso que el resto de ellos, lo que, según suponía el vampiro, probablemente era algo que no le hacía mucha gracia.
—Mi padre y yo no nos llevamos muy bien —repuso Magnus—. Preferiría no implicarlo.
Azazel alzó las manos.
—Como digas, «amo». Me dominas con el sello. ¿Cuál es tu petición?
Magnus no dijo nada, pero por la expresión del rostro de Azazel resultaba evidente que el brujo le estaba hablando en silencio, de mente a mente. Las llamas saltaban y bailaban en los ojos del demonio, como niños ansiosos escuchando un cuento.
—Muy lista, Lilith —dijo el demonio al final—. Alzar a un chico de la muerte, y asegurar su vida ligándolo a alguien a quien no soportaríais matar. Siempre fue mejor manipulando las emociones humanas que la mayoría de nosotros. Quizá porque una vez fue algo casi humano.
—¿Existe alguna manera? —Magnus parecía impaciente—. ¿Es posible romper el lazo que los une?
Azazel negó con la cabeza.
—No sin matarlos a los dos.
—Entonces, ¿no hay manera de matar a Sebastian sin matar a Jace? —Era Isabelle, ansiosa; el brujo le lanzó una mirada para que callara.
—No con ninguna arma que yo pueda crear, o que tenga a mi disposición —contestó Azazel—. Sólo puedo fabricar armas cuya adscripción sea demoníaca. Un rayo lanzado por la mano de un ángel tal vez podría quemar la maldad que hay en el hijo de Valentine y, o bien romper su unión, o bien hacer que sea de una carácter más benevolente. Si puedo sugerir algo…
—Oh —dijo Magnus, entrecerrando los ojos—. Hazlo, por favor.
—Se me ocurre una solución más simple que separará a los dos chicos, mantendrá vivo al vuestro y neutralizará el peligro del otro. Y pediré muy poco a cambio.
—Eres mi sirviente —replicó el brujo—. Si deseas abandonar este pentagrama, harás lo que te diga, sin pedir favores a cambio.
Azazel siseó, y salieron llamas de sus labios.
—Si no estoy atado aquí, estoy atado allí. Para mí hay muy poca diferencia.
—«Porque esto es el Infierno, no he salido de él» —dijo Magnus, con el aire de alguien que citara un viejo proverbio.
Azazel mostró una sonrisa metálica.
—Quizá no seas tan orgulloso como el viejo Fausto, brujo, pero eres impaciente. Estoy seguro de que mi disposición a permanecer en este pentagrama superará con mucho tu deseo de vigilarme dentro de él.
—Oh, no lo sé —replicó Magnus—. Siempre he sido muy atrevido en lo que se refiere a decoración, y tenerte aquí añade un pequeño toque extra a esta sala.
—¡Magnus! —soltó Alec, a quien le desagradaba de manera ostensible la idea de que un demonio inmortal se aposentara en el loft de su novio.
—¿Celos, pequeño cazador de sombras? —Azazel sonrió malicioso—. Tu brujo no es mi tipo, y además, no querría para nada ha cer enfadar a su…
—Basta —le cortó Magnus—. Dinos qué «muy poco» pides a cambio de tu plan.
Azazel juntó las puntas de los dedos, dedos de artesano, del color de la sangre, acabados en uñas negras.
—Un recuerdo feliz —contestó—. Uno de cada uno. Algo para entretenerme mientras estoy atado como Prometeo a su roca.
—¿Un recuerdo? —exclamó Isabelle perpleja—. ¿Quieres decir que se desvanecerá de nuestras cabezas? ¿Que no lo podremos recordar nunca más?
Azazel la miró a través de las llamas, entrecerrando los ojos.
—¿Qué eres, pequeña? ¿Una nefilim? Sí, cogeré vuestro recuerdo y será mío. No seguiréis sabiendo que os ocurrió a vosotros. Aunque, por favor, evitad darme recuerdos de los demonios que habéis masacrado a la luz de la luna. No es la clase de cosa que me guste. No, quiero que esos recuerdos sean… personales. —Sonrió, y sus dientes destellaron como una verja de hierro.
—Soy viejo —dijo Magnus—. Tengo muchos recuerdos. Renunciaré a uno si hace falta. Pero no puedo hablar por vosotros. Nadie debería verse obligado a renunciar a algo así.
—Lo haré —repuso Isabelle al instante—. Por Jace.
—Yo también, claro —indicó Alec.
Y entonces le llegó el turno a Simon. De repente pensó en Jace, cortándose la muñeca para darle su sangre en la pequeña cabina del bote de Valentine. Arriesgando su propia vida por la de Simon. Quizá en el fondo lo hiciera por Clary pero, aun así, estaba en deuda con él.
—Me apunto.
—Bien —dijo Magnus—. Tratad de pensar en recuerdos felices. De ben ser realmente felices. Algo que os guste recordar. —Echó una agria mirada al satisfecho demonio dentro del pentagrama.
—Estoy lista —avisó Isabelle. Tenía los ojos cerrados y la espalda tensa como si se preparara para algo doloroso. Magnus se acercó a ella y le puso los dedos en la frente, murmurando en voz muy baja.
Alec observó a su novio con su hermana, apretando la boca, y luego cerró los ojos. Simon también los cerró, deprisa, y trató de buscar un recuerdo feliz, ¿algo que tuviera que ver con Clary? Pero tantos de sus recuerdos estaban teñidos con su preocupación por su bienestar… ¿Algo de cuando era muy pequeño? Una imagen se le vino a la cabeza: un día caluroso de verano en Coney Island, él sobre los hombros de su padre, Rebecca corriendo tras ellos, con un puñado de globos en la mano. Mirando al cielo, tratando de buscar formas en las nubes, y el sonido de la risa de su madre.
«No —pensó—, eso no. No quiero perder ése…»
Notó un frío tacto en la frente. Abrió los ojos y vio a Magnus bajando la mano. Simon lo miró parpadeando; de repente tenía la mente en blanco.
—Pero no estaba pensando en nada —protestó.
Los ojos de gato de el brujo eran tristes.
—Sí, sí que pensabas.
Simon miró por la sala, un poco mareado. Los otros parecían estar igual, como si acabaran de despertarse de un sueño extraño; su mirada se encontró con la de Isabelle, vio el oscuro parpadeo de sus pestañas, y se preguntó en qué habría pensado ella, a qué alegría habría renunciado.
Un grave retumbo en el centro del pentagrama le hizo apartar la mirada de Izzy. Azazel se hallaba tan cerca del borde del pentagrama como podía, y un lento rugido de ansia le salía del cuello. Magnus se volvió hacia él y lo miró con desprecio. Cerró el puño, y algo pareció brillarle entre los dedos, como si sujetara una piedra de luz mágica. Lo lanzó, rápido y ladeado, hacia el centro del pentagrama. La visión de vampiro de Simon pudo seguirlo. Era una gota de luz que se extendió al volar, y que formó un círculo que contenía múltiples imágenes. Simon vio un trozo de océano azul, el borde de un vestido de satén que se acampanaba al girar quien lo llevaba, un destello del rostro de Magnus, un niño de ojos azules, y luego Azazel abrió los brazos y el círculo de imágenes se desvaneció en su cuerpo, como un resto de basura suelto absorbido por el fuselaje de un jet.
Azazel ahogó un grito. Sus ojos, que habían estado despidiendo lenguas de llamas rojas, ardieron como hogueras, y su voz crepitó al hablar.
—Ahhhh. Delicioso.
—Ahora tu parte del trato —exigió Magnus con firmeza.
El demonio se lamió los labios.
—La solución a vuestro problema es ésta. Me dejáis libre por el mundo, y me llevo al hijo de Valentine vivo al infierno. No morirá, y por lo tanto vuestro Jace vivirá, pero habrá dejado atrás este mundo, y la conexión irá consumiéndose lentamente. Recuperaréis a vuestro amigo.
—¿Y luego qué? —preguntó Magnus midiendo sus palabras—. Te dejamos libre por el mundo…, ¿y luego vuelves y te dejas atar de nuevo?
Azazel rió.
—Claro que no, brujo estúpido. El precio por el favor es mi libertad.
—¿Libertad? —exclamó Alec, incrédulo—. ¿Un Príncipe del Infierno libre por el mundo? Ya te hemos dado nuestros recuerdos…
—Los recuerdos eran el precio que habéis pagado por oír mi plan —contestó Azazel—. Mi libertad es lo que pagaréis para que lo lleve a cabo.
—Esto es un engaño, y lo sabes —replicó Magnus—. Pides lo imposible.
—Y tú también —repuso Azazel—. Por derecho, vuestro amigo está perdido para siempre. «Porque cuando un hombre hiciere voto al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no violará su palabra: hará conforme a todo lo que salió de su boca.» Y según el hechizo de Lilith, sus almas están unidas, y ambos lo aceptaron.
—Jace nunca lo habría aceptado… —comenzó Alec.
—Dijo las palabras —afirmó Azazel—. De propia voluntad o bajo coacción, eso no importa. Me estáis pidiendo que rompa un lazo que sólo el Cielo puede romper. Pero el Cielo no os ayudará; lo sabéis tan bien como yo. Por eso los hombres invocan a los demonios y no a los ángeles, ¿no es cierto? Ése es el precio que pagaréis por mi intervención. Si no queréis pagarlo, entonces debéis aceptar que lo habéis perdido.
El rostro de Magnus estaba pálido y tenso.
—Conversaremos entre nosotros y discutiremos si tu oferta es aceptable. Mientras tanto: Desaparece. —Agitó la mano, y Azazel desapareció, dejando detrás el olor a madera quemada.
Las cuatro personas de la habitación se quedaron mirándose incrédulas.
—Lo que está pidiendo no es posible, ¿verdad? —preguntó Alec por fin.
—En teoría, cualquier cosa es posible —contestó Magnus, mirando al frente como si contemplara el abismo—. Pero soltar a un Demonio Mayor en el mundo, y no sólo un Demonio Mayor sino un Príncipe del Infierno, sólo por debajo del propio Lucifer… la destrucción que causaría…
—¿No es posible —inquirió Isabelle— que Sebastian pudiera causar una destrucción igual?
—Como ha dicho Magnus —intervino Simon en un tono amargo—, todo es posible.
—No podría haber crimen peor a ojos de la Clave —indicó—. Quien soltara a Azazel por el mundo se convertiría en un criminal buscado.
—Pero si fuera para destruir a Sebastian… —empezó Isabelle.
—No tenemos ninguna prueba de que Sebastian esté planeando nada —repuso Magnus—. Por lo que sabemos, todo lo que quiere es vivir tranquilamente en una casita de campo cerca de Idris.
—¿Con Clary y Jace? —dijo Alec, incrédulo.
Magnus se encogió de hombros.
—¿Quién sabe lo que quiere de ellos? Tal vez se sienta solo.
—Es imposible que se llevara a Jace de aquel tejado sólo porque necesita desesperadamente un amigo íntimo —afirmó Isabelle—. Está planeando algo.
Todos miraron a Simon.
—Clary está tratando de averiguar qué. Necesita tiempo, Y no me digáis: «No tenemos tiempo» —añadió—. Ella ya lo sabe.
Alec se pasó una mano por el cabello oscuro.
—Bien, pero hemos perdido todo un día. Un día que no tenemos. Basta de ideas estúpidas. —Su voz era extrañamente cortante.
—Alec —dijo Magnus. Le puso una mano en el hombro; Alec estaba quieto, mirando enfadado al suelo—. ¿Estás bien?
El chico lo miró.
—¿Y quién eres tú?
El brujo lanzó un grito ahogado; parecía realmente nervioso. Simon nunca recordaba haberlo visto así. Sólo duró un momento, pero ahí estaba.
—¡Alexander! —exclamó Magnus.
—Supongo que es demasiado pronto para hacer bromas sobre eso del recuerdo feliz —respondió Alec.
—¿Te parece? —Su novio alzó la voz.
Pero antes de que pudiera decir nada más, la puerta se abrió, y Maia y Jordan entraron. Tenían las mejillas enrojecidas por el frío, y ella llevaba la chaqueta de cuero de él, lo que sorprendió a Simon.
—Venimos directamente de la comisaría —explicó ella excitada—. Luke aún no ha despertado, pero parece que se va a poner bien… —Calló de golpe al ver el pentagrama, aún brillante, las nubes de humo negro y los trozos requemados del suelo—. Vale, ¿qué habéis estado haciendo vosotros?
Con un pequeño glamour y la habilidad de Jace para subirse a un viejo puente curvo con sólo un brazo, Clary y él escaparon corriendo de la policía italiana sin ser arrestados. Cuando se detuvieron, se dejaron caer contra una pared, riendo, hombro con hombro, con las manos entrelazadas. Clary sintió un momento de felicidad pura y simple, y tuvo que ocultar el rostro en el hombro de Jace, recordándose, con su dura vocecilla interna, que «ése no era él», antes de que su risa se trasformara en silencio.
Jace pareció interpretar su súbito mutismo como señal de que estaba cansada. Le cogió la mano con suavidad mientras regresaban a la calle desde donde habían comenzado su paseo, con el estrecho canal con puentes a ambos extremos. Entre ellos, Clary reconoció la casa sin ningún rasgo destacable de la que habían salido. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Frío? —Jace la acercó a él y la besó; era mucho más alto que ella, y o bien tenía que inclinarse o bien alzarla; en ese caso hizo esto último, y ella contuvo un grito ahogado cuando él la alzó y la pasó a través de la pared de la casa.
La dejó en el suelo y de una patada cerró la puerta, que había aparecido de repente detrás de ellos, y estaba a punto de sacarse la chaqueta cuando se oyó una risita apagada.
Clary se apartó de Jace mientras se encendían luces alrededor. Sebastian estaba sentado en el sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Tenía el cabello revuelto y los ojos de un negro vidrioso. Tampoco estaba solo. Había dos chicas, una a cada lado de él. Una era rubia e iba ligera de ropa, con sólo una falda muy corta y reluciente, y un top cogido al cuello. Tenía la mano abierta sobre el pecho de Sebastian. La otra era más joven, con un aspecto más dulce; el cabello corto y negro, una cinta de terciopelo negro en la cabeza y un vestido negro de encaje.
Clary se puso tensa.
«Vampira», pensó.
No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía; si era por el brillo ceroso de la blanca piel de la chica morena o la infinita profundidad de sus ojos, o quizá Clary estuviera aprendiendo a notar esas cosas, como se suponía que las notaban los cazadores de sombras. La chica supo que ella lo sabía; Clary lo notó. La chica sonrió, mostrando sus dientecitos puntiagudos, y luego se inclinó para pasárselos a Sebastian por la clavícula. Él parpadeó, con las pestañas claras cubriendo los ojos oscuros. Miró a Clary, sin prestar atención a Jace.
—¿Has disfrutado de tu cita?
Ella deseó poderle replicar con algo grosero, pero sólo asintió con la cabeza.
—Bueno, entonces ¿te gustaría unirte a nosotros? —preguntó, abarcando a las chicas y a él con un gesto—. ¿Para una copa?
La chica morena rió y le preguntó algo a Sebastian en italiano.
—No —contestó éste—. Lei è mia sorella.
La chica se recostó en el asiento, decepcionada. Clary tenía la boca seca. De repente, notó la mano de Jace contra la suya, sus callosos dedos.
—Creo que no —contestó él—. Nos vamos arriba. Nos vemos por la mañana.
Sebastian agitó los dedos, y el anillo Morgenstern que llevaba en la mano destelló como una señal de fuego.
—Ci vediamo.
Jace condujo a Clary fuera de la sala y por la escalera de vidrio; sólo cuando se hallaron en el pasillo, ella notó que había recuperado el aliento. Ese Jace diferente era una cosa. Sebastian, otra totalmente distinta. La sensación de amenaza que emanaba era como el humo de un fuego.
—¿Qué ha dicho? —preguntó—. ¿En italiano?
—Ha dicho: «No, es mi hermana» —contestó Jace. No dijo lo que la chica le había preguntado a Sebastian.
—¿Hace eso a menudo? —quiso saber ella. Se habían detenido frente a la habitación del chico—. ¿Traer chicas a casa?
Jace le acarició el rostro.
—Hace lo que quiere, y yo no pregunto —explicó—. Podría traer un conejo rosa de dos metros en biquini, si quisiera. No es asunto mío. Pero si me estás preguntando si he traído chicas a casa, la respuesta es que no. No quiero a nadie excepto a ti.
No había sido eso lo que le preguntaba, pero de todas maneras asintió, como si se sintiera tranquilizada.
—No quiero volver abajo.
—Puedes dormir conmigo en mi habitación esta noche. —Sus ojos dorados relucían en la oscuridad—. O puedes dormir en la habitación principal. Ya sabes que nunca te pediría…
—Quiero estar contigo —respondió ella, y se sorprendió a sí misma con su vehemencia. Tal vez fuera que la idea de dormir en aquel dormitorio, donde Valentine había dormido, donde había esperado volver a vivir con su madre, le resultaba demasiado. O quizá fuera que estaba cansada, y que sólo había pasado una noche en la misma cama que Jace, y que habían dormido tocándose sólo las manos, como si una espada desenvainada se interpusiera entre ellos.
—Dame un segundo para arreglar la habitación. Está hecha un lío.
—Sí, cuando entré antes creo que tal vez viera una mota de polvo en el alféizar de la ventana. Tendrías que hacértelo mirar.
Ella le tiró de un rizo y lo dejó escapar entre los dedos.
—No quiero ir en contra de mis intereses, pero ¿quieres ponerte algo para dormir?
Clary pensó en el armario lleno de ropa del dormitorio principal. Tendría que ir acostumbrándose a la idea. Más le valdría comenzar ya.
—Iré a coger un camisón.
Un momento después, ante un cajón abierto, pensó que, claro, la clase de camisón que los hombres compraban porque querían que se los pusieran las mujeres de su vida, no eran necesariamente la clase de prenda que se comprarían ellas. Clary solía dormir con un top y unos pantalones cortos de pijama, pero allí todo era seda, o encaje, o casi no era, o todo eso a la vez. Al final se decidió por uno de seda verde claro que le llegaba a medio muslo. Pensó en la uñas rojas de la chica de abajo, la que tenía la mano sobre el pecho de Sebastian. Sus propias uñas estaban mordidas, y en las de los pies nunca se ponía más que esmalte incoloro. Se preguntó cómo sería ser más como Isabelle, tan consciente de tu poder femenino que lo pudieras emplear como una arma en vez de quedártelo mirando fascinada, como alguien a quien le ofrecen un regalo para la casa y no tiene ni idea de dónde colocarlo.
Se tocó el anillo de oro para que le diera suerte antes de dirigirse al dormitorio de Jace. Él estaba sentado en la cama, con el pecho descubierto y unos pantalones de pijama negros, leyendo un libro bajo el círculo de luz amarilla que formaba la lamparita de la mesilla de noche. Ella se quedó observándolo durante un momento. Pudo ver el delicado juego de los músculos bajo la piel cuando pasó la página, y pudo ver la Marca de Lilith sobre su corazón. No era como el encaje negro del resto de sus Marcas, sino de un rojo plateado, como sangre tintada con mercurio. No parecía pertenecerle.
La puerta se cerró tras ella con un clic, y Jace alzó los ojos. Clary vio cómo le cambiaba la cara. Quizá ella no fuera una gran admiradora del camisón, pero él seguro que lo era. La expresión del rostro de Jace le produjo un escalofrío.
—¿Tienes frío? —Jace apartó las sábanas; ella se metió en la cama, y él dejó el libro en la mesilla. Se removieron los dos bajo las sábanas hasta quedar cara a cara. Habían estado en la barca por lo que les habían parecido horas, besándose, pero en la cama era diferente. Aquello había sido en público, bajo la mirada de la ciudad y las estrellas. Eso era una intimidad repentina, sólo los dos bajo las sábanas, su aliento y el calor de sus cuerpos mezclándose. Nadie los vigilaba, nadie los pararía, no había razón para detenerse. Cuando él le puso la mano sobre la mejilla, Clary pensó que el rugido de su propia sangre en los oídos hasta podría ensordecerlo a él.
Sus ojos estaban tan cerca que Clary podía ver el entramado de oro y oro más oscuro en los irises de Jace, como un mosaico de ópalo. Había sentido frío durante tanto tiempo, que en ese momento se sentía arder y derretirse a la vez, disolviéndose en él, y eso que casi ni se tocaban. Notó que la mirada se le iba hacia los puntos donde él era más vulnerable: las sienes, los ojos y el pulso en la vena del cuello, y quiso besarlo ahí, sentir sus latidos contra los labios.
La mano derecha de Jace, marcada de cicatrices, le acarició la mejilla, el hombro y el costado, en un único movimiento que acabó en la cadera, con el que Clary se dio cuenta de por qué a los hombres les gustaban tanto los camisones de seda.
—Dime qué quieres —dijo él en un susurro que no disimulaba el deseo en su voz.
—Sólo quiero que me abraces —contestó ella—. Mientras duermo. Eso es todo lo que quiero ahora.
Los dedos de Jace, que le habían estado dibujando círculos en la cadera, se detuvieron.
—¿Eso es todo?
No, no era lo que Clary quería. Lo que quería era besarlo hasta perder la noción del espacio y el tiempo, como le había pasado en la barca; besarle hasta olvidar quién era ella y por qué estaba allí. Quería emplearlo como una droga.
Pero eso era muy mala idea.
Él la observó, inquieto, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo había pensado que parecía letal y hermoso, como un león.
«Es una prueba», pensó. Y tal vez una muy peligrosa.
—Eso es todo —contestó.
El pecho de Jace subía y bajaba. La Marca de Lilith parecía palpitarle contra la piel, justo sobre el corazón. Tensó la mano sobre la cadera de Clary. Ésta podía oír su propia respiración, tan superficial como la marea baja.
Él la atrajo hacia sí y la hizo volverse hasta que quedaron encajados como dos cucharillas, ella de espaldas a él. Ella tragó un grito ahogado. Notó el calor de la piel de Jace, como si tuviera una ligera fiebre. Pero la sensación de los brazos de él al rodearla le resultaba familiar. Los dos encajaban perfectamente, como siempre: la cabeza de ella bajo la barbilla de él, la columna de ella contra los duros músculos del estómago y el pecho de él, y las piernas de ella sobre las de él.
—Muy bien —susurró Jace, y su aliento en la nuca hizo que a Clary se le pusiera la piel de gallina—. Pues vamos a dormir.
Y eso fue todo. Lentamente, Clary se fue relajando, y el golpeteo de su corazón disminuyó. La sensación de los brazos de Jace rodeándola era la de siempre. Cómoda. Puso las manos sobre las de él y cerró los ojos, flotando en el espacio o en la superficie del mar, los dos solos.
Así durmió, con la cabeza bajo la barbilla de Jace, encajada contra él y con las piernas entrelazadas. Y durmió como no había dormido en semanas.
Simon estaba sentado en el borde de la cama en la habitación de invitados de Magnus, mirando una bolsa de lona que tenía en el regazo.
Oía voces provenientes del salón. Magnus estaba explicando a Maia y a Jordan lo que había pasado aquella noche, e Izzy añadía de vez en cuando algún detalle. Jordan decía algo sobre pedir comida china para no morirse de hambre; Maia rió y dijo que mientras no fuera de Jade Wolf, estaba bien.
«Morirse de hambre», pensó Simon. Estaba comenzando a tener hambre, tanta hambre como para notarla como un tirón en las venas. Era una hambre diferente del hambre humana. Se sentía como si le rascaran un hueco vacío en el interior. Pensó que si alguien lo golpeaba, sonaría como una campana.
—Simon. —Se abrió la puerta y entró Isabelle. Llevaba el cabello suelto, casi hasta la cintura—. ¿Estás bien?
—Sí.
La chica vio la bolsa de viaje en su regazo, y se le tensaron los hombros.
—¿Te marchas?
—Bueno, no planeaba quedarme para toda la eternidad —respondió Simon—. Quiero decir, anoche fue… diferente. Me pediste…
—Bien —le cortó ella en un tono inusualmente animado—. Bueno, al menos puede llevarte Jordan. Por cierto, ¿te has fijado en Maia y él?
—¿Fijarme en qué?
Isabelle bajó la voz.
—Sin duda, entre ellos ha pasado algo durante su viajecito. Ahora parecen una pareja.
—Bueno, eso está bien.
—¿Tienes celos?
—¿Celos? —repitió Simon, confuso.
—Bueno, Maia y tú… —Agitó una mano, mirándolo con los ojos entornados—. Erais…
—Oh, no, no, en absoluto. Me alegro por Jordan. Eso le hará muy feliz. —Y lo decía de corazón.
—Bien. —Entonces, Isabelle alzó el rostro, y él vio que tenía las mejillas arreboladas, y no sólo por el frío—. ¿Te quedarás aquí esta noche, Simon?
—¿Contigo?
Ella asintió, sin mirarlo.
—Alec va a ir al Instituto a buscar más ropa. Me ha preguntado si quería ir con él, pero prefiero… prefiero quedarme aquí contigo. —Alzó la barbilla y lo miró directamente—. No quiero dormir sola. Si me quedo aquí, ¿te quedarás conmigo?
Simon notó lo mucho que le molestaba pedirlo.
—Claro —contestó él, dándole toda la poca importancia que pudo, y al mismo tiempo, se sacó la idea del hambre de la cabeza, o al menos lo intentó. La última vez que había tratado de olvidar beber, había acabado con Jordan apartándolo de una Maureen semiinconsciente.
Pero aquello había sido cuando llevaba días sin comer. Esa vez era diferente. Conocía sus límites. Estaba seguro.
—Claro —repitió—. Me encantará.
Camille sonrió sarcástica mirando a Alec desde el diván.
—¿Y dónde cree Magnus que estás ahora?
Alec, que había colocado una tabla de madera sobre dos ladrillos para hacer una especie de banco, estiró las largas piernas y se miró las botas.
—En el Instituto, cogiendo ropa. Iba a ir por Spanish Harlem, pero al final he venido por aquí.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Y por qué?
—Porque no puedo hacerlo. No puedo matar a Raphael.
Camille echó las manos al cielo.
—¿Y por qué no puedes? ¿Acaso tienes algún tipo de lazo personal con él?
—Casi ni lo conozco —contestó Alec—. Pero matarlo es violar deliberadamente la Ley de los Acuerdos. No es que no haya roto Leyes antes, pero hay una diferencia entre romperlas por una buena razón o romperlas por una razón egoísta.
—Oh, Dios santo. —Camille comenzó a ir de un lado a otro—. ¡Líbrame de los nefilim con conciencia!
—Lo siento.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Lo sientes? Ya te daré yo… —Se interrumpió—. Alexander —continuó en una voz más calmada—, ¿y qué hay de Magnus? Si continúas como hasta ahora, lo perderás.
Alec la observó mientras paseaba inquieta, felina y compuesta, con el rostro carente de cualquier expresión excepto de una curiosa compasión.
—¿Dónde nació Magnus?
Camille se echó a reír.
—¿Ni siquiera sabes eso? Dios. En Batavia, si quieres saberlo. —Ella soltó un bufido burlón al ver la cara de incomprensión de Alec—. Indonesia. Claro que entonces eran la Indias Orientales Neerlandesas. Su madre fue una nativa, me parece, y su padre, algún aburrido colono. Bueno, no su auténtico padre. —Los labios se le curvaron en una sonrisa.
—¿Quién era su auténtico padre?
—¿El padre de Magnus? Bueno…, un demonio, claro.
—Sí, pero ¿qué demonio?
—¿Y qué puede importar eso, Alexander?
—Tengo la sensación —continuó Alex, terco—, que es un demonio muy poderoso y de gran rango. Pero Magnus no quiere hablar de él.
Camille se dejó caer en el diván, suspirando.
—Bueno, claro que no. En una relación se debe conservar cierto misterio, Alexander Lightwood. Un libro que aún no se ha leído es siempre más atractivo que uno que te sabes de memoria.
—¿Quieres decir que le explico demasiado? —Alec se abalanzó sobre esa especie de consejo. En algún lugar, dentro de la cáscara fría y hermosa de una mujer, estaba alguien que había compartido una experiencia única con él: la de amar y ser amado por Magnus. Sin duda, ella debía de saber algo, algún secreto, alguna clave que evitaría que él lo fastidiara todo.
—Casi sin duda. Aunque llevas viviendo tan poco tiempo que no puedo imaginar cuánto tendrás para contarle. Sin duda te debes de haber quedado ya sin anécdotas.
—Bueno, a mí me parece que tu política de no contarle nada tampoco funcionó.
—No estaba tan interesada en conservarlo como tú.
—Bueno, si hubieras estado interesada en conservarlo —preguntó Alec, sabiendo que era una mala idea, pero incapaz de evitarlo—, ¿qué habrías hecho diferente?
Camille suspiró con gesto teatral.
—Lo que tú eres demasiado joven para comprender, es que todos ocultamos cosas. Se las ocultamos a nuestros amantes porque queremos mostrarles lo mejor de nosotros mismos, pero también porque si el amor es auténtico, esperamos que nuestro amado lo entienda, sin necesidad de preguntar. En una verdadera pareja, de las que duran años, siempre hay una comunión tácita.
—Pe… pero —tartamudeó Alec—, creía que le gustaría que fuera abierto con él. Quiero decir, me cuesta mucho abrirme con la gente, incluso con las personas a quienes conozco de toda la vida, como Isabelle o Jace…
Camille resopló con desprecio.
—Eso es otra cosa —repuso—. Cuando has encontrado a tu verdadero amor, no necesitas a más gente en tu vida. No me sorprende que Magnus crea que no puede ser abierto contigo, cuando te apoyas tanto en esa otra gente. Cuando el amor es verdadero, deberías satisfacer todos los deseos del otro, todas sus necesidades… ¿Me estás escuchando, joven Alexander? Porque mi consejo es muy valioso y no lo doy a menudo…
La sala estaba llena de la luz traslúcida del amanecer. Clary se sentó y observó cómo dormía Jace. Él estaba de lado, su cabello se veía de color bronce claro en el aire azulado. Tenía la mejilla sobre la mano, como un niño. La cicatriz en forma de estrella en su hombro estaba al descubierto, y también los dibujos de viejas runas a lo largo de los brazos, la espalda y los costados.
Clary se preguntó si otra gente consideraría esas cicatrices tan hermosas como ella, o si sólo las veía así porque lo amaba y eran parte de él. Cada una contaba la historia de un momento. Algunas hasta le habían salvado la vida.
Él murmuró algo en su sueño y se volvió de espaldas. Tenía mano con la runa de visión clara y negra sobre el dorso abierta sobre el vientre, y por encima de ella se hallaba la única runa que Clary no encontraba hermosa: la runa de Lilith, la que lo había unido a Sebastian.
Parecía latir, como el rubí del collar de Isabelle, como un segundo corazón.
Silenciosa como un gato, Clary se puso de rodillas sobre la cama. Extendió el brazo y cogió la daga Herondale de la pared. La foto de Jace y ella se soltó y revoloteó en el aire antes de caer boca abajo en el suelo.
Clary tragó saliva y volvió a mirar a Jace. Incluso en ese momento, estaba tan vivo, parecía resplandecer desde dentro como iluminado por un fuego interior. La cicatriz del pecho palpitaba con un latido continuo.
Clary alzó el cuchillo.
Clary se despertó sobresaltada, con el corazón golpeándole el pecho. La habitación le dio vueltas como un carrusel; aún era de noche, y el brazo de Jace la rodeaba; notaba su aliento cálido contra su nuca, podía notar los latidos de su corazón contra la espalda. Cerró los ojos y tragó el sabor amargo que notaba en la boca.
Había sido un sueño. Sólo un sueño.
Pero ya no podría volver a dormirse. Se incorporó con cuidado, apartó despacio el brazo de Jace y bajó de la cama.
El suelo estaba helado, y Clary hizo una mueca cuando lo tocó con los pies descalzos. En la media luz, encontró el pomo de la puerta del dormitorio y la abrió. Y se quedó helada.
Aunque no había ventanas en el pasillo, estaba iluminado por arañas colgantes. Charcos de algo que parecía oscuro y pegajoso manchaban el suelo. A lo largo de una de las paredes blancas se veía la clara marca de una mano ensangrentada. La sangre salpicaba la pared a intervalos, dirigiéndose hacia la escalera, donde había una única mancha larga y negra.
Clary miró hacia el dormitorio de Sebastian. Estaba en silencio, con la puerta cerrada, y no se veía ninguna luz por la rendija de abajo. Pensó en la chica rubia con el top cogido al cuello que contemplaba a Sebastian. De nuevo miró la huella de la mano ensangrentada. Era como un mensaje, una mano alzada, que le dijese «Detente».
Y entonces, se abrió la puerta de su hermano.
Él salió del cuarto. Llevaba una camiseta térmica sobre unos pantalones negros, y el cabello, blanco plata, estaba revuelto. Bostezaba; se sobresaltó cuando la vio, y una expresión de auténtica sorpresa le cruzó el rostro.
—¿Qué haces levantada?
Clary tragó aire. Sabía metálico.
—¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estás haciendo tú?
—Ir abajo a buscar unas toallas para limpiar este estropicio —dijo como lo más normal del mundo—. Vampiros y sus jueguecitos…
—Esto no parece el resultado de ningún juego —replicó Clary—. Y a la chica, la chica humana que estaba contigo, ¿qué le ha pasado?
—Se asustó un poco al ver los colmillos. A veces pasa. —Al ver la expresión de Clary, se puso a reír—. Vino ella. Quería más. Ahora esta durmiendo en mi cama, si quieres comprobar que está viva.
—No… no es necesario. —Clary bajó la mirada. Le gustaría haberse acostado con algo más que con el camisón de seda. Se sentía desnuda—. ¿Y tú qué?
—¿Me estás preguntando si estoy bien? —inquirió Sebastian. No era ésa la intención de Clary, pero él parecía complacido. Se apartó el cuello de la camisa, y Clary vio dos marcas limpias de pinchazos junto a la clavícula—. Me iría bien un iratze.
Clary no dijo nada.
—Ven abajo —repuso él, y mientras pasaba ante ella, descalzo, le hizo un gesto para que lo siguiera por la escalera de vidrio. Al cabo de un instante, ella hizo lo que le pedía. Al pasar, él encendió las luces, y cuando llegaron a la cocina, estaba iluminada por una luz cálida—. ¿Vino? —preguntó él, mientras abría la puerta de la nevera.
Ella se sentó en uno de los taburetes junto a la barra de la cocina, alisándose el camisón.
—Sólo agua.
Lo observó servir dos vasos de agua mineral, uno para ella y otro para él. Su elegante economía de movimientos era igual que la de Jocelyn, pero el control con el que se movía debía de haberle sido inculcado por Valentine. Le recordaba la forma en que se movía Jace, como un bailarín muy bien entrenado.
Él le acercó el agua con una mano y con la otra se llevó el vaso a los labios. Cuando hubo bebido, dejó el vaso sobre la barra con un golpe.
—Probablemente ya lo sabes, pero hacer el tonto con vampiros da mucha sed.
—¿Y por qué voy a saberlo? —La pregunta le salió más seca de lo que pretendía.
Sebastian se encogió de hombros.
—Me imaginaba que habrías jugado un poco a los mordiscos con ese vampiro diurno.
—Simon y yo nunca hemos «jugado a los mordiscos» —replicó ella en un tono gélido—. Lo cierto es que no me puedo imaginar que alguien quiera que un vampiro se alimente de él a propósito. ¿Tú no odias y desprecias a los subterráneos?
—No —contestó él—. No me confundas con Valentine.
—Sí —masculló ella—. Un error difícil de cometer.
—No es culpa mía que yo sea igual que él y tú seas igual que ella. —Curvó la boca en un gesto de desprecio al pensar en Jocelyn. Clary lo miró con el ceño fruncido—. ¿Ves?, ahí estás. Siempre me estás mirando así.
—¿Así, cómo?
—Como si quemara refugios de animales para divertirme y le ofreciera tabaco a los huerfanitos. —Se sirvió otro vaso de agua. Cuando él volvió la cabeza, Clary vio que las marcas de pinchazos en el cuello ya estaban comenzando a sanar.
—Mataste a un niño —dijo ella con sequedad, y al momento de decirlo supo que debería haberse quedado con la boca cerrada y seguir fingiendo que no pensaba que Sebastian era un monstruo. Max estaba vivo en su cabeza como si fuera la primera vez que lo veía, dormido en un sofá del Instituto con un libro en el regazo y las gafas torcidas en su pequeño rostro—. Eso es algo que no podré perdonarte nunca.
Sebastian respiró hondo.
—Así que es eso —repuso—. ¿Pones tan pronto las cartas sobre la mesa, hermanita?
—¿Qué pensabas? —Su voz le sonó débil y cansada incluso a ella misma, pero él se encogió como si ella le hubiera gritado.
—¿Me creerías si te dijera que eso fue un accidente? —preguntó, mientras dejaba el vaso en la barra—. No quería matarlo. Sólo dejarlo inconsciente, para que no pudiera contar…
Clary lo hizo callar con una mirada. Sabía que no podría ocultar el odio en sus ojos; sabía que debía hacerlo; sabía que era imposible.
—Lo digo en serio. Sólo pretendía dejarlo inconsciente, como hice con Isabelle. Juzgué mal mi propia fuerza.
—¿Y Sebastian Verlac? ¿El auténtico? Lo mataste, ¿verdad?
Su hermano se miró las manos como si no se las reconociera: en la muñeca derecha llevaba una cadena de plata que sujetaba una placa plana de metal, como un nomeolvides; ocultaba la cicatriz por donde Isabelle le había cortado la mano.
—Se suponía que no iba a resistirse…
Asqueada, Clary comenzó a bajar del taburete, pero Sebastian la cogió por la muñeca y tiró de ella hacia sí. Le notó la piel, caliente contra la de ella, y recordó, en Idris, la vez que su tacto la había quemado.
—Jonathan Morgenstern mató a Max. Pero ¿y si no soy la misma persona? ¿No has notado que ni uso el mismo nombre?
—Suéltame.
—Crees que Jace es diferente —continuó diciendo Sebastian a media voz—. Crees que no es la misma persona, y que mi sangre lo ha cambiado. ¿No es cierto?
Ella asintió sin hablar.
—Entonces, ¿por qué es tan difícil de creer que pueda pasar al revés? Quizá su sangre me haya cambiado a mí. Tal vez ya no sea la misma persona que era.
—Apuñalaste a Luke —replicó ella—. Alguien que me importa. Alguien a quien quiero…
—Estaba a punto de hacerme pedazos con esa escopeta —respondió Sebastian—. Tú lo quieres, y yo no lo conozco. Estaba salvándome la vida, y la de Jace. ¿De verdad que no lo entiendes?
—Y tal vez sólo estás diciendo lo que crees que tienes que decir para que confíe en ti.
—¿A la persona que yo era antes le importaría que confiaras en mí o no?
—Si quisieras algo…
—Quizá sólo quiera a mi hermana.
Al oír eso, Clary lo miró a los ojos, involuntariamente, con gesto de incredulidad.
—No sabes lo que es la familia —replicó ella—. O qué hacer con una hermana, si tuvieras una.
—Tengo una —dijo él en voz baja. Había manchas de sangre en el cuello de su camisa, donde le rozaba la piel—. Te estoy dando una oportunidad. Para que veas que lo que estamos haciendo Jace y yo es lo correcto. ¿Puedes darme tú una oportunidad?
Ella pensó en el Sebastian que había conocido en Idris. Había sido divertido, amable, distante, irónico, intenso, enfadado. Pero nunca había sido de los que rogaban nada.
—Jace confía en ti —continuó él—. Pero yo no. Cree que lo amas lo suficiente para tirar por la borda todo lo que alguna vez has valorado o en lo que alguna vez has creído para venir y estar con él. Sin importar el qué.
Ella tensó el mentón.
—¿Y cómo sabes tú si no lo haría?
Él se puso a reír.
—Porque eres mi hermana.
—No nos parecemos en nada —espetó ella, y vio la lenta sonrisa que se formaba en el rostro de Sebastian. Se tragó el resto de sus palabras, pero ya era demasiado tarde.
—Eso es lo que yo habría dicho —repuso él—. Pero vamos, Clary. Estás aquí. No puedes regresar. Has apostado por Jace. Más te vale hacerlo de todo corazón. Ser parte de lo que está ocurriendo. Luego puedes decidir lo que opinas… de mí.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, sin mirarlo a él sino al suelo.
Él le apartó el cabello que le había caído sobre los ojos, y las luces de la cocina destellaron sobre el brazalete que llevaba, el que ella había visto antes, con las letras grabadas. Acheronta movebo. Con osadía, ella lo cogió por la muñeca.
—¿Qué significa?
Él le miró la mano donde le tocaba la plata que llevaba en la muñeca.
—Significa «Así siempre a los tiranos». La llevo para que me recuerde la Clave. Se dice que fue lo que gritaron los romanos que asesinaron a César antes de que pudiera convertirse en un dictador.
—Traidores —dijo Clary, dejando caer la mano.
Los oscuros ojos de Sebastian destellaron.
—O luchadores por la libertad. La historia la escriben los vencedores, hermanita.
—¿Y tú pretendes escribir esta parte?
Él le sonrió de medio lado, con los ojos encendidos.
—Puedes apostar a que sí.
Cuando Alec regresó al apartamento de Magnus, todas las luces estaban apagadas, pero el salón relucía con una llama blanquiazul. Tardó unos instantes en darse cuenta de que procedía del pentagrama.
Se sacó los zapatos junto a la puerta y caminó de puntillas haciendo el menos ruido posible hasta el dormitorio principal. La habitación estaba a oscuras, la única iluminación era una tira de luces de Navidad multicolores que reseguía el marco de la ventana. Magnus estaba dormido boca arriba, con las sábanas a la cintura, con la mano plana sobre su abdomen sin ombligo.
Con movimientos rápidos, Alec se quedó en calzoncillos y se metió en la cama, esperando no despertarle. Por desgracia, no había contado con Presidente Miau, que se había colado bajo las sábanas. Alec apoyó el codo directamente en la cola del gato, y Presidente soltó un maullido y saltó de la cama, lo que hizo que Magnus se incorporara de golpe, parpadeando.
—¿Qué pasa?
—Nada —contestó Alec, maldiciendo mentalmente a todos los gatos—. No podía dormir.
—¿Así que has salido? —El brujo se volvió de lado y le tocó el hombro desnudo—. Tienes la piel fría, y hueles como una pesadilla.
—Estuve caminado por ahí —explicó el otro, y se alegró de que la luz fuera demasiado tenue para que Magnus le viera bien el rostro. Sabía que mentía fatal.
—Por ahí ¿dónde?
«En una relación se debe conservar cierto misterio, Alec Lightwood.»
—Sitios —contestó despreocupadamente—. Ya sabes. Sitios misteriosos.
—¿Sitios misteriosos?
Alec asintió.
Magnus se volvió a dejar caer sobre la almohada.
—Ya veo que has ido a Loquilandia —masculló, y cerró los ojos—. ¿Me has traído algo?
Alec besó a Magnus en la boca.
—Sólo esto —contestó en voz baja, apartándose, pero Magnus, que había comenzado a sonreír, ya lo había cogido por los brazos.
—Bueno, si vas a despertarme —dijo—, al menos puedes hacer que valga la pena. —Y tiró de Alec para que se pusiera sobre él.
Considerando que ya habían pasado una noche en la cama juntos, Simon no se había esperado que su segunda noche con Isabelle fuera tan difícil. Pero claro, esta vez ella estaba sobria, y despierta, y era evidente que esperaba algo de él. El problema era que él no estaba seguro de saber el qué.
Él le había dado una de sus camisas para ponerse, y había mirado educadamente hacia otro lado mientras ella se metía bajo las sábanas y se tiraba hacia la pared, para dejarle mucho espacio.
Él no se había molestado en cambiarse, sólo se había quitado los zapatos y los calcetines y se había metido junto a ella en camiseta y vaqueros. Durante un momento, se quedaron hombro con hombro, y luego Isabelle se volvió hacia él, y le colocó torpemente un brazo sobre el costado. Las rodillas les chocaron. Una de las uñas de Isabelle le arañó en el tobillo. Él fue a moverse, y se dieron en la frente.
—¡Ay! —exclamó ella indignada—. ¿Esto no debería dársete mejor?
Simon estaba perplejo.
—¿Por qué?
—Todas esas noches que has pasado en la cama de Clary, envuelto en vuestros hermosos abrazos platónicos —explicó ella, presionando el rostro contra el hombro de él, de modo que su voz sonaba amortiguada—. Me imaginaba…
—Sólo dormíamos —contestó Simon. No quería decir nada sobre lo bien que Clary se ajustaba a él, cómo estar en la cama con ella le resultaba tan natural como respirar, cómo el aroma de su cabello le recordaba su infancia, el sol, la sencillez y la gracia. Le daba la sensación de que no le ayudaría mucho.
—Lo sé. Pero yo no sólo duermo —replicó Isabelle, irritada—. Con nadie. Y ni siquiera suelo quedarme toda la noche. Nunca.
—Dijiste que querías…
—Oh, cierra el pico —dijo ella, y lo besó. Eso estaba un tanto mejor. Ya había besado a Isabelle antes. Le encantaba la textura de sus suaves labios y la sensación de hundirle las manos en el largo y oscuro cabello. Pero mientras ella se apretaba contra él, también notó el calor de su cuerpo, sus largas piernas desnudas contra él, el latido de su sangre… y el chasquido de sus colmillos al extenderse.
Se apartó rápidamente.
—¿Y ahora qué pasa? ¿No quieres besarme?
—Claro que quiero —trató de decir, pero tenía los colmillos en medio.
Isabelle lo miró con los ojos abiertos.
—Oh, tienes hambre —dijo ella—. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste sangre?
—Ayer —consiguió decir él, con cierta dificultad.
Ella se tumbó sobre la almohada. Sus ojos eran increíblemente grandes, y negros, y brillantes.
—Quizá deberías alimentarte. Ya sabes qué pasa si no lo haces.
—No dispongo de sangre aquí. Tendría que ir al apartamento —contestó Simon. Los colmillos habían comenzado a escondérsele.
Isabelle lo cogió del brazo.
—No tienes por qué beber sangre fría de animal. Yo estoy aquí.
La impresión de esas palabras fue como un pulso de energía atravesándole el cuerpo, erizándole los nervios.
—No lo dices en serio.
—Claro que sí. —Comenzó a desabrocharse la camisa; fue dejando a la vista el cuello, la clavícula, el dibujo de las tenues venas visibles bajo la pálida piel. La camisa quedó abierta. Su sujetador azul cubría más que muchos biquinis, pero aun así, Simon notó que se le secaba la boca. El rubí le destelló como un semáforo rojo bajo la clavícula. «Isabelle.» Como si le leyera el pensamiento, ella se echó el cabello hacia un lado y dejó al descubierto el cuello—. ¿No quieres…?
Él la cogió por la muñeca.
—Izzy, no lo hagas —le pidió con voz urgente—. No puedo controlarme, no puedo controlarlo. Podría hacerte daño, e incluso matarte.
A Isabelle le brillaron los ojos.
—No lo harás. Puedes contenerte. Lo hiciste con Jace.
—Pero Jace no me atrae.
—¿Ni siquiera un poco? —dijo con tono esperanzado—. ¿Un poquito? Porque eso sería como guay. Ah, bueno. ¿Qué le vamos a hacer? Mira, atracción o no, le mordiste cuando estabas hambriento y muriendo, y aun así te contuviste.
—No me contuve con Maureen. Jordan tuvo que apartarme.
—Lo habrías hecho. —Le puso los dedos sobre los labios, y luego se los bajó por el cuello, por el pecho, hasta llegar al punto donde su corazón había latido antes—. Confío en ti.
—Tal vez no deberías.
—Soy una cazadora de sombras. Puedo sacárteme de encima si hace falta.
—Jace no se me sacó de encima.
—Jace está enamorado de la idea de morir —repuso Isabelle—. Yo no.
Ella le colgó una pierna sobre las caderas (era sorprendentemente flexible) y se deslizó hacia él hasta que pudo rozarle los labios con los suyos. Simon quería besarla, lo quería tanto que todo el cuerpo le dolía. Abrió la boca de manera tentadora, le tocó la lengua con la suya, y notó un dolor agudo. Había pasado la lengua por el afilado borde de sus colmillos. Notó el sabor de su propia sangre y se apartó de golpe, volviendo el rostro al otro lado.
—Isabelle, no puedo. —Cerró los ojos. La notaba cálida y suave sobre su regazo, tentadora, torturante. Los colmillos le dolían mucho; notaba todo el cuerpo como si le estuvieran retorciendo afilados alambres por las venas—. No quiero que me veas así.
—Simon. —Isabelle le tocó la mejilla con suavidad, haciéndole volver la cara—. Tú eres así…
Los colmillos se le habían escondido, lentamente, pero aún le dolían. Escondió el rostro tras las manos y habló entre los dedos.
—Es imposible que quieras esto. Es imposible que me quieras a mí. Tu propia madre me echó de la casa. Mordí a Maureen; era sólo una niña. Quiero decir, mírame, mira lo que soy, dónde vivo, y lo que hago. No soy nada.
Isabelle le acarició el cabello. Él la miró a través de los dedos. De cerca, pudo ver que los ojos de la chica no eran negros, sino de un marrón muy oscuro, salpicados de dorado. Estaba seguro de ver lástima en ellos. No sabía lo qué esperaba que ella le dijera. Isabelle usaba a los chicos y los tiraba. Isabelle era hermosa, dura y perfecta, y no necesitaba nada. Y menos aún a un vampiro que ni siquiera sabía muy bien cómo ser vampiro.
Notaba su respiración. Ella olía dulce: a sangre, mortalidad y gardenias.
—No es cierto que seas nada —le dijo ella—. Simon. Por favor. Déjame verte la cara.
A regañadientes, él bajó las manos. Pudo contemplarla con más claridad. Se la veía suave y encantadora bajo la luz de la luna, la piel blanca y cremosa, y el cabello como una cascada negra. Ella le sacó las manos de alrededor del cuello.
—Míralas —dijo, tocando las cicatrices blancas de las Marcas sanadas, que le salpicaban la piel en el cuello, en los brazos y en la curva del pecho—. Feas, ¿verdad?
—Nada de ti es feo, Izzy —respondió Simon, sinceramente sorprendido.
—Se supone que las chicas no deben estar cubiertas de cicatrices —dijo Isabelle como si nada—. Pero a ti no te molestan.
—Son parte de ti… No, claro que no me molestan.
Ella le rozó los labios con los dedos.
—Ser vampiro es parte de ti. No te pedí que vinieras aquí anoche porque no se me ocurría a quién más pedírselo. Quiero estar contigo, Simon. Me da un miedo de muerte, pero así es.
Los ojos de Isabelle resplandecían, y antes de que él pudiera preguntarse más de un segundo si eran lágrimas, ya se había inclinado y la besaba. Esa vez no fue difícil. Esa vez, ella se apoyó en él, y de repente él estaba debajo de ella, y se le subía encima. El largo cabello negro los rodeaba como una cortina. Ella le susurró con suavidad mientras él le acariciaba la espalda. Notaba las cicatrices de ella bajo los dedos, y quiso decirle que para él eran como adornos, testimonios de su valentía que sólo la hacían más hermosa. Pero eso habría significado que dejara de besarla, y no quería hacerlo. Ella gemía y se removía entre sus brazos; ella le metió los dedos en el cabello mientras ambos rodaban hacia un lado, y entonces ella se quedó debajo de él; los brazos de Simon sentían la suavidad y el calor de Isabelle; su boca, el sabor de ella, y el olor de su piel, sal y perfume y… sangre.
Simon se tensó de nuevo, todo él, e Isabelle lo notó. Ella lo cogió por los hombros. En la oscuridad, ella brillaba.
—Hazlo —le susurró. Él le notaba como el corazón le golpeaba dentro del pecho—. Quiero que lo hagas.
Él cerró los ojos, apoyó la frente en la de ella y trató de calmarse. Los colmillos le habían vuelto a salir, apretándole el labio inferior, dolorosamente.
—No.
Las piernas largas y perfectas de Isabelle lo rodeaban, y tenía los pies enganchados por los tobillos, sujetándolo contra ella.
—Quiero que lo hagas. —Los pechos se le aplastaron contra él cuando ella se arqueó alzando el cuello hacia él. El olor de su sangre estaba por todas partes, rodeándolo, y llenaba la habitación.
—¿No tienes miedo? —susurró él.
—Sí. Pero aun así quiero que lo hagas.
—Isabelle… No puedo…
La mordió.
Sus colmillos, afilados como agujas, se hundieron en la vena del cuello de Isabelle como un cuchillo que cortara la piel de una manzana. La sangre estalló en su boca. Nunca había experimentado nada igual. Con Jace, Simon apenas había estado vivo; con Maureen, la culpabilidad lo había destrozado incluso mientras bebía de ella. Lo cierto era que nunca había tenido la sensación de que la persona a la que mordía disfrutara con ello.
Pero Isabelle ahogó un grito, abrió los ojos de golpe y su cuerpo se apretó contra el de él. Ronroneó como un gato; le acarició el cabello, la espalda, con cortos movimientos de las manos que le decían: «No pares, no pares». El calor manaba de ella, entraba en él, iluminando su cuerpo; Simon nunca había sentido, ni imaginado, nada igual. Notaba el fuerte y constante palpitar del corazón de Isabelle, latiéndole desde las venas de ella, y en ese momento fue como si estuviera vivo de nuevo, y el corazón se le contrajo de pura euforia…
Se apartó. No estaba seguro de cómo, pero se apartó y se tumbó de espaldas. Clavó los dedos con fuerza en el colchón. Aún se estremecía mientras los colmillos se le escondían. La habitación relucía a su alrededor, de la manera que lo hacía todo durante unos momentos después de beber sangre humana viva.
—Izzy… —susurró. Le daba miedo mirarla, temiendo que ahora que ya no le estaba clavando los colmillos en el cuello, ella lo mirara con repulsión y horror.
—¿Qué?
—No me has hecho parar —repuso él. Era mitad acusación, y mitad esperanza.
—No quería hacerlo.
Simon la miró. Ella estaba boca arriba; el pecho le bajaba y subía acelerado, como si hubiera estado corriendo. Tenía dos marcas de pinchazos en el costado del cuello, y dos hilillos de sangre el caían por el cuello hasta la clavícula. Obedeciendo un instinto que parecía surgir de lo más profundo de su ser, Simon se inclinó hacia ella y le lamió la sangre del cuello; notaba el sabor a sal, a Isabelle. Ella se estremeció, y agitó los dedos en su cabello.
—Simon…
Él se echó hacia atrás. Ella lo miraba con sus grandes ojos oscuros, muy seria, con las mejillas arreboladas.
—Yo…
—¿Qué? —En un momento de locura, Simon pensó que le iba a decir: «Te quiero», pero, en vez de eso, Isabelle meneó la cabeza, bostezó y le enganchó los dedos en una de las trabillas de los vaqueros. Ella le acarició la piel desnuda de la muñeca.
En algún sitio, Simon había oído que bostezar era señal de pérdida de sangre. Sintió pánico.
—¿Estás bien? ¿He bebido demasiado? ¿Te notas cansada? ¿Estás…?
Ella se apretó contra él.
—Estoy bien. Has parado. Y soy una cazadora de sombras. Producimos sangre a un ritmo tres veces mayor que una persona normal.
—¿Te ha…? —Casi ni se atrevía a preguntarlo—. ¿Te ha gustado?
—Sí. —Su voz era ahogada—. Me ha gustado.
—¿De verdad?
Ella soltó una risita.
—¿No lo has notado?
—He pensado que igual estabas fingiendo.
Ella se alzó sobre un hombro y lo miró desde arriba con sus brillantes ojos oscuros; ¿cómo podían unos ojos ser brillantes y oscuros al mismo tiempo?
—Yo no finjo, Simon —afirmó ella—. Y no miento, y no hago ver.
—Eres una rompecorazones, Isabelle Lightwood —dijo él, con tanta normalidad como pudo con su sangre aún corriéndole por las venas como fuego—. Una vez, Jace le dijo a Clary que me pisotearías con los tacones de tus zapatos de aguja.
—Eso fue entonces. Ahora eres diferente. —Isabelle lo miró fijamente—. No me tienes miedo.
Él le acarició el rostro.
—Y tú no tienes miedo a nada.
—No lo sé. —El cabello le cayó hacia delante—. Quizá tú me rompas el corazón. —Antes de que él llegara a decir nada, ella lo besó, y él se preguntó si ella notaría el sabor de su propia sangre—. Ahora, calla. Quiero dormir —le ordenó ella; se acurrucó contra él y cerró los ojos.
Esa vez, de alguna manera, cupieron donde antes no habían cabido. Nada era torpe, nada se le clavaba, nada le molestaba en la pierna. No era una sensación de infancia, de sol y de suavidad. Era extraño, intenso, excitante, poderoso y… diferente. Simon se quedó despierto, con los ojos clavados en el techo, mientras acariciaba el sedoso cabello negro de Isabelle. Se sentía como si lo hubiera atrapado un tornado y lo hubiera depositado en algún lugar muy lejano, donde todo resultaba desconocido. Al final, volvió la cabeza y besó a Izzy, con mucha suavidad, en la frente; ella se removió y murmuró, pero no abrió los ojos.
Cuando Clary se despertó por la mañana, Jace seguía durmiendo, hecho un ovillo, con el brazo estirado lo justo para tocarle el hombro. Ella lo besó en la mejilla y se levantó. Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño para ducharse cuando le pudo la curiosidad. Fue en silencio hasta la puerta del dormitorio, la entreabrió y miró afuera.
La sangre del pasillo había desaparecido; el enlucido estaba intacto. Estaba tan limpio que se preguntó si todo habría sido un sueño: la sangre, la conversación en la cocina con Sebastian, todo aquello. Dio un paso saliendo al corredor; puso la mano en la pared, donde había estado la huella de la mano ensangrentada…
—Buenos días.
Se volvió en redondo. Era su hermano. Había salido de su dormitorio sin hacer ningún ruido y estaba en mitad del pasillo, mirándola con una sonrisa de medio lado. Parecía recién duchado; húmedo, su cabello claro era del color de la plata, casi metálico.
—¿Estás pensando en ir vestida con eso todo el rato? —le preguntó, mirando el camisón.
—No, sólo estaba… —No quería decirle que había salido a comprobar si aún había sangre en el pasillo. Él se la quedó mirando, divertido y superior. Clary retrocedió—. Voy a vestirme.
Él dijo algo a su espalda, pero ella no se detuvo para escucharlo, corrió a la habitación de Jace y cerró la puerta. Al cabo de un instante, oyó voces en el pasillo: Sebastian de nuevo, y una chica, hablando en un italiano musical. La chica de la noche anterior, pensó Clary. La que él había dicho que estaba durmiendo en su cuarto. Sólo en ese momento se dio cuenta de que había estado casi segura de que Sebastian le había mentido.
Pero le había dicho la verdad.
«Te estoy dando una oportunidad —le había dicho él—. ¿No puedes darme tú una oportunidad?
¿Podía? Era Sebastian. Le dio vueltas febrilmente mientras se duchaba y se vestía con cuidado. La ropa del armario, que había sido elegida para Jocelyn, se apartaba tanto de su estilo habitual que le costó elegir qué ponerse. Encontró unos vaqueros que, por el precio de la etiqueta, debían de ser de diseño, y una camisa de seda estampada con puntos y un lazo en el cuello, que tenía un aspecto vintage que le gustó. Se puso encima su propia chaqueta de terciopelo y volvió a la habitación de Jace, pero él ya no estaba, aunque no le resultó difícil encontrarlo. El ruido de platos, el sonido de risas y el olor de comida flotaban desde el piso de abajo.
Clary bajó los escalones de vidrio de dos en dos, pero se detuvo al pie de la escalera, mirando hacia la cocina. Sebastian estaba apoyado en la nevera con los brazos cruzados, y Jace estaba haciendo algo en una sartén con cebolla y huevos. Iba descalzo, tenía el cabello revuelto y la camisa abrochada de cualquier manera y, al verlo, el corazón de Clary dio un vuelco. Nunca lo había visto así, recién levantado, aún con el aura dorada del sueño rodeándolo, y sintió una penetrante tristeza de que todas esas primeras veces estuvieran sucediendo con un Jace que no era realmente su Jace.
Incluso parecía feliz, sin ojeras, riendo mientras daba la vuelta a los huevos en la sartén y pasaba una tortilla a un plato. Sebastian le dijo algo; Jace miró hacia Clary y sonrió.
—¿Revueltos o fritos?
—Revueltos. No sabía que fueras capaz de preparar huevos. —Se apartó de la escalera y se encaminó hacia la barra de la cocina. El sol entraba a raudales por las ventanas (aunque no había relojes en la casa, supuso que era alrededor de mediodía) y la cocina relucía de vidrio y cromo.
—¿Y quién no es capaz de preparar huevos? —se preguntó Jace en voz alta.
Clary alzó la mano, y Sebastian lo hizo también, al mismo tiempo. La chica no pudo evitar un cierto sobresalto, y bajó la mano rápidamente, pero no antes de que Sebastian la hubiera visto y le sonriera de medio lado. Siempre estaba sonriendo de medio lado. Clary deseó poder borrarle esa sonrisa de un tortazo.
Apartó la mirada de él y se ocupó en prepararse un plato de desayuno con lo que había en la mesa: pan, mantequilla, mermelada y beicon. También había zumo y té. Pensó que no comían nada mal. Claro que si podía guiarse por Simon, los chicos adolescentes siempre tenían hambre. Miró hacia la ventana y se quedó parada. La vista ya no era de un canal sino de una colina que se alzaba en la distancia, coronada por un castillo.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó.
—Praga —contestó Sebastian—. Jace y yo tenemos que hacer un recado aquí. —Miró por la ventana—. Lo cierto es que deberíamos ir saliendo.
Ella le sonrió con dulzura.
—¿Puedo ir con vosotros?
—No —contestó Sebastian, negando con la cabeza.
—¿Por qué no? —Clary cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Acaso es algún tipo de colegueo de tíos en el que no puedo participar? ¿Os vais a cortar el pelo igual?
Jace le pasó un plato con huevos revueltos, pero estaba mirando a Sebastian.
—Quizá pueda venir —dijo—. Quiero decir…, este recado en concreto… no es peligroso.
Los ojos de Sebastian eran como los bosques del poema de Frost, oscuros y profundos. No revelaban nada.
—Cualquier cosa puede volverse peligrosa.
—Bueno, la decisión es tuya. —Jace se encogió de hombros, cogió una fresa, se la metió en la boca y se lamió el jugo de los dedos. Eso, pensó Clary, sí que era una diferencia clara y absoluta entre ese Jace y el suyo. Su Jace tenía una curiosidad feroz y avasalladora por todo. Nunca se encogería de hombros y aceptaría el plan de otro. Era como el mar, lanzándose constantemente contra la orilla rocosa, y ese Jace era… un río tranquilo, reluciendo bajo el sol.
«¿Porque es feliz?»
Clary apretó el tenedor con fuerza, y los nudillos se le pusieron blancos. Odiaba esa vocecita en su cabeza. Como la reina Seelie, le sembraba dudas donde no debería haberlas y hacía preguntas que no tenían respuesta.
—Voy a buscar mis cosas. —Después de coger otra fresa, Jace se la metió en la boca y subió por la escalera. Clary torció la cabeza hacia arriba. Los escalones transparentes parecían invisibles, y daba la impresión de que Jace estuviera volando, no corriendo.
—¿No te comes los huevos? —dijo Sebastian. Había rodeado la barra sin hacer ningún ruido (maldito fuera), y la miraba con las cejas arqueadas. Tenía un ligerísimo acento, una mezcla del acento de la gente que vivía en Idris y algo más británico. Se preguntó si antes lo habría estado disimulando, o simplemente ella no lo había notado.
—La verdad es que no me gustan los huevos —confesó Clary.
—Pero no has querido decírselo a Jace, porque él parecía encantado de prepararte el desayuno.
Como eso era correcto, ella no dijo nada.
—Curioso, ¿verdad? —comentó Sebastian—. Las mentiras que dice la gente buena. Probablemente te preparará huevos todos los días durante el resto de tu vida, y tendrás que tragártelos porque no puedes decirle que no te gustan.
Clary pensó de nuevo en la reina Seelie.
—¿El amor nos hace a todos mentirosos?
—Justo. Aprendes rápido, ¿verdad? —Dio un paso hacia ella, y Clary notó un cosquilleo ansioso que le puso los nervios de punta. Llevaba la misma colonia que Jace. Reconoció el aroma cítrico y de pimienta negra, pero en él olía diferente. Como equivocado, de alguna manera—. Tenemos eso en común —añadió Sebastian, y comenzó a desabrocharse la camisa.
Ella se puso rápidamente en pie.
—¿Qué estás haciendo?
—Tranquila, hermanita. —Se desabrochó el último botón, y la camisa le colgó abierta. Sonrió perezoso—. Tú eres la chica de las runas mágicas, ¿no?
Clary asintió lentamente.
—Quiero una runa de fuerza —explicó él—. Y si tú eres la mejor, quiero que me la hagas tú. No le negarías una runa a tu hermano mayor, ¿verdad? —La recorrió con su oscura mirada—. Además, quieres darme una oportunidad.
—Y tú quieres que te dé una oportunidad —replicó ella—. Así que haré un trato contigo. Te doy la runa de fuerza si me dejas ir con vosotros.
Él acabó de sacarse la camisa y la dejó sobre la barra.
—Trato hecho.
—No tengo estela. —No quería mirarlo, pero resultaba difícil no hacerlo. Parecía estar invadiendo su espacio personal a propósito. Su cuerpo se parecía al de Jace: duro, sin ni un gramo extra de carne en ningún lado y los músculos marcados bajo la piel. También tenía cicatrices como Jace, aunque era tan pálido que las marcas blancas le resaltaban menos de lo que lo hacían sobre la piel dorada de su amado. En su hermano eran como un trazo dorado en un papel blanco.
Él se sacó una estela del cinturón y se la pasó.
—Usa la mía.
—Muy bien —repuso ella—. Date la vuelta.
Él lo hizo. Y ella tuvo que contener una exclamación. Tenía la espalda marcada con profundas cicatrices, una bajo otra, demasiado iguales para ser accidentales.
Marcas de latigazos.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó ella.
—¿A ti qué te parece? Nuestro padre —contestó él—. Usaba un látigo hecho de metal demoníaco, para que ningún iratze curara las heridas. Se supone que deben ser para que recuerde.
—¿Recuerdes qué?
—Los peligros de la obediencia.
Clary le tocó una. La notó caliente bajo el dedo, como si fuera reciente, y áspera, cuando la piel de alrededor era suave.
—¿No querrás decir «desobediencia»?
—Quiero decir lo que he dicho.
—¿Te duelen?
—Todo el tiempo. —Impaciente, Sebastian miró hacia atrás—. ¿A qué estás esperando?
—A nada. —Le apoyó la punta de la estela en el omoplato y trató de mantener la mano firme. La cabeza le iba a mil, pensando lo fácil que sería Marcarlo con algo que le hiciera daño, lo enfermara, le retorciera las entrañas, pero ¿qué le pasaría entonces a Jace? Se sacudió el cabello del rostro, y dibujó con cuidado la runa fortis entre el omoplato y el hombro, justo donde, si fuera un ángel, tendría las alas.
Cuando acabó, él se volvió y le cogió la estela; luego se puso la camisa. Ella no esperaba que le diera las gracias, y no se las dio. Echó los hombros hacia atrás mientras se abrochaba la camisa y sonrió de medio lado.
—Eres buena —dijo, pero eso fue todo.
Al cabo de un momento, los escalones resonaron, y Jace volvió, poniéndose una chaqueta de ante. Se había colgado el cinturón de las armas y llevaba unos mitones oscuros.
Clary le sonrió con una ternura que no sentía.
—Sebastian dice que puedo ir con vosotros.
Jace arqueó las cejas.
—¿Cortes de pelo iguales para todos?
—Espero que no —repuso Sebastian—. Los rizos me sientan fatal.
Clary se miró.
—¿Tengo que ponerme el uniforme?
—La verdad es que no. No es el tipo de recado en el que esperamos tener que luchar. Pero es bueno estar preparado. Te traeré algo de la sala de armas —contestó Sebastian, y se fue arriba.
Ella se maldijo en silencio por no haber encontrado la sala de armas mientras estaba recorriendo la casa. Sin duda, habría algo dentro que quizá le diera alguna pista de lo que estaban planeando…
Jace le acarició la mejilla, y ella pego un bote. Casi había olvidado que estaba allí.
—¿Estás segura de querer venir?
—Totalmente. Me estoy volviendo loca dentro de esta casa. Además, tú me has enseñado a pelear. Me imagino que quieres que utilice tus enseñanzas.
Jace esbozó una sonrisa maliciosa; le echó el cabello hacia atrás y le murmuró algo en la oreja sobre emplear lo que había aprendido de él. Se apartó cuando Sebastian volvió, con la chaqueta puesta y un cinturón de armas en la mano. De él colgaban una daga y un cuchillo serafín. Se acercó a Clary y le puso el cinturón sobre las caderas con un lazo doble. Ella se quedó demasiado sorprendida para apartarlo, y él acabó antes de que ella pudiera reaccionar; se dio la vuelta y fue hacia la pared, donde había aparecido el contorno de una puerta, que resplandecía como si formara parte de un sueño.
La atravesaron.
Una suave llamada en la puerta de la biblioteca hizo que Maryse alzara la cabeza. A través de las ventanas se veía un día nublado y opaco, y las lámparas de pantalla verde lanzaban pequeños charcos de luz en la sala circular. Maryse no habría podido decir cuánto tiempo llevaba sentada ante el escritorio. Tazas de café vacías cubrían la mesa ante ella.
Se puso en pie.
—Entre.
Se oyó un leve chasquido al abrirse la puerta, pero ningún ruido de pasos. Un momento después, una figura en un hábito de color pergamino se deslizó dentro de la sala, con la capucha alzada, ocultándole el rostro.
«¿Nos has llamado, Maryse Lightwood?»
Maryse echó los hombros hacia atrás. Se notaba entumecida, cansada y vieja.
—Hermano Zachariah. Estaba esperando… Bueno. No importa.
«¿Al hermano Enoch? Él está por encima de mí, pero he pensado que quizá tu llamada tenga algo que ver con la desaparición de tu hijo adoptivo. Tengo un interés particular en su bienestar.»
Ella lo miró con curiosidad. La mayoría de los Hermanos Silenciosos no daban su opinión ni hablaban de sus sentimientos personales, suponiendo que los tuvieran. Mientras se alisaba el cabello revuelto, salió de detrás del escritorio.
—Muy bien. Quiero enseñarte algo.
Nunca se había llegado a acostumbrar a los Hermanos Silenciosos, a la manera en que se movían sin hacer el menor ruido, como si no tocaran el suelo con los pies. Zachariah parecía flotar a su lado mientras lo guiaba por la biblioteca hasta un mapamundi colgado en la pared norte. Era un mapa de cazadores de sombras. Mostraba Idris en el centro de Europa, y la salvaguarda que lo rodeaba era un borde dorado.
En un estante debajo del mapa había dos objetos. Uno era una esquirla de cristal manchada de sangre seca. El otro una gastada muñequera de cuero, decorada con la runa de poder angelical.
—Son…
«La muñequera de Jace Herondale y la sangre de Jonathan Morgenstern. Según tengo entendido, los intentos de rastrearlos no han tenido éxito.»
—No se trata precisamente de rastrearlos. —Maryse cuadró los hombros—. Cuando estaba en el Círculo, había un mecanismo que Valentine usaba y con el cual podía localizarnos a todos. A no ser que estuviéramos en ciertos lugares protegidos, él sabía dónde nos hallábamos en todo momento. He pensado que existe la posibilidad de que hiciera lo mismo con Jace cuando era pequeño. Nunca pareció que le costara encontrarlo.
«¿A qué clase de mecanismo te refieres?»
—Una marca. No una del Libro Gris. La teníamos todos. Casi lo había olvidado; después de todo, no había manera de sacársela.
«Si Jace la tuviera, ¿no lo sabría o se ocuparía de evitar que la empleáramos para localizarlo?»
Maryse negó con la cabeza.
—Podría ser tan pequeña como una marca blanca casi invisible bajo el cabello, como es la mía. No sabría que la tiene; Valentine no habría querido decírselo.
El hermano Zachariah se apartó de ella y examinó el mapa.
«¿Cuál ha sido el resultado de tu experimento?»
—Jace la tiene —contestó Maryse, pero no parecía ni complacida ni triunfal—. Le he visto en el mapa. Cuando aparece, el mapa se ilumina, como una chispa de luz, en el lugar donde se halla, y al mismo tiempo se ilumina la muñequera. Por eso sé que es él y no Jonathan Morgenstern. Jonathan no aparece nunca en el mapa.
«¿Y dónde está? ¿Dónde está Jace?»
—Lo he visto aparecer, sólo durante unos segundos cada vez, en Londres, Roma y Shanghái. Hace sólo un momento ha parpadeado en Venecia, y luego ha vuelto a desvanecerse.
«¿Cómo viaja tan rápido entre ciudades?»
—¿A través de un Portal? —Maryse se encogió de hombros—. No lo sé. Sólo sé que cada vez que el mapa parpadea, sé que está vivo… por ahora. Y es como si, por un momento, pudiera volver a respirar. —Cerró la boca con decisión, para que no le salieran más palabras: lo mucho que echaba de menos a Alec y a Isabelle, pero no podía soportar llamarlos para que volvieran al Instituto, donde se esperaría que, al menos Alec, se responsabilizara de la búsqueda de su propio hermano. Que aún pensaba en Max todos los días, y era como si alguien le hubiera vaciado los pulmones de aire y se llevaba las manos al corazón, temiendo morir. No podía perder a Jace, también.
«Lo entiendo.»
El hermano Zachariah se cogió las manos por delante. Se le veían jóvenes, no huesudas o retorcidas, con los dedos largos. A menudo, Maryse se había preguntado cómo envejecían los Hermanos y cuánto tiempo vivían, pero esa información era un secreto de la orden.
«Hay pocas cosas más poderosas que el amor de la familia. Pero lo que no sé es por qué has decidido enseñarme esto.»
Maryse respiró hondo y entrecortadamente.
—Sé que debería enseñárselo a la Clave —repuso—. Pero la Clave ya conoce el lazo que une a Jace con Jonathan. Los están buscando a los dos. Matarán a Jace si lo encuentran. Y sin embargo, guardarme esta información sin duda es traición. —Agachó la cabeza—. He llegado a la conclusión de que decíroslo a vosotros, los Hermanos, es algo que puedo soportar. Entonces, vosotros decidís si decírselo a la Clave. No… no podría soportar ser yo.
Zachariah guardó silencio durante un buen rato.
«Tu mapa te dice que tu hijo sigue vivo —le dijo después mentalmente, con amabilidad—. Si se lo das a la Clave, no creo que los ayude mucho, aparte de decirles que viaja muy de prisa y es imposible de rastrear. Eso ya lo saben. Conserva el mapa. Por ahora, no hablaré de él.»
Maryse lo miró anonadada.
—Pero… tú sirves a la Clave…
«Una vez fui un cazador de sombras como tú. Viví como tú vives. Y al igual que tú, estaban aquellos a los que amaba lo suficiente para anteponer su bienestar a todo lo demás, a cualquier juramento, a cualquier deuda.»
—¿Tuviste…? —Maryse vaciló un instante—. ¿Alguna vez tuviste hijos?
«No. Ningún hijo.»
—Lo siento.
«No lo hagas. E intenta impedir que el miedo por Jace te devore. Es un Herondale, y son unos supervivientes…»
Algo se quebró dentro de Maryse.
—No es un Herondale. Es un Lightwood. Jace Lightwood. Es mi hijo.
Hubo un largo silencio.
«No trataba de decir lo contrario —dijo al fin el hermano Zachariah. Separó las manos y dio un paso atrás—. Hay algo que debes saber. Si Jace aparece en el mapa durante más de unos segundos cada vez, tendrás que decírselo a la Clave. Debes prepararte para esa posibilidad.»
—No creo que pueda —repuso Maryse—. Enviarán a los cazadores tras él. Le prepararán una trampa. Es sólo un niño.
«Nunca ha sido “sólo” un niño», replicó Zachariah, y se marchó flotando de la sala.
Maryse no lo miró mientras se marchaba. Volvía a contemplar el mapa.
«¿Simon?»
El alivio se le abrió como una flor en el pecho. La voz de Clary, insegura pero familiar, le llenó la cabeza. Miró a un lado. Isabelle seguía durmiendo. La luz del mediodía se colaba por el borde de las cortinas.
«¿Estás despierto?»
Él se puso boca arriba y miró al techo.
«Claro que estoy despierto.»
«Bueno, no estaba segura. Estás ¿a cuánto?, seis o siete horas de diferencia de donde estoy yo. Aquí está atardeciendo.»
«¿Italia?»
«Ahora estamos en Praga. Es muy bonita. Hay un río muy grande y un montón de edificios con torres puntiagudas. Se parece un poco a Idris de lejos. Pero hace frío. Más frío que en casa.»
«De acuerdo, acaba con el informe del tiempo. ¿Estás a salvo? ¿Dónde están Sebastian y Jace?»
«Conmigo. Pero me he apartado un poco. He dicho que quería disfrutar de la vista desde el puente.»
«¿Así que soy la vista desde el puente?»
Ella se echó a reír, o al menos él notó algo como una risa en la cabeza, una risa suave y nerviosa.
«No me puedo entretener mucho. Aunque no sospechan nada. Jace… Jace seguro que no. Sebastian es más difícil de interpretar. Creo que no confía en mí. Ayer registré su habitación, pero no hay nada, absolutamente nada, que indique lo que están planeando. Anoche…»
«¿Anoche?»
«Nada. —Era curioso cómo ella podía estar dentro de su cabeza y él aún podía notar que le estaba ocultando algo—. Sebastian tiene en su cuarto la caja que había sido de mi madre. Con sus cosas de bebé dentro. No se me ocurre por qué.»
«No pierdas el tiempo tratando de averiguar las razones de Sebastian —le sugirió Simon—. No vale la pena. Averigua qué van a hacer.»
«Lo intento. —Parecía irritada—. ¿Sigues en casa de Magnus?»
«Sí. Hemos pasado a la fase dos de nuestro plan.»
«¿Ah, sí? ¿Cuál era la fase uno?»
«La fase uno era estar sentados a la mesa pidiendo pizzas y discutiendo.»
«¿Y cuál es la fase dos? ¿Sentarse alrededor de la mesa bebiendo café y discutiendo?»
«No exactamente. —Simon respiró hondo—. Hemos invocado al demonio Azazel.»
«¿Azazel? —La voz mental de Clary se alzó; Simon casi se tapó las orejas—. Así que de eso iba tu estúpida pregunta sobre Los pitufos. Dime que estás bromeando.»
«Hablo en serio. Es una larga historia. —Se la resumió lo mejor que pudo, mientras observaba a Isabelle respirar y la luz del exterior aumentaba de brillo—. Pensábamos que nos ayudaría a encontrar una arma que pudiera matar a Sebastian sin hacer daño a Jace.»
—Sí, ya, pero ¿invocar a un demonio? —Clary no parecía convencida—. Y Azazel no es un demonio cualquiera. Yo soy la que está aquí con el Equipo Malo. Vosotros sois el Equipo Bueno. No lo olvidéis.»
«Ya sabes que nada es así de sencillo, Clary.»
Fue como si pudiera notarla suspirar, un aliento que le recorrió la piel y le puso de punta el pelo de la nuca.
«Lo sé.»
Ciudades y ríos, pensó Clary mientras separaba los dedos del anillo de oro que llevaba en la mano derecha y se apartaba de la vista del puente Carlos para volver con Jace y Sebastian. Éstos se hallaban al otro lado del viejo puente de piedra, señalando hacia algo que ella no podía ver. El agua era del color del metal y fluía en silencio alrededor de los viejos puntales del puente; el cielo era del mismo color, y estaba salpicado de nubes negras.
El viento le azotaba el cabello y el abrigo mientras caminaba para unirse a Jace y a Sebastian. Todos siguieron adelante, los dos chicos conversando en voz baja; Clary supuso que se podría haber unido a la conversación si hubiera querido, pero había algo en la tranquila belleza de la ciudad, con sus agujas alzándose entre la niebla en la distancia, que le hacía querer permanecer en silencio, mirar y pensar.
El puente daba a una serpenteante calle adoquinada con tiendas para turistas a ambos lados, que vendían granates rojo sangre y grandes trozos de ámbar polaco dorado, pesado cristal de Bohemia y juguetes de madera. Incluso a esa hora, había tipos fuera de los clubes nocturnos repartiendo pases gratis o tarjetas de descuento en las bebidas; Sebastian los apartaba con un gesto de impaciencia, y replicándoles molesto en checo. La presión de la gente aminoró cuando la calle se abrió a una vieja plaza medieval. A pesar del frío, estaba llena de gente y kioscos donde se vendían salchichas y sidra caliente especiada. Se detuvieron para comer algo junto a una alta mesa destartalada mientras el enorme reloj astronómico del centro de la plaza comenzaba a dar la hora. Empezó a oírse el ruido metálico de la maquinaria y un círculo de muñecos danzantes de madera fueron apareciendo por las puertas a ambos lados del reloj: los doce apóstoles, les explicó Sebastian, mientras los muñecos daban vueltas y vueltas.
—Hay una leyenda —comentó Sebastian, mientras se apoyaba en la mesa con las manos rodeando el tazón de sidra caliente— que dice que el rey hizo que le arrancaran los ojos al relojero cuando acabó el reloj, para que no pudiera volver a hacer nada tan hermoso.
Clary se estremeció y se acercó más a Jace. Éste había estado callado desde que habían salido del puente, como perdido en sus pensamientos. Bastante gente, sobre todo chicas, se paraba para mirarlo al pasar; su cabello rubio y brillante resaltaba entre los colores invernales de la Plaza Vieja.
—Eso es sádico —dijo ella.
Sebastian pasó un dedo por el borde de la taza y luego se lamió la sidra.
—El pasado es otro país.
—Un país extranjero —añadió Jace.
Sebastian lo miró con ojos perezosos.
—¿Qué?
—«El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera» —recitó Jace—. Ésa es toda la cita.
Sebastian se encogió de hombros y apartó la taza. Daban un euro por devolverlas al puesto donde se compraba la sidra, pero Clary sospechaba que su hermano no se molestaría en hacerse pasar por un buen ciudadano a cambio de un triste euro.
—Vámonos.
Clary no se había acabado su sidra, pero de todas formas la dejó y siguió a Sebastian, que los llevó fuera de la plaza, por el laberinto de calles estrechas y retorcidas. Clary pensó que Jace había corregido a Sebastian. Sin duda había sido en algo de muy poca importancia, pero ¿acaso no se suponía que la magia de sangre de Lilith lo unía a su hermano de una manera que le obligaba a pensar que todo lo que Sebastian hacía estaba bien? ¿Podría ser una señal, aunque fuera mínima, de que el hechizo que los conectaba empezaba a perder fuerza?
Era una esperanza estúpida, y lo sabía. Pero a veces, la esperanza era lo único que quedaba.
Las calles se fueron haciendo más estrechas, más oscuras. Las nubes que colgaban en lo alto habían tapado por completo al sol del atardecer, y viejas farolas de gas ardían aquí y allí, iluminando la tenue neblina. Las calles eran de adoquines y las aceras cada vez más estrechas, obligándolos a caminar en fila india, como si estuvieran cruzando un estrecho puente. Ver a otros peatones, que aparecían y desaparecían entre la niebla, era lo único que hacía pensar a Clary que no habían atravesado alguna especie de pliegue temporal hacia una ciudad soñada, salida de su propia imaginación.
Finalmente llegaron a un arco de piedra que daba a una pequeña plaza. La mayoría de las tiendas habían apagado sus luces, aunque frente a ellos una seguía encendida. Ponía «ANTIKVARIAT» en letras doradas, y el escaparate estaba lleno de viejas botellas destinadas a contener diferentes sustancias, con las etiquetas medio levantadas escritas en latín. Clary se sorprendió cuando Sebastian se dirigió hacia la tienda. ¿Para qué iban a querer botellas viejas?
Olvidó esa idea en cuanto cruzaron el umbral. Por dentro, la tienda tenía una iluminación muy tenue y olía a bolas de naftalina, pero estaba atiborrada, hasta el último rincón, con una increíble selección de trastos y no tan trastos. Hermosos planisferios competían por el espacio con saleros y pimenteros con la forma de las imágenes del reloj de la plaza Vieja. Había pilas de viejas latas de tabaco y puros, sellos enmarcados, viejas cámaras fotográficas de fabricación rusa y de Alemania Oriental, así como un precioso cuenco de cristal tallado de un profundo color esmeralda colocado al lado de un montón de viejos calendarios manchados de humedad. Una bandera checa antigua colgaba de una asta.
Sebastian pasó entre las pilas hacia el mostrador situado al fondo de la tienda, y Clary se dio cuenta de que lo que había tomado por un maniquí era en realidad un anciano con un rostro tan marcado y arrugado como una sábana vieja, que estaba apoyado en el mostrador con los brazos cruzados. El mostrador tenía la parte delantera de vidrio y contenía montones de joyas antiguas, brillantes cuentas de vidrio, pequeños monederos de cadenitas con cierres de gemas y filas de gemelos de camisa.
Sebastian le dijo algo en checo, y el anciano asintió y señaló a Clary y a Jace con un gesto de la barbilla y una mirada suspicaz. Clary vio que tenía los ojos de un color rojo oscuro. Entrecerró los ojos, se concentró y comenzó a atravesar el glamour con el que se envolvía el hombre.
No le resultó fácil; parecía que se le pegara como papel engomado. Al final, Clary consiguió apartarlo lo suficiente para vislumbrar destellos de la auténtica criatura que tenía delante: alta y con forma humana; piel gris y ojos de rubí; una boca llena de dientes puntiagudos que le salían hacia todos lados y largos brazos serpenteantes que acababan en cabezas como de anguila: estrecha, de aspecto malvado y llena de dientes.
—Un demonio vetis —le murmuró Jace al oído—. Son como dragones. Les gusta amontonar cosas brillantes. Trastos, joyas, les da lo mismo.
Sebastian miraba hacia atrás a Jace y a Clary.
—Son mi hermano y mi hermana —dijo pasado un instante—. Se puede confiar en ellos plenamente, Mirek.
Un leve escalofrío recorrió a la chica bajo la piel. No le gustaba la idea de pasar por la hermana de Jace, incluso sólo ante un demonio.
—No me gusta esto —replicó el demonio vetis—. Dijiste que trataríamos sólo contigo, Morgenstern. Y aunque sé que Valentine tuvo una hija —su cabeza se agachó hacia Clary—, también sé que sólo tuvo un hijo.
—Es adoptado —repuso Sebastian con tranquilidad, haciendo un gesto hacia Jace.
—¿Adoptado?
—Creo que encontrarás que, en esta época, la definición de la familia moderna cambia a un ritmo impresionante —soltó Jace.
El demonio, Mirek, no pareció impresionado.
—Esto no me gusta —repitió.
—Pero te gustará esto otro —repuso Sebastian, y se sacó una bolsa, atada por arriba, del bolsillo. La volvió boca abajo sobre el mostrador, y cayó una tintineante pila de monedas de cobre, entrechocando mientras rodaban sobre el vidrio—. Peniques de los ojos de cadáveres. Cien. Ahora, ¿tienes lo que convenimos?
Una mano dentuda serpenteó sobre el mostrador y mordió una moneda con cuidado. Los rojos ojos del dragón se pasearon por el montón.
—Todo esto está muy bien, pero no es suficiente para comprar lo que buscas. —Hizo un gesto con un brazo ondeante, y en lo alto apareció lo que a Clary le pareció un trozo de cristal de roca, aunque más luminoso, más puro, plateado y hermoso. Se dio cuenta sorprendida de que era el material del que se hacían los cuchillos serafines—. Adamas puro —dijo Mirek—. La materia del Cielo. Invaluable.
La furia destelló en el rostro del Sebastian como un rayo, y por un momento Clary vio al malvado muchacho que había debajo, el que se había reído mientras Hodge agonizaba. Luego esa expresión desapareció.
—Pero habíamos acordado un precio.
—También habíamos acordado que vendrías solo —replicó Mirek. Sus ojos regresaron a Clary y a Jace, que no se había movido, pero cuyo aspecto era similar al de un gato controlando la inmovilidad—. Te diré qué más puedes darme —continuó el demonio—. Un rizo del hermoso cabello de tu hermana.
—Bien —contestó ella, dando un paso adelante—. Quieres un trozo de mi cabello…
—¡No! —Jace le cortó el paso—. Es un mago negro, Clary. No tienes ni idea de lo que puede hacer con un mechón de tu cabello o con un poco de sangre.
—Mirek —dijo Sebastian lentamente, sin mirar a Clary. Y en aquel momento, ésta se preguntó que, si su hermano quería cambiar un mechón de su cabello por el adamas, ¿qué podría impedírselo? Jace había protestado, pero también estaba obligado a hacer lo que Sebastian le dijera. En ese dilema, ¿qué ganaría? ¿La compulsión o los sentimientos de Jace hacia ella?—. De ninguna de las maneras.
El demonio parpadeó con un lento movimiento de reptil.
—¿De ninguna de las maneras?
—No tocarás ni un pelo de la cabeza de mi hermana —replicó Sebastian—. Ni renegarás de tu trato. Nadie estafa al hijo de Valentine Morgenstern. El precio que acordamos, o…
—¿O qué? —gruñó Mirek—. ¿O te arrepentirás? No eres Valentine, muchachito. Ése sí que era un hombre que inspiraba lealtad…
—No —repuso Sebastian, y el cuchillo serafín pasó del cinturón a su mano—. No soy él. No tengo la intención de tratar con los demonios como hizo Valentine. Si no puedo tener tu lealtad, tendré tu miedo. Entérate de que soy más poderoso de lo que nunca lo fue mi padre, que si no tratas honradamente conmigo, te quitaré la vida y cogeré lo que he venido a buscar. —Alzó el cuchillo que sostenía—. Dumah —susurró, y el cuchillo lanzó lo que parecía una brillante columna de fuego.
El demonio retrocedió, soltando varias palabras en un lenguaje que sonaba como a barro. Jace ya tenía una daga en la mano. Avisó a Clary, pero no lo suficientemente rápido. Algo le dio a ésta con fuerza en el hombro, y ella cayó de bruces al abarrotado suelo. Se dio la vuelta rápidamente, alzó la mirada…
Y gritó. Sobre ella había una gigantesca serpiente, o al menos tenía un grueso cuerpo escamoso y una cabeza ancha como la de una cobra, pero el cuerpo era articulado, como de insecto, con una docena de finas patas que se agitaban y acababan en garras. Clary se llevó la mano al cinturón de armas mientras la criatura se echaba hacia atrás, babeando veneno amarillo por las fauces, y atacaba.
Simon se había vuelto a dormir después de «hablar» con Clary. Cuando se despertó de nuevo, las luces estaban encendidas, e Isabelle se hallaba de rodillas en el borde de la cama, con vaqueros y una gastada camiseta que debía de haberle prestado Alec. Tenía agujeros en las mangas y se estaba soltando el hilo del bajo. Se había apartado la tela del cuello y con la punta de la estela se estaba trazando una runa en la piel del pecho, justo bajo la clavícula.
Simon se alzó apoyado en los codos.
—¿Qué estás haciendo?
—Iratze —contestó ella—. Por eso. —Se echó el cabello hacia atrás, y él vio las dos marcas de pinchazos que él le había hecho en el cuello. Cuando ella terminó la runa, las marcas desaparecieron y sólo dejaron unas levísimas marcas blancas.
—¿Estás… bien? —La voz de Simon era un susurro. Suave. Estaba tratando de contener las otras preguntas que le quería hacer: «¿Te hice daño? ¿Ahora crees que soy un monstruo? ¿Ya te he acojonado del todo?».
—Estoy bien. He dormido hasta mucho más tarde de lo que suelo hacer, pero creo que seguramente es bueno. —Al ver su expresión, Isabelle se metió la estela en el cinturón. Avanzó hacia Simon con la gracia de un gato y se quedó sobre él, con él cabello cayendo sobre ambos. Estaban tan cerca que se tocaban la nariz. Ella lo miró sin parpadear—. ¿Por qué estás tan loco? —preguntó, y él notó su aliento en el rostro, tan suave como un susurro.
Él quiso cogerla y besarla, no morderla, sino sólo besarla, pero justo en ese momento sonó el timbre del apartamento. Un segundo después, alguien llamó a la puerta del cuarto; la golpeó con tanta fuerza que la hizo sacudirse en las bisagras.
—Simon. Isabelle. —Era Magnus—. Mira, no me importa si estáis durmiendo o haciéndoos cosas inconfesables el uno al otro. Vestíos y venid al salón. Ahora mismo.
Simon miró a los ojos a Isabelle, que parecía tan desconcertada como él.
—¿Qué pasa?
—Salid de ahí —insistió el brujo, y el sonido de sus pasos al marcharse se oyó muy fuerte.
Isabelle salió de encima de Simon, para decepción de éste, y suspiró.
—¿Qué crees que será?
—Ni idea —contestó Simon—. Reunión de emergencia del Equipo Bueno, supongo. —Había encontrado esa expresión divertida cuando Clary la había usado. Isabelle, sin embargo, sólo meneó la cabeza y suspiró.
—No estoy segura de que haya ningún Equipo Bueno últimamente —replicó.
Cuando la cabeza de la serpiente se lanzó hacia Clary, un fulgor brillante la atravesó, casi cegándola. Un cuchillo serafín, con el brillante borde cortando limpiamente la cabeza del demonio, que se desplomó, rociando veneno e icor; Clary rodó hacia un lado, pero parte de la sustancia tóxica le salpicó el torso. El demonio se desvaneció antes de que las dos mitades llegaran a tocar el suelo. Clary apretó los dientes para no gritar de dolor y fue a ponerse en pie. De repente, una mano entró en su campo de visión; una oferta para ayudarla a levantarse.
«Jace», pensó, pero al alzar los ojos, vio que miraba a su hermano.
—Vamos —la apremió Sebastian, todavía con la mano extendida—. Hay más.
Ella le cogió la mano y le dejó ponerla en pie. A él también le había salpicado la sangre del demonio: una sustancia verde negruzca que quemaba lo que tocaba, y chamuscaba la ropa. Mientras ella lo miraba, una de las cosas con cabeza de serpiente (demonios elapid, supo ella tardíamente, al recordar la ilustración en un libro) se alzó por detrás de él, con el cuello plano como el de una cobra. Sin pensar, Clary agarró a Sebastian del hombro y lo apartó con fuerza; él se tambaleó hacia atrás mientras el demonio atacaba, y Clary se alzó para frenarlo con la daga que se había sacado del cinturón. Inclinó el cuerpo hacia un lado mientras le clavaba la daga a la criatura, evitando sus fauces; el siseo del demonio se convirtió en un borboteo cuando la hoja se hundió y Clary tiró de ella hacia abajo, destripando a la criatura de la misma manera en que se destripa a un pescado. La ardiente sangre del demonio le estalló sobre la mano en un hirviente torrente. Clary gritó, pero no soltó la daga mientras el elapid desaparecía de la existencia.
Se volvió en redondo. Sebastian estaba luchando contra otro elapid junto a la puerta de la tienda; Jace estaba conteniendo a otros dos cerca de un aparador con cerámica antigua. El suelo estaba cubierto de añicos de loza. Clary echó el brazo hacia atrás y lanzó la daga, como le había enseñado Jace. La hoja cortó el aire y se clavó en el costado de una de las criaturas, que se alejó de Jace chillando y sacudiéndose. Éste se volvió y, al ver a Clary, le guiñó un ojo antes de cortarle la cabeza de un tajo al último demonio elapid, cuyo cuerpo se deshizo al desaparecer. Jace, salpicado de sangre negra, sonrió satisfecho.
Clary notó un subidón de algo, una sensación de vibrante euforia. Tanto Jace como Isabelle le habían hablado del subidón de la batalla, pero nunca antes lo había sentido. En ese momento, sí. Se sintió todopoderosa, con las venas vibrándole y la fuerza desenroscándosele desde la base de la columna. Todo parecía ir más despacio a su alrededor. Observó al demonio elapid herido girar y volverse hacia ella; se puso a correr hacia Clary sobre sus patas de insecto, con los labios ya separándose de los dientes. Ella retrocedió, arrancó la bandera antigua de su sujeción en la pared y golpeó con el extremo del asta al elapid en la boca abierta. La barra le atravesó el cráneo a la criatura, y el elapid desapareció, llevándose la bandera con él.
Clary rió a carcajadas. Sebastian, que acababa de terminar con los otros demonios, se volvió al oírla, y abrió mucho los ojos.
—¡Clary! ¡Detenlo! —gritó y, al volverse, ella vio a Mirek, que trataba de abrir una puerta en la parte trasera de la tienda.
Clary echó a correr, al mismo tiempo que se sacaba el cuchillo serafín del cinturón.
—¡Nakir! —gritó; saltó sobre el mostrador y luego saltó sobre él mientras su arma comenzaba a brillar con fuerza. Aterrizó sobre el demonio vetis, tirándolo al suelo. Uno de sus brazos de anguila trató de morderla, y ella lo cortó de un tajo con el cuchillo. Más sangre negra salió disparada. El demonio la miró con ojos rojos y aterrados.
—Para —resolló—. Puedo darte todo lo que quieras…
—Tengo todo lo que quiero —susurró ella, y bajó el cuchillo serafín. Lo hundió en el pecho del demonio, y Mirek desapareció con un grito hueco. Clary se golpeó con las rodillas en el suelo.
Al cabo de un instante, aparecieron dos cabezas por el lado del mostrador, mirándola: una rubia dorada y otra rubia plateada. Jace y Sebastian. Jace parecía asombrado; Sebastian, pálido.
—En nombre del Ángel, Clary —dijo a media voz—. El adamas…
—Oh, ¿esa cosa que querías? Está aquí.
La pieza había medio rodado del mostrador. Clary la alzó; era un luminoso pedazo de color plata, manchado donde las manos ensangrentadas de Clary lo habían tocado.
Sebastian maldijo aliviado y le sacó el adamas de las manos, mientras Jace saltaba por encima del mostrador y, de un solo movimiento, caía junto a Clary. Se arrodilló y la acercó mientras le pasaba las manos por encima, con los ojos oscuros de preocupación. Ella lo cogió por las muñecas.
—Estoy bien —le aseguró. El corazón le latía con fuerza y la sangre aún le cantaba en las venas. Abrió la boca para decir algo, pero se inclinó hacia él y le puso las manos sobre las mejillas, clavándole las uñas—. Me siento bien.
Lo miró, desarreglado, sudoroso y ensangrentado como estaba, y quiso besarlo. Quiso…
—Muy bien, vosotros dos —interrumpió Sebastian. Clary se apartó de Jace y miró a su hermano. Los miraba sonriendo con ironía, mientras hacía girar perezosamente el trozo de adamas en la mano—. Mañana usaremos esto —dijo indicando el metal con la cabeza—. Pero esta noche, en cuanto nos hayamos aseado un poco, vamos a celebrarlo.
Simon entró descalzo en el salón, Isabelle tras él, y se encontraron con un sorprendente panorama. El círculo y el pentagrama en el centro del suelo resplandecían con una brillante luz plateada, como mercurio. Se alzaba humo del centro, una alta columna de un rojo muy oscuro, acabada en blanco. Toda la sala olía a quemado. Magnus y Alec estaban fuera del círculo, y junto a ellos, Jordan y Maia, quienes, a juzgar por los abrigos y gorras que llevaban, debían de acabar de llegar.
—¿Qué está pasando? —preguntó Isabelle, mientras se estiraba bostezando—. ¿Por qué todo el mundo está viendo el Canal Pentagrama?
—Espera un momento —contestó Alec, sombrío—. Ya lo verás.
Isabelle se encogió de hombros y sumó su observación a la de los demás. Mientras todos miraban, el humo blanco comenzó a girar, cada vez más rápido, un minitornado que recorría el centro del pentagrama y formaba palabras con marcas requemadas.
«¿HABÉIS TOMADO UNA DECISIÓN?»
—Ayyy —exclamó Simon—. ¿Lleva toda la mañana haciendo esto?
Magnus alzó los brazos. Llevaba pantalones de cuero y una camisa con un rayo metálico delante.
—Y toda la noche.
—¿Y pregunta lo mismo todo el rato?
—No, dice cosas diferentes. A veces, palabrotas. Azazel parece estar pasándolo bien.
—¿Puede oírnos? —Jordan inclinó la cabeza hacia el lado—. Eh, hola, demonio.
Las letras de fuego fueron apareciendo.
«HOLA, LICÁNTROPO.»
Jordan dio un paso atrás y miró a Magnus.
—¿Esto es… normal?
Magnus parecía profundamente infeliz.
—Te aseguro que no es normal en absoluto. Nunca había invocado a ningún demonio tan poderoso como Azazel, pero incluso así… He revisado los libros, y no he encontrado ningún caso en que esto haya pasado antes. Esto se está descontrolando.
—Hay que enviar de vuelta a Azazel —repuso Alec—. De una forma permanente. —Meneó la cabeza—. Quizá Jocelyn tuviera razón. Nada bueno viene de invocar demonios.
—Estoy seguro de que yo vengo de alguien que invocó a un demonio —indicó Magnus—. Alec, lo he hecho cientos de veces. No sé por qué esta vez tiene que ser diferente.
—Azazel no puede salir, ¿verdad? —preguntó Isabelle—. Del pentagrama, me refiero.
—No —contestó Magnus—, pero tampoco debería ser capaz de hacer las otras cosas que está haciendo.
Jordan se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas.
—¿Qué tal es estar en el Infierno, tío? —preguntó—. ¿Caliente o frío? He oído las dos cosas.
No hubo respuesta.
—Por Dios, Jordan —exclamó Maia—. Creo que lo has hecho enfadar.
Jordan tocó con el pie el borde del pentagrama.
—¿Puede predecir el futuro? ¿Qué, pentagrama, vamos a triunfar con el grupo de música?
—Es un demonio del Infierno, no una bola mágica, Jordan —replicó Magnus irritado—. Y aléjate del borde del pentagrama. Invoca a un demonio y atrápalo en un pentagrama, y no podrá hacerte daño. Entra en el pentagrama, y te pones a su alcance…
En ese momento, la columna de humo comenzó a condensarse. Magnus alzó la cabeza de golpe, y Alec se puso en pie, casi tirando la silla mientras el humo iba tomando la forma de Azazel. El traje apareció primero, uno de raya diplomática gris y plata, con elegantes gemelos, y luego pareció llenarlo; sus ojos llameantes fueron lo último en aparecer. Miró alrededor con evidente placer.
—Toda la banda está aquí —dijo—. ¿Habéis tomado una decisión?
—Sí —contestó Magnus—. Creo que no requeriremos tus servicios. Gracias de todas formas.
Se hizo el silencio.
—Ahora ya te puedes ir —añadió Magnus, agitando los dedos como despedida—. Va.
—Creo que no —repuso Azazel amablemente; sacó un pañuelo, lo sacudió y se pulió las uñas—. Creo que me quedaré. Me gusta estar aquí.
Magnus suspiró y le dijo algo a Alec, que fue a la mesa y volvió con un libro. Se lo pasó al brujo. Magnus lo abrió y comenzó a leer.
—«Espíritu maldito, aléjate. Regresa al reino del humo y las llamas, de cenizas y…»
—Eso no funciona conmigo —advirtió el demonio con voz cansina—. Pero inténtalo si quieres. Yo seguiré aquí.
Magnus lo miró con los ojos ardiendo de rabia.
—No puedes obligarnos a negociar contigo.
—Puedo intentarlo. No es que tenga nada mejor que hacer…
Azazel calló cuando una forma familiar entró corriendo en la sala. Era Presidente Miau, que perseguía lo que parecía un ratón. Mientras todos lo miraban sorprendidos y horrorizados, el gato cruzó el borde del pentagrama, y Simon, llevado por el instinto en vez de la razón, saltó dentro del pentagrama tras él y lo cogió en brazos.
—¡Simon!
Sin volverse supo que era Isabelle, que había soltado un grito instintivo. Se volvió para mirarla y la vio con la mano sobre la boca y contemplándolo con los ojos desorbitados. Todos lo miraban. Izzy palideció de horror, e incluso Magnus pareció inquieto.
«Invoca a un demonio y atrápalo en un pentagrama, y no podrá hacerte daño. Entra en el pentagrama, y te pones a su alcance.»
Simon notó que le tocaban en el hombro. Dejó caer a Presidente Miau mientras se volvía; el gato salió corriendo del pentagrama y fue a esconderse bajo el sofá. Simon alzó la mirada. El enorme rostro de Azazel estaba sobre él. A esa distancia, veía las grietas en la piel del demonio, como grietas en el mármol, y las llamas que ardían en el fondo de los hundidos ojos de Azazel. Cuando el demonio sonrió, Simon vio que cada uno de sus dientes acababa en una aguja de hierro.
Azazel exhaló. Una nube de sulfuro caliente rodeó a Simon. Éste era vagamente consciente de la voz de Magnus, que subía y bajaba en una salmodia, y de que Isabelle gritaba algo mientras el demonio lo agarraba por los brazos. Azazel alzó a Simon del suelo, dejándolo con los pies colgando… y lo lanzó.
O trató de hacerlo. Las manos le resbalaron de Simon; éste se cayó al suelo hecho un ovillo, mientras Azazel salía disparado hacia atrás y parecía chocar contra una barrera invisible. Se oyó un ruido como de piedra al quebrarse. Azazel cayó de rodillas; luego se levantó penosamente. Lo miró rugiendo, los dientes destellaron y fue a por Simon, quien, al darse cuenta por fin de lo que estaba pasando, alzó una temblorosa mano y se apartó el cabello de la frente.
Azazel se detuvo en seco. Las manos, con las uñas acabadas con las mismas agujas de hierro que los dientes, se le cerraron a los costados.
—Errante —susurró—. ¿Eres tú?
Simon se quedó parado. Magnus seguía salmodiando suavemente en el fondo, pero todo lo demás estaba en silencio. Simon temía mirar atrás y ver los ojos de cualquiera de sus amigos. Clary y Jace, pensó, ya habían visto lo que hacía la Marca, su fuego. Nadie más. No era de extrañar que se hubieran quedado sin palabras.
—No —repuso Azazel, entrecerrando sus ardientes ojos—. No, eres demasiado joven, y el mundo demasiado viejo. Pero ¿quién osaría poner la marca del Cielo en un vampiro? ¿Y por qué?
Simon bajó la mano.
—Tócame de nuevo y descúbrelo —lo retó.
Azazel hizo un sonido resonante, mitad risa, mitad fastidio.
—Creo que no —contestó—. Si has estado tonteando para torcer la voluntad del Cielo, ni siquiera por mi libertad vale la pena jugarme mi destino aliándolo al tuyo. —Miró por la sala—. Estáis todos locos. Buena suerte, niños humanos. La vais a necesitar.
Y desapareció en medio de una llamarada, dejando detrás un humo negro y el hedor del sulfuro.
—No te muevas —dijo Jace, con la daga Herondale en la mano; con la punta, cortó la camisa de Clary desde el cuello hasta el borde. Cogió ambas partes y se las sacó con cuidado de los hombros, dejándola a ella sentada en el borde del lavabo sólo en pantalones y camisola. La mayoría del veneno y el icor le había caído sobre los vaqueros y el abrigo, pero la frágil seda de la camisa estaba destrozada. Jace la tiró al lavabo, y el agua crepitó; luego le puso la estela en el hombro a Clary y fue trazando una runa curativa.
Ella cerró los ojos, notando el calor de la runa, y luego un intenso alivio del dolor se le extendió por los brazos y la espalda. Era como la novocaína, pero sin atontarla.
—¿Mejor? —preguntó Jace.
Ella abrió los ojos.
—Mucho mejor. —Era perfecto; el iratze no tenía demasiado efecto sobre las quemaduras causadas por veneno de demonio, pero ésas tendían a curarse rápido en la piel de los cazadores de sombras. Lo cierto era que ya sólo le picaban un poco, y Clary, aún con el subidón de la pelea, casi ni las notaba—. ¿Tu turno?
Él sonrió y le ofreció la estela. Estaban en la parte trasera de la tienda de antigüedades. Sebastian había ido a cerrar la puerta y bajar las luces de delante, para no atraer la atención de ningún mundano. Le entusiasmaba «celebrarlo» y, cuando los había dejado, había estado dudando sobre si volver al apartamento y cambiarse o ir directos a un club en la Malá Strana.
Si en alguna parte de su fuero interno Clary sentía que no estaba bien celebrar algo, esa sensación se perdía en la vibración de su sangre. Era curioso que hubiera sido justamente luchando al lado de Sebastian que se le hubiera encendido el interruptor que parecía despertar los instintos de cazadora de sombras que tenía dentro. Quería saltar edificios de un solo bote, dar cien volteretas, y aprender a cruzar los cuchillos como una tijera, como hacía Jace. Pero en vez de todo eso, le cogió la estela y le pidió que se quitara la camisa.
Él se la quitó por la cabeza, y ella trató de mostrarse indiferente. Jace tenía un largo corte en el costado, de un rojo púrpura furioso en los bordes, y quemaduras de sangre de demonio en la clavícula y el hombro derecho. Aun así, era la persona más hermosa que Clary había conocido. Piel de color dorado pálido, anchos hombros, cintura y caderas estrechas, una fina línea de vello dorado que le iba del ombligo hasta perderse bajo la cintura de los pantalones. Apartó los ojos de él y le puso la estela en el hombro, dibujándole en la piel la que debía de ser la enésima runa curativa que él hubiera recibido.
—¿Bien? —preguntó cuando hubo acabado.
—Hum-hum. —Él se inclinó, y Clary pudo notar su olor: sangre y carboncillo, sudor y el jabón barato que habían encontrado en el lavabo—. Me ha gustado —dijo Jace—. ¿A ti no? ¿Luchar juntos así?
—Ha sido… intenso.
Él ya estaba entre sus piernas; se acercó más, enganchándole la cintura del pantalón con los dedos. Ella le puso las manos sobre los hombros y se vio el brillo del anillo de oro con forma de hoja en el dedo. Eso la despejó.
«No te distraigas; no te pierdas en esto. Éste no es Jace, no es Jace, no es Jace.»
Él le rozó la boca con los labios.
—He pensado que era increíble. Tú has estado increíble.
—Jace —susurró ella, y entonces se oyó que golpeaban en la puerta. Jace la soltó sorprendido, y ella se resbaló hacia atrás; sin querer apretó el grifo, que se abrió y los roció a los dos con agua. Ella soltó un gritito de sorpresa y Jace se echó a reír. Fue a abrir la puerta mientras Clary se volvía para cerrar el grifo.
Por supuesto, era Sebastian. Estaba sorprendentemente limpio, si se tenía en cuenta lo que acababan de pasar. Se había cambiado la chaqueta de cuero manchada por una casaca militar antigua, que, sobre su camiseta, le daba el aspecto chic de una tienda de segunda mano. Llevaba algo en las manos, algo negro y brillante.
Sebastian arqueó las cejas.
—¿Hay alguna razón por la que hayas tirado a mi hermana al lavabo?
—La estaba alzando en volandas —contestó Jace; se agachó para recoger la camisa y se la puso. Al igual que Sebastian, su chaqueta era lo que más dañado había resultado, aunque también tenía una raja en el costado de la camisa, donde la garra de un demonio le había arañado.
—Te he traído algo que ponerte —dijo Sebastian, y le pasó la cosa negra brillante a Clary, que había salido del lavabo y estaba de pie, goteando agua con jabón sobre el suelo alicatado—. Es antiguo, y parece de tu talla.
Sorprendida, Clary le devolvió la estela a Jace y cogió la prenda que le ofrecía Sebastian. Era un vestido, casi un viso en realidad, de un negro intenso, con unos elaborados tirantes de cuentas y bajo de encaje. Los tirantes eran ajustables, y la tela se daba lo suficiente para que Sebastian tuviera razón, y seguramente le cupiera. En parte, no le gustaba la idea de ponerse algo que hubiera elegido Sebastian, pero tampoco podía ir a un club nocturno en unos vaqueros empapados y una camisola.
—Gracias —dijo al fin—. Muy bien, salid los dos mientras me cambio.
Los chicos salieron y cerraron la puerta. Ella los oía, chicos hablando en voz alta, y aunque no distinguía las palabras, sabía que estaban bromeando. Cómoda y amistosamente. Qué raro era aquello, pensó mientras se sacaba la ropa y se pasaba el vestido por la cabeza. Jace, que casi nunca se mostraba abierto con nadie, estaba riendo y bromeando con Sebastian.
Se volvió para mirarse en el espejo. El negro le aclaraba el color de la piel, hacía que sus ojos parecieran más grandes y el cabello más rojo; los miembros, largos, finos y pálidos. Las botas que había llevado por dentro de los vaqueros le añadían un toque duro al conjunto. No estaba segura de si estaba guapa, pero seguro que parecía alguien con quien valía la pena no meterse.
Se preguntó si Isabelle lo aprobaría.
Abrió la puerta del lavabo y salió. Estaba en la oscura trastienda, donde todos los trastos que no cabían delante estaban tirados de cualquier manera. Una cortina de terciopelo la separaba del resto del establecimiento. Jace y Sebastian se encontraban al otro lado de la cortina, charlando, aunque ella seguía sin captar las palabras. Apartó la cortina y salió.
Las luces estaban encendidas, aunque la persiana de metal estaba bajada, dejando el interior de la tienda invisible para el transeúnte. Sebastian estaba revisando los trastos de los estantes; los bajaba uno tras otro con sus largos dedos, los examinaba por encima y los volvía a dejar en el estante.
Jace fue el primero en ver a Clary. Ella vio que le chispeaban los ojos y se acordó de la primera vez que él la había visto arreglada, con la ropa de Isabelle, para la fiesta de Magnus. Al igual que entonces, los ojos de Jace fueron subiendo desde la botas, por las piernas, las caderas, la cintura y el pecho, para acabar deteniéndose en el rostro. Él esbozó una lenta sonrisa.
—Podría decir que eso no es un vestido, es ropa interior —dijo él—, pero dudo que eso favorezca mis intereses.
—¿Necesito recordarte que ésa es mi hermana? —preguntó Sebastián.
—La mayoría de los hermanos estarían encantados de ver a un caballero como yo custodiando a su hermana por la ciudad —repuso Jace, mientras cogía una chaqueta militar de una de las perchas y metía los brazos.
—¿Custodiar? —repitió Clary—. Lo siguiente que dirás es que eres un bribón y un perillán.
—Y entonces, acabaremos con un duelo a pistola al amanecer —añadió Sebastian mientras iba hacia la cortina de terciopelo—. Vuelvo en seguida. No me he sacado la sangre del pelo.
—Manías, manías —le soltó Jace, sonriendo, y luego cogió a Clary y la acercó a él. Su voz pasó a ser un susurro—. ¿Recuerdas cuando fuimos a la fiesta de Magnus? Saliste al vestíbulo con Isabelle, y a Simon casi le da una apoplejía.
—Curioso, estaba pensando en lo mismo. —Clary tiró la cabeza hacia atrás para mirarlo—. No recuerdo que tú dijeras nada entonces sobre mi aspecto.
Él metió los dedos bajo los tirantes del vestido; las yemas le rozaron la piel.
—Creía que no te gustaba mucho. Y no creí que una descripción detallada de todo lo que habría querido hacerte, expuesta delante de un público, hubiera servido para que cambiaras de opinión.
—¿Creías que no me gustabas? —Su voz se alzó incrédula—. Jace, ¿cuándo no le has gustado a una chica?
Él se encogió de hombros.
—Sin duda los manicomios de este mundo están llenos de las desafortunadas mujeres que no han sido capaces de ver mis encantos.
Clary tenía una pregunta en la punta de la lengua, una que siempre le había querido hacer pero no le había hecho. Al fin y al cabo, ¿qué importaba lo que hubiera hecho antes de conocerla? Como si él pudiera leerle los pensamientos en la cara, sus dorados ojos se suavizaron un poco.
—Nunca me ha importado lo que las chicas pensaran de mí —dijo—. No antes de ti.
«Antes de ti.»
—Jace, me preguntaba… —La voz de Clary tembló un poco.
—Vuestro precalentamiento verbal es aburrido y molesto —soltó Sebastian, mientras reaparecía por la cortina de terciopelo, con el cabello húmedo y revuelto—. ¿Listos?
Clary se apartó de Jace, sonrojándose.
—Somos nosotros los que te hemos estado esperando —replicó Jace, impertérrito.
—Pues parece que habéis encontrado la manera de entreteneros durante ese terrible rato. Ahora vamos. Ya veréis como os encanta este sitio.
—Quiero recuperar mi depósito —dijo Magnus con tristeza. Estaba sentado sobre la mesa, entre las cajas de pizzas y las tazas de café, observando al resto del Equipo Bueno hacer todo lo que podían para limpiar la destrucción que había ocasionado la aparición de Azazel: los agujeros humeantes de las paredes, el moco negro y sulfuroso que goteaba de las tuberías del techo, la ceniza y otras sustancias negras terrosas que cubrían el suelo. Presidente Miau estaba tumbado en el regazo del brujo, ronroneando. Magnus se había librado de participar en la limpieza porque había permitido que su apartamento quedara medio destruido; Simon tampoco participaba de la limpieza porque después del incidente del pentagrama nadie sabía muy bien qué hacer con él. Había tratado de hablar con Isabelle, pero ella se había limitado a amenazarlo con la fregona.
—Tengo una idea —dijo Simon. Estaba sentado junto a Magnus, con los codos apoyados en las rodillas—. Pero no os va a gustar.
—Tengo la sensación de que no te equivocas, Sherwin.
—Simon. Me llamo Simon.
—Lo que sea. —Magnus agitó una delgada mano—. ¿Cuál es tu idea?
—Tengo la Marca de Caín —comenzó Simon—. Eso significa que nada puede matarme, ¿cierto?
—Te puedes matar tú —soltó Magnus, sin ayudar nada—. Por lo que sé, los objetos inanimados te pueden matar por accidente. Así que si estabas pensando en aprender la lambada en una plataforma engrasada sobre un foso lleno de cuchillos, yo no lo haría.
—Ya me has fastidiado el sábado.
—Pero nada más puede matarte —continuó Magnus. Había apartado la mirada de Simon, y observaba a Alec, que parecía estar peleándose con la mopa—. ¿Por qué?
—Lo que ha pasado en el pentagrama con Azazel me ha hecho pensar —contestó Simon—. Dices que invocar a ángeles es más peligroso que invocar a demonios, porque pueden aplastarte o hacerte arder con el fuego celestial. Pero si lo hiciera yo… —Dejó la frase colgando—. Bueno, yo no correría peligro, ¿no?
Eso captó de nuevo la atención de Magnus.
—¿Tú? ¿Invocar a un ángel?
—Podrías explicarme cómo hacerlo —continuó Simon—. Ya sé que no soy brujo, pero Valentine lo hizo. Si él pudo, ¿por qué yo no? Quiero decir, hay humanos que hacen magia.
—No podría prometerte que sobrevivieras —repuso Magnus, pero había una chispa de interés en su voz que contrastaba con la advertencia—. La Marca es la protección del Cielo, pero ¿te protegería del mismo Cielo? No sé la respuesta.
—No creía que la supieras. Pero aceptas que, de todos nosotros, yo soy el que tiene más posibilidades, ¿verdad?
Magnus miró a Maia, que estaba salpicando a Jordan con agua sucia y riendo mientras él se retorcía, soltando grititos. Maia se echó el rizado cabello hacia atrás, y se dejó una mancha sucia en la frente. Se la veía joven.
—Sí —concedió Magnus a regañadientes—. Probablemente sí.
—¿Quién es tu padre? —preguntó Simon.
Magnus miró instintivamente a Alec. Sus ojos eran de un color verde dorado, tan inescrutables como los ojos del gato que tenía en el regazo.
—No es mi tema favorito, Smedly.
—Simon —replicó Simon—. Y si voy a morir por todos nosotros, lo mínimo que podría hacer es recordar mi nombre.
—No morirás por mí —repuso Magnus—. Si no fuera por Alec, yo estaría…
—¿Dónde estarías?
—Tuve un sueño —contestó Magnus con una mirada distante—. Vi una ciudad de sangre, con torres hechas de huesos, y la sangre corría por las calles como agua. Quizá puedas salvar a Jace, vampiro diurno, pero no puedes salvar el mundo. La oscuridad se acerca. «Una tierra de oscuridad, como la misma oscuridad; y de las sombras de la muerte, sin ningún orden, y donde la luz es como la oscuridad.»
»Si no fuera por Alec, me habría marchado de aquí.
—¿Y adónde irías?
—A esconderme. A esperar que pasara la tormenta. No soy un héroe. —Magnus cogió a Presidente Miau y lo dejó caer al suelo.
—Amas a Alec lo suficiente para quedarte aquí —dijo Simon—. Eso es bastante heroico.
—Tú amabas a Clary lo suficiente para destrozarte la vida por ella —repicó Magnus con una amargura nada característica en él—. Y mira lo que has conseguido. —Alzó la voz—. Muy bien, gente. Venid aquí. Sheldon tiene una idea.
—¿Quién es Sheldon? —preguntó Isabelle.
Las calles de Praga estaban frías y oscuras, y aunque Clary se arrebujaba en su chaqueta con quemaduras de icor, notó que el aire helado le cortaba la vibración exaltada que sentía en las venas, apagando lo que le quedaba del subidón de la pelea. Compró una copa de vino caliente para que la vibración siguiera y la rodeó con las manos para que le diera calor, mientras Jace, Sebastian y ella se perdían en el retorcido laberinto de calles cada vez más estrechas y oscuras. Las calles no tenían placas con nombres y no había otros peatones; lo único constante era la luna, que se movía entre las nubes en lo alto. Finalmente, unos escalones bajos de piedra los llevaron a una pequeña plaza, iluminada por un lado por un reluciente cartel de neón que decía «KOSTI LUSTR». Bajo el cartel había una puerta abierta, un lugar vacío en la pared que recordaba al hueco de un diente perdido.
—¿Qué quiere decir «Kosti Lustr»? —preguntó Clary.
—Significa «La Araña de Hueso». Es el nombre del club —contestó Sebastian mientras avanzaba. Su cabello claro reflejaba las cambiantes luces del neón: rojo intenso, azul frío y dorado metálico—. ¿Venís?
Clary chocó contra un muro de sonido y luz en cuanto entró en el club. Era un espacio grande y abarrotado que parecía haber sido el interior de una iglesia. Aún se veían las vidrieras en lo alto de los muros. Focos estroboscópicos destellaban sobre los felices rostros de los bailarines en la agitada multitud. Había una cabina de disc-jockey en una pared, y música trance rebosaba por los altavoces. La música la sacudía desde lo pies, se le metía en la sangre y le hacía vibrar los huesos. El ambiente estaba cargado de calor humano y de olor a sudor, humo y cerveza.
Estaba a punto de volverse y preguntarle a Jace si quería bailar, cuando notó una mano en la espalda. Era Sebastian. Clary se tensó, pero no se apartó.
—Vamos —le dijo él al oído—. No nos vamos a quedar aquí con toda la purria.
Su mano era como hierro presionándole la columna. Le dejó que la impulsara hacia delante, entre los que bailaban; la multitud parecía apartarse para dejarlos pasar, la gente alzaba los ojos para mirar a Sebastian, y luego los bajaban, apartándose. El calor aumentó, y a Clary casi le costaba respirar para cuando llegaron al otro lado de la sala. Allí había un arco en el que no se había fijado antes. Unos gastados escalones de piedra conducían hacia abajo, curvándose en la oscuridad.
Clary alzó los ojos cuando Sebastian le sacó la mano de la espalda. Se hizo la luz a su alrededor. Jace había sacado su piedra de luz mágica. Le sonrió; su rostro todo ángulos y sombras bajo la dura luz.
—Fácil es el descenso —comentó.
Clary se estremeció. Sabía el resto de la frase. «Fácil es el descenso al Infierno.»
—Vamos. —Sebastian indicó con la cabeza, y comenzó a bajar, grácil y seguro, sin preocuparse de poder resbalar en las piedras pulidas por el tiempo. Clary lo siguió un poco más despacio. El aire fue enfriándose a medida que descendían, y el sonido de la música se desvaneció. Clary oía sus respiraciones y veía sus sombras, distorsionadas y descoyuntadas, que se proyectaban sobre las paredes.
Oyó una nueva música antes de llegar al final de la escalera. Tenían un ritmo incluso más machacón que la música de arriba; se le metió por los oídos y hasta las venas, y la sacudió por dentro. Cuando llegaron al último escalón, estaba casi mareada; entraron en una gigantesca sala que la dejó sin aliento.
Todo era de piedra; las paredes irregulares y con bultos y el suelo liso bajo los pies. Una enorme estatua de un ángel negro alado se alzaba junto a la pared del fondo, con la cabeza perdida entre la sombras de lo alto; de las alas colgaban tiras de granates que parecían gotas de sangre. Explosiones de color y luz estallaban como petardos por toda la sala, nada parecidas a las luces artificiales de arriba; eran hermosas y chispeantes como fuegos artificiales, y cada vez que estallaba uno, esparcía una lluvia brillante sobre la multitud que bailaba abajo. De grandes fuentes de mármol manaba agua burbujeante; pétalos de rosas negras flotaban en la superficie. Y por encima de todo, colgando sobre la atestada pista de baile de un largo cable dorado, había una enorme araña de luces hecha de huesos.
Era tan elaborada como macabra. La parte principal de la lámpara estaba formada por columnas vertebrales unidas; fémures y tibias colgaban como decoración de los brazos de la lámpara, que se alzaban para sostener cráneos humanos, cada uno de ellos sujetando un enorme cirio. Cera negra goteaba como sangre de demonio y aunque ninguno de ellos parecía notarlo, salpicaba a los bailarines. Éstos no eran humanos y giraban, se movían y aplaudían.
—Licántropos y vampiros —dijo Sebastian respondiendo a la pregunta que Clary no había llegado a formularle—. En Praga son aliados. Aquí es donde… se relajan. —Una brisa caliente soplaba por la sala, como un viento del desierto; le agitó el cabello plateado y se lo puso sobre los ojos, ocultándole la expresión.
Clary se sacó la chaqueta y la apretó contra el pecho casi como si fuera un escudo. Miró alrededor con ojos muy abiertos. Podía notar que el resto no eran humanos; los vampiros con su palidez y su gracia lánguida y ágil; los licántropos, fieros y rápidos. La mayoría eran jóvenes, y bailaban cerca, y se rozaban de arriba abajo contra el cuerpo de los otros.
—Pero… ¿no les importará que estemos aquí? ¿Nefilim?
—Me conocen —contestó Sebastian—. Y todos saben que estáis conmigo. —Le cogió la chaqueta—. La dejaré en el guardarropa.
—Sebastian…
Pero él ya se había ido.
Clary miró a Jace, que estaba a su lado. Él tenía los pulgares colgando del cinturón y miraba alrededor sin demasiado interés.
—¿Guardarropa vampírico?
—¿Por qué no? —Jace sonrió—. Te habrás fijado en que no se ha ofrecido a llevarse mi chaqueta. La caballerosidad ha muerto, te lo digo yo. —Inclinó la cabeza al ver la expresión confusa de Clary—. Lo que sea. Tal vez aquí haya alguien con quien quiere hablar.
—¿No es sólo por diversión?
—Sebastian nunca hace nada sólo por diversión. —Jace la cogió de las manos y tiró de ella hacia sí—. Pero yo sí.
Nadie mostró ningún entusiasmo con su plan, lo que a Simon no le sorprendió en absoluto. Hubo un fuerte coro de desaprobación, seguido de un clamor de voces tratando de convencerlo para que no lo hiciera, y preguntas, la mayoría dirigidas a Magnus, sobre la seguridad de todo aquel asunto. Simon apoyó los codos en las rodillas y esperó a que acabaran.
Finalmente, notó que le tocaban suavemente en el brazo. Se volvió, y para su sorpresa, era Isabelle. Ella le hizo un gesto para que la siguiera.
Acabaron entre las sombras de una de las columnas mientras la discusión seguía detrás de ellos. Como Isabelle había sido, al principio, de los que habían protestado con más fuerza, él se preparó para que le gritara. Sin embargo, ella sólo lo miró apretando los labios.
—Vale —dijo él finalmente, harto de su silencio—. Supongo que en este momento no estás nada contenta conmigo.
—¿Supones? Te daría una patada en el culo, vampiro, pero no quiero estropearme mis caras botas nuevas.
—Isabelle…
—No soy tu novia.
—De acuerdo —repuso Simon, aunque no pudo evitar una leve sensación de decepción—. Lo sé.
—Y nunca te he reprochado el tiempo que has pasado con Clary. Incluso te animé a hacerlo. Sé lo mucho que la quieres. Y sé lo mucho que te quiere. Pero esto… esto que pretendes hacer es correr un riesgo de locos. ¿Estás seguro?
Simon miró alrededor, al destartalado apartamento de Magnus, al pequeño grupo en el rincón, discutiendo sobre su destino.
—No es sólo por Clary.
—Bueno, no será por tu madre, ¿verdad? —replicó Isabelle—. ¿Porque te llamó monstruo? No tienes que demostrar nada, Simon. Es su problema, no el tuyo.
—No es eso. Jace me salvó la vida. Se lo debo.
Isabelle pareció sorprenderse.
—No estás haciendo esto sólo para pagar a Jace, ¿verdad? Porque, por ahora, me parece que todos estamos bastante igualados.
—No, no del todo —contestó él—. Mira, todos conocemos la situación. Sebastian no puede estar suelto por ahí. No es seguro. La Clave tiene razón. Pero si él muere, Jace muere. Y si Jace muere, Clary…
—Ella lo superará —dijo Isabelle, con una voz seca y firme—. Es dura y fuerte.
—Sufrirá. Quizá para siempre. No quiero que sufra así. No quiero que tú sufras así.
Isabelle se cruzó de brazos.
—Claro que no. Pero ¿crees que no sufrirá, Simon, si te pasa algo?
Simon se mordisqueó el labio. Lo cierto era que no había pensado en eso.
—¿Y tú qué?
—¿Yo qué?
—¿Sufrirías si me pasara algo?
Ella se lo quedó mirando, con la espalda muy tiesa y la barbilla firme. Pero le brillaban los ojos.
—Sí.
—Pero quieres que ayude a Jace.
—Sí, también.
—Entonces, tienes que dejarme hacerlo —concluyó él—. No es sólo por Jace, o por ti y Clary, aunque todos sois una gran parte. Es porque creo que la oscuridad se acerca. Creo a Magnus cuando lo dice. Creo que Raphael teme realmente una guerra. Creo que estamos viendo una pequeña parte del plan de Sebastian, pero no creo que sea una coincidencia que se llevara a Jace con él cuando se fue. O que Jace y él estén unidos. Sabe que necesitamos a Jace para ganar una guerra. Sabe lo que Jace es.
Isabelle no lo negó.
—Eres tan valiente como Jace.
—Quizá —repuso Simon—. Pero no soy nefilim. No puedo hacer lo que hace él. Y no significo tanto para tanta gente.
—Destinos especiales y tormentos especiales —susurró Isabelle—. Simon… tú significas mucho para mí.
Él le cubrió la mejilla con la mano.
—Eres una guerrera, Izzy. Eso es lo que haces. Es lo que eres. Pero si no puedes luchar contra Sebastian porque herirlo significa herir a Jace, no puedes luchar en esta guerra. Y si tienes que matar a Jace para ganar la guerra, creo que eso destruiría parte de tu alma. Y no quiero que eso ocurra, sobre todo si puedo hacer algo para evitarlo.
Isabelle tragó saliva.
—No es justo —dijo—. Que tengas que ser tú…
—Yo elijo hacerlo. Jace no tiene elección. Si muere, será por algo de lo que él no tiene ninguna culpa, no en realidad.
Isabelle respiró hondo. Descruzó los brazos y lo cogió del codo.
—Muy bien —repuso—. Vamos.
Lo llevó hacia los otros, que dejaron de discutir y la miraron cuando ella carraspeó, como si acabaran de darse cuenta de que ellos dos se habían apartado un momento.
—Ya basta —dijo Isabelle—. Simon ha tomado una decisión, y es él quien elige. Va a invocar a Raziel. Y lo vamos a ayudar en todo lo que podamos.
Bailaron. Clary trató de perderse en el fuerte ritmo de la música mientras la sangre le corría por la venas, igual que había sido capaz de hacerlo aquella vez en el Pandemónium con Simon. Claro que Simon bailaba fatal, y Jace era un bailarín excelente. Supuso que eso tenía sentido. Con todo el entrenamiento de control en la lucha y su gracilidad, no había mucho que no pudiera hacer con el cuerpo. Cuando él echó la cabeza hacia atrás, su cabello estaba oscuro de sudor, pegado a las sienes, y la curva del cuello le brilló bajo la luz de la araña de hueso.
Clary vio cómo lo miraban los otros bailarines: con admiración, especuladores, con ansia depredadora. Sintió por dentro una posesividad a la que no podía poner nombre o controlar. Se acercó más a él, rozándolo con el cuerpo, subiendo y bajando, de la manera que había visto hacer a otras chicas, pero que ella jamás se había atrevido a probar. Siempre había estado convencida de que se enredaría el pelo en la hebilla del cinturón de alguien, pero las cosas ahora eran diferentes. Sus meses de entrenamiento no sólo le servían para luchar, sino siempre que tenía que emplear el cuerpo. Se sentía fluida, manteniendo el control, de una manera en que no se había sentido antes. Se apretó contra Jace.
Él había tenido los ojos cerrados; los abrió justo cuando una explosión de color iluminó la oscuridad en lo alto. Gotas metálicas llovieron sobre ellos; algunas gotitas cayeron sobre el cabello de Jace y relucieron sobre su piel como el mercurio. Él se llevó los dedos a una gota de plata líquida que tenía en la clavícula y se la mostró a ella, con los labios curvados.
—¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez en Taki’s? ¿Sobre la comida de las hadas?
—Recuerdo que me contaste que habías corrido por Madison Avenue desnudo con astas en la cabeza —contestó Clary, parpadeando para hacer caer las gotas de plata de sus párpados.
—Dudo que alguna vez llegara a probarse que había sido realmente yo. —Sólo Jace podía hablar mientras bailaba y no parecer torpe—. Bueno, esta cosa… —y se sacudió un poco del líquido plateado que se le mezclaba con el cabello y la piel, pintándolo de metal— es como eso. Te da…
—¿Colocón?
Él la observó con ojos oscurecidos.
—Puede ser divertido.
Otra de las cosas como flores flotantes estalló sobre su cabeza; la salpicadura fue de color azul plata, como el agua. Jace lamió una gota que le había caído en la mano, observando a Clary.
«Colocón.» Clary no había tomado drogas nunca, y ni siquiera bebía. Tal vez se podría contar la botella de Kahlúa que Simon y ella habían cogido del armario de las bebidas en casa de la madre de él y se habían bebido cuando tenían trece años. Después se habían encontrado muy mal; Simon hasta había vomitado en un seto. No había valido la pena, pero recordaba la sensación de estar mareada, y de reírse tontamente y sentirse feliz sin razón.
Cuando Jace bajó la mano, tenía la boca manchada de plata. Seguía mirándola, con los ojos dorado oscuro bajo sus largas pestañas.
«Feliz sin razón.»
Clary pensó en cómo habían estado juntos durante el tiempo entre la Guerra Mortal y antes de que Lilith comenzara a poseerlo. Entonces él había sido el Jace de la fotografía que tenía colgada en la pared: feliz. Ambos habían sido felices. Al mirarlo, no la había reconcomido ninguna duda, no había tenido esa sensación como de pequeños cuchillos bajo la piel, corroyendo la intimidad que había entre ellos.
Clary se acercó a él y lo besó, suave y definitivamente, en los labios.
En su boca estalló un sabor agridulce, una mezcla de vino y caramelo. Más líquido plateado llovió sobre ellos mientras Clary se apartaba de Jace, lamiéndose la boca deliberadamente. Jace respiraba pesadamente; fue a cogerla, pero ella se apartó dando una vuelta, riendo.
De repente, Clary se sintió libre y feroz, e increíblemente ligera. Sabía que se suponía que debía estar haciendo algo terriblemente importante, pero no podía recordar qué, o por qué le importaba. Los rostros de los danzantes que la rodeaban ya no le parecían lupinos y algo inquietantes, sino oscuramente hermosos. Se hallaba en una gran caverna resonante, y las sombras alrededor estaban pintadas de colores más bellos y brillantes que cualquier puesta de sol. La estatua del ángel que se alzaba en lo alto parecía benevolente, mil veces más que Raziel y su fría luz blanca, y una nota aguda manaba de él, pura, clara y perfecta. Clary comenzó a girar, cada vez más de prisa, dejando atrás el pesar, los recuerdos, la pérdida, hasta que se encontró con unos brazos que la rodearon desde atrás y la sujetaron con fuerza. Miró hacia abajo y vio unas manos marcadas rodeándole la cintura, delgados dedos hermosos, la runa de visión. Jace. Se acurrucó contra él, cerrando los ojos, y dejó que la cabeza le cayera sobre la curva de su hombro. Notaba su corazón contra la espalda.
«Ningún otro corazón late como latía el de Jace, ni podría latir así.»
Abrió los ojos de golpe y se volvió rápidamente, extendiendo las manos para apartarlo.
—Sebastian —susurró.
Su hermano le sonrió de medio lado, plata y negro como el anillo Morgenstern.
—Clarissa —dijo él—. Quiero enseñarte algo.
«No.»
La palabra se le ocurrió y se le fue, disolviéndose como azúcar en un líquido. No podía recordar por qué debía decirle que no a él. Era su hermano; debería quererlo. La había llevado a aquel hermoso lugar. Quizá hubiera hecho cosas malas, pero de eso hacía mucho tiempo, y ella ya no podía recordar cuáles habían sido.
—Oigo ángeles cantando —le dijo ella.
Él soltó una risita.
—Ya veo que has descubierto que esa cosa plateada hace algo más que relucir. —Él le acarició el pómulo con el índice; cuando lo apartó era de color plata, como si hubiera cogido una lágrima pintada—. Ven conmigo, chica ángel. —Le tendió la mano.
—¿Y Jace? —protestó ella—. Lo he perdido entre la gente…
—Nos encontrará. —Sebastian la cogió de la mano, su tacto era sorprendentemente cálido y reconfortante. Ella se dejó llevar hacia una de las fuentes en medio de la sala, y la sentó en el ancho borde de mármol para luego sentarse junto a ella, aún cogiéndole la mano—. Mira en el agua —le dijo—. Dime lo que ves.
Ella se inclinó y miró en la lisa superficie oscura de la fuente. Veía su propio reflejo mirándola, con ojos abiertos y enloquecidos, con el maquillaje corrido como si los tuviera morados, y el cabello revuelto. Y entonces Sebastian también se inclinó, y ella vio el rostro de él junto al suyo. La plata del cabello de Sebastian reflejada en el agua le hizo pensar a Clary en la luna sobre el río. Fue a tocar su brillo, y el agua se onduló, distorsionando sus reflejos y volviéndolos irreconocibles.
—¿Qué ves? —preguntó Sebastian, y había urgencia en su voz.
Clary meneó la cabeza; Sebastian estaba siendo muy tonto.
—Nos veo a ti y a mí —le dijo como si le reprendiera—. ¿Qué más iba a ver?
Él le puso la mano bajo la barbilla y le hizo volver el rostro hacia sí. Sus ojos eran negros, negros como la noche, y sólo un anillo de plata separaba la pupila del iris.
—¿No lo ves? Somos lo mismo, tú y yo.
—¿Lo mismo? —Ella lo miró parpadeando. Había algo en lo que estaba diciendo que no estaba nada bien, pero Clary no acababa de saber qué—. No…
—Eres mi hermana —insistió él—. Tenemos la misma sangre.
—Tú tienes sangre de demonio —replicó ella—. La sangre de Lilith. —Por alguna razón, eso le pareció divertido, y rió como una tonta—. Eres todo oscuro, oscuro, oscuro. Y Jace y yo somos luz.
—Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine —dijo él—. Pero no quieres admitirlo. Y si quieres a Jace, será mejor que lo aceptes. Porque ahora, él me pertenece.
—Entonces, ¿a quién perteneces tú?
Sebastian separó los labios, pero no dijo nada. Por primera vez, pensó Clary, parecía que no tuviera nada que decir. Se sorprendió; sus palabras no habían significado mucho para ella, y sólo lo había preguntado por simple curiosidad. Antes de que Clary pudiera decir nada más, se oyó una voz por encima de ellos.
—¿Qué está pasando? —Era Jace. Miró a uno y a otro, con el rostro inescrutable. Le habían caído encima más brillantes gotas plateadas que le colgaban del dorado cabello—. Clary. —Parecía enfadado. Ella se apartó de Sebastian y se puso en pie de un salto.
—Lo siento —se disculpó ella, sin aliento—. Me he perdido entre la gente.
—Ya lo he notado —respondió Jace—. Estaba bailando contigo, y de repente has desaparecido, y un persistente licántropo ha tratado de desabrocharme los botones de los vaqueros.
Sebastian rió.
—¿Licántropo chica o chico?
—No estoy seguro. De cualquier manera, le habría ido bien un afeitado. —Cogió a Clary de la mano, rodeándole la muñeca con los dedos—. ¿Quieres ir a casa? ¿O bailamos un poco más?
—Bailamos más. ¿Está bien?
—Adelante. —Sebastian se echó hacia atrás y apoyó las manos en el borde de la fuente, con una sonrisa como el filo de una navaja—. No me importa mirar.
Algo pasó un instante ante los ojos de Clary: el recuerdo de la huella de una mano ensangrentada. Se fue tan rápido como había aparecido, y ella frunció el ceño. La noche era demasiado hermosa para pensar en cosas feas. Miró a su hermano un instante antes de dejar que Jace la guiara entre la gente hasta el otro lado, cerca de las sombras, donde había menos cuerpos. Otra bola de luz coloreada estalló en lo alto mientras caminaban, repartiendo plata; ella tiró la cabeza hacia atrás y cogió las gotas dulces y saladas con la lengua.
En el centro de la sala, bajo la araña de hueso, Jace se detuvo y ella se acercó a él. Lo rodeó con los brazos y notó el líquido plateado bajándole por la cara como lágrimas. La tela de la camisa de Jace era fina, y Clary podía notar el calor de su piel. Metió la mano por debajo de la ropa y le arañó las costillas con suavidad. Gotas de líquido plateado le salpicaron las pestañas cuando él bajó la mirada hacia ella y se inclinó para hablarle al oído. Él le pasó las manos por los hombros y se las bajó por los brazos. Ya no estaban bailarines: la música hipnótica los rodeaba, así como el remolino de los bailantes, pero Clary apenas lo notaba. Una pareja rió al pasar e hicieron un comentario despectivo en checo; Clary no lo entendió, pero supuso que decían: «¿No tenéis casa?».
Jace hizo un sonido impaciente, y luego se movió entre la gente, arrastrándola tras de sí hacia uno de los oscuro reservados que había adosados a las paredes.
Había docenas de esos reservados circulares, cada uno con un banco de piedra y una cortina de terciopelo, que se podía cerrar para proporcionar cierta intimidad. Jace cerró la cortina de golpe, y se estrellaron el uno contra el otro como el mar contra la orilla. Sus bocas chocaron y se unieron; Jace la levantó para apretarla contra sí, retorciendo la resbaladiza tela del vestido de Clary con los dedos.
Clary notaba el calor y la suavidad, las manos buscando y encontrando, cediendo y presionando. Sus manos estaban bajo la camisa de Jace, sus uñas le arañaban la espalda, salvajemente complacida cuando él ahogó un gemido. Él le mordió el labio inferior, y ella notó sabor a sangre en la boca, salada y caliente. Clary pensó que era como si quisieran abrirse en canal, meterse el uno en el cuerpo del otro y compartir los latidos del corazón, incluso aunque eso los matara.
El reservado estaba oscuro, tanto que Jace sólo era una silueta de sombras y oro. Su cuerpo clavaba a Clary a la pared. Sus manos le bajaban por el cuerpo; llegó al bajo del vestido y se lo fue subiendo por las piernas.
—¿Qué estás haciendo? —susurró ella—. ¿Jace?
Él la miró. La peculiar luz del club convertía sus ojos en una cuadrícula de colores quebrados. Su sonrisa era maliciosa.
—Puedes decirme que pare siempre que quieras —contestó él—. Pero no lo harás.
Sebastian corrió la polvorienta cortina de terciopelo que cerraba el reservado y sonrió.
Había un banco que seguía la pared de la salita circular, y un hombre estaba sentado en él, con los codos apoyados en una mesa de piedra. Llevaba la larga melena negra recogida hacia atrás, tenía una cicatriz o marca con forma de hoja en una mejilla y sus ojos eran verdes como la hierba. Vestía un traje blanco, y un pañuelo con una hoja verde bordada le asomaba en un bolsillo.
—Jonathan Morgenstern —saludó Meliorn.
Sebastian no lo corrigió. Las hadas daban gran importancia a los nombres, y nunca lo llamarían por nada que no fuera el nombre que su padre había elegido para él.
—No estaba seguro de si estarías aquí a la hora acordada, Meliorn.
—¿Debo recordarte que los seres mágicos no mentimos? —replicó el caballero. Alargó la mano y cerró la cortina. La música machacona quedó discretamente amortiguada, aunque no inaudible—. Ven y siéntate. ¿Vino?
Sebastian se sentó en el banco.
—No, nada. —El vino, como el licor de las hadas, sólo le nublaría los pensamientos, y las hadas parecían tener una gran tolerancia al alcohol—. Admito que me llevé una sorpresa cuando recibí el mensaje diciendo que querías verme aquí.
—Tú más que nadie deberías saber que la Señora tiene un interés especial en ti. Conoce todos tus movimientos. —Meliorn bebió un trago de vino—. Ha habido una gran alteración demoníaca en Praga esta noche. La reina estaba preocupada.
Sebastian abrió los brazos.
—Como puedes ver, no estoy herido.
—No me cabe duda de que una alteración tan grande atraerá la atención de los nefilim. De hecho, si no me equivoco, varios de ellos ya se han transportado en.
—¿En qué? —preguntó Sebastián, inocente.
Meliorn tomó otro trago de vino y lo miró fijamente.
—Ah, vale. Siempre olvido la curiosa manera en que hablan las hadas. Quieres decir que hay cazadores de sombras entre la gente de fuera, buscándome. Ya lo sé. Los he visto antes. La reina no me tiene en gran estima si piensa que no puedo ocuparme de los nefilim yo solo.
Sebastian sacó una daga del cinturón y la hizo girar; la poca luz del reservado relució sobre la hoja.
—Le informaré de lo que has dicho —masculló Meliorn—. Debo admitir que no tengo ni idea de qué interés puede tener en ti. Te he tomado la medida y la he hallado corta, pero yo no tengo los gustos de mi señora.
—¿Puesto en la balanza y hallado corto? —Divertido, Sebastian se inclinó hacia él—. Déjame que te diga una cosa, caballero hada. Soy joven. Soy guapo. Y estoy dispuesto a arrasar el mundo entero hasta los cimientos para conseguir lo que quiero. —Con la daga, recorrió una grieta de la piedra—. Como yo, la reina se contenta con un juego a largo plazo. Pero lo que quiero saber es esto: cuando el ocaso de los nefilim llegue, ¿la corte estará conmigo o contra mí?
El rostro de Meliorn era impasible.
—La Señora dice que a tu lado está.
Sebastian esbozó una medio sonrisa.
—Eso es una noticia excelente.
Meliorn soltó un bufido.
—Siempre he supuesto que la raza de los humanos consigo misma acabaría —comentó—. Durante mil años he profetizado que vosotros seríais vuestra propia muerte. Pero no esperaba que el final fuera así.
Sebastian dio vueltas a la daga entre los dedos.
—Nadie lo hace nunca.
—Jace —susurró Clary—. Jace, cualquiera podría entrar y vernos así.
Las manos de Jace no se detuvieron.
—No lo harán.
Le recorrió el cuello a besos, y consiguió que ella perdiera el hilo de sus pensamientos. Era difícil aferrarse a lo que era real, con sus manos sobre ella, la cabeza y sus recuerdos girando en un torbellino, y aferrada con tanta fuerza a la camisa de Jace que pensó que iba a rasgar la tela.
Notaba el frío de la pared de piedra en la espalda, pero Jace la estaba besando en el hombro, y le bajaba el tirante del vestido. Clary tenía calor y frío, y se estremecía. El mundo se había quebrado en trocitos, como las brillantes piezas dentro de un calidoscopio. Se iba a desmontar bajo las manos de él.
—Jace… —Se aferró a su camisa. Estaba pegajosa y viscosa. Se miró las manos y por un momento no comprendió lo que veía. Fluido plateado mezclado con rojo.
Sangre.
Alzó la mirada. Colgado boca abajo del techo, como una macabra piñata, había un cuerpo humano, atado por los tobillos. La sangre le goteaba de un corte en el cuello.
Clary gritó, pero el grito no produjo sonido. Empujó a Jace, que se tambaleó hacia atrás; tenía sangre en el pelo, en la camisa y en la piel desnuda. Ella se subió los tirantes del vestido, fue a trompicones hasta la cortina que ocultaba el reservado y la abrió.
La estatua del ángel ya no era exactamente como de costumbre. Las alas negras eran alas de murciélago; el rostro hermoso y benevolente se había retorcido en una mueca de desprecio. Colgando del techo en sogas retorcidas habían los cuerpos masacrados de hombres, mujeres y animales; los cuellos cortados, la sangre goteando como lluvia. De las fuentes manaba sangre, y lo que flotaba sobre la superficie no eran flores sino manos cortadas. Los que bailaban estaban cubiertos de sangre. Y mientras Clary miraba, una pareja pasó girando ante ella, el hombre alto y pálido y la mujer flácida entre sus brazos, con el cuello abierto, evidentemente muerta. El hombre se lamió los labios y se inclinó para tomar otro bocado, pero antes de hacerlo, miró a Clary y sonrió, y su rostro estaba manchado de sangre y plata. Clary notó la mano de Jace en el hombro, tirando de ella, pero se soltó de él. Estaba mirando los tanques de vidrio alineados contra las paredes, que había pensado que contenían peces brillantes. El agua no era clara, sino negruzca y espesa, y varios cuerpos humanos ahogados flotaban en ella, con el cabello revolviéndose como filamentos de medusas luminosas. Recordó a Sebastian flotando en su ataúd de cristal. Un grito le subió por la garganta, pero lo ahogó cuando el silencio y la oscuridad pudieron con ella.
Clary volvió en sí lentamente, con la misma sensación de mareo que recordaba de aquella primera mañana en el Instituto, cuando se había despertado sin tener ni idea de dónde se hallaba. Le dolía todo el cuerpo, y notaba la cabeza como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro. Estaba tumbada de lado, con la cabeza apoyada en algo áspero, y notaba un peso sobre los hombros. Miró hacia abajo y vio una delgada mano puesta protectoramente sobre su esternón. Reconoció las Marcas, las tenues cicatrices blancas, e incluso la forma de las venas del antebrazo. El peso que sentía en el pecho cesó, y se sentó con cuidado, deslizándose de debajo del brazo de Jace.
Se encontraban en su dormitorio. Clary reconoció la increíble pulcritud, la cama perfectamente hecha con la ropa metida en las esquinas como en los hospitales, aún intacta. Jace estaba durmiendo, apoyado en el cabezal, todavía con la ropa que había llevado la noche anterior. Incluso tenía puestos los zapatos. Sin duda se había quedado dormido abrazándola, aunque ella no lo recordaba. Todavía tenía salpicaduras de la sustancia plateada del club.
Se removió levemente, como si notara que ella se había apartado, y se colocó encima el brazo libre. No parecía herido, pensó Clary, sólo agotado; sus largas pestañas doradas reposaban sobre las sombras bajo los ojos. Parecía vulnerable, como un niño pequeño. Podría haber sido su Jace.
Pero no lo era. Clary recordaba el club, las manos de él en la oscuridad, los cadáveres y la sangre. Se le revolvió el estómago y se llevó una mano a la boca, tratando de controlar la náusea. Le asqueó lo que recordaba, y bajo la náusea había algo que la reconcomía, la sensación de que le faltaba algo.
Algo importante.
—Clary.
Se volvió. Jace tenía los ojos medio abiertos; la miraba a través de las pestañas, y el dorado de sus ojos parecía apagado por el cansancio.
—¿Cómo es que estás despierta? —le preguntó él—. Acaba de amanecer.
Clary apretó los puños sobre las mantas.
—Anoche —comenzó, con voz insegura—. Los cadáveres… La sangre.
—¿Los qué?
—Eso fue lo que vi.
—Yo no. —Jace negó con la cabeza—. Drogas de hadas. Sabías…
—Parecía tan real…
—Lo siento. —Cerró los ojos—. Quería divertirme. Se supone que te hace sentir feliz. Ver cosas bonitas. Pensaba que podríamos divertirnos juntos.
—Vi sangre —repuso ella—. Y gente muerta flotando en una especie de peceras.
Jace negó de nuevo; se le cerraban los párpados.
—Nada de eso era real…
—¿Incluso lo que pasó entre tú y yo…? —Clary calló, porque Jace tenía los ojos cerrados, y el pecho le subía y bajaba relajado. Se había dormido.
Clary se levantó sin mirar a Jace y fue al cuarto de baño. Se miró en el espejo mientras un adormecimiento se le extendía por los huesos. Estaba llena de manchas de residuo plateado. Le recordó la vez que un rotulador metálizado se le había roto dentro de la mochila, ensuciando todo lo que tenía dentro. Uno de los tirantes del sujetador se había roto, seguramente por donde Jace había tirado de él la noche anterior. Tenía los ojos rodeados de sombras y rayas negras de rímel, y tanto la piel como el pelo estaban pegajosos por la sustancia plateada.
Con una sensación de debilidad y mareo, se sacó el vestido y la ropa interior; lo tiró todo al cesto de la ropa sucia antes de meterse bajo el agua caliente.
Se lavó el cabello una y otra vez, tratando de sacarse toda la pasta seca de plata. Era como tratar de limpiar una mancha de óleo. Y el olor también se le pegaba, como el agua de un jarrón cuando las flores se han podrido, leve, dulzón y desagradable sobre la piel. Ninguna cantidad de jabón parecía capaz de librarla de él.
Cuando finalmente se convenció de que estaba tan limpia como conseguiría estarlo, se secó y fue al dormitorio principal a vestirse. Fue un alivio volverse a poner unos tejanos y unas botas, y hundirse en un cómodo jersey de algodón. Sólo entonces, cuando se puso la segunda bota, la sensación de que le faltaba algo la reconcomió de nuevo. Se quedó helada.
El anillo. El anillo de oro que le permitía hablar con Simon.
No lo tenía.
Lo buscó a la desesperada en el cesto de la ropa sucia para ver si se le había enganchado al vestido, y luego registró cada palmo de la habitación de Jace mientras él seguía durmiendo tranquilamente. Revisó la moqueta, la ropa de la cama y los cajones de la mesilla.
Al final se sentó, con el corazón golpeándole dentro del pecho y una sensación de náusea en el estómago.
Había perdido el anillo. En alguna parte, de alguna manera. Trató de recordar la última vez que lo había visto. Sin duda le había destellado en la mano mientras blandía la daga contra los demonios elapid. ¿Se le habría caído en la tienda de trastos? ¿En el club?
Se clavó las uñas en los muslos cubiertos por los vaqueros hasta que el dolor la hizo ahogar un grito.
«Concéntrate —se dijo a sí misma—. Concéntrate.»
Quizá se le hubiera caído por el apartamento. Jace debía de haberla subido a la habitación en algún momento. No era muy probable, pero cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, debía explorarse.
Se puso en pie y salió al pasillo tan en silencio como pudo. Fue hacia la habitación de Sebastian, y se detuvo vacilante. No podía imaginarse por qué el anillo podría estar allí, y despertarlo sólo sería contraproducente. Dio media vuelta y bajó la escalera, pisando con cuidado para minimizar el ruido de las botas.
La cabeza le iba a toda velocidad. Si no tenía modo de contactar con Simon, ¿qué iba a hacer? Tenía que contarle lo de la tienda de antigüedades, lo del adamas. Debería haber hablado con él antes. Tuvo ganas de dar un puñetazo a la pared, pero se forzó a pensar con calma, a considerar sus opciones. Sebastian y Jace estaban empezando a confiar en ella; si pudiera escapar de ellos durante un momento, en alguna de las ajetreadas calles de la ciudad, podría llamar a Simon desde un teléfono público. Podría meterse en un café con Internet y enviarle un correo electrónico. Ella sabía más de tecnología mundana que ellos. Perder el anillo no significaba que todo hubiera acabado.
No tenía intención de rendirse.
Estaba tan ocupada pensando qué iba a hacer que al principio no vio a Sebastian. Por suerte, él le daba la espalda. Se hallaba en el salón, de cara a la pared.
Clary ya estaba al final de la escalera, y se quedó inmóvil; luego corrió hasta el muro bajo que separaba la cocina de la sala y se aplastó contra él. Si Sebastian la veía, podría decirle que había bajado a buscar un vaso de agua.
Pero la oportunidad de observarlo sin que él lo supiera era demasiado tentadora. Se volvió un poco y miró por el borde de la barra de la cocina.
Sebastian seguía de espaldas a ella. Se había cambiado de ropa después de estar en el club. Ya no llevaba la casaca militar, sino una camisa y unos vaqueros. Al volverse, se le levantó la camisa, y Clary vio que llevaba el cinturón de armas alrededor de la cintura. Sebastian alzó la mano derecha y Clary pudo ver que sujetaba su estela, y había algo en la manera en que la sostenía, por un momento, con un cuidadoso aire pensativo, que le recordó el modo que su madre sujetaba un pincel.
Clary cerró los ojos. Era como la sensación de una tela al enredarse en un gancho, un tirón dentro del corazón siempre que reconocía algo en Sebastian que le recordaba a su madre o a sí misma. La constatación de que por mucho que su sangre estuviera envenenada, seguía siendo la misma sangre que corría por sus venas.
Abrió los ojos de nuevo, a tiempo de ver una puerta formándose delante de Sebastian. Éste cogió una bufanda que colgaba de una percha en la pared y la atravesó hacia la oscuridad.
Clary tuvo una fracción de segundo para decidirse. Quedarse y registrar las habitaciones, o seguir a Sebastian y ver adónde iba. Sus pies tomaron una decisión antes que su mente. Se apartó de la pared y corrió a través de la oscura abertura de la puerta momentos antes de que se cerrara tras ella.
La habitación donde yacía Luke sólo estaba iluminada por el brillo de las farolas de la calle, que se colaba entre los tablones de la ventana. Jocelyn sabía que debería haber pedido una lámpara, pero lo prefería así. La oscuridad ocultaba la gravedad de sus heridas, la palidez de su rostro y las profundas ojeras bajo los ojos.
En aquellas tinieblas, Luke se parecía mucho al muchacho que había conocido en Idris antes de la creación del Círculo. Lo recordaba en el patio de la escuela, delgado y castaño, con ojos azules y manos inquietas. Había sido el mejor amigo de Valentine, y por eso nadie se había fijado nunca en él. Ni siquiera ella, o no habría sido tan enormemente ciega como para no ver lo que él sentía por ella.
Recordaba el día de su boda con Valentine, el sol claro y brillante a través del techo de cristal del Salón de los Acuerdos. Valentine tenía veinte años y ella diecinueve; y recordaba lo poco que había agradado a sus padres que decidiera casarse tan joven. Su desaprobación no le había parecido importante; ellos no lo entendían. Estaba segura de que, para ella, nunca habría nadie más que Valentine.
Luke había sido su padrino. Recordaba su rostro mientras ella recorría el pasillo; lo había mirado un instante antes de centrar toda su atención en Valentine. Recordaba haber pensado que él no debía de encontrarse muy bien, que parecía que sintiera algún dolor. Y más tarde, en la Plaza del Ángel, mientras los invitados se entretenían —la mayoría de los miembros del Círculo estaban allí, desde Maryse y Robert Lightwood, ya casados, hasta Jeremy Pontmercy, de apenas quince años—, y ella estaba junto a Luke y Valentine, alguien había hecho una vieja broma sobre que si el novio no se hubiera presentado, la novia tendría que haberse casado con el padrino. Luke iba vestido de etiqueta, con las runas doradas de buena suerte en el matrimonio bordadas, y estaba muy apuesto, pero mientras todos los demás reían la broma, él se había puesto terriblemente pálido. «Debe de odiar la idea de casarse conmigo», había pensado ella en aquel momento. Recordaba haberle tocado el hombro, riendo.
—No pongas esa cara —había bromeado—. Sé que nos conocemos desde siempre, pero ¡te prometo que nunca tendrás que casarte conmigo!
Y entonces Amatis se había acercado, arrastrando con ella a Stephen riendo, y Jocelyn se había olvidado de Luke, y de la manera en que la había mirado, y del extraño modo en que Valentine lo había mirado a él.
En ese momento, miró a Luke y se sobresaltó. Tenía los ojos abiertos, por primera vez en muchos días, y fijos en ella.
—Luke —susurró.
Él parecía confuso.
—¿Cuánto tiempo… he dormido?
Jocelyn quiso tirarse a sus brazos, pero los gruesos vendajes que aún le rodeaban el pecho la contuvieron. Optó por cogerle la mano y llevársela a la mejilla, entrelazando los dedos con los de él. Cerró los ojos, y las lágrimas se le deslizaron bajo los párpados.
—Unos tres días.
—Jocelyn —dijo, y parecía realmente alarmado—, ¿por qué estamos en la comisaría? ¿Dónde está Clary? No recuerdo…
Ella bajó sus manos entrelazadas y con una voz tan serena como pudo, le contó todo lo que había sucedido: lo de Sebastian y Jace, el metal demoníaco clavado en su costado y la ayuda del Praetor Lupus.
—Clary —dijo él en cuanto ella hubo acabado—. Tenemos que ir tras ella.
Le soltó la mano a Jocelyn y trató de sentarse en la cama. Incluso en la tenue luz, ella pudo ver que su palidez se intensificaba y hacía una mueca de dolor.
—No es posible. Luke, túmbate, por favor. ¿No crees que si hubiera alguna manera de ir tras ella, habría ido?
Él colgó las piernas del borde de la cama para sentarse; luego, tragando aire, se apoyó hacia atrás sobre las manos. Tenía muy mal aspecto.
—Pero el peligro…
—¿No crees que no he pensado en eso? —Jocelyn le puso las manos sobre los hombros y lo empujó con suavidad para que volviera a tumbarse—. Simon se ha puesto en contacto conmigo todas las noches. Clary está bien. Lo está. Y tú no estás en condiciones de hacer nada al respecto. Matarte no serviría de nada. Por favor, confía en mí, Luke.
—Jocelyn, no puedo quedarme aquí tumbado.
—Sí que puedes —replicó ella, y se puso en pie—. Y lo harás, aunque tenga que sentarme sobre ti. ¿Qué diablos te pasa, Lucian? ¿Te has vuelto loco? Me aterroriza lo que le pueda pasar a Clary, y he estado asustada por ti. Por favor, no lo hagas, no me hagas esto. Si algo te pasara…
Él la miró sorprendido. Ya había una mancha roja en las blancas vendas que le envolvían el pecho, donde se le había abierto la herida al moverse.
—Yo…
—¿Qué?
—No estoy acostumbrado a que me ames —repuso él.
Había una modestia en sus palabras que ella no asociaba a Luke, y por un momento lo miró fijamente.
—Luke. Túmbate, por favor.
Como algo intermedio, él se recostó contra las almohadas. Respiraba pesadamente. Jocelyn fue a la mesita, sirvió un vaso de agua, regresó y se lo puso en la mano.
—Bébetelo —pidió—. Por favor.
Luke cogió el vaso, y sus ojos azules la siguieron mientras ella volvía a sentarse en la silla junto a la cama, de la que casi ni se había movido durante tantas horas que se sorprendió de que ella y la silla no se hubieran convertido en una.
—¿Sabes en qué estaba pensando? —preguntó ella—. ¿Justo antes de que te despertaras?
Él bebió un sorbo de agua.
—Parecías estar muy lejos.
—Estaba pensando en el día que me casé con Valentine.
Luke bajó el vaso.
—El peor día de mi vida.
—¿Peor que el día en que te mordieron? —preguntó ella, cruzándose de piernas.
—Peor.
—No lo sabía. No sabía lo que sentías. Ojalá lo hubiera sabido. Creo que las cosas habrían sido diferentes.
Él la miró con incredulidad.
—¿Cómo?
—No me habría casado con Valentine —respondió ella—. No, si lo hubiera sabido.
—Te habrías casado.
—No —replicó ella, tajante—. Era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que sentías, pero también era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que yo sentía. Siempre te he querido. Aunque no lo supiera. —Se inclinó hacia él y le besó en la frente con cuidado, para no hacerle daño; luego apretó la mejilla contra la de él—. Prométeme que no te pondrás en peligro. Prométemelo.
Jocelyn notó la mano de él en el cabello.
—Te lo prometo.
Ella se recostó en la silla, satisfecha en parte.
—Me gustaría poder retroceder en el tiempo. Arreglarlo todo. Casarme con el chico correcto.
—Pero entonces no tendríamos a Clary —le recordó él. Y a ella le encantó que usara el plural de una forma tan natural, como si no tuviera ninguna duda de que Clary fuera su hija.
—Si hubieras estado más tiempo con nosotras mientras ella crecía… —suspiró Jocelyn—. Tengo la sensación de que lo he hecho todo mal. Estaba tan concentrada en protegerla que creo que la he protegido demasiado. Se lanza de cabeza al peligro sin pensar. Cuando éramos pequeños, vimos a nuestros amigos morir luchando. Ella no. Y no quiero que lo viva, pero a veces me preocupa que ella crea que no puede morir.
—Jocelyn —dijo Luke con voz dulce—. La educaste para ser una buena persona. Alguien con valores, que cree en el bien y en el mal, y trata de ser buena. Como siempre has hecho tú. No puedes educar a un niño para que crea lo contrario de lo que crees tú. No me parece que ella crea que no puede morir. Pienso, como siempre has hecho tú, que Clary piensa que hay cosas por las que vale la pena morir.
Clary siguió a Sebastian por una red de calles estrechas, pegándose a las sombras junto a las paredes de los edificios. Ya no estaban en Praga; eso resultaba evidente al instante. Las calles estaban oscuras, el cielo en lo alto tenía el azul plano de primeras horas de la mañana, y los letreros sobre las tiendas y los negocios estaban en francés. Igual que los nombres de las calles: «RUE DE LA SIENE», «RUE JACOB», «RUE DE L’ABBAYE».
Mientras recorrían la ciudad, la gente se cruzaba con ella como si fueran fantasmas. Pasaba algún que otro coche; los camiones iban marcha atrás hacia las tiendas, con los repartos de primera hora de la mañana. El aire olía a agua de río y basura. Clary estaba bastante segura de dónde se hallaba, pero entonces torcieron por un callejón que los llevó a una amplia avenida, y una señal se alzó entre la neblinosa oscuridad. Flechas apuntando en diferentes direcciones, indicando el camino a la Bastilla, a Notre-Dame y al Barrio Latino.
«París —pensó Clary, mientras se metía detrás de un coche aparcado y Sebastian cruzaba la calle—. Estamos en París.»
Resultaba irónico. Siempre había querido ir a París con alguien que conociera la ciudad. Siempre había querido caminar por sus calles, ver el río, dibujar los edificios. Nunca se había imaginado eso. Nunca se había imaginado seguir sigilosamente a Sebastian, cruzando el boulevard Saint Germain; más allá del bureau de poste de color amarillo brillante; por una avenida donde los bares estaban cerrados, pero las alcantarillas estaban llenas de botellas de cerveza y colillas de cigarrillos, y luego por una calle estrecha flanqueada de casas. Sebastian se detuvo ante una, y Clary lo hizo también, pegada a la pared.
Lo observó alzar la mano y marcar un código en el teclado junto a la puerta; se fijó en los movimientos de los dedos. Se oyó un clic; la puerta se abrió y él la cruzó. En cuanto la puerta se cerró, ella corrió tras él, se detuvo para teclear el código —X235— y esperó oír el sonido que significaba que la puerta estaba abierta. Cuando lo oyó, no supo si se sentía aliviada o sorprendida.
«No debería ser tan fácil.»
Un momento después se encontró en un patio interior. Era cuadrado, y por todas partes lo rodeaban edificios corrientes. Se veían tres escaleras a través de otras tantas puertas abiertas. Sebastian, sin embargo, había desaparecido.
Así que no iba a ser tan fácil.
Salió al patio, sabiendo que al hacerlo se alejaba de la protección de las sombras y se mostraba donde podían verla. El cielo se iba aclarando más a cada momento. Saber que era visible le produjo un cosquilleo en la nuca, y se metió en las sombras de la primera escalera que encontró.
Era sencilla, con escalones de madera hacia arriba y hacia abajo, y un espejo barato en la pared, en el que pudo ver su pálido rostro. Olía a basura podrida y, por un momento, Clary se preguntó si estaría cerca de donde guardaban los cubos de basura, pero de repente cayó en la cuenta: el hedor indicaba la presencia de demonios.
Los cansados músculos comenzaron a temblarle, pero ella apretó los puños. Era dolorosamente consciente de su carencia de armas. Respiró hondo el apestoso aire y comenzó a descender por la escalera.
El olor se fue haciendo más intenso y el aire más oscuro mientras ella bajaba, y deseó tener una estela y una runa de visión nocturna. Pero no podía hacer nada al respecto. Siguió bajando por la escalera de caracol, y de repente agradeció la falta de luz cuando pisó algo pegajoso. Se agarró a la barandilla y trató de respirar por la boca. La oscuridad se hizo más densa, hasta que empezó a caminar como si fuese ciega, con el corazón latiéndole con tal fuerza que estaba segura de que debía de anunciar su presencia. Las calles de París, el mundo corriente, parecían estar a años luz. Sólo existían la oscuridad y ella, bajando, bajando, bajando…
Y entonces… una luz relució en la distancia, un pequeño punto, como la cabeza de una cerilla al encenderse. Se acercó más a la barandilla, casi agachándose, mientras la luz aumentaba de tamaño. Ya podía verse la mano, y también el contorno de los escalones bajo ella. Sólo quedaban unos pocos. Llegó al final de la escalera y miró alrededor.
Cualquier parecido con un edificio de pisos corriente había desaparecido. En algún punto del camino, la escalera de madera se había vuelto de piedra, y en ese momento se hallaba en una pequeña sala de paredes de piedra iluminada por una antorcha que producía una luz de un desagradable tono verdoso. El suelo era de roca pulida, y grabado con muchos símbolos extraños. Ella los rodeó mientras cruzaba la sala hacia la única otra salida, un arco de piedra, en cuyo punto más alto había un cráneo humano entre la V formado por dos enormes hachas ornamentales.
Oyó voces a través del arco. Demasiado distantes para entender lo que decían, pero sin duda eran voces.
«Por aquí —parecían decirle—. Síguenos.»
Ella miró el cráneo, y sus ojos vacíos le devolvieron la mirada burlándose. Se preguntó dónde se hallaría; si París seguía sobre ella o si habría entrado en otro mundo totalmente distinto, como pasaba cuando se entraba en la Ciudad Silenciosa. Pensó en Jace, al que había dejado durmiendo en lo que casi le parecía otra vida.
Estaba haciendo aquello por él, se recordó. Para recuperarlo. Cruzó el arco y pasó al corredor, aplastándose instintivamente contra la pared. Avanzó sin hacer ruido; las voces se fueron haciendo más fuertes. Aunque tenue, el corredor no carecía de iluminación. Cada pocos pasos había una antorcha verdosa, que despedía un olor a quemado.
De repente se abrió una puerta en la pared a su izquierda, y las voces se oyeron con mayor claridad.
—… no como su padre —decía una, con palabras tan ásperas como papel de lija—. Valentine nunca trataría con nosotros en absoluto. Él nos esclavizaría. Éste nos está entregando el mundo.
Muy despacio, Clary miró pegada al marco de la puerta. La sala estaba vacía, con las paredes lisas y sin muebles. Dentro había un grupo de demonios. Todos parecidos a reptiles, con piel dura de color marrón verdoso, pero cada uno con seis patas de pulpo que hacían un ruido seco y rasposo al moverse. Las cabezas eran bulbosas, extrañas, con ojos negros facetados.
Clary tragó bilis. Recordó el rapiñador, que había sido uno de los primeros demonios que había visto. Algo en la grotesca combinación de lagarto, insecto y extraterrestre le revolvió el estómago. Se apretó más contra la pared y escuchó.
—Es decir, si confiamos en él. —Era difícil decir cuál de ellos estaba hablando. Sus patas se enrollaban y extendían al andar, subiendo y bajando por los cuerpos bulbosos. No parecían tener boca, sino racimos de pequeños tentáculos que vibraban al hablar.
—La Gran Madre confiaba en él. Es su hijo.
Sebastian. Era evidente que estaban hablando de Sebastian.
—Pero es un nefilim. Son nuestros mayores enemigos.
—También son sus enemigos. Porta la sangre de Lilith.
—Pero aquel al que llama compañero porta la sangre de nuestros enemigos. Es uno de los ángeles. —El demonio escupió aquella palabra con tal odio que Clary la sintió como un tortazo.
—El hijo de Lilith nos asegura que lo tiene bien dominado y, sin duda, él parece obediente.
Oyó una risa seca, de insecto.
—Vosotros los jóvenes os consumís de preocupación. Los nefilim llevan mucho tiempo protegiendo este mundo de nosotros. Sus riquezas son grandes. Lo beberemos hasta secarlo y lo dejaremos como ceniza. Y en cuanto al muchacho ángel, será el último de su raza en morir. Lo quemaremos en una pira hasta que quede reducido a huesos dorados.
A Clary la invadió la furia. Tragó aire; fue un sonido mínimo, pero un sonido. El demonio más cercano volvió la cabeza. Por un momento, Clary se quedó helada, atrapada por la mirada de sus ojos como espejos.
Luego se volvió y echó a correr. Corrió hacia el arco, la sala y la oscura escalera. Oyó un tumulto tras ella, las criaturas gritando, luego el roce y el correteo que hacían al perseguirla. Echó una mirada hacia atrás y se dio cuenta de que no iba a conseguirlo. A pesar de su ventaja inicial, ya casi estaban sobre ella.
Oía su propia respiración rasgada, de dentro afuera; cuando llegó al arco, se volvió en redondo y saltó para agarrarse de él con ambas manos. Se balanceó hacia delante con toda su fuerza, y hundió las botas en el primero de los demonios, haciéndolo caer con un agudo chillido. Aún colgando, agarró el mango de una de las hachas cruzadas bajo el cráneo y tiró de ella.
Estaba bien clavada y no se movió.
Clary cerró los ojos, apretó más la mano sobre ella y tiró con toda su fuerza. El hacha saltó de la pared con el sonido de algo arrancado, lanzando trozos de piedra y mortero. Clary perdió el equilibrio y cayó, y aterrizó agazapada, con el hacha ante ella. Era pesada, pero ella casi ni la notaba. Le estaba volviendo a pasar lo que le había ocurrido en la tienda de antigüedades. El tiempo parecía ir más despacio, las sensaciones se intensificaban. Notaba cada susurro del aire sobre la piel y todas las irregularidades del suelo bajo los pies. Se preparó para la llegada del primer demonio, que correteó bajo el arco y se alzó hacia atrás como una tarántula, pateando el aire sobre ella. Bajo los tentáculos de la cara había unas fauces babeantes.
El hacha que tenía Clary en la mano pareció lanzar un tajo por voluntad propia, y se hundió profundamente en el pecho de la criatura. Al instante, Clary recordó a Jace diciéndole que no intentara alcanzarlos en el pecho sino decapitarlos. No todos los demonios tenían corazón. Pero en ese caso tuvo suerte. La criatura se sacudió chillando; la sangre comenzó a burbujear por la herida, y luego el demonio desapareció; ella se fue hacia atrás del impulso, con su arma manchada de icor aún en la mano. La sangre del demonio era negra y apestosa, como la brea.
Cuando el siguiente se lanzó hacia ella, Clary se agachó mientras hacía un arco con el hacha; le cortó varias patas. Aullando, el demonio se fue de lado como una silla rota, pero el siguiente demonio ya pasaba sobre él, pisoteándolo, tratando de llegar hasta ella. Clary asestó otro golpe, y el hacha se hundió en el rostro de la criatura. El icor saltó rociando, y ella se tiró hacia atrás, apretándose contra la pared de la escalera. Si alguno podía colársele por detrás, estaba muerta.
Enloquecido, el demonio al que había abierto el rostro se lanzó de nuevo hacia ella; Clary blandió el hacha y le cortó una pata, pero otra le envolvió la muñeca. Una ardiente agonía le subió por el brazo. Clary gritó y trató de soltarse la mano, pero el demonio la agarraba con demasiada fuerza. Era como si miles de agujas ardientes le atravesaran la piel. Aún gritando, le lanzó un puñetazo con el brazo izquierdo y le dio en la cara, justo donde tenía el tajo del hacha. El demonio lanzó un agudo siseo y aflojó un poco la presión; Clary pudo soltarse la mano y se echó hacia atrás.
Como surgido de la nada, un brillante cuchillo se hundió en el cráneo del demonio. Mientras Clary miraba sorprendida, el demonio se desvaneció, y vio a su hermano, con un cuchillo serafín en la mano y la camisa blanca salpicada de icor. Tras él, la sala estaba vacía excepto por el cuerpo de uno de los demonios, aún sacudiéndose, pero con líquido negro fluyendo de los muñones cortados como aceite de un coche aplastado.
Sebastian. Ella lo miró asombrada. ¿Acababa de salvarle la vida?
—Aléjate de mí, Sebastian —masculló ella entre dientes.
Él no pareció oírla.
—Tu brazo.
Ella se miró la muñeca, que aún le palpitaba de dolor. Una gruesa banda de heridas redondeadas la rodeaba donde las ventosas del demonio se le había enganchado, y se estaba oscureciendo, adquiriendo un asqueroso color azul negruzco.
Clary miró a su hermano. Su cabello blanco lo rodeaba con un halo en la oscuridad. O tal vez fuera que ella estaba perdiendo la vista. La luz también formaba un halo alrededor de la antorcha verde de la pared, y otro halo envolvía la hoja que brillaba en la mano de Sebastian. Él estaba hablando, pero sus palabras le llegaban confusas, indistintas, como si las pronunciara bajo el agua.
—… veneno letal —estaba diciendo él—. ¿En qué diablos estabas pensando, Clarissa? —su voz subía y bajaba. Ella trató de concentrarse—, luchar contra seis demonios dahak con una hacha de adorno…
—Veneno —repitió ella, y por un momento volvió a ver claramente el rostro de Sebastian, las arrugas de tensión alrededor de la boca y los ojos pronunciados e intensos—. Supongo que a fin de cuentas no me has salvado la vida, ¿no?
Tuvo un espasmo en la mano, y el hacha se le cayó, repicando contra el suelo. Notó que se le había enganchado el jersey a la áspera pared mientras comenzaba a bajar lentamente, deseando tan sólo tumbarse en el suelo. Pero Sebastian no quería dejarla descansar. La cogió por las axilas, la alzó y luego la cogió en brazos, con el brazo bueno de Clary rodeándole el cuello. Ella quería apartarse de él, pero carecía de la energía necesaria. Notó un punzante dolor en el codo, una quemazón… el roce de una estela. Un adormecimiento se le extendió por las venas. Lo último que vio antes de cerrar los ojos fue el rostro del cráneo del arco. Habría jurado que las cuencas vacías se reían de ella.
Las náuseas y el dolor iban y venían como un torbellino cada vez más cerrado. Clary sólo podía ver manchas de colores; se daba cuenta de que su hermano la estaba arrastrando, y cada uno de sus pasos se le clavaba a Clary en la cabeza como un picahielos. Se daba cuenta de que se colgaba de él y de que la fuerza de sus brazos la reconfortaba; le resultaba casi grotesco que algo de Sebastian la reconfortara, y que él pareciera ir con cuidado de no sacudirla demasiado al andar. De forma muy distante, supo que le costaba respirar, y oyó a su hermano decir su nombre.
Luego todo se quedó en silencio. Por un momento, Clary pensó que era el final, que había muerto luchando contra demonios, del modo en que morían la mayoría de los cazadores de sombras. Luego notó otro pinchazo ardiente en el interior del brazo, y una ráfaga de algo que parecía hielo recorriéndole las venas. Apretó los ojos para soportar el dolor, pero el frío de lo que fuera que Sebastian le había hecho fue como si le hubiera echado un vaso de agua a la cara. Lentamente, el mundo dejó de rodar; los remolinos de náusea y dolor fueron disminuyendo hasta ser sólo ondas en la marea de su sangre. Podía respirar de nuevo.
Con una exhalación, abrió los ojos.
Cielo azul.
Estaba tumbada de espaldas, mirando a un cielo azul infinito, moteado de nubes de algodón, como el techo pintado de la enfermería del Instituto. Estiró los doloridos brazos. El derecho aún llevaba las marcas de su brazalete de heridas, aunque ya eran sólo de un rosa tenue. En el izquierdo tenía un iratze, que estaba volviéndose invisible, y también un mendellin para el dolor en el interior del codo.
Respiró hondo. Olió aire de otoño, mezclado con el olor de las hojas. Veía las copas de los árboles, oía el murmullo del tráfico y…
Sebastian. Clary oyó una risita grave y se dio cuenta de que no sólo estaba tumbada, sino que estaba tumbada apoyada en su hermano. Sebastian, que estaba caliente y respiraba, y en cuyo brazo reposaba su cabeza. El resto de ella estaba estirada sobre un banco ligeramente húmedo.
Se incorporó de golpe. Sebastian volvió a reír; se hallaba sentado en el extremo de un banco con unos elaborados apoyabrazos, en un parque. Tenía la bufanda doblada sobre su regazo, donde ella había estado apoyada, y estiraba el brazo que no la había estado rodeando sobre el respaldo del banco. Se había desbrochado la camisa blanca para ocultar las manchas de icor. Debajo llevaba una camiseta gris lisa. El brazalete plateado brillaba en su muñeca. La contemplaba divertido con sus ojos negros, mientras ella se apartaba de él tanto como podía en el banco.
—Es bueno que seas de baja estatura —dijo él—. Si fueras más alta, cargarte habría sido muy molesto.
—¿Dónde estamos? —Clary tuvo que esforzase para mantener la voz firme.
—En los jardines de Luxemburgo —contestó él—. Es un parque muy bonito. Tenía que llevarte a algún lugar donde pudieras estirarte, y en medio de la calle no me pareció una buena idea.
—Sí, claro, existe una palabra para dejar a alguien morir en medio de la calle. «Homicidio vehicular.»
—Eso son dos palabras, y creo que, técnicamente, sólo es homicidio vehicular si atropellas a alguien. —Se frotó las manos como para calentárselas—. Y de todas formas, ¿por qué iba a dejarte morir en medio de la calle después de esforzarme tanto en salvarte?
Ella tragó saliva y se miró el brazo. Las heridas eran aún más tenues. Si no hubiera sabido dónde buscarlas, seguramente ni las habría notado.
—¿Y por qué?
—¿Por qué qué?
—Me has salvado la vida.
—Eres mi hermana.
Ella volvió a tragar. Bajo la luz de la mañana, el rostro de Sebastian tenía algo de color. Vio unas leves quemaduras en el cuello, donde el icor del demonio le había salpicado.
—Nunca antes te había importado que fuera tu hermana.
—¿De verdad? —Sus negros ojos la recorrieron de arriba abajo. Clary recordó la vez que Jace había entrado en su casa cuando ella se estaba muriendo por el veneno del demonio rapiñador contra el que había luchado. Quizá ellos dos se parecían más de lo que nunca había querido pensar, incluso antes del hechizo que los había unido.
—Nuestro padre está muerto —continuó él—. No tenemos más parientes. Tú y yo, somos los últimos. Los últimos Morgenstern. Eres mi única oportunidad de tener a alguien cuya sangre también corra por mis venas. Alguien como yo.
—Sabías que te estaba siguiendo —afirmó Clary.
—Claro que sí.
—Y me has dejado.
—Quería ver cómo te las arreglabas. Y admito que no pensaba que llegaras a seguirme allá abajo. Eres más valiente de lo que pensaba. —Cogió la bufanda del regazo y se la echó al cuello. El parque estaba comenzando a llenarse de turistas con mapas, padres con hijos de la mano, viejos que fumaban en pipa sentados en otros bancos como aquél—. Nunca habrías podido ganar esa pelea.
—Quizá sí.
Él sonrió de medio lado, un instante, como si no pudiera evitarlo.
—Tal vez.
Ella se restregó las botas en la hierba, que estaba mojada de rocío. No iba a darle las gracias a Sebastian. No por nada.
—¿Por qué tratas con demonios? —preguntó—. Los oí hablando de ti. Sé lo que estás haciendo…
—No, no lo sabes. —La sonrisa había desaparecido, y el tono de superioridad estaba de vuelta—. Primero, ésos no eran los demonios con los que estaba tratando. Ésos eran sus guardias. Por eso estaban en otra sala y por eso yo no estaba allí. Los demonios dahak no son muy listos, aunque son crueles, duros y protectores. Así que tampoco es que estuvieran muy informados de lo que pasaba. Sólo repetían comentarios que habían oído a sus amos. Demonios Mayores. Con ésos era con los que me estaba reuniendo.
—¿Y se supone que eso debe tranquilizarme?
Él se inclinó hacia ella sobre el banco.
—No estoy tratando de tranquilizarte. Estoy tratando de decirte la verdad.
—Entonces, no me extraña que parezcas tener un ataque de alergia —replicó ella, aunque eso no era precisamente cierto. Sebastian parecía molestamente tranquilo, aunque la curva del mentón y el pulso en la sien le dijeron a Clary que aquella calma era fingida—. Los dahak dijeron que ibas a darles este mundo a los demonios.
—Bueno, ¿eso suena a algo que yo fuera a hacer?
Ella sólo lo miró.
—Pensaba que habías dicho que me darías una oportunidad —continuó él—. No soy el mismo que cuando me conociste en Alacante. —Su mirada era clara—. Además, no soy la única persona a la que has conocido que creía en Valentine. Era mi padre. Nuestro padre. No es fácil dudar de las cosas en las que te han enseñado a creer de niño.
Clary se cruzó de brazos; el aire era claro y frío, con un toque invernal.
—Bueno, eso es cierto.
—Valentine se equivocaba —dijo él—. Estaba tan obsesionado con el mal que creía que la Clave le había hecho que lo único que quería era demostrarles quién era. Quería que el Ángel se alzara y les dijera que él era Jonathan Cazador de Sombras reencarnado, que era su líder y que su camino era el camino correcto.
—Eso no fue exactamente lo que pasó.
—Ya sé lo que pasó. Lilith me lo contó —dijo con toda naturalidad, como si todo el mundo tuviera de vez en cuando una conversación con la madre de todos los brujos—. No te engañes pensando que lo que ocurrió fue porque el Ángel tiene una gran compasión, Clary. Los ángeles son fríos como el hielo. Raziel se enfadó porque Valentine había olvidado la misión de todos los cazadores de sombras.
—¿Que es…?
—Matar a demonios. Ésa es nuestra obligación. Sin duda debes de haber oído que, en los últimos años, están entrando cada vez más demonios en nuestro mundo, y que no tenemos ni idea de cómo mantenerlos fuera, ¿no?
Un vago recuerdo le vino a la cabeza, algo que había dicho Jace hacía casi toda una vida, la primera vez que habían ido a la Ciudad Silenciosa.
«Tal vez podamos evitar que entren aquí, pero nadie ha conseguido nunca averiguar cómo hacer eso. De hecho, cada vez llegan más. En el pasado sólo se trataba de pequeñas invasiones demoníacas, que podían contenerse fácilmente. Pero desde que tengo uso de razón, cada vez son más los que se filtran a través de las salvaguardas. La Clave se pasa el tiempo enviando a cazadores de sombras, y en muchas ocasiones no regresan.»
—Se aproxima una gran guerra contra los demonios, y la preparación de la Clave es absolutamente deplorable —explicó Sebastian—. En eso mi padre tenía razón. Están tan aferrados a sus costumbres que son incapaces de prestar atención a los avisos y cambiar. Yo no deseo la destrucción de los subterráneos, como hacía Valentine, pero me preocupa que la ceguera de la Clave condene el propio mundo que protegen los cazadores de sombras.
—¿Quieres que me crea que te importa que se destruya este mundo?
—Bueno, vivo aquí —contestó Sebastian, más amable de lo que ella se esperaba—. Y a veces, las situaciones extremas exigen medidas extremas. Para destruir al enemigo puede ser necesario comprenderlo, incluso tratar con él. Si logro que esos Demonios Mayores confíen en mí, entonces podré atraerlos aquí, donde pueden ser destruidos, y a sus seguidores también. Eso debería cambiar las cosas. Los demonios sabrían que este mundo no es tan fácil para ellos como se habían pensado.
Clary negó con la cabeza.
—¿Y con qué vas a hacerlo…? ¿Sólo Jace y tú? Sois bastante impresionantes, no me malinterpretes, pero incluso vosotros dos…
Sebastian se puso en pie.
—De verdad no te imaginas que pueda haber pensado esto al detalle, ¿verdad? —La miró; el viento del otoño le revolvía el cabello por el rostro—. Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.
Clary vaciló un instante.
—Jace…
—Sigue durmiendo. Créeme, lo sé. —Le tendió la mano—. Ven conmigo, Clary. Si no puedo hacerte creer que tengo un plan, quizá pueda demostrártelo.
Ella lo miró fijamente. Le pasaban por la cabeza imágenes como confeti revuelto: la tienda de trastos en Praga, su anillo de oro con forma de hoja cayendo en la oscuridad, Jace cogiéndola en el reservado del club, las peceras de cadáveres. Sebastian con un cuchillo serafín en la mano.
«Demostrártelo.»
Ella lo cogió de la mano y dejó que él la ayudara a ponerse en pie.
Se decidió, aunque no sin mucha discusión, que para hacer la invocación a Raziel, el Equipo Bueno tendría de buscar un lugar bastante escondido.
—No podemos hacer aparecer a un ángel de veinte metros en medio de Central Park —observó Magnus con sequedad—. La gente podría fijarse, incluso en Nueva York.
—¿Raziel mide veinte metros? —preguntó Isabelle. Estaba tirada en un sillón que había acercado a la mesa. Tenía unas ojeras muy oscuras: ella, como Alec, Magnus y Simon, estaba agotada. Llevaban horas despiertos, rebuscando en libros de Magnus, tan viejos que las páginas eran finas como piel de cebolla. Tanto Isabelle como Alec podían leer griego y latín, y Alec conocía mejor los idiomas de los demonios que Izzy, pero aún había muchos que sólo Magnus podía comprender. Maia y Jordan, al darse cuenta de que podían ser más útiles en otra parte, se habían ido a la comisaría de policía a ver cómo estaba Luke. Mientras tanto, Simon había tratado de ser útil de otras maneras: les llevaba comida y café, copiaba símbolos siguiendo las instrucciones de Magnus, buscaba más papel y lápices, e incluso dio de comer a Presidente Miau, que se lo agradeció vomitando una bola de pelo en el suelo de la cocina de Magnus.
—En realidad sólo mide dieciocho metros, pero le gusta exagerar —contestó Magnus. El cansancio no estaba mejorando su humor. Tenía el cabello de punta y manchas de purpurina en el dorso de las manos, por haberse frotado los ojos—. Es un ángel, Isabelle. ¿Es que nunca has estudiado nada?
Isabelle chasqueó la lengua, molesta.
—Valentine invocó a un ángel en su sótano. No veo por qué necesitas tú todo ese espacio…
—¡Porque Valentine era MUCHO MÁS FORMIDABLE que yo! —replicó Magnus, y dejó caer su pluma—. Mira…
—No le grites a mi hermana —lo reprendió Alec. Lo dijo en voz baja, pero con fuerza en las palabras. Magnus lo miró sorprendido. Alec continuó—: Isabelle, el tamaño de los ángeles, cuando aparecen en la dimensión terrenal, varía dependiendo de su poder. El ángel a quien invocó Valentine era de un rango inferior a Raziel. Y si fuera a invocar a un ángel de un rango superior, como Miguel o Gabriel…
—Yo no podría hacer ningún hechizo que los atara, ni siquiera un momento —aportó Magnus con voz apagada—. En parte, invocamos a Raziel porque esperamos que, como creador de los cazadores de sombras, tenga una compasión especial, o al menos alguna compasión, por vuestra situación. Un ángel menos poderoso tal vez no podría ayudarnos, pero un ángel más poderoso… Bueno, si algo fuera mal…
—Podría no ser yo el único en morir —concluyó Simon.
Magnus parecía afligido, y Alec miró hacia los papeles que se acumulaban en la mesa. Isabelle puso la mano sobre la de Simon.
—No me puedo creer que realmente estemos sentados aquí hablando de invocar a un ángel —dijo ella—. Durante toda mi vida he jurado por el nombre del Ángel. Sabemos que nuestro poder procede de los ángeles. Pero la idea de ver uno… No me lo puedo ni imaginar. Cuando trato de pensarlo, la idea me resulta demasiado grande.
Se hizo el silencio en la mesa. Había cierta oscuridad en los ojos de Magnus que hizo pensar a Simon si habría visto alguna vez a un ángel. Se le ocurrió que quizá debería preguntárselo, pero el timbre de su móvil le evitó tener que decidir.
—Un segundo —murmuró, y se puso en pie. Abrió la tapa del móvil y se apoyó en una de las columnas del loft. Era un mensaje de texto, varios en realidad, de Maia.
«¡BUENAS NOTICIAS! LUKE ESTÁ DESPIERTO Y HABLANDO. PARECE QUE SE VA A PONER BIEN.»
Simon sintió un gran alivio. Por fin, buenas noticias. Cerró el móvil y se tocó el anillo que llevaba en el dedo.
«¿Clary?»
Nada.
Se tragó los nervios. Seguramente estaría dormida. Alzó los ojos y se encontró a los otros tres mirándolo fijamente.
—¿Quién era? —preguntó Isabelle.
—Maia. Dice que Luke está despierto y hablando. Que se va a poner bien. —Hubo un resonar de voces aliviadas, pero Simon aún seguía mirándose el anillo—. Me ha dado una idea.
Isabelle se había puesto en pie para ir hacia él; al oír aquello, se detuvo, preocupada. Simon supuso que no podía culparla. En los últimos tiempos, sus ideas habían sido suicidas.
—¿Cuál? —preguntó ella.
—¿Qué necesitamos para invocar a Raziel? ¿Cuánto espacio? —inquirió Simon.
Magnus dejó de mirar el libro.
—Como un par de kilómetros cuadrados, al menos. Estaría bien que hubiera agua, como en el lago Lyn…
—La granja de Luke —sugirió Simon—. A las afueras. Una o dos horas. Ahora debería estar cerrada, pero sé cómo llegar allí. Y hay un lago. No tan grande como el Lyn, pero…
Magnus cerró el libro que tenía en la mano.
—No es mala idea, Seamus.
—¿Unas pocas horas? —dijo Isabelle, mirando el reloj—. Podríamos estar allí a…
—Oh, no —la cortó Magnus. Apartó el libro—. Aunque tu entusiasmo sea impresionante e ilimitado, Isabelle, por ahora estoy demasiado agotado para hacer bien un hechizo de invocación. Y esto no es algo con lo que quiera correr ningún riesgo. Creo que todos estaremos de acuerdo.
—Entonces, ¿cuándo? —preguntó Alec.
—Al menos necesitamos dormir un poco —contestó Magnus—. Propongo que nos marchemos a primera hora de la tarde. Sherlock, perdón, Simon, llama mientras tanto, a ver si Jordan te presta la camioneta. Y ahora… —Apartó el resto de papeles—. Me voy a dormir. Isabelle, Simon, podéis usar de nuevo la habitación, si queréis.
—Habitaciones diferentes sería mejor —murmuró Alec.
Isabelle miró a Simon con ojos oscuros e interrogantes, pero él ya estaba sacando el móvil del bolsillo.
—De acuerdo —dijo—. Volveré al mediodía, pero por ahora tengo algo importante que hacer.
De día, París era una ciudad de calles estrechas y curvas que daban a amplias avenidas, añejos edificios dorados con techos de tejas de colores y un brillante río que la cortaba como la cicatriz de un duelo. Sebastian, a pesar de haber dicho que iba a demostrar a Clary que tenía un plan, no habló demasiado mientras recorrían una calle flanqueada de galerías de arte y tiendas donde vendían libros viejos y polvorientos, hasta llegar al Quai des Grands Augustins, en la orilla del río.
Un viento fresco soplaba desde el Sena, y Clary se estremeció. Sebastian se sacó la bufanda del cuello y se la pasó a Clary. Era de tweed blanco y negro entremezclado, aún caliente de haber estado en su cuello.
—No seas estúpida —dijo él—. Tienes frío. Póntela.
Clary se la enrolló en el cuello.
—Gracias —dijo instintivamente, e hizo una mueca.
Ya estaba. Le había dado las gracias a Sebastian. Esperó que un rayo cayera desde las nubes y la partiera. Pero no pasó nada.
Él le echó una extraña mirada.
—¿Estás bien? Parece que vayas a estornudar.
—Estoy bien. —La bufanda olía a colonia de cítricos y a chico. No estaba segura de a qué había pensado que iba a oler.
Siguieron caminando. Esta vez Sebastian acortó el paso y caminó a su lado, explicándole que los barrios de París iban por números y que estaban cruzando del sexto al quinto, el Barrio Latino, y que el puente que veían en la distancia, era el pont Saint-Michel. Clary se fijó en que se cruzaban con muchos jóvenes; chicas de su edad o un poco mayores, muy elegantes en pantalones ajustados y tacones altos, y cabello largo volando al viento del Sena. Bastantes se detuvieron para mirar a Sebastian con admiración, pero él no pareció notarlo.
Jace lo habría notado, pensó Clary. Sebastian era despampanante, con su cabello blanco como el hielo y los ojos negros. La primera vez que lo había visto ya lo había encontrado atractivo, aunque entonces llevaba el cabello teñido de negro y no le quedaba tan bien, la verdad. Estaba mejor así. La palidez del pelo le daba un poco de color a la piel, le resaltaba los ojos, los altos pómulos y la elegante forma del rostro. Sus pestañas eran increíblemente largas, de un tono más oscuro que el cabello, y se le curvaban ligeramente, igual que las de Jocelyn… era tan injusto. ¿Por qué ella no había heredado las pestañas curvadas de la familia? ¿Y por qué él no tenía ni una sola peca?
—Y bien —dijo ella de repente, cortándole en medio de una frase—, ¿qué somos?
Él la miró con el rabillo del ojo.
—¿Qué quieres decir con «qué somos»?
—Has dicho que éramos los últimos de los Morgenstern. Morgenstern es un nombre alemán —explicó Clary—. Entonces, ¿qué somos? ¿Alemanes? ¿Cuál es la historia? ¿Por qué no queda nadie más que nosotros?
—¿No sabes nada sobre la familia de Valentine? —La incredulidad teñía la voz de Sebastian. Se había detenido ante un muro que corría junto al Sena, al lado de la acera—. ¿Acaso tu madre no te ha contado nunca nada?
—También es tu madre, y no, no me ha contado nada. Valentine no es su tema favorito.
—Los nombres de los cazadores de sombras son compuestos —explicó Sebastian despacio, y se subió a lo alto del muro. Le tendió una mano, y al cabo de un instante, ella le dejó que la ayudara a subir a su lado. El Sena fluía de un color gris verdoso bajo ellos, salpicado de botes turísticos que avanzaban lentamente—. «Fair-child», «Lightwood», «White-law». «Morgenstern» significa «estrella matutina». Es un apellido alemán, pero la familia era suiza.
—¿Era?
—Valentine era hijo único —respondió Sebastian—. A su padre, nuestro abuelo, lo mataron los subterráneos, y nuestro tío abuelo murió en combate. No tenía hijos. Esto —le tocó el cabello— es del lado Fairchild. Ahí está la sangre inglesa. Yo he salido más al lado suizo, como Valentine.
—¿Sabes algo de nuestros abuelos? —preguntó Clary, fascinada a pesar de todo.
Sebastian bajó la mano y saltó del muro. Le tendió la mano, y ella la cogió, equilibrándose al saltar. Por un momento, Clary chocó contra el pecho de Sebastian, duro y cálido bajo la camisa. Una chica que pasaba le lanzó una mirada divertida y celosa, y Clary se apartó rápidamente. Quiso chillarle a la chica que Sebastian era su hermano, y que de todas formas lo odiaba. Pero no lo hizo.
—No sé nada de nuestros abuelos maternos —respondió él—. ¿Cómo iba a saber? —Esbozó una sonrisa torcida—. Vamos. Quiero enseñarte uno de mis lugares favoritos.
Clary se quedó atrás.
—Pensaba que me ibas a demostrar que tenías un plan.
—Todo en su momento. —Sebastian comenzó a caminar, y ella lo siguió al cabo de un instante.
«Para descubrir su plan. Hazte la simpática hasta entonces», pensó ella.
—El padre de Valentine se parecía mucho a él —continuó Sebastian—. Tenía fe en la fuerza. «Somos los guerreros elegidos de Dios.» Eso era lo que creía. El dolor te hace fuerte. La pérdida te hace poderoso. Cuando murió…
—Valentine cambió —concluyó Clary—. Me lo dijo Luke.
—Amaba a su padre, y también lo odiaba. Algo que puedes entender conociendo a Jace. Valentine nos crió como su padre lo había criado a él. Siempre se vuelve a lo que se conoce.
—Pero Jace… —repuso Clary—. Valentine le enseñó más cosas aparte de luchar. Le enseñó idiomas, y a tocar el piano…
—Eso fue la influencia de Jocelyn. —Sebastian dijo ese nombre a regañadientes, como si odiara oírlo—. Ella pensaba que Valentine tenía que poder hablar de libros, arte, música…, no sólo matar cosas. Él le transmitió eso a Jace.
Una verja azul de hierro forjado se alzó a su izquierda a media altura. Sebastian se agachó y pasó por debajo; luego hizo un gesto a Clary para que lo siguiera. Ella no tuvo que agacharse, pero fue tras él, con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Y tú, qué? —preguntó ella.
Él alzó las manos. Eran inconfundiblemente las manos de su madre; hábiles, de dedos largos, destinadas a sujetar un pincel o una pluma.
—Yo aprendí a tocar los instrumentos de la guerra —contestó él—, y a pintar con sangre. No soy como Jace.
Había un estrecho callejón entre dos filas de edificios hechos de la misma piedra dorada que muchos otros edificios de París, con los techos reluciendo de color verde cobre bajo el sol. La calle tenía adoquines, y no pasaban coches ni motos. A la izquierda había un café; un cartel de madera colgado de una barra de hierro forjado era la única indicación de que había un negocio en aquella sinuosa calleja.
—Me gusta esto —dijo Sebastian, siguiendo la mirada de Clary—, porque es como si tú y yo estuviéramos en el siglo pasado. No hay ruido de coches, ni luces de neón. Sólo… calma.
Clary lo miró.
«Está mintiendo —pensó—. Sebastian no piensa así. A Sebastian, que trató de quemar Alacante hasta reducirla a cenizas, no le gusta la “calma”.»
Entonces pensó en dónde había crecido él. Nunca lo había visto, pero Jace se lo había descrito. Una casita, un cabaña en realidad, en un valle a las afueras de Alacante. Las noches habrían sido silenciosas allí y el cielo, lleno de estrellas por la noche. Pero ¿lo echaría de menos? ¿Podía? ¿Era la clase de emoción que se podía tener cuando no se era ni siquiera realmente humano?
«¿No te molesta? —quiso decirle—. ¿Estar en el lugar donde el auténtico Sebastian Verlac creció y vivió hasta que tú acabaste con su vida? ¿Recorrer estas calles, llevando su nombre, sabiendo que, en alguna parte, su tía le llora? ¿Y qué querías decir cuando dijiste que se suponía que no iba a defenderse?»
Los ojos negros de Sebastian la miraron pensativos. Ella sabía que tenía sentido del humor; tenía una vena mordaz que a veces no era muy diferente de la de Jace. Pero no sonreía.
—Vamos —dijo él entonces, y Clary volvió a la realidad—. Este sitio tiene el mejor chocolate caliente de todo París.
Clary no estaba segura de cómo iba a saber si eso era cierto o no, dado que era la primera vez que estaba en la ciudad, pero cuando se sentaron, tuvo que admitir que el chocolate era excelente. Lo preparaban en la mesa (que era pequeña y de madera, al igual que las sillas, antiguas y de respaldo alto), en un pote de cerámica azul, usando nata, chocolate en polvo y azúcar. El resultado era un chocolate deshecho tan espeso que la cuchara se quedaba derecha en él. También pidieron cruasanes y los mojaron en el chocolate.
—¿Sabes?, si quieres otro cruasán, te lo traerán —informó Sebastian, recostándose en la silla. Eran los más jóvenes del local por décadas—. Estás atacando éste como un lobezno.
—Tengo hambre. —Clary se encogió de hombros—. Mira, si quieres hablarme, háblame. Convénceme.
Él se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Ella recordó haberlo mirado a los ojos la noche anterior, haber notado el anillo de plata alrededor del iris de los ojos.
—Estaba pensando en lo que dijiste anoche.
—Anoche estaba alucinando. No recuerdo lo que te dije.
—Me preguntaste a quién pertenecía —respondió Sebastian.
Clary se detuvo con la taza de chocolate a medio camino de la boca.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Él le escrutó el rostro—. Y no tengo la respuesta.
Clary dejó la taza; de repente se sentía muy incómoda.
—No tienes que pertenecer a nadie —repuso—. Es sólo una manera de hablar.
—Bueno, déjame que te pregunte algo —dijo Sebastian—. ¿Crees que puedes perdonarme? Quiero decir, ¿crees que el perdón es posible para alguien como yo?
—No lo sé. —Clary agarró el borde de la mesa—. Qui…, quiero decir, no sé mucho sobre el perdón como concepto religioso, sólo del tipo normal de perdonar a la gente. —Respiró hondo, sabiendo que estaba farfullando. Había algo en la fija mirada de Sebastian sobre ella, como si esperara que Clary le diera la respuesta a preguntas que nadie más podía responder—. Sé que tienes que hacer cosas, ganarte el perdón. Cambiar. Confesarte, arrepentirte y… compensar.
—Compensar —repitió Sebastian.
—Compensar lo que has hecho. —Miró su taza. No había manera de compensar las cosas que Sebastian había hecho, al menos no de una manera que tuviera sentido.
—Ave atque vale —dijo Sebastian, mirando también su taza.
Clary reconoció las palabras tradicionales que los cazadores de sombras decían sobre sus muertos.
—¿Por qué dices eso? No me estoy muriendo.
—Sabes que es de un poema —explicó él—. De Catulo. «Frater, ave atque vale.» «Saludos y adiós, hermano.» Habla de cenizas, de los ritos de los muertos y de su propio dolor por su hermano. Tuve que aprenderme el poema cuando era pequeño, pero no lo sentía; ni su dolor ni su pérdida, o incluso la cuestión de cómo sería morir y no tener a nadie que te llore. —La miró fijamente—. ¿Cómo crees que habrían sido las cosas si Valentine te hubiera criado conmigo? ¿Me habrías querido?
Clary se alegró de haber dejado la taza, porque si no se le habría caído de la mano. Sebastian no la estaba mirando con la timidez o la incomodidad natural que suele acompañar a una pregunta tan rara, sino como si ella fuera una forma de vida extraña, curiosa.
—Bueno —contestó ella—. Eres mi hermano. Te habría querido. Tendría que… haberlo hecho.
Él la siguió mirando con los mismos ojos fijos e intensos. A Clary se le ocurrió pensar que quizá debería preguntarle si él creía que eso significaba que él también la habría querido. Como hermana. Pero le daba la sensación de que él no tendría ni idea de lo que quería decir eso.
—Pero Valentine no me crió —añadió ella—. Y yo lo maté.
No estaba segura de por qué había dicho eso. Quizá quisiera ver si era posible ponerle nervioso. Después de todo, Jace le había dicho una vez que pensaba que Valentine podía haber sido lo único por lo que Sebastian había sentido cariño en toda su vida.
Pero él no reaccionó.
—La verdad —repuso el chico— es que fue el Ángel quien lo mató. Aunque fue debido a ti. —Trazaba dibujos con los dedos sobre la mesa gastada—. ¿Sabes?, cuando te conocí, en Idris, tuve esperanzas; pensé que te caería bien. Y cuando vi que no te parecías en nada a mí, te odié. Pero luego, cuando me trajeron de vuelta, y Jace me contó lo que habías hecho, me di cuenta de que me había equivocado. Eres como yo.
—Ya lo dijiste anoche —replicó Clary—. Pero no soy…
—Mataste a nuestro padre —la cortó él. Su voz era tranquila—. Y no te importa. Ni has vuelto a pensar en ello, ¿verdad? Valentine le dio unas palizas de muerte a Jace durante los primeros diez años de su vida, y Jace aún lo echa de menos. Sufrió por su pérdida, aunque no comparten la sangre. Pero él era tu padre y tú lo mataste, y no has perdido ni una sola noche de sueño por ello.
Clary se lo quedó mirando boquiabierta. No era justo. No era nada justo. Valentine nunca había sido un padre para ella, no la había querido, había sido un monstruo que tenía que morir. Lo había matado porque no tenía elección.
Sin quererlo, se le apareció la imagen de Valentine, clavándole la daga en el pecho a Jace y luego cogiéndolo ya muerto. Valentine había llorado por el hijo al que había asesinado. Pero ella nunca había llorado por su padre. Ni siquiera lo había pensado.
—Tengo razón, ¿verdad? —dijo Sebastian—. Dime que me equivoco. Dime que no te caigo bien.
Clary siguió mirando su taza de chocolate, ya frío. Se sentía como si se le hubiera desatado un remolino en la cabeza que estuviera tragándose las ideas y las palabras.
—Creía que pensabas que Jace era como tú —repuso finalmente con voz ahogada—. Pensaba que por eso lo querías tener contigo.
—Necesito a Jace —afirmó Sebastian—. Pero en su corazón no es como yo. Tú sí. —Se puso en pie. Debía de haber pagado la cuenta en algún momento; Clary no podía recordarlo—. Ven conmigo.
Le tendió la mano. Ella se puso en pie sin cogérsela y volvió a ponerse la bufanda, sin pensarlo; el chocolate que había bebido era como ácido retorciéndosele en el estómago. Siguió a Sebastian fuera del café y al callejón, donde él estaba mirando al cielo azul.
—No soy como Valentine —insistió Clary, que se detuvo a su lado—. Nuestra madre…
—Tu madre —replicó Sebastian— me odiaba. Me odia. Ya la viste. Trató de matarme. Quieres decirme que has salido a tu madre; pues muy bien. Jocelyn Fairchild es despiadada. Siempre lo ha sido. Durante meses, quizá años, fingió amar a nuestro padre para poder reunir información y traicionarlo. Ella ideó el Alzamiento y vio cómo masacraban a todos los amigos de su marido. Te robó los recuerdos. ¿La has perdonado? Y cuando huyó de Idris, ¿de verdad crees que alguna vez pensó en llevarme con ella? Debió de quedarse muy aliviada al creer que yo había muerto…
—¡No es cierto! —exclamó Clary—. Tenía una caja con cosas de cuando eras bebé. Solía sacarla y llorar sobre ella. Todos los años por tu cumpleaños. Y sé que tú la tienes ahora en tu habitación.
Sebastian retorció sus labios elegantes y finos. Se apartó de ella y comenzó a caminar por el callejón.
—¡Sebastian! —lo llamó Clary—. Sebastian, ¡espera! —No estaba segura de por qué quería que él regresara. Era cierto que no tenía ni idea de dónde se encontraba o de cómo volver al apartamento, pero era más que eso. Quería quedarse y pelear, probarle que ella no era como él decía. Alzó la voz en un grito—: ¡Jonathan Christopher Morgenstern!
Él se detuvo y se volvió lentamente, ladeando la cabeza para mirarla.
Ella fue hacia él, y él la observó caminar con los negros ojos entrecerrados.
—Apuesto a que ni siquiera sabes cuál es mi segundo nombre —lo desafió ella.
—Adele. —Lo dijo de una forma musical, con una familiaridad que a Clary le resultó incómoda—. Clarissa Adele.
Ella llegó junto a él.
—¿Por qué Adele? No lo he sabido nunca.
—Ni yo tampoco —respondió él—. Sé que Valentine no quería llamarte Clarissa Adele. Quería llamarte Seraphina, como su madre. Nuestra abuela. —Se volvió y siguió caminando; en esta ocasión ella se mantuvo a su lado—. Murió de un ataque al corazón después de que mataran a nuestro abuelo. Valentine siempre decía que había muerto de pena.
Clary pensó en Amatis, que nunca había olvidado a su primer amor, Stephen; pensó en el padre de Stephen, que había muerto de pena; en la Inquisidora, toda su vida dedicada a la venganza; en la madre de Jace, que se cortó las muñecas cuando su marido murió.
—Antes de conocer a los nefilim, habría dicho que era imposible morir de pena.
Sebastian soltó una risita seca.
—Nuestro cariño no es como el que se profesan los mundanos —repuso él—. Bueno, a veces sí, claro. No todo el mundo es igual. Pero los lazos entre nosotros tienden a ser muy intensos e irrompibles. Por eso nos cuesta tanto relacionarnos con los que no son como nosotros. Subterráneos, mundanos…
—Mi madre se va a casar con un subterráneo —replicó Clary, dolida. Se habían detenido delante de un edificio de piedra con contraventanas pintadas de azul, casi al final del callejón.
—Una vez, él fue nefilim —repuso Sebastian—. Y mira a nuestro padre. Tu madre lo traicionó y lo dejó, y él aún se pasó el resto de su vida esperando volver a encontrarla y convencerla de que regresara con él. Ese armario lleno de ropa… —Meneó la cabeza.
—Pero Valentine le dijo a Jace que el amor es una debilidad —dijo Clary—. Que te destruye.
—¿No pensarías eso si te pasaras media vida buscando a una mujer aunque te odie a muerte, porque no puedes olvidarla? ¿Si tuvieras que recordar que la persona que más has amado en el mundo te acuchilló por la espalda y retorció el cuchillo? —Se inclinó hacia ella un momento, mientras hablaba, y su aliento agitó el cabello de Clary—. Quizá tú seas más como tu madre que como nuestro padre. Pero ¿y qué importa? Tienes la crueldad en los huesos y hielo en el corazón, Clarissa. No me digas que no.
Él se apartó antes de que ella pudiera contestarle, y subió el escalón delantero de la casa de contraventanas azules. Había una fila de timbres en la pared junto a la puerta, cada uno con un nombre escrito a mano en una plaquita al costado. Apretó el timbre junto al nombre de Magdalena, y esperó. Al cabo de un momento, una voz rasposa se oyó en el interfono.
—Qui est là?
—C’est le fils et la fille de Valentine —contestó él—. Nous avions rendez-vous.
Hubo un silencio y luego se oyó el zumbido de la puerta al abrirse. Sebastian la empujó y la sujetó abierta, educadamente, para que Clary pasara ante él. La escalera era de madera, tan gastada y pulida como el costado de un barco. Subieron en silencio hasta el último piso, donde la puerta estaba entreabierta. Sebastian entró primero, y Clary lo siguió.
Se encontró en un espacio grande e iluminado por la luz del exterior. Las paredes eran blancas, igual que las cortinas. Por una de las ventanas pudo ver la calle de abajo, flanqueada de restaurantes y boutiques. Pasaban coches, pero su sonido no parecía penetrar en el apartamento. El suelo era de madera pulida; los muebles, de madera pintada de blanco y los sofás tapizados cubiertos de almohadones de colores. Una sección del apartamento estaba montada como una especie de estudio. La luz caía por las claraboyas sobre una larga mesa de madera. Había caballetes, con trapos encima para ocultar su contenido. Un mono manchado de pintura colgaba de un gancho de la pared.
Junto a la mesa había una mujer. Clary habría supuesto que tendría más o menos la edad de Jocelyn, si no fuera porque varios factores enmascaraban su edad. Llevaba un mono negro sin forma que le ocultaba el cuerpo; sólo estaban al descubierto las blancas manos, el rostro y el cuello. En ambas mejillas tenía tatuada una gruesa runa negra, que le iba desde el rabillo del ojo hasta los labios. Clary nunca había visto esas runas, pero notó su significado: poder, habilidad, capacidad manual. La mujer tenía un espeso cabello rojizo oscuro, que le caía ondulado hasta la cintura, y los ojos, cuando los alzó, eran de un peculiar color naranja plano, como una llama agonizante.
La mujer juntó las manos ante sí.
—Tu dois être Jonathan Morgenstern. Et elle, c’est ta sœur? Je pensáis que…
—Soy Jonathan Morgenstern —afirmó Sebastian—. Y ésta es mi hermana, sí, Clarissa. Por favor, no hables en francés delante de ella, no lo entiende.
La mujer carraspeó.
—Mi inglés está muy oxidado. No lo he usado en años.
—A mí me parece lo bastante bueno. Clarissa, ésta es la hermana Magdalena. De las Hermanas de Hierro.
Clary se quedó sin palabras de la sorpresa.
—Pero creía que las Hermanas de Hierro nunca dejaban su fortaleza…
—No la dejan —repuso Sebastian—. A no ser que hayan caído en desgracia porque se descubriera su participación en el Alzamiento. ¿Quién crees que armó al Círculo? —Sonrió a Magdalena sin ninguna alegría—. Las Hermanas de Hierro son hacedoras, no luchadoras. Pero Magdalena escapó de la fortaleza antes de que se descubriera su participación en el Alzamiento.
—En quince años no había vuelto a saber nada de los nefilim, hasta que tu hermano se puso en contacto conmigo —explicó Magdalena. Era difícil decir a quién miraba al hablar; sus ojos inexpresivos parecían no parar de moverse, pero resultaba evidente que no era ciega—. ¿Es cierto? ¿Tienes el… material?
Sebastian metió la mano en una bolsa que le colgaba del cinturón de las armas y sacó un trozo de lo que parecía cuarzo. Lo dejó sobre la larga mesa, y un rayo perdido de sol, al pasar por la claraboya, pareció encenderlo desde dentro. Clary tragó aire. Era el adamas de la tienda de trastos en Praga.
Magdalena soltó una exhalación siseante.
La Hermana de Hierro rodeó la mesa y puso las manos sobre el adamas. Éstas, también con las cicatrices de múltiples runas, le temblaban.
—Adamas pur —susurró—. Han pasado años desde la última vez que toqué el material santo.
—Es todo tuyo para trabajar —dijo Sebastian—. Cuando acabes, te pagaré con más de él. Eso es, si crees que puedes crear lo que te pedí.
Magdalena se cuadró los hombros.
—¿Acaso no soy una Hermana de Hierro? ¿Acaso no hice los votos? ¿Acaso mis manos no moldean la materia del Cielo? Puedo entregarte lo que te prometí, hijo de Valentine. Nunca lo dudes.
—Me alegro de oírlo. —Había un deje de humor en la voz de Sebastian—. Entonces, regresaré esta noche. Ya sabes cómo llamarme si es necesario.
Magdalena asintió con la cabeza. Toda su atención estaba concentrada en la sustancia traslúcida. La acarició con los dedos.
—Sí. Puedes irte.
Sebastian asintió y dio un paso atrás. Clary vaciló. Quería agarrar a la mujer, preguntarle qué le había pedido Sebastian que hiciera y por qué había violado la Ley de los Acuerdos para trabajar junto a Valentine. Magdalena, como si notara su vacilación, la miró y sonrió levemente.
—Los dos —dijo, y por un momento, Clary pensó que Magdalena iba a decir que no entendía por qué estaban juntos, que la hija de Jocelyn era una cazadora de sombras, mientras que el hijo de Valentine era un criminal. Pero la mujer sólo meneó la cabeza—. Mon Dieu —exclamó—, sois clavados a vuestros padres.
Cuando Clary y Sebastian regresaron al apartamento, el salón estaba vacío, pero había platos en el fregadero, que antes estaba vacío.
—Creía que me habías dicho que Jace estaba durmiendo —le reprochó ella a Sebastian.
Éste se encogió de hombros.
—Lo estaba cuando te lo dije. —Había cierta burla en su voz, pero no grosería. Habían vuelto desde casa de Magdalena en silencio, pero no en un silencio tenso. Clary había dejado vagar la mente, sólo volviendo a la realidad de vez en cuando al darse cuenta de que era Sebastian quien tenía al lado—. Estoy bastante seguro de saber dónde está.
—¿En su habitación? —Clary se dirigió a la escalera.
—No. —Sebastian se puso ante ella—. Ven, te lo enseñaré.
Subió la escalera con paso rápido y entró en el dormitorio principal, con Clary pisándole los talones. Mientras ella lo miraba confusa, él dio unos golpecitos en el costado del armario. Éste se deslizó y dejó al descubierto una escalera. Sebastian le lanzó una mirada pícara mientras ella subía tras él.
—Estás de broma —exclamó ella—. ¿Escalera secreta?
—No me digas que es lo más extraño que has visto hoy. —Él la subió de dos en dos, y Clary, aunque agotada, lo siguió. La escalera se iba curvando y daba a una amplia sala de suelo de madera pulida y altos muros. Todo tipo de armas colgaban de las paredes, igual que en la sala de entrenamiento del Instituto: kindjals y chakhrams; mazas, espadas y dagas; ballestas y puños americanos; estrellas arrojadizas, hachas y espadas de samurái.
Sobre el suelo había dibujados círculos de entrenamiento. En el centro de ellos se hallaba Jace, de espaldas a la puerta. Iba sin camisa y descalzo, con pantalones de gimnasia, y un cuchillo en cada mano. A Clary se le pasó una imagen por la cabeza: la espalda desnuda de Sebastian marcada por inconfundibles latigazos. La de Jace era lisa, dorada piel pálida sobre músculo, marcada sólo por las típicas cicatrices de un cazador de sombras…, y los arañazos que le había hecho ella la noche anterior. Clary notó que se sonrojaba, pero en su cabeza seguía preguntándose: ¿por qué Valentine habría azotado a un chico y no al otro?
—Jace —llamó ella.
Él se volvió. Estaba limpio. El fluido plateado ya no estaba, y su cabello dorado era casi oscuro como el bronce, y lo llevaba húmedo y pegado a la cabeza. La piel le brillaba de sudor. La expresión de su rostro era reservada.
—¿Dónde estabais?
Sebastian fue a la pared y comenzó a examinar las armas que había allí, pasando las manos desnudas por las hojas.
—Pensé que a Clary le gustaría ver París.
—Podríais haberme dejado una nota —protestó Jace—. No es que nuestra situación sea la más segura, Jonathan. Preferiría no tenerme que preocupar por Clary…
—Lo seguí —dijo ella.
Jace se volvió y la miró, y por un momento, ella captó en sus ojos un destello del chico de Idris que le había gritado por haber estropeado sus cuidadosos planes para mantenerla a salvo. Pero este Jace era diferente. Las manos no le temblaban al mirarla y el pulso en el cuello se le mantuvo constante.
—¿Que has hecho qué? —preguntó Jace.
—He seguido a Sebastian —contestó ella—. Estaba despierta y quería ver adónde iba. —Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y lo miró desafiante. Él la contemplo de arriba abajo, desde el cabello revuelto por el viento hasta las botas, y ella notó que la sangre le subía al rostro. El sudor le brilló en la clavícula y en los marcados músculos del abdomen. Sus pantalones de entrenamiento estaban doblados por la cintura, y mostraban la V de las caderas. Clary recordó cómo había sido estar rodeada por sus brazos, estar tan apretada a él que podía notar cada detalle de sus huesos y músculos contra su cuerpo…
La recorrió una oleada de vergüenza tan intensa que casi se mareó. Lo que lo hizo peor fue que Jace no parecía incómodo en absoluto, ni que la noche anterior le hubiera afectado a él tanto como a ella. Sólo parecía… molesto. Molesto, sudoroso y sexy.
—Sí, bueno —dijo él—. La próxima vez que decidas escaparte de nuestro apartamento con salvaguardas mágicas por una puerta que no debería existir, déjame una nota.
—¿Estás siendo sarcástico? —preguntó ella, arqueando las cejas.
Él lanzó uno de los cuchillos al aire y lo cogió.
—Tal vez.
—He llevado a Clary a ver a Magdalena —explicó Sebastian. Había cogido una estrella arrojadiza de la pared y la estaba inspeccionando—. Le hemos llevado el adamas.
Jace había tirado el segundo cuchillo al aire; esta vez falló al cogerlo, y la punta de la hoja se clavó en el suelo.
—¿De verdad?
—Sí —contestó Sebastian—. Y le he explicado el plan a Clary. Le he dicho que estamos planeando atraer aquí a los Demonios Mayores para poder destruirlos.
—Pero no me has dicho cómo esperas conseguirlo —repuso la chica—. No me has explicado esa parte.
—He pensado que sería mejor decírtelo con Jace aquí —explicó Sebastian. Con un golpe seco de muñeca, la estrella salió volando hacia Jace, que la bloqueó con un rápido movimiento del cuchillo. La estrella repicó en el suelo. Sebastian silbó.
—Rápido —comentó.
Clary se volvió como un torbellino hacia su hermano.
—Podrías haberle hecho daño…
—Todo lo que le daña a él me daña a mí —le recordó Sebastian—. Te estaba mostrando lo mucho que confío en él. Ahora quiero que tú confíes en nosotros. —Le clavó sus ojos negros—. Adamas —continuó él—. El material que he llevado hoy a la Hermana de Hierro. ¿Sabes qué se hace con eso?
—Claro. Los cuchillos serafines. La torres de demonios de Alacante. Estelas…
—Y la Copa Mortal.
Clary negó con la cabeza.
—La Copa Mortal es de oro. La he visto.
—Adamas bañado en oro. Y la Espada Mortal también tiene el mango de ese material. Dicen que es el material del que están construidos los palacios del Cielo. Y no es fácil conseguirlo. Sólo las Hermanas de Hierro pueden trabajarlo, y se supone que sólo ellas tienen acceso a él.
—Entonces, ¿por qué le has dado un trozo a Magdalena?
—Para que haga una segunda Copa —respondió Jace.
—¿Una segunda Copa Mortal? —Clary miró de uno a otro, incrédula—. Pero no se puede hacer eso. Crear otra Copa Mortal. Si se pudiera, la Clave no se habría asustado tanto cuando desapareció la Copa Mortal original. Valentine no la habría necesitado de esa manera…
—Es una copa —repuso Jace—. Esté hecha como esté hecha, seguirá siendo sólo una copa hasta que el Ángel vierta voluntariamente su sangre a propósito en ella. Eso es lo que la hace ser lo que es.
—¿Y creéis que podéis hacer que Raziel vierta su sangre a propósito en una segunda copa para vosotros? —Clary no podía evitar el tono cortante de incredulidad de su voz—. Buena suerte.
—Es un truco, Clary —explicó Sebastian—. ¿Sabes que todo tiene una adscripción? ¿Seráfica o demoníaca? Lo que los demonios creen es que queremos el equivalente demoníaco a Raziel. Un demonio de gran poder que mezclará su sangre con la nuestra y creará una nueva raza de cazadores de sombras. Una que no esté sujeta por la Ley, o la Alianza, o las reglas de la Clave.
—¿Les has dicho que quieres crear… cazadores de sombras al revés?
—Algo así. —Sebastian rió mientras se pasaba los dedos por el cabello—. Jace, ¿quieres ayudarme a explicárselo?
—Valentine era un fanático —dijo Jace—. Se equivocaba en un montón de cosas. Se equivocaba al pensar en matar a cazadores de sombras. Se equivocaba con los subterráneos. Pero no se equivocaba respecto a la Clave y el Consejo. Todos los Inquisidores que hemos tenido han sido corruptos. Las Leyes que nos entregó el Ángel son arbitrarias y carecen de sentido, y sus castigos son peores. «La Ley es dura, pero es la Ley.» ¿Cuántas veces has oído eso? ¿Cuántas veces hemos tenido que esquivar a la Clave y sus Leyes aunque estábamos tratando de salvarlos? ¿Quién me metió en prisión? La Inquisidora. ¿Quién metió a Simon en prisión? La Clave. ¿Quién le habría dejado arder?
El corazón de Clary comenzó a golpearle dentro del pecho. La voz de Jace, tan familiar, diciendo eso, le hacía sentir los huesos como de mantequilla. Tenía razón y se equivocaba. Igual que Valentine. Pero a él quería creerle de una manera que nunca había querido creer a Valentine.
—Muy bien —replicó—. Entiendo que la Clave es corrupta. Pero no veo qué tiene eso que ver con hacer tratos con los demonios.
—Nuestra misión es destruir a demonios —dijo Sebastian—. Pero la Clave ha estado poniendo todas sus energías en otras cosas. Las salvaguardas se han ido debilitando, y cada vez más demonios se han ido colando en la Tierra. Pero la Clave no quiere verlo. Nosotros hemos abierto una puerta en el norte, en la isla Wrangel, y atraeremos a los demonios con la promesa de esta Copa. Sólo que, cuando ellos viertan su sangre en ella, serán destruidos. He hecho tratos como éste con varios Demonios Mayores. Cuando Jace y yo los hayamos matado, la Clave verá que somos un poder con el que hay que contar. Tendrán que escucharnos.
Clary se lo quedó mirando.
—Matar a Demonios Mayores no es tan fácil.
—Lo he hecho esta mañana —replicó Sebastian—. Que, por cierto, es por lo que ninguno de nosotros va a tener problemas por haber matado a todos aquellos demonios guardaespaldas. He matado a su amo.
Clary fue mirando de Jace a Sebastian. Los ojos de Jace estaban tranquilos, interesados; la mirada de Sebastian era más intensa. Era como si estuviera tratando ver dentro de la cabeza de Clary.
—Bueno —repuso ella lentamente—. Eso es mucho que asimilar. Y no me gusta la idea de que corráis todo ese peligro. Pero me alegra que confíes en mí lo suficiente para contármelo.
—Ya te lo dije —exclamó Jace—. Te dije que lo entendería.
—Nunca he dicho que no lo fuera hacer. —Sebastian no apartaba los ojos del rostro de Clary.
Ésta tragó con fuerza.
—Anoche no dormí mucho —dijo—. Necesito descansar.
—Una pena —repuso Sebastian—. Iba a preguntarte si querías subir a la Torre Eiffel. —Sus ojos eran oscuros, inescrutables; Clary no sabía si bromeaba o no. Pero antes de que pudiera responder nada, Jace la cogió de la mano.
—Voy contigo —dijo—. Yo tampoco he dormido muy bien. —Hizo una inclinación a Sebastian—. Te veo para cenar.
Sebastian no dijo nada. Estaban ya en la escalera cuando Sebastian la llamó.
—Clary.
Ella se volvió, soltándose de la mano de Jace.
—¿Qué?
—Mi bufanda. —Le tendió la mano.
—Oh. Claro. —Mientras daba unos pasos hacia él, tiró con dedos nerviosos de la bufanda que llevaba anudada al cuello. Sebastian la miró un momento, hizo un ruidito de impaciencia y cruzó la sala hasta ella; sus largas piernas cubrieron el espacio en seguida. Ella se tensó cuando él le puso la mano al cuello y deshizo el nudo con destreza, en un par de movimientos, y luego le desenrolló la bufanda. Por un instante, Clary pensó que él se entretenía antes de desenrollársela del todo, rozándole el cuello con los dedos…
Lo recordó besándola en la colina junto a las ruinas chamuscadas de la mansión Fairchild, y que se había sentido como si estuviera cayendo hacia un lugar oscuro y abandonado, perdida y aterrorizada. Retrocedió de prisa y la bufanda le cayó del cuello al volverse.
—Gracias por prestármela —dijo, y se apresuró a seguir a Jace por la escalera, sin mirar atrás para ver a su hermano observándola marchar, con la bufanda en la mano y una expresión burlona en el rostro.
Simon se detuvo entre las hojas muertas y miró el camino; una vez más le asaltó el impulso humano de respirar hondo. Estaba en Central Park, cerca del jardín Shakespeare. Los árboles habían perdido el resto de su lustre otoñal; el dorado, el verde y el rojo se habían convertido en marrón y negro. La mayoría de las ramas estaban desnudas.
Tocó el anillo que llevaba en el dedo otra vez.
«¿Clary?»
De nuevo no hubo respuesta. Notaba los músculos tan tensos como cuerdas afinadas. Había pasado mucho tiempo desde que había podido hablar con ella usando el anillo. Se había dicho una y otra vez que quizá estaba dormida, pero nada podía desatar el terrible nudo de tensión que tenía en el estómago. El anillo era su única conexión con ella, y en ese momento no lo notaba como nada más que un trozo de metal muerto.
Dejó caer las manos y avanzó por el camino; pasó ante las estatuas y los bancos grabados con versos de las obras de Shakespeare. El sendero se curvó hacia la derecha y, de repente, la vio, sentada más allá en un banco, mirando hacia el otro lado, con el oscuro cabello recogido en una larga trenza a la espalda. Estaba muy quieta, esperando. Esperándolo a él.
Simon cuadró los hombros y caminó hacia ella, aunque cada paso le costaba como si tuviera plomo en las piernas.
Ella lo oyó acercarse y se volvió; su rostro palideció aún más cuando él se sentó a su lado.
—Simon —dijo ella en un suspiro—. No estaba segura de que vinieras.
—Hola, Rebecca.
Ella le tendió la mano y él se la cogió, agradeciendo en silencio la previsión de haberse puesto guantes esa mañana, porque así, al tocarla, ella no sentiría el helor de su piel. No hacía tanto tiempo que no se habían visto, quizá unos cuatro meses, pero ella ya le parecía la fotografía de alguien a quien había conocido hacía mucho, aunque todo en ella le resultaba familiar: el cabello oscuro; los ojos castaños, del mismo tono y forma que los suyos, y las pecas en la nariz. Rebecca llevaba vaqueros, una parka de color amarillo brillante y una bufanda verde con grandes flores amarillas de algodón. Clary llamaba «hippie-chic» al estilo de Becky; la mitad de su ropa provenía de tiendas de ropa usada, y la otra mitad se la cosía ella misma.
Cuando él le apretó la mano, los oscuros ojos de su hermana se llenaron de lágrimas.
—Si —dijo ella; lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza. Él la dejó, dándole torpes palmaditas en la espalda y en los brazos. Ella se apartó, enjugándose los ojos, y frunció el ceño.
—Dios, tienes la cara muy fría —dijo—. Deberías llevar bufanda. —Lo miró acusadora—. Bueno, ¿y dónde has estado?
—Ya te lo dije —contestó él—. Vivo con un amigo.
Ella soltó una breve carcajada.
—Vale, Simon, eso no dice nada —repuso—. ¿Qué diablos está ocurriendo?
—Becks…
—Llamé a casa para preguntar sobre Acción de Gracias —explicó Rebecca, mirando directamente a los árboles—. Ya sabes, qué tren debía coger y esas cosas. ¿Y sabes qué me dijo mamá? Me dijo que no fuera a casa, que no iba a haber ninguna Acción de Gracias. Así que te llamé a ti. No lo cogiste. Llamé a mamá para saber dónde estabas. Me colgó el teléfono. Sencillamente… me colgó. Así que fui a casa. Entonces vi todas esas cosas raras religiosas en la puerta. Me puse como loca con mamá, y ella me dijo que estabas muerto. Muerto. Mi propio hermano. Me dijo que estabas muerto, y que en tu lugar había un monstruo.
—¿Y qué hiciste?
—Me largué a toda leche —contestó Rebecca. Simon veía que estaba tratando de parecer dura, pero en su voz había un deje frágil y asustado—. Era evidente que a mamá se le había ido la cabeza.
—Oh —repuso Simon. Rebecca y su madre siempre habían mantenido una relación tirante. A Rebecca le gustaba referirse a su madre como «chalada» o «la señora loca». Pero era la primera vez que él tenía la sensación de que lo decía en serio.
—Totalmente de acuerdo: «Oh» —replicó Rebecca—. Me puse de los nervios. Te envié mensajes cada cinco minutos. Finalmente recibí ese estúpido mensaje de que estabas viviendo con un amigo. Ahora quieres verme aquí. ¿Qué diablos pasa, Simon? ¿Cuánto tiempo hace que dura esto?
—¿Cuánto tiempo hace que dura qué?
—¿A ti qué te parece, Simon? Lo de que mamá esté como una cabra. —Los pequeños dedos de Rebecca toquetearon la bufanda—. Tenemos que hacer algo. Hablar con alguien. Médicos. Conseguirle medicinas o lo que sea. No sabía qué hacer. No sin ti. Eres mi hermano.
—No puedo —repuso Simon—. Me refiero a que no puedo ayudarte.
—Sé que es una mierda —dijo ella con voz más suave—, y sólo estás en el instituto, Simon, pero tenemos que tomar estas decisiones juntos.
—Me refiero a que no puedo ayudarte a conseguirle medicación —explicó Simon—. O a llevarla al médico. Porque tiene razón: soy un monstruo.
Rebecca se quedó boquiabierta.
—¿Te ha lavado el cerebro?
—No…
—¿Sabes? —continuó ella con voz temblorosa—, pensaba que quizá te habría hecho daño, por la manera en que hablaba…, pero luego pensé: «No, ella nunca haría eso, pasara lo que pasase». Pero si te lo hizo, si te puso un dedo encima, Simon, te juro…
Simon no pudo resistirlo más. Se sacó el guante y le tendió la mano a su hermana. A su hermana, que le había cogido la mano en la playa cuando él era demasiado pequeño para entrar en el agua sin ayuda. Que le había limpiado la sangre después del entrenamiento de fútbol, y las lágrimas después de que su padre muriera y su madre se volviera una zombi tirada en la cama mirando al techo. Que le había leído en su cama en forma de coche de carreras cuando aún llevaba pijamas con pies. «Soy el Lorax. Hablo por los árboles.» Que una vez, por accidente, le había encogido toda la ropa en la colada y se la había dejado de la talla de una muñeca, cuando trataba de ser hacendosa. Que le había preparado la comida para el colegio cuando su madre no tenía tiempo.
«Rebecca», pensó. La última atadura que tenía que cortar.
Ella le cogió la mano y se estremeció.
—Estás muy frío. ¿Has estado enfermo?
—Podrías decirlo así. —La miró, deseando que ella notara algo extraño en él, algo realmente extraño, pero ella sólo lo miró con ojos confiados. Él contuvo una oleada de impaciencia. No era culpa de ella. Ella no sabía—. Tómame el pulso.
—No sé cómo tomar el pulso a nadie, Simon. Soy graduada en historia del arte.
Él le cogió la mano y le puso los dedos sobre su muñeca.
—Aprieta. ¿Notas algo?
Ella se quedó quieta durante un momento, con el flequillo ondeándole sobre la frente.
—No. ¿Debería?
—Becky… —Él apartó la muñeca, frustrado. No le quedaba otra opción. Sólo había una manera—. Mírame —dijo él, y cuando ella lo hizo, él extendió los colmillos.
Ella gritó.
Gritó, y se cayó del banco sobre la tierra y las hojas. Varios paseantes los miraron con curiosidad, pero era Nueva York, y no se pararon ni se los quedaron mirando, sólo siguieron andando.
Simon se sintió fatal. Eso era lo que había querido, pero resultaba diferente verla agazapada allí, tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. Recordó decirle a Clary que no había peor sensación que no confiar en la gente que querías; se había equivocado. Era peor que la gente que querías te tuviera miedo.
—Rebecca —dijo, y se le quebró la voz—. Becky…
Ella negó con la cabeza, con la mano aún sobre la boca. Estaba sentada en la tierra, con la bufanda sobre las hojas. En otras circunstancias, habría sido divertido.
Simon se arrodilló a su lado. Los colmillos habían desaparecido, pero ella lo estaba mirando como si siguieran allí. Con mucho cuidado, él extendió la mano y le tocó el hombro.
—Becks —dijo—. Yo no te haría daño nunca. Ni tampoco se lo haría a mamá. Sólo quería verte por última vez para decirte que me marcho y que no tendrás que volver a verme. Os dejo solas a las dos. Podéis celebrar Acción de Gracias. No iré. No intentaré mantenerme en contacto. No…
—Simon. —Ella lo agarró del brazo, y luego tiró de él hacia ella, como un pez en el sedal. Él medio cayó sobre ella, y ella lo abrazó con fuerza; la última vez que le había abrazado así había sido en el funeral de su padre, cuando él había llorado de esa manera que se llora cuando parece que no se va a acabar de llorar nunca—. No quiero no volver a verte.
—Oh —soltó Simon. Se sentó en el suelo, tan sorprendido que la mente se le había quedado en blanco. Rebecca lo abrazó de nuevo, y él se permitió apoyarse en ella, aunque era más bajita que él. Ella lo había cogido cuando eran niños, y podía hacerlo de nuevo—. Pensaba que no querrías.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Soy un vampiro —contestó él. Era extraño oírlo así, en voz alta.
—¿Así que hay vampiros?
—Y hombres lobo. Y otras cosas raras. Eso… ocurrió. Quiero decir, me atacaron. No lo elegí, pero no importa. Ahora es lo que soy.
—¿Y tú… —Rebecca vaciló, y Simon notó que ésa era la gran pregunta, la que realmente importaba— muerdes a gente?
Pensó en Isabelle, y luego apartó rápidamente esa imagen.
«Y mordí a una niña de trece años. Y a un tipo. No es tan raro como parece.»
No. Algunas cosas no eran asunto de su hermana.
—Bebo sangre de botella. Sangre animal. No hago daño a la gente.
—Vale. —Rebecca respiró hondo—. Vale.
—¿De verdad? ¿De verdad no pasa nada?
—Sí. Te quiero —dijo ella. Y le frotó la espalda con torpeza. Él notó algo húmedo en la mano y miró hacia abajo. Rebecca estaba llorando. Una de las lágrimas le había caído en los dedos. Otra la siguió, y él cerró la mano alrededor. Estaba temblando, pero no de frío; aun así, ella se sacó la bufanda y los cubrió a los dos.
—Ya lo arreglaremos —dijo ella—. Eres mi hermano pequeño, tontorrón. Te quiero pase lo que pase.
Se quedaron sentados juntos, hombro con hombro, mirando los espacios sombreados entre los árboles.
Había mucha luz en el dormitorio de Jace; el sol del mediodía se colaba por la ventana abierta. En cuanto Clary entró, con los tacones de las botas repicando contra la madera, Jace cerró la puerta y echó la llave. Se oyó un ruido metálico cuando dejó los cuchillos sobre la mesita de noche. Clary comenzó a volverse, para preguntarle si estaba bien, cuando él la cogió por la cintura y la estrechó contra sí.
Las botas hacían crecer a Clary, pero aun así él tuvo que inclinarse para besarla. La alzó cogida por la cintura; un segundo después, la boca de él estaba sobre la de ella, y Clary olvidó todos lo referente a la altura y la incomodidad. Jace sabía a sal y fuego. Clary trató de dejarlo todo atrás excepto la sensación: el familiar olor de su piel y de sudor, el frescor del cabello húmedo contra su mejilla, la forma de los hombros y la espalda de Jace bajo sus manos, y el modo en que su cuerpo se acoplaba al de él.
Él le sacó el jersey por la cabeza. Clary llevaba debajo una camiseta de manga corta, y notó en la piel el calor que manaba de Jace. Los labios de él entreabrieron los de ella, y Clary notó que se deshacía cuando él puso la mano sobre el primer botón de los vaqueros.
Necesitó de todo su autocontrol para cogerle la muñeca y detenerlo.
—Jace —dijo—. No.
Él se apartó, lo suficiente para que ella le viera el rostro. Los ojos estaban vidriosos, desenfocados. El corazón le latía contra ella.
—¿Por qué?
Clary cerró los ojos con fuerza.
—Anoche…, si no hubiéramos… si no me hubiera desmayado, no sé lo que habría pasado, y estábamos en medio de una sala llena de gente. ¿De verdad crees que quiero que mi primera vez contigo, o cualquier otra vez contigo, sea delante de un montón de extraños?
—Nosotros no tuvimos la culpa —protestó él, y le hundió los dedos suavemente en el cabello. La áspera palma de la mano le rascó ligeramente la mejilla—. Esa cosa plateada era droga de hadas, te lo dije. Estábamos colocados. Pero ahora estoy sereno, y tú también…
—Y Sebastian está arriba, y yo estoy agotada, y… —«Y ésa sería una idea terrible, terrible, que ambos lamentaríamos»—. Y no me apetece —mintió ella.
—¿No te apetece? —preguntó él con evidente incredulidad en la voz.
—Lo siento si nadie te ha dicho esto antes, Jace, pero no. No me apetece. —Le miró fijamente la mano, que seguía en la cintura de los pantalones—. Y ahora, menos aún.
Él arqueó las cejas, pero en vez de decir algo, simplemente la soltó.
—Jace…
—Me voy a dar una ducha fría —dijo él, mientras se apartaba de ella. Su rostro era neutro, inescrutable. Cuando oyó el portazo del baño, Clary fue a la cama, perfectamente hecha y sin ningún residuo plateado sobre la colcha, y se dejó caer, con la cabeza entre las manos. Tampoco era que Jace y ella se pelearan; siempre había pensado que discutían más o menos como cualquier pareja normal, por lo general sin mal humor, y sus enfados nunca duraban mucho. Pero había algo en la frialdad de los ojos de Jace que la había impresionado, algo lejano e inalcanzable, que le hizo mucho más difícil apartar la pregunta que siempre le rondaba por la cabeza: «¿Sigue ahí algo del Jace real? ¿Queda algo que salvar?».
Ésta es la Ley de la Selva, como el cielo vieja y cierta, y el Lobo que la guarda verá prosperidad. Mas el que la rompe, perecerá. Como la enredadera en el árbol, la Ley va hacia delante y atrás: Porque la fuerza de la Manada es el Lobo, y la Manada, la fuerza del Lobo es.
Jordan miró sin ver el poema que tenía colgado en la pared de su dormitorio. Era un antiguo grabado que había encontrado en una tienda de libros de viejo, las palabras rodeadas por un elaborado borde de hojas. El poema era de Rudyard Kipling, y resumía tan bien las reglas por las que vivían los hombres lobo, la Ley que limitaba sus acciones, que se preguntó si el propio Kipling habría sido un subterráneo, o al menos tendría conocimiento de los Acuerdos. Jordan se había sentido obligado a comprar el grabado y colgarlo de la pared, aunque nunca le había interesado la poesía.
Llevaba dando vueltas por su apartamento durante una hora; varias veces, entre ataques de abrir la nevera y mirar dentro para ver si algo apetitoso había aparecido, había cogido el móvil para ver si Maia le había enviado un mensaje. No era así, pero no quería salir en busca de comida por si acaso ella iba al piso mientras él estaba fuera. También se dio una ducha, limpió la cocina, trató de ver la tele y fracasó, y comenzó el proceso de organizar todos sus DVD por colores.
Estaba inquieto. Inquieto de la manera que a veces lo estaba durante la luna llena, cuando sabía que el Cambio se acercaba y notaba el tirón de las mareas en la sangre. Pero la luna estaba decreciendo, no creciendo, y no era el Cambio lo que le hacía sentir como si tuviera algo corriéndole por la piel. Era Maia. Era estar sin ella, después de casi dos días enteros en su compañía, nunca a más de unos pasos de distancia.
Ella había ido sin él a la comisaría de policía, diciendo que no era el momento de alterar a la manada con alguien que no era miembro, aunque Luke estaba sanando. No hacía falta que Jordan la acompañara, dijo ella, porque lo único que tenía que hacer era preguntar a Luke si no le importaba que Simon y Magnus fueran a su granja al día siguiente, y luego llamaría por teléfono a la granja y diría a los que pudieran estar por allí que salieran de la propiedad. Tenía razón, y Jordan lo sabía. No había ningún motivo para que él fuera con ella, pero en cuanto se fue, la inquietud se apoderó de él. ¿Se iba porque estaba harta de estar con él? ¿Y qué había entre ellos? ¿Estaban saliendo?
«Quizá deberías habérselo preguntado antes de acostaros, genio», se dijo a sí mismo, y se dio cuenta de que volvía a estar delante de la nevera. El contenido no había cambiado: botellas de sangre, una libra de carne picada de ternera descongelándose y una manzana tocada.
La llave giró en la puerta principal y él se alejó de la nevera de un bote, volviéndose al mismo tiempo. Se miró. Iba descalzo, en vaqueros y con una camiseta vieja. ¿Por qué no se había molestado, mientras ella estaba fuera, en afeitarse, arreglarse y ponerse colonia, o algo? Se pasó las manos por el cabello rápidamente mientras Maia entraba en el salón y dejaba las llaves de repuesto en la mesita de centro. Se había cambiado de ropa: un jersey rosa suave y unos vaqueros. Tenía las mejillas sonrosadas del frío; los labios, rojos; los ojos, brillantes. Jordan tenía tantas ganas de besarla que casi le dolía.
En vez de eso, tragó saliva.
—Bueno…, ¿cómo te ha ido?
—Bien. Magnus puede usar la granja. Ya le he enviado un mensaje. —Fue junto a él y apoyó los codos en la barra de la cocina—. También le he dicho a Luke lo que Raphael dijo de Maureen. Espero que esté bien.
Jordan la miró, confundido.
—¿Por qué crees que debía saberlo?
Maia pareció desanimarse.
—Oh, Dios. No me digas que se suponía que era un secreto.
—No… pero me preguntaba…
—Bueno, si de verdad hay un vampiro renegado haciendo de las suyas en Lower Manhattan, la manada debe saberlo. Es su territorio. Además, quería que me aconsejara si debemos decírselo a Simon o no.
—¿Y qué hay de mi consejo? —Jugaba a parecer dolido, pero en realidad lo estaba muy poco. Lo habían discutido antes; si Jordan debía decir a su misión que Maureen estaba por ahí matando, o si sólo sería otra carga añadida a todo lo que Simon ya tenía entre manos. Jordan había opinado que era mejor no decírselo, porque ¿qué podría hacer él de todos modos?, pero Maia no había estado tan segura.
Ella se sentó de un salto sobre la barra y se volvió para mirarlo. Incluso sentada, era más alta que él, y sus ojos castaños relucían sobre los de él.
—Quería el consejo de un adulto.
Él le agarró las piernas, que ella balanceaba, y le pasó las manos por las costuras de los vaqueros.
—Tengo dieciocho años, ¿no soy lo suficientemente adulto para ti?
Ella le puso las manos sobre los hombros y los flexionó, como comprobando sus músculos.
—Bueno, sin duda has crecido…
Jordan la cogió por la cintura, la bajó de la barra y la besó. Un chisporroteante fuego le recorrió las venas cuando ella le devolvió el beso; su cuerpo se derretía contra el de él. El chico le hundió las manos en el cabello, le sacó la gorra de punto y dejó que los rizos le cayeran sueltos. Le besó el cuello mientras ella le sacaba la camisa por la cabeza y le acariciaba los hombros, la espalda y los brazos, ronroneando como un gato. Él se sintió como un globo de helio, flotando por besarla y ligero de alivio. Así que, después de todo, ella no se había cansado de él.
—Jordy —dijo ella—. Espera.
Ella casi nunca lo llamaba así, a no ser que fuera algo serio. El corazón de Jordan, ya desbocado, se aceleró aún más.
—¿Pasa algo?
—Es sólo que… cada vez que nos vemos, acabamos en la cama… y ya sé que empecé yo, no te culpo de nada…, pero tal vez deberíamos hablar.
Él la miró fijamente, a sus grandes ojos oscuros, el pulso del cuello, el rubor de las mejillas.
—Muy bien —dijo, haciendo un esfuerzo para hablar normal—. ¿De qué quieres hablar?
Ella lo miró. Después de un momento negó con la cabeza.
—De nada. —Le puso las manos tras la cabeza y lo acercó a ella; lo besó con fuerza, apretándose contra él—. De nada.
Clary no sabía cuánto tiempo había pasado hasta que Jace salió del cuarto de baño, secándose el cabello con la toalla. Lo miró desde el borde de la cama, donde aún seguía. Él se estaba poniendo una camiseta sobre la lisa piel dorada, marcada con blancas cicatrices.
Ella apartó la mirada cuando él cruzó el cuarto y se sentó a su lado en la cama, oliendo a jabón.
—Lo siento —dijo él.
Entonces, Clary sí que lo miró, sorprendida. Se había preguntado si en su estado actual él sería capaz de lamentar algo. La expresión de Jace era seria, un poco curiosa, pero no carente de sinceridad.
—Guau —exclamó ella—. Esa ducha fría debe de haber sido brutal.
Él ladeó los labios, pero su expresión volvió a ser seria casi inmediatamente. Le puso la mano bajo la barbilla.
—No debería haberte presionado. Es que… hace sólo diez semanas, el mero hecho de abrazarnos ya era impensable.
—Lo sé.
Él le tomó el rostro entre las manos, sus largos dedos fríos contra la mejilla de ella, inclinando la cara. La estaba mirando, y todo en él resultaba tan familiar: el iris de sus ojos, de un dorado pálido, la cicatriz en la mejilla, el carnoso labio inferior, la pequeña mella en un diente, que conseguía que su aspecto no fuera tan perfecto que hasta molestara; sin embargo, de alguna manera era como volver a una casa donde hubiera vivido de niña, sabiendo que el exterior seguía igual, pero que dentro vivía una familia diferente.
—No me ha importado nunca —dijo él—. Te quería de todas formas. Siempre te he querido. Nada me ha importado excepto tú. Nunca.
Clary tragó saliva. El estómago se le retorció, y no sólo con la acostumbrada sensación que notaba cerca de Jace, sino con auténtica inquietud.
—Pero Jace… Eso no es cierto. Te importaba tu familia. Y siempre he pensado que estabas orgulloso de ser nefilim. Uno de los ángeles.
—¿Orgulloso? —repitió él—. Ser medio ángel, medio humano… Siempre eres consciente de tu propia insuficiencia. No eres un ángel. El Cielo no te ama. A Raziel no le importamos. Ni siquiera podemos rezarle. No rezamos a nada. No rezamos por nada. ¿Recuerdas cuando te dije que pensaba que tenía sangre de demonio porque eso explicaría el modo en que me sentía por lo que hacía? Pensar eso fue un alivio, en cierto sentido. Nunca he sido un ángel, ni de cerca. Bueno —añadió—, tal vez de los caídos.
—Los ángeles caídos son demonios.
—No quiero ser nefilim —continuó Jace—. Quiero ser otra cosa. Más fuerte, más rápido, mejor que un humano. Pero diferente. No sometido a las Leyes de un ángel al que no podríamos importarle menos. Libre. —Pasó la mano por un rizo de Clary—. Ahora soy feliz, Clary. ¿Acaso eso no importa?
—Creía que éramos felices juntos —repuso ella.
—Siempre he sido feliz contigo —dijo él—. Pero nunca he pensado que me lo mereciera.
—¿Y ahora sí?
—Ahora esa sensación ha desaparecido —contestó él—. Todo lo que sé es que te amo. Y, por primera vez, me basta con eso.
Ella cerró los ojos. Un momento después, él volvía a besarla, muy suavemente esta vez, trazándole la boca con los labios. Clary notó que se dejaba llevar por sus manos. Sintió cuando la respiración de Jace se aceleró y su propio pulso se sacudió. Él la fue acariciando por el cabello, por la espalda, hasta la cintura. Sus caricias eran reconfortantes, el latido de su corazón contra el de ella como una música conocida, y si el tono era un poco diferente, con los ojos cerrados, ella no lo apreciaba. Su sangre era la misma, bajo la piel, pensó ella, como había dicho la reina Seelie; su corazón se aceleraba con el de él, casi se había detenido cuando el de Jace lo había hecho. Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, bajo la fría mirada de Raziel, haría exactamente lo mismo.
Esta vez fue él quien se apartó, dejando los dedos sobre su mejilla y sus labios.
—Quiero lo que tú quieres —dijo él—. Sea lo que sea que quieras.
Clary sintió que la recorría un escalofrío. Las palabras eran sencillas, pero había una invitación peligrosa y seductora en la entonación de su voz: «Lo que quieras, cuando lo quieras». De nuevo, él le pasó la mano por el cabello, por la espalda, entreteniéndose en la cintura. Ella tragó saliva. Lo que podía aguantar tenía un límite.
—Léeme —dijo de repente.
Él la miró parpadeando sorprendido.
—¿Qué?
Ella miraba hacia los libros en su mesilla.
—Hay muchas cosas que asimilar —explicó ella—. Lo que dijo Sebastian, lo que pasó anoche, todo. Necesito dormir, pero estoy demasiado nerviosa. Cuando era pequeña y no podía dormir, mi madre me leía para que me relajara.
—¿Y ahora te recuerdo a tu madre? Tendré que buscar una colonia más masculina.
—No, pero… he pensado que estaría bien.
Él se tiró sobre las almohadas y tendió la mano hacia la pila de libros que tenía junto a la cama.
—¿Quieres que te lea algo en concreto? —Con una floritura cogió el primer libro del montón. Parecía viejo, encuadernado en cuero, con el título estampado en letras doradas sobre la cubierta. Historia de dos ciudades—. Dickens siempre es prometedor…
—Ése lo he leído. En la escuela —recordó Clary. Se apoyó en la almohada junto a Jace—. Pero no me acuerdo de nada, así que no me importaría oírlo de nuevo.
—Excelente. Me han dicho que tengo una voz melódica y encantadora para la lectura. —Abrió el libro por la primera página, donde se hallaba el título en unas letras muy elaboradas. Sobre él, había una larga dedicatoria, en tinta muy descolorida y casi ilegible, aunque Clary pudo descifrar la firma: «Finalmente con esperanza. William Herondale».
—Algún antepasado tuyo —comentó Clary, rozando la página con el dedo.
—Sí. Qué raro que Valentine lo tuviera. Mi padre debió de dárselo. —Jace abrió por una página cualquiera y comenzó a leer:
Su rostro se aclaró al cabo de poco, y habló con calma.
—No tenga miedo de oírme. No se acobarde ante nada de lo que yo diga. Soy como alguien que ha muerto joven. Toda mi vida puede haber pasado.
—No, señor Carton. Estoy segura de que la mejor parte de su vida aún puede ser; estoy segura de que puede llegar a ser mucho más digno de usted.
—Oh, ahora recuerdo la historia —exclamó Clary—. Un triángulo amoroso. Ella elige al tipo soso.
Jace rió por lo bajo.
—Soso para ti. ¿Quién puede decir lo que ponía calientes a las damas victorianas bajo sus enaguas?
—Es cierto, ¿sabes?
—¿Qué?, ¿lo de las enaguas?
—No. Que lees con una voz encantadora. —Clary volvió el rostro hacia él. En momentos como ése, más que cuando la estaba besando, era cuando dolía; momentos en que podría haber sido Jace. Mientras ella mantuviera los ojos cerrados.
—Todo eso, y abdominales de hierro —repuso Jace, mientras volvía la página—. ¿Qué más puedes pedir?
Paseando por el muelle del río
ya a las postrimerías del día
oí decir a una bonita dama:
«Qué pena, no tengo con quién jugar».
Oyó su cuita un mozo juglar
y rápido fue a brindarle su mano…
—Resulta que me gusta esta música agónica, mi niña, y como yo conduzco, yo elijo —contestó Magnus dándose aires. Sí que conducía él. A Simon le había sorprendido que supiera hacerlo, aunque no estaba seguro de por qué. Magnus llevaba siglos vivo. Sin duda habría encontrado algún momento para sacarse el carnet. Aunque Simon se preguntaba qué fecha de nacimiento pondría en él.
Isabelle puso los ojos en blanco, seguramente porque no había espacio en la camioneta para hacer mucho más, con los cuatro apiñados en el único y largo asiento. Simon no había esperado que ella fuera con ellos. No había imaginado que nadie fuera a la granja con él excepto Magnus, aunque Alec había insistido en acompañarlos (lo que había molestado a Magnus, que consideraba todo esa empresa «demasiado peligrosa»), y luego, mientras Magnus estaba arrancando la camioneta, Isabelle había bajado la escalera del apartamento a toda prisa y se había metido dentro, jadeando y sin aliento.
—Yo también voy —había anunciado.
Y eso hizo. Nadie había podido hacerle cambiar de opinión o disuadirla. Isabelle no había sido capaz de mirar a Simon mientras insistía, o explicaba por qué quería ir con ellos, pero ahí estaba. Vestía unos vaqueros y una camisa de ante púrpura que debía de haber robado del armario de Magnus. El cinturón de armas le colgaba de la cintura. Estaba aplastada contra Simon, quien iba apretado contra la puerta.
—Y de todas formas, ¿qué es esto? —preguntó Alec, mirando el reproductor de CD, donde no había ningún CD. Magnus sólo había tocado el sistema de sonido con un dedo que destellaba azul, y éste había comenzado a sonar—. ¿Algún grupo de hadas?
Magnus no contestó, pero la música subió de volumen.
Directa corrió hacia el espejo y su oscuro cabello arregló sin complejo. Y por su vestido mucho pagó; luego caminando fue por la calle y encontró a un muchacho de buen talle. Y al amanecer en sus pies dolor sintió, mas a todos los chicos alegró.
Isabelle soltó un bufido.
—Todos los chicos divertidos… ¿son gays?[1] Al menos en esta camioneta… así parece. Bueno, tú no, Simon.
—Te has fijado —repuso él.
—Yo me considero un bisexual librepensador y espontáneo —añadió Magnus.
—Por favor, no digas eso nunca delante de mis padres —rogó Alec—. Sobre todo de mi padre.
—Pensaba que tus padres no tenían ningún problema con que… ya sabes… salieras del armario —dijo Simon, inclinándose más allá de Isabelle para mirar a Alec, que estaba, como hacía con frecuencia, frunciendo el ceño y apartándose el cabello de los ojos. Aparte de algunos intercambios casuales, en realidad Simon nunca hablaba mucho con Alec. El chico no era una persona fácil de conocer. Y Simon admitía para sí mismo que su reciente distanciamiento de su propia madre le hacía sentir más curiosidad por la respuesta que pudiera darle Alec de la que habría sentido antes.
—Mi madre parece haberlo aceptado —contestó Alec—. Pero mi padre…, la verdad es que no. Una vez me preguntó qué creía que me había hecho volverme gay.
Simon notó a Isabelle tensarse a su lado.
—¿Volverte gay? —preguntó ella con tono de incredulidad—. Alec, no me lo habías contado.
—Espero que le contestaras que te había mordido una araña gay —bromeó Simon.
Magnus soltó una risotada; Isabelle pareció confusa.
—He leído el alijo de cómics de Magnus —le replicó Alex a Simon —, así que sé de qué estás hablando. —Una leve sonrisa le jugueteó en los labios—. ¿Y eso crees que me daría la homosexualidad proporcional de una araña?
—Sólo si fuera una araña muy gay —contestó Magnus, y soltó un grito cuando Alec le pegó en el brazo—. Ay, vale, la verdad es que no importa.
—Bueno, lo que sea —repuso Isabelle, claramente molesta por no pillar el chiste—. Tampoco es que papá vaya a volver nunca de Idris.
Alec suspiró.
—Perdón por destrozar tu imagen de familia feliz. Sé que quieres pensar que a papá no le importa que yo sea gay, pero no es así.
—Pero si no me lo cuentas cuando la gente te dice cosas así, o hace cosas que te hieren, entonces ¿cómo voy a poder ayudarte? —insistió Isabelle, y Simon notó su agitación vibrándole por el cuerpo—. ¿Cómo puedo…?
—Izzy —la interrumpió Alec con tono cansado—. No es que sea una gran cosa mala. Son un montón de cositas casi invisibles. Cuando estábamos viajando y yo llamaba desde algún sitio, papá nunca me preguntaba cómo estaba. Cuando me levanto para hablar en las reuniones de la Clave, nadie me escucha, y no sé si es porque soy joven o por lo otro. Vi a mamá hablando con una amiga sobre sus nietos y, en cuanto entré en la sala, se callaron. Irina Cartwright me dijo que era una pena que nadie fuera a heredar mis ojos azules. —Se encogió de hombros y miró a Magnus, que apartó la mano del volante un momento y la puso sobre la de Alec—. No es como una puñalada de la que me puedas proteger. Es un millón de cortes con papel diariamente.
—Alec —comenzó Isabelle, pero antes de que pudiera decir nada más, apareció la señal que les indicaba el desvío; una madera con forma de flecha con las palabras GRANJA TRES FLECHAS pintadas en mayúsculas. Simon recordó a Luke arrodillado sobre el suelo de la granja, dibujando cuidadosamente las letras con pintura negra, mientras Clary añadía el dibujo de flores por abajo, ya gastado por el tiempo y casi invisible.
—Gira a la izquierda —dijo, estirando el brazo hacia ese lado y casi golpeando a Alec—. Magnus, ya hemos llegado.
Hicieron falta varios capítulos de Dickens antes de que Clary sucumbiera finalmente al cansancio y se durmiera apoyada en el hombro de Jace. Medio soñando, medio despierta, supo que él la llevaba abajo y la tumbaba en la cama en la que se había despertado el primer día. Jace había corrido las cortinas y cerrado la puerta después de salir, por lo que la habitación había quedado a oscuras, y Clary se había acabado de dormir oyendo su voz en el pasillo, llamando a Sebastian.
De nuevo, soñó con el lago helado, y con Simon llamándola a gritos, y con una ciudad como Alacante, pero donde las torres de los demonios estaban hechas con huesos humanos y fluía sangre por los canales. Se despertó enredada en las sábanas, con el cabello convertido en una maraña de nudos y el exterior iluminado por la luz del ocaso. Al principio pensó que las voces al otro lado de su puerta eran parte del sueño, pero cuando subieron de volumen, alzó la cabeza para escuchar, aún atontada y medio enredada en la telaraña del sueño.
—Eh, hermanito. —Era la voz de Sebastian, flotando bajo su puerta desde el salón—. ¿Está hecho?
Hubo un largo silencio. Luego se oyó la voz de Jace, extrañamente plana y sin color.
—Está hecho.
Sebastian tragó aire con fuerza.
—Y la anciana, ¿ha hecho lo que le pedimos? ¿Ha creado la Copa?
—Sí.
—Enséñamela.
Un ruido de roce. Luego silencio.
—Mira; cógela, si quieres —dijo Jace.
—No. —Había un curioso tono pensativo en la voz de Sebastian—. Guárdala tú de momento. Después de todo, tú te has encargado de traerla de vuelta. ¿Verdad?
—Pero el plan era tuyo. —Había algo en la voz de Jace, algo que hizo a Clary incorporarse y pegar la oreja a la pared, desesperada de repente por oír más—. Y yo lo ejecuté, como tú querías. Ahora, si no te importa…
—Me importa. —Se oyó otro roce. Clary imaginó a Sebastian de pie, mirando a Jace desde el par de centímetros que los separaban en altura—. Hay algo que no va bien. Lo noto. Puedo verlo en ti, ya sabes.
—Estoy cansado. Y ha habido mucha sangre. Mira, sólo necesito lavarme, y dormir. Y… —La voz de Jace se apagó.
—… y ver a mi hermana.
—Me gustaría verla, sí.
—Está durmiendo. Lleva horas.
—¿Necesito tu permiso? —Había un deje cortante en la voz de Jace, algo que le recordó a Clary la manera en que una vez le había hablado a Valentine. Algo que no le había oído en el modo que hablaba a Sebastian en mucho tiempo.
—No. —Sebastian sonó sorprendido, como pillado por sorpresa—. Supongo que si quieres irrumpir y contemplar melancólico su rostro dormido, adelante. Nunca entenderé por qué…
—No —replicó Jace—. Tú no lo entenderás nunca.
Se hizo el silencio. Clary podía imaginarse tan perfectamente a Sebastian mirando fijamente a Jace, con una expresión desconcertada, que tardó un momento en darse cuenta de que Jace debía de estar yendo hacia aquella habitación. Sólo tuvo tiempo de estirarse en la cama y cerrar los ojos antes de que se abriera la puerta, permitiendo la entrada a una luz azul amarillenta, que por un momento la cegó. Hizo lo que esperaba que fuera un sonido realista de despertarse y se dio la vuelta, con la mano sobre el rostro.
—¿Qué…?
La puerta se cerró. El dormitorio volvió a sumirse en la oscuridad. Veía a Jace sólo como una forma que se movía lentamente hacia la cama, hasta que estuvo sobre ella, y no pudo evitar recordar otra noche, cuando él había entrado en su habitación mientras ella dormía.
Jace junto a la cabecera de la cama, aún con el traje blanco de luto, y no había nada poco ligero, sarcástico o distante en la manera en que la estaba mirando. «Llevo dando vueltas toda la noche; no podía dormir, y me encuentro caminando hacia aquí. Hacia ti.»
En ese instante, Jace sólo era una silueta, una silueta con un cabello brillante que relucía bajo la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta.
—Clary —susurró él. Se oyó un golpe, y ella se dio cuenta de que él se había dejado caer de rodillas junto a la cama. Clary no se movió, pero se le tensó el cuerpo. La voz de Jace era un susurro—. Clary, soy yo. Yo.
Ella abrió los ojos y sus miradas se encontraron. Estaba mirando a Jace. Arrodillado junto a la cama, con los ojos a la misma altura que los de ella. Llevaba un abrigo de lana oscuro y largo, abotonado hasta el cuello, donde le vio las Marcas negras: Insonoridad, Agilidad, Precisión, como una especie de collar en la piel. Los ojos de él eran dorados y estaban muy abiertos, y como si ella pudiera ver por ellos, vio a Jace, su Jace. El Jace que la había cogido en brazos cuando estaba muriendo por el veneno del rapiñador. El Jace que la había visto sujetar a Simon para taparle la luz del amanecer en el East River. El Jace que le había contado la historia de un niño y del halcón que su padre había matado. El Jace que ella amaba.
El corazón pareció detenérsele. Ni siquiera pudo ahogar un grito.
Los ojos de Jace estaban cargados de urgencia y dolor.
—Por favor —murmuró—. Por favor, créeme.
Ella le creía. Llevaban la misma sangre, amaban de la misma manera; ése era su Jace, tanto como sus manos eran sus propias manos, su corazón su propio corazón. Pero… ¿cómo?
—Clary, shh…
Ella comenzó a incorporarse, pero él la cogió del hombro y la empujó hacia abajo.
—Ahora no podemos hablar. Tengo que irme.
Ella lo agarró por la manga y lo notó encogerse.
—No me dejes.
Él bajó la cabeza un instante; luego cuando volvió a alzarla, tenía los ojos secos, pero su expresión la silenció.
—Espera un poco cuando salga —le susurró él—. Luego sal con cuidado y sube a mi habitación. Sebastian no puede saber que estamos juntos. Esta noche no. —Se puso en pie lentamente, con ojos suplicantes—. No permitas que te oiga.
Ella se sentó en la cama.
—Tu estela. Déjame tu estela.
La duda destelló en los ojos de Jace; ella lo miró fijamente y luego extendió la mano. Al cabo de un instante, él sacó el instrumento, que brillaba apagado, y se lo puso en la mano. Por un segundo, sus pieles se tocaron, y ella se estremeció; sólo un roce de la mano de aquel Jace era casi tan potente como todos los besos y manoseos que se habían dado en el club la otra noche. Clary supo que él también lo había notado, porque retiró la mano bruscamente y comenzó a retroceder hacia la puerta. Clary lo oía respirar, de modo irregular y rápido. Él buscó el pomo a la espalda y salió, sin apartar los ojos del rostro de Clary hasta el último momento, cuando la puerta se cerró entre ellos con un firme chasquido.
Clary se quedó en la oscuridad, perpleja. Notaba como si la sangre se le hubiera espesado en las venas y el corazón tuviera que trabajarle el doble para seguir latiendo.
«Jace. Mi Jace.»
Apretó la estela en la mano. Algo en ella, su fría dureza, pareció centrar y agudizar su mente. Se miró. Llevaba un top corto y short de pijama; tenía la piel de gallina en los brazos, pero no porque tuviera frío. Se colocó la punta de la estela en la parte interior del brazo y se la pasó lentamente por la piel; observó cómo la runa de insonoridad se iba formando sobre su pálida piel.
Abrió la puerta un centímetro. Sebastian no estaba, seguramente se habría ido a dormir. Del televisor salía una tenue música; algo clásico, la clase de música de piano que le gustaba a Jace. Se preguntó si a Sebastian le gustaría la música, o alguna clase de arte. Parecía una capacidad tan humana…
A pesar de su preocupación por adónde habría ido Sebastian, sus pies la estaban llevando por el pasillo que daba a la cocina, y luego cruzó el salón y corrió por los escalones de vidrio, sin emitir ningún sonido; al llegar arriba corrió por el pasillo hacia la habitación de Jace. Luego ya estaba abriendo la puerta y colándose dentro; la puerta se cerró tras ella.
Las ventanas estaban abiertas, y por ellas veía los tejados y un trozo curvado de luna; una noche parisina perfecta. La piedra de luz mágica de Jace se hallaba en la mesilla, junto a la cama. Brillaba con una energía apagada que iluminaba aún más el dormitorio. Había luz suficiente para que Clary viera a Jace, de pie entre las dos largas ventanas. Se había sacado el largo abrigo negro, que estaba arrugado a sus pies. Al instante, Clary se dio cuenta de por qué no se lo había sacado al entrar en la casa, por qué se lo había dejado abrochado hasta el cuello. Porque bajo él sólo llevaba una camisa gris y vaqueros, y ambos estaban pegajosos y empapados de sangre. La camisa estaba hecha jirones en partes, como si la hubieran cortado con un cuchillo muy afilado. Tenía arremangada la manga izquierda, y un vendaje blanco le envolvía el antebrazo; seguramente acababa de ponérselo, aunque ya estaba oscureciéndose de sangre en las puntas. Estaba descalzo, con los zapatos tirados, y el suelo tenía salpicaduras de sangre donde él se hallaba, como lágrimas escarlata. Ella dejó la estela en la mesilla de noche.
—Jace —dijo en voz baja.
Y, de repente, pareció una locura que hubiera tanto espacio entre ellos, que ella estuviera al otro lado de la habitación y que no se estuvieran tocando. Fue hacia él, pero Jace alzó una mano para detenerla.
—No. —La voz se le quebró. Luego comenzó a desabrocharse los botones de la camisa, uno a uno. Se quitó la prenda ensangrentada y la dejó caer al suelo.
Clary se lo quedó mirando. La runa de Lilith seguía en su lugar, sobre el corazón de Jace, pero en vez de resplandecer de un color rojo plateado, parecía como si la punta ardiente de un atizador le hubiera quemado la piel. De forma involuntaria, Clary se llevó la mano a su propio pecho, con los dedos extendidos sobre el corazón. Notaba sus latidos, fuertes y rápidos.
—Oh —exclamó.
—Sí, oh —repuso Jace con voz neutra—. No durará, Clary. Me refiero a mí siendo yo mismo. Sólo mientras esto no sane.
—M… me preguntaba —tartamudeó Clary—. Antes, mientras dormía, he pensado en cortarte sobre la runa, como hicimos cuando luchamos contra Lilith. Pero me daba miedo que Sebastian lo notara.
—Lo habría notado. —Los ojos dorados de Jace eran tan neutros como su voz—. No ha notado esto porque lo ha hecho un pugio, una daga fraguada en sangre de ángel. Son increíblemente raras; sólo había visto una de verdad antes. —Se pasó los dedos por el cabello—. La hoja se convirtió en cenizas ardientes cuando me tocó, pero causó el daño que pretendía hacer.
—Estabas peleando. ¿Con un demonio? ¿Por qué Sebastian ni siquiera ha ido…?
—Clary. —La voz de Jace era un susurro—. Esto… tardará más en curarse que un corte ordinario… pero no eternamente. Y entonces, volveré a ser él.
—¿Cuánto tiempo? ¿Antes de que vuelvas a ser lo que eras?
—No lo sé. No tengo ni idea. Pero quería… necesitaba estar contigo, así, como yo mismo, tanto tiempo como pudiera. —Le tendió una mano tensa, como si no estuviera seguro de ser correspondido—. ¿Crees que podrías…?
Ella ya corría cruzando la habitación. Le echó los brazos al cuello. Él la cogió, y giraron juntos, mientras ella le hundía el rostro en la curva del cuello. Lo aspiró como el aire. Olía a sangre, sudor, cenizas y Marcas.
—Eres tú —susurró Clary—. Realmente tú.
Jace la apartó para mirarla. Con la mano libre le acarició el pómulo con ternura. Eso era lo que ella había echado de menos, su ternura. Era uno de los detalles que la habían hecho enamorarse de él en primer lugar: el darse cuenta que aquel chico marcado y sarcástico podía ser tierno con lo que amaba.
—Te he echado de menos —dijo ella—. Te he echado tanto de menos…
Él cerró los ojos como si le hirieran sus palabras. Ella le puso la mano en la mejilla. Él apoyó la cabeza en la palma, el cabello de Jace le cosquilleaba a Clary en los nudillos, y ella se dio cuenta de que él también tenía el rostro húmedo.
«El niño nunca volvió a llorar.»
—Tú no tienes la culpa —dijo ella. Lo besó en la mejilla con la misma ternura que él le mostraba. Notó sabor a sal, sangre y lágrimas. Jace aún no había dicho nada, pero Clary notaba los salvajes latidos del corazón de él contra su pecho. La abrazaba con fuerza, como si no quisiera dejarla marchar nunca. Clary le besó la mejilla, el mentón y finalmente la boca, en una ligera presión de labios sobre labios.
No hubo nada del frenesí del club. Era un beso pensado para consolar, para decir todo lo que no había tiempo de decir. Él le devolvió el beso, vacilante al principio, y luego con mayor intensidad; le hundió la mano en el cabello, retorciendo los rizos entre los dedos. Lentamente, sus besos se fueron haciendo más profundos, y la intensidad fue creciendo entre ellos, como una llama que comienza con una sola cerilla y se convierte en una hoguera.
Clary sabía lo fuerte que era Jace, pero aún se sorprendió cuando él la llevó a la cama, la tumbó con cuidado entre las almohadas revueltas y se puso sobre ella, de un solo gesto que le recordó a ella para qué eran las Marcas que él tenía en el cuerpo: Fuerza. Gracilidad. Suavidad manual. Aspiró el aliento de él mientras se besaban, cada beso largo, exploratorio. Ella le pasó las manos por los hombros, los músculos de los brazos y la espalda. Su piel desnuda era como seda ardiente bajo sus manos.
Cuando él llego al borde del top, ella estiró los brazos y arqueó la espalda, deseando que desaparecieran todas las barreras entre ellos. En cuanto el top ya no estuvo, ella lo apretó contra sí, con besos más feroces, como si estuvieran tratando de llegar a algún lugar oculto en el interior del otro. Clary no habría creído que pudieran estar aún más unidos, pero de alguna manera, mientras se besaban, se fueron atando el uno al otro como con un intrincado hilo, cada beso más ansioso y más profundo que el anterior.
Se acariciaron de prisa, y luego más despacio, descubriéndose sin prisa. Ella le clavó las uñas en el hombro cuando él le besó el cuello, las clavículas y la mancha con forma de estrella que tenía en el hombro. Ella también le rozó la cicatriz, con el dorso de la mano, y le besó la herida Marca que Lilith le había hecho en el pecho. Lo notó estremecerse, deseándola, y ella supo que estaba al borde de llegar a donde no había marcha atrás, y no le importó. Sabía lo que era perderlo. Sabía los días vacíos y negros que seguirían. Y supo que si lo volvía a perder, quería tener eso para recordar. Para aferrarse. Que había estado tan cerca de él una vez como era posible estar cerca de alguien. Enlazó los tobillos alrededor de la cintura de Jace, y él gimió en su boca, con un sonido grave, suave y desesperado, mientras le hundía los dedos en las caderas.
—Clary. —Jace se apartó. Estaba temblando—. No puedo… Si no paramos ahora, no seremos capaces de hacerlo.
—¿No quieres? —Clary lo miró sorprendida. Él estaba arrebolado, desarreglado, y tenía el cabello de un dorado más oscuro donde el sudor se lo había pegado a las sienes y la frente. Ella podía notarle el corazón sacudiéndose dentro del pecho.
—Sí, pero es que nunca…
—¿No? —Estaba sorprendida—. ¿No lo has hecho antes?
Él respiró hondo.
—Lo he hecho. —Le escrutó el rostro, como si estuviera buscando un juicio, desaprobación e incluso desagrado. Clary lo miró sin alterarse. Siempre había supuesto que lo había hecho—. Pero no cuando importaba. —Le acarició la mejilla muy suavemente—. Ni siquiera sé…
Clary rió por lo bajo.
—Creo que acabamos de establecer que sí sabes.
—No quiero decir eso. —Le cogió la mano y se la llevó a su propio rostro—. Te deseo —dijo—, más de lo que he deseado nada en mi vida. Pero yo… —Tragó saliva—. En nombre del Ángel, sé que me voy a dar de tortas por eso.
—No me digas que me estás protegiendo —replicó ella con fuerza—. Porque yo…
—No es eso —contestó él—. No me estoy sacrificando. Estoy… celoso.
—¿Estás… celoso? ¿De quién?
—De mí mismo. —Hizo una mueca—. Odio la idea de que él esté contigo. Él. El otro yo. El que Sebastian controla.
Ella comenzó a notar que le ardía el rostro.
—Anoche… en el club…
Él dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella. Un poco asombrada, ella le acarició la espalda, y notó los arañazos que le había hecho en el club. Ese recuerdo concreto la hizo sonrojarse aún más. Como lo hizo el saber que él se podía haber curado los arañazos con un iratze si hubiera querido. Pero no lo había hecho.
—Lo recuerdo todo de anoche —admitió él—. Y me enfurece, porque era yo pero no lo era. Cuando estamos juntos, quiero que seas la auténtica tú. Y el auténtico yo.
—¿No es eso lo que somos ahora?
—Sí. —Alzó la cabeza y la besó en la boca—. Pero ¿hasta cuándo? Puedo cambiar en cualquier momento. No puedo hacerte esto. No puedo hacérnoslo a los dos. —Su tono de voz era amargo—. Ni siquiera sé cómo puedes soportarlo, estar cerca de esa cosa que no soy yo mismo…
—Incluso si volvieras a ser eso dentro de cinco minutos —repuso ella—, valdría la pena, sólo por estar de nuevo contigo así. Que no acabara en aquel tejado. Porque éste eres tú, e incluso ese otro tú… Hay restos del auténtico tú en él. Es como si te mirara a través de un espejo empañado, pero no es el auténtico tú. Al menos ahora lo sé.
—¿Qué quieres decir? —Su mano le agarró el hombro con más fuerza—. ¿Qué quieres decir con que al menos lo sabes?
Clary respiró hondo.
—Jace, la primera vez que estuvimos juntos, juntos de verdad, estuviste tan feliz durante ese primer mes. Y todo lo que hacíamos juntos era divertido, alegre e increíble. Y luego fue como si te fueran arrancando toda esa felicidad. No querías estar conmigo, ni siquiera mirarme…
—Tenía miedo de hacerte daño. Pensaba que me estaba volviendo loco.
—No sonreías, ni reías, ni bromeabas. Y no te estoy culpando. Lilith se estaba metiendo en tu mente, controlándote. Cambiándote. Pero tienes que recordar, y sé lo estúpido que suena esto, porque nunca he tenido un novio antes. Pensaba que tal vez fuera normal. Que quizá te estuvieras cansando de mí.
—No podría…
—No te pido que me asegures nada —replicó ella—. Sólo te lo estoy contando. Cuando estás… como estás, controlado… pareces feliz. Vine aquí porque quería salvarte. —Bajó la voz—. Pero comencé a preguntarme de qué te estaba salvando. ¿Cómo podía devolverte a una vida con la que parecías tan infeliz?
—¿Infeliz? —Jace negó con la cabeza—. Era afortunado. Tan, tan afortunado. Y no me daba cuenta. —La miró a los ojos—. Te amo —dijo—. Y tú me haces más feliz de lo que jamás creí poder ser. Y ahora que sé lo que es ser otro, perderme a mí mismo, quiero recuperar mi vida. Mi familia. A ti. Todo eso. —Los ojos se le oscurecieron—. Lo quiero de vuelta.
Jace le cubrió la boca con la suya, con una presión casi dolorosa, los labios abiertos, ardientes y ansiosos, y la cogió por la cintura, y luego las sábanas que tenía a los lados, casi rasgándolas. Se apartó, jadeante.
—No podemos…
—Entonces, ¡para de besarme! —exhaló ella—. La verdad… —Salió de debajo de él y agarró su top—. Vuelvo en seguida.
Pasó junto a él, corrió al cuarto de baño y cerró la puerta con pestillo. Encendió la luz y se miró en el espejo. Tenía lo ojos enloquecidos, el cabello revuelto y los labios hinchados por los besos. Se sonrojó y volvió a ponerse el top; se echó agua fría a la cara y se recogió el cabello en un nudo. Cuando estuvo convencida de que ya no parecía una doncella mancillada de la cubierta de alguna novela rosa, cogió una de las toallas de manos, que no tenían nada de romántico, la humedeció y le puso jabón.
Volvió al dormitorio. Jace estaba sentado en el borde de la cama, en vaqueros y una camisa limpia sin abotonar, con el cabello revuelto silueteado por la luz de la luna. Parecía la estatua de un ángel. Sólo que, por lo general, los ángeles no estaban manchados de sangre.
Clary se puso frente a él.
—Muy bien —le dijo—. Quítate la camisa.
Jace arqueó las cejas.
—No voy a atacarte —repuso ella, impaciente—. Puedo soportar ver tu pecho desnudo sin desmayarme.
—¿Estás segura? —preguntó él, mientras se sacaba obedientemente la camisa—. Porque ver mi pecho desnudo ha causado que muchas mujeres sufrieran graves heridas al salir en estampida para cogerme.
—Sí, bueno, no veo a nadie más que a mí aquí. Y sólo quiero limpiarte la sangre.
Él se apoyó, obediente, en las manos. La sangre le había atravesado la camisa que había llevado y le había manchado el pecho y el plano abdomen, pero mientras ella le palpaba con los dedos cuidadosamente, notó que la mayoría de cortes eran superficiales. El iratze que él se había puesto antes ya estaba haciendo que se cerraran.
Él volvió el rostro hacia ella, con los ojos cerrados, mientras Clary le pasaba la toalla mojada por la piel, y la sangre teñía de rosa el algodón. Ella le frotó las manchas secas del cuello, escurrió la toalla, hundió la punta en el vaso de agua de la mesilla y fue a por el pecho. Él estaba sentado con la cabeza hacia atrás, observándola mientras la toalla le recorría los músculos de los hombros, la suave línea de los brazos y antebrazos, el duro pecho marcado de líneas blancas y el negro de las Marcas permanentes.
—Clary —dijo él, con voz seria.
—¿Sí?
—No recordaré esto —contestó él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo. No recordaré haber estado contigo, o hablarte así. Así que dime… ¿están bien? ¿Mi familia? ¿Saben que…?
—¿Lo que te ocurrió? Un poco. Y no, no están bien. —Cerró los ojos—. Podría mentirte —continuó ella—. Pero lo sabrías. Te quieren mucho, y quieren que vuelvas.
—Así no.
Ella le tocó el hombro.
—¿Me vas a contar qué ha pasado? ¿De dónde has sacado esos cortes?
Él respiró hondo, y la cicatriz de su pecho resaltó, lívida y oscura.
—He matado a alguien.
Clary notó el impacto de esas palabras en el cuerpo como el retroceso de una escopeta. Dejó caer la toalla ensangrentada, y luego se agachó a recogerla. Cuando alzó los ojos, él la miraba. Bajo la luz de la luna, las líneas de su rostro eran delicadas, agudas y tristes.
—¿A quién? —preguntó ella.
—La has conocido —continuó Jace, y cada palabra era como un peso—. La mujer que fuiste a visitar con Sebastian. La Hermana de Hierro. Magdalena. —Se volvió hacia atrás y buscó algo que estaba entre las revueltas sábanas de la cama. Los músculos de los brazos y la espalda se le ondularon bajo la piel cuando lo cogió y se volvió hacia Clary con el objeto brillándole en la mano.
Era un cáliz claro y traslúcido: una réplica exacta de la Copa Mortal, excepto que en vez de ser de oro estaba tallada en el blanco plateado adamas.
—Sebastian me envió… lo envió a él… a buscar esto —explicó Jace—. Y también me ordenó que la matara. No se lo esperaba. No esperaba ninguna violencia, sólo el pago y el intercambio. Creía que estábamos del mismo lado. Dejé que me diera la Copa, y luego saqué la daga y… —Tragó aire con fuerza, como si el recuerdo le hiciera daño—. La apuñalé. Quería que fuera en el corazón, pero ella se movió y fallé por unos centímetros. Ella se tambaleó hacia atrás, agarró algo en su mesa de trabajo, donde había polvillo de adamas, y me lo tiró. Creo que quería cegarme. Pero torcí la cabeza, y cuando volví a mirar ella tenía un aegis en la mano. Creo que supe lo que era. La luz que manaba de él me quemaba los ojos. Grité cuando ella me lo hundió en el pecho; noté un dolor muy intenso en la Marca, y luego la hoja se destrozó. —Jace bajó la mirada y soltó una carcajada seca—. Lo divertido es que, si hubiera llevado el uniforme, esto no habría pasado. No me lo puse porque pensé que no valía la pena. No pensaba que pudiera herirme. Pero el aegis quemó la Marca, la Marca de Lilith, y de repente volvía a ser yo, de pie sobre una mujer muerta, con una daga ensangrentada en una mano y la Copa en la otra.
—No lo entiendo. ¿Por qué te dijo Sebastian que la mataras? Ella te estaba dando la Copa. Se la daba a Sebastian. Ella dijo…
Jace exhaló un aliento quebrado.
—¿Recuerdas lo que dijo Sebastian sobre el reloj de la plaza Vieja? ¿En Praga?
—Que el rey hizo que le arrancaran los ojos al relojero después de acabarlo, para que no pudiera volver a hacer algo tan hermoso —contestó Clary—. Pero no veo…
—Sebastian quería que ella muriese para que nunca más pudiera hacer algo así —le contó Jace—. Para que no pudiera contarlo.
—¿Contar qué? —Alzó la mano, cogió a Jace por la barbilla y le alzó el rostro para que la mirara—. Jace, ¿qué está planeando realmente Sebastian? La historia que contó en la sala de entrenamiento, sobre querer invocar a demonios para destruirlos…
—Sebastian quiere invocar a demonios, sin duda. —La voz de Jace era torva—. Un demonio en particular: Lilith.
—Pero Lilith está muerta. Simon la destruyó.
—Los Demonios Mayores no mueren. No del todo. Los Demonios Mayores habitan los espacios entre los mundos, el gran Vacío, la nada. Lo que Simon hizo fue destruir su poder, enviarla a pedazos a la nada de la que había venido. Pero allí se irá volviendo a formar lentamente. Renacerá. Puede tardar siglos, pero no si Sebastian la ayuda.
Clary notaba una sensación fría que le iba invadiendo el estómago.
—La ayuda… ¿cómo?
—Llamándola de nuevo a este mundo. Quiere mezclar la sangre de Lilith y la suya en la copa y crear un ejército de nefilim oscuros. Quiere ser Jonathan Cazador de Sombras reencarnado, pero del lado de los demonios, no del de los ángeles.
—¿Un ejército de nefilim oscuros? Los dos sois duros, pero no sois exactamente un ejército.
—Hay unos cuarenta o cincuenta nefilim que o fueron fieles a Valentine, u odian la actual dirección de la Clave y están abiertos a escuchar lo que Sebastian tiene que decirles. Ya ha estado en contacto con ellos. Cuando invoque a Lilith, ellos estarán allí. —Jace respiró hondo—. Y ¿después de eso? ¿Con el poder de Lilith tras ellos? ¿Quién sabe quién más se unirá a su causa? Sebastian quiere la guerra. Está convencido de que ganará, y yo no estoy seguro de que no lo haga. Por cada nefilim oscuro que cree, su poder crecerá. Añade a eso los demonios que ya se han aliado con él, y no sé si la Clave está preparada para resistirle.
Clary dejó caer la mano.
—Sebastian no ha cambiado. Tu sangre no lo ha cambiado. Es exactamente igual que era. —Sus ojos fueron hacia los de Jace—. Pero tú… tú también me mentiste.
—Él te mintió.
Los pensamientos de Clary eran un remolino.
—Lo sé. Sé que Jace no eres tú…
—Él cree que es por tu bien, y que al final serás más feliz, pero te mintió. Yo nunca lo haría.
—El aegis —exclamó Clary—. Si te puede herir sin que lo sienta Sebastian, ¿podría matarlo sin herirte a ti?
Jace negó con la cabeza.
—No creo. Si tuviera un aegis, estaría dispuesto a probarlo, pero… no. Nuestras fuerzas vitales están ligadas. Una herida es una cosa. Pero si muriera… —La voz se le endureció—. Ya sabes la manera más fácil de acabar con todo esto. Atraviésame el corazón con una daga. Me sorprende que no lo hayas hecho mientras dormía.
—¿Podrías tú? ¿En mi lugar? —Le temblaba la voz—. Creo que hay una manera de solucionar esto. Aún lo creo. Dame tu estela y haré un Portal.
—No puedes crear ningún Portal aquí dentro —explicó Jace—. No funcionará. La única manera de salir de este apartamento y entrar es a través de la pared de abajo, junto a la cocina. Y también es el único lugar desde donde se puede mover el apartamento.
—¿Puedes trasladarnos a la Ciudad Silenciosa? Si volvemos, los Hermanos Silenciosos pueden encontrar una manera de separarte de Sebastian. Le contaremos su plan a la Clave, para que estén preparados…
—Podría trasladarnos a una de las entradas —repuso Jace—. Y lo haré. Iré. Iremos juntos. Pero sólo para que no haya más falsedades entre nosotros, Clary, tendrás que saber que ellos me matarán. Después de que les diga lo que sé, me matarán.
—¿Matarte? —No, no lo harían…
—Clary. —Su voz era tierna—. Como buen cazador de sombras, debo morir voluntariamente para detener lo que Sebastian pretende hacer. Como buen cazador de sombras, lo haría.
—Pero nada de esto es culpa tuya. —Alzó la voz, pero se obligó a bajarla de nuevo, porque no quería que Sebastian, abajo, la oyera—. No puedes evitar lo que te han hecho. Eres una víctima. No eres tú, Jace; es otra persona, alguien que usa tu cara. No deberías ser castigado…
—No es una cuestión de castigo. Es ser prácticos. Si me matan, Sebastian muere. No es diferente de sacrificarme en una batalla. Y lo que soy ahora, yo mismo, desaparecerá dentro de poco. Y, Clary, sé que no tiene sentido, pero lo recuerdo, lo recuerdo todo. Recuerdo haber caminado contigo por Venecia, y la noche en el club, y haber dormido en esta cama contigo, y… ¿No lo entiendes? Lo quería. Esto es todo lo que siempre he querido, vivir contigo así, estar contigo así. ¿Qué se supone que debería pensar, cuando lo peor que me ha ocurrido me da exactamente lo que deseo? Tal vez Jace Lightwood puede ver las muchas maneras en que esto está mal y no es correcto, pero a Jace Wayland, el hijo de Valentine… le encanta esta vida. —La miraba con ojos muy abiertos y dorados, y a ella le recordó a Raziel, a su mirada, que parecía contener toda la sabiduría y toda la tristeza del mundo—. Y es por eso que tengo que ir —concluyó—. Antes de que esto se agote. Antes de que vuelva a ser él.
—¿Ir adónde?
—A la Ciudad Silenciosa. Tengo que entregarme, y entregar la Copa también.