PRIMERA PARTE Más ángel malo

El amor es un espíritu familiar, el amor es un demonio;

no hay más ángel malo que el amor.

WILLIAM SHAKESPEARE, Trabajos de amor perdidos.

1 El último consejo

Dos semanas después

—¿Cuánto crees que tardará el veredicto? —preguntó Clary.


No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban esperando, pero le parecían horas. No había relojes en el dormitorio negro y rosa inte nso de Isabelle, sólo montones de ropa; columnas de libros; pilas de armas, y una cómoda rebosante de maquillaje brillante, pinceles usados y cajones abiertos donde se derramaban braguitas de encaje, medias finas y boas de plumas. Tenía cierto aire a la estética de los bastidores de La jaula de las locas, pero durante las dos últimas semanas, Clary había pasado el tiempo suficiente entre aquella reluciente confusión para comenzar a encontrarla reconfortante.

Isabelle, junto a la ventana con Iglesia en brazos, acariciaba distraída la cabeza del gato. Iglesia la miraba con torvos ojos amarillos. Al otro lado de la ventana, una tormenta de noviembre estaba en pleno apogeo, y la lluvia resbalaba por el vidrio como si fuera barniz.

—No mucho más —contestó Isabelle lentamente. No llevaba maquillaje, lo que la hacía parecer más joven, y sus oscuros ojos más grandes.

Clary, sentada en la cama de Izzy entre un montón de revistas y una repiqueteante pila de cuchillos serafines, tragó saliva con fuerza para sacarse el sabor amargo que le subía por la garganta.

«Vuelvo en seguida. Cinco minutos.»

Eso había sido lo último que le había dicho al chico que amaba más que nada en el mundo. En ese momento pensaba que tal vez fuera lo último que hablaran.

Clary recordaba perfectamente ese momento. El jardín del tejado. La cristalina noche de octubre, con las estrellas ardiendo de un blanco helado en un despejado cielo negro. Las piedras del pavimento marcadas con runas negras, salpicadas de icor y sangre. La boca de Jace sobre la suya, lo único cálido en un mundo tembloroso de frío. Colgarse el anillo Morgenstern del cuello. «El amor que mueve el sol y todas las otras estrellas.» Volverse para buscarlo con la mirada mientras el ascensor se la llevaba, arrastrándola de nuevo hacia las sombras del edificio. Se había reunido con los otros en el vestíbulo; había abrazado a su madre, a Luke y a Simon, pero parte de ella, como siempre, se había quedado con Jace, flotando sobre la ciudad en aquel tejado, los dos solos en la fría y brillante ciudad eléctrica.

Maryse y Kadir fueron los que entraron en el ascensor para reunirse con Jace en el tejado y ver los restos del ritual de Lilith. Pasaron otros diez minutos antes de que Maryse regresara, sola. Cuando las puertas se abrieron y Clary vio su rostro, blanco, serio y agitado, lo supo.

Lo que había pasado después había sido como un sueño. El grupo de cazadores de sombras del vestíbulo había ido hacia Maryse; Alec se había separado de Magnus, e Isabelle se había puesto en pie de un salto. Ráfagas de luz blanca cortaron la oscuridad como los resplandores de los flashes de las cámaras en una escena del crimen, cuando, uno tras otro, los cuchillos serafines fueron iluminando las sombras. Clary se abrió paso y oyó la historia a trozos: el jardín del tejado estaba vacío; Jace había desaparecido. El ataúd de cristal que había contenido a Sebastian estaba destrozado; había trozos de vidrio por todas partes. Sangre, aún fresca, goteaba del pedestal donde había estado colocado el ataúd.

Al instante, los cazadores de sombras comenzaron a hacer planes, a dispersarse en círculo y registrar el área alrededor del edificio. Magnus estaba allí, con chispas azules en las manos; le preguntó a Clary si tenía algo de Jace con que poder rastrearlo. Como atontada, ella le dio el anillo Morgenstern y se retiró a un rincón para llamar a Simon. Acababa de colgar el teléfono cuando la voz de uno de los cazadores de sombras se oyó sobre las otras.

—¿Rastrearlo? Eso sólo funcionará si aún sigue vivo. Con toda esa sangre no es muy probable…

De alguna manera, eso fue la gota que colmó el vaso. La prolongada hipotermia, el agotamiento y el shock le pasaron factura, y se le doblaron las rodillas. Su madre la cogió antes de que llegara al suelo. Después de eso, todo fue una oscura confusión. Se despertó a la mañana siguiente en su cama en casa de Luke; se incorporó de golpe con el corazón disparado, convencida de que había tenido una pesadilla.

Mientras salía de la cama, los pálidos morados en las piernas y los brazos le contaron una historia diferente, al igual que la falta de su anillo. Se puso unos vaqueros y una sudadera, y se tambaleó hasta el salón donde encontró a Jocelyn, a Luke y a Simon sentados con sombrías expresiones en el rostro. No le hacía falta preguntar, pero de todas formas lo hizo.

—¿Lo han encontrado? ¿Ha vuelto?

Jocelyn se puso en pie.

—Cariño, sigue desaparecido…

—Pero ¿no está muerto? ¿Aún no han encontrado el cuerpo? —Se desplomó en el sofá junto a Simon—. No, no está muero. Yo lo sabría.

Recordaba a Simon cogiéndola de la mano mientras Luke le explicaba lo que sabían: que Jace seguía desaparecido, y también Sebastian. La mala noticia era que la sangre del pedestal la habían identificado como la de Jace. La buena noticia era que la cantidad era menor de la que habían creído; se había mezclado con el agua del ataúd y por eso habían tenido la impresión de que era más de lo que era en realidad. Por el momento pensaban que era muy posible que hubiera sobrevivido a lo que fuera que hubiese ocurrido.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó Clary.

Luke meneó la cabeza, mirándola con sus azules ojos sombríos.

—Nadie lo sabe, Clary.

Ella sintió como si la sangre se le hubiera transformado en agua helada en las venas.

—Quiero ayudar. Quiero hacer algo. No puedo quedarme aquí sentada mientras Jace está desaparecido.

—Yo no me preocuparía por eso —repuso Jocelyn muy seria—. La Clave quiere verte.

Un hilo invisible se le quebró a Clary en las articulaciones y los tendones mientras se ponía en pie.

—Muy bien. Lo que sea. Les diré cualquier cosa que quieran saber si encuentran a Jace.

—Les dirás lo que quieran saber porque tienen la Espada Mortal. —La voz de Jocelyn sonó desesperada—. Oh, cariño, lo lamento tanto…

Y en ese momento, dos semanas después de repetidos testimonios, después de que llamaran a docenas de testigos, después de que ella hubiera sujetado la Espada Mortal decenas de veces, Clary estaba sentada en el dormitorio de Isabelle y esperaba la decisión del Consejo sobre su futuro.

No podía evitar recordar cómo se había sentido sujetando la Espada Mortal. Era como si tuviera pequeños anzuelos clavados en la piel que le arrancaban la verdad. Se había arrodillado, sujetándola, en medio del círculo de las Estrellas Parlantes, y había oído su voz explicándoselo todo al Consejo: cómo Valentine había alzado al ángel Raziel, y cómo ella le había arrebatado el poder de controlar al Ángel al borrar su nombre de la arena y escribir el suyo encima. Les había dicho cómo el Ángel le había ofrecido un deseo, y que lo había empleado para levantar a Jace de entre los muertos; les explicó que Lilith había poseído a Jace, y que además había planeado emplear la sangre de Simon para resucitar a Sebastian, el hermano de Clary, a quien Lilith consideraba su hijo. Les contó cómo la Marca de Caín de Simon había acabado con Lilith, y que habían pensado que la vida de Sebastian también había terminado, y ya no era una amenaza.

Clary suspiró y abrió la tapa de su móvil para mirar la hora.

—Ya llevan una hora —dijo—. ¿Es normal? ¿Es una mala señal?

Isabelle dejó caer a Iglesia, que soltó un fuerte maullido. Fue a la cama y se sentó junto a Clary. Isabelle parecía más delgada que de costumbre (al igual que Clary, durante las dos últimas semanas había perdido peso), pero seguía tan elegante como siempre, con pantalones de pitillo negros y un ajustado top de terciopelo gris. El rímel se le había corrido alrededor de los ojos, lo que debería hacerla parecer un mapache, pero, en vez de eso, le daba el aspecto de una estrella de cine francesa. Abrió los brazos, y sus brazaletes de electrum con sus talismanes de runas tintinearon armónicamente.

—No, no es una mala señal —contestó—. Sólo significa que tienen mucho de qué hablar. —Se giró el anillo Lightwood que llevaba en el dedo—. No te pasará nada. No violaste la Ley. Eso es lo importante.

Clary suspiró. Incluso el calor del hombro de Isabelle junto al suyo era incapaz de derretir el hielo de sus venas. Sabía que, técnicamente, no había quebrantado ninguna Ley, pero también sabía que la Clave estaba furiosa con ella. Era ilegal que un cazador de sombras alzara a los muertos, pero no que lo hiciera el Ángel; de todas formas, lo que había hecho al pedir que Jace recobrara la vida era algo tan enorme que el chico y ella habían acordado no decírselo a nadie.

Pero estaba claro que eso había hecho removerse a la Clave. Clary sabía que querían castigarla, aunque sólo fuera porque su elección había tenido consecuencias desastrosas. En cierto sentido, ella deseaba que la castigaran. Romperle los huesos, arrancarle las uñas, dejar que los Hermanos Silenciosos le rebuscaran en el cerebro con sus afilados pensamientos. Una especie de pacto con el diablo: su dolor a cambio del regreso de Jace sano y salvo. La habría ayudado a superar su culpabilidad por haberlo dejado en aquel tejado, aunque Isabelle y los demás le habían dicho cientos de veces que eso era ridículo, que todos habían pensado que estaba completamente a salvo allí, y que si Clary se hubiera quedado, seguramente también estaría desaparecida.

—Para ya —dijo Isabelle.

Por un momento, Clary no supo si Isabelle le estaba hablando a ella o al gato. Iglesia estaba haciendo lo que hacía a menudo cuando lo dejaban caer: tirarse en el suelo con las cuatro patas en alto, fingiendo estar muerto para que sus amos se sintieran culpables. Pero cuando Isabelle se echó el negro cabello hacia un lado y la miró muy fijamente, Clary supo que era a ella a quien estaba riñendo, y no al gato.

—¿Que pare de qué?

—De pensar morbosamente en todas las cosas horribles que te van a pasar, o que desearías que te pasaran porque tú estás viva y Jace está… desaparecido. —La voz de Isabelle dio un salto, como un vinilo al saltarse un surco. Nunca hablaba de Jace como si estuviera muerto o incluso ausente; Alec y ella se negaban a pensar siquiera en esa posibilidad. E Isabelle no le había reprochado ni una sola vez que le hubiera ocultado un secreto tan enorme. Durante todo el proceso, Isabelle había sido su defensora más acérrima. La esperaba todos los días en la puerta de la Sala del Consejo, y la cogía del brazo con firmeza mientras pasaban entre los grupos de cazadores de sombras, que la miraban cuchicheantes. La había esperado durante los inacabables interrogatorios del Consejo, lanzando miradas asesinas a cualquiera que se atreviera a mirar mal a Clary. Ésta se había quedado asombrada. Isabelle y ella nunca habían sido demasiado íntimas, ya que ambas eran la clase de chica que se siente más cómoda entre chicos que con otras compañías femeninas. Pero Isabelle no se apartaba de su lado. Clary estaba tan perpleja como agradecida.

—No puedo evitarlo —repuso Clary—. Si me permitieran salir a patrullar, si me permitieran hacer algo… creo que no sería tan malo.

—No lo sé —dijo Isabelle, cautelosa.

Las dos últimas semanas, Alec y ella habían acabado agotados y con el rostro ceniciento después de patrullar y buscar durante dieciséis horas diarias. Cuando Clary descubrió que le habían prohibido patrullar o buscar a Jace hasta que el Consejo decidiera qué hacerle por haberlo traído de vuelta de entre los muertos, dio tal patada a la puerta de su habitación que le hizo un agujero.

—A veces da la sensación de que todo es tan fútil —añadió Isabelle.

El hielo se fue quebrando por las venas de Clary.

—¿Significa eso que crees que está muerto?

—No, no lo creo. Lo que quiero decir es que pienso que seguro que ya no están en Nueva York.

—Pero también están patrullando por otras ciudades, ¿verdad? —Clary se llevó la mano al cuello, olvidando que ya no tenía allí el anillo Morgenstern. Magnus seguía tratando de rastrear a Jace, aunque todavía no había tenido ningún éxito.

—Claro que sí. —Isabelle alargó la mano con curiosidad y tocó la delicada campanita de plata que le colgaba a Clary alrededor del cuello, en lugar del anillo—. ¿Qué es esto?

Clary vaciló. La campanita había sido un regalo de la reina Seelie. No, eso no era exactamente así. La reina de las hadas no hacía regalos. La campanita era para indicar a la reina Seelie que Clary necesitaba su ayuda. Clary había notado que la mano se le iba hacia ella cada vez más a menudo a medida que pasaban los días sin encontrar ningún rastro de Jace. Lo único que la detenía era saber que la reina Seelie nunca daba nada sin esperar algo terrible a cambio.

Antes de que Clary pudiera contestar, la puerta se abrió. Ambas chicas se irguieron, tiesas como un palo; Clary aferraba uno de los cojines rosa de Izzy con tanta fuerza que la pedrería que lo cubría se le clavó en la piel de las palmas.

—Hola. —Un chico delgado entró en el cuarto y cerró la puerta. Era Alec, el hermano mayor de Isabelle, vestido con el traje del Consejo: un hábito negro estampado con runas plateadas, que en ese momento llevaba abierto sobre unos vaqueros y una camiseta negra de manga larga. Tenía el cabello negro y liso como su hermana, pero lo llevaba más corto, justo sobre la altura de la nuca. Apretaba los labios en una fina línea.

A Clary comenzó a latirle el corazón con fuerza. Alec no parecía contento. Fueran cuales fuesen las noticias, no parecían buenas.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Isabelle en voz baja—. ¿Cuál es el veredicto?

Alec se sentó a horcajadas en la silla que había ante el tocador; al revés, para mirarlas sobre el respaldo. En otro momento habría sido cómico: Alec era muy alto, con las piernas largas de un bailarín, y el modo en que se tenía que plegar sobre la silla la hacía parecer un mueble de una casa de muñecas.

—Clary —contestó por fin—. Jia Penhallow ha presentado el veredicto. Se considera que no has cometido ningún delito. No has transgredido ninguna Ley, y Jia cree que ya estás recibiendo suficiente castigo.

Isabelle soltó un suspiro bien sonoro y sonrió. Por un momento, la sensación de alivio atravesó la capa de hielo que cubría las emociones de Clary. No la iban a castigar, a encerrarla en la Ciudad Silenciosa, atrapada en alguna parte donde no podría ayudar a Jace. Luke, que como representante de los licántropos en el Consejo, había estado presente para el veredicto, había prometido llamar a Jocelyn en cuanto acabara la reunión, pero de todas formas, Clary cogió su móvil: la idea de darle a su madre buenas noticias para variar era demasiado tentadora.

—Clary —dijo Alec mientras ella abría la tapa del móvil—. Espera.

Clary lo miró. Su expresión seguía siendo tan seria como la de un enterrador. Un repentino mal presentimiento le hizo volver a dejar el teléfono sobre la cama.

—Alec, ¿qué pasa?

—No ha sido por tu veredicto que el Consejo ha tardado tanto —explicó Alec—. Fue por otro asunto que había que discutir.

El hielo había vuelto. Clary se estremeció.

—¿Jace?

—No exactamente. —Alec se inclinó hacia ella y cerró las manos sobre el respaldo de la silla—. Esta mañana a primera hora ha llegado un informe desde el Instituto de Moscú. Durante el día de ayer, destrozaron las salvaguardas de la isla de Wrangel. Han enviado un equipo de reparación, pero tener unas salvaguardas tan importantes inutilizadas durante tanto tiempo… es una prioridad para el Consejo.

Las salvaguardas servían, según Clary entendía, como una especie de sistema de vallas mágicas, y rodeaban la Tierra; las habían colocado la primera generación de cazadores de sombras. Los demonios las podían traspasar, pero no con facilidad, y mantenían fuera a la gran mayoría de ellos, lo que evitaba que el mundo sufriera una invasión masiva de demonios. Clary recordaba algo que Jace le había dicho una vez; ahora parecía que hacía una eternidad: «Solía haber sólo pequeñas invasiones de demonios en este mundo, fáciles de contener. Pero cada vez más y más demonios se han ido colando por las salvaguardas».

—Bueno, es una pena —repuso Clary—, pero no entiendo qué tiene que ver con…

—La Clave tiene sus prioridades —la interrumpió Alec—. Buscar a Jace y a Sebastian había sido la principal prioridad durante las últimas dos semanas. Pero lo han registrado todo, y no hay señal de ellos en ningún antro de los subterráneos. Ninguno de los hechizos de rastreo de Magnus ha dado resultado. Elodie, la mujer que crió al verdadero Sebastian Verlac, confirmó que nadie se ha puesto en contacto con ella. De todas formas, eso era bastante improbable. Ningún espía ha informado de actividad inusual entre los miembros conocidos del antiguo Círculo de Valentine. Y los Hermanos Silenciosos no han podido determinar exactamente qué se suponía que debía provocar el ritual que Lilith llevó a cabo, o si tuvo éxito. El consenso general es que Sebastian, aunque le llaman Jonathan cuando hablan de él, raptó a Jace, pero eso no es nada que no supiéramos ya.

—¿Y entonces? —preguntó Isabelle—. ¿Qué significa eso? ¿Más búsquedas? ¿Más patrullas?

Alec negó con la cabeza.

—No están hablando de ampliar la búsqueda —explicó—. Le están restando prioridad. Han pasado dos semanas y no se ha encontrado nada. Los grupos enviados especialmente desde Idris volverán a casa. La situación con la salvaguarda es la prioritaria ahora. Por no hablar de que el Consejo ha estado en medio de delicadas negociaciones, poniendo al día las Leyes para adaptarlas a la nueva composición del Consejo, nombrando un nuevo Cónsul y un nuevo Inquisidor, decidiendo el diferente trato que se les dará a los subterráneos… No quieren perder el hilo de todo eso.

Clary se lo quedó mirando.

—¿No quieren que la desaparición de Jace les haga perder el hilo del cambio de un puñado de estúpidas viejas leyes? ¿Se están dando por vencidos?

—No se dan por vencidos…

—Alec —lo interrumpió Isabelle, cortante.

Alec respiró hondo y se cubrió el rostro con las manos. Tenía los dedos largos, como Jace, y también como Jace, llenos de cicatrices. La Marca del ojo de los cazadores de sombras le decoraba el dorso de la mano derecha.

—Clary, para ti, para nosotros, lo más importante siempre ha sido buscar a Jace. Para la Clave, se trata de buscar a Sebastian. A Jace también, pero sobre todo a Sebastian. Él es el peligro. Él destruyó las salvaguardas de Alacante. Es un asesino en masa. Jace es…

—Sólo un cazador de sombras más —concluyó Isabelle—. Morimos y desaparecemos constantemente.

—Él tiene un extra por ser un héroe de la Guerra Mortal —explicó Alec—. Pero al final, la Clave fue muy clara: la búsqueda continuará, pero por el momento hay que esperar. Confían que sea Sebastian quien dé el siguiente paso. Mientras tanto, es la tercera prioridad de la Clave. Como mucho. Desean que volvamos a la normalidad.

¿Normalidad? Clary no podía creerlo. ¿Una vida normal sin Jace?

—Eso es lo que nos dijeron después de la muerte de Max —comentó Izzy; no había lágrimas en sus ojos, pero ardían de rabia—. Que superaríamos antes el dolor si volvíamos a hacer vida normal.

—Se supone que es un buen consejo —dijo Alec, murmurándolo entre los dedos.

—Díselo a papá. ¿Acaso ha vuelto de Idris para la reunión?

Alec negó con la cabeza y dejó caer las manos.

—No. Si os sirve de consuelo, hubo mucha gente en la reunión que habló con rabia, y que apoyó seguir la búsqueda de Jace usando todo lo que tenemos. Magnus, claro; Luke; el cónsul Penhallow, incluso el hermano Zachariah. Pero al final no resultó suficiente.

Clary lo miró fijamente.

—Alec —dijo—. ¿No sientes nada?

Alec abrió mucho los ojos; su azul se oscureció, y por un momento, Clary recordó al chico que la había odiado cuando ella llegó por primera vez al Instituto, el chico con las uñas mordidas, agujeros en los suéteres y un resentimiento que parecía inamovible.

—Sé que estás enfadada, Clary —dijo él con voz cortante—, pero si estás sugiriendo que a Izzy y a mí nos importa menos Jace que a ti…

—No me refiero a eso —replicó ella—. Estoy hablando de tu conexión de parabatai. He estado leyendo sobre la ceremonia en el Códice. Sé que eso os liga. Puedes notar cosas de Jace. Cosas que os ayudan cuando estáis luchando. Así que supongo que lo que quiero decir es… ¿puedes sentir si sigue vivo?

—Clary. —Isabelle parecía preocupada—. Pensaba que no…

—Está vivo —afirmó Alec con cautela—. ¿Crees que yo podría funcionar así si él no estuviera vivo? Hay hago fundamental que no va bien. Eso lo noto. Pero aún respira.

—¿Lo que «no va bien» podría ser que lo retienen prisionero? —preguntó Clary con un hilillo de voz.

Alec miró hacia la ventana, a la lluvia que caía como una cortina.

—Tal vez. No puedo explicarlo. Nunca he sentido nada igual antes.

—Pero está vivo.

Alec la miró directamente.

—De eso estoy seguro.

—Entonces, ¡a la mierda el Consejo! Lo encontraremos nosotros —afirmó Clary.

—Clary… si fuera posible… ¿no crees que ya habríamos…? —comenzó Alec.

—Estábamos haciendo lo que la Clave quería que hiciéramos —dijo Isabelle—. Patrullas. Registros. Hay otras maneras.

—Maneras que van contra la Ley, quieres decir —replicó Alec. Parecía vacilante. Clary esperó que no fuera a repetir el lema de los cazadores de sombras en lo referente a la Ley: Dura lex, sed lex. «La Ley es dura, pero es la ley.» No creía poder resistirlo.

—La reina Seelie me ofreció un favor —dijo Clary—. Durante los fuegos artificiales en Idris. —El recuerdo de aquella noche, de lo feliz que había sido, hizo que se le encogiera el corazón, y tuvo que detenerse para recuperar el aliento—. Y un modo de ponerme en contacto con ella.

—La reina de las hadas no hace nada gratis.

—Lo sé. Aceptaré cualquier deuda que me cargue. —Clary recordaba las palabras de la chica hada que le había entregado la campanita: «Harías lo que fuera con tal de salvarle, te cueste lo que te cueste, sea cual sea tu deuda con el Cielo o el Infierno, ¿verdad?»—. Sólo quiero que uno de los dos me acompañe. No se me da muy bien traducir el idioma de las hadas. Al menos, si estáis conmigo, podréis limitar el daño. Pero si hay algo que ella pueda hacer…

—Yo iré contigo —dijo Isabelle al instante.

Alec miró a su hermana, sombrío.

—Ya hemos hablado con las hadas. El Consejo las interrogó a fondo. Y no pueden mentir.

—El Consejo les ha preguntado si sabían dónde estaban Jace y Sebastian —replicó Clary—. No si estaban dispuestas a buscarlos. La reina Seelie conocía a mi padre, sabía lo del ángel que invocó y atrapó, y también sabía la verdad sobre mi sangre y la de Jace. Creo que no hay mucho de lo que ocurre en este mundo que ella no sepa.

—Es cierto —admitió Isabelle, un poco más animada—. Ya sabes que hay que hacer la pregunta correcta a las hadas si se quiere conseguir de ellas alguna información útil, Alec. Es muy difícil interrogarlas, aunque tengan que decir la verdad. Sin embargo, un favor es diferente.

—Y tiene un peligro potencial literalmente ilimitado —replicó Alec—. Si Jace supiera que he dejado que Clary vaya a ver a la reina Seelie, me…

—No me importa —exclamó Clary—. Él lo haría por mí. Sabes que lo haría. Si yo hubiera desaparecido…

—Arrasaría el mundo entero hasta poder desenterrarte de las cenizas. Lo sé —concluyó Alec, que parecía agotado—. ¿Acaso crees que yo no quiero arrasar el mundo entero en este momento? Sólo trato de ser…

—Un hermano mayor —terminó Isabelle—. Ya lo pillo.

Alec la miró como si estuviera esforzándose por controlarse.

—Si te pasara algo, Isabelle, después de Max y de Jace…

Izzy se puso en pie, cruzó la sala y abrazó a Alec. El cabello oscuro de ambos, exactamente del mismo tono, se mezcló mientras Isabelle le susurraba algo al oído; Clary los observó con no poca envidia. Siempre había querido tener un hermano. Y lo tenía. Sebastian. Era como querer un perrito de mascota y que te dieran un sabueso infernal en su lugar. Observó cómo Alec le acariciaba el pelo a su hermana con cariño, asentía y la soltaba.

—Deberíamos ir todos —dijo él—. Pero tendré que decírselo a Magnus. Sería injusto no hacerlo.

—¿Quieres usar mi teléfono? —preguntó Isabelle, mientras le ofrecía su maltratado móvil rosa.

Alec negó con la cabeza.

—Está esperando abajo con los otros. Y tú también le tendrás que dar a Luke algún tipo de excusa, Clary. Estoy seguro de que espera que vuelvas a casa con él. Y dice que tu madre lo ha estado pasando muy mal con todo este asunto.

—Se culpa de la existencia de Sebastian. —Clary se puso en pie—. Aunque todos estos años pensara que estaba muerto.

—No es culpa suya. —Isabelle descolgó su látigo dorado de la pared y se lo enrolló en la muñeca, para que pareciera un juego de pulseras brillante—. Nadie la culpa.

En silencio, los tres recorrieron los pasillos del Instituto, extrañamente poblados de otros cazadores de sombras, algunos de los cuales eran parte de los grupos especiales enviados desde Idris para ocuparse de la situación. Ninguno de ellos miró a Isabelle, a Alec o a Clary con demasiada curiosidad. Al principio, Clary se había sentido como si la estuvieran observando, y había oído susurrar de «la hija de Valentine» en tantas ocasiones que había comenzado a temer ir al Instituto, pero ya había tenido que estar tantas veces ante el Consejo que la novedad había perdido interés.

Bajaron con el ascensor; la nave del Instituto estaba muy iluminada con luz mágica, además de las antorchas de costumbre, y se hallaba llena de miembros del Consejo y sus familias. Luke y Magnus estaban sentados en un banco, charlando; junto a Luke había una mujer alta de ojos azules que se parecía mucho a él. Se había rizado el cabello y se lo había teñido de un color gris castaño, pero Clary aún la reconocía: la hermana de Luke, Amatis.

Magnus se levantó al ver a Alec y fue a hablar con él; Izzy pareció reconocer a alguien en los bancos de más allá y salió disparada, como solía, sin detenerse a decir adónde iba. Clary fue a saludar a Luke y a Amatis, quien daba unas compasivas palmaditas en el hombro a su hermano; ambos parecían cansados. En cuanto vio a Clary, Luke se puso en pie y la abrazó. Amatis la felicitó por haber sido absuelta por el Consejo, y ella asintió; allí se sentía sólo a medias, la mayor parte de ella estaba como entumecida, y el resto respondía con piloto automático.

Veía a Magnus y a Alec con el rabillo del ojo. Estaban hablando; Alec muy cerca de Magnus, del modo en que las parejas parecían cerrarse el uno en el otro cuando hablaban, en su propio universo. Se alegraba de verlos felices, pero a la vez le dolía. Se preguntó si volvería a tener eso, o incluso si volvería a desearlo. Recordó la voz de Jace: «Nunca quiero querer a nadie que no seas tú».

—La Tierra llamando a Clary —dijo Luke—. ¿No quieres volver a casa? Tu madre se muere por verte, y le encantaría ponerse al día con Amatis antes de que ésta vuelva a Idris mañana. Pensaba que podríamos ir a cenar. Tú eliges el restaurante. —Estaba tratando de que no se le notara la preocupación en la voz, pero Clary se la notaba. Últimamente no había comido mucho, y la ropa comenzaba a quedarle grande.

—No tengo ganas de celebrarlo —respondió ella—. No después de que el Consejo haya rebajado la prioridad de la búsqueda de Jace.

—Clary, eso no significa que vayan a dejarlo —repuso Luke.

—Lo sé. Pero es que… Es como cuando dicen que una operación de búsqueda y rescate ha pasado a ser una búsqueda de cadáveres. Es así como suena. —Tragó saliva—. De todas formas, estaba pensando en ir a cenar a Taki’s con Isabelle y Alec —mintió—. Para… hacer algo normal.

Amatis miró hacia la puerta y entornó los ojos.

—Está lloviendo mucho.

Clary notó que los labios le formaban una sonrisa. Se preguntó si se veía tan falsa como ella creía.

—No me derretiré.

Luke le dio algo de dinero; se le veía claramente aliviado de que Clary fuera a hacer algo tan normal como salir con sus amigos.

—Pero prométeme que comerás algo.

—Vale. —A través de la punzada de culpabilidad, consiguió dirigir una auténtica medio sonrisa a Luke antes de darse la vuelta.


Alec y Magnus ya no estaban donde hacía un momento. Clary miró alrededor y vio el largo cabello negro de Izzy entre la multitud. Se hallaba junto a la enorme puerta doble del Instituto, hablando con alguien a quien Clary no podía ver. Ésta fue hacia allí; al acercarse, se sorprendió un poco al ver que una del grupo era Aline Penhallow. Su brillante cabello negro estaba cortado elegantemente justo sobre los hombros; lo llevaba apartado del rostro, mostrando que tenía las orejas ligeramente puntiagudas. Llevaba el hábito del Consejo, y cuando Clary se acercó, vio que los ojos de la chica eran brillantes y de un tono verde azulado muy poco corriente, un color que hizo que los dedos de Clary ansiaran sujetar sus lápices de colores por primera vez en dos semanas.

—Debe de ser muy raro eso de que tu madre sea la nueva Cónsul —estaba diciendo Isabelle a Aline cuando Clary se unió a ellas—. Aunque Jia sea mucho mejor que… Ey, Clary. Aline, ¿recuerdas a Clary?

Las dos chicas intercambiaron una inclinación de cabeza. Una vez, Clary se había topado con Aline besando a Jace. En aquel momento había sido horrible, pero el recuerdo no le molestaba. Lo cierto era que se habría sentido muy aliviada si se hubiera topado allí con Jace besando a quien fuera. Al menos significaría que estaba vivo.

—Y ésta es la novia de Aline, Helen Blackthorn —dijo Isabelle con mucho énfasis. Clary le lanzó una mirada asesina. ¿Acaso pensaba que era idiota? Además, recordaba a Aline diciéndole que había besado a Jace sólo como un experimento, para ver si algún chico era su tipo. Al parecer la respuesta había sido negativa—. La familia de Helen dirige el Instituto de Los Ángeles. Helen, te presento a Clary Fray.

—La hija de Valentine —soltó Helen. Parecía sorprendida y un poco impresionada.

Clary hizo una mueca.

—Intento no pensar demasiado en eso.

—Perdón. Entiendo por qué. —Helen se sonrojó. Tenía la piel muy pálida, con un ligero brillo, como una perla—. He votado para que el Consejo siguiera priorizando la búsqueda de Jace, por cierto. Lamento que no hayamos ganado.

—Gracias. —Clary no quería hablar de eso, así que se volvió hacia Aline—. Felicidades por el nombramiento de tu madre. Ser Cónsul debe de ser muy excitante.

Aline se encogió de hombros.

—Ahora tiene mucho más trabajo. —Se volvió hacia Isabelle—. ¿Sabías que tu padre se propuso para el cargo de Inquisidor?

Clary notó que Izzy se quedaba helada a su lado.

—No. No lo sabía.

—Me ha sorprendido —añadió Aline—. Pensaba que estaba muy entregado a la dirección de este Instituto… —Calló de golpe y miró más allá de Clary—. Helen, me parece que tu hermano está intentando hacer el mayor charco de cera fundida del mundo. Tal vez quieras impedirlo.

Helen soltó un exasperado resoplido, murmuró algo sobre los preadolescentes y desapareció entre la gente justo cuando Alec se abría paso hasta ellos. Abrazó a Aline; a veces, Clary se olvidaba de que los Penhallow y los Lightwood hacía años que se conocían. Alec miró a Helen entre la gente.

—¿Ésa es tu novia?

Aline asintió.

—Helen Blackthorn.

—He oído que en su familia hay algo de sangre de hada —comentó Alec.

«Ah», pensó Clary. Eso explicaba las orejas puntiagudas. La sangre de nefilim era dominante, y el hijo de una hada y de un cazador de sombras sería también un cazador de sombras pero, algunas veces, la sangre de hada se mostraba de formas raras, incluso varias generaciones después.

—Un poco —admitió Aline—. Mira, quería darte las gracias, Alec.

El chico la miró perplejo.

—¿Por qué?

—Por lo que hiciste en la Sala de los Acuerdos —contestó Aline—. Besar así a Magnus. Eso me dio el empujón que necesitaba para decirles a mis padres… para salir del armario. Y de no haberlo hecho, no creo que, cuando conocí a Helen, hubiera tenido el valor de decirle nada.

—Oh. —Alec parecía sorprendido, como si nunca hubiera considerado el impacto que sus acciones podían tener en alguien fuera de su familia cercana—. Y tus padres… ¿lo llevan bien?

Aline puso los ojos en blanco.

—Más bien como si no lo supieran, como si así, si no hablan de ello, fuera a olvidarse —explicó Aline. Clary recordó lo que Isabelle le había contado sobre la actitud de la Clave hacia sus miembros gais: «Si pasa, no hablas de ello»—. Pero podría ser peor.

—Podría ser mucho peor —coincidió Alec, y había un tono sombrío en su voz que hizo que Clary lo mirara fijamente.

Aline puso cara de compadecerlo.

—Lo siento —dijo—. Si tus padres no son…

—No tienen ningún problema con eso —repuso Isabelle, un poco demasiado tajante.

—Bueno, como sea. No debería haber dicho nada ahora. No con Jace desaparecido. Debéis de estar muy preocupados. —Respiró hondo—. Sé que la gente seguramente os habrá soltado todo tipo de estupideces sobre él, como hacen cuando realmente no saben qué decir. Yo sólo… quería contaros algo. —Impaciente, se apartó de uno que pasaba y se acercó más a los Lightwood y a Clary, bajando la voz—. Alec, Izzy, recuerdo una vez que vinisteis a vernos a Idris. Yo tenía trece años y Jace tenía… creo que tenía doce. Quería ver el Bosque de Brocelind, así que un día cogimos prestados unos caballos y fuimos allí. Como era de esperar, nos perdimos. Brocelind es impenetrable. Oscureció, y el bosque parecía cada vez más espeso. Yo estaba aterrorizada, pensaba que íbamos a morir allí. Pero Jace no tuvo miedo. No dudó ni por un momento de que encontraríamos la salida. Tardamos horas, pero lo logramos. Él nos sacó de allí. Yo le estaba muy agradecida, pero él sólo me miró como si estuviera loca. Como si todo el rato hubiera sido evidente que nos iba a sacar de allí. Fracasar no era una opción. Lo único que digo es que encontrará su camino para volver con vosotros. Lo sé.

Clary no creía haber visto nunca llorar a Izzy, y era evidente que en ese momento estaba tratando de no hacerlo. Pero sus ojos estaban sospechosamente abiertos y brillantes. Alec se miraba los zapatos. Clary notó un chorro de dolor queriendo brotar en su interior, pero lo contuvo; no podía pensar en cuando Jace era un niño, no podía pensar en él perdido en la oscuridad, porque sino pensaría en él en ese momento, perdido en algún lugar, atrapado en alguna parte, necesitado de ayuda, esperando a que ella llegara, y se quebraría.

—¡Aline! —Era Helen, agarrando firmemente por la muñeca a un niño con las manos cubiertas de cera azul. Debía de haber estado jugando con las velas de los enormes candelabros que decoraban los costados de la nave. Parecía tener unos doce años, con una sonrisa maliciosa y los mismos impresionantes ojos azules de su hermana, aunque el cabello del chico era castaño oscuro—. Ya estamos aquí. Seguramente deberíamos irnos antes de que Jules destruya esto. Por no hablar de que no tengo ni idea de dónde se han metido Tibs y Livvy.

—Están comiendo cera —apuntó el niño, el tal Jules, tratando de ayudar.

—Oh, Dios —gruñó Helen, y luego les lanzó una mirada de disculpa—. No me hagáis caso. Tengo seis hermanos pequeños y uno mayor. Siempre es como un zoo.

Jules miró a Alec y a Isabelle y luego a Clary.

—¿Cuántos hermanos tienes tú? —le preguntó.

Helen palideció.

—Somos tres —respondió Isabelle en una voz remarcablemente firme.

Jules siguió mirando a Clary.

—No os parecéis.

—No soy de su familia —dijo Clary—. Yo no tengo hermanos.

—¿Ninguno? —El tono del chico demostraba su incredulidad, como si le hubiera dicho que tenía los pies palmeados—. ¿Es por eso que pareces tan triste?

Clary pensó en Sebastian, con su cabello blanco como el hielo y los ojos negros.

«Si no tuviera un hermano —pensó entonces—, nada de esto habría pasado.»

Una punzada de odio la recorrió, y le calentó la sangre helada.

—Sí —contestó suavemente—. Por eso estoy triste.

2 Espinas

Simon estaba esperando a Clary, a Alec y a Isabelle fuera del Instituto, bajo una piedra que sobresalía y lo protegía un poco del grueso de la lluvia. Se volvió hacia ellos al verlos salir por la puerta, y Clary se fijó en que tenía su oscuro cabello pegado a la frente y el cuello. Él se lo echó hacia atrás y la observó con una pregunta en los ojos.

—Estoy absuelta —contestó ella, y cuando él comenzó a sonreír, ella negó con la cabeza—. Pero le han quitado prioridad a la búsqueda de Jace. E… estoy segura de que creen que está muerto.

Simon miró hacia sus empapados vaqueros y camiseta (una arrugada camiseta gris con ribetes de color en la que se leía: «ES EVIDENTE QUE HE TOMADO DECISIONES EQUIVOCADAS»). Meneó la cabeza.

—Lo siento.

—La Clave puede ser así —comentó Isabelle—. Supongo que no deberíamos haber esperado otra cosa.

Basia coquum —repuso Simon—. O comoquiera que sea su lema.

—Es «Descensus Averno facilis est». «El descenso al infierno es fácil» —explicó Alec—. Tu has dicho: «Besa al cocinero».

—Maldita sea —exclamó Simon—. Sabía que Jace me la estaba pegando. —Su mojado cabello castaño le cayó sobre los ojos; él se lo apartó con tal gesto de impaciencia que Clary alcanzó a ver un destello de plata de la Marca de Caín que tenía en la frente—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora vamos a ver a la reina Seelie —contestó Clary. Mientras se tocaba la campanita que llevaba al cuello, le explicó a Simon la visita de Kaelie durante la fiesta de Luke y de Jocelyn, y que le había prometido la ayuda de la reina Seelie.

Simon no parecía muy convencido.

—¿Aquella dama pelirroja con muy mala actitud que te hizo besar a Jace? No me gustó nada.

—¿Eso es lo que recuerdas de ella? ¿Que hizo que Clary besara a Jace? —Isabelle parecía enfadada—. La reina Seelie es peligrosa. Esa vez sólo estaba jugando. Por lo general, antes de desayunar le gusta volver locos de rabia a unos cuantos humanos, todos los días.

—Yo no soy humano —recordó Simon—. Ya no. —Miró a Isabelle sólo un instante, y volvió a mirar a Clary—. ¿Quieres que vaya contigo?

—Creo que estaría bien tenerte allí. Vampiro diurno, con la Marca de Caín… Algunas cosas deben de impresionar a la reina.

—Yo no apostaría por eso —intervino Alec.

Clary miró más allá de él.

—¿Dónde está Magnus? —preguntó.

—Ha dicho que sería mejor que no fuera. Al parecer, la reina Seelie y él tienen algún tipo de historia.

Isabelle arqueó las cejas.

—No ese tipo de «historia» —explicó Alec irritado—. Una enemistad. Aunque —añadió a media voz—, con todo lo que Magnus ha vivido antes de estar conmigo, no me sorprendería que también hubiera algo más.

—¡Alec! —Isabelle se quedó atrás para hablar con su hermano, y Clary abrió el paraguas con un chasquido. Era uno que Simon le había comprado años atrás en el Museo de Historia Natural, y tenía dinosaurios dibujados. Clary vio que Simon ponía una expresión divertida al reconocerlo.

—¿Nos vamos? —preguntó él, y le ofreció el brazo.


La lluvia caía sin parar; creaba pequeñas cascadas en las alcantarillas y los taxis salpicaban agua con sus ruedas al pasar. Era raro, pensó Simon, que aunque no tenía frío, la sensación de notarse mojado y pegajoso aún le resultara molesta. Miró hacia atrás a Alec y a Isabelle; ésta no le había mirado a los ojos desde que había salido del Instituto, y se preguntó qué estaría pensando. Al parecer, quería hablar con su hermano, y cuando se detuvieron en la esquina de Park Avenue, la oyó decir: «Así ¿qué te parece que papá se haya presentado para el puesto de Inquisidor?».

—Me parece que es un trabajo aburrido. No sé por qué lo querrá.

Isabelle sujetaba un paraguas. Era de plástico transparente, decorado con calcomanías de flores de colores. Era una de las cosas más repipis que Simon había visto nunca, y no culpaba a Alec por salirse de él y probar suerte con la lluvia.

—No me importa si es aburrido —susurró con fuerza Isabelle—. Si se lo dan, estará en Idris todo el tiempo. Y me refiero a todo, todo el tiempo. No puede dirigir el Instituto y ser el Inquisidor. No puede tener dos trabajos al mismo tiempo.

—Por si no lo has notado, Izzy, ya está en Idris todo el tiempo.

—Alec… —El resto de lo que le iba a decir se perdió cuando el semáforo cambió y el tráfico avanzó ruidoso, salpicando agua helada sobre la acera. Clary esquivó el géiser que se había formado, y casi se estrelló contra Simon. Él la cogió de la mano para equilibrarla.

—Perdona —dijo ella. Él notó su mano pequeña y fría en la suya—. No estaba prestando atención.

—Lo sé. —Simon trató que no se le notara la preocupación en la voz. Durante las últimas dos semanas, Clary no había estado «prestando atención» a nada. Al principio, había llorado, y luego se había puesto furiosa; furiosa porque no había podido participar en las patrullas que buscaban a Jace, furiosa con el incesante interrogatorio del Consejo, furiosa de que la mantuvieran prácticamente prisionera en casa porque la Clave la consideraba sospechosa. Y sobre todo, furiosa consigo misma por no ser capaz de imaginar una runa que pudiera ayudar. Por las noches, se quedaba sentada en su escritorio durante horas, con la estela cogida con tanta fuerza entre sus dedos emblanquecidos, que Simon temía que la partiera en dos. Había tratado de obligar a su mente a mostrarle un dibujo que le dijera dónde se hallaba Jace. Pero, noche tras noche, no sucedía nada.

Parecía mayor, pensó Simon mientras entraban en el parque por un agujero en el muro de piedra de la Quinta Avenida. Mayor no en el mal sentido, pero sí que era diferente de la chica que había sido cuando habían entrado en el Club Pandemónium la noche que lo había cambiado todo. Había crecido, pero era más que eso. Su expresión era más seria, había más gracia y fuerza en su forma de andar, y los ojos verdes le bailaban menos, se centraban más. Con un sobresalto de sorpresa, pensó que comenzaba a parecerse a Jocelyn.

Clary se detuvo en un círculo de árboles que goteaban; las ramas les protegían bastante de la lluvia, e Isabelle y Clary apoyaron los paraguas en los troncos cercanos. Clary se soltó la cadena que llevaba alrededor del cuello y dejó que la campanita le cayera en la palma. Los miró a todos muy seria.

—Esto es arriesgado —dijo—, y estoy segura de que si lo hago, no habrá vuelta atrás. Así que si alguno de vosotros no quiere venir conmigo, no pasa nada. Lo entenderé.

Simon se acercó y puso la mano sobre la de ella. No tenía que pensarlo. Adonde iba Clary, iba él. Habían pasado por mucho juntos para que no fuera así. Isabelle fue la siguiente, y al final, Alec; la lluvia le caía de las largas pestañas como si fuera lágrimas, pero su expresión era decidida. Los cuatro se apretaron las manos con fuerza.

Clary hizo sonar la campana.


Tuvo la impresión de que el mundo daba vueltas; no era la misma sensación de cuando atravesaba un Portal, pensó Clary sintiéndose en el centro del remolino, sino más bien como si estuviera en un carrusel que comenzara a girar cada vez más de prisa. Ya se sentía mareada y falta de aliento cuando todo aquello paró de pronto, y de nuevo estaba de pie, con la mano en las de Simon, Alec e Isabelle.

Se soltaron, y Clary miró alrededor. Había estado allí antes, en ese pasillo marrón oscuro y reluciente que parecía como si hubiera sido tallado a partir de una gema ojo de tigre. El suelo era liso, con el desgaste causado por los pies de las hadas durante miles de años. La luz provenía de brillantes pepitas de oro en las paredes, y al final del pasillo había una cortina multicolor que se movía como agitada por el viento, aunque no había viento bajo tierra. Al acercarse a ella, Clary se fijó en que estaba hecha de mariposas cosidas. Algunas de ellas aún seguían vivas, y su esfuerzo por liberarse hacía que la cortina se agitara como si estuviera bajo una fuerte brisa.

Tragó el sabor ácido que le subió a la garganta.

—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?

La cortina se fue a un lado, y el caballero hada Meliorn apareció en el pasillo. Llevaba la armadura blanca con la que lo recordaba Clary, pero ahora tenía un sello sobre el pecho izquierdo: las cuatro C que también decoraban la vestimenta de Luke del Consejo, y lo marcaban como miembro. En el rostro de Meliorn también había una cicatriz nueva, justo bajo sus ojos del color de las hojas. Él la miró con frialdad.

—No se saluda a la reina de la corte Seelie con un bárbaro «Hola» humano —protestó—, como si estuvieras saludando a un criado. La fórmula correcta es «Bien hallada».

—Pero aún no la he hallado —repuso Clary—. Ni siquiera sé si está aquí.

Meliorn la miró con desdén.

—Si la reina no estuviera presente y dispuesta a recibirte, tocar la campana no te habría traído aquí. Ahora, ven, sígueme, y trae contigo a tus compañeros.

Clary hizo un gesto a los demás y luego siguió a Meliorn con los hombros encogidos, para que al atravesar la cortina no la tocaran las alas de aquellas mariposas torturadas.

Uno a uno, los cuatro entraron en la estancia de la reina. Clary parpadeó sorprendida. Era totalmente diferente de la última vez que había estado allí. La reina se hallaba reclinada en un diván blanco y dorado, y a su alrededor se extendía un suelo hecho de cuadrados blancos y negros alternados, como un gran tablero de ajedrez. Lianas de espinas con aspecto peligroso colgaban del techo, y en cada espina estaba empalado un fuego fatuo, con su luz, normalmente muy intensa, parpadeando como en agonía. Todo resplandecía con su brillo.

Meliorn se colocó junto a la reina; en la sala no había ningún otro cortesano. La reina se incorporó despacio. Era tan hermosa como siempre, con un diáfano vestido de plata y oro mezclados; el cabello era de cobre rosado, y se lo colocó con cuidado sobre su hombro blanco. Clary se preguntó por qué se molestaría en hacerlo. De los que estaban allí, al único que podía impresionar su belleza era a Simon, y éste la odiaba.

—Bien hallados, Nefilim, vampiro diurno —dijo inclinando la cabeza hacia ellos—. Hija de Valentine, ¿qué te trae a mí?

Clary abrió la mano. La campana destelló allí como una acusación.

—Enviasteis a vuestra doncella a decirme que hiciera sonar esto si alguna vez necesitaba ayuda.

—Y tú me dijiste que no querías nada de mí —dijo la reina—. Que tenías todo lo que querías.

Clary pensó desesperada en lo que había dicho Jace en la anterior audiencia que habían tenido con la reina, cómo la había adulado y encandilado. Era como si de repente Jace hubiera adquirido todo un nuevo vocabulario. Clary miró hacia atrás a Isabelle y a Alec, pero Isabelle sólo le hizo un gesto de irritación, indicándole que siguiera.

—Las cosas cambian —respondió Clary.

La reina estiró las piernas voluptuosamente.

—Muy bien. ¿Y qué quieres de mí?

—Deseo que encontréis a Jace Lightwood.

En el silencio que siguió, el sonido de los fuegos fatuos, gimiendo de agonía, se hizo audible.

—Nos debes de considerar muy poderosos —repuso finalmente la reina—, si crees que los seres mágicos pueden triunfar donde la Clave ha fallado.

—La Clave quiere encontrar a Sebastian. A mí no me importa Sebastian. Quiero encontrar a Jace —explicó Clary—. Además, ya sé que vos sabéis más de lo que demostráis. Predijisteis que esto sucedería. Nadie más lo sabía, y no creo que me enviarais esta campanita cuando lo hicisteis, la misma noche en que Jace desapareció, sin saber que algo se estaba preparando.

—Quizá lo hiciera —contestó la reina, admirándose las relucientes uñas de los pies.

—Me he fijado en que los seres mágicos suelen decir «quizá» cuando desean ocultar alguna verdad —dijo Clary—. Les evita tener que dar una respuesta directa.

—Quizá sea así —contestó la reina con una sonrisa divertida.

—«Tal vez» también es una buena expresión —sugirió Alec.

—Y «acaso» —contribuyó Izzy.

—No le veo nada malo a «quizá» —comentó Simon—. Es poco moderna, pero expresa bien la idea.

La reina agitó la mano como si sus palabras fueran abejas molestas que le zumbaran alrededor de la cabeza.

—No confío en ti, hija de Valentine —afirmó—. Hubo un tiempo en que quise un favor tuyo, pero ese tiempo ha pasado. Meliorn tiene su puesto en el Consejo. No estoy segura de que puedas ofrecerme nada más.

—Si creyerais eso —replicó Clary—, no me habríais enviado la campana.

Por un momento, se miraron a los ojos. La reina era hermosa, pero había algo tras su rostro, algo que hizo pensar a Clary en los huesos de un pequeño animal, blanqueándose al sol.

—Muy bien —repuso la reina finalmente—. Es posible que pueda ayudarte. Pero desearé una recompensa.

—Sorpresa —masculló Simon. Tenía las manos metidas en los bolsillos, y miraba a la reina con desprecio.

Alec soltó una risita.

Los ojos de la reina destellaron. Un momento después, Alec se tambaleó hacia atrás con un grito. Extendía los brazos, boquiabierto, mientras las manos se le curvaban hacia dentro, torcidas, con la piel arrugada y las articulaciones hinchadas. La espalda se le encorvó, el cabello se le encaneció, y los azules ojos se le apagaron y se hundieron bajo profundas arrugas. Clary ahogó un grito. Donde había estado Alec había ahora un anciano, encorvado, canoso y trémulo.

—Con qué premura se desvanece la hermosura mortal —se burló la reina—. Mírate, Alexander Lightwood. Te ofrezco una visión de ti mismo dentro de unos sesenta años. ¿Qué dirá entonces de tu hermosura tu amante mago?

Alec respiraba pesadamente. Isabelle se puso a su lado y lo cogió del brazo.

—Alec, no es nada, sólo un glamour. —Se volvió hacia la reina—. ¡Sacádselo! ¡Sacádlo!

—Si tú y los tuyos me habláis con el debido respeto, quizá lo reconsidere.

—Lo haremos —afirmó Clary rápidamente—. Os pedimos disculpas por cualquier grosería.

La reina resopló.

—Lo cierto es que añoro a tu Jace —dijo—. De todos vosotros, es el más guapo y el que tiene mejores modales.

—Nosotros también lo añoramos —repuso Clary en voz baja—. No pretendíamos ser groseros. Los humanos podemos resultar difíciles cuando sufrimos por un ser querido.

—Humm —soltó la reina, pero chasqueó los dedos y el glamour desapareció de Alec. Volvió a ser el de siempre, aunque pálido y perplejo. La reina le lanzó una mirada de superioridad, y luego volvió a mirar a Clary.

—Hay unos anillos —explicó la reina—. Pertenecieron a mi padre. Deseo que se me devuelvan esos objetos, porque los hicieron los seres mágicos y atesoran un gran poder. Nos permiten hablar a unos con otros, de pensamiento a pensamiento, como hacen vuestros Hermanos Silenciosos. Actualmente, sé de buena tinta que están expuestos en el Instituto.

—Recuerdo haber visto algo así —afirmó Izzy lentamente—. Dos anillos hechos por los seres mágicos, metidos en una vitrina en el segundo piso de la biblioteca.

—¿Queréis que robe algo del Instituto? —preguntó Clary, sorprendida. De todos los favores que se había imaginado que le podía pedir la reina, ése no había encabezado su lista.

—No es un robo —repuso la reina— devolver un objeto a sus auténticos propietarios.

—Y entonces, ¿encontraréis a Jace? —inquirió Clary—. Y no digáis «quizá». ¿Qué haréis exactamente?

—Te ayudaré a encontrarlo —respondió la reina—. Te doy mi palabra de que mi ayuda te será imprescindible. Te puedo decir, por ejemplo, por qué los hechizos de rastreo no han servido para nada. Te puedo decir en qué ciudad es más probable que se encuentre…

—Pero ¿la Clave os preguntó? —la interrumpió Simon—. ¿Cómo pudisteis mentirle?

—No hicieron las preguntas correctas.

—¿Y por qué mentirles? —inquirió Isabelle—. ¿Dónde queda vuestra alianza en todo esto?

—No tengo ninguna. Jonathan Morgenstern puede ser un poderoso aliado, si no lo convierto primero en mi enemigo. ¿Por qué ponerlo en peligro o granjearme su ira sin obtener ningún beneficio? Los seres mágicos somos un pueblo muy viejo. No tomamos decisiones precipitadas; primero esperamos a ver en qué dirección sopla el viento.

—¿Y esos anillos significan tanto para vos que, si os los entregamos, os arriesgaréis a su furia? —preguntó Alec.

La reina sólo sonrió; una sonrisa lenta, llena de promesas.

—Creo que ya es suficiente por hoy —dijo finalmente—. Volved con los anillos y seguiremos hablando.

Clary vaciló, y se volvió para mirar a Alec y luego a Isabelle.

—¿Estáis de acuerdo con esto? ¿Con robar en el Instituto?

—Si eso supone encontrar a Jace… —contestó Isabelle.

Alec asintió.

—Lo que haga falta.

Clary volvió a mirar a la reina, que la observaba con una mirada expectante.

—Entonces, creo que podemos cerrar el trato.

La reina se estiró y esbozó una sonrisa satisfecha.

—Id en buena hora, pequeños cazadores de sombras. Y una palabra de advertencia, aunque no habéis hecho nada para merecerla. Tal vez queráis reconsiderar la conveniencia de buscar a vuestro amigo. Porque con lo que es precioso y está perdido, a menudo sucede que al encontrarlo puede que no sea igual que como fue.


Eran casi las once de la noche cuando Alec llegó a la puerta del apartamento de Magnus en Greenpoint. Isabelle lo había convencido de ir a Taki’s a cenar con Clary y Simon y, aunque había protestado, se alegraba de haberlo hecho. Había necesitado unas horas para calmar sus emociones después de lo que había pasado en la corte de la reina Seelie. No quería que Magnus viera lo mucho que lo había alterado el glamour de la reina.

Ya no necesitaba llamar al interfono para que Magnus le abriera la puerta. Tenía llave. Algo de lo que se sentía extrañamente orgulloso. Abrió y, mientras se dirigía hacia arriba, pasó ante la puerta del vecino del primero. Aunque Alec no había visto nunca a los ocupantes del loft del primer piso, parecían estar en medio de un tempestuoso romance. Una vez encontró un montón de cosas de alguien tiradas por todo el rellano, con una nota colgada de la solapa de una chaqueta dirigida al «mentiroso que vive aquí». Ahora había un ramo de flores pegado a la puerta con una tarjeta que decía: «Lo siento». Así era Nueva York: uno acababa enterándose de la vida de los vecinos más de lo que le gustaría.

La puerta de Magnus estaba entreabierta, y por ella salía al pasillo una música suave. Era Chaikovski. Alec notó que se le relajaban los hombros cuando la puerta del apartamento se cerró tras él. Nunca podía estar seguro de qué aspecto iba a tener el lugar; en ese momento era minimalista, con sofás blancos, mesas rojas apilables y fotos en blanco y negro de París en las paredes. De todas formas, cada vez le resultaba más familiar, como estar en casa. Olía a lo que él asociaba con Magnus: tinta, colonia, té Lapsang Souchong, y el olor como de azúcar quemado de la magia. Cogió a Presidente Miau, que estaba durmiendo en el alféizar, y se dirigió al estudio.

Al oírle entrar, Magnus alzó la vista. El mago vestía lo que para él era un atuendo muy sobrio: vaqueros y una camiseta negra con ribetes en el cuello y los puños. Llevaba el cabello negro suelto, revuelto y enredado, como si se hubiera pasado nervioso las manos muchas veces por él, y sus ojos de gato tenían un aspecto cansado. Dejó la pluma cuando Alec apareció, y sonrió.

—Al jefe le gustas.

—Le gusta cualquiera que le rasque detrás de las orejas —repuso su novio, y abrazó al gato adormilado, de forma que su ronroneo pareció resonarle a Alec dentro del pecho.

Magnus se recostó en la silla, se desperezó y bostezó. La mesa estaba cubierta de papeles llenos de una escritura pequeña y apiñada, y dibujos; el mismo diseño una y otra vez, variaciones del dibujo que había salpicado en el suelo del tejado del que Jace había desaparecido.

—¿Qué tal con la reina Seelie?

—Como siempre.

—Una cabrona loca, ¿no?

—Más o menos. —Alec le hizo a Magnus un resumen de lo ocurrido en la corte de los seres mágicos. Se le daba bien eso: explicar las cosas resumidas, no gastar ni una palabra de más. Nunca había entendido ni a la gente que parloteaba incesantemente ni el gusto de Jace por los complicados juegos de palabras.

—Me preocupa Clary —dijo Magnus—. Me preocupa que intente hacer más de lo que puede.

Alec dejó a Presidente Miau sobre la mesa, donde en seguida se hizo un ovillo y volvió a dormirse.

—Quiere encontrar a Jace. ¿Puedes culparla?

La mirada de Magnus se suavizó. Enganchó la cintura de los vaqueros de Alec con un dedo, y lo atrajo hacia sí.

—¿Me estás diciendo que tú harías lo mismo si fuera yo?

Alec volvió el rostro, y miró el papel que el mago acababa de apartar.

—¿Estás otra vez con eso?

Un poco decepcionado, Magnus soltó a Alec.

—Tiene que haber una clave —contestó—. Para descifrarlos. Algún lenguaje que todavía no he mirado. Algo muy antiguo. Esto es vieja magia negra, muy oscura, y no se parece a nada que haya visto antes. —Miró de nuevo el papel con la cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Me puedes pasar esa caja de rapé? La plateada que está en el borde de la mesa.

Alec siguió la dirección que indicaba Magnus y vio una pequeña cajita de plata en el lado opuesto de la gran mesa de madera. La cogió. Era como un cofre en miniatura colocado sobre unos minúsculos pies, con la tapa curvada y las iniciales W. S. dibujadas con diamantes por encima.

«W —pensó Alec—. ¿Will?»

Eso era lo que Magnus le había dicho cuando Alec le preguntó sobre el nombre con el que Camille le había provocado. «Will. Dios santo, de eso hace muchísimo tiempo.»

Alec se mordió el labio.

—¿Qué es?

—Una cajita de rapé —contestó Magnus, sin alzar la vista de sus papeles—. Ya te lo he dicho.

—¿Como el pescado? —Alec lo miró.

Magnus lo miró y se echó a reír.

—Como el tabaco. Fue muy popular durante los siglos XVII y XVIII. Ahora la guardo para meter cositas.

Extendió la mano, y Alec le entregó la caja.

—¿Alguna vez te preguntas…? —comenzó el chico; luego se detuvo y empezó de nuevo—. ¿No te molesta que Camille esté por ahí en alguna parte? ¿Que se haya escapado? —preguntó.

«¿Y que yo tuviera la culpa?», pensó sin decirlo. No era necesario que Magnus lo supiera.

—Siempre ha estado por ahí en alguna parte —contestó el Mago—. Ya sé que la Clave no está muy satisfecha, pero yo estoy acostumbrado a imaginármela viviendo su vida, sin ponerse en contacto conmigo. Si alguna vez me molestó, hace mucho tiempo que no lo hace.

—Pero la amaste. Una vez.

Magnus pasó el dedo por los diamantes incrustados en la cajita de rapé.

—Creía que sí.

—¿Y ella te sigue amando?

—No lo creo —respondió Magnus con sequedad—. No estaba muy contenta la última vez que la vi. Claro que eso pudo ser porque tengo un novio de dieciocho años con una runa de energía, y ella no.

Alec resopló.

—Como la persona de la que se habla como un objeto, me… Protesto ante esa descripción.

—Ella siempre ha sido de las celosas —repuso el brujo con una sonrisa de medio lado. Se le daba muy bien cambiar de tema, pensó Alec. Magnus había dejado claro que no le gustaba hablar sobre su vida amorosa pasada, pero en algún momento de su conversación, la familiaridad y el confort, la sensación que Alec tenía de estar en casa, había desaparecido. Por muy joven que pareciera Magnus —y en ese momento, descalzo y con el cabello enmarañado, no parecía tener más de dieciocho años—, los separaban océanos de tiempo imposibles de cruzar.

Magnus abrió la caja, sacó unas chinchetas y las empleó para clavar en la mesa el papel que había estado mirando. Cuando alzó la vista y vio la expresión de Alec, se sorprendió.

—¿Estás bien?

En vez de contestar, su novio le cogió las manos y le hizo ponerse en pie. Magnus se lo permitió con una mirada inquisitiva. Antes de que pudiera decir nada, Alec lo acercó a él y lo besó. El brujo hizo un ruidito suave y complacido; agarró la camisa de su chico por detrás y se la levantó. Alec notó sus fríos dedos en la espalda y se inclinó sobre él, inmovilizándolo entre la mesa y su cuerpo. Aunque a Magnus no pareció importarle.

—Vamos —le dijo Alec al oído—. Es tarde. Vamos a acostarnos.

Magnus se mordió el labio y miró hacia atrás, a los papeles que había sobre la mesa, con la vista fija en las antiguas sílabas de lenguas olvidadas.

—¿Por qué no vas yendo tú? —dijo—. Estaré contigo en… cinco minutos.

—Claro. —Alec se incorporó, sabiendo que cuando Magnus se concentraba en sus estudios, cinco minutos podían convertirse en cinco horas—. Te espero allí.


—Shhh.

Clary se llevó un dedo a los labios antes de hacer un gesto a Simon para que entrara delante de ella en casa de Luke. Todas las luces estaban apagadas, y el salón estaba oscuro y en silencio. Hizo ir a Simon hacia su habitación y entró en la cocina para coger un vaso de agua. A mitad de camino se detuvo de golpe.

Se oía la voz de su madre en el pasillo. Clary la notó tensa. Igual que perder a Jace era la peor pesadilla de Clary, sabía que su madre también estaba viviendo la suya. Saber que su hijo estaba vivo y por el mundo, capaz de cualquier cosa, la estaba destrozando por dentro.

—Pero la han absuelto, Jocelyn —oyó Clary responder a Luke, con su voz subiendo y bajando de volumen—. No habrá ningún castigo.

—Todo es por mi culpa. —La voz de Jocelyn sonaba apagada, como si tuviera la cabeza hundida en el hombro de Luke—. Si no hubiera traído a… esa criatura a este mundo, Clary no estaría pasando por lo que está pasando ahora.

—No podías saberlo… —La voz de Luke se convirtió en un susurro, y aunque Clary sabía que él tenía razón, tuvo un breve momento de rabia hacia su madre. Jocelyn debería haber matado a Sebastian en la cuna antes de que éste tuviera la oportunidad de crecer y arruinarles la vida a todos, pensó. Y al instante se horrorizó de sí misma por pensarlo. Se fue hacia el otro extremo de la casa, entró en su cuarto y cerró la puerta tras de sí como si la siguieran.

Simon, que estaba sentado en la cama jugando con su DS, alzó la vista sorprendido.

—¿Va todo bien?

Clary trató de sonreírle. Simon era algo habitual en aquel cuarto; de pequeños, ambos habían dormido a menudo en casa de Luke. Ella había hecho lo que había podido para convertir aquel dormitorio en su cuarto, en vez de ser el cuarto de huéspedes. Las fotos de Simon y de ella, de los Lightwood, de Jace con su familia, estaban colocadas de cualquier manera en el marco del espejo que había sobre la cómoda. Luke le había dado una mesa de dibujo, y sus útiles de dibujo estaban ordenados en una estantería de cajoncitos junto a ella. Había pegado a la pared pósteres de sus animes: Fullmetal Alchemist, Rurouni Kenshin y Bleach.

Las pruebas de su vida de cazadora de sombras también estaban esparcidas por ahí: una gruesa copia del Códice del Cazador de Sombras, con sus notas y garabatos en los márgenes; un estante con libros sobre lo oculto y paranormal; su estela sobre la mesa, y una bola del mundo nueva, que Luke le había regalado, en la que se mostraba Idris, bordeado en dorado, en el centro de Europa.

Y Simon, sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas, era una de las pocas cosas que pertenecían tanto a su vida de antes como a la nueva. Él la miró con sus ojos oscuros y su pálido rostro, con el brillo de la Marca de Caín apenas visible en la frente.

—Mi madre —contestó ella, y se apoyó en la puerta—. No está nada bien.

—¿No está aliviada? Me refiero a que te hayan absuelto.

—No consigue pensar en nada que no sea Sebastian. No puede dejar de culparse.

—No tiene la culpa de que él sea así. La culpa fue de Valentine.

Clary no dijo nada. Estaba recordando las cosas terribles que acababa de pensar: que su madre debería haber matado a Sebastian en cuanto éste nació.

—Las dos —continuó Simon— os culpáis de cosas de las que no sois responsables. Tú te culpas de haber dejado a Jace en el tejado…

Ella alzó la cabeza de golpe y lo miró molesta. No recordaba haber dicho nunca que se culpara de eso, aunque lo hacía.

—Nunca…

—Te culpas —repuso él—. Pero yo lo dejé, Izzy lo dejó, Alec lo dejó, y Alec es su parabatai. No había forma de que pudiéramos saber lo que iba a pasar. Y podría haber sido peor si te hubieras quedado.

—Quizá. —Clary no quería hablar de eso. Sin mirar a Simon, se metió en el cuarto de baño para cepillarse los dientes y ponerse su pijama afelpado. Evitó mirarse en el espejo. No le gustaba ver lo pálida que estaba, las ojeras. Era fuerte; no iba a desmoronarse. Tenía un plan. Incluso si era una locura e implicaba robar en el Instituto.

Se lavó los dientes, y mientras salía del baño recogiéndose el ondulado cabello en una coleta pilló a Simon metiendo en su bolsa de mensajero una botella que casi seguro que era la sangre que había comprado en Taki’s.

Se acercó a él y le alborotó el cabello.

—Puedes dejar las botellas en la nevera, ¿sabes? —le dijo—. Si no te gustan a temperatura ambiente.

—La sangre muy fría es peor que a temperatura ambiente, la verdad. Caliente es lo mejor, pero creo que a tu madre no le gustaría nada que la calentara en un cazo.

—¿Le importa a Jordan? —inquirió Clary, preguntándose si el licántropo aún se acordaría de que Simon vivía con él. Simon se había quedado en casa de Luke todos los días de la última semana. Los primeros días después de la desaparición de Jace, ella no había podido dormir. Se había puesto cinco mantas encima, y aun así no había podido entrar en calor. Se había quedado despierta, temblando, imaginando la sangre helada que avanzaba lentamente por sus venas, y los cristales de hielo que tejían una red brillante como el coral alrededor del corazón. Sus sueños estaban llenos de mares negros, témpanos de hielo, lagos helados, y por Jace, con el rostro siempre oculto entre las sombras, o tras unas nubes, o por su propio cabello brillante, apartándose de ella. Sólo había dormido durante unos minutos seguidos, y siempre se había despertado con una desagradable sensación de ahogo.

El primer día que el Consejo la había interrogado, había vuelto a casa y se había metido en la cama. Se había quedado tumbada despierta hasta que llamaron a su ventana y Simon entró. Inmediatamente después, el chico se había subido a la cama y se había tumbado junto a ella sin decir palabra. Había traído consigo el frío del exterior, y olía al aire de la ciudad y al aire helado del inminente invierno.

Ella se había colocado hombro con hombro con él, y las minúsculas tensiones que le atenazaban el cuerpo como un puño cerrado se habían ido disolviendo. La mano de Simon había sido fría, pero familiar, igual que la textura de su chaqueta de pana contra la piel.

—¿Cuánto te puedes quedar? —había preguntado ella en un susurro a la oscuridad.

—Tanto como quieras.

Clary se había vuelto para mirarlo.

—¿A Izzy no le importará?

—Ella fue quien me dijo que viniera. Dijo que no podías dormir, y que si tenerme contigo te hacía sentirte mejor, podía quedarme. O podría quedarme hasta que te durmieras.

Clary había suspirado aliviada.

—Pasa aquí la noche —le había pedido—. Por favor.

Y él lo había hecho. Y Clary no había tenido pesadillas.

Mientras él estaba allí, ella dormía sin soñar, inmersa en un océano de nada. Un olvido indoloro.

—A Jordan no le importa la sangre —contestó Simon en ese momento—. Todo este asunto es sobre mí sintiéndome cómodo con lo que soy. Conecta con tu vampiro interior, bla, bla, bla…

Clary se tumbó junto a él en la cama y se abrazó a una almohada.

—¿Es tu vampiro interior diferente de… tu vampiro exterior?

—Sin duda. Él quiere llevar camisas que dejen el ombligo al descubierto y un sombrero fedora. Me estoy resistiendo.

Clary sonrió levemente.

—¿Así que tu vampiro interior es Magnus?

—Espera, eso me recuerda… —Simon rebuscó en su macuto de mensajero y sacó dos cómics manga. Los agitó triunfal antes de pasárselos a Clary—. Magical Love Gentleman, fascículos quince y dieciséis —dijo—. Agotado en todas partes excepto en Midtown Comics.

Ella los cogió y miró las coloridas portada y contraportada. Hubo una vez que habría alzado los brazos en júbilo admirada; en ese momento sólo consiguió sonreír a Simon y agradecérselo; pero él lo había hecho por ella, se recordó, en un gesto de buen amigo. Incluso aunque ella no pudiera imaginarse leyéndolos para distraerse.

—Eres increíble —le dijo, empujándolo con el hombro. Se tumbó sobre la almohada con los manga sobre el regazo—. Y gracias por venir conmigo a la corte Seelie. Sé que te trae malos recuerdos pero… siempre estoy mejor cuando tú estás ahí.

—Lo hiciste muy bien. Manejaste a la reina como una experta. —Simon se tumbó junto a ella, hombro contra hombro, ambos mirando al techo, a las grietas de siempre, a las viejas estrellas pegadas allí, que habían brillado en la oscuridad, pero ya no daban ninguna luz—. ¿Y qué, vas a hacerlo? ¿Vas a robar los anillos para la reina?

—Sí. —Dejó escapar la respiración que había estado conteniendo—. Mañana. Hay una reunión del Cónclave local al mediodía. Todos estarán allí. Lo haré entonces.

—No me gusta, Clary.

Ella notó que se ponía tenso.

—¿Qué es lo que no te gusta?

—Que tengas que hacer algo para las hadas. Los seres mágicos son unos mentirosos.

—No pueden mentir.

—Ya sabes a lo que me refiero. Pero «los seres mágicos son engañosos» suena tonto.

Ella lo miró, apoyando la barbilla sobre la clavícula de él. Automáticamente, él alzó el brazo, le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí. Simon tenía el cuerpo frío y la camisa aún húmeda por la lluvia. Su cabello, normalmente muy lacio, se había secado formando algunos rizos con el viento.

—Créeme, no me gusta nada liarme con la corte. Pero lo haría por ti —afirmó ella—. Y tú lo harías por mí, ¿no?

—Claro que sí. Pero sigue siendo una mala idea. —Él la miró directamente—. Sé cómo te sientes. Cuando mi padre murió…

Clary se tensó.

—Jace no está muerto.

—Lo sé. No estaba diciendo eso. Sólo que… No hace falta que digas que te sientes mejor cuando estoy ahí. Siempre estoy ahí para ti. El dolor hace que nos sintamos solos, pero no lo estás. Sé que no crees… en la religión… como yo, pero puedes creer que estás rodeada de gente que te quiere, ¿verdad? —Tenía los ojos muy abiertos, esperanzados. Eran del mismo castaño oscuro que siempre habían sido, pero diferentes, como si se hubiera añadido otra capa de color, igual que su piel parecía tanto carente de poros como traslúcida.

«Lo creo —pensó Clary—, pero no estoy segura de que importe.»

Le golpeó suavemente con el hombro.

—¿Te importa si te pregunto algo? Es personal, pero importante.

En su voz se percibió una nota de cansancio.

—¿Qué?

—Con eso de la Marca de Caín, ¿significa que si te pego una patada accidentalmente por la noche, una fuerza invisible me dará siete patadas en la espinilla?

Ella notó que él reía.

—Duérmete, Fray.

3 Ángeles malos

—Tío, creía que habías olvidado que vives aquí —exclamó Jordan cuando Simon entró en el salón de su pequeño piso, con las llaves aún tintineando en la mano. A Jordan solía encontrársele tirado en el futón, con las largas piernas colgando por el lado y el mando de la Xbox en la mano. Ese día también estaba en el futón, pero sentado, con los amplios hombros encorvados y las manos en los bolsillos de los vaqueros. El mando no se veía por ninguna parte. Parecía aliviado de ver a Simon y, en un momento, el vampiro entendió por qué.

El licántropo no estaba solo. Sentado frente a él en un sillón de terciopelo naranja (ninguno de los muebles de Jordan hacía juego), se hallaba Maia, con el rebelde cabello rizado contenido en dos trenzas. La última vez que Simon la vio, la chica iba vestida con traje de fiesta. Pero en ese momento seguía con su uniforme: vaqueros de bajos gastados, una camiseta de manga larga y una chaqueta de cuero de color caramelo. Parecía tan incómoda como Jordan, con la espalda recta y la mirada perdida hacia la ventana. Al ver a Simon, se puso de pie agradecida y le dio un abrazo.

—Hola —dijo—. Sólo he pasado a ver cómo te iba.

—Estoy bien. Es decir, estoy tan bien como se puede estar con todo lo que está pasando.

—No me refería a todo ese asunto de Jace —repuso ella—. Me refería a ti. ¿Cómo lo llevas?

—¿Yo? —Simon se sorprendió—. Estoy bien. Preocupado por Isabelle y Clary. Ya sabes que la Clave la estaba investigando…

—Y he oído que la han absuelto. Eso está bien. —Maia lo soltó—. Pero estaba pensando en ti. Y en lo que te pasó con tu madre.

—¿Cómo sabes eso? —Simon lanzó una mirada a Jordan, pero éste negó con la cabeza, de forma casi imperceptible. Él no le había dicho nada.

Maia se tiró de una trenza.

—Me encontré con Eric por casualidad. Me dijo lo que te había pasado y que por eso no has ido a los bolos de La Pelusa del Milenio.

—Por cierto, se han cambiado de nombre —informó Jordan—. Ahora son Burrito de Medianoche.

Maia miró irritada a Jordan, y él se hundió un poco en su asiento. Simon se preguntó de qué habrían estado conversando antes de que llegara él.

—¿Has hablado con alguien más de tu familia? —preguntó Maia con suavidad. Sus ojos de color ámbar lo miraban con preocupación.

Simon sabía que era grosero, pero había algo en ser mirado así que no le gustaba. Era como si esa preocupación convirtiera el problema en real, cuando, de otra manera, él podía fingir que no existía.

—Sí —contestó—. Todo va bien en mi familia.

—¿De verdad? Porque te dejaste el teléfono aquí. —Jordan lo cogió de la mesa—. Y tu hermana te ha estado llamando cada cinco minutos durante todo el día. Y ayer también.

Simon sintió que se le helaba el estómago. Cogió el teléfono que le tendía Jordan y miró la pantalla. Diecisiete llamadas perdidas de Rebecca.

—Mierda —exclamó—. Esperaba poder evitar esto.

—Bueno, es tu hermana —repuso Maia—. Tarde o temprano te iba a llamar.

—Lo sé, pero le he estado dando esquinazo; dejando mensajes cuando sé que no estará allí, esa clase de cosas. Supongo… que estaba tratando de evitar lo inevitable.

—¿Y ahora?

Simon dejó el teléfono en el alféizar de la ventana.

—¿Seguir evitándolo?

—No lo hagas. —Jordan sacó la mano del bolsillo—. Deberías hablar con ella.

—¿Y decirle qué? —La pregunta le salió con más aspereza de la que pretendía.

—Tu madre debe de haberle dicho algo —contestó su compañero de piso—. Seguramente estará preocupada.

Simon negó con la cabeza.

—Vendrá para Acción de Gracias, dentro de unas semanas. No quiero meterla a ella en lo que está pasando con mi madre.

—Ya está metida. Es tu familia —replicó Maia—. Además, esto…, lo que está pasando con tu madre, todo eso, es ahora tu vida.

—Entonces, supongo que quiero que ella se quede al margen. —Simon sabía que no estaba siendo razonable, pero se sentía capaz de evitarlo. Rebecca era… especial. Diferente. Pertenecía a una parte de su vida que aún no había tocado toda esa locura. Quizá la única parte.

Maia alzó las manos y se dirigió a Jordan.

—Dile algo. Tú eres su guardia pretoriana.

—Oh, vamos —replicó Simon antes de que su amigo pudiera abrir la boca—. ¿Alguno de vosotros mantiene el contacto con vuestros padres? ¿Con vuestra familia?

Ellos intercambiaron una mirada.

—No —contestó Jordan lentamente—, pero ninguno de nosotros tenía buena relación con ellos antes de…

—Ahí está mi prueba —repuso Simon—. Todos somos huérfanos. Huérfanos de la tormenta.

—No puedes pasar de tu hermana —insistió Maia.

—Mírame.

—¿Y cuando Rebecca vuelva a tu casa, que parece el plató de El exorcista? ¿Y cuando tu madre no pueda explicarle dónde estás? —Jordan se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas—. Tu hermana llamará a la policía, y tu madre acabará en un manicomio.

—Aún no estoy preparado para oír su voz —insistió Simon, pero sabía que había perdido la discusión—. Tengo que volver a salir, pero prometo que le enviaré un mensaje.

—Bien —repuso Jordan. Estaba mirando a Maia, no a Simon, mientras lo decía, como si esperara que ella se fijara en que había hecho reflexionar a su amigo y se mostrara complacida. Simon se preguntó si habrían estado viéndose durante las dos pasadas semanas mientras él había estado casi siempre ausente. Habría imaginado que no, por la tensa manera en que habían estado sentados cuando él había llegado, pero con esos dos, era difícil estar seguro—. Por algo se empieza.


El ascensor dorado se detuvo en el tercer piso del Instituto; Clary respiró hondo y salió al pasillo. Como Alec e Isabelle le habían prometido, el lugar estaba desierto y en silencio. El tráfico de la avenida York, que discurría por fuera, era un suave murmullo. Clary se imaginó que podía oír el sonido de las motas de polvo al rozar unas contra otras mientras danzaban en la luz que entraba por la ventana. Por la pared se hallaban los ganchos donde los residentes del Instituto colgaban los abrigos al entrar. Una de las chaquetas negras de Jace aún pendía de uno, con las mangas vacías y fantasmales.

Se estremeció mientras comenzaba a recorrer el pasillo. Recordaba la primera vez que Jace la había llevado por aquellos corredores, hablándole con su desenfadada voz de los cazadores de sombras, de Idris, de todo un mundo secreto que ella nunca antes había sabido que existiera. Clary lo había estado observando —con disimulo, había pensado, pero ahora sabía que Jace se enteraba de todo— mientras él hablaba, observando la luz relucir en su pálido cabello, los rápidos movimientos de sus ágiles manos, la flexión de los músculos de los brazos al gesticular.

Llegó a la biblioteca sin encontrarse con ningún cazador de sombras, y abrió la puerta. La sala le produjo el mismo escalofrío que la primera vez que la había visto. La biblioteca, circular porque estaba construida dentro de una torre, tenía una galería en el segundo piso, con balaustrada, a media altura de las paredes, por encima de las filas de estanterías. El escritorio, en el que Clary aún pensaba como el de Hodge, se hallaba en el centro de la estancia, tallado en una única pieza de roble, con el amplio tablero reposando sobre la espalda de dos ángeles arrodillados. Clary casi esperaba que Hodge se levantara al otro lado, con su cuervo, Hugo, posado en el hombro.

Sacudió la cabeza para apartar ese recuerdo y se apresuró a ir hacia la escalera circular del fondo de la sala. Iba vestida con vaqueros y zapatillas de suela de goma; se había dibujado una runa de insonoridad en el tobillo; el silencio era casi inquietante mientras subía los escalones que daban a la galería. Arriba también había libros, pero estaban metidos en estanterías con puertas de vidrio cerradas con llave. Algunos parecían muy viejos, con las cubiertas gastadas y los lomos reducidos a unas cuantas tiras. Otros eran libros de magia peligrosa: Cultos atroces, La viruela demoníaca y Guía práctica para revivir a los muertos.

Entre las estanterías cerradas había vitrinas. Cada una contenía algún objeto artesanal extraño y hermoso: una delicada botella de cristal cuyo tapón era una enorme esmeralda; una corona con un diamante en el centro, que no parecía que pudiera caber en ninguna cabeza humana; un colgante con forma de ángel con alas hechas de ruedas dentadas y piezas mecánicas y, en la última vitrina, como Isabelle le había prometido, un par de brillantes anillos de oro con forma de hojas curvadas: un trabajo de hadas, tan delicado como el aliento de un bebé.

Como era de esperar, la vitrina estaba cerrada. Clary se mordisqueó el labio mientras dibujaba la runa de la apertura, con cuidado de no hacerla muy potente para que el cristal no reventara y el ruido atrajera a la gente, que hizo saltar el cierre. Muy despacio, abrió la vitrina. Sólo mientras volvía a meterse la estela en el bolsillo comenzó a dudar.

¿Era ella realmente? ¿Robando a la Clave para pagar a la reina de los seres mágicos, cuyas promesas, como Jace le había dicho una vez, eran como escorpiones, con un afilado aguijón en la cola?

Meneó la cabeza para borrar sus dudas, y se quedó helada. La puerta de la biblioteca se estaba abriendo. Oyó crujir la madera, voces apagadas y pasos. Sin pensarlo, se tiró al frío suelo de madera de la galería y se aplastó contra él.

—Tenías razón, Jace —dijo desde abajo una voz, con un frío tono de burla e inquietantemente conocida—. Esto está desierto.

El hielo que Clary tenía en las venas pareció cristalizarse, y la dejó inmóvil y congelada. No podía moverse, ni respirar. No había tenido una impresión tan intensa desde que había visto a su padre atravesarle el pecho a Jace con una espada. Muy despacio, se fue acercando al borde del balcón y miró hacia abajo.

Y se mordió el labio con fuerza para no gritar.

El techo inclinado en lo alto se elevaba hacia el punto donde estaba colocada una claraboya de cristal. La luz del sol caía a través de ésta, iluminando una parte del suelo como un foco en un escenario. Podía ver los trozos de cristal, mármol y piedras semipreciosas que estaban incrustados en el suelo formando un dibujo: el ángel Raziel, la Copa y la Espada. Sobre una de las alas extendidas del Ángel se hallaba Jonathan Christopher Morgenstern.

Sebastian.

Y ése era el aspecto de su hermano. Su verdadero aspecto, vivo, moviéndose, animado. Un rostro pálido, todo ángulos y planos; alto, delgado y vestido de negro. El cabello era plateado, no oscuro como lo había llevado cuando lo había conocido, teñido del color del auténtico Sebastian Verlac. Su propio color pálido le sentaba mejor. Lo ojos eran negros, y cargados de vida y energía. La última vez que lo había visto, flotando en un ataúd de cristal como Blancanieves, una de sus manos era un muñón vendado. Ahora la tenía de nuevo, con un brazalete de plata brillando en la muñeca, pero con nada visible que mostrara que había sufrido algún daño, o incluso más que daño, que había faltado.

Y junto a él, con el cabello dorado brillando bajo la pálida luz del sol, se hallaba Jace. No Jace como ella se lo había imaginado constantemente durante las dos últimas semanas: magullado o sangrante, o sufriendo, o hambriento, encerrado en alguna celda oscura, gritando de dolor o llamándola. Ése era el Jace que ella recordaba: animado, sano, vibrante y hermoso. Tenía las manos metidas en los pantalones de los vaqueros; sus marcas eran visibles a través de la camiseta blanca. Sobre ella se había puesto una desconocida chaqueta de ante de color marrón claro que resaltaba las tonalidades doradas de su piel. Echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera disfrutando de la sensación del sol en la cara.

—Siempre tengo razón, Sebastian —dijo él—. Ya deberías saber eso de mí.

Sebastian lo miró pausadamente y luego sonrió. Clary se lo quedó mirando. Tenía todo el aspecto de ser una sonrisa auténtica. Pero ¿qué iba a saber ella? Sebastian le había sonreído a ella en el pasado, y había resultado ser una gran mentira.

—¿Y dónde están los libros de invocaciones? ¿Hay algún orden en este caos?

—No del todo. No están por orden alfabético. Sigue el sistema especial de Hodge.

—¿No era a él a quien maté? Que inconveniente —repuso Sebastian—. Quizá deberíamos mirar yo arriba y tú abajo.

Fue hacia la escalera que subía a la galería. El corazón de Clary comenzó a acelerarse de miedo. Asociaba a Sebastian con asesinatos, sangre, dolor y terror. Sabía que Jace había luchado contra él una vez, y casi había muerto. Nunca podría vencer a su hermano en una lucha cuerpo a cuerpo. ¿Podría saltar desde la baranda de la galería hasta el suelo sin romperse una pierna? Y de hacerlo, ¿qué pasaría? ¿Qué haría Jace?

Sebastian ya tenía un pie en el primer escalón cuando Jace lo llamó.

—Espera. Aquí están. Ordenados bajo «Magia, No letal».

—¿«No letal»? ¿Y dónde está la gracia entonces? —ronroneó Sebastian, pero sacó el pie del escalón y fue hacia Jace—. ¡Vaya biblioteca! —exclamó mientras leía los títulos de los libros al pasar—. El cuidado y alimentación de tu duende doméstico, Demonios desvelados. —Cogió ése del estante y soltó una risita larga y grave.

—¿Qué es? —Jace alzó la mirada, esbozando una sonrisa. Clary tenía tantas ganas de correr abajo y tirársele encima que de nuevo se mordió el labio. El dolor fue agudo y ácido.

—Es pornografía —contestó Sebastian—. Mira. Demonios… «desvelados».

Jace se acercó a él por detrás y apoyó una mano en el brazo de Sebastian mientras leía por encima de su hombro. Era como ver a Jace con Alec, alguien con quien se sentía cómodo, que podía tocar sin pensárselo, pero horrible, al revés, del otro lado.

—Vale, ¿cómo puedes saberlo?

Sebastian cerró el libro y con él le dio un ligero golpe a Jace en el hombro.

—Hay cosas de las que sé más que tú. ¿Has cogido los libros?

—Los tengo. —Jace levantó una pila de pesados tomos de una mesa cercana—. ¿Tenemos tiempo de pasar por mi dormitorio? Si pudiera coger algunas de mis cosas…

—¿Qué quieres?

Jace se encogió de hombros.

—Ropa sobre todo, y algunas armas.

Sebastian negó con la cabeza.

—Demasiado peligroso. Tenemos que entrar y salir en seguida. Sólo objetos de urgencia.

—Mi chaqueta favorita es un objeto de urgencia —repuso Jace. Era como oírlo hablar con Alec, con cualquiera de sus amigos—. Al igual que yo, es acogedora y elegante.

—Mira, tenemos todo el dinero que podamos desear —replicó Sebastian—. Compra ropa. Y en unas semanas estarás dirigiendo este sitio. Podrás izar tu chaqueta favorita del mástil para que ondee como una bandera.

Jace rió, con esa tersa risa que Clary tanto amaba.

—Te lo advierto, esa chaqueta es sexi. El Instituto podría arder en llamas sexis.

—Le iría bien. Ahora es demasiado lúgubre. —Sebastian agarró la espalda de la chaqueta que Jace llevaba en ese momento y lo empujó hacia el lado—. Y ahora nos vamos. Sujeta los libros. —Se miró la mano derecha, donde relucía un delgado anillo de plata; lo hizo girar con el pulgar de la mano que no estaba sujetando a Jace.

—Eh —exclamó éste—. ¿Crees que…? —Se cortó, y por un momento, Clary pensó que era porque había mirado hacia arriba y la había visto, ya que tenía el rostro alzado. Pero mientras tragaba aire, ambos desaparecieron, desvaneciéndose como espejismos en el aire.

Lentamente, Clary apoyó la cabeza en el brazo. Le sangraba el labio donde se lo había mordido; notaba el sabor a sangre en la boca. Sabía que debía levantarse, moverse, huir. No debía estar ahí. Pero el hielo en sus venas se había vuelto tan frío que temía que, si se movía, saltaría hecha añicos.


Alec se despertó con Magnus sacudiéndolo por el hombro.

—Va, garbancito —dijo—. Ya es hora de levantarse y enfrentarse al día.

Alex se desenrolló medio dormido del nido de almohadas y mantas, y sonrió a su novio. Magnus, a pesar de haber dormido muy poco, parecía molestamente animado. Tenía el cabello mojado, y le goteaba sobre los hombros de la camisa blanca, haciéndola transparente. Llevaba unos vaqueros con agujeros y bajos deshilachados, lo que solía significar que estaba planeando pasar el día sin salir del piso.

—¿«Garbancito»? —preguntó Alec.

—Por probar.

Alec negó con la cabeza.

—No.

Magnus se encogió de hombros.

—Seguiré buscando. —Le tendió un descascarillado tazón de café, preparado como le gustaba a Alec: negro y sin azúcar—. Despierta.

El chico se sentó en la cama, frotándose los ojos, y cogió el tazón. La amargura del primer trago le envió un cosquilleo de energía a los nervios. Recordó que la noche anterior se había quedado despierto, esperando a que Magnus fuera a la cama, pero al final el cansancio le había podido y se había dormido sobre las cinco.

—Hoy me voy a saltar la reunión del Consejo.

—Lo sé, pero se supone que debes encontrarte con tu hermana y los demás en el parque Turtle Pond. Me dijiste que te lo recordara.

Alec sacó las piernas de la cama.

—¿Qué hora es?

Magnus le sacó el tazón de la mano antes de que derramara el café, y lo dejó en la mesilla.

—Vas bien. Tienes una hora. —Se inclinó y besó a Alec en la boca; el cazador de sombras recordó la primera vez que se habían besado, allí en el apartamento, y quiso abrazarlo y estrecharlo contra sí. Pero algo lo retuvo.

Se puso en pie y fue a la cómoda. Tenía un cajón para sus cosas. Un lugar para su cepillo de dientes en el baño. Una llave de la puerta. Una cantidad decente de propiedades para ocupar la vida de alguien, y aun así no podía sacarse el frío temor del estómago.

Magnus se había tumbado de espaldas sobre la cama, con un brazo tras la cabeza, y observaba a Alec.

—Ponte el fular —le dijo, señalando un fular azul de cachemira que pendía de un colgador—. Hace juego con tus ojos.

Alec miró el fular. De repente sintió un odio intenso, hacia el fular, hacia Magnus y sobre todo hacia sí mismo.

—No me lo digas —soltó—. El fular tiene cien años y te lo regaló la reina Victoria justo antes de morir, como recompensa por los servicios especiales que le habías prestado a la Corona, o algo así.

Magnus se sentó.

—¿Qué te pasa?

Alec lo miró molesto.

—¿Soy lo más nuevo de este apartamento?

—Creo que ese honor le corresponde a Presidente Miau. Sólo tiene dos años.

—He dicho lo más nuevo, no lo más joven —replicó Alec—. ¿Quién es W. S.? ¿Es Will?

Magnus meneó la cabeza como si tuviera agua en los oídos.

—¿Qué demonios…? ¿Estás hablando de la caja de rapé? W. S. es Woolsey Scott. Fue…

—Fue el fundador de los Praetor Lupus, lo sé. —Alec se puso los vaqueros y se subió la cremallera—. Ya lo has mencionado alguna vez, y además es un personaje histórico. Y su caja de rapé está en tu cajón de trastos. ¿Qué más tienes allí? ¿El cortaúñas de Jonathan Cazador de Sombras?

Los ojos de gato de Magnus lo miraban con frialdad.

—¿A qué viene todo esto, Alexander? Yo no te miento. Si quieres saber algo de mí, pregúntamelo.

—Tonterías —repuso Alec con sequedad, mientras se abotonaba la camisa—. Eres amable y divertido, y todas esas grandes cosas, pero lo que no eres es abierto, «garbancito». Puedes pasarte todo el día hablando de los problemas de la gente, pero no hablas de ti ni de tu historia y, cuando te pregunto, te retuerces como un gusano en un anzuelo.

—Quizá porque no puedes preguntarme sobre mi pasado sin que tengamos una discusión sobre cómo yo voy a vivir eternamente y tú no —replicó Magnus—. Tal vez porque la inmortalidad está convirtiéndose en la tercera persona de nuestra relación, Alec.

—Se supone que no debe haber ninguna tercera persona en nuestra relación.

—Justo.

Alec notó que se le formaba un nudo en la garganta. Había mil cosas que quería decir, pero nunca había sido hábil con las palabras, como Jace o Magnus. En vez de eso, cogió el fular azul del colgador y se lo echó al cuello con un gesto desafiante.

—No me esperes levantado —dijo—. Quizá salga de patrulla esta noche.

Mientras salía del apartamento dando un portazo, oyó gritar a Magnus.

—¡Y el fular, para que lo sepas, es de Gap! ¡Lo compré el año pasado!

Alec puso los ojos en blanco y bajó corriendo la escalera hasta el vestíbulo. La única bombilla que solía iluminarlo estaba apagada, y el espacio se hallaba tan en penumbra que no vio la silueta encapuchada que iba hacia él entre las sombras. Cuando por fin la vio, se sorprendió tanto que tiró las llaves, que tintinearon sobre el suelo.

La silueta flotó hacia él. Alec no podía distinguir nada de ella, ni la edad, ni el género, ni siquiera la especie. La voz que salió de la capucha era grave y rota.

—Tengo un mensaje para ti, Alec Lightwood —decía—. De Camille Belcourt.


—¿Quieres que patrullemos juntos esta noche? —preguntó Jordan, un tanto secamente.

Maia lo miró sorprendida. El chico estaba apoyado en la barra de la cocina, con el codo sobre la superficie. Había una despreocupación en su postura que era demasiado estudiada para ser sincera. Ése era el problema de conocer a alguien tan bien, pensó Maia. Era difícil fingir ante ellos, o pretender no darse cuenta de cuándo estaban fingiendo, incluso aunque eso fuera lo más fácil.

—¿Patrullar juntos? —repitió ella.

Simon estaba en su habitación, cambiándose de ropa; ella le había dicho que lo acompañaría hasta el metro, y en ese momento deseó no haberlo hecho. Sabía que debería haberse puesto en contacto con Jordan después de la última vez que lo había visto, cuando, gran error, lo había besado. Pero Jace había desaparecido después, y el mundo parecía haber saltado en pedazos, lo que le había dado a Maia la excusa que necesitaba para evitar todo aquel asunto.

Claro que no pensar en el ex novio que le había roto el corazón y la había convertido en mujer loba era mucho más fácil cuando no lo tenía delante, vestido con una camisa verde que se le ajustaba al musculoso cuerpo en los mejores sitios y le realzaba el color avellana de los ojos.

—Pensaba que habían cancelado las patrullas para buscar a Jace —contestó ella, sin mirarlo.

—Bueno, no es que las hayan cancelado, sino que las han reducido. Pero soy un Praetor, no formo parte de la Clave. Puedo buscar a Jace en mi propio tiempo.

—Bien.

Él jugueteaba con algo sobre la barra, colocándolo y recolocándolo, pero su atención seguía sobre ella.

—¿Quieres…? Ya sabes… Antes querías ir a la Universidad de Stanford. ¿Aún quieres?

Maia sintió que el corazón le daba un brinco.

—No he pensado en la universidad desde… —Carraspeó—. Desde que Cambié.

Él se sonrojó.

—Estabas… Quiero decir, siempre habías querido ir a California. Ibas a estudiar historia, y yo me iba a trasladar allí para surfear. ¿Recuerdas?

Maia se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero. Pensó que debería estar enfadada, pero no era así. Durante mucho tiempo había culpado a Jordan por haber tenido que dejar de soñar con un futuro humano, con la universidad y una casa, e incluso, quizá, algún día, una familia. Pero había otros lobos en la manada de la comisaría de policía que aún perseguían sus sueños, su arte. Bat, por ejemplo. Detener su vida de golpe había sido sólo decisión de la propia Maia.

—Lo recuerdo —contestó ella.

Jordan se sonrojó aún más.

—Sobre esta noche. Nadie ha buscado en el Patio Naval de Brooklyn, y he pensado…, pero no resulta muy divertido si lo hago solo. Claro que si no quieres…

—No —dijo ella, y oyó su propia voz como si fuera la de otra persona—. Quiero decir… claro. Iré contigo.

—¿De verdad? —Los ojos de color avellana se le iluminaron, y Maia se maldijo por dentro. No debía darle esperanzas, sobre todo no sabiendo muy bien qué sentía ella. Le resultaba muy difícil creer que a él le importara tanto ella.

El medallón de Praetor Lupus destelló en el cuello de Jordan cuando éste se inclinó hacia delante, y Maia captó el conocido olor a jabón, y bajo eso, el lobo. Lo miró justo cuando la puerta del cuarto de Simon se abrió, y éste salió poniéndose una sudadera con capucha. Se quedó parado en el umbral, mirando alternativamente a Jordan y a Maia, y alzando lentamente las cejas.

—¿Sabes? puedo llegar al metro yo solito —le dijo a Maia, con una leve sonrisa en la comisura de los labios—. Si quieres quedarte aquí…

—No. —Al instante la chica sacó las manos de los bolsillos, donde las había cerrado en unos nerviosos puños—. No, voy contigo. Jordan, te… te veré luego.

—Esta noche —repuso éste a su espalda, pero ella no se volvió a mirarlo; ya corría tras Simon.


Simon fue subiendo lentamente la suave pendiente de la colina, acompañado de los gritos de los jugadores de frisbee en el Sheep Meadow, a su espalda, como una música distante. Era un claro día de noviembre, fresco y ventoso, con el sol que iluminaba las pocas hojas que quedaban en los árboles, dándoles brillantes tonos escarlata, dorado y ámbar.

La cumbre de la colina estaba sembrada de rocas. Se podía ver cómo el parque se había recortado en lo que antes había sido un bosque de árboles y piedra. Isabelle estaba sentada encima de una de las rocas, con un largo vestido de seda de color verde botella bordado en oro y un abrigo plateado encima. Contempló a Simon ir hacia ella, mientras se apartaba el largo cabello negro de la cara.

—Pensaba que vendrías con Clary —dijo cuando él estuvo cerca—. ¿Dónde está?

—Saliendo del Instituto —contestó él mientras se sentaba junto a Isabelle en la roca y metías las manos en los bolsillos de su cortavientos—. Me ha enviado un mensaje. Llegará en seguida.

—Alec está de camino… —comenzó a decir Isabelle, pero se cortó cuando el bolsillo de Simon comenzó a vibrar. O mejor dicho, el móvil que tenía en el bolsillo comenzó a hacerlo—. Creo que alguien te ha enviado un mensaje.

Él se encogió de hombros.

—Lo miraré después.

Ella lo miró por debajo de sus largas pestañas.

—Pues, bueno, como te estaba diciendo, Alec también está de camino. Tiene que venir desde Brooklyn, así que…

El móvil de Simon volvió a insistir.

—Muy bien, ya basta. Si no lo miras tú, lo haré yo. —Isabelle se inclinó y, a pesar de las protestas de Simon, le metió la mano en el bolsillo. La coronilla de la chica le rozó la barbilla. Olía a su perfume, a vainilla, y al aroma de su piel. Cuando ella sacó el móvil y se apartó, él se sintió tanto aliviado como decepcionado.

Isabelle miró la pantalla.

—¿Rebecca? ¿Quién es Rebecca?

—Mi hermana.

Isabelle se relajó.

—Quiere verte. Dice que no te ha visto desde…

Simon le sacó el teléfono de la mano y lo cerró antes de volver a metérselo en el bolsillo.

—Lo sé, lo sé.

—¿No quieres verla?

—Más que…, más que a nada en el mundo. Pero no quiero que ella lo sepa. Lo mío. —Simon cogió un palo y lo lanzó—. Mira lo que pasó cuando mi madre se enteró.

—Pues queda con ella en un sitio público, donde no pueda montar un número. Lejos de tu casa.

—Aunque no pueda montar un número, podría mirarme como me miró mi madre —repuso Simon a media voz—. Como si yo fuera un monstruo.

Isabelle le rozó la muñeca.

—Mi madre echó a Jace cuando pensaba que era el hijo de Valentine y su espía, y luego se arrepintió profundamente. Mis padres están comenzando a aceptar que Alec esté con Magnus. Tu madre también acabará por aceptarte. Pon a tu hermana de tu parte. Eso te ayudará. —Inclinó la cabeza—. Creo que a veces los hermanos entienden más cosas que los padres. No están cargados de expectativas. Yo nunca, nunca podría cortar la relación con Alec, hiciera lo que hiciese. Nunca. O con Jace. —Le dio un apretón en el brazo y luego dejó caer la mano—. Mi hermano pequeño murió, y no volveré a verlo. No hagas que tu hermana pase por eso.

—¿Por qué? —Era Alec, que llegaba por la colina dando patadas a las hojas muertas del camino. Llevaba sus vaqueros y su sudadera gastada de siempre, pero alrededor del cuello tenía anudado un fular azul que le hacía juego con los ojos. Eso debía de ser un regalo de Magnus, pensó Simon. Alec nunca habría pensado en comprarse algo así. El concepto de ir a juego parecía escapársele.

Isabelle carraspeó.

—La hermana de Simon…

No llegó más lejos. Una ráfaga de aire frío levantó un torbellino de hojas secas. Isabelle alzó la mano para protegerse el rostro del polvo, y el aire comenzó a resplandecer, con el inconfundible brillo traslucido de un Portal. Clary apareció ante ellos, con la estela en la mano y el rostro mojado de lágrimas.

4 E inmortalidad

—¿Estás totalmente segura de que era Jace? —preguntó Isabelle la que a Clary le pareció la enésima vez.

Clary se mordió el labio, ya dolorido, y contó hasta diez.

—Soy yo, Isabelle —contestó—. ¿De verdad crees que no reconocería a Jace? —Miró a Alec, que estaba junto a ellas, con el fular azul ondeando al viento como un estandarte—. ¿Podrías confundir tú a Magnus con otra persona?

—No. Nunca —contestó él sin la más mínima vacilación—. Pero… Quiero decir, claro que te lo preguntamos, porque no tiene sentido.

—Quizá sea un rehén —sugirió Simon, apoyado contra una roca. El sol de otoño hacía que sus ojos adquirieran el tono de granos de café—. Igual Sebastian lo está amenazando, diciéndole que si Jace no le sigue el juego, él hará daño a sus seres queridos.

Todos miraron a Clary, pero ella negó, frustrada.

—Vosotros no los habéis visto juntos. Nadie actúa así cuando es un rehén. Parecía totalmente feliz de estar con él.

—Entonces, está poseído —repuso Alec—. Como con Lilith.

—Eso fue lo primero que pensé. Pero cuando estaba poseído por Lilith era como un robot. Repetía lo mismo una y otra vez. Pero éste era Jace. Bromeaba y sonreía como él.

—Quizá sufra el síndrome de Estocolmo —aportó Simon—. Ya sabes, cuando te han lavado el cerebro y empiezas a apreciar a quien te ha capturado.

—Se tarda meses en desarrollar el síndrome de Estocolmo —objetó Alec—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Herido o enfermo de alguna manera? ¿Los puedes describir?

No era la primera vez que le preguntaba eso. El viento hizo volar hojas muertas entre sus pies mientras Clary les volvía a contar cómo había visto a Jace: animado y sano. A Sebastian también. Habían parecido totalmente tranquilos. La ropa de Jace estaba limpia, y era elegante y corriente. Su hermano llevaba una larga parka negra que parecía cara.

—Como un maldito anuncio de Burberry —soltó Simon cuando ella acabó.

Isabelle lo miró.

—Tal vez Jace tenga un plan —sugirió—. Quizá esté engañando a Sebastian, tratando de ganar su confianza o averiguar cuáles son sus planes.

—Pero si estuviera haciendo eso, habría encontrado la manera de decírnoslo —replicó Alec—. No nos dejaría aquí, temiendo por él. Resulta demasiado cruel.

—A no ser que no pueda arriesgarse a enviar un mensaje. Debe de creer que confiaremos en él. Y confiamos en él. —Isabelle alzó la voz, y se rodeó con los brazos, estremeciéndose.

Los árboles que flanqueaban el camino de gravilla en el que se hallaban entrechocaron las ramas desnudas.

—Quizá deberíamos decírselo a la Clave —sugirió Clary, y oyó su propia voz como si le llegara de lejos—. Esto… No sé cómo podemos ocuparnos de esto nosotros solos.

—No podemos decírselo a la Clave —replicó Isabelle con voz dura.

—¿Por qué no?

—Si creen que Jace está cooperando con Sebastian, la orden será matarlos en cuanto los localicen —explicó Alec—. Es la Ley.

—¿Aunque Isabelle tenga razón? ¿Incluso si Jace sólo le está siguiendo el juego a Sebastian? —preguntó Simon, con una nota de duda en la voz—. ¿Tratando de ganar su confianza para obtener información?

—No hay manera de demostrarlo. Y si dijéramos que eso es lo que está haciendo, y de alguna manera Sebastian se enterase, lo mataría —contestó Alec—. Si Jace está poseído, la Clave lo matará. No podemos decirles nada. —Su voz sonaba dura. Clary lo miró sorprendida; por lo general, Alec era el que siempre quería seguir las normas.

—Estamos hablando de Sebastian —añadió Izzy—. No hay nadie a quien la Clave odie más, excepto Valentine, y está muerto. Pero casi todo el mundo conoce a alguien que murió en la Guerra Mortal, y Sebastian fue quien logró bajar las salvaguardas.

Clary arañó la gravilla del suelo con una de las deportivas. Toda esa situación parecía un sueño, como si fuera a despertarse en cualquier momento.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Hablemos con Magnus, a ver si él tiene alguna información. —Alec tiró de la punta del fular—. No dirá nada al Consejo, no si yo se lo pido.

—Más le vale no hacerlo —replicó Isabelle indignada—. Si no, será el peor de los novios.

—He dicho que no lo hará…

—¿Ahora sirve de algo? —intervino Simon—. Me refiero a lo de ir a ver a la reina Seelie. Ya que sabemos que Jace está poseído, o quizá escondido por alguna razón…

—No dejes de asistir a una cita con la reina Seelie —afirmó Isabelle con firmeza—. Al menos si valoras tu piel tal y como es.

—Pero sólo se quedará los anillos y no nos dirá nada —replicó Simon—. Ahora ya sabemos más. Y tenemos otras preguntas que hacerle. Pero no las responderá. Sólo responderá a las que ya le hicimos. Así es como funcionan las hadas. No hacen favores. No es como si nos fuera a dejar hablar con Magnus y volver más tarde.

—No importa. —Clary se frotó el rostro con las manos. Estaban secas. En algún momento, las lágrimas habían dejado de caerle, por suerte. No quería enfrentarse a la reina con cara de haber llorado a moco tendido—. No llegué a coger los anillos.

Isabelle parpadeó sorprendida.

—¿Qué?

—Cuando vi a Jace y a Sebastian, me quedé tan hecha polvo que salí corriendo del Instituto y me trasladé en Portal hasta aquí.

—Bueno, entonces no podemos ir a ver a la reina —dijo Alec—. Si no has hecho lo que te había dicho que hicieras, se pondrá furiosa.

—Más que furiosa —añadió Isabelle—. Ya viste lo que le hizo a Alec la última vez que estuvimos en la corte. Y eso sólo fue un glamour. Probablemente te convierta en una langosta o algo así.

—Ella ya lo sabía —aseguro Clary—. Me dijo: «Cuando lo encuentres, puede que no sea exactamente como lo dejaste». —La voz de la reina Seelie le resonó en la cabeza. Se estremeció. Comprendía por qué Simon odiaba tanto a las hadas. Éstas siempre decían las palabras justas para que se te quedaran clavadas en la cabeza como una astilla, dolorosa e imposible de olvidar o extraer—. Sólo está jugando con nosotros. Quiere esos anillos, pero no creo que nos vaya a ayudar de verdad.

—De acuerdo —dijo Isabelle, algo dudosa—. Pero si sabía todo eso, quizá sepa más. ¿Y quién puede ayudarnos sino ella, ya que no podemos acudir a la Clave?

—Magnus —contestó Clary—. Lleva todo este tiempo tratando de descifrar el hechizo de Lilith. Quizá si le cuento lo que vi, eso ayude.

Simon puso los ojos en blanco.

—Pues qué bien que conozcamos a la persona que sale con Magnus —comentó—. Porque si no, tengo la sensación de que nos quedaríamos colgados pensando qué diablos hacer ahora. O tendríamos que conseguir el dinero para pagar a Magnus vendiendo limonada.

Alec sólo pareció un poco irritado por ese comentario.

—La única forma en que podríamos conseguir dinero suficiente para pagarle vendiendo limonada sería si le pusiéramos anfetas dentro.

—Es una forma de hablar. Todos sabemos muy bien que tu novio es muy caro. Me gustaría que no tuviéramos que recurrir a él siempre que tenemos un problema.

—Él piensa igual —repuso Alec—. Hoy Magnus tiene algo que hacer, pero hablaré con él esta noche, y nos podremos reunir todos con él mañana por la mañana en su piso.

Clary asintió. No podía ni imaginarse levantándose a la mañana siguiente. Sabía que cuanto antes hablaran con el brujo, mejor, pero se sentía agotada y sin fuerzas, como si hubiera derramado litros de su sangre en el suelo de la biblioteca del Instituto.

Isabelle se había acercado a Simon.

—Supongo que eso nos deja libre el resto de la tarde. ¿Vamos a Taki’s? Sirven tu sangre.

Simon miró a Clary, preocupado.

—¿Quieres venir?

—No, no pasa nada. Cogeré un taxi para volver a Williamsburg. Debería pasar un rato con mi madre. Todo este lío con Sebastian ya la tiene hecha polvo, y ahora…

El cabello negro de Isabelle voló al viento cuando sacudió la cabeza de un lado al otro.

—No le puedes contar lo que has visto. Luke está en el Consejo. No podría ocultárselo, y no puedes pedirle a ella que no se lo cuente a él.

—Lo sé. —Clary contempló las tres miradas ansiosas clavadas en ella.

«¿Cómo ha pasado esto?», pensó. Ella, que nunca había tenido secretos para Jocelyn, al menos no secretos serios, estaba a punto de ir a casa y ocultar algo muy importante a su madre y a Luke, algo de lo que sólo podía hablar con gente como Alec, Isabelle Lightwood y Magnus Bane; gente que seis meses atrás ni siquiera sabía que existieran. Era bien raro cómo el mundo podía girar en su eje, y todo en lo que habías confiado podía cambiar un instante.

Al menos, aún tenía a Simon. El constante y permanente Simon. Lo besó en la mejilla, se despidió de los otros con la mano y se volvió para marcharse, sabiendo que los tres la observaban preocupados mientras cruzaba el parque, con las últimas hojas muertas crujiendo bajo sus pies como si fueran pequeños huesecillos.


Alec había mentido. No era Magnus el que tenía planes aquella tarde. Era él.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era un error, pero no podía evitarlo. Era como una droga: necesitaba saber más. Y en ese momento, ahí estaba, bajo tierra, sujetando su luz mágica y preguntándose qué diablos estaba haciendo.

Como todas las estaciones de metro de Nueva York, aquélla olía a óxido y agua, a metal y descomposición. Pero a diferencia de todas las otras estaciones en las que Alec había estado, aquella resultaba inquietantemente silenciosa. Aparte de las marcas del daño causado por el agua, las paredes y el andén estaban limpios. Techos arqueados de los que colgaba alguna que otra ornada lámpara se cernían sobre él, con diseños de baldosines verdes. Los azulejos que formaban el nombre en la pared decían «CITY HALL» en letras mayúsculas.

La estación de metro de City Hall estaba fuera de servicio desde 1945, aunque la ciudad aún la mantenía como un hito; el tren número 6 pasaba a veces por ella, para cambiar de sentido, pero nunca había nadie en ese andén. Para llegar allí, Alec se había arrastrado por una trampilla rodeada de cerezos silvestres que daba al City Hall Park, y había tenido que saltar una altura que seguramente le habría roto las piernas a una persona normal. Y ahí estaba él, respirando aquel aire cargado de polvo mientras se le aceleraba el corazón.

Ahí era donde le había conducido la carta que el siervo del vampiro le había entregado en el vestíbulo de Magnus. Al principio había decidido que nunca usaría esa información, pero no había sido capaz de tirar la carta. Había hecho una bola con ella y se la había metido en el bolsillo de los vaqueros, pero durante todo el día, incluso en Central Park, le había estado reconcomiendo por dentro.

Era como todo el problema con Magnus. No podía evitar estar preocupado, de la misma forma que alguien se toquetea un diente infectado, sabiendo que sólo empeorará la situación, pero sin ser capaz de parar. Magnus no había hecho nada malo. Él no tenía la culpa de tener cientos de años y haberse enamorado ya antes. De todos modos, eso corroía la tranquilidad de espíritu de Alec. Y en ese momento, sabiendo más, pero también menos, sobre la situación de Jace que el día anterior… era demasiado para él. Tenía que hablar con alguien, ir a alguna parte, hacer algo.

Por eso estaba allí. Y allí estaba también ella, de eso estaba seguro. Recorrió lentamente el andén. El techo arqueado acababa en una claraboya que dejaba entrar la luz del parque, de la que radiaban cuatro líneas de azulejos como las patas de una araña. Al fondo del andén había una corta escalera que se perdía en la oscuridad. Alec pudo detectar un glamour: cualquier mundano vería una pared de cemento, pero él veía una puerta abierta. En silencio, comenzó a subir la escalera.

Llegó a una sala oscura de techo bajo. Una claraboya de vidrio del color amatista dejaba entrar algo de luz. En un rincón oscuro había un elegante sofá de terciopelo con un respaldo arqueado y dorado, y sobre el sofá se encontraba Camille.

Era tan hermosa como Alec la recordaba, aunque la primera vez que la había visto ella no estaba en su mejor momento, sucia y encadenada a una tubería en un edificio en construcción. En esta ocasión llevaba un traje negro con zapatos rojos de tacón, y el cabello le caía sobre los hombros en ondas y rizos. Tenía un libro sobre el regazo: La Place de l’Étoile, de Patrick Modiano. Alex sabía suficiente francés para poder traducir el título: «La Plaza de la Estrella».

Camille miró a Alec como si hubiera estado esperándolo.

—Hola, Camille —saludó él.

Ella parpadeó lentamente.

—Alexander Lightwood —dijo ella—. He reconocido tus pasos en la escalera.

Ella se llevó el dorso de la mano a la mejilla y le sonrió. Había algo distante en esa sonrisa. Tenía toda la calidez del polvo.

—Supongo que no tienes ningún mensaje para mí de Magnus.

Alec no contestó.

—No, claro que no —prosiguió ella—. Qué tonta soy. Como si él supiera dónde estás.

—¿Y cómo has sabido que era yo? —preguntó Alec—. En la escalera.

—Eres un Lightwood —contestó ella—. Tu familia no se rinde nunca. Sabía que, después de lo que te dije aquella noche, no podrías dejar de pensar.

—No hace falta que me recuerdes lo que me prometiste. ¿O estabas mintiendo?

—Aquella noche habría dicho cualquier cosa para que me dejaran libre —repuso ella—. Pero no mentía. —Se inclinó hacia delante, con ojos brillantes y oscuros al mismo tiempo—. Eres un nefilim, de la Clave y del Consejo. Mi cabeza tiene un precio por haber asesinado a cazadores de sombras. Pero ya sé que no has venido para entregarme. Quieres respuestas.

—Quiero saber dónde está Jace —replicó Alec.

—Quieres saberlo —dijo Camille—, pero también sabes que no hay ninguna razón para que yo tenga esa respuesta, y no la tengo. Te lo diría si lo supiera. Sé que se lo llevó el hijo de Lilith, y no tengo ningún motivo para sentir ninguna lealtad hacia ella. Ya no está. Sé que ha habido patrullas buscándome, para descubrir lo que puedo saber. Te lo diré ahora: no sé nada. Te diría dónde está tu amigo si lo supiera. No tengo ninguna razón para poner a los nefilim aún más en mi contra. —Se pasó la mano por el espeso cabello rubio—. Pero no estás aquí por eso. Admítelo, Alexander.

Alec notó que se le aceleraba la respiración. Había pensado en ese momento, despierto durante la noche junto a Magnus, escuchando respirar al brujo, oyendo sus propias inhalaciones, contándolas. Cada una más cerca de envejecer y morir. Cada noche acercándolo al final de todo.

—Dijiste que conocías un modo de hacerme inmortal —dijo Alec—. Dijiste que sabías la manera de que Magnus y yo pudiéramos estar juntos para siempre.

—Lo dije, ¿verdad? Qué interesante.

—Quiero que me la digas ahora.

—Y lo haré —repuso ella, mientras dejaba el libro—. Por un precio.

—Sin precio —replicó Alec—. Yo te liberé. Ahora me dirás lo que quiero saber. O te entregaré a la Clave. Te encadenarán en el tejado del Instituto a esperar el amanecer.

Los ojos de Camille eran duros y secos.

—No me gustan las amenazas.

—Entonces, dame lo que quiero.

Camille se puso en pie y se pasó las manos por la chaqueta para sacarse las arrugas.

—Ven y cógemelo, cazador de sombras.

Fue como si toda la frustración, el pánico y la desesperación de los últimos días estallaran dentro de Alec. Saltó hacia Camille justo cuando ella iba a por él, con los colmillos extendidos.

Alec tuvo el tiempo justo para sacar el cuchillo serafín del cinturón antes de que ella le alcanzara. Alec ya había luchado contra vampiros antes; su velocidad y su fuerza eran impresionantes. Era como luchar contra el vórtice de un tornado. Se tiró hacia un lado, rodó hasta ponerse en pie y, de una patada, le tiró una escalera de mano caída, que la detuvo el instante suficiente para que él alzara el cuchillo.

Nuriel —susurró.

La luz del cuchillo serafín se alzó como una estrella. Camille vaciló, pero luego volvió a saltar sobre él. Le atacó, rasgándole la mejilla y el hombro con sus largas uñas. Alec notó el calor y la humedad de la sangre. Se volvió en redondo y le lanzó un tajo, pero ella se alzó en el aire y aterrizó fuera de su alcance, riendo y burlándose de él.

Alec corrió por la escalera que daba al andén. Ella corrió tras él; él la esquivó apartándose hacia un lado, se volvió, tomó impulso contra la pared y saltó hacia ella en el momento en que ella caía. Chocaron en el aire, ella gritando y arañándolo; él, agarrándole con fuerza el brazo, incluso cuando se estrellaron contra el suelo y casi se quedó sin aliento. Mantenerla en el suelo era la clave para ganar la pelea, y en silencio le dio gracias a Jace, que le había hecho practicar las volteretas una y otra vez en la sala de entrenamiento hasta que pudo emplear casi cualquier superficie para lanzarse al aire al menos por un instante o dos.

Él trató de alcanzarla con el cuchillo serafín mientras rodaban por el suelo, y ella paró los golpes con facilidad, moviéndose con una rapidez que la desdibujaba. Le golpeó con los tacones de aguja y le clavó las afiladas puntas en las piernas. Alec hizo una mueca y maldijo, y ella respondió con un impresionante torrente de obscenidades relacionadas con la vida sexual de Alec con Magnus y con su propia vida sexual con Magnus; tal vez habría habido más de no haber alcanzado el centro de la sala, donde la claraboya filtraba desde lo alto un círculo de luz hasta el suelo. Alec cogió a Camille por la muñeca y la obligó a meter la mano bajo la luz.

Camille gritó cuando enormes ampollas comenzaron a aparecerle en la piel. Alec notó el calor que manaba de la mano achicharrada de la chica. Con los dedos entrelazados, él le subió la mano, de nuevo hacia las sombras. Ella rugió y trató de morderle. Alec le dio un codazo en la boca y le partió el labio. Su sangre de vampiro, de un rojo brillante, más brillante que la sangre humana, le goteó desde la comisura.

—¿Tienes bastante? —gruñó Alec—. ¿Quieres más?

Comenzó a bajarle de nuevo la mano hacia la luz. Ya había empezado a sanarle, y la piel roja y ampollada estaba pasando a rosada.

—¡No! —exclamó ella casi sin voz, tosió y comenzó a temblar, con todo el cuerpo sacudiéndosele. Pasado un momento, Alec se dio cuenta de que Camille estaba riendo, riéndose de él a través de la sangre—. Eso me ha hecho sentirme viva, pequeño nefilim. Una buena pelea como ésta; debería darte las gracias.

—Agradécemelo dándome la respuesta a mi pregunta —repuso Alec, jadeando—. O te convertiré en cenizas. Estoy harto de tus juegos.

Ella esbozó una sonrisa. Los cortes ya se le habían curado, aunque aún tenía sangre en la cara.

—No hay ninguna manera de hacerte inmortal. No sin utilizar magia negra o convertirte en un vampiro, y tú has rechazado ambas opciones.

—Pero dijiste… dijiste que había otra forma de que estuviéramos juntos…

—Oh, y la hay. —Los ojos le bailaron—. Quizá no puedas conseguir la inmortalidad, pequeño nefilim, al menos no en términos que te resulten aceptables. Pero puedes quitársela a Magnus.


Clary se hallaba sentada en el dormitorio de casa de Luke, con una pluma en la mano y una hoja de papel sobre el escritorio que tenía delante. El sol se había puesto, y la luz de la mesa estaba encendida, brillando sobre la runa que acababa de comenzar.

Había empezado a verla en el tren hacia casa, mientras miraba al vacío a través de la ventana. No era nada que hubiera existido nunca, y había corrido a casa desde la estación mientras la imagen seguía fresca en su memoria; había esquivado las preguntas de su madre, se había encerrado en su habitación y había cogido lápiz y papel…

Llamaron a la puerta. Clary metió en seguida el papel en el que estaba dibujando bajo una hoja blanca cuando su madre ya entraba en la habitación.

—Lo sé, lo sé —dijo Jocelyn mientras alzaba la mano para detener las protestas de su hija—. Quieres que te dejen sola. Pero Luke ha hecho la cena y deberías comer algo.

Clary echó una mirada a su madre.

—Y tú también —repuso ella.

Jocelyn, al igual que su hija, era dada a perder el apetito cuando estaba preocupada, y el rostro se le hundía. Debería estar preparando su luna de miel, haciendo las maletas para ir a algún lugar hermoso y lejano. En vez de eso, su boda se había pospuesto indefinidamente, y Clary la oía llorar por las noches. La chica conocía ese llanto, nacido de la rabia y la culpa, un llanto que decía: «Todo esto es por mi culpa».

—Comeré si tú lo haces —dijo Jocelyn, obligándose a sonreír—. Luke ha preparado pasta.

Clary se volvió en la silla, inclinando el cuerpo de forma deliberada para que su madre no pudiera ver el escritorio.

—Mamá. Quería preguntarte algo.

—¿Qué?

Clary mordisqueó la punta del lápiz, una mala costumbre que tenía desde que había comenzado a dibujar.

—Cuando estaba en la Ciudad Silenciosa con Jace, los Hermanos me dijeron que cuando nace un cazador de sombras se realiza una ceremonia, para protegerle. Que las Hermanas de Hierro y los Hermanos Silenciosos tienen que realizarla. Y me preguntaba…

—Si realizaron esa ceremonia para ti.

Clary asintió.

Jocelyn suspiró y se pasó las manos por el cabello.

—La hicieron —contestó—. Lo arreglé por medio de Magnus. Un Hermano Silencioso estuvo presente, alguien que había jurado mantenerlo en secreto, y una bruja sustituyó a la Hermana de Hierro. Yo casi no quise hacerlo. No quería pensar que pudieras correr peligro con lo sobrenatural después de haberte escondido con tanto cuidado. Pero Magnus me convenció, y tenía razón.

Clary la miró con curiosidad.

—¿Quién era la bruja?

—¡Jocelyn! —llamó Luke desde la cocina—. ¡El agua se está derramando!

Jocelyn le dio un rápido beso a Clary en la coronilla.

—Perdona. Una emergencia culinaria. ¿Te veo en cinco minutos?

Clary asintió mientras su madre salía corriendo de la habitación, y luego volvió a sentarse. La runa que había estado creando seguía allí, rondándole por el borde de la conciencia. Comenzó a dibujar de nuevo y completó el dibujo que había empezado. Cuando acabó, se recostó en la silla y miró lo que había hecho. Se parecía un poco a la runa de apertura, pero no era la misma. Era un dibujo tan simple como una cruz y tan nuevo en el mundo como un recién nacido. Contenía una dormida amenaza, la sensación de que había nacido de su ira, culpa y rabia impotente.

Era una runa de gran poder. Pero aunque ella sabía exactamente lo que significaba y cómo podía usarse, no se le ocurría ninguna manera en que pudiera serle útil en la situación en que se encontraba. Era como si a uno se le estropeara el coche en una carretera solitaria, buscara en el maletero y sacara triunfalmente un alargo eléctrico en vez de los cables de la batería.

Se sentía como si el propio poder se estuviera riendo de ella. Maldiciendo, tiró el lápiz sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.


El interior del viejo hospital había sido cuidadosamente blanqueado, lo que les daba un extraño brillo a todas las superficies. La mayoría de las ventanas estaban tapiadas, pero incluso bajo esa tenue luz, la potente visión de Maia podía captar los detalles: el polvillo del yeso en los suelos desnudos de los pasillos, las marcas donde las luces de trabajo habían estado colocadas, trocitos de cables pegados a las paredes con pegotes de pintura, ratones correteando por los rincones oscuros…

Una voz habló a su espalda.

—He registrado el ala este. Nada. Y tú, ¿qué?

Maia se volvió. Jordan estaba allí, con unos vaqueros negros y un jersey negro con la cremallera a medio subir sobre una camiseta verde. Ella negó con la cabeza.

—Tampoco hay nada en el ala oeste. Algunas escaleras bastante hechas polvo. Detalles arquitectónicos bastante bonitos, si te interesan ese tipo de cosas.

Él negó con la cabeza.

—Entonces, vámonos. Este lugar me pone los pelos de punta.

Maia estuvo de acuerdo, aliviada de no haber sido ella quien lo dijera. Caminó junto a Jordan mientras bajaban una escalera cuya barandilla estaba tan cubierta de yeso caído que parecía de nieve. No estaba segura de por qué había aceptado patrullar con él, pero no podía negar que formaban un buen equipo.

Era fácil estar con Jordan. A pesar de lo que había pasado entre ellos justo antes de la desaparición de Jace, Jordan era respetuoso, y se mantenía a distancia sin hacerla sentir incómoda. La luna brilló sobre ambos cuando salieron del hospital en dirección al espacio que se abría ante él. Era un gran edificio de mármol blanco, cuyas ventanas tapiadas parecían ojos. Un árbol torcido, que perdía sus últimas hojas, se inclinaba ante la puerta principal.

—Bueno, eso ha sido una pérdida de tiempo —comentó Jordan.

Maia lo miró. Él contemplaba el viejo hospital naval, y eso era lo que ella prefería. Le gustaba mirar a Jordan cuando él no la miraba. Así podía contemplarle la nuca, la curva de la clavícula bajo el pico de la camiseta, sin sentirse como si él esperara algo de ella por mirarlo.

Cuando lo conoció era un chico con pinta de moderno, todo ángulos y con largas pestañas, pero ahora parecía mayor, con nudillos con cicatrices y músculos marcados bajo su ajustada camiseta verde, cubierta ahora por el jersey. Aún conservaba la piel olivácea que indicaba su ascendencia italiana, y también los ojos de color avellana que ella recordaba, aunque tenían el anillo dorado alrededor de las pupilas, señal de la licantropía. Las mismas pupilas que veía todas las mañanas cuando se miraba al espejo. Las pupilas que ella tenía por culpa de él.

—¿Maia? —Él la miraba, confundido—. ¿Qué opinas?

—Oh. —Ella parpadeó—. Esto, ah… No, no creo que sirva de nada registrar el hospital. Quiero decir, para ser sinceros, no veo por qué nos han enviado aquí. ¿El Astillero de la Marina en Brooklyn? ¿Por qué iba Jace a estar aquí? Tampoco es como si le encantaran los barcos.

La expresión de Jordan pasó de confundida a algo más sombría.

—Cuando los cadáveres acaban en el East River, muchas veces son arrastrados hasta aquí. Al astillero naval.

—¿Crees que estamos buscando un cadáver?

—No lo sé. —Se encogió de hombros mientras comenzaba a caminar. Las botas hacían ruido sobre la hierba seca y áspera—. Es posible que ahora sólo esté buscando porque no me parece bien rendirme.

Su paso era lento, sin prisas; caminaban hombro con hombro, casi tocándose. Maia mantenía los ojos fijos en la silueta de Manhattan al otro lado del río, una acuarela de brillante luz blanca reflejada en el agua. Al acercarse a bahía Wallabout, de poco calado, el arco del puente de Brooklyn comenzó a verse, junto con el rectángulo iluminado del South Street Seaport, al otro lado del río. Olía la contaminada miasma del agua, la suciedad y el diésel del astillero, así como el olor de los animales que se movían entre la hierba.

—No creo que Jace esté muerto —dijo finalmente—. Creo que no quiere que lo encuentren.

Jordan la miró.

—¿Estás diciendo que no deberíamos buscarlo?

—No. —Maia dudó un instante. Habían llegado al río, cerca de un muro bajo; ella fue pasando la mano por encima mientras caminaban. Entre ellos y el agua había una estrecha franja de asfalto—. Cuando me escapé y vine a Nueva York, no quería que me encontraran. Pero me habría gustado saber que alguien me estaba buscando con tanto interés como el que ponemos todos buscando a Jace.

—¿Te gusta Jace? —La voz de Jordan era neutra.

—¿Gustarme? Bueno, no de esa manera.

Jordan se echó a reír.

—No me refería a eso. Aunque, al parecer, se le considera súper atractivo.

—¿Me vas a soltar el rollo de chico hetero en el que finges que no puedes decir si otros tíos son atractivos o no? ¿Que Jace y el tipo peludo de la tienda de la calle Novena son iguales para ti?

—Bueno, el tipo peludo tiene una verruga, así que creo que Jace sale un poco mejor parado. Si te gusta todo eso de los rasgos marcados, rubio y con aires de superioridad.

La miró con los ojos entrecerrados.

—Siempre me han gustado los chicos morenos —repuso ella en voz baja.

Jordan miró al río.

—Como Simon.

—Bueno… sí. —Hacía tiempo que Maia no pensaba en Simon de ese modo—. Supongo.

—Y te gustan los músicos. —Jordan arrancó una hoja de una rama baja—. Quiero decir, soy cantante, y Bat era DJ, y Simon…

—Me gusta la música. —Maia se apartó el pelo de la cara.

—¿Qué más te gusta? —Jordan partió la hoja con los dedos. Se detuvo y se sentó sobre el muro bajo, mirándola—. Quiero decir, ¿hay algo que te guste tanto que te apetecería hacerlo para, por ejemplo, ganarte la vida?

Ella lo miró sorprendida.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas cuando me hice éstos? —Se bajó la cremallera del jersey y se lo sacó. Debajo llevaba una camiseta de manga corta. Rodeando ambos bíceps tenía palabras en sánscrito procedentes de los mantras Shanti. Ella los recordaba bien. Su amiga Valerie se los había hecho gratis en su tienda de tatuajes de Red Bank, después de cerrar. Maia dio un paso hacia él. Con Jordan sentado y ella de pie, estaban casi a la misma altura. Ella le pasó los dedos, vacilantes, sobre las letras del brazo izquierdo. Él cerró los ojos bajo su caricia.

«Condúcenos de lo irreal a lo real —leyó en voz alta—. Condúcenos de la oscuridad a la luz. Condúcenos de la muerte a la inmortalidad.» —Notaba la piel suave bajo los dedos—. De los Upanishads.

—Fue idea tuya. Tú eras la que siempre estaba leyendo. Eras la que lo sabía todo… —Abrió los ojos y la miró. Sus ojos eran varios tonos más claros que el agua que tenía atrás—. Maia, cualquier cosa que quieras hacer…, yo te ayudaré. He ahorrado gran parte de mi salario de Praetor. Podría dártelo… Podría cubrir tu matrícula en Stanford. Bueno, la mayor parte. Si aún quieres ir.

—No lo sé —contestó ella, con la cabeza hecha un lío—. Cuando me uní a la manada, pensé que podía ser un licántropo y nada más. Pensaba que se trataba de vivir con la manada, sin tener una auténtica identidad. De ese modo me sentía segura. Pero Luke tiene una vida. Es dueño de una librería. Y tú…, tú estás en los Praetor. Supongo que… se puede ser más de una cosa.

—Siempre lo has sido. —La voz de Jordan era baja, gutural—. Ya sabes, lo que has dicho antes, que cuando te escapaste te habría gustado que alguien te buscara. —Respiró hondo—. Yo te estaba buscando. Nunca dejé de buscarte.

Ella lo miró a los ojos. Él no se movió, pero las manos con las que se agarraba las rodillas tenían los nudillos blancos. Maia se inclinó hacia él, tan cerca que pudo ver la incipiente barba en el mentón y captar su olor: lobo, pasta de dientes y chico. Puso las manos sobre las de él.

—Bueno —dijo—. Pues me has encontrado.

Sólo unos centímetros separaban sus rostros. Maia notó su aliento en los labios antes de que él la besara, y ella se dejó llevar, cerrando los ojos. Su boca era tan suave como la recordaba; el roce de sus labios era tierno, y Maia sintió escalofríos por todo el cuerpo. Alzó los brazos y le rodeó el cuello, hundió los dedos en su rizado cabello y le rozó la piel de la nuca, bordeando el cuello de la gastada camiseta.

Él la acercó más. Estaba temblando. Ella notó el calor de su fuerte cuerpo contra el suyo mientras él le bajaba las manos por la espalda.

—Maia —susurró él. Comenzó a subirle el borde del jersey, sujetándola por la parte baja de la espalda. Movió los labios sobre los de ella—. Te quiero. Nunca he dejado de quererte.

«Eres mía. Siempre serás mía.»

Con el corazón acelerado, ella se apartó de él y se bajó el jersey.

—Jordan… Para.

Él la miró con expresión sorprendida y preocupada.

—Perdona. ¿No ha estado bien? No he besado a nadie excepto a ti, desde… —No acabó la frase.

Ella negó con la cabeza.

—No, es sólo que… no puedo.

—Muy bien —contestó él. Parecía muy vulnerable, sentado allí, con el desánimo marcado en su expresión—. No tenemos que hacer nada…

Ella buscó las palabras.

—Es que es demasiado.

—Sólo ha sido un beso.

—Has dicho que me querías. —Le tembló la voz—. Me has ofrecido tus ahorros. No puedo aceptar eso.

—¿El qué? —preguntó él, con voz dolida—. ¿Mi dinero… o la parte del amor?

—Ninguna. No puedo, ¿vale? No contigo, no ahora. —Comenzó a alejarse. Él se la quedó mirando, con los labios abiertos—. No me sigas, por favor —dijo ella, y se volvió apresuradamente por donde habían llegado.

5 El hijo de Valentine

De nuevo soñaba con paisajes helados. Una áspera tundra que se extendía en todas direcciones, con témpanos de hielo flotando sobre las negras aguas del océano Ártico, montañas nevadas y ciudades talladas en el hielo, cuyas torres relucían como las torres de los demonios de Alacante.

Ante la ciudad helada se hallaba un lago helado. Clary estaba resbalando por una empinada pendiente, tratando de llegar al lago, aunque no estaba segura de por qué. Dos formas negras se encontraban en el centro del agua helada. Al acercarse al lago, deslizándose por la superficie de la pendiente, con las manos ardiendo por el contacto con el hielo y la nieve llenándole los zapatos, vio que uno era un chico con alas negras, que se le abrían desde la espalda como las de un cuervo. Tenía el cabello blanco como el hielo que los rodeaba. Sebastian. Y junto a Sebastian estaba Jace; su cabello dorado era el único color en el helado paisaje que no era ni blanco ni negro.

Cuando Jace se apartó de Sebastian y comenzó a caminar hacia Clary, le surgieron unas alas de la espalda, de un dorado muy blanco y brillante. Clary resbaló los últimos metros hasta llegar a la superficie del lago y se desplomó de rodillas, agotada. Tenía las manos azuladas y sangrantes, los labios cortados, y los pulmones le ardían con cada helada inspiración.

Jace —susurró.

Y ahí estaba él, poniéndola en pie, rodeándola con sus alas, y ella volvía a notar calor, mientras el cuerpo se le descongelaba desde el corazón a las venas, le devolvía la vida a las manos y los pies en medio de cosquilleos, en parte agradables y en parte dolorosos.

Clary —dijo él, acariciándole el cabello con ternura—: ¿Me prometes que no gritarás?


Clary abrió los ojos. Por un momento, se sintió tan desorientada que el mundo pareció girar alrededor como si estuviera en un tiovivo. Se encontraba en su dormitorio en casa de Luke, echada en el futón de siempre, el armario con el espejo rajado, la hilera de ventanas que daban al East River, el radiador haciendo ruido. Una tenue luz se colaba por las ventanas, y un brillo rojizo se veía en la alarma de incendios sobre el armario. Clary estaba de costado, bajo un montón de mantas, y notaba la espalda agradablemente caliente. Un brazo le colgaba sobre el costado. Por un momento, en la medio consciencia entre el sueño y la vigila, se preguntó si Simon habría entrado por la ventana mientras ella dormía y se habría tumbado a su lado, como solían hacer de pequeños, durmiendo en la misma cama.

Pero Simon no tenía calor corporal.

El corazón le dio un salto en el pecho. Totalmente despierta, se volvió bajo las mantas. A su lado estaba Jace, tumbado, mirándola con la cabeza apoyada en la mano. La tenue luz de la luna le formaba un halo alrededor del cabello, y los ojos le brillaban dorados como los de un gato. Estaba totalmente vestido, aún con la camiseta blanca de manga corta con la que le había visto antes durante el día, y tenía los brazos desnudos cubiertos de runas como parras trepadoras.

Clary ahogó un grito sobresaltado. Jace, su Jace, nunca la había mirado así. La había mirado con deseo, pero no con esa mirada perezosa, depredadora y absorbente que hizo que el corazón le saltara de forma irregular dentro del pecho.

Abrió la boca, aunque no estaba segura si para decir su nombre o para gritar, nunca lo llegó a descubrir; Jace se movió tan rápido que ni lo vio. En un momento estaba a su lado, y al siguiente estaba sobre ella, tapándole la boca con una mano. Tenía las piernas a horcajadas sobre las caderas de Clary, y ésta pudo notar su musculoso cuerpo contra sí.

—No voy a hacerte daño —dijo él—. Nunca te haría daño. Pero no quiero que grites. Tengo que hablar contigo.

Ella lo miró enfadada.

Para su sorpresa, él se echó a reír. Su conocida risa, apagada en un susurro.

—Puedo interpretar tu expresión, Clary Fray. En cuanto te saque la mano de la boca, vas a gritar. O a emplear tu entrenamiento para romperme la muñeca. Va, prométeme que no lo harás. Júralo por el Ángel.

Esa vez, ella puso los ojos en blanco.

—Vale, tienes razón —continuó él—. No puedes jurar con mi mano sobre la boca. La voy a sacar. Y si gritas… —Inclinó la cabeza hacia un lado; un mechón rubio pálido le cayó sobre los ojos—. Desapareceré.

Jace apartó la mano. Clary se quedó quieta, respirando pesadamente, con la presión del cuerpo de él sobre el suyo. Sabía que él era más rápido que ella, que no podía hacer ningún movimiento sin que él se le adelantara, pero por el momento, Jace parecía estar tomándose aquella situación como un juego, algo divertido. Él se inclinó más sobre ella, y ella se dio cuenta de que se le había subido el top, y pudo notar los músculos de su abdomen, duro y plano, contra la piel desnuda. Se sonrojó.

A pesar del calor en el rostro, notaba como si tuviera agujas de hielo corriéndole por las venas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Él se apartó un poco, con cara de decepción.

—Ésa no es exactamente la respuesta a mi pregunta, ¿sabes? Esperaba más bien un «Coro de Aleluyas». Bueno, no todos los días tu novio regresa de los muertos.

—Ya sabía que no estabas muerto —dijo ella con labios adormecidos—. Te vi en la biblioteca. Con…

—¿El coronel Mustard?

—Sebastian.

Él soltó una risita.

—Sabía que estabas allí. Lo notaba.

Ella se tensó.

—Me has dejado creer que te habías ido —dijo—. Antes de eso. Pensaba que… de verdad que pensé que existía la posibilidad de que estuvieras… —Se cortó; no podía decirlo. «Muerto»—. Es imperdonable. Si te lo hubiera hecho yo…

—Clary. —Él se inclinó de nuevo sobre ella; la chica notó el calor de sus manos en las muñecas, su aliento en la oreja. Podía notar todos los puntos en que se tocaban sus pieles desnudas. Le hacía perder la concentración de una manera horrible—. Tuve que hacerlo. Era demasiado peligroso. Si te lo hubiera dicho, tendrías que haber escogido entre explicarle al Consejo que estaba vivo y dejar que me persiguieran, o guardar un secreto que te convertiría en mi cómplice a sus ojos. Luego, cuando me viste en la biblioteca, tuve que esperar. Tenía que saber si aún me amabas, si irías al Consejo a explicarle lo que habías visto o no. No lo has hecho. Tenía que saber que yo te importaba más que la Ley. Y así es, ¿no es cierto?

—No lo sé —susurró ella—. No lo sé. ¿Quién eres?

—Sigo siendo Jace —contestó él—. Y aún te amo.

Los ojos de Clary se llenaron de lágrimas ardientes. Parpadeó, y le cayeron por las mejillas. Con ternura, Jace bajó la cabeza y le besó las mejillas y luego en la boca. Clary notó el sabor de sus propias lágrimas, la sal en los labios de él. Jace le abrió la boca con la suya, con cuidado, despacio. El conocido sabor y la sensación de tenerlo cerca la invadió, y por un segundo se apretó contra él, perdiendo todas sus dudas en la ceguera del cuerpo, con un reconocimiento irracional de la necesidad de tenerlo cerca, de tenerlo allí… y entonces la puerta del dormitorio se abrió.

Jace la soltó. Al instante, Clary se apartó de él, y se apresuró a bajarse el top. Jace se movió hasta sentarse con una gracia lenta y perezosa, y sonrió a la persona que estaba en la puerta.

—Bueno, bueno —dijo—. Has elegido el peor momento de la historia desde que Napoleón decidió que el pleno invierno era el momento adecuado para invadir Rusia.

Era Sebastian.

De cerca, Clary vio claramente las diferencias en él desde que lo había conocido en Idris. Tenía el cabello blanco como el papel y los ojos eran túneles negros rodeados de pestañas tan largas como las patas de una araña. Llevaba una camisa blanca arremangada, y Clary le pudo ver una cicatriz roja en la muñeca derecha, como un brazalete acanalado. También tenía una cicatriz en la palma de la mano, que parecía nueva y rabiosa.

—Es a mi hermana a la que estás deshonrando ahí, lo sabes —dijo Sebastian, y pasó su negra mirada a Jace. Su expresión era diversión.

—Lo lamento. —Jace no parecía lamentarlo. Estaba apoyado sobre las mantas, como un gato—. Nos hemos dejado llevar.

Clary tragó saliva. Le pareció un sonido áspero.

—Sal de aquí —le ordenó a Sebastian.

Éste se apoyó en el marco de la puerta, con el codo y la cadera, y Clary se quedó parada por el parecido entre los movimientos de Jace y los de él. No se parecían, pero se movían igual. Como si…

Como si la misma persona los hubiera enseñado a moverse.

—Vamos —soltó él—. ¿Es ésa la manera de hablar a tu hermano?

—Magnus debería haberte dejado convertido en perchero —soltó ella.

—Oh, lo recuerdas, ¿verdad? Pensaba que ese día nos lo habíamos pasado muy bien.

Sonrió un poco, con suficiencia, y Clary recordó, mientras el estómago le daba un vuelco, cómo le había llevado a ver los restos de la casa de su madre, cómo la había besado entre las ruinas, sabiendo todo el rato qué eran realmente el uno del otro, y disfrutando de que ella no lo supiera.

Miró a Jace de reojo. Él sabía perfectamente que Sebastian la había besado. Sebastian se había mofado de él con eso, y Jace casi lo había matado. Pero en ese momento no parecía enfadado, sino divertido, y un poco molesto por la interrupción.

—Deberíamos repetirlo —se burló Sebastian, mirándose las uñas—. Pasar algún tiempo en familia.

—No me importa lo que pienses. No eres mi hermano —replicó Clary—. Eres un asesino.

—No veo que una cosa anule la otra —repuso Sebastian—. No es lo que pensaba nuestro querido padre. —Su mirada se dirigió lentamente hacia Jace—. Por lo general, no querría entrometerme en la vida amorosa de un amigo, pero lo cierto es que no me apetece quedarme en este pasillo indefinidamente. Sobre todo porque no puedo encender la luz. Resulta muy aburrido.

Jace se sentó y se tiró de la camiseta.

—Danos cinco minutos.

Sebastian exhaló un suspiro exagerado y cerró la puerta.

Clary miró a Jace.

—Pero ¿qué c…?

—Ese lenguaje, Fray. —Los ojos de Jace bailaban—. Relájate.

Clary señaló hacia la puerta.

—Ya has oído lo que ha dicho. Sobre el día que me besó. Sabía que yo era su hermana. Jace…

Algo destelló en los ojos de él, oscureciendo su tono dorado, pero cuando volvió a hablar, fue como si las palabras de Clary hubieran chocado contra un superficie de teflón y hubieran rebotado, sin causar ninguna impresión.

La chica se apartó de él.

—Jace, ¿estás escuchando algo de lo que te digo?

—Mira, entiendo que te sientas incómoda con tu hermano esperando en el pasillo. Yo no había planeado besarte. —Sonrió de una manera que, en otro momento, ella habría encontrado adorable—. Pero me dejé llevar.

Clary salió de la cama a toda prisa, mirándolo enfadada. Cogió la bata que colgaba junto a la cama y se la puso. Jace la observó, sin hacer nada para detenerla, aunque los ojos le brillaban en la oscuridad.

—No… no entiendo nada. Primero desapareces, y ahora vuelves con él, y actúas como si yo no debiera ni notarlo, o no tuviera que importarme, o ni siquiera recordar…

—Ya te lo he dicho —repuso él—. Tenía que estar seguro de ti. No quería ponerte en la tesitura de saber dónde me encontraba mientras la Clave aún te estaba investigando. Pensé que te sería difícil…

—¿Me sería difícil? —Casi no podía respirar de lo furiosa que estaba—. Los exámenes son difíciles. Las carreras de obstáculos son difíciles. Que desaparecieras así casi me mata, Jace. ¿Y qué crees que le has hecho a Alec? ¿O a Isabelle? ¿Maryse? ¿Sabes cómo ha sido? ¿Puedes imaginártelo? Sin saber, buscándote…

Aquella expresión curiosa volvió a cruzarle el rostro, como si estuviera oyéndola y no oyéndola al mismo tiempo.

—Oh, sí, te lo iba a preguntar. —Sonrió como un ángel—. ¿Todos están buscándome?

—¿Todos están…? —Clary sacudió la cabeza, y se cerró más la bata. De repente, quería estar cubierta ante él, delante de toda esa familiaridad y esa belleza, delante de esa encantadora sonrisa depredadora que decía que él estaba dispuesto a hacer lo que fuera con ella, a ella, sin importar quién estuviera esperando en el pasillo.

—Estaba esperando que pusieran carteles como hacen con los gatos —bromeó él—. «Perdido chico adolescente asombrosamente atractivo. Responde a los nombres de “Jace” o “Tío bueno”.»

—Haré como si no acabaras de decir eso.

—¿No te gusta lo de «Tío bueno»? ¿Crees que «Tiernas mejillas» sería mejor? ¿O «Pastelito amoroso»? La verdad, ese último es rizar un poco el rizo. Aunque… bien mirado…

—Cállate —le dijo ella con furia—. Y sal de aquí.

—Pero… —Pareció perplejo, y ella recordó lo sorprendido que se había quedado fuera de la Mansión, cuando ella le había apartado—. De acuerdo, muy bien. Me pondré serio. Clarissa, estoy aquí porque quiero que vengas conmigo.

—¿Adónde?

—Ven conmigo —insistió, y vaciló un instante—, y con Sebastian. Y te lo explicaré todo.

Por un momento, Clary se quedó helada, con los ojos clavados en los de Jace. La luz plateada de la luna le perfilaba las curvas de la boca, la forma de los pómulos, las sombras de las pestañas, el arco del cuello.

—La última vez que fui contigo a alguna parte, acabé inconsciente y en medio de una ceremonia de magia negra.

—Ése no fui yo. Fue Lilith.

—El Jace Lightwood que conozco no estaría en la misma habitación que Jonathan Morgenstern sin matarle.

—Creo que averiguarás que eso sería luchar contra mí mismo —repuso Jace tranquilamente, mientras se ponía las botas—. Él y yo estamos ligados. Córtale a él y sangro yo.

—¿Ligados? ¿A qué te refieres con «ligados»?

Él se retiró el claro cabello hacia atrás, sin prestar atención a la pregunta.

—Esto es más de lo que puedes comprender, Clary. Tiene un plan. Está dispuesto a trabajar, a sacrificarse. Si me dieras la oportunidad de explicártelo…

—Mató a Max, Jace —le recordó ella—. A tu hermano pequeño.

Él hizo una mueca, y por un momento de loca esperanza, Clary pensó que le había hecho reaccionar, pero su expresión se alisó como al estirar una sábana arrugada.

—Eso fue… fue un accidente. Además, Sebastian también es mi hermano.

—No. —Clary negó con la cabeza—. No es tu hermano. Es el mío. Dios sabe que desearía que no lo fuera. No debería haber nacido nunca…

—¿Cómo puedes decir eso? —quiso saber Jace. Pasó las piernas por el borde de la cama—. ¿Te has parado alguna vez a pensar que igual las cosas no son tan en blanco y negro como crees? —Se agachó para coger el cinturón de las armas y se lo ató—. Hubo una guerra, Clary, y hubo gente que murió, pero… entonces las cosas eran diferentes. Ahora sé que Sebastian nunca haría daño intencionadamente a nadie que yo quiera. Está sirviendo a una gran causa. A veces hay daños colaterales…

—¿Acabas de llamar «daño colateral» a tu propio hermano? —Su voz se alzó en un medio grito de incredulidad. Le costaba respirar.

—Clary, no me estás escuchando. Esto es importante…

—¿Igual que Valentine creía estar haciendo algo importante?

—Valentine se equivocaba —contestó Jace—. Tenía razón en lo de que la Clave era corrupta, pero se equivocaba en cómo arreglar las cosas. Pero Sebastian tiene razón. Si quisieras escucharnos…

—«Escucharnos», en plural —replicó ella—. ¡Dios, Jace…!

Él la contemplaba desde la cama, y aunque Clary sentía que se le estaba rompiendo el corazón, la cabeza le iba a toda velocidad, tratando de recordar dónde había dejado su estela, preguntándose si podría coger el cuchillo X-Acto que estaba en el cajón de la mesilla. Y preguntándose si, en tal caso, sería capaz de usarlo.

—¿Clary? —Jace inclinó la cabeza hacia un lado y le observó el rostro—. Aún… aún me amas, ¿verdad?

—Amo a Jace Lightwood —contestó ella—. No sé quién eres tú.

El rostro de Jace cambió, pero antes de que pudiera decir nada, un grito quebró el silencio. Un grito y el sonido de cristal al romperse.

Clary reconoció la voz al instante. Era su madre.

Sin mirar a Jace, abrió la puerta de golpe y corrió por el pasillo hasta el salón. El salón de la casa de Luke era grande y estaba separado de la cocina por una larga barra. Jocelyn, en pantalones de yoga y una gastada camiseta, con el cabello recogido en un descuidado moño, se hallaba junto a la barra. Era evidente que había ido a la cocina a buscar algo de beber. A sus pies había un vaso hecho añicos, y el agua empapaba la alfombra gris.

Todo el color le había desaparecido del rostro, y se había quedado blanca como la cal. Estaba mirando fijamente al otro lado de la sala, e incluso antes de volver la cabeza, Clary ya supo qué estaba viendo.

A su hijo.

Sebastian estaba apoyado en la pared del salón, cerca de la puerta, sin ninguna expresión en su rostro anguloso. Entrecerró los párpados y miró a Jocelyn a través de las pestañas. Algo en su postura, en su aspecto, podría haber salido de la foto de un Valentine de diecisiete años que Hodge había tenido.

—Jonathan —susurró Jocelyn.

Clary se quedó inmóvil; igual que Jace cuando llegó corriendo por el pasillo, y vio la escena que tenía antes sí y se detuvo de golpe. Jace tenía la mano izquierda sobre el cinturón de las armas; sus delgados dedos estaban a varios centímetro del mango de una de sus dagas; Clary sabía que tardaría menos de un segundo en desenvainarla.

—Ahora me llaman Sebastian —respondió—. Decidí que no me interesaba conservar el nombre que me disteis mi padre y tú. Ambos me habéis traicionado, así que preferiría no tener relación con vosotros.

El agua caída del vaso roto iba formando un círculo oscuro a los pies de Jocelyn, que dio un paso adelante, mirando el rostro de Sebastian con ojos escrutadores.

—Creía que estabas muerto —susurró—. Muerto. Vi tus huesos convertirse en cenizas.

Sebastian la miró con los negros ojos entrecerrados.

—Si fueras una madre de verdad —replicó—, una buena madre, habrías sabido que estaba vivo. Una vez hubo un hombre que dijo que las madres llevaban con ellas durante toda la vida la llave de nuestras almas. Pero tú tiraste la mía.

Jocelyn hizo un sonido gutural. Se apoyaba en la barra para sujetarse. Clary quiso correr hacia ella, pero tenía los pies clavados al suelo. Fuera lo que fuese lo que estuviera sucediendo entre su hermano y su madre, era algo que no tenía nada que ver con ella.

—No me digas que no te alegras al menos un poco de verme, madre —dijo Sebastian, y aunque había un ruego en sus palabras, su tono era neutro—. ¿No soy todo lo que podrías desear en un hijo? —Abrió los brazos—. Fuerte, apuesto y parecido al querido papá.

Jocelyn sacudió la cabeza; tenía el rostro grisáceo.

—¿Qué quieres, Jonathan?

—Quiero lo mismo que quiere todo el mundo—contestó Sebastian—. Quiero lo que me corresponde. En este caso, el legado Morgenstern.

—El legado Morgenstern es sangre y devastación —repuso Jocelyn—. Aquí no somos Morgenstern. Ni mi hija ni yo. —Se irguió. Aún se agarraba a la barra, pero Clary pudo ver la fuerza regresar al rostro de su madre—. Si te vas ahora, Jonathan, ni siquiera le diré a la Clave que has estado aquí. —Miró un momento a Jace—. O tú. Si supieran que estás colaborando con él, os matarían a los dos.

Clary se puso ante Jace, instintivamente. Él miró más allá de ella, sobre su hombro, en dirección a su madre.

—¿Te importaría si muriera? —preguntó Jace.

—Me importa lo que le harían a mi hija —contestó Jocelyn—. Y la Ley es dura, demasiado dura. Lo que te ha ocurrido, quizá pueda revertirse. —Volvió a mirar a Sebastian—. Pero para ti, mi Jonathan, es demasiado tarde.

Movió hacia delante la mano con la que había estado agarrando la barra; en ella sujetaba el kindjal de mango largo de Luke. Las lágrimas le brillaban en los ojos, pero sujetaba el cuchillo con firmeza.

—Me parezco mucho a él, ¿verdad? —comentó Sebastian, sin moverse. No parecía ni haberse fijado en el cuchillo—. A Valentine. Por eso me estás mirando así.

Jocelyn negó con la cabeza.

—Te pareces a lo que siempre te has parecido, desde la primera vez que te vi. Te pareces a un demonio. —Su voz era dolorosamente triste—. Lo lamento mucho.

—¿Lamentas qué?

—No haberte matado cuando naciste —contestó ella, y salió de detrás de la barra, blandiendo el kindjal.

Clary se puso tensa, pero Sebastian no se movió. Sus oscuros ojos siguieron a su madre mientras ella iba hacia él.

—¿Es eso lo que quieres? —Abrió los brazos, como si fuera a abrazar a Jocelyn, y dio un paso adelante—. Vamos. Comete un filicidio. No te detendré.

—Sebastian —dijo Jace.

Clary le lanzó una mirada incrédula. ¿De verdad sonaba preocupado?

Jocelyn dio otro paso adelante. El cuchillo era sólo un destello en su mano. Cuando se detuvo, el extremo apuntaba directamente al corazón de Sebastian.

Éste siguió sin moverse.

—Hazlo —la incitó él en voz baja. Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿O no puedes hacerlo? Podrías haberme matado cuando nací, pero no lo hiciste. —Bajó la voz—. Quizá sepas que no existe eso del amor incondicional por un niño. Tal vez si me quisieras lo suficiente, podrías salvarme.

Se miraron durante un momento, madre e hijo, los gélidos ojos verdes contra los negros como el carbón. Había unas marcadas arrugas en las comisuras de la boca de Jocelyn que Clary habría jurado que no estaban ahí dos semanas antes.

—Estás fingiendo —repuso ella con voz temblorosa—. No sientes nada, Jonathan. Tu padre te enseñó a fingir las emociones humanas, de la misma manera que se enseña a un loro a repetir palabras, sin entender lo que dice, como tú. Desearía… oh, Dios, cómo desearía que lo entendieras. Pero…

Jocelyn alzó el cuchillo en un rápido y limpio arco. Un ataque perfectamente situado, que habría traspasado las costillas de Sebastian hasta el corazón si éste no se hubiera movido más rápido incluso que Jace; se volvió hacia atrás, y la punta del cuchillo sólo le hizo un fino corte en el pecho.

Junto a Clary, Jace tragó aire. Ella se volvió para mirarlo. Una mancha roja se le extendía por la camisa. Se llevó la mano allí; los dedos se le mancharon de sangre.

«Estamos ligados. Le cortas a él, y yo sangro.»

Sin pensarlo, Clary atravesó la sala y se interpuso entre Jocelyn y Sebastian.

—Mamá. Para.

Jocelyn seguía sujetando el cuchillo, con los ojos clavados en Sebastian.

—Clary, sal de en medio.

Sebastian comenzó a reír.

—Qué tierno, ¿verdad? —dijo—. La hermana pequeña defendiendo a su hermano mayor.

—No te defiendo a ti. —Clary no apartó la mirada de su madre—. Lo que le pasa a Jonathan le pasa a Jace. ¿Lo entiendes, mamá? Si lo matas, Jace muere. Ya está sangrando. Por favor, mamá.

Jocelyn seguía agarrando el cuchillo, pero su expresión mostraba incerteza.

—Clary…

—Vaya, qué tensión —observó Sebastian—. Me interesa saber cómo vais a resolver esto. A fin de cuentas, no tengo ninguna razón para marcharme.

—Sí, lo cierto es que la tienes —dijo una voz procedente del pasillo.

Era Luke, descalzo, con vaqueros y un jersey viejo. Tenía el cabello alborotado y parecía extrañamente joven sin las gafas. También llevaba una escopeta de cañones recortados apoyada en el hombro, con el cañón apuntando a Sebastian—. Ésta es la semiautomática Winchester del doce. La manada la usa para acabar con los lobos renegados —explicó—. Aunque no te mate, puedo volarte una pierna, hijo de Valentine.

Fue como si todos en la sala tragaran aire a la vez, todos excepto Luke… y Sebastian, que, con una sonrisa irónica en el rostro, se volvió y fue hacia Luke, como si no se hubiera fijado en la escopeta.

—Hijo de Valentine —repitió—. ¿Así es como piensas en mí? En otras circunstancias, podrías haber sido mi padrino.

—En otras circunstancias —replicó Luke, poniendo el dedo en el gatillo—, podrías haber sido humano.

Sebastian se detuvo de golpe.

—Lo mismo se podría decir de ti, licántropo.

El mundo parecía ir más despacio. Luke apuntó mirando el cañón del rifle. Sebastian siguió sonriendo.

—Luke —dijo Clary. Era como uno de esos sueños, una pesadilla donde quería gritar, pero todo lo que le salía de la garganta era un susurro—. Luke, no lo hagas.

Su padrastro tensó el dedo en el gatillo; y entonces, Jace hizo un súbito movimiento, y salió disparado desde donde estaba, junto a Cla ry, dio una voltereta sobre el sofá y se estrelló contra Luke, justo cuando la escopeta se disparaba.

El tiro salió desviado; una de las ventanas saltó hacia fuera hecha pedazos cuando la bala impactó contra ella. Luke, que había perdido el equilibrio, se tambaleó para recobrarlo. Jace le arrancó la escopeta de las manos y la tiró. El arma voló por la ventana rota. Jace se volvió hacia Luke.

—Luke… —empezó.

El hombre lo golpeó.

Incluso sabiendo lo que sabía, Clary se quedó parada al ver a Luke golpear a Jace en la cara. Luke, que había defendido a Jace incontables veces ante su madre, ante Maryse, ante la Clave…; a Luke, que era amable y tranquilo… Fue como si la golpeara a ella. Jace, totalmente desprevenido, se fue contra la pared.

Y Sebastian, que no había mostrado ninguna emoción real, aparte de burla y desdén, rugió… rugió y sacó del cinturón una daga larga y fina. Luke abrió mucho los ojos, y comenzó a apartarse, pero Sebastian era más rápido que él, más rápido que nadie a quien Clary hubiera visto. Incluso más rápido que Jace. Le hundió la daga a Luke en el pecho y la retorció con fuerza antes de arrancarla de nuevo, roja hasta el mango. Luke cayó contra la pared, y luego se deslizó por ella, dejando una mancha de sangre detrás, mientras Clary lo contemplaba aterrada.

Jocelyn gritó haciendo aún más ruido que el de la bala rompiendo la ventana, aunque Clary lo oyó como si le llegara desde la distancia, o de debajo del agua. Miraba a Luke, que se había desplomado en el suelo, mientras la moqueta se iba tiñendo de rojo.

Sebastian alzó la daga de nuevo y Clary se lanzó sobre él, estrellándose contra su hombro con todas sus fuerzas, tratando de hacerle perder el equilibrio. Casi no consiguió moverlo, pero sí que se le cayó la daga. Sebastian se volvió hacia ella. Sangraba de un corte en el labio. Clary no entendió por qué hasta que Jace entró en su campo de visión y le vio la sangre en la boca, donde Luke le había golpeado.

—¡Basta! —Jace agarró a Sebastian por la chaqueta. Estaba pálido, y no miraba a Luke, ni tampoco a Clary—. Para ya. No hemos venido aquí a esto.

—Suéltame…

—No. —Jace le pasó el brazo por el costado y le cogió la mano. Sus ojos encontraron los de Clary. Sus labios formaron palabras; se vio un destello plateado, el anillo en el dedo de Sebastian. Y de repente, ambos se habían marchado, habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Justo entonces, algo metálico cortó el aire donde habían estado y se clavó en la pared.

El kindjal de Luke.

Clary se volvió para mirar a su madre, que había lanzado el cuchillo. Pero Jocelyn no la miraba. Estaba corriendo al lado de Luke; se arrodilló sobre la ensangrentada moqueta y lo subió a su regazo. El licántropo tenía los ojos cerrados. Le salía sangre por las comisuras de la boca. La daga plateada de Sebastian, llena de sangre, estaba a dos pasos.

—Mamá —susurró Clary—. ¿Está…?

—La daga era de plata. —A Jocelyn le temblaba la voz—. No sanará tan rápido como debería; no sin un tratamiento especial. —Tocó el rostro de Luke con los dedos. Clary vio, aliviada, que el pecho de Luke subía y bajaba, aunque débilmente. Podía notar las lágrimas en la garganta, y por un momento, le asombró la calma de su madre. Pero ésta era la mujer que había estado sobre las cenizas de su hogar, rodeada de los cuerpos calcinados de su familia, incluidos sus padres y su hijo, y había seguido adelante.

—Trae unas toallas del baño —le dijo su madre—. Tenemos que detener la hemorragia.

Clary se puso en pie, tambaleante, y fue casi a ciegas hasta el pequeño cuarto de baño de Luke. Una toalla gris colgaba detrás de la puerta. La cogió y volvió a la sala. Jocelyn sujetaba a Luke sobre su regazo con una mano; en la otra tenía un móvil. Lo dejó caer y cogió la toalla que le tendía su hija. La dobló por la mitad, la colocó sobre la herida de Luke y presionó con fuerza. Clary la observó mientras los bordes de la toalla gris comenzaban a volverse escarlata por la sangre.

—Luke —susurró Clary. Él no se movió. Su rostro tenía un horrible color gris.

—Acabo de llamar a su manada —explicó Jocelyn. No miró a su hija; Clary se dio cuenta de que Jocelyn no le había hecho ni una sola pregunta sobre Jace y Sebastian ni por qué ella y Jace habían salido de su dormitorio, o qué estaban haciendo ellos allí. Ninguna. Estaba totalmente centrada en Luke—. Tiene algunos miembros patrullando la zona. En cuanto lleguen, deberemos marcharnos. Jace volverá a por ti.

—Eso no lo sabes… —comenzó Clary, con un susurro que le salía de la seca garganta.

—Sí que lo sé —replicó Jocelyn—. Valentine vino a por mí después de quince años. Así son los hombres Morgenstern. No se rinden nunca. Volverá a por ti.

«Jace no es Valentine».

Pero Clary no llegó a decirlo. Quería arrodillarse y cogerle la mano a Luke, sujetársela con fuerza, decirle que le quería. Pero recordó las manos de Jace en su dormitorio y no lo hizo. Eso era culpa suya. No se merecía consolar a Luke, o a sí misma. Se merecía el dolor y la culpa.

Se oyeron pasos en el porche y el murmullo de voces. Jocelyn alzó la cabeza. La manada.

—Clary, ve a buscar tus cosas —dijo ella—. Coge lo que creas que necesitarás, pero no más de lo que puedas llevar encima. No vamos a volver a esta casa.

6 Ninguna arma de este mundo

Pequeños copos de una nieve temprana habían comenzado a caer como plumas desde un cielo gris acero mientras Clary y su madre se apresuraban por la Greenpoint Avenue, con la cabeza agachada para protegerse del helado viento que llegaba del East River.

Jocelyn no había dicho ni una palabra desde que habían dejado a Luke en la comisaría abandonada que hacía las veces de cuartel general de la manada. Todo estaba envuelto como en una neblina: la manada entrando a salvar a su líder, el botiquín de curas y Clary y su madre tratando de ver a Luke mientras los lobos parecían cerrar filas contra ellas. Sabía que no lo podían llevar a un hospital mundano, pero había sido duro, más que duro, dejarlo allí, en la habitación blanqueada que les servía de enfermería.

No era que Jocelyn y Clary no les gustasen a los lobos. Simplemente era que la prometida de Luke y su hija no pertenecían a la manada. Nunca pertenecerían a ella. Clary estuvo buscando a Maia, para tener una aliada, pero no estaba allí. Al final, Jocelyn envió a su hija a esperar en el pasillo, porque la sala estaba demasiado abarrotada. Clary se sentó en el suelo, con la mochila en el regazo. Eran las dos de la mañana, y nunca se había sentido más sola. Si Luke moría…

Casi ni recordaba su vida sin él. Gracias a él y a su madre, sabía lo que era ser querida de forma incondicional. Luke alzándola para subirla al tronco de un manzano, en su granja al norte del estado, era uno de sus primeros recuerdos.

En la enfermería, Luke respiraba entonces con dolorosos estertores mientras que su tercero al mando, Bat, abría el botiquín. Clary recordó entonces que se suponía que la gente respiraba con estertores cuando iba a morir. No podía recordar lo último que le había dicho a Luke. ¿No se suponía que se recordaba lo último que se le decía a alguien que se moría?

Cuando por fin Jocelyn salió de la enfermería, agotada, le tendió la mano a Clary y la ayudó a levantarse del suelo.

—¿Está…? —había comenzado Clary.

—Está estable —respondió Jocelyn. Luego miró a un lado y otro del pasillo—. Tenemos que irnos.

—¿Irnos adónde? —Clary estaba anonadada—. Pensaba que nos quedaríamos aquí, con Luke. No quiero dejarlo.

—Yo tampoco. —Jocelyn lo dijo firme, y eso hizo pensar a Clary en la mujer que había dado la espalda a Idris, a todo lo que había conocido, y se había marchado para comenzar una nueva vida sola—. Pero tampoco podemos permitir que Jace y Sebastian vengan aquí. No es seguro para la manada, ni para Luke. Éste es el primer lugar donde Jace te buscaría.

—Entonces, ¿dónde…? —empezó a decir Clary, pero supo la respuesta incluso antes de acabar la frase, y guardó silencio. ¿Adónde iban últimamente si necesitaban ayuda?

En ese momento, una fina capa blanca cubría el agrietado pavimento de la avenida. Jocelyn se había puesto un abrigo largo antes de dejar la casa, pero debajo aún llevaba la ropa manchada con la sangre de Luke. Su boca era firme, y su mirada no se apartaba de la calle que tenía ante ella. Clary se preguntó si su madre se habría marchado así de Idris, con las botas con cenizas enganchadas, ocultando la Copa Mortal bajo el abrigo.

Clary sacudió la cabeza para aclarársela. Se estaba imaginando cosas que no había presenciado; quizá su mente estuviera vagando para alejarse del horror que acababa de contemplar.

Inesperadamente, la imagen de Sebastian clavándole el cuchillo a Luke la invadió, así como el sonido de la querida voz de Jace diciendo: «Daño colateral».

«Porque a menudo sucede con lo que es precioso y está perdido, que al encontrarlo puede que no sea igual que lo que fue.»

La chica se estremeció y se subió la capucha para cubrirse el cabello. Los blancos copos de nieve ya habían comenzado a mezclarse con los mechones rojos. Aún estaban calladas, y la calle, flanqueada de restaurantes polacos y rusos entre barberías y salones de belleza, estaba desierta en la noche blanca y amarilla. Un recuerdo le destelló tras los párpados: uno real esta vez, no un vuelo de la imaginación. Su madre la hacía apresurarse por una calle negra como la noche entre montones de nieve sucia apilada. Un cielo bajo, gris y plomizo…

Había visto esa imagen antes, la primera vez que los Hermanos Silenciosos habían escarbado en su mente. En ese momento se dio cuenta de qué era. La memoria de una vez que su madre la había llevado a casa de Magnus para que le borrara los recuerdos. Debía de ser en pleno invierno, y en su recuerdo reconocía Greenpoint Avenue.

Ahora, el almacén de ladrillo rojo en el que vivía Magnus se alzaba ante ellas. Jocelyn abrió la puerta de vidrio de la entrada, y ambas entraron, Clary tratando de respirar por la boca mientras su madre pulsaba el timbre del mago, una, dos y tres veces. Al final, la puerta se abrió y ellas se apresuraron a subir la escalera.

La puerta del apartamento de Magnus estaba abierta; el brujo estaba apoyado en el marco de la puerta, esperándolas. Iba vestido con un pijama de color amarillo canario, y en los pies llevaba unas zapatillas verdes con rostros de extraterrestres de los que despuntaban unas esponjosas antenas. Su cabello era una masa negra enredada, rizada y de punta, y sus ojos verde dorado las miraron parpadeando cansados.

—Hogar de San Magnus para los Cazadores de Sombras Descarriados —dijo con una profunda voz—. Bienvenidas. —Hizo un amplio gesto con el brazo—. Las habitaciones de invitados están por ahí. Limpiaos los pies en la alfombra.

Entró en el apartamento y se quedó junto a la puerta para dejarlas pasar antes de cerrarla. Ese día, la casa estaba decorada en una especie de estilo victoriano falso, con sofás de altos respaldos y grandes espejos dorados por todas partes. De las columnas colgaban lámparas con forma de flores.

Había tres habitaciones de invitados en un corto pasillo que salía del salón principal; al azar, Clary escogió una de la derecha. Estaba pintada de naranja, como su antigua habitación en Park Slope, y tenía un sofá cama y una pequeña ventana que daba a las oscuras ventanas de un restaurante cerrado. Presidente Miau estaba hecho un ovillo en la cama, con la nariz bajo la cola. Clary se sentó junto a él y le acarició las orejas; al instante notó el ronroneo que hacía vibrar todo el cuerpecito peludo. Mientras lo acariciaba, se fijó en la manga de su jersey. Estaba manchada de sangre seca y oscura. La sangre de Luke.

Se puso en pie y casi se arrancó la prenda. Sacó un pijama limpio y una camiseta térmica negra con cuello en V de la mochila, y se los puso. Se miró un momento en la ventana, que le mostraba un pálido reflejo; el cabello le caía tieso, húmedo de nieve; las pecas le resaltaban como manchas de pintura. Tampoco importaba su aspecto. Pensó en Jace besándola, parecía como si hiciera meses en vez de sólo unas horas; el estómago le dolió como si se hubiera tragado pequeños cuchillos.

Se agarró al borde de la cama durante un momento, hasta que el dolor se calmó. Luego respiró hondo y volvió al salón.

Su madre estaba sentada en una de las sillas de respaldo dorado, con sus largos dedos de artista rodeando un tazón de agua caliente con limón. Magnus estaba acostado en un sofá de color rosa intenso; tenía los pies sobre la mesita de centro, con las zapatillas verdes puestas.

—La manada lo ha estabilizado —explicaba Jocelyn con voz exhausta—. Pero no saben durante cuánto tiempo. Pensaban que tal vez hubiera habido polvo de plata en la hoja, pero parece ser otra cosa. La punta del cuchillo… —Alzó la mirada, vio a Clary y guardó silencio.

—No pasa nada, mamá, soy lo bastante mayor para saber la verdad.

—Bueno, no saben qué es exactamente —continuó Jocelyn a media voz—. La punta del cuchillo de Sebastian se ha roto contra una de las costillas y se le ha incrustado en el hueso. Pero no se la pueden sacar. Se… mueve.

—¿Se mueve? —Magnus parecía confuso.

—Cuando trataron de extraérsela, se hundió en el hueso y casi lo partió —explicó Jocelyn—. Es un licántropo, y sana en seguida, pero tiene eso ahí dentro, destrozándole los órganos internos e impidiendo que se le cierre la herida.

—Metal demoníaco —afirmó Magnus—. No es plata.

Jocelyn se inclinó hacia él.

—¿Crees que puedes ayudarlo? Cueste lo que cueste, lo pagaré…

El brujo se puso en pie. Sus extravagantes zapatillas y el cabello revuelto de haber dormido parecían totalmente incongruentes con la gravedad de la situación.

—No lo sé —contestó.

—Pero curaste a Alec —replicó Clary—. Cuando el Demonio Mayor lo hirió…

Magnus había comenzado a ir de arriba abajo.

—Sabía lo que le pasaba. No sé qué clase de metal demoníaco es éste. Podría experimentar, probar diferentes hechizos, pero no será la manera más rápida de ayudarlo.

—¿Y cuál es la más rápida? —preguntó Jocelyn.

—Los Praetor —contestó Magnus—. La Guardia Lobo. Conocí al hombre que la fundó… Woolsey Scott. Debido a ciertos… incidentes, le fascinaban los detalles sobre cómo los metales y las drogas demoníacos actúan sobre los licántropos, del mismo modo que los Hermanos Silenciosos guardan registros de las maneras de curar a los nefilim. Por desgracia, a lo largo de los años, los Praetor se han vuelto muy cerrados y dados a los secretos. Pero un miembro de los Praetor podría acceder a esa información.

—Luke no es miembro —repuso Jocelyn—. Y su lista es secreta…

—¡Jordan! —exclamó Clary—. Jordan es uno de sus miembros. Él puede averiguarlo. Lo llamaré…

—Yo lo llamaré —la cortó Magnus—. No puedo entrar en el cuartel de los Praetor, pero sí enviar un mensaje que debería tener cierto peso. Volveré. —Fue a la cocina; las antenas de sus zapatillas se agitaban suavemente como algas en la corriente.

Clary se acercó a su madre, que tenía la mirada clavada en su tazón de agua caliente. Era uno de sus reconstituyentes favoritos, aunque Clary nunca había conseguido imaginarse por qué alguien querría beber agua caliente y amarga. Pese a que la nieve le había mojado el cabello, ya se le estaba secando y se le comenzaba a rizar, como le pasaba al de Clary cuando hacía mucha humedad.

—Mamá —dijo Clary, y su madre alzó los ojos—. El cuchillo que tiraste, en casa de Luke, ¿se lo tiraste a Jace?

—A Jonathan —contestó Jocelyn. Ella nunca lo llamaba Sebastian, y Clary lo sabía.

—Es que… —La chica respiró hondo—. Es casi lo mismo. Ya lo viste. Cuando heriste a Sebastian, Jace comenzó a sangrar. Es como si, de alguna manera, fueran el uno el reflejo del otro. Cortas a Sebastian y Jace sangra. Lo matas y Jace muere.

—Clary. —Su madre se frotó los ojos cansados—. ¿Podríamos no hablar de eso ahora?

—Pero has dicho que volvería a por mí. Jace, me refiero. Tengo que saber que no le harás daño…

—Bueno, eso no lo puedes saber. Porque no te lo prometeré, Clary. No puedo. —Su madre la miró con ojos inquebrantables—. Os vi salir del dormitorio a los dos.

Clary se sonrojó.

—No quiero…

—¿No quieres qué? ¿Hablar de eso? Pues lo siento. Tú lo has sacado. Tienes suerte de que yo ya no sea miembro de la Clave, ¿sabes? ¿Cuánto hace que sabes dónde está Jace?

—No sé dónde está. Esta noche he hablado con él por primera vez desde que desapareció. Lo vi en el Instituto con Seba… con Jonathan, ayer. Se lo dije a Alec, a Isabelle y a Simon. Pero no podía decírselo a nadie más. Si la Clave lo atrapa… No puedo permitir que eso ocurra.

Jocelyn alzó sus verdes ojos.

—¿Y por qué no?

—Porque es Jace. Porque lo amo.

—No es él. Así de simple, Clary. Ya no es quien era. ¿No puedes ver que…?

—Claro que lo veo. No soy estúpida. Pero tengo fe. Ya lo he visto poseído antes, y lo vi librarse de la posesión. Creo que Jace sigue ahí dentro de algún modo. Creo que existe una manera de salvarlo.

—¿Y si no la hay?

—Demuéstramelo.

—Eso no puedo hacerlo, Clary. Entiendo que lo ames. Siempre lo has amado, incluso demasiado. ¿Crees que yo no amaba a tu padre? ¿Crees que no le di todas las oportunidades que pude? Y mira lo que pasó. Jonathan. Si no me hubiera quedado con tu padre, él no habría nacido…

—Ni yo —exclamó Clary—. Por si lo has olvidado, yo soy la pequeña. —Miró fijamente a su madre, con dureza—. ¿Estás diciendo que valdría la pena no haberme tenido nunca si hubieras podido librarte de Jonathan?

—No, yo…

Se oyó el chirrido de una llave en una cerradura, y se abrió la puerta del apartamento. Era Alec. Iba vestido con un largo guardapolvo negro abierto sobre un jersey azul, y tenía blancos copos de nieve sobre el cabello negro. Tenías las mejillas rojas como manzanas por el frío, pero aparte de eso, su rostro estaba muy pálido.

—¿Dónde está Magnus? —preguntó. Cuando miró hacia la cocina, Clary le vio un morado en el mentón, bajo la oreja, del tamaño de una yema de dedo.

—¡Alec! —Magnus entró derrapando en el salón y le lanzó un beso a su novio desde el otro lado de la estancia. Se había sacado las zapatillas e iba descalzo. Sus ojos de gato destellaron al mirar a Alec.

Clary conocía aquella mirada. Ésa era ella mirando a Jace. Pero Alec no se la devolvió. Se estaba sacando el abrigo y colgándolo de un gancho en la pared. Estaba visiblemente alterado. Le temblaban las manos y los anchos hombros estaban tensos.

—¿Has recibido mi mensaje? —preguntó Magnus.

—Sí. Sólo estaba a unas cuantas manzanas. —Alec miró a Clary y luego a su madre; la ansiedad y la incerteza se le mezclaron en la expresión. Aunque Alec había sido invitado a la fiesta de compromiso de Jocelyn, y se habían visto varias veces después de eso, no se conocían demasiado—. ¿Es cierto lo que ha dicho Magnus? ¿Has vuelto a ver a Jace?

—Y a Sebastian —contestó Clary.

—Pero Jace… —insistió Alec—. ¿Cómo… quiero decir, qué parecía?

Clary sabía exactamente lo que le estaba preguntado; por una vez, Alec y ella se entendían mejor que nadie más en la sala.

—No está engañando a Sebastian —respondió ella en voz baja—. Ha cambiado de verdad. No es en absoluto como acostumbraba.

—¿Cómo? —quiso saber Alec, con una extraña mezcla de rabia y vulnerabilidad—. ¿En qué es diferente?

Los vaqueros de Clary tenían un agujero en la rodilla; ella lo toqueteó, rascándose la piel de debajo.

—La forma en que habla; cree en Sebastian. Cree en lo que está haciendo, sea lo que sea. Le recordé que Sebastian mató a Max, y ni siquiera pareció importarle. —Se le quebró la voz—. Dijo que Sebastian era tan hermano suyo como Max.

Alec palideció, y las manchas rojas de las mejillas resaltaron como manchas de sangre.

—¿Dijo algo de mí? ¿O de Izzy? ¿Preguntó por nosotros?

Clary negó con la cabeza, casi incapaz de soportar la expresión en el rostro de Alec. Con el rabillo del ojo, vio a Magnus mirando también al chico, con el rostro cargado de tristeza. Se preguntó si aún tendría celos de Jace, o si sólo sufría por su novio.

—¿Por qué fue a tu casa? —Alec meneó la cabeza—. No lo entiendo.

—Quería que me fuera con él. Que me uniera a ellos. Supongo que quieren que su dúo malvado se convierta en un trío malvado. —Clary se encogió de hombros—. Quizá se sienta solo. Sebastian no puede ser una gran compañía.

—Eso no lo sabemos. Podría ser absolutamente fantástico jugando al Scrabble —soltó Magnus.

—Es un asesino psicópata —replico Alec tajante—. Y Jace lo sabe.

—Pero Jace ahora no es Jace… —comenzó el brujo, y se interrumpió al oír sonar el teléfono—. Yo lo cojo. ¿Quién sabe quién más podría estar huyendo de la Clave y necesitar un lugar donde quedarse? Y no es que falten hoteles en esta ciudad. —Fue hacia la cocina.

Alec se tiró sobre el sofá.

—Trabaja demasiado —dijo, y miró preocupado a su novio—. Se pasa las noches en vela tratando de descifrar esas runas.

—¿Lo está haciendo para la Clave? —quiso saber Jocelyn.

—No —contestó Alec lentamente—. Lo hace por mí. Por lo que Jace significa para mí. —Se alzó la manga y le mostró a Jocelyn la runa de parabatai en la parte interior del antebrazo.

—Sabías que Jace no estaba muerto —repuso Clary, empezando a atar cabos—. Porque eres su parabatai, porque eso os ata. Pero dijiste que notabas algo malo.

—Porque está poseído —concluyó Jocelyn—. Lo ha cambiado. Valentine dijo que cuando Luke se convirtió en un subterráneo, él lo notó. Esa sensación de que ocurre algo malo.

Alec negó con la cabeza.

—Pero cuando Jace estuvo poseído por Lilith, yo no lo noté —explicó—. Ahora noto algo… malo. Algo que no cuadra. —Bajó la mirada—. Puedes notar cuándo muere tu parabatai, como si hubiera una cuerda que te atara a algo y se rompiera de pronto, y de repente estás cayendo. —Miró a Clary—. Lo sentí una vez, en Idris, durante la batalla. Pero fue tan breve…, y cuando regresé a Alacante, Jace estaba vivo. Me convencí de que lo había imaginado.

Clary meneó la cabeza, pensando en Jace y en la arena empapada de sangre junto al lago Lyn.

«No te lo imaginaste.»

—Lo que noto ahora es diferente —continuó Alec—. Es como si él estuviera ausente del mundo, pero no muerto. No prisionero… Sólo como que no está ahí.

—Eso es —repuso Clary—. Las dos veces que vi a Sebastian y a él, se desvanecieron en el aire. Ningún Portal, sólo estaban ahí un minuto, y al siguiente ya no.

—Cuando habláis de «allí» o «aquí» —dijo Magnus, que volvía bostezando a la sala—, y de este mundo y de ese mundo, estáis hablando de dimensiones. Sólo hay unos cuantos magos que puedan hacer magia dimensional. Mi viejo amigo Ragnor podía. Las dimensiones no están unas junto a otras, están plegadas unas sobre otras, como el papel. Donde se intersectan, se pueden crear huecos dimensionales que evitan que la magia te pueda localizar. Después de todo, no estás «aquí», estás «allí».

—¿Puede ser ése el motivo por el que no logramos localizarlo? ¿Por lo que Alec puede sentirlo? —preguntó Clary.

—Podría ser. —Magnus parecía casi impresionado—. Significaría que no hay manera de encontrarlos si no quieren ser encontrados. Y si alguien lograra encontrarlos, no tendría forma de comunicárselo a nadie. Es magia complicada y cara. Sebastian debe de tener buenos contactos… —Sonó el timbre de la puerta, y todos pegaron un bote. El brujo puso los ojos en blanco—. Calmaos todos —dijo, y desapareció en la entrada. Volvió al cabo de un momento con un hombre envuelto en un hábito de color pergamino, con la espalda y los costados cubiertos de dibujos de runas de un oscuro color rojo marrón. Aunque llevaba subida la capucha, ocultándole el rostro, parecía estar totalmente seco, como si no le hubiera caído encima ni un solo copo de nieve. Cuando se bajó la capucha, Clary no se sorprendió al ver el rostro del hermano Zachariah.

De pronto, Jocelyn dejó el tazón sobre la mesita de centro. Estaba mirando al Hermano Silencioso. Con la capucha bajada, se le veía el cabello oscuro, pero su rostro estaba tan entre sombras que Clary no podía verle los ojos, sólo los altos pómulos grabados con runas.

—Tú —exclamó Jocelyn, y su voz se fue apagando—. Pero Magnus me dijo que tú nunca…

«Los acontecimientos inesperados requieren medidas inesperadas. —La voz del hermano Zachariah flotó por el interior de la cabeza de Clary; por la expresión de sus rostros supo que los demás también podían oírlo—. No diré nada a la Clave ni al Consejo de lo que pase esta noche. Si se me presenta la oportunidad de salvar al último del linaje Herondale, considero eso de mayor importancia que la lealtad que le debo a la Clave.»

—Entonces, arreglado —dijo Magnus. Hacía una extraña pareja con el Hermano Silencioso; uno pálido y en un hábito gastado, el otro en un brillante pijama amarillo—. ¿Algo nuevo sobre las runas de Lilith?

«He estudiado las runas con detalle y he escuchado todos los testimonios presentados ante el Consejo —explicó el hermano Zachariah—. Creo que su ritual tenía dos aspectos. Primero empleó el mordisco del vampiro diurno para reavivar la consciencia de Jonathan Morgenstern. Su cuerpo seguía débil, pero su mente y su voluntad estaban vivas. Creo que cuando Jace Herondale se quedó solo en el tejado con él, Jonathan empleó el poder de las runas de Lilith y obligó a Jace a entrar en el círculo encantado que le rodeaba. En ese momento, la voluntad de Jace habría quedado sujeta a la suya. Creo que habría empleado la sangre de Jace para ganar la fuerza para levantarse y huir del tejado, llevándose a Jace consigo.»

—Y de alguna manera, ¿todo eso creó una conexión entre ellos? —preguntó Clary—. Porque mi madre apuñaló a Sebastian, y Jace comenzó a sangrar.

«Sí. Lo que Lilith hizo fue una especie de ritual de unión, no muy diferente de nuestra ceremonia de parabatai, pero mucho más poderoso y peligroso. Ahora ambos están unidos de una forma inextricable. De morir uno, el otro le seguirá. Ninguna arma de este mundo puede herir sólo a uno de ellos.»

—Cuando dices que están unidos de una forma inextricable —inquirió Alec, inclinándose hacia él—, ¿quieres decir…? Me refiero a que Jace odia a Sebastian. Sebastian asesinó a nuestro hermano.

—Y no veo cómo Sebastian le puede tener cariño a Jace. Toda su vida le ha tenido unos celos horrorosos. Pensaba que Jace era el favorito de Valentine —añadió Clary.

—Por no hablar de que Jace le mató —indicó Magnus—. Eso molestaría a cualquiera.

—Es como si Jace no recordara nada de eso —dijo Clary, frustrada—. No, no como si no lo recordara, más bien como si no lo creyera.

«Lo recuerda todo. Pero el poder de la unión es tal que el pensamiento de Jace pasa por encima de esos hechos y los rodea, como el agua rodea las rocas en el lecho de un río. Es como el hechizo que Magnus te puso en la mente, Clarissa. Cuando veías partes del Mundo Invisible, tu mente las rechazaba, se alejaba de ellas. No sirve de nada razonar con Jace sobre Jonathan. La verdad no puede romper su conexión.»

Clary pensó en lo que había pasado cuando había recordado a Jace que Sebastian había matado a Max; cómo su rostro se había fruncido durante un instante, pensando, y luego se había relajado como si hubiera olvidado lo que ella le había dicho en cuanto acabó de decirlo.

«Un pequeño consuelo para vosotros puede ser que Jonathan Morgenstern está tan unido como vuestro Jace. No puede hacerle ningún daño, ni tampoco querría», añadió el hermano Zachariah.

Alec alzó las manos.

—¿Así que ahora se quieren? ¿Son grandes amigos?

El dolor y los celos eran evidentes en su tono.

«No. Ahora uno es el otro. Ven lo que el otro ve. Saben que el otro es, de algún modo, indispensable. Sebastian es el líder, el primario. Lo que él cree, Jace también lo creerá. Lo que quiere, Jace lo querrá.»

—Está poseído —afirmó Alec con sequedad.

«En una posesión, a menudo hay parte de la conciencia original de la persona que continúa intacta. Los que han sido poseídos hablan de ver sus propios actos desde fuera, gritando, pero incapaces de hacerse oír. Pero Jace ocupa totalmente su cuerpo y mente. Se cree cuerdo. Se cree que es eso lo que quiere.»

—Entonces, ¿qué quería de mí? —inquirió Clary con voz temblorosa—. ¿Por qué ha venido a mi habitación esta noche? —Esperaba que no se le sonrojaran las mejillas. Trató de apartar el recuerdo de besarlo, del peso de su cuerpo contra el de ella en la cama.

«Aún te ama —contestó el hermano Zachariah, y su voz era sorprendentemente amable—. Eres el punto central sobre el que gira su mundo. Eso no ha cambiado.»

—Y por eso tenemos que marcharnos —apuntó Jocelyn, escueta—. Volverá a por ella. No podíamos quedarnos en la comisaría de policía. No sé dónde estaremos a salvo…

—Aquí —respondió Magnus—. Puedo poner salvaguardas que mantengan fuera a Jace y a Sebastian.

Clary vio el alivio en los ojos de su madre.

—Gracias —dijo Jocelyn.

Magnus agitó un brazo.

—Es un privilegio. Me encanta rechazar a cazadores de sombras furiosos, especialmente de la variedad poseída.

«No está poseído», les recordó el hermano Zachariah.

—Semántica —repuso Magnus—. La cuestión es: ¿qué pretenden esos dos? ¿Qué están planeando?

—Clary dice que cuando los vio en la biblioteca, Sebastian le dijo a Jace que pronto estaría dirigiendo el Instituto —comentó Alec—. Así que sí que planean algo.

—Seguir con el trabajo de Valentine, seguramente —aportó Magnus—. Abajo con los subterráneos, mata a los cazadores de sombras recalcitrantes, y bla, bla, bla.

—Tal vez. —Clary no estaba tan segura—. Jace dijo algo sobre Sebastian sirviendo a una causa mayor.

—Sólo el Ángel sabe qué querrá decir eso —repuso Jocelyn—. Durante años estuve casada con un fanático. Sé lo que quiere decir «una causa mayor». Significa torturar a inocentes, cometer asesinatos brutales y dar la espalda a tus antiguos amigos, y todo en nombre de algo que crees que es más importante que tú mismo, pero no es más que avaricia e infantilismo disfrazados en un lenguaje elegante.

—¡Mamá! —protestó Clary, preocupada al ver tanta amargura en Jocelyn.

Pero ésta estaba mirando al hermano Zachariah.

—Has dicho que ninguna arma de este mundo puede herir sólo a uno de ellos —recordó—. Ninguna arma que tú conozcas…

De repente, los ojos de Magnus se iluminaron, como los de un gato bajo un rayo de luz.

—Estás pensando…

—Las Hermanas de Hierro —dijo Jocelyn—. Son las expertas en armas y armamento. Podrían tener una respuesta.

Clary sabía que las Hermanas de Hierro eran la secta hermana de los Hermanos Silenciosos; a diferencia de ellos, no tenían ni la boca ni los ojos cosidos, sino que vivían en casi total soledad en paradero desconocido. No eran guerreras, eran creadoras: las manos que daban forma a las armas, las estelas y los cuchillos serafines que mantenían con vida a los cazadores de sombras. Había runas que sólo ellas podían tallar, y sólo ellas sabían moldear la sustancia blanco plateada llamada adamas para formar las torres de los demonios, las estelas y las piedras de luz mágica. Rara vez se las veía, no asistían a las reuniones del Consejo ni se aventuraban al interior de Alacante.

«Es posible», contestó el hermano Zachariah después de un largo silencio.

—Si pudiéramos matar a Sebastian…, si existiera una arma que pudiera matarlo sin matar a Jace, ¿significaría eso que Jace quedaría libre de su influencia? —preguntó Clary.

Hubo un silencio aún más largo.

«Sí —respondió el hermano Zachariah—. Ése sería el resultado más probable.»

—Entonces, debemos ir a ver a las Hermanas. —El agotamiento cubría a Clary como una capa, haciendo que le pesaran los ojos y que notara un sabor amargo en la boca. Se frotó los ojos, tratando de eliminarlo—. Ya.

—Yo no puedo ir —indicó Magnus—. Sólo las cazadoras de sombras pueden entrar en la Ciudadela Infracta.

—Tú no vas —dijo Jocelyn a Clary con su tono más firme, con el de «no vas a salir a bailar con Simon después de la medianoche»—. Estás más segura aquí, protegida.

—Isabelle —dijo Alec—. Isabelle puede ir.

—¿Tienes idea de dónde está? —preguntó Clary.

—En casa, imagino —contestó Alec, alzando un hombro—. Puedo llamarla…

—Yo me encargo de eso —lo interrumpió Magnus; sacó el móvil del bolsillo y escribió un mensaje de texto con la habilidad de una larga práctica—. Es tarde, y no hace falta que la despertemos. Necesita descansar. Si tengo que enviar a una de vosotras a las Hermanas de Hierro, será mañana.

—Yo iré con Isabelle —afirmó Jocelyn—. Nadie me busca a mí en concreto, y es mejor que ella no vaya sola. Incluso aunque técnicamente no sea una cazadora de sombras, lo he sido. Sólo hace falta que una de nosotras esté en activo.

—Esto no es justo —protestó Clary.

Su madre ni siquiera la miró.

—Clary…

La chica se puso en pie.

—He sido prácticamente una prisionera durante las últimas dos semanas —indicó con voz temblorosa—. La Clave no me ha dejado buscar a Jace. Y ahora que él ha venido a mí, a mí, ni siquiera me dejas ir contigo a ver a las Hermanas de Hierro.

—Es peligroso. Jace seguramente te está buscando…

Clary perdió la paciencia.

—¡Siempre que tratas de mantenerme a salvo, me acabas destrozando la vida!

—¡No, cuanto más te lías con Jace, más destrozas tu vida! —le soltó su madre—. ¡Todos los riesgos que has corrido, todos los peligros a los que te enfrentas, son por su culpa! Te ha puesto un cuchillo al cuello, Clarissa…

—Ése no era él —replicó Clary con la voz más grave y letal que pudo modular—. ¿Crees que me quedaría ni un momento con el chico que me ha amenazado con un cuchillo, incluso si lo amara? Quizá llevas demasiado tiempo viviendo en el mundo de los mundanos, mamá, pero hay magia. La persona que me amenazó no era Jace. Era un demonio con su rostro. Y la persona que ahora buscamos tampoco es él. Pero si muere…

—No habrá oportunidad de recuperarlo —concluyó Alec.

—Puede que esa oportunidad ya no exista —repuso Jocelyn—. Dios, Clary, mira las pruebas. ¡Pensaste que Jace y tú erais hermanos! ¡Lo sacrificaste todo para salvarle la vida, y un Demonio Mayor le usó contra ti! ¿Cuándo te vas a enfrentar a la verdad de que vosotros dos no estáis hechos para estar juntos?

Clary se echó hacia atrás como si su madre le hubiera pegado. El hermano Zachariah estaba inmóvil como una estatua, como si nadie estuviera gritando. Magnus y Alec miraban; Jocelyn tenía las mejillas encendidas y los ojos le brillaban de rabia. Clary se contuvo y no dijo nada más; se dio la vuelta, fue por el pasillo hacia la habitación de invitados de Magnus, y se encerró dando un fuerte portazo.


—Muy bien, aquí estoy —dijo Simon. Un frío viento azotaba la extensión plana del jardín de la azotea, y él se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. No notaba el frío, pero sentía que debía hacerlo. Alzó la voz—. Ya he aparecido. ¿Dónde estás?

El jardín de la azotea del hotel Greenwich, cerrado y por lo tanto sin gente, estaba diseñado como un jardín inglés, con setos cuidadosamente recortados, mobiliario de ratán y vidrio distribuido con elegancia, y parasoles que se sacudían bajo el viento. Las celosías de las rosas trepadoras, desnudas en el frío, formaban como una telaraña sobre los muros de piedra que rodeaban la azotea, sobre los cuales Simon atisbaba un reluciente panorama del centro de Nueva York.

—Aquí—dijo una voz, y una fina sombra se apartó de un sillón y se levantó—. Había comenzado a preguntarme si aparecerías, vampiro diurno.

—Raphael —repuso Simon con voz resignada. Caminó sobre las planchas de madera que corrían entre los parterres de flores y los estanques artificiales de cuarzo reluciente—. Yo mismo me lo preguntaba.

Al acercarse, vio a Raphael con claridad. Simon tenía una excelente visión nocturna, y sólo la capacidad de Raphael de mimetizarse con las sombras le había impedido verlo antes. El otro vampiro vestía un traje negro, con los puños remangados para mostrar el brillo de unas esposas en forma de cadenas. Aún tenía la cara de un angelito, aunque su mirada, al observar a Simon, era fría.

—Cuando el jefe del clan de vampiros de Manhattan te llama, Lewis, tú vienes.

—¿Y qué harías, si no? ¿Clavarme una estaca? —Simon abrió los brazos—. Inténtalo. Haz lo que quieres conmigo. Deja que se te vaya la olla.

—Dios, qué aburrido eres —exclamó Raphael. A su espalda, junto a la pared, Simon vio el brillo cromado de la moto de vampiro que había llevado a Raphael hasta allí.

Simon bajó los brazos.

—Tú eres quien me pidió que nos viéramos.

—Tengo un trabajo que ofrecerte —informó Raphael.

—¿En serio? ¿Os falta personal en el hotel?

—Necesito un guardaespaldas.

Simon lo miró fijamente.

—¿Has estado viendo El guardaespaldas? Porque no me voy a enamorar de ti ni voy a llevarte por ahí en mis fornidos brazos.

Raphael le lanzó una mirada agria.

—Te pagaría más para que estuvieras callado mientras trabajas.

Simon lo miró.

—Hablas en serio, ¿verdad?

—No me molestaría en venir a verte si no fuera en serio. Si tuviera ganas de bromear, pasaría el rato con alguien que me caiga bien. —Raphael volvió a sentarse en el sillón—. Camille Belcourt está libre por Nueva York. Los cazadores de sombras están totalmente ocupados con ese estúpido asunto del hijo de Valentine y no se molestarán en perseguirla. Para mí, ella representa un peligro inminente, porque quiere recuperar el control sobre el clan de Manhattan. La mayoría es leal a mí. Matarme sería la manera más rápida de volver a colocarse en lo alto de la jerarquía.

—De acuerdo —repuso lentamente Simon—. Pero ¿por qué yo?

—Tú eres un vampiro diurno. Otros me pueden proteger durante la noche, pero tú me puedes proteger durante el día, cuando la mayoría de los nuestros están indefensos. Y portas la Marca de Caín. Contigo entre ella y yo, no se atreverá a atacarme.

—Todo eso es cierto, pero no voy a hacerlo.

Raphael lo miró incrédulo.

—¿Por qué no?

Simon estalló.

—¿Estás de broma? Porque tú nunca has hecho ni la más mínima cosa por mí desde que me convertí en vampiro. En vez de eso, has hecho todo lo que has podido para fastidiarme la vida y matarme. Así que, si lo quieres en lenguaje de vampiros, me representa un gran placer, mi señor, deciros ahora: y una mierda.

—No te conviene convertirme en tu enemigo, vampiro diurno. Como amigos…

Simon rió incrédulo.

—Espera un segundo. ¿Éramos amigos? ¿Eso era ser amigos?

Los colmillos de Raphael se alargaron. Simon se dio cuenta de que estaba muy enfadado.

—Sé por qué te niegas, vampiro diurno, y no es por ninguna fingida sensación de rechazo. Estás tan involucrado con los cazadores de sombras que crees ser uno de ellos. Te hemos visto con ellos. En vez de pasar las noches cazando, como deberías hacer, las pasas con la hija de Valentine. Vives con un hombre lobo. Eres una desgracia.

—¿Son así todas tus entrevistas de trabajo?

Raphael le mostró los dientes.

—Debes decidir si eres un vampiro o un cazador de sombras, diurno.

—Entonces, elijo ser cazador de sombras. Porque no aguanto la mayoría de las cosas que he visto de los vampiros.

Raphael se puso en pie.

—Estás cometiendo un grave error.

—Ya te he dicho…

El otro vampiro alzó una mano, interrumpiéndolo.

—Se acerca una gran oscuridad. Barrerá la Tierra con fuego y sombras, y cuando desaparezca, tus preciosos cazadores de sombras ya no existirán. Nosotros, los Hijos de la Noche, sobreviviremos, porque vivimos en la oscuridad. Pero si persistes en negar lo que eres, también serás destruido, y nadie alzará la mano para ayudarte.

Sin pensarlo, Simon se llevó la mano a la Marca que tenía en la frente.

Raphael rió sin ruido.

—Ah, sí. La Marca del Ángel. En el tiempo de la oscuridad, incluso los ángeles serán destruidos. Su fuerza no te ayudará. Y será mejor que reces, diurno, por no perder esa Marca antes de que comience la guerra. Porque si lo haces, tendrás una cola de enemigos esperando para matarte. Y yo estaré a la cabeza.


Clary llevaba mucho rato tumbada de espaldas sobre el sofá cama de Magnus. Había oído a su madre recorrer el pasillo, entrar en la otra habitación y cerrar la puerta. A través de su puerta podía oír a Magnus y a Alec hablando en voz baja en el salón. Supuso que podría esperar a que se fueran a dormir, pero Alec había dicho que el brujo se pasaba las noches en vela estudiando las runas; aunque el hermano Zachariah parecía haberlas interpretado, no podía confiar en que Magnus y Alec se acostaran pronto.

Se sentó en la cama junto a Presidente Miau, que hizo un ruidito de protesta, y rebuscó en su mochila. Sacó una caja de plástico claro y la abrió. Ahí llevaba sus lápices Prismacolor, restos de carboncillo y su estela.

Se puso en pie y se metió la estela en el bolsillo de la chaqueta. Cogió el móvil de la mesa y escribió: «NOS VEMOS EN TAKI’S». Vio como se enviaba el mensaje, luego se guardó el móvil en el bolsillo y respiró hondo.

Sabía que no estaba siendo justa con Magnus. Éste había prometido a su madre que la cuidaría, y eso no incluía escaparse de su apartamento. Pero ella había tenido la boca cerrada. No había prometido nada. Y además, se trataba de Jace.

«Harías lo que fuera con tal de salvarlo, te cueste lo que te cueste, sea cual sea tu deuda con el Cielo o el Infierno, ¿verdad?»

Cogió la estela, colocó la punta sobre la pintura naranja de la pared y comenzó a dibujar un Portal.


Un seco golpeteo despertó a Jordan de un sueño profundo. Al instante saltó de la cama y aterrizó agazapado en el suelo. Años de entrenamiento con los Praetor le habían aguzado los reflejos y le habían acostumbrado a dormir ligero. Un rápido rastreo de vista y olfato le dijo que la habitación estaba vacía; sólo la luz de la luna entraba, formando un charco a sus pies.

De nuevo se oyeron golpes, y esta vez los reconoció. Alguien llamaba a la puerta. Normalmente dormía sólo con los bóxeres; agarró unos vaqueros y una camiseta, abrió la puerta de su cuarto de una patada y recorrió el pasillo. Si eran un puñado de estudiantes borrachos que se divertían llamando a todas las puertas del edificio, se iban a encontrar con todo un hombre lobo enfadado.

Llegó a la puerta, y se detuvo. De nuevo vio la imagen, como había hecho durante las horas que le había costado dormirse: Maia alejándose corriendo de él en el astillero. La expresión en su rostro cuando se apartó de él. Sabía que la había presionado demasiado, le había pedido mucho, demasiado pronto. Seguramente, lo había fastidiado completamente. A no ser… Quizá ella se lo replanteara. Hubo un tiempo en que su relación se había compuesto de apasionadas discusiones y reconciliaciones igual de apasionadas.

Con el corazón latiéndole con fuerza, abrió la puerta. Y se quedó parado. En el umbral estaba Isabelle Lightwood, con su larga melena negra y brillante cayéndole hasta la cintura. Llevaba botas negras de ante hasta las rodillas, vaqueros ajustados y un top de seda roja con el acostumbrado colgante rojo en el cuello, brillando oscuramente.

—¿Isabelle? —Jordan no pudo disimular la sorpresa en su voz, o, sospechaba, la decepción.

—Sí, bueno, yo tampoco te buscaba a ti —dijo ella, y se metió en el apartamento. Olía a cazadora de sombras, un olor como de vidrio calentado por el sol, y, bajo eso, un perfume de rosas—. Busco a Simon.

Jordan la miró con ojos entrecerrados.

—Son las dos de la madrugada.

Isabelle se encogió de hombros.

—Es un vampiro.

—Pero yo no.

—¡Ohhh! —Se le curvaron las comisuras de los rojos labios—. ¿Te he despertado? —Le movió el primer botón de la bragueta del pantalón, y le rozó el estómago con la punta de la uña. Jordan notó que se le tensaban los músculos. Izzy era espectacular, no se podía negar. También daba un poco de miedo. Se preguntó cómo el sencillo Simon conseguía arreglárselas con ella—. Quizá quieras abrocharte bien. Bonito bóxer, por cierto. —Pasó ante él, hacia el cuarto de Simon. Jordan la siguió, abotonándose los pantalones y mascullando que no había nada raro en llevar un dibujo de pingüinos bailarines en la ropa interior.

Isabelle metió la cabeza en la habitación de Simon.

—No está. —Cerró la puerta y se apoyó en la pared, mirando a Jordan—. ¿Has dicho que eran las dos?

—Sí. Seguramente estará en casa de Clary. Últimamente duerme allí muchas noches.

Isabelle se mordisqueó el labio.

—De acuerdo. Claro.

Jordan estaba comenzando a notar esa sensación ocasional de estar diciendo algo desafortunado, sin saber exactamente lo que era.

—¿Has venido aquí por algo? Quiero decir, ¿ha ocurrido algo? ¿Algo va mal?

—¿Mal? —Isabelle alzó las manos—. Quieres decir aparte de que mi hermano haya desaparecido y probablemente le haya lavado el cerebro un demonio malvado que asesinó a mi otro hermano, y que mis padres se van a divorciar, y que Simon está con Clary…

Se calló de golpe y pasó ante Jordan al salón. Él corrió tras ella. Cuando la alcanzó, ella ya estaba en la cocina, rebuscando en los estantes del armario.

—¿Tienes algo de beber? ¿Un buen Barolo? ¿Sagrantino?

Jordan la cogió por los hombros y la sacó suavemente de la cocina.

—Siéntate —le dijo—. Te traeré un tequila.

—¿Tequila?

—Es lo que hay. Eso y jarabe para la tos.

Isabelle agitó una mano, displicente, mientras se sentaba en uno de los taburetes ante la barra de la cocina. Él habría esperado que tuviera las uñas largas y pintadas de rojo o rosa, perfectas, que cuadraran con el resto de su persona, pero no… era una cazadora de sombras. Tenía las manos con cicatrices, las uñas cortas y cuadradas. En la mano derecha le brillaba oscura la runa de visión.

—Muy bien.

Jordan cogió la botella de Cuervo, la destapó y le sirvió un chupito. Le acercó el vaso por la barra. Ella lo vació al instante, hizo una mueca y dejó el vaso golpeando la barra.

—No es suficiente —dijo Isabelle; alargó la mano y le quitó la botella. Echó la cabeza atrás y tomó uno, dos, tres tragos. Cuando dejó la botella, tenía las mejillas rojas.

—¿Dónde has aprendido a beber así? —Jordan no estaba seguro de si debía estar impresionado o asustado.

—En Idris se puede empezar a beber a los quince años. Aunque nadie presta atención. Llevo bebiendo vino mezclado con agua, igual que mis padres, desde que era niña. —Isabelle se encogió de hombros. Al gesto le faltó un poco de su fluida coordinación habitual.

—De acuerdo. Bien, ¿quieres que le pase algún mensaje a Simon o hay algo que pueda decirle o…?

—No. —Echó otro trago de la botella—. Me he hinchado de licor y he venido a hablar con él, y claro, está en casa de Clary. Qué sorpresa.

—Creía que habías sido tú quien le dijo que debería ir allí.

—Sí. —Isabelle jugueteaba con la etiqueta de la botella de tequila—. Lo hice.

—Bien —repuso Jordan, en lo que pensó que era un tono sensato—. Dile que deje de hacerlo.

—No puedo hacer eso. —Parecía agotada—. Se lo debo a Clary.

Jordan se apoyó en la barra de la cocina. Se sentía un poco como un camarero en un programa de la tele, sirviendo sabios consejos.

—¿Qué le debes?

—La vida —contestó Isabelle.

Jordan se quedó parado. Eso iba un poco más allá de ser camarero y de su capacidad para dar consejos.

—¿Te salvó la vida?

—Salvó la vida de Jace. Podría haberle pedido cualquier cosa al ángel Raziel, y salvó a mi hermano. Hay muy poca gente en la que yo haya confiado nunca. Confiar de verdad. Mi madre, Alec, Jace y Max. Ya he perdido a uno de ellos. Clary es lo único que impidió que perdiera a otro.

—¿Crees que alguna vez podrás confiar en alguien que no sea de tu familia?

—Jace no es de mi familia. No realmente. —Isabelle evitó la mirada del chico.

—Ya sabes a lo que me refiero —insistió éste, echando una significativa mirada hacia el cuarto de Simon.

Izzy frunció el ceño.

—Los cazadores de sombras se rigen por un código de honor, licántropo —soltó, y por un momento fue toda arrogancia de nefilim; Jordan recordó por qué había tantos subterráneos a los que no les caían bien—. Clary salvó a un Lightwood. Le debo la vida. Si no puedo darle eso, y no sé de qué le iba a servir, puedo darle cualquier cosa que la haga ser menos desgraciada.

—No puedes darle a Simon. Él es una persona, Isabelle. Va a donde quiere.

—Sí —repuso ella—. Bueno, no parece molestarle ir a donde ella está, ¿verdad?

Jordan vaciló. Había algo en lo que decía Isabelle que resultaba raro, pero tampoco estaba totalmente equivocada. Simon tenía con Clary una tranquilidad que no parecía tener con nadie más. Como sólo se había enamorado de una chica en su vida, y como seguía enamorado de ella, Jordan no se consideraba cualificado para ofrecer consejos en ese tema, aunque recordaba a Simon advirtiéndole, con ironía, de que Clary tenía «la bomba nuclear de los novios». Jordan no estaba seguro de si bajo esa ironía se habían ocultado los celos. Tampoco estaba seguro de si alguna vez se podía olvidar totalmente a la primera chica que se había amado. Sobre todo si la tenías delante todos los días.

Isabelle chasqueó los dedos.

—Eh, tú. ¿Me estás escuchando? —Inclinó la cabeza hacia un lado y lo miró con dureza—. ¿Y qué pasa contigo y Maia?

—Nada. —Esa sola palabra decía muchísimo—. No estoy seguro de si alguna vez dejará de odiarme.

—Puede que no —contestó ella—. Tiene razones para hacerlo.

—Gracias.

—Nunca doy falsas esperanzas —repuso Izzy, y apartó la botella de tequila. Los ojos con que miraba a Jordan eran oscuros y animados—. Ven aquí, chico lobo.

Había bajado la voz. Era suave, seductora. Jordan tragó saliva al notarse, de repente, la garganta seca. Recordó haber visto a Isabelle con su vestido rojo en el exterior de la Fundición y haber pensado: «Ésa es la chica con la que Simon estaba engañando a Maia». Ninguna de ellas daba la impresión de ser la clase de chica a la que se podía engañar y seguir viviendo después de ello.

Y tampoco ninguna de ellas era la clase de chica a la que se le decía no. Con cautela, Jordan rodeó la barra hacia Isabelle. Estaba a un par de pasos de ella cuando ésta le agarró por las muñecas y tiró de él hacia sí. Le subió las manos por los brazos, por la curva de los bíceps y los músculos de los hombros. El corazón de Jordan se aceleró. Notaba el calor que manaba de ella, y olía su perfume y el tequila.

—Estás muy bueno —dijo ella. Le puso las manos planas sobre el pecho—. Ya lo sabes, ¿verdad?

Jordan se preguntó si ella le notaría los latidos del corazón a través de la camisa. Sabía cómo lo miraban las chicas por la calle, y también algunos chicos; sabía lo que veía en el espejo todos los días, pero nunca se había parado a pensar en ello. Había estado centrado en Maia desde hacía tanto que nunca parecía que nada le importara más allá de si ella lo encontraría atractivo si se volvían a ver. Le habían tirado los tejos muchas veces, pero nunca chicas con el aspecto de Isabelle, y nunca de una forma tan directa. Se preguntó si ella lo besaría. Maia era la única persona a la que había besado desde los quince años. Pero la cazadora de sombras lo estaba mirando, y sus ojos eran grandes y oscuros, y sus labios estaban un poco abiertos y eran del color de las fresas. Se preguntó si, en caso de que lo besara, sabrían a fresa.

—Y no me importa —dijo ella.

—Isabelle, no creo que… Espera. ¿Qué?

—Debería importarme —continuó ella—. Quiero decir que hay que pensar en Maia, así que tal vez no te arrancaría la ropa alegremente de todas formas, pero la cuestión es que no quiero. Por lo general, querría.

—Ah —repuso Jordan. Se sintió aliviado, y también con una ligerísima decepción—. Bien… ¿eso es bueno?

—Pienso en él todo el rato —explicó ella—. Es horrible. Nunca me había pasado nada igual.

—¿Te refieres a Simon?

—Cabrón esmirriado y mundano —replicó ella y sacó las manos del pecho de Jordan—. Excepto que no lo es. Esmirriado, ya no. O mundano. Y me gustar pasar el rato con él. Me hace reír. Y me gusta cómo sonríe. ¿Sabes?, un lado de la boca se le sube y el otro… Bueno, vives con él. Debes de haberte fijado.

—No mucho, la verdad —contestó Jordan.

—Lo echo de menos cuando no lo tengo cerca —confesó Isabelle—. Pensaba… No sé, después de lo que pasó aquella noche con Lilith, las cosas cambiaron entre nosotros. Pero ahora está siempre con Clary. Y ni siquiera me puedo enfadar con ella.

—Tú has perdido a tu hermano.

Ella lo miró.

—¿Qué?

—Bueno, está haciendo todo lo que puede para que Clary se sienta mejor porque ella ha perdido a Jace —explicó Jordan—. Pero Jace es tu hermano. ¿No debería Simon estar haciendo todo lo posible para que tú también te sintieras mejor? Quizá no tendrías que enfadarte con ella, pero podrías enfadarte con él.

Isabelle lo miró un buen rato.

—Pero no somos nada —repuso ella—. No es mi novio. Sólo me gusta. —Frunció el ceño—. Mierda. No puedo creer lo que acabo de decir. Debo de estar más borracha de lo que pensaba.

—Ya lo he supuesto por lo que estabas diciendo antes. —Jordan le sonrió.

Ella no le devolvió la sonrisa, pero entornó los ojos mirándolo.

—No estás nada mal —dijo—. Si quieres, le puedo hablar bien de ti a Maia.

—No, gracias —contestó el chico, que no estaba seguro de qué entendería Izzy por hablar bien de alguien y no quería averiguarlo—. ¿Sabes?, cuando pasas por un mal momento, es normal querer estar con la persona que… —iba a decir «amas», se dio cuenta de que ella no había empleado esa palabra y cambió de tercio— te gusta. Pero no creo que Simon sepa lo que sientes por él.

Ella volvió a abrir mucho los ojos.

—¿Habla de mí?

—Cree que eres muy fuerte —contó Jordan—. Y que no le necesitas. Creo que se siente… superfluo en tu vida. Como si pensaras qué puede darte él cuando ya eres perfecta, o por qué ibas a querer a un tío como él. —Parpadeó; no había tenido intención de salir con ésas, y no estaba seguro de cuánto de eso era aplicable a Simon y cuánto a él y a Maia.

—¿Quieres decir que debería contarle lo que siento? —preguntó Isabelle con una vocecita.

—Sí. Sin duda. Dile lo que sientes.

—De acuerdo. —Agarró la botella de tequila y dio otro trago—. Iré ahora mismo a casa de Clary y se lo diré.

Un brote de alarma nació en el pecho de Jordan.

—No puedes. Son casi las tres de la madrugada…

—Si espero, perderé el valor —contestó ella, en ese tono razonable que sólo la gente borracha emplea. Dio otro trago a la botella—. Sólo iré allí, llamaré a la ventana y le diré lo que siento.

—¿Sabes cuál es la ventana de Clary?

Ella cruzó los ojos.

—Nooo.

A Jordan le pasó por la cabeza la horrible imagen de una Isabelle borracha despertando a Jocelyn y a Luke.

—Isabelle, no. —Fue a cogerle la botella de tequila, pero ella se la apartó de las manos.

—Creo que estoy cambiando de opinión sobre ti —dijo ella en un tono medio amenazador, que habría sido mucho más inquietante si Izzy hubiera podido centrar la mirada directamente en él—. Después de todo, no me caes tan bien. —Se puso en pie, se miró los pies con expresión sorprendida… y se fue hacia atrás. Sólo los rápidos reflejos de Jordan le permitieron sujetarla antes de que aterrizara en el suelo.

7 Cambio ante el mar

Clary ya iba por su tercera taza de café en Taki’s cuando por fin apareció Simon. Llevaba vaqueros, una sudadera roja con la cremallera subida (¿para qué molestarse con abrigos de lana cuando no se siente el frío?) y botas de hebillas. La gente se volvía para mirarlo mientras él serpenteaba entre las mesas hacia ella. Simon había mejorado mucho desde que Isabelle se había comenzado a meter con la ropa que usaba, pensó Clary mientras él iba hacia ella. Tenía copos de nieve en el negro cabello, pero mientras que las mejillas de Alec habían estado escarlata del frío, las de Simon seguían pálidas y sin color. Se sentó ante ella y la miró con ojos inquisitivos y brillantes.

—Técnicamente, te he enviado un mensaje de texto. —Le pasó la carta por la mesa y la abrió en la página para vampiros. Ella le echó una mirada, pero la idea de pudin de sangre y batidos de sangre la hizo estremecerse—. Espero no haberte despertado.

—Oh, no —contestó él—. No te creerías dónde he estado… —Su voz se fue apagando al fijarse en la expresión de Clary—. Eh. —Y ya le había puesto los dedos bajo la barbilla, para alzarle el rostro. La diversión había desaparecido de sus ojos, reemplazada por la preocupación—. ¿Qué ha pasado? ¿Más noticias de Jace?

—¿Ya sabéis qué queréis? —Era Kaelie, el hada de ojos azules que le había dado a Clary la campanita de la reina Seelie. Miró a la pelirroja y sonrió, una sonrisa de superioridad que hizo que ésta apretara los dientes.

Clary pidió un trozo de tarta de manzana; Simon, una mezcla de chocolate caliente y sangre. Kaelie se llevó las cartas, y Simon miró preocupado a su amiga. Ésta respiró hondo y le explicó lo que había pasado esa noche, con todo detalle: la aparición de Jace, lo que le había pedido, el enfrentamiento en el salón y lo que le había ocurrido a Luke. Le explicó lo que Magnus había dicho sobre los huecos dimensionales y los otros mundos, y que no había manera de rastrear a alguien oculto en un hueco dimensional o de enviarle un mensaje. Los ojos de Simon se fueron ensombreciendo al oírla y, al final de la historia, tenía la cabeza entre las manos.

—¿Simon? —Clary le tocó el hombro. Kaelie ya había vuelto y se había marchado, dejando la comida, que no tocaban—. ¿Qué pasa? ¿Es por Luke…?

—Es culpa mía. —La miró, con los ojos secos. Los vampiros lloraban lágrimas mezcladas con sangre, pensó ella; lo había leído en alguna parte—. Si no hubiera mordido a Sebastian…

—Lo hiciste por mí. Para que siguiera viviendo —repuso Clary con voz tranquila—. Me salvaste la vida.

—Y tú me la has salvado a mí seis o siete veces. Parecía lo justo. —Se le quebró la voz; ella lo recordó vomitando la sangre negra de Sebastian, de rodillas en el jardín de la azotea.

—Repartirnos las culpas no nos lleva a ninguna parte —afirmó ella—. Y no es por eso por lo que te he hecho venir hasta aquí; no era para contarte lo que ha pasado. Quiero decir, te lo habría dicho de todas formas, pero habría esperado a mañana si no fuera porque…

Él la miró inquieto y dio un trago a su batido.

—¿Si no fuera porque qué?

—Tengo un plan.

—Me lo temía —repuso él con un gruñido.

—Mis planes no son terribles.

—Los planes de Isabelle son terribles. —La apuntó con el dedo—. Los tuyos son suicidas. En el mejor de los casos.

Ella se recostó en el asiento con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Quieres oírlo o no? Tendrás que guardarme el secreto.

—Antes me arrancaría los ojos con un tenedor que contar tus secretos —dijo Simon, y luego la miró con ansiedad—. Espera un momento. ¿Crees que hará falta llegar a eso?

—No lo sé. —Clary se cubrió el rostro con las manos.

—Cuéntamelo y ya está. —Simon parecía resignado.

Con un suspiro, Clary se sacó una bolsita de terciopelo del bolsillo y le dio la vuelta sobre la mesa. Cayeron dos anillos de oro, que repicaron suavemente.

Simon los miró, confuso.

—¿Quieres casarte?

—No seas idiota. —Se inclinó hacia él y bajó la voz—. Simon, éstos son los anillos que quiere la reina Seelie.

—Pensaba que habías dicho que no habías llegado a cogerlos… —Se cortó y la miró a los ojos.

—Mentí. Los cogí. Pero después de ver a Jace en la biblioteca, no quería dárselos a la reina. Tenía la sensación de que podríamos acabar necesitándolos. Y me di cuenta de que ella nunca nos dará ninguna información realmente útil. Los anillos parecían de más ayuda que un segundo asalto con la reina.

Simon los cogió y los ocultó cuando Kaelie pasó cerca.

—Clary, no puedes coger cosas que quiere la reina Seelie y quedártelas. Como enemiga, puede ser muy peligrosa.

Ella le lanzó una mirada suplicante.

—¿No podríamos al menos ver si funcionan?

Él suspiró y le pasó uno de los anillos; lo notaba ligero, pero era tan suave como el oro auténtico. Por un momento, Clary pensó preocupada si le cabría, pero en cuanto se lo metió en el índice, pareció amoldársele a la forma del dedo hasta que se le acopló perfectamente al espacio de la falange. Vio que Simon se miraba la mano derecha y se dio cuenta de que a él le había pasado lo mismo.

—Y supongo que ahora nos hablamos —dijo él—. Dime algo. Ya sabes, con la mente.

Clary miró a Simon, y absurdamente se sintió como si le hubiera pedido que actuara en una obra de la que no se supiera el guión.

«¿Simon?»

Simon parpadeó sorprendido.

—Creo que… ¿Puedes volver a hacerlo?

Esa vez, Clary se concentró y trató de centrar la mente en Simon, en cómo era Simon, en su manera de pensar, en la sensación de oír su voz, en su proximidad. Sus susurros, sus secretos, y la forma en que la hacía reír.

«Bien —pensó como charlando—, ahora que estoy en tu cabeza, ¿quieres ver algunas imágenes mentales de Jace desnudo?»

Simon pegó un bote.

—¡Lo he oído! Y no.

A Clary le bulló la excitación en las venas; funcionaba.

—Piensa tú algo.

Le costó menos de un segundo. Oyó a Simon, de la misma manera que había oído al hermano Zachariah, una voz sin sonido dentro de la cabeza.

«¿Lo has visto desnudo?»

«Bueno, no del todo. Pero…»

—Ya basta —dijo él en voz alta, y aunque su tono estaba entre la diversión y la ansiedad, los ojos le brillaban—. Funcionan. Funcionan de verdad.

Clary se inclinó hacia él.

—Entonces, ¿puedo contarte mi idea?

Él tocó el anillo, palpando con los dedos sus delicados trazos, los nervios de las hojas talladas.

—No. En absoluto.

—Simon —insistió ella—. Es un plan perfectamente bueno.

—¿El plan en el que sigues a Jace y a Sebastian a un hueco dimensional desconocido y empleamos los anillos para comunicarnos para que los que estamos aquí, en la dimensión normal de la Tierra, podamos localizarte? ¿Ese plan?

—Sí.

—No —replicó él—. No lo es.

Clary se apoyó en el respaldo del asiento.

—No puedes decir que no.

—¡Ese plan tiene que ver conmigo! ¡Puedo decir que no! ¡No!

—Simon…

El vampiro dio unas palmaditas en el asiento junto a él, como si hubiera alguien sentado.

—Déjame que te presente a mi buen amigo No.

—Quizá podríamos llegar a un compromiso —sugirió ella, mientras le daba un bocado a la tarta.

—No.

—SIMON.

—«No» es una palabra mágica —dijo él—. Funciona así. Tú dices: «Simon, tengo un plan suicida y desquiciado. ¿Te gustaría ayudarme a ponerlo en práctica? y yo digo: «Oh, no».

—Lo haré de todas formas.

Él la miró fijamente desde el otro lado de la mesa.

—¿Qué?

—Lo haré tanto si me ayudas como si no lo haces —afirmó ella—. Aunque no pueda usar los anillos, seguiré a Jace a donde esté y trataré de enviaros algo escapándome, buscando un teléfono o lo que sea. Si es posible, lo haré, Simon. Pero tendré más oportunidades de sobrevivir si me ayudas. Y tú no corres ningún riesgo.

—No me importa correr riesgos —siseó él—. ¡Me importa lo que te pase a ti! Maldita sea, soy prácticamente indestructible. Déjame ir a mí. Tú te quedas aquí.

—Sí —replicó Clary—, y a Jace eso no le parecerá nada raro. Puedes decirle que siempre le has amado en secreto y que no puedes soportar estar lejos de él.

—Le podría decir que lo he pensado y que estoy totalmente de acuerdo con la filosofía de Sebastian y suya, y que he decidido unirme a ellos.

—Ni siquiera sabes cuál es su filosofía.

—Eso es cierto. Tendría más suerte diciéndole que estoy enamorado de él. De todas formas, Jace cree que todo el mundo está enamorado de él.

—Pero yo —insistió Clary— lo estoy de verdad.

Simon la miró durante mucho rato, en silencio.

—Hablas en serio —admitió finalmente—. Lo vas a hacer. Sin mí…, sin ninguna red de seguridad.

—No hay nada que no hiciera por Jace.

Simon echó la cabeza hacia atrás sobre el asiento de plástico. La Marca de Caín le brillaba de un plateado pálido contra la piel.

—No digas eso.

—¿No harías cualquier cosa por la gente que amas?

—Haría casi cualquier cosa por ti —contestó Simon en voz baja—. Moriría por ti. Lo sabes. Pero ¿sería capaz de matar a alguien, a alguien inocente? ¿Y qué pasa con un montón de vidas inocentes? ¿Y todo el mundo? ¿Es realmente amor decirle a alguien que si hay que elegir entre él y todas las otras vidas sobre el planeta, le escogerías? ¿Es ése… no sé… un amor con algún tipo de moral?

—El amor no es moral o inmoral —contestó Clary—. Sólo es.

—Lo sé —repuso Simon—. Pero los actos que cometemos en nombre del amor sí que son morales o inmorales. Y por lo general no suele importar. Por lo general, por mucho que yo piense que Jace es un pesado, él nunca te pediría que hicieras nada que fuera en contra de tu forma de ser. Ni por él, ni por nadie. Pero él ya no es exactamente Jace, ¿no? Y no sé, Clary. No sé lo que te podría pedir que hicieras.

La chica se acodó en la mesa; de repente se sentía muy cansada.

—Quizá no sea Jace, pero es lo más parecido a Jace que tengo. No se puede recuperar a Jace sin él. —Miró directamente a Simon—. ¿O me estás diciendo que no hay esperanzas?

Se hizo un largo silencio. Clary podía ver la sinceridad innata de Simon luchando contra su deseo de proteger a su mejor amiga.

—No he dicho eso —contestó él finalmente—. Sigo siendo judío, ya sabes, incluso siendo vampiro. En mi corazón, recuerdo y creo, incluso en las palabras que no puedo pronunciar. D… —Se atragantó y tragó saliva—. Él hizo un pacto con nosotros, igual que los cazadores de sombras creen que Raziel hizo un pacto con ellos. Y creemos en sus promesas. Por lo tanto, nunca perdemos la esperanza, hatikva, porque si mantienes viva la esperanza, ella te mantiene vivo a ti. —Parecía ligeramente avergonzado—. Mi rabino solía decir eso.

Clary le puso la mano sobre la suya. Muy rara vez hablaba de religión con ella o con nadie, aunque ella sabía que era creyente.

—¿Quiere decir eso que aceptas?

Él gruñó.

—Creo que quiere decir que me has aplastado el espíritu y me has ganado.

—Fantástico.

—Claro que te darás cuenta de que me deja en la posición de ser yo quien se lo diga a los demás: a tu madre, Luke, Alec, Izzy, Magnus…

—Supongo que no debería haber dicho que no correrás ningún riesgo —repuso Clary irónica.

—Es cierto —afirmó Simon—. Cuando tu madre me esté royendo el tobillo como una mamá osa furiosa separada de su cachorro, recuerda que lo hago por ti.


Jordan acababa de dormirse cuando empezaron de nuevo a llamar a la puerta. Se dio la vuelta gruñendo. El reloj marcaba las cuatro de la madrugada, en parpadeantes números amarillos.

Más golpes. El chico se levantó a regañadientes, se puso los vaqueros y salió tambaleante al pasillo. Medio dormido, abrió la puerta.

—Mira…

Las palabras murieron en sus labios. En el pasillo estaba Maia. Iba vestida con vaqueros y una chaqueta de cuero de color caramelo, y se recogía el cabello en la nuca con unos palillos chinos de bronce. Un solitario rizo le caía por la sien. Jordan sintió que los dedos le cosquilleaban con el deseo de metérselo tras la oreja. En vez de eso, prefirió meter las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—Bonita camisa —soltó ella, lanzándole una seca mirada al pecho desnudo. Llevaba una mochila al hombro. Por un momento, a él le dio un vuelco el corazón. ¿Se marchaba de la ciudad? ¿Se marchaba para alejarse de él?—. Mira, Jordan…

—¿Quién es? —La voz detrás del chico era ronca, tan revuelta como la cama de la que seguramente acababa de levantarse. Jordan vio a Maia quedarse con la boca abierta, y miró hacia atrás. Vio a Isabelle, sólo con una de las camisetas de Simon, detrás de él, frotándose los ojos.

Maia cerró la boca de golpe.

—Soy yo —respondió en un tono no especialmente amistoso—. ¿Estás… con Simon?

—¿Qué? No. Simon no está —respondió. Jordan quiso matarla: «Cierra el pico, Isabelle»—. Está… —Hizo un gesto vago—. Por ahí.

Maia enrojeció.

—Huele a bar ahí dentro.

—El tequila barato de Jordan —explicó Isabelle gesticulando con la mano—. Ya sabes…

—¿Y ésa es también su camisa? —preguntó Maia.

Isabelle se miró a sí misma, y luego de nuevo a la licántropa. Tarde, pareció darse cuenta de lo que estaba pensando la otra chica.

—Oh, no, Maia…

—Así que primero Simon me engaña contigo, y ahora Jordan y tú…

—Simon —le cortó Isabelle— también me engañó a mí contigo. Además, no pasa nada entre Jordan y yo. He venido a ver a Simon, pero no estaba aquí, así que he decidido quedarme en su cuarto. Y voy a volver ahí ahora.

—No —repuso Maia secamente—. No lo hagas. Olvídate de Simon y de Jordan. Lo que tengo que decir también tienes que oírlo tú.

Isabelle se quedó parada, con una mano en la puerta de la habitación de Simon, mientras su rostro arrebolado de sueño iba palideciendo.

—Jace —dijo—. ¿Por eso estás aquí?

Maia asintió.

Isabelle se desplomó contra la puerta.

—¿Está…? —Se le quebró la voz. Comenzó de nuevo—. ¿Lo han encontrado…?

—Ha vuelto —contestó Maia—. A buscar a Clary. —Calló un momento—. Iba con Sebastian. Hubo una pelea, y Luke resultó herido. Se está muriendo.

Isabelle hizo un ruidito seco con la garganta.

—¿Jace? ¿Jace hirió a Luke?

Maia evitó mirarla a los ojos.

—No sé qué pasó exactamente. Sólo que Jace y Sebastian aparecieron para buscar a Clary y que lucharon. Luke está herido.

—Clary…

—Está bien. Está en casa de Magnus con su madre. —Maia se volvió hacia Jordan—. Magnus me ha llamado y me ha pedido que viniera a verte. Ha tratado de localizarte, pero no ha podido. Quiere que le pongas en contacto con el Praetor Lupus.

—Ponerle en contacto con… —Jordan negó con la cabeza—. No puedes llamar a los Praetor. No es como marcar un número de teléfono.

Maia se cruzó de brazos.

—Bueno, entonces, ¿cómo te pones en contacto con ellos?

—Tengo un supervisor. Él contacta conmigo cuando quiere, o lo puedo llamar si hay alguna emergencia…

—Esto es una emergencia. —Maia colgó los pulgares en las trabillas de los pantalones—. Luke podría morir, y Magnus dice que los Praetor quizá tengan información que pueda ayudarle. —Miró a Jordan con los ojos grandes y oscuros. Él pensó que debería decírselo. Decirle que a los Praetor no les gustaba involucrarse en asuntos de la Clave; que se mantenían al margen y se ocupaban de su misión: ayudar a los subterráneos. No había ninguna garantía de que quisieran ayudar, y lo más seguro era que les molestara que se lo pidieran.

Pero Maia se lo estaba pidiendo a él. Eso era algo que podía hacer por ella y que tal vez fuera un paso en el largo camino de resarcirla por lo que le había hecho.

—De acuerdo —contestó—. Entonces iremos a la central y nos presentaremos en persona. Están en el North Fork de Long Island. Bastante lejos de aquí. Podemos coger mi camioneta.

—Bien. —Maia alzó más su mochila—. He pensado que quizá tuviéramos que ir a alguna parte; por eso me he traído mis cosas.

—Maia. —Era Isabelle. Llevaba tanto rato sin decir nada que Jordan casi había olvidado que estaba allí; se volvió y la vio apoyada contra la pared, junto a la puerta del cuarto de Simon. Se rodeaba con los brazos como si tuviera frío—. ¿Está bien?

Maia hizo una mueca de dolor.

—¿Luke? No, no…

—Jace. —La voz de Isabelle era ahogada—. ¿Está bien Jace? ¿Lo han herido, o cogido, o…?

—Está bien —respondió la otra secamente—. Y se ha ido. Ha desaparecido con Sebastian.

—¿Y Simon? —Isabelle miró a Jordan—. Has dicho que estaba con Clary…

Maia negó con la cabeza.

—No estaba. No estuvo allí. —Apretaba la tira de la mochila—. Pero hay algo que sí sabemos, y no os va a gustar. Jace y Sebastian están conectados de algún modo. Si hieres a Jace, hieres a Sebastian. Mata a Jace y Sebastian morirá. Y viceversa. Información directa de Magnus.

—¿Lo sabe la Clave? —preguntó Isabelle al instante—. No se lo han dicho a la Clave, ¿verdad?

—Aún no —contestó Maia.

—Lo descubrirán —repuso Izzy—. Toda la manada lo sabe. Alguien se lo dirá. Y luego habrá una persecución a muerte. Lo matarán sólo para matar a Sebastian. De cualquier forma lo matarán. —Se pasó las manos por el cabello negro—. Quiero ver a Alec.

—Bien, me alegro —dijo Maia—. Porque después de que Magnus me llamara, me ha enviado un mensaje de texto. Decía que le daba la sensación de que estarías aquí, y que tenía un mensaje para ti. Quiere que vayas inmediatamente a su apartamento de Brooklyn.


Estaba helando; hacía tanto frío que hasta la runa thermis que se había dibujado y la fina parka que había cogido del armario de Simon no hacían mucho para evitar que Isabelle estuviera temblando cuando abrió la puerta del edificio donde se encontraba el apartamento de Magnus y entró.

Después de que le abrieran la otra puerta, se dirigió hacia arriba, rozando con la mano la astillada barandilla. En parte quería correr escaleras arriba, sabiendo que Alec estaba allí y que entendería cómo se sentía. Por otro lado, la parte que había ocultado el secreto de sus padres a sus hermanos durante toda la vida, quería acurrucarse en el descansillo y quedarse sola con su desgracia. Ésa era la parte de ella que odiaba confiar en nadie (porque ¿acaso no iban a acabar decepcionándola?), y se sentía orgullosa de decir que Isabelle Lightwood no necesitaba a nadie, y era también la parte que le recordó que estaba allí porque ellos le habían pedido que fuera. Ellos la necesitaban.

A Isabelle no le importaba que la necesitaran. Lo cierto era que le gustaba. Por eso le había costado encariñarse con Jace cuando éste había atravesado por primera vez el Portal desde Idris, un chico delgaducho de diez años con angustiados ojos de un pálido color dorado. Alec se había mostrado encantado con él al instante, pero a Isabelle le había molestado su serenidad. Cuando su madre le había dicho que el padre de Jace había sido asesinado delante de él, ella se lo había imaginado acercándosele lloroso, en busca de consuelo e incluso consejo. Pero él no había parecido necesitar a nadie. Incluso a los diez años ya tenía un ingenio agudo y a la defensiva, y un genio ácido. La verdad era que Isabelle había pensado, decepcionada, que los dos eran iguales.

Al final, su actividad de cazadores de sombras era lo que los había unido; un amor compartido por las armas afiladas, los brillantes cuchillos serafines, el doloroso placer de las Marcas ardientes o la rapidez sin pensamiento de la batalla. Cuando Alec había querido ir a cazar únicamente con Jace, dejando atrás a Izzy, Jace había hablado a su favor: «La necesitamos a nuestro lado; es lo mejor que hay. Aparte de mí, claro».

Lo había querido por eso.

Ya había llegado a la puerta del apartamento de Magnus. La luz manaba por la rendija de abajo, y oyó el murmullo de voces. Empujó la puerta, y una ola de calor la envolvió. Entró agradecida.

El calor procedía de un fuego que bailoteaba en la chimenea, aunque no había tiros de chimenea en el edificio y el fuego tenía el tono azul verdoso de las llamas mágicas. Magnus y Alec se hallaban sentados en uno de los sofás delante del hogar. Cuando ella entró, su hermano alzó la mirada y la vio, entonces se puso de pie a toda prisa y cruzó descalzo la sala para abrazarla. Vestía sólo con unos pantalones de chándal negros y una camiseta blanca con el cuello roto.

Por un momento, ella permaneció entre sus brazos, oyendo sus latidos, mientras él le palmeaba con algo de torpeza la espalda.

—Izzy —dijo Alec—. Todo irá bien, Izzy.

Ella se apartó de él, enjugándose los ojos. Dios, cómo odiaba llorar.

—¿Cómo puedes decir eso? —replicó—. ¿Cómo puede ir algo bien después de esto?

—Izzy. —Alec le echó el cabello tras un hombro y se lo estiró suavemente. A ella le recordó los años en que solía llevar el cabello recogido en dos trenzas y Alec le tiraba de ellas, con bastante menos suavidad que en ese momento—. No te hundas. Te necesitamos. —Bajó la voz—. Además, ¿sabes que hueles a tequila?

Isabelle miró a Magnus, que los observaba desde el sofá con sus inescrutables ojos de gato.

—¿Dónde está Clary? —preguntó ella—. ¿Y su madre? Creía que estaban aquí.

—Durmiendo —contestó Alec—. Nos ha parecido que necesitaban descansar.

—¿Y yo no?

—¿Has visto a tu prometido o a tu padrastro a punto de morir delante de ti? —preguntó Magnus con sequedad. Llevaba puesto un pijama de rayas y un batín de seda negra por encima—. Isabelle Lightwood —dijo mientras se inclinaba hacia delante y entrecruzaba las manos—, como Alec ha dicho, te necesitamos.

Isabelle se cuadró de hombros.

—¿Me necesitáis para qué?

—Para ir a ver a las Hermanas de Hierro —respondió Alec—. Necesitamos una arma que pueda separar a Jace de Sebastian y nos permita herirlos por separado… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Para que se pueda matar a Sebastian sin matar a Jace. Y sólo es cuestión de tiempo antes de que la Clave se entere de que Jace no es prisionero de Sebastian, sino que trabaja con él…

—No es Jace —protestó Isabelle.

—Puede que no sea él —replicó Magnus—, pero si muere, tu Jace muere con él.

—Como sabes, las Hermanas de Hierro sólo hablan con mujeres —dijo Alec—. Y Jocelyn no puede ir sola porque ya no es una cazadora de sombras.

—¿Y Clary?

—Aún está entrenándose. No sabrá qué preguntas concretas formularles, ni la forma adecuada de dirigirse a ellas. Pero Jocelyn y tú sí. Y Jocelyn dice que ya ha estado allí antes; puede guiarte cuando crucéis por el Portal hasta donde se hallan las salvaguardas de la Ciudadela Infracta. Ambas partiréis por la mañana.

Isabelle se lo pensó. La idea de tener, por fin, algo que hacer, algo definido, activo e importante, era un alivio. Habría preferido que su tarea tuviera que ver con matar demonios o cortarle las piernas a Sebastian, pero eso era mejor que nada. Las leyendas que rodeaban la Ciudadela Infracta la hacían parecer un lugar distante y sobrecogedor, y a las Hermanas de Hierro aún se las veía menos que a los Hermanos Silenciosos. Isabelle no había visto nunca a ninguna.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.

Alec sonrió por primera vez desde que ella había llegado, y le alborotó el cabello.

—Ésta es mi Isabelle.

—Para. —Ella se apartó de su alcance y vio a Magnus sonriendo divertido desde el sofá, mientras se incorporaba pasándose la mano por el negro cabello de punta, ya de por sí explosivo.

—Tengo tres habitaciones de más —dijo—. Clary está en una, y su madre en la otra. Te enseñaré la tercera.

Todas las habitaciones daban a un pasillo estrecho y sin ventanas que partía del salón. Dos de las puertas estaban cerradas; Magnus llevó a Isabelle a la tercera, que daba al interior de un dormitorio con las paredes pintadas de rojo intenso. Unas cortinas negras colgaban de barras de plata sobre las ventanas, sujetas con esposas. La colcha tenía un dibujo de corazones rojo oscuro.

Isabelle echó un vistazo alrededor. Se sentía inquieta y nerviosa, y sin ningunas ganas de dormir.

—Bonitas esposas. Ya veo por qué no metiste aquí a Jocelyn.

—Necesitaba algo para sujetar las cortinas. —Magnus se encogió de hombros—. ¿Tienes algo que ponerte para dormir?

Isabelle asintió, sin querer admitir que llevaba con ella la camiseta de Simon que había cogido en su apartamento. Los vampiros no olían a nada, pero la camiseta aún conservaba un leve y consolador aroma a su jabón de ropa.

—Se me hace raro —comentó—. Tú pidiéndome que venga aquí de inmediato, sólo para meterme en la cama y decirme que empezamos mañana.

Magnus se apoyó en la pared junto a la puerta, con los brazos cruzados, y la miró con sus ojos de gato. A Isabelle le recordó, por un momento, a Iglesia, pero menos propenso a morder.

—Amo a tu hermano —repuso él—. Lo sabes, ¿no?

—Si quieres mi permiso para casarte con él, adelante —dijo ella—. Y el otoño es un buen momento. Podrías ponerte un esmoquin naranja.

—Alec no es feliz —continuó Magnus, como si ella no hubiera hablado.

—Claro que no —replicó Isabelle—. Jace…

—Jace —repitió el brujo, y apretó los puños a los costados. Isabelle lo miró. Siempre había pensado que a Magnus no le importaba Jace; que incluso le caía bien, una vez que el asunto del afecto de Alec se había arreglado.

—Pensaba que Jace y tú erais amigos —dijo.

—No es eso —repuso Magnus—. Hay algunas personas a las que el universo parece haber escogido para un destino especial. Favores especiales y tormentos especiales. Dios sabe que a todos nos atrae lo que es hermoso y está roto; a mí me ha pasado. Pero hay gente que no se puede arreglar. O si se puede, sólo es por medio de un amor y un sacrificio tan grandes que destruyen al que se lo da.

Isabelle negó con la cabeza lentamente.

—Me he perdido. Jace es nuestro hermano, pero para Alec… Él también es el parabatai de Jace.

—Conozco a los parabatai —dijo el mago—. He conocido a parabatai tan unidos que eran casi la misma persona. ¿Sabes qué le ocurre, cuando uno de ellos muere, al que le sobrevive…?

—¡Para! —Isabelle se llevó las manos a las orejas, y luego las bajó lentamente—. ¿Cómo te atreves, Magnus Bane? ¿Cómo te atreves a empeorar esto aún más?

—Isabelle. —Magnus relajó las manos; parecía un poco sorprendido, como si sus propias palabras le hubieran asombrado—. Lo siento. Me olvido, a veces… que a pesar de todo tu autocontrol y fuerza, tienes la misma vulnerabilidad que Alec.

—No hay nada débil en mi hermano.

—No —reconoció Magnus—. Amar como elijas, eso requiere fuerza. Pero quería que estuvieras aquí por él. Hay cosas que yo no puedo hacer por Alec, que no le puedo dar. —Por un momento, él pareció extrañamente vulnerable—. Conoces a Jace desde hace tanto tiempo como él. Tú puedes ofrecerle una comprensión que yo no puedo darle. Y él te quiere.

—Claro que me quiere. Soy su hermana.

—La sangre no proporciona amor —sentenció Magnus, con tono amargo—. Si no pregúntaselo a Clary.


Clary se lanzó al Portal como disparada por un rifle y voló hasta el otro lado. Dio una voltereta hacia el suelo y cayó con ambos pies, clavándolos al principio. La pose sólo le duró un instante, antes de que, demasiado mareada por el Portal para concentrarse, perdiera el equilibrio y cayera el suelo con la mochila amortiguando el golpe. Suspiró —algún día tanto entrenamiento tendría que dar sus frutos—, se puso en pie y se sacudió el polvo de los vaqueros.

Se hallaba ante la casa de Luke. El río relucía a su espalda y la ciudad se alzaba detrás de él como un bosque de luces. La casa de Luke estaba igual que la habían dejado horas antes, cerrada y oscura. Clary, en el camino de tierra y gravilla que llevaba a la puerta, tragó saliva con fuerza.

Lentamente, tocó el anillo que llevaba en la mano derecha con los dedos de la izquierda.

«¿Simon?»

La respuesta le llegó al instante.

«¿Sí?»

«¿Dónde estás?»

«Voy hacia el metro. ¿El Portal te ha llevado a casa?»

«A la de Luke. Si Jace viene, como creo que hará, aquí es adonde vendrá.»

Un silencio. Luego…

«Bien, supongo que sabes cómo encontrarme si me necesitas.»

«Supongo que sí. —Clary respiró hondo—. ¿Simon?»

«¿Sí?»

«Te quiero.»

Una pausa.

«Yo también te quiero.»

Y eso fue todo. No hubo ningún clic, como cuando se cuelga un teléfono; Clary sólo notó como un corte en la conexión, como si se hubiera seccionado un cable en su cabeza. Se preguntó si eso era a lo que Alec se refería cuando hablaba de romper el lazo de parabatai.

Fue hacia casa de Luke y subió lentamente la escalera. Ésa era su casa. Si Jace iba a volver a por ella, como le había mascullado que haría, ahí sería adonde iría. Se sentó en el último escalón, se puso la mochila sobre las rodillas y esperó.


Simon se hallaba ante la nevera de su apartamento y bebía el último trago de sangre fría mientras el recuerdo de la silenciosa voz de Clary se desvanecía de su mente. Acababa de llegar a su casa, y el apartamento estaba oscuro, se oía mucho el zumbido de la nevera y curiosamente olía a… ¿tequila? Tal vez Jordan hubiera estado bebiendo. De todas maneras, la puerta de su cuarto estaba cerrada, y tampoco le podía parecer raro: eran más de las cuatro de la mañana.

Metió de nuevo la botella en la nevera y fue hacia su habitación. Sería la primera noche que dormiría en su casa en una semana. Se había acostumbrado a tener a alguien con quien compartir la cama, un cuerpo contra el que acurrucarse en mitad de la noche. Le gustaba cómo el de Clary encajaba con el suyo, dormida con la cabeza sobre la mano; y sí, tenía que admitírselo a sí mismo, le gustaba que ella no pudiera dormir si él no estaba. Le hacía sentirse indispensable y necesario; aunque que a Jocelyn no pareciera importarle si dormía o no en la cama de su hija indicaba que la madre de Clary lo consideraba tan sexualmente amenazador como un pececillo dorado.

Claro que Clary y él habían compartido cama a menudo, desde los cinco hasta los doce años. Eso podría tener algo que ver, supuso, mientras abría la puerta de su habitación. La mayoría de aquellas noches las habían pasado ocupados en intensas actividades, como ver quién podía tardar más en comerse un magdalena rellena. O el día que se habían llevado disimuladamente el reproductor portátil de DVD y…

Se quedó parado. Su habitación era la de siempre: paredes desnudas, estantes de plástico apilados donde tenía la ropa, su guitarra colgando de la pared y el colchón en el suelo. Pero sobre la cama había una hoja de papel: un cuadrado blanco contra la gastada manta negra. Conocía la letra. Era de Isabelle.

Cogió la nota y la leyó:


Simon, he tratado de llamarte, pero parece que tienes el móvil apagado. No sé dónde estás en este momento. No sé si Clary ya te ha dicho lo que ha pasado esta noche. Pero yo tengo que ir a casa de Magnus y me gustaría mucho verte allí.

Nunca me asusto, pero tengo miedo por Jace. Tengo miedo por mi hermano. Nunca te he pedido nada, Simon, pero te lo pido ahora. Ven, por favor. Isabelle


Simon dejó caer la nota. Antes de que ésta llegara al suelo él ya estaba bajando la escalera.

Cuando Simon llegó al apartamento de Magnus, reinaba el silencio. Había un fuego parpadeando en la chimenea, y el brujo estaba sentado ante él en un sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Alec dormía, con la cabeza sobre el regazo de su novio, y éste jugueteaba con lo mechones de su cabello. La mirada del brujo, dirigida a las llamas, estaba perdida y distante, como si estuviera mirando hacia el pasado. Simon no pudo evitar recordar lo que Magnus le había dicho una vez sobre vivir para siempre.

«Algún día quedaremos sólo nosotros dos.»

Simon se estremeció, y Magnus alzó la mirada.

—Isabelle te ha llamado, ya lo sé —dijo éste en un tono muy bajo para no despertar a Alec—. Está por el pasillo de allí, la primera puerta a la izquierda.

Simon asintió con la cabeza, saludó a Magnus y fue hacia el pasillo. Se sentía extrañamente nervioso, como si estuviera dirigiéndose a una primera cita. Que recordara, Isabelle nunca le había pedido ni ayuda ni su presencia antes; nunca había reconocido que lo necesitara de ninguna manera.

Abrió la puerta del primer dormitorio a la izquierda y entró. Estaba oscuro, con las luces apagadas: si Simon no hubiera tenido vista de vampiro, seguramente sólo habría visto negrura. Pero sí que podía ver el contorno del armario, las sillas con ropa encima y la cama, con las sábanas apartadas. Isabelle dormía de lado, con el oscuro cabello desparramado sobre la almohada.

Simon la contempló. Nunca había visto dormir a Isabelle. Parecía más joven que despierta, con el rostro relajado y las largas pestañas rozándole el borde de los pómulos. Tenía la boca un poco entreabierta y las piernas encogidas. Sólo llevaba una camiseta, su camiseta, una prenda gastada donde ponía: EL MONSTRUO DEL LAGO NESS. CLUB DE AVENTURA: BUSCANDO RESPUESTAS SIN IMPORTAR LOS HECHOS.


Simon cerró la puerta a su espalda con una sensación de decepción mayor de la que se esperaba. No se le había ocurrido pensar que estaría dormida. Había esperado hablar con ella, oír su voz. Se sacó los zapatos y se tumbó a su lado. Sin duda ocupaba más parte de la cama que Clary. Isabelle era alta, casi de su altura, aunque cuando le puso la mano en el hombro, notó los huesos delicados. Le pasó la mano por el brazo.

—¿Izzy? —llamó—. ¿Isabelle?

Ella murmuró algo y hundió el rostro en la almohada. Él se acercó más; olía a alcohol y a perfume de rosas. Bueno, eso explicaba el olor de su casa. Había estado pensando en rodearla con los brazos y besarla suavemente, pero «Simon Lewis, Acosador de Mujeres Inconscientes» no era un epitafio que deseara en su tumba.

Se tumbó de espaldas y miró el techo. Yeso resquebrajado con manchas de humedad. Magnus tendría que hacer que alguien le reparara aquello. Como si notara su presencia, Isabelle se volvió hacia él y apoyó su tierna mejilla sobre el hombro del chico.

—¿Simon? —preguntó medio dormida.

—Sí. —Él le rozó el rostro.

—Has venido. —Le pasó el brazo por el pecho y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su hombro—. No creía que lo hicieras.

Él le acarició el brazo.

—Claro que he venido.

Las siguientes palabras de Isabelle sonaron amortiguadas contra el cuello de Simon.

—Perdona que esté dormida.

Él sonrió para sí, un poco, en la oscuridad.

—No pasa nada. Incluso si lo único que querías era que viniera y te abrazara mientras duermes, lo habría hecho igual.

Notó que ella se tensaba un momento, y luego volvía a relajarse.

—¿Simon?

—¿Sí?

—¿Puedes contarme un cuento?

Él parpadeó sorprendido.

—¿Qué clase de cuento?

—Uno donde los buenos ganan y los malos pierden y además se mueren.

—Ah, ¿un cuento de hadas? —repuso él. Le dio vueltas a la cabeza. Sólo sabía las versiones Disney de los cuentos de hadas, y la primera imagen que se le ocurrió fue la de Ariel con su sujetador de conchas marinas. A los ocho años se había prendado de ella. Aunque no parecía ser el momento de mencionar eso.

—No. —Isabelle exhaló la palabra con el aliento—. Estudiamos los cuentos de hadas en la escuela. Un montón de esa magia es real, pero bueno. No, quiero algo que no haya oído nunca.

—Muy bien. Tengo uno bueno. —Simon le acarició el cabello; notó las pestañas de ella en el hombro cuando Isabelle cerró los ojos—. Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana…


Clary no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en los escalones de entrada de la casa de Luke cuando el sol comenzó a alzarse. Se levantaba por detrás de la casa; el cielo se volvía de un rosa oscuro, y el río era como una plancha de azul acerado. Estaba temblando, llevaba temblando tanto rato que el cuerpo parecía habérsele contraído en un único temblor seco. Había usado dos runas de calor, pero no le habían servido de nada; tenía la sensación de que el temblor era psicológico más que nada.

¿Aparecería Jace? Si por dentro todavía le quedaba tanto de Jace como ella creía, lo haría; cuando él había dicho sin voz que volvería a por ella, Clary había sabido que lo haría lo antes posible. Jace no era paciente. Y no le gustaban los juegos.

Pero ella no podía esperar indefinidamente. Al final, el sol se alzaría. El día comenzaría, y su madre volvería a vigilarla. Tendría que renunciar a Jace, al menos durante otro día, como mínimo.

Cerró los ojos para protegérselos del resplandor del amanecer, y apoyó los codos en el escalón que tenía detrás. Por un momento, se dejó llevar por la fantasía de que todo era como había sido, que nada había cambiado, que se encontraría esa tarde con Jace para practicar, o esa noche para cenar, y él la abrazaría y la haría reír igual que siempre.

Cálidos rayos de sol le acariciaron el rostro. Abrió los ojos a regañadientes.

Y ahí estaba él, subiendo los escalones, tan silencioso como un gato, igual que siempre. Llevaba un jersey azul oscuro que hacía que su cabello pareciera el propio sol. Clary se irguió, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Jace parecía recortado por el brillante sol. Clary pensó en aquella noche en Idris, en la forma en que los fuegos artificiales habían cortado el cielo y ella había pensado en ángeles, cayendo envueltos en llamas.

Él llegó hasta ella y le tendió las manos; ella las cogió y se puso en pie. Él le escrutó el rostro con sus pálidos ojos dorados.

—No estaba seguro de que fueras a venir.

—¿Desde cuándo no has estado seguro de mí?

—Antes estabas muy enfadada. —Le cubrió la mejilla con la mano. Jace tenía una áspera cicatriz en la palma; Clary la notaba contra la piel.

—Y si no hubiera estado aquí, ¿qué habrías hecho?

Él la acercó hacia sí. También estaba temblando, y el viento le alborotaba el cabello, brillante y revuelto.

—¿Cómo está Luke?

Al oír el nombre, Clary se estremeció de nuevo. Jace, pensando que era de frío, la abrazó con más fuerza.

—Se pondrá bien —contestó ella, cautelosa.

«Es tu culpa, tu culpa, tu culpa», pensaba.

—No quería que resultara herido. —Jace la rodeaba con los brazos; los dedos en su espalda le recorrían un lento camino de arriba abajo—. ¿Me crees?

—Jace… —preguntó Clary—. ¿Por qué estás aquí?

—Para pedírtelo de nuevo. Que vengas conmigo.

Ella cerró los ojos.

—¿Y no me dirás adónde?

—Fe —respondió él a media voz—. Debes tener fe. Pero también debes saber algo: si vienes conmigo, no hay vuelta atrás. No durante mucho tiempo.

Ella pensó en el momento en que había entrado en el Java Jones y lo había visto esperándola allí. Su vida había cambiado en ese instante de una manera que jamás podría borrarse.

—Nunca ha habido vuelta atrás —repuso ella—. Contigo no. —Abrió los ojos—. Debemos irnos.

Él sonrió con una sonrisa tan brillante como el sol que se alzaba tras las nubes, y ella notó que se relajaba.

—¿Estás segura?

—Estoy segura.

Jace la besó. Mientras ella lo rodeaba con los brazos, notó algo amargo en sus labios; luego la oscuridad cayó como una cortina al final de un acto durante una obra de teatro.

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